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Spanish; Castilian Pages 245 [246] Year 2022
Ana María Amar Sánchez
Narrativas en equilibrio inestable La literatura latinoamericana entre la estética y la política
La Crítica Practicante, 13
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La Crítica Practicante Ensayos latinoamericanos Vol. 13 «La Crítica Practicante», como crítica imaginativa y descifradora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo. Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria. La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.
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NARRATIVAS EN EQUILIBRIO INESTABLE La literatura latinoamericana entre la estética y la política
Iberoamericana • Vervuert • 2022
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)
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Para Sebastián
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Índice Prólogo ..................................................................................... 9 I. Algunas reflexiones en un mundo inestable y en tiempos de incertidumbre .......................................................... 13 II. Narrar la violencia política. Representaciones sesgadas, omisiones y silencios ................................................... 55 1. El trazo oblicuo. Representar el horror en la narrativa del Cono Sur ..................................................................... 57 2. Relatos sesgados, relatos cómplices: violencia e ironía .. 72 3. Violencia y silencio en la ficción contemporánea .......... 80 4. Saber, callar: la memoria del horror en la narrativa del siglo xxi ............................................................................. 91 III. Escritura y políticas de lo nimio ....................................... 121 1. Las máscaras del sujeto: narrador vs. autor .................... 125 2. El repliegue del yo: una estética de lo nimio .................. 150 IV. Historia y violencia: políticas de la imagen ..................... 169 1. Historia vs. literatura: las versiones del asesinato de Trotsky .............................................................................. 174 2. Imagen-espejo: reflejo e inversión de la Revolución Cubana. Equilibrios entre política y estética ................. 186 3. Montoya: narrar la violencia de la historia ..................... 200 4. “La escritura Montoya”: un tratado sobre la violencia y el arte .............................................................................. 209 5. El rastro de lo real ............................................................ 215
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Bibliografía .................................................................................. 229 Índice onomástico y conceptual .............................................. 243
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Prólogo
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a idea de escribir este libro surgió apenas había terminado el anterior, Instrucciones para la derrota, casi como si fuera su prolongación, pero pronto siguió su propio camino. Como suele ocurrir, la idea inicial sufrió cambios y detenciones, mis intereses se enfocaron más en ciertos aspectos que en otros y el proyecto se fue modificando. Sin embargo, se ha mantenido el hilo conductor que une mis trabajos y que refleja la continuidad de ciertas preocupaciones críticas. Esta línea de continuidad se basa en la importancia que tiene para mí, en el estudio de la literatura, la articulación con lo político; sin duda, esto es resultado de un espacio y un tiempo histórico en el que me tocó nacer y vivir. Más allá de las circunstancias que me llevaron a trabajar y desarrollar mi carrera en otras latitudes, siempre he pensado y sentido desde el sur; es imposible para mí otra manera de estar en el mundo, otra manera de considerar la crítica, de orientar el trabajo intelectual. En consecuencia, desde mi primer libro –dedicado al análisis del género testimonial en Rodolfo Walsh– hasta el último, centrado en la representación del perdedor político en la narrativa de los últimos cincuenta años, las cuestiones de ética y política, en un principio, y de estética y política, a continuación, han sido centrales para analizar los textos literarios. La articulación entre estos términos acabó por imponer la presencia de la violencia como un pivote central en la reflexión, quizá porque en estos tiempos –o quizá en casi todos los tiempos– la política ha estado unida a ella. Parte de este libro se escribió y se terminó durante la cuarentena provocada por la pandemia de 2020 y 2021. La tragedia vivida 9
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en ese tiempo de algún modo impregnó la escritura y revisión de algunos capítulos. El constante bombardeo de noticias, la notable cantidad de ensayos que filósofos, críticos e intelectuales de los más variados tipos se apresuraron a publicar en ese período –en la mayoría de los casos sin mucha reflexión, pero con gran ansiedad por figurar en los medios–, además de la incertidumbre y precariedad en que se hundió nuestra vida, han influido necesariamente en la escritura, en especial de los capítulos I y III. No se sale indemne del miedo, la nostalgia por la vida perdida y los afectos distantes a los que no sabemos si volveremos a ver. Y, sobre todo, no se sale bien librada de la violencia, la estupidez, la ignorancia, la ausencia de empatía, el egoísmo y la avaricia que parte de los humanos mostró en estos tiempos. De algún modo, ese “ruido” cuestionó a veces el sentido y la función de este trabajo centrado en algo que de repente se volvía trivial, incluso fútil: literatura y política; ¿a quién puede interesar debatir el tema y ocuparse de ficciones en la mayoría de los casos poco accesibles y distantes de los intereses inmediatos del momento? Fue necesario retornar a los “viejos objetivos”, a las convicciones sobre el valor de la crítica como medio para estudiar la literatura, no solo como un fenómeno estético aislado, autónomo, sino como maneras de representar, de dar versiones de lo real, que nos permiten comprender, recordar, analizar mejor nuestro mundo. El libro tiene como eje vertebral la literatura y, a la vez, está atravesado por la inquietud, la incertidumbre de un presente que carga pasados oscuros y no vislumbra demasiado el futuro. En este sentido, la escritura final fue casi un acto de fe, un intento de persistencia a pesar de que los indicios exteriores amenazaban cualquier convicción. Persistir contra viento y marea en aquello que fue por años una pasión a la que se apostó y cuyo sentido estaba fuera de dudas sostuvo gran parte de este trabajo. Sin creer necesariamente en su importancia para influir o cambiar un presente desolador, me inclino por escuchar a autores como Said, Chomsky o Brecht, convencida de que los intelectuales, los que nos dedicamos a estudiar el arte, y la literatura en particular, contamos con este espacio para reflexionar, imaginar, resistir, abrir caminos en 10
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las propias vidas y las ajenas. Leer, reflexionar desde y con la literatura, escribir algunas páginas con la ilusión de que sean útiles y generar esa misma pasión en otros es lo que ocupa nuestro tiempo. No se puede renunciar a esa esperanza en tiempos en que parecen tambalear todas nuestras convicciones y creencias. Quisiera señalar también que el presente libro fue tomando forma y desarrollándose gracias al debate y el intercambio de ideas con colegas imprescindibles, en primer lugar, con el grupo de la Red Vyral. A lo largo de estos años, los encuentros, coloquios, congresos, antologías que fuimos organizando me ayudaron a pensar, me dieron ideas, me estimularon, constituyeron, en suma, un entorno profesional que no es muy frecuente encontrar. A Brigitte Adriaensen, Teresa Basile, Geneviève Fabry, Valeria Grinberg Pla, Ilse Logie y Lucero de Vivanco, mi primer agradecimiento. Asimismo, Ivette Hernández-Torres y Luis Avilés, con los que compartí muchos años de trabajo en la Universidad de California-Irvine, me proporcionaron un sostén intelectual y personal imposible de medir o reconocer debidamente. Como siempre, desde mis primeros trabajos, mi hijo César colaboró y aportó, tanto en cuestiones profesionales como afectivas, un apoyo invaluable. Como siempre, también, contar con él fue determinante para continuar en los duros momentos vividos. Buenos Aires, mayo de 2021
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I Algunas reflexiones en un mundo inestable y en tiempos de incertidumbre Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar. Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio.
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stética y política, literatura y violencia política. Las formas de gestionar estos vínculos, de representar esa violencia o los resultados de ella han sido el fundamento de mi interés por muchos textos. Un consenso no necesariamente explícito distancia el elaborado trabajo que leemos en un cuento borgeano del que puede verse en un relato convencional, destinado al “puro entretenimiento”. En verdad, no me preocupa establecer un sistema de “valoración” entre los diferentes relatos, pero sí analizar el modo, los procedimientos, los caminos más o menos complejos, el equilibrio y la tensión que se establecen entre ambos campos, el de la estética y el de la política, el de la escritura y el de la referencia externa. Aunque no es el objetivo precisar un ranking de excelencia, en cierto modo queda implícita una perspectiva sobre los relatos desde la elección misma que se hace de ellos. Mi corpus, como suele ocurrir en toda selección, tiene mucho de arbitrario y es, a la vez, “representativo” de las cuestiones que propongo. 13
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Sin duda, podrían incluirse muchos otros y excluir algunos de ese inabarcable mundo de ficciones que conforma la literatura latinoamericana. Elegí guiarme por mis propias preferencias, optando por textos que en algún momento me apasionaron, me inquietaron o, simplemente, encontré interesantes para poner en contacto con los elegidos previamente. Los capítulos II, III y IV se enfocan en esas obras, las conectan y analizan las formas en que se vincula la escritura con la política, los mecanismos con los que se articula el nexo con la violencia y las cuestiones en torno a la estética que se elige para representarla. Estas cuestiones han estado siempre presentes, de un modo u otro, en mis trabajos; mi estudio sobre los perdedores se ocupó de un corpus en el que podían leerse distintas inflexiones de la derrota política, estableciendo así una constelación de textos ligados por sus representaciones de esa experiencia. Hay que subrayar que el contacto con lo político en esos relatos no invalidaba su específica condición estética; sus disímiles cualidades literarias no dependían de ese nexo: la narrativa analizada proponía, con independencia de los valores estéticos de cada caso particular, diversas articulaciones entre ética, política y literatura. Justamente esas disímiles cualidades literarias de los textos de aquel corpus me llevaron a interesarme, en una continuación lógica, por las relaciones entre estética y política como eje central de este libro; es decir, se impuso una reflexión que incorporara los problemas y tensiones entre ellas. Este primer capítulo comenta algunos ítems teórico-críticos que luego se desarrollan en los siguientes; a la vez, también ocupan espacios de análisis otras cuestiones que exceden lo estrictamente literario, pero que, de alguna manera, “sobrevuelan” cualquier lectura realizada en nuestro conflictivo presente. En este caso, se trata de consideraciones surgidas a la luz de las experiencias profesionales, en el trabajo de crítica y en el último año, como ser humano padeciendo y sobreviviendo al “año que vivimos en peligro” con la pandemia. Experiencia que trastocó nuestro mundo y es posible que haya hecho vacilar muchas de nuestras creencias. 14
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1 Las relaciones entre estética y política han vertebrado gran parte de la reflexión teórica y crítica sobre el arte a lo largo del siglo xx –basta pensar en los debates sostenidos por la Escuela de Frankfurt y las polémicas que han involucrado a las vanguardias–. En los comienzos del siglo xxi asistimos a un resurgir de estas discusiones desde nuevas perspectivas, lo que supone también enfocarse en ciertas formas narrativas en las que el nexo entre lo estético y lo político no parece fácil de interpretar. Aunque pensemos que este nexo es intrínseco a toda obra de arte, analizarlo implica descifrar cómo en una obra se diseñan estrategias de transformación de lo referencial y ellas, a la vez, definen su condición artística. La perspectiva de Jacques Rancière ha resultado esencial para este estudio; él es quien mejores propuestas aporta, desde mi punto de vista, sobre el tema. De ahí la frecuencia con que recurro a sus ensayos; su modo de ver el nexo entre política y estética es clave en la medida en que se encuentra lejos de reducirlo a lo temático. Está claro que para el filósofo francés el arte no es político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad ni por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales. En “Las paradojas del arte político” –ensayo incluido en El espectador emancipado– sostiene que “un arte crítico es un arte que sabe que su efecto político pasa por la distancia estética” (2010: 84); es decir, es político en virtud de la distancia misma que toma respecto de esas funciones comunicativas. Rancière ha desplegado su análisis en una gran cantidad de artículos y libros con los que armar un mosaico de respuestas acerca de un vínculo que es de por sí complejo; de hecho, podría hacerse un vasto “entramado” con sus afirmaciones sobre el tema. Como se sabe, las discusiones en torno a la vigencia o no de posiciones autonomistas en el arte o, por el contrario, la desaparición de la función específica y la atención enfocada en su condición social –más que estética– han dado lugar a largas 15
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discusiones1. Con respecto a este punto, interesan sus opiniones en Sobre políticas estéticas debido a que permiten leer la tensión y la presencia simultánea de la referencia externa –lo político– y lo textual: Arte y política no son dos realidades permanentes y separadas acerca de las cuales se trataría de preguntar si deben ser puestas en relación. Son dos formas de división de lo sensible dependientes, tanto una como la otra, de un régimen específico de identificación […] Arte y política están de este modo ligados a pesar de sí mismos como presencias formales de cuerpos singulares en un espacio y un tiempo específicos (2005: 20).
Si, como afirma en este último trabajo, “no hay ningún conflicto entre la pureza del arte y su politización. Al contrario, en función de su pureza la materialidad del arte se propone como materialidad anticipada de una configuración distinta de la comunidad” (2005: 27), podemos pensar que la literatura, ya sea en sus formas más explícitas o más elusivas, intenta “una configuración diferente”. El arte ensaya entonces una particular configuración de estas relaciones; la cuestión será cómo las diseña, qué tipo de soluciones encuentra al intento de fusionar lo político en una forma estética específica. Ángeles Donoso Macaya, en su ensayo “Estética, política y el posible territorio de la ficción en 2666 de Roberto Bolaño”, afirma, siguiendo también a Rancière, que “es posible percibir la existencia de un territorio común a la literatura y a la política: ese territorio común es el territorio de la estética […] Tanto el arte 1
La perspectiva de Boris Groys –que él denomina “la actitud del espectador”– tiene puntos de contacto con lo que aquí desarrollamos: “con frecuencia, se considera a la politización del arte como un antídoto contra una actitud puramente estética que supuestamente le pide al arte que sea simplemente bello. Pero, de hecho, esta politización del arte puede ser fácilmente combinada con su estetización, en la medida en que se las considere desde la perspectiva del espectador […] Si se concibe la politización del arte como un hacer que ciertas actitudes políticas resulten atractivas (o repulsivas) para el público, la politización del arte se vuelve algo totalmente supeditado a la actitud estética” (2014: 12). 16
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como la política producen distintas formas de ordenamiento y distribución, y es en ese sentido que ambos comparten una estética” (2009: 126). Lo político en el arte se encuentra entonces en una articulación interna a la obra; desde esta óptica, “el compromiso político significa poder pensar la posibilidad misma de la política dentro de la ficción [...] se trata en definitiva de un compromiso estético que se traduce en una apuesta por la ficción” (2009: 129; la bastardilla es de la autora). En el prólogo a El hilo perdido, Rancière define muy claramente su propuesta: allí advierte que la ficción no es la invención de mundos imaginarios; no pueden explicarse sus estructuras como expresión deformada de los procesos sociales, sino como “una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas […] un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y encadenamiento” (2015: 12). En resumen, el autor aporta una idea diferente acerca de la relación entre la poética de la ficción y su política: localiza “la política de la ficción no del lado de lo que ella representa, sino del lado de lo que ella opera: de las situaciones que construye […] de las relaciones de inclusión o de exclusión que instituye…” (2015: 16). Mi enfoque es principalmente textual, pienso la representación de lo político atendiendo en primera instancia a lo literario y privilegio las líneas teóricas que siguen ese camino. Es decir, el texto es el espacio donde ver el modo en que la estética se hace cargo de la política; o mejor aún, donde funciona una política de la estética en la que forma propone un desacuerdo, un ordenamiento y un modo de comprensión diferente al ordenamiento común. En este sentido, vuelvo a coincidir con Rancière cuando señala que la política del arte “se encuentra determinada por una paradoja fundante: el arte es arte en la medida en que es también no arte, una cosa distinta del arte” (2011b: 49). Nelly Richard, por su parte, en esta misma línea, propone una distinción muy iluminadora: “‘lo político en el arte’ designa más bien una articulación interna a la obra que reflexiona críticamente sobre su entorno social desde su propia organización de significados y su propia retórica de los medios” (2005: 17; la bastardilla es de la autora). En resumen, la relación tradicional 17
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“arte y política” supone un vínculo con lo referencial que descansa en una correspondencia entre forma y contenido, a diferencia de “lo político en el arte”, que rechaza esa correspondencia aceptada y ya reconocida como “dada”2. En esta politicidad del arte está presente, en especial en muchos textos de la literatura latinoamericana, la representación textual de la violencia en tan variadas formas que no puede ser soslayada. Por eso, es necesario pensar que la violencia funciona en este trabajo como un eje primordial vinculando relatos muy diversos pertenecientes a estéticas también muy diferentes. * Violencia e historia. Violencia y política, pero también memoria en tanto la violencia intrínseca a la historia política es el objeto privilegiado de relatos que buscan recordar, mantener la memoria de los hechos que no deben ser olvidados y para los cuales se busca, y algunas veces se obtiene, justicia. ¿Cómo narrar esos acontecimientos? ¿De qué modo –por medio de qué estrategias– se ligan violencia, política y memoria en la literatura en tanto que podríamos afirmar que narrar es de algún modo recordar3? Pensar nuestro mundo contemporáneo es pensar el lazo
Víctor Vich, en su libro sobre la poesía de César Vallejo, entiende lo político “no como una pura gestión de lo dado [sino] como una interrupción, como un desacuerdo, como un mecanismo de subjetivación, como el intento por restaurar la categoría de ‘verdad’ a partir de la revelación de un ‘acontecimiento’ […] Vallejo produjo […] un arte donde la ideología no se manifiesta como algo constituido sino, más bien, como una fuerza que está buscando constituirse” (2020: 11-12). De este modo, el análisis de Vich se concentra en lo textual para encontrar en la obra de Vallejo “otra manera de relacionarnos con el lenguaje y con el mundo que desde ahí se consolida” (15). Una frase del poeta, citada por Vich, podríamos adoptarla al considerar las ficciones estudiadas en este trabajo: “El arte no es un medio de propaganda política, sino el resorte supremo de la creación política” (15). 3 Un ejemplo excelente de este dilema se encuentra en el artículo de Valeria Grinberg Pla “Entre el ideal de verdad y el impulso estético”, donde explora la conexión entre las formas literarias y la política en textos literarios ligados a la 2
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indisoluble entre violencia y política; muchos de nosotros no podríamos concebir la vida desprendida de su fuerte conexión con la política y, al mismo tiempo, esta parece cada vez más ligada a la violencia. En América Latina, desde las guerras de independencia, ambas han estado en estrecho contacto, ya sea en las luchas por imponer distintos proyectos de país, en las dictaduras del siglo xx, en los enfrentamientos raciales y sociales. La violencia resulta entonces una presencia inevitable, inseparable de nuestro presente; la asociación entre los dos términos se ha naturalizado y, sin embargo, se trata de una dolorosa distorsión: habría que recordar el carácter esencialmente antipolítico de la violencia, si entendemos por política la constitución de un espacio público de confrontación y debate de los asuntos comunes a una sociedad. Como señala Claudia Hilb en Usos del pasado, “la violencia [...] se nos aparece ante todo como la respuesta impolítica a la imposibilidad de la política” (2013: 22). Esta contradicción, esta incapacidad de entender la política sin considerarla como un campo de agresión al contrincante es la que tiñe nuestra percepción del mundo actual y es la que desencadena la multiplicidad de discursos que tratan de explicar un nexo que solemos dar por aceptado. En ese sentido es que me interesa la violencia política y las formas de representarla; ella está en el origen del actual sentimiento de precariedad y de destrucción al que me voy a referir más adelante. En este marco, y ligados a coyunturas y contextos precisos, los textos surgidos en el ámbito de la literatura y el cine dialogan en muchos casos con propuestas interpretativas originadas en otros campos del saber y cuestionan o reafirman discursos vigentes relacionados con la violencia de ciertos períodos histó-
guerra en El Salvador. Ambos impulsos entran en conflicto ante la posibilidad de una representación ética de las guerras: “Así, la literatura de la memoria, en tanto pretende mostrar algo sobre la realidad presente y cómo está afectada por el pasado traumático, participa de una tensión permanente entre el impulso estético (la puesta en formato literario) y el impulso moral de verdad” (2019: 186). 19
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ricos4. Asimismo, vivimos en un tiempo saturado con mensajes e imágenes violentas; imposible escapar a las representaciones y situaciones omnipresentes, ficcionales, artísticas, reales, de muchos tipos de violencia, hasta el punto en que solemos aceptar que ella es la que domina nuestro mundo y nuestra vida. Es por eso que nuestra época, según Richard Bernstein, “podría muy bien llamarse la era de la violencia” (2013: 28)5. A su vez, la centralidad de la violencia política en los textos literarios puede ampliarse a la discusión de otras inflexiones de la misma que –aunque también con un origen político– se extienden a aspectos específicos como la construcción de las identidades, los costos sociales de la constitución de los Estados nacionales, la herencia de un pasado sistema colonial, el femicidio, el racismo, el sexismo. Es decir, hay un amplio campo de posibilidades de estudio en torno a las vías que toma la violencia en el presente y los modos en que es narrada, tanto en textos de autores del pasado como por las nuevas generaciones. Ocuparse de la articulación entre política, violencia y estética es analizar la forma en que la literatura, el arte en general, se arraiga –está enraizada– naturalmente en lo real y participa del sistema social e histórico, pero lo hace como práctica específica y con su propia lógica. El problema de la representación de la violencia no se limita a los estudios y textos latinoamericanos; este libro, si bien se ocupa
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Lucero de Vivanco y Geneviève Fabry afirman en la introducción a Memorias en tinta: “La cuestión de la violencia política, de su representación y de su presencia […] en el corpus literario latinoamericano, nos interpela como lectores y como críticos porque nos sitúa en un lugar completamente singular, extremo, limítrofe, en el que los estudios literarios colindan con la historia, la psicología o la sociología, sin renunciar por ello al corazón mismo de la escritura como práctica artística, creadora de sentido e inteligibilidad a partir de recursos propios” (2013: 14). Frente a este estado de cosas, Bernstein indaga sobre la condición de la violencia y sus diferentes clases a través de la obra de cinco filósofos que han reflexionado sobre el tema: Schmitt, Benjamin, Arendt, Fanon y Assmann. Trata así de analizar sus límites desde esas diversas perspectivas; su trabajo tiene el mérito de dejar claro que no hay certezas ni resoluciones posibles y definitorias cuando se trata de la violencia. 20
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principalmente de América Latina, considera los actuales debates teóricos y críticos producidos a partir de los genocidios que caracterizaron el siglo xx, en particular tiene sus raíces en los trabajos que se han ocupado del Holocausto, el nazismo y la memoria de las víctimas. Desde luego, no se pretende agotar las posibilidades de abordaje que presentan estas relaciones de la violencia política con la literatura: así como el corpus responde a un recorte de alguna manera “arbitrario”, el diálogo teórico también apela a aquellos autores más cercanos, tanto por los temas desarrollados como por sus posturas ideológicas y críticas. De hecho, las múltiples aproximaciones, los puntos de vista diversos, dan cuenta parcial del fenómeno y demuestran la dificultad de abarcarlo; nos obligan a sostener una mirada un tanto distanciada y a repensar la propia lectura. Muchos son los estudios centrados en los lazos que mantiene la violencia con la política, el poder y las instituciones; el clásico Política y delito de Hans M. Enzensberger es un ejemplo paradigmático: “Entre asesinato y política existe una dependencia antigua, estrecha y oscura. Dicha dependencia se halla en los cimientos de todo poder, hasta ahora: ejerce el poder quien puede dar muerte a sus súbditos” (1966: 11). El Estado es entonces, para este autor, aquel que tiene el derecho de matar sin consecuencias6. Por el contrario, Hannah Arendt propone una cuidadosa distinción entre violencia y poder político; su ensayo Sobre la violencia fue escrito en el contexto de un siglo xx marcado por un uso inédito de la violencia, las guerras y los experimentos totalitarios a gran escala, a la vez que por un desarrollo técnico destinado a ejercerla no previsto hasta entonces. Arendt considera que en situaciones extremas la violencia aparece donde el poder está en peligro; es decir, ambos son opuestos. En el siglo xx, en su opinión, está ligada a la enorme
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Buck-Morss también analiza esta relación y señala que “la profunda conexión existente entre el estado y la violencia ha sido reconocida de modo general y en este siglo en la teoría marxista y en la no marxista por igual […] Sin embargo, la pregunta ¿cómo legitima el estado el uso de la violencia? permanece todavía sin respuesta […] El poder legítimo de la soberanía democrática para hacer la guerra es la fuente de su legítima reivindicación para ejercer el monopolio de la violencia y para el ejercicio del terror” (2004: 27-30). 21
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capacidad de destrucción que ha traído la tecnología: “deberíamos saber que cada reducción de poder es una abierta invitación a la violencia; aunque sólo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia” (2005: 118). Walter Benjamin inscribe su crítica de la violencia dentro de un contexto ético y “la esfera de este contexto está indicada por los conceptos de derecho y justicia” (1999: 23); su perspectiva pone de manifiesto la violencia como elemento fundante de las relaciones sociales de derecho y, por lo tanto, como esencial de su historia. Así, ella interviene en “toda relación de derecho, ya sea como violencia fundadora, ya sea como violencia conservadora del derecho” (1999; 16)7. Por eso señala Roberto Esposito que “Benjamin puede llegar a la conclusión de que el derecho no es otra cosa que violencia a la violencia para el control de la violencia. Es el trasfondo, oculto, censurado, de cualquier poder soberano” (2012: 282). Esposito sostiene que “desde siempre los hombres asociaron comunidad y violencia en una relación constitutiva de ambos términos” (2012: 273). Es significativo que esta relación esté a lo largo de la historia en el centro de todas las expresiones culturales, del arte, la literatura, la filosofía8; y no solo se encuentre en el inicio de Didi-Huberman, en su notable trabajo Sublevaciones, publicado a propósito de la exposición de igual nombre –curada por él mismo y presentada en París, Barcelona, Buenos Aires, San Pablo y México entre 2016 y 2018– comenta este texto de Benjamin y señala que “la justicia define un espacio ético que se opone al espacio jurídico del derecho” (2018: 103; la bastardilla es del autor). Lo que nos divide es que el derecho monopolice la violencia, según lo encontremos “legítimo” o, por el contrario, peligroso para la justicia. Se pregunta así si existe una violencia humana que pueda considerarse “justa” en el sentido ético, y no “legítima” en un sentido simplemente jurídico, dado que uno no se rebela, no se insubordina sin violencia. “De lo que se trata es de saber cómo criticar […] en cada caso su práctica en la historia” (2018: 108; la bastardilla es del autor). 8 Esposito nos recuerda que desde los primeros grafitis en las grutas prehistóricas la humanidad representó escenas de violencia –de caza, de guerra–; de hecho, la guerra es el tema del primer poema de la civilización occidental. 7
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la historia, sino que “la comunidad misma se muestra fundada por una violencia homicida” (273). Estos teóricos privilegian, de un modo u otro, el nexo entre violencia y Estado, la consideran un resultado inevitable de las políticas estatales; por esa razón sus análisis me han interesado especialmente, teniendo en cuenta que, en la mayoría de los textos abordados en este libro, la violencia representada proviene de gobiernos, de Estados más o menos autoritarios o dictatoriales. Dejo de lado la posibilidad de hacer un registro exhaustivo de la extensa trayectoria que tiene el pensamiento en torno al tema para poner el acento en las reflexiones citadas, aunque reconociendo la amplitud de este campo de estudio9. El análisis de la violencia –el intento de explicarla, reducirla, cercarla– parece no tener fin, como tampoco la violencia misma y sus formas de articularse10. En resumen, ella ha sido
Son numerosos los trabajos teóricos recientes que se ocupan, de modos muy diversos, de las nuevas configuraciones de la violencia política. A modo de ejemplos, se pueden citar, el interesante nexo que Patxi Lanceros (2014) señala entre orden y violencia, según el cual ambos se necesitan y conforman una trama ineludible de la sociedad. También Bertrand Ogilvie sostiene en su análisis que la violencia es lo que sigue sustrayéndose a la interpretación pese a todas las tentativas y todas las respuestas; en su opinión, la era industrial inauguró nuevas formas de violencia de las que “ya no se sabe qué decir” (2013: 81), justamente cuando tanto se habla de ellas. Se trataría de una violencia estructural que se manifiesta en un exterminio cada vez más generalizado; una violencia que se ha naturalizado, vuelto irrepresentable y reducido a una simple “gestión”. A su vez, Byung-Chul Han, un autor muy leído en los últimos años, recoge y comenta gran parte de la tradición filosófica enfocada en el tema y sostiene que en la actualidad se trata de “una violencia anónima, desubjetivada y sistémica, que se oculta como tal porque coincide con la propia sociedad” (2016: 9). 10 Judith Butler afirma en su último libro: “vivimos en tiempos en los que abundan las atrocidades y las muertes sin sentido, y por eso surge una de las preguntas éticas y políticas más importantes: ¿de qué modos de representación disponemos para aprehender la violencia?” (2020: 213). En este ensayo, Butler propone una salida a esta espiral de horror: la alternativa de la no violencia; pero muy lejos de pensarla como una práctica pasiva e individualista, la considera una fuerza, incluso agresiva, de resistencia: “resulta central destacar el hecho de que las formas de resistencia se pueden y se deben militar agresivamente” (36). 9
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objeto de numerosas elaboraciones literarias y fílmicas, así como de consideración por parte de la historiografía y la filosofía. En cualquier caso, se trata de formas de interpretar las lógicas sociales y culturales que llevaron a la violencia y se piensan, con frecuencia, como una contribución al deber de la memoria para sus víctimas11. Tampoco el lenguaje es algo ajeno a la violencia, por el contrario, constituye uno de sus canales privilegiados: ella atraviesa los territorios de la estética. En este sentido, es particularmente clara la posición del filósofo Marc Crépon, interesado en el nexo que une ambos términos, así como en su incidencia en el discurso político: en la génesis de toda subjetividad hay un lazo entre la experiencia de la violencia y la experiencia del lenguaje. Primero porque el aprendizaje del lenguaje, bajo todas sus formas, no se realiza sin violencia, sin coacciones, no se produce sin la asimilación de un cierto número de leyes que rigen su práctica y su uso y que son, en sí mismas, violentas (2016: s/n).
Crépon sostiene que “toda política supone la pertenencia, circunscribe la vinculación e impone la exclusión, bajo una forma determinada que, necesariamente, porta la violencia” (2016: s/n). Por lo tanto, el lenguaje político, la lengua que habla la política, de manera más o menos visible, está atravesada por la violencia. Se trata de una relación fundante frente a la que Crépon postula la necesidad de una “contra-palabra”; por eso la tarea de la crítica es buscar en los usos del lenguaje –incluido los usos políticos– los modos en que se manifiesta esta violencia originaria. En el caso de la literatura latinoamericana, las ficciones escritas a partir de las dictaduras del Cono Sur y de las masacres ocurridas en Centroamérica, en Colombia y México iniciaron un largo proceso Reyes Mate sostiene que “A nosotros no nos está permitido pensar la política y la ética haciendo abstracción de nuestra historia o mirándonos al ombligo, sino teniendo en cuenta lo que nos hemos hecho […] Pensar en español es responder al desafío de un presente plural que tiene un pasado común conflictivo que no podemos dar por cancelado […] Pensar políticamente las víctimas significa repensar la relación entre política y violencia” (2008: 35-37).
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de análisis en torno a la “palabra violenta” que parece culminar en la narrativa de los últimos años, en especial la perteneciente a la llamada generación de HIJOS12. Trayectoria que surge en primera instancia a partir de esas experiencias históricas extremas, pero que incluye el desencanto, la pérdida de las ilusiones y la ausencia de esperanzas del resto de América Latina. La derrota –y la violencia que esta conlleva– no se liga exclusivamente a las dictaduras; muchos son los textos que se preguntan también por el después de esas experiencias extremas, por las formas en que se asume un desastre político. Pluralidad de formas de violencia, pluralidad de perspectivas, representaciones y usos de los lenguajes –ya sea que se inscriban silenciosamente o se expongan hasta la provocación– abren un vasto campo para la escritura. Narrar la violencia política supone entonces una búsqueda que vincula íntimamente la ética a la estética; el qué contar se une al cómo hacerlo: por muy diversas vías los relatos construyen lo que llamo una ética de la escritura y una estética política, entendiéndolas como perspectivas que, más allá de la trama, resultan constitutivas de la forma textual misma. 2 Este vínculo entre ética y estética se vuelve crucial cuando se trata de contar la violencia extrema, la tortura, la experiencia de los campos de concentración, en suma, las diversas inflexiones del horror. Justamente, el qué contar y el cómo hacerlo será el eje de múltiples debates teóricos y críticos. Esto es así porque el problema de representar esa violencia política en la literatura y en las artes visuales ha introducido la cuestión de las estéticas “adecuadas” para hacerlo: un tema que originó numerosas polémicas y propuestas a Este trabajo se circunscribe a un corpus de narrativa latinoamericana escrita a partir de la segunda mitad del siglo xx y en el xxi. Esto no invalida la existencia de una “tradición violenta”, muy presente desde los comienzos mismos de nuestra literatura. Tradición que se inicia con las guerras de la independencia –incluso antes– y atraviesa nuestra historia –las guerras civiles, la constitución de las nacionalidades, las dictaduras– hasta el presente.
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lo largo del siglo xx y lo que va del presente. Los reparos éticos y estéticos que conlleva asumir esta tarea –a partir del rechazo a las razones ideológicas, económicas y culturales que han “justificado” las formas de violencia más extrema, especialmente estatal– exigen analizar cómo los discursos se hacen cargo de presentarla a través de sus lenguajes específicos –visuales o verbales–, utilizando estrategias no necesariamente explícitas –como la ironía– o directas –el testimonio, el periodismo, el documental– y cómo el espacio mismo de enunciación condiciona estas representaciones. Mucho se ha discutido la pertinencia o no de “mostrar el horror”, en particular desde lo que se denomina “el intento de narrar Auschwitz”; “narrar el mal” pone en primer plano el problema de hacer presente lo “inimaginable”, de dar cuenta de algo que, por su misma condición, parece resistirse a ser contado. Se cuestiona entonces qué límites no deben ser transgredidos, qué es lícito representar, cómo se cuenta, qué géneros son los adecuados: ¿debe soslayarse el horror?, ¿debe recurrirse al documental, al testimonio, a la ficción? Jorge Semprún, en La escritura o la vida, postula la imaginación como la mejor vía para dar cuenta de esta experiencia a la que califica de invivible pero no de “indecible”: “Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio” (2002: 25)13. Estas controversias, sobre la representación ficcional o no, ya sea a través de la escritura o la imagen, resultan particularmente sensibles por la carga política y emocional que conllevan14. Sin duda, Auschwitz “Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la experiencia del campo. Incluso si se hubiera testimoniado con una precisión absoluta […] Lo esencial […] es la experiencia del Mal radical” (2002: 103). “¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!” (2002: 141). 14 Los trabajos de Georges Didi-Huberman (en particular, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto) recogen distintos debates sobre el tema, entre ellos el sostenido por Semprún y Claude Lanzmann en torno a la pertinencia del uso de la ficción y de los archivos fílmicos de los campos en el cine. Volveré sobre este trabajo en el capítulo IV. 13
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es el episodio histórico que divide el siglo xx en dos; desgraciadamente, las prácticas del nazismo y la condición inimaginable de los campos mantienen su vigencia en episodios posteriores como las terribles dictaduras del Cono Sur o los genocidios padecidos por los pueblos indígenas en Centroamérica, entre tantos otros. Hay que recordar que estas “formas del mal” tienen sus raíces más profundas en las condiciones políticas que las hicieron posible y carecen aquí de todo carácter religioso o esencialista; sin embargo, por la dimensión de la violencia y el horror que alcanzan producen el efecto de “irrepresentables e inenarrables”. En este mismo sentido, Roberto Esposito, si bien considera el exterminio nazi como lo “irreparable” por definición, se niega a considerarlo como una anormalidad “inexplicable”: se trata de una particular configuración política producto de la sociedad que la ha generado. Para este filósofo, el lenguaje es el objeto mismo de la política y la “palabra impolítica” es la que sigue al desastre, la que “lo cuenta sin descanso aun sabiendo que desastre es precisamente lo que no se puede contar [...] La palabra imposibilitada para hablar está sin embargo obligada a hacerlo; obligada a decir su propia imposibilidad” (1996: 146)15. Jacques Rancière es, probablemente, uno de los autores que más se ha ocupado del concepto –tan ligado a cuestiones de estética y política– de lo irrepresentable; en El viraje ético de la estética y la política, rechaza esta idea y afirma que incluye dos nociones que “están efectivamente confundidas: una imposibilidad y una prohibición” (2005b: 39). Esta prohibición mezcla el acontecimiento, del que se dice que es inaudito, y la representación en tanto se rechaza la posibilidad del goce estético (éticamente inaceptable); al mismo tiempo, se espera que la forma artística apele a una forma nueva que sea “un arte de lo irrepresentable”. Rancière considera También Michel Onfray afirma que, más allá de las dificultades del lenguaje para expresar la violencia extrema, “es preciso terminar con el punto muerto de lo indecible y de las experiencias límites para que la política actual y futura sea iluminada por las lecciones que es necesario aprender de la experiencia de los campos de concentración nazis” (1999: 31).
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que esta condición no puede significar que sea imposible el uso de la ficción para contar el exterminio; la cuestión es –y aquí radica la afirmación axial que sostiene el análisis de gran parte de los textos aquí tratados– que no se trata de “saber si se puede o se debe o no representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para ese fin” (2005b: 41). Representar el horror sin mostrar cámaras de gas, escenas de muerte, verdugos o víctimas “no significa una imposibilidad de representar” (42); esta sustracción “significa, por el contrario, una multiplicación de los medios de representación” (42). * Los siguientes capítulos estudian algunos de esos medios; específicamente, aquellos en que se articula la violencia política en un proyecto estético recurriendo a estrategias que descartan las formas explícitas de presentarla. En verdad, este trabajo se inclina por las tácticas elusivas de contar, que evaden la exposición manifiesta de los hechos; “prefiere” dejar de lado los relatos o las imágenes que generan reacciones de espanto en el receptor y provocan el rechazo inmediato porque llevan ese espanto de lo insoportable en el texto o la imagen a lo insoportable de ese texto o imagen. Este proyecto opta, en la bien conocida distinción entre el arte catártico y el que provoca un distanciamiento brechtiano, por ocuparse de las formas que recuerdan a este último, es decir, que “se sustraen” al horror expreso. El capítulo II sigue una genealogía que para la literatura sureña parece abrirse con Borges, continúa con autores como Cortázar, Walsh y Piglia, y se prolonga hasta el presente con un amplio corpus en el que se incluyen Julián López, Andrea Maturana, Alejandra Costamagna, entre muchos otros. En lo que denomino el relato sesgado podemos registrar formas oblicuas de contar, una representación desviada que puede apelar a diversos recursos: la omisión, la ironía, la farsa, el silencio. Son relatos en los que nunca se nombra aquello que no se puede o quiere nombrar, pero cuya ausencia se vuelve tan agobiante que 28
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no es posible soslayarlo ni olvidarlo. Lo ausente se manifiesta a través de los rastros que deja en las diversas formas de lo elusivo16. Asimismo, podría afirmarse que en los textos analizados en el capítulo III se percibe la huella de algo que no está visible: lo político. Quizá sorprenda su inclusión en este trabajo; sin embargo, leo en ellos un gesto también oblicuo, esta vez de los textos mismos, que evitan los hechos políticos específicos y la experiencia de la violencia. A pesar del repliegue en la interioridad, de la obsesión por el detalle –lo que llamo lo nimio en Levrero– y por la escritura, el mundo externo, como espacio hostil y violento, se filtra en los relatos y ensayos tanto de Eduardo Lalo como de Mario Levrero. Los comentarios dispersos y casi siempre breves sobre el contexto social, resultado de políticas que apenas se nombran pero que están ahí, evidencian siempre un rechazo visceral, un “intento de fuga” de la violencia contenida en ese ámbito. Podría decirse de ellos lo que en el siguiente capítulo diremos de algunos personajes de Montoya –en especial del fotógrafo de Los derrotados–: no representan las cosas mismas, sino el efecto, los rastros que han dejado las cosas. La imagen, como lugar de “negociación” entre lo político y lo estético domina el capítulo IV, si bien la Historia (con mayúscula) tiene un gran protagonismo en las ficciones de los dos autores analizados: Leonardo Padura y Pablo Montoya. En ambos, lo pictórico –y también lo fotográfico– es el lugar donde se articulan –e incluso donde se busca fusionar– el mundo de lo estético con las referencias históricas y políticas. La imagen es, particularmente en Montoya, el vehículo para establecer una teoría de la representación muy ligada a la que surge del análisis en muchos de los textos de este trabajo: ciertos cuadros y fotografías solo captarán el vestigio de la violencia que pasó, nunca la situa La narración sesgada es lo opuesto a una “retórica del exceso” marcada por su decir explícito, incluso por su tono agresivo; una retórica que cuenta la violencia por medio de un lenguaje violento. Un autor como Fernando Vallejo es un buen representante de esta línea estética.
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ción misma17. Es decir, lo tratado en el último capítulo retoma las discusiones planteadas desde el comienzo. Resultan así esenciales los debates sobre la representación de la violencia y de la historia en la literatura, las tensiones entre estética y política, las formas elusivas como estrategia predominante. * Muchos de los relatos incluidos en este libro –y a pesar de las diferencias notables de proyectos literarios y de propuestas estéticas que distancian la producción, por ejemplo, de Padura de la de Levrero o la de Zambra de las ficciones de Montoya– muestran ciertas constantes en el tratamiento de los sujetos y de las formas de enunciación como es la presencia recurrente, de figuras autoficcionales. Su uso tiene objetivos tan disimiles como lo son sus autores, aunque en todos los casos funcionan como un “pivote” en el que se asienta el vínculo entre la ficción y lo real: articulan lo textual –lo estético– y lo referencial –los diversos discursos y representaciones de la política, la historia y la violencia–. El juego ambiguo que entabla la autoficcionalidad permite establecer muy distintos “equilibrios” y configuraciones entre el universo literario y el mundo exterior. De ahí que pueda ser dominante en los textos de Levrero, pero también atraviese los relatos de varios narradores pertenecientes a la generación de HIJOS o se encuentre en alguna de las novelas de Padura. El auge de la autoficción está vinculado al fuerte interés por los modos de representación de la subjetividad en la literatura que adquieren en las últimas generaciones un particular protagonismo, así como –y este parece ser un punto clave– a la búsqueda de nuevas vías literarias para encauzar el relato político evitando el Véase el último apartado del capítulo IV. Allí la estética de uno de los protagonistas de Los derrotados evoca las afirmaciones de Rancière y de Didi-Huberman sobre la producción del fotógrafo Alfredo Jaar, con el que, de hecho, el personaje tiene notables afinidades.
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testimonio18. Esto es muy claro en los escritores agrupados bajo la denominación de HIJOS, quienes parecen querer alejarse de este último género, fundamental para la generación de sus padres. Podríamos arriesgarnos a decir que este rechazo coincide con la necesidad de distanciarse del tipo de práctica política de sus progenitores y de construir un relato más cercano a las propias experiencias19. Un gesto similar puede rastrearse en otros autores en los que la estrategia autoficcional les permite ficcionalizar –y de esta manera establecer un juego de equilibrios distinto entre texto y referencia– el ensayo, el discurso histórico o el autobiográfico. A su vez, la oscilación entre lo ficcional y lo fáctico puede resultar problemática cuando las formas de presentar hechos políticos particularmente conflictivos o sensibles para las víctimas y los sobrevivientes provocan reparos. Por una parte, el texto “se escuda” en el hecho de que se trata de una ficción y en ella la libertad para representar es ilimitada; por otra, la naturaleza de lo contado no solo no permite olvidar la referencia histórica, sino que el relato se sostiene por completo sobre ella. Esta vacilación entre ambos universos funciona como una “coartada” y da lugar, en verdad, a posibles cuestionamientos ético-políticos debido a la ambigüedad de las interpretaciones que se generan. Leonor Arfuch, en el capítulo “Violencia política, autobiografía y testimonio” de su libro Memoria y autobiografía, afirma: “En los últimos años, y quizá confirmando que hay, en toda elaboración colectiva de un pasado traumático, temporalidades de la memoria, fueron apareciendo en Argentina diversas narrativas en torno de la violencia política de los años setenta […] En esas narrativas se destaca fuertemente la experiencia personal, un ‘yo’ que narra, desde los géneros más canónicamente autobiográficos o desde el testimonio de quien ha vivido, visto y oído, pero también desde diversos ejercicios ficcionales o autoficcionales que, al liberarse de la necesidad de ajustarse a los hechos […] permite […] mostrar el deslinde entre lo público y lo privado, entre lo épico y lo íntimo” (2013: 105-106). 19 Teresa Basile señala: “La literatura de HIJOS rearticula la pulsión testimonial del yo, ya que ellos han sido víctimas y partícipes de la historia reciente, a la vez que la atraviesan con la ficción para desarmar algunas de sus certezas, para evidenciar las fallas y huecos de la memoria y para introducir las posibilidades de la imaginación. De allí la preferencia por la autoficción” (2019: 34). 18
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En cualquier caso, la idea convencional –y discutible– de representación más o menos “fiel” que suele atribuirse al relato documental, se vuelve problemática, podríamos decir que se diluye, para una narrativa autoficcional en perpetuo y equívoco juego con lo real. Es interesante ver cómo la postura de Philippe Mesnard en Testimonio en resistencia contradice y cuestiona la tradicional noción sobre el género porque encuentra en él estrategias similares a las que analizo en la ficción y que llamo las formas sesgadas propias de la literatura, destinadas a evitar narrar el horror de modo explícito: “El silencio de la ausencia debe hacerse presente como tal, para significar lo que ha sucedido [...] se trata de transmitir cierta calidad de silencio. Allí se encuentran el testimonio y la literatura” (2011: 439)20. Mesnard sostiene que episodios como los campos de concentración y los genocidios obligan “a una reevaluación de la cuestión ética entre el lenguaje y la violencia” (2011: 31). Esta afirmación recuerda el interés de Marc Crépon por este vínculo, ya señalado en el apartado anterior. Más allá de la búsqueda de diversas alternativas que distingan la propia escritura de formas anteriores como el género testimonial, tanto la narrativa de HIJOS como otros relatos aquí tratados, no dejan de lado la apuesta a la memoria, a la recuperación de ella y el rechazo al olvido de las experiencias violentas que le dieron origen21. De hecho, la escritura misma, el lenguaje, restituyen el Mesnard rechaza en el testimonio el realismo omnisciente porque “tiende a reducir o anular la distancia, la alteridad del punto de vista y el juego entre alteridad e imaginación. Dominar la imaginación del destinatario imaginando por adelantado: ese es su objetivo” (2011: 128). 21 Este alejamiento del testimonio hacia un relato ficcional, en equilibro “inestable” con lo referencial, implica otras cuestiones para considerar. En el género documental, se juegan diversas interrelaciones entre tres sujetos fundamentales: narrador, testigo y víctima. Resulta interesante ver cómo los relatos de los autores agrupados bajo la denominación de HIJOS suelen reunir a esos tres sujetos en una misma figura, el narrador autoficcional, quien relata la historia de la que ha sido testigo y víctima. Sin embargo, este último rol no se manifiesta casi nunca explícitamente, incluso parece eludirse; en verdad, tiende a fusionarse el testigo con la víctima. La violencia que conlleva –predominante en ese papel– parece provocar un deslizamiento hacia lo elusivo y hacia la elipsis. 20
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recuerdo de lo pasado y, precisamente, la forma estética es el espacio donde sostener la memoria política. Sin embargo, se plantea una gran diferencia entre estos proyectos literarios con los de la anterior generación: el testimonio siempre tiene como objetivo principal la denuncia de un crimen –una injusticia, un genocidio– y la consecuente esperanza de reparación y justicia. Los textos analizados pertenecientes a las últimas generaciones, como los de HIJOS, pero también los de Padura y Montoya –incluso, los de Levrero y Lalo que sostienen una relación lábil y, sin duda, diferente con lo político y la violencia– no se “ilusionan”. Estas ficciones asumen la pérdida o el fracaso, con pocas esperanzas en la restitución de la justicia y sin la creencia de que sea posible una reconstrucción de la vida perdida o la posibilidad de un futuro mejor. Esta afirmación nos lleva al debate en torno a la noción de resiliencia, muy presente en los trabajos teóricos y críticos de los últimos tiempos. Teresa Basile propone una definición de este concepto en su libro dedicado a la narrativa de HIJOS, al que me referiré en el próximo capítulo: El término resiliencia enfatiza no tanto las elaboraciones del duelo como la posibilidad de transformar la herida paralizante del pasado en productividad para el presente y el futuro. Destaca el protagonismo de la fortaleza y las estrategias de la subjetividad de los individuos y de los grupos que han padecido actos de extrema violencia para salir fortalecidos (2019: 127).
La etimología de la palabra proviene del verbo latino resilio que significa rebotar, es decir, alude a la capacidad de saltar hacia atrás, de introducir una distancia o romper con el acontecimiento traumático. Por eso, Ilse Logie y Geneviève Fabry opinan, en la introducción a Imaginar el futuro, que el concepto puede ayudar a definir formas que “dejan de lado la expresión directa y/o la elaboración del trauma individual y cultural […] para privilegiar otros caminos de reconstrucción identitaria y de resistencia” (2017: 9). La resiliencia es entonces la capacidad del sujeto de “desligar los efectos de un traumatismo sufrido y reconstruir una 33
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identidad abierta al futuro. Para eso, es necesario revisitar el pasado y pagar deudas o decidir no pagarlas, de una vez para siempre. Esto sería propiamente el primer paso para imaginar el futuro” (2017: 10). Se sugiere así un camino que, a través del duelo, lleva a sobreponerse de modo positivo a un pasado terrible y seguir adelante. El concepto tiene una buena dosis de ambigüedad y resulta problemático para autores como Brad Evans y Julian Reid que, en Una vida en resiliencia. El arte de vivir en peligro, se proponen politizar lo que llaman “un nuevo ideal de resiliencia” (2016: 26). En su opinión, es significativa la importancia que el concepto ha adquirido durante el ascenso del neoliberalismo porque “promueve la adaptabilidad de tal modo que la vida pueda continuar a pesar del hecho de que algunos elementos de nuestros sistemas de vida se destruyan de modo irreparable” (2016: 58). Se trataría de uno de los mecanismos del poder imperante, de un proceso en el que el sujeto debe luchar por adaptarse al mundo, aceptar la necesidad de cambiarse a sí mismo y participar “de la lógica del gobierno neoliberal en que las estrategias de resiliencia orientadas hacia el futuro dependen de formas de amnesia colectiva” (2016: 52)22. Según esto, el pasado resulta molesto y hay que asumir la tarea de recuperarse de la experiencia traumática y salir lo más ileso posible. En este contexto se produce una “mezcla efectiva” –casi podría decirse que se diluyen las diferencias de sentido– de los términos resiliencia y resistencia. Esta última, lejos de ser sinónimo de persistir en las propias ideas, de no dejarse vencer, perdería su capacidad de rebeldía para terminar siendo la habilidad de sobreponerse y “aguantar” el embate del pasado, de la memoria; es decir, para evitar los efectos adversos y el sufrimiento que impe Julián Ferreyra, desde una perspectiva psicoanalítica, coincide con estos autores: “La trampa de algunos discursos de época, individualistas y afines al neoliberalismo como modo de subjetivación, es persuadir de que lo injusto es necesario y que la respuesta ‘adaptativa’ y valorada frente a ello debiera ser cualquier forma de la llamada ‘resiliencia’. Resiliente sería quien se hubiera perjudicado con neurótica docilidad, sepultando la potencia de su malestar” (2020: s/n).
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dirían lograr una exitosa resiliencia. Nada más lejos del concepto tal como funciona en muchos discursos –ficcionales o no– ligados con acontecimientos políticos. De hecho, los protagonistas en muchas de las novelas de perdedores analizadas en mi libro anterior se caracterizan, justamente, por ser “resistentes”: aceptar la derrota, ubicarse en el espacio del perdedor que no transige, no cede ante los ganadores, es una forma de resistencia con miras a un triunfo de la memoria. Esa resistencia que se da tanto en la ficción como a propósito de hechos históricos concretos parece en las antípodas de la que Evans y Reid juzgan como forma dominante en este capitalismo tardío23. Coincido en advertir el riesgo, desde el punto de vista político, de una adopción entusiasta de las bondades de la resiliencia; hay que señalar que en los relatos analizados no puedo leer ningún atisbo de esa recuperación positiva. Antes bien, y como se verá en los capítulos siguientes, esa supuesta reparación se demuestra imposible: en los personajes persisten las huellas imborrables de los horrores pasados porque las heridas son de tal naturaleza que no existe esa alternativa. Por otra parte, lo más significativo desde el punto de vista político es que la posibilidad de algún tipo de resiliencia implicaría el olvido, ya que todo duelo exitoso deja atrás el pasado y produce al abandono del objeto desaparecido. Los textos nos recuerdan, por el contrario, que ese olvido, esa “superación” de lo ocurrido y sufrido, no puede aceptarse ni es posible. Fabry y Logie pasan revista a los diversos sentidos que adquiere el concepto de resistencia en los últimos años, tanto en lo real, en la vida política, como en la ficción: “La resistencia es un concepto proteico que posee un significado pluriforme y resbaladizo, como se desprende de las reflexiones que le han dedicado varios estudiosos latinoamericanos contemporáneos” (2017: 6). El apartado “Resistencia” de la introducción mencionada da cuenta de esa pluralidad de significados. Encuentro particularmente interesante, en función de la perspectiva de este trabajo, la mención de las autoras a Jesús Martín-Barbero quien cree que “la resistencia sigue definiéndose por referencia a un poder político; es más, para él es innegable en todo el subcontinente el ‘retorno de la política al primer plano de la escena’” (2017: 6).
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3 Escribir durante el terrible año 2020 –con las dificultades para encontrar sentido a cualquier actividad a largo plazo en medio de la pandemia que ha asolado al mundo– abrió un espacio, quizá algo contradictoriamente, para pensar y preguntarse, no solo sobre algunos de los tópicos centrales para este libro, sino también en torno a otros que en un primer momento parecen tangenciales; sin embargo, resultan claves para la práctica de la crítica en general, la función del intelectual y el cuestionamiento de la lógica imperante en el presente desquiciado que invade nuestras vidas. Las secciones 3 y 4 de este capítulo intentan dar cuenta de algunas reflexiones que han incidido en mi escritura como así también en la perspectiva de lectura con que se abordaron muchos de los textos aquí incluidos. Un aspecto que atañe en especial a la crítica –y que de alguna manera me había intrigado y producido cierta “incomodidad” por largo tiempo– surgió escogiendo las ficciones para este trabajo y leyendo, a la vez, un autor cuyas posturas son polémicas y cuya personal mirada obliga a reconsiderar mucho de lo que suele darse por aceptado. Los libros de Boris Groys son provocativos; en particular, Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural echa luz sobre la manera de enfocar problemas que incumben tanto al modo en que se constituye la tradición como al sentido que adquiere el concepto de novedad. Parte de la crítica literaria –aunque también puede observarse en otras disciplinas24– parece sobrevalorar la categoría de lo nuevo; en ocasiones lo falsamente nuevo, es decir, aquello que, por haberse olvidado o se ignora, se considera nuevo. Suelen perseguirse los últimos debates, lo que ahora “se dice”, “se lee”, lo que demuestra que estamos al día y así terminamos por asumir o adoptar la últi Agnes Heller se refiere, en Una filosofía de la historia en fragmentos (1999), a la sujeción a la moda y a lo nuevo en la filosofía: cuando un pensador no está de moda difícilmente es leído. Un filósofo que no está vivo pero que aún no es un clásico suele quedar en el olvido. Heller da como ejemplo a Sartre, autor con una notable influencia a mediados del siglo xx, pero que, en el presente, en su opinión, está casi olvidado.
