Espacios de saber, espacios de poder: Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos XVI-XIX 9783954879175

Este libro dibuja la gran empresa educativa de las comunidades eclesiásticas en la sociedad colonial hispanoamericana, a

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Spanish; Castilian Pages 450 [452] Year 2014

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ÍNDICE
PRESENTACIÓN
I. UNIVERSIDADES, COLEGIOS Y PROYECTOS POLÍTICOS
POCOS GRADUADOS, PERO “MUY ELEGIDOS”: LA UNIVERSIDAD DEL CONVENTO DE LOS PREDICADORES EN LA ISLA DE SANTO DOMINGO (1538-1693)
EL COLEGIO DE SAN PABLO Y LA UNIVERSIDAD DE SAN MARCOS
LA FUNDACIÓN DEL SEMINARIO CONCILIAR Y EL FORTALECIMIENTO DE LA JURISDICCIÓN EPISCOPAL (LIMA, 1564- 1603)
DE SEMINARIO CONCILIAR A UNIVERSIDAD: UN PROYECTO FRUSTRADO DEL OBISPADO DE OAXACA (1746-1774)
II. LA FORMACIÓN DEL CLERO SECULAR Y SUS CARRERAS
LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE NICARAGUA Y COSTA RICA (1534-1821)
GENERACIÓN TRAS GENERACIÓN. EL LINAJE PORTUGAL: GENEALOGÍA, DERECHO, VOCACIÓN Y JERARQUÍAS ECLESIÁSTICAS
EL CLERO SECULAR EN LA UNIVERSIDAD DE SAN FELIPE DE SANTIAGO DE CHILE (SIGLOS XVIII Y XIX)
III. LA FUNDACIÓN DE CENTROS EDUCATIVOS ANTE LA SOCIEDAD
“CUÁNTO IMPORTA A LA SOCIEDAD LA EDUCACIÓN DE LA JUVENTUD”: IGLESIA Y EDUCACIÓN EN LA NUEVA VIZCAYA
PARA LO DIVINO Y PARA LO HUMANO: LOS COLEGIOS JESUITAS DE YUCATÁN
ILUSTRACIÓN, EDUCACIÓN Y SECULARIZACIÓN: LAS ESCUELAS PARROQUIALES DEL OBISPADO DE MICHOACÁN (1765-1767)
IV. LUEGO DE LA EXPULSIÓN JESUITA: REPRESIÓN, CENSURA Y REAJUSTES
LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS Y LA REPRESIÓN DEL JESUITISMO EN NUEVA ESPAÑA
LA CANCELACIÓN DE LO ESCRITO: PRÁCTICAS DE CENSURA LIBRARIA Y DOCUMENTAL EN LA UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA DURANTE LAS DIRECCIONES JESUITA Y FRANCISCANA
FORMANDO MINISTROS ÚTILES: INCULCACIÓN DE HÁBITOS Y SABERES TRASMITIDOS EN EL COLEGIO DE SAN ILDEFONSO (1768-1816)
V. TRANSICIONES DEL PERIODO COLONIAL TARDÍO E INDEPENDIENTE
EL PROYECTO EDUCATIVO EN YUCATÁN A FINES DEL SIGLO XVIII Y PRINCIPIOS DEL XIX: EL SEMINARIO Y LA CASA DE ESTUDIOS
LOS ÁMBITOS DE LA EDUCACIÓN COMO ENCLAVES DE PODER: CÓRDOBA DEL TUCUMÁN ENTRE LA COLONIA Y LA INDEPENDENCIA
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Espacios de saber, espacios de poder: Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos XVI-XIX
 9783954879175

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Espacios de saber, espacios de poder. Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica. Siglos XVI-XIX

Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Univertität München) Jorge Cañizares Esguerra (University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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ESPACIOS DE SABER, ESPACIOS DE PODER Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica Siglos XVI-XIX Rodolfo Aguirre Salvador Coordinador

Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación Bonilla Artigas Editores Iberoamericana Vervuert Editorial México, 2013

Espacios de saber, espacios de poder: iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos XVI-XIX / Rodolfo Aguirre Salvador, coordinador. 452 páginas. -- (Real Universidad de México. Estudios y textos) isbn:

978-607-02-4181-9 (unam) 978-607-7588-92-4 (Bonilla Artigas Editores) isbn: 978-84-8489-781-1 (Iberoamericana Vervuert) isbn:

1. Iglesia Católica -- América Latina -- Historia. 2. Universidades -América Latina -- Historia. I. Aguirre Salvador, Rodolfo, editor de la compilación BX1426.E76 2013

Coordinación editorial Dolores Latapí Ortega Edición Juan Leyva Diseño de cubierta Primera edición en Iberoamericana: 2014 © D.R. 2013, Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, Centro Cultural Universitario, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F. http://www.iisue.unam.mx Tel. 56 22 69 86 Fax 56 64 01 23 © Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V. Cerro Tres Marías, núm. 354, col. Campestre Churubusco, 04200, México, D.F. © Iberoamericana Vervuert Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net isbn:

978-607-02-4181-9 (unam) 978-607-7588-92-4 (Bonilla Artigas Editores) isbn: 978-84-8489-781-1 (Iberoamericana Vervuert) isbn:

ISBN ebook 9783954879175

Se prohíbe la reproducción, el registro o la trasmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio impreso, mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético u otro existente o por existir, sin el permiso previo del titular de los derechos correspondientes. Depósito legal: M-19808-2014

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ÍNDICE

Presentación Rodolfo Aguirre............................................................................................................... 9 I. Universidades, colegios y proyectos políticos Pocos graduados, pero “muy elegidos”: la universidad del convento de los predicadores en la isla de Santo Domingo (1538-1693) Enrique González González ........................................................................................ 23 El colegio de San Pablo y la Universidad de San Marcos Pedro M. Guibovich Pérez .......................................................................................... 57 La fundación del seminario conciliar y el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal (Lima, 1564-1603) Leticia Pérez Puente .................................................................................................... 85 De seminario conciliar a universidad. Un proyecto frustrado del obispado de Oaxaca (1746-1774) Rodolfo Aguirre .......................................................................................................... 117 II. La formación del clero secular y sus carreras La formación de los sacerdotes de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica (1534-1821) Carmela Velázquez Bonilla ........................................................................................ 143 Generación tras generación. El linaje Portugal: genealogía, derecho, vocación y jerarquías eclesiásticas Marcelo da Rocha Wanderley .................................................................................... 167 El clero secular en la Universidad de San Felipe de Santiago de Chile (siglos xviii y xix) Lucrecia Enríquez ...................................................................................................... 199

III. La fundación de centros educativos ante la sociedad “Cuánto importa a la sociedad la educación de la juventud”: Iglesia y educación en la Nueva Vizcaya Irma Leticia Magallanes Castañeda .......................................................................... 231 Para lo divino y para lo humano: los colegios jesuitas de Yucatán Adriana Rocher Salas ................................................................................................ 259 Ilustración, educación y secularización: las escuelas parroquiales del obispado de Michoacán (1765-1767) María Guadalupe Cedeño Peguero ........................................................................... 289 IV. Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes La expulsión de los jesuitas y la represión del jesuitismo en Nueva España Eva María Mehl ........................................................................................................ 317 La cancelación de lo escrito: prácticas de censura libraria y documental en la Universidad de Córdoba durante las direcciones jesuita y franciscana Silvano G. A. Benito Moya ....................................................................................... 347 Formando ministros útiles: inculcación de hábitos y saberes trasmitidos en el colegio de San Ildefonso (1768-1816) Mónica Hidalgo Pego ................................................................................................ 379 V. Transiciones del periodo colonial tardío e independiente El proyecto educativo en Yucatán a fines del siglo xviii y principios del xix: el seminario y la casa de estudios Laura Machuca .......................................................................................................... 399 Los ámbitos de la educación como enclaves de poder: Córdoba del Tucumán entre la colonia y la independencia Valentina Ayrolo ....................................................................................................... 421

PRESENTACIÓN

Es de sobra conocida la presencia de la Iglesia y sus instituciones en las sociedades coloniales de Hispanoamérica. A ella le fue delegada, desde el siglo xvi, autoridad espiritual, gubernativa e incluso política, dado que la monarquía la consideró uno de los principales apoyos para su dominio imperial. De ahí la influencia que alcanzó en múltiples aspectos, dos de ellos, sin duda, la educación y la formación intelectual de varios sectores sociales. En este sentido, la meta de la presente obra es hacer una revisión de las instituciones y los recursos de que dispusieron la Iglesia y sus miembros para incidir en la educación de las élites coloniales, en comparación con otros sectores menos favorecidos, como los pueblos de indios. Igualmente, ha interesado analizar el vínculo que se dio entre la adquisición de saberes y la búsqueda de poder. Así, la obtención de los grados académicos, de una identidad intelectual-corporativa, la consolidación de un colegio o la dirección de una universidad se tradujo también en la capacidad del clero secular o regular para formar letrados, quienes a su vez influirían en los destinos de la sociedad a la que pertenecían. Durante la colonia, la Iglesia tuvo un doble compromiso: formar un buen clero, por un lado, y educar a la juventud seglar, por el otro. Pero la educación de esta última significó, ante todo, formar buenos cristianos, fieles al catolicismo y a la corona. De ahí que la fundación de establecimientos educativos estuviera entre las principales preocupaciones de los poderes públicos, pues era un asunto que no podía dejarse a la deriva. Dado que los saberes y los grados académicos daban prestigio y autoridad en sociedades altamente jerarquizadas, sus destinatarios debían ser bien seleccionados, según los principios políticos de cada época. De ahí que los centros educativos no fueran inamovibles, sino que cambiaran de acuerdo con los intereses de la monarquía, de la Iglesia o de la sociedad. En ese sentido, Espacios de saber, espacios de poder… es un trabajo colectivo que atiende la necesidad de profundizar en el conocimiento de las múltiples relaciones de la Iglesia hispanoamericana con las instituciones educativas, no sólo

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desde la óptica de trasmisión de saberes, sino también buscando clarificar los vínculos con los poderes públicos, desde el monarca, pasando por los virreyes, hasta las audiencias y las élites urbanas. Aunque los trabajos no necesariamente guardan continuidad espacial o temporal, el lector puede hallar temas transversales que subyacen a lo largo de las secciones; por ejemplo, la presencia jesuita como modelo educativo de referencia, de imitación o de rechazo; los intentos del clero secular por tener su propio modelo educativo, o la autarquía educativa del clero regular, por mencionar los más sobresalientes. De esa forma, el libro se ha dividido en cinco secciones, buscando una mejor exposición de los resultados obtenidos por los autores. En la primera sección, “Universidades, colegios y proyectos políticos”, compuesta de cuatro capítulos, se da cuenta de la estrecha relación entre los intereses políticos de la Iglesia y sus empresas educativas. El trabajo de Enrique González, por ejemplo, nos muestra cómo el clero regular no fue ajeno al interés mostrado en otros sectores de la Iglesia por gozar del prestigio docente y el privilegio de otorgar grados, más allá de los objetivos propios de la vida conventual. Tal fue el caso de los dominicos de la isla de Santo Domingo, quienes, en medio de una población y una economía inestable, lograron en 1538 una bula del papa que les dio derecho a erigirse en universidad y conferir grados. En este detallado estudio se da cuenta de las difíciles circunstancias en que los religiosos comenzaron a otorgar grados, aun sin haber consolidado un estudio general, pues sólo enseñaban artes y latín. Con todo, como sugiere el autor, y a pesar de que no fue sino hasta el siglo xvii que se consolidaron más cátedras, la universidad de los dominicos ejerció el privilegio de otorgar grados, incluso de medicina; es decir, se trató de una universidad, sin estudio general de facultades, que intermitentemente concedió títulos de doctor. Los frailes de la isla vincularon la suerte de su universidad a la del convento, que nunca fue boyante. Peor aún, en la medida que jamás se configuró el proyectado cuerpo de doctores, el prior se limitó a usar la facultad de graduar como quiso o pudo, sin preocuparse por dar forma a una auténtica universidad. Es cierto que muchas universidades peninsulares de reciente creación hacían otro tanto; es decir, usaban de una bula para graduar, previo pago de derechos, y no para coronar la dedicación al estudio. En 1679 el arzobispo Fernández de Navarrete se quejó de la “facilidad grande” con que los dominicos otorgaban grados. A más de siglo y medio de erigida, y en vísperas de grandes conflictos con los jesuitas, la universidad de los dominicos seguía graduando sin mayor autoridad que la bula, al margen de todo control real, y para facultades en las que no impartía docencia, pues el único factor determinante seguía siendo la voluntad del prior.

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Caso diferente fue el de los colegios jesuitas, instituciones que muy pronto arraigaron en las sociedades coloniales, provocando recelos de otras entidades previamente instituidas, como lo expone Pedro Guibovich en su estudio sobre el colegio jesuita de San Pablo y su disputa con la Universidad de San Marcos. Lima, como capital del virreinato que dominaba la escena en la América meridional, fue indudablemente el centro de poder y de cultura. En la época del virrey Toledo se sentaron las bases para ese poderío, y en ese contexto es que debemos entender los conflictos entre el colegio jesuita y la universidad. En este sentido, el autor nos presenta una explicación detallada sobre el conflicto en el que se jugaba la primacía docente y la concesión de los grados. Tanto los jesuitas como el claustro de doctores de la universidad buscaron ambas cosas, cada uno echando mano de los mejores resortes políticos a su alcance, por lo que intervinieron los poderes públicos del virreinato y de España. Esto debe llevar a preguntarnos cuál era la importancia de los estudios mayores y los grados para las sociedades del siglo xvi. El autor nos da elementos valiosos para entenderlo: cada cátedra, cada curso, cada grado o evento académico tenía, además del obvio valor intelectual y académico para los estudiantes, un valor social intrínseco; es decir, los conocimientos de latín, humanidades, filosofía o teología adquiridos en las aulas se traducían en prestigio y fundamento de poder y autoridad para las familias españolas de Perú, en una época en que nacía un nueva sociedad. Por otro lado, la formación de letrados, teólogos y clérigos que reafirmaran el poder hispánico en América era crucial para la corona, de ahí que se buscara que los mejores educadores, doctores universitarios y jesuitas llegaran a acuerdos sobre el rumbo que debían seguir los centros educativos. La corona no podía prescindir de ninguno de ellos, por eso buscaba equilibrios, sobre todo cuando se llegaba a conflictos como el que explica el autor. La concordia a la que llegaron finalmente, siguiendo la experiencia mexicana, a principios de siglo xvii, garantizó una coexistencia provechosa para las partes, especialmente para la corona y la élite peruana. En contraste respecto a la consolidación de los colegios jesuitas, la fundación de seminarios conciliares, ordenada por el concilio de Trento, no fue fácil en Hispanoamérica, como lo demuestra el hecho de que muchos de ellos tardaron en abrir, y cuando alguno lo hizo tempranamente llegó a tener serios obstáculos para consolidarse. Tal fue el caso del seminario conciliar de Lima, como nos explica Leticia Pérez, quien detalla el contexto de esa fundación, a la que se opusieron no sólo los religiosos y los jesuitas, sino los mismos prebendados de catedral. Sin duda, detrás de cada fundación se hallaban intereses políticos, culturales y hasta económicos. Este trabajo

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demuestra que no debemos entender al clero secular como un todo uniforme; también, que la creación de seminarios tridentinos, en la que teóricamente debía estar interesado el mismo clero secular por ser una fuente para su propia reproducción, en la práctica podía convertirse en una manzana de la discordia, al ser entidades que rivalizaban con otras instituciones que ya satisfacían esa formación clerical, como las universidades y los colegios jesuitas. Por ello, cuando el arzobispo Mogrovejo se propuso abrir su seminario varias fuerzas se opusieron: los jesuitas, la universidad, el alto clero y los doctrineros, cada uno por sus propios motivos. Las fuentes económicas para el sustento de los seminarios conciliares estuvieron entre los principales problemas para su creación, pues si bien el concilio de Trento estableció que dichas fuentes serían las rentas eclesiásticas de cada obispado, los prelados indianos carecían de la fuerza política suficiente para hacer efectivo su cobro. Otros obstáculos fueron la renuencia de la clerecía a contribuir con el seminario y la expansión de los colegios de la compañía. Sin duda, los elementos que condicionaron la creación de seminarios conciliares en Indias remiten al proceso de establecimiento de la Iglesia diocesana, pues, más allá de ser tan sólo centros destinados a la formación de la clerecía, los seminarios serían puntales para el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal. Así, señala la autora, la fundación del seminario de Lima correría en paralelo con la del asentamiento de la Iglesia secular. Para 1590 varios eran los seminarios conciliares del Perú que, luego de haberse creado, se vieron obligados a cerrar por falta de rentas, o bien fueron dejados a la administración jesuita. Para el siglo xviii, el contexto en que se desenvolvieron los seminarios conciliares ya era diferente, en el sentido de que tenían el apoyo de la monarquía para su desenvolvimiento normal, a tal punto que algunos intentaron convertirse en universidad. Así, Rodolfo Aguirre explica los intentos de un obispo de Oaxaca de mediados del siglo xviii para convertir el seminario conciliar de Santa Cruz en universidad, a raíz de lo cual los involucrados discutieron sobre el papel de los grados, del clero secular, de la docencia jesuita y el futuro de la juventud de una región periférica de Nueva España. El autor señala que los seminarios conciliares de esa época no formaban solamente clérigos, sino también a muchos seglares que no tenían como destino la Iglesia, sino la abogacía, los tribunales u otras ocupaciones; en otras palabras, ayudaban a la educación en general de los hijos de familia. Sin duda que el estar bajo el patronato real los hizo partícipes de las obligaciones más amplias de la corona. De ahí que Carlos III mostrara interés por abrir una universidad en Oaxaca, a pesar de la oposición de la real audiencia y de la Universidad de México.

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Con todo, el intento oaxaqueño se frustró. Aunque la Universidad de México fue tomada en cuenta por la corona, ello no fue el principal obstáculo, sino otros de índole local. De todas las diócesis novohispanas, la de Oaxaca era la cuarta en cuanto a ingresos de diezmos, muy por atrás de Puebla, Valladolid y México, por lo cual no quedaba claro si tendría suficientes recursos para fundar más cátedras para la universidad. El obispo promotor de la fundación no precisó los recursos para ello ni tampoco definió el siempre importante asunto de en qué instancia recaería el patronato de la nueva universidad o quién elaboraría sus constituciones. Este punto fue evidenciado por la Universidad de México, señalando que era impropio que un obispo gobernara una institución de ese tipo. Otro asunto que quedó sin resolver fue el de cómo se aseguraría la formación de clérigos al desaparecer el seminario. Finalmente, otro problema que el proyecto oaxaqueño no pudo acabar de resolver fue la lentitud de la procuración, pues entre un informe y otro que se pidiera en Madrid pasaban años enteros. Carlos III dio prioridad a otros asuntos educativos, como el futuro de los antiguos colegios jesuitas o la apertura del colegio de minería, el jardín botánico y las cátedras de anatomía y cirugía en la capital. En 1778, un nuevo obispo de Oaxaca se olvidó del asunto, mostrando así los límites del clero secular para crear universidades. Para la Iglesia secular nunca fue fácil hacerse cargo de la formación y promoción de clérigos, dada la gran dependencia que desde el siglo xvi tuvo de los colegios jesuitas. Así se muestra en la segunda sección de este libro, “La formación del clero secular y sus carreras”. A diferencia de los religiosos, que siempre podían contar con sus escuelas y noviciados para su propia preparación, quienes aspiraban a ser clérigos no siempre tenían esas facilidades, por lo que para su educación debían depender de centros educativos a veces insuficientes y salir incluso de su obispado para graduarse. Un ejemplo de los obstáculos que debían vencer los clérigos para iniciar una carrera eclesiástica es el de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Gracias al trabajo de Carmela Velázquez es posible conocer los caminos que debían recorrer los clérigos de ese obispado para estudiar y graduarse. El seminario conciliar allí no se fundó sino hasta 1680 en León; en tiempos anteriores las familias debían enviar a sus hijos a Guatemala. Con la fundación del seminario de San Ramón se garantizó entonces la formación de un clero nativo, que por lo regular descendía de las familias poderosas de la región. Quienes quisieran graduarse, no obstante, debían acudir a la Universidad de San Carlos o al colegio jesuita de Guatemala. Otro factor que posibilitó la generación de clérigos fue, como indica la autora, la fundación de capellanías, con cuyas rentas se facilitaron los estudios

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y la ordenación de varias generaciones de sacerdotes. No obstante la final consolidación de centros para educarse y graduarse, varios de los clérigos que ocuparon altos cargos carecieron de grados, contando en su lugar con buenas relaciones sociales y recomendaciones que pasaban por alto sus carencias. Sin duda que en ese obispado el factor familiar pesaba más en la carrera eclesiástica. Hacer carrera en la Iglesia, sobre todo en diócesis con una gran población clerical y, por tanto, con mucha competencia, podía convertirse en una empresa por demás difícil, aun cuando se fuera miembro de una familia prominente y rica. Tal nos demuestra Marcelo da Rocha en su estudio sobre dos clérigos del rancio linaje Portugal, de la ciudad de México: Juan Jazo de la Mota y Pedro Valdés y Portugal. Ambas trayectorias clericales son, sin duda, un contrapunto a los modelos de carrera que en la primera mitad del siglo xviii se desarrollaban en el arzobispado de México, y cuyo fracaso para ascender a las prebendas eclesiásticas muestra la importancia de contar con relaciones en el alto clero. El caso de Juan Jazo ilustra muy bien a ese sector del clero sin una vocación sacerdotal clara y que buscaba solamente vivir de una renta eclesiástica. Más compleja es la trayectoria de Pedro de Valdés y Portugal, descendiente de un linaje de primer orden en el mundo hispánico, quien sin embargo no logró acceder a los curatos y prebendas del arzobispado de México. Contando con grandes e innegables méritos familiares y con el hecho de haber promovido una técnica exitosa para el desagüe de las minas de Zacatecas, que hizo valer ante el virrey, sin embargo el clérigo Valdés no pudo hacer carrera en la Iglesia. Según el autor, ello se debió, por un lado, a que los méritos de la ascendencia familiar estaban siendo deslegitimados como vía de promoción y, por el otro, a su lejanía de los grupos clientelares que dominaban el ascenso dentro de la jerarquía eclesiástica. Por otro lado, si deseamos profundizar hasta qué punto la educación y el futuro del clero secular iban de la mano debemos entonces voltear la vista al caso de Chile. Lucrecia Enríquez nos plantea dos etapas sobre la formación del clero secular de esa región: antes y después de la apertura de la Real Universidad de San Felipe en 1756. Si bien en el siglo xvii y primera mitad del xviii los colegios dominico y jesuita pudieron conceder grados de bachiller, licenciado o doctor, según privilegio pontificio, a partir de 1756 la universidad monopolizó la graduación. Para el clero secular chileno las cátedras y los grados dinamizaron su carrera, facilitando su inclusión en las élites a fines del periodo colonial. Para las familias, la universidad ayudó a consolidar su poder a través de las cátedras y los altos cargos eclesiásticos de sus descendientes. Además, destaca la autora, la creación de esa univer-

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sidad formó parte de un más amplio proyecto de la corona española, propio del siglo xviii, de apoyar la consolidación del clero secular y disminuir la presencia de los religiosos. No obstante, con la independencia, en 1813 se creó el Instituto Nacional, en donde se reunió a los centros educativos, incluyendo a la Universidad de San Felipe. Cuando en 1814 las tropas españolas reconquistaron Chile, se restableció la universidad. No obstante, luego de la victoria del ejército de los Andes en Chacabuco, en febrero de 1817, el nuevo gobierno restauró el Instituto Nacional. Otro actor fundamental en el desarrollo de las instituciones educativas regidas por la Iglesia en Hispanoamérica fue, sin duda, la misma sociedad en sus diferentes regiones. En la tercera sección, “La fundación de centros educativos ante la sociedad”, es posible advertir cómo el factor social podía ser determinante también en el devenir de la educación. En este sentido, Leticia Magallanes nos presenta una visión de conjunto de las instituciones educativas en el obispado de Nueva Vizcaya, en el norte novohispano, en donde se puntualizan cuatro etapas: el establecimiento de las primeras escuelas de primeras letras en el siglo xvi, la creación en el siglo xvii de la escuela de gramática latina jesuita, la fundación del seminario conciliar a principios del siglo xviii y los esfuerzos por crear un colegio de monjas, así como los desajustes provocados entre la expulsión de los jesuitas y la independencia de México. La constante en Nueva Vizcaya fueron los repetidos esfuerzos de varios obispos, prebendados, jesuitas y religiosos por fundar y consolidar sus centros educativos ante una serie de obstáculos a veces insalvables, como la falta de financiamiento permanente, el visto bueno de la monarquía o el desinterés de una sociedad de frontera, que muchas veces estaba más preocupada por salvaguardar sus propiedades y su integridad que por la educación. En el caso de Nueva Vizcaya es claro que sólo la Iglesia y sus corporaciones podían hacerse cargo de la educación, pues fuera de ella difícilmente se pensaba en algo así; en especial los jesuitas, “columna vertebral” de la educación en esa región. La huella jesuita en una zona de frontera debe compararse con la que dejaron en otras zonas alejadas de la capital novohispana, como la de Yucatán. En este sentido, el texto de Adriana Rocher se concentra en los tres colegios jesuitas que se fundaron en esa región: los de San Francisco Javier y San Pedro, en Mérida, y el de San José, en Campeche. Como en Nueva Vizcaya, los jesuitas sustentaron el principal proyecto educativo de la península, aunque con la gran diferencia de que el más importante centro, el de San Francisco Javier, fue reconocido como universidad con derecho a otorgar grados académicos. Alrededor de este colegio los jesuitas consolidaron su presencia educativa y social; además, sus catedráticos dieron vida también

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al más pequeño colegio de San Pedro, mientras que en el de Campeche sólo se enseñaban las primeras letras y la doctrina. Los colegios de Mérida pertenecieron a una sociedad dirigida por encomenderos, con aires señoriales, y coadyuvaron a que los hijos de esa élite se educaran y se insertaran en cargos de mando o gobierno, además de formar al clero secular yucateco. Los jesuitas no cuestionaron el orden social existente, pues su principal función era formar cristianamente y salvar almas. De manera secundaria, sí ayudaban a que hubiera cierta movilidad social, aunque siempre dentro de los márgenes que el régimen permitía. Pero el clero no sólo se hizo cargo de colegios y universidades de estudios mayores sino también de la educación de los indios. En plena época de la secularización de doctrinas de la segunda mitad del siglo xviii, en el obispado de Michoacán, un diligente canónigo y funcionario de la mitra emprende la innovadora tarea de crear escuelas parroquiales de primeras letras, independientes de las escuelas de doctrina tradicionales. Para Guadalupe Cedeño, la empresa del canónigo López Llergo, visitador del norte de ese obispado, que abarcaba las misiones franciscanas, fue muy singular por todo lo que representaba. No sólo trató de reforzar la evangelización, sino también intentó consolidar una mejor educación para indios e indias: lectura, escritura y aprendizaje de oficios. Esta inclusión de la alfabetización era una novedad en esa región, y era una clara expresión del pensamiento ilustrado, al considerar la educación como la mejor y más eficaz solución ante el bajo nivel de vida de los naturales. Los frailes se mostraron recelosos y eludieron con argucias la instalación de las escuelas. Igualmente, el canónigo presionó a favor de la conversión de esas misiones a parroquias, para facilitar su secularización. A pesar de los firmes pasos que el visitador logró durante su recorrido, la inercia de tantos años y la falta de costumbre de enviar a los niños a una escuela, muchas veces inexistente, era todo un reto a superar. Otro de los mayores problemas que la mitra de Michoacán enfrentó fue el del financiamiento. Como no existían fuentes seguras, se autorizó a los maestros a negociar con los padres el pago de cuotas. Por lo que respecta a las mujeres, señala la autora, fue una etapa de reivindicación para ellas que muestra los ideales ilustrados de proporcionarles educación, a pesar de que el deseo de enseñarlas a leer, escribir o hacer cuentas estaba subordinado al principal objetivo de formar buenas esposas y madres. Los avances de López de Llergo en la fundación y reglamentación de las escuelas parroquiales, así como su recorrido, en general, pueden considerarse como exitosos. Sin embargo, la realidad es que estos centros educativos no se consolidaron con su visita, pues el canónigo sólo revisó una parte del obispado, quedando vastas regio-

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nes por revisarse y donde establecer escuelas parroquiales; además de que el financiamiento, uno de los principales problemas para el buen desempeño de estas últimas, no pudo resolverse del todo. Una etapa singular en Hispanoamérica se inició con la expulsión de los jesuitas, acontecimiento que tuvo amplias repercusiones en el ámbito educativo. Así lo reflejan los capítulos de la cuarta sección, “Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes”, en donde los autores dan cuenta de la clara preocupación de la monarquía y la Iglesia secular por hacer una segunda expulsión, en esta ocasión, del legado intelectual jesuita depositado en sus ex discípulos. Hasta qué punto los jesuitas estaban arraigados en la sociedad novohispana, luego de dos siglos de presencia religiosa, educativa e intelectual, nos puede dar una buena idea el texto de Eva María Mehl en la investigación sobre la represión del jesuitismo en los años posteriores a la expulsión de 1767. La autora centra su exposición en el ambiente político y social vivido en Nueva España en esa época: desde las pastorales de los prelados Lorenzana y Fabián y Fuero, pasando por la ambigua actuación de la Inquisición, la supresión de las cátedras de autores jesuitas en colegios y universidad, hasta la persecución de la literatura panfletaria y el escurridizo asunto de las confesiones. La desaparición física de los padres jesuitas no significó en manera alguna su desaparición intelectual o espiritual, sino que en la población se abrió todo un debate sobre la justicia o no del extrañamiento, así como sobre sus causas. No obstante la categórica orden de la corona para silenciar todo sobre la expulsión, en la práctica hasta los confesionarios se convirtieron en lugares de diálogo y discusión sobre el asunto. El acontecimiento dividió la opinión de los novohispanos, aunque es posible advertir un mayor pesar y resentimiento por la expulsión que una visión favorable. Hasta el tribunal inquisitorial mexicano mostró reticencias para actuar como la corona esperaba. Sin duda que la partida de los jesuitas trastornó el sistema de colegios y cátedras, y la apuesta era reponerlo de la mejor manera posible; en ello, los seminarios conciliares pasaron a un primer plano. Otro ejemplo de la política borbónica de censura a doctrinas jesuitas o ajenas a sus principios políticos y doctrinarios fue el de la Universidad de Córdoba de Tucumán. Partiendo de la tardía llegada de la imprenta a esa ciudad, lo que no sucedería hasta la década de 1760, Silvano Benito llama la atención sobre el poder que en la sociedad tenía la escritura, no sólo como vehículo de mensajes, sino también como uniformadora de ideas y comportamientos; más aún, destaca que el Estado moderno asumió también el control de la escritura impresa, buscando la uniformidad de la sociedad gobernada. Después de la expulsión de los jesuitas, bajo

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quienes estaba el gobierno de la universidad desde 1622, ésta se les dio a los franciscanos, quienes se caracterizaron por estar a favor del regalismo y de la implantación de doctrinas galicanas y filojansenistas, acorde a la perspectiva reformista de la dinastía borbónica. La óptica ideológica de la universidad cambió y se la intentó consolidar más aún después de la Revolución Francesa, mediante un esmerado control interno y externo de lo que se leía e impartía en las aulas. Controlar lo que difundía la universidad y sus graduados era importante por su proyección social. Para ello se practicó tanto una censura preventiva como una correctiva de lo que alumnos y catedráticos imprimían. El rector se convirtió en un instrumento clave de las políticas que el Estado intentó aplicar en las universidades, como, por ejemplo, vigilar que no se publicaran tesis a favor del regicidio y contrarias a las regalías de la corona u ofensivas a la Iglesia. En 1801 se creó el cargo de censor regio para las universidades de América, el cual daba continuidad, desde el exterior, a la censura de los rectores. En cuanto a Nueva España, luego de la expulsión jesuítica el clero secular ocupó también un lugar central en los planes de la corona. Un ejemplo de ello fue la reapertura del colegio de San Ildefonso de México en 1768, bajo el gobierno de la mitra mexicana. Mediante un análisis de las nuevas constituciones de 1779 que rigieron el colegio ex jesuita, Mónica Hidalgo establece que el régimen interno de vida escolar y cursos tuvo como principal fin formar ministros útiles y fieles a los designios regalistas de la monarquía borbónica. Si, por un lado, el paradigma era formar colegiales disciplinados, religiosos, obedientes, mediante una normatividad estricta, puntual, que en realidad no se alejaba del periodo jesuítico; por el otro, la autora localiza en el nuevo plan de estudios los matices que hacían coincidir el tipo de saberes trasmitidos en las aulas con los principios políticos en boga del absolutismo monárquico. Los catedráticos de San Ildefonso tenían prohibido enseñar escuelas teológicas contrarias a Santo Tomás o San Agustín, así como doctrinas consideradas laxas o vetadas por el monarca. La reforma en los estudios gramaticales tuvo como fin enseñar menos latín a favor del castellano. Igualmente, se buscó introducir la ciencia moderna a través de las cátedras de matemáticas y de física experimental. En las facultades de cánones el régimen intentó subordinar los estudios a las doctrinas que sustentaban el reformismo eclesiástico —como el conciliarismo, el episcopalismo o el galicanismo—, marginando la tendencia decretalista, símbolo del poder del papado. En las facultades de leyes se buscó el estudio del derecho patrio o real y del derecho natural y de gentes. En la quinta sección, “Transiciones del periodo colonial tardío e independiente”, se abordan estudios de caso sobre la manera como las institu-

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ciones educativas sobrevivieron entre la expulsión jesuítica y el periodo de la independencia. Para Mérida, Yucatán, por ejemplo, Laura Machuca nos explica el devenir del seminario tridentino luego de la expulsión de los jesuitas. Este colegio fue el único centro de estudios mayores, destaca la autora, que hubo en Yucatán luego de la expulsión, por lo cual dominó la escena a fines del siglo xviii. En el seminario se formaron no sólo los clérigos sino prácticamente todos los hombres que rigieron los destinos de la península. La época de mayor esplendor fue entre 1780 y 1814, cuando entraron al seminario 509 estudiantes. Algunos profesores quisieron renovar su plan de estudios pero los obispos lo impidieron; igualmente se pugnó por su conversión en universidad para continuar la tarea que había iniciado el colegio jesuita de San Javier desde el siglo xvii, pero la falta de claridad en el proyecto y el desinterés del obispo Piña y Mazo impidieron ese objetivo. Sólo en 1824 se abriría, aunque ya en un contexto completamente diferente. Quizá tales sinsabores llevaron a la creación de la Casa de Estudios en 1813, por parte de un grupo de profesores del seminario que buscaban un cambio. Para la autora, los fundadores de la casa querían cambiar el programa de estudios mayores que tradicionalmente se había enseñado en los colegios jesuitas y el seminario tridentino. La nueva institución representaba más que un experimento liberal, marcaba una ruptura con el antiguo régimen anquilosado y abría posibilidades a un grupo innovador. La Casa de Estudios causaría controversia en su época y sus críticos no pudieron percibir por entonces que aquélla había surgido como alternativa ante un régimen educativo caduco. Por su parte, Valentina Ayrolo nos explica que entre 1621 y 1767 la educación de la juventud de Córdoba de Tucumán descansó en la universidad y el convictorio de Monserrat, los cuales funcionaron bajo la dirección diligente de los jesuitas. Tiempo después, al fundarse el seminario tridentino de Loreto, sus alumnos también fueron formados en las aulas de la universidad jesuita. A la mitra cordobesa, como en otros obispados, le iba bien descargar la formación de su clero en los jesuitas, ante la fragilidad de su propio seminario diocesano. Los jesuitas formaron, sin duda, a los hijos de la élite regional. Sin embargo, con el extrañamiento de la compañía ese equilibrio logrado terminó, generándose así tensiones y conflictos por ocupar el espacio antes detentado por los jesuitas, tanto en lo educativo como en lo social y político. En primer lugar estuvo el asunto de quién se haría cargo de la universidad y el convictorio, cuestión que terminó a favor de los franciscanos, como una medida para intentar terminar con la enseñanza de las doctrinas jesuitas en las aulas, por un lado, y hacerse de los servicios gratuitos de lectores franciscanos que no pagaría la real hacienda.

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No obstante, señala la autora, el traspaso de la universidad a los religiosos se contaminó debido a la tensión entre los bandos pro y antijesuita de Córdoba, como se expresó en un conflicto entre el rector de la universidad, favorable a la expulsión, y el rector del seminario tridentino, crítico del extrañamiento. Igualmente se llegó a cuestionar la validez de los grados que los franciscanos siguieron dando, pues el privilegio había sido concedido a los jesuitas, no a ellos. Como resultado, en 1774 los alumnos del tridentino dejaron de asistir a la universidad. En 1784 el intendente, en su calidad de vicepatrono, intervino en la universidad, aliándose al bando pro jesuita de la ciudad. Esta acción provocó que el cabildo eclesiástico disputara también el gobierno de la universidad, lo cual logró en 1800, y en 1808 el deán Gregorio Funes fue nombrado rector. Sin embargo, con el inicio de la independencia, y al quedar en 1815 la diócesis sin obispo, la suerte de la universidad, del convictorio de Monserrat y del seminario tridentino, unidos al clero secular, cambió radicalmente, entrando en una irreversible decadencia. Espacios de saber, espacios de poder… es uno de los principales resultados de los trabajos que se realizaron en el marco del proyecto de investigación 2008-2010: “El clero en Nueva España: educación, destinos y gobierno”, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el cual han participado historiadores de México e Hispanoamérica, a quienes agradezco enormemente su valiosa colaboración para el éxito alcanzado, así como a los dictaminadores del libro, por sus pertinentes sugerencias. Rodolfo Aguirre Febrero de 2011

I. UNIVERSIDADES, COLEGIOS Y PROYECTOS POLÍTICOS

POCOS GRADUADOS, PERO “MUY ELEGIDOS”: LA UNIVERSIDAD DEL CONVENTO DE LOS PREDICADORES EN LA ISLA DE SANTO DOMINGO (1538-1693)

Enrique González González Universidad Nacional Autónoma de México-IISUE [email protected]

El afán de las órdenes religiosas por introducir en el Nuevo Mundo universidades sujetas a su control comienza en el siglo xvi, pero éstas sólo fueron una realidad, no siempre estable, a partir de la siguiente centuria. Como se sabe, el primer ensayo estuvo a cargo de la orden de predicadores de la ciudad de Santo Domingo, cuyos frailes ganaron una bula en 1538. Sin embargo —como espero mostrar—, en sí mismo el pergamino no dio a luz una universidad firme y floreciente, al menos durante su primer siglo y medio. Mientras tanto, la escuela municipal de gramática, que se sostenía con el legado del mercader Hernando de Gorjón (m. 1547), obtuvo privilegio del rey para constituirse en universidad en 1558. Durante todo el siglo, ambas instituciones, lejos de rivalizar entre sí, sobrevivieron bajo condiciones en extremo precarias, a causa, en gran medida, de la profunda crisis económica que vivió la isla desde mediados del siglo xvi, y que se acentuaría con el paso del tiempo. Prueba del bajo perfil con que ambas se desempeñaron es el hecho del escaso o ningún uso que hicieron de sus privilegios para graduar. El colegio-universidad real, o de Gorjón, no dejó noticia, siquiera indirecta, de haber impartido un solo grado durante el medio siglo que estuvo a cargo del ayuntamiento. Por su parte, la universidad conventual de los dominicos sólo en casos excepcionales habría ejercido el privilegio papal en su primer siglo y medio. En otro lugar1 me ocupé del real colegio“Cosa de poco momento. El real colegio-universidad de Santo Domingo en la Española (1558-1602)”, Valencia, en prensa. Por razones de espacio, no pude tratar entonces el caso de la universidad de los predicadores, lo que me obliga a reproducir aquí, con pocos cambios, los dos primeros apartados del mencionado estudio, pues aportan el necesario contexto. 1

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universidad de Gorjón; aquí rastreo las tenues huellas de la institución de los predicadores en su primer siglo y medio.

Una reyerta historiográfica El capuchino español Cipriano de Utrera (1886-1958), avecindado en Santo Domingo, publicó en 1932 un polémico libro, Universidades de Santiago de la Paz, Santo Tomás de Aquino y Seminario Conciliar de la Ciudad de Santo Domingo en la Isla Española.2 La obra, fruto de ímproba labor de rebusca documental, sobre todo en el Archivo de Indias, desató feroces debates. El autor ofrecía una visión de conjunto sobre el colegio-universidad erigido en 1558 por el rey a partir del legado del mercader Hernando de Gorjón; a la vez, alegó la inexistencia de la bula por la cual Paulo III habría creado una universidad en el convento de predicadores de la ciudad. Desde Roma, el dominico Manuel Canal Gómez salió en defensa de la bula, incluso admitiendo no haberla hallado en los archivos romanos.3 El “fogoso” Utrera le replicó en “In apostolatus culmine” Bula mítica de Paulo III (Ciudad Trujillo, 1939), negando, en más de 150 páginas, la existencia de la mítica carta pontificia. Mientras tanto, la actual Universidad de Santo Domingo, sin esperar el juicio de los debates académicos, celebró su cuarto centenario en 1938, titulándose decana de América. Esa primacía la disputaron acremente estudiosos de las universidades de Lima y México (erigidas en mayo y en septiembre de 1551) con objeciones de carácter jurídico. Al acercarse la celebración del cuarto centenario de estas últimas, los debates crecieron.4 Cada cual reivindicó para sí la primacía. Retomando los argumentos de Utrera, alegaron que la presunta bula de 1538 no existió, pues no existía copia en Santo Domingo, en Roma, y ni siquiera en el Bulario oficial dominicano, que sólo la incorporó en 1732.5

Santo Domingo, Imprenta de los Padres Franciscanos-Capuchinos, 1932. El convento de Santo Domingo en la isla y ciudad de ese nombre, Roma, 1934. El opúsculo se reprodujo en Clío, 2 (1934), pp. 111-117, y en Anales de la Universidad de Santo Domingo, 1, 1937, pp. 95-100. 4 En México no prendió tanto la discusión, pero aparecieron publicaciones como Manuel Toussaint, La primera universidad de América. Orígenes de la Antigua Real y Pontificia Universidad de México, México, UNAM, 1950, (32 pp.). En cambio, el peruano Daniel Valcárcel sostuvo la primacía de Lima por más de dos décadas, polemizando a partir de los sesentas con Águeda Rodríguez Cruz, incansable defensora de Santo Domingo. 5 Bullarium ordinis fratrum praedicatorum, Roma, 1729-1740, 8 vols., vol. IV, 1732, f. 571. 2 3

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Por fin, el dominico Vicente Beltrán de Heredia probó, en 1955, que se trataba de una bula auténtica.6 Su seguidora, la dominica Águeda María Rodríguez Cruz, dedicó ocho escritos, durante cuatro décadas, sólo a defender la legalidad de la bula y la consiguiente primacía de la universidad de su orden.7 Los contradictores replicaban que la bula careció de validez legal en Indias, pues sólo obtuvo el obligatorio pase real en el siglo xviii, y otros argumentos análogos, sin que nadie cediera a las razones o pruebas de los rivales.8 Toda la bibliografía sobre las universidades de La Española (y no poca de la dedicada a Lima, y alguna de México) se contaminó por ese debate, que excedió el medio siglo.9 La polémica, más enfocada a salvar el orgullo patrio o el prestigio de la orden dominicana que a la búsqueda desinteresada y crítica de la verdad, tuvo, entre sus lastres, el de impedir el planteamiento de una cuestión central. En efecto, admitiendo que sí hubo carta papal en 1538, ¿ésta se tradujo en la práctica en una universidad con entidad, más allá del pergamino? ¿Desde cuándo y con qué características? ¿Qué escenario social, político y cultural reinaba en la isla al emitirse la bula? ¿Esas circunstancias favorecieron o estorbaron la instalación de la universidad aprobada por el documento papal? ¿Y si surgió, se consolidó al instante o arrastró una vida difícil e intermitente? ¿Quiénes y cuántos fueron sus catedráticos, sus estudiantes y graduados? ¿Qué disciplinas impartía, cómo examinaba y graduaba, y en qué facultades? ¿Tuvieron estabilidad sus finanzas? ¿De dónde procedían? ¿Qué cuerpos normativos y testimonios documentales nos legó?

“La autenticidad de la bula ‘In apostolatus culmine’, base de la Universidad de Sto. Domingo, puesta fuera de discusión”, Ciudad Trujillo, Universidad de Santo Domingo, 1955. Reimpreso en Miscelánea Beltrán de Heredia, Salamanca, 1973, vol. IV, pp. 467-500, de donde cito. 7 Su obra impresa completa en “Publicaciones de Águeda Rodríguez Cruz”, en Miscelánea Alfonso IX. Centro de Historia Universitaria, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2003, pp. 21-30. Aparte de los títulos dedicados específicamente al debate, defendió esa primacía en la totalidad de sus escritos. 8 Un sobrio balance del debate, tal y como se desarrolló en la primera mitad del siglo, en Antonio Valle Llano, La Compañía de Jesús en Santo Domingo durante el periodo hispánico, Ciudad Trujillo, Seminario de Santo Tomás, 1950, pp. 143-147. 9 Todavía en 2000 el peruano Miguel Maticorena Estrada tuvo a bien escribir San Marcos de Lima Universidad decana en América. Una argumentación histórico jurídica, Lima, Universidad Mayor de San Marcos, 2000. Por lo que hace a Santo Domingo, Nuria Rodríguez Manso reitera todas las tesis tradicionales en “Las ceremonias de grados en la primera universidad del Nuevo Mundo”, en Miscelánea Alfonso IX..., 2003, pp. 301-310. 6

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Otra grave consecuencia de la estridente polémica fue que la universidad-colegio de Gorjón, creada en una fecha tan tardía como 1558, quedó en la sombra. Su simple data de origen —a treinta años de la dominica, y siete después de Lima y México— la privaba de todo interés, dada su irremisible falta de primacía en el tiempo. Dejando al margen los debates sobre precedencias, todo estudio sobre cualquiera de las universidades de la isla, antes que atender a una sola trayectoria, debe seguir ambas de modo paralelo. Las dos compartieron espacio y tiempo, y las afectó, no siempre de igual modo, análoga situación social, política y económica. Por lo mismo, las noticias sobre la institución real con frecuencia iluminan, por contraste, la situación del estudio general dominico, y viceversa. Cuando los frailes del convento demandaron al rey, en 1595, una cátedra de casos de conciencia, pues “no la había en esa dicha ciudad”, pidieron que se leyera en la “universidad” fundada “en esa dicha ciudad e isla por orden del emperador”.10 Es evidente que los frailes hablaban del colegio de Gorjón. Por lo mismo, la petición muestra que la cátedra tampoco existía en el convento. ¿Por qué razón, si los frailes poseían bula para tener universidad, no pedían la lectura para su propia casa? ¿Qué tan boyante se hallaba entonces su estudio general? Se carece de archivos seriados para tratar de los orígenes y vicisitudes de ambos centros. Por lo mismo, es necesario partir de la ingente masa de piezas sueltas compiladas y editadas por Utrera, casi siempre como apéndices a sus escritos. Por desgracia, no dejó una edición ordenada, un cartulario. El lector debe hallar muchos documentos, a veces sólo en parte, entre largas parrafadas de improperios, coloquialismos y digresiones. La necesaria verificación de sus referencias remite ante todo a Sevilla. Pero para quien conoce el grosor de muchos legajos del Archivo General de Indias (agi) la localización de una carta en “Santo Domingo, 12”, de la que Utrera cita seis líneas, resulta, al menos, difícil.11 Con tales salvedades, sus fuentes primarias, más otras localizadas por estudiosos como Valle Llano o Rodríguez Demorizi,12 y las que siguen hallándose en Sevilla, constituyen Archivo General de Indias (en delante: AGI), Santo Domingo, Registro de partes, libro V, f. 184, editado por Vicente Beltrán de Heredia, “La autenticidad...”, 1973, pp. 499-500. 11 Localicé algunas de las fuentes de Cipriano de Utrera, y otras nuevas, en una estancia en el AGI en marzo de 2007. Desde Sevilla, mi amiga Esther González ha colacionado para mí algunos documentos, al igual que Juan José Ponce. Otros se detectaron en la red, gracias al experto auxilio de mi colega Leticia Pérez Puente. 12 Antonio Valle-Llano, op. cit., 1973; Emilio Rodríguez Demorizi, Cronología de la Real y Pontificia Universidad de Santo Domingo 1538-1970, Santo Domingo, Del Caribe, 1970, con bibliografía al día. 10

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evidencia suficiente para aproximarse al difícil pasado, tanto de la universidad real como de la del convento de los dominicos, sin necesidad de recurrir, a cada paso, a denuestos polémicos.

Una tierra difícil A partir del segundo cuarto del siglo xvi, La Española y los cientos de islas caribes circundantes perdieron la inicial relevancia económica y política, en favor del continente. Si bien Diego Colón llegó a la capital con título de virrey en 1509, a continuación nadie volvió a ostentarlo. En cambio, en 1535 se creó un virreinato permanente en México, y a partir de 1543, en Lima. Con el tiempo surgieron nuevas sedes virreinales, pero todas en territorio continental, quedando las islas al margen, signo claro de su precoz decadencia. Santo Domingo albergó una audiencia desde 1511, con jurisdicción sobre todas las Indias, que se redujo pronto a las incontables islas, parte de la actual Venezuela y Centroamérica, e incluso La Florida. También a partir de 1511, la ciudad fue sede episcopal. Poco después, en 1546, al subdividirse las Indias en lo eclesiástico en tres arzobispados, uno correspondió a la capital de La Española y los otros dos a las metrópolis virreinales de México y Lima.13 Es de notar que, apenas surgían comunidades estables de españoles de Santo Domingo, México y Lima, sus habitantes empezaban a solicitar al rey la creación de universidades. Por más que Santo Domingo alojó al primer asentamiento colonial en Indias, su pérdida de protagonismo se debió, primero, el precoz exterminio de los indios y el pronto agotamiento de las minas de oro. Al instalarse un primer grupo estable de españoles, en 1493, sólo en la isla habitaban unos 600 mil indios; tres lustros después, en 1508, quedaban menos de 60 mil. En años siguientes se importaron unos 40 millares, raptados de tierras vecinas, pero en 1513 la cifra no llegaba a 26 y, en 1519, apenas había dos millares, aniquilado el resto por epidemias, hambre, guerras y, ante todo, por la extenuante labor en las minas, que por los años veinte dejaron de dar oro.14 13 Las listas de las diversas autoridades seculares y eclesiásticas, siempre perfectibles, en Ernesto Schäfer, El Consejo Real y Supremo de las Indias. Historia y organización del Consejo y de la Casa de Contratación de las Indias, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1935, 2 vols. Cito la reedición de Madrid, Junta de Castilla y León/Marcial Pons, 2003, vol. I, pp. 333-370, y vol. II, pp. 381-526. 14 Para Santo Domingo, son imprescindibles los estudios de Frank Moya Pons, así la visión general del periodo, Historia colonial de Santo Domingo, Santiago, República Dominicana,

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El agotamiento de los indios y la escasez de metal propició la deserción de los colonos: unos volvieron a España, otros se aventuraban, en pos de mejor fortuna, hacia nuevas islas o a los vastos territorios continentales. Baste recordar que Hernán Cortés llegó en 1504 a Santo Domingo y en 1511 pasó a Cuba, de donde inició, en 1518, su expedición al continente. De casi diez mil colonos en 1505, una década más tarde quedaban tres mil en toda La Española, cifra que se mantuvo, con altas y bajas, hasta fines del xvii, un siglo en que la mayoría padeció hambre y miseria. En su famosa relación escrita por 1568, el licenciado Juan de Echagoyan estimó que la capital tenía “500 vecinos cuando mucho”, cifra que alcanza dos mil habitantes si se la multiplica por cuatro, ya que se estima en ciertas metodologías que cada vecino sería un jefe de familia de cuatro miembros en promedio. A cinco leguas, agregó, estaba la ciudad de Buena Ventura, que tuvo incluso más pobladores, pero no quedaba ninguno. Sin excepción, los sitios de españoles enlistados se estaban vaciando; en cambio, los negros, pese a trabajar de día y de noche hasta la extenuación, superaban en número a los blancos.15 La presencia negra respondía a que, a modo de alternativa, se ensayó el cultivo de la caña de azúcar y la cría de ganado con trabajo esclavo de origen africano. Hubo una temporal mejora para los colonizadores, que duró hasta los años cincuenta, cuando inició un declive irrefrenable. Muchos esclavos se rebelaron, huyendo a parajes inaccesibles, de donde sólo bajaban para atacar a los viajeros, algo que también hacían los últimos indios, hasta volver impracticable el interior del país. Entonces se devaluó brutalmente la moneda de curso. La ciudad, la real audiencia y las autoridades eclesiásticas, en perpetua discordia, coincidían en informar de la grave situación ante el consejo de Indias. Al cabo del siglo, el arzobispo Dávila Padilla señaló que, si bien los pesos de oro valían 450 maravedíes, la moneda de curso perdió valor a partir de 1555; tanto, que por 1577 sólo se cobraban 39 o 19 y medio Universidad Católica Madre y Maestra, 1974, como los tres tomos sobre el siglo XVI, que comienzan con La Española en el siglo XVI 1493-1520. Trabajo, sociedad y política en la economía del oro, Santiago, República Dominicana, Universidad Católica Madre y Maestra, 1973. De ellos dependo principalmente para este apretadísimo resumen. 15 Juan de Echagoyan, “Relación de la Isla Española”, en Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y colonización de las posesiones españolas en América y Oceanía, Madrid, Impr. de Manuel B. de Quirós, 1864, t. I, pp. 9-35. Reimpreso, con notas de Cipriano de Utrera, en el Boletín del Archivo General de la Nación (Santo Domingo), 19, 1941, pp. 441-461, de donde cito; ver pp. 450-451. El escrito, sin fecha, lo realizó a pedido del visitador Juan de Ovando, cuya visita empezó en junio de 1567. Las noticias internas corroboran que se escribió poco después de iniciada la visita, como prueban las notas de Utrera.

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maravedíes por un peso.16 Peor aún, en 1565 el rey bajó de 12 a 7 por ciento el rédito anual de los censales.17 El efecto conjunto de esos factores desplomó la renta amasada hasta entonces por la catedral, los conventos masculinos y femeninos, y los particulares. Si lo anterior no bastara, la presión fiscal del rey, lejos de aminorar, aumentó, fomentando un creciente e incontrolado contrabando. Peor aún, en 1564 empezó el sistema regular de flotas entre Castilla e Indias. Entonces La Habana reemplazó a Santo Domingo como escala obligada de la carrera, dejando a La Española arrinconada, a merced de los corsarios. Echagoyan advertía que, al mermar el comercio de la isla con Sevilla, y estándole prohibido vender sus mercancías en otros lugares, por fuerza menguaría la población.18 Cabe señalar también que en 1586 Francis Drake ocupó y saqueó la ciudad durante un mes, llevándose los objetos valiosos, las armas, los cueros y las mercancías de los pobladores y de los edificios públicos, y aun las campanas de las torres. Perecieron también numerosos archivos, pero no es fácil determinar cuántos se destruyeron entonces, y cuántos después. La capital contaba con un cabildo municipal de diez regidores, dos alcaldes y un alguacil mayor, varios de los cuales tenían intereses en los ingenios. Y si a veces sus hijos ganaban plaza en el cabildo eclesiástico, los conflictos en torno a los diezmos de los ingenios envenenaban constantemente las relaciones entre ambas corporaciones.19 La bonanza de las primeras décadas del siglo explica por qué el obispo y presidente de la audiencia, el licenciado Alonso de Fuenmayor, antiguo colegial de San Bartolomé, inaugurara la catedral en 1543. Aún fluían bien los diezmos de los ingenios, y el prelado logró integrar un cabildo eclesiástico compuesto de cuatro dignidades, cinco canónigos y cuatro racioneros,20 cifra que no volvió a alcanzarse en el resto del siglo, con largas sedes vacantes y breves episcopados. Así, en 1566 quedaban dos dignidades, cuatro canónigos y un racionero. Entonces, la renta de un prebendado superaba los 1 000 pesos “de mala moneda”; pero de “buena”, llegaba apenas a 250 ducados, 16 Genaro Rodríguez Morel, Cartas de los cabildos eclesiásticos de Santo Domingo y Concepción de la Vega en el siglo XVI, Patronato de la ciudad colonial de Santo Domingo, 2000, p. 79. 17 Así lo afirma Genaro Rodríguez Morel, op. cit., 2000, pp. 72 y ss. Según otros documentos y autores como Pilar Marínez López-Cano, en toda Castilla e Indias los réditos estuvieron al 10% hasta 1563, cuando bajaron a 7.14%, y en 1608 los nuevos censos bajaron a 5%, respetándose el monto de los antiguos (La génesis del crédito colonial. Ciudad de México, Siglo XVI, México, UNAM, 2001, p. 64). 18 Juan de Echagoyan, op. cit., 1864, p. 459. 19 Genaro Rodríguez Morel, op. cit., 2000, pp. 42-58. 20 Ibid., p. 16.

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mientras el deán obtenía “más que doblado”. De ellos, afirma Rodríguez Morel, el deán es “público mercader”; el canónigo doctoral “está loco”; y el resto, salvo “un canónigo licenciado”, todos son “idiotas”, es decir, iletrados.21 En 1597 el nuevo arzobispo, fray Agustín Dávila Padilla, halló sólo a dos canónigos atendiendo el coro, mientras otros cinco vivían en sus plantaciones.22 En cuanto a la “tierra adentro”, los informes insisten en la “lástima” que era la total falta de clérigos en ciudades e ingenios, siquiera para confesar a los moribundos, españoles y negros. En la ciudad había, además, dos conventos de monjas, con unas 180 en total hacia 1568 (estimación tal vez excesiva); al decir de Echagoyan todas sufrían “grande necesidad”. Había también tres monasterios, el de franciscanos, llegados en 1502, con unos 30 frailes que, según aquél, “están de paso”. Los de la Merced “tienen de comer y son pocos”. Estaban por fin los dominicos, llegados en 1509. Su iglesia era tan suntuosa que no había “en la ciudad de Sevilla otra mayor ni de mejor parecer [...] salvo el monasterio de San Pablo”.23 Sus frailes, como cuarenta hacia 1568, pronto “pasan a otras partes, y paran allí poco, por la necesidad”. El oidor elogió al maestro fray Alonso Burgalés, “muy viejo y grande letrado”. No obstante, añade, era “muy amigo” del contador real Álvaro Caballero, “el más rico de la tierra”, sobre quien Echagoyan tenía instruidos muchos cargos por gravísimos delitos fiscales.24 Al señalar la estrecha liga entre el funcionario que desfalcaba al fisco y el anciano y sabio fraile, ¿insinuó algo acerca de la conducta de Burgalés? En suma, los esfuerzos de los dominicos por asentar su universidad, a partir de la bula de 1538, y los empeños por mantener vivo al colegio dotado por Gorjón, elevado por el rey a universidad en 1558, tienen el mismo marco: una suma de factores adversos derivados de la extinción de los indios y el oro, el problemático y costoso recurso a la mano de obra esclava y la devaluación monetaria y de las rentas. El resultado fue una penuria creciente para la mayoría de la población española y la imposibilidad de dar estabilidad a sus principales instituciones. De ahí la escasa entidad de ambas universidades.

Ibid., p. 19; Juan de Echagoyan, op. cit., 1864, p. 453. Rodríguez Morel, op. cit., p. 19. 23 Juan de Echagoyan, op. cit., 1864, p. 460. 24 Ibid., pp. 453 y 460. 21 22

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El fin de una concordia Es bien sabido que, al llegar los predicadores a La Española en 1509, unos 15 frailes acompañaban a fray Pedro de Córdoba. Apenas llegar, condenaron a los encomenderos por su maltrato a los indios. Aún se recuerda el sermón de fray Antonio de Montesino en 1511, avalado por sus hermanos, que ocasionó grandísimo escándalo y repudio de los españoles y las autoridades reales. No obstante, el asesinato de dos frailes en la Tierra Firme en 1520, durante un motín de indios que se negaron a ser “rescatados” por españoles para llevarlos como esclavos, marcó una ruptura en el seno de la orden, escindida en dos bandos: los partidarios de una intensa actividad misionera, a cualquier precio, y quienes preferían recluirse en sus claustros —conventuales—, abandonando a su suerte a unos naturales con frecuencia considerados casi como bestias, incapaces de asimilar la fe y la policía cristianas. Una población cuyo número, por lo demás, decaía a diario. En La Española, el segundo grupo tenía a fray Domingo de Betanzos a la cabeza.25 El descubrimiento de Nueva España y su conquista en 1521, más los paulatinos asentamientos españoles en la actual Centroamérica, y pronto en el Perú y más al sur, abrieron perspectivas inimaginadas a la expansión de la orden. A pesar de las divisiones internas, los dominicos, movidos por intenso celo corporativo, pretendían ser la única orden en los vastos territorios del sur. Contaban con un potente apoyo: el cardenal fray García de Loaysa, maestro general de los predicadores de 1518 y 1524, confesor real de 1524 a 1528, y presidente del consejo de Indias entre 1524 y 1546. Volcado al progreso de su orden, hizo de su cargo en el consejo una plataforma privilegiada para impulsar la presencia dominica en el Nuevo Mundo. Promovía el envío de nuevas “barcadas” de dominicos, e influía en su designación para casi todas las nuevas sedes episcopales. Pero a Loaysa —defensor abierto de la encomienda y opositor a las Leyes Nuevas de 1542— sólo agradaba la facción conventual. A su peso como presidente de Indias y antiguo general de la orden, se sumaba el capelo cardenalicio. Durante su estadía en Roma, entabló firmes contactos con la Daniel Ulloa, Los predicadores divididos (los dominicos en Nueva España, siglo XVI), México, El Colegio de México, 1977; Miguel Ángel Medina, Los dominicos en América. Presencia y actuación de los dominicos en la América colonial española de los siglos XVI-XIX, Madrid, Mapfre, 1992; Pedro Fernández Rodríguez, Los dominicos en el contexto de la primera evangelización de México 1526-1550, Salamanca, San Esteban, 1994; Carlos Sempat Assadourian, “Hacia la Sublimis Deus: las discordias entre los dominicos indianos y el enfrentamiento del franciscano padre Tastera con el padre Betanzos”, en Historia Mexicana, núm. 187, 1998, pp. 465-536. 25

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curia.26 El acceso a las audiencias con Paulo III dependía de otro dominico, el cardenal Tommaso Badia, maestro del Sagrado Palacio, bien avenido con los enviados españoles.27 El convento de La Española era un puesto estratégico para la propagación de los dominicos en Indias. A pesar de la hostilidad de los encomenderos —al menos en los años heroicos, de beligerante defensa de los indios—, la orden logró pronto erigir una notable iglesia, elogiada por Echagoyan en 1568, y amplios espacios conventuales. No obstante, su carácter de lugar de paso le impidió asentar una planta fija de frailes, pues mientras unos se volvían a la Península, otros iban al continente. El mismo Betanzos pasó a México en 1526, donde acaudilló a sus hermanos, o al menos, a uno de los bandos. En carta al rey de 1544 el citado Burgalés, a la sazón provincial, se quejó de la inestabilidad del convento. Afirmaba que, de los “cerca de veinte frailes” iniciales, “solo uno quedó sepultado en esta iglesia; todos los demás, unos [fueron] a obispar, otros [volvieron] a sus originales casas”28 de Castilla. Esto sin contar —lo que también señala— a los que partían a las nacientes casas del continente. Comoquiera, la comunidad se rehizo tras la crisis de 1520, gracias en mucho al celo de fray Tomás de Berlanga, su primer provincial. En 1518 el convento fue recibido por el capítulo general de la orden,29 sujetándolo a la recién creada provincia Bética. Después, en 1530, Berlanga logró erigir la provincia de Santa Cruz, con sede en Santo Domingo y jurisdicción sobre todas las Indias. Pero su proyecto fracasó. Sólo dos años después, con apoyo de Loaysa, el conventual Betanzos creó en México otra provincia,30 escindiendo aún más al grupo y reduciendo la provincia de Santa Cruz al ámbito del Caribe y del Perú.

Un resumen reciente de la vida de este funcionario en José Martínez Millán (dir.), La corte de Carlos V, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, 5 vols.; vol. 3, pp. 228-238. Fue nombrado cardenal en 1530, si bien cayó en desgracia y desde 1528 estuvo “congelado” en Roma con encargos diplomáticos, en 1533 volvió a Castilla y retomó el control del consejo de Indias, justo cuando avanzaba la conquista del sur del continente. 27 Helen-Rand Parish y Harold E. Weidman, Las Casas en México. Historia y obras desconocidas, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 15. 28 Cipriano de Utrera, Universidades…, 1941, carta de fray Alonso Burgalés al emperador, Santo Domingo, 3 de marzo de 1544, p. 166. 29 Vicente Beltrán de Heredia, Miscelánea, 1973, IV, p. 470. 30 Daniel Ulloa, op. cit., 1977, pp. 105-130; Pedro Fernández Rodríguez, op. cit., 1994, pp. 89-171. 26

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El estudio conventual A partir de 1532, y por más de siete lustros, el convento de la capital de la isla contó con una presencia, al parecer de recio carácter, que resultó una especie de ancla en aquella casa donde todo era ir y venir de gentes: fray Antonio Burgalés. Descuidado por cronistas y estudiosos, aún vivía hacia 1568, cuando Echagoyan escribió su “Relación“. Procedía del convento de Zamora y en 1522 obtuvo beca en el colegio dominico de San Gregorio, en Valladolid. Rondaría entonces los 25 o 30 años, la edad mínima para admitir becarios, según los estatutos. El colegio, destinado a fomentar la formación académica de los frailes de esa orden, lo había fundado hacia 1487 fray Alonso de Burgos (m. 1499), con rentas derivadas de los sucesivos obispados concedidos por los Reyes Católicos en premio a sus servicios. Edificado en terrenos del convento de San Pablo, no dependía de su prior, pues poseía rentas propias y lo gobernaban los mismos colegiales y los ministros generales de la orden. Uno de sus primeros huéspedes fue el citado fray García de Loaysa. Fray Bartolomé de Las Casas tuvo relaciones con el colegio, poco conocidas.31 San Gregorio alojaba a 20 becarios, enviados de cada uno de los grandes conventos de la provincia de España. La orden eximía de los deberes ordinarios, como el coro, a los frailes dedicados al estudio. Esto se aplicaba en especial durante los seis o más años en que alguien gozaba de una beca colegial. Tan esmerada formación explica que alguien como el oidor Echagoyan juzgara a Burgalés “grande letrado”. En caso de que un colegial de San Gregorio optara por graduarse, en la propia Valladolid había universidad. Burgalés habría pasado ocho años en su colegio, sin obtener grados académicos, si bien fue consiliario dos veces y tal vez conoció en él a Las Casas.32 En 1530 abandonó tan pacífica vida y optó por la aventura transatlántica, al lado de Pizarro. En 1532 dejó al conquistador y pasó de Panamá 31 Sobre el colegio, sólo tengo noticia de Gonzalo Arriaga, Historia del Colegio de San Gregorio de Valladolid (1640), Valladolid, Cuesta, 1928-1931, 3 vols. Agradezco al doctor Valentín Moreno Gallego haberme facilitado los datos correspondientes a Burgalés, en vol. 1, p. 311. Clara Ramírez ha estudiado la organización de los estudios dominicos en Castilla entre los siglos XV y XVI, en Grupos de poder clerical en las universidades hispánicas. Los regulares en Salamanca y México durante el siglo XVI, México, UNAM, 2001, 2 vols. En especial, vol. I, pp. 147-156. 32 No resulta fácil saber cuándo comenzaron las relaciones de fray Bartolomé con el colegio de San Gregorio, heredero de parte de sus papeles. Ciertamente Burgalés y Las Casas se encontraron en Santo Domingo en 1544, cuando el nuevo obispo de Chiapas se dirigía a su obispado. Al menos en una ocasión, Burgalés escribió a fray Bartolomé, solicitándole un favor. Ver adelante, nota 72.

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a Santo Domingo,33 en cuyo convento permaneció. Ahí fue prior varias veces, cuando no provincial. En 1562, prueba de que los conflictos internos de la orden seguían vivos, Burgalés, conjurado con otros frailes, habría privado al ancianísimo fray Antón de Montesino del provincialato, asumiéndolo en su persona.34 No sorprende pues que lo poco conocido en torno a los inicios del estudio y la universidad de la isla tenga a Burgalés por frecuente testigo y primer actor. Un fraile con formación superior a la media. Consta que en la ciudad ya enseñaba gramática un Achilles Holden, al menos entre 1524 y 1527, con cargo al rey, pero no en el convento.35 Ignoramos cuándo y cómo empezó la docencia de la orden, pero un documento de 1532 revela que tenía un aula, o general, donde se inauguró solemnemente una cátedra teológica el 7 de enero, dotada con 120 pesos de oro anuales por Álvaro de Castro, bachiller y tesorero catedralicio. Según el fundador, fue “la primera cátreda de theología que en este mundo nuevo del mar Océano se a hecho ny heregido”. Castro designó para regirla a fray Tomás de San Martín, su confesor.36 El nombre del regente, fray Tomás, resulta del mayor interés, dada su formación teológica, pues fue becario del colegio sevillano de Santo Tomás.37 Se trata, además, del fraile cuyo papel fue decisivo en las negociaciones para crear la universidad de Lima en 1551. Además, designado obispo de Charcas, ganó cédula real en 1554, para erigir en ella una universidad, pero murió camino de su sede el mismo 1554 y el proyecto se olvidó. Conviene, pues, decir unas palabras sobre su formación. El colegio de Santo Tomás fue fundado en 1517 por fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla. Sucesor de Torquemada al frente de la Inquisición, el Ver Isacio Pérez Fernández, Bartolomé de las Casas en el Perú, Cusco, Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas, 1988, notas de las pp. 71-72. 34 Cipriano de Utrera, Noticias históricas de Santo Domingo, Emilio Rodríguez Demorizi (ed.), Santo Domingo, Taller, 1978-1983, 6 vols., vol. 2, p. 260. Remite a AGI, Santo Domingo 71. 35 El rey ordenó a los oficiales reales, en marzo de 1523, pagar 30 000 maravedíes anuales al que leyere “Gramática en Santo Domingo”. En enero de 1525 Holden cobró su tercer tercio, señal de que leía al menos desde el año anterior. La última noticia es de enero de 1527. Cipriano de Utrera, “El estudio de la Ciudad de Santo Domingo”, en Clío, julio de 1948, pp. pp. 145-177, anexos VII y VIII: AGI, tomados de Contaduría, 1050. 36 Emilio Rodríguez Demorizi, op. cit., 1970, pp. 11-14, transcribe pasajes de un proceso inédito contra el tesorero. AGI, Justicia, 30. 37 Han desaparecido el edificio y el archivo del colegio-universidad. Aún manejó esos papeles Diego Ignacio de Góngora, Fundador magnífico y magnífica fundación del Colegio de Santo Tomás de Aquino de la muy noble y leal ciudad de Sevilla. Editó el manuscrito E. de la Cuadra y Gibaja, como Historia del Colegio Mayor de Santo Tomás de Sevilla, Sevilla, Imprenta de E. Rasco, 1980, 2 vols. 33

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rigor y los excesos con que trataba a los conversos llevaron a Felipe el Hermoso a deponerlo, al llegar a España, en 1506.38 Lo sucedió como inquisidor el cardenal Cisneros, su archienemigo, ya entonces dedicado a consolidar su magna obra de mecenazgo, la Universidad de Alcalá de Henares, iniciada en 1499. Deza no quiso que su “memoria” pasara al olvido y decidió ser recordado como fundador de un centro de estudios.39 Había sido catedrático de teología en Salamanca, y más tarde reformó el colegio vallisoletano de San Gregorio: conocía a fondo el terreno que pisaba. Primero probó, sin éxito, en la ciudad universitaria del Tormes. Al fin, lo erigió en la cabecera de su diócesis, donde tampoco hubo acuerdo para instalarlo en el monasterio de San Pablo. En cambio, recibió un terreno cerca de los alcázares, donde fundó una institución independiente de la autoridad del prior local, igual que en San Gregorio. Con ese fin, Deza dotó también 20 becas para otros tantos frailes de los conventos de las provincias de Castilla y Andalucía. A partir de la muerte del fundador (1523), los becarios se reclutaron por oposición. Al ser vitalicias parte de las becas, permitían una dedicación indefinida al estudio; el resto eran decenales, tiempo muy holgado para cursar el trienio de artes y toda la teología. Conviene señalar que la orden dominica tenía un estudio general en el convento principal de cada provincia, donde los cursantes podían optar a los grados de presentado y de maestro, válidos sólo a efectos internos de la orden. Pero si un fraile de San Esteban de Salamanca o un colegial de San Gregorio de Valladolid cursaba artes o teología, podía acudir a la respectiva universidad, y sus grados valían en toda la cristiandad. Comoquiera, una vez obtenidos, debían ser refrendados en un capítulo general de la orden. Este dato será de interés al tratar del estudio de la ciudad de Santo Domingo. En Sevilla no había universidad (el colegio-universidad fundado por Maese Rodrigo de Santaella apenas iba cobrando forma).40 Por lo mismo, Deza erigió cátedras de artes y teología para instruir a los colegiales, e insistió mucho en complementar las lecciones con frecuentes actos de conclusiones. Y para no privar a sus becarios de la opción a los grados universitarios, obtuvo licencia papal para que el arzobispo los otorgara, con el mismo valor de los de Salamanca u otra universidad del reino. Inicialmente, el privilegio sólo alcanzaba a los colegiales, pero Deza logró extenderlo al 38 Entre otros, ver José García Oro, Cisneros. Un cardenal reformista en el trono de España (1436-1517), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005; en especial, pp. 141-147. 39 Diego Ignacio de Góngora, op. cit., 1980, transcribe numerosos documentos íntegros, como el de la fundación, I, 91-101. 40 Ver el excelente estudio de José Antonio Ollero Pina, La Universidad de Sevilla en los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1993. Todavía en los años veinte su existencia era bastante nebulosa.

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fraile de cualquier orden, no sólo dominico, que cursara en esas aulas. La medida excluía, pues, a los estudiantes clérigos y a los seglares. Sólo a partir de 1539, muerto el fundador, el colegio obtuvo licencia para graduar sin restricción. Deza, pues, creó una institución dirigida tan sólo al provecho de la propia orden y, si acaso, del clero regular en su conjunto. Resulta notable que, siendo arzobispo de Sevilla, se desinteresara a tal grado por la formación de su clero secular. El celo corporativo del fundador se vuelve más patente si se contrasta la actitud intelectual y doctrinal que inspiró la fundación sevillana con los fines proclamados por el recién inaugurado colegio-universidad de Alcalá. En éste las constituciones hablan de acoger a estudiantes pobres de toda condición y procedencia, que acudieran “por el amor y deseo de la ciencia”. En ningún caso se restringían los beneficios a los frailes ni importaba el lugar de origen. Es cierto que entre los colegios fundados por Cisneros estaba el de San Pedro y San Pablo para quince franciscanos observantes, pero a su lado erigió muchos más, y dotó numerosas cátedras para que “se dediquen [los escolares pobres] a las disciplinas liberales, a la sagrada teología y a la medicina, y al ejercicio de las lenguas gramática [=latina] y griega”.41 En Sevilla el propósito era muy restringido: dar formación teológica a frailes de la orden en el marco de un tomismo apologético y rígido. Deza quiso que “el exercicio de las letras sea aumentado en la santa Theología, para defensión de la santa Fee Cathólica”. Dotó apenas cuatro cátedras: dos de filosofía y lógica, “con exponedores reales”, y otras dos, de Biblia y Sentencias, “con lectura del Bienabenturado Doctor Santo Thomás”. Todas, “con condición que no se lea en el dicho collegio Lección ni Doctor de Nominales”.42 En Alcalá, en abierto contraste, la teología se debía leer por las tres vías de tomistas, ockhamistas y escotistas, “por razón de la mutua tolerancia”. Fray Tomás de San Martín, quien vivió de 1482 a 1554, fue el lector del primer curso teológico en la isla, tomó el hábito en el convento sevillano de San Pablo en 1497. Ahí leyó al menos un curso de artes y uno completo de teología, y se graduó de presentado. En 1525 ganó beca en el colegio de Santo Tomás, donde se hizo maestro en artes y en teología, y la provincia aprobó sus grados en 1528. Ahí enseñó una suplencia de teología durante un año, lo que le valió el mote de “regente”. Parece que, decidido a acompañar a

41 Ramón González Navarro (ed. y trad.), Universidad Complutense. Constituciones originales cisnerianas, Alcalá, Universidad de Alcalá de Henares, 1984. 42 Diego Ignacio de Góngora, op. cit., 1980, vol. I, pp. 92-94.

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Pizarro, renunció a su beca el 25 de noviembre de 1529 y zarpó a Indias.43 En fecha incierta se instaló en Santo Domingo, pero ahí estuvo el tiempo suficiente para hacerse confesor del tesorero del cabildo, el bachiller Álvaro de Castro, y para sugerirle la creación de la cátedra teológica, inaugurada el 7 de enero de 1532, con fray Tomás como regente. El bachiller Álvaro de Castro llegó a La Española hacia 1509, a servir una prebenda en la catedral de Concepción de la Vega, en territorio del Cibao, de cuyas minas extraía oro con la labor de numerosos negros. Por pleitos con su cabildo, del que era deán, pasó al de Santo Domingo, sin esperar designación real, como tesorero y partidor de los diezmos. En agosto de 1532 el provisor diocesano detuvo a Castro, acusándolo “de tener compañías de negros en las minas”, pero el mismo preso sugirió que el nuevo cabildo desaprobaba sus criterios distributivos.44 Para entonces, ya había testado, aconsejado por fray Tomás. Entre otras obras pías, legó 150 pesos de oro de renta anual para una cátedra teológica en el convento dominico, con una capellanía anexa. Castro quería que fray Tomás leyera de modo permanente, pero el fraile sólo se comprometió por un cuatrienio, el tiempo necesario para dictar un curso, basado en “las partes de Santo Tomás”, es decir, la Suma. El asunto no pasó a mayores, pues ya en 1539 Castro había ascendido a arcediano. Comoquiera, se abrió un abultado proceso cuya pregunta 64 arroja luz sobre el estilo de la cátedra; en particular la declaración de fray Tomás. Certificó lo de la fundación, y que hasta entonces Castro le había pagado dos tercios “en oro fyno de Cibao”, de 450 maravedíes. Dijo también que “leý [...] la dicha cátreda con sus disputas y conclusyones e conferençias y como se suele e acostumbra hacer en las escuelas generales, en la qual ay No existe aún la biografía que el fraile merece. En especial en lo tocante a los años previos a su designación como primer provincial del Perú, en 1540, es decir, casi los primeros sesenta. Al salir del colegio de Santo Tomás, se tiende a adelantar su llegada al Perú, en vista de los nebulosos años de Santo Domingo, donde en efecto fue “regente” de una cátedra teológica, y no de la audiencia, como sospecharon Diego Ignacio Góngora y los que lo siguen (Fundación, vol. II, pp. 64-75) . El fraile ni era canonista ni clérigo secular, doble circunstancia que hacía casi impensable su designación como juez de un tribunal secular. No obstante, dado que Góngora vio los archivos del colegio, es la fuente más fiable para la fecha y lugar de nacimiento (Córdoba), y en lo tocante a su vida en el convento de San Pablo y el colegio de Santo Tomás. Para los restantes años, si bien transcribe documentos originales, se hace eco de todas las reelaboraciones tardías heredadas de las crónicas. Isacio Pérez Fernández, en Bartolomé de las Casas..., 1988, sitúa el paso de fray Tomás a Indias en 1528, de modo conjetural, p. 68, nota 3; pero si es válido el dato de Góngora, no pudo embarcarse antes de diciembre de 1529. ¿Pasó directamente a Santo Domingo, y ahí permaneció sus primeros años indianos? 44 Todo esto cuenta Castro al rey, en carta del 25 de septiembre de 1532, cuando llevaba mes y medio en la cárcel episcopal. Genaro Rodríguez Morel, op. cit., 2000, pp. 86-91. 43

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muchos oyentes asy de frayles como seglares”. Es de notar que fray Tomás equiparó sus lecciones y las conclusiones académicas con las que se celebraban en las universidades: en “escuelas generales”. La idea de universidad estaba en el horizonte. Por otra parte, la declaración del regente es ambigua en un punto: dice que leyó, en pasado, pero también, que los oyentes “asisten”. Otros testigos no sugieren que la cátedra se suspendiera a raíz del incidente, pero no hay datos para saber si en efecto se concluyó el cuatrienio. Con todo, el proyecto de dotación perpetua no reaparece en otro documento. Consta que el fraile volvió a Castilla entre 1532 y 1534;45 que de nuevo partió de Sevilla a Santo Domingo en enero de 1537, pero se ignora cuándo pasó al Perú.46 ¿Participó en la redacción de la súplica de erigir universidad en el convento de Santo Domingo, sometida al papa en 1538? En 1540 fue nombrado primer provincial de la nueva provincia de Lima; desde ahí —como adelanté— negoció la erección de la universidad limeña en 1551, y en 1554 ganó cédula real para erigir otra en Charcas, de donde acababa de ser nombrado obispo. Los estudios conventuales proseguían con altas y bajas. Así evidencian los 111 pesos de oro anuales pagados por la corona entre julio de 1536 y julio de 1542, “para ayuda a sustentar doze religiosos estudiantes que en el Estudio de la dicha Casa abrán de residir”.47 El recibo de agosto de 1539 menciona al prior, Alonso de Burgalés. Papeles fiscales sólo prueban que los cursos proseguían, pero callan sobre los catedráticos y las lecturas. Por suerte, en el proceso seguido en 1578 contra el licenciado Juan Calvo Padilla, éste declaró haber oído teología tres años en el convento (ca. 1539/4045 Sin dar fuentes, y de modo sólo conjetural, Isacio Pérez Fernández sitúa el regreso a la Península entre 1532 y 1534, ver su: Bartolomé de las Casas..., 1988, p. 124, nota 69. Uno de los tantos puntos por precisar. No he consultado aún a Armando Cordero, “Fray Tomás de San Martín y la cultura dominicana”, en Listín Diario, Santo Domingo, 17 de julio de 1964. 46 En AGI Contratación 4676, folio 187v-188r hay un libramiento a fray Antonio de San Martín de 42 ducados: “Pasamos en data al tesorero Francisco Tello 42 ducados de oro que montan 15.750 maravedís que ha de dar y pagar a Fray Tomás de Sant Martín y Fray Juan de la Madalena y Fray Juan de Santa María y Fray Martín de Esquivel y fray Diego de Aguilar y Fray Agustín de Çúñiga e Fray Pedro de Ortega, que son siete religiosos de la orden de Santo Domingo nombrados por Fray Francisco Nuñes de la dicha orden en nombre y por virtud del poder que tienen del provincial de Santa Cruz desas Indias para su matalotaje desde aquí a la Isla Española, a razón de seis ducados a cada uno”. Agradezco a Esther González haber cotejado este texto, transcrito en un confuso resumen por José Castro Seoane, “Aviamiento y catálogo de las misiones que en el siglo XVI pasaron de España a Indias según los libros de la Contratación y Pasajeros a Indias” (expediciones de dominicos), en Missionalia Hispanica (Madrid) XXXXVIII (1981), pp. 129-160; pp. 123-124. 47 Emilio Rodríguez Demorizi, op. cit., 1970, de nuevo transcribiendo documentos de Cipriano de Utrera, pp. 15-16.

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1541/42), y sólo recordó el nombre de un lector, un fraile Jordana. Añadió un dato revelador de lo fluctuante de aquellos docentes: no mencionó otros nombres, “porque se mudaban muchos frailes”.48 Poco después, un testigo del paso de Las Casas por Santo Domingo, en el otoño de 1544, señaló que el convento tenía “estudio formado”, y el padre fray Agustín de la Hinojosa leía una lección de teología y cada día tenían conferencia de ella. Las conclusiones se sustentaban por su orden, y todos argüían, que como había tan poco tiempo que [los lectores] habían salido de los estudios, estaban muy en los términos escolásticos. El provincial —ese año lo era Burgalés— era maestro doctísimo y gustaba entrañablemente de esto.49

Hay evidencias, pues, de que, en medio de contratiempos y fluctuaciones, el estudio de la orden se consolidaba entre los años treinta y cuarenta de la centuria.

Una bula problemática Precisamente cuando la corona mantenía a 12 cursantes religiosos en el estudio de la orden, el provincial de Santa Cruz, el prior conventual y sus frailes solicitaron a Paulo III una universidad.50 En la exposición de motivos dijeron que los habitantes de las remotas islas recién descubiertas habían sido infieles y adoraban ídolos. No obstante, los frailes plantaron ahí la fe con la predicación y el ejemplo, bautizando innumerabiles individuos de ambos sexos, instruyéndolos en religión y cosechando ubérrimos frutos. Ni de paso aludieron a que tales ovejas, ya entonces, habían muerto. A la ciudad de Santo Domingo, la insigne cabecera —agregaban—, acudían numerosas personas de las islas vecinas a comerciar o establecerse. En ella, a certo tempore citra, studium viget generale auctoritate apostolica: de cierto tiempo 48 Vicente Beltrán de Heredia, “El Lic. Juan Calvo de Padilla y su proceso inquisitorial”, en Ciencia Tomista, 42 (1992), pp. 169-198, p. 172. También en La autenticidad..., 1973, p. 481. 49 Fray Antonio de Remesal (1570-1619), en su Historia general de las Indias Occidentales y en particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala, Guatemala, José de Pineda, 1966, 4 vols., no pudo ser testigo de vista de las actividades de Las Casas, muerto en 1566; sin embargo, omite la fuente para su detallado relato del paso del obispo por Santo Domingo en 1544; vol. 2, pp. 584 y ss. Al parecer el testimonio anónimo se publicó en el vol. I de Emilio Rodríguez Demorizi (ed.), Relaciones históricas de Santo Domingo, Ciudad Trujillo, Montalvo, 1942-1957, 3 vols. 50 Vicente Beltrán de Heredia, en “La autenticidad...”, 1973, edita y traduce la súplica, en pp. 489-492.

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atrás funciona un estudio general, erigido por el papa, pero sin licencia para otorgar grados, como las universidades de estudios generales de España. Por tanto, solicitaban al pontífice privilegios semejantes a los de Alcalá. De ser favorecidos, la ciudad se honraría y crecería el número de moradores; éstos, y los de las islas vecinas, disponiendo de más y mejores ministros, incrementarían su instrucción religiosa. Y si se permitía a los frailes acceder a tales honras y beneficios, se animarían a emprender mayores obras de virtud y caridad. El papa accedió el 28 de octubre de 1538, concediendo los privilegios demandados. Hasta donde otras noticias muestran, con antelación a la bula nunca hubo la alegada venia papal para fundar un estudio general en el convento dominico de la ciudad. Sin duda éste, por ser cabecera de la provincia de Santa Cruz desde 1530, tenía derecho a fundar uno, pero los datos expuestos muestran las inciertas condiciones en que el estudio conventual funcionaba, y que la primera y precaria cátedra de teología se inauguró sólo en 1532. Por algo las autoridades de la orden apenas le otorgaron en forma la calidad de general en 1551.51 Eso explica la ambigüedad de los peticionarios para datar la presunta fundación apostólica. En vista de una petición con sustentos tan endebles, ¿cómo explicar la exitosa respuesta? ¿Por qué Paulo III accedió al punto a erigir universidad en un convento cuyo estudio carecía siquiera del rango de general, y donde la docencia, poco consolidada, dependía del ocasional apoyo del rey o de particulares, y de la azarosa actividad de lectores y oyentes? Según evidencia el documento, el rey no impetró la bula, ni el presidente de Indias, el dominico Loaysa, tan parcial con sus frailes. Tampoco se nombra a la orden como tal, y quizás los demandantes ni buscaron su apoyo. Fue iniciativa del provincial de Santa Cruz, el prior y frailes de Santo Domingo. Se trataría, pues, de una iniciativa un tanto furtiva; de ahí su pobre eco en las altas esferas de la orden y el gobierno indiano. Y al ser obra de unos cuantos frailes, cabe preguntarse si el hecho se enmarca en las disputas entre el bando de los conventuales, resueltos a recluir a los frailes en sus conventos y el grupo que veía en la evangelización y defensa de los indios su razón de estar en el Nuevo Mundo.52 Así mismo, entre quienes soñaban con una gran provincia de Santa Cruz y los insumisos de México.

Cipriano de Utrera, Las universidades…, 1941, p. 167. Vicente Beltrán de Heredia, “La autenticidad...”, 1973, p. 479. 52 El estudio de Daniel de Ulloa, op. cit., 1977, si bien requiere revisiones, es el relato clásico de ese conflicto. 51

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La exposición de motivos revela a los demandantes como abiertos partidarios de la acción misionera. Hacen una viva apología de la evangelización, en vez de alegar que convendría una universidad para que los frailes, recluidos en su celda, se dieran a la oración y el estudio. Antes bien, justifican su presencia en tan lejanas tierras en razón del quehacer misional. Una universidad daría lustre a la ciudad, pero, ante todo, al aportar más y mejores ministros, impulsaría la formación religiosa de esa gente. Por fin, y no era un dato menor, señalaron que, de haber una universidad, los frailes se sentirían estimulados para consolidar e intensificar su actividad pastoral. Como insinúa la petición, dotar a la cabecera provincial con la fama de una universidad —la primera y única del Nuevo Mundo—, capaz de promover la formación de misioneros, aumentaría el renombre y el auge al convento. La casa crecería al acudir muchos frailes con el señuelo de los grados. Al solicitar la bula, el proyecto de la gran provincia de Santa Cruz había abortado con la creación de otra en México por el conventual Betanzos, quien logró erigirla en 1532, con apoyo del cardenal Loaysa. Los frailes insulares intentaron revertir la medida y ese mismo año Berlanga, el provincial de Santa Cruz, viajó a Castilla, sin lograr impedir la escisión. Vencido, aceptó la mitra del nuevo obispado del Darién, a donde partió en 1534, con un grupo de dominicos para su naciente iglesia; entre ellos, Bartolomé de las Casas.53 En diciembre de 1534, al parar en Santo Domingo, fray Tomás debió renunciar al provincialato. Aparte de la disputa por la escisión, los rivales de Betanzos tenían otros motivos para atacarlo. Era público que proclamaba la inutilidad de predicar el evangelio a los indios, asegurando que Dios le había revelado su inapelable decisión de extinguirlos en breve, en castigo de sus grandes pecados. Además, que, al ser “como niños”, eran sujetos poco aptos para la nueva fe. Al tanto de la gravedad de sus dichos (peor aún porque el fraile alegaba el don de profecía), sus rivales de México decidieron denunciarlo en Madrid y en Roma. Fray Bernardino Minaya pasó de Veracruz a Castilla, y llamó la atención de los enemigos de Loaysa, principal aliado de Betanzos. Con cartas credenciales, Minaya marchó a Roma. Recibido por el cardenal Badia, fue oído por Paulo III, quien otorgó varias bulas, como la Sublimis deus (1537), donde proclamó la plena aptitud de los indios para la fe, y tachó de diabólicas las afirmaciones atribuidas a Betanzos. La cólera de Loaysa, al ser informado, suscitó drásticas medidas. Carlos V mandó a sus embajadores romanos impedir, en adelante, que cualquier particular solicitara bulas para Indias sin aval del consejo, y mandó confiscar 53

Isacio Pérez Fernández, op. cit., 1988, pp. 2 y 11, nota 2; y p. 79, nota 100.

