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Spanish; Castilian Pages 336 Year 2019
Daniel Nemrava y Jorge J. Locane (eds.)
Experiencias límite en la ficción latinoamericana (literatura, cine y teatro)
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Ediciones de Iberoamericana 107 Consejo edit orial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer † Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
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Experiencias límite en la ficción latinoamericana (literatura, cine y teatro) Daniel Nemrava y Jorge J. Locane (eds.)
Iber oamericana - Ver vuer t - 2019
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Este libro ha sido publicado gracias al apoyo del Ministerio de Educación, Juventud y Deporte de la República Checa y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Palacký de Olomouc, República Checa.
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ÍNDICE
Daniel Nemrava y Jorge J. Locane Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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I. Litera tura Giuseppe Gatti Riccardi La narración controlada y el cuerpo desterrado. Resignificación vigilada de la historia y desarraigo de la identidad en la cuentística de Rafael Courtoisie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Jorge J. Locane Memorias líquidas. A propósito de Los planetas, de Sergio Chejfec, y Los rubios, de Albertina Carri . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Jakub Hromada El abismo de la escritura: texto y experiencia en Basura, de Héctor Abad Faciolince 47 Brad Epps Agorafilia y claustrofobia: corporalidad y espacio en La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi, y El cuarto mundo, de Diamela Eltit . . . . . . . . . . . . .
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Adalberto Mejía Sergio Pitol y Fabio Morábito: dos escrituras migrantes en la literatura mexicana contemporánea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Zuzana Burianová Entre el silencio y la palabra en Não falei, de Beatriz Bracher . . . . . . . . . . . . . . . 105 Melania Stancu “Nostalgias de los tiempos sin tiempo”: memoria e historia en la poesía de Jorge Teillier . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129 Aleksander Trojanowski Barbarismo moderno. Sobre el efecto distanciador en Respiración artificial, de Ricardo Piglia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139 Silvia Rosa Experiencia e intimidad en Los chicos y las guerras, de Bruno Petroni . . . . . . . . 165 II. Cine Mariela Vargas Experiencia, lamento y musicalidad: la estética del duelo en La teta asustada. Una lectura desde Walter Benjamin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 Donfack Sounna Anicet Christian El Norte, de Gregory Nava, y A Better Life, de Chris Weitz: representaciones ideológicas de la inmigración hispana en Estados Unidos . . . . 205 Mónica Bueno/ Graciela Foglia Las dictaduras de Brasil y Argentina: cine y testimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221 Ramón Alvarado Ruiz Las elegidas, de Jorge Volpi: del plano general al close-up narrativo. . . . . . . . . . . 237 III. Teat r o Carlos Dimeo Álvarez El relato del cuerpo exiliado (memoria y acontecimiento en Potestad, de Eduardo Pavlovsky). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
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Daniel Vázquez Touriño La memoria a escena. El giro performativo en la representación teatral de la historia mexicana contemporánea. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277 Humberto López Cruz La frontera impuesta a la nación: demarcando socialmente al panameño en Esa esquina del paraíso, de Rosa María Britton . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289 IV. Visiones Personales Saúl Sosnowski El vacío y la letra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307 Sergio Ramírez Imaginar al otro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317 Sobr e l os a ut or es . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327
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INTRODUCCIÓN Daniel Nemrava y Jorge J. Locane
El filólogo checo Lubomír Doležel caracteriza como “inocencia de la ficción” la carencia de valor verídico que distingue a la literatura de ficción de la de carácter histórico. Contrapone las expresiones de la poiesis ficcional, que crean mundos posibles, inexistentes antes del acto de escribir y, por ende, desprovistos de una valoración verídica, a las de la noesis histórica: textos constatativos que requieren esta valoración y utilizan la escritura para construir modelos del pasado que sí existieron antes del acto escritural. Sin embargo, ¿cómo transmitir la historia vivida? Para Walter Benjamin, en su ensayo El narrador, el mayor enemigo de la narración de una historia es la información: La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo. [...] Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Es que la mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones. (5-6)
El narrador —así concebido— no explica, no psicologiza, no juzga, sino que transmite la historia sin intervenirla, tal como ha sucedido, y de esta manera crea una experiencia propia del receptor. Al narrador, además, “le está dado recurrir a toda una vida. (Por lo demás, una vida que no sólo incorpora la propia experiencia, sino, en no pequeña medida, también la ajena. En el narrador, lo sabido de oídas se acomoda junto a lo más suyo)” (16-17). Gracias a la observación de Benjamin, es posible entender la conexión paradójica que ofrece la literatura: la ausencia de relación entre la experiencia
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y el relato narrado no necesariamente impide comprender. Dicho de otro modo, no sería la experiencia vital una condición para que se dé una comprensión. Ricoeur, por su parte, al analizar la memoria colectiva, apunta: “Nuestros presuntos recuerdos muy a menudo se han tomado prestados de los relatos contados por otro” (17). Mientras que, para el estudioso checo Jiří Trávníček, el relato y la experiencia existen en una relación dialéctica: “Como si la historia fuera la estructura de la experiencia, la experiencia sería entonces la realización de esta estructura; incluso se puede tratar de mi experiencia y de la historia de otra persona. La historia hasta cierto punto hace sonar la experiencia, la hace concebible; no obstante, sin ella perdería el sentido” (43). Este poder que adquiere el relato como herramienta para tornar concebible el terror y transferir socialmente la experiencia es también lo que explica, como señala Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz, que una razón que puede impulsar a un deportado a luchar por su supervivencia es la de convertirse en testigo. De ahí que, según Agamben, Primo Levi haya devenido escritor con el único fin de testimoniar. Estas ideas sirvieron como impulso para abrir el debate en el marco del V Coloquio de Estudios Latinoamericanos de Olomouc, celebrado entre el 6 y el 8 de mayo de 2016. El resultado es el presente volumen, que incluye distintos estudios de caso y visiones personales acerca de la representación de la experiencia límite en la literatura, el cine y el teatro latinoamericanos. Por razones prácticas, el volumen está organizado en tres bloques principales, correspondientes a las tres disciplinas estéticas, y uno complementario que reúne pequeños ensayos de carácter más subjetivo bajo el título general “Visiones personales”. El primer bloque, concentrado principalmente en la literatura, lo inaugura Giuseppe Gatti Riccardi, de la Universidad de Studi Guglielmo Marconi. En “La narración controlada y el cuerpo desterrado. Resignificación vigilada de la historia y desarraigo de la identidad en la cuentística de Rafael Courtoisie”, examina los relatos “El escriba” y “Río abajo”, ambos pertenecientes a la recopilación de cuentos El mar rojo (1991), del escritor uruguayo. En los dos relatos escogidos, identifica la presencia de dos ejes que apuntan, respectivamente, a los siguientes motivos: por un lado, al de la historia narrada y reconstruida bajo el filtro de la necesidad de ocultamiento impuesto por un poder controlador. Al respecto, Gatti muestra cómo, en
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“El escriba”, Courtoisie ofrece “una advertencia sobre los peligros de manipulación de las conciencias que entraña un deseo de vigilancia desde arriba no acotada por la responsabilidad moral de la transparencia de la información”. El poder que silencia es representado como una maquinaria de control que se vuelve objeto ideológico para ejercer su influencia sobre el sujeto individual. El segundo motivo de estudio, presente en “Río abajo”, alude a la condición del desterrado como “ser destinado a la peregrinación permanente” por efecto de la pérdida de los referentes telúrico-biológicos de la identidad. En su trabajo titulado “Memorias líquidas. A propósito de Los planetas, de Sergio Chejfec, y Los rubios, de Albertina Carri”, Jorge J. Locane, de la Universität zu Köln, parte de la tríada conceptual “Memoria, verdad y justicia” para revisar lo que la crítica literaria define como narrativas de la memoria. Si es posible identificar un corpus que se funda en la idea de que la memoria reconstruye episodios pasados objetivos, otra vertiente, la que representan textos como Los planetas (1999), de Sergio Chejfec, y la película Los rubios (2003), de Albertina Carri, supone que el pasado es una construcción presente donde subjetividad e imaginación no están nunca ausentes. Por su inconsistencia y facultad para inquietar, Locane identifica esta última tendencia como memorias líquidas y propone que, al poner en cuestión la definición positivista de memoria, rechazan el oportunismo, trasladan el debate al plano de la reflexión crítica y se resisten a la mercantilización. En “El abismo de la escritura: texto y experiencia en Basura, de Héctor Abad Faciolince”, Jakub Hromada, de la Palacký University Olomouc, parte de la experiencia extraliteraria de escritor colombiano, es decir, del trauma personal causado por la violencia en su país (el asesinato de su padre y el exilio), como motor que se torna punto clave de su escritura autoficcional. Así, la resignificación de la experiencia a través de la escritura puede ser concebida como un continuo ejercicio probatorio de géneros narrativos, el abandono de unos para volver a ellos otra vez (ficción), la incursión en otros anteriormente rechazados (autobiografía) o la búsqueda de un pacto escritural nuevo (autoficción). La necesidad de la forma o fórmula para desencantar la lacaniana “selva del fantasma” se ofrece al estudio de la novela Basura, donde se cuestiona, a través de la mirada del narrador, la escritura misma del personaje Davanzati y sus limitaciones literarias de representar la experiencia. Se accede
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a la autobiografía en la ficción revelando la realidad del autor, preso de una experiencia anterior. Brad Epps, de la University of Cambridge, en el artículo “Agorafilia y claustrofobia: corporalidad y espacio en La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi, y El cuarto mundo, de Diamela Eltit”, plasma una serie de reflexiones basadas en el análisis minucioso de novelas que, según afirma, “constituyen, cada una a su manera, una indagación teórico-poética en la historia, la memoria y la comunicación humanas, así como una exploración imaginativa de la existencia corporal y la vivencia límite”. Al abordar ambas novelas, descritas por la crítica como feministas, postmodernas e incluso queer y marcadas por la experiencia de la dictadura, Epps se centra en el desbordamiento del proceso de la escritura por las dinámicas del poder implicando al “sujeto unitario y cartesiano con su dualismo jerarquizado de mente-cuerpo”, “el orden dominante regido por la ley del Padre y el poder psicosimbólico del falo”. A partir de un soporte teórico que incluye textos como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels, o La historia de la sexualidad, de Michel Foucault, establece relaciones entre los dos textos y los conceptos, que no escapan de las dinámicas mencionadas, de claustrofobia y agorafilia. Adalberto Mejía, de la Université Paul Valéry Montpellier III, titula su trabajo “Sergio Pitol y Fabio Morábito: dos escrituras migrantes en la literatura mexicana contemporánea”. En su análisis, parte de los planteos de Bertrand Westphal que sostienen que la representación del espacio constituye una ida y vuelta creadora, polifónica y fundacional. Otro soporte teórico para caracterizar estas ficciones geográficas es Le voyage et l’écriture, de Michel Butor, quien agrega que la relación entre escritura y “sistema de patrias” es una forma de representar la historia/experiencia, tanto desde fronteras en constante desplazamiento como desde migraciones y éxodos. En base a estas ideas, Mejía analiza la narrativa de Pitol, en quien destaca la continua interrelación/construcción entre autobiografía, viaje y escritura de una memoria expuesta a la experiencia del desarraigo. Por otro lado, el trabajo de Morábito, para él, es extraterritorial: Alejandría, Milán, la Ciudad de México o Berlín son ciudades/lenguaje de fronteras imprecisas, donde la memoria busca fragmentos de sí misma. Para Mejía, ambas voces, biográficas y en el umbral de espacios con identidad y no lugares, buscan, finalmente, reconstituir su propia historia y “nombrar la experiencia misma”.
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Zuzana Burianová, también de la Palacký University Olomouc, en su trabajo “Entre el silencio y la palabra en Não falei, de Beatriz Bracher”, analiza el modo de representación de una experiencia límite, concretamente, de vivencias traumáticas bajo el régimen militar en Brasil. Dentro de un marco teórico fundado en conceptos como represión, trauma u olvido, acuñados por Nietzsche, Freud, Primo Levi o Jaime Ginsburg, la autora se centra en el discurso narrativo de recuerdos y reflexiones, en el cual se mezcla la vida personal con la vida del país, las experiencias traumáticas del pasado, tal como el intento de comprender el período de la lucha armada de los años sesenta y setenta, con sus sueños, errores y utopías. Burianová destaca, además, la visión crítica que se halla en Não falei sobre la sociedad, cultura y educación brasileñas en las cuatro décadas que, sin que se hayan articulado políticas reparadoras, han sucedido al golpe militar. Melania Stancu, de la Universitatea din București, en su trabajo “‘Nostalgias de los tiempos sin tiempo’: memoria e historia en la poesía de Jorge Teillier”, se acerca a la figura del poeta chileno y a su creación ulterior al golpe de Pinochet, o sea, a partir de 1978. Conocido sobre todo por su poesía lárica, poesía de la frontera, que elogia el universo perdido de la infancia, Teillier tiene fama de poeta apolítico. Stancu pone de manifiesto, sin embargo, que su poesía, a partir del volumen Para un pueblo fantasma (1978), aborda los acontecimientos de Chile de forma tangencial, resignificando las imágenes que habían marcado la primera etapa poética para dar cuenta ahora, por contraste con una irrecuperable infancia idílica, de la dictadura. En su artículo “Barbarismo moderno. Sobre el efecto distanciador en Respiración artificial, de Ricardo Piglia”, Aleksander Trojanowski, de la Uniwersytet Wrocławski, aborda la novela del escritor argentino como un texto que surge marcado por la violencia dictatorial en Argentina, pero que también procura universalizar la experiencia de la barbarie como componente ineludible de la civilización moderna. De ahí que no se trate, exactamente, de informar sobre acontecimientos, sino de relatar una experiencia, pero desde la perspectiva de un sujeto distanciado, “es decir, [desde la de] uno que gracias al entendimiento de su posición histórica es capaz de resistir el terror”. Tal operación permitiría, a su vez, resignificar la experiencia de la violencia para hacer del texto literario un espacio de resistencia intelectual o más bien, de acuerdo con el autor, de “aguante” frente a los estragos de una
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modernidad compulsiva que, al imponerse mediante la violencia, siempre conduce al holocausto. Cierra este bloque el artículo de Silvia Rosa, de la Université de Lausanne, “Experiencia e intimidad en Los chicos y las guerras, de Bruno Petroni”, donde la autora se pregunta sobre el modo en que la experiencia del aparato represor del Estado argentino y de la democracia postdictatorial se cristaliza en los relatos del joven escritor argentino. Rosa demuestra que estos textos “hacen sonar” la experiencia cívica última del país “en términos que van más allá de los hechos empíricos concernientes a un sujeto en particular (desaparición de padres, exilio, etc.)”. Para diseñar tal lectura, Rosa sigue las reflexiones desarrolladas por Laura Scarano en su libro Palabras en el cuerpo: Literatura y experiencia (2007), para quien la experiencia es una unidad de sentido más amplia que brinda un anclaje donde emerge ese nosotros del yo en forma de relato, capaz de articular los retazos de historias, ideas, sentimientos, hábitos domésticos, episodios históricos, sueños y fantasías, todo un heterogéneo conglomerado de materiales dispuestos al zurcido ficcional, para que emerja una experiencia verbalizada, una nueva tela con guiños oblicuos y cómplices, en perpetuo vaivén entre el discurso y la realidad, entre el yo y los otros, entre intimidad y trama social.
Desde esta perspectiva, Rosa concluye que los relatos de Petroni se fundan en una trama de sentidos transmitida socialmente que ubica a las nuevas generaciones, impotentes y confusas, en una realidad histórica sin coordenadas reconocibles. El bloque dedicado al cine está encabezado por el trabajo de Mariela Vargas, de la Universidad Nacional de Salta, “Experiencia, lamento y musicalidad: la estética del duelo en La teta asustada. Una lectura desde Walter Benjamin”, donde la autora recurre al potencial heurístico de la teoría de Benjamin relativa al nexo existente entre lenguaje, música y experiencia del duelo para examinar el film La teta asustada (2009), de la directora peruana Claudia Llosa. Según Benjamin, la narración de la fatalidad y del trauma, del shock, es siempre sinuosa e incompleta. El silencio ahoga entonces al lenguaje y la melancolía busca un cauce melódico para dar curso al lamento. Con base en estos postulados, la autora reconoce en sus dos fuentes dos modelos
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contrapuestos de relación entre los sentimientos, la música y el lenguaje, que, sin embargo, pueden iluminarse mutuamente. Mientras que para Benjamin la música recoge y redime el dolor del duelo, para Llosa solo es tal cuando logra independizarse del llanto y el lamento. Donfack Sounna Anicet Christian, de la University of Maroua, contribuye con el artículo “El Norte, de Gregory Nava, y A Better Life, de Chris Weitz: representaciones ideológicas de la inmigración hispana en Estados Unidos”, donde examina dos retratos audiovisuales de la inmigración latinoamericana en dicho país. A partir del postulado de que la obra cinematográfica constituye un acto de enunciación, aborda los filmes como metáforas del contexto sociopolítico, económico y cultural en que se produjeron. El autor se apoya en las premisas teóricas de la sociocrítica de Claude Duchet y en las teorías del análisis cinematográfico de Francesco Casseti y Federico Di Chio, para concluir que, en sus trabajos, Chris Weitz y Gregory Nava elaboran dos reflexiones críticas sobre la política migratoria estadounidense, la cual, al mismo tiempo que enjuicia y castiga a los inmigrantes, no puede y no acepta prescindir de reclutarlos como mano de obra. En el artículo “Las dictaduras de Brasil y Argentina: cine y testimonio”, Graciela Foglia, de la Universidade Federal de São Paulo, y Mónica Bueno, de la Universidad Nacional de Mar del Plata, examinan cuatro películas que, según sugieren, “forman una estructura dialogal y, por lo tanto, controvertida y tienen en el testimonio, como lo considera Ricoeur, el eje de su producción”: se trata de Cazadores de utopías (1995), de David Blaustein, Montoneros, una historia (1994), de Andrés Di Tella, Que bom te ver viva (1989), de Lúcia Murat, y Tempo de resistência (2004), de André Ristum. El análisis comparativo propuesto por las autoras informa, finalmente, sobre los diferentes desempeños de las políticas de la memoria en Argentina y Brasil, al mismo tiempo que, según concluyen, con estos casos ejemplares donde “los directores se tornan archivistas y hermeneutas, para diseñar biografías”, se satisface la necesidad de un tipo de cine documental reflexivo, abierto y colectivo para pensar desde el presente los estigmas del pasado. La contribución de Ramón Alvarado Ruiz, de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, “Las elegidas, de Jorge Volpi: del plano general al close-up narrativo”, trata el diálogo y la transposición entre literatura y cine, pero con base en el caso particular de la novela del escritor mexicano sobre el tráfico
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de mujeres y la prostitución en la frontera de su país. Según el autor, en este texto/película se conjugan de tal manera dos experiencias límite, la denigración de la mujer y el tránsito obligado, que obligan a recurrir a otros lenguajes para poder dar cuenta de ellas, de tal suerte que lo que propone destacar, finalmente, antes que elaborar un análisis comparativo, son “ciertos recursos y/o lenguajes cinematográficos a los que recurre el autor en la novela”, que llevan del plano general a detallados primeros planos para, así, intentar grabar en la retina del lector la experiencia de las víctimas. El bloque dedicado al teatro comienza con el artículo de Carlos Dimeo Álvarez, de la University of Bielsko-Biała, titulado “El relato del cuerpo exiliado (memoria y acontecimiento en Potestad, de Eduardo Pavlovsky”. Narrar la experiencia, resignificar el acontecimiento pasado a través de un presente que ha retornado en angustia y recuperar la subjetividad a través de la memoria son, según el autor, actos que, persistentemente, se manifiestan en el cuerpo-histórico-memorial del sujeto. De manera que aquel que cuenta o narra su propio acontecimiento se enfrenta de manera inevitable a una duplicidad; por un lado, la discursividad que expone el hecho mismo, el suceso en sí, y, por el otro, un relato que revierte las cargas en el sustento de la experiencia. El examen de la pieza del dramaturgo argentino le permite al autor argumentar que, a través del relato, se produce una transferencia de significados destinada a reconstituir nuevas subjetividades y a activar en el acontecimiento la memoria. Daniel Vázquez Touriño, de la Masaryk University de Brno, con el artículo “La memoria a escena. El giro performativo en la representación teatral de la historia mexicana contemporánea”, sostiene que el giro performativo en el teatro redefine la relación entre sujeto y objeto (espectador y actor) tanto como la relación entre materialidad y semioticidad (significado y significante) de los elementos de la puesta en escena. En base a un análisis de El rumor de un incendio, que forma parte de un proyecto de indagación sobre la insurgencia y la represión en los años setenta por parte de la compañía Lagartijas Tiradas al Sol, el autor propone que ya no se trata de representar la historia reciente de México, sino de (re)vivir la experiencia de su huella en la memoria de la comunidad formada por creadores y público. El análisis de la medialidad, materialidad, semioticidad y esteticidad del hecho teatral aparece, finalmente, confrontado con el concepto de “lección de historia”,
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acuñado por Rodolfo Usigli, con el fin de destacar la reciente evolución del tratamiento de la memoria en el teatro mexicano. El artículo “La frontera impuesta a la nación: demarcando socialmente al panameño en Esa esquina del paraíso, de Rosa María Britton”, de Humberto López Cruz, de la University of Central Florida, estudia el concepto de frontera y las demarcaciones que ella establece en base a la pieza teatral de Britton. Para el caso panameño, según se extrae del análisis propuesto por el autor, se trata no ya de la habitual separación territorial de dominios nacionales, sino de una fractura hacia dentro de la configuración nacional que toma la forma de marcada diferencia social y que, por lo tanto, conduce al desmembramiento y a una proyección imaginaria hacia órdenes territoriales heterotópicos, como el que representaba la Zona. El apartado “Visiones personales” está compuesto por dos impresiones formuladas en un deliberado registro ensayístico. En el texto “El vacío y la letra”, Saúl Sosnowski, profesor de la University of Maryland, repasa una serie de imágenes y lecturas que rememoran los genocidios, particularmente el argentino, del siglo xx, para tratar de responder a una pregunta que no deja de inquietar: cómo y por qué ocupar con palabras los vacíos dejados por las víctimas. Por último, el escritor nicaragüense y reciente premio Cervantes Sergio Ramírez reflexiona en su artículo “Imaginar al otro” sobre una experiencia límite que, en tanto contemporáneos, nos roza a diario sin que siempre estemos dispuestos a considerar sus verdaderas dimensiones para los afectados: el viaje del sur al norte de tantos migrantes que buscan abrirse camino hacia un futuro más esperanzador, sin que en muchos casos lleguen a conseguirlo. Con este libro, que, deliberadamente —porque procura respetar la experiencia subjetiva comprometida—, expande los alcances de lo comprendido bajo vivencia límite, no solo quedan registradas las intervenciones ofrecidas en el marco del V Coloquio de Estudios Latinoamericanos de Olomouc, sino que también intentamos contribuir a un debate que siempre conviene estimular y mantener abierto.
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Bibliografía Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Valencia: Pre-Textos, 2003. Benjamin, Walter. “El narrador”. Web. 11 de junio de 2018 . Dolež el, Lubomír. Heterocosmica. Fikce a možné světy, přel. týž. Praha: Karolinum, 2003. Ric oeur , Paul. La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid: Arrecife, 1999. Tr ávníček, Jiří. Příběh je mrtev? Schizmata a dilemata moderní prózy. Brno: Host, 2003.
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I. LITERATURA
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LA NARRACIÓN CONTROLADA Y EL CUERPO DESTERRADO. RESIGNIFICACIÓN VIGILADA DE LA HISTORIA Y DESARRAIGO DE LA IDENTIDAD EN LA CUENTÍSTICA DE RAFAEL COURTOISIE Giuseppe Gatti Riccardi Università degli Studi Guglielmo Marconi No me quedó lugar para hacer más servicio de éste, que es traer a Vuestra Majestad relación de lo que en diez años que por muchas y muy extrañas tierras que anduve perdido y en cueros, pudiese haber y ver. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios Si es principio indudable que todas las autoridades solo existen para bien de los pueblos que a ellas se someten, ninguna puede ser tan absoluta que tenga facultades de causar el mal de los súbditos algún día. José Blanco White, De los nombres libertad e igualdad
Contr ol y r egul ación social en l
a escritura de Raf
ael Cour t oisie
En el ensayo Idea para una historia universal en perspectiva cosmopolítica, de 1784, Immanuel Kant utiliza el término antagonismo para aludir a un concepto, el de ungesellige Geselligkeit, que podría traducirse con la perífrasis oximorónica ‘insociable sociabilidad’ de los seres humanos. Kant alude a esa doble tendencia humana por la que —por un lado— el hombre es llevado a unirse en sociedad (Gesellschaft) y que —por el otro— crea en él una general adversión hacia los demás, que amenaza continuamente con disgregar esa misma sociedad. Con la expresión ungesellige Geselligkeit, el filósofo de Kaliningrado evoca tanto la inclinación natural del ser humano a asociarse (pues, es en el estado social donde él se siente más humano y donde puede desarrollar mejor sus predisposiciones naturales) como la fuerte tendencia
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a la disociación, como efecto de sus innatas cualidades antisociales y de su deseo de dirigir toda acción hacia la consecución de su propio interés. Los dos ejes que se analizan en el presente ensayo se proponen leer la cuentística de los años noventa del siglo xx del escritor uruguayo Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958)1 como una lúcida reflexión crítica del autor, quien examina la interacción humana en la non-sociedad globalizada, el carácter manipulativo de ciertas estrategias discursivas y sus mecanismos de jerarquización social. Los dos motivos objeto de nuestra reflexión se vinculan respectivamente con una vertiente política de la historia que remite a la manipulación de las informaciones en un contexto social dado y con otra vertiente, de rasgos más socioantropológicos, que enlaza con las dinámicas de integración y rechazo del sujeto migrante. Para llevar adelante nuestro estudio, se examinan respectivamente los relatos “El escriba” y “Río abajo”, ambos pertenecientes a la recopilación de cuentos El mar rojo, que Courtoisie publica en Montevideo en el año 1991.2 Nuestro objetivo, en particular, consiste en a) reflexionar, con el respaldo teórico proporcionado en particular por Jerome Bruner, Roland Barthes y Michel Foucault, sobre el motivo de la
La bibliografía del autor montevideano (que incluye obras poéticas, narrativa, guiones de cine y artículos periodísticos) empieza a conformarse a partir de la década de los setenta y hoy se articula alrededor de más de treinta títulos; limitando nuestro catálogo a la sola producción narrativa, destacamos las siguientes recopilaciones de cuentos, inauguradas por la trilogía del mar: El mar interior (1990), El mar rojo (1991), El mar de la tranquilidad (1995), Cadáveres exquisitos (1995), El constructor de sirenas (1995), Racconti (publicado en Italia,1996), Agua imposible (1998), The Red Sea (publicado en EE. UU., 2004), Amador (2005), Sabores del país (2006) y Vida y milagros (2006). Su producción novelesca comienza en 1997, al publicar Vida de perro (1997), y sigue con Tajos (1999), Caras extrañas (2001), Santo remedio (2006) y Goma de mascar (2007). 2 En su estudio “Una narrativa desarticulada. Desde el sesgo oblicuo de la marginalidad”, Fernando Aínsa hace referencia a la trilogía de los mares (El mar interior, 1990; El mar rojo, 1991, y El mar de la tranquilidad, 1995) como el espacio de ficción en que los cuentos recrean esa condición líquida que alude al líquido amniótico y donde ese mar interior en que el ser humano nace adquiere una carga simbólica esencial “como invitación a la polisemia y a una secreta convivencia de distintos sistemas de creencias, lo que pueden ser los signos de la condición posmoderna en que [el autor] vive, pero que no necesariamente asume” (Aínsa, “Narrativa” 47). 1
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“historia narrada y reconstruida bajo un filtro”: en el primer relato que se analiza, el filtro vendría a ser representado por la necesidad de ocultamiento de ciertas verdades socialmente incómodas, es decir, un encubrimiento de datos históricos impuesto por un poder controlador; b) meditar sobre el motivo de la condición del desterrado: en contraste con la idea de solidaridad orgánica planteada por Émile Durkheim, se verá cómo el texto de Courtoisie presenta al desterrado como una metáfora del aislamiento, tanto físico como anímico: un ser destinado a la peregrinación permanente, por el cual el uso mismo del término cuerpo remite a una materia-identidad amenazada con deconstruirse. A diferencia de la gran mayoría de los narradores uruguayos nacidos en la década de los cuarenta del siglo xx (pensemos entre otros muchos casos posibles en Cristina Peri Rossi o Teresa Porzecanski), cuya obra narrativa suele incursionar en el patrimonio sociohistórico y cultural del país para definir un espacio literario capaz de alternar compromiso e independencia, individualismo y sociabilidad, en los escritores de la generación inmediatamente posterior (el mismo Rafael Courtoisie, Leonardo Rossiello Ramírez, Carlos Liscano, Juan Carlos Mondragón o Hugo Burel, de entre los más destacados) se evidencian rasgos que apuntan a una visión individual del quehacer literario que parece tambalearse entre dos posturas. Por una parte, la escritura de esta promoción literaria puede adquirir connotaciones defensivas frente a la progresiva erosión del tejido sociocultural, no solo nacional, lo cual provoca un repliegue que —en lo literario— se refleja en una sensación de vulnerabilidad, consecuencia de la paulatina descomposición de los grandes sistemas nacionales y globales de integración social. En este sistema desintegrado, el individuo percibe su dimensión como una “transición permanente, donde nadie se pregunta en ningún momento si ha sido influido y cómo se viven [...] los múltiples aspectos de la multiculturalidad. Se trata de asumir contornos diferentes, mimetizarse, disgregarse y unirse según sus proteicas posibilidades” (Aínsa, Palabras 112). La segunda postura nace precisamente de la exigencia, sugerida por Aínsa, de asumir lo mimético y los nuevos contornos como una redefinición de la identidad cultural: el espacio ficcional que surge de esta toma de conciencia es un escenario estilizado en que no hay señal de localización ni de singularización de la trama y que permite a esta promoción de narradores desarrollar
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una mirada desde los márgenes. Esta perspectiva, desvinculada de todo referente circunstancial, se vuelve una herramienta necesaria para elaborar una literatura de proyección sesgada, y desde esta mirada oblicua el acto de escribir se percibe como un proceso que apunta a dos objetivos: por una parte, a la desacralización de la búsqueda de respuestas a los grandes enigmas de la existencia y, por otra, a la denuncia de los excesos que el presunto progreso de las sociedades occidentales han provocado, sobre todo, a partir de los años ochenta del siglo xx. Nace así una postura de revisión crítica de las promesas del progreso y de los peligros ínsitos en la ausencia de formación de una conciencia social y ética: el resultado de esta interpretación de la realidad se concreta, en el caso de Rafael Courtoisie, en una escritura que se coloca en ese terreno fértil donde se encuentran la ciencia y la literatura y en el que “la imaginación [...] vuelve a ser reivindicada y puesta a la altura de la razón. A su vez, atender a los descubrimientos de la astronomía, la física cuántica, la biología molecular, la inmunoquímica o la informática es entrar en un campo donde las promesas de progreso alternan con imágenes de destrucción, con abismos que reclaman acuciosamente respuestas éticas” (Peyrou 6). La visión crítica de los límites a los que han llegado la investigación tecnológica, las nuevas formas de acumulación del capital, las modalidades de relaciones de producción y, sobre todo, de manejo de la información dan lugar, en la obra de Courtoisie, a una escritura de denuncia de todo progreso que esté divorciado de una ética de la responsabilidad y de la honestidad. En el primer relato que se analiza, “El escriba”, el autor se propone, precisamente, formular una advertencia sobre los peligros de manipulación de las conciencias que entraña un deseo de vigilancia desde arriba no acotada por la responsabilidad moral de la transparencia de la información. Un discurso similar es el que plantea Courtoisie en el segundo relato, “Río abajo”, en el que la narración de la experiencia de la frontera pasa por la representación de un estado de migración permanente, en que el espacio social en que se coloca al protagonista queda también sometido a un control desde arriba, de un poder autorizado que se encarga de juzgar y, eventualmente, expulsar al indeseado.
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Una hist oria sin r eflejos En “El escriba”, la historia es presentada bajo la forma de referencias, apenas aludidas, a eventos, hitos y modelos políticos, sociales o históricos de portada supranacional que acontecen en un lugar impreciso, de contornos indefinidos: en este marco, que tiene una semejanza topográfica con espacios de lo real, se inscribe la reconstrucción escritural de la que debe encargarse un personaje que da el nombre al título y que es convocado solo al final del relato. La reconstrucción escritural que se le encarga al protagonista es guiada por una voluntad de coerción: un cierto Poder impone —desde arriba— una reescritura de saberes que se propone controlar, medir y encauzar a los individuos. Veremos cómo, en el relato, la imposición de la reescritura de la historia se presenta según un modelo narrativo que “muestra una inquietud sostenida por los modos de comprensión del mundo, por las formas cotidianas de la arbitrariedad y por la escasa reflexión acerca de la producción y el consumo de saberes y valores” (Platero 154). En el texto de Courtoisie, la figura del escriba representa una suerte de desviación de la información: su rol, el de contar la memoria, resignifica el acontecimiento según un modelo de narración que le es impuesto. Desde el incipit el lector se entera de que una conspiración en escala supranacional ha visto involucrados en un principio a “un obrero que trabajó en la construcción de la represa de Assuan, un gerente de un frigorífico de Fray Bentos cuya empresa diera quiebra fraudulenta, un comerciante de lanas de Nueva Zelandia y un médico senegalés” (Courtoisie 55) y que los cuatro se dedicaron a reclutar adeptos, muchos de los cuales se unen a los conjurados por íntima convicción. En breve, el grupo de los conspiradores aumenta en cantidad y consistencia y el anónimo narrador en tercera persona informa: “Un jesuita francés abandonó su cátedra en un seminario dirigido por monseñor Lefebvre para unirse al grupo con entusiasmo. Un miembro del Partido Comunista Albanés hizo lo propio con igual determinación” (Courtoisie 55). Tanto la referencia explícita a la orden de los jesuitas y a su difusión en Francia como la mención al enfrentamiento ideológico que en el siglo xx determinó el recrudecimiento de confrontaciones políticas extremas (recordemos que el Partido Comunista Albanés fue hasta los años ochenta el más cumplidor
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en la aplicación interna de la ortodoxia marxista-leninista) funcionan como ámbito-cuadro del que Courtoisie se sirve para ofrecer una cartografía cognitiva panorámica de sucesos históricos conocidos. La conjura que urden algunos de los personajes se diluye después de su ejecución, sin que se haga más mención a ese complot aparentemente universal que una mínima referencia al cumplimiento del plan, que simplemente “se llevó a cabo” (Courtoisie 56). Es en ese momento cuando el autor inserta en la trama una figura que utiliza la escritura como noesis histórica: a un escriba se le encarga la redacción de un texto para construir un “cierto modelo del pasado”, que sí ha existido y que, sin embargo, el acto escritural se encarga de revisar según la voluntad del Poder. El lector aprende que “en su mayoría los conjurados volvieron a sus sitios, desperdigándose por el mundo. A uno solo de ellos se le encomendó un informe. Debía ser vago y anónimo y constituir una fría aproximación a la verdad” (Courtoisie 56). La vaguedad y la ausencia deliberada de datos del informe responden a la necesidad de una “reconstrucción guiada y vigilada” de lo ocurrido. Si bien el relato en forma escrita del escriba y la experiencia del hecho concreto podrían interactuar en una relación dialéctica, el diálogo en el cuento de Courtoisie se interrumpe: pese a que la historia es la estructura de la experiencia, esta no puede ser reflejada en la escritura, puesto que el texto escrito no debe mencionar “ningún detalle más que algunas referencias sobre ciertos protagonistas, sin dar sus nombres, sin descubrir la crudeza del asunto” (Courtoisie 56). El informe que se le encomienda al escriba deja de ser un texto constatativo, según el modelo de la noesis histórica: convertido en un texto vago y anónimo, padece una traslación genérica y se vuelve una obra de poiesis ficcional. El texto guiado funciona ahora como un constructor de realidades, pero no en el sentido de estar creando mundos posibles inexistentes antes del acto de la escritura, sino en el sentido de (re)crear un mundo ya existente y que, sin embargo, carece forzosamente de toda valoración verídica. El ser humano, cuando se encuentra ante una posible historia incorrecta, comienza a reflexionar acerca del modo y el grado en que el relato modificado altera la visión de la realidad y deforma la percepción del statu quo, lo cual —en palabas de Jerome Bruner— equivale a afirmar que “solo cuando sospechamos que nos hallamos ante la historia incorrecta empezamos a
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preguntarnos cómo un relato estructura (o distorsiona) nuestra visión del estado real de las cosas” (23). ¿De qué modo el relato de Courtoisie plantea una reflexión sobre la forma de distorsión de la historia y sobre las sospechas que esta operación desata en la estructura social? En primer lugar, obsérvese cómo en el texto no existe una instancia controladora que reflexione acerca de si los “significados narrativos” del informe han llegado a imponerse sobre los referentes de la historia: el acto escritural es encomendado desde un arriba indefinido y al escriba solo se le recomienda ser vago. Y, nos informa el narrador, “eso, precisamente, fue lo que hizo” (Courtoisie 56). El relato del escriba moldea la historia y también la experiencia: el informe no es inocente y, sin embargo, no parece existir, en el mundo ficcional creado por Courtoisie, alguna interrogación acerca del modo en que el relato distorsiona la experiencia de la realidad. Retomando la reflexión de Bruner acerca de cómo un relato incorrecto distorsiona la historia y desata la sospecha, deberíamos llegar a “preguntarnos cómo el relato mismo modela eo ipso nuestra experiencia del mundo” (Bruner 23). El texto del escriba, al no ser verídico, representa una reconstrucción no histórica de la historia que se acerca a una forma de narración verosímil de lo acontecido. Y, puesto que se ha vuelto una obra de poiesis ficcional, como toda forma de narrativa se plantea como un espacio dialéctico entre lo que se esperaba y lo que sucedió. Pero el informe es también algo más: es una narración perturbadora de la verdad histórica. El saber silenciado En este primer relato, el Poder se impone como una maquinaria de control y deja de ser un objeto ejemplarmente político para convertirse en un objeto ideológico que ejerce su influencia en todos los niveles. A propósito del discurso del Poder, de sus mecanismos y su influencia sobre el ámbito sociohistórico, Roland Barthes sostiene: “El poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no solo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones [...]. Llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta, y por ende la culpabilidad, del que lo recibe” (53). En el momento en que las opiniones y, sobre todo, las
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informaciones están controladas y manipuladas por el Poder, el espacio social queda sometido a un control que es plural porque crea unas voces autorizadas a las que se les encarga que nos hagan oír el discurso mismo elaborado por el Poder. A lo largo del tiempo histórico, el Poder ha ejercido su coacción sobre los procesos y los mecanismos de información de forma continua y transversal a todos los ámbitos del vivir social: esto ha colocado al poder en el rol de “parásito de un organismo transocial, ligado a la entera historia del hombre, y no solamente a su historia política, histórica. Aquel objeto en el que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua” (Barthes 53). Ahora, en el relato de Courtoisie, el informe vago, anónimo y solo fríamente aproximado a la verdad de la historia desbarata el rol de la palabra como herramienta para la transmisión de un saber objetivo y fiel a la realidad de los hechos. La práctica de escribir debería ser funcional a contar la historia, esto es, debería constituirse en forma de difusión del saber histórico. Sin embargo, el pedido del informe y las palabras que el informante se ve obligado a usar en su texto representan un desplazamiento del verdadero saber histórico a un lugar secundario. Obsérvese cómo la imposición que procede desde arriba no contiene siquiera un claro contenido doctrinario, sino que limita y enjaula la exposición de la verdad histórica de forma más sutil: el saber se diluye en la falsedad, en la vaguedad impuesta y en la omisión deliberada. La voluntad política del Poder pasa por una estrategia argumentativa que no se preocupa por la transmisión del saber (es decir, de la verdad histórica, en nuestro caso), sino que apunta a convertir al receptor del informe en un destinatario que incorpora y avala la idea propugnada por el Poder mismo. En este sentido, el informe se convierte en un discurso político que no es “fundamentalmente informativo puesto que su objetivo no es ‘hacer saber’, sino ‘incitar a hacer’. [...] Busca conseguir una reacción positiva en el destinatario, haciendo que se adhiera al emisor a través de la identidad que éste crea en nombre de una idea” (Fernández Lagunilla 48). En el relato, la directriz ideológica está marcada por el emisor oculto (el Poder) que se sirve del escriba, quien desempeña un rol de mero intermediario entre el destinatario final (el ciudadano) y el Poder mismo. De este modo, el contenido de la escritura se vacía, pues “en el orden del saber, para que las cosas se conviertan en lo que son, lo que han sido, hace
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falta este ingrediente: la sal de las palabras. Este gusto de las palabras es lo que torna profundo y fecundo el saber. [...] Cada vez que un historiador desplace el saber histórico, en el sentido más lato del término y cualquiera que fuere su objeto, encontramos en él simplemente una escritura” (Barthes 57). En este desplazamiento del saber histórico efectuado por el historiador, se plantea otro motivo de interés que enlaza con el texto de Courtoisie: nos referimos a la relación entre el poder —que dicta e impone el nomos— y el saber —como prerrogativa de quien busca poner por escrito la verdad histórica—. Según esta dinámica, se hace necesario volver a recuperar los equilibrios de un sistema en el que el poder se ejerce según una microfísica peculiar: no se pone en práctica considerando el entramado social como una propiedad por dominar mediante la violencia física pura, sino que se ejerce a través de estrategias cuyos efectos de dominación no deben atribuirse a una verdadera apropiación, sino a disposiciones, a maniobras de persuasión, a tácticas de presión, a técnicas de ocultamiento. En este sentido, la lectura del cuento de Courtoisie remite a la duda que se plantea el mismo Michel Foucault cuando se pregunta: Quizás haya que renunciar también a toda una tradición que hace imaginar que no puede existir un saber sino allí donde se hallan suspendidas las relaciones de poder, y que el saber solo puede desarrollarse al margen de sus conminaciones, de sus exigencias y de sus intereses. Quizás haya que renunciar a creer que el poder vuelve loco y que, en cambio, la renuncia al poder es una de las condiciones con las cuales se puede llegar a sabio. (37)
El cuerpo expulsado En el prólogo a la edición de El mar rojo, Rosario Peyrou enfoca su análisis de “Río abajo” asociando los motivos del destierro y del nomadismo forzoso a la condición misma del escritor y afirma: “En ‘Río abajo’, la figura mítica del desterrado que no descansa en su búsqueda es también una imagen de la existencia desgarrada del creador” (8). La alusión explícita a una posible voluntad de representación parcialmente autobiográfica por parte de Courtoisie se aplica al caso de un protagonista masculino, y narrador homodiegético, que se desplaza de pueblo en pueblo a lo largo de la extensión de un río de África, aclarando de entrada: “No tengo tribu” (Courtoisie 53).
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Entre los años ochenta y noventa, el escritor hispanoamericano (y el uruguayo en particular, debido al comienzo de la fase de regreso a la democracia) vive la crisis de la ontología de la pertenencia nacional, causada por la disgregación de las fronteras. Ante la progresiva desaparición de límites fronterizos (piénsese en el desarrollo del Mercosur), las modificaciones sustanciales de las modalidades de producción y redistribución de los productos culturales y la generalización de los sistemas de comunicación, el mismo canon cultural hispanoamericano “está disperso. Ha perdido sus indicadores nacionales tradicionales y refleja la pérdida de referentes telúrico-biológicos de la identidad y el desmoronamiento del meta-concepto que la unificaba alrededor de nociones como territorio, pueblo, nación, país, comunidad, raíces” (Aínsa, Palabras 111). Esta dispersión no se manifiesta solo durante los años de las dictaduras militares en el Cono Sur entre los años setenta y ochenta del siglo pasado, sino que se extiende en el tiempo hasta la producción narrativa de los años noventa y se expresa en un conjunto de características comunes a una cierta promoción de escritores tales como “la desafiliación de las posiciones seguras que garantizaba el patrimonio histórico y cultural y el optar por el abordaje de una aventura interior que los llevaría a territorios donde impera la ilogicidad, el absurdo y una quizás solo aparente lejanía con la realidad representada, más bien una forma distinta de representarla” (Graciela Franco et al. 5). En estos territorios de aparente lejanía, el cuerpo del escritor, como promotor de productos culturales que ya no se pueden identificar como nacionales, experimenta dos condiciones: a) la posibilidad de acceder a una mirada múltiple, que es al mismo tiempo pluralista y polifónica, y que se nutre de la necesidad de elaborar estrategias de supervivencia dentro del magma de símbolos y referentes donde la noción de pertenencia se reconstruye sobre nuevos cimientos; b) la experimentación de un estilo de vida que implica vivir en un estado de transición permanente, por la cual la identidad se desplaza (en cuerpo y alma) y produce una pérdida de referentes o la necesidad de su resignificación (pensemos, por ejemplo, a los casos de escritores como Silvia Larrañaga o Leonardo Rossiello Ramírez).
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En la común problemática de definición de las identidades subjetivas a partir de la relación entre el nuevo texto literario que nace del ajuste permanente y el cuerpo, el relato “Río abajo” plantea un desplazamiento físico del cuerpo como referente metonímico. En el texto, Courtoisie utiliza el término cuerpo en un sentido que remite a una materia que puede deconstruirse, en tanto que la identidad y la pertenencia estarían formadas “por un conjunto de permanencias a través de un cambio continuo, aunque se trate de permanencias relativas y de adaptaciones continuas” (Aínsa, Palabras 113). Mediante los peregrinajes de su personaje transterrado, el autor “piensa la escritura [...] con los mismos atributos esenciales del cuerpo: como materialidad significante, portadora de significados nunca ajenos y siempre orientados desde el punto de vista de las sutiles dialécticas detrás de las cuales se juegan las alternativas y las inflexiones del poder” (Pérez Laborde 15). En esta lógica del cuerpo entendido como materialidad significante, Courtoisie utiliza ese término como metáfora de una dimensión inherente a la escritura como espacio habitado de signos y soterradamente colonizado por los conceptos de cuerpos sociales: esta exposición de líneas ideológicas enlaza con la lectura del cuerpo social como construcción sometida a la dinámica vigilancia-castigo, que implica la identificación de un poder fuerte e impositivo que controla, impone su nomos y obliga a la errancia. “Río abajo” propone una triple relación entre el cuerpo, el desamparo y la marginación aceptada como destino, entendida como ruptura drástica de todo código, social y comunitario. En el marco de sus peregrinaciones, el protagonista es incapaz de encontrar un espacio geosocial que pueda proporcionarle protección y amparo estable, y su estado de alienación no es ajeno a su condición de desterrado y marginal en un territorio que lo rechaza. No tiene tribu, pero el lector aprende que “constantemente se me ofrece una, o la busco. El Consejo de Ancianos delibera y me acepta sin consultarme. Luego, sin consultarme tampoco, y sin que medie explicación alguna, me expulsan” (Courtoisie 53). En este segundo texto, Courtoisie vuelve a representar un espacio simbólico en el que transcurren los acontecimientos narrados apelando a una representación del mundo que guarda una semejanza topográfica con lo real: tal como ocurre con los espacios de la trilogía involuntaria de Mario Levrero, se trata de “un mundo formal sin dimensión de fondo, un cúmulo
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de objetos y hombres que aparentan ser tales externamente, ya que carecen de una dimensión interior” (Romero 10). En este escenario, Courtoisie dibuja un sistema de poder que se impone, nuevamente, como una maquinaria de control, pero este ejercicio es —a diferencia de lo que ocurre en “El escriba”— un objeto ejemplarmente político. Es así que, por los caracteres de extranjería que identifican al protagonista, el relato de Courtoisie propone como eje central de la trama el rol del cuerpo como objeto manipulado por unas instituciones (el Consejo de Ancianos) y su uso —por parte del escritor— como herramienta de expresión de un desasosiego existencial. Tal como ocurre en “El escriba”, el espacio social de “Río abajo” queda sometido a un control que es plural porque procede de unas voces autorizadas (los ancianos) a las que se les encarga que decidan unilateralmente del destino de otro ser. En este sentido, el relato enlaza con la perspectiva lacaniana del “discurso del amo”, que subraya la asimetría de posiciones en la comunicación humana: en el intercambio no existe un espacio de intersubjetividad igualitaria y los participantes (en nuestro caso, los ancianos y el migrante) no están ubicados en una simetría de reciprocidad. Se hace manifiesto, así, un eje asimétrico que relaciona al amo (el portador del saber) y al esclavo (el “ser sin derechos”, en nuestro texto) según un modelo jerárquico. Cuando el Consejo de Ancianos delibera acerca del destino del recién llegado, se crea —según observa Slavoj Žižek al releer a Lacan— un “espacio del discurso basado en una imposición violenta por parte del significante-amo, que es sensu stricto ‘irracional’: no puede basarse ulteriormente en razones” (Žižek 80). En esta óptica de asimetría del poder, el lector asiste a la creación y exploración de una serie de parajes paria: las tribus son lugares sociales que primero acogen y después expulsan al sujeto, obligando al cuerpo a vivir en la fragilidad, la relatividad y la metamorfosis permanente. En cada una de sus etapas, el personaje vive continuas adaptaciones parciales, que se apoyan sobre el fondo de un desajuste de la identidad debido al sentimiento de miedo al Otro que se genera en las comunidades de acogida: “Solamente logro reconocer el perfil de ciertas sospechas, la espina larga de la desconfianza” (Courtoisie 53). La desconfianza a la que alude el texto se genera, en la comunidad de acogida, por la presencia de un prójimo que lleva a cabo una intrusión y que amenaza con desestructurar el equilibrio social del contexto; Žižek reflexiona
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sobre esta dinámica desde la perspectiva de la comunidad receptora y sostiene “que el prójimo es —como Freud sospechó hace mucho tiempo— una cosa, un intruso traumático, alguien cuyo modo de vida diferente [...] nos molesta, alguien que destruye el equilibrio de nuestra manera de vivir y que cuando se acerca demasiado puede provocar una reacción agresiva con vistas a desprenderse de él” (76). Desde el punto de vista del protagonista en el entramado social de la tribu, su colocación coincide con el de los márgenes sociales, con respecto a un centro, que es el lugar del cuerpo integrado: el recién llegado es “alguien que destruye el equilibrio de nuestra manera de vivir” y por eso los márgenes están descritos deliberadamente en un plano contrastivo que opone el centro (como repertorio de referentes donde la identidad individual se siente en su propia casa) al nomadismo (la pérdida del territorio y la resignificación del pasado desde la distancia a los que es sometido el exiliado o migrante). El personaje de Courtoisie, en cada etapa de su peregrinación, ejerce una verdadera toma de posesión voluntaria del territorio: su propio cuerpo (sus manos) establece un contacto con la tierra: “Hundo las manos en la tierra y me rompo las uñas buscando las lombrices que me alimentan” (Courtoisie 53). Cuando el migrante hace escarnio de su propio cuerpo, hundiendo sus uñas en la tierra, intenta cumplir una resignificación del territorio usando su cuerpo como soporte y herramienta. Y, sin embargo, la maquinaria de control (el Consejo) lo obliga a un nuevo destierro. De este modo, el cuerpo del extranjero no puede hibridar los reductos culturales de la identidad de cada tribu ni mezclar sus comportamientos y costumbres a los de la comunidad que lo recibe temporalmente. Finalmente, la necesidad de seguir huyendo se hace manifiesta en el propósito con el que se cierra el relato: “Mañana trataré con los Zulúes, río abajo” (Courtoisie 53). El cuerpo se tiene que desplazar a causa de las fricciones entre las experiencias individuales y las colectivas dentro de un círculo tribal que huye del carácter pluralista de la identidad y que percibe toda presencia de una posible Otredad como una desestructuración potencial del equilibrio social.
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MEMORIAS LÍQUIDAS. A PROPÓSITO DE LOS PLANETAS, DE SERGIO CHEJFEC, Y LOS RUBIOS, DE ALBERTINA CARRI Jorge J. Locane Universität zu Köln
I “Memoria, verdad y justicia”. Esta tríada conceptual suele circular como un compacto eslogan hoy en día, quizás algo amarillento, y, sin embargo, no deja de ser una consigna a la que no podemos renunciar. Antes, tal vez, una demanda a la que —despejo desde ya cualquier duda y acentúo— no conviene, de ningún modo, que renunciemos. En Argentina, además, la serie significante quedó plasmada en forma de ley. Desde el año 2006, el 24 de marzo es, oficialmente y por consenso político, el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justica. Concentremos la atención en los enlaces lógicos. El 24 de marzo los argentinos hacemos memoria en función de la verdad y la justicia. El ejercicio de memorizar sería, así, un procedimiento destinado a hacer valer la verdad del pasado y administrar justicia en el presente. Volver cada año la mirada al pasado, no olvidarlo, estaría ofreciendo ciertas garantías de que la verdad no se diluya. La memoria, entonces, aparece enarbolada como recurso privilegiado para revelar dimensiones de un pasado susceptible de ser captado en su objetividad y certeza. En breve, lo que la correspondencia lógica sentencia es que, porque se rememora la verdad de la historia, hay —o puede haber— justicia. No me interesa discutir acá el uso estratégico de la memoria en articulación con un proyecto con el que no podemos evitar coincidir. Sabemos también, por la abundancia de literatura al respecto, que una definición rigurosa de memoria incluye necesariamente porosidades, interferencias y desbordes. Hay, asimismo —la bibliografía especializada insiste—, peligrosos abusos de
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la memoria (cf. Todorov). Voy a sortear deliberadamente esos debates para tratar de ofrecer un breve examen de algunos aspectos de la novela Los planetas (1999), de Sergio Chejfec, y de la película Los rubios (2003), de Albertina Carri. Tanto el trabajo de Chejfec como el de Carri ponen en cuestión el enlace lógico que conduce del elemento memoria al de verdad. Ni en uno ni otro —como vamos a ver— el retorno al pasado permite reconstruir verdad alguna y, sin embargo, no pueden ser cuestionados como formas de intervención en las “luchas por la memoria” (cf. Jelin, cap. 3) del pasado argentino inmediato. Me interesa pensar, por lo tanto, cómo estas fórmulas narrativo-argumentativas, aunque corroen el enlace memoria/verdad, mantienen su poder de persuasión. Propongo indagar también de qué modo, aún bajo estas condiciones, pueden estar colaborando en la elaboración de un presente, sino más justo, al menos sí más alerta ante los posibles desmanes de la historia. Los rubios ha dado que hablar. Prácticamente desde el momento de su lanzamiento en el 2003, los alegatos y las impugnaciones no han dejado de proliferar en igual medida. Gonzalo Aguilar, Beatriz Sarlo y Martín Kohan, entre muchos otros, han dicho lo suyo. Esto ocurre porque la película interrumpe un continuum narrativo sobre la última dictadura cívico-militar que había logrado afianzarse, tanto en su registro como en su hilo argumentativo esencial, como oficial o, al menos, mainstream (cf. Niebylski 102, particularmente n. 2). Los rubios —como se sabe— escenifica el proceso de reconstrucción de la memoria de los padres de la directora Albertina Carri. La película recoge anécdotas, entrevistas, retazos de recuerdos de diferente procedencia, cartas, fantasías, fotos y animaciones con muñecos Playmobil para tratar —o, más precisamente, constatar— la imposibilidad de restaurar la presencia de Roberto Carri y Ana María Caruso, los padres de la directora efectivamente desaparecidos por la dictadura en 1977. La figura de Albertina Carri es, por momentos, encarnada por Analía Couceyro, quien dice explícitamente ante cámara ser una actriz que asume el papel de Carri. Este desdoblamiento y los recurrentes efectos de distanciamiento, como la exhibición de los recursos técnicos, conducen al espectador a adoptar una posición intermedia a mitad de camino entre quien está observando un montaje ficcional y quien en efecto ve a una Albertina Carri real hacer un rastreo de las huellas de sus padres realmente desaparecidos por la dictadura. Así, y
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esto es lo que perturba, las categorías de identidad y memoria sobre las que se había asentado la lucha de los años ochenta y noventa por juicio y castigo a los agentes desaparecedores aparecen problematizadas, sino decididamente desbaratadas: al respecto, anota Martín Kohan: Y si bien Los rubios no deja de plantear estas dos cuestiones, lo hace por medio de una inflexión auspiciosa, con una legítima ambición de originalidad, distinta de la secuencia que anudaría, linealmente, el testimonio, la memoria, la verdad y la identidad. Los rubios aspira a una concepción más compleja de lo que es la memoria, y elige un recorrido más complicado para llegar hasta ese punto cierto en el que alguien (para el caso, Albertina Carri) puede tomar la palabra y decir “yo”. (25)
Quizás con menor impacto en el campo especializado, pero desde un frente operativo similar, Sergio Chejfec ya había publicado en 1999 Los planetas. El texto, como Los rubios, pone en escena, desde una doble voz narrativa que oscila entre la primera y la tercera persona, el esfuerzo por reconstruir una más de las tantas ausencias producidas por la dictadura. S. intenta, con más fracaso que éxito, restaurar la huella que su amigo M. dejó en su entorno y en él mismo antes de haber sido desaparecido. En esa empresa, relatos e imágenes comienzan a superponerse y confundirse, de manera que la experiencia histórica de la existencia de M. se halla cada vez más borroneada y distante. La proliferación de narrativas más o menos inconsistentes y hasta fantásticas dan lugar a una atmósfera siempre suspendida en lo onírico que, sin embargo, no se reserva guiños destinados a anclar la trama textual a una realidad verificable empíricamente: progresivamente, a nivel textual, S. se revela como Sergio, un escritor que, veinte años después de terminada la dictadura, emprende en Caracas el desafío de reconstruir el recuerdo de un amigo desaparecido en Argentina. Estos datos se proyectan sobre el paratexto (la solapa afirma que el autor del texto, Sergio Chejfec, “vive en Caracas desde 1990” y la nota que lo cierra consigna “Caracas, julio de 1994”) y, finalmente, sobre el contexto para hacer ingresar el orden de lo real como una capa más en la trama ficcional. Así, también acá, la presunta verdad de la historia aparece diluida en el flujo de una memoria inestable y contaminada. Como anota Isabel Quintana:
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La memoria de la novela se configura de manera nada lineal, por el entretejido de momentos del presente que pueden remitir al pasado (antes de la desaparición) y del pasado lejano al pasado más reciente (luego de la desaparición) o viceversa. Y en esa recuperación, sin embargo, se fractura la imagen del amigo precisamente por el “exceso de su ausencia” (132). Aunque ha organizado su vida en torno a la recuperación de la memoria de su amigo, la misma se comienza a borrar. No sólo porque la memoria deja de ser eficiente cuando se intenta una empresa tan vasta [...], sino porque, además, ha comenzado a dejar de remitir a una Verdad. (33)
Así, al poner en cuestión el poder actualizador de la memoria y el carácter ontológico de la verdad, Los planetas adscribe al corpus de narrativas sobre el pasado un interrogante que cuestiona, sobre todo, las fórmulas fundadas en el testimonio o que apelan a la interpelación emocional (cf. Niebylski 102). De lo que se trata, como argumentaría Georges Didi-Huberman (152) siguiendo a Walter Benjamin, es que estas dos intervenciones señalan la crisis de un concepto de memoria que se proclamaba capaz de dar cuenta del pasado como un momento no solo susceptible de ser reconstruido en el presente, sino también objetivable. Se oponen a los relatos que sí sabían enunciar verdades: La historia oficial (1985), La noche de los lápices (1986) o El flaco perdón de dios (1997), el libro de testimonios recogidos por Juan Gelman y Mara La Madrid. Al poner en escena memorias inestables, fluctuantes y confusas, desbaratan los relatos portadores de verdad que habían servido como instrumentos de justicia al menos simbólica. Por eso mismo, inquietan. Nos inquietan. Estas memorias —que voy a llamar líquidas por su carácter inconsistente— son preocupantes porque vienen a destronar certezas; certezas, para colmo, con las cuales coincidimos. Arrasan con el mundo constituido, con el de las injusticias y las apariencias, pero también con el que defendemos como verídico. Pasan como un vendaval y —suponemos— tras ellas dejan el vacío, la locura, el temido relativismo absoluto. En cualquier caso, un terreno fértil para nuevos estragos. Y, sin embargo, estas memorias líquidas no han sido exactamente rechazadas por triviales, al contrario, las plumas más brillantes les han dedicado cuantiosa tinta. Hay algo en ellas que —pareciera— convence o al menos convoca. Así, María Moreno cierra su entrevista del 2003 con Albertina Carri con una pregunta retórica
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que aún no ha sido contestada y que propongo retomar acá: “¿No sería ésta” —digamos, la de las memorias líquidas— “la posición más radicalizada de las ficciones de la memoria?” (Carri, “Esa rubia debilidad” s/p). II Por supuesto que no pretendo ofrecer acá un examen en profundidad de las complejas configuraciones de la película y el libro que nos convocan. Considérese, además, que de ninguna manera soy el primero en intentar abordarlos bajo una única línea de análisis (cf. Molinié). Con el fin de arribar a algunas conclusiones generales en el próximo apartado, lo que voy a proponer a continuación es repasar algunos momentos en los que el poder desestabilizador de las memorias líquidas que ellos exhiben se expresa en su mayor intensidad. En Los planetas, la incapacidad de la memoria para retener el pasado, incluso el personal, el que hace, según quería san Agustín, a la continuidad del yo y a su identidad, aparece constantemente tematizado. Elijo una cita de las tantas posibles: Así, junto con la evolución del tiempo, el forzoso cambio de las cosas y la gente, ha sido inevitable ir perdiéndole el rastro a las huellas de M. Cada vez hay menos señales que remiten a él. Sólo en la memoria se conservan, pero llega un momento cuando no estamos seguros del verdadero valor de lo guardado, porque, así como podemos decir tantas cosas cuando decimos olvido, muchas de ellas contrapuestas y otras complementarias, también es verdad que al decir recuerdo, memoria, o simplemente evocación no debemos sino desconfiar, también allí se disimula una cueva de sombras. (Chejfec 226)
La posibilidad de restituir la presencia elidida de M. se presenta, así, como fuera de las competencias de la memoria de S. (o incluso de cualquier registro documental: “M aclaró: ‘No creo en las fotografías’. Con esto no quería menoscabar el canje, sino más bien decir que, en su opinión, carecían del menor valor documental” (24)). Pero no solo este es el punto débil de la memoria. De ella, dice el narrador, tenemos que “desconfiar”, y tenemos que
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hacerlo no solo porque olvida, sino también porque falsea, divaga o imagina. De la memoria al Märchen, podríamos decir, hay únicamente un paso. Un episodio resulta, al respecto, particularmente interesante. El auto del padre de M. ha sido robado y, con la idea de recuperarlo por fuerza del azar, este sale a recorrer el conurbano bonaerense junto con su hijo y S. En una de esas caminatas, un hombre choca de manera inverosímil un auto estacionado. Al observar el baúl abierto por el golpe del choque, los tres caminantes advierten que está lleno de ratas. Mientras, el conductor se baja de su auto y se aproxima a los observadores asombrados. Cito lo que sucede: [...] Se quedarían sin habla ante el nuevo horror que aguardaba a sus espaldas. El otro nunca lo comentaría con M., sin embargo, sabe que esa tarde los tres, al girar el cuello y mirar hacia atrás recordaron la parte fabulosa de los cuentos de infancia, donde los animales tienen atributos humanos —ropa, lenguaje, sentimientos—, o al revés, donde las personas muestran rasgos animales. Ahora observaban a un hombre cuyo rostro se había transformado. Este cambio no tenía que ver con el paso del tiempo o la evolución —por lo menos no como por lo general se la entiende, la vejez—; este cambio se relacionaba con la sorpresa, el misterio o la magia. Dicho en su sentido más literal, el hombre tenía cara de rata. Sus rasgos no eran aproximativos, no tenía un aire común —como cuando se dice “tiene cara de pato, tiene cara de mono”—, sino que cada detalle de su cara se conjugaba con el todo para componer otro rostro, el de las ratas. (Chejfec 168-169)
Lo interesante es que esta imagen, que se desliza claramente hacia el cuento de hadas, aparece contada por el narrador heterodiegético que alterna regularmente con la voz de S. De este narrador externo esperaríamos un distanciamiento tanto afectivo como superador de las carencias del narrador en primera. Este narrador es —suponemos— el que debería estabilizar el relato y objetivar el recuerdo, pero también él, no solo el narrador que podríamos denominar testimonial, el de la experiencia, distorsiona —o enriquece, depende de cuál sea el criterio de verdad— la historia. Hay otro momento en el que gana credibilidad, pero esto lo consigue al costo de sacrificar la que podría tener la memoria del narrador en primera. S. le cuenta una historia a M., y M., dice el narrador homodiegético, “preguntó si el tren llevaba muchos pasajeros [...]. Le contesté con la mano y un gesto
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como diciendo ‘así’, queriendo decir ‘más o menos’ o ‘lo normal’...” (Chejfec 30). Poco después, sin embargo, el narrador en tercera interviene y corrige: “Lo cierto es que el tren estaba lleno, todos bastante apretados sin lugar siquiera para levantar los brazos...” (30-31). Esta alternancia de memorias y relatos en discrepancia resulta central para pensar Los planetas: también, sin duda, la deriva permanente hacia el registro fantástico u onírico que puede parecer disonante en un relato sobre desaparecidos que da señas de contener elementos autobiográficos. Voy a dejar el examen de Los planetas en este punto para pasar a una escena de Los rubios. Varios de los rasgos que acabo de señalar en el texto de Chejfec vuelven a aparecer en la película de Albertina Carri: el desplazamiento hacia lo imaginario, el desdoblamiento de voces narrativas, la tematización de la inconsistencia de la memoria, etc. La mayor diferencia se registra, acaso, en el intento de reconstrucción del pasado por medio de la memoria colectiva. Las numerosas entrevistas conformarían un corpus coral que estaría diciendo algo del pasado personal de la directora. Y, sin embargo —como se sabe—, lo que la película extrae de esas fuentes es una seguidilla de imprecisiones o incluso desaciertos, entre ellos, el de que la familia Carri era una familia de rubios. Hay una escena (00:26:20), no obstante, que constituye tal vez el núcleo de la película: es un giro metanarrativo en el que esta vuelve sobre sí misma, una puesta en abismo. Se trata del episodio en el que el equipo de producción debate la carta de rechazo del INCAA para que la película fuera declarada “de interés nacional”. La falta de “rigor documental” que esgrime el comité evaluador para rechazar el pedido es también un reclamo de veracidad. Lo que está en juego, dice la escena, es, precisamente, lo que nos inquieta como espectadores: el hecho de que la película no constate o profundice la verdad histórica que fueron labrando los testimonios durante dos décadas de lucha.1 La carta aparece reproducida en el libro Los rubios. Cartografía de una película (2007). Lo interesante de esta operación de recolocación medial, y, por lo tanto, también de resignificación, es que lo hace en versión facsimilar y en la primera página del libro, incluso antes de las palabras introductorias de Albertina Carri. Este desplazamiento estaría reinsertando el poder documental y, consecuentemente, la afirmación verídica en el plano del discurso. Estaría trazando coordenadas interpretativas tendientes a reafirmar el carácter verdadero, objetivable, del episodio histórico, pero no en relación con el pasado dictatorial y la condición 1
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La memoria líquida que expone Los rubios es, así, también una peligrosa afrenta tanto a la corrección política como a la memoria concebida como herramienta de reconstrucción de un pasado que, en la lucha de las memorias, quiere hacerse valer por unívoco y auténtico. Pero la escena pone al descubierto otro dilema, esto es, que las instituciones oficiales se fundan en la verdad y que, en cuanto esta se tambalea, ellas comienzan a sentirse necesariamente amenazadas. De acuerdo con información provista por Albertina Carri (Los rubios 110), el pedido de financiamiento fue rechazado no solo por el INCAA, varias veces, sino también por muchas agencias de promoción internacionales. Esta oposición establecida entre la percepción institucional y la elaboración estético-crítica reproduce, en última instancia, dos regímenes de verdad incompatibles: el de la verdad trascendente, de la cual, necesariamente, se vale todo orden institucional, y uno que parte de las premisas del constructivismo epistemológico para resaltar lo ilusorio de lo verdadero y la relatividad de lo constituido, incluso —y ese es el dilema de fondo— en términos institucionales. Este choque de perspectivas es, justamente, el mismo que tiene lugar entre la realizadora y la universidad: Lo que recuerdo de Princeton es una obsesión con la verdad. Un profesor de lenguas latinas preguntaba: “Pero, con su teoría, ¿dónde está la verdad?”. El hecho de que la película se llame Los rubios es una verdad, una verdad que yo extraigo de toda una cantidad de posiciones. Hay gente del barrio donde vivíamos que decía que mis padres y nosotras éramos rubios y otros que no. Fui a lo más fácil para explicarlo. Me contestó: “Pero la posición que usted toma como realizadora a mí me deja afuera como espectador, porque yo no sé qué dirección está tomando usted”. (Carri, “Esa rubia debilidad” s/p)
Lo que destaca Carri, como se advierte, es que las verdades, independientemente del posicionamiento individual y de que dado el caso haya sido el mismo narrador el sujeto de la experiencia, no están en nuestras manos, sino que hay que negociarlas. La función de la institución, eventualmente, es defender una en confrontación con otras y, así, finalmente, defenderse de los desaparecidos, sino en lo que refiere a las condiciones de producción de la película y a la relación de tensión que ella establece con las instituciones. Lo que es verdadero, en este sentido, es que la película no es un proyecto digerible para las instituciones oficiales.
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también a sí misma, mientras que la de la mirada crítico-estética consistiría, antes, en recoger la pluralidad de lo verdadero y los modos de elaborarlo. III Ahora que el enlace “Memoria por la verdad y la justicia” ha sido aniquilado, pareciera que deberíamos capitular en nuestra irrenunciable apuesta por lo que creemos un mundo más justo. Sin embargo, me gustaría responder a la pregunta de María Moreno que sí, que estas memorias líquidas representan la posición más radicalizada de las ficciones de la memoria, esto es, las menos condescendientes y también, hoy en día, las más efectivas. Con Pilar Calveiro sabemos que “la repetición puntual de un mismo relato, sin variación a lo largo de los años, puede representar no el triunfo de la memoria sino su derrota. Por una parte, porque toda repetición ‘seca’ el relato a los oídos que lo escuchan; por otra, porque la memoria es un acto de recreación del pasado desde la realidad del presente y el proyecto de futuro” (8). Pero la memoria, en su formato más consistente y soberano, la que se presenta como portadora de certezas y organizadora del mundo en términos de buenos y malos, también puede convertirse en una commodity de buen rendimiento no solo en términos simbólicos, sino también estrictamente económicos. A veinte años, Luz (1998), la novela de Elsa Osorio, por ejemplo, lleva cerca de un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo y, según datos de la autora (s/p), ha sido traducida a dieciséis idiomas y editada en veintitrés países. Incluso ha sido incluida como bibliografía de referencia en varios programas escolares. El consenso es generalizado: el mercado y las instituciones se tranquilizan al oír repetirse las mismas verdades y con ellas, acaso, el orden mismo que los justifica. A este tipo de memoria, anquilosada, pero por eso mismo fácilmente comercializable, Albertina Carri, en un arranque provocativo más, la denominó “memoria de supermercado” (“Esa rubia debilidad” s/p).2
Aunque Sarlo parece no evaluar de modo positivo la propuesta de Los rubios, su cuestionamiento a las reconstrucciones basadas en fuentes testimoniales es clara y tajante, justamente porque reproducen el sentido común y el consenso que favorece una armonía acrítica entre 2
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Frente a ella, la memoria líquida es refractaria a los arrinconamientos tranquilizadores, por su naturaleza, resulta fundamentalmente escurridiza e irritante. Susan Sontag ha escrito: “Quizá se le asigna demasiado valor a la memoria y un valor insuficiente al pensamiento” (Sarlo 26). Los rubios y Los planetas hacen tabula rasa con las verdades establecidas y proponen, precisamente, pensar. Más aún: obligan a repensar creativamente lo naturalizado. En sintonía con Gilles Deleuze, podemos decir que surge así un nuevo estatuto de la narración: la narración cesa de ser verídica, es decir, de aspirar a lo verdadero, para hacerse esencialmente falsificante. No es en absoluto “cada uno con su verdad”, es decir, una variabilidad referida al contenido. Una potencia de lo falso reemplaza y desentroniza a la forma de lo verdadero, pues plantea la simultaneidad de presentes incomposibles o la coexistencia de pasados no necesariamente verdaderos. [...] La narración falsificante [...] plantea en presente diferencias inexplicables y en pasado alternativas indecidibles entre lo verdadero y lo falso. El hombre verídico muere, todo modelo de verdad se derrumba, en provecho de la nueva narración. (177-178)
¿Y quién o qué triunfa? Difícil es decirlo sin caer en algún tipo de relativismo nihilista, pero, evidentemente, las formas del poder —como traté de mostrar— se sienten al menos provocadas. Consideremos, también con Deleuze, que “lo que se opone a la ficción no es lo real, no es la verdad, que siempre es la de los amos o los colonizadores, sino la función fabuladora de los pobres, que da a lo falso la potencia que lo convierte en una memoria, una leyenda, un monstruo” (202). Para concluir extraigo, entonces, un punteo esquemático relativo a la función de estas memorias líquidas: 1. Obligan a pensar, a revisar en profundidad los órdenes heredados constituidos como verdaderos. Las batallas, parecieran decir, no se ganan construyendo verdades que cualquier oleada revisionista puede desmontar, sino, tal vez, identificando con la mayor precisión posible los mecanismos mediante mercado, instituciones y formas expresivas: “Sus principios simples reduplican modos de percepción de lo social y no plantean contradicciones con el sentido común de sus lectores, sino que lo sostienen y se sostienen en él. A diferencia de la buena historia académica, no ofrecen un sistema de hipótesis sino certezas” (Sarlo 16).
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los cuales esas verdades se construyen. La pregunta, en este sentido, no es si la memoria constituye un fenómeno del orden de lo real o de lo ficcional, sino cómo (no) funciona. 2. Pertenecen al dominio del realismo en la medida que intentan ser más fieles a los desperfectos de la memoria y, así, confrontan la corrección política con las fabulaciones monstruosas de pobres y no tanto. Como comenta Carri, su familia termina siendo rubia porque esa es una verdad de los pobres que elaboraron los vecinos e integraron a su recuerdo de la desaparición de Roberto y Ana María. Una verdad que, en tanto constructo, es tan válida como cualquier otra. 3. No hacen concesiones, exigen pensar y, en la medida que así lo hacen, reactivan un debate que siempre corre el riesgo de estancarse y no solo adormecer a la audiencia, sino también favorecer un proceso de fijación del pasado que lo convierte en inútil para el presente. 4. Se oponen a la memoria commodity que abastece el mercado de productos reparadores de la mala conciencia. Se oponen, en este sentido, también al mercado académico fundado en hipótesis estandarizadas y, por eso mismo, favorables a atraer líneas de financiamiento cautivo. 5. Cuestionan la verdad como aval ontológico de cualquier forma de poder. Alarman, por eso, a las instituciones y los sistemas de pensamiento asentados. Por todo esto, y no solo por su indiscutible valor estético, creo que Los rubios y Los planetas salen exitosos de su desafío. Si el testimonio puede seguir siendo legítimo como herramienta jurídica —a falta de algo mejor, prefiero no dudarlo—, estas ficciones nos mantienen alerta en el plano de la imaginación crítica, un lugar donde tampoco conviene claudicar. Fuentes primarias Chejfec, S ergio. Los planetas. Buenos Aires: Alfaguara, 1999. Carri, Albertina (dir.). Los rubios. Argentina / Estados Unidos: Marcelo Céspedes y Barry Elssworth, 2003. DVD. 2003.
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Bibliografía secundaria Cal veir o, Pilar. Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70. Buenos Aires: Norma, 2005. Carri, Albertina. “Esa rubia debilidad”. Entr. María Moreno. Página 12 (19 de octubre de 2003). Web. 21 de diciembre de 2016 . —. Los rubios. Cartografía de una película. Buenos Aires: Ediciones Gráficas Especiales, 2007. Deleuz e, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, 1986. Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011. Jelin, E lizabeth. Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI, 2002. Kohan, Martín. “La apariencia celebrada”. Punto de Vista (abril 2004): 24-30. Molinié, Roxana. “Experiencia de la desaparición en Lumpérica de Diamela Eltit, Los planetas de Sergio Chejfec y Los rubios de Albertina Carri”. Tesis. Université de Montréal, 2014. Niebylski, Dianna C. “Paralajes de la memoria, desviaciones del duelo y otras ilusiones ópticas en Los Planetas”. Sergio Chejfec: trayectorias de una escritura. Ensayos críticos. Ed. Dianna C. Niebylski. Pittsburgh: IILI, 2012. 101-120. Osorio, Elsa. “Reeditan ‘A veinte años, luz’, sobre la apropiación de menores”. Télam (12 de junio de 2014). Web. 21 de diciembre de 2016 . Quint ana, Isabel. “Ciudad y memoria en Los planetas de Sergio Chejfec”. Latin American Literary Review 32. 63, Ene.-jun. (2004): 24-39. Sarl o, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005. Todor ov, Tzvetan. Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós, 2000.
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EL ABISMO DE LA ESCRITURA: TEXTO Y EXPERIENCIA EN BASURA, DE HÉCTOR ABAD FACIOLINCE Jakub Hromada Palacký University Olomouc
La estructura metaficcional del relato en la novela Basura (2000)1 se abre a reflexiones sobre los límites de la representación y permite dilucidar estrategias narrativas que remueven el fondo de la experiencia personal. Por un lado, la tematización del acto escritural conduce a cierta ambivalencia intertextual, interactuando tanto a nivel literario como mediante el intertexto de la historia familiar. Por el otro lado, el sujeto poético planteado por Abad Faciolince encarna la condición autoconsciente en tanto que sujeto poiético, es decir, figura que explicita la necesidad de hacer algo, liberarse del pesado bagaje de recuerdos a través de la escritura. El hacer con el signo literario revela marcas de obsesión y condena, remitiendo a la irónica situación del sujeto que se ve invocado por sus propias herramientas de interpretación. En el exergo de Elias Canetti a la novela Basura queda manifiesto el anhelo de libertad en la escritura “como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira” (Abad Faciolince, Basura vi). Sintetizando la problemática de mimesis con el fondo ético del arte, el horizonte de la libertad se ofrece para la reflexión sobre el texto en tanto que praxis incontrolable por el sujeto. En el contexto de las novelas del yo, referente genérico puesto al examen en nuestro trabajo,
Para las ideas en torno a la relación inseparable entre la experiencia (tanto vital como literaria) y la obra (representación) desarrolladas en este ensayo, no deja de ser sintomática la presencia de dos figuras clave de meta/autoficción contemporánea —Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño— en el comité que le otorgó a Basura el I Premio Casa de América de Narrativa Americana Innovadora en el año 2000. 1
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las palabras del austríaco pueden ser interpretadas como la consciencia de la porosa frontera entre obra y vida, como la eterna búsqueda de la autenticidad, de una presencia susceptible de ser traspuesta al lenguaje literario. En respuesta al concepto de la experiencia perceptiva original en Edmund Husserl, Jacques Derrida llama la atención sobre el carácter sígnico de lo real en nuestra percepción y sugiere la imagen de la galería con cuadros que representan a otros cuadros en una galería. Como un continuo sin comienzo ni fin, la representación sería un fenómeno del laberinto: “Del pleno día de la presencia, fuera de la galería, ninguna percepción nos está dada, ni seguramente prometida. [...] Queda entonces hablar, hacer resonar la voz en los corredores para suplir el estallido de la presencia. El fonema, la akoumene es el fenómeno del laberinto” (La voz 167). Tal como sucede con la propia escritura derridiana, el estallido de la presencia representada, o différance, no admite identificación mecanizada con un sujeto, objeto o experiencia real, llevando la marca de la potencialidad diseminante. La (re)presentación auténtica enfatiza temporalidad, inmediatez, existencia de la voz como su propia conciencia textual ambivalente, desplazándose en el borde entre oposiciones real/ficticio y experiencia/representación. Sin embargo, ante la inminencia del abismo al cual se acerca en la representación, el sujeto se aferra al sentido, a la ilusión de que su experiencia pueda ser verbalizada y vuelta a ser vivenciada estéticamente. El concepto de ironía en Paul de Man (La ideología 256 y ss.) refleja la aludida crisis semántica del sentido que se impone entre significante y significado. Al nivel pragmático, la imposibilidad de referencialidad lingüística no mediada relega la comunicación a la circularidad de mera prueba retórica, confirmando así la postura nihilista de la ironía que se instala como discontinuidad entre el signo y lo real. La discontinuidad como fenómeno temporal le sirve a De Man para comparar la ironía con la alegoría: “La ironía es una estructura sincrónica mientras que la alegoría aparece como una modalidad diacrónica capaz de engendrar duración” (Visión 250). Conectando la crítica del lenguaje de Derrida y De Man, la textualidad de la novela Basura se realiza entre la ilusión de la duración en la alegoría que traslada experiencia y memoria a la representación escritural y la discontinuidad irónica lúdicamente consciente del anhelo del estallido de la presencia, eso es, “dos caras de una misma y fundamental experiencia de la temporalidad” (Visión 250).
