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ESTÉTICA, ÉTICA Y ESPIRITUALIDAD -Bio-estétican y bio-ética en perspectiva oriental(Este ensayo estaba destinado aformar parte del libro BIOÉTICA Y RELIGIÓN, ed. Síntesis, Madrid, 2008, pero hubo que prescindior de él por razones editoriales de número de páginas. Recoge temas tratado parcialmente en artículos anteriores con el denominadore común del enfoque estético de la ética) En la tradición académica occidental estamos acostumbrados a distinguir con fronteras bien definidas los campos respectivos de filosofía, ética y religión. Aún se complican más sutilmente las distinciones cuando se acometen estudios que implican a más de uno de estos campos, como se ve en los largos prólogos metodológicos de cualquier obra de ética religiosa o filosofía de la religión. La complicación alcanza su climax cuando las respectivas sospechas de la laicidad hacia lo religioso (y viceversa) obligan a cualificar metodológicamente cada afirmación que pretenda solaparse entre dos campos. La insistencia, desde hace más de cinco décadas en la necesidad de enfoques interdisciplinares no ha sido capaz de restar beligerancia a dichas disputas fronterizas y las dificultades con que ya tropezaba Kant en 17971. En cambio, en las tradiciones orientales, en India, China o Japón, los límites entre disciplinas se difuminan. La reflexión sobre lo religioso brota y se lleva a cabo en contextos que, vistos desde Occidente, son filosóficos; pero 1
Kant im Streit der Fakultäten, Hrsg. v Gerhardt, Volker-Meyer, Thomas, W. de Gruyter, Berlin, 2005
la filosofía, por su parte, no es independiente de un humus religiosos, en el que surge, así como de contextos religiosos en que se desarrolla. Sería dificilísimo deslindar, en las tradiciones éticas orientales, dónde acaba lo estruictamente filosófico y dónde comienza lo religioso. Esta ambigüedad es, por una parte, obstáculo o desventaja a la hora de pensar con rigor analítico; pero favorece, por otra parte, la visión totalizadora de conjunto, sobre todo cuando se trata de pensar realidades que no son tratables con métodos meramente mecanicístas y matematizables, como ocurre con la naturaleza y la vida. Un reflejo emblemático de este estilo de pensar es la importancia de la estética en pensadores orientales que se han ocupado de filosofía, ética y religión, como los que voy a citar después. Para los medievales europeos, el triunvirato unum, verum et bonum presidía el reino del saber, sin que pareciera quedar mucho espacio para el pulchrum entre los trascendentales. Inteligencia y voluntad se han llevado siempre la parte del león en las historias del pensamiento filosófico, dejando marginados a los sentimientos. Tendría que reivindicarlos Hume y, más tarde, se atrevería Kant a embarcarse en un estudio del juicio estético, no sin antes haber concluído sus críticas de la razón pura y la razón práctica. En cambio, para las tradiciones orientales, la perspectiva estética no es un apéndice, sino parte central y cauce del pensar sobre la vida. La estética puede convretirse en punto de partida y auxiliar de la ética y la metafísica. Estética y trascendencia El filósofo japonés Kitarô NISHIDA (1870-1945) escribe así: “En Occidente resaltan dos modos de pensar: uno más orientado al pasado, con énfasis en la razón y en la causalidad; otro, más orientado al futuro, con énfasis en la
voluntad y la finalidad. En cambio, la característica de lo oriental sería filosofar centrándose en el presente, la intuición y el sentimiento”.2 En la época en que Nishida expresaba así su comparación de Oriente y Occidente, otro filósofo japonés, Kuki SHÛZO (1888-1941), publicaba La estructura del “Iki”, uno de los libros filosóficos japoneses más reeditados. “Iki”, a la vez que el radical del verbo ikiru (vivir), es un término en el que convergen muchos significados en torno a la constelación semántica del gusto por la vida y el placer, desde la elegancia a la belleza pasando por la gastronomía y la amistad. En japonés, vivir se dice ikiru. Es posible que lo recuerden quienes hayan visto hace años uno de los éxitos cinematográficos (estreno en 1952) de Akira KUROSAWA (1910-1998). En japonés, como en castellano, el uso más frecuente del verbo vivir es intransitivo; pero también se pueden construir frases transitivas como “vivir la vida”, “vivir un papel”, “vivir momentos de angustia” o “vivir su trabajo”. Utilizando la misma raíz (ik-) del verbo vivir (ikiru) se forma, en japonés, el significado causativo “hacer vivir” (ikasu) y el causativo en voz pasiva “ser hecho vivir” (ikasareru). En castellano recurrimos para ello al verbo “vivificar” y, en voz pasiva, “ser vivificado”, aunque también podríamos emplear las formas “hacer vivir” y “ser hecho vivir”. Quizás suena un tanto extraño en castellano la expresión “ser hecho vivir”. Más comprensible sería decir “somos vivificados” por algo o por alguien absoluto y trascendente. Pero se pueden entender estos tres matices – activo, causativo y causativo en pasiva-, si los vemos con otro verbo como, por ejemplo, esperar. Puedo construir frases como las siguientes: (yo) estoy esperando, (a mí) me están haciendo esperar, estoy haciendo esperar (a otras 2
Obras completas, ed. Iwanami, Tokyo, 1968, XII, 149
personas), que son hechas esperar por mí. Tras el rodeo de esta explicación lingüística se comprenderá mejor el texto siguiente de un monje budista 3: “Paseo, dice, al amanecer de un día de buen clima. Me dejo acariciar por la brisa, saboreo la experiencia de estar vivo, sentir palpitar mi vida. Y pienso: ¡Vivir, qué maravilla y qué enigma! Interrumpo el paseo. Me paro en silencio a saborear esta vivencia. Estoy vivo, pero mi vida me desborda; no es sólo mía, ni la controlo.¡Vivir es ser vivificado por algo que nos hace vivir! Sigo paseando. Compro el periódico. Titulares de muerte me desazonan: atentado, asesinato, guerra, maltratos, hambre, manipulación, tortura… Me pregunto: ¿Cómo construir una humanidad en que nos hagamos vivir mutuamente, en vez de destruirse cada persona a sí misma, a sus semejantes y al entorno? ¿Cómo recuperar la experiencia de vivir, la gratitud por estar siendo vivificados, la responsabilidad de vivificarnos mutuamente?” Al analizar esta meditación de un budista sobre la vida, descubrimos que ha resumido, con lenguaje sencillo y poético, tres grandes temas de ética de la vida. Pero el autor de esas líneas se habría quedado, sin duda perplejo, si le preguntáramos con óptica occidental desde qué postura habla, obligándole a definir si su perspectiva es filosófica, ética o religiosa. En efecto, cuando los maestros budistas de espiritualidad hablan sobre la vida, sin entrar a debatir sobre filosofías, éticas o religiones, hay tres temas recurrentes: a) Percatarse de que uno está vivo (En japonés, ikite iru, en voz activa). b) Agradecer que, si vivimos, es porque estamos siendo vivificados por una vida que nos desborda. (En japonés, ikasarete iru, en voz pasiva) c) Vivificarnos mutuamente. (En japonés, ikashi-au, en forma causativa). 3
Citado de una carta de T. Usami al autor en octubre del 2002
Este estilo de reflexión sapiencial proporciona una perspectiva sobre la vida contemplada desde la espiritualidad, mucho más positiva y esperanzadora que la que surge cuando las religiones, convertidas en ideologías, se ponen a dictar normas en vez de proponer valores o se creen obligadas a ser gendarmes de moralidad en vez de anunciadoras de sentido y proclamadoras de esperanza. El primero de estos tres temas invita a caer en la cuenta de lo que significa vivir, sentir que estamos realmente viviendo, saborear la vivencia del momento presente, cobrar conciencia del enigma de la propia vida. El segundo profundiza más, al subrayar que: vivir es ser hecho vivir, dejarse vivificar. El tercero nos abre a la solidaridad o, como habría dicho Paul Ricoeur, a la “mutualidad del reconocimiento recíproco”: hacer vivir a las demás personas y ser hecho vivir por ellas. Vivir, ser hecho vivir y vivificarnos mutuamente serían tres grandes temas de bio-estética, bio-filosofía y bio-ética respectivamente. Bioética y religiones en Japón Un enfoque semejante adoptaba, en 1985, el simposio sobre “Bioética y Humanidades”, organizado en Tokyo bajo el patrocinio de la Fundación Niwano para la Paz. En el contexto de un debate sobre el papel de la filosofía en la reflexión bioética, se planteó la relevancia de las perspectivas orientales sobre la vida. “Hace falta, se decía, una bioestética”. “Para cuidar de la vida (bio-ética), decía el doctor Kawakita, hay que revisar nuestro modo de pensarla (biofilosofía); pero antes de pensar, hay que vivir, percibir y sentir”. Esta observación invitaba a revisar el influjo de la herencia helénico-europea, sin restar importancia a la reflexión sobre el ethos y la sophia, pero sin alejarse de sus raíces en la aisthesis. Así lo formulaba otro ponente, el
profesor Imamichi, catedrático de estética y filosofía en la Universidad de Tokyo, promotor en Japón de la ética de la vida con el nombre de “eco-ética”.4 Es significativo subrayar que una entidad religiosa, caracterizada por promover la paz mundial y el diálogo interreligoso, fuese una de las primeras instituciones motivadas para promover la bioética en Japón. El simposio citado, patrocinado por la Fundación Budista Niwano el 22 de octubre de 19845, reunía intencionadamente bajo el título de “Bioética y Humanidades”, dos temas a primera vista distantes: el movimiento bioético y las éticas de la liberación. Las figuras representativas de ambos en otras latitudes se encuadraban en pertenencias académicas y sociales no siempre conectadas entre sí. En el caso de Japón, con mentalidad holística, se percibía con mayor facilidad que en otras latitudes el sentido de reflexionar tendiendo puentes inter-disciplinares, e inter-culturales. La idea motriz del simposio citado era construir puentes entre diversos enfoques sobre la vida (biológicos, psicológicos, sociológicos, éticos, religiosos, etc.) para promover un mayor y mejor cuidado de la vida en la actualidad. En la ponencia de apertura se mencionaron cuatro de esos puentes: 1) El puente, en el campo de traducción e interpretación, entre texto y lector, que construye la filosofía hermenéutica. 2) El puente interdisciplinar de comunicación entre las ciencias y las humanidades, que promueve la bioética. 3) El puente intercultural entre Norte y Sur, entre opresores y oprimidos, que preocupa a las éticas de la liberación y la justicia. 4) El puente interreligioso para fomentar la cooperación de las 4
“Eco-ethica et communicatio”, en : Acta Institutionis Philosophiae et Aestheticae, UnivTokyo Univ., 1988, vol.VI, p. 129 5 Actas publicadas con el título “Religión, medicina y humanidades” en la revista Fundación Niwano para la Paz, 1985
religiones a la paz mundial, que buscaba desde 1970 la Conferencia de Religiones para la paz (World Conferance of Religions for Peace, representada en Japón por la misma Fundación Niwano, que patrocinaba estos simposios de Bioética). En estos cuatro campos se manifiesta una preocupación central: establecer puentes para que los diversos enfoques sobre la vida contribuyan unánimes a cuidarla. El prefijo “inter-“ es común a los cuatro campos mencionados. “Inter” es la palabra clave de la interpretación, la relación de diálogo interdisciplinar, la comunicación intercultural y los encuentros interreligiosos. Hay necesidad de traducir e interpretar, porque hay malentendidos. Necesitamos practicar el arte de leer y releer interpretando para practicar el diálogo entre texto y lector de que nos habla la filosofía hermenéutica. Además, este vaivén hermenéutico entre dos mundos es precisamente clave en las otras tres áreas mencionadas: la bioética, la ética de la liberación y los encuentros entre religiones. En todos estos campos se plantea la tarea de construir puentes de comunicación, que era precisamente un motivo conductor para el padre del movimiento bioético, Potter. La bioética, tal como la proponía la intuición original de V. R. Potter, aspira a ser puente entre las ciencias y los valores humanos. El diálogo “inter-cosmovisional” -término más usado en el contexto japonés que el de “interreligioso”, con el fin de incluir también a las cosmovisiones no religiosas en el proceso- se esfuerza por tender puentes de sabiduría y caminos de espiritualidad, más allá y más acá de las expresiones concretas locales y epocales de cada cosmovisión; tal es el camino para evitar caer en dogmatismos y fundamentalismos. El esfuerzo por acompañarnos mutuamente los humanos para construir espacios de convivencia y encuentros interculturales, que