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las de Minaya, quien fue refundido varios años en la cárcel inquisitorial de Sevilla.54 De ahí surgió la famosa cédula real, del 6 de septiembre de 1538, que vedaba usar de bulas o breves pontificios sin el pase del consejo de Indias.55 Además se mandó a los oficiales reales recoger cuantas hallaran sin pase regio. Entre tanto, el nuevo provincial de Santa Cruz pasó a España, en 1536, a defender su provincia, y reforzarla con nuevos frailes. En enero de 1537 envió una nueva “barcada”56 a cargo de fray Tomás de San Martín, quien volvió a Santo Domingo. Así, antes de pasar a Roma el provincial tuvo ocasión de hablar con fray Tomás. Se ignora si allá coincidió con Minaya, de qué modo accedió al papa y qué otros asuntos trató, pero en esa coyuntura impetró y ganó la bula, en octubre de 1538. Lo hizo en plena rabia por las gestiones de Minaya, y burlando la vigilancia del embajador. En momentos tan críticos, el provincial no podía publicar un privilegio ganado al precio de burlar las recientes y severas medidas reales, y con su hermano Minaya en la cárcel por sus gestiones romanas al margen del consejo. Hoy se sabe que la bula pasó sin ruido a Santo Domingo, donde ya estaba en 1542.57 El 23 de marzo, a tres años de emitida, fray Rodrigo de San Vicente, “procurador general” del convento, solicitó una copia oficial al obispo, Alonso de Fuenmayor, “para la embiar a unas partes que al dicho monasterio convenía”.58 El notario, Diego de Herrera, declaró que tuvo en sus manos un pergamino sano, sin sospecha, “con su sello de plomo pendiente de sus hilos de seda cadarço, colorada y amarilla”. Fray Antonio de Mendoza, el provisor episcopal, la única autoridad facultada en derecho para Sobre todo el affaire ver nota 25, en particular, Carlos Sempat Assadourian, op. cit., 1988. Editada, entre otras partes, en la Colección de documentos inéditos..., segunda serie, X, Madrid, 1897, pp. 440-442. 56 Ver, arriba, nota 46. 57 Hubo que esperar al Bullarium ordinis praedicatorum, Roma, 1732, tomo IV, p. 571 y siguientes, para que la bula tuviera, admisión formal por la orden; todo indica que se tomó de su primera edición en un Memorial en que se da quenta a la magestad catholica del rey D. Carlos segundo [...] del estado en que se halla el conbento Imperial de Santo Domingo, orden de Predicadores, en la isla española, y lo que han trabajado y trabajan sus religiosos en el servicio de Dios [...], de fray Diego de la Maza, Madrid, Juan García Infanzón, 1693, reimpreso en Ciudad Trujillo, Universidad de Santo Domingo, 1954. 58 Águeda Rodríguez Cruz, en el Índice documental, 4, de su Historia de las universidades hispanoamericanas. Periodo hispano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1973, t. II, pp. 242-243, anunció el hallazgo de la copia notarial de 1542, en AGI, Santo Domingo, 66. Sin embargo, el “trasumpto” de 1542 está perdido. En dicho legajo sólo se localiza una copia oficial del documento de 1542, fechada en Santo Domingo, el 17 de diciembre de 1667. En la misma fecha se hicieron varias copias para enviarlas a otros conventos dominicos del Nuevo Mundo. Puede verse otra en AGI, Quito, 196. 54

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certificar documentos eclesiásticos, autorizó la copia notarial y la firmó. El obispo Fuenmayor también presidía entonces la audiencia. Pero el dominico acudió ante el juez eclesiástico ordinario, no ante el ministro secular del rey, pues el auto lo firmó el provisor. Así, el presidente de la audiencia toleró la circulación de una bula sin pase real. Los frailes, dueños de tan precioso diploma, pero clandestino, habrían decidido que “al dicho monasterio convenía” gestionar su regularización. Eso explicaría que pidieran copia de la bula “para embiarla”, sin duda fuera de la isla. Parece que el procurador llevó consigo el original a España, dejando la copia en la isla. Si fray Rodrigo pretendía el pase, debía llevar el original. Eso explicaría que, en adelante, los frailes no pudieran mostrarlo. En cambio, en 1667 aún tenían el traslado de 1542, y se le hicieron nuevos “trasuntos”.59 Del original y el agente de la orden, se pierde todo rastro. Si quiso regularizarlo, es obvio que falló, pues nunca hubo pase como tal. Sólo en 1747 el rey accedió a dar el título de universidad al convento dominico, no en razón de bula alguna, sino en virtud de ser “privativo de mi Suprema Potestad el conceder la erección de Universidades y Estudios Generales”.60 Por otra parte, ni el procurador ni el convento lograron dar amplia difusión a la bula en la península y ni siquiera en la ciudad, al menos en esos años. Al pasar Las Casas por Santo Domingo en 1544, a poco de copiarse la bula, el cronista dijo que en el convento había “estudio formado”, y trató con cierto detalle de la cátedra de teología, sin mencionar la bula. Y fray Antonio de Remesal, al recoger esa noticia en su Historia, de 1619, tampoco habló de ella. De mayor trascendencia aún, en el capítulo general de la orden de 1551, en Salamanca, el estudio de Santo Domingo obtuvo el rango de general, pero en tan solemne ocasión nadie afirmó que el convento poseía, desde trece años antes, una carta papal que lo declaraba estudio general, con licencia para otorgar grados universitarios en todas facultades, como Alcalá, y con los privilegios de Salamanca.61 Ver nota anterior. Ni en José Castro Seoane, op. cit., 1981, ni en Isacio Pérez Fernández, op. cit., 1988, aparece fraile con este nombre; el segundo menciona a un Isidro de San Vicente, prior del convento de Lima, en abril de 1542, lo que excluye que se trate del mismo, p. 127, nota 90. Al crearse la universidad dominica de Ávila, en 1576, la bula papal siguió a la letra, en muchos pasajes, a la de Santo Domingo. Al no conocer la súplica de los frailes abulenses, es imposible saber si el convento poseía la bula original o un traslado, o si en Roma se usó como modelo el precedente de La Española. Espero volver sobre el caso en otro trabajo. Un sobrio resumen de la discordia entre las dos órdenes por el título de universidad, en Antonio Valle Llano, op. cit., 1950, pp. 171-184. 61 Muy de paso, Beltrán de Heredia muestra extrañeza de que, en tan solemne circunstancia, nadie sacara a colación la bula. Miscelánea, 1973, vol. IV, p. 479. Si él demostró su 59 60

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Proyectar una universidad La petición formulada al pontífice en nombre del provincial, el prior y los frailes carece de fecha, lo que impide inferir dónde y cuándo se elaboró ni su posible autor principal. Pudo hacerse en la isla, antes de que el nuevo provincial partiera a Castilla, en 1536.62 Mientras su nombre de pila siga ignorándose, poco puede decirse acerca de su actuación y sus planes. En cuanto al prior, tenía el cargo en 1537 un fray Rodrigo de Vera, poco conocido,63 y en 1539 había pasado al ex colegial Burgalés, de larga presencia en el convento y buen conocedor del mundo académico.64 También es factible que la súplica se redactara en Sevilla, a principios de 1537, cuando el provincial habló con fray Tomás de San Martín; el primero, camino de Roma, y el otro, regresando a Santo Domingo.65 Como apunté, ya en 1532 fray Tomás, graduado en Santo Tomás de Sevilla, comparó su curso cuatrienal de teología con los que “se suele e acostumbra hacer en las escuelas generales”.66 Así pues, el plan de una universidad flotaba en el aire. No sorprendería que la idea de la súplica surgiera de fray Tomás, quien, como provincial de Lima, negoció en 1551 la erección de una universidad en su convento. Pero sin datos ciertos, también es factible que el provincial improvisara la súplica en la misma Roma. La data de 28 de octubre de 1538 es sólo la de su presentación al papa. Eso explica que la bula de erección lleve esa misma fecha. Por otra parte, el texto de la súplica es un tanto difuso y reiterativo, pues avanza peticiones desde la misma exposición de motivos. Así, al llegar a la petición propiamente dicha, algunos puntos previos se repiten, otros quedan de lado y aparecen nuevos. Por esto, si bien la bula aprobó todo lo pedido, sólo pasaron a ella aquellos asuntos contenidos en la petición. Como quiera, el documento dibuja con mediana claridad el sentido del proyecto. En el parágrafo de la exposición de motivos, se solicitó una universidad constituida en cuerpo colegiado —en corporación— de doctores, maestros y estudiantes, dotada de sello propio, arca, y las insignias, preeminencias autenticidad, no supo explicar el silencio universal en torno a ella, que sigue siendo tan problemático. 62 Por desgracia, los documentos localizados omiten el nombre del provincial; mientras no se lo identifique, es difícil establecer su grado de iniciativa en todo el proceso. 63 Aún vivía en 1559, cuando atestiguó en un proceso contra el ex presidente Alonso de Maldonado; entonces declaró llevar en el convento “treynta años y más” (AGI, Justicia, 102-A): llegaría por 1520. 64 Vicente Beltrán de Heredia, “La autenticidad...”, 1973, p. 480; Emilio Rodríguez Demorizi, op. cit., 1970, p. 15. 65 Ver nota 46. 66 Ver nota 36.

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y libertades acostumbradas en Alcalá y otras universidades españolas. Esa corporación se regiría por el prior del convento o por otro rector (per priorem dictae domus pro tempore existentem, seu alium regentem, regenda). Todo ello sugiere que se pretendía una entidad con vida propia, susceptible de eximirse, tal vez, del dominio conventual: parece contemplar la eventualidad de un rector distinto del prior, alguien más: seu alium regentem. A la vez, la pretensión de que tuviera sello y arca propios apunta hacia una autonomía en lo jurídico y en lo financiero. Pero esos elementos no se retoman en el párrafo que plantea la petición al pontífice, y no pasaron a la bula. En efecto, el pasaje que contiene la súplica (retomado íntegramente en el cuerpo de la bula), solicita al pontífice la erección perpetua en dicha ciudad, de una universitatem scholarium quae in uno corpore, sub diversis tamen membris [...] magistroruum et scholarium ad instar dictae universitatis de Alcala per unum regentem seu rectorem regi et gubernari debeat [...], quodque illius scholares tam saeculares quam ordinum quarumcumque regulares et undequaque venientes inibi in quaqumque, licita tamen, facultate, prout moris est in aliis universitatibus praedictis, eorum cursibus peractis, aliasque servatis servandis, ad baccalariatus et licentiae ac doctoratus et magisterii gradus, praevio tamen debito examine et assistentibus inibi quatuor in eadem facultate sapientibus per dictae domus priorem [...] ac dictae universitatis regentem nominatis seu deputatis, et illorum votis juratis se promovere facere illorumque solita insignia recipere; necnon illius doctores et magistri in dicta facultate —et illis non existentibus, regens dictae universitati vel episcopus Sancti Dominici [...]— eosdem scholares ad dictus grados promovere, illorumque solita insignia impendere ac lectiones assignare et lectores conducere, et si facultates suppetant, de salariis providere; necnon statuta et ordinationes desuper ad instar universitatum praedictarum condere, illaque mutare, corrigere et reformare aliaque necessaria et opportuna prout eis viderit facere possint, statuere et ordinari.67

Del amplio pasaje, destaco unos puntos: de erigirse ese cuerpo colegiado de maestros y escolares dirigidos por un rector, acudirían a la ciudad estudiantes seculares y regulares de toda procedencia para graduarse de bachiller, licenciado, doctor y maestro en cualquier facultad lícita, habiendo leído los cursos y guardado las formalidades de otras universidades. Mientras el colegio de Santo Tomás sólo admitía a frailes de las provincias 67 Beltrán de Heredia, en “La autenticidad...” (véase nota 6), edita, entre los apéndices, el texto de la súplica, antes de publicar la bula propiamente dicha.

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de Castilla y Andalucía, y tenía apenas las facultades de artes y teología, la proyectada universidad abriría sus puertas a estudiantes, seglares y regulares de toda procedencia y facultad. Tal era la política de Alcalá; de ahí que se la mencione en el documento, donde nada se dice del Santo Tomás. Previo a los grados, habría un examen ante cuatro doctores de la facultad (nombrados por el prior conventual y rector). Una vez emitidos sus votos, los candidatos recibirían de ellos las insignias. Pero, en caso de no haber doctores, el rector o el obispo podrían graduar. Esos mismos doctores, a más de promover a los estudiantes y darles las insignias, designarían a los catedráticos y, de haber recursos, les darían salario competente. Por fin, dictarían estatutos y los reformarían, como en las otras universidades. Es claro que la súplica daba un papel primordial al cuerpo colegiado de doctores: ellos otorgarían los grados, designarían y pagarían catedráticos y tendrían poder para crear y reformar estatutos. Ahí se dibuja, en principio, una auténtica universidad de doctores. Una institución vinculada al convento, pero distinta. No obstante, se da por hecho —y así pasó a la bula— que el rector sería el propio prior conventual. Los examinadores se designarían per dictae domus priorem [...] ac dictae universitatis regentem: por el prior de la casa y rector de la universidad. Mientras en la exposición de motivos la preposición seu, de carácter adversativo, abría la puerta a que la universidad fuera regida por el prior o por otro rector (seu alium regentem), en el texto definitivo se dice, por el prior y rector. Detalles gramaticales aparte, la súplica deslizó una excepción que, en la práctica, determinaría la marcha de la institución. En caso de no contar con los cuatro doctores, el prior o el obispo conferirían los grados. El prior, a más de ser el único rector, quedaba facultado para graduar, sin necesidad de recurrir a cuerpo académico alguno. La bula se transformaba así en carta patente para que el prior ejerciera a voluntad ese derecho. La bula otorgó a los frailes todo lo solicitado, y quizás fue más lejos, al conceder los privilegios de Alcalá, Salamanca y otras universidades peninsulares. Pero era un proyecto con los pies de barro, al no prever arbitrios financieros. En las universidades que entonces surgían en la península, el primer paso era que un fundador dotase a la institución en ciernes.68 El propio colegio-universidad de Santo Tomás, fue ricamente proveído por Deza. Al no contemplar ese vital asunto, los frailes vincularon la suerte de Mariano Peset y Margarita Menegus, “Espacio y localización de las universidades hispánicas”, en Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija, 3 (2000), pp. 189-232; Enrique González González, “Una tipología de las universidades hispánicas en el Nuevo Mundo”, en Ciencia y Academia. IX Congreso Internacional sobre Historia de las Universidades Hispánicas, prólogo de Mariano Peset, Valencia, Universitat de València, 2008, 2 vols., vol. 1, pp. 385-412. 68

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su proyecto con la del convento que, al decir de los informes de los siglos xvi y xvii, nunca fue boyante. Peor aún, como jamás se configuró el previsto cuerpo de doctores, el prior se limitó a usar de la facultad de graduar como quiso o pudo, sin preocuparse por estructurar una auténtica universidad. De hecho, cuando el rey ordenó a la naciente Universidad de La Habana, en 1728, regirse por los estatutos de Santo Domingo, la primera pidió copia a la segunda, pero el prior y rector debió confesar que nunca habían existido.69 A raíz de ello, Santo Domingo preparó unos estatutos, aprobados apenas en 1751, al cerrarse el pleito con los jesuitas.70

Del dicho al hecho El privilegio se ganó en el sexenio en que la corona pagaba la instrucción de doce frailes en el convento de la ciudad, que oyeron lecciones, entre otros, del fraile Jordana. A él acudían también estudiantes seculares, como el dicho licenciado Calvo. El último libramiento fue en julio de 1542, estando ya la bula en la ciudad. ¿Continuaron las lecciones o cesaron a medida que se volvía crítico el estado del convento, como ya lamentaba el provincial a Carlos V en 1544? ¿Se usó de la bula para graduar a los estudiantes, a frailes preclaros o a miembros del cabildo eclesiástico o la audiencia? Faltos de fuentes más puntuales, existe una interesante información judicial, levantada en julio de 1559, justo a veinte años de la carta papal. En 1559, el licenciado Alonso Maldonado, presidente de la audiencia desde 1553, fue acusado, en su juicio de residencia, de permitir a Padilla, su médico particular, hacerse doctor en el “Convento de Santo Domingo de esta Ciudad, por virtud de una Bula que dice tener del Papa […], no siendo, como no es, Universidad que tenga facultad para ello”.71 Según costumbre, hubo cuestionarios para inquirir acerca de las denuncias. El interrogatorio escrito por éste para su descargo consta de 92 preguntas, y lo respondieron unos cuarenta testigos, simples vecinos, mujeres, miembros del cabildo eclesiástico, frailes de los tres conventos y clérigos seculares. La pregunta Delio J. Carreras Cuevas, “La Universidad de San Jerónimo de La Habana”, en Universidad de La Habana, 222, enero-septiembre, 1984, pp. 104-126, p. 110. 70 Cipriano de Utrera, Universidades..., 1941, pp. 259 y ss. 71 Cipriano de Utrera encontró el juicio en AGI, Justicia, 102-A; ver “El estudio de la Ciudad de Santo Domingo”, en Clío, 82, julio-diciembre, 1948, pp. 145-177, p. 154, nota 11. Como señala, se trata de un expediente de “no menos de 15 pulgadas” de alto; y se puede añadir, con una escritura encadenada en extremo difícil de leer. El cuestionario, de 20 de julio de 1559, y las respuestas van, en numeración moderna, de la foja 321 a la 829. 69

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39 pretendía probar que la orden en efecto poseía una bula que le permitía graduar, y que Maldonado no innovó al impulsar el doctoramiento de su médico, pues desde tiempo atrás el convento había conferido grados: 39. Iten, si saben que mucho tiempo antes que el dicho Lic. Alonso Maldonado, presidente que fue desta real abdiencia, viniese a residir en el dicho officio de presidente, se graduaron muchas personas en esta ciudad, de bachilleres y licenciados y dotorres [sic], por pribilegios que tiene el dicho monesterio de Santo Domingo desta ciudad, y está en esta posesión de muchos años a esta parte.

Arriba de 30 testigos la contestaron. En cuanto a la bula, cuantos dijeron saber algo de ella, confirmaron que el convento la poseía, pero no coincidieron al decir desde cuándo. Unos hablaron de 25 años o más, si bien sólo tenía 20. Por otra parte, la mayoría “oyó dezir” que los frailes poseían el documento. Se trata por lo común de “vezinos”, es decir, laicos, que difícilmente accederían a él. Los dos franciscanos saltaron la pregunta; dos mercedarios corroboraron la existencia de la bula, sin decir si la vieron, y dos callaron. Mejor informado parece el cabildo, al menos una parte. Mientras el deán, un licenciado Gómez, y el canónigo Alonso de Madrid —racionero ya en 1540—72 sólo afirmaron que “se dize”, el licenciado Tomás Franco —a cuyo testimonio volveré— y el racionero Domingo de Arcos dijeron conocerla. El último, lector de gramática en el colegio-universidad real de 1542 a 1562, cuando fue procesado en un pleito con el deán,73 dijo que “a visto la bula y privilegio que el dicho monesterio tiene para ello de su santidad” (f. 595 v.). Lo mismo aseveraron todos los dominicos: Rodrigo de Vera, Diego Baraona, Andrés de Santiago, y el provincial Burgalés. Por desgracia, no informaron mucho mejor que otros declarantes. Vera, por ejemplo, quien fue prior en 1537, cuando se tramitaba la bula, aunque declaró llevar más de treinta años en el convento, le atribuyó una antigüedad de “más de veynte e quatro años” (f. 314,v.). Si poseían al menos la copia notarial de 1542, sorprende que hablaran a pulso de un asunto de interés primordial para la orden. Burgalés, Genaro Rodríguez Morel, op. cit., 2000, p. 16. Cipriano de Utrera narra y documenta el conflicto en “El Estudio de la Ciudad...”, 1948, nota 28, p. 169. Los enemigos de Arcos lo acusaban de luterano. En esa coyuntura, Burgalés escribió a Las Casas, intercediendo por aquél, lector de gramática por más de 20 años en el colegio de Gorjón, es decir, en “esta ciudad y collegio y universidad” (Cipriano de Utrera, Universidades..., 1941, doc. 3, p. 18, sin fecha). Resulta evidente que la orden, antes que impugnar la existencia del colegio-universidad, le reconocía el título, y hasta intercedía por un lector suyo. 72 73

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que tanto sabía, se limitó a señalar: “este testigo se halló presente a todos los que se han graduado en este monesterio, porque tiene privilegio de su santidad para podello hazer, los quales tiene este testigo en su poder, por ser el prior del convento” (f. 794). En cuanto a los grados impartidos, hay mayor número de testigos informados, pues la mayoría declaró haber estado en una ceremonia de graduación, cuando menos. Pero no en muchas más. La media de respuestas apunta a que se otorgaron unos cuantos “avrá veynte años poco más o menos”, y que la práctica cesó, hasta el caso de Pineda, ocurrido, según el canónigo Madrid, hacía “quatro años & poco más o menos” (f.712). De haber continuado la práctica, no habría hecho ruido ese grado —tal vez el único— en los seis años del presidente. Es de notar que, con tantos testigos, nadie evocó por su nombre a más de dos graduados, todos de doctor. Además, no se habló de grado alguno de licenciado ni bachiller, a pesar de que la pregunta pedía informar al respecto. El total de respuestas suma cinco nombres, todos muy anteriores, salvo el de Pineda. Se señaló a Burgalés, graduado de maestro en teología 15 o 20 años antes, según el recuerdo de cada declarante. Un doctor Sepúlveda, médico, tal vez muerto, pues la declarante fue su mujer, que situó el grado “abrá más de veinte y seis años”. Se mencionó a un doctor Monroy, y un nativo de la isla habló de “un fulano León”. Si aparte de esos cinco, hubo otros grados, no quedaron en la memoria colectiva. El canónigo Franco, “protonotario” ya en 1540, miembro del cabildo,74 dio rica información. Pero él, que dijo haber visto doctoramientos en España, al enlistar los de la ciudad, tocó el del médico Sepúlveda —unos 25 años antes— y el del teólogo Burgalés, agregando “que no tiene memoria de otros que después se an graduado” (ff. 611-612). Por otra parte, de tantos testigos, nadie se dijo graduado en el convento: ni seglar ni clérigo, ni miembro del cabildo catedral, y ni los propios dominicos. Burgalés se abstuvo de mencionar su grado. Lo obtuvo antes de 1551, fecha en que lo confirmó el capítulo general de Salamanca, que dio rango de estudio general al convento de la ciudad. Con el grado magistral de Burgalés, se aprobaron los de dos presentados, Antonio de León y Pedro Ortega. El acta acotó que para alcanzar el magisterio debían enseñar por cuatro años y ser propuestos al capítulo por el provincial.75 De existir otros grados de frailes en los primeros 13 años de Genaro Rodríguez Morel, op. cit., 2000, p. 16. Cipriano de Utrera cita, en Universidades..., 1941, p. 167, los pasajes de las Acta capitulorum generalium Ordinis Praedicatorum, 1220-1880, al cuidado de Benedictus Maria Reichert, Roma, MOPH, 1898-1904, sin indicar el volumen ni la página, pero sí la fecha: 17 de mayo de 1551. 74 75

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la bula, se habría manifestado entonces, pues las constituciones obligaban a refrendar sus títulos ante un capítulo general. Salvo Franco, que al dar su testimonio ponderó las muchas letras en artes, filosofía y teología de Burgalés, y la solvencia médica de Pineda, nadie dijo que los grados eran un premio a los estudios o al saber de los candidatos. Del juicio a Maldonado resultó que éste: por tener por amigo y familiar [...] a un médico que se llamaba Pineda, porque le curaba y curó su casa mientras estuvo [en la ciudad], sin interés, y por otros respetos, permitió que el convento de Santo Domingo desta cibdad, por virtud de una bula que dize tiene del Papa, le diese grado de doctor: no siendo, como no es, Universidad que tenga facultad para ello.76

El viejo prior, cuyas licencias para graduar al médico se ponían en entredicho, en vez de ponderar los méritos académicos del protegido del presidente, sólo dijo que el monasterio “tiene privilegio de su santidad para podello hazer”. Al menos dos de los cinco grados recordados por los testigos se dieron en medicina, disciplina que con seguridad no se impartía en toda la ciudad, menos en el convento. Resulta pues que la licencia se ejercía ad libitum, según los intereses de la orden. En el caso Padilla, para mantener buenas relaciones con el presidente. Sin duda, la bula permitía graduar al prior-rector sin haber un aparato escolar y corporativo estable, y sin claustro de doctores digno del nombre de universidad. Pero quizás aquella realidad se hallaba un tanto lejos del proyecto imaginado en 1538. Volviendo a la declaración del canónigo Franco, él apuntó un dato decisivo para comprender el conflicto en torno a Pineda. “El abdiencia”, que sin duda tenía diferencias con su presidente, intentó impedir la promoción de Padilla, y “embió a mandar a los frayles que no le diesen [el] grado”; éstos “mandaron a cerrar las puertas de la yglesia porque no le ympidiesen” al prior otorgarlo (ff. 611v.-612). Al margen de lo que pasaba entre los jueces reales y su presidente, la rebeldía de los frailes en nombre de los privilegios papales ponía el dedo en la llaga acerca de si podían seguir actuando al margen de la autoridad real. El conflicto de fondo surgió una década después, en 1568. El doctor Santiago del Riego, fiscal de la audiencia (1566-1572), notificó al consejo de la bula de los dominicos y pidió que “cesase el exercicio de la universidad de ella y se anulasen los grados que se habían dado, por no haver cédula de S. M. para el cumplimiento de la bulla de Paulo 3o. del año de 76

Cipriano de Utrera, “El Estudio de la Ciudad...”, 1948, p. 155, nota 12.

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1538”.77 Crecía el celo de las autoridades seculares por la estricta observancia del regio patronato. Los dominicos enviaron un memorial al rey. Reconocían la necesidad de su licencia para usar de la bula, pero alegaban —algo no del todo cierto— que nadie había objetado la concesión de los grados. Pedían al rey, en nombre del provecho que se seguía a la ciudad con los estudios y el privilegio, reconocer los grados otorgados y permitir seguir usando de la facultad pontificia. Además, enviaron una copia de la bula.78 El consejo pidió informes a la audiencia, en 1570, sobre lo que convenía hacer. A partir de entonces se pierde, durante décadas, toda mención de la facultad del convento para graduar. El carácter tan esporádico de los grados concedidos por el convento, más los choques con la audiencia, sin contar con las penurias económicas, todo debió propiciar el gradual olvido o abandono de los privilegios papales. Unos cuantos ejemplos bastan para ilustrar esa situación entre fines del siglo xvi y comienzos del siguiente. En su multicitada relación, al cabo de ocho años como oidor, Echagoyan trató con amplitud del mal estado del colegio de Gorjón, con facultad “de S. M. para que se puedan graduar en ella [sic] los que ahí estudiaren”. En cambio, al hablar de Santo Domingo, cuya gran iglesia exaltó, dijo: “De los frailes no tengo relación porque luego pasan a otras partes y paran ahí poco, por la necesidad. Está ahí siempre un fraile que se llama el Maestro fray Alonso, burgalés [sic]; es muy viejo y grande letrado [...] Habrá 40 frailes”.79 Alabó las letras de Burgalés, pero nada había oído sobre la ciencia de los otros. Con lo bien informado y su simpatía por el viejo fraile, sabría de las lecciones en el claustro, pero no las halló dignas de nota. Antes bien, al notar lo poco que duraban los frailes, corroboró a otras fuentes sobre la falta de condiciones para una vida comunitaria (y escolar) estable. Y mientras señaló la licencia real del colegio de Gorjón para graduar, nada dijo de la bula de los dominicos. En cambio, insistió en que los frailes estaban siempre de paso y padecían necesidad. En 1595 el aparente olvido era tal, que la provincia misma de Santa Cruz escribió al rey Felipe que su padre “fundó en dicha Ciudad e Isla [una] Universidad donde se leyesen Gramática, Cánones y Leyes y se dotaron cátedras”. Con todo, se olvidó de erigir la de teología moral, y suplicaban 77 AGI Santo Domingo 490. Minuta de los papeles que se sacaron de secretaría sobre Santo Domingo, sin fecha, pero tienen que ver con la fundación de la Universidad de La Habana. 78 La cédula real de 19 de noviembre de 1570 resume la respuesta de los dominicos, y fue editada por Vicente Beltrán de Heredia, “La autenticidad...” p. 449. Cipriano de Utrera, en La inmaculada Concepción. Documentos para la historia de la Arquidiócesis de Santo Domingo, p. 42, sugiere haber visto el memorial de los dominicos, pero omite su localización. 79 Ver arriba, nota 15; p. 442.

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mandarla fundar y dotar.80 Como adelanté, si ellos tenían universidad, ¿por qué pedían al rey crear la nueva lectura en el colegio de Gorjón y no en su propio convento? Tres años después, cuando los dominicos pretendían fundar un convento en Santiago de los Caballeros, el cabildo secular escribió al rey destacando los grandes méritos de la orden en la isla: “y es público y notorio que el conuento que tiene fundado en la ciudad de Santo Domingo pasa de treinta frayles y a tenido y tiene estudios de artes y theulugía”.81 Se pondera su estudio sin destacar su carácter de universidad. Por lo demás, si al parecer se olvidó la opción a graduar, o se abandonó un tiempo por presiones de la corona, no cesó la docencia, que sobrevivía con altas y bajas, en medio de penurias económicas. En una información de 1571, a la que volveré, se señaló que, por “la gran necesidad que ay”, sólo se leían dos lecciones, “la una de latinidad y la otra de teología”. El estudio de artes se había interrumpido. Un testigo manifestó: “…que se an ido muchos al dicho convento a deprender latinidad e artes, e que siempre se han leido en el dicho monasterio, y este testigo oyo en el dicho monesterio un año de lógica, e a [un] hijo suyo, a enviado al dicho monesterio a deprender latinidad”.82 Como indiqué, al erigirse la universidad de los predicadores en 1538, no se previó nada concreto para su financiación, lo que la condenó a vivir atada a la suerte del convento. Salvo en el primer medio siglo, los documentos señalan, de una u otra forma, las penurias de la orden. Al expedirse la bula, el acaparamiento de bienes iba en ascenso. Al menos así se informó a Carlos V, quien amonestó a los frailes en 1544. Burgalés, entonces provincial, respondió en tono agrio, un tanto cínico: el emperador les pedía “que dexemos las rentas e posesiones e vivamos en toda pobreza”.83 Cuando la Iglesia era pobre, hervía en caridades, pero en sus tiempos, los obispos eran “poderosos”, y el mismo papa posee “grand parte del imperio occidental”. En consecuencia, se había enfriado la caridad. Por lo mismo, las limosnas eran cada vez más inciertas, y aprovechaba más que los frailes se guardaran en sus casas, ocupados en oficios divinos, que no en pasar los días “de plaza en plaza y de calle en calle”. Peor aún en esos tiempos, cuando los españoles les negaban limosna en represalia por “la livertad de los yndios” (la reciente 80 Cipriano de Utrera, “El Estudio de la Ciudad...”, 1948, p. 165, nota 28, quien remite a AGI, Santo Domingo 900. Compárese con lo dicho en nota 73. 81 AGI Santo Domingo 59, doc. 24. 82 El contador Pedro Serrano. Emilio Rodríguez Demorizi, Cronología..., 1970, pp. 25-26, cita extractos a partir de la colección inédita de documentos copiados por Cipriano de Utrera. Está en AGI, Santo Domingo 12. Agradezco a Víctor Gutiérrez la transcripción del documento. 83 La respuesta completa en Universidades..., 1941, pp. 164-167.

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aprobación de las Leyes Nuevas), misma que “dizen [ellos] haverse negociado de nuestra parte”. Además, la casa tenía muchas deudas, y los casi 40 frailes vivían de “pan de raíces, mal pescado e agua salobre”, sin vino ni pan de grano. Pero como el rey se había olvidado de ellos —a diferencia de sus abuelos—, ellos debían aceptar herencias para pagar deudas y comer. De modo que si el monarca quería que dejaran su “renta”, pues que “mande pagar las deudas e nos mande dar de comer”.84 Cinco lustros más tarde, el tono retador del enérgico fraile era cosa del pasado. Ya en 1568 Echagoyan habló de la “necesidad” que el convento padecía. A continuación, en 1571, la orden promovió una información para pedir socorro al rey. Entonces, la palabra universidad se había borrado del horizonte.85 El convento oscilaba entre 30 y 40 frailes; su única renta, “un hatillo de bacas y de ciertos tributos [réditos] es tan poca, que toda ella junta no llega cada año a quinientos ducados de buena moneda”. La suma, asegura uno de los testigos, “no basta ni para la mitad de los dichos frayles”. Y si bien se reitera que no “se les da pan de Castilla a comer sino casabi, ni se les da vino si no es a los antiguos” y “no se les da pescado fresco”, la lista de penurias va más lejos. El convento no provee a los frailes “de hábitos ni túnicas”, salvo a veces de zapatos. Y si no había para “las necesidades hordinarias”, menos para los costosos reparos. “La casa que tienen [los novicios, al parecer 14], allende de yrse cayendo de vieja porque es ynrreparable, cae juntamente sobre la calle”, de donde llegan ruidos y malos ejemplos; el “rrefitorio” era en extremo estrecho; la enfermería, tan calurosa, que más mataba a los frailes que sanarlos. Los libros de coro eran inservibles: “devieron de ser algún tiempo mojados con agua de la mar, está la letra y el punto gastado y el papel carcomido”. En cuanto a los estudios, debido a la necesidad, “no se faze lo que se solía hazer”, por lo que quedaban reducidos a una lección de latinidad y una de teología, y “tienen falta de seglares que les vayan a oyr”.86 Sin duda, la situación no mejoró con los saqueos de Drake en 1586. Los relatos de años siguientes, y los de todo el siglo xvii tampoco son muy optimistas.87 En 1693, fray Diego de la Maza publicó un Memorial88 para informar del estado del convento y solicitar merced al rey, por enésima ocasión. Junto con un retrato apologético de la universidad, en el que abundaré, ofrece un 84 Cipriano de Utrera, Universidades…, 1941, fray Alonso Burgalés al emperador, Santo Domingo, 3 de marzo de 1544, p. 166. 85 Ver nota 82. 86 Ver nota 82. 87 Diego de la Maza, op. cit., 1954, sobre todo el cap. VII, pp. 46-50. 88 Citado en nota 57.

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buen panorama de la situación material del convento y de la isla. Da cuenta de los daños causados por los constantes ataques de corsarios. El comercio estaba casi suspendido, pues los productos de la tierra no salían de la isla y el ganado no tenía precio. Las grandes haciendas de cacao se habían perdido, mientras las de azúcar venían a menos conforme iban “muriéndose los Negros Esclavos por quienes se trabajaban”. Y al faltar los bienes de la tierra, se extinguieron las capellanías, principal sustento del convento. En semejante marco de penuria, una noticia adquiere valor casi simbólico: desde 1684 se había desplomado el techo de la iglesia mayor, quedando toda a la intemperie, sin que en diez años se hubiese acudido con algún auxilio para su reparación. A pesar de las evidentes penurias económicas, por razones difíciles de explicar, a partir del segundo tercio del siglo xvii se advierte una tendencia irreversible a intitular universidad al estudio de la orden. Tal vez logró cierta estabilidad, a causa de que en las primeras dos décadas llegaron nuevos grupos de frailes castellanos a vigorizar los decaídos conventos. “Este de Santo Domingo —decía un visitador en 1606— que es la cabeza y es capaz de treinta a cuarenta religiosos, no tiene aún para ir al coro”. Además, el convento envió a algunos hermanos criollos a estudiar a la península y al cabo de un tiempo volvieron a la patria.89 Una relación de la provincia al general, en 1632, señaló (tal vez exagerando), que ya se leía en el claustro gramática, artes, teología escolástica y teología moral, “con sus conclusiones, conferencias y actos mayores muy lucidos”. También informó, por primera vez en seis décadas, que el estudio “tiene por Bula particular las mismas preeminencias que la Universidad de Alcalá en España, y se gradúan en Artes, Teología; Cánones y Leyes, como en Universidad real y pontificia. En sus principios se graduaban en todas las Facultades”. Concluye con un señalamiento que muestra a una institución en camino de hacerse visible en aquella sociedad: “tienen cuidado los Padres en que los actos queden lucidos por haber allí Audiencia, Cabildo eclesiástico y Arzobispo”.90 Ya no graduaban en medicina, como al inicio, pero sí en leyes y cánones, disciplinas ausentes del estudio. Es cierto que muchas universidades peninsulares de reciente creación hacían lo mismo, pero ello sólo muestra que la bula se usaba más para graduar, previo pago de derechos, o como retribución de favores, que no como coronación de unos cursos. En su Memorial Cipriano de Utrera, que con el paso del tiempo hizo más patente su antipatía por los dominicos, rescató de diversas fuentes noticias puntuales al respecto. Ver La Inmaculada..., pp. 38-40. Parte de esos materiales los publicó Emilio Rodríguez Demorizi, op. cit., 1970. Cipriano de Utrera, Noticias históricas..., vol. I, 1978, p. 23; II, 1979, pp. 24, 40, 41, 340, passim. 90 Citado por Manuel Canal Gómez, op. cit., p. 15. 89

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de 1693 fray Diego de la Maza publicó por primera vez la bula, acompañándola con una loa de la universidad. De sus inicios, apenas si sabe lo que el propio documento deja entrever. Al referirse a sus grados, señala que no ha otorgado tantos como Lima o México, por la “cortedad de la tierra” y porque “de fuera acuden pocos”. No obstante, se trata de “sugetos de grandes letras y virtud, ya [sea] que hayan estudiado en dicha universidad, ya que les hayan conferido los grados aviendo ganado sus cursos en otras”. De los antiguos, menciona tres, y “de los que oy viven”, sólo siete, todos seculares, miembros del cabildo. Como en tiempo de Burgalés, el privilegio no estaba al alcance de los frailes de casa, sino de seculares “muy elegidos”, capaces de pagar. Sin duda por eso, Maza concluye: “No ay otros graduados [...] que tenga noticia el suplicante, porque con ser pocos, son muy elegidos”. Para graduarse, asegura, son “examinados con bastante rigor, según las leyes, [y] disposiciones de la referida Bula”.91 No hay duda pues de que la casa y las lecciones conventuales sobrevivieron, incluso en los momentos de mayores penurias. Por otra parte, a partir de los años treinta del siglo xvii, al desenterrarse la memoria de la bula, los frailes pudieron alegar la singularidad de su casa. Pero en los hechos resulta patente que aquella universidad, a más de siglo y medio de erigida —y en vísperas de los grandes conflictos con los jesuitas, en los que peligró su existencia misma— sólo se servía de la bula de modo muy ocasional. Se la desempolvaba ante todo para otorgar grados doctorales a “muy elegidas” personalidades, pero que jamás habían pisado sus aulas. Para ello, no requería de otros estatutos que lo dispuesto en la bula, donde se dejaba al prior la mano libre, al margen de todo control real y sin el contrapeso de un inexistente claustro de doctores. Por lo mismo, podía graduar también en facultades en las que no impartía docencia. Por algo el arzobispo Fernández de Navarrete se quejó, en 1679, de la “facilidad grande” con que los dominicos daban grados.92 Puesto que la orden, como acabamos de ver, no los otorgaba masivamente, el prelado se estaría refiriendo a la falta de rigor académico. En un medio donde las condiciones más adversas se arrastraban durante décadas, la mera existencia de la bula no bastaba para dar plena vida y consolidar a una corporación universitaria. De ahí la escasa frecuencia con que ejercía el acto universitario por antonomasia: el otorgamiento de Diego de la Maza, op. cit., 1954, pp. 32-33. Cipriano de Utrera, Universidades…, 1941, p. 198. Antonio Valle Llano, op. cit., 1950, p. 151. Lo sorprendente de esta afirmación es que, para esas fechas, el seminario conciliar había absorbido al colegio de Gorjón, pero el prelado declaró: “Teniendo los Estudios de esta Ciudad privilegio muy antiguo para dar grados, veo que ninguno se gradúa en ellos”. 91 92

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grados. Algo semejante ocurrió con el colegio. Si bien fue erigido en universidad por la corona, y contó en los primeros años con una aceptable renta propia, la situación general de la isla llevó a que sus réditos se devaluaran drásticamente. En tales condiciones, la cédula real tampoco bastó para que el colegio graduara con regularidad, si es que alguna vez lo hizo; las adversas condiciones le impidieron darse a sí mismo la cobertura institucional y corporativa susceptible de transformarse en una auténtica universidad.

EL COLEGIO DE SAN PABLO Y LA UNIVERSIDAD DE SAN MARCOS

Pedro M. Guibovich Pérez Pontificia Universidad Católita del Perú [email protected] A la memoria de Carmen Castañeda

Después de cinco meses de su partida de San Lúcar de Barrameda, el 28 de marzo de 1568, el primer grupo de jesuitas destinado al Perú, liderado por el provincial Jerónimo Ruiz de Portillo, llegó al puerto de El Callao. Aquel día, para asombro de unos y espanto de otros, el cielo de Lima se ensombreció debido a un eclipse. De esta manera, según el cronista jesuita Jacinto Barrasa, se puso de manifiesto la voluntad divina, ya que con el ocultamiento de los astros quiso Dios que sólo resplandeciese la auténtica luz del mundo, Jesucristo, y así borrar del firmamento “con las sombras del olvido los falsos dioses que esta gentilidad adoraba, en que contaba en primer lugar al sol y después la luna y demás astros”. Días más tarde, otro hecho causó aun mayor pánico entre los pobladores de la capital: mientras Ruiz de Portillo predicaba en la iglesia de Santo Domingo, la tierra tembló. Esto lo atribuyó Barrasa a la acción del demonio, quien de este modo expresaba su temor a ser expulsado del Perú por los ministros del evangelio.1 Una lectura atenta de la crónica de Barrasa, la más completa de las varias escritas en el siglo xvii sobre la Compañía de Jesús, permite documentar con bastante detalle la historia del primer siglo de la orden en el virreinato peruano: las fundaciones de colegios y seminarios, las misiones permanentes e itinerantes, la labor educativa y el ejercicio de la piedad, pero también los conflictos con los poderes constituidos, algunos de los cuales tuvieron tanta resonancia en la sociedad colonial como la podían tener los fenómenos naturales. 1

Biblioteca Nacional del Perú, Sala de Investigaciones, mss. A 620 (en adelante BNP).

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La Compañía de Jesús fue la última de las grandes órdenes religiosas en arribar a las antiguas tierras de los incas durante el siglo xvi. No obstante, pronto alcanzó un lugar prominente en la sociedad. En pocos años, sus miembros se volvieron confesores de virreyes, preceptores de los hijos de ricos mercaderes y terratenientes, censores del Santo Oficio, guías espirituales de monjas y administradores de propiedades agrícolas. Pero, sin duda, fue en el campo de la educación donde más destacaron. Los jesuitas llegaron al Perú con el prestigio de tener una gran experiencia en la docencia de las humanidades, lo cual les permitió competir, cuando no colisionar, con quienes se dedicaban a una tarea similar, en concreto con otras órdenes religiosas y la universidad. El litigio entre el colegio de San Pablo y la Universidad de San Marcos es uno de los episodios más interesantes y prolongados de la historia de las instituciones coloniales de Lima. Constituye una excelente ventana para observar la lucha por el poder, el ejercicio de la docencia, la formación de las instituciones, las desavenencias y pugnas dentro de la Compañía de Jesús, el ejercicio del regio patronato, las aspiraciones del claustro universitario y la voluntad por cooptar a la máxima autoridad colonial, entre otros aspectos. Las relaciones conflictivas entre el colegio de San Pablo y la universidad han sido de interés para los historiadores desde bastante tiempo atrás. A fines del siglo xvii, Jacinto Barrasa reseñó los hechos de manera breve y atribuyó el origen del litigio a la propuesta del virrey Francisco de Toledo para que las cátedras de artes y teología impartidas en San Marcos quedasen a cargo de los jesuitas y que el rector de San Pablo y un jesuita “docto” fueran el rector y el canciller de la universidad, respectivamente. Los miembros de la compañía no aceptaron estas responsabilidades debido a sus tareas pastorales, como también porque, según Barrasa, se nos pedían o ponían algunas condiciones, que tenían más de carga, que de conveniencia. Siendo últimamente el mayor reparo o dificultad a nuestra modestia, y lugar último en toda prelación que parece se hacía de nuestras lecciones o cátedras entonces primerizas y noveles a las más antiguas y acreditadas de otras sagradas religiones.2

La actitud de los jesuitas habría molestado al virrey, quien ordenó el cierre de los estudios de aquéllos y que sus alumnos acudieran a la universidad. Para Barrasa, el litigio concluyó en 1581, cuando luego de la partida 2

BNP, mss. A 620, pp. 135-136.

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de Toledo a España se reiniciaron las clases de latín y la enseñanza de la juventud.3 En tiempos más recientes, Luis Antonio Eguiguren,4 Rubén Vargas Ugarte,5 Luis Martin6 y Martín Monsalve7 han vuelto sobre el tema. Mientras Vargas Ugarte y Martin han tratado de entender el origen del litigio en un contexto histórico específico, el de la historia del colegio de San Pablo, Eguiguren y Monsalve lo han relacionado con la política seguida por Toledo durante su gobierno entre 1569 y 1581. Defensor del régimen del regio patronato y, en consecuencia, protector de la universidad, el virrey se esforzó por convertirla en un centro de estudios destinado a formar a las futuras élites del virreinato y, de esa manera, crear los cuadros para la administración civil y eclesiástica, como lo hacían las universidades peninsulares desde la época de los reyes católicos.8 No cabe duda de que el litigio entre San Pablo y San Marcos constituyó un prolongado y esencial capítulo en sus respectivas historias institucionales. Vargas Ugarte, Martin y Monsalve se limitaron a narrar preferentemente los sucesos acaecidos en el siglo xvi, en tanto que Eguiguren ofreció un amplio corpus documental, algo desordenado, pero de todas maneras útil. En el presente texto reconstruyo los hechos a partir de diversas fuentes primarias y propongo entender el conflicto como un proceso crucial en la consolidación institucional tanto de San Marcos como de San Pablo.

1. Los años iniciales del colegio de San Pablo Tras permanecer algunos días en el puerto de El Callao, el primero de abril de 1568 los jesuitas hicieron su entrada en Lima y los religiosos de Santo Domingo les brindaron alojamiento.9 Una de las primeras acciones de los miembros de la compañía fue visitar al licenciado Lope García de Castro, gobernador del virreinato y presidente de la audiencia, para presentarle la Loc. cit. Luis Antonio Eguiguren, La universidad en el siglo XVI, Lima, Imprenta Santa María, 1951, t. I, pp. 73-76. 5 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús, Burgos, Aldecoa, 1963, t. I, pp. 134-140, 287-292. 6 Luis Martin, La conquista intelectual del Perú, Sevilla, Casiopea, 2001, pp. 44-50. 7 Martín Monsalve, “Historia de la Universidad de San Marcos y de la Facultad de Teología (1551-1640)”, en Revista Teológica Limense, vol. 18, núm. 2-3, 1994, pp. 288-331. 8 Richard Kagan, Universidad y sociedad en la España moderna, Madrid, Tecnos, 1981. 9 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, Burgos, Aldecoa, 1959, tomo I, p. 37. 3 4

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real cédula por la cual Felipe II anunciaba la llegada de los jesuitas y ordenaba a Castro brindarles un lugar donde establecerse.10 Antes de acudir a la entrevista, los ignacianos habían recorrido la ciudad evaluando la localización de las otras comunidades religiosas y la densidad de la población de los barrios, y observando con interés varios solares ubicados a tres manzanas al este de la plaza mayor y del convento de los franciscanos, en una zona por entonces bastante habitada.11 La audiencia encargó al oidor González de Cuenca, muy afecto a la Compañía de Jesús, el establecimiento de los nuevos religiosos. Para ello se acordó realizar una información, en la cual testificaron siete vecinos de Lima. Todos ellos declararon bajo juramento que el lugar propuesto por los jesuitas era adecuado para la nueva fundación, pues tenía una buena ubicación y era saludable. Tres de los testigos especificaron que era la mejor para un colegio y muy conveniente para el estudiantado. Fundado en estas opiniones, García de Castro firmó un decreto por el que expropió las fincas y las otorgó a los jesuitas, quienes se comprometieron a pagar más de 12 mil pesos a los anteriores propietarios.12 La real hacienda entregó a Ruiz de Portillo 200 pesos, pero este último tuvo que tocar las puertas de algunos miembros pudientes de la sociedad colonial para reunir el resto del valor en que habían sido valuadas las fincas expropiadas en su beneficio. En la cuaresma de 1569, los jesuitas se trasladaron a su nueva propiedad. Una vez allí, Ruiz de Portillo demolió paredes y construyó aulas, una capilla y habitaciones privadas, e incluso una pequeña biblioteca para albergar los libros traídos de Europa. Nombró a Diego de Bracamonte como primer rector de la naciente comunidad.13 Este último describió, a principios de 1569, el inicial asentamiento de la orden de la siguiente manera: fue servido Dios, porque comencemos, que acertamos a tomar un sitio en lo mejor de la ciudad, el cual es una cuadra entera que tiene en circuito mil y seiscientos pasos, digo pies, donde ay para colegio, iglesia, casa de probación, escuelas y lo demás necesario, muy gran comodidad, y para una huerta que seguida de cuatrocientos pies de largo y doscientos de ancho; tiene el sitio dos acequias de agua muy claras y grandes, la una pasa por el patio principal o claustro, el 10 La real cédula se puede consultar en Bernabé Cobo, Historia de la fundación de Lima, Lima, Imprenta Liberal, 1882, pp. 267-268. 11 Luis Martin, op. cit., 2001, p. 30. 12 Inquisitio, Lima, 17 de abril de 1568, en Antonio de Egaña, Monumenta peruana I (15651575), Roma, Monumenta Historica Soc. Iesu, 1954, pp. 182-190. 13 Luis Martin, op. cit., 2001, p. 32.

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cual está plantado de naranjos, y tiene de ancho ciento y ochenta pies y otro tanto de largo, tiene cuarenta y dos naranjos dentro muy hermosos, que dan ser al patio; la otra acequia pasa por la huerta y juntanse al salir de casa.14

Éste fue el modesto comienzo del colegio de San Pablo, el más importante de los fundados por los jesuitas en el virreinato peruano, y en esos solares funcionó hasta la expulsión de la orden en 1767. Junto con la labor pastoral, los miembros de la compañía se dedicaron con especial ahínco a la enseñanza de las humanidades.15 A inicios de 1569, uno de ellos, Miguel de Fuentes, se ocupaba de los novicios y de dictar dos clases de gramática. A estas últimas asistían cuarenta alumnos. En opinión del rector Bracamonte, Ruiz de Portillo había considerado iniciar la docencia “al ver la juventud de esta tierra tan perdida por no haber en que entretenerlos, siendo tan buenas habilidades”, y como una manera de dar a conocer la labor de la orden. Bracamonte reconocía que había muchas más personas que querían estudiar, pero que no las había aceptado para no ocupar a Fuentes más de dos horas al día. Se trataba de acostumbrar a esos pocos alumnos al régimen de estudios de la Compañía de Jesús. El futuro se presentaba optimista ya que, según el rector, los jóvenes habían mostrado ser aplicados y virtuosos “dando gran ejemplo en el colegio, en el pueblo y en sus casas, y en actos públicos de conclusiones y dos coloquios que han hecho, han mostrado el cuidado con que estudian y se les enseña”.16 Durante los primeros años, las presiones por parte de la máxima autoridad virreinal para que los jesuitas fundaran otros colegios en las principales ciudades del virreinato encontraron resistencia no sólo entre los miembros de la orden en el Perú, sino también entre sus superiores en Roma. La política de la compañía era más cauta: había que consolidar progresivamente el funcionamiento de los colegios de Lima y el Cuzco, y en particular los estudios en el primero. En esos años, es comprensible que surgieran dudas acerca de si era lo más correcto lo que se estaba haciendo en tierras americanas. Así, para Francisco de Borja, la dedicación del provincial Ruiz de Portillo a la construcción del colegio fue objeto de reparo, ya que en su opinión deCarta de Diego de Bracamonte a los padres y hermanos de la compañía, Lima, 21 de enero de 1569, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 248-249. 15 La finalidad del curso de humanidades era perfeccionar el latín de los estudiantes mediante ejercicios literarios, y para ello leían a Virgilio y Catulo, César, Salustio, Plutarco, Horacio y Ovidio, entre otros. Todo esto los preparaba para seguir las clases de retórica. Martín Monsalve, op. cit., 1994, p. 324. 16 Carta de Diego de Bracamonte a los padres y hermanos de la compañía, Lima, 21 de enero de 1569, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 264-265. 14

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bían ser las obras espirituales y no las materiales las que correspondieran a la compañía. En una carta dirigida a Portillo le expresó que “de ver que lo inquietan las casas o colegios a donde se hace, tengo muy determinado dejarlas y antes padecer alguna incomodidad cuando se puede sufrir”.17 A pesar de las prevenciones del general de la orden, el crecimiento del colegio de San Pablo prosiguió lento, pero firme. En 1570, Sebastián Amador, al dar cuenta a Francisco de Borja del avance de las obras del colegio, señalaba que en el patio “oyen sermones los de fuera”; además, informaba de la construcción de cuatro celdas que servirían de confesionarios para los hombres y “unas escuelas a una parte del patio junto a la iglesia […] donde prueban extenderse los estudiantes”. Por entonces, se dictaban dos clases de gramática, una para menores y otra para medianos, a cargo de los jesuitas Juan Gómez y Antonio Martínez, respectivamente, y se pensaba iniciar los estudios de teología, aunque se ordenó desde Roma que esto último se hiciese cuando se contara con catedráticos competentes.18 Los progresos del colegio continuaron. Además de las clases de gramática, se tenía previsto el inicio de un curso de artes. El número de estudiantes, según Juan Gómez, el maestro de gramática, iba cada día en aumento “porque van gustando de las letras, que asta agora no era fruta de esta tierra”. Los asistentes a clases sumaban alrededor de 100, y se esperaba que aumentaran a 200. En el aula de “mayores”, los estudiantes de gramática se ejercitaban “en dar cuenta muy bien de lo que nota y lee el maestro”. Los alumnos de retórica, por su parte, escribían sus discursos cada semana y los sábados los exponían ante sus compañeros y maestros. Pero, para algunas fiestas religiosas importantes, los mismos estudiantes componían discursos “con más erudición”, los cuales eran leídos en público. En tales ocasiones, de acuerdo con Gómez, “los vienen a oír mucha gente principal del pueblo; y se maravillan mucho que unos muchachos tan chiquitos tengan juicio para componer oraciones tan elegantes, las cuales se podrían decir sin vergüenza en la universidad de Salamanca y Alcalá”. Como en otros colegios de Europa, en San Pablo, los jesuitas, con la finalidad de promover la excelencia académica y alentar la competencia, introdujeron la práctica de conceder premios a los alumnos más destacados. Otro componente importante del plan de estudios fue la actividad dramática escolar. Así, en la fiesta de San Bartolomé, los jóvenes pupilos representaron una comedia sobre el triunCarta de Francisco de Borja a Jerónimo Ruiz de Portillo, Roma, 14 de noviembre de 1570, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, p. 390. 18 Carta de Sebastián Amador a Francisco de Borja, Lima, 1 de enero de 1570; carta de Juan de Polanco a Diego de Bracamonte, Roma, 14 de noviembre de 1570, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 350-351 y 406, respectivamente. 17

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fo de la sabiduría, a la cual asistió el virrey Toledo, quien habría asegurado que, una vez concluida la visita general del virreinato, “había de procurar que se hiciese universidad para que los estudiantes más se animasen con los grados con premiar a los estudiosos”.19 Junto con la actividad teatral, las obras de caridad y las prácticas devocionales hicieron que los jesuitas lograran reconocimiento en la sociedad colonial. Esto, sumado al aumento de los cursos, constituyó un atractivo mayor para que los jóvenes decidieran matricularse en San Pablo, en particular aquellos deseosos de optar grados y con ellos poder insertarse dentro de las administraciones civil o eclesiástica. Lo cierto es que los estudiantes en San Pablo, en 1572, sumaban 130 y a las dos clases de latín se había sumado el curso de artes. El entusiasmo por los progresos de la novel fundación es manifiesto en los documentos de la época. El provincial Bartolomé Hernández escribió, con orgullo, que las clases de San Pablo iban a traer grandes beneficios para la sociedad colonial, porque de ellas egresarían los candidatos para ocupar los curatos. Los estudiantes jesuitas, en su opinión, habrían de ser más útiles que los que venían de la península, “porque sabrán la lengua de los indios, juntamente con las letras y virtud, que aprenden muy tarde y con mucho trabajo los que vienen de allá”.20 Un nuevo capítulo en la historia del colegio de San Pablo se abrió con la visita de Juan de la Plaza. El 23 de abril de 1573 Everardo Mercurian fue elegido cuarto general de los jesuitas. Semanas más tarde, el 29 de junio, el nuevo superior escribió su primera carta al virrey Toledo, en la que además de comentarle la muerte de su antecesor, Francisco de Borja, y su elección como cabeza de la Compañía de Jesús, anunciaba al virrey el nombramiento de un visitador de la orden que viajaría al Perú con todos los poderes necesarios a fin de resolver los problemas existentes en Lima: el cuestionado desempeño de Ruiz de Portillo como provincial y la fundación de nuevos colegios, entre otros.21 El hombre que Mercurian eligió como primer visitador era una persona severa y escrupulosa, con muchos años de experiencia en la 19 Carta de Juan Gómez a Francisco de Borja, Lima, inicios de 1571, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 425-426. Sobre la actividad teatral en los colegios de la compañía en el Perú, puede verse Pedro M. Guibovich, “A mayor gloria de Dios y de los hombres: el teatro escolar jesuita en el virreinato del Perú”, en Ignacio Arellano y José Antonio Rodríguez Garrido (eds.), El teatro en la Hispanoamérica colonial, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2008, pp. 35-50. 20 Carta de Bartolomé Hernández a Juan Ovando, Lima, 9 de abril de 1572, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, p. 472. 21 Carta de Everardo Mercurian a Francisco de Toledo, Roma, 27 de junio de 1573, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 529-532. Vid. además Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1959, t. I, pp. 89-92.

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orden. Llevaba instrucciones adicionales acerca de eliminar las diferencias entre los jesuitas de Lima y el virrey Toledo a propósito del plan de este último de encargar a la compañía las doctrinas rurales. El general recomendó al visitador manifestar siempre hacia Toledo “todo amor y respeto como se debe a su persona y oficio”, dado “al amor que tiene, bien que ha hecho y desea hacer a la Compañía”.22 Una de las tareas centrales de Plaza estaba relacionada con el ejercicio de la docencia por parte de los jesuitas. Mercurian ordenó al visitador que no se abriesen nuevos colegios, casas de probación, escuelas de niños o de indios. Había que consolidar los colegios de Lima y el Cuzco.23 No cabe duda de que el general tenía en mente el desarrollo de San Pablo cuando eligió a los hombres que debían acompañar a Plaza. Entre ellos se encontraban el doctor Juan de Montoya, que había enseñado filosofía en el colegio de Roma; Baltasar Piñas, dos veces rector de colegios españoles y licenciado en artes; Antonio López, un buen humanista; el italiano Bernardo Bitti, pintor; y Melchor Marco, experto en música.24 Con la finalidad de hacer de San Pablo una institución educativa similar a las establecidas por la orden en Europa, Mercurian ordenó a Plaza elegir de entre los jesuitas españoles residentes en la península a dos o tres religiosos más, para que fueran profesores de teología y sagrada escritura en el colegio de Lima. En cuanto a suspender o mantener los cursos que se estaban dictando en San Pablo sin expresa autorización del general, Mercurian autorizó al visitador a actuar de acuerdo con su criterio, pero con firmeza le decía que “aunque parezca entretenerlos y que han quedar allí los nuestros”, no se debían confirmar tales cursos sin antes avisar de ello a Roma. La férrea voluntad centralizadora del general se pone de manifiesto cuando le dice que en “caso que suspendiesen, podrá emplear los [textos] que llevare en nuestros ministerios, y especialmente de la doctrina cristiana”.25 Plaza tuvo que esperar en España más de un año para poder partir hacia el Perú. Sus cartas durante ese tiempo muestran a un hombre abrumado por una misión que sobrepasaba sus fuerzas y capacidades. Ocupó su tiempo en el estudio de lo que sucedía en el lejano virreinato, escuchó a todos aqueInstrucciones de Everardo Mercurian a Juan de la Plaza, Roma, junio de 1573, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, p. 540. 23 Instrucciones de Everardo Mercurian a Juan de la Plaza, Roma, junio de 1573, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, p. 535. 24 Luis Martín, op. cit., 2001, p. 39; Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1959, t. I, p. 95. 25 Carta de Everardo Mercurian a Juan de la Plaza, Roma, 26 de junio de 1572, en Antonio de Egaña, op. cit., 1959, p. 644. 22

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llos que podían explicarle algo de la realidad peruana, leyó y reflexionó; no obstante, le asaltaban temores, dudas y escrúpulos. Olvidando —como señala Luis Martin— la competencia y la finalidad de su visita, Plaza llegó a preocuparse incluso sobre cuestiones tan serias como el derecho colonizador de la corona española en las tierras peruanas. La angustiada conciencia del visitador lo llevó a poner en tela de juicio el futuro del colegio limeño.26 En diciembre de 1573, desde Sevilla, Plaza escribió a Mercurian para expresarle sus puntos de vista acerca de la misión a él encargada. Se mostraba contrario a que la compañía estableciese escuelas y buscase rentas para su sostenimiento, ya que ello podría ser causa de desavenencias como las que ya sucedían en el Perú. Los jesuitas debían atender en primer lugar al “bien de las ánimas”, y ello, sumado a la práctica de la pobreza evangélica, haría que la sociedad colonial pidiese la fundación de colegios y ofreciese ayuda económica para el sostenimiento de éstos. Ésa debía ser la estrategia a seguir, porque de lo contrario, advertía, los habitantes del virreinato “se persuadirán que los ponemos por nuestro particular interese, como están muchos persuadidos en España”.27 Atormentado por estas dudas, Plaza reaccionó de manera negativa a la propuesta enviada a España por el rector de San Pablo, el padre Miguel de Fuentes, quien había escrito a Madrid para pedir que los privilegios papales concedidos a la orden acerca de otorgar grados académicos fuesen aprobados por el consejo de Indias. De este modo —esperaba el rector—, el colegio de Lima quedaría reconocido tanto por la Iglesia como por la corona, y tendría autoridad para dar grados académicos con independencia de la Universidad de Lima. Plaza se alarmó ante esta propuesta, como se puede leer en una carta que escribió a Mercurian el 15 de marzo de 1574. Para el visitador, la finalidad de la Compañía de Jesús era —lo señalaba una vez más— salvar las almas y dudaba de que esta tarea fuera compatible con el privilegio pedido por Fuentes. Era partidario de ignorar la solicitud del rector, a menos que el padre general tuviera otra opinión.28 En realidad, Plaza tenía en mente otro proyecto: la fundación en España de un seminario de teología, destinado a la formación de los misioneros que laborarían en Indias. Ese seminario haría innecesarias las facultades superiores de filosofía y teología en San Pablo, que quedaría, a lo sumo, como escuela de humanidades para niños. La idea se discutió en Sevilla y Luis Martin, op. cit., 2001, p. 39. Carta de Juan de la Plaza a Everardo Mercurian, Sevilla, 11 de diciembre de 1573, en Antonio Egaña, op. cit., 1954, pp. 585-586. 28 Carta de Juan de la Plaza a Everardo Mercurian, Sevilla, 15 de marzo de 1574, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, p. 620. 26 27

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se propuso en Roma, pero el general ordenó a Plaza esperar y comentar el asunto con los jesuitas de Lima. Más aún, en una de sus cartas Mercurian le aconsejó al visitador discutir el tema con José de Acosta, acaso el jesuita de mayor prestigio intelectual en San Pablo.29 Mientras Plaza viajaba a Lima, las clases de San Pablo se desarrollaban con normalidad y a los cursos de gramática y artes se habían agregado los de teología moral y lengua quechua, de acuerdo con el testimonio del provincial Ruiz de Portillo expuesto en una carta suscrita en febrero de 1575. A la clase de quechua, a cargo de Alonso Barzana, asistían los padres y hermanos que podían, y el provincial comenta que era “mucha edificación para los de fuera ver a los padres antiguos de casa, hasta el padre rector, vueltos niños, aprendiendo lo necesario para hablar y doctrinar los indios de fuera”. El arzobispo, por su parte, había mandado que los clérigos asistieran a las clases de quechua, y que los que no lo hicieran, fueran sancionados.30 Los jesuitas se hallaban satisfechos por “el afición y contento con que se recibe lo que con la juventud se trabaja”. El provincial opinaba que los ingenios de los jóvenes limeños eran “vivos a maravilla”, pero que había necesidad de domarlos a fin de que no cayeran “en la soltura y atrevimiento que por acá suelen tener”. Razones no le faltaban para estar orgulloso de los logros de San Pablo a tan pocos años de su fundación. Había concluido un curso de artes y casi todos los alumnos se habían graduado de bachilleres en la universidad, “haciendo sus lecciones y exámenes con extraño gusto de todos”. Como si fuera poco, contaba cómo los doctores de San Marcos habían acompañado “con toda su ceremonia” a los jóvenes estudiantes desde San Pablo hasta la universidad el día de la graduación.31 El 31 de mayo de 1575, el visitador llegó a Lima. Luego de conversar y sopesar los argumentos a favor y en contra, Acosta logró convencer a Plaza de que el colegio de San Pablo era el lugar idóneo para formar a los jesuitas destinados a trabajar en todas las regiones al sur de Panamá. A inicios de septiembre, tres meses después de su llegada, Plaza nombró a José de Acosta como rector de San Pablo y un año más tarde lo designó provincial de la orden en una ceremonia a la cual asistió el virrey Toledo. En su condición de máxima autoridad de la provincia peruana, Acosta decidió enfrentar los problemas que los jesuitas habían tenido desde su llegada a Lima. Para ello, convocó a una asamblea en San Pablo que contaría con la asistencia de Luis Martin, op. cit., 2001, pp. 40-41. Carta de Jerónimo Ruiz de Portillo a sus hermanos de la compañía, Lima, 9 de febrero de 1575, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, pp. 702-703. 31 Ibid., p. 703. 29 30

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los más destacados hermanos de su orden, e invitó al visitador a acudir en calidad de observador.32 En la asamblea, Acosta trató dos de los temas más espinosos de la agenda: la propuesta del virrey para que los jesuitas se ocuparan de las doctrinas rurales y la creación de un colegio para niños indios nobles; ambos asuntos habían sido rechazados tiempo atrás por Roma. En el curso del debate, los pedidos del virrey fueron aceptados. Los asistentes reconocieron que las misiones temporales, aunque eficaces, resultaban insuficientes y que las dificultades para que miembros de la orden aceptasen las doctrinas como párrocos permanentes podían y debían resolverse. Si las constituciones de la compañía impedían a sus integrantes hacerse de la dirección de las doctrinas, la solución no era rechazar el trabajo pastoral entre los indios, sino procurar una dispensa sobre ese aspecto. El plan de establecer una escuela para los indios nobles fue acogido por los padres asambleístas con entusiasmo y se aprobó una resolución para solicitar al padre general, en nombre de todos los miembros de la provincia peruana, la aprobación para fundar dicho colegio.33 Los asistentes se mostraron preocupados por el aprendizaje de las lenguas nativas. El quechua y el aimara, que se enseñaban y practicaban en San Pablo, recibieron un importante impulso cuando los padres congregados acordaron que se compusieran una gramática, un diccionario y un catecismo en quechua, y lo mismo para el aimara. Otro revés para las ideas de Plaza se produjo cuando la asamblea decidió que se ayudaba mejor a la juventud del virreinato enseñándoles a leer y formándolos como personas cristianas que con cualquier otra labor sacerdotal. Por lo tanto, los religiosos pensaron obtener para San Pablo las rentas necesarias, para lo cual solicitarían al virrey y al monarca una ayuda económica similar a la que se daba a San Marcos.34 Las sesiones de la asamblea, iniciada en Lima, continuaron en el Cuzco. Los jesuitas que se reunieron en la antigua capital de los incas confirmaron los acuerdos aprobados en Lima, tomaron a su cargo una nueva doctrina, discutieron el futuro del colegio de San Pablo y eligieron un representante para que expusiese en Madrid y Roma la política de la provincia peruana. Esta tarea recayó en Baltasar Piñas, quien había llegado al Perú en la comitiva del visitador en 1575 y había ejercido el rectorado de San Pablo tras el nombramiento de Acosta como provincial.35 Piñas fue convocado al Cuzco, Luis Martin, op. cit., 2001, p. 42. Ibid., pp. 42-43. 34 Ibid., p. 43. 35 Ibid., p. 44. 32 33

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donde recibió un extenso petitorio que debía llevar a Roma, uno de cuyos capítulos trataba específicamente de la situación del colegio de San Pablo y de su relación con la Universidad de Lima.

El conflicto con la universidad Los dominicos fueron los primeros en impulsar el establecimiento de un estudio general en el virreinato del Perú. El interés de los frailes se justificaba, pues el gobierno de un centro de estudios, además de concederles influencia sobre los futuros egresados laicos y religiosos, acrecentaría su prestigio en el seno de la sociedad colonial. Así, con el apoyo del cabildo de la capital, lograron la real cédula del 12 de mayo de 1551, que autorizó el funcionamiento de dicho estudio en el convento del Rosario. Martín Monsalve opina que no es posible determinar cuándo la real cédula llegó a Lima, pero no fue sino hasta el 2 de enero de 1553 que se leyó el referido documento en el salón capitular de los dominicos. Una vez finalizada la lectura, los presentes reconocieron a fray Bautista de la Roca, prior del convento, como el primer rector de la universidad.36 No obstante las intenciones de sus patrocinadores, el estudio no funcionó de manera regular. A un año de su fundación sólo impartía clases de latín y artes, y se desconoce el número de sus alumnos. Una dotación de dinero proveniente de la orden logró que dos años más tarde, en 1555, pudiera contar con todos los profesores necesarios y que las actividades académicas funcionaran con normalidad. Pero, a pesar de los esfuerzos de fray Tomás de San Martín, el principal propulsor de la obra, y de otros hermanos de la orden, el estudio dominico no logró consolidarse como un verdadero estudio general o universidad, pues mantenía las características de un estudio particular, es decir, una fundación religiosa, compuesta en su mayoría de alumnos y profesores dominicos, donde no se dictaban cursos de cánones y/o leyes, cuyo local era un convento y su rector era el prior del mismo. Así lo entendieron los contemporáneos y no extraña que diversas autoridades en la década de 1560 pidieran al rey la creación de una universidad en la capital del virreinato, desconociendo de hecho la institución a cargo de la orden de predicadores.37 Una excelente síntesis de la historia temprana de la universidad en Martín Monsalve, “Del Estudio del Rosario a la real y pontificia Universidad Mayor de San Marcos”, en Histórica, vol. 22, núm. 1, julio 1998, p. 60. 37 Martín Monsalve, “Del Estudio del Rosario…”, 1994, pp. 60-61. Vid. la carta del licenciado Lope García de Castro al rey, fechada en Lima el 20 de diciembre de 1567, en la 36

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Al momento de la llegada del virrey Francisco de Toledo en 1569, la universidad enfrentaba una difícil situación: escasez de rentas, desacuerdos entre los catedráticos religiosos y laicos, y la ausencia de alumnos. Toledo fue el verdadero restaurador, por no decir fundador, de dicha casa de estudios, pues comprendió que para que ella progresara debía salir del convento dominico, en cuyos claustros funcionaba, e hizo todo lo que estuvo a su alcance para que se nombrase un rector laico. El virrey apoyó el traslado de la universidad primero a la parroquia de San Marcelo y, más tarde, al local de San Juan de la Penitencia, próximo al hospital de la Caridad, en la plaza de la Inquisición. Dada la importancia de la universidad, la única existente en todo el virreinato, era necesario que creciese su alumnado y que las cátedras se otorgasen a profesores de prestigio. En cuanto a lo primero, escribió a los corregidores y autoridades del virreinato para que de todo él enviasen los vecinos principales a sus hijos al estudio general; y para lo segundo, instó a la compañía para que se hiciese cargo de la enseñanza de los cursos de artes y latín.38 Los jesuitas, reunidos primero en Lima y luego en el Cuzco, evaluaron detenidamente el pedido del virrey. En esta última ciudad, el 12 de diciembre de 1576, los padres Plaza y Piñas suscribieron un extenso memorial que este último debía presentar al general de la orden, Mercurian, en el que se exponían en detalle los puntos de vista de los padres de la provincia peruana sobre sus relaciones con la universidad. En primer lugar, se mostraron contrarios al pedido del virrey y del claustro sanmarquino de que la compañía asumiera las escuelas menores donde se dictaban gramática y artes, ya que ello implicaba que los jesuitas estuvieran sometidos al régimen académico y disciplinario de la universidad. En segundo lugar, eran opuestos a que se admitiera la obligación de dar clases fuera de San Pablo. En tercer lugar, expresaban su rechazo a leer una cátedra de teología en la universidad con sueldo, “porque repugna a nuestras constituciones, pero podrá leer una lección por el tiempo que pareciere conveniente gratis a la universidad, como la avía de leer en nuestro colegio, sin obligación ninguna a ella, hasta que la Universidad tenga suficiencia de lectores, o hasta que la Compañía juzgue convenir así”. Por último, encargaron a Piñas exponer al general la conveniencia de que los estudiantes que acudían a San Pablo se que expresa la necesidad “de que se haga una universidad en esta ciudad, adonde vengan a estudiar los hijos de los conquistadores y vecinos, para que se críen virtuosos” (Emilio Lissón, La Iglesia de España en el Perú, Sevilla, 1944, t. II, p. 367). 38 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1959, t. I, pp. 135-136. Sobre la acción de Toledo, véase Luis Antonio Eguiguren, op. cit., t. I, pp. 73-76.

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pudieran matricular en la universidad, con la condición de que no “sean obligados a obedecer en cosas que repugnen al ejercicio y aprovechamiento” de las escuelas jesuitas; y que en el caso de que la universidad pretendiera quitarles la libertad para acudir a las clases en San Pablo, que se les dijera que, matriculándose en San Marcos, no serían admitidos en los estudios de la compañía.39 Mientras Piñas viajaba al viejo continente, las labores del colegio de San Pablo se seguían desarrollando con normalidad. El padre Juan de la Plaza, ahora convencido de la importancia de tener un centro de formación humanística en Lima, hacía ver la necesidad de contar con dos clases de teología, necesarias para los que escuchaban artes. Notaba que en el Perú eso era imprescindible, dado que no existía ninguna buena escuela de teología. Proponía que uno de los lectores debía ser muy docto, “para que los estudiantes se aprovechen” y así tener “buena resolución en los casos de consciencia, para responder a los que comúnmente preguntan, y para que nuestros confesores se puedan ayudar y aprovechar con su doctrina”. Su candidato ideal era el padre Acosta, una vez que acabara su provincialato, pero consideraba necesario que otro jesuita debía venir de España para que lo ayudara o reemplazara en caso de enfermedad. También opinaba acerca de la necesidad de contar con dos o tres lectores más de gramática y humanidades, porque a los que hacían de tales en San Pablo los consideraba poco capaces.40 Las preocupaciones del visitador no carecían de sustento dado el constante incremento del alumnado en el colegio limeño. En 1577 eran 250 los alumnos que asistían a las tres clases de humanidades y dos de artes que allí se impartían. A ellas se había sumado una segunda clase de lengua quechua, establecida a pedido del virrey, y una sobre los sacramentos. El provincial Acosta consideraba que era necesario tener estudios de teología escolástica, “porque los que van saliendo de los cursos de artes son muchos y serán de cada día más; y así para los de fuera como para los nuestros, sería de gran importancia”. Por entonces, a los salones y patios de San Pablo acudían jóvenes de todo el virreinato, incluso de lugares tan distantes de Lima como Chile y Panamá. Debido a ello, los jesuitas habían establecido un colegio de convictores o pupilaje cerca de San Pablo, donde residían dieciocho estudiantes procedentes de fuera de la capital, el cual estaba bajo 39 Memoria de lo que ha de tratar el padre procurador desta provincia del Perú con nuestro padre general, Cuzco, 12 de diciembre de 1576, en Antonio de Egaña, Monumenta peruana, t. II (1576-1580), Roma, Monumenta Historica Soc. Iesu, 1958, pp. 109-110. 40 Visita de la provincia del Perú de la Compañía de Jesús hecha por el padre doctor Plaza, desde el año de sesenta y ocho que entró en el Perú hasta el año de setenta y seis inclusive, Cuzco, 12 de diciembre de 1576, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, II, pp. 135-136.

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la tutela de un laico, quien actuaba de acuerdo con las instrucciones dadas por los ignacianos. Pero el mayor anhelo educativo de Acosta por esos años parece haber sido establecer un colegio para la enseñanza de la juventud, similar a los fundados en México por sus hermanos de orden.41 Los progresos de San Pablo eran notorios para los contemporáneos. Desde abril de 1578, la comunidad de jesuitas se incrementó con dieciséis nuevos miembros venidos de la Península. Con su llegada se organizaron de mejor manera los estudios, reemplazando a los preceptores de gramática y dándose principio a un curso adicional de artes. Los estudiantes jesuitas asistían a dos cursos de teología escolástica tomista (uno sobre la tercera parte y otro de secunda secundae) en San Pablo, y a uno de prima secundae en la universidad. Acosta informaba a su superior que “los oyentes de la casa eran doce, y de fuera acudía buen número, porque tenían opinión de las lecciones que los nuestros leían, avía continuo ejercicio de repeticiones cada día, y conclusiones cada semana”. En el colegio, además, se habían tenido dos disputas de teología, a las cuales asistieron numerosos catedráticos de las órdenes religiosas y de la universidad. Con orgullo indicaba que los estudiantes de artes habían concluido satisfactoriamente sus cursos y recibido el grado de bachilleres en San Marcos, a pesar de que esta última había “puesto gran rigor en los exámenes de los que se avían de graduar”. Acabado ese curso de artes, comenzó otro, al cual acudieron todos los interesados, de modo que no fue necesario que fueran a la universidad porque, según Acosta, “del maestro y del modo de leer de la Compañía tenían entera satisfacción”. Por su parte, los estudiantes de humanidades tenían sus ejercicios de composiciones en metro y prosa, sus certámenes y premios.42 Lo que acaso no estaba en los cálculos de Acosta era que habría de ser testigo, y protagonista, del inicio de un largo pleito entre el colegio y la Universidad de San Marcos, el cual se prolongaría por cuarenta años. En octubre de 1578 el claustro de profesores de la universidad solicitó al virrey no consentir que ningún estudiante seglar, lego o clérigo, acudiera a las clases que se impartían en los colegios y monasterios de la ciudad; y que si las órdenes religiosas querían ofrecer cursos, lo hicieran sólo a sus miembros. Fundamentaban su pedido en varias razones. Señalaban que el virrey, interesado en honrar y favorecer a los hijos y descendientes de los que habitaban el virreinato y alentar la asistencia a las clases en la universidad, Carta de José de Acosta a Everardo Mercurian, Lima, 15 de febrero de 1577, ibid., pp. 215-216. 42 Carta de José de Acosta a Everardo Mercurian, Lima, 11 de abril de 1579, ibid., pp. 613-614. 41

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la había dotado de rentas suficientes para que se dictaran todas las cátedras a cargo de personas doctas. Hacían notar, sin embargo, que los religiosos en Lima impedían esa obra dando cursos y con ello despoblando los claustros de San Marcos. Y lo peor, añadían, era que los mismos eclesiásticos instaban a los padres y parientes de los alumnos para que no permitieran a estos últimos matricularse en la universidad y recibir los grados en ella, ya que aducían que las órdenes tenían autorización para concederlos gracias a una concesión papal.43 Interesado —como ya se ha dicho— en la consolidación de San Marcos, el virrey acogió el pedido del claustro universitario. Mediante un bando fechado el 10 de octubre, prohibió que ningún estudiante seglar, laico o clérigo, matriculado en la universidad asistiera a las clases impartidas en los monasterios, colegios, comunidades y “estudios privados”, sino sólo a las de San Marcos. Dispuso severas sanciones para los que contravinieran su orden: si era laico, el destierro; y en el caso de ser clérigo, inhabilitación para ocupar cualquier prebenda o beneficio eclesiástico. Adicionalmente, ambos tampoco podrían recibir los grados de bachiller, licenciado, maestro o doctor en la universidad. Por último, los padres que desalentaban a sus hijos a acudir a San Marcos también serían sancionados con la inhabilitación del cargo público y actividad económica que tuvieren, además de ser multados.44 Pocos días después, fueron notificados del bando del virrey el claustro de la universidad y las comunidades franciscana, agustina, mercedaria, dominica y jesuita. Con el firme propósito de justificar su proceder, el 15 de octubre el virrey informó a Felipe II de que los jesuitas y los dominicos se oponían al progreso de la universidad. Escribió que “algo han querido desaguar de esto los clérigos de la Compañía y frailes de Santo Domingo, atrayendo los estudios a sus casas ansí para atraer la gente como el interese con ellos, diciendo que tienen y traerán más rescriptos del papa de los que tienen”. Toledo informaba que no se les había consentido hacerlo; antes había ordenado que se llevasen los cursos en la universidad, como el rey lo había mandado hacer en Salamanca cuando se quisieron impartir cursos en Santisteban. Advertía al monarca de que los religiosos negociaban en Roma obtener breves, pero que no debía permitírseles usar de ellos sin la autorización del consejo de Indias.45 Francisco de Toledo, virrey, Lima, 13 de octubre de 1578, ibid., pp. 484-488. La petición fue firmada por el rector Jerónimo López Guarnido y los catedráticos Antonio Molina, fray Luis López, Fernando Vázquez Fajardo y Francisco de Vega Núñez. 44 Ibid., pp. 488-491. 45 Roberto Levillier, Gobernantes del Perú, Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1924, t. VI, p. 79. 43

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Al ver afectados sus intereses, los hijos de San Ignacio no se quedaron indiferentes. Mediante su procurador general, el padre Francisco de Porres, apelaron la disposición de Toledo ante el consejo de Indias. Propusieron que en San Pablo se leyeran latín, retórica, griego y artes “en forma de seminario para la universidad”, y que los alumnos debían matricularse y optar los grados en San Marcos. El consejo ordenó al virrey, en abril de 1579, lograr un acuerdo entre la universidad y los jesuitas, siempre bajo la condición de que los estudiantes llevasen los cursos y optasen los grados en San Marcos.46 Desde Lima, poderosos allegados a la Compañía de Jesús escribieron a Felipe II abogando por la anulación de la orden del virrey. Así, el 27 de abril de 1579 el oidor Ramírez de Cartagena le expresó al monarca que al fin se les quitaron los mozos a los de la Compañía, y a los mozos se les quitó lo que sabían en el estudio y avían ganado de buenas costumbres, porque la libertad en los mozos es causa de tantos daños, con haberles tomado en lo del estudio y no dejarles acudir a esto a la Compañía, se les ha pegado también el mismo daño en lo que toca a sus devociones, ayunos, disciplinas y confesiones en que los tenían tan impuestos; y como primero la ocupación del tiempo y de las fiestas era estar en la Compañía, agora es jugar y otras cosas semejantes.47

Dos días después, otro oidor, Alonso de Carvajal, informó al rey acerca de los perjuicios que la orden de Toledo ocasionaba a la sociedad, en particular a “los padres y otras personas a cuyo cargo están los estudiantes”, y añadió que “por esta causa han dejado muchos el estudio; y no sé qué razones y para qué se impiden a los colegios de la Compañía que no enseñen, siendo este su principal instituto”.48 También a 1579 parece pertenecer un extenso memorial redactado en Lima y destinado al procurador de la compañía en Sevilla, en el que se expone lo que debía gestionarse en la corte: 1) que cualquier persona, clérigo o laico, pudiese escuchar en San Pablo lecciones de artes, gramática, retórica y lenguas, sin que el virrey o la universidad lo impidieran; 2) que cualquiera pudiera asistir en el colegio a las lecciones de teología siempre y cuando no coincidieran con las lecciones de prima y vísperas que se leían en San Marcos; 3) que para poder pasar los estudiantes de gramática a escuchar artes en San Pablo no fuera necesario el examen de la universidad, sino tan Real cédula de Felipe II a Francisco de Toledo, San Lorenzo, 14 de abril de 1579, en Antonio de Egaña, op. cit., 1954, II, pp. 638-639. 47 Carta del oidor Ramírez de Cartagena a Felipe II, Lima, 27 de abril de 1579, ibid., pp. 698-699. 48 Carta del oidor Alonso de Carvajal a Felipe II, Lima, 29 de abril de 1579, ibid., p. 705. 46

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sólo el establecido por el rector jesuita; 4) que los cursos de artes del colegio fueran válidos en la universidad; 5) que los alumnos de San Pablo que no se quisieran matricular en San Marcos no fueran obligados a ello, ni que tampoco los gramáticos fueran obligados a matricularse en la universidad para poder llevar el curso de artes y después graduarse en ella; 6) que los pupilos y pupilajes que la compañía estableciere no estuvieran sujetos a la visita del rector de la universidad; y 7) que las bulas y privilegios de la compañía relativos al régimen de estudios se confirmaran en el consejo de Indias.49 El memorial de 1579 contiene además indicaciones precisas acerca de los argumentos que debía presentar el procurador para lograr sus cometidos, así como una serie de prevenciones que ponen de manifiesto la deteriorada relación que existía entre los jesuitas y Toledo. Así, se dice textualmente que “el virrey a tomado este negocio tan a pechos que no ha habido libertad para hacerse información entera en Lima; porque no ay juez ni escribano que quiera enemistarse con el virrey, osan deponer libremente”. Para los autores del memorial era claro que la disposición de Toledo iba dirigida contra ellos, porque sólo había estudios en los claustros de la compañía y no en los de las demás órdenes religiosas.50 Mientras que integrantes y allegados de la orden se lamentaban de las restricciones impuestas a San Pablo, el claustro de la universidad manifestaba al rey que gracias a ellas San Marcos contaba con suficiente concurrencia y, en consecuencia, solicitaban de la corona que los rectores pudieran gozar de jurisdicción civil y criminal sobre los profesores y estudiantes, así como mayores rentas para edificar aulas para clases y actos públicos, y algunos aposentos. También pedían al monarca no acoger las súplicas de los jesuitas.51 Por esa época, fueron numerosos los escritos enviados desde Lima a la corte y viceversa en los que se exponían los argumentos de las partes involucradas en el litigio.

Memorial de la provincia del Perú (1579), ibid., pp. 772-773. “También se ha de advertir que, aunque la provisión del virrey habla generalmente con todos los monasterios, no se hizo sino por sola la Compañía, porque en ningún otro monasterio avía al presente apenas sino en la Compañía; y porque en Santo Domingo y San Agustín tenían cátedras en la Universidad, de Teología, y de Nuestra Señora de la Merced habían comenzado curso de artes en la Universidad y no tenían oyente ninguno, por eso vinieron todos en aprobar dicha provisión”. Memorial de la provincia del Perú (1579), ibid., p. 774. 51 Carta de la Universidad de Lima a Felipe II, Lima, 27 de noviembre de 1579, ibid., pp. 757-759. 49 50

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Los jesuitas obtuvieron una victoria parcial cuando Felipe II, mediante una real cédula fechada en 1580, ordenó al virrey Toledo consentir que los ignacianos leyeran gramática, retórica, griego, “la lengua de los indios y las lenguas que quisieren”, así como artes y teología, en el mismo horario de las catedrillas en la universidad —es decir de las clases accesorias servidas ordinariamente por bachilleres candidatos a la licenciatura—. Pero se establecieron tres restricciones a San Pablo: 1) el dictado de artes y teología estaba permitido siempre y cuando los jesuitas no trataran las mismas materias que la universidad; 2) mientras en San Marcos se dictaban las cátedras en propiedad de artes y teología, en el colegio jesuita sólo se podían impartir lenguas; y 3) “los estudiantes que leyeren en la dicha Compañía no puedan cursar ni cursen para efecto de graduarse”.52 Al sucesor de Toledo, Martín Enríquez de Almansa, le tocó hacer cumplir la cédula de 1580.

La concordia de la discordia Enríquez, antes de ser nombrado virrey del Perú, lo había sido de la Nueva España, donde apoyó decididamente la labor educativa de los jesuitas.53 De modo que era de esperar que en el Perú hiciera algo similar. El gobernante proveyó, el 24 de julio de 1581, una “declaración” con la finalidad de precisar los alcances de la cédula de 1580. Ratificó las restricciones que pesaban sobre el dictado del curso de artes en San Pablo, así como que los cursos llevados en ese mismo colegio no tenían validez para optar los grados en la universidad. Pero, de otro lado, eliminó la restricción que existía en el colegio jesuita para el dictado de teología, y estableció como cátedra de propiedad en artes la que se impartía durante la mañana en la universidad. En suma, los jesuitas habían conseguido dos cosas muy importantes: libertad de cátedra en teología y ofrecer artes en las tardes. Todas estas disposiciones fueron ratificadas, a instancias de los ignacianos, por una real cédula en 1583.54 La disposición del virrey Enríquez fue acatada, como lo señala el catálogo de la provincia del Perú correspondiente a ese año, en que se dice que en San Pablo había “tres escuelas de gramática, en las cuales al presente leen gramática y 52 Felipe II, rey de España, a Francisco de Toledo, virrey, Madrid, 22 de febrero de 1580, ibid., pp. 802-804. 53 Ignacio Osorio Romero, Colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España (1572-1767), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1979, p. 19. 54 Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico cronológico de la Real y Pontificia Universidad de San Marcos y sus colegios. Crónica e investigación, Lima, Torres Aguirre, 1949, t. II, pp. 43-45.

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humanidad, a su tiempo se leerán retórica. Léese una lección de lengua de la tierra. Léese un curso de artes y dos lecciones de teología”.55 Como era de esperar, la universidad apeló, aduciendo que mientras en los estudios de los jesuitas aumentaban los alumnos, en los de ella disminuían. Al tiempo que alababan el buen deseo de los ignacianos por enseñar, recordaban que podían hacerlo en San Marcos teniendo cátedras en ella; sin embargo, no las habían querido aceptar. Firmes en su empeño de consolidar la vida universitaria, encargaron a su procurador pedir al rey que revocase la cédula de 1580 y la declaración del virrey Enríquez, y que se cumpliese lo ordenado por Toledo. Pedían que no se impartiese en la compañía ni en otro estudio lección alguna, ni de ciencias o lenguas, sino en la universidad, pues en esta había suficientes maestros. Que si a pesar de ello el monarca deseaba y mandaba que en la compañía se dictasen lenguas, que no fuese en ninguna de las horas de las lecciones de San Marcos, y que los estudiantes estuviesen obligados a cursar la cátedra de prima de gramática en la universidad por lo menos un año o de lo contrario no se les diese licencia para pasar a oír ninguna facultad. El consejo de Indias mandó enviar una copia de este recurso de San Marcos a la Compañía de Jesús.56 El jesuita Miguel Garcés presentó, a nombre de su orden, un extenso memorial en el que exponía las razones por las cuales la compañía se oponía a lo solicitado por la universidad y pedía cumplir lo dispuesto por el virrey Enríquez. Sostenía que antes de que la universidad hubiera empezado a dictar clases, la compañía tenía estudios públicos, sustentados en bulas y privilegios de la sede apostólica, y que había leído gratis con gran beneficio de la juventud. Recordaba que, en 1578, el virrey Toledo, a instancias de algunos miembros de San Marcos, había dispuesto que ningún estudiante oyese facultad alguna fuera de la universidad, y que el virrey Enríquez, por vía de concordia, había precisado los alcances de la cédula de 1580. Indicaba que, a pesar de los reclamos de la universidad, tanto en ésta como en San Pablo habían proseguido los estudios en la forma dada por Enríquez, con mucho aumento y aprovechamiento de los estudiantes y de ambas instituciones.57 Proseguía el padre Garcés afirmando que la “declaración” que el virrey Enríquez había proveído y que el monarca había confirmado era similar a lo que se había realizado en la universidad de Salamanca y en otras de México y España. Pretender que los estudiantes de latín de la compañía cursasen en Catálogo de la provincia del Perú, Lima, 2 de enero de 1583, En Antonio de Egaña, op. cit., III (1581-1585), Roma, Monumenta Histórica Soc. Iesu, 1961, p. 218. 56 Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. II, pp. 45-46. 57 En el resumen del extenso pedido de Garcés sigo a Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. II, pp. 47-49. 55

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San Marcos era algo nuevo, que en ninguna parte del mundo se hacía; y si las demás congregaciones no habían reclamado la orden de Toledo, había sido porque sólo la Compañía de Jesús tenía estudios públicos de todas las facultades de acuerdo con su estatuto, mientras que en las demás las clases se daban dentro de sus monasterios y eran muy pocos los alumnos que acudían a las lecciones. De otro lado, expresaba que los jesuitas nunca habían persuadido a los estudiantes de la universidad a que fuesen a San Pablo; al contrario, miembros del claustro de San Marcos habían amenazado a los que acudían a las clases de los jesuitas diciéndoles que no los iban a graduar. Si la universidad quería concertar con la Compañía de Jesús acerca de las lecciones y materias, como lo había hecho la Universidad de México con los jesuitas de aquel virreinato, después de la concordia y la transacción los estudiantes aprovecharían más. Con respecto a tener cátedras en la universidad y aceptar los salarios de profesores, el padre Garcés señalaba que esto iba en contra de los estatutos de la compañía. Por último, en cuanto a los cursos de artes, era muy necesaria en ellos la competencia y, por esto, en las universidades de Salamanca y Alcalá comenzaban dos maestros cada año a una misma hora; a pesar de ello, la compañía, en Lima, leía en la mañana a diferente hora para que los estudiantes pudiesen ir a San Marcos, con el objeto de cumplir con lo que estaba mandado por las reales cédulas. Lejos de concluir, el pleito continuó por varios años más. El inicio de las actividades del colegio de San Martín en 1583 parece haber sido el detonante de nuevas tensiones entre las instituciones. Éste funcionaba como una residencia estudiantil, donde los alumnos, bajo la tutela de un rector y maestros de la compañía, repetían las lecciones aprendidas en la universidad, además de realizar representaciones dramáticas y actos académicos. Interesados acaso en recuperar el ascendiente sobre la juventud, los integrantes del claustro sanmarquino interpusieron nuevas acciones. En 1584 el rector Juan Bautista Monzón, que era a su vez oidor decano, aprovechó la vacante del virreinato por la muerte del virrey Enríquez para exigir que, para la concesión de los grados, los estudiantes asistieran mañana y tarde a las lecciones que se dictaban en San Marcos.58 Esta disposición, anota Vargas Ugarte, equivalía a casi la supresión de los estudios de la compañía y, por lo tanto, obligó al padre Juan de Atienza a reclamar.59 58 Carta de Juan de Atienza a Claudio Acquaviva, Lima, 8 de abril de 1584, en Antonio de Egaña, op. cit., 1961, III…, p. 389-390. 59 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1963, t. I, p. 287.

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Con la llegada del virrey conde de Villar don Pardo, la controversia tomó un cariz más favorable a la Compañía de Jesús. El virrey ordenó que el rector de San Pablo y la universidad nombrasen a una persona que resolviera la diferencia y ésta le comunicara la solución.60 Ésta fue momentánea y el rector debió ceder un tanto, como parece colegirse del hecho de haberse acordado que el jesuita Esteban de Ávila leyese la cátedra de vísperas de teología en la universidad.61 En 1588 se renovó el conflicto y las partes acudieron a Madrid para llegar a un acuerdo. En el consejo de Indias se deliberó sobre la decisión que debía adoptarse y pareció a todos que lo más conveniente era remitir el negocio al virrey, la audiencia y al visitador de la universidad, Alonso Fernández de Bonilla. Cuando la real orden, fechada el 11 de julio de 1590, llegó a Lima, el virrey conde de Villar ya había sido reemplazado por García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete. Éste se mostró partidario de los jesuitas. Era de la opinión, compartida por la audiencia, que sólo la compañía leyese gramática y que no se introdujese ninguna modificación en la enseñanza del curso de artes. Fundamentaba lo primero en varias razones. En primer lugar, decía que los jesuitas se habían ofrecido a leerla sin sueldo, y que lo que gastaba San Marcos en maestros de gramática se podría invertir en pagar mejor las demás cátedras. La compañía había ofrecido que sus estudios de gramática fuesen como escuelas menores de la universidad, y que así se llamaran, y que los estudiantes gramáticos se matriculasen en San Marcos y estuviesen obligados a obedecer al rector como estudiantes de dicha institución. En opinión del gobernante, la juventud requería ser criada con “sujeción y castigo” porque era muy libre, y en la universidad, a diferencia de la compañía, los maestros les permitían “vivir con mucha más libertad de lo que conviene”. Adicionalmente, hacía notar la falta de profesores de gramática en San Marcos, porque los religiosos no se interesaban en oponerse a las cátedras y los seglares “son poco estudiosos y poco curiosos en humanidades”. Cañete afirmaba que de enseñarse en el colegio de San Pablo, habría muchos más estudiantes que en la universidad.62 Luego de varias deliberaciones, el 6 de mayo de 1595 el virrey, los oidores y el visitador de la universidad mandaron que entretanto el rey no ordenase otra cosa, las partes en litigio debían acatar los siguientes acuerdos: 1° que los estudios de latinidad se mantuviesen en San Pablo, como Roberto Leviller, op. cit., 1924, t. X, p. 152. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1963, t. I, p. 287. 62 Carta del marqués de Cañete al rey, Lima, 18 de noviembre de 1593, en Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. I, pp. 281-282. 60 61

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escuelas menores de la universidad, y que en ellos hubiese tres clases (mínimos, medianos y mayores); 2° que estos estudiantes se matriculasen en la universidad cada año y jurasen obediencia al rector de ella; 3° que como estudiantes de la universidad acompañasen al rector a las fiestas que la institución celebraba en honor de San Marcos, San Bernardo y los doctores de la Iglesia; 4° que los preceptores que pusiere la compañía tuviesen en la universidad las representaciones, declamaciones, conclusiones y otros actos literarios que, conforme a los estatutos de San Marcos, tenían obligación de realizar los catedráticos de ella que leían latinidad; 5° que ningún estudiante de latinidad pasase a oír otra facultad sin aprobación del preceptor mayor de la compañía y cédula de examen de la universidad; 6° que el maestro Diego Corne, catedrático de prima de latinidad, permaneciera en la universidad con su salario y que, dada su antigüedad y conocida suficiencia, pudiese dar una lección de retórica o del libro que escogiese para estudiantes ya avanzados en latinidad u otras personas; 7° en lo que se refería a los cursos de artes, que a ningún estudiante le valiera el curso que llevara fuera de la universidad, como que tampoco se le admitiera al grado de bachiller de no cursar las lecciones de la mañana y la tarde en la misma; y que el curso de artes que los jesuitas leían en San Pablo se leyese en la universidad mañana y tarde, acudiendo a él los estudiantes y religiosos de la compañía; para esto último se les daba el curso de artes, que estaba vacante, y se mandaba que el rector ordenase las cátedras de manera que cada año pudiesen entrar a oír artes los que desearan hacerlo; y 8° que en las lecciones de artes y teología que en los colegios de la compañía y demás órdenes se leyesen a sus religiosos, no se admitiesen estudiantes de fuera; y si alguien acudiera a oírlas, no les valiese el curso que llevaban en la universidad para ser graduados de bachiller en ella; y que jurasen, cuando necesitaran el certificado de sus cursos, no haber contravenido este último punto.63 Este auto fue notificado el 6 de mayo de 1595 a Antonio de Árpide y Ulloa, rector de San Marcos, y a los padres Juan Sebastián, provincial de la Compañía de Jesús en el Perú; Hernando de Mendoza, rector de San Pablo; y Juan Suárez, procurador de la misma orden. Este último aceptó la mayoría de los puntos, pero pidió que la compañía no fuera “gravada en cosa alguna más de lo contenido en los dichos primeros cinco capítulos” y que se entendiese que los alumnos no podían oír artes y teología en las mismas horas, esto es mañana y tarde, en que se leían en las cátedras de propiedad en la universidad. Por su parte, Antonio de Árpide replicó que el auto era perjudicial para San Marcos porque contradecía el espíritu de la norma 63

Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. II, pp. 50-51.