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Entre alegoría e ironía, literatura y crítica, escritura y lectura, la búsqueda se delinea como un eterno camino por el laberinto textual. En vista del planteamiento de la memoria personal en la literatura colombiana actual, las estrategias de distanciamiento conectadas al discurso autofigurativo apuntan al giro epistemológico que se inscribe en la radicalización de la reflexividad (post)moderna. Por un lado, dicho cambio se hace patente en la conciencia narrativa (metadiscursividad) que observa el carácter simbólico de lo real. Por el otro, en la dimensión intimista surge espacio para la visión introspectiva y el mito personal. Siguiendo el concepto de la literatura narcisista en Linda Hutcheon,2 el sueño de la ciudad de cristales en Cien años de soledad alcanza proféticamente al escritor actual, situado en medio de espejos (textos) y condenado a la soledad consciente de su propia imagen. La metadiscursividad y el mito personal confluyen en el polimorfismo genérico de las novelas del yo (distanciamiento/veracidad) (cf. Alberca 92)3 y en la postura crítica frente al discurso histórico, al testimonio y a la ficción de consumo (consumo de ficción).4 Ante la insistente pregunta por el lugar Las estrategias de parodia, alegoría y mise en abyme, utilizadas en Basura, coinciden con el campo conceptual del narcisismo desarrollado por Linda Hutcheon. 3 En el caso de la literatura colombiana, Manuel Alberca (306) señala como uno de los antecedentes autoficcionales De sobremesa, de José Asunción Silva. Concebimos el término de autoficción dentro de la contingencia de cualquier acercamiento al yo autoral. En este sentido concordamos con la propuesta de “figuraciones del yo”, de José María Pozuelo Yvancos (161), no restringiéndose la figura del yo autoral al ámbito referencial (la superada frontera del nombre propio), sino ampliando sus posibilidades imaginarias y ante todo tematizando el proceso escritural. Siguiendo el hilo de este experimentalismo autobiográfico hipotético que siempre se relaciona con la presencia autoral, la consciencia escritural y la autorreflexividad textual, La vorágine, de José Eustasio Rivera, también pertenece a la lista. 4 En el contexto de la posmodernidad, en tanto que una serie de formulaciones de resistencia a la referencialidad no puesta a prueba de juicio, Diana Diaconu, en su estudio de la obra de Fernando Vallejo, relaciona la estética del antioqueño, que define como hiperrealista, con la escritura autoficcional que “exagera todo lo que es transparente, claro, visible hasta enturbiarlo y confundirlo definitivamente, sembrando así la duda acerca de una verdad y una identidad definitivas” (63). Parecidamente, refiriéndose a la metaficción colombiana desde sus antecedentes en la consciencia escritural en De sobremesa y La vorágine, Jaime Rodríguez (cf. 27 y ss.) habla del proyecto intelectual, inscrito en la epistemología del vacío, donde la percepción irónica del mundo se traduce al texto tanto retórica como estructuralmente. Al mismo tiempo, la ironía conformaría el punto de partida para la visión de la realidad que debe ser 2
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que ocupan dentro del campo literario, los autores combinan su actitud crítica con fabulaciones o contrafiguras de sí mismos en tanto que escritores, enmascarando en ellas experiencias reales. Lo dicho hasta aquí es perfectamente aplicable a la configuración textual del yo autoral en la novela de Abad Faciolince. Refiriéndose al tiempo de la redacción de Basura, Abad Faciolince (“Una crisis de fe”) manifiesta su pérdida de fe en la ficción dentro del contexto de la crisis de la modernidad literaria. En la novela, dicha crisis se hace patente en el fracaso que se plasma tanto al nivel discursivo, que, al no poder acercarse, se distancia de la experiencia, como al de la fábula, que tematiza el fracaso creativo a través de pasajes en los cuales podemos vislumbrar la experiencia del escritor. Estaríamos pues frente a un relato híbrido que esconde traumas lanzados al proceso de la escritura sin resolverse. Desde este ángulo, el desesperado salto al abismo de las palabras deja entrever el mecanismo de las epifanías del yo autoral y de la escritura como autorrestauración. Drama de l a incer tidumbr e En Basura, el narrador/periodista/crítico comparte con sus lectores hallazgos textuales (relatos cortos, retazos de novela, cartas, reflexiones) que salva de la basura de su vecino, el escritor fracasado, Bernardo Davanzati. El fracaso artístico, coincidiendo con el éxito de García Márquez, y el afán por asegurar la vida de su familia lo conducen a la tentación de la fortuna rápida, transportando cocaína a EE. UU., donde es encarcelado. Al salir, rechazado por su familia, se abandona en la escritura, desechando papeles recogidos por el narrador, cada vez más obsesionado por descifrar el trasfondo supuestamente autobiográfico de este conjunto textual heterogéneo. “El drama de la incertidumbre del arte”, como afirma el autor (Abad Faciolince, Basura xv), se impone a las tres instancias invocadas por el texto: autor, narrador, lector. La desestabilización intencional, a la que se refiere Diana Diaconu (n. 3), es plasmada por Abad Faciolince a través de la estra-
ejercitada en la lectura, restaurando el modo interpretativo que se pierde de la comunicación y de la literatura.
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tegia detectivesca del relato, esto es, la duda motiva interrogantes de carácter metaficcional que esconden preguntas metacognitivas. La duplicidad representativa de las escrituras del yo, es decir, la representación de la representación del yo, se acentúa estructuralmente por medio de la interrupción metadiscursiva, que se constituye en la marca del texto, observable en el rasgo autorreflexivo de los textos de Davanzati y en las reflexiones críticas de su lector/narrador. Para De Man (La ideología 253) sería otra confirmación de la ironía que rompe el hilo de la ilusión narrativa por medio de parábasis. El fracaso como escritor y el silencio público son contrastados con su escritura íntima, donde deambulan fantasmas y posibles autofiguraciones hacia el aludido horizonte de libertad. Sin embargo, como se ha dicho, la novela tematiza la mediación textual doblemente, agudizando el acceso a la hipotética experiencia personal de Davanzati a través comentarios metaliterarios y críticos y el trabajo de ordenación de su escritura fragmentaria con la obsesión de dotarla de sentido por parte del narrador.5 De modo que la duda representa el móvil de todo acontecimiento tanto por parte de quien codifica su probable testamento como por quien lo intenta decodificar. La ironía demaniana vuelve a pesar sobre la indeci(di)bilidad experimentada frente al texto: “Un texto literario afirma y niega simultáneamente la autoridad de su propio modo retórico” (De Man, Alegorías 31) La tragedia que resulta al ordenar los escritos de Davanzati en un relato lineal queda al menos cuestionada por la irónica consciencia del ensamblaje racional. Si adaptamos la observación de Noé Jitrik sobre las dos posiciones de escritura/lectura frente a la realidad, cada una de las escrituras mencionadas pertenece a un punto de partida diferente de dos vertientes literarias fundamentales, esto es, la realista y la memorística: la primera se basa en el “principio de selección, de inventario y de investigación cuyos resultados y formas la escritura trata de capturar; en la segunda, actúa una memoria que, convocada por la escritura, empieza a ofrecer lo que ha acumulado” (365). Por tanto, la estructura dual del relato obedece a la fragilidad del conocimiento a través del lenguaje, creando tensiones a través de la dialéctica entre conocerse a sí mismo/conocer al otro. Retomando estas consideraciones, se nos ofrece una comparación estructural entre Basura y La vorágine. Según Sylvia Molloy, 5
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Sobre el carácter metaliterario de la novela, véase Quesada Gómez (333-362).
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en La vorágine, “un libro de desechos —tanto literarios como humanos— escrito en un inservible libro de cuentas”, la composición textual se desarrolla sobre dos dinámicas escriturales contradictorias, una “‘hacia afuera’, hacia los otros que, ilusoriamente, habrían de salvar a Cova y sus compañeros” y la otra “‘hacia dentro’, que lejos de rescatar a quien la ejerce lo sume más en su materia informe” (761-762). Ambas se cruzan en el dialogismo ambiguo entre los textos de los dos escritores en Basura: “hacia afuera” se dirige el intento del rescate investigativo de Davanzati para los lectores por el narrador enfrentado a su propia (in)capacidad interpretativa y “hacia dentro” conduce el ejercicio escritural solitario de Davanzati, al que sucumbe finalmente la escritura del mismo narrador. La conciencia de la permeabilidad entre ficción y realidad se advierte desde el mismo intento de dar vida al personaje de Davanzati, cuya existencia, motivaciones y actos dependen de la interpretación de su escritura por el narrador/lector. El fracaso del impulso racional por dotar los fragmentos de un sentido que obedezca a lo real queda confirmado siempre que el narrador es forzado a recurrir a la experiencia y a los testimonios de los que conocen a su vecino. El fracaso del crítico se une al del literato, confirmándose en su incapacidad de comprender al otro mediante su escritura: “Tal vez siempre se nos escapa lo fundamental, [...] ya se sabe quiénes son los peores ciegos. Es tan difícil salirse de la cápsula que nos encierra” (Abad Faciolince, Basura 245). Sin embargo, las figuraciones textuales del yo de Davanzati resultan más estimulantes que su personalidad real. El fracaso del narrador está relacionado con la desilusión quijotesca, eso es, al tiempo que se interrumpen sucesivamente lectura y escritura que dan vida a la historia de Davanzati, el personaje muere y la realidad tan perseguida se impone. Se nos descubre aquí la función de la narración, del Narrador (simbólicamente innominado en la novela), denunciado su papel por la crítica deconstructivista, cuyo discurso crea la ilusión de una vida transparente.
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Epif anías del y o El abismo de la escritura es tematizado en las dos figuras principales. Davanzati se abre al vacío de ficcionalización de pasajes personales, al balbuceo solitario de su escritura desesperada, mientras que el narrador avanza inútilmente a través de su lectura/reescritura para comunicarse con el yo/otro que está en el fondo de las hojas desechadas. En este lugar intentaremos acercarnos a la poética figurativa del yo en la escritura de Abad Faciolince.6 Para una observación más personal del relato, cabe considerar el trasfondo vivencial que se transforma en la escritura laberíntica de Davanzati. Desde el “Prólogo” a Asuntos de un hidalgo disoluto (1994), la primera novela de Abad Faciolince, la escritura memorística del protagonista Gaspar Medina es consciente de la aludida práctica textual incontrolable, “una alucinatoria y grotesca galería de espejos que repiten la imagen siempre distinta de mí mismo” (15). En el prólogo a Basura en la edición del 2011 (xiv), aparece la anécdota que está en el origen de su novela, así como el hecho de que los textos que componen su mosaico semiótico han sido recogidos del cajón de sastre de Abad Faciolince. Estos desechos, experimentos literarios, se transforman en la escritura fragmentaria del yo del personaje Davanzati. La escasez de recursos por el fracaso literario y la situación familiar crean puentes entre la ficción y la realidad del escritor empírico.7 Por otro lado, en la En su estudio sobre los procesos metaficcionales en las novelas colombianas publicadas en este milenio, Ardila Jaramillo ha dedicado un análisis exhaustivo a Basura. Al identificar en la narrativa de Abad Faciolince la figuración autoral de los personajes en tanto que lectores/críticos/escritores, apunta al carácter autorreferencial y autorreflexivo de su obra: “En las novelas de Abad Faciolince y de manera enfática en Basura, se comunica una experiencia de mundo, una experiencia sobre el ‘ser en el mundo’ (Ricœur, [Tiempo y narración I]: 130) en el que la literatura ocupa un lugar protagónico como tema y referente primero de la narración misma” (216). Antes de concluir su interpretación, la autora señala el camino que seguimos aquí. A partir del carácter autorreferencial interno de las dos instancias escriturales de la novela, la autora llega a considerar la escritura sinonímica que formaría parte de la estrategia autofigurativa: “Entre los textos del narrador y Davanzati se produce una suerte de paráfrasis, de forma tal que, en ocasiones, el uno parece ser el eco del otro. ¿Obedece ello quizá al hecho de que detrás de ellos se oculta un mismo demiurgo, Abad Faciolince?” (241). 7 Además de otras semejanzas biográficas (el divorcio, los amoríos y las penurias del escritor no leído), según ha manifestado en varias ocasiones el autor, la creación de la novela 6
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novela autobiográfica El olvido que seremos, Faciolince se refiere a su oficio de escritor como diálogo interior con su padre: “Casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme” (22).8 Anticipándose al relato autobiográfico, Basura plantea, a través del discurso metaliterario, el tema de la escritura como forma de autofiguración y de duelo. Evidentemente, enmascarada al nivel intradiegético, sin la información autobiográfica, la ambigüedad autofigurativa que trasciende el texto quedaría oculta. De este modo, solo una lectura trasversal de la narrativa del autor revela los posibles ecos de la experiencia personal. En el ensayo “Ex futuros”, Faciolince se adelanta a la hipotética identidad del autor, adoptando la idea unamuniana de “ex futuros yoes”. Reflexiona sobre el desdoblamiento, observando la creación del personaje literario desde su propia contingencia existencial: “Yo me pregunto si buena parte de la literatura no será en últimas, entonces, una manera de lidiar con nuestros ex futuros: con eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos haber sido” (Traiciones 254). Junto con la aludida escritura dual hacia afuera/hacia dentro, la figuración del yo se corresponde con el juego del desdoblamiento. La coexistencia cronotópica se efectúa a través del paralelismo composicional de dos personajes que viven en apartamentos idénticos del mismo edificio, teniendo en común, además, la soledad que acompaña su interés por la literatura. El paralelismo vertical, superpuesto el piso del escritor al del crítico, puede remitir a la proximidad del primero a la imaginación y del segundo a la referencia. El desdoblamiento se cumpliría en la ambigüedad corporal del Minotauro, con los cuernos de toro apuntando hacia el cielo y los pies humanos errando por el laberinto. Como si Abad Faciolince proyectara en el texto a su ex futuro que no deja de escribir, experimentando a corresponde a la época de la desilusión debida al rechazo de su segunda novela, Tratado de culinaria para mujeres tristes (1996), por las editoriales y al fracaso de Fragmentos de un amor furtivo (1998) ante la crítica. 8 En este relato de género incierto (memorias, novela autobiográfica, testimonio, biografía), Abad Faciolince narra la vida y muerte de su padre, Héctor Abad Gómez. Médico, profesor universitario, promotor de la salud preventiva y activista de derechos humanos, fue asesinado en Medellín en 1987, siendo víctima de la ola de violencia que acabó con la vida u obligó al exilio a los intelectuales y activistas por los derechos humanos en Colombia.
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despecho de sus lectores, y se vampirizara a sí mismo desde su otro yo, que necesita inspiración.9 La escritura fragmentaria de Davanzati se caracteriza por una variedad genérica, opacando cualquier atisbo de referencialidad extratextual. Es decir, la experiencia original solo es observable en tanto espejismo de la experiencia estética, brotando de la negatividad de la escritura, consciente de la ironía al referirse a la vivencia. Según Beatriz Sarlo, en el contexto de la cultura de la memoria en América Latina la literatura pondera la voz autobiográfica y testimonial a través de la categoría del narrador que “siempre piensa desde afuera de la experiencia, como si los humanos pudieran apoderarse de la pesadilla y no sólo padecerla” (166). En el siguiente fragmento aparecen dos mecanismos fundamentales de la escritura figurativa del yo, sujetos al principio del narrador: Digamos que él [Davanzati] era capaz de transformar en historias verosímiles su propia angustia, pero que las historias en que vertía sus temores no estaban relacionadas con los sucesos reales de su vida tal como eran o tal como habían sido. O digamos, más probablemente, que [...] Davanzati se dedicó a convertir en ficción, a maquillar de ficción su experiencia, el larguísimo y muy pesado fardo de sus recuerdos. Ambas hipótesis se pueden defender y yo no sé llegar a ninguna conclusión concluyente. (Abad Faciolince, Basura 54)
En ambos casos, la verosimilitud obedece a la lógica interna del relato. La novela de Abad Faciolince evidencia el juego de máscaras, el baile de narradores que giran en torno a la experiencia disfrazada de reflejos distorsionados de sí. La proyección de la experiencia personal no sigue entonces una lógica mimética, sino textualmente performativa. El desdoblamiento se radicaliza en los relatos de Davanzati a través de varios mise en abyme, situando la experiencia en los mismos limbos de la creación. El narrador reflexiona sobre el valor estético y la referencialidad de un texto en el cual su autor proyecta, a través del narrador omnisciente, la historia de Serafín Quevedo, su alter Coincido con Quesada Gómez en la posibilidad de considerar al narrador/crítico el doble de Davanzati, ocultando su fracaso con la vampirización de los textos de su vecino (cf. 339, nota 14). 9
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ego.10 Davanzati, en su fracaso, utiliza a Serafín para sobreponerse al Nobel colombiano, concentrando en su relato la experiencia de las comunas de Medellín, donde Davanzati (igual que Abad Faciolince) había sido llevado por su padre médico. La experiencia personal se transforma en un pastiche de herencia literaria: Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto. Medellín, entonces, no era ninguna aldea, o era una aldea inmensa de la que yo sólo conocía los barrios conquistados, los de los ricos, quiero decir, donde la gente vivía de espaldas al asedio de la marea de pobres que crecía al borde [...]. Allá no había vírgenes que ascendieran a los cielos ni el mundo era reciente ni las cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo; al contrario, en cada cosa se había incrustado ya una armadura indeleble de prejuicios. Lo único macondiano era que en la ciudad más violenta del mundo yo tuviera trece años y no conociera un muerto todavía (7677, cursivas en el original).
En Cien años de soledad, la experiencia de los hermanos Buendía al conocer el hielo es fundamental para la estructura del relato que gira en torno a la nostalgia, la muerte y el olvido. En la escena con el padre de Serafín, quien introduce a su hijo en la frialdad del tanatorio lleno de víctimas de la violencia, la experiencia literaria se solapa con la que remite a una imagen autobiográfica de Abad Faciolince. La persistente imagen de la muerte es evocada a través de la elipsis inaugural del Nobel: “Años después, frente al cadáver abaleado de mi padre, yo había (no, mejor yo habría) de recordar esa mañana remota y brutal con la que mi padre había querido prepararme a soportar el futuro” (79, cursivas en el original). Tras el carácter paródico de esta sentencia, el texto fragua conexiones ocultas con el duelo que se desenmascara en el relato autobiográfico de El olvido que seremos: “Era el 26 de agosto, y la
Llama la atención el simbolismo del nombre Serafín, que alude a la imagen de los ángeles del Antiguo Testamento, representados en la pintura, cubriéndose la cara con sus alas. No están hechos a imagen del Supremo, sino que son parte o esencia de Él. Una de sus funciones consiste en desviar la luz original para alumbrar otros niveles celestiales. Podemos conjeturar que en esta figura mítica queda plasmada la ambigüedad representacional que gira en torno al yo íntimo, que deviene escritura autofigurativa en segundo grado. 10
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tarde anterior habían matado a mi papá. Lo velamos, primero, en la casa de mi hermana mayor, Maryluz, la última parte de la noche, después de que en aquella morgue de mi infancia (la misma donde me había llevado a conocer un muerto, como si quisiera prepararme para el futuro), ya en la madrugada, nos entregaron el cadáver” (175). Comparando las tres últimas citaciones, se advierte que el diálogo intertextual que da vida a la experiencia en el relato de Davanzati es sometido en forma de digresión al carácter testimonial. En la autofiguración del yo poiético, el narrador soporta el presente de aquel futuro mediante su construcción como intertexto, lo hipotético de como si es vivenciado, esto es, textualmente real. Escritura c omo aut orr est aura ción del sujet o mutil ado El relato sobre el fracaso literario de Serafín crea contraste con la misión de su padre, “el primer médico en el mundo que se había atrevido a hacer una vacunación masiva contra la poliomielitis”. Ante la amenaza de la epidemia, este se decide a probar en su familia una vacuna todavía no homologada: “Como su amor por los niños no tenía distinciones de piel ni de clase, los primeros en ser vacunados habían sido él mismo y sus propios hijos. De casi seis mil vacunas aplicadas el único resultado negativo había sido el pie de Serafín, jodido para siempre” (80, cursivas en el original). Analizando el texto autobiográfico Essays upon Epitaphs, de William Wordsworth, De Man llama la atención sobre la función metafórica, refiriéndose, entre otros símbolos, a las recurrentes mutilaciones tomadas del poema “El preludio”, que llevan al crítico a considerar el “discurso autobiográfico como discurso de autorrestauración” (“Autobiography” 74). Aprovechamos el simbolismo de la mutilación, que en el texto de Wordsworth se debe al miedo a la muerte, para hacerla productiva en el trabajo del duelo en el texto de Faciolince. La muerte violenta del padre remite a temas que pudimos observar antes: la conciencia del lenguaje y su uso al afrontar el tiempo. El daño que a Serafín le ocasiona su progenitor, aunque siguiendo un propósito altamente altruista, se traduce en la ambigüedad textual entre el daño físico/emocional y el fracaso literario proyectados en la escritura. Una vez más, aludiendo a la
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poesía de Quevedo y su obsesión por los mutilados, la experiencia literaria se relaciona con la vital, repitiéndose el motivo de la mutilación en los textos de Davanzati, quien, a su vez, “disimula una leve cojera” (18-19):11 “Algo tenía Davanzati con las mutilaciones [...]. Una vez, en una de sus hojas dispersas, después de hablar del Manco de Lepanto, firmó el papel con el seudónimo de El Cojo de Jericó” (166). Con la ambigua alusión a Cervantes, la deformación física funge aquí como imagen alegórica del ser incapacitado por una fuerza superior, mítica, para dominar lo simbólico (Edipo freudiano), un caminar regio entre las letras. Sin embargo, respaldando la tesis de la autorrestauración textual, el autor es incapaz de evadir la palabra como imposición de mediación identitaria, no pudiendo dejar de resonar la voz por los corredores del laberinto. La necesidad de escribir en Davanzati se hace física, con repetitivas alusiones a la excreción: “Escribo como quien orina, ni por gusto ni a pesar suyo [...]. Lo hago porque si no me reviento por dentro. [...] No tengo hambre de ojos que me salven y me lean, simplemente soy un náufrago y me relato a mí mismo que me muero de sed mientras me estoy muriendo de sed” (27-28, cursivas en el original). Otra vez se hace sentir el anhelo utópico de lo inmediato que observamos al principio. Mutilación y excreción son cara y reverso de la escritura del pharmakon en tanto que veneno/remedio.12 En sintonía con ello está la afirmación del narrador de El olvido que seremos: “Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor” (253). En Basura, sin embargo, el dolor de rememorar y la liberación al narrar el pasado están siempre sujetos a las cualidades terapéuticas de la alegoría y de la ironía, que, en palabras de De Man, “es como una ‘locura lúcida’” que permite que el lenguaje prevalezca hasta en las etapas más avanzadas de la autoenajenación” (Visión 239). Estas ideas parecen poblar provisionalmente el vacío que abre la incertidumbre del arte, crisis de fe en la literatura que justamente se puede salvar del fracaso a través de la apertura a infinitos significados y regeneraciones poéticas.
Como apunta Derrida, “lo verdadero y lo no-verdadero son especies de la repetición” (La diseminación 256). 12 En su crítica del logocentrismo, Derrida relaciona la escritura auténtica con pharmakon, impureza, veneno/remedio, suplemento al logos, “efracción y la agresión, amenaza a una pureza y una seguridad interiores” (La diseminación 192 y ss.). 11
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Concl usión Bajo la mirada coherente del narrador/lector, aparece el ejercicio escritural de Davanzati, que concentra pasajes traumáticos reconstruidos con la lógica de la mutilación como privación de la felicidad, de lo auténtico y, en últimas, del lenguaje. El tema de la escritura juega el papel del utópico y necesario acercamiento a la realidad como un contingente para la imaginación, a la verdad sin pretensiones de certeza, como potencialidad metafórica. Si el origen, la intención de Basura, pertenece a la mencionada crisis de fe en la literatura experimentada por su autor, al desmantelar la ilusión lingüística de lo real (alegoría), activa la consciencia metafórica (alegoría irónica). La voz resuena en relatos sin fin, cambios de perspectivas y formas expresivas, en la reflexividad del medio que confirma lo real en tanto que simulacro lingüístico. Y es la ironía de ese simulacro que a la vez puede verse como pérdida de la ilusión de claridad o como presencia de una voz, de la otredad perseguida por el narrador como una confirmación del horizonte ético de toda lectura. Bibliografía Abad Faciolince, H éctor. Basura. Madrid: Lengua de Trapo, 2011. —. El olvido que seremos. Barcelona: Booket, 2010. —. Traiciones de la memoria. Madrid: Santillana, 2010. —. “Una crisis de fe”. El Malpensante 38 (mayo-junio 2002). Web. 11 de julio de 2018 . —. Asuntos de un hidalgo disoluto. Bogotá: Alfaguara, 2000. Alber ca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. Ar dil a Jaramill o, Alba Clemencia. El segundo grado de la ficción: estudio sobre los procesos metaficcionales en la narrativa colombiana contemporánea: Vallejo, Abad Faciolince y Jaramillo Agudelo. Medellín: Fondo Editorial Universidad EAFIT/ Universidad de Antioquia, 2014. De Man, Paul. La ideología estética. Trads. Manuel Asensi y Mabel Richart. Madrid: Altaya, 1999. —. Visión y ceguera: Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Eds. y trads. Hugo Rodríguez Vecchini y Jacques Lezra. San Juan: Universidad de Puerto Rico, 1991.
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AGORAFILIA Y CLAUSTROFOBIA: CORPORALIDAD Y ESPACIO EN LA NAVE DE LOS LOCOS, DE CRISTINA PERI ROSSI, Y EL CUARTO MUNDO, DE DIAMELA ELTIT Brad Epps University of Cambridge
La dictadura extrema condicionantes sociales, nos lleva hasta su límite más aberrante. Diamela Eltit, “Un territorio de zozobra” 232 Yo tengo predilección por los finales, por esos momentos en que el tiempo y el espacio han perdido sus características físicas y todo se tambalea. [...] En los últimos libros de narrativa estoy buscando casi exclusivamente esa situación límite, reveladora. Cristina Peri Rossi (con Ana Basualdo), “Fragmentos de una entrevista” 10
La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi, y El cuarto mundo, de Diamela Eltit, forman una extraña, tal vez imposible, pareja. Publicadas en 1984 y 1988 respectivamente, las dos novelas apuran los contornos establecidos y los significados convencionales del género novelístico, sus personajes, situaciones y tramas identificables y bien redondeados. Constituyen, cada una a su manera, una indagación teórico-poética en la historia, la memoria y la comunicación humanas, así como una exploración imaginativa de la existencia corporal y la vivencia límite.1 Amplia y agudamente estudiados por la crítica, ambos textos se han descrito como feministas, postmodernos e incluso queer —en el sentido más de ‘torcido’ que de ‘homosexual’— y ambos están intensa y complejamente marcados por la experiencia de la dictadura, desde fuera y desde dentro, En El cuarto mundo la experiencia límite surge con la gestación y el nacimiento mismos: “Tuvimos nuestra primera experiencia límite. Quedamos inmóviles rodeados por las aguas” (21). En La nave de los locos, la experiencia límite se relaciona, de manera más predecible, con la aventura, el vagabundeo y el sexo. 1
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es decir, desde el exilio y desde el insilio o exilio interior.2 En el caso de Peri Rossi, nacida en Uruguay en 1941 y radicada en España desde 1972, se trata, en primer lugar, de la dictadura que surgió del golpe civil-militar del presidente Juan María Bordaberry el 27 de junio de 1973, en oposición, en parte, al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, dirigido por el activista y abogado izquierdista Raúl Sendic. En el caso de Eltit, nacida en Chile en 1949, se trata, en primer lugar, de la dictadura que surgió del más notorio golpe militar del general Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 en oposición al gobierno democrático de Salvador Allende, líder de la Unidad Popular, una coalición de socialistas, comunistas y otros izquierdistas y progresistas. Ambas dictaduras, de claro cuño derechista y con la complicidad de los Estados Unidos de América, intentaron justificarse mediante llamamientos a la razón, al orden, a la seguridad y a los valores de la familia, que en la práctica significaron la suspensión y violación de las libertades civiles y los derechos humanos más básicos. Tanto la novela de Peri Rossi como la de Eltit se enfrentan al autoritarismo patriarcal de los regímenes dictatoriales —autoritarismo estrechamente ligado a una tajante división genérico-sexual—, pero lo hacen, como veremos, de manera notablemente diferente. Aunque ambos textos puedan calificarse de elípticos, evasivos y experimentales, El cuarto mundo, escrito en el Chile de Pinochet, pone de relieve la experiencia opresiva de la domesticidad, mientras que La nave de los locos, escrita lejos del Uruguay de Bordaberry, acentúa la experiencia liberadora —no exenta de penas y problemas— del viaje, del vagabundeo e incluso del exilio.3 En ambos textos, el espacio se presenta en relación con el cuerpo,
Las referencias al feminismo y al postmodernismo en la crítica sobre La nave de los locos y El cuarto mundo son prolíficas; las referencias a la teoría queer, excepción hecha del libro de Gema Pérez-Sánchez, son menores, especialmente en relación con el texto de Eltit. Destaca, a este respecto, el juicio de Aurea María Sotomayor, para quien la historia de los mellizos en El cuarto mundo es una instancia de “‘[q]ueerness’ en el marco de la familia convencional” (308). 3 En uno de sus poemarios, Lingüística general, Peri Rossi escribe: “Segundo nacimiento, exilio” (18). En un artículo publicado en 2012, Juan Cid Hidalgo declara: “[L]a lectura tradicional de La nave de los locos ha explicado el exilio como pura negatividad; nosotros creemos que la condición exiliar en el texto puede ser leída perfectamente desde la positividad, es decir, desde una experiencia nueva de lenguaje” (57). Sin embargo, María Rosa Olivera-Williams ya 2
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pero a efectos profundamente diferentes. Dicho demasiado escuetamente, El cuarto mundo es un texto marcado por la claustrofobia y por la fuerza siniestra del espacio cerrado del hogar —siniestra en el sentido freudiano de Unheimlich, de lo familiar desfamiliarizado—, mientras que La nave de los locos es un texto marcado por la agorafilia y por la fuerza seductora del espacio abierto del no lugar.4 Este no lugar, de obvias resonancias utópicas, contrasta con el lugar familiar, de oscuras implicaciones postutópicas y distópicas, clandestinas y censuristas, que se escenifica en El cuarto mundo.5 El no lugar utópico recuerda, como apunta Yasmina Galán Pons en su lectura de La nave de los locos (314), la “pura exterioridad desplegada” (5) que Michel Foucault, en El pensamiento del afuera, encuentra en la literatura. La nitidez del contraste trazada entre la claustrofobia, marcada por una ansiosa interioridad replegada, y la agorafilia, marcada por una aventurera, incluso gozosa, exterioridad desplegada, es, con todo, engañosa, porque el mismo término agorafilia ha sido apropiado por el discurso psicoanalítico no para designar el amor por los espacios abiertos, contrapartida del miedo a los espacios cerrados denotado por claustrofobia, sino para designar la excitación psicosexual que experimenta el sujeto al practicar —o al imaginarse practicando— el sexo en público.6 Es importante aclarar que, al proponer la agorafilia como reverso psicosocial de la claustrofobia, no se pretende desestimar la referencia a una aberración psicosexual en aras de un uso exclusivamente espacial, sino, al contrario, dinamizarla como fuerza poética y política. Porque tanto La señaló en 1986 que el exilio, en contraste con el ombliguismo estático criticado en el texto, no es “un evento negativo y paralizante para la creación poética” (87). En todo caso, la positividad —parcial, desde luego— del exilio como experiencia límite es innegable en el texto de Peri Rossi. 4 Para Marcy E. Schwartz, la lectura de La nave de los locos deja “al lector y a los personajes en un no-lugar que en vez de llenar la ausencia del exilio la involucra en su búsqueda continua” (340). 5 En relación con una novela posterior de Eltit, Mano de obra, Rubí Carreño Bolívar declara: “Responde a la pregunta de cómo escribir una novela social en un contexto post utópico” (28). El contexto postutópico es válido para El cuarto mundo también. 6 Merece la pena recordar que la palabra ágora designa una plaza pública, mercado, asamblea o agregación y, por extensión, el acto de hablar —y de vender cosas— en público. La dimensión económica de la experiencia humana se resalta en El cuarto mundo de modo restringido, pero también marca la agorafilia de La nave de los locos de modo general.
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nave de los locos como El cuarto mundo, con todas sus diferencias, repiten y socavan —en una palabra, deconstruyen— conceptos normativizados de lo normal, así como conceptos naturalizados de lo natural. En su despliegue de un sinfín de perversiones y aberraciones desde el incesto y la polisexualidad hasta el fetichismo, el sadismo, el masoquismo y la escopofilia, las dos novelas cuestionan un orden único, exclusivista y punitivo que se ha erigido a expensas de lo polimorfo y lo promiscuo, de lo radicalmente democrático y diferencial. Dicho de otro modo, las dos novelas sugieren, cada una a su manera, que lo verdaderamente perverso es el statu quo, estructurado por la doble ley del padre y de la propiedad, y que lo verdaderamente inmoral es la moral dominante, con su rectitud y rigidez normativas y falsamente naturales. Lo que Gema Pérez-Sánchez dice acerca de La nave de los locos vale, con algunas reservas, para El cuarto mundo: La representación paródica de prejuicios sociales generalizados contra la marginalidad —ya sean éstos nacionalistas (el exilio, el extranjero), económicos (el pobre) o relacionados con las minorías genérico-sexuales (mujeres, gais, lesbianas, travestis)— [se activa] a fin de deconstruir los prejuicios y las representaciones negativas de estos grupos marginales que la sociedad ha adoptado [en su modalidad hegemónica]. (126, traducción mía)
Hemos dicho “con algunas reservas” no solo porque las mujeres no constituyen una minoría en Chile, Uruguay o España, sino también porque el texto de Eltit, con su énfasis en las dinámicas interpersonales de la esfera doméstica, solo involucra indirectamente a los extranjeros. De hecho, aunque en otros textos de Eltit figuran inmigrantes de toda laya, la extranjería que se pliega, de modo insistente e invasivo, en El cuarto mundo es la de la “nación más poderosa del mundo” (97), formulación reiterada que evoca, a todas luces, los Estados Unidos de América, país cuya imperiosidad paternalista se enrosca siniestramente en la persona acechante y vigilante del padre en su acepción más corriente y casera.7 Dicha formulación de la extranjería
De los críticos que han escrito sobre El cuarto mundo, Gisela Norat es la que más indaga en la presencia omnipresente —y omniausente— de los Estados Unidos en la (des)figuración de la fraternidad latinoamericana. Lo que surge de semejantes referencias entrecruzadas es la 7
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contrasta, en su negatividad paranoico-defensiva (propia de la claustrofobia), con la positividad agorafílica, caracterizada por un delirante desborde plurinacional, que acompaña a la extranjería en La nave de los locos. Por distinta que sea su apreciación de la extranjería, ambos textos arremeten, no obstante, contra la familia en su versión naturalizada como núcleo generativo de la nación. En El cuarto mundo, la experiencia opresiva del orden supuestamente natural de la domesticidad familiar está centrada en una relación incestuosa entre dos mellizos, varón y hembra, el primero llamado María Chipia, apelativo femenino que apunta a la androginia, y la segunda llamada diamela eltit, irónica inscripción, en minúsculas y en el último párrafo del texto, del nombre propio de la autora.8 La historia de los mellizos es contada a trompicones, primero por él, desde su concepción y gestación hasta su nacimiento y crecimiento, y luego por ella, desde la cópula con su hermano hasta la concepción, nacimiento y anunciada ida a la venta de su bebé, fruto del incesto. Configurada de acuerdo a una asfixiante economía corporal en la que la cacareada libertad del mercado contrasta, brutalmente, con la falta de libertad de imagen de una confabulación entre una fuerza geopolítica foránea, en principio más allá de la nación chilena, y una fuerza más entrañable (aunque no en el sentido de ‘afectuoso’), más acá de la nación chilena. 8 Las minúsculas no aparecen en al menos una edición posterior, la de Seix Barral, de la Editorial Planeta Chilena, publicada en 2011. En esta edición, el nombre de la autora recobra sus dimensiones convencionales: Diamela Eltit. Dado el uso de las minúsculas por parte de algunos escritores (e. e. cummings, bell hooks), su presencia o ausencia no carece de interés. Respecto a la (con)fusión genérico-sexual en el texto de Eltit, admirablemente examinada por Janet Lüttecke, la androginia de María Chipia es, en nuestra opinión, el efecto de una lábil relación entre significantes. La significación de María, nombre sacralizado de la madre (la matriz, la materia) en la tradición cristiana, resulta bastante clara en su red asociativa; mucho más opaca es la significación de Chipia, nombre que Eltit dice haber tomado prestado de Caro Baroja. Según lo que Eltit le cuenta a Leonidas Morales en una entrevista, el nombre original era Chipía y designaba, junto al de María de Alava, a “unas mujeres que fueron juzgadas por la Inquisición” (Morales, “Narración” 123). Es interesante notar que la eliminación del acento hace que el nombre sea idéntico a la tercera persona del singular del presente de indicativo del verbo chipiar, que en El Salvador significa ‘molestar’. Chipiarse significa, en el mismo país, ‘frustrarse’ y ‘malograrse un intento’. Que la autora fuera consciente o no de estas acepciones, poco importa: María Chipia resuena, al menos en una parte del mundo hispanohablante al que apela la novela, como una sagrada madre molestada, frustrada o malograda.
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millones de seres humanos, El cuarto mundo es, como ya se ha señalado, una obra de abrumadora interioridad cuyo primer lugar de enunciación es la matriz de una mujer tomada —o sea, violada— dos noches seguidas por su marido y asediada por unos sueños afiebrados “formados por dos figuras simétricas que terminaban por fundirse como dos torres, dos panteras, dos ancianos, dos caminos” (13). El pasaje citado alude, en medio de una serie heterogénea de figuraciones simétricas y fusiones sintéticas, a la génesis de los mellizos, dos seres originados de distinto óvulo pero nacidos de un mismo parto, cuya relación fraternal se teatraliza como un pulso constante entre el amor y el odio, la ansiedad y el anhelo, la complicidad y la rivalidad, la resignación y la resistencia. La cadena de imágenes dobles empaña, sin embargo, la referencia a la simetría con algo oscuro y trastornado, de modo tal que María Inés Lagos se refiere a un “aparente binarismo” cuyo orden “a veces se desordena” (104, énfasis añadido). Las apariencias ciertamente engañan en El cuarto mundo: no solo porque el deseo simétrico se revela frágil y forzado en su misma reiteración —“la comedia familiar rodaba hecha trizas, y asomaba su real fragilidad” (66)—, sino también porque la vivencia límite, el deseo extático, se desplaza del exterior —el precipicio, la aventura, el ágora— al interior, es decir, al “catastrófico espacio familiar” (66). La simetría, así configurada, dista mucho de mantener su función convencional de pilar de la belleza y de la verdad. En efecto, El cuarto mundo rehúsa las prescripciones valorativas de la producción estética —su calidad en este aspecto decididamente no estriba en el clásico culto a la belleza—, al igual que rehúsa una de las prohibiciones más arraigadas de la reproducción biológica, a saber, el incesto. Como violación de la ley del padre y de la fraternidad sublimada, el incesto ocupa, junto a la homosexualidad, un lugar destacado en el panteón del tabú y, dicho sea de paso, de la experiencia límite. En términos antropológicos, el incesto supone el colmo de la endogamia, ya que contraviene un principio económico exogámico basado en el tráfico de mujeres entre hombres, tal y como Claude Lévi-Strauss y un largo listado de feministas han diversamente notado. La carga simbólica del incesto es, por lo tanto, considerable, y dada a todo tipo de fabulación alegórica. Según Leonidas Morales, la novela de Eltit alegoriza la crisis de la familia postmoderna en la que “el incesto de los hermanos representa... la ‘unidad’ de lo indiferenciado: el regreso al reino de lo mismo bajo la forma del doble especular (toda
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la novela está atravesada por la categoría de lo mismo como doble, por las simetrías: dos hermanos mellizos, dos narradores, el relato total dividido en dos partes)” (Novela chilena 124). La división en dos partes es, no obstante, desigual y la simetría, por lo tanto, ilusoria: la primera parte, narrada por María Chipia, es más extensa y plana que la segunda parte, narrada por su hermana, de acuerdo con la desigualdad del sistema genérico-sexual binario en general.9 Para Morales, el regreso a lo indiferenciado figurado a través del incesto entraña unos “movimientos larvarios hacia nuevas ‘diferenciaciones’” (Novela chilena 125). Bien podría ser así. Pero lo que descuella en El cuarto mundo, sobre todo en la primera parte, es la persistencia de la memoria de las viejas diferenciaciones. Para Aurea María Sotomayor, los mellizos son “[p]resos de las narraciones y las pesadillas femeninas desde el útero... [y] encarnan el principio de la diferencia sexual” (306). Ahora bien, como saben ambos críticos, son precisamente estas pesadillas persistentes, narradas una y otra vez, las que conllevan, incluso encierran, una apertura a algo diferente, otro —al menos, en parte—. En marcado contraste con la terrible fuerza del interior, del origen y del centro que se reitera y critica en El cuarto mundo, La nave de los locos es, en palabras de María D. Blanco-Arnejo, un texto “multiforme, variado, y a la vez carente de foco, de unidad, de uniformidad” (441). Errática y excéntrica, la novela de Peri Rossi no está dividida en dos partes desiguales, como la de Eltit, sino en múltiples partes de diverso formato y estilo: veintiún capítulos o apartados y una variedad de epígrafes, viñetas, encuestas, comentarios y notas. Si es especular, no lo es en el sentido establecido de una relación regular y simétrica, propia de un espejo liso y limpio que refleja sin distorsiones, Julio Ortega precisa que la “escritura más directa” de la primera parte de El cuarto mundo, “es la de un informe clínico” y que está dominada por la necesidad que siente el hermano “de reordenar los hechos y esclarecerlos”, así como de “reafirmar su identidad por la diferenciación sexual”, la misma identidad que se presenta “más tarde, sin embargo, ambigua y travestida”. La segunda parte, en contraste, narrada por la hermana en “el lenguaje de la histeria”, siempre según Ortega, está dominada “por su conciencia de culpa y necesidad de expiación” (”Diamela Eltit” 77-78). La diferencia entre las dos partes de la novela, aquí trazada tan nítidamente, no resulta sin embargo siempre tan clara; “el lenguaje de la histeria”, profundamente influido por el lenguaje clínico-masculinista (hasta tal punto que se podría decir que este lo produce), está presente desde las primeras páginas. 9
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sino en el sentido de un espejo hecho añicos que refracta la imagen y que solo la refleja caleidoscópicamente. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que La nave de los locos no esté timbrada por el espectro de la simetría y del pensamiento binario.10 Hacia el final del texto se narra un acto de estriptis travesti en el que el binomio masculino-femenino, el doble discurso genérico-sexual, se (des)vela como un revoltijo de actuaciones entreveradas.11 Y desde el inicio del texto se presenta, en la forma de una fábula metacrítica, la cuestión —epistemológica, ética, política y estética— de la significación binaria misma: cómo “distinguir lo significante de lo insignificante”, cómo separar “el grano de la paja” (9). La respuesta, lejos de distinguir y de separar, lejos de hacer pasar por la criba de la crítica, acaba afirmando la duda, la confusión, la ambigüedad y la mezcla. Se anuncia así, de entrada, la condición gregaria y abierta de la agorafilia, de la significación e insignificación generales. Si en El cuarto mundo, como dice J. Agustín Pastén B., “el espacio público de la plaza y el barrio son reemplazados por el útero” (95), por lo menos al principio (el útero es pronto reemplazado por la casa, el hogar), en La nave de los locos el espacio público se desplaza de manera desaforada, internacionalizándose, universalizándose. Sin obviar el trauma del desarraigo forzoso, pero desde luego sin fijarse exclusivamente en él, La nave de los locos moviliza, de modo harto positivo, la extranjerizante experiencia del exilio, descentrada en los viajes de un personaje, apenas nominalmente principal, que se vincula a una espiral prolífica de signos de exterioridad. La extravagancia de la exterioridad encuentra su expresión a la vez más densa y difusa en el nombre propio —o, tal vez mejor, impropio— del ya
Galán Pons, por ejemplo, considera La nave de los locos “una novela de estructura bimembre constituida mediante dos ejes principales: por un lado… una narración hecha de retales, de fragmentos desde los cuales el navegante puede reconstruir la memoria del exilio en su ‘bastidor de la mente’. Al otro lado… [se percibe] una nueva construcción del espacio representado por un orden arquetípico… [y] armónico [que] toma cuerpo en la descripción del Tapiz de la Creación” (313), que se examinará al final de este ensayo. 11 El sujeto de la mirada y espectador del espectáculo, Equis, se halla “subyugado por la ambigüedad” (195). La nave: “Descubría y se desarrollaba ante él, en todo su esplendor, dos mundos simultáneos, dos llamadas distintas, dos mensajes, dos indumentarias, dos percepciones, dos discursos, pero indisolublemente ligados, de modo que el predominio de uno hubiera provocado la extinción de los dos” (195). 10
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aludido protagonista de la novela de Peri Rossi: Equis, el exiliado, el extranjero, el extraño, el errante, el desentrañado (10). Designado por Amanda Holmes como “un signo urbano viajante” y “todo y nada a la vez” (107, 98, traducción mía) y por Elvira Sánchez-Blake como el “alter ego” de Peri Rossi (50), Equis aparece en un verdadero alud aliterativo y se presta a una vertiginosa diseminación semiológica.12 El nombre, siempre en fuga, remite no solo a una letra, la vigésimo quinta del abecedario español, sino también a una cifra, es decir, a una cantidad desconocida, una “incógnita de un cálculo” y una “escritura... que solo puede entenderse conociendo la clave”; como resume Marcy Schwartz, “[v]acila entre un signo arbitrario y una variable matemática” (335).13 A la vez anónimo y personal, universal y particular, Equis también remite a una marca utilizada para indicar una posición en un mapa, emblemáticamente la de un tesoro escondido o enterrado; a un error y a la tachadura de un error; a una firma de analfabeto; a una abreviatura popular de la cruz cristiana (Equis, el personaje, tiene treinta y tres años); a un símbolo para clasificar películas consideradas pornográficas; a un quiasmo o figura retórica en que las palabras se repiten en orden inverso; a una quiasma o estructura neurológica que se encuentra en la parte inferior del cerebro, donde los dos nervios ópticos se entrecruzan para hacer posible la visión, y, por si fuera poco, a un cromosoma sexual, dos de los cuales se encuentran normalmente en las células femeninas (llamadas XX) y uno en las células masculinas (llamadas XY). Todos estos signos y símbolos, fluctuando entre lo sagrado y lo científico, lo verbal y lo visual, lo erótico y lo biológico, circulan en el texto de Peri Rossi y desestabilizan y pluralizan el
La designación de alter ego, por persuasiva que sea, corre el riesgo de anclar en la persona de la autora la alternancia y alteridad que se señalan a través de Equis. En las dos novelas, la autoría de las escritoras y sus señas autobiográficas se exponen a procesos transformativos en los cuales el alter ego funciona menos como un simple doble que como un complejo nudo en el que el ego se halla alterado y altercado, diferenciado y en disputa. En su entrevista con Gema Pérez-Sánchez, Peri Rossi asevera: “[E]l yo literario es ficticio. Cuando yo pongo ‘yo’ en la página, no soy yo, es decir, no soy completamente yo. Es una ficción” (60). Eltit, por su parte, insiste en “Cuerpos nómadas” en la “teatralización del yo”, de claras resonancias constructivistas: “He intentado trabajar en el desmontaje de esos ‘yo’ o bien en la lectura de esos ‘yo’ como parte de una espectacularización” (4-5). 13 Las acepciones entrecomilladas provienen del diccionario de la Real Academia Española. 12
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sentido de tal modo que el protagonismo mismo de Equis se pone en perspectiva. Junto con otros nombres, de otros personajes, de alusiva y ambigua identidad, como Vercingetórix, Graciela, Morris, Percival, Gordon, Eva y Lucía, Equis participa en la formación de una comunidad alternativa, itinerante y abierta en la que el abolengo y los antepasados, los baluartes de la estructura e ideología familiares, se volatilizan.14 La concepción familiar de la familia como unidad básica de la nación es reprendida en ambos textos: en La nave de los locos, mediante la expansión del exilio y de la extranjería a efectos liberadores y en El cuarto mundo, mediante la intensificación del arraigo y de la pertenencia a efectos carcelarios. En otras palabras, mientras la reprensión de la familia en La nave de los locos se efectúa casi por omisión, o enfocada en la figura ruin y ruinosa del padre, en El cuarto mundo, es más directa, sostenida y concentrada. Como bien señala Julio Ortega en relación con el texto de Eltit, la familia constituye “la escena primaria transgredida”, cuya “desprogramación es la propuesta de una ética solidaria radical” (“Diamela Eltit y el imaginario” 77). El cuestionamiento de la familia que se fragua en la novela de Eltit va más allá de aquella modalidad que Gisela Norat califica de “disfuncional” (121). De hecho, el texto de Eltit sugiere, mediante el exceso alegórico, que toda familia es disfuncional y, lo que es más, que la funcionalidad misma, con todas sus reglas, normas y hábitos, es problemática. La crítica de la familia operada en El cuarto mundo recuerda la crítica que Friedrich Engels articuló, cien años antes, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884). Haciendo hincapié en la naturaleza construida e institucionalizada de la familia, Engels observa que la misma palabra familia es indicativa, en su historia profunda y olvidada, de la desigualdad y la explotación: La palabra familia no significa el ideal —mezcla de sentimentalismos y disensiones domésticas— del filisteo de nuestra época; al principio ni siquiera se aplica a la pareja conyugal y sus hijos, sino tan sólo a los esclavos. Famulus quiere decir En sus viajes por las ciudades del mundo, Equis lee los mismos libros —parte de lo que en la novela se llama “el viaje leído” (11)—, pero los mismos libros no existen en una sola versión. De La Ilíada, épica que está releyendo Equis al comienzo de La nave, se ofrecen dos traducciones en las cuales las palabras en cuestión cobran una significación especial: “Por qué me preguntas sobre el abolengo?” (10)/“¿Por qué interrogas sobre mis antepasados?” (11). 14
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‘esclavo doméstico’ y la familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre. [...] Esta expresión la inventaron los romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe [el paterfamilias] tenía bajo su poder a la mujer, los hijos y un cierto número de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida y muerte sobre todos ellos. (64-65)
El propio Marx comparte esta lectura etimológica: “‘La familia moderna contiene, en germen, no sólo la esclavitud (servitus) sino también la servidumbre... Encierra in miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado’” (citado en Engels 65). La lección abreviada de Engels sobre uno de los términos y conceptos más fetichizados del léxico occidental resuena con especial intensidad para El cuarto mundo, ya que los antagonismos que se irán desarrollando a lo largo del texto implican no solo a la familia, sino también a la matriz misma, como principio formativo tanto físico como discursivo. El útero como “explícito campo de batalla” (19), generador de “heridas cortantes y perpetuas” (73), que Eltit elabora en su novela poco o nada tiene que ver con el útero como “paraíso perdido” que Peri Rossi aduce en una entrevista con Pérez-Sánchez (70).15 Declarándose “totalmente freudiana” (70), Peri Rossi aquí se revela depositaria de una versión idílica de la existencia prenatal marcada por un sentimiento oceánico que parece reavivarse y ampliarse en el nomadismo urbano de Equis y compañía. Esto no significa que Peri Rossi no piense, al igual que Engels, que “la condición femenina” constituye “una suerte de esclavitud ligada al sistema de producción económica mundial” (Zeitz 82), pero sí significa que el proceso generativo mantiene, para ella, un potencial utópico.16 Se examinará más adelante cómo ambas obras presentan el sistema económico, pero por el momento basta notar que es en El cuarto mundo donde la familia se describe no solo como una “mezcla de sentimentalismos y disensiones domésticas”, como diría Engels, sino también como el conflictivo sitio privilegiado de la reproducción bioideológica cuyos ejes normativos son la dominación heteromasculina y la subyugación y abnegación En La nave de los locos, “El paraíso perdido” es el subtítulo de uno de los apartados dedicados al viaje, específicamente el de Gordon a la Luna. 16 Peri Rossi precisa que la “esclavitud” de la mujer “se atenúa indudablemente bajo el socialismo, sin llegar a desaparecer del todo” (Zeitz 82). 15
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femeninas. El texto de Eltit embiste contra el almibarado santuario del amor materno y del instinto reproductivo que funcionan como estratagemas de dominio. En una entrevista con Julio Ortega, Eltit critica la “ideología de lo femenino” que apuntala y perpetúa una visión consumista, burguesa y light de la mujer y dice interesarse por “la violencia que puede surgir del acto de trabajar dentro de una femineidad que se transgrede y cuestiona a sí misma” (Ortega, “Diamela Eltit” 39, traducción mía). La violencia es, según Eltit, más literaria que sociológica, lo cual no quiere decir que no incida, sesgada y solapadamente, en el orden simbólico —y material— de la sociedad civil.17 La violencia permea los textos, desde “el trágico espectáculo” (22) del nacimiento en El cuarto mundo hasta el “campo de desaparecidos” que forma “un pueblo extraño, como de fantasmas, aislado de cualquier camino o vía de acceso” (58) en La nave de los locos. Ahora bien, como se ha venido señalando, la crítica de la violencia toma derroteros diferentes: en El cuarto mundo, pasa por la crítica de lo doméstico y familiar (el oprobio de la claustrofobia), mientras que en La nave de los locos pasa por la reivindicación de lo foráneo y extraño (el elogio de la agorafilia). Respecto a lo último, la voz narradora de La nave de los locos declara: “[E]l hombre sedentario... ignora que la extranjeridad es una condición precaria, transitiva, pero también intercambiable; por el contrario, tiende a pensar que algunos hombres son extranjeros y otros no. Cree que se nace extranjero, no que se llega a serlo” (28, énfasis original). Al poner en bastardillas la tercera persona del plural del verbo ser, Peri Rossi desestabiliza el nacionalismo hogareño y la propiedad patriarcal que territorializa cuerpos, deseos e ideas. En un diálogo entre Equis y una mujer con que se encuentra en uno de sus viajes, tiene lugar la siguiente conversación: ¿Es usted extranjero? —le preguntó la mujer, como si eso tuviera mucha importancia. Equis se fastidió. —Sólo en algunos países —le contestó— y posiblemente no lo seré durante toda la vida. Ella lo miró con cierta sorpresa. Para un análisis de la tensión entre la estética y el compromiso político en la obra de Eltit, véase el artículo de Tierney-Tello (“Testimony”). Eltit nunca ha comulgado con los ideales de la familia nuclear, el sentimiento patrio y el sentimentalismo maternal ni tampoco con el feminismo del bienestar personal. 17
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—No nací extranjero —le informó—. Es una condición que he adquirido con el tiempo y no por voluntad propia. (29)
La novela de Peri Rossi promueve una comprensión condicional de la extranjería al insinuar que el verbo estar resultaría más adecuado que el verbo ser para una situación que sujetos más asentados y sedentarios tienden a esencializar como un desarraigo y una movilidad sospechosos.18 En otro momento del relato, el exilio también se moviliza y Equis declara: “Todos somos exiliados de algo o de alguien... En realidad, ésa es la verdadera condición del hombre” (106). La nave de los locos apunta, en fin, a la radical extrañeza de todos los sujetos, al fundamental estatus precario y provisional del ser condicionado por el estar —y por el transitar—.19 La idea de la radical extrañeza de todo sujeto, como la de la disfuncionalidad de toda familia, supone la generalización o universalización de la condición humana. Dicha universalización es especialmente pertinente a La nave de los locos y a lo que Schwartz llama “la misión humanizante de su protagonista” (340), Equis, pero resulta bastante más espinosa en relación con El cuarto mundo, cuyo título remite a un concepto formulado en 1974 por George Manuel, líder indígena canadiense, para designar una comunidad que, en palabras de Vine Deloria, ha llegado a ser “una extraña forma de ‘Nación doméstica’” (xi, traducción mía). Tal y como lo formula Manuel, el Cuarto Mundo existe en el seno del llamado Primer Mundo, pero comparte un lazo importante con el llamado Tercer Mundo: el colonialismo europeo (Manuel y Posluns, 5). Lo que distingue el Cuarto Mundo del Tercer Mundo es la ausencia de un aparato estatal que haga del nativo un ciudadano, es decir, un sujeto político y legal con deberes y, sobre todo, derechos que no tienen otros. Para Manuel, “el Cuarto Mundo es mucho más una Larga Marcha que un Sitio de Reposo Eterno” (261, traducción mía), no porque todavía no En una entrevista con Gema Pérez-Sánchez, Peri Rossi extiende las ramificaciones antiesencialistas de estar al ámbito genérico-sexual al afirmar: “[L]a literatura no es lesbiana, una mujer es lesbiana. Y, además, no creo que sea, está” (59, énfasis original). Después de declararse contraria al esencialismo, Peri Rossi proclama: “Tenemos una lengua con dos verbos, ser y estar, que permite una maravillosa matización” (59). 19 Si el exilio, en La nave de los locos, constituye lo que Carmen Domínguez llama “la verdadera condición del ser humano” (160), es esta una condición eminentemente versátil. 18
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haya conseguido el estatus estatal de, por ejemplo, Tanzania (5), sino porque todavía no ha conseguido que se respete una “relación espiritual con la tierra” (7, traducción mía) más allá de todo límite geopolítico. De origen indígena, el Cuarto Mundo se ha ido pluralizando, pero siempre en relación con una situación de marginalidad, opresión, pobreza, lucha y resistencia; de envergadura universal, el Cuarto Mundo también ha ido zapando el universalismo, al menos en la medida en que este haya funcionado como una coartada occidental.20 En manos de Eltit, el Cuarto Mundo se presta a usos neovanguardistas y funciona no solo como un suplemento incómodo e inasimilable al Tercer Mundo, sino también como un mundo habitación, un pequeño espacio doméstico, versión paródica del cuarto propio, con dinero propio, de Virginia Woolf. Juntos, el mundo habitación y el peligroso suplemento de la división del mundo en la época nuclear configuran un mapa que, aunque obsesivamente orientado hacia lo interior, oscila entre lo micro y lo macro. En una entrevista con Leonidas Morales, Eltit reconoce “esta cosa macro, o sea, invasora, seductora también” que es “la oferta occidental” (129). Es aquí, en relación con la idea de una seductora invasión mercantilista, que se indica que el poder de la “nación más poderosa del mundo” (97) no es, ni de lejos, únicamente militar, sino también tecnológico y cultural. Se trata de un poder capaz de insinuarse en los recovecos más recónditos del espacio personal. Dada la fuerza alegórica del texto, no es de sorprender que el espacio de los mellizos, su madre y su hermana esté dominado por un opresivo proteccionismo paternalista ni tampoco que se revele como cómplice de “la anarquía de la costumbre por la venta” (127). El cuarto mundo “explora”, en palabras de Judy Maloof, “tanto los límites del lenguaje como las conexiones vitales entre la narración, la política y la lucha por la supervivencia personal” (107, traducción mía), pero también socava la perpetuación acrítica en la Respecto a la pluralización conceptual de Cuarto Mundo, véase, por ejemplo, el estudio de Manuel Castells. El problema con semejante pluralización es el de siempre: la pérdida de especificidad; aquí, la de las comunidades indígenas a escala mundial. La figura del indígena está, en general, ausente en El cuarto mundo. A los ojos de Norat, esta ausencia general concuerda con la historia borrada —y sous rature— de las comunidades originarias. De hecho, para Norat, la “fraternidad sudaca”, reiterada en la segunda parte de la novela, reconoce implícitamente el mestizo y el indio, la mestiza y la india, que aparecen explícitamente en Por la patria y otros textos (144). 20
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época del neoliberalismo globalizado del valor de lo personal —y del espacio llamado personal, familiar o interior— por encima de lo público. Eltit dice “haber mantenido en prácticamente todos [sus] libros un lugar latino” (Morales 128). De ahí que el espacio interior de El cuarto mundo remita, en sus múltiples repliegues, al variopinto espacio de América Latina bajo el yugo del imperialismo norteamericano y el capitalismo global. La situación es distinta, aunque no del todo, con La nave de los locos, cuyo énfasis en el espacio exterior evoca, de manera más general, lo que Raúl Rodríguez Hernández llama el “cosmopolitismo en crisis” de la desigualmente globalizada cultura postmoderna (123).21 Los rastros del cosmopolitismo se perciben en prácticamente cada página de La nave de los locos, con sus referencias y alusiones a todo tipo de artefacto cultural, como se verá en seguida. En El cuarto mundo, en cambio, el cosmopolitismo cultural queda en gran parte opaco. Eltit, en la ya citada entrevista, afirma que se preocupó mucho por la escritura y que “[t]enía como referente a Artaud, en la segunda parte” (Morales 122). Aunque no aclara la referencia a Artaud, Eltit deja patente su participación en una vasta red intertextual al referirse a Donoso, Huidobro y el Rojas de Hijo de ladrón, a Carpentier, Parra y Rulfo, a Beckett, Faulkner, Brecht, Kafka, McCullers, Kawabata y Joyce. No obstante la invocación extratextual, en una entrevista, de un canon moderno e internacional, El cuarto mundo carece de referencias literarias y se nutre de sí mismo en una especie de delirio intratextual; La nave de los locos, por su parte, rebosa de referencias literarias y se entreteje en una especie de despropósito intertextual.22 Desde su propio título, repetición de otros, La nave de los locos extrae de la intertextualidad su potencial estético, ético y político. Para Amanda Holmes, la novela de Peri Rossi continúa “la biblioteca de Babel” de Borges (110), con sus eternos viajeros y sus tránsitos laberínticos, pero sale del recinto arquitectónico fabulado por el argentino para Según María Eugenia Rojas Rodríguez, en su lectura de El cuarto mundo, “[l]a mejor expresión de la nueva sensibilidad y la nueva idea de lo nacional se halla en la obra que moderniza radicalmente la cultura nacional al romper con el estrecho nacionalismo en un gesto que afirmó una identidad inserta en una densa y fecunda apertura al mundo, planteada en su práctica literaria” (56). 22 Para más sobre la intertextualidad en La nave de los locos, véase el artículo de Jorgelina Corbatta “Metáforas del exilio”. 21
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zambullirse en un lugar sin límites. En la fluctuante red de textos e imágenes, el motivo de la “nave de los locos” es especialmente intenso; destacado en el título del texto, forma parte de una extensa y recurrente tradición que se remonta al menos a Das Narrenschiff, de Sebastian Brant, obra alegórico-moral de 1494, traducida como Stultifera Navis o Nave de los locos. El motivo también tiene resonancias con la obra filosófica de Platón, con la obra pictórica de Pieter van der Heyden y Jheronimus van Aken, El Bosco, y, en la época moderna, con una extensa gama de obras literarias y fílmicas de Pío Baroja, Katherine Anne Porter y Stanley Kramer, entre otros. Lejos de ser solo una figura textual, el motivo de la nave de los locos también remite a una práctica social: la agrupación, expulsión y abandono por parte de las llamadas fuerzas del orden de aquellas personas consideradas desequilibradas, improductivas e indeseables. Este proceso de marginación y eliminación forzosas guarda relación con prácticas modernas de control higiénico, cuyos ejemplos más asoladores son el Holocausto y diversas campañas de limpieza étnica, pero también se conjuga con campañas autoritarias de desaparición, como las que marcan las dictaduras del Cono Sur y que figuran, con particular insistencia, en la novela de Peri Rossi. De acuerdo con la agorafilia, la intertextualidad de La nave de los locos no se limita a un reino exclusivamente escrito, sino que se extiende a la historia social y más allá. En su Historia de la locura, Michel Foucault —cuya Historia de la sexualidad Peri Rossi dice haber leído por recomendación de su amigo Julio Cortázar (“Entrevista” 62)— ofrece un breve pero influyente rastreo del motivo de la nave de los locos en el que la asociación simbólica entre la inestabilidad del agua y la de la mente humana estimula procedimientos reales de agrupamiento, expulsión y abandono. Reunidos por compartir una insensata diferencia, los lunáticos eran embarcados, llevados a alta mar y dejados a su suerte o, lo que venía a ser lo mismo, dejados a peregrinar de puerto en puerto. Su parentesco figurativo con el judío errante, el desterrado y el paria, el apátrida y el alienígeno, el deportado y el refugiado es, por lo tanto, palmario. El efecto acumulativo de tantas figuras marginadas y perseguidas es considerable: indica que dentro de la apertura acuática, transformada por Peri Rossi en una apertura agorafílica, no deja de persistir un principio restrictivo e incluso claustrofóbico. La nave constituye, como bien sabe Foucault, un espacio delimitado, un micromundo, y a este respecto se asemeja al Cuarto
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Mundo de Eltit. A diferencia del Cuarto Mundo, sin embargo, la nave no está domesticada, sino que se mueve, se bambolea, va a la deriva. La cualidad móvil de La nave de los locos —su deliberada falta de desarrollo cronológico o lineal— es esencial, contradictoriamente esencial, se entiende. Después de todo, es gracias a la fantasía de la movilidad —de viajar leyendo, tal y como se anuncia al inicio de la novela con “el viaje leído”— que la lectura de La nave de los locos puede resultar tan lúdica y expansiva —en una palabra, optimista— como laboriosa y concentrada —en una palabra, pesimista— puede resultar la lectura de la novela de Eltit. Al señalar diferencias y tensiones entre lo lúdico y lo laborioso, no se pretende negar que El cuarto mundo sea, en palabras de Morales, una novela más “relajada” que las anteriores de Eltit ni que su escritura sea, en palabras de la propia autora, “tranquila” (Morales, “Narración y referentes” 122); tampoco se pretende negar que La nave de los locos sea una novela exigente y que su apertura al mundo no se limite a un grupo de lectores avezados. Lo que se pretende afirmar, en cambio, es que dichas tensiones entre el juego y el trabajo se entrelazan con la problemática de la mercantilización del cuerpo y con la crítica de lo personal y, por extensión, del individualismo. La crítica de lo personal —lo que Eltit, en otro contexto, llama el “el desmontaje de esos ‘yo’” (“Cuerpos nómadas” 5)— se cifra en la configuración de la criatura-novela que sale a la luz al final del relato: una posiblemente deforme “niña sudaca” que “irá a la venta” (128), palabras con las que se clausura, contradictoriamente, el texto. Se examinará la “niña sudaca” un poco más adelante, pero lo que conviene remarcar ahora es que El cuarto mundo rehúye las nociones compensatorias del juego y del placer textuales —diseminadas a lo largo de La nave de los locos— para interrogarse sobre la política y la economía de la producción textual en un mundo fracturado por el trabajo, el dolor, la escasez, la explotación y la opresión. Si leer el texto de Peri Rossi cuesta trabajo, es este un trabajo en gran parte redimido por el placer de la competencia cultural, que estriba en la identificación de una multiplicidad de alusiones, referencia y citas; se trata, en resumen, del ejercicio de capital intelectual por parte de un lector instruido y productivo.23 En cambio, si leer Según Blanco-Arnejo, “la labor del lector [de La nave de los locos] es hercúlea. Tiene que adivinar, imaginar, relacionar, combinar, todo ello en base al complejo material de la novela” 23
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el texto de Eltit cuesta trabajo, es este un trabajo implacablemente volcado a la voracidad del sistema capitalista en el que la distinción entre consumidores y productores de textos, tan cara a Roland Barthes, no ofrece escapatoria. Como recuerda Eltit en una entrevista con Claudia Posadas, “los sistemas laborales cooptan el cuerpo para hacer de él un instrumento productivo” (234). El cuarto mundo sugiere que el modo de producción capitalista se insinúa no solo en lo que Lidia Falcón ha postulado como el “modo de producción doméstico”, sino también en lo que podría llamarse el modo de producción cultural. Respecto al modo de producción doméstico, Falcón recalca, desde una perspectiva feminista y marxista, la importancia fundamental no de unas funciones simbólico-naturales familiares, demasiado familiares, sino de un “proceso de trabajo” que sienta las bases de “un proceso de producción capitalista” (91). Eltit, desde el campo de la creación literario-cultural, opera algo semejante al insistir no solo en lo doloroso, sino también en lo laborioso del proceso reproductivo para el cuerpo femenino.24 A este respecto, si bien podría decirse que El cuarto mundo participa de la escritura femenina —categoría que, como observa Norat, Eltit considera una trampa y un encierro (135)—,25 también participa, y tal vez con aún más ahínco, de una escritura proletaria y hasta lumpemproletaria. El concepto del lumpemproletariado es importante, ya que señala los desechos del (448). Ricardo Krauel nota algo parecido en relación con El cuarto mundo: “El lector, al comprometerse con el texto en la negociación del significado, se ve forzado a involucrarse en una tarea integradora que le demanda una considerable aportación de creatividad. La lectura se aproximará así a la escritura” (259). La diferencia, claro está, estriba en la relativa presencia o ausencia de alusiones, citas y referencias a otros textos literarios y artísticos. 24 La referencia a Marx no es casual. La propia Eltit, en su entrevista con Claudia Posadas, aclara: “El cuarto mundo fue una experiencia literaria considerable porque hasta allí concurrieron ciertas obsesiones múltiples que conjugaban lo social y lo subjetivo. En El cuarto mundo quise establecer la materialidad de escribir una novela, es decir, poner en evidencia lo que Marx llamaría el modo de producción depositado en la sintaxis como estructura novelística” (236). 25 En la ya citada entrevista con Posadas, Eltit declara: “El mercado y su inteligencia se ha [sic] apoderado de la categoría de género y muy particularmente, el mercado editorial que privilegia comercialmente aquellas producciones donde se reivindica ‘la mujer’ y ‘lo femenino’, y de esa manera se generan escrituras de mujeres destinadas a ser adquiridas por mercados de mujeres” (237).
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trabajo productivo y, también, del pensamiento y activismo marxistas. El propio Marx acuñó la palabra, que proviene de la alemana por ‘andrajo’ o ‘harapo’ y que se refiere a lo que el diccionario designa como el “sector social más bajo del proletariado desprovisto de conciencia de clase” y, por extensión, indiferente al avance revolucionario. En El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), Marx lo presenta de manera pintoresca pero despectiva como “toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème” (capítulo V). Esta masa, desorganizada, despolitizada y con frecuencia sumida en una cultura de la dependencia consta, de nuevo según Marx, de un conjunto heterogéneo de personas: Roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros [y] mendigos. (capítulo V)
La lista de sujetos improductivos e indeseables recuerda, en su exuberancia retórica, las constelaciones de personajes, textos e imágenes que configuran La nave de los locos, pero es con la novela de Eltit que realmente resuena. Después de todo, la huella del lumpen, de los andrajosos y harapientos marginados, menospreciados incluso por muchos de los defensores de la clase obrera, se remonta hasta la primera obra de ficción de Eltit, la extraordinariamente opaca y brillante Lumpérica, publicada en 1983, cuyo título es un híbrido de lumpen, lumen y América.26
Lumen proviene del latín por ‘luz’, pero también designa una obertura corporal como la de las arterias o los intestinos, así como el espacio interior de un componente celular. La acepción corporal, hasta visceral, del término complica, fructíferamente, la más conocida trayectoria metafísica, intelectual y moral del mismo. La corporalidad del lumpen se subraya —se ilumina, podría decirse— en muchas de las obras de Eltit, en las que figuran, como declara Posadas,“lisiados, mendigos, mestizas, retrasados mentales, mujeres desgarradas dentro de una dominación masculina, nonatos” (Eltit y Posadas 230). En palabras de Carreño: “Eltit construye una patria con las subjetividades excluidas por los proyectos nacionales” (31); se trata, pues, de una nación que es “una casa miseria, callampa infierno” (31). 26
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En El cuarto mundo, la figura de lo lumpen queda a la vez ensombrecida y particularizada por la figura de lo sudaca, mencionada de pasada arriba. Esta figura funciona como una herida o estigma —en el texto aparece explícitamente como “el estigma sudaca” (97, 119)— que marca a la niña que se pondrá a la venta al igual que el libro El cuarto mundo. Se sugiere, pues, una relación de identidad ambivalente entre la niña sudaca, producto imaginario de la lectura, y la novela sudaca, producto material de la escritura, ambas insertas en la maquinaria del sistema capitalista neoliberal —lo que Eltit llama el “barbarismo del mercado” (“Cuerpos nómadas” 3)— promovido por la dictadura.27 El calificativo de sudaca, explícito en cuanto a la niña e implícito en cuanto a la novela, acompaña varias otras palabras —“hombres sudacas” (41), “sangre sudaca” (122), “especie sudaca” (122), “perros sudacas” (123), “jóvenes sudacas” (40, 67, 127), “ciudad sudaca” (127)—, que, aunque esparcidas a lo largo del texto, se acumulan frenéticamente en las últimas páginas, justo en el umbral de la anunciada ida a la venta. En cierto sentido, entonces, sudaca funciona no solo como una herida o un estigma, sino también como una marca de fábrica, una compleja señal de origen, compleja porque sudaca es, al igual que lumpen, un neologismo, probablemente surgido en España para designar, y denigrar, a inmigrantes y visitantes latinoamericanos. Sea como fuere, sudaca es presentado como “despectivo” por el diccionario de la Real Academia Española y sentido como tal por millones de latinoamericanos. Como reducción y tergiversación del vocablo sudamericano, sudaca también resuena, en un juego fonético de difícil delimitación, con sudor, vocablo que evoca un sujeto marcado por el esfuerzo físico y el trabajo manual y que aparece al final del texto en estrecha relación con sudaca: “En venta los campos de la ciudad sudaca. En venta el sudor” (127).28 A este respecto, El cuarto mundo remite a otros títulos de Eltit, como Tal y como precisa Lagos, “el hijo anunciado al comienzo… se transforma en hija, y nos enteramos que la joven madre es madre no sólo biológica sino textual” (104-105). Dicho de otro modo, Eltit reconoce que la reproducción biológica es también simbólica y que la producción simbólica es también material. 28 Para Lüttecke, sudaca “recuerda una palabra de sonido parecido, huachaca” que “en el léxico del español hablado en Chile significa vulgar, soez y, a veces, implica la pertenencia a una capa social baja” (1085). Resulta difícil negar parecidos sonoros (el oído es también subjetivo), pero resulta más fácil afirmar que el neologismo, que Lüttecke declara no saber “si 27
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Mano de obra (2002) e Impuesto a la carne (2010), en los que destaca la economía del cuerpo.29 En El cuarto mundo, la economía corporal encuentra su punto de partida, y de parto, en la madre: “Un 7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada entre las sábanas, se acercó penosamente hasta mi padre, esperando en él algún tipo de asistencia” (11). La madre sudorosa, penetrada por su cónyuge “sin el menor escrúpulo” (13), engendrará a los mellizos, una de los cuales será luego la madre de la niña sudaca. Se señala así un encadenamiento intergeneracional anunciado, de modo impersonal, en el mismo título de la primera parte del texto: “Será irrevocable la derrota”. Aurea María Sotomayor lee el subtítulo de la primera parte de El cuarto mundo como una alusión “al desplome del mundo del padre” (307). En La nave de los locos, como veremos, el patriarcado, resumido en la figura del rey, se desploma de manera estrepitosa. Pero, en El cuarto mundo, el desplome del mundo del padre, aunque largamente anunciado, se encuentra contrariado por la victoria de la maquinaria capitalista que se cuenta al final del texto: “Afuera la ciudad devastada emite gruñidos y parloteos inútiles” (127). Es decir, el desplome del padre en el espacio familiar no ocasiona el triunfo de un orden, o desorden, más justo, allá fuera, porque el afuera ha sido tomado por un sistema igualmente depredador. El título de la segunda parte, “Tengo la mano terriblemente agarrotada”, lejos de contradecir la derrota, apunta en cambio a un acto de resistencia que es a la vez personal y física. Aunque nunca se precisa el sujeto de la primera persona del singular, la misma lógica del encadenamiento, ahora narrativo, sugiere que bien podría pertenecer, por así decirlo, a diamela eltit y que la mano agarrotada, rígida y tiesa de tanto esfuerzo, podría ser tanto la de una obrera como la de una escritora, dos modalidades —harto diferentes, hay que decirlo— del trabajo manual. Rubí Carreño Bolívar, en una perspicaz lectura de la narrativa de Eltit, declara: inventado o apropiado por la autora” (1085), es efectivamente una palabra preexistente que empezó a circular en España para designar, despectivamente, a visitantes e inmigrantes sudamericanos. El que Eltit se la apropie constituye, además, un paso crítico en su resemantización como signo de desafío y resistencia. 29 Claudia Posadas le pregunta a Eltit hasta qué punto El cuarto mundo “podría ser la alegoría de su obra ya que su escritura, su temática y su anécdota misma implican la gestación y el nacimiento de su novelística” (Eltit y Posadas 236).