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ma teoría sin necesariamente reflexionar qué implica esa postura o a dónde nos lleva25. Esta actitud resulta muy poco útil a la hora de enfocarse en una investigación que se anime a seguir caminos propios para encontrar, sea en un libro “viejo” o “nuevo”, en una teoría “vieja” o “nueva”, las vías que permitan llegar a un trabajo personal. Son un buen ejemplo los ensayos que abundaron, en los últimos años, anunciando el fin de la literatura, es decir, el fin de toda alternativa de especificidad estética a favor de una nueva condición post-autónoma. Lo estético parece desvanecerse al pensar que ya no hay diferencia alguna entre los más diversos discursos; la literatura y su posible grado de autonomía serían entonces cosa del pasado en tanto han cambiado los medios de producción que habrían vuelto indistinguibles las diferencias discursivas26. Todo gesto que instaura una “novedad” debería atender a las formas estéticas y a las ideas ya reconocidas o consagradas; de esa manera sería posible recordar que el arte se retroalimenta de continuo, propone variantes y nuevas categorías, pero también se sostiene por una larga tradición y una extensa historia. De hecho, luego de las afirmaciones sobre su muerte, su disolución y pérdida de sentido, la literatura, como un tipo de discurso específico, como forma estética, ha seguido gozando de buena salud27. Es frecuente escuchar a colegas que, con mucha “autoridad”, dicen de, por ejemplo, un libro de Bajtin, el imprescindible teórico de la literatura de la primera mitad del siglo xx: “eso ya pasó, ya nadie lee eso”. Al parecer su “vigencia” habría caducado y, sin embargo, su estudio sigue siendo esencial. Mientras tanto, muchos alumnos lo ignoran y repiten sin reflexión alguna los comentarios de algún especialista erigido en gurú teórico de turno. 26 García Canclini cree que hay que moverse con cautela “al ponerle post a autónomo. Aunque existan fronteras menos nítidas entre lo histórico real y las ficciones literarias o artísticas […] persisten proyectos con forma e intención estética, autores que la buscan y espacios relativamente diferenciados […] Así como todavía tiene sentido distinguir entre la eficacia de un acto político y de una obra artística, es posible y necesario diferenciar la calidad de ambos tipos de hechos” (2010: 244-246; la bastardilla es del autor). 27 Es todo un síntoma la tendencia de moda entre académicos pertenecientes a departamentos de literatura –en particular de EE.UU.– a ocuparse de otras 25
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Por las mismas razones, varios de los autores analizados en los siguientes capítulos han sido “enjuiciados” por la crítica: se dice de ellos que están –o no– vigentes, que nada tienen ya para decirle al lector o que son esenciales y traen la renovación a las letras. Ocupan espacios sobrevalorados o caen en el silencio y el olvido: de alguna manera, un autor como Cortázar ingresó en una zona gris a partir de que su estética vanguardista parece no ser leída con el mismo interés en el presente que el que tuvo en el pasado. Y, a la inversa, el cubano Padura goza de gran aceptación en los últimos años, sobre todo en el primer mundo, gracias a razones políticas de mucha vigencia. Asimismo, Elvio Gandolfo no ha sido objeto de mucha atención a lo largo de casi toda su carrera y, a pesar de su cercanía con Mario Levrero, no lo alcanzó el éxito –repentino y póstumo– que tuvo este último; posiblemente por el hecho de no participar y de mantenerse alejado –literalmente– de las capillas y núcleos más o menos esnobs que suelen dictaminar el canon. Boris Groys propone en su ensayo diversas perspectivas sobre “lo nuevo” y analiza bajo qué criterios una cultura otorga el derecho de entrar a formar parte de sus archivos. Lo interesante de su trabajo reside en que pone de manifiesto lo complejo y contradictorio de este concepto. Algunas de sus afirmaciones parecen referirse a la mencionada actitud de la crítica al sostener que, en la modernidad, la libertad hacia lo nuevo ha sido sustituida, hace ya mucho tiempo, por “la obligación de lo nuevo” (2005: 222): “De un artista o de un literato se exige que produzca lo nuevo, de la misma manera que antes se le exigía que se atuviera a la tradición y se sometiera a los criterios de ésta” (2005: 15). Lo nuevo es entonces una exigencia de la cultura moderna e implica una estrategia necesaria para constituir el propio discurso, para encontrar el disciplinas, a veces muy distantes de aquella en la que se formaron. Bajo la excusa de la interdisciplinariedad se abordan cuestiones que llevan a preguntarse sobre la competencia que puede tenerse en diversas especialidades que requieren conocimientos de sociología, política, historia muy específicos. En última instancia, es difícil entender la razón de haber estudiado o permanecer en un campo de estudio que se desestima, que se considera ya inexistente o poco valioso. 38
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reconocimiento al que se aspira; por eso Groys concluye en que lo nuevo no es “una expresión de la libertad […] sino que es, exclusivamente la adaptación a las reglas que determinan el funcionamiento de nuestra cultura” (2005: 15)28. Interesante propuesta para evaluar aquellos discursos que se ofrecen como “la necesaria” –y obligada– renovación de una disciplina. Groys establece una cadena de relaciones que une el concepto de lo nuevo con el de valor –“preguntar por lo nuevo es preguntar por el valor” (2005: 17)– y, a su vez, preguntar por el valor de una obra “continúa siendo la pregunta por su relación con la tradición y con otros productos de la cultura” (2005: 24)29. En consecuencia, podríamos concluir que el vínculo entre novedad y tradición nos remite a la idea de canon, siempre presente, aun como telón de fondo, en toda organización de un corpus, en toda búsqueda de textos, ficcionales, críticos y teóricos. La categoría de canon resulta privilegiada en tanto anuda con fuerza las nociones de política y estética; es un espacio ideal donde ver la tensión entre lo nuevo y lo viejo, donde se determina el valor gracias a un consenso que suele ser resultado de un problemático debate en el que intervienen diversas manifestaciones de lo político30. Groys da una vuelta de tuerca a estas afirmaciones cuando señala “de hecho, no hay nada más tradicional, en cierto sentido, que orientarse hacia lo nuevo” (13); y, al mismo tiempo, afirma que “la aspiración a lo nuevo suele asociarse a la utopía […] es precisamente esa esperanza la que parece haberse perdido hoy casi por completo. Al parecer, el futuro ya no promete nada fundamentalmente nuevo” (2005: 13). 29 De este modo, el rechazo de la tradición y de la noción misma de literatura para legitimar nuevos textos es una postura que no deja de reconocer la existencia y el poder de aquello que se niega o desestima. En última instancia, se trata siempre de lograr el reconocimiento, es decir, de adquirir valor e ingresar de algún modo en una tradición. 30 La fuerte presencia de lo político en la formación del canon lo he tratado en un ensayo en el que me enfoco específicamente en el caso argentino: desde el comienzo mismo de la nación independiente, las disputas y luchas políticas incidieron notablemente en el debate cultural y, por consiguiente, en las definiciones acerca de cuál debe ser la literatura nacional y canónica (Amar Sánchez: 2014). 28
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La reflexión en torno al canon implica entonces una serie de consideraciones ligadas a los espacios estético-políticos desde los cuales se discute las alternativas de cambio o permanencia; supone instituciones y sujetos que no solo las transmitan y difundan, sino también que puedan legitimarlas. Este poder plantea, a su vez, la cuestión de la propia legitimidad, la pertinencia del propio sistema de valoraciones y la capacidad para imponerlo; es decir, quien legitima tiene una posición política y social desde la cual puede entrar en el juego. Todo canon se construye en debate, en un intento por imponerse sobre otro, en una lucha en la que se enfrentan proyectos culturales opuestos. La competencia para lograr la consagración supone una “pelea” y una búsqueda de dominio que evoca a las que se dan en la política e implica de algún modo el intento de hacer prevalecer, justamente, la propia “identidad política” en la cultura; depende entonces en gran medida de las posiciones que ocupan autores, críticos, intelectuales. Las variables con las que pensamos y construimos un canon participan de análogos juegos estratégicos: “tradición vs. renovación”, en apariencia una oposición fundamentalmente estética, arrastra a su vez otras dicotomías: arte conservador vs. progresista, oficial vs. marginal, comprometido vs. autónomo. La asunción a favor de una u otra de estas categorías establece entonces un fuerte nexo político-estético. También las tradiciones (y las renovaciones) se inventan, sobreviven y transforman adaptándose a nuestro presente y es esta una interesante semejanza que las historias de la literatura comparten con la historiografía; en ambos casos se articulan relaciones, se consagran figuras, se vuelven sagrados ciertos textos, autores o héroes de la patria. Si bien el canon solo puede pensarse en términos históricos, puesto que es canónico lo que ha sobrevivido a una determinada temporalidad, son visibles los movimientos tendientes a la legitimación o el rechazo de los textos del presente. En este proceso podemos considerar la recurrencia a –y el contacto entre– oposiciones como margen vs. centro y nuevo vs. viejo. La búsqueda de lo nuevo adquiere un poco anacrónicamente un valor de ley en estos procesos; de este modo, lo que se presenta o ha sido rotulado como 40
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nuevo, se convierte en un valor esencial para construir y legitimar un futuro canon, que, a su vez, rechazará otras formas diferentes de lo nuevo, de la tradición o de los márgenes, no reconocidas ni aceptadas como valiosas. De acuerdo con esto, se puede recurrir nuevamente a Groys, que, en otro ensayo, Bajo sospecha, se pregunta qué sostiene el “archivo” cultural en el marco del cual podemos pensar el canon, una cuestión para él de “enorme actualidad política” (2008: 14). Sus apreciaciones parecen resumir este proceso de nuestro presente: Hoy en día todo debe fluir, cambiar de una forma a otra [...] volverse indiscernible e interactivo; triunfa quien, de la manera más rápida y radical, sabe descentrarse, diluirse, licuarse, pues precisamente así parece ser compatible con el mercado y, al mismo tiempo, crítico con la sociedad [...] la moda de descentrarse y diluirse también debe ser asumida y descrita por la teoría de lo nuevo, pues a esa moda también se la puede archivar como algo nuevo (2008: 20-21).
Un margen nuevo puede ser entonces funcional –es decir, presentarse como una novedad siempre que provenga de una “orilla” no políticamente conflictiva en exceso– a los centros legitimadores en la necesidad de confirmar su poder como constructores de canon. Los textos elegidos para un corpus denotan lo que el crítico considera canónico, aspira a que lo sea o propone en rechazo y lucha contra determinada idea de canon. Regresa una pregunta surgida a raíz de mi libro anterior que, como señalé al comienzo de este capítulo, ha sido uno de los puntos de partida de este: los textos interesantes para debatir lo que importa pueden tener muy distintos vínculos con la noción de valor. Se reconocen algunas ficciones como canónicas, se intenta incorporar otras, o, simplemente, se pone en suspenso la pertenencia a un archivo –o a un canon, si se prefiere– reconocido. El corpus se organizó en virtud de los interrogantes que dieron inicio a este trabajo, por lo tanto, incluye “lo nuevo” y “lo viejo”, ya sean los teóricos que ayudaron a pensar
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mis preguntas como las ficciones que originaron esas preguntas: relatos indiscutiblemente canónicos (Borges, Cortázar, Levrero), otros que deberían ingresar o están en un posible proceso para formar parte de los clásicos (Montoya, Prego Gadea, Gandolfo) y algunos que no es fácil conocer su destino futuro. Es decir, el corpus de cada capítulo mantiene una relación muy libre con el canon, con lo nuevo y con lo que “debe leerse”; responde, en definitiva, a una política particular de lo estético. 4 Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debido al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones de la CNR, según las cuales no solo “no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia”, sino que de todos modos “la infección […] provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos […] Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado. En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” (2020: 17).
Este párrafo corresponde al comienzo del artículo de Agamben “La invención de una epidemia”, que abre el libro Sopa de Wuhan31; la breve nota de presentación general del volumen, publicado al inicio de la pandemia, entre febrero y marzo del año 2020, señala que se trata de “una compilación del pensamiento contemporáneo en torno al COVID 19” (13) que reúne escritos “de una serie de pensadores y pensadoras” de diferentes países. No es el ensayo de Agamben el único que tiene afirmaciones polémicas, pero sin duda es el que más ha dado que hablar y provocado más críticas. ¿Qué ha llevado a un filósofo prestigioso, autor de obras rigurosas, a apresurarse y recurrir a su teoría del estado de excepción –en verdad a aplicarla– para explicar una situación inédita que El artículo fue publicado originalmente en Quodlibet.it, 26 de febrero de 2020.
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recién comenzaba?32 La pregunta es válida para la mayoría de los autores de la colección y en general para muchos otros que en estos tiempos impensables decidieron precipitarse, dar definiciones, aportar soluciones y prever el futuro. Por un camino similar va el artículo de Slavoj Žižek en la misma colección: “Coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de ‘Kill Bill’ y podría conducir a la reinvención del comunismo”33. Allí el autor sostiene que el coronavirus “nos obligará a reinventar el comunismo basado en la confianza en las personas y en la ciencia” (2020: 22). Žižek se apresura a postular, nuevamente, una utopía que arranca de lo que llama su opinión radical: la epidemia de coronavirus es una especie de ataque “contra el sistema capitalista global” (23). Un virus ideológico “se propagará y con suerte nos infectará”, nos llevará a pensar en una sociedad alternativa, más allá del Estado-nación, que se actualiza en las formas de “solidaridad y cooperación global” (23). Si estas propuestas utópicas tenían poco sustento en lo real cuando se plantearon en febrero de 2020, un año después producen, luego de lo vivido y lo leído en cualquier periódico a lo largo de muchos meses, la sensación de ser un discurso que oscila entre la ciencia ficción y el delirio. La situación evoca otra mencionada en el comienzo de Ensayos sobre las discordias donde Hans M. Enzensberger se pregunta: “¿Cuánto hace que un politólogo estadounidense hizo furor con la tesis de que había llegado el fin de la Historia? […] No hacía falta ser demasiado brillante para ver lo descabelladas que eran semejantes afirmaciones” (2016: 9). La falta de contacto con el mundo real, la falta de “oído para lo político”, la minimización o la negación De hecho, Ernesto Laclau rechaza de plano la tesis de Agamben según la cual el campo de concentración –y, por consiguiente, el estado de excepción– funcionan como paradigmas biopolíticos de Occidente: “Al unificar todo el proceso de la construcción política moderna en tono a un paradigma extremo […] obstruye toda exploración posible de las posibilidades emancipadoras abiertas por nuestra herencia moderna […] En lugar de deconstruir la lógica de las instituciones políticas, […] las cierra de antemano […] Su mensaje final es el nihilismo político” (2008: 122-123). 33 Publicado originalmente en Russia Today el 27 de febrero de 2020. 32
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de los conflictos son las primeras causas que propone el autor para explicar tanto desatino. En verdad, estos parecen ser ejemplos extremos de una conducta que puede tomarse como síntoma de un modo de pensar la función del intelectual ante las crisis. Actitud que “estalló” al encontrarnos frente a un fenómeno inédito, incomprensible para los seres humanos del siglo xxi: una pandemia incontrolable a la manera de, según puede leerse en los textos de historia, las que asolaron en otros siglos, “cuando la ciencia no había avanzado”. Al parecer surgió una también incontrolable necesidad de participar, de no quedarse sin dar opiniones, de ser visto y oído y, sobre todo, de actuar como un gurú frente a la terrible experiencia: lo que es y lo que vendrá luego se volvieron objeto de muchas declaraciones y augurios que, leídos un año después, producen, en el mejor de los casos, asombro. Quizá esto no es más que la exasperación de una conducta presente en el medio intelectual de las últimas décadas: la razonada reflexión que lleva tiempo y que impide hablar si no se tiene nada que decir fue sustituida por la imperiosa exigencia de “estar presente y exponer las propias conclusiones”. Se atisba la peligrosa liviandad, quizá la banalidad, de un proceder cuya primera razón de ser es señalar “aquí hay un pensamiento interesante”34. Vivimos tiempos difíciles que alcanzaron su máxima intensidad en el “horrible año” 2020; la frase “tiempos sombríos en que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir” se encuentra en la contratapa de la primera edición de Respiración Eduardo Grüner, en una reciente entrevista, frente a la pregunta sobre qué opinión le merecen artículos como los de Agamben y Žižek, contestó: “Que la pandemia produzca más control social o más alteraciones de la subjetividad es una perogrullada: ¿cómo podría ser de otra manera? Y las profecías abstractas sobre la salida de la pandemia, en una situación de completa incertidumbre (no sabemos siquiera si habrá una ‘salida’), parecen un ejercicio ocioso, o una muestra de esnobismo narcisista. Alguien dice que viene el comunismo, otro que viene el fascismo. El solo hecho de que se puedan concebir hipótesis tan extremadamente antagónicas demuestra la total ausencia de un análisis riguroso de las tendencias sociales y políticas actuales” (2020: s/n).
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artificial de Ricardo Piglia, editada en 1980 por Pomaire35. La novela no solo es un clásico de la literatura argentina, sino que abre la “narrativa de la dictadura” de ese período y se publica en medio de ella sin nombrarla jamás, cuando el espanto recorría un país plagado de desaparecidos y de sangre. La frase, claro, se asocia fácilmente con aquella época, pero podría pensarse también vigente para nuestro presente. El mundo actual está signado por la violencia política –en verdad, toda violencia es política, en tanto surge en una sociedad y una cultura nunca depende del individuo aislado–; nuestra experiencia queda entonces marcada por un sentimiento permanente de falta de certezas. Este sentimiento ha llegado al máximo debido a la pandemia que no solo ha dejado al descubierto nuestra fragilidad (física y moral), sino que expuso los delgados límites entre lo privado y lo público36. El mundo se ha vuelto un espacio inseguro y somos seres marcados por la impotencia para cambiar este estado de cosas; la aguda conciencia de la catástrofe y de la incertidumbre se filtra en los discursos e invade la vida37. La violencia política que incluye otras, Los “tiempos sombríos” de Piglia evocan el título de Hanna Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. La autora aclara que sacó “la frase del famoso poema de Brecht “A la posteridad”, que menciona el desorden y el hambre, las masacres y asesinatos, el ultraje de la injusticia y la desesperación […] Los ‘Tiempos de oscuridad’ […] no son iguales a las monstruosidades de este siglo que de hecho constituyen una horrible novedad. Los tiempos de oscuridad, por el contrario, no solo no son nuevos, sino que no son una rareza de la historia” (1990: 11). 36 La larga cuarentena, las dificultades de la vida con problemas económicos, el miedo al contagio, el constante bombardeo de noticias y de opiniones llevaron a una rápida politización de la enfermedad y se convirtieron en campos de batalla; de este modo, los grupos de derecha, neonazis, fascistas, antivacuna, anticuarentena, etc., hicieron su entrada en la escena política con toda su virulencia. 37 Son numerosos los ensayos que en las últimas décadas intentan dar cuenta y explicar un estado de cosas que se percibe cada vez más dramático. Ya hace veinte años Zygmunt Bauman analizaba el sentimiento de falta de seguridad –cualidad crucial para una vida feliz– en nuestro mundo en el que la noción de comunidad remite a “un paraíso perdido al que deseamos con todas nuestras 35
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como la económica, la social, la familiar, ha sido el origen de la precariedad, de la destrucción y de la incapacidad para salir de este laberinto. También Judith Butler en su libro Vida precaria, escrito a partir de los acontecimientos de septiembre de 2001, liga violencia, política y vulnerabilidad, en “un intento de aproximación a la cuestión de una ética de la no violencia, basada en la comprensión de cuán fácil es eliminar la vida humana” (2006: 20). Ese vínculo es aplicable a todo nuestro mundo contemporáneo, pero adquiere un matiz especial para quien haya tenido la experiencia de vivir en América del Sur: a los nuevos golpes de Estado y a la fragilidad del sistema democrático en la mayoría de estos países38, se agregan los efectos de la pandemia, efectos políticos y económicos que aumentan la percepción de esa precariedad y el sentimiento de impotencia en aquellos cuya memoria mantiene el recuerdo de muchos horrores vividos. La doble acepción del término precariedad –carencia o falta de recursos necesarios para algo y carencia o falta de estabilidad o seguridad– está presente en la actual experiencia –ya no solo sureña–: carecemos de estabilidad, percibimos la fragilidad de nuestros derechos y de nuestras democracias y sufrimos formas fuerzas volver” (2003: VII). Parece primar en los autores lo que Geneviève Fabry e Ilse Logie llaman “imaginarios apocalípticos”: “la radicalización de la conciencia de un apocalipsis posible” vertebra las obras y “se ha vuelto una situación permanente en la que se contempla la lógica catastrófica del sistema” (2010: 13/16). Precisamente, Karina Miller analiza un corpus de novelas que cuestionan la posibilidad de contar con algún futuro, a partir de la categoría de catástrofe que “encarna un imaginario político y funciona como instrumento para pensar un presente en el cual el futuro es incalculable y no permite vislumbrar una línea de progreso” (2019: s/n). A su vez, Marc Abélès afirma que ha cambiado profundamente nuestra relación con la política y en la actualidad la idea de progreso ha dejado lugar en el campo político “a una configuración de prácticas y discursos que dibujan un horizonte de incertidumbre” (2008: 31). En su opinión, hemos entrado en “la era del riesgo” (33; la bastardilla es del autor); es decir, ya no hay más esperanza ni utopía y estamos atrapados en un mundo sin porvenir. 38 Piénsese en el golpe de Estado en Bolivia de 2019 y la terrible represión a las protestas en Chile, también en 2019 –y hasta la pandemia– por parte de un gobierno heredero de la metodología, y de la Constitución, pinochetistas. 46
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de violencia que minan nuestra posibilidad de acción y se respaldan en la memoria de un doloroso pasado. Estas formas que adquieren la violencia y la represión en casi todas partes han actualizado de modo aterrador la presencia del odio y del miedo; han actualizado, en fin, la inestabilidad de nuestras vidas. Quizá por eso nos rodean y ganan terreno “los discursos del odio”: Vaclav Havel, en la conferencia internacional sobre “Anatomía del odio” realizada en Oslo 1990, señaló que el odio colectivo –infinitamente más peligroso que el individual– proporciona la ilusión de unanimidad y tiene una enorme atracción y varias ventajas, porque libera a los hombres –y mujeres– de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su fracaso y al menosprecio de los demás. Es fácil odiar al que se teme, al diferente, al que se percibe como amenaza y alimentar ese odio hasta volverlo el motor de la propia vida; aun los que lo combaten pueden caer en él, como la experiencia cotidiana lo demuestra. El odio tiene como forma de acción la violencia y genera necesariamente víctimas y enemigos: su ejercicio requiere de estos últimos y de la incapacidad de verlos como víctimas39. Entre los numerosos ensayos que se han escrito en los últimos años interesa mencionar Las vueltas del odio de Gabriel Giorgi y Ana Kiffer por su cercano enfoque atento, en el análisis, a los casos de Argentina y Brasil. Los autores estudian la naturaleza compleja del odio “como un condensador”, un núcleo que lleva al límite las formas de relación social […] busca romper pactos, impugnar formas de relación, desmontar protocolos de civilidad y de lazo […] Es un afecto […] profundamente abyecto o al menos siempre colindante con la abyección […] porque se enlaza con lo que una Ángela Sierra González considera que la creación del enemigo ocupa un papel clave en los recursos retóricos, porque es la operación por medio de la cual identificamos y construimos un único agente “que representa, por encima de cualquier otro, la dimensión de lo opuesto, de lo antagónico, como negación. El discurso se estructura, mediante una lógica binaria, reflejo de otras polaridades […] pero que sirve para separar el mundo en bandos” (2007: 11).
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sociedad declara como deshechos […] De allí, la fuerza de su violencia (2020: 11; la bastardilla es de los autores).
Se multiplican así los discursos que tratan de explicar los resultados del vínculo entre violencia y política con toda la secuela de inestabilidad que conlleva; ensayos, artículos y debates funcionan como “alertadores del incendio”40. Incendio que parece la continuidad de uno anterior, de aquel desatado por el nazismo en Europa y “perfeccionado” por las dictaduras de los setenta en América Latina41. Este incendio ha seguido fluyendo, subterráneo, sin que nos diéramos cuenta hasta el presente –y Borges fue uno de los primeros en anunciar su vigencia, como se verá en el capítulo II–. Vale la pena mencionar aquí el ensayo de Enzo Traverso “Espectros del fascismo: pensar las derechas radicales en el siglo xxi”, que se abre con la frase “el fascismo está de regreso”. Traverso hace notar que desde hace tiempo el término reaparece con insistencia en los debates públicos; sin embargo, este regreso exige distinguir bien las realidades que abarca (tales como el ascenso de las derechas radicales): “pensar el fascismo hoy en día significa tomar en consideración las formas posibles de un fascismo del siglo xxi, no la reproducción de aquel que existió en la entreguerra” (2016: s/n). Por eso, le parece más pertinente el concepto de “postfascismo”, un concepto que permite aprehender mejor esta realidad nueva respecto del fascismo histórico, aunque sugiriendo tanto una continuidad como una transformación porque “el fascismo del siglo La expresión corresponde a Walter Benjamin y sirve de título al primer capítulo de La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales de Enzo Traverso, donde se refiere a aquellos intelectuales que dan la alarma, reconocen la catástrofe con anticipación, la nombran y la analizan. 41 En este sentido es fundamental la articulación que encuentra Daniel Feierstein entre las políticas desarrolladas por el nazismo y las de la última dictadura militar argentina; su objetivo es “tramar una secuencia que permita, a la vez, dar cuenta de elementos relevantes [...] en ambos procesos genocidas” (2007: 26). Sin pretender asimilar ambas experiencias, ni ignorar sus diferencias de “escala, magnitud, impacto e incluso objetivos” (13), observa la “continuidad” entre los dos procesos y la capacidad de destrucción y reorganización de las relaciones sociales que los vincula. 40
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xxi no tiene ya el rostro de Mussolini, Hitler o Franco, ni –esperemos– el del terror totalitario, pero sería erróneo deducir de esto que nuestras democracias no están en peligro” (2016: s/n)42. Posiblemente ninguna forma discursiva se ha hecho tanto cargo, de diferentes modos y en las más diversas coyunturas, de reflexionar y anunciar este futuro precario y sin esperanza, como la literatura. Si los textos ficcionales insisten en señalar lo arduo de enfrentar el porvenir desde este frágil presente lleno de violencia, la práctica de los intelectuales no hace más que subrayar esta impotencia. Es evidente que los discursos exponen hasta el cansancio la terrible realidad, pero no parecen tener ninguna incidencia efectiva ni alternativas concretas de acción. Índice de esta situación es la búsqueda que plantean múltiples ensayos como el de Butler, mencionado anteriormente, u otros más recientes, como los de Adriana Cavarero y de Rob Riemen. Cavarero acuña el término horrorismo, puesto que, si “la violencia invade y adquiere formas inauditas, la lengua contemporánea tiene una dificultad para darle nombres plausibles” (2009: 16). La autora propone que la atención se dirija a la condición de vulnerabilidad absoluta del quien sufre la violencia, no al acto de quien la ejerce, es decir, propone adoptar el punto de vista de la víctima inerme. De este modo, el horrorismo describe “una violencia que, no contentándose con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la unicidad del cuerpo [...] como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes aún que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror” (26). Este regreso del foco de atención a la víctima inocente, cuya muerte puede ser provocada “casualmente y unilateralmente” (11), nos remite a las matanzas, a las masacres, tan presentes en las ficciones latinoamericanas; violencias que se vuelven historias de nuestro presente –o de la continuidad entre nuestro pasado y nuestro presente–. A su vez, Riemen, como un nuevo “alertador del Con la misma perspectiva Didi-Huberman cita un artículo de Pasolini en el que afirma que es un error creer que el fascismo de los años treinta y cuarenta ha sido vencido. La política conformista y la violencia de los sesenta dio lugar al surgimiento de un “fascismo radical, total e imprevisiblemente nuevo” (2012: 19).
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incendio”, también nos recuerda que el fascismo siempre estuvo ahí y “debemos reconocer que se ha vuelto activo nuevamente en nuestro cuerpo social” (2017: 25). En este estado de cosas, “somos confrontados con el refinado arte de la mentira y el torcimiento del significado de las palabras, lo cual es parte de la naturaliza del fascismo” (20). El autor cree que su regreso siempre es posible, pero no inevitable por eso “no debemos aceptar el poder ciego de lo actual, y en vez de amoldarnos a la cultura farsante de nuestra era debemos ser combatientes contra esta era” (21). No hay duda de que, si bien ambos ensayistas pertenecen al ámbito europeo, su pensamiento posee una inquietante validez para todos nosotros. Ciertamente, la experiencia de la pandemia exacerbó los males heredados que se han ido intensificando en los últimos tiempos: los intentos de regreso del fascismo, la violencia extrema, el desencanto, el sentimiento de inseguridad, la falta de creencia en la ley y –notable dominante en los discursos de algunos políticos– la mentira desembozada. Una lectura tendenciosa de conceptos como la “pos-verdad” ha permitido que esa mentira se vuelva un relato novedoso susceptible de ganar adeptos incapaces de confrontarlo con los hechos. A los gobiernos de derecha no les interesan los hechos, lo real, sino la construcción que de ellos se haga para manipular a un público quizá anestesiado. Muchos de sus dirigentes –y son varios los ejemplos, casi increíbles de imaginar hace unos años atrás– parecen seguir las enseñanzas del ministro de propaganda nazi, el siniestro Goebbels y sus muy conocidas afirmaciones: “una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad” y “miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”. No sorprende entonces que en esta etapa confusa y frente a una catástrofe que pone en peligro nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestro futuro, pueda leerse lo real como una mentira, ver conspiraciones en toda información sobre la amenaza del virus o proponer utopías que permitan un escape, sin duda imaginario, del presente43. Alexandre Koyré analiza la mentira política en su ensayo elaborado durante la Segunda Guerra Mundial y marcado por su odio al nazismo y al colabora-
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Edward Said sostiene que una de las tareas del intelectual consiste en romper las categorías reduccionistas que limitan el pensar por lo que sus pronunciamientos públicos no pueden reducirse a simples consignas o dogmas fijos. Su principal deber es la independencia frente a las presiones, por eso lo describe como un exilado y marginal que se esfuerza por decir la verdad al poder. Es decir, la reflexión distanciada y libre parece ser la condición fundamental para desarrollar su tarea. Cabe suponer entonces que solo en la calma y sin apresuramientos dictados por la inmediata coyuntura puede generarse un pensamiento riguroso. Si se está de acuerdo con Said, es mejor volverse hacia otros intelectuales que nos abren caminos para reflexionar sobre nosotros y nuestras decisiones. En un primer momento, esta vía desalienta si comparamos la diferencia entre la actitud ética predominante en nuestro mundo actual y la que, por ejemplo, Foucault analiza en su trabajo sobre la parresía en la antigua Grecia (2004). Foucault ve en ella un mecanismo político de gran interés desde una perspectiva ética; digamos que se trata de una práctica ubicada en una frontera en la que coinciden ética y política. El que usa la parresía es el que dice lo que piensa, no oculta nada, aunque esto implique un riesgo para él; requiere entonces del valor de decir la verdad a pesar del peligro que provenga de la reacción de un interlocutor más poderoso: “En la parresía, el hablante hace uso de su libertad y escoge la franqueza […], la verdad en lugar de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en lugar de la vida y la seguridad, la crítica en lugar de la adulación, y el deber moral en lugar del propio interés y la apatía moral” (46). En conclusión, resulta en la vida griega “una línea maestra para la democracia, así como una actitud ética y personal característica del buen ciudadano” (49). cionismo: “La distinción entre la verdad y la mentira, lo imaginario y lo real, sigue siendo muy valedera en el interior mismo de las concepciones y de los regímenes totalitarios. Lo que está invertido, en cierto modo, es únicamente el lugar y el papel que tienen: los regímenes totalitarios se apoyan en la primacía de la mentira” (2009: 27, la bastardilla es del autor). 51
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Ese lazo entre ética, política, cuidado de sí y ciudadanía parece utópico en nuestro mundo devastado por tantas catástrofes y por la ceguera de tantos gobernantes; sin embargo, es bueno volver la mirada y pensar que otros modos de conducta existieron y comportaban dignidad. Hemos perdido gran parte de las ilusiones y, al parecer, de la capacidad de asumir la defensa de la verdad y de la justicia como algo que nos concierne. El arte también se encuentra en una encrucijada: se hace cargo de reconocer las pérdidas irrecuperables, pero difícilmente parece poder contribuir a restaurar la esperanza. La literatura de los últimos decenios suele recordarnos que algunos de los horrores de la historia dejan huellas indelebles e instauran la duda sobre la “humanidad” de la especie; es que el nazismo, las dictaduras, las guerras, la tortura, el hambre, las diversas formas de destrucción que se han ido desarrollando no nos permiten salir incólumes de ellas. Me interesa aquí recordar a Chomsky, quien se ha preguntado en qué consiste la tarea del intelectual; en su opinión este tiene un relativo grado de privilegio, su posición –al menos en el primer mundo– le brinda oportunidades que conllevan una responsabilidad e implican decidir entre alternativas. Una de las opciones es seguir el camino de la integridad, cualquiera sea el lugar al que lleve; es decir, comprometerse, cuestionar y no rehuir las posibles consecuencias, instalarse en un espacio de resistencia44. Puede verse que los criterios de acción para Chomsky no están muy lejos de la actitud de aquel que pone en práctica la parresía: hacerse cargo del propio discurso y la propia verdad con la solvencia que da la reflexión, desde una postura independiente que desestima las atracciones del momento, del poder o del prestigio. Autores como Agamben o Žižek no son sospechosos de connivencia con el po Didi-Huberman en el trabajo ya citado, Sublevaciones, señala: “¿Qué hacemos cuando reina la oscuridad? Podemos esperar, simplemente: replegarnos, aguantar. Decirnos que ya pasará. Intentar acostumbrarnos a ella. A base de acostumbrarse […] uno ya no espera nada en absoluto […] A eso se le llama pulsión de muerte: la muerte del deseo. [Sin embargo] una cosa es no hacerse ilusiones […] y otra muy distinta doblegarse en la inercia mortífera de la sumisión, tanto si es melancólica como cínica o nihilista” (2018: 9).
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der; sin embargo, parece faltarles la distancia crítica con las propias teorías a las que recurren sin una reflexión pausada45. Hay que recordar, además, su propio espacio de poder como filósofos reconocidos: sus voces, sus enunciados, tienen “peso”, son influyentes. La ligereza y celeridad de sus declaraciones, que parecen fundadas en la certeza de ser figuras de autoridad en el campo cultural, acaban por cuestionar su responsabilidad intelectual. Quisiera cerrar este capítulo introductorio con la mención del último –y bello– libro de John Berger, Confabulaciones. Puede leerse en él uno de los más claros, duros y precisos diagnósticos del mundo en que vivimos; citaré tan solo un párrafo de las dos páginas finales que condensan un panorama desolador del presente: Y entonces lo que se dice en público y la manera en que se elige decirlo promueve una especie de amnesia cívica e histórica. Se barre la experiencia. Los horizontes del pasado y del presente se vuelven imprecisos. Estamos condicionados a vivir un presente tan interminable como incierto, reducidos a ser ciudadanos en estado de desmemoria (2017: 100).
Sin embargo, en las últimas líneas prefiere abrir un atisbo de esperanza –digo esperanza, no utopía– para alguna posible acción: “Entonces, sostenidos por lo que hemos heredado del pasado y lo que atestiguamos, tendremos el coraje de resistir y de continuar resistiendo en circunstancias inimaginables. Aprenderemos a esperar en la solidaridad” (101).
Jorge Alemán opina que Agamben quiso ver en la cuarentena una imposición de la biopolítica; sin embargo, “la cuestión esencial aquí es que la cuarentena responde a una ética del cuidado y a los imperativos de renuncia a favor del bien común y no a la biopolítica de la sociedad de control. […] Pero es una obligación ética […] admitir que, en este mundo, donde la frontera entre los vivos y los muertos se ha desplazado seriamente, las categorías que nos permitían una cierta inteligibilidad de la realidad, como tantas otras cosas, han empezado a crujir en sus fundamentos (2020: s/n; la bastardilla es mía).
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II Narrar la violencia política. Representaciones sesgadas, omisiones y silencios Si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada […] Hemos hablado y hablado porque sobre él no hay nada que se puede decir. Ricardo Piglia, Respiración artificial.
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n el capítulo I adelanté mi interés por los vínculos entre política y estética, y por cómo representan ese nexo –y esa tensión– diferentes manifestaciones artísticas. Los siguientes capítulos analizan algunas de las vías que toma la literatura para resolver el delicado equilibrio entre esos términos. En verdad, las reflexiones teórico-críticas sobre el tema han sido una constante durante el siglo xx y lo que va del xxi sin que eso suponga ningún intento de resolución o búsqueda que lleve a encontrar la “fórmula ideal” para conectar esos campos. De hecho, no se trata aquí más que de analizar ciertas formas en que los textos se proponen presentar la articulación de lo político –y lo político incluye en este caso y en América Latina la violencia, en todas sus formas, aún las más extremas– con el arte. Violencia, política y estética serán el eje vertebral de este capítulo y del último en el que la atención se desplaza, en parte, a la imagen: una práctica distinta que, sin embargo, no implica cuestionamientos ni soluciones estético-políticas diferentes. 55
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Las discusiones sobre la forma adecuada para contar la violencia y para construir un arte políticamente adecuado atraviesan el siglo xx gracias a debates famosos –como los planteados entre Bertolt Brecht, Walter Benjamin, Teodoro Adorno y Georg Lukács–. De esas extensas polémicas surgen dos líneas fundamentales: una que apoya la tradición realista, en la que predomina la convicción de que se puede “mostrar todo” y describir sin reservas y miméticamente lo real; la otra está presente en diversas estéticas –en especial, las vanguardistas– y podría afirmarse que la mayoría de los textos trabajados en este capítulo participan de ella. Se trata, en verdad, y resumiendo de una manera con seguridad reductora, de la histórica oposición entre el relato que permite la catarsis característica de la tragedia griega, la purificación de las pasiones frente al horror, por una parte, y el distanciamiento, defendido por Brecht para su teatro, que apela a la reflexión y evita la identificación, por el otro. No se trata de asentar un juicio valorativo entre estas diferentes vías de representación, sino de optar en este caso por obras que proponen al lector y al espectador estrategias específicas que evitan recurrir a la sensibilidad, conmover o generar un efecto de espanto impidiendo un pensamiento alejado de lo puramente emocional. Analizo entonces aquí las formas de representación sesgadas; es decir, aquellas que rechazan la posibilidad de contarlo todo y apuestan a la fuerza de los huecos y los silencios en la historia para narrar el nexo entre estética, política y violencia. Esta narrativa no cree en lo “indecible” y frente a la polémica en torno a la alternativa –o no– de representar el horror, se inclina por un decir que soslaye la necesidad de leerlo o verlo –en el caso de la imagen– de modo explícito, convencida del impacto que lo omitido y lo silenciado ejercen en la imaginación. Propone entonces una particular perspectiva sobre la relación entre el lenguaje y la violencia. Contar, abandonar la idea de lo irrepresentable, es siempre asumir una responsabilidad ética con el pasado y la memoria; hay que recordar lo que postula Foucault al referirse a la literatura y su doble relación con la verdad y el poder: en tanto ficción, “la literatura se instaura en una decisión de no verdad […] pero comprometiéndose a producir efectos de verdad” (1990: 200); de acuerdo con 56
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esto, ocupa un lugar especial, “más que cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la infamia, a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado” (1990: 201). La cuestión será entonces qué formas, qué vías de narrar se eligen para contar esta violencia, el horror, lo insoportable, lo indecible que, aun siéndolo, debe ser representado y es, incluso, asumido como un deber ético. 1. El trazo oblicuo. Representar el horror en la narrativa del Cono Sur1 En el cuento de Borges, “Deutsches Requiem”, un narrador nazi nos pone al tanto de –como dice Hannah Arendt a propósito de Adolf Eichmann– su “larga carrera de maldad [...] ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes” (2001: 382). Esta impotencia ante el horror es evidente en la reticencia del personaje editor cuando no puede soportar el relato del campo que el narrador nazi comienza así: “Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un infierno posible […] Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y…” (1996: 137). El editor interrumpe la descripción, incluye tres puntos suspensivos y aclara en la nota al pie: “Ha sido inevitable, aquí, omitir unas líneas” (137). El relato expone así uno de los problemas centrales en torno a la narración de los episodios relativos al nazismo: la dificultad para abordar los implícitos límites de estas representaciones plantea dilemas no solo estéticos, sino también éticos. De hecho, numerosos trabajos parecen coincidir –como señala Friedlander en el prólogo a su antología En torno a los límites de la representación– en que hay lími1
Este apartado retoma y amplía las reflexiones a propósito de la representación del mal iniciadas en mi libro Instrucciones para la derrota. Allí me ocupé de la figura del nazi en oposición a la del perdedor ético y sugerí –en relación con este cuento de Borges– el análisis acerca de lo silenciado en el texto, que es origen de este capítulo. 57
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tes para esta que “no se deberían transgredir, pero que fácilmente pueden ser transgredidos” (2007: 24; la bastardilla es del autor). La naturaleza de esa transgresión está, por supuesto, lejos de ser un punto de coincidencia entre los distintos autores. Creo que la diversidad de interpretaciones que se han hecho del cuento borgeano se origina, justamente, en lo que es su gran acierto: el modo de representar. Borges ha establecido una distancia entre el suceso traumático y la escritura, evita así la trampa de la identificación emocional sostenida por la representación de imágenes de la violencia y el horror nazi destinadas a sacudir la sensibilidad del receptor; se inclina, por el contrario, por una concepción que recuerda el distanciamiento brechtiano, opuesta a un proyecto catártico frecuente en los relatos cinematográficos hollywoodenses, dedicados a “una fácil pero ineficiente solución crítica” (2004: 217), según afirma Gómez López-Quiñones en su estudio sobre Borges y el nazismo2. El reparo mismo que domina al editor en el cuento de Borges lo opone al narrador nazi y genera un espacio marcado por lo que denominé una ética de la escritura. Es decir, el cuento pone en acción interesantes mecanismos en tanto tiene como narrador a un asesino despreciable y, sin embargo, la posición ética del relato está en las antípodas de ese personaje. Es quizá debido a esto que ha sido frecuentemente mal leído y mal interpretado. La figura del editor es fundamental en tanto quiebra la confesión del narrador con sus comentarios, interpreta y se niega a reproducir lo que suponemos las descripciones del “régimen disciplinario” del campo. Esta omisión es especialmente significativa porque indica una decisión y toma de partido del editor, no solo en lo que respecta a aquello que puede o debe ser contado, sino que es índice de la repugnancia que le provoca el relato de las atrocidades cometidas. El contrapunto entre los comentarios del editor y la información del narrador van construyendo una evaluación ética de 2
Gómez López-Quiñones sostiene: “No es extraño, por otra parte, que este tipo de acercamiento no fuera entendido correctamente ya que el Holocausto o la ‘solución final’ han recibido un tipo de representación que fomenta la afinidad emocional y catártica con el sufrimiento de las víctimas” (2004: 136). 58
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los acontecimientos que se completa con las declaraciones explícitas de Borges en la nota final que cierra la colección. De este modo, el relato del nazi se confronta con la nota del autor y esta, a su vez, lo cuestiona: la frase de Borges “el trágico destino alemán […] que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros ‘germanófilos’” (1996: 272) da “una vuelta de tuerca” y otorga todo su sentido al cuento, desde una perspectiva bien distinta a la del alemán. Se ha producido así una distancia entre la voz del narrador (quien ha explicitado su “confianza” en el futuro del nazismo y confesado la ausencia de culpa y arrepentimiento) y la “voz” del relato, sostenida por el personaje editor y el autor real, quien firma la nota final e incluye fecha y lugar de su escritura (Buenos Aires, 3 de mayo de 1949)3. Es en este sentido que el cuento se transforma en un texto de anticipación de la historia posterior, no solo argentina. Cobra así un claro significado esa nota final de Borges a la colección, si entendemos que el mensaje del narrador nazi funciona como un testamento victorioso para el futuro: “se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos […] Lo importante es que rija la violencia” (1996: 140-141)4.
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El fragmento completo de la nota final dedicado al cuento dice: “En la última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; ‘Deutsches Requiem’ quiere entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros ‘germanófilos’, que nada saben de Alemania” (1996: 272). Ricardo Piglia también ha leído este cuento como un relato de anticipación. Se refiere a él en “El último cuento de Borges”, en Formas breves: “La confesión del admirable (del aborrecible) Otto Dietrich zur Linde es en realidad una profecía, quiero decir una descripción anticipada del mundo en que vivimos” (1999: 66). Igualmente, Reyes Mate, en Memoria de Auschwitz concuerda con esta interpretación de la profecía borgeana: “medio siglo después [...] tenemos que reconocer que la barbarie ha vuelto a repetirse, bien es verdad que bajo otras formas y en otros lugares. La violencia que alumbró el siglo xx, y que tuvo en Auschwitz su punto álgido, no ha cesado de acompañarnos” (2003: 131). Por último, puede citarse a Paul Virilio, quien recuerda que “el arte de este siglo no cesó de anticipar peligrosamente la abominación de la desolación de los tiempos modernos” (2001: 52). 59
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El texto de Borges nos lleva, otra vez, al problema de “narrar el mal”, al problema –ya mencionado en el capítulo I– de hacer presente lo “inimaginable”, de dar cuenta de algo que, por su misma naturaleza, “escapa a las palabras”, tal como parece pensar el editor en el cuento. Es común referirse a la paralización del lenguaje frente a la experiencia traumática del horror de los campos con términos como “estupor”, “perplejidad”, “incredulidad”; términos que, sin embargo, no permiten imaginar lo vivido por las víctimas. Se buscan entonces “vías oblicuas” –a través de omisiones, de silencios y circunloquios– para hacer presente algo de ese espanto y se construye así un relato sesgado. Es decir, el arte y la literatura posteriores al nazismo han luchado con las fuertes presiones generadas por lo que parece no poder ser dicho y ese “estupor” se resuelve muchas veces en una reflexión sobre la condición del lenguaje mismo y en una referencia “desviada” a los hechos; es decir, se evita la representación directa de los mismos. El concepto de referencia sesgada o trazo oblicuo que propongo es una expresión de algún modo metafórica para denominar una estética que rechaza el relato explícito y recurre a diferentes estrategias para lograrlo: elipsis, desvíos, alusiones. El comentario de Julio Cortázar a propósito de su cuento “Graffiti” –al que me referiré enseguida– en una entrevista con Omar Prego Gadea va en el mismo sentido: “el horror se acentúa porque se vuelve una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que flota” (1990: 188). Lo latente, lo no dicho, debe ser reconstruido por el lector y ahí radica su fuerza, se vuelve mucho más notorio en la medida en que está ausente. Treinta años después de “Deutsches Requiem”, en 1979, en los tiempos en que el vaticinio del narrador nazi se ha convertido en realidad y tragedia, otro relato, “Graffiti” de Julio Cortázar, narra el horror y lo hace a través de una historia en la que los grafitis, casi sin palabras, sostienen el diálogo de los protagonistas. El cuento fue escrito para el catálogo de una exposición –y en homenaje– de Antoni Tàpies, el pintor catalán cuyos cuadros abstractos incluyen materiales heterogéneos, de desecho, fragmentos de puertas, ventanas y muros; sobre ellos mezcla técnicas, pinta figuras geométricas como óvalos, triángulos y espirales, organiza collages. Es de60
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cir, sus obras, que pueden ser asimiladas con frecuencia a grafitis, resaltan la corporalidad misma del material usado constituyendo una fusión, un ensamblaje de pintura y grafía que suele producir el efecto de un bajorrelieve. En el catálogo –como en el cuento– dialogan imagen y palabra, Tàpies y Cortázar; arte y política se funden bajo las mismas formas: ese diálogo entre escritura y pintura confluye en la palabra grafiti5. En ambos casos, los grafitis valen “por estar ahí”, no por representar nada miméticamente; son solo trazos, huellas que “hablan” sin explicitar. En el cuento, solo una vez aparece escrita en la pared una frase, “A mí también me duele” (1994: 397); frase que puede resumir el sentido clave de la historia, pero no la describe ni la explica. El relato nos ubica en un tiempo de persecución y peligro por “el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros” (397), pero, al igual que el editor del texto de Borges, la narradora evita dar precisiones y alude a la tortura oblicuamente: “lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel general” (399 el énfasis es mío)6. La comunicación entre los personajes será a través de esos grafitis tan peligrosos en sus trazos
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El catálogo de la muestra, realizada en la Galería Maeght de Barcelona, entre diciembre 1978 y enero 1979, incluye el cuento de Cortázar –y la traducción de Pere Gimferrer al catalán–. El relato se reproduce allí con una tipografía similar a la letra de una máquina de escribir, sobre un papel rústico que remeda el papel madera y recuerda las texturas usadas por Tàpies en sus cuadros. Dejo de lado aquí el análisis del problema de la enunciación en este relato que constituye en sí mismo un aspecto digno de una extensa exposición. Solo recordaré que el cuento parece narrado por un hombre que ve y sigue los trazos hechos por una mujer. En una torsión muy característica en la narrativa de Cortázar, en el párrafo final, el lector se da cuenta que es la mujer quien narra, dialoga e “imagina” a su interlocutor masculino. Cindy Schuster, en “Los intersticios en el muro: imaginando el cómplice en ‘Grafitti’” (capítulo de su tesis doctoral inédita Representaciones de ausencia: intersecciones de memoria y política en la ficción latinoamericana (1965-2005)), analiza en profundidad los narradores y narratarios en este relato y señala que “el cuento consiste en lo que ella imaginaba que él imaginaría sobre ella” (2008: 2; el énfasis es de la autora). 61
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abstractos como para llevar a la muerte y contener, a la vez, la posibilidad de resistencia y memoria. Así lo señala la voz narradora en el final: “tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras’’ (400); en esas líneas y en su materialidad está también la posibilidad de resistir. Si el grafiti final nos “habla” de tortura y muerte, también nos interpela con su esperanza de continuar. El cuento no ha sido explícito y los grafitis tampoco, pero están ahí, significan por sí mismos, son signos sesgados, oblicuos, que dicen todo sin decirlo: el hueco en la pared, ese espacio vacío tan caro a Cortázar, se llena de trazos7. La huella de la desaparición ha quedado en el grafiti, por eso no es necesario contar, basta con describir esos dibujos abstractos que son, precisamente, descripciones de cuadros de Tàpies: “tu dibujo [es] una rápida composición abstracta en dos colores” (397) o “una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garaje, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos” (398). Si se recuerda, la pintura de Tàpies en su materialidad misma, en los desechos que usa (clavos y maderas carcomidas entre otros elementos), se propone como un testimonio político de una época. Del mismo modo, la fragmentaria descripción del momento en que la protagonista desaparece, se duplica en el grafiti que, a su vez, recuerda otro cuadro de Tàpies. El narrador ve la lucha cuando se la llevan: “un auto dando la vuelta a la esquina y frenando [...] un pelo negro tironeado por manos enguantadas [...] la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran” (399). Y alcanza a ver también el dibujo que ella dejó en la pared que es “un esbozo azul, los trazos de
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Sobre la relación de la obra de Cortázar con la imagen, véase el estudio de Lourdes Dávila (2001) y su análisis de la importancia del “muro de palabras”, del grid, descrito por Morelli en Rayuela: “La frase se repite a lo largo de toda la página, dando la impresión de [...] un muro de palabras [...] Pero hacia abajo y a la derecha, en una de las frases falta la palabra lo. Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa” (1967: 425). El muro de palabras, el hueco, responden a una estética alejada de la transparencia y lo explícito de la tradición realista. 62
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ese naranja que eran como su nombre o su boca” (399). Este se corresponde con otro grafiti, el único que permanece sin borrar: “un grito verde, una roja llamarada [...] un óvalo que era también tu boca y la suya” (399). La secuencia se cierra con el último, que puede “leerse” como una imagen distorsionada de la tortura: “el óvalo naranja y las manchas violeta de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos” (400, el énfasis es mío). Ambos dibujos que parecen representar bocas o caras, son en verdad descripciones casi exactas de cuadros abstractos de Tàpies. Este último grafiti representa a la mujer desaparecida, es ella. Como el dibujo, ella es borrada y solo la vemos en las huellas del mismo que muestran la ausencia, son su marca y su memoria: la boca aplastada sigue “hablando” en la O del grafiti. Las imágenes, aun suprimidas por la pintura blanca de los represores, permanecen; sus vestigios a la manera de un palimpsesto, son testigos de lo ocurrido. De hecho, cuando el hombre vuelve al lugar de donde fue llevada por la policía, ve los rastros de su dibujo: “quedaba lo bastante para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso una espiral” (399). El texto nos interpela y exige nuestra complicidad, nuestra imaginación y nuestra memoria, nos pide que “sigamos”, igual que los restos de los dibujos al personaje que mira8. El grafiti insiste, es inútil que lo tapen, lo borren, lo desaparezcan porque, como ya se leía en una frase de Rayuela curiosamente anticipatoria, “allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared” (1967: 497). Pocos años después, en 1987, cuando los relatos sobre el horror y la violencia vividos comienzan a multiplicarse, el uruguayo Omar Prego Gadea, posiblemente el autor más cercano a Cortázar
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Véase el artículo de Irene Kacandes, quien sugiere que el uso de la segunda persona en el discurso narrativo de “Graffiti” funciona a manera de un “apóstrofe narrativo”. La estructura del apóstrofe cuenta con un hablante que se dirige a un destinatario ausente, quien no le puede responder. “En “Graffiti”, debido a la disponibilidad y la ambigüedad del signo “vos” pronunciado por la narradora, el pronombre podría ser apropiado por cualquier lector, ya que lo invita a sentir que el discurso va dirigido a él” (1994: 331). 63
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en la narrativa del Cono Sur y el que más lo ha homenajeado, publica un volumen, Sólo para exiliados, que se abre con un epígrafe de “Las babas del diablo” (Las armas secretas, 1959): “Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto” (1994: 224)9. La colección de Prego Gadea incluye, además, un cuento en el que Cortázar es protagonista, “Función nocturna”, cuyo epígrafe pertenece a “Segunda vez” de Alguien que anda por ahí (1977): “Capaz que entonces las cosas cambiaban y que la hacían salir por otro lado aunque no supiera por dónde ni por qué” (1994: 139). El diálogo con Cortázar es claro: “Segunda vez” es un relato en donde “nada pasa” y el lector se ve obligado a imaginar la tortura y desaparición por el cruce –sin solución de continuidad– de dos perspectivas, la de un torturador y la de su futura víctima que nada sospecha. El espanto de lo que le espera vuelve la historia una pura evocación de la violencia futura10. Así ocurre en “Función nocturna” donde las palabras y las
Este cuento puede leerse como una puesta en ficción de la estética cortazariana. La frase elegida destaca la condición elusiva de su escritura: “lo que queda por decir” parece nada –nubes, cielo puro–; en verdad, es el vestigio de lo real que nunca puede aprehenderse con fidelidad ya que toda pretensión mimética está destinada al fracaso. No hay que olvidar que se llama “babas del diablo” a los hilos o telarañas que dejan atrás algunos tipos de araña, son el rastro de una “presencia ya ausente”. El relato debate sobre cómo pueden narrarse, con diferentes “máquinas” –de escribir, de cine y de fotografía–, esas huellas que deja lo real y cuya “verdad” siempre es inaprensible y siempre resulta falseada. 10 Como en “Graffiti”, el salto de la enunciación es fundamental: la perspectiva pasa del torturador a la víctima que se encuentra en una oficina donde muchos han sido citados sin saber qué les espera. La escena remite a El proceso de Kafka por el espacio burocrático aparentemente inocente y por la ignorancia de las razones para haber sido convocados. La mujer deberá volver otro día y los lectores sabemos que ya no saldrá de allí. El contraste entre su ingenuidad y el “saber” del “funcionario” –y del lector– genera el espacio del horror no dicho: “Antes de irse [...] pensó que el jueves tendría que volver. Capaz que entonces las cosas cambiaban y que la hacían salir por otro lado aunque no supiera por dónde ni por qué. Ella no, claro, pero nosotros sí lo sabíamos, nosotros la estaríamos esperando a ella y a los otros, fumando despacito” (1994: 139). 9
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imágenes que provocan son los vestigios –del mismo modo que en “Las babas del diablo”– de lo que ha pasado o pasará, son el rastro dejado por los hechos; el lector puede “ver”, imaginar, aquello que está presente solo por omisión. La función nocturna que da título al relato de Prego Gadea parece ser en un primer momento la proyección de un documental sobre Cortázar a la que él mismo asiste en un regreso al país en plena dictadura. El entorno solo se menciona, como en “Graffiti”, por la situación en las calles, los Ford Falcon, los carros celulares, el miedo. El comienzo del relato evoca el cuento de Cortázar: “la gente pasaba con aire furtivo, rozando las paredes [...] se escuchaba una brusca frenada [...] había una corta lucha [...] empujones y puntapiés [...] después los neumáticos chirriaban en el asfalto y los testigos se dispersaban en silencio” (2000: 162). La salida en busca de un restaurante, luego de la proyección, y la paulatina desaparición “inexplicable” de los miembros del grupo, así como la imposibilidad de encontrar un sitio donde comer o refugiarse, vuelven la última parte del cuento una sinécdoque del terror y la indefensión de los personajes. Allí, en la calle, tiene lugar la verdadera función nocturna; sin embargo, nada es explícito, un lector distraído o desconocedor de los hechos durante la última dictadura podría pensar en el ingreso del cuento en una clave fantástica. Es decir, el fin de la proyección abre el ingreso a “otro tiempo”, la pantalla se convierte “en un ventanal amenazante” (165)11. El afuera es el espacio de la pesadilla, aunque todo se reduce a perderse en un laberinto de calles y desencuentros. La descripción de ese andar va hundiendo en el horror al lector, sin que parezca ocurrir nada: “La calle lucía amenazante, ahora que estaba enteramente vacía [...] casi todas las casas estaban a oscuras, como en una ciu La primera parte del relato ya está poblado de signos inquietantes que preparan el clima “kafkiano” posterior; por ejemplo, luego de comparar el movimiento de los patrulleros al de un hormiguero, el narrador mira las manos blancas del personaje Julio Cortázar e imagina que “por un instante quedaron cubiertas de furiosas hormigas mordiendo la carne” (164). También cabe imaginar aquí una alusión a una famosa imagen de la película Un perro andaluz de Luis Buñuel.
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dad sitiada o abandonada [...] La calle quedaba envuelta por una espuma rojiza para ensombrecerse bruscamente” (166). La suma de hechos o, mejor dicho, de indicios inquietantes –el café donde quedó Cortázar ya está cerrado, el dueño del restaurante está “nervioso o asustado”, con un delantal que “parecía manchado de sangre (seguramente salsa de tomate)” (167), la calle en tinieblas da “la sensación de estar en un callejón sin salida” y produce la “primera punzada de miedo” (168), el silencio, la desaparición de todos y de todo lo familiar– hacen pensar al narrador que “cuando todo hubiera pasado Julio sería capaz de escribir un cuento con todo esto, que en el fondo no era nada” (167 el énfasis es mío). Esa “nada” se cierra con el narrador caminando “con el miedo pisándo[me] los talones” y aguardando a que ellos “decidieran venir a buscar[me] a mí también” (169). El final transforma esa nada en un tiempo y espacio donde ocurrió todo el terror: nada parece haber pasado en una superficie que esconde en lo profundo la violencia máxima. Como el editor borgeano que prefiere los puntos suspensivos o los grafitis en el cuento de Cortázar, que en sus dibujos abstractos eluden, omiten, lo insoportable a la vez que lo exponen, este relato donde no pasa nada hace presente el espanto de la desaparición por medio de ese “casi juego” paranoico y ese andar desorientado, sin rumbo, del narrador. No es casual que piense en un posible cuento de Cortázar en el que este narre “la nada”; es decir, un relato elusivo, al sesgo, donde el lector deba imaginar, construir, reponer, todo el horror implícito. Elvio Gandolfo –uno de los mejores representantes del diálogo rioplatense en tanto su vida intelectual se ha desarrollado en un continuo cruce entre Uruguay y Argentina– publica en 1982 La reina de las nieves, aunque la nouvelle que da título al volumen está fechada en febrero de 1977 y esto de por sí evoca en el lector informado todo el horror de aquella época. Por una parte, es una narración condensadora de muchos rasgos comunes a los textos considerados aquí; por otra, se inscribe, de un modo muy libre, en la tradición del relato policial, género que, quizá como ningún otro, ha permitido contar la historia política latinoamericana de esos años. El relato de Gandolfo es un homenaje a Onetti y su no66
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vela Los adioses, libro que el protagonista lee entre la admiración y el estupor, pero también está atravesado por la obra de otro gran autor desaparecido por la dictadura militar ese mismo año de 1977: Héctor Oesterheld. La reina de las nieves se abre con la búsqueda de una mujer cuyo paradero se ignora; se trata de la hija de un ex patrón del personaje que toma a su cargo la investigación a la manera de un atípico detective, con poco entusiasmo y poca información (solo tiene una vieja foto) para llevar adelante la tarea12. El “detective” viaja entonces a esa “ciudad del litoral”, donde vivió hace veinte años, y donde ahora perdura una niebla que “según parecía llevaba tiempo instalada sobre la ciudad” (1982: 19)13. La niebla, el frío y la desolación de los espacios, casi siempre vacíos y fantasmales, escanden el relato y culminan en el capítulo 16: La nieve no caía en copos, sino en ráfagas. Se arremolinaba entre los dos edificios, y cubría los bordes de las ventanas [...] sentía el frío mordiéndole la carne a través de las sucesivas capas de ropa (67). Una ráfaga violenta le abrió un poco el sobretodo. Sintió un frío tan penetrante que no pudo reprimir un quejido (70). El frío seguía siendo intenso, pero había dejado de nevar hacia unas horas, y notó, al observar [...] el inmenso baldío por cuyo borde caminaba, que no se veía el menor rastro de nieve (72).