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dada por el virrey Toledo años atrás. Señalaba que aceptarlo equivalía a permitir que los jesuitas leyesen gramática y todo lo que querían en Lima, lo cual era quitarle a la universidad la autoridad que tenía y la asistencia de los estudiantes, pues eran más los oyentes de gramática que la compañía tenía que los de todas las otras ciencias. El rector manifestó que las cátedras de gramática y artes eran los frutos y premios que los estudiantes pobres pretendían en San Marcos, y para llevar una de ellas, estudiaban mucho.64 Lejos de aminorar, las apelaciones de una y otra parte siguieron. El rector señalaba que había tenido noticia acerca de que ciertos estudiantes habían presentado una solicitud al virrey para que se les dejase oír algunas lecciones en la compañía en las horas que no se leían en la universidad. Sostenía que los firmantes de la solicitud lo habían hecho forzados y que detrás de todo ello estaba la mano de los jesuitas. Éstos, a su vez, mediante su procurador instaban para que se aceptase su propuesta acerca del octavo capítulo.65 Un nuevo elemento se vino a sumar a las diferencias existentes entre San Pablo y San Marcos: la provisión de las cátedras de teología. El 19 de mayo de 1595, el virrey marqués de Cañete, los oidores y el visitador Alonso Fernández de Bonilla designaron al jesuita Esteban de Ávila y al mercedario Nicolás de Ovalle para ocupar las cátedras de prima y vísperas de teología en la universidad. San Marcos protestó por haberse dado los nombramientos sin mediar concurso de oposición, como lo mandaban las constituciones. Esto exacerbó las tensiones entre los bandos. Así, cuando los estudiantes de San Martín fueron a la universidad a solicitar sus informaciones para graduarse, les respondieron que mientras fuera rector el doctor Muñiz no se iban a graduar sino “con muchos pleitos y mucho rigor, queriendo con esto poner miedo a los estudiantes para que no oigan ni estudien en la Compañía”.66 Con la pradera en llamas, era comprensible que el claustro de la universidad insistiera en unos argumentos que parecían olvidados. El 21 de mayo de 1595 el doctor Carlos Corne argumentó en un extenso escrito que el acuerdo del 6 de mayo y la provisión que nombraba catedrático a Esteban de Ávila eran nulos porque el consejo de Indias los había dado por tales y, en consecuencia, ratificado los derechos y prerrogativas de la universidad. En esencia, repitió los argumentos del rector Árpide acerca de la ausencia de alumnos en San Marcos por permitirse a los jesuitas enseñar latín. El escrito de Corne fue replicado por el jesuita Francisco López, procurador Ibid., pp. 52-54. Ibid., p. 55. 66 Ibid., pp. 60-61. 64 65

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de la orden. Solicitó que se cerraran las aulas de gramática y latinidad de la universidad, ya que el decreto virreinal ordenaba que se impartieran en el colegio de la compañía. El 10 de junio, el virrey, los oidores y el visitador notificaron al rector de San Marcos para que cerrase las aulas de gramática y retirase a los catedráticos de ella. Sólo el viejo maestro Diego Corne podía mantenerse en su puesto, aunque sujeto a las restricciones del acuerdo del 6 de mayo. La compañía había derrotado, con el apoyo del virrey y del mismo visitador, a la universidad.67 Había logrado el monopolio de la enseñanza del latín. Así, en un documento de 1601 se da cuenta de que en San Pablo se leían tres lecciones de latinidad y de teología, en tanto que profesores jesuitas daban los cursos de artes y de prima de teología en la universidad.68 En los años siguientes, los ignacianos continuaron luchando en pos de lograr mayores avances mediante la revocación progresiva del acuerdo del 6 de mayo de 1595. El 4 de febrero de 1604, el consejo de Indias dio sentencia de vista en el pleito entre la universidad y el colegio de San Pablo. Básicamente mantuvo lo sustancial del acuerdo de 1595, pero introdujo algunos cambios en los capítulos 6º, 7º y 8º. Con respecto al 6º, se estableció que, habiendo fallecido Corne, la cátedra de latinidad en la universidad se proveyera por oposición y se leyera en una hora diferente de sus similares en la compañía. En lo que toca al 7º, se ratificó que los alumnos sólo aprobarían los cursos al asistir a las lecciones de mañana y tarde en la universidad, y se permitió a los jesuitas leer en su colegio el curso de artes que habían estado dando en San Marcos. Y en cuanto al 8º, se indicó que a las órdenes religiosas, incluida la compañía, que quisieran leer en la universidad se les señalara un horario fijo diferente del de las cátedras de propiedad. Por último, se ordenó que las cátedras de prima y vísperas de teología se proveyeran por oposición en el futuro.69 Los jesuitas, por medio de su apoderado Diego García de Meñaca, apelaron esta sentencia. Solicitaron revocar la obligación que tenían los lectores religiosos de participar en los “prestitis70 y acompañamientos” de los rectores de la universidad, ya que la compañía había ofrecido ir a la universidad a hacer los ejercicios literarios, representaciones y otros actos públicos; supriIbid., p. 65. Catálogo temporal de la provincia del Perú, [Lima?], 15 de marzo de 1601, en Enrique Fernández, Monumenta peruana VIII (1603-1604), Roma, Monumenta Historica Soc. Iesu, 1986, p. 589. 69 Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. II, pp. 108-109. 70 De acuerdo con Enrique Fernández, op. cit., 1986, p. 583: “prestitis quizás sea un latinismo procedente de praetistus (en el sentido de correspondencias, cumplimientos, obsequiosidades), que no se generalizó”. 67 68

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mir la cátedra de latinidad que había ejercido el maestro Corne, dado que en la compañía había clases de mayores; permitir que todos los estudiantes pudieran libremente acudir a oír las lecciones de artes y teología en el colegio de la compañía, sin que por esto perdieran el curso, siempre y cuando no faltaran a las lecciones de propiedad de San Marcos, como se hacía en las universidades de Alcalá, Valladolid, Coimbra “y todas las demás de España y de la Cristiandad”; y no privar a los estudiantes de escuchar la doctrina de los religiosos en caso que no pudieran acudir a la universidad.71 Nuevas demandas fueron llevadas al consejo de Indias, el cual, ante la apelación de la compañía, el 23 de febrero de 1606 se pronunció acerca los capítulos 1°, 6° y 7° del acuerdo de 1595. Se confirmó el carácter de escuelas menores de la universidad a los estudios de latinidad del colegio de San Pablo, pero se precisó que los maestros no debían tener ninguna dependencia de la universidad, es decir que no estaban sujetos al examen del claustro universitario, ni tampoco a tener que participar en “prestitis” y acompañamientos; y que el rector de San Pablo no podía recibir salario por leer las cátedras. Con respecto a los capítulos 6º y 7º, se ratificó lo dispuesto en 1604. Años más tarde, consultado el virrey marqués de Montesclaros acerca de la solución a tan prolongado litigio, respondió en favor de la Compañía de Jesús. En una carta a Felipe III, fechada el 30 de abril de 1610, solicitó no aceptar el pedido del claustro universitario para que sus alumnos no asistieran a las lecciones en San Pablo, aunque fuese en un horario lectivo diferente del de San Marcos.72

Conclusión Durante varias décadas, los jesuitas del colegio de San Pablo y los catedráticos de San Marcos pleitearon cada cual defendiendo lo que consideraban sus privilegios. De esa manera, involucraron a virreyes, oidores, abogados, notarios, escribanos, juristas y arzobispos, entre otros, y produjeron un sinnúmero de documentos impresos y manuscritos. ¿Cuál fue el balance de tan sonado litigio? Para inicios de la década de 1620, los estudios de latinidad en el colegio de San Pablo funcionaban como escuelas menores de la universidad, y los alumnos que querían matricularse en San Marcos en alguna de sus facultades —trátese de artes, teología o cánones— debían portar una cédula firmada por el preceptor mayor de la Compañía de Je71 72

Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. II, pp. 67-68. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía…, 1963, t. I, p. 291.

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sús. Pero nunca faltaron situaciones irregulares —como la que denunció el hermano Cristóbal Garcés, procurador del colegio de San Pablo, en 1625—, porque había quienes lograban matricularse en la universidad sin contar con la debida cédula.73 No obstante éste y otros incidentes, la sangre nunca llegó al río. Los jesuitas lograron consolidar, si no su monopolio, sí su autoridad, en los estudios de humanidades, que con el tiempo se convirtieron en los más reputados de la ciudad. Esto se vio favorecido, además, por el hecho de que en San Marcos se dejó de dictar la cátedra de latín. A pesar de los esfuerzos de los ignacianos, no hubo manera de lograr que los cursos de San Pablo tuvieran igual validez que los impartidos en la universidad para optar grados en esta última. Nada de esto afectó la vida académica en el célebre colegio. Las clases de los jesuitas siguieron gozando de enorme prestigio. Más aún, a principios del siglo xvii, bajo la dirección de Pablo José de Arriaga, el colegio de San Martín logró su consolidación institucional. Con San Pablo y San Martín, los miembros de la Compañía de Jesús se convirtieron en los indiscutibles educadores de la élite colonial, en particular de la nacida en Lima.

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Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico…, 1949, t. III, pp. 498-499.

LA FUNDACIÓN DEL SEMINARIO CONCILIAR Y EL FORTALECIMIENTO DE LA JURISDICCIÓN EPISCOPAL (LIMA, 1564- 1603)

Leticia Pérez Puente Universidad Nacional Autónoma de México-IISUE [email protected] Allanado ya el principal obstáculo de tener habitación correspondiente, que nunca se hubiera conseguido sin el efectivo desembolso de crecidas cantidades, quedaba otro no menor para la subsistencia de este establecimiento en la asignación de rentas competentes, fijas y seguras: y como las decimales señaladas por el santo concilio de Trento se dividan en esta nuestra diócesis entre tantos partícipes... era preciso o que gravásemos a los demás interesados sobre sus fuerzas o que quedáramos con la amargura de habernos de privar del seminario.*

El 29 de mayo de 1593 Felipe II mandó reprender al arzobispo fray Toribio Alfonso Mogrovejo, diciéndole cuán indigno era de su estado y profesión el que hubiese escrito a Roma, pues no era cierto, como había asegurado en su misiva al papa, que “…los obispos tienen posesión en las Indias de sus iglesias sin bulas, como dice en su relación, ni tampoco que mi consejo de las Indias le impide la visita de los hospitales y fábrica de su arzobispado, […] ni cierto lo que dijo acerca de que no tiene de donde sustentar el colegio seminario”.1 En lo referente al seminario conciliar el disgusto del monarca era a todas luces justificado pues, desde su punto de vista, éste tenía rentas asignadas hacía ya tiempo, por más que Mogrovejo se quejara de su carencia. Decreto de erección, constituciones, dotación, gobierno y enseñanza del seminario conciliar real de la purísima concepción de María santísima y santo Thoribio Alfonso Mogrovejo, erigido en la ciudad de Teruel, Valencia, Imprenta de Benito Monfort, 1777, p. 17-18. 1 “Toribio Alfonso Mogrovejo, arzobispo Lima: restitución de honor”, 1593, Archivo General de Indias, Patronato 248, R. 27. (En adelante el archivo se citará AGI.) *

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El problema, en el fondo, era que el concilio de Trento había establecido con puntualidad que las fuentes económicas para la edificación y sustento de los seminarios tridentinos serían las rentas eclesiásticas de cada obispado,2 y el rey, por su parte, había autorizado la fundación y cobranza; sin embargo, Mogrovejo, como muchos otros prelados indianos del siglo xvi, carecía de la fuerza política suficiente para hacer efectivas esas disposiciones. En ese sentido, más allá de la falta de rentas, los elementos que condicionaron la creación de los seminarios conciliares en Indias durante el siglo xvi remiten al proceso de establecimiento de la Iglesia diocesana. Lejos de ser tan sólo un centro más destinado a la formación de la clerecía, el seminario sería puntal para el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal, la cual debió competir en todo momento con el poder detentado por virreyes, audiencias y órdenes religiosas. Ejemplo de ello es la historia de la fundación del seminario de la ciudad de Los Reyes, pues, como veremos en las siguientes páginas, dicha fundación se inició como un proyecto por consolidar los estudios catedralicios frente a la universidad dominica, que era de patronato real, y se concretó como una institución en competencia con el poder virreinal, la Iglesia mendicante y la presencia jesuita en la ciudad. Así, su fundación estuvo imbricada con procesos más amplios y complejos que no suelen ser considerados por la historiografía tradicional que ha reparado en la creación de los primeros seminarios conciliares en la América hispana.3 Los colegios o seminarios hacen referencia a la comunidad o corporación de niños y jóvenes que viven en comunidad. Se trataba de hospederías donde no necesariamente había cursos, y podían estar bajo la dirección de un determinado obispo, alguna orden religiosa o algún seglar. Por su parte, los seminarios conciliares o tridentinos, llamados así por haber sido ordenados por el concilio de Trento, eran colegios que a diferencia de los anteriores debían mantenerse de rentas eclesiásticas y estar bajo el gobierno de quien fuera obispo de la diócesis; teóricamente debían tener cátedras, aunque no todos las poseyeron, pues en algunos casos sus colegiales asistían a las universidades o colegios de la ciudad. 3 Existe una amplia historiografía que ha atendido a los objetivos de creación de los seminarios tridentinos en España e Italia, su originalidad o su larga tradición en instituciones o proyectos similares. Ésta ha discutido en torno a la existencia o no de una reforma católica pre y postconciliar, y en ese sentido ha hablado de la voluntad centralizadora de Roma, así como del propio proceso de fortalecimiento de la monarquía, entre otros fenómenos. Un amplio comentario a esa historiografía, en Maurizio Sangalli, “La formación del clero católico en la edad moderna. De Roma, a Italia, a Europa”, Manuscrits. Revista D’Història Moderna, núm. 25, 2007, pp. 101-128. Para América debe verse Pedro Guibovich Pérez, “Como Güelfos y Gibelinos: los colegios de San Bernardo y San Antonio abad en el Cuzco durante el siglo XVII”, en Revista de Indias, vol. LXVI (2006), núm. 236, y Javier Vergara Ciordia, Historia y pedagogía del seminario conciliar en Hispanoamérica, 1563-1800, Madrid, Dykinson, 2004 y “Datos y fuentes para el estudio de los seminarios conciliares en Hispanoamérica: 1563-1800”, Anuario de Historia de la Iglesia, núm. 14, 2005, pp. 239-300. 2

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El fortalecimiento de los estudios catedralicios En su Storia de seminari chiericali impresa en 1747, Giovanni di Giovanni buscó el origen de los seminarios tridentinos en las antiguas escuelas catedralicias y las iniciativas de los concilios ecuménicos.4 Así, se refirió al concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino en 325,5 y aludió a los sermones de San Agustín, donde se exponen las reglas y el modo de vida que el santo había prescrito para su colegio, el cual —aseguró Giovanni—, “no fue jamás un claustro monacal” sino un seminario de clérigos que se fundaría en 395 en el obispado de Hipona. Después de exponer el origen y progreso de los colegios clericales, el canónigo de Palencia se refirió a su decadencia y al lugar destacado que a raíz de ella fueron ocupando las universidades públicas. Posteriormente, señaló cómo, debido a que las universidades se empleaban enteramente en hacer sobresalir las obras del ingenio, “sin procurar con igual solicitud la piedad y la bondad de vidas”, Trento ordenó la creación de los seminarios para mantener, educar e instruir a los clérigos. El objetivo, según aquel autor, sería reforzar la disciplina eclesiástica, fomentar el culto divino, el buen vivir cristiano y reparar las malas costumbres del clero.6 Tareas que, a su parecer, hacían explicable que, precisamente, se considerara a las ciudades donde había universidades públicas como a “las más menesterosas” de los frutos de los seminarios.7 Giovanni di Giovanni (1699-1753), La storia de Seminari chiericali raccolta da Giovanni di Giovanni, canonico della santa metropolitana chiesa di Palermo, Roma, nella stamperia di Pallade, appresso Niccolo e Marco Pagliarini, 1747. Sigo la versión castellana de fray Bernardo Agustín de Zamora: Juan de Giovanni, Historia de los seminarios clericales..., Salamanca, Imprenta de Francisco Rico, 1778. 5 Consciente de las disputas en torno a la legitimidad de algunos de los cánones del primer concilio niceno, Giovanni atiende luego a otros concilios: el toledano II (531), donde se ordenó que los padres de los muchachos destinados al estado clerical fueran obligados a una educación en comunidad en el colegio de la Iglesia. El toledano del siglo VII, donde se ordenó a los adultos vivir en común, separados de los niños dentro de un seminario o colegio, gobernado por un maduro, sabio y grave rector; el concilio turonense III (813) donde se dispuso que ninguno fuera promovido al sacerdocio sin que se determinara a habitar antes en la escuela episcopal; el concilio cabilonense II, que decretó se diesen prisa los obispos a abrir sus escuelas para la enseñanza de los clérigos. La serie continúa hasta el concilio parisiense III, convocado en tiempos de Gregorio IV, donde, de acuerdo con Giovanni, se da un nuevo y más estrecho decreto. Juan de Giovanni, Historia de los seminarios…, 1778, pp. 6-14. 6 Con anterioridad al canónigo de Palermo, muchos otros se refirieron aquellas mismas necesidades, así lo hizo en 1551 Juan de Ávila, en sus memoriales al concilio de Trento. “Memorial Primero al Concilio de Trento (1551)”, en Juan de Ávila, Escritos sacerdotales, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2000. 7 Juan de Giovanni, Historia de los seminarios…, 1778, pp. 33-34. 4

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En realidad, Trento no se refirió a aquellas discrepancias entre seminarios y universidades públicas y, más aún, cuando luego de finalizado el concilio se examinaron las posibilidades de creación de estos colegios, no faltaron quienes sugirieran que se establecieran, precisamente, en el interior de los recintos universitarios.8 De hecho, los primeros intentos por fortalecer los estudios catedralicios de la ciudad de Los Reyes de Lima estuvieron íntimamente vinculados con un proyecto de universidad. En efecto, en 1564 el arzobispo dominico de Lima, fray Jerónimo de Loayza, solicitó a Felipe II hacer de los estudios catedralicios una universidad pública, argumentando que hacía ya varios años se leía gramática en la iglesia mayor y otros sitios de la ciudad; pidió, además, se reanudara el salario de la lección de los sacramentos, que se impartía hasta hacía poco tiempo pagada de la hacienda real.9 Al año siguiente el rey consultó a la audiencia la petición del arzobispo y, como era de esperarse, ésta respondió diciendo que ya existía una universidad en Lima.10 Y es que, efectivamente, luego de haber recibido cédulas para su fundación en 1551, aquélla se inauguró en 1553 con la presencia de Loayza, entre otros, en el convento dominico del rosario, la primera de las órdenes religiosas en llegar al Perú. Las universidades públicas, o estudios generales, eran instituciones reales, pues estaban financiadas y sujetas por el rey. En ellas, estudiantes y doctores podían tener acceso a los principales cargos de gobierno, llegar a ser sus rectores y sus catedráticos. Además, a través de órganos colegiados, llamados claustros, la comunidad velaba por sus intereses corporativos, dictaba estatutos para su marcha cotidiana, supervisaba el funcionamiento de las aulas, controlaba su administración, su hacienda y, sobre todo, el otorgamiento de los grados, elemento vertebral de la institución. Éstos no sólo daban constancia de la posesión de un conocimiento sino también de la pertenencia a la corporación, lo que otorgaba a sus miembros privilegios y una jurisdicción especial, a más de ser requisito para la promoción social. Características de las que careció la Universidad de Lima en sus primeros años, pues hasta 1557 se financiaba con una renta asignada por la “Memorial para lo de los Concilios provinciales de la Corona de Castilla”, ca. 1565, Archivo General de Simancas, Patronato real, legajo 22, doc. 1. (En adelante el archivo se citará AGS.) 9 “Se piden informes sobre la conveniencia de fundar una universidad en la ciudad de Lima”, septiembre 13 de 1565, AGI, Patronato 189, R. 13. Vargas Ugarte data la petición de Loayza en agosto 2 de 1564. Rubén Vargas Ugarte, Historia del seminario de Santo Toribio de Lima (1591-1900), Lima, Empresa Gráfica San Martí, 1969, p. 8. 10 “Traslado de un capítulo de carta que escribió su majestad al licenciado Castro, presidente de la audiencia de la ciudad de Los Reyes”, febrero 16 de 1566. AGI, Patronato 189, R. 13. 8

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orden de Santo Domingo, sus catedráticos eran nombrados por el capítulo provincial de la orden y, hasta 1571, todos sus rectores fueron los priores dominicos. De esta forma, el monopolio de los grados universitarios y de la formación de la clerecía de la ciudad, de que gozó la orden de predicadores desde 1553 y hasta 1571 —en que la Universidad de San Marcos se independizó del claustro conventual—, fue sin duda el motivo que alentó al arzobispo a solicitar el fortalecimiento de los estudios catedralicios. Estos incluían, desde 1551, las lecturas de quechua y aymara,11 a las cuales el prelado pretendió sumar aquella lección de los sacramentos, la gramática y, posteriormente, una cátedra de sagrada escritura.12 Obraba en favor del propósito de Loayza el que para 1562 la universidad que administraban sus hermanos de orden pasaba por estrechez económica;13 para ese entonces sólo contaba con tres cátedras: gramática, lógica y teología; además la iglesia conventual no estaba construida ni tampoco las salas y habitaciones para estudiantes y novicios.14 En sus misivas al concejo de Indias Loayza había aludido a la creación de un “colegio e universidad”, así como a un “estudio general”. Es decir, se estaba refiriendo a tres instituciones distintas: la universidad, una corporación de doctores y escolares con el privilegio de otorgar grados; un colegio o residencia para estudiantes, que podía o no contar con lecciones y, un estudio general, esto es, las escuelas o edificios donde se impartían las cátedras.15 Se trataba de instituciones que se complementarían entre sí y al estar bajo la tutela del arzobispo no tendrían por qué competir. Y es que, por lo general, los problemas y rivalidades nunca faltaban, pues los colegios que llegaron a contar con cátedras aspiraban a obtener el privilegio Lucio Castro Pineda, “La cátedra de lengua quechua en la catedral de Lima”, Nueva Corónica 1, 1963, pp. 136-147. 12 Archivo de la catedral de Lima (en adelante ACL), “Libro de acuerdos capitulares”, vol. 1, 1564-1574, f. 16. 13 Originalmente la institución contaba con 350 pesos anuales que fueron señalados por el convento, luego, para 1557 el virrey marqués de Cañete le acudiría con una dotación de 400 pesos anuales. Luis Antonio Eguiguren, Historia de la Universidad. La universidad en el siglo XVI, Lima, Imprenta de Santa María/Universidad Mayo de San Marcos, 1951, t. I, p. 57. 14 Ibid., p. 61. El autor cita una carta de fray Domingo de Santo Tomás al rey sobre el estado de la universidad. 15 El término colegio, al igual que el de universidad, originalmente hace referencia a una comunidad o reunión de personas (collegium), no necesariamente estudiantes ni, tampoco, necesariamente congregados en un edificio específico. Víctor Gutiérrez Rodríguez, “Hacia una tipología de los colegios coloniales”, en Leticia Pérez Puente, De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, México, CESU-UNAM, 1998 (La Real Universidad de México. Estudios y Textos VII), pp. 81-90. 11

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de graduar ellos mismos o,16 al menos, que las clases impartidas en sus aulas tuviesen el valor de cursos en las universidades, para que sus estudiantes no tuvieran que asistir a éstas, ni revalidar estudios para obtener los grados académicos. Sin embargo, en los proyectos del arzobispo ello no sucedería, pues ambas instituciones estarían bajo su dirección y correrían en paralelo con el propósito de fortalecerse una a la otra. Las pretensiones de Loayza sobre la universidad continuaron hasta casi el fin de su gobierno, aunque con muy pocas posibilidades de éxito. Por una parte, la audiencia de Lima no envió al consejo los informes necesarios para tomar una resolución, entre los que debía contarse una relación de los bienes con que se podrían dotar los nuevos estudios.17 Por otra parte, estaban los proyectos del virrey Toledo en torno a la universidad, pues para éste el estudio general debía quedar de tal forma que pudiese ser estrechamente vigilado por el representante del rey en el Perú. A consideración del virrey, no era posible que la universidad continuara en el monasterio de Santo Domingo, pues sus rectores no estaban sujetos “a lo secular”. Así, señaló: “no sé si les conviene tratar en lo que no es de su profesión, como leyes, gramática, medicina y otras ciencias humanas, pues les basta sus artes y teología como fin y medios para conseguir su profesión, que es alumbrar almas y ayudarlas a salvar”.18 Además, luego de mencionar cómo el arzobispo pretendía “pasar la universidad a su iglesia”, Toledo defendería la idea de crear “universidad de por sí”, con edificio independiente, donde se pudieran incorporar los oidores y miembros de la audiencia; de hecho, planteó la posibilidad de celebrar los grados y autos públicos en las casas reales, así como, eventualmente, llevarse la universidad al Cuzco, debido a la poca salud de la ciudad de Lima y el temple poco apto para el estudio. Todo lo cual requería del favor y las mercedes del rey, pues la universidad era una institución del patronato real. En realidad, es poco probable que las intenciones de Loayza por fortalecer los estudios catedralicios y convertirlos en universidad estuvieran vinculadas desde un principio con la creación de un seminario tridentino, En ese sentido escribió Juan de Giovanni: “Corriendo nuestros seminarios a paso igual con las universidades públicas en orden al estudio de las ciencias y excediéndolas con mucho, respectivamente al instituto de vida arreglada, en ninguna manera deben cederles, cuanto a la prerrogativa de graduar, pues las superan en el mérito”, Juan de Giovanni, Historia de los seminarios…, 1778, p. 139. 17 “Traslado de un capítulo de carta que escribió su majestad al licenciado Castro, presidente de la audiencia de los reyes”, febrero 16 de 1566, AGI, Patronato 189, R. 13. 18 Toledo al rey, marzo 25 de 1575. Citada por Luis Antonio Eguiguren, op. cit., 1951, p. 587 y passim. 16

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pues hacía muy poco tiempo que el concilio ecuménico había ordenado su creación.19 Sea como fuere, su intención era reivindicar su autoridad y tomar parte en la formación de la clerecía peruana. Pretensiones que se vieron frustradas por la defensa que hicieran la audiencia y el virrey Toledo del patronato real que pesaba sobre la universidad.

Los primeros intentos de creación del seminario conciliar En octubre de 1566, y luego de haberse promulgado el concilio de Trento en Lima, el arzobispo Loayza solicitó a la corte autorización para crear un seminario conciliar aludiendo, ahora sí con toda claridad, a los mandatos tridentinos, aunque su petición no se ajustaba totalmente a ellos. En una misiva de octubre de 1566 el arzobispo de la ciudad de Los Reyes pidió a la corona recursos para sustentar el seminario que había ordenado Trento, pues, según dijo, “los diezmos no bastan […], ni hay prestamos ni beneficios que se puedan aplicar”.20 De acuerdo con Trento, los seminarios conciliares debían sostenerse exclusivamente de rentas eclesiásticas, lo cual constituyó su principal característica. Debía tomarse una parte de las pensiones de los beneficios eclesiásticos:21 mesa episcopal, capitular, dignidades, oficios, prebendas, hospitales, congregaciones, comunidades eclesiásticas…,22 más las rentas de los obispados que ya estaban destinadas a instruir y alimentar a la juventud; finalmente, el concilio ordenó que se obligara a dar lecciones a quienes tenían las maestrescolías y otros beneficios o prebendas que implicaban la enseñanza. 19 El concilio ecuménico había concluido en diciembre de 1563, y desde julio se había determinado el artículo de los seminarios conciliares; median pues ocho meses entre el decreto tridentino y la primera carta del arzobispo, datada en agosto de 1564. 20 “Se piden informes sobre la conveniencia de dotar un colegio seminario”, octubre 19 de 1566, AGI, Patronato 189, R. 13. La queja de Loayza sobre la falta de diezmos era real, pues en 1566 los diezmos de Lima habían perdido alrededor de 1 310 pesos ensayados respecto de 1562. “Relación del valor del de los diezmos”, AGI, Patronato 190, R. 4. 21 El término beneficio se refiere al fondo de donde se extrae la retribución de quien ejerce una función religiosa; al mismo tiempo se utiliza para hacer alusión a dicha función religiosa con sus obligaciones y cargas, esto es, al oficio. Su finalidad es garantizar a los clérigos un mantenimiento económico. 22 A lo cual se sumaría la porción de renta resultante de la unión de beneficios simples (los que no tienen deber de administración, gobierno o jurisdicción). De entre las comunidades eclesiásticas se exceptuaba a las órdenes mendicantes y los hospitalarios de San Juan de Jerusalén.

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El que se tratase de fuentes eclesiásticas aseguraba que el gobierno de esas instituciones quedaría, como dictó el concilio ecuménico, a cargo del episcopado, pues en el caso de otros colegios cuyo sostenimiento era pagado por patronos particulares, el gobierno interno, la administración y la vida cotidiana de la institución solían estar reguladas por una serie de disposiciones dejadas por dichos patronos.23 A pesar de ello, no es de extrañar que el arzobispo Loayza hubiese pedido al rey recursos para sostener el seminario, pues la presión económica podría llevar a que se beneficiaran otros proyectos, como el pago del diezmo indígena y la secularización de las parroquias a cargo del clero regular. En ese sentido, cuando en el segundo concilio provincial limeño, celebrado en marzo de 1567, se ordenó la fundación de los colegios seminarios, se decretó que se podría sacar alguna porción moderada de las doctrinas de indios; ya fuera del diezmo indígena, o bien de una parte de la paga que percibían de los encomenderos y del rey.24 De esta forma, la fundación del seminario conciliar pasaba a vincularse con uno de los problemas más señalados del siglo xvi en Indias: la disputa entre el episcopado y el clero regular por el cobro del diezmo a los indios. El pago del diezmo indígena era, al parecer de los frailes, incompatible con la pobreza de los naturales, y obligarles a darlo podría contribuir a la pérdida de la fe y de la labor hasta entonces realizada en la evangelización; además, si se autorizaba su cobro ello obligaría a los indios a pagar un doble tributo, pues éste se había fijado de modo que con él se financiara a la Iglesia.25 Los diezmos, señalaron los frailes peruanos, eran:

Estos patronos podían ser el rey, una orden religiosa, una cofradía, o una persona con los recursos suficientes. Ejemplo claro del peso de los patronos es el caso del colegio de San Bernardo mandado fundar por Toledo, quien dejó en su testamento meticulosas instrucciones sobre el funcionamiento, rentas, número y calidad de los alumnos, así como sobre la construcción y decoración del edificio, los ornamentos y objetos de culto, los motivos de cuadros y esculturas. León Gómez Rivas, El virrey del Perú Don Francisco de Toledo, Toledo, Instituto provincial de investigaciones y estudios toledanos/Diputación provincial de Toledo, 1994, pp. 155-158. 24 Además, dispuso que, según el orden establecido por cada obispo, el maestrescuela de cada catedral debería leer o poner un lector pagándolo de los frutos de su prebenda. 25 Desde 1533 el consejo había decretado que tanto el rey como los encomenderos debían satisfacer el diezmo sobre todo el ingreso de sus tributos y, posteriormente, los indios debieron pagarlo sobre las llamadas “tres cosas”, trigo, ganado y seda, así como por todos los artículos de Castilla que criaran o cosecharan. Véase Recopilación de leyes de los reinos de las Indias mandadas imprimir y publicar por la Majestad Católica del rey Don Carlos II, Madrid, Boix, 1841, Libro 1, Título XVI, De los diezmos. (En adelante se citará como: Recopilación.) 23

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cosa de muy grande trabajo y escándalo para ellos e impedimento para ser cristianos, porque como están tan excesivamente cargados con los tributos, o mejor decir robos […], llevarles diezmos parece que es más sacrilegio contra Dios que no sacrificio de diezmos. Debería vuestra majestad mandar que por cincuenta o sesenta años no diesen estos naturales ningún diezmo, pues los prelados y beneficiados tienen suficiente sustentación, y todo lo que los indios dan así a vuestra majestad como a sus encomenderos es por respeto de la doctrina y la administración de los sacramentos.26

Por el contrario, para el episcopado el cobro del diezmo significaba la posibilidad de fortalecer la provincia eclesiástica y ejercer su jurisdicción, pues con él podrían sustentar a las catedrales y sus tribunales, así como establecer clérigos seculares particulares y perpetuos en las parroquias indias, para que de ese modo quedasen bajo su jurisdicción. A lo cual se sumaba, ahora, la posibilidad de crear un “plantel perenne” de clérigos seculares que tomarían a su cargo las doctrinas indias. Ya con anterioridad, la corona había advertido cómo el punto del financiamiento para los seminarios conciliares traería muchos inconvenientes, por lo que ordenó que “hallándose algún buen expediente en el modo de erigirlos y sostenerlos”,27 los ministros del rey debían “procurar, enderezar y encaminar” su creación,28 dándole cuenta para que se dispusiera lo conveniente. También el papado, advertido de los conflictos, tomaría cartas en el asunto. Así, en 1567, Pío V (1566-1572), dictó el Etsi mendicantum ordines, donde eximió a los frailes del cumplimiento de varios de los títulos de Trento, entre los que se encontraba su obligación para contribuir con el seminario conciliar. En el capítulo 16 de aquel motu proprio, Pio V dispuso que los religiosos mendicantes, aun si tenían beneficios curados, limosnas u otras posesiones, no debían ser obligados a pagar por concepto de seminario, diezmos, primicias, subsidios caritativos, ni otra cosa alguna.29 Los frailes de Santo Domingo al rey sobre la injusticia de diezmar, agosto 20 de 1553, en E. Lisson Chávez (ed.), La Iglesia de España en el Perú. Documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, Sevilla, Católica Española, 1943-44, vol. II, tomo 5, pp. 40-41. Citada por Manuel Olmedo Jiménez, Jerónimo de Loaysa, O. P., pacificador de españoles y protector de indios, Granada, 1990, Universidad de Granada-San Esteban, 1990, p. 214. 27 “Memorial para lo de los Concilios provinciales de la Corona de Castilla“, AGS, Patronato real, legajo 22, doc. 1. 28 Loc. cit. 29 Copia del motu proprio en AGS, Patronato Real, legajo 22, doc. 84. En enero de 1572 se otorgó licencia real a los frailes para pasar a América Etsi mendicantum (AGI, Indiferente 2869 L. 1, fs. 30v-31); sin embargo, ese mismo año fue revocado por Gregorio XIII a petición del rey por la bula In tanta rerum et negotiorum mole. Esta última en Francisco Javier Hernáez (ed.), 26

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El Etsi mendicantum fue una orden general para toda la cristiandad que sentó un precedente importante en las demandas del clero regular indiano y, a la postre, provocó la prolongación de su enfrentamiento con los obispos, pues, al lado de la legislación sobre el seminario, el papa eximió en diversos aspectos de la jurisdicción episcopal a los frailes que tenían a su cargo parroquias.30 Disposiciones que llegarían a América el mismo año de 1567 por medio del breve Exponi nobis nuper.31 De esta forma, las prerrogativas de que gozaron las órdenes religiosas se convirtieron en otro obstáculo más para la creación del seminario conciliar, pero no sólo por su resistencia a contribuir para su sostenimiento, sino, además, por su defensa de un determinado orden parroquial en Indias, contra el cual atentaban los obispos al tratar de imponer su jurisdicción sobre la administración parroquial, cobrar el diezmo indígena y, por supuesto, al establecer seminarios conciliares. Ahora bien según apunta Vargas Ugarte en su historia del seminario limeño, luego del segundo concilio fray Jerónimo de Loayza habilitó una casa contigua a la iglesia mayor, donde hospedó a una docena de muchachos, quienes harían el oficio de seises en el coro, y les puso un preceptor de latín y un maestro de canto llano.32 En opinión de Vargas Ugarte, esta casa “puede decirse que vino a ser el primer seminario del Perú”. Si bien el autor no aportó fuentes sobre este establecimiento, ni indicios de cómo pudo haberse mantenido, es claro que los ánimos del prelado limeño por fortalecer los estudios catedralicios, para así allanar el camino para la fundación del seminario, continuaron hasta 1568, pues entonces trató de conminar a su cabildo a contribuir con la empresa.

Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas, Bruselas, Alfredo Vromant, 1879, vol. 1, p. 477. Véase Leticia Pérez Puente, El concierto imposible. Los concilios provinciales en la disputa por las parroquias indígenas, México 1555-1647, México, Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-UNAM, 2010. 30 El Etsi mendicantum en AGS, Patronato Real, legajo 22, doc. 84. 31 Por éste se confirmó a los frailes su capacidad para ser párrocos en Indias, declarándoles capaces para administrar los sacramentos y ejercer la cura de almas con la sola licencia de los superiores de las órdenes; es decir, al margen de la jurisdicción episcopal. Lo cual era una derogación del canon 15 de la sesión 23 del concilio tridentino. El breve, en Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana. Obra escrita a fines del siglo XVI, ed. facsimilar, México, Porrúa, 1980, pp. 488-489. Sacrosanto, ecuménico y general concilio de Trento, traducido al idioma castellano por don Ignacio López de Ayala. Agrégase el texto original corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en 1564, Madrid, en la Imprenta Real, 1785. (En adelante se citará: Trento.) 32 Rubén Vargas Ugarte, op. cit., 1969, p. 9. Como se sabe, se llama seises a los niños que en algunas catedrales asisten al coro, donde entonan canto de órgano y contrapunto.

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Como se recordará, el concilio de Trento había dispuesto que el maestrescuela y todos aquellos beneficiados que tenían aneja la carga de enseñar, estarían obligados a dar lecciones en los seminarios. Uno de ellos era el lector de sagrada escritura, oficio sobre el que Trento recientemente había legislado. Dicho lector debía enseñar a los clérigos la escritura sacra y todo aquello perteneciente a la cura de almas, según se había establecido en el IV concilio de Letrán (1215-1216). En ese entonces aquellas tareas eran llevadas a cabo por clérigos, quienes por su desempeño gozaban de la renta de una prebenda, aunque no formaban parte del cuerpo capitular;33 posteriormente, el concilio de Trento estableció que debía unirse a esos oficios la primera canonjía que quedara vacante, con lo cual sus titulares pasaron a formar parte del cabildo, como canónigos lectorales, con todos los derechos y prerrogativas.34 Así, siguiendo lo dispuesto por Trento, el segundo concilio limeño estableció que la primera prebenda que vacara debía diputarse para un lector de sagrada escritura; conforme a ello, cuando vacó una de las canonjías limeñas Loayza planteó a los capitulares disponer de su renta con ese fin, argumentando que había algunos clérigos que podrían oír la lección y ya había escrito a su majestad y creía que “vendría a quererla”.35 Ante la reticencia del cabildo, Loayza ofreció dos opciones: o pagar la lección con la renta de la prebenda vacante o repartir el gasto entre los capitulares. A pesar del esfuerzo del arzobispo por forzar la decisión, ello no dio ningún resultado, pues aunque algunos se avinieron a su propuesta y fueron de parecer que debía ejecutarse lo dispuesto en Trento y, otros más, que podrían sacarse rentas de los clérigos beneficiados de la ciudad, el deán y el arcediano pretextaron que no se podía cargar ningún beneficio eclesiástico, pues éstos eran de patronato real. Durante los siguientes días, a la discusión sobre la paga de la lección de sagrada escritura se sumó la del salario de una cátedra de gramática. De tal forma, el arzobispo no sólo trataba de crear la canonjía lectoral, sino de hacer que los prebendados sufragaran los gastos de dos cátedras de los estudios catedralicios. Así, por tratarse de un asunto que incumbía al patronato y a los derechos de los capitulares, se determinó en cabildo no tratar ni acordar cosa alguna relativa a ello, si antes las consultas del arzobispo no constaban 33 Benito Golmayo, Instituciones del derecho canónico, Madrid, Librería de Gabriel Sánchez, 1896, libro I. cap. X. Del cabildo… 34 El titular de la lectoral debía tener las partes suficientes para exponer e interpretar las sagradas escrituras. Trento, ses. V. cap. I. Que se establezcan cátedras de Sagrada Escritura. 35 Acta de cabildo de septiembre 16 de 1567, ACL, “Libro de acuerdos capitulares”, vol. 1, f. 16.

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en actas y éstas iban firmadas por él,36 con lo cual se pretendía evitar que se hicieran propuestas o se tomaran decisiones de manera discrecional. Determinación con la cual se dio por cerrado el tema, pues éste no vuelve a aparecer en las actas del cabildo. Más allá de la defensa del patronato, es claro que los capitulares no estaban dispuestos a sacrificar sus ingresos en el proyecto de Loayza, sobre todo porque, precisamente, en esos años se estaba librando una batalla legal en la Iglesia limeña por las formas de distribución del diezmo. Y es que, al lado de los canónigos, el arzobispo había tratado de reducir el porcentaje de diezmo que llevaban el deán y las dignidades, para hacer un reparto más equitativo entre todos los capitulares.37 Además, el arzobispo pretendía que le tocara a él una parte de los diezmos que se solían repartir sólo entre los miembros del cabildo,38 lo cual —aunque no tengo elementos para afirmarlo— no sería extraño que pretendiese destinar a alguna de sus cátedras.39 Sea como fuere, el proyecto no prosperó, pues, por una parte, en cabildo no se volvió a tocar el tema y, por otra, el rey no respondió a las peticiones del arzobispo. Los años en que Loayza batalló para el fortalecimiento de los estudios catedralicios y dar origen a su seminario (1564-1568) eran, como es sabido, tiempos difíciles en el Perú. En 1563 el conde de Nieva había sido depuesto de su cargo y, desde entonces y hasta 1569, el presidente de la audiencia, el licenciado Castro, llevó a cabo el juicio de residencia y la comisión de la pacificación y arreglo de los excesos cometidos. Entre muchas otras tareas, la corona le encomendó hacer observar las leyes nuevas, suprimir los servicios 36 Acta de cabildo de octubre 2 de 1567. ACL, Libro de acuerdos capitulares, vol. 1, f. 17-17v. 37 Según uno de los bandos, los estatutos de erección señalaban que al deán correspondía 50% más que a los canónigos, y a las dignidades, 30%, más; según el otro grupo, el deán y las dignidades se quedarían con 80% del total de la mesa capitular, y el resto se daría a los canónigos y racioneros. AGI, Justicia 419, N. 3. 38 En la distribución de la gruesa decimal 22.22% del total —llamado “cuatro novenos de curas”— se empleaba para la paga de los salarios de cuatro curas, dos de ellos de la iglesia mayor, además del mayordomo, secretario, vestuarios, pertiguero, sacristanes, organista y mozos del coro; después de haber cubierto estos gastos, el sobrante o residuo se añadía a la mesa capitular, esto es, a la parte del deán y cabildo donde se repartía por partes iguales. De esta distribución era de la que quería participar el arzobispo. “Las dignidades de la iglesia de Lima con el arzobispo y canónigos de ella sobre el cumplimiento de la erección de dicha iglesia”, AGI, Justicia 419, N. 3. 39 En el quinquenio 1564-1568 la gruesa había reportado un promedio de 19 985 pesos ensayados. De los cuales el arzobispo recibió, en promedio, 4 996.35, otro tanto el cabildo o mesa capitular, mientras que los cuatro novenos de curas serían 4 441.20, en promedio. “Relación del valor de los diezmos del arzobispo de Lima”, AGI, Patronato 190, R. 4.

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personales de los indios y corregir los abusos que se habían cometido contra la hacienda real durante el gobierno de Nieva, para lo cual se le otorgaron extensos poderes.40 Además, ese mismo año de 1564 —en que Loayza envió su primera solicitud de universidad—, el consejo de Indias había, por fin, resuelto negarse a otorgar a los encomenderos la perpetuidad, lo cual causaría inquietud entre la población; a ello se añadía la sombra del estado inca independiente, considerado como una amenaza para la paz y la estabilidad del domino español, pues Tupac Amaru aun seguía en Vilcabamba y los curacas, según se dijo, proyectaban un levantamiento general. Finalmente, a la inquietud política y social que prevaleció durante el gobierno interino de Castro, se sumó un declinar radical de la producción de plata del Potosí durante el decenio de 1560, lo cual afectó la hacienda real.41 Por otra parte, para ese entonces aún eran muy pocos los seminarios conciliares que se habían fundado en los distintos reinos, los había en Granada, el de San Cecilio,42 en Burgos y en Mondoñedo,43 mientras que en América aún no había ninguno. Hasta entonces, las más importantes negociaciones para su creación se llevaron a cabo en las diócesis de Quito y Cuzco. En la primera, el obispo dominico fray Pedro de la Peña realizó un acuerdo sin precedentes en 1568, convenciendo a franciscanos, dominicos y mercedarios de avenirse a contribuir para el salario de un lector de gramática y de un preceptor de canto. En el acuerdo se establecieron los montos a pagar por cada una de las órdenes religiosas, canónigos, dignidades y beneficiados en general.44 El otro esfuerzo importante para la creación de los seminarios conciliares se llevaría a cabo en el Cuzco en años posteriores, pero ahora por parte del virrey Toledo. Luego de la muerte del último pretendiente al trono inca, era necesario completar la toma del poder y la autoridad de aquella estirpe por parte de los españoles, para lo cual Cuzco parecía ser una pieza clave, “Instrucción al licenciado Castro para el gobierno del Perú”, AGI, Lima 569, L. 11. Carlos Sempat Assadourian, “La despoblación indígena en el Perú y Nueva España en el siglo XVI y la formación de la economía colonial”, Historia Mexicana, núm. 151 (1989), p. 429. 42 Según la Crónica de la Provincia de Granada las constituciones del colegio de San Cecilio fueron llevadas por Pedro Guerrero a Trento y de ahí se tomó el modelo para el decreto de los seminarios. Dicho colegio se había mandado fundar desde 1492 y había acabado de organizarse hacia 1496. Juan de Dios de la Rada y Delgado, Crónica de la provincia de Granada. Crónica General de España, o sea historia ilustrada y descriptiva de sus provincias, Madrid, Rubio, Grilo y Vitturi, 1869, p. 169. 43 Javier Vergara Ciordia, op. cit., 2005. 44 Leticia Pérez Puente, “Un seminario conciliar entre dos iglesias, Quito 1565-1583”, en Mariano Peset (introd.), Facultades y grados. X Congreso Internacional de Historia de las Universidades Hispánicas, vol. II, Valencia, Universidad de Valencia, 2010, pp. 219-242. 40 41

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pues tenía todo el prestigio de su pasado incaico, “ciudad que es cabeza de las demás y otra Roma para los indios”, diría el padre Acosta.45 Así, en 1572 el virrey Toledo escribiría sobre el proyecto de creación de un colegio seminario en la ciudad, “según lo había ordenado Trento”, el cual, afirmó, se iba haciendo al igual que uno de legos donde serían recogidos niños pobres, tanto españoles como mestizos: “…parece que convendría para mayor efecto de estos colegios […] que aquella universidad [la aún dominica de Lima] se asentase en alguno de esos colegios seminarios o legos, que estuviesen en la sierra y tierra fría, por la mayor seguridad, salud y aptitud para el estudio…”.46 A pesar del interés del virrey, el seminario de Cuzco no pudo hacerse realidad en ese entonces, mientras que el de Quito tendría una vida corta y difícil, pues el acuerdo con las órdenes religiosas se mantuvo por poco tiempo. Con todo, aquellos proyectos y negociaciones, al igual que los llevados a cabo por Loayza, sentarían un importante precedente para la carrera por la fundación de seminarios conciliares en Indias, el cual sabría capitalizar fray Toribio Alfonso Mogrovejo.

Dos proyectos en conflicto Cuando en 1583 fray Toribio Alonso Mogrovejo se reunía con sus obispos sufragáneos en el tercer concilio limeño,47 el panorama de los estudios en la ciudad de Los Reyes había cambiado sustancialmente. Con la ayuda del virrey Toledo, la universidad se había independizado de los claustros dominicos y funcionaba como una corporación independiente en Lima, donde se leían, por lo menos, doce cátedras.48 Por otra parte, la Compañía de Jesús se había ya establecido en la ciudad y, desde 1569, había abierto el colegio de San Pablo, cuya fundación había beneficiado Toledo por instrucciones del José de Acosta, Predicación del evangelio en Indias, en Francisco Mateos (ed. y estudio preliminar), Obras del P. José de Acosta, Madrid, Atlas, 1954, pp. 388-608, lib. III, cap. 22, n. 5. 46 Toledo al rey, marzo 1 de 1572, citada por Luis Antonio Eguiguren, op. cit., p. 589. 47 El tercer concilio de Lima, sin duda el más importante de los peruanos, dio inicio en agosto de 1582 presidido por fray Toribio Mogrovejo, con la asistencia de la mayoría de los obispos sufragáneos. Ver Rubén Vargas Ugarte (ed.), Concilios limenses (1551-1772), 3 vols. Lima, Provincia Eclesiástica de Lima, 1951-1954. 48 Según un informe de Mogrovejo de 1589, se leían tres lecciones de gramática —menores, medianos y mayores—, dos cátedras de artes, cuatro de teología y tres de cánones y leyes, en conjunto (AGI, Patronato 248, R. 19). Por su parte señala Eguiguren que en 1581 había tres de gramática, tres de artes, cuatro de teología, tres de cánones, tres de leyes y la cátedra de quechua. Luis Antonio Eguiguren, op. cit., 1951, p. 135-136. 45

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rey con 15 500 pesos ensayados. Destinado originalmente para la formación de los mismos jesuitas, el colegio pronto recibió en sus aulas a seglares, al lado de generosas donaciones de la élite peruana.49 En ese sentido —y como señala Pedro Guibovich en el capítulo anterior—, para 1577 los estudiantes en San Pablo sumaban ya 250 y, además, contaban con cátedras de gramática, artes, teología moral y lengua quechua. Ese crecimiento de San Pablo pronto fue resentido por la universidad y por el propio Toledo, quien en 1578 y a petición de aquélla, prohibió a los estudiantes, tanto clérigos como legos, acudir a los monasterios, colegios, comunidades y estudios privados a escuchar las cátedras que ya se impartieran en la universidad, obligándoles así a asistir tan sólo a su aulas. Para asegurar el cumplimiento de sus disposiciones, y con ellas el desarrollo de la real universidad, el virrey impuso graves penas a los contraventores. Si bien el conflicto resultante de esa orden tuvo una primera solución en 1580, cuando la corona resolvió a favor de la Compañía de Jesús, las rivalidades por la asistencia de estudiantes y la exclusividad de lecturas continuarían por lo menos durante los siguientes cuarenta años.50 En el marco de aquella competencia entre los jesuitas y la universidad, Mogrovejo retomó el proyecto de creación del seminario conciliar. Así, en las actas del tercer concilio limeño de 1583 se encomendó a todos los obispos ocuparse, cuanto antes, de la fundación de un colegio en su obispado “superando toda clase de impedimentos” y, para ello, se acordó que se tomaría a perpetuidad y, a partir de la firma del texto conciliar, 3% de todas las rentas y bienes eclesiásticos de cada diócesis; esto es, diezmos, beneficios, capellanías, hospitales, cofradías, rentas episcopales, capitulares o beneficiales, “y también de las doctrinas de indios, aunque estén a cargo de los religiosos”.51 Dos días después de haberse elaborado aquella instrucción, y siguiendo los pasos de Loayza, el arzobispo trató de involucrar al cabildo en la obra, pero, como ya le había sucedido a su antecesor, los capitulares no 49 En los inicios del siglo XVII el colegio Máximo de San Pablo se había convertido en el más importante propietario de tierras y casas dentro de la institución religiosa. Pedro Guibovich, op. cit., 2006, p. 110. 50 Véase en este mismo libro el trabajo de Pedro Guivobich, quien precisamente atiende a detalle este conflicto, sus antecedentes, desenlace e implicaciones. La cita en Luis Antonio Eguiguren, op. cit., 1951, pp. 596-597; ver también pp. 170-176. Cédula sobre el conflicto de las lecturas entre la Compañía de Jesús y la Universidad, febrero 22 de 1580. “Diccionario de Gobierno y legislación de Indias”, Archivo Histórico Nacional, Códices L. 731. 51 Acción II, cap. 44. Del colegio seminario. Sigo la edición preparada por Rubén Vargas Ugarte en Concilios limenses…, 1951-1954.

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lo respaldaron. A manera de respuesta a su consulta, el cabildo suplicó a Mogrovejo “tuviese por bien de sobreseer este negocio por ocho días para lo comunicar con sus letrados lo que deberían hacer”.52 Sin embargo, no hubo más reuniones capitulares donde se discutiera el tema, pues, tanto en 1568 como en 1583, aquella fundación significaba una merma en los montos de las prebendas, por lo cual los capitulares se negaron a acatar el cumplimiento de la disposición conciliar, con argumentos similares a los expuestos años atrás.53 No obstante aquella negativa, al finalizar el concilio Mogrovejo dirigió a Roma un memorial con 37 dudas relativas a la jurisdicción del sínodo provincial y a la de los obispos reunidos en él y, aunque ya sabía la respuesta, consultó también si debían contribuir con el seminario todas las dignidades y beneficios de patronato real o de otros seglares, a lo cual se le respondió: sí deben.54 Luego, antes de que los prelados conciliares retornaran a sus obispados, escribieron en conjunto al rey dando cuenta de las labores realizadas y de los puntos que consideraban ser “los más importantes del concilio”, donde, por supuesto, se encontraba el decreto relativo a la creación de los seminarios conciliares.55 En ese documento los obispos aludieron a la necesidad de buenos ministros para ocuparse de parroquias y doctrinas, y de cómo, muchas veces, los prelados se veían obligados a dejar éstas a clérigos de menor satisfacción y confianza de la requerida para hacerse cargo de gente tan nueva en la fe, por lo cual suplicaron al rey mandara ejecutar el decreto conciliar, a pesar de cualquier apelación. Y es que, según dijeron, los cabildos y clérigos de doctrinas se habían agraviado por el decreto “alegando causas muy frívolas”. Para terminar el punto, solicitaron al rey hiciese merced a los seminarios de los dos novenos reales del diezmo de cada obispado, “siquiera de a tres por ciento, será muy gran limosna y favor para estos vuestro vasallos y capellanes”. “Consulta al cabildo sobre al creación del seminario conciliar”, agosto 17 de 1583, ACL, “Libro Acuerdos capitulares” de la catedral de Lima, 1575-1603, vol. 2, f. 113v. 53 Carlos García Irigoyen, Santo Toribio, obra escrita con motivo del tercer centenario de la muerte del santo arzobispo de Lima, Lima, Imprenta de la librería de San Pedro, 1906, t. 2, p. 31. 54 El memorial fue publicado por Antonio de Lorea, El bienaventurado Toribio Alfonso Mogrovejo, Madrid, Julián Paredes, 1679, y aparece en Juan Tejada y Ramiro, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia de España y de América (en latín y castellano). Parte segunda. Concilios del siglo XV en adelante, vol. V, Madrid, Imprenta de don Pedro Montero, 1863. Recientemente lo editó Alberto Carrillo Cázares (ed., est. introd., notas, versión paleográfica y traducción), Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585), t. 2, vol. 1, Zamora, Michoacán, El colegio de Michoacán/Universidad Pontificia de México, 2007, p. 51. 55 “Los prelados del concilio de Lima, sobre el estado de las iglesias de Perú”, septiembre 30 de 1583, AGI, Patronato 248, R. 8. 52

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Mientras los obispos batallaban con su clero para convencerle de contribuir para la creación de los seminarios y buscaban en Roma y Madrid el apoyo necesario, el colegio jesuita de San Pablo seguía creciendo notablemente, por lo cual la compañía se dispuso a fundar un nuevo colegio, para no mezclar a novicios y seglares. Para esta nueva fundación, que era una residencia de estudiantes, los jesuitas contaron con la ayuda del virrey Martín Enríquez de Almansa (1581-1583), quien era de parecer que el naciente colegio podría “servir de seminario de ministros idóneos para las iglesias y doctrinas”, pues era “el primero y sólo que hay en este reino”.56 Así, además de la renuencia de la clerecía a contribuir con el seminario, Mogrovejo debió enfrentar un nuevo obstáculo: la expansión de los colegios de la compañía y el apoyo brindado a ésta por las autoridades virreinales. Cabe señalar que la posición del virrey no era del todo extraña; ya en el concilio de la ciudad de Toledo de 1582, al tratarse de la creación de los seminarios conciliares, algunos obispos fueron de parecer que había poca necesidad de ellos, pues “había muchas universidades y colegios que suplían por seminarios”, a lo cual, por supuesto, se sumaban las dificultades para proveerlos de hacienda para su edificación y sustento.57 Ahora bien, en su intento por fortalecer aquel establecimiento que llevaría el nombre de San Martín —en honor de quien fuera su principal benefactor, el virrey Martín Enríquez—, los jesuitas aprovecharon que el padre José de Acosta se dirigiría a la Península, donde podría promover el nuevo colegio.58 Precisamente con ese fin, Acosta llevó a la corte dos memoriales, acompañados de un parecer del virrey Enríquez y una información de oficio elaborada en Lima a petición del rector del colegio, donde se trataba de demostrar la necesidad de él y sus ventajas para la ciudad. Entre las preguntas del cuestionario que integraban la información, se interrogó a los testigos si sabían que al colegio asistían estudiantes de todas las partes del reino: Chile, Potosí, Charcas, Guamanga, Guanuco, Arequipa, Chachapoya y Panamá, sitios donde no había “doctrina y letras” y, finalmente, si sabían que el colegio no tenía renta alguna y sí, gran necesidad.59 “Informaciones de oficio y parte”, el virrey sobre la conveniencia de fundar el colegio de San Martín, AGI, Lima 208, N. 11. 57 Actas del concilio provincial de Toledo 1582-1583, relación de la segunda congregación, en Alberto Carrillo Cázares, op. cit., 2007, t. 2, vol. 2, p. 794. 58 Acosta se dirigió a la Península para abogar por el tercer concilio provincial limeño, en el cual había sido consultor teniendo a su cargo la selección, propuesta, integración y redacción final de los decretos en latín. Rubén Vargas Ugarte, Concilios limenses…, 1951, vol. I, p. V. 59 Los memoriales en “Escritos menores” en Francisco Mateos (est. prel. y ed.), Obras del padre José de Acosta, Madrid, Atlas, 1954 (Biblioteca de Autores Españoles, 73), pp. 250-386. La 56

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Al igual que el documento anterior, los escritos de Acosta eran una solicitud de rentas para San Martín, pues, en ellos pidió al rey le otorgara los tributos de indios no encomendados para sustentar a 24 colegiales. Además, en el primer memorial, fechado en abril de 1586, se relató cómo, a instancias del virrey, se había dado principio a la fundación, para lo cual Acosta, en compañía de un oidor, se ocupó de buscar limosnas, compró un sitio junto a la compañía y edificó en él un cuarto, “mediana habitación para poder estar en él hasta dos docenas de colegiales”. Según narró, fundó también una capellanía para sustentar un sacerdote que asistiera y tuviera el cuidado de los estudiantes, cuyo gobierno quedó, por orden del virrey, a cargo de la compañía, con el rey como patrono. Sin embargo, el colegio no tenía rentas, pues a los estudiantes los mantenían sus padres o deudos, por lo cual pedía se le hiciera la merced señalada. Para respaldar su petición Acosta argumentó que si bien el principal objetivo de la fundación había sido criar estudiantes virtuosos, hijos de quienes habían servido al rey, fue también su fin “que fuese seminario de ministros y obreros para las iglesias y doctrinas de aquel reino. Y por ser el primer colegio que en él se ha fundado, y el mucho fruto espiritual que se ha visto de los colegios fundados en México…”. Si bien contrasta el entusiasmo jesuita por la formación de la clerecía frente a la reticencia de los canónigos limeños, ello se explica porque los primeros proyectaban sostener su colegio con la hacienda real y los pagos de los vecinos de la ciudad, lo que no se podía hacer con el seminario conciliar, el cual debía sostenerse con rentas eclesiásticas, entre las que se contaban las prebendas de los miembros del cabildo. En el segundo memorial, fechado dos años después, Acosta informó al rey que San Martín tenía ya una casa suficiente, estatutos para su gobierno y vida interna, y que en él muchas personas principales y ricas habían puesto a sus hijos, dándoles lo necesario para su sustento y, precisamente debido a ello, volvía a hacer la solicitud de rentas provenientes de tributos vacos, pues sólo así se podrían mantener estudiantes pobres y hábiles, hijos de conquistadores. Al dorso de este último memorial el consejo respondió: “Hágase así”, y, en consecuencia, para octubre del mismo año de 1588 se dictó una cédula real donde se concedió al virrey —quien ahora era el conde del Villar— el gobierno de San Martín y se le señalaron 1 500 pesos ensayados para su renta.60 información y el parecer del virrey, en “Informaciones de oficio y parte sobre la conveniencia de fundar el colegio de San Martín de Lima…”, marzo 14 de 1586, AGI, Lima 208, N. 11. 60 “Sobre la dotación y gobierno de San Martín a cargo del virrey”, cédula de octubre 15 de 1588, Archivo Histórico Nacional, España (en adelante sólo AHN), Códices L. 731. Como se sabe Martín Enríquez de Almansa murió en marzo de 1583 en Lima y le sucedió Fernan-

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La noticia de la cédula anterior fue un duro golpe para el arzobispo de Lima, y quizá también para muchos otros de sus sufragáneos, pues mientras el episcopado limeño batallaba desde 1564 para hacer realidad su seminario conciliar, la compañía había conseguido rentas para San Pablo y luego para San Martín, en poco tiempo y con relativa facilidad. Para ahondar aún más en las rivalidades, el seminario tridentino de Santa Fe, del Nuevo Reino de Granada —al parecer inaugurado en 1582—,61 debió cerrar sus puertas en 1587, en espera de contar con recursos económicos.62 En tiempos de su clausura, estaba gravado con 900 pesos de deuda para el catedrático Fernández de Cea y con 1 600 por concepto de vestuario y alimento.63 De esa forma, resulta del todo explicable que a poco de haber recibido el virrey la cédula donde se le otorgaba el gobierno y las rentas para San Martín, Mogrovejo hubiese escrito a la corte en protesta, sobre todo porque —según explicó el arzobispo— el conde del Villar pensaba disponer del dinero destinado a un colegio de caciques que había mandado fundar Toledo al interior del recinto universitario. En efecto, en 1581 el virrey Toledo había ordenado pagar con rentas provenientes de los tributos de indios vacos la construcción y mantenimiento de un colegio de indios nobles y, para cuando salió de Lima, ya se había empezado la fábrica de éste.64 En ese sentido, en su misiva al rey, Mogrovejo explicó cómo dicho colegio tenía de renta 2 800 pesos, los cuales estaban ya incorporados, pues tenía en la universidad más de veinte celdas prontas a terminarse, do de Torres y Portugal, conde del Villar, quien fue nombrado en 1584 y gobernaría hasta 1589. Luego en enero de 1590 se recibió en Lima a García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, quien gobernó hasta 1596. 61 Señala José Abel Salazar que “por motivos que han dado lugar a comentarios burlescos de cronistas malintencionados, se clausuró el seminario de San Luis de Francia el 20 de abril de 1587, según rezan documentos del Archivo de Indias; empero sobre la data de fundación no hay certeza absoluta[…] nos inclinamos a 1582, y aunque sin datos mas precisos es de creer que la apertura se efectuó el día usual en Europa en esa época, o sea el de 1 de octubre, día de San Remigio, duró por tanto cuatro años”. José Abel Salazar, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada, 1563-1810, Madrid, CSIC, Instituto Santo Toribio de Mogrovejo, 1946. 62 “Representación del arzobispo de Santa Fe a S. M. suplicándole ordene a la Audiencia no se entrometa en tomar cuentas a los mayordomos que han sido y fueren del colegio seminario, disuelto por no poder sustentarse”, Guillermo Hernández de Alba, Documentos para la historia de la educación en Colombia, t. I, 1540-1653, Bogotá, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias/Colegio Máximo de las Academias de Colombia, 1969, pp. 40-61, y “Seminario de Santa Fe, del Nuevo Reino”, 1588 AGI, Santa Fe, 528, L. 1. 63 José Abel Salazar, op. cit., 1946, pp. 320-321. 64 Se trata de los colegios de San Felipe y San Marcos. Luis Antonio Eguiguren, op. cit., 1951, 146-147.

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cubiertas con sus puertas y ventanas, y se esperaba que dentro de tres meses hubiera docena y media de colegiales dentro. Quitarle renta al colegio del virrey Toledo significaba, dijo Mogrovejo, detener toda la obra y defraudar el fin original para el que se había mandado crear; además, señaló el arzobispo, San Martín ya se sustentaba, pues los padres de los colegiales daban 100 pesos cada año. “La tierra está muy cara y los gastos ordinarios son excesivos y dividir esta renta en dos casas no sería buen fin en ninguna de ellas, y que todo quedase con hambre y miseria y haber Vuestra Majestad de volver a dotarlo todo de nuevo”.65 Así, las pretensiones del virrey y los jesuitas no prosperaron, pues luego de la misiva de Mogrovejo el consejo ordenó utilizar la renta señalada por Toledo para su fin original dentro de la universidad, donde se debían crear dos colegios, uno para pacificadores y pobladores y otro para hijos de caciques de indios principales.66 Ahora bien, una vez ganada aquella batalla, Miguel Parren, procurador del arzobispo en la corte, solicitó en nombre de éste se le autorizara la fundación del seminario conciliar, y presentó una copia del capítulo 72 del Sumario del concilio provincial celebrado por Loayza en 1567.67 A diferencia del texto conciliar, en dicho sumario sólo se recogió que para la fundación de los seminarios se tomaría una “porción moderada de las doctrinas”, y se aludió a las lecturas que debía dar el maestrescuela, ya fuera personalmente o pagadas de los frutos de su prebenda.68 Al margen de la solicitud se anotó en el consejo: “Dese cédula de su majestad para que se cumpla el capítulo 72 del concilio provincial […] para que se funde y cumpla el seminario conforme al dicho capítulo, en Madrid a 10 de agosto de 1590”. Aquella autorización no sólo fue un logro importante para Mogrovejo, sino también para muchas otras diócesis, pues el consejo reparó en los conflictos de otras fundaciones y, para junio de 1591 y luego junio de 1592, se dieron órdenes generales para la creación Mogrovejo al rey, marzo 13 de 1589, AGI, Patronato 248, R. 19. Eguiguren señala que la renta dejada a él por Toledo era de 1 000 pesos, por lo que quizá 1 800 fueron a parar a San Martín (ver nota anterior). 66 “Para que se favorezca la creación de los colegios de pacificadores y pobladores e hijos de caciques que quedó por hacer el virrey Toledo dentro de la Universidad”, mayo 6 de 1589, AHN, Códices, L. 731. 67 Se trata de una síntesis elaborada por los obispos asistentes al tercer concilio. “Sumario del concilio provincial que se celebró en la ciudad de Los Reyes el año de 1567”, AGI, Patronato 248, R. 3. 68 Así, se omitió la referencia al diezmo indígena y a los encomenderos. “Mogrovejo al rey, solicita que conforme a lo decidido en el concilio de Lima, celebrado en 1567, se erijan los seminarios conciliares previstos en el concilio de Trento”, 1590, AGI, Patronato 248, R. 9. 65

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de seminarios conciliares a los obispos y arzobispos de casi todas las iglesias de Indias.69 Si bien la autorización real representaba una ganancia, ahora era necesario asegurar la supervivencia del seminario de Lima, pues para 1590 varios eran los colegios tridentinos del Perú que luego de haber abierto sus puertas se vieron obligados a cerrarlas, o amenazaban con hacerlo por falta de rentas, mientras otros fueron dejados a la administración jesuita. Tal sería el caso del seminario de Santa Fe, pues una vez clausurado por el obispo Zapata de Cárdenas en 1587, para 1591 se había vuelto a establecer pero ahora bajo la dirección de la Compañía de Jesús,70 al igual que sucedió con el seminario de Quito donde, como vimos, si bien se había establecido un acuerdo para su sustento desde 1568, éste debió refundarse quedando también a cargo de los jesuitas en 1594.71 Un caso similar se dio en Santiago de Chile, donde si bien se asegura que su fundación era realidad en 1584, no resulta muy clara su existencia, pues sólo se alude a una cátedra que había sido dotada por el cabildo desde 1578, cuyos oyentes asistían a las lecturas de la compañía.72 En estos dos últimos casos la corporación colegial, amparada por rentas eclesiásticas y bajo la dirección del episcopado —lo que haría de ellos colegios tridentinos—, es de dudosa existencia para los años noventa del siglo. A aquéllos se sumaría, finalmente, el proyecto de seminario de Cuzco que, hasta entonces, seguía siendo tan sólo una promesa de Toledo,73 y el seminario de la Imperial, creado, al parecer, en 1587, pero del cual no he podido encontrar rastro documental.74 69 “Real cédula al arzobispo de Santo Domingo encargándole de la fundación de un seminario en su diócesis, si aún no se ha erigido, de cuyo gobierno y provisión deberá ocuparse, como se dispuso en el concilio de Trento”, junio 22 de 1591 y 1592. AGI, Indiferente, 427, L. 30, f. 435v-436v. Id. a las iglesias de Cartagena de Indias, Charcas, Cuba, Cuzco, Guadalajara, Guatemala, Honduras, La Imperial, Michoacán, Nicaragua, Nueva Galicia, Nuevo reino de Granada, Popayán, Quito, Santa Fe, Santa Marta, Santiago de Chile, Santo Domingo, Tierra Firme, Tlaxcala, Tucumán y Venezuela. 70 Guillermo Hernández de Alba, op. cit., 1969, pp. 67-70. 71 Leticia Pérez Puente, “Un seminario conciliar…”. 72 Javier Vergara Ciordia hace referencia a él en op. cit., 2005, tomando lo dicho por Carlos Silva Cotapos, Historia eclesiástica de Chile, Santiago de Chile, Imprenta de San José, 1925. Vicente Carvallo Goyeneche, Descripción Histórico Geográfica del Reino de Chile, Santiago de Chile, Imprenta de la Librería del Mercurio, 1875. Una versión similar en Rolando Mellafe, Antonio Rebolledo y Mario Cárdenas, Historia de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 2001. 73 De acuerdo con Javier Vergara Ciordia, op. cit., 2005, éste se fundó en 1603. Pedro Guibovich, op. cit., 2006, data la fundación en 1598. 74 A su fundación se refiere también Javier Vergara Ciordia, quien señala como fuente a Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1925.

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Ante la suerte corrida por aquellos establecimientos o tentativas de fundación, Mogrovejo, al igual que en su tiempo lo hiciera Loayza, pretendió vincular el seminario conciliar con la universidad para así fortalecerlo. En ese sentido escribió al consejo el mismo año 1590, solicitando se le concediera unir la renta del seminario, que calculaba podría llegar a 3 000 pesos anuales, con los 2 000 dotados por Toledo para los colegios que se fundarían en la universidad, pues, escribió, “hasta ahora nunca ha tenido colegiales ningunos ni puéstose en ejecución más de las paredes y alguna obra de edificio”.75 De tal forma, podría estar “la universidad allí en casa, y en el mismo sitio y puesto del seminario y colegio”. Mucho se parecía su propuesta a las demandas de Loayza, aunque, en este caso, Mogrovejo sólo pretendía la dirección del seminario, pues el virrey participaría en lo tocante a los colegiales ordenados por Toledo, de manera que hubiera distinción entre unos y otros. Suponiendo que la propuesta no sería bien tomada por el marqués de Cañete,76 el arzobispo finalizó su petición diciendo que no había necesidad de solicitar al virrey informes al respecto, pues todo sería dilación.77 Como era de esperarse la solicitud no prosperó, pues aun era muy áspera la disputa entre la universidad y los jesuitas por los cursos y los estudiantes, como para agregar a ella un nuevo contendiente. Con todo, el seminario conciliar empezó a funcionar en los últimos meses de 1590, en una casa comprada por el mismo arzobispo, donde pronto alojó a un conjunto de colegiales y, casi de manera inmediata, el virrey se dio a la tarea de controlar aquél establecimiento, pues a su parecer podría atentar contra el patronato real.

Los primeros años del seminario. Entre la autoridad virreinal y el cercado de Lima Al igual que su largo proceso de fundación, los primeros años de funcionamiento del seminario conciliar de Santo Toribio de Astorga estuvieron determinados por la manera en que se articularon los poderes en la ciudad de Lima. En ese sentido la pérdida de influencia que sufrió la autoridad episcopal luego del tercer concilio limeño fue resentida por la naciente fundación. 75 “Toribio Alfonso Mogrovejo, arzobispo de Lima: varios asuntos”, 1590, AGI, Patronato 248, R. 20. 76 Éste había tomado posesión en enero de 1590, si bien desde 1589 se hallaba en el Callao. 77 Al respecto debe verse Alexander Coello de la Rosa, Espacios de exclusión, espacios de poder. El cercado de Lima colonial (1568-1606), Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú/ Instituto de Estudios Peruanos, 2006.

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Recién inaugurado el colegio tridentino, el virrey escribió a la corte una carta muy citada por la historiografía,78 donde advirtió el peligro que representaba la creación de los seminarios en Indias. Si se sumaban al colegio de Lima —señaló el virrey— los que se iban fundando en las diócesis sufragáneas, en breve tiempo habría más de 500 colegiales “hijos de deudos y amigos de los prelados y de sus criados y allegados”; es decir, fuera de control por su falta de vínculo con el rey. La idea principal defendida por el marqués era asegurar el control político de la clerecía, la lealtad de sus miembros y de sus familias, quienes a cambio del beneficio real prestarían servicio y fidelidad. Idea que estaba detrás del mismo derecho de presentación contenido en la ordenanza del patronato y, al fin y al cabo, de la motivación de los prelados para la creación de los seminarios tridentinos. De esa forma, defendiendo la tesis de que, puesto que el rey era patrono universal de las Indias, lo era también de cualquier seminario fundado en ellas, el virrey mandó tomar posesión del establecimiento. A continuación, a lo largo de febrero y marzo de 1591 se sucedieron diversos incidentes vinculados con los intentos del marqués de Cañete por controlar el seminario y con los de Mogrovejo por asegurar su gobierno, sobre lo cual se turnaron al consejo muy diversas cartas y memoriales.79 En ellas se puede leer los pormenores de lo sucedido, la pretensión del virrey de ser él quien dispusiese la elección de colegiales; cómo ordenó picar el escudo arzobispal labrado en la fachada del seminario; el nombramiento que hizo de mayordomo; la exigencia de tomar cuentas a la administración del colegio; la salida de los estudiantes, quienes por orden de Mogrovejo regresaron a sus casas “pobres y huérfanos llorando”; las censuras y el eclesiástico entredicho impuesto por el arzobispo; la detención de su cuñado y la amenaza de llevárselo al Callao para deportarlo a España junto con la hermana del prelado; la negativa —según dijo Mogrovejo— de otros obispos a crear los seminarios y, finalmente —también según el discurso del arzobispo— el arrepentimiento de personas piadosas, quienes pensaban favorecer el colegio con limosnas. A pesar de las misivas del marqués de Cañete donde advertía sobre el peligro de los seminarios, el consejo había determinado favorecer la petición del arzobispo. En parte porque significaban una solución para La carta está fechada en diciembre de 1590, se reproduce en José Abel Salazar, op. cit., 1946, p. 308, n. 22. 79 “Nueve cartas del arzobispo de Lima”, marzo 23, 24, 27 y 31 de 1591, AGI, Patronato 248, R. 21. 78

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la reforma del clero, cuya falta de instrucción era una preocupación constante y,80 quizá también, porque Mogrovejo había conseguido con anterioridad una cédula donde se eximía del control virreinal a los hospitales, ermitas, iglesias y otras obras pías instituidas y fundadas por particulares y dotadas de su propia hacienda, para que se cumpliese la voluntad de sus patronos y fundadores.81 De esta forma, se ordenó al virrey dejar la nominación de los ministros y colegiales a los prelados, “sin que os entremetáis en ello, aunque es bien que vos tengáis cuidado y os informéis de cómo se hace […] y que los prelado os den razón de ello para que nos advirtáis y se pueda proveer lo que convenga”.82 De acuerdo con esa orden, se turnaría respuesta a Mogrovejo en una cédula que posteriormente pasaría a convertirse en instrucción general para la fundación de los seminarios conciliares en Indias. En ella se ordenó que los virreyes no debían participar en el gobierno, administración ni nominación de los colegiales, lo cual quedaría a la disposición de los obispos conforme a lo dispuesto por el concilio tridentino y el limense de 1583. Los prelados podrían poner sus armas en las casas de los colegios siempre y cuando se pusieran también las armas reales en más preeminente lugar, en reconocimiento del patronazgo universal que tenía el rey en todo el estado de las Indias. Virreyes, audiencias y gobernadores tendrían cuidado de favorecer y dar auxilio a los obispos para la erección, fundación y conservación de los colegios. A aquéllos, por su parte, se le encargó tener cuidado y preferir en la elección y provisión de colegiales a los hijos de los conquistadores y personas que habían servido al rey y dar aviso al consejo de aquellos que fueran nombrados para tener a su cargo el gobierno de los seminarios. En todo caso, obispos, virreyes y audiencia debían informar al rey, para que se entendiera cómo se cumplía lo dispuesto y ordenado por los concilios y poder proveer lo más conveniente.83 Ahora bien, según señala Javier Vergara, “la vida del seminario de Santo Toribio Astorga fue extraordinariamente efímera: apenas estuvo abierto dos meses”.84 Sin embargo, ello no fue así, pues si bien es cierto que, luego de 80 Véase “Memorial sobre la conducta de los clérigos”, en AGS, Patronato Real, caja 22, doc. 79. 81 La cédula en Carlos García Irigoyen, op. cit., 1906, t. 2, p. 31. 82 José Abel Salazar, op. cit., 1946, p. 309. 83 “Nueve cartas del arzobispo de Lima”, marzo 23 de 1591, AGI, Patronato 248, R. 21. Cédula general para la fundación de seminarios, junio 22 de 1592, AGI, Indiferente 427, L. 30 f. 435v-436v.: “los virreyes, presidentes y gobernadores dejen la nominación y elección de los colegiales y personas que tengan a cargo los colegios a disposición de los prelados”, octubre 30 de 1591, mayo 20 de 1592 y octubre 7 de 1626. Recopilación, título 23, Ley 5. 84 Javier Vergara Ciordia, op. cit., 2005, p. 254.

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los conflictos con el virrey, Mogrovejo rentó las casas del colegio y despobló el seminario, éste volvió a funcionar en 1594.85 Además, y no obstante que el seminario estuvo cerrado de 1591 a 1594, el arzobispo continuó pugnando para asegurar que su gobierno quedara bajo su exclusiva dirección y para hacer efectivo el cobro de sus rentas. Batallas de suma importancia en el escenario político, pues en septiembre de 1591 se recibió en Lima la cédula de confirmación del tercer concilio provincial, ordenándose observarla en toda la provincia eclesiástica del Perú,86 lo cual sería imposible si no había un reconocimiento de la jurisdicción episcopal. En ese sentido, desde enero de 1591 se estaba ya disponiendo todo para asegurar las rentas y el sostenimiento del nuevo colegio en el cuarto concilio provincial limeño, cuyo principal objetivo fue fortalecer los títulos del tercer concilio relativos al control de las doctrinas indígenas y al saneamiento de las rentas eclesiásticas. Debido al brillo del tercer concilio limeño, poca o ninguna atención se ha prestado a la reunión que le siguió. Ésta dio principio el 27 de enero y concluyó el 15 de marzo de 1591, tiempo durante el cual se compusieron sólo veinte capítulos, firmados por fray Toribio Mogrovejo y el obispo de Cuzco, fray Gregorio de Montalvo. “Le dio a la estampa a su costa y le distribuyó graciosamente entre los religiosos”, señaló fray Antonio Lorea en su biografía del arzobispo limeño.87 Sin embargo, poco refleja ello la importancia que reviste este texto conciliar para valorar el actuar político de aquel arzobispo tan loado por la hagiografía y la historiografía del Perú. Aunque breves, los decretos de la cuarta asamblea conciliar son una muestra más de los empeños de Mogrovejo por agotar, a toda costa, las vías y los términos para asegurar el control de las parroquias indígenas y quitar obstáculos para disponer de las rentas producidas por los bienes eclesiásticos. Lejos de pretender guardar compostura política, el cuarto concilio exigió el respeto a la jurisdicción de los obispos, respaldando sus determinaciones en la congregación de cardenales intérpretes del concilio de Trento.88 En ese sentido, en el primero de sus títulos el concilio decretó que los clérigos regulares que vivían en las doctrinas fuera de los monasterios, se encontraban sujetos a la visita del prelado diocesano, punición y corrección, “no obstante 85 “Sumaria información que en el año de 1595 hizo el deán don Pedro Muñiz, en vindicación del Ilmo. señor don Toribio Alfonso Mogrovejo, para vindicarlo de injustos cargos que se le hicieron”, editada por Carlos García Irigoyen, op. cit., 1906, t. 2, pp. 57-151. 86 Rubén Vargas Ugarte, Concilios limenses…, 1953, vol. III, p. 109-110. 87 Antonio de Lorea, “El bienaventurado…”, en Juan Tejada y Ramiro, op. cit., 1863, p. 637. 88 Los decretos del IV concilio en Rubén Vargas Ugarte, Concilios limenses…, vol. I, pp. 379-387. (En adelante se citará: Lima IV.)

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los privilegios que pretenden tener en contrario, por razón de estar revocados”. Nuevamente, en el capítulo tercero señaló que sin la licencia, consentimiento y examen del obispo o su vicario, los frailes no podrían administrar los santos sacramentos, pues estaban anulados sus motus proprios, según y como lo había declarado la misma congregación de cardenales.89 Luego de esas primeras normas, donde se anunciaba con claridad el principal objetivo de la reunión conciliar, los títulos iv a vii pretendían asegurar que los salarios de doctrinas y beneficios no fueran fijados, administrados o regulados por jueces, ministros seglares, virreyes o gobernadores, quienes tampoco podrían participar en la administración y distribución de los bienes de las fábricas de las iglesias y hospitales de indios o españoles. Funciones todas ellas que quedaban reservadas al episcopado y sus jueces eclesiásticos.90 Aquellas preocupaciones por las doctrinas y la determinación de los beneficios parroquiales se vinculaban directamente con el seminario, pues, por una parte, para mantenerle era preciso sanear y controlar las rentas eclesiásticas y, por otra, en él los colegiales serían preparados de manera específica para sustituir a los frailes. En ese sentido, en su súplica para la impresión del texto del cuarto concilio, Mogrovejo escribió a la corte señalando cómo había gran número de clérigos que padecían necesidades por no haber doctrinas donde pudiesen ejercer, pues éstas se encontraban ocupadas por los frailes, los cuales convenía se recogieran en sus monasterios.91 Además de la existencia de muchos clérigos ya ordenados, Mogrovejo señaló que el seminario conciliar tenía treinta colegiales, escogidos de entre más de 120 estudiantes de la universidad, todos naturales de la diócesis, los cuales podrían ser presentados en los curatos y doctrinas de Santiago del Cercado, Jauja, Guamachucho, Gaylas, Cajamarca y Chillao, que eran los mejores del arzobispado y estaban a cargo de los frailes, “especialmente habiendo cesado la causa por donde los religiosos tienen las dichas doctrinas”.92 Lima IV, cap. III. “Que los frailes no pueden administrar sin licencia y examen del ordinario”. 90 Lima IV, cap. IV. “Que en el señalar de los salarios a los sacerdotes en las doctrinas y beneficios no se entrometan los jueces ni ministros seglares ni gobernadores”; cap. V. “Que no se rebajen los salarios de las doctrinas por los gobernadores y ministros seglares”; cap. VI. “Que los corregidores no se entrometan a hacer averiguaciones de ausencias de los clérigos en las doctrinas y deudas que debieren”; cap. VII. “Que los visorreyes ni otros ministros seglares no se entrometan en la visita de los bienes de las iglesias y hospitales ni a nombrar ni quitar mayordomos en las dichas iglesias y hospitales”. 91 Sobre la importancia de poner en ejecución el cuarto concilio provincial limeño, marzo 26 de 1591, AGI, Patronato 248, R. 21, en “Nueve cartas del arzobispo…”. 92 Alberto María Carreño, (ed.), Cedulario de los siglos XVI y XVII. El obispo don Juan de Palafox y Mendoza y el conflicto con la Compañía de Jesús, México, Victoria, 1947, pp. 674. 89

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Si bien la disputa por controlar la actividad parroquial era un conflicto presente desde hacía ya tiempo, luego de la publicación del tercer concilio provincial se había incrementado, y no sólo por las disposiciones de éste que lastimaban los intereses de los mendicantes, sino porque en esos años la Compañía de Jesús había pretendido tomar a su cargo a toda la población indígena de Lima, dando con ello lugar a un importante conflicto con el arzobispo.93 De acuerdo con los informes de aquél pleito, con el parecer del arzobispo Loayza, Lope García de Castro había creado una reducción indígena en Lima: se hizo comprar el sitio y las tierras necesarias, se levantó una cerca con dos puertas y se edificó la iglesia de Santiago del Cercado. Para 1571 Toledo aprobó la reducción y encargó la doctrina a la Compañía de Jesús, con 500 pesos de salario para su sustento. Posteriormente, en 1590 el marqués de Cañete determinó disolver el barrio indígena de San Lázaro, donde estaba una parroquia a cargo del clero secular para concentrar a los indios en el Cercado, donde era cura de almas el jesuita Hernando de Mendoza, hermano del virrey.94 Debido a ello Mogrovejo inició sus demandas para impedir la reducción de más indígenas, y como éstas no procedieron, situó a los indios de San Lázaro como un grupo aislado dentro del Cercado e inició la construcción de una iglesia provisional con cañas y pajas consagrándola a la virgen de Copacabana, poniendo una imagen que los indios habían traído del barrio de San Lázaro.95 Los enfrentamientos entre la compañía, el virrey y el prelado se fueron incrementando paulatinamente, pues Mogrovejo exigió a los jesuitas que mostraran sus licencias episcopales para la administración de sacramentos en Santiago del Cercado, pretendió someterlos a la visita episcopal y terminó con la excomunión de las autoridades y jesuitas involucrados. Finalmente, el conflicto fue resuelto en parte en junio de 1591 en favor de la compañía, a quien se confirmó en la doctrina del Cercado y en la de Juli. Con todo, la parroquia secular levantada por Mogrovejo terminaría por asentarse definitivamente gracias a aquella imagen de la virgen de Copacabana, sobre la cual el prelado hizo una información “de los milagros que obró Dios por su intercesión en la iglesia parroquial fundada en el Cercado”.96 Véase Alexander Coello de la Rosa, op. cit., 2006. “Sobre los indios del cercado de Santiago y de San Lázaro”, AHN, Diversos colecciones 39, N. 11. Sobre la importancia de esta reducción y los conflictos en torno a ella debe verse Alexander Coelo de la Rosa, op. cit, 2006; carta de Mogrovejo sobre el conflicto en AGI, Patronato 248, R. 21. 95 Alexander Coello de la Rosa, op. cit., 2006. 96 “Información testimonial, aprobación y calificación hecha por Toribio Alfonso Mogrovejo, arzobispo de Lima, de los milagros que obró dios por intercesión de Nuestra Señora de 93 94

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Aquel conflicto tuvo, por supuesto, implicaciones económicas,97 a las cuales se sumaban otras, propiamente político-religiosas, que movían a Mogrovejo, y entre ellas la más importante era hacer efectivos los decretos del tercer y cuarto concilio para controlar la acción parroquial a cargo del clero regular. Proyecto en el que, como se ha dicho, el seminario conciliar resultaba indispensable, pues en él se formaría a esa clerecía que sustituiría a los frailes. Sin embargo, para fortalecer el seminario y asegurar su pervivencia era necesario obligar a las órdenes religiosas a la paga de 3% de los ingresos recibidos por las doctrinas.98 Mogrovejo escribiría: “desde que se publicó el concilio por el año de 1583 he entendido que de parte de los religiosos y de los frailes se quiere hacer instancia […] para que no sean obligados a pagar seminario”, lo cual sería la destrucción de esos colegios, pues, los frailes —aseguró el arzobispo—, tenían la mayor parte de las doctrinas.99 Las solicitudes de Mogrovejo respecto a la publicación del cuarto concilio formaban parte de un conjunto mayor llevado a la corte en 1591 por Francisco García del Castillo. Entre otros puntos, aquel procurador negoció la asignación de 2 000 pesos de renta para el seminario; una cédula para que los corregidores detuvieran lo que correspondía pagar a los frailes y clérigos para entregarlo al colector; la aplicación de doctrinas para el colegio a título de las cuales los colegiales se pudieran ordenar; una cédula real que permitiera al obispo visitar los hospitales de Santa Ana y San Andrés, así como todos los fundados con hacienda real, y la creación de las cuatro canonjías de oficio en la catedral. Ese conjunto de demandas tenían por objetivo último asegurar el seminario conciliar, pues, de concederse, los colegiales tendrían garantizada una rápida ordenación sacerdotal; su ocupación en las mejores doctrinas —incluyendo la de Santiago del Cercado—, para las cuales serían preferidos de entre el resto de la clerecía; tendrían la opción para acceder al cabildo de la catedral al opositar por las canonjías de oficio y, sobre todo, se garantizaría la pervivencia del seminario, pues a las rentas de carácter eclesiástico se sumarían las propias de la hacienda real. La publicación del cuarto concilio no prosperó,100 y tampoco fue aceptada la petición para que los colegiales ocuparan las doctrinas a cargo de Copacabana, en la iglesia parroquial nueva que el Santo arzobispo fundó en el cercado de la Ciudad de los Reyes o Lima”, diciembre de 1591, AGI, Patronato 248, R. 24. Véase Alexander Coello de la Rosa, op. cit., 2006. 97 Al respecto Alexander Coello de la Rosa, op. cit., 2006. 98 Mogrovejo al rey, mayo 4 de 1592, AGI, Patronato 248, R. 21. 99 Mogrovejo al rey, octubre 9 de 1592, AGI, Patronato 248, R. 22. 100 La solicitud de confirmación del concilio y la repuesta del consejo en “Mogrovejo, Toribio Alfonso: concilio provincial de Lima”, AGI, Patronato 248, R. 23.

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los frailes.101 Sobre la creación de las canonjías de oficio, éstas sólo se empezaron a conceder a partir 1597, cuando a las solicitudes limeñas se sumaron las de la provincia eclesiástica mexicana;102 y aun entonces Lima sólo pudo proveer la canonjía penitenciaria y no la de sagrada escritura, como se venía peleando desde tiempos de Loayza. Ignoro si se concedieron los 2 000 pesos de renta y los beneficios curados para que se ordenaran a su título los colegiales, aunque sobre ello se consultó al virrey en 1608.103 Con todo, la solicitud para conminar a los frailes a la paga del seminario fue aceptada en enero de 1593, pidiéndose al virrey que favoreciera la intención del prelado y la aplicación del título del concilio limeño relativo a ello.104 Por supuesto, el cobro efectivo de ese 3% que correspondía a las doctrinas regulares no fue tarea sencilla. En septiembre de 1594, según el obispo de Quito, Mogrovejo le había escrito diciendo cómo con el auxilio del virrey iba cobrando a los frailes lo que les correspondía.105 Sin embargo, en el mes siguiente, el deán del cabildo presentó ante la audiencia un documento donde hacia relación de cómo, hasta entonces, ni los miembros del cabildo ni las órdenes religiosas habían pagado nada al seminario, el cual si bien acababa de ser nuevamente abierto se mantenía con lo ingresado por Mogrovejo, el pago de algunas parroquias seculares, penas de cámara, condenaciones y limosnas del arzobispo. De hecho, para 1595 el obispo de Quito escribió a Mogrovejo dándole cuenta del pleito que había entablado para el cobro del seminario y solicitándole se unieran a él para enviar un mismo parecer a España.106 Finalmente, en 1596 el arzobispo volvería a escribir a la corte para que los frailes doctrineros contribuyeran pues, según señaló, los regulares Por una parte, se confirmó a los jesuitas en la doctrina del Santiago del Cercado y Juli y, por otra, se ordenó al virrey presentar a los colegiales beneméritos en las doctrinas y curatos de clérigos seculares, pero en las de los religiosos no se debía hacer novedad. 102 Leticia Pérez Puente, “Cita de ingenios. Los primeros concursos por las canonjías de oficio en México, 1598-1616”, en Francisco Javier Cervantes Bello y Pilar Martínez López-Cano (coords.) La Iglesia en la Nueva España: relaciones económicas e interacciones políticas, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla/IIH-UNAM, 2011. 103 Al virrey y audiencia para que informen si convendrá afectar ciertos beneficios para que se provean por oposición en los colegiales del colegio seminario, marzo 19 de 1608 ACL, “Cedulas reales y otros papeles”, vol. 1, núm. 57, f. 37v–38. 104 “Suplica se dé cédula para que el virrey y audiencia favorezcan para que se guarde y cumpla el capítulo del concilio limeño que habla en esa razón”, AGI, Patronato 248, R. 23. Alberto María Carreño, op. cit., 1947, cédula de febrero 2 de 1593, p. 675. 105 AGI, Quito 76, N. 46. 106 “Copia de carta del obispo Fr. Luis López de Solís al obispo de Lima, acompañada de una información sobre el colegio seminario de Quito”, septiembre 12 de 1595. AGI, Quito 76, N. 46. 101

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habían presentado para eximirse un breve romano que no estaba pasado por el consejo.107 En 1603, aún en vida de Mogrovejo, la congregación de cardenales intérpretes de Trento falló a favor de los prelados,108 y diversas cédulas reales se expidieron también en el mismo sentido; en una de ellas de 1609 se dispuso que de no contribuir los religiosos perderían sus doctrinas.109 Pero para entonces ya muchos seminarios habían quedado en manos de la Compañía de Jesús. Si bien el colegio seminario de Santo Toribio Astorga consiguió mantener sus puertas abiertas y a cargo del arzobispo de Lima, se vio sin duda disminuido frente a los estudios jesuitas y, sobre todo, el colegio de San Martín. De la importancia que este último adquiriría es ejemplo una cédula de 1627 donde se dispuso que de todos los seminarios fundados en las provincias del Perú y Tierra firme, desde Cartagena a Chile y Río de la Plata, se nombrara dos colegiales para ser enviados a San Martín, para que en él estudiaran hasta recibir el grado de bachiller en la universidad y, una vez obtenido, se nombraran otros, para que de esa suerte “gocen de educación y doctrina en los estudios de las ciencias”.110 Los colegios jesuitas eran instituciones bien articuladas y poderosas, beneficiadas por el rey en algunos momentos, en la medida en que respondían a un proyecto mayor de control de la fuerza del trabajo indígena, a la vez que atendían a una selecta población blanca en las ciudades;111 por ello los seminarios conciliares, si bien fueron fundados en el Perú con mayor prontitud que en la provincia eclesiástica mexicana, como en ésta última debieron esperar hasta finales del siglo xvii para convertirse en parte de ese nuevo orden eclesiástico centrado en la Iglesia diocesana. No fueron, sin embargo, sólo los colegios jesuitas los que retrasaron la creación y el auge de los seminarios tridentinos, pues como hemos visto, “Toribio Alfonso Mogrovejo, arzobispo de Lima, pide a Su Majestad que los frailes doctrineros contribuyan con el tres por ciento para mantener el seminario conciliar”, mayo 13 de 1596, AGI, Patronato 248, R. 29. 108 En septiembre de 1603 decretó que de los emolumentos de las parroquias de indios se exigiera también la contribución para sostener el seminario. Francisco Javier Hernáez, op. cit.,1879, tomo II, p. 388. 109 Recopilación, Título 15, Ley XXXV, que los religiosos doctrineros contribuyan para los seminarios, mayo 1 de 1609. 110 Recopilación, Título 23, Ley VIII. En el colegio de San Martín de Lima asistan dos colegiales de cada seminario que fundar en los prelados y graduados de bachilleres, se vuelvan y entre otros, septiembre 25 de 1627. 111 Numerosos son los estudios relativos a los objetivos de la instrucción jesuita entre la población indígena y blanca en las ciudades. Véase los capítulos de este mismo libro. 107

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junto a ellos había otros centros de instrucción, corporaciones que luchaban entre sí por la conservación de prerrogativas, alumnos, cursos y grados. A lo cual se sumaba la resistencia de los miembros de los cabildos catedralicios al ver disminuidas sus rentas; las prerrogativas y el favor real de que gozaron los religiosos mendicantes y su defensa de un determinado orden parroquial en Indias, contra el cual atentaban los obispos al tratar de imponer su jurisdicción a través de los concilios provinciales y la acción política, y, finalmente, la defensa del patronato real llevada a cabo por los virreyes.112 Para finalizar, no quisiera dejar pasar la siguiente cita de las constituciones de 1777 del seminario conciliar de la ciudad de Teruel, de donde procede también el epígrafe de este trabajo, pues sin duda Mogrovejo habría sentido placer a causa de ella, ya por el honor que se le hacía, ya por la suerte que correría uno de sus antagonistas en esta historia: “habemos erigido […] bajo el patrocinio de Santo Toribio Alfonso Mogrovejo, un Seminario Conciliar Real en el colegio e iglesia que tuvieron los padres jesuitas en esta ciudad: generosa dádiva que para este fin habemos debido a la piadosa liberalidad de nuestro católico monarca D. Carlos III”.113

En ese sentido, para 1651 se ordenó que los dos novenos del diezmo correspondientes al rey debían cobrarse íntegramente sin descuento para los seminarios. Recopilación, Libro I, t. XVI, De los diezmos, Ley XXVI, cédula de septiembre 9 de 1651. 113 Decreto de erección, constituciones, dotación, gobierno y enseñanza…, 1777, pp. 17-18. 112

DE SEMINARIO CONCILIAR A UNIVERSIDAD: UN PROYECTO FRUSTRADO DEL OBISPADO DE OAXACA (1746-1774)

Rodolfo Aguirre Universidad Nacional Autónoma de México-IISUE [email protected]

Planteamiento general Durante casi tres décadas, el alto clero de Oaxaca intentó convertir su seminario conciliar en universidad. Con anterioridad, a fines del siglo xvii, otra institución, el seminario de Guadalajara, había intentado algo similar aunque sin resultados.1 La Real Universidad de México mantuvo, en Nueva España, la primacía de ser el único estudio general de cinco facultades, que además otorgaba grados,2 por lo menos hasta 1792, cuando se fundó su similar en Guadalajara.3 En el caso de Oaxaca la iniciativa de conversión de seminario a universidad partió del alto clero secular y después se unieron otros poderes locales a la empresa. Sin embargo, hasta 1767 el seminario conciliar de Oaxaca sólo había podido graduar a 104 estudiantes de bachilleres en la ciudad de México, frente a 337 del colegio jesuita de la misma ciudad;4 es decir, el conciliar oaxaqueño no se distinguía por ser de los que graduaba más alumnos en el virreinato. Además, la mitra oaxaqueña era una de las que tenía menos ingresos en Nueva España. Así, llama la atención que un colegio tridentino periférico, sin muchos recursos o alumnos, quisiera convertirse en universidad. Este intento no fue el único en Carmen Castañeda García, “Un colegio seminario del siglo XVIII”, en Historia Mexicana, núm. 88, 1973, pp. 465-493. 2 Hay que recordar que en Mérida, Yucatán, el colegio jesuita de San Javier también otorgaba grados. Véase al respecto el trabajo de Adriana Rocher en este mismo libro. 3 Carmen Castañeda García, La educación en Guadalajara durante la colonia, 1552-1821, México, El Colegio de Jalisco/El Colegio de México, 1984. 4 Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en Nueva España, México, UNAM/Plaza y Valdés, 2003, p. 233. 1

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el imperio español: en España se lograron convertir los de Tarragona y Murcia, en los siglos xvi y xviii respectivamente, mientras que en América lo lograron los de Caracas, en 1721, en Mérida, Venezuela, en 1806 y en León, Nicaragua, en 1812. Intentos frustrados fueron los de Asunción y Buenos Aires.5 Y es que los seminarios tridentinos de la era moderna no sólo formaban clérigos, sino que también educaban a jóvenes que harían carreras seglares; es decir, tendían a ampliar su influencia más allá de la Iglesia. Todavía en la primera mitad del siglo xviii siguieron cumpliendo con ese papel. En las siguientes páginas se analizarán y explicarán los factores que concurrieron en ese plan de conversión a universidad de un colegio del clero secular.