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“La escritura literaria siempre sería la de una mano asalariada mutilada en su faceta artística” (29). La propia Eltit, en una ampliamente citada entrevista con Julio Ortega, dice que utilizó su “propio nombre como hija para pasar a productora de textos, madre de textos: la novela sudaca... que desde el punto narrativo elegido va a la venta teñida por su condición de desamparo y resistencia” (238). Pese a la acepción normalmente despectiva, el término sudaca también aparece conectado en El cuarto mundo con la belleza, la juventud y el erotismo: “Los bellos torsos desnudos de los jóvenes sudacas semejaban esculturas móviles recorriendo las aceras’ (40). Según Jorgelina Corbatta, “sudaca” indica “el sur pero es, ante todo, el rescate de una designación inicialmente peyorativa” (“Política sexual” 140). A pesar de —o, mejor dicho, gracias a— su fuerza peyorativa, sudaca se ha prestado a una operación de resemantización sociosimbólica, desafiante y reivindicativa, parecida a la que caracteriza las palabras queer y crip dentro de un contexto anglófono globalizado. El “rescate” señalado por Corbatta es, con todo, tan precario como el “desplome del mundo del padre” señalado por Sotomayor. En ambos casos, lo que Eltit llama “la exigua frontera entre neoliberalismo y progresismo” (“Cuerpos nómadas” 14) hace que todo acto de resistencia, por fuerte que parezca, resulte vulnerable y resbaladizo. De ahí que Eltit declare, en su entrevista con Posadas, que la herida o estigma de la condición “sudaca” —pero también de la existencia misma— no es “redimible” y que lo que le interesa “es hacer de esa herida una fuerza política” (235). En cuanto a La nave de los locos, la redención del extranjero y del exiliado, aunque esbozada, tampoco se asegura, en parte “porque nada puede lo maravilloso ante el indiscutible peso de lo real” (103), en parte “porque nadie experimenta simpatía por quienes comparten un estigma, una tara o un accidente” (166) y en parte porque la economía, incluso en una estructura descentrada o excéntrica como la que se relata en la novela de Peri Rossi, sigue siendo determinante en última instancia. A este respecto, el ser sudaca y el ser —o estar— extranjero, el primero relativamente localizado y el segundo deslocalizado, constituyen a su vez formas de circular en el mundo. La cuestión económica es, sin duda, menos acuciante en La nave de los locos que en El cuarto mundo. En esta obra, aunque la situación de clase de los personajes nunca es explicitada, es evidente que no pertenecen a la
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clase privilegiada, ya que pasan hambre, carecen de cuidados médicos básicos (aparecen con frecuencia con llagas y fiebre) y experimentan y expresan un miedo generalizado, rayano en la paranoia, que indican su falta de poder e influencia. La falta de poder no es, con todo, absoluta, ya que el texto escenifica, de manera harto claustrofóbica como ya se ha señalado, los juegos de poder dentro de los confines de la familia. El cuarto mundo subraya, de modo especialmente intenso, la marginación y degradación de las mujeres, como cuando María Chipia declara: “La trampa primera y la más corrosiva era mi padre, quien... había utilizado vilmente [a nuestra madre] para reafirmarse ante los demás, obligándola a cumplir gestos para él sin considerar sus propios deseos o aptitudes” (35). O cuando declara a continuación: “Ella soñaba otra vida que sobrepasara la opacidad de la condición que mi padre la habría obligado a asumir” (35). Por cruciales que sean el género y la sexualidad en El cuarto mundo, sería un error ignorar las múltiples maneras en que están implicados en cuestiones de índole económica y etnorracial. Porque El cuarto mundo no solo desafía el poder masculino o patriarcal que ha tendido a borrar a las mujeres de la historia y de la literatura, sino que también desafía el poder económico y neocolonialista que ha tendido a borrar a los pobres y a las personas de color de la historia y de la literatura. En cuanto tal, es una escritura atravesada por la ilegibilidad, un ejercicio letrado lastrado por el analfabetismo. El texto, pues, no solo socava las convenciones de la significación ‘dominante’ o ‘establecida’, sino también las contraconvenciones de la significación ‘experimental’ o ‘vanguardista’ que ha cultivado la propia Eltit. De hecho, es como si El cuarto mundo, al afirmar que “la niña sudaca irá a la venta”, tuviera conciencia de la rentabilidad —aunque menor, existente— de su propio experimentalismo, el mismo que, en su día, tanto criticara la izquierda tradicional. En un gesto que extiende y extrema su crítica de la producción y la reproducción, El cuarto mundo, a diferencia de La nave de los locos, reconoce su estatus como mercancía, como producto de un proceso escritural que se compra y se vende.30 Lejos de sucumbir a la ilusión simplista y autocongratulatoria Según Raquel Olea, aproximarse a la obra de Eltit “exige tanto una incorporación de su recepción crítica como una lectura del proceso de su instalación y legitimación en la institución literaria, como elementos de su actual producción” (165). 30
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de la radicalidad y la subversión literarias, admite —o, mejor dicho, anuncia— su complicidad en el mismo orden que pretende radicalizar y subvertir. Su complicidad se repliega, rizando el rizo, en su complejidad, dos términos que comparten la misma raíz: complicatus, ‘plegado con, confuso, intrincado’. El texto de Eltit insiste, por una parte, en los maridajes, acoplamientos y uniones opresivas y, por otra, en la solidaridad y en la camaradería resistente, como cuando la melliza —o sea, la aún no nombrada diamela eltit— relata que su hermana pequeña, María de Alava, más convencional que los mellizos, “[a]firmó que sólo la fraternidad podía poner en crisis a esa nación [la más poderosa del mundo]” (122). Ahora bien, la fraternidad aquí afirmada no se da sin más, sino que lleva el sello de la constricción y la competición; se asemeja, en rigor, a la “fra...ternización” interrumpida y titubeante que Witold Gombrowicz formula en su novela Ferdydurke y mediante la cual sugiere una incomunicable igualdad corporal (223, traducción mía). Para Raquel Olea, la mise en question de la relación fraternal que se opera en la escritura de Eltit implica una “provocación que surge del modo de interrogar los discursos de hermandad, patria, familia, identidad latinoamericana, en textos que surgen en situación social de censura, clausura, represión, quiebre cultural, evidenciando el debilitamiento de dichas retóricas” (166). Entonces, si bien puede ser que solo la fraternidad —aquí, sudaca— puede poner en crisis el poder hegemónico y el orden mundial establecido, también resulta que la fraternidad misma está en crisis, ya que encierra algo extraño y extranjero, algo imposiblemente parecido al errante orden abierto de La nave de los locos. Dentro de la negatividad de la claustrofobia, dentro de la negatividad del dentro, se insinúa, pues, una apertura crítica, una positividad siempre y solo parcial cuya figura señera —a la vez especial y anodina— es la niña sudaca, fruto de una incestuosa relación fraternal. Concebido en un acto normalizado de violencia sexual, María Chipia presenta su relación con su hermana como tensada entre la repulsión y la atracción. Se trata, en definitiva, de una vinculación constreñida y forzada en que “dos figuras simétricas” (14) están ligadas por un régimen diferencial en que las fuerzas están distribuidas de manera desigual: “Mi hermana era más débil que yo. Desde luego, esto se debía al tiempo de gestación que nos separaba; pero aun así era desproporcionada la diferencia entre nosotros” (16). La desigualdad física se traduce
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en una desigualdad anímica, ya que su hermana disfruta —o, mejor aún, padece— de un mayor grado de complicidad con la madre: “Entendí la extraña complicidad que ella había establecido con mi madre” (17). Por si la complicidad y la camaradería entre hermano y hermana no fuesen bastante complejas, la madre —su cuerpo, sus deseos, sus emociones y sus sueños— complica aún más las cosas, ya que a veces parece que predestina a su hija y, en otros aspectos, a su travestido hijo a un camino de derrota y destrucción. El texto de Eltit es cualquier cosa menos optimista, pero, en su deconstrucción sobredeterminada de lo normativo y lo natural, apunta a una capacidad de resistencia que Judith Butler, en el ámbito de la performatividad de género, ha llamado el “paródico habitar de la conformidad” (Bodies 122). En otras palabras, El cuarto mundo es un texto que hace acopio de su complicidad en un sistema de explotación y dominación y que, al hacerlo, desacredita desde dentro no solo el poder, sino también, y, tal vez, sobre todo, la presunta rectitud moral y bondad humanitaria de ese mismo sistema. En ese sentido, El cuarto mundo, dentro de su lógica claustrofóbica, guarda más que un parecido superficial con la conclusión del texto errante de Peri Rossi, cuando Equis, tras una serie incongruente de aventuras, encuentros, conversaciones y experimentos textuales, finalmente parece resolver un acertijo repetido en varios momentos del texto: “¿Cuál es el tributo mayor, el homenaje que un hombre puede hacer a la mujer que ama?” (196). La respuesta, expresada en los dos últimos párrafos del texto, es la siguiente: “El tributo mayor, el homenaje que un hombre puede hacer a la mujer que ama, es su virilidad” (196). La respuesta, sin embargo, encierra una incógnita, como ha señalado acertadamente Mary Beth Tierney-Tello, ya que el antecedente del posesivo su resulta ambiguo y se resiste al esclarecimiento definitivo (Allegories 203): podría ser que el mayor tributo u homenaje que un hombre puede hacer a la mujer que ama sea la virilidad de él o, posiblemente, la virilidad de ella, posibilidad activada y reforzada, dicho sea de paso, por el estriptis lésbico-transformista que tiene lugar en un antro hacia el final del texto.31 Sea como fuere, la respuesta-acertijo al acertijo, calificado por Elvira Como apunta Holmes, “el género podría ser masculino, femenino o neutral, una culminación de la serie de formas no convencionales de las actuaciones [performances] y percepciones genérico-sexuales presentadas a lo largo de la novela” (113, traducción mía). 31
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Sánchez-Blake como el jaque mate en una elaborada partida de ajedrez (48), da por resultado el grotesco desplome de la figura del rey, símbolo de la paternidad divinizada de la nación. Esta figura, previamente desfigurada en el ruinoso nombre del Cine Re(x), y de cuyos restos Equis toma su nombre, reaparece al final del texto en un estado de deflación: “El rey, súbitamente disminuido, el rey, como un caballito de juguete, el rey, como un muñequito de pasta, el reyecito de chocolate cae de bruces, vencido, el reyecito se hunde en el barro, el reyecito, derrotado, desaparece. Gime antes de morir” (197).32 Mientras que el texto de Eltit acaba con el anuncio más bien flemático de la venta de la niña sudaca, producto de diamela eltit, el texto de Peri Rossi acaba de un modo mucho más fantástico y utópico, al augurar nada menos que el desmoronamiento del orden falogocéntrico —o, al menos, de un emblema de dicho orden—. Tanto la ruina del orden dominante como la confusión que provoca la respuesta al acertijo son cruciales en La nave de los locos porque la totalidad de este texto agorafílico constituye un canto a todo lo que es confuso y mezclado, insuficiente e incompleto, amplio y abierto. Semejante condición es el paradójico resultado de una textualidad que se concibe, en parte, no como mercancía (postmoderna), sino como textura (premoderna). En su defensa de los locos y los marginados, los inadaptados y los pervertidos, los extraños y los extranjeros, Peri Rossi avanza una crítica sutil del otro gran intertexto de su novela, el Tapiz de la creación, bordado románico del siglo xi que se conserva en la catedral de Girona, en España. El tapiz se describe en la novela de Peri Rossi como una obra que “[r]epara nuestro sentimiento de la fuga, de la dispersión, nuestra desolada experiencia del desorden” (21) Equis, en cuanto resto de Rex, se ve implicado en el asalto al rey y también lo prefigura. En la astillada historia de la novela: “Equis descubrió en el baldío cercano, el resto del rótulo luminoso del cine, precisamente la letra X. Todavía conservaba algunas lamparitas y alambres, los cables se habían desflecado y era inútil pensar que iluminaría nada, pero Equis se abrazó a ella como a un rencor, y la arrastró hasta su apartamento” (26). El que Equis se abrace, “como a un rencor”, a la letra X, resto de una palabra que apunta a un orden clásico y real, sugiere que su vida errante no carece de puntos de anclaje más convencionales. Con todo, el texto, en su misma efusividad intertextual, apunta a la arbitrariedad del signo: “En cuanto a los nombres, Equis piensa que en general son irrelevantes, igual que el sexo, aunque en ambos casos, hay gente que se esfuerza por merecerlos” (25). 32
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y que ofrece la imagen de un cosmos ordenado de acuerdo con un esquema patriarcal y divino, es decir, de una totalidad trascendente centralizada en la figura del todopoderoso Pantocrátor. Se trata de una totalidad en gran parte imaginada, proyectada, ya que, como cuenta la voz narradora, el desgaste del tiempo (épocas enteras sublevadas) ha hecho desaparecer casi la mitad, pero algunos hilos de colores y la estructura general de la obra permiten saber qué temas se desarrollaban en la parte desaparecida del tapiz y los fragmentos que se conservan, mutilados, lo confirman. Lo que admiramos en la obra, además de su fina elaboración, de su bello entramado y la armonía de sus colores, es una estructura: una estructura tan perfecta y geométrica, tan verificable que aun habiendo desaparecido casi su mitad, es posible reconstruir el todo, si no en el muro de la catedral, sí en el bastidor de la mente. (21)
Pero esta reconstrucción imaginaria que busca restablecer una supuesta armonía perdida está cargada con una violencia oculta. Tal y como se lee en una nota al pie de la página, “cualquier armonía supone la destrucción de los elementos reales que se le oponen [...]. Equis contempló el tapiz como una vieja leyenda cuyo ritmo nos fascina, pero que no provoca nostalgia” (20, n. 1). Gabriela Mora encuentra en La nave de los locos un “deseo de armonía” que “no tiene nada que ver con el pasado histórico” (345), mientras que Tierney-Tello, quien liga la armonía a la simetría, postula que el texto “intenta re-imaginar una armonía que no... suprimiría y excluiría el otro” (“Allegories” 207-208, traducción mía). Ambas críticas reconocen —Tierney-Tello más que Mora— que la apelación a la armonía y a la simetría puede desentonar en un contexto postmoderno, pero insisten en que son aspectos necesarios de una utopía reconfigurada.33 Sus lecturas son sólidas, tal vez demasiado sólidas. El problema con la armonía y con la simetría, por progresistas que se presenten, es que difícilmente tienen cabida para la disonancia, la incongruidad, la cacofonía y el desconcierto, justo los valores, o antivalores, que en el contexto chileno Eltit y otros defienden con Schwartz llega a un juicio parecido: “A pesar del aparente anonimato de La nave de los locos, la novela se dirige a fin de cuentas cada vez más hacia la armonía y la solidaridad interpersonal” (340). Corbatta, por su parte, se refiere a “[l]a utopía de la búsqueda de la armonía” (“Metáforas del exilio” 170). 33
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respecto a la Concertación, propuesta política marcada, en palabras de la propia Eltit, “por la invitación a la reconciliación” que “se abocó a establecer la existencia de víctimas por parte del estado dictatorial” sin plantear “iniciativas legales para penalizar a los culpables” (“Cuerpos nómadas” 4).34 El texto de Peri Rossi, con sus tejidos y texturas figurativos, no se fabrica de acuerdo con principios de armonía y simetría, aunque ambos perduran de modo fantasmal, entre nostálgico y amenazante, en la (des)estructuración del mismo. Apuesta más bien por una hibridez abigarrada y anárquica, por una textualidad, o más bien intertextualidad, que se teje y desteje promiscuamente entre lo literario y lo pictórico, lo poético y lo político, y que viola la ley del género que en el campo de la producción estético-literaria convencional prescribe la pureza y proscribe la mezcla. Pasa lo mismo —es decir, algo inevitablemente diferente— con el género en su más discutida acepción sexual (no reconocida como tal por la Real Academia Española) y que prolifera más allá de los confines normativos binarios que (des)estructuran, claustrofóbicamente, El cuarto mundo. Novelas, poemas, obras de teatro, artículos de prensa, películas, pinturas, composiciones musicales, historias bíblicas, leyendas, fábulas, mitos, acertijos, refranes, sueños, mapas, máquinas y un largo etcétera se arremolinan en La nave de los locos en lo que a veces parece ser un juego al escondite de la significación o, como apunta María D. Blanco-Arnejo, un “juego de adivinanzas” (443). La proliferación de fuentes, de orígenes, se articula, significativamente, en relación con la desarticulación, el desgaste y el deterioro. En este sentido, La nave de los locos, en su enardecida riqueza cultural, reconoce la fragilidad, los límites y la pobreza de la condición humana. Del mismo modo que el tapiz es una creación humana de un tiempo y lugar concretos que representa imaginativamente un orden estable y centralizado más allá del tiempo y el espacio, el texto de Peri Rossi es una creación humana de un tiempo y lugar concretos que representa imaginativamente un desorden inestable y descentralizado y que corteja, en palabras de Thomas Pynchon, la “magia informe” del “vacío” (11, traducción mía). En “Cuerpos nómadas”, ensayo en el que Eltit examina la “situación límite” (9) de dos mujeres militantes de izquierda que fueron torturadas y convertidas a la causa dictatorial, la autora señala “la exigua frontera entre neoliberalismo y progresismo” (14). 34
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Como se ha apuntado al inicio de este ensayo, tanto La nave de los locos como El cuarto mundo, a pesar de sus diferencias, se han descrito como postmodernos, feministas e incluso queer, es decir, como textos que perturban las trayectorias evolutivas y aristotélicas de principio, medio y fin; que fracturan el sujeto unitario y cartesiano con su dualismo jerarquizado de mente-cuerpo, y que atacan el orden dominante regido por la ley del Padre y el poder psicosimbólico del falo. Semejantes descripciones y calificaciones —postmoderno, feminista, queer— son quizás inevitablemente irónicas y seguramente insuficientes, ya que ambos textos ponen en tela de juicio las dinámicas del poder que rigen todo sistema clasificatorio que pretenda capturar, circunscribir y clarificar la significación. Estas dinámicas del poder desbordan los propios textos y el proceso escritural, implican los actos y lugares de la lectura y retuercen todo intento comparativista, como este, que se alimenta del emparejamiento contrastante u oposicional. La claustrofobia y la agorafilia, dos conceptos y términos de desigual aceptación con los cuales se han puesto en relación dos textos tan distintos y semejantes, no se escapan, obviamente, de estas dinámicas; a lo sumo las visibilizan, pero también a la vez las refuerzan y las debilitan. La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi, y El cuarto mundo, de Diamela Eltit, forman una extraña, tal vez imposible, pareja. Bibliografía Basu aldo, Ana. “F ragmentos de una entrevista”. Quervo. Poesía. 7 (1984): 8-12. Bl anc o-Arnejo, María D. “Un desafío para el lector: Metamorfosis e identidad en La nave de los locos de Cristina Peri Rossi”. Hispania 80.3 (1997): 441-450. Butler , Judith. Cuerpos que importan: Sobre los límites discursivos y materiales del “sexo”. Buenos Aires: Paidós, 2002. —. Bodies that Matter: On the Discursive Limits of “Sex”. New York: Routledge, 1993. Carr eño Bolív ar , Rubí. “Meditaciones diameltianas: Reescrituras de Eltit en el siglo xxi”. Hispamérica 39.17 (2010): 27-34. Castells, Manuel “The Rise of the Fourth World: Informational Capitalism, Poverty, and Social Exclusion”. The Information Age: Economy, Society, and Culture. Vol. 3. End of Millennium. Chichester, West Sussex: Wiley-Blackwell, 2010. 69170.
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SERGIO PITOL Y FABIO MORÁBITO: DOS ESCRITURAS MIGRANTES EN LA LITERATURA MEXICANA CONTEMPORÁNEA Adalberto Mejía Université Paul Valéry Montpellier III
Exor dio Como practicantes de espacios sabemos qué significa la experiencia de encontrarse con nuevas geografías, de recorrer las calles y los domicilios más cotidianos o de recordar episodios personales siempre ubicados en algún lugar determinado. En nosotros se reúnen desplazamientos que a lo largo de nuestra vida no únicamente enseñan, sino que también despojan. Cada desplazamiento realizado significa ganar y perder espacios, lenguajes, imaginarios, fronteras: ese primitivo monumento —móvil— que no dejamos de construir y con el cual retornamos a un principio que nos caracteriza como seres continuos y fijos a la vez, con término definitivo o no. Migrar es una experiencia límite que encuentra representación bajo muy variadas formas. Dialogamos y manipulamos, en un sinfín de desafíos ficcionales, las fronteras que nos rodean, para así reescribirlas en forma de otras invenciones. Elio Vittorini aborda esta reflexión en la apertura de Sardegna come un’infanzia al decir que la razón, tal como las civilizaciones, se encuentra entrecruzada por fronteras que son a la vez ambiguas, poéticas y capaces de paralizar la tensión racional cuando se presentan como los colores de una infancia, como un vestigio o fragmento último de un paraíso perdido1 (7). La adaptación es mía, aquí el original: “La raison, comme les civilisations, est toute sillonnée de frontières. Des frontières qui la limitent et la morcellent en des oscillations continuelles, nous le savons; mais des frontières à la fois ambiguës, chargée de séduction poétique et capable de stériliser notre tension rationnelle et de nous paralyser parce qu’elles se 1
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Juntos, desplazamiento humano y desplazamiento de fronteras, reactualizan la experiencia y esta se recrea o reinventa según sea el tipo de movimiento: vagabundeo, éxodo, exilio, sedentarismo... Todos ellos eventos fundacionales que, además, suponen el contacto con la alteridad: otros espacios, identidades, imágenes, lenguajes e historias, otros sucesos extraños o cotidianos que serán otras memorias u olvidos. Sea una escritura del desplazamiento y de fronteras que cambian, sea una escritura migrante que desde la memoria busque lo que quede de pertenencia, la inquietud y el asombro por esta condición nuestra no pueden ser menores. Desde esta perspectiva se sugieren dos preguntas: ¿cómo la escritura recupera fronteras ya perdidas? y ¿cómo se logra una autobiografía a partir de espacios en continua transformación y de patrias difusas? Como cierre de esta primera parte, un breve corolario, cita de “Le voyage et l’écriture”, ensayo de Michel Butor: “Me constituí todo un sistema de patrias que mejoro poco a poco, o más bien: así me constituí en un sistema de patrias que se mejora poco a poco, o más bien: todo un sistema de patrias que se mejora poco a poco me constituye”2 (118). Memorias de un mundo no vohisp ano y tradiciones posterior
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Gracias a la exhaustiva investigación El Soconusco cervantino: cartografía de una encomienda imaginaria, realizada por el Archivo General de la Nación en México, es posible conocer la aventura y el cortejo que tuvo Miguel de Cervantes con el llamado Nuevo Mundo. Dos etapas definen este momento: la primera es la solicitud que el autor escribiría el 21 de mayo de 1590 para ocupar un lugar en un viaje a las Indias; la segunda es la llegada de sus personajes Don Quijote y Sancho a México en 1605. Y esto ocurrió: Cervantes no logró viajar ni pisar el Nuevo Mundo, pero pudo aventurar présentent à nous sous les couleurs de l’enfance et nous semble ainsi contenir un vestige de vérité naturelle, un dernier fragment de paradis perdu”. 2 La adaptación es mía, aquí el original: “Je me suis ainsi constitué tout un système de patries que j’améliore peu à peu, ou plutôt: je me suis ainsi constitué en un système de patries qui s’améliore peu à peu, ou plutôt: Tout un système de patries qui s’améliore me constitue ainsi peu à peu”.
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en sus novelas ejemplares El celoso extremeño o El licenciado Vidriera un imaginario de esas tierras jamás conocidas, incluso comparando la capital de la Nueva España con Venecia gracias a testimonios sobre las Indias y la posible observación de un mapa de la Ciudad de México, ciudad de ríos y lagos en aquel entonces. Los únicos visitantes fueron Don Quijote y Sancho Panza en el año 1605, dentro de un contexto de auge de la imprenta y la universidad y donde el retrato de la vida, de las costumbres y los lugares comenzaba a desarrollarse. El caso de Cervantes es solo uno entre muchos y diversos sobre el proceso de reconocimiento e identificación de un territorio recién descubierto. Desde las representaciones cartográficas de la capital, pasando por variadas crónicas escritas a finales del siglo xvii y a lo largo del xviii, como la Breve y compendiosa narración de la Ciudad de México, de Juan de Viera, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, o la Exacta descripción de la magnífica Corte Mexicana, cabeza del nuevo americano mundo, significada por sus esenciales partes, para el bastante conocimiento de su grandeza, de Juan Manuel de San Vicente, todas estas manifestaciones buscaron representar lo más verdaderamente posible el encuentro y la experiencia con una nueva geografía y con una capital en continuo nacimiento. Pero otras etapas vendrían. Tal es el caso de la consolidación del imperio en la Nueva España, su posterior fin con la llegada de la independencia o la revolución cien años después. En cada etapa es posible notar variantes en la forma de representar la experiencia y el conocimiento sobre la ciudad: desde el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, de Alexander von Humboldt, con su mirada científica y literaria, pasando por algunas crónicas de viajes desde ojos extranjeros, poco a poco se transforma la manera de presentar la experiencia sobre esa frontera en continua transformación que era la capital mexicana. A mediados del siglo xix se encuentran algunos retratos literarios que resignificaban a los habitantes/personajes, los paseos y las calles de la gran ciudad, como el gran proyecto titulado Antonino y Anita o Los nuevos misterios de México (1851).3 Con él se abría la posibilidad multiexpresiva e Edouard Rivière, escenógrafo y escritor; Juan R. Navarro, impresor; José Antonio Decaen, editor y litógrafo; Carlos Hipólito Serán, autor dramático, y Casimiro Castro, artista plástico. 3
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intergenérica de nombrar la ciudad al combinar el relato, el teatro, la poesía y la imagen para mostrar otros aspectos de ella. Desde ese momento comenzaron a consagrarse perspectivas similares que participaban en el espacio y lo reinventaban: ahora se trataba del descubrimiento de la Ciudad de México, de sus calles, cafés, mercados, fiestas y costumbres. Ideal escenario de creación donde otros imaginarios nacían, como en las crónicas de Guillermo Prieto tituladas Costumbres mexicanas. Un domingo (15 de enero de 1840) o El día de muertos (1843), o como en los ensayos donde Francisco Zarco hizo de la flânerie su poética: Los transeúntes, México de noche y El crepúsculo de la ciudad.4 Pero fue especialmente a inicios del siglo xx que esta manifestación tuvo un giro: no se trataba de una búsqueda histórica con datos objetivos ni tampoco de mostrar impresiones sobre un lugar determinado. Esta vez la invención del espacio caía en posibilidades simbólicas y en ideas como la de extranjería, desarraigo o cosmopolitismo, haciendo del espacio en sí (y sus personajes, paisajes e historias) una metáfora continua. Breves ejemplos de estos primeros antecedentes son el grupo de artistas mexicanos Contemporáneos —que manifestó el esplendor de la identidad mexicana fuera de la expresión tradicional acercándola a otras fronteras históricas, mitológicas, literarias, gráficas y psicológicas— y las novelas Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, La tierra pródiga (1960), de Agustín Yáñez, e incluso Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo. Muy numerosos ejemplos de lo anterior se encuentran dentro de la literatura mexicana contemporánea. No obstante, existen dos casos particulares en donde la práctica del espacio se convierte en una experiencia polifónica y fundacional. Se trata de la obra de Sergio Pitol, escritor veracruzano fallecido en 2018, y de Fabio Morábito, escritor de origen italiano que habita en la Ciudad de México luego de algunos vaivenes geográficos. Ambos escritores recrean su propia experiencia límite desde muy diferentes fronteras, ya sea descifrando la memoria desde la ficción (en Pitol), ya sea perteneciendo a la
Vicente Quirarte trata el tema del devenir de la Ciudad de México a través de la literatura en su sólida investigación Amor de ciudad grande (2011). Este libro ofrece una importante cartografía de dicha ciudad a través de los años y de las diferentes tradiciones literarias que la han habitado. 4
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patria de un lenguaje otro (en Morábito). Ambos escritores establecen, con su escritura entrecruzada por espacios cambiantes, dos preguntas centrales: ¿qué ocurre cuando los espacios de referencia se difuminan, se pierden o ya son otras sus fronteras? y ¿cómo la escritura recupera esos espacios desde la ficción, la memoria u otro idioma? Todo est á en t odas l as c osas: memoria y fr onteras en Ser gio Pit ol La literatura de Sergio Pitol (1933-2018), ganadora del Premio Cervantes en 2005, es abundante en reescrituras, historias, ensayos, viajes y voces autobiográficas. La memoria aquí se busca a sí misma en una danza obscura, acompañada por momentos de sombras macabras y máscaras extrañas en donde, sin embargo, se reconoce. Una parte considerable de la amplia y diversa literatura de Pitol se define por una doble escritura (doble búsqueda, doble ritual): aquella del narrador y aquella del ensayista. Ambas se esfuerzan por rastrear (y revisitar) las memorias y los episodios personales del autor. En algunos casos, estos ejercicios de la memoria se desarrollan a la luz de lo fantástico, fantasmas de ella misma que hacen honor a un relato fundamental en México: La cena (1912), de Alfonso Reyes. Durante este proceso escritural, el Pitol narrador y el Pitol ensayista hacen dialogar la experiencia —rescatada del pasado— para vivirla una vez más, clarificando sus detalles y utilizando la ficción como instrumento para renombrarla. Esta operación, no obstante, está más presente en títulos específicos como Memoria 1933-1966 (2011) —versión revisada de Autobiografía precoz (1967)—, Cementerio de tordos (1982), El arte de la fuga (1996), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005) —estos tres reunidos en Trilogía de la Memoria (2007)—, así como en los relatos fantásticos Nocturno de Bujara y Hacia Varsovia. La doble escritura de Pitol propone una cartografía del pasado, renombrando al mismo tiempo los espacios que lo habitan. La memoria del autor, diseminada en una diversidad de fronteras geográficas, encuentra una importancia capital. De esta forma se presenta el ritual de la memoria: desde la escritura, los rastros autobiográficos y las diversas geografías recorridas por Pitol se entrecruzan constantemente; los episodios personales y las ciudades
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se superponen en una construcción de simulacros y de experiencias límite y fronterizas. En El arte de la fuga Pitol reflexiona sobre la dificultad de manejar esa materia tan frágil: La memoria trabaja con la misma memoria oblicua y rebelde de los sueños. Hurga en los posos ocultos y de ellos extrae visiones que, a diferencia de las de los sueños, son casi siempre placenteras. La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Su figura ideal es el oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega a sumarlos, ordena desordenadamente el caos. (Trilogía de la Memoria 73)
Este recuento caótico y ficcional de la memoria es también de naturaleza migratoria, pues Pitol recupera su pasado a medida que aparecen ante él escenas de diferentes entornos o ciudades. Desde el lugar que marcó de manera definitiva su infancia y al que constantemente regresa su escritura —un ingenio llamado El Potrero, en Veracruz, lugar en el que se instalaron sus cuatro abuelos provenientes de Italia— hasta aquellos otros, sobre todo, ciudades europeas en las cuales tuvo diversos trabajos y cargos diplomáticos, todos ellos se vuelven lugares recurrentes y significativos en Pitol para llegar al encuentro de sus memorias. Estas se alimentan de los viajes, los sueños, las ciudades, las lecturas, los lugares que han desaparecido para siempre, de la escritura misma y cada uno de sus detalles, de diálogos o personas, de temores y placeres... Tales materias conforman la techne literaria del autor: Mi método de trabajo no me permite casi la menor invención. Tengo que conocer a los personajes, haber hablado con ellos, para poder recrearlos. No puedo describir una casa en la que no haya estado, ni un objeto que no haya visto alguna vez. Todo se mezcla al escribir [...]. Todo flota ahí, como dentro de un caldero, y yo solo elijo —crear es seleccionar— de una manera instintiva los elementos que voy requiriendo... (Memoria 91-93)
Uno de los máximos ejemplos de esta técnica es la novela Cementerio de tordos, en donde se densifica la interrelación entre la escritura narrativa y ensayística, la presencia de espacios y de mundos ficcionales. Cementerio
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de tordos es tres historias en una: la de un escritor en Roma que elabora una historia de su infancia, la del sueño que lo llevó a elaborar dicha trama y la historia en sí, la vida de ese niño en el ingenio El Potrero. En esta novela se concentran las tres obsesiones en la escritura de Pitol: la búsqueda autobiográfica, los sueños y los espacios que ayudan a clarificar la memoria. Los relatos y las descripciones autobiográficas que realiza Pitol tienen justamente su raíz dentro de esos mundos de la infancia en El Potrero, como lo dice en Memoria 1933-1966 (2011): Lo que después he sido, lo que estoy siendo ahora, tiene sus raíces más profundas en aquellos mundos, el del ingenio, el de la perdida colonia de italianos en el corazón de Veracruz, en los paisajes siempre desbordantes, en el contacto con la naturaleza y sus misterios, en el continuo asombro entre las complicadas relaciones humanas de la gente que jugaba por las tardes al cricket y al tenis, por las noches a las cartas y el mundo más pintoresco, más abigarrado, pero a la vez más deslucido, que se agrupaba en las casas afuera de los muros... (28)
Pero, frente a esas experiencias concretas del pasado, también hay tropiezos y desencuentros, que para Pitol se traducen en los cambios que sufren los espacios. En otro fragmento de El arte de la fuga, Pitol relata una visita a una de sus librerías preferidas en Roma; en una ocasión, años posteriores a sus frecuentes visitas, solo encontró una tienda completamente cerrada y vacía. La pareja de italianos que solía recibirlo y recomendarle títulos había desaparecido. Esos son los fantasmas que también habitan en la escritura de Pitol, ilusiones de la memoria que la transgreden confundiendo la búsqueda. Caso similar es el que se encuentra en su novela El viaje, en donde el autor se propone escribir las memorias de sus años como diplomático en Praga, dándose cuenta de que todo lo que había escrito durante su estancia ahí eran episodios en Moscú, San Petersburgo, Tiflis, y algunas otras historias, como un episodio de su infancia relacionada con la pintura Les poissons rouges, de Henry Matisse. Solo breves e insalvables notas sobre Praga. En otras palabras, Praga estaba en sus diarios, pero sin estar: el fantasma de la ciudad dirigía los recuerdos durante el ejercicio autobiográfico. Tales fantasmas y olvidos serían entonces, al mismo tiempo, uno de los fundamentos en la literatura de Pitol. Como lo dice Carlos Monsiváis en
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“Sergio Pitol: mitologías del rencor y del humor”, “un tema obsesivo de Pitol: los mexicanos fuera de sus espacios naturales. Los inocentes, los perversos, los convocados por el sacrificio, extreman aún más su vocación en el extranjero, donde errores y virtudes quedan aislados, como en escaparate...” (42). Este vaivén entre presencias y desapariciones lo llevaron a migrar a ciudades como Viena, Budapest, Salzburgo, Venecia, Barcelona, Pekín, Varsovia, Samarcanda o Bujara, entre otras tantas, lo que prueba que Pitol es uno de los escritores mexicanos más extranjeros que se conozcan. Viajar y escribir, concluye el autor como una de sus premisas, son “actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, sólo tendrán certeza de la partida. Ninguno de ellos sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el trayecto, menos aun lo que le deparará el destino al regresar a su Ítaca personal” (Trilogía de la Memoria 186). Libre circulación en los tiempos y en distintas geografías para reconocer la memoria personal, pero en lo otro: momentos, recuerdos y olvidos, espacios y vidas otras. Ya lo dice una frase fundamental al inicio de El arte de la fuga: “todo está en todas las cosas”. Memoria y lengu a nómada c omo casa na t al en F abio Morábit o Fabio Morábito (1955) es un escritor, por azar mexicano, que nació en Alejandría, Egipto. Sin embargo, su infancia la vivió en Milán y pronto, en 1965, se instaló de manera definitiva en la Ciudad de México debido al trabajo de sus padres. En la década de los ochenta recibió una beca por parte del Gobierno alemán, por lo que habitó en Berlín durante un año. Morábito es, naturalmente, un escritor migrante: gran parte de su obra literaria se construye desde una voz autobiográfica que rememora, reflexiona y cuestiona los espacios a los que alguna vez perteneció, los lugares ya perdidos para siempre y la nueva patria en la cual ha aprendido a pertenecer. La escritura de Morábito apunta a dos problemáticas centrales: por un lado, la exploración de las fronteras que entrecruzan su memoria y, por otro, la sustitución de su italiano materno por el español aprendido ya una vez en México. Ambos temas tienen una correspondencia mutua para rastrear esa casa natal de la cual Morábito busca ser parte. Es esa la fisura que se manifiesta como parte de su poética: la experiencia del éxodo, el desarraigo,
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la pérdida de la lengua materna y la exploración del mundo con una lengua otra. La manifestación de tales conflictos es notable en su poemario Lotes baldíos (1984), a manera de reflexión en su artículo “El escritor en busca de una lengua” (1993) o en los relatos de También Berlín se olvida (2004). Al lado de ese rastreo personal, Morábito es también un gran traductor —al igual que Pitol—, sobre todo, del poeta italiano Eugenio Montale. Esta actividad le ha permitido rescatar en cierta medida su lengua materna después de haber tomado el español como idioma cotidiano. Sin embargo, la convivencia entre los dos idiomas está lejos de ser feliz porque ni uno ni otro puede establecerse de manera clara. En este conflicto, dice el escritor, ambos se encuentran mermados: el materno, porque está en continuo proceso de erosión y el adquirido, porque no logra hacer desaparecer el fantasma del otro. El problema con este bilingüismo tiene valores contradictorios: por una parte, implica la experiencia de desarraigo, pero, por otra, es la oportunidad de aprender, al lado de la lengua adquirida, esa otra lengua ambigua y compleja que es la literaria. Morábito lo dice en su artículo “El escritor en busca de una lengua”: El escritor que se expresa en un idioma que no es el suyo es en cierto modo un muerto viviente; adoptar otra lengua significa otorgarse una vida suplementaria, renacer en el seno de una nueva expresividad, pero también enterrar definitivamente otras palabras y otras cadencias. Creo que por ello el escritor que escribe en otra lengua tiene una aguda conciencia del poder de la escritura de inventar, alterar y desfigurar el pasado. (24)
En otras palabras, frente a la raquítica y dudosa italianidad que el propio Morábito considera de sí, se encuentra también una conciencia expresiva desde la cual nombra no solamente el problema del idioma, sino además la experiencia del éxodo y de la memoria que se construye a partir de distintos espacios. En su poemario Lotes baldíos realiza un registro descriptivo de las ciudades en las que ha vivido: Alejandría, Milán y Ciudad de México, tratando de descubrir esa frontera a la cual puede pertenecer. El primer poema de Lotes baldíos dice: “Yo nací en una playa / De África, mis padres / Me llevaron al norte, / A una ciudad febril, / Hoy vivo en las montañas, [...] Jadeo mi abecedario / Variado y solitario / Y encuentro al fin mi lengua / Desértica de nómada, / Mi suelo verdadero” (8).
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Morábito descifra la constitución de una patria primera: de entre ese abecedario fisurado y sin fronteras precisas emerge una lengua nómada y poética, patria suya, dinámica en la búsqueda de su propia historia. A partir de este fundamento, la exploración de Morábito se extiende con libertad hacia la recuperación de otros territorios. Es el caso del subcapítulo llamado “Tres ciudades”, en donde, a partir de retratos urbanos, puede resignificar la experiencia de esos espacios. El primero de estos tres poemas está dirigido a Alejandría: “Yo nací lejos / De mi patria, en una / Ciudad fundada / En las afueras de África. [...] Yo nací en un combate / de lenguas y de orígenes / Que sólo tierra adentro / Termina, en el desierto, / tal vez por eso un algo / de irrealidad me nutre, / de eterna despedida [...] Alejandría irreal / —es ésta la ciudad—...” (20-22). En este primer segmento, el espacio de su nacimiento se muestra de antemano perdido, simulado e incierto, condiciones que caracterizan a esa patria primera de Morábito que es el lenguaje. Continúa con Milán, poema en donde la expresión de los episodios se vuelve más concreta y clara: “Yo regresé a tu ausencia / de puentes y reflejos, / de amplios espacios libres, / marinos. Vuelvo al aire / amargo de tus plazas, / a tus patios estrechos. / No supiste enseñarme / a perderme, te debo / los frutos más oscuros / de mi alma...” (30). Pero es en el tercer poema, el que hace alusión a Ciudad de México, en donde retoma la experiencia del idioma como territorio de pertenencia al mismo tiempo en que se reconoce a través de un espacio otro: “Un día mi padre dijo / nos vamos, y tú eras / la meta: otra lengua, / otros amigos. No: / los amigos de siempre, / la lengua, la que hablo. / Me he revuelto en tus aguas / volcánicas y urbanas / hasta al fin conocerme, / y si al hablar cometo / los errores de todos, / me digo: soy de aquí, / no me ensuciaste en vano” (32). En esta declaración Morábito acepta una patria más, y, al fin, el fantasma de sus migraciones ha dejado de acechar. La voz poética se consagra en ese nuevo espacio que representa práctica y refugio. De esta manera, Morábito se identifica a través de Ciudad de México, hecho que también expone en También Berlín se olvida cuando dice: “Me crié en una ciudad carente de mar, de ríos y de lagos, y desde hace más de treinta años vivo en otra que, no obstante su glorioso pasado lacustre, no posee ni una gota de agua fluyente. Estoy hecho, pues, a ciudades industriales y febriles que no se distraen con el agua” (57).
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No obstante que la migración geográfica haya obtenido reposo, existe otro tipo de migración en Morábito, y esta es la del lenguaje, encontrada en ese idioma literario que alterna el italiano y el español y que le permite a su vez revisitar sus memorias, los desplazamientos y las fronteras que lo definen. Dice Morábito: “Tal vez se escribe por la misma razón. Al fin y al cabo la lengua literaria es una lengua extranjera, la más extranjera de todas, la más inasible de todas, porque no tiene referentes fijos ni verdades estables” (También Berlín 78). Concl usión En definitiva, la literatura de Sergio Pitol y de Fabio Morábito es la actualidad de una tradición que, como motivos específicos, tiene la recreación de la experiencia límite desde la ficción, el desciframiento y la práctica de espacios, así como el rastreo de memorias en función de distintas fronteras —geográficas o lingüísticas— en constante desplazamiento. Con esta aventura de escrituras migrantes se da la oportunidad de revisitar y reinventar las posibilidades de geografías personales, de espacios perdidos y de lenguas otras para poder nombrar la experiencia misma. Diversas obras a lo largo de la historia de las letras mexicanas lo dicen: la necesidad de nombrar un espacio visitado o imaginario, y de poblarlo con símbolos reconocibles para comprenderlo, es un tema iniciático y fundacional. De la misma manera para Pitol y para Morábito, cuyos ejercicios literarios se conforman en y desde distintos sistemas de patrias —rememorando la reflexión de Michel Butor—. A su manera, es una experiencia que ya había anticipado Miguel de Cervantes, quien, actuando como su personaje Don Quijote, creó un imaginario sobre las tierras del Nuevo Mundo, a las que jamás conoció en persona, pero que logró mirar a través de una escritura migrante.
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Bibliografía But or, Michel. “Le voyage et l’écriture”. Répertoire 2, Œuvres complètes vol. III. Paris: Éditions de la Différence, 2006. 103-118. Monsiv áis, Carlos. “Sergio Pitol: mitologías del rencor y del humor”. Tiempo cerrado, tiempo abierto. Sergio Pitol ante la crítica. Comp. Eduardo Serrato. México: UNAM/Era, 1994. Morábit o, Fabio. También Berlín se olvida. México: Tusquets, 2004. —. Lotes baldíos/(Terrains vagues). Trad. Fabienne Bradu. Québec: Écrits des Forges/ Aldus, 2001. —. “El escritor en busca de una lengua”. Vuelta 195, febrero (1993): 22-24. Pit ol, S ergio. Cementerio de tordos. México: UNAM, 2012. —. Memoria 1933-1966. México: Era, 2011. —. Trilogía de la memoria. Barcelona: Anagrama, 2007. —. El viaje. Barcelona: Anagrama, 2001. Quirar te, Vicente. Amor de ciudad grande. México: FCE/UNAM, 2011. Vit t orini, Elio. Sardaigne comme enfance. Trad. Angélique Lévi. Paris: Nous, 2011.
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ENTRE EL SILENCIO Y LA PALABRA EN NÃO FALEI, DE BEATRIZ BRACHER Zuzana Burianová Palacký University Olomouc
Habl ar de tra uma La segunda novela de la escritora y guionista brasileña Beatriz Bracher, Não falei (2004), cuya publicación coincidió con la conmemoración de los cuarenta años del golpe militar en Brasil, es una de las pocas obras de la ficción nacional contemporánea que abordan el período de la dictadura militar no solo en forma de alusiones secundarias, sino como tema principal. A través de recuerdos, anotaciones y reflexiones de su protagonista, en las que se entrelaza su vida personal con la historia del país, este libro busca rever y comprender el período de la lucha armada de los años sesenta y setenta, ofreciendo al mismo tiempo una mirada crítica sobre la sociedad brasileña, especialmente en el área de la educación, en las cuatro décadas que siguieron al golpe militar. El presente texto se centrará en la cuestión de la representación del régimen militar en la novela, a través de un análisis del proceso de rememoración de las experiencias traumáticas del personaje principal. La trama del libro es simple: Gustavo, el protagonista y narrador del libro, es un profesor universitario que está por jubilarse y mudarse de São Paulo a la ciudad de São Carlos, en el interior del Estado. Mientras desocupa su vieja casa, destinada a ser demolida, se enfrenta a una serie de libros y textos suyos y de otras personas que lo llevan de vuelta al pasado y suscitan en él una serie de recuerdos y pensamientos. Simultáneamente, reflexiona sobre la nueva novela memorialística de su hermano José, quien le pidió su opinión, y sobre su futuro encuentro con Cecília, una estudiante de doctorado, interesada en entrevistarlo para escribir un libro de ficción sobre el período de la dictadura militar.
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La estructura de la novela no corresponde a una división en unidades: la línea narrativa principal, presentada en el discurso autodiegético, está formada por un fluir de recuerdos, sentimientos y reflexiones del narrador, que se yuxtaponen a textos de diferentes fuentes y tiempos: anotaciones, cartas, informes, pasajes de libros, fragmentos de conversaciones, etc. Este mosaico de discursos con superposición de planos temporales crea la impresión de un conjunto incongruente, que parece corresponder a la dificultad del narrador de concebir su vida como una unidad coherente. Enseguida sabemos que la razón de esta fragmentación radicaría en la experiencia traumática del narrador durante el régimen militar, habiendo dividido su vida en un antes y un después. Las alusiones a este trauma representan un leitmotiv que impregna todo el relato y es responsable de su tono desesperador y trágico. A principios de la década de los setenta, cuando tenía alrededor de treinta años, Gustavo fue arrestado y torturado por la policía militar a fin de obtener información sobre las actividades clandestinas de su cuñado, Armando, miembro importante de una organización armada que luchó contra el régimen. A pesar de estar insistiendo en no haber revelado ninguna información sobre su cuñado durante los interrogatorios, las personas a su alrededor creen que fue él, Gustavo, quien denunció a Armando, porque este fue luego arrestado y asesinado por la OBAN (Operação Bandeirantes, una organización clandestina civil-militar), mientras que Gustavo salió de la cárcel y pudo ocupar el mismo puesto de trabajo. La mención de estos acontecimientos aparece ya en las primeras páginas de la novela: “Vejam então. Fui torturado, dizem que denunciei um companheiro que morreu logo depois nas balas dos militares. Não denunciei, quase morri na sala em que teria denunciado, mas não falei. Falaram que falei e Armando morreu. Fui solto dias após sua morte e deixaram-me continuar diretor de escola” (8). Además de la experiencia traumática de la tortura y la acusación de traición, Gustavo tiene que convivir con una serie de pérdidas que siguieron a su arresto: con el asesinato de Armando, que era también su mejor amigo; con la muerte de su mujer Eliana, hermana de Armando, que falleció de neumonía e inanición en el exilio en París, donde fue enviada por la familia por razones de seguridad; con el suicidio de su suegra, madre de Armando y Eliana, y con la muerte de su padre, cuyo estado de salud empeoró como
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consecuencia de los acontecimientos. Más tarde, Gustavo pierde también a Renato, hijo de Armando, quien pasa a vivir con su familia y muere en un accidente de coche. Dije q ue no me a cor daba de nada El propio acto de recordar es siempre incompleto, pues la memoria funciona en estrecha relación con el olvido: “Uno complementa y alimenta al otro, uno es el fondo sobre el cual el otro se inscribe” (Seligmann-Silva 53, traducción nuestra). Freud mostró que la memoria nunca puede presentarse simultáneamente en su totalidad, solo por partes, en diversos momentos, siendo reescrita a partir del inconsciente, donde está alojada. La memoria no puede corresponder con la percepción y la conciencia, porque la conciencia y la memoria son excluyentes (Freud “Extratos”). Podemos observar que también el encuentro de Gustavo con su pasado ocurre de una manera bastante conflictiva. Para prepararse la entrevista con Cecília, él intenta recordar los acontecimientos de la época de la dictadura; sus recuerdos están, sin embargo, marcados por vacíos, incertidumbres, idas y vueltas. Al leer las páginas de la novela memorialística de su hermano, repara en las discrepancias entre su percepción del pasado y la de su hermano. Varias escenas se describen de una manera que difiere de sus recuerdos o aparecen momentos que ya había olvidado. Gustavo reconoce que el proceso de rememorar es siempre una reconstrucción personal a partir del presente: “Diferentemente de José, que procura, assim como dom Casmurro, construir um passado que lhe seja dócil ao presente, eu procuro meus erros...” (16). Las dificultades del narrador de recordar el pasado no se deben, sin embargo, solo al olvido causado por la distancia temporal de los acontecimientos, es decir, por la naturaleza misma de la memoria humana. Según Nietzsche, este tipo de olvido tiene una función productiva; es una fuerza activa y positiva, gracias a la cual el hombre puede superar el peso del pasado y llevar una vida feliz: “Es posible vivir casi sin recuerdos, e incluso vivir feliz, como muestra el ejemplo del animal; pero es completamente imposible vivir en general sin olvidar” (Nietzsche 43). La problematización del acto de
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recordar de Gustavo se asocia sobre todo a la experiencia traumática por la cual pasó. Hemos comprobado que su memoria presenta lagunas en relación con el período de estancia en la cárcel y el tiempo después de su regreso a casa: Não recordo dos policiais me tirando de casa, nem da chegada na prisão. [...] Lembro do barulho da porta da carceragem abrindo-se, e um frio tomando o estômago, a vontade de vomitar. Lembro que não falei. Nos primeiros dias da volta, lembro do desamparo da casa, do choro de Lígia, do frio de Eliana e da voz de Luiza no telefone. Não me lembro de alguém me contando da morte de Armando e, depois, de D. Esther. Lembro de D. Esther cochichando no ouvido de Lígia e da decepção em seus olhos. (143)
Gustavo parece sufrir de amnesia disociativa, una represión de recuerdos que suele ser selectiva y es provocada por varios motivos, incluyendo eventos traumáticos, tales como guerras, violencia, accidentes, enfermedades o muertes imprevistas de parientes cercanos. Se trata de un mecanismo de defensa del individuo que se puede a menudo evidenciar, por ejemplo, en los testimonios de los sobrevivientes de guerras o del Holocausto. Aunque sus recuerdos de las experiencias límite suelen ser bastante nítidos y realistas, ciertas vivencias más angustiosas quedan reprimidas. Primo Levi describe esta fuga de la representación lingüística del trauma de la siguiente manera: Se ha observado, por ejemplo, que muchos supervivientes de las guerras o de otras experiencias complejas o traumáticas tienden a filtrar conscientemente sus recuerdos: cuando los rememoran entre ellos o se los cuentan a terceros, prefieren detenerse en las treguas, en los momentos de respiro, en los intermedios grotescos, extraños o distendidos, y sobrevolar por encima de los episodios más dolorosos. (30)
En la teoría psicoanalítica, la represión, o sea, el desplazamiento de los sentimientos, recuerdos, pensamientos e ideas que no pueden ser asimilados por el sujeto y son por ello transferidos al inconsciente, puede causar graves disturbios psíquicos. El contenido reprimido en el inconsciente nunca se olvida completamente y suele regresar a través de varios síntomas. Freud se refería a “la compulsión de repetición”, es decir, a la vuelta inconsciente de
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los contenidos reprimidos en la vida cotidiana del individuo, en forma de acciones en las cuales se manifiesta el trauma no elaborado (“Recordar, repetir e elaborar”). Más tarde introduce el concepto de “pulsión de muerte”, que, junto a la pulsión de vida (pulsión erótica), representa un instinto básico que dirige el funcionamiento psíquico (“Além do princípio de prazer”). La pulsión de muerte suele ser experimentada por personas que pasaron por vivencias traumáticas, manifestándose en comportamientos autodestructivos que se repiten. Desde este punto de vista, percibimos al protagonista de la novela Não falei como una persona fuertemente marcada física y mentalmente por los acontecimientos trágicos del pasado. Como consecuencia de la tortura, sufre de problemas permanentes de salud: sabemos que se queda sordo de un oído y que tiene pesadillas asociadas a la imagen del poder: “O poder, em pesadelos que tenho, assemelha-se a uma grande massa de energia, um buraco negro, girando e evoluindo em movimentos aleatórios, sendo atraído de acordo com a potência de agitação de grupos distintos, chega e suga os grupos em seu turbilhão alucinado, tritura e esmaga, como os ferros de abortar” (48). Aunque consigue sobrellevar los traumas y seguir viviendo, gracias a la crianza de su hija y su dedicación al trabajo, sufre profundas transformaciones psíquicas: “No trabalho escondia o monstro inquieto e triste em que me tornara. Surrado, traidor, assassino, viúvo, pai e finalmente órfão de pai” (116). Jaime Ginsburg, al analizar los relatos de las víctimas de tortura registradas en el libro Brasil: nunca mais (2011), constata que en todos ellos se manifiestan dos fenómenos: el problemático uso del lenguaje y el motivo de la voluntad de suicidarse. Ambos parten de la resistencia a rememorar el momento traumático (143-144). Estos fenómenos los podemos observar también en la narración de Gustavo. Aunque no encontramos alusiones explícitas a la muerte voluntaria, sentimos en el narrador una cierta pulsión de destrucción, dirigida contra sí mismo. El trauma parece haber dejado un vacío y una discontinuidad en su vida; la melancolía y el pesimismo se apoderaron de su manera de ver el mundo y de la relación con las personas a su alrededor. Desconfía del optimismo de los demás, evita sensaciones extremas de alegría o felicidad: “De fato, tenho medo de me entusiasmar e acabar por destruir tudo em volta. A começar por mim” (48). Habla muy poco sobre su vida personal después de salir de la cárcel, como si no hubiera tenido casi
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ninguna, como si ninguna relación de amor o amistad hubiera podido llenar las pérdidas que había sufrido. Los recuerdos del narrador, asociados a los momentos traumáticos, son vagos y crean en él una sensación desagradable: “A insônia e as alucinações auditivas, além da perda de Eliana e Armando, tornaram as lembranças desse período ralas e sujas” (141). Resiste a cualquier impulso que lo haga hablar o solo reflexionar sobre sí mismo y sobre el pasado: “É tudo o que eu não quero, José, pensar mais em mim mesmo”, le dice a su hermano cuando este elogia el ambiente tranquilo de la ciudad de São Carlos, que le va a proporcionar a Gustavo más espacio para dedicarse a sí mismo (27). En lo que se refiere a Cecília, Gustavo prefiere enviarle las cartas y los informes, que mandaba a la Secretaría de Educación en el período de redemocratización, a hablar con ella personalmente: “Sim, as cartas seriam um bom material para ela e quem sabe com isso fujo da entrevista. [...] Não quero falar do que já esqueci” (56). A pesar de que el protagonista siempre evita recuerdos de los momentos dolorosos vividos durante la dictadura, ahora, al borde de la jubilación, con tiempo libre y ante papeles y personas que lo traen de vuelta a aquel período violento, las cuestiones no resueltas del pasado retornan con toda su fuerza: “A regra do jogo na prisão, de onde não consigo sair, apesar de não ter nada lá que me seja útil, esse encontro marcado, ela ligou confirmando, virá aqui na semana que vem, ela e sua entrevista me fazem voltar e estou preso, há um chumbo que faz pender meus pensamentos para lá, trinta e quatro anos atrás...” (124-125). Habl aría si fuera posible El tema de la memoria es inseparable de la problemática del lenguaje. En palabras de Márcio Seligmann-Silva, “la memoria —así como el lenguaje, con sus actos fallidos, controversias de estilo, silencios, etc.— no existe sin su resistencia” (52, traducción nuestra). El lenguaje representa uno de los temas principales también de la novela Não falei. Ya en su inicio, el narrador revela la desconfianza en la posibilidad de expresar, a través de un lenguaje común, sus recuerdos y reflexiones y de transmitirlos a otros:
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Se fosse possível um pensamento sem palavras ou imagens, inteiro sem tempo ou espaço, mas por mim criado, uma revelação do que em mim e de mim se esconde e pronto está, se fosse possível que nascesse assim evidente e sem origem aos olhos de todos e então, sem o esforço do meu sopro —tom de voz, ritmo e hesitação, meus olhos—, surgisse como pensamento de cada um, ou ainda, uma coisa, mais que um pensamento, se coisa assim fosse possível existir, eu gostaria de contar uma história. (7)
Gustavo, como profesor, siempre trabajó con la lengua, prestando mucha —tal vez demasiada— atención a sus propias palabras: “Enfim, esse já era o problema, minha esquisitice com as palavras, parar em cada uma, tomá-las na mão, apalpar, observar os vários lados e só depois, ela já toda deformada, deixá-la entrar” (72). La palabra, oral o escrita, siempre representó su principal instrumento de trabajo, su arma de combate: tanto en la década de los sesenta, cuando redactaba artículos feroces y daba clases entusiasmadas, como en el período democrático, mientras daba clases y escribía cartas e informes críticos acerca de la situación en la educación. No es por casualidad que defiende la idea de que varios diccionarios, tanto de portugués como de griego o latín, deberían estar presentes en la mesa del profesor en todas las aulas, para que este pueda siempre verificar el significado de las palabras. Se da cuenta del poder de la lengua, a través de la cual conceptualizamos la realidad y al mismo tiempo la adaptamos conforme a nuestra percepción. La palabra se apropia de la realidad y, en ciertos momentos, como el de la encarcelación de Gustavo, puede decidir sobre la propia existencia: “Fala é realidade, cria e modifica, mata e salva” (77). Por otro lado, la lengua tiene sus limitaciones. Gustavo se da cuenta de que las palabras, con el uso ordinario, van perdiendo su energía original y empiezan a emplearse estereotipada y erróneamente. Es preciso desconfiar de la manera en que trabajamos con la lengua, intentar volver a su origen para recrearla, porque, como dijo Guimarães Rosa, “sólo renovando la lengua se puede renovar el mundo” (88, traducción nuestra). Gustavo siente que, en este momento de la vida, entre el final de una etapa y el principio de otra, necesita adquirir un lenguaje nuevo, para que pueda dar nombre a lo que percibe, siente, recuerda y piensa:
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Meu, minha, meu, como uma criança pequena aprendendo a fala da tribo, encontro-me nessa fase de aquisição de uma nova linguagem uma vez que a antiga, a que sabia e usei, suas palavras parecem ter se tornado estéreis, foram discutidas, aceitas e transformadas em algo que não reconheço mais. Por isso meu copo, meu pão, minha ira, meus sessenta e quatro anos. Como se precisasse novamente nomear e tomar posse do que levo comigo. (15)
Con la última frase de la novela nos damos cuenta de que toda la narración del protagonista es, en realidad, concebida como aquello que le gustaría contar a Cecília, en su entrevista, si fuera posible. De este modo, el libro puede ser leído como una obra sobre la dificultad de testimoniar, a través del lenguaje, el trauma que, por su naturaleza, excede las capacidades representacionales del sujeto. En la teoría lacaniana, más tarde elaborada por Slavoj Žižek, el trauma pertenece al orden de lo Real, que resiste a la simbolización por el lenguaje. Lo Real es un sinsentido, un inasimilable, que penetra en el orden de lo Simbólico (es decir, en lo que llamamos “la realidad”, que es el verdadero contrario de lo Real) en forma de encuentros traumáticos. El trauma es, por lo tanto, concebido como una irrupción de lo Real en la realidad. Lo Simbólico intenta organizar, representar y, por consiguiente, dominar lo Real, sin embargo, nunca lo logra totalmente: quedan residuos que son pacificados y encubiertos por la ideología. Lo Real solo puede ser soportado si es transformado en ficción: “Lo Real que vuelve tiene el status de otra apariencia: precisamente porque es real, es decir, la causa de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que experimentamos como) nuestra realidad y, por lo tanto, nos vemos obligados a experimentarlo como una aparición de pesadilla” (Žižek 20). En palabras de Seligmann-Silva, “el testimonio se sitúa desde el principio bajo el signo de la necesidad e imposibilidad simultáneas. Se testimonia un exceso de realidad y el propio testimonio como narración da cuenta de una carencia: la escisión entre el lenguaje y el acontecimiento, la imposibilidad de cubrir lo vivido (lo ‘real’) con lo verbal” (46, traducción nuestra). Por esta razón, muchos sobrevivientes de acontecimientos traumáticos, como el Holocausto, prefieren acercarse a lo Real no a través del lenguaje conceptual, sino a través del lenguaje imaginativo de la poesía o la ficción: Paul Celan, Elie Wiesel o Primo Levi son solo algunos ejemplos: “Sólo con el arte la
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intraducibilidad puede ser desafiada —pero nunca totalmente sometida—” (47, traducción nuestra). También el protagonista de la novela de Bracher alude a este hecho cuando compara su capacidad de recordar el pasado con la de su hermano José, que encontró el espacio para abordar el pasado en la ficción: “Talvez, mesmo por conta da imaginação tão ativa, sua memória seja melhor do que a minha” (43). Si el inconsciente, donde se aloja la memoria, está estructurado como un lenguaje, que no se rige por las convenciones del lenguaje consciente, como destacó Lacan basándose en la teoría freudiana, es en el habla donde el inconsciente se manifiesta, a través de actos fallidos, relatos de sueños, etc. Por eso es importante tanto la forma en que el sujeto habla como lo que dice. En el análisis del discurso del narrador de la novela Não falei, además de la fuerte fragmentación, anacronías y alusiones al propio olvido, comprobamos, a lo largo del libro, la sintomática repetición de la frase “Não falei”. Esto sugiere que, además de la propia experiencia de tortura, el principal contenido reprimido, que vuelve al presente del narrador, es el hecho de ser considerado traidor por otros. La dificultad de convivir con esa acusación se intensifica por el hecho de que su relación con Armando fue mejor que con su propio hermano José. Al asociar la acusación de ser traidor a las fallas que su memoria presenta, sentimos que Gustavo comienza a cuestionar la propia convicción de no haber denunciado a su cuñado. Esta duda va en aumento cuando se da cuenta de que ni él tiene respuestas a ciertas preguntas: no entiende, por ejemplo, por qué le fue permitido seguir trabajando como director de escuela o por qué su ficha en el Departamento de Orden Político y Social quedó limpia. Por otro lado, recuerda que una sola vez alguien habló explícitamente sobre la supuesta traición. Solo Luiza, la compañera de Armando, mencionó que su mujer, Eliana, había muerto en París sin saber que había denunciado a su hermano. Percibía que los demás apenas se limitaron a dirigirle miradas, ora decepcionantes, como su suegra, ora evasivas, como los amigos. Estos recuerdos le llevan a cuestionar la propia percepción de los acontecimientos. Su vuelta al pasado está cada vez más acompañada por interrogantes, dudas e incertidumbre: Tudo ajuntado assim, lembranças e não lembranças, começo a pensar que estive errado. Talvez jamais alguém tenha me considerado um traidor, a não ser eu
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mesmo. E outra coisa, não lembro disso ter sido importante nos últimos vinte anos, mas voltou com a força dos primeiros tempos agora que me aposento, que penso nessa entrevista, que mexo nos papéis velhos para desocupar a casa. De qualquer forma, se guarda tamanha força, não pode ser um falso problema. (143-144)
No hablé y es c omo si hubiese habl ado A lo largo del texto, el protagonista repite que no denunció a Armando, explicando que nada podía decir porque nada sabía sobre su militancia. Durante los interrogatorios, no quiso inventar nada por temor a contradecirse y comprometer al cuñado. Solo después supo que los miembros de las organizaciones armadas recibían un entrenamiento especial para aprender cómo comportarse y qué decir en caso de arresto; lo importante era hablar para no morir, sin revelar nada. Sin esa información, Gustavo aguantó la tortura manteniéndose callado, pero salió destrozado. Según uno de sus amigos, un médico que le ayudó después de salir de la cárcel, se dejó maltratar innecesariamente, entrando “numa dimensão alucinada, louca, do heroísmo na resistência à tortura” (125). Más tarde, Gustavo también supo que podía haber dicho todo lo que sabía, sin que hubiera perjudicado a Armando, porque los militares ya tenían mucha información sobre su actividad clandestina. Volviendo a recordar el período de la dictadura, el protagonista reflexiona sobre su visión del régimen y de los agentes de represión. Era una persona comprometida, pero de una manera diferente que Armando; en la década de los sesenta, como estudiante de Ciencias Naturales, participó activamente en el movimiento estudiantil y después, como profesor, se dirigía a sus alumnos para concientizarlos sobre el contexto político. Sin embargo, a diferencia de su cuñado, no entró en la lucha armada. Para él, la lucha principal que se debía emprender era personal, es decir, cada uno tenía que empezar por sí mismo: Não fui um revolucionário, não participei de seu entusiasmo, nunca tive o lume de um inimigo certo. Meu ânimo era grande, iríamos mudar muito mais que o mundo, os homens, cada um por seu caminho e estávamos juntos, mesmo que eu não fosse capaz da mesma trincheira vigorosa dos movimentos. [...] Já existiam,
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os inimigos, antes de 64, os burgueses, a miséria, o capitalismo, a ignorância, a opressão, mas eu podia com sinceridade entender, e era a única forma possível para mim, entender que esses antagonistas nos habitavam e a luta era travada dentro de cada um de nós, construir uma vida nova para o mundo novo. (71-72)
Gustavo se arrepiente de su ingenuidad, lamenta que no se haya preparado para la eventualidad de su detención. Después del golpe militar, con su mujer ayudaron a Armando a esconder armas y alojaron a varias personas en su casa. No les interesaba, sin embargo, si esas personas participaban en la lucha armada o no; desconfiaba, pero no quería saber de la actividad ilegal del cuñado. La razón principal fue no concebir a los militares como enemigos, sino solo como adversarios que vivían en un mundo diferente. Desde su perspectiva, entre sus mundos “não havia pontos de contato, apenas de atrito” (112). A diferencia de Gustavo, Armando, por formar parte de una organización militante, sabía de lo que eran capaces los militares y se preparaba para una guerra con ellos. Consiguió llevar una vida doble sin el conocimiento de su familia, criticando inclusive, frente a los demás, la misma idea de lucha armada, argumentando que con ella la oposición perdería el apoyo de la clase burguesa. Gustavo recuerda que no denunció a Armando. Sin embargo, se da cuenta de que Armando, a causa de su encarcelamiento, tuvo que descuidar su propia seguridad para ayudarlo y para hacer que su hermana saliera del país. Por eso, aunque sin haber hablado, Gustavo es perseguido por un fuerte sentimiento de culpa, llegando a considerar, absurdamente, la tortura sufrida como un castigo y hasta una prueba de esa culpa: “Não há castigo sem culpa e fora castigado” (126). Como explica Primo Levi, es en este sentimiento de culpa y de vergüenza del sobreviviente que podemos hallar también la causa del olvido: “Quien ha sido herido tiende a rechazar el recuerdo para no renovar el dolor; quien ha herido arroja el recuerdo a lo más profundo para librarse de él, para aligerar su sentimiento de culpa” (22). Debido al sentimiento de culpa y a la imposibilidad de probar su inocencia, Gustavo reconoció su impotencia ante la convicción de los demás. Se dio cuenta de que cada negación de su traición iba a aumentar, ante los ojos de los demás, la certeza de haber denunciado al cuñado:
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Assumi, é verdade, calei-me, recusei responder à acusação jamais formulada e eternamente sussurada. [...] Sabia que não podia deixar o cancro do rancor tomar conta de tudo, lutei contra a desconfiança e a inimizade. Mas fui sistematicamente derrotado, nos primeiros anos. Qualquer pessoa transformava-se no portador da acusação – traidor. [...] Qualquer esforço em negar a traição implicaria que ela poderia ter acontecido e isso era incompreensível para mim... (71)
En el pasado Gustavo percibía de las personas una tácita acusación, mezclada con compasión; con el paso de los años comenzó a sentir, sobre todo en los jóvenes, una actitud de respeto por él. Considera este hecho absurdo, hasta perverso, como si lo que no hizo fuese más importante que aquello que hizo. “O que não falei não pode valer mais do que falei depois, ter sido destruído torna-me menor, apenas o que construí deveria contar. Mas os jovens, os bons e puros, eles pensam que a intensidade do renascer apaga o horror de ter morrido. E não é verdade” (126). Como ser humano no se siente mejor o más sublime por lo que sufrió, redimido o purificado por el dolor; por el contrario, se siente humillado, mutilado. Tal como Walter Benjamin se refirió a los soldados que participaron en la Primera Guerra Mundial, Gustavo no volvió de la prisión más enriquecido por la experiencia comunicable, volvió más pobre (114-115). A través de su discurso, intenta huir del sentimentalismo y de su propia victimización. Rechaza mitificar el sufrimiento y hacer de sí mismo un mártir. Simultáneamente, repudia una visión fatalista de la vida, así como la búsqueda de un sentido superior a lo que sucedió. La violencia que vivió fue brutal, absurda e inútil. Su objetivo después de sobrevivir fue encontrar una estrategia para seguir viviendo y no olvidar, u olvidar sin olvidar: “[...] A admiração dos jovens desconcerta-me. Os militares não eram alemães, Cecília, e eu nunca fui judeu, e mesmo que fosse, veja agora a monstruosidade nascida daquilo, de tudo aquilo que não se pode esquecer. O perdão não existe, eu sei, mas há de haver forma de conviver com o terror do que foi sem tornar o seu reverso” (126). En este pasaje el narrador rechaza la asociación de su experiencia con el Holocausto. A nuestro modo de ver, rechaza sobre todo la comparación de su sufrimiento con el de las víctimas del nazismo. Sin embargo, en otro momento, en medio de un recuerdo de su encarcelamiento, inserta un fragmento del libro La tregua, de Primo Levi, terminando con las siguientes
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palabras: “E deixamos isso acontecer, acontecemos esse horror. E continuamos a acontecer, acontece, continuamos homens” (122). Estas frases sugieren que el narrador encuentra ciertas analogías entre el Holocausto y la dictadura militar brasileña, dos acontecimientos traumáticos en la historia reciente del hombre occidental, que fueron producto del mismo potencial racional, burocrático y tecnológico de la civilización moderna, al que apuntó Zygmunt Bauman en su obra Modernidad y Holocausto (1989). Simultáneamente, el narrador parece aludir a la continua presencia de ese potencial en la sociedad contemporánea, incluso en los tiempos democráticos. No habl ar de Pelé El hecho de que el narrador haya subestimado el poder represivo del régimen militar refleja la actitud común de la clase media brasileña durante la dictadura. Los militares, bajo la dirección de la CIA norteamericana, se preparaban sistemáticamente para la guerra contra “el espectro del comunismo”, logrando, durante mucho tiempo, ocultar sus prácticas ante la población general. Se fortaleció el poder de los servicios secretos de las Fuerzas Armadas, que, además de recoger información, pasaron a participar activamente en las luchas. Se creó así “una especie de superpolicía política orientada al estudio, el combate y la aniquilación del llamado ‘enemigo interno’, es decir, cualquier persona o grupo identificado como opositor al régimen militar” (Figueiredo 16). El Gobierno brasileño invirtió grandes recursos en la recolección y el archivo de información sobre los disidentes y sobre las operaciones contra ellos, a través de la nueva técnica de microfilmación. El narrador de la novela Não falei alude a este fenómeno cuando menciona que los militares “sabiam mais sobre as organizações do que elas próprias” (115). Desgraciadamente, esos acervos documentales de las Fuerzas Armadas, que contienen información importante sobre los crímenes cometidos por agentes del Estado, continúan hasta hoy clasificados, guardados en un lugar desconocido, sin el acceso del público (Figueiredo). Además de recoger la información, combatían al enemigo liquidando directamente a las personas que eran consideradas más peligrosas para el régimen. Al lado de asesinatos camuflados como suicidios o muertes en tiroteo,
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las fuerzas represivas utilizaban cada vez más la estrategia de desaparición de disidentes políticos. El número de desaparecidos creció en la primera mitad de los años setenta como reacción de la línea dura del régimen a una apertura política inicial, acarreada por la presión de movimientos democráticos y por los problemas económicos, que marcaron el fin del llamado “milagro brasileño”. Janaína de Almeida Teles explica la razón del aumento de las desapariciones por el pragmatismo y la voluntad de eliminar los rastros de las fuerzas represivas: “Ya no había una noticia de muerte, un cuerpo certificado como difunto, esas personas perdieron sus nombres, perdieron la posibilidad de conectar con su pasado, dificultando la inscripción de esa experiencia en la memoria y la elaboración del duelo” (259, traducción nuestra). Para interrogar y luego liquidar a los oponentes, existían centros de detención y tortura clandestinos, cautelosamente ocultados a la población. También en la novela de Beatriz Bracher se menciona el desconocimiento de estos locales por el público en general: De casas alugadas pela repressão e que funcionavam como locais de execução, então levavam o pessoal mais procurado e tudo, levavam para lá, ninguém sabia o que tinha acontecido, eles tinham um esquema de segurança todo lá, e eles apagavam depois de interrogar os caras, matavam os caras e acabou, desapareciam com os caras. Eu não sabia que tinha essas casas. (117)
La Comisión Nacional de la Verdad reveló que la tortura, durante la dictadura militar, comenzó a practicarse poco después del golpe y no solo en 1969, desmintiendo la versión oficial que surgió como una respuesta del régimen a la lucha armada, que se instauró en el país después de la proclamación del AI-5 (Relatório final da CNV 98-100). Tampoco se practicó en casos excepcionales, sino que pasó a ser un método común en los interrogatorios policiales, es decir, se convirtió en una política de Estado. La enseñanza —tanto teórica como práctica— de los métodos de tortura formó parte de los currículos de formación de militares (Brasil: nunca mais 32). En palabras de Lucas Figueiredo, “la tortura se aceptaba siempre que no se pasara de cierto límite en que, por accidente, el prisionero pudiera morir” (46-47, traducción nuestra). Analizando la representación de la tortura en la novela de Bracher, vemos que en los recuerdos de Gustavo encontramos raras alusiones a la propia
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tortura, lo que es fácilmente explicable por su evasión inconsciente del hecho traumático. El narrador teje varias reflexiones sobre la tendencia latente del ser humano a sentir placer haciendo sufrir física y psíquicamente al prójimo, tanto actuando en grupos como individualmente. Basándose en su rica experiencia en el sector de la educación, menciona casos de violencia entre estudiantes de colegio, casos de humillación de alumnos por parte de profesores, violencia de los padres para con sus hijos o violencia de jóvenes contra mendigos en la calle. Cuando recuerda su propia experiencia de tortura, destaca sobre todo la actitud burocrática con la que los militares usaban la violencia durante sus interrogatorios: “Os torturadores tinham prazer em bater, mas não batiam por prazer, e sim para coletar informações. Não havia qualquer motivação didática, punitiva ou de vingança, aquilo era um trabalho investigativo, coletar informações e ir montando um quadro das organizações” (114-115). Este fragmento nos trae a la mente las palabras de Hannah Arendt acerca de la banalidad del mal, en las que sugería, en relación al Holocausto, que el mal no suele ser apoyado y propagado por personas de carácter retorcido o malsano, sino por individuos normales que, cumpliendo las órdenes superiores, impersonalmente desempeñan su oficio. En relación con su encarcelamiento, la sensación principal que predomina en los recuerdos del narrador es del choque ante el grado de violencia practicada por los órganos represivos, mostrando nuevamente la falta de preparación de la población para enfrentar la brutalidad del régimen. Este motivo, además, no es raro en la literatura de testimonio relacionada con la dictadura. Podemos recordar, por ejemplo, las memorias O que é isso, companheiro?, de Fernando Gabeira, una de las primeras obras de ficción brasileña que reflexionó sobre la tortura durante el régimen militar. En ella, el autor presentó un retrato psicológico del torturador, describiéndolo como un individuo motivado por el deseo de dominar al otro, así como por la idea de que era necesario “tener valentía y asumir las tareas más sucias de una causa noble” (Gabeira 222, traducción nuestra). Gabeira menciona el desconocimiento de la población brasileña de la situación en las prisiones del país y afirma que la violencia allí practicada sorprendió hasta a los miembros de la izquierda militante, que fueron entrenados para aguantarla. Describe la tortura como un procedimiento sistemático y racional, basado en los últimos
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avances de la ciencia y la tecnología, que fue estudiado por el ejército y la policía brasileña como una técnica de guerra antes de 1964: Pero los mecanismos de tortura que estaban siendo puestos en práctica eran la misma razón puesta en marcha. Los grupos de analistas estudiaban nuestros interrogatorios; los computadores electrónicos trabajaban para responder a las preguntas más elementales acerca de cada preso, en un tiempo récord; los médicos desarrollaron una gran capacidad para determinar los límites de la resistencia física, de recuperar heridos para nuevas sesiones de tortura, de disimular las marcas. El progreso dio a la tortura dimensiones y cualidades inéditas en la historia de Brasil. (234-235, traducción nuestra)
También Gustavo, como vimos, confiesa no haber estado preparado para la eventualidad de caer preso, refiriéndose sobre todo a su falta de preparación psíquica. A pesar de eso y gracias a una simple voluntad de vivir, además de la responsabilidad que sentía para con Armando, consiguió aguantar el sufrimiento físico: Mas, repito, não fora treinado. Para o sofrimento, a dor física, todos somos, ou não, enfim, não seria um bando de garotos idiotas que me fariam capaz de suportar a mutilação, nem sequer a idéia de uma missão que se sobrepusesse à vida humana. [...] O estofo moral, o sentido de lealdade e compaixão, a força colossal qeu nos toma e faz resistir à adversidade não tem nada a ver com adesão a missões ou responsabilidade ou um futuro mundo melhor ou ser protagonista da História ou, o quê, me Deus? (77)
Lo más chocante e incomprensible para el narrador fue el hecho de haber vivido una violencia extrema infligida “não por deuses ou pelo fado do acaso insondável, mas por homens do [seu] país, compatriotas, contemporâneos” (126), o sea, por ciudadanos como él que eran, además, representantes de las instituciones de su país. Gustavo recuerda que le fue imposible dejar de ver a los torturadores como seres humanos, no esperar una mínima solidaridad de parte de ellos, no sentir vejación ante la monstruosidad de sus actos. Intenta abordar esta sensación a través del ya mencionado pasaje de la novela La tregua, de Levi, en la que el autor describe la vergüenza de los soldados rusos al encontrarse, en el momento de la liberación, con los sobrevivientes del
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campo de concentración. “Essa vergonha foi a mesma que os próprios prisioneiros tinham frequentemente sentido perante a humilhação e o sofrimento dos outros no campo” (121-122). En la única parte del libro Não falei en que se describe más detalladamente la tortura, el narrador explica que, por más que él y otros prisioneros lo intentaron, no fue posible insertar a los torturadores dentro de un espacio completamente impersonal, no humano: Com toda a força do espírito transformar os algozes em animais, não deixar a menos brecha, não conversar sobre Pelé. Coisa impossível, não conheci um que tivesse sido capaz. E então, junto com o medo, a vergonha toma conta de nós. Porque é feio. O prazer de bater, o rosto dos homens, sangue, apanhar, a risada, um teatro, vômito, aquela luz balançando, o cansaço dos homens que batem, o suor deles, a barriga branca que aparece sob a blusa azul amarfanhada, o nariz com cravos, os meus gemidos, seus dentes tortos, o meu teatro, não aguentar mais, o medo de morrer, chorar e tentar não enxergar o que vi, não entender o que via, esquecer. Éramos homens, impossível apagar de meus neurônios essa informação. Éramos homens. (121)
Como señala María Rita Kehl, la tortura no debe ser concebida como algo opuesto a lo humano, porque es el hombre el que la inventó y porque solo existe en el espacio humano: La tortura sólo existe porque la sociedad, explícita o implícitamente, la admite. Por eso mismo, porque se inscribe en las relaciones sociales, no se puede considerar la tortura inhumana. Por el contrario, es humana: no conocemos ninguna especie animal capaz de instrumentalizar el cuerpo de un individuo de la misma especie, y además de gozar con ello, con el pretexto de cierto amor por la verdad. (130, traducción nuestra)
Gustavo habla sobre una extraña relación que se creó entre, por un lado, los torturadores y las personas de su entorno (policías, militares, carceleros) y, por el otro, los torturados y sus familias. Recuerda que su propia madre, al visitarlo en la cárcel, llevaba comida no solo para él y los prisioneros, sino para los carceleros (122). Como ha señalado la crítica (Cruz 2010), esta absurda coexistencia de una relación personal con un comportamiento pro-
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fundamente inhumano podría atribuirse a la conocida cordialidad del hombre brasileño que, en la visión de Sérgio Buarque de Holanda, es incapaz de disociar el espacio privado del sector público. El propio narrador menciona a este sociólogo en sus reflexiones, aunque admite tener ciertas reservas ante algunas certezas del mismo (123). Igualmente, critica la intersección entre lo público y lo privado en la sociedad brasileña, cuya distinción “é aparentemente primordial para a construção de uma civilização civilizada” (64). Las descripciones explícitas de la tortura, que eran frecuentes en la literatura de testimonio publicada a partir de finales de la década de los setenta, no son muy comunes en las obras contemporáneas que vuelven al período de la dictadura militar. Además de la presente novela de Beatriz Bracher, podemos mencionar la novela K., de Bernardo Kucinski (2011), en la que el autor recrea la tragedia familiar de la desaparición de su hermana y cuñado, ambos militantes de una organización armada. A pesar de que en el libro solo encontramos alusiones a la existencia de la tortura y nunca escenas concretas, su impacto es muy fuerte. Pese a la distancia temporal que nos separa de los acontecimientos, la evocación de la brutalidad del régimen militar es, en la actualidad, tan importante como el recuerdo de los horrores del Holocausto. Como observa María Rita Kehl, en la sociedad brasileña contemporánea, la tortura tal vez es considerada un fenómeno superado: “Mucha gente todavía insiste que la práctica de la tortura fue (o es aún) una especie de mal necesario impuesto por las condiciones excepcionales de regímenes autocráticos, y que bajo un régimen democrático no necesitamos preocuparnos más por aquellos deslices del pasado” (128, traducción nuestra). En realidad, la práctica de la tortura se mantiene siempre como una eventualidad en una comunidad que no la rechazó por completo. Como muestran varios estudiosos (Kehl 124, Ginsburg 137), no desapareció por completo con la caída de la dictadura en Brasil. Las razones apuntarían a la impunidad de los crímenes cometidos durante el régimen militar, decretada por la Ley de Amnistía de 1979, y al silencio de los órganos militares sobre las prácticas de tortura, así como al desinterés de una gran parte de la sociedad por este tema.