La aparición de la nieve en esta “ciudad del litoral” nos remite de inmediato a la historieta El Eternauta de Oesterheld, como una El primer indicio “anómalo” lo da el ex patrón al explicar el motivo de la búsqueda: “Porque comprenderá que con la nueva situación no podemos quedarnos en el país, y quisiera que ella viniera con nosotros, o al menos verla antes de partir” (1982: 15). 13 El relato insiste: “la niebla cubría las calles, las casas y las personas durante meses. Los libros se pudrían en los anaqueles” (21); “las ráfagas eran doblemente frías y fuertes en los descampados que rodeaban el monoblock” (70). Si bien no se menciona nunca el nombre de la ciudad, en el prólogo a una edición posterior, de 1998, Gandolfo afirma que se trata de Rosario. 12
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cita y un homenaje tanto al texto como al autor desaparecido14. Puede leerse El Eternauta como un relato de anticipación, una alegoría de los tiempos que vendrán y, en este sentido, funciona como el perfecto subtexto de la novela de Gandolfo, escrita cuando ya están transcurriendo esos tiempos en los cuales una de las víctimas será su autor. En una atmosfera “irreal” similar, la investigación de La reina de las nieves se hace imposible, todos los encuentros están marcados por la ambigüedad y la sospecha y, como es previsible para el lector, el protagonista no encuentra a la mujer buscada. Sin embargo, otro encuentro, con “la muchacha del tren” entrevista en su viaje a la ciudad, resulta paradójicamente “una de las pocas cosas reales que le habían ocurrido” (80); es que el sueño que ella le relata, en que se ve como “una especie de reina de las nieves”, contiene las claves para despejar la densa y confusa bruma que parece envolver la comprensión de los hechos. La joven se describe “erguida, en un aire gélido [...] de pie sobre la nieve [...] me deslizaba en un bosque espeso [...] sólo oía cosas: gruñidos, garras raspando contra los troncos [...] Noté que tenía las manos blancas como mármol” (77). De este modo, la novela remite también al cuento de Hans C. Andersen del mismo nombre que, como la mayoría de los relatos de origen popular, es una metáfora de la lucha entre el bien y el mal: el trozo de espejo que se ha clavado en el corazón de uno de El Eternauta se publicó entre 1957 y 1959. Hubo una nueva versión realizada por Alberto Breccia en 1969 y hay una secuela, El Eternauta II, con dibujos del ilustrador original, Francisco Solano López, publicada en 1976-1977. Cabe recordar que El Eternauta tiene como héroe a Juan Salvo y empieza una fría noche de invierno en su casa en los alrededores de Buenos Aires cuando se escucha en la radio una extraña noticia respecto de una explosión en el Océano Pacífico. Se nota un inusual silencio en la calle y, al mirar por la ventana, los personajes descubren que la ciudad está cubierta por una especie de nieve que cae en copos desde el cielo; también distinguen varios cadáveres de transeúntes y descubren que el contacto con la nieve provoca la muerte instantánea. Pronto encuentran las primeras señales de que la nevada es producto de una invasión extraterrestre; Salvo, entonces, junto con otros amigos y sobrevivientes, se unirá a la resistencia. El relato es una clara metáfora política: por ejemplo, los cascos de los invasores en los dibujos de Solano López remiten claramente a los usados por los nazis.
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los niños protagonistas determina su cambio de conducta, parece convertirlo en alguien con “corazón de hielo”, tradicional expresión para hablar de la maldad y la crueldad. Desde el hielo, la nieve y el frío del cuento popular a los de la historieta El Eternauta, desde el mal como principio moral a un mal anclado en lo político, la novela de Gandolfo recorre un camino sesgado para omitir y sugerir al mismo tiempo lo que no se puede mencionar, pero está presente todo el tiempo: el horror de la dictadura15. Quisiera cerrar este apartado haciendo una breve mención a la obra de otro autor rioplatense que ha hecho del desvío un procedimiento dominante en muchos de sus relatos. El uruguayo Mario Delgado Aparaín extrema la omisión por medio de lo que podría denominarse una variable del contar al sesgo, gracias a cierto “aire de farsa”, una estrategia muy clara en la novela Alivio de luto (1998)16. En ella se opta por un desplazamiento de la polí Muchos de sus cuentos siguen similares estrategias: en “Ferrocarriles Argentinos” –de la colección del mismo nombre– un viaje en tren resume el terror, la impotencia, la arbitrariedad de la dictadura y funciona como una sinécdoque de la misma. El relato, que comparte iniciales con “Fuerzas Armadas”, narra un suceso del que es testigo el protagonista, una anécdota simple en que por haberse equivocado de tren una mujer con un niño es obligada a bajarse y quedar sola en medio de la noche en un andén abandonado. Sin embargo, todo el episodio –la llegada de los inspectores, la falta de energía para impedir “la decisión final”, la resignación de los pasajeros– se convierte en una historia “sumergida, inexplicable [...] perdida e intraducible [...] como tantas otras cosas de aquella época” (1993: 166). 16 Otra novela breve de Delgado Aparaín, La balada de Johnny Sosa (2000), acentúa el aspecto farsesco, recurre por momentos al tono cómico, incluso al grotesco para narrar, sin explicitarlo jamás, el horror que funciona como un telón de fondo inquietante para los personajes. Su protagonista, oscilando siempre entre lo patético y lo ridículo, es un cantante de blues, negro y pobre, desdentado, víctima de la manipulación de los “notables del pueblo” que en tiempos de la dictadura quieren obligarlo a transformarse en un cantante “decente” a la medida de sus deseos y “quitarle el ánimo de ser lo que quería ser” (66). Aquí la dictadura es una amenaza de la que no se habla, salvo bajo la forma de alusiones y comentarios sesgados centrados en el absurdo comportamiento del personaje principal quien huye, corriendo a campo traviesa, del pueblo y de su innominada opresión. 15
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tica a lo privado, al ámbito aparentemente fútil de la vestimenta que adquiere el valor de una metonimia, o de una metáfora, de los últimos tiempos de la dictadura, jamás mencionada explícitamente. Alivio de luto aporta una mirada muy particular –rozando el absurdo– sobre el fin de esa etapa y los comienzos de una nueva época que surge donde se cruzan el pesimismo con la esperanza. El título alude a un vestido cuyo color está destinado a aliviar el negro del luto y que funciona, a la vez, como una sinécdoque de ese momento inicial de apertura política. Apertura que permite pensar en la posibilidad de dejar atrás el horror, de volver de a poco a “los colores claros” y que, en este sentido, plantea un atisbo de ilusión en apariencia muy distinto a otros textos de la posdictatura que no se caracterizan por apostar al optimismo sobre el futuro. El vestido que insiste en comprar el protagonista para regalar a una joven, cuya partida en busca de la libertad cierra el relato, es “de organdí con flores estampadas sobre un fondo del color violáceo brillante de los obispos” (1998: 129). Tiene el color del “medio luto”, el que se usa para abandonar el rigor de la ropa negra, el mismo color que tiñe al país “por los últimos días de 1984, cuando terminaron por cerrarse los eternos, crueles y fanfarrones tiempos del luto, dando paso a regañadientes al alivio” (194). El texto oscila entre la esperanza de ese posible “alivio” y el desconsuelo “del calamitoso presente” (134); en esta tensión, y sin mencionar nunca los hechos políticos concretos, la violencia vivida y la represión que está llegando a su fin, sugiere –a través de la ropa y su cambio de color– la necesidad de la memoria para recuperar el pasado, la dificultad de cualquier reconstrucción, el refugio en la invención a la que aferrarse y desde la cual, quizá, poder renacer alguna vez. Rancière atina con el punto clave en el que parecen coincidir los autores aquí analizados: como ya se discutió en el capítulo I, no se trata de pensar en “una imposibilidad de representar”, sino en las formas de representación: “el problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para ese fin” (2005: 41). Este es el punto esencial para los relatos que cuentan el horror y la experiencia traumática de las pérdidas; este es el punto que parecen haber resuelto 70
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los textos aquí mencionados optando por estrategias sesgadas y siguiendo una particular política de la estética. Las diferencias en el modo de contar y en la elección de qué se ha elegido contar son las que definen la postura de estas narrativas. Han apelado a nuestra imaginación gracias a vías de representar que hacen de lo omitido su clave; decidieron que la violencia debe ser expresada en una forma distinta que por medio de la violencia, decidieron que es mejor decir menos de lo que se sabe y dar a entender más de lo que se dice17. Pertenecen a una tradición que practica la escritura sesgada y deja al lector imaginar, sabedora de que cuanto más se persigue decirlo todo, más se fuga lo perseguido18. Philippe Mesnard afirma a propósito del testimonio –al que atribuye, según fue señalado en el capítulo anterior, el mismo trabajo con el lenguaje que a la ficción– que “se construye sobre formas de atenuación y distanciamiento, incluye blancos y silencios, produce pausas y suspensiones [...] pretender hacerle decir todo, reducirlo al contenido, es alterarlo definitivamente” (2011: 439). También recuerda la famosa frase de Wittgenstein al final de su Tractatus logico-philosophicus, según la cual “hay que callar sobre En el extremo opuesto, según De Vivanco y Fabry, se encuentra “el lenguaje que asume una carga de violencia en todos los niveles de la expresión. ¿No se harían cómplices, estos relatos saturados de una violencia a veces extremadamente mimética, de la misma violencia que intentan describir o criticar? Este tipo de productos culturales plantea de otra manera el problema de los límites de la representación (¿cuál es la pertinencia de querer mostrar lo más abyecto?) y sobre todo implican un cuestionamiento del lugar del espectador/lector y de la función de la lectura […] cuando este lugar no está de alguna manera problematizado o tematizado, el espectador/lector queda como engullido, involucrado emocionalmente en la trama violenta” (2013: 17). 18 El modo de contar sesgado no es exclusivo de la literatura, en el último capítulo de este libro podrá verse su funcionamiento en la imagen. En el cine el film Infancia clandestina (2011) de Benjamín Ávila proporciona un excelente ejemplo: todas las escenas de violencia correspondientes a la entrada de los militares, la desaparición y la tortura están reemplazadas con viñetas como si se tratara de una historieta de acción. No vemos nada de la violencia extrema sufrida, pero imaginamos a partir de esos dibujos. 17
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aquello de lo que no se puede hablar” (2011: 439). La frase, que resultó clave para toda una tradición literaria, se carga aquí de sentido político y es eje de una novela como Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia19. Sin embargo, esta narrativa no calla, construye una genealogía, una tradición que llega al presente; en ella la ausencia se hace presencia y elige el trazo oblicuo, la atenuación y el desvío, un camino sesgado para contar nuestra historia política, su violencia, su “catástrofe infinita”. 2. Relatos sesgados, relatos cómplices: violencia e ironía Sin duda son diversas las “estéticas de lo elusivo”, mecanismos que vuelven sinónimos narrar y omitir; formas que siempre deben contar con la complicidad y el saber del lector, sin los cuales se diluye el “texto” –al menos sus sentidos políticos– que subyace bajo procedimientos como el juego grotesco, la farsa o la ironía. En particular, podemos considerar a esta última como una de las formas más interesantes del relato sesgado, en tanto presupone lo no dicho, cuenta “sin decir”, o mejor, diciendo “otra cosa”, trabaja la inversión y el doble sentido. Establece un juego con la ambigüedad, la antítesis, la reticencia, la alusión; oculta, bajo estos desvíos, sentidos que dependen de la sutileza y conocimiento del receptor. En suma, la ironía es una de las vías del contar oblicuo, una variante en los autores del Cono Sur en los que narrar “al sesgo” para dar cuenta de la violencia es frecuente y parece formar parte de una tradición ya canónica. “Leer la ironía –dice Wayne Booth– es, en cierta forma, como traducir, como decodificar, como descifrar, y como mirar detrás de una máscara” (1974: 66)20. Forma sesgada, en la que el no decir de La frase de Wittgenstein, con múltiples variantes, organiza la novela de Piglia que ha sido leída como el relato paradigmático –y uno de los primeros– sobre la última dictadura argentina, a la que, sin embargo, jamás nombra. El texto, siguiendo a maestros como Borges y Walsh, trabaja la omisión, la elipsis, el distanciamiento, para hablar continuamente de “aquello de lo que no se puede hablar”. 20 En este mismo sentido pueden leerse las consideraciones de Valeriano Bozal, para quien la ironía posee la eficacia de “un instrumento estético” que “no se 19
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manera explícita lo que realmente se quiere decir problematiza la fijación del sentido, impone una mirada altamente autoconsciente y carente de inocencia sobre lo narrado; de ahí la semejanza de los mecanismos y de sus límites lábiles con la parodia y el humor. De hecho, tanto Booth como Linda Hutcheon señalan la amplitud del término y las dificultades –o la inutilidad– de ceñir el concepto. Me inclino por la postura de Hutcheon (1992), quien la considera un recurso permeado por el humor, una estrategia retórica presente en diversos grados en la parodia y la sátira. Este “no dicho” que la distingue es el espacio donde leer la posición del enunciador, su ética política; en verdad, la ironía implica siempre una postura del sujeto frente a los hechos (entendiendo a este sujeto como sujeto de la escritura). El juicio crítico, el discurso político, transcurre en la superposición de significados, de contextos semánticos entre lo que se dice y lo que se quiere dar a entender. Se la ha definido como un velo figurativo que oculta la verdad; sin embargo creo que, por el contrario, la ironía la revela sin decirla: se dice A cuando se quiere decir B, pero al decir A se está dando a entender, se desnuda B21. La ironía es entonces una de las formas sesgadas con más extensa y polémica trayectoria en la literatura: “es una estrategia discursiva indirecta, que invita a la ambigüedad, a la distancia, y llama la atención sobre la falta de univocidad en el discurso” (Adriaensen y Van Tongeren, 2018: 8)22. Asimismo, debido a ese carácter indirecto, ambos críticos se preguntan sobre su potencial político, sobre la forma en que puede ser interpretada y sus posibles trasfondos ideológicos. En este sentido, interesa el nexo que la ironía puede limita a decir ‘eso no es lo que tal cosa es’ [...]: saca a la luz el simulacro, pero también aquello sobre lo que el simulacro se ha ejercido” (1999: 99-100; la bastardilla es del autor). 21 Es muy numerosa la bibliografía sobre la ironía, destaco en ella los ensayos de Claire Colebrook (2004) y de Linda Hutcheon (1994), que proporcionan un panorama tanto conceptual como histórico muy útil. 22 Ambos autores señalan que se trata de una figura retórica que permite cuestionar e interrogar de forma oblicua y citan a Pierre Schoentjes quien la define, en su Poétique de l’ironie, como “un modo indirecto y simulador que juega con el desvío entre dos sentidos en oposición” (2018: 8). 73
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establecer con la violencia que, en el caso de la literatura argentina, evoca inevitablemente las dictaduras militares, en especial la última, y el genocidio padecido23. Sin embargo, desde el comienzo de la historia independiente, la violencia y la sangre han estado presentes en la resolución –o imposible solución– de los conflictos y la literatura ha tomado parte de estos combates: ya el relato que inicia la narrativa argentina, “El matadero” de Esteban Echeverría, escrito en la primera mitad del siglo xix, es un ejemplo excelente del vínculo entre ironía, violencia y política. A su vez, si nos limitamos al siglo xx, el cuento o nouvelle de Arturo Cancela titulado “Una semana de holgorio”, escrito en 1919 y publicado en 1922 en la colección Tres relatos porteños, podría resultar fundante de formas de la violencia que han caracterizado la política del siglo pasado en el Cono Sur. En los casos citados, la ironía actúa como un arma política; un arma que ironiza en torno a la violencia y es, asimismo, violenta. Es siempre una visión “desde afuera”, por lo tanto, establece algún tipo de alejamiento con respecto al objeto ironizado: resulta así funcional para reírse del enemigo, burlarse y marcar una superioridad sobre él. El aparente desapego y la autoconsciencia –puesto que la distancia irónica presupone autorreflexión– señalan una postura de algún modo “superior”; se trata de una actitud evaluadora, por lo general, peyorativa. ¿Qué puede entonces significar el uso de la ironía para contar la violencia? Wayne Booth ha mostrado que la relación entre la ironía y el receptor es política por naturaleza dado que consigue establecer “una forma de comunidad”, cierto tipo de consenso24. Por lo tanto, esas ficciones que narran con tácticas irónicas establecen una doble complicidad: En la misma vía, Ilse Logie, al analizar dos novelas escritas por hijos de desaparecidos, señala que “la ironía se presenta como un modo adecuado a la hora de redefinir los límites de la representación de acontecimientos traumáticos […] siempre implica la atribución de una actitud evaluativa y de un juicio crítico: es su ‘filo cortante’” (2018: 159). 24 “Hasta en la más amable de las ironías siempre es posible imaginarse una víctima [...] Toda ironía construye inevitablemente una comunidad de creyentes, aun cuando haga exclusiones” (1974: 57). 23
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exigen que el lector comparta presupuestos literarios y políticos. La connivencia permite separarse del horror de la violencia, “reducirla”, neutralizar el miedo que provoca; logra, de algún modo, un triunfo intelectual sobre ella. La ironía tiene, en resumen, una función liberadora. Decimos que supone distancia y que a través de ella se hace una lectura política de lo narrado, lectura que difiere totalmente de otras sobre los mismos hechos –esto es evidente en el texto de Arturo Cancela al que me referiré a continuación–. La ironía podría en este sentido pensarse –al menos en parte– como un discurso subversivo porque reduce el objeto; es una mirada a través de un lente que destroza lo solemne, lo ridiculiza, “achica” lo pensado como serio o heroico, propio de la historia oficial y, a la vez, se aleja de otras versiones más dramáticas. Se ejerce sobre episodios o personajes, pero simultáneamente sobre –y a través de– el modo de contarlos. Muy cercana a la parodia, al humor y la sátira, apunta a una referencia externa (la violencia histórico-política, en el caso que nos interesa) y a un código sobre el que se construye, ya sean géneros literarios, lenguajes, incluso temas. La relación de complicidad se establece en el juego entre ambos; esto quiere decir que la ironía política y la literaria corren paralelas en este discurso: se ironizan coyunturas, episodios, hechos, a través de una escritura que, a su vez, ironiza las formas con las que está construida. Presupone entonces un saber común en cuanto a las normas estéticas y en cuanto al conocimiento de los hechos narrados; complicidad en la risa, en el juego irónico, en la inflexión paródica. Desconocer esos significados, ser incapaz de descifrar lo implícito o, incluso, no compartirlo obtura el sentido y provoca el rechazo. La ironía entonces plantea problemas de interpretación, exige una suerte de intercambio, una competencia, como señala Linda Hutcheon, lingüística, genérica e ideológica25. “En términos bakhtinianos, la ironía es como la parodia: un fenómeno dialógico, en el sentido en que se presenta esta suerte de intercambio entre el autor y el lector. Las competencias del lector [...] entran en juego [...] La competencia lingüística [...] donde el lector tiene que descifrar lo que está implícito [...] La genérica presupone su conocimiento de las normas literarias y retóricas que
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Desde esta perspectiva pueden leerse muchos de los relatos de Arturo Cancela, un autor algo olvidado en el presente, pero muy conocido en la primera mitad del siglo xx en la Argentina26. Cancela escribió “Una semana de holgorio” (incluido en Tres relatos porteños) en 1919 y no por casualidad el prólogo al cuento se cierra con datos muy precisos: la firma –A.C.– y la fecha –“Buenos Aires, febrero de 1919”–. Se sitúa así claramente a un mes de los sucesos que no se mencionan nunca en forma precisa, pero que cualquier lector de la época o conocedor de la historia argentina puede reconocer27. El texto representa, con un muy particular enfoque, los acontecimientos de la llamada semana trágica ocurrida durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen, quien gobernaba desde 191628. Esa semana dejó setecientos muertos y provocó ataques a anarquistas, comunistas, inmigrantes y, sobre todo, a judíos, iniciando así lo que se conoce como el primer pogromo en América Latina. Se trata entonces de un episodio “precursor” de la violencia del siglo xx en Argentina, narrado con un evidente gesto irónico desde el título mismo: “semana de holgorio” reemplaza a “semana trágiconstituyen el canon, la herencia institucionalizada de la lengua y de la literatura [...] la más compleja podría llamarse ideológica (en el sentido amplio del término)” (1992: 187; la bastardilla es de la autora). 26 Arturo Cancela (1892-1957) fue autor de varios relatos humorísticos y paródicos; es conocido principalmente por sus Tres relatos porteños (1922), la sátira política Film porteño (1933) y la novela Historia funambulesca del profesor Landormy (1944). 27 De hecho, el cuento se publicó por primera vez en La Novela Semanal el 10 de febrero de 1919, pocos días después de los episodios a los que alude. Otra vez queda claro que es necesaria la complicidad del lector informado que comparte el mismo saber, en este caso, del narrador. 28 Hay que recordar que su gobierno quedó marcado por las sangrientas represiones ejecutadas por el ejército a dos huelgas: la de enero de 1919 en Buenos Aires contra la huelga organizada por los anarquistas y, más tarde –entre 1920 y 1921–, la de los obreros en la Patagonia. En la segunda presidencia de Yrigoyen se producirá el primer golpe militar, el de Uriburu, en 1930. Tenemos entonces en esa semana de 1919 la prehistoria o el germen de lo que vendría después: los sucesivos gobiernos de facto cada vez más frecuentes y más sangrientos hasta llegar a la terrible dictadura de 1976-1983. 76
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ca”. Seguimos los eventos a través de la personal mirada del protagonista, narrador de lo que puede llamarse un diario, sin duda sui géneris; narrador poco confiable y bastante extraño según señala, en el breve prólogo, A.C. quien lo define “como alguien que no está formado de la pasta de los héroes” (2010: 71). Los hechos adquieren un aspecto farsesco y desprovisto de sentido; su mirada, absolutamente subjetiva, carece de lucidez para comprender lo que pasa, llega a conclusiones disparatadas y deja los acontecimientos importantes en la sombra. En suma, se requiere de un lector que los conozca y pueda comprender la ironía generada por las diferencias entre su versión y lo realmente ocurrido. Todo el relato trabaja con el doble sentido, la inversión y la necesidad de recuperar el “otro” significado implícito; así es que se vuelve irónico en la medida en que podamos confrontar las interpretaciones del narrador con el contexto histórico. La frivolidad del protagonista reduce lo vivido a un absurdo muy distante de la información que podríamos encontrar en cualquier crónica periodística de esa semana. Quiero enfocarme especialmente en una escena central del cuento; en ella el narrador camina por la calle y ve lo que define como un “espectáculo desacostumbrado”: Pequeños grupos de jóvenes con brazaletes bicolores, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba y les obligan a levantar las manos en alto [...] los de las carabinas les pinchan con ellas el vientre, y otros, desarmados, se cuelgan de las barbas del sujeto. Según me informan, este original procedimiento tiende a estimular entre los barbudos el amor a la Nación Argentina. Como soy lampiño, me creo a cubierto de semejante recurso pedagógico [...] En el camino advierto que otros grupos apedrean las casas de comercio, los nombres de cuyos propietarios abundan en consonantes. ¿Por qué les tienen tanto odio a las consonantes? ¿Acaso las vocales solas pueden componer un idioma? (2010: 96).
La escena describe lo que fue el ataque de los miembros de la Liga Patriótica a los judíos en un episodio que es digno antecedente de la “Noche de los Cristales Rotos”. La aparente “inocencia” del discurso del narrador, su incomprensión de los acontecimientos y 77
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de sus implicaciones –su comentario podría resultar humorístico si lo ocurrido no fuera para nosotros el presagio, el ensayo, de una de las tragedias más terribles del siglo xx– obligan a descifrar y mirar “detrás de la máscara” –como diría Booth–, develar la verdad que se dice sin decirla. La ironía entonces deshace la lógica de la violencia, destruye la supuesta racionalidad de los futuros fascistas, expone en todo su esplendor la sinrazón del racismo y lo ridiculiza. Diría que nos permite reír de la Liga Patriótica, risa que de alguna manera nos consuela y nos libera o atenúa el miedo latente y aun retrospectivo para los que leemos el texto cien años después. Pero esa ironía y esa risa se congelan en el desenlace de la escena: un viejo que no acata la orden de levantar los brazos (debido a que es manco) es asesinado frente al narrador. El relato del episodio diluye el juego de implícitos y sobreentendidos; la muerte clausura toda posibilidad de ironía, de humor o burla29. No hay espacio para la ambigüedad, la descripción de esa muerte –una muerte por cuestiones raciales y políticas– es seguida por la reflexión del protagonista: “yo no había visto morir a nadie. Tenía por eso la idea de que la muerte es un espectáculo aparatoso y trascendental [...] Nada de eso, sin embargo. Es el incidente más trivial que se pueda imaginar” (97). Y el relato retoma de a poco el registro irónico: Usted se pone en torno del brazo izquierdo la cinta del gato de su casa o la liga de la mucama, coge su revólver, sale a la calle y le pega un tiro en el corazón al primer hombre humilde que le parezca sospechoso. Con eso [...] ha consolidado las instituciones y ensayado su puntería (97).
La muerte o, mejor, esta particular forma de muerte violenta, parece entonces el único momento en que la visión distante y su Esta escena nos remite al desenlace del iniciático relato de la literatura argentina “El matadero” de Esteban Echeverría –también iniciático en cuanto a la representación de la violencia política–. El cuento está dominado, como se recordará, por el tono irónico y el doble sentido hasta que la confrontación con el unitario desencadena la violencia final y su muerte. Momento dramático, sin atisbo de estrategias irónicas, en el que el enfrentamiento entre los personajes que encarnan las dos perspectivas políticas en lucha se muestra irreconciliable.
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perior que caracteriza la ironía se suspende. Es que este violento modo de morir funcionaría como un límite para la ironía; de allí, seguramente, su ausencia en las escenas específicas que narran la extrema violencia política, la tortura, los feminicidios, las masacres30. En el relato de Cancela, la “participación” del narrador en los acontecimientos –participación que él describe muy bien: “ya no me acuerdo de mi aventura de días pasados y me entero de las noticias de la huelga con toda la buena fe de un espectador desinteresado” (98)– se cierra con una entrevista en la que un comisario, que lo había confundido con un “peligroso subversivo”, lo reconoce como un miembro de “la buena sociedad”. Este encuentro clausura el dramático episodio –que nunca lo fue para nuestro narrador– y transforma en un sinsentido la tragedia y la violencia sufrida: todo seguirá igual, nada ha pasado. La violenta semana ha terminado y también termina el relato; concluye la versión del narrador, aparentemente despojada de significado político o histórico. Su experiencia parece neutralizar los discursos “serios” sobre lo acontecido, no ha habido consecuencias políticas importantes… solo setecientas muertes, tan triviales como la del viejito manco. El lector puede entonces volver al inicio y coincidir, cómplice, con la mirada irónica del “autor” A.C. que en el prólogo alude a la estupidez del personaje-narrador, a su ignorancia y a su “discutible autoridad de historiador” (72). También puede comprender cómo, gracias a la mirada de ese narrador, la tragedia y la violencia desatadas se han vuelto banales y la inversión que propone el titulo resulta oportuna: holgorio es la palabra apropiada para calificar la interpretación de los sucesos según el protagonista y para encubrir el trágico sentido político que se oculta a la vez que se expone en el relato. La ironía se suspende frente a la muerte violenta por motivos políticos; ese discurso que dice sin decir, que soslaya, funciona de modo semejante a la narración oblicua que busca un camino sesgado para contar la violencia extrema. Estos procedimientos recuerdan lo que señala Rancière a propósito de lo que llama la imagen intolerable: “el tratamiento de lo intolerable es una cuestión de visibilidad [...] El problema es construir otras realidades [...] otras comunidades de las palabras y las cosas, de las formas y las significaciones” (2010: 102).
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Queda claro que la ironía también es una manera de representar que, “sin decir” o diciendo de otra manera –apelando a tácticas diversas que erosionan distintas voces y discursos–, exige la colaboración y el saber del lector para completar o dar sentido. Esa complicidad tiene a su vez una esencial función política: nos permite leer con otra clave la violencia, la irracionalidad del racismo y la hipocresía del poder en el cuento de Cancela. De algún modo, sonreír y gozar de la ironía cuando reduce y pulveriza la solemnidad y el miedo que provocan ciertos hechos y figuras, implica para nosotros un triunfo, quizá un consuelo o una breve liberación de nuestras más terribles pesadillas. 3. Violencia y silencio en la ficción contemporánea En los apartados anteriores se analizan las formas elusivas de contar la violencia y el horror, lo que he llamado el “modo oblicuo” de contar, el relato “sesgado” que trata de retacear información, requiere de un saber y de la capacidad de imaginar que posea el lector. En suma, son diversos los modos de eludir lo explícito y el más extremo de este “no decir” será el silencio. Solemos pensar la violencia unida al acto físico violento, a la agresión o al grito. Sin embargo, el silencio puede ser una vía “solapada” de ejercer esa violencia. Abre, asimismo, muchos posibles y opuestos sentidos; está lleno de significaciones disponibles para el lector o para el que “escucha” ese silencio. Lo contradictorio de su naturaleza en la literatura consiste en que opera en el discurso mismo; la cuestión es por medio de qué estrategias se representa en los textos. Ligado, entonces, fuertemente con la escritura, uno parece necesitar de la otra y, aunque no se lo suele asociar a la violencia extrema, puede ser uno de los mecanismos más efectivos para imponerla: obtura la palabra, la posibilidad de comunicación y atenta así contra la memoria, procurando el olvido. El silencio tiene tantas alternativas como el lenguaje mismo; puede ser una forma de resistencia –de ahí que Derrida sostenga que “si no se mantiene el derecho al secreto, se entra en un espa80
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cio totalitario” (2009: 81)– o de indiferencia, “un dejar de decir que puede entenderse como un dejar (de) hacer” (1984: 18), según señala Block de Behar en su clásico ensayo Una retórica del silencio31. Más allá de la literatura, ambas posibilidades –“dejar hacer” o resistir– podían observarse durante las dictaduras en la conducta de los ciudadanos, oprimidos por el miedo impuesto por los militares. El silencio en ese caso quiere aniquilar, es un procedimiento de anulación eficaz del reconocimiento del otro, de los hechos, de la memoria; es, en suma, una violencia soterrada que neutraliza todo discurso. De este modo, la otra voz deja de existir y de expresarse; es, claro, la censura y sus conocidos resultados (como el “no se nombra” o “no se puede nombrar” que se evoca en muchos textos y que articula tantas novelas del período dictatorial y posdictatorial). Forzado desde el poder, implica siempre la violencia y el proyecto de eliminación de lo “peligroso”, lo que termina por volverse tabú y debe olvidarse; recupera así un origen ligado a lo sagrado, en tanto adquiere un sentido de prohibición, muy evidente en novelas como Una misma noche de Leopoldo Brizuela sobre la que hablaré más adelante32. La ausencia de un mensaje es un mensaje en sí mismo, según señala la teoría de la información. En política, como en literatura, las Asimismo, Paul Virilio, al reflexionar sobre la problemática del arte contemporáneo se pregunta si el callarse es al sonido el equivalente a lo que esconder o disimular es a la visibilidad: “¿Callarse se convierte [...] en una forma discreta del asentimiento, de la connivencia?” (2001: 87). Como puede verse, el silencio, según la perspectiva con que se enfoque, da lugar a muy diversas opciones de lectura, desde considerarlo el resultado de la opresión y la violencia hasta una forma del disimulo o de la mentira, atravesando alternativas como la resistencia o, incluso, la aceptación indiferente. 32 Desde su perspectiva de historiador, Pedro Milos propone una alternativa distinta: “Vistos, en ocasiones, casi como sinónimos del olvido, los silencios son portadores de muchas más claves de memoria e identitarias que las que se les suponen” (2019: 123). Impuesto por el poder nos llevan a verlos como factores recesivos en relación con la memoria, pero “ocupan una centralidad ineludible en la conformación y transmisión de la memoria” (123); su valor radica en que da actualidad a la memoria “al forzar conservar el secreto en la narrativa que se va a contar” (123). 31
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reticencias y omisiones son claves que abren una multiplicidad de significaciones; son signos tan cargados como las palabras. Por ese motivo Block de Behar cita y retoma a Genette cuando señala que “la obra de arte tiende a constituirse en un momento de reticencia y de ambigüedad, pero ese objeto silencioso lo fabrica, por así decirlo, con palabras, [...] la literatura es una retórica del silencio” (1984: 28). Es que la escritura puede hablar a través de pausas, tropos y brechas informativas; toda una retórica que hace elocuente una escritura reticente. En otro contexto, pero coincidente con lo dicho, Guillermo Sucre cita una frase de Octavio Paz, “enamorado del silencio, al poeta no le queda más recurso que hablar”, y señala que esta paradoja encierra una metáfora: “hablar a partir de la conciencia que se tiene del silencio, es ya hablar de otro modo: al reconocer sus límites, el lenguaje puede recobrar al mismo tiempo su intensidad [...]. No en lo que dice sino en lo que deja de decir reside su poder” (2001: 293). El silencio “dice”, se incluye en el discurso. ¿Pero cómo “el silencio” puede ser un acto discursivo? Michel Foucault nos da una respuesta: El silencio en sí mismo –las cosas que uno se niega a decir, o lo que está prohibido nombrar, la discreción que se necesita entre los diferentes hablantes– es menos el límite absoluto de discurso […] que un elemento que funciona junto con lo que se dice [...]. No hay ninguna división binaria entre lo que uno dice y lo que uno no dice […] no hay uno sino muchos silencios, y ellos son una parte integral de las estrategias que son la base de e impregnan los discursos (1985: 37).
Es entonces semejante a la palabra al desencadenar también, según Block de Behar “una especie de semiosis ilimitada porque si cada signo implica otros signos, el silencio puede ocultar otros silencios” (1984: 241). Este mecanismo, ya sea impuesto o por elección, implica juicios políticos y sociales, un reconocimiento de lo que se puede decir o no, resistencias, rebeldías o sometimientos. En resumen, puede estar muy ligado a la violencia y la opresión, pero a la vez, contiene la máxima potencia para llevar adelante una
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efectiva resistencia33. Se trata entonces de explorar las posibilidades de decir no diciendo o diciendo de otra manera. ¿Hasta dónde se puede contar con el silencio? ¿Cuánto dice o puede decir el silencio en ciertos contextos? Podríamos retomar y ampliar aquí los interrogantes planteados al comienzo de este trabajo: ¿cómo se representa en los textos esa violencia que puede ejercer el silencio? ¿Han cambiado las formas de narrarlo en las últimas décadas? ¿Hay alguna diferencia entre los textos escritos en los años ochenta, noventa y los comienzos de este siglo con los producidos por las últimas generaciones? * Reprimir, desviar, evitar, pero también subrayar con más fuerza al no mencionar y, por lo tanto, destacar: formas de contar que recuerdan la interdicción sobre el nombre en uno de los más famosos cuentos de la literatura argentina: “Esa mujer” (1965) de Rodolfo Walsh34. Interdicción que hace evidente lo acallado: relato construido sobre una ausencia y una omisión –ausencia de un cuerpo muerto y omisión del nombre Eva Perón– que se apoya, claro, en el conocimiento esperable de los hechos históricos por parte del lector. “Esa mujer” extrema la elipsis de un nombre que, por eso mismo, se carga con la potencia de toda El abanico de ambigüedades y sentidos que abre la interpretación del silencio tiene un ejemplo en el trabajo del historiador peruano Ponciano del Pino quien –a diferencia de la mayoría de los especialistas– le atribuye el valor de “dar actualidad a la memoria al forzar conservar el secreto” (2017: 46). Es decir, en su opinión el silencio es central para la conservación y transmisión de la memoria; lejos de colaborar con el olvido, resaltaría la importancia de ciertas historias sobre otras. Su argumentación se acerca a la de otro historiador, Pedro Milos, cuya postura se menciona en la nota anterior. 34 La obra de Rodolfo Walsh forma parte de esta “genealogía” borgeana que vengo analizando. De hecho, Walsh es un autor clave entre Borges y Piglia; a la vez, contemporáneo de Cortázar, su contar sesgado propone otras variables y es uno de los antecedentes de más peso –por razones históricas y políticas– para las últimas generaciones, cultoras de la estrategia del silencio. 33
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palabra tabú35. Sobre ese vacío se acumulan otras omisiones y se multiplican las reiteraciones que intentan conjurarlo. Es decir, reparar ese vacío no solo es una tarea interpretativa del lector, la escritura misma se propone “llenarlo” por medio de la repetición, esa insistencia del lenguaje que trata de cubrir el “hueco” con la proliferación de la palabra, sin conseguirlo. El uso del demostrativo esa del título no reemplaza aquí nada ya mencionado; por el contrario, destaca y hace más evidente el silencio que pesa sobre el nombre Eva y, en este sentido, es paradigmático del trabajo de Walsh con la omitido. En resumen, a la intensificación de la elipsis en torno al nombre ausente, corresponde un notable desarrollo de las repeticiones que insisten, pero no agregan información. Estos dos procedimientos –omisión y repetición– están presentes de diversas formas en todos sus textos y constituyen una estrategia característica de su escritura36. Si lo implícito suele ser lo evidente, lo que no necesita ser explicitado, la naturaleza de lo silenciado es justamente un espacio de conflicto, donde se juega la significación de los relatos. Reconocer lo elidido exige restituir sentidos y obliga al lector a buscar zonas comunes de complicidad basada en códigos compartidos. Lo que no se menciona se vuelve notorio y abre siempre diversas opciones de lectura; Walsh sigue aquí a su maestro Borges que en el “El jardín de senderos que se bifurcan” recuerda “Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla” (1994: 479; la bastardilla es del autor). Ambos mecanismos relacionados –omitir/repetir– llegan a exasperarse en cuentos como “Fotos” (1965) y “Cartas” (1967); Hay que recordar la interdicción que existió sobre los nombres de Evita y Juan Perón durante el período posterior al golpe de Estado que derrocó a este último. La prohibición de mencionarlos funcionó como un intento de borrarlos de la memoria y produjo el efecto contrario: un caso en el que el silencio actuó como un sistema de resistencia. “Esa mujer”, en la elipsis de los nombres, representa ese hecho histórico que reiteran algunos personajes de otros cuentos de Walsh como “Fotos” y “Cartas”. 36 Me he ocupado de estos dos procedimientos característicos de Walsh en varias oportunidades: véanse mis trabajos de 2018, 2008 y 2002. 35
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en ambos, quedan implícitos fragmentos del encadenamiento narrativo: se silencian o dan por sobrentendidos nombres, partes de episodios, de diálogos y de circunstancias de la trama37. La elipsis parcial de la puntuación, de los datos, de las conexiones semánticas y sintácticas colabora en la construcción de un sistema que debe ser completado permanentemente. Situaciones, personajes, historias, se presentan a través de un montaje que implica siempre el corte y la fragmentariedad; en esta organización ha desaparecido parte del contexto interno del relato. Así como nunca se expone todo lo ocurrido, lo suprimido en la cadena sintagmática exige una experiencia de lectura y una actividad de reconstrucción con las que no coopera el régimen de repeticiones. Antes bien, este participa del mismo procedimiento metonímico con el que se pueden delinear conductas y sujetos; por ejemplo, la constante movilidad de Mauricio –el protagonista de “Fotos”– se muestra por medio de frases cortas desconectadas, en las que se han elidido las distancias de tiempo y espacio entre ellas, pero que reiteran la misma estructura sintáctica: Agita una mano y se va. Dobla una esquina y se va. Salta a un carguero y se va (1981: 176).
Lo omitido abarca, además de este contexto interno, el histórico: en los dos relatos nada se dice –apenas hay alusiones que Otro cuento de Walsh, “Nota al pie” (1967), representa una interesante variación del mecanismo omitir/repetir. El modo de organización gráfica del relato determina un espacio en blanco entre los dos fragmentos que lo componen. Estos son dos versiones de una misma historia, contada por diferentes sujetos y desde distintas perspectivas, que establecen entre sí un diálogo en el que cada parte contradice –o confirma– al otro. En esa zona vacía que se genera, transcurre un discurso no dicho, un relato no escrito, producto del contrapunto entre ellos. Una red de repeticiones entrecruzadas anuda las dos versiones y constituye la tercera, implícita, nacida de la confrontación que se sostiene en cada página. El sistema de repetición/omisión se ha extendido al nivel de la organización del cuento y de su disposición grafica obligando al lector a tomar decisiones, tanto sobre la manera de leerlo como de interpretarlo.
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guíen al lector– de acontecimientos y nombres de la historia argentina. Es decir, se trabaja con el sobreentendido acerca de la situación política y el derrocamiento de dos presidentes, Yrigoyen y Perón, a quienes, por otra parte, nunca se nombra por sus apellidos, sino por apodos o por eufemismos. Se dibuja así un verdadero sistema de relaciones distributivas en el modo en que funciona la información en las obras de Walsh: el saber que debe reponerse corresponde con frecuencia a otras “zonas” que no pertenecen al código esperado por el lector. En sus muy conocidos relatos no-ficcionales, lo implícito suele referirse a la literatura; por el contrario, en los cuentos de ficción se da por sabido el conocimiento de hechos y personajes de la política argentina. De todos modos, si bien las características de lo omitido parecen complementarse y seguir una regla “cruzada”, relatos como los mencionados aquí exasperan múltiples posibilidades de lo silenciado, convirtiéndose en notables casos de experimentación formal en su ficción. En resumen, lo que está subrayado por el silencio en estos relatos debe ser reconstruido: aquello que es mejor no nombrar para ocultarlo, resguardarlo o remarcarlo genera la posibilidad de otra interpretación. Por una parte, se encuentra preservado de toda discusión, resulta incuestionable y por eso funciona como un sistema protector de tabúes lingüísticos o sociales; como afirma Block de Behar, “Lo que no se dice vale como lo que se dice, ese discurso colectivo que conocen todos, pero por eso mismo tampoco se dice” (1984: 218). Por otra, es indudable que, en tanto espacio de lo supuesto, desencadena alternativas de significación ilimitadas; funciona como un signo capaz de producir la apertura a múltiples sentidos. La narrativa de Walsh es un ejemplo privilegiado del uso de lo silenciado que tiene, además, funciones muy precisas –políticas y literarias– en sus cuentos. Forma parte así de la tradición analizada desde el comienzo de este capítulo y, sin duda, es una figura ejemplar para una gran parte de la narrativa posterior, escrita en las últimas décadas. * 86
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El silencio es también, como ya se dijo, un mecanismo en contra de la memoria y a favor del olvido que muchos textos intentan representar a la vez que denunciar. Desde la década de 1970 se multiplican los ensayos, los testimonios y las ficciones –literarias y fílmicas–, en España y América Latina, en los que el drama de las dictaduras, la violencia y sus secuelas son el eje dominante. Esto parece darle la razón a Andreas Huyssen cuando afirma que se ha producido “un giro hacia el pasado que contrasta de manera notable con la tendencia a privilegiar el futuro, tan característica de las primeras décadas de la modernidad del siglo xx” (2002: 13). Sin embargo, creo que esta posible obsesión con la memoria implica –en la narrativa de fines del xx y los comienzos del xxi– una vuelta al pasado desde un presente de la escritura para pensar ese mismo presente, pero también para proyectarse al futuro. Funciona como un intento de mantener el recuerdo y lograr alguna clase de reparación, reparación que se vuelve problemática en gran parte de la literatura reciente. El cine también ha buscado analizar el terror y la violencia impuestos por el poder a través de historias en las que muchas veces el silencio es el protagonista más aún que la palabra38. Quizá el mejor ejemplo sea Un muro de silencio (1993) de Lita Stantic, donde el no hablar –incluso el no escuchar como lo hace la protagonista al taparse los oídos–, imperante durante la dictadura argentina, se transforma con el tiempo en un callar destinado a no recordar, no pensar, olvidar para no sufrir. Solo la aparición –muchos años después y en democracia– de una cineasta con sus preguntas y su insistencia, acaba por quebrar ese silencio y dar origen a la palabra y a la memoria. Estos dos tiempos que organizan el film, el pasado del horror y un presente en el que resulta cuestionada la posible Recuérdese la notable escena, en el film de Juan José Campanella El secreto de tus ojos (2009), del viaje en el ascensor de la pareja protagonista junto a un represor. La secuencia se resuelve sin palabras, en absoluto silencio, mientras el terror de ellos (y de nosotros) va en aumento. Ejemplo claro de cómo el silencio –y el conocimiento de la amenaza implícita– de los personajes es compartido por los espectadores que sienten el mismo temor y pueden imaginar el peligro latente.
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superación de la violencia sufrida, volverán a encontrarse en muchos textos de los noventa y los primeros años del nuevo siglo. Dos son las estrategias claves en la representación del silencio ligado a la violencia política en la ficción. Por una parte, lo silenciado, como situación propia de la trama vivida y sufrida por los personajes, se relaciona con lo argumental. Se trata de un procedimiento muy presente en los textos españoles y sudamericanos escritos durante las dictaduras o en los años posteriores, incluso en los noventa y hasta comienzos del siglo xxi. El silencio aquí manifiesta la violencia vivida por los protagonistas (el miedo, la censura, la prohibición de hablar, la resistencia) que, de alguna manera, la existencia misma del texto contribuye a mitigar y resuelve al contar, recordar y sacar a la luz. En la literatura del Cono Sur de ese período, el pasado, el silencio y el horror están latentes en el presente; son tiempos sin justicia que propician el olvido. Novelas como El ojo del alma (2001) del chileno Díaz Eterovic, Ni muerto has perdido tu nombre (2002) del argentino Luis Gusmán y Nunca segundas muertes (1995) del uruguayo Omar Prego Gadea insisten en la vigencia del miedo en la vida cotidiana de la democracia39. En estos relatos, los protagonistas se enfrentan con los silencios que han rodeado las traiciones ocultas y el recuerdo de la tortura no denunciada ante esas figuras que desde las sombras reaparecen y mantienen toda su impunidad. El tiempo parece no haber pasado, el silencio continúa, los roles de las víctimas y de los victimarios se mantienen a pesar de los cambios políticos y, por lo tanto, el pesimismo marca la lucha por recuperar la memoria y lograr la justicia. No es casual que se trate de relatos escritos en la década de los noventa y los primeros años del nuevo siglo, un período en que la posibilidad de juicio y castigo a los militares responsables se había alejado por completo del panorama político del Cono Sur. Remito a mi trabajo sobre la narrativa de perdedores (2010), donde me ocupo extensamente de estos textos, si bien con otra perspectiva; allí se enfoca la relación “perdedor vs. triunfador”, víctima vs. victimario, que resulta ser en democracia casi tan aterradora como lo fue en dictadura.
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Quiero destacar que el silencio en estas ficciones teje la trama y la situación de los personajes, pero los secretos guardados no se mantienen en el nivel de la escritura misma; ella “sabe”, “cuenta” y no excluye de la información a los lectores, aún en los casos en que haya narradores involucrados en la historia que, sin embargo, ignoren parte de los hechos. Tampoco los textos carecen de resolución, más allá de que esta no tenga el esperado final feliz y consolador: a pesar de los secretos en que están inmersos algunos personajes, la palabra se impone y la verdad sale a la luz en el desenlace, en el que, a veces, se cumple algún tipo de justicia. Creo que aquí se encuentra una de las diferencias clave entre esta narrativa y la de los años más recientes en los que el entramado de silencio, violencia y olvido, no solo se representa en la historia contada, sino que suele atravesar la enunciación, construyendo una escritura reticente; es decir, en estos últimos relatos, las estrategias retóricas también retacean y ocultan los hechos al lector. El silencio como elemento esencial de la trama se encuentra en una extensa tradición de ficción política a la que no es ajena la narrativa española de las últimas décadas, quizá por la necesidad de dar cuenta y asimilar los cuarenta años de mutismo opresivo sufrido. Cabe mencionar la novela Un largo silencio (2000) de Ángeles Caso, en el que sobrevivir, para diferentes generaciones de mujeres que han perdido la guerra, implica un repliegue en el silencio interior. El relato expone un muestrario de opciones y modos de llevar adelante la pregunta de cómo resistir y callar ante la imposición de las nuevas “verdades” y las creencias obligatorias. De hecho, el relato se abre con una dedicatoria: “Y para… los que sobrevivieron en silencio a la derrota” (2001: 5). El pesimismo que invade a las protagonistas se contradice por la misma existencia de este relato y el presente de su escritura, que parecen desmentir los temores al olvido y relativizar el silencio padecido: alguien ha recordado y escrito esta historia. La memoria de algún modo ha triunfado, pues otras generaciones siguen recordando y recuperan lo reprimido. En ese sentido, la novela en sí misma constituye una respuesta que atenúa el sentimiento de pérdida devastadora de la trama. Igualmente, La voz dormida (2002), de otra española, Dulce Cha89
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cón, se abre con una dedicatoria muy similar: “a los que se vieron obligados a guardar silencio” (2002: 7). El relato irá construyendo una ecuación que iguala el resistir al sobrevivir; pero sobrevivir también implica callar y narrar: “Y contar la historia, para que la locura no acompañe al silencio […] Grita para llenar el silencio con la historia […] Vivirás para contarlo, le dijeron, ignorando que sería al contrario. Lo contaría, para sobrevivir” (213-216). Es decir, narrar es el camino para conjurar el silencio en la mayoría de los textos que se proponen rescatar la memoria borrada, obturada por la violencia. Una de las novelas más interesantes y mejor logradas sobre la Guerra Civil y la derrota, El pianista de Vázquez Montalbán (1985), contiene un momento que parece compendiar la relación entre violencia y silencio representada en esta narrativa40. Es una escena entre un viejo pianista leal a sus principios que trabaja en una boite de mala muerte, y su rival, que ha desarrollado su carrera a la sombra de Franco y va a escucharlo una y otra vez. Su irónico aplauso consiste en decir: “Bravo, Alberto. Excelentes los silencios” (1985: 99), mientras el pianista nada responde y se limita a cerrar los ojos. Más allá de la cruel ironía, el franquista reafirma lo que ha sido ley para los vencidos: mantenerse en silencio. El episodio remite a las mismas preguntas que reaparecen en estas ficciones: ¿cómo se puede vivir y resistir en silencio bajo la violencia dictatorial?, ¿no será mejor plegarse al olvido? Muchos son los textos de esas décadas en los que abundan escenas construidas en torno al silencio absoluto de los personajes, representando así toda la violencia soterrada en el tener que callar41. Remito también en este caso a mi trabajo sobre los perdedores (2010), donde analizo esta novela extensamente, pero no quiero dejar de mencionarla aquí en la medida en que resulta paradigmática de la relación entre silencio, censura y opresión representada en la trama y la experiencia de los personajes. 41 Asimismo, es frecuente la insistencia en pensar la escritura como la única forma de paliar el silencio. La novela Los rojos de ultramar (2004) del mexicano Jordi Soler se origina, según dice el narrador, a partir de una escritura fragmentada, marcada por el secreto, pero sobre todo a partir de comprobar el desconocimiento absoluto que tienen los estudiantes de una universidad española acerca del exi40
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4. Saber, callar: la memoria del horror en la narrativa del siglo xxi Una segunda estrategia, a la que aludí líneas más arriba, puede encontrarse en la literatura de los años recientes, en especial la de los autores de la llamada generación de HIJOS, sean o no descendientes de las víctimas de las dictaduras del Cono Sur42. Se trata de mecanismos para narrar la violencia política en los que el silencio forma parte del proceso de escritura a través de diversas vías que vuelven al texto reticente, evasivo; quizá deberíamos llamarlos “códigos de silencio”, formas que “expresan”, callando o a través de indicios, un contenido que se omite. Esta reticencia atraviesa –y este es su rasgo distintivo– la enunciación gracias a procedimientos que suprimen datos, incluso para el lector. El relato gira en torno a cuestiones que siempre parecen oscuras, a secretos sin resolución y sobre todo a historias que no se cierran y se diluyen sin llevar a ninguna parte. Los lectores solemos entonces quedar frustrados, no por la ausencia de un final, sino por la dificultad para imaginar alguna conclusión de esa historia que parece disolverse sin proponer ningún desenlace. Ambas estrategias narrativas están vinculadas entre sí y pueden darse de manera simultánea. En la primera, el silencio es parte de la tragedia que viven los personajes, se presenta formando parte de su historia y como resultado de la violencia política que padecen; lio y la persecución franquista, ya que ambos han sido borrados y cubiertos por un absoluto silencio. Sacar a la luz lo que ha permanecido oculto llevará al narrador a una larga investigación. Inicia así un viaje hacia el pasado para conocer un espacio y un tiempo que no están en ninguna parte, ni siquiera en los textos de la historia del lugar en que han ocurrido los hechos, donde ha prevalecido el silencio y la voluntad de olvido. Luego de su paso por ese espacio sin recuerdos, donde se ha escamoteado todo dato, el narrador podrá escribir y completar la historia. 42 Sobre la narrativa de la generación de “HIJOS”, es fundamental el libro de Teresa Basile, Infancias. La narrativa argentina de HIJOS (2019). Se trata de un estudio muy abarcador tanto de la situación contextual como de la narrativa del período. Asimismo, los artículos de Ilse Logie, algunos citados en este trabajo, resultan esenciales para la lectura de esos relatos. Para un panorama más general de la producción literaria de la postdictadura puede consultarse el trabajo de Elsa Drucaroff (2011). 91
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la segunda pertenece al orden de la retórica textual. Violencia y silencio están así unidos tanto en la práctica de la escritura como en los modos de representar la trama. Y aquí puede establecerse una distancia entre algunos de los textos de los últimos años en relación con los anteriores; distancia muy evidente en novelas como Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela y Una muchacha muy bella (2013) de Julián López que, más allá de sus diferencias, son ejemplares por el particular tejido que establecen entre violencia, silencio, memoria y escritura43. Este nexo, sobre todo entre escritura y silencio, presente en tantos relatos del período, es el eje constitutivo de estos dos relatos en los que cabe la pregunta sobre si el no decir es simplemente callar o posee más elocuencia de lo imaginado. El silencio puede implicar el secreto y este, como se sabe, es un arma poderosa que abre el camino a múltiples interpretaciones. Frente al imperio de ambos –silencio y secreto– atribuir significaciones, llenar ese “hueco” es un desafío para el lector. En otras palabras, la voz que enuncia en estas ficciones recurre a mecanismos destinados a dejar indicios de lo que calla, mantenerlo oculto y revelarlo simultáneamente. Por otra parte, en esta narrativa, es frecuente el juego autobiográfico y los modos autoficcionales que colaboran para complejizar el vínculo entre silencio y escritura: la tensión característica en torno a la figura del sujeto narrador acentúa la ambigüedad sobre lo que se cuenta, sobre las posibles verdades que se develan o retacean. Relatar la violencia puede tomar entonces caminos inesperados y exigir cierta complicidad, incluso cierta “paciencia” en la búsqueda de “huellas ocultas”. El nexo entre violencia y silencio resulta así un núcleo fundante de la escritura, un eje esencial para la construcción de la memoria sobre el que los textos insisten: permanentemente el discurso escribe, reescribe, borra y vuelve a narrar, va En este apartado me ocupo de algunos textos de este período por considerarlos especialmente interesantes en función del enfoque de mi análisis, pero el corpus posible es ya muy extenso como puede verse en el citado trabajo de Basile; abarca una gran variedad de relatos del Cono Sur, e incluso tiene vínculos con la narrativa del resto de América Latina.