El obispado de Oaxaca y sus colegios En la Nueva España, particularmente en el arzobispado, las dificultades para formar adecuadamente a los clérigos siempre estuvieron presentes: desde el siglo xvi hasta el xviii no faltaron quejas y críticas sobre el asunto, aunque igualmente hubo prelados que se destacaron por su empeño en mejorar al sacerdocio. En el siglo xvi el protagonismo de las órdenes mendicantes en la evangelización indígena condujo al clero secular a una dinámica de rivalidad en la que la fundación de colegios para su propia formación quedó relegada. Por ello no debe extrañar que los seminarios tridentinos se fundaran tardíamente. En Trento el concilio procuró hacer frente a las más fuertes críticas: la vida no ética del clero, la ilegitimidad de la jerarquía católica o la ignorancia de los clérigos.6 Para ello se fijaron los tres aspectos básicos para su formación: el perfil del sacerdote ideal, la creación de seminarios para su educación y los mecanismos para la ordenación sacerdotal. Respecto a la fundación de seminarios, el concilio dio las directrices principales que debían seguirse para lograrlo: debían fundarse cerca de las catedrales, con fondos procedentes de diferentes rentas eclesiásticas que el concilio dejaba al arbitrio de cada prelado organizar.7 Igualmente se indicaron las materias básicas que debían enseñarse: sagrada escritura, música, canto, cómputo eclesiástico, ritos religiosos, aunque dejaba al arbitrio de cada Mariano Peset y Margarita Menegus, “Espacio y localización de las universidades hispánicas”, en Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija, 3 (2000), pp. 189-225. 6 Véase sobre todo los concilios de la sesión XXIII, “El sacramento del orden”. Tomado de la versión electrónica , consultada el 30 de marzo de 2010. 7 Ibid., sesión XXIII, capítulo XVIII: “Se da el método de erigir seminario de clérigos y educarlos en él”. 5

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obispo decidir qué otras materias o facultades debían aprenderse. Señalaba también que se prefiriera el ingreso de estudiantes pobres, sin descartar el ingreso de ricos, aunque éstos debían pagar por su estancia en el colegio. Finalmente, se ordenó que la designación de los catedráticos debía ser por concurso de oposición. La apuesta de Trento fue que, eventualmente, los prelados tomaran en sus propias manos la creación y conservación de seminarios, ahora llamados “conciliares”. En Nueva España, sólo hasta el tercer concilio de 1585 se decretó la creación de seminarios en cada diócesis, según sus posibilidades.8 No obstante, su fundación fue muy lenta, al igual que en el resto del mundo hispánico. Dos factores, principalmente, provocaron tal situación: la falta de rentas y la presencia de colegios y universidades en donde la Iglesia había descargado la tarea de formar a los clérigos. De esa forma, aunque en otras regiones de Hispanoamérica ya se habían fundado 17 seminarios conciliares, el clero secular novohispano no presenció el primero hasta 1643, cuando el obispo Palafox fundó el seminario de San Pedro y San Juan en Puebla, al que le siguió el de Oaxaca en 1673, Ciudad Real en 1678, Guadalajara en 1696, México en 1697, Durango en 1705, Yucatán en 1756, Morelia en 1770 y Monterrey en 1793.9 El seminario conciliar de Santa Cruz de Oaxaca no abrió sus puertas, como ya se mencionó, hasta 1673, gracias a las gestiones del obispo fray Tomás de Monterroso; el sucesor de esa mitra, Nicolás del Puerto, lo consolidó.10 Antes de eso, sólo hubo un colegio de acólitos en la catedral, llamado de San Bartolomé, el cual fue incorporado al conciliar en el siglo xviii, luego de años de penuria.11 En los primeros años de existencia, Santa Cruz contó Título I, parágrafo II: Se establecen diversas reglas relativas todas a la erección de los seminarios: “que los obispos trabajen con toda la actividad de que son capaces en fundar esta clase de seminarios, y en hacerlos duraderos, luego que se hayan creado, según la posibilidad de cada una de sus diócesis, y cumpliendo exactamente el decreto del concilio de que se ha hecho mérito”, Pilar Martínez, Elisa Itzel García y Marcela Rocío García, III concilio y Directorio, en Pilar Martínez, coord., Concilios provinciales mexicanos. Época colonial. México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2004. Disco compacto. 9 Javier Vergara Ciordia, “El seminario conciliar en la América Hispana”, en Josep-Ignasi Saranyana (dir.), Teología en América Latina. Vol. II/1. Escolástica barroca, Ilustración y preparación de la Independencia (1665-1810), Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2005, p. 182. 10 Javier Vergara Ciordia, “Datos y fuentes para el estudio de los seminarios conciliares en Hispanoamérica: 1563-1800”, en Anuario de Historia de la Iglesia, 2005, vol. XIV, Universidad de Navarra Pamplona, España, p. 271. Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1995, p. 312, por el contrario, señala la apertura en 1681. 11 Archivo General de la Nación de México (en adelante AGN), Reales Cédulas duplicadas 42, exp. 334, fs. 304-305, “Vuestra excelencia manda se una el colegio de San Bartolomé 8

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con 5 cátedras: dos de gramática, una de artes, una de prima de teología y una más de vísperas de teología, y esperaban abrir pronto una sexta de zapoteco. Este plan de estudios era similar a otros seminarios conciliares, que generalmente no cumplían del todo lo señalado por el concilio de Trento. Para validar los cursos de los alumnos que se graduarían en la Universidad de México, esta última nombró a un secretario para llevar los registros correspondientes. En 1688 el colegio de Santa Cruz tenía 28 alumnos, número modesto, en comparación con los colegios de Puebla o México.12 El colegio que se destacaba por entonces en Oaxaca era el jesuita de San Juan, abierto desde 1576,13 y en donde se educaban, como era usual, los hijos de las élites criollas oaxaqueñas. Aunque durante mucho tiempo tuvo una existencia con altibajos, a partir de 1682, gracias a un importante donativo, pudo dar continuidad a sus cátedras de artes y teología, lo cual lo llevaría a convertirse en el principal centro educativo de la ciudad.14 Aunque el edificio del colegio salió afectado en 1727 por un temblor, gracias a los vecinos las actividades continuaron, llegando a asistir a los cursos de gramática alrededor de 200 alumnos.15 Así, el colegio tridentino de Santa Cruz, como sucedió con sus similares de México y de Guadalajara, tuvo que enfrentar la presencia e influencia del colegio jesuita, contando con menos recursos. A juzgar por el número de alumnos que se graduaban en la universidad de la capital, durante el periodo 1700-1767 fue contrastante la situación del seminario conciliar con respecto al jesuita, pues mientras que del primero sólo se graduaron 104 alumnos, del segundo fueron más del triple, o sea 337. En la gráfica 1 se aprecian los índices de alumnos graduados de bachiller en artes de ambos colegios. Como puede observarse fácilmente, el colegio jesuita de Oaxaca fue bastante regular en cuanto a la obtención de grados. Solamente en tres periodos trienales, de los 22 comprendidos en la gráfica, no envió alumnos a graduar a la capital.16 Su presencia estaba completamente consolidada, en contraste con el seminario tridentino, que sólo en 7 periodos trienales de Oaxaca al real seminario para que puedan estudiar los pobres de ese obispado. Oaxaca. diciembre 16 de 1705”. AGN, Reales Cédulas Originales 33, exp. 78, “El rey aprueba no se acepte la unión de colegios que solicita el obispo. Oaxaca. 6 de noviembre de 1707”. 12 Pilar Gonzalbo, op. cit., 1995, pp. 312-313. 13 Ibid., p. 179. 14 Ibid., p. 204. 15 Ibid., p. 237. 16 Los colegios de la provincia novohispana normalmente enviaban cada tres años alumnos a graduar, en correspondencia con el ciclo de 3 años que duraban los estudios de artes y filosofía. Rodolfo Aguirre Salvador, op. cit., 2003, p. 230.

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pudo enviar alumnos a graduar. Por supuesto que en la gráfica sólo se han considerado los colegiales que lograron graduarse en la universidad, pues falta información sobre todos aquellos jóvenes estudiantes que, aunque cursantes en los colegios, sin embargo no llegaron a los grados. No obstante, es probable que aun con esa información la proporción de estudiantes de uno y otro colegio fuera similar a la de los grados. Llama mucho la atención que en las dos décadas previas a la solicitud del obispo para la conversión a universidad, el colegio de Santa Cruz no haya enviado a graduar a ningún alumno a México. Luego entonces, ¿bajo qué justificantes un obispo de Oaxaca se propuso transformar un colegio estancado en estudio general con privilegio de otorgar grados? Gráfica 1 Grados por periodo trienal. Colegios de Oaxaca (1704-1767) 35 30

Núm. de grados

25 20 15 10 5

17 17 05 04 17 -07 08 17 -10 1 17 1-1 14 3 17 -16 1 17 7-19 20 17 -22 2 17 3-2 26 5 17 -28 2 17 9-3 3 1 17 2-3 3 4 17 5-37 3 17 8-40 4 17 1-43 44 17 -46 4 17 7-4 5 9 17 0-5 53 2 17 -5 5 5 17 6-5 5 8 17 9-6 62 1 17 -64 65 -6 7

0

Santa Cruz, Oaxaca Jesuita, Oaxaca Fuente: Rodolfo Aguirre, El mérito y la estrategia..., p. 243. Nota: 1926-28 y 1762-64, sin datos.

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Las razones de un obispo El obispo Felipe Gómez de Ángulo llegó a la mitra oaxaqueña en 1745.17 Sólo un año después, en 1746, el prelado impulsó su proyecto de conversión del seminario. Gómez de Ángulo no era ningún improvisado, pues ya tenía una larga experiencia de gobierno cuando estuvo en las curias de Guatemala y Puebla, como provisor y gobernador respectivamente. Aunque no tenemos todos los detalles sobre qué lo llevó a solicitar la conversión a un año de su arribo, sí sabemos que había un edificio renovado y el prelado decía tener rentas suficientes para abrir más cátedras y así facilitar la graduación de más jóvenes. La región de Oaxaca pasaba por una buena situación económica en la década de 1740. Antequera era una ciudad básicamente administrativa y comercial, muy ligada al eje Puebla-México y las rutas comerciales a Guatemala.18 La producción de la grana y de textiles de algodón en el interior de la provincia era el sustento básico de la ciudad. Igualmente, la población de españoles y mestizos creció. Respecto a la población, si en 1700 había en Oaxaca aproximadamente 6 000 habitantes, hacia 1777 se habían triplicado; crecimiento calificado de moderado por los especialistas.19 Ese fortalecimiento demográfico y económico también se reflejó en un moderado aumento de la recaudación del diezmo que sustentaba al alto clero oaxaqueño.20 En cuanto a la población considerada española, que conformaba sólo 10% de la población del obispado, estaba dedicada sobre todo al comercio, la burocracia o la Iglesia, pues en Oaxaca, a diferencia de otros obispados del centro de la Nueva España, pocos eran propietarios de grandes haciendas.21 Más bien había muchos dueños o arrendatarios de estancias y ranchos, quienes, junto con eclesiásticos, alcaldes mayores y comerciantes, conformaban Este obispo gobernó la diócesis de 1745 a 1752; antes fue provisor en Guatemala y gobernador del obispado de Puebla. José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, México, Porrúa, 1990, p. 396. 18 José Antonio Villaseñor y Sánchez, Theatro americano. Descripción general de los reynos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones, México, UNAM, 2005, p. 479, caracterizó así a la ciudad en 1743: “Lugar de crecido vecindario, y de comercio caudaloso, así por lo precioso de sus frutos como por ser paso necesario para las provincias de Guatemala…” 19 Manuel Miño Grijalva, El mundo novohispano. Población, ciudades y economía, siglos XVI y XVII, México, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 2001, p. 99. 20 Cecilia Rabell Romero, Oaxaca en el siglo XVIII: población, familia y economía, Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM, 2008, p. 163: entre 1701 y 1759 el diezmo tuvo un crecimiento anual de 0.52% y entre 1759 y 1800 fue de 1.03%. 21 Ibid., p. 170. Aún en 1810 sólo había 83 haciendas en el obispado. 17

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la mayor parte de la población blanca de la región.22 El mayor número de familias españolas estaba asentado a lo largo y ancho del valle central; se dedicaban sobre todo al comercio y mucho menos a la explotación de la tierra, dominada por los pueblos de indios. No es difícil suponer que la clerecía oaxaqueña provenía en buena medida de ese sector mercantil. En 1732 el obispo de Oaxaca, fray Francisco de Santiago Calderón, expresó al rey que muchos curas y vicarios eran comerciantes o estaban al servicio de ellos, y que mantenían una estrecha relación “…con los principales mercaderes y hombres ricos de esta capital, los que, por sus intereses venales, han procurado proteger y alterar la paz […] y perseguir en un todo la jurisdicción eclesiástica […] para estorbar injustamente la corrección que en tal o cual cura he procurado hacer”.23 De hecho, muchos clérigos eran propietarios de trapiches de caña de azúcar y ranchos. Se calcula que la Iglesia y sus miembros poseían alrededor de 25% de la tierra productiva del valle central.24 En cuanto a la capital provincial de Oaxaca, se calcula que en 1777 los curas, médicos, abogados, burócratas, maestros, escribanos, etcétera, no rebasaban la cifra de 439.25 Paralelamente, en la nobleza indígena, tanto de Oaxaca como del resto de la Nueva España, se había iniciado el acceso al sacerdocio, como resultado del impulso que a fines del siglo xvii dio la corona a la movilidad social de los caciques. Estudiantes indígenas de Oaxaca ingresaron tanto al seminario conciliar de Santa Cruz como al colegio jesuita, como se puede observar en el cuadro 1. Sólo un alumno realizó sus estudios en el convento de Santo Domingo de Oaxaca. La gran mayoría eran hijos de caciques provenientes de distintas regiones del obispado que cursaban sus estudios en las instituciones locales y viajaban a México para presentar su examen y obtener con ello el grado de bachiller en artes. Sólo Sebastián de Mendoza, de Etla, aparece como colegial porcionista en el seminario de México, al poder su familia costear sus gastos de manutención en la capital del virreinato. No es de extrañar esta situación, pues el cacicazgo de Etla era uno de los más ricos de Oaxaca.26

Manuel Miño, op. cit., 2001, p. 101. León Lopetegui y Félix Zubillaga, Historia de la Iglesia en la América española. Desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. México. América central. Antillas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1965, p. 831. 24 Cecilia Rabell Romero, op. cit., 2008, p. 172. 25 Manuel Miño, op. cit., 2001, pp. 100-101. 26 Margarita Menegus y Rodolfo Aguirre, Los indios, el sacerdocio y la Universidad en Nueva España. Siglos XVI-XVIII, México, UNAM/Plaza y Valdés, 2006, pp. 146-150. 22 23

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Cuadro 1 Estudiantes indios en los colegios de Oaxaca (1707-1818) Año

Nombre

Lugar de estudios

Origen geográfico

1707

Sebastián de Mendoza

Seminario conciliar de México

1713

Antonio Félix de Solís

Colegio jesuita

1713

Marcelino Velásquez

Seminario conciliar de Oaxaca

1713

Miguel de Oceguera

Seminario conciliar de Oaxaca

1713

Pedro Cortés

Seminario conciliar de Oaxaca

1713

Leonardo Zárate

Seminario conciliar de Oaxaca

1713

Rodrigo de la Cruz

Seminario conciliar de Oaxaca

1715

Manuel de Zárate y Baños

1716

José Antonio Toledo

Colegio jesuita

1719

Matías Cambrai

Colegio jesuita

Bachiller en Artes

1719

José Crisanto Vanegas de Monjaras

Colegio jesuita

Bachiller en Artes

1751

José Antonio Zárate González

Seminario conciliar de Oaxaca

1764

Cosme Damián López Acevedo Pérez Nolasco

1766

Juan Francisco José Ramírez Suárez

Colegio jesuita

Etla

Grado Bachiller en Artes

Estudiante filósofo

Xococatlan

Matriculado en la universidad

Oaxaca

Bachiller en Artes

Etla

Bachiller en Artes

San Yaeé Villalta

Bachiller en Artes

Bachiller en Artes

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Cuadro 1 (continuación) Año

Nombre

Lugar de estudios

1771

Pascual Pedro Ramírez Hernández

1779

José Mariano Rodríguez

Seminario conciliar de Oaxaca

1783

Mariano José Antonio Castillejo y Caso

Seminario conciliar de Oaxaca

1790

Pedro José Celis

1796

Mateo Hernández Tilcayete

1818

Gabriel Crisanto Hernández Luna y Castellanos Yolos

Origen geográfico Ixtepejí, Oaxaca

Grado Bachiller en Artes

Tehuantepec

San Melchor Betaza Seminario conciliar de Oaxaca

Bachiller en Artes Bachiller en Artes

Convento de Santo Domingo, Oaxaca

Bachiller en Artes

Fuente: Margarita Menegus-Rodolfo Aguirre, Los indios, el sacerdocio…, 2006, p. 150.

Ante ese auge de la población española y la nueva demanda indígena, no debería extrañarnos que, a su llegada a Oaxaca, el obispo Gómez de Ángulo hallase a varias docenas de jóvenes estudiantes que, aunque con cursos, sin embargo no habían logrado graduarse en la universidad, como los registros de esta última sugieren. Es probable que sus antecesores de dos décadas atrás hubieran tenido que otorgar las órdenes sacerdotales a muchos clérigos que carecían de grado de bachiller, hecho que los diferenciaría del resto de la clerecía novohispana. En 1746, y después en 1749, el obispo en cuestión envió sendas cartas a Fernando VI, en donde expresaba el buen estado que guardaba el colegio de Santa Cruz y que había fondos suficientes para abrir más cátedras: El ilustrísimo señor obispo de Antequera, valle de Oaxaca, sobre que en aquella ciudad se funde universidad con varias cátedras […] para costear además de las cátedras de moral y escritura fundadas por sus predecesores, dos de teología escolástica, que el propio actual obispo ha puesto la de filosofía y otras

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dos de gramática, que también ha establecido la primera con la dotación de doscientos pesos y las dos últimas con la de ciento y cincuenta cada una, y la de vísperas en sustitución sin estipendio alguno.27

El obispo agregó que la mayoría de los alumnos estaban imposibilitados para ir a México a graduarse. Por ello, se suplicaba al rey: fuese servido […] erigir universidad en la mencionada ciudad de Antequera, a imitación de las de Huamanga y el Cuzco, en los reinos del Perú, que distan de la capital de Lima lo mismo que de la de México la referida Antequera, para lo cual, sin dispendio alguno de mi real hacienda, ni quitando sus viviendas a los colegiales, ofrece el referido obispo fundar la cátedra de prima de cánones y expresa tener aseguradas las fundaciones de las de leyes y medicina.28

La universidad propuesta por Gómez de Ángulo, en general, no era diferente a la de México; es decir, cátedras en cinco facultades, que era el modelo básico de todas las universidades del antiguo régimen. No obstante, el rey pidió a las autoridades virreinales más información, argumentando que el obispo no había justificado suficientemente su petición. Ante ello, la real audiencia de México solicitó parecer al fiscal, quien contestó afirmativamente a la pretensión del obispo, reconociendo la importancia de la ciudad de Antequera y destacando en especial la actividad de los comerciantes españoles de esa región: es un lugar de numeroso vecindario de españoles, muchos distinguidos y comerciantes acaudalados, que está abastecida con amplitud de todos los mantenimientos necesarios y a precios acomodados y corrientes, y su comercio y tráfico es muy crecido por lo abundante y precioso de sus frutos como el de la grana, que es el que con más estimación rinde el obispado, y por ser paso necesario para las provincias de Guatemala y demás que se contienen en las tierras que unen los dos reinos de Nueva España y el Perú.29

En cuanto al clero de Antequera, el fiscal destacaba al cabildo de catedral, los varios conventos de religiosos y monjas, así como los colegios de Santa Cruz y San Bartolomé, sin hacer alusión, convenientemente, al jesuita de San Juan.30 Después, el fiscal se encargó del obispado y sus características, AGN, Colegios 40, exp. 3, fs. 1-1v, año de 1752. Ibid., f. 1v. 29 Ibid., f. 4. 30 Ibid., fs. 4-4v. 27 28

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realzando el gran número de pueblos de indios, de curatos y de doctrinas.31 Al final de su escrito, el fiscal se ocupó del motivo principal del parecer, y dio sus razones para aprobar la apertura de la nueva universidad: Y todo lo referido que se proporciona a la comprensión de lo basto y dilatado del valle, sus jurisdicciones y obispado, también es oportuno a inferir las utilidades que podrán seguirse de que en Antequera, ciudad capital del obispado de Oaxaca y una de las principales del reino, se erija universidad. Porque ya que se deja conocer sobre el considerable fundamento […] de no haber otra universidad en este reino de Nueva España, que la que adorna a esta capital de México y que a ella es necesario ocurrir de todo su dilatado recinto a recibir los grados de bachiller, licenciados y doctores, la acomodada situación en que se halla la ciudad de Antequera, lo dilatado de su obispado, las muchas leguas de distancia a esta ciudad de México y la que a ella tienen de más o menos los lugares que forman el obispado de Oaxaca, y la capital de Antequera, su buen temperamento, crecido vecindario, abundantes frutos y mantenimientos muchos, comercio y demás que queda referido, para que en ella sea a propósito la fundación de universidad.32

Una razón de peso que dio el fiscal fue la disminución de costos para las familias de los estudiantes en la tarea de dar educación y grados a sus hijos: Y es consecuente con esto que teniendo los moradores del obispado de Oaxaca universidad en su capital y que con esto excusen los gastos, riesgos e incomodidades del camino a esta ciudad de México para ocurrir a su universidad, los mayores costos para mantenerse en ella, con otras razones; se afanen más libres y gustosos los que siguen la carrera de los estudios al adelantamiento de las letras, en especial consuelo, tanto por lo menos costoso que les será su aplicación cuanto por la esperanza del premio en su misma patria33

Desde el punto de vista del fiscal, los beneficios que se producirían a la Iglesia de Oaxaca, serían: Se podrá conseguir asimismo que el obispado abunde en sujetos de letras y que se vayan proporcionando de habilidad y suficiencia para las cátedras, canonjías, curatos, y demás empleos eclesiásticos y el que así florezca aquel Ibid., fs. 4v-5. Ibid., fs. 5-5v. 33 Ibid., fs. 5v-6. 31 32

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obispado en esta línea de los estudios en su propio beneficio, lustre y gobierno de todo su dilatado distrito y a utilidad particular de sus indios, porque tendrán quien con más amor y conocimiento como compatriotas y con mejor inteligencia de sus idiomas, los cultive en los rudimentos de nuestra santa fe y administre en los muchos y dilatados curatos que comprende el obispado. Y en estas utilidades y otras que puedan resultar, no solamente serán comprendidos los hijos de Antequera y de su obispado, sino también aquellos a quienes les pueda ser más cómodo ocurrir a la universidad de Oaxaca que a la de México por la mucha distancia de aquella, menores costos del camino y para mantenerse, mayor comodidad para su residencia y otras consideraciones que la oportunidad del lugar y conocimiento de sus vecinos pueda contribuirles, aunque echa menos el fiscal el que no se halle fundada ni proponga cátedra de lengua.34

Al final de su dictamen, el fiscal de la audiencia se ocupó del espinoso asunto del perjuicio a la Real Universidad de México, aunque lo minimizó así: Sin que contra todo lo expresado deba considerarse otro perjuicio que el que esta universidad de México deje de percibir, fundada la de Antequera, aquellos respectivos derechos y propinas de los grados, licenciaturas y borlas que hasta aquí ha utilizado como única, y habrá de lograr la universidad de Antequera; pero esto no será de consideración cuando pueden esperarse tantos públicos beneficios y cuando a la universidad de México le quedan sus fondos y muchos accidentes con que conservar sus lustres de derechos y propinas de grados, licenciaturas y borlas de otros muchos que habrán de ocurrir a ella, que es todo de lo que en este tiempo se ha informado el fiscal. Y atento a ello, estima el fiscal conveniente la fundación de universidad en la ciudad de Antequera respecto a las utilidades manifestadas y a no ser considerable el perjuicio, que no hay otro, hacia la universidad de esta corte y suplica a esta real audiencia el fiscal se sirva informarlo así a su majestad, haciéndole presente todo lo expresado […] México y julio 6 de 1752.35

Una vez que los oidores se enteraron del parecer del fiscal, pidieron entonces la opinión de la corporación más directamente implicada en el asunto: la Universidad de México.

34 35

Ibid., fs. 6-6v. Ibid., fs. 6v-7.

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La oposición de la Real Universidad de México La historia de la universidad colonial de México no puede entenderse pasando por alto la evolución del clero secular y sus instituciones. Para las autoridades virreinales, la universidad era casi una comunidad eclesiástica, a pesar de que desde su fundación esa corporación se consideró un estudio general en donde podían cursar tanto seglares como clérigos. En el transcurso del siglo xvii la universidad mexicana cayó, en efecto, en la esfera de acción de la poderosa Iglesia colonial. Aunque nunca llegó a depender directamente de la mitra mexicana, su estructura y sus órganos de gobierno fueron ocupados por clérigos que muchas veces eran dependientes del arzobispo.36 Las decisiones importantes sobre su devenir se dictaban en el claustro universitario, dominado por doctores con muchas ligas con el alto clero. En tanto, el espacio que los laicos ocuparon ahí fue mucho menor, especialmente en el siglo xviii.37 Tales procesos se vieron reflejados en el gran crecimiento que tuvieron las facultades de cánones y teología, en contraste con las de leyes y medicina, que se estancaron desde principios del siglo xviii y hasta las guerras de independencia.38 La influencia ejercida por el clero en la universidad mexicana fue permitida y bien vista por los monarcas españoles, pues una Iglesia fuerte y leal al imperio, que controlara la formación de letrados e intelectuales en la rica colonia novohispana, era muy conveniente. Pero las relaciones entre la Universidad de México y las instituciones eclesiásticas no se agotaban en su cúpula. Hay que considerar, por ejemplo, la presencia de los curas de la capital y de los canónigos, en las cátedras y en la rectoría de la universidad; también el papel de la academia en las carreras eclesiásticas y el significado de la universidad en la dinámica de las instituciones eclesiásticas y en la formación de clérigos. Este último aspecto ayuda mucho a entender las ligas de ambas entidades en cuanto al interés común de formar y promover los sacerdotes que se necesitaban para la renovación de las instituciones eclesiásticas. En el siglo xviii la búsqueda de grados por parte de la clerecía novohispana llegó a su apogeo. Las instituciones eclesiásticas en ese siglo llegaron a su mayor crecimiento, provocando también una demanda de títulos universitarios antes nunca vista. Luego entonces, es innegable la estrecha relación que guardaron en Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia…, 2003, pp. 279-368. Rodolfo Aguirre Salvador, Por el camino de las letras. El ascenso profesional de los catedráticos juristas de la Nueva España. Siglo XVIII, México, CESU-UNAM, 1998, pp. 31-33. 38 Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia…, 2003, pp. 78-80. 36 37

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Nueva España las trayectorias de los clérigos y la búsqueda de grados de bachiller.39 No obstante los evidentes intereses y relaciones con la Iglesia, cuando en 1753 se reunió el claustro de doctores en la universidad, para responder sobre la conversión del seminario de Oaxaca, la tendencia fue, precisamente, negar esas relaciones, buscando evitar la apertura de una segunda universidad en el centro del virreinato, defendiendo así el monopolio de los grados. El 3 de marzo de 1753 el claustro pleno de la Universidad de México40 envió su parecer por escrito al virrey.41 Aunque no era novedad que la universidad se opusiera a la apertura de otro estudio general, esta vez los contraargumentos que presentó en su escrito giraron en torno a la relación de los grados universitarios con la formación eclesiástica. De entrada, la universidad declaró: “no poderse hacer dicha fundación en la forma que se propone, no ser necesaria ni conveniente y ceder totalmente en perjuicio así de esta universidad como de los estudios de este reino”.42 A la afirmación del obispo sobre que los fondos del seminario eran competentes para la manutención de los colegiales y que se podían costear las cátedras de moral, escritura, teología escolástica, filosofía, gramática, prima de cánones, leyes y medicina, el claustro universitario replicó que sólo con esta representación se ve manifiesto oponerse a la decisión del Santo Concilio de Trento en la sesión 23, capítulo 18 [...] manda que se les enseñe gramática, canto, cómputo eclesiástico, sagrada escritura, historia eclesiástica, homilias de santos padres, moral, ritos y ceremonias eclesiásticas. [Al margen: faltando algo de eso apenas merece el nombre de sacerdote como dice el capítulo Queipsis Dist. 38.] Ignora esta real universidad cómo faltando en dicho colegio maestros que les instruyan a los colegiales en lo que expresamente manda el santo concilio, quiera vuestro reverendo obispo, con las rentas del mismo colegio, fundar cátedras de facultades muy extrañas y no correspondientes al fin que intenta el santo concilio; dice que se les 39 He tratado el asunto en “El clero secular de Nueva España y la búsqueda de grados de bachiller”, Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana, vol. 13, 2008, pp. 119-138. 40 El claustro pleno era el máximo órgano de gobierno de la universidad, pues ahí se discutían los problemas más importantes y asuntos que tenían que ver con la marcha en general de la corporación, como en este caso la apertura de una nueva universidad en el centro de la Nueva España. 41 AGN, Universidad 55, fs. 51-55. El parecer fue firmado por el rector Antonio de Chávez Lizardi y Juan José de Eguiara y Eguren. 42 Ibid., f. 51.

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instruyan en otros buenos artes, esto se entiende, no buenas absolutamente sino respectivas y conducentes al fin y de ningún modo lo es las cátedras de las otras facultades, pues la que más conducencia podía tener es la de sagrados cánones, y ésta como en lo regular se aplique no para la administración de las almas sino para los negocios forenses, que les es indecente a los clérigos... razón porque les está prohibido a los de orden sacro el ejercer el oficio de abogados.43

El hecho de que el claustro hablara de “facultades extrañas” a la formación clerical no puede entenderse sino sólo en el marco de convencer al virrey de negar la solicitud del obispo de Oaxaca, pues al revisar las relaciones de méritos de la clerecía novohispana es raro aquel que no estudió por lo menos una de las facultades impartidas en la universidad.44 Si vemos al conjunto de doctores canonistas del siglo xviii es fácil advertir que la mayoría fueron clérigos.45 ¿Y qué decir de los bachilleres canonistas, muchos de ellos clérigos, jueces eclesiásticos y abogados con dispensa papal para poder ejercer? En su parecer, el claustro universitario insistió en que la enseñanza de cánones en un seminario tridentino no tenía cabida: “ni aun la cátedra de cánones, por el mal uso que de ello se tiene, se debe permitir en dicho colegio”,46 es decir, en que no se les diera a los clérigos ocasión para ocuparse en algo “muy contrario” a la ocupación de cura de almas. Sobre el asunto de la distancia que había entre México y Oaxaca y el costo y riesgos del viaje que los estudiantes debían hacer para conseguir sus grados, el claustro contestó que los seminaristas debían prepararse para salvar almas, no para conseguir títulos. Por ello, propusieron que el obispo fundara más colegios seminarios y no otra universidad. A continuación, el claustro explicó cómo se había salvado el deseo de los estudiantes de las regiones del interior novohispano de obtener los grados: sin embargo, teniendo consideración a la distancia de las tierras y pobreza de sus habitadores para que los que estudian fuera de la universidad no se imposibilitasen de poder conseguir los grados, se admiten para ellos, por estatuto expreso, los colegiales de los colegios seminarios agregados a catedrales, y para AGN, Universidad 55, f. 51. Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia..., 2003, pp. 279-392. 45 Rodolfo Aguirre, “El perfil de una élite académica en la Nueva España del siglo XVIII: los licenciados y doctores canonistas”, en Armando Pavón Romero (coord.), Universitarios en la Nueva España, México, CESU-UNAM, 2003, pp. 51-84. 46 AGN, Universidad 55, f. 51v. 43 44

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los otros que no lo son ha informado a su favor la universidad siempre que se ha ofrecido el que ocurran al excelentísimo señor virrey para conseguir el que se les admita, y de hecho casi no hay ciudad en el reino donde haya estudios de gramática, filosofía y teología donde no se admitan en esta universidad los cursos para que se gradúen en ella.47

La distancia geográfica, proseguía el claustro, no era tanta como decía el obispo, pues había una mayor a las ciudades de Guadalajara, Durango o Zacatecas y entonces con más razón habría que fundar universidades ahí. Agregaba que una universidad en Oaxaca estaría aislada y con pocos cursantes, pues incluso faltaban alumnos en el colegio de la Compañía de Jesús. Además, decían los doctores, un seminario tridentino dependía del obispo o el cabildo en sede vacante, y una universidad, del rey mismo, por lo que eran incompatibles. Otro problema que apuntó el claustro, maliciosamente, era la capacidad de los obispos para dirigir correctamente una universidad: siendo tan grande la autoridad y mando que en las partes de las Indias tienen [los obispos] como considera el experimentado político y maestro de ellas el señor Solórzano libro 4, capítulo 14, pendiera de su arbitrio la provisión de las cátedras y colación de grados, dando uno y otro a los menos dignos por ser sus más afectos, haciendo que con los grados conferidos sin la suficiencia necesaria, y sin los cursos por habérselos dispensado, se antepusiesen a los dignos, siguiendo su pasión y no la razón.48

Parece que al claustro se le olvidaban varios tipos de dispensas a los alumnos para alcanzar los grados y las formas clientelares de proveer las cátedras en la misma universidad.49 Para apoyar los inconvenientes de una universidad bajo el gobierno diocesano, el claustro hizo alusión a las disputas que provocaban las oposiciones a canonjías, curatos y cátedras, las tres prebendas básicas en una carrera eclesiástica. Luego de todo ello, el claustro insistió en que los seminaristas necesitaban ciencia para el desempeño de sus labores, no los grados, que eran de utilidad particular solamente: AGN, Universidad 55, f. 52. Ibid., f. 52v. 49 Rodolfo Aguirre, “De las aulas al cabildo eclesiástico. Familiares, amigos y patrones en el arzobispado de México, 1680-1730”, Tzintzun, núm. 47, 2008, pp. 75-114, y del mismo autor: “Los límites de la carrera eclesiástica en el arzobispado de México. 1730-1747”, en Rodolfo Aguirre (coord.), Carrera, linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú (siglos XVI-XVIII), México, UNAM/Plaza y Valdés, 2004, pp. 73-120. 47 48

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con la suficiencia, pueden los ministros hacer en la iglesia todo lo que pueden hacer con los grados y esta suficiencia no ha de ser indiferente de todas las facultades, sino sólo aquellas que fueren más conducentes al fin de las almas y para que se crían los ministros... y no podrá negar el señor obispo, antes lo confiesa en la representación que hizo a su majestad, que en dicho colegio de Oaxaca se lee gramática, artes y teología, y que lo mismo se enseña en el colegio de la Compañía de Jesús de dicha ciudad, y por consiguiente, que tiene maestros que enseñen las ciencias conducentes a la utilidad pública de la iglesia y toda la mira del señor obispo debía ser el que éstas se aprendiesen... prescindiendo de la utilidad particular de los grados para lo cual podía tomar la providencia que da la ley 8 título 23 libro I de Indias, de remitir y mantener en los colegios de México hasta recibir el grado de bachiller en la universidad dos colegiales del seminario de Oaxaca, y más cuando para que no se priven de la utilidad particular de los grados se ha dispuesto con consentimiento de la universidad, el admitirse en ella los cursos que ganaren en dicho colegio seminario, y en el de la Compañía.50

Para el claustro, el paso de seminario a universidad era también cuestión de números. Alegaba que no constaba si habría suficiente número de estudiantes manteístas,51 no colegiales, para llenar las aulas de un estudio general. Según el mismo, había pocos manteístas o estudiantes laicos, a juzgar por lo que se veía en los graduados de Oaxaca registrados en la universidad; se correría el riesgo, además, de reducir la universidad mexicana a un estudio particular de la diócesis, como seguramente quedaría igual la de Oaxaca; evitando que fueran a México los mejores estudiantes de otras tierras, quedando sólo los comunes y en menor número. Otra consecuencia de la fundación sería la extinción del colegio jesuita, tan importante por la enseñanza de sus doctrinas, algo que en realidad estaba muy lejos de ocurrir, dada la fortaleza del colegio de San Juan. Al final de su parecer, el claustro opinó que la pobreza de los estudiantes no era una razón para que dejaran de viajar a México a graduarse.52 ¿Cómo valorar esta serie de argumentos del claustro universitario en 1753, que contradecía por completo la evolución del clero novohispano AGN, Universidad 55, fs. 53-53v. Se le llamaba manteístas a aquellos alumnos externos que no vestían la beca del colegio, por carecer de ella; es decir, en sentido estricto, que no tenían el nombramiento de colegial. 52 AGN, Universidad 55, f. 55: “y en lo que mira a la pobreza, raro o ninguno deja por este motivo de venir a graduarse, por venir ayudados de los otros que tienen posibilidad, y si algunos se quedan será porque no han hecho más que perder el tiempo sin aprovecharlo...”. 50 51

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y los grados? Indudablemente se trata de un escrito político destinado a evitar la fundación de otra universidad en la Nueva España, para lo cual se argumenta la diferencia de objetivos de formación entre una universidad y un seminario diocesano, separación que en los hechos no se daba, pues para el siglo xviii muchos clérigos, quizá la mayoría, contaba con al menos el grado de bachiller.53 Es entendible que la política del claustro universitario fuera impedir la fundación de nuevas universidades en la Nueva España, no tanto la creación de cátedras en los colegios, ya que en el siglo xviii aceptó a todos los cursantes de cualquier parte del virreinato. El monopolio de los grados fue en realidad lo que siempre defendió. En la real audiencia, la categórica negativa de la universidad a la conversión del seminario de Oaxaca echó por tierra el parecer favorable, por lo que el real acuerdo determinó en 1756: se dé cuenta a su majestad informándole no ser conveniente la fundación de universidad por los motivos que en el se expresarán, poniendo presente […] que para subvenir a la incomodidad que pudieran tener los estudiantes, se sirva conceder, a ejemplo de otros lugares de esta Nueva España, el que se pasen los cursos en esta real universidad a los que estudiaren Filosofía y facultad mayor, así en el colegio seminario como en el de la sagrada Compañía de Jesús.54

En Madrid no hubo por entonces ninguna decisión final sobre el asunto, y más cuando en 1758 sobrevino el cambio de monarca, por lo que probablemente el asunto quedó archivado; no obstante, tres años después fue reabierto.

Nuevos intentos en Oaxaca: el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento civil En 1761, ya en funciones Carlos III, el consejo de Indias pidió nuevos informes sobre el asunto del colegio de Oaxaca, argumentando que no se habían recibido aún. En 1764 el consejo volvió a insistir en lo mismo.55 Sin Archivo General de Indias (en adelante: AGI), México, 2550. AGN, Colegios 40, exp. 3, f. 18, año de 1752, “El ilustrísimo señor obispo de Antequera, valle de Oaxaca, sobre que en aquella ciudad se funde universidad con varias cátedras”. 55 AGN, Colegios 40, exp. 4, año de 1765, “Testimonio de las reales cédulas en que su majestad se sirve mandarle informe al excelentísimo señor virrey de este reino, la utilidad o inconveniente que puedan resultar de erigirse la universidad en la ciudad de Antequera, valle de Oaxaca”. 53 54

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embargo, apenas en 1769 el virrey de Nueva España, marqués de Cruillas, pidió la consulta de su fiscal, quien se limitó a aconsejar que, puesto que el asunto ya era viejo y podía haber cambiado la situación en Oaxaca, debían pedirse nuevos informes al obispo en funciones, así como a los cabildos eclesiástico y secular de la misma ciudad. Cruillas aceptó la sugerencia y se volvieron a pedir informes.56 En 1770 el nuevo obispo de Oaxaca, Miguel Anselmo Álvarez de Abreu (1765-1774), y el cabildo eclesiástico contestaron al virrey; luego de hacer una breve recapitulación sobre los antecedentes del asunto, recordaron el parecer afirmativo del fiscal de México, de 1752.57 Enseguida expresaron que, después de la expulsión de los jesuitas, se hacía aun más necesaria la universidad: pues a la presente, los estudiantes que acaban los cursos de Artes se hallan con mayor imposibilidad a pasar a la corte de México en solicitud de los grados de bachilleres en esta facultad porque siendo los maestros de las cátedras los propios de este clero, sucede que fenecida la lectura, éstos no pueden emprender el largo y peligroso viaje a aquella capital por falta de viático, que no sufren sus rentas […] de que se sigue que, no pudiendo los estudiantes ir como no pueden, sujetos a la dirección y cuidado de sus maestros, quienes, a más de ello, deberían practicar las diligencias de los grados de sus discípulos, como se ha acostumbrado.58

Además, los padres de familia se negaban a enviar a sus hijos a México sin la protección y guía de los maestros. En consecuencia, aun y cuando al presente tenían muchos alumnos con los cursos terminados, ninguno había podido todavía graduarse: “y así se quedarán, y en adelante se irán quedando muchos y aun los más, sin el consuelo de este ínfimo grado, con que muchísimos se han contentado hasta hoy, estimándolo como el mayor premio de su trabajo”.59 Luego, el alto clero oaxaqueño expresó la falta de médicos en Antequera, aunque sin mencionar el papel de los curanderos prácticos y la medicina indígena: No es de menor consideración para hacer mayor manifestación de la necesidad de una academia pública en esta ciudad la indigencia que en el día está Ibid., fs. 5-5v. AGN, Colegios 40, exp. 5, año de 1770, “Diligencias que se han practicado sobre la erección de la universidad en la ciudad de Oaxaca, en virtud de reales cedulas de su majestad (que dios guarde) y despacho del excelentísimo señor virrey de este reino”. 58 Ibid., f. 30v. 59 Ibid., f. 31. 56 57

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padeciendo de médicos; pues siendo su vecindario tan crecido, esta reducido todo él a la asistencia de un tan sólo medico aprobado, siendo la causa de esta increíble inopia de médicos el que muchos sujetos hábiles que pudieran aplicarse al estudio de esta facultad, no lo ejecutan por no poder subsistir en México el largo tiempo de sus cursos y pasantía, y teniendo en su patria la comodidad de estudiarla, habrá número bastante de idóneos médicos para consuelo de este público.60

Pero la situación sí había cambiado en el colegio y las finanzas del obispado, aun y cuando en este nuevo informe se trató de minimizar el asunto y se dieran posibles soluciones. El problema era que el dinero que en el proyecto inicial de universidad se destinaría para las nuevas cátedras de derecho y medicina, el obispo Gómez de Ángulo finalmente lo destinó a otra parte, al no ver cumplida su empresa.61 Por ello, en los hechos, sólo había las siete cátedras del seminario conciliar: dos de teología escolástica, una de moral, dos de filosofía y dos de gramática, quedando pendiente la dotación de las cátedras de cánones, leyes y medicina.62 Para esto último, el obispo y su cabildo proponían que el rey destinara algunos de los antiguos edificios de los jesuitas para la nueva universidad y para la creación de las nuevas lecturas: tiene a mano vuestra excelencia, en las temporalidades ocupadas, suficiente caudal que necesariamente se ha de aplicar, conforme a lo resuelto por su majestad, a obras pías necesarias o útiles al estado. Y aun si bien refleja en la real resolución, de la citada pragmática de ella, se viene en conocimiento de que la mayor parte de las temporalidades ocupadas como pertenecientes a este colegio deben aplicarse precisamente a casas de enseñanza pública; porque como quiera que el principal destino de la fundación de este colegio de Antequera fue la instrucción de la juventud en las letras, no hay duda que cuantos concurrieron a la dotación del mismo colegio y han concurrido después a su conservación, tuvieron por especial objeto de sus piadosas limosnas la subsistencia de una casa pública de disciplina literaria; y haciendo de estos mismos caudales la dotación de las tres cátedras precisas de la universidad, que restan, se viene Ibid., fs. 31-31v. “Lo único que ha mudado de aspecto en la proposición del ilustrísimo señor Ángulo es la efectiva dotación de las cátedras de prima de cánones, otra de leyes y la de medicina que prometió a su majestad por haber este prelado dado otro destino a su caudal al tiempo de su fallecimiento, creyendo desde luego, que la erección de universidad que tenía pedida no tendría efecto”, loc. cit. 62 Loc. cit. 60 61

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a cumplir en forma específica la intención de los que contribuyeron con sus facultades a la fundación, aumento y conservación de este colegio.63

El obispo y su cabildo finalizaban su escrito recomendando que se enviara la petición a la junta de temporalidades de Oaxaca, para que tomara en cuenta el asunto de la nueva universidad. Un segundo parecer lo dio el ayuntamiento de la ciudad de Oaxaca en el mismo año de 1770, sin agregar alguna razón diferente a todo lo ya reseñado. Quizá lo más importante de este escrito fue el señalamiento de la necesidad que había de fortalecer la formación regional de letrados, criticando indirectamente el centralismo en recursos y oportunidades que ejercía la capital del virreinato: no podemos menos que conocer la notoria indigencia que este público padece de una academia formal de ciencias. Este país, señor excelentísimo, feracísimo de ingenios y de genios muy a propósito para la tarea y aplicación a la letras, y siendo como es, tan crecido el número de los jóvenes, así españoles como indios, que pudieran haber logrado una mayor instrucción y adelantamiento en las ciencias, lo que vemos es que, a excepción de un corto número que ha hecho ver en esa corte el fondo de sus talentos, la mayor parte ha quedado soterrada siempre en las serranías de este obispado, con harto dolor de todos los que han gobernado esta ciudad y diócesis, así en lo eclesiástico como en lo secular. La dificultad que impide la habilitación de tantos sujetos aptos para la carrera de las letras, a más de la pobreza de muchas familias, consiste especialmente en la distancia que hay de esta ciudad a esa corte, que es en realidad la de cien leguas, siendo el camino de tanta fragosidad y variedad de temperamentos, que por su fragoso tránsito viene a ser más que doble, como por propia experiencia podemos testificar y testificamos. De que nace que, no pudiendo los padres de familia tener a sus hijos ocupados en la prosecución de sus estudios, si no es abandonándolos de su lado y a tan gran distancia, rehúsan por lo general dejarlos en esta corte tanto tiempo, como necesitan, para dar fin a sus cursos y pasantía, temerosos de algún fatal extravío, cuyo peligro ya ha acreditado la experiencia.64

El fiscal de la audiencia, una vez que conoció las respuestas de Oaxaca, opinó que todo pasara a la universidad para que alegara en su derecho, luego de lo cual todo regresara a él para dar su parecer, opinión que fue 63 64

Ibid., fs. 31v-32. Ibid., fs. 35-35v.

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ratificada por el virrey. Aunque no conozco aun si la universidad dio nueva respuesta, es obvio que su postura no cambió, pues años después volvió a oponerse a la creación de la Universidad de Guadalajara. Más tarde, con el siguiente obispo de Oaxaca, José Gregorio Alonso de Ortigosa (1775-1797), los ánimos para seguir intentando la conversión del seminario de Santa Cruz cambiaron por completo. En 1776, sin ambages, y en contraste con el optimismo del antecesor promotor de la universidad, Ortigosa se quejaba de las malas condiciones en que había encontrado las cosas en su mitra; sobre el seminario, en particular, expresó que estaba enteramente perdido en lo formal y material, pues los muchachos están sin crianza, sin instrucción y disciplina, y la casa es estrechísima y de ninguna comodidad, tanto que el refectorio está junto a los lugares inmundos y los dormitorios son dos malas galeras donde están tiradas en el suelo las más camas, siendo muchas de ellas un petate y frezada.65

En una carta subsecuente, el prelado agregaba, en el mismo sentido, que era pésima la formación de los clérigos: “Ando sin sosiego con estos clérigos porque encuentro en los exámenes un idiotismo intolerable, que me parte el corazón y no me atrevo a abrir concursos a curatos hasta ver si aprovechan en las conferencias morales que he puesto”.66 ¿Cómo justificar la apertura de una universidad cuando antes el seminario conciliar no había podido cumplir con su cometido concreto de formar buenos sacerdotes? ¿Cómo aspirar entonces a formar buenos juristas y médicos? Como consecuencia de toda esa situación, a fines de ese mismo año Ortigosa envió un memorial al consejo de Indias, buscando renovar las condiciones educativas del obispado.67 Para ello, el obispo de Oaxaca solicitaba a la corona la “fundación de una casa de estudios en aquella capital, que fuese seminario general desde las primeras letras, y estuviere sujeto enteramente a su dirección”,68 utilizándose como nueva sede el antiguo colegio jesuita. El obispo proponía la enseñanza de gramática, filosofía, teología escolástica y moral. Luego de expresado todo eso, el rey consultó a su consejo y a su fiscal, y resolvió, en vista de que se consideraba que el obispo no había enviado más explicaciones y justificaciones particulares, pedir al virrey, en su calidad de presidente de la junta de temporalidades, informase sobre el estado del AGI, México 2604, correspondencia entre prelados y virrey Bucareli, 22 de enero de 1776. Ibid., carta de 30 de abril de 1776. 67 AGI, México 2584, carta de 3 de diciembre de 1776. 68 AGN, Reales Cédulas originales 115, exp. 139, f. 365. 65

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colegio jesuita, si no se le había dado ya otro destino, así como informar sobre los inconvenientes que resultarían de cada una de las peticiones del obispo. Asimismo, lo facultaba para pedir parecer a los cabildos, civil y eclesiástico y, luego, informar de todo al rey. Como ni el prelado ni la corona mencionaron ya el viejo asunto de la creación de universidad, es claro que para 1778 la de México siguió siendo la única en el centro y norte de la Nueva España.

A manera de conclusión Como es posible advertir a lo largo de las páginas antecedentes, la corona no se negó abiertamente a la conversión del seminario de Oaxaca en universidad, sino que sólo pidió garantías de que la empresa tuviera futuro; es decir, que hubiera los medios económicos, los recursos humanos y los alumnos suficientes. No había dificultad para una transformación de ese tipo, pues ya había antecedentes y aun después del fracaso oaxaqueño se crearon algunas universidades así. Es claro que los seminarios tridentinos de esa época no estaban destinados únicamente a formar clérigos, pues en sentido estricto sólo los colegiales con beca tenían esa obligación; el resto, porcionistas y alumnos externos, no. En otras palabras, los seminarios conciliares, como los jesuitas, cumplían la doble función de preparar clérigos, por un lado, y educar a jóvenes seglares que se dedicarían a otras ocupaciones, como abogados, jueces o hasta médicos. De esa forma, los seminarios de inspiración tridentina no se constriñeron nunca a los intereses de la Iglesia, sino que ayudaron a la educación en general de los hijos de familia de las diócesis. Sin duda que el estar bajo el patronato real los hacia partícipes de las obligaciones más amplias de la corona. De ahí que Carlos III y su régimen tuvieran interés por abrir otra universidad en suelo novohispano, a pesar del rechazo de la real audiencia y de la Universidad de México, en una época en que se estaban creando variadas instituciones educativas. Entonces, ¿por qué se frustró el intento oaxaqueño? Aunque sin duda la oposición de la universidad fue tomada en cuenta por la corona, considero que no fue el principal obstáculo, ni el escepticismo de la monarquía, sino la falta de claridad en los aspectos nodales del proyecto. De todas las diócesis novohispanas, la de Oaxaca era la cuarta en cuanto a ingresos de diezmos, muy por atrás de Puebla, Valladolid y México.69 69 AGI, Indiferente 2889. Hacia 1739, la masa decimal de Oaxaca era de 21 684 pesos, atrás de la de Puebla (165 024), Michoacán (121 165) y México (117 070).

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Además, el obispo Gómez de Ángulo no precisó nunca el monto de los recursos para dotar las nuevas cátedras ni tampoco definió claramente el siempre importante asunto de en qué instancia recaería el patronato de la nueva universidad, aun y cuando no se pediría ningún recurso de la real hacienda. Este punto fue expresado por el claustro universitario de 1753, cuando cuestionó el gobierno del obispo sobre un estudio general de cinco facultades, señalando que ello sería impropio de un prelado eclesiástico. La propuesta del obispo no hablaba, pues, sobre el crucial asunto del patronato ni quién elaboraría las constituciones que regirían la nueva universidad. Otro asunto que quedó en el aire fue el de cómo se aseguraría la continuidad de formar clérigos en Oaxaca, independientemente de la existencia de la universidad, aspecto que, desde mi punto de vista, fue precisamente el “talón de Aquiles” por donde la Universidad de México pudo obstaculizar eficazmente el proyecto oaxaqueño. Ni el obispo, ni el cabildo eclesiástico o civil de Oaxaca, ni el fiscal de la audiencia de México dijeron nada al respecto. Por otro lado, aun y cuando la ciudad de Antequera creció significativamente en el siglo xviii, no acababa de quedar claro que hubiera crecido la demanda de estudios por la población española; en este sentido, luego de la muerte del obispo Gómez de Ángulo, no hubo ya nadie que retomara con el mismo interés la empresa. Además, en lo informes que sobre el clero de Oaxaca se enviaron a Carlos III, quedaba claro que la gran mayoría de los curas y clérigos tenían grados universitarios; es decir, que a pesar de todo, seguían viajando a México a graduarse sin mucho problema.70 Y es que muchos estudiantes que iban a la capital a conseguir sus grados, aprovechaban para buscar “conveniencias” en la corte virreinal; es decir, recomendaciones y relaciones con personajes encumbrados que los ayudaran a iniciar con fuerza su carrera. ¿Realmente les convenía dejar de ir a la ciudad de México a graduarse y hacer méritos? Finalmente, otro problema que el proyecto oaxaqueño no pudo acabar de resolver fue la lentitud de la procuración, pues entre un informe y otro que se pidiera en Madrid, pasaban años enteros, más aún después de que murió Gómez de Ángulo, cuando en Oaxaca parecieron olvidarse del asunto, quizá desanimados por la categórica negativa de la Universidad de México y el apoyo de la real audiencia. Sin duda que Carlos III acabó dándole prioridad a otros asuntos educativos, como el futuro de los antiguos colegios jesuitas o la apertura del colegio de minería, el jardín botánico y las cátedras de anatomía y cirugía en la capital. En 1778 el nuevo obispo de Oaxaca, Ortigosa, se desentendió finalmente del asunto, y se dedicó a impulsar el propio. 70

AGI, México 2550.

II. LA FORMACIÓN DEL CLERO SECULAR Y SUS CARRERAS

LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE NICARAGUA Y COSTA RICA (1534-1821)

Carmela Velázquez Bonilla Universidad de Costa Rica [email protected]

Introducción Los trabajos sobre la diócesis de Nicaragua y Costa Rica1 han analizado su organización externa e interna, su cabildo catedralicio, sus relaciones políticas y su religiosidad, pero han dejado de lado la educación del clero secular; acerca de este tema se han presentado, con cierta ligereza, aseveraciones que se refieren a la escasa preparación académica de este grupo social. Por eso se ha efectuado esta investigación, con el fin de acercarse, dentro de lo posible, a la preparación que recibieron los sacerdotes de la diócesis durante su existencia.2 Específicamente, nos enfocaremos a la La diócesis de Nicaragua y Costa Rica con sede en León fue erigida por medio del consistorio de Clemente VII de 1531, pero el documento canónico respectivo no fue extendido en ese momento, sino posteriormente; así, la erección de la diócesis fue confirmada por Paulo II el 3 de noviembre de 1534 por medio de la Bula Aequn Reputamus con efecto retroactivo a 1531; en ella se erigió e instituyó una iglesia catedral en León bajo la invocación de “la gloriosa Madre de Dios siempre Virgen María para un Obispo, que se intitulase de León, o Legionense, el que la presidiese, y procurase hacer e hiciese construir sus edificios y estructuras”. El territorio que posteriormente se llamaría Costa Rica continuó como antes sujeto, de hecho y quizá también de derecho, a la jurisdicción de Panamá, aun después de la creación de la diócesis de Nicaragua; pero el 9 de mayo de 1545, por real cédula de Felipe II dirigida al obispo de Nicaragua, se le encargó que, mientras no se proveyera de prelado a la gobernación de Cartago, se encargara de ella, en lo espiritual y en el culto de la Iglesia, sobre todo por estar tan cerca de ella. Carmela Velázquez, “La diócesis de Nicaragua y Costa Rica: su conformación y sus conflictos. 1531-1850”, Revista de Historia de Costa Rica, núm. 49-50, 2004, pp. 248-249. 2 Este trabajo está enmarcado dentro de otras investigaciones sobre la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, realizadas en el Programa de Historia Colonial, del Centro de Investigaciones Históricas de América Central, de la Universidad de Costa Rica. 1

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educación formal que se impartía en el seminario tridentino de San Ramón Nonato en León, Nicaragua, sede de la diócesis, la cual se complementaba en muchos casos con los grados que se otorgaban en Guatemala, en la Universidad de San Carlos, así como en el colegio San Francisco de Borja de los jesuitas. La educación del clero secular en todas las diócesis debió estar bajo el cuidado de los obispos, quienes velaron por la educación formal, como lo pedía el concilio de Trento. La preparación del clero se iniciaba, en muchos casos, desde muy temprana edad, y para costear esos estudios era necesario que el estudiante tuviera una renta que se lo permitiera, como lo había expresado también el mismo concilio.3 Las capellanías constituyeron una de las fuentes principales para esas rentas, por lo que muchos testadores las instituían en sus testamentos para que alguno de sus descendientes llegara a sacerdote. A cambio, el beneficiario debía retribuir esa ayuda con la celebración de misas por la salvación del benefactor. Los bienes sobre los que se instituía la renta podían ser ganado, bienes inmuebles y riquezas en general. Esta renta era de 5% sobre los bienes. En otros casos se estipulaba la cantidad de dinero que debía otorgase al beneficiario (la totalidad o sólo una parte) por la celebración de las misas, ya fueran por su alma o por la de algún difunto encargado a él, que en muchos casos eran sus padres.4 Varios de los sacerdotes que gozaron de una capellanía para su formación la instituyeron más tarde o se convirtieron en patronos de las que les habían sido encargadas.

El seminario tridentino de San Ramón Nonato Como se ha indicado, los obispos eran los principales responsables de la educación del clero secular por recomendación del concilio de Trento y, en el mundo hispánico, esa disposición estaba reforzada con las cédulas reales. En los decretos tridentinos se advertía a los párrocos y prelados que “una de sus primeras obligaciones era instruir a los fieles, pero para eso tendrían que haber sido ellos mismos instruidos”.5 La Iglesia novohispana discutió el tema de la formación de los clérigos en todos los sínodos y concilios 3 William B. Taylor, Ministros de lo sagrado, México, El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/Secretaría de Gobernación, tomo I, 1999, p. 184. 4 Carmela Velázquez, “Las actitudes ante la muerte en el Cartago del siglo XVI”, tesis de maestría en historia, Universidad de Costa Rica, 1996, p. 95. 5 Pilar Gonzalo Aizpuru, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1999, p. 307.

la formación de los sacerdotes de la diócesis de nicaragua y costa rica

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provinciales. Durante el primero, en 1555, se fijaron los conocimientos mínimos para conceder los grados de las órdenes sagradas. En 1592 Felipe II encomendó a todos los obispos que fundaran seminarios, a la vez que pedía a los virreyes y gobernadores que alentaran las fundaciones y les dieran el auxilio necesario. Advirtió también que para ingresar a los seminarios y para obtener beneficios al finalizar los estudios, lo más recomendable era que se eligiera a los hijos descendientes de los conquistadores y pobladores. Estas mismas disposiciones fueron ratificadas por Felipe III y Felipe IV. No obstante, a pesar de todas las recomendaciones para la fundación de seminarios, éstos tardaron un tiempo en surgir en las diócesis americanas. El primer seminario que se fundó en México fue en Puebla, en 1644, por iniciativa del obispo Juan de Palafox Mendoza, pues consideraba que el clero secular era la columna vertebral de la Iglesia. Años más tarde, en 1670, en Oaxaca se fundó otro seminario.6 En el caso de Panamá el seminario tridentino fue fundado en 1613, en la ciudad de Panamá,7 y en Chile la creación del seminario fue muy temprana, ocurrió luego del concilio de Lima en 1583, cuando se enfatizó en la creación de los seminarios tridentinos, pero este seminario de Concepción desapareció después de la gran rebelión indígena de 1600, por lo que en el siglo xvii su existencia no fue continua. Sólo en 1718 el obispo Juan de Necolalde fundó un seminario; así que durante casi ciento veinte años la diócesis no tuvo uno, hecho que repercutió negativamente en la preparación del clero de Chile.8 En el Caribe, en Cuba precisamente, encontramos que el seminario tridentino fue erigido por el obispo Cabezas Altamirano en 1605.9 Por otra parte, en Guatemala, el seminario conciliar inició sus labores el 12 de julio de 1598, en lo que hoy llamaríamos Antigua Guatemala, y continuó sus labores hasta 1970.10 Se puede comprobar, con estos ejemplos de diferentes espacios de América, que la creación de seminarios conciliares fue una política en las diversas diócesis para cumplir con las órdenes del concilio de Trento y de la corona, a fin de preparar a los sacerdotes que trasmitirían a sus fieles la doctrina.

Ibid., p. 308. Alfredo Castillero, Historia general de Panamá, vol. I, t. II, Panamá, Comité Nacional del Centenario/Vinni Impresores, 2004, p. 310. 8 Lucrecia Enríquez Agrazar, De colonial a nacional: la carrera eclesiástica del clero secular chileno entre 1650 y 1810, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2006, p. 153. 9 Consulta 10 de mayo del 2008. 10 Agustín Estrada Monroy, Datos para la historia de la Iglesia de Guatemala, t. I, Guatemala, Tipografía Nacional, 1972, p. 194. 6 7

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En el caso de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, desde muy temprano, en 1591, los obispos manifestaron la queja de la desventura de que “esta provincia por su pobreza, que no haber en ella una cátedra de gramática para que los hijos de los españoles que en ella viven la aprendan y se ordenasen, porque si esta cátedra hubiese, también habría clérigos de la propia tierra que supiesen las lenguas”.11 En el mismo documento, fray Domingo de Ulloa expresó que elaboró una doctrina y un confesionario que debía ser traducido a las diferentes lenguas para que los indígenas “por el doctrinario se doctrinen y se enseñen los naturales y por el confesionario se confiesen”.12 La preocupación por conocer la lengua de los indígenas para poderlos catequizar se manifiesta en la carta de fray Jerónimo de Escobar, por medio de la cual acepta su nombramiento como obispo de Nicaragua y Costa Rica en 1592: “y así tendré necesidad de aprender de nuevo la lengua de esta gente, porque pues Dios me ha hecho pastor es bien que si la oveja se me quejare la entienda para curarla”.13 En 1672 el obispo Alonso Bravo y Laguna insistió en la necesidad de las cátedras de gramática y de lengua para cumplir con el deseo de la corona de que los sacerdotes hablaran la lengua vernácula. Estos hechos son muestra de que existió por parte de los obispos preocupación para que los sacerdotes se prepararan en el conocimiento de las lenguas de los indígenas a fin de comunicarse con ellos y trasmitirles las enseñanzas cristianas. La necesidad de un seminario conforme lo ordenaba el concilio de Trento también fue una preocupación en la diócesis de Nicaragua y Costa Rica; por ejemplo, en las bulas del nombramiento del obispo Juan de la Torre, en 1661, se expresa esa inquietud.14 Sin embargo, no fue sino hasta octubre de 1677 que la corona, por medio de cédula real fechada el 13 de octubre, dio instrucciones al obispo de Nicaragua para que fundara dos cátedras en la ciudad de León, una de gramática para la educación de los jóvenes y otra de la lengua materna de los indios, con el propósito de que los clérigos pudieran ejercer mejor su labor pastoral; las dotaciones para las cátedras se consignaron sobre los tributos de encomiendas sin beneficiarios.15 Entonces, el obispo fray Andrés de las Navas y Quevedo fijó los edictos necesarios para que se despacharan las nóminas al gobierno superior, y en nombre de vuestra majestad, “se dio título Real en la cátedra de la lengua, al licenciado 11 Archivo General de Indias, Guatemala, 162. Granada, 15 de febrero de 1591. (En adelante AGI, Guatemala). 12 AGI, Guatemala 162, Granada, 15 de febrero de 1591. 13 AGI, Guatemala 162, Madrid, 10 de agosto de 1592. 14 AGI, Guatemala 162, Roma, 20 de diciembre de 1661. 15 Edgar Zúñiga, Historia eclesiástica de Nicaragua, Managua, Hispamer, 1996, p. 163.

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Cristóbal Gutiérrez, presbítero, y en la de gramática al licenciado Antonio Díaz de la Expiella, que hoy quedan en actual ejercicio y educación de la juventud”.16 En 1679, con el afán de que se cumpliera con lo establecido, la audiencia de Guatemala urgió a los obispos de Comayagua y León para que ejecutaran el decreto tridentino sobre la fundación de un seminario en cada diócesis. Ante esta solicitud, fray Andrés de las Navas, como lo había hecho con las cátedras de Gramática y de Lengua, se dedicó a dar los pasos necesarios para fundar el seminario. Con ese fin, realizó la siguiente concesión: “mis casas propias donación irrevocable para dicho ministerio siendo así que dichas casas las había comprado del capitán Bartolomé Roque, vecino de esta ciudad con cargo y obligación de cincuenta misas y un aniversario en cada año”.17 De esa manera, se estableció en 1680, en León, el colegio seminario de San Ramón Nonato y tuvo su sede permanente en las inmediaciones de la catedral. El nuevo seminario estuvo bajo la advocación de San Ramón Nonato, santo muy venerado por los mercedarios, escogido por el obispo de las Navas y Quevedo, que pertenecía a esa orden. Otro de los aportes significativos del mismo obispo fue donar 600 pesos de su propio peculio para comprar muebles, útiles escolares y, además, entregó parte de los diezmos que le correspondían por su función como obispo, ya que la contribución de los curatos ordenada por el concilio de Trento no era suficiente.18 Una renta más para el seminario fue la propuesta, por el mismo obispo de las Navas, de 200 pesos anuales que debieron pagarse con el producto de las encomiendas que primero vacaran. Tal fue el caso de doña María Girón de Hungría, vecina de León, quien dejó una encomienda de segunda vida, la cual fue declarada vacante en 1685 y se dispuso que de ella se tomaran los 200 pesos anuales asignados al colegio.19 Una vez establecido el seminario, los obispos continuaron protegiéndolo y buscando que pudiera tanto sostenerse económicamente como que lograra mantener sus cátedras a través del tiempo. A nivel económico, un aporte importante fue la contribución de los curas de la diócesis de los ingresos perdidos de sus parroquias, y cuando no cumplían, el obispo o el cabildo catedralicio en sede vacante mandaban documentos a todas las Agustín Estrada Monroy, op. cit., 1972, p. 362. AGI, Guatemala 162, 21 de octubre 1679, f. 427. 18 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, p. 164. 19 Tomás Ayón, Historia de Nicaragua: desde los tiempos más remotos hasta el año de 1852, t. III, Managua, Fondo de Promoción Cultural/BANIC, 1993, pp. 14-15. 16 17

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parroquias señalando a los curas infractores para que cumplieran con sus obligaciones de pago.20 En el caso de que no acataran la solicitud, se les enviaba un comisario a su iglesia para que cumplieran con sus obligaciones; de lo contrario, recibían una sanción por incumplimiento.21 Otra fuente de ingresos que recibía el seminario era el porcentaje que tenía asignado por el concilio de Trento de los diezmos de la diócesis;22 este rubro era muy escaso porque la diócesis de Nicaragua y Costa Rica pertenecía a los obispados pobres de la región, lo que confirman las quejas producidas durante todo el periodo colonial en relación con la mala situación de la diócesis y las varias solicitudes de ayuda que se plantearon ante el rey por parte de los obispos.23 También fueron fuente de ingresos para el seminario las rentas de las capellanías que aportaban sus alumnos y que recibían de los que habían impuesto capellanías para que pudieran estudiar en el seminario. En cuanto a las cátedras que se instituyeron en este seminario, el obispo Dionisio de Villavicencio (1731-1735) cambió la cátedra de lengua indígena por la de artes y teología moral, y patrocinó personalmente una clase de solfeo para que los eclesiásticos cantaran mejor los oficios litúrgicos.24 El obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz exigió el cobro de impuestos a favor del seminario y pagó el sueldo del preceptor de gramática para librar de este trabajo al rector. Abrió también el curso de filosofía en su palacio episcopal con 22 estudiantes, manteniéndolos de su propio peculio.25 Asimismo se preocupó por el edificio en el que estaba instalado el seminario, pues se encontraba en muy malas condiciones y amenazaba con caerse. Además, en marzo de 1752 ocurrió un fuerte temblor propio de la zona, que hizo que se cayera lo que quedaba del primer edificio construido para el seminario.26 Ante esta situación, el obispo Morel de Santa Cruz decidió venderlo en 1 600 pesos y compró un terreno en el costado sur de la catedral de León para construir un nuevo edificio, lugar en el que se encuentra hasta hoy. Encargó los planos al arquitecto Diego de Porres, quien había venido a la diócesis de Guatemala para trabajar en la catedral de León. De Porres Archivo Histórico Diocesano de León, Nicaragua (en adelante AHDL), Sección CuriaInstituciones, San Ramón, 1782, 7 folios. 21 Ibid., 7 folios. 22 AHDL, Nicaragua, Diezmos, “Consulta del obispo Estevan Lorenzo Tristán sobre la distribución de los diezmos”, 1784. 23 Carmela Velázquez, “La diócesis de…”, 2004, pp. 255-256. 24 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, p. 196. 25 Ibid., p. 205. 26 Tomás Ayón, op. cit., 1993, p. 15. 20

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presentó los planos aprobados y comenzó la edificación el 12 de octubre de 1752 dirigido por el maestre de campo Francisco Benítez de Salafranca. El obispo Morel se preocupó mucho por el manejo de los fondos y buscó al cabildo y representantes del clero para que revisaran los presupuestos y la obra, quienes a su vez contrataron carpinteros que encontraron que el trabajo había estado muy bien realizado y su costo estaba más bien por debajo de la realidad.27 El nuevo edificio fue entregado el 8 de junio de 1753 y en él tomó posesión el rector don Bernardo Valdivia. El obispo Carlos Vílchez y Cabrera (1764-1774) logró que se emitiera el 16 de diciembre de 1771 la cédula real por medio de la cual se creaban las cátedras de filosofía, teología, cánones y sagradas escrituras a las que brindó su aporte.28 Mas tarde el obispo Esteban Lorenzo Tristán (1777-1783) fomentó las artes liberales y mecánicas de la industria de los hilados y tejidos de algodón. Además, fundó varios centros de enseñanza adscritos al Seminario San Ramón; uno de los profesores de estos centros fue el padre Rafael Agustín Ayestes.29 El siguiente obispo, Juan Félix Villegas, ejerció desde 1786 hasta 1793 y le confirió en 1787 la rectoría al padre Ayestes, quien fue durante más de 30 años maestro de ceremonias de la catedral de León, lo que lo convirtió en una autoridad en estudios litúrgicos. Otro de los trabajos que asumió Ayestes fue la educación de los niños pobres, de los que algunos llegaron al sacerdocio, como en el caso de Pedro Solís, que llegó a ser secretario del obispo José Antonio de la Huerta Caso. El obispo de la Huerta Caso manifestó una gran dedicación al seminario, por lo que fundó de sus bienes las cátedras de sagrada escritura, liturgia, historia eclesiástica, derecho, medicina y filosofía, y en 1799 confirmó a don Miguel Larrainaga en las cátedras de filosofía y retórica.30 El seminario San Ramón Nonato se convirtió en universidad menor en 1807, fin para el que trabajó arduamente el presbítero Rafael Agustín Ayestes, 27 Tomás Ayón, op. cit., 1993, p. 15. Los departamentos de que se componía el nuevo edificio eran los siguientes: un oratorio de veintiuna varas de largo; cuatro piezas para clases, de diez cada una; el refectorio, también de diez, con su torno; un cuarto para el rector, con sala y aposento, diez para colegiales, de cinco a seis varas cada uno, tres oficinas en el corral grande del colegio, una pieza de treinta varas de largo, otra de dieciséis con su patio de cincuenta y un corredor de ocho varas por donde se llevaba la comida al torno. Todo el edificio era enladrillado, estaba cubierto de tejas y tenía sus correspondientes puertas, ventanas, cerrojos, llaves, claustro con barandilla y un pozo con agua suficiente para los usos domésticos. 28 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, p. 217. 29 Ibid., p. 221. 30 Ibid., p. 234.

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quien fue rector del seminario de 1787 a 1809. Su creación como universidad, en 1812, se hizo con las mismas facultades de las otras universidades americanas. A pesar de esta conversión, sus penurias económicas continuaron, con todo y las donaciones de algunos sacerdotes. Además, varios de sus catedráticos como Francisco Ayerdi, Nicolás Buitrago, Francisco Quiñones, José María Guerrero y Francisco Chavarría ofrecieron sus servicios gratuitos para poder continuar con la universidad abierta.31 Como se ha podido comprobar, la preocupación por la educación en el seminario San Ramón, por el mejoramiento de sus cátedras y de su edificio fue constante por parte de los obispos. Aun así, si bien existía un mandato conciliar para que los obispos se encargaran de la educación y de los seminarios, es importante conocer la preparación formal de los obispos para poder comprender mejor sus actuaciones.

La preparación de los obispos De los 31 obispos que dirigieron la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, en los 319 años en que existió, 12 tuvieron educación formal; eso significa que 38% de los prelados llegados a León venían con una buena preparación, de ahí la gran preocupación por educar a los futuros sacerdotes de su diócesis. Ya en 1604 el primer obispo secular que llegó a León, Pedro Villarreal, tenía el título de doctor, pero no se conoce dónde lo obtuvo. Luego llegó a la diócesis, en 1635, el benedictino Benito Baltodano con el título de doctor obtenido en la Universidad de Salamanca. En 1646 se incorporó como obispo el franciscano Alonso Briceño, a quien se considera el teólogo más importante que rigió la diócesis, estudió 15 años de carrera universitaria, ganó la cátedra de filosofía y por tres años enseñó artes y luego, por 12, teología. Escribió tres volúmenes sobre Escoto: Prima pars celebriorum controversarium in Primun Sententiarum Joannis Scoto, obra de la cual se publicaron dos volúmenes en Madrid en 1638-1644. Para algunos ha sido el mayor escotista americano.32 Ya establecido el seminario, llegó a la diócesis, en 1722, el primer obispo nacido en Nicaragua, José Xirón, dominico; él también fue uno de los primeros alumnos de la Universidad de San Carlos de Guatemala y en 1720 había publicado en Guatemala Novenas y disposiciones para celebrar debidamente la encarnación del Verbo divino, una recopilación de varios autores.33 Jorge Eduardo Arellano, Reseña histórica de la Universidad de León, Nicaragua, León, Editorial Universitaria-Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, 1988, p. 57. 32 Ibid., p. 133. 33 Ibid., p. 188. 31

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También llegaron a presidir la diócesis dos doctores, Domingo de Zataraín en 1738 e Isidro Marín en 1746. Posteriormente llegó el dominico, licenciado Pedro Agustín Morel de Santa Cruz, en 1751. Cuando fue trasladado para convertirse en el obispo de Cuba, con sede en la ciudad de Santiago, se preparó ahí y se convirtió en doctor.34 En cuanto al obispo Vílchez y Cabrera (1764 a 1774), se le conoce como doctor pero no se ha podido establecer cuál fue el centro de estudios donde obtuvo ese grado.35 Con un doctorado también se incorporó a su puesto de obispo, en 1775, Esteban Lorenzo de Tristán.36 El doctor Juan Félix Villegas, graduado en ambos derechos, tanto el civil como el eclesiástico, estuvo al frente de la diócesis; había sido profesor en la Universidad de Valladolid, así como provisor y vicario general de Santa Fe de Bogotá y rector del colegio seminario, real y mayor, de San Bartolomé, de Santa Fe de Bogotá. Un caso muy interesante es el del obispo José Antonio de la Huerta Caso, con un nombramiento desde 1798 hasta 1803, cuando falleció; era nicaragüense y fue alumno del seminario San Ramón Nonato, donde había obtenido el título de bachiller. También el obispo Nicolás García Jerez fue doctor y maestro en sagrada teología, uno de los últimos obispos de la diócesis, ya que ingresó en 1810 y estuvo hasta 1824.

La educación y las redes sociales en los nombramientos del clero secular Una vez analizado el estado de preparación formal de los obispos de la diócesis, se hará lo mismo con la preparación del clero. Cada diócesis contaba con cierto número de sacerdotes, quienes estaban al frente de las parroquias; ellos dependían directamente del obispo y sus actuaciones estaban regidas por el derecho canónico. Los que estaban en una parroquia eran considerados como curas beneficiados. Después de los obispos, los sacerdotes eran los encargados de dirigir el culto en la diócesis: celebraban las misas, participaban en las procesiones, festejaban a los santos patronos de las ciudades, los pueblos y las cofradías; bautizaban, daban la primera comunión, casaban y celebraban el funeral de 34 AGI, Guatemala 362, “Relación de los méritos, grados y servicios del licenciado Pedro Agustín Morel de Santa Cruz, deán de la iglesia catedral de la ciudad de Santiago de Cuba, 1735”. 35 Bernardo Augusto Thiel, Datos cronológicos para la historia eclesiástica de la Iglesia de Costa Rica, editado por José Alberto Quirós, San José, UNICLERO, 2002, p. 419. 36 Ibid., p. 376.

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sus feligreses. Además, entre sus obligaciones estaba preocuparse por acudir a los moribundos, procurar que no murieran sin testar y efectuar sus funerales, sus misas de novenario y las que hubiera encargado en su testamento para después de muertos. También debían velar por el mantenimiento de los templos; por los gastos para realizar el culto; debían llevar los libros de cuentas de las iglesias, conocidos como libros de fábrica. Todas esas actividades les permitían relacionarse bastante con su grey.37 La preparación del clero de Costa Rica no se realizaba en Cartago, su capital, porque no había centros dedicados para ese fin, como lo señala Iván Molina: Pese a las importantes limitaciones educativas de Costa Rica en el período colonial, algunos jóvenes lograron realizar estudios fuera de la provincia, esencialmente para formarse como eclesiásticos, ya fuera en la Universidad de San Carlos de Guatemala o en el Colegio de San Ramón de León (Nicaragua). En buena medida, la base financiera de tales experiencias se basó en la fundación de capellanías.38

Por ejemplo el padre Baltasar de Grado, “el primer costarricense que alcanzó la dignidad del sacerdocio”,39 fue llevado por monseñor Villarreal a Nicaragua después de su visita pastoral a Costa Rica en 1608, para que recibiera instrucción eclesiástica, donde se ordenó sacerdote. Ésa fue la constante durante el periodo colonial, llevar a los sacerdotes a estudiar a Nicaragua. Los documentos lo mencionan como licenciado, pero no se señala el lugar en que obtuvo este grado académico. Y en el momento en que partió para Nicaragua, el seminario San Ramón todavía no estaba establecido, pues eso no ocurrió hasta 1680. Más o menos por el mismo tiempo en que se ordenó Baltasar de Grado, recibió también la ordenación el primer sacerdote nacido en Nicaragua, en la ciudad de Granada, el padre Luis Díaz Bautista, quien en 1614 fue designado canónigo de la catedral de León.40

Carmela Velázquez, “El sentimiento religioso y sus prácticas en la diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Siglos XVII y XVIII”, tesis de doctorado, Universidad de Costa Rica, 2004, p. 128. 38 Iván Molina, “Educación y sociedad en Costa Rica: de 1821 al presente (una historia de la educación no autorizada), Diálogos, Revista Electrónica de Historia, vol. 8, núm. 2, agosto 2007-febrero 2008, informe especial, . Consulta 10 de junio, 2009. 39 Víctor Manuel Sanabria, Reseña histórica de la Iglesia en Costa Rica, desde 1502 hasta 1850, San José, DEI, 1984, p. 133. 40 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, pp. 98-100. 37

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Varios años después partió para Nicaragua Domingo de Echavarría Navarro, sobrino nieto de Baltasar de Grado; no se conoce el año de su partida, sólo se sabe que en 1657 convino en permutar su puesto de cura en León con Diego de Obando y Espinoza, previa solicitud de aprobación al obispo fray Tomás Manso, con el fin de trasladarse a trabajar a Cartago.41 A partir de 1657 se convirtió en vicario en Cartago hasta 1667. A Domingo se atribuía el título de licenciado, pero el lugar en donde lo obtuvo es desconocido. A su hermano, Francisco de Echavarría Navarro, también sacerdote, no se le identifica como licenciado ni hay indicación de que tuviera algún título. Otro sacerdote que fue a prepararse a Nicaragua es Diego Angulo Gascón, criollo, quien sirvió muchos años a la Iglesia de Granada y luego pasó a Cartago,42 lugar en que se desempeñó como vicario desde 1699 hasta 1717.43 El estudio de estos tres casos indica que, con un título o no, el hecho de haber estudiado en Nicaragua les brindó la oportunidad de ocupar en Cartago, sede de la gobernación, el puesto más importante de la Iglesia local: el de vicario, o sea, el representante del obispo en Costa Rica. Una vez establecido el seminario de San Ramón Nonato en León en 1680, entre sus primeros alumnos estuvo Bernardo de Castellón, procedente de Nueva Segovia, quien se ordenó como cura y en 1705 estaba trabajando en el pueblo de Sitelpaneca, al norte de Nicaragua.44 Estaba también Manuel de Gavarrete, pero no se le pudo dar seguimiento; no obstante, sí se comprobó que a su hermano, el licenciado Salvador de Gavarrete, el obispo Diego de Morcillo lo recomendó como sujeto de conocida virtud y ejemplo, y además señaló que realizó estudios en Guatemala, aunque no mencionó la institución donde estuvo. En cuanto al obispo Morcillo,45 trinitario y español de nacimiento, no se le conoce título pero sí que fue el provincial de su orden y sólo estuvo cuatro años en la diócesis porque fue trasladado a Lima como obispo; esto permite suponer que su preparación debió de haber sido suficientemente sólida como para haberle encargado los puestos que desempeñó. En el mismo documento se menciona también al leonés Fernando de Carrión, hijo del capitán Fernando de Carrión y de Agustina de Aguiar, Archivo Nacional de Costa Rica, Protocolos coloniales de Cartago (en adelante ANCR, Cartago), exp. 812, octubre, 1657, f. 9. Permuta entre Domingo de Echavarría y Diego de Obando. 42 AGI, Guatemala 362. León, abril, 1704. Carta del obispo Diego de Morcillo al Rey recomendando diversos sujetos de su obispado. 43 Carmela Velázquez, “El Sentimiento religioso…”, p. 118. 44 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, p. 184. 45 Carmela Velázquez, “El sentimiento religioso…”, 2004, pp. 79-81. 41

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como otro de los primeros colegiales fundadores del colegio San Ramón Nonato; él ejerció el oficio de teniente y en 1704 fue cura de Subtiaba.46 Cuando murió en 1734, por medio de su testamento47 se determina que era comisario del santo oficio de la Inquisición, además se señala en el mismo documento que fue albacea de su padre y de su hermano y que cumplió con lo establecido por ellos. Fue patrón y capellán de quince capellanías y los albaceas dan el estado de ellas en su testamento; por los bienes declarados, se puede comprobar que dejó una fortuna propia importante. Comparte su mismo apellido el deán del cabildo, Nicolás de Carrión y Salazar, quien fungió en diferentes puestos de 1709 a 1719. No sería extraño que tuvieran entre sí una relación familiar. También como colegial fundador del seminario se menciona a Nicolás Ramiro Zapata, quien, en el momento de expedición de la carta del obispo Diego de Morcillo al rey, era cura de Subtiaba. Esta información señala muy bien que tres de los siete alumnos que ingresaron al seminario continuaron siendo sacerdotes y pareciera que hicieron los cursos del seminario, como lo demuestra la recomendación del obispo en 1704. Otro de los primeros alumnos del seminario fue Jerónimo Vélez Jirón, hijo de Luis Vélez y doña María Jirón; también estuvo dentro de ese grupo el granadino Nicolás de Obregón, hijo de Francisco de Obregón y doña Ana de Jirón.48 Esta familia Jirón pareciera ser la misma del primer obispo nacido en la diócesis, fray José Xirón49 de Alvarado, de la que tomó posesión en 1734 y fue uno de los primeros alumnos de la Universidad de San Carlos. Conforme se avanza en el siglo xviii, la información que encontramos es más abundante, aunque siempre con el problema de ser bastante esporádica y concentrarse a fines del siglo. Para Carlos Molina Argüello luego de la muerte del deán, Pedro José Chamorro, en agosto del 1781, no quedaba en el cabildo eclesiástico ni un solo miembro con título de doctor ni de bachiller siquiera. “Del clero catedralicio, todos, menos Ayestes, que parece no los siguió, habían alcanzado apenas los estudios de Gramática y Moral, que era lo más corriente a la sazón en el clero”.50 En cuanto al clero, se encontraron algunas sorpresas como el caso del doctor Juan de Santa Rosa Ramírez, graduado como doctor en CánoLoc. cit. AHDL, Protocolo notarial, 1734-1736, testamento del licenciado don Salvador de Carrión Villasante, ff. 46-75. 48 Edgar Zúñiga, op. cit., 1996, p. 166. 49 Este apellido se puede encontrar como Xirón o como Jirón. 50 Carlos Molina Argüello, Memorial de mi vida. Fray Blas Hurtado y Plaza, Managua, Banco de América, 1977, p. LIX. 46 47

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nes en la Universidad de San Carlos en 1771, y nombrado vicerrector del colegio San Francisco de Borja cuando fueron expulsados los jesuitas de Guatemala. Santa Rosa Ramírez se destacó en Guatemala y llegó a tener la cátedra de sagrados cánones después de la jubilación de Juan González Batres. Luego fue trasladado a Nicaragua, previo paso por la catedral de Comayagua, en Honduras, para ocupar el puesto de maestrescuela en la catedral de León.51 En el cabildo le costó mucho lograr la aceptación de sus compañeros, pues su preparación era superior a la de ellos, lo que provocó que se movieran las redes de los Vílchez y Cabrera52 en España para evitar que ocupara el puesto que le correspondía dentro de la jerarquía de la diócesis. De acuerdo con el informe a la corona de Juan de Ayssa53, y lo sucedido a Juan de Santa Rosa Ramírez, se muestra que la preparación formal obtenida Ibid., p. LXIII. La familia Vílchez y Cabrera, cuyo centro fue el obispo Juan Carlos de Vílchez y Cabrera, uno de los tres obispos de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica oriundos de Nicaragua. Vílchez y Cabrera nació en Nueva Segovia en fecha desconocida, fue hijo del capitán don Pedro Vílchez y Cabrera, alcalde mayor y lugarteniente de gobernador de su ciudad natal desde 1711 y de Ambrosía de Castellón y Casco. Entre sus sobrinos estuvieron José Dionisio de Vílchez y Cabrera, sacerdote con un doctorado obtenido en Guatemala en el Colegio San Francisco de Borja, de los jesuitas, quien entró al cabildo después de muerto su tío. Santiago de Vílchez y Cabrera, nacido el 25 de julio de 1729, regidor del ayuntamiento de León en 1755 y casado con Antonia Ángela de Verrostiquieta y Berrío, y cuando enviudó, entró al sacerdocio y fue cura de Metapa y Subtiaba; fue el padre de Juan Francisco de Vílchez y Cabrera, que se ordenó sacerdote e ingresó al cabildo en 1773. En 1783 fue nombrado maestrescuela, arcediano en 1790, en 1797, deán; gobernó la diócesis en sede vacante desde 1803 hasta 1810 y continuó en el cabildo hasta 1818. Esta relación muestra cómo los Vílchez y Cabrera tuvieron participación en el cabildo durante 87 años, una larga temporada en la dirigencia de la diócesis, lo que les dio gran poder político, religioso y social en el territorio diocesano. Se entroncó con Francisco de la Vega Lacayo de Briones, sacerdote, granadino de nacimiento, hijo del primer matrimonio de la esposa de don Diego Chamorro, sobrino del obispo Villavicencio. De la Vega Lacayo había estudiado sus primeros años en el Seminario San Ramón Nonato y luego se fue a Guatemala a seguir sus estudios en el colegio San Francisco de Borja, pasando luego a la Universidad de San Carlos, en donde obtuvo el título de doctor. En 1758 fue enviado a España por recomendación del cabildo de León para realizar varios negocios de la diócesis. De la Vega Lacayo permaneció en la corte española alrededor de 10 años, lo que le permitió crear buenos lazos que le facilitaron emplear su influencia para manipular los nombramientos del cabildo de la catedral, en muchos casos, siguiendo los consejos del obispo Vílchez y Cabrera. Carmela Velázquez, “Las funciones y las relaciones sociales, económicas y políticas de los miembros del cabildo catedralicio de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica (1531-1850)”, Revista de Historia de la Universidad de Costa Rica, CIHAC y Universidad de Heredia, núms. 57-58, 2008, pp. 75-77. 53 AGI, Guatemala 914, “Informe del estado del clero en la Provincia de Nicaragua, 17 de octubre de 1787”. 51 52

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por algunos miembros del clero de la diócesis no tuvo la trascendencia que se podía esperar. De los 75 sacerdotes analizados por Ayssa en 1787, sólo 9.3% tenía un título de educación formal. De ese porcentaje, seis títulos fueron obtenidos en Guatemala y uno en España; sólo uno estaba en la sede de la diócesis, es decir en León, Juan de Santa Rosa Ramírez; los otros no fueron tomados en cuenta para puestos importantes por el obispo. Pedro Ximena, cura de Granada, quien era noble, fue examinador sinodal, Bernardo Antonio Barraza, Juan Francisco de Bargas, Alejandro Secada fueron curas sueltos de Granada; es decir, no tenían ni siquiera parroquia fija. A José Eusebio Yglesias lo mandaron al pueblo de indios de Sitelpaneca y a Miguel Chamorro lo enviaron a la villa de Nicaragua, compuesta por ladinos e indios.54 Estos nombramientos en lugares alejados del centro y de poca importancia en la organización de la diócesis evidencian que la educación formal no era importante o que los sacerdotes de León no tenían buena preparación y preferían tener lejos a sus posibles rivales y además éstos no estaban dentro de la redes sociales y políticas del cabildo catedralicio o del obispo. El hecho de que la educación no representara el factor más relevante a la hora de los nombramientos es señalado, para México, por Rodolfo Aguirre Salvador; a su juicio, en el antiguo régimen los grupos eran más importantes que los individuos, y las trayectorias públicas no se podrían entender si no se tomaran en cuenta los lazos y las relaciones que tenían los clérigos y que les ayudaban para sus ascensos.55 En un trabajo anterior, intitulado “Las funciones y las relaciones sociales, económicas y políticas de los miembros del cabildo catedralicio de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica (1531-1850)”,56 señalé la importancia de la redes sociales y políticas que se dieron en la diócesis, redes en las que tuvieron una gran importancia los Vílchez y Cabrera, los Chamorro y los de la Huerta Caso, y pareciera que ninguno de los sacerdotes que fueron excluidos y marginados geográficamente pertenecieron a esta red, que venía funcionando desde la primera mitad del siglo xviii. El mismo Juan Ayssa, que hizo el informe, planteó la queja por la falta de interés de los miembros del clero, hijos de los nobles, que no se preocupaban por estudiar, lo que sí hacían los mestizos que veían en el sacerdocio un posible escalón de ascenso social. También Ayssa analizó el hecho de que los sacerdotes con una educación superior no eran los que estaban en los Loc. cit. Rodolfo Aguirre, “El acceso al clero en el arzobispado de México 1680-1757”, Fronteras de la Historia, vol. 9, 2004, pp. 181-182. 56 Carmela Velázquez, “Las funciones y…”. 54 55

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mejores lugares de la diócesis, sino que los enviaban lejos, sin aprovechar sus conocimientos y su experiencia.