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El discurso c omo terap ia Não falei, de Beatriz Bracher, es una novela que también narra la necesidad de abordar el trauma a pesar de las dificultades de su representación. La función terapéutica del acto de hablar y de escribir se hace evidente al final de la novela, cuando el protagonista recuerda una escena hasta ese momento olvidada, que, según parece, se vuelve fundamental para su comprensión del pasado: “Tenho ainda uma lembrança certa de setenta. Não sabia que tinha, mas ela está aqui, intacta. Dá aflição até, de tão viva, e não existia alguns dias atrás. Mas chega com som, imagem e temperatura, parece que só agora compreendo, quer dizer, vivo esse momento passado. Foi gravado e guardado antes que me desse conta de sua existencia” (146). Se trata de un diálogo que el protagonista tuvo con su padre, Joaquim Ferreira, poco antes de morir, el cual ejercía una gran influencia sobre él. Era un hombre callado y pensativo que trabajaba como obrero, y hasta el golpe participó activamente en el movimiento sindicalista. En cuestiones políticas era una persona objetiva y práctica; no veía la política como una lucha por grandes ideales, sino como un camino para conquistar cosas pequeñas y concretas y, por lo tanto, conseguir gradualmente mejores condiciones de vida para el pueblo. Sus adversarios eran los poderosos, de manera que desconfiaba de todos los gobiernos, antes y después del golpe militar. Asimismo, tampoco creía en la ideología revolucionaria de la izquierda: “Discordava do uso do patriotismo, nacionalismo ou internacionalismo, tinha dificuldade mesmo com união de classe, proletariado, camponeses e operariado. Seu universo era de trabalhadores, roceiros, colonos, sitiantes, peões, gente de fábrica, funcionários públicos. Não existia campo, mas interior, roça, sítio e fazenda” (93). En el diálogo en cuestión, el padre, que antes había aceptado a Armando como su propio hijo, lo acusó de haber puesto a toda la familia en peligro y de haber sido responsable de la muerte de su hermana y de su madre: “Armando escolheu o caminho dele, que não era o seu. Não era também o de Eliana ou o da mãe, mas ele, o filho e irmão, quis assim” (147). Sabiendo que Gustavo se sentía culpable por el asesinato de Armando, intentó quitar el peso de su conciencia, explicándole, sin tocar el tema de si habló o no en la cárcel, que su comportamiento había sido correcto. Lo más importante era
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haber sobrevivido para poder cuidar a su familia —a la hija, la madre anciana y la hermana aún joven—: “É importante você saber que não devia morrer, você tem as suas responsabilidades. Armando tinha as dele” (147). Cuando Gustavo reaccionó diciendo que la muerte de Armando fue un error, el padre respondió que Armando había ido demasiado lejos, perdiendo el control de las cosas (148). Las divergencias entre las posturas políticas del padre, Gustavo y Armando representan diferentes posiciones ante la lucha contra la dictadura militar, vigentes en la sociedad brasileña comprometida de la época. Por un lado, estaba la generación que participó en el movimiento obrero y sindical en la década anterior al golpe, el cual estaba alineado con el Partido Comunista Brasileño y veía la lucha contra la opresión exclusivamente en la vía política. La lucha armada fue generalmente vista por esa generación como peligrosa e inútil porque, frente a la brutalidad del régimen, estaba destinada a la derrota. Por el otro, estaban los jóvenes como Armando, que, según Renato Tapajós, “se jugaron todo, incluso la vida, en el intento de cambiar el mundo” (xi, traducción nuestra). Gustavo se sitúa entre esos dos polos: al rechazar la lucha armada, su compromiso se concentró en la educación, ya que, a su modo de ver, solo era posible cambiar la sociedad si cada uno modificase su pensamiento y su actitud ante el mundo. Aunque pareciera que Gustavo en aquel momento no estaba de acuerdo con la opinión de su padre, la ubicación de la escena de este diálogo al final de su narración, sin ningún otro comentario, sugiere la posibilidad del descubrimiento de una nueva visión sobre los acontecimientos pasados. La perspectiva del padre, de hecho, invierte los polos culpable-víctima, coincidiendo con los propios sentimientos de Gustavo frente a Armando. Gustavo mismo, en sus recuerdos, se dio cuenta en un momento dado de que Armando se había aprovechado de su convivencia con él y con Eliana y no vaciló en exponerlos al peligro (113). Es en este diálogo con el padre donde parece residir la clave para la elaboración del trauma del narrador. Este recuerdo, tal vez, le trae finalmente la paz y el equilibrio y le ayuda a superar el pasado y seguir adelante. La novela Não falei no ofrece una lectura sosegada, sino, al contrario, exigente, desconcertante y densa. El doloroso viaje del narrador-protagonista a su pasado, marcado por el constante vaivén entre el silencio y la palabra, se
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vuelve aún más problemático si nos damos cuenta de la situación de la sociedad brasileña actual, donde continúa, por parte del Estado, la política de la supresión de la memoria colectiva con relación a los crímenes de la dictadura militar. María Rita Kehl observa al respecto: En Brasil, los opositores del régimen militar que sobrevivieron a la tortura, aunque circulan normalmente entre nosotros, viven en un universo aparte, no sólo en función de la radicalidad del dolor y de la despersonalización que experimentaron, sino también porque las prácticas infames de los torturadores nunca fueron reconocidas y reparadas públicamente. [...] Cuando una sociedad no consigue elaborar los efectos de un trauma y opta por intentar disipar la memoria del evento traumático, ese simulacro de represión colectiva tiende a producir repeticiones siniestras. (126, traducción nuestra)
Beatriz Bracher no critica explícitamente, por medio de la voz del narrador o de otros personajes, la tendencia a este silenciamiento, sino que lo hace de manera indirecta, presentando un retrato desgarrador de un individuo que se convirtió en víctima de la represión de Estado durante la dictadura y que hasta la vejez sufre las consecuencias de los traumas. El impacto de su retrato se ve reforzado por el hecho de no tratarse de un individuo pasivo y resignado, sino de una persona que después de la experiencia traumática ha movilizado todas sus fuerzas para conseguir llevar una vida productiva y dedicada a los demás. En un momento determinado, el protagonista dice que el trabajo con el trauma es, ante todo, una cuestión personal: “Talvez não seja possível um retorno coletivo ao que já aconteceu, apenas individual” (115). Por otro lado, siendo su trauma individual, simultáneamente, un trauma colectivo, que se refiere a toda la sociedad brasileña, el proceso de su superación se convierte también en responsabilidad de esa sociedad. Sin embargo, el silencio, que las instituciones estatales mantienen con respecto a los traumas de la dictadura, dificulta este proceso y deja a las víctimas abandonadas con sus demonios interiores y fantasmas del pasado.
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“NOSTALGIAS DE LOS TIEMPOS SIN TIEMPO”: MEMORIA E HISTORIA EN LA POESÍA DE JORGE TEILLIER Melania Stancu Universitatea din București
Intr oduc ción “Toda poesía es una forma de comunicación, de confraternidad, un acto de amor” (Teillier 23), afirmaba, en “Espejismos y realidades de la poesía chilena actual”, el poeta chileno nacido en 1935 en la ciudad de Lautaro, región de Araucanía (Chile), el 24 de junio —fecha con muchos significados, tanto históricos como religiosos y mágicos, para la tradición occidental—. La tierra de su infancia, conocida como La Frontera, había marcado hasta el siglo xix el límite de los territorios libres de la ocupación de los colonos españoles. Hacia finales de siglo, la resistencia mapuche fue vencida y La Frontera conoció la llegada de nuevas olas de colonos europeos. Fue también el caso de los abuelos paternos del poeta, que salieron de Francia para Chile en 1882 (Villavicencio 15-16). Es precisamente la tierra natal de La Frontera lo que Teillier llama en su poesía el Far West y lo que constituye su axis mundi: patria, paraíso perdido de la infancia, espacio de la memoria, estado del alma (Sarmiento 66). De La Frontera, afirma el poeta: Como núcleo humano la frontera surge de la fusión de varios pueblos: los araucanos, luego los chilenos que llegaron a colonizarla casi en forma espontánea (así como colonizaron incluso el Neuquén argentino), y luego los colonos europeos, especialmente franceses, alemanes, suizos y españoles. [...] Hay pueblos hermosos y pintorescos, donde el tiempo parece haberse detenido, y que los chilenos debieran aprender a descubrir, así como se descubrieron, guiados por Azorín, los pequeños pueblos de España. Fuera del clima, la hospitalidad proverbial del
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sureño, y las comidas y bebidas de la zona, el visitante puede conocer los últimos reductos de nuestra raza autóctona, ya en vías de transculturación. (“Visión de la frontera” 5-7)
En cuanto a su pueblo natal, en un artículo de 1969, Teillier confiesa: Mucho podría hablar sobre Lautaro, el pueblo que siempre va conmigo. Apenas puedo dejar un esbozo de él en estas páginas, como si lo estuviera viendo desde la colina del cementerio, o aparecer revelado por el tren del sur no sé si entre la niebla del otoño o en una mañana de primavera cuando el aperitivo es bueno en el bar de los maquinistas y las damas recuperan sus sonrisas en los bosques. (“Lautaro: este es mi pueblo” 8)
Intrahist oria y memoria La poesía de Jorge Teillier, erigida alrededor del espacio natal, ha sido descrita como poesía del orden, de la vida marcada por los ritmos y rituales ancestrales, o, como Teillier mismo la definió, poesía lárica. Este nombre remite a los lares, las deidades romanas que cuidaban el hogar y la vida doméstica. Los láricos son “observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas” (citado en Binns 791). Teillier se defiende ante los ataques en contra de su refugio en una Arcadia perdida, afirmando que las inquietudes actuales son parte de un desarraigo brutal que hay que combatir poética y vitalmente mediante la recuperación consciente de los valores y las formas de la vida amenazadas (“Los poetas de los lares” 48-62). En el texto “Los poetas de los lares”, de 1965, Teillier también comenta: “Así, los poetas actuales persiguen una Edad de Oro de la cual se tiene un recuerdo colectivo inconsciente, buscan los verdaderos alimentos terrestres, restablecen ‘la antigua conexión con el dínamo de las estrellas’” (62). Jorge Aravena Llanca, fotógrafo y escritor chileno residente en Alemania desde principios de los años ochenta, explica: “Para Teillier, su lar no fue Lautaro donde nació, de donde tuvo que apartarse y donde se inspiró, sino la Francia natal de sus abuelos, con todos los valores y enunciados de sus poetas. Las grandes elocuencias dejan de serlo en la poesía de Teillier por la humildad de su actitud de hablante y del lenguaje”.
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Esta naturaleza doble de la patria de la infancia, a la que el poeta nunca deja de volver, provoca las paradojas y las tensiones constantes de su poesía: el desarraigo que exige una continua búsqueda de arraigo, el retorno al pueblo natal y la rápida huida/despedida para volver a la metrópoli y la universalidad de su mensaje poético, a pesar de su ubicación fija en la zona de La Frontera chilena. Se podría afirmar que en su poesía hay una búsqueda constante de significados y símbolos ocultos en la banalidad de lo cotidiano. Sin embargo, la realidad inmediata, efímera y huidiza que sorprende en sus poemas no resalta el carácter ordinario del día al día, sino su naturaleza misteriosa encapsulada en una imagen esencial. Con la poesía de Teillier estamos viajando junto al poeta por el espacio de su memoria individual, siempre en contacto con la intrahistoria de La Frontera. Más que un sentimiento, la nostalgia para Teillier se identifica con un lugar, en el que el poeta se refugia. Se puede entender el tema de la memoria en la poesía lárica de Teillier, según lo explica Paul Ricoeur en su libro Memoria, historia y olvido, como un viaje hacia el interior de uno mismo, una búsqueda individual para conseguir una identidad en el tiempo: “Debo pedirle al tiempo/ un recuerdo que no se deforme/ en el turbio estanque de la memoria” (vv. 13-15, Imagen para un estanque en Nostalgia 139). El viaje que el poeta emprende constantemente hacia el lugar que identifica como tierra de la infancia, “de la memoria y de la nostalgia”1 parece ser un viaje de retirada hacia dentro, hacia su propio ser. Se convierte por lo tanto en un camino de autodescubrimiento en la tristeza, la soledad, la pérdida y también en el estoicismo con que a veces se enfrenta al mundo. Este camino hacia dentro nos lleva hacia el centro del laberinto interior, hacia “el centro emotivo o verbal” (“Los poetas de los lares”), desde donde se construyen las imágenes de poemas teillierianos. La revelación poética se da a conocer como “una forma de comunicación, de confraternidad. Un acto de amor” (“Espejismos y realidades de la poesía chilena actual” 23).
“Me despido de la memoria / y me despido de la nostalgia / —la sal y el agua / de mis días sin objeto—”, en “Despedida”, del volumen El árbol de la memoria (1961) (Nostalgia 174-175). 1
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Viaje ha cia l a nost al gia y exilio interior Teillier explica en sus textos estéticos: “No se hacen imágenes por la imagen, sino que surgen del contexto del poema, que en cuanto a su estructura vuelve a moldes más tradicionales que los predominantes hasta los últimos años: los poemas están construidos desde un centro emotivo o verbal” (“Los poetas de los lares” 51). La particularidad de su poética es la manera en que construye sus imágenes a partir del uso del lenguaje conversacional usado con fines reveladores, lo que señala otro aspecto paradójico: la aparente sencillez comprensiva que oculta un significado mucho más complejo (Teillier, cfr. Ortega Parada en Villavicencio 45). La imagen es superior a la palabra, según el mismo poeta. Puesto que “el lector de poesía no debiera fijarse en las palabras sino llegar a un estado de ánimo que lo transforma en situación y espacio. La palabra excesiva está matando el poema” (Teillier, cfr. Ortega Parada en Villavicencio 45). Existen poemas en los que la imagen lírica teillieriana toma forma según un procedimiento de raigambre vanguardista, acercando dos realidades más o menos lejanas. Es el caso del poema “Atardecer en automóvil”: “Cuando las estrellas salen a mirarnos / con sus húmedos ojos de ovejas tristes / nadie habla ni canta” (Nostalgia 166). A continuación, nos acercaremos a los principales libros de poesía de Jorge Teillier para resaltar las imágenes recurrentes con las cuales se construye la naturaleza del Far West chileno y para poner de manifiesto cómo tal paisaje se modifica de un volumen a otro. Como ya venimos mencionado, el espacio predominante en su poesía es la aldea natal de La Frontera, una tierra imaginaria, no idílica, ni ingenua, una tierra de libertad y de búsqueda de su propia identidad. En los primeros libros, como se da también el caso de El cielo cae con las hojas (1958), el espacio se reduce a unos cuantos elementos de la naturaleza (los árboles, el cerezo, el manzano, la nieve nocturna, el bosque), a varios objetos domésticos (el techo, el fuego de la chimenea, la cocina) y a pocos lugares colectivos (la estación, los andenes, los trenes). A veces el lugar que el poeta busca se niega a recibir contornos precisos: “Vamos hacia un lugar que no conozco / pero cuyo reflejo me permite vivir / El camino se pierde en la niebla” (vv. 10-12, Para cantar en Nostalgia 147); o “Ya no reconozco mi casa. / En ella caen luces de estrellas en ruinas. [...] / Despierto teniendo
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en mis manos hierbas y tierra / de un lugar donde nunca estuve” (vv. 16-18, 24-25, Los conjuros en Nostalgia 161). En el único poema que roza el tema político antes de 1978, cuando publica Para un pueblo fantasma, titulado “Retrato de mi padre, militante comunista”, Teillier deja en claro que la visión utópica de Fernando Teillier, o sea, su padre, se asienta sobre la ideología (marxista), mientras que la suya se ubica en la imaginación: “Veo a mi padre que va por los caminos ripiados de la Frontera / a hablar de la Revolución y el paraíso sobre la tierra / en pueblos que parecen guijarros o perdices echadas” (vv. 54-56, Nostalgia 272). En 1963, Teillier publica su cuarto volumen: Poemas del País de Nunca Jamás, cuyo título alude a la utopía de un lugar irreal, fantasioso de la eterna infancia, pero que descubrimos que no es más que la misma aldea de Lautaro: “Eres el único habitante / de una isla que sólo tú conoces, / rodeada del oleaje del viento / y del silencio rozado apenas / por las alas de una lechuza” (vv. 1-5, A un niño en un árbol en Nostalgia 188). Hasta y desde el Far West, hasta “el pueblo donde aún humean mantas junto a cocinas a leña” (“XXIII” en Nostalgia 244), el poeta va siempre en tren. Decía Teillier: “Los trenes, esos constantes relámpagos de acero, están unidos al tiempo y siempre se nos está viendo en Lautaro, como una invitación al viejo río, esa ventana abierta al mar” (“Lautaro: este es mi pueblo” 8). El tren simboliza perfectamente el viaje tanto espacial como temporal que el poeta emprende. En el poema “X” de Crónicas del forastero (1968), Teillier contempla con tristeza el final de la infancia: “Pero ya han pasado todos los trenes. Han pasado los trenes, la segura rotación de los juegos de las cuatro estaciones: el trompo, el volantín, las bolitas, el emboque. Todo eso es triste. Mientras escribo unos gatos nuevos maúllan tristemente. Y recuerdo el placer de poner mi nombre en los cuadernos el primer día de clase” (Nostalgia 225). La dimensión temporal de la poesía de Teillier oscila entre el instante efímero, huidizo (“ella estuvo entre nosotros / lo que el sol atrapado por un niño en un espejo”, de Ella estuvo entre nosotros en Nostalgia 158) y un instante que no transcurre (“se detienen los relojes”, de Relatos en Nostalgia 155-157). Tal como explica el poeta, su nostalgia es por el futuro, no por el pasado, por lo que no podrá nunca volver a ser. El año 1973 y el principio de la dictadura de Pinochet marcan el comienzo de un doble exilio en la vida de Jorge Teillier. A diferencia de sus padres y de
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su hijo mayor, Sebastián, a quienes vio marcharse a vivir en el exilio,2 el poeta se quedó en Chile, pero se alejó aún más de la capital para retirarse al campo. Su poesía constituyó su segunda forma de exilio, como un destierro interior que le permitía acusar de forma figurada la realidad violenta y tiránica de su país. Es un asunto que se pone de manifiesto a partir del volumen de 1978 Para un pueblo fantasma: “Estas palabras quieren ser / un puñado de cerezas, / un susurro —¿para quién?— / entre una y otra oscuridad” (vv. 1-4, “Estas palabras” en Nostalgia 281). Los poemas “Nadie ha muerto en esta casa” y “El viento de los locos” del mismo volumen acusan un mundo cambiado, desierto de presencias humanas, abandonado, parecido al pueblo de murmullos rulfiano de Comala: “Nadie ha muerto aún en esta casa. / Ninguna mano busca una mano ausente. / El fuego aún no añora a quien cuidó encenderlo. [...] / Yo miro un huerto cuyos frutos recuerdo” (vv. 11-13, v. 18, en Nostalgia 282); o “Sopla el viento por las calles. / El viento de los locos [...] / Nadie te va a mostrar cómo florece la higuera. / Ninguna niña te llevará de la mano / para que despiertes junto a las pimpinelas. / Nadie puede ayudarte: /ni el canto de los escarabajos ni la brújula de los girasoles. / El viento te lleva a una isla desierta / donde nunca llegará un arca ni construirás una canoa” (vv. 1-2, vv. 18-24, en Nostalgia 283-284). El tren que solía llevar al poeta a su tierra de ensueño es ahora “un navío fantasma” (poema “Tarde de buganvillas”) que lo lleva hacia una tierra de pesadilla. “Paisaje de clínica” (Nostalgia 296-299), uno de los más violentos y oscuros poemas de Teillier, con fuertes toques surrealistas, no deja esperanza en un mundo conducido por locos (“Solo un loco rematado / descendiente de alemanes / tiene permiso para ir a comprar ‘El Mercurio’” vv. 9-11, 296). En este ambiente los poetas se refugian y evaden en el alcohol y las drogas. El tono del poema se intensifica hasta el momento de tensión final, con la mención de cada nueva droga o sustancia usada para tener bajo control los
En 1974, los padres y el hijo del poeta, junto a otros miembros de la familia, llegaron a Bucarest, Rumania. A principios de los ochenta, la mayoría de ellos se fueron a Mozambique, pero, debido a la situación difícil del país, algunos regresaron a Chile y otros se fueron para Suecia. El padre del poeta, Fernando Teillier Morín, pudo volver a Chile solo en 1987, después de que el Gobierno le concediera la autorización. 2
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trastornos psicóticos (cannabis, clorpromazina, Valium 10, apomorfina, antabus, mogadón) hasta la sumisión absoluta (el pentotal y el electroshock). En el poema la realidad se contempla implícitamente desde un estado de afasia, por ser uno de los trastornos para los que se puede usar la citada apomorfina. Se trata de hecho de otra metáfora para indicar la incapacidad de hablar y expresarse libremente en que los poetas se encontraban. El segundo recurso que Teillier usa en el poema para aludir a una realidad política e ideológica chilena que no se puede acusar de forma abierta son las referencias históricas al franquismo español, al nazismo alemán y al nacionalismo japonés de la Segunda Guerra Mundial. Es también el caso de los poemas “Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal” y “Adiós al Führer”:3 “Hemos llegado a esta aldea en un Pontiac 40 / por caminos que jamás serán pavimentados. / En el negocio clandestino / pedimos un pipeño y hablamos con el dueño/ y con un tractorista que nos asegura que Hitler está vivo” (Crónicas del forastero en Nostalgia 142) o “Adiós al Führer, adiós a todo Führer verdadero o falso / buenas noches, le digo, buenas noches / con una íntima tristeza reaccionaria. [...] / Adiós a todo Führer que obligue a los poetas /a censurar sus manuscritos o mantenerlos secretos / bajo pena de mandarlos a su Isla o Archipiélago / o a cortar caña bajo el sol de la Utopía” (vv. 3-5, 18-21, en Nostalgia 373-374). Uno de los más conocidos poemas de su última etapa de creación, “Nostalgias del Far West”, de 1993, empieza de la siguiente manera: “No soy un General activo ni en retiro / y sólo he sentido silbar balas en mis oídos / en las matinées de los miércoles y domingos / en el Teatro Real del Pueblo” (vv. 1-4, en Nostalgia 408). Es un poema en el cual Teillier vuelve a la imagen del mundo perdido y añorado. Los últimos versos identifican el Far West con la naturaleza pastoril en un tiempo indefinido, el tiempo de la memoria: “Sí, nostalgias del Far West, nostalgia de rebaños / y trigales infinitos, de lunas azules y de un tiempo sin / tiempo” (vv. 27-29, en Nostalgia 410). El último libro que mencionaremos es de 1997, titulado En el mundo corazón del bosque, y es un volumen en el cual Teillier vuelve al imaginario de La referencia a la figura del líder nazi Adolf Hitler como símbolo de la tiranía fascista será un recurso presente también en la obra de otros escritores chilenos y argentinos como Roberto Bolaño, en Estrella distante (1996), y Ricardo Piglia, en Respiración artificial (1980). 3
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los primeros libros, al universo idílico infantil que, sin embargo, esta vez no consigue hallar. Destacamos el poema “Nostalgia de la tierra”, donde contempla su vida desde una posición imposible: la inocencia de la edad dorada no le permitía un conocimiento pleno de la realidad, que ahora resulta de difícil alcance, puesto que el tiempo ha ido pasando, alejándole cada vez más de la esencia vital: “Era el tiempo del sol/ acuérdense, él va a aclarar la menor ramilla/ tanto a la anciana como a la joven asombrada [...]./ Era el tiempo inolvidable en el que estábamos en la Tierra,/ cuando cualquier cosa hacía ruido al caer,/ nosotros mirábamos por todas partes con nuestros/ sabios ojos, [...]/ era el tiempo en que podíamos atrapar el humo,/ que es todo lo que nuestras manos pueden atrapar ahora” (vv. 1-3, 6-9, vv. 13-14, en Nostalgia 445). La contemplación de la infancia revela tanto la mirada inocente como también el lado oscuro de la memoria, según explica el propio poeta en un texto titulado “La terrible infancia”. Esta segunda imagen queda escondida detrás de mitos y sueños, invocados para poder sobrellevar la realidad (4). Entre estas dos perspectivas con respecto al pasado recobrado a través del recuerdo, entre la voluntad del mito y la precariedad del proyecto lárico (Binns 791), surge una permanente tensión que nutre la poesía de Teillier. Quién puede explicar mejor el sentimiento de tristeza al contemplar el pasado que fracasa a la hora de repetirse sino el pensador Walter Benjamin. En su ensayo Infancia en Berlín hacia 1900, Benjamin confiesa: “Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizás esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. Lo que hace molesto y grávido lo olvidado tal vez no sea sino un resto de costumbres perdidas que nos resultan difíciles de recuperar” (76). En la poesía de Jorge Teillier, la recuperación de la memoria se consigue a través del viaje del forastero exiliado hacia la tierra y el tiempo de la infancia para rescatar un paisaje interior que le da cobijo y consuelo al triste poeta de los lares.
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BARBARISMO MODERNO. SOBRE EL EFECTO DISTANCIADOR EN RESPIRACIÓN ARTIFICIAL, DE RICARDO PIGLIA Aleksander Trojanowski Uniwersytet Wrocławski
La novela de Ricardo Piglia surge bajo la dictadura militar del general Jorge Rafael Videla y narra una experiencia de violencia política. La tesis de este artículo es que Piglia resignifica la violencia mediante una universalización histórica de la experiencia de terror. En consecuencia, el barbarismo es entendido no como la negación, sino como la raíz de la civilización moderna. El texto produce lo que denomino aquí “el sujeto distanciado”, es decir, uno que gracias al entendimiento de su posición histórica es capaz de resistir el terror. La interpretación desarrollada en este artículo concierne, sobre todo, a la noción de sujeto. Ahora bien, referir el amplio debate filosófico relativo al problema del sujeto excede las posibilidades de este trabajo. No obstante, se insiste en el uso de dicha categoría para señalar la materia del análisis, que no es ni el autor ni los personajes de la novela. En cambio, el análisis del contexto histórico relacionado con los modos de construcción de los personajes en la novela permite mostrar las formas en que los protagonistas establecen relaciones tanto con la realidad novelesca como con el texto. Son estas relaciones las que definen el sujeto. En contra de lo que se ha dicho repetidas veces (Dove; Wirshing), el lazo histórico de la escritura de Piglia con el contexto de la dictadura no conlleva necesariamente una lectura basada en la noción de trauma. Confrontado con el terror, el sujeto colapsa, pero de otra forma. El sujeto distanciado se establece en narraciones alternativas y heterodoxas, en las que puede construir un espacio de autonomía.
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Context o hist óric o La novela Respiración artificial se publica en 1980 en la Argentina gobernada por la junta militar y con el general Jorge Rafael Videla como presidente de facto. En una entrevista, publicada en 1990, ya en la Argentina democrática, le preguntan a Piglia por una imagen que condense el tiempo de la dictadura. El escritor recuerda: “Los militares cambiaron el sistema de señales. En lugar de los viejos postes pintados de blanco que indicaban las paradas de los colectivos han puesto unos carteles que dicen: zona de detención” (Crítica 182). La penetración de la vida por parte del lenguaje militar reflejaba la realidad atroz de ese tiempo: “La amenaza aparecía insinuada y dispersa por la ciudad. Como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada y que las tropas de ocupación habían empezado a organizar los traslados y el asesinato de la población sometida. La ciudad se alegorizaba” (182). Efectivamente, Piglia condensa dos dimensiones de ese periodo de la historia argentina, que se verán reflejadas en la novela: en primer lugar, el lenguaje oficial de la dictadura se apodera y se apropia de la realidad, y, en segundo lugar, el discurso militar oculta una atrocidad: la represión, la violencia y el crimen. Lo que ocultaba el lenguaje de la junta eran las prácticas del Estado de terror, un término que denomina el mecanismo de la violencia ejercida por el Estado en sus ciudadanos, que en el caso que interesa son las décadas de 1970 y 1980. La novela se publica durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), tiempos del auge de la violencia simbólica y física ejercida contra la sociedad. Durante el periodo en cuestión, los militares llevan a cabo persecuciones, torturas, desapariciones forzosas de personas (según las fuentes históricas, hay nueve mil casos documentados, pero las estimaciones llegan hasta treinta mil, y este es el número ampliamente mantenido [Romero 77; Catoggio 10]). Esas prácticas posteriormente fueron juzgadas como crímenes de lesa humanidad (Romero 77). Teniendo en cuenta el contexto histórico, podría decirse que la novela surge desde la experiencia de violencia: tanto política (la represión de los ciudadanos) como simbólica (represión del lenguaje por la propaganda del Estado militar).
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Dist anciamient o c omo tema Cuando Bertolt Brecht intenta definir su manera de hacer teatro, la opone a la ilusión: “El teatro ya no intenta emborracharle [al espectador], atiborrarle de ilusiones, hacerle olvidar el mundo o reconciliarle con su destino” (85). Tener ilusiones es parecido a la embriaguez: no ver claramente, incluso olvidarse del mundo. Brecht atribuye este procedimiento a todo teatro que salga de las premisas de Aristóteles. La técnica de su teatro consistiría, pues, en tomar medidas para destruir la ilusión. En Respiración artificial hay un pasaje que podría servir de ilustración del proceso de la desilusión en el sentido que aquí interesa: Una noche, me dice Tardewski, estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar esto [un amigo] me dice: Ah, ¿cómo?, ¿es que no le ha mirado usted la oreja derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco, no me interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo, cuenta Tardewski. Fíjese. Mire. Al final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. (156)
El enamoramiento, una ilusión per se, sobre todo en la tradición literaria, se derrumba bajo la influencia de un pequeño defecto, ya que el defecto —en este caso, la verruga— se apodera de la imagen idealizada y la distorsiona al convertirse en el centro de atención (“Fíjese”). No obstante, como suele ocurrir en Piglia, lo teórico no es solo una referencia, sino que se ficcionaliza, es decir, entra en el mundo ficticio de la novela, de modo que el personaje, Tardewski, pasa a contextualizar su historia: “Se trataba de eso, dijo, en el fondo, de un modo particular de ver. Hay un término ruso, usted debe conocerlo, me dice, ya que por lo que he sabido le interesan los formalistas rusos, el término, en fin, es ostranenie. Sí, le digo, me interesa, claro, pienso que es de ahí de donde Brecht sacó el concepto de distanciamiento” (Respiración 156). Así pues, se establece relación entre el relato biográfico y la teoría del distanciamiento, que consiste en un modo particular de ver. Es decir, se trata de una técnica que presenta la realidad cotidiana como rara para romper con el modo convencional de percibirla, y, en consecuencia, la resignifica.
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El intento de evitar el entendimiento más directo y automático, para distanciarse y establecer un entendimiento crítico, es el primer punto de la estrategia narrativa detrás de Respiración artificial. Este es también el objetivo de Brecht, quien apunta: “La finalidad de esta técnica del efecto distanciador consistía en procurar al espectador una actitud analítica y crítica frente al proceso representado” (131). Dist anciamient o c omo estra tegia narra tiv a Escribiendo desde la experiencia histórica de la violencia, Piglia trata de establecer una actitud crítica frente a ella. La herramienta que construye para tal fin es una literatura que ejerce el distanciamiento: la que destruye ilusiones para relatar la realidad tal como es. Brecht buscaba una manera de hacer teatro en la que el mundo “no se representa como debería ser, sino como es” (130). En Piglia, se hace referencia al Sergio Tretiakov, quien anticipaba el objetivo de Brecht, y, por tanto, consideraba que “la literatura debe trabajar con el documento crudo, con el montaje de los textos, con el testimonio directo, con la técnica del reportaje” (Respiración 156). Ahora bien, las lecturas que buscan le porte-parole del escritor es sus textos ficcionales suelen ser dudosas, y eso que en la escritura de Piglia las referencias teóricas proliferan, a menudo como parodias, chistes, guiños o provocaciones. A pesar de ello, parece que, con Brecht, quien efectivamente forma parte del mundo ficticio de la novela, encontramos también el punto de entrada a la construcción de la narración de la novela. La referencia a Tretiakov sugiere que la condición de la verosimilitud prosaica se halla en la misma construcción textual del relato: la literatura trabaja con textos, testimonios, la técnica del reportaje. Piglia, un escritor que se inscribe en la línea de pensar en la ficción que viene del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges, en el que esta “invade la realidad” (Piglia, El último lector 29), no podría simplemente dar fe al documento crudo. Más bien, sus elementos (citas, documentos, testimonios, cartas, etc.) le interesan como formas para construir un relato, en concreto, para construir una novela, pero, al fin y al cabo, formas ficcionalizadas.
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En realidad, el contexto brechtiano en Respiración artificial parece ser la realización de unas ideas narrativas en las que Piglia había pensado antes. En la entrada del 23 de febrero de 1966 de Los diarios de Emilio Renzi, anota una reflexión acerca de su propia técnica narrativa en el libro de cuentos, que luego se publicaría bajo el nombre La invasión. Dice: “Releyendo los cuadernos del año pasado comprendo que la técnica que he usado para mis cuentos: antisentimental, dura y objetiva, sirve para las formas breves donde todo se resuelve en la situación narrativa. Es ineficaz, creo, para mostrar el devenir temporal de las relaciones, es decir, para escribir una novela” (Los diarios 233). Es decir, hay algo más que la situación narrativa que se necesita para construir un relato largo. Detrás viene otro apunte del mismo día, en que Piglia habla de la técnica narrativa de Jean-Luc Godard: “Anoche volví a ver por cuarta vez Sin aliento de Godard. Me gusta el uso del género, abierto, tangencial, pero básico en la construcción de la intriga. Y me gusta especialmente el uso de las citas, alusiones, discusiones y cortes ligados a saberes diversos que funcionan como contexto de la acción pura. En ese caso Godard es para mí el mejor narrador contemporáneo” (233). Lejos de plantearse preguntas epistemológicas sobre la posibilidad de decir la verdad en una obra literaria, lo cual es el objetivo de la reflexión de Tretiakov (y de Brecht, en el teatro), Piglia, siendo un cuentista joven que quiere convertirse en novelista, se plantea el problema de cómo narrar una historia larga. La técnica cinematográfica de Godard le sugiere una respuesta: se trataría de mantener la condensación de sus formas breves, envolviéndolas en referencias que aparecerían en el texto en forma de citas, alusiones, juegos con géneros literarios, etc. Es decir, la cita y la alusión son, en primer lugar, el elemento para unir fragmentos de narración, lo cual resuelve un problema formal. En los tiempos del auge de la novela total, que lo incluía todo, justificándose desde dentro, por así decirlo, Piglia se plantea la posibilidad de escribir una novela hecha de fragmentos, unidos no por la lógica interior del relato, sino por el contexto exterior, solo ligeramente sugerido en el texto (en este sentido, Piglia se inscribe en las búsquedas formales de la narrativa vanguardista). En 1980 Piglia publica la novela en que sigue los postulados de 1966: un texto que incluye diferentes formas documentales, pero ficcionalizadas: cartas, entradas de diarios, entrevistas, conversaciones. Propone una poética de
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fragmentos, cuya idea va asimismo en línea con la reflexión de Brecht sobre la trama: “El novelista alemán Döblin hizo una caracterización excelente cuando dijo que la épica, a diferencia de la dramática, podría cortarse, por así decir, con la tijera en trozos independientes que seguían siendo viables” (44). Sin embargo, en aquel entonces, la apuesta ya iba ligada a la problemática desarrollada por Brecht en el contexto de su teatro épico: cómo construir una posición crítica para destruir ilusiones y mostrar la realidad tal como es. Piglia, sumergido en una realidad contaminada por el lenguaje de la dictadura (que producía sus propias ficciones estatales, ya que el Estado en general se sostiene en la ficción [Piglia, Crítica 180]) y en el mundo de la violencia, buscaba un lenguaje para distanciarse de la mistificación y contar lo real. En este sentido, la suya también es la pregunta que Renzi atribuye a Joyce: “¿Cómo narrar los hechos reales?” (Piglia, Respiración 148). Sin embargo, lo que para Joyce sería un problema epistemológico y estético, de construir un lenguaje para dar con la realidad en sí, en los tiempos de la dictadura obtiene un matiz ético, porque decir la verdad consiste inicialmente en desmentir la ficción producida por el Estado terrorista. Piglia señala este desplazamiento en un diálogo entre Renzi y Tardewski: “En el fondo, dijo después [Renzi], Joyce se planteó un solo problema: ¿Cómo narrar los hechos reales? ¿Los hechos qué?, le digo. Los hechos reales, me dice Renzi. Ah, le digo, había entendido los hechos morales” (148). En los fundamentos de la estrategia narrativa detrás de Respiración artificial hay un cruce entre epistemología y ética. Piglia encuentra esta problemática en la línea del pensamiento crítico del siglo xx que se inicia en la vanguardia rusa de los años veinte y aparece en el teatro de Brecht, para luego establecer dicho problema en su narrativa, en relación con su contexto actual, y convertirlo asimismo en una estrategia narrativa. Es esta problemática formal y ética que crea el contexto para explicar la construcción fragmentaria de la novela y el uso de formas cuasidocumentales: cartas ficticias, diarios, notas, y otras.
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La construcción formal de la novela, cuyos rasgos se señalan en el apartado anterior, es uno de los recursos para producir el efecto distanciador. En uno de los comentarios relativos a ello, Brecht habla del uso de las fuentes de luz en el escenario. El hecho de hacer visibles los focos rompe con la ilusión del escenario como un mundo aparte (139) en la que se basaba el teatro burgués. Mostrando la mecánica detrás de una obra de teatro, su infraestructura, Brecht hacía ver que el teatro es artificial y convencional: “La ilusión del teatro ha de ser parcial, de modo que siempre pueda ser reconocida como ilusión” (31). Es justamente esta experiencia de artificialidad en el espectador que permite tomar una postura crítica frente a la representación. Del mismo modo, en Respiración artificial se distancia la historia relatada mostrando el texto del relato como artefacto. Ya en la apertura de la novela la acción de narrar destaca más que la acción misma: “¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años” (Respiración 13). El giro autotemático (el modo condicional en que empieza el relato) desvía la atención de los elementos de la trama (la identidad de los personajes, sus problemas, sus vivencias), lo cual va en contra de las expectativas de los lectores que empiezan a leerlo. El texto empieza de forma rara, con lo cual simultáneamente se logran dos cosas: hay un secreto por descubrir (¿qué ha pasado?) y la atención, desviada de la trama, se fija en el modo de narrar. Géner o y trama Bajo esas circunstancias narrativas, el narrador empieza un relato sobre la vida de un personaje: Marcelo Maggi. Sin embargo, Maggi no aparece en persona, sino en función del relato de otros o indirectamente: en sus cartas, en artículos de prensa sobre él que son citados en la novela. Su vida es un misterio (“Varias versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales” [Piglia, Respiración 13], dice Renzi). Luego, consecuentemente con la poética del libro, la historia de Maggi es presentada de forma fragmentaria: en el curso de la novela se van conociendo nuevos relatos sobre su vida. Tal como en el teatro de Brecht el espectador que no podría identificarse con
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los personajes sometía “a una crítica cuidadosa las emociones” (Brecht 21) que la representación le producía, en Piglia hay un intento de poner en duda la existencia de una única versión de los hechos y, en vez de esto, llamar la atención sobre los diferentes modos en que estos se narran. Ahora bien, para distanciar el personaje de Maggi, la historia es presentada en narraciones diferentes. Sin embargo, este perspectivismo no permite una mirada global al personaje, las narraciones son versiones alternativas de su vida que no se suman. El sesgo de cada una de ellas está relacionado con el género que se emplea para contar la historia. En primer lugar, el personaje aparece en el recuerdo del narrador, su sobrino, Emilio Renzi: No hubo otra tragedia en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. [...] Casado con una mujer de fortuna [...] que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. (Piglia, Respiración 13-14)
Al principio, hay dos elementos que constituyen la imagen de Maggi: su aire de héroe trágico en los ojos de un niño y, luego, la trama sentimental que hace referencia a la novela romántica hispanoamericana. El narrador, de niño, intentó investigar la historia en “recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto del ropero” (14). El narrador recuerda, sobre todo, el aura que en sus ojos poseía Maggi, “del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones heroicas y un poco desesperadas. ‘Convicto y confeso’: repetía y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible” (14). Visto lo anterior, en vez de ver en Maggi un aventurero, diríamos más bien que tiene aire de aventurero. “Para conseguir la tensión en relación con ella [la persona que representa], [el actor] ha de hacerla más extraña que una persona cualquiera de la calle”, dice Brecht (156). El aire, lo que en primera instancia conoce el lector, es asimismo el producto del modo de narrar, y este
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viene —como podemos suponer— de las primeras lecturas de la infancia y adolescencia de Renzi: en fin, del narrador. La historia de Maggi es narrada en primer lugar como una historia de aventuras. Sin embargo, las lecturas de Renzi cambian y, en consecuencia, cambia la historia de Maggi: “El joven de brillante porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño” (Piglia, Respiración 15): así se presenta la historia convertida en la trama de la primera novela de Renzi. Las coincidencias con Las palmeras salvajes no son nada casuales, ya que el mismo Renzi confiesa: “Había escrito una novela con esa historia usando el tono de Las palmeras salvajes; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges, con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti” (15-16). La acumulación de varias voces en la historia hace constar aún más que el estilo no solo forma la historia, sino que también se apodera de ella. De hecho, en cuanto a la historia de Maggi, en principio se trata de una parodia. Luego, la estrategia dirigida con el fin de distanciar el personaje continúa. Sin embargo, en la siguiente parte de la novela, Maggi aparece en las cartas que empieza a escribir a su sobrino tras leer su novela. Renzi insiste en aclarar los hechos de la biografía de Maggi, pero el profesor no la desmiente: “Tus cartas me hacen gracia, me escribía, demasiado interrogativas, como si hubiera un secreto. Hay un secreto, pero no tiene ninguna importancia” (24). En lugar de ello, añade más dimensiones a su historia, sobre todo, el contexto político: “Si estuve preso y salí en los diarios fue porque soy radical [del Partido Radical A. T.] [...] y en ese tiempo nos querían reventar a todos porque se venían las elecciones del ‘43 que después pararon con el golpe de Rawson” (17). Surgen más explicaciones y más dudas, sobre todo cuando aparece el tema de la persecución política: ¿el encarcelamiento de Maggi se debe al delito o a su militancia? Sin embargo, como se ha dicho, aparecen versiones alternativas, pero sin aclararse la historia. Esta, por lo demás, queda al margen de la correspondencia. La verdadera razón por la que el profesor decide escribir a su sobrino es su estudio sobre Enrique Ossorio, un conspirador político de la época de Rosas. Maggi analiza los documentos inéditos sobre él y sus cartas contienen comentarios relativos a la investigación. Al final de la novela, un amigo del profesor le cederá a Renzi los papeles de
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aquel: “Allí está el secreto, si es que hay un secreto. Esto que él quiso dejarle, esto que él quiso que usted viajara hasta aquí para buscar, es lo único que realmente interesa y puede explicarlo” (218). El último género relacionado con el personaje de Maggi es la historiografía, lo que nuevamente trabaja con la técnica del teatro épico, en que “el actor [...] ha de adoptar esa distancia hacia los acontecimientos y modos de comportamiento del presente que adopta el historiador” (Brecht 137). En total, la novela contiene varios relatos sobre la vida de Maggi. No se trata del perspectivismo, porque las diferentes narraciones no se suman, para así formar una imagen global del personaje. El lector cuenta con unos relatos alternativos; la lectura crítica de la novela consistiría, pues, en dar crédito a un relato, mientras se descarta otro. Como se ha dicho ya, es imposible llegar a la verdad sobre Maggi, porque no hay hechos que podrían servir de criterio de veracidad: el modo de narrar los transforma. Pero, visto que el efecto distanciador empleado por Piglia conlleva distanciamiento de la historia y una puesta de atención en el texto, la respuesta podría encontrarse en el mismo modo de narrar y no en lo narrado. Respiración artificial presenta una secuencia de relatos posibles sobre la vida de Maggi sacados del género de aventuras, del género sentimental (novela romántica), del género epistolar y de la historiografía (para historiografía como género, véase White). El criterio para valorar las narraciones sobre la vida de Maggi tiene que ver con la forma en que se narra, es decir, con el estilo. Para reconstruir lo que fue la vida de Maggi habría que preguntase qué relación mantienen los diferentes relatos sobre él con la noción de estilo literario. Estil o y v oz En una de las conversaciones entre los personajes de la novela, Renzi plantea la idea de que la noción de estilo literario se crea en Argentina a principios del siglo xx como una reacción al impacto de la inmigración sobre el lenguaje (Piglia, Respiración 135-136). Es decir, las clases dominantes, visto el peligro para la identidad nacional que constituía la nueva heterodoxia, imponen un modelo de estilo que guarde y proteja la pureza del lenguaje (134-138). El escritor que mejor representa dicho estilo es, para Renzi,
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Leopoldo Lugones. A este modelo, Renzi opone la escritura de Roberto Arlt, quien —en términos de dicha noción de estilo literario— escribía mal. Así pues, Arlt es el fundador de una contrapoética, porque “escribe contra la idea de estilo literario, o sea, contra lo que nos enseñaron que debía entenderse por escribir bien, esto es, escribir pulcro, prolijito, sin gerundios ¿no? sin palabras repetidas” (134). Las características estéticas de ambas poéticas son el resultado de su posicionamiento político. Según la teoría de Renzi, la influencia de la inmigración en el lenguaje y, por ende, en la identidad de la joven nación argentina era entendida por las clases dominantes como un peligro para el orden establecido. De ahí que sean estas las interesadas en promulgar el modelo alto y culto en la literatura, en un intento de integrar la cultura nacional. Lo que le interesa aquí a Renzi es hacer ver la relación entre la escritura y el Estado. Desde esta perspectiva, a Arlt le interesa todo lo que queda fuera de este estilo literario, ya que “no entiende el lenguaje como una unidad, como algo coherente y liso, sino como un conglomerado, una marea de jergas y voces” (Piglia, Respiración 136). Arlt trabaja al margen del lenguaje oficial, y convierte todo lo que el estilo reprime en la materia de su escritura. Sería, pues, un escritura fragmentaria y construida de voces heterodoxas. Ahora bien, aunque se está hablando de una de las muchas teorías que aparecen en las páginas de Respiración artificial, a mi juicio nuevamente se trata de una idea que permite explicar los problemas de construcción de la novela. En primer lugar, el carácter fragmentario de la narrativa de Arlt parece ser trabajado por Piglia; se ha dicho ya que la construcción de la novela se explica por una reflexión formal inspirada por Jean-Luc Godard; el contexto de Arlt con sus consecuencias sociopolíticas complementan la explicación. En segundo lugar, al parecer Piglia retoma de Arlt la idea de utilizar la voz del personaje como el recurso fundamental de su construcción. De hecho, descripciones, aunque presentes, son pocas, y no juegan un papel decisivo a la hora de definir la identidad de los personajes: esta se construye en monólogos (los relatos de Renzi, Maggi y Tardewski son sobre todo monólogos largos) y en diálogos (Renzi-Tardewski; Renzi-Tardewski-Marconi; Renzi-Luciono Ossorio, etc.). En consecuencia, en el habla de los personajes destacan la oralidad y el registro coloquial, lo cual rompe con la idea del estilo literario, tal como se entiende en la novela. Ahora bien, el registro
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coloquial en el texto no es solo una cuestión de vocabulario —de hecho, las jergas y los sociolectos tienen papel secundario—, sino que el trabajo de Piglia es, sobre todo, formal: se trata del ritmo basado en repeticiones, frases cortas y muchos elementos fácticos. Todos estos elementos producen una dinámica del texto basada en lo oral: “Le aconsejé, dijo Marconi, me cuenta Tardewski, que pusiera todo su empeño en el bordado de manteles o en algún otro arte impersonal por el estilo. Le dije lo que por supuesto en mi puta vida había creído, le dije que ella tenía razón” (163). En este fragmento, como en gran parte de la narración, destaca la repetición del verbo decir y sus variantes (contar), ya que el narrador está citando una conversación. Para Brecht, la cita era un recurso distanciador importante, porque permitía mostrar que representar una historia significaba hacer presente algo que había ocurrido antes. El teatro realista crea en los espectadores la ilusión de presenciar una historia que está desarrollándose ante sus ojos. Sin embargo, la acción de citar distancia la historia; el que está en el escenario no es el personaje, sino un actor, quien indica desde allí algún hecho del pasado o de otra parte (Brecht 172). La clave está en hacer ver la distancia entre la historia —entendida como argumento, ficticio o real— y el gesto, un elemento de la técnica del actor. Asimismo, en la novela los acontecimientos raramente ocurren, más bien, forman el fondo lejano de la trama, mientras que en la superficie del texto se mantienen conversaciones: uno de los participantes relata otra conversación que tuvo, en la que le relataron el acontecimiento. Las palabras señalan unos hechos; sin embrago, no se produce el efecto realista por el que parecería que en la novela hay acontecimientos. En fin, aparte de representar el uso real del lenguaje, Piglia distancia el argumento de la novela y sus protagonistas, de ahí que el texto de la novela no sea invisible: por el contrario, resiste una lectura fácil. La distancia entre el texto y la historia se hace incluso más evidente cuando Piglia introduce otra forma de transcribir diálogos, en la que nuevamente destaca la acción de citar: “‘Puede llamarme senador’, dijo el senador. ‘O ex senador. Puede llamarme ex senador’, dijo el ex senador” (Respiración 43). Fijémonos en el uso de comillas, pero también en la relación entre el estilo directo y el comentario narrativo, que responde a las palabras del personaje. El juego de niveles narrativos (las palabras del personaje que forman parte del monólogo influyen en el metanivel del narrador) produce el mismo desdoblamiento que
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era pertinente para el gesto en el teatro de Brecht. Allí, el actor “muestra el acto de mostrar” (140) para marcar la distancia entre el gesto en el escenario y el comportamiento del personaje de la historia (172). Este tipo de giros, de los que aquí se ven solo ejemplos, obviamente obtienen un significado global cuando Piglia va repitiéndolos a lo largo de la novela. Se produce un exceso, es decir, una desfamiliarización del relato respecto a su modelo novelesco-realista. La oralidad y la artificialidad son recursos para producir distanciamiento en la novela, ya que hacen ver la distancia entre el argumento y el texto. Con la oralidad, Piglia retoma y emplea la idea de Arlt que consiste en relacionar el problema de la voz (de un personaje) con el problema del poder: “Arlt no sufría de esa ilusión que abunda entre los escritores que rodean a Borges, como Bioy, Peyrou, el primer Cortázar, que por un lado escribían ‘bien’, pulcramente, con ‘elegancia’, y por otro lado mostraban que transcribir y copiar el habla pintoresca de las clases ‘bajas’” (Respiración 136). Al parecer, la línea divisoria del asunto va por la idea de la apropiación. La noción de estilo literario, tal como se entiende en la novela, se apropia de lenguaje de las clases “bajas” (los gauchos, los inmigrantes, etc.) y así reproduce jerarquías simbólicas: el estilo culto propio del escritor ilustre y las jergas pintorescas propias de las clases bajas. Por el contrario, en Arlt las jerarquías sociolingüísticas se quiebran, ya que sus textos son “una masa en ebullición” (Piglia, Respiración 137). La idea de ebullición, fluidez, puede encontrarse también en el caos controlado del texto de Respiración artificial, en que el papel del narrador pasa de un personaje al otro sin señalarlo al lector (69-71). Lo que dentro del estilo literario se entendería como error, en Piglia es un giro estilístico consciente. En el contexto enfocado en la relación entre la escritura y el Estado, se puede interpretar el personaje de Maggi, un intelectual perseguido, como uno cuya historia no puede representarse en el marco de las narraciones reguladas por el poder. El intento de Piglia es, pues, escapar del lenguaje oficial, dominado por el Estado, para encontrar la propia voz del personaje. Reaparece aquí la pregunta de cómo narrar los hechos reales. Dentro de la problemática epistemológico-ético-política planteada en la novela, podría formularse de otra forma: cómo decir la verdad o —en otras palabras— cómo llegar a la verdadera voz del personaje reprimido cuando múltiples narraciones se apropian de ella.
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El narrador: el lengu
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A consecuencia del distanciamiento, se hace ver el carácter artificial del relato, el modo de narrar, que altera la historia narrada. En estas condiciones, la duda del lector puede convertirse en una actitud crítica. La escritura de Piglia posiciona al lector en el lugar del investigador (Mesa Gancedo), cuya virtud es, en primer lugar, sospechar del relato. La crítica del modo de narrar es la primera condición de hallar el contralenguaje que se opone a la violencia simbólica. Así pues, la ficción no debe ser valorada por su correspondencia con la realidad, como en las teorías de mimesis, sino por el modo de su producción, por así decirlo. Conocemos varias versiones de la vida de Maggi, pero no todas son válidas: el lector-investigador debería encontrar la narración, en la que el personaje encuentra su propio estilo. Piglia sigue aquí la línea de reflexión de Walter Benjamin sobre el arte de narrar, haciendo hincapié en el problema de la propiedad. Es decir, interesa sobre todo el modo de producción de la narración, que en su forma auténtica se transmitía de boca en boca (Benjamin 112), de un narrador anónimo a otro. Asimismo, para encontrar la voz de Maggi, hay que buscar entre las partículas que hacen el relato, los restos de la experiencia: cartas, notas, su letra, su estilo. Lo anterior guarda relación con otra pregunta de la novela: ¿cómo hablar de lo indecible?, y entre las dos preguntas se construye el personaje de Maggi. Es decir, por un lado, Piglia responde con las palabras de Ludwig Wittgenstein —el maestro de Vladimir Tardewski— “sobre aquello de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar” (Piglia, Respiración 214), y de Maggi, efectivamente, no se puede hablar en el marco de una escritura controlada por el Estado de terror. Como intelectual comprometido, es perseguido y reprimido. De ahí que, como personaje, sea marcado por la ausencia: aparece en la novela únicamente en forma indirecta y, cuando ha de encontrarse con su sobrino para finalmente hablar en persona, no aparece nunca. Sin embargo, el distanciamiento permite establecer una actitud crítica frente al lenguaje que se apropia de su historia y partir de los restos de la experiencia de Maggi: las cartas y los papeles que forman parte del estudio. Resulta que se trata de un solo relato: Maggi recela hablar de sí mismo y, en cambio, habla de la historia de Enrique Ossorio. Se establece una relación entre los
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dos personajes, de modo que la vida de Maggi puede entenderse mediante el estudio de la vida de Ossorio: “En un sentido, dijo después [Tardewski], este libro era la autobiografía del Profesor. Este era el modo que tenía él de escribir sobre sí mismo. Por eso pienso que en estos papeles encontrará usted todo lo que necesite saber de él, todo lo que yo no puedo decirle. Encontrará ahí, estoy seguro, la clave de su ausencia. La razón por la cual él no ha venido esta noche” (218). En fin, aunque no se pueda hablar de lo indecible, en Respiración artificial se desarrolla una alternativa: se puede cifrar lo indecible en otro relato. Así pues, el relato sobre Enrique Ossorio contiene la historia cifrada de Marcelo Maggi. Crítica de l a violencia Enrique Ossorio es un personaje ficticio, en cuya vida se cruzan los procesos y eventos históricos más importantes del siglo xix. Así pues, reconstruyendo (en las cartas de Maggi) su biografía, encontraremos compromiso político, exilio, locura, mesianismo, enfermedad y aventura, podría decirse que un conglomerado de cualidades que hacen a un personaje romántico. En su carrera universitaria conoce a los protagonistas históricos de aquel tiempo, como Juan Bautista Alberdi y Pedro de Angelis. Trabaja como secretario de Juan Manuel de Rosas; luego, o bien lo traiciona y participa en la conspiración de Maza, o bien es un agente doble. Hace fortuna durante la fiebre del oro en California. Después, exiliado y rechazado por los dos bandos del conflicto político argentino, ninguneado, se dedica a escribir una utopía, en la que prevé el porvenir de la nación. Contrae la sífilis y, tras un delirio prolongado, se suicida. Ahora bien, ya que como lectores vamos reconstruyendo la historia de Ossorio en las cartas que Maggi le escribe a Renzi, la elaboración del personaje de Enrique Ossorio también está basada en las técnicas del distanciamiento: “Lo veo según una litografía de época: magnánimo, desesperado, en los ojos el brillo febril que lo llevó a la muerte” (Piglia, Respiración 27), escribe Maggi. Nuevamente se trata de un personaje cuya imagen deriva del género del relato que lo presenta: en este caso, de los elementos típicos de la narrativa romántica del siglo xix.
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La influencia del modo de narrar en la historia contada destaca reiteradamente: “Existen por lo demás varias incógnitas. ¿Fue realmente un traidor? Es decir, ¿se mantuvo siempre ligado a Rosas? Tengo distintas hipótesis teóricas que son a la vez distintos modos de organizar el material y ordenar la exposición” (31). La historia de Ossorio está ambientada en la primera mitad del siglo xix, cuando la división política primordial en la cultura nacional argentina tiene, por un lado, al dictador Juan Manuel de Rosas y, por otro, a la oposición, cuya raíz fue constituida por la generación del 37. Ahora bien, lo que al principio parece un problema empírico —¿a qué bando pertenecía Ossorio?— se convierte en una aporía. Es decir, hay varias historias posibles y cuanto más dura la investigación de Maggi más evidente se hace la influencia del relato en los hechos. Ossorio resulta un personaje liminal, ocupa el lugar entre los dos bandos en conflicto, un lugar imposible y utópico: el que, históricamente hablando, no existió. El personaje de Enrique Ossorio, íntimamente relacionado con el personaje de Maggi, ya que —como se ha dicho— este cifra su historia en el relato sobre la vida del primero, sirve para trabajar el espacio ficticio que subyace en las narraciones establecidas sobre el siglo xix argentino . Se trata otra vez —si recordamos el modo de construcción del personaje de Maggi— de un espacio autónomo, es decir, libre de la apropiación por parte del lenguaje establecido y las narraciones oficiales. Ossorio ocupa este espacio gracias al fracaso de sus proyectos: “Extraña lucidez. Nadie lo escuchaba, y estaba solo: quizás por eso había aprendido a pensar como es debido: así piensan los que ya no tienen nada que perder” (71-72). De hecho, todos los protagonistas de la novela comparten la situación del fracaso. Renzi: “Voy al diario a escribir bosta (para peor, bosta sobre literatura) y después vengo acá y me encierro a escribir, pero al rato me sorprendo haciendo rayitas, círculos, dibujitos que pareen el plano de mi alma” (37). Y añade: “Tengo más de 30 años, escribí un libro que cada vez me gusta menos, [...] todo lo que escribo me parece bosta” (37). En cuanto a Maggi y su amigo, Vladimir Tardewski, se puede hablar incluso de algo más general: una trayectoria descendiente de la vida. El primero empieza como abogado de la capital, casado con una mujer de fortuna, y termina siendo un fugitivo de la provincia argentina. Tardewski empieza como un discípulo de Ludwig Wittgenstein en Oxford, la capital
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intelectual del mundo, para terminar siendo un maestro de filosofía en la capital de la provincia de Entre Ríos. Además, los dos eligen el fracaso: “En un sentido, me dijo Tardewski, se puede decir de mí que soy un fracasado. Y sin embargo cuando pienso en mi juventud estoy seguro de que eso era lo que yo en realidad buscaba” (154-155). El fracaso hace posible otra forma de ver, “mirar afuera, a distancia, en otro lugar y poder así ver la realidad más allá del velo de los hábitos de las costumbres. Paradójicamente es [...] la mirada del filósofo” (156). En Piglia, la forma del fracaso es la otra cara de la desilusión, y la pérdida de las ilusiones (del éxito, reconocimiento, etc.) es la condición de la lucidez, es decir, de pensar como es debido. Así pues, los protagonistas de Respiración artificial, alejados del centro de los hechos y de la vida, carentes de las ilusiones de la juventud, ocupan ese lugar extraño desde el que la realidad es vista de forma filosófica y se piensa con lucidez. Esta posición distanciada frente a la vida representa en la novela la búsqueda de Brecht, quien intentaba representar el mundo “no como debería ser, sino como es” (Brecht 130), es decir: sin ilusiones. En la novela, la representación desilusionada de la realidad aparece en forma de la figura del porvenir, como si la posición privilegiada de un fracasado permitiera a Ossorio ver más y, así, predecir el curso de los hechos. Desde que decide escribir una utopía en la que narrará “el porvenir de la nación” (70), el tono profético impregna todo lo que escribe, hasta sus cartas: Ustedes ven tan próxima la liberación de la República, ven tan al alcance de la mano la caída de Rosas que se ilusionan con una libertad que, sin embargo, no ha de llegar. Unidos ahora ustedes con don Justo José buscan en él la fuerza que desde adentro mismo del país pueda realizar lo que siempre hemos soñado. Pero ¿será así? Preveo: disensiones, divergencias, nuevas luchas. Interminablemente. Asesinatos, masacres, guerras fratricidas. (69-70)
Ossorio desconfía de las ilusiones liberales y profetiza violencia; escribe la profecía en un estado de delirio, pero Maggi ve en él extrema lucidez, como si su locura revelara el lado secreto de la historia: “Estoy seguro, por lo demás, que el único modo de captar ese orden que define su destino es alterar la cronología: ir desde el delirio final hasta el momento en que Ossorio participa, con el resto de la generación romántica, en la fundación de los principios y de las razones de eso que llamamos la cultura nacional” (31).
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Maggi establece una relación entre el delirio y la fundación de la cultura nacional, como si la locura fuese su realización perversa. En Respiración artificial el proyecto romántico de la cultura nacional tiene un lado oscuro, secreto, el cual se expresa en la vida de Ossorio: “¿Sus escritos no son el reverso de la escritura de Sarmiento? ” (27), se pregunta Maggi. Mediante el personaje de Ossorio, Piglia construye un lugar entre narraciones establecidas y desde él desarrolla otra narración sobre el proyecto romántico: su versión perversa. El proyecto de civilizar la barbarie (Sarmiento) y desarrollar una cultura nacional racionalista tiene una dimensión delirante y desemboca en una violencia interminable. Civiliz ación y barbarie Para llevar a cabo lo anterior, en la novela se hace una deconstrucción de la oposición civilización-barbarie, fundacional para la cultura nacional argentina. Esta vez es Emilio Renzi quien habla de dos problemas relativos al epígrafe de Facundo, de Sarmiento: “On en tue point les ideés”, una cita atribuida a Fourtol. En primer lugar, para Renzi se trata de un gesto político de exclusión: la cita es legible para los que saben francés, es decir, para la élite ilustrada, los demás necesitan un traductor; en consecuencia, Sarmiento utiliza el saber como instrumento para legitimar el poder sobre el que no entiende: el bárbaro. Usando la antigua categoría del bárbaro, Sarmiento construye la división política, siendo la razón occidental la distinción clave. No obstante, Sarmiento está equivocado en sus escritos: la frase no es de Fourtol (Piglia, Respiración 130-131). Como dice el mismo Piglia en un artículo publicado en Punto de vista en 1980, Paul Groussac rectificó que la frase en realidad es de Volney (“Notas” 17). Sin embargo, tampoco Volney fue el autor de las palabras en cuestión; en el artículo Piglia cita a Pierre Verdevoye, quien, por su parte, afirma que la frase viene de Diderot. En fin, el problema de autoría es secundario. Lo importante es la conclusión que saca Piglia: “En el momento en que la cultura sostiene los emblemas de la civilización frente a la arrogancia, la barbarie corroe el gesto erudito” (“Notas” 17). Ya que tanto el artículo como la novela se publican en 1980, es curioso que Renzi diga (en la novela): “La frase es de Volney” (Piglia, Respiración 131), repitiendo
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el error de Groussac, mientras que Ricardo Piglia es consciente de la investigación de Verdevoye. Pero, como en Sarmiento —dice Piglia—, “estos barbarismos proliferan” (“Notas” 17), este se convierte en uno de los referentes principales de las estrategias paródicas de Borges. Así pues, en Respiración artificial no se trataría tanto de rectificar el error, sino de seguir jugando a malas atribuciones. No obstante, visto que la barbarie corroe la civilización, en Respiración artificial es también la primera la que constituye el verdadero motor del proceso histórico en la Argentina moderna. Se trata de un proceso que empieza en los tiempos de Rosas, luego va reproduciéndose en la historia argentina bajo diferentes facetas —los golpes de Estado reiterados de los tiempos de Maggi— y culmina en el terror de la junta militar de los tiempos de Renzi (lo cual queda al margen de la novela, implícito, como lo indecible). De modo que la civilización y la barbarie ya no son la tesis y la antítesis de la dialéctica de la historia, sino que son realizaciones de un proceso histórico cuya raíz es siempre la barbarie, lo que resulta en reiterados conflictos de carácter violento y sectario. “Interminablemente”, concluye Ossorio. Ossorio y Kafka Si se lee Respiración artificial en el contexto de Brecht, podría decirse que la novela consiste en una cadena de distanciamientos que al final conducen al proceso histórico. Es decir, la historia de Renzi conduce a la historia de Maggi. Maggi es historiador (“El actor, pues, ha de adoptar esa distancia hacia los acontecimientos y modos de comportamiento del presente que adopta el historiador”, dice Brecht [137]), quien trabaja la vida de Enrique Ossorio, el cual conduce por su parte a los principios de la historia nacional de Argentina. En este marco podría decirse que Piglia narra la violencia de modo que esta resulta generalizada en la modernidad argentina. Sin embargo, en la segunda parte de la novela, titulada “Descartes”, hay una cadena más. El desencuentro de Renzi y Maggi en Concordia, cuando este no aparece a la cita con su sobrino, se convierte en el encuentro de Renzi y Tardewski. Ahora bien, hay un paralelismo entre los personajes de Maggi y Tardewski. Mientras que la vida del primero conduce al problema de la persecución política
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en Argentina, la vida del segundo conduce a la Segunda Guerra Mundial: se trata de un polaco exiliado en Argentina por el estallido de la guerra (una referencia paródica al escritor polaco Witold Gombrowicz). El tema de la violencia vuelve a aparecer. Mientras que Maggi, un historiador, trabajaba sobre Enrique Ossorio, el objeto de la investigación de Tardewski, un filósofo, es Franz Kafka. Tardewski descubre un dato que revela que hacia el año 1909, en Praga, Kafka conoció al joven Adolf Hitler. Este escritor, como un personaje de la novela, desempeña la misma función que Enrique Ossorio: puede ver lo que nadie ve. Kafka escucha los monólogos delirantes del joven Hitler y le cree; otra vez en forma de delirio se expresa el lado perverso del proceso histórico, que iba a conducir a la guerra y el Holocausto: La utopía atroz de un mundo convertido en una inmensa colonia penitenciaria, de eso le habla Adolf [...] a Franz Kafka que lo sabe oír, en las mesas del café Arcos, en Praga, a fines de 1909. Y Kafka le cree. Piensa que es posible que los proyectos imposibles y atroces de ese hombrecito ridículo y famélico lleguen a cumplirse y que el mundo se transforme en eso que las palabras estaban construyendo: El Castillo de la Orden y la Cruz gamada, la máquina del mal que graba su mensaje en la carne de las víctimas. ¿No supo oír él la voz abominable de la historia? (209)
Hay una homología entre el caso de Ossorio y el caso de Kafka. Los dos escriben y la suya es una escritura profética, capaz de prever el horror del futuro. En ambos casos, la escritura se cruza con la historia y con el delirio: hay una parte abominable, el reverso perverso del proceso histórico que se expresa en forma de locura, pero una locura parecida a la lucidez, ya que los dos personajes han entendido la historia, lo cual conlleva conocer el porvenir. La condición para ello es tener una mirada histórica, distanciar los acontecimientos presentes para saber oír “la voz abominable de la historia” (los monólogos de Hitler, la violencia política, etc., son sus síntomas).
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“Sea como fuere detrás del suceso hay otro suceso”, anota Brecht (39). El objetivo del efecto distanciador es mostrar de forma indirecta el “otro suceso”, que no puede representarse directamente. En “Tesis sobre el cuento”, también Piglia destaca esa dualidad: “Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario” (Crítica 86). La clave formal del cuento reside en contar una historia mientras se cuenta otra, de modo que el lector reconstruya la historia 2 en la historia superficial (historia 1), ya que en el cuento moderno “lo más importante nunca se cuenta” (88). En el caso de Respiración artificial, la historia 1 son los hechos que podrían formar un resumen de la trama: la correspondencia entre Renzi y Maggi, el encuentro con el senador y el encuentro con Tardewski. Las dos cadenas de distanciamiento analizadas anteriormente conducen a la historia 2, que es un relato sobre el barbarismo como la raíz de la modernidad y que —cifrado en el trabajo de Maggi sobre Ossorio— nunca se cuenta. La forman dos relatos: el primero va desde la ilusión de la razón universal introducida en la cultura argentina por los románticos y relata su perversión: el patrón de la violencia recurrente. El segundo relato habla de otra ilusión: un sistema filosófico desprovisto de duda, concebido por René Descartes, y narra su perversión, es decir, el fascismo: “Si El discurso del método es la primera novela moderna en el sentido indicado, entonces Mi lucha es su parodia [...]. Ese monólogo alemán clausura el sistema inaugurado por el monólogo francés. El relato de Hitler muestra cómo se ha canonizado y cómo han envejecido las formas del discurso inaugurados por Descartes. De allí que se lo pueda ver como una parodia” (Piglia, Respiración 194). En la historia 2 Piglia narra otra historia, la que no puede contarse en el marco del lenguaje oficial, en la que se pasa de la razón al delirio y de la utopía a la violencia. Al fin y al cabo, Piglia está interesado en destruir la ilusión de la dialéctica histórica, en la que el conflicto entre categorías opuestas se resuelve; no se resuelve, sino que se reproduce, parece decir Piglia, esta vez llevando a cabo una polémica con Benjamin, en concreto, con la idea de la violencia divina, que rompe con el ciclo dialéctico (Benjamin 44).
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Por otro lado, la idea de cerrar la historia de la violencia argentina y la violencia europea en una novela puede leerse como la universalización de la experiencia de la violencia. Una mirada crítica al proceso histórico revela el mismo patrón bárbaro que corroe los procesos civilizadores. La violencia subyace la modernidad en sus facetas diferentes, y así las experiencias particulares se universalizan. La ilusión de Descartes y la ilusión de Sarmiento desde el principio están contaminadas por el barbarismo. Este, en el curso de la historia, las distorsiona, de modo que la utopía racionalista de la modernidad europea desemboca en el fascismo, mientras que los mitos fundacionales de la cultura argentina desembocan en la violencia política del siglo xx. La novela Respiración artificial, leída desde la teoría del distanciamiento, resulta —sin duda, entre otras cosas— ser un relato alternativo sobre la historia moderna, contaminada por la violencia, como si la raíz de la civilización occidental fuera la barbarie. Entendimient o y r esistencia Podría suponerse que este entendimiento del proceso histórico es lo que Maggi cifra en el relato sobre Ossorio: su historia secreta. Desde luego, la mirada crítica en última instancia permite entender la experiencia personal: “Somos una hoja que boya en ese río y hay que saber lo que viene como si ya hubiera pasado” (Piglia, Respiración 18). Una reflexión abstracta sobre el proceso histórico es asimismo usada para resolver problemas concretos: cómo resistir en un Estado de terror. Un entendimiento de este tipo produce un sujeto capaz de resistir la violencia. En la novela de Piglia se trata del sujeto distanciado, que mira la vida desde la perspectiva histórica. La resistencia basada en la mirada histórica tiene dos dimensiones principales. La primera es “matar toda ilusión” (Piglia, Respiración 115), ya que la ilusión hace imposible la mirada crítica. El segundo momento es resignar la ilusión de la especificad del individuo, el que no es más que un elemento del proceso histórico, cuyo actor son masas y no individuos. Historizar la experiencia personal ciertamente conlleva cierta relatividad de la noción del individuo, ya que este resulta dependiente de las acciones de otras personas y de los acontecimientos que no controla o ni siquiera conoce.
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No obstante, la tesis de Maggi se hace incluso más radical: “Hay que pensar en contra de sí mismo y vivir en tercera persona” (111). El distanciamiento no es solo un modo de pensar, sino una forma de vivir. Maggi instruye a sus alumnos que es necesario “evitar la introspección” (18). La sospecha necesaria para leer de forma crítica las diferentes narraciones sobre Maggi debería ir dirigida también hacia adentro, ya que “lo primero que pensamos siempre está mal, decía, es un reflejo condicionado” (111). Al parecer, lo que está en juego aquí es la noción del individuo en sí. Maggi se propone un distanciamiento radical, afirmando que la tal llamada vida interna es un efecto de algún condicionamiento. La intuición, el conocimiento más directo posible, resulta ser un producto y, como podemos suponer, el lenguaje dominante no es ajeno al proceso de su producción. Así pues, matar toda ilusión —el programa de Maggi— requiere destruir la ilusión de libertad y autonomía del sujeto. En este contexto, la mirada a sí mismo desde fuera es el único modo de pensar posible. En realidad, se trata aquí de aplicar el determinismo histórico al entendimiento de la experiencia personal. Maggi haría suya la tesis de Karl Marx: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (31). Su pensamiento sobre la historia es un ejercicio de aplicar dicha tesis a la experiencia concreta y personal. Por ende, al entender la historia, se revela la diferencia crucial entre los hombres, un sujeto histórico colectivo, y un hombre, una ilusión que se colapsa en consecuencia de un estudio crítico. Este estudio, el acercamiento a la experiencia para entenderla, se ve anunciado en el epígrafe de la novela, que son dos versos de un poema de Thomas Stearnes Eliot: “We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience” (Piglia, Respiración 9). El poema se titula “Las Dry Salvages” y sus últimos versos podrían clausurar la novela: “Nosotros, que sólo / logramos no ser derrotados / porque hemos preservado; nosotros, / al fin satisfechos si nutre / nuestra reversión temporal / (no alejados en exceso del tejo) / la vida de una tierra con sentido” (Eliot V, 272-278)]. En Eliot es la naturaleza y, en Piglia, la historia los que destruyen la ilusión de la individualidad del ser humano. En Respiración artificial el
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sujeto distanciado, crítico —en realidad, los restos del sujeto moderno—, puede establecerse de forma indirecta en narraciones cifradas y perversas. Desde luego, Respiración artificial no es un relato autobiográfico en el sentido tradicional. Sin embargo, hay un juego autobiográfico con la identidad de Emilio Renzi. De hecho, cuando Piglia recientemente decidió publicar su diario, este salió bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi, y este desdoblamiento se mantuvo en juego durante toda su carrera. Visto esto, y teniendo en cuenta el rol del contexto histórico en la novela, preguntaría si en tanto y en cuanto Renzi es el narrador principal de la historia 1 de la novela, Ricardo Piglia no lo será de la historia 2. De modo que la novela, entre las teorías, parodias y atribuciones, sería un intento de construir un espacio cifrado de autonomía bajo la última dictadura militar argentina y, asimismo, un relato sobre la experiencia de una persona que está tratando de aguantar opresión política, otra faceta del barbarismo moderno. El distanciamiento no es, en suma, ante todo una defensa ideológica ni filosófica, sino un modo de vivir, en concreto, un modo de escritura, que permite construir cierta autonomía en el marco de un relato. Bibliografía Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid: Taurus, 1991. Br echt , Bertolt. Escritos sobre teatro. Barcelona: Alba, 2004. Cat oggio, María Soledad. “The Last Military Dictatorship in Argentina (19761983): the Mechanism of State Terrorism”. Online Encyclopedia of Mass Violence. Web. 3 de julio de 2018 . Dove, Patrick. The Catastrophe of Modernity. Tragedy and the Nation in Latin American Literature. Lewisbur: Bucknell University Press, 2004. Elio t , Thomas S. “Las Dry Salvages”. Cuatro cuartetos. Madrid: Cátedra, 1987. 119-137. Kansteiner , Wulf y Salvador Or tí Camall onga. “Dar sentido a la memoria: Una crítica metodológica a los estudios sobre la memoria colectiva”. Pasajes 24 (2007): 30-43. Mar x, Karl. El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Madrid: SARPE, 1985.
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Mesa Gancedo, Daniel. Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha. Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006. Piglia, Ricardo. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación. Barcelona: Anagrama, 2015. —. El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005. —. Respiración artificial. Barcelona: Anagrama, 2001. —. Crítica y ficción. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1990. —. “Notas sobre Facundo”. Punto de vista 8 (1980): 15-18. Romer o, José Luis. Breve historia de la Argentina. Buenos Aires: Eudeba, 1997. White, Hayden. “Figural Realism in Witness Literature”. Parallax 1 (2004): 113124. Wirshing, Irene. National Trauma in Postdictatorship Latin American Literature: Chile and Argentina. New York: Peter Lang, 2009.
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EXPERIENCIA E INTIMIDAD EN LOS CHICOS Y LAS GUERRAS, DE BRUNO PETRONI Silvia Rosa Université de Lausanne
Hay experiencias sociales que de tan presentes e irresueltas en el cuerpo colectivo se arraigan profundamente en cuerpos y mentes personales. Esto es lo que parece decirnos el joven escritor argentino Bruno Petroni en su primera colección de relatos Los chicos y las guerras (2011), una colección de cinco cuentos relativamente cortos en los que aparecen personajes delirantes en situaciones cotidianas pero enrarecidas por un entorno extremadamente obsceno, en el sentido en que la muerte, la violación, la guerra, la discriminación o el asesinato pueden tener de impúdico u ofensivo. Martín Kasañetz indica acertadamente que en este libro “los mundos de la niñez y de la juventud se ven invadidos por la perversidad de ciertos adultos que, atravesando su halo de inocencia, los transforma en algo que los corrompe profundamente y para siempre” (s/p). Las experiencias cívicas de la última dictadura argentina, de la intemperie post-20011 y de una democracia aún Elsa Drucaroff explica que la palabra intemperie se revela para ella a partir de un fragmento de la novela-cuento El grito, de Florencia Abbate, nominación que hace referencia al postestallido del 2001 y a la forma en que esta etapa es elaborada por los escritores jóvenes. La intemperie señala un tiempo donde no es posible encontrar un lugar, un relato confortable, un espacio en “el que el cuerpo y sus sombras podrían por fin tratar de fluir, aun entre objetos deshechos a punto de borrarse, aunque rondara el horror desbaratando casas, barrios, ciudades, y sólo quedaran los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno a nosotros, como reclamos…” (Fragmento de El grito, de Florencia Abate citado en “Narraciones de la Intemperie”). Según Drucaroff es significativo que la misma palabra haya sido elegida por Pedro Mairal en su texto “El año del desierto” para designar el fenómeno fantástico que irrumpe y deshace el país hasta borrarlo del mapa; de allí que este término simbolice una condición latente de la escritura, de la existencia, del país, incluso de cualquier construcción posible de algo nuevo. Los escritores nuevos cargan “con el desamparo que produce vivir en 1
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cuestionable funcionan como caja de resonancia desde la cual interpelar las vivencias íntimas de estos chicos protagonistas: una adolescente que origina una matanza en el colegio, un grupo de amigos que se hunden en el alcohol y la droga en compañía de una abuela en despojos, una tropilla de amigos cuyo hobby es salir a tirotear transeúntes con balas de plastilina una vez al mes, un padre que pretende en un futuro cercano instruir a sus gemelas con un cadáver, un muchacho drogadicto y sin expectativas que siente bascular su vida “cuando el fin del mundo se anuncia” en un tsunami de Japón y, finalmente, un adolescente solo en medio de una gran orgía urbana, librado en su soledad a los dominios de la fantasía sexual. Se retratan episodios circunscriptos al mundo de lo privado (sexo, relación paterno-filial, masturbación, sexualidad, incesto, estrecha amistad y miedos) en una aparente desconexión con un relato sociopolítico específico, si no fuera justamente por la/s experiencia/s del relato cívico con el que cuenta el lector y que le permiten relacionar la orfandad y sordidez de un niño —por ejemplo— con las islas donde murió su padre y el trauma de la Guerra de Malvinas. Bruno Petroni revisita el pasado reciente de la Argentina a partir de las anécdotas íntimas de los personajes entrecruzando el espacio de lo personal y sus borrosos límites con la dimensión biográfica, civil y pública de quien dice yo —es decir, la experiencia del sujeto—. Experiencia, dict adura y civismo después del horr
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El impacto traumático de la última dictadura militar y la etapa siguiente en el entramado del civismo de Argentina es un hecho hoy incuestionable.2 La manufactura histórica3 en materia judicial, humanitaria y artística que se la Argentina”, como señaló Ariel Bermani para los cuentistas, “y comparten también, a pesar de las diferencias estéticas, una forma de mirar la realidad: miran de costado, con una mirada huérfana, cínica, sin dejarse atrapar ni apartarse por completo, pero sin terminar de creer en lo que están viendo”. Ver Drucaroff (“Narraciones”). 2 Para ampliar, aconsejamos Halbwachs. 3 En cuanto a la literatura, las reflexiones han sido numerosas; lejos de caer en reduccionismos, nos interesa puntear aquí que la elaboración de la memoria histórica cuenta con diferentes modos narrativos, que van desde una preminencia de lo testimonial (Kozamech,
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ha llevado y lleva a cabo es de gran calado, merced a lo cual gran parte de la narrativa argentina escrita durante la etapa de postdictadura hizo de la experiencia dictatorial su objeto y su motivo. El haber padecido el terror en carne propia, como le ocurrió a muchos escritores, ya sea por la tortura, la persecución o el silenciamiento, generó una determinada práctica escritural, mientras que el haber (con)vivido con la desaparición paterna o la clandestinidad familiar forjó otro tipo de escritura. En el caso de autores como Félix Bruzzone o Laura Alcoba, las imágenes de infancias atravesadas por la violencia del aparato represivo del Estado arbitraron como dispositivo estético-político para sus respectivos proyectos literarios. En este sentido, “las producciones narrativas de exploración del yo de la generación de hijos e hijas de militantes políticos, secuestrados y desaparecidos durante los años dictatoriales configuran modos de enunciación performativos que indagan en la infancia como simbología de las inflexiones de la voz para conformar experiencias de memoria y memorias de experiencias” (Bartalini 50). La materia biográfica sobre la que se asientan estas ficciones vino a plantear desafíos cruciales para la experiencia empírica. Las imágenes de infancia, al ser exploradas en la vida adulta, cristalizan la manera y el sentido de su recuperación sabiéndose inefables, carentes y —en cierto sentido— ficcionales.4 La cuestión del recobro de los restos de infancia se enfrentó ineludiblemente con su propia expresión, con el problema del lenguaje. Así, configurar una lengua de infancia —tal como nos recuerda Bartalini— se vuelve inevitablemente un gesto político, “un agenciamiento Rosenberg), otra/s verdade/s no oficial/es reconstruida/s a partir de la imposibilidad de la evidencia (Guzmán, Sagastizábal, Hecker), la demanda de la falta y los recuerdos de infancia (Generación de los Hijos: Bruzzone, Alcoba) y la de todos aquellos escritores que Elsa Drucaroff nomina como NNA (Nueva Narrativa Argentina), en cuyos textos aparece de diferente manera resignificada la vivencia indirecta de la dictadura. A partir sobre todo del concepto de David Viñas de “mancha temática”, Drucaroff dedica las últimas partes de su libro Los prisioneros de la torre (2011) a rastrear una serie de recurrencias argumentales en diferentes obras del período: “fantasmas y desaparecidos”, “el filicidio”, “el parricidio”, “la memoria falsa”, “el viaje estático” y “la civilibarbarie” circulan como etiquetas para buscar, sobre todo, huellas de un diálogo de las nuevas obras con el trauma del pasado militar y democrático último. Ver Drucaroff (Los prisioneros). 4 Piénsese en obras como las de Albertina Carri, en las que el juego con la ficcionalización es parte del relato histórico-familiar. Al respecto, véase en este volumen el artículo de Locane.