eviten el choque de civilizaciones y la deshumanización de las culturas, sería el camino hacia una ética global enriquecida con las diferencias locales. Esta perspectiva oriental, holística y estética, ayuda a relacionar e integrar diversas temáticas entre sí. Podemos ver un ejemplo de ello en la carta pastoral sobre la vida, publicada a comienzo de milenio por el episcopado japonés. 6 Se titula Mirada sobre la vida. Pero ese título se presta a un largo debate, porque “vida” y “mirada” se pueden expresar, en escritura chino-japonesa, con ideogramas variados. La cuádruple mirada (biológica, psicológica, sociológica y religiosa) sobre la vida, que pretendía adoptar dicha carta pastoral, como dice explícitamente en la introducción, acentuaba un enfoque multidisciplinar, que no rehuye incluir la perspectiva religiosa, pero tampoco se siente en la obligación de reducirse solamente a ella con exclusividad. Hay varias palabras japonesas equivalentes de “vida” en castellano, vita en latín o life en inglés: la vida biológica (seimei); la biográfica o psicológica (jinsei); la de las relaciones sociales (seikatsu); la de la edad cumplida (jumyô); y, finalmente, la vida, en el sentido del término usado en las religiones (inochi) para hablar, por ejemplo, de vida eterna. Esta última palabra es la que fue elegida para que figurase como emblemática en el título de dicha carta pastoral. En cuanto al término “mirada”, también el verbo "ver" se puede expresar en escritura chino.japonesa con ideogramas diferentes. Habrá que atender a qué clase de visión y en qué clase de contexto nos estamos refiriendo a la visión. Por ejemplo, según se refiera a la mirada curiosa de un reportero fotográfico, al examen para un diagnóstico médico, a la observación del investigador ante el microscopio o a la mirada cálida y acogedora de una madre que abraza por 6
Conferencia episcopal japonesa, Mirada sobre la vida, Tokyo, 2001
primera vez a la criatura recién nacida, la palabra “mirada”, aunque se pronuncie igual, se escribirá con caracteres diferentes, que nos transmitirán visualmente los respectivos matices. El último de los matices mencionados, el de la mirada materna cálida y amorosa, fue el elegido por los redactores de dicho documento, que usaron la palabra manazashi para el título. Al decir Mirada sobre la Vida o Perspectiva sobre la Vida (son las dos formas con que se cita esa carta en versiones oficiales de la Conferencia episcopal japonesa), querían hacer suya, como dicen en la introducción, la "perspectiva de Dios sobre la vida humana". Un estilo así amplía y profundiza los debates bioéticos, invitando a una ética más sapiencial y a un enfoque más amplio de las relaciones entre bioética y religión, un enfoque que se resume en “cuidar la vida” en su totalidad. Ciencia y supervivencia En la enumeración que acabamos de hacer de términos japoneses con el significado de vida, todavía faltaba por mencionar uno muy importante, de especial relevancia para la bioética. Se trata de la palabra sei-zon, traducible como “supervivencia”. En castellano, los supervivientes de un naufragio u otra catástrofe son las personas que salvaron su vida en el accidente, tras pasar por el trance de estar a punto de perderla. Solemos decir, entre otras expresiones, que “se salvaron milagrosamente” o que “faltó poco para que murieran”. En expresión vulgar, se diría que “se salvaron por los pelos”. También se usa el verbo “sobrevivir” con el sentido de “mantenerse con lo mínimo imprescindible para no morir”. Así se usa en casos, por ejemplo, de falta de recursos alimenticios o en otras condiciones dificultosas: guerras, prisiones, extravíos en la selva o en la montaña, etc. Pero sobrevivir humana y dignamente es algo más que
sobrevivir “con lo mínimo”. Cuando el padre de la bioética, Potter, hablaba de survival planteaba el doble problema de una supervivencia digna de la especie humana y de la supervivencia del conjunto de la biosfera sin pérdida de su riqueza vital. El término fue traducido al japonés con el término seizon por el doctor Tarô Takemi, uno de los principales impulsores del movimiento bioético en Japón. Como ocurre en castellano con el verbo “sobrevivir” (o en inglés survive), también en japonés seizon —compuesto de dos caracteres: existir y permanecer— tiene parecidas connotaciones. Sei significa “vivir” o “existir” y zon equivale a “quedar”, “perdurar” o “mantenerse”. Frente a este uso corriente del lenguaje, Takemi propugnó, en sus propuestas de bioética desde la década de los setenta, un sentido de sobrevivir mucho más rico. Cuando nos preocupa el futuro de la humanidad y nos sentimos responsables de su supervivencia, decía, no podemos contentarnos con un sobrevivir bajo mínimos al día siguiente de una hecatombe nuclear. La supervivencia que queremos asegurar para las futuras generaciones de la humanidad es, insistía, un modo más humano y humanizado de sobrevivir: un sobrevivir que, en vez de consistir en “vivir a pesar de todo”, sea más bien un auténtico “sobre-vivir” o “super-vivir”, es decir, vivir mejor, porque vivamos con la calidad de una vida más humanizada. Inspirándose en los clásicos chinos y japoneses, expresó el Dr. Takemi el lema de esta filosofía en un diseño caligráfico, que se lee: SEI-ZON NO RI-HÔ, y se traduce: “la razón y ley del sobrevivir”. Con esta visión por telón de fondo, el Dr. Takemi puso el nombre de seizon-kagaku o “ciencia de la supervivencia” a la institución fundada por él como “Instituto para estudios sobre ética y ciencias de la vida”. Actualmente, dicho instituto se presenta, con un título mitad inglés y mitad japonés, como Institute of Seizon and Life Sciences, siendo sus abreviaturas oficiales ISLS. La tarea de esta ciencia del
sobrevivir humano estaba considerada por Takemi como estudio de integración y síntesis interdisciplinar, que se propone como meta la protección de la supervivencia de un modo auténticamente humano y humanizador. Su intuición fundamental era holística e integradora: una íntima colaboración de ciencia y ética al servicio del futuro de la humanidad y su sobrevivir humano. T. Takemi fue Presidente de la Asociación Médica Mundial en 1975-76 y de la Asociación Médica Japonesa de 1957 a 1982. El mismo año de su fallecimiento (1983) pronunció el Dr. Takemi una conferencia que se publicó en la revista del Instituto de Ciencias de la Vida de la Universidad Sofía (Tokyo)7. En dicha conferencia resume, desde una perspectiva de madurez, lo que durante más de tres décadas había venido proponiendo. Prefiere usar el término japonés Seizon-kagaku —en inglés, Human Survival Science—, en lugar de Life Sciences. La razón aducida es que no quiere limitarse a estudiar las ciencias de la vida, sino relacionarlas con su preocupación de que la humanidad sobreviva humanamente: su propuesta es la síntesis de ciencias y valores humanizadores. Ya desde los días de su graduación en medicina, este médico y pensador había dejado de creer en un enfoque unilateral y exclusivamente científico de la medicina, del que estuviera ausente la intuición del ojo clínico, que incluye, además de la lex artis, el “arte” y no mera técnica de diagnosticar. No hacía estas afirmaciones desde la postura cómoda de un ensayista, sino después de haber pasado por años de estudiar matemáticas e investigar sobre neutrones en el Instituto de Física y Química del Dr. 7
T. Takemi, Human Survival Science and Bioethics, en: Sophia Life Science Bulletin, vol. 2, Tokyo, 1983, 41-64. Ver también: T. Takemi, Traditional professional Ethics in Japanese Medicine, en: Enciclopedia of Bioethics, 1978, vol II, 924-926; “Human Survival: The Environment and Medical Care”, en: T. Takemi, ed., Socialized Medicine in Japan, Japan Medical Association, Tokyo, 1982, 57-76
Yoshio Nishina, en donde convivió también con biólogos y genetistas. Durante la época de la ocupación norteamericana, después de la guerra, quedó prohibida la investigación de neutrones y Takemi regresó a sus comienzos practicando la medicina general. Reflexiona por aquel entonces acerca de lo ocurrido con la bomba atómica y se pregunta: ¿pasará con las aplicaciones de la biología como con las de la física? Desde esas inquietudes comienza a plantearse la necesidad de pensar sobre el bienestar social en términos científicos y económicos, pero también desde la perspectiva de valores humanos y humanizadores. Comienza así a gestarse su visión de un “sobrevivir humano integral”. El estudio y la investigación al servicio de una supervivencia auténticamente humana deberá integrar, piensa Takemi, los puntos de vista microscópico y macroscópico sobre la existencia humana, considerándola desde la biología y la física e ingeniería, pero también desde la sociología y otras ciencias humanas. No podrá faltar la consideración ecológico-ambiental. Como eje de estos estudios, una perspectiva doble: la naturaleza en relación con el ser humano y el ser humano en relación con la naturaleza. Además, hemos de tener en cuenta, dice, que “la naturaleza no es estática, sino dinámica, siempre produciendo, creciendo y expandiéndose. No es posible tratar la naturaleza desde un punto de vista exclusivamente científico, ni es posible tratar el arte como algo independiente de la naturaleza” . En textos como éste percibimos el toque estético de la tradición oriental sobre la naturaleza. Por debajo de las debatidas cuestiones acerca de la suficiencia de recursos, la contaminación y la protección ambiental, percibe Takemi una problemática de fondo acerca de las relaciones del ser humano con la naturaleza. “Tendemos a definir el entorno desde nuestra perspectiva, en términos del conjunto natural que nos rodea; es decir, aquella
parte de la naturaleza que tenemos a nuestro alrededor. Hay una patología de la adaptación al medio, pero también una patología de conquistarlo y dominarlo... Cuando hablemos de proteger el entorno, será decisivo plantear la evaluación de nuestro modo de tratar a la naturaleza. Por desgracia, es frecuentemente ignorada la distinción entre la mera conservación del entorno y la preservación de la naturaleza. En el entorno se da la conjunción de lo que la naturaleza proporciona al ser humano y lo que éste hace con ella. Tanto el adaptarse a la naturaleza como el modificarla han de relacionarse con el planteamiento acerca de la calidad humana de nuestro sobrevivir”. Pero Takemi evita caer en un ecologismo o naturalismo a ultranza, demasiado romántico. Cuando insiste en el criterio oriental de armonía con la naturaleza, no pretende recomendar una pasividad del ser humano ante ella, ni un rechazo de la técnica. Recomienda más bien discernir y evaluar: distinguir entre transformación de recursos y uso indiscriminado de ellos, evaluar la relación hombre-naturaleza en cada relación de uso-adaptacióntransformación: “En la agricultura el hombre lleva a cabo un reciclaje de los recursos naturales; pero, cuando excava para sacar minerales, la relación entre el hombre y la tierra es distinta de la que se produce cuando empuña el arado para labrarla”. Ambos tipos de relación son útiles y necesarios. Seguiremos recurriendo a ellos, pero “sin olvidar que cada acción de apropiarse el hombre los recursos naturales, además de transformar la tierra, modifica la relación del hombre con ella”, repercutiendo, por tanto, en nuestra vida y en las consecuencias para nuestro sobrevivir humano. “No estoy de acuerdo, dice Takemi, con la idea corriente de tratar el bienestar humano en términos exclusivamente económicos. La verdadera felicidad sólo es alcanzable mediante un bienestar no determinable por parámetros financieros... El
bienestar no puede conducir a la felicidad si no mejoramos las condiciones de la existencia humana en su totalidad”. Takemi respetaba la aportación de las religiones a la bioética, desde una imparcialidad confesional, compatible con su obvia sintonía tradicional con el budismo. “Si no consideramos la existencia humana de un modo global, las innovaciones tecnológicas nos encerrarán en unos confines estrechísimos. El estudio de las ciencias de la vida nos abre los ojos a cuestionamientos religiosos que hasta ahora nos habíamos resistido a compatibilizar con la ciencia. La mera innovación tecnológica no puede subsistir por sí misma. No podemos escabullirnos de las preguntas acerca de la mente humana y del sentido de lo religioso. La fisiología cerebral nos ha enseñado a descubrir las características humanas en el neocórtex y la creatividad. Yo añadiría al tema de la mente y creatividad humanas, el de la actitud religiosa”.8 Le preocupaba mucho al Dr. Takemi la conjugación de las respectivas visiones de la naturaleza en Oriente y Occidente, así como las consecuencias que de ellas se derivan acerca de la relación humana con el medio ambiente. Le preocupaban dos extremismos: la exageración occidental, destructora de la naturaleza y la exageración oriental de tendencia a la pasividad, a no intervenir. En el caso de Japón, tan peculiar por ser a la vez extremo Oriente y extremo Occidente, se da el máximo de tecnología y burocracia capaz de competir con Occidente, pero también se da una tradición estética arraigada desde antiguo. En el peor de los casos, la sociedad japonesa actual, que lleva dentro de sí Oriente y Occidente juntos sin haber acabado de madurar su síntesis, tendría el peligro de aunar los defectos de ambas tradiciones. Por eso, insistía tanto Takemi en analizar las expectativas de la sociedad japonesa actual con el fin de poner de manifiesto el peligro 8
Todas estas citas de Takemi están tomadas del citado artículo en Sophia Life Science Bulletin.