Las capellanías Las capellanías representaron una práctica bastante común en la diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Las instituyeron hombres, mujeres, casados, casadas, viudos, viudas, solteros, solteras y sacerdotes. Fueron fundadas por ellos mismos o por sus albaceas mediante una escritura delante del juzgado real. Muchos testadores instituyeron capellanías en sus testamentos para tratar de que alguno de sus descendientes se hiciera sacerdote; a cambio, el beneficiario debía retribuir la ayuda con la celebración de misas por la salvación del alma benefactora. Los bienes sobre los que se instituía la renta podían ser: ganado, bienes inmuebles y riquezas en general. Esta renta era de 5% sobre los bienes. En otros casos, se estipulaba la cantidad de dinero que debía otorgase al beneficiario en total o se le asignaba una cantidad por misa.57 Las capellanías tuvieron varios fines; en primer lugar, una ayuda para la salvación del alma, pues por medio de su institución se pensaba que una vez muerto, el fundador recibiría el beneficio otorgado a su alma por la celebración de misas para las que había dejado una suma estipulada en la fundación de la capellanía. Por otro lado, las capellanías se convertían en la principal ayuda económica para el estudio de los parientes que quisieran convertirse en sacerdotes, sin la cual no se les permitía el ingreso a los centros de estudio, como el caso de los seminarios tridentinos. Además, fueron una fuente de crédito muy importante para los miembros de la sociedad de la diócesis.58 Carmela Velázquez, “Actitudes ante la muerte…”, 1996, pp. 172-173. Dentro de la capellanía el principal se llamaba a la suma total de la plata o cacao que se hacía pesar sobre una hacienda, un hato o una casa; en la misma escritura se designaba cuál debía ser el rédito, su distribución y si podía redimirse o no. Se nombraba patrón a quien correspondía la presentación y capellanes, que generalmente eran los parientes de los fundadores que recibían el beneficio de los ramos. Inquilino era la persona que tomaba en arrendamiento los bienes que respaldaban el principal, estaba obligado a entregar los réditos en una fecha señalada, a mantener en buen estado los bienes y procurar las mejoras necesarias. Si el principal era redimible, podía solicitar la redención al Juzgado Eclesiástico y otorgar la escritura, si no, lo que le quedaba era oblar, es decir, renunciar el inquilinato para que otra persona lo tomara. Para que esto fuera legal debía ser avalado por el vicario, el juez eclesiástico y el síndico general en el caso de los conventos. Una vez aceptada se debía hacer de nuevo escritura ante el juez competente. Cuando el inquilino había muerto o habían 57 58

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Así, las capellanías se convirtieron en el mecanismo por excelencia para costear la educación y el mantenimiento de los hijos y otros parientes allegados, siempre que fueran varones y que estudiaran la carrera eclesiástica. Con el fin de disfrutar de la capellanía por el mayor tiempo posible, se impuso la costumbre de nombrar capellanes a niños pequeños, lo que era permitido por la Iglesia porque le interesaba fomentar la reproducción de eclesiásticos.59 Los niños o los jóvenes recibían el nombramiento de capellanes titulares y podían disfrutar del superávit que producía la capellanía hasta el momento de ordenarse o tomar otro estado. Para cumplir con la obligación de las misas, se nombraba un capellán interino o se mandaban a decir por algún sacerdote. Se pidió que hicieran recibos los que las celebraban, a fin de hacer constar que las misas se realizaban.60 Los niños o los jóvenes que habían sido instituidos como capellanes, cuando se ordenaban de sacerdotes eran instituidos oficialmente como capellanes y “a partir de ese momento, asumían personalmente la obligación de decir las misas y obtenían el total de la renta”.61 Los jóvenes que tenían el título de capellanes y no mostraban interés en la carrera eclesiástica, al cumplir 30 años debían renunciar a la capellanía. Por todo lo anterior, se concluye que estas fundaciones se convirtieron en una ayuda importante para niños y jóvenes que quisieran estudiar y alcanzar una carrera eclesiástica o alguna otra de su preferencia. Aunque durante su periodo de estudios no podían disfrutar de su renta completa, porque debían pagar a un sacerdote para que celebrara las misas, el superávit les permitía una renta importante para mantenerse. Además se debe tomar en cuenta que si se creaban cuando el capellán era niño, esto les daba la oportunidad de un ingreso hasta los 30 años y, por consiguiente, una ayuda muy importante a las familias para educar a sus hijos. decrecido los bienes, el inquilinato se concedía por medio de remate al mejor postor. Éste se celebraba a la salida de la misa mayor. Previamente se había informado al juez de capellanías de León, quien mandaba fijar un edicto con toda la información de la capellanía para que las personas hicieran la postura con conocimiento de la capellanía a rematar. Se conoce como ramos de capellanía, que era una cantidad determinada cuyos réditos se debían emplear en misas por el difunto o para los estudios del sacerdote designado. Víctor Manuel Sanabria, Datos cronológicos para la historia eclesiástica de Costa Rica (1774-1821), recopilación de Vernor Rojas y Miguel Picado, San José, CECOR, 1992, p.16. 59 Gisela von Wobeser, “Las capellanías de misas: su función religiosa, social y económica en la Nueva España”, en Pilar Martínez López-Cano, Gisela von Wobeser y Juan Guillermo Muñoz, Cofradías, capellanías y obras pías en la América colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, p. 126. 60 Ibid, p. 27. 61 Loc. cit.

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De esta manera, las capellanías son un aspecto necesario para nuestro trabajo sobre la educación formal del clero, pues ellas permitieron que los futuros sacerdotes se pudieran preparar y, además, de acuerdo con las disposiciones del concilio de Trento, se convirtieron en necesarias para el ingreso al centro de estudio de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, el seminario San Ramón Nonato. En el caso de que el futuro sacerdote no tuviera acceso a una, otro sacerdote le cedía ese beneficio, como lo hizo el doctrinero de Barba, fray Bernardo de Asiáin, que le cedió una capellanía de 368 pesos a Lorenzo Quesada. Éste se ordenó y posteriormente fue cura de Heredia por muchos años.62 Ante la importancia de las capellanías en su papel de ayuda a la salvación del alma, no sólo los laicos las instituyeron, sino que muchos sacerdotes que gozaron de una capellanía para su formación también las crearon luego de haber sido formados o en su testamento, o bien se convirtieron en patronos para que se siguieran administrando y así se pudieran seguir ordenando sacerdotes con sus rentas y celebrando las misas por quienes las establecieron. Para tratar de mostrar la preponderancia de las capellanías en la formación del clero de nuestra diócesis, se han analizado algunas de ellas, dándoles seguimiento a través del tiempo. En primer lugar, se estudiaron las capellanías instauradas por el sacerdote Baltazar de Grado, primer sacerdote nacido en Costa Rica; fue comisario del Santo Oficio de la Inquisición en Cartago, vicario provincial y juez eclesiástico.63 Su padre fue el capitán Juan Solano y su madre doña Mayor de Benavidez (o Benavides).64 De sus padres, el presbítero Baltasar de Grado heredó una cuantiosa fortuna, que no sólo incluía bienes en Costa Rica como la casa de Cartago, sino también algunos bienes en Panamá. Instituyó tres capellanías, la primera el 3 de noviembre de 1627 por 500 pesos. Fue confirmada en León, Nicaragua, por el obispo fray Fernando Núñez.65 La impuso sobre un molino de trigo con un ingenio de agua en el campo de la ciudad de Cartago.66 La obligación que tenía el capellán era decir dos misas, el primero y tercer domingo del mes, al alba, para dar posibilidad a los pobres de oír la santa misa; pues en la ciudad de Cartago “hay mucha gente que por la necesidad de la tierra no tienen mantas las mujeres y los hombres faltan del Bernardo A. Thiel, op. cit., 2002, p. 95. Archivo Histórico Arquidiocesano de Costa Rica (en adelante: AHA), caja 3, ff. 115130, 3 de noviembre, 1627. 64 Loc. cit.; Marvin Vega, “Las capellanías en Costa Rica: siglos XVII y XVIII”, Asogefi, año 1, número 2, julio-diciembre, 1996, cuadro genealógico 1. La familia Solano Benavides, p. 176. 65 AHA, caja 3, folios 115-130, 3 de noviembre, 1627. 66 Loc. cit. 62 63

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vestido suficiente para poder ir de día a la iglesia”.67 Las misas se debían rezar por su alma, la de sus padres y las de las almas a su encargo. Nombró como patrón a su tío, Juan Solano, que fue teniente gobernador en 1634 y tenía el grado de sargento mayor; además, fue encomendero de Quepo y Güisirí y alcalde ordinario de Cartago en 1650; moriría en 1654.68 En 1628 el presbítero de Grado fundó otra capellanía en la que designaba “patrón a Juan Solano su hermano. Por su muerte al pariente más cercano que hubiere en esta ciudad, si no existiere el capellán se nombren a los parientes cercanos asentados en Cartago, clérigos y presbíteros y piadosos y no habiendo nombren a curas de la ciudad”.69 El 23 de abril de 1636 el presbítero Baltazar de Grado decidió fundar una nueva capellanía con un capital de 4 030 pesos, en nueve escrituras hipotecarias hechas entre 1629 y 1630. La localizó en la iglesia parroquial de Cartago con la obligación de decir 177 misas anuales y pagar 20 pesos a la fábrica de la parroquia. Nombró como capellán al clérigo Domingo de Echavarría, quien sería su sucesor en el vicariato. La capellanía fue aceptada por el obispo Briceño en León y la erigió canónicamente.70 En 1648, en el mismo expediente de la capellanía, aparece que Juan Solano, como patrono de la capellanía del padre De Grado, propone un nuevo capellán, pues el nombrado por De Grado había muerto: el presbítero Alonso de Sandoval, sacristán mayor de la iglesia parroquial. Sandoval era sobrino del fundador de la capellanía y del patrón de ella. Con el pasar del tiempo, el presbítero Domingo de Echavarría quedó como representante de la misma capellanía, o sea que llegó a ser el patrón. Este sacerdote era hijo de Juan de Echavarría Navarro y de María de Sandoval, sobrina de Baltasar de Grado. Lo que nos muestra que en la dirección y ejecución de la capellanía siempre se mantuvo la familia. Nacido en 1581, Juan de Echavarría Navarro era natural de España, y en 1618 fue nombrado en Madrid como tesorero de Costa Rica con 800 ducados al año. Se dice que enseguida de su llegada a Cartago contrajo matrimonio con María de Sandoval, quien nació en 1589 y era hija de Francisco de Ocampo Golfín y de Inés de Benavidez. Juan de Echavarría fue tesorero de Costa Rica hasta 1632, cuando falleció.71 Bernardo A. Thiel, op. cit., 2002, p. 29. Rafael Obregón, Los gobernantes de la colonia, San José, Universidad de Costa Rica, 1979, pp. 70-80. 69 AHA, caja 3, ff. 115-130, 3 de noviembre, 1627. 70 Bernardo A. Thiel, op. cit., 2002, p. 30. 71 Manuel de Jesús Jiménez, Doña Ana de Cortabarría y otras noticias de antaño, San José, 1981, p. 126. 67 68

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El presbítero Domingo de Echavarría Navarro fue patrón y capellán de la capellanía; era también mayordomo de la iglesia parroquial, comisario delegado de la santa cruzada, vicario y juez eclesiástico de 1664 a 1673 y fue mayordomo de la cofradía de las Benditas Ánimas del Purgatorio.72 Como su antecesor, estudió en Nicaragua y fue cura de León hasta que en 1657 convino en trocar los beneficios con don Diego de Obando y Espinoza, cura de Cartago, y ambos pidieron la aprobación del obispo don fray Tomás de Manso, recién electo; de esa manera, pudo regresar a su tierra natal, Cartago.73 Francisco74 y Domingo de Echavarría75 instituyeron como capellán a su sobrino, el presbítero Francisco de Salazar, sacristán mayor, quien era hijo de Fernando de Salazar y Ambrosía de Echavarría, sobrina de Domingo y Francisco de Echavarría Navarro. El padre del presbítero Salazar fue capitán de oficiales reales en 1646 y había sido regidor de la ciudad de León de Nicaragua. Además, fue tesorero de la Real Hacienda de 1666 a 1673 y regidor de la ciudad de Cartago durante muchos años, así como el alcalde ordinario más antiguo por mucho tiempo y poseedor del título de regidor perpetuo de la ciudad.76 En su testamento dijo ser encomendero de los pueblos de Ujarrás, Barba y Garavito. Fernando de Salazar instituyó una capellanía, pero no señaló como su capellán a su hijo Francisco, lo que sí hizo su hermana, Juana de Salazar, en 1694, cuando lo nombró como capellán interino, mientras su hijo de 14 años se ordenaba.77 También su tío, Sebastián de Sandoval, como patrono de la capellanía fundada por su abuelo el capitán Francisco de Ocampo Golfín, y en virtud de lo dispuesto por el fundador, lo nombró capellán.78 Sobre todo para que Francisco, como clérigo de menores, con el título de la capellanía se pudiera ordenar de sacerdote. En otros documentos se muestra que varias personas confiaron al presbítero Francisco el puesto de capellán para que les celebrara las misas por sus almas y las de sus parientes en busca de la salvación. Entre esas personas, además de sus tíos, los licenciados Francisco y 79 Domingo de Echavarría,80 se puede citar al capitán Francisco de Ocampo Claudia Quirós, La era de la encomienda, San José, Universidad de Costa Rica, 1990, p. 87. ANCR, Protocolo de Cartago, exp. 813 (1657), f. 9. 74 Ibid., exp. 836 (1687), f. 49. 75 Ibid., exp. 838 (1689), f. 22v. 76 Rafael Obregón, op. cit., 1979, pp. 90-91. 77 ANCR, Protocolo de Cartago, exp. 844 (1694), f. 43. 78 Ibid., exp. 832 (1684), f. 20. 79 Ibid., exp. 836 (1687), f. 49. 80 Ibid., exp. 838 (1689), f. 22v. 72

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Golfín, que por línea materna era su tío bisabuelo, lo que demuestra que se seguía la costumbre de ir nombrando como sucesores de las capellanías a los familiares que se ordenaran como sacerdotes. También siguió el mismo proceso su tío político, Francisco Arley o Arleguí, cuando lo nombró capellán interino de la capellanía de su mujer, Juana de Echavarría, ya fallecida, mientras el hijo de ambos se ordenaba sacerdote, y si no era así, serían los sobrinos de ella.81 También fue capellán interino y albacea de don Pedro Durán de Chávez.82 El análisis de estos tres presbíteros permite establecer que pertenecían a una misma familia, cuyos antepasados fueron el capitán Juan Solano y doña Mayor de Benavides. Este capitán, al haber llegado como uno de los conquistadores, pudo lograr una serie de ventajas y una fortuna que sus descendientes heredaron. En la Iglesia obtuvieron puestos importantes como el de vicario de Cartago y la posibilidad de prepararse en León de Nicaragua; se encargaron de varias capellanías, lo que les aseguró un ingreso representativo, pues, como lo señalan los fundadores, las misas se debían pagar a dos pesos, un buen precio para la época, ya que otros documentos señalan que solían pagarse a un peso. Es pertinente señalar que las capellanías se mantenían con el pasar de los años, como la del capitán Francisco de Ocampo Golfín; de la capellanía de Baltasar de Grado hay documentos de 1693 que la mencionan aún cuando el alférez Pedro de Torres se obliga en nombre de Salvador de Torres y su mujer doña Cecilia de Coronado, a favor de esa capellanía,83 la cual continuó y todavía en 1800 estaba vigente y, por consiguiente, se rezaban las misas por De Grado y servía para la educación de futuros sacerdotes. Considerando que las capellanías se establecieron en 1627, 1628 y 1636, eso significa que se celebraron misas por el alma de Grado alrededor de 170 años y, además, apoyaron durante ese lapso la formación de sacerdotes de Costa Rica. Otras capellanías que brindaron su apoyo a los futuros presbíteros fueron las establecidas por Francisco de Enciso Hita, que nombró por capellán al estudiante Félix Estevan de Hocés Navarro, que se encontraba estudiando en León. Este estudiante fue más tarde el único canónigo de Ibid., exp. 843 (1693), f. 123. Ibid., exp. 851 (1698), f. 168. 83 Ibid., exp. 843 (1693), f. 30. Claudia Quirós, et al., “Los vascos en la provincia de Costa Rica. Análisis de su posición social, económica y mentalidades colectivas. Siglos XVII y XVIII”, Revista del Archivo Nacional, 2004, p. 15. ANCR, Protocolo de Cartago, exp. 825 (1678), f. 80. 81 82

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Costa Rica que estuvo en el cabildo de la catedral de León.84 La capellanía establecida por el sargento mayor Blas González Coronel con 2 200 pesos, que impuso sobre sus haciendas de Matina y Tuis, es otro ejemplo de que las capellanías cumplieron con su cometido de formar sacerdotes. Nombró como capellán a su hijo Manuel González Coronel. Éste se ordenó con la capellanía y fue, más tarde, cura de Cartago y juez eclesiástico. Estos pocos ejemplos demuestran que las capellanías lograron sus objetivos. Por supuesto que hubo muchas más fundaciones, pero no es posible señalarlas todas por razones de espacio y tiempo.

Los centros de estudios en Guatemala En el estudio de la educación formal de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, su relación con los principales centros de educación guatemaltecos fue vital, sobre todo porque, como ya se explicó anteriormente, el seminario de San Ramón en León no podía otorgar grados y, por lo tanto, era necesario que los alumnos que quisieran obtenerlos se trasladaran a Guatemala con ese fin. El primer seminario de estudio del reino de Guatemala se fundó el 24 de agosto de 1597 e inició sus labores el 12 de julio de 1598 en la ciudad de Guatemala; fue el seminario conciliar de Guatemala, de acuerdo con lo decretado por el concilio de Trento en el capítulo 18 de la sesión 23, en que se le encargó a los prelados que se establecieran seminarios en cada una de las diócesis para instruir en las buenas letras y costumbres a los niños de doce años para arriba con el fin de que sirvieran en las catedrales.85 El seminario conciliar de Guatemala estuvo bajo la protección de María, tan es así que el uniforme de sus alumnos debía ser de paño azul, como el hábito de Nuestra Señora de la Asunción. Su fundación fue durante el obispado del tercer obispo de Guatemala, fray Gómez de Córdoba. En la institución se impartían las clases de gramática, retórica, cánones, sagradas escrituras, homilías y cómputo eclesiástico, así como canto de órgano. Sus profesores debían ser sacerdotes, miembros de la cofradía de la Asunción de Nuestra Señora.86 A pesar de que algunos autores niegan la permanencia de este seminario en el tiempo, Estrada Monroy señala que en Bernardo A. Thiel, op. cit., 2002, p. 155. Agustín Estrada Monroy, op. cit., 1972, p. 183. 86 Diccionario Histórico Biográfico de Guatemala, Guatemala, Fundación para la Cultura y el Desarrollo/Asociación de Amigos del País, 2004, p. 838. 84 85

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los archivos eclesiásticos de Guatemala existen no solamente listas completas de los alumnos que se inscribieron desde 1601 a 1970, sino que de cada uno de ellos hay un expediente en el que aparecen desde su partida de bautismo hasta la recepción de las diversas órdenes sacerdotales.87 Por otro lado, ya había un pequeño colegio fundado por el obispo Marroquín en 1556, para cubrir las más elementales necesidades de la instrucción.88 Marroquín no sólo lo fundó, sino que dispuso en su testamento la constitución de un fondo económico con el pago anual (terrazgo) de los indígenas de las milpas de Jocotenango, San Felipe, San Antón y San Dionisio de los Pastores. Tuvo también donaciones de Sancho Barahona y su mujer por un monto de 24 472 pesos.89 Los dominicos encontraron que este colegio se podía convertir en universidad y extendieron un poder a favor de los procuradores de cortes, para que ellos gestionaran ante su majestad la apertura de esta universidad. Su solicitud estuvo basada en que era el único lugar donde se enseñaban teología, artes y gramática. En 1620 el presidente de la audiencia, Antonio Peraza de Ayala y Rojas, dio la aprobación para que se instituyera el colegio con el nombre de Santo Tomás de Aquino y “se pedía y se suplicaba a su Majestad y a su Real Consejo de Indias, se sirviera aprobar y confirmar la erección y fundación del colegio y de hacerle la merced de que en él se fundara universidad”,90 así como que se le permitiera otorgar grados. Posteriormente hubo un enfrentamiento bastante fuerte con los jesuitas porque ellos querían la universidad; al final los jesuitas lograron no sólo continuar con su colegio de San Francisco de Borja sino que en 1640 obtuvieron el derecho de otorgar grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor. Esto de acuerdo con la bula de Urbano VIII, que concedía ese privilegio a todos los de las Indias Occidentales.91 La lucha por la universidad continuó y culminó con su establecimiento el 18 de junio de 1687 con el nombre de Real Pontificia Universidad de San Carlos, por medio de la bula emitida por Inocencio XI.92 La universidad impartía las cátedras de teología escolástica, teología moral, cánones, leyes, medicina y dos lenguas indígenas.93 Agustín Estrada Monroy, op. cit., 1972, p. 194. Ibid., p. 106 89 Diccionario Histórico Biográfico…, 2004, p. 904. 90 Ricardo Castañedo, Historia de la Real y Pontificia Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala, Tipografía Nacional, 1947, p. 43. 91 Ibid., p. 55. 92 Diccionario Histórico Biográfico…, 2004, p. 905. 93 Ricardo Castañedo, op. cit., 1947, p. 70. 87 88

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Con el traslado de la ciudad que hoy llamamos Antigua Guatemala a la Nueva Guatemala de la Asunción en 1777, se siguieron desarrollando los mismos cursos establecidos en sus estatutos y constituciones, redactados por el oidor Francisco de Sarassa y Arce a fines del siglo xvii y que conducían a la obtención en orden sucesivo de los grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor. Estos estudios fueron los de teología, filosofía, derecho civil y canónico, medicina y lenguas indígenas.94 En el siglo xviii se realizó una reforma de la universidad planteada por el franciscano Antonio Liendo y Goicoechea, costarricense, quien había sido llamado a la universidad como director, pero, como bien lo señala Francisco Enríquez, el aporte de Liendo y Goicoechea formó parte del desarrollo de la Ilustración en Guatemala. “En este lugar, como en otras partes de América, se dio una transformación general del pensamiento, que fue determinada por la corriente filosófica y científica de la época.”95 Por lo que su aporte no se debe analizar fuera del contexto de la introducción de la ciencia en la región, especialmente en Guatemala. Lo que no hay que dejar de lado es el análisis de las influencias de una gran variedad de movimientos filosóficos nacidos principalmente en Europa en esa época.96 La reforma del plan de estudios propuesta por Liendo y Goicoechea recomendó ampliar el número de cátedras que se impartían agregando medicina y sagradas escrituras, pedidas por el claustro; y en el antiguo curso de artes, que se enseñaba en una sola cátedra, introducir lógica, metafísica y moral. Otra cátedra nueva fue la de matemáticas, que consideraba necesaria para la física y se podían incluir otras materias relacionadas como la geometría, óptica, mecánica y astronomía. Además, se activó la cátedra del idioma cakchiquel. Otra innovación muy importante fue la cátedra de física experimental, en la que se impulsaba el estudio de autores europeos y el uso práctico de instrumentos y aparatos como el termómetro, máquinas neumáticas y eléctricas. En el curso de óptica se incluyeron la dióptrica y la catóptrica.97 Como se ha afirmado, los centros de Guatemala tuvieron gran importancia en la educación formal del clero en la diócesis de Nicaragua y Costa Rica porque a ellos recurrían los curas para obtener los grados que no les podía otorgar el seminario San Ramón Nonato. 94 Augusto Cazali, Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Época Republicana (1821-1994), t. I, Guatemala, Universitaria, 1997, pp. 10-11. 95 Francisco Enríquez, “Fray José Antonio Liendo y Goicoechea y el desarrollo de las ciencias físicas en Centro América”, Diálogos, vol. 6, núm. 1, 2005, p. 252, < http://historia. fcs.ucr.ac.cr/dialogos.htm>. Acceso el 25 de abril de 2009. 96 Loc. cit. 97 Augusto Cazali, op. cit., 1997, p. 11.

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A manera de conclusión En la diócesis de Nicaragua y Costa Rica la educación formal del clero se realizó en la ciudad de León, en Nicaragua. Los primeros intentos se dieron desde los inicios del siglo xvii, pero no es sino hasta 1680, con la creación del colegio tridentino San Ramón Nonato, que los sacerdotes pudieron tener una educación formal. Este seminario no podía otorgar grados mayores, por lo que los alumnos que los querían alcanzar debieron trasladarse a Guatemala, a la Real Pontificia Universidad de San Carlos o al colegio de San Francisco de Borja. Muchos de los profesores que tuvo el seminario de San Ramón habían sido graduados en estos dos centros guatemaltecos. Esta circunstancia creó una gran relación y circulación del clero de León con la diócesis de Guatemala, que se había convertido en metropolitana de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica en 1744. En cuanto a los obispos, éstos guardaron una gran preocupación por mantener y velar por el seminario, tanto respecto al edificio como a los alumnos, y también por las cátedras que ahí se impartían. Esta inquietud se puede percibir desde el nacimiento del centro de enseñanza hasta la llegada de la independencia. Las capellanías instituidas por los fieles de la diócesis, con sus rentas, representaron una ayuda decisiva para el estudio de los sacerdotes, y en el caso de Costa Rica se mantuvieron vigentes por periodos de hasta más de cien años, con misas para sus fundadores y ayuda para que los estudiantes se convirtieran en sacerdotes. En los inicios del siglo xviii, en la diócesis se recomendó a los sacerdotes que habían estudiado en el seminario de San Ramón para ser miembros del cabildo y de algunos curatos importantes; luego, hacia el último tercio del siglo, los que tenían preparación fueron enviados a iglesias lejanas o pueblos de indios. Lo que mostró que en ese periodo eran más importantes las redes sociales y políticas, que se habían tejido alrededor del cabildo catedralicio y del obispo, para obtener los puestos más importantes dentro de la diócesis, que la preparación que se podía tener en el seminario de León y las universidades de Guatemala.

GENERACIÓN TRAS GENERACIÓN. EL LINAJE PORTUGAL: GENEALOGÍA, DERECHO, VOCACIÓN Y JERARQUÍAS ECLESIÁSTICAS

Marcelo da Rocha Wanderley Universidad Federal Fluminense [email protected]

Si por un lado la familia siempre fue considerada como un medio de acomodo social y condiciones de prosperidad, representada por sucesivas transferencias patrimoniales a las generaciones siguientes, muchas veces condición de una supervivencia cómoda para ciertos individuos durante el antiguo régimen, no siempre puede ser considerada garantía de una carrera exitosa. Éste es el tema que se pretende poner a discusión aquí. Desde las trayectorias individuales de los presbíteros Juan Jazo de la Mota Osorio y Portugal y Pedro Félix de Valdés y Portugal, el objetivo es comprender cómo descendientes —que no pueden ser considerados “segundones” del linaje— de familias dotadas de un antiguo prestigio social, como es caso de la rama Portugal, no lograron éxito al intentar acceder a las jerarquías clericales o buscar un lugar en sus filas a través de los sistemas de premios o de beneficios en la primera mitad del siglo xviii. En otras palabras, no todos los miembros pertenecientes a las élites familiares van a convertirse en miembros de las élites eclesiásticas.1 Discutir la relación entre la naturaleza de los méritos y la materialización de las recompensas, que según la historiografía corresponden a los dos ejes de articulación de los intereses familiares,2 representa en primer lugar 1 Sobre las élites eclesiásticas, cf. Ignasi Fernández Terricabras, “Entre ideal y realidad: las élites eclesiásticas y la reforma católica en la España del siglo XVI”, en Nuno Monteiro, Pedro Cardim y Mafalda Soares da Cunha (orgs.), Optima Pares. Elites Ibero-americanas do Antiguo Regime, Lisboa, Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa, 2005, pp. 13-46. 2 Teniendo en cuenta la amplia producción sobre el tema de la familia, principalmente en el mundo hispánico, citamos solamente algunas obras que sirven de referencia a este

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poner en tela de juicio el problema de la evolución de los memoriales de méritos y la declinación del modelo de referencias familiares basadas en la genealogía de conquistadores y expresivos burócratas. Sin duda alguna, la memoria genealógica constituía la primera base de los procesos de información sobre la calidad de la familia y de los individuos postulantes. Hacer públicas las condiciones privadas de su “calidad” personal, por medio de las evidencias genealógicas, significaba entonces revisar no solamente las condiciones de origen sino también el color, la ocupación, la riqueza y, sobre todo, valores como honor e integridad, que daban sostén a la reputación.3 Darse al escrutinio de las autoridades y ver reconocida su calidad era una de las etapas por las cuales deberían pasar los jóvenes pretendientes en los inicios de su carrera o inserción en la sociedad. El presbítero Pedro Félix Valdés, al comentar en la audiencia los despachos del virrey y del fiscal real sobre su actuación y capacidad, magnifica tales calidades, que justificaran recibir futuras prebendas eclesiásticas: Formados autos sobre todo lo referido, y precediendo repetidas respuestas del señor fiscal de su majestad, y votos consultivos del real acuerdo, se sirvió el excelentísimo señor virrey, de mandar librar varios despachos, en remuneración de estos servicios, y en el de 13 de febrero de este año entre otras honras con que me premia dice estas palabras á vuestra señoría (y ruego, y encargo al venerable deán, y cabildo de esta santa iglesia catedral de esta ciudad, sede vacante, atienda, y acomode á dicho don Pedro de Valdez, conforme su calidad, y literatura, en alguna de las conveniencias que se hallan vacas) palabras tan honoríficas, que cuando mi calidad no fuera notoria la calificaban, y cuando mi literatura padeciera duda, la declaraban, y no es poca calificación, y declaración de la de un excelentísimo señor virrey, y de un real acuerdo, hecha de oficio, y con tal motivo: hallase hecho notorio á vuestra señoría este despacho de ruego.4 trabajo. James Casey, La Historia de la Familia, São Paulo, Ática, 1992; Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco (eds.), Poder, familia y consanguinidad en la España del Antiguo Régimen, Barcelona, Anthropos, 1992; Pilar Gonzalbo Aizpuru, Familia y orden colonial, México, El Colegio de México, 1998; Juan Luis Castellano, Jean-Pierre Dedieu y María Victoria López-Cordón (eds.), La pluma, la mitra y la espada. Estudios de historia institucional en la Edad Moderna, Madrid, Marcial Pons, 2000. 3 Sobre el concepto de calidad en el México del Antiguo Régimen, cf. Robert McCaa, “Calidad, Clase, and Marriage in Colonial Mexico: The Case of Parral, 1788-90”, Hispanic American Historical Review, 64 (3), Duke University Press, 1984, pp. 477-478. 4 Archivo General de la Nación, México (en adelante, AGN), Bienes Nacionales 1075, exp. 1.

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Sin embargo, como se verá, no es posible despreciar las consecuencias de los pleitos judiciales sobre la estabilidad de los linajes en el camino de los méritos. Muchos miembros de los linajes familiares se valieron constantemente de las vías ejecutivas de la justicia para garantizar derechos, o aun, para beneficios de negocios que ampliasen sus rentas; igualmente, cuando enfrentaron largos procesos que caracterizaban disputas patrimoniales con herederos, viudas o incluso con miembros del clero. El caso de Juan Jazo es ilustrativo de cómo el “pleitismo” se convierte en una forma particular de actividad asociada a su universo personal. En lugar de haber hecho valer sus méritos por la vía del favor o a través de la construcción de una carrera eclesiástica, este personaje prefirió “bucear” en los pasillos de los tribunales eclesiásticos, haciéndose reconocer como un rentista a través de diferentes litigios. Las evidencias del comportamiento de familiares o individuos pretendientes, que podrían significar mantener a lo largo de una vida o carrera una línea de conducta considerada deseable al legítimo cristiano, serán también consideradas por las autoridades con implicaciones más o menos prácticas; en particular en el caso de los clérigos. Tal problemática trae a luz nuevamente el tema de las débiles vocaciones sacerdotales y el papel desempeñado por las capellanías como simple fuente de rentas en la formación de clérigos en el mundo hispánico, en particular los reclutados entre las familias de las élites.5 En este sentido, la proliferación de capellanías como sostén económico del clero sustituyó muchas vocaciones y carreras eclesiásticas.6 Algunos individuos de las élites llegaban al sacerdocio por la simple razón de la comodidad de las rentas o por obligaciones impuestas por los fundadores de las capellanías. Ganadas éstas, no mostraban ya interés en buscar los cargos de las diferentes instituciones de la Iglesia. Por otro lado, es muy sabido que 5 Sobre una perspectiva acerca del papel de las capellanías en la formación del clero en la Nueva España: Maria Cristina Torales Pacheco, “¿Gobernar a través de las elites o con las elites? Los vascongados y la formación del clero secular en Nueva España”, en Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (coords.), La Iglesia hispanoamericana. De la colonia a la republica, México, UNAM/Plaza y Valdés, 2008, pp. 189-202. También: Gisela von Wobeser, Vida eterna y preocupaciones terrenales. Las capellanías de misas en la Nueva España, 1700-1821, México, UNAM, 1999. 6 Según Arturo Morgado García, “la capellanía creaba un patrimonio vinculado y aseguraba la buena vida de un hijo segundo o tercero, conservándose el derecho de patronato en manos de la línea principal de la familia, con que se reafirmaba la solidaridad del linaje: una capellanía puede ser considerada un vínculo de poca entidad, siendo el derecho de patronato un instrumento de nobleza, sirviendo para perpetuarla, demostrarla o intentar acceder a ella”. Arturo Morgado García, Ser clérigo en la España del Antiguo Régimen, Cádiz, Universidad de Cádiz, 2000, p. 58.

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la demanda de cargos superaba su oferta, con lo cual siempre era mejor tener al menos una capellanía. Es importante subrayar que durante el Antiguo Régimen la carrera eclesiástica no estaba completamente delineada y, como observa Arturo Morgado García, la principal exigencia curricular era acotada por el aprendizaje de las primeras letras, gramática latina y parcos conocimientos de filosofía, teología escolástica y teología Moral.7 Si, para el caso de la Península, los estudios advierten que a la hora de la selección de sus miembros el criterio predominante era la capacidad económica —lo que de cierto modo minoraba aspectos subrayados por el concilio de Trento para la formación sacerdotal —, para la Nueva España de la primera mitad del siglo xviii se valoraba muchísimo el dominio de las lenguas indígenas en los exámenes de clérigos, enmarcando la existencia de variaciones en cuanto a los criterios de selección a la clerecía.8 Con las perspectivas de movilidad limitadas por diferentes razones, los dos clérigos objeto de análisis demuestran haber buscado salidas hasta cierto punto alternativas, de vida o de carrera, como miembros de los linajes Mota y Portugal y Valdés y Portugal, según veremos adelante.

Juan Jazo de la Mota Osorio y Portugal: el clérigo rentista En 1708 Melchor Jácome de la Mota Osorio y Portugal seguía en el tribunal de bienes de difuntos y capellanías de la Nueva España un proceso, exigiendo ser reconocido como el legítimo heredero de las capellanías fundadas por algunos de sus antepasados.9 La sucesión directa había sido interrumpida con el fallecimiento de Pedro de la Mota Osorio y Portugal, presbítero y capellán fundador de una de las capellanías, instituida con un grueso capital de 7 200 pesos. Las demás, también parte del litigio, habían sido heredadas aún por Pedro, sucedido después por su hermano Cristóbal de la Mota Osorio y Portugal. En consecuencia, el beneficiado sería Juan de la Mota y Portugal —sobrino del mismo Pedro de la Mota y Portugal—, que pasa a representar una especie de punto de intersección de Ibid., p. 53. Arturo Morgado García, op. cit. El estudio para el caso novohispano fue desarrollado por Rodolfo Aguirre Salvador a partir del análisis de los exámenes que formaban parte del proceso de ordenación de los pretendientes a la carrera eclesiástica, en “El ingreso al clero desde un libro de exámenes del arzobispado de México, 1717-1727”, Fronteras de la Historia, 11, ICANH, 2006, pp. 221. 9 AGN, Bienes Nacionales 1405, exp. 1, cuaderno 1º, 1711. 7 8

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las diferentes ramas sucesorias de la familia, no solamente Mota y Portugal sino también los Nava y Mota. Asimismo, Juan de la Mota se convierte en el elemento desde el cual los litigantes reivindican para sí mismos las pruebas de parentesco. En primer lugar estaba la sucesión de las capellanías fundadas por Juana de la Cuadra en 1637 con una dote de 2 000 pesos logrados del alquiler de casas localizadas en la plaza de Santo Domingo. Su primer patrono fue el presbítero Nicolás de Nava y de la Mota, sobrino de Juana. El testamento que funda la capellanía en cuestión advierte que, después del fallecimiento de Nicolás, los herederos deberían ser los hijos y descendientes de Pedro de Nava y de la Mota, hecho que explica por qué en 1651 Diego de Nava y de la Mota se convirtió en capellán propietario. A raíz del fallecimiento de Diego, el pariente más próximo del linaje de la fundadora era Juan de la Mota Osorio y Portugal, que en 1662 tiene reconocido su derecho de propiedad sobre la capellanía.10 El segundo proceso sucesorio que benefició a Juan de la Mota tiene que ver con las capellanías que Antonio de la Mota y Portugal heredó de sus padres, los fundadores del mayorazgo del linaje, el capitán Antonio Ruiz de la Mota y María Manuel de Portugal.11 Don Antonio de la Mota era sobrino de Pedro de la Mota Escobar, presbítero que había encargado a su albacea —Gabriel Guerrero de Luna—12 fundar una capellanía con 4 300 pesos de principal y que sería posteriormente incorporada al mayorazgo a través de los derechos de parentesco. Los orígenes del clan Mota se remontaban a la región de la Extremadura, en la ciudad de Burgos, adonde varios miembros de la familia llegaron a ocupar cargos prominentes en el consejo municipal.13 Más tarde, Pedro Ruiz de la Mota, entonces obispo de Badajoz, se convirtió en una figura respetada en la corte de Carlos V, influyendo positivamente la carrera de distintos parientes envueltos después en la conquista de México, como es el caso de AGN, Bienes Nacionales 1100, exp. 13, 1662. Además de Antonio, la pareja tuvo otros dos hijos, Fernando y Catalina de la Mota y Portugal. 12 Pedro de la Mota Escobar se había vuelto notorio por su participación en la expedición de Tristán Luna y Arellano destinada a la pacificación de Florida. Por tanto, sus ligazones con la familia Luna siguen estrechas teniendo en vista la condición de albacea otorgada a Gabriel Guerrero de Luna. El hermano de Pedro era Alonso de la Mota y Escobar, que llegó a ser obispo de Puebla. 13 Los Mota llegaron a ser duros opositores de Carlos V cuando ocuparon cargos en el consejo municipal de Burgos entre 1520 y 1521. La situación cambió durante la convocatoria de las cortes en 1520 y la consecuente proyección de uno de sus miembros: Garci Ruiz de la Mota. 10 11

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Jerónimo Ruiz de la Mota, que vino al nuevo mundo con Diego Colón.14 El cruce de los linajes Mota y Portugal en México, a través del matrimonio del hijo de Jerónimo, Antonio de la Mota, con María Manuela de Portugal, hija del tesorero de la real hacienda de la Nueva España, Fernando de Portugal y Villarroel, fortaleció aún más la posición de los dos grupos mediante el refuerzo al ennoblecimiento y las perspectivas de ocupación de cargos.15 Era parte de ese legado que había recibido Juan de la Mota y Portugal y que sería disputado después por diferentes personajes. En su momento, Cristóbal de la Mota Osorio —el mencionado hermano del fundador Pedro de la Mota Osorio— no legaría el control del mayorazgo a Juan, como aconteciera con la capellanía. Sería su sobrino Francisco Javier de la Mota y Portugal el elegido para administrarlo, haciéndose al mismo tiempo responsable de pagar los réditos al tío presbítero.16 Por lo tanto, uno de los primeros oponentes de Melchor en el pleito en cuestión pertenecía al entorno familiar del último administrador del mayorazgo. Se trataba del hermano de Francisco Javier, Antonio Tomás de la Mota Osorio y Portugal, quien detentó por 15 años este vínculo, así como la administración de las capellanías. Como un aliado con él se encontraba el convento de Santo Domingo de la ciudad de México. La institución había sido designada, desde la fundación, como responsable por la realización de las misas en pro de las almas de los Mota y Portugal, percibiendo por ello una importante renta, teniendo en cuenta la magnitud de la capellanía. Melchor Jácome deseaba que su hijo Cayetano de la Mota fuera designado capellán propietario, argumentando ser el pariente más inmediato del presbítero Juan de la Mota —que a su tiempo fue reconocido como tío de Melchor—,17 hecho que le confería derechos que consideraba suficientes e incontestables para seguir en el pleito. Sin embargo, no era lo que pensaban los procuradores de las partes oponentes.

14 Jerónimo Ruiz de la Mota fue uno de los capitanes de Cortés en la conquista de la Nueva España. Se casó después con Catalina Gómez de Escobar, hija de Francisco de Orduña, conquistador y gobernador de Guatemala. Sobre el clan Mota, véase John Frederick Schwaller y Constance Mathers, “A Trans-Atlantic Hispanic family: The Mota Clan of Burgos and Mexico City”, The Sixteenth Century Journal, vol. 21, núm. 3, 1990, pp. 411-436. 15 El clan en México se proyectó por ocupar diversos cargos de alcaldes del cabildo. 16 Cristóbal de la Mota Osorio y Portugal como poseedor del mayorazgo familiar, llegó a nombrar al bachiller Juan de la Mota y Portugal capellán interino. Todo indica que hubo un acuerdo posterior entre los familiares, separando la capellanía del mayorazgo. 17 Juan de la Mota Osorio y Portugal era también tío de Antonio Thomas de la Mota Osorio y Portugal.

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En la información para comprobar el parentesco con las ramas de la familia, Melchor advertía ser hijo de Juan Jácome y María de la Mota Osorio y Portugal. Su madre era presentada como hija de Cristóbal de la Mota Osorio y Portugal. Lo que pesaba sobre estos lazos de parentesco era el hecho de que María había sido concebida fuera del matrimonio —Cristóbal murió sin haberse casado— y ninguno de los testigos siquiera fue capaz de informar el nombre de su madre. Además, este hecho se constituyó en una de las principales razones de la defensa de los oponentes, que buscaron a toda costa descalificar, tanto la pretensión como los propios testigos, acusados de ser demasiado jóvenes para dar información sobre hechos ocurridos hace tanto tiempo —entre ellas se encontraba incluso Catarina de la Mota, tía de Melchor y supuestamente otra hija de Cristóbal. Se tendría en la mira, principalmente, la condición de ilegítima de María, a despecho del reconocimiento por parte de su padre.18 Melchor llegó a admitir que había irregularidad en el derecho de los “natales” oriundos de relaciones marcadas por señales de ilegitimidad, mientras esta situación jurídica no concernía, según él, a los padres y a los abuelos del pretendiente a la capellanía. La insistencia del procurador de Antonio Tomás (o Thomas) sobre la fragilidad del derecho de filiación de Melchor y, por consiguiente, de Cayetano, su hijo, no guarda dudas en torno a lo que pensaban las demás ramas de la familia acerca de la pretensión. En esta línea, defendían aún el derecho del convento de Santo Domingo de mantener en su poder la totalidad de las rentas de las misas, sin tener que pagar parte de ellas al pretendiente Melchor Jácome, que las reclamaba, además, para sí. Basándose por tanto en el testamento de los fundadores del mayorazgo, rechazaban tajantemente a los ilegítimos: cuyo patronato toca a mi parte quisieran que entrasen en ellas los descendientes de hijos ilegítimos no hubieron llamado a falta de parientes a la sagrada religión de Santo Domingo, pues nunca o rara vez faltan en las familias hijos de esta calidad [...] en perjuicio tan manifiesto de tercero ampliarse las clausulas de las fundaciones a que comprehendan a hijos naturales y descendientes de hija que aún siendo legitima pudiera padecer controversia el admitir a sus descendientes siendo tan notoria en las clausulas la predilección de los fundadores a esta sagrada familia.19

18 Los procuradores de Antonio Thomas alegaban que el hecho de que María hubiera vivido en la misma casa con Cristóbal Osorio no garantizaba el derecho de filiación. 19 AGN, Bienes Nacionales 1405, exp.1, f. 49v.

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Al lado del problema de la falta de legitimidad de la sucesión de Cristóbal de la Mota Osorio hay otra complicación: la acusación de que un tío paterno de Melchor, de nombre Diego Jácome, era un mestizo, con admisión pública de su calidad.20 No obstante, tales esfuerzos por deslegitimar la petición de sucesión no produjeron resultados, ya que el defensor del tribunal de bienes de difuntos fue favorable inicialmente a la causa de Melchor, argumentando un parentesco más cercano con los antiguos propietarios. La defensa de Antonio Tomas siguió reforzando el tópico de la ilegitimidad —subrayando el equívoco que sería nombrar un “saltín”21 como Melchor—, pero al mismo tiempo se apeló a una nueva estrategia. Se presentó entonces sin mucho éxito un nuevo candidato a la sucesión con relaciones de parentesco supuestamente menos polémicas: el entonces catedrático de clementinas de la Real Universidad, cura interino de Santa Catarina Mártir, consultor y ordinario del Santo Oficio y juez colector de diezmos en los alrededores de la catedral, el doctor Juan José de la Mota. La opción por su presentación serviría más como un recurso para dilatar el proceso y generar mayor confusión sobre las líneas familiares. En medio de tales marchas y contramarchas del pleito, marcadas por consecutivos actos de rebeldía, aparecería en el tribunal un candidato más, pidiendo el derecho de ser declarado capellán propietario: el presbítero del obispado de Puebla, Francisco Moreno de Monroy Nava y Mota, quien afirmaba ser sobrino de Juana de la Cuadra.22 Éste reclamaba el derecho sobre la capellanía fundada por su tía, alegando ser legítimo descendiente de Pedro de Nava y de la Mota,23 hecho que invalidaba la representación de derecho de Melchor Cayetano por no tener, según él, parentesco con ninguna de las dos líneas. Los argumentos en los cuales se basaba tendían a seguir dos direcciones. En primer lugar, cuestionar los lazos de parentesco de Cristóbal de la Mota Osorio y refutar cualquier relación suya con los Sernas y los Navas, vaciando así los argumentos de derecho esgrimidos hasta entonces. En segundo lugar, afirmar el derecho conferido exclusivamente por el presbiterato, acusando el hecho de que el capellán debía ser necesariamente un presbítero, condición exigida para 20 Loc. cit.: “mezclas indignas de admitirse para estado tan supremo como el sacerdocio en capellanías de tanto lustre y en concurrencia de religión tan noble como santa”. 21 Quizá con cierta ironía, quiere decir lo mismo que “saltón”, tal como se sugiere a lo largo del texto. 22 AGN, Bienes Nacionales 1405, exp. 1, f. 114r. 23 Admitía también ser sobrino de Nicolás de Nava y de la Mota, que había sido capellán propietario de las referidas capellanías.

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ser propietario y que constaba tanto del testamento de Juana como de la institución del vínculo de mayorazgo.24 En vísperas de la resolución del pleito, el juez de testamentos José de Torres y Vergara y los litigantes fueron sorprendidos por una nueva solicitud que alteraría los rumbos del litigio: el nuevo pretendiente era Juan Jazo, bachiller y residente de la villa de Cuernavaca, quien atacaría la pretensión de Melchor de la Mota con los mismos argumentos ya utilizados; es decir, subrayando las máculas de sus antecedentes familiares.25 Jazo decía ser biznieto de los fundadores del mayorazgo, nieto de Antonio de la Mota y Portugal y María de Mendoza y Avendaño y finalmente hijo de Juan de Jazo y Antonia de la Mota y Portugal. Las informaciones fueron confirmadas por los testigos, consolidándolo como un fuerte pretendiente. Depusieron a su favor Cristóbal de la Mota, primo hermano de su madre;26 Josefa de Herrera, sobrina de María de Mendoza y Avendaño; Margarita de la Mota, tía y prima hermana de su madre; Tomasina de Yrita y Lozano, que era también tía y prima hermana de su madre, casada en primer matrimonio con José de la Mota y Portugal, hermano de Antonio Ruiz de la Mota y Portugal. A pesar de las evidencias favorables a Jazo, el litigante Francisco de Monroy Nava y Mota denunció un aspecto bastante polémico que explica en parte la complejidad de esta disputa judicial y la profusión de opositores. Entre sus papeles constaba el testamento de Antonio Ruiz, hijo del fundador del mayorazgo, en que se evidenciaba el hecho de que él no había tenido hijos legítimos.27 En este sentido, el proceso también sugería la competencia por la legalidad de una de las líneas de la familia como aquella que asumiría la legitimidad del conjunto del linaje novohispano. Así, siendo por línea recta de descendencia, Jazo sería declarado capellán propietario el juez José de Torres y Vergara, sentencia que no produjo ya apelación de las partes oponentes.28 Por determinación del mismo juez, y en atención a Los procuradores de Melchor Jácome recusarían tal alegación afirmando que no se trataba de capellanías sacerdotales. Al mismo tiempo presentarían un testimonio de Manuel de Nava y Mota, desde una declaración de Diego de Nava y de la Mota, clérigo subdiácono en la ciudad de Tlaxcala, que buscaba alimentar sospecha sobre la descendencia de los Nava. Manuel afirmaba, por ejemplo, que todos los Nava de Tlaxcala eran labradores. 25 Confirmaba la calidad de mestizo de Diego Jácome, tío en tercer grado de Melchor, y reforzaba el tema de la ilegitimidad: “y porque según derecho, no merecen nombre de consanguíneos, los ilegítimos, o naturales por cuya causa no se entienden estos llamados en la vocación que se hace a los de un linaje”. AGN, Bienes Nacionales 1405, exp.1, f. 188r. 26 Era hijo de José de la Mota y también era biznieto de los fundadores. 27 AGN, Bienes Nacionales 1405, exp. 1, fs. 215v-220. 28 Ibid., f. 225r. Torres y Vergara reconocía el derecho de los otros pretendientes, confirmado tanto por la presentación de testigos como por cuenta de los documentos presentados. 24

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las exigencias de las actas fundacionales de las dichas capellanías, Juan Jazo de la Mota debía ordenarse para entonces disfrutar los derechos adquiridos: “a su título se lee pueda ordenar hasta el sacro orden presbítero y debiere de hacer colación y canónica instituta”.29 Poco tiempo después aparecería ya como presbítero domiciliario del arzobispado, más por cumplir con los protocolos de la ley que por verdadera vocación eclesiástica. Para Juan Jazo, abrazar la carrera eclesiástica constituyó una perspectiva de acceso a las capellanías y, por tanto, asegurar su propio porvenir económico. Paralelamente, su desinterés por los asuntos clericales no tardó en manifestarse, convirtiéndose más en un “empresario” de capellanías, rentista, que en un sacerdote que cumpliera con sus obligaciones canónicas. Entre las primeras medidas tomadas por él está el nombramiento como capellán del primo que había informado a su favor, Juan José de la Mota, y la reducción de los censos derivados del pago del número de misas. Jazo buscaba tornar su capellanía más rentable y por tanto trató de promover una acción ejecutiva en 1724 contra uno de los principales beneficiados del mayorazgo y de las capellanías: el convento de Santo Domingo.30 El proceso cuestionaba la perpetuidad del pago hecho al convento, cuya fuente era la renta de la capellanía. La disputa se convirtió en una intensa batalla judicial con consecuencias que extrapolan las fronteras de la legislación de capellanías para ingresar en debates más acalorados sobre la naturaleza de la causa y sobre los límites jurisdiccionales de las justicias eclesiásticas y sus capacidades según el derecho canónico. La opinión de Juan Jazo no solamente cuestionaba los alegatos presentados por el procurador del convento, fray Manuel Varona, sino que también incitaba al enfrentamiento de la institución con el juez de capellanías. En respuesta, Varona cuestionó en sus alegatos la capacidad del mismo juez para calificar materia referente a los regulares, argumentando su “omnímoda excepción”. Advertía, en nombre de tales privilegios, sobre la exclusiva sujeción de los regulares a la sede apostólica, por medio de la actuación de un juez conservador electo para sus causas. Además, afirmaba que la jurisdicción privativa de Torres Vergara debía ir sólo contra regulares particulares, albaceas y fideicomisarios, pero jamás contra una religión, sobre todo cuando habían nombrado juez conservador. Juan Jazo rebate todos los argumentos y llega al límite de sugerir que se trataba de una transgresión para con la Sin embargo, se decidió por apoyar la descendencia directa —“línea recta”— que fue mejor comprobada por Jazo a despecho de las sospechas de ilegitimidad de todos. 29 Loc. cit. 30 AGN, Bienes Nacionales, 1405 exp. 1, cuaderno 2º, 1724.

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justicia real, último paso de su estrategia retórica, dirigida al arbitrio de Torres y Vergara: y hallará vuestra señoría que la declinatoria opuesta es nada menos que contra definiciones sagradas canónicas, que disponen que en estas causas los religiosos sin embargo de cualquier excepciones y privilegios que gocen se sujeten y estén subordinados a la jurisdicción ordinaria aunque sean prelados y que en estos pueda ejercer y aun ejecutarse las penas establecidas cuando incurren en ellas y faltan al cumplimiento de su obligación tanto que los derechos fundados en ellas aseveran no hacer fuerza los señores jueces eclesiásticos en estos y en semejantes casos en proceder y conocer contra las religiones y sus individuos que tienen estos y semejantes cargos y en cuanto por razón de la misma cosa y su naturaleza en que se mezclan, quedan obligados y sujetos a la jurisdicción ordinaria [...] no tener lugar la declinatoria opuesta y procederse por vuestra señoría [...] por juez propio de ella y aún siendo tan estrictos los derechos Reales de Castilla municipales de estos reinos y el canónico que sobre este punto tratan para que los conservadores no procedan si no es en los casos permitidos encargándose por su majestad por repetidas recomendaciones a sus reales audiencias su observancia.31

En 1725 el convento logró que el arcediano de la catedral y juez conservador de la provincia de Santiago, Antonio de Villaseñor y Monroy, actuase como su procurador, pero la estrategia no produjo efecto. La solicitud fue rechazada tanto por el defensor del juzgado de testamentos, Ignacio de Mesa, que afianzaba la vía ejecutiva en el embargo de las fincas, como por el propio Torres y Vergara, quien, valiéndose del parecer del primero, mandó embargar las casas pertenecientes al convento para el pago de los réditos indicados en los autos. Era la segunda vez que Jazo ganaba un pleito en el tribunal de Torres y Vergara, lo que indica cierta proximidad a este personaje del arzobispado, durante muchos años juez titular de tan importante espacio de “reproducción social del clero”, como es el caso del juzgado de testamentos y obras pías. No hay evidencias concretas sobre el tipo de relación que mantuvieron Jazo y Torres y Vergara, pero a juzgar por el éxito en los pleitos y, por extensión, el papel desempeñado por Vergara como líder de un grupo clerical preocupado en fomentar y proteger el clero criollo de la ciudad de México, es posible que Jazo se tratara sobre todo de un cliente del magistrado.32 Ibid., fs. 242v-243 y 250v. La formación de grupos, las relaciones clientelares indicadas y, por consiguiente, la acción protectora de Torres y Vergara son ampliamente estudiadas por Rodolfo Aguirre Salvador, “De las aulas al cabildo eclesiástico. Familiares, amigos y patrones en 31 32

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Es posible afirmar que la predilección de Jazo por las rentas de capellanías no se debía solamente a su falta de vocación por el sacerdocio. Y es que no es difícil hallar dificultades en ciertos miembros del clero a lo largo de la carrera para ingresar en la burocracia eclesiástica, recibir prebendas catedralicias o provisión de prebendas en curatos. A pesar de haber ocupado el cargo de juez colector de diezmos de la catedral,33 Juan Jazo de la Mota y Portugal representó el caso típico de una carrera eclesiástica marcada por el límite de acción impuesto por las rentas de la capellanía. Es lo que refleja al defenderse de la acusación de que no realizaba oficio religioso alguno: que ha dicho misa en donde le ha parecido por no tener asignación a parte alguna por ser patrono de sus capellanías, y que habrá mes y medio dijo misa en Nuestra Señora de Loreto, en el Colegio de San Gregorio, que no ha dejado de cumplir año alguno con el precepto anual ni tampoco el oficio divino.34

A despecho del buen sustento que le generaban las capellanías, la vida de Jazo está caracterizada por varios escándalos y embates jurídicos en tribunales con un significativo número de procesos movidos por diferentes instituciones eclesiásticas en razón de deudas, tales como el colegio San Pablo, de agustinos, y el convento de monjas de Jesús María.35 Enormes deudas personales, transacciones, excusas, solicitudes de excomunión, diligencias o acusaciones de malicia explican tanto la ruina material como al mismo tiempo la reputación de Juan Jazo,36 quien no encontró apoyo ni siquiera en su albacea José de Olaondo, que acabó renunciando a la ejecución del testamento por no haber recursos para pagar tantas deudas. Para Jazo quedaba aún el problema de su irregular conducta como clérigo, que hacia inviable cualquier biografía meritoria; entre las muchas el arzobispado de México, 1680-1730”, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, núm. 47, 2008, pp. 98-112. 33 AGN, Indiferente 6596, exp. 77. Todo lleva a creer que pasara a ocupar tal posición por indicación de su primo Juan José de la Mota. En el caso del documento en cuestión, se trata de una petición dirigida al Tribunal del Santo Oficio pidiendo su nombramiento como comisario del Santo Oficio en los alrededores de la Catedral. Para la solicitación hace mención de nuevo al primo que ya era Consultor y Ordinario de la Inquisición. 34 AGN, Bienes Nacionales 210, exp. 10, f. 9v, año de 1750: “Sumaria de los delitos de que se acusa a don Juan Jazo de la Mota, presbítero”. 35 AGN, Indiferente 2240, exp. 8, año de 1746. 36 Uno de los procesos más largos fue promovido por los acreedores Tomasa Guzmán y el presbítero Miguel Montero sobre el pago de una cantidad de pesos relativa a los réditos de la capellanía y oposición de los frutos de una hacienda de Tescalpan que fue embargada. AGN, Indiferente 1176, exp. 26, 1650; Indiferente 4946, exp. 58 e Indiferente 5729, exp. 21.

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acusaciones constaba plenamente el hecho de ser extremadamente violento y amoral. En una de las varias acciones judiciales, por ejemplo, la mulata libre Ana Margarita y Ana Josefa, madre de la víctima, lo denunciarían por imponer maltratos a Cristóbal de Santiago, mulato esclavo, en razón del esfuerzo por embargar la compra del dicho mulato que tuvo su valor fijado en apenas 200 pesos.37 Años después, en 1750, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas mandó dar providencias a un auto sobre los delitos de Jazo, proceso bastante ilustrativo de una vida apartada de la moral cristiana.38 De los delitos calificados constaba estar amancebado,39 no ejercer su oficio sacerdotal hacía bastante tiempo ni cumplir el precepto anual de confesarse. La orden de prisión en el colegio de San Fernando dada por el arzobispo había finalmente posibilitado la presentación de los testigos, a pesar de las presiones de Jazo, tal como observó el notario en los autos: “habría testigos que quisieran deponer, debido a la violencia y mucho caudal del acusado”.40 Los testigos en cuestión ofrecerían un resumen bastante claro de los desvíos del religioso, corroborando la imagen de un individuo degradado desde el punto de vista moral. Roque Rodríguez, un español de 54 años, compadre de Jazo y quien había convivido con él desde hacía más de 40 años, fue el único que intentó aminorar la gravedad de la situación, sobre todo en relación a la amistad ilícita de Jazo con una mujer. Aunque Rodríguez aceptó que la muchacha en cuestión sí estaba viviendo en casa de su compadre, negó cualquier tipo de relación carnal. Jazo vivía con María Caño Padilla, mujer casada legítimamente con Baltasar Estrada y madre de dos hijos. Mucho menos generosos serían los testigos siguientes, dos de ellos los dominicos José Martínez de Viedma, predicador general y secretario de la provincia, y fray Francisco Guerrero, prebendado en sagrada teología. Ambos se decían amigos íntimos de Jazo por casi 20 años; frecuentaban su casa desde hacía por lo menos 14 y confirmaban que no había celebrado misa después de haber sido ordenado. Lo caracterizaban como un hombre “baladrón”, “valentón”, “atrevido”, “de mala vida”, hombre escandalo37 AGN, Indiferente 6071, exp. 94, 1744 y 5981 exp. 117, 1744. Jazo se encontraba aún desaparecido después de la realización de tres diligencias para capturarlo ordenadas por el juez provisor y vicario general del arzobispado Francisco Gómez de Cervantes. 38 AGN, Bienes Nacionales 210, exp. 10, 1750, “Sumaria de los delitos de que se acusa a don Juan Jazo de la Mota, presbítero”. 39 “Teniendo a la concubina a su mesa”. Ibid., f. 1. 40 Loc. cit.

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so por sus incontinencias, desvergonzado en público.41 Confirmaron los datos esenciales que buscaba el proceso: su amancebamiento. La amistad con María Caño era notoria, sobre todo para aquellos que frecuentaban su casa, y conocida en otras casas de la ciudad de México visitadas por los religiosos. Amasia, manceba, moradora de la casa de Jazo, “de mesa y manteles”, eran expresiones comunes al referirse a María.42 Sin embargo, uno de ellos observaría que María ya había expresado su deseo de despegarse de Jazo, e incluso huido hacia la casa de una tía de nombre Petra, pero había sido rescatada por él mismo con extrema violencia y bajo agresiones verbales. En su declaración, María ratificaría las declaraciones anteriores y llegó a pedir al arzobispo que la acogiera donde fuera conveniente para su seguridad, reforzando el temor que él provocaba en todos por su violencia. Además, dejaba registrada su versión de la relación con el presbítero. Caño conocía a Jazo desde los 15 años de edad, cuando dijo haberse enamorado. Ella había mantenido la dicha relación durante muchos años sin haber compartido la misma casa, situación que cambiaría en los últimos tres meses con la muerte de una hija que había tenido con Baltasar Estrada, de quien no tenía noticias hacía mucho tiempo.43 Por otro lado, María certificaba otro hecho notorio de la vida de Jazo como religioso: no decir ni oír misa ni cumplir con el deber de confesión; también aceptó que en el vecindario su relación era pública y notoria, conocida tanto de los amigos de Jazo, notarios de la curia,44 como de los parientes del clérigo presbítero. Al final, María puso al descubierto toda la red de consentimiento con aquella relación que a los ojos de la Iglesia era ilegítima: Lo saben con toda claridad, especialmente Ana Tomasa Ibarra, casada con don Juan de Jaso, ausente, sobrino del dicho presbítero, y su hermano don Francisco de Jaso, como también, María, la cocinera, y el cochero Cristóbal, mulato, y que fuera de su casa lo saben don Manuel del Castillo, abogado, que vive en frente de la casa de la moneda, y su mujer, doña Ana MansiAGN, Bienes Nacionales 210, exp. 10, fs. 2-4, 1750, “Sumaria...”. Uno de los testigos describe una situación en la que Jazo había dado refugio a un religioso fugitivo en su casa y al ser descubierto enfrentó garrote en mano a un prelado y dos religiosos que habían ido a buscar al acusado. 42 Ibid., f. 3. 43 Ibid., f. 7v. Según ella había sido abandonada, pues Baltasar se había ido luego después de la de ruina de sus negocios. 44 Ibid., f. 7r. María Caño cita los nombres de Antonio de Purchero, Castillo y otros. 41

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lla, en la plazuela de Jesús Macarena, en la rinconada, casa de don Roque Rodríguez.45

Jazo daría finalmente su versión de los hechos ya preso en el colegio San Fernando, donde permanecería por orden arzobispal aun después de hechas las diligencias y las informaciones testimoniales.46 A lo largo de la confesión afirmó haber conocido a María por haber sido ella su inquilina en una finca de su mayorazgo y después vivir con sus dos hijos en otra de sus casas de alquiler. Al contrario de la declaración de Caño, afirmó que ella había dejado a su marido, yendo a vivir ella un tiempo en la casa de Juan Martínez de Viedma, al parecer hermano de uno de los testigos del proceso. Jazo jamás negó haber mantenido relación con ella, pero la redujo a solamente un periodo de dos años, debido a la fragilidad de María Caño y por cuenta de las necesidades que la atormentaban junto con sus hijos.47 Jazo ya no sobrevivió suficiente luego de su proceso, pues murió en 1761 arruinado, como ya se ha comentado, pero las capellanías de las cuales fuera propietario siguieron siendo objeto de disputas familiares. Después de su muerte, el presbítero José Mariano Ruiz de la Mota y Zugaza sería declarado con éxito capellán propietario.48 José era hijo del licenciado Juan Ruiz de la Mota, abogado de la real audiencia y a su turno de Felipa de Mota y Portugal. Felipa decía ser sobrina nada menos que de Antonio Thomas Ruiz de la Mota, último dueño del mayorazgo y uno de los litigantes con Melchor Jácome de la Mota y el propio Juan Jazo.49 Otros candidatos surgirían, tales como el escribano de cámara de la real audiencia y teniente de alguacil mayor del tribunal de Cuentas, Rafael Ruiz de la Mota y Ángela Jácome de la Mota Osorio y Portugal, esta última descendiente de la parte derrotada de Melchor de la Mota. De parte de los Nava quedaría aún Manuel Baptista Nava y Mota. En 1806, con el fallecimiento de Mariano, la propiedad de la capellanía fue declarada en favor del presbítero José Ruiz de la Mota y Costillas, hijo Ibid., f. 7v. Ibid., f. 9v. El arzobispo lo condenaría a pagar tres reales diarios a María Caño para su mantenimiento y todos los costos diarios de su prisión en el colegio de San Fernando, donde estaría recluido hasta segunda orden. 47 Loc. cit.: “que ella frecuentaba los sacramentos y por ello comenzó a darle los alimentos, a ella y a sus hijos... tubo ilícito comercio con la expresada doña María por su fragilidad…”. 48 José Mariano llegaría a ser juez eclesiástico en la feligresía de San Mateo Tescaliacac. 49 AGN, Bienes Nacionales 1405, exp.1, cuaderno 2º, f. 271. Felipa era hija de Juan de la Mota y prima de Juan Jazo, hermana de Juan José de la Mota. Sobre el hecho de ser sobrina de Antonio Thomas, un testigo de las informaciones afirma que ella no pasaba de ser una prima de tercero o cuarto grado del antiguo dueño del vínculo. 45 46

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del notario Rafael citado arriba. En las primeras décadas del siglo xix, éste trataría de cobrar 1 640 pesos de réditos y, una vez más, el convento de Santo Domingo fue blanco de los interminables pleitos que marcaban la existencia de las capellanías de los Mota y Portugal.

Pedro de Valdés y Portugal: de clérigo y abogado a inventor. Entre el mundo jurídico y la aptitud técnica Era el año de 1710 cuando el presbítero Pedro Félix de Valdés y Portugal, natural de México, sometió sus méritos a la obtención de un curato. La apertura del concurso fue bastante turbada, marcada principalmente porque algunas personas, presentadas como testigos, protestaban por la orden de comparecer en el real acuerdo, lo cual los distraía de sus oficios públicos. Valdés y Portugal llegó a solicitar al mariscal de Castilla, José Luis de Velasco Luna y Arellano, encargado del expediente, para que fuese dada una nueva oportunidad para presentar los dichos testigos. Exactamente en aquel mismo periodo sostenía él un pleito con el mariscal debido a la asignación de una beca real del colegio de San Ildefonso.50 El problema tomó tales proporciones que incluso el propio virrey ordenó que los testigos se presentasen al mariscal en su casa para el debido reconocimiento. Jamás llegaron a presentarse, ni en la residencia ni tampoco en el tribunal. El proceso fue suspendido y Félix Valdés fue llevado a recomenzar su examen de méritos. Los individuos implicados en la cuestión eran Bernardino de Arezaga, notario público; Pedro Rincón, también notario público del tribunal de indios; Bernabé de Izcarrez, notario y oficial mayor de la notaría de justicia, y el licenciado Tomás Carmona, presbítero. Todos ellos pertenecían o poseían vínculos con el tribunal eclesiástico. Luego de darles facilidades para deponer acabaron por fin cediendo. El episodio ilustra con cierta riqueza de detalles que los procesos de examen de testigos eran realizados en la mayoría de los casos con bastante criterio, a despecho de las tentativas de flexibilizar los procedimientos. Ilustra también las relaciones a veces tensas entre los empleados de la justicia laica y eclesiástica. El registro procesal apunta en esta dirección:

50 Sobre las dos becas reales en: AGN, Reales Cédulas Duplicadas 48, exp. 273; 1641 y 50, exp. 177.

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habiendo ido dicho bachiller don Pedro de Valdés con don José Luis de Velasco Luna y Arellano a dicho juzgado eclesiástico dijeron no pueden venir a dichos corredores por estar en sus oficios públicos y para que si se quisiere venir a su examen estar listos a hacerlo en conformidad que dicho bachiller lo tiene pedido por ser todo público y notorio...51

Las ramificaciones del linaje de los Valdés y Portugal eran muy extensas y abrían perspectivas de carrera en varias direcciones. En el concurso a un curato de la ciudad de México afirmaba que pertenecía a una de las familias más ilustres de la Nueva España, con antepasados de la “casa real de Portugal”;52 y señalaba un parentesco próximo con los condes de Villar. Su abuelo, el general Agustín Valdés y Portugal, era sobrino de Fernando de Torres y Portugal, primer conde de Villar y después virrey del Perú. Además, alegaba ser pariente de los duques de Veraguas de Castilla. Por el lado de los Valdés llegaba hasta Pedro de Valdés, señor de la casa de Torres de Sanqueado, en el principado de Asturias. Al mismo tiempo constaba la ascendencia de Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, inquisidor general, presidente del consejo de Castilla y gobernador de España, albacea del emperador Carlos V; así como del infante don Ricarte, príncipe de la casa de Valdés.53 En el concurso de los curatos hace uso de su imponente genealogía, cuadro familiar que estructuraba el tradicional discurso de los beneméritos descendentes de conquistadores, discurso que, por otro lado, daba sus primeras señales de fragilidad a principios del siglo xviii: siendo por estas razones digno, y debiendo ser preferido, como está determinado en tantas leyes y cédulas reales; no habiendo deméritos personales que lo resistan: razón cierto muy conforme y en que fundó la mas fija esperanza para el premio, por ser el mérito mayor que se puede alegar en cualquier pretensión; porque si los mayores méritos que pueden prevenirse, son lecciones a cátedras, obtención de curatos, conversión de almas y otros semejantes ¿qué mérito será el haber fundado las universidades en que las cátedras se lean, ganado y conquistado tantos reinos para que haya curatos que se pretendan, pacificado tantas naciones bárbaras para que hayan oído el evangelio y se conviertan? Cosa que si mis progenitores, derramando su sangre con tanta AGN, Bienes Nacionales 507, exp. 44, fs. 39r-39v. AGN, Bienes Nacionales 1075, exp. 1, fs. 117 y ss. 53 AGN, Bienes Nacionales 1075, exp. 1, 1710, f. 117. 51 52

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lealtad y cristiandad no hubieran hecho, no sucediera; de manera que cualquier mérito que en el concurso se pondere, es argumento fortísimo para hacer el mío mayor, pues nadie ignora que cuantas más excelencias se hallan en el oro, tantas más estimaciones se merece el planeta que lo produce.54

No obstante, un obstáculo relacionado con sus orígenes se interponía a su pretendida calificación. El examen de los testigos era quizás la manera posible de normalizar un “accidente biográfico”, si no infrecuente, por lo menos incómodo para quien pretendía hacer una buena carrera eclesiástica. En diferentes momentos, el bachiller se vio obligado a tener que comprobar su filiación para garantizar sus derechos; sin embargo, en algunas circunstancias sería llevado a desestimar la vinculación directa con su padre a modo de garantizar los mismos derechos,55 algo que caracteriza un fenómeno común en sociedades del antiguo régimen, el uso pendular de los orígenes. Pedro era hijo del doctor, y después ordenado sacerdote, Pedro de Valdés y Portugal y Josefa Santander; sin embargo, ambos eran solteros y no llegaron nunca a concretar su matrimonio. Tuvieron a Pedro, a Juana y a Crisóstomo de Valdés; ambos tenían como tutores a Juan Yáñez Dávila, presbítero y abogado de la real audiencia. El presbítero Pedro Félix llegó a recibir un breve apostólico en 1689 dispensándolo de la irregularidad de la cual padecía según el derecho canónico, o sea, un “defecto de nacimiento” (exdefectu natalium), teniendo en vista haber nacido ex soluto et soluta. Parte de los testigos que presentó llegaron a afirmar que Félix era un modelo de virtud, buena vida y buenas costumbres y que jamás podría ser considerado un imitador de la incontinencia de su padre.56 La dispensa de legitimidad era la única manera legal para recibir la orden de presbítero, poder realizar sacramentos y tener acceso a los beneficios eclesiásticos curados, no curados, canonicatos y prebendas en las catedrales. La bula de dispensa le permitiría seguir con su pretensión de ascender a las órdenes mayores.57 Ibid., fs. 117-118. AGN, Capellanías 1100, exp. 17, año de 1689. Para garantizar el derecho de capellán propietario en caso de vacancia de las capellanías uno de los testimonios del proceso afirma que “el dicho doctor solicitó el que el dicho bachiller Don Pedro Félix de Valdés consiguiese las órdenes menores de Corona cuatro grados, para que llegado el caso de que vacase por su fin y muerte pudiese oponerse a ellas…”. 56 Ibid., fs. 30v y 31v. 57 Ibid., f. 24v.: “padece defecto de nacimiento siendo engendrado por soltero y soltera nos dignásemos por la benignidad apostólica dispensar para que no obstante este defecto pueda ser libre y lícitamente ser promovido a todos los órdenes también a los sacros”. 54 55

33

77

54

63

Antonio de Anaya (1690)

Bernardino de Amezaga (1710)

Bernardino de Izcarrez (1710)

Fernando de la Barrera (capitán) (1656)

Civil

Civil

Civil

Civil

Civil

Oficio Segmento

Regidor de México

Oficial mayor en tribunal del arzobispado

-

-

-

Tipo de autoridad

Regidor

Notario

Notario público

Escribano real y de provincia

Mercader, encomendero

Oficios y actividad

Caballero Orden de Santiago

-

-

-

-

Actividad conexa Beneficio

Cabildo de México

Tribunal del arzobispado

Tribunal del arzobispado

-

-

Institución

*

***

**

**

10

Tiempo de los lazos

Amistad familiar

Amistad familiar

Amistad familiar

Amistad niñez

Amistad

Contenido de los lazos

Conocimiento

Intimidad

Conocimiento

Conocimiento

Trato y comunicación

Expresión del alter sobre la conexión

Fuente: Relación de méritos de Pedro de Valdés y Portugal. Simbología: - Sin información; * lo conoce desde que nació, pero sin mención del número de años; ** lo conoce desde niño pero sin mención del número de años; *** sin mención del número de años.

35

Edad

Andrés de Mecolar (1690)

Nombre

Cuadro 1 Testigos de Pedro de Valdés y Portugal, padre e hijo (1656/1690-1701)

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185

Edad

29

50

52

-

52

Nombre

Joseph de la Barrera Barahona (Bachiller) (1690)

Joseph de Messa (1690)

Juan de Aguirre (1656)

Juan de Guarnica y Legazpi (1690)

Juan de Salazar y Guarnica (1690)

Eclesiástico

Eclesiástico

Eclesiástico

Militar

Eclesiástico

Oficio Segmento

-

-

Decano de la Facultad de Cánones

Sargento, mayor retirado

-

Tipo de autoridad

Clérigo presbítero

Clérigo presbítero

Canónigo Catedral de México

Militar

Clérigo presbítero

Oficios y actividad

-

-

-

-

-

Actividad conexa Beneficio

Cuadro 1 (continuación)

-

-

Catedral de México; Real Universidad

Regimiento de Nueva Veracruz

-

Institución

18

***

22

16

**

Tiempo de los lazos

Amistad

Amistad (viven en la misma casa)

Amistad (Universidad)

Amistad

Amistad niñez

Contenido de los lazos

Trato y comunicación

Trato y comunicación

Conocimiento

Trato y comunicación

Conocimiento (criados juntos)

Expresión del alter sobre la conexión

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55

28

48

42

Miguel González (Dr./ maestro) (1690)

Nicolás de Salcedo (capitán) (1656)

Nicolás del Puerto (1656)

Edad

Juan Osorio de Herrera (1656)

Nombre

Eclesiástico

Civil

Eclesiástico

Eclesiástico

Oficio Segmento

Comisario General Juez Apostólico del Tribunal de la Santa Cruzada

Alcalde ordinario de México

-

-

Tipo de autoridad

-

Catedrático

Canónigo

-

Catedrático; cura titular en parroquia de la Santa Veracruz

Actividad conexa Beneficio

Alcalde ordinario

Clérigo presbítero

Abogado

Oficios y actividad

Cuadro 1 (continuación)

Catedral de México; Real Universidad/; Tribunal de la Santa Cruzada

Cabildo de México

Amistad familiar

Amistad estudiantes (colegio/ Universidad)

20

Compañero (3 años de comunicación familiarmente)

Universidad/profesional

Contenido de los lazos

20

10

22

Real audiencia; Universidad

-

Tiempo de los lazos

Institución

Conocimiento

Trato y comunicación familiar/ intimidad

Trato y comunicación

Conocimiento

Expresión del alter sobre la conexión

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187

Edad

70

24

58

Nombre

Pedro de Ayala y Guevara (1656)

Pedro Rincón (1690/1710)

Thomas de Carmona (1710)

Eclesiástico

Civil

Civil

Oficio Segmento

-

-

-

Tipo de autoridad

Clérigo Presbítero

Notario público

-

Oficios y actividad

-

-

-

Actividad conexa Beneficio

Cuadro 1 (continuación)

-

Tribunal de Naturales del arzobispado

-

Institución

20

24

*

Tiempo de los lazos

Amistad familiar

Amistad

Amistad familiar

Contenido de los lazos

Intimidad

Intimidad

Conocimiento

Expresión del alter sobre la conexión

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Los testimonios afirmaron tener estrecha amistad y frecuentar la casa de la familia —uno de ellos compadre del presbítero y otro de su padre (cuadro 1). A despecho de la condición de libres para contraer matrimonio, este último no se había consumado en razón de dos realidades. La primera de ellas se justificaba por el hecho de ser Pedro de Valdés y Portugal, el padre, poseedor de una capellanía dotada de una suma principal de 12 mil pesos.58 Alegaba, por tanto, que su sostén provenía de ella puesto que no poseía mayorazgo; en caso de casarse perdería el derecho como capellán.59 El otro motivo estaba dado por estar en tránsito entre líneas de ejercicio —hecho que no se consumó— como admite Tomás de Carmona: y que cuando dicho doctor hubo al dicho bachiller don Pedro de Valdés fue estando libre y sin impedimento alguno para poder contraer matrimonio porque aunque a la sazón traía hábitos clericales, eran por razón de abogado, y no tenía orden sacro, todo lo cual sabe con esta individualidad por haber tenido estrecha amistad con dicho doctor.60

El doctor Pedro de Valdés y Portugal había presentado su probanza de oficio en 1656, una pieza clave en el conjunto de las informaciones de su hijo clérigo. Dejaba claro haber seguido los trámites convencionales de las familias prominentes de la Nueva España. Estudió en el colegio de San Ildefonso con beca de la Compañía de Jesús y más tarde recibiría el título de bachiller en artes, cánones y leyes; de licenciado en cánones y finalmente doctor. Un parecer adjunto al proceso afirmaba que reunía todas las condiciones necesarias para lograr cualquier dignidad o prebenda eclesiástica, así como cargo de inquisidor del Santo Oficio, oidor de las reales audiencias y consejos reales, confirmando así un proyecto de carrera construido estratégicamente. El abogado era hijo del general Agustín de Valdés y Portugal y de Marina del Riego y Mendoza. Agustín de Valdés tenía 40 años en la Nueva España y en un momento dado fue nombrado corregidor de varias comisiones de la ciudad de México. El general era familiar numerario del Santo Oficio, o sea, con cargo comprado, y había ocupado una serie de oficios políticos: alcalde ordinario de México, teniente de capitán general de los virreyes en la ciudad de Antequera,61 Tepeaca y sus provincias, así como la ciudad de AGN, Capellanías 1100, exp. 17, año de 1689. Ibid., f. 5v. 60 Ibid., f. 41v. 61 AGN, Archivo Histórico de Hacienda 1434, exp. 42, año de 1639. 58 59

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Puebla62 y su demarcaciones, ciudad de Huexotzingo,63 Villas de Nexapa y Calaya Real de Minas, juez repartidor de las minas de Taxco y administrador de los reales azogues. El general fue una figura bastante polémica y con una carrera marcada por distintas confrontaciones con los medios eclesiásticos. Cuando aún ejercía el cargo de alcalde de Antequera llegó a ser excomulgado y su nombre fue puesto en la tablilla donde divulgaban la nómina de los castigados por la Iglesia. La razón de tan radical decisión con relación a una autoridad civil venía del hecho de haber él interrumpido la procesión del día de Santiago —del año de 1639 y del antecedente— con extrema violencia e “ignorancia”, a raíz de algunos conflictos con el comisario de la santa cruzada. El enfrentamiento provocó una serie de disturbios en razón de la acusación criminal de los clérigos.64 La cuestión provocó confrontaciones verbales entre regidores y religiosos, llevando a la intervención del Santo Oficio, que acabó por pedir la flexibilidad de los ministros religiosos, ya que todos pertenecían a la misma institución; solicitud que llevó al cura Lorenzo Ruiz de Cabrera a absolver a Valdés. Otro proceso de excomunión ocurrió en 1647, esta vez con consecuencias más graves en la ciudad de Puebla. Agustín fue encarcelado y excomulgado por determinación del canónigo doctoral de la catedral y provisor general, Juan de Merlo. El centro de la cuestión fue la prohibición del provisor a los alcaldes ordinarios de no ofrecer algún auxilio a los jueces apostólicos conservadores nombrados por la Compañía de Jesús en el pleito que trababan con el provisor y el obispo Juan de Palafox y Mendoza.65 Cuando fue castigado Agustín Valdés no era sólo un alcalde mayor, pues además ejercía el puesto de capitán general de Puebla. El escalamiento del caso llevó incluso a la intervención en “grado de fuerza”66 de Felipe IV, dejando muestra una vez más del problema de los límites jurisdiccionales, esta vez entre la justicia civil y la justicia ordinaria eclesiástica, y a consecuencia de la acostumbrada tensión entre los clérigos y los religiosos en el ámbito de la interpretación del derecho canónico y de la administración de justicia eclesiástica. En Puebla era también receptor de las reales alcabalas. AGN, Archivo Histórico de Hacienda 1440, exp. 32, año de 1646. El documento hace referencia con Juan de la Mota y Portugal que, como advierte, es su sobrino. 63 AGN, Indiferente 1932, exp. 46, año de 1627. 64 AGN, Indiferente 5384, exp. 63, año de 1640. Agustín fue excomulgado por el cura fray Simón Millán y un canónigo de nombre Medina, ambos ministros del Tribunal del Santo Oficio. Vale recordar que Agustín también era familiar de la misma institución. 65 AGN, Tierras 2935, exps. 114 y 117, año de 1647. 66 El concepto de “grado de fuerza” indica que en contra de ella no se admite prueba. 62

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El documento del consejo de Indias —con la inmediata orden del rey para la absolución y liberación de Valdés—67 trataba no solamente de defender a los representantes de la justicia civil condenados, sino también alertaba sobre el cuidado que se debía tener en la conducción de la justicia ordinaria eclesiástica, en particular en relación con los obstáculos o resistencia puestos al cumplimiento de las leyes reales: porque sin atender a la precisa obligación que tiene de no impedir o perturbar la jurisdicción real, no solo por la natural obediencia de vasallo y que debiera mostrar ser conocido a las mercedes que de la real mano, ha recibido que también por razón de su oficio juez, así las leyes reales como los sagrados cánones, encargan y disponen que los jueces eclesiásticos […] ni impidan la jurisdicción real sea opuesto a ésta el dicho provisor con tan manifiesta temeridad que después de graves […] demostraciones de su osadía, ha llegado al extremo de fijar a mi parte por público excomulgado añadiendo que es por notorio auxiliador de los […] presuntos jueces conservadores nombrados por los religiosos de la compañía de Jesús por decir estar en curso de las excomuniones impuestas en la bula de la cena del Señor, contra los que impidan la jurisdicción ordinaria eclesiástica... cuanto es más calificado exceso acudir al impedimento resistencia y desacato y llega a constituir uno de los más graves crímenes y atrocidades que reconoció y condenó el derecho mayormente con estas compulsiones y violencias ocasiona la desautoridad de potestad y jurisdicción y turbar la obediencia y orden de subordinación que los ministros inferiores deben tener a los superiores pues imponer censuras y proceder a la publicación […] contra el dicho mi parte para que no ejecute o cumpla las ordenes y mandatos del dicho señor virrey que otra cosa es que interceder compelerle a que la desobedezca.68

Los antepasados de Agustín Valdés estaban relacionados con la conquista y población de la Nueva España, como tantos otros casos de ramas familiares importantes. Descendía por línea paterna de Gaspar de Valdés y María Manuel de Turcios. Gaspar fue regidor de Puebla,69 familiar del Santo Oficio, alcalde de la misma ciudad de Huexotzingo, de las villas de 67 El afianzamiento de soltura tiene fecha de 1648. AGN, Reales Cédulas Duplicadas 50, exp. 144, fs. 92-92v. 68 AGN, Tierras 2935, exps. 114 y 117, fs. 1-2. 69 Ibid., f. 2r. Responsable por la conmutación del regimiento y por las obras de la alameda y fuentes de la ciudad. Además, se encargó también de las reformas en el pueblo y plaza pública de Santiago Tlatelolco. Su hermano Alonso de Valdés fue regidor de la ciudad de México y también familiar del Santo Oficio.

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San Miguel y San Felipe, capitán de guerra de las fronteras chichimecas, alcalde mayor y administrador de azogues reales de las minas de Zaqualpa. Sus padres, Melchor de Valdés70 y Francisca de Arellano, fundaron un mayorazgo, una capilla en el convento de Santo Domingo y fueron detentadores por merced de las dos becas reales del colegio de San Ildefonso solicitadas a los virreyes. La abuela era hija del notario y secretario Antonio de Turcios y Catalina de Villaroel y Portugal,71 uno de los primeros pobladores de la ciudad de México con fundación de mayorazgo. Turcios había sido secretario del virrey Luis de Velasco —el viejo—, nombrado en 1571 por recomendación de Felipe II. Sirvió a lo largo de su vida en seis oficios de gobierno, real audiencia y sala del crimen. Los importantes antecedentes del doctor Pedro de Valdés y Portugal no se limitaban a su padre. Por línea materna era nieto de Santiago del Riego, oidor de la real audiencia y consultor del Santo Oficio, casado con Ana de Mendoza y Zaldívar. Ana era hija del capitán de caballos Juan de Zaldívar —conquistador del reino de la Nueva Galicia— y María de Mendoza, nieta del capitán Luis Marín, uno de los capitanes de Hernán Cortés responsables de la conquista de la Nueva España.72 La comprobación de hidalguía venía de los parientes dotados de hábitos militares. Pedro de Valdés y Portugal era primo de Francisco Tello de Guzmán —que fue nombrado en 1595 gobernador de las Filipinas— y sobrino de Antonio de la Mota y Portugal, importantes figuras de la vida política y la administración de justicia de la Nueva España. Era sobrino de Baltasar de Valdés, hermano de Gaspar y Alonso de Valdés, alcalde de la Santa Hermandad en Jerez de la Frontera. Su tío materno se llamaba Juan Alonso de Riego y Mendoza, colegial del colegio mayor de San Salvador de Oviedo en Salamanca, quien fue además catedrático en la famosa universidad de esa ciudad y fiscal de la real audiencia de Granada. Ibid., f. 3r. Hijo de Pedro de Valdés, señor de la Casa y Torres de Sanqueado (Asturias), fue tajador mayor en la fundación de la Casa de la Moneda, y renunció al oficio en favor de su hijo Alonso de Valdés, que sirvió como teniente en 1599. 71 Ibid., f. 2v-3r. Catalina era hija de Juan de Villarroel e Isabel de Portugal, a su vez, hija de Fernando de Torres y Portugal, señor de la ciudad Jaén, de la Casa de Torres y de las Villas de Villar Don Pardo y Escanuela. Era prima hermana del primer conde de Villar Fernando Torres y Virrey del Perú. Tía de Diego de Portugal, capitán de la guarda y después presidente de la audiencia de Charcas. Cabe mencionar que Catalina de Villarroel y Portugal era hermana de Fernando de Villarroel y Portugal, padre de María Manuel de Portugal, esposa de Antonio Ruiz de la Mota, por tanto fundadores del Clan Mota y Portugal. 72 Decía ser descendiente también del Almirante Vicente de Zaldívar, conquistador de Nueva Vizcaya, y Juan de Oñate, conquistador de la Nueva Galicia, este último fundador del colegio de San Ildefonso, donde Pedro era patrono de la referida beca real. 70

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Del lado materno fueron invocados dos caballeros de la orden de Santiago. Del clan Valdés aparecería aun un primo religioso, fray Alonso Valdés, de la orden de San Agustín, calificador del Santo Oficio e hijo de Alonso Valdés. Como nieto y bisnieto del mismo Alonso los autos se refieren también a Juan Tello de Guzmán, hijo de Francisco Tello, primo mencionado anteriormente. Las consideraciones sobre los clanes dan cuenta del alto rango social disfrutado por estos individuos en los procesos de calificación en la sociedad novohispana: Como tales caballeros hijosdalgo notorios y limpios de clara sangre en los actos públicos de iglesias y fiestas reales, han sido admitidos con los demás caballeros de esta ciudad y reino y se les han dado y repartido por esta ciudad cuadrillas en los festejos y regocijos de fiestas reales y en carreras publicas, con asistencia de los señores virreyes sustentando para ello armas y caballos y tratando sus personas con autoridad teniendo criados y lacayos y carrozas para sus mujeres con todo lustre de familias y casas y por otros efectos del servicio de su majestad por lo cual han sido honrados y favorecidos de los señores virreyes y sectores de la real audiencia y de esta ciudad cabildo […] y han hecho casamientos recíprocos con mezclas de unas y otras casas y linajes contra blasones de deudo y sangre y unión de hábitos de las órdenes militares.73

En cada momento, la información del hijo clérigo ha demarcado una interesante y diferenciada forma de calificarse en la búsqueda de conveniencias eclesiásticas. Se trata de una carrera que trasciende en términos de presentación narrativa las líneas tradicionales de méritos. En este caso particular, es posible observar el cruce de los tópicos de los méritos familiares, de los méritos personales en beneficio de la república —o de utilidad pública— y del inversionista financiero. La carrera personal de Pedro de Valdés y Portugal no fue construida por años de experiencia, cargos acumulados, títulos universitarios o mecanismos de padrinazgo; tampoco era resultado exclusivo del legado del linaje en cuestión. En realidad, Valdés y Portugal supo hacer valer a través de su información la imagen del bienhechor público a través de la invención técnica como razón específica para ser benemérito, algo poco común en las carreras eclesiásticas. Entre 1704 y 1706, Pedro había dado inicio a una inversión para beneficiar las minas del real de Veta Grande, en la ciudad de Zacatecas, disponiendo incluso de sus propios recursos para su desagüe. A partir del informe de una visita realizada por fray Juan de la Cruz, por 73

AGN, Bienes Nacionales 507, exp. 44, f. 5r.