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individual y colectivo de la voz en nuestro presente de acción que permita reconstituir memorias discursivas —subjetivas y colectivas— desde la potencia del gesto de la voz” (Bartalini 67). Laura Scarano recuerda acertadamente cómo Dominique Combe, al estudiar los derroteros del vocablo experiencia, interpreta que Dilthey no trata de explicar la obra por un acontecimiento biográfico a la manera del positivismo de Taine, sino de investigar “en la experiencia decisiva —la Erlebnis— no subordinada a la anécdota sino a su repercusión afectiva e intelectual, restituyendo así en el texto el espesor y la riqueza de la vida del creador” (Scarano, “Rituales” 208-209). Si pensamos en los textos de los hijos desde esta perspectiva, al vincular ambas nociones, ellos no esperan rescatar ni contar una experiencia exterior y previa al discurso, sino recrear las condiciones por las que una práctica intersubjetiva como la literatura puede construir un yo y su mundo, de acuerdo con patrones de referencia compartidos. Lo que nos interesa subrayar es el modo en que literatura y experiencia se establecen, pues, como instrumentos de un proceso de “metaforización de la realidad” (Scarano, Palabras 213) que organiza los residuos de sentido para construir una experiencia legible, partiendo evidentemente del supuesto de un mundo experiencial. La pregunta es, entonces: ¿qué experiencia es la que se ofrece en textos como el de Bruno Petroni, donde ya ni el resto vivencial de quien dice yo es rastreable? LOS CHICOS Y LAS GUERRAS: l a experiencia c omo unidad cívica de sentido Nuestra apuesta en este artículo es considerar la cuestión de la experiencia del aparato represor del Estado y de la democracia postdictatorial en los relatos de Petroni a partir de una conciencia que vaya más allá de los hechos empíricos concernientes a un Sujeto en particular (desaparición de padres, exilio, etc.). Nos interesa así reflexionar en torno a la experiencia como una unidad de sentido más amplia que brinda un anclaje donde emerge ese nosotros del yo en forma de relato, capaz de articular los retazos de historias, ideas, sentimientos, hábitos domésticos, episodios históricos, sueños y fantasías, todo un heterogéneo conglomerado de materiales dispuestos al zurcido ficcional, para
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que emerja una experiencia verbalizada, una nueva tela con guiños oblicuos y cómplices, en perpetuo vaivén entre el discurso y la realidad, entre el yo y los otros, entre intimidad y trama social. (Scarano, Palabras 212)
Desde esta perspectiva, la experiencia alude a un entramado de sentido que nada tiene que ver con una vivencia padecida en privado, sino más bien con algo trasmitido socialmente, tal como parece vislumbrar el mismo Petroni: Indudablemente muchos temas repercuten en el presente; la cuestión es de qué manera se pueden vivenciar y captar de allí algo que tenga validez para hacer una crítica. Creo que sólo es posible desde la carcajada feroz. Siempre me hago una pregunta: por qué ir hacia Malvinas si yo nací después, si no tengo un ex combatiente cercano muerto. La única respuesta provisoria es que hay algo ahí que quedó flotando y que genera que un montón de escritores vuelvan hacia Malvinas. (Friera, s/p)
¿De qué modo las vivencias íntimas de los personajes de Petroni hacen sonar la experiencia del pasado reciente? ¿Qué categorías le son operativas para la trasmisión de vivencias como la represión, la desaparición, la censura o la intemperie? El relato titulado “A modo de prólogo” inicia el libro: “Se dice que Brenda Spencer, a los catorce años, le pidió a su padre una bicicleta para Navidad. Se sabe que su padre, para esa Navidad, le regaló un rifle. Cuando Brenda mató a los chicos de la escuela de enfrente de su casa tenía 17 años. Las guerras habían terminado y estaba aburrida” (Los chicos 9). Este microrrelato abre a la perfección ese abanico de horror y muerte en medio de lo cotidiano que atraviesa la mayoría de los cuentos, además, por supuesto, de semantizar el título del libro: los chicos (Brenda Spencer en este caso) frente a algo tan incomprensible y tan mencionado a la ligera como las guerras. El cuento actualiza la matanza que aquella adolescente californiana perpetró en 1962 a partir de frases cortas y simples y sin aventurar grandes razones que expliquen o interpreten tal monstruosidad. El hecho de no haber recibido una bicicleta para Navidad, sino un arma, vislumbra un horizonte de culpabilidad en la figura paterna, aunque sin ir más allá. Los núcleos de sentido recurrentes en el libro germinan aquí al entretejer la historia de esta “parienta
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norteamericana” de la familia porteña presente en otros relatos, para decirlo al estilo de Silvina Friera,5 a saber: un padre siniestro, escolares víctimas, el tedio adolescente impregnado de violencia y la cosa pública tomada como un juego (imagen reafirmada con la ilustración de la tapa en la que la guerra se encarna en un soldadito de juguete). Niños/guerra/tedio/pulsión de muerte/ padre siniestro: matrices de sentido que van a operar de distinta manera a largo de las páginas. Que el mundo fue y será una porquería, lo dejó bien claro Discépolo cuando en plena Década Infame profetizó un siglo xx “problemático y febril”, insolente y malvado en el que el bien y el mal se “manosean” en el mismo “lodo”. Cambalache no es solo un tango, es el espíritu de una época tan vigente en 1934 como en ese futuro incierto pero reconocible que narra el segundo texto de la colección editada por Mil Botellas titulado precisamente “Cambalache”. En un Buenos Aires futurista y extraño, Petroni ubica un “recto padre de familia” con “conciencia ciudadana” que, al pasear en coche por las desoladas calles porteñas en horas no apropiadas (hay toque de queda), recoge —como tantos otros ciudadanos— el cadáver de una joven yaciente en una esquina, lo denuncia a la central del Estado encargada de la identificación de cuerpos para cobrar la recompensa y se lo lleva a su casa a fin de dar una clase práctica a sus pequeñas hijas (las gemelas Cambalache): “Las Nenas Cambalache no paran de saltar atrás. Les digo que se calmen que si no se calman. Cuando se calman les digo agarren sus cuadernos, que se sienten en los sillones, que les voy a dar una clase. [...] Voy hacia el auto, vuelvo con el cadáver y lo acuesto sobre el plástico” (Los chicos 13-14). Los cadáveres cubren Buenos Aires, la capital está tapizada por cuerpos inertes que no nos dicen nada más que eso, que son entidades atestiguando la anterior presencia de vida. Sabemos que el cuerpo es lo más íntimo con lo que cuenta un ser humano, lo primero; de hecho, “nuestra existencia es un primer momento sólo corporal” (Le Breton 21). El cuerpo, intimidad devenida huella material, los pensamientos y las pasiones forman parte de la simbólica social si se corporizan de alguna manera. David Le Breton, en su Sociología del cuerpo, define la corporeidad humana como “fenómeno social En su reseña para Página 12, Friera escribe: “La violencia es hija del tedio. Ahí están los parientes porteños de Brenda Spencer” (s/p, cursiva nuestra). 5
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y cultural, materia simbólica, objeto de representaciones y de imaginarios” (34), “vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo” (7). Si los cuerpos predican sin hablar, tal como lo expresara De Certeau, ¿qué nos revelan entonces estos restos? ¿Qué experiencia trasmiten? Bruno Petroni ha reiterado en diversas oportunidades su gusto por tramas truculentas que van llevando al lector y la fábula hacia ningún lado, hacia lo imprevisible, hacia lo sórdido de lo que parece un sinsentido anidado por un “ambiente revulsivo y mordaz” de “escenas parceladas” (Kasañetz: s/p). En este contexto, el cuerpo extinto no comunica una experiencia del orden de lo pasado, pues nada nos remite al pasado, ni siquiera la gramática, todo el cuento está redactado en Presente. El cadáver ingresa a ese hogar traído por un padre que pretende educar a sus hijas, llamadas Cambalache, en el arte de la represión. Tras pedir a las pequeñas que ausculten el cadáver desnudo para buscar indicios de violación (lastimaduras en los genitales o semen pegado a la ropa), va llevando la clase a fin de mostrar por qué la adolescente de diecisiete años ha sido la apuñalada: por estar maquillada, asistir a una fiesta, portar aros grandes, en definitiva: —Si me dicen para qué tenía el rostro así pintado la chica, ya se ganan el premio. Ahora mismo. Las Nenas Cambalache dudan, se consultan en secreto, revisan sus cuadernitos, mueven las cabezas, se muerden las uñas hasta que la Mayor golpea con el puño la madera del sillón, y grita ¡Provocación! [...] —¡El premio es de ustedes! (Los chicos 21)
La moraleja es devenir sujetos no provocativos. No maquillarse, no usar perfume, no usar corpiños con rellenos, no mostrarse. Una vez que las pequeñas aciertan la respuesta (este mandato de silencio y represión), el padre las premiará. Y aquí Petroni exubera la sordidez de esta familia argentina, pues la idea del incesto como premio parental sobrevuela el relato. La lectura se presenta inevitablemente en clave de experiencia nacional —principalmente si lo pensamos desde las reflexiones de Elsa Drucaroff en el capítulo 9 de su
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libro Los prisioneros de la torre—:6 padres siniestros, cuerpos de desaparecidos desparramados por las calles y cadáveres que el Estado no se toma en serio identificar, todo esto con dos niñas llamadas Cambalache, presas de una perversa educación que les impone la anulación del deseo como destino. La intimidad inscripta en este cuerpo exánime no es la de un resto que prueba el espanto de un Estado represor y desaparecedor (Calveiro) que como política oficial prescindió de aquellos que le resultaban perturbadores. Lo que se está elaborando a partir de este material infértil y violentado es un relato a futuro que modela figuraciones de ciudadanía regidas por prejuicios sociales, tabúes culturales y esquemas de comportamiento propios de la incivilidad: el silencio, la amenaza, la indiferencia ante el crimen, el estado de sospecha como modo de vida (“sospechar es estar preparado”, repite el padre) y la confianza en la conciencia ciudadana de la denuncia. Este futurista (aunque reconocible) Buenos Aires es más insolente, fangoso y revulsivo que el cambalache que Discépolo imaginara para el 2000: ya no hay solo chorros ni maquiavelos ni estafadores, hay asesinos y asesinados, hay homicidas desperdigando cadáveres impunemente en la plaza pública ante la indiferencia estatal y popular. Para Sandra Gayol, editora junto con Gabriel Kessler del libro Muerte, política y sociedad en la Argentina, es difícil establecer una generalización que explique todos los elementos que hacen que un duelo privado se convierta en un tema público; pero sí hay algunos rasgos comunes. La dictadura militar marcó un cambio con respecto a la experiencia de la muerte. La comprobación del horror infringido a inocentes modificó la sensibilidad social frente a la muerte, de modo tal que ciertas formas de matar y morir se volvieron intolerables para los argentinos. (Gayol y Kessler 59)
Para estos críticos, para que una muerte devenga cosa pública y el muerto adquiera el estatuto de víctima se requiere “un trabajo de elaboración de los familiares, que esa muerte pueda establecer relaciones con otras muertes En este agudo estudio crítico, Drucaroff, en el capítulo 9, “Hijos y padres: el imaginario filicida de la postdictadura”, sostiene que existe en las narraciones de los escritores de dicho periodo una mancha temática recurrente, la del filicidio y sus diferentes aristas: como muerte, como aborto, como negación, como incesto, como violación y con sus diversas interpretaciones asociadas al contexto sociopolítico de la reciente democracia (intemperie). 6
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parecidas, que se refiera a un problema común, y no a un caso específico. Y, finalmente, otra clave es el acompañamiento de los medios masivos de comunicación, que se mantenga como noticia” (61). Lamentablemente este no es el caso de los difuntos del cuento: no hay familiares, la única conexión entre los cuerpos es el hecho de ser cadáveres, martirizados por violentas agresiones (violación, atropello, descuartizamiento, apuñalamiento, etc.); no hay sospechosos y trágicamente ya no son vistos como un problema y aún menos son noticia. La capital argentina es una “postal del porvenir” —para decirlo con Fernando Reati—,7 en el cual la experiencia de la muerte, de la represión y de la sordidez ha creado un nuevo orden: la indiferencia. La única experiencia para ser trasmitida generacionalmente es la indolencia y la profanación. Paola Martínez nos recuerda cómo el cuerpo se transformó durante la dictadura en un espacio de disputa desde el cual pareciera que se pretendió castigar y reeducar a los detenidos. Ya en democracia, los restos desaparecidos o aparecidos dieron testimonio de la barbarie y devinieron un dispositivo ordenador del relato de la experiencia histórica: había que encontrarlos, ubicarlos, simbolizarlos, dotarlos de identidad para dar cuenta del horror del aparato torturador y “desaparecedor”. El material corporal de Petroni ya no da cuenta de lo que fue su lugar en el mundo, agencia a las claras lo que es ahora el mundo, una ciudad en la que la intervención humana produjo un daño irreparable sin posibilidades de redención. En el fondo, resuena aquel interrogante de Frank Kermode en El sentido de un final (1983): ¿cómo tramitar el sentido del presente cuando se ha expropiado la visión positiva de una vivencia a futuro o, lo que es lo mismo, cuando el futuro ya está aquí como amenaza y depravación, tal como lo ostenta este “Cambalache”? “La fiesta de San Amor de Buenos Aires”, nuestro tercer relato, plantea una experiencia oficial límite y se divierte en elucubrar qué pasaría si el Estado mismo promoviera el trastrocamiento de lo íntimo y lo público, volviendo público y desenfrenado todo lo que está destinado a permanecer
Fernando Reati, en su libro Postales del porvenir (2006), recorta y analiza un corpus de narraciones de ciencia ficción (o de anticipación, en términos de Reati) desde una lectura económico-social del periodo postdictatorial, principalmente menemista. Un atento repaso a textos recientes de este género le permite a Reati confirmar la depredadora acción del neoliberalismo a presente y a futuro en el marco de un clima general de saqueo y corrupción. 7
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en el reducto de las cuatro paredes de nuestra intimidad: el gobierno de la ciudad promueve todos los años —a modo de fiesta patronal— una orgía sexual desenfrenada en las calles porteñas en honor a su patrono y heroico salvador, San Amor de Buenos Aires. Aquí se da un enérgico apareamiento entre el discurso bíblico (digo bíblico porque se travesea con el formato escritural de la Biblia)8 y el discurso proselitista estatal, lo que provoca, más allá de la risa grotesca, la desarticulación de imaginarios tanto de la religión como de la política. Frente a la religión tradicionalmente asociada al pudor sexual, la castidad y la voluntad de control y abstinencia, el cuento propone todo lo contrario. Si el discurso democrático debe ser entendido como un espacio de polémica y discrepancias entre unos y otros, el discurso de los estadistas de San Amor es su revés: “En este último tiempo, ciudadanos, ciudadanas, la oposición declama, insistente, su discurso desestabilizador acerca del supuesto paganismo en alza. ¡Nosotros, nosotras, queridos, queridas, no les creemos nada! ¡Ellos no nos van a derribar, por acá no pasarán! (Aplausos)” (28). Las constantes inversiones de sentido9 en torno a las cuales se estructura la trama culminan con la representación de la fiesta popular y la religión en términos netamente políticos, no solo porque el texto se construye desde la tríada Estado/devoción sexual/pueblo, sino también por dos datos particulares: la fiesta es el 26 de junio, fecha que en Argentina coincide con el aniversario de la creación del —considerado— primer partido democrático, la UCR, en 1891 y, en 1970, en el marco de la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse, la Cooperativa de Crédito Viamonte entra en una quiebra fraudulenta y estafa a todos sus ahorristas, lo que en la historia económica se considera el primer corralito financiero de la Argentina. Y, si En el cuento, el personaje de Onán lee para instruirse en el tema del debut sexual el Libro de los proverbios de San Amor de Buenos Aires, que se inicia así: “Proverbio CXXVIII: Acerca de la lengua en el Amor: Hijos míos nunca olvidéis que para lograr la iniciación en el verdadero amor, debéis utilizar vuestra propia lengua”. Lo interesantes es que no solo se intertextualiza con la Primera Epístola a los Corintios, resemantizando el término lengua, sino también con el mismo cuento, ya que el narrador se permite señalar con notas a pie de página diferentes versiones del Libro de los proverbios de San Amor de Buenos Aires. 9 Por ejemplo, la clase obrera inmigrante en Buenos Aires son las mujeres norteamericanas que migran a Argentina para huir de la desocupación y pobreza en EE. UU., ya que en este Buenos Aires la tasa de desocupación es solo del 3%. 8
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a esto le sumamos el epígrafe de Barack Obama “Fuck! The Crisis again”, la lectura es contundente: la experiencia sexual se entreteje con la experiencia histórico-política de la ciudadanía bonaerense. En el medio de este mundo inusitado, de esta fiesta desbocada pero controlada, vigilada y propulsada por el Estado, los jóvenes son el análogo de —según reza la contratapa del libro— “la carne de cañón de un país a la intemperie”, de una Argentina en la que pululan personajes que, al decir del mismo autor, “viven en esa baba que quedó del menemismo, pasan el tiempo de maneras insólitas, se divierten con la violencia. Ni siquiera creo que sean personajes cargados de maldad; están, como pueden” (Friera, s/p). Lo llamativo en este texto es que el mismo libertinaje sexual tiene sus confines: “Onán y la Gringa no pueden ir a la fiesta, por virgen y por extranjera” (Los chicos 33). Onán es aún virgen y tiene su primera eyaculación mirando a la Gringa hacer los quehaceres domésticos, lo que suscita en ella un desahuciante: “Look how dirty! I have to find the socks because are, so dirty and I must clean it” (40). En plena celebración sexual, el primer orgasmo de un novato segrega lo abyecto, lo estéril, lo sucio, y torna el acto en algo irrelevante. Si la festividad de San Amor loa “el advenimiento de las fuerzas del bien” sobre las “fuerzas del mal de finales del siglo xx”, lo que el texto cuestiona a través de lo grotesco es precisamente aquella apoteosis: el evento sexual aparece aquí desprovisto de su poder subversivo, obedece a un mandato ideológico y sagrado: “Hoy quiero pedirles a ustedes, más que nunca, que tengan fe y que colaboren para sostener esta armonía que caracteriza hace tantos años a ésta, la nueva capital mundial del amor” (28). ¿Cuánto comunica, cuánto conjura de las retóricas del pasado institucional argentino y del futuro la transgresión inocua de la experiencia sexual? ¿Cuánto se inscribe en la discordancia de la retórica de lo sagrado, “del amor libre, plural, armónico y solidario”? Esta concluyente materialidad vuelve superfluo aquel acto sexual iniciático en el medio de una supuesta fraternidad erótica constitutiva de una nueva sociedad sin desigualdades ni conflictos. “Cuando” —nos recuerda Gabriela Simón analizando el discurso mesiánico menemista— “por referencia a un tercero absoluto y trascendente, la enunciación política anula el componente adversario o polémico que la define, la homogeneidad política que postula sólo puede pensar la otredad en términos de un otro radical, inscripto en un afuera del
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cuerpo social. Así el otro ya no es ‘el adversario’ sino el enemigo del pueblo, la nación, la patria” (16). En alguna ocasión Freud señaló que la pulsión de agresividad humana es el obstáculo más importante en el desarrollo de la cultura. Esta pulsión también aparece disuelta en ciertos fenómenos sociales, como el narcisismo de las pequeñas diferencias, fenómeno psicológico de masas donde el grupo recurre a la discriminación y persecución de un enemigo cercano —exterior o interior— contra el cual descargar la violencia. Desde el psicoanálisis se considera “un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad” (Freud, El malestar 256). Para el padre del psicoanálisis, no lejos de estas manifestaciones está el rebase de la pulsión agresiva por excelencia en la historia de la humanidad, la guerra, ya sea la organizada por un Estado (que monopoliza la violencia con fuerzas armadas y del orden) o la desorganizada y derivada del mito antropológico de Hobbes: la guerra de todos contra todos. Hoy sabemos que las únicas dos cosas que mantienen cohesionada a una comunidad son la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento —técnicamente se las llama “identificaciones”— entre sus miembros10 (Freud, El malestar 42-43). Pensado Petroni desde esta perspectiva, si la sociedad se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, evidentemente la guerra aludida en esta colección de relatos se ofrece como ese espacio pulsional de violencia y agresión cuyos empalmes de contención colectivos fueron desgastándose merced a la experiencia de la dictadura y la democracia consiguiente. En nuestro libro se exponen infantes argentinos librando y purgando una guerra que nunca se revela a nivel narrativo, pero que sofoca de una u otra manera la atmósfera de todos los textos. Repetimos: ninguno de los relatos habla de guerra ni alude a una guerra en concreto, salvo el último, “Los chicos y las guerras”, no obstante, la pulsión de guerra está omnipresente en todas las páginas. El autor entreteje el relato político de la Argentina de los últimos treinta años a partir de la omisión de la guerra como referencia directa. La narración se adelgaza en favor de un tratamiento alegórico, a veces fantástico, de ciertos enfrentamientos políticos; el horror de la guerra en tanto Para profundizar sobre las ideas sobre la identificación y el instinto gregario en Freud, ver su Psicología de las masas. 10
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duelo de dos polis domina a través de su notoria ausencia en los argumentos. Sin embargo, hay un guiño en el título que nos remite de inmediato a otro texto literario capital en Argentina sobre lo político y el trauma de la última guerra: “Los chicos de la guerra”, de Daniel Kon. Al respecto, para Lara Segade, la manera en que se relató Malvinas durante los primeros años de democracia en dos textos fundacionales, “Los chicos de la guerra”, de Kon, y “Los pichiciegos”, de Fogwill, instituyó una suerte de obturación de lo bélico/guerrero subyacente en favor de lo victimizante o desertor (141). Los cuentos de Petroni, lejos de insertarse en este relato de víctimas y victimarios, traidores/desertores/delatores, juegan con la idea de guerra en los términos explicados en el párrafo anterior, sin olvidar, sobre todo, la guerra aludida en la tapa del libro: un soldadito de juguete. La guerra es sugerida en un simple juguete: la guerra como juego, como travesura, como fechoría juvenil, tal como parecen tomarla los amigos de “Lunes”, el cuarto relato: un grupo de amigos cincuentones juega todos los lunes a disparar balas de plastilina a los transeúntes, sin más motivo que la diversión. Esta entretenida trastada rememora al sesgo —merced a un único dato: haber estado juntos con armas en un sótano de Burzaco— la nostalgia de un grupo de exmilitantes de la insurrección armada (guerrilleros), aunque en clave lúdica. Cuando se habla de los lunes en Argentina, Charly García aparece de inmediato: “Lunes otra vez, sobre la ciudad / la gente que ves vive en soledad / siempre será igual, nunca cambiará / lunes es el día triste y gris de soledad”. En el abatimiento y la tristeza de “Lunes otra vez” repica el estado psíquico y la infelicidad de estos exmilitantes, que materializan sus frustraciones y violencias contenidas en un juego: Ese primer lunes de julio, los amigos después [sic] discutir sobre el juego, volvimos a hablar de cuando nos conocimos: Gringo dijo que el arma la había tirado, Gordo dijo que él la tenía en la casa por las dudas, Yo quise hablar de juicios —Juicio las pelotas—, me dijo el Negro. —El juego es estúpido, enfermo y cruel—, dijeron las mujeres. Las mujeres también estuvieron en galpones con armas —pero con los hijos pudieron ser felices— dijo el Gordo. (Los chicos 56)
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El origen del juego es evidente: algo de infelicidad, de sentimiento irresuelto, de tristeza sistémica que ni siquiera los hijos pudieron rehabilitar, pues la experiencia de aquel sótano ha ganado sus espíritus. Según Cathy Caruth, el trauma es “the response to an unexpected or overwhelming violent event or events that are not fully grasped as they occur, but return later in repeated flashbacks, nightmares, or other repetitive phenomena” (91). Siguiendo esta reflexión, una experiencia traumática no puede ser codificada a nivel discursivo, es imposible que se represente del todo y pase entonces a ser internalizada psíquicamente. Por ello, el evento regresa a través de formas alternativas, sueños y pesadillas, por ejemplo. Nuestros amigos, en su búsqueda de procesamiento, no sueñan, juegan. Su inconsciente voluntad para dar sentido a aquella experiencia de juventud en un entorno que no los contiene, que no les propicia sentido ni felicidad, se apoya en un único proyecto, el íntimo: la amistad y las vivencias militantes compartidas: Los Amigos somos cuatro, desde hace treinta años cuando salimos del galpón de la casa de Burzaco somos los mismos cuatro. Banalidad del mal. No conocimos a nadie al que podamos llamar amigo, así fue desde que salimos: mujer, la que teníamos en ese momento, hijos vinieron cuando ellas quisieron, pero amigos somos los que zafamos, sólo nosotros cuatro. No conocemos a nadie de confianza como para reemplazar al gringo, si Gringo se baja. (Los chicos 66)
Drucaroff nos recuerda el sentido de los juegos en muchos textos de la NNA y acierta al pensar con Freud “que mucho se compensa imaginariamente en el juego volviéndose el Dios irracional de la Historia frustrante e incomprensible que padece” (Drucaroff, Los prisioneros 330). Efectivamente, hay mucho de naufragio, de incomprensión de experiencias inacabadas e incluso penitentes en estos amigos. “Don’t like Mondays”, dijo Brenda Spencer al ser interrogada por los motivos de su matanza, Petroni elige esta respuesta como epígrafe del relato. ¿Por qué salen en un Fiat todos los lunes a disparar perdigones de plastilina exmontoneros? “We don’t like Mondays”, quizás. El tedio atravesado por la violencia y las experiencias quebradas de los militantes arruinados, del miedo y la clandestinidad permanecen horrorosamente vigentes como experiencia traumática aludida en estos lunes solitarios de asfalto gris y soledad.
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Retratar tramas que ocurren en un tiempo narrativamente indeterminado, como se da en estos cuentos, un tiempo casi mítico —con lo que el mito conlleva de falsa evidencia, según Barthes—, y en experiencias impías (disparar por disparar, violar hijos, drogarse, asesinar) genera que al leer los relatos de Petroni la experiencia sociopolítica emerja justamente del cruce entre los intersticios de un pasado argentino resonando como un eco y las acciones privadas de personajes que aguijonean nuestro ideario de lo correcto en términos de aceptación moral y ciudadana, sin que medie una razón particular más que lo maltrecho de una contención social y familiar quebrada. No hay hijos por los que valga la pena vivir (y morir), no hay padres diligentes y afectuosos, no hay tabúes sociales (como la exacerbación sexual en “San Amor de Buenos Aires” o la profanación de un cadáver en “Cambalache”). Todos los textos retratan momentos, sino horas (con excepción de “Lunes”), deteniendo el tiempo para volver el acontecimiento a una inminencia siniestra incomprensible. El último texto, que dona su nombre al volumen, “Los chicos y las guerras”, estremece al fotografiar la noche en que tres adolescentes ociosos ocupan su tiempo drogándose en la casa de la abuela de uno de ellos (el Flaco) y flirteando con los roces (y derivadas erecciones) al cuerpo de la anciana. A medida que nos adentramos en la lectura, el cuento recala en una genealogía cívica reconocible: los hijos de desaparecidos, los chicos muertos en Malvinas y el peronismo como aliento popular. Se deja entrever que la madre del Flaco es una desaparecida, mientras que queda muy claro que el padre murió en Malvinas. De esta manera, la familia corporiza el pasado: la experiencia de la Guerra de Malvinas, la experiencia de la desaparición y la tortura (la madre muere en el parto), la orfandad, las faltas. Recordemos que Drucaroff señala la recurrencia en la Nueva Narrativa Argentina de situaciones donde se vive entre presencias que no están, en un tiempo habitado por otro que pasó, con el consiguiente desvanecimiento de la realidad que las rodea. Así, no es fortuito el juego al que se entregan los muchachos drogados y borrachos: vestirse con los uniformes y las armas del hijo y el padre muerto y jugar a la guerra cantando “Mambrú se fue a la guerra...” en el medio del living, presidido por la foto del abuelo —también militar— arropado de general. La voluntad de entretenerse con algo va incrementándose en la narración: contactar una piba para pasar la noche, charlar, bajar la abuela de su cama para
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maquillarla, disfrazarla11 y salir a bailar, flirtear con el cuerpo carcomido por los años y la vida de la anciana, bañarla, volver a acostarla y disfrazarse con los trajes militares del padre y el abuelo del Flaco a fin de jugar a la guerrita, para finalmente caer desmayados de sueño, droga y embriaguez. Tal como señala el mismo Petroni, “Lo tremendo es tomarse la cosa en serio. En el cuento ‘Los chicos y las guerras’, el personaje se da cuenta de que están jugando con la abuela y ahí se arruina todo. Un juego se sostiene en la creencia a ciegas de que es un juego y hay que ganarlo. Ese juego para pasar el tiempo, que les da sentido a esas vidas, se quiebra cuando se lo toman en serio” (Friera). Cuando el juego de ver a la abuela como objeto sexual se materializa en la erección de los amigos, el Flaco llega a su límite: “El Flaco no quiere mirar las erecciones de sus amigos porque sabe que si por alguna cuestión azarosa él también se excita no hay vuelta atrás” (Los chicos 73). Incluso ebrio, el Flaco sabe que hay una frontera a no traspasar. Hay algo sagrado que no permite ser tomado a mofa, que no se negocia en las risas. Hay algo que debe ser custodiado, cuidado, ese algo es la abuela, las migajas que quedan de una memoria averiada, que ya no recuerda, que ya no ve, que ya no entiende, pero que está ahí para marcar una y otra vez que antes hubo otros, otros cuerpos y objetos que desaparecieron en las islas, en las cárceles, y que todavía siguen siendo esperados. La abuela aparece como ese espacio refractario de memorias pasadas, controvertidas, irreverentes y solemnes, todo se mezcla en su cansada mente de vieja de noventa y un años: su odio hacia el peronismo, sus ancestros uruguayos negros e ingleses, su familia de inmigrantes, la pertenencia a una cierta oligarquía hacendada, su padre militar, su hijo muerto en las islas y su nuera fallecida al dar a luz. La nonagenaria repertorea muchas de las experiencias traumáticas de la dictadura del 76 y de las debatidas democracias que la precedieron y que después tomaron el relevo. Pero, de todo esto, los tres chicos del cuento no parecen reivindicar ni recordar nada, más bien repiten frases heredadas para alimentar el grotesco de sus charlas: que si uno caga como si se hubiera comido las manos de Perón, que si todos los morochos quieren a Perón, que, si se perdieron, algo habrán hecho. Tampoco buscan algo previo que los conecte con su identidad, con las razones que los De hecho, los jóvenes se divierten poniéndole a la abuela el vestido de novia de la madre del Flaco. 11
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condujeron a los tres al reformatorio en el que se conocieron. Lo que prima es una necesidad de divertirse y hacer correr las horas. La literatura aquí se escribe para cuestionar y colar tensiones subyacentes en la doxa, trabaja más en la dimensión de las experiencias que de ciertas experiencias en sí. Si hay algo que “Los chicos y las guerras” deja claro es esa condición de jóvenes sin rumbo, de vidas signadas por la abulia, el sinsentido, lo impúdico y el vagabundeo. El tono grotesco y desvergonzado agencia un distanciamiento a la hora de tratar temas tan sensibles en la sociedad argentina, al mismo tiempo que posiciona la literatura en su derecho de hablar de cualquier modo sobre estas experiencias. El título, desde esta mirada, resemantiza el abordaje de la guerra en tanto campo de batalla real y lo inscribe en una dimensión experiencial más amplia a modo de campo de combate simbólico que supera lo trágico de su ser intrínseco para acercarse a esas babas que quedan después de todo debate de época, social y discursivo. De allí que la irreverencia de Petroni hacia ciertas experiencias nacionales propone una reflexión sobre el pasado reciente reinstalando la violencia y el tedio de/sobre la juventud como protagonista primordial del presente democrático: la escena final del libro, en la que los protagonistas (muchachos y abuela), “agonizantes, antes de caer dormidos, están felices girando en ronda y cantando: Mambrú se fue a la guerra, Mambrú se fue a la guerra y no sé cuándo vendrá, no sé cuándo vendrá”, adquiere, en este sentido, la fuerza de un manifiesto: jugar es también, y, sobre todo, quizás su manera de hacer memoria. Hay experiencias históricas trasmitidas que, tal como sucede con los cánticos populares de infancia, retumban en nuestro inconsciente con diversas versiones, orígenes y protagonistas, merodean nuestro interior y se activan cuando menos lo esperamos. A modo de cierr e A poco de comenzar este artículo nos interrogábamos acerca del tipo de experiencia/s que se ofrece/n en el libro Los chicos y las guerras sobre cuestiones tan candentes del pasado histórico reciente de la Argentina, cuando ya ni el resto vivencial, biográfico, en su más estricto sentido, es rastreable. Pensábamos esto en el contexto de las narraciones ficcionales que han abordado
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experiencias tan traumáticas como las relativas a la dictadura (desaparición, muerte) o la Guerra de Malvinas desde una marcada insistencia en relatar experiencias privadas de silenciamiento, de desaparición de progenitores o de tortura. Bruno Petroni niega de manera reiterada que su narrativa se genere a partir de algún tipo de experiencia vital (o muy poco), pero sí entiende que algo de las experiencias colectivas rigen sus universos creativos: universos en los que prima la esfera íntima de personajes niños o adolescentes desorientados, a la deriva de los adultos, con un alto grado de tensiones y violencias latentes que no se explican muy bien y que son —pertinentemente— la condición misma de la experiencia escritural. La intimidad en la que se inscriben estos seres desde un registro de mimesis vivencial no obedece a una trasposición en lenguaje de ciertos hechos empíricos de un sujeto, que revelarían sus deseos, sentimientos ocultos o identidades abortadas o manipuladas, como vemos en otros textos de la NNA. Se trata, en primer lugar, de la elaboración de un relato de intimidades que responde a modelos figurativos de vidas en las que se dan cita mitos sociales, imaginarios de guerra, tabúes culturales o políticos y rasgos de época. Se trataría entonces, siguiendo a Dominique Combe, de una Erlebnis en términos más extensos que la subordinada a la anécdota privada, sino ampliada a la repercusión afectiva e intelectual de un “yo en los otros” y de un “nosotros en el yo” (Scarano, Palabras 152). En segundo lugar, en los cuerpos de los relatos de Petroni se filtra la historia argentina reciente en tanto y en cuanto la experiencia colectiva de lo civil se fundió por y desde la experiencia de la intimidad corporal. Las prácticas de la represión convirtieron ese ámbito privado del cuerpo en el más público y pedagógico de los discursos; de aquí, a lo mejor, que en todos los relatos afloren cuerpos violentados y burlados que interpelan un entorno miserable, inocuo, anodino y escabroso. El autor reconoce en una entrevista con Jorge Boccanera que sus cuentos tienen “esa cosa de circo”, “de fiesta triste”, pero que son un “carnaval saturado” que no se pretende nihilista ni cínico, “sino que surge de la dificultad personal de incorporar la realidad a un orden lógico”. Dificultad que indudablemente Petroni contagia a sus tramas y sus personajes: subyace siempre un entramado social corroído en las prácticas de los mismos. Por ello, las experiencias de transmisión de padres a hijos son inexistentes o macabras, las experiencias biográficas faltantes han sido sustituidas en estos relatos por mun-
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dos ficcionales en los que el/los trauma/s y conflictos pendientes empapan el ambiente, no se explicitan, pero, sobre todo, producen relato, un relato que insiste en el intento de comprender su presente mientras —al decir de Drucaroff— “tematiza obsesivamente que el puente para llegar atrás por vía paterna está quebrado” (Los prisioneros 432) y que nada, ni siquiera la infancia, se salva de la desesperanza. El abordar alegóricamente las tensiones políticas desde el ambiente de los chicos (juegos, educación, despertar sexual, relación paterno-filial) emplaza el debate cívico (además de generacional) en arenas nuevas si coincidimos con Benjamin al valorar la experiencia infantil por su capacidad de transmutar los objetos, otorgándoles un uso contrario al corriente. De ahí que como lectores no podamos más que desconfiar de la felicidad que arguye sentir el protagonista de “Japón” —el último cuento— hasta que un amigo le toca la puerta para contarle que el apocalipsis llegaba: Japón —y el mundo— está en vilo por el tsunami del 2011: “El mundo se acaba”, “todo se va a la mierda”, dice Juan, el amigo, y ante tamaña catástrofe la única salida es “ver el fin por televisión” “fumando un porro” (Los chicos 41-54). Estos dos jóvenes se emparentan con el resto de los cuentos por un pequeño detalle que habla de esa recóndita violencia, reapareciendo sin cesar en cada historia: el yo quiere ser escritor y lo “único que le sale” es la imagen de un niño asfixiando perros. Bruno Petroni escribe estos relatos en Argentina hacia finales de la primera década del siglo xxi, en un contexto sociopolítico de cambios y de transición de un modelo, no solo de peronismo, sino de tratamiento del pasado, en esa “lava que quedó del menemismo” —según sus propias palabras—, en ese periodo de la historia que muchos han pensado —siguiendo a Fredric Jameson— “tercera etapa del capitalismo”, “capitalismo avanzado” o “tardío”. Para otros, estos textos podrían ser síntoma de un estado postmoderno (Lyotard) y hay quienes se atreverán a leerlos en clave nacional (Reati). Puntualizar las razones exactas que motivan la emergencia en estos relatos de la experiencia histórica reciente del país austral siempre con rabia y violencia en boca y actos privados de chicos sería traicionar el texto: Petroni nos entrega la intimidad de una juventud inmersa en un mundo sin coordenadas reconocibles (para sí y para los otros), suspendidos en un aquí y un ahora que los vuelve impotentes, irresueltos y confusos, y cuyo único horizonte de referencia reconocible son los espectros de una experiencia cívico-histórica herida.
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EXPERIENCIA, LAMENTO Y MUSICALIDAD: LA ESTÉTICA DEL DUELO EN LA TETA ASUSTADA. UNA LECTURA DESDE WALTER BENJAMIN Mariela Vargas Universidad Nacional de Salta
Intr oduc ción La teta asustada (2009), el segundo largometraje de la directora peruana Claudia Llosa, obtuvo, además de numerosos reconocimientos, entre ellos el Oso de Oro del Festival Internacional de Cine de Berlín, también algunas críticas. La recepción del film estuvo marcada por la polémica en torno a la representación que lleva a cabo del mundo andino popular y se expresó en lecturas en clave política y económica (Albites; Gómez), antropológica (Cánepa Koch) y de género (Tapia). Esto tuvo como consecuencia el descuido de otros aspectos significativos de la película, tales como su teoría implícita de la memoria y la conexión que establece entre los sentimientos, en particular, el dolor del duelo, la música y el lenguaje, en lo que constituye una singular poética del duelo. El film proporciona así un modelo estético que gravita sobre una particular concepción del trauma y sus vínculos con el cuerpo, el lenguaje y la música, cuyos rasgos centrales pretendemos dilucidar en este trabajo. Este modelo se torna más claramente visible si se lo compara con las reflexiones de Walter Benjamin al respecto. En El significado del lenguaje en el Trauerspiel y la tragedia y Trauerspiel y tragedia, dos estudios preparatorios a su libro sobre el drama barroco alemán, Benjamin desarrolla su propia teoría acerca de la relación entre el lenguaje, la música y los sentimientos, cuyo centro está habitado por la melancolía y la experiencia del duelo, teoría que más tarde, en El origen del Trauerspiel alemán, aplicará al análisis de la singularidad del drama alemán frente a la tragedia griega clásica y a los dramas españoles e ingleses del Barroco. La cuestión del tipo
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de vínculo existente entre el duelo, el lenguaje y la música constituye para Benjamin el núcleo de la problemática estética que diferencia a los distintos tipos de drama entre sí. Este trabajo se propone analizar esta teoría benjaminiana y explorar su potencial heurístico para interpretar La teta asustada. De manera inversa, se ensayará una lectura de los textos benjaminianos desde la propuesta teórica de Llosa. Nuestra hipótesis de trabajo es que estas obras proponen y encarnan dos modelos estéticos diferentes, basados en dos tesis contrapuestas sobre el vínculo que tienen los elementos que componen la tríada experiencia, música y lenguaje entre sí. Así, mientras que para Benjamin la música, tal como esta aparece en el lamento de los coros del Trauerspiel bajo la forma de la musicalidad de las palabras, recoge y redime el dolor del duelo, para Llosa, por el contrario, la música solo es tal cuando logra independizarse del llanto y el lamento. Wal ter Benjamin y l a desembocadura musical del lengu
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Benjamin dedica su breve ensayo El significado del lenguaje en el Trauerspiel y la tragedia (2: 141-144) a la indagación de lo que él denomina la “relación metafísica” existente entre los sentimientos y la palabra. A diferencia de la tragedia, cuya estructura estaría basada en la legalidad del lenguaje humano, y, en concreto, en la del lenguaje hablado, lo propio del Trauerspiel sería la particular relación que este establece entre el sentimiento luctuoso y el lenguaje, un vínculo marcado por un movimiento divergente que aleja uno del otro. Mientras que lo trágico es para Benjamin una fuerza que se manifiesta allí donde tiene lugar la interlocución humana, el duelo o luto [Trauer], que habita el corazón del Trauerspiel, no es una “fuerza imperante”, sino un “sentimiento” [Gefühl] y, por tanto, se mantiene esquivo al poder ordenador del lenguaje y sus categorías (2: 142). Es por ello que para Benjamin la cuestión fundamental para comprender el drama barroco alemán está dada por la pregunta de “cómo el lenguaje se puede llenar de lo luctuoso y ser expresión de lo luctuoso” o, con otras palabras, qué hay en la esencia del duelo que lo hace “salir de la existencia del sentimiento puro” y entrar al orden del lenguaje.
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La respuesta que esboza Benjamin en este texto parte de una distinción de dos formas o funciones de la palabra: la palabra como portadora de significado y la palabra en transformación, que vira desde su origen como articulación vocal en otra dirección, la de su desembocadura en el sonido musical. Esta última sería la propia del Trauerspiel. Mediante aquel movimiento, la palabra deja de ser en el Trauerspiel mero “sonido natural” y, deslizándose por el “lamento hasta alcanzar la música”, se convierte en “sonido puro del sentimiento” (2: 142). La diferencia entre el Trauerspiel y la tragedia reside justamente en la dimensión del lenguaje que impera en cada uno de ellos. Mientras que en la tragedia la función significante del lenguaje es fundamental, pues, de hecho, solo existe lo trágico en el lenguaje humano, “en la eterna rigidez de la palabra hablada”, el Trauerspiel recoge, en cambio, la “resonancia infinita de lo que es su sonido” (2: 144). Benjamin resume esta tesis sobre la propuesta estética que distingue al Trauerspiel con un señalamiento acerca de su final: “El resto del Trauerspiel es ya la música” (2: 141). En esta teoría, la respuesta a la cuestión de la posibilidad de que el lenguaje sea habitado por el luto y se transforme así en vehículo de expresión del dolor supone el quiebre de la unidad significante del lenguaje. Este se produce por la deriva que experimentan las palabras desde su sonido articulado hacia los lamentos del coro hasta desembocar en la música. Cuando una obra logra esto, es decir, la expresión de la naturaleza sensible del dolor mediante signos abstractos, se asegura su ingreso en el círculo del arte. Este modelo estético presenta dos características: por un lado, supone un fenómeno de refracción entre significado o contenido lingüístico y sentimientos, y, por otro, establece una relación entre lenguaje y afecto que es contraria a la idea de una catarsis o expulsión y liberación de las emociones. Mientras que el significado queda del lado de lo exclusivamente humano, el dolor conecta al hombre con su condición, compartida con otros seres vivos, de naturaleza creada. Esta naturaleza se ve traicionada por el lenguaje, pues no puede albergarla. Así, a espaldas del lenguaje, la tristeza se estanca y se convierte en luto. Si la dimensión moral de la catarsis tenía que ver con la purificación del alma del espectador de afectos intensos, el sufrimiento del duelo, por el contrario, “llena el mundo sensible en el que naturaleza y lenguaje se encuentran” y cobra por ello una dimensión teológica y trascendente, que Benjamin
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identifica como el “misterio redentor” de la música, pues en ella se produce un “renacer del sentimiento en una naturaleza suprasensorial” (2: 143). En las canciones del coro, en tanto forma de la musicalidad de las palabras, el lamento y la tristeza por la pérdida quedan acogidos y redimidos a la vez. Esto significa, sin embargo, que el Trauerspiel, permaneciendo fiel a su nombre, consiste en un juego [Spiel] luctuoso [Trauer]. En él, los ecos del duelo no desaparecen, sino que habitan la obra como fantasmas. Cl audia Ll osa: cant ar el duel o La teta asustada tematiza también el vínculo existente entre el dolor de la experiencia del duelo, la música y el lenguaje,1 pero lo hace desde una concepción completamente diferente a la que desarrolla Benjamin. Una mirada atenta descubre diferencias fundamentales con el planteo benjaminiano relativas a la función de la música y el vínculo de esta con el duelo. La película narra la historia de Fausta, una muchacha humilde de los barrios jóvenes peruanos, encarnada por una magnífica Magaly Solier, que padece la teta asustada, una enfermedad frecuente entre las mujeres embarazadas que fueron víctimas de violencia sexual durante el conflicto armado interno en el Perú de la década de los ochenta. La teta asustada se transmite por la leche materna, de modo que, junto con el alimento, los bebés bebieron también la angustia y el dolor de sus madres.2 La vivencia oscura de un dolor ajeno Para un análisis del film de Llosa desde un punto de vista político y antropológico, véase la reseña de Cánepa Koch. 2 Theidon afirma: “Para entender a las madres —quienes nos dijeron que no podían amamantar a sus bebés porque les transmitirían su temor y sus memorias malignas, y temían estar pudriendo las mentes de sus niños con su “leche de rabia y preocupación”—, es necesario comprender una experiencia culturalmente informada del cuerpo… Cuando el cuerpo individual comunica la angustia, podemos escuchar en él el malestar social” (50). En el canto desgarrado de Perpetua puede observarse la función y la permeabilidad de la leche a las emociones de la madre. Así como la leche de las madres de los perpetradores debía estar llena de odio y rabia, la leche de Perpetua contiene pena y miedo: “Quizás algún día / tú sepas comprender / lo que lloré, lo que imploré de rodillas / a esos hijos de perra. / Era de noche gritaba / los cerros remedaban / y la gente reía. / Con mi dolor luché diciendo, / a ti te habrá parido / una perra con rabia… / Por eso le has comido tú sus senos. / Ahora pues, trágame a mí. / 1
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se sedimentó en el cuerpo de aquellos niños antes de que fuesen capaces de hablar o tener incluso recuerdos propios. Este tipo de “memorias tóxicas”, como las llama Kimberly Theidon (77), fue conceptualizado por Marianne Hirsch con el término posmemoria para dar cuenta de “la relación que la generación que siguió a aquellos que fueron testigo de traumas culturales o colectivos guardan con las experiencias de los que le precedieron, experiencias que ellos ‘recuerdan’ sólo por medio de narraciones, imágenes y comportamientos entre los que crecieron. Pero estas experiencias les fueron transmitidas de una manera tan profunda y efectiva que parecen constituir memorias con derecho propio” (106 y ss.). En el caso de Fausta, la teta asustada se cristaliza en una serie de síntomas que determinan una organización de la vida cotidiana basada en el miedo y la evitación de personas desconocidas, más aún si se trata de hombres. El mantenimiento de este cerco fóbico incluye medidas extremas, tales como la introducción de una papa en su vagina para evitar correr la misma suerte que su madre. Solo la muerte de esta la obligará a romperlo. Empujada por la necesidad de reunir dinero para enterrar el cuerpo de su madre en su pueblo natal, Fausta deberá salir finalmente al mundo exterior y enfrentarse a un doble enemigo: el duelo por la pérdida de la madre y el trauma intergeneracional. En ambos casos, el sentimiento de dolor permanece ajeno al lenguaje y, por lo tanto, a cualquier simbolización o apropiación por parte de Fausta. En la escena inicial de La teta asustada, el espectador es confrontado a una prolongada pantalla negra de la que solo emana el canto en quechua de Perpetua, madre de Fausta.3 Solo mediante subtítulos el espectador hispanohablante puede enterarse que se está narrando un acontecimiento de una violencia Ahora pues, chúpame a mí, / como a tu madre. / A esa mujer que les canta / que de noche la agarraron / la violaron. / No les dio pena / de mi hija no nacida. / No les dio vergüenza. / Esta noche me agarraron, me violaron / no les dio pena que mi hija / les viera desde dentro. / Y no contentos con eso, / me han hecho tragar / el pene muerto / de mi marido Josefo. / Su pobre pene muerto sazonado / con pólvora. / Con ese dolor gritaba, / mejor mátame / y entiérrame con mi Josefo” (00:00:45-00:04:35). 3 Esta técnica “expulsa al espectador y confiere el centro a la voz quechua, la cual posee espacio y tiempo para expresarse en sus propios términos. El mundo representado queda así dividido entre el espacio de esta lengua, desde el cual brota el canto que confronta al espectador con su relato, y el de los hispanohablantes, en donde se situará la mayoría de espectadores
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inusitada, la violación de Perpetua mientras estaba embarazada de Fausta. No hay imágenes del sufrimiento, nada que aclare algo de lo que sucede, solo el brillo de la oscuridad de la que mana la lengua indígena. La decisión de la directora de dilatar la aparición de la imagen enfatiza la distancia por parte del espectador no quechuahablante del espacio cultural del que proviene la voz. Ya avanzada la melodía, podemos ver finalmente a Fausta junto a Perpetua en su lecho de muerte. No es casual que la última comunicación entre ambas fuese a través del canto, en la intimidad provista por la lengua materna, y que las últimas palabras de Perpetua refiriesen al acontecimiento que marcaría el nacimiento y el destino de Fausta. Una de las particularidades de La teta asustada es el hecho de que las escenas más significativas y de mayor carga emocional de la película son enteramente cantadas y en quechua, la lengua materna de Fausta. Los diálogos en español y las canciones en quechua se solapan y entrelazan sin solución de continuidad. En este sentido, es necesario hacer notar que las canciones de la película no poseen una mera función ornamental, no acompañan la acción ni forman parte de una banda sonora que, si se silenciara, dejaría intacta la trama, sino que constituyen un elemento central de la narración, capaz de interrumpirla o hacerla avanzar: no solo porque lo expresado en las canciones no es recuperado después y no reaparece en los diálogos, sino porque, bajo la forma de queja y lamento, muestran justamente el fluir del sentimiento desde el ámbito significante del lenguaje hacia el espacio puramente sonoro de la música. El film se plantea a su manera la pregunta benjaminiana por el modo en que el lenguaje puede hacerle lugar a lo luctuoso, siendo que el dolor y el significado se enfrentan sinfónicamente en una coordinada divergencia cuyo resultado es la melodía. Cada vez que las emociones son más fuertes que los diques de contención interiores de Fausta, su voz se desliza desde las palabras, pasando por el lamento, hacia la música. El “sonido natural” del lenguaje, presionado por la tristeza, se torna lamento y hace fluir el dolor hasta su “desembocadura” en la música como “sonido puro del sentimiento” (Benjamin 2: 142). Fausta canta allí donde se le terminan las palabras, donde iniciales del filme, quienes observan un núcleo al cual se le ha dado autosuficiencia y expresión desde el inicio” (Cisneros 56).
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ella abandona este mundo y se adentra en el mundo espectral del trauma, donde habitan la angustia y el dolor experimentado por la madre ya muerta, que, sin embargo, se manifiestan en ella, parasitando su vida y con idéntica intensidad. Tanto para Benjamin como para Llosa los sentimientos, en particular la experiencia del dolor, no son pasibles de una transposición completa a la esfera lingüística, no pueden ser registrados ni expresados enteramente por el lenguaje articulado. Así, la irrupción de la música en las escenas se produce cuando la melancolía, que ahoga el lenguaje, busca un cauce melódico para dar curso al lamento en el espacio lírico, íntimo, no simbolizado y creatural de la canción. Tanto en el Trauerspiel, el drama luctuoso alemán, como en La teta asustada, la música es el medio de la melancolía. Ella recoge, expresa y redime lo no articulado del dolor, lo inasible de la pérdida. La deriva musical de la sonoridad de las palabras da cuenta de una vivencia no conceptualizable y no subjetivada. El lamento que Fausta vierte en sus canciones es como el río que se diluye en el ancho mar; la música recrea y actualiza emociones y sensaciones de las que la joven protagonista no se ha apropiado todavía y que presentan una inmediatez evocada sinfónicamente por la musicalidad de la “palabra en transformación” (2: 142). Tr auma y experiencia Esta particularidad de las canciones de Fausta en La teta asustada nos permite interrogarnos acerca de la manera en que el duelo y el trauma pueden transformarse en experiencia a través de la narración, la poesía o, como en este caso, la música. En Sobre algunos motivos en Baudelaire (2: 205-260), Benjamin analiza las consecuencias en la modernidad capitalista de la caída de la “cotización de la experiencia” (2: 217), diagnosticada en Experiencia y pobreza, y establece una distinción entre experiencia [Erfahrung] y vivencia [Erlebnis], que puede ser de utilidad para comprender la concepción del trauma con la que Llosa trabaja en La teta asustada. La experiencia es el punto de intersección entre el lenguaje público y la subjetividad como ámbito privado, entre los rasgos comunes expresables y la interioridad del individuo. La experiencia se aloja entre el sí mismo y el otro y por eso implica
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necesariamente una relación de diferencia o encuentro con la otredad; cuando ha tenido lugar una experiencia, necesariamente sucede algo nuevo. De hecho, en su raíz latina, experientia alude no solo a la idea de ‘juicio’, ‘prueba’ o ‘experimento’, sino también a la de ‘salida de un peligro’: haber sobrevivido a los riesgos y haber aprendido algo luego de haberlos enfrentado (Jay 10). Mientras que la experiencia supone una comunidad, está ya siempre inserta dentro de una trama de significados compartidos, y presenta, por lo tanto, una de las principales características que Benjamin le adscribe, a saber, la transmisibilidad, las vivencias son, por el contrario, absolutamente individuales, incomunicables e intransferibles y tienen lugar en un reducto solipsista de la subjetividad situado más acá del lenguaje. La vida en la gran urbe moderna estaría marcada por la prevalencia de estas vivencias desnudas, no elaboradas, cuya forma es la del shock. Retomando algunas ideas de Sigmund Freud acerca de la función de la conciencia y de la génesis del trauma, Benjamin señala que la tarea de la conciencia es recibir y elaborar los estímulos provenientes del mundo exterior y “cuanto más a menudo los registre la conciencia, tanto menores serán sus efectos traumáticos” (2: 215). El trauma puede explicarse como el producto del impacto de un estímulo tan fuerte que rompe el envoltorio receptivo del sujeto, es decir, que atraviesa la conciencia dejando no ya recuerdos, sino inscripciones mnemónicas del trauma. Atendiendo a esta distinción entre experiencia y vivencia, puede afirmarse que lo que está en la base de La teta asustada no son experiencias, sino vivencias con un fuerte potencial traumatizante, como la de la violencia sexual sufrida por la madre de Fausta. Al igual que aquellos soldados que, como Benjamin afirmaba, habían retornado de la guerra no más ricos sino más pobres en experiencias (2: 217), aquellas campesinas peruanas quedaron enmudecidas y perdieron su capacidad de simbolizar lo vivido y narrarlo, esto es, de transmitir experiencias a las generaciones venideras. En este sentido, con el recurso a la música en el Origen del drama barroco alemán y en La teta asustada se pretende dar cauce a vivencias y sentimientos que no pudieron ser transmitidos a través del entramado lingüístico.
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Música y duel o La teta asustada presenta algo nuevo dentro de la reflexión acerca del vínculo entre la experiencia y sus modos de transmisión, pues muestra que, por un lado, no solamente hay transmisión de la experiencia, sino también de la ausencia de ella, del trauma, de lo incomprensible e inesperado. Ambas obras despliegan también modelos estéticos y teóricos diferentes acerca de la relación entre la música, el lenguaje y el sentimiento. De manera similar a los desarrollos de Benjamin en su libro sobre el Trauerspiel, en La teta asustada Llosa explora la idea de que la música y la musicalidad del lenguaje son el medio privilegiado en el que el sentimiento se diluye, desplazando al sonido articulado y significante de las palabras, que pierde sus contornos progresivamente hasta desembocar en lamento y melodía. En Experiencia y pobreza, Benjamin cuenta la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Solo tenían que cavar. “Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo, cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad” (2: 216). Para Benjamin, por un lado, la cesura que obra la muerte tiñe con su autoridad lo transmitido y, por otro, es la transmisión de la experiencia por parte de un moribundo, la cercanía de este con la muerte, lo que lo autoriza como narrador. Estas condiciones que dotan a lo narrado de autoridad y que fundan la experiencia están ausentes en La teta asustada, pues esta se ocupa principalmente de la cuestión de la vivencia traumática y de los modos de su elaboración. Fausta recibe, en este sentido, algo de lo que no puede apropiarse, el dolor no subjetivado de una pérdida ajena. La canción que canta Perpetua, su madre, en su lecho de muerte no constituye la transmisión de una experiencia, sino de un trauma, el legado de una vivencia no estructurada. Sus llantos y lamentos no son algo que pueda ser interpretado, discutido, modificado, revalorizado, tal como ocurre con las vivencias cuando pasan por el tamiz del lenguaje y se convierten, como experiencia, en partes de una “vida articulada y sedimentada por una continuidad” (Jay 11). Fausta queda así habitada por un miedo atávico y un sufrimiento paralizante, pues, si la experiencia transmitida por el anciano de la fábula benjaminiana daba
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frutos, el trauma materno que habita el cuerpo de Fausta está marcado por la esterilidad de su cuerpo y sus acciones. No obstante, hay algo que excede esas limitaciones, que rompe el estancamiento que produce el luto, aunque más no sea para conferirle expresión sonora: el lamento, cuya forma es fundamentalmente musical. La música aparece al principio del film como envoltorio sonoro del dolor, mientras que el canto se manifiesta, para decirlo con palabras de Benjamin, como “sonido puro del sentimiento” (2: 142). Cuando, hacia al final de la película, la música se convierta en una instancia expresiva subjetivada en la forma del canto, ya habrán tenido lugar las peripecias de Fausta en busca de una salida del laberinto del duelo. Duel o v ersus mel anc olía Es precisamente en este punto donde difieren no solo los modelos de la relación entre sentimientos, música y lenguaje que plantean Benjamin y Llosa, sino la dirección general de sus teorías estéticas. Pues, si bien en el caso de Fausta el vacío producido por la ausencia de simbolización de lo vivido es la caja de resonancia donde el dolor por la pérdida de su madre se despliega en canciones y en el Trauerspiel la música es el ámbito en el que la tristeza del lamento de los personajes es perpetuada y salvada a la vez por fuera del espacio del lenguaje y del sentido, la manera en que cada una de estas obras concibe el vínculo entre el proceso del duelo y la música no podría ser más disímil. En efecto, mientras que Llosa solo concibe para su personaje una salida del duelo a través de su resolución, esto es, a través de un proceso de abandono del objeto y de apropiación de las emociones que antes desembocaban en el llanto o el lamento para expresarlas de manera articulada en el canto, Benjamin sostiene que la particularidad del Trauerspiel en tanto obra trágica consiste en la ausencia de toda forma de subjetivación del sentimiento luctuoso y su alojamiento redentor en la música.4
Acerca del vínculo entre duelo y melancolía en el libro sobre el Trauerspiel alemán, ver Menke (123-167). Sobre la relación entre Benjamin, Freud y la melancolía, ver Ferber. 4
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La actividad de una subjetividad se registra únicamente del lado del espectador y, de hecho, solo su perspectiva hace posible la comprensión del Trauerspiel. El espectador “experimenta cómo se le presentan de modo incisivo diversas situaciones en la escena, junto a un espacio interior del sentimiento que queda totalmente sin relación con el cosmos” (Benjamin 1: 330). En el Trauerspiel, el sentimiento de duelo aparece absolutamente desligado del mundo y también del significado. Como prueba de ello, Benjamin señala la posición inmutable de este sentimiento frente a las diferentes posibilidades combinatorias de la palabra Trauer en alemán: Trauerbühne: ‘escena del luto o catafalco, que representa a la tierra en cuanto escenario de acontecimientos luctuosos’; Trauergepränge: ‘pompas fúnebres’; Trauergerüst: ‘túmulo funerario’. En estos ejemplos se hace visible que “el meollo del significado se absorbe de las palabras” (1: 330) que acompañan a la palabra luto [Trauer]. El sentimiento de duelo, separado del mundo e inalcanzado por el lenguaje, no se resuelve ni disuelve jamás, más bien embarga al espectador y al coro como “lamento fúnebre” en el que “resuena el dolor primordial de la creación” (1: 332), en tanto expresión del talante espiritual del Barroco. Si se atiende a su nombre, dado que Spiel significa en alemán tanto ‘pieza teatral’ como ‘representación’, ‘actuación’ o ‘juego’, el Trauer-Spiel, la obra teatral luctuosa, es la puesta en escena de un juego auténticamente melancólico, y es precisamente el concepto de juego el que permite acceder a la naturaleza de esta forma de representación, pues este no solamente está libre de la compulsión a ceñirse a una finalidad determinada, sino que está animado por un impulso libre, que se regocija en sí mismo en un movimiento sin resolución (Gadamer 29). En el juego se aúnan la falta de intencionalidad de un sujeto que controle el juego con la infinitud de su automovimiento, pues jugar significa no tanto mandar sobre el juego como ser jugado por él. Expresiones como el juego de las olas o juego de luces dan cuenta de esta dimensión no intencional del ir y venir indefinido y, sin embargo, coordinado del juego. Y, así como el juego podría continuarse indefinidamente, el Trauerspiel no tiene tampoco “un final propiamente dicho, sino que sigue fluyendo indefinidamente” (1: 348). El Trauerspiel supone en Benjamin también una lectura implícita y divergente de la teoría freudiana del duelo y es, en tanto autorrepresentación del movimiento de la melancolía en un escenario, lo contrario del Trauerarbeit,
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del trabajo de duelo, definido por Sigmund Freud, en Duelo y melancolía, como el desasimiento libidinal por parte del yo del objeto perdido. Freud concibe el duelo teleológicamente, desde el punto de vista de su objetivo, entendido como la consecución del proceso de separación psíquica del objeto de amor al que el sujeto continúa ligado afectivamente, aun después de la desaparición de aquel en la realidad. Al término de aquel trabajo, el sujeto, que hasta entonces había estado afectado por el luto, se libera del peso de la pérdida y puede abrirse al mundo otra vez. Desinhibido, está listo para llevar a cabo nuevas investiduras libidinales (Freud 254). Benjamin, por el contrario, inclina el luto hacia la melancolía, puesto que, en la medida en la que en el juego no es posible la determinación de objeto alguno que constituyese el correlato de un sujeto, el juego luctuoso del Trauerspiel se prolonga indefinidamente. Si Benjamin apuesta en el Trauerspiel por el reinado sin subjetividad del luto y su resonancia voluptuosa e infinita en el lamento y la música, Llosa establece, por el contrario, un requisito de subjetivación como condición y vía de acceso de Fausta a la música. Uno busca la perpetuidad lúdico-melancólica del duelo, la otra su atravesamiento, que incluye también el viejo tópico del enfrentamiento con fuerzas míticas y ancestrales, a cuyo término Fausta terminará apropiándose de su voz, a la vez que efectuando un corte con el objeto perdido.5 Un capítulo central de la odisea de Fausta es su paso por la casa de Aída, una señora adinerada de Lima para quien trabaja como empleada doméstica, con el objetivo de reunir el dinero necesario para poder enterrar a su madre en su pueblo natal, conforme a su deseo. Esa casa es el escenario en el que se manifiesta con toda virulencia no solo la constelación social de la que proviene Fausta —una mujer aborigen y migrante, a la que sociedad urbana postcolonial le atribuye el rol de empleada doméstica—, sino también el conflicto psíquico con el trauma heredado y la parasitación de su cuerpo por La canción Palomita que canta Fausta acompaña este corte con la melancolía: “Palomita, perdido / Que has corrido del susto / Y tu alma se ha perdido, paloma / Seguro que durante la guerra / Tu madre te dio a luz / Tal vez con miedo / Tu madre te parió. Si acaso allí te hicieron el mal / No sería para caminar llorando / No sería para caminar sufriendo. Búscate, búscate / tu alma perdida / en tinieblas, búscate / en la tierra, búscate” (01:00:1601:01:42). 5
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parte del sufrimiento de su madre. Para animarse mientras trabaja en la casa silenciosa y oscura que habita Aída, Fausta canta canciones improvisadas,6 entre ellas una sobre una sirena. Aída es una compositora y concertista de piano que atraviesa una crisis creativa, por lo que, cuando oye cantar a Fausta la canción de la sirena, decide servirse del talento de la muchacha y le propone un trato: por cada verso que cante, recibirá una perla, que luego podrá vender y cumplir así su objetivo. Significativamente, la canción de Fausta trata sobre el encuentro de una sirena con un grupo de hombres, con quienes establece un contrato, pero resulta engañada por estos.7 La señora Aída, la figura mítica y engañadora a la que Fausta debe enfrentarse, no cumple con el pacto y se apropia de la canción de la joven, la utiliza en un concierto y no entrega el pago prometido. Mientras que hasta ese momento el personaje de Fausta aceptaba pasivamente dolores e injusticias, cuando Aída no cumple con el trato que tenían, decide enfrentarla y se dirige a la casa a buscar sus perlas adeudadas, ganando así por primera vez un lugar de protagonista. Las perlas remiten a los espejitos de colores ofrecidos a los pueblos nativos americanos por los conquistadores españoles, es decir, al intercambio injusto y a una posición aventajada que facilitaba situaciones de abuso. Si bien tradicionalmente las perlas representan simbólicamente lágrimas, un elemento claramente presente en la película, para comprender el camino de Fausta es tal vez más importante el hecho de que puedan ser contadas y objeto de un intercambio y de una negociación. Las perlas sirven también para adornar el cuerpo femenino, y su recuperación propiciará la visita de Fausta al médico para que le saque la papa de la vagina. Cuando la cámara filma a Fausta recogiendo las perlas se escucha su voz, pero esta vez en off, cantando íntegra la canción de la “Cantemos, cantemos / Hay que cantar cosas bonitas / Para esconder nuestro miedo / Cantemos, cantemos / Cantemos cosas bonitas / Para disimular nuestro miedo / Esconder nuestra heridita / Como si no existiera, no doliera” (00:30:12-00:31:09). 7 “Dicen en mi pueblo que los músicos hacen un contrato con una sirena si quieren saber cuánto tiempo durará el contrato con esa sirena. De un campo oscuro tienen que coger un puñado de quinua para la sirena y así la sirena se quede contando, dice la sirena que cada grano significa un año. Cuando la sirena termine de contar se lo lleva al hombre y le suelta al mar. Pero mi madre dice, dice, dice que la quinua difícil de contar es y la sirena se cansa de contar y así el hombre para siempre ya se queda con el don” (00:55:52-00:57:19). 6
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sirena, la única en español de toda la película. Es la primera vez que la voz se separa del cuerpo y de la vivencia inmediata del dolor y que la música y las canciones no irrumpen junto con las lágrimas en los diálogos. Es la primera vez también que el quechua, medio de comunicación con su madre, cede su lugar al español, un idioma ajeno a ese vínculo. Fausta había intentado entablar una relación tanto con su madre como con Aída a través del canto, sin embargo, en esos vínculos ella termina cantando para esas mujeres y enajenando así su don. En este sentido, ambas figuras femeninas están de alguna manera muertas; sin embargo, fagocitan a Fausta y retienen su voz. Para Fausta, todo lo que la música tiene de expresión y comunicación lo es siempre de sentimientos y vivencias que la invaden, sin que pueda modularlas. Esto cambia cuando decide enfrentarse a Aída y apropiarse de su voz: podría decirse que en ese instante Fausta accede por primera vez a ella, a través de la cual la música se despliega finalmente como canción, separada del lamento. El paso de aquel mundo interior cerrado y doloroso a la exterioridad se manifiesta en la independización del sonido musical de las acciones inmediatas y de la narración de la película. El lamento musical, que conservaba la huella sensible del sufrimiento, no es ya la expresión no mediada de la queja y el duelo, sino auténtica música que ha entrado al ámbito de las experiencias y, con ellas, al círculo del arte. Bibliografía Benjamin, Walter. Obras Completas. Trad. Alfredo Brotons Muñoz et al. Madrid: Abada, 2006. 7 vols. Bernales Albites, Enrique y Leila Gomez. “Trauma y aislamiento en La teta asustada de Claudia Llosa”. Iberoamericana XVII, 65 (2017): 93-106. Web 02. Feb. 2018. . Cánepa Koch, Gisela. “La teta asustada de Claudia Llosa”. e-Misférica 7.1 (2010). Web. 10 de agosto de 2011 . Cisner os, Vitelia. “Guaraní y Quechua desde el cine en las propuestas de Lucía Puenzo, El niño pez, y Claudia Llosa, La teta asustada”. Hispania 96.1 (2013): 51-61.
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EL NORTE, DE GREGORY NAVA, Y A BETTER LIFE, DE CHRIS WEITZ: REPRESENTACIONES IDEOLÓGICAS DE LA INMIGRACIÓN HISPANA EN ESTADOS UNIDOS Donfack Sounna Anicet Christian University of Maroua
Intr oduc ción Los principios del fenómeno de inmigración se relacionan con la historia de los primeros habitantes de nuestro planeta. En efecto, el poblamiento de la tierra se ha realizado mediante continuos procesos de migración, pues el ser humano, en todas las etapas de su evolución hasta la actualidad, siempre ha manifestado el deseo de mejorar sus condiciones de vida. Hoy en día, es común asumir que pertenecemos a un mundo globalizado, donde tienden a desaparecer las fronteras entre Estados y, consiguientemente, se intensifican los movimientos de poblaciones. En esta era, con la aparente liberalización de las fronteras, se ignoran o se quieren esconder los mecanismos de control muy estricto que se establecen en lo que se refiere a la circulación de los individuos. La problemática del desplazamiento de pueblos, sus implicaciones y su plasmación en las artes —el cine, en este caso— constituyen los ejes en que se fundamenta esta reflexión. De modo preciso, queremos analizar las representaciones ideológicas de la inmigración hispana en dos películas, desde una perspectiva sociocrítica. La primera, El Norte (1983), de Gregory Nava, se enmarca en lo que la crítica ha venido llamando “Quart d’heure du cinéma chicano”1 (Benjamin-Labarthe Esta expresión la tomamos de Elyette Benjamin-Labarthe en su introducción del ensayo colectivo Cinéma métis aux États-Unis: Représentations de la frontière Mexique États-Unis. Se refiere al periodo que cubren los años 1975-1990, y que se caracteriza por la producción de 1
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18). Gregory Nava presenta la saga de una familia guatemalteca cuyos padres, peones en plantaciones de café, son fríamente asesinados por el ejército federal. Los hijos, Enrique y María, se ven obligados a cruzar la frontera mexicana para salvar sus vidas y encontrar una mejor opción de vida en Estados Unidos, donde el bienestar y, sobre todo, el peligro los acechan. La segunda, A Better Life (2011), del director Chris Weitz, trata de la historia de Carlos Galindo (Demián Bichir), un mexicano indocumentado que llega de manera ilegal a la ciudad de Los Ángeles, en California. Sobrevive trabajando de sol a sombra como jardinero en la zona residencial de la ciudad. Aunado a este oficio, tiene que velar, en solitario, por la educación de Luis, su rebelde hijo, que está a punto de caer en las redes de una banda de pandilleros. Ambas películas presentan a inmigrantes atrapados en las garras de un monstruo yanqui capitalista y antipático. Son imprescindibles para la construcción de esta sociedad. Sin embargo, la invisibilidad parece ser la única actitud vital para ellos. Al arte cinematográfico, siendo una invención burguesa, durante largo tiempo se le ha atribuido una función de entretenimiento y de ocio. Henry Giroux piensa más bien que las películas, además de constituir un fresco de nuestras culturas, son una metáfora de la realidad. Por eso explica que las películas producen e incorporan ideologías que representan el resultado de luchas que marcaron las realidades históricas del poder y las angustias de los tiempos, también son un despliegue del poder en el sentido que desempeñan un papel que conecta la producción del placer y el significado de los mecanismos y la práctica de máquinas poderosamente pedagógicas. Dicho simple y brevemente, las películas entretienen y enseñan a la vez. (15)
un cine de denuncia de la hegemonía angloamericana sobre las minorías hispanas en general. Al respecto, comenta: “Le discours des réalisateurs d’origine mexicaine rassemblés sous le label chicano instaure un style post-colonial visant à dénoncer l’hégémonie anglo-américaine, à revaloriser la minorité issue de l’immigration, après des décennies de représentations de la population frontalière marquées par une xénophobie tenace. Ceci dans la mesure où le cinéma chicano, comme un cinéma plus inclusif en provenance d’Amérique latine —le cinéma dit ‘latino’—, a dénoncer l’emprise des États-Unis sur le Mexique voisin ainsi que sur l’Amérique latine” (17-18).