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produciendo transformaciones en el difícil esfuerzo por mantener el recuerdo. Lo silenciado forma parte de ese trabajo de desgaste entre olvido y memoria –una elaboración muy clara en Una misma noche– que Ricardo Forster llama una “ética de la memoria” (2003: 54) y que puede asumir diversas estrategias: el rechazo del pasado, la reivindicación, la resistencia. El sujeto que narra –en la literatura e incluso en el cine– articula una versión del pasado ligada a su presente, que resulta una historia necesariamente llena de huecos, en muchos casos de silencios conscientes originados en el dolor, el miedo o la censura. Como sabemos, memoria y olvido no son terrenos neutrales, sino auténticos campos de batalla, en los que se lucha por imponer las versiones de la historia que han de perdurar; la memoria es así un “objeto” susceptible de manipulación, rechazo y debate. Remo Bodei afirma que “en virtud de la pluralidad de los contendientes y de sus objetivos, pueden darse [...] formas de ‘memoria disputada’ y ‘secuestrada’, [formas] de una relación siempre irresuelta incluso con los muertos” (1995: 91). Diría también que pueden darse formas de memoria que apelan al “discurso del silencio”, que parecen excluir o suspender el derecho a la palabra, a lo explícito, no solo en la historia que narran, sino en cómo la narran. Una misma noche de Leopoldo Brizuela es un texto paradigmático de esta reciente ficción: el narrador protagonista abre su historia con “Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo” (2012: 13). A partir de este comienzo, la frase con variantes inicia numerosos capítulos y atraviesa el texto: “Siempre quise contar lo que nos pasó esa noche del ‘76 [...], pero nunca pude” (37) o “Si me hubiera atrevido a denunciar, habría dicho [...]” (159). La alternativa de declarar y hablar nunca se cumple y se reemplaza con el proyecto de escribir, que conlleva el surgimiento de la memoria y la búsqueda de la verdad, pero que deja zonas oscuras sin ver jamás la luz –ni la justicia–. Nunca se sabrá cuántas y cuáles son las cosas que debería declarar; en primer lugar, está la escena clave, olvidada, ambiguamente reconstruida, confusa y que jamás se explica con claridad. La escena corresponde a la irrupción en 1977 de un “grupo de tareas” –nombre usado para los miembros de las fuerzas armadas que se ocupaban de asaltar, 93
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matar y hacer desaparecer– en la casa de al lado. Los matones ingresan por la casa del narrador y cuentan con la ayuda del padre que, según parece ver el protagonista, un niño entonces, los acompaña y patea la puerta de los vecinos, quedando de ese modo como parte y cómplice de la patota. La identidad del padre será uno de los nudos silenciados y oscuros del relato; su posible condición nazi y la escena de la que es partícipe se omitirán para siempre en la familia y constituyen el núcleo de la violencia sepultada de la que no se habla. La otra escena corresponde a la entrada de otra patota sospechosamente similar en la misma casa para robar, ya en plena democracia. La similitud de las situaciones y de las sensaciones del protagonista vertebra la novela. El narrador elude el recuerdo de esa escena “primaria” tocando el piano, luego, ya adulto, usando la máquina de escribir y, finalmente, la computadora; los tres “instrumentos” funcionan como sus “zonas de refugio”. Eso que no puede contar, sumido en el total silencio para su madre y para él, serán los indicios que busca en fotos –al ver una de ellas afirma: “empezó a aclararme los secretos de aquella noche que hasta entonces no podía recordar” (96), aunque nada aclara sobre ellos– y que intenta rastrear en su visita a la ex ESMA en pos de las huellas de su padre. Este había estudiado y pertenecido a ese ámbito de horror muchos años antes y muere sin confesar nada el día que el presidente Kirchner hace bajar los retratos de los militares golpistas en la casa de gobierno. Su muerte, cuando comienza un gobierno democrático que buscará la reparación y la justicia, no parece, sin embargo, ser relevante ni cambiar nada para el narrador. Seguirá marcado por las dudas acerca de ese pasado oscuro; los lectores también sospechamos, pero no lograremos aclarar demasiado: cada vez que el narrador está a punto de descubrir e informarnos algo definitivo, la revelación no conduce a nada o aumenta las sospechas, sin confirmar ni cerrar la historia. De hecho, el capítulo penúltimo transcurre en el presente de la escritura, 2010, pero todo parece confundirse con el pasado, hasta el inquietante llamado telefónico final que le hace pensar al narrador mientras cierra los ojos: “son ellos” (269). La escena es perfectamente intercambiable con otras de una época marcada para el protagonista por el silencio y el 94
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miedo44. La novela concluye con un capítulo en bastardilla que regresa al pasado, al año 1974, una época más feliz –previa a la escena “originaria” del horror– que, no obstante, se cierra con la negrura que ve el narrador en el fondo de la piscina y que se duplica en la última hoja de la novela: “Cierro los ojos y veo el fondo espléndido, el centro de la tierra. Su negrura” (271)45. Hay que agregar que el texto juega a evocar y producir un efecto de autoficción en la medida en que varios de los datos del narrador coinciden con los del autor. De modo contrario a lo esperado, el matiz autobiográfico contribuye al efecto de ocultamiento: la escritura sostiene el silencio que no se puede o quiere romper46. Nada se resuelve, lo oculto o equívoco queda sin aclarar: ¿cuál era la participación del padre del narrador en la represión?, ¿qué pasó en la escena clave, turbia (tanto para el narrador como para el lector), origen de todo el silencio que rodea al protagonista?, ¿qué ocurrió en la casa vecina una vez traspasada la puerta?, ¿realmente han seguido actuando esos temibles grupos de asesinos, ahora dedicados, quizá, al robo? Como en los relatos anteriormente mencionados de Gusmán o Díaz Eterovic, las distancias entre el pasado y el presente se desvanecen y ese es el eje del relato: una misma noche de 1976 y de 2010 se fusionan y en ninguna de ellas Este capítulo se construye con diálogos interrumpidos, llenos de elipsis, que el lector debe completar e imaginar. Lo mismo ocurre con las alusiones a ruidos sospechosos en “la casa de al lado” y a la discusión del protagonista con su madre a raíz de su aparente confusión de temporalidades. Es interesante una frase que, aunque referida a la salud, adquiere resonancias inquietantes en el contexto de la escena: “su mayor temor era ‘tener algo malo’. Algo tan malo, en verdad, que de solo nombrarlo podría matarla al instante” (267). 45 Cada capítulo se encabeza con el año en que transcurre, en una continua oscilación entre el pasado y el presente, y con una letra del abecedario desde la A a la Z. La Z corresponde a la página totalmente en negro: la negrura, suponemos, que ve el narrador desde la piscina. El abecedario completo, las letras, nos van llevando por la escritura que termina en lo oscuro de un futuro sin salida. 46 El concepto de autoficción se analiza con más detalle en el capítulo III. Remito al artículo de Ilse Logie, “Más allá del ‘paradigma de la memoria’”, que, aunque no se refiere a la novela de Brizuela, presenta un excelente análisis de la narrativa de este período desde este punto de vista. 44
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se puede hablar ni denunciar. Pero, a diferencia de aquellas novelas, ya no podemos llegar a ninguna resolución, el presente está impregnado por las imágenes del pasado; la inquietante pregunta sin respuesta de la madre –que arrastra su permanente silencio y su temor– “¿pero no te das cuenta de que esta casa no puede ser la única? ¡Que no puede ser que solo a nosotros no nos toque!” (265; la bastardilla es del autor), aterra al narrador y refuerza todas las dudas y sospechas sobre la conexión de su padre con la dictadura. Esa pregunta nadie puede responderla, tampoco el lector que a lo largo del relato ha buscado una verdad que se le escapa y está destinado al mismo fracaso que el protagonista. En resumen, el texto no parece tener cierre, no se trata en este caso de volver al concepto de “obra abierta” característico de los años sesenta o de la novela experimental sin final que pedía no fijar el sentido y proponía múltiples alternativas de interpretación. El relato, como muchos de este período, tiene una trama que hace suponer y esperar una conclusión que no llega, el final se diluye y se quiebra el remate de la historia. Lo silenciado, el secreto que impera entre los personajes y al que tampoco accede el lector tiene la naturaleza del horror, la violencia, el espanto que imperaba durante la dictadura. De alguna manera es indecible, insoportable, para los protagonistas. Hay que destacar que si bien esto es particularmente notorio en Una misma noche, puede observarse en mucha de la producción del período47. Este rasgo ha generado a Un ejemplo interesante son los relatos de Félix Bruzzone, en especial los cuentos de la colección 76 (2014). Contados desde un tiempo presente, recuerdan una infancia marcada por el trauma de la desaparición de los padres, el silencio que rodeó esos hechos y la imposibilidad de superarlos y construir un futuro. La fragmentariedad característica de una antología se diluye en tanto la mayoría de los relatos podría pensarse como capítulos de una novela en la que el protagonista busca respuestas (nunca encontradas) sobre la desaparición de su madre mientras lleva una vida sin muchos objetivos ni proyectos. Basile afirma que “El ‘silencio’ y la ‘patología del secreto’ atraviesan casi todos los textos de Bruzzone y dan cuenta del mutismo oficial (renegación social) y de la circulación del secreto […] dentro del núcleo familiar […] creando un clima de incertidumbre, ambigüedad, sospecha y paranoia” (Basile, 2019: 138).
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veces críticas y ha sido visto como una falla de escritura u organización; sin embargo, puede leerse como una diferencia significativa con los relatos mencionados anteriormente, que también juegan con la oscilación pasado/presente, pero que finalmente revelan información y descubren los secretos para concluir en algún tipo de final, ya sea consolador o no, se haga justicia o no. A luz de esta diferencia, podríamos suponer que la función misma de la escritura en estas ficciones ha cambiado y apunta a llevar al primer plano el desasosiego, la incertidumbre de nuestro presente. En la novela de Brizuela, no hay posibilidad de salir de la madeja de recuerdos, silencios, ausencias en que se ven envueltos los personajes –y los lectores– cada vez que el narrador asegura llegar a una “revelación definitiva” y, en verdad, solo se trata de un desvío cuya importancia se va desvaneciendo. Una muchacha muy bella, de Julián López, tiene notables semejanzas con la novela anterior en su organización formal: el relato se construye desde un presente con los recuerdos de infancia del hijo, ya no de un presunto colaboracionista, sino de una desaparecida. El mismo silencio rodea los hechos y el “saber no dicho” que posee el niño; también el lector acompaña a lo largo del relato la espera de un desastre que no se menciona, pero que se presiente a través de numerosos indicios. Asimismo, el narrador “sabe” que bajo la aparente normalidad de la vida cotidiana corre otra historia marcada por el miedo, el silencio y la ausencia de respuestas a preguntas que no se deben hacer48. Al revés que en su libro Preguntas y respuestas para niños curiosos, él sabe que no puede preguntar En el mismo sentido analiza Ilse Logie el funcionamiento de la elipsis en la novela: “A estas alturas, sólo caben las omisiones, que se condensan en un uso generalizado de la elipsis, esa técnica narrativa que consiste en no mencionar en el discurso sectores más o menos amplios en el tiempo de la historia. Por eso, a pesar de constituir el núcleo de la historia, la propia escena del secuestro no se representa en la narración, está fuera del alcance del chico. Todo el lapso de tiempo entre el allanamiento y la adultez es una ausencia inscrita en el corazón del texto. Muchas cosas no se nombran. Ignoramos, por ejemplo, cómo se llaman el protagonista y su madre y falta por completo el relato de la militancia” (2016: 65).
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nada, que “[son] preguntas que no voy a poder formularle a nadie” (2013: 38) y que no recibirá respuestas: “Me animé a preguntarle ¿Qué pasó? Ella esperó unos segundos y me contestó con otra pregunta” (73)49. Esta ausencia de respuestas corre en paralelo con el silencio del niño quien se define a sí mismo como mudo: “Me quedé pasmado, más mudo de lo que era, o mudo también para mí” (58). Es el callar que impera en todas partes, aun cuando está en la calle: “los coches se movían y los automovilistas gritaban, pero todo estaba en silencio” (36); o ante un posible atentado en la escuela: “Estaba aturdido por el silencio [...] aún me ensordece el silencio [...] un silencio que se recortaba del silencio general” (61). Del mismo modo funcionan las escenas que el niño construye en su imaginario o que ve y no puede interpretar, minirrelatos claves, indicios, señales de lo que no se dice y está por venir. Un ejemplo interesante son las sirenas nocturnas que oye y atribuye a barcos en los que podrá partir con su madre “hasta un puerto soleado. Juntos. Salvos” (78). Precisamente, a propósito de esta creencia surge la única pregunta que su madre contesta, aunque de un modo desviado, explicándole que es un tren. A continuación, la frase del narrador es un modelo de las estrategias del texto para trabajar las huellas del saber y del silenciar: “Hubiera preferido no saber, hubiera preferido que la respuesta hubiese sido una pregunta, como siempre. Hubiera preferido que mi madre intuyera que justo esa era la pregunta que no tenía que responderme” (77). La historia que corre subterránea siempre parece estar a punto de aparecer, de ahí la tensión que tienen las mínimas escenas cotidianas que el niño atesora para “llegado el caso, contármela a mí mismo en los momentos en que la incredulidad arrecia” (115). Esa historia sale a la superficie con la desaparición de la madre, narrada también a través de los indicios: el policía, la puerta abierta, el desorden y la destrucción. Ante ellos, el niño expresa el punto Los ejemplos son múltiples, el silencio funciona en ellos como un indicio de lo que vendrá y no es posible nombrar: “cuando se enfrentó a mis ojos los suyos se licuaron de tristeza y en vez de reprocharme me abrazó de costado y se quedó en silencio mirando” (73).
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clave de la relación entre saber y silencio: “Yo sabía algo. Sabía. Corrí desaforado, apretando fuerte la valija con mis cuadernos de la escuela, para no perderla, y sabía algo. Yo sabía” (128). Sabe, pero no dice qué sabe, solo lo narra a través del caos que encuentra y de la ausencia50. Se pueden establecer aquí conexiones con la novela de Brizuela, pero también marcar diferencias: el silencio en el relato de López tiene su particular cualidad, no es reprimir lo que no conviene decir o no se soporta saber, se trata de un silencio “protector” frente a la violencia, que ayuda a construir para el personaje una cotidianidad casi feliz, permite vivir aun sabiendo y en espera de la catástrofe; una inflexión bien distinta a la del silencio “después del horror” que atraviesa Una misma noche. Los capítulos que cierran ambas novelas, narrados desde el presente por los personajes ya adultos, demuestran que esos silencios continúan y señalan los mismos inconvenientes para superar el trauma, la misma falta de futuro y de alternativas afectivas. Ese silencio acompaña finales sin una salida, que podrían calificarse de “anodinos”, ya se trate de la incapacidad de escribir y el miedo del narrador de Una misma noche que no puede resolver su vínculo con el pasado (“Todos estábamos atrapados en una trama de horror”) (251); o de la pasividad, el desapego del adulto que en Una muchacha muy bella nos dice: “Pocas cosas me dan felicidad, el sol en los pies, sentado al escritorio, frente a la ventana de mi cuarto [...]. Y para esa felicidad solo tengo que poner el cuerpo ahí, esperarla” (137). Este narrador reitera con variaciones la frase “en mi escritorio hay poca cosa”: “en mi escritorio hay poca cosa y al lado una taza de té” (131), “en mi escritorio hay poca cosa y el té heredado” (149), “en mi escritorio hay poca cosa y una foto Martín Kohan también analiza el saber del protagonista y lo relaciona con el de otros personajes de relatos de infancia en el contexto de la dictadura: “¿Sabe, entonces? Sabe y no sabe. O cree que no sabe. Pero cuando llega a su casa, llevado por la vecina, y ve a un policía parado en la vereda del edificio, y sube y encuentra que la puerta del departamento está abierta, y entra en la casa y ve que todo está revuelto y roto, comprende que sí sabe. No que ahora sabe. Descubre que ya sabía, que ya desde antes sabía” (2014: 21; la bastardilla es del autor).
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enmarcada” (154). Y concluye: “En mi cuarto no hay nada, ni siquiera poca cosa. Un escritorio al que me siento en las mañanas, frente a la ventana, algún desorden de papeles, pero nada” (156)51. Logie también señala la dificultad del protagonista de esta novela para reconstruir su vida: En esta coda, la atmósfera es dura y dolorosa, la voz ronca, despiadada y el hombre que emerge allí solitario y silencioso, alguien asomado al abismo. Se hace patente que ser hijo de padres desaparecidos no es un hecho del pasado, sino que sigue teniendo vigencia en el presente. El narrador lucha por forjarse un lugar de respiración propio y definir su propia identidad, pero sólo lo consigue a duras penas, no puede asumir su legado y, por eso, no logra continuar con su vida (2016: 64)52. Miriam Chiani y Silvina Sánchez señalan: “Julián López propone una especial experiencia de la perdida: el hijo quebrado y arrasado, paralizado por la memoria, con una enorme incapacidad para amar. Reducido a la exclusiva condición de ser hijo y al deber de recordar, no puede acceder a una vida propia. Frente a un escritorio con una foto de su madre ensaya mínimos ritos de olvido, estrategias de vaciado o descarga que cree encontrar en la lectura o en el té. Porque allí cada línea, cada sorbo, anulan los precedentes, ayudándolo a afincarse en el presente” (2020: 362). Asimismo, Basile afirma sobre ese final de la novela: “Esta narración a cargo de una primera persona, de un yo adulto, escritor, que focaliza en la voz del niño, configura su infancia como un relato melancólico, entendiendo el concepto de melancolía como la incapacidad para cortar el ligamen con el objeto perdido (la madre y el padre) y suturar la ‘herida abierta’” (2019: 111; la bastardilla es de la autora). 52 Asimismo, coincido plenamente con Ilse Logie cuando afirma que la narración “no está cerrada sobre sí misma, como se desprende de la escena final (157), que hace un guiño a la continuidad: el protagonista escucha la risa de unas chicas cartoneras debajo de su ventana y decide salir a la calle, porque espera que el encuentro con ‘gente’ le cure de la asfixia de estar atrapado en su papel de hijo. Pero el compromiso más urgente de la novela reside en una apuesta fuerte por la escritura. Implícitamente, López defiende la operatividad de los juicios de valor estéticos. Es llamativo este punto de vista, porque se desvía de la doxa ahora dominante que precisamente cuestiona la especificidad de lo literario para proponer pistas que la descentren. Por el descrédito en que ha caído la ‘literariedad’, una literatura que hoy en día se define por su densidad estilística se convierte ya de por sí en una fuerza resistente” (2016: 77). La apuesta a lo literario me parece uno de los grandes logros que distingue esta novela en la producción del período. 51
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Es posible concluir que una diferencia entre las ficciones las anteriores y las recientes se encuentra en que estas parecen descreer del éxito de cualquier reparación: más allá de toda justicia, y aun cuando parte de esa justicia se haya cumplido, no hay consuelo ni cura posible53. Se haya sido una víctima o un hijo traumatizado y sin paz de un victimario, las marcas del horror vivido permanecerán y nada puede hacerse para borrarlas; se diría que, por su naturaleza, son imborrables. En ese sentido, son relatos que, con su sola presencia, nos recuerdan la necesidad de la memoria y, a la vez, que el daño es irreparable; la herida, el rastro de lo vivido, como los números en la piel de las víctimas del nazismo, permanecerá. En torno a estas novelas se ha debatido mucho considerando la propuesta de resiliencia que se podría hallar en algunas de ellas. Considero que en el juego de “resistencia/resiliencia” la mayoría de los relatos mantienen distancia, son de alguna manera reticentes a resistir en el viejo sentido de la militancia tal como era entendida por la generación anterior –la de los padres de los protagonistas– pero también a creer en una resiliencia comprendida como “la capacidad de desvincular los efectos de un traumatismo sobre uno mismo” (Fabry y Logie, 2017: 10)54. Quizá estas ficciones intentan un nuevo modo de pensar –más pesimista, menos consolador, marcado por un sentimiento de impotencia– lo político. A pesar de los juicios del Estado que logran en parte el castigo de los culpables y restituyen la justicia (juicios de los que muchos narradores de estas novelas parecen muy conscientes), nada puede mitigar el dolor de las pérdidas, borrar ese estigma o paliar el horror o la vergüenza del pasado. La memoria aquí funciona como una cruel repetición y la escritura como un paliativo, parcial, del miedo y del atroz silencio en el que esos personajes han vivido. Esto puede notarse en un personaje clave de Una misma noche, Diana Kuperman, víctima de la dictadura, a quien el juicio a sus torturadores no parece haber alcanzado a darle la paz necesaria ni reparado todo el padecimiento sufrido. 54 Remito al capítulo I, donde planteo mis reparos frente a la noción de resiliencia y me refiero a los debates que han surgido en torno a este concepto, muy trabajado por la crítica y la teoría en los últimos años. 53
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Existe un amplio corpus, muy ligado a la narrativa argentina de HIJOS, en la literatura chilena de este mismo período; entre ellas hay múltiples puntos de contacto, por eso me interesa analizar algunos textos en el que la presencia del silencio, como un eje clave de la organización textual, también es dominante. En la ficción escrita por las generaciones nacidas en, o luego de, ambas dictaduras, la violencia deja una huella y marca un quiebre histórico que se resuelve con frecuencia a través de diversos modos de representación del silencio. En este sentido, las novelas elegidas conforman un corpus parcial, pero ejemplar. Ya en la primera novela de Andrea Maturana, El daño (1997), que en principio no parece vinculada a lo político, lo silenciado ocupa un lugar esencial, tanto para el orden argumental, en la construcción de los diálogos y la trama, como para la voz que narra esa historia. La crítica ha coincidido en pensar que las ficciones de esta autora, si bien no están explícitamente relacionadas con las situaciones de violencia política vividas en Chile, exponen de un modo tácito el horror que atravesó la vida pública y privada, tanto en el periodo de la dictadura como en el que le siguió, durante la transición. Así lo señalan Alicia Salomone y Milena Gallardo: Parece haber acuerdo en la crítica literaria acerca de que “la narrativa de los hijos e hijas” de las personas afectadas por los hechos trágicos de la dictadura se inicia con la novela En voz baja (1996), de Alejandra Costamagna. Por nuestra parte, proponemos que los textos de Maturana, en particular su novela El daño, también acompañen el comienzo de la serie (2017: 198).
De hecho, en la novela puede leerse una suma de indicios que conectan las vivencias de la narradora con lo social y político, posibilitando, de acuerdo con estas autoras, “una lectura alegórica” (2017: 199). En esa línea, cobra sentido en el relato lo inviable de una “reconciliación” familiar, expresión que alude a los debates nacionales de esos años, y que “no casualmente aparece entrecomillado en el texto” (199). El “daño” –el incesto– sufrido por la protagonista que se articula parcialmente en su conciencia, está 102
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rodeado de silencio y se va revelando apenas por medio de frases, circunloquios y diálogos fragmentarios, pero nunca se nombra de manera expresa55. Salomone y Gallardo leen la complicidad familiar para mantener el secreto como una alegoría tanto de “la actitud negacionista de buena parte de la sociedad chilena frente a los abusos a los derechos humanos, como de la misma complicidad de un Estado que no protege a las víctimas ni juzga a los victimarios” (202)56. De este modo, el intento de quebrar los pactos de silencio, develar la historia con la terrible figura paterna y reconstruir la memoria marcada por el abuso y la violencia pueden asociarse a las tensiones políticas existentes en Chile en los años noventa; la lucha por romper el silencio de la familia es similar y remite fácilmente a la que se llevaba adelante en el país durante la postdictadura. El silencio en torno a un secreto familiar monstruoso que puede funcionar como sinécdoque de la situación nacional se repite en la antología No decir (2006), de la misma autora. Esos secretos nunca los revelan claramente los narradores, están contados con simulaciones y desvíos que los vuelven ambiguos, equívocos. Desde el título mismo y la ilustración de la portada –la imagen de un niño cuya boca está cruzada por el nudo de una soga– hasta la dedicatoria –“A Miki, Eva y Maia: para que en nuestra vida nunca haya cosas que callar”– todo señala que la consigna dominante de “No hay nombres para las cosas. No hay algo que se corresponda con los retazos de imágenes, todas ellas confusas. Y mi silencio, esta incapacidad de hablar, se instala junto a una especie de parálisis del cuerpo” (1997: 23). Y, a propósito de sus preguntas a los miembros de la familia: “No me dijo nada. Me dio la espalda y se fue sin abrir la boca […] Tu mamá no te contesta las preguntas. Ni tu hermana. Ni tu tía. Es como si lo que estás intentando averiguar no existiera” (130-132). 56 Leemos en la novela de Maturana: “Pienso en la famosa carta que supuestamente escribió mi mamá para que yo lea cuando ella muera. Por un segundo, pongo en ella todas las esperanzas de solución. Luego, tengo la sospecha feroz de que tampoco ahí habrá nada. Quiero decir nada. Que será un papel en blanco, o las instrucciones para hacer lo que sea…” (1997: 156; la bastardilla es de la autora). La frase resume el negacionismo, la búsqueda del olvido, el rechazo a reconocer el daño que caracteriza a la madre de la protagonista, pero que también puede aplicarse a la sociedad y la justicia chilenas del período. 55
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estos relatos es el silencio. El disimulo, el mutismo, en el ámbito de las relaciones personales, también aquí funcionan como metonimias de lo que ocurre en la sociedad chilena: en Maturana queda claro que la vida privada es política y que el crimen sexual no es ajeno a lo público, es la imagen “reducida” y en espejo de los otros crímenes que han arrasado al país. En el cuento que da título a la colección, un metafórico elefante va creciendo y ocupando cada vez más espacio en la cama matrimonial a medida que es mayor el ocultamiento de la relación homosexual del marido con un estudiante. El relato se cierra con la desaparición de la esposa “finalmente aplastada por la obesidad mórbida de mi silencio” (2006: 200). La hipocresía moral, el crecimiento del “monstruo” –equiparado al silencio– que acaba con las relaciones humanas, la negación de la verdad, dominan las ficciones de la antología. Entre estas, “Al fondo del patio” es ejemplar: una exilada vuelve a Chile con su hija, nacida en EE. UU., luego de dos décadas, para asistir a la fiesta por los 90 años de su abuela. Las relaciones disfuncionales de su conservadora familia quedan claras desde las primeras líneas en que la protagonista y narradora señala la falta de afecto e interés de sus parientes y las diferencias –en particular políticas– con ellos. Este vínculo se articula desde el comienzo y hasta el cierre en torno al silencio, lo ignorado, en torno al afecto no dicho, a los “temas prohibidos” y, finalmente, a los abusos cometidos con todas las mujeres de la familia por el patriarcal abuelo. El relato resulta así escandido por frases que reiteran “la ley del silencio”: Nunca se dijo nada así en mi familia. Nunca se dijo nada en mi familia (122). No me preguntaron nada (128). Era el silencio ancestral de mi familia y por primera vez en la vida entendí que no estaba vacío (129). Solamente preguntan cosas fáciles de responder o hablan de cosas buenas […] Por qué nadie debía saber nada (130; todas bastardillas pertenecen a la autora). Cada vez que decía algo tenía que callar otra cosa (133).
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Este “no decir”, este encubrimiento que abarcar tanto la trama y los diálogos de los personajes como la enunciación de la narradora (quien nunca explicitará haber sido también una víctima), lo rompe su hija –extranjera y ajena al código impuesto– gritando “a voz en cuello” la verdad sobre el abuelo abusador. Es interesante ver cómo ese grito destruye “el silencio forzado por el miedo” (135) y deshace la supuesta paz familiar y la reputación del patriarca. La exiliada y su hija, las dos “extrañas” al sistema aceptado, les habían “traído la peste. La verdad” (136) y la narradora, casi en el final, afirma “una sola frase frontal y clara había arrancado de cuajo el silencio de mi familia” (136). El relato va avanzando desde un comienzo marcado por el sentimiento de opresión, la complicidad y la simulación en aras de los mandatos establecidos y las convenciones, hacia la verdad y la destrucción de esa falsa armonía. No es casual que el último párrafo del relato lleve la atención de los personajes, pero también de los lectores, “al viejo, al fondo del patio, al monstruo que había abusado de sus mujeres […] sin recordar nada” (136). No se ha mencionado nunca a Pinochet ni ningún evento concreto ocurrido durante la dictadura57, pero el deslizamiento de lo particular –abuelo, familia– a lo político –dictador, sociedad– es evidente. La violencia sexual del patriarca es una forma desplazada de la violencia del Estado, se está igualmente inerme frente a ambas, ambas contienen la misma carga política. El silencio de la víctima es aquí represión, obligada connivencia, imposibilidad de escape. Solo el tiempo y la distancia abren un resquicio para que sea posible el grito. Las ficciones de Maturana dejan muy claro no solo la solapada violencia imperante, sino el quiebre generacional, la brecha entre el patriarca corrupto y la familia cómplice, por un lado, y la hija y nieta, por el otro, intrusas desestabilizadoras de un orden que rechazan. Esa grieta política y afectiva entre “hijos” y “padres”, en la que se instalan diversas formas del silencio, tiene en Camanchaca Dictadura que permanece como una sombra innombrable en el relato. El capítulo 6, en la segunda parte de El daño, se abre con una inquietud de la narradora: “Me pregunto de dónde saldrán tantos muertos” (128).
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(2009) de Diego Zúñiga rasgos particulares58. Lorena Amaro Castro incluye esta novela en un corpus al que llama “relatos de filiación” (2013: 109), caracterizados porque “abordan la experiencia infantil desde una perspectiva política o bien, en sentido inverso, la experiencia política desde una perspectiva infantil, para contar los años de dictadura” (110). En este corpus, que incorpora autores chilenos como Zambra y Costamagna o argentinos como Pron y Almada, entre otros, los recuerdos de infancia son “un auténtico locus de la memoria” (110). El largo viaje en auto del narrador de Camanchaca con su padre da lugar a un “diálogo” anodino en el que está ausente toda verdadera comunicación; no solo no se habla de nada que pueda importar, sino que se elude cualquier tema complejo: ya desde el comienzo el joven se pone sus audífonos y mira hacia la carretera dejando claro el tipo de vínculo que se establecerá. Ausencia de diálogo que se extiende y atraviesa toda la novela: “Yo no digo nada” (21), “Y me contó la historia. Con detalles. Con silencios […] Días después habría otra historia que nadie iba a querer contar” (22), “Mi papá no dijo nada” (23), “yo no le digo nada. Tengo los audífonos puestos […] Mi papá comienza a contarme la historia, pero yo prefiero no escucharlo” (29), “nos quedamos solos […] en silencio” (33), “Mi abuelo no contestará nada, mi abuelo no contesta nada” (45), “La historia era otra […] mi mamá la contó saltándose detalles […] Luego me dijo que guardara el secreto” (54), “Mi mamá, como siempre, optó por dejar ciertos cabos sueltos, silencios, ese tipo de cosas que parecían ser parte de su vida” (60).
El diálogo “quebrado” culmina en el último párrafo del relato: el viaje continúa en silencio, en medio de la neblina –la camanchaca59– Agradezco a Valeria Grinberg Pla y a Ilse Logie la sugerencia de las novelas Camanchaca, En voz baja y Mañana nunca lo hablamos, que han sido fundamentales para el análisis llevado adelante en este apartado. 59 La camanchaca es el nombre que recibe en el sur del Perú y el norte de Chile la neblina espesa y baja que va desde la costa hacia el interior. La asociación es transparente: las relaciones de los personajes y su pasado están envueltos también en una espesa niebla imposible de despejar. 58
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que no permite ver nada, pero el protagonista, por el contrario, “ve” niños y viejos tendidos en mitad de la carretera. La frase que cierra la novela despliega múltiples sentidos: “Cierro los ojos. Y los veo en la carretera, ahí, tendidos en la carretera. Los cuerpos […] y mi papá los esquiva, acelera y los esquiva” (120). Verbo clave en la novela, esquivar es la actividad que domina la acción de todos: del padre –al que se le atribuye un episodio oscuro en una carretera donde habría matado a un tío– que evade responsabilidades y conversaciones, del abuelo –en cuya casa resuenan voces que “oye” el nieto y nadie explica–, de la madre –protagonista de una confusa relación incestuosa con el narrador, quien también evita llamar por teléfono, preguntar, exigir respuestas–. Por otra parte, el episodio recuerda al tema del que jamás se habla y al que tampoco se alude, la dictadura que “resurge” literalmente en medio de la niebla en los cuerpos que ve/imagina el personaje narrador. El efecto del “diálogo silencioso”, de la conversación siempre escueta, con constantes brechas, está logrado por medio de una sintaxis en la que domina la frase corta, breve, y en la que no abunda la subordinación. Se atenúa así la posibilidad de sacar conclusiones, cada fragmento –al igual que los episodios que se narran en ellos– parece aislado; el protagonista queda al margen, no puede o no quiere saber, no parece interesarse por las posibles consecuencias de lo ocurrido en el pasado ni resuelve los secretos ocultos. Ese personaje narrador también ejerce la parquedad de información: “Yo miré la lista y anoté algunas palabras que luego decidí borrar” (98). El lector nunca se entera de lo que escribió y de porqué decidió borrarlo. Del mismo modo, nada se dice acerca de la identidad de los viejos y niños tendidos que “ve” en la carretera, justo en la elíptica escena final. Se abre aquí una lectura política, sostenida por la violencia que sugieren esos fantasmales cuerpos muertos, pero el texto y la voz enunciativa se mantienen reticentes, “callan”, suspenden la historia y nos dejan solos frente a cualquier intento interpretativo. En voz baja (1996), de Alejandra Costamagna, es una de las novelas que más atención suscitó en la crítica; se trata de un relato esencial para la conformación de este corpus. La trama –como es 107
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obvio desde el título– se organiza en torno al silencio, al secreto y la necesidad de saber lo que se intenta esconder. Costamagna reescribió este relato en el cuento “Había una vez un pájaro”, publicado en 2013 en una colección con el mismo nombre; allí incluye un pequeño texto titulado como la novela, de la que toma distancia y a la que siente extraña porque “yo ya no me escuchaba ahí […] en vez de silencio, ahora escuchaba ruidos, sobrexplicaciones, personajes-maquetas y un lenguaje altisonante” (2013: 70). Por eso decide contar la historia de otra forma, “con el foco puesto en un solo conflicto […] Esa misma historia de 1996 pero más silenciosa, en voz más baja” (71)60. Más allá de la intensificación de los silencios en el cuento, me interesa la novela porque puede leerse casi en paralelo y, a la vez, como una inversión de Una muchacha muy bella de López: un hijo que recuerda a su madre, que “sabe” o presiente el horror que vendrá y lo narra desde un presente en el que el recuerdo de la vida con ella está lleno de afecto y de escenas en un hogar cálido, pero continuamente amenazado por el afuera. En la novela de Costamagna, la hija indaga sobre el paradero de su padre, información que le es negada por la madre y el resto de una familia que se mueve en un ámbito privado cada vez más hostil, paralelo al contexto histórico de la dictadura que los rodea. La búsqueda se cierra con la noticia del suicidio del padre, ocurrido en el exilio, que abre un camino de desolación –incluido un ambiguo intento de suicidio– para la protagonista. A su vez, como en López –y en la mayoría de los textos del corpus–, su indagación persigue evitar el olvido –que quiere imponerle su madre– y sostener la memoria. Y de la misma manera, la pérdida de la figura amada, la madre en un caso, el padre en el otro, y la irreparable herida que deja, está rodeada de silencios, secretos y preguntas sin respuesta A Bieke Willem, en su análisis de la novela y el cuento, le interesa ver en qué consiste “la subversión implicada en el uso de su lenguaje silencioso, con el fin de definir cómo se articulan las relaciones entre la intimidad y lo político en los dos textos” (2016: 211). Estudia cómo Costamagna piensa el vínculo entre ambos términos, en su novela como reformulación de la alegoría nacional y en el cuento como el espacio donde se desarrolla plenamente la idea de comunicación íntima.
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que funcionan en contrapunto con el “ruido” y la permanente violencia externa. Como ya se vio en otros relatos, En voz baja está atravesada, desde las primeras páginas, por frases y escenas en las que el callar es la clave: desde “a veces es mejor no decir las cosas” (1996: 9), “a veces es mejor quedarse callado” (156), hasta la frase que cierra la novela, “y ya no hablaría más” (172). Todo lo que no se pregunta, no se contesta y no se puede decir se juega en oposición al modo de hablar a gritos de la madre. Ella domina el diálogo en la casa y las pocas veces que contesta algo lo hace “en voz baja y con un tono de molestia” (155). Igual que en las ficciones de Maturana, impera la orden de callar y el ámbito doméstico reproduce el espacio político opresivo. Las dificultades de la narradora para investigar la verdad sobre la ausencia de su padre y encontrarlo evocan los obstáculos con que se enfrentaba quien preguntara por sus familiares desaparecidos en Chile bajo la dictadura de Pinochet. Hay un sistema de equivalencias clara entre los dos espacios, el público y el privado: la misma represión, el mismo silencio. Por otra parte, la novela incluye capítulos en bastardilla con escenas que no están al alcance de la protagonista: escenas del padre encarcelado, de su exilio en México y diálogos con familiares que lo visitan en la cárcel. Esos capítulos permiten al lector saber un poco más que la narradora, en especial sobre la falsedad de los afectos adultos y la traición –política y privada– que vertebra la trama y es, en verdad, el “agujero negro” silenciado. A su vez, las dos cartas que envía el padre hacen contrapunto con los capítulos en bastardilla, porque por medio de ellas la niña logra saber, en parte, qué ha pasado con él; una está destinada a su exesposa, explicita la traición y contiene la foto que guardará la narradora. La segunda está dirigida a la hija quien la recibe luego de enterarse de su suicidio y el lector nunca podrá conocer con claridad su contenido. El desencuentro entre lograr, finalmente, saber el destino del padre y comprender que no volverá a verlo elimina toda esperanza y el vínculo se reduce, otra vez, al silencio. No hay escenas de violencia en los relatos de este corpus; la violencia es un telón de fondo, un ruido sordo que está detrás de 109
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las experiencias y pensamientos de los protagonistas, invade el hogar, pero no se manifiesta y tampoco se busca explicarla; actúa, justamente, a través del silencio, más fuerte que cualquier grito. Es ejemplar en esto la novela de López donde el niño encuentra los rastros, las huellas de la desaparición de la madre en el desorden de los objetos al regresar a su casa. La escena clave, que intuimos y tememos durante mucho tiempo, transcurre fuera de la vista del protagonista y de los lectores. En el caso de En voz baja, la narradora busca esos rastros de su padre en la casa y en las conversaciones de los adultos; la violencia se halla en el retaceo y el silencio con los que se le niega información y se trata de hacerle olvidar su figura. Contra esa violencia está el silencio protector de la narradora en su decisión final –“y ya no hablaría más” (172)–, sabedora de que ya nada cambiará ni será posible saber más. Si bien me he ceñido en esta sección, para la construcción de un corpus que no pretende ser exhaustivo, a textos argentinos y chilenos, los mecanismos comunes se pueden rastrear en muchos otros relatos de la literatura latinoamericana, también ligados a las experiencias de infancias transcurridas durante dictaduras u otros contextos de violencia extrema. En particular, me interesa mencionar Mañana nunca lo hablamos (2011) del guatemalteco Eduardo Halfon porque en esa novela el silencio funciona también como un eje conductor esencial y su título podría ser el de muchas de las novelas del Cono Sur. Magdalena Perkowska la incluye en un amplio corpus de “la literatura de los hijos”, ya sea que represente a hijos de víctimas del terrorismo de Estado o de padres “que optaron por la neutralidad complaciente o, incluso, apoyaron a los regímenes dictatoriales” (2017: 596) y la ubica en el segundo grupo61. En cualquier caso, se trata de una narrativa que reescribe la experiencia de una infancia marcada por la violencia política. En este sentido, El corpus narrativo centroamericano enfocado en la violencia del período es tan extenso como el del Cono Sur; podría decirse que se trata ya de una literatura que incluye numerosos autores, textos y rasgos propios; objeto, asimismo, de una extensa bibliografía de la que forma parte el artículo de Perkowska aquí citado.
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todo el corpus expone un entramado complejo de relaciones entre historia, trauma, memoria, reparación (o no) a través de la escritura a cargo de un/a protagonista que evoca, ya adulto/a, los hechos y los revive con la mirada de la infancia. Por ese motivo, es frecuente su incomprensión de las situaciones o un saber que no puede expresarse y está rodeado de silencio. La novela de Halfon resulta característica en tanto el callar, la falta de respuesta, lo silenciado organizan la mayoría de los capítulos; estos son, según Perkowska, diez relatos, cada uno de los cuales pueden considerarse “como una instantánea en el álbum de memorias que el narrador rescata mediante la evocación” (2017: 604) de su infancia, transcurrida en el contexto de la represión militar y la violencia que imperó en Guatemala en la década de 1980. El título se repite en la última frase con una pequeña variación: “Pronto llegó mañana y mañana nunca lo hablamos” (2011: 138)62. Esta expresión entonces enmarca el relato y es clave porque resume diversas temporalidades: el futuro del niño, contado ya como pasado desde el presente de la enunciación. A lo largo de todo ese tiempo no se ha hablado de nada y menos de lo que ha dado origen a esa frase final; un poco antes de decirla, el personaje ha hecho una serie de preguntas a su padre que este nunca contesta: ¿Los guerrilleros son indios? Silencio […] ¿también los soldados son indios? Ay, amor, estas no son horas para hablar de eso […] lo hablamos mañana (138).
Este podría ser el final de muchos textos de la generación, es fácil observar la semejanza en otros relatos. Un cuento de la colección 76 de Félix Bruzzone, “Chica oxidada”, concluye con la frase: “Pero no me animé a preguntar; y todo quedó así” (2014: 87). En el mismo sentido puede mencionarse el cuento de Costamagna “Había una vez un pájaro”: “yo pregunto qué pasa. Pero ella dice que no estamos en edad de entender […] que algún día nos van a explicar todo. Y nunca estamos en edad y no hay explicaciones” (2013: 34). Lo mismo que en la novela de Halfon, esos diálogos y el silencio se dan en el hogar, al que llega el eco de la violencia exterior donde “retumban las ráfagas de metralleta” (2011: 34).
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De hecho, estas preguntas –y esa conversación con el padre– están vinculadas a las situaciones políticas –y raciales– que el niño percibe y de la que es testigo sin entender demasiado y sin recibir información sobre ellas63. No solo cierran el último capítulo, sino que exasperan un sistema presente en toda la novela y que alcanza aquí su culminación: son numerosos los diálogos en los que se desvía la respuesta, se contesta “otra cosa”, no se da ninguna explicación o simplemente no se habla; escenas que van escandiendo el relato hasta el final ya mencionado: Durante todo el camino […] ninguno de los dos había hablado […] mi tío no se movió. No dijo nada (35) Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca quiso decir qué leyó […] nunca supimos. Nunca dijo nada. (94) ¿Y Anderson? –pregunté […] –¿Y Anderson? –volví a preguntar […] –Ese ya no está (109). No decía nada. Mi papá tampoco decía mucho (119) […] Se sentó en la cama de mi hermano, y guardó silencio […] Habló en desorden y balbuceos (120) […] Pero no le dije nada (121) […] Ninguno de los dos me contestó (122) […] Quizá no me oyó. O quizá no sabía la respuesta (137).
Es fácil deducir de las citas que la violencia política desencadenada en el exterior invade la vida privada, a pesar de los esfuerzos por acallarla, ignorarla y evadirla. El silencio posterga el saber del niño a un futuro en el que parece difícil creer que algo será aclarado; de hecho, el cierre del relato –y de muchos otros del corpus– transcurre en un presente en el que nada hace pensar que esa violencia se ha explicado, que alguna pregunta se ha respondido realmente y, sobre todo, que algo del miedo y el trauma padecidos ha sido mitigado y superado. * Situación similar a la del lector que, si no conoce el contexto histórico y político de Guatemala de ese período, difícilmente podrá comprender con claridad las alusiones a episodios específicos, que el texto evade explicar.
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En este capítulo he analizado diversas posibilidades del contar sesgado que establecen un fuerte nexo con la violencia política – violencia que alcanza el mundo privado y el de la infancia en los relatos de la generación de HIJOS–. Las estrategias a las que recurren estos modos de narrar son la vía por la que se manifiesta lo político; ellas conforman una estética de lo elusivo en la que procedimiento artístico y significación política se enlazan íntimamente. La violencia es siempre, en estos relatos, una amenaza latente, debido a la memoria de lo vivido en el pasado, a la experiencia del presente o al temor de lo que podrá ocurrir; de ella no se habla, aunque tiña la totalidad de la vida, incluidos los lazos familiares que funcionan como sinécdoques de un mundo exterior aterrador. Al silencio y la elipsis se suma el secreto que puede ser funcional a la resistencia o protector –mantenerlo evita hablar de lo temido o lo insoportable– e, incluso, perturbador: la sombra de todo lo acallado pesa sobre los personajes y resurge, a veces, con su carga de violencia imposible de evadir. Es notable la fuerza que el desvío y lo silenciado tienen en las ficciones y el abanico de posibilidades que abren a la interpretación: tanto en el nivel de la trama como en la enunciación son índices de opresión, rebeldía, olvido y memoria simultáneamente. Tres maestros en el arte de la omisión me permitieron construir una genealogía: Borges, y luego Walsh y Cortázar, han sentado las bases para una tradición que alcanza las dos líneas narrativas. Bases en la que debe incluirse a Piglia, figura ejemplar en esa cadena de filiaciones para los autores de las últimas décadas. Si se atiende a los textos citados en este capítulo, se observa que, por una parte, consideré las ficciones producidas durante o inmediatamente después de las dictaduras donde domina un contar oblicuo, al sesgo. En ellas, ese juego elusivo suele estar a cargo de un narrador o de un punto de vista que siempre evade la mención precisa y deja indicios, huecos, cubiertos por cambios de perspectiva, alusiones, figuras retóricas, desvíos en lo semántico, sintáctico, incluso gráfico. A su vez, en los textos de la generación que no vivió como adulta el horror, en la que es memoria infantil o evocación fantasmal, se va extendiendo como cuestión dominante –y al pa113
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recer ineludible– el narrar a partir del silencio. Las opciones son diversas: en Una misma noche suponemos lo que ocurrió en tanto el narrador –a diferencia del contar sesgado de Cortázar o Prego Gadea– se detiene y oculta datos, quiebra la posibilidad de una resolución dejando pistas siempre confusas. Lo lectores sospechamos, reconstruimos, indagamos las historias que los personajes y narradores callan o cuentan parcialmente utilizando diversas estrategias lingüísticas –las frases breves, casi sin subordinación en Camanchaca, por ejemplo; o la acumulación de preguntas sin respuesta en el relato de Halfon–. Los hechos solo los conocemos por los indicios que han dejado, por sus rastros en la enunciación o la trama, por el saber histórico que tenemos. En la narrativa de HIJOS, los mecanismos compartidos autorizan a reconocer ya un considerable corpus que alcanza otras ficciones latinoamericanas. Textos –e incluso films– registran el empeño de los niños por no enterarse o, por el contrario, el esfuerzo por indagar, a partir de lo que se recuerda o intuye, para alcanzar un saber preciso de lo ocurrido. La escritura “quiebra” toda posibilidad de construir relatos evocadores: los relatos son intentos de recuperación de la memoria rota, herida, fragmentada, pero también expresan la dificultad de construir “cuadernos de infancia” límpidos, de acuerdo con lo esperable y convencional. Difieren de las memorias habituales y de las idealizaciones sobre la niñez; la distancia entre el pasado y el presente de enunciación deja un hueco, un vacío en el que se instala la opaca “verdad” de la historia. El pasaje desde aquel tiempo evocado al actual está marcado por el dolor, el fracaso, la imposible cicatrización de las heridas que hacen incierto el porvenir64. Por eso parece tan adecuado el título de la Las ficciones con protagonistas niños/as y mujeres, testigos del terrorismo de estado, lo que solemos llamar el botín de guerra, tienen la virtud de restituir su condición política a la víctima. En ellos se potencia el cruce entre sexualidad, violencia, silencio y política. Recalco este aspecto en tanto se ha producido en los últimos años una especie de “institucionalización” de ese rol y por lo tanto una cierta despolitización. Me refiero a trabajos que se han ocupado de la víctima desde ciertas disciplinas, como los incluidos en la antología de Gabriel Gatti Un mundo de víctimas. Allí abundan estudios sobre aspectos
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novela de Halfon para referirse a estas ficciones: en ellas, el pasado, nunca explicado y siempre silenciado, se evoca desde el presente de un narrador cuyo futuro queda en sombras y para el que no cabe tener muchas esperanzas. Formas de volver a casa (2011) de Alejandro Zambra es una de las novelas más reconocidas y representativas de la reciente generación chilena. No solo comparte rasgos con los relatos de este corpus, sino que hay en ella una clara conciencia de pertenencia dada por las citas y alusiones a textos y escritores del grupo. Es ideal, entonces, por ese carácter “condensador”, para cerrar este resumen final y, a la vez, dejar abierto –como se verá– el camino para el siguiente capítulo. La novela narra una infancia transcurrida durante la dictadura de Pinochet desde un presente en el que se reflexiona sobre el escribir y sobre la naturaleza del propio relato. El quiebre del diálogo padres vs. hijos y los silencios que construyen esa relación vertebran la historia en la que es muy nítida la diferente experiencia generacional: un ejemplo excelente lo da el episodio en el que dos niñas, en 1977, piden ver un espectáculo en el Estadio Nacional y el narrador comenta: “lo pasaron muy bien […] para sus padres, un suplicio […] durante todo el espectáculo ellos habían pensado solamente, obsesivamente, en los muertos” (2011: 120). Esta distancia entre las dos generaciones será clave en un texto que incluye un capítulo “La literatura de los padres” y otro “La literatura de los hijos”, exponiendo así en la organización misma uno de los ejes que atraviesa este corpus. Como en los anteriores relatos, el silencio determina el vínculo con los padres; de hecho, el relato transcurre en un tiempo muy posterior en el que la búsqueda de información y el descubrimiento de secretos e incógnitas solo se puede resolver parcialmente. La relación con los mayores nunca será fluida y deja más asistenciales y legales; de este modo, las víctimas acaban por ser “una figura, un personaje […] una referencia consolidada, estable, omnipresente […] central en el mundo contemporáneo” (2017: 8). Esto ha atenuado lo que es esencial: la condición política de la víctima que siempre lleva detrás una historia de horror y siempre forma parte de los vencidos y los débiles. 115
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interrogantes que respuestas. La novela resume de algún modo la historia y la problemática de todo el corpus a partir de los títulos de cada capítulo: los dos ya mencionados están enmarcados por “Personajes secundarios” –es decir, la generación del narrador– y “Estamos bien” –ambiguamente referido al presente de esa misma generación–. Los hijos, sean de militantes, de cómplices o de indiferentes, son “personajes secundarios” porque, en principio, el narrador siente que la novela “es la novela de los padres […] crecimos creyendo eso […] mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón” (56). Sin embargo, reconocerá más adelante que “aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia” (105). Aquí se hace claro uno de los atributos de esta narrativa: contar el pasado y la vida de los padres es contar también la propia historia. Por eso, ya adulto, cuando se entera del secreto que atravesó su infancia, la verdad acerca del vecino, padre de su amiga, afirma: “recibo la historia como si la esperara. Porque la espero, en cierto modo. Es la historia de mi generación” (96). Historia, que como todas las anteriores, está entrelazada con el silencio de los mayores, un confuso “saber” acerca de los hechos y la interdicción tácita que impide preguntar; por eso encontramos una variante de otras muchas frases similares: “sucedían cosas raras […] sin embargo, era mejor no hacer preguntas, porque preguntar era arriesgarse a que también le respondieran eso: come y calla” (115)65. Pero luego “vino el tiempo de las preguntas” (115) y frente a aquellos silencios el relato funciona como un modo de exorcizarlos; si, como señala, “leer es cubrirse la cara”, “escribir es mostrarla” (66). En este sentido, el texto tiene una fuerte impronta Se reitera el sistema de silencio conocido, pero surge en esta novela una variable frente a un profesor que ya en democracia sufre una crisis ante el temor del regreso de los militares. Víctima de ellos no puede soportar esa idea y grita, entonces “se hizo un silencio completo, solidario. Un silencio bello y reparador” (68). Nueva forma del callar, con respeto, ante el dolor de la víctima; justamente, frente a ese profesor el narrador siente vergüenza de sus padres que “se habían mantenido al margen” (69).
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metaliteraria, insiste en su condición de novela y en el proceso de escritura para recuperar la información perdida, descubrir y entender lo oculto66. Esta búsqueda está enmarcada por dos terremotos, uno en la infancia, que abre el relato, y el otro que lo cierra en las últimas páginas, ya en la adultez, en el tiempo en que se escribe el texto que leemos. Allí se pone en cuestión y se vuelve equívoco el título de ese capítulo final –“Estamos bien”–; allí también se consolida la conciencia de grupo que enfatiza la novela. Formas de volver a casa se propone como autorreflexiva no solo por la representación de su propia escritura, sino por la cita reiterada de la narrativa de HIJOS: un personaje lee un libro que “hablaba de padres que abandonan a sus hijos o de hijos que abandonan a sus padres. Últimamente todos los libros hablan de eso, pensó” (102). Del mismo modo, Alejandra Costamagna es protagonista de un sueño del narrador y dialoga con él, de quien es amiga. Y, en particular, el último párrafo de la novela de Zambra parece un guiño y una evocación de Camanchaca, cuya primera edición chilena es de 2009: Después del Peugeot 404 mi padre tuvo un 504 azul pálido y luego un 505 plateado […] Me parece abrumador pensar que en los asientos traseros van niños durmiendo, y que cada uno de esos niños recordará, alguna vez, el antiguo auto en que hace años viajaba con sus padres (2011: 164).
Y Camanchaca comienza: El primer auto que tuvo mi papá fue un Ford Fairlane, del año 1971 […] El segundo fue un Honda Accord, del año 1985, color plomo […]
“Estoy en esa trampa. En la novela. Ayer escribí la escena del reencuentro, casi veinte años después. Me gustó el resultado, pero a veces pienso que los personajes no deberían volver a verse […] ¿Realmente reconocemos a alguien veinte años después?” (62). El proceso de escritura es fundamental, sobre todo en la cuarta parte del relato, y se retoma en la sección “Así que esto es un terremoto” de Tema libre (2019). Volveré sobre este aspecto en el siguiente capítulo a propósito del vínculo de Zambra con Levrero.
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El cuarto es una camioneta Ford Ranger, color humo, en la que vamos atravesando el desierto de Atacama (2014: 11).
Asimismo, y más allá de estas citas explícitas de su grupo de pertenencia, la novela cierra el círculo abierto por Cortázar y Prego Gadea en la primera parte de este capítulo y permite apreciar la distancia en la representación de una misma escena. El temor que sufren los personajes al andar por la calle durante la dictadura, en los cuentos analizados al comienzo, también está presente aquí en los transeúntes, pero los ojos del niño, a la vez que registran una escena muy similar a las anteriores, señalan una diferencia: No entiendo bien la libertad de que entonces gozábamos […] nada me impedía pasar el día vagando lejos de casa […] la impresión poderosa que me produjo la ciudad es de alguna forma la que de vez en cuando resurge: un espacio sin forma […] con plazas imprecisas y casi siempre vacías, con gente caminando por veredas estrechas, concentrados en el suelo con una especie de sordo fervor, como si únicamente pudieran desplazarse a lo largo de un esforzado anonimato (2011: 23-46).
Hay un cambio en la perspectiva, él es un testigo que goza de libertad y vaguea por la ciudad; el miedo, la mirada baja es de los otros. Allí radica la distancia y la disparidad de la experiencia entre las dos generaciones. El último rasgo al que me voy a referir, común a gran parte del corpus de HIJOS y muy presente en Zambra, es al uso de las estrategias autoficcionales67. La autoficción será discutida en el siguiente capítulo a propósito de textos muy disímiles a los tratados aquí; podría decirse que Formas de volver a casa actúa como puente para introducir la argumentación y establecer un nexo entre textos de esta generación y otras narrativas. La distancia que media entre autores, estéticas y proyectos que nada parecen tener en común no impide que todos Son numerosos los textos de este corpus que pueden leerse desde la perspectiva autoficcional: las obras de Laura Alcoba, Félix Bruzzone, Leopoldo Brizuela, entre los argentinos, y los chilenos Alejandro Zambra y Alejandra Costamagna, entre otros.
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hayan recurrido al mismo procedimiento. Es que las formas de narrar, las técnicas usadas por un autor no son en sí mismas portadoras de ideología ni responden únicamente a un tipo de ficción determinada. Formas de volver a casa articula el proceso de autorreflexión sobre la escritura con un yo autoficcional que intenta reconstruir un pasado y obturar los silencios y secretos que invadieron la infancia de todos. Una frase del ya mencionado artículo de Perkowska a propósito de la novela de Halfon puede aplicarse también al trabajo de Zambra: Como sucede en todo relato autoficcional que se remonta a la infancia, el protagonista del recuerdo que aparece en las instantáneas de la memoria, y el sujeto de rememoración que busca crear un hilo de sentido entre ellas, son dos instancias distintas, separadas en el tiempo y de diferentes capacidades cognitivo-explicativas (2017: 606).
Esa búsqueda para atrapar, por medio de la escritura y en el presente, el sentido oculto de un pasado fragmentado, suprimido, lleva a ese sujeto-hijo-narrador-protagonista, cruzado por la memoria personal y la ficción, a insistir en “su propiedad” sobre la historia que narra. Esa historia de los hijos es efectivamente, entonces, de ellos, no de los padres: “el libro es mío. No podría no salir. Aunque me atribuyera otros rasgos y una vida muy distinta de la mía, igual estaría yo en el libro” (2011: 82), por lo tanto “sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia” (105). Recuperar el pasado, entenderlo, sacar a la luz todo lo silenciado, será entonces lo que constituye “la literatura de los hijos”, su particular y propio proyecto literario y también político68. De Vivanco y Johansson afirman que estas novelas “en tanto relatos de filiación, se constituyen a partir de una narrativa de autoficción que despliega una suerte de desdoblamiento del sujeto autoral entre la figura del hijo y la del escritor, así como una negociación entre ellas. Es desde esta tensión, desde esta necesidad de ruptura, convenio o distancia –según la novela de que se trate– entre lo que podría llamarse la fidelidad a la relación filial o, en su defecto, la fidelidad al ejercicio escritural, que las novelas participan de una consciencia histórica problemática que se apropia, ficcionaliza y también enjuicia el pasado” (2019: 315).
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En el último capítulo, dominado por esa voz autoficcional y plagado de referencias literarias, se destaca la cita de la novela –en verdad memoria autobiográfica– Léxico familiar de Natalia Ginzburg: “Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. Nada es ficticio” (2011: 151). La afirmación de Ginzburg sobre su necesidad de destrucción de todo lo inventado es elogiada –y envidiada– por el narrador, preocupado por la tensión entre ficción y verdad, obsesionado con la escritura del texto que leemos: “Volví a la novela. Ensayo cambio. De primera a tercera persona […] Alejo y acerco al narrador. Y no avanzo […] Borro. Borro muchísimo” (161). Queda así abierto el pasaje al próximo capítulo donde esa tensión ficción vs. real es central en las historias y las voces de sus narradores. Con la intención de polemizar y dejar instalada una dosis de ambigüedad sobre el tema, podemos citar a Halfon, que en una entrevista afirma: “la autoficción no existe […] toda literatura es ficción y toda literatura es autobiográfica” (Huergo, 2020: s/n)69.