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determinación del virrey duque de Albuquerque, quedó de manifiesto que las dificultades de explotación metalífera ponían en riesgo la continuidad del real, amenazando a la ciudad de Zacatecas con un cuadro de miseria crónica. El interés por la administración de minas debe de haberlo heredado el clérigo de la experiencia de su abuelo en Taxco, Agustín Valdés de Portugal, y de otros miembros de la familia. El joven Valdés fue inventor, según él, de una nueva técnica que mejoraba sustancialmente el desagüe por una sola salida, de 27 minas al mismo tiempo.74 La técnica sustituía el antiguo arte de las minas llamado de malacates —movido ahora por solamente un peón y 2 mulas— usada para lavado de rocas y tierras. La implantación de la técnica no ocurrió sin discordias entre los mineros de Zacatecas y hubo una serie de retrasos en la obra debido a conflictos ocurridos entre los mismos mineros y los mercaderes. Superadas las dificultades, la técnica hizo crecer la producción de plata en las minas, reactivando la economía de la región. El inventor de la técnica pidió inmediatamente una serie de derechos al virrey que, no sin polémica, fueron siendo poco a poco concedidos, más que todo verbalmente. En este sentido, requiere la concesión del privilegio del “nuevo arte” por medio de patente, el pago por el uso de todos aquellos que se valiesen de su invento, el séptimo de los metales que entregan los mineros al capitán Pedro de Salazar, administrador del real. Por fin, pide una prebenda al cabildo catedralicio de México. No obstante, a pesar de que muchos reconocían que su trabajo había hecho la fortuna de buen número de mineros, las conveniencias eclesiásticas no llegaron. El virrey manifestó su satisfacción con el presbítero inventor; cuando mencionó los merecidos premios que debía recibir, observó con agudeza financiera el esfuerzo en favor de las ciencias y de la técnica.75 Pedro Félix de Valdés y Portugal recurrió abiertamente a tales argumentos contando con que ellos serían la diferencia en el trato de cualquier concesión del curato que tanto buscaba: De manera señor que la razón que a vuestra señoría mueve, á que me premie, y prefiera es fortísima, porque si el ruego urbano, y extrajudicial de un señor No funcionaba sólo en las minas de arrastre, donde se utilizaban los recursos hidráulicos para pulverizar el mineral sólido que contiene el oro. Sobre cuestiones técnicas de la minería cf. Carlos Prieto, A Mineração e o Novo Mundo, São Paulo, Cultrix, 1976. 75 Escribía, por ejemplo: “... para que se alentase a poner en práctica otras invenciones que tenia prometidas, de no menor utilidad recomendándole asimismo al Señor Arzobispo de esta metrópoli para que lo tenga presente y acomodo en alguna de las conveniencias eclesiásticas, de las que se hallaban vacas adentro de esta ciudad para compensarle en algo, los muchos costos que tenia hechos”. AGN, Bienes Nacionales 507, exp. 44, f. 14. 74

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virrey, fuera respecto a que no se pudiera vaciar aun el menos atento, que será un ruego, y encargo jurídico, con voto consultivo de un real acuerdo, á instancia de un señor fiscal de su majestad, en remuneración de un grande, y actual servicio, hecho a un tan ilustre, y venerable cabildo, que compuesto de tan leales vasallos de su majestad, no pueden faltar á premiar á quien le ha servido; y como políticos, y atentos, es preciso, que atiendan á lo urbano, pues conocen que habiéndome prometido el excelentísimo señor duque de Alburquerque, en su citado decreto, tan grandes premios, y no ha tenido su excelencia en estos reinos con que cumplir su palabra en lo eclesiástico, se vale de este ruego á vuestra señoría para su desempeño, ínterin (que como tiene pedido el señor fiscal) lo hace en los de Castilla, informando á su majestad; por cuyas razones me persuado indubitablemente á que la justificación, y atención de vuestra señoría me ha de honrar, con uno de los mejores curatos de esta ciudad, y más cuando los meritos heredados lo claman, y los adquiridos no lo desmerecen.76

Sin embargo de las condiciones positivas que poseía, de la enorme publicidad de su “calidad”, de la estrategia de buscar apoyo en el virrey, tal como en el caso de Juan Jazo de la Mota Osorio y Portugal —que, al contrario, tenía una biografía bastante llena de controversias—77 es visible que la carrera de Pedro Félix de Valdés tampoco logró romper el bloqueo que filtraba el acceso de ciertos individuos a las jerarquías eclesiásticas. En cierto sentido, se puede decir que su carrera fue un fracaso, si por fracaso se entiende no haber logrado prebendas o beneficios en el mundo eclesiástico. Si para el caso de Jazo la hipótesis de una reputación comprometida permite inferir ciertas causas de las adversidades en encontrar posiciones más reputadas en distintos niveles eclesiásticos, en el caso de Pedro Félix de Valdés y Portugal la cuestión se muestra más compleja. Cabe la duda: ¿habría sido su situación de ilegítimo la responsable por tal limitación? En parte es probable que las dificultades encontradas por él encuentren su razón en este aspecto. Sin embargo, es bueno recordar que entre los pocos buenos AGN, Bienes Nacionales 1075, exp. 1. AGN, Indiferente 2462, exp. 1, f. 5r; Capellanías 119, exp. 1832; Indiferente 4959, exp. 53; Indiferente 5822, exp. 71 y 99. Aunque tuviera una reputación más consistente que Jazo, los archivos también guardan registros de la prisión de Pedro Félix por incumplimiento de cláusulas de testamentos cuando fue albacea de José Rodríguez y Leonor de Rojas. La acumulación de deudas también es muy marcada; y el número de pleitos en contra suya movidos por instituciones como el convento de San Lorenzo o por arrendantes es muy significativo de las dificultades financieras por las cuales pasaba. Parte de las deudas serán cobradas después de su muerte. 76 77

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resultados que la herencia genealógica había disimulado se encontraba la reducción de la polémica alrededor de los orígenes en razón de la dignidad del nombre familiar. Esto comprueba su proximidad con los centros de autoridad y su posibilidad de presentarse en concursos a los curatos en la ciudad de México. Cabe mencionar la rápida dilapidación del patrimonio familiar como una de las posibles razones para no ser premiado a lo largo de toda una vida, aspecto quizá más tomado en cuenta que aquel de orden honorífico de los linajes que habían marcado las peticiones de los jóvenes a lo largo de todo el siglo xvii. El hecho es que en los dos casos el aura de la familia notable tuvo poco brillo, fenómeno que quizá permita caracterizar para las primeras décadas del siglo xviii, en el ámbito de ciertas carreras, la declinación de una era de consideración de los méritos en el servicio público de los grandes linajes familiares basados en grupos primigenios de conquistadores. Por otro lado, es posible pensar en estas carreras como ejemplos de una transición crítica, inscritos en la transición del periodo austríaco al de los Borbones, donde la trayectoria personal va poco a poco desplazando a la genealogía. Al parecer es lo que buscó ofrecer Pedro de Valdés a través de lo destacado de sus aptitudes como clérigo inventor, preocupado en disponer su inteligencia a servicio del rey y de sus súbditos. Para eso, como consta de los papeles de méritos, llegó a gastar parte de los recursos que el padre le había dejado, desgraciadamente para él, en vano. La verdad es que los dos modelos de trayectoria aquí presentados difieren mucho de los perfiles de las carreras eclesiásticas desarrolladas en el seno de Iglesia novohispana en el periodo. La trayectoria de Juan Jazo es quizá la más radical, pues a ella no se aplica ninguna de las líneas de actuación características de la profesión eclesiástica —literaria, de cátedras, parroquial, episcopal, forense, abogacía, canonjías de oficio, prebendas, canonjías o dignidades.78 No se presentó como candidato a las tradicionales oposiciones —universidad, colegios, canonjías, curatos—, ni se dedicó a las actividades de gobiernos diocesanos. Su presencia en los tribunales no está basada en ninguna actuación forense, tampoco fue abogado —fue solamente un pleitista. No se tiene noticia de que haya recibido prebendas o dignidades, hecho, como sabemos, explicable por su comportamiento público. Pedro de Valdés, a su tiempo, se inserta en algunas de las líneas o tiene como proyecto obtener beneficios relacionados con ellas. Es de principio un jurista, sin embargo, como tantos otros clérigos, no siguió en esta actividad 78 Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en Nueva España, México, UNAM/Plaza y Valdés, 2003.

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por mucho tiempo. Lo característico de la búsqueda de promoción en el caso de Pedro tiene que ver con el hecho de que sus principales credenciales de candidato a curatos no provenían del campo eclesiástico, sino de actividades exteriores a él y de cierto modo ajenas —por no decir raras— para sostener las pretensiones de un religioso. Quizá se encuentre aquí la mejor evidencia de que disponía de relaciones poco densas con los grupos que controlaban los espacios de promoción clerical, lo que explicaría la adhesión a la imagen del cura inventor y además la referencia frecuente a la autoridad del virrey como mediador y promotor de su solicitud junto al arzobispo. Pero la estrategia de nada le valió, menos aún sus dotes familiares. Invirtiéndose la lógica de la metáfora de la cual se valió el propio Pedro para expresar la necesidad de considerar la importancia de la familia a su favor, sería más razonable afirmar —con cierto sentido puesto en aquella realidad eclesiástica tan propia del antiguo régimen— que si nadie ignora las excelencias del oro, no siempre se estima el planeta que lo produce.

EL CLERO SECULAR EN LA UNIVERSIDAD DE SAN FELIPE DE SANTIAGO DE CHILE (SIGLOS XVIII Y XIX)

Lucrecia Enríquez Universidad Católica de Chile [email protected]

Introducción Una de las deudas que la historiografía chilena tiene consigo misma es la relativa a los estudios de la educación durante el periodo colonial. Esto explica lo poco que se sabe sobre la Real Universidad de San Felipe y los estudios universitarios previos a su fundación. Esta deuda no la podemos saldar en este artículo, pero sí nos proponemos aminorarla. Para ello, centraremos el análisis en el papel del clero secular en su creación y gobierno, poniendo de relieve el cambio en la estructura de la carrera eclesiástica que el ejercicio de la cátedra trajo aparejado y, por último, determinaremos algunos aspectos de la influencia de este proceso en la conformación de las élites chilenas a fines del periodo colonial.

Algo de historia sobre los estudios universitarios en Chile, siglos xvii y xviii Desde el punto de vista monárquico, la Universidad de San Felipe fue una de las doce erigidas en el siglo xviii y comienzos del xix en América. En Chile marcó el hito más importante de la implantación de la educación controlada por la corona en ese periodo y, según su erección, se alternarían en el rectorado el clero secular y los legos. Su carácter real la diferenció de las tres pontificias que existían, dos regidas por los jesuitas y una por los dominicos. En los siglos xvi y xvii la corona había establecido dos colegios reales. Uno de ellos era el real colegio seminario del Santo Ángel de la Guarda, fundado en

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1584 en cumplimiento de lo acordado en el tercer concilio limense de 1582. El otro fue el colegio convictorio de San Francisco Javier, fundado en 1625 por la Compañía de Jesús, pero que recién a partir del siglo xviii adquirió el título de real. También en 1768 abrió sus puertas el real convictorio Carolino de Nobles, después de la expulsión de los jesuitas, en los mismos edificios que ocupaban los colegios de la compañía, de patronato regio y a cargo del clero secular. Por último, en 1774 una real cédula disponía el establecimiento del colegio real Arauco Carolino de Naturales, en Santiago de Chile, también a cargo del clero secular, destinado a la educación de los hijos de caciques. En 1786 fue trasladado a la ciudad de Chillán y puesto bajo la tuición de los misioneros franciscanos de Propaganda Fide. La educación real, por tanto, se asentaba en Chile en el clero secular. Sin duda esta política formaba parte de la afirmación del absolutismo borbónico, típicamente ilustrado, que limitó o incorporó a su propio ámbito de poder a todos los grupos o cuerpos sociales que consideraba que atentaban contra su soberanía. El clero regular caía perfectamente dentro de este diagnóstico y, entre ellos, especialmente la Compañía de Jesús. Por tanto, el desarrollo y crecimiento de los colegios y la universidad real en Chile formaron parte de un proceso más amplio de afirmación del poder monárquico apoyado en un clero secular nacido del patronato regio. Un rasgo que distinguió a la Universidad de San Felipe, según Mario Góngora,1 fue que la reforma universitaria del siglo xviii no se implantó en ella ni en el Convictorio Carolino, por lo que habrá que esperar hasta la independencia de Chile para que aparezcan las cátedras de derecho patrio o historia de la Iglesia. Pero la monarquía pidió expresamente que se suprimieran las cátedras de los jesuitas una vez expulsados en 1767.2 Un año más tarde Carlos III expedía una real cédula en favor de la obra Incomoda probabilisimi, de fray Luis Vicente Mas de Casavalls, en la que el autor condenaba las doctrinas, enseñadas por los jesuitas, del regicidio y el tiranicidio.3 Pedía, también, que los catedráticos y doctores juraran que jamás las enseñarían. Por el contrario, debía enseñarse la del origen directo del derecho divino de los reyes, excluyendo el consentimiento de la comunidad, tal como fue incluida por muchos obispos en sus prédicas durante la convulsión del proceso independentista americano. Estas medidas fueron profundizadas un año más tarde con la real cédula conocida como el Tomo Mario Góngora del Campo, “Estudios sobre el galicanismo y la ‘Ilustración católica’ en la América Española”, en Revista Chilena de Historia y Geografía, núm. 125, 1957, p. 128. 2 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad de San Felipe, Santiago de Chile, Imprenta Elzeviriana, 1905, t. I, p. 132. 3 Ibid., p. 123. 1

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Regio, contra el probabilismo, por la cual se convocaba a concilios provinciales en América y la Monarquía fijaba los contenidos a debatir en ellos.4 Se trataba de una verdadera reforma de la Iglesia impulsada por Carlos III y asentada en un clero secular ejemplar, piedra angular del imperio que se quería reconquistar. La universidad real formó parte asimismo de un conjunto de nuevas instituciones establecidas en Chile en el siglo xviii que dieron autonomía al reino y limitaron su dependencia del virreinato del Perú. Inició el proceso el establecimiento en 1736 de una diputación de comercio, conservando el consulado de Lima sólo el derecho de apelación. En 1738 la universidad fue instituida por real cédula pero abrió formalmente en 1747. También se inauguró una casa de moneda en 1749. Estas medidas, en el marco de las reformas borbónicas, apuntaban a dar una mayor autonomía a las élites chilenas, objetivo que también se tradujo en el reforzamiento de las instituciones locales. Se erigieron cabildos en varias ciudades, rápidamente dominados por los hacendados,5 y se dotó de nuevo vigor al de Santiago. El proceso se completó a fines del siglo xviii con la elevación de Chile al rango de capitanía general en 1798, el establecimiento de un tribunal del consulado en 1795 y un tribunal de minería en 1802, lo que permitió a las élites desarrollar políticas y propuestas que favorecieran sus intereses. Una de las consecuencias directas de este proceso fue la posibilidad de entrar en un contacto directo con la monarquía, no mediado por las instituciones limeñas. A lo largo del siglo xviii se multiplicaron las concesiones reales de títulos de Castilla y fundaciones de mayorazgos.6 Sin duda, cada una de estas nuevas instituciones aportó cambios a nivel local en el comportamiento de las élites y en las relaciones interfamiliares. Uno de los rasgos más característicos del reino de Chile en los siglos xvi y xvii había sido la escasa representación de sus élites en el gobierno local y en el de la monarquía. Entre las razones fundamentales de esto se hallaba el limitado acceso a los estudios universitarios, en especial a los grados en leyes, que se tenían que obtener fuera de Chile. Este diagnóstico impulsó diversas iniciativas para lograr el establecimiento de una universidad. 4 Cfr. Elisa Luque Alcaide, Iglesia en América (siglos XVI-XVIII). Continuidad y renovación, Pamplona, Eunsa, 2008, p. 230 y ss. 5 Santiago Lorenzo Schiafino, “Los hacendados chilenos y las fundaciones del siglo XVIII”, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, núm 104, 1994, p. 100 y ss. 6 La nueva estructura de las élites chilenas a partir de la implantación de las reformas borbónicas ha sido estudiada por J. Barbier, Reform and politics in Bourbon Chile, 1755-1796, Ottawa, University of Ottawa Press, 1980.

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Las primeras gestiones comenzaron en el siglo xvii y estuvieron a cargo de los obispos fray Antonio San Miguel y fray Juan Pérez de Espinosa. Fundamentaron la petición en que la universidad atraería a los españoles, lo que ayudaría a poblar el reino y contrarrestaría así la gran densidad poblacional indígena. Para disminuir los efectos producidos por la falta de universidad, los monarcas españoles permitieron que al final de los estudios en los colegios de algunas órdenes religiosas se pudiera optar a grados universitarios,7 concediéndoles a aquéllos la categoría de universidad pontificia. El papa Pablo V, por medio de la bula “Carissimi in Christo” del 11 de marzo de 1619,8 concedió este privilegio por diez años “a todos los estudios establecidos en América de los frailes dominicos”, con validez en las Indias Occidentales. Este privilegio se fue renovando y revisando permanentemente por parte de Roma, lo que permitió que en Santiago se estableciera la Universidad de Santo Tomás en el convento dominico del Rosario, donde se otorgaba el grado de bachiller, licenciado y doctor en artes y teología. Sin embargo, un breve pontificio de 1682 limitó la convalidación de estudios en los conventos dominicos “...a los que hubieren distantes de las universidades de Lima y México, 200 millas...”.9 La Compañía de Jesús obtuvo también el mismo privilegio papal en 1621: que sus alumnos pudieran obtener grados universitarios en los colegios distantes a 200 millas de una universidad real.10 En Chile, se aplicó la bula al colegio San Miguel de Santiago, fundado en 1593.11 Los dominicos, pese a haberse establecido en Chile antes que los jesuitas, no habían puesto en práctica estas concesiones que les otorgaba la bula de 1619, y sólo ante la inminencia de la apertura de la universidad de la compañía establecieron la propia. Esto generó una disputa entre ambas órdenes centrada en la exclusividad del privilegio que se zanjó años después con el reconocimiento mutuo de la validez de las bulas papales. Sin embargo, destacó más la universidad jesuita por el número de alumnos y de grados otorgados. Los reyes de España no aceptaron en Chile ninguna Sobre la educación en el reino anterior y posterior a la fundación de la Universidad de San Felipe, ver José Toribio Medina, Historia de la instrucción pública en Chile desde sus orígenes hasta la fundación de la Universidad de San Felipe, Santiago, Imprenta Elzeviriana, 1905; Juan Manuel Frontaura, Historia del Convictorio Carolino, Santiago, 1889; Mario Góngora del Campo, “Notas para la historia de la educación universitaria colonial en Chile”, en Anuario de Estudios Americanos, vol. VI, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1949. 8 Ramón Ramírez, Los dominicos en Chile y la primera universidad, Santiago de Chile, Universidad Técnica del Estado, 1979. 9 Archivo General de Indias (en adelante AGI), Gobierno audiencia de Chile, leg. 62. 10 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 16. 11 Walter Hanisch Espíndola, “Del primer colegio de los jesuitas al instituto nacional, 1593-1813-1963”, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, vol. 68, 1963. 7

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nueva erección pontificia, a pesar de las gestiones hechas por las otras órdenes que también tenían los mismos cursos en sus colegios. En 1724 el obispo de Concepción, Juan de Necolalde, entregó a los jesuitas la dirección del seminario conciliar fundado por él en 1718.12 También se aplicó a este establecimiento la concesión de grados que tenía la Compañía de Jesús desde 1621, por lo que se la conoció como Universidad Pontificia Pencopolitana.13 Una vez expulsados los jesuitas el seminario pasó a ser dirigido por el clero secular. En 1777 el seminario de Concepción se refundó como seminario conciliar con el nombre de San Carlos, en honor al obispo de Milán, San Carlos Borromeo. En este nuevo establecimiento continuaron otorgándose los grados de bachiller, licenciado y doctor en artes y teología, sin que haya podido aclararse si había una concesión específica para ello. Incluso se habrían abierto estudios en leyes a fines del siglo xviii.14 Los privilegios a favor de los colegios de las dos órdenes caducaron con la erección de la Universidad de San Felipe. Por lo tanto, hasta la fundación de esta última, los grados en cánones y leyes sólo se podían obtener fuera del reino, siendo la Universidad de San Marcos de Lima la más elegida a partir del siglo xvi. Este último dato lo confirma José Toribio Medina, quien entrega la nómina de 77 estudiantes chilenos que estudiaron en Lima y se doctoraron allí y sólo seis lo hicieron en España o en la Universidad de Tucumán.15 Una de las consecuencias más evidentes de esta situación se vivía en las oposiciones a las canonjías magistral, doctoral y penitenciaria, que eran las únicas de oficio que se erigieron en Chile durante la época colonial. Llegó a ocurrir que hubo que posponer el concurso hasta que llegara graduado algún natural del país, ya que los españoles o peruanos no se presentaban. Tal fue el caso de la oposición a la canonjía doctoral de la catedral de Santiago, vacante desde 1688 (por el ascenso de su poseedor Francisco Quevedo y Zaldívar a la tesorería),16 que sólo fue convocada por el cabildo eclesiástico y el obispo a la llegada de José Toro Zambrano con el doctorado en leyes de

AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 151. Se conoce a los habitantes de la ciudad de Concepción como “penquistas” porque la primera ciudad establecida en la zona fue Penco, trasladada después del terremoto y maremoto de 1751, con el nombre de Concepción, al emplazamiento actual. 14 Cfr. Reinaldo Muñoz Olave, El Seminario de Concepción durante la colonia y la revolución de la independencia, Santiago de Chile, Imprenta San José, 1915, p. 257. 15 José Toribio Medina, Historia de la instrucción…, 1905, t. I, cap. XV y páginas 436 y ss. 16 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 12 13

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la Universidad de San Marcos de Lima,17 en 1706. Único opositor, obtuvo la presentación a la canonjía en 1710.18 Fue más extremo lo ocurrido en el cabildo eclesiástico de Concepción. En el mismo no se erigieron desde su establecimiento las canonjías de oposición. Por ello, una real cédula de 1677 estableció que se procediera a erigir la magistral, hecho que no ocurrió hasta 1700. La razón: no había doctores en el clero local. Coincidió esta situación con una muy larga sede vacante. Como el cabildo que gobernaba el obispado no quería entregar la prebenda a alguien que no fuera natural de Concepción, postergaron la oposición una y otra vez, pese a las reales cédulas que ordenaban erigirla y convocar el concurso. Finalmente llegó un doctor en teología natural del obispado, único opositor, que obtuvo la canonjía. Pero fue en el siglo xviii cuando las gestiones por la universidad se retomaron con fuerza por iniciativa del cabildo secular de Santiago, específicamente por iniciativa del alcalde Francisco Ruiz Berecedo en 1713. Para facilitarlo el cabildo ofreció al consejo de Indias financiarla con lo recaudado por el ramo de balanza que aportaban los vecinos de la ciudad. Entre los argumentos que se adujeron ante el rey y el consejo, ocupaba un lugar principal la falta de estudios de derecho en Chile, la lejanía con respecto a Lima y la posibilidad de que los indios naturales del país también se graduaran. Se pedía la creación de las cátedras de prima y vísperas de teología, dos de filosofía; una facultad de cánones y leyes, donde se dictase prima de leyes, víspera de cánones, víspera de leyes, instituta; una facultad de medicina con las cátedras de prima y método de medicina. El cargo de rector debía ser anual y alternar en el mismo un clérigo secular y un seglar, y que se admitiera en las oposiciones a cátedras a personas de todos los estados. Para reforzar los argumentos a favor de la fundación, sostenían los cabildantes que la universidad atraería estudiantes de los territorios vecinos de Tucumán, Buenos Aires y Paraguay. El cabildo pidió que su solicitud fuera avalada por cartas de apoyo del obispo de Santiago, la audiencia y el presidente del reino. Enviaron además un apoderado a la corte a gestionarla, quien presentó un memorial en 1714 analizado por el fiscal del consejo de Indias en 1720, manifestándose favorable a la fundación. El consejo, por el contrario, decidió pedir mas informes al respecto porque no se consideraban los gastos relativos al edificio de la universidad, que no podrían costearse con el ramo de balanza, según los montos que se habían informado. 17 18

Ibid., leg. 164. Ibid., leg. 455.

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Los intercambios epistolares entre el consejo, el cabildo, la audiencia y los obispos continuaron varios años más. Finalmente fue la gestión de Tomás de Azúa e Iturgoyen en el año 1736, apoderado en Madrid del cabildo de Santiago, la que tuvo éxito. El memorial que presentó fue la base para la expedición de la real cédula de fundación. Las variaciones con respecto a la petición de 1713 eran que se incluía una cátedra de lengua aborigen; las de Santo Tomás, Scoto y Suárez, que serían dictadas por las órdenes sin costo para la universidad; dos honorarias de cosmografía, y una de anatomía. Solicitaba asimismo que la cátedra de instituta fuera propia del colegio jesuita San Francisco Javier. La real cédula de erección de la Universidad de San Felipe de 1738 creó las cátedras de prima de teología, filosofía, cánones, leyes, escritura, medicina y matemáticas; vísperas de teología, instituta, método de medicina y lengua araucana. Se instituían cátedras honorarias de cosmografía y astronomía, de Santo Tomás, Suárez y Scoto. Más tarde el rey otorgó igualmente una cátedra ad honorem de retórica a la Compañía de Jesús. El rey asumía como propios los argumentos del cabildo de Santiago relativos a las ventajas que la universidad implicaba para los naturales de Chile, Paraguay y Buenos Aires. Aceptaba además que se tomara del ramo de balanza, que estaba destinado a obras públicas, el sostén de las cátedras e inicialmente el financiamiento del edificio. La real cédula fue recibida en Santiago en 1740 y en 1747 se nombró el primer rector, que fue Tomás de Azúa. Los cursos se iniciaron efectivamente sólo cuando el presidente Amat y Junient tomó posesión de la universidad como vicepatrono y designó a los catedráticos el 18 de julio de 1756.19 Con la erección de la Universidad de San Felipe caducaron los privilegios de las órdenes de otorgar grado universitario en artes y teología. De esa manera, estos campos del conocimiento deberían haber salido del ámbito monástico para integrase junto al derecho en un ámbito más secular. Pero ya en 1757 la Compañía de Jesús pedía que se reconocieran los cursos dictados en sus colegios para el otorgamiento de grados. A esto se oponía el claustro de doctores de la universidad, porque entrañaba el peligro de que no hubiera alumnos para oír a los catedráticos y porque los jesuitas enseñaban sus propias doctrinas. Sin embargo, el procurador general de la Compañía de Jesús en Madrid había gestionado una real cédula, fechada en julio de 1758, que en calidad de “por ahora” permitía que los cursos obtenidos en el colegio de Santiago sirvieran para obtener grados en la universidad. Esta última por sí misma y a través del presidente, Manuel de Amat, pidió al rey que se aplicaran las leyes de Indias que prohibían que, habiendo universidad, 19

José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad de San Felipe..., 1905, t. I, cap. 3.

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se obtuvieran cursos en estudios privados. El pleito se zanjó a favor de la universidad en 1764. Para la compañía, que había tenido el monopolio de los grados en Chile, esto era un duro golpe, ya que no podía más influir en las promociones eclesiásticas y administrativas. De hecho, los cuatro obispos naturales del reino de Chile de la primera mitad del siglo xviii habían sido todos alumnos de los colegios jesuitas. Pero esta pérdida para la compañía a favor del clero secular, que ejercía un gran control sobre la universidad, estaba también en la línea de la política antirregularista de la monarquía a lo largo del siglo xviii. Para un clero secular como el chileno, en la periferia del imperio, significaba situarlo en la posición que antes habían tenido los jesuitas: podían influir a través de las cátedras y las graduaciones en los futuros miembros de la administración y de la Iglesia. Este aspecto formaba parte de la política de la monarquía de estructurar un episcopado y un clero secular vinculado con la corona, a su servicio, regalista. Por tanto en Chile, la Universidad de San Felipe tuvo la exclusividad de los grados en cánones y leyes, pero compartió con el seminario de Concepción el otorgamiento de los grados en teología y artes. Según hemos podido determinar en un estudio previo en relación con el clero,20 cada una de estas instituciones actuó como centro de formación de su propia zona de influencia: los santiaguinos estudiaban en Santiago y los penquistas en Concepción, acentuándose la formación de dos polos locales rivales. Esto último, en parte, se modificó con el establecimiento de la Universidad de San Felipe. Tres canónigos penquistas obtuvieron en ella grados en cánones y leyes durante la segunda mitad del siglo xviii, convirtiéndose en los primeros prebendados en ostentarlos desde que se estableció el cabildo eclesiástico. Ésta fue, sin duda, una de las principales consecuencias que este centro de estudios tuvo en la estructura de la carrera eclesiástica. La universidad también modificó la carrera de los prebendados del cabildo eclesiástico de Santiago, ya que antes de su establecimiento los grados en ambos derechos eran muy escasos, los poseía la élite local o familiares foráneos de los obispos. Pero la consecuencia más evidente que la aparición de la universidad trajo aparejada en la estructura local de la carrera eclesiástica del clero secular chileno, fue la incorporación de las cátedras a dicha carrera, elemento inexistente hasta entonces. Veámoslo en contraste con la situación de los 20 Cfr. Lucrecia Enríquez Agrazar, De colonial a nacional: la carrera eclesiástica del clero secular chileno entre 1650 y 1810, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2006, pp. 180 y 220.

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siglos anteriores. Muchos chilenos que habían ido a estudiar a Lima, que habían allí opositado a cátedras en la Universidad de San Marcos y las habían obtenido, continuaban su carrera eclesiástica fuera del reino, como lo ejemplifica en el siglo xvi Francisco del Campo Godoy, que fue catedrático de artes de aquella universidad y llegó a ser obispo de Paraguay, Huamanga y Trujillo.21 También en el siglo xvii, Diego Montero del Aguila, nacido en Santiago de Chile, fue el catedrático de prima de leyes de la Universidad de San Marcos,22 canónigo en Lima y finalmente obispo de Concepción y Trujillo.23

La cátedra y la prebenda Nos detendremos a continuación en analizar concretamente cómo la cátedra cambió la estructura de la carrera eclesiástica en el coro de la catedral de Santiago de Chile. Para entenderlo, es necesario describir muy brevemente la composición del cabildo que, en el siglo xviii, contaba con cuatro canonjías de merced (dos de ellas erigidas en 1774), dos de oposición, tres raciones (también erigidas en 1774) y las dignidades de tesorero, chantre, maestrescuela, arcediano y deán. En todo el siglo hubo 50 canónigos presentados por el rey, 10 de ellos foráneos al reino, uno solo español y el resto de los territorios vecinos. Para agilizar la explicación, cuando hacemos referencia a la universidad, a sus cargos o a sus cátedras, se trata siempre de la de San Felipe. Hemos evitado asimismo reiterar en cada ascenso del cabildo eclesiástico que se trata del mismo del que ya se formaba parte. Entre los primeros catedráticos de la universidad nombrados por el presidente Manuel Amat y Junient encontramos a varios miembros del cabildo eclesiástico, comenzando así la estrecha relación entre ambos. Pedro Asencio de Tula Bazán, que era el arcediano, fue nombrado en la cátedra de prima de teología24 y como cancelario.25 En 1757 fue rector26 y en 1758 vicerrector, cargo al que renunció en 1759.27 En el cabildo

José Toribio Medina, Historia de la instrucción…, 1905, p. 440. AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 164. 23 Ambos datos sobre los obispados en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 24 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 101. 25 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 502. 26 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 460. 27 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 493. 21 22

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eclesiástico alcanzó el deanato en 1773,28 dignidad que ocupó hasta su muerte en 1775.29 Una de las primeras carreras eclesiásticas que se desarrollaron, asociada a la universidad, fue la de José Joaquín Gaete. Natural de Santa Fe, en el Río de la Plata, llegó a Chile como familiar de Juan González Melgarejo, obispo de Santiago.30 Se doctoró en teología en la Universidad de San Felipe en 175631 y ese mismo año fue nombrado por el presidente Amat como examinador de la facultad de teología32 y se ordenó de presbítero.33 Luego de servir dos años como cura sustituto de Talca entre 1759 y 1761,34 volvió a Santiago y pasó a servir como sustituto de la cátedra de prima de teología.35 Simultáneamente fue cura del sagrario de la catedral hasta 1767,36 año que obtuvo la canonjía magistral. A partir de entonces su carrera en la universidad avanza arrolladoramente. En 1768 gana por oposición la cátedra de filosofía.37 En 1770 se convierte en el rector de la universidad,38 y en 1771 y 1780 vicerrector.39 Permaneció como examinador de la universidad a partir de 1784.40 Su carrera continuó luego exclusivamente en el coro, y dejó la universidad cuando fue ascendido a la dignidad de tesorero en 1788.41 Murió siendo arcediano.42 En otras carreras, como la de José Vicente Larraín Salas, encontramos combinadas la cátedra universitaria con la cura de almas y el ascenso al cabildo eclesiástico. Doctor en ambos derechos por la Universidad de San Felipe, se ordenó de presbítero a título de patrimonio43 en 1786. Complementó inmediatamente después de la ordenación la carrera eclesiástica con la de catedrático, regentó dos cátedras de leyes, y en 1798 obtuvo la cátedra AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. Carlos Silva Cotapos, “Lista de canónigos de la Catedral de Santiago”, en Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 19, 1916, p. 191. 30 Todos los datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 460. 31 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, pp. 467 y 525. 32 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 33 Loc. cit. 34 Loc. cit. 35 Loc. cit. 36 Archivo del Arzobispado de Santiago de Chile (en adelante, AASCH), Secretaría del obispado, leg. 68. 37 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, pp. 467 y 505. 38 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 178. 39 Ambos datos en José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, t. I, pp. 467 y 495. 40 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 41 Ibid., leg. 455. 42 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 178. 43 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 68, f. 521. 28 29

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de prima de cánones y el curato de la parroquia del sagrario de la catedral de Santiago;44 ambas plazas las ocupó hasta 1802, cuando fue separado de la cátedra (nos ocuparemos de este episodio en este mismo artículo). En 1794 su deudo Francisco Javier Errázuriz fue nombrado conciliario mayor de la universidad45 por el rector. La ordenación a título de patrimonio lo excluía del servicio en beneficios, pero para aspirar a una prebenda no podía obviar ese servicio debido a que el clero patrimonial no era seleccionado por la cámara de Indias para plazas en cabildos eclesiásticos. Por otro lado, la composición del coro de Santiago mostraba que nadie que hubiera sido exclusivamente catedrático había ascendido a una prebenda.46 En 1803 viajó a Madrid,47 donde pretendió y obtuvo una canonjía de la catedral de Santiago y una real cédula que lo restituía en la cátedra de prima de cánones, que reasumió en 1804. Larraín fue fundamentalmente un clérigo catedrático que ejerció la cura de almas en vistas a una prebenda. Otro miembro de este grupo fue José Cortés y Madariaga, quien emprendió simultáneamente una carrera eclesiástica y de catedrático, oponiéndose con resultados adversos a curatos y cátedras en 1789, hasta que en 1790 fue nombrado consiliario mayor de la Universidad de San Felipe. Catedrático interino de prima de artes y sustituto de prima de teología en 1791,48 se ordenó de sacerdote en 1794 y ese mismo año viajó a España como apoderado de la universidad.49 En Madrid se preocupó de los negocios que esta última le encargara y de los propios, llegando incluso a solicitar personalmente en 1797 una canonjía o ración de Santiago a Eugenio Llaguna Amirola, secretario del despacho de gracia y justicia, y en 1798, a su sucesor, Gaspar de Jovellanos. En 1800 fue presentado a una canonjía en Santiago y en 1803 ascendido a la tesorería, y presentado a una canonjía en Caracas. Su carrera nos muestra la estrecha vinculación entre la carrera eclesiástica y la universidad. Juan Manuel Mardones, nacido en Chillán,50 es la excepción a la regla que estamos analizando. Después de servir quince años el curato de la isla

Archivo Nacional Histórico de Chile (en adelante, ANHCH), Contaduría, leg. 2, exp. 3379, foja 22 v. 45 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, tomo I, p. 497. 46 La demostración de todas estas afirmaciones la hacemos en Lucrecia Enríquez, op. cit., 2006, capítulo 9. 47 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 461. 48 Todos estos datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 49 AGI, Gobierno audiencia de Lima, leg. 1562. 50 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 221. 44

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de Juan Fernández (entre 1750 y 1765),51 obtuvo por gracia el grado de doctor en teología en la universidad52 y la cátedra de artes53 en 1767. Ascendió al coro de Concepción en 1778 como canónigo de merced.54 Provisor y vicario general en 178055 y 1794.56 Murió siendo deán en 1795.57

La cátedra y el servicio en curatos Pero también hubo curas que nunca ascendieron al cabildo eclesiástico. Entre ellos encontramos a Miguel Jáuregui, conciliario menor de la universidad y catedrático de lengua desde 1767 hasta que la cátedra se cerró hacia 1783.58 Antes de 1783 fue el catedrático de teología moral.59 A partir de esa fecha se desempeñó como párroco de Limarí,60 muy distante de Santiago, continuando allí hasta su muerte en 1812. Tal vez su situación personal se explique porque era hijo natural de Agustín de Jáuregui, presidente del reino. Tampoco el primer catedrático de lengua, nombrado por el presidente Amat en 1756,61 ascendió nunca al cabildo eclesiástico. Al momento del nombramiento era el capellán de la audiencia,62 cargo que desempeñó hasta 1758. Entre 1761 y 1762 fue el cura de la parroquia del sagrario de la catedral de Santiago.63 Murió en 1767 siendo catedrático. Pertenece también a este grupo Juan Escandón Salinas, quien inició claramente una carrera de catedrático. Había hecho dos sustituciones en las cátedras de prima de leyes y de decreto64 antes de ser nombrado conciliario menor de la universidad en 1768.65 En ese mismo año se recibió de abogado Ibid., leg. 452. Luis Francisco Prieto del Río, Diccionario biográfico del clero secular de Chile. 1535-1918, Santiago de Chile, Imprenta Chile, 1922, p. 401. 53 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 454. 54 Ibid., leg. 463. 55 Ibid., leg. 221. 56 Reinaldo Muñoz Olave, Rasgos biográficos de eclesiásticos de Concepción. 1552-1818, Santiago de Chile, 1916, p. 272. 57 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 463. 58 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 513. 59 Loc. cit. 60 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 347. 61 Ibid., leg. 101. 62 Ibid., leg. 150. 63 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 68. 64 Ibid., leg. 63. 65 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 494. 51 52

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ante la audiencia.66 Se ordenó de presbítero en 1770 contando con la protección de Agustín Jáuregui, presidente de Chile, quien lo nombró su capellán, lo eligió como confesor y le dio los cargos de capellán de la tropa veterana de Chile y de la audiencia.67 No retomó más la carrera de catedrático y murió en 1807, siendo cura de Petorca.68 Por último, Vicente Martínez Aldunate, quien tuvo una de las carreras de catedrático más brillantes pero no fue prebendado sino hasta 1829, en un muy diferente contexto político. Su carrera eclesiástica y la de catedrático empezaron simultáneamente. En 1793 era conciliario mayor de la universidad69 y se doctoró en ambos derechos.70 En 1795 se ordenó de presbítero71 y regentó la cátedra de prima de teología en la Universidad de San Felipe.72 En 1796 fue catedrático interino de filosofía73 y regente de la de prima de teología.74 Entre 1797 y 1798 se presentó a oposiciones a las cátedras del maestro de las sentencias, decreto e instituta,75 y en ese último año volvió a ser conciliario mayor.76 Deja la universidad y a partir de 1799 fue tres años cura de Rancagua77 y desde 1802 a 1805 cura de la parroquia de Santa Ana en Santiago.78 Cuando su tío, José Antonio Martínez de Aldunate, fue presentado obispo de Huamanga, viajó con él a ese obispado como su familiar.79 Pero ya en 1808 volvía a Chile, donde fue elegido rector de la universidad por dos periodos80 y nuevamente por algunos meses en 1811.81 Por su adhesión a la causa realista, fue desterrado de Chile por el gobierno en 1817.82 Sin duda, su carrera eclesiástica se vio obstaculizada por no ser patriota y, probablemente, sin los acontecimientos de 1810 hubiera sido presentado por el rey en algún cabildo eclesiástico. 66 Javier González Echenique, Los estudios jurídicos y la abogacía en el reino de Chile, Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1954, p. 328. 67 Todos estos datos en AASCH, Secretaría del obispado, leg. 63. 68 Luis Francisco Prieto del Río, op. cit., 1922, p. 208. 69 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 497. 70 Ibid., p. 534. 71 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 379. 72 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 73 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 481. 74 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. 75 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 481. 76 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 77 AGI, Gobierno audiencia de Lima, leg. 1574. 78 Luis Francisco Prieto del Río, op. cit., 1922, p. 19. 79 Idem., p. 19. 80 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 481. 81 Ibid., p. 482. 82 Ibid., p. 366.

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La cátedra y las canonjías de oficio Nos detendremos a analizar especialmente lo que ocurrió con las canonjías de oficio a partir del establecimiento de la universidad, debido a los problemas que la falta de doctores en leyes había producido en su provisión en los siglos anteriores. Específicamente, el servicio a la cátedra apareció asociado a estas canonjías a partir de 1756, cuando se celebraron oposiciones para la canonjía doctoral de la catedral de Santiago, que fue obtenida por José Antonio Martínez de Aldunate,83 quien además era desde mayo el catedrático de prima de leyes de la Universidad de San Felipe84 por nombramiento del presidente y vicepatrón, Manuel de Amat, desde 1756 a 1782. En 1758 se oponía a la canonjía doctoral, obteniéndola.85 Rector de la universidad entre 1764 y 1767,86 fue uno de los encargados de redactar las constituciones. Desde 1765 era también el provisor y vicario general del obispado.87 En 1786 se celebraron nuevas oposiciones para la doctoral. De los cuatro concursantes, tres estaban vinculados a la universidad. Rafael Diez de Arteaga era el regente y sustituto de la cátedra de prima de leyes y catedrático de moral.88 José Miguel Palacios, rector del colegio carolino desde 1785, consiliario mayor de la universidad89 y examinador de cánones y leyes.90 El doctor José Gabriel Egaña, abogado de la audiencia. Finalmente ganó la oposición José Antonio Errázuriz, cura de San Lázaro y bibliotecario de la Universidad de San Felipe.91 Las últimas oposiciones de esta canonjía bajo el dominio español en 1803 fueron las que tuvieron más opositores. Vacante desde 1801, se presentaron seis candidatos: Diego Antonio Elizondo, cura y vicario de San Fernando;92 Gregorio Barnechea, cura del sagrario de la catedral de Santiago de Chile;93 Domingo Errázuriz y Madariaga, capellán del monasterio de carmelitas AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 101. Loc. cit. 85 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 86 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 489. 87 Juan Luis Espejo Tapia, “Relaciones de méritos y servicios presentadas al Consejo de Indias en los siglos XVIII y XIX por funcionarios de la Capitanía General de Chile”, Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 52, 1923, p. 52. 88 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 63, f. 443. 89 Ibid., leg. 63. 90 Luis Francisco Prieto del Río, op. cit., 1922, p. 495. 91 Ambos datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 454. 92 Ibid., leg. 453. 93 Raimundo Arancibia Salcedo, Parroquias de la arquidiócesis de Santiago, 1840-1925, Santiago de Chile, Imprenta San José, 1980, p. 167. 83 84

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descalzas;94 Luis Bartolomé Tollo, recientemente graduado de doctor en ambos derechos por la Universidad de San Felipe; Miguel de Eyzaguirre y Arechavala, catedrático de prima de cánones de la Universidad de San Felipe;95 y José Santiago Rodríguez Zorrilla, racionero y catedrático de prima de teología,96 quien resultó ganador. Con respecto a la canonjía magistral, en las primeras oposiciones después de fundada la universidad, las de 1765, se presentaron Estanislao Recabarren,97 doctor en teología por la Universidad de San Felipe, recientemente ordenado de presbítero, y José Joaquín Gaete, cura del sagrario98 de la catedral y sustituto de la cátedra de prima de teología de la Universidad de San Felipe,99 quien fue presentado por el rey.100 En 1789 nuevamente hubo un grupo de ocho opositores, un clérigo minorista y un clérigo tonsurado, otro, José Cortés Madariaga, en busca de título de ascenso a mayores, y tres catedráticos de la Universidad de San Felipe, que eran José Santiago Rodríguez Zorrilla, catedrático de prima de teología y artes101 y racionero ínterin; José Aristegui, catedrático de teología; y José Tadeo Quesada, catedrático del maestro de las sentencias102 y vicerrector del Seminario,103 y Manuel Vargas Verdugo, conciliario mayor de la Universidad de San Felipe,104 quien fue presentado por el rey, siendo un caso excepcional por no ser catedrático. Sólo se presentó un cura, José Ignacio Infante, de Copiapó. En 1805 se celebraron las últimas oposiciones del periodo colonial a esta canonjía. Hubo cuatro opositores: un cura, José Ignacio Infante, y tres catedráticos, el racionero105 Miguel Palacios (que obtuvo la oposición y fue presentado), José Tadeo Quesada y Salinas, catedrático del maestro de las sentencias hasta 1804, y Bartolomé Tollo, natural de Buenos Aires y catedrático del maestro de las sentencias a partir de 1804.106 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. Ibid., leg. 96. 96 Ibid., leg. 454. 97 Ibid., leg. 452. 98 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 68, f. 501. 99 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 100 Ibid., leg. 455. 101 Ibid., leg. 454. 102 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 515. 103 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 29, f. 207. 104 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. 105 Ibid., leg. 455. 106 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 515. 94 95

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Las oposiciones a estas canonjías en Santiago a lo largo del siglo xviii tuvieron en común que fueron la puerta de entrada al cabildo, con la sola excepción de las llevadas a cabo a principios del siglo xix, ganadas por Palacios y Rodríguez, quienes además de ser catedráticos ya formaban parte del cabildo eclesiástico como racioneros. Los que las obtuvieron eran catedráticos, aunque fueran sustitutos, u ocupaban un cargo de gobierno en la universidad, lo que reforzaba los lazos con el cabildo eclesiástico. ¿Qué pasó con las otras prebendas? ¿Cómo influyó la cátedra en la obtención de una ración o de canonjías de merced o dignidades? Nadie que haya sido exclusivamente catedrático ascendió al cabildo eclesiástico de Santiago, la cátedra se combinó siempre con el servicio de un beneficio.

Prebendados rectores de la universidad El lazo profundo entre la universidad y el cabildo eclesiástico se dio a través del rectorado y el vicerrectorado, por la cláusula de fundación. El primer rector eclesiástico fue el arcediano Asencio de Tula y Bazán, en 1757. Un año antes había sido nombrado por el presidente Amat como catedrático de prima de teología,107 luego de convalidar sus grados obtenidos en la Universidad de Córdoba. Era desde 1735 el provisor y vicario general del obispado, confirmado por tres obispos, con un breve intervalo durante una sede vacante, y lo fue hasta 1765. Desde 1758 fue cancelario de la universidad hasta 1772. En 1759 fue el vicerrector.108 Murió siendo deán en 1775.109 El siguiente rector eclesiástico fue José Antonio Martínez de Aldunate, a quien ya nos hemos referido. Rector de la universidad entre 1764 y 1767,110 por reelección. Desde 1765 era también el provisor y vicario general del obispado.111 En 1785 se convirtió en canónigo tesorero112 y en 1795 ya era deán.113 En 1804 se convertía en obispo de Huamanga.114 Llegó a ser obispo electo de Santiago de Chile en 1810,115 y fue nombrado como vicepresidente AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 101. José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 493. 109 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 191. 110 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 489. 111 Juan Luis Espejo Tapia, op. cit., 1923, vol. 52, p. 226. 112 AGI Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 113 Ibid., leg. 453. 114 Carlos Oviedo (dir.), Episcopologio chileno 1561–1815, t. IV, Santiago, Universidad Católica de Chile, 1992, p. 608. 115 AGI Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. 107 108

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de la Junta de Gobierno que se formó el 18 de septiembre de 1810.116 Murió sin tomar posesión del obispado en 1811.117 Estanislao Andía Irarrázaval, canónigo magistral al momento de comenzar los cursos en la universidad (1756), fue uno de los que obtuvieron por gracia ese mismo año el doctorado en teología y entró a formar parte de la facultad de teología como examinador.118 En 1761 fue rector de la universidad119 sin ser nunca catedrático. Al terminar su rectorado permaneció como conciliario mayor en 1762120 y en 1768.121 Canónigo maestrescuela en 1771,122 murió en 1790 siendo deán,123 y durante esos años permaneció vinculado a la universidad como examinador. Gregorio de Tapia y Cegarra era el tesorero124 del cabildo eclesiástico al momento de la fundación de la universidad, a la que se incorporó como cancelario en 1757,125 llegando a ser el cancelario mayor en 1759.126 En 1768 fue el rector de la universidad127 y en 1771 ascendió a chantre en el coro,128 muriendo deán en 1783.129 José Joaquín Gaete, al que ya nos hemos referido, fue rector en 1770,130 y al año siguiente fue vicerrector y conciliario mayor,131 cargos que también ocupó en 1780,132 y desde 1776 era el catedrático de prima de teología.133 Luego de ascender a la dignidad de tesorero en 1780,134 sólo permaneció en la universidad siendo examinador de teología.135 Murió en 1797 siendo chantre,136 sin haber aceptado los ascensos en el cabildo eclesiástico a los que fue promovido. Carlos Oviedo, op. cit., 1992, t. IV, p. 610. Idem. 118 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 462. 119 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 20, p. 469. 120 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 493. 121 Ibid., p. 494. 122 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 123 Ibid., 453. 124 Ibid., leg. 455. 125 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 502. 126 Juan Luis Espejo Tapia, op. cit., 1923, vol. 53, p. 110. 127 Loc. cit. 128 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 129 Ibid., leg. 452. 130 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 178. 131 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 495. 132 Ibid., pp. 467 y 495. 133 Ibid., p. 467. 134 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 135 Ibid., leg. 452. 136 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 188. 116 117

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Antonio Rodríguez Venegas fue el único rector nacido en Concepción que hubo en la Universidad de San Felipe. Después de un viaje a España a pretender, en 1752 fue presentado como canónigo del cabildo eclesiástico de Santiago.137 En 1756 se incorporó a la universidad como examinador de teología138 y obtuvo uno de los grados de doctor en esa disciplina por gracia.139 Conciliario mayor en 1761.140 Ascendió en 1771 a la tesorería del coro de Santiago.141 En 1772 fue rector de la universidad142 y en 1773 vicerrector.143 Entre 1789 y 1793 fue nuevamente conciliario mayor.144 Murió siendo maestrescuela jubilado, por enfermedad.145 Juan José Ríos y Terán, canónigo de la catedral de Santiago de Chile en 1754. Convalidó su grado de doctor en leyes obtenido en Ávila en 1757 en la Universidad de San Felipe. En 1773 ascendió a la mastrescolía146 y en 1774 fue rector de la universidad.147 Murió siendo deán en 1795.148 Estanislao Recabarren en 1763 se doctoró en teología por la Universidad de San Felipe.149 En 1767 era el cura del sagrario de la catedral de Santiago de Chile.150 Se incorporó al cabildo eclesiástico como canónigo en 1773151 y en 1776 fue elegido como vicerrector de la Universidad de San Felipe y viceconsiliario mayor.152 En 1777 y 1779 llegó al rectorado de la universidad.153 En 1792 ascendió a la tesorería del cabildo eclesiástico de Santiago. Entre 1793 y 1802 fue canciller de la universidad.154 Arcediano en 1797 y deán en 1804,155 hasta su muerte en 1811.156 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. Juan Luis Espejo Tapia, op. cit., 1923, vol. 52, p. 254. 139 Loc. cit. 140 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 493. 141 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 142 Reinaldo Muñoz Olave, Rasgos biográficos…, 1916, p. 395. 143 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 495. 144 Ibid., p. 502. 145 Reinaldo Muñoz Olave, Rasgos biográficos…, p. 395. 146 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 147 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 188. 148 Idem. 149 Juan Luis Espejo Tapia, op. cit., 1923, vol. 52, p. 242. 150 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 151 Ibid., leg. 455. 152 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 472. 153 Idem. 154 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 502. 155 Ambos datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 156 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 7. 137 138

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José Diez de Arteaga fue rector de la universidad durante tres periodos consecutivos entre 1781 y 1783.157 En 1767 había sido cura de la parroquia de Santa Ana,158 en Santiago, y lo fue hasta que ascendió al cabildo eclesiástico como racionero en 1774159 y canónigo en 1782,160 hasta su muerte en 1798.161 José Santiago Rodríguez Zorrilla se inició en la carrera eclesiástica de la mano de su tío, el obispo de Santiago, Manuel Alday, del que era familiar, quien lo nombró racionero ínterin del cabildo eclesiástico de Santiago en 1778.162 Ese mismo año se convirtió en el catedrático de prima de teología y artes163 de la Universidad de San Felipe. Había cursado leyes en la de San Marcos, sin obtener ningún grado universitario en esa materia. En 1779 se presentó a las oposiciones de la canonjía magistral sin obtenerla. En la universidad ganó las oposiciones a la cátedra de artes164 y del maestro de las sentencias,165 ambas en 1781. A partir de 1785 fue por tres años consecutivos vicerrector de la universidad,166 elegido por el rector José Agustín Guzmán, a quien sucedió en 1789 como rector, y reelegido en 1790,167 cuando el nuevo obispo de Santiago, Blas Sobrino Minayo, lo eligió su secretario de cámara. Al ser trasladado Sobrino en 1795, su sucesor Francisco José Marán mantuvo a Rodríguez en la secretaría. A partir de 1792 Rodríguez fue además cura de Renca168 por oposición. Por fin, en 1796 fue presentado como racionero del coro de Santiago.169 En 1802, Marán lo nombró además su provisor y vicario general. En ese año Rodríguez obtuvo el doctorado en ambos derechos por la Universidad de San Felipe. Rodríguez había solicitado se lo admitiera directamente al examen, haciendo valer sus estudios en Lima, lo que fue aceptado por el claustro universitario.170 El hecho dio de qué hablar porque este grado universitario le permitió a Rodríguez presentarse a la oposición de la canonjía doctoral recientemente convocada, que finalmente obtuvo. José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 490. AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 190. 159 Ibid., leg. 455. 160 Idem. 161 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 20, p. 473. 162 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 163 Ibid., leg. 454. 164 Ibid., leg. 460. 165 Ibid., leg. 452. 166 Loc. cit. 167 Loc. cit. 168 Loc. cit. 169 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 170 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 474.

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Además en 1803 y 1804 fue rector de la universidad.171 En 1807, a la muerte del obispo Marán, el cabildo eclesiástico lo eligió vicario capitular. No ocupó ningún cargo más en la universidad. En 1813 fue presentado por el consejo de regencia como obispo de Santiago,172 asumiendo en 1815 cuando el reino de Chile fue reconquistado por las tropas españolas. José Gregorio Cabrera, doctor en teología por la Universidad de San Felipe173 en 1756. En 1767 había sido cura interino del sagrario de la catedral de Santiago,174 beneficio que sirvió hasta su entrada al cabildo eclesiástico como racionero en 1774.175 En 1782 fue ascendido a canónigo. En 1792 llegó a la rectoría de la Universidad de San Felipe y fue reelecto en 1793.176 Ascendió a la tesorería en 1798,177 sin tomar posesión por muerte en ese mismo año.178 José Antonio Errázuriz Madariaga se doctoró en 1768 en ambos derechos por la universidad y se graduó de abogado por la audiencia de Santiago de Chile.179 Sirvió después de su ordenación como capellán del monasterio de carmelitas en 1770,180 y en el mismo año era uno de los examinadores de número de la facultad de leyes de la universidad.181 En el obispado fue nombrado en 1775 promotor fiscal182 y era además procurador de la universidad.183 Al año siguiente comenzó a hacer sustituciones de cátedras de leyes de la Universidad de San Felipe (instituta y prima).184 Entre 1782 y 1787 sirvió el curato de San Lázaro, en Santiago de Chile, y desde 1784 también era el bibliotecario de la universidad.185 La entrada al coro de Santiago se produjo luego de ganar la oposición en 1786 a la canonjía doctoral.186 En 1796 se convertía en el rector de la Universidad de San Felipe.187 A partir de AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 454. Ibid., leg. 453. 173 Ibid., leg. 452. 174 Loc. cit. 175 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 176 Ibid., leg. 96. 177 Ibid., leg. 455. 178 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 20, p. 472. 179 Ambos datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 454. 180 Loc. cit. 181 Loc. cit. 182 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 190. 183 Ibid., leg. 454. 184 Loc. cit. 185 Loc. cit. 186 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 187 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 478. 171 172

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entonces siguieron los ascensos en el coro: 1801, tesorero; 1804, maestrescuela; 1805, chantre188 y deán en 1818; murió en 1821.189 Manuel José de Vargas Verdugo en 1767 se doctoró en teología por la Universidad de San Felipe190 y un año después se ordenaba de presbítero.191 En 1770 se convertía en el capellán de la universidad.192 Pero a partir de 1773 comenzó a servir en curatos, como el del sagrario de la catedral193 y en 1776 el de Quillota.194 En 1790 era presentado a la canonjía magistral de Santiago de Chile.195 En 1800-1801, rector de la Universidad de San Felipe;196 y en 1803, vicerrector,197 nombrado por José Santiago Rodríguez Zorrilla, el rector, cargo que no aceptó. Ascendió a la tesorería en 1804.198 En la división del cabildo eclesiástico de Santiago que se produjo en aquellos años (a la que nos referimos más adelante), fue aliado de José Santiago Rodríguez Zorrilla, por lo que quedó excluido de todo cargo a partir de 1810. Ascendido a deán en 1816 por el rey,199 sufrió la persecución patriota y murió en 1821.200 Blas Troncoso fue doctor en teología por la Universidad de Córdoba del Tucumán,201 título que revalidó en la de San Felipe en 1756.202 Entre 1748 y 1795, rector del Seminario de Santiago de Chile.203 En 1780 fue vicerrector y conciliario mayor de la Universidad de San Felipe.204 En 1782 fue presentado a una ración205 y en 1797 ascendió a una canonjía,206 en cuya posesión murió. Por último, la excepción a la regla, un vicerrector eclesiástico que no fue rector ni canónigo. Se trató de José Quesada Salinas, doctor en teología por Todos los datos en AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. Ambos datos en Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 20, p. 474. 190 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 527. 191 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 68. 192 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. 193 AASCH, Secretaría del obispado, Parroquia del sagrario, libro 22. 194 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 453. 195 Loc. cit. 196 Loc. cit. 197 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 498. 198 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 199 Ibid., leg. 455. 200 Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 192. 201 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 452. 202 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 525. 203 Raimundo Arancibia Salcedo, “El Seminario de Santiago, 1584-1984”, en Anuario de historia de la Iglesia en Chile, Santiago de Chile, Seminario Pontificio Mayor, 1984. 204 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 496. 205 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 455. 206 Loc. cit. 188 189

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la Universidad de San Felipe.207 Regente de la cátedra de filosofía en 1787.208 Regente de la cátedra del maestro de las sentencias en 1789,209 catedrático de la misma en 1790210 y vicerrector del seminario en 1789.211 Catedrático de prima de teología en 1795212 y del maestro de las sentencias en 1803.213 En 1806 se convirtió en el vicerrector del seminario.214 En 1807 nuevamente catedrático de prima de teología215 y alcanzó el rectorado en 1811216 hasta el cierre de la universidad. Durante la reconquista del reino de Chile en 1814 se manifestó como partidario de la causa realista217 y recobró la cátedra de prima de teología.218 Murió en 1817.219

Las oposiciones a las cátedras durante la época colonial Como hemos dicho, los primeros nombramientos de catedráticos se hicieron, por parte del presidente, es decir, sin oposición. Pero a partir de mediados de la década de 1760 comenzaron las oposiciones a cátedras y los conflictos entre los concursantes, por las posibilidades que se abrían en el desarrollo de todo tipo de carreras. Las pocas posibilidades de obtener plazas por parte de los chilenos allende el reino fueron constantes a lo largo de los tres siglos de dominio español, por lo que se acentuaba la competencia por las plazas locales. Uno de los conflictos más bullados se dio en 1768 por las oposiciones a la cátedra de prima de leyes. Había dos candidatos, José Antonio Martínez de Aldunate, canónigo, provisor y vicario general, e Hilario Cisternas, doctor en leyes por la misma Universidad de San Felipe, habiendo sido padrino de su doctorado su contendiente en esta oposición. Cuando Cisternas se presentó ante el rector, el canónigo Tapia y Cegarra, para que se le asignase día para José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 532. Ibid., p. 506. 209 Ibid., t. I, pp. 482, 514. 210 Ibid., t. I, p. 515. 211 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 29, f. 207. 212 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 482. 213 Ibid., t. I, pp. 482 y 515. 214 Luis Lira Montt, “Los colegios reales de Santiago de Chile. Reseña histórica e índice de colegiales (1584-1816)”, en Revista de Estudios Históricos, núm. 21, 1977, p. 51. 215 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 482, 520. 216 Ibid., p. 482. 217 Ibid., t. II, p. 276. 218 Ibid., t. I, p. 483. 219 Ibid., t. I, p. 483. 207

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picar los puntos, éste último decretó que no podía admitirse a Cisternas en la oposición. Fundamentaba su posición en que era hijo ilegítimo y en que se desconocían el lugar de sus estudios y la fecha. Según el rector, por ser la cátedra a la que aspiraba una de las más honoríficas, no era digno de ella este candidato. Cisternas se defendió ante la audiencia mostrando su título de doctor y contestando que las cátedras no estaban hechas para los nacidos nobles y dignos sino para premiar a los mejores. Ante el requerimiento de aquel tribunal, el rector contestó que el título de doctor de Cisternas había sido obtenido por decreto y que era mal considerado en el claustro de doctores. Por su parte, Cisternas exigió que Martínez Aldunate justificase sus estudios y grados. El pleito continuó y Cisternas viajó a Lima a buscar certificados de sus grados en la Universidad de San Marcos. Aprovechando la ausencia, el rector Tapia y Cegarra convocó la oposición que, por supuesto, ganó Martínez de Aldunate.220 Otra dura contienda por las cátedras fue la que afrontó Vicente Larraín. La primera vez enfrentado con José Santiago Rodríguez Zorrilla en la oposición de 1790 a la cátedra del maestro de las sentencias, que obtuvo el primero.221 En las oposiciones a la cátedra de prima de cánones en 1798 se presentaron Ignacio Díaz Meneses, Juan José Aldunate, Miguel Eyzaguirre y Vicente Larraín. En la votación del concurso empataron los dos últimos. Se aplicó entonces una real cédula de 1687 según la cual el regente de la audiencia debía dirimir la contienda, que favoreció a Larraín. Esto dio paso a un pleito en cuyo expediente figura un certificado del secretario de la universidad en el que da a conocer la presencia de deudos de los opositores a las cátedras, o en los claustros mayores, de elecciones de rectores.222 En la oposición ganada por Vicente Larraín había votado su hermano Javier, y cuando éste último era candidato a rector, había votado su hermano Vicente. En la oposición de la cátedra del maestro de las sentencias, obtenida por José Santiago Rodríguez Zorrilla en 1785, había votado su hermano fray Diego. Cuando nuevamente se llamó a oposición a esta cátedra en 1795, se presentaron en el concurso Tadeo Quesada y Ramón de Arístegui, votando los sobrinos de este último, José María y Pedro Pozo. En el concurso por la cátedra de prima de leyes, obtenida por Francisco Javier Errázuriz, habían votado sus hermanos José Antonio y Domingo. Exactamente así había ocurrido en la oposición a la de instituta, ganada por Juan de Aldunate, en la ANHCH, Real audiencia, 546. José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 251. 222 ANHCH, Capitanía General 1010. 220 221

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que había votado José Antonio Aldunate. En síntesis era un procedimiento sabido y reconocido. Este tejido de redes familiares dentro de la universidad parece haberse consolidado a fines del siglo xviii, lo que se constata a la vez en los enfrentamientos casi constantes en torno a la provisión de las cátedras. Pero el pleito surgido entre Vicente Larraín y Miguel de Eyzaguirre por la oposición a la cátedra de prima de cánones continuó. Este último presentó en la audiencia un recurso de nulidad por haber votado en el concurso Francisco Javier Larraín, hermano del opositor, que fue rechazado afirmándose que la cátedra pertenecía legítimamente al ganador. Eyzaguirre recurrió entonces al consejo de Indias y obtuvo una real cédula del 24 de abril de 1801223 por la cual cesaba a Larraín en la cátedra y debía procederse a su provisión. Conocida en Santiago esta disposición, Larraín pidió ante la audiencia que se suspendiese la ejecución de la real cédula, lo que le fue negado.224 Ante esto, viajó personalmente a Madrid y obtuvo del consejo otra real cédula (31 de enero de 1803)225 que lo restituía en la cátedra. Además consiguió su presentación como canónigo de la catedral de Santiago.226 Comenzó entonces un nuevo pleito entre ambos contrincantes por esta disposición real que sólo terminó en 1805, cuando el presidente de la audiencia dispuso que Larraín fuese restituido en la cátedra y se le pagase lo atrasado. Otra de las oposiciones más discutidas fue la de decreto en 1798, vacante por ascenso de Vicente Larraín a la de prima de cánones. Entre los opositores se presentaron Gaspar Marín, Miguel Eyzaguirre y José Ignacio Díaz Meneses. Este último por enfermedad, debidamente justificada, no picó puntos ni leyó el día señalado, pero fue admitido como legítimo opositor. Finalmente el concurso se desarrolló entre Eyzaguirre y Díaz Meneses, obteniendo la cátedra este último, lo que motivó un recurso del perdedor ante el presidente y la audiencia acusando al rector de manipular intencionadamente la fecha de la oposición. Al haberlo hecho, aseguraba Eyzaguirre, había permitido que dos de sus sobrinos, Fernando y José Santiago Errázuriz, se doctoraran y votaran en el concurso. El rector se defendió sosteniendo que la postergación se había debido a la semana santa. Con respecto a los aludidos sobrinos, éstos negaron la acusación aprovechando la ocasión para referirse a los opositores a las cátedras como acomodados abogados que no dejaban que los recién graduados accedieran a ellas. Sin embargo, la audiencia dio un dictamen favorable a Eyzaguirre. José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. II, p. 263. ANHCH, Capitanía General 1022. 225 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. II, p. 266. 226 ANHCH, Contaduría II, leg. 3379, f. 22v. 223 224

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El último sacudón que remeció a la universidad antes de los acontecimientos políticos de 1810 se relacionó con la situación política del reino. La muerte inesperada del presidente Luis Muñoz de Guzmán llevó a ese cargo en 1808, en forma interina, al brigadier Francisco García Carrasco, quien, a su llegada a Santiago, tomó la decisión el día 30 de abril de prorrogar en el cargo de rector de la Universidad de San Felipe a Juan José del Campo Lantadilla,227 usando la prerrogativa que le otorgaba una real cédula de 1786. Impedía de esa forma la llegada al rectorado de Vicente Martínez Aldunate. El trasfondo de esta decisión se relacionaba con los cuestionamientos a su derecho a ser presidente interino por parte del oidor José Santiago Martínez Aldunate (hermano de Vicente), quien había sostenido que el cargo de presidente le correspondía al regente de la audiencia, Rodríguez Ballesteros. Se le había opuesto el fiscal de la audiencia, el barón de Juras Reales, quien había sostenido que le correspondía a García Carrasco. A su vez, el fiscal apoyaba a Juan José del Campo como rector y era contrario a que lo fuera Martínez Aldunate, por lo que García Carrasco le devolvía la mano a quien le debía el cargo. Al poco tiempo, el presidente alentaba una acusación de contrabando contra Manuel Aldunate Guerrero. Se insertaba así esta cuestión relativa al rectorado en un gran conflicto que abarcaba a la élite santiaguina e incluía al cabildo eclesiástico dividido en dos facciones nacidas a raíz del nombramiento de vicario capitular en 1807, una que apoyaba el nombramiento de José Santiago Rodríguez Zorrilla y otra que se oponía, denominada “parcialidad levantada”.228 Una de las razones de este conflicto era que Rodríguez, siendo secretario del difunto obispo Francisco José Marán, había sido de la opinión de no poner en ejecución el breve de secularización del hermano de uno de los canónigos, Vicente Larraín. Como este conflicto terminó en la audiencia, el mismo tribunal se dividió ante el hecho, gestándose alianzas familiares que abarcaban a miembros de la audiencia y del cabildo eclesiástico. Pese a todo lo actuado, ya en los primeros meses de su gobierno García Carrasco cambió su base de apoyo de la élite santiaguina hacia el grupo que se había opuesto a su nombramiento, liderado por el regente Rodríguez Ballesteros. Esto se expresó en que, escuchando una petición del claustro universitario para que se efectuara una nueva elección de rector, lo permitió. La elección se efectuó el 6 de mayo y recayó en Vicente Martí-

José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 315. A este conflicto y su inserción en las redes familiares locales nos hemos referido, centrándonos en el cabildo eclesiástico, en Lucrecia Enríquez, op. cit., 2006, capítulo 12. 227 228

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nez Aldunate.229 Según el canónigo Vicente Larraín, la elección de Martínez Aldunate se debía a la influencia del regente Rodríguez Ballesteros y los oidores por responsabilizar al propio Larraín del dictamen desfavorable del fiscal contra la permanencia del regente en el cargo de presidente.230 El hecho es que Vicente Martínez Aldunate fue rector en los años 1808 y 1809, y en 1810 volvía a serlo Juan José del Campo Lantadilla.

La Universidad de San Felipe ante el proceso independentista La vida universitaria poco varió durante el año de 1810. La formación el 18 de septiembre de la junta gubernativa del reino no alteró el funcionamiento. La situación comenzó a cambiar en 1811. En febrero, una moción presentada por Manuel de Salas, diputado por La Serena ante la Junta Gubernativa,231 proponía unificar en uno solo los diferentes colegios que existían.232 La propuesta abarcaba la Academia de San Luis, la Universidad de San Felipe, el seminario conciliar, el Convictorio Carolino y el colegio de naturales de Chillán. También en mayo de 1811 la junta gubernativa enviaba un oficio a la universidad comunicando la necesidad de que en ella se erigiera la cátedra de derecho natural y de gentes.233 Para que tuviera renta, se proponía la supresión de las cátedras menos necesarias. La universidad contraargumentó que se vendieran grados o que algunos de los catedráticos de leyes enseñasen la nueva signatura. No se resolvió nada. Simultáneamente se enviaba el mismo oficio a Madrid por medio del diputado chileno en la corte. Se pedía concretamente la erección de las cátedras de dogmática y jurisprudencia (para enseñar el derecho real) y que se unieran las de decreto y cánones y en ellas se enseñase la justicia general y el derecho natural y de gentes.234 Pero nada de esto se modificó. Durante 1812 no hubo oposiciones a cátedras por orden de la junta gubernativa, las que estaban siendo servidas por regentes mientras se pre229 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 315. Medina se refiere además a todas las vicisitudes en torno a esta situación. 230 AGI, Gobierno audiencia de Chile, leg. 461, “Carta del cabildo eclesiástico de Santiago de Chile al rey, noviembre 23 de 1809”. 231 Luis Valencia Avaria (comp.), Anales de la República. Textos constitucionales de Chile y registro de los ciudadanos que han integrado los poderes ejecutivo y legislativo desde 1810, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1986 [1951], 2a ed., t. 2, pp. 7 y 8. 232 Cfr. José Manuel Frontaura, op.cit., 1889, p. 30. 233 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 335. 234 Idem., t. II, p. 270.

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paraba un nuevo plan de estudios. En tanto, la Junta resolvía la creación de la cátedra de derecho público en reemplazo de la de decreto. La nueva cátedra, junto con la de matemáticas, debían leerse en el colegio Carolino. La razón de estos cambios no resueltos se debió a que durante los años de 1811 a 1813 fue tomando fuerza la propuesta de Manuel de Salas relativa a la reunión de todos los institutos educativos coloniales en uno solo, que se fundó y llamó el instituto nacional.235 Para ello, una comisión de educación había firmado un concordato con el cabildo eclesiástico por el cual se fusionaban el seminario y el convictorio carolino, aportando ambos establecimientos sus rentas para el nuevo colegio.236 La universidad, por su parte, quedaba incorporada al instituto nacional y se convertía en la academia de sabios y museo de ciencias, de los que eran miembros todos los que habían obtenido grados anteriormente. El rector tendría un consejo de doctores elegidos por el gobierno del claustro de doctores de la universidad. Su función era trabajar por el desarrollo de la educación en el reino. Los catedráticos de la universidad debían dictar sus materias en el instituto nacional respetando los cambios que se habían adoptado. Se unía también la universidad con la Academia de San Luis, en la que se enseñaba ciencias. De esta manera se incorporaban a la primera las cátedras de química, botánica y física. Poco tiempo duró este nuevo proyecto educativo. En 1814 las tropas españolas reconquistaban el reino de Chile, restableciéndose la universidad con toda su estructura fundacional. En relación a las carreras de los rectores a partir de 1810, la novedad consistió en que en los años de 1811 y 1812 fue elegido el presbítero José Tadeo Quesada,237 que no era miembro del cabildo eclesiástico y nunca lo fue. En 1812 pasó a ser cura interino de la parroquia del sagrario de la catedral238 y en 1813 fue elegido vicerrector de la universidad, aunque rechazó el nombramiento.239 Pero también duró poco la reconquista española. La victoria patriota del ejército de los Andes en Chacabuco (febrero de 1817) selló el inicio de la era independiente. Siguió a la entrada de los patriotas en la ciudad de Santiago la huída de algunos catedráticos realistas. El nuevo gobierno, presidido por un director supremo asesorado por un senado conservador de las leyes y la constitución, acordó restaurar el instituto nacional fundado en 1813. Tal como se había dispuesto en aquel momento, los catedráticos de la universidad Idem., t. II, p. 271. Luis Francisco Prieto del Río, Revista Católica, vol. 19, 1910, p. 252. 237 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 482. 238 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 104 foja 93. 239 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad..., 1905, t. I, p. 499. 235 236

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debían pasar a la planta del nuevo establecimiento, y los que no lo hicieran debían jubilarse. Se restablecía asimismo el plan de estudios anterior. En la reunión del claustro que se llevó a cabo para dar a conocer las medidas gubernamentales, de los nueve catedráticos que había, cinco decidieron jubilarse y cuatro pasaron al instituto nacional. Si bien la universidad no se suprimió, su existencia fue nominal. Anualmente se elegía o reelegía un rector, pero las cátedras y los catedráticos funcionaban según el nuevo plantel educativo y en el instituto. En 1819 se eligió como rector al presbítero Manuel José Verdugo,240 quien desde el año anterior era racionero del cabildo eclesiástico;241 ambos nombramientos estaban estrechamente ligados a su patriotismo. José Gregorio Argomedo fue el rector de la universidad entre 1821 y hasta 1823; no era clérigo. En 1823 lo reemplaza el presbítero Juan Aguilar de los Olivos hasta 1828, quien desde 1824 también era cura de Rancagua.242 Le sucedió el lego Santiago Mardones entre 1828 y 1829. El último rector fue el presbítero Juan Francisco Meneses; elegido en 1830, conservó el cargo hasta 1842.243 En ese año se fundó la Universidad de Chile que reemplazó a la de San Felipe.

Conclusiones La Real Universidad de San Felipe fue concebida por la monarquía como un elemento central de la afirmación de su poder en el reino de Chile. Formó parte también de la política antirregularista de la corona propia del siglo xviii, que se apoyó en la consolidación del clero secular nacido del patronato regio. A partir de su fundación caducaron los privilegios a las órdenes dominica y jesuita para otorgar grados universitarios. Estrechamente unida al cabildo eclesiástico de Santiago, sus miembros no sólo fueron catedráticos, sino que de su propio seno salieron los rectores o vicerrectores que alternativamente con seglares ocupaban el cargo. El cambio más evidente que esta institución trajo al reino de Chile fue el establecimiento de la facultad de leyes y la posibilidad de acceder al grado de doctor en esta disciplina. La universidad misma permitió el desarrollo de la carrera de catedrático, lo que posibilitó a la élite chilena, pero más propiamente a la santiaguina, acceder a cargos civiles y eclesiásticos a nivel imperial. En este sentido, implicó un antes y un después en su relación con Ibid., p. 370. Carlos Silva Cotapos, op. cit., 1916, vol. 19, p. 192. 242 Luis Francisco Prieto del Río, op. cit., 1910, p. 8. 243 José Toribio Medina, Historia de la Real Universidad…, 1905, t. I, p. 487. 240 241

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la monarquía. Hacia adentro del reino, esto acentuó la competencia por el control y la obtención de las cátedras y los cargos administrativos, rápidamente penetrados por redes familiares. Los conflictos que se suscitaban en las oposiciones a fines del siglo xviii fueron el prolegómeno del enfrentamiento interelitario que se generó en la primera década del siglo xix, en el que el rectorado y las cátedras eran una pieza más de la afirmación del poder de unas familias frente a otras. Pero la universidad modificó la carrera eclesiástica local y la inserción del clero chileno en el imperio. En las oposiciones a las canonjías de oficio se detecta la relación entre éstas y las cátedras, por lo que muchos eclesiásticos iniciaron una carrera de catedrático como punto inicial de una carrera eclesiástica.244 Una de las consecuencias que esto tuvo fue la casi nula presencia de los curas párrocos en estos concursos. Con los cambios políticos de 1810, la universidad fue incorporada al instituto nacional, en el que se fundieron todas las instituciones educativas coloniales. Fue allí donde se implantó la reforma universitaria ilustrada, sobre todo a partir de 1819, una vez declarada la independencia de Chile. Si bien la Universidad de San Felipe no cerró formalmente sus puertas sino hasta 1842, cuando se fundó la Universidad de Chile, en sus últimos años de vida sólo otorgaba los grados universitarios.

244 A la misma conclusión llega Rodolfo Aguirre Salvador para la Universidad de México: Por el camino de las letras. El ascenso profesional de los catedráticos juristas de la Nueva España. Siglo XVIII, México, UNAM, 1998, p. 127.

III. LA FUNDACIÓN DE CENTROS EDUCATIVOS ANTE LA SOCIEDAD

“CUÁNTO IMPORTA A LA SOCIEDAD LA EDUCACIÓN DE LA JUVENTUD”: IGLESIA Y EDUCACIÓN EN LA NUEVA VIZCAYA

Irma Leticia Magallanes Castañeda Doctora por la Universidad de Sevilla [email protected]

Introducción Los reyes católicos fundaron su proyecto de Estado moderno con la formación, en la milicia y la Iglesia, de un cuerpo de funcionarios técnicos y letrados, destinados, por una parte, a administrar la justicia y la economía y, por otra, a mantener e impulsar la fe y la cultura. Para llevar a cabo este plan, la corona echó mano de los hombres que, con evidente inquietud religiosa y cultural, y provistos de una legislación canónica-eclesial, atendieron la educación y la enseñanza en la metrópoli y en las posesiones de ultramar de manera uniforme. El material jurídico que fundamentaba el proyecto religioso surgió de los concilios ecuménicos y provinciales pero, sobre todo, de los sínodos diocesanos, completándose con los estatutos y las constituciones de los colegios y universidades que se fueron fundando. En las ciudades de las antiguas diócesis españolas, la Iglesia continuó con las llamadas escuelas catedralicias,1 en las que enseñaba a los niños del coro a cantar, leer y escribir, bajo la dirección del chantre y con la ayuda del maestro de capilla. Para muchos niños de los espacios rurales la Iglesia creó las escuelas parroquiales, atendidas por clérigos, sacristanes o maestros, contratados sin formalidades administrativas ni académicas. En ambas se utilizaban textos catequéticos con abecedarios incluidos. Según avanzaba Bernabé Bartolomé Martínez, “El pensamiento educativo de la Iglesia”, en Buenaventura Delgado Criado (coord.), Historia de la educación en España y América, 3 vols., Madrid, Santa María Morata, 1993, vol. 2, pp. 36-39 y 44. En las claustros catedralicios y de las colegiatas nacieron las aulas de gramática latina y humanidades clásicas reguladas y extendidas por los concilios de Letrán III (1179), IV (1215) y V (1512-1517). 1

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el siglo xvi, algunas órdenes religiosas, sobre todo los jesuitas, y clérigos seculares, establecieron escuelas de primeras letras en las villas y ciudades españolas, algunas sostenidas por donaciones de generosos mecenas y otras cedidas por los ayuntamientos. En las escuelas catedralicias y en las universidades los jóvenes podían seguir la carrera eclesiástica; los del medio rural se formaban junto a párrocos expertos en el conocimiento de la lectura, el canto, la gramática y en el manejo de manuales litúrgicos concretos.2 Del concilio de Trento (1563) surgió la propuesta de formar al clero diocesano en seminarios conciliares para fortalecer e impulsar la educación cristiana, promover las buenas costumbres y hacer frente al peligro protestante. Por ello, los obispos, y especialmente las órdenes religiosas, se sintieron estimulados a contribuir en la misión educadora de la juventud hasta extenderse de manera menos formal y sistemática a través de la fundación de obras pías.3 Por su parte, los sínodos diocesanos españoles, posteriores a Trento, incrementaron la influencia de los obispos en la enseñanza de gramática y latinidad, especialmente en aspectos como la formación religiosa, otorgar licencia o título para enseñar y la censura de libros, entre otros. A partir de 1545 la Compañía de Jesús asumiría con mayor grado de responsabilidad la educación de la juventud con una iniciativa que, primero, se manifestó como un baluarte contra la reforma protestante y, después, con un notable impulso en la formación humanística gracias a la profusión de escuelas de gramática que atendían a un elevado número de alumnos. Con las cualidades y defectos de su método pedagógico Ratio studiorum, la Compañía de Jesús reguló, se extendió y dominó en todo el mundo durante la época moderna. El concilio de Trento marcó tres líneas para catequizar a los fieles: la predicación, la catequesis infantil y el uso del catecismo elaborado bajo las nuevas líneas conciliares. Si la primera fue un cauce muy útil para la formación de los fieles, la catequesis infantil desarrolló y contribuyó, en gran medida, a potenciar la enseñanza elemental o de primeras letras. Por su parte el primero y el segundo concilios mexicanos (1555 y 1565) ordenaban a clérigos y religiosos enseñar “a los niños en sus escuelas […] hagan leer y decir la dicha doctrina cada vez”;4 esto es, unir la educación primaria con las Ibid., p. 45. Los manuales eran: Manipulus curatorum y el Flosculus sacramentorum. Entre ellas, casas de expósitos, colegios de doctrinos, de sordomudos, de moriscos; de hospitales y lazaretos para enfermos, beaterios, refugios, centros de recogidas, escuelas de amigas y de labrar, casas de educandas y obradores para niñas huérfanas o abandonadas. 4 Francisco J. Cervantes Bello, Elisa Itzel García Berúmen y María Isabel Sánchez Maldonado, “IV concilio” en Pilar Martínez López-Cano (coord.), Concilios provinciales mexicanos. Época colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, CD, primer concilio, punto III, “De la doctrina de indios”. 2 3

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oraciones. El tercer concilio insistió en enseñar los rudimentos de las letras, la doctrina y las buenas costumbres; además mandaba a los párrocos y a los curas de indios seculares y regulares que promovieran la erección de escuelas y enseñaran a los niños indios a leer y a escribir en la lengua española. Para los sínodos provinciales mexicanos celebrados en el siglo xvi la formación de los clérigos era un elemento importante a tomar en cuenta porque serían los encargados de la educación de los niños y de los jóvenes novohispanos. Los concilios ordenaban a los obispos estar al tanto de la vida de los colegios y ser los responsables de vigilar la financiación, la selección del profesorado, la evolución de sus estudiantes y de mantener un patrón común en cuanto a impartir la enseñanza de la lectura, la escritura y la doctrina cristiana en las parroquias y en las escuelas públicas y privadas. En la segunda mitad del siglo xvi Francisco de Ibarra conquistó y colonizó la Nueva Vizcaya y estableció la capital administrativa en Durango; la villa se convirtió en ciudad en 1621 con la instalación de la sede episcopal, llegando a gobernar la vasta extensión situada al norte de la Nueva Galicia. El territorio diocesano duranguense se dividió para dar origen al de Sonora en 1779. Aunque existe material en los diferentes repositorios nacionales y extranjeros para realizar una amplia investigación sobre el tema que nos ocupa, la bibliografía existente para esta región se limita a textos de carácter general. Son escasas las investigaciones que abordan conjuntamente el tema educativo y la Iglesia. Al respecto mencionamos algunos de los investigadores españoles que han realizado estudios: Elisa Luque,5 Pilar Foz6 y Bernabé Bartolomé;7 entre los estudiosos en tierras mexicanas citaremos la amplia Elisa Luque Alcalde, La educación de la Nueva España en el siglo XVIII, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1970; “Proyecto educativo de Carlos III para la Nueva España”, en Manuel Casado Arboniés y Pedro Manuel Alonso Marañón (coords.), Temas de historia de la educación en América, Madrid, Asociación Española de Americanistas, 2007, pp. 143-151. 6 Pilar Foz y Foz, La revolución pedagógica en Nueva España (1754-1820), (María Ignacia de Azlor y Echevers y los colegios de la Enseñanza), 2 tomos, Madrid, Instituto de Estudios Americanos “Gonzalo Fernández de Oviedo” del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, 1981. 7 Bernabé Bartolomé Martínez, op. cit., pp. 36-39; “Las escuelas de primeras letras”, en Historia de la acción educadora de la Iglesia en España, 2 tomos, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1995, t. I, p. 624, citado por María Dolores García Gómez, Memoria de unos libros: la biblioteca de los jesuitas expulsados del colegio de Albacete, Albacete, Instituto de Estudios Albacetenses “Don Juan Manuel” de la Excma. Diputación de Albacete, 2001, p. 34; “Educación y humanidades clásicas en el colegio Imperial de Madrid durante el siglo XVIII”, Bulletin Hispanique, t. 97, vol. 1, enero-junio, 1995, pp. 109-155; “Valores pedagógicos de las artes de leer y doctrinas hispanas de los siglos XVII y XVIII”, en Víctor Infantes y Ana María Pereira, De 5

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obra de Pilar Gonzalbo8 y la de Dorothy Tanck;9 por cuanto a los historiadores duranguenses sólo podemos referirnos a José de la Cruz Pacheco.10 La investigación que nos ocupa sigue el método cronológico y muestra los diferentes niveles educativos y las instituciones donde se impartieron estudios públicos o privados. En el binomio Iglesia-educación distinguimos cuatro etapas. La primera se presentó con la llegada de los franciscanos en 1556 y la de los jesuitas en 1593; con ellos se instalaron las escuelas de primeras letras. La segunda comienza con el establecimiento del colegio de gramática de la Compañía de Jesús en 1633, distinguiéndose este periodo por el monopolio educativo de los jesuitas. En la tercera encontramos la creación del seminario diocesano entregado, para su administración, a la Compañía de Jesús, así como las consecuencias educativas producidas por la expulsión de los ignacianos y los cambios originados por las reformas borbónicas. La última etapa comprende los últimos años del siglo xviii y las primeras dos décadas del xix, que fueron testigos del fracaso de las negociaciones del clero duranguense para llevar las dos más importantes instituciones educativas: el convento de la Enseñanza de la Compañía de María y el restablecimiento de la Compañía de Jesús.

Escuelas de primeras letras Hernán Cortés pidió a los franciscanos que se encargaran de la evangelización de la Nueva España. Los religiosos, una vez instalados en la ciudad de México, iniciaron su expansión hacia las tierras recién conquistadas. Así, las primeras letras. Cartillas españolas para enseñar a leer del siglo XVIII, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2003, vol. 1, pp. 31-48; “El catecismo como género didáctico. Usos religiosos y laicos del modelo catequético”, en Agustín Escolano Benito (dir.), Historia ilustrada del libro escolar en España. Del Antiguo Régimen a la Segunda República, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1997, pp. 399-425. 8 Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la Educación en la época colonial, México, El Colegio de México, 2008; Educación y colonización en la Nueva España 1521-1821, México, Universidad Pedagógica Nacional, 2001; Historia de la educación en México, la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1990; La educación popular de los jesuitas, México, Universidad Iberoamericana, 1989. 9 Dorothy Tanck de Estrada, La educación ilustrada 1786-1836: la educación primaria en la ciudad de México, México, El Colegio de México, 1984; de la misma autora, “La enseñanza de la lectura y la escritura en la Nueva España 1700-1821”, en Historia de la Lectura en México, México, El Colegio de México, 1999, pp. 49-93. 10 José de la Cruz Pacheco Rojas, El colegio de Guadiana de los jesuitas, 1596-1767, México, Universidad Juárez del Estado de Durango/Plaza y Valdés, 2004.

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antes de finalizar el siglo xvi, contaban con varias docenas de conventos y centenares de religiosos distribuidos entre las poblaciones recién creadas. Los franciscanos establecieron escuelas en los lugares donde fundaron convento, las cuales se solían edificar comúnmente dentro del espacio que tenían los frailes y pegadas a la iglesia por la parte norte. Allí se juntaba a los niños para aprender la doctrina cristiana, a leer y a escribir. Completaban estas actividades con la asistencia matutina diaria a la iglesia para escuchar misa y repetir a voces la doctrina por la tarde. De los niños que asistían a las escuelas conventuales se seleccionaban algunos para cantores de la iglesia. Con esta rutina se cumplían los objetivos diocesanos fundamentales: enseñar la doctrina cristiana y las buenas costumbres, así como la lectura y la escritura. Los primeros franciscanos que llegaron a la Nueva Vizcaya fueron Pedro de Espinareda, Diego de la Cadena, el lego Jacinto de San Francisco y el donado Lucas, fundando un primer establecimiento en la villa de Nombre de Dios.11 Estos religiosos, dirigidos por Espinareda, junto a otros tres llegados después, fundaron cinco conventos en el plazo de diez años: en las villas de Nombre de Dios y Durango en 1558, dos años más tarde en los reales de minas de Topia, Santa Bárbara y San Bartolomé; el de Peñol Blanco, fundado en 1561, se trasladó a San Juan del Río en 1564 por ser de mayor utilidad a los indios.12 Con el tiempo el territorio neovizcaíno se colonizó y aumentaron las necesidades espirituales; entonces las villas y los reales de minas requirieron del servicio de más eclesiásticos, que fue llegando a partir de 1567. En el campo de la enseñanza elemental, los misioneros y los clérigos hacían lo que podían con los recursos con que contaban en los márgenes septentrionales del imperio. Había pocos misioneros y menos párrocos; los primeros se encargaban primordialmente de la evangelización y los segundos, de la prédica y la cura de almas. La primera institución educativa de la Nueva Vizcaya que recibió el nombre de “escuela de primeras letras” se estableció en Durango, en la última década del siglo xvi, con la llegada de los jesuitas. El gobernador Rodrigo del Río de Losa y algunos criollos ricos, impulsados por la filantropía y la caridad características de la época y con la seguridad de que esta empresa les retribuiría distinción política y social, donaron a los jesuitas 22 mil pesos y unas casas para fundar su residencia 11 Irma Leticia Magallanes Castañeda, “La educación de la Nueva Vizcaya durante la época colonial”, en Miguel Vallebueno Garcinava (coord.), Historia general de Durango, 5 vols., Durango, Universidad Juárez del Estado de Durango, vol. 2 (en prensa). 12 José Arlegui, Crónica de la provincia de N. S. P. S. Francisco de Zacatecas, México, Cumplido, 1851, p. 33. Por la falta de clérigos, los religiosos eran al mismo tiempo curas ministros de los españoles y de los indios que en ellas vivían.

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en 1592. Los jesuitas comenzaron la construcción de su iglesia al tiempo que organizaron la casa, las actividades misioneras y el establecimiento de la primera escuela de párvulos que dio origen a la educación elemental en la provincia de la Nueva Vizcaya.13 Las características sociales, políticas y eclesiásticas del territorio de frontera, tales como la reducida población, la situación de asedio por parte de los infieles y la prioridad a la solución de problemas básicos, alejó la atención de las autoridades civiles y eclesiásticas de cualquier otro tipo de educación (municipal, parroquial o privada) que no fuera la de los jesuitas, en principio porque esta escuela era suficiente para atender a la población. La Compañía de Jesús gozó de privilegios pontificios y del monopolio regional para enseñar públicamente a leer y a escribir gramática y teología moral a toda la juventud duranguense. La carta de un religioso al provincial de los jesuitas mexicanos, en 1689, decía que apenas había clérigo en el obispado de Durango que no hubiera sido discípulo de la compañía.14 Como es sabido, los colegios de la Compañía de Jesús tuvieron dos preocupaciones relevantes; por una parte, el desempeño de su ministerio a través de la tarea educativa mediante la instrucción en letras y virtud y, por otra, el sostenimiento material para llevar a cabo su empresa, bajo lineamientos espirituales centralizados e inamovibles propios de su Instituto, con autonomía para conseguir recursos para subsistencia y administrarlos según sus necesidades. La escuela de niños o de primeras letras fue considerada por la compañía como la realización de una obra de caridad. En ciudades con poca población, como la de Durango, la escuela de primeras letras llegó a ser el único establecimiento de carácter popular al que podían acudir los niños, fuera cual fuera su condición. 13 Francisco Javier Alegre, Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, 4 tomos, Roma, Institutum Historicum Societatis Iesu, 1956, t. I, pp. 399-400. “A instancia de los más nobles españoles que nada apreciaban más de la Compañía que el cuidado de la educación de la juventud, se puso este año [de 1593] un maestro de gramática y poco tiempo después se agregó otro [...] para que les diese con los principios de leer [y] escribir, los primeros elementos de la virtud”. Esta misma gente, los principales (o nobles como les llama Alegre) frecuentaban la casa de los jesuitas y pronto se dieron cuenta de su incomodidad. Estaba algo distante para la asistencia diaria de los niños y en el declive de un cerro “de los muchos que coronan la ciudad y que la enriquecen con sus minas”. Por ello los vecinos compraron un sitio más cómodo y, una vez aceptado por el provincial, los padres se trasladaron rápidamente. Por desgracia, la nueva habitación se encontraba en los límites de otra casa religiosa que respondió con molestia, pero ante las bulas y privilegios de la compañía tuvo que aceptar la vecindad. 14 Archivo General de la Nación, México (en adelante AGN), Sección Jesuitas, vol. 1-17, exp. 35, “El padre Francisco de Valdés al Rey”, 1689.

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No se tienen noticias de cuál fue el método de enseñanza empleado. Según Bartolomé Martínez, la carencia de información se debe a la simplicidad de sus métodos pedagógicos, por lo cual no han quedado libros de matrícula ni de estudio.15 ¿Qué nivel de alfabetización alcanzaron los alumnos de primeras letras? La mayoría aprendió a leer, aunque pocos llegaron a escribir con cierta suficiencia porque la enseñanza de la lectura se encontraba al alcance de la mayoría mientras que la escritura, por ser de mayor coste, requería generalmente de la “limosna” para llevarla a cabo gratuitamente. En las escuelas jesuíticas, además de estas actividades básicas, se enseñaban las matemáticas, la doctrina cristiana y el canto y, en algunos casos, los alumnos completaban este nivel con estudios de latinidad.16 Los materiales destinados para la lectura y la escritura fueron las cartillas impresas, que solían tener un abecedario, un silabario, las oraciones más comunes, un catecismo elemental y unas tablas de cálculo.17 Todo ello se encontraba en ocho folios; es decir, en dieciséis páginas y en formato de un octavo, costando entre cuatro y ocho maravedíes según su encuadernación.18 El “Inventario del colegio”,19 realizado por las autoridades en el momento de la expulsión de los jesuitas, nos ha permitido conocer el material pedagógico utilizado en la escuela duranguense de primeras letras. Nos dice que ocupó un salón grande, apropiado para la enseñanza de la lectura, con cuatro filas de escaños donde se colocaban los niños. Los colegiales usaban las tablillas llamadas del ABC,20 las cartillas,21 los cuadernos con muestras de escritura que practicaban en las tablillas, los catones cristianos22 y, para Bernabé Bartolomé Martínez, “Las escuelas de primeras letras…”, 1995. Bernabé Bartolomé Martínez, “Educación y humanidades clásicas…”, 1995, p. 119. 17 Bernabé Bartolomé Martínez, “El catecismo como género…”, 1997, pp. 399-425. 18 El monopolio de la impresión y distribución inicial fue concedido por Felipe II el 20 de septiembre de 1583 al prior y al cabildo de la iglesia colegial de Valladolid, por un tiempo de tres años, con prórrogas sucesivas, la última de las cuales, por un periodo de cuarenta años, se dio el 14 de julio de 1787. 19 Archivo Histórico Nacional, Madrid (en adelante AHN), Sección Jesuitas, legajo 84. “Inventarios de los bienes del colegio”, 1767. 20 Pequeña placa barnizada o encerada en la que se escribía con un punzón. 21 Dorothy Tanck de Estrada, “La enseñanza de la lectura y la escritura…”, 1999, p. 50. La cartilla era un librito de 10 por 15 cm, de 16 páginas; la que se imprimió en 1542 se llamó Arte para enseñar a leer perfectamente y en muy breve tiempo, compuesta según la vía o perfecta orden del deliberar. 22 Recibió este nombre por alusión al gramático latino Dionisio Catón. Era un libro compuesto de frases y periodos cortos y graduados para ejercitar la lectura de los principiantes. Antonio Palau Dulcet, en su Manual del librero hispanoamericano, Barcelona, Librería Anticuaria de A. Palau, 1950, vol. 3, p. 339, explica que el catón es “un tratado de moral complejo y bien concebido adoptado por todas las naciones cultas para la enseñanza de los niños”. 15 16

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la enseñanza del catecismo, el texto del padre Ripalda. El aula estaba decorada con estampas de la Virgen, cuadros con representaciones religiosas o de santos y no faltaban las imágenes del Niño Jesús. El hermano coadjutor tenía a su cargo la enseñanza de las primeras letras y, para controlar la disciplina de los niños, utilizaba la palmeta,23 las cuartas24 de cuero y las orejas de burro, elaboradas del mismo material que las cuartas. Este nivel educativo no consignó datos personales ni la condición ni número de los alumnos atendidos; sin embargo, los documentos analizados nos han proporcionado los nombres de algunos jesuitas que dedicaron su vida, o parte de ella, a enseñar a leer y escribir a los niños de la escuela de primeras letras de la ciudad de Durango. El cuadro 1 muestra el origen y los nombres de los coadjutores dedicados a este nivel de enseñanza. Cuadro 1 Maestros de primeras letras en Durango (1661-1767) Florencio Simón López de Abarca (Murcia) Martín Suárez (Braga, Portugal) Juan Izturriaga (Andoain, Guipúzcua) Antonio de León, coadjutor (Faro, Portugal) Antonio Urroz (San Luis Potosí) Pedro Jáuregui (Aramayona, Guipúzcoa) Baltasar López (Burgos) Rafael Artieda (Cantabria) Mateo Carmona (Puerto de Santa María)

1661-1664 1662 1705 1708-1728 1746-1767 1744-1748 1755 1751-1754 1761-1767

Fuentes: AGN, Fondos Jesuitas; AGI y Diccionario Bibliográfico de la Compañía de Jesús en México, 16 vols., México, Jus, 1961-1977.