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La obra cinematográfica, en cuanto arte y reflejo de la realidad, es susceptible de ser analizada como un enunciado. En esta misma perspectiva, se orientan Jacques Aumont y Marie Michel, que consideran el film como una obra artística autónoma, susceptible de engendrar un texto (análisis textual) que ancla sus significaciones sobre estructuras narrativas (análisis narratológico), sobre aspectos visuales y sonoros (análisis icónico), y produce un efecto particular sobre el espectador (análisis psicoanalítico). Esta obra debe ser igualmente observada en el seno de la historia de las formas, los estilos y su evolución. (8)
Lo mismo opinan Casseti y Di Chio (11), al presentar el film como “objeto de lenguaje, como lugar de representación, como momento de narración y como unidad comunicativa —y en una palabra— como texto”. Y, si bien es cierto que el cine propiamente dicho, bajo su forma clásica, pierde terreno frente a las demás formas audiovisuales, la importancia cultural e ideológica que hoy adquieren las imágenes y los sonidos (técnicas audiovisuales) lo convierten en campo de investigación muy interesante. Para este análisis, planteamos la problemática de la manipulación de la imagen sobre la inmigración en general y la hispana en particular. En otros términos, ¿cómo los directores de las películas logran, a través del tratamiento de las imágenes en movimiento, expresar alguna postura ideológica? A lo largo de esta reflexión, vamos a analizar los mecanismos discursivos que utilizan los directores en sus películas para tomar posición acerca de la inmigración hispana en Estados Unidos. En efecto, el cine, en tanto productor de imágenes, representaciones y significados, aparece igualmente como un material adecuado para investigar la manera como se expresan y enfrentan las distintas posturas ideológicas en una sociedad. Por esto, analizaremos estas películas desde una perspectiva sociocrítica, para ver la socialité de las mismas. Según Claude Duchet, esta socialité se desvela tras una lectura interna e inmanente y, por eso, afirma: “C’est dans la spécificité esthétique même, la dimension valeur des textes, que la sociocritique s’efforce de lire cette présence des œuvres au monde qu’elle appelle la socialité” (4). En las películas que constituyen nuestro material de análisis, los directores, a partir de imágenes, secuencias y sonidos, describen la vida de los inmigrantes en su búsqueda del sueño americano y las relaciones entre ellos
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y el país de acogida. En primera instancia, este análisis se centrará en la trayectoria vital del inmigrante hispano, sus relaciones con la sociedad angloamericana (su desenvolvimiento en ella, los estereotipos, las injusticias sociales, etc.). En segunda instancia, cuestionaremos las ideologías dominantes que subyacen en las tramas de las películas. Ambos directores construyen un discurso crítico en el que ponen en tela de juicio la política migratoria estadounidense y denuncian las formas de discriminación, marginación y explotación contra los inmigrantes hispanos en Estados Unidos. Tr ayect os y proyect os del inmigrante: en busca del sueño americano En este apartado, analizamos la trayectoria vital de los protagonistas inmigrantes en ambas películas. La situación de pobreza en la que se encuentran y la consciencia de las nulas oportunidades que tienen para sobrevivir constituyen un factor que desencadena un deseo insoslayable de emprender el viaje migratorio. Se trata de abandonar la patria para ir a la búsqueda del paraíso imaginado. La primera película, El Norte, está ambientada en Guatemala. El director Gregory Nava sigue el destino de dos hermanos, Enrique (David Villalpando) y Rosa (Zide Silvia Gutiérrez). Son hijos de una familia campesina guatemalteca que emigran al Norte (Estados Unidos) para escapar de una caótica situación social establecida y sostenida en su país por el ejército. Como en la mayoría de los desplazamientos migratorios, su viaje tiene la estructura de una aventura mítica. Empieza con unas motivaciones resultantes de una necesidad de ruptura con un entorno distópico —es decir, donde hay pobreza, ruina, falta de oportunidades, violencia— que tiene como objetivo un espacio utópico —y real— donde se piensa que habrá orden, armonía y bienestar. El título mismo de la película, El Norte, articula un desplazamiento perpetuo, desde Guatemala hasta México, desde México hasta California y desde California hasta Illinois. El viaje de los hermanos ya no se plasma únicamente en el espacio, sino que alcanza un valor mítico y hasta épico. Los héroes deben superar una serie de pruebas para alcanzar el objeto deseado. Como explica Mario Barrera,
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lo que eleva a esta cinta sobre lo ordinario y la reviste de una cualidad extraordinariamente lírica es su relación con el mito. La historia de Enrique y Rosa, así como el simbolismo exuberante de la película, proviene de la creación mítica de los mayas [...]. Hay, como en el Popol Vuh, una pareja de héroes gemelos que deben encarar una serie de pruebas y obstáculos antes de alcanzar sus objetivos. (233)
La trama se desarrolla en tres partes, que representan las tres etapas esenciales del viaje del inmigrante. En las secuencias iniciales de la película, se alude a la explotación del campesinado en los campos y la consiguiente miseria en que está. Josefita se encuentra con la familia de Enrique en una casa para cuya iluminación se valen no más de candelas. Josefita habla sobre la vida en los Estados Unidos, seguida en su discurso magistral por los hermanos Rosa y Enrique. Este último no vacila en corroborar los argumentos que avanza su tía. En la siguiente secuencia de la película se escenifica la violencia que caracteriza las relaciones entre el Gobierno y el campesinado. El padre de Enrique toma la última cena con su familia y, después de presentarle a este las razones de la rebelión en cuya organización participa, es fríamente matado durante la noche por el ejército y su cabeza, colgada a un árbol. Este acontecimiento nos remite al contexto sociopolítico y económico guatemalteco de la década de los ochenta. Entonces los militares cometieron atrocidades contra las comunidades indígenas y se practicó una política de tierra quemada. El ejército mató u obligó al éxodo a miles de habitantes, que vieron en el México vecino un lugar de amparo y, desde allí, intentaron la travesía ilegal hacia la tierra de las oportunidades más al norte, en Estados Unidos. Carentes de medios económicos para sobrevivir en Guatemala y conscientes de que con la rebelión de su padre se volvieron el blanco del ejército, los dos hermanos emprenden el éxodo hacia el Norte. En la segunda etapa del viaje iniciático hacia el paraíso, conocen a un viejo señor, don Ramón. Este les da informaciones sobre cómo llegar a Tijuana y cruzar la frontera y, sobre todo, les advierte sobre las exigencias del viaje: “Necesitas pisto (dinero) y mucha más suerte de la que tuviste hoy”. El viaje hacia Tijuana pasando por Oaxaca se presenta de entrada como una deambulación de los hermanos en los senderos casi desérticos del norte de México. Llegan finalmente a la ciudad fronteriza, donde los espera un coyote que tendrá que asegurar la travesía. Tijuana se presenta como una ciudad
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maldita. El coyote la describe como una “ciudad perdida... [en donde] nadie es dueño de nada”. Además, se muestran desde la perspectiva de un coyote las disparidades entre el Sur y el Norte. La secuencia se monta como un diaporama de quince imágenes en una duración de veinte segundos, con una voz que presenta en imágenes la miseria y el caos en México, frente a la opulencia y el bienestar del Norte. El director se vale pues del effet-clip (Jullier 96), que da cuenta con claridad de las técnicas propias del cine postmoderno que utilizan los autores en sus obras. Los hermanos serán víctimas de un coyote que intentará estafar y agredir a la pareja de ingenuos, que encuentran todas las vías idóneas para llegar al Norte. Recuperados por la Migra, pasan un interrogatorio con mucho protocolo en el que tienen que indicar su procedencia en un mapa. Como no saben leer ni escribir, se ven obligados a engañar a los policías sobre sus orígenes adoptando el habla mexicana, con el uso repetitivo del término chingada, muy propio de esta. Es interesante la escena siguiente, en la que el director vuelve sobre las realidades de la vida en la frontera, donde Rosa se ve obligada a robar para alimentarse con su hermano. Finalmente, el señor Gutiérrez, dueño de un restaurante en la frontera y coyote, los conduce hacia un túnel cuyo cruce los lleva directamente a Estados Unidos. Aquí nos encontramos ante una de las caras más lúgubres del cruce fronterizo, en el que los inmigrantes ilegales conocen el verdadero horror. Sufren un ataque cruel por parte de ratas, probablemente criadas para estos fines. Rosa sale de allí con un tifus, que más tarde se complicará y le causará la muerte en Estados Unidos. Llegados a San Diego, contemplan extasiados la Tierra Prometida: se olvidan de todos los sufrimientos anteriores y sus sueños se vuelven temporalmente realidades. En A Better Life, la acción empieza en Estados Unidos, con una escena que presenta al protagonista, Carlos Galindo tumbado en su salón, después de un día de dura labor. Parece muy cansado todavía y, sin embargo, tiene que salir a buscar trabajo como todas las mañanas. Es un jardinero que ya lleva años viviendo en Estados Unidos. Es ilegal y, de hecho, su pasado nos remite probablemente a las mismas peripecias que conocieron los dos hermanos en la película El Norte. Carlos es un padre modelo, que trabaja a diarias arreglando jardines en las mansiones angelinas. Vive y trabaja para su hijo Luis (José Julián), un joven a punto de caer en las redes de una banda juvenil
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de delincuentes. En ambos casos, el desplazamiento de los personajes hacia el norte obedece a expectativas de una vida mejor, pues una serie de factores ayudan a los inmigrantes a convencerse de que la mejor opción es ir más allá de la patria. Esta primera fase de la búsqueda se halla en “la modalidad del querer”, en palabras de Greimas (167). El deseo de encontrarse en Estados Unidos se convierte en necesidad insoslayable que impulsa la búsqueda. Una vez abandonada la patria, y estando al otro lado, se encuentra idealizado el nuevo centro. Así, el camino, como señala Mircea Eliade (26), es “un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida”. El Norte es finalmente un lugar de oportunidades donde se encuentra todo lo mejor, un sueño que aparentemente se vuelve realidad, ya que en ambas películas los inmigrantes ilegales obtienen trabajo y parecen vivir la felicidad. De l o imaginado a l o vivido En A Better Life, Carlos Galindo lucha para dar a su hijo una mejor. En un principio, forma parte de los hombres parados en las esquinas de las calles, en los terrenos baldíos, en las paradas del camión o en cualquier lugar visible. La presencia callejera de estos hombres sin empleo permanente se torna en evento extraño, casi amenazante para los ojos de quienes no están acostumbrados a ver concentraciones públicas en las calles como en Latinoamérica, en donde “la calle no es un simple camino de tránsito, sino un sitio de reunión para los ociosos y los desempleados” (Barraza 23). Pueden estar dos, tres o más horas esperando de pie al posible empleador que los saque del estado de paciencia, que además se ha convertido en una de sus características esenciales. En los primeros momentos, le toca la ventura. Por su humildad y su buen trabajo, sus servicios son codiciados por los miembros de la alta clase en las mansiones de Los Ángeles. Quiere ofrecerle a su hijo una mejor educación, a pesar del estado de incomunicación e incomprensión patente en el que ambos personajes se encuentran. En El Norte, las primeras imágenes de la ciudad de San Diego recibidas por los hermanos Rosa y Enrique cristalizan el paisaje idílico que tenían en su imaginación antes y durante el viaje. Este nuevo espacio completamente otro
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(Estados Unidos), es una “heterotopía”, para emplear las palabras de Michel Foucault. Se traduce en esta contraposición entre la gran ciudad completamente iluminada casi automáticamente y la aldea natal en Guatemala donde apenas se utilizan luces de velas. Enrique tuvo que formar parte por algunos días de los grupos de desempleados parados en las esquinas de calles. La mirada ansiosa y desconfiada, “no sólo soportan costales de cemento o postes de madera, sino también el reproche de una sociedad que se inquieta por su presencia, pero que demanda su mano de obra barata, ocasional, y sin compromiso” (Barraza 23-24). Después de aprender a hablar inglés, Enrique y Rosa contraen oficios: la chica en una sastrería y el chico en un restaurante, ambos lugares repletos de trabajadores ilegales, que constantemente tienen que huir de los asaltos de la migra. La invisibilidad parece ser la única actitud vital para ellos. Su acción es imprescindible para el desarrollo de la gran ciudad y, sin embargo, tienen que estar siempre listos para huir de la migra y evitar así la deportación. Se sienten como animales acorralados, atrapados en una jaula de oro. Esta actitud se observa en A Better Life bajo el paradigma visibilidad/invisibilidad. En una escena constituida de una sucesión de varias imágenes se presenta, desde el punto de vista de Carlos Galindo, la libertad con la que se mueven los ciudadanos angloamericanos frente a la invisibilidad del inmigrante hispano. La música de fondo en esta escena viene para reforzar esta ansiedad que ya se percibe en su cara. Para sobrevivir en esta sociedad, tiene que evitar todo aquello que lo vuelva visible o lo meta en lío o en contacto con los oficiales (policía o justicia), ya que el único castigo contra esta categoría de individuos es la deportación. Visión ester eo tipada y fra caso del inmigrante Desde el punto de vista del país de origen, se le puede atribuir al inmigrante cualidades heroicas por haberse atrevido a abandonar su país, cruzar la frontera para buscar mejores oportunidades de empleo y desde el exterior llevar a cabo un acto imposible en su lugar de origen: mantener a su familia. Además de enfrentarse al sinfín de peligros inherentes al éxodo hacia el norte, tienen que enfrentar la actitud hostil de la sociedad norteamericana y
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el estatus inferior que se les atribuye dentro del sistema laboral. Estos hombres y mujeres tenaces, si bien reciben reconocimientos en sus patrias, no son héroes en Estados Unidos, aquí más bien son marginados e indignos de recibir el mínimo trato justo por parte de la sociedad anglosajona, que se beneficia de sus duras labores. Esta visión marginal del inmigrante hispano potencia el hecho de que constantemente sean acorralados por la Migra, que no vacila en lanzar asaltos en lugares de trabajo públicos, como aparece en la película El Norte. Enrique tiene que esconderse en la cocina del restaurante donde trabaja para evitar ser capturado por la policía. También se da similar situación en el taller de sastrería donde trabajan Rosa y Nacha. Esta situación paradójica potencia que sus obras reciban apreciaciones a la unanimidad en la sociedad angloamericana y, sin embargo, en cuanto individuos no tienen ningún sitio. De ahí, la invisibilidad que caracteriza a estos individuos. Prefieren desde entonces oficios en casas o lugares privados como empleadas domésticas o jardineros porque, como señala el personaje Nacha en El Norte, “son más seguros”. A veces, los inmigrantes hispanos, y, por extensión, todos los latinos, son asimilados a pandilleros o delincuentes. En A Better Life, Carlos está luchando para brindarle a su hijo una mejor educación. Luis, el hijo, es un adolescente rebelde que vive en un intersticio cultural. Su padre se esfuerza por romper la barrera generacional y alejarle de las redes de pandilleros en las que está a punto de caer, pero, en la escena en que Luis y sus amigos agreden a otro joven, le echan la culpa al joven latino. Llevado a la policía, sufre un interrogatorio durante el cual tratan de buscarle tatuajes en el cuerpo. Este detalle es significativo, pues los tatuajes constituyen un rasgo distintivo de las pandillas. Bastante peor todavía es la consideración que tienen los hispanos nacidos en Estados Unidos (chicanos) con respecto a los hispanos indocumentados. Enrique es un chico que pone mucha pasión y compromiso en su oficio. Su desenvolvimiento en el servicio le vale una promoción, la cual provoca celos en un chicano que lleva más años que él trabajando allí. El chicano no vacila en denunciar a Enrique a la Migra. Con su huida, pierde su trabajo. Sin embargo, contrae otro oficio en Chicago, pero no puede ir porque, al mismo momento, su hermanita Rosa padece una crisis de rabia contraída tras el ataque de las ratas en el túnel fronterizo. En esta situación, Enrique
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se encuentra en un cruel dilema, pues tiene que elegir entre abandonar a su hermana para medrar en la sociedad estadounidense o quedarse con ella, lo que equivale a perder una buena oportunidad de empleo. Finalmente, Rosa fallece. Su muerte puede interpretarse como una liberación y una vuelta a las raíces, ya que ella habrá entendido finalmente que la felicidad en el Norte es pura ilusión. Valga este diálogo entre ella y su hermano Enrique, que en un tono muy patético resume la condición de la mayoría de los inmigrantes hispanos en los Estados Unidos: ROSA: La vida aquí es muy difícil (Enrique), no somos libres... ENRIQUE: Sí, es muy difícil la vida aquí. Es cierto. Hay que trabajar muy duro. ROSA: No es nuestra tierra, no hay lugar para nosotros. Nos quieren matar, no hay lugar allí para nosotros. En México solo hay pobreza, tampoco hay lugar allí para nosotros. Y aquí, en el Norte, no somos aceptados, pues ¿cuándo vamos a encontrar lugar Enrique? Tal vez solo muertos encontremos un lugarcito.
Darle a su hijo una buena educación y garantizarle una mejor vida a su hijo es el sueño de Carlos Galindo en la película A Better Life. Conoce la felicidad y decide volverse contratista, invirtiendo todo su dinero en la compra de una camioneta equipada. En una sociedad tan egoísta y en la que cada uno lucha por su propia cuenta, Carlos pone toda su confianza en Santiago, otro inmigrante hispano que recluta como ayudante. Este acto de caridad torna su vida en un infierno. Su nuevo compadre le roba su camioneta y este hurto le envuelve en un sinnúmero de situaciones que ponen a prueba su integridad moral. Es cogido por la Migra y deportado a su tierra natal por haber intentado robar un objeto suyo, por haber hecho lo que era preciso evitar: hacerse justicia siendo inmigrante indocumentado. Ambos directores construyen un mito opuesto al sueño americano, concordando sobre el fracaso como destino del inmigrante hispano en Estados Unidos. Los sujetos migrantes de las películas tienen una trayectoria cíclica. Parten de una situación límite de pobreza, pasan por un sinfín de pruebas y la deportación a la tierra de origen anula las esperanzas de una vida mejor. El hecho de que le roben su camioneta al jardinero en A Better Life o el hecho de que, en El Norte, Enrique pase progresivamente de las estadías de don nadie a empleado de restaurante, obtener una promoción y sufrir una traición por
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parte de un pocho no son sino una confirmación de la imposibilidad de vivir el sueño americano por la gran mayoría de los inmigrantes ilegales hispanos. Si la inmigración es uno de los temas centrales en las películas, los directores parecen formular una respuesta cinematográfica a los problemas que plantea este fenómeno en la sociedad angloamericana. En sus obras se destaca una intención crítica y, a la vez, el planteamiento de una necesidad de reforma de la política migratoria estadounidense. La inmigra ción hisp ana en EL NORTE Y A BETTER LIFE: lectura psic oideol ógica Los directores afirman haber realizado obras vacías de contenido político. Para ellos, la inmigración es antes que nada un problema humano. Sin embargo, desde un punto de vista puramente crítico, toda enunciación se enmarca en un cuadro político, socioeconómico y cultural concreto. La obra cinematográfica, siendo un acto de enunciación, es susceptible de perder su neutralidad y ser desmantelada bajo los discursos ideológicos de su época. En este nivel de análisis se trata de investigar el contenido ideológico de las películas analizadas. En palabras de Domin Choi, “se trata de considerar si una película es un mero medio, transporte, de la ideología dominante, o si opera (interviene) sobre ésta haciendo visible el mecanismo ideológico” (71). La inclusión del cine como un aparato ideológico de Estado viene a poner fin al largo debate en torno a la pureza política del cine de aquellos que lo consideran como un medio neutro, sin servicios políticos. El cine refleja el estado de las luchas políticas e ideológicas. En consecuencia, el director, a través de su película, se encuentra comprometido en la lucha ideológica, en la cual no solo está envuelto, sino de la cual es agente. Finalmente, al considerar la película como un enunciado y como un texto, asumimos que produce ideología. En este sentido abunda Jean Patrick Lebel al afirmar que el director produce “un film qui est texte, c’est lui qui est système, par conséquent c’est lui qui produit du sens, donc de l’idéologique” (14). En el próximo apartado, analizaremos las posturas ideológicas de los directores, interesándonos respectivamente por la denuncia de las paradojas de la política migratoria norteamericana y la crítica de la hegemonía estadounidense.
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Una política migra t oria p aradójica A lo largo de las películas, se nota una crítica constante de la política migratoria de Estados Unidos. Para los directores, dicho país dispone de una política de inmigración muy compleja y muy paradójica, que ora atrae a los inmigrantes, ora establece todo tipo de mecanismos para impedir su ingreso y su pleno desenvolvimiento en la sociedad angloamericana. En A Better Life, por ejemplo, se observa el desenvolvimiento del jardinero, que no busca sino una mejor opción de vida para su hijo. Sin embargo, parece que, en su oficio, lo vigilan a diario, y tiene que agachar siempre la cabeza cuando lo miran. Los inmigrantes son codiciados en cuanto mano de obra para la construcción de Estados Unidos, pero excluidos como seres humanos. No existe ninguna ley que asegure su protección o les garantice el mínimo de justicia. La voz de Carlos Galindo es entonces la de millones de indocumentados. Su personaje representa una crítica a todos los políticos en Estados Unidos, para los que los trabajadores indocumentados son el nuevo enemigo, a la vez que adquieren notoriedad en tiempos de elecciones presidenciales para demócratas y republicanos. El inmigrante ilegal vive bajo una estrecha y constante vigilancia, una situación contradictoria para quienes tratan de conservar su invisibilidad. En realidad, la frontera es el lugar donde esta se aplica de forma más severa para marcar el límite con el Otro. Uno de los aspectos más difíciles de la experiencia laboral de los trabajadores indocumentados es el hecho de ser observados. En efecto, la actitud xenofóbica contra el hispano, o el latino en general, se explica por el hecho de que la frontera es “infinitamente elástica y puede convertirse en una barrera y zona de violencia [...] en cualquier lugar de Estados Unidos al que vayan” (Aldama 135). El resultado es una visión racista y un recelo constante, ya que, además, cada ciudadano tiene la misión de proteger el país de una invasión a través de la frontera sur con México por extranjeros.
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Un discurso post col onial c ontra l a hegemonía est adounidense Una constante parece imponerse en ambas películas, la de un discurso crítico sobre el expansionismo estadounidense, en un estilo que el cine de reivindicación chicano no solo inició, sino que contribuyó también a consolidar. El director Chris Weitz denuncia la condición de paria de los jóvenes provenientes de la inmigración en la sociedad estadounidense, a veces excluidos de la cultura dominante, para subrayar lo infranqueable que es la frontera psicológica y social para los adolescentes que crecen en Estados Unidos. La única alternativa es integrar pandillas en un intento de autoafirmación frente a la cultura dominante. De este modo, el discurso de los directores de origen mexicano instaura un estilo postcolonial cuyo objetivo es denunciar la hegemonía angloamericana. Desde una perspectiva puramente cultural, Chris Weitz plantea un conflicto entre dos generaciones: el padre hispano llegado a raíz de la inmigración y el joven que no tiene anclaje cultural. Luis crece y estudia en el seno de una cultura que le es ajena y, al mismo tiempo, se encuentra en un estado de incomunicación con su padre inmigrante. Finalmente, la tragedia une a los dos personajes, que desde entonces se entienden y comunican mejor. El padre logra transmitirle al hijo lo que es la cultura mexicana a través de la participación en un festival organizado por los mexicanos de Los Ángeles. El niño, que entonces se encuentra en un estado de transición e indefinición, logra identificarse gracias al amor que siente el padre por él. Gregory Nava, por su parte, dramatiza el choque entre dos culturas: la angloamericana dominante y la hispánica inferior. Condena a estos hispanos en un proceso de asimilación que solo acaba hundiéndolos en la gran ciudad. Los directores denuncian el ostracismo latente para con los mexicanos o, más generalmente, los inmigrantes provenientes de América Latina que el país de acogida supo domesticar cuando la coyuntura económica lo justificaba. Levantan sus voces contra la explotación de los inmigrantes clandestinos en los talleres estadounidenses, con una acuidad sociológica que convierte sus películas en modelos de revelación al público de una de las realidades más tristes del cruce fronterizo y de la trágica saga de individuos aislados, condenados en una especie de jaula de oro en que sus sueños de integración se volvieron utópicos.
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Concl usiones En este trabajo, hemos pretendido analizar el punto de vista de dos directores de cine sobre la inmigración hispana en los Estados Unidos. En una entrevista durante el Festival Internacional de Cine de Morelia en 2011, Gregory Nava afirmó: “Quería hacer una película para dar voz a los que no tienen voz, y para que la gente en Estados Unidos sepa sus luchas y sus tragedias personales”. En realidad, lamentaba que, más de veinticinco años después de su película, la situación fuera empeorando y sugería “cambiar las leyes sobre la inmigración”. En la misma ocasión, Chris Weitz afirmaba que, en América, “they are eleven millions of immigrants, who make their possible for the country to grow. They are the victims of the political system in which it is easier for people to blame them than to understand and appreciate what they do for (my) country”. Estas dos citas bastan para dar cuenta de la conclusión a la que llegamos en esta reflexión: la constante en ambos directores es la necesidad de una reforma de la política migratoria estadounidense, que se destaca por sus paradojas. Son los políticos que más se benefician de la inmigración ilegal quienes condenan más a los indocumentados. Las películas denuncian el hecho de que los límites sirvan de ruptura en vez de puente y que el recelo contra el inmigrante hispano crezca cada vez más en un país que, en realidad, difícilmente puede funcionar sin su brazo y su sudor. Bibliografía Aldama, Arturo. Disrupting Savagism; Intersecting Chicana/o, Mexican, Immigrant, and Native American Struggles for Self-Representation. Durham/London: Duke University Press, 2001. Aumont , Jacques y Marie Michel. L’analyse des films. Paris: Nathan, 1988. Barraz a , Eduardo. Los zapatos del inmigrante y otros escritos. Arizona: Hispanic Institute of Social Issues, 2011. Barr era, Mario. “Story Structure in Latino Feature Films”. Chicanos and Film. Representation and Resistance. Ed. Chon Noriega. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1992. Beaurain, Nicole, Christiane Passe vant y Larry Por tis. “Le cinéma populaire et ses idéologies”. L’Homme et la Société 154, 4 (2004): 5-8.
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LAS DICTADURAS DE BRASIL Y ARGENTINA: CINE Y TESTIMONIO1 Mónica Bueno Universidad Nacional de Mar del Plata/Celehis Graciela Foglia Universidade Federal de São Paulo
El cine es un arma maravillosa y peligrosa, si la maneja un espíritu libre. Luis Buñuel
Intr oduc ción: l a forma de l a experiencia Este trabajo forma parte de un proyecto colectivo de investigación titulado “El sentido de experiencia en las producciones literarias de la postdictadura en Brasil y Argentina”. Las conclusiones del análisis comparativo de las políticas culturales de resistencia durante las dictaduras de Brasil y Argentina nos permitieron pensar la hipótesis de este proyecto, acuñando como eje el concepto de experiencia. Entre los debates actuales, la noción de experiencia ha adquirido una importancia central. Desde las reflexiones de Walter Benjamin, Theodor Adorno y Giorgio Agamben sobre la crisis de la experiencia hasta cierto sentido de reconstitución que postulan los postestructuralistas, la experiencia aparece en el campo de la historia intelectual moderna como un núcleo productivo, heterogéneo y múltiple. Es justamente aquella reflexión taxativa de Benjamin, al finalizar la Gran Guerra, sobre la pérdida del sentido de experiencia el punto de partida que nos permitió pensar este trabajo. Para Benjamin, uno de los determinantes de la imposibilidad de narrar la experiencia Este texto es un extracto del artículo de Mónica Bueno y Graciela Foglia “Cine y representación: las dictaduras de Brasil y Argentina”, publicado en la Revista Iberoamericana LXXXI, núm. 251, abril-junio (2015): 449-463. 1
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propia y ajena reside en los efectos de la Gran Guerra, de la que los hombres volvían enmudecidos. Si esto es así, nos preguntamos, entonces, qué ocurrió con el relato, con la forma de ese relato, con la literatura, con el cine, después del acontecimiento de las dictaduras entre los dos países, donde también el horror puede enmudecer a los hombres. Las múltiples definiciones de experiencia que los investigadores han mostrado y que en muchos casos resultan opuestas nos llevaron a conjeturar que es posible pensar un concepto de experiencia que circula por las grandes obras de la literatura, la música y el cine. Con la dinámica de exposiciones y debates, estas conjeturas se convirtieron en afirmaciones a partir del análisis de un corpus que fue definiéndose y definiendo, también, una conceptualización de la noción de experiencia artística fundada en la imbricación entre lo individual y lo social. Acotar este sentido particular a partir de esta imbricación, así como la traducción de la experiencia a un objeto artístico, esto es, transformar ese sentido peculiar en experiencia estética, ha sido el marco de referencia a partir del cual hemos diseñado nuestra investigación.2 “Nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre” dice Primo Levi (É isto 24), y en esta frase está la huella del trauma que implica toda obra de arte que se presenta como testimonio del horror. En especial, en los documentales, la elección de la forma no ficcional, de índole informativa o didáctica, aliada a la enunciación directa de la problemática, indica una relación particular en el modo de representación. En principio, si en verdad la representación de la cosa solo se muestra a sí misma, pues, de alguna manera, suplanta a la cosa, la representación de un episodio traumático social requiere un trabajo doble, donde la tensión entre experiencia social y estética se conjugue de un modo peculiar.3 En este Este proyecto es resultado de iniciativas individuales y colectivas de investigadores brasileños y argentinos que, a lo largo de los últimos años, buscaron analizar las relaciones culturales entre los dos países. Desarrollando una práctica en la que se privilegió una aproximación comparada, en el sentido de leer la propia identidad a través del contrapunto con la nación vecina, los argentinos y brasileños responsables de este proyecto fueron, paulatinamente, reconfigurando conceptos y metodologías en el sentido de crear nuevas áreas de investigación, basadas en el abordaje transnacional de un mismo objeto de investigación. 3 “La representación solo se presenta a sí misma, se presenta representando la cosa, la eclipsa y la suplanta, duplica su ausencia. Decepción de haber dejado la presa por la sombra, 2
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trabajo, intentamos abordar el primer nivel de esa representación, la forma de un cine documental que intenta en los dos países revisar la dictadura y mostrar una perspectiva de ese acontecimiento. En principio, el documento está cerca de la cosa o pretende estarlo. Trabaja con la idea de representación directa y, de este modo, subsume la cosa en su figura. Pero hay otro concepto que se adhiere a esta impronta de fidelidad que los documentos contienen; se trata de la verdad. Si este cine intenta una reconstrucción de la verdad en la que, de alguna manera, la tensión entre documento y monumento se torne dinámica, el testimonio resulta una de las formas más requeridas, porque es la demostración y la evidencia de la veracidad de una cosa. El cine documental sobre la dictadura pretende afincar su eficacia frente al espectador desde la marca de los testigos, que son, al mismo tiempo, protagonistas e intérpretes de esos acontecimientos. Las dict aduras de Brasil y Ar
gentina: al gunos ejempl os
Intentamos, entonces, discutir la forma de representación en algunas películas brasileras y argentinas. Sabemos que este cine es deudor de una tradición que inaugura el cine del Holocausto y que toma una línea de la historiografía que recupera el testimonio como evidencia y constatación de los acontecimientos. En lugar de interesarse por los avatares de los Estados-nación y de las grandes personalidades, su atención se desplazó a las grandes masacres del siglo xx, y, en particular, al Holocausto, mediante la recopilación de testimonios y la construcción de un archivo. Conceptos como historia oral o pequeña historia son dispositivos de análisis de los historiadores que los realizadores de documentales toman como procedimientos de sus producciones. Nos referiremos a cuatro films que forman una estructura dialogal y, por lo tanto, controvertida y tienen en el testimonio, como lo considera Ricoeur, el eje de su producción.4 En la última parte haremos referencia a la o incluso júbilo por haber ganado con el cambio: el arte supera a la naturaleza, la completa y la realiza” (Enaudeau 45). 4 Siguiendo la sistematización sobre las corrientes de la literatura de testimonio hecha por De Marco, que en este caso nos sirven para pensar el género documental cuya materia es la
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especial relación del cine documental con la biografía cultural. La primera parte, entonces, la forman Cazadores de utopías (1995), de David Blaustein, violencia de Estado, se puede decir que existen dos grandes corrientes de discusión: una, dentro del campo de la crítica de la literatura testimonial hispanoamericana, y la otra, la que surge de la reflexión sobre la Shoah; la diferencia profunda entre ambas radica en las distinta interpretación que hacen del siglo xx. Dentro de cada una también hay diferentes corrientes; aquí, para no alargarnos demasiado, comentamos las hegemónicas. En el campo de la crítica hispanoamericana —cuyos trabajos de referencia son los de Elzbieta Sklodowska y los reunidos por John Beverley en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana—, el testimonio se constituye en el encuentro de un intelectual comprometido con un subalterno, es decir, un narrador que no integra los espacios de producción de conocimiento considerados legítimos. De dicho encuentro (cuyo texto paradigmático es Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de 1983), surge el testimonio mediado por el intelectual. De ahí nacería la posibilidad de un espacio discursivo ampliado, en el cual se puede incluir/oír la voz del subalterno y así construir una nueva identidad “heterogénea, por diferenciada y plural, quizás más democrática, y que respete las identidades otras” (Achugar 53). Señala De Marco que es aquí donde reside lo problemático de esta concepción de testimonio, pues a ella subyace “uma interpretação ideológica do século xx: um século marcado por un processo histórico de inclusão social. Essa leitura, ao não considerar a interloculção com a leitura deste século de tanta violência como processo histórico de exclusão social, dificulta a reflexão sobre a inserção particular da literatura de testemunho das últimas décadas da América Latina no mundo movente da literatura escrita por homens de diferentes línguas, utopias, etnias ou credos nesta nossa ‘era da catástrofe’, em que a violência e a barbárie, tanto quanto o capital, não encontram fronteiras geográficas, políticas ou étnicas” (49-50). Dentro de los estudios de la Shoah, la corriente hegemónica es la que solo reconoce como testimonial la producción de los sobrevivientes y rechaza cualquier consideración estética; su punto de partida es una lectura sin mediaciones de las conocidas afirmaciones de Primo Levi: “Repito, não somos nós, os sobreviventes, as auténticas testemunhas” (Os afogados 47), y Adorno: “Escrever um poema após Auschwitz é um ato bárbaro” (26). Sin embargo, entre los estudiosos de la Shoah también se encuentran aquellos que la consideran como un hecho que se hizo posible en la modernidad, a partir del desarrollo de las técnicas de racionalidad administrativa y el conocimiento científico: “É dessa face da modernidade que nos fala a literatura de testemunho. E como a barbárie do século, essa literatura não tem fronteiras étnicas, geográficas ou linguísticas” (De Marco 60). Hay diferentes maneras de organizar la materia de los documentales. Entre las varias posibilidades se cuentan la interactiva, en la que el director y los actores sociales reconocen, abiertamente en la conversación, la presencia uno del otro, ya sea por acciones conjuntas o en las entrevistas, y la reflexiva, en la que el realizador no solo habla del mundo, sino también de los problemas de la propia representación (Nichols, La representación 19). En general son estas las formas que adoptan la gran mayoría de los documentales sobre la dictadura en ambos países. Algunos más reflexivos que otros, pero todos indicando la dificultad de referirse a la violencia dictatorial.
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que analiza la trayectoria del movimiento Montoneros de la década de los setenta a través de reportajes a quienes militaron en sus filas como dirigentes combatientes en los mandos intermedios, así como a otros testigos políticos privilegiados, y Montoneros, una historia (1994), de Andrés Di Tella, que narra la historia de Ana, una exmilitante que evoca la experiencia de los años violentos de la Argentina en el mismo movimiento Montoneros. Las dos películas abordan el mismo objeto y tienen la misma distancia histórica, pero las perspectivas son diferentes y exhiben matices sumamente interesantes en esa relación entre la dictadura y la década de los noventa en la Argentina. La escena del testimonio conjuga, en cada una de las películas, la historia individual con la historia colectiva. Por su parte, Que bom te ver viva (1989), de Lúcia Murat, aborda la tortura durante la dictadura militar en Brasil, mostrando cómo sus víctimas sobrevivieron y cómo encaran aquellos años de violencia dos décadas después. Que bom te ver viva intercala las reflexiones de un personaje anónimo, ficcional, interpretado por Irene Ravache, con las declaraciones de ocho expresas políticas brasileñas que vivieron la tortura. Finalmente, Tempo de resistência (2004), de André Ristum, película que, a partir de las declaraciones de más de treinta personas directamente involucradas en la resistencia a la dictadura brasileña e imágenes de archivo, con música de Chico Buarque, Francis Hime y Geraldo Vandré, muestra el proceso del golpe militar, desde los comicios del presidente João Goulart hasta la amnistía. En la segunda parte, analizaremos Vlado, 30 anos depois y Paco Urondo, la palabra justa; se trata de documentales que reconstruyen la vida y la muerte de Vladimir Herzog y Paco Urondo, ambos ligados al arte, al periodismo y a la política, y en los que podemos observar lo biográfico en cruce con lo testimonial. Primera p ar te: testimonio y document
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Como señalábamos más arriba, los cuatro directores toman el testimonio (en el sentido de Ricoeur) como sustento específico de su obra. Con la técnica del testigo/víctima hablando a la cámara, la implicación del espectador es contundente: la escena ficcionaliza un diálogo donde aquella replica el lugar del espectador y lo incluye desde ese marco de fingida conversación.
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Que bom te ver viva y Montoneros, una historia tienen como protagonistas a mujeres exmilitantes que estuvieron presas y fueron torturadas. Son narrativas que ponen como eje la experiencia de esas mujeres. Las otras dos películas, en cambio, abren el espectro y diseñan una proliferación de testimonios que a veces resulta excesiva y, otras, sumamente parcial. Las dos películas argentinas, Montoneros y Cazadores, toman el mismo núcleo de interpretación y tienen la misma distancia histórica. Sin embargo, Di Tella (Montoneros), a diferencia de Blaustein (Cazadores), problematiza la lucha armada y abre la interpretación sin excluir momentos de autocrítica. “¿Qué pasó con este proceso que le costó la vida a tantos queridos compañeros y a tanta gente?...” (Montoneros 00:11:04), se pregunta Ignacio Vélez, uno de los fundadores de Montoneros. La película de Blaustein es, en ese sentido, mucho más lineal y conjuga los acontecimientos anteriores a la década de los setenta como procedencias directas de las causas de la dictadura. Cazadores de utopías fue una película muy mal recibida por la crítica: “El modelo elegido por David Blaustein es la peor opción posible cuando de hacer cine documental político se trata”, concluye Gonzalo Aguilar.5 Es cierto: se trata de una poetización forzada de las escenas construidas donde los testigos-protagonistas cuentan su relato, que se torna, demasiadas veces, epopeya o folletín sentimental. Los héroes vivos y muertos deambulan por los fragmentos de una narración colectiva y plural pero unívoca a la hora de las hermenéuticas. Es evidente que la película define una relación explícita con el pasado, ya que instala un diálogo político que quiere apartarse de la teoría de los dos demonios, pero la separación se tematiza de tal modo que suena como hipostasía. Sin embargo, para muchos analistas el mérito del film está en ese modo teatral de contar la experiencia. Es por eso que, a pesar de su reductivismo y su simplificación, la película abre un espacio nuevo para la época. Por otra parte, nos parece que la abusiva carga épica del pasado actúa como Completamos la cita: “Queda claro que la película de Blaustein en vez de ser una historia de la guerrilla, de sus propuestas y sus defecciones, de sus expectativas y de su fracaso, fue más que nada un ejercicio piadoso pero al mismo tiempo tremendamente frustrante y frustrado de recuperar la historia montonera, no para entenderla, evaluarla, discutirla y finalmente cuestionarla, sino para endiosarla, y finalmente para usarla de pretexto para demonizar al presente, enaltecer al pasado y en definitiva vaciar de sentido a los proyectos políticos posibles” (Aguilar, “Maravillosa melancolía” 89). 5
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densificador del vacío del tiempo histórico en el que se produce esta cinta. Todos los testimonios apuntan a la exaltación de esa epopeya pretérita, que por oposición revela una ausencia de conciencia colectiva y heroicidad en el presente. Son los noventa menemistas, de pacificación nacional en nombre de una política económica neoliberal: “Ningún empresario o grupo económico invertiría en un país proclive a los enfrentamientos en torno a hechos del pasado” (Lvovich y Bisquert 50). Es el lamento por lo perdido de los testimonios de los militantes lo que lleva a pensar en la ausencia de esos atributos en el presente político del film. Basta recordar, para hacer más evidente esa interpretación, las leyes del olvido decretadas por los Gobiernos argentinos de Alfonsín y Menem y cierta atmósfera de reconciliación nacional.6 Andrés Di Tella (Montoneros), en cambio, decide jugar con una polifonía inquietante donde el presente es también un ajuste de cuentas con el pasado. No se trata de la fijación homogénea y cerrada de las acciones pasadas, sino de una dinámica que define acciones entre esos sujetos que testimonian: un amigo justifica la posible delación de Ana, la protagonista, en la ESMA. La misma Ana se refiere a su propio cansancio de una lucha que en el final tenía demasiada muerte. Asimismo, la protagonista se distancia de los excesos militantes de su compañero desparecido. No hay héroes, hay hombres y mujeres con dolor y, a veces, con arrepentimiento. Se trata de la epifanía de lo humano. La autocrítica anula la épica e instala el debate; la cámara implica al espectador. Como en el cuento de Borges “Tema del traidor y del héroe”, el héroe y el traidor son máscaras superpuestas y definen la complejidad de un testimonio que intenta —a veces lo logra y otras fracasa— interpretar las formas de violencia y muerte como un ejercicio de la política. Entre circunloquios, silencios y grandes paréntesis, el relato de Ana, protagonista de Montoneros, una historia, que vivió tortura y cárcel (como sus Las leyes de Punto final (1986) y Obediencia debida (1987) y los indultos realizados por Carlos Menem son conocidos como leyes de impunidad (fueron anuladas en 2003). Mientras la de Obediencia debida eximía de culpa a los militares que cometieron actos contra los derechos humanos, cumpliendo órdenes superiores, la de Punto final decretaba que no se harían más juicios por violaciones a los derechos humanos. Estas leyes fueron anuladas por el Congreso de la Nación en 2003. La Corte Suprema de Justicia convalidó esta decisión declarando “inconstitucionales” ambas leyes el 14 de junio de 2005. De esta manera, la Argentina retomó los juicios por los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, que hasta hoy se llevan a cabo. 6
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pares brasileñas), se extenderá desde su entrada en Montoneros, que, como para muchos de los jóvenes que participaron en las luchas de los años setenta, estuvo ligada a la atracción que ejerció la Iglesia católica combativa (vinculada a la teología de la liberación, pasará por la militancia, la clandestinidad, la detención en la Escuela de Mecánica de la Armada ESMA), la tortura y, finalmente, la liberación.7 El documental se cierra con la voz de Ana y una certeza: su marido murió pensando que ella era una traidora porque había salido con vida de la ESMA. Como si fuera un caleidoscopio que repite las mismas imágenes, el relato de la vida de Ana condensa la historia política y expande su biografía en los espejos duplicados de su generación: Esto empieza cuando yo tenía dieciséis años (la misma edad que Paula). En San Jorge y... San Jorge es un pequeño pueblito en Santa Fe, donde nací. Paula, que estaba preparando su examen de historia de cuarto año (para dar en los exámenes del colegio), me pregunta qué pasó en los setenta. (Ellos son jóvenes del noventa). ¡Qué pasó! “¿Cuándo fue esa situación tan terrible, que hay muchas fotos, hay muchos tiroteos...”. (Montoneros, una historia 00.17-01.22, énfasis nuestro)
A diferencia de la película de Murat (Que bom te ver viva), la historia de Ana está enmarcada en la de Montoneros. Es en ese cruce entre lo individual y lo colectivo donde Di Tella cuestiona la violencia,8 de ahí que los Escuela para la formación de oficiales militares que funcionó como centro clandestino de detención durante la dictadura. Perteneciente a la Armada, a partir de 2003 fue expropiada y convertida en Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. 8 Esta discusión también forma parte de las críticas a la militarización de la organización Montoneros. Desde el principio de los años setenta hasta el retorno de Perón en 1973, Montoneros y la Juventud Peronista (un grupo de superficie), fueron organizaciones con un enorme poder de convocatoria (más de 100000 militantes). Cuando rompen con Perón, en 1974, los Montoneros pasan a la clandestinidad y abandonan la lucha política por la lucha armada. Se puede leer la crítica a la creciente militarización de la organización en sus propios documentos internos escritos por Rodolfo Walsh (Baschetti 206-240). A fines de 2004, a raíz de una entrevista realizada a Héctor Jouvé, militante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), donde cuenta el fusilamiento de otros militantes por el mismo grupo, Oscar del Barco envió una carta a la revista La Intemperie donde declaraba: “No existe 7
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testimonios incluyan el autocuestionamento de algunos militantes: “Muchas veces hemos pensado: ‘¿Habrá sido correcto? ¿Habremos hecho lo indicado? ¿No nos habremos equivocado desde el primer momento? ’”, dice Ignacio Vélez. Otros testimonios que acompañan la autocrítica de Ana señalan: Hoy uno no puede creer que estuviera bien visto matar, impunemente, o matar un policía en la calle, que realmente ese sí, en mi caso, yo nunca estuve de acuerdo, me parecía monstruoso. Fue una de las cosas que me hizo dejar de simpatizar porque matar un cana, que está ahí en la calle, solo, es un crimen bastante aberrante. (Silvina Walger 00:13:25, énfasis nuestro) Yo creo que nuestra violencia, si bien fue la respuesta a una experiencia, a una violencia estructural, nuestra violencia gestó muchos monstruos. (Jorge Rulli 00:14:45, énfasis nuestro)
La manera de decidir el uso de la cámara es también un elemento del relato: mientras en Que bom te ver viva se trata de primeros planos centralizados, en el film de Di Tella, la imagen de Ana aparece descentrada de múltiples maneras: en los claroscuros, a contraluz; en el propio relato, a cada paso se abren paréntesis ocupados por las voces de compañeros e imágenes de archivos que dibujan el pasaje de lo individual a lo colectivo. El film brasileño de Murat se centra en las experiencias personales de las protagonistas. El título, Que bom te ver viva, indica ese diálogo íntimo entre dos personas. Después de casi veinte años de la prisión y la tortura, los testimonios se afincan en el dolor. Filmada cada escena con cierta morosidad, los silencios conjugan la eficacia de ese modo del relato. Más que a heroínas estamos viendo a sobrevivientes, quebradas por el sufrimiento y su recuerdo. Sin embargo, cada relato intenta convencernos y convencerse de que el pasado es algo clausurado. Para todas estas mujeres el imperativo es continuar y olvidar. La dimensión del futuro se expande y narcotiza la relación con el pasado. ningún ideal que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el de ‘no matarás’”. (Carta. Aparecida en el No 18 de La Intemperie. Disponible en https://revistaelinterpretador. wordpress.com/2016/11/16/no-mataras-carta-de-oscar-del-barco-a-sergio-schmucler-revistala-intemperie-a-partir-del-testimonio-de-hector-jouve/, acceso 20/11/2018).
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Muchas de ellas subrayan la importancia de la maternidad para superar el trauma; otra, que forma parte de una comunidad mística, llega a afirmar que la tortura fue “inevitável” dada la violencia de los tiempos que se vivían (anónima 01:08:02). No hay épica pasada, más bien hay una recomposición burguesa de varias de las entrevistadas. El presente está diseñado en la dimensión de la familia y el trabajo. A diferencia de Ana, del film de Di Tella, o de los testigos de Blaustein, no hay impronta política ni epopeya. Por otra parte, el personaje ficcional que Murat decide introducir casi como una alter ego es como un fantasma autobiográfico de su propia militancia, que por momentos incomoda con su relato o con la carga de una representación estallada de gestos teatrales. Vale recordar que esta película fue hecha en un contexto en el cual la sociedad y el Estado brasileño reclamaban el olvido en nombre de la reconciliação nacional; dice Rosalinda Santa Cruz, una de las protagonistas: “[...] É fácil dizer que devemos esquecer tudo em nome da conciliação nacional, enquanto existem tantas famílias procurando seus filhos, sem saberem se estão vivos e onde, se estão mortos e em quais cemitérios. Não queremos vingança, queremos justiça”.9 Los testimonios de las exmilitantes están enmarcados por una voz femenina en off, que cuestiona la aceptación del lugar que la sociedad, que no quiere oír lo que las víctimas tienen para decir, les impone. Esa voz se pregunta cómo compatibilizar la imagen de las mujeres que encuentra en 1989 con la de las que fueron militantes y torturadas: “Como integrar esta dona de casa [Maria do Carmo Brito (VPR)] com a história épica da ex-estudante que organiza camponeses, participa de uma organização de guerrilha urbana, é presa, trocada por um embaixador sequestrado e passa dez anos no exílio?” (00:13:49). El monólogo del personaje de Ravache, una expresa torturada, que está sola en su departamento, es una ficción del marco de la desmemoria de la
Por la reconciliación, la lucha por la justicia había quedado relegada a las familias de las víctimas: “A luta ‘pela verdade e justiça’ […] após a conquista da anistia parcial de 1979 e a reorganização dos partidos políticos ficou, em grande medida, restrita aos familiares de mortos e desaparecidos” (Almeida Teles 268). Es decir, la lucha había pasado del ámbito público al privado. 9
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sociedad brasileña que Murat pone en clave crítica. El personaje le habla permanentemente a la cámara y se define como alguien que debe callar para no molestar. La actriz interpela a su interlocutor/espectador, que va tomando diferentes máscaras (amante, amigos, espectador mismo). Todo aquello que está elidido en los testimonios de las víctimas está representado en la ficción actuada, que trae escenas muy incómodas para el espectador, agresivas y acusatorias. De esa manera, aborda temas como la mitificación que se hace del torturado y los problemas que eso acarrea para la sexualidad (“Ninguém quer trepar com Marte nem com Joana d’ Arc, diz”); la paranoia, que ve en cada hombre un torturador; la insistencia social en que la tortura y la dictadura son asuntos pasados de moda; el abuso periodístico, y la banalización. La disonancia entre las imágenes y los sonidos que acompañan todo el film es metonimia de la discordancia entre el dolor de la experiencia vivida y la afirmación de que ese dolor fue resuelto en cada búsqueda individual. La fisura está en esos silencios de las entrevistadas y en la finalización de cada bloque de testimonio con la imagen de una puerta de celda cerrándose con candado. Es la ausencia de la experiencia comunitaria que pueda resarcir las heridas todas de manera colectiva. La experiencia ausente que la película de Murat reclama en ese juego doble entre ficción y testimonio devela la imposibilidad de justicia. De Tempo de resistência nos interesa subrayar algunas cuestiones que la diferencian de las otras películas. Está filmada en el 2004 y el libro es de Paulino Lucero.10 El film reconstruye la historia de Brasil desde la ascensión de João Goulart a la presidencia, pasando por el largo período de la dictadura hasta la vuelta al país de los militantes que estaban en el exilio. Cierra con el orgullo de haber hecho esa historia: José Paulino abre el bloque hablando de los motivos que lo llevaron a escribir el libro en el cual se basa la película: desenmascarar/denunciar a los asesinos, torturadores y contar la historia del período, de la cual se siente orgulloso, al igual que los otros compañeros, a pesar de los sufrimientos por los que pasaron. Está dedicado a
Fue militante del Movimiento Estudiantil y de la ALN (Ação Libertadora Nacional), comandada por Carlos Marighella. Fue preso político y estuvo exiliado en Chile, Argentina, Panamá, Francia y Dinamarca. Hoy en día es músico profesional. 10
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los compañeros que cayeron en la batalla: “Dedicado a todos los compañeros muertos y desaparecidos en la lucha contra la dictadura”. La distancia histórica le permite ciertas vueltas de tuerca. Los relatos de los exmilitantes que revisan los sucesos después del 64, las formas de resistencia, la violencia, las diferentes agrupaciones y las muertes de los líderes son revisitados por estos testimonios que siguen las secuencias cronológicas y en cada análisis recuperan la dimensión política que el documental de Murat de alguna manera elidía. La crítica brasileña ha celebrado la aparición de este film por su exhaustividad. Asimismo, la proliferación de los testimonios abre también la historia nacional y conecta con la latinoamericana. La muerte del Che Guevara o el golpe de Pinochet en Chile son marcas interpretativas que ponen en perspectiva los acontecimientos en Brasil, así como la mención del Plan Cóndor indica que las hermenéuticas de los relatos tienen dispositivos de análisis que permiten esa ampliación de la mirada. Segunda p ar te: l a biografía y el r el at o Vlado, 30 anos depois cuenta la vida del periodista Vladimir Herzog (Yugoslavia, actual Croacia, 1937), secuestrado, torturado y asesinado en una prisión militar en 1975 durante la última dictadura en Brasil. El rescate de la vida de Herzog se hace a partir de las declaraciones de su mujer, Clarice, su hijo Ivo, varios periodistas compañeros de aquella época, algunos amigos, un obispo, un rabino y muchas imágenes de archivo; el propio director, João Batista de Andrade, fue amigo y compañero de trabajo de Herzog en la TV Cultura de São Paulo. De Andrade adopta una forma militante de filmar (que no es nueva en su trayectoria), coincidente con la manera en que grupos ligados al PC, en los años veinte y treinta del siglo pasado, registraban las luchas operarias (Nichols, Introdução 189); en ese tipo de filmación, los realizadores dejan claro de qué lado están, no son meros observadores. Algunos recursos técnicos para marcar esa posición en Vlado, 30 anos son, por ejemplo, la aparición del director mostrándose a sí mismo con una cámara de mano, su voz en off o la visibilidad de micrófonos u otros instrumentos de filmación. También, los fuera del encuadre, tomas particulares de los partici-
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pantes, son frecuentes, sobre todo cuando describen las sesiones de tortura o lo que sintieron las víctimas. Por su lado, Paco Urondo, la palabra justa cuenta la historia de la vida del poeta, que además fue periodista, guionista, dramaturgo y cuadro importante de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias, guerrilla de extracción marxista) y Montoneros. Según lo que se sabía hasta ese momento, Urondo muere después de tomarse una pastilla de cianuro, mientras es perseguido por un grupo de policías-militares, para no delatar bajo tortura a sus compañeros.11 La vida del poeta se reconstruye a través de las voces de la familia: su hermana Beatriz, sus hijos Javier y Ángela y algunos de sus compañeros y amigos, como Noé Jitrik o los periodistas Horacio Verbitsky y Miguel Bonasso. A diferencia del documental de De Andrade, el matiz reflexivo aquí es dado por la lectura, ante la cámara, de poemas de Urondo por los actores Juan Leyrado y Cristina Banegas y por la reconstrucción de los últimos momentos de la vida del poeta militante, huyendo de los policías-militares, en la que se alternan el relato de la compañera que sobrevivió e imágenes en blanco y negro, donde no aparece gente, solo un coche que hace el recorrido de la huida. El sonido de fondo aumenta la intensidad dramática de la escena: se escucha el acelerar de los coches, ruido de tiros, sirenas, gritos de militares y víctimas; primero, la alternancia es ordenada y, a medida que se acerca la hora del desenlace, el sonido de la violencia entra al presente del relato. Como vemos, ambos documentales se encuadran en la categoría que Nichols denomina “reflexiva”, ya que el énfasis en la subjetividad, en la experiencia y en el valor duradero dado a momentos específicos es tan importante como el contenido. Pero otro aspecto importante en este tipo de película es que “la cuestión o problema subyacente es presentado En el año 2011, a partir de los juicios sobre los asesinatos en la dictadura argentina, se conocieron nuevos detalles sobre la muerte de Paco Urondo que indican que fue un asesinato: según la necropsia realizada por el doctor Pinga, las causas de la muerte del militante Montonero fueron graves contusiones craneanas por golpes que policías le dieron con un arma en la cabeza. Señala Horacio Verbitsky: “A 35 años de la muerte de Francisco Urondo, el juicio que se realiza en Mendoza demostró que su muerte se debió al culatazo en la nuca del policía Celustiano Lucero, que le hizo estallar el cráneo. La autopsia de sus restos desmiente la versión creída hasta ahora de que el poeta y guerrillero se tomó una pastilla de cianuro para suicidarse” (s/p). 11
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indirectamente, evocado o subentendido, raramente designado explícitamente” (Pérez Bowie 131). En Vlado, 30, durante ocho largos minutos las víctimas describen el sufrimiento en detalles, con silencios, con fuertes emociones; la cámara ya no los centraliza, hace recortes, que evocan cuerpos mutilados. En Paco Urondo el momento de explicitar llega en la palabra de la última hija, Ángela, que todavía busca el cadáver de su madre: [...] A medida que uno crece y sigue sin tener los muertos enterrados el agujero es llaga y es llaga... Mi mamá está acá en Mendoza, está en algún lado en Mendoza [...]. A mi papá lo matan en este lugar y a mi mamá se la llevan viva. Me encantaría encontrar sus restos y tenerlos bajo mi cuidado. Me gustaría que las autoridades se tomaran el trabajo por buscarla, me gustaría que la sociedad sintiera la necesidad de sacar esos muertos de abajo de la tierra porque me cuesta proyectarme mientras tenga un cadáver sin enterrar. (01:25:40, énfasis nuestro)
En las dos películas, la marca de la biografía retoma el viejo mecanismo romántico de tono explicativo (ideológico, político y cultural): el hombre explica la época. A modo de c oncl usión El modo del relato de cada uno de los films revela la marca de lo propio definido por diferentes políticas de la memoria que, en el caso argentino, la sociedad y el Estado han hecho efectivas después de un tiempo de marchas y contramarchas, y, en el brasileño, recientemente recuperadas. La noción de justicia como reparación permite que los documentales argentinos puedan abstraerse de la marca didáctica sobre el futuro para hacer su hermenéutica del pasado en clave política. En el caso de los brasileños, las diferencias entre uno y otro son indicativas de la distancia histórica y de una política de memoria deficiente, que todavía hace necesario el decir didáctico. Intentamos mostrar con este corpus y en forma muy ajustada cómo los acontecimientos de las dos dictaduras reclaman un tipo de cine documental reflexivo, abierto y colectivo. El modo de representación de estos documentales traba el relato de la experiencia social e individual en diferentes marcos
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que tienen en el testimonio su dispositivo común. Los directores se tornan archivistas y hermeneutas y, de esa forma, diseñan biografías y nos involucran como espectadores frente a la imagen de un pasado que hace desplegar las alas del ángel de la historia. Bibliografía Achugar , Hugo. “Historias paralelas/historias ejemplares: la historia y la voz del otro”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 36 (1992): 49-71. Adorno, Theodor. “Crítica cultura e sociedade”. Prismas. São Paulo: Ática, 1998. Aguil ar , Gonzalo. “Maravillosa melancolía. Cazadores de utopías: una lectura desde el presente”. Cines al margen. Nuevos modos de representación en el cine argentino. Eds. María José Moore y Paula Wolkowicz. Buenos Aires: Editorial Libraria, 2007. 17-32. —. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino. Buenos Aires: Santiago Arcos Editor, 2006. Almeida Teles, Janaina. “Os familiares de mortos e desaparecidos políticos e a luta por verdade e justiça no Brasil”. O que resta da ditadura: a exceção brasileira. Orgs. Edson Teles y Vladimir Saf atle. São Paulo: Boitempo, 2010. Aprea, Gustavo. Cine y políticas en Argentina. Continuidades y discontinuidades en 25 años de democracia. Los Polvorines/Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento/Biblioteca Nacional, 2008. Aumont , Jaques et al. A estética do filme. Campinas: Papirus, 2007. Balderst on, Daniel et al. Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Buenos Aires: Alianza Estudio, 1987. Beverle y, John y Hugo Achugar (eds.). La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa. Número especial de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana XVIII, 36 (1992). Cal veir o, Pilar. Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70. Buenos Aires: Norma, 2005. —. Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina. Buenos Aires: Colihue, 2001. Coira, María: “Narraciones postraumáticas en la novelística argentina reciente”. Actas del IV Congreso Internacional CELEHIS de Literatura (en prensa). del Bar co, Óscar. Carta. Aparecida en el número 18 de La Intemperie. Disponible en , 20 de noviembre de 2018.
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LAS ELEGIDAS, DE JORGE VOLPI: DEL PLANO GENERAL AL CLOSE-UP NARRATIVO Ramón Alvarado Ruiz Universidad Autónoma de San Luis Potosí
Primera t oma La relación entre el cine y la literatura es consabida, así como los lenguajes compartidos al momento de narrar las historias. Una relación que se remonta a los orígenes del séptimo arte: “En el guión de Viaje a la luna, Meliés utilizó dos novelas famosas, una de Julio Verne y otra de H. G. Wells y a partir de ellas realizó una adaptación con un estilo muy propio, donde combinó la fotografía con el teatro” (Pérez Villarreal 28). Las obras literarias se convirtieron en temas referentes para las películas y las adaptaciones comenzaron a ser habituales. Por cuestiones de tiempo señalamos solo este aspecto, que, sin duda, está documentado en múltiples trabajos: Pérez Villarreal establece un estudio con fines docentes donde determina las relaciones entre ambas disciplinas, así como diversos ejemplos de filmaciones emanadas de la literatura. Nos interesa este presente, en el que no se ha abandonado esta relación por parte de escritores contemporáneos y que sin duda es el resultado de la herencia recibida. Sobre todo, de un contexto más cercano como lo es el del boom literario, donde se puede constatar la participación de escritores, inclusive en la elaboración de guiones cinematográficos, como el caso de Cabrera Infante, Julio Cortázar, Manuel Puig, García Márquez y un largo etcétera. El cine dialoga de manera constante con la literatura en la década de los sesenta y setenta; los escritores encuentran potencialidades narrativas que redimensionan sus obras: “Mis novelas, por el contrario, pretenden siempre una reconstrucción directa de la realidad; de ahí su naturaleza analítica. La síntesis en cambio va bien con la alegoría, con el sueño. ¿Qué mejor ejemplo
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de síntesis que nuestros sueños de cada noche? El cine requiere síntesis y por lo tanto es el vehículo ideal de la alegoría, del sueño” (Puig 3). Cabrera Infante escribe Cine o sardina, donde plasma su pensamiento respecto de este arte. Lo hace desde la mirada de escritor y no deja de vincular a lo largo del libro este maridaje de géneros: El cine, a su vez, ha influido en la literatura a la vez que usa la literatura con fines propios. Una muestra son los diálogos de Hemingway que han modelado todos los bocadillos del cine, desde The Last Flight en 1931 hasta Quentin Tarantino en Pulp Fiction (1994), cuyas conversaciones no serían posibles de no haber existido la esticomitia de Hemingway. (Cabrera Infante 13)
Los ejemplos pueden seguir tanto de obras adaptadas como de la participación directa en la escritura de guiones como lo hicieran Carlos Fuentes o García Márquez. Se encuentran, así, otras maneras para hacer cercanas las letras y también para experimentar con fronteras discursivas. En la literatura reciente, el grupo de escritores firmantes del Manifiesto del crack acusan en su dicho una vinculación con la literatura del boom, señalado ello en sus escritos y también en las marcas discursivas de sus obras. En lo concreto, nos centraremos en la obra de Jorge Volpi, cuyo diálogo con el cine es posible observarlo ya desde El temperamento melancólico (2004) y en su novela Las elegidas (2015). La primera, incluida en las obras del manifiesto del crack, narra la historia de Carl Gustav Gruber, reconocido cineasta fundador del nuevo cine alemán, quien está a punto de filmar lo que para él es uno de sus más grandes proyectos. Después de muchos años de estar fuera del medio, en el anonimato, decide rodar la que será su última película en México. Para ello, por intermedio del fotógrafo Braunstein, su más cercano colaborador, decide reunir a quienes serán los personajes de su filme con el requisito de que no sean actores profesionales, es decir, que ejecuten su papel con naturalidad como si de su vida normal se tratara. La novela se torna una narración de planos sobrepuestos, donde se va perdiendo de manera paulatina la distancia entre ficción y realidad, narración y fabulación. Los personajes mismos juegan tres papeles —el de su vida, el de la película y el de modelos de la pintura—, pero los tres semejan ser uno solo aun cuando se presentan en distintos planos. Por otra parte, la historia también se va difuminando hasta trocarse en
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un guion cinematográfico que da continuidad a la narración y lleva lo narrado al papel de representación cinematográfica. O, como lo intitula Jorge Volpi, “Fragmentos de una historia que no llegó a filmarse”. El referente muestra la relación amorosa entre Renata y Gruber, un relato previo, y diríamos una historia menos dentro de la historia, pero que pasó por la mente del cineasta filmarla. El libro séptimo, “El juicio”, será la filmación de la película. Aquí se lleva a cabo el rodaje, de manera tipográfica tenemos la inserción de lo que será el guion cinematográfico. Mas no es del todo así, ya que en las escenas narradas se irán mezclando la representación de la película con los hechos reales en un juego paratextual, donde efectivamente se cruza la línea fronteriza de lo real con lo representado. En la obra en que nos centraremos, Las elegidas (2015), parece darse un proceso inverso en estas relaciones, dado que el cine sirve de motivo para la obra y la historia narrada adquiere el formato de guion, es decir, la obra cinematográfica dentro de la novela. Por otro lado, el proceso para llegar al libro es diferente. Previo a este, la historia fue ofertada por la industria Canana a Pablo Cruz, Gael García y Diego Luna como productores para un proyecto cinematográfico concebido desde las ideas de Jorge Volpi: Volpi y Pablo comenzaron a trabajar en la historia, hasta que las agendas dividieron sus caminos. El proceso buscaba hacer narrable un texto oscuro, denso y cargado de imágenes poéticas. Pablos hizo una síntesis para llevar a la pantalla. “El personaje pertenece a una familia que se dedica a la trata de mujeres. Frente a su víctima se cuestiona el lugar donde está. Es ante todo una relación dentro de un contexto muy violento”, dice el cineasta. El director subraya que su intención no es hacer una película “sórdida”, sino un retrato “intimista de un tema complejo”. (Beauregard s/p)
La película adquirió su propia consistencia, distanciándose de la novela aun cuando tomó motivos de esta última. Estrenada en 2015, se hizo acreedora de varias distinciones, manteniendo el eje temático de la prostitución de menores. Por otro lado, de esta idea también surgió una ópera de cámara bajo el título Cuatro corridos,1 donde sí interviene de manera directa el escritor. En el siguiente vínculo se encuentra descrito el proyecto: . 1
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Ahí Volpi da voz a cuatro mujeres: Azucena, Dalia, Violeta y Rosa. Si bien afirma que son personajes de la novela, las que tienen mayor consistencia en la misma son Azucena, hermana de Silvina, y Rosita, quien denuncia ante la policía la explotación de la que son objeto. La obra musical fue estrenada en 2013, dos años antes de que esta idea se materializara en la novela que se publicó en el 2015: Cuatro corridos es una ópera de cámara inspirada en el tráfico de mujeres que comienza su recorrido en el poblado de Tenancingo, en Tlaxcala, hasta llegar a los “Campos del Amor”, cerca de las plantaciones de fresas de San Diego, California. Es resultado de un proyecto binacional, aclamado por la prensa estadounidense y la crítica especializada, que dirige e interpreta la reconocida soprano estadounidense Susan Narucki, y cuyo libreto realizó el escritor mexicano Jorge Volpi. (Centro Nacional de las Artes s/p)
Aquí se mantiene la idea del libro, incluyendo la trama, lógicamente, adaptada para la partitura musical. Mencionamos lo anterior ya que generalmente suele suceder a la inversa, se parte del texto escrito y este es diversificado en otros registros. Aquí la idea se materializa en una cinta cinematográfica; posteriormente, en una pieza musical, y, finalmente, en un libro, por lo que este último no queda exento de marcas o lenguajes a los que recurren las disciplinas anteriores, sobre todo de un lenguaje cinematográfico del que buscamos ocuparnos: es este lenguaje el que permite que la tragedia y la terrible historia de la trata de mujeres adquiera no solo características artísticas, sino una intensificación de la trama narrativa. Lo anterior se da porque consideramos que el narrador, ante todo, nos lleva de un plano general a un close-up, donde resta importancia a la acción y con ello enfatiza el ser de los personajes, dado que “los planos cercanos aparecen como una lectura minuciosa del sujeto” (Martínez s/p). Para ello, analizaremos la estructura y el uso de recursos desde el lenguaje cinematográfico, donde el narrador involucra al lector generando así un relato “expresivo[s] porque destaca[n] la expresión interna del personaje” (Martínez s/p), manifiesta en la representación de los mismos. No buscamos un comparativo entre diferentes registros o ver cuál es la dinámica establecida entre el texto escrito y el texto visual; aquí queremos
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destacar ciertos recursos o lenguajes cinematográficos a los que recurre el autor en la novela y con los que dota a sus narradores para representar una historia desde distintas voces articuladas por el núcleo narrativo del tráfico de mujeres. La hist oria y sus r ecursos La novela narra la historia de un grupo familiar de Tenancingo que emigra a los Estados Unidos para trabajar en los campos de fresa. Se trata de Alfonso Camargo, el Chino, su mujer y otros parientes que deciden probar suerte. El Chino prostituye a su mujer para evitar ser objeto de represalias y se involucra con el grupo delictivo para iniciar un negocio de tráfico de mujeres. De esa manera hace negocios con el gringo para llevar mujeres de Tenancingo hacia el país del norte, siendo su cuñada la primera de una larga cadena de mujeres prostituidas. Posteriormente asume el poder tras asesinar al líder y junto con su esposa se convierten en victimarios de sus propios connacionales. Se fractura la relación de parentesco y su primo inicia de manera paralela un negocio similar. La historia narra los abusos de que son objeto las mujeres, la violencia sexual a la que son sometidas, aspecto que podemos saber a través de testimonios insertos en la trama. Emerge otro grupo delictivo y se desintegra la banda original gracias a la denuncia de una víctima. La historia por sí sola se resume en estas líneas, pero lo importante es cómo está articulada. Parte de un intertexto bíblico que narra el éxodo de Abraham y su familia a Egipto, donde, para sobrevivir, el patriarca ofrece a su mujer al faraón y recibe por ello beneficios económicos. Es importante este inicio, ya que consideramos desde ahí que la novela se estructura en tres capítulos: I. “La tierra prometida”, II. “Los enviados” y III. “El sacrificio”. La historia se soporta en el relato bíblico, siendo el inicio la creación: “En el principio dios creó los cielos y la tierra / y la tierra era desordenada y hueca / y la luz se abría sobre la faz del abismo / y el espíritu de dios se movía sobre la faz de las aguas / y dijo dios sea la luz / y fue la luz” (Volpi, Las elegidas 13). Esta primera parte ofrece los orígenes de la tragedia, siendo el punto de partida la emigración y la explotación a la que son sometidos. La segunda parte narra cómo se profesionaliza el acto de la prostitución contando ya con
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un espacio, El Mantarraya, tugurio para ejercer estos actos de lenocinio. Si la primera parte va en sintonía con la historia bíblica de Abraham y Sara, aquí es la historia de Lot y su mujer la que redimensiona el relato. Finalmente, tenemos la tercera parte, que nos remite al sacrificio que intenta realizar Abraham con su hijo y que dentro de la historia narra cómo Lobato asume el control, los Avenidas marcan los portones y es aniquilado todo vestigio del clan familiar del Chino. Tal como se nos presenta, podríamos hablar de una adaptación del texto bíblico que sirve de base metafórica para la novela. Consideramos que no es gratuito que el autor señale las evidencias de dicho discurso, manteniendo inclusive con ello la estructura que soporta un discurso fragmentado. Se mantiene ajeno respecto de señalar si efectivamente los personajes cumplen o no ese papel, limitándose a las marcas discursivas: No mires para atrás, / ordena Luciano, / la Estrella y la Rosario / —sus fútiles cuerpitos invisibles— / por una vez obedecen a su padre. [...] Mientras Luciano, la Estrella y la Rosario / —sus ateridos cuerpitos sin memoria— / se refocilan entre la penumbra, / la Inés se queda allí, / sola, / muda, / aterida, / como un montículo de sales. (96)
Lo que tenemos, si vale el término, es una adaptación hacia la literatura; es decir, de manera similar a como un cineasta adapta un escrito, nos atrevemos a decir que Jorge Volpi adapta de manera libre el relato bíblico y lo lleva al plano literario. Sustentando lo anterior por la secuencia de la estructura que está tejida desde esta perspectiva y donde, si bien sigue un orden lógico en la historia, la misma adquiere un carácter cíclico dado que el final culmina con lo dicho al inicio y alude de nuevo a una referencia bíblica: “Un negro resplandor / que nadie mira. / Y dios dijo sea la luz / y fue la luz” (140). De aquí que requiera también un soporte cinematográfico, dada en primera instancia porque nos encontramos con una historia fragmentada, que, si bien, como hemos señalado, sigue un orden lógico, no así respecto de lo cronológico, sobre todo por los diferentes registros para expresar la voz narrativa. Lo primero que debe señalarse es un narrador en tercera persona que se mantiene de manera constante a lo largo del relato y que es el que conduce en gran parte la historia. Una voz apersonal que nunca adquiere consistencia
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y cuya labor es manifestar la secuencia de hechos: “Y he aquí que al poco de su arribo / a la tierra de la leche y la miel, / el Chino y Luciano y el Víbora y el Mayo / fueron acogidos entre los varones del Gringo / y en vez de pizcar fresas como otros / se les encomendó vigilar a las hembras / y cobrarle a los mojados” (30). Por otro lado, encontramos una secuencia de adjetivos rematados por un sustantivo que se repite cuatro veces en distintas partes del relato (25): “Gordas, / jugosas, / dulces, / suaves, / tiernas, / fresas”, en la segunda cambia el nominativo final de fresas por hembras, para en una tercera secuencia cerrar con el término masculino cuerpos (117). A esta reiteración podríamos sumar apartados caracterizados por una frecuencia repetitiva: “Niñas / amordazadas / niñas / desvirgadas / niñas / torturadas / niñas / enloquecidas / niñas / esclavizadas [...]”. Otro ejemplo: “Maneja el Chino su toca hacia Tijuana: / los molares apretados, el corazón ennegrecido. / Maneja el Chino su toca hacia Tijuana: / la imagen de un niño que corre a sus brazos” (132). Podríamos decir, en palabras de Chatman, que se trata de apoyos de claro simbolismo visual, dado que una de las funciones de la repetición implica fijar un elemento, una imagen en este caso. Hay otra secuencia, bajo el título de “Letanía de Rosita a la mujer policía” (15, 52, 60, 73, 79, 97, 112, 125, 133), que es el testimonio de una víctima, quien cuenta su historia desde que es vendida por su padre a “un señor de dientes anchos” con tal de llegar a “la tierra de la leche y la miel”. En la tercera parte, en San Ysidro es encerrada por el esposo de su prima: “Ya no pude salir nunca más” (60). A través de sus palabras nos percatamos de su dolorosa experiencia, donde es abusada sexualmente por todos los integrantes del clan, al grado de que tienen que resucitarla. Es mediante su voz que tenemos un resumen de la historia (donde unifica los fragmentos y entrega la versión oficial que sirve para que haya un “testimonio de la mujer policía ante su jefe”, quien, horrorizada, expresa la cruda realidad y sin matizar refiere que se trata de algo más que simple abuso sexual de niñas. Las letanías de Rosita son monólogos caracterizados por la ausencia de puntuación, teniendo ante nosotros un relato atropellado que pone de manifiesto el dolor, la vergüenza y el maltrato constante de que ha sido objeto. Finalmente, destaca una serie de secuencias con un claro empleo del lenguaje cinematográfico, que podemos identificar gráficamente dado que
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comienzan todas ellas con puntos suspensivos. Se trata de un narrador en tercera persona que obliga a observar lo que sucede, así como ir al mínimo detalle, y destacan en ellas los verbos visuales: “... si fijas la mirada allá, muy abajito, distinguirás el pueblo en miniatura, las techumbres de lámina y asbesto, ¿ya las viste?” (16). El narrador da indicaciones: “... si tuvieras una buena cámara o al menos una de esas que se malbaratan en las tiendas del gabacho ahora tendrías que hacer un paneo o un trávelin, así le dicen por acá, o un plano secuencia, tendrías que deslizar la cámara sin temblar ni tropezarte de un lado a otro del galerón” (62). De ahí obliga a un descenso, un trávelin vertiginoso para poder llegar al mínimo detalle: “... si volaras encima de los campos de fresas —tan fragantes, tan gordas, tan lúbricas— y te internases entre los matojos, descubrirías las pieles encurtidas, los calzones rotos y las blusas hechas garras” (31). Se trata de ir del plano general al close-up, obligando al lector a tener acercamiento, donde inclusive sea capaz de tragar(se) su aliento: “Y si estuvieras allí podrías iniciar con un close-up de los rostros pintarrajeados y las pestañas postizas, pasarías luego a un plano americano, eso que los sabihondos llaman un plano americano, y enseñarías los torsos, los pechos, los ombligos, los vientres planos” (74). Estos apartados, diseminados a lo largo del relato, son otra manera de acercar al lector a la tragedia —de la que, en primera instancia, es únicamente testigo— para obligarlo a ser parte de la misma. Como lectores miramos con él y somos obligados a centrar el foco de atención espacial: “... y si ahora sobrevolases encima de los campos, siempre provisto con tu cámara, te sorprendería un espectáculo insólito, un show nunca antes visto, por el norte y por el sur, por el este y el oeste, una columna de patrullas, coches policías con los costados blanquinegros rodean los campos de fresas” (88). No consideramos, según lo mostrado con antelación, que sea forzado hablar de un relato manejado desde estos recursos visuales. No se trata de una simple fragmentación, son más bien secuencias y fotogramas, que, una vez editados, nos dan una historia con sus diferentes actores y voces. Pensamos, por ejemplo, en otra secuencia, que narra la historia de Luciano bajo el título “Años después en la Salina” (33, 47, 41, 70, 83, 86, 95). Así, si bien cada una de estas líneas narrativas se puede seguir de manera independiente, van siendo tejidas en una secuencia lógica que nos permite ser testigos de una historia donde intervienen las voces de las víctimas, de los victimarios, del
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relator de los hechos, del dato frío que puede ser una cuestión estadística de un problema circular como la historia misma. Obligar al lector a descender en picado y tener que hacer close-up no solo es para hacerle partícipe de la historia, sino para percatarse de los actores que participan en esta tragedia. Los personajes están claros desde su nominación, no así en su caracterización, dado que no contamos con elementos que nos permitan tener una idea clara de cómo son. Todos ellos son presentados bajo una secuencia genealógica, a la manera del relato bíblico: “Estos son los nombres de los familiares del Chino / y la Salvina / que se largaron de Tenancingo, / [...] Luciano, primo del Chino, y su mujer, la Inés, la Rosario y la Estrella, hijas de los anteriores, / el Mayo, sobrino del Chino, / y el Víbora, su compadre, / y la hermana del Mayo, la Evelia” (20). Podemos señalar que el relato se caracteriza por la ausencia de descripciones de los personajes; la despersonalización de los mismos emerge de su trágico sino, al formar parte de una larga cadena de atrocidades donde no importa a fin de cuentas quiénes son, ya que de las víctimas nadie parece ocuparse. Lo que sí hay es una animalización constante, tanto en los nombres como en las referencias simbólicas: “Yegua vieja, / perra anciana, / grulla renga, /rata tuerta, /coneja abúlica, / hormiga despanzurrada, / cucaracha. / La maldita / es / la maldita / estéril” (53). Otro ejemplo: “Los hombres son perros sin bozal perros sin sesos perros a los que domeñan sus instintos perros que a la primera se te enciman perros callejeros perros encabritados perros siempre en celo perros insensibles” (73). Los primeros planos no son de los rostros, lo son de los gestos, de los detalles nimios que muchas veces pasamos desapercibidos y que cuentan a veces más que el saber de quién se trata: “Al otro lado columbrarías a los varones del Gringo, sus pupilas entintadas con el brillos de los dólares, diez, veinte mil [...] distinguirías los bíceps de Luciano, las patillas y el mostacho negrísimos del Chino [...] y acaso sentirías el poso de odio en su entrecejo, los molares que revientas, los nudillos ateridos, el pecho alebrestado” (26). Los personajes, sus actos y sus pensamientos son vistos desde detrás de una cámara, pero, contrario a pensar que eso no involucra al espectador, aquí lo obliga a descubrir esos aspectos que siempre pasamos desapercibidos: “Y si te acercarás aún más, a escasa distancia de esos anónimos cuerpos al agrete, tal vez percibirías los balbuceos o las maldiciones y te contaminarías con el
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sudor rancio y el hedor a sexo incontinente, y al lado de las fresas, justo al lado de las fresas suculentas, hallarías un reguero de semen y un cementerio de condones...” (31). Úl tima t oma Recapitulando, la novela que tenemos entre manos se une a los relatos que de una manera u otra han interactuado con el cine o con sus recursos. Podemos sostener, abierta la discusión, que tenemos una adaptación cinematográfica a la inversa, es decir, como si una película fuese adaptada para ser novela. Jorge Volpi hace su versión del relato bíblico permitiéndose licencias como insertar una alusión a Judas Iscariote que discuerda completamente con el relato del Nuevo Testamento. Es una adaptación libre donde los personajes bíblicos son actualizados en una historia contemporánea, familiar de alguna manera, como lo es la trata de mujeres. El hecho de presentar a los personajes desde un núcleo familiar refuerza aún más la relación que mantiene la novela con su anclaje. Si bien, como señalamos en primera instancia, podemos pensar que se trata de un relato fragmentado, más bien, por las evidencias presentadas, es una serie de secuencias que manifiestan las historias que gravitan alrededor del núcleo, y que no por ello son menos importantes. La brevedad de cada capítulo pone de manifiesto un discurso elíptico que privilegia lo visual: así es como podemos decir que funcionan a manera de fotogramas que se van alternando para ofrecernos una historia desde múltiples registros. En particular destacamos las secuencias donde se maneja de manera clara un discurso cinematográfico que impele al lector, quien, además, es obligado a descender focalizando de manera especial el relato. Se trata de close-up, de primerísimos planos que evidencian la degradación humana más allá de una primera apariencia que muchas veces es más que engañosa. Esta serie de recursos nos permite no quedarnos con la nota roja, con el dato duro y frío que confirma el gran número de mujeres que son sometidas a este tipo de esclavitud. Aquí el personaje, en su contenido descriptivo, está suprimido, privilegiando en su construcción sus rasgos sustanciales. En primera instancia nos encontramos con personajes animalizados, producto de la barbarie a la que
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son sometidos tanto víctimas como victimarios. Basta su referencia nominal para comprender quiénes son, así como los rasgos mínimos con que nos son presentados. Esto no resta importancia a su presencia en el relato, al contrario, potencia lo que hacen, dicen o piensan. El Chino termina por ser un personaje despreciable que lucra con la vida humana; si bien Salvina comienza siendo una víctima, se convierte en una victimaria más cruel todavía que su esposo, que la prostituyó, y Rosita es la voz desesperada que ha tenido el valor de denunciar las vejaciones a las que fue sometida —solo por mencionar algunos—. Las elegidas sin duda será un relato que nos estremecerá al arrojarnos a la historia: “Tantas morritas en flor, tantas, listas para que te pavones enfrente de ellas, para que las esculques y las tientes, para que elijas a una, la más dulce, la más bonita, la más tierna, y te la lleves lejos, muy lejos, a la tierra de la leche y miel...” (17). Un discurso que por su laconismo se vuelve visual y en el que las palabras que ahí están son las necesarias para producir las distintas imágenes que integran ese conjunto que llamamos novelas. No podemos quedarnos en un plano general, no podemos permanecer siempre detrás de cámara por temor a contagiarnos. Este relato nos sumerge en la degradación humana, la misma de la que formamos parte y que eludimos evitando a toda costa fijar nuestra mirada en esos primeros o primerísimos planos que siempre estarán triturando nuestra conciencia. Bibliografía Beaur egar d, Luis Pablo. “Tijuana y una historia de amor vedada”. El País (16 de octubre de 2015). Web. 10 de noviembre de 2016 . Cabr era Inf ante, G uillermo. Cine o sardina. Madrid: Alfaguara, 1997. Centr o Nacional de l as Ar tes. “Cuatro corridos, ópera de cámara que aborda el tráfico de mujeres entre México y EU”. Web. 29 de octubre de 2016 . Mar tínez Castill o, Giovanni. “Tipología del plano”. Disponible en . Pér ez Vill arr eal, Lourdes. Cine y literatura. Entre la realidad y la imaginación. Quito: Ediciones Abya-Yala, 2001.
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Puig, Manuel. “Síntesis y análisis: literatura y cine”. Revista de la Universidad de México 8, diciembre (1981): 1-3. Volp i, Jorge. Las elegidas. México: Alfaguara, 2015. —. El temperamento melancólico. México: Ed. Patria, 1996.