De hecho, el relato de Halfon aquí mencionado forma parte de una saga que incluye El boxeador polaco (2008), La pirueta (2010), Monasterio (2014), Signor Hoffman (2015), Duelo (2017), Canción (2021). En todos se recurre a la autoficción para contar su historia y la de su familia: identidad y política se narran en fragmentos, historias domésticas, que “emigran” de un texto a otro y constituyen un friso en el que, justamente, ficción y autobiografía se ligan indisolublemente.
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III Escritura y políticas de lo nimio El escritor es un ser misterioso que vive en mí, y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno. Mario Levrero, París.
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ste capítulo se enfoca en textos literarios que, en principio, no se proponen como una narrativa política ni relatan formas de violencia explícita. De hecho, en ellos parecen primar las preocupaciones estéticas y, sin embargo, sus modos de representación proponen una lectura –y un claro rechazo– de los resultados a los que las transformaciones histórico-sociales del siglo xx han llevado. En verdad, este capítulo funciona –en cuanto a algunas cuestiones teóricas– como un eslabón entre el II y el IV. A la vez, resulta su reverso en la medida en que en las ficciones de estos últimos lo político no puede ser soslayado: en ellos es notoria la necesidad de alguna clase de “negociación” entre la presencia, a veces dominante, de lo político y su condición estética. Por el contrario, puede el lector preguntarse cómo leer, a través de qué mecanismos, rastrear la historia política en una narrativa que no habla de hechos específicos, pero que nos permite pensar en ellos y en sus consecuencias. Es posible afirmar que aquí también hay alguna clase de silencio u omisión en torno a ciertas coyunturas precisas que están muy presentes en otras obras del mismo período. En los textos estudiados parecen inscribirse solo las huellas de las múlti121
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ples violencias del mundo exterior en el espacio de la escritura que, a su vez, es el centro primordial de interés; podríamos suponer que la escritura se vuelve el refugio, pero también el testigo de un mundo, de un exterior complejo, quizá insoportable, muchas veces hostil y violento, del que es mejor apartarse. Voy a considerar como eje del análisis las obras de dos autores aparentemente distantes entre sí y pertenecientes a mundos culturales, geográficos y políticos muy diferentes. En verdad, puede ser polémico poner en contacto parte de la producción del uruguayo Mario Levrero y del puertorriqueño Eduardo Lalo; no obstante, veo en ellos un gesto común en el que la atención casi obsesiva al trabajo de la escritura abre intersticios hacia un afuera igualmente percibido como problemático, banal, incluso agresivo e intolerable. De cualquier modo, deseo dejar claro que no pretendo asimilar ni establecer analogías forzadas entre ambos autores; se trata, como se verá más adelante, de observar lo que Peter Bürger llama un gesto epocal común. La narrativa de Mario Levrero –en particular La novela luminosa (2005)– y la producción del puertorriqueño Eduardo Lalo –en especial Países invisibles (2008)– serán el eje de la argumentación. Aunque no pueden soslayarse, en el caso de Levrero, sus textos previos, en especial Diario de un canalla (1972), El discurso vacío (1996) y su colección de notas periodísticas Irrupciones (editadas en 2007). Lo mismo vale para el nexo que une Países invisibles con textos anteriores, La inutilidad (2004), donde (2005) y posteriores, El deseo del lápiz (2010) e Intemperie (2016). Sorprenden las estrategias comunes en estas manifestaciones surgidas en campos culturales que suelen pensarse como muy lejanos y disímiles uno del otro. Con todo, muchos textos pertenecientes a la literatura latinoamericana han dialogado y establecido múltiples redes entre sí desde siempre (e independientemente de que los autores hayan tenido algún contacto), permitiendo analizar vínculos que delatan similares preocupaciones, más allá de sus coyunturas diferentes. En este caso, ambos escritores no solo comparten la cercanía temporal, sino que sus producciones coinciden en ser un tanto “inclasificables” por su imprecisa condición 122
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genérica y por un empleo de la voz narrativa igualmente ambigua. Tanto el lector de Países invisibles como el de La novela luminosa pueden notar un uso y una mezcla muy libre y compleja de diversos géneros: Países... es un ensayo, un diario, quizá una ficción; de hecho, el narrador se pregunta “¿Hasta qué punto esto es una novela? […] Es más, puedo llegar a decir que este texto es más novela que muchas novelas […] Novela donde verdaderamente se juega algo, donde se escribe el relato de lo que no existe para la mayor parte de sus lectores” (2008: 150). La pregunta también vale para La novela luminosa, un proyecto de novela construido, en su mayor parte, con un diario personal, que tal vez puede ser también un ensayo. La articulación o mezcla de formas hace borrosa en los dos casos la adscripción a un género preciso e impide encasillarlos; lo mismo puede decirse de otras obras de ambos autores, siempre en equilibrio inestable entre lo ficcional y lo ensayístico. La fusión de géneros –y la dificultad para definir los textos– se acentúa en Lalo con la inclusión de la fotografía y genera una nueva forma, híbrida y de difícil clasificación1. Por este motivo, resultan inútiles los intentos de sistematizar y buscar denominaciones precisas: relatos, ensayos, ficciones, diarios, la oscilación forma parte de su encanto y del interés que poseen para la crítica. Ambos, en especial Levrero, fueron en principio autores de culto, leídos por especialistas o por lectores interesados en una producción poco convencional; sin embargo, en la actualidad se han vuelto muy conocidos. Levrero, a partir de su muerte en 2004 y de la publicación póstuma al año siguiente de La novela luminosa; a su vez, el Premio Rómulo Gallegos otorgado a Lalo en 2013 le permitió llegar a un público más amplio. Esto se ve reflejado
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Sobre el nexo entre fotografía y escritura en Lalo véanse los trabajos de Lourdes Dávila, en particular “Verlo. Leerlo. Eduardo Lalo frente a la escritura fotográfica latinoamericana” (2014), al que volveré a referirme en el siguiente capítulo. Asimismo, en “La escritura en su lugar” (2020) amplía la relación fotografía/texto al incorporar el vínculo entre cuerpo, movimiento y escritura. La autora señala: “El movimiento de y a través de la imagen es lo que entra en juego con el habla y la historia” (298). 123
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en la bibliografía, muy considerable en los últimos años: libros, antologías, congresos y paneles dedicados a sus obras2. La crítica se ha enfocado principalmente en algunos tópicos dominantes en los dos: la obsesiva atención a la escritura y al acto de escribir que provoca un claro efecto de autorreflexión y de “encierro” textual. Lo mismo ocurre con el reconocimiento de un complejo sujeto autoficcional, muy presente en Levrero; sujeto que también se puede considerar para los ensayos de Lalo, en la medida en que el narrador asume un rol protagónico, autorreflexivo, y de algún modo se ficcionaliza. Esta ambigüedad se liga a la ya mencionada indeterminación genérica: la suma de estas estrategias construye una escritura que, en primera instancia, parece no tener muchas marcas políticas. Si bien la mirada sobre el desastre social vertebra toda la obra del puertorriqueño –y puede rastrearse de alguna manera en Levrero–, su articulación con lo político explícito –acontecimientos y episodios claves– está ausente en ambos y de hecho este aspecto no ha sido objeto de interés para gran parte de los críticos. Sin embargo, estos textos también dan cuenta de los procesos históricos, pero de maneras distintas, por medio de una escritura en sí misma “sesgada”. Se diferencian de los modos canónicos de representación de lo político a partir de proponer un desapego, una desilusión y un rechazo que hace a los narradores/protagonistas casi “invisibles” para un mundo en el que indudablemente no se
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A estas alturas es muy numerosa la bibliografía sobre los dos autores: a título de ejemplo, pueden consultarse las antologías críticas Escribir Levrero (2016), La máquina de pensar en Mario (2013), Textualidades de Eduardo Lalo (2020) y el número 14 de Cuadernos Lírico (2016). Sin embargo, hay trabajos precursores: sobre las primeras obras de Levrero, la revista Nuevo texto crítico le dedica un dosier en 1996 coordinado por Jorge Ruffinelli, quien lamenta que “dada la dificultad para identificar y situar su escritura en una tradición canonizada, la celebridad literaria de Levrero ha quedado circunscrita a Uruguay y Argentina, y ni siquiera allí es indiscutible” (1996: 59). Diez años después, la situación sería completamente distinta. En cuanto a Lalo, la revista Katatay sacó un dosier dedicado a la literatura puertorriqueña y centrado en este autor ya en 2008 y desde entonces se han multiplicado los ensayos sobre su obra. 124
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sienten cómodos. El vínculo con la referencia se vuelve lábil y se instaura una continua tensión entre el mundo externo y el de la escritura. 1. Las máscaras del sujeto: narrador vs. autor El capítulo II se cerró con un corpus de relatos contemporáneos marcados, entre otras cosas, por la notoria presencia de narradores autoficcionales. Esta estrategia es muy frecuente en muchos de los autores de las últimas décadas y podría afirmarse –como se señaló en el capítulo I– que es un camino alternativo al género testimonial, tan presente en anteriores generaciones para narrar las experiencias traumáticas de dictaduras y genocidios. Los nuevos escritores buscan otras opciones y sus novelas y cuentos –bordeando en algunos casos el ensayo– se instalan en un espacio oscilante entre la ficción y el documento. Coincido con Ilse Logie, quien analiza en su artículo “Más allá del ‘paradigma de la memoria’” –ya citado– lo que denomina “un cambio de paradigma” en la literatura de HIJOS, definido por una serie de rasgos entre los que se encuentra una “postura enunciativa inédita” (2015: 76) adoptada por estas narraciones. Su hipótesis sostiene que “la originalidad de estos relatos se comprende mejor al leerlos desde la malla teórica propia de la noción de autoficción” (77). En esta narrativa, entonces, “el pacto novelesco, de índole ficcional, contamina el pacto referencial y biográfico, en el que resuenan […] fuertes ecos del testimonio y, en menor medida, de la autobiografía” (77). Esta fórmula contradictoria es también para Logie una salida al dilema de acceder a la verdad objetiva y funciona como una variable, una vía lógica y no un rechazo a la tradición testimonial3. En verdad, los relatos de esta generación no denuncian ni reivindican, se mueven 3
También Leonor Arfuch en su análisis de relatos de infancia en dictadura en un corpus de autoras marcadas por esa experiencia traumática considera que esas narrativas anudan testimonio, memoria y autoficción “como formas de problematizar lo político y social desde el filtro de lo personal” (2015: 819). 125
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en un “entre géneros” (testimonio, ficción, autobiografía) sin respetar los códigos de ninguno de ellos. Aunque sin recurrir, para la construcción de la voz narrativa, a la forma de enunciación característica de la autoficción, El sistema del tacto (2018) de Alejandra Costamagna es un buen ejemplo del camino tomado por parte de esta literatura. La autora señala en una entrevista (Franken, 2019) que El sistema del tacto fue un libro que tuvo infinitas mutaciones […] De la memoria a la ficción, del presente al pasado, del delirio al documento […] Inicialmente yo quería narrar esta historia sin ficción, con la idea de un trabajo cien por ciento documental […] En el proceso […] me di cuenta que esto era una novela […] una ficción, una figuración estética (318; la bastardilla es mía).
El resultado es un texto híbrido en el que se funde la biografía, la autobiografía, las memorias y la ficción; el uso de un conjunto de fotografías familiares –de escenas de vacaciones, de cartas personales y tarjetas postales– acentúa el “modo autoficcional”, el aspecto documental y la oscilación en la lectura entre lo ficticio y lo testimonial4. Los retratados se incluyen como personajes de la trama y producen un “efecto de realidad”; se establece así una especie de diálogo en el que la imagen “contamina” de “verdad” el texto. La autora dice en la misma entrevista: estos materiales de archivo fueron apareciendo en el proceso y se me volvió necesario incorporarlos como sedimentos, como residuos, 4
La imagen de la portada en la edición de Anagrama es una fotografía de la tía abuela de la autora y personaje central de la novela, quien aparece sacando la lengua y con las manos en la cabeza en una actitud burlona. Volveré al uso de la imagen y la fotografía en el siguiente capítulo, pero en esos textos su sentido será muy diferente. En el caso de Costamagna, es un eje central en este juego entre la memoria, la biografía y la ficción, funciona como un archivo de documentos que da sustento histórico al relato. Asimismo, difiere de la función que tiene en la obra de Eduardo Lalo, como veremos enseguida. 126
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como imágenes quebradas, como piezas que vienen a desestabilizar el recuerdo. No a intentar reconstruir la historia tal como ocurrió ni a operar como fuentes acabadas, sino a abismar lo que perdura en el presente y reforzar el titubeo entre lo ficcional y lo real” (Franken, 2019: 322).
Ciertamente, este relato también podría formar parte del corpus analizado en el capítulo anterior y, como en los otros casos, la narración y las fotos cubren silencios y vacíos en torno a una historia particular, pero íntimamente ligada con episodios que atravesaron varias generaciones. La escritura de Costamagna se sitúa permanentemente en el límite entre el campo ficcional y el referencial, entre el uso de la imagen y la palabra, establece así nexos formales –a pesar de tratarse de estéticas muy diferentes– con los escritores analizados en este capítulo y en el último. De la misma manera, Tema libre (2019) de Alejandro Zambra nos permite volver a las cuestiones de autoficción y conectarlo con alguien tan distinto aparentemente como Levrero5. Zambra no es solo uno de los miembros más conocidos de la última generación chilena, con fuertes vínculos con la narrativa de Costamagna, sino que tiende un puente muy significativo hacia Levrero. Tema libre se compone de un conjunto de ficciones, crónicas, ensayos, géneros diversos ligados por una voz, un narrador/cronista al que se puede adjetivar como autoficcional. El capítulo “Así que esto es un terremoto” une el recuerdo del sismo en Chile en 1985 (que se narra al comienzo de Formas de volver a casa) con otro en México muchos años después, ambos vividos por el mismo protagonista. Este narrador de Tiempo libre, en una especie de puesta en abismo, comenta y “aclara” datos de su novela anterior a partir de la segunda experiencia sufrida: “En la versión ficcional no figuran ni mi primo Rodrigo ni mi hermana Ingrid, y por supuesto no soy esa primera persona que habla, que
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La novela de Zambra Formas de volver a casa, que cierra el capítulo II de este trabajo, anticipa las discusiones en torno a la autoficción tratadas aquí y que, a vez, serán retomadas a propósito de algunas de las novelas analizadas en el siguiente capítulo. 127
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recuerda” (2019: 83). El lector puede preguntarse qué estatuto de “realidad” tiene este narrador/cronista que dice “yo” y que no parece menos ni más “real” que el anterior; ambos participan del mismo juego de espejos entre ficción/realidad, cualquiera sea la presunta “verdad” de la historia. Si en Formas de volver a casa no se incluyeron momentos “bien novelescos” del primer sismo porque “quería que fuera […] una novela poco novelesca” (2019: 83), en Tema libre “se corrige” la primera versión de la novela6. La crónica –así la denomina el autor– que leemos va haciendo cada vez más difusos los límites entre lo ficcional y lo real, entre el autor, el narrador y el personaje. Límites con los que se juega en la irónica y divertida entrevista de la sección “La novela autobiográfica”; allí, a la pregunta “¿Son sus libros autobiográficos?”, nuestro autor decide “decir la verdad”: “Mis libros son 32 por ciento autobiográficos” (54). La clara autoconciencia del texto sobre el sistema que lo sostiene explica el espacio dedicado a Levrero, en el capítulo “Cuaderno, archivo, libro”, destinado a hacer un balance de su generación y señalar afinidades y discrepancias tanto literarias como políticas. Zambra se ocupa en extenso de La novela luminosa y reseña dos rasgos que todos los críticos también subrayamos: la escritura –o su imposibilidad– y el autor-personaje: Casi la totalidad de la novela será el registro de la imposibilidad de escribirla […] Del mismo modo que El discurso vacío apunta a la difícil plenitud de lo manuscrito, La novela luminosa asume la bastardía del texto-tecla […] Levrero –autor o personaje– no deja de indagar en la (nueva) materialidad de la escritura (22-24).
Zambra, miembro de una generación que toma distancia de sus padres –en lo estético y en lo político– deja claras sus filiaciones y sus puntos de contacto con Levrero, más allá de sus reconocibles diferencias: en ambos domina la conciencia de la propia escritura,
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“Por entonces acababa de cerrar una primera versión de Formas de volver a casa […] Tardé unos meses en comprender o aceptar que este nuevo terremoto me había corregido la novela” (85). 128
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la reflexión obsesiva sobre ella y el estatus dominante de la voz enunciadora7. * El interés de la crítica, en las últimas décadas, por la autoficción se explica en parte por los numerosos textos literarios en que puede observarse este procedimiento y por los debates que provoca su presencia en las obras de algunos de los autores más significativos del presente. Sin duda puede rastrearse el uso de formas “autoficcionales” en textos muy anteriores8; pero este “retorno” implica nuevos enfoques teóricos y nuevas lecturas de su función y sentido. Mi hipótesis en este trabajo considera la autoficción como una estrategia donde se dan “particulares configuraciones” que anudan, en su articulación entre lo textual y lo referencial, el lazo entre política y estética; configuraciones que adquieren, según los diferentes proyectos literarios, sentidos diversos en cada narrativa. Estos mecanismos exponen la crisis de la representación de la subjetividad y de su función política; quizá eso explica su presencia dominante en autores tan disímiles, con posturas estéticas muy distintas, confirmando que las técnicas no son en sí mismas ideo Zambra no es el único miembro de esta generación con fuertes vínculos con Levrero. La uruguaya Fernanda Trías fue su alumna en los talleres que dictaba; el clima de encierro que impera en su obra, el espacio visto en términos de oposición entre el adentro y el afuera, la “apología del ocio”, son claras, y reconocidas, deudas con el maestro. Su última novela, Mugre rosa, terminada en diciembre de 2019, es un relato premonitorio de la pandemia que se declaró tres meses después: describe la vida de una mujer y un niño confinados en un departamento en Montevideo debido al peligro mortal que representa respirar afuera el aire, un viento rosa contaminado. Inquietante encuentro entre la tradición de encierro proveniente de la narrativa de su maestro y un futuro de ciencia ficción que se volvió, repentinamente, nuestro presente. 8 Ya en Unamuno, en su Cómo se hace una novela (1927), se encuentran ejemplos de lo que puede leerse como la representación, el “novelar”, de este mecanismo: “En los instantes en que me creo criatura de ficción y hago mi novela, en que me represento a mí mismo, delante de mí mismo, me ha ocurrido soñar…” (2009: 148). 7
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lógicas. De hecho, el modo de utilizarla en los textos del corpus en este libro señala puntos de contacto, pero también divergencias significativas. Los relatos tienen en común su naturaleza contradictoria (y en ello reside gran parte de su atractivo), pues suelen leerse como híbridos que tienden a borrar las diferencias entre los géneros (autobiografía, diario, ficción) y plantear una imaginaria identificación entre el autor real y su representación textual9. José Amícola propone una de las definiciones más interesantes sobre la autoficción moderna al concebirla como “un mecanismo especular por el que se produce un reflejo (sesgado) del autor o del libro dentro del libro” (2012: 72); esto implica, de acuerdo con su análisis, una clara orientación hacia la fabulación y la refabulación del yo autorial, que recuerda “la técnica pictórica del Renacimiento y el Barroco llamada in figura, por la que el pintor aparecía en el lienzo ocupando un margen del cuadro pero travestido en un personaje afín al tema pintado” (72). El nombre del autor que firma el libro e ingresa en el texto –o un personaje narrador que aparece como su alter ego– origina este efecto. A su vez, Philippe Gasparini postula que la autoficción propone un contrato mixto combinando la homonimia entre autor, narrador y personaje con un intento de hibridez que trastoca la distinción entre autobiografía y novela autobiográfica; es decir, rompe la “lógica binaria tranquilizado9
El sumario presentado a continuación no pretender abarcar todos los debates en torno a la autoficción. La bibliografía existente hasta el momento es muy amplia y el objetivo de este apartado no es hacer una exhaustiva revisión de este material, solo mencionar a los autores y conceptos más interesantes a propósito de este trabajo. Un ejemplo del interés que suscita el tema se encuentra en el original ensayo del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco, Autoficción. Una ingeniería del yo, que él denomina “un experimento, una tentativa” para aproximarse a “lo que puede ser una escritura del yo” (2018: 16). Blanco la define como un cruce de relatos reales y ficticios en los que se establece un pacto de mentira, en contraposición al pacto de verdad de la autobiografía. Es interesante –y poco común– que, luego de hacer un recorrido histórico por lo que juzga diferentes escrituras del yo desde la antigüedad, proponga un “decálogo” de rasgos donde desarrolla una teoría a partir de sus propias obras autoficcionales. 130
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ra” (2012: 179) que oponía un pacto autobiográfico a un pacto ficcional. Ya Michel Foucault en “¿Qué es un autor?” –trabajo que lejos de plantear la muerte del autor antes bien lleva el problema al centro de la discusión– afirmaba que el nombre del autor funciona para caracterizar “a un cierto modo de ser del discurso” (1984: 94). En tanto el texto siempre lleva en sí mismo cierto número de signos que reenvían al autor, se trata de analizar al sujeto “como una función variable y compleja del discurso” (104) y señalaba que “sería falso buscar al autor tanto del lado del escritor real como del lado de ese locutor ficticio; la función-autor se efectúa en la escisión misma, en esa decisión y en esa distancia” (98). Justamente, Giorgio Agamben, en “El autor como gesto”, comenta este concepto de “función-autor” y recuerda que Foucault opone drásticamente el autor-individuo real y la función-autor, la única sobre la que concentra su análisis; “existe un sujeto-autor, y sin embargo él se afirma sólo a través de las huellas de su ausencia” (2009: 85), está presente en el texto “solamente en un gesto que hace posible la expresión en la medida misma en que instaura en ella un vacío central” (87). Agamben subraya en su análisis del ensayo de Foucault el rechazo de este a cualquier forma de presencia del autor como tal en el texto: “El sujeto […] no es algo que pueda ser alcanzado directamente como una realidad sustancial presente en alguna parte; por el contrario, es aquello que resulta del encuentro […] con los dispositivos en los cuales ha sido puesto en juego” (93). Es decir, en tanto permanece “inexpresado en la obra”, el autor “atestigua su propia irreductible presencia” (94). Del mismo modo, Jacques Derrida en “Políticas del nombre propio” se propone debilitar la fuerza que otorgamos a un nombre, ya sea en una autobiografía, en un texto histórico o de ficción; y denomina “efecto de ingenuidad” el producido en nosotros por la fuerza persuasiva del lenguaje que nos hace creer que una firma “corresponde, de manera natural y obvia, al cuerpo de un hombre singular” (2009: 292). La autoficción juega en los márgenes borrosos entre lo real y lo textual; esto ha dado lugar a lecturas muy diversas, ellas mismas oscilando en sus perspectivas entre lo autobiográfico y lo fic131
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cional10. Alicia Molero de la Iglesia, en La autoficción en España (2000), destaca esta vacilación cuando señala la dificultad de determinar si las obras autoficcionales, publicadas como narrativa, responden a un nuevo modelo de relato autobiográfico o, por el contrario, son un nuevo tipo de discurso novelesco, con contenido autobiográfico. Se trataría de un “juego” retórico, destinado a borrar la distancia entre discurso histórico y ficticio, que se aleja de lo autobiográfico, aunque responde –según la autora– a la necesidad de mostrar la conciencia dividida y múltiple que caracteriza al sujeto del presente. Los análisis de Manuel Alberca han contribuido ampliamente a la discusión, aunque algunos de sus planteos han sido objeto de polémica en tanto considera que las autoficciones son novelas de imaginación, pero al atribuir a su protagonista la misma identidad del autor, parecen comprometerse a ser verídicas como las autobiografías. En consecuencia, entiende su trabajo como un aporte a “la comprensión del proceso de recuperación del autor en la literatura española de las últimas décadas” (2007: 31); por otra parte, admite que la práctica de la autoficción se sostiene en la ambigüedad entre persona y personaje, sugiriendo “de manera confusa y contradictoria, que ese personaje es y no es el autor” (32; la bastardilla es del autor)11. Santiago Mora Paula Sibilia incluiría a la autoficción como una de las formas actuales de construir la subjetividad a las que compara con otras formas anteriores de relato. En su libro analiza cómo se presenta la exhibición de la intimidad en la escena contemporánea y los modos que asume el yo en ella. En el capítulo “Yo real y la crisis de la ficción” sus afirmaciones también alcanzan a los procedimientos de la autoficción: “En una sociedad tan espectacularizada como la nuestra, no sorprende que las fronteras siempre confusas entre lo real y lo ficcional se hayan desvanecido aún más […] una esfera contamina la otra, y la nitidez de ambas definiciones queda comprometida […] se ha vuelto habitual recurrir a los imaginarios ficcionales para tejer las narraciones de la vida cotidiana, lo cual genera una colección de relatos que confluyen en la primera persona del singular: yo […] Espectacularizar el yo consiste precisamente en transformar nuestras personalidades y vidas (ya no tan privadas) en realidades ficcionalizadas” (2009: 223). 11 “Aunque la autoficción es un relato que se presenta como novela, es decir como ficción, o sin determinación genérica, se caracteriza por tener una apariencia
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les-Rivera cuestiona la lectura que hace Alberca de obras “equívocamente autobiográficas”: afirma que al insistir en la preeminencia de lo autorial sobre lo ficticio se produce un efecto que contradice la ambigüedad sobre la que se basa el simulacro autobiográfico; se diluiría así el aspecto critico de ese tipo de obras que es, precisamente, “cuestionar la figura autorial, es decir, revelar la ambigüedad que caracteriza a toda autoría y autoridad” (2011: 142). En este sentido, el término de “simulacro autobiográfico” (142) –acuñado por Morales-Rivera para referirse al cuestionamiento de los límites entre personaje y autor, y entre ficción y realidad en La soledad era esto de Juan José Millás– es particularmente útil en la medida en que no permite dejarse atrapar por lo biográfico y referencial, a la vez que lleva a primer plano la condición literaria, el aspecto constructivo de este procedimiento narrativo. Julio Premat retoma la función-autor de Foucault y propone “agregarle una ficción de autor (si se quiere, la ficción de autor sería, al igual que el nombre, parte integrante de esa función)” (2009: 13); la inestabilidad de esa “identidad que escribe” se organiza en esa ficción, que no fija rasgos, sino que acompaña la ambigüedad del texto. Se podría hablar –según Premat– de una “ilusión biográfica”, así como hay una “ilusión referencial” (24). Es decir, el autor es “una figura inventada por la sociedad y por el sujeto, tanto como es un efecto textual” (26). De ahí que su objeto teórico sea “la invención de una figura de autor” en la literatura argentina y deje claro que “ver en él una ficción implica leerlo a partir de la ambivalencia de cualquier ficción: polisémico, a medias entre lo biográfico y lo imaginado, a la vez fantasmático y socialmente determinado [...] y en todo caso, operativo en la circulación de sus textos” (28)12. autobiográfica, ratificada por la identidad nominal del autor, narrador y personaje. Es precisamente este cruce de géneros lo que configura un espacio narrativo de perfiles contradictorios, pues transgrede o al menos contraviene por igual el principio de distanciamiento de autor y personaje que rige el pacto novelesco y el principio de veracidad del pacto autobiográfico” (2005-2006: 115). 12 Leonor Arfuch, en su estudio sobre El espacio biográfico, afirma que “si los géneros canónicos están obligados a respetar cierta verosimilitud de la historia contada […] otras variantes del espacio biográfico pueden producir un 133
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En resumen, los datos que se poseen del autor generan un sujeto “bisagra” oscilando entre “lo exterior y lo interior” del texto y producen un efecto que, ya sea lo llamemos “autoficción”, “simulacro autobiográfico” o “ficción de autor”, establece con el lector un gesto cómplice muy claro, al que Alberca también denomina un pacto ambiguo. Esta estrategia desestabiliza y cuestiona las perspectivas convencionales sobre las nociones de narrador y autor y nos lleva a pensar en estas categorías de un modo más complejo13. De cualquier manera, se trata de analizar su función en los textos, de ningún modo tiene sentido buscar definiciones que fijen el uso del mecanismo; los lectores siempre optarán por el camino que prefieran, inclinándose hacia uno u otro lado de la oscilación o permaneciendo en el juego que propone un equilibrio inestable14. * Los narradores de los textos que aquí interesan oscilan entre lo textual y lo referencial y producen un efecto de “simulacro autoefecto altamente desestabilizador […]: las que, sin renuncia a la identificación de autor, se plantean jugar otro juego […] apostar al equívoco, a la confusión identitaria e indicial […] Deslizamientos sin fin, que pueden asumir el nombre de “autoficción” en la medida en que postulan explícitamente un relato de sí consciente de su carácter ficcional y desligado por lo tanto del “pacto” de referencialidad biográfica” (2010: 98). 13 Quizá la definición más poética del mecanismo autoficcional la dé el mismo Levrero en el epígrafe al prólogo (escrito por Constantino Bértolo) de su novela París: “El escritor es un ser misterioso que vive en mí, y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno” (2008: 7). Frase que he elegido, a mi vez, como epígrafe para este capítulo. 14 La narrativa que juega en equilibrio inestable entre lo real y lo ficcional –como lo son las autobiografías, las novelas históricas y biográficas, las formas autoficcionales– siempre está sujeta a la “evaluación” del lector, a su libertad interpretativa para aumentar o minimizar la distancia entre el autor y el narrador. Cualesquiera sean las variantes del “contrato” establecido, se impone la vacilación entre las lecturas referenciales y ficcionales: como si un “pacto” de creencia en la verdad del texto se insertara en el interior de otro novelesco. Queda, asimismo, en manos del lector inclinarse por una u otra clave y optar por desechar toda ambigüedad. 134
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biográfico”, en tanto los datos que el lector posee de ellos funcionan como un guiño. Ese gesto cómplice se manifiesta claramente en la coincidencia de nombres del narrador y el autor, como se advierte en Países invisibles: “De ahí que el lector tenga, por lo que pueda valer, un fragmento de ese ser de papel y tinta que es Eduardo Lalo” (2008: 129)15. A su vez, Levrero recuerda en su novela la otra parte de su nombre real: “le explico también que yo soy Jorge Varlotta” (2005: 147)16. En los dos casos, y más allá de las diferencias –muchos lectores se inclinarán a pensar en el Lalo de Países invisibles como “autor de ensayo” y en el Levrero de varios de sus relatos como narrador ficcional–, encontramos sujetos formando parte del juego “ficción-realidad”, cuestionando la nítida distinción entre ambas. En verdad, se trata de la búsqueda de nuevas vías, de nuevas “soluciones”, al eterno problema de la estética que aquí subyace: la representación de lo real17. En este sentido se encamina la pregunta Si bien el texto puede primordialmente leerse como un ensayo, remito a una frase ya citada en la que el narrador se pregunta: “¿Hasta qué punto esto es una novela? […] Es más, puedo llegar a decir que este texto es más novela que muchas novelas” (2008: 150). 16 Su nombre completo era Jorge Mario Varlotta Levrero; publicó sus novelas y cuentos con el nombre de Mario Levrero y la mayoría de los textos periodísticos, de humor y las historietas con el de Jorge Varlotta. Ya en Burdeos, 1972 –escrito en 2003– insiste en ese juego: “Y yo no dejo de sentir, nunca, ese “Mario” como una apropiación indebida. Es como si me aprovechara de los méritos de otro […] Por algo me resultó indispensable usar […] un seudónimo no muy distante, ya que está formado por mi segundo nombre y mi segundo apellido porque, después de todo, eso que escriben las puntas de mis dedos pasa a través de mí. Pero siempre he tratado de dejar en claro que ése que escribe no soy exactamente yo” (2013: 169). Y en El discurso vacío: “Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde” (1996: 30). 17 Este simulacro autobiográfico expone cómo el pacto con el lector –y su creencia en la “verdad”– se sostiene en un equilibrio inestable, basado en gran medida en convenciones que se dan por sentado: un ejemplo claro es el diario de Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso, que leemos sin dudar como autobiográfico, mientras el diario incluido en La novela luminosa lo consideramos ficción. Es interesante que Elvio Gandolfo compare en un breve artícu15
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que Ana Casas plantea en la presentación a un dossier dedicado a la autoficción: de qué modo lo que llama la pasión de lo real se relaciona con el auge de la autoficción y cuáles son las consecuencias de ese vínculo, pues el nuevo contexto de efervescencia de relatos reales parece chocar con la cada vez más escurridiza noción de realidad –a la que apenas podemos dotar ya de significado–, una paradoja de la que la autoficción, con todas sus estrategias despersonalizadoras en torno a la representación del yo, tiende a sacar buen rendimiento (2020, 1).
La atención a este sujeto que parece fusionar autor/narrador/ personaje y acentuar uno u otro alternativamente no implica, por supuesto, volver a la categoría “autor” tradicional, sino analizar el sentido y función de esta compleja y peculiar figura a la que Premat, en el trabajo antes mencionado, considera el espacio donde “proponer soluciones dinámicas” y en el que se construye “una coherencia, una dialéctica identitaria del que escribe” (2009: 12). Sin descartar esta postura, creo que, en la narrativa reciente, ese espacio es un lugar esencial donde poner en escena, representar –e intentar resolver– la tensión entre política y textualidad, es decir, entre política y estética. En cada caso, la oscilación apunta a construir un objetivo específico: por ejemplo, una “coartada”, una vía diferente y paralela al testimonio en las novelas de la generación de HIJOS, que les permite jugar con diversas distancias entre la enunciación y lo narrado, entre los hijos y las historias de sus padres18. En el caso de Levrero o Lalo, a su vez, la “voz” de los sujetos narradores es una de las formas en que lo político –soslayado en lo expreso– se
lo (2014) el texto de Levrero, por su condición “inclasificable”, con el diario de Ribeyro y con ficciones como Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández y Por los tiempos de Clemente Colling de Felisberto Hernández desestimando las diferencias genéricas. 18 Remito al capítulo IV y al análisis de los textos allí trabajados en los que la negociación entre política y estética se vuelve eje central de esas ficciones apelando también a estrategias, como la autoficción, con un uso diverso al que se ve en este capítulo. 136
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manifiesta; es decir, su permanente cuestionamiento y rechazo del contexto social en que viven es el modo en que se atenúa el silencio que parece imperar sobre hecho concretos de la política19. Al mismo tiempo, a través de esa enunciación el texto pone en primer plano su condición de escritura; de ese modo, el narrador de Lalo insiste en el hacer que lo ocupa: “¿Qué género es uno sin fronteras? ¿No será ya, de entrada, una incursión en lo novelístico el hecho de que este texto aborde como objeto de estudio la invisibilidad?” (2008: 150) y en Levrero leemos “para el lector común, tal vez este diario podría pasar por una novela, con un protagonista y unas situaciones inventadas por mí” (2005: 353) y más adelante: “la forma más adecuada de resolver la novela luminosa es la autobiográfica” (436)20. Y en el final de La novela luminosa, en el “Epílogo del diario”, leemos: Me hubiera gustado que el diario de la beca pudiera leerse como una novela; tenía la vaga esperanza de que todas las líneas argumentales abiertas tuvieran alguna forma de remate. Desde luego, no fue así, y este libro, en su conjunto, es una muestra o un museo de historias inconclusas (537).
Esa figura está entonces profundamente unida a la actividad de escribir, revierte sobre la especificidad textual, cuestiona la pertenencia a géneros precisos, obliga a atender a la situación de enunciación; es decir, vuelve central lo que podríamos llamar el “espesor” de esa escritura que es preocupación dominante en ambos autores. Se puede trazar un hilo conductor entre al menos tres obras de Levrero, continuidad que permite ver, en parte de su producción, un claro proyecto literario y su desarrollo. Diario de un canalla, escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987, fue incluido primero en una compilación de 1992, El portero y el otro, y luego La fotografía en Lalo tiene la misma función y “da cuenta” de lo político, incluso de modo más explícito que la palabra; sobre este aspecto, remito nuevamente a los trabajos ya mencionados de Lourdes Dávila. 20 Ya en el Diario de un canalla, relato al que me referiré enseguida, subraya la oscilación genérica: “tal vez sólo espera que escriba lo que estoy escribiendo, que siga adelante con esta novela, diario, confesión, crónica o lo que sea” (2013: 54). 19
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publicado junto con Burdeos, 1972 en una edición de 2013. Este diario inicia la trilogía conformada con El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005) –de hecho, el mismo Levrero opinaba que los tres relatos debían publicarse reunidos– y abre la etapa en la que priman la autorreferencialidad y la atención a la experiencia en torno a la propia escritura. En todos ellos predomina el género diario y el registro de lo cotidiano que se volverá obsesivo en su novela póstuma. Diario de un canalla se inicia con una frase que parece predecir el futuro, pero que a la vez es índice de la continuidad de su proyecto literario: “Han pasado más de dos años; casi tres desde que empecé a escribir aquella novela luminosa, póstuma, inconclusa” (2013: 17). Se reiteran ya en ese Diario… los tópicos claves en sus siguientes textos: el narrador muy consciente de su trabajo y la reflexión en torno a la escritura, incluso en su aspecto “material” y gramatical, afirma “Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción […] estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo […] No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo” (2013: 25)21. También se anuncia la complicada relación, que en su última novela será central, entre proyecto literario y economía: en La novela luminosa, la Beca Guggenheim otorgada para escribirla es, justamente, el escollo principal para hacerlo generando una tensión permanente entre el sentimiento de obligación y el deseo de evadirse del compromiso. Esta presión ya existe en el primer diario y da lugar al título en tanto el narrador se ha convertido en un canalla porque está dedicado El Diario está atravesado por menciones al acto de escribir (incluso por apelaciones al lector en el acto de leer): “me veía escribiendo algo –no sabía qué– con una lapicera de tinta china, sobre un papel de buena calidad” (20), “también se fue al diablo mi pretensión caligráfica; veo que la letra no ha mejorado nada” (21), “Está bien, sabiondo hipotético lector: me has descubierto” (60). Gesto que se repite en los textos posteriores, en El discurso vacío: “Esto es un ejercicio caligráfico, y nada más. No tiene sentido preocuparse por darle un contenido preciso. Sólo llenar una hoja de papel con mi escritura” (107). Y en La novela luminosa: “Creo que no debo seguir escribiendo en este estilo. Voy a esperar hasta que tenga algo para contar, algo con un mínimo de argumento, y trataré de contarlo como se debe” (208).
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a ganar dinero trabajando en una oficina, sin tiempo para escribir. De este modo, el nexo entre dinero y literatura se muestra como un tema conflictivo siempre presente a lo largo de su producción22. El discurso vacío sostiene una notoria continuidad formal con el Diario de un canalla y, a la vez, podría funcionar como un fragmento de La novela luminosa23. El relato, definido como novela por su autor –“es una novela armada a partir de dos vertientes o grupo de textos” (1996: 4)–, tiene la forma de un diario que abarca los “ejercicios caligráficos” y “el discurso vacío”, de “intención más literaria” (4). Se trata de un ejercicio autoficcional centrado en el problema de “la letra” en todos los sentidos de la palabra; tópicos ya presentes en el relato anterior que dominan aquí por completo la escritura y que alcanzarán su expansión en La novela luminosa. Se podrían mencionar multitud de citas que ejemplifiquen este enfoque permanente tanto en el acto de escribir y en el yo que lo realiza, como en las “dos vertientes” que Levrero destaca en la construcción de Graciela Montaldo, desde una perspectiva diferente, atiende a este aspecto en La novela luminosa: le interesa leer el “Diario de la beca” “como una reflexión sobre la trama que se establece entre el arte, las instituciones culturales y la industria cultural” (2014: 180). También señala que “Levrero explora el vínculo entre dinero y literatura […] poniendo al yo como instrumento de pesquisa, sometiéndolo a declararse […] culpable ante la ley porque arte y dinero, en su conciencia, son parte de universos antagónicos” (181). 23 El texto de Levrero evoca El libro vacío (1958) de la autora mexicana Josefina Vicens en el que también la obsesiva atención al acto de escribir atraviesa toda la novela: “No escribir. Nada más. No escribir. Ésa es la fórmula […] Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo […] Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo” (2006: 27), “Hoy he comparado los dos cuadernos […] Me obstino en escribir en éste lo que después pasaré al número dos […] Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío” (29), “Sé que no podré escribir” (30), “Abrí un cuaderno, comprado expresamente. Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados” (31), “Hoy hace exactamente ocho días que no escribo” (63), “dibujo la mayúscula, la remarco en sus bordes, la adorno. Esa sensualidad caligráfica […] no es más que la forma de retrasar el momento de decir algo” (99). La novela se cierra con un párrafo en el que podemos leer: “Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda sería más fácil […] Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla” (219). 22
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su texto, la “caligráfica” y la “literaria”. Ambas se encuentran en tensión y el narrador lucha por el dominio de ellas, cubriendo el “vacío” que, curiosamente, da nombre a los fragmentos donde la literatura se impone. La letra, en su sentido literal, parece ayudarle a sortear –a escapar de– ese vacío: “Esto es un ejercicio caligráfico, y nada más. No tiene sentido preocuparse por darle un contenido preciso. Sólo llenar una hoja de papel con mi escritura” (107)24. Me interesa destacar que Levrero no solo se refiere al aspecto gráfico, sino que lo expone: el lector “debe” necesariamente atender a la grafía predominante sobre otros aspectos de la escritura; de hecho, a medida que avanza el texto, las marcas gráficas se vuelven cada vez más frecuentes –mayúsculas, subrayados, guiones, tachaduras (¢)– e invaden las páginas. De algún modo, el aspecto visual borra el vacío atribuido a la escritura. Este rasgo se vuelve notable en muchas de las notas periodísticas escritas entre 1996 y 2000, y recopiladas en una primera edición de 2001 en Irrupciones25. Allí se incluyen mayúsculas, negritas, bastardillas, rayados –a los que me referiré más adelante– y dibujos, en especial, del “Ratón Mouse” vinculado, obviamente, a su relación con la computadora –que se volverá esencial en La novela luminosa–. El sistema de nexos temáticos y formales entre estos relatos establece un “universo” que se Hugo Verani, uno de los primeros críticos que se ocupó en profundidad de la obra de Levrero, dice a propósito de Diario de un canalla y El discurso vacío: “la maestría del autor consiste en haber convertido experiencias menores de su vida diaria en material narrativo, en haber transfigurado un discurso supuestamente vacío y que nada tiene que decir en una memorable e inesperada apertura de su obra literaria […] En la superficie anecdótica impera una conducta tan cercana al desasosiego como a la trivialidad” (2000: 198-202). 25 Carina Blixen, en su ensayo sobre Irrupciones, señala que “en la intersección de prensa y literatura las Irrupciones son un momento de maduración, de eximia explotación de recursos y posibilidades […] Mientras las escribe madura el gran proyecto final de La novela luminosa […] Estas columnas pagas, de entrega contrarreloj, fueron una nueva estrategia para explorar su yo, su percepción del mundo y el lenguaje […] La experiencia de escritura de estas columnas llevará a Levrero a revisar algunos presupuestos de su escritura. La oposición entre escribir con plazos y “escribir sin límites” se mantiene y se anula también en algunas oportunidades” (2016: 2-5). 24
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extiende, en parte, al resto de sus obras, pero que, en este pequeño corpus, constituye lo que llamaría la escritura Levrero. Similar articulación puede encontrarse en la obra de Eduardo Lalo. Es posible conformar con varios de sus textos una serie atravesada por parecidas inquietudes estéticas y políticas; insisten en tópicos y procedimientos construyendo también un universo muy reconocible. Libros que apelan a la inutilidad, la invisibilidad, la intemperie organizan un sistema en el que la fotografía da cuenta de las mismas preocupaciones; en todos los casos la escritura resulta un eje en torno al cual gira la narración. En un trabajo anterior señalé que su novela La inutilidad recordaba, en parte, los relatos de perdedores éticos allí analizados; sin embargo, se diferencia porque lejos de proponer una resistencia o una retirada para una acción política posterior, el desencanto lleva al protagonista a una “convicción de la inutilidad” (2010: 204)26. Asimismo, Hernández-Torres explora en esta novela la concepción “de lo que significa la inutilidad tanto en su vertiente literaria como en su sentido social y político” (2020: 132): el regreso del protagonista a San Juan –luego de su experiencia en París– puede concebirse “como la apuesta por una vida definida como supervivencia y resistencia al hueco, aceptación paradójica de lo inútil como reconocimiento de una pérdida que se asume y desde la cual se logra narrar y escribir” (132). El “estar fuera de lugar” que define la existencia del personaje y su enunciación se expande en Los países invisibles y domina en Intemperie: escritura, precariedad y supervivencia constituyen el espacio de ese narrador ambiguo, siempre “vacilando” entre el ensayo y la construcción ficcional. Intemperie es, desde un punto de vista canónico, un ensayo fragmentario; sin embargo, resiste el encasillamiento y podría leerse como una extensión de Los países invisibles. Los fragmentos tejen una trama que evoca los relatos Dice el narrador: “Me ubicaba en el lugar del desarraigado, del vencido, y hacía, en lo posible, grato y pertinente, este espacio” (2004: 23); de ese modo, la literatura, su escritura, es una práctica ineludible a la que, como señala Ivette Hernández-Torres “hay que sobrevivir, aun desde la precariedad del naufragio” (2020: 146).
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anteriores27; se reiteran rasgos y se refuerza un universo de significaciones: Intemperie se abre con un “descreer” que permite “acceder a la condición de superviviente” quien es “el que puede hacer el relato” (2016: 11). Es posible seguir el desarrollo –desde el primer capítulo “Descreer/Desescritura”– de una argumentación que une escritura y ajenidad, con respecto al mundo, la sociedad, y Puerto Rico en particular, ligadas a la “voz” de un narrador, claramente, autoficcional28. Por su parte, Hernández-Torres encuentra que este sujeto adquiere aquí una forma singular y llama la atención sobre la figura “del autor/escritor como una de las bases necesaria para la escritura” de Lalo (2019: s/n.)29. A pesar de que en donde y El deseo del lápiz es dominante la fotografía, los fragmentos escritos establecen un entramado con las Uso “relato” en Lalo de un modo muy libre, incluyendo tanto la novela como los textos de ensayo, inclasificables desde un punto de vista de los géneros literarios. Creo que el proyecto mismo del autor es construir una escritura superadora de esas clasificaciones; de hecho, en el primer capítulo de donde puede leerse: “Este texto, aun con sus imágenes y citas, a pesar de sus pasajes más o menos ensayísticos y sus poemas, es una novela. No una nueva forma de novela, sino simple y llanamente una novela. Lo indecible, lo inasible, lo supuesto, lo fragmentario, componen una historia. Y esto es la ficción. La ficción que siempre traiciona las certezas” (2005: 28). 28 “La sensación en el mismo centro de la ciudad de ser inencontrable […] Simultáneamente me hallo oculto y perdido” (2016: 15), “Soy el forastero que observa […] Nunca será mi hogar, pero esto es el hogar” (18; la bastardilla es del autor), “He decidido vivir practicando esa forma de la libertad que es la indiferencia” (42), “Mi escritura como documentación de mi ausencia en la historia” (113), “Mientras más escribo más desaparezco. Mi cuerpo se ennegrece sobre el blanco de la página” (135). 29 Hernández-Torres postula esta diferencia a partir de dos frases clave para “la constitución del autor/escritor como un sujeto que cuenta su vida como ‘cuerpo que camina’ y que ofrece el testimonio de su ‘experiencia de pensamiento’” (2019: s/n.). La alternativa a la escritura autobiográfica tradicional que ve en Lalo persigue “la desestabilización no solo de la historia personal, sino también de las fuerzas de la triada pasado/página/país. Esto permite que el presente entonces comience a apreciarse y se convierta en primordial en la escritura. No le interesa la historia del yo, sino una autobiografía ligada a su experiencia contemporánea de escritor” (s/n). 27
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imágenes, a la vez que una continuidad entre las obras ya mencionadas. Como señala Ríos Ávila, Lalo es “un creador para quien la línea del dibujo, el trazo de la letra, la imagen video-foto-gráfica y poética, el lienzo, la emulsión y la página conforman los espacios intercambiables y subsumibles de una misma superficie expresiva” (2020: 26). Las fotos en blanco y negro –muy distantes de las que dicta el estereotipo para el mundo caribeño, sin sol, mar, playas o palmeras– hablan de otro donde, de un lugar incómodo con el que parece difícil identificarse y que no es solamente un espacio físico. Las imágenes se acompañan con textos breves entre los que se pueden recortar frases como estas: “El donde a veces es la historia que no se cuenta pero que corre por la mente en las noches” (2005: 26), “Hay unos cuantos libros de fotos sobre Puerto Rico […] son falsos y horrorosos: una colección de tarjetas postales a color, un texto que dice lo mismo que hay en la foto […] Es un mundo sin espesor. La mirada de alguien que viene y se va, que nada tiene que ver con los que se quedan” (54). La fotografía liga entonces la invisibilidad con el donde, construye un espacio que va mucho más allá de lo físico y que conlleva la esfera de lo político. Este aspecto se acentúa en El deseo del lápiz en el que las fotos recorren los grafitis hechos por los presos de la ya abandonada Penitenciaría Estatal de Puerto Rico. Espacio extremo del “estar fuera de lugar” social, hostil por excelencia y en las antípodas de cualquier imaginario placentero o deseable. Espacio, sin embargo, que el narrador, en el comienzo mismo de la sección primera, señala como el “que todos llevamos dentro” porque “en nuestro fuero interno invernan la semilla de la violencia y la crueldad” (2010: 13). Horror interno que se corresponde con el de los grafitis, reflejos especulares de una escritura que también obliga a atender a su materialidad y que convierte en familiar la sordidez del afuera, de un mundo en el que la cárcel es “el lugar en el que se muestra impúdicamente todo lo que el Estado no pudo hacer” (25; la bastardilla es del autor)30. 30
Lourdes Dávila afirma: “Es el movimiento entre ruinas y hacia las ruinas, es decir, el gesto del cuerpo desde el movimiento hacia la palabra, hacia la escri143
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Esas fotos son huellas, rastros, de una destrucción: exponen los desechos de la sociedad, lo que ha quedado luego del desastre político y social31. Del mismo modo, funcionan en Levrero, como se verá enseguida, los breves comentarios sobre la dictadura diseminados en fragmentos en los que el narrador constata la decadencia de la vida que sobrevino a continuación, índices de la catástrofe que ha sufrido la sociedad. En verdad, se trata de una presencia/ausencia en el discurso y la imagen de la violencia política, violencia que ya arrasó, que ya pasó por allí; solo vemos y leemos los resultados, las consecuencias, el efecto final de una desoladora experiencia. De ahí la fobia al bullicio cotidiano y “la estupidez” de la vida en la ciudad que sufre el narrador de Levrero y el perpetuo malestar del de Lalo al comprobar su rechazo del contexto social en el que se mueve. Por eso podemos pensar los escritos de estos autores como una forma diferente, pero no menos política de exponer la violencia y la devastación que ha sufrido –y continúa sufriendo– nuestro mundo en el cruce del milenio. * Esta construcción autoficcional obsesionada con la escritura, volcada al “adentro” textual es, también, la “vía de salida”, el vaso comunicante con el “afuera”; allí es donde se inscribe, como señalé, la política en textos en los que no se narran hechos puntuales, tura y su imagen, donde radica la articulación imagen-texto en la producción híbrida de Eduardo Lalo […] El lugar de la escritura en El deseo del lápiz se produce frente a la experiencia del cuerpo que, llevado a su último límite de sujeción, adquiere en la pared de la celda penitenciaria la humanidad de la escritura en toda su violencia” (2020: 298). 31 Lalo vuelve sobre este vestigio dejado por lo político en Deudos, publicado en la revista digital de Puerto Rico Categoría 5 en 2021. La obra consta de una serie fotográfica, textos (poesía) y música (7 improvisaciones en guitarra clásica). El autor declara que “lo fotográfico, lo textual y lo sonoro proveen lo que podría llamar una densidad de época: una trama de efectos causados por la reciente historia puertorriqueña en la mente y el cuerpo de uno de sus testigos” (2021: s/n). 144
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ni sucesos históricos precisos, que, incluso, parecen eludirse. A través de “esa voz que enuncia” de los narradores, se representa un mundo exterior problemático en los relatos de ambos autores. Mundo en el que es fundamental la oposición planteada por Lalo entre “lo visible” vs. “lo invisible”: hay que recordar que los países invisibles son “aquellos que han sido intervenidos por el discurso del Otro y Éste habló y habla por ellos” (2008: 31). En Lalo, la oposición visible vs. invisible es el eje por donde pasa la reflexión política: implica en términos generales Primer Mundo vs. Tercer Mundo, aunque incluye todo espacio olvidado, “invisibilizado” por los centros de poder político y cultural: “Puerto Rico es invisible en España. Nuestro gentilicio es la imagen máxima del mínimo espesor, de lo que no despierta interés ni atención. La invisibilidad del mundo les permite a ciertos pueblos la simplificación del mundo” (2008: 67)32. Esta polaridad alcanza también de algún modo a Levrero; de hecho, es fácil imaginar como suyos el epígrafe de Lalo –“Mi reino es el exilio”– y la dedicatoria “Al país invisible”. Incluso el “poder de la no-participación, el poder de la invisibilidad” (139), al que se refiere Lalo, bien podría ser el motor que mueve al autor del diario en La novela luminosa. Asimismo, esta oposición vale tanto para las naciones (ambos autores y textos pertenecen a países En su ensayo sobre Los países invisibles, a Hernández-Torres le interesa explorar “las múltiples posibilidades que abre la noción de invisibilidad en Lalo. Por un lado, la invisibilidad como un orden de existencia ligado a los conceptos de civilización y barbarie y, por otro, el lugar de la escritura en ese ordenamiento […] Lo invisible es aquello que se visibiliza en la escritura, en lo literario” (2015: s/n). La autora propone una cronología entre la invisibilidad y la escritura en los textos de Lalo; uno de los aspectos que destaca importa para mi argumentación: “el movimiento fuera de lo visible en busca de una escritura propia podría parecer un desplazamiento que se aleja de consideraciones políticas. Las referencias a la escritura inútil y el carácter de ‘vencido’ que se asigna el autor podrían interpretarse como evidencia de ello. Pero esto no es así. Es simplemente un acto inicial necesario donde el escritor se enfrenta con la cultura y con el lenguaje mismo para así asumir su condición de vencido […] la aparición de esta nueva escritura dentro del campo literario representa una aportación política en el sentido de que trae diferencia a la cultura” (s/n).
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igualmente invisibles para el Primer Mundo) como para los sujetos. Ser visible, ver, ser visto, no querer ver son los términos por los que transitan unos y otros; a su vez, ese ver, o no querer –o no soportar– ver, introduce la referencialidad y la evaluación de un exterior que en los dos textos se cuestiona, en el que los narradores se sienten extraños: la frase de Lalo “Me siento tan ajeno a lo que me rodea que me siento casi en casa” (2008: 60) nuevamente es válida para Levrero. La representación de ese ámbito cuestionado remite al problema de las relaciones –y las tensiones– entre lo estético y lo político, entre textualidad y referencialidad, a la dificultad para articular ambos campos. Así lo señala el narrador de La novela luminosa al describir una escultura: “es simple, blanca, pura, contundente y luminosa. Eso no se puede conseguir con la literatura [...] La novela luminosa no puede ser una novela; no tengo forma de transmutar los hechos reales de modo tal que se hagan ‘literatura’” (222-435; la bastardilla es mía). Los narradores comparten un mismo gesto: se escribe para conjurar la invisibilidad y, al mismo tiempo, distanciarse de un mundo hostil. En ambos, la inmersión en los libros, en la escritura, la obsesión por la computadora –en el caso del texto de Levrero–, permiten dar la espalda al insoportable ruido de la ciudad, a la estupidez de los transeúntes y de los shoppings, a la pesadilla y la banalidad en que se ha convertido la vida en los comienzos del siglo xxi33. Lalo le pone palabras al fastidio y al rechazo del narrador Levrero de La novela luminosa quien, obsesionado por los programas de computación y por observar el largo proceso de descomposición del cadáver de una paloma en la terraza, sufre de agorafobia y evita en La computadora es un tópico ya presente en El discurso vacío: “Hoy he transgredido mi propósito de un viraje hacia una vida más sana […] justamente por un irresistible impulso de usar la computadora […] Creo que la computadora viene a sustituir lo que un tiempo fue mi Inconsciente como campo de investigación” (1996: 25; el subrayado es del autor). Asimismo, en una de las notas que componen Irrupciones se lee: “empezamos […] a ver el archivo en la computadora… (aquí se interrumpe el texto: busco; me distraigo con otras cosas; controlo la casilla de correo electrónico […] Leo algunas noticias […] Busco. Encuentro)” (2007: 193; la bastardilla es del autor).
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frentar la vida urbana34. Lalo recuerda cómo ese mundo solo puede ser inteligible a través del lenguaje y define este trabajo como un hacer literatura de viaje sobre la ciudad de la que no se ha salido [...] El viaje inmóvil o, acaso, la circunvalación del hastío. Por eso es por lo que esta ciudad pertenece a la escritura. Territorio de ficción, territorio observado y pensado como se tiene que pensar un desierto o una selva para que no terminen venciéndonos, para sobrevivir en las regiones más extremas del planeta (2008: 146).