que él deseaba contrarrestar con su propuesta de supervivencia humana. No dejó de dar continuamente la voz de alarma para evitar que el progreso de la tecnología, dejado a rienda suelta, rompa el equilibrio humano y planetario, en vez de aportarnos beneficios de calidad humana. Si la tradición de burocracia del funcionariado público japonés facilita la asimilación de la civilización tecnológica, la tradición estética es la llamada a compensar las unilateralidades de las tecnociencias. Manipulación tecnológica y criterio ético-estético Para poner en práctica esta sugerencia de Takemi, uno de los pensadores japoneses que puede aportar mucho es el filósofo, especialista del pensamiento ético japonés, Tetsurô WATSUJI (1889-1960), buen conocedor del pensamiento occidental, a la vez que heredero de las tradiciones de Oriente. Estaba dotado de una gran sensibilidad estética, como se muestra en su obra sobre climas, culturas y religiones, Fûdo (1929)9. Las reflexiones que hace Watsuji sobre cómo conjugar lo natural y lo artificial en el arte de la jardinería japonesa constituyen una introducción valiosísima al estudio de las tradiciones éticas y estéticas en Japón, así como una guía orientadora para adentrarse en el estudio de esa cultura. Releídas esas páginas en el contexto de los debates bioéticos actuales, cobran un valor nuevo. Se convierten en una aportación oriental para revisar los enfoques sobre la naturaleza en la historia filosófica occidental y para rearticular los principios reguladores de una ética en la era biotecnológica. Para una lectura en castellano, Watsuji presentará el interés de una serie de temas en común con los de la 9
Traducción castellana por J. Masiá y A. Mataix, Tetsurô Watsuji, Antropología del paisaje. Climas, culturas y religiones, Sígueme, Salamanca, 2006. Las citas que siguen son de esta versión.
generación del 98 en España. Por otra parte, la pregunta que T.Watsuji se planteaba en su obra Aislamiento nacional (Sakoku, 1952 ), parecida a la de Unamuno en su En torno al casticismo y Ortega en su España invertebrada, siguen siendo asignatura pendiente en el Japón actual, a pesar de haber transcurrido casi un siglo y medio desde la reforma de Meiji (1868) y más de sesenta años de postguerra. En el contexto de las fricciones comerciales entre Japón y Occidente nos preguntan en Europa, con mezcla de admiración y recelo, acerca de las causas del llamado milagro japonés de postguerra. Los tópicos con que suele responderse son la relación con América y la exagerada laboriosidad de los japoneses. Pero el fenómeno es mucho más complejo. Para comprenderlo hay que tener en cuenta la tradición japonesa de artesanía y comercio. O-Young Lee, autor coreano buen conocedor de lo japonés, ha caracterizado a Japón como el arte de la miniatura.10. Nos podemos remontar hasta la invención del abanico plegable en la antigüedad japonesa para entender lo que está ocurriendo en nuestro siglo con la electrónica, desde los primeros transistores hasta el último modelo del teléfono móvil. El abanico, tan antiguo en China y Egipto, se hace plegable en Japón. Las opiniones legendarias se dividen al explicarlo. Para unos, el árbol de palma, y para otros, las alas del murciélago fueron la ocasión de que una emperatriz del siglo III tuviese la idea de hacer plegable el abanico. En los siglos XIV y XV los japoneses exportaban abanicos a China; luego los portugueses los traerían a Europa. Se trata de algo práctico, pequeño y plegable que, además, es arte portátil; ha sido importado primero por Japón, reducido luego de tamaño, refinado artísticamente y exportado de nuevo. He aquí un esquema que parece reproducirse en bastantes productos con los que hoy invaden los japoneses nuestros mercados. Estas 10 O-Young-Lee, Smaller is better, Kodansha International, Tokyo, 1985
características de la cultura japonesa, con su arte de la miniatura, nos dan que pensar sobre lo natural y lo artificial, sugiriendo un puente entre los árboles bonsai y los últimos logros electrónicos. Por eso sirven de referencia para pensar sobre la relación de la estética con la ética y para revisar la noción de naturaleza y de lo natural, que tan decisiva es en los debates bioéticos actuales. En Corea, dicer el autor citado, el poeta sale fuera de casa para disfrutar de la naturaleza espontáneamente. En cambio, el japonés la domestica encerrándola en casa, en un jardín construido con gran artificio, en el que se puede contemplar la naturaleza en miniatura. Un crítico de arte japonés visitaba Corea. Le llevaron a ver el Jardín Secreto de Seúl. Todo era tan natural que el japonés extrañado preguntó: "¿Dónde está el jardín?". Le parecía demasiado natural para ser un jardín. Aquello era el telón de fondo natural para construir lo que en Japón habría sido un jardín. El jardín japonés no es la naturaleza sin más, sino una reproducción de ella notablemente refinada. Un poeta americano admiraba el camino sinuoso por el que se pasa, en el jardín japonés, dando saltos sobre piedras escalonadas a la medida de un paso corto; así se llega desde la verja de entrada a la salita del té en un ángulo del jardín. En su país habrían construido el sendero en línea recta, eligiendo el camino más corto. Al autor coreano le parece precipitada esta comparación. En vez de oponer lo funcional americano a lo natural japonés, él prefiere matizar más. En un jardín coreano, dice, se habría prescindido del sendero artificial por el que se va saltando de piedra en piedra. Desde ese punto de vista, tan artificial sería el jardín japonés como el americano, aunque con estilos distintos. Para quien identifique artificialidad con simetría, lo asimétrico japonés puede producir la impresión de natural. Para el que considere más natural la ausencia de camino, el
sendero japonés y su recorrido a saltos de piedra resultarán demasiado poco naturales. Los monjes del Zen coreanos se sumergían en la naturaleza usando como vivienda una modesta choza entre los árboles del monte. El monje del Zen japonés contempla la naturaleza en un jardín interior donde ésta se halla reducida con grado notable de abstracción y artificio. Un poema coreano reza así: "Montañas y ríos. No puedo llevármelos a casa. Los contemplo tal cual son y me dejo abrazar por ellos". El japonés, en su arte de jardinería, en el cultivo de los árboles enanos, en el arreglo floral o en las bandejas-tiesto con su jardín en miniatura, ha reducido de tamaño la naturaleza, la ha refinado para introducirla en casa y contemplarla en el salón. Se ha condensado así el paisaje en el arte de la miniatura. Con razón el autor coreano nos pone en guardia frente a las comparaciones demasiado fáciles entre Oriente y Occidente. Japón no es toda Asia. Se le ha llamado a veces extremo Occidente en vez de extremo Oriente. Características que, vistas desde Europa, resultan exóticas, pueden parecer, desde otros países asiáticos, ajenas a sus tradiciones culturales. Tampoco se puede decir, de un modo simplista, que los japoneses aman la naturaleza y se identifican con ella, mientras que los europeos no la apreciamos y la destruimos. El turista que visita Japón un par de semanas puede caer en semejante espejismo, si se limita a disfrutar de los jardines de Kyoto o los parques de Nikko. Sin embargo, al respirar el aire contaminado de Tokyo o contemplar desde el tren expreso la destrucción del entorno desde Yokohama a Osaka, se desvanecerá el intento de idealizar al país del monte Fuji y los cerezos en flor. Esta tradición estética de reproducir la naturaleza en miniatura facilita no sólo el arte, sino también algunos desarrollos tecnológicos actuales, desde la cirugía del corazón hasta las manipulaciones genéticas o la
microelectrónica. Pero queda una duda: en el salto "del bonsai a la tecnología", ¿no se habrá perdido a mitad de camino la estética y, con ella, también parte de la ética? De hecho, no es fácil el debate ético en el Japón del consumo, pragmático y utilitario. La ética requiere una cierta dosis de estética. ¿Qué quedará de la estética del bonsai el día que el número uno de la microtecnología se convierta en el número uno de las manipulaciones genéticas? Aquí es donde habría que plantear el problema que aduce el citado autor coreano al invitar, al final de su libro, a los japoneses a redescubrir valores tradicionales, precisamente como plataforma para saltar hacia el futuro sin perderse a sí mismos como cultura. En las últimas páginas de su libro recuerda O-Young Lee una antigua leyenda: "Había un árbol altísimo en la ribera del río Toroki. Al amanecer se extendía su sombra por el mar interior hasta la isla de Awaji y al atardecer besaba esta misma sombra las laderas del monte Takayasu. Un día cortaron el árbol e hicieron con él un barco que recorría a diario el trayecto hasta la isla de Awaji para traer agua fresca. Cuando el barco se hizo inservible lo desmantelaron y sus maderas fueron quemadas en los hornos de las salinas. Sólo un trozo de madera se salvó de la quema. Y fabricaron con él una cítara cuya melodía se eleva hasta el cielo..." De árbol a barco, de barco a madera, y de ahí a cítara: un recorrido de reducción y empequeñecimiento, que da como resultado un producto artístico destinado a recorrer el mundo con un mensaje de belleza. Al empequeñecerse, se engrandeció aquel árbol y se extendió más de lo que abarcaba la sombra de sus ramas. O-Young Lee propone a Japón que se expansione, no sólo exportando microtecnología, sino redescubriendo la riqueza de su tradición espiritual para contribuir con ella a un mundo más pacífico, más bello y más humano. A la expansión militar de antes de la guerra ha sucedido la expansión comercial de