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III. TEATRO
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EL RELATO DEL CUERPO EXILIADO (MEMORIA Y ACONTECIMIENTO EN POTESTAD, DE EDUARDO PAVLOVSKY) Carlos Dimeo Álvarez University of Bielsko-Biala
Pr emisa y obra El 24 de marzo de 1976, la junta militar compuesta por el entonces teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier de fragata Orlando Agosti encabezaron el golpe militar que derrocó del poder a la entonces presidenta de la nación María Estela Martínez de Perón (también conocida como Isabelita). En términos cronológicos, la dictadura se desarrolló y extendió hasta el año 1983, pero sus secuelas políticas, sociales, psicológicas e incluso filosóficas y civiles alcanzan a afectar hasta hoy. El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional dejó un saldo que se estima en, al menos, treinta mil desparecidos y alrededor de unos quinientos niños (hijos de desaparecidos) secuestrados, a los que les fue sustraída su identidad auténtica e inmediatamente sustituida por otra. Posteriormente, los menores fueron destinados a otras familias, que los tomaron para sí como si fueran sus propios hijos, con lo cual tácitamente acordaron la creación de un sistema de complicidad política y moral con la dictadura. Fue un hecho sin precedentes en la historia argentina. La apropiación de menores constituye, por supuesto, un delito de lesa humanidad que no es revocable. Potestad, de Eduardo (Tato) Pavlovsky, trata sobre este tema; es la historia de un médico que se apropia de una niña después de que un Grupo de Tareas (GT)1 acribille a balazos a sus padres. Dos premisas atienden a este trabajo y Grupo de Tareas era la manera como se denominaba a los grupos paramilitares de los regímenes represores en Argentina durante las dictaduras de 1976 a1983. 1
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ambas están acordonadas por el enmudecimiento, ambas se mitifican sobre la base de la propia experiencia: Nuestro país [Argentina] ha sufrido durante la dictadura una de las patologías sociales más graves y difíciles de diagnosticar. No había antecedentes en la psiquiatría mundial de este nuevo fenómeno social. [...] Un grupo de hombres y mujeres se dedicó a raptar niños ajenos como producto del “botín de guerra”. Una nueva secta de hombres “normales” se dedicaba a raptar los hijos de los militantes caídos durante la represión, asesinando a los padres y cambiándoles la identidad original por otra. (Pavlovsky, Cámara lenta 138) Potestad encara el problema de la represión y de la tortura, observados desde la política del represor. [...] Intenté enfocar el tema de la complejidad de la represión, convencido de que el imperialismo recurre a métodos cada vez más sofisticados para mantener la dominación en el Tercer Mundo. El represor se nos aparece cada vez más sofisticado, más científico, más “ambiguo”. Más difícil de caracterizar que otras veces. Puede estar del lado nuestro, usar el mismo lenguaje, tener las mismas costumbres, se nos puede meter en todos nuestros intersticios. (137)
Text o Antes que nada, se debe decir que Eduardo (Tato) Pavlovsky es un autor que por su dimensión resulta inabarcable. La profundidad de su obra está, incluso, tan sobrecargada de sentido que se transforma en un universo en sí mismo y, como tal, sus dominios temáticos y escénicos se despliegan en un sinfín de procedimientos metapoéticos y metateatrales que aumentan exponencialmente su operatividad a lo largo del acontecimiento teatral. No obstante, como el teatro es un tipo de narración múltiple-compleja, la acción (escénica/física) abarca una entidad abstracta que actúa en el interior del actor-personaje y, de esta manera, modifica tanto a uno como al otro sustantivamente. Interpretándolo así, podemos adelantar que Pavlovsky trabaja a partir de una ideología de la resistencia y del debate que surge de esta entre cuerpo-deseo/angustia-neurosis, así como también de una sustantiva aprehensión del ataque. Con “aprehensión del ataque” queremos afirmar que Pavlovsky pone al actor-personaje siempre frente a un mecanismo de defensa
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y otro de ataque: defensa ante las estrategias que el actor asume para narrar la historia y ataque en el momento propio de la acción del personaje. Es decir, mecanismos y operaciones dinámicas que se suceden en la escena y que el actor controla desde adentro y el personaje, desde y hacia afuera. Jorge Dubatti ha afirmado que esta concepción de la resistencia, la cual nosotros queremos poner entre el ataque y la defensa, nos sumerge en la relación que se construye entre teatro y sociedad, y muy en especial si se trata de la sociedad argentina; así Dubatti comenta: El teatro de vanguardia de Pavlovsky está profundamente ligado a la sociedad argentina. Los procedimientos absurdistas construyen metáforas escénicas de profunda opacidad y de amplia polisemia, pero siempre en el marco del carácter situado, contextualizado de las referencias socio-históricas locales. La diferencia del absurdo pavlovskyano respecto del europeo radica en su intrincada reelaboración de los códigos de vida nacional (comunes al productor y al receptor) dentro de sus piezas. (“Estudio preliminar” 13)
La muy cercana ligazón con lo local, que claramente explica Dubatti, nos lleva a preguntarnos cómo se sucede el mecanismo de construcción de lo dramático en la obra pavlovskiana, dado que una y otra vez Pavlovsky está, en este mismo sentido, resemantizándonos el acontecimiento y a la vez revitalizando la memoria que tenemos en torno a la experiencia. Tal como Subirats afirma en su “Introducción” al libro de Walter Benjamin Iluminaciones, “el lenguaje es mímesis” (13), y esto, en todo caso, nos dirige hacia un acto que se traduce prácticamente solo como experiencia o, mejor aún, como experienciación (que no experimento). El sentido con que Subirats intenta acarrear la idea de la mímesis viene dado a través de la interpretación que él mismo ha hecho de Benjamin y que, según el ensayista, lo remite todo a la base del lenguaje. Sin embargo, aquí queremos ahondar en una estructura que probablemente vaya más allá del sentido propio de ese lenguaje entendido como totalidad. Si el teatro de Pavlovsky consume una doble experiencia —entre otras, la de la subjetividad coronada por el discurso—, esta parece venir dada de forma más profunda antes que ir más allá con la propia dimensión de la palabra. Queremos decir que la fuerza potencial de la subjetividad se instala en el lugar del texto y aporta desde allí el conocimiento concreto de su revelación. Pavlovsky
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ha comprendido que es precisamente la subjetividad la que le dice algo al sujeto y, en tanto ese algo dicho, el único medio que se tiene para disolver el conflicto es el lenguaje. Para Pavlovsky, la experiencia no es el summum directo del saber del sujeto, sino de su subjetividad y de su subjetivación. Ahora bien, en Potestad, su —prácticamente— único personaje, el médico, sabe, es consciente de la complejidad con la que está revestido. Ese enmascaramiento y desenmascaramiento de sus conflictos le plantean una escisión, la que se podría definir como transplicidad2 subjetiva. En medio de ese contexto, el personaje del represor por vez primera se conflictúa, expone la dualidad de la conmoción de su experiencia actuando junto a su subjetividad. Además (y esto puede ser una revelación dramatúrgica de Pavlovsky), no lo hace desde el lugar del otro, sino desde el suyo propio, entendiendo que este médico, como cualquiera, posee la capacidad de amar, de construir una discursividad que vaya en favor de sí mismo. De todas maneras, independientemente de que esta discursividad esté mediada por una entidad, a través de la cual el médico de Pavlovsky tenga un diálogo fructífero, le resulta tan superior a él mismo que le supone al personaje un controvertido debate interior. Para observar esto de una manera más concreta veamos que, en una de las escenas de Potestad, el médico habla de un hombre, el cual no está del todo identificado, pero que probablemente, por las referencias que nos dan, sea algún tipo de agente de derechos humanos. Este hombre llega a casa de este médico porque tiene un objetivo: recuperar a Adriana, la supuesta hija del médico. Posteriormente nos daremos cuenta de que en realidad Adriana no es hija ni del médico ni de Tita, su mujer: ha sido producto de un secuestro durante el resultado final de una operación que llevó a cabo el Grupo de Tareas contra dos supuestos subversivos. Los padres de la niña fueron masacrados por los miembros del GT, y el médico es llamado por el mismo GT para que certifique la muerte de los subversivos-fanáticos. Después de la partida de los hombres del GT, el médico escucha el llanto de una niña y es en ese preciso instante que entiende que la han dejado abandonada. En el texto podemos leer: “Me dejaron solo. Escuché como un llanto, Tita, en el cuarto de al lado... abrí la puerta y vi a la nena ¡hijos de puta! ¡tienen a la nena Con transplicidad nos referimos en este trabajo a la conjunción de la noción de simplicidad, duplicidad, multiplicidad. En este sentido, la transplicidad abarcaría las tres definiciones. 2
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acá! ¡hijos de puta! ¡estaba la nena acá...! ¿Qué edad tendría Adriana? Un año y medio o dos... Por Dios, ¡un milagro de Dios!, ¡tantos años esperando, gracias a Dios...!” (153). Esta yuxtaposición de acontecimientos (la escena de la recuperación-rapto y posteriormente la actual, ya sin ella) muestra rápidamente que en la obra hay dos tiempos. Son básicamente dos unidades que exponen claramente la estricta relación del represor en la construcción de su subjetividad con una otredad invisible o, en el mejor de los casos, en el debate con ella misma. La primera de estas dos premisas que nos adelantan la relación es la siguiente: Abrí la puerta... aquí abrí la puerta, aquí... y aquí aparece un señor bien vestido, un tipo bien, difícil precisar qué es un tipo bien, cuando un tipo es un tipo bien es un tipo bien... y la gente bien es muy difícil de imitar, quiero decir, tienen un movimiento muy lindo de cadera y de hombro, angular, un tipo bien, bien vestido, elegante, jugador de polo, Colegio Champagnat, Lasalle... ¡qué pinta la gente bien!, ¿no? (adopta la posición física del gentleman). (145)
Y después: ¡Quién te va a cuidar a vos más que yo y Ana María; que estuvimos esperándote tantos años! Agarré a la nena y la puse en el coche y la nena me miraba con esos ojos celestes, la nena me miraba y se la llevé a Ana, y Ana abrió la puerta ¡Ana! ¡Ana!, no digas nada, esta nena es nuestra, Ana, esta nena es... no preguntes nada, no preguntes nada... ¡me la gané yo, yo, YO! ¡Esta nena es nuestra, me la gané YO! Esta nena es nuestra, me la gané ¡YO! ¡YO! ¡¡¡Es nuestra!!! ¡¡Sh Shhh!! No preguntes nada. Nunca preguntes nada. Nunca más preguntes nada. Nunca más. (153)
En realidad, este método de igualación al otro es la muestra efectiva de una carencia (o una falta), una sublimación y un no reconocimiento de culpa alguna. La carencia estriba en la ausencia de respuesta a partir de ese lugar de construcción de la otredad, en la que ese otro es un sujeto no identificado. Este médico, que ha sido un colaborador de la dictadura (no sabemos si ferviente creyente o no de ella, pues no podemos suponer del todo su inocencia ante los hechos), se pone frente a un drama que él mismo ha vivido, pero del que aparentemente parece estar absolutamente exento. Por este motivo, al
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final declara (algo que también suponemos es una justificación de su acción): “¡Eran épocas de mierda, Tita! Había que salir a cagarse a balazos todos los días...” (149); en realidad, esta frase sugiere el debate planteado entre el deseo (vinculado por la pérdida) y la realidad que está representada en la falta, y en este orden de ideas el médico le dice a Tita: Los muchachos me llamaron para ver si estaban vivos. Fue un domingo a la tarde, en la calle Amenábar 2030, me puse el guardapolvo blanco, agarré el aparato de la presión arterial que me regaló papá... (153) Me dejaron solo. ¡El papá y la mamá de Adriana eran fanáticos, Tita! ¡A estos hijos de mil putas, si no los cagaban a balazos en la cama te cagaban ellos, te hacían volar la casa...! Estaba ahí... yo me acerqué a la cama... eran jóvenes... (154)
Ambos momentos previamente citados responden a dos partes fundamentales del análisis. El primero de ellos se trata de una remisión al concepto de zona gris, expuesto muy claramente por Primo Levi en su Trilogía sobre Auschwitz (2005). El enunciado del médico aclara expresamente los conceptos y visiones que él mismo tiene en torno al sistema de relaciones sociales en el que vive, “de tal manera que, como este Médico hace su trabajo legalmente, como su diagnóstico no entra en ninguna ilegalidad, no tortura y no mata” (Misch); no hay, por lo tanto, cualidad que juzgar, con lo cual no podría haber para él castigo. La experiencia se concreta como una rutina que no debe ser juzgada. La zona gris en Potestad es lo que en Los hundidos y los salvados está representado por los SS Kommandorem, es decir, los sujetos encargados de llevar a cabo una de las peores tareas a la que estaban condenados los presos en los campos de concentración nazis. Se trataba de hacer la limpieza física de sus compañeros de barracón, o de aquello que los alemanes consideraron lo inicuo y a la vez lo hórrido, en otras palabras, significaba para los nazis borrar la huella de la diferencia y así también la experiencia como brazo activo de la otredad. El conflicto central se ubica en la paradoja a la que el médico, de pronto, se ve sometido. Su tarea es la de certificar la muerte de aquellos dos subversivos y, a la vez, ejecutar una acción que viola cualquier principio ético y moral del hombre: el secuestro. Por lo tanto, este
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médico está expuesto a mostrar su doble moral, que es, según lo clasificaba Pavlovsky, la de una clase media llamada también por él mismo “astizforme”.3 No obstante, el médico, que ahora está en el medio de su tragedia, es, al final de todo, también un desdichado, en el sentido que Levi lo explica, pero este es un desdichado peor, y tanto o más que aquellos que lo fueron por salvar sus vidas llevando al cadalso a otras. La descripción que se hace de esta figura en Los hundidos y los salvados es lo suficientemente precisa como para entender la estructura de este personaje y de los hombres que, como él, viven en la realidad concreta. Levi plantea: “Es verdad que hubiera podido matarme o dejarme matar, pero quería sobrevivir, para vengarme y dar testimonio de todo aquello. No creáis que somos monstruos, somos como todos vosotros, aunque mucho más desdichados” (44). De igual manera, el médico de Pavlovsky también está dentro de esa zona gris, pero ya no como un héroe positivo, sino, al contrario, como uno oculto que se presenta bajo la perspectiva de la inocencia. El SS Komandorem de Levi es a su vez el inverso-negativo (tal cual como en una fotografía) de valor. El SS Komandorem es un salvado que a su modo está hundido. Este médico no es, pues, un hundido ni tampoco un salvado, su zona gris es porque reconoce el lado oscuro de su propia monstruosidad, la parte más invisible de la estructura, la que sutilmente no podemos ver o leer, pero que Pavlovsky expone con precisión porque, a su modo, nos coloca entre distinguir lo bueno y lo justo. La pregunta dilemática, que lleva a exponer la crisis de lo bueno por lo justo, está en la decisión salomónica de si el médico ha actuado justamente, de buena fe, o si realmente ha cometido un delito y debe ser enjuiciado por ello. De manera que así se presenta la cualidad del desdichado (pero no el sin fortuna), el inculpado de un crimen que no comete, pero que certifica. A pesar de ello, el personaje de ninguna manera desaprueba el método de acción de los GT. Esta parece ser una primera premisa y consigna que oculta la realidad de este médico, y es desde allí que podemos afirmar que ha entrado en una zona gris, aquella que se puede considerar como el lugar entre, Eduardo Pavlovsky se refiere a la clase media astizforme haciendo un paralelismo o parangón con el nombre de Alfredo Astiz, a quien también se le llamó el Ángel Rubio o Ángel de la Muerte de la dictadura de Jorge Rafael Videla (1976-1981). 3
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una especie de espacio vacío, que ya ha sido bastante analizado por Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (2005). La experiencia pavlovskiana responde, pues, antes que a la fenomenología del acto y la presencia a la experiencia manifestada y pensada desde, en y por la subjetividad. Pero, inmediatamente, esa afirmación hace que nos surja otra vez la interrogante por la idea de la representación. Hemos ya analizado la relación de Subirats con Benjamin, mostrando que, a través del lenguaje, que a la vez es mímesis, se rehabilita no solo el lenguaje mismo, sino también la experiencia y la acción. En Pavlovsky, esta palabra-experiencia se convierte en una imagen que no solo representa o mixtifica lo experiencial per se, sino que también convoca la rehabilitación de la construcción de la memoria en un presente. La idea de que el lenguaje es mímesis o un intento de representación de la realidad nace de un planteamiento hecho por Subirats, pero, ¿de cuál mímesis nos habla? O, en todo caso, ¿mímesis de qué? En su intervención, Subirats explica que Benjamin, citando a su vez a Leonhard,4 explica el sentido profundo de mímesis: “Toda palabra —y la totalidad del lenguaje— es onomatopoética” (“Introducción” 13), esto significa que aquel sonido que nos trae una evocación puede construir y discernir (en el contexto de la subjetividad individual) la propia experiencia. Pavlovsky, por supuesto, no ha pensado expresamente de esta manera porque no es posible que esto suceda en la subjetividad de la impresión. La realidad es que lo que se está representado no es la experiencia propiamente dicha, sino la cualidad sustantiva de la representación: dicho en términos psicoanalíticos, el deseo. Pavlovsky no muestra los acontecimientos, sino que trata de sugerirnos la subjetividad que en ellos se permean. En realidad, lo que intenta no es sino adentrarse en el mecanismo de relaciones que establecemos con la experiencia y que nos conduce más allá de ella misma. Así que la experiencia no es tanto representación de lo fenoménico como expresión de lo conflictual. Como corolario a este análisis, debemos suscribir las palabras de Eduardo Subirats: “La teoría del lenguaje de Benjamín arranca de una concepción idealista del acto de nombrar, identificado con el acto adamita de la creación de un mundo, y al mismo tiempo es una teoría del lenguaje Suponemos que tanto Benjamin como Subirats están haciendo referencia al lingüista Johann Leonhard Buggel. 4
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como medium de una experiencia mimética de lo real. Como tal la desarrolla Benjamin en su ensayo Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” (El continente vacío 191). Ahora bien, hablar sobre la experiencia en esta dramaturgia implica primero que nada entenderla como compromiso, un tipo de compromiso que trasciende la propia definición básica del concepto porque supera la experiencia simple de la vida cotidiana, volviéndola conflicto y debate. Estos últimos son dos aspectos centrales del hecho teatral. Puede que la naturaleza del espectáculo no ponga de manifiesto expresamente estas condiciones, no las haga explícitas, pero, aunque se presenten invisibles, deben estar allí y deben también implementarse. Así, por ejemplo, en referencia a La muerte de Marguerite Duras, afirma Pavlovsky: “Los ensayos de este monólogo dependen mucho de mi cuerpo, son más artesanales. Veronese tiene ideas muy claras del teatro que quiere hacer, cosa que me sirve mucho porque mi sabiduría es lo que hago, no la teoría de lo que hago. Puedo conceptualizar ciertas cosas después de la experiencia” (Teatro completo 25). Cada uno de nosotros tiene su propia “sabiduría intelectual” (Pavlovsky), pero para encontrarla, o, mejor dicho, para definirla, es necesario tener la posibilidad de narrarla. No obstante, en el teatro el concepto de narración ha resultado ser conflictivo, ya que está perennemente ejerciendo tensiones de (dis)locución. Así, el acontecimiento (como experiencia) siempre es solo una narración que se ubica en el pasado y que se tuerce hacia el presente, de la misma manera como en el teatro. El teatro se cuenta siempre en presente o en gerundio (de manera que la acción siempre está ocurriendo, siempre está sucediendo), pero el desencadenamiento del conflicto remite a un pasado, a un recuerdo y, por lo tanto, a una experiencia. Esto nos lleva a la conclusión de que, entendiendo el acontecimiento como un acto in praesentia, el teatro es una acción pasada que se escribe en presente y que, además, remite constantemente a ese presente. De manera que, independientemente de que el personaje hable en pasado, la acción escénica y la acción física presentizan los conflictos dramáticos y es solo a través de la narración que asistimos a una presentización del pasado. Narrar la experiencia es, en consecuencia, resignificar el acontecimiento pasado a través de un presente que retorna como un mecanismo defensivo de, la (y en) angustia. Al respecto de este mecanismo,
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que entonces retorna en angustia, Pavlovsky, quién también en vida fuera psicoanalista, afirma lo siguiente: Mi sabiduría es la captación de lo humano a través de mi registro corporal. No puedo al mismo tiempo desarrollar la teoría y la acción, por eso necesito un director. A raíz de lo que el director me va diciendo puedo conceptualizar la experiencia. Yo necesito improvisar: mi sabiduría intelectual aparece en la improvisación... En la improvisación van apareciendo núcleos, mojones que van a quedar en el texto. La nueva obra tiene un punto de contacto con Potestad. (Teatro completo III 26)
En este caso, y de acuerdo con lo dicho por Pavlovsky, recuperar la subjetividad a través de la memoria sería transformar la experiencia en un acto que viene marcado, primero, por el cuerpo y sus memorias y, posteriormente, por lo que Pavlovsky llama la “conceptualización de la experiencia”. Pero es evidente que no es uno, son muchos los que persistentemente se manifiestan con claridad en el cuerpo histórico-memorial del sujeto.5 El sujet o
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De acuerdo, pues, con esta tesis, se debe entender a este sujeto como una tetraforma, la misma que se divide en: 1. Persona-actor escénico; 2. actor social; 3. actor-personaje entidad histórica, 4. subjetividad plena. Antes de continuar, pongamos ejemplos de cómo funciona esta tétrade, tanto para el caso de Potestad como para La muerte de Marguerite Duras. Primeramente, debemos decir que el que entra a escena es un doble —es él mismo, Eduardo Pavlovsky— y, acto seguido, se trata del posible personaje. En relación con ello se debe afirmar que Pavlovsky nunca nos hablará del personaje como parte de una encarnación (tal como lo analizó Konstantin Recordemos que la categoría de sujeto siempre es muy problemática. Aquí no queremos extremar su complejidad. 5
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Stanislavski). Este mismo actor/doble de Pavlovsky encarna las cuatro posiciones, y el procedimiento escénico que lleva a cabo se puede describir (más o menos) de esta manera: A. Nos referimos a su entrada: quien aparece en escena es la persona/el actor escénico, pero este mecanismo de duplicidad, de desdoblamiento, está situado únicamente en un instante muy breve (durante el momento de la presentación del personaje). El actor es a la vez una persona y alguien que representa un actor escénico. B. Inmediatamente después de estos segundos de presentación (uno y doble) aparece entonces lo que hemos denominado el actor social. En Potestad este actor representa dos motivos: por un lado, sigue la continuidad de su propia encarnación, es decir, la del actor y la del personaje, y, por otro lado, se une al remanente que el actor deja en el escenario. En consecuencia, en el teatro pavlovskiano, Pavlovsky es Pavlovsky y el personaje es una otredad que actúa en medio o siempre a través del actor. Devenida esta presencia en una escisión (puesto que la constitución del sujeto y de sus experiencias es producto del cúmulo de escisiones6, que, por lo demás, resultan en un devenir deleuziano), en consecuencia, el actor es una persona que encarna un papel, pero que, a la vez, es un actor escénico real que interactúa en un medio social. De esta manera, Pavlovsky está usando el texto como medio de socialización. C. La tercera categoría se refiere al actor personaje y la entidad histórica. En esta remisión de la experiencia, el actor interpreta un personaje, pero, a la vez, este tiene que ser el actor. Pavlovsky es él mismo y un otro, pero no él mismo de acuerdo con el patrón tradicional de la creación escénica que separa a uno y lo transforma en otro. Es evidente que él tiene a alguien en mente; el médico de Potestad es el médico mismo y no otro médico, es el de Potestad. Se debe acotar aquí una cualidad teatral: la capacidad de mimetización y de versatilidad que todos los textos dramáticos de Pavlovsky poseen. Potestad es uno de ellos, La muerte de Marguerite Duras, otro, pero así también Tercero incluido, El señor Laforgue, Cámara lenta, etc. En síntesis, el actor es, como siempre, un personaje, pero también, como 6
Escisiones no psicóticas sino neuróticas.
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siempre, representa a un sujeto histórico. De manera tal que el médico de Potestad no es simplemente el personaje de un médico, sino que retoma en esencia la figura del represor, que es una idea que perturba a Pavlovsky constantemente en sus obras. D. La subjetividad plena está devenida en el propio pensamiento del autor, así como en sus recurrencias y metáforas. En relación con este modelo podemos citar a Nora Glickman, quien, cuando afirma cómo se plantea las formas de concretización de la subjetividad, explica: A lo largo de su obra Eduardo Pavlovsky incursiona “en las semejanzas y diferencias que tenemos en el plano diario con el represor” y explora en particular “el microgesto fascista7 con el que nos podemos identificar, horrorosamente”. (39) Ya en piezas anteriores —El señor Galíndez, El señor Laforgue, Potestad— la preocupación del autor se centraba en el torturador y su víctima. (187)
Pero esta centralización viene dada por la vía del pensamiento del personaje y no de la acordada creación, que, en palabras del propio Pavlovsky en conversaciones con Olga Cosentino, se resume y define de la siguiente forma: “Yo quiero saber qué pasa en ese preciso instante por la cabeza del torturador, quiero saber cómo piensa, etc.” (Pavlovsky y Cosentino 66). Retomemos por un momento el segundo aspecto del tétrade, aquel que refiere al actor social, de tal manera que intentemos comprender a qué queremos referirnos explícitamente: ¿por qué actor social? Este es el mecanismo a través del cual el actor ejerce algún tipo de interactividad (aunque no social exactamente), algún tipo de acción que construye y redefine algo que puede clasificarse como un/el devenir social. En este sentido, el actor representa un actor social cuando, ya sea consigo mismo, ya sea con el espectador, elabora una matriz de comentario sobre lo social, la cual es o se transforma desde su propia subjetividad. Por ejemplo, en Potestad este actor social lo primero que hace es encarnar a una persona que se cuestiona a sí misma no solo por
Solo como referencia para este artículo, la noción de microgesto, que es planteada por Glickman, nos remite directamente a la noción brechtiana de gestus social. 7
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el papel que le toca ejercer a partir de sus acciones privadas o públicas, sino también debido a las consecuencias que dichas acciones han dejado en el exterior. Visto así, el médico de Potestad nos confirma: Yo pensaba que la maldad era una cosa abstracta, ¡teórica! Pero cuando la veo encarnada en personas de carne y hueso, que gritan, se ríen, gesticulan, insultan y persiguen, Tita, persiguen, como si hubieran nacido para eso, ¡¡¡para perseguir...!!! Me siento tan solo,8 Tita... es muy difícil explicarte, Tita, el vacío inenarrable que se siente... Vos sabés que en estos momentos... Tita... uno se aferra a los recuerdos, a las imágenes... Cada imagen, te aferrás, así, así, así, así. (149)
Así, la socialización del actor se genera de manera bastante semejante al concepto que desarrollara Bertolt Brecht de gestus social. Tanto en Brecht, y después en Pavlovsky, la construcción del gesto deviene en consecuencia como ruptura con lo textual y se aproxima más bien a lo que llamaríamos “encuadre social”, que necesariamente se tiene que concretar en el centrum del gestus social. De manera que caracterizar9 en Brecht significará no dramatizar el acto, sino reelaborar la propia experiencia social de la vida sobre la escena, donde el drama, la canción y la discontinuidad se forjan como un cuerpo de procedimientos escénicos y dramáticos que van en contra de la noción de la continuidad y la creación de la ilusión. Aunque Pavlovsky no se declare a sí mismo brechtiano, ni mucho menos queremos hacerlo nosotros, pues obviamente no lo es, podríamos afirmar que, en cierto modo, sí utiliza métodos y procedimientos que lo conducen por ese camino teórico. Al respecto de la influencia que ejerce Brecht en otros autores y, básicamente, desde la estética del llamado teatro épico, Benjamin afirma lo siguiente: Sin emprender la difícil investigación acerca de la función del texto en el teatro épico, se puede establecer que, en ciertos casos, la función principal del texto consiste, no en ilustrar o incluso llevar adelante la acción, sino en interrumpirla. Y no solo la acción de otro, sino también la propia. El efecto de retardo de la ruptura, el efecto episódico del encuadre es —dicho sea de paso— los que hacen Las cursivas son nuestras. Nos referimos al sentido de caracterizar un personaje en el teatro, tal como lo pensaba Stanislavski. 8 9
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del teatro gestual, un teatro épico. Habría que explicar además a qué procesos es sometida en el escenario esa materia prima así preparada —el gesto—. Acción y texto no tienen aquí otra función que ser elementos variables en un ordenamiento experimental. ¿En qué dirección se orienta el resultado de esa experimentación? (Brecht: ensayos y conversaciones 17)
Ese “ordenamiento experimental” al que se refiere Benjamin se puede afrontar desde muchos puntos de vista, pero emana de fuentes que son lo suficientemente precisas, como el arte, la psicología, la filosofía, etc., de otro modo sería poco probable que la cosa representada se manifestara como experiencia. Para Pavlovsky, así como para Benjamin, la experiencia es la propia capacidad enunciativa que tiene la discursividad en el lenguaje. El lenguaje lo es todo, porque, siguiendo a Jorge Semprún en La escritura o la vida (1996), solo el lenguaje resulta capaz de manifestar la propia significación de Dios. El lenguaje es el único capaz de representar la experiencia y los acontecimientos como si en realidad fueran hechos palpables o, en todo caso, que proviniesen de la realidad, cosa que es superada por la misma fuerza con que las palabras intentan expresarlo. Es esencialmente en este sentido en que la noción de representación (es decir, la realidad como una representación de la experiencia, o viceversa) se junta a la idea de teatro que Pavlovsky desarrolló durante toda su vida: concibió el teatro como un arte de la totalidad. Otra vez, pues, estamos ante una conversión doble, dada entre tres elementos: lenguaje, experiencia y escena. El teatro se desenvuelve en una paradoja que siempre nos coloca ante una complejidad. Desde el mismo momento en que Pavlovsky entra a escena, se desencadenan una serie de acontecimientos que vamos a calificar como profundización del propio acontecimiento, pero no aún de la experiencia, ya que el teatro es una cierta construcción ficcional, porque, tal como afirma Eduardo Misch, el método psicoanalítico de Eduardo Pavlovsky se basa en “dramatizar las escenas”, es decir, en transformar la experiencia en un acto no solamente creador, sino también transformador de la persona. La base, en consecuencia, de la construcción es el psicodrama, fundado como experiencia distante del teatro, pero de la cual puede surgir cualquier material. La manera como Pavlovsky relata el cuerpo de creación de Potestad pone al descubierto la estructura de trabajo y su fundamentación:
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Improvisé. Agregué frases al texto, cambié el estilo de la actuación. Pluridimensioné las siete funciones anteriores. Hoy con Hernán Kesselman diríamos que “multipliqué” el texto y la puesta original. [...] Me dediqué a investigar el subtexto de cada palabra dicha, en cada silencio, encontré nuevos textos de dolor, un nuevo ritmo actoral se me imponía, un nuevo ritual de la desesperación apareció en escena. Una nueva máscara de la tortura. La más fina. La más delicada. [...] Es texto de actuación. Es texto del actor Pavlovsky que le robó la obra al autor y se la multiplicó, deformándola de su boceto inicial. Obra abierta de Umberto Eco. (Cámara lenta; El señor Laforgue; Pablo; Potestad 139)
El cuerpo q ue se exilia La formación del sujeto está sustentada en la capacidad de ser uno y todo a la vez. Soy yo, y somos la representación de la totalidad. De manera que aquel que cuenta o narra su propio acontecimiento se enfrenta inevitablemente a una duplicidad: por un lado, la discursividad que expone el hecho mismo, el suceso en sí, y, por otro lado, un relato que revierte las cargas en el sustento de la experiencia. Dicho de otra forma: 1. no se cuenta aquello que se vive, sino lo que experimenta la propia subjetividad y 2. no se narra el acontecimiento, se subjetiva la experiencia. Atendiendo a estos planteamientos y a una de las premisas presentada por Jiří Trávníček, “si la historia fuera la estructura de la experiencia, la experiencia sería entonces la realización de esta estructura”.10 No obstante, si esta afirmación es correcta, o al menos se adecúa a un cierto consenso, surge la pregunta de cómo a través del relato se produce una transferencia de significados que prontamente reconstituyen nuevas subjetividades y activan en el acontecimiento la memoria. Pavlovsky ha dado en cierta forma respuesta a esta cuestión a través de su artículo “Proceso creador. Terapia y existencia”: El dramaturgo tiene una familia internalizada que no es un conjunto simple de objetos introyectados, sino más bien una matriz de dramas, de secuencias
Nota tomada del programa CIELO-5 de acuerdo con la traducción de Daniel Nemrava. El crítico checo Jiří Trávníček no tiene libros escritos en español, Daniel Nemrava ha traducido algunos de sus textos. 10
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témporo-espaciales que se representan como si fueran el rollo de una película; todos los elementos están presentes simultáneamente para que entren en escena unos a continuación de otros, como en una proyección cinematográfica. El rollo es la familia interna (R. Laing). Es un conjunto de relaciones interiorizadas. Suponemos que los argumentos están escritos, los actores listos para actuar. Como Pirandello, necesitamos actores para representar el rollo de algún argumento nuestro. Actores de nuestros rollos. En nuestra vida, que es el verdadero escenario sin dramaturgos, encontramos siempre buenos actores que saben desempeñar muy bien el rol, y si no lo hacen, nosotros se lo enseñamos a cumplir con dignidad. Vivimos haciendo teatro sin darnos cuenta. La gente proyecta un rol en la gente. La gente encarna personajes de la gente. Son los fantasmas del día. Hay buenos actores que saben encarnar muy bien los personajes de la gente. Verdaderos profesionales del juego. Otros buscan personajes y otros buscan argumentos para representarnos. Cuando la persona encuentra el actor ideal para desempeñar el argumento de su rollo familiar, y éste a su vez como actor ha estado esperando toda su vida ese argumento para representar, es decir “el rollo del otro”, se cierra el pacto. La mayoría de las parejas burguesas se forman en ese modelo (algunos grandes pactos son sellados entre las histéricas y los psicópatas). Claro que el “actor” representa también simultáneamente un argumento de su propio rollo familiar. Los mejores actores están en la calle, no en los escenarios. (4)
Y esto se puede responder a través de la obra Potestad y específicamente con ella. Porque Potestad es un gran cuerpo que transfiere las acciones acotándolas a dos polos centrales: el de una verdad matricial y el de un engaño sublimal, y, como resultado de ello, emite una respuesta: la experiencia, es decir, aquella que irrumpe a través de la memoria y, de manera mucho más manifiesta, que se expresa a través del relato. El relato es, en consecuencia, la causa material del conocimiento y del fenómeno. Fenómeno es conocimiento y, como tal, existencia. Para explicar esto un poco más a fondo, hay tres pares de elementos que parece necesario destacar: 1. tiempo y narración, 2. lenguaje y cuerpo y 3. movimiento y espacio. Todos y cada uno de estos grupos nos remite a la noción de experiencia y, por ende, de acontecimiento. No obstante, en muchas ocasiones, tanto en el primero como en el segundo y, finalmente, el tercer par, se puede asumir que están agotados de sentido, y así también de significado, y, por este motivo (según Walter Benjamin), enmudecen. El resultado
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de la operación entre discurso y pensamiento actúa como residuo y no como resultado. La palabra es ante todo un hecho o acontecimiento estético que proviene de reminiscencias filosóficas. Si el lenguaje fue producción teórica y estética para los griegos, para el mundo contemporáneo es solo reproducción, memoria, acontecimiento experiencial. En realidad, lo que propone Benjamin (según nuestra lectura) es que este enmudecimiento es producto de un fuerte proceso deconstruccionista que vive la sociedad contemporánea: Una causa de este fenómeno es inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío. Basta echar una mirada a un periódico para corroborar que ha alcanzado una nueva baja, que tanto la imagen del mundo exterior como la del ético sufrieron, de la noche a la mañana, transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles. Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten de boca en boca. (Para una crítica de la violencia y otros ensayos: iluminaciones IV 112)
En el teatro de Pavlovsky, el enmudecimiento es la condición resultante del que ha experimentado la catástrofe, llámese Poroto, Adonai, el médico de Potestad, el cardenal, etc. Todos estos personajes han permanecido en la soledad del silencio o se han visto imposibilitados de narrar la experiencia, su experiencia. Existe un reflejo del inconsciente que les impide hablar y procede con mecanismos que parten de la palabra como representación mimética, de la palabra propiamente dicha que, inevitablemente, culmina en el gesto inocuo, que es la representación de la soledad, del individualismo actual: Y eso no era sorprendente, pues jamás las experiencias resultantes de la refutación de mentiras fundamentales significaron un castigo tan severo como el infligido a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en que nada había quedado
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incambiado a excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano. (Para una crítica de la violencia y otros ensayos: iluminaciones IV 113)
En relación con ello es necesario reafirmar aquí que Pavlovsky, el actor, nos conduce primero por medio de la palabra y después por medio del gesto hacia una relación que parte de una estructura consciente (es decir, verbalizada en el texto) hasta llegar a lo más profundo, negando la verbalización y actuando la palabra por la fuerza del gesto, donde palabra y cuerpo son dos partes divisibles e indivisibles a la vez y, en este sentido, fundamentales. Es importante notar que el cuerpo (aquel que rasga la experiencia, que expone sus magulladuras) ha dejado de ser importante para el sistema de relaciones de poder que se activan entre dos o incluso con uno mismo. Recordemos que Pavlovsky se asombra y descubre el teatro a partir del momento en que asiste por primera vez a una representación de Esperando a Godot, de Beckett: así afirma Pavlovsky en La ética del cuerpo: “Cuando vi por primera vez Esperando a Godot descubrí un teatro diferente, que me hacía salir del género de la comedia, que me tocaba corporalmente, que me expresaba en mi vida, que me explicaba la vida de otra manera... Me dije: ‘Ah, la puta, no sólo te gusta el teatro para actuar, sino que además hay un lenguaje que te involucra’” (9). No hay ninguna literatura instruida y construida solamente desde la imaginación, sino que debe necesariamente partir desde la experiencia. No obstante, hay una reinvención dramática del texto, primero con Kantor (a través del tema de la muerte, pero esto no se afirma de Pavlovsky) y extensivamente con la crítica de una micropolítica tal como se nos ha mostrado por primera vez en la Máquina Hamlet, de Heiner Müller. Pavlovsky ha hablado sobre los cuerpos y la experiencia de la violencia activada por el torturador. No obstante, la metodología que ataca al cuerpo y corrobora en ello el dominio de la técnica y el instrumento se especializa a través la experiencia. Sin embargo, el cuerpo latente, el cuerpo que es atacado, ha desaparecido con la comparecencia metodológica de nuevos mecanismos de tortura que no atentan directamente contra la presencialidad de este objeto-cuerpo, sino que van contra su universo interior. Cuando los
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métodos de represión se hacen más y más sofisticados, los mecanismos de agresión y violencia inmediatamente se invisibilizan. Claro que las antiguas formas de control y dominación pensaron que el cuerpo era una instancia material y corpórea que se eliminaba mediante la tortura y la desaparición (acaso no bastan, como muestra, treinta mil desaparecidos). A pesar de esta demostración, hoy por hoy, el cuerpo es una entidad que ha pasado a estar en un segundo plano. La vivencia y la representación de esa experiencia ahora están mediadas no por la desaparición, sino por la invisibilidad (que es una cosa diferente). Asimismo, con esta desaparición al mundo invisible (no se ve el cuerpo, no se ve la tortura), la memoria se torna aún más frágil porque la sustantividad metafísica de la cosa en sí desaparece. El acontecimiento es una entelequia porque no aparecen mecanismos de representación posible. Todo ocurre en la mente del otro. En el prólogo de Potestad, se aclara cómo estos cuerpos de desaparecidos también llevaron al extremo, a un paroxismo social, que resultaba ser inédito, tal como asegura Pavlovsky, en el mundo. Es por ello por lo que “nunca imaginaron que iban a ser perseguidos hasta el último de los rincones del mundo para ‘rescatarles’ sus nietos robados. Es que no conocían el código de la ética opuesta” (138). Del mismo modo, y a partir de esas construcciones, surge la cuestión de cómo actúan esos mecanismos en el teatro pavlovskiano. La improvisación como construcción de la subjetividad y el afloramiento del texto interior demuestra que la experiencia no es parte de un afuera, sino de un adentro. La experiencia se constituye como la imaginación de lo que queremos pensar, crear, decir, exponer, pero la experiencia no es lo visto, que en ocasiones se confunde con lo acontecido. Ya que el teatro es en esencia representación, el problema fundado aquí no es explicativo en sí mismo. De esta manera, la pregunta es si el mismo Pavlovsky querría representar su experiencia inconsciente o si querría hablar sobre la experiencialidad del otro, en la otredad misma, a su vez en lo mismo, en él mismo. Esta cuestión es la misma planteada por Levinas junto con Derrida en relación con el otro visto por sí mismo, como otro, como otredad. Aunque esto sea un imposible, puesto que al hablar del otro probablemente también hablamos del (nos)otros, la otredad actúa como un mecanismo de defensa o de olvido.
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Walter Benjamin, Paul Ricoeur, Cornelius Castoriadis, Enmanuel Levinas, Erich Fromm o incluso el propio Jorge Luis Borges, entre muchos, nos han propuesto ya inevitablemente la negación de la otredad, no tanto como negación del segundo, sino, antes bien, como aniquilación del conjunto y del grupo, como desaparición de la différance (Derrida). El otro no existe en medio de una cultura fundada sobre la base de un exacerbado hedonismo radical (Fromm), en medio de una cultura que por demás atiende más bien a la solitud del sujeto: ¡Buenas tarde, señor! Yo quisiera hablar con su hija Adriana, diez minutitos, diez minutitos, nada más... quisiera hablar con su hija Adriana, diez minutitos... Después vamos a hablar con usted y con su mujer, ¿eh? Yo me quedé fascinado con las formas, porque hacen una cosa muy linda, hacen dos cosas muy lindas... una es una especie de armonía de movimientos corporales, y que es como tirar la mano para acá y después la vuelven, hummm, así, hum, eh, y después otra cosa que hacen muy linda es que no miran a la cara cuando hablan, mirando ahí, no miran acá, miran ahí, ahí, eh, no, no miran nunca a la cara, entonces como yo soy un tipo que tiene una especie de admiración por la clase alta, de amor imposible ay cuando me dijo eso, me puse... me mimeticé y le dije: (Imita la voz del tipo bien) “si usted quiere hablar con mi hija Adriana primero tiene que hablar conmigo y mi mujer...”. Y él se dio cuenta que yo lo estaba imitando, quiero decir que había hecho una cosa que hacen ellos muy bien, que es no pronunciar las vocales, no. Yo lo imité, ¡Yo lo imité! “Si usted quiere hablar con mi hija Adriana...”. Él me miró con esa superioridad de la gente bien, sin necesidad de mucho, me miraba, entonces apenas me miró yo sentí una especie de derrota, pescaba que yo lo estaba imitando, imitando, tratando de descifrar las tonalidades de la gente bien para hablar como él... entonces rápidamente me dijo: “Por favor señor, vamos a aclarar bien las cosas, que no estamos en la época de annntes, ¡por favor, señor, tranquilícese que no estamos en la época de Antesss! ¡¡¡Antessss!!!”. Como yo soy disléxico y pierdo el sentido del tiempo y del espacio, creo que, ahora me doy cuenta, que “Antessss, Annntesss”, se refería a un período anterior, un período que era anterior, y después, viene el futuro. Pero como soy disléxico, me quedé con el Annntesss... me enfrenté a él y le dije: “¡Y yo soy el PAAADRE, yo soy el PAAADRE!”. Me puse cacofónico. (Pavlovsky, Cámara lenta; El señor Laforgue; Pablo; Potestad 146)
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Afirma, pues, Jorge Dubatti en el prólogo a Eduardo Pavlovsky: Teatro completo I que su teatro está cruzado por al menos cuatro grandes líneas de acción: 1. Psicoanálisis; 2. representación de la violencia histórico–social en Argentina; 3. teatro Corporal, y 4. pensamiento de izquierda y reelaboración del legado de la vanguardia. (7) Al menos dos de ellas (por no afirmar que, en realidad, las cuatro líneas) hacen frente a nuestra tarea, cada uno de estos puntos asume el tema de la memoria y del acontecimiento representados en el cuerpo. La textu alidad fr ente a l a presencialidad del cuerpo en el tea tr o de P avl ovsky El texto escénico desenvuelve la experiencia subjetiva del cuerpo, de la memoria y del lenguaje. El texto dramático oculta esa experiencia. Apuntemos a ello lo que expresa Levinas en el prefacio de Humanismo del otro hombre: “Lo inactual puede, sin duda, disimular lo caduco [...]. [L]o inactual significa, aquí, lo otro que lo actual” (7-8). Como resultado de esta construcción levisiana, podemos llegar a Potestad: lo inactual estaría representado en el GT, pero también se reactualizaría a través del discurso, reviviendo la propia experiencia desde la subjetividad. Esta idea nos lleva a la premisa de que “no se atiende a aquello que es narrado, sino lo que se experimenta a través de la subjetividad”. Ahora bien, citemos a Pavlovsky y veamos qué dice al respecto: “Al igual que en casos anteriores intenté enfocar el tema de la complejidad de la represión, convencido de que el imperialismo recurre a métodos cada vez más sofisticados para mantener la dominación en el Tercer Mundo” (Cámara lenta; El señor Laforgue; Pablo; Potestad 171). El cuerpo textual de Pavlovsky es una totalidad que en su conjunto está llena de contenido. Ninguno de sus textos dramáticos pierde significado. Debido a que el texto se vale de la experiencia, sus referencias remarcan un nuevo sentido poético, pero, a la vez, también la revelación de contenidos concretos. Pavlovsky ejerce una fuerte crítica operativa a los medios de represión en contraste con nuevos métodos y formas de reinterpretar la realidad.
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La subjetividad es la proporción directa de ese pensamiento que no solo es metafísico, sino que responde al desarrollo de una “micropolítica de la resistencia” (según la referencia de Pavlovsky y Dubatti en Micropolítica de la resistencia), de manera que “no se puede medir la validez de la experiencia solo por el resultado final. No podemos decir ‘voy a enamorarme de vos’ si no me abandonás. Tengo que enamorarme y arriesgarme. El resultado no invalidaba nuestra fuerza y utopías iniciales” (17). Pero, inconscientemente, elaboro una pregunta para mí mismo: ¿qué quiere decir Pavlovsky con “si no me abandonás”? ¿Por qué el abandono (la ausencia de cuerpo) y, por consiguiente, la invisibilización de esa otredad reconocen en mí no solo la ausencia, sino también la falta y la culpa? La ética de l a r esistencia Hay una resistencia corporal en el movimiento que evita que la memoria actúe agresivamente contra la sujeción del sujeto. La memoria posee mecanismos de recuperación y de descarte de los eventos, los activa a través del cuerpo, pero también a través del movimiento. Esto puede ser significativamente importante porque igualmente forma parte de una técnica que los actores usan para trabajar la memorización: cuerpo, movimiento y memoria están aliados (además de los mencionados, la acción). En consecuencia, es una memoria corporal-espacial. El actor no trabaja con técnicas mnemotécnicas de memorización, sino que se desempeña en el conjunto de la totalidad y dice el texto al pie de la letra, no lo inventa, puesto que, si lo inventara, probablemente, pero no necesariamente, perdería correlación efectiva de actividad. De todas maneras, tal como afirma Pavlovsky, “la vida no es un argumento (en el sentido de ARGUMENTO dramático). Nos hemos fabricado un mundo en que podemos vivir suponiendo cuerpos, líneas, planos, causas y efectos, movimientos y reposo, forma y contenido, sin estos artículos de fe no hay quien viva ahora” (Teatro completo III 20). Estar bien asimilado (a ese espacio) implica un sumergimiento (las tareas/ GT o Grupos de Tareas). No tener conciencia de quién soy. [Las tareas] Los actos de barbarie no tienen una inspiración sino la culminación, la concreción de una serie de hechos que han ocurrido. Pavlovsky constantemente se refiere
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a la asimilación de lo trágico como un hecho natural. Tanto en La muerte de Marguerite Duras como en Potestad, lo trágico pasa totalmente desapercibido, con lo cual se asimila a los acontecimientos naturales de la vida. Hay una eliminación del sujeto por vía de una eliminación del cuerpo. El cuerpo mostrado como la experiencia y como representación de las contingencias de la experiencia. El cuerpo solo como sello o como huella. A través de la propia subjetividad del actor, el dramaturgo-actor sustancia la experiencia intertextualizando de forma transdisciplinar los contenidos de su propia acción, así que mezcla texto-personaje, experiencia-personaje, texto-actor y experiencia-actor. En la obra La muerte de Margarite Durás, Pavlovsky nos ha dicho: Cuando era joven quise ser actor de cine. Me decían que tenía mucha pinta —bueno era cierto tenía una pinta que mataba—. Las minas me decían que me parecía a Marlon Brando. Me recomendaron un director de teatro. El tipo me puso frente a un espejo enorme y me dice: Poné cara de alegría yo puse. Quiero los músculos de tu cara bien tensos. Más fuerte. Mirate bien en el espejo. Esa que tenés enfrente es tu cara de alegría. Mirá los músculos de tu cara. Miralos bien. No te olvides. Ya me empezaba a acalambrar la jeta. Aguantá un poco así no te olvidás más. Ahora poné cara de tristeza. La puse. Mirate en el espejo. Esa es tu cara de tristeza. No te la olvides nunca tampoco. De repente me puse a llorar. Me preguntó qué me pasaba —que era importante que me acordara de la imagen que me vino cuando empecé a llorar—. (Teatro completo III 45)
Hay allí duplicidad. Hay allí intersticios. Hay allí, tanto como en el caso de Heiner Müller o Harold Pinter (otras referencias en las que Pavlovsky se apoya sustantivamente), un cuerpo textual dramatúrgico que representa la vida del actor y que, en cierto punto, cambia sutilmente hacia la vida del personaje. El pase, la transferencia, ocurre de un lugar a otro, de un punto a otro. Sucede de manera casi invisible, casi imperceptible. En el ejemplo previamente citado, donde el gesto es una gran pequeña parte de la totalidad,
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la acción atiende a la perdurabilidad de la memoria y del acontecimiento. Es justamente en ese punto donde la experiencia es un acontecimiento de significación real. Bibliografía Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia: Pre-Textos, 2005. Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos: iluminaciones IV. Madrid: Taurus, 1991. —. Brecht: ensayos y conversaciones. Montevideo: Arca Perdida, 1970. Derrida, J acques. L’écriture et la différance. Paris: Editions du Seuil, 1967. Dubat t i, Jorge. “Estudio preliminar: Variaciones Meyerhold y el teatro micropolítico de la resistencia”. Teatro Completo V. Vol. V. 7 vols. Eduardo Pavlovsky et al. Buenos Aires: Atuel, 2005. 5-66. —. “Estudio preliminar”. Teatro Completo I. Vol. I. 7 vols. Eduardo Pavlovsky et al. Buenos Aires, Atuel, 2003, 7-44. —. “Estudio Preliminar y entrevista”. Teatro Completo II. Vol. II. 7 vols. Eduardo Pavlovsky et al. Buenos Aires: Atuel, 1998. 9-25. —. Eduardo Pavlovsky: La ética del cuerpo (Nuevas Conversaciones). Buenos Aires: Atuel, 1995. Fr omm, Erich. ¿Tener o ser? Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1978. Glickman, Nora. “Los gritos silenciados en el teatro de Aída Bortnik, Alberto Adellach, Eduardo Pavlovsky y Ariel Dorfman”. Revista Hispánica Moderna 50.1 (1997): 180-189. Kesselman, Hernán y Eduardo A. Pavl ovsky . La multiplicación dramática. Buenos Aires: Atuel, 2006. Levi, Primo. Trilogía de Auschwitz. Barcelona: El Aleph Editores, 2005. Levi, Primo y Pilar Gómez Beda te. Los hundidos y los salvados. Barcelona: El Aleph Editores, 2005. Levinas, Emmanuel y Graciano Gonz ález R. Arnáiz. Humanismo del otro hombre. Madrid: Caparrós Editores, 1999. Misch, Eduardo. Entrevista personal sobre Eduardo Pavlovsky. 20 de enero de 2017. Müller , Heiner. “La máquina Hamlet”. Teatro escogido. Ed. Jorge Riechmann. 1.a ed., vol. 3. Drama (Primer Acto). Madrid: Primer Acto, 1990. 173-185. Pavl ovsky , Eduardo A. Teatro completo: La muerte de Marguerite Duras; Poroto (nueva versión); Textos balbuceantes; El cardenal. Buenos Aires: Atuel, 1997.
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—. Teatro completo I. Buenos Aires: Atuel, 1997. —. Teatro Completo II. Buenos Aires: Atuel, 1998. —. Teatro completo III. Buenos Aires: Atuel, 2000. —. Cámara lenta; El señor Laforgue; Pablo; Potestad. Buenos Aires: Editorial Fundamentos, 1989. —. “Proceso Creador. Terapia y existencia”. 1982. Web. 2 de febrero de 2017 . Pavl ovsky , Eduardo A. y Olga Cosentino . Eduardo Pavlovsky: “Soy como un lobo, siempre voy por el borde”. Buenos Aires: Capital Intelectual, 2008. Pavl ovsky , Eduardo y Jorge Dubat ti. La Ética Del Cuerpo: Nuevas Conversaciones Con Jorge Dubatti. Buenos Aires: Atuel, 2001. —. Micropolítica De La Resistencia. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1999. Semprún, Jorge. La escritura o la vida. Barcelona: Tusquets, 1997. St anisl avski, Konstantin Sergueevich. El trabajo del actor sobre sí mismo: el trabajo sobre sí mismo en el proceso creador de las vivencias. Buenos Aires: Quetzal, 1977. Subira t s, Eduardo. El continente vacío: la conquista del Nuevo Mundo y la conciencia moderna. México: Siglo XXI, 1994. —. “Introducción”. Para una crítica de la violencia, y otros ensayos. Iluminaciones IV. Walter Benjamin. Madrid: Taurus, 1998. 9-19.
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En su Estética de lo performativo, Erika Fischer-Lichte se lamenta de la dificultad de abordar buena parte del arte contemporáneo utilizando únicamente las teorías estéticas tradicionales: Aun cuando puedan ser útiles en algunos aspectos, son incapaces de comprehender el aspecto crucial [del giro performativo]: la transformación de la obra de arte en un acontecimiento, y la de las relaciones ligadas a ella: la de sujeto y objeto y la de los estatus material y sígnico. Y precisamente para poder dar cuenta de este fenómeno, para investigarlo y elucidarlo, es necesario el desarrollo de una nueva estética: una estética de lo performativo. (46)
Es decir, el giro performativo sucedido en el arte occidental a partir de los años sesenta del siglo xx necesita de un nuevo acercamiento teórico que permita dar cuenta de los desafíos que estas manifestaciones artísticas plantean a la crítica y a la historia del arte. Intuyo que el paradigma de la estética de lo performativo resultaría enriquecedor para analizar la mayoría de las obras abordadas en este volumen, siendo la memoria compartida uno de los puntos por excelencia en los que el sujeto se convierte en objeto y siendo las cicatrices la máxima expresión de la presencia como algo opuesto a la representación: “Una estética de lo performativo es en este sentido una estética de la presencia, no de los efectos-presencia, una ‘estética del aparecer’, no una estética de la apariencia” (208). De lo que se puede estar seguro, en cualquier caso, es de la importante aportación que la estética de lo performativo supone para el estudio del
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teatro hispanoamericano contemporáneo, plagado de manifestaciones que, bajo etiquetas como “teatro de lo real”, “biodrama” o “teatro documental”, se sumergen plenamente en el paradigma performativo. En mi contribución, por tanto, trataré de señalar el carácter performativo del documental escénico titulado El rumor del incendio, estrenado en 2010 por la compañía mexicana Lagartijas Tiradas al Sol. Observando aspectos como la medialidad, la materialidad o el sentido de comunidad, espero hallar un fecundo campo para explorar la relación entre la experiencia histórica y la expresión artística. Per forma tividad Fischer-Lichte observa que la acuñación del concepto de lo performativo en la filosofía del lenguaje por John L. Austin coincide en el tiempo con el giro performativo experimentado por las artes. Efectivamente: por las fechas en las que Austin dictaba su ciclo de conferencias titulado “Cómo hacer cosas con palabras”, Allan Kaprow preparaba sus happenings en galerías de arte en Nueva York, Tadeusz Kantor desmontaba los roles establecidos de actor, espectador y director en su teatro de Cracovia y Hermann Nitsch organizaba rituales mistéricos en apartamentos de Viena. Para el filósofo del lenguaje, los enunciados performativos son acciones autorreferenciales y constitutivas de realidad. Y eso es, precisamente, lo que los artistas mencionados —y muchos otros— estaban llevando a cabo: acciones que remitían a sí mismas y que modificaban las circunstancias de todos los implicados. Años más tarde, la idea de performatividad se impuso también en la filosofía de la cultura. La cultura moldea nuestros cuerpos, los actos que aprendemos no expresan nuestra identidad, sino que la definen al realizar, físicamente, con nuestros cuerpos, algunas de las muchas posibilidades que se nos ofrecen. De esta manera surge la identidad sexual, la étnica, la cultural. Judith Butler explica el proceso de generación performativa de la identidad como un proceso de corporización (embodiment). La identidad, por tanto, no es tanto una narración como una actuación, una performance.
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El rumor del incendio El rumor del incendio es una puesta en escena que forma parte de un proyecto, llamado La Rebeldía, que consta de otras dos partes: un blog en el que el grupo teatral compartió durante cinco meses su proceso de investigación acerca de los movimientos armados en México durante la segunda mitad del siglo xx y un libro con testimonios, fotografías y otros documentos fruto de dicha investigación. El rumor del incendio, la puesta en escena, cuenta la historia de los movimientos de resistencia armada en México en las décadas de los sesenta y setenta siguiendo las actividades de la comandante Margarita Urías Hermosillo, interpretada por Luisa Pardo. Durante el desarrollo de la pieza, se suceden escenas propiamente dramáticas, interpretadas por los tres actores (como la escena del interrogatorio y tortura de Margarita), proyecciones de discursos oficiales, de fotografías y de documentos reales y reconstrucciones de acciones guerrilleras —como el asalto al cuartel de Madera o el secuestro de un avión— mediante maquetas y muñecos filmados y proyectados en un circuito cerrado de video.
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Corporiz ación y memoria Uno de los aspectos más destacados del giro performativo en las artes escénicas es el cambio producido en el estatus del actor, y El rumor del incendio juega con este nuevo estatus de manera paradigmática. El cuerpo del actor en escena es una fusión de su cuerpo fenoménico —el actor es su cuerpo, y lo que el público percibe es el cuerpo del actor— y de su interpretación del personaje —en aras de la cual el cuerpo se convierte en una herramienta de significado—. Desde el siglo xvii hasta los años sesenta del siglo xx, esta tensión, esta dualidad, se resolvía en la idea de encarnación de un personaje: el actor trata de desaparecer —el actor ya no es su cuerpo—, en el sentido de que puede usar sus movimientos y su voz, pero no su voluntad o su conocimiento. El giro performativo supone, en este sentido, la sustitución del concepto de encarnación por el de corporización (Fischer-Lichte 169). Esta nueva forma de entender la presencia del actor en la escena, la corporización —en inglés, embodiment—, se corresponde no por casualidad con los descubrimientos llevados a cabo por las ciencias cognitivas, que consideran la conciencia humana como embodied mind (mente corporizada).1 El teatrólogo y teatrero francés Denis Guénoun, por su parte, afirma: “El programa que hoy en día ejecutan los actores en escena ya no depende íntimamente de las exigencias de colección de identidades narrativas, sino de la puesta en marcha de una lógica del juego” (139). El juego al que se refiere Guénoun (sin perder de vista que, en francés, actuar se dice igual que jugar) es el mismo acontecimiento artístico al que Jorge Dubatti denomina “convivio”; Hans-Thies Lehmann, “teatro postdramático”, y Erika Fischer-Lichte, “bucle de retroalimentación autopoiético”, y que, con el nombre que queramos
Una de las constataciones llevadas a cabo en los últimos años por las ciencias cognitivas que más profundamente afecta a la comprensión del arte escénico es la de que “[e]mbodying other’s emotions produces emotions in us, even if the situation is an imagined and fictitious one” (McConachie 67). El propio McConachie señala las consecuencias teóricas derivadas de este hecho: “The location of Aristotle’s ‘imitation of an action’ has shifted. In conventional mimetic theory, playwrights and actors do the imitating. Cognitive scientists and philosophers, in contrast, have strong evidence that it is audiences who mirror the actions of those they watch on stage; cognitive imitation is a crucial part of spectating” (72). 1
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darle, consiste en la presencia simultánea de actores que se presentan como tales y espectadores que son conscientes de su actividad de observadores. Guénoun continúa afirmando que, hoy en día, “[n]o [queremos] ficciones servidas por actores, sino actores induciendo (en caso de necesidad) a ficciones. [...] La verdad que el espectador busca ya no es la verdad del personaje, sino la verdad del juego. Y es esta verdad la que genera en él simpatía, empatía, compasión” (149). En efecto, los tres actores de El rumor del incendio se presentan, antes que como personajes, como ellos mismos: Luisa Pardo, Gabino Rodríguez y Francisco Barreiro. Esto lo vemos, sobre todo, en sus actitudes en las pausas entre escenas, en las que manipulan la utilería —vestuario, objetos y, sobre todo, aparatos electrónicos— completamente fuera de su personaje. El montaje llega a pretender que no hay técnicos ayudando a llevar a cabo el espectáculo: la música la activan los mismos actores por medio de un reproductor de MP3 que se van pasando de mano en mano, las proyecciones surgen de un ordenador portátil que ellos mismos manejan, los cambios de vestuario se realizan a la vista del público, etc.
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Como señala Julie Ward (30), el giro más sorprendente del montaje se produce en la escena final. En su último monólogo, la comandante Margarita rememora su vida desde el final de la lucha armada hasta el nacimiento de su hija, la Luisita. En este momento, la actriz Luisa Pardo sale del personaje y anuncia que ella es Luisa, que su madre era Margarita y que todo el proyecto artístico que estamos presenciando es una respuesta a las preguntas que la compañía teatral se planteaba acerca de lo que podrían hacer para revivir el legado de la lucha de sus padres. Ward observa que, de esta manera, El rumor del incendio, junto a todo el proyecto en el que surge, se sitúa en el umbral entre la biografía y la autobiografía, sin ser una cosa ni la otra y siendo más que ambas (30). El juego de Luisa Pardo teatralizando con su propio cuerpo la tortura a la que fue sometido el cuerpo de su madre reivindica la verdad autobiográfica de unos recuerdos que no son suyos, pero que determinan su posición en el contexto histórico que ocupa y en el que actúa (juega, performa). Pese a lo que el espectador podía suponer al principio del espectáculo, Luisa Pardo no encarna a la comandante Margarita; pese a lo que parece indicar el subtítulo de la pieza, la compañía Lagartijas Tiradas al Sol no se limita a documentar las memorias de una guerrillera. El rumor del incendio es, ante todo, un acontecimiento autorreferencial que constituye una nueva realidad: la presencia de la actriz Luisa Pardo transida por las experiencias de su madre. Lo document al En efecto, el carácter documental del espectáculo es impugnado por la relación personal de los actores con los objetos reales que presentan. El lazo que se establece entre los artistas y los testimonios (fotografías, diarios, cartas, discursos, artículos de la Constitución mexicana...) no es simplemente que los primeros presentan los documentos ante un auditorio. Este era, sin duda, el procedimiento propio del teatro documental. En México, la obra El juicio, escrita en 1972 por Vicente Leñero, se considera uno de los principales ejemplos de este tipo de teatro. En ella, se reproducen los interrogatorios, diálogos y actas del juicio a León del Toral por el asesinato del general Álvaro Obregón. El espectáculo, basado en documentos estrictamente históricos,
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no tenía mayor relación con los actores que la que pudiera tener una obra de ficción, en la que el artista encarna a un personaje. En El rumor del incendio, sin embargo, por medio del proceso de teatralización —el juego del que habla Guénoun— los documentos se convierten en parte de la vida de la compañía no ya como obra, sino como acontecimiento, como interrogación.
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Estamos, sin duda, ante la dicotomía que Diana Taylor establece entre el archivo y el repertorio. Para Taylor, la memoria del archivo (documentos, mapas, textos literarios, restos arqueológicos, etc.) se caracteriza por estar disponible para ser revisitada en cualquier momento, puesto que permanece inalterada, aunque puedan cambiar su relevancia y su significado. Por otra parte, el repertorio representa la memoria corporizada. Taylor sostiene que las actuaciones (performances), los gestos, la oralidad, el baile y todos los demás actos efímeros que requieren presencia también transmiten un conocimiento: “El repertorio mantiene y transforma coreografías de significado” (20). El significado que se genera, graba y transmite por medio de estos actos sirve también, como el archivo, para reconstruir no solo el valor y la identidad de un grupo, sino sus memorias e historias comunes.2 El juicio, de Vicente Leñero, y El rumor del incendio, de Lagartijas Tiradas al Sol, utilizan documentación histórica como parte fundamental del espectáculo, pero, mientras Vicente Leñero realiza una labor de mediación del archivo, El rumor del incendio se presenta como parte del repertorio —de los actores y el público— al mostrarse como proceso, como investigación de la memoria de los presentes. Los jugador es El rasgo fundamental del giro performativo, siguiendo una vez más a Fischer-Lichte, es llevar a primer plano el bucle de retroalimentación autopoiético (80). La posibilidad de los espectadores de convertirse en cocreadores de la realización escénica se lleva a cabo con un cambio de roles, obligando al
Sin duda, vienen aquí a cuento las reflexiones que Taylor dedica al carácter performático de las fotografías utilizadas en sus protestas por las organizaciones argentinas Abuelas de la Plaza de Mayo, Madres de la Plaza de Mayo e HIJOS (176-189). Según Taylor, las fotografías funcionan como una suerte de prueba, de evidencia de la existencia de las personas representadas en ellas (es decir, como archivo). Pero, al mostrarse en público, estas fotos son activadas, performadas. Las fotografías de carné —que Lagartijas Tiradas al Sol también utiliza en la puesta en escena— funden una imagen, la de la foto de identidad, “associated with surveillance and police strategies”, con la corporalidad presente de los actores. El archivo pasa a ser, así, parte de ese repertorio de la memoria que es El rumor del incendio. 2
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espectador a ser consciente de su papel, a observarse observando. ¿Cómo se consigue esto en El rumor del incendio? Es aquí donde vuelve a ser reveladora la tensión entre el cuerpo fenoménico del actor y su cuerpo semiótico. El espectador, que además es consciente de la existencia de unos paratextos —el blog y el libro— que enmarcan la puesta en escena, sabe que quien lee los documentos es el actor que ha realizado la labor de investigación archivística. Es el actor el que cambia las canciones que suenan y mueve los muñecos que representan a guerrilleros. Sin embargo, cuando se dramatizan escenas de la vida de la comandante Margarita y de quienes interactúan con ella, el actor desaparece y es reemplazado por el personaje. Esta fluctuación entre la presencia del cuerpo del actor y la representación del personaje crea un cuestionamiento del papel del espectador: “Cuanto más frecuentemente pasa la percepción del orden de la presencia al orden de la representación, es decir, de procesos de percepción y de generación de significado ‘azarosos’ a procesos predecibles, mayor es el grado de imprevisibilidad general y más intensamente se centra la atención del sujeto perceptor en el proceso de percepción en sí” (299). Esto es, efectivamente, lo que sucede en El rumor del incendio y afecta de forma esencial a la interpretación de la obra. A diferencia del teatro tradicional, en este espectáculo “[n]o es que se perciba primero algo como algo y que luego, en un segundo paso, a eso se le atribuya un significado. Más bien es que el significado se origina en el acto de percepción y como acto de percepción” (283). El hecho de observarse observando es fundamental en la interpretación que el espectador realiza del espectáculo. Dicho de otra manera —ahora en formulación de Denis Guénoun—: en el teatro contemporáneo, “[para los espectadores,] se trata de compartir el juego [...] mientras esperan su turno. [...] La necesidad de la mirada teatral es una necesidad jugadora, que acompaña al juego de jugadores en posición virtual de jugar también” (156). En El rumor del incendio, el turno de juego le llega al espectador de manera explícita en la última intervención de la actriz Luisa Pardo. Cigarrillo en mano, dando a entender que la tensión del espectáculo ha terminado, y con las gafas —que su madre nunca necesitó— puestas, mira al público tranquila pero desafiante y le espeta: LUISA: “Y después de toda esta investigación, de toda esta reconstrucción. Nosotros, los que estamos aquí, nos quedamos con
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la duda de si llegáramos a tener hijos y quisieran hablar de nuestra juventud, de qué hablarían” (Lagartijas Tiradas al Sol 32).
Ese nosotros engloba también al público —sobre todo, al que comparte la misma generación que los creadores— y lo lanza directamente al juego, lo convierte de manera explícita en partícipe del repertorio que reelabora y coreografía una memoria que nuestros hijos actualizarán con sus actos. Col ofón: l a memoria política y el gir
o per forma tiv o
El padre del teatro mexicano contemporáneo, Rodolfo Usigli, fue pionero y teorizador, entre tantas otras cosas, del teatro histórico y del teatro político en su país. En sus llamadas “piezas impolíticas” satirizaba los desmanes de los dirigentes poniendo un espejo de sus costumbres sobre el escenario. A su ciclo de obras históricas, la trilogía de las Coronas, se le reprocharon errores de documentación, una ficcionalización excesiva de los sucesos históricos. El maestro contestaba diciendo que el teatro no ha de ser una clase de historia, sino una lección de historia.
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Varias décadas después, el paradigma de la creación teatral es radicalmente distinto. La mediación que el teatro produce entre el pasado traumático y el espectador ya no se corresponde al espejo moralizante de Usigli ni al rescate del archivo llevado a cabo por el teatro documental de Leñero. Lagartijas Tiradas al Sol no escriben la historia de sus padres, sino que la funden con su propia autobiografía y la viven en la comunidad, en el juego. Este nuevo elemento, el de comunidad, le otorga a este tipo de espectáculos un carácter político aún más marcado que aquel al que aspiraban sus antecesores, puesto que “[l]a comunidad creada a partir de determinados principios estéticos por actores y espectadores es experimentada por sus miembros siempre como una realidad social” (Fischer-Lichte 114). El rumor del incendio, como acontecimiento autorreferencial, crea esta comunidad en la que la indagación en la memoria de los miembros de la compañía se convierte en una realidad social, la realidad social de una generación que se cuestiona su participación en la rebeldía futura. Bibliografía Guénoun, D enis. ¿El teatro es necesario? Madrid: Antígona, 2015. Fischer-Lichte, E rika. Estética de lo performativo. Madrid: Abada, 2011. Lagar tijas Tiradas al Sol. web El rumor del incendio. Web. 20 de febrero de 2018 . McCona chie, Bruce A. Engaging Audiences: A Cognitive Approach to Spectating in the Theatre. New York/Basingstoke: Palgrave Macmillan, 2008. Tayl or , Diana. The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas. Durham: Duke University Press, 2003. War d, Julie. “Staging Postmemory: Self-Representation and Parental Biographying in Lagartijas Tiradas Al Sol’s ‘El Rumor del Incendio’”. Latin American Theatre Review 47.2 (2014): 25-43. Web. 29 de diciembre de 2017 .
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LA FRONTERA IMPUESTA A LA NACIÓN: DEMARCANDO SOCIALMENTE AL PANAMEÑO EN ESA ESQUINA DEL PARAÍSO, DE ROSA MARÍA BRITTON Humberto López Cruz University of Central Florida
Nadie tiene el derecho de simular la restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie tiene el derecho de crear a un hombre a partir de una marioneta. Kundera 34
El concepto de frontera puede, a simple vista, implicar una división entre dos territorios desde una óptica política y donde se observe ondear, en cada uno de los lados involucrados, una bandera diferente; en otras palabras, la frontera funge como el signo que restringe a la nación en su expansión territorial. Los problemas inherentes a esta demarcación humana, a la referida disimilitud, pueden ser múltiples y variados; no obstante, lo interesante sería observar con más detenimiento las consecuencias resultantes cuando estas divisiones se tornan sociales y fragmentan la nación. El conflicto deja de ser externo para constituirse interno; el país produce fronteras intestinas que apuntan a conglomerados sociales que van a luchar, con las armas a su disposición, por salir de esos espacios impuestos e incorporarse a otras dimensiones dentro de la propia nación en cuestión. También resultaría atractivo indagar, de cerca, cómo la literatura ha intentado recuperar esta segmentación para ilustrarla en el texto y cómo el acto escritural ha podido llevar a cabo una representación social sin que por ello comprometa la mera idea de la ficción. En casos similares, la historia, admítase el término como reflexión social, consigue suscribir el meollo literario; a su vez, la autoría, en calidad de imaginación, logra incorporar personajes ficticios que destruyen la idea de que los hilos conductores de la trama están supeditados a la referida historia ciudadana. De hecho, hay realidades que a veces esquivan el recuento nacional y no se incorporan en los tomos históricos de la nación, ya que “la analítica de
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la ambivalencia pone en cuestión las posiciones dogmáticas y moralistas del sentido de la opresión y la discriminación” (Bhabha 92). Los asuntos internos suelen ocultarse de los libros de texto o de los folletos turísticos hasta omitirse por completo: tergiversan la imagen convencional de la nación y la del individuo que la respalda. Esta breve descripción podría integrar el preámbulo necesario para iniciar una lectura crítica de textos que constaten cómo la frontera política adopta un plano secundario ante una supuesta frontera social impuesta, al individuo promedio, por la colectividad dominante. En una lectura sobre la narrativa de Armando Ramírez se ha especulado sobre las limitaciones de este compendio social, indicando: “[L]a imposibilidad de participación de esta casta de origen proletario en la actividad de la sociedad dominante ha hecho que el ingenio de sus pobladores desarrolle un modelo económico autónomo que funciona para ellos”, para continuar afirmando: “Sus integrantes, gente común y anónima, aparecen como el depósito de sabiduría capaz de burlarse de una sociedad arrogante con formas osificadas y hacer surgir un nuevo modelo cultural y económico, distópico para el grupo dominante y utópico para ellos” (Galván 69-70). Se estaría, de este modo, ante un grupo específico que comparte características jerárquicas y que se ve apartado del centro, restringido a diversas áreas poblacionales; ya de por sí enfrenta limitaciones de espacio: no es una división política sino social. Para enfocar este trabajo en la dirección deseada, se podría añadir la visión de Esther Álvarez López sobre El Barrio, en Nueva York, según la cual estas demarcaciones se consideran paisajes etnográficos de segregación donde se exhiben fronteras económicas, sociales y culturales (197). Tras una satisfactoria intersección de ambos postulados, no sería entonces descabellado proponer que hay fronteras invisibles dentro de la sociedad que limitan los sectores marginados; o sea, restringen la movilidad y anulan su voz como componentes de la unidad nacional. De la misma forma, habría también que aceptar que este individuo quiera emigrar, abandonar el espacio que lo constriñe, y que, para sus fines, utilice las argucias que encuentre disponibles. A partir de este momento, el drama Esa esquina del paraíso, de la escritora panameña Rosa María Britton (1936-),1 sirve como soporte literario ante los Esa esquina del paraíso recibió el Premio Ricardo Miró —máximo galardón literario en Panamá— en la categoría de teatro en 1986, siendo uno de los cuatro dramas publicados 1
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puntos expuestos.2 De por sí, la palabra esquina como parte del título implica un espacio delimitado, y es esa frontera invisible la que va a representar la visión, permítase la paradoja, que se pudiera percibir de la nación centroamericana. Refiriéndose a la narración, Lubomír Doležel sostiene: “Afirmar un hecho narrativo quiere decir autentificar el motivo correspondiente. Un motivo es autentificado si es introducido en el acto de habla del narrador anónimo en 3ª persona, una fuente con autoridad de autenticación” (“Verdad” 103).3 En el drama, los autores hablan a través de sus personajes; sin embargo, Britton es más explícita cuando en una entrevista declara, refiriéndose a Esa esquina del paraíso, que “trato de presentar cómo la opinión de muchos panameños fue cambiada por la idea que todo era mejor en la Zona del Canal” (López Cruz, “La historia” 372); se anticipa, así, el embrión de una polémica. Con respecto al teatro en Panamá, existe una propuesta que, aunque acertada, contrapone la cita anterior y, si se lee cuidadosamente, podría destruir la base con la que este estudio pretende acercarse al drama de Britton. Alondra Baldano Gaona apunta, al referirse al lenguaje de los personajes teatrales, que
hasta la fecha por Britton. Los otros son Banquete de despedida (1987, también premio Ricardo Miró), Mi$$ Panamá (1989) y Los loros no lloran (1999). Este último recibió el primer premio de teatro en los Juegos Florales de México, Centroamérica, el Caribe y Panamá celebrados en Quetzaltenango, Guatemala, en 1994. Los cuatro dramas han sido recopilados en una edición bajo el título de Rosa María Britton: Teatro (Panamá: Mariano Arosemena, 1999). Se podría especular que Britton quiso incursionar en este género narrando Panamá, nación protagonista, tras cuatro fachadas diferentes. Después, regresaría a la novela, su género más cultivado. La novelística de Britton es extensa, pero, al no ser el eje de este ensayo, no se comentará, a menos que apunte al drama presentado. 2 Una sección de este trabajo, donde nos permitimos establecer un paralelo comparativo con el drama de Francisco Arriví, Vejigantes, y donde se enfrenta el tema de la negritud, fue publicada en Monographic Review 15 (1999): 189-200. 3 He consultado dos traducciones del ensayo de Doleel, “Verdad y autenticidad en la narrativa”, citando del que aparece en la compilación de Antonio Garrido Domínguez (95122) y traducido por Mariano Balsega. No obstante, he tomado la última frase de la sección citada de la versión del ensayo incluido en Estudios de poética y teoría de la ficción (125-148), traducción de Joaquín Martínez Lorente (quien omite el artículo la del título del ensayo), por encontrar esta última parte más acorde con mi propia percepción del idioma. Los lectores pueden consultar ambos textos y decidir cuál se asemeja más a sus conclusiones lingüísticas.
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se trata de escribir con diferenciaciones emocionales y distintos registros, específicos para cada situación dramática y para cada caracterización del personaje. Trasmutar la voz del autor que suele ser uniforme en el relato, con excepciones en los diálogos, se convierte en un proceso antagónico en la escritura. [...] La lógica va entonces en sentido contrario: desde las voces heterogéneas se encuentra la unidad en la acción, en las situaciones de diversidad de las voces, y en el enlace invisible de la fábula: es decir la voz del autor debe perderse tras el personaje. En este punto creo que la tendencia actual en los textos en Panamá es la de reforzar el discurso mental del autor y no conflictuar de modo dialéctico los diálogos, partiendo de las personalidades y los idiolectos de cada criatura dramática, con lo que el conjunto es monocorde y monológico. (89-90)
Tomando en cuenta el conflicto que presentan dos señalamientos divergentes, hay que mirar con detenimiento las voces que fluyen en Esa esquina del paraíso para corroborar que Britton no se pierde tras el personaje; la dramaturga habla con el inequívoco rigor de su experiencia panameña y construye arquetipos sociales que van más allá del espacio para el que fueron imaginados. Se está reconociendo una frontera invisible presente en la autenticidad de personajes y espectadores —entiéndase la viabilidad de múltiples fronteras— y, si se espera reescribir la cotidianidad panameña por medio de la invalidación de unos confines políticos impuestos, la presencia de la voz de la autora debe sentirse en los parlamentos. Se podría, tal vez, imponer la licencia de ampliar el aserto de Doležel y presuponer que Britton, en calidad de una tercera persona implícita, autentica el texto y afirma, con la autoridad requerida, cómo el enunciado divisionario se adueña del discurso de su drama. Este trabajo aspira a examinar la importancia de estas fronteras en Panamá y cómo el drama de Britton enfrenta, y desarrolla, una inequívoca realidad social. La trama está ambientada en la ciudad de Panamá entre los años 1957 y 1977; el paraíso se equipara con la sección del canal administrada por los Estados Unidos. La dramaturga juega con el tiempo y hace que, al unísono, presente y pasado desfilen ante el espectador para constatar la causa y efecto de las acciones de los personajes. Es un texto que se ajusta al entorno panameño al manejar con acierto la problemática existente en un sector específico de la población y, al mismo tiempo, de la ciudad. Britton procura diálogos dinámicos sin que se perciba el interés de convencer al espectador
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de una situación que se espera conozca a fondo; el lenguaje es duro y directo, extraído de cualquier conversación cotidiana. Es factible que Luis Pulido Ritter, elucidando sobre la literatura istmeña, denomine estos elementos como componentes de su nación romántica (8).4 Los personajes de Rosa, la madre, en sus versiones joven y vieja, y de Eugenia, la hija, apareciendo también dos veces con veinte años de diferencia entre ambas exégesis y apodada Jenny en su representación más madura, reniegan de su condición social y racial e intentan —en el caso de la hija— alterar su identidad con fines de unirse a un extranjero del paraíso, de la Zona del Canal. De esta forma, no es extraño que la autora haya escogido un epígrafe extremadamente sugestivo para presidir el encabezamiento del drama: “Mi chola no quiere cholo, porque está civilizada / Ella dice que su amor es un gringo de la Zona” (13). La Zona, ipso facto, se trasmuta en el espacio histórico donde las fronteras aparecen delineadas desde el comienzo del drama y, sin discrepar, en el territorio prohibido, y, por tanto, deseado, a donde el personaje tiene que acceder y constituirse parte del mismo. En otras palabras, la frontera debe ser vencida. A pesar de lo expuesto, hay otro límite que se debe superar para abandonar el perímetro que atrapa a este conglomerado. Estos personajes aceptan la demarcación que ya aparece impuesta; es una limitación social que no parece tener fin. Si el lector presiente que les va a ser difícil acceder a la Zona del Canal, desde ahora se percata también que más difícil les será abandonar sus circunstancias actuales. La multiplicidad de fronteras erige barreras inexpugnables y cartografía un nuevo mapa capitalino, disímil al estudiado en las escuelas. Sin embargo, son estas fronteras invisibles las que tendrá que superar el individuo que aventure una movilidad de espacios contraria a su casta. No es inesperado, entonces, que Britton haga que la madre idealice el espacio de la Zona, donde todo tiene que ser mejor que su encasillamiento en el sector pobre de la capital donde habita con sus hijas. Las dos mayores son de tez oscura, mientras que Eugenia/Jenny, la menor, es blanca y rubia —más adelante, el espectador se enterará de que la madre, en la urgencia de ser parte del mundo blanco, forzó una relación extramatrimonial con un soldado norteamericano que pasaba por el canal rumbo a la guerra en el Pacífico Sur— (60). Me refiero a la explicación de Luis Pulido Ritter al prologar su texto Filosofía de la nación romántica (7-19), que sugiero como lectura complementaria a este análisis. 4
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La Rosa joven cifra sus esperanzas en su pequeña hija; esta tiene lo necesario para triunfar: una tez clara. Britton entrega un personaje desubicado y en perpetua crisis que proyecta un repudio de su negritud5 y de las consecuencias de las fronteras impuestas y que insiste en evitar en su hija menor el rechazo del que ella ha sido víctima y, paradójicamente, el mismo que, sin inflexión, Rosa tiene a sus otras dos hijas mayores. La madre no solo le oculta a la niña parte de su constitución étnica, sino que intenta esconder ante el mundo exterior la conexión existente entre Eugenia/Jenny y su propia familia. La Rosa joven la matricula en un colegio de monjas —que a duras penas puede pagar— y trata de asociarse con el sector blanco y rico, aduciendo que “todos tenemos derecho a aspirar a algo mejor. [...] Todos tenemos derecho a subir en la escala social” (32). Las fronteras siguen aumentando como escollos textuales que el lector/espectador aceptará que, en su momento, no van a poder superarse satisfactoriamente. Al arribar a estas encrucijadas en el diálogo, sería prudente sopesar lo señalado por Damaris Serrano Guerra cuando comenta aspectos de la literatura en Panamá, puesto que la crítica observa que “[s]e yergue un existencialismo del ciudadano promedio, el héroe caído cuyas lucubraciones no sobrepasan el entorno inmediato porque —por la paradoja de la globalización que borra las fronteras de nuestra cultura conocida o de nuestros ámbitos amados— el individuo se desbarranca en el anonimato y en la tendencia homogeneizante de la masificación”, para continuar, “[d]entro de ese proceso de Me identifico con una de las acepciones manifestadas por Charles Johnson sobre el concepto de negritud (3-29) que indica: “The self-affirmation of blackness” (18). Johnson ofrece otras definiciones relacionadas con el individuo negro; sin embargo, considero que lo expuesto con anterioridad refleja con una mayor exactitud el enunciado de afirmación de Esa esquina del paraíso. Asimismo, quiero recordar que el concepto de negritud fue acuñado por el poeta Aimé Césaire, de Martinica, en “Cahier d’un retour au pays natal” (1939). Véase el estudio de Mbaré Ngom “Desde la cuna de la negritud”, donde indica: “La Negritud fue, hasta principios de los años 60, coincidiendo con la independencia de la mayoría de los países africanos, un movimiento aglutinador. Desde su plataforma, gran parte de la intelectualidad negroafricana desarrolló una campaña muy activa encaminada a conseguir la reafirmación y rehabilitación de su identidad cultural. Muchos de ellos preconizaban el retorno de los valores ancestrales negroafricanos como medio de contrarrestar la política de asimilación. Con ello, perseguían el renacimiento cultural de África como paso previo a la independencia y a la modernización” (82-83). 5
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invisibilización, el ciudadano común ha pasado a ser, para las autoridades, una cuota o una ficha y no un sujeto actuante dentro de las relaciones de la sociedad” (202-203). Estamos ante un sujeto marginado que, a su vez, aparece restringido por una frontera no demarcada pero visible ante los sectores sociales. Si la ciudadanía niega la existencia civil del individuo, este va a contrarrestar la agresión renegando de su condición y negándose a sí mismo. En otras palabras, para renegar tiene que negar su casta y su etnia. Añadiendo a lo dicho, se podría plantear que “[l]os sujetos siempre están colocados desproporcionadamente en oposición o dominación a través del descentramiento simbólico de múltiples relaciones de poder que desempeñan el papel de apoyo, así como de blanco o adversario” (Bhabha 97). Britton logra este complejo juego alternando el tiempo en el escenario y facilitando al espectador puntos de vista que parecen no tener solución. La trampa textual está tendida y la siempre referida frontera intestina ha triunfado no solo restringiendo el radio de acción social del personaje, sino eclipsando su presencia dentro de los círculos en que se desenvuelve. Por unos instantes, la posibilidad de escape como resultado de su autonegación parece ser una posibilidad viable para este conglomerado social. No obstante, la autora, por medio de la tía Mercedes, personifica la voz acusatoria, devolviendo a la Rosa joven a su incidencia habitual en vísperas de la graduación de Eugenia: Mercedes: No quieres que nadie de la familia asista a la ceremonia. [...] Lo mismo hiciste el día de la primera comunión de Eugenia; después de un montón de evasivas nadie llegó a la iglesia. [...] La dejaste ir sola, vestida de primera comunión, sola por las calles, como si se tratara de un día cualquiera, para que no supieran las monjas ni las otras niñas que la madre de Eugenia es morena... (35-36)
La africanidad del personaje es negada; mejor aún, sepultada. La consciencia blanca se extiende por la población en general eliminando los preceptos que no se adhieran a su propuesta.6 La Rosa joven es el ente destructor de la herencia africana; ella identifica negritud con el último peldaño social.