La compañía prefirió conservar el nombre de sus bienhechores en sus libros de cuentas, como el de Bartolomé Páez y otros vecinos (de los que se omitieron sus nombres); en casa del primero estaban situados 300 pesos de principal, que producían 15 pesos anuales de réditos, los cuales se empleaban en la compra de las plumas y las cartillas para los niños del colegio.25 Otro dato lo encontramos en la misión de Parras, en la que el padre Diego Díaz de Pangua se ocupó de enseñar la doctrina cristiana y el ABC a los niños chichimecas; hizo, además, un colegio portátil con los muchachos más Vara o regla utilizada para golpear en la mano y así castigar a los niños en la escuela. Nombre que recibe el utensilio que sirve para azotar, en México. 25 AHN, Sección Jesuitas, legajo 84. Véase “Censos a favor del colegio de varias obras pías”. 23 24

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diestros del seminario, los cuales llevaba consigo a las visitas de la misión para que le ayudaran en su trabajo doctrinal.26 Todos los niños (varones) eran recibidos en la escuela jesuita de primeras letras, pues no era necesario presentar ningún certificado de limpieza de sangre, no se indagaba el origen familiar ni la situación económica. Las clases en este nivel de estudios eran gratuitas; así, los niños indígenas y esclavos podían asistir a los colegios sin ningún obstáculo, aunque cada cual sabía el lugar que le correspondía dentro del aula. A la escuela de primeras letras duranguense asistían niños indígenas y convivían en el nivel elemental con los niños españoles. En caso de ser demasiados, los alumnos se separaban en grupos27 y, según la pedagogía jesuítica, no se imponían cursos lectivos en relación con el año académico, de modo que los alumnos diligentes podían avanzar varias clases y pasar a niveles superiores rápidamente, mientras que los niños con lento aprendizaje lo hacían con mayor retraso. Normalmente la escuela de primeras letras se terminaba sobre los nueve o los diez años, aunque a veces se extendía hasta la edad de dieciocho para los alumnos más rezagados.28 A la escuela jesuítica de primeras letras de Parral, abierta en 1689,29 asistían los hijos de los caciques tarahumaras y los hijos de los mineros; en este último sitio el número de alumnos fue fluctuante, según la bonanza o quiebra de las minas. La residencia ignaciana de San Felipe del Real de Chihuahua, establecida en 1718, contó con un gran número de alumnos y llegó a ser la más importante establecida en los límites de la frontera norte novohispana.30

Escuela de gramática Con la escuela de gramática, fundada en 1633, se elevó el nivel educativo en el obispado de Durango. Algunos colegios jesuíticos fundados en esta época fueron el de Guadalajara, en el obispado de Toledo, abierto por un acuerdo entre los jesuitas y el ayuntamiento en 1631, y el de Jaén, abierto

Francisco Zambrano, ed., Diccionario Bio-Bibliográfico de la Compañía de Jesús en México, 16 tomos, México, Jus, 1961, t. VI, p. 153. 27 Félix Zubillaga, ed., Monumenta mexicana, 7 vols., Roma, Monumenta Histórica Societatis Iesu, 1959, t. V, p. 18. 28 Bernabé Bartolomé Martínez, “Educación y humanidades clásicas…”, 1995, p. 122. 29 Gerhard Decorme, La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial, 2 vols., México, Antigua Librería de José Porrúa e Hijos, 1941, vol. 2, p. 95. 30 Ibid., p. 110. 26

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en 1632. Con el patrocinio del licenciado Francisco de Rojas Ayora31 se fundaron las cátedras de gramática y de retórica en el colegio de Durango, también llamado de Guadiana. Seguramente, como en todos los colegios, el programa de letras se dividió en cinco cursos: tres de gramática –ínfima, media y suprema–, uno de humanidades y otro de retórica,32 con más tiempo dedicado a la enseñanza del latín que a la del griego. Suponemos que los textos utilizados por los colegiales duranguenses eran los que se llevaban en el colegio de Guadalajara, pues los mismos autores de los textos del colegio tapatío los encontramos en el inventario de la biblioteca del colegio de Guadiana. Para la gramática estaba el de Manuel Álvarez, para humanidades el de Cipriano Suárez y para la retórica los tratados oratorios de Quintiliano, Cicerón o Aristóteles; las lecturas que se hacían para la gramática eran las cartas de Cicerón, partes selectas de Ovidio y Virgilio, y en humanidades se leía a Cicerón, Virgilio y Horacio.33 Cuando el número de alumnos de la escuela de gramática era elevado, el profesor recibía ayuda del niño o los niños más adelantados, que se encargaban de escuchar de memoria la lección del día anterior, mientras el profesor corregía las composiciones latinas de los ejercicios escritos. En la segunda hora se iniciaba la nueva pre-lección de un texto latino que el maestro leía y explicaba. En los cursos superiores los textos eran más largos y complicados; en los primeros, el comentario se hacía en español, en los segundos en latín; con los niños más pequeños el maestro utilizaba un párrafo o unas cuantas líneas.34 La última media hora de la mañana se dedicaba al estudio de la historia clásica, después asistían a misa con los niños de la escuela de primeras letras y, al terminar, tomaban la comida. Archivo General de Indias (en adelante, AGI), Guadalajara 67, “Testimonio de don Francisco de Rojas Ayora para acceder a una canonjía”, México, 20 de agosto de 1620. Francisco de Rojas Ayora fue hijo del capitán Andrés de Rojas, el Viejo, natural de Córdoba, y de María Rodríguez de Vera, natural de la villa de Llerena, en Extremadura. Terminó sus estudios eclesiásticos en 1611, recibiendo del obispo de Nueva Galicia los cargos de vicario, juez eclesiástico de los reales de minas de Cuencamé y de la hacienda de Morcillo y cura beneficiario de la villa de Nombre de Dios. 32 Esteban J. Palomera, La obra educativa de los jesuitas en Guadalajara (1572-1767). Versión histórica de cuatro siglos de labor cultural, Guadalajara, Instituto de Ciencias de Guadalajara y Universidad Iberoamericana, 1986, p. 97. En el curso de ínfima se veía la analogía griega; en el de suprema se dominaba la gramática latina con la prosodia y la analogía griega completa. En humanidades se preparaba a los alumnos para la retórica y se estudiaban los elementos de elocuencia de Suárez. El año de retórica servía para que los alumnos se ejercitaran en la oratoria. 33 Loc. cit.. 34 En los primeros cursos se leían fragmentos de las epístolas de Cicerón; en los últimos, de humanidades, se incluían autores como Virgilio, Julio César, Cornelio Nepote y Publio Ovidio. 31

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El colegio de los jesuitas tuvo el monopolio y la licencia de enseñar gramática a todos los que quisiesen asistir a escucharla, atendiendo a la norma de sus propias Constituciones.35 Así, acudieron a presenciar la cátedra todos los monaguillos y ministros inferiores de la catedral y no faltaron eclesiásticos y algunos seculares36 que sentían la necesidad de aprender tal materia. En 1689 se produjo un altercado entre el cabildo catedral en sede vacante y el colegio jesuita. El cabildo nombró al bachiller José Covarrubias para enseñar en su casa teología moral a los clérigos que quisieran obtener un beneficio curado, y a los acólitos y monaguillos de la catedral a estudiar gramática. El enfrentamiento requirió la presencia del gobernador y de las principales autoridades de la ciudad para solucionarlo. Como Covarrubias levantara firmas para proseguir con sus estudios, el asunto llegó a la audiencia de Guadalajara;37 la decisión final favoreció a los jesuitas. Este nivel de estudios se conservó hasta la expulsión de los ignacianos en 1767; los nombres de los profesores de gramática se incluyen en el cuadro 2. Cuadro 2 Profesores de gramática en Durango (1708-1767) Francisco Javier Madariaga (México) Antonio Ortiz Alonso García Ramón (Zacatecas) Andrés Diego Fuente (San Luis Potosí) Felipe Ruanova (Veracruz) Juan Antonio Fuente (Guanajuato) Ramón Rivero (Valladolid, Mich.) Andrés del Hierro (Querétaro)

1708 1715 1719 1737-1744 1748 1755 1761-1767 1767

Fuentes: véase cuadro 1.

Colegio seminario tridentino, 1705-1715 De acuerdo con las normas tridentinas, cada obispado debía tener un seminario en el que se formaran los clérigos para atender la formación espiritual de su población. El de Durango tuvo una vida muy corta y de fracaso. El obispo Manuel de Escalante y Columbres (1700-1705) destinó las Ignacio de Loyola, Obras, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1992, pp. 433-464. AGN, Sección Jesuitas, vol. I-17, exp. 49. 37 Ibid., exp. 59. 35 36

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casas que la Compañía de Jesús había entregado a la Iglesia, a cuenta de los diezmos que debía, para la creación de un colegio seminario. Sin embargo su propuesta no llegó a materializarse por la corta prelatura. En marzo de 1705 llegó a la ciudad de Durango el obispo Ignacio Díaz de la Barrera (1705-1709), y de inmediato fundó el seminario. Con gran entusiasmo de la población ingresaron cinco colegiales,38 y el domingo de ramos salieron vistiendo manto y beca. La plantilla docente quedó integrada por el clérigo José de Covarrubias,39 nombrado rector y profesor de teología moral, y los bachilleres Antonio Ortiz y Marcos Díaz.40 El edificio contaba con capilla, refectorio y tres aulas donde leían el rector y los dos maestros de gramática; el seminario exhibió las armas reales. Los cinco colegiales eran atendidos con todo lo necesario de comida, bebida, vestuario interior y exterior. El seminario tridentino se sostuvo con tres por ciento del total de ingresos de prebendados, curas seculares, religiosos de las doctrinas y misioneros; los jesuitas quedaron exentos del pago de esta contribución. El seminario recién fundado no produjo en diez años un solo clérigo; en cambio consumió todas las aportaciones del 3 por ciento de los eclesiásticos y religiosos del obispado.41 Es evidente que la falta de planificación pedagógica y de experiencia docente llevó al fracaso a la institución y desaprovechó a los estudiantes que llegaron de todas partes del obispado interesados en formarse en la carrera eclesiástica.

Colegio seminario de San Pedro y San Javier, 1715-1767 El colegio seminario tridentino fundado en 1705 por el obispo Ignacio Díez de la Barrera fue agregado a la Compañía de Jesús por cédula real dada en Buen Retiro el 4 de abril de 1715. Pero no fue sino hasta el 21 de abril de 1721 cuando se reunieron, ante el notario público, el obispo Pedro Tapiz (1713-1722), el deán y el cabildo catedralicio con el rector del colegio de Durango, Pedro Liliú, para enterarse de la decisión del monarca. La principal razón para entregar el seminario a los jesuitas fue reconocer su “acreditación universal” y “el celoso cuidado de la educación” que tenía el ministerio propio del Instituto. El obispo Tapiz pidió a la compañía maestros preparados en letras y virtud para 38 Gerhard Decorme, op. cit., 1941, t. 2, p. 341. Los colegiales fueron: Jerónimo de Morga, Felipe de Muñoz, Francisco de Muñoz, Marcos de Silva e Ignacio Estrada. 39 Eclesiástico que había provocado el altercado con los jesuitas en 1789. 40 AGI, Guadalajara 206, “Carta del obispo Ignacio Díez de la Barrera”, Durango, 6 de agosto de 1706. 41 Ibid., “Carta del obispo Pedro Tapiz”, Durango, 6 de abril de 1714.

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que leyesen las cátedras de teología moral, filosofía y lengua mexicana,42 para que los colegiales allí formados profesaran como ministros en beneficio de la población de su diócesis. Con la agregación del seminario Tridentino al colegio jesuita, el entusiasmo de la élite duranguense se desbordó hasta tal punto que los cabildos eclesiástico y secular solicitaron a la corona, aun antes de recibir la licencia para impartir la enseñanza superior, los grados y las borlas como en la Universidad de México43 e, incluso, el cabildo secular se atrevió a pedir su conversión en real y pontificia universidad, para que en ella los estudiantes pudieran recibir los grados de bachiller, licenciado y doctor.44 Los acuerdos entre la Iglesia y la Compañía de Jesús, para que esta última administrara el seminario, se sintetizan en los siguientes: la Iglesia se encargaría de financiar la construcción de un espacio para la habitación de los colegiales; tendría a su cargo el sostenimiento de colegiales con beca (comenzó pagando la beca de seis y aumentó a ocho entre 1731 y 1753, y en el momento de la expulsión de los jesuitas pagaba la beca de doce estudiantes); pagaría trescientos pesos por cada una de las cátedras de teología moral y de lengua mexicana (la de filosofía se pondría cuando hubiera suficientes colegiales y recursos); se entregaría la aportación del tres por ciento de los reales novenos45 más otro tres por ciento de los clérigos y religiosos del obispado. Por su parte, el colegio jesuítico presentó siete condiciones para administrar el seminario: lo construido o edificado, aun con ayuda de la Iglesia diocesana pasaría a poder de la compañía; el colegio no tenía obligación de devolver los 11 023 pesos y dos tomines que se gastaron en adaptar la vivienda para uso de los colegiales ni las alhajas otorgadas para la capilla; el colegio seminario y los colegiales serían independientes de la Iglesia, en su gobierno económico y doméstico, en las cuentas y otras cosas semejantes; la Iglesia tendría cierta autoridad sobre los colegiales becados por ella para la celebración de algunos actos religiosos en la catedral; los colegiales sustentados por la Iglesia no debían tener criados que les sirvieran; la compañía sería libre de admitir colegiales supernumerarios y convictores, quedando éstos fuera de la autoridad de la Iglesia; el rector podía pedir por adelantado las asignaciones económicas designadas por la El obispo consideró trascendental la enseñanza de la lengua náhuatl por ser necesaria en la mayor parte de su obispado. 43 AGI, Guadalajara 206, “El cabildo eclesiástico a su Majestad”, Durango, 7 de marzo de 1718. 44 Ibid., “El cabildo secular de la ciudad de Durango”, Durango, 7 de marzo de 1718. 45 AGI, Guadalajara 549, “Informe del contador real de Durango sobre el repartimiento de los picos de diezmos en el obispado de Durango”. De 1764 hasta 1769, se entregaron al colegio más de ocho mil pesos por este concepto. 42

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Iglesia y, finalmente, para dar estabilidad a la agregación, este acuerdo no podía romperse por ninguna de las dos partes. A partir de la agregación del seminario tridentino al colegio de la compañía, el número de aspirantes a cursar los estudios aumentó. Según los datos analizados, desde 1719 hasta 1754, fecha de nuestras fuentes, el colegio seminario de Durango atendió a 294 jóvenes. Esta institución fue el sitio donde se educó la élite norteña; es decir, los hijos de los mineros, hacendados, comerciantes y los parientes de clérigos. A diferencia de los niños de la escuela de primeras letras, a los aspirantes a ingresar a sus aulas se les pedía informaciones de legitimidad, limpieza de sangre y buena fama; de esta manera, los jóvenes de familias reconocidas contribuyeron a mantener el prestigio del colegio y éste a conservar un papel relevante en la formación de la juventud. La mayoría de los estudiantes eran originarios de la ciudad de Durango o de su jurisdicción, aunque se ha comprobado la presencia en el colegio de jóvenes de Culiacán, Sombrerete, Parras, Nombre de Dios, Chihuahua, Real de El Oro, Parral, Mazapil y Sonora. El costo anual de los estudios para cada uno de los estudiantes variaba según dos categorías: en la primera se encontraban los colegiales a los que la Iglesia pagaba su beca de ciento veinticinco pesos con derecho a vestuario, alimentación y chocolate; en la segunda se encontraba el resto de los colegiales y dos cantidades: ciento cincuenta pesos con derecho a vestido y alimentación, sin chocolate, y doscientos pesos con chocolate incluido. Los estudios de los convictores los pagaba un patrón o protector con la intención de que los jóvenes no se preocuparan por ninguna de las cosas temporales. Por la falta de circulante, los padres, tutores y patrones de los colegiales pagaron, la mayoría de las veces en especie (carneros, toros, fanegas de maíz y frijol y cargas de harina). Además, si durante sus estudios los colegiales necesitaban ropa, zapatos, medias, papel, libros o reales de plata en monedas, el colegio se los proporcionaba agregando la cantidad prestada a la cuenta del colegial y al costo total de sus estudios.46 Entre los patronos de los estudiantes del colegio duranguense se encontraba gente diversa; el denominador común era su capacidad económica, y entre ellos se hallaban canónigos, curas, obispos, magistrales, factores, capitanes, contadores, hacendados, mineros y en menor número los padres, tutores y familiares. Algunos nombres de profesores del colegio seminario se pueden ver en el cuadro 3. 46 Archivo Histórico del Estado de Durango (en adelante, AHED), caja 10, exp. 11, “Catálogo de Colegiales”, 1725. En este caso se recibieron los pagos de los colegiales Francisco Hermenegildo del Hierro y Juan Francisco Orozco.

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Cuadro 3 Profesores del colegio seminario de Durango (1714-1767) Nombre

Año

Manuel Ortega Marcos Díaz José Cirilo Vidal (Maravatío, Mich.) Nicolás Mercado (Durango, México) Manuel Fernández (Sevilla) Juan Mendoza (Puebla) Felipe Rico (México) Cristóbal del Hierro Andrés Diego Fuente (San Luis Potosí)

1714-1719 1715 1718 1719 1725-1730 1729 1731 1735-1737 1737-1744

Eugenio Ramírez (Huechetlen, Guatemala) Juan Pablo Rodríguez (Sevilla) Antonio Mariano Aragonés (Querétaro) Juan Sebastián Morellas (Cuenca) Miguel Valdés (Celaya) José Robledo (Puebla) Antonio del Corro Pío Laguna (Ciudad Real, Chiapas) Andrés del Hierro (Querétaro) Juan Antonio Lartundo (San Miguel el Grande)

1744-1748 1744-1748 1748 1751 1751-1767 1755 1761 1764 1767 1761-1767

Cátedra filosofía teología teología teología teología y de prima teología moral teología moral teología gramática, filosofía y teología teología moral filosofía teología filosofía teología teología filosofía filosofía filosofía teología moral

Fuentes: véase cuadro 1.

Otras instituciones educativas Al finalizar el siglo xvii, las villas, reales de minas y ciudades neovizcaínas comenzaron a entrar a un periodo de prosperidad debido al aumento de la población y de las actividades agropecuarias y ganaderas que permitieron destinar mayores capitales a la Iglesia por medio de la recaudación del diezmo. Las distintas órdenes religiosas también obtuvieron beneficios a través de las limosnas; algunas solicitaron a las autoridades fundar nuevos conventos con la justificación de enseñar ciencia y virtud a la juventud. En la Villa de Llerena y Real de Minas de Sombrerete se entabló una disputa por la fundación de un convento de Santo Domingo que se encargaría de enseñar gramática, arte y teología moral.47 Los franciscanos, ya establecidos, 47 AGI, Guadalajara 63, “Carta del obispo electo Manuel de Herrera”, Durango a 18 de mayo de 1688.

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argumentaron que en su convento se formaban suficientes religiosos para atender a la población; sin embargo, ofrecieron fundar una cátedra de lengua mexicana por considerarla necesaria,48 pero ni así lograron modificar las intenciones de los 48 vecinos solicitantes, que alegaron el aumento de la población y la carencia de ministros espirituales. Los trámites para la instalación del convento de dominicos comenzaron a hacerse en 1789, al morir el obispo Manuel de Herrera. Por esta razón el documento de fundación fue firmado por el cabildo en sede vacante, el deán José Esquarzafigo Centurión, el arcediano Francisco López de Negredo y el secretario Felipe de Santiago.49 En el convento de San Francisco, dependiente del colegio de Zacatecas, instalado en la ciudad de Durango, existía un pequeño seminario atendido por dos lectores de teología, un regente, un lector de moral, dos predicadores y nueve estudiantes.50

Después de la expulsión de los jesuitas La educación en todos los niveles fue una de las preocupaciones principales de los ministros ilustrados de Carlos III y la institución que tenía los recursos para atenderla era la Iglesia. Con la expulsión de los jesuitas duranguenses, el colegio y el seminario se quedaron sin profesores. El gobernador José Carlos de Agüero y el obispo Tamarón se hicieron cargo de los estudios diez días después del extrañamiento de los religiosos, encargando al canónigo Antonio Sánchez Manzaneda la dirección del seminario, y las cátedras, a los capitulares del cabildo eclesiástico. En poco tiempo pudo observarse que esta rápida maniobra en el nombramiento de profesores inexpertos en la docencia y un tanto irresponsables en estas actividades llevó a obtener resultados lamentables. Tanto fue así que, a la falta de profesores idóneos, siguió la deserción de los alumnos. En cuanto a la escuela de primeras letras, el gobernador y el obispo nombraron a un bachiller que mostró tener un perfil académico idóneo para este nivel; sin embargo la escuela sufrió muy pronto las consecuencias de la falta de un sólido método educativo. Los años inmediatos a la expulsión mostraron resultados educativos muy variables. A los tres años de aquélla, el obispo José Vicente Díaz Bravo (1769-1772) Loc. cit. Ibid., “Testimonio para la fundación de un convento de dominicos en Llerena y minas de Sombrerete”, 1693. 50 Atanasio G. Saravia, Apuntes para la historia de la Nueva Vizcaya, Obras, 4 tomos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993, t. IV, pp. 163-381. Padrón realizado por el gobernador Felipe Barry en 1778. 48 49

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sólo encontró tres alumnos en el seminario. El obispo Antonio Macarrulla (1772-1781) se interesó por el buen funcionamiento de la educación; para ello terminó la construcción del edificio del seminario en 1777, dotándolo, además, de tres nuevos profesores para las cátedras de filosofía y teología moral. Aunque el rector y los profesores no tenían más que el grado de bachiller, el número de alumnos se incrementó; de ellos, dos fueron dotados con becas.51 Con la llegada del obispo Esteban Lorenzo Tristán (1783-1793) el seminario se fortaleció bajo el rectorado de Pedro Millán Rodríguez.52 En el lustro que gobernó el rector Millán el seminario llegó a tener más de treinta alumnos.53 En 1802 el presbítero Pedro de Nava, originario del real del Parral, ocupó la rectoría del seminario54 y la cátedra de teología escolástica, que le encargó el obispo Olivares y Benito (1796-1814). Como el problema educativo era evidente, surgieron iniciativas privadas para paliarlo. El deán Salvador Becerra y Zárate destinó una casa de su propiedad, cerca del convento de San Agustín, para “aulas literales” y viviendas de los infantes acólitos, sus maestros y su rector. María Gertrudis “la Poblana” recaudaba 24 pesos anuales por atender una escuela de niños situada en la calle Real del colegio viejo55 y Marcela Antonia Gómez de Escontría dirigía otra situada en la calle Huertas, cerca del convento de San Francisco, a la que asistían 17 niños.56 En las poblaciones de Chihuahua y Parral había escuelas de primeras letras vigiladas por la Iglesia y en 1782, en Parras, los vecinos y sus autoridades establecieron una escuela pública fundada con todas las formalidades acordándose, mediante una escritura, pagar un salario al maestro don Nicolás Muñoz.57 Por su parte el gobernador intendente, Felipe Díaz de Ortega, siguiendo la Instrucción para intendentes de Nueva España de 1786, trató de crear escuelas de primeras letras, al menos en los pueblos cabecera de subdelegaciones, previniendo el pago del maestro con el producto de los bienes de la comunidad, con el objetivo de que los niños y jóvenes de su distrito Los bachilleres eran Simón de Santa María, rector, Vicente Ramos, profesor de gramática, Juan Francisco de Aguirre, de filosofía y Francisco Javier Morales, de teología moral. 52 AGI, Guadalajara 545. Pasó como familiar del obispo Lorenzo Tristán. Después de una permanencia de cinco años en el seminario fue nombrado cura interino de Canatlán. 53 Ibid., “Relación de méritos de don Pedro Millán Rodríguez”. Nació en Jaén. Fue nombrado rector del colegio seminario a la edad de 34 años, en 1789. 54 Loc. cit. Tenía 58 años cuando ocupó la rectoría y 26 años dedicados a la enseñanza en el colegio seminario impartiendo las cátedras de latinidad y retórica. 55 Atanasio G. Saravia, op. cit., 1993, t. IV, p. 269. 56 Ibid., p. 283. 57 AGN, Jesuitas 11-15, exp. 14, Inventario, colegio de Parras, 1843. Testimonio del que se hizo el año de 1782 de maestro de escuelas en don Nicolás Muñoz. 51

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pudieran concurrir a la enseñanza. Se tiene noticia de que logró fundar una en Santiago Papasquiaro sostenida por sus propios vecinos. Con la llegada del siglo xix, otros gobernadores, entre ellos Nemesio Salcedo, Joaquín Arredondo y Bernardo Bonavía promovieron el establecimiento de escuelas públicas. Salcedo estableció en todos los presidios militares escuelas de primeras letras para que los hijos de los soldados aprendieran a leer, escribir y los rudimentos de la doctrina. Bonavía promovió el establecimiento de escuelas de todas las maneras posibles: por medio de circulares a los jueces de partidos, a los párrocos, a los dueños y administradores de haciendas, y estimuló las albaceas testamentarias. Pero consiguió pocos resultados por la falta de recursos económicos y la carencia de maestros capacitados para la enseñanza.58 También gestionó la fundación de una casa hospicio para niños pobres apoyándose en el Apendix de la educación popular de Campomanes,59 y su sucesor, Alejo García Conde, retomó la petición pidiendo al cabildo eclesiástico la donación de alguna obra pía para tal fin; de la única que disponían eran unas casas del arcediano José Díaz de Alcántara; sin embargo, en sede vacante, el cabildo no podía anticiparse a las disposiciones del obispo que iba a entrar. A la llegada a su diócesis, Juan Francisco Castañiza (1815-1825) encontró algunas escuelas para niños, incluso para los más humildes, pero lo desanimó ver que los párvulos sólo eran instruidos en la doctrina cristiana, y que las únicas ciudades de la diócesis que contaban con una institución pública o privada eran Durango, el real de minas de Sombrerete, Parras, San José del Parral y San Felipe del Real de Chihuahua. Sin embargo, no se obedecía la real orden de 20 de octubre de 1817,60 que mandaba aumentar las escuelas en las ciudades para que los padres llevaran a sus hijos a las más cercanas. En las poblaciones menores y de pocos habitantes era imposible instalar una escuela infantil por la falta de maestros; a los pocos que había se les encomendaba la instrucción y la enseñanza de la doctrina cristiana al mismo tiempo. Ni las autoridades eclesiásticas ni las seculares lograron establecer planes educativos; por tanto, los padres que pretendían educar a sus hijos en Durango, Chihuahua y Parral, debían recurrir a un maestro particular, ya fuera para las primeras letras o para instruirlos en mayores conocimientos. 58 Archivo Histórico de la Compañía de Jesús de la Provincia de México (en adelante AHCJPM), Miscelánea 1, núm. 8, “Bernardo Bonavía al Secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias”, Durango, 24 de noviembre de 1815. 59 AGI, Estado 43, núm. 45B, “Bernardo Bonavía, gobernador político Intendente”, Durango, 21 de agosto de 1813. 60 AGI, Guadalajara 571, “Informe del obispo Castañiza a su majestad”, Durango, 2 de octubre de 1820.

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Las escuelas infantiles que habían sido atendidas por los jesuitas en Durango, Parral, Chihuahua y Parras sufrieron la ausencia de profesores, el número de alumnos disminuyó, ya no se otorgaron apoyos económicos y dejó de existir un plan educativo consistente. Sin embargo, de una u otra manera, los obispos se ocuparon de sostener y vigilar las que se iban fundando, como el obispo Macarrulla, que renovó un curso de primeras letras con veinticinco colegiales. Era evidente que la Iglesia era la única institución que tenía los recursos y posibilidades para establecer un programa educativo institucionalizado, las influencias y relaciones sociales, los recursos financieros a través de los legados, las obras pías, los clérigos que podían ejercer de maestros y los edificios. Así, en 1804, el arcediano José Manuel de Esquivel y el sacerdote Vicente Antonio del Hierro legaron 85 000 y 50 000 pesos respectivamente para fundar un instituto de los llamados escuelas pías, el mismo que fundó José de Calasanz en España. Hasta esa fecha no había, según el intendente de las Provincias Internas (Nueva Vizcaya, Sonora, Sinaloa y Nuevo México), más de siete escuelas donde se enseñaba a leer y escribir y un solo colegio, el de Durango, en el que había cátedras menores y de moral, el cual, a pesar de los esfuerzos para sacarlo adelante, no llegaba a alcanzar el nivel que tuvo en la época de la administración jesuita. La capital de la Nueva Vizcaya tenía 24 mil habitantes y la situación se tornaba desesperante para las autoridades civiles y eclesiásticas por la falta de escuelas. El intendente Alejo García Conde se preguntaba: ¿si no hay escuelas de primeras letras, cómo va a haber otros niveles de estudios? Las familias pudientes enviaban a sus hijos a otras ciudades novohispanas, los niños iban a la escuela de primeras letras privadas y las niñas a las amigas; los niños y jóvenes de menores recursos carecieron de oportunidades para educarse.

La educación femenina La mayoría de los obispos duranguenses detectaron la falta de una institución destinada a la enseñanza de las mujeres, pocos la consideraron como una iniciativa de importancia y sólo algunos se ocuparon de promover la fundación de conventos femeninos. Al no existir en la Nueva Vizcaya ningún otro dedicado a la educación de las mujeres, los vecinos con suficientes recursos pagaban la conducción de las jóvenes hasta los conventos de las ciudades de México, Guadalajara, Valladolid o Puebla, el costo del ingreso, la asistencia anual y los gastos ocasionados por la pretendida profesión.

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El obispo Alonso Franco y Luna (1632-1639) escuchó a las familias adineradas del mineral de Parral quejarse por el riesgo que corría la vida de sus hijas al no existir un lugar digno para su educación. Decididos a asegurar el destino de sus niñas en su lugar de residencia, los vecinos reunieron un capital y solicitaron licencia real para la fundación de un convento de monjas, pero la petición no tuvo éxito.61 Aunque la población era corta en todo el obispado, y en particular en la ciudad de Durango, en 1703 el obispo Manuel Escalante y Colombres (1699-1705) informaba a las autoridades del estado “escandaloso y lastimosa desnudez” en que se encontraban las doncellas y las viudas, de todas edades, de las clases más bajas que mendigaban por las calles de la ciudad. Para solucionar el problema destinó una casa que había sido donada por los jesuitas a la Iglesia, como pago de los diezmos atrasados, y las recogió bajo la advocación de Santa Petronila, patrona de la ciudad. El obispo sostuvo la casa y vistió a sus pupilas; sin embargo, su deseo de perpetuar el recogimiento en forma de beaterio62 no se llevó a cabo; solamente permaneció durante el tiempo de su fundador. El tema del establecimiento de un convento de monjas se retomó en la prelatura de Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, cuando la monja María Ignacia de Azlor y Echevers, originaria de Santa María de las Parras, en la Nueva Vizcaya, previó fundar en 1749 el convento de la Compañía de María o de La Enseñanza en Durango, si se dificultaba en la ciudad de México.63 En 1753 la madre María Ignacia aún insistía en su propósito de fundación si en la capital resultaba imposible. Para ello, el chantre del cabildo duranguense se adelantaba comprando unos terrenos junto a la iglesia de Santa Ana con la idea de instalar allí el convento de monjas. A pesar de que no llegó a fundarse ninguna institución para la educación femenina en la provincia de la Nueva Vizcaya, es interesante analizar el camino que tomó el proyecto iniciado por María Ignacia. Tres prelados se interesaron en su establecimiento: Pedro Tamarón inició el expediente 61 AGI, Guadalajara 63. En la visita que hizo el obispo Alonso Franco y Luna, a Parral, en carta de 8 de abril de 1635. 62 AGI, Guadalajara 206, “Carta del obispo Manuel de Escalante sobre la fundación de un monasterio o beaterio”, Durango, 28 de octubre de 1703. La citada casa de recogimiento fue donada a los jesuitas por el canónigo Francisco de los Ríos y cedida por aquellos a la Iglesia como pago de los diezmos atrasados, vivían quince mujeres, algunas mayores de quince años. 63 Microfotografía de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, f. 62, rollo 2, “Actas de cabildo de la iglesia catedral de Durango, Libro V, Durango, 1 de enero de 1748 a 4 de mayo de 1751”. El acta esta firmada por el canónigo Bernardo Joaquín de Mata, Durango, 2 de septiembre de 1749, en Pilar Foz y Foz, op. cit., 1981, t. 2, p. 166.

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en abril de 1759, Francisco Gabriel Olivares y Benito lo continuó en junio de 1796 y Juan Francisco Castañiza retomó ambos expedientes en 1817 y agregó una bien fundada representación propia, y otra del arcediano José Esquivel, para solicitar nuevamente el convento de La Enseñanza. En la ciudad de México, el obispo Tamarón comenzó a escuchar rumores sobre la fundación de un convento de religiosas de La Enseñanza para la ciudad de Durango.64 Al llegar a su obispado, todos los cuerpos de esa república, eclesiásticos (deán y cabildo) y seculares (gobernador, cabildo, justicia y regimiento), le presentaron varias instancias para que promoviera la fundación de un convento destinado a la educación de las jóvenes, en particular el de La Enseñanza. El obispo Tamarón encabezó la petición ante Carlos III argumentando el aumento de niñas de “buenos orígenes” nacidas en su diócesis que no podían tomar el estado religioso y tan sólo podían elegir entre el matrimonio o el celibato; los padres gastaban grandes sumas de dinero en el envío de unas cuantas niñas y además, por esta causa, las familias se trasladaban a otras ciudades para acompañar a sus hijas ocasionando la fuga de capital humano y económico. El cabildo secular advertía que el convento produciría lustre y relevancia a la ciudad, aumentaría su población y beneficiaría el comercio; su fundación daría a la sociedad, en palabras del obispo, “el consuelo de que la juventud mujeril se críe y eduque en santas y buenas costumbres”65 y con la presencia de estas monjas se lograrían dos objetivos para la provincia: tener religiosas en la clausura y educar niñas externas de todas las clases sociales. Pero ¿cómo iba a ser financiado el instituto en cuestión? Tamarón mencionó en su petición una obra pía que había dejado Andrés de Asco, presbítero del pueblo de Santa María de las Parras, consistente en los réditos que producían unas casas y viñas destinados a la dote de una niña para su ingreso en un convento, con la condición de que fuese nativa del pueblo de Parras e hija de españoles; si no hubiese candidatas en ese sitio, se buscarían en la ciudad de Durango, siempre y cuando reunieran los requisitos.66 64 AGI, Guadalajara 571, “Carta del obispo Pedro Tamarón”, Durango, 2 de abril de 1759. “Carta cabildo eclesiástico”, Durango, 2 de abril de 1759. El colegio de la Enseñanza de México se fundó en 1753. A él fueron enviadas tres niñas duranguenses a tomar el hábito. Las jóvenes de la Nueva Vizcaya tuvieron preferencia para ingresar al convento de La Enseñanza por proceder de la tierra natal de María Ignacia. Desde su fundación y hasta finales de la colonia nueve jóvenes neovizcaínas ocuparon las sillas de gracia en el convento. 65 Ibid., “Cabildo y ayuntamiento”, Durango, 2 de abril de 1759. 66 Ibid., “Carta del cabildo eclesiástico”, Durango, 2 de abril de 1759. Para tener una idea de lo que costaba ingresar a un convento, con esta obra pía se había enviado una niña de la ciudad de Durango al convento de La Concepción de la ciudad de México. La dote y los

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La solicitud del obispo Tamarón llegó al consejo de Indias y fue contestada con una real cédula, dada en Daroca el 3 de diciembre de 1759.67 La resolución del consejo fue muy clara: pidió al obispo justificar el sostenimiento del convento y que reiterara su solicitud cuando se hallase con los fondos suficientes para la fundación. La petición real no tuvo respuesta y el asunto no se volvió a tocar durante la prelatura del obispo Tamarón. Sin tener noticias de las acciones promovidas a finales del siglo xviii por el prelado Esteban Lorenzo Tristán (1783-1793), siendo ya nombrado obispo de Guadalajara, sólo sabemos de la alegría que le causó el establecimiento de la Compañía de María en Aguascalientes y no en Durango. Una nueva petición fue promovida por el obispo Olivares y Benito (1796-1812) en 1796; sin embargo, sus gestiones parecen no haber tenido respuesta favorable. En 1817 la Nueva Vizcaya tenía poblaciones y ciudades de entre ocho y diez mil habitantes y una población total de más de 200 mil vecinos, y aún no contaba con una institución para educar a las jóvenes. En la última etapa intervinieron, para la instalación de un convento de religiosas, de manera muy importante, el arcediano José Esquivel y el obispo Juan Francisco Castañiza (1815-1825). Cada uno escribió una representación, bien fundamentada, en las que se hacían ver a las autoridades la necesidad urgente de fundar un convento femenino. Ambos eclesiásticos retomaron el expediente iniciado por Tamarón y Romeral justificando, esta vez con detalle, el sostenimiento. El arcediano Esquivel se preguntaba “¿por qué los hombres tienen un colegio para acceder al estado eclesiástico, secular y regular, y las mujeres carecían de él?”. Había más de quinientos hombres consagrados a los servicios religiosos en la provincia de la Nueva Vizcaya y las mujeres, que eran más devotas, estaban condenadas al celibato o al matrimonio sin tener acceso a la vida religiosa. Era grave, enfatizaba, porque habían pasado “muchos años desde que se había pedido la fundación de un convento por todos los cuerpos republicanos de la ciudad de Durango”.68 Las representaciones del arcediano Esquivel y del obispo Castañiza dejan ver el sentir de los vecinos en una época de grandes cambios. El obispo michoacano Abad y Queipo había impulsado y logrado la fundación de un convento de La Enseñanza en gastos ascendieron a más de seis mil pesos. El prelado y el cabildo estaban seguros de la disminución de los gastos de una familia al enviar a su hija a un convento si existiera uno en la ciudad de Durango. 67 Archivo de la Compañía de María, México, II, B. 29, “Decreto de su Majestad sobre la fundación de monjas en Durango”, Daroca, 3 de diciembre de 1759, en Pilar Foz y Foz, op. cit., 1981, vol. 1, pp. 118-119. 68 AGI, Guadalajara 571, “Carta del arcediano José Esquivel”, Durango, 30 de mayo de 1817.

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Irapuato en 1804; el prelado Cabañas, de la Nueva Galicia, había contribuido a la instalación del de Aguascalientes en 1807, y el de Guadalupe de Indias fue bien recibido por las autoridades de la capital del virreinato, en 1811. En este contexto, el obispo Juan Francisco Castañiza no quería quedar rezagado y hacía lo posible por llevar la fundación de La Enseñanza a Durango. El arcediano expuso con detalle las fuentes para el sostenimiento del convento que pretendía fundar. Calculó reunir más de 100 mil pesos con las siguientes aportaciones: la obra pía del bachiller Andrés de Asco valorada en 60 mil pesos, el legado de 30 mil pesos de un vecino de Parral,69 los réditos que producirían unas fincas del arcediano José Díaz de Alcántara destinados a la manutención de los capellanes, el obispo Francisco Gabriel de Olivares aportaría seis mil pesos, el arcediano Esquivel 10 mil pesos70 y el obispo Castañiza aportaría lo que faltara para la fundación;71 además, la iglesia de Santa Ana se aplicaría con todas sus pertenencias por estar bien situada, tener una construcción sólida y contar con suficiente terreno para la distribución del convento y las salas de enseñanza. No cabe duda de que la representación del obispo Juan Francisco Castañiza interesó a las autoridades, dado su importante peso político y religioso en el virreinato novohispano. El prelado conocía a fondo la actuación de las religiosas de La Enseñanza desde que el virrey Revillagigedo lo nombró capellán de su convento en 1791. A partir de ese momento había estudiado en profundidad sus constituciones y reflexionado sobre sus documentos fundacionales, elaborados por el jesuita Antonio de Herdoñana (1709-1758). Con estos conocimientos el obispo Castañiza se había convertido en un pilar fundamental en el establecimiento del colegio de Guadalupe de la Compañía de María, justificando su fundación en la importancia de la educación de la juventud femenina y, sobre todo, en la necesidad de crear escuelas públicas para niñas. En su diócesis, anotaba, las casas de educación públicas para niñas se encontraban en manos de las “amigas”, establecidas en uno y otro pueblo pero que, a su parecer, eran “mezquinas” para cumplir con el objetivo que requería la educación de las niñas, aparte de que no se encontraban maestras en quienes concurrieran las cualidades necesarias para tan importante actividad. Por esta razón, el obispo Castañiza apoyó sin reservas la fundación del convento, que tenía un doble objetivo: acoger a las jóvenes que deseaban profesar y contar con un colegio para la formación Ibid., “Carta de Pedro Sarmiento Lazalde y Zuloaga”, Durango, 2 de abril de 1759. Ibid., “Carta del arcediano José de Esquivel”, Durango, 30 de marzo de 1817. 71 Ibid., “Certificación de los bienes del obispo Juan Francisco Castañiza”, Durango, 11 de agosto de 1817. En fincas rústicas y urbanas, alhajas y demás utensilios, los bienes del obispo Castañiza ascienden al total de 284 832 pesos, 3 granos. 69 70

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de niñas externas. De esta manera se impondría una educación metódica y regulada, vigilada por una corporación en la que enseñar era su objetivo. El consejo de Indias valoró el expediente relativo al convento de religiosas en 1817 y no encontró razón alguna para rechazar la petición. La fundación del convento se aprobó el 30 de enero de 1819. Por fin, el obispo Castañiza había obtenido la autorización para erigir un cenobio de monjas en la ciudad de Durango; sin embargo, el tiempo de agitación que se vivía en el virreinato impidió la cristalización del proyecto. Al margen de los trámites seguidos por las autoridades eclesiásticas duranguenses para fundar y consolidar un convento de monjas en la ciudad de Durango, los obispos Tamarón en 1759, Díaz Bravo en 1771,72 Macarrulla en 177873 y Olivares y Benito en 179674 establecieron y subvencionaron pequeños colegios atendidos por “mujeres virtuosas”, para la educación de las niñas. Por su falta de método y formalidad, estos colegios femeninos tuvieron una existencia breve, delimitada por el tiempo que sus patronos los sustentaban. Por ello, no se consolidó ninguno bajo un proyecto sólido. Tampoco surgió la iniciativa entre los obispos, capitulares o religiosos para modificar estos pequeños establecimientos, como ocurrió en Guadalajara. Un sencillo recogimiento de “doncellas pobres”, fundado sin permiso en 1751 por un franciscano terciario, vulgarmente llamado “Beaterío de Santa Clara”, se convirtió en escuela de doctrina cristiana y de diversas artes, adoptando, en 1777,75 el nombre de Congregación de Maestras de la Caridad y de la Enseñanza. AGI, Guadalajara 548, “Informe del obispo al rey, Durango”, 29 de junio de 1772. Al llegar a Durango el obispo Vicente Díaz Bravo se encontró con la falta de una institución educativa para las niñas; por tanto, gestionó con el virrey la fundación de un seminario para darles educación haciendo uso de “un legado de trece a catorce mil pesos que no se invertía en los fines de su destino y si en otros muy nocivos y perjudiciales”. Sin recibir la aprobación real abrió un seminario con 26 niñas indias de ocho a nueve años y ordenó vestirlas como en España con jubón, saya azul, pañuelo blanco y mantilla de bayeta blanca; les puso por maestra y rectora a una mujer de 66 años muy diestra en leer y escribir y en toda especie de labor; una vicerrectora de las mismas circunstancias, una criada para el aseo de las niñas. Les compró cartillas y libros de devoción para aprender a leer y después a escribir. 73 Atanasio G. Saravia, op. cit., 1993, t. IV, p. 244. El obispo Macarrulla vigilaba una casa de recogidas a cargo de Antonia Irigoyen. 74 AGI, Guadalajara 545, “El Consejo de Indias”, 25 de octubre de 1796. En 1796 el comandante general de la Nueva Vizcaya apoyaba la fundación de un convento de capuchinas en la ciudad de Durango. El expediente fue promovido por la abadesa del de capuchinas de Guadalupe, México, para atender a las jóvenes que vivían en aquellas remotas tierras y al no poderse costear los gastos de ellas en las ciudades de México o de Guadalajara. Había terreno adecuado y la limosna de los vecinos para mantenerlo. Finalmente no se aprobó por prohibirlo la legislación. 75 Pilar Foz y Foz, op. cit., 1981, t. 1, p. 367. 72

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Restablecimiento de la Compañía de Jesús Fernando VII restituyó la Compañía de Jesús en España e Indias el 29 de mayo de 1815. Tres jesuitas fueron los encargados de restaurar y gestionar la devolución de los bienes de la Compañía de Jesús en la Nueva España.76 Con la Independencia de México, en 1821, la Compañía de Jesús se disolvió y los cuarenta jesuitas que conformaban la provincia mexicana tuvieron que marcharse. En 1815 fue electo obispo de Durango Juan Francisco Castañiza y, de acuerdo con los primeros informes a que tuvo acceso, encontró que había pocos eclesiásticos para atender a la población, que los beneficios eclesiásticos y las capellanías eran escasos y de poca cuantía y que de las comunidades religiosas dedicadas a la predicación sólo existía la de San Francisco. Ante este panorama, se propusieron dos medidas iniciales: capacitar a los clérigos en funciones y restituir la Compañía de Jesús para que se hiciera cargo del seminario y de la educación de los jóvenes. A su entender, la educación en su obispado era ”defectuosa e ineficiente”; por ello, pretendía aumentar el número de ministros “ilustrados y de buenas cualidades”. Castañiza presentó su propuesta a las autoridades en 1815,77 a la que siguió otra de 1818,78 y en ellas solicitaba la restitución de los religiosos en su obispado. Su petición fue aprobada por la real junta de Madrid, según decreto del 17 de abril, y ratificada el 17 de diciembre de 1819. Para sostenimiento del colegio de los jesuitas, el obispo contaba con un legado de 85 mil pesos del arcediano José Manuel de Esquivel y otro de 50 mil por el presbítero Vicente del Hierro. En principio estos legados se habían destinado al establecimiento de una escuela pía o escuela de escolapios, de las que fundó José de Calasanz,79 dado el prestigio que habían alcanzado en España. Las escuelas pías nunca llegaron a establecerse en la Nueva España, aun y cuando el ayuntamiento, la audiencia y el arzobispo de México80 lo Ellos fueron José María Castañiza, Pedro Cantón y Antonio Barroso. AHCJPM, Miscelánea 1, núm. 8, “Sobre el establecimiento de los padres de la Compañía de Jesús en Durango. Año de 1818”. 78 Ibid., “Juan Francisco de Castañiza al virrey de Apodaca”, Durango, 20 de abril de 1818. 79 Ramón Hernández y Lorenzo Galmés, “San José de Calasanz y los escolapios”, en Buenaventura Delgado Criado (coord.), Historia de la educación en España y América, 3 vols., Madrid, Fundación Santa María Moranta, 1993, vol. 2, pp. 439-461. Escuelas Pías es una organización de escuelas gratuitas, principalmente para pobres, graduadas y cristianas. Calasanz fundó en 1617 una orden de clérigos regulares llamada Escuelas Pías para dedicarse a la enseñanza; además de los tres votos comunes los ata un cuarto, el de la enseñanza. Llegaron a Hispanoamérica a finales del siglo XVIII. 80 Dorothy Tanck de Estrada, La educación ilustrada 1786-1836…, 1984, p. 168. 76 77

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solicitaron en 1804. Como los legados se habían asignado en 181481 con la condición de que se aplicaran en un plazo máximo de seis años, el obispo y el cabildo acordaron aplicarlos en la fundación jesuítica. Los religiosos que llegaron a la ciudad el 4 de abril de 1819, Domingo de Ramos, fueron el padre Francisco Mendizábal, el colegial José Ignacio León y el coadjutor José María Hernández. Un año no fue suficiente para establecer el seminario pues los trámites legales, la instalación del colegio, la recuperación de inmuebles, los ornamentos perdidos, el reconocimiento, o no, del patronato del antiguo fundador, las obras pías, etcétera, llevaron más tiempo del previsto. A partir de la segunda mitad de 1820, la orden comenzó a temer la secularización y vivía en la Nueva España pendiente de las disposiciones de las cortes. En Durango los religiosos apenas podían pensar en su futuro, centrándose únicamente en asuntos tan importantes como el legado (que no habían recibido), el programa educativo y el temor a que el gobierno les prohibiera la prédica y la enseñanza del catecismo. El alto nivel de inestabilidad en España y América alcanzó grandes dimensiones. El clero y el pueblo duranguense juraron la constitución de 1812 el 18 de junio de 1820. Tres meses después, el 23 de septiembre del mismo año, el rector del colegio ordenó que los novicios salieran del colegio y los tres religiosos que iniciaron la fundación, más otros tres recién llegados, salieron hacia la ciudad de México. Los sacerdotes se albergaron en las casas de otras órdenes religiosas. La Compañía de Jesús había sido disuelta.

Conclusiones Al igual que en otros territorios hispanizados de América, la doctrina cristiana y los silabarios caminaron juntos a lo largo de la época colonial en el obispado de la Nueva Vizcaya. La educación pasó de la catequesis y la formación moral evangelizadora a la que promovía la época de las luces. La Iglesia dejó la educación básica en manos de los religiosos jesuitas y franciscanos en la ciudad, las villas y misiones del obispado, y el colegio seminario de los jesuitas se convirtió en un importante centro educativo, promotor de vocaciones en la frontera, hasta el extrañamiento de los religiosos que lo administraban; con menos lustre quedó el seminario tridentino a cargo de los prelados tras la expulsión de los ignacianos y el seminario 81 Irma Leticia Magallanes Castañeda, La Compañía de Jesús en Nueva Vizcaya: del asentamiento a la expulsión y sus consecuencias, Durango, Secretaría de Educación del Estado de Durango, 2010, p. 440.

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dominico siguió formando sacerdotes discretamente en la villa del real de minas de Llerena. La Iglesia neovizcaína mantuvo, sin alteraciones, el ritmo educativo en el obispado, aunque al final del periodo colonial se advierte el esfuerzo conjunto de las élites civiles y eclesiásticas, los clérigos, las familias acomodadas y los pocos letrados por elevar el nivel de escolarización de la provincia. Es evidente que a lo largo de 258 años de vida colonial la Iglesia distinguió la educación rural de la urbana, enfrentó situaciones de crisis (como las incursiones de indios y las epidemias que impidieron la evolución normal de la sociedad), realizó un gran esfuerzo de coordinación sobre las instituciones que impartían educación pública y gratuita para los niños varones, y puso escaso interés en la consolidación de planes (sin orden ni continuidad) para educar a las niñas. Reconocemos que al final de este periodo las autoridades civiles y eclesiásticas sí comenzaron a mostrar gran preocupación por el tema educativo. Pero hablar de educación no es lo mismo que hablar de alfabetización. Pocos de sus pobladores llegaron a alcanzar un nivel de lecto-escritura funcional; entre ellos, los 500 hombres dedicados al servicio religioso, los gobernantes, alcaldes y los dueños de las haciendas (en muchas ocasiones vecinos de las villas y ciudades dedicados a la Iglesia, a la milicia y al comercio); también sabían leer y escribir los administradores de las haciendas y minas, los pequeños comerciantes, mercaderes, escribanos, oficiales y contadores. Una reducida parte de la población había aprendido a leer; otra a leer y a escribir pero sin ejercer su práctica, en ella encontramos algunas mujeres de la clase acomodada que seguían las oraciones de la liturgia y de las estampitas que imprimían las cofradías de las que formaban parte. El bajo nivel de estudios de los neovizcaínos no fue menor que el de otros territorios de los dominios hispanos, incluida la metrópoli. Tomemos en consideración que nos referimos a un territorio de frontera en el que había que atender de manera prioritaria la seguridad, antes que las necesidades espirituales, educativas y culturales. Castañiza, el último de los obispos ilustrados interesados por la educación, no tuvo tiempo de entretejer sus relaciones con asociaciones, sociedades literarias, políticas, económicas o mercantiles para llevar los estudios a la juventud, basados en métodos educativos consolidados, para ambos sexos. Los tiempos políticos cambiarían la fisonomía del virreinato, las formas de interactuar y de convivencia.

PARA LO DIVINO Y PARA LO HUMANO: LOS COLEGIOS JESUITAS DE YUCATÁN

Adriana Rocher Salas Universidad Autónoma de Campeche [email protected]

Los aires de reforma presentes en la época que vio nacer a la Compañía de Jesús no eran nuevos para la Iglesia romana. Tiempos así impulsaron las sucesivas oleadas de ermitaños o anacoretas que desde el siglo iii sembraron las primeras semillas del monacato cristiano; vientos de cambio fueron también los que llevaron al nacimiento de las órdenes mendicantes en el siglo xiii. Tampoco era la primera vez que las diferencias abrían abismos en la cristiandad, como ocurrió en el siglo xi, cuando las querellas políticas y teológicas entre Roma y Constantinopla —entre las que destaca la discusión sobre la procedencia del Espíritu Santo, mejor conocida como la controversia del Filioque— llevaron a la ruptura entre Roma y las iglesias ortodoxas orientales.1 Sin embargo, lo que sí hacía distinto el siglo xvi de periodos anteriores era la confluencia de ambos fenómenos: reforma y ruptura. De ahí que ya no sólo se buscase la perfección y redención personal y colectiva a través de la renuncia al mundo —como lo hicieron los ermitaños— o de la predicación y la pobreza —como fue el caso de las órdenes mendicantes—; tampoco era ya suficiente concentrarse en el terreno único de la disputa teológica.2 El siglo demandaba renovación, renuncia y perfección; fineza teológica y sabiduría política; y, sobre todo, ganar almas nuevas al rebaño 1 José Orlandis, “Oriente y Occidente cristianos (1054-2004). Novecientos cincuenta años de cisma”, en Anuario de Historia de la Iglesia, núm. 13, 2004, pp. 247-256; Jean Meyer, La gran controversia. Las iglesias católicas y ortodoxa de los orígenes a nuestros días, México, Tusquets, 2005, pp. 103-122. 2 Sobre el surgimiento y desarrollo del monacato cristiano y de las órdenes mendicantes, ver G. H. Lawrence, El monacato medieval. Formas de vida religiosa en Europa occidental durante la Edad Media, Madrid, Gredos, 1999.

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de la cristiandad romana sin perder otras más frente al avance protestante. Todas esas necesidades estuvieron presentes en la organización fundada por Íñigo López de Ricalde, luego ascendido a los altares como San Ignacio de Loyola. La amplitud de miras de la Compañía de Jesús la llevó a no ceñirse a un solo camino para lograr su principal objetivo: “no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias, más con la misma intensamente atender á la salvación y perfección de la de los prójimos”.3 Con esta declaración de principios, Ignacio de Loyola dejó sentado el carácter mixto de la organización por él fundada pues, como menciona Astraín, se asimila tanto a las órdenes contemplativas como a las activas, porque “une la contemplación a la acción”.4 Así, los hijos de San Ignacio tuvieron los Ejercicios Espirituales para alimentar y fortalecer su espíritu; una cuidada formación académica para la disputa teológica y la prédica en el púlpito; se destacaron en las misiones entre fieles e infieles, para evitar la desbandada de unos y atraerse las almas de los otros; lo hicieron también en el ejercicio de la cura de almas, para vigilar y alimentar la fe de sus creyentes; y en la educación, para formar a buenos católicos o a futuros sacerdotes. Como no podía ser de otra manera, actividades tan diversas tuvieron su reflejo en los distintos escenarios de actividad jesuita, pues desde las aulas, confesionarios, púlpitos, hospitales, cárceles y plazas públicas alertaban a sus oyentes respecto a aquellas creencias y prácticas que harían más amplio o más angosto el camino de la salvación. En este sentido, resulta lógico que los colegios ignacianos igualmente respondieran a esos múltiples objetivos. No era extraño que sus profesores, además de impartir cátedra y formar buenos cristianos, se ocupasen también en predicar desde el púlpito, la plaza y la calle, administrar sacramentos, pugnar por la estabilidad familiar y colectiva, edificar al prójimo con su recta conducta y pobreza personal y, por si fuera poco, asegurar la supervivencia material de sus institutos de enseñanza, la cual dependía tanto de su habilidad como de las posibilidades del entorno. Es comprensible, por lo tanto, que quienes buscaban la creación o permanencia de una de estas instituciones afirmaran que los religiosos de la Compañía de Jesús proporcionaban “enseñanza para la juventud, medios espirituales para la enmienda de las costumbres y camino seguro para la salvación de las almas”.5 Estas palabras, Capítulo I de las Constituciones de la Compañía de Jesús, citado por Mariano Astraín, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, t. 1, Madrid, 1902, p. 163. 4 Loc. cit. 5 “Informe del Gobernador de Yucatán al rey suplicándole de sustento al colegio de la Compañía de Jesús de esta ciudad de Mérida”, Mérida de Yucatán, 15 de enero de 1659, 3

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escritas por el gobernador de Yucatán en su intento por conseguir el apoyo real que permitiese la permanencia del colegio de Mérida, amenazado por la ruina económica, ponen de manifiesto tanto las virtudes de la obra jesuita como su impacto en los dos planos en que cifraban vidas y obras los súbditos del antiguo régimen: el espiritual y el temporal. En este trabajo pretendemos estudiar el rostro múltiple de los colegios jesuitas, específicamente los asentados en la gobernación de Yucatán, y la manera en que su labor en la educación, en el control social y en la cura de almas se vinculó con las necesidades y demandas de la sociedad y el régimen coloniales. Para esto partimos de usar la premisa tantas veces señalada de que la educación jesuita no era un fin sino un medio para formar buenos cristianos, acentuando su condición de complemento necesario a su labor evangelizadora y de cura de almas, ejecutada desde los mismos colegios y por los mismos religiosos a cargo de los párvulos y jóvenes que llenaban sus aulas.

Los colegios de Yucatán: educar en letras y virtudes. El colegio de San Javier (Mérida) El 16 de julio de 1611 Felipe III emitió la real cédula que autorizaba la erección de un colegio de la Compañía de Jesús en Mérida, capital de la gobernación de Yucatán y sede episcopal, donde se enseñase gramática, artes y teología, haciéndose eco de la petición de vecinos y autoridades que esperaban que los hijos de la tierra “se enseñasen y empleasen en esto su juventud”; en general, se alegaba que la obra sería de “muy gran servicio de Dios y utilidad y bien común de todos los vecinos y naturales de allí”.6 Con la autorización real en la mano, la provincia jesuita de la Nueva España, reunida en su octava congregación provincial, solicitó el 2 de noviembre de 1613 a su padre general admitiese la nueva fundación, lo que ocurrió el 5 de febrero de 1616.7 Archivo General de la Nación, Sección Jesuitas, I-32, exp. 2, f. 19 (en adelante AGN, Jesuitas). Una reproducción de la citada carta se encuentra en Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús de Nueva España, t. 3, Ernest J. Burrus y Félix Zubillaga (eds.), Roma, Institutum Historicum, 1956-1960, pp. 252-253. 6 Copia de Real Cédula para la Fundación del colegio de San Javier, San Lorenzo, 16 de julio de 1611, Archivo Nacional de Chile, Sección Jesuitas, 280, fs. 184, 185 (en adelante ANCH, Jesuitas). Hacemos notar que, en aras de agilizar la lectura y comprensión del texto, hemos actualizado la ortografía de los documentos coloniales aquí citados. 7 Sobre las incidencias de la fundación del colegio de San Francisco Javier, véase Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. 2, pp. 306-310; Andrés Pérez de Rivas, Crónica e historia religiosa de la provincia de la Compañía de Jesús en México en Nueva España hasta 1654, t. 2, Mé-

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Finalmente, en mayo de 1618 cuatro religiosos jesuitas, a cargo del padre Tomás Domínguez, tomaron posesión del colegio. La nueva fundación, dedicada al “Apóstol de las Indias”, San Francisco Javier, representó la culminación de un proceso formalmente iniciado en 1604,8 cuando el cabildo de Mérida y el obispo de Yucatán solicitaron al padre provincial el envío de una misión, la cual fue atendida favorablemente al ser enviados a la península yucateca los padres Pedro Díaz y Pedro Calderón.9 El éxito de la empresa llevó a los yucatecos a buscar que fuera permanente la presencia jesuita, “pero la cortedad de la tierra” no lo permitió: los dos mil pesos de oro común situados en las primeras encomiendas de indios que vacasen cada año ofrecidos por el cabildo emeritense fueron considerados insuficientes y los jesuitas hubieron de retornar a la ciudad de México.10 El impulso definitivo al proyecto lo constituyó el donativo hecho, vía testamentaria, por el capitán Martín de Palomar de 26 000 pesos y unas casas con valor de entre 4 y 5 000 pesos, además de 1 000 pesos cuyos réditos anuales se entregarían al patrono para que los emplease en la fiesta titular del colegio.11 Visto el empeño con que las autoridades y patricios xico, Imprenta del Sagrado Corazón de Jesús, 1896, pp. 290-294; Diego López de Cogolludo, Historia de Yucatán, Ayuntamiento de Campeche, Campeche, 1996, t. 2, libro IV, cap. XIII, pp. 379-380; Gerard Decorme, La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial. 1572-1767, t. 1, México, Porrúa, 1941, pp. 75-76; Carlos R. Menéndez, “La obra educativa de los jesuitas en Yucatán y Campeche”, en Enciclopedia Yucatanense, t. 4, Mérida, Gobierno del Estado de Yucatán, 1977, pp. 85-87. 8 Según el cronista franciscano López de Cogolludo, la petición de 1604 no constituyó el primer intento por conseguir la fundación de un establecimiento jesuita en Mérida. Diego López de Cogolludo, op. cit., 1996, p. 379. 9 “Carta del obispo de Yucatán, el doctor don Diego Vázquez de Mercado, a su majestad sobre varios asuntos eclesiásticos”, Valladolid, 12 de diciembre de 1605, en Documentos para la Historia de Yucatán, II. La Iglesia en Yucatán, 1560-1610 (en adelante, DHY2), Mérida, Compañía Tipográfica Yucateca, 1938, pp. 145-147. 10 Es probable que la provincia jesuita novohispana desechase el ofrecimiento considerando que estaba sujeto a la aprobación real, que podía rechazarlo o aprobar una cantidad inferior, como años después pasaría con una petición similar en beneficio del ya fundado colegio de San Francisco Javier. Diego López de Cogolludo, op. cit., 1996, p. 379. Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. 2, p. 308. 11 “Cláusula del Testamento del Capitán Martín de Palomar”, Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, caja 23, núm. 911 (en adelante, AHPMCJ). Si bien el testamento de Palomar data del 31 de diciembre de 1611, su oferta la realizó en 1609. Igualmente, véase en los documentos de la Octava Congregación Provincial incluidos por Alegre el titulado De Yucatano fundando et admitiendo Collegio: “quod et diviti cuidam viro nobili Deus menten illam inpiraverit, ut viginti sex millia aureorum ad annuos reditos Societati tribuerit“(Dios inspiró en la mente de cierto varón noble que asignara a la Sociedad una renta anual de veintiséis mil monedas de oro”). Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-

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yucatecos trabajaron para conseguir un colegio de la Compañía de Jesús, cabe preguntarse el porqué de tanto esfuerzo.12 Según López de Cogolludo, tales afanes estuvieron guiados por el deseo de los emeritenses de “gozar del fruto que esta Sagrada Religión [la Compañía de Jesús] hace a la Iglesia Católica”,13 lo que no necesariamente incluiría la enseñanza. De hecho, su primera misión, aquella cuyo éxito “movió los ánimos de tal suerte que procuraron seriamente permaneciese allí la Compañía”,14 sólo incluyó la predicación de la doctrina cristiana, alentando a los fieles a frecuentar los sacramentos y “cogiendo abundantes frutos espirituales de confesiones de grande importancia, de mudanza de vidas, de introducción de buenas y Sanas costumbres”.15 Priorizar los aspectos concernientes a la salud espiritual constituía un acto pleno de sentido para una sociedad que, como la yucateca, participaba de la cultura cristiana y su temor a la muerte: a la corporal por supuesto, pero sobre todo a la que ocurría cuando el hombre, por el pecado, se apartaba de Dios, marginándose de cualquier oportunidad de gozar de la vida eterna.16 Sin embargo, aunque las crónicas jesuíticas parecen confirmar que el inicial deseo de los meridanos era contar con un establecimiento ignaciano, fuese colegio o no,17 el testamento de Martín de Palomar y las peticiones de 1960, t. 2, p. 631. Por otra parte, autores como Alegre y Molina Solís han manejado la suma de 20 000 pesos como el capital donado por Palomar; Pérez de Rivas lo sitúa en 36 000 pesos y Decorme lo deja en 2 000, más otros 5 000, valor de las casas incluidas en la donación. La confusión proviene en parte de la real cédula de fundación, donde se asienta que Palomar dejó “unas casas principales y más de veinte mil pesos”. Véase notas 6 y 7. También ver Juan Francisco Molina Solís, Historia de Yucatán durante la dominación española, t. 2, Mérida, Imprenta de la Lotería del Estado, 1904-1913, p. 409; y en la misma obra, t. 3, p. 328. 12 Según el padre Alegre, “ninguna otra provincia había pretendido, con más fuerza ni más confianza, a la Compañía”. Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. 2, p. 307. 13 Diego López de Cogolludo, op. cit., 1996, p. 379. 14 Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. 2, p. 308. 15 Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 291, 292. También hace referencia a esa misión el obispo de Yucatán en su carta al rey de 12 de diciembre de 1605. DHY2, pp. 145-147. 16 Para la idea de la existencia de una doble vida, espiritual y corporal, para el hombre, véase Tomás de Aquino, Compendio de teología, estudio preliminar, traducción y notas de Josep Ignasi Saranyana y Jaime Restrepo, Madrid, Rialp, 1980, pp. 320-321. 17 Pérez de Rivas así lo deja ver cuando afirma que: “eran dobles los aplausos y buenos efectos que de esto [la predicación] se seguían, y entre otros el despertarse en muchas personas principales de la República a pretender que los padres se quedasen en su tierra o que fundasen casa de propósito para que ellos y sus hijos gozasen de la doctrina y enseñanza de la Compañía”. Más adelante insiste en señalar los “deseos y diligencias en procurar que la Compañía fundase allí casa o colegio de asiento”. Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 291, 292.

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las autoridades locales sí hicieron hincapié en la necesidad de un colegio donde se impartiesen estudios menores y mayores. El que a pocos años de la fundación de San Francisco Javier, la ciudad y la Compañía de Jesús solicitaran y obtuvieran su erección como universidad, confirmaría el interés de los yucatecos por los estudios, aunque también por los honores vinculados a la obtención de un grado académico. Con el colegio de San Francisco Javier —o San Javier, como comúnmente se le conoció— se pretendía atender la necesidad de la ciudad y su provincia “de la institución y crianza de la juventud en virtud y letras” y, más específicamente, la de un clero insuficiente en cantidad y calidad.18 Según el presbítero Pedro Sánchez de Aguilar, uno de los primeros y más entusiastas promotores de la Compañía de Jesús en Yucatán, “la gran falta que había de clérigos en esta ciudad” se solucionaría con la fundación de “algún estudio donde se leyera alguna lección de artes, teología, cánones o sagrada escritura”.19 En otro escrito vuelve sobre el tema al señalar que la carencia de estudios constituía un obstáculo en las aspiraciones de los hijos de españoles para ser admitidos en la orden de San Francisco que, en ese momento, tenía bajo su cuidado la mayoría de las doctrinas de indios.20 En esta segunda ocasión, tal vez por su deseo de presentar la imagen de una Iglesia yucateca unida en su lucha contra la idolatría indígena, Sánchez de Aguilar obvia el hecho de que un colegio jesuita no sólo sería un posible semillero de frailes franciscanos, sino también de clérigos,21 lo que daría bases más sólidas a los crecientes reclamos del clero diocesano por una mayor participación en el reparto de los curatos de indios, reivindicación de la que, sólo doce años antes, en 1601, el propio Pedro Sánchez había sido principal adalid.22 18 Ibid, p. 298. Según Pérez de Rivas, pocos vecinos podían darse el lujo de enviar a sus hijos a estudiar a México o a Puebla, por lo que “de aquí se seguía el malograrse muchas buenas habilidades de mancebos que se quedaban ociosos, y también el carecer esta Provincia del número de ministros eclesiásticos”. 19 Real cédula de 19 de abril de 1604 donde el rey ordena al obispo de Yucatán informe sobre la conveniencia de fundar un estudio en ese obispado, citada en carta del obispo de Yucatán, el doctor don Diego Vázquez de Mercado, a su majestad sobre varios asuntos eclesiásticos, Valladolid, 12 de diciembre de 1605. DHY2, p. 145. 20 Pedro Sánchez de Aguilar, “Informe contra los idólatras de Yucatán”, en Anales del Museo Nacional de México, vol. IV, México, 1900, pp. 110-111. 21 Acorde con el lenguaje de la época y dado que en la actualidad sigue siendo un término vigente en diversos sectores eclesiales, llamaremos clérigos únicamente a los miembros del clero secular, también conocido como clero diocesano o clerecía. 22 Pedro Sánchez de Aguilar, op. cit., pp. 29-30. En 1601, en nombre de la clerecía de Yucatán, Pedro Sánchez de Aguilar presentó una demanda que reclamaba la posesión de diez curatos

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El asunto de las doctrinas de indios no era de índole menor en una región donde las oportunidades escaseaban. Con una economía cifrada en la explotación del tributo y la mano de obra indígena y una población hispana en continuo crecimiento, Yucatán sólo tenía a la encomienda, el repartimiento y las obvenciones parroquiales para disfrutar de sus principales riquezas, y a la encomienda, la burocracia y la administración parroquial para obtener reconocimiento y prestigio social. Y, como se puede observar, el sacerdocio era una llave de acceso para la acumulación de capital tanto social como económico. En sus inicios el colegio de San Javier sólo contaba con una humilde casa y una pequeña capilla; 40 años después se había construido la iglesia con su sacristía, una casa donde habitaban diez o doce religiosos y, en un patio aparte, las aulas “para la lectura y ejercicios de letras”.23 Sus actividades docentes iniciaron el mismo año de su erección, con la apertura de la clase de gramática y dos años después con la fundación de la cátedra de teología moral.24 Ya para 1623 se añadieron filosofía y teología escolástica, en respuesta a las repetidas peticiones del gobernador, el obispo y el cabildo secular,25 con lo que podría considerarse que el colegio de San Javier cubría la mayor parte del currículo jesuita. Al igual que los demás colegios jesuitas en el mundo, los estudios y la vida interna de San Javier se regularon tomando como base la Ratio studiorum, documento promulgado en 1599. La Ratio establecía la existencia de estudios menores, compuestos por gramática, poesía y retórica, y los estudios mayores, integrados por filosofía —también conocida como artes—, teología escolástica o especulativa, teología moral y sagrada escritura. La cátedra de cánones o derecho canónico, si bien formaba parte de las facultades mayores, de indios, entonces administrados por la provincia franciscana de San José de Yucatán. Alegó haber sido su parte despojada durante el gobierno episcopal de fray Diego de Landa, además de que los regulares ignoraban la lengua de los indios y los maltrataban. Para 1613, cuando escribe su tratado contra los indios idólatras, olvida esas acusaciones para trocarlas en alabanzas e incluso señala que fray Diego de Landa “por el espacio de diez a doce años gobernó con toda Santidad esta Iglesia”. Sobre el pleito por las doctrinas de indios y el contradictorio discurso de Pedro Sánchez de Aguilar respecto a Landa en particular y los franciscanos en general, véase Adriana Rocher Salas, “Frailes y clérigos en Yucatán. Siglo XVII”, en Hispania Sacra, vol. LV, núm. 112, julio-diciembre, Madrid, 2003, pp. 619-621. 23 Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, p. 294. 24 Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1990, p. 212. 25 Ignacio Osorio Romero, Colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España. 1572-1767, México, UNAM, 1979, p. 310.

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fue menos cultivada;26 ya para el siglo xviii es posible encontrar colegios, como sería el caso de San Javier de Mérida, donde se impartía derecho civil, llamado más comúnmente leyes. La institución de San Javier como universidad data de 1624 y lo hizo acogiéndose a una real cédula dada en 1620 por Felipe III en la que autorizaba a la Compañía de Jesús el establecimiento de universidades en sus colegios de las Indias Occidentales, siempre y cuando se encontrasen a doscientas millas o más de distancia de alguna universidad.27 Gobernador, cabildos secular y eclesiástico y vecinos celebraron el acontecimiento con gran solemnidad, certificando el momento en que el obispo fray Gonzalo de Salazar dio al rector Diego de Acevedo la posesión de la nueva universidad el 23 de noviembre; a partir de ese momento, San Javier estuvo en condiciones de otorgar los grados académicos de bachiller, licenciado y doctor. El lustre que a la ciudad y sus habitantes añadió el ser sede de la segunda universidad del virreinato novohispano debió de colmar las aspiraciones de las capas sociales altas yucatecas, urgidas de elementos que legitimasen su condición de élite. El aislamiento y marginación de la península yucateca con respecto al resto del virreinato novohispano, sumados a su falta de opciones de enriquecimiento, llevaron al desarrollo de una sociedad donde se mantuvo como criterio base de estratificación social la pertenencia a una familia descendiente de conquistador o primer poblador; hasta los escasos comerciantes enriquecidos o miembros de la alta burocracia regional buscaban su integración al selecto grupo de beneméritos a través del matrimonio, estableciendo alianzas donde, con el intercambio de apellidos y fortunas, se Pilar Gonzalbo Aizpuru, op. cit., 1990, pp. 134-140, 130 y 271; Delfina López Sarrelangue, “Los colegios jesuitas de la Nueva España”, tesis de maestría, México, UNAM, 1941, pp. 19-36; Elsa Cecilia Frost, “Los colegios jesuitas”, en Antonio Rubial García (coord.), Historia de la vida cotidiana en México. II. La ciudad barroca, México, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 2005, pp. 312-315. 27 Certificación de universidad en esta ciudad de Mérida de Yucatán, 20 de mayo de 1769. ANCH, Jesuitas 280, f. 187 y ANCH, Jesuitas 282, f. 212. Al momento de la expatriación de los jesuitas el deterioro de los documentos relativos a la erección de la universidad impidió su completa lectura y reproducción; aun así, los ejecutores del inventario documental aludieron a una bula de Pío IV fechada el 9 de agosto de 1561 y a un decreto de Alejandro, patriarca Alejandrino, arzobispo de Benavento, nuncio y delegado ad latere en España del papa Gregorio XV, del que no refieren fecha probablemente por ser ilegible, como las bases en que se apoyó la real cédula de Felipe III. Es probable que el decreto de Sangro sea la causa de que algunos autores atribuyan a un breve dictado por el propio Gregorio XV la erección de San Javier como universidad. Diego López de Cogolludo, op. cit., p. 380. Miguel Valle Pimentel, “Agustín Pablo de Castro. 1728-1790. Vida y semblanza”, tesis de maestría, México, Universidad Iberoamericana, 1962, p. 67. 26

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hacía posible la reproducción y permanencia de la clase dirigente. Pero, como sería la tónica general en el Nuevo Mundo, la nobleza local no obtuvo el refrendo real a sus aspiraciones nobiliarias, por lo que la encomienda le sirvió de premio de consolación, toda vez que certificaba una trayectoria familiar de servicio a la corona y a la cristiandad y permitía el uso de ciertos elementos distintivos de la nobleza titulada.28 Sin embargo, no todos los miembros de la casta benemérita pudieron gozar de una encomienda, por lo que su camino hacia la nobleza y, por lo tanto, su permanencia en el patriciado local, bien podría ser a través de los senderos académicos, con los títulos de licenciado o doctor, para suplir los más rimbombantes de marqués o conde, o incluso, el más humilde pero igualmente inalcanzable, de encomendero.29 Para el sustento de las cátedras de gramática y teología moral, la corona autorizó para San Javier una pensión anual de 500 ducados situados en encomiendas vacantes.30 Sin embargo, al deber su erección universitaria a mandamientos de orden general y no a un privilegio específico, la Universidad de San Javier se vio envuelta en recurrentes controversias sobre la legitimidad de los grados que otorgaba.31 En 1648 se consultó sobre el asunto 28 La principal era la condición de señor de armas, con el derecho y la obligación de acudir a la defensa del territorio, por lo cual debían mantener caballos equipados, armas y escuderos. Sobre la encomienda y los encomenderos en Yucatán, véase Cristina García Bernal, Población y encomienda en Yucatán bajo los Austrias, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/ Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, Sevilla, 1978; Victoria González Muñoz, Cabildos y grupos de poder en Yucatán (siglo XVII), Excelentísima Diputación de Sevilla, Sevilla, 1994; y Ana Isabel Martínez Ortega, Estructura y Configuración Socioeconómica de los cabildos de Yucatán en el siglo XVIII, Excelentísima Diputación de Sevilla, Sevilla, 1993. Acerca de los encomenderos como señores de armas, ver Michel Antochiw, Milicia de Yucatán (siglos XVI y XVII) & La unión de armas de 1712, CONACULTA/INAH/Gobierno del Estado de Campeche, Campeche, 2006, pp. 15-16; Robert Patch, Maya and spaniard in Yucatán, 1648-1812, Stanford, California, Stanford University Press, 1993, pp. 97-98. 29 Debido a que sólo conocemos algunos pocos nombres de graduados de la Universidad de San Javier, no es posible establecer certezas en este sentido, así como su posible papel como medio de movilidad social, como en cambio sí lo han hecho varios estudios sobre la Real Universidad de México. Para una visión general del tema, véase Jorge Alberto Manrique, “Del barroco a la ilustración”, en Historia General de México, México, El Colegio de México, pp. 449-455. 30 López de Cogolludo señala que la pensión se otorgó para sostener las cátedras de filosofía y teología escolástica; sin embargo, las crónicas jesuíticas y los documentos del archivo del colegio de San Javier inventariados al momento de la expatriación apuntan hacia las cátedras de gramática y teología moral como beneficiarias de la pensión. Diego López de Cogolludo, op. cit., 1996, p. 380; Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 298-299; ANCH, Jesuitas 280, f. 57 y 282 fs. 141-212. 31 Según autores como Francisco Cárdenas y Valencia y Agustín de Castro, tales dudas obedecieron a que, cumplidos diez años de su fundación, San Javier no obtuvo la prórroga

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al provincial Pedro de Velasco, quien consideró que los privilegios de la Compañía de Jesús amparaban los títulos concedidos, por lo que ordenó fuesen presentados ante el obispo para su reconocimiento. En 1664 volvieron las consultas, en esta ocasión al padre visitador Hernando Cabero, cuya decisión fue la misma que la tomada años antes por el provincial Velasco, con iguales resultados, pues gobernador y obispo acataron las órdenes contenidas en los privilegios exhibidos.32 La última ocasión en que las facultades de San Javier para conferir grados fueron puestas en duda ocurrió en 1764, resultado indirecto del intento del visitador, padre Eugenio Ramírez, por rehacer la universidad: a la integración de un claustro doctoral que gobernase la institución añadió la necesidad de la confirmación de su condición universitaria, dando pie a murmuraciones sobre si la Universidad de San Javier era real y acerca de las facultades que tenían los jesuitas para otorgar grados. La fundación de las cátedras de cánones y de leyes contribuyó a echar leña al fuego; al momento de la expulsión, la controversia se mantenía vigente.33 La continuidad de las dudas sobre la legitimidad de los grados conferidos no impidió que estos continuasen otorgándose con regularidad hasta la expatriación.34 Por otra parte, fuera de la supresión temporal de algunas del privilegio que permitió su erección como universidad, obtenido gracias al supuesto breve de Gregorio XV. Sin embargo, considero que la explicación dada por López de Cogolludo arroja más luz sobre la cuestión: según el franciscano, lo que no continuó fue la pensión de 500 ducados “con que por algunos años quedaron solas dos cátedras de Moral y Gramática, que el fundador instituyó, por no tener el colegio con qué sustentar las otras, porque después sin nuevo privilegio se ha leído y lee Filosofía y Teología Escolástica”. Dicha pensión debía renovarse cada 10 años, como consta en ANCH, Jesuitas 282, f. 141 y AGN, Jesuitas, leg. I-11, exp. 112, f. 1647. Cfr. con bibliografía citada en nota 30. 32 Miguel Valle Pimentel, op. cit., 1962, pp. 67-68. En 1648 pudo ser el chantre Pablo de Sepúlveda, antiguo colegial de San Javier, quien admitiera los privilegios de la Compañía de Jesús, toda vez que era quien gobernaba la diócesis en sustitución del obispo Marcos de Torres y Rueda, entonces gobernador de la Nueva España. 33 Ibid., p. 69. 34 La carta annua de 1654 informaba que se daban “los grados de bachilleres, maestros y doctores con grande aprecio y estimación de toda la ciudad”. Citada por Ignacio Osorio Romero, op. cit., 1979, p. 312. El 14 de enero de 1659 el cabildo eclesiástico informaba al rey que residía “en su colegio la universidad donde se dan los grados con exacto y riguroso examen”. En la misma fecha los oficiales reales declaraban que los jesuitas enseñaban latinidad, filosofía y teología moral y escolástica, “dando a los que están aprovechados los grados en dichas facultades”. AGN, Jesuitas 32, exp. 2, fs. 20 y 22. A fines del siglo XVII un procurador franciscano señaló que los títulos de doctores y bachilleres de que presumían los clérigos seculares “los obtienen en el colegio de la Compañía, no con las circunstancias y rigor con que se gradúan en las universidades de México”. Fray Francisco de Ayeta, Último recurso de la provincia de San Joseph de Yucatán, destierro de tinieblas en que ha estado sepultado su inocencia. Madrid, s.p.i., p. 165.

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cátedras debido a la falta de maestros que las leyesen, ya por la incapacidad de la provincia jesuítica novohispana de proveerla de nuevos, por carencia de recursos económicos para asegurar su manutención o por decesos inesperados, el programa académico de San Javier permanecería igual hasta mediados del siglo xviii, en que agregó a su currículo las cátedras de cánones y leyes. La primera se estableció el 22 de enero de 1759, y tuvo entre sus lectores más destacados a Francisco Javier Alegre, de 1759 a 1763, y a Agustín Pablo de Castro, de 1764 a 1766.35 La segunda se abrió en 1765, gracias a los esfuerzos del padre Castro, pero tuvo una corta vida, toda vez que su erección fue declarada nula por una real cédula fechada el 14 de agosto del mismo año.36 Las cátedras de gramática, filosofía y teología moral y escolástica permitieron a San Javier cumplir la misión docente que su fundador, Martín de Palomar, y la corona, mediante la real cédula del 16 de julio de 1611, le habían encomendado. Sin embargo, sería tal vez la escuela de párvulos, donde se enseñaba a los niños a leer, escribir y la doctrina cristiana, la que mayor aceptación gozaría entre la población emeritense. Las escuelas de primeras letras no fueron parte del esquema original trazado por la Ratio studiorum, donde incluso se afirma que los niños pequeños eran “molestísimos y necesitan de niñeras, no de maestros”.37 No obstante, en la Nueva España los jesuitas hubieron de hacerse responsables de la educación básica debido a la insistencia de vecinos y autoridades pues, con excepción de México y Puebla, las ciudades novohispanas adolecían de la falta de preceptores de primeras letras. En Mérida la escuela de párvulos se abrió desde los primeros años, pues ya en 1624 los superiores de San Javier informaban a sus superiores que “lo que más se ha estimado en esta ciudad es la escuela de niños, donde se crían, no sólo aprendiendo a leer, sino aprendiendo la doctrina”.38 Para 1659, en su informe al rey el gobernador de Yucatán anotó que, ante la carencia de otros maestros o preceptores, los jesuitas eran quienes enseñaban “desde el ABC hasta los secretos más escondidos de la escritura, leyendo gramática, artes y teología”.39 Miguel Valle Pimentel, op. cit., 1962, pp. 66 y 75; Carlos R. Menéndez, op. cit., 1977, pp. 91-92. 36 Miguel Valle Pimentel, op. cit., 1962, p. 72. 37 Citado por Pilar Gonzalbo Aizpuru, op. cit., 1990, p. 137. La edad mínima para ingresar a los estudios de gramática, el nivel más básico de la Ratio, era a los siete años. 38 Ibid., p. 212. 39 “Informe del gobernador de Yucatán al rey suplicándole de sustento al colegio de la Compañía de Jesús de esta ciudad de Mérida”, Mérida de Yucatán, 15 de enero de 1659, AGN, Jesuitas I-32, exp. 2, f. 19. 35

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Pero, parafraseando el Deuteronomio, como no sólo de letras vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, las escuelas de niños fueron también el instrumento para proporcionar a los estudiantes jesuitas una estricta formación cristiana desde edades tempranas. En palabras del historiador jesuita Gerard Decorme, las escuelas de primeras letras fueron “un complemento a la familia, donde se enseñaba a rezar, la doctrina cristiana, la buena educación, la limpieza, la piedad más tierna acomodada a la edad, el respeto a los pobres y la caridad fraterna”.40 Y, así como la formación académica era progresiva, la cristiana también, por lo que los niños emeritenses fueron instruidos en recitar y cantar la doctrina cristiana, acompañar a sus preceptores en sus prédicas en la plaza pública y en sus procesiones por las calles junto con los estudiantes de niveles más avanzados, entre otras actividades; éstos, por su parte, se ocupaban también en llevar alimentos y regalos a los enfermos y presos, cumpliendo así algunas de las prácticas de piedad y caridad más características de la Compañía de Jesús.41 Los últimos años del colegio de San Javier fueron complicados. A una situación económica poco favorable y las dudas sobre su legitimidad como universidad se unieron desórdenes internos, la falta de rigor en el otorgamiento de los grados académicos y la intromisión de agentes externos en el claustro ignaciano. Según el padre Agustín de Castro, el rector, el jesuita yucateco Martín del Puerto, gobernaba con poca energía y había hecho a un lado la observancia de las constituciones académicas que debían regir a la institución.42 Las diferencias entre los propios ignacianos entorpecían el funcionamiento de la cátedra de cánones y la instauración de la de leyes. A consecuencia del “universal desorden” imperante, no se cumplían las formas en la concesión de los títulos,“que unas veces se da un grado de un modo y otras de otro”.43 Por otra parte y siguiendo con la visión del padre Castro, la decisión del obispo fray Francisco de Buenaventura Martínez de Tejada de instalar el seminario tridentino, abierto en 1751, en el edificio del otro colegio jesuita de la ciudad, San Pedro, entonces cerrado, y la de su sucesor, el obispo fray Ignacio de Padilla y Estrada, de obligar a la Universidad de San Javier a graduar con los títulos de bachiller, maestro y doctor a los estudiantes del Gerard Decorme, op. cit., 1977, p. 148. Sobre las escuelas jesuitas de primeras letras, véase Pilar Gonzalbo Aizpuru, op. cit., 1990, pp. 159, 160; y Ángel Santos, Los jesuitas en América, Madrid, Mapfre, 1992, pp. 293-295. 41 Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 299-301. 42 Desde 1664 en San Javier se adoptaron las constituciones de la universidad jesuita de Santa Fe de Bogotá. Miguel Valle Pimentel, op. cit., p. 69. 43 Agustín Pablo de Castro, Apuntes sobre la Universidad de Mérida, citado por Miguel Valle Pimentel, op. cit., 1962, pp. 69-70. 40

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tridentino a cambio de una ayuda económica que permitiría la reapertura del colegio de San Pedro, llevó a una permanente competencia entre San Javier y el tridentino y, sobre todo, a que el patriciado local se sintiese con derecho a intervenir en el rumbo de la universidad jesuita; de hecho, la cátedra de leyes nació de esos afanes ya que “quieren los dos cabildos, eclesiástico y secular, fundar y dotar una cátedra de leyes con catedrático extraño”.44 Tales condiciones hicieron imposible la apertura de nuevas cátedras, como las de sagrada escritura y de Santo Tomás propuestas por el padre Castro, aunque igualmente el proceso de expatriación hubiera truncado la ejecución de ambos proyectos. Cuando el 6 de junio de 1767, a las tres y media de la mañana, San Javier fue despertado con la mala nueva del decreto de Carlos III que ordenaba la inmediata expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios que integraban el imperio español,45 los moradores del más antiguo de los colegios jesuitas en Yucatán apenas si llegaban al número de seis —cinco sacerdotes y un coadjutor—, cuando durante siglo y medio su ocupación promedio había sido de ocho religiosos:46 de ellos, 4 se vinculaban directamente con actividades relacionadas con la docencia —cátedras de gramática, cánones, teología moral y escuela de párvulos—, otro más era rector y prefecto de congregación y el sexto se ocupaba primordialmente de actividades relacionadas con la evangelización entre los mayas yucatecos.47

El seminario de San Pedro (Mérida) A casi noventa años de la erección del colegio de San Javier las condiciones existentes dentro del clero yucateco habían sufrido una profunda transformación: los criollos eran ya mayoría en la provincia franciscana de San José de Yucatán,48 que había perdido a manos del clero secular la tercera parte de sus Ibid., p. 68. Debido a contradicciones existentes en los documentos que contenían las instrucciones para el proceso de expatriación, el gobernador de Yucatán, Cristóbal de Zayas, ejecutó la operación antes de la fecha prevista en la Nueva España. ANCH, Jesuitas 280, exp. 1, fs. 1-3. 46 Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. 3, p. 139. AGN, Jesuitas I-32, exp. 2, f. 21. AHPMCJ, Catálogos de la Provincia Mexicana del XI al XIV. Archivo Histórico Nacional de España, Clero-jesuitas, 97-21, doc. 1 (en adelante AHNE). 47 Rafael Zelis, Catálogo de los sujetos de la Compañía de Jesús que formaban la provincia de México el día del arresto, 25 de junio de 1767, México, Imprenta de I. Escalante y C.A., 1871, p. 129, y ANCH, Jesuitas 280, fs. 13-14. 48 Para 1684, de 120 frailes seráficos, 78 pertenecían a la facción criolla. Archivo General de Indias, Sección Escribanía de Cámara, 308A (en adelante, AGI, Escribanía), memoria 44 45

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doctrinas de indios y con ellas su posición dominante en la administración parroquial indígena.49 El aumento de parroquias seculares llevó también a un crecimiento del clero diocesano, formado preferentemente en las aulas de San Javier, institución que a duras penas podía satisfacer sus necesidades, habida cuenta de sus continuos problemas económicos y falta de personal. La “grande falta de literatura” de los eclesiásticos y las carencias del colegio de San Javier fueron los principales argumentos que en 1696 esgrimió el obispo fray Antonio de Arriaga al solicitar a la corona su autorización para la fundación de un “colegio seminario en aquella ciudad [Mérida] donde se educasen y estudiasen los hijos de ella”.50 El proyecto de Arriaga adquirió contornos más precisos gracias al bachiller Gaspar Apolinar de Güemes, quien, mediante carta fechada el 21 de abril de 1699, comunicó al provincial jesuita, padre Francisco de Arteaga, su deseo de erigir un colegio seminario que, bajo “el título del Príncipe de los apóstoles señor San Pedro”, estuviese a cargo de dos sacerdotes de la Compañía de Jesús, uno para leer la cátedra de teología moral y el otro para encargarse de la clase de mínimos y menores.51 Para tal efecto, Güemes, como único heredero del capitán Diego Rodríguez del Olmo, prometió apartar 26 000 pesos de su herencia para destinar 12 000 a la manutención de los religiosos y 14 000 para dotar siete becas para “siete colegiales con honra de los siete dolores de la Santísima Virgen Nuestra Señora”. Para completar su oferta, el bachiller Güemes ofreció comprar una casa situada a una calle de la Universidad de San Javier y adaptarla para cubrir las necesidades del colegio seminario y sus habitantes, además de estipular que la nueva institución habría de gobernarse con independencia del prelado de la diócesis de Yucatán.52 El 28 de mayo siguiente el padre Francisco de Arteaga admitió la fundación, dando pie a la firma del respectivo convenio entre la provincia jesuita novohispana y Gaspar de Güemes, el cual se celebró en la ciudad de de los religiosos que tiene esta provincia de la seráfica orden de señor San Francisco de la provincia de Yucatán, 27 de junio de 1684. 49 Adriana Rocher Salas, op. cit., 2003, pp. 603, 604. 50 ANCH, Jesuitas 280, f. 118, real cédula donde se concede licencia para la fundación del colegio seminario de San Pedro y Nuestra Señora de los Dolores, Zaragoza, 20 de abril de 1711. 51 Para el estudio de la gramática latina los jesuitas dividían a sus alumnos según su edad y aprovechamiento, donde los estudios “mínimos” o de minimistas, correspondían a grupos con alumnos a partir de los siete años, a los que seguían los “menores” o menoristas. Delfina López Sarrelangue, op. cit., 1941, pp. 22-23; Pilar Gonzalbo Aizpuru, op. cit., 1990, pp. 137-138; Ignacio Osorio Romero, op. cit., 1979, p. 14. 52 “Escritura de Fundación del Colegio de San Pedro Apóstol y los Siete Dolores de Nuestra Señora”, México, 12 de junio de 1699; ANCH, Jesuitas 280, fs. 124-125. Véase también Cláusula de Testamento de Gaspar de Güemes, s/f. AHPMCJ, caja 43, 1799.