postguerra. Pero, ¿de qué serviría una expansión en la que los japoneses se perdieran a sí mismos? ¿No sería conveniente que los que cambiaron la espada por los cazas y bombarderos, y después de la guerra cambiaron éstos por los transistores y luego por los vídeos, los juegos infórmáticos y los teléfonos móviles, pasasen hoy a exportar el contenido espiritual de su tradición artística? Armonía, sin simetría Para explorar las posibilidades de mediación por parte de estas perspectivas estéticas, a la hora de relacionar puntos de vista bioéticos y tradiciones culturales y religiosas, nos puede servir muy bien de hilo conductor el citado estudio de Watsuji. Además,. La reciente publicación de la raducción castellana facilita proporcionar abundantes citas del texto, que seguiremos a continuación. En su Antropología del paisaje, Watsuji reflexionaba sobre lo artificial y lo natural, un tema sobre el que le abía dado que pensar su estancia como estudiante en Europa. Por ejemplo, le llamaba la atención el contraste notable entre los jardines japoneses y los de Versalles. Este contraste le llevaba a una visión de lo artificialmente natural que resulta muy sugerente para relacionar la tradición japonesa de reverencia por la naturaleza con el modo de manipularla las recientes biotecnologías. En contraste con el arte de Europa, que se caracterizaría por la conformidad con una norma, admira este pensador japonés en el arte oriental unas obras en las que no es fácil distinguir un canon racional. No niega que existan también en esas manifestaciones artísticas unos criterios de composición basados de algún modo en unos cánones; pero esas normas, si así se las puede llamar, no son algo claramente racional que podamos formular en términos de relaciones cuantificables. Tomando como hilo conductor
el arte de jardinería, hace Watsuji un recorrido por Atenas, Roma, Versalles y Kyoto registrando sus impresiones de viajero curioso y de filósofo cuestionador. “En las grandes ciudades de Oriente de la época helenista, los jardines públicos se construyeron con una técnica artística desarrollada en Roma en la edad imperial, en las villas del emperador. Aunque, más que meros jardines se trataba, más bien, de lugares de recreo con diversas instalaciones. Estaban compuestos con regularidad geométrica, con los árboles podados, zanjas también de forma regulada, estanques, etc. La armadura, el esqueleto o el centro aparece siempre adornado arquitectónica y esculturqalmente”.11 A su paso por Italia, le resultaba a Watsuji más bello el olivar o la pradera que el jardín renacentista. En Francia, encontraba el estilo de Versalles demasiado simétrico y geométrico. El jardín inglés le convencía más, aunque le parecía que se trataba tan sólo de la inserción del paisaje natural en un marco dado. Pero, más allá de las descripciones comparativas y de sus propias reacciones estéticas, le preocupaba a Watsuji pensar sobre la necesidad de revisar los conceptos que tenemos de racionalidad, artificialidad y naturalidad. Cuestiona así el sentido de la naturaleza latente en la construcción del jardín romano: “Los romanos, como muestran los teatros circulares y los baños públicos que inventaron, se caracterizaban por no tener en cuenta la estética del paisaje y gozar de lo artificial. Los famosos 11 T. Watsuji, Antropología del paisaje, p. 224
acueductos romanos simbolizan su voluntad de romper las limitaciones de la naturaleza, que no dejaban desarrollarse a las ciudades antiguas más allá de un tamaño restringido a la capacidad del hombre. Este goce de lo artificial aparece más claramente aún en las villas de los emperadores alejadas de la ciudad. El emperador disponía en su villa de todos los edificios y servicios que tenía en la ciudad: templo, teatro, baños, bilbioteca, estadio, pórtico, etc. Y, entre ellos, se construye artificialmente un jardín de forma geométrica. Por consiguiente, lo que el hombre disfruta en el jardín es el gozo de la fuerza humana que subyuga a la naturaleza. El italiano moderno, que heredó esta tradición, creó el arte de la jardinería introduciendo lo regular en el paisaje. El arte de la jardinería consistía en poner cotos a la naturaleza de acuerdo con una norma geométrica...”.12 En sus visitas a Italia, durante su estancia de estudios en Europa, Watsuji no sólo visita museos, sino se detiene a disfrutar de paisajes, parques y jardines. En ese contexto piensa de nuevo sobre el significado de la regularidad geométrica y la irregularidad natural. Y comienza a cuestionarse sobre la presunta identificación de racionalidad y simetría que se pondrá de manifiesto cuando compare con los jardines japoneses. “El jardín de la villa de Este, en Tívoli, en uno de los suburbios de Roma, está considerado como uno de los más bellos de la época del Renacimiento. Está situado en una espléndida ladera, desde donde se contempla la llanra lejana 12 Id., p. 226-227
de la Campania. El terreno es fértil y el aua abundante. Pero lo más sorprendente es la distribución de la tierra y las plantas en línea recta, los caminos circulares, el uso del declive y la escalera de piedras que, con su impresión geométrica, dominan todo el jardín; las fuentes alineadas o entrelazadas de modos diversos hacen sentir el dominio humano en todos los rincones del jardín. Verdaderamente se puede decir que la naturaleza se ha artificializado”.13 Desde las perspectivas de quien la percibe así, se puede decir que la naturaleza se ha hecho artificial. Pero, ¿se podrá decir por eso que la belleza de la naturaleza se ha depurado o idealizado? Los árboles colocados en línea recta forman un paseo recto con una zanja perfecta de ángulo tridimensional; se puede decir que se ha construido una figura geométrica con árboles en vez de con piedras. Pero el japonés que lo contempla no cree que por eso se haya depurado la belleza de las plantas que crecen allí. En Italia, es cierto que los pinos y cipreses, tal como se encuentran en la naturaleza, tienen una forma realmente regular, pero el hecho de depurar aún más esa regularidad no pasa de ser, para el punto de vista de Watsuji, una geometrización de la figura del árbol. La figura real del árbol, tal como se da en la naturaleza, precisamente por la parte irregular que le acompaña, nos hace pensar en un orden inmanente en ella. Si se quita artificialmente incluso este mínimo de irregularidad, lo único que se logra es la sensación de apartarse más y más de la naturaleza, el sentido de artificialidad. Es algo, piensa el filósofo japonés, fundamentalmente opuesto a la empresa de los griegos, que expresaron la proporción regular del cuerpo humano. Los 13 Id., p. 227
griegos depuraron e idealizaron la belleza del cuerpo humano, pero no exageraron la artificialidad. Al evocar las imágenes de los jardines de Kyoto, por contraste con los jardines occidentales, resalta la asimetría, la ausencia de racionalidad geométrica; pero, ¿habría que deducir de ahí que el japonés sea un jardín simplemente natural? No, de ningún modo. Es evidente que en el caso del jardín japonés no se trata de una naturaleza tal cual, dejada como está, sin ser modificada por mano humana. Al contrario, si no interviene la mano humana desbrozando y podando, no tendremos un jardín, sino una maraña de malezas. Watsuji insistía en que no deberíamos oponer la racionalidad occidental a una supuesta irracionalidad oriental. El jardín japonés era, para él, la conjugación de lo artificial y lo natural. Pero se trata, hay que insistir, de una artificialidad distinta de la que se pone en juego para lograr los efectos simétricos y geométricos de un jardín al estilo de Versalles. Por eso no le satisfacía a Watsuji el adjetivo “artificial” para designar lo japonés. Veía también más naturalidad en la escultura griega que en la romana y reservaba para la segunda el calificativo de artificial. Lo mismo valdría para la simetría geométrica de Versalles. Hay una artificialidad mayor en el jardín japonés: hay un grado muy refinado de modificación de la naturaleza para producir en el conjunto una armonía que no es producto de la simetría, ni de la regularidad de una racionalidad impuesta desde fuera. Desde lo calculado de la forma del estanque, pasando por la variedad de especies que florecen en épocas distintas, hasta el cuidado que exigen los árboles enanos y la colocación de las piedras o las superficies arenosas, hay un grado notable de sofisticación y de intervención humana en lo natural. Pero se trata de una artificialidad que lleva a que dé más de sí lo natural.