Territorio adverso en el que es mejor no detener la mirada en casi nada, en el que los ciudadanos, las cosas, los sonidos, son solo manifestaciones agresivas de un mundo ajeno y casi incomprensible. Al mismo tiempo, dice el narrador de La novela luminosa a propósito de sus salidas por Montevideo: Estos paseos por algo muy parecido al infierno me producen una sensación de irrealidad que a veces me resulta alarmante. Hay algo que está radicalmente equivocado y fuera de lugar, y no sé si soy yo, o es todo ese mundillo ciudadano del nuevo milenio [...] la Intendencia participa en esta producción de ruido estupidizante; y me imagino lo que será el país dentro de algunos años... el reino de la guarangada y la patota y seguramente un nuevo terrorismo de Estado (2005: 337-338)35. El episodio de la paloma es una variación de otro muy semejante de Diario de un canalla. Allí se establece una larga “relación” con un pichón, en este caso vivo, desde el momento en que lo encuentra en el patio hasta su partida, cuando ya puede volar, en el cierre del texto. El proceso de muerte y desintegración de la paloma desarrollado en La novela luminosa es inverso al vínculo que se establece en el primer texto, en el que el narrador acompaña el crecimiento del pichón hasta el “abandono” final: “Y aquí termina la historia de Pajarito. Se fue. No vive más aquí […] Se fue rumbo a la vida adulta […] Para mí ya es recuerdo; es el que fue, no el que es” (2013: 76-78). 35 Esta es una de las pocas referencias directas a la dictadura militar terminada años antes. Hay otra alusión que señala un sentimiento de indefensión apenas mejor al sentido frente al Estado en los tiempos de horror: “pienso que esta incapacidad del Estado para defender a los ciudadanos es un poco mejor que la agresión a los ciudadanos desde el Estado, como en los tiempos de la dictadura...” (2005: 210). Ya en Diario de un canalla había recurrido a la misma forma 34
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Y leemos en el texto de Lalo algo muy semejante a lo dicho por el narrador de Levrero: “En el camino quedo detenido entre carros que tienen sus radios a todo volumen, creando una especie de generalizada agresión” (2008: 162)36. Quedará instalada la oposición entre este “ruido” insoportable que trae consigo la violencia del mundo exterior y el silencio interno, donde se abre el espacio de la escritura. Dos citas de Piglia en Los países invisibles –“la cultura de masas no es una cultura de la imagen, sino del ruido […] El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee”– (168), representan la tensión en la que se mueven los narradores: el refugio en los libros y la escritura frente a la incomodidad y la fobia que provocan el entorno social y sus pautas culturales37. Como ya se ha adelantado, los modos en que se resuelve la articulación entre arte y política atañen a las formas de representación y definen la estética en la que se inscriben las obras. Cuando lo político se plantea de un modo elusivo siempre se apela a recursos formales específicos; en los textos que aquí interesan, estos mecanismos se sostienen gracias a un trabajo de escritura elusiva: “Algo de esta fe, muy poco, pero algo, quedó en mí a pesar de los años de dictadura” (2013: 50). 36 El ruido como síntoma de la agresividad social, de lo invivible que se ha vuelto la vida en esa sociedad, se reitera: “Busco la salida peatonal de Plaza de las Américas […] Al acercarme escucho el estruendo de la música […] un puñado de personas ha instalado gigantescos altavoces por los que salen violentamente himnos evangélicos […] La acción misionera no era más que un ruido ingrato e inútil […] Emprendo la marcha, alejándome del ruido” (2008: 146; la bastardilla es mía). 37 En la nota 37 de Irrupciones, Levrero describe la reacción que resulta común a ambos narradores: “Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro […] lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la musiquita de los avisos […] Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados […] en las propias calles, y se me hace difícil creer en esto que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique” (2007: 144). 148
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centrado en la enunciación, en esa voz que hace caso omiso de los límites convencionales entre géneros. En ese sentido, el sujeto narrador, esa “ficción de autor”, se instala “entre dos territorios” y resulta la estrategia clave para el análisis del registro político en el campo de lo estético; más allá de ser solo un puro juego ficcional antirrealista o un alter ego del autor, plantea otras posibilidades de lectura y parece sostener un delicado equilibrio entre dos mundos. El aparente desapego de lo político que parece indicar el repliegue en la interioridad dibuja una representación del intelectual para quien escribir es dejar constancia, resistir desde la propia interioridad y afirmarse en la escritura. Así lo señala el narrador de La novela luminosa: “muchas veces yo he dicho y escrito: “Si yo quisiera transmitir un mensaje ideológico, escribiría un panfleto” [...] Pero eso no quiere decir que en mi literatura no se expongan ideas, y que no valga la pena mencionar esas ideas” (124; la bastardilla es del autor). Ese personaje-narrador complejiza las relaciones con la referencia y las cuestiona; se diría que sugiere un paso más allá en el debate que corrió a lo largo del siglo xx sobre la figura del autor38. También propone un modo de llevar adelante la significación política de un texto; es decir, ese sujeto ejerce una doble atracción: insiste en recordar que es escritura y, a la vez, su mirada hacia el mundo exterior lo evalúa y define. Recordando a Rancière, es la figura donde la distancia estética se muestra como política: ese narrador autoficcional, ese “simulacro” autoral, funciona en la trama como una configuración que ‘dice” lo político a través de una forma estética. Ana Casas, en el trabajo ya mencionado, sostiene que “en toda autoficción subyace la siguiente paradoja: las marcas de autobiografismo –en especial la presencia del nombre propio, así como la caracterización del personaje, cuyos rasgos lo asimilan o aproximan al autor real– se combinan, desmintiéndose, con las marcas de la ficción. La contradicción reside, pues, en conceder un espacio privilegiado al autor, transformado en personaje de su propia obra, y, al mismo tiempo, en socavar su autoridad sometiéndolo a determinados procesos de estetización” (2020: 2).
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2. El repliegue del yo: una estética de lo nimio Es en ese sujeto, entonces, donde se manifiesta el malestar hacia un afuera donde la vida social parece insoportable, donde se ha quebrado toda alternativa de solidaridad y de futuro39. Justamente, el resultado de este quiebre provoca un retiro –más que una ausencia– de la emoción frente a la dificultad de una experiencia social válida; se produce así un relato marcado por la distancia: el protagonista y narrador vive en conflicto con su entorno, en una continua lucha interna con él. Como nos recuerda Agamben en Infancia e historia: Sabemos que hoy para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia [...] Vuelve extenuado por un fárrago de acontecimientos [...] sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia (2001: 8).
La opresión de lo cotidiano, su banalidad, es objeto de atención a partir del siglo xix y se vuelve un tópico problemático durante la modernidad. Agamben señala que el rechazo de la experiencia, en un momento en que se le quiere imponer a la humanidad una experiencia manipulada y predeterminada, puede “constituir –provisoriamente– una defensa legítima” (2001: 12). En los dos textos, la rutina, la ausencia de aventura, de lo extraordinario, la monotonía de la vida cotidiana, la mediocridad, el fracaso y la violencia política, producen el reconocimiento de que la falta de salidas es la única experiencia posible para el hombre.
El malestar lleva al narrador Levrero, en la nota 37 de Irrupciones, a considerar el presente sin esperanzas: “En tiempos de dictadura, había en las calles miradas cómplices, miradas de entendimiento […] Eso aliviaba el bochorno, porque era compartido, y abría esperanzas. Ahora nada. En el ómnibus nadie protesta […] Nadie advierte que esté pasando algo terrible, o nadie lo dice. Cuando yo lo digo, no me entienden, y cuando me entienden piensan que estoy loco. Como ellos son más, deben estar en lo cierto” (2007: 144).
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El encierro, el extrañamiento, el sentimiento de soledad, son una respuesta, una forma de defensa; ese rechazo frente al vacío y la carencia de hechos trascendentes, esa vida que transcurre en un territorio donde nunca pasa nada significativo, señalan ya no solo el cuestionamiento de un estado de cosas, sino lo absurdo de cualquier esperanza o proyecto. Y en este sentido es irrelevante que se trate de relatos pertenecientes a países de estatuto político disímil: en cualquier caso, no hay ningún futuro, nada que esperar ni nadie con quien identificarse. Una cita de Los países invisibles podría encontrarse en La novela luminosa con tan solo cambiar el gentilicio: “Me viene a la mente la inclinación de tantos puertorriqueños a celebrarse. Algunos serían capaces de aplaudir en su propia ejecución y, hasta cierto punto, es lo que hemos venido haciendo desde hace décadas” (2008: 163). El sentimiento de desapego e indiferencia con respecto al entorno, a la vida política y social y al resto de los ciudadanos hace que la búsqueda de la experiencia se vuelque hacia lo particular e individual40. Agamben, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, sostiene que la contemporaneidad es “una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a éste y, a la vez, toma su distancia” (2011: 19); es decir, se trata de un vínculo que implica una aceptación a la vez que “un desfase y un anacronismo” (19). Ese desacomodo es un signo que define, paradójicamente, a estos textos y a sus narradores como hijos de su tiempo –épocas poco acogedoras, sin duda– puesto que contemporáneo es aquel “que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad [...] es aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente” (2011: 21). Nada los expresa mejor como sujetos de su época que su incomodidad, su desacuerdo, la incapacidad para
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Ya en El discurso vacío el narrador de Levrero afirma: “Ese disgusto tiene que ver, según he podido percibir, con el hecho de llevar ya demasiado tiempo –demasiados años– viviendo fuera de mí mismo, ocupándome de cosas que suceden fuera de manera exclusiva” (1996: 32; el subrayado es del autor). 151
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adecuarse al mundo en que les tocó vivir y la lucidez para percibir sus sombras41. Ese desfase produce el repliegue hacia otras formas de experiencia y, de este modo, en ambos textos, se apela al contacto con los libros y las lecturas; están atravesados por los comentarios acerca de libros comprados, leídos, no comprados y deseados. En la sección “El viaje” de Los países invisibles, mientras la experiencia misma del viaje es imposible porque “ya no queda nada, sino la copia ruin de un original arruinado” (2008: 14), ciertas ciudades son oasis donde se da “la intensificación de la experiencia, porque allí se encuentran las minas de libros” (50). A su vez, “El experimento” que da título a la tercera sección consiste, precisamente, en contar la experiencia de leer, pero sin comprar libros; el narrador decide escribir sobre “esta forma de miseria, sobre este destino” (99). El registro de libros, eje clave para todo el texto, se vuelve obsesión en este fragmento y la frase “los libros me protegían [...] de la ciudad desnuda, de la ciudad sin más, sin esperanza, sin lectores” (2008: 112), vale, de nuevo, para La novela luminosa, cuyo narrador podría suscribirla. De hecho, los libros son, en esta última, el dique contra un afuera en el que la política amenaza su equilibrio: “me di cuenta que no tenía ningún libro empezado […] Fui a la biblioteca y tardé en decidirme; incluso pensé en leer Búsqueda [semanario de Montevideo], pero temí que las novedades políticas me excitaran o me llenaran los sueños de espanto” (2005: 141). La frase es ejemplar del narrador de La novela luminosa, en ella se filtra, casi de un modo casual, un “afuera peligroso” que impide En la nota 37, ya citada, de Irrupciones, el narrador expresa ese desacomodo con el tiempo que está viviendo: “Siempre llega un momento […] en que el hombre se pregunta: ‘¿Y ahora? ¿Cómo vamos a vivir?’ Yo quisiera saber si ha llegado ese momento para mí; si este problema de no poder convivir con la publicidad sonora significa que he quedado fuera del presente” (2007: 145). También Ríos Ávila, en un artículo ya mencionado, califica la actitud de Lalo como la de un exilio interior y afirma que su escritura está “movida más por el extrañamiento y la distancia que por la identificación y la empatía. Para él todo escritor verdaderamente ético debe sostener una relación incómoda con su entorno, incluso, por supuesto, con su país” (2020: 31).
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la paz y del que protegen los libros, la literatura, las rutinas cotidianas42. En cualquier caso, los libros atraviesan los dos relatos, se comentan, se admiran o rechazan: leer y escribir es el espacio –casi el único– por donde estos sujetos narradores se desplazan con seguridad. Es ejemplar la nota 57 de Irrupciones en la que el narrador de Levrero cuenta su experiencia en una Feria del Libro: Demasiado brillo, demasiada luz, demasiados objetos, demasiada gente, demasiado lustroso el piso monolítico, demasiados sonidos a través de parlantes, demasiados demasiados. Todo lo contrario de lo que uno piensa cuando piensa en un libro, o por lo menos de lo que yo pienso cuando pienso en un libro (2007: 216).
A continuación, se interesa por los relatos policiales –uno de los tópicos reiterados en sus textos–, por las novelas y autores preferidos, por su adicción a los libros viejos y a releer los ya leídos: “Hongos alucinógenos. Eso es lo que [...] se genera en los libros viejos […] También explica por qué tantas veces me he quedado leyendo una novela hasta el final. No soy un adicto a las letras […] sino más bien a una especie de LSD” (2007: 221). La novela luminosa parece plantear una dicotomía entre libros vs. experiencia; de hecho, el texto tiene su origen en el intento – frustrado, fracasado– de llevar al papel una experiencia personal “de gran trascendencia” cuya naturaleza jamás se explica. Leemos desde el comienzo: Yo había narrado [a un amigo] una experiencia personal que para mí había sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me Una escena de Intemperie de Lalo reitera el funcionamiento de los libros como dique contra el estrépito exterior: “Leo Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria de Jean Améry en la terraza de restaurantes de San Patricio Plaza […] Hay tanto ruido que el efecto de este –un rumor constante y denso, compuesto por una enorme variedad de sonidos– deviene indescifrable y por ello fácilmente imperceptible. Leo en este ámbito la obra de un filósofo que pasó por los campos de concentración […] Al leer en esta mesa sobre este tema, experimento una enorme libertad” (2016: 36).
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resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel (2005: 17). Y sigue […] faltando una serie de capítulos que no fueron escritos, entre ellos la narración de aquella anécdota que le había contado a mi amigo y que dio origen a la novela luminosa […] Todo este libro es testimonio de un gran fracaso [...] los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura (23).
Por esa razón, la novela no podrá completarse, quedará trunca y jamás conoceremos esa experiencia que originó el fracaso de la escritura. El prólogo –las quinientas páginas del diario de la beca– cubre ese hueco, esa experiencia que es imposible escribir y cuyas características desconocemos. El minucioso registro de lo rutinario y cotidiano la sustituye: el relato de lo nimio reemplaza entonces a lo extraordinario. Si bien el mundo de los libros es el ámbito en el que los narradores se sienten más seguros, la escritura resulta ser, en particular para Levrero, un problemático refugio: está atravesada por la pulsión contradictoria de escribir vs. no escribir y, sobre todo, la representación estética parece incapaz de superar su distancia –su diferencia– de la experiencia vital. Por su parte, la escritura en Lalo es el muro, el retén que protege de la hostilidad de lo real; pero, en la medida en que el narrador pertenece a un mundo invisible, llevará la marca de la misma invisibilidad: El pensamiento es un acto de supervivencia; le permite a ciertos hombres y mujeres vivir hacia dentro en un mundo en el que apenas pueden encontrarse. Por esto es por lo que la escritura y el pensamiento poseen la naturaleza imaginaria de una cofradía [...] en ambos casos, es una actividad que se da como respuesta vencida ante la vida (2008: 29; la bastardilla es del autor).
No obstante, leer y escribir parecen ser las prácticas –por momentos agónicas– que permiten alguna forma de experiencia, las 154
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únicas con las que se alcanza cierta plenitud. En ellas se encuentran los indicios del fracaso en Los países invisibles y de la huida del mundo en La novela luminosa. Leer y escribir son la contracara del “excesivo deseo de no-participación” (2008: 60) que observa en sí mismo el narrador de Lalo mientras se encuentra en un evento social43. El mismo “deseo de no-participación” y extrañamiento caracteriza al protagonista del diario de La novela luminosa: “llego a un lugar y ya me estoy despidiendo [...] ya me estoy yendo, incompleto [...] con esa manera de sentir soy extranjero en todas partes. A veces hasta en mi casa, pero esa ya es otra historia” (2005: 243)44. De la misma manera, otra coincidencia une a los dos autores: es notable cómo la materialidad de la escritura se destaca, busca visibilizarse en ambos, al punto de ser imposible no tenerla en cuenta. La atención a la grafía, su centralidad, se subraya literalmente en el fragmento “la escritura rayada” que, en el trabajo anterior de Lalo, donde, define el fracaso, la invisibilidad del mundo caribeño, y alcanza al autor mismo: La primera palabra escrita, lo que Colón escribió con tinta en su bitácora, no fue “canoa”, sino canoa. Desde entonces, la escritura del Caribe no ha hecho sino repetir las consecuencias de esta unión de la muerte y del nacimiento, del descubrimiento de un mundo y su condenación al silencio [...] Nacimos para ser rayados. Nuestros textos, este mismo que ahora escribo, se inscriben en una tradición que desde su primer día, los niega. Escribimos para decir que muerte y El narrador asiste a la presentación de un libro y su mirada distante, irónica y crítica despoja de sentido la actividad: “El acto culmina con aplausos, palmadas en la espalda y cóctel” (2008: 59), pero su “excesivo deseo de no-participación” lo vuelve ajeno al punto de no probar nada. El fragmento culmina con una frase ya citada: “me siento tan ajeno a lo que me rodea que me siento casi en casa” (60). La escena evoca otra de Levrero en la Feria del Libro, mencionada anteriormente. 44 Debe destacarse la semejanza entre la última frase en Levrero –“soy extranjero en todas partes. A veces hasta en mi casa, pero esa ya es otra historia”– y la cita de Lalo, mencionada en la anterior nota al pie: “me siento tan ajeno a lo que me rodea que me siento casi en casa”. El mismo sentimiento de ajenidad, y el mismo modo de contarlo, atraviesa a los dos narradores. 43
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nacimiento es la misma cosa. Juan de Castilla, Diego Colón, Eduardo Lalo (2005: 127).
A su vez, Levrero en la compilación Irrupciones cierra el fragmento ocho con el siguiente texto: Encontré en el procesador de textos un botón que, al oprimirlo, permite ir tachando todo lo que se escribe. Lo interesante de este procedimiento es que permite ir tachando al mismo tiempo que se escribe. Me siento tentado de seguir escribiendo así, siempre (2007: 40-41).
La escritura rayada y la tachada comparten un mismo gesto autorreflexivo; pero hay más que eso, la obsesiva referencia al acto de escribir permite dar cuenta de diversas formas del fracaso. Ambas son índices de un conflicto, de una angustiosa lucha por existir, por sobrevivir a la invisibilidad, a la borradura, a la inutilidad tanto política como literaria45. En Lalo, especialmente, una depende de la otra: la posibilidad misma de la escritura se determina por la rayadura que la condición colonial imprime en el mundo del Caribe y, por extensión de América Latina46. Y en Los países invisibles retoma esta idea: “Hay orígenes que son una raya que borra (o, al Puede verse que se despliega una verdadera pasión por referirse al acto de escribir, a su dificultad, a la impotencia ante la página en blanco, que incluye un fuerte sentido político en el caso de Lalo: “La escritura rayada es el patrimonio cínico (y nunca el cinismo fue más cruel) de los pueblos vencidos que han formado la periferia de Occidente [...] Escribo con mi pluma fuente, en un cuaderno, en una ciudad que Occidente ignora, las letras inútiles y libres” (2005: 131-132). 46 En la entrevista que realicé a Lalo para el dosier de la revista Katatay, el autor se extiende sobre el concepto de escritura rayada y sus alcances políticos: “en donde se articula un enfrentamiento con Occidente […] me ha llamado la atención […] cómo apenas se comenta el ensayo ‘La escritura rayada’. Allí se toca algo que produce vértigo: la posibilidad de un más allá de Occidente y acaso, por ende, sino un fin, al menos una inoperabilidad de la escritura, que no necesariamente signifique una mudez o un silencio […] No hay duda que existe en esto una política de la escritura y una postura política ante las tradicionales propuestas políticas […] Acaso lo político en donde sea una forma de sobrevivir a esta situación que se vive como desierto” (2008: 40). 45
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menos, que intenta borrar) la escritura […] Nuestro gentilicio es la imagen máxima del mínimo espesor, de lo que no despierta interés ni atención. La invisibilidad de otro le permite a ciertos pueblos la simplificación del mundo” (2008: 67). El encierro, en la escritura y en la lectura, permite aislarse de ese mundo definido por sus múltiples formas de hostilidad; permite también obturar la emoción, ayuda al repliegue de los sentimientos –muy evidente en La novela luminosa– y a su represión o desplazamiento47. Si, como señala Agnes Heller en su Teoría de los sentimientos, “sentir significa estar implicado en algo” (2004: 15), podemos pensar que el aislamiento equivale a un intento de evitar sufrir: el desapego modifica la perspectiva y neutraliza la empatía. La reacción emocional ante los acontecimientos se vuelve menos comprometida o al menos permite la distancia crítica. El narrador asume una posición de testigo u observador, esquiva entonces sentirse afectado por un mundo agresivo e injusto48. Heller analiza la representación de la crisis del mundo burgués de los sentimientos en novelas como El proceso de Kafka, La montaña mágica de Mann y El hombre sin atributos de Musil. Encuentra que, en el caso de Kafka, por ejemplo, se plantea una escisión entre el mundo interior y el exterior, de modo que la vida interna desaparece; esta discrepancia se expresa en la casi total cesación de expresión emocional. Heller concluye en que este vínculo entre Julio Premat coincide en señalar que “la obra de Mario Levrero se expande en una dinámica entre el adentro y el afuera. Es decir, del adentro (cuarto, casa, ciudad, mente, sueño, imaginario) a un afuera inhóspito, indeterminado, perturbador” (2016: 217). 48 Ese mecanismo es particularmente válido en La novela luminosa, donde las adicciones del narrador, especialmente a la computadora, son las vías de escape de todo lo doloroso del mundo: “Y estas adicciones que me perturban actualmente no son otra cosa que adicciones al estado de trance; un medio de abreviar el tiempo, de que el tiempo pase sin que yo sienta dolor. Pero así también es cómo se me va la vida, cómo mi tiempo de vida se transforma en tiempo de nada, un tiempo cero” (137). Esto se reitera a lo largo del relato: “Mi estrategia de aire acondicionado, novelas policiales y computadora me mantuvo en estado de trance permanente [...] No se puede tenerlo todo, y si consigo eliminar el sufrimiento pierdo simultáneamente una cantidad de otras cosas” (385).
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interior y exterior “no es simplemente su solución individual, sino que más bien expresa el mundo burgués del sentimiento” (2004: 251). Podría afirmarse que los textos de Levrero y Lalo toman un camino diferente: la narración se vuelca hacia la interioridad y su registro de lo cotidiano es minucioso, pero desprovisto de sentimentalismo. El “inventario” de la emoción privada es uno de los problemas que enfrentan los sujetos que enuncian su historia, por eso en Levrero leemos: “Quiero sentir, quiero ver las escenas que estoy narrando [...] es necesario que, desde este diario íntimo, busque el camino de mis sentimientos reviviendo hechos más recientes, casi diría fresquitos” (2005: 100, la negrita es del autor). El lector comprenderá más adelante que a este proyecto solo le espera el fracaso. A su vez, en Los países invisibles, la comprobación de la distancia entre su manera de ver el mundo y el entorno en el que vive, sume al narrador en la tristeza: “nos detenemos en un restaurante Pollo Tropical, en un centro comercial de Carolina [...] Por las vidrieras, se ve el tráfico interminable de la carretera [...] Nos miramos por unos segundos y hay una tristeza indecible. Algo bajo, reptante, que nos come por dentro” (2008: 92-93). “Invisibilidad y tristeza” (95) definen con frecuencia las emociones de este narrador. En los comienzos del siglo xxi y en este capitalismo tardío y global, el retroceso de la emoción hacia la interioridad y el relato de lo nimio representan un nuevo estado de cosas: la pérdida de las esperanzas y de las ilusiones utópicas ante el fracaso de los proyectos políticos y la ausencia de una experiencia social válida. Los sujetos no se sienten implicados en ese mundo, retiran su afectividad y sufren un proceso de extrañamiento49. El relato de la “historia Es interesante la asociación que hace Roger Bartra entre capitalismo y tedio o aburrimiento cuando afirma que a Benjamin “no le gustaba el mundo que atravesaba, al que veía dominado por un capitalismo amenazador […] Podría decirse igualmente que, a los ojos de Benjamin, la modernidad convirtió el brillante sol negro de la melancolía en el astro gris y opaco del tedio” (2004: 162). Véase la nota 58 en la que se menciona un análisis de Karina Miller que va en el mismo sentido. Tedio y aburrimiento también rondan al narrador de Levrero mientras repite las mismas acciones y se enfrasca en sus “adicciones” cotidianas.
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mínima”, de lo banal, es la estrategia a la que se recurre: la escritura se ocupa entonces de reiterar y registrar lo “micro”, frente a una macrohistoria de la que no es posible más que sentirse desterrado. Repetir y refugiarse en lo nimio será un modo de protegerse, no involucrarse, no sufrir, ante una realidad que frustra, agrede y no permite la esperanza50. La atención puesta en el objeto o la actividad “banal” funciona también como un desvío, una “distracción” útil al sujeto autoficcional en su lucha, llena de contradicciones, con la escritura –ya sea con la imposibilidad, con el deseo o la imposición de escribir51. Lo nimio, las rutinas de lo doméstico, la esfera de lo privado, de lo íntimo adquieren así una función estética y un valor político: son el dique que permite protegerse del ámbito público donde, justamente, se ha degradado la práctica política52. Estos sujetos rehúsan formar parte de las actividades culturales, sociales o políticas imperantes y optan por permanecer en ciertos márgenes que no los impliquen en ellas. De alguna manera, los narradores recuerdan posiciones y debates contemporáneos surgidos ante el descrédito que sufrió el poder político en años de impunidad y corrupción como fue –en especial, pero de ningún modo Señala Agnes Heller que “la naturaleza repetitiva de ciertos tipos de actividad es la que puede alterar [las acciones], privándolas de implicación” (2004: 18; la bastardilla es mía). Como acabamos de ver, la autora asocia el sentir con el estar implicado. 51 Estoy usando aquí el concepto de “actividad banal” en el sentido de poco importante, rutinaria, sin implicancias económicas o culturales significativas; es decir, se trata de actividades no muy valoradas socialmente. Por lo tanto, es diferente a la acepción que le da François Jost –a propósito de parte del arte contemporáneo y masivo– en El culto a lo banal (2012), donde tiene el valor de superficial, sin originalidad ni capacidad crítica. 52 Resulta ejemplar una escena de Los países invisibles en la que el narrador y su esposa se encuentran en el mall Plaza de las Américas en una cafetería llena de gente y observan el desempeño de la senadora Burgos, que es saludada por dos clientas: “Burgos se empaqueta en su papel de campechana […] Se lleva a cabo así un intercambio político basado en el manoseo. Las escucho, sufriendo el asco […] Pronto mi esposa y yo nos queremos ir, vaciamos el vaso de cartón quemándonos los labios. Con semejantes compatriotas el país no nos pertenece” (2008: 166). 50
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únicamente– la década de 1990 en América Latina. Descrédito que produjo desencanto y generó la pérdida y el olvido de su sentido mismo como campo de reflexión y praxis simultáneos53. Las miradas críticas de esas figuras autoficcionales coincidirían, sin duda, con Sergio Sevilla: En el pensamiento de las últimas décadas, la noción de lo político se hace progresivamente borrosa [...] a este fenómeno corresponde la sensación generalizada de ‘muerte de la política’ [...] la incertidumbre en la práctica y la sensación de pérdida de sentido o de inanidad son fenómenos convergentes, que apuntan a una transformación de nuestro tiempo (2000: 268).
Estos sujetos no se plantean ya una confrontación o una búsqueda de nuevas formas de actividad política; por el contrario, la percepción del fracaso histórico provoca el alejamiento y el abandono de las esperanzas en algún posible cambio del statu quo. Es ahí donde se instala, especialmente en La novela luminosa, una estética de lo nimio que es, a la vez, una política de lo nimio. Lo nimio se manifiesta por medio de una narración distanciada –desprovista con frecuencia de emoción–, enfocada en detalles y acciones aparentemente banales. En cualquier caso, reemplaza al relato de posibles hechos y episodios “importantes” que nunca ocurren o parecen vacíos de sentido: se representa, se lleva a primer plano, lo intrascendente54. Lo nimio es lo que pasa cuando no pasa La necesidad de repensar la política, de buscar nuevas respuestas al desgaste de las prácticas tradicionales y la degradación sufrida por ella, ha sido uno de los desafíos de la filosofía y la teoría del presente y encuentra en los ensayos de autores como Giorgio Agamben, Alain Badiou, Roberto Esposito, Jacques Rancière, un espacio de debate imprescindible. En todos se cuestiona la identificación absoluta entre política y poder estatal; se piensa lo político “en conflicto” con el Estado y no como términos fusionados e indisolubles. Conceptos como impolítica, biopolítica, metapolítica, son índice de esta búsqueda de respuestas a la necesidad de encontrar nuevos parámetros para pensar lo político. 54 La fotografía en Lalo forma parte de este mismo desplazamiento: se enfoca lo que carece de “importancia”, no hay paisajes ni personajes “representativos”; antes bien, se presentan imágenes de lo aparentemente insignificante, de lo 53
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nada, lo que usualmente no tiene interés o, incluso, no se percibe; es una forma de la experiencia en la que la emoción se sustrae al afuera, se retira el afecto del mundo social y el sujeto se repliega ante la falta de relevancia de ese exterior. Hay que recordar que lo nimio, según el diccionario de la Academia de la Lengua, tiene tres acepciones: es lo insignificante, pero también lo excesivo y lo minucioso55. Los textos parecen explorar todas estas alternativas al mismo tiempo, basta con leer el obsesivo relato, ya mencionado, en La novela luminosa, de la paulatina descomposición del cadáver de la paloma en la terraza frente a la casa del narrador: narración “objetiva”, desprovista por completo de afectividad, es, sin embargo, un espejo de la angustia y el sentimiento de muerte y sin sentido que atraviesa todo el “diario de la beca”56. Asimismo, en Los países invisibles, la descripción de espacios y cuestiones banales sirve para exponer tanto los sentimientos como la distancia que distingue al narrador de un territorio en el que se siente un forastero y al que percibe anodino, incluso adverso: Hace un rato, camino de la ferretería para comprar una llave de paso, sopesé la distancia que me separaba de la calle Guayama, en cuya
trivial: un muro despintado, grafitis, maniquíes abandonados, calles y zonas decrépitas. En ningún caso esas fotos provocan la identificación o la emoción del espectador, por el contrario, generan cierta distancia o sorpresa, si se piensa en el esperable y convencional imaginario sobre Puerto Rico. En esa diferencia se encuentra su carga política. 55 El diccionario define nimio como “1. Insignificante, sin importancia; 2. Excesivo, exagerado; 3. Prolijo, minucioso, escrupuloso” (DRAE, s. v.). 56 El espacio privado de un diario funciona como una herramienta, conforma un entramado también de alguna manera político, incluso es el lugar para entender las transformaciones históricas. Nora Catelli, quien explora la escritura del diario personal, afirma que en la época moderna los diarios se escriben “en ese espacio definido, por íntimo, como el lugar donde se encierra el temor, en ese ámbito de violencia incorporada […] Creer que esa intimidad […] da seguridad a quienes practican la escritura o suponer que de la expansión de esa intimidad se extrae un saber tranquilizante, sería desconocer que la misma palabra que define ese ámbito –intimidad– plasma la interiorización del temor. Esa interiorización es resultado de un proceso histórico” (2007: 51; la bastardilla es de la autora). 161
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esquina hay dos ferreterías y un colmado […] en ese fragmento insulso de una calle que tiene mucho más de infierno que de cielo, me sentí en casa (2008: 73). Estoy aquí ahora [...] pasando calor [...] escribiendo esto mientras escucho a mi lado a dos hombres conversar sobre transmisiones automáticas y modelos de automóviles [...] No estoy particularmente afectado por las circunstancias, porque es larga ya la vida pasada en esta pobreza pavimentada […] Un hombre escribe contra la banalidad, el consumismo, la insatisfacción, el silencio, la mudez, el sol, en el desierto auto infligido de un centro comercial (130-131; las bastardillas son mías).
El relato de su situación en los centros comerciales o en la carretera número 3 tiene una función parecida a la de observar la lenta descomposición del cadáver de la paloma del narrador en La novela luminosa57; palabras como “destrucción” y “sin esperanzas” explican sus emociones y la carretera es un reflejo, una representación de lo que la vida no es: su experiencia entonces es de “cruda invisibilidad” (2008: 95)58. “Esta destrucción que apenas se percibe como lo que dramáticamente es, esta carretera número 3 por ejemplo, es el lugar desde donde debo pensar [...] El sentido de la vida no se halla en la carretera número 3, en sus centros comerciales, en sus complejos de walk-ups, en la comida incomible de sus restaurantes; pero el sentido de la vida [...] puede encontrarse en esa carretera si se le mira por lo que es, es decir sin esperanzas” (2008: 91-94; la bastardilla es del autor). Este sentimiento se reitera en la experiencia de los viajes en automóvil, el feísmo de los centros comerciales, la comida basura, el aburrimiento: “este trayecto forma parte del recuerdo infantil, asociado a una cultura familiar del fin de semana, que ya entonces, hace décadas, estaba centrada en el automóvil y el aburrimiento” (110). 58 Karina Miller, en “La experiencia del vacío”, analiza novelas argentinas contemporáneas de los relatos estudiados aquí y señala rasgos que evocan experiencias similares, el tedio, el sentido de lo nimio y el desapego: “la experiencia del aburrimiento profundo y la del tiempo que pasa mientras no pasa nada, construyen un presente de abulia política” (2014: 688). La autora lee el vacío del aburrimiento como una crítica a “la utopía fallida que devino distopía del presente” y a “la imposibilidad de pensar el presente en términos de cualquier deseo utópico” (687).
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Lo común, en este contexto, se vuelve lo extraordinario, digno de ser contado, es significante en virtud de su gran insignificancia. Lo trivial funciona entonces como un signo de un mundo del cual el sujeto protagonista se siente expulsado, un mundo que le es extraño; vive una especie de exilio interior y establece con el exterior relaciones complejas, de rechazo y tensión. Se trata de un narrador-personaje autoficcional que articula simultáneamente el vínculo y el quiebre entre lo íntimo y lo externo; conexión que implica lo literario y lo político. Solemos asociar lo nimio a lo poco importante, incluso a lo inútil; en efecto, podríamos preguntarnos, en un primer momento, cuál sería el interés en un relato, muy evidente en “El diario de la beca” de Levrero, de contabilizar las salidas por la ciudad sin un objetivo importante, las compras, las dificultades cotidianas, los problemas con la computadora. Sin embargo, desde los textos anteriores, como El discurso vacío o Diario de un canalla es posible comprender “la utilidad de lo inútil” o la centralidad de lo nimio, incluso la importancia del aburrimiento que acompaña la repetición de las acciones rutinarias59. Normalmente, lo inútil se asocia con lo improductivo, pecado inaceptable en una sociedad dominada por el mercado y el dinero. En este sentido, la lucha que el narrador de La novela luminosa entabla entre el peso de la obligación de “producir”, por estar recibiendo el dinero de la beca, y su resistencia a cumplir con ella, queda bien representada en el relato de las actividades nimias, banales. Ellas reemplazan lo que debe hacerse y, sin embargo, se vuelven esenciales en la medida en que su relato va construyendo el texto que leemos y con el que en verdad se cumple el requisito que impone la beca. De este modo, lo nimio, lo banal, parece funcionar a dos puntas, ampara contra el
Las afirmaciones de Luigi Amara sobre el aburrimiento coinciden en esta perspectiva: nuestra sociedad “signada por la obligación de pasársela bien, de entretenerse a toda costa, impide que tenga lugar una pausa, esa merma de sentido que introduce el aburrimiento […] sitúa el trabajo por encima del ocio, el entretenimiento por encima de la contemplación, el estruendo por encima del silencio” (2012: 19-20).
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mundo hostil donde la productividad es ley y, a su vez, hace presente la tensión –ya adelantada al comienzo de este capítulo– entre dinero y escritura provocando una vuelta de tuerca: la dedicación a lo nimio da como resultado un texto fundamental, no solo para la consagración de su autor, sino para la literatura latinoamericana60. Lo inútil, lo nimio, resulta así central, el espacio mismo de la creación y, de este modo, propone un lugar específico para la actividad de la escritura y del intelectual, en las antípodas de la sociedad de consumo y del capitalismo “productivo”. Peter Bürger, en su excelente ensayo La desaparición del sujeto, afirma que la actual reconsideración de la categoría de sujeto puede leerse como “signo de un deslizamiento epocal dentro de la categoría misma” (2001: 16). Es decir, estamos ante lo que llama “un campo de subjetividad” que “abre y limita a la vez un espacio de posibles y nuevas determinaciones” (329) para esta figura. Los textos de Levrero y Lalo comparten estrategias “epocales”, entre las que el yo, esa enunciación que parece desplazarse continuamente, mantiene en tensión el proceso de escritura y, al mismo tiempo, se escinde entre el acto de escribir y la representación de ese mundo de “afuera” que se impone y al que se rechaza61. En resumen, la es La novela luminosa consagra póstumamente a Levrero como un escritor uruguayo y latinoamericano esencial del presente y genera la reedición de toda su obra anterior, así como un gran caudal de ensayos críticos de todo tipo. Es paradójica la “productividad”, simbólica y económica, que no pudo ver Levrero, de una novela centrada en el relato de la imposibilidad del hacer, en el ocio, en la “pérdida de tiempo”, en la convicción de la inutilidad del éxito y de las reglas sociales y culturales para alcanzarlo. 61 A propósito de la escritura de Rousseau, Bürger describe rasgos que podrían asociarse con la de los autores analizados: “El hecho de que el yo se desplace infinitamente en el acto de la escritura, que no se pueda alcanzar nunca, mantiene en curso el proceso de la misma. La conciencia del escritor se encuentra así particularmente escindida. Yendo y viniendo entre el yo que escribe y el yo descrito, se encuentra de cierto modo fuera de sí [...] Quiéralo o no, el yo, cuyas situaciones intenta reproducir, se le convierte en forma de otro yo […] Pero esta vida tiene su sitio solo en la escritura […] el yo moderno se encuentra verdaderamente huyendo de algo indecible que le inspira miedo. La escritura sería entonces la forma de tratar con esta experiencia sin decirla jamás” (2001: 322-325). 60
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critura de ambos autores tiene en común algunos procedimientos, pero también un “aire de derrota”, aunque no una derrota vinculada a un episodio histórico específico (como podría ser la dictadura uruguaya, en el caso de Levrero). Estos relatos plantean una derrota radical a la que se ha llegado sin remedio y en un territorio que resulta ser un “país invisible” o invivible por el que se transita en perpetuo exilio. Si existe algo parecido a una resistencia, ella no está destinada a la espera de un futuro mejor y de algún modo utópico, sino que es una pura resistencia a pertenecer, es un acto de exclusión y rechazo del presente tal como es. En los dos textos analizados, se busca el aislamiento, se opta por una especie de desafecto mientras se demuestra la vacuidad de cualquier optimismo en el futuro; “vivir [...] sin las trampas de la esperanza, es decir, des-esperado” (2008: 143, la bastardilla es del autor) se dice en Los países invisibles y la consigna vale también, nuevamente, para La novela luminosa. Los conflictivos desplazamientos por las ciudades de Montevideo del protagonista de La novela luminosa y por San Juan en Los países invisibles son sinécdoques de la inutilidad de toda participación o entusiasmo por el actual estado de cosas que ha quedado lejos de las ilusiones y los proyectos del siglo xx. En la novela de Levrero; la dificultad para escribir del protagonista, su dispersión en tareas triviales, su intolerancia a la vida en la ciudad, delatan también la decepción ante la distancia existente entre el presente y las conocidas promesas de un “luminoso” futuro. En el caso de Lalo, la pertenencia a un país colonial define a un personaje/narrador y a un mundo doblemente “invisibles”. Curiosa coincidencia, el relato de un país que jamás conoció la completa independencia y el de otro con una historia independiente de doscientos años, carecen de fe en todo proyecto político: ese gran porvenir prometido se ha diluido en el pasado. La función de la literatura parece ser dejar constancia, replegándose en el espacio de la interioridad, de las máscaras que encubren las distintas formas de complacencia con el presente. Dos textos –uno de ellos perteneciente a un país de incierto estatuto político, el otro emergiendo del horror de un pasado dictatorial aún cercano– coinciden en la misma mirada. 165
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La novela luminosa es la historia de una imposibilidad: la de escribir una novela luminosa; el texto que leemos cuenta esa imposibilidad, se escribe para decir que allí, en el territorio en el que transcurre la vida del narrador, es difícil escribir. Por su parte, Los países invisibles narra la imposibilidad de ser visto, de ser percibido, de ser reconocido si se pertenece a un mundo que sigue siendo colonial. Parece que ciertas semejanzas en la representación recorren ambos relatos: queda entonces claro que en los países invisibles las novelas luminosas no son posibles, quizá en ellos los futuros felices han quedado borrados del presente por pasados oscuros, muchas de cuyas sombras todavía nos alcanzan. * Este capítulo fue terminado durante la pandemia de 2020 y en cuarentena. El rechazo del mundo –notorio sobre todo en Levrero–, la tendencia al encierro como zona segura, protectora y preferible frente a la hostilidad del “afuera” me llevó a pensar en las condiciones de aislamiento obligado frente a un peligro muy concreto, un exterior seriamente hostil y temible. Meses en que el interior de la propia casa es el único espacio posible, donde hay que encontrar alternativas para seguir viviendo, hacen recordar el andar desde la computadora al sillón del narrador Levrero, jugando, bajando programas, viendo pornografía, rondando y resistiéndose a salir a las calles de Montevideo. Frente al estado de cosas provocado por el virus, se puede sospechar que es necesario volver a pensar y reconsiderar el vínculo “interior/exterior” cuando han cambiado las reglas y ya no se trata de una elección ni obedece a la propia voluntad. Es obvio que el rechazo al “afuera” se sostiene, en el caso de estos relatos, en la libertad de decidir; libertad que ha desaparecido durante la cuarentena. Elegir entre dos mundos y definirlos de acuerdo con los propios criterios permite manejar una “política de exclusión o inclusión” de los espacios. La crítica a una sociedad, a un entorno insoportable, hostil, incluso peligroso, propone la escritura y la lectura como refugios de algún modo consoladores; 166
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por el contrario, la retirada hacia lo privado se volvió la única alternativa, desesperante, durante la cuarentena. Sin embargo, en los dos casos se percibe una rápida politización de lo ocurrido; si el rechazo del mundo implica una opción, sin duda política, para los narradores, lo vivido en la pandemia corrió velozmente la misma suerte: oponerse al encierro protector se convirtió en bandera de una derecha violenta y delirante que, en muchos países, dio lugar a discursos y manifestaciones desatinados. Como nunca, durante estos tiempos se ha podido comprobar la afirmación de Paul Tabori: “La estupidez es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso” (1982: 37). La política, tan denostada y tan criticada por algunos, demostró que atraviesa nuestras vidas, nuestro mundo privado y nuestros cuerpos. Una experiencia como la de la pandemia era algo inimaginable cuando se escribieron estos relatos; leer esa vocación por el alejamiento cuando es imposible el contacto con los demás genera otros efectos. La pérdida de nuestra vida cotidiana, el despojo que sufrimos de nuestros proyectos vitales, hacen difícil apreciar lo deseable de esas opciones. Curiosa sensación en la que lo real revierte sobre las impresiones que produce la lectura. Si la fobia del narrador de Levrero o el fastidio del de Lalo son el campo donde se instala la mirada política que propone formas de regreso a la interioridad, nuestro tiempo plantea retos distintos. En el presente, tanto el mundo exterior –perdido, deseado y, a la vez, peligroso– como el interior –la casa, el ámbito doméstico que aparenta dar seguridad– se han politizado: quedarse o salir son decisiones ligadas a posturas políticas, poder elegir una u otra depende de cuestiones económicas –que siempre son políticas– y de alternativas ligadas a esas condiciones. Los textos leídos en este capítulo parecen, entonces, adelantar el conflicto subyacente en esa antítesis que la pandemia “dio vuelta”, complicó y transformó en cuestión esencial para nuestra vida.
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IV Historia y violencia: políticas de la imagen La realidad siempre será más atroz y más sublime que sus diversas formas de mostrarla. Pablo Montoya, Tríptico de la infamia.
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eonardo Padura y Pablo Montoya exploran en sus relatos posibilidades –distintas en ambos– del uso de la historia y de la imagen en la trama literaria; y en ese uso también puede leerse una estrecha articulación entre textualidad y referencia. Es decir, los dos autores tejen una red compleja de relaciones entre los discursos, literario e histórico, y lo pictórico y fotográfico. Este entramado conlleva una búsqueda de equilibrio entre cuestiones que atañen a la estética y a la política1. La presencia del discurso histórico en la ficción, y en la literatura en general, ya ha sido muy trabajado; estudios clásicos como
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Como se verá a continuación, la imagen funciona aquí de un modo diferente, en tanto no es reproducida y el lenguaje se hace cargo de describirla y evocarla. Se genera así un diálogo muy distinto al que puede verse en los textos de Costamagna y de Lalo, mencionados en el capítulo anterior. Es decir, el modo en que interactúa la fotografía con el texto en una obra como donde de Lalo es por completo diverso al que encontramos en Montoya. Remito a los ensayos de Lourdes Dávila, mencionados varias veces en este trabajo, y a sus análisis de la relación fotografía/literatura. 169
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los de Hayden White y Arthur Danto se han ocupado de analizar sus nexos2. De hecho, los debates entre historiadores que sostienen o rechazan la condición narrativa de la historiografía y sus implicaciones ideológicas ocupan buena parte del siglo xx3. Son interesantes, en particular, los análisis de Carlo Ginzburg quien propone considerar, a propósito de las fronteras entre narraciones de ficción y narraciones históricas, “el vínculo entre unas y otras como una disputa por la representación de la realidad […] un conflicto hecho de desafíos, préstamos recíprocos, hibridaciones” (2010: 12)4. Ginzburg incluye también en este debate al género testimonial, con el que gran parte de la ficción política sostienen fuertes lazos. Una larga tradición de novela histórica, con sus variables formales y temáticas, según épocas y escuelas, ha dado lugar a numerosos ensayos y controversias; de hecho, son muchos los críticos que se enfocan en este aspecto, muy dominante en los relatos aquí analizados. Recurrir a la historia para construir una ficción supone el proyecto de llevar a primer plano, como protagonista, a la memoria y de proponer, asimismo, una evaluación de los hechos
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La Escuela de los Anales también ha sido fundamental en el desarrollo de estos contactos entre historia y ficción. Figuras como Jacques Le Goff, Pierre Nora, Roger Chartier, Georges Duby han tenido un papel central en el acercamiento entre la historiografía y la crítica literaria a la hora de considerar los vínculos entre “lo factico” y “lo ficcional”. Remito a estos autores para una profundización de este aspecto teórico que no es objetivo central a mi trabajo. Enzo Traverso resumen claramente el punto clave de la polémica y de la diferencia entre ambos discursos: en su crítica a White señala que el error de este “consiste en confundir la narración histórica (la construcción de la Historia por un relato) y la ficción histórica (la invención literaria del pasado)” (2007: 59; la bastardilla es del autor). De acuerdo con Traverso, el historiador no puede esquivar la cuestión de la “puesta en relato” en su reconstrucción del pasado, pero si quiere hacer Historia tampoco puede olvidar lo factual. Su “relativismo radical”, que cuestiona el historicismo positivista, le impide a White reconocer la importancia de atender a los hechos, más allá de que sea necesario un trabajo de interpretación. El debate en el que participa Ginzburg está muy claramente representado en la ya clásica compilación organizada por S. Friedlander, En torno a los límites de la representación (2007), mencionada en el capítulo II. 170
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contados –y de la violencia que suele atravesarlos; evaluación que siempre implica una perspectiva política–. Como sabemos, la mirada sobre la historia nunca es neutral –más allá de lo que piensen algunos historiadores más ortodoxos– y la ficción ligada a ella lo es menos aún. Como señalan Valeria Grinberg Pla y Werner Mackenbach: “el hecho mismo de recurrir a la novela para proponer versiones alternativas de la historia, haciendo del campo del conocimiento sobre el pasado un espacio en disputa, es, de por sí, un gesto político” (2018: 342)5. El discurso histórico tiene entonces una fuerte presencia en las ficciones de Padura y de Montoya; podría afirmarse que muchas de sus novelas son “tratados” ejemplares sobre los modos de entretejer la historia con la ficción: es posible pensar que subyace también en ellas el proyecto de construir una literatura que mantenga un delicado equilibrio con lo estético, una narrativa cuya “especificidad” literaria no quede avasallada por lo histórico-político. Lo interesante es que, en esta búsqueda, ambos autores incorporan la imagen: si bien con un tratamiento diferente, se vuelve esencial en varios de sus relatos y el lector puede comprobar los mecanismos que entre escritura e imagen narrada –descrita, nunca reproducida en el interior de las novelas– se diseñan. Se da así una exploración de las posibilidades de este cruce entre ambas formas: la écfrasis se vuelve fundamental en Montoya, pero también resulta clave en Padura, en el que el juego intertextual entre imagen y literatura ocupa cada vez más espacio. En verdad, la importancia de la imagen en el discurso literario latinoamericano tiene una extensa trayectoria. Señala Valeria de los Ríos al referirse a la fotografía: “desde fines del siglo xix, los es
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Los autores incluyen en su artículo una cita de María Cristina Pons, muy a propósito para este discusión: “la escritura y reescritura de la Historia que lleva a cabo la novela histórica contemporánea también se manifiesta abiertamente como una práctica política y como una forma de afectar la memoria histórica colectiva y el proceso de redefinición de la identidad, a partir de una proyección de un mundo cultural distinto y del cuestionamiento de los modos hegemónicos de representación de la realidad histórica y de la alteridad” (2018: 265-266). 171
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critores del continente comenzaron a reflexionar sobre esta nueva tecnología llena de promesas” (2011, 26)6. En el mismo sentido, Lourdes Dávila sostiene que, como premisa básica, “la fotografía es un dispositivo que se asienta entre la historia y la literatura, sirve de gozne para un pasaje continuo entre ambas, y su forma y manipulación puede darnos claves específicas sobre la relación de la literatura con la historia” (2014: 653). Estas afirmaciones son de igual modo válidas con relación al tratamiento de las imágenes presentes en los textos aquí tratados. Su función en las obras de Padura y Montoya, como ya se dijo, tiene –más allá de sus diferencias– un eje común, en tanto están destinadas a establecer la tensión –y el nexo– entre la literatura, la historia y la política. Como se recordará, Rancière sostiene que el efecto político del arte “pasa por la distancia estética” (2010: 84); es decir, lo político se manifiesta por medio de muy diversas prácticas y estrategias: “arte y política se sostienen una a la otra como formas de disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible […] Lo que se llama política del arte es el entrelazamiento de lógicas heterogéneas” (2010: 65-66). Lógicas que entrelazan distintos discursos y formas de representación como son la imagen y la escritura. En los dos casos, la discusión no puede soslayar las cuestiones que atañen a una perspectiva ético-política: Georges Didi-Huberman coloca la imagen, “en el sentido antropológico del término” (2004: 232), en el centro de la cuestión ética, pero profundamente ligada a una preocupación por las implicaciones políticas y estéticas que conlleva. Su ensayo Imágenes pese a todo se abre con el análisis sobre las cuatro fotografías “arrebatadas por los miembros del Sonderkommando al crematorio V de Auschwitz” (2004: 37). Esas fotos “están dirigidas a lo inimaginable, y lo refutan de la manera más desgarradora que existe” (37; la bastardilla es del autor). La reflexión sobre estas imágenes establece tanto un terreno político, como una cuestión ética y una inquietante inte
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La autora afirma que esta incorporación de la fotografía “demuestra el carácter intermedial de la escritura, que como medio de inscripción intenta competir persistentemente con los nuevos medios que la circundan” (2011: 27). 172
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rrogación sobre lo estético. Es desde este espacio donde se plantea, nuevamente, el diálogo con Rancière sobre lo irrepresentable, al que volveré a propósito de las novelas de Pablo Montoya. Si se ha cuestionado la posibilidad de representar en la escritura lo que se juzga inenarrable y se apela a procedimientos, como la omisión o el silencio, para sortear esa dificultad, en la imagen –ya sea pictórica como fotográfica– este problema se vuelve aún más acuciante. Los reparos éticos que provoca tienen una larga tradición: Judith Butler nos recuerda cómo Susan Sontag destacó que una fotografía de guerra puede sobrecogernos y paralizarnos al mismo tiempo; por eso se pregunta si podemos apoyarnos en la imagen para impulsar el debate político sobre la injusticia de la guerra y de la violencia estatal. Butler, a su vez, se cuestiona ante esta posibilidad y nos deja una inquietud: “Pero ¿y si la imagen no nos satura y no nos paraliza?, ¿podemos interpretar esto como la intervención de una obligación ética sobre nuestra sensibilidad? […] ¿debemos estar sobrecogidos para sentirnos impulsados a actuar?” (2019: 106) Este será el dilema del fotógrafo en Los desterrados de Pablo Montoya y una de las columnas que sostiene las polémicas en torno a las posibilidades de la representación, en torno a sus implicancias éticas y estéticas. Esa polémica enfrentó a Claude Lanzmann con Jorge Semprún, defensor de incluir la imaginación en el relato de “lo invivible” – como se mencionó en el capítulo I–, y con Jean-Luc Godard, quien defiende el derecho a filmar sin restricciones. Lanzmann siempre sostuvo la necesidad de aceptar la inherente imposibilidad de representar el horror en sí mismo, puesto que ninguna imagen puede ser adecuada para mostrar la violencia del exterminio. Tanto Rancière como Didi-Huberman rechazan esa “prohibición”: este último sostiene, a propósito de la obra Real Pictures del fotógrafo chileno Alfredo Jaar, que el artista no ha renunciado a las imágenes, no ha dejado de fotografiar, pero al mismo tiempo ha abordado el problema de lo que llama “la calidad de la información” (2008: 49) dando una importancia capital al montaje en detrimento de la exposición directa7. Didi-Huberman participa en el libro-catálogo dedicado a la exposición de Alfredo Jaar realizada en el Museo de Bellas Artes de Lausana, Suiza, en 2007.