Consúltese el texto de Richard L. Jackson, quien ha apuntado la crisis que se observa en América Latina en cuanto a la aceptación de la identidad negra (4-21). 6
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Britton logra que su personaje, en su desesperación de madre, se rebele ante cualquiera que se oponga a sus planes de blanqueamiento: Rosa joven: Ella [Eugenia] tiene derecho a casarse con un gringo. Quiero verla felizmente casada, lejos de todos nosotros. Ya se lo he advertido que aquí no traiga a ninguna de sus nuevas amistades. Lo único que conseguiría es avergonzarse... Le he suplicado que le diga a todo el mundo que es huérfana de padre y madre y que el día que consiga novio, que se case sola, sin nosotros, mientras más lejos se vaya después, mejor para ella... (59)
Hay que pausar para analizar este parlamento. El lenguaje es significativo y puede resumir lo que se entiende por la demarcación social implicada en el texto. “Aquí” asume el espacio en conflicto, el área geográfica que hay que abandonar. Es fundamental emigrar fuera del sitio donde se restringe la movilidad y se anula la presencia del sujeto en crisis. El lector/espectador comprueba lo que fue insinuado al comienzo del primer acto: si difícil es acceder a la Zona del Canal y, por consiguiente, a todas las quimeras que vienen asociadas con este paradisíaco espacio —tal y como sugiere el título del drama—, será epopéyico para el individuo, representado en su singularidad en Rosa joven y vieja, huir de la demarcación social, y geográfica, donde aparece enclaustrado. Es una versión del barrio residual citado, es “denuncia de la marginación y crítica de errores sociales, políticos y económicos” (Galván 72) que ahora hace eco literario en el istmo. A su vez, la mención de una supuesta orfandad implica que el personaje debe simbólicamente morir para poder vivir más allá de la frontera; la negación de sí debe ocurrir para lograr la autoafirmación externa. Este detalle es sustancial porque, de un instante a otro, ha creado una nación de huérfanos; son personajes desprovistos de un pasado al que poder asirse, ya que el futuro se augura incierto. Podría interpretarse como la ambivalencia textual, ya citada, que necesita desarrollarse en la trama; sin embargo, también podría leerse como que la sociedad es la que demanda la ruptura y el posible cuestionamiento de preceptos morales cae demolido ante la realidad de la colectividad oprimida.
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Britton no pierde oportunidad de establecer una continuidad en su obra literaria, que se ha caracterizado por una sórdida denuncia social.7 En esta ocasión, el negro tiene que negar al negro que lleva en sí para coexistir dentro del mundo que lo margina e intentar invalidar la aludida frontera. La literatura se convierte en el vehículo no solo ya de denuncia, sino de alerta. El reflejo de la sociedad ha trascendido a la literatura; el drama de Britton recoge la visión de Panamá durante un período de inestabilidad social dentro de su historia como joven república.8 Ricardo Ríos Torres ofrece un panorama histórico-geográfico-literario en lo que denomina “perfil existencial” y recoge la esencia de la nación a través de las múltiples influencias recibidas del exterior (“Matriz” 46-68).9 La legitimidad de la América híbrida vuelve a repetir su enunciado de permanencia; además, sintetiza la presencia de la literatura y la reafirmación del mestizaje desde la mirada de un narrador en tercera persona, no anónimo, como realidad social: “La literatura es para los panameños parte de su identidad heterogénea y compleja, somos una individualidad colectiva. Nos caracteriza la diversidad y el mestizaje, convivimos con varios conjuntos culturales en una interacción creciente [...] somos los
Las dos primeras novelas de Rosa María Britton, El ataúd de uso (1982, publicada en 1986) y El señor de las lluvias y el viento (1984, publicada en 1989), contienen una severa denuncia social. Sus personajes marginados luchan por incluirse dentro de la sociedad de la que son parte, sin que por ello pierdan su dignidad o se adhieran a lo previamente impuesto por la sociedad. Véase el artículo de López Cruz “La marginación social como constante repetitiva en las dos primeras novelas de Rosa M. Britton”, especialmente donde reza que la autora “enfrenta el tema de la marginación social con agresividad y deja que sus personajes busquen y encuentren el sitio que les corresponde dentro del mosaico cultural en que se desenvuelven” (101). 8 Es necesario apuntar que Panamá se convirtió en república independiente el 3 de noviembre de 1903. Se recomienda a cualquier interesado que lea el ensayo de Pantaleón García en las obras citadas, donde se puede constatar cómo la Zona es la verdadera protagonista. Además, en 2015, la revista cultural Lotería dedicó un número a las “Relaciones entre Panamá y los Estados Unidos de América” (tal y como aparece en la portada de dicha publicación) que debe ser consultado. 9 El mestizaje no es un fenómeno novedoso en el Caribe; la híbrida América reclama su espacio tras más de quinientos años de interacción con el espacio exterior. Quiero remitir al lector a la propuesta realizada por Néstor García Canclini en Culturas híbridas, donde propone un continente heterogéneo formado por países donde coexisten múltiples lógicas de desarrollo (23). 7
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panameños varios pueblos en distintos tiempos simultáneos” (Ríos Torres, “Mirando” 11). Este señalamiento corrobora el mestizaje de la región sin ofrecer la ocasión de precluir derechos innatos de una sociedad fragmentada; a pesar de ello, el personaje de Britton rechaza su esencia híbrida en pos de círculos más blancos, más poderosos y, como el espectador ya es consciente que deberá ser, más allá de las fronteras que se han autenticado en el drama y que una gran parte de la población capitalina experimentaba en la época del estreno de Esa esquina del paraíso. La ficción de esta entrega se extiende un tanto más allá para presentar al espectador posibles secuelas de las acciones de las protagonistas. Hay personajes secundarios que también reaccionan ante la coerción, ante la experiencia acumulada tras años de endurar el mencionado decreto fronterizo. La autora cataliza el precepto de que los males vienen de un sitio específico, y es ese espacio restringido el que ocasiona el mal social. No hay mejor manera de exponerlo que a través de un cuestionamiento: “¿En qué momento esa inmoralidad de la discriminación que practican en la Zona se derramó hasta Calle Trece y por Panamá entera?” (Britton 59). La incongruencia en la desproporción de cómo pueden ubicarse socialmente los personajes no es óbice para que manifiesten cierta negación, aunque pretendan afirmarse, dentro de su natural radio de acción. Un buen ejemplo es el marido de Rosa joven, quien no vacila en aceptar a Eugenia como hija y exhibirla con orgullo para que el barrio vea los cabellos rubios de la niña. La madre recuerda: “Él se tragó el cuento de la abuela blanca y bien que le encantaba andar luciendo a la niña rubia que llevaba su nombre... Creo que la quería más que a sus propias hijas...” (61). Los personajes sienten que la presencia de la africanidad los degrada; estos perciben que las posibilidades de un mejor desenvolvimiento social como individuos merman debido al color de la piel. Con respecto al discrimen visto en el texto, se podría cotejar con la conclusión que sugiere que “[l]a diferencia del objeto de discriminación es a la vez visible y natural: el color como el signo cultural/político de inferioridad o degeneración, la piel como su ‘identidad’ natural” (Bhabha 105, comillas en el original). En Esa esquina del paraíso el personaje no llega a reconciliarse consigo mismo; el espectador es testigo de la decadencia sufrida por Eugenia —ahora devenida Jenny y endurecida por las decepciones que ha recibido—, que no puede evitar el paso del tiempo y se observa cómo se consume en la desesperación de
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no poder detener las incipientes arrugas ni obtener el estadounidense blanco que busca en la Zona del Canal. El personaje derrotado sostiene, en su paulatina caída, la intención de Britton de apuntar hacia la Zona como la demarcación que puede destruir a quienes osen intentar su acceso, aunque además es innegable el ataque textual dirigido a aquellos que cartografían esos límites como paradisíacos. Sin embargo, en esta yuxtaposición de ideas es donde el drama subraya la constante presencia de la frontera interna y el efecto que causa en el evocado ciudadano medio. No hay duda en que la conclusión ha autenticado el enunciado fronterizo, sin que se perciba una discontinuidad de la situación imperante. Hay que volver a recordar que, al estreno de Esa esquina del paraíso, un sector de Panamá, a pesar de haber sido testigo en 1977 del acuerdo Torrijos-Carter que devolvería las operaciones del canal a los panameños al amanecer del 1 de enero de 2000, aún conservaba una aureola subjetiva que mitificaba la Zona.10 Por eso cabe preguntar si estos individuos creados por la imaginación de la dramaturga, a pesar de contar con un sólido fundamento histórico, cumplen con su propósito y convencen en su conclusión. Este es un cuestionamiento que parece no tener final, máxime cuando, tres años después de que subiera el drama a las
El acuerdo Torrijos-Carter de 1977 indicaba que la operación del canal de Panamá sería revertida a manos panameñas a finales de diciembre de 1999, invalidando el tratado conocido como Hay-Bunau Varilla donde se cedía, a perpetuidad, la Zona a Estados Unidos. Con el amanecer del 1 de enero de 2000, Panamá asumió completamente el funcionamiento del canal, que no contaría ya con la presencia estadounidense. Obsérvese la postura crítica que sobre el canal y el tratado mencionado ofrece el artículo de José Luis Torres A. que aparece en las obras citadas. A su vez, es importante mencionar que Enrique Jaramillo Levi recopiló una acertada selección de ensayos bajo el título El Canal de Panamá: origen, trauma nacional y destino donde se enfrenta el tema y su repercusión en el pueblo panameño. Hay que prestar atención al artículo de Ernesto Castillero Pimentel (20-25), en especial donde señala que lo que Panamá ha cedido “es el uso, ocupación y control de la zona para los fines específicos de la construcción, mantenimiento, saneamiento y protección del canal” (23). Se puede entender una mención implícita a una frontera que los panameños siempre han percibido referente a la zona y que ha sido recogida por su literatura. Como dato final a este importante enclave de la identidad e historia panameñas, es necesario aludir a los hechos ocurridos el 9 de enero de 1964, cuando jóvenes panameños desafiaron la frontera impuesta y plantaron la insignia nacional en la Zona del Canal. Se impone consultar el texto de Roberto N. Méndez, también en las obras citadas, para un mejor desarrollo del momento histórico; además, léanse fragmentos 10
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tablas, Panamá experimentó la invasión estadounidense de 1989.11 El canal seguía teniendo vigencia, y presencia, en las vidas del conglomerado social. La opresión apuntada por Homi Bhabha prolonga su existencia y personajes como los de Rosa joven y Jenny encuentran su justificación en el texto. El porvenir de ambas mujeres podría ser sombrío, pero, para sustentar sus conclusiones, los espectadores deberán recurrir a la historia como documento, o como concepto, y así especular qué depararía el destino a la colectividad demarcada. Es necesario atar estas suposiciones a las afirmaciones de Doležel que indican que “[l]as ficciones literarias tienen características específicas por funcionar como artefactos culturales incorporados en los textos literarios. Por lo tanto, una teoría comprehensiva de la ficción literaria surgirá de una fusión de la semántica de los mundos posibles con la teoría textual” (118). Las posibilidades son múltiples: la nación panameña experimentaría sacudidas en las que la historia sería imprescindible para poder aceptarlas y, a la vez, poder comprenderlas: la referida invasión, la reversión de las operaciones del canal, la celebración del primer centenario como república, entre otras, son instantes que no merecen ser menospreciados, y el espectador, que conoce la situación que presenta la obra, es consciente de la realidad nacional a medida que se baja el telón final. Si se sospecha la autoafirmación del panameño, vistos ya los primeros pasos en algunos personajes de Esa esquina del paraíso, dicha afirmación sería sempiterna en el colectivo social a partir de hechos que unificaron la nación. Atraería, pues, el intentar visualizar cómo Britton estructuraría un cuarto acto en su drama; o sea, cómo proyectaría a esas mujeres, con anterioridad desubicadas, otros veinte años después. La ficción literaria apuntaría hacia la percepción del entorno panameño que Britton tuviera del espacio recreado después de ocurridos los hechos históricos que pudieron modificar la frontera, o fronteras, en cuestión. De acuerdo a lo inferido tras los diversos parlamentos, se sospecha que habría cambios —inclusive en las demarcaciones sociales—; no obstante, las fronteras intestinas que han ocupado este de La épica de la soberanía (9-13, 28-31), donde Ríos Torres comenta este acontecimiento y las secuelas dejadas. 11 Armando Muñoz Pinzón ha compilado una bibliografía sobre la operación Causa Justa (Just Cause) que podría ser de interés para los lectores. Compárense estos aspectos con los ensayos incluidos por Orlando J. Pérez en su edición de Post-Invasion Panama. Ambos textos aparecen en las obras citadas.
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acercamiento crítico no se borrarían en su totalidad, aunque sí podrían haber modificado las líneas invisibles que las delimitarían dentro de la sociedad contemporánea; la supresión sería selectiva. Al intentar finalizar este desmontaje crítico, y como análisis retrospectivo, habría que insertar la conclusión de Doležel, ya que “en la semántica narrativa el concepto de verdad debe basarse en el concepto de autenticación, un concepto que explica la existencia ficcional” (146). La verdad social panameña continúa escribiéndose; es un texto abierto que ahora se afirma a partir de la unificación nacional; su problemática, en calidad de microcosmos, intenta insertarse en el macrocosmos universal. Esa esquina del paraíso cumple para con su tiempo, acierta con su presencia en las letras de la joven república; a pesar de ello, se percibe incompleta porque el devenir ciudadano está inconcluso. Sin embargo, el drama amplía las formas de locución polifónicas: en la crudeza de sus expresiones, de su lenguaje, radica la autenticidad de sus parlamentos. Si Britton se propuso mostrar cómo el individuo medio percibía la Zona, la intencionalidad de la autora, además, ha contribuido a delinear la etnografía del país; es por ello que la mutabilidad de las demarcaciones no oficiales justifica una nueva mirada a la geografía nacional. Se podría afirmar que estas fronteras impuestas facilitan, y en algunos casos auspician, el proceso de transculturación. El término que en la década de los años cuarenta del pasado siglo acuñara el antropólogo cubano Fernando Ortiz adquiere un nuevo matiz al aplicarlo al individuo panameño dentro de su propia sociedad; añádase, en este punto, las mencionadas lógicas de desarrollo de García Canclini sobre la América híbrida.12 El texto se desenvuelve dentro de distintivas esferas, pero rota alrededor de intrínsecas posibilidades; es su existencia ficcional la que autentica la proyección literaria de Britton desde la óptica de Panamá. El lector ha encontrado, y aceptado, un individuo que quiso desaparecer de su espacio habitual, destruir la frontera invisible que maniataba sus aspiraciones, y lo que logró fue el abandono de su natural,
Ver la nota precedente que refiere al texto de Néstor García Canclini incluido como parte de la bibliografía. Asimismo, es necesario consultar Transculturation. Cities, Spaces and Architectures in Latin America para repasar algunos de los puntos expuestos. Léase con particular atención la introducción (ix-xxv) que ofrece uno de sus editores, Felipe Hernández, para un mejor entendimiento del tema. 12
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a lo Homi Bhabha, su esencia ciudadana. Esa esquina del paraíso retorna al espectador, que hoy día aprobaría un cuarto acto del drama, para verificar la presumida afirmación de “tengo que entrar a esa esquina del paraíso por la puerta grande...” (Britton 69) cotejándola con el cambio experimentado por la nación durante el mismo lapso de tiempo. América Latina insiste en defender, y expandir, sus fronteras políticas; cabe ahora meditar y discernir si estas expansiones ocurren también dentro de los diversos territorios nacionales, o sea, dentro de cada república. En caso afirmativo, las fronteras en cuestión, las que no parecen existir, pero siguen presentes, ocuparán un lugar irrefutable dentro de la proyección literaria de los escritores de la región. En otras palabras, no solo en Panamá, sino en el resto del continente. Bibliografía Ál var ez López, Esther. “Down the Mean Streets of the Barrio: Gendering the Transcultural City in Nuyorican Literature”. Reading Transcultural Cities. Eds. Isabel Carrera Suárez, Emilia Durán Almarza y Alicia Menéndez Tarrazo. Palma: Edicions UIB, 2011. 195-220. Baldano Gaona, Alondra. “Tendencias actuales del autor de teatro en Panamá”. Ensayos. Panamá: Universidad de Panamá, 2010. Bhabha, Homi. El lugar de la cultura. Trad. César Aira. Buenos Aires: Manantial, 2002. Brit t on, R osa María. Esa esquina del paraíso. Panamá: Mariano Arosemena, 1986. Castiller o Pimentel, Ernesto. “La soberanía de la República de Panamá en la Zona del Canal”. El Canal de Panamá: origen, trauma nacional y destino. Ed. Enrique Jaramillo Levi. México: Grijalbo, 1976. 20-25. Dolež el, Lubomír. Estudios de poética y teoría de la ficción. Pról. T. Pavel. Trad. Joaquín Martínez Lorente. Murcia: Universidad de Murcia, 1999. —. “Verdad y autenticidad en la narrativa”. Teorías de la ficción literaria. Comp. Antonio Garrido Domínguez. Madrid: Arco Libros, 1997. 95-122. Gal ván, Delia V. “El barrio residual en la narrativa de Armando Ramírez”. Revista de Literatura Mexicana Contemporánea 1.5 (1997): 69-75. Gar cía, Pantaleón. “Primeras controversias diplomáticas entre Panamá y los Estados Unidos”. Lotería 414 (1997): 52-66. Gar cía Canclini, Néstor. Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo, 1989.
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EL VACÍO Y LA LETRA Saúl Sosnowski University of Maryland, College Park
La espada, cuyo mejor lugar es el verso. Borges, “Alguien sueña”, Los conjurados
Hay varias fotos colgadas en una columna. Una de ellas muestra restos humanos, cadáveres alineados prolijamente sobre la tierra. Así, uno junto a otro, ocupan menos lugar. No siempre fueron hallados de este modo en fosas comunes, pero estos son muertos frescos. Sobrevivieron para morir cuando ya no era imprescindible hacerlo. No sé por qué justo me llama la atención una de esas fotos: a la derecha se ve un par de oficiales estadounidenses. Uno de ellos es un capellán que mira insistentemente al hombre bien vestido, casi elegantemente diría, con la cabeza inclinada hacia un lado; impávido, este no registra ninguna emoción. Ahora mismo no importa frente a qué campo de exterminio se encuentran. La foto documentaba una situación que se repitió frente a los más conocidos y frente a aquellos que por cuestiones estadísticas no son tan recordados: el número de los allí asesinados no pasaba de apenas unos cuantos miles. Lo que sí me importa señalar ahora son las miradas, especialmente la del que trata de ocultarla bajo el ala de su sombrero. Digamos: percibo (¿adivino?) el deseo de negar lo evidente para resguardarse en la ignorancia, en la inocencia de quien no sabía, no veía, no olía las humaredas. La vivencia límite ya había sido cruzada por millones y sigue siendo enfrentada hoy en día. El desafío fue y sigue siendo cómo llenar con la letra el vacío que dejaron. Pero este es un desafío literario, un desafío menos grave que el que atañe al sobreviviente, al testigo, al que niega haber sabido o sospechado, a los involucrados en las políticas de la memoria y el olvido. Es decir, a todos nosotros, porque, si bien la Shoah es única y europea, la sistemática práctica del genocidio no cesó allí ni desde entonces.
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Cruzo el océano y me instalo en tierras americanas, en mi sur, y en el ejercicio de las letras para dar cuenta de historias que uniformaron la región en los años setenta y ochenta (mucho antes que en Uruguay, Chile y Argentina, en Paraguay y Brasil). En el año en que se conmemoran cuarenta años del golpe militar en Argentina y tres décadas del fallecimiento de Borges, comienzo remitiéndome a uno de los textos que de algún modo articulan la relación del individuo con la historia, con un legado asumido, con huellas generalmente inhallables en la macrohistoria. También, como veremos, de ese entramado con textos que dan cuenta de los corolarios del golpe. Las primeras líneas de “El jardín de senderos que se bifurcan” (1941) recuperan los datos consignados por Liddell Hart en Historia de la guerra europea en torno a la demora —“nada significativa, por cierto”— de una ofensiva británica en 1916. Borges coteja esta nota al calce de la Gran Guerra con la declaración del doctor Yu Tsun. Sus palabras no desmienten la versión de Hart ni tampoco su evaluación de los hechos, solo proporcionan una explicación de la demora. El enfrentamiento de los textos indica que el paradigma de objetividad es inexistente (inútil quizá) para la interpretación de la historia. Permite comprender, además, que solo quien ha tenido el privilegio de adquirir la conciencia de su propia historia podrá conocerla íntimamente antes que la muerte corone y desdibuje la posesión del ser y el saber. El texto de Borges también sugiere que si, en efecto, todo es discurso, producción de discurso sujeto al arbitrio de quien lo enuncia o del fortuito encuentro con un manuscrito incompleto, la historia también es ilusión más que paradigma de objetividad. Por lo tanto, una novela que se basa en la historia es un juego refractario de espejos e ilusiones que incluye esa misma inalcanzable historia cuyo valor estará siempre supeditado a la voluntad de sus lectores. Para Borges, tanto la historia como la ficción —lo vemos en “Pierre Menard, autor del Quijote”— están sometidos por igual a la entonación del lector. Por otra parte, así como se puede historiar la eternidad (cf. el texto homónimo en Historia de la eternidad [1953]) —es decir, la historia del concepto y del término eternidad—, plantear esta relación exige que se contemplen el concepto y la evolución de historia —uno de los materiales de construcción de la memoria, la pantalla contra la cual adquiere sentido por encima, o por debajo, de la voluntad de cada individuo—.
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Ante la conducta convencional que impone la ficción, la (re)construcción de la historia a través de aquella parece requerir otro contrato con el lector, particularmente en la medida en que un autor lo ofrece como otra lectura de la historia, como la dimensión sobre la cual la versión imparcial, distante y desapasionada que se conceptualiza como historia erige su espectáculo de parca verdad. El acceso a la historia y a su legado se da a través de los intersticios de un acto que se pretende aislado: la senda seguida por Yu Tsun en una de sus posibles lecturas, una pregunta nada inocua que, como veremos, desnuda las proclamas sobre la recuperación de valores largamente mancillados. Después de todo, el pasado es materia maleable y la memoria de diversos sectores de la población tiende a adoptarla a medida de su ideológica comodidad y de sus necesidades más inmediatas. Palabras escritas de una versión autorizada suelen resultar suficientes para que la verdad reciba una mano de pintura fresca; así lo seguimos constatando cruel y tristemente en nuestros días. Quizá por ello, mientras emprenden una misma empresa de conocimiento, los límites entre ficción e historia se vuelven más porosos; quizá por ello el énfasis en una ficción basada en hechos reales contribuye a su éxito comercial. Identidad y desarraigo, ecos y voces censorias ante la fascinación del erudito, civilización y barbarie y saber individual y sabiduría colectiva son algunos de los retazos de irrealidad con los que la ficción hecha de historia recupera la fundación mítica de una nación, así como su acceso a una nueva etapa, en este caso, la democracia tras la última dictadura militar. Del novelista, como sabemos, se espera un texto que humanice el saber histórico inscribiéndolo en los artilugios de la ficción. Dicho de otro modo: se anhela el encuentro de imaginación y verdad, de una versión del pasado que enuncie en el presente el diseño de algún venturoso o menos cataclísmico porvenir. Si, más allá de todo goce y entretenimiento, la literatura ha de tener una función moral, esta es develar la verdad que se oculta en la perversión, la crueldad y la maraña ideológica que hemos estado sobreviviendo. De ser así, aceptaríamos que el lector necesita que la literatura constituya, amén de sus intrínsecos propósitos, un sistema ético o que, por lo menos, también apunte en esa dirección o tan siquiera la provoque. Nada ni nadie puede huir de su historia, del terreno acotado al tamaño de la piel sobre el que se dirimen el olvido y la memoria, la marca de lo perecedero y el ansia de inmortalidad que se deslinda de la reescritura de lo que ya fue.
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Dada la concentrada magnitud de la violencia y su estrepitoso o menguado cese, no debería sorprendernos que se produjeran versiones nacionales de los Nunca más —títulos que, más que garantía, expresan una esperanza—, que cada país negociara a su manera el retorno a la democracia electoral y optara por diferentes fórmulas judiciales y políticas con respecto a las juntas militares y sus cómplices civiles. A no ser que nos pongamos del lado pacifista y reneguemos de todo uso de las armas, es difícil, y diría que imposible, hablar de violencia en términos absolutos; es decir, sin instalarla en un contexto histórico, sin verla sujeta a una inevitable ideologización. Aunque nosotros operemos sobre una base ética que reconoce las categorías del Bien y del Mal, a un mismo acto se le puede adjudicar heroico, justo o terrorista según quién y desde dónde se enuncie el calificativo. Me remito a mi país para recordar cómo ciertas organizaciones guerrilleras reaccionaron frente a miembros que cuestionaban el uso de las armas, de la ejecución, de la caída no intencionada de inocentes. Y aclaro rápidamente para evitar malentendidos: no me suscribo a la teoría de los dos demonios, pero tampoco santifico la actividad criminal, cuando era criminal, solo porque provenía de un sector con el que simpatizaba, ni hago caso omiso de la sospecha de complicidad de líderes guerrilleros con elementos de la dictadura: la arena movediza de la corrupción. En toda guerra hay violencia, pero esta generalmente se da según ciertos códigos, que son los que luego permiten que haya armisticios, tratados de paz, alianzas, la restauración de un orden. Paso a un caso singular para subrayarlo. La Shoah no fue parte de la guerra; esta le permitió al nazismo llevarla a cabo; si faltara una prueba de ello, recordemos que los crematorios aceleraron su producción de humo y ceniza cuando Alemania ya sabía que perdería la guerra. Para lograr la solución final, rubricada en la conferencia de Wannsee el 20 de enero de 1942, solo era necesario despojar al judío de su humanidad, sistemáticamente reducirlo a un objeto desechable, a un resto de todo uso. La maquinaria antisemita, de larga data en el continente, abonó la estrategia. Carente el cuerpo de todo otro valor, la grasa podía ser jabón, el pelo, pasar a ser relleno, la piel, a ser pantalla. Preguntémonos, como ya lo hicieron Primo Levi y tantos otros: ¿por qué es tan difícil, cuando no imposible, dar cuenta de lo que pasó en los campos de exterminio si no es por eso mismo?,
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por haber transformado a los cuerpos en material de extracción (el oro de las dentaduras), en trozados sin desperdicio, en utilería para experimentos que avanzaban la ciencia. ¿Por qué nos debería llamar la atención que, después de llevar a cabo las tareas en los campos de exterminio, era rutinario volver a casa y oír un concierto de Beethoven del otro lado de las alambradas si lo que allí adentro pasaba era solo la ejecución de una maquinaria fabril? Si el cuerpo pasa a ser resto, huelga la anestesia sobre quien se experimenta, huelga la piedad ante la miseria y el hambre. Se pastan figuras de utilería en dirección a las chimeneas. Pero no todo se hizo humo. Hay sobrevivientes y testigos, hay crónicas y testimonios. Lo dicho y lo que no puede ser dicho se dirime hasta hoy tanto como lo que no alcanzamos a entender como posible. En Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Giorgio Agamben apunta que Foucault define la diferencia entre el biopoder moderno y el poder soberano del viejo Estado territorial mediante el engarce de dos fórmulas simétricas. Hacer morir y dejar vivir compendia la divisa del viejo poder soberano, que se ejercía sobre todo como derecho de matar; hacer vivir y dejar morir es la enseña del biopoder, que hace de la estatalización de lo biológico y del cuidado de la vida el propio objetivo primario. [...] Entre las dos fórmulas se insinúa una tercera, que define el carácter más específico de la biopolítica del siglo veinte: no ya hacer morir ni hacer vivir, sino hacer sobrevivir.
Y agrega poco después: “La ambición suprema del biopoder es producir en un cuerpo humano la separación absoluta del viviente y del hablante, de la zoe y el bíos, del no-hombre y del hombre: la supervivencia”. De la supervivencia al testimonio; del silencio, de la imposibilidad de decir lo indecible, a la analogía: así fue durante décadas después de 1945. También lo es hoy, cuando ya no es del nazismo (aunque también y para siempre), sino de lo sucedido durante las dictaduras cívico-militares de nuestros propios países de lo que hay que dar cuenta. “Quien diga que lo que vivimos en la Argentina no tiene que ver con esto, no entendió nada” —le oí decir a Jorge Edwin Torlasco, uno de los camaristas que juzgó a las juntas militares, al salir de Yad VaShem, el memorial israelí a las víctimas de la Shoah—. Después caminamos en silencio. No dijo, ni creo que creyera, que
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era lo mismo, pero sí que tenía que ver con “esto”. Es lo que los camaristas, el público, los que seguimos el Diario del juicio, le oímos decir a sobrevivientes y a testigos de los desaparecidos: la incesante cuota de crueldad. Si ya fueron derrotados, si ya eran prisioneros, todo lo demás, ¿para qué? Quizá porque era un corolario del plan estratégico anunciado por el general Ibérico Saint-Jean, quien ya en democracia se jactó de haber hecho desaparecer a “cinco mil subversivos”. Cuando fue soberano del terror ya había pronunciado su plan de acción: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”. ¿Para qué, entonces? Quizá porque los beneficios que podían reportar era información sobre otros miembros de su organización. O quizá para obtener la entrega de bienes (mientras escribo estas páginas, leo una entrevista con María Josefina Cerutti, autora de Casita robada (2016), que narra que en 1977 un grupo de tareas secuestró y en la ESMA torturó a su abuelo de setenta y cinco años para que cediera los viñedos y la bodega, que fueron a parar a manos del hijo y el hermano del almirante Emilio Massera). Quizá porque las mujeres podían ser productoras de goce; porque las embarazadas darían a luz a bebés requisados para padres ajenos. En ninguno de estos casos importaba quién estaba sometido al vejamen; ejerciendo la crueldad, el cuerpo se había vuelto, literalmente, carne de cañón; un algo, una nada, un resto a ser descartado. Resto, como el cadáver de cualquier otra cosa. ¿Y qué puede restar del resto? Para el sobreviviente o el testigo capaces de reponerse al silencio, solamente la palabra. Precisamente la misma que también ha sido víctima de la represión. También la lengua fue torturada cuando la dictadura se autodenominó Proceso de Reorganización Nacional; cuando “por algo será” significaba que, donde se ha purgado la culpa, ya ni siquiera quedan los tímidos. Palabra e imagen, la múltiple grafía de las artes, porque les cabe decir al arte y a la literatura lo que ningún otro discurso puede cuando se trata de entender lo que la enumeración de los hechos no acaba por transmitir. ¿Cómo entender un vacío, un hueco, un agujero, aquello que no cabe en la versión racional de la historia, un trauma que trasciende el cuerpo y se filtra a las siguientes generaciones? Declaración y testimonio como legado. La proliferación de textos testimoniales, la organización de álbumes fotográficos, la
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proyección de películas que narran y muestran la abyección, la bancarrota: todo ello se vuelve una apuesta a la restitución de un orden que se quiere más humano. Irrumpen dos recuerdos: 1) cuando era adolescente, un tío que sobrevivió la guerra cerca de Dijon nos visitó en Buenos Aires y, antes de volver a Francia, me confesó lo intolerable que le resultaron los agasajos con un asado: no toleraba el olor de la carne sobre el fuego; 2) hasta que vi Pasqualino, siete bellezas, la película de Lina Wertmüller estrenada en EE. UU. en 1976 (¡!), siempre imaginé los campos de concentración en tonos grises. Agrego: recién bajé a buscar el correo y me encuentro con una vecina que jovialmente me cuenta que acaba de regresar del Museo del Holocausto. Va cada lunes a contar su experiencia a los chicos que lo visitan: ella es una de los que sobrevivieron un campo de trabajo en Lodz. A los pocos minutos me trae el libro que escribió su sobrina: Yellow Star, un libro para adolescentes que se lee en muchas escuelas públicas de EE. UU. Quienes la ven en el museo no saben que ella, Sylvia Perlmutter, es la protagonista. Le hace bien contar su historia a las nuevas generaciones, me dice, y se retira, sonriente. Retomo el texto: no ha habido interrupción, más bien continuidad de la letra, historia viviente. Vuelvo, inevitablemente, a Borges. En el número 36 de Sur, de febrero de 1946, publicó “Deutsches Requiem”, un relato que luego fue incorporado a El Aleph. Se postula como la historia de Otto Dietrich zur Linde, quien, en vísperas de su ejecución por torturador y asesino, inquiere el sentido de sus actos, de la inmolación de su Alemania en aras de una nueva era para el mundo. “Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada”. Por ello, afirma: “Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas”. Como lo hiciera Borges en “Tlön”, anticipando la victoria sobre naciones, culturas y lenguas, “Deutsches Requiem” confirma que aun en la derrota el nazismo ha resultado victorioso: la violencia ha sido instaurada como norma de nuestros tiempos. Después de este recorrido quisiera ajustar esta última oración. La violencia precedió al nazismo: lo que el nazismo sí estableció es la sacralización de la crueldad, el rito perverso. Por eso el comandante del campo de exterminio
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torturó al emblemático David Jerusalem; así, creía, podría derrotar el último vestigio que le quedaba de humanidad: la piedad. Cuando en Argentina se juzga por crímenes de lesa humanidad es de eso que se habla, no de los enfrentamientos armados entre ejército y guerrilla, sino del regocijo en el dolor infligido a quien no era derecho ni, menos aún, humano. Ante el desecho, ni siquiera el goce; la tortura mecánica —pornografía del horror y sí de lo que aún resulta incomprensible—. Entonces, decimos “nunca más” y se generan testimonios y memorias de primera y segunda generación, crónicas del porvenir. Todo aquello que sirva para mantener el recuerdo, para impedir el retorno de esa letal mano de obra desempleada. Una última imagen: Procedimiento. Memoria de La Perla y La Ribera, de Susana Romano Sued, publicado en 2007, tiene una portada de Diana Dowek. Es una pintura acrílica sobre papel, Atrapado con salida IV, de 1977. La portada es doble: una tapa sobre la otra. Antes de entregarle el libro al lector, se arranca una parte de la sobrecubierta. Lo que el lector recibe es la ruptura, un entramado quebrado. El resto es el procedimiento. Cada tanto, al paginado encabezamiento le faltan algunas letras. Hay cuerpos que también faltan; en la era que vaticinara la Shoah, faltan para siempre. Y estos, los desaparecidos, son la verdad de la dictadura; el trauma, el hueco, los agujeros, las ausencias de las que se hace cargo el arte. Prescindo de analizar algunos de los textos que se han escrito dentro y fuera de la Argentina sobre la dictadura y sus secuelas y opto por agregar algunas observaciones para apuntalar lo ya dicho. Tanto a través del género testimonio como en la ficción sobre esta época, se trata de asentar la verdad porque uno se siente responsable del saber de lo acaecido —haya sido en carne propia o haya sido absorbido como legado—, que sería el caso de hijos como Félix Bruzzone, Eva Pérez, Laura Alcoba... O como aparece en Una misma noche, de Leopoldo Brizuela: “[...] Para contar la historia, [...] es preciso ser víctima. Del presente. O su memoria”. A veces una sola pregunta basta para cifrar la dimensión de lo cruel que he señalado, porque también la ficción cumple ese cometido al decir lo indecible. Más molesto por la falta de ortografía (empezar con s), el conscripto había leído en el cuaderno de notas: “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”. Más adelante oiría esa pregunta, un tanto matizada: “¿A partir de qué edad se puede comenzar a proceder con un niño?”. El soldado interpelado responde:
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“A partir del momento en que la Patria lo requiera” (Martín Kohan, Dos veces junio, 2002). La pregunta del sargento no era ética, era un tema técnico. Refiriéndose en una entrevista a sus novelas Dos veces junio y Ciencias morales, Kohan dijo: “Fueron pensadas como una indagación sobre la obediencia”. Las consecuencias éticas se reconocen cuando, después de sacar a un bebé de la ESMA, le oímos decir al Dr. Mesiano (no mesías), católico de misa, “muy dado al análisis de tácticas y estrategias”: “en la actualidad estábamos viviendo una crisis de valores”. Leo otra consecuencia en la novela de Brizuela: “¿No será el horror el más alto grado de verdad que nos animamos a concebir?”. “Todos estábamos atrapados en una trama de horror; y probablemente todos éramos necesarios para que esa trama subsistiera. Pero, ¿a cuáles entre nosotros debía condenarse?”. “Oh, solo podía salvarnos el don de la piedad”. Los objetivos básicos del Proceso de Reorganización Nacional, anunciados el 24 de marzo de 1976, incluían: “Vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”, “vigencia de la seguridad nacional, erradicando la subversión y las causas que favorezcan su existencia” y “conformación de un sistema educativo acorde con las necesidades del país, que sirva efectivamente a los objetivos de la Nación y consolide los valores y aspiraciones culturales del ser argentino”. La última palabra, como corresponde, la tiene Borges: “No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror. De ahí, tal vez, el peculiar sabor de la pesadilla, que es muy diversa del espanto y de los espantos que es capaz de infligirnos la realidad” (Prólogo a Libro de los sueños de 1976). El resto son entonaciones que en el legado de las letras quizá hallen más que comprensión: un asomo al “saber cómo somos”, “cómo podemos y queremos ser” en la vacía era que sobrevivimos y que vivimos desde mediados del siglo pasado.
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IMAGINAR AL OTRO1 Sergio Ramírez
Hay una fantasmagoría recurrente a la cual terminamos dando la espalda de tanto que se repite, y es la de ese ejército de emigrantes centroamericanos que tratan, con permanente terquedad, de alcanzar la frontera mexicana con Estados Unidos, a pesar del muro, leyes, decretos, razias y a riesgo de maltratos, secuestros, extorsiones, humillaciones y, sobre todo, a riesgo de la vida; asesinados en el trayecto, muertos de asfixia dentro de contenedores o de insolación y de sed en el desierto de Arizona. Es un viaje épico, pero la épica se construye con nombres de héroes, y estos héroes del infortunio, dispuestos a alcanzar la tierra mal prometida a cualquier precio, no tienen nombre. Representan estadísticas, son números. El drama de sus vidas, todo lo que significa el desarraigo, las penurias del viaje, el miedo, el peligro, la zozobra, la ansiedad, la angustia, la esperanza, va a dar a una abstracta suma total. Las remesas enviadas el año pasado desde Estados Unidos a Centroamérica por esa masa humana de emigrantes sumaron quince mil millones de dólares. Las de Guatemala crecieron 16% respecto a las del año anterior y representan casi siete mil millones. Es el país de la región que más recursos recibe en concepto de remesas. Sus exportaciones totales en bienes sumaron doce mil doscientos millones de dólares; o sea, su principal producto de exportación es la gente, sus propios habitantes. Y es lo mismo que ocurre en Honduras, El Salvador y Nicaragua. El tren de carga en el que muchos de ellos hacen el trayecto desde el sur de México, apiñados en los estribos y en el lomo de los vagones, ha sido bautizado por ellos mismos como La Bestia: un leviatán de tierra firme montado Este texto fue pronunciado como lección inaugural en la Universidad Rafael Landívar, Guatemala, el 6 de febrero de 2018. 1
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sobre rieles que los lleva en un viaje por el infierno a través del paisaje desolado y hostil que necesitan atravesar para llegar al paraíso vedado; un viaje al que muchos de esos pasajeros anónimos e indocumentados, que han dejado todo atrás, no sobrevivirán, desnucados a consecuencia de una caída del tren, machacados por las ruedas. Asesinados. Secuestrados. Desaparecidos. Nunca nadie llegó a imaginar que secuestrar pobres y extorsionarlos, hacerlos víctimas de represalias, torturas y asesinatos, convertirlos en toda una industria de centenares de millones de dólares, sus vidas sometidas al arbitrio de las bandas criminales que los acechan en cada recodo del camino, pudiera llegar a ser posible. Lo es. El tráfico de emigrantes en manos de los coyotes, al lado de los beneficios de las organizaciones que como los Zetas se lucran de los secuestros y del trabajo esclavo a los que los someten, se coloca inmediatamente después del tráfico de las drogas en cuanto a montos y rentabilidad. Pero también los niños dejan sus hogares, la mayoría de ellos solos, y emprenden el camino hacia la frontera de las ilusiones. Son miles. Unos logran llegar a territorio de Estados Unidos. Otros van a dar a albergues humanitarios en México o ahora mismo van de camino. Crisis migratoria. Crisis humanitaria. Pero no olvidemos que, antes de nada, se trata de una crisis ética. Es cierto que quienes manejan el multimillonario negocio de la emigración ilegal han hallado un nuevo filón con la exportación de niños que buscan reunirse con sus familiares o facilitando que sus familiares sean admitidos tras ellos. ¿Pero en qué condiciones vivían estos niños en sus propios países antes de ponerse en marcha a lo largo de miles de kilómetros hacia la frontera que sus mayores han buscado de manera tan persistente antes que ellos? Estos pequeños Ulises tampoco tienen nombre y, lo mismo que sus padres, son solo cifras. Viven su propia aventura épica, pero nadie cantará sus hazañas. Subidos al tren de la muerte, andando por veredas ocultas, mendigando, expuestos a abusos y violaciones y también a perder la vida que apenas empiezan a vivir, son hijos de la miseria y el desamparo, y eso es lo primero que olvidamos. Olvidamos que las sociedades centroamericanas en que nacieron siguen siendo injustas, divididas entre quienes tienen mucho, o demasiado, y quienes viven al margen porque no tienen oportunidades. Y estos niños que
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emigran, y que serán deportados masivamente y devueltos a los lugares donde iniciaron su éxodo, nacieron sin esperanzas y por eso van a buscarlas lejos. Huyen del reclutamiento forzoso de las pandillas criminales, igual que sus padres huyen de la violencia del narcotráfico y de la violencia que significa la miseria. Mi primera pregunta es: ¿son ellos también parte de los otros, aquellos en quienes no nos reconocemos porque son distintos? ¿Nos pertenecen, sentimos de verdad que forman parte de nuestra propia identidad? ¿Somos capaces de ver el mundo con sus ojos? ¿Nos importan, nos preocupa su suerte, su éxodo? El Informe Mundial de la Ultrarriqueza, presentado por la compañía Wealth X, de Singapur, revela que el número de millonarios ha crecido como nunca en los últimos años en los países centroamericanos, de donde parten al exilio forzado los niños de esta amarga historia, expulsados de sus hogares por la pobreza y la inseguridad. Tenemos unos ochocientos millonarios, y el crecimiento de sus fortunas en apenas un año sumó, entre todos ellos, diez mil millones de dólares. Esa riqueza en tan pocas manos se equipara, o supera, al Producto Interno Bruto de esos mismos países. En Nicaragua, por ejemplo, suma veintisiete mil millones de dólares, mientras el PIB es apenas superior a diez mil millones de dólares. Llamativa paradoja: un puñado de personas son más ricas que el propio país donde nacieron. ¿Prosperidad? Estas cifras no serían tan escandalosas si la acumulación de riqueza diera señales de ser una palanca de transformación, ayudando a traer bienestar a los demás, a los que viven con menos de dos dólares al día, que son la mitad de la población centroamericana. Estos miles de niños que esperan juicios de deportación en Estados Unidos demuestran todo lo contrario. Demuestran el fracaso. No el de ellos, sino el nuestro. Vivimos en sociedades que han fracasado en crear equidad y justicia distributiva. Y el poder político y económico es responsable de ese fracaso ético. Muchos de estos pequeños, los que logran pasar al otro lado y se encuentran recluidos en campamentos en Texas, Arizona o California, al ser preguntados por los motivos de su largo y azaroso viaje, a veces responden como adultos y dicen que venían tras una vida distinta. “Aquí hay trabajo, se puede comer y tener casa, aquí todo es barato...”, dice uno de ellos. Otro
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simplemente explica que emprendió camino desde su aldea remota para no morirse de hambre. Y otros más hablan como lo que son: niños. Dicen que querían conocer Disneylandia. O comerse una hamburguesa. El muro entre Estados Unidos y México se ha vuelto un asunto familiar para nosotros. Si nos preguntan qué opinamos, todos estamos en contra. Pero, mientras sigamos siendo una fábrica de alto rendimiento para producir pobres, las olas de emigrantes seguirán yendo hacia ese muro y buscarán cómo atravesarlo a cualquier costo o se estrellarán contra él. Es un muro para los otros. Los muros son siempre para los otros, para los extraños, para los que son diferentes. Y no solo eso: inferiores. Así es como son vistos los centroamericanos por muchos del otro lado de ese muro, empezando por quienes proclaman la supremacía blanca. Los rednecks, los beatos del cinturón de la Biblia, los racistas profesionales del Ku Klux Klan, los devotos del Tea Party. Son inmigrantes pobres, y eso también los hace aún más diferentes. Más otros. Pero mi pregunta sigue siendo: ¿para nosotros no son también los otros? ¿Los conocemos? ¿Los consideramos nuestros iguales? ¿El que se va o el que se queda viviendo en la pobreza es nuestro prójimo? El prójimo es el próximo, el que está cerca de nosotros. Nos identificamos con él, lo hacemos parte nuestra. La solidaridad se vuelve identidad, y entonces somos capaces de sentirlo dentro de nosotros, saltando barreras y prejuicios, anulando distancias. En un mundo como el de hoy, donde las peores amenazas contra la convivencia humana provienen del terrorismo, la discriminación, el racismo, la intolerancia política y religiosa, los nacionalismos exacerbados, la resurrección del fascismo aún en Europa, la postverdad, las realidades alternativas, el desprecio a la diversidad, la persecución y el acoso contra los emigrantes, debemos tomar partido. Y el sentimiento de exclusión, que es tan íntimo en el corazón humano y se halla tan soterrado, debemos sacarlo a flote, enfrentarlo y combatirlo, desarraigarlo de nosotros. No simplemente tolerar, que es una forma pasiva de ver a los demás que no son como nosotros, sino tratar de ser, ver, sentir como los otros, encarnarse en ellos, trasladarnos hacia ellos. Meternos debajo de su piel, ser nosotros en el otro. Sean nuestros emigrantes o los emigrantes de otras latitudes.
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Los otros son aquellos que se ven forzados a partir en busca del bienestar y la dignidad que en sus propios países se les niega. No Ulises que regresa a su patria, sino Ulises al revés, que deja su patria y debe enfrentar los peligros que surgen en su ruta azarosa, a merced de bandas criminales, expuestos a amenazas mortales, por lo que no pocas veces estos desterrados van a parar al fondo de una fosa común antes de haber podido divisar el espejismo al otro lado de un muro que pretende ser inexpugnable. Un muro construido con las piedras de la intolerancia. Los otros son los distintos, y, por tanto, discriminados y reprimidos, por el color de su piel, por su raza, por razones de género, por sus preferencias sexuales, por su religión, por su cultura. Porque vienen de lejos, porque hablan una lengua que no entendemos, porque no se visten como nosotros. Debemos emprender el viaje hacia ellos para encontrarlos y encontrarnos en ellos. Es lo que mi maestro Mariano Fiallos Gil, rector de la universidad donde me formé en Nicaragua, llamaba “humanismo beligerante”. No el humanismo pasivo encerrado en el claustro, sino el humanismo que busca transformar el mundo, pero primero nos transforma a nosotros mismos. Para miles de africanos, la larga y azarosa travesía marítima comienza otra vez en el golfo de Benín, de donde partían hace siglos los barcos cargados de esclavos hacia América. Desembarcan en Brasil y atraviesan el continente en busca también de la frontera mágica, recorriendo distancias inauditas a través de páramos, selvas, ríos y cordilleras. Es un viaje que parece imposible aún para la imaginación, pero sus protagonistas son de carne y hueso. Buscan alcanzar el Darién, la primera puerta cerrada que tienen que burlar para avanzar por el territorio de Panamá, y luego Costa Rica, hasta la siguiente estación prohibida, Nicaragua. Junto a ellos, marchan miles de haitianos. Por su posición geográfica, que conecta las dos masas continentales, desde tiempos milenarios Centroamérica ha sido un puente de migrantes que bajaban desde el norte o subían desde el sur, un territorio de fusión de razas, culturas y lenguas. Pero los migrantes de hoy día no quieren quedarse, solo quieren pasar. Su meta es la arcadia que está detrás del muro, la que representan en sus cabezas como un mundo en tecnicolor, el final feliz de todas sus penurias. Los africanos vienen huyendo del hambre y la desesperanza, de la miseria y el abandono. ¿Nos suena extraño? Y también de las guerras tribales, de
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persecuciones, del fanatismo religioso, de sus aldeas incendiadas, del desierto que avanza implacable con sus arenas ardientes, de la muerte de los cultivos. Los haitianos huyen de la pobreza crónica, de las calamidades provocadas por las catástrofes naturales —huracanes, terremotos, sequías— y del fracaso político de un estado en descomposición. En Nicaragua, la política oficial de contención les cierra el paso, y son capturados y devueltos al territorio fronterizo de Costa Rica, donde se hacinan en campamentos de emergencia. Pero vuelven siempre a intentarlo, andando de noche por trochas ocultas para no ser descubiertos y escondiéndose de día, en busca de alcanzar la estación siguiente, que es Honduras, y de allí seguir adelante, hacia México. Mientras atraviesan clandestinos Nicaragua, no pocos quedan en el camino, ahogados en los ríos, picados por culebras; hay mujeres que mueren al dar a luz en medio de la montaña, junto con el niño que paren. Pero muchos consiguen llegar a Tijuana, lo que quiere decir que el implacable muro nicaragüense, otro muro, pese a todo, tiene grietas. Cuando hay un naufragio de las frágiles embarcaciones que los transportan a la medianoche, sus cuerpos son arrojados por el oleaje del Gran Lago y reciben sepultura en los cementerios de los poblados vecinos, en tumbas sin nombre, o en la misma costa, por su avanzado estado de descomposición. En el expediente policial, bajo el nombre “desconocido” solo figuran unos cuantos rasgos: pelo ensortijado, piel oscura. Aspecto atlético, gran estatura. Complexión media, sexo femenino. Camiseta negra, zapatos deportivos. Fragmentos de las vidas de estos caminantes quedan en las noticias de los periódicos, que no tardarán en envejecer. Me fijo en una de esas historias. David, de veintiún años, y Yandeli, de veinticinco, una pareja de haitianos que lograron atravesar la frontera y se vieron obligados a vivir escondidos en un paraje del sur de Nicaragua. Detuvieron su marcha porque ella iba a ser madre pronto y buscaba parir en la soledad de su refugio. Escogieron llamar Davison a su hijo. Sin empleo, vendieron todo lo que tenían y decidieron emigrar. Por el momento, su sueño americano fue este, un refugio en el monte y el riesgo diario de que el ejército o la policía los sacaran de allí para hacerlos regresar al campamento en Costa Rica.
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Los pobladores de las aldeas de pescadores del Pacífico ven aparecer a los perseguidos cuando cae la noche en los patios de sus casas, sombras sigilosas que se acercan con temor. Por señas de manos se dan a entender: que tienen sed, que tienen hambre. Y, desafiando el temor, los vecinos les dan el amparo que piden, agua, comida, zapatos, ropa, pañales para los niños. Solo saben que deben ayudarles, no importa el riesgo a ser reprimidos. El prójimo da al prójimo mientras menos tiene o da todo lo que tiene. El escritor israelita Amos Oz recibió en 2007 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Para empezar a hablar de él, quiero recomendarles a ustedes su novela La pantera en el sótano, publicada en 1988, en la que narra sus años de infancia en Jerusalén, entonces bajo el dominio británico. Sus padres habían llegado a Israel con la ola de judíos de Europa Oriental que huían de la persecución nazi, y no pocos de sus familiares, a los que nunca conoció, perecieron en los campos de concentración. En Jerusalén vivían entonces, en barrios separados, sin violencia manifiesta entre ellos, judíos, palestinos, magrebíes, sirios, libaneses, armenios, turcos, griegos: una verdadera babel de lenguas y, si podemos llevar este término más allá de las lenguas, una babel de costumbres y de religiones. Vivían en tensión, pero en paz. La pantera en el sótano cuenta la historia de Tolfi, el propio Amos Oz, un niño que se convierte, en secreto, en profesor de hebreo de un sargento de las tropas de ocupación inglesas. La novela provocó reacciones encontradas: ganó con ella el Premio Israel de Literatura y, al mismo tiempo, la extrema derecha confesional lo acusó de traidor ante el Tribunal Superior de Justicia. Traidor, como había sido el caso de su personaje infantil, Tolfi, por enseñar hebreo al enemigo. Antes del Premio Príncipe de Asturias, había obtenido ya el Premio Goethe y, al recibirlo en Fráncfort, recordó en su discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara de una pesada cadena atada a los tobillos, tenía suficientes. Y dijo también que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños y aun de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
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¿Somos nosotros capaces de hacer ese viaje imaginario hacia los quichés, los zutuhiles, los lencas, los misquitos, los talamancas, los garífunas, los creoles? ¿Entender su honda relación sacramental con la naturaleza, los ríos, los bosques, la selva, la montaña, esa pasión perseverante por preservar su universo sagrado por la que asesinaron a Bertha Cáceres en Honduras, opuesta a la explotación minera en las tierras ancestrales lencas? Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de otros como para creerse sus contrarios, adversarios y, por fin, enemigos. Ser nada más tolerantes se queda en una actitud condescendiente, como la de quienes habitan en una misma ciudad, pero en barrios separados, y, aun cuando hablen la misma lengua, viven en una babel del espíritu, porque no quieren oírse ni les interesa oírse. Amos Oz no ha dejado de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, por lo que también ha sido acusado de traidor por sus propios compatriotas, mientras, a su vez, también hay palestinos que no terminan de tolerarlo. Uno puede conformarse con la tolerancia, pero más allá de ella se hallan la convivencia, el entendimiento y, mejor que eso, la identificación. No basta tolerarse. Hay que hacer el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena y vivir dentro de ella lo suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos. De ninguna otra manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso y tan sangriento entre israelitas y palestinos, que deberán vivir un día en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han confinado la geografía y la historia. Y, en América Latina, vivimos en ladrillos de diferentes tamaños y cercados por muros visibles e invisibles, el primero de ellos, el del egoísmo. Otro judío que habla el mismo lenguaje de Amos Oz es Daniel Barenboim, músico de genio universal. Aspira a que haya una orquesta sinfónica formada por israelitas y palestinos y ha creado en Ramala un jardín de infancia musical para niños palestinos, de lo que ha resultado una orquesta juvenil. Y, para que no queden dudas de que quiere ir más allá de la tolerancia, ha dirigido El anillo de los Nibelungos, de Wagner, en Tel Aviv. Wagner, el compositor acusado de manera recurrente de haber compuesto, con un siglo de anticipación, la música de fondo para la negra saga de los nazis.
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La ignorancia es la base del conflicto entre Israel y Palestina, dice, y que, mientras ambos pueblos no lleguen a conocerse a fondo, no aprendan a aceptar el punto de vista del otro y a saber lo que el otro quiere y lo que necesita, las matanzas cotidianas van a continuar. Le parece una aberración que la política oficial de su país haya llevado a la construcción de un muro como parte de la escalada de guerra, uno más en la terrible secuencia de muros que han dividido a pueblos enteros a lo largo de la historia, muros alzados por razones ideológicas y raciales o por egoísmo y que han marcado siempre fronteras infames. “No es un muro entre Israel y Palestina —eso todavía sería tonto pero aceptable—, sino que es un muro que divide tierras palestinas de otras tierras palestinas...”, dice. Al negarse a ceder su asiento a un blanco en el autobús segregado de Montgomery, Alabama, en 1955, Rosa Parks logró que los negros pudieran sentarse al lado de los blancos. Logró tolerancia, pero desde allí a que los blancos se imaginen como negros, o viceversa, todavía queda un largo trecho por recorrer. O que un ladino de San Cristóbal de las Casas se imagine como un tzotzil o un mestizo de Santa Cruz de la Sierra se imagine como un aimara del altiplano boliviano. O un costarricense como un nicaragüense. O un español como un marroquí o un francés como un argelino. O un cristiano como un musulmán, o viceversa. O un chiita como un sunita, o viceversa. O un católico como un protestante, o viceversa. El joven periodista catalán Agus Morales hace en su libro No somos refugiados una exploración de los éxodos contemporáneos en el mundo, resultado de un intensivo trabajo de campo, pues ha estado en todos los lugares cuyos conflictos describe, en los campamentos de auxilio de Médicos sin Fronteras. Y cuenta los muros que hoy día separan a los pueblos, erigidos para evitar las migraciones o simplemente para dividir. El consabido muro entre Estados Unidos y México. Otro en Ceuta y Melilla para cortar el paso a los marroquíes. El que divide Botsuana de Zimbawe. El que se alza entre Arabia Saudita y Yemen. El de Israel para aislar a Palestina. El que divide en dos Chipre. Uno, entre Turquía y Siria, y otro, entre Turquía y Grecia. Uno, entre India y Pakistán, y otro, entre India y Bangladesh. El que hay entre Corea del Norte y Corea del Sur. Entre Afganistán y Uzbekistán. Y el muro líquido que es el mar Mediterráneo, que tratan de atravesar refugiados somalíes esclavizados en Libia, libios víctimas
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de la anarquía, sirios que huyen de las ciudades convertidas en escombros bajo el fuego de los misiles. En Myanmar, la antigua Birmania, la mayoría de la población profesa el budismo. Pero están los rohingya, un grupo étnico musulmán bengalí asentado al norte del país, en la frontera con Bangladesh. Aunque el gobierno civil está nominalmente en manos de Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, es el ejército, del que ella fue prisionera por años, el que tiene el poder real. Y ese mismo ejército desató recientemente una operación de limpieza étnica contra los rohingya. Solo en el primer mes fueron asesinados nueve mil, entre ellos, centenares de niños. Seiscientos cincuenta mil huyeron hacia Bangladesh en apenas tres meses, dejando atrás miles de sus aldeas incendiadas, todo en represalia por acciones de la guerrilla Ejército de Salvación Rohingya, y hoy se encuentran hacinados en campamentos, toda una catástrofe humanitaria a la que el Gobierno de Bangladesh no puede hacer frente. Entre budistas y musulmanes hay viejas rencillas resultantes de conflictos que datan de la Segunda Guerra Mundial, cuando estos últimos quisieron imponer a sangre y fuego en su territorio un Estado islámico independiente. Pero la represión de hoy del Estado budista no es solo contra la minoría musulmana, también son segregadas otras minorías, expulsadas violentamente hacia Tailandia y Birmania, entre ellas, los católicos y cristianos de otras denominaciones. Diderot, en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, construye una gran metáfora acerca de la concepción del mundo que tienen los ciegos de nacimiento. “Es que yo presumo que los otros no imaginan de manera diferente que yo”, dice el ciego de Diderot. El mundo es lo que el ciego piensa y como lo piensa. La ceguera congénita, o adquirida, conduce a la imaginación única, al pensamiento único, y de allí a toda suerte de fundamentalismos destructivos. Por causa de ese libro, juzgado subversivo, Diderot fue llevado a las cárceles de Vincennes, en Francia, igual que Amos Oz, más de dos siglos después, fue acusado ante los tribunales de Israel por causa del suyo, La pantera en el sótano. Más allá de la simple tolerancia es que empieza la verdadera aventura, la de abrirse camino hacia los otros en busca de encontrarnos con ellos. El camino es largo y azaroso, no hay duda. Pero hay que empezar a andarlo.
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SOBRE LOS AUTORES
Daniel Nemrava estudió Filología Española y Portuguesa en la Universidad Masaryk de Brno. En 2009 se doctoró en la misma universidad con una tesis titulada El exilio y la identidad en la narrativa argentina contemporánea. Entre 2005-2007 enseñó en la Universidad de Granada. Desde 2017 dirige el Departamento de Filologías Románicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Palacký de Olomouc. Es miembro del comité científico de Quaderni Ibero-Americani (Roma) y codirector de la colección Ediciones de Iberoamericana (Iberoamericana/Vervuert). Entre otros libros ha publicado Entre el laberinto y el exilio: nuevas propuestas sobre la narrativa argentina (Verbum, 2013), Entre la experiencia y la narración: Ficciones latinoamericanas de fin de siglo (1970-2000) (con Ezequiel De Rosso; Verbum, 2014). También es editor y coeditor de obras colectivas, entre las que destacan Disturbios en la Tierra sin Mal: Violencia, política y ficción en América Latina (Ejercitar la Memoria, 2013), Iconofagias, distopías y farsas: ficción y política en América Latina (con Enrique Rodrigues Moura; Iberoamericana/Vervuert, 2015) o Abilio Estévez, entre la tradición y el exilio (con José Manuel Camacho Delgado y Milagros Ezquero; Verbum, 2018). Jor ge J. Locane es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Dr. Phil. por la Universidad Libre de Berlín. Su tesis doctoral fue reconocida con el premio ADLAF y publicada bajo el título Miradas locales en tiempos globales (2016) por Iberoamericana/Vervuert. En los últimos años se ha desempeñado como investigador postdoctoral en el proyecto “Reading Global. Constructions of World Literature and Latin America”, de la Universidad de Colonia, de donde han surgido su monografía De la literatura latinoamericana a la literatura (latinoamericana) mundial (De Gruyter, 2019), dedicada a la (no) circulación internacional de literatura y a las políticas editoriales, y el volumen colectivo, editado con Gesine Müller y Benjamin Loy, Re-mapping
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Experiencias límite en la ficción latinoamericana
World Literature. Writing, Book Markets and Epistemologies between Latin America and the Global South (De Gruyter, 2018). Es cofundador de la revista bilingüe alba. lateinamerika lesen, dedicada desde 2012 a la mediación cultural entre América Latina y Alemania, y autor de dos poemarios. Giuseppe Gat ti Ric car di es doctor europeus cum laude en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Ganó el Premio Extraordinario de Doctorado por la misma Universidad (año académico 2010-2011). Ha sido profesor en la Universidad La Sapienza, Roma (Dipartimento di Studi Europei, Americani e Interculturali) y en la Universidad de La Tuscia, Viterbo (Dipartimento di Studi Umanistici e Sociali) y actualmente lo es de Literatura Española en la Universidad degli Studi Guglielmo Marconi (Roma). Es coeditor de Cuadernos del Hipogrifo. Revista digital semestral de literatura hispanoamericana y comparada. Ha publicado artículos sobre narrativa hispanoamericana de los siglos xx y xxi, con particular atención al ámbito chileno y uruguayo, además de los siguientes volúmenes: Sociedad, escritura, memoria: idiosincrasias uruguayas en la narrativa contemporánea. Seis ensayos sobre el espacio cultural oriental (2011), Aprehensión subjetiva de la urbe. La representación de Montevideo en las letras orientales: Hugo Burel y sus precursores (2013), El deleite del ocaso. Memorias, extravíos y redenciones en la narrativa de Jorge Edwards (2015) y La palabra sin centro. La narrativa multiterritorial de Leonardo Rossiello Ramírez (2016). En 2016 tradujo al italiano el Polifemo. Drama satírico en clave criolla, obra teatral inédita de Leopoldo Marechal (edición crítica y notas de Marisa Martínez Pérsico). Jakub Hr omada estudió Filología Española en la Universidad Palacký de Olomouc, donde está terminando el doctorado en Literaturas Románicas. Desde el 2016 se desempeña como profesor e investigador en la misma universidad. Es especialista en literatura colombiana actual con enfoque en la representación del sujeto y la problemática de la categoría del narrador dentro del amplio campo de las novelas del yo. Ha presentado los resultados de su investigación (sobre la obra de autores como Héctor Rojas Herazo, Efraim Medina Reyes y Héctor Abad Faciolince) en varios congresos y coloquios internacionales de colombianistas y en conferencias de hispanistas checos.
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Sobre los autores
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Brad Epps es catedrático de Literatura Española y director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Durante más de dos décadas ejerció como profesor y luego como catedrático de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad de Harvard, donde también fue director del programa Estudios de la Mujer, Género y Sexualidad. Ha publicado más de cien artículos, seis libros y varios números especiales sobre literatura, cine, arte, arquitectura, urbanismo y teoría crítica en relación con España, América Latina, Cataluña, Guinea Ecuatorial, Estados Unidos y Francia, así como números especiales de la Catalan Review sobre Barcelona y la modernidad y del GLQ sobre Monique Wittig, entre otros. Ha enseñado como profesor invitado en España, Alemania, Francia, Holanda, Chile, Cuba, Suecia, Costa Rica y China. Adalber t o Mejía es doctorando en Estudios en Lengua Romance (especialidad en Literatura Hispanoamericana) en la Universidad Paul ValéryMontpellier III. Actualmente realiza una investigación sobre las relaciones entre literatura, experiencia viática, migraciones, geografía y estudios de espacialidad en la literatura mexicana. En 2017 fue coorganizador de las V Jornadas de Estudio LLACS, “Identités au sein des espaces et des territoires des Suds. Mémoires, pratiques et représentations”, en la Universidad Paul Valéry. Cuenta con publicaciones en revistas y volúmenes como Estudios Hispánicos (Wroclaw, 2018), Acta Hispánica (Szeged, 2018), Cadernos de Literatura Comparada (Oporto, 2018), América, tierra de utopías (Universidad Eötvös Lórand, 2017), Topografías literarias. El espacio en la literatura hispánica de la Edad Media al siglo XXI (Biblioteca Nueva, 2017), Brumal. Revista de investigaciones sobre lo fantástico (Barcelona, 2015) y en colecciones universitarias de Morelia, Guadalajara y Monterrey. Zuz ana Buriano vá estudió Filología Española, Filología Inglesa, Filología Portuguesa y Filología Checa en la Universidad Palacký de Olomouc. En 2004 se doctoró en la Universidad Carolina de Praga con una tesis sobre los cuentos del escritor brasileño João Guimarães Rosa. Actualmente enseña Literatura y Cultura Brasileña y otras asignaturas en el Departamento de Filologías Románicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Palacký de Olomouc y en el Instituto de Lenguas y Literaturas Románicas
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Experiencias límite en la ficción latinoamericana
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Masaryk de Brno. Se dedica principalmente a la investigación de la literatura brasileña de la segunda mitad del siglo xx, especializándose recientemente en la ficción sobre la dictadura militar brasileña, área en la que publicó en checo las monografías Brazilská proza v době vojenské diktatury a její filmové ozvěny (La prosa brasileña en el período de la dictadura militar y sus ecos cinematográficos, 2014) y Současná románová reflexe brazilské vojenské diktatury (La reflexión novelística contemporánea de la dictadura militar brasileña, 2017). Mel ania St ancu estudió Filología Española y Filología Inglesa en la Universidad de Bucarest. En 2012 se doctoró en la misma universidad con una tesis sobre la metáfora cognitiva en la narrativa de Benjamín Jarnés, con el título La novela española de vanguardia: particularidades estilísticas. Desde 2013 es profesora en el Departamento de Lenguas y Literaturas Iberorrománicas de la Universidad de Bucarest. Ha coeditado dos libros colectivos: El retablo de la libertad. La actualidad del Quijote (ICR, 2016) y Narrativas Mutantes: Anomalía viral en los genes de la ficción (Ars Docendi, 2018). Ha publicado varios artículos sobre la metáfora, la vanguardia española y la literatura hispanoamericana. Aleksander Tr ojano wski es doctorando en la Universidad de Wrocław (Polonia), donde trabaja en la disertación sobre el humor en la narrativa de Roberto Bolaño. Sus intereses son la narrativa contemporánea hispanoamericana y las teorías de la literatura. Como docente, es lector de castellano en el Departamento de Iberística de la Universidad de Wrocław. Ha publicado artículos sobre Roberto Bolaño y Ricardo Piglia, entre ellos, “Refutación de nostalgia. Memoria y cuerpo en El Tercer Reich y La parte de los crímenes de Roberto Bolaño” (Estudios Hispánicos 25 (2017): 121-131); “Investigating the Canon and How It Is Made: Ricardo Piglia’s Reading of the Argentinean Literary Tradition” ([w:] Literature, Performance, and Somaesthetics. Studies in Agency and Embodiment (Cambridge Scholars Publishing, 2017. 197-211). Sil via Rosa es licenciada en Literatura por la Universidad Nacional de San Juan (Argentina), donde trabajó en la cátedra de Literatura Argentina Contemporánea y en diversos proyectos de investigación, publicando artículos
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Sobre los autores
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sobre el cine de Alejandro Agresti o la narrativa de Guillermo Martínez. Realizó un máster en literatura hispánica en la Universidad de Ginebra y ha trabajado como lectora en universidades de España y Alemania. Sus áreas de interés giran en torno a la literatura hispánica actual, particularmente en la interacción entre el espacio público y el espacio privado en escritores argentinos, chilenos y españoles. Entre los artículos recientes, podemos citar “Tras las huellas de nuestros clásicos o cómo Luisgé Martín dialoga con ellos en ‘Todos los crímenes se cometen por amor’” (Boletín Hispánico Helvético, 2017); “Amores enrarecidos: deseo y erotismo en ‘Versiones de Teresa’ de Andrés Barba” (en prensa) o “Un diciembre particular: apuntes sobre el estallido de 2001 en la narrativa argentina reciente” (Catástrofe y violencia, LIT-Verlag, 2016). Actualmente, se encuentra realizando una tesis de doctorado sobre la representación de la intimidad en la narrativa hispánica reciente en la Universidad de Lausana. Mariel a Var gas estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Salta y se doctoró en 2014 en la Universidad Técnica de Berlín (TU Berlin) con una tesis sobre Walter Benjamin y Baltasar Gracián. Desde 2015 es profesora adjunta de Filosofía de la Historia en la Universidad Nacional de Salta y, desde 2016, jefa del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica de Salta. Ha sido becaria del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET) y del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD). Realizó estancias de investigación en el Peter Szondi-Institut de la Universidad Libre de Berlín (FU Berlin) y en el Zentrum für Literatur - und Kulturforschung Berlin (ZfL). Sus temas de investigación giran en torno al pensamiento de Walter Benjamin, la filosofía de la historia y de la cultura y los productos culturales latinoamericanos. Es autora del libro Baltasar Graciáns Spuren in den Schriften Walter Benjamins (Kadmos, 2018) y de una serie de artículos sobre Benjamin. Donf ack Sounna Anicet Christian es profesor de institutos en Camerún y doctorando en Estudios Hispánicos en la Universidad de Maroua (Camerún). Desde 2012, se interesa en la problemática de la inmigración hispana y su representación en la narrativa y el cine. Sus trabajos precedentes tratan precisamente sobre La trayectoria vital del sujeto migrante en Las
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aventuras de Don Chipote o Cuando los pericos mamen, de Daniel Venegas, (tesina de DIPES II) y La tensión binaria espacio-temporal en la literatura de inmigración (tesina de máster). Actualmente, prepara una tesis doctoral sobre las representaciones del Norte y del Sur en la narrativa y el cine de inmigración. Mónica Bueno estudió la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Mar del Plata. En el año 2001 presentó su tesis de maestría, titulada Macedonio Fernández: un escritor de fin de siglo. Genealogía de un vanguardista, por la que obtuvo el Premio Corregidor en 2002. En 2010 se doctoró en la Universidad de Buenos Aires con la tesis La noción de experiencia en Macedonio Fernández, dirigida por Ricardo Piglia. Ha sido profesora visitante en diversas universidades en América y Europa. Es profesora titular del Área de Literatura Argentina en la Universidad Nacional de Mar del Plata e investigadora en el CELEHIS (Centro de Letras Hispanoamericanas de la UNMdP.) Es directora del grupo de investigación Cultura y Política en la Argentina, que desarrolla actualmente el proyecto “La ‘inoperatividad del arte’: ética y política en las últimas producciones artísticas de Brasil y Argentina”. Ha publicado, entre otros libros, Macedonio Fernández: un escritor de fin de siglo. Genealogía de un vanguardista (2001), Conversaciones imposibles con Macedonio Fernández: jornadas de homenaje sobre Macedonio Fernández (comp.) (2002), La novela argentina: uso y experimentación del género (2010) y Macedonio Fernández: la vida y la literatura (2015). Gra ciel a Foglia se doctoró en 2005 en la Universidad de São Paulo (FFLCH-USP) con una tesis titulada Rehacer y resistir: el proceso de escritura de Operación masacre, de Rodolfo Walsh. En 2015 realizó estudios postdoctorales, parcialmente financiados por la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP), con una estadía en la Universidad de Salamanca y en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Fue profesora de la Pontificia Universidad Católica (1999-2006) y de la Universidad Federal de Minas Gerais (2006-2009) y, desde entonces, ejerce la docencia en la Universidad Federal de São Paulo. Desde 2014 es una de las coordinadoras del grupo de investigación Violência de Estado e Exílio: Memória e Testemunho, certificado por CNPq. Entre 2012 y 2014 fue miembro del Comité Editorial
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de la revista abehache, de la Asociación Brasileira de Hispanistas. Publicó los capítulos “Gramática da violência: uma análise da construção dos contos e das reportagens publicados entre 1965 e 1967 por Rodolfo Walsh” (Editora UFMG, 2009) y “Em teu nome: verdades incompletas” (Discurso Editorial, 2015). También publicó el libro electrónico Operación masacre: rehacer y resistir y la colección didáctica, en colaboración con Andrea Ponte et al., para la enseñanza de lengua y literatura en español Diversidad (2013 y 2016). Ramón Al varado Ruiz estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Obtuvo el doctorado en Artes y Humanidades por parte del Centro de Estudios Multidisciplinarios en Artes y Humanidades en Monterrey defendiendo en mayo de 2013 la tesis Literatura del Crack: cinco novelas y un manifiesto ¿“novelas profundas” para “el nuevo milenio”? Desde 2014 es profesor investigador en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí e integrante del Sistema Nacional de Investigadores y del grupo de investigación UC-Mexicanistas. Su principal línea de investigación es la literatura mexicana y latinoamericana del siglo xxi, con énfasis en los cinco escritores del grupo del crack. Ha publicado “Escribir América en el siglo xxi: El Crack y McOndo, una generación continental” en Iberoamericana (2016); “El Crack: veinte años de una propuesta literaria”, en la revista Literatura: Teoría, Historia, Crítica (2016); “The Crack Movement’s Literary Cartography (1996-2016)” (The Crack Writers. History and Criticism, 2017); “Santiago Gamboa y Jorge Volpi, una mirada compartida de una narrativa global y local”, en Estudios de Literatura Colombiana (2018) y el libro Literatura del Crack: un manifiesto y cinco novelas (2016). Carl os Dimeo Ál var ez obtuvo su grado de Habilitación en Ciencias de la Literatura (Mención Literatura Hispanoamericana) otorgado por la Universidad de Łódź en el año 2014 con la publicación del libro Marco Antonio Ettedgui: Poéticas teatrales pos(t)modernas. (Sacralización y carnavalización/dialogismo y polifonía) (Lublin, 2013). Es también doctor en Ciencias Sociales, Mención Estudios Culturales (Universidad de Carabobo, Venezuela). Realizó el máster Gestión de la Comunicación y la Cultura en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Argentina) y el máster en Literatura Venezolana (Universidad de Carabobo). Tiene estudios
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en el máster de CENDES-UCV (Venezuela) en Estudios del Desarrollo y Políticas Públicas. Ha impartido clases en diferentes universidades en Polonia y Venezuela y, actualmente, en la Universidad de Bielsko-Biała, en el Instituto de Neofilología. Entre sus últimas publicaciones están Viajantes de la modernidad (Aracne Editrice, 2015), Reflexiones sobre la literatura venezolana: Estudio Monográfico (con Anna Wendorff; Naukowe Akademii Techniczno-Humanistycznej Bielsko-Biała 2015) y Otras geografías/Otros mapas teatrales: Nuevas perspectivas escénicas latinoamericanas (con Jorge Dubatti; Universidad de Bielsko-Biala y Universidad de Buenos Aires, 2016). Daniel Vázquez Touriño es licenciado en Filología Hispánica y doctor en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Madrid. Desde 2002 está ligado al Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad Masaryk (Brno, República Checa), donde en la actualidad ejerce como profesor de Literatura Hispanoamericana y como responsable académico del grado en Lengua y Literatura Españolas. Desde 2011 forma parte del grupo de investigación del proyecto “Análisis de la dramaturgia actual en español” (ADAE), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España. Es autor del estudio El teatro de Emilio Carballido. La teatralización de la realidad como enfoque ético (Peter Lang, 2012) y ha participado en los libros El exilio teatral republicano de 1939 en Europa (Renacimiento, 2015) y Métissages de la création théâtrale. Amérique latine. Espagne. France (L’Harmatann, 2018). Sus artículos sobre teatro hispanoamericano han sido publicados en las revistas Latin American Theatre Review o Inti. Revista de Literatura Hispánica, entre otras. Humbert o López Cr uz obtuvo su doctorado en la Universidad de Florida State, en Tallahassee, Florida. Dirigió, por más de doce años, la sección de filología hispánica, siendo años más tarde director del Departamento de Lenguas Modernas en la Universidad de la Florida Central, en Orlando. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Son de su autoría más de setenta y cinco artículos críticos en revistas y publicaciones académicas. Además de los libros Panamá, letras de hoy (2005) y Asedio a Panamá, su literatura (2002), ha editado, entre otros, Gastón Baquero: la visibilidad de lo oculto (2015), Virgilio Piñera: el artificio del
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miedo (2012), Guillermo Cabrera Infante: el subterfugio de la palabra (2009), Rosa María Britton ante la crítica (2007) y Encuentro con la literatura panameña (2003). A su vez, ha coeditado Ideología y subversión: otra vez Arenas (con Reinaldo Sánchez; 1999) y Dulce María Loynaz: cien años después (con Luis Jiménez; 2004). En la rama de creación, ha publicado dos poemarios: Escorzo de un instante (2001) y Festinación (2012). Saúl Sosno wski es doctor por la Universidad de Virginia (1970) y profesor titular de Literatura y Cultura Latinoamericana en la Universidad de Maryland, College Park, donde dirigió desde 1980 hasta el 2000 el Departamento de Español y Portugués; hasta 2008, el Centro de Estudios Latinoamericanos, que fundó en 1989, y desde 2000 hasta 2011 fue vicerrector para Asuntos Internacionales. Es autor de Fascismo y nazismo en las letras argentinas (2009) (con Leonardo Senkman), Borges y la Cábala: senderos del Verbo (2006) (libro de bibliofilia con la artista plástica Mirta Kupferminc), La orilla inminente: escritores judíos-argentinos (1987), Borges y la Cábala: la búsqueda del Verbo (1976) (traducido al portugués y al alemán), Julio Cortázar: una búsqueda mítica (1973) y editor o coeditor de más de quince libros, varios sobre la represión de la cultura bajo las últimas dictaduras en el Cono Sur y el papel de la cultura en el fortalecimiento de las instituciones democráticas. En 1972 fundó, y desde entonces dirige, la revista de literatura Hispamérica. Ser gio Ramír ez publicó su primer libro, Cuentos, a los veinte años. Participó en la lucha para derrocar la dictadura de Somoza y formó parte del Gobierno revolucionario, del que llegó a ser vicepresidente en 1985. En su obra literaria figuran, entre más de una treintena de libros, Castigo divino (1988), Premio Internacional Dashiel Hammett de Novela; Un baile de máscaras (1995), Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera en Francia en 1998; Margarita, está linda la mar, Premio Alfaguara de Novela 1998 y Premio Latinoamericano José María Arguedas en el 2000; Cuentos completos (1998), con prólogo de Mario Benedetti; Adiós muchachos, memoria de la revolución sandinista (1999); el libro de cuentos Catalina y Catalina (2001); Mentiras verdaderas (2001) y El viejo arte de mentir (2004), ambos sobre la creación literaria; las novelas Sombras nada más (2002) y Mil y una muertes
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(2004); Señor de los Tristes, ensayos sobre escritores y escritura (2006); El reino animal, cuentos (2006); Tambor olvidado, ensayos (2007); El cielo llora por mí (2009), y La fugitiva (2011) y Ya nadie llora por mí (2017). En 2014 fue galardonado con el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria y en 2017 ganó el Premio Cervantes de Literatura.
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