“En el jardín de Japón no encontramos sólo la naturaleza tal como ella misma se da. En contraste con la naturaleza de Europa, que no da la impresión de algo salvaje, la naturaleza de Japón produce la impresión de desorden y desolación. Para construir en Japón una vega verde con la misma sensación de orden de la pradera europea, no se puede descuidar uno en arrancar las malas hierbas,cuidar del desagüe o de la consolidación de la tierra. Para lograr en Japón un efecto como el que se logra en Europa con sólo insertar un paisaje natural en un determinado contexto, se necesita un esfuerzo humano mucho mayor.”14 Una buena confirmación de esta observación de Watsuji la proporciona la explicación del guía que enseña los jardines de la villa imperial de verano en la provincia de Nígata. Admiran los turistas un pino centenario, cuyas ramas se doblan con una elegancia que podría competir con los sauces, casi rozando el suelo. Esto sólo es posible, explica el guía, podando desde jóvenes estas ramas, de manera que el peso de la nieve en invierno y el brotar de los nuevos tallos en primavera produzca al cabo de los años esta figura. Si se corta demasiado, no se obtiene esa curva; si no se corta lo suficiente, se quiebra la rama por el peso de la nieve. Esta curva maravillosa no se obtuvo por cálculo matemático de una computadora, sino por lo que Watsuji habría llamado la "congenialidad" entre el artífice que modifica artísticamente la naturaleza y la orientación inmanente de la misma naturaleza. Esto era lo que captaba Watsuji como una depuración e idealización de la belleza de la naturaleza en el jardín japonés. Le parecía que los europeos lo interpretan como un estilo semejante a los 14 Id., p. 228-229
jardines naturales de Europa. Pero los jardines ingleses modernos o jardines naturales no pasan de ser la inserción del paisaje natural dentro de un determinado contexto. Desde el punto de vista de revivir la belleza de la naturaleza, son preferibles a los jardines artificiales, pero la fuerza creativa artística empleada allí es escasa. Reconoce Watsuji sinceramente la belleza del jardín natural de Munich. Pero piensa que su belleza es la misma de los prados, árboles y riachuelos de la campiña del sur de Alemania, sin que sea resultado de una composición artística. En cambio, el jardín del Japón no es la naturaleza sin más, tal como se da. Está cuidadosa y detalladamente modificada por la mano humana, de acuerdo con la intuición del artista que sintoniza con la naturaleza para poder cambiarla. El esfuerzo de crear, a partir de una naturaleza salvaje y sin orden, una composición y un orden, es lo que impulsó a los japoneses a inventar un principio del arte de jardinería totalmente diverso. “Para poner orden artificialmente en la naturaleza, no hay que poner sobre la naturaleza lo artificial, sino someter lo artificial a la naturaleza. El trabajo humano, al cuidar la naturaleza, la hace obedecer desde dentro. Al arrancar las malas hierbas, lo que obstaculiza y lo inútil, la naturaleza revela su propio orden. De este modo, se buscó dentro de la naturaleza salvaje y sin orden la figura genuina de la naturaleza. Y se expresó en el jardín. En este sentido, el jardín japonés no es más que una depuración e idealización de la belleza de la natguraleza. Se puede decir que el sentido de este esfuerzo coincide con el del arte griego.”15 La intervención en la naturaleza para lograr un jardín 15 Id., p. 229
japonés iría más bien en busca de ese orden inmanente en la naturaleza, recién aludido, en vez de imponerlo desde fuera. En Italia, dice Watsuji, los pinos y cipreses, tal como se encuentran en la naturaleza, tienen una forma regular; pero depurar más y más esa regularidad no pasa de ser una geometrización de la figura del árbol. La figura del árbol, tal como se da en la naturaleza, precisamente por la parte irregular que la acompaña, nos hace pensar en un orden inmanente a ella. Se parecería más este esfuerzo de manipulación humana natural de la naturaleza a la escultura griega que idealiza el cuerpo humano. El esfuerzo por crear a partir de la naturaleza salvaje y sin orden una composición y un orden ha llevado a descubrir un arte de jardinería característico. No se trata de poner sobre la naturaleza lo artificial, sino de someter lo artificial a la naturaleza. El trabajo humano al cuidarla consiste en hacerla que obedezca desde dentro. Identificación con la naturaleza “Congenialidad” es término más cercano que encuentran los traductores, a la hora de buscar un equivalente para el que usa Watsuji cuando para expresar la sintonía entre el artista y la naturaleza. La expresión original es ki ga au, que quiere decir: el ánimo o talante (ki) del artista se acopla o ajusta (au) con lo que está pidiendo la naturaleza. De ese modo, al modificarla, la prolonga y la hace dar de sí para su mejor realización. Se comprende que de esta estética se derive una ética que, en vez de frenar la manipulación biotecnológica, la favorezca; pero esto se lleva a cabo según una línea que no destruye sino vivifica aún más lo natural. Merece la pena detenerse especialmente aquí en una cita larga del texto, dejando hablar al mismo autor:
“En un jardín sencillo no se da más que un pino en un plano donde crece musgo o hay cinco o siete piedras de pavimento… En este caso no hay una pluralidad a unificar; no es más que algo simple ya unificado. Pero, al natural, este musgo no crece ordenadamente en un sólo plano; es algo artificial conseguido por el cuidado humano. Más aún, no forma una superficie simple como el césped. Es una hierba débil que ondula sutilmente de abajo a arriba… Tallar la superficie de las piedras, su figura y disposición o hacerlas planas o cuadradas, no es para conseguir una unidad de simetría geométrica, sino para lograr un contraste con la ondulación suave del musgo”.16 La unidad no está en la proporción geométrica, sino en el equilibrio de los estímulos que afectan a nuestros sentimientos, es decir, a nuestra congenialidad con el paisaje. Así como dos personas congenian entre sí, existe también una congenialidad entre el musgo y la piedra o entre las piedras, respectivamente. Y precisamente para que se dé esta congenialidad, se nota un esfuerzo por evitar lo regular. Este modo de composición resalta más a medida que aumenta la complicación de los elementos del jardín. Piedras naturales de diversas formas en las que no ha tenido parte la mano humana, plantas de diverso tamaño, agua y otros elementos naturales. Se procura evitar en lo posible la regularidad en su disposición, pero al mismo tiempo se tiende a una composición donde no haya ningún intersticio vacío. Por ejemplo, en la figura del estanque se evitan en lo posible las formas demasiado regulares, como el rectángulo, la cruz o el círculo; pero tampoco se copia sin más el estanque natural, irregular y sin orden. Se toma como modelo la figura bella que la naturaleza nos muestra rara y 16 Id., p. 229
parcialmente en la costa del mar, en la ribera de los ríos o en la orilla de un estanque, y se procura sintetizarla en un conjunto estético en el que no se da la impresión de artificial. El estanque de un jardín de primera clase contiene infinitas facetas complicadas: no se puede captar su forma total con una mirada, nos produce la impresión de un nuevo aspecto al contemplarlo desde diversos ángulos de vista. En cuanto a los árboles, es importante la combinación de formas y clases en una composición colorista de acuerdo con las cuatro estaciones del año. Árboles siempre verdes con cambios de color, relativamente pequeños, y árboles que en su verde manifiestan diversas tonalidades de claro y oscuro, desde el amarillento suave al rojo profundo. Entre los árboles de hoja perenne se han de dar retazos con brillo de metal o destellos desde lo profundo de color argentoso o el verdor azulado, como el del pino, al acercarse el verano. Si no se coloca cada árbol de cada especie en su respectivo lugar y se logra crear según el cambio de las estaciones una composición al mismo tiempo dinámica y armónica, no se puede hablar de un jardín excelente. Se toma como modelo la armonía que se manifiesta casualmente en la naturaleza en un valle o en una colina, y la incorporación a una totalidad que ya no es casual. Toda esta composición complicada no se logra por medio de una regularidad geométrica. Aunque se pueda decir que se da lo regular, no es algo que se pueda captar racionalmente. Lo que Watsuji considera regular en el arte del jardín japonés no es en realidad un orden, sino el tomar como modelo el estilo de un jardín determinado ya existente en la naturaleza. Este modo de intervenir en la naturaleza se acomoda a ella, es prolongación de la modificación que la misma naturaleza está pidiendo desde dentro de sí misma. Por eso me parece especialmente valiosa la aportación de esta “ética desde la estética” para enfocar los temas bioéticos y
ecoéticos en la actualidad. Ésta es precisamente la sensibilidad artística que haría falta conjugar con las modernas tecnologías para que, en el salto del bonsai a la biotecnología, no queden excluidas ni la ética ni la estética. En el ejemplo que acabamos de ver del arte japonés de jardinería se trata de una concordancia entre sí de los distintos elementos, así como de una congenialidad del artista con la naturaleza y la obra de arte que la expresa. “Así como dos personas congenian entre sí, dice Watsuji, existe también una congenialidad entre la piedra y el musgo”. Precisamente para poner de relieve esa congenialidad se evita la simetría. Por eso el estanque que encontramos en medio del jardín japonés no es ni puramente natural, ni totalmente artificial; no es, desde luego, el estanque natural que hallaríamos en pleno bosque, pero tampoco se identifica con el estanque geométricamente simétrico de Versalles. Para quien racionalidad y lógica signifiquen simetría y geometría, el jardín japonés parecería irracional e ilógico. Para Watsuji, en cambio, se trata de otra racionalidad y otra lógica distintas. Una racionalidad que se pliega y acopla a lo natural acomodándose a su dinamismo interior. No se deja a la naturaleza tal como está, se la modifica, pero sin arrasarla. Se la adapta y transforma de un modo artificialmente natural y naturalmente artificial. Por eso esta clase de arte nos proporciona un criterio para la bioética y ecoética de la era tecnológica. El modelo propuesto por Watsuji no es el de un dominio destructor de la naturaleza, ni el de una identificación pasiva con ella. Tampoco es meramente el de un gerente responsable que la manipula al servicio del ser humano. Es algo más. Esta sugerencia de Watsuji, que acabamos de ver en términos de lo "artificialmente natural", consiste en modificar la naturaleza acoplándose a su propio movimiento, ajustándose al ritmo con que ella se modifica a
sí misma. La naturaleza se modifica a sí misma por mano humana y cobra conciencia de ello. Cuando el ser humano interviene en los procesos vitales, la intervención es más profunda que en la jardinería o las artes plásticas. Es la vida misma modificándose conscientemente a sí misma. La tradición japonesa, que ha cristalizado en el arte de la jardinería, contiene un mensaje para la era de la tecnología, invitándonos a relacionar estética y ética. Lo visto aquí tomando como ejemplo la jardinería se puede ilustrar, como hace Watsuji, con ejemplos de diversas artes, como la pintura, de la que se cree que el arte de la jardinería se ha apropiado mucho. Por ejemplo, se dibujan en tinta cuatro o cinco hojas de bambú de diferentes tonalidades de color en el extremo izquierdo superior de un lienzo rectangular. Se yergue una caña de bambú de colorido suave que sostiene las hojas en la parte izquierda. Casi todo el resto del lienzo está vacío y en el centro mismo, bajo las hojas de bambú, vuela una golondrina pintada en colores fuertes. Watsuji analiza esta pintura así: “En la composición de esta pintura no se reconoce la simetría en ningún sentido. Pero se siente una clara armonía. El espacio donde no hay nada pintado, con su profundidad, guarda proporción con la sombra de la golondrina de colores fuertes; la fuerza de esta golondrina corresponde a las dos o tres hojas de bambú de color denso, que resaltan de un modo especial entre las de color suave. De este modo cada objeto ocupa su puesto insustituible. Por medio de la relación de armonía, diríamos espiritual, sugiere riqueza de composición a pesar de que los objetos están dibujados en un rincón del lienzo”.17 17 Id., p. 231-232
Efectivamente, cuando contemplamos en un pequeño lienzo una golondrina posada en la rama de un cerezo, otro donde se ve erguida la flor del cerezo de cara al agua, u otro con la gente agrupada alrededor del carruaje imperial, detectamos un denominador común. En todos ellos aparece la figura de la rama del cerezo, que sale del lado del lienzo irregularmente, y la flor del cerezo está colocada en la parte superior, teniendo en su centro a la golondrina que se posa. Hay aquí, dice Watsuji, una armonía perfecta, la armonía del color y de las líneas entre la figura de los cerezos que florecen profusamente, el agua y las peñas frente a ellos; o el movimiento perfecto que acerca el carruaje imperial al extremo del lienzo, distribuyendo artísticamente la muchedumbre de manera que se reduce, poco a poco, conforme se acerca al espacio blanco del otro lado del lienzo. Esta perfección armónica es evidente con sólo abrir los ojos, pero no podemos hallar una regla que sea el fundamento de esa armonía. De nuevo aquí la palabra clave es la congenialidad. Hay una congenialidad, producto de la intuición, un arte especial que se percibe al contemplar la pintura y recibir su primera impresión. Es un modo de composición distinto del de la simetría y la proporción. Se puede añadir otro ejemplo muy interesante, tomado de la pintura en movimiento de los biombos o de las pinturas en rollo, que se van desenvolviendo para contemplarlas progresivamente (emakimono). Es una composición peculiar que incluye un movimiento temporal. Al compararlas con la pintura occidental, analiza Watsuji ese movimiento. En algunas composiciones parecidas occidentales, aun en el caso de dibujar una historia que continúa, lo que prosigue es sólo el contenido de la historia; pero la pintura, como detecta sutilmente el crítico japonés, o tiene diversas composiciones independientes una de la otra o, a lo sumo,
partes independientes se unen en una composición totalmente decorativa. En cambio, en la pintura en rollo japonesa, es la composición misma la que produce esta impresión desarrollándose temporalmente. Empieza la composición sosegadamente, se aumenta poco a poco el grado de complicación y, finalmente, se convierte en una elaboración complicada en grado sumo por la fusión de infinitos motivos; luego vuelve paulatinamente a la simplicidad, para concluir en una composición extremadamente sencilla; se diría que reproduce el desarrollo de una pieza musical. Sentimos, dice Watsuji, una belleza que nos llega al corazón en ese sucesivo agruparse los diversos elementos, dispersarse y agruparse de nuevo en sucesión. Cada parte de este género de pinturas independientes podría formar una composición por sí misma. Pero originalmente han sido dibujadas como parte determinada de un todo que se va desarrollando. Sólo en la totalidad, dice, adquieren su sentido.Hay que notar la importancia de este énfasis en la totalidad y la totalización, propio de la perspectiva estética, que repercute en un modo de aercarse a la ética y la religiosidad más sintético que analítico. Es más que evidente el contraste con la excesiva escisión occidental entre lo natural y lo artificial. De este modo, la manera de conjugar lo natural y lo artificial en la tradición estética japonesa nos puede servir de paradigma válido para proponer criterios ante los dilemas bioéticos actuales sobre cómo contrarrestar la mentalidad unilateralmente tecnológica, sin caer, por otra parte, en el rechazo romántico de la tecnología. Tanto un naturalismo exagerado como un tecnologismo a ultranza dificultan en Occidente las discusiones de bioética en el momento presente. Conjugar la manipulación humana con la armonía respetuosa de la naturaleza sería la contribución de las tradiciones sapienciales de Oriente a la ética de la vida.