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Por su parte, Rancière hace notar que, en Shoah, Lanzmann también “hace imágenes”, lo que difiere es su función, el objetivo y la manera como las compone y organiza para lograr su fin. Simplemente, “se propone atestiguar la realidad de un proceso sobre la base misma de la borradura programada de sus huellas. La imagen, en consecuencia, no puede reproducir lo que ha desaparecido” (2018: 83). Es decir, Lanzmann impone cierto tipo de arte, cierto tipo de ficción, de disposición de las palabras y las imágenes. De este modo, regresamos al punto de Rancière ya discutido en el primer capítulo y esencial para el argumento que sostiene muchos de los textos analizados en este libro: “el problema no es saber si hay que mostrar o no los horrores sufridos por las víctimas de la violencia […] el problema no es saber si lo real de esos genocidios puede ser puesto en imágenes y en ficción” (2010: 99-102). La cuestión es saber qué y de qué modo puede hacerse, es decir, qué se elige representar. El primer apartado se ocupa de una novela de Padura en la que no está presente la imagen; sin embargo, resulta ejemplar del trabajo realizado, por medio del discurso histórico, para resolver las tensiones entre lo político y lo estético. Las estrategias narrativas destinadas a fusionar –anudar– ambos territorios prefiguran los mecanismos que resultan de incorporar lo pictórico y lo fotográfico en los siguientes textos de Padura y Montoya. 1. Historia vs. literatura: las versiones del asesinato de Trotsky Posiblemente sea la narrativa de Leonardo Padura una de las que suscita en el presente más interés –y también discrepancias– en la crítica; se diría que lo político es insoslayable en ella y, quizá por eso, la tensión entre ambos campos –estético y político–
La antología La política de las imágenes recoge una serie de colaboraciones destinadas a analizar la producción de este artista. Véanse las notas 48 y 52 en el apartado 5, “El rastro de lo real”, de este mismo capítulo. 174
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resulta problemática y ha ido generando controversias. Justamente, porque es en verdad imposible dejar de lado en su obra las referencias externas explícitas en el plano del enunciado, es que importa ver, de acuerdo con lo que sostiene Rancière, cómo lo político se dispone, se configura en la ficción; es decir, qué articulación interna organiza esa fusión de planos heterogéneos. Desde esta óptica, coincido con la ya anteriormente citada Ángeles Donoso Macaya: “el compromiso político significa poder pensar la posibilidad misma de la política dentro de la ficción” (2009: 129; énfasis de la autora). Por lo tanto, ese compromiso está indisolublemente ligado a lo estético. Considero que los dos narradores tratados en este capítulo son ejemplos paradigmáticos y muy particulares de este compromiso estético-político. En el caso de la novela de Padura El hombre que amaba los perros (2009), un acontecimiento, en el sentido que da al término Badiou8, parece haber tenido la virtud de anudar lo político e histórico con lo literario de un modo notable: el asesinato de Trotsky el 22 de agosto de 1940 en la Ciudad de México generó numerosas consecuencias. Es la culminación de un terrible acoso que marca el fin definitivo de un proyecto y que abre un largo proceso: es un acontecimiento, violento por definición, y un hito en la vida política de la izquierda (y de la derecha). Pero no solo es un episodio clave en la historia del siglo xx que funciona como un punto de inflexión para muchos intelectuales en tanto separa al partido comunista de otras organizaciones izquierdistas, sino que da origen a varios textos literarios, textos donde se cruzan de modo preciso lo político y lo estético. Se trata de una literatura conformada en la 8
Alain Badiou llama acontecimiento a esa situación que exige una toma de decisión del sujeto para sostener la memoria de lo ocurrido y la propia identidad; un hecho que marca un antes y un después. De acuerdo con su postura, el acontecimiento irrumpe en la historia, de manera que nada vuelve a ser igual, es una situación colectiva que muestra lo que una época tiene de intolerable, pero también hace emerger posibilidades de vida. Tiene que ver con la historia de la política, no la del Estado y la asunción de una postura frente a él permite no ceder ni confundirse; es decir, abre alternativas, surgen de él nuevos procesos, de algún modo genera nuevas posibilidades políticas. 175
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fusión de esos elementos: imposible excluir lo político de ella, pero también imposible obviar la consideración de cada particular proyecto estético que da forma, organiza y produce el sentido político. Esta ligazón está en el origen de esos relatos: todos se ocupan de la muerte de Trotsky, del hecho mismo, y, a la vez, parecen la cita de uno de sus más famosos ensayos, La revolución traicionada. Acontecimiento y escritura conforman novelas que escriben o reescriben dos cosas: un asesinato y una traición; es decir, está presente allí tanto lo factual como lo discursivo. Ambos, muerte y escritura, dan origen entonces a una narrativa que, desde estéticas diferentes, se ocupa del destino de un hombre que encarna una revolución y, especialmente, una revolución traicionada. La novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba los perros, es un ejemplo paradigmático de un proyecto estético que se plantea abiertamente como político. Su misma trayectoria como autor de policiales lo liga a una tradición del género que se ha politizado en América Latina desde Rodolfo Walsh y su fusión del testimonio con el código detectivesco. En la mayoría de los relatos de Padura este canon estructura la búsqueda de la verdad, el consiguiente desencanto por la imposibilidad de justicia, la derrota del héroe. Sin embargo, en El hombre que amaba los perros, aunque se trata también de una investigación que busca una verdad oculta para la que toda justicia se vuelve improbable y donde el fracaso del protagonista es radical, el relato se aleja del código y lleva a otras conexiones literarias. Diría que la estructura del policial abandona el nivel argumental y pasa a sostener el texto mismo en la forma de sucesivas indagaciones en torno a lo silenciado; es decir, se vuelve un problema de la escritura, ya no de la historia contada. Y es aquí donde el contacto entre política y estética parece pasar a primer plano. Asimismo, esta novela de Padura remite a otras: nos lleva a recordar la sección “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después –o antes” perteneciente a Tres tristes tigres de Cabrera Infante, publicada por primera vez en 1965. A su vez, se encuentra ligada tanto por lo temático como por ciertos aspectos estéticos con La segunda muerte de Ramón Mercader de 176
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Jorge Semprún, texto de cruce, escrito originalmente en francés ([1969] 1970) por un autor español, con una problemática española y una estética indudablemente francesa. Revolución y traición, en sus acepciones políticas y literarias, están presentes en la obra de Cabrera Infante, novela experimental, revolucionaria en cuanto a su estética, de la que la política parece expurgada luego de su partida de Cuba. Sin embargo, el fragmento mencionado la reintroduce y nos recuerda de inmediato el ensayo de Trotsky: por una parte, debido a la confrontación que lleva a Cabrera al exilio; por otra, porque la sección es un conjunto de parodias de escritores cubanos sobre el mismo tema: la muerte del exilado ruso. Es entonces también un ajuste de cuentas del autor con su tradición literaria. La novela, como se sabe, explora todas las posibilidades del concepto de traición en la escritura: como traducción, parodia, juego verbal9. De este modo, el fragmento traiciona –duplica, repite, traduce, destruye– el canon literario cubano en su parodia; lo traiciona contando otra traición, la política. Es interesante notar que, si bien la novela se ha destacado por un trabajo exasperado de relaciones intertextuales con la literatura y el cine, las parodias incluidas en este fragmento son exclusivamente de textos cubanos canónicos: Martí, Lezama Lima, Carpentier, Piñera, Cabrera, Novás, Guillén. Los títulos y la casi grotesca imitación del estilo de cada autor hacen pensar en una parodia con una fuerte impronta destructiva; rasgo que se acentúa en el cierre del fragmento con el “poema” a Stalin, los juegos de palabras (Lupanarsky por Lunacharsky) y las absurdas escenas en el Kremlin10. El texto Son numerosos los trabajos críticos que han leído Tres tristes tigres como una parodia en la que tienen un papel esencial los juegos de palabras, la cita, el humor, la referencia en clave; es decir, ha sido considerada como un caso ejemplar de relato que lleva a su máxima expresión los proyectos experimentales de la narrativa de los años sesenta. 10 “[S]aca del busto las obras completas de Marx, Engels y Lenin, una lupa y una cuchara. Pone los libros en el piso, con la lupa y el sol de medianoche ruso logra hacer fuego sobre ellos y calienta el aceite de ricino. Luego trata, inútilmente, de dar una cucharada del purgante a Stalin, que forcejea, patalea, se suelta y sigue corriendo Kremlin abajo” (1968: 255).
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de Cabrera Infante establece así una apretada red en diversos niveles, una fusión entre las estrategias literarias y las políticas, entre las diversas traiciones –la traición al canon se construye narrando la traición política a Trotsky y a la revolución– que nos remiten al otro relato ya citado. En el mismo sentido, Claudia Hammerschmidt examina, en su artículo “La escritura como marca y máscara del significante ausente: Leonardo Padura y la visible ausencia de Guillermo Cabrera Infante”, los nexos con este último autor: “El hombre que amaba los perros continúa el juego empezado en Tres tristes tigres, prolongando así la cadena de versiones sobre el asesinato de Trotsky por autores cubanos –años antes o después de la muerte de Cabrera Infante” (2014: 371-372). La autora considera que la escritura de Padura opera constantes transformaciones de otros textos en el suyo y de sus propios textos de forma que “hacen traslucir y reescribir la tradición literaria” (361)11. La segunda muerte de Ramón Mercader se inscribe en una tradición estética cercana a la de Tres tristes tigres. Todos la hemos leído como un texto nouveau roman, como una perfecta novela objetivista, movimiento al que Semprún siempre se ha sentido cercano12. No hay duda de que puede hacerse un verdadero inventario de sus técnicas: el juego de duplicaciones, las incertidumbres en la trama y los personajes, los diversos planos ficcionales. En particular, el sujeto de enunciación, ese narrador que comenta sobre Hammerschmidt analiza, además de las conexiones a propósito de Trotsky, “los ecos” de otra sección de Tres tristes tigres, “Ella cantaba boleros”, en La neblina del ayer; se enfoca en las estrategias con las que recupera un autor negado por la censura y define la técnica usada por Padura como la de “negar la negación”. De este modo, sus textos pueden leerse como máscaras que muestran lo que parecen querer ocultar: “borran su centro al estilo de Cabrera Infante y lo circunscriben en la omisión misma” (364). Al reproducir sus mecanismos de ocultamiento, Padura continúa las técnicas narrativas de Cabrera Infante e instala al autor exiliado como centro de al menos dos de sus novelas. 12 Incluso en su último relato, Veinte años y un día (2003), escrito muchos años después de la época en que el nouveau roman era la estética dominante, sigue siendo fiel a ella. 11
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las alternativas novelescas y el hacer de la escritura en un gesto muy autorreflexivo, acentúa el juego de ambigüedades al entrecruzar a la familia Semprún con la trama ficcional: abundan las alusiones a episodios de la vida del autor y de su padre, miembro del gobierno republicano español, supuestamente relacionado con el padre del protagonista13. De hecho, ese sujeto podría ser pensado como un alter ego del autor. Esto se ha leído siempre como un juego “ficción/realidad” característico del nouveau roman, de su modo de incluir y diluir lo referencial en la estrategia antirrealista y antirrepresentativa. No resulta casual que el único personaje que desconoce toda la oscura intriga y está por completo fuera del tema político se llame Boutor, en una directa alusión al autor de La modificación, destacado miembro del grupo al que pertenece Semprún14. La novela de Padura parece estéticamente muy lejana a la de Semprún; sin embargo, una mirada atenta comienza a encontrar numerosos puntos en común que no se limitan a lo temático15. En El hombre que amaba a los perros se entrecruzan tres historias y tres investigaciones: dos de ellas íntimamente vinculadas a la Historia (con mayúscula), las que se enfocan en Trotsky y en Ramón Mercader, su asesino. En ambas, y en especial en la primera, el lector puede encontrar los rastros de una investigación exhaustiva y Se multiplican los ejemplos de autorreflexión característica del código nouveau roman: “¿Por qué dejé que el fantasma de Brouwer se instalara en este relato? No había previsto en absoluto esta aparición [...] Pero el fantasma de Brouwer vino a interponerse, haciendo imposible todo alarde de bravura descriptiva” (1970: 55-58), “parecía que Semprún Gurrea y Mercader se habían hecho buenos amigos, en aquella época” (95), “un número de lectores que el autor no pretende en absoluto conquistar con esta tercera novela” (106), “el único de mis personajes que tal vez ignorase totalmente los enredos de esta historia [...]” (127). 14 Michel Butor (1916-2016) formó parte del movimiento nouveau roman y su novela La modificación (1960) es paradigmática de esa estética. 15 Un punto de contacto es también el vínculo sesgado con el policial en ambos relatos, presente en el nouveau roman y por supuesto en las novelas de Padura: diversos abordajes del misterio, la investigación, el suspenso estructuran la trama en ambas tradiciones literarias. 13
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una fuerte presencia de la información historiográfica como referencia dominante. De hecho, la reseña de Javier Goñi en el suplemento Babelia de El País la llama “pormenorizada reconstrucción [...] como si Padura no hubiera acertado a manejar la mucha documentación” y habla de “un exceso de datos” (2009: 8). La tercera historia, tiene un protagonista y narrador ficcional que nos remite al narrador de Semprún por el efecto ambiguo que provoca en ellos la tensión entre ficción y referencia. Claro está que la diversidad de estéticas –el nouveau roman por un lado y un relato con fuerte impronta histórica por el otro– parece producir un resultado distinto: muchos lectores estarían dispuestos a considerar la novela de Padura un claro relato político y a La segunda muerte... una historia de espías con suspenso donde lo político (la Guerra Civil española, la muerte de Trotsky y los oscuros manejos del PC) es un elemento más de la trama que contribuye a su complejidad. Sin embargo, las estrategias narrativas tienen puntos de contacto: el narrador-protagonista de Padura produce similar confusión y mezcla con lo referencial que generaban en la novela anterior las alusiones de Semprún a su vida y a su familia. En ambas, los datos que el lector posee de los autores funcionan como un guiño, apuntan a lo que –como ya se vio en el capítulo anterior– llamamos “autoficción”, “simulacro autobiográfico” o “ficción de autor”16. En El hombre que amaba a los perros el narrador nos señala su interés por el género policial y su fascinación por Chandler: hay que recordar que “El hombre que amaba a los perros” es el título de un cuento de la colección Asesino en la lluvia del autor norteamericano. Se trata de otra conexión con el relato policial, en este caso un clásico que ha sido fundamental en el desarrollo del género en Latinoamérica; pero sobre todo la alusión a “mi amigo y congénere Mario Conde” (2009: 488), detective protagonista de Para un comentario más amplio sobre el tema remito al capítulo III de este trabajo. Allí se citan estudios que avalan el interés de la crítica contemporánea y de la teoría por esta estrategia narrativa en los últimos años: en particular, los ensayos de Premat, Alberca, Molero de la Iglesia y Morales-Rivera están enfocados en la literatura latinoamericana y española.
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la mayoría de las novelas de Padura, es un claro gesto cómplice que un crítico como Alberca denominaría un pacto ambiguo con el lector. Podríamos pensar que aquí se recoge la herencia de un relato experimental como el de Semprún, por un lado, y la tradición detectivesca, por el otro, se las utiliza y transforma. El narrador, Iván, se delinea como un doble de Conde (como él, está en busca de una verdad y lo espera la derrota); pero también es un doble del “autor Padura” quien cierra todas las historias, las búsquedas y los fracasos en la nota final donde, de algún modo, se equipara con Iván. Es decir, el personaje de Iván y el autor Padura establecen una relación en constante equilibrio inestable entre la referencia simultánea a lo histórico-político y a la escritura: el sujeto narrador, que parece duplicarse en el autor, articula el “adentro” y el “afuera” de la historia; él es el espacio de encuentro entre ficción, biografía, historia y política. Encontramos, entonces, en la novela de Padura un sujeto de enunciación complejo –en el que se percibe el rastro de los juegos nouveau roman de Semprún– que es, ante todo, punto de encuentro de lo literario y lo histórico, de lo estético y lo político. Con frecuencia la narrativa contemporánea insiste en esta figura que reúne varios “sujetos”, autor, narrador y personaje en ese “equilibrio inestable”. Su función es objeto de diversas interpretaciones: desde estar destinada a producir un “efecto de verdad” o, por el contrario, hacer borrosos los datos de lo real. Por su parte, Julio Premat –recuérdese la cita a la que me he referido previamente en el capítulo III– afirma que se trata de un acto de escritura que “puede verse como una ‘puesta en intriga’ de la identidad, según la expresión de Ricœur” (2009: 12). Todas estas alternativas pueden ser válidas y ayudan a reflexionar sobre ese mecanismo narrativo, pero su sentido puede cambiar de acuerdo con los diferentes proyectos estéticos. En el caso particular de esta novela de Padura considero que se trata de un espacio donde “dramatizar” las tensiones, a la vez que equilibrarlas, entre lo textual y lo político. El hombre que amaba los perros es una ficción, pero dos de sus tres secciones llevan al lector a olvidar esto y se leen como bio181
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grafías o novelas históricas17. A su vez, pueden encontrarse otros procedimientos característicos de una narrativa autorreferencial cercana a la de Semprún más que histórica o testimonial: identidades que se duplican y confunden entre sí, personajes que son condensaciones o sinécdoques de momentos históricos y repeticiones que producen el efecto de espejo entre las tres secciones; sin contar con que ambas novelas están vinculadas en lo temático, no solo porque hablan del mismo acontecimiento, sino por la elección del tratamiento y el sentido que resulta de sus representaciones. Por ejemplo, los fragmentos de La segunda muerte... en los que el guionista de cine plantea su proyecto de película enfocado en Mercader parecen un resumen de la sección dedicada al asesino de Trotsky en Padura: las mismas escenas y, sobre todo, la misma evaluación de su militancia en el PC y del sinsentido de su vida. En la novela de Semprún leemos: “No había sido un militante sacrificado a una violencia necesaria. Solamente un criminal [...] Había elegido, por su silencio, continuar manteniendo la ficción de esa comunidad carismática” (1070: 145); el fragmento se expande y constituye el punto clave del relato sobre Mercader en Padura. De igual manera, escenas de la Segunda muerte..., como su llegada a la casa de Trotsky para asesinarlo y la conversación con la esposa, son sinopsis que se amplían en El hombre que amaba a los perros. Tanto en el relato de Semprún como en el de Padura se multiplican las voces y los protagonistas, las identidades ambiguas, dobles y triples –también en el de Cabrera Infante en la medida en que toda parodia implica cruce, lucha, encuentro de enunciaciones diversas–. A su vez, esas voces tejen una trama compleja de historias que se desarrollan a través de numerosas escrituras: en el caso de En la “Nota muy agradecida” que cierra la novela leemos: “me atuve con toda la fidelidad posible (recuérdese que se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas) a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski [...] Este ejercicio entre realidad verificable y ficción es válido para el caso de Mercader como para el de otros muchos personajes reales que aparecen en el relato novelesco –repito: novelesco– y por lo tanto organizado de acuerdo con las libertades y exigencias de la ficción” (2009: 571).
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El hombre que amaba a los perros están los papeles de Mercader, la biografía escrita por su hermano, el relato de Iván, el de su amigo Daniel luego de su muerte y la nota del autor Padura que clausura y enmarca todas las versiones. Por su parte, en La segunda muerte... el narrador acumula perspectivas, puntos de vista, personajes “falsos” (la doble identidad de Mercader y la del protagonista que utiliza el mismo nombre, es decir, hay dos “Mercader” igualmente falsos) a través de cartas, historias, proyectos de film, fragmentos de periódicos y libros. Es imposible para el lector olvidar que está leyendo textos construidos a base de capas de discursos que conforman una especie de palimpsesto: en un doble juego las novelas insisten en esta condición ficcional y narrativa a la vez que se vuelven –justamente a través de la reafirmación constante de esa escritura– hacia la referencia histórica. Desde el punto de vista de la representación del acontecimiento y sus posibles significados, del modo de verlo18, la perspectiva es siempre, desde Cabrera Infante a Padura, el resultado de una mirada: en ella, la historia cobra sentido a partir del nexo establecido entre un presente y su pasado. En Tres tristes tigres, la parodia literaria anuda el asesinato a la traición con que se definen los resultados revolucionarios en la Cuba que abandona Cabrera Infante. La segunda muerte de Ramón Mercader constituye una lectura del fracaso de un proyecto histórico –del que podría dar cuenta la experiencia del propio Semprún, miembro del PC español en ese tiempo– en manos de la burocracia estalinista; es decir, otra vez la traición, en este caso del PC europeo convertido en un mundo de espías (que poco se diferencian de los de la CIA) para quienes impera “el desprecio fundamental hacia los hombres, válvulas tapadas, pequeños tornillos, engranajes minúsculos, y siempre reemplazables, del gran aparato” (1970: 263). A su vez, la sección dedi Cabe citar aquí el clásico texto de John Berger, Modos de ver: “Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos. Nuestra visión está en continua actividad, en continuo movimiento, aprendiendo continuamente las cosas que se encuentran en un círculo cuyo centro es ella misma” (1980: 14).
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cada al narrador Iván en El hombre que amaba los perros condensa los tres episodios (el de Trotsky, el de Mercader y el del personaje cubano) y los diferentes tiempos y momentos políticos en los que el PC estalinista parece haber torcido un mismo proyecto revolucionario: Rusia, la Guerra Civil española y Cuba. Iván encarna el derrumbe de las ilusiones que sostuvieron los tres procesos (de hecho, muere al desplomarse el techo de su casa casi derruida) y su encuentro con Mercader es el episodio “pivote” que permite anudar las historias. Ahí es cuando el personaje descubre su miedo, unido siempre al temor de escribir la historia, miedo que alcanza al autor Padura en la nota final: “Cinco años de tristezas, alegrías, dudas y miedos (¿recuerdan a Iván?)” (2009: 573). En este cierre el autor Padura sufre, frente a la escritura de su novela, la misma incertidumbre que Iván, casi su doble, su “simulacro autobiográfico”19. Es constante el debate interno del protagonista acerca de la posibilidad de escribir el texto –la novela– que cierra su amigo Daniel luego de su muerte en el capítulo “Réquiem” y que completa y enmarca la nota final del autor; las coincidencias entre ambos y la confluencia de biografía y ficción generan “un efecto de verdad”. Miedo, escritura, desencanto y naufragio (la imagen de un madero encontrado en la playa se vuelve recurrente) han definido la vida de Iván que es una sinécdoque, una metáfora de su generación –la misma que la del autor Padura– en Cuba20.
Es difícil diferenciar en estas citas la voz de Iván de la del autor que firma la nota final: “Percibí, como una necesidad visceral de aquella historia, la existencia de otra voz, otra perspectiva, capaz de complementar y contrastar lo que me había contado el hombre que amaba a los perros” (408); “Voy a terminar de escribir cómo lo conocí y por qué no me atreví desde el principio a contar su historia” (562); “¿Sabes para qué te contó su historia y después hizo esta carta?... Pues para que tú lo escribieras y lo publicaras...” (563). 20 Karina Miller toma también como punto de partida el desánimo, el desencanto y el derrumbe político en su análisis de La neblina del ayer: “La novela de Padura retoma una cuestión que había sido clave para la Revolución, es decir, la función política de la literatura, pero esta vez en el contexto de la catástrofe y del sistema de equivalencias que implica una pérdida de sentido (histórica, política y ética)” (2018: 112). 19
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En todos los casos, la muerte de Trotsky es el episodio político, histórico y literario a partir del cual pensar un presente. El asesinato como una traición al proyecto revolucionario desencadena ficciones que lo leen como el epítome de una trayectoria cuyas consecuencias todavía se están desarrollando. En todos, las profecías de Trotsky, como señala el narrador de Padura, “acabaron cumpliéndose” (2009: 488) y la revolución fue traicionada, tal como lo anunciaba el ensayo de 1937 que está en el origen de estas ficciones. A pesar de la diversidad de sus formas narrativas, fácil de observar para cualquier lector, los relatos comparten estrategias, se sostienen en proyectos crítico-ideológicos coincidentes y se parecen en sus evaluaciones políticas. Su estética y vínculo con la referencialidad no son los que definen la politicidad de las novelas. El texto nouveau roman es, en este sentido, tan referencial como el de Padura: si confrontamos ambos finales, puede verse que La segunda muerte... revierte claramente sobre la historia y el futuro, mencionando a Trotsky, Natacha y Mercader, y se cierra con una pregunta y una duda que es una posición sobre los hechos: “¿Se secará la sangre, un día? No es seguro” (1970: 341). La nota final del autor Padura en El hombre que amaba los perros recuerda ese cierre cuando afirma que en “la perversión de la gran utopía del siglo xx, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas, tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida” (2009: 571). Las dos narraciones se clausuran con el mismo pesimismo y la novela de Semprún parece anunciar la desilusión de los años noventa, época en que transcurre el relato de Padura. La distancia estética parece entonces reducirse: es que Rancière tiene toda la razón cuando sostiene que la voluntad de repolitizar el arte se manifiesta en mecanismos y prácticas muy distintas; sin embargo “en el término de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta en las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas” (2010: 54). El análisis realizado destaca los vínculos de El hombre que amaba los perros con La segunda muerte de Ramón Mercader de Jorge Semprún y con la sección “La muerte de Trotsky referida por 185
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varios escritores cubanos, años después –o antes” perteneciente a Tres tristes tigres de Cabrera Infante. Vínculos referidos al aspecto político, pero en los que juega un papel fundamental lo estético21. En el complejo sistema de equilibrios entre ambos aspectos que articulan la literatura objeto de mi trabajo, esta novela parece jugarse abiertamente a ser un relato político; sin embargo, las secciones del protagonista Iván, las capas de escrituras, las diferentes voces que enuncian, el narrador autoficcional, en suma, las diversas estrategias narrativas que comparte y a las que recurre, señalan lo que podría llamarse “una voluntad de negociación”. Esta voluntad, que intenta articular un sistema armónico entre el arte, la historia y la política, apelará, en los textos tratados a continuación, a la imagen para resolver las tensiones entre esos campos. 2. Imagen-espejo: reflejo e inversión de la Revolución Cubana. Equilibrios entre política y estética Cabe preguntarse cómo funciona este nexo entre política y estética en otras obras de Padura. Creo que no ha sido muy atendida la cada vez más evidente conexión con lo visual en algunos de sus relatos; me refiero no a la reproducción de imágenes, sino a la presencia de lo pictórico en la forma de la descripción de cuadros que actúan como disparadores del relato y organizadores de la trama. Este apartado se enfoca en el cuento “La puerta de Alcalá” (1991) y en las novelas Paisaje de otoño (1998) y Herejes (2013). Podría afirmarse que la importancia de la pintura ha ido in crescendo de Paisaje de otoño a Herejes; sin embargo, ya juega un papel fundamental en “La puerta de Alcalá”. ¿Cuál es la razón de esta insistencia en la descripción de ciertos cuadros? ¿Y cuál es la También sus novelas policiales –que han sido las que más interés suscitaron en la crítica– no solo establecen múltiples contactos con el canon del género en América Latina y España, sino que se incorporan a la tradición más politizada de la literatura detectivesca. Allí se entrecruzan proyectos estéticos y políticos, a la vez que se articulan nexos con diversas prácticas culturales como la música popular y el cine, sobre todo en Máscaras y La neblina del ayer.
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función de la compleja trama que los personajes tejen alrededor de ellos? Gracias a esa relación con la imagen, el fuerte vínculo que El hombre que amaba los perros había establecido con La segunda muerte de Ramón Mercader en términos de historia y procedimientos parece extenderse a otros relatos de Padura. En efecto, Semprún es uno de los escritores en cuya obra pueden encontrarse más menciones y referencias a cuadros: en La segunda muerte de Ramón Mercader, Vista de Delft ocupa un lugar central. La tela de Johannes Vermeer se halla en el museo Mauritshuis de La Haya; allí comienza la novela con una escena en la que el protagonista contempla un paisaje: Él se encontraría de este lado de la gris extensión de agua, donde algún claro del cielo ponía reflejos cambiantes, pero que sin embargo no parecía, curiosamente, reflejar la luz velada de un sol que se podría suponer suspendido en alguna parte... (1970: 13).
La descripción continúa durante casi tres páginas y solo entonces el lector se da cuenta que no se trata de un paisaje real, sino del cuadro de Vermeer; luego, el personaje “abandona la sala [...] y se inmoviliza ante El Jilguero de Carel Fabritius” (15). El pasaje por la pintura holandesa –las descripciones y reflexiones sobre ella– se extiende así a lo largo de todo el capítulo (y de hecho se retoma en distintos momentos del relato). Padura evoca claramente esta novela en la tercera parte de Herejes, allí el ex detective Conde se encuentra en una casa de La Habana con un entorno donde resaltaba la falsedad rotunda de unas magníficas reproducciones colgadas de las paredes; la inconfundible Vista de Delft, de Vermeer, el conocido interior de una iglesia de Emanuel de Witte, y un paisaje invernal, con molino incluido, cuyo autor original no pudo establecer, aunque sin duda era holandés como los otros dos maestros. ¿Por qué insistían en salirle al paso, en cualquier parte, los cabrones pintores holandeses? (2013: 366).
Poco después, en un regreso a la misma casa, su vista “se concentró en las magníficas reproducciones de pintores holandeses 187
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colgadas en la sala. Vermeer de Delft, De Witte y, acercándose al paisaje, leyó la firma copiada: Jacob van Ruysdael” (417). Es interesante que, al observar estas copias, Conde no pueda evitar recordar “la historia del Matisse falso que parecía auténtico y que había provocado las ambiciones de varias personas” (418) y un asterisco al pie de página nos remita a la edición de Paisaje de otoño. Está claro que Herejes establece nítidamente el vínculo con la novela de Semprún a través de la pintura, a la vez que también mantiene un nexo constante con los textos anteriores de Padura. Sin embargo, El hombre que amaba a los perros, el más cercano a Semprún en términos temáticos y formales, omite esta relación con lo pictórico que es retomada –en una especie de juego cruzado– como una cita desplazada, y con mucho énfasis, en Herejes. ¿Cómo podemos leer esta presencia dominante de lo pictórico? En el caso de Semprún, la crítica ha encontrado rasgos biográficos del autor ligados a su historia política: la conciencia del exilio, del desarraigo, la evocación de la ciudad en la que se ha vivido en la niñez. Françoise Nicoladzé señala que “el inicio de La segunda muerte de Ramón Mercader sugiere una correspondencia entre la Vista de Delft de Vermeer y la larga espera del regreso a Madrid” (2010: 148). La ciudad de Vermeer ocuparía en el imaginario el lugar del Madrid de su infancia: una ciudad lejana a la que desea volver. Para Fernández Pérez (2011), el paisaje del cuadro cobra una doble dimensión, complementaria y contradictoria: es al mismo tiempo el paraíso perdido y la imposible patria que el exiliado contempla desde la orilla y que presagia un futuro incierto. A su vez, Valeriano Bozal afirma que este cuadro “no destaca por la profundidad de la perspectiva o por la distancia que en él alcanza la vista sino por la presencia de Delft, su materialidad fuera del tiempo, tan alejada de lo descriptivo y pintoresco” (2003: 179; la bastardilla es del autor). La ciudad es, así, a la vez, próxima y lejana, aislada en un tiempo suspendido que no es el nuestro. Esa ciudad de Delft, deseada, pero inalcanzable, es una metáfora de Madrid, de donde Semprún fue expulsado por la guerra y a la que espera volver algún día. Como vemos, la lectura política se impone en todos los casos para explicar la importancia del paisaje de Vermeer en una novela 188
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en que es dominante la reflexión sobre el fracaso de las ilusiones centradas en el Partido Comunista de España22. El cuento de Padura “La puerta de Alcalá” también es un relato acerca del desarraigo, en torno a la disyuntiva de irse o quedarse en la isla, decisiones que siempre redundan en pérdida y dolor para todos. El relato toca nudos característicos de sus novelas posteriores, el exilio, el desgarro de las separaciones, la experiencia en Angola y la censura al trabajo literario del personaje; pero, en este caso, en la organización de la trama se introduce Velázquez y un pequeño cuadro que se encuentra en el Prado, casi escondido en una sala donde brillan muchos de sus grandes lienzos. Mauricio, el protagonista, compra en una librería de viejo de Luanda –donde se encuentra en plena Guerra de Independencia de Angola como periodista “castigado”– un librito sobre Velázquez que funciona como un disparador de su imaginación y de su deseo. La vida del pintor, uno de sus dípticos y María Fernanda, la anterior dueña del libro, quien ha dejado allí algunos datos que se convierten en huellas, son signos de “ese otro espacio”, esa otra vida diferente en todo a su realidad en África: si en la página 13 siente que “el mundo es una mierda”, en la 16 pensará que “para Velázquez, al menos, la vida no fue una mierda”. La obsesión con el cuadro La tarde, que junto con El mediodía conforman el díptico llamado Vista del jardín de la villa Médicis, lo llevará a desear desesperadamente hacer, a su regreso, una escala en Madrid, conocer el Prado y ver ese cuadro. Como suele ocurrir con la materia de los sueños, el deseo no podrá cumplirse; a cambio, el protagonista se encontrará con un amigo exiliado y se iniciará un largo debate sobre el destierro y las ilusiones perdidas de ambos. El cuento queda así dividido en dos secciones: la primera, en Angola, donde la compra de ese librito le abre un mundo totalmente opuesto al que vive, termina con su llegada a Madrid el día en que Semprún siempre ha reconocido, en entrevistas y artículos, la constante referencia a la pintura que se encuentra en sus novelas; sin embargo, afirma que se trata de claves culturales que le interesa utilizar y de homenajes a cuadros y pintores. Es decir, el autor acentúa claramente la función estética de un uso más ligado aparentemente a razones personales que políticas.
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el Prado está cerrado. La segunda consiste en esa conversación con el amigo exilado en EE. UU.; el diálogo resulta un balance sobre las pérdidas irreversibles tanto de unos como de otros, ya sea que se esté en Luanda, Madrid, Nueva Jersey o La Habana. La ansiedad de Mauricio por ver el cuadro se había disparado a partir del anuncio de una exposición, encontrado en un periódico poco antes de su partida: “TODO VELÁZQUEZ”; allí se informaba que “entre el 23 de enero y el 30 de marzo estaría abierta en el museo de El Prado la llamada exposición del siglo […] El mundo es una mierda, se dijo, yo cagándome en Angola y la gente en Madrid preparándose para ver, justamente, una irrepetible exposición de Diego Velázquez” (2000: 12-13). El aviso hace renacer la fascinación que había despertado el librito comprado tiempo atrás donde se reproducía La tarde, la primera pintura en la que Velázquez –hay que recordarlo y lo destaca el narrador– abandona los espacios cerrados y pinta al aire libre, al óleo, con lo que se adelanta en dos siglos al impresionismo: la descripción del cuadro, de los árboles “de hojas difuminadas sobre los arcos de una galería renacentista, y la luz imprecisa y tibia [...] que borraba los contornos de los dos personajes” (19) concluye con Aquella tarde magnífica en el jardín de los Médicis daba deseos de vivir y trasmitía el júbilo que debió sentir el artista mientras dejaba correr, libre y sin compromisos con reyes más o menos comprensivos y generosos, sus mejores pinceladas de hombre apacible (19).
Puede verse cómo el texto se desplaza del espacio representado en la tela al mismo Velázquez, del que poco antes se dice: Su relación con el rey sólo terminará con la muerte del pintor y, si alguna vez esta condición disminuyó su libertad, en cambio, le ofreció la posibilidad de una vida tranquila, libre de preocupaciones financieras y, por otra parte, el soberano nunca lo oprimió exageradamente con obligaciones ni condiciones (17).
Es fácil observar que “el mundo Velázquez” (telas y vida) es la contracara de lo sufrido por el personaje en Angola y de sus 190
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dificultades con el gobierno cubano; la existencia feliz, “al servicio de soberanos comprensivos y generosos” (17) que Mauricio le atribuye a Velázquez es la antítesis de su experiencia vital. La suave tarde en el jardín romano funciona como la ciudad de Delft en la novela de Semprún: la pintura es una ventana a un mundo perdido o deseado y a una vida imaginaria y diferente de la que le ha tocado. La paz, el apoyo del mecenas, la libertad creativa, tienen su negativo en la guerra de Angola y las restricciones que sufre como periodista. La tela parece representar una alternativa de felicidad, belleza y libertad que el protagonista anhela, tanto como la vida de Velázquez, artista sin conflictos con el poder, resulta la contrapartida de la suya23. Por eso, cuando Mauricio proyecta escribir la historia de “un desencuentro a través de Europa y África de dos personas que en realidad habían nacido para fundirse” (36), piensa que “la prosa tendría los colores de Velázquez y el físico de María Fernanda sería el de La Venus del espejo” (36). Sin embargo, rápidamente comprende que nunca podrá escribir esa historia que lo excede y admira “la valentía de Velázquez, y su sentido de la libertad artística que ningún rey le pudo arrebatar del todo” (38). La plenitud que imagina en la escena representada y en la vida del pintor convierte al librito en un talismán, en el objeto protector que garantiza alguna forma de retorno al hogar: esa es la razón de que, en el intercambio de recuerdos de la segunda parte, Mauricio se lo regale al amigo exilado que vuelve a los EE. UU. Durante la cena en Madrid –luego del encuentro casual en la puerta de Alcalá– ambos asumen las distintas formas del fracaso y saben que en sus regresos –ya sea a EE. UU. o a Cuba– no conseguirán ser felices24. De ahí que, luego del largo debate en torno al exilio, cuando todo ya parece dicho, Mauricio abra un resquicio a la esperanza y le Dice Mauricio a propósito del díptico Vista del jardín de los Médicis: “esa es la felicidad más completa que conozco. Creo que si un día yo pudiera escribir algo así, o sentirme como si estuviera allí, creo que sería feliz” (41). 24 La puerta de Alcalá, donde se encuentran y también se despiden los dos amigos, adquiere una significación metafórica y, a la vez, casi “literal”: es la puerta abierta a un mundo –que incluye entre otras cosas el Prado, Velázquez y una vida imaginada– que no le pertenece y que perderá en cuanto parta hacia Cuba. 23
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entregue el libro diciendo: “es bueno pensar que alguna vez vamos a visitar otra vez el jardín de los Médicis” (45)25. La luminosa tarde en el jardín romano es el espejo invertido de lo real como en la novela Paisaje de otoño lo es el supuesto cuadro de Matisse del mismo nombre. Aquí el detective Conde investiga el asesinato de Miguel Forcade, un miembro del gobierno que desertó en 1978 y acaba de volver a Cuba para, según dice, visitar a su padre enfermo. Conde inicia la investigación, que promete sacar a la luz una oscura trama de corrupción, mientras espera el ciclón Félix y mira por la ventana las señales de su llegada. Esa mirada se reitera a lo largo de la novela y lo que ve dista mucho de parecerse al paisaje de un falso Matisse (que el protagonista confunde, en un primer momento, con un falso Cézanne). El narrador señala: El Conde abandonó su butaca y miró por la ventana: las rachas de aire empezaban a peinar las copas de los árboles, como presagio de En la última novela de Padura, Como polvo en el viento (2020), la trama gira por completo en torno al exilio por el que optan casi todos los personajes. El desarraigo, la tensión imposible de resolver entre “irse o quedarse” que se planteaba en el cuento, se vuelven aquí el eje central del relato enfocado en un grupo de amigos dispersos, “un clan deshecho […] con tantos recuerdos de los momentos […] que habían pasado juntos a lo largo de veinte años de amistad compartida y otros veinte de amistad sostenida en la distancia y la nostalgia” (2020: 145). Los encuentros de los exiliados en diversas ciudades europeas y, sobre todo, algunos en Madrid –donde se reiteran comidas y paseos hacia el Retiro pasando por diversos lugares conocidos, entre ellos la puerta de Alcalá– podrían considerarse como alusiones al cuento donde parece haberse instalado el topos del exilio en la producción de Padura. La diferencia estriba en que en la novela ninguno de los personajes se propone regresar a Cuba; el duelo entre las dos posiciones, volver o exilarse definitivamente, no está considerado por los protagonistas. Cuando se reúnen, debaten en torno a la nostalgia, el pasado, lo dejado, los logros en su nueva vida, pero jamás contemplan el retorno a la isla. Otro elemento de la trama puede pensarse como un guiño a los textos anteriores analizados: un encuentro en un museo de dos personajes frente a un cuadro de Renoir es clave para el desarrollo de una línea de la trama; sin embargo, esta alusión no está ligada a ningún sentido político como en los casos aquí estudiados.
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males mayores por venir [...] Aquél era un paisaje de otoño distinto al imaginado por Matisse, en la racional y mesurada Europa: el signo otoñal del trópico nada tenía que ver con hojas caídas por el cambio preciso de estación ni con luces filtradas entre nubes altas. Aquellos árboles que veía el Conde practicaban la avaricia de jamás soltar sus hojas [...] y la luz del país sólo tenía dos dimensiones reales: o el azul intenso del cielo despejado [...] o el gris profundo de la tormenta [...] Era una naturaleza que periódicamente [...] advertía de sus infinitas posibilidades de venganza (1998: 218; la bastardilla es mía)26.
Lo real está muy lejos de la representación pictórica: la descripción de la tela, como en otros textos de Padura, opone dos mundos y es esencial para entender su función en el relato: sobre el lienzo se extendía una calle [...] bordeada de árboles que eran acariciados por un viento insistente, capaz de inclinar sus copas, fundiendo sus follajes en una paleta rotunda de verdes otoñales y ocres vespertinos, de los que [...] brotaba una luz propia sabiamente extraída a la mezcla de aire invisible y hojas a punto de ser arrastradas por el viento, hacia un cielo azul, envolvente, rayado de brochazos magentas (1998: 57).
Esta descripción se contrapone con el paisaje de la ciudad esperando el huracán y se completa muchas páginas después con una pregunta: “¿Es un Matisse bastante impresionista, en el que se ven unos árboles movidos por el viento en una calle bastante desierta, y al fondo hay una pequeña mancha amarilla que puede ser un perro?” (106). Justamente, constatar la ausencia de ese perro amarillo, presente en el original, permite delatar la falsificación y, El texto insiste en la mirada de Conde a través de la ventana: “Desde su pequeña oficina en la Central, el Conde volvió a observar el paisaje casi inamovible que se le ofrecía desde la ventana” (1998: 100); “desde la ventana se veía un cielo ahora agrisado, con una amenaza tangible de lluvia, aunque las copas de los árboles se mantenían inmóviles” (134). Del mismo modo, el paisaje urbano es la antítesis de la imagen pictórica: “gentes que al salir a la calle siempre debían ver ese mismo panorama oscuro y desolador, tan alejado de paisajes posibles de Matisse, de Cézanne...” (117).
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en consecuencia, comprobar la corrupción de los dirigentes políticos. Esta novela evoca, por una parte, el cuento anterior gracias a la fuerte presencia del juego entre ilusión vs. realidad: la imagen de paz, belleza y suave brisa contrasta con la de una ciudad en decadencia y en espera del ciclón que en las últimas páginas mostrará su capacidad destructiva. Al mismo tiempo, hay que recordar que la dedicatoria a Hammett “por El halcón maltés” guía en parte nuestra lectura y genera una cadena de asociaciones que pasa por el supuesto cuadro de Matisse y termina en un Buda de oro escondido –claro desplazamiento de la figura del halcón maltés–27. Como este, la tela y el Buda son el producto de un deseo, un sueño, pero también son el resultado de la avaricia y las manipulaciones de funcionarios deshonestos (no olvidar que es en esta novela que Conde abandona, hastiado, la policía): “la sucesión de engaños de todas las especies que había venido a dar en sus manos resultaba fascinante. Traiciones, fraudes, persecuciones, mentiras e imposturas de todo tipo...” (200). En verdad, la investigación que culmina en el Buda atraviesa también un entramado de pinturas dudosas: falsas, auténticas, robadas, desaparecidas. Entramado que se conecta, por otra parte, con la siguiente novela, Herejes, en la que se expande la oposición “lo falso vs. lo auténtico”, eje que sostiene, en el nivel de la trama, una cuestión clave para la política del texto: el proceso de descomposición del sistema en manos de funcionarios corruptos que han traicionado los ideales revolucionarios28. En la novela de Hammett, el halcón maltés, una talla antigua con una larga historia y supuestamente de gran valor, resulta una escultura de plomo. El Buda tiene una historia de robos y extravíos muy semejante, pero es de oro y es el cuadro el que resulta falso. Paisaje de otoño construye un juego de citas –y así lo señala– duplicaciones e inversiones con El halcón maltés y, a la vez, la novela lleva el nombre del cuadro de Matisse que también ha sido duplicado y del que se conoce solamente la versión falsa. 28 El tópico del tráfico de obras de arte que debían pasar al Estado y acaban en casas de funcionarios o son objetos de ventas ilícitas se inicia en esta novela y se desarrollará en Herejes; obras que no se sabe dónde están, si fueron robadas o se las ha sacado del país secretamente, funcionan como signos de la degra27
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Ilusión –refugio utópico por su belleza– y, a la vez, mentira, la falsa tela de Matisse expone, en la ausencia de la pequeña mancha amarilla que la diferencia del cuadro auténtico y en la oscura trayectoria de su venta fraudulenta, la pérdida, en los dirigentes, de los valores ético-políticos que postulaba la revolución. Por eso la historia que quiere escribir Conde es la “de la frustración y el engaño, del desencanto y la inutilidad, del dolor que produce el descubrimiento de haber trastocado todos los caminos” (26). El engaño en todos los sentidos, políticos y estéticos, se condensa entonces en el cuadro que primero le parece una “magnífica reproducción de una posible obra de Cézanne” (57) y luego pasa por ser un Matisse original para terminar siendo “un chiste macabro” (130). Justamente, las preguntas que se abren ante ese cuadro acerca de cómo ha llegado hasta allí y si es auténtico o no, resultan esenciales en Herejes, novela en la que el largo y dudoso camino de una tela de Rembrandt será el índice de un cierto estado de cosas en la isla29. El encuentro entre política y arte abre diversas alternativas: por una parte, la tela permite –como en los relatos anteriores– el pasaje a otro mundo que se confronta, por su diferencia, con el propio; por otra, su confusa historia en la isla expone la conducta de los miembros del gobierno involucrados en su robo o en su venta y capaces de llegar a la infamia para ganar dinero (tal como ocurre en Paisaje de otoño). Sin embargo, se agrega en este relato una nueva inflexión: la figura del hereje ya no es solo la contracara de lo real, sino que refleja, como si fuera un espejo, la condición de dación de la clase dirigente: “la verdad es que nunca se supo muy bien dónde había ido a parar el Matisse” (1998: 110); “hay otras tres piezas de las que nunca se ha vuelto a saber y que hoy deben costar varios millones” (112); “la larga pista de un Paisaje de otoño falso que existía porque también existió uno verdadero cuyo destino aún se desconocía, y que podían ser […] la causa de la muerte de Miguel Forcade” (136). 29 El esquema se reitera en la siguiente novela de Padura, La transparencia del tiempo (2018). En ella, la escultura de una Virgen negra románica cumple el mismo rol en la trama que la tela de Rembrandt. También se encuentra en medio de una red de traficantes de objetos artísticos y su posible autenticidad está puesta en duda desde el comienzo. 195
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varios personajes, también “herejes” en su defensa de la libertad de pensamiento y de las diferencias30. El cuadro de Rembrandt “representa” (es decir, trae a escena, hace presente) a un hereje, un judío que se parece a Jesús, lo personifica y además es pintor: múltiple herejía que se expande en los diversos herejes protagonistas de las otras historias narradas. La trayectoria de esa pintura, de su origen, de su pasaje a la familia del protagonista, es no solo el eje conductor de la trama, sino que entreteje y relaciona las historias unidas por elementos comunes de todos los personajes vinculados con el cuadro. Tanto el joven alumno judío del maestro Rembrandt que sirve de modelo en 1645, como Daniel, el heredero de la tela que se salvó del nazismo, como la muchacha emo gracias a la cual se establecen los nexos y el oscuro camino seguido por la pintura, son “herejes”, disidentes religiosos, políticos, sociales, rebeldes a la sujeción de cualquier sistema impuesto. Y como en el caso de Velázquez, el mismo Rembrandt es la culminación de esta cadena asociativa, su punto de condensación en tanto el relato pone en la voz del pintor un extenso discurso libertario: Para un artista todos los compromisos son un lastre; con su Iglesia, con un grupo político, hasta con su país. Reducen tu espacio de libertad y sin libertad no hay arte [...] siempre habrá iluminados dispuestos a apropiarse de la verdad y a tratar de imponerle esa verdad a los demás [...] siempre hay otros hombres que [...] entienden la libertad de otros modos, y llegan al extremo de pensar que su modo es el único correcto y con su poder deciden que los demás tienen que practicarla de esa manera… Y ese resulta ser el fin de la libertad (2013: 235).
El texto recoge varias acepciones de la palabra según el diccionario de la Real Academia, entre ellas: “persona que disiente o se aparta de la línea oficial de opinión seguida por una institución, una organización, una academia, etc.”, pero destaca en negrita “Cuba. Dicho de una situación: [Estar hereje] Estar muy difícil, especialmente en el aspecto político o económico” (2013: 15; la bastardilla es del autor).
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Este discurso, en gran medida anacrónico, si lo pensamos enunciado por el artista en pleno siglo xvii, que en su comienzo parece referirse estrictamente al arte, se abre a otras posibles significaciones y apunta a la lucha por defender, más allá del destino o las creencias dadas, el pensamiento propio y la libertad de elección; es decir, la “voz” del pintor se hace eco –otra vez representa– de los distintos herejes –de sus luchas y de sus resistencias– que pueblan las tres historias de la novela. Así como Herejes expande las relaciones con la pintura que se planteaban en los relatos previos, también explicita sus vínculos con ellos a manera de un balance o resumen de la propia obra de Padura en un punto, quizá culminante, de esta relación con la imagen pictórica. La mención de episodios, en el cuerpo del texto y en notas al pie es continua y en especial se insiste, como ya se dijo, en el recuerdo de la investigación de Paisaje de otoño31. El ofrecimiento para hacerse cargo de buscar la pista del Rembrandt perdido que abre el relato lo remite de inmediato al caso anterior: ¿Un Rembrandt, en Cuba? Años ha, cuando era policía, la existencia de un Matisse lo había llevado a meterse en una dolorosa historia de pasión y odio. Y el Matisse había resultado ser más falso que el juramento de una puta...o de un policía. Pero la mención de un posible cuadro del maestro holandés era algo demasiado magnético (2013: 33-34).
Ya casi al final de la investigación y cerrando la escena –mencionada al principio de este apartado– frente a las copias de cuadros holandeses, Conde no puede evitar recordar “la historia del Matisse falso que parecía auténtico y que había provocado las ambiciones de varias personas. Y el destino cubano, todavía incierto, del retrato del joven judío realizado por Rembrandt...” (418). Ambos momentos conectan estrechamente las dos investigaciones en las Asimismo, Conde recuerda la “maravillosa biblioteca descubierta” en La neblina del ayer (384), el romance iniciado en Pasado perfecto (146), a su amigo Iván, el protagonista de El hombre que amaba los perros (493) y la investigación de Máscaras (460).
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que los cuadros europeos son el centro de complejas tramas de corrupción política. A tal punto se encadenan las dos que poco después se reitera una escena casi idéntica a la citada de Paisaje de otoño en la que Conde mira la ciudad por la ventana: Asomado a la ventana encendió un cigarrillo y se dedicó a observar el panorama [...] Vio la manta verde formada por el follaje del falso laurel […] Miró a lontananza, más allá de las casas y edificios […] Como años atrás tuvo un vislumbre del mar [...] Aunque el cuadro que se podía contemplar desde la ventana apenas había cambiado, Conde sabía que se trataba de una percepción engañosa. Todo se movía. (2013: 451, la bastardilla es mía).
Si los cuadros funcionan como ventanas que se abren a “otro mundo”, al deseo, a la ilusión, a identidades, espacios, tiempos y vidas diferentes, las ventanas son cuadros que devuelven a la realidad32. Sin embargo, ambos –ventana y cuadro– se reflejan entre sí y son variables de una misma lectura política. Una lleva al otro, se establece así un vaso comunicante que remite del ámbito de la imaginación –que genera la imagen pictórica– al mundo real de La Habana, vislumbrada como un reflejo invertido, pero también como una continuidad –en el caso de la figura del hereje “reencarnado” en los diferentes protagonistas de la última novela–. Rancière afirma que “las puertas y ventanas que sirven de accesorios a la ficción pueden siempre tornarse ellas mismas las metáforas de los modos de visibilidad y de las formas de encadenamiento de la ficción, del tipo de realidad que ella construye y del tipo de lo real que la hace Es interesante la aparente falta de función en esta novela de la detallada descripción del famoso cuadro La ronda de Rembrandt; sin embargo, es el resultado de la mirada del personaje Elías Ambrosius, el joven judío aprendiz del pintor. Queda extasiado ante la tela y se “sumerge” en ella al punto de que el bedel “apenas pudo sacarlo del embrujo en el cual Elías Ambrosius había caído” (2013: 210). También para él –el hereje que representa a Jesús en la tela objeto central de la trama– el cuadro es una ventana a un mundo que entrevé como lo deseable (el de ser pintor, vivir otra vida, etc.). De algún modo la escena representa la función más evidente que tiene la pintura en las novelas de Padura, la de catalizar el deseo de otra vida y el olvido de la real.
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posible” (2019: 22). Es decir, la ventana, en apariencia, solo es una abertura hacia el mundo exterior, una frontera que “separa el interior de ese exterior. Pero también es una frontera que cambia la naturaleza misma de la relación” (2019: 47). En estas ficciones, parece, en efecto, cambiar “la naturaleza misma” de las relaciones: en la ventana queda enmarcado un “afuera” que es, en verdad, una representación metafórica del mundo real; a su vez, las imágenes pictóricas se abren a un espacio donde impera la imaginación, son sinécdoques de lo soñado, lejos de la experiencia cotidiana. Entre ellas se anudan y tensionan los nexos entre lo estético y lo político. La imagen es una “organizadora” de la significación que va en múltiples direcciones: no solo es el hilo que entreteje las historias, sino que es una estrategia esencial para sostener un “equilibrio” en tanto “introduce” el arte en un terreno aparentemente dominado por la política. Desde este punto de vista, tiene mucho sentido que abunden las descripciones de telas y se definan personajes o situaciones por la posesión o no de auténticas pinturas cubanas u holandesas. El detective Conde de modo reiterado observa las obras de arte colgadas en las casas a las que ingresa siguiendo pistas: ya se mencionó cómo al comienzo del relato “evalúa” –a la vez que “cita” su anterior investigación– una colección de reproducciones holandesas, pero también hacia el final encuentra en otra casa originales muy valiosos de artistas cubanos33. No parece casual que sea esta casa, de una riqueza ostentosa, cubierta de obras de arte, el hogar de un muchacho que termina en la cárcel implicado en un asesinato: la corrupción política de los padres, que han acumulado riquezas con sus cargos, finaliza en el camino sin rumbo y hacia la muerte de los hijos. El derrumbe que amenaza a los personajes “En las paredes destellaban pinturas originales de los más cotizados pintores cubanos de los últimos cincuenta años. Un efebo desnudo y muy bien dotado de Servando Cabrera, una ciudad oscura de Milián, una mujer de ojos desorbitados de Portocarrero, una sirena yacente de Fabelo, una mujer descoyuntada de Pedro Pablo Oliva...” (434). Si al comienzo y a lo largo de la novela la presencia del arte falso expone uno de los caminos de la corrupción, hacia el final, la posesión de originales carísimos muestra la otra cara, igualmente corrompida, de la conducta de los funcionarios.
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desde novelas policiales como Máscaras o la Neblina del ayer, llega a su punto culminante –y podríamos decir que se exhibe– a través de esas obras de arte convertidas en signos, señales, de un largo proceso de pérdida y descomposición que va in crescendo en el proyecto narrativo de Padura. 3. Montoya: narrar la violencia de la historia Hay ficciones que parecen compendiar muchas de las cuestiones que la teoría y la crítica del momento están debatiendo. Tríptico de la infamia de Pablo Montoya, publicada en 2014 –un año después de Herejes de Padura–, nos permite una serie de reflexiones y de análisis en torno a la relación entre violencia, poder, política, memoria, estética y ética. En especial, la novela destaca la violencia como presencia constante e inevitable en todo episodio histórico-político; violencia que se anuda, a su vez, estrechamente, al trabajo realizado sobre la imagen, complejo y, sin duda, diferente al que se puede ver en los textos de Padura. Por estas razones, Tríptico de la infamia es un relato clave para este trabajo; sus tres secciones tienen como protagonistas a dos pintores y un grabador europeos del siglo xvi, ninguno de ellos muy conocido por el público en la actualidad: Jacques Le Moyne (1533-1588), François Dubois (1529-1584) y Théodore de Bry (1528-1598). Sus obras son el resultado del cruce entre sus preocupaciones estéticas y la violencia religiosa, política y social del tiempo en que les tocó vivir. A pesar de la distancia histórica que propone la trama, el relato desarrolla discusiones teóricas fundamentales para el siglo xx y aún irresueltas en el xxi: la función política de la imagen y del arte en general, las formas “adecuadas” de representación en una estética de denuncia, las guerras provocadas por los fanatismos religiosos, los resultados de la perpetua mirada imperial y colonialista de Europa sobre América, la necesidad de mantener la memoria y la justicia frente al –quizá– inevitable olvido, el mal como expresión de la lucha política, no como abstracción religiosa o moral. 200
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Estos debates se plantean a través de la imagen, que es en Montoya un disparador de sentidos; es decir, la reflexión sobre el poder político de lo estético articula la posibilidad de pensar la violencia, la guerra y la destrucción. De hecho, el uso de la palabra “tríptico” evoca de inmediato la pintura, en especial el Tríptico del Milenio de El Bosco, uno de cuyos paneles representa el infierno y que, según John Berger, “se ha convertido en una extraña profecía del clima mental que han impuesto al mundo [...] la globalización y el nuevo orden económico” (2002: 119). Y también nos remite a otro tríptico, Tres estudios para una crucifixión de Francis Bacon (1962), síntesis de la violencia y el sufrimiento en sus figuras desolladas o torturadas. El relato sugiere, entonces, tanto en el plano visual como en el argumental, un vínculo especial entre violencia y estética, entre horror y ética34. Podría leerse Tríptico de la infamia como un hito clave, un punto de condensación de los temas mencionados; esto es así porque pone en escena –de modo paradójico, si se considera el tiempo en que transcurre la historia– una forma y un grado de violencia muy vigentes. En efecto, las matanzas –las infamias– del relato de Montoya, aunque la trama y las imágenes se instalan en un pasado lejano, se vuelven parte de nuestro presente –o de la continuidad entre nuestro pasado y el mundo actual–. Montoya construye “variables” de este largo nexo entre violencia, política y estética, pero las desplaza a la imagen: otra estrategia de representación –de algún modo también “reticente”– a través de la cual se discuten temas tales como la imposibilidad de mostrar el horror o la semejanza entre las formas de violencia pasada con las más contemporáneas que puedan imaginarse. Lejos de hablar solamente de los comienzos de esta historia de espanto en la que se fue gestando nuestra modernidad, apunta a lo más terrible, a nuestra condición de seres inermes, De hecho, la tapa de la edición de Random House reproduce un fragmento de la Matanza de San Bartolomé de François Dubois, cuadro clave en la novela. El lector se encuentra, así, desde antes de comenzar su lectura, con la imagen que evoca múltiples términos en simultáneo: arte, imagen, violencia, horror, memoria, historia, política.