La pregunta por lo natural Ya que con estas últimas observaciones nos hemos adentrado de nuevo en el terreno filosófico, no estará fuera de lugar considerar qué entendemos por naturaleza y por qué preguntgamos cuando interrogamos acerca de qué es lo más natural. Un primer recurso sería comenzar por el léxico y buscar en el diccionario castellano-japonés la palabra naturaleza. El primer sentido con que nos encontramos al consultar el término shizen (o también jinen), es: "lo que brota por sí mismo". Este vocablo japonés está compuesto por dos caracteres: el primero se lee shi o también ji (en fonética japonesa) y tiene el significado de “sí mismo” o “por sí mismo”; el segundo es zen (o también nen) y tiene el significado de “situación o estado”. Literalmente, dicho compuesto significaría: el estado o situación en que se encuentra alguna realidad de la que podemos decir que “es así como es por sí misma”. Lo que más pesa en esta significación es el sentido de “por sí mismo”, es decir, no por algo que provenga de fuera de sí. Este sentido, que acabamos de analizar someramente en un compuesto chino-japonés propio del lenguaje culto o académico, puede expresarse también sin necesidad de usar esos compuestos difíciles de origen chino. Se puede decir lo mismo con una frase más larga, a la vez que más cercana al lenguaje cotidiano y con sabor más genuinamente japonés. Por ejemplo, una expresión equivalente al dicho castellano “las cosas tal y como son” sería, en japonés, onozukara sou natte iru sama, que quiere decir: el aspecto (sama) de que algo haya llegado a ser (natte iru) del modo que es (sô) por sí mismo (onozukara). La palabra onozukara significa “por sí mismo”, espontáneamente, sin resistencia, de una manera no forzada. Ésta es la lectura a la japonesa del primero de
los dos caracteres antes citados, componentes del vocablo chino-japonés shizen, que es el utilizado hoy día en Japón como traducción convencional del término “naturaleza” en las lenguas occidentales. Según su etimología, shizen es “llegar a ser por sí mismo”; es el auténtico modo de ser de aquello que llega a ser por sí mismo. El carácter chinojaponés que traduce la idea de "por sí mismo" también puede significar "espontaneidad". Están emparentados lo natural, lo espontáneo y lo no forzado. Si acudimos a los diccionarios japoneses para cerciorarnos del sentido actual de la palabra shizen, hallamos, entre otras, las significaciones siguientes, que coinciden con las de muchos léxicos occidentales al referirse a lo que significa “naturaleza”: lo que surge por un desarrollo y devenir que brota de sí mismo y por sí mismo desde dentro, sin que intervenga modificación alguna desde fuera por parte de mano humana, por contraste con lo cultural o artificial; aquella índole de las cosas que hace, como fuerza original e impulsora, que surjan del modo que surgen; el genio o talento natural de que están dotadas algunas entidades desde su nacimiento; el conjunto de fenómenos, cuerpos, objetos de la experiencia externa; lo que se opone a la historia, lo necesario, lo legislado, lo universal. El original chino de la palabra japonesa shizen aparece por primera vez en Lao-Tsé. En japonés, tras haberse introducido en sus formas de modificador de verbos y sustantivos (natural, naturalmente), pasó luego este término a servir como equivalente para la traducción del latín natura o del inglés nature. Genkyo Hirose, en su Manual de Ciencias (Rigakuteiyo, 1856) utilizó el término japonés shizen para traducir nature: “Todo lo que se encuentra en el mundo y afecta a nuestros sentidos, dice, se llama shizen, es decir, la naturaleza”.
Desde comienzos del siglo XX se usa el concepto de shizen en dos sentidos: a) para traducir nature, y b) para expresar la traducción japonesa acerca de qué es lo auténticamente natural. Ambos sentidos tienen algo en común: el aspecto de que no se dé una intervención por parte de la mano humana de modo forzado para violentar un determinado proceso. Originariamente, el concepto de shizen tiene que ver con un modo de ser las cosas y vivir las personas; no se acentuaba aún el significado de procedencia o lugar de donde nacen las cosas, ni el significado de naturaleza frente a historia y cultura o el sentido que tiene esta palabra como referente para señalar el conjunto de realidades del universo. Cuando el ser humano actúa plegándose por completo a las condiciones de lo que en japonés se llama onozukara (lo que es por sí mismo, espontánea y naturalmente), no hay lugar para que surja un concepto de naturaleza que se independice. Se busca simplemente dejarse llevar de lo más natural y se actúa así de un modo desinteresado, con un total olvido de sí en medio de la diversidad de situaciones. Entonces es cuando surge, de un modo natural, lo que en japonés se denomina tôzen, es decir, lo obvio que debe ser o hacerse, tanto en el modo de actuar como de vivir y ser. Pero este modo de vivir naturalmente puede parecer subjetivo (lo que brota de sí mismo), aunque se busque lo auténticamente natural. Por eso se dice de que el shizen del ser humano, es decir, su modo de actuar naturalmente, ha de plegarse al shizen de “cielos y tierra”, participar y vivir en él. En este sentido es interesante también la relación entre naturaleza, deber y verdad (en japonés, shizen, tôzen y makoto, respectivamente). Coinciden estos tres conceptos en lo que, desde la tradición china de Lao-Tsé suele
llamarse el “camino de vivir” del ser humano cuando éste se pliega a lo que es espontáneo, no forzado, natural en el sentido hondo de la palabra. A eso se le llama también dôri, es decir, lo que está de acuerdo con el camino (dô es el camino y ri la razón o acuerdo). Se expresa de ese modo el ideal de que todo, incluso lo voluntario, se haga de acuerdo con el Camino o, como dirían en China, con el Tao. En el pensador Nishi Amane (1829-1897), creador de gran parte del vocabulario técnico filosófico japonés, hallamos los siguientes términos: utiliza bansho, en 1873, para referirse a la naturaleza como “totalidad de los fenómenos”; en 1877 usa ten-nen para significar “cielos naturales”; en 1884 usa tenri con el sentido de “razón o logos celeste”. Hasta pasado 1890 no encontramos el actual vocablo shizen (acuñado por el citado Genkyo Hirose) para referirse habitualmente a la naturaleza en el sentido corriente de la palabra al traducir nature de las lenguas occidentales. Durante la segunda mitad del pasado siglo se ha venido estudiando la tradición japonesa acerca de shizen. En esta tradición confluyen diversas corrientes sapienciales: lo tradicional japonés se fusiona con lo budista, confucionista y taoista, es decir, con lo sapiencial de origen chino. Nos podemos remontar hasta el siglo XIV para descubrir, en el sentido de naturalidad con que se hacen las cosas, un fondo de receptividad oriental que da mucha importancia al dejarse absorber y conducir por lo natural. Este autor explica la palabra shizen de acuerdo con su etimología china como “lo que brota espontáneamente en cada realidad desde dentro de sí misma”. El historiador del pensamiento japonés T. Sagara 18ha tratado este tema de un modo mucho más matizado, pero 18 T. Sagara, Nihonjin no okoro (La mentalidad japonesa), Iwanami, Tokyo, 1984
siguiendo el mismo procedimiento de remontarse a la etimología de shizen. Subraya Sagara que shizen, como hemos visto más arriba, antes de usarse como sustantivo se usó como adjetivo y adverbio con el sentido de “natural” y “naturalmente”. Es relativamente reciente el uso de esta palabra para referirse a la naturaleza en el sentido del conjunto del paisaje de ríos, montes, campos y valles. Para designar ese conjunto paisajístico natural, existían ya desde antiguo vocablos concretos, por ejemplo, tenchi, que significa “cielos y tierras”, o el más abstracto banyû, que significa “todas las cosas existentes”. Pero Sagara, más que acentuar la relación del ser humano con la naturaleza, considera fundamental lo que él llama la metafísica de la naturalidad, arraigada en las tradiciones sapienciales de Oriente. En japonés se expresaría mediante el término antes citado, onozukara, lo que espontáneamente brota de cada realidad desde dentro de sí misma. Aunque el uso de la palabra shizen sea reciente, existía desde antiguo la palabra jinen, que se escribe con los mismos caracteres. Su significado era en japonés el mismo que el de onozukara: algo generado por sí mismo desde dentro y no por intervención desde fuera, es decir, lo que surge espontáneamente cuando no forzamos las cosas. También es importante en la tradición japonesa desde antiguo lo que se denomina el “modo de vivir naturalmente”, de acuerdo con lo más natural. Se lo designa con circumloquios como “la naturaleza en cuanto brota por sí misma desde dentro”. En el caso del ser humano se habla de “la naturaleza del ser humano como aquella forma originaria de ser como se debe ser” . No equivale onozukara a los conceptos occidentales de esencia, orden o naturaleza, sino que lo central en esa noción es lo expresado con el verbo “devenir” (naru): onozukara naru significa devenir espontáneamente, desde sí
(onozukara), a causa de sí. Onozukara es, para Sagara, un modo de ser absoluto en el que no interviene acción intencional alguna. Es el modo de ser de la realidad última. Ajustarse a ello y obrar de acuerdo con ello, es participar en lo últimamente absoluto. Entrar en contacto con lo absolutamente último es algo que se logra mediante ese acoplarse a lo que es natural. Esto empalma con el concepto budista de realidad tal cual (aru ga mama): las cosas como son, sin exageración alguna y nosotros acoplándonos a la unidad básica y natural de todo. El fondo común de la tradición oriental Cuando el sentido budista de totalidad e interiorización arraiga en suelo japonés, se fusiona con la sensibilidad sintoísta para con la naturaleza. Unido esto a los influjos taoístas y confucianistas, conduce a fomentar una cultura de la naturalidad en la cotidianidad: el arte de descubrir lo natural, tanto en la naturaleza como en las personas, en sí mismo y en los acontecimientos. De ahí que esta perspectiva proyecte un marco de totalidad para encuadrar los temas de ética y religiosidad que hemos tratado en los capítulos anteriores. La naturalidad, de que se habla en la tradición japonesa, es algo que se vive en la cotidianidad y se refleja en la artesanía: un modo humano de intervenir en la naturaleza, que la reverencia y la transforma. (Nótese que el tema de la “intervención humana en la naturaleza” es clave en bioética). Así es como se ha relacionado el sentidos japonés de la naturaleza con el sentido de lo natural en esa cultura. Acoplarse a lo natural es ajustarse a la naturaleza y, a la vez, a lo más natural dentro de nosotros. Se ha juntado de este modo la tradición sintoísta de reverencia a la naturaleza y la tradición budista de desvelar lo mejor dentro de nosotros mismos: nuestro "yo hondo" más allá del "yo
superficial"; pero esto se ha llevado a cabo con la sencillez cotidiana del confucianismo y la profundidad del Tao. Hoy, cuando la sensibilidad para la ecología nos lleva a la inquietud por la ecoética, es el momento oportuno para reapreciar estas tradiciones y contrarrestar con ellas los excesos de deshumanización tecnológica. Con este telón de fondo, no es de extrañar que, en la tradición del pensamiento japonés, ocupe un puesto importante la idea de actuar de acuerdo con lo más natural, unida al sentido de identificación con la naturaleza. Convergen en esta tradición elementos extranjeros, provenientes del budismo y del confucianismo y taoísmo chinos. También hay en ella aspectos que remiten al sentido de la naturaleza en el sintoísmo ancestral. Y, por debajo de todas estas corrientes, late un sentido de la naturalidad en el modo de ser y actuar, que tiene que ver con los aspectos de receptividad y pasividad, tanto en el arte o en las relaciones humanas como en la metafísica o la mística en una cultura en la que se le da mucha importancia a dejarse absorber por lo natural, por lo que brota espontáneamente por sí mismo. En los ejemplos citados sobre el jardín japonés, hemos visto cómo se puede conjugar esta naturalidad con un grado notable de intervención artificial en la naturaleza, a veces de un modo complejo y refinado. En la tradición taoísta, lo natural es ajustarse al Camino. Lo opuesto a lo natural no es lo artificial, sino lo malintencionado. Se suele hablar de un "hacer sin hacer nada", de una pasividad difícil de entender por los occidentales. No es inactividad, sino una receptividad muy activa. Es dejar seguir su curso a los acontecimientos y dejar ser a las personas. Decía Lao Tsé que el gobernante debe dejar hacer y hacer que hagan los subordinados de un modo natural. Así es como brota el éxito de un modo no forzado, en vez de ser el resultado de una manipulación.
Para eso debería coincidir lo sagaz del gobernante con lo virtuoso del santo. El santo desea lo que la gente, en general, no desea: ajustarse al Camino. Y aprende lo que mucha gente no suele aprender: a disminuir los conocimientos, aumentando el “saber del no saber”, aprendiendo el camino del despojo y de la nada. Así es como se está retornando siempre a lo fundamental y radical. Lao-Tsé daba importancia a que todas las cosas se desplegasen de modo natural y sin dobles intenciones, sin lo que se llama sakui o intención manipuladora. Más que de ajustar, en el sentido de ajustarse a una norma, la acción humana de acuerdo con el camino, de lo que se trata es de identificarse con el Camino para que de ahí brote la acción. En esta tradición que se remonta a la China de Lao-Tsé lo contrario de lo natural no es lo artificial. Lo que se opone a lo natural es lo perversa o doblemente intencionado, lo citado más arriba como sakui o manipulación. También existía en japonés la palabra jin-i para designar lo artificial o producido por mano humana. Pero esto último no tiene por qué ser antinatural. Si lo artificial se acopla al Camino y deja que el Camino despliegue sus virtualidades, lo artificial se lleva a cabo de un modo natural. No olvidemos que para Lao Tsé el enigma del devenir era el arquetipo de lo natural, de lo espontáneo. Para él, lo natural es bello, profundo, lógico, espontáneo, ordenado por sí mismo. En cambio, lo opuesto a ello es lo caótico y lo perversamente malintencionado. Lo que ha sido manipulado con doble intención es antinatural, efímero y superficial. Esto es lo que se opone a natural y no lo artificial sin más. Tampoco hay que confundir esta naturalidad con la pasividad de no hacer nada. Se recomienda actuar de acuerdo con lo natural, abandonándose en brazos de lo natural. Lo que se opone a esto es el modo de funcionar la sociedad a base de dobles intenciones y manipulaciones
engañosas. La mentira y la hipocresía, y no lo artificial, son lo más opuesto a la naturaleza. Y. Yuasa, uno de los mayores filósofos actuales de Japón, ha insistido, en sus estudios sobre la historia del pensamiento japonés, en la dificultad de encontrar una característica japonesa que perdure a través de todas las épocas. Se ha fijado especialmente en la manera de evolucionar lo primitivo japonés al ir incorporando otras culturas. Le parece especialmente importante la fusión en la época de Heian (794-1186) del sintoísmo pre-medieval con el budismo venido desde fuera. Cree Yuasa que había algo identificable como “trascendencia” en Japón, pero que se fue perdiendo en la época moderna. A diferencia del sintoísmo, el budismo es una religión universal que civiliza, como el cristianismo, al pueblo que la recibe. Al introducirse el budismo en Japón se interiorizó una manera primitiva de percibir la trascendencia de la naturaleza y se la conectó con el modo de vivir naturalmente en la cotidianidad. Esto no es, sin más, lo mismo que cuando se habla de perderse o sumergirse en la naturaleza o de identificarse con ella. Es, más bien, descubrir lo natural, tanto en la naturaleza como en las personas y dentro de uno mismo, o en las cosas y en los acontecimientos diarios. Aquí confluye, en esta visión del mundo y de la vida, el sentido sintoísta de la naturaleza, por una parte, y, por otra, la “budeidad” o “naturaleza búdica” latente dentro de cada persona. Confluyen también en esta mentalidad el Tao e incluso el ethos cotidiano confucianista. No se trata de una evasión a la contemplación para captar desde ese lugar la naturaleza. Es algo que se vive en la cotidianidad y se refleja en la artesanía, es decir, en el modo humano de intervenir en la naturaleza, reverenciándola a la vez que se la transforma. De ahí la relevancia de aprender de estas tradiciones sapienciales criterios aplicables a la bioética en la era
tecnológica. Si juntásemos la interpretación dada por Sagara con las de Watsuji y Yuasa, acerca de lo artificialmente natural, podríamos deducir un criterio utilizable en el contexto de las discusiones bioéticas actuales. Formularíamos así la tesis: lo natural no es lo opuesto a lo artificial, sino aquello que, tanto si es natural como si es artificial, nos conduce a la solución más natural. En los dilemas bioéticos deberíamos buscar cuál es la solución más de acuerdo con la orientación profunda de la vida, compatible con la manipulación de ésta al servicio de la misma vida. Esto se percibiría a nivel subjetivo como autenticidad (en japonés, makoto) y a nivel comunitario y comunicable como un modo peculiar de alcanzar el consenso en los procesos de deliberación. No se impondría el consenso fríamente desde el exterior de una racionalidad que buscase de un modo exclusivo y reduccionista la solución; no sería a partir de una racionalidad que buscase la objetividad ética por el mismo camino que la universalidad científica o la comunicación cosmopolita. Sería objetivo aquello en lo que las personas (al menos, una gran mayoría) coinciden cuando miran dentro de sí mismas auténticamente y hace cada persona por acoplarse a lo que naturalmente pide, desde lo profundo, la misma vida. Para realizar ese proceso se preguntaría cada persona con autenticidad qué es lo que pide la vida y qué es lo más de acuerdo con ella. Surgiría de ese proceso una objetividad muy distinta del objetivismo como mera oposición al subjetivismo. Coincidirían aquí lo subjetivo y lo objetivo en el fondo de la corriente de la vida, como vamos a ver a continuación en la filosofía de Nishida. En efecto, al dejarse llevar por lo que desde ese fondo nos interpela, cada persona descubre en lo profundo de su subjetividad qué es lo merece la pena objetivarse. Al formular así un criterio ético de raigambre sapiencial,
se conjuga el sentido tradicional de la naturaleza en culturas como la de Japón con el sentido de lo natural. Pero se evita, al mismo tiempo, caer en un naturalismo ético, en el sentido estrecho del término. En la propuesta anterior, inspirada por la tradición japonesa, se conjuga el sentido de acoplarse a la naturaleza con el de acomodarse fielmente a lo natural más hondo dentro de cada persona, tan acentuado en el budismo Mahayana. Se une así, como veíamos antes, lo mejor de la tradición sintoísta de reverencia de la naturaleza con la tradición del budismo Mahayana acerca de desvelar lo mejor de nosotros mismos, nuestro “yo más grande”, nuestro “sí mismo auténtico”, la “budeidad en nuestro interior”, más allá del yo pequeño y egoísta. Notemos además que todo esto no excluye, sino integra, la manipulación de la naturaleza, con tal de que se haga de un modo responsable. Se conjugan gratitud y responsabilidad, tema clave en la relación de bioética y religión. Se trata de intervenir en la naturaleza de tal modo que no se la destruya ni nos deshumanicemos. Se la realza, como hemos visto en el arte de jardinería. Quienes tengan familiaridad con las tradiciones escolásticas de moral teológica, hallarán en este pensamiento un antídoto contra las exageraciones de la moral sexual cuando habla de la “naturaleza de los actos”, en vez de fijarse en los “actos de las personas. Pensar desde la vida Una filosofía que proporcionaría un buen cauce para utilizar la perspectiva estética como mediadora de ética y religiosidad sería el pensamiento de Nishida. Aunque no sea posible aquí presentarla en breve espacio, sío puede servirnos de colofón de los estudios anteriores. K. Nishida (1868-1912) está reconocido como la figura
representativa de la modernidad filosófica en Japón. En él convergen las tradiciones sapienciales de Oriente y la asimilación por parte de un oriental de la historia filosófica de Occidente. Es un pensador de encrucijada: entre Oriente y Occidente, entre filosofía y religión, entre budismo y cristianismo. Pero con la ventaja de no ser ni un monje budista, ni un teólogo cristiano, ni un agnóstico. Es un pensador que, con el telón de fondo de una experiencia personal contemplativa, reflexiona sobre metafísica, ética y religión, pero siempre como filósofo. Su contribución a la filosofía de la religión se coloca a la altura de los clásicos en la materia. Además, el conjunto de su obra ofrece el interés de servir de puente entre posturas muy diversas. Aquí, concretamente, interesa su aportación a la hora de pensar sobre la ética de la vida desde el ángulo de la perspectiva estética en las tradiciones sapienciales de Oriente. Nishida conocía bien la tradición oriental, pero también había estudiado la filosofía occidental y se movía familiarmente entre los escritos de Kant, Hegel, Bergson o William James. Ni renuncia al esfuerzo lógico y racional, ni quiere reducir lo lógico y racional a lo occidental. Se debate buscando otra lógica, a la que llama paradójicamente lógica de contradicciones. En un escrito del último año de su vida, titulado “Sobre mi modo de pensar”, reconoce que se ha esforzado en considerar “cuestiones fundamentales de moral y relegión”, pero con una lógica que no es la habitual y que él piensa que es a menudo incomprendida. “Lo concreto no puede ni siquiera tomarse en consideración por parte de la lógica abstracta. Sin embargo, mi lógica no ha sido comprendida por el mundo académico... No faltarán quienes digan que mi lógica de la identidad contradictoria no es lógica. Quizás la descarten , considerándola tan sólo como una experiencia religiosa. Sin embargo, yo preguntaría a