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sujetos siempre al terror, a lo impredecible, a las formas extremas de la violencia que distan poco de las narradas en la novela. En la primera parte de Tríptico de la infamia, el pintor Le Moyne viaja a América con una expedición francesa que intenta establecer una colonia protestante en lo que hoy es la Florida. Contratado para atestiguar, a través de las imágenes, de ese mundo nuevo y de los hechos que allí ocurren, su experiencia fundamental se da en el descubrimiento de que “el cuerpo para los indios [...] era como una gran tela [...] el cuerpo se manifestaba [con los tatuajes] como el lugar de todas las representaciones” (2014: 44). A la inversa del resto de la expedición, inmersa en el proyecto “civilizatorio”, por una parte, y en la lucha contra los españoles por el control territorial y religioso, por otra, Le Moyne intenta una relación igualitaria incorporando el mundo del color y la imagen de la cultura aborigen. De ahí que llene sus cuadernos con “diseños geométricos donde la espiral, el círculo, el cuadrado se abrazaban incesantemente” (71) y tenga la idea de pintarse el cuerpo a pesar de que sabe que “jamás podría ser cabalmente un indígena. Pero volverá con una huella, no solo estampada en sus recuerdos, sino signada en el cuerpo” (76). Regresa, de hecho, con esa huella en la forma de una pequeña lagartija en su dedo que su amigo Kututuka le había pintado y que significaba “la amistad perdurable” (112). Aquí el color y la imagen adquieren una significación en sí mismos: Le Moyne corporiza la pintura, de algún modo se fusiona con el nativo; es sintomático que haga dibujos abstractos, pues parece no necesitar ya de la representación figurativa en tanto que el cuerpo es el espacio donde cobra sentido ese encuentro. A diferencia de la destrucción, la violencia y el fracaso en que termina la expedición, su vínculo con el indígena (hay que recordar que se pintan mutualmente la piel) deja una marca, un recuerdo que será recuperado en las siguientes secciones, especialmente en la última, donde De Bry establece contacto con Le Moyne y compra sus dibujos luego de su muerte. A partir de esta conexión, la compleja red de correspondencias entre la imagen y las formas de la violencia –de la infamia– política y religiosa, tanto en Europa como en América, vertebra las otras dos secciones, unidas entre sí por una palabra clave: Bartolomé. La 202
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terrible matanza de hugonotes –de la que es víctima la familia de Dubois– en la Noche de San Bartolomé se liga con la última parte, donde De Bry realiza los grabados para la edición ilustrada de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas. El fanatismo religioso, la capacidad de destrucción, la crueldad, ejercidas tanto en América como en Europa, dan origen a formas de representación y reflexiones en torno a ellas muy contemporáneas que, por momentos, rozan el anacronismo. Es bueno recordar que en esa última parte se introduce un narrador que en varias ocasiones establece nexos con la actualidad y se pregunta qué respondería De Bry si “le refiero algunos eventos de mi época [...] Los campos de concentración, las hambrunas, el sida, las bombas atómicas, la manipulación genética, la industria nuclear [...] mi tiempo es quizá más pavoroso que el suyo” (269). Esta voz se interroga a propósito del último grabado en el final del relato: “¿por qué esta particular síntesis, esta notable condensación? ¿Será porque se narran las ‘crudelísimas crueldades’, la expresión es del genio literario de Las Casas, de una región que habría de corresponder más tarde al país harto de inequidad social que sigue siendo Colombia? La hipótesis es seductora” (299). El texto nos remite a la continuidad de la violencia en un presente y en un mundo que es el nuestro. Según el filósofo coreano Byung-Chul Han “hay cosas que nunca desaparecen. Entre ellas se encuentra la violencia” (2016: 9). Este parece ser un punto clave del relato: el horror ha cambiado poco desde el siglo xvi, en todo caso, se ha intensificado, pasa de Europa a América y regresa al viejo mundo sin dar respiro. En el mismo sentido, Jean Franco sostiene que el ejercicio de la crueldad en América Latina vincula la conquista con cuestiones como el feminicidio y el genocidio, y afirma que “la mentalidad y la práctica de la conquista se extienden hasta bien entrado el siglo xx” (2016: 17)35. Por eso, quizá Tríptico de la infamia, en tanto texto Franco señala que “La atrocidad ha cambiado poco desde el siglo xvi. La descripción que hace Las Casas de indígenas a los que se aventaba en fosas que ellos mismos habían cavado […] tiene un parecido siniestro con reportes de
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literario, sea uno de los mejores “documentos” sobre nuestro presente, sobre la persistencia de los mismos problemas y las mismas preguntas, sobre la ausencia de respuestas a esos viejos problemas, tanto estéticos como políticos y sociales. Si la imagen y la escritura luchan en la novela para evitar el olvido, fracasan en todo intento de superación de las experiencias aterradoras. El desenlace de cada sección da cuenta de la continuidad de la violencia y de la incapacidad para curar las heridas: ninguno de los protagonistas, a pesar de producir obras que exponen el horror para las siguientes generaciones, se sobrepone a lo vivido. Así lo atestigua el melancólico final del relato, en el que un anciano De Bry, quien acaba de terminar su último grabado, se pregunta “¿Y ahora qué hacemos?” (302) y prende una vela para “dulcificar” su dolor, aunque sabe “que no es suficiente” (303). Si recordamos el concepto de resiliencia, ya discutido en capítulo previos, y atendemos a su definición por autores como Evans y Reid –“la habilidad [...] para, de forma eficiente, absorber, acomodarse o recuperarse de un acontecimiento” (2016, 31)– comprendemos que esto es, justamente, lo que no logran los protagonistas. Persisten en continuar su obra a pesar de todo, pero reconocen la imposibilidad de borrar el pasado y de olvidar el irremediable daño sufrido. Un sistema de “traducción” –entre imagen y palabra– resulta ejemplar del modo en que funciona la novela: en la segunda parte, la tela de Dubois, Masacre de San Bartolomé, es descrita en detalle por su propio autor y los diecisiete grabados de De Bry (en la tercera parte) se despliegan en una minuciosa relación que duplica el texto de Las Casas36. De una masacre a otra, de un continente a las masacres documentadas en el informe guatemalteco de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico” (2016: 18). También se repite el mismo proceso de deshumanización de las víctimas y el intento de supresión de su memoria. 36 En el mismo sentido va el análisis de Reindert Dhondt: “en el caso de Tríptico de la infamia, que reivindica su condición ecfrástica desde el paratexto (el título, la portada, la presentación del editor), se tematiza y se problematiza la relación entre palabra e imagen, lo cual incrementa el carácter autorreflexivo de la novela. Al comentar o interpretar la fuente visual, la novela se convierte en una especie de metatexto (véase Robillard, 1998: 57-58): Montoya no se limita 204
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otro, de un lenguaje a otro, pero siempre el mismo horror37. Esta “traslación” va acompañada de constantes reflexiones acerca del valor de la imagen y su función en tanto forma de denuncia o lucha contra el olvido. Si los cuerpos pintados con dibujos abstractos en la primera parte eran, en sí mismos, textos políticos plagados de sentido, los protagonistas de las otras secciones se enfrentan con el conocido dilema de la función política del arte y sus modos de representación: pintar y describir las obras conlleva el debate sobre su fidelidad a lo real. Frente a la insistencia para que pinte una tela que se refiera a la masacre de San Bartolomé, Dubois duda de la eficacia del arte como denuncia o reparación. Ya sus cuadros anteriores se caracterizaban por no mostrar nada: en ellos solo se percibía “el eco de sus figuras ausentes” (146): El pintor enseña a sus colegas una serie de dibujos cuyo protagonista era una cama. Un lecho de sábanas revueltas y cojines desparramados aquí y allá y en el que solo se percibía el eco de sus figuras ausentes […] Solo en uno de esos bocetos […] puse el pie de Ysabeau que, a su vez, se reflejaba en un espejo tirado al azar en la cama desordenada (2014: 146-147, la bastardilla es mía).
Por lo tanto, no cree en ningún tipo de representación directa ni en su utilidad, y su discurso lo explicita repetidamente: ¿Podría la factura de un óleo curarme no solo de mis heridas aún no cerradas, sino de las laceraciones que padecen mis contemporáneos? (168) ¿Es posible fijarlo [el dolor] en una tabla o en un pedazo de tela? ¿Qué tiene que ver el color con el dolor? (180) a describir lo que observa en los cuadros como en el caso de una écfrasis que singulariza un objeto visual, sino que inscribe estos intertextos en un nuevo contexto, desmantelando los principios ideológicos del pre-texto” (2017: 312). 37 Es significativo que se hable de un proyecto, nunca realizado, de otro pintor, Étienne Delaune, de hacer un libro sobre la masacre de San Bartolomé acompañado de ilustraciones. A diferencia de este, De Bry ilustra el de fray Bartolomé: otra vez se produce el mismo sistema de desplazamientos, una masacre por otra o una religión por otra. 205
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¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? [...] jamás es lo mismo una masacre que su representación (185).
Sin embargo, Dubois realiza finalmente la tela que, por otra parte, generará la conmoción de De Bry cuando la vea años después e influirá en sus propios grabados38. No parece casual que al verla reflexione sobre una de las preocupaciones medulares de la novela: De Bry trataba de establecer un lazo entre las muertes del mosaico que había pintado Dubois y las que lo asediaban desde el otro lado del océano. Era como si el mal entre los hombres tuviese el mismo semblante, las mismas maneras entre espontáneas y feroces, el mismo desorden en el fondo calculado (275).
Ambos artistas, Dubois y De Bry, quedan así ligados por las mismos intereses políticos y estéticos que se expresan también en la descripción del cuadro del primero y de los grabados del segundo. Si bien Dubois había tomado la resolución de no pintar la masacre porque no encuentra sentido en repetirla en una tabla, la pintura tanto como su relato de las imágenes obtenidas distan de la repetición mimética. Son el producto de una lucha en la que términos como configurar, moldear, excluir, delinear, trazar, construyen un París y una matanza condensadores de un horror fácilmente desplazable a otro crimen, el realizado en América, marcado asimismo por el signo “Bartolomé”. Ese signo fusiona violencia, religión y política, pero apunta también en ambos a cuestiones estéticas. Así es que De Bry –en la tercera parte–, aunque afirma que ha tenido la intención de denunciar con sus imágenes, es acosado por las mismas dudas que planteaba Dubois: En la tercera parte se describe la reacción que produce el cuadro en Théodore de Bry: “Su corazón dio un vuelco [...] En la boca se instaló una sequedad advenediza. Un nudo compacto se le hizo en la garganta [...] La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió en la mirada [...]” (274).
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¿Qué significa pintar y qué significa ser asesinado? ¿Qué significa la muerte violenta y qué la representación de la muerte? [...] Creo que todo intento de reproducir lo pasado está de antemano condenado al fracaso [...] ¿Bastan diecisiete grabados para redimir la infamia que la violencia provoca? [...] No ignoro que solo he pintado la imagen de un exterminio (278-279).
A continuación de estas palabras se desarrolla el extenso capítulo titulado “El exterminio”, en el que se describen esos grabados que ilustran lo que narra Las Casas. Este sistema de desplazamientos de la crónica a la imagen y de la imagen a su descripción –escritura, ilustración y escritura que remiten, a su vez, a la tela de Dubois y a su explicación de la misma en la segunda parte de la novela– permite exponer los reparos en torno a las dificultades de representación que confluyen en el término “Bartolomé”. Término que resulta el verdadero punto de encuentro de los procesos artísticos y de la violencia presentes en el relato de Las Casas, en los grabados de De Bry, en la tela de Dubois y en las descripciones del texto. Lo político se “traslada” entonces de la palabra a la imagen y viceversa, una parece iluminar la otra, “decir de otra manera”, con otro lenguaje, con otro código. Mónica Marinone, quien ha dedicado varios ensayos a Montoya, también observa que en su obra “los lenguajes se tiñen mutuamente en procesos de traslación/traducción donde se mezclan literatura, pintura y música” (2016: 31)39. Vale la pena recordar aquí a Rancière cuando, en El destino de las imágenes, analiza el pasaje de un régimen de “imageneidad” a otro: dado que el régimen representativo de las artes no es el de la semejanza, “no viene al caso, entonces, contraponer el arte de las imágenes a vaya a saberse qué intransitividad de las palabras de un poema o de las pinceladas de un cuadro” (2011: 34). El arte se con Asimismo, Vanegas Vásquez analiza el vínculo entre imagen y palabra en Montoya “como pasajes para revalorizar el pasado traumático de las naciones” (2017: 150). Desde su perspectiva, palabra e imagen “son gesto de supervivencia, es decir, expresión que reaviva el pasado y da voz a aquellos que fueron silenciados con la violencia extrema” (150).
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vierte así en un desplazamiento entre dos “funciones-imágenes”; lo literario gana potencia al entablar una relación con la pintura. Pero la relación también es inversa: “los escritores sólo ‘imitan’ los cuadros […] en la medida en que ellos mismos les otorgan nueva visibilidad a estos cuadros” (35). Los grabados de De Bry cierran el círculo de contactos entre los artistas al remitir a la primera parte, no solo por el vínculo, ya mencionado, con Le Moyne: De Bry, preocupado por el fracaso de todo intento de reproducir a los aborígenes, busca, de modo paradójico, sus modelos en el imaginario europeo y “torna griegos y romanos a los nativos” (246). Es decir, estos “son representados, en verdad, con los rasgos de la estética europea. Pero poseen los contornos de una alteridad extraña” (230). Hemos llegado, al final del relato, al extremo opuesto, a la total inversión del proyecto de Le Moyne quien pretendía confundirse con el mundo indígena y trataba de incorporar, absorber, corporizar literalmente sus colores y dibujos geométricos. Quizá esta distancia final expresa –y explica– la imposibilidad de la fusión, el fracaso del encuentro entre iguales que anhelaba el utópico Le Moyne; la reiteración de la violencia compendiada en el vocablo “Bartolomé” vale para ambos mundos, pero eso no significa que entre ellos pueda haber algún tipo de comprensión40. Es sintomático en este sentido el capítulo “Tatuajes”, de la tercera sección, en el que el narrador-autor del presente se adormece en la biblioteca mirando los grabados de De Bry y sueña o imagina una escena en la que su mirada le es devuelta por “su doble”, cautivo en una ceremonia de canibalismo: “[...] sigue retocando los dibujos [...] Son pequeñas y extrañas geometrías que soy incapaz de descifrar. [...] Es allí donde debe estar la víctima, supongo. Me aproximo y entonces lo veo. Está amarrado a un árbol. Es blanco. Está desnudo. Es flaco y alto. Y me mira con mis ojos aterrados” (2014: 237). Obsérvese la distancia que media de la identificación de Le Moyne a la mirada “aterrada” de esta escena en la última parte. La frase “me mira con mis ojos” recuerda el comentario de Cavarero a propósito de El corazón de las tinieblas de Conrad: “En la medida en que orienta la trama cruzándola con la relación entre ‘blancos’ y ‘salvajes’, acaba sin embargo por sugerir que, si bien el horror de tales crímenes sea nuestro, en resumidas cuentas, compartimos las raíces con ellos” (2009: 190; la bastardilla es de la autora).
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4. “La escritura Montoya”: un tratado sobre la violencia y el arte Los derrotados, la novela publicada poco antes que Tríptico, en 2012, también presenta al lector un entramado de tópicos teórico-críticos; a la vez, permite profundizar el análisis de las propuestas literarias de Montoya en tanto expone, en su tratamiento de la historia, una particular forma de representar la violencia política. Es evidente que hay en este autor un notorio interés en indagar las relaciones entre política, violencia e historia en su articulación con cuestiones estéticas; es un proceso de búsqueda que, aunque alcanza su momento culminante en Tríptico de la infamia, se muestra ya muy nítidamente en esta novela. Desde este punto de vista, Los derrotados contiene el núcleo que se desarrolla con mayor sofisticación en la siguiente, pero que también se encuentra, con diversas inflexiones, en otros textos, propios y ajenos, del mismo período. Asimismo, los nexos que establece entre historia, política y memoria lo vinculan con formas –ya comentadas en los primeros capítulos– de representación literaria de la violencia extrema. Cada vez más, en la actualidad, esta ocupa un lugar central como problema estético y ético; en verdad, la violencia política se ha convertido en una cuestión que excede las preocupaciones teóricas y que interesa no solo como tema académico y literario, sino en tanto praxis cotidiana. En este contexto, Los derrotados de Montoya es una obra clave; en el vasto campo de posibilidades que ofrece la novela para la reflexión, este análisis se ciñe a algunos aspectos: en primer lugar, el título mismo del relato nos introduce en un universo narrativo vinculado a la pérdida y al fracaso. Sin embargo, forma parte de un sistema bien diferenciado del que analicé en mi libro Instrucciones para la derrota (2010). Los textos allí tratados planteaban la asunción de la derrota desde un espacio de resistencia, con vistas al futuro. Asumirse como perdedor era una decisión ética de no participación, una actitud que implicaba un proyecto y una conducta política, un retirarse para no ser cómplice de los triunfadores. Este tipo de antihéroe abunda en la literatura de las últimas décadas del 209
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siglo xx; por el contrario, son muy evidentes en los últimos años formas diferentes de sobrevivir al “después de la derrota”. La mayoría de las representaciones enfocadas en la siguiente generación –y de la siguiente generación– señala que, más allá de toda justicia y memoria, no quedan muchas esperanzas. Como ya he demostrado a propósito de numerosas ficciones en el capítulo II, las marcas de la violencia y la pérdida se mantienen; son una cicatriz indeleble. Estas afirmaciones valen para definir a los protagonistas de muchos relatos de las décadas recientes; contextos muy distintos en todos los casos, pero una misma desilusión ante una derrota casi siempre sin trascendencia, sin posible reparación y sin fe en un futuro posible. También en esta novela de Montoya, podrá leerse lo irreversible del fracaso político y el daño irreparable que arrastran algunos de los personajes. Los derrotados entrecruza la historia de Francisco José de Caldas, sabio y héroe independentista fusilado por los españoles en el siglo xix, con la de tres amigos vinculados de modo más o menos cercano con la guerrilla del EPL en pleno siglo xx. Jóvenes que tienen también otras pasiones: uno, la botánica (como Caldas), los otros, la fotografía y la literatura. Distintos episodios de la vida política colombiana –dos siglos, dos luchas diferentes– quedan conectados por haber fracasado, por haber sido arrasados por la violencia. Hay en Montoya un “hilo narrativo” que va de esa violenta historia que llevó a –o está implícita en– ese fracaso, hasta la reflexión de cómo se puede representarla, es decir, cómo enfocar el vínculo entre política y estética. Se trata de “un hilo” que atraviesa la historia y la literatura de Colombia desde sus inicios hasta el presente, siempre marcadas por el desastre y la derrota. Los tres epígrafes de la novela pautan este “hilo conductor”: el primero pertenece a la frase que abre La vorágine de Rivera, texto fundante de la literatura colombiana y de la llamada “narrativa de la violencia”. El segundo, proviene de los Carnets de Camus –“si quiero escribir sobre los hombres, ¿cómo apartarme del paisaje?”– y nos remite a un tópico clave en gran parte de la literatura latinoamericana que, en Los derrotados, sigue también la trayectoria de la destrucción, desde la naturaleza exuberante del pasado a la 210
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degradación del presente41. El último epígrafe, “Hay que contar la historia de las derrotas”, corresponde a Respiración artificial de Ricardo Piglia, novela ejemplar para el análisis de la figura del perdedor político en la ficción contemporánea. Muchos de los ensayos que analizan esta novela –o la producción de Montoya en general– se han centrado en los aspectos históricos y en el evidente nexo con la violencia y la memoria. Las dos coyunturas históricas que se entrecruzan en el texto determinan que Judith Nieto la califique “como una novela histórica […] tejida gracias a la hebra suelta de la tela de la memoria” (2017: 329). Sebastián Saldarriaga, en “Literatura, historia y antibelicismo”, afirma que el relato “se ocupa abiertamente de algunos momentos del pasado colombiano y se enfrenta de forma directa a la violencia nacional” (2017: 288) y considera que “es precisamente la narración literaria de la historia la que puede esbozar una alternativa para intentar romper ese aciago círculo vicioso de violencia, ese panorama desesperanzador que impone la idea del fin de la historia” (292). Memoria, historia y derrota se reiteran en diferentes estudios, como en “Héroes vagabundos: memoria narrativa de la guerra colombiana”, donde Vanegas Vázquez ubica la novela en una tradición narrativa que incluye Los ejércitos de Rosero y El incendio de abril de Torres, protagonizadas en todos los casos por héroes derrotados. De esta manera, las ficciones son para esta autora alegorías del desencanto político al mostrar que la utopía y los objetivos que parecieron válidos, carecen ahora de sentido “y no han sido otra cosa que una máscara para ocultar la corrupción, el privilegio y el abandono de los ideales” (2014: 54). El epígrafe de Camus es fundamental para el análisis de la literatura colombiana que se realiza en la novela. En ella se subraya simultáneamente la filiación y la crítica o distanciamiento de esa tradición. El último apartado del capítulo 13 se abre con una serie de preguntas que marcan de forma clara esa distancia: “¿Cómo desmitificar la naturaleza americana? ¿Cómo despojarla del boato del sustantivo, de la retórica del adjetivo, de la solemnidad del adverbio? ¿Cómo quitarle su permanente toque de realidad idealizada […]? […] Pero el paraíso americano, esa formidable y por lo tanto peligrosa construcción de la cultura […] siempre ha sido una de las formas del yerro” (2017: 219).
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En verdad, los fracasos definen la vida de Caldas en el relato: lejos de una visión heroica, seguimos su camino inexorable hacia la muerte, inevitable por “la condición desgraciada que ha tenido el intelectual del país cuando presta su inteligencia al servicio de los militares” (2017: 210)42. Este es un punto clave del texto que une el destino del héroe de la independencia con los personajes del siglo xx: el desvío hacia la militancia del camino que como erudito llevaba Caldas lo precipitó en la desgracia. Del mismo modo, el joven botánico Santiago Hernández reitera el error al ingresar en la lucha armada y sellar así su futuro fracaso43. Sus destinos se entretejen: en ambos casos intentaron cambios revolucionarios, pero los proyectos político-militares los llevaron al desastre. La muerte, la persecución, el exilio (que conlleva morir en soledad)44, el desencanto, culminan en una ausencia de propósito, de ilusiones, en un sentimiento de banalidad. La figura de Santiago es ejemplar: ya ex guerrillero, colabora en un contrabando de orquídeas; el desconsuelo ha consumido su fe en la lucha armada y solo piensa en reunir un poco de dinero para su familia. Debe recordarse que en el primer capítulo Caldas, en su huida, antes de ser capturado, se detiene a mirar unas orquídeas en el camino: “toma distancia. Se acerca. Las miras desde diferentes perspectivas” (2017: 12). Las orquídeas enmarcan entonces las coincidencias entre ellos, aunque –como todo Montoya incluye en Adiós a los próceres una semblanza de Caldas en la que se enfoca en su condición de naturalista. El héroe de la independencia queda opacado por completo detrás de su frustrada carrera como científico: “llegó sólo a ser el desmesurado sabio de una patria embobecida” (2016: 56). El texto dialoga con la versión de Caldas que propone Los derrotados; uno se refleja en el otro, en ambos puede reconocerse la tensión, en diferentes grados, entre lo ficcional y lo histórico. 43 Mónica Marinone afirma que Montoya “atraviesa procesos históricos signados por la violencia y los inscribe en un fracaso (individual y colectivo) que instauran el título de la novela y el último de los epígrafes, y que evocan frases de Caldas como: ‘Yo soy un aprendiz errático de un país que nunca será’” (2016b: 31). 44 Este es el caso del exilado Jota, compañero de lucha de Santiago, que muere solo en Abiyán, en Costa de Marfil, como empleado de la CIMADE luego de diez años de exilio en Francia. 42
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en la novela– en el penúltimo capítulo su función utilitaria haya degradado su valor. De hecho, el misterioso personaje, que surge de la nada –y desaparece del mismo modo– para conversar con Santiago mientras espera concluir el negocio del contrabando, es un Caldas fantasmal que asimila las orquídeas a la destrucción que los rodea porque son “depositarias del reino fugitivo del deseo en medio de la imparable destrucción de todo […] Usted no se alcanza a imaginar cómo sufro por ellas. A veces, mientras vigilo su sueño, evoco las masacres” (386-390). Y aquí la flor, la naturaleza y la violencia se ligan y establecen el nexo entre ambos hombres para subrayar el proceso de descomposición que se ha ido produciendo a través de dos siglos de la historia colombiana. Violencia y fracaso desembocan en la anomia y la desesperanza; esto es explícito en la figura del escritor, y parcial narrador, Pedro Cadavid, quien parece estar en las antípodas de aquellos protagonistas que apostaban por la escritura como arma política en las novelas producidas décadas antes: Pedro “no creía en la salvación de ningún pueblo a través de ninguna acción educativa ni ideológica ni mucho menos religiosa” (339). Este personaje –que en algunos aspectos puede leerse como un “doble” de Montoya– lleva adelante la reflexión sobre la literatura colombiana definida como “recuento de una hecatombe colectiva” (185), conformada por la violencia y su “consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota” (185). No hay que olvidar que, como se dijo, ya desde el primer epígrafe de Rivera –“Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”– Los derrotados afirma su filiación literaria, su nexo con la novela, no solo fundante de una tradición literaria, sino esencial para la narrativa política colombiana en el siglo xx. Sin embargo, el hecho de que Pedro, el escritor, carezca de toda ilusión o creencia en la capacidad de la literatura o de la política para salvar a un pueblo delinea ya un territorio de diferencias del personaje con parte de la ficción latinoamericana anterior y contemporánea45. Es importante no confundir la representación de este personaje en el texto –más allá de su juego de dobles con el autor– con la postura del escritor Montoya. La misma escritura y publicación de sus textos desmienten la creencia en
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El debate en torno a la función política o las posibilidades de acción de la literatura sobre lo real se vuelve claro en el capítulo 15. Allí, los exiliados en París (otro topos de la ficción latinoamericana) se reúnen, discuten, critican y terminan más o menos decepcionados e irónicos: uno de ellos censura la conducta de los líderes de la revolución sandinista y afirma que el cuento de Solentiname “solo se lo cree el ingenuo de Julio Cortázar” (249). Estos personajes también descreen, como el narrador, de la efectividad del arte y de la revolución; así, el Comandante, un extraño emigrado que escribe “tristes adaptaciones” de los más famosos cuentos latinoamericanos, resume el cinismo general cuando afirma que el comunismo es la utopía más hermosa “porque los hombres siempre lucharán por ella y nunca la harán realidad” (252). Los escritores, aquellos que trabajan con la palabra, parecen ser los que llevan al extremo su desencanto; por eso, es sintomático el final del capítulo 22 donde Santiago, el antiguo guerrillero que se define como un “sobreviviente” (346), le anuncia a Pedro que acaba de ser padre. La única reacción del escritor al mensaje es: “pienso que mi amigo [...] sigue siendo un iluso. Un hombre que se llena de esperanza al saberse continuador de la especie” (368). Pedro, narrador de este capítulo, no puede encontrar –ni busca– alternativas para dejar atrás el trauma, pensar en el futuro y construir una nueva vida con nuevos objetivos. Es decir, Los derrotados, como gran parte de la literatura latinoamericana de estas últimas décadas, “denuncia” la ausencia de la inutilidad de la literatura o el arte para dar pruebas del horror o denunciarlo. Sin embargo, Pedro es, al mismo tiempo, el portador de sus posturas literarias, en parte porque escribe sobre los mismos temas y parece tener los mismos proyectos narrativos, y en parte porque sus opiniones parecen un eco de las de Montoya: “el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia […] Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota. […] Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido” (184-185). 214
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soluciones, por medio de historias y personajes con vidas precarias, sin esperanzas y marcados por la violencia sufrida. De algún modo, podría concluirse que todos ellos proponen una forma de resistencia nueva y diferente, definida por la dificultad para superar el pasado, pero también sin regreso a las ilusiones abandonadas. 5. El rastro de lo real Resulta muy significativo que frente a tanta decepción e impotencia la única alternativa, destinada a dejar constancia y preservar la memoria, se dé a través del tercer amigo, Andrés, el fotógrafo, quien nunca se involucró en la lucha armada, pero ha atestiguado sobre todas las violencias por medio de la imagen. Y este será un punto clave de conexión entre esta novela y la siguiente, Tríptico, en el que el problema de la representación pasará por las posibilidades que la imagen otorga en un vínculo de ida y vuelta con la palabra. Este aspecto ha sido muy considerado por los críticos y por el mismo Montoya que se refiere, en una entrevista realizada por Marinone, Foffani y Sancholuz, a esta notable presencia en su narrativa: De este modo, el diálogo que se entabla en esos libros míos sobre la pintura tiene que ver con la imagen misma, con su proceso de formación, con el artista que la hizo y con mi propia mirada que no es más que un deseo de captar la visibilidad sabiendo que más allá está la invisibilidad (2017: 4).
Ya he comentado este nexo entre palabra e imagen pictórica previamente46, pero quiero aquí enfocarme en el interrogante que 46
Recuérdese este rasgo de su escritura con relación a Tríptico, analizado en el apartado 3, en el que la écfrasis, el vínculo, la traducción, entre lo visual y lo escrito es fundamental a propósito de la descripción del cuadro Masacre de San Bartolomé y de los grabados que ilustran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. 215
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otra imagen, la fotográfica, suscita en su relación con lo real, como vestigio de lo que efectivamente fue, en la escritura de Montoya. Barthes lo deja explícito en su clásico trabajo La cámara lúcida: “el efecto que produce [la fotografía] en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido” (1989: 128); es decir, “en la fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación” (137). ¿Cómo y qué fotografiar? ¿Estetizar la imagen? ¿Mostrar el espanto?47 La fotografía –aún más que la pintura– expone de modo muy claro el problema de representar lo real y el riesgo de su estetización; problema que arrastra la necesidad de atender a un deber ético, sobre todo cuando se piensa la imagen ligada a la violencia y a lo político48. La imagen fotográfica implica siempre la afirmación de una presencia, ¿cómo mostrar entonces lo ausente, la desaparición o el olvido?, ¿cómo mostrar la irrupción de lo insoportable en lo real?, ¿es legítimo hacerlo? Un abanico de alternativas, desde la imagen explícita al recurso de símbolos, metáforas, metonimias, incluso “vacíos”, se juegan en la elección ético-estética para la construcción de lo visual, lo mismo que para la escritura. Es bueno recordar aquí las palabras de Susan Sontag: la cámara es el arma ideal de la conciencia en su talante codicioso. Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento, y por lo tanto poder […] Lo que se escribe de una persona o acontecimiento es llanamente una interpretación […] Las imágenes fotográficas Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, reflexiona sobre las fotos de guerra y afirma: “Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión” (2005: 104) y subraya “siempre que sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra ineficacia” (117). 48 En el Prefacio a la colección ya mencionada en la nota 7, La política de las imágenes, Adriana Valdés se pregunta: “¿Pueden las imágenes del sufrimiento, transformadas a su vez en mercancías […] exceder los cauces que las integran a los circuitos mundiales del mero consumo, al desecho casi instantáneo, a la indiferencia ética y política?” (2008: 8). 47
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menos parecen enunciados acerca del mundo que sus fragmentos, miniaturas de realidad que cualquiera puede hacer o adquirir (2006: 16-17).
A su vez, Rancière se pregunta: “¿Qué es lo que vuelve intolerable una imagen?” (2010: 85). Se juzga que lo que ella muestra es demasiado real, sin embargo, no es el doble de una cosa, es un juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho. “No es la simple reproducción de lo que ha estado delante del fotógrafo o el cineasta. Es siempre una alteración que toma lugar en una cadena de imágenes que a su vez la altera” (2010: 94). Estos son los dilemas que enfrenta Andrés Ramírez, el fotógrafo de Los derrotados, cuando decide que su cámara se hará cargo de “contar” el horror. Andrés posee lo que llama un “Catálogo de muertos” guardado en sus archivos, una especie de galería del horror que muestra solo a algún visitante en su estudio; sin embargo, reconoce que esas fotografías, “en la medida en que trataban uno de los lados más infaustos de Medellín, podían pasar desapercibidas y convertirse en objetos asimilables a esa cómoda amnesia que siempre buscaban los habitantes de la ciudad” (2017: 139 la bastardilla es mía). Es decir, esas imágenes terribles no causan ya el impacto ni la reflexión esperada, son solo un documento en espera de servir para una improbable justicia. Por ese motivo, sus fotos de las matanzas proponen otra estética que es un modo de entender una ética política en torno de lo que puede y debe ser representado. Estas cuestiones se repetirán, de forma mucho más explícita, en la segunda parte de Tríptico, en este caso a propósito de los dibujos de Dubois49. Las dudas de Dubois acerca de cómo debe pintar para ser efectivo en su denuncia de la violencia y acerca de si esa es una tarea posible, que recorren la segunda parte del Tríptico, también son válidas para la fotografía: “¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? […] jamás es lo mismo una masacre que su representación” (2014: 185), […] No ignoro que solo he pintado la imagen de un exterminio” (278; la bastardilla es mía).
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Andrés entonces deja “fuera de cuadro”, en sus fotos testimoniales de las matanzas, la violencia misma y prefiere la huella, el vestigio del horror50. El narrador de Los derrotados señala que Andrés posee el don de saber desde dónde la fotografía se vuelve reveladora, por eso frente a las masacres, frente a edificios destruidos por el ejército, sus imágenes no tienen “muertos por ninguna parte, porque su autor reconoce la torpeza que hay en los discursos redundantes” (288)51. Podría afirmarse que la descripción de una foto resume su estética y el modo en que la violencia es “narrada” en sus fotografías: Ramírez ha tomado esta fotografía. […] Es, mejor dicho, la imagen que nombra por antonomasia al país. Se trata de un espejo roto en pedazos […] el espejo está tirado en el suelo. Varias balas, que parecen cuscas de cigarrillos aceradas, lo rodean. La tierra de Juradó, como el espejo, está agrietada. En los pedazos del espejo, como en la tierra, no hay ningún reflejo (286-287; la bastardilla es mía).
La foto es una metáfora del país, se trata de una imagen quebrada de la que está ausente, omitida, la escena de horror. Luego de una masacre en una escuela, en las fotografías de Ramírez “el centro principal es el tablero. Sobre él están los agujeros de los proyectiles o las manchas producidas por las granadas. […] no hay nadie –solo un par de sillas desbaratadas y el pizarrón horadado con algunas operaciones matemáticas” (288). Esta forma de representar por ausencia se reitera: “En la fotografía, el caserío ha sido arrasado Recuérdese lo que se dice a propósito de los cuadros de Dubois en el Tríptico: en ellos “solo se percibía el eco de sus figuras ausentes” (2014: 146; la bastardilla es mía). Esos rastros de lo real que capta el fotógrafo evocan también el relato de Cortázar “Las babas del diablo”–citado en el capítulo II, nota 9–. Es clara la posición cortazariana acerca de la imposibilidad de aprehender lo real: las babas del diablo son, justamente, las huellas dejadas por lo real –las huellas de una ausencia– y la fotografía es allí la encargada de demostrar el fracaso de todo intento mimético. 51 Andrés lleva a la práctica la afirmación de Rancière: “Poner en imágenes los cuerpos que sufren lo intolerable es ofrecerlos a la conmiseración sentimental o el voyerismo perverso” (2018: 244). 50
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por una suerte de vendaval. Los habitantes no se ven por ninguna parte” (277) y “no hay nadie. Los maestros y los estudiantes han terminado por convertirse en fantasmas sin voz” (288). Es que Ramírez no quiere fotografiar los cadáveres: “en sus fotografías sobre la guerra, quienes sobresalen realmente son los vivos” (278)52. Las fotografías de Andrés son resultado de la búsqueda de una estética marcada por sus reparos éticos: “vio entonces los cuerpos. Sintió el olor de sus mutilaciones. Pero se abstuvo de disparar la cámara” (278). Es posible asociar la siguiente descripción de su foto de un entierro con imágenes de marchas de prisioneros o derrotados, después de una batalla, que nuestra imaginación ha retenido en la memoria: Los ataúdes que se cargan son diecinueve […] Hay un efecto de continuidad en la fotografía de Ramírez que hace pensar en las líneas sucesivas que van hasta el infinito […] los cadáveres que no vemos están carbonizados […] Los ataúdes ondean entre una gama de grises […] Lo que prevalece son los rostros de los vivos […] Ninguno llora. Casi todos miran hacia abajo. Hay tres mujeres que se han encontrado con la cámara. Son tres miradas las que expresan la pequeña dignidad en medio de la desmesura del horror (282)53.
Como señala Didi-Huberman, en Imágenes a pesar de todo. Memoria visual del Holocausto, al analizar las pocas fotografías Nicole Schweizer, en un artículo dedicado a Alfredo Jaar, e incluido en La política de las imágenes, cita la opinión de este artista visual que va en el mismo sentido que la estética de Ramírez. Jaar suspende las imágenes que lo atormentan y declara que “si los medios de comunicación y sus imágenes nos llenan con una ilusión de presencia, que finalmente nos deja con un sentimiento de ausencia, ¿por qué no ensayamos lo contrario? Es decir, ofrecer una ausencia que quizás pueda provocar una presencia” (2008: 32). Ese recurso a la elipsis como estrategia de representación es recurrente en todos los proyectos que el artista dedica a Ruanda. 53 Es factible también evocar el concepto de horrorismo, propuesto por Adriana Cavarero, ante los protagonistas de esta imagen, en tanto son víctimas inocentes, inermes, en estado de vulnerabilidad absoluta, de una violencia que “invade y adquiere formas inauditas” (2009: 16). 52
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logradas en Auschwitz en 1944: “para saber hay que imaginarse” (2004: 17) y “para recordar hay que imaginar” (55). Hay que poder “completar” la imagen con lo que falta, imaginar lo que ha pasado y entonces se podrá recordar y saber54. De este modo, la fotografía en Los derrotados no será ya un espejo –no refleja todo– ni es una ventana hacia alguna historia que “se narra” fielmente; es el eje donde se entrelaza la historia violenta que hay que contar con el modo adecuado de contarla; ambas cosas están indisolublemente unidas. La imagen es, para el fotógrafo, el único espacio, el único resquicio para una acción, resultado de una elección ética que exige al espectador participar e imaginar55. Esta es su posible –y única– incidencia: testimoniar y hacer “lo que hay En un libro posterior, Gestos de aire y de piedra, Didi-Huberman profundiza esta problemática de las imágenes en el mundo contemporáneo y en su posibilidad evocadora; acude a la obra del psicoanalista Pierre Fédida, a quien de algún modo dedica el libro, y lo cita: “la palabra despliega la memoria, la memoria supone imagen, la imagen recubre el nombre y regresa a la cosa” (2017: 59). Concluye entonces en que “la palabra apela a la imagen para fundar su memorable, porque la imagen misma es estéticamente reminiscente de la cosa” (60; la bastardilla es del autor). 55 María del Pilar Vila, en su artículo “Voces del desencanto y la violencia en la narrativa latinoamericana”, menciona a la fotógrafa guatemalteca Andrea Aragón, autora de Guatemala de mis dolores, y comenta sobre algunas de sus fotos: “el exceso se deposita en imágenes que violentan al observador precisamente apelando a la fusión o a la superposición de elementos dispares” (2015: 129). Esta estética parece la opuesta a la planteada por el personaje de Montoya; de hecho, una de las fotos, no mencionada por Vila, marca claramente la diferencia, en tanto se trata de un esqueleto envuelto en trapos encontrado en lo que suponemos una fosa clandestina descubierta. La imagen, directa, explícita, se distancia de las fotos que solo registran la huella de los muertos en la novela. Hay una coincidencia entre las imágenes de Aragón y la narrativa de Castellanos Moya y otros autores centroamericanos de los que se ocupa la autora; en su opinión, se trata de ficciones que llevan al lector “hacia una sociedad que pareciera admitir solo un discurso capaz de expresar el impacto de la violencia en la vida cotidiana. Así se construyen discursos que recurren a una escritura sostenida por la constante provocación y que hacen de la blasfemia un arma retórica poderosa como el camino elegido por quienes se apartan de lo testimonial y del compromiso con proyectos revolucionarios” (2015: 130). 54
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que hacer”, lo que se está convencido que hay que hacer. Por eso, en el final de la novela, las fotos que Ramírez saca a las mujeres de la familia de un profesor asesinado por los militares “son fotografías cuyo objetivo es mostrar el valor de algunas personas [porque] lo más importante, por encima del dolor y de la impunidad, es la dignidad que sostiene al ser humano” (2017: 401). Y también por eso, frente a la emoción de una de las hijas de la víctima, la madre dice: “tranquila […] usted sabe que esto hay que hacerlo. Es el efecto de estas palabras en los rostros lo que el fotógrafo fija en el lente” (401). La fotografía es entonces, en esta novela, un territorio complejo de debate y reflexión: es el espacio donde preguntarse sobre la fidelidad a lo referencial, a la verdad de los hechos, donde decidir las estrategias de representación, el “enfoque” sobre lo real, sobre la violencia de lo real56. Pero no es el único medio para esto en la novela: la biografía que prepara Pedro, el narrador de varios capítulos, corre paralela al trabajo de Andrés y da lugar a las mismas preguntas sobre el “cómo” y el “qué”57. En los dos casos, Los derrotados propone reflexionar sobre la “verdad” de lo que vemos o leemos y sobre la validez de la escritura y la imagen para expresarla. El capítulo ocho se abre con el debate acerca de la famosa foto del miliciano español en el momento de ser alcanzado por una bala, tomada por Robert Capa. Falsa o verdadera, las afirmaciones
Recuérdese la cita de Lourdes Dávila, ya mencionada al comienzo de este capítulo: “la fotografía es un dispositivo que se asienta entre la historia y la literatura, sirve de gozne para un pasaje continuo entre ambas, y su forma y manipulación puede darnos claves específicas sobre la relación de la literatura con la historia” (2014: 653). 57 También Pilar María Cimadevilla considera que Los derrotados podría concebirse “como un juego de cajas chinas en el que la pregunta sobre la representación repercute y resuena en las diferentes incógnitas que recorren los veinticinco capítulos: ¿qué parte de la realidad perdura en una captura fotográfica?” (2017: 104). En su artículo, la autora se propone analizar “cómo el catálogo de imágenes fotográficas tomadas por el personaje Ramírez y el proyecto del herbario de Caldas se vinculan con el enigma que abre la novela: ¿es posible escribir una biografía?” (93). 56
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de Andrés sobre ella son todo un programa estético que alcanza mucho más que solo al discurso fotográfico: Ramírez pensaba que podía decirse cualquier cosa sobre esa foto […] Se podía decir […] que su imagen falsificaba la realidad. Lo cierto, en todo caso, era que ella producía una serie de sentimientos encontrados: la belleza de la muerte cuando ocurre en una guerra donde los vencidos suscitan mayor simpatía que los vencedores […] Porque en la escena […] todo está sugerido. No hay sangre […] ¿qué queda entonces? Queda el espanto y la emoción que suscita el espanto (127128, la bastardilla es mía).
Del mismo modo, puede reconstruirse la poética de Pedro como biógrafo; es posible rastrear a lo largo de la novela sus opiniones, que parecen ser el “eco” de las del autor Montoya en la medida en que él también escribe una biografía semejante –si no idéntica– sobre Caldas. La que leemos, entonces, duplica la del narrador, a quien el editor se la ha rechazado porque incumple la consigna de no falsear la historia. El capítulo 22 reitera en las críticas del editor las dificultades de la “fidelidad a la verdad”; comprendemos que este último no tendría sobre la foto de Capa la misma opinión que Andrés y que jamás publicaría el libro que estamos leyendo: La propuesta va más allá de lo que espera el público que lee biografías […] la estructura experimental, el aire de completa falsificación que envuelve al personaje. Todo eso impide que la biografía sea leída como tal […] se debe respetar el pacto con el lector […] Ni siquiera me atrevería a decirle que es una novela […] Desde su concepción de la literatura puede convencer, pero no desde la que tiene la mayor parte de la gente y mucho menos desde la perspectiva de la historia (363-365).
Es interesante que esta tensión con lo real, con un referente cuya representación es objeto de reflexiones tanto políticas como estéticas, concluya en la novela con una nota final que, de alguna manera, cierra el juego de duplicidades entre el narrador, el autor y sus respectivas biografías. Esa nota informa al lector sobre los nexos de la ficción que acabamos de leer con la historia –es el caso 222
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de la reproducción de una de las últimas cartas que Caldas dirigió a Pascual Enrile, el segundo al mando del pacificador Pablo Murillo, que se recoge en el capítulo 18–. Asimismo, nos enteramos de que las fotos que se describen en el capítulo 17 evocan las del fotógrafo Jesús Abad Colorado, nacido en Antioquia y muy conocido en Colombia por sus trabajos que documentan el conflicto armado, la violencia y la lucha por los derechos humanos. Sus fotos, como las del personaje de ficción, jamás revelan cuerpos calcinados o destrozados, por el contrario, se enfocan en las víctimas y en los detalles cotidianos, en los rastros de la guerra58. Es decir, esa nota final parece ratificar el vínculo de la ficción con lo real; sin embargo, desaparece por completo en la edición española de 2017. Podría pensarse en una decisión –autoral o editorial– para volcar más nítidamente el relato hacia la ficción abandonando todo anclaje explícito en los referentes externos. Ya no es la voz de Montoya la que clausura el relato con esas informaciones, la mención de los lugares y los agradecimientos. El cierre, en cambio, se da con la imagen de Ramírez siguiendo a un hombre, casi fantasmal, con la esperanza de que sea, quizás –solo quizás–, el hijo desaparecido de su pareja: “Estira la mano. Ya está tocándolo. Acaso pueda ser él, piensa” (403). Final abierto, sin resolución, que parece iniciar una tenue, y posiblemente imaginaria, esperanza. En verdad, dos escenas entre los protagonistas exponen un presente, tan disímil al soñado en el pasado que apenas permite vislumbrar un futuro, a la vez que marcan significativas diferencias entre ellos. Una ha sido ya mencionada anteriormente: luego de que a Pedro el editor le ha rechazado su biografía de Caldas, el capítulo 22 se cierra con un mensaje electrónico de Santiago en el que reproduce una carta de bienvenida dirigida a su hija recién
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Un documental, El testigo: Caín y Abel, realizado por Kate Horne en 2017, acompaña a Abad Colorado a los sitios donde fotografió las masacres, en busca de los sobrevivientes y protagonistas de sus fotos. Tanto en el film como en la exposición El testigo, presentada en Bogotá entre 2018 y 2019, pueden verse las fotos que son el origen de las atribuidas en la novela a Andrés Ramírez. 223
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nacida59. Conocemos la conclusión de Pedro después de su lectura: “sigue siendo un iluso” (368). La otra escena es el encuentro entre Santiago y el fotógrafo en el capítulo 20, en el que se puede percibir la distancia que media entre ambos: el ex guerrillero se ve más viejo, “tenía unas ojeras pronunciadas. El pelo iniciaba su veloz proceso de encanecimiento” (343). Por el contrario, Andrés “no había cambiado mucho” (343). Estas diferencias externas tienen que ver con las internas: el ex guerrillero, desilusionado, es “como un sobreviviente de un naufragio que buscaba la tranquilidad entre las plantas […] Aceptaba el fracaso […] Sabía que había intentado cambiar un rumbo, […] pero el resultado había sido nefasto” (346). Por el contrario, Andrés (recuérdese que no participó en la lucha armada y nunca abandonó su vocación) ha encontrado en la fotografía –“seguiré hasta que tenga ojos para ver y dedos para disparar una cámara” (343)– el espacio para sostener la lucha por la memoria, ha logrado dar un sentido político a una estética propia. Por ese motivo, les dice a las sobrevivientes fotografiadas en el último capítulo que ellas son “un ejemplo de lo que él defiende” (401): la dignidad de la víctima más allá de la violencia, del terror y del dolor. La distancia entre ambos amigos queda clara cuando se miran fijamente y “los ojos de Santiago [están] con su aureola de insomne perpetuo. Los de Andrés, ajenos al descanso” (348). Ante el fracaso de Santiago y al cinismo de Pedro, Andrés es el único que permanece “con sus convicciones intactas” (344). La fotografía le permite llevar adelante su compromiso ético, atestiguar y colaborar en la construcción de la memoria, pero hay que recordar que esta es la única acción posible, nada autoriza a creer que existen alternativas de justicia o un cambio alentador para el porvenir. Dos años después, en Tríptico, también la imagen es un instrumento privilegiado para evitar el olvido, a pesar de la con-
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Esa carta “al futuro” tiene un tono “humanista”, incluso sentimental, lejano a su pasado guerrillero: “Quienes estamos a tu lado somos gente buena. No queremos dañar a nadie. Amamos la vida, y nos sorprendemos con la belleza del universo. No queremos dejar que el resentimiento y la venganza prevalezcan” (367). 224
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tinuidad de la violencia; ninguno de los protagonistas, autores de obras que exponen el horror para las siguientes generaciones, lograr curar sus heridas. Sin embargo, en ambos casos, la función otorgada a la fotografía, a la pintura, al grabado es persistir, insistir a pesar de todo, más allá de los resultados. Algo que queda bien claro en la frase ya mencionada de Los derrotados: “usted sabe que esto hay que hacerlo” (401). La novela nos recuerda lo difícil de enfrentar el futuro, después de un pasado traumático y lleno de violencia, en un presente precario signado por la imposibilidad de cambiar ese estado de cosas. En este sentido, Los derrotados es un texto ejemplar “de su tiempo”, de nuestro tiempo; tiempo en el que la literatura ha representado la complejidad angustiosa en que vivimos y el pesimismo inherente a la ausencia de alternativas válidas. A manera de resumen final, quiero recordar que la imagen es en Montoya lo que llamo un disparador de sentidos; en la primera sección de Tríptico, en particular, adquiere un espesor corporal, pero en las siguientes también actúa en la trama. Es decir, se convierte en un elemento constitutivo de ella: no solamente organiza el equilibrio entre lo político y lo estético, sino que es el vehículo a partir del cual pensar una serie de cuestiones como la violencia, la guerra, la destrucción. Así, en Los derrotados, el entramado de la fotografía con la acción narrativa introduce el debate en torno a la dimensión ética de su uso; es decir, deja clara una postura en cuanto a qué representar, el sentido de esa representación y la función ético-política de la misma. Sin duda, la capacidad del arte para construir un imaginario es política; en el caso de la pintura –y la fotografía–, tan importante como la obra misma que miramos es el hecho de que permite desplegar la memoria y la imaginación, construir asociaciones, producir alternativas de sentido. Asimismo, el uso de lo pictórico y lo fotográfico en Montoya insiste en el profundo nexo entre palabra e imagen: el poder político de lo estético en ambas formas de comunicación se da en simultáneo. En estas novelas, imagen y escritura funcionan en una relación metonímica, en un espacio en que se encuentran y completan; lo político se desplaza entonces de la pa225
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labra a la imagen y viceversa, una ilumina a la otra. En este sentido, parecen postular con Rancière que la creación estética pertenece, de por sí, al campo político y, recíprocamente, lo político se juega en las formas estéticas60. La imagen posibilita una especie de “equilibrio” entre arte y política, actúa como un nexo, articula dos “zonas” e impide que la trama se incline excesivamente hacia lo referencial en los textos de Padura. A su vez, en los de Montoya, es el centro mismo del pensar político. En cualquier caso, el desplazamiento a la pintura permite “contar de otra manera”, con otro lenguaje, con otro código: de algún modo atenúa y complejiza en Padura los pasajes en que el mensaje político se hace peligrosamente explícito en términos de lo deseable para su proyecto literario. Mientras que en relatos como Tríptico de la infamia o Los derrotados de Montoya ambos lenguajes intentan “fundirse” y fundir, a la vez, lo artístico con lo político. Si pensamos que lo político suele ser leído como una salida a la referencia externa, estas novelas abren, gracias a esa presencia de la imagen como catalizadora de sentidos, la posibilidad de leerlo dentro de la lógica de lo estético, en una exploración de diferentes discursos, es decir, como arte, como literatura. A diferencia de lo que ocurre en los textos de Padura, la imagen, en Montoya, no es un espejo –no refleja ni refracta– ni es una ventana hacia la historia que se narra, un territorio, en fin, que permite “estabilizar” el peso de lo político; es el núcleo mismo donde se debate la violencia como cuestión que atañe a la estética. Eso no quiere decir que se intente “estetizar” el horror, sino que, por el contrario, se le da al arte –y esto vale para todos los textos trabajados en este libro– una función central como el eje que permite reflexionar sobre lo político y analizar la continuidad de los mismos problemas, de las mismas infamias del pasado, en “La relación entre estética y política es entonces, más concretamente, la relación entre esta estética de la política y la ‘política de la estética’, es decir la manera en que las prácticas y las formas de visibilidad del arte intervienen en la división de los sensible y en su reconfiguración” (2005: 19).
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nuestro presente y su incierta –quizá imposible– resolución hacia el futuro. Los relatos nos exponen una extensa lista de cuestiones todavía en debate, cuestiones artísticas, políticas, sociales, pero no ofrecen soluciones, se limitan a señalar que no hemos sido capaces de resolverlas todavía, pero que habrá que seguir persistiendo en la búsqueda, de la misma manera que los protagonistas de las novelas.
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Los siguientes artículos han sido el origen de este libro y están incorporados, con múltiples modificaciones y ampliaciones, en los diferentes capítulos: “El trazo oblicuo. Representaciones sesgadas del horror en la narrativa del Cono Sur”, en Lucero Vivanco (ed.), Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú, Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado, 2013, 49-60. “El arte de la política/ la política del arte: Semprún y Padura ante el asesinato de Trotsky”, en Cuadernos de Literatura, vol. XVIII, nº 35, junio (2014): 247-258. “Afectos esquivos: una estética para una política”, en Karina Miller, María Cisterna Gold (eds.), Política de los afectos y emociones en producciones culturales de América Latina, Iberoamericana, Pittsburgh, vol. LXXXII, nº 257, octubre-diciembre (2016): 805-818. “Recordar, olvidar: violencia y silencio en la ficción contemporánea”, Ilse Logie y Geneviève Fabry (eds.), Imaginar el futuro. Resistencia y resiliencia en la literatura y el cine hispanoamericanos contemporáneos, HeLix, nº 10, 2017, . “El relato cómplice: ironía y violencia en la narrativa del Cono Sur”, en Brigitte Adriaensen y Carlos van Tongeren (comps.), Ironía y violencia en la literatura latinoamericana contemporánea. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2018. 97-113. “Narrar la infamia: imagen y escritura para contar la violencia de la historia”, en Lucero de Vivanco y María Teresa Johansson (coords.), Pasados contemporáneos. Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina, Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2019, 219-234. “La imagen como pretexto. La narrativa de Padura entre la política y la estética”, en A. M. Amar Sánchez y Claudia Hammerschmidt (eds.), Leonardo Padura y la poética de una nueva escritura política, Iberoamericana, Pittsburgh, vol. LXXXV, nº 269, octubre-diciembre (2019): 1189-1204.
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Índice onomástico y conceptual A Agamben, Giorgio 42, 43, 44, 52, 53, 131, 150, 151, 160, 229 Alberca, Manuel 132, 133, 134, 180, 181, 229 Arendt, Hannah 20, 21, 45, 57, 230 autoficción 30, 31, 95, 118, 119, 120, 125, 126, 127, 129, 130, 132, 134, 136, 180, 229, 230, 234, 236, 237 autoficcional 31, 32, 118, 119, 120, 124, 126, 127, 134, 139, 142, 144, 149, 159, 163, 186 B Badiou, Alain 160, 175, 230 banal 122, 159, 163, 235 banalidad 44, 146, 150, 162, 212, 230 Barthes, Roland 216, 230 Benjamin, Walter 20, 22, 48, 56, 158, 230 Berger, John 53, 183, 201, 230 Bernstein, Richard 20, 231 Block de Behar, Lisa 81, 82, 86, 231 Borges, Jorge Luis 28, 42, 48, 57, 58, 59, 60, 61, 72, 83, 84, 113, 231, 234
Brizuela, Leopoldo 81, 92, 93, 95, 97, 99, 118, 231 Bürger, Peter 122, 164, 231 Butler, Judith 23, 46, 49, 173, 231 C Cabrera Infante, Guillermo 176, 177, 178, 182, 183, 186, 231, 235 Cancela, Arturo 74, 75, 76, 79, 80, 231 canon 38, 39, 40, 41, 76, 176, 177, 186, 229 canónico 40, 41, 141 Cavarero, Adriana 49, 208, 219, 231 Chomsky, Noam 10, 52, 232 Cortázar, Julio 28, 38, 42, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 83, 113, 114, 118, 214, 218, 232, 238 Costamagna, Alejandra 28, 107, 108, 118, 126, 127, 232 Crépon, Marc 24, 32, 232 D Delgado Aparaín, Mario 69, 232 Derrida, Jacques 80, 131, 232 Didi-Huberman, Georges 22, 26, 30, 49, 52, 172, 173, 219, 220, 233 243
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E Enzensberger, Hans M. 21, 43, 233 Esposito, Roberto 22, 27, 160, 233 estética política 25 ética de la escritura 25, 58 Evans, Brad 34, 35, 204, 233 F Foucault, Michel 51, 56, 82, 131, 133, 233 Friedlander, Saul 57, 170, 234 G Gandolfo, Elvio 38, 42, 66, 67, 68, 135, 234 gesto epocal 122 estrategias epocales 164 Ginzburg, Carlo 170, 234 Groys, Boris 16, 36, 38, 39, 41, 234 H Halfon, Eduardo 110, 111, 114, 115, 119, 120, 235, 238 HIJOS 25, 30, 31, 32, 33, 91, 102, 113, 114, 117, 118, 125, 136 huella 29, 62, 102, 202, 218, 220 vestigio 29, 64, 144, 216, 218
Levrero, Mario 29, 30, 33, 38, 42, 117, 121, 122, 123, 124, 127, 128, 129, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 144, 145, 146, 148, 150, 151, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 163, 164, 165, 166, 167, 234, 236, 239, 240 López, Julián 28, 92, 97, 99, 100, 108, 110, 236 M Maturana, Andrea 28, 102, 103, 104, 105, 109, 237 Mesnard, Philippe 32, 71, 237 Montoya, Pablo 7, 29, 30, 33, 42, 169, 171, 172, 173, 174, 200, 201, 204, 207, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 220, 222, 223, 225, 226, 231, 232, 236, 237, 239, 240 N nimio 7, 29, 121, 150, 154, 158, 160, 161, 162, 163 O Oesterheld, Héctor 67 omisión 28, 58, 65, 69, 72, 83, 85, 113, 121, 173, 178
I
P
ironía 7, 26, 28, 72, 73, 74, 75, 77, 78, 79, 80, 90, 231, 235, 241
Padura, Leonardo 29, 30, 33, 38, 169, 171, 172, 174, 175, 176, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188, 189, 192, 193, 195, 197, 198, 200, 226, 235, 237, 238, 241 Piglia, Ricardo 28, 45, 55, 59, 72, 83, 113, 148, 211, 238 Prego Gadea, Omar 42, 60, 63, 64, 65, 88, 114, 118, 238
L Lalo, Eduardo 29, 33, 122, 123, 124, 126, 135, 136, 137, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 147, 148, 152, 153, 154, 155, 156, 158, 160, 164, 165, 167, 169, 229, 232, 235, 236, 239
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Premat, Julio 133, 136, 157, 180, 181, 238 R Rancière, Jacques 15, 16, 17, 27, 30, 70, 79, 149, 160, 172, 173, 174, 175, 185, 198, 207, 217, 218, 226, 238 Reid, Julian 34, 35, 204, 233 relato sesgado 28, 60, 72 escritura sesgada 71 sesgo 66, 69, 72, 113 resiliencia 33, 34, 35, 101, 204, 233, 239, 241 Richard, Nelly 17, 238 Riemen, Rob 49, 238 S Said, Edward 10, 51, 239
Semprún, Jorge 26, 173, 177, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 185, 187, 188, 189, 191, 233, 237, 239, 241 Sontag, Susan 173, 216, 239 T Traverso, Enzo 48, 170, 239 W Walsh, Rodolfo 9, 28, 72, 83, 84, 85, 86, 113, 176, 229, 230, 240 Z Zambra, Alejandro 30, 106, 115, 117, 118, 119, 127, 128, 129, 240 Žižek, Slavoj 43, 44, 52 Zúñiga, Diego 106, 240
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