quien piense así qué entiende por lógica”.19 Nació Nishida en 1870, dos años después del comienzo de la Restauración de Meiji, en que Japón se abre al mundo internacional. Tras una carrera universitaria en la Universidad Imperial, comenzó su actividad como profesor de un instituto de enseñanza secundaria, para pasar después a la Universidad de Kyoto. Con él se iniciaría la que es conocida como escuela filosófica de Kyoto. Su obra más conocida es el Ensayo sobre el Bien. En ella aparecen nociones típicas suyas como la "experiencia pura". Intenta adentrarse en el mundo de la unidad vivida, anterior a todas las dualidades. Busca la clave de unidad del mundo y del interior de cada persona. Percibe íntimamente unidas las experiencias de bien, belleza y religiosidad. Ya en sus años jóvenes había practicado el Zen. Sintonizó, al estudiar filosofía, con el sentido hegeliano de la totalidad, la intuición de Bergson y el flujo de la conciencia de William James. Anclado en la tradición japonesa, tenía mucha sensibilidad para la naturaleza; una especie de vivencia metafísica difusa le hacía muy sensible a la unidad del cosmos y a vivir en sintonía con la corriente de la vida, manifestándose a través de todo. En 1900, a sus treinta años, escribió un ensayo sobre la belleza, en el que relaciona el placer estético con el "salir de sí" religioso, de que se habla en el Zen. Luego, a medida que avanza su obra, se sirve de nociones como la "Nada absoluta" y el "lugar de la Nada" para referirse a la unidad última de todo a la que apuntan el arte, la moral y la religión. En estos tres campos, la autenticidad se atestigua al salir de sí mismo, negarse y vaciarse. La filosofía es, para él, inseparable de la ascesis y el camino espiritual. Piensa que la filosofía es negarse a sí mismo y aprender a 19 Kitarô Nishida, Pensar desde la Nada, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 1920
olvidarse de sí. No puede Nishida filosofar desde un yo aislado que diga "yo pienso". Su conciencia de sí le lleva a captarse arraigado en lo absoluto que lo desborda y lo envuelve. Descubre una fuerza unificadora en el fondo del cosmos y en el fondo de la persona. "El yo y el universo, dice, tienen un mismo fundamento". No es un pensador que ascienda por una montaña hacia la trascendencia, sino que se sumerge en el mar de su interioridad. Dicho en el lenguaje abstracto de la filosofía, no es un yo que se afirma y se lanza hacia afuera, sino que se niega y se sumerge para descubrir en su fondo un yo más grande. De nuevo en la jerga filosófica, trasciende hacia dentro, más que hacia arriba o hacia fuera. Negándose a sí mismo y saliendo de sí, se sitúa en lo que él llama el "lugar de la Nada" y deja que se le manifieste la realidad tal cual es. No es un sujeto que avance para tragarse a un objeto, sino que da un paso atrás y se queda en actitud receptiva a la espera de que la realidad se deje ver tal cual es. Para explicar su noción de "experiencia pura" la compara con la experiencia de extasiarse escuchando una música, diluyéndose las distinciones de sujeto y objeto. Dice que hay dos maneras de ver los objetos: de frente y por detrás. Esta última es como verlos desde detrás de mí y desde detrás de ellos, es decir, desde lo absoluto que lo envuelve todo. Esta es una de las ideas centrales en su obra. Es, dice, como si pasáramos de ver el fondo del estanque desde la superficie a ver la superficie desde el fondo. Y se refiere a ese fondo en términos de presente eterno, vida eterna, corriente ilimitada de la vida, Nada absoluta o Dios. Muy significativo es el citado ensayo de 1931 sobre la belleza. En él relaciona el tema budista de “salir de sí” co n la éitca, la estética y la religión. “Cuando estamos liberados del más mínimo apego a pensar en nosotros mismos, no sólo el placer
da lugar a que se perciba la belleza, sino que hasta lo que eraoriginariamente desagradable se transforma por completo y puede convertirse en placer estético. Así, es posible experimentar hondamente un placer estético cada vez mayor al leer un poema triste, que engendra sentimientos de odio o pena ante lo horrible o la desgracia”.20 La condición subjetiva, según Nishida, para que sea posible esa experiencia estética es el “salir de sí”: “Si deseamos alcanzar una percepción auténtica de la belleza, es preciso que afrontemos la realidad desde un estado anímico de mu-ga (noyo), es decir, fuera de sí. La percepción de la belleza mana de esta fuente, que es su condición esencial: lo que llamamos la inspiración divina del arte... La verdad subyacente a la belleza no se alcanza mediante la facultad de pensar; es una verdad intuitiva... Se trata de una verdad que surge ante nosotros como un estímulo que nos impacta de repente desde el fondo del corazón... Esta verdad intuitiva se alcanza cuando nos distanciamos del apego al propio ego y nos hacemos uno con la realidad. Dicho con otras palabras, se trata de una verdad percibida con los ojos de Dios. Esta especie de verdad penetra en los secretos más hondos del universo. Por eso, es mucho más profunda y amplia que la verdad lógica a la que se llega mediante el modo ordinario de pensar distinguiendo...”.21
20 Id., p. 14 21 Id., p. 15-16
Desde esta postura relacionaba el joven filósofo Nishida ética, estética y religión. En la base de su percepción de la belleza estaba la vivencia de “estar fuera de sí”.La belleza que suscita ese sentimiento extático no es una mera apelación al sentimiento, sino una verdad, pero “una verdad intuitiva que trasciende las distinciones intelectuales”. Por eso, para Nishida, la belleza nos libera del mundo aparencial de distinciones y discriminaciones y, al introducirnos en el mundo del “salir de sí”, nos encamina, por una parte, hacia la responsabilidad solidaria de la ética y, por otra, a la vivencia agradecida, propia d ela religiosidad. No se elimina la diferencia entre la experiencia ética y la religiosa, pero se señala lo profundo de su raíz común: “Es algo, por tanto, de la misma índole que la religiosidad. Solamente difieren en el grado de profundidad o de grandeza. El mu-ga de la belleza es momentáneo, el de la religiosidad es eterno. En cuanto a la moralidad, tiene también su origen en ese Gran Camino de mu-ga, pero su campo es todavía el reino de las diferencias. En efecto, la idea del deber, que es condición esencial de la moralidad, se edifica sobre la distinción entre uno mismo y las otras personas, o entre el bien y el mal. .. Cuando la moralidad alcanza un nivel elevado y se adentra en la espiritualidad, ya no hay diferencia entre moralidad y religión”.22 Al estudiar la historia de las religiones, encuentra Nishida que, tanto a nivel muy primitivo como en etapas o circunstancias de mayor madurez y complejidad de expresión, la religiosidad aparece como dimensión 22 Id., p. 16
inseparable de la vida humana. En la que él llama "experiencia pura", anterior a todas las dualidades de sujetos y objetos, nos ponemos en contacto con la "realidad tal cual". Ahí es donde nos abrimos a esa dimensión de la vida humana que es la religiosidad. Pero Nishida insiste en que está hablando como filósofo. Además, no quiere que se considere esto como algo extraordinario y excepcional. Rehuye el calificativo de "místico". Tampoco quiere que se confunda la "experiencia pura" con "mi experiencia". Ha de desaparecer el "mi" y el "yo", para que se dé la experiencia de dejarse estar viviendo en el seno de la realidad, más allá y más acá de todas las dualidades y oposiciones. Según Nishida, para tocar ese fondo no hacen falta experiencias muy extraordinarias. Tampoco se trata de encerrarse dentro de sí mismo a practicar la introspección. Hay que librarse tanto del encerramiento dentro del sujeto como del afán dominador de manipular al objeto. Hay que llegar a encontrar, a través del cuerpo y de la cotidianidad, el "lugar de la Nada absoluta". A pesar de su insistencia en pensar y hablar desde un punto de vista filosófico, Nishida no tiene reparo en usar textos religiosos, tanto budistas como cristianos. Sobre todo, en los escritos de sus últimos años usa con toda libertad citas budistas y cristianas en sus reflexiones de filosofía de la religión. Solía citar el pensamiento de Nicolás de Cusa: en el centro del círculo infinito de Dios, sin circunferencia, cada punto es centro de un radio infinito. Ahondar en el interior de la persona es abrirse a lo absoluto; profundizar en la inmanencia es descubrir la trascendencia. "En el mismo momento en que cobramos conciencia de nosotros mismos, dice Nishida, nos trascendemos a nosotros mismos". Frente a la trascendencia "hacia afuera", que peregrina en busca de lo absoluto, es característica del budismo, según él, la trascendencia "hacia adentro", en la que uno se deja
"envolver por lo absoluto". "La historia del budismo refleja una experiencia de trascendencia que es el reverso de la israelita. El budismo ha encontrado al absoluto trascendiendo el yo hacia adentro en la dirección de la absoluta subjetividad". Esto no lo pueden entender bien las filosofías que se encierran dentro del sujeto individual ni tampoco las que se quedan en el mundo de los objetos. Prevé Nishida que lo malentenderán: "tenderán a interpretar mi pensamiento como si hablase de perder la individualidad sumergiéndose en lo absoluto". Se adelanta a aclarar el malentendido diciendo: "el que el yo se trascienda, sumergiéndose en la profundidad inmanente a él, no significa que se pierda a sí mismo; más bien hay que decir que el yo se hace auténticamente individuo, se hace un yo real". Para una concepción como ésta, perderse es encontrarse. Cuanto más salimos de un yo atado por condicionamientos de fuera o por racionalizaciones de dentro, más nos acercamos a un yo auténtico "libre en sentido religioso". Nishida lo ha expresado con una comparación muy concreta: "Como el color aparece al ojo como color y el sonido al oído como sonido, Dios aparece al sujeto religioso como un acontecimiento de su propia alma. No se trata de que Dios sea o no concebible en términos puramente intelectuales, ya que lo que puede ser concebido o no concebido así no es Dios. Pero, sin embargo, no se puede decir por ello que Dios se reduzca a una mera experiencia subjetiva". De este modo de captar lo absoluto proviene el énfasis puesto por Nishida en la inmanencia de la trascendencia. Es lo que la tradición budista expresa, según Nishida, con la paradoja de decir al mismo tiempo "es" y "no es". Familiarizado con el budismo Zen, cita los famosos versos del poeta Myocho:
Buda y yo: Separados en el tiempo por distancias billonarias. Y unidos a la vez en cada instante, viéndonos cara a cara todo el día. Los comenta con estas palabras el filósofo japonés de la religión: "Un Dios meramente trascendente y autosuficiente no sería el verdadero Dios. Dios tiene siempre, en palabra de San Pablo, que vaciarse a sí mismo. La paradoja de Dios es que sea trascendente e inmanente al mismo tiempo. Así es el verdadero absoluto".23 Sirvan estas palabras de Nishida para culminar en puntos suspensivos, más que con un punto final, la reflexión de las páginas precedentes.
23 Id., p.61 ss.