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México el 12 de junio del citado año de 1699.53 Para entonces ya la corona había solicitado a las autoridades civiles y eclesiásticas yucatecas le informasen sobre la conveniencia y utilidad de abrir el colegio solicitado por el obispo Arriaga. Ante las respuestas favorables del nuevo obispo fray Pedro Reyes Ríos de la Madrid y del gobernador Martín de Ursúa y Arizmendi, a las que se unieron las cartas emitidas por el contador real de Yucatán, Juan Fernández de Buendía, del cabildo secular de Mérida y del propio Gaspar de Güemes, a la sazón provisor y vicario general de la diócesis, el 20 de abril de 1711 Felipe V emitió una real cédula mediante la cual otorgaba su licencia para la erección del colegio seminario de San Pedro y los Siete Dolores de Nuestra Señora, “con calidad expresa de que los que entraren en las siete becas que debe haber en el referido colegio seminario hayan de ser hijos de padres nobles y vecinos de esa provincia y sin perjuicio de mi Real Hacienda”.54 De esta forma quedaron establecidos los beneficiarios —“los hijos de padres nobles y vecinos” de Yucatán, “colegiales españoles legítimos”, “la nobleza pobre” de Mérida—, los objetivos —poner solución a la “grande ignorancia en los eclesiásticos [...] así en la educación como en la administración de los sacramentos”—, las cátedras —gramática y teología moral—, además de su imposibilidad de pedir ayuda a la real hacienda, como había sido el caso del colegio de San Javier, beneficiario de dos pensiones de encomienda que le reportaban anualmente 780 pesos, 6 reales.55 La elección de las cátedras que integrarían el programa académico de San Pedro no resulta casual y revela que la dedicación a las letras no era precisamente la mayor de las preocupaciones del clero yucateco. Un mediano dominio de la gramática latina y el estudio de la teología moral a partir de sumas o compendios generales constituían el currículo básico de cualquier aspirante a ejercer la administración parroquial: la primera permitía, entre otras cosas, la lectura de manuales de sacerdotes, literatura eclesial y teológica, mayoritariamente en latín y, sobre todo, la ejecución de los principales rituales de la liturgia católica; y la segunda proveía los rudimentos necesarios para el ejercicio de la actividad en el confesionario: no en balde a la teología ANCH, Jesuitas 280, fs. 122-128. Ibid, f. 119, real cédula donde se concede licencia para la fundación del colegio seminario de San Pedro y Nuestra Señora de los Dolores, Zaragoza, 20 de abril de 1711. 55 La pensión de 500 ducados anuales –equivalentes a 680 pesos, 6 reales- era a beneficio de las dos clases de gramática y la de teología moral. Ibid., f. 57; ANCH, Jesuitas 282, fs. 141212; y Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 298-299. Por otra parte, la de 100 pesos debía servir para el vino de consagrar y el aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento. ANCH, Jesuitas 280, f. 32. 53 54

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moral también se le conocía como “casos de conciencia”. En este sentido, los estudios de teología escolástica, sagrada escritura o derecho canónico constituían poco más que un adorno si no se aspiraba a disputar un puesto en el cabildo catedralicio o una cátedra universitaria. De ahí que no sean de extrañar comentarios como los del obispo Pablo Matos Coronado (17361741), que al hablar de su clero decía: no hay en esta diócesis eclesiásticos distinguidos por su literatura y es raro el que en la teología escolástica llega a la raya de la mediocridad [...] La facultad a que se aplican casi todos es la teología moral en el grado de sumistas, para cumplir con el ministerio parroquial a que únicamente aspiran.56

San Pedro se organizó como un convictorio, con estudiantes becarios y porcionistas.57 Por su carácter de colegio seminario no albergó escuelas de primeras letras ni, por consiguiente, tuvo espacio para los “molestísimos” infantes menores de siete años de que hablaba la Ratio. Para su gobierno se consideró conveniente que uno de sus profesores, el que leía la cátedra de teología moral, fuese también su rector, en lugar de que su gobierno recayese en el rector del vecino colegio de San Javier.58 En 1726 acaeció la muerte de su fundador, Gaspar de Güemes, lo que daría inicio a una continua decadencia económica que culminaría con su cierre temporal a mediados de siglo. La pérdida de los capitales de cuyos réditos anuales se obtenían los recursos para cubrir las dotes de sus profesores se reflejó en la reducción de su personal a un solo religioso.59 El golpe final lo constituyó la quiebra de Juan Luis Baeza, en cuyos bienes se habían AGI, Sección Audiencia de México, 3168 (en adelante AGI, México), “El obispo de Yucatán Francisco Matos Coronado informa de su visita pastoral”, Mérida de Yucatán, 28 de julio de 1737. 57 ANCH, Jesuitas 280, f. 88. Elsa Cecilia Frost, op. cit., 2005, pp. 311-323, ha señalado la dificultad que entraña diferenciar las funciones de las diversas fundaciones jesuitas, en vista del uso indistinto que se dio a los conceptos colegio, seminario y convictorio. Señala el caso del colegio de San Ildefonso de la ciudad de México, donde si bien no había clases propiamente dichas, existían preceptores. Sin embargo, nuestras fuentes apuntan a que en el colegio seminario de San Pedro sí se impartieron cátedras, haciéndolo similar a los modernos internados, donde los estudiantes gozan de casa y escuela. 58 ANCH, Jesuitas 280, f. 145. Las dos opciones fueron consideradas por Güemes a través de su apoderado, Francisco de Ursúa; sin embargo, en última instancia dejó la decisión a la provincia jesuita novohispana. 59 Véase los catálogos trienales de 1730 a 1744 donde aparece con sólo un religioso. Ya para 1748, el colegio seminario deja de aparecer en los catálogos de la Compañía de Jesús en México. AHPMCJ, Catálogos XI, XII, XIII y XIV; también ver Archivum Romanun Societatis IESU, Mexicana 7, fs. 69, 149, 217, 218, 289 y 290 (en adelante ARSI). 56

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situado 15 000 de los 26 000 pesos donados por Güemes, con lo cual resultaba del todo imposible ya no sólo asegurar el sostén de los religiosos, sino la continuidad de las becas, por lo que el colegio seminario se vio obligado a cerrar sus puertas. El panorama de San Pedro cambiaría con la llegada a la mitra yucateca del fraile agustino Ignacio de Padilla y Estrada. Durante su gobierno episcopal (1753-1760) dio notable impulso a la formación de los miembros del clero diocesano, especialmente después de la entrega al clero secular de 10 de los curatos de regulares —nueve de franciscanos y uno de dominicos—60 en obedecimiento a la real cédula del 1º febrero de 1753.61 Sin embargo, su actuación en el proceso secularizador le valió duras críticas desde diversos sectores de la sociedad y gobierno yucatecos. Ante los ecos que esos cuestionamientos comenzaron a tener en Madrid, Padilla defendió sus actos desacreditando el trabajo parroquial del clero regular, particularmente de los franciscanos, a quienes acusó de mantener sus doctrinas mal atendidas, a sus feligreses insuficientemente instruidos en los dogmas y misterios de la fe, y a sus iglesias en condiciones materiales precarias.62 Sin embargo, era difícil sostener sus argumentos si el clero secular, además de insuficiente en número, también lo era en cuanto a su formación: con una descripción que recuerda a la de su antecesor en la mitra yucateca (Francisco Matos Coronado), en 1757 fray Ignacio refería que los 75 clérigos sacerdotes residentes en Mérida, “no habiendo podido tener estudios formales se quedaron con sólo su gramática y una suma moral”; además, añadía, “los iniciados de orden sacro en todo el obispado apenas son doce, pues tengo detenidos otros pretendientes por ver si consigo adelanten más en los estudios”.63 Fray Ignacio se enfocó primeramente a fortalecer el seminario conciliar de San Ildefonso, fundado en 1751 por su antecesor fray Francisco de Buena60 Antes de las secularizaciones, en la diócesis de Yucatán el clero secular mantenía 42 parroquias, la provincia franciscana de San José de Yucatán 30 y la provincia dominica de Guatemala una, la de Tacotalpa, ubicada en Tabasco. Sobre el proceso secularizador en Yucatán, véase AGI, México 2601. 61 Mediante real cédula de 4 de octubre de 1749, Fernando VI ordenó la entrega al clero secular de todos los curatos administrados por regulares en las diócesis de México y Lima. Con la del 1º de febrero de 1753 se extendió el proceso a todas las parroquias del imperio español en América. Al respecto, véase David Brading, Una Iglesia asediada. El obispado de Michoacán, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 77-97. 62 El obispo de Yucatán al rey. Mérida de Yucatán, 26 de octubre de 1755. AGI, México 1031. 63 Visita del obispado de Yucatán hecha por su obispo el Ilustrísimo señor doctor don fray Ignacio de Padilla, de diciembre de 1756 a abril de 1757, Mérida de Yucatán, 18 de agosto de 1757, AGI, México 1031.

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ventura Martínez de Tejada. Padilla concluyó y amplió las instalaciones del también conocido como seminario tridentino, hasta entonces inquilino del edificio del colegio jesuita de San Pedro; además, reformó sus constituciones, erigió cátedras de gramática latina, filosofía y teología, mandó traer a dos profesores de Puebla para leer filosofía y teología y aumentó el número de becas de 6 a 18, invirtiendo para esos fines un capital de 11 000 pesos.64 Una vez encaminado el seminario conciliar, el obispo Padilla volteó sus ojos al arruinado colegio de San Pedro. Consciente de que su cierre había sido ocasionado por la desaparición de los capitales que soportaban las dotes de maestros y becarios, fray Ignacio inyectó nuevos recursos a la institución al dotar cuatro becas para igual número de colegiales, entregar 800 pesos para completar la renta de sus profesores y otros 200 más para el arreglo de su deteriorado edificio. Las dos primeras becas se establecieron el 7 de enero de 1756, y fueron soportadas por un principal de 2 000 pesos cada una, cuyos 4 000 pesos en total se cargaron a las rentas del seminario tridentino.65 Las segundas, también con un capital global de 4 000 pesos, se crearon el 27 de julio de 1758 mediante la reducción de la obra pía fundada en 1640 por el presbítero Pedro Sánchez de Aguilar.66 La generosidad del obispo Padilla no era gratuita ni únicamente producto de su estimación hacia la Compañía de Jesús, puesta de manifiesto en sus informes a la corona y al papado, y en el apoyo continuo a los demás colegios jesuitas de la península; ante todo, estaba su necesidad de fortalecer al clero, pues, como él mismo señala en las escrituras de fundación de las cuatros becas, era “propio de su pastoral obligación el cooperar cuanto sea posible a la enseñanza y buena educación de la juventud de que depende el que después se hallen buenos sujetos capaces y hábiles al gobierno del público cuidado de las almas, servicio de Dios y de su Iglesia”. Y que era el clero diocesano el directo destinatario de sus afanes se aprecia no sólo en el impulso dado al seminario conciliar, sino en las condiciones que impuso a la Compañía de Jesús para hacer efectiva la entrega de los capitales prometidos. Justo Sierra O´Reilly, Fastos de la historia peninsular, compilado por Raúl Pavón Abreu, Campeche, Universidad Autónoma de Campeche, 1995, pp. 289-290. 65 “Escritura de fundación de dos becas en el colegio de San Pedro con la dotación de cuatro mil pesos otorgada por el ilustrísimo señor don fray Ignacio del Sagrado Orden de San Agustín, obispo de Yucatán”, ANCH, Jesuitas 280, fs. 152-159. 66 Ibid., fs. 161-168, “Testimonio de un auto con fecha de 27 de julio de 1758 del ilustrísimo señor don fray Ignacio de Padilla, obispo de Yucatán, sobre la reducción de la obra pía que fundó el bachiller don Pedro Sánchez de Aguilar en la fundación de dos becas con la dotación de dos mil pesos cada una, para dos colegiales de San Pedro.” 64

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Aparte de establecer la obligación de la Universidad de San Javier de otorgar a los alumnos del seminario conciliar los grados de bachiller, maestro y doctor en filosofía, teología y cualesquiera otros estudios que se abriesen con posterioridad, Padilla aseguró la participación del gobierno diocesano en los asuntos de San Pedro al poner el patronato de las becas anexo a la mitra yucateca. Los estudiantes del tridentino que quisieran graduarse en San Javier lo harían pagando las mismas propinas y sustentando el mismo examen que los alumnos de San Pedro, señalando como única diferencia que los primeros podrían defender opiniones de la escuela tomista, predominante en San Ildefonso. La condiciones de acceso a las becas no distaban mucho de las impuestas medio siglo antes por Gaspar de Güemes: el aspirante debía ser “natural de este obispado, bautizado en alguna de sus pilas, hijo natural y legítimo nacido de legítimo matrimonio de padres cristianos, limpios de toda mala raza y españoles puros, y que sea virtuoso, temeroso de Dios y bien inclinado... [y] pobre que necesite el beneficio de esta dotación”.67 En el caso de las becas cuyos principales provenían de la obra pía fundada por Pedro Sánchez de Aguiar, se estableció como posibles beneficiarios, en orden decreciente, a los parientes del fundador, los nativos de la villa de Valladolid o los nacidos en la península de Yucatán.68 Previendo que sus condiciones diesen lugar a conflictos entre la diócesis y la Compañía de Jesús, el obispo Padilla se ocupó en aclarar que los becarios estarían, “en todo y por todo”, bajo la autoridad del rector de San Pedro, además de estar exentos de acudir a los servicios en la catedral, a lo que sí estaban obligados los estudiantes del tridentino. Las prevenciones del obispo Padilla se quedaron cortas, pues no pudieron evitar que, como vimos anteriormente, además de sembrarse la semilla de la rivalidad entre el seminario tridentino y la universidad jesuita, se alimentara la ambición de ciertos sectores locales, el cabildo eclesiástico entre ellos, de intervenir en los asuntos académicos del colegio de San Javier. Sin embargo, su acción cumplió con su cometido y San Pedro fue reabierto atrayendo no sólo a los aspirantes a ocupar sus becas, sino a otros jóvenes dispuestos a pagar por sus gastos de manutención. Así, al levantarse la aldaba que cerraba sus puertas, junto con los becarios entraron a San Pedro 20 porcionistas, cuyas colegiaturas servirían para oxigenar las aún precarias finanzas del colegio seminario.69 “Escritura de fundación de dos becas...”, f. 154. “Testimonio de un auto...”, 1758, f. 166. 69 AGI, México 1031, “Visita del obispado de Yucatán hecha por su obispo el ilustrísimo señor don fray Ignacio de Padilla, de diciembre de 1756 a abril de 1757”, Mérida de Yucatán, 18 de agosto de 1757. 67 68

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No obstante la cantidad de recursos que las fundaciones y donativos del obispo Padilla inyectaron al colegio de San Pedro, éste continuó en un estado precario, similar al del resto de los colegios ignacianos de la península yucateca. Así, de dos nuevas becas dotadas con 2 000 pesos cada una por el contador Diego de Anguas, sólo pudo erigirse una, toda vez que los restantes 2 000 pesos los debía el colegio de San José de Campeche, que estaba “en insolvencia”.70 Por otra parte, durante un tiempo, sus dos profesores fueron tomados del personal del colegio de San Javier, que de ese modo pasó de 8 a 6 religiosos. Entonces, la existencia de dos colegios jesuitas en Mérida se hizo un asunto más formal que real, toda vez que las cátedras que durante décadas integraron el currículum de la Universidad de San Javier se dividieron entre ambas instituciones, sin abrir una nueva, como podría esperarse de la reapertura del, ya para ese momento, conocido como colegio de San Pedro y San Pablo. De esta manera, en San Javier se impartían cánones, teología moral y la clase de mínimos, menores y medianos, además de la escuela de párvulos, donde se enseñaban las primeras letras y doctrina cristiana; en tanto, en San Pedro había un profesor de teología escolástica y otro de mayores y retórica. La situación se mantendría aún en el corto lapso en el que San Javier recuperó su ocupación habitual de 8 religiosos.71 Al momento de la expatriación, el colegio seminario de San Pedro contaba con dos profesores, los sacerdotes Pedro de Iturriaga y Mariano Antonio Poveda, y 26 seminaristas, “los cinco dotados, cuatro por la sagrada mitra y uno por el contador don Diego de Anguas, seis que se mantienen de limosna y los demás pagando con diversidad sus alimentos”.72

La residencia San José (San Francisco de Campeche) La villa y puerto de San Francisco de Campeche era la segunda población en importancia de la gobernación de Yucatán. Por su condición natural de puerto de mar y la pobre incidencia de la encomienda, el repartimiento y demás mecanismos de explotación de la mano de obra y tributo indígena, tuvo ANCH, Jesuitas 280, fs. 84-86 y 292, f. 254. Las becas dotadas por Diego de Anguas se fundaron vía legado testamentario, ejecutado por su albacea, el jesuita Francisco Javier Yáñez, quien tomó parte de los capitales para saldar deudas del colegio de San José de Campeche, del cual fue rector de 1750 a 1761. 71 Catalogus Personarum et oficiorum Provincia Mexicanae Societatis Jesu In Indias 1764. AHNE, Clero-jesuitas 777-6 y AHPMCJ, Catálogo XIV. Esa distribución continuaría hasta el momento de la expatriación. Rafael Zelis, op. cit., 1871, p. 129. 72 Idem., y ANCH, Jesuitas 280, f. 84. 70

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que construir patrones económicos, sociales y culturales diferenciados del resto de la península yucateca. El prestigio y el honor se ganaban mediante la acumulación de riqueza y la compra de un cargo en el cabildo; la riqueza, a su vez, se obtenía con la participación en actividades comerciales y, en segunda instancia, con las vinculadas al sector marítimo y la construcción naval. Sin embargo, su peculiaridad dentro del marco regional no significó que San Francisco de Campeche fuese ajeno a él: al fin y al cabo, los productos y capitales que animaban su comercio provenían del entorno emeritense, los que a su vez se obtenían y concentraban a partir de la encomienda, el repartimiento y las obvenciones parroquiales. La sociedad porteña tampoco careció de aspiraciones nobiliarias o de esquemas de estratificación social basados en la limpieza de sangre; antes bien, ambos mundos convivieron dando pie a un cuerpo social de mentalidad práctica y mercantilista, pero animado por los latidos de un corazón de antiguo régimen.73 Ese carácter sui generis se vinculó también con la precariedad de la vida en el puerto. Ya fuera por la amenaza filibustera o la falta de oportunidades que caracterizó al entorno yucateco, la población local creció de manera lenta y discontinua; la importante presencia de los inmigrantes en sus capas sociales altas, incluso en fechas tan tardías como finales del siglo xviii,74 pone de manifiesto una continua movilidad demográfica que impedía, entre otras cosas, la creación de vínculos estrechos entre el habitante y su espacio habitado. Esta situación llevó a que el sector que hoy definimos como “sociedad civil” se involucrase poco en tareas o proyectos para el beneficio de la comunidad. Y si consideramos que, en buena medida, las instituciones eclesiales, entre las que podríamos contar las educativas, tenían a los fieles y no al Estado o a la propia Iglesia como su principal motor impulsor, no es de extrañar que San Francisco de Campeche llegara al siglo de las luces huérfano de instituciones de enseñanza, pues una residencia de estudios menores implantada por la Compañía de Jesús en 1657 tuvo una existencia fugaz, ya que al año siguiente la corona ordenó su cierre y la demolición de lo construido con ese fin.75 73 Al respecto, véase Manuela García Bernal, op. cit., 1978, pp. 430-432; Victoria González Muñoz, op. cit., 1994, pp. 267-276; y Ana Isabel Martínez Ortega, op. cit., 1993, pp. 200-207. 74 Ana Isabel Martínez Ortega, op. cit., 1993, pp. 115-119. 75 “Carta del gobernador de Yucatán Francisco de Bazán”, 6 de octubre de 1658, AGI, México, 360, n. 68. Por otro lado, según el padre Francisco Javier Yáñez, el fracaso de esa primera fundación se debió a una denuncia franciscana en el sentido de que los jesuitas mantenían casa e iglesia sin contar con la licencia real; véase su “Relación completa de las diligencias practicadas para conseguir y fundar esta residencia de la Compañía de Jesús que tiene por título de Señor San Joseph de Campeche”, 1752, en AGN, Jesuitas, 1-32, exp. 1, f. 1. Véase también Francisco Javier Alegre, op. cit, 1956-1960, t. III, p. 236.

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En 1706 María de Ugarte solicitó al provincial de la Compañía de Jesús enviara a Campeche a dos religiosos para encargarse de la educación de la juventud, ofreciendo a cambio dar 2 000 pesos en reales para la construcción de “clases y aposentos y lo demás que con dichos reales pudieran hacer”, proporcionarles techo y sustento durante el tiempo que durase la obra y, a su muerte, legar todos sus bienes al colegio.76 La oferta no obtuvo la respuesta deseada, pero cinco años después el capitán José de Santellín, comerciante avecindado en Veracruz, envió a Juan José de Sierra como su representante para inquirir si doña María seguía interesada en el proyecto “de coadjutar a la fundación de un hospicio donde asistiesen tres religiosos de la Compañía de Jesús para que diesen estudios menores a los hijos de vecinos de esta villa” para, en su caso, apoyarlo prontamente con 8 000 pesos, dejando pendiente la entrega de otros 6 000, lo que ocurriría con posterioridad a su muerte.77 La respuesta positiva de doña María y su voluntad de añadir a su oferta original diez casas, nombrar a la Compañía de Jesús como su única heredera y cederle la ermita de San José, de la cual era patrona, “con todo el ornato y alhajas que en ella se hallan”, iniciaron un proceso que, contando con el apoyo del cabildo local, del obispo fray Pedro Reyes y del gobernador Fernando de Meneses y Bravo de Sarabia, culminó el 30 de diciembre de 1714, con una real cédula de Felipe V autorizando la fundación de “un hospicio en que se mantengan y residan continuamente tres religiosos de la Compañía de Jesús, el uno coadjutor, para que se dedique a enseñar a leer y escribir y los otros dos sacerdotes para la enseñanza de la doctrina, confesar, predicar y ser maestros de gramática”.78 El hospicio, en palabras de Santellín y de la corona española; residencia o colegio incoado, en los términos de la Compañía de Jesús,79 tendría a San 76 “Carta de doña María de Ugarte al padre provincial”, Campeche, 4 de octubre de 1706, AGN, Jesuitas I-12, exp. 445, f. 2972. 77 Años antes, doña María de Ugarte había enterado al capitán Santellín de sus intenciones mediante una carta de la que no se hizo mención de su fecha ni se abundó mayormente en su contenido. Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 2; Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. IV, p. 238. 78 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, fs. 5-6. Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. IV, p. 241. 79 Residencia. Título dado temporalmente a casas hasta que lograsen las condiciones para regular un colegio; mientras, funcionaban como centros de ministerios apostólicos. A la fundación inicial, le seguía la apertura de cursos de gramática; hasta que la fundación económica se había vuelto suficiente, se abrían nuevos grupos y se definía como colegio. También se le conocía como colegio incoado o iniciado, para diferenciarlo del colegio universitario, en el que se impartía la enseñanza superior, cursos de filosofía y de teología. Glosario gesuítico. Guida all’intelligenza dei documenti, Roma, 1992, pp. 15 y 49.

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José como su patrono y a los hijos de Campeche como sus beneficiarios. Como se aprecia a simple vista, sus miras eran mucho más modestas que la de los colegios emeritenses: sólo enseñanza básica, nada de facultades intermedias como filosofía, ni mucho menos de las mayores, como teología o cánones. Sin embargo, tiene lógica tanto por la relativa cercanía de San Javier y San Pedro, como por el menor poder económico de la sociedad porteña, sobre quien tendría que recaer la responsabilidad de mantener cátedras y catedráticos. Por otra parte, la formación de un clero competente para la administración de los sacramentos era una demanda menos imperiosa por el bajo número de curatos en el territorio campechano, producto, a su vez, de la escasa demografía tanto española como indígena y de otros grupos étnicos, que no estaba en condiciones de cubrir las congruas necesarias para el sostenimiento de un clero parroquial más nutrido.80 Hecha efectiva la fundación con el arribo a Campeche de tres religiosos a cargo del padre Diego Vélez, que pocos días después sería enviado como misionero al Petén entrando en su lugar el padre Marcos Zamudio, los jesuitas se aprestaron a iniciar el cumplimiento de sus tareas, no sin antes enfrentar situaciones dificiles provocadas por la animadversión de sus opositores y el incumplimiento de sus benefactores. La cofradía de San José, integrada por carpinteros y calafateros de ribera, se inconformó con la entrega a los ignacianos de la ermita de San José. La exhibición de las constituciones de la cofradía, que en su artículo 21 preveía la entrega del templo a la Compañía de Jesús en caso de que fundaren en Campeche iglesia y colegio, zanjó parcialmente el problema pero no impidió que durante algunos años tuviesen que compartir la posesión de la ermita.81 Tampoco el vicario in capite, Cristóbal de Insausti, ni algunos religiosos provenientes de Las Canarias “que vagos se hallaban en esta villa [Campeche]” se mostraron afectos a los ignacianos, el primero “por su natural pusilanimidad” y los segundos por temor a ver reducidas sus limosnas de misas y sermones.82 80 A comienzos del siglo XVIII en San Francisco de Campeche había sólo dos curatos: la parroquia secular de españoles, dedicada a la Inmaculada Concepción, y la doctrina de indios de San Francisco, a cargo de la religión seráfica. En el resto del territorio de la provincia de Campeche se encontraban otras 8 doctrinas de indios, de las cuales cuatro eran administradas por clérigos y cuatro por frailes franciscanos. En contraste, en el resto de la diócesis, tan sólo los curatos franciscanos duplicaban cómodamente esas cifras, al alcanzar la suma de 24 doctrinas ubicadas en su mayoría en la provincia de Mérida y, en menor medida, en la de Valladolid. 81 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, fs. 7-8; Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. IV, pp. 242-243. 82 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 8.

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Pero lo que más golpeó a la nueva fundación fue el incumplimiento de sus fundadores. Doña María de Ugarte no entregó los dos mil pesos en reales, y Santellín se hizo humo, recibiéndose de él únicamente los mil pesos producto del embargo de una casa propiedad de su apoderado y deudor, Juan José de Sierra. En consecuencia, todo el ingreso de San José provenía de la renta de las diez casas donadas por doña María, cantidad apenas suficiente para mantener a los religiosos pero no para edificar ni el colegio ni su casa habitación.83 En ese “estado de indigencia se hallaba la residencia” cuando en 1720 “Dios fue servido llevarse para sí” a doña María de Ugarte, con lo que la residencia de San José pudo entrar en posesión de una estancia de ganado mayor, tres casas y alguna plata labrada, que juntos tenían un valor de ocho mil pesos, disminuidos a tres mil por las deudas y otro tipo de gravámenes que soportaban.84 Pero lo que aclararía el camino del colegio de San José sería la intervención del obispo Juan Gómez de la Parada (1716-1728), cuya protección y generosidad permitieron la sobrevivencia de la tambaleante residencia. Gómez de la Parada solucionó los conflictos con los carpinteros trasladando la sede de su cofradía a la iglesia parroquial; a los religiosos canarios los expulsó de su diócesis embarcándolos de nuevo a sus conventos de origen y al vicario in capite le dejó en claro su afecto por los ignacianos y su obra. Pero lo que terminaría de granjearle los títulos de “bienhechor más insigne de nuestra residencia... [y] su fundador” serían sus donativos económicos, que ascendieron a más de 20 mil pesos, y que permitieron la construcción de la casa habitación de los religiosos, la cual dotó con cinco casas valuadas en cinco mil pesos, a las que todavía añadiría mejoras que incrementaron considerablemente su valor. Todavía antes de abandonar la diócesis para dirigirse a su nuevo encargo como obispo de Guatemala dejó una libranza de dos mil pesos para destinarla a la construcción de una nueva iglesia.85 A la generosidad de Gómez de la Parada se unió la de otros benefactores, laicos y eclesiásticos, como nuestro ya conocido obispo fray Ignacio de Padilla,86 que dieron a la residencia la solvencia económica necesaria para Ibid., f. 9. Loc. cit.; Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. II, p. 272. Los jesuitas no conservaron ni las casas ni la estancia legadas por doña María de Ugarte; ambas fueron intercambiadas por casas que les proporcionarían mayores rentas a causa de su mejor ubicación. ANCH, Jesuitas 270, fs. 230 y 256. 85 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 11. 86 Fray Ignacio les dio un donativo de 3 000 pesos para aplicarlos en la construcción de la nueva iglesia de San José, iniciada en 1735. “Visita del obispado de Yucatán hecha por su 83 84

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cumplir con la misión que se le había encomendado. La escuela de primeras letras fue, como en el caso del colegio de San Javier, muy demandada: en 1752 tenía 60 niños y en 1760 llegó a contar con 106 pequeños. Por su parte, en 1752 había en la clase de gramática 40 jóvenes, pero el año lo habían iniciado 50, de los que 10 se fueron a Mérida para cursar artes; ya para 1760 los gramáticos disminuyeron a 32.87 Y, no obstante ser un colegio de estudios menores, la premisa de formarlos integralmente como buenos cristianos permanecía incólume, por lo que los niños y jóvenes de San José participaban de aquellas actividades piadosas y caritativas que tanto agradaban a la Compañía de Jesús, de entre las que destacaban los eventos cuaresmales, de los que formaba parte la procesión de la doctrina cristiana de los jueves, donde entre cantos y salmodias los alumnos de San José avanzaban por las principales calles de Campeche hasta concluir en la parroquia o en la iglesia donde se fuera a dar el sermón y plática del día.88 A semejanza de los colegios de Mérida, los últimos años de San José fueron en extremo complicados. Su incursión en el negocio de la explotación y venta de maderas preciosas, motivada por un bienhechor que les legó una hacienda con generosos bosques maderables, resultó un fracaso total, que lo llenó de deudas y obligó a tomar para sí o sus socios los capitales de obras pías o de herencias a su cargo.89 Parecía que su destino sería el mismo que alguna vez tuvo el colegio de San Pedro, pero la expatriación no dio tiempo para ese desenlace. El 6 de junio de 1767 sus dos sacerdotes, Agustín Javier Palomino y José Frejomil, serían arrestados y conducidos, junto con sus hermanos de Mérida, a La Habana, para de ahí tomar otro barco que los llevaría a su nueva morada en algún lugar fuera de los dominios de su católica majestad, el rey de España Carlos III.90

Para el universal consuelo de las almas Para nadie era un secreto que los colegios de la Compañía de Jesús servían a otros fines, aparte de la enseñanza de la juventud; antes bien, lo extraño obispo Ignacio de Padilla, de diciembre de 1756 a abril de 1757”, Mérida de Yucatán, 18 de agosto de 1757, AGI, México 1031. 87 Ibid., f. 14. Carta de Agustín Javier Palomino al provincial Pedro Reales, Campeche, 16 de septiembre de 1762, AGN, Jesuitas I-12, exp. 613, f. 3652. 88 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 15. 89 Fue el caso de la herencia del capitán Diego de Anguas y de los capitales de una obra pía para dotar a huérfanas. Ver nota 70 y AGN, Jesuitas I-12, exp. 612, f. 3649. 90 ANCH, Jesuitas 280, f. 9.

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hubiera sido lo contrario, pues así como era inútil la sapiencia sin virtud, igual de fútil resultaría una institución eclesiástica que se ocupara de lo humano más no de lo divino. Con toda naturalidad, las reales cédulas que conceden las licencias de fundación para los tres colegios jesuitas de Yucatán obligan a los jesuitas a encargarse de esa doble misión, cumpliéndose así el regio deber de velar por la felicidad de los súbditos y, al ser imposible la felicidad sin Dios, entonces le correspondía “como primer cuidado de mi católico celo al servicio de Dios el que todos mis vasallos logren el consuelo, alivio y utilidad espiritual y temporal que necesitan”.91 La atención prestada a las cosas del mundo o a las del espíritu en los documentos fundacionales de los institutos ignacianos yucatecos no será uniforme: de ese modo, si para el caso de la residencia de San José se pone especial énfasis en la predicación evangélica y la administración de los sacramentos, cuando de San Javier y San Pedro se trata, las especificaciones recaen en cátedras, catedráticos y colegiales. Las diferencias no son casuales; al fin y al cabo, San José sólo vería por la educación inicial, mientras los otros dos cargarían sobre sus hombros la alta responsabilidad de formar a los eclesiásticos que, a su vez, se pondrían al servicio del cuidado de las almas, de Dios y de su Iglesia. Las metas de la Compañía de Jesús, no obstante, iban más allá de la predicación evangélica y la administración de los sacramentos. La lucha contra la propagación del protestantismo permeó sus ideales, contenidos, estructura y actuación. Así se comprende mejor, por ejemplo, la apertura del colegio de San José de Campeche: la dote ofrecida por sus fundadores era de poco más de 22 mil pesos, de los cuales 14 mil eran inciertos, toda vez que Juan José de Sierra, apoderado del capitán José de Santellín, nunca presentó un instrumento legal que probase el compromiso de su representado para con la fundación de un colegio de estudios menores en Campeche. Aun así, la Compañía de Jesús dio su visto bueno a la residencia, como lo había hecho medio siglo antes, en 1657, cuando los expulsaron de la villa por carecer de la necesaria licencia real.92 ¿Por qué ese interés por un puerto con una mediana e inestable población, de mediocres ingresos y expuesto al constante peligro pirata? La respuesta la da Francisco Javier Alegre en una pequeña síntesis de la historia de la residencia de San José de Campeche: 91 Real cédula de fundación del colegio de San José inserta en Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, fs. 5-6. 92 Esa primigenia residencia nació a instancias del provincial jesuita Andrés de Rada que, de visita en Mérida, accedió a los ruegos de las autoridades civiles y eclesiásticas de la región en el sentido de procurar una misión que sirviera de primera piedra para el establecimiento de una institución más estable y formal. Francisco Javier Alegre, op. cit., 1956-1960, t. IV, p. 236.

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siendo aquel un puerto que, o ya por las presas que se hacen en Baliz [Belice] o por los ingleses del asiento, es frecuentado de herejes. Como estos solían con aquella gente de ambos sexos hablar en puntos de religión, por la ignorancia de la gente hallaban más fácil entrada así para hablar en materias de religión como para sembrar al descuido algunos de sus errores.93

Era por tanto imperativo para los jesuitas hacer, como hicieron una vez erigido San José con todas las formalidades que imponían las leyes indianas, su parte por la conservación “de la pureza de nuestra fe”. Varias fueron las líneas de acción seguidas por los jesuitas para proporcionar el universal consuelo a las almas yucatecas. La administración de los sacramentos, la difusión de devociones particulares, la fundación de congregaciones, la prédica pública, y las misiones urbanas fueron los caminos escogidos y puestos en ejecución desde la primera misión que llegó a Yucatán en 1605. Incitar a la práctica de la confesión y comunión constituyó una preocupación central de los jesuitas yucatecos, como lo fue para sus hermanos en la Nueva España y en el resto de las provincias jesuíticas. Si en Mérida se avivó “la frecuencia de los Santos sacramentos de la confesión y sagrada comunión”,94 particularmente en el periodo cuaresmal “por lo mucho que en ella predican”,95 en Campeche el confesionario era diario y continuo, “dando al mismo tiempo todas las confesiones que se piden sin haberse verificado se niegue alguna, aunque sea pedida en hora incómoda”, aumentando la frecuencia de las comuniones al grado de que sólo en la iglesia de San José se gastaban “un mil formas cada mes”.96 La atención a enfermos terminales trajo consigo arrepentimientos, conversiones, vocaciones sacerdotales y nuevos caudales para los ignacianos. A poco años de fundado el colegio de San Javier ocurrió que “un mancebo muy galán y travieso” enfermó súbitamente y fue llevado a la iglesia jesuita, donde “haciendo una confesión muy de propósito, de allí en adelante mudó de vida e intentos. Vistióse de hábito clerical... y fue motivo de muchas alabanzas a Dios por el caso”.97 También el vicario in capite de Campeche, Cristóbal de Insausti, siempre desafecto a la Compañía de Jesús, tuvo que recibir de los ignacianos la noticia de la enfermedad que acabaría con su vida; recuperado de su inicial turbación, Noticias de la residencia de Campeche. Probablemente 1728. AGN, Jesuitas III-16, exp. 10. Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, p. 293. 95 Visita del obispado de Yucatán hecha por su obispo Ignacio de Padilla, de diciembre de 1756 a abril de 1757, Mérida de Yucatán, 18 de agosto de 1757, AGI, México 1031. 96 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, fs. 14-15. 97 Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, p. 297. 93 94

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se confesó e hizo testamento donde distribuyó sus bienes entre los pobres y la Iglesia. Su hermana, doña Josefa, se convirtió en bienhechora de la residencia y fundó el septenario de San José y la novena de Nuestra Señora de los Dolores, dotándolos con 4 000 pesos.98 Varias fueron las devociones que la Compañía de Jesús difundió durante el siglo y medio que permaneció en Yucatán. Entre las primeras, por supuesto, las de San Ignacio y San Francisco Javier. Según Pérez de Rivas, la devoción a San Ignacio se promovió con medallas e imágenes, que fueron usadas principalmente por las parturientas para asegurar alumbramientos felices.99 En la centuria siguiente pareció decaer el culto a San Ignacio, mas no el de San Francisco Javier, a quien se dedicaban sermones, panegíricos y novenas;100 en Campeche “el apóstol de las Indias, príncipe del mar” también recibía generosas limosnas por parte de algunos armadores de barcos.101Además, los jesuitas dieron gran importancia a San Luis Gonzaga y a las advocaciones marianas de la Inmaculada Concepción, Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora de los Dolores y la Madre Santísima de la Luz, estas dos últimas traídas a Yucatán por los propios ignacianos. En menor medida, también tuvieron presencia en sus iglesias y fiestas San Francisco de Borja y San Juan Nepomuceno.102 El establecimiento de congregaciones ocurrió apenas fundado el colegio de San Javier. Eran estas agrupaciones los vehículos más escogidos para que la Compañía de Jesús incorporara a sus fieles de manera activa a su organización, imbuyéndolos de su espíritu, disciplina, devociones y prácticas piadosas.103 La primera que se erigió en Yucatán fue la de la Anunciata, que promovía entre sus congregantes la asistencia a pláticas los domingos por la tarde, la frecuencia de los sacramentos, la celebración de Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 16. Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 301-302. 100 Cartas dirigidas al padre provincial Agustín Carta por el padre Agustín Palomino con un informe sobre el estado del colegio de San Francisco Javier, Mérida, 21 de enero de 1758, AGN, Jesuitas I-35, exp 101, f 224. La mención de sermones en su honor se encuentra dispersa en ANCH, Jesuitas, 270. 101 Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 9. 102 Al respecto véase los inventarios de los objetos en los edificios e iglesias de San José, San Pedro y San Javier contenidos en ANCH, Jesuitas 270, fs. 11-13; ANCH, Jesuitas 280, fs. 40-53, 65-72, 83-84. También sobre Nuestra Señora de los Dolores, “Relación completa...”, f. 16. 103 Sobre las congregaciones jesuitas como vehículos transmisores de una determinada disciplina social, véase Federico Palomo, “Disciplina Cristiana. Apuntes historiográficos en torno a la disciplina y el disciplinamiento social como categorías de la historia religiosa de la alta edad moderna”, en Cuadernos de Historia Moderna, núm. 18, Madrid, 1997, pp. 132-133. 98 99

para lo divino y para lo humano: los colegios jesuitas de yucatán

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fiestas marianas y la caridad hacia enfermos y presos.104 Más adelante, en fecha que desconocemos, se fundó la congregación de Nuestra Señora de Loreto y los Dolores, que a mediados del siglo xviii quedaría únicamente como congregación de Nuestra Señora de los Dolores. La congregación alcanzó bastante entidad: tenía sus propios fondos —que para 1758 alcanzaban los 8 000 pesos—, y una capilla en la iglesia de San Javier. Sus actividades incluían el rezo de la novena de San Javier, los ejercicios dominicales de la Buena Muerte a los que seguían pláticas de doctrina cristiana y, el cuarto domingo de cada mes, un sermón moral.105 En Campeche en 1733 se fundó la Congregación de la Buena Muerte106 y tenía como fin conseguir “la eterna salud que [se] desea en el momento terrible de que depende la eternidad”.107 A pesar de que contó entre sus miembros a “los principales de esta villa”, la congregación tuvo muchos problemas, debido en gran parte a los achaques del operario que fungía como prefecto y que en casi 20 años no pudo ser sustituido debido a la carencia de personal por parte de la provincia jesuita mexicana; su situación en parte fue resuelta en 1756, cuando un congregante donó una hacienda valuada en 7 000 pesos con el fin de que sus rentas sirvieran para sostener a un religioso que actuase como prefecto de la congregación.108 La predicación en plazas y demás espacios públicos y las misiones urbanas fueron medios para difundir la palabra y el mensaje divino entre aquellos que, por voluntad o por falta de ministros, permanecían apartados de la Iglesia y sus sacramentos. Las misiones traían frutos diversos, entre ellos el más destacado sería la fundación de los colegios de San Javier y de San José; también servían para arreglar problemas familiares y desterrar odios ancestrales; en Campeche, además, los ignacianos trabajaban entre los marineros y demás viajeros viandantes que llegaban al puerto, ya “en la administración de la penitencia o ya con la dirección en casos arduos de su conciencia”.109

Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, p. 293. AGN, Jesuitas I-35, exp. 101, f. 224. 106 ANCH, Jesuitas 270, f. 242. Francisco Javier Yáñez, “Relación completa...”, f. 15. 107 Asunción Lavrin, “Cofradías novohispanas: economías material y espiritual”, en Martínez López-Cano, et al., Cofradías, capellanía, y obras pías en la América Latina colonial, México, UNAM, 1998, pp. 50-55. Véase también Gerard Decorme, op. cit., pp. 321-322. 108 ANCH, Jesuitas 270, f. 227. 109 Noticias de la residencia de Campeche... Andrés Pérez de Rivas, op. cit., 1896, t. 2, pp. 291-292. 104 105

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Reflexiones finales Los tres colegios jesuitas de Yucatán tuvieron diferentes objetivos particulares y estructuras, pero todos debían llegar a la meta que su fundador, San Ignacio, les trazara tiempo atrás: procurar el bien personal y el del prójimo. Los caminos y los métodos ensayados para proporcionar a sus fieles alivio espiritual y temporal fueron tantos, que resulta comprensible la opinión del obispo fray Ignacio de Padilla cuando, al referirse a los siete religiosos que vivían en San Javier, alababa “sus sudores en beneficio de mi grey, [que] admiro con placer y mucho más me asombra y veo como un prodigio cómo pueden conservar la vida entre tantas labores”.110 En este trabajo sólo hemos brindado unas cuantas pinceladas de ese gran lienzo que pintó la presencia jesuita en Yucatán durante siglo y medio. En la paleta quedaron las figuras trazadas por su trabajo como consejeros de los poderosos, confesores de monjas, mediadores en conflictos e incluso asesores de negociantes, litigantes y gobernantes, empeños de los cuales sólo podemos imaginar sus sombras, pues sus siluetas apenas se vislumbran en las muy escasas letras que refieren esas labores. Habría en un futuro que considerar también las actividades económicas que sustentaron su obra, las cuales, creemos, pudieron contribuir a apretar o distender los nudos de los lazos que los unían a la sociedad yucateca, ayudando al universal consuelo o desconsuelo de almas, mentes y cuerpos. Sólo así, con esa mirada global, podremos aspirar a conocer la forma en que los colegios jesuitas en Yucatán sirvieron para lo divino y para lo humano, acercando el cielo a la tierra y la tierra al cielo.

Relación ad limina del ilustrísimo señor fray Ignacio Padilla y Estrada, natural de México, obispo de Yucatán, 2 de abril de 1759, citada por José Mariano Dávila y Arrillaga, Continuación de la historia de la Compañía de Jesús en Nueva España del padre Francisco Javier Alegre, Puebla, Imprenta del Colegio Pío de Artes y Oficios, 1888, p. 135. 110

ILUSTRACIÓN, EDUCACIÓN Y SECULARIZACIÓN: LAS ESCUELAS PARROQUIALES DEL OBISPADO DE MICHOACÁN (1765-1767)

María Guadalupe Cedeño Peguero Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo [email protected]

La política de castellanización y las escuelas de castellano Como es sabido, desde los primeros tiempos de la colonización, la educación de los indígenas fue una de las mayores preocupaciones de la corona. Desde 1550 el rey Carlos I de España emitió una real cédula para promover la castellanización de este sector de sus vasallos, pero dicho precepto no se aplicó. Y no fue hasta finales del siglo xvii que, con motivo de la publicación de las Leyes de Indias, la corona retomó su política de castellanización; pero ahora en mejores condiciones, ya que el clero secular, su directo representante en estas tierras, había logrado consolidarse como para servir de ejecutor de esta disposición. En Michoacán, la labor de dos obispos del siglo xvii fue fundamental para lograr la reorganización y fortalecimiento del clero diocesano: fray Francisco de Rivera (1628-1637), quien realizó acciones de revisión disciplinar y reforma financiera; mientras que la larga gestión de 26 años de fray Marcos Ramírez del Prado (1640-1666)1 permitió la afirmación de los cambios anteriores, así como otros nuevos. Dichas transformaciones vinieron a consolidar y vigorizar al clero secular, a la vez que lo habilitaron con el poder necesario para llevar a efecto la política real de castellanización. Así, años después, fortalecida la representación episcopal, el obispo Juan Ortega y Montañés (1682-1700), a través de su visita de 1695, tuvo Las etapas de la consolidación del cabildo catedral de Valladolid y, por consiguiente, del clero diocesano michoacano son ampliamente analizadas y explicadas por Oscar Mazín Gómez en su obra El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1996, pp. 145-256. 1

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la capacidad para efectuar la instalación de escuelas de castellano en su jurisdicción. Dicha reforma, tan anunciada e importante en su momento, consistió en el cambio didáctico de la enseñanza de la doctrina en español, y no en lenguas nativas, como se había acostumbrado. Los franciscanos y agustinos eran los que contaban, en ese tiempo, con el mayor número de parroquias dentro de la diócesis michoacana. Sin embargo, el apoyo de la corona a los seculares se manifestó en la seguridad del obispo, quien personalmente revisaba la imposición del aprendizaje de la doctrina en castellano. Gracias a esta reforma educativa, el prelado logró intervenir en las doctrinas de religiosos, lo que a su vez sirvió para la paulatina secularización del obispado de Michoacán. Así, con esta primera intervención en el sector de la enseñanza y sus repercusiones en el adelanto de la secularización, se sentaron las bases para que un poco más de medio siglo después, alrededor de 1765, el canónigo Gerónimo López de Llergo, como visitador del norte de la diócesis, aplicara un nuevo ensayo educativo. Éste consistía ya no sólo en la enseñanza del castellano sino en la alfabetización, en esa lengua, de los niños y niñas indígenas del obispado de Michoacán.

El ilustrado Gerónimo López de Llergo y sus escuelas parroquiales de primeras letras Para mediados del siglo xviii el proceso de secularización de parroquias se encontraba en plena efervescencia en el obispado de Michoacán, como consecuencia de la publicación de las reales cédulas de 1749, 1753 y 1757 que lo habían ordenado.2 El obispo Martín de Elizacoechea (1745-1756) emprendió esta reforma de su diócesis, al iniciar el reemplazo de los regulares por sacerdotes diocesanos; o bien, solicitar la transformación de misiones en parroquias diocesanas. Durante su visita a la custodia franciscana de Río Verde, al norte de su jurisdicción, el obispo argumentó que había observado cómo los indios pames y mecos de la región andaban como bestias en las sierras, “sin radicarse en la doctrina ni en la policía, habiendo obligación de enseñarlos por disposiciones conciliares y reales”,3 por lo cual pidió la conversión al virrey, Francisco de Güemes y Horcasitas (1746-1755). Pero, en esta ocasión, sólo la doctrina de Valle del Maíz, David Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749 -1810, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 77-97. 3 Archivo General de Indias, en Centro de Documentos Microfilmados de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (en adelante, AGI/CDHM/UMSNH), Audiencia de México, legajo 1049, f. 526. 2

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ubicada en la Huasteca, estaba apta para convertirse en curato, lo cual no se dio sino años después. A la llegada del siguiente obispo, Pedro Anselmo Sánchez de Tagle (1758-1772), el proceso secularizante se encontraba en su momento más álgido. Los aguerridos agustinos habían dado combate sin descanso al sentirse apoyados por el nuevo virrey Joaquín de Monserrat, marqués de Cruillas (1760-1766). Y habían logrado ya la reintegración de su convento e iglesia de Yuriria, provocando que el párroco secular celebrase la misa en precarias condiciones bajo una enramada, al no contar con iglesia. Otro frente de batalla se dio por las doctrinas de Charo y Ucareo, ocupadas recientemente por la mitra, de las que reclamaban el reintegro de las siete haciendas que les habían pertenecido, mientras que tanto los párrocos como los nuevos arrendatarios y el propio obispo instaban ante los tribunales correspondientes para hacer valer sus argumentos y evitar la devolución. Estos logros se propagaron y los franciscanos, siguiéndolos, habían conseguido el regreso de su convento e iglesia de Zitácuaro, la cual había ocupado la mitra desde 1759.4 El escenario era devastador para el cumplimiento de las reales cédulas de secularización y para los particulares intereses del clero secular michoacano. Por lo que, para contener los embates y seguir en la batalla, el obispo consideró de gran utilidad la visita episcopal, la cual se efectuaría a la mitad de su gestión, entre 1764 y 1765. Esta obligación, impuesta en el concilio de Trento, sería un escenario importante para avanzar tanto en la educación como en la secularización; por lo cual fue preparada con gran dedicación, dividiéndose el territorio obispal en dos partes para una mejor revisión del cumplimiento de la política real y de las disposiciones episcopales.5 De estas dos divisiones, se nombró al doctor y maestro Gerónimo López de Llergo como visitador de la parte norte; la más importante, por ser la de mayor auge económico y concentración hispánica.6 Del mapa 1, López Llergo visitó lo marcado con los números 6 y 7. Este personaje era ex colegial de San Ildefonso y obtuvo en la ciudad de México su doctorado en sagrada teología, así como su grado de maestro en artes. Ahí también fungió como abogado de la real audiencia y de los presos del Santo Oficio de la Inquisición.7 Debido a su experiencia y preparación, 4 Oscar Mazín Gómez, Entre dos majestades. El obispo y la Iglesia del gran Michoacán ante las reformas borbónicas, 1758-1772, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1987, pp. 76-80. 5 Archivo Histórico Casa de Morelos (en adelante, AHCM), Fondo Diocesano, Sección Gobierno, Serie Visitas, cajas 499 y 500. 6 Oscar Mazín, Entre dos majestades..., 1987, pp. 100-115. 7 Félix Osores, “Noticias Bio-bibliográficas de alumnos distinguidos del Colegio de San Pedro y San Pablo y San Ildefonso de México (hoy Escuela Nacional Preparatoria), 2ª. Parte”,

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Mapa 1 Localización geográfica del antiguo obispado de Michoacán

8 9

1. Jalisco 2. Colima 3. Michoacán 4. Guerrero 5. Edo. de México 6. Guanajuato 7. San Luis Potosí 8. Nuevo León 9. Tamaulipas

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1 2

3

5 4

Fuente: tomado de Oscar Mazín, Entre dos majestades..., op. cit., p. 231.

se le confiaron los asuntos más delicados, como la fundación del colegio de Infantes de Valladolid, o bien, las negociaciones con los agustinos en el proceso de secularización. López Llergo ya se había venido desempeñando con gran utilidad para la mitra, porque se había incorporado a ésta desde la década de los cuarenta, en los tiempos del obispo Francisco Pablo Matos en Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1975, pp. 795–796. El 13 de septiembre de 1766 López Llergo fundó, con tres mil pesos, una beca en el colegio de San Ildefonso para sus sobrinos y, faltando éstos, para los naturales de Yucatán, la diócesis de su terruño, o para los de Michoacán. Al fallecer el 31 de enero de 1767, dispuso en su testamento que con el remanente de sus bienes se erigiesen tantas becas como alcanzasen con ellos, después de hacerse el legado que dejaba a San Ildefonso. Respecto a su ilustración, Osores informa que además de las poesías que le valieron el premio del certamen de 1748 de su colegio, también es autor de las constituciones del seminario de San Francisco de Sales de San Miguel el Grande, así como de las “Máximas e importantes prevenciones a los visitadores diocesanos”, recomendadas principalmente a los de Michoacán.

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Coronado (1741-1744),8 como familiar y hombre de su confianza, por lo que, para esta visita obispal, contaba con más de 20 años dentro de la diócesis. Su ingreso formal a las nóminas del obispado michoacano se dio con su nombramiento como beneficiado de Marfil, localidad cercana a Santa Fe de Guanajuato, probablemente a fines de los años cuarenta. De ahí fue llamado a Valladolid para servir de cerca al obispo Martín Elizacoechea,9 pasando rápidamente a formar parte del cabildo eclesiástico de Valladolid. En 1752 obtuvo una media ración,10 la cual no completó hasta 1763,11 aunque no pudo disfrutarla por mucho tiempo, pues falleció el 31 de enero de 1767.12 Usualmente, las visitas se realizaban partiendo de Valladolid, la cabecera obispal, hacia cualquier punto del obispado. Pero en esa ocasión López Llergo viajó directamente a Río Verde, a la custodia franciscana del norte del obispado, que aún funcionaba como misión, para iniciar ahí su revisión. Quizá tenía la encomienda secreta de impulsar la transformación de ésta en parroquias diocesanas, lo que significaría su secularización. Para una mejor apreciación de su recorrido, en el mapa 2 se reconstruyó la ruta seguida por el visitador. El precepto educativo era de especial aprecio en ilustrados como López de Llergo, por su gran efectividad para modificar las condiciones de vida de los feligreses e impulsar el desarrollo social. Por ello, la fundación de escuelas de primeras letras debía efectuarse por lo menos en todas las cabeceras parroquiales, pues eran las unidades diocesanas más representativas y se responsabilizaría al párroco de la organización, administración 8 Recientes pesquisas efectuadas en el Archivo Histórico de la Catedral de Morelia me han permitido conocer a López de Llergo como “familiar” y hombre de confianza del obispo Francisco Pablo Matos Coronado desde los inicios de la década de los años cuarenta del siglo XVIII. AHCM, 336.5-5.4-48-73 y 74, 1741-1743, “Correspondencia muy abundante y de temática variada del Sr. Francisco Pablo Matos Coronado”. 9 Oscar Mazín Gómez, El cabildo catedral…, 1996, pp. 317 y 319. 10 AGI/CDHM/UMSNH, Audiencia de México, legajo 2566, f. 388. 11 Fue propuesto para una ración completa en 1758-1759, sin habérsele concedido sino hasta el 23 de noviembre de 1763, AGI/CDHM/UMSNH, Audiencia de México, legajo 2566, fs. 366-367 y 388. 12 Según Osores, falleció el 31 de enero de 1767. Félix Osores, op. cit., 1975, pp. 776–899. En el Archivo Casa de Morelos no se ha encontrado un documento que lo corrobore sino sólo indicios que así lo señalan. Para la sesión del consejo de Indias de 29 de julio de ese año se presentó la propuesta para ocupar su puesto, cuyo estipendio era de 2 858 pesos anuales. AGI/CDHM/UMSNH, Audiencia de México, legajo 2566, f. 463. El 4 de agosto de 1767 Pedro Jaurrieta, dignidad de la catedral de Valladolid, expidió una constancia en la que se asentó: “que entre los papeles de la visita que fue a cargo de el Sr. Dr. y Mtro. Gerónimo López de Llergo, defunto, prebendado que fue de esta Santa Iglesia”, se encontraban escrituras a favor del cura del Valle de San Francisco, Luis Cabrera. AHCM, Visitas, caja 505, exp. 70.

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Mapa 2 Ruta seguida en la visita de Jerónimo López de Llergo (1763-1766)

Simbología

Parroquias y doctrinas Ciudades del obispado Capital del obispado Ruta seguida por Gerónimo López de Llergo Visita al obispado 1765-1766

Charco de S. Pedro

Guadalcazar Armadillo

Mezquitio

San Luis Potosí

Pozos de Zavala Valle de Sn. Fco. Sta. María del Río

Río Verde

S. Felipe Los Dolores

Guanajuato

Los Pozos Palmar de Vega San Miguel El Grande

Guadalajara Celaya

Valladolid Patzcuaro México

Fuente: Oscar Mazín, El gran Michoacán. Cuatro informes del obispado de Michoacán, 1759-1769, Morelia, El Colegio de Michoacán/Gobierno del Estado, 1986, p. 458.

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y financiamiento escolar. El edicto de visita, sin expresar nada sobre el proceso secularizante, versaba, entre otros puntos, sobre la indispensable instalación de escuelas de doctrina, por un lado, y de escuelas parroquiales de primeras letras, por el otro, que en adelante debían fundarse no sólo en las cabeceras, sino también en las vicarías y hasta en los ranchos donde el número de pobladores lo ameritara. En estos últimos, el financiamiento debía ser cubierto por sus dueños, para que se enseñase “a los sirvientes de todas las edades, ya diaria, ya semanariamente, los misterios necesarios, oraciones y declaraciones de ellas para salvarse…”.13 Desde el punto de vista pedagógico, lo nuevo de estos establecimientos era que, sin abandonar la enseñanza de la doctrina en castellano, iban más allá al aventurarse en la alfabetización generalizada que incluía, en especial, a los indígenas, tradicionalmente excluidos de este aprendizaje. Esta inclusión indiscriminada en la alfabetización era toda una novedad, y es la más clara expresión del pensamiento ilustrado, al considerar la educación como la mejor y más eficaz solución a cualquier problemática social que se tuviese que enfrentar. Sin embargo, si se reflexiona un poco sobre por qué se insistía en proporcionar enseñanza a los feligreses más pobres y olvidados de la diócesis, tendremos que aceptar que atrás del interés cultural o educativo se encontraba el interés político de la secularización, pues los niños más rezagados en el campo de la enseñanza con frecuencia eran los que habitaban las regiones más apartadas, generalmente administradas por religiosos, como en el caso de la custodia franciscana de Río Verde. Así, al proponerse la instalación de escuelas parroquiales, prácticamente se promovía la transformación de las misiones o doctrinas de religiosos en parroquias diocesanas; las cuales, por supuesto, estarían a cargo de un sacerdote secular. El edicto leído en San Luis de la Paz, el 24 de diciembre de 1765, declaraba: “Y por lo demás que en él se contiene respecto a ser necesario establecer maestro, que enseñe la doctrina a los niños y niñas y a leer y escribir en escuela pública, anexa a la parroquia y sujeta a su dirección con reglas, para que [el cura] haga que observen puntualmente por lo que nombraremos para hacerlo, a personas idóneas, las que solicitará y premeditará arbitrio para retribuirles ese trabajo, que tuvieren de enseñar a los paupérrimos y huérfanos, a quienes se les proveerá de rosarios, cartillas, catones, catecismos, papel y tinta, de algún ramo de aquellos que destinaremos, después de considerar en cual de ellos podrá caer esta deducción, sin gravámenes que los agobie y sea perjudicial, porque nuestras intenciones no son otras que instruir [a] la juventud en cuanto conduzca a la sociedad humana y observancia de los preceptos divinos de la Iglesia, para facilitar la salvación de aquellos feligreses que han vivido careciendo de este auxilio hasta el presente…”. AHCM, Fondo Diocesano, Sección Gobierno, Serie Visitas, caja 501, exp. 54. 13

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Un testimonio que permite percibir la molestia de algunos de los misioneros franciscanos por esta visita, y que en cierta forma puede expresar su temor de ser desplazados, fue la diferencia en la reacción para recibir al visitador, pues, habiendo llegado a Río Verde en el mes de abril de 1765, López de Llergo tuvo que enfrentar la resistencia de las localidades de Pininguan, San Miguel de los Infantes y la Purísima Concepción del Valle del Maíz. Ahí, los frailes se mostraron recelosos y eludieron con argucias la instalación de las escuelas, al sostener que tanto los españoles como los indios del lugar eran demasiado pobres para gastar en ellas. Otros franciscanos, en cambio, respondieron sin pretextos el cuestionario previo que el visitador había enviado a todas las misiones, como en el caso de fray Nicolás Francisco Fernández, misionero de San Antonio Tula, quien informó que las mujeres sí asistían a la escuela de doctrina al toque de campana, pero que los muchachos, indios y ladinos no acudían por estar en la escuela de la misión junto a los de “razón”, la cual revisaba cada ocho días y, ocasionalmente, examinaba a los alumnos para constatar el buen desempeño de la misión. Asimismo, afirmaba que en la región había seis maestros,“cinco en la vecindad y uno por lo que dice a misión”; uno de éstos era un español llamado Isidro Zúñiga, mayor de edad, de probadas costumbres y criollo de Guadalcázar.14 Aunque todavía no funcionaba la escuela de primeras letras, aseguraba que pronto organizaría con los padres de familia la milpa de comunidad para poder solventarla. Asimismo, mencionaba sus dificultades para evangelizar y meter en “policía” a los indios de Naola por ser más rústicos;15 proponía que se les dotase de tierras cercanas a la misión para poderlos catequizar y educar con mayor facilidad, como “estaba en ánimo de hacerlo, para que se congreguen en la misión y se reduzcan a doctrina de la que carecen en el día, porque dista su poblado como seis leguas”.16 En la misión de la Purísima Concepción del Valle del Maíz también había maestro; pero en este caso la escuela era improvisada, porque los niños Loc. cit. Naola era un puesto, es decir un poblado, de 30 familias de mecos pisones que se mostraban reacios a congregarse en la misión porque “habiéndolos reducido se bajasen a el dicho pueblo de Tula, los que estando ya avecindados y asistentes a la doctrina cristiana, a la que asistieron como dos meses, más o menos, por temor y amenazas de los dichos indios ladinos (ya asentados en Tula), se auyentaron otra vez a la dicha Sierra”. AHCM, Visitas, caja 501, exp. 54. 16 Recuérdese que cada legua equivale aproximadamente a 4.5 kilómetros, por lo que la distancia entre la misión y el poblado de Naola sería de más o menos 27 kms. “Elementos de metrología”, en Claude Morín, Michoacán en la Nueva España del siglo XVIII, crecimiento y desigualdad en una economía colonial, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 14. 14 15

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de razón sólo se juntaban en la casa de José Rubio, español de Zitácuaro, de probadas costumbres y vecino del lugar, a quien los padres de familia solían pagarle con un potrillo o algún maíz. Como los indios no podían costear este gasto, generalmente sus hijos no asistían; por ello, el misionero prometió hacer un esfuerzo para poder fundar la escuela pública con la ayuda de las autoridades civiles de la región. Aseguraba que, además de la utilidad pedagógica que veía en la misma, le ahorraría mucho trabajo, al no tenerse que ocupar directamente de la educación de los jóvenes. El auto resolutivo de visita dejado a las misiones asentó, entre otras, dos recomendaciones específicas: a) que el misionero tenía la obligación de aplicar una nueva técnica de enseñanza; los niños necesitaban saber castellano primero, para después aprender la doctrina, pues no debían saber ésta sólo de memoria, sino con “inteligencia”, es decir, con comprensión; y b) que debía nombrarse maestro que supiera leer y escribir para poder poner escuela en que fuesen a aprender estas habilidades los Mecos varones que no la tenían, en un xacal que se fabricare cerca de la casa del padre ministro para que estuvieren a su vista con cuyo respeto no se afloxara en la educación de estos infelices inditos, y para proveer de cartillas, catones, libros y papel a aquellos que no pudieran sus padres dárselos, premeditó [el visitador] varios arbitrios, siendo el principal el que se obligare al pueblo a sembrar alguna milpa, para que con el maíz que se cosechara, se mantuviera al maestro y lo que sobrara se vendiera y con su producto se comprasen aquellos necesarios para aprender, que es lo que se ha providenciado en las misiones por donde ha pasado personalmente.17

La difusión de las escuelas parroquiales y sus primeros nombramientos Después de Río Verde, López de Llergo pasó a San Luis Potosí, adonde arribó el 22 de junio de 1765. Además de la capital, por las actas conservadas sabemos que visitó seis jurisdicciones más: Valle de San Francisco, Armadillo, Capilla de Nuestra Señora de la Soledad, Hospital de San Juan de Dios, el Barrio de San Cristóbal del Montecillo y Real de San Francisco.18 AHCM, Visitas, caja 502, exp. 57. “Autos formados sobre la visita de la ciudad de San Luis Potosí por el Señor visitador Dr. y Maestro D. Gerónimo López de Llergo, prebendado de la iglesia Catedral de la de Valladolid”, AHCM, Visitas, caja 501, exp. 55. 17 18

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En estas tierras aprobó y legalizó las funciones de fiscales de los barrios de la ciudad de San Luis Potosí, como sucedió el 24 de agosto de 1765 en la capilla de la Soledad, cuando otorgó nombramiento a Domingo de la Cruz, indio ladino de los ranchos de la Soledad, quien desde hacía tiempo venía ejerciendo esta función. Esta designación le daba cierto prestigio personal dentro de su localidad, pero a la vez lo limitaba al no permitirle incursionar en la docencia, espacio en el que los indígenas se habían desenvuelto desde el siglo xvi. La nominación se le otorgó en los siguientes términos: En la ciudad de San Luis Potosí en veinte y siete del mes de agosto de 1765. Se le despachó nombramiento de fiscal por el señor visitador doctor y maestro Gerónimo López de Llergo estando entendiendo en la visita general de este obispado y en la particular de esta dicha ciudad, a Domingo de la Cruz, indio ladino, vecino de los ranchos de la Soledad de esta jurisdicción, para que exerza el empleo de tal, en los términos y pertenencias que se refiera el principio de esta nómina, y con el cargo de recoger a los niños y niñas que en ella se contiene, para entregarlos al maestro de doctrina nombrado.19

Ese mismo día también se nombraron como fiscales a Cristóbal García para el barrio de San José de Gracia, y a Francisco Román, que también era de los ranchos de la Soledad. Los tres eran indios ladinos, hablantes del castellano, que muy bien pudieron haberse venido desempeñando como doctrineros, es decir, como maestros de doctrina, pero para esta época ya no eran bien vistos los naturales en esta función. La formalidad del nombramiento oficial tuvo entonces las dos caras mencionadas: por un lado, el reconocimiento como ayudante de la Iglesia, pero a la vez, la limitación de no poder fungir como maestro. Esto es significativo, porque con la restricción de funciones los españoles intentaban desplazar a los nativos de esta ocupación, para imponer a los de su etnia como los únicos habilitados para el magisterio, por considerarse “instruidos y virtuosos”; y aun en los casos en que éstos fueran difíciles de conseguir, no se aceptaría a los nativos, a menos que fuera indispensable. La idea de la superioridad del maestro blanco sobre el indígena también fue registrada por William B. Taylor en sus estudios sobre el arzobispado de México y el obispado de Guadalajara. De acuerdo con la mentalidad de la época, los funcionarios hispanos consideraban que “...el maestro ideal “Autos de visita de la Capilla de Nuestra Señora de la Soledad del Puesto que llaman los ranchos en términos de esta ciudad de San Luis [Potosí], y de su partido: padrones y otras diligencias practicadas por el señor visitador con los naturales, que lo componen”, AHCM, Visitas, caja 502, exp. 59. Las cursivas son mías. 19

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para la instrucción de los niños debió ser un instruido y virtuoso español, conocedor de la doctrina y, para las niñas, una mujer con las mismas cualidades”.20 Se aseguraba que, por ser “gente de razón”, podrían rendir más, ya que su enseñanza no se limitaría a las primeras letras, sino que, por su forma de vida al estilo europeo, servirían con su buen ejemplo de modelo a sus alumnos para desindianizarlos y alejarlos más fácilmente de sus usos y costumbres particulares, para que se convirtieran en vasallos identificados con la cultura hispana, más dóciles y obedientes a las disposiciones del rey. Así, los maestros debían enseñar a leer, escribir y las operaciones matemáticas elementales en castellano; apegarlos a la Iglesia a través de las prácticas cristianas de la asistencia diaria a misa, el rezo del rosario, la participación en las fiestas religiosas y la constante repetición de las oraciones cotidianas de la época, que debían inculcar en sus alumnos. Con la finalidad de que los fiscales no recogiesen niños que no correspondiesen a su jurisdicción, se ordenó la elaboración de un censo que registrase los alumnos por barrio. A través de este documento, pudimos saber que los barrios albergaban a casi 500 niños indígenas, a quienes se les debía proporcionar instrucción doctrinal y de primeras letras. De ellos, la mayoría eran varones, pero las mujeres alcanzaban un porcentaje alto, casi 44 por ciento del total de alumnos, y pues siendo los primeros 279, las niñas alcanzaban 218, como se puede apreciar en el cuadro 1. La aplicación de censos también se efectuó en San Cristóbal del Montecillo, lugar cercano a la ciudad de San Luis Potosí. Ahí, la población infantil alcanzaba la cantidad de 68 individuos, cuya proporción entre hombres y mujeres se asemejaba a la de los barrios de San Luis Potosí, sólo que aquí era más equitativa, 50 y 50 por ciento. Igualmente, por el mismo instrumento, se puede apreciar que la edad escolar durante esta época comprendía de los tres a los nueve años. Pero es muy probable que la permanencia en la escuela fuera más prolongada, ya que sabemos que las niñas podían quedarse por lo menos hasta los 10 años y los varones mucho después de esta edad. El cuadro 2 nos muestra este censo. Aquí mismo, López de Llergo entregó el primer nombramiento de maestro de doctrina, de acuerdo con los nuevos requerimientos, a un ciego español que le contestó, textualmente, todas las preguntas del catecismo de Ripalda. 20 William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, Zamora, El Colegio de Michoacán/Secretaría de Gobernación/El Colegio de México, 1999, t. II, pp. 493-510.

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Cuadro 1 Censo de niños que se debían trasladar a la escuela, San Luis Potosí (1765) Fiscal

Barrio

Varones

Mujeres

Total

Domingo de la Cruz Cristóbal García Francisco Román Totales

de Guadalupe San José de Gracia Los Ranchos

126 98 55 279 56.13%

101 62 55 218 43.86%

227 160 110 497 100%

Fuente: AHCM, Visitas, c. 502, exp. 59.

Cuadro 2 Censo de San Cristóbal del Montecillo (1765) Género

Edad- años

Totales

3

4

5

6

7

8

9

Varones

2

3

7

12

0

7

3

34

Mujeres

4

0

5

2

11

8

4

34

Totales

6

3

12

14

11

15

7

68

Fuente: AHCM, Dioc., Gob., Vis., c., 502, exp. 57.

Más adelante, en Guanajuato, revisó, además de la capital y sus alrededores, la hacienda del Jaral, la de San Diego del Biscocho, la Villa de San Felipe, San Luis de la Paz, San Pedro de los Pozos, Palmar de Vega, San Miguel el Grande así como Valle de San Francisco. En esta última localidad otorgó el primer nombramiento de maestro de escuela de niños a Francisco de Ávila, reconocido personaje, quien debía enseñar a leer y escribir a todos los niños de “cualquier calidad y condición que sean”. Además, designó como preceptora de niñas a Rita de Bustamante, a quien examinó personalmente, para que les enseñara la doctrina y las actividades mujeriles. A ambos se les entregaron sendos nombramientos, que textualmente dicen: Y respecto a que para los que se han de congregar en la escuela en que han de aprender a leer y escribir los niños de cualquiera calidad y condición que sean, se ha escogido a don Francisco de Ávila de distinguida familia, costumbres arregladas y ciencia bastante para el ministerio, se le despachará también

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título en forma, a doña Rita de Bustamante para maestra de niñas de este Valle y sus contornos por ser asimismo de nuestra aprobación, con previas calificaciones que hemos hecho de sus personas, para asegurar las felices resultas, que intentamos en la fundación de estas escuelas. El señor doctor y maestro don Gerónimo López de Llergo, visitador general de este obispado de Michoacán, estando entendido en la visita particular de este dicho Valle, así lo decretó y rubricó.21

Abajo, como una anotación al documento, se asienta que la gratificación que se otorgaría a de Ávila por su trabajo sería de 24 pesos anuales. Para doña Rita, sólo se dice: “a la maestra de escuela con lo que consta de las reglas”, las cuales concedían a las maestras únicamente la promesa de un buen entierro de balde, sin mencionarse suma alguna. La labor de López de Llergo no se detuvo en las parroquias. También promovió la alfabetización en lugares alejados donde funcionaran vicarías o capillas, ya que como la comarca contaba con grandes haciendas, frecuentemente habitadas por un importante número de trabajadores, la demanda de la asistencia espiritual se expresaba a través de la pretensión del buen funcionamiento de sus iglesias. Por ello, al leerse el edicto episcopal en la misa celebrada al día siguiente a su llegada, a la cual debían asistir todos los feligreses, el visitador hizo hincapié en la obligación de establecer escuelas de doctrina en castellano y de primeras letras, no sólo en la cabecera sino en toda la jurisdicción parroquial, incluyendo los ranchos y “puestos” que contaran con suficientes pobladores. Ahí, se debían designar maestros pagados por los patrones, cuyos nombramientos siempre debían contar con la aprobación del cura.22 La orden iba directamente a los dueños de las haciendas de San Diego del Biscocho y del Jaral, en donde había gran cantidad de trabajadores, debido a lo cual ya venían funcionando como ayudas de parroquia. Por esto, a la hora de entregarse el edicto a Luis Cabrera, cura párroco y juez eclesiástico de San Francisco, se asentó en el auto correspondiente que las escuelas debían instalarse “…especialmente en las haciendas por los maestros que se han de establecer en ellas con este designio”. Y para que nadie argumentara desconocimiento, los autos se expusieron en lugares públicos, como la pila de agua bendita donde todos pasaban a bendecirse, para asegurarse de su adecuada difusión y seguro cumplimiento. 21 “Autos formados por el señor visitador Gerónimo López de Llergo, sobre la que se hizo en este Valle de San Francisco”, AHCM, Visitas, caja 502, exp. 60. 22 Loc. cit.

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Aunque en las designaciones siempre parece haber intervenido el visitador, como el recorrido fue amplio y muchos los trabajos, en algunas ocasiones tuvo que delegar a los párrocos la entrega de los nombramientos de sus preceptores. Así sucedió en San Francisco de los Pozos, cuando el 4 de noviembre de 1765 encargó al cura del lugar que entregara al instructor de doctrina su nominación: para la que tenemos nombrado a Juan Ambrosio Alvarado, para que lo haga comparecer ante sí, y haga el juramento según y como en él se contiene, de que esta certificación a continuación se la entregará para su uso y ejercicio y para que tenga debido cumplimiento, encargamos a dicho cura, cele y vele sobre que los niños concurran a la doctrina y también las niñas en todos los días que se prefinen en el título.23

Es interesante observar que las certificaciones expedidas por López de Llergo no se limitaban al mero ejercicio magisterial del pueblo en el que se otorgaban, o sólo para la ocasión en que se designaba al maestro. Sino que éstas les servirían como una constancia otorgada por una autoridad reconocida en el obispado, que los acreditaba para ejercer su oficio en cualquier localidad de la jurisdicción donde pudieran acomodarse. Esta innovación es muestra del pensamiento ilustrado y ordenador del visitador, quien pretendió remediar, en lo posible, el desorden prevaleciente en este ramo dentro de la diócesis, pues ante la inexistencia de un gremio de maestros, como en la ciudad de México, los dedicados a este trabajo sólo podían legalizar su oficio a través de la autorización de este organismo, cuyas constancias eran avaladas con la firma del virrey. Pero como el trámite era bastante engorroso y los costos excesivos, la mayoría de los maestros michoacanos ejercían sin ningún documento que los certificara. Por esta razón, la iniciativa de López Llergo fue de gran utilidad, no sólo para la diócesis, que trataba directamente con los preceptores, sino para la sociedad en general, pues la certificación daría tanto a los pobladores, como a los dueños de haciendas y ranchos, la certeza de tratar con alguien calificado en este quehacer. Los primeros nombramientos expedidos por López de Llergo fueron provisionales, pues durante el trayecto fue madurando las formas y mecanismos para lograr la mejor organización y resultados de su encomienda y, lo que durante la marcha improvisaba, más tarde lo formalizó al diseñar, ya en Valladolid, formatos con datos más o menos regulares 23

AHCM, Visitas, caja 501, exp. 54. Cursivas mías.

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que registró y oficializó con su firma y muy probablemente también la del obispo.24 Sin embargo, a pesar de las innovaciones y de los firmes pasos que el visitador logró durante su recorrido, la inercia de tantos años y la falta de costumbre de enviar a los niños a una escuela, muchas veces inexistente, era todo un reto a superar. Por lo que el canónigo no dudó en recomendar a los curas la utilización de la coerción, como una forma de esforzarse en lograr el buen funcionamiento del proyecto educativo diocesano. Por ello, les decía que “exhortará[n a los padres de familia] y [los] compelará[n], para, ya que no [les] enseñan [a sus hijos] la doctrina cristiana a que están obligados como tales padres naturales, al menos no lo impidan”. Al final de su visita, durante diciembre de 1765 y enero de 1766, López de Llergo revisó la villa de San Felipe, doctrina de franciscanos desde el siglo xvii25 y cercana a San Miguel el Grande, donde se asentó en una sección especial de las actas un apartado denominado “Sobre puntos de maestros”. Ahí se anotó que los niños indígenas de este lugar tenían “suficiente ignorancia” de la doctrina, razón por lo cual debía nombrarse un maestro que los enseñara diariamente en la iglesia o en un espacio adecuado, instruyéndose a los varones en la lectura, escritura y cuentas por medio de los servicios de “peritos en estas artes, a los que se despachase títulos respectivos, con los premios que se arbitrarán regulados según las pobrezas de aquellos naturales”.26 Por lo que respecta a San Pedro de los Pozos y Palmar de Vega, dependientes de San Luis de la Paz, López de Llergo tuvo que encargar al cura de San Pedro, Joseph Antonio Caballero, que revisara ambos pueblos e instalara las escuelas de primeras letras independientemente de las clases de doctrina, por lo que era necesario establecer maestro, que enseñe a los niños y niñas la doctrina, y otro distinto para que a los primeros les enseñe a leer y escribir en escuela pública, anexa a la parroquia y sujeta a su dirección con reglas para que haga que se observen puntualmente por los que nombraremos, para hacerlo personas idóneas y premeditará arbitrios para retribuirles el trabajo que tuvieren de enseñar a los paupérrimos y huérfanos, a quienes se les proveerá de rosarios, cartillas, catones, catecismos, papel y tinta, de algún ramo de aquellos Los formatos de nombramiento, entre los que se incluye el de Francisco de Ávila, se encuentran en AHCM, Colegios, caja 1, exp. 1. 25 Ramón López Lara, Zinapécuaro. Tres épocas de una parroquia, Morelia, Fimax, 1976, p. 172. 26 AHCM, Fondo Diocesano, Sección Justicia, Serie Testamentos, capellanías y obras pías, caja 11, exp. 120. 24

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que destinaremos, después de considerar en cuál de ellos podrá caer esta deducción, sin gravamen que los agobie y sea perjudicial, porque nuestras intenciones no son otras, que instruir a la juventud, en cuanto conduzca a la sociedad humana y observancia de los preceptos divinos y de la iglesia, para facilitar la salvación de aquellos feligreses, que habiendo vivido careciendo de este auxilio, hasta el presente en que se lo comunicamos, mediante el divino y fervor de su cura, a el que encargamos su pronta ejecución.27

Caballero afirmaba que diariamente se enseñaba la doctrina en la parroquia de Pozos, por el maestro “diputado” para ese menester; por lo que, aseguraba, se cumplía con el edicto episcopal. Pero, como eran pocas las familias, los niños no eran muchos, aproximadamente un “número de veinte y dos de ambos sexos, que respectivamente a sus edades saben algo de estas obligaciones”. De los feligreses dispersos por la región, en remotos puestos, informaba no poder dar tan “prolixa razón, por no tenerlos a la mano; pero que procura[ría] en cuanto pueda, instruirlos”, como lo hacía con los adultos, a quienes les leía las oraciones y declaraciones del catecismo de Ripalda durante la misa y, después del evangelio, les explicaba los misterios “para que perciban lo que deben entender como cristianos”. Sobre estos contenidos los examinaba durante la cuaresma, encontrándolos siempre con bastantes “luces”, para administrarles los sacramentos de la confesión y comunión. Más tarde, en acta de 11 de enero de 1766, en San Miguel el Grande, Caballero rindió cuenta de Palmar de Vega, entusiasmado por el avance de la instrucción de sus feligreses en la doctrina cristiana, la cual sin duda, se ampliaría a la alfabetización, pues ya había abierto la escuela pública para varones y se había nombrado maestro para ella. Con esto último terminó la visita de López de Llergo. Comprendió por lo menos 21 iglesias de igual número de localidades, y de tres regiones diferentes del obispado de Michoacán: Río Verde, San Luis Potosí y Guanajuato. Le tomó casi un año de arduos y constantes trabajos recorrer las localidades que se enlistan en el cuadro 3. A su regreso a Valladolid, se dio a la tarea de oficializar todos los nombramientos que había otorgado interinamente, para hacerlos llegar a los respectivos nominados a través de los párrocos. Asimismo, promovió en las iglesias cercanas a esta cabecera obispal la fundación de escuelas parroquiales y la designación de preceptores, examinados y certificados 27 “Año de 1765. Autos formados por el señor visitador, Dr. y Mtro. Gerónimo López de Llergo sobre la visita del Real de San Pedro de los Pozos, Palmar de Vega”, AHCM, Visitas, caja 501, exp. 54.

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por el personal de la Iglesia, como sucedió en Atécuaro, donde designó a Ildephonso Escamilla, y en Urireo, a Juan Isidoro Álvarez. Cuadro 3 Localidades visitadas por Gerónimo López de Llergo (1765) Río Verde

Valle de Pininguan Valle del Maíz San Antonio Tula Misión de Santa María Misión de Noa Misión de San Miguel de los Infantes Doctrina de San Cristóbal Alaquines

9 10 11 12 13 14 15 16

San Luis Potosí

Valle de San Francisco Armadillo Capilla Nuestra Señora de la Soledad Hospital de San Juan de Dios Capilla del barrio de Montecillo Real San Francisco de los Pozos Hacienda del Jaral Hacienda San Diego del Biscocho

17 18 19 20 21

Guanajuato

Villa de San Felipe San Luis de la Paz San Pedro de los Pozos Palmar de Vega San Miguel el grande

1 2 3 4 5 6 7 8

Fuente: AHCM, Visitas, c. 501, y Colegios, c. 1, exp. 1.

La reglamentación de López de Llergo y el financiamiento de las escuelas parroquiales A su regreso, López de Llergo se dedicó también a elaborar un elemento sumamente importante en la organización de los establecimientos educativos, que tendería a homogeneizarlos y darles coherencia, como fueron los reglamentos que, anexos a los nombramientos, envió a cada una de las escuelas que fue creando durante su recorrido, con el objetivo de que los maestros no olvidaran sus obligaciones. Así, escribió preceptos para las escuelas de doctrina y de primeras letras de hombres y, donde se pudiesen instalar, también para mujeres. Esta sistematización la fue concibiendo desde el final de su visita. Por ello, adelantó al cura Joseph Antonio Caballero de Pozos y

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Palmar de Vega que el maestro nombrado debía ajustarse a las reglas que para mejor aprovechamiento se irían haciendo: así en esta parte [de la alfabetización], como en la de ser doctrinero, para enseñar en la que corresponda a los niños y niñas todos los días por la mañana, conforme a lo que tenemos prescripto en el título, que se le ha de despachar, para facilitar su comprensión, y para el propio efecto tendrá presente, los que contuviere el maestro de dicha escuela a las reglas, que para que aprovechen, iremos formando y entregándole al enunciado párroco, las que hará se observen al pie de la letra, y que se pongan por una cara en un pliego de papel fixo o en tabla autorizado en forma, en la misma pieza pública en que han de ser enseñados los discípulos, para que todos las tengan presentes, reservando el original en el archivo de su juzgado para su constancia.28

Una regla novedosa fue que el maestro de doctrina tenía la obligación de saber leer y escribir, lo cual no había sido requisito indispensable durante la época en las escuelas diocesanas. Aunque en otras congregaciones sí había antecedentes de esto, como nos lo permite saber un nombramiento del maestro de la hacienda de la Concepción, propiedad de la Compañía de Jesús en la jurisdicción de San Luis Potosí, donde se especificó que aunque éste sólo estaba obligado a enseñar la doctrina, debía saber leer para atender a “los párvulos de ambos sexos”, trabajo por el cual se le pagarían cinco reales semanales.29 Lo que sí se había recomendado desde hacía mucho tiempo y ahora se reglamentaba, era que fueran tolerantes con la llegada de los niños que se trasladaban desde lugares alejados, el doctrinero debía recibirlos a la hora que arribaran en consideración a esta circunstancia. Durante esta época, a pesar de las recomendaciones, seguía prevaleciendo la enseñanza memorística, tanto para la doctrina como para las primeras letras. En la primera, se iniciaba a los niños en el aprendizaje de la doctrina con la recitación de las oraciones elementales. Después, en cursos avanzados, los alumnos más aventajados debían dar el “cuarto, trozo o porción” del catecismo correspondiente al día, sin error alguno.30 Para el mejor aprove28 Idem. “Año de 1765. Autos formados por el señor visitador, Dr. y Mtro. Gerónimo López de Llergo sobre la visita del Real de San Pedro de los Pozos, Palmar de Vega”. Cursivas mías. 29 Dicho nombramiento se enviaba al Padre Jame de Torres, procurador de la Compañía ante la corte española, para su conocimiento y los trámites necesarios. AHCM, Testamentos, capellanías y obras pías, caja 1146, exp. 120. 30 El documento asienta que los niños “que comenzaren, a aprender las declaraciones de las enunciadas oraciones, y todas las demás [plegarias] que se comprenden en el catecismo

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chamiento de esta práctica repetitiva, se podría utilizar a los alumnos más avanzados que en un momento dado pudieran auxiliar al maestro y, “con el catecismo en la mano”, dirigieran la lectura grupal. Estos auxiliares debían ser los discípulos “más despiertos” de la escuela de varones, y en el caso de las mujeres, las de “más juicio y habilidad, que hubieren aprendido a leer en las migas, para que cada una de ellas vaya leyendo las oraciones y las discípulas recitándolas con atención para comprenderlas”.31 Por lo que respecta a la manutención del doctrinero, los reglamentos no informan de estipendio alguno en concreto, como sí sucede en el caso de los maestros de primeras letras. La Iglesia, al fin encargada del espíritu y no de la carne, se comprometía, más bien, a una compensación espiritual y honoraria, “premiando” el trabajo con sepultura de balde, no sólo del maestro en lo personal, sino incluso su familia, pero esto sólo se aplicaría, si éste moría en servicio. Su designación, como la de los maestros de primeras letras, se haría en primera instancia por el cura o el fraile doctrinero, aunque siempre tendría que ser confirmada por el obispo; o, en su defecto, por el visitador. La duración del cargo dependería totalmente de la voluntad del párroco, condición que ligaba tanto al doctrinero como al maestro a éste, y los hacía depender enteramente de él. Por lo que respecta a los varones, se hacía especial énfasis en los pobres que no podían pagar su educación, los cuales casi siempre eran indígenas. El reglamento ordenaba, además de su aceptación de balde, que se les proporcionaran los materiales requeridos para su aprendizaje como: “tinteros, plumas, planas de papel, cartillas y libros, de los que proveerá el párroco”. Pero como uno de los mayores problemas que la Iglesia enfrentó en esta función que le encargó la corona, fue la inexistencia de un financiamiento firme y constante, lo más probable es que al no contarse con los medios para la provisión de materiales, muchos de los alumnos nunca llegaran a tenerlos. La principal diferencia entre esta nueva educación —impulsada por la ilustración— y la tradicional de la doctrina de los primeros tiempos coloniales fue la de promover de forma general el aprendizaje de las primeras letras y de las operaciones matemáticas elementales (sumar, restar, multiplicar y a veces dividir); en especial, entre aquellos varones que ancestralmente habían quedado marginados de esta enseñanza, como eran los indios pobres, porque, de acuerdo con los principios del pensamiento ilustrado, entre más educados, mejor se desempeñarían los vasallos, el artículo 2° del reglamento del Padre Gerónimo de Ripalda que ha de ser por donde se enseñen sin quitarles ni añadirles palabra, para no infundir errores…”. AHCM, Colegios, caja 1, exp. 1. 31 Loc. cit.

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de varones asentaba: “2º. A esta hora [8:30 a.m.] deberán estar en la escuela para que comiencen a leer y escribir, aquellos que estuvieren respectivamente aprendiendo estas habilidades y las de contar, para que no les falte esta conducente, a que con expedición se manejen en cualquier ejercicio en que existieren hasta su muerte”.32 Como es sabido, en esos tiempos coloniales tanto los hombres como las mujeres asistían a la escuela en horarios discontinuos, iniciados generalmente con la asistencia a misa o, en su defecto, con oraciones o ejercicios religiosos. Así, los varones acudían regularmente por la mañana, alrededor de las 8:00, para salir a las 11 hrs., y regresar por la tarde, de 14 a 17 hrs, lo cual les daba la oportunidad de revisar lo visto en la mañana, tarea en la que el maestro podía ser auxiliado por alumnos avanzados que atendían a grupos de diez niños, por lo cual eran denominados decuriones, como se asentó en el siguiente artículo: 4º. A las dos de la tarde volverán a la escuela y cuando entraren, se han de destocar, y alabar al Señor, y a su Santísima madre [lo que también harán por la mañana] se pondrán a leer y escribir conforme los distribuye el maestro, el que les tomará lección por su misma persona, y no siendo suficiente para dar abasto, por los decuriones, fieles y legales, corregirá también sus planas y las cuentas que les echare, que serán proporcionadas a las cinco reglas, y convendrá que les ponga el primer renglón, a los que comenzaren a escribir, para que imiten su forma, y la aprendan con aire, delineada con claridad, para lo cual es menester que nunca encadenen las letras, sino que cada una subsista por si, con independencia de la que se sigue, como están las muestras.33

32 Loc. cit., cursivas mías. Algunos autores consideran que el aprendizaje de las cuentas se reducía a “las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir”, Bernabé Bartolomé, “Las escuelas de primeras letras”, en Buenaventura Delgado Criado, Historia de la educación en España y América, La educación en la España Moderna (siglos XVI –XVIII), t. 2, Madrid, Morata, 1993, pp.175-194. Por lo que respecta a la escritura, que inicialmente se hacía como imitación de la muestra puesta por el maestro, Francisco Aguilar Piñal dice que en España, allá por 1781, a este sistema por repetición que se había venido utilizando desde hacía muchos siglos, se contrapuso la propuesta del maestro José Anduaga y Garimbeti, quien publicó un arte de escribir por reglas y sin muestras, que contradecía al sistema de copia empleado hasta entonces, limitado a dar las normas para el trazo de las letras, dejando a los niños en libertad de formar su propia escritura. Francisco Aguilar Piñal, “La política docente”, en Ramón Menéndez Pidal, Historia de España, vol. XXXI, La época de la ilustración. El Estado y la cultura (1759-1808), Madrid, Espasa Calpe, 1996, p. 444. 33 AHCM, Colegios, caja 1, exp. 1. Cursivas mías.

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Por lo que respecta a las mujeres, esta es una etapa de reivindicación para ellas que muestra los ideales ilustrados de proporcionarles educación. López de Llergo propone que sean atendidas por una maestra con la cual puedan trascender los rudimentos de la doctrina, y sostiene que, entendiéndose la desatención de los padres por la educación de sus hijas, con frecuencia motivada por la pobreza que la mayoría de las familias padecía, no la consideraba razón suficiente para no educarlas. Pues, como se atendía a los varones, proponía se cuidara a ellas, para que adquiriesen la habilidades necesarias que les permitieran ser “profícuas a la república”.34 La intención era aceptarlas a todas, “así paupérrimas como de comodidades y conveniencias”, para que las atendiera una maestra que les enseñase fundamentalmente la doctrina y las actividades mujeriles. La cual sería compensada, igual que el doctrinero, con un entierro de balde como gratificación, por enseñar a las niñas pobres que no pudiesen pagar. Pero el funeral gratuito sería siempre y cuando estuviese activa. Por su parte, las alumnas que contaran con recursos, debían recompensarla con las cantidades acordadas con sus padres, como una justa retribución a su trabajo. Empero, si bien se rescataba el derecho de la mujer al estudio, lo cierto es que de ninguna manera se pensó en prepararla para ser independiente. La necesidad de enseñarla a leer, escribir o hacer cuentas era muy relativa, pues el ideal de la época era que fungiera como ejemplar monja o esposa, por lo cual se priorizaban las actividades que prepararan a las mujeres para desempeñar este último rol y para hacerlas: “…apetecibles por hombres honrados, para contraher con ellas el santo matrimonio por la aptitud que tienen a contribuir a los obsequios del estado y educación santa de su prole y familia para que todos vivan y mueran edificativamente”.35 En el caso de que éste no fuera su destino, esta formación les serviría para mantenerse por sí solas por las habilidades y la destreza de sus manos, en la producción de tejidos, arreglos florales, repostería u otras pericias que adquirieran, para no ser una carga para sus familias.36 Sin embargo, a pesar de que 34 Loc. cit.Textualmente se dice: “habiendo proveído como proveímos de remedio para la instrucción de los varones: hemos acordado proveer también del necesario a las hembras en la fundación de escuelas y dotación de maestras, que en ellas les enseñen aquellas habilidades que deben saber, para vivir con el concierto para que sean proficuas a la República, hasta su fallecimiento, en que lográndolo en el ósculo del Señor pasen de este valle de lagrimas a alabarle eternamente glorificadas en el cielo”. 35 Loc. cit. 36 Esta idea de formar a la mujer para el trabajo fuera de la casa, se va a reforzar en 1784, en plenitud de la ilustración de la Iglesia michoacana, cuando en un intento por impulsar la educación técnica de las niñas, los gobernadores de la sede vacante, José Pérez Calama y Juan

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la lectura, la escritura o el hacer cuentas no serían la columna vertebral de su enseñanza, de cualquier manera no se descartaban, y se podría acceder a estos conocimientos cuando las escuelas contaran con la posibilidad de ofrecerlos, y las alumnas permanecieran en ella el lapso suficiente para adquirirlos. Así se deduce del reglamento de niñas, cuando se refiere al aprovechamiento de tiempos y espacios, que recomienda sean utilizados al máximo, con especial cuidado en la programación de las actividades, para que aunque éstas fuesen simultáneas no se interrumpieran las discípulas unas a otras: de manera que, repartido el tiempo, no lo pierdan ociosamente mientras estuvieren en la escuela, separadas las que comenzaren a leer y escribir, de las que aprehendieren a labrar y demás sobredichas habilidades, y pudiera ser en diversas piezas, para que unas no embarazen los adelantamientos de otras, ni tampoco los actos devotos, en que las últimas, como las de mayor edad que las primeras, por que de las más tiernas se emplearen, para encender en ellas el santo temor de Dios y amor a su criador y benefactor universal.37

Igual que los varones, las mujeres tenían horario discontinuo. Iniciaban sus labores a las 7 horas de la mañana, cuando debían ser conducidas a la casa de su maestra “por personas que las guarden”, para evitar cualquier riesgo de perder su “honestidad”, que debía ser cuidada con esmero. Por supuesto, la educación seguía siendo profundamente católica y siempre, al entrar o salir de la escuela, se debía alabar al “Señor Sacramentado y a su Madre María Santísima”, repitiendo esta alabanza cuatro veces al día, al entrar y salir por la mañana, e igual en la tarde. Como no existían fuentes de financiamiento seguras y formales, el reglamento autorizaba a los maestros, en general, a concertar con los padres de familia de capacidad económica el pago de cuotas, con base en lo que éstos creyeran justo por la atención de sus hijas. Empero, la cláusula nueve en particular, como un resabio del tan acostumbrado pago en especie de Antonio de Tapia, solicitaron al canónigo doctoral, Vicente de los Ríos, un informe sobre la situación educativa, con base en la cual elaborarían una propuesta para mejorar la educación femenina. Dr. Vicente de los Ríos, “Informe sobre el estado de la educación e industria popular en la Provincia de Michoacán, 1784”, en Germán Cardozo Galué, Michoacán en el siglo de las luces, México, El Colegio de México, 1973, pp. 117-124. Para mayor información sobre Pérez Calama, consultar: Juvenal Jaramillo, José Pérez Calama. Un clérigo ilustrado del siglo XVIII en la antigua Valladolid de Michoacán, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1990. En Madrid estas escuelas fueron promovidas por la Sociedad Económica Matritense en 1787, ver Francisco Aguilar Piñal, op. cit., 1996, p. 444. 37 AHCM, Colegios, caja 1, exp. 1.

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otros tiempos, promovía que todas aquellas discípulas que pudieran hacerlo “cómodamente”, le llevaran a su maestra todos los jueves un huevo en reconocimiento a la educación que les proporcionaba. Con el objetivo de que la educación hiciera productivas a las alumnas, la cláusula 10ª estipulaba que cuando contaran con la suficiente pericia para elaborar los productos que la maestra les enseñaba, podrían venderlos para obtener algunas ganancias. Éstas se debían compartir con la maestra, ya que este fruto era resultado del esfuerzo de ambas.38 En esta época el aprendizaje y la práctica de la lectura solían hacerse en textos religiosos, característica acentuada en el caso de las mujeres. Pero además, diariamente, a las cuatro y media de la tarde, al acercarse la hora de la salida, todas las niñas debían suspender sus actividades para rezar el rosario a la virgen.39 El virtuosismo adquirido a través de las devociones y el rezo de las oraciones, así como las habilidades domésticas que pudiera adquirir una mujer, eran considerados como las mejores cualidades para un buen desempeño familiar y social: Que a más de las habilidades presupuestas [de tejer, coser y bordar] se les enseñe las que son propias de cocina y repostería como, postres, conservas, cajetas, bizcochos y soletas para que no les falte gracia alguna, que adorne al sexo y con particularidad la doctrina cristiana que han de saber de memoria, como está en el catecismo del padre Gerónimo de Ripalda y de inteligencia [con comprensión] en aquellos términos que pudiera la maestra explicárselas.40 38 Textualmente la cláusula dice: “10ª.- Que quando adquieran alguna pericia en las habilidades suso mencionadas, y en hacer flores de papel, y cartulina, que también se les enseñará, tenga derecho la maestra a la mitad de aquel estipendio, que se le pagare por la hechura, y la otra mitad se destinare para vestir a la niña, conforme alcanzare, así para piezas, como los lienzos, aunque sean toscos, de que se compusieren, para que de esta suerte, partan por mitad la Maestra y discípulas estas utilidades, como que ambas concurren a que se consigan”. Loc. cit. 39 La cláusula “5ª [decía] Que a las quatro y media de todas aquellas tardes que fueren a la Escuela han de levantar de obra todas y juntas la de labor con las que están aprendiendo a leer y escribir e hincadas delante de la imagen de Nuestra Señora, resen un tercio de su Rosario, principiando con persignarse y el acto de contricción y anunciando antes que comienzen el padre nuestro y los diez aves marías, al misterio que correspondiere a cada década, para que mientras lo rezaren lo traigan a la memoria, de modo que no las distraiga de la oración vocal, y dicho el Gloria Patri, etc., ofrezcan el misterio, ya gososo, ya doloroso o glorioso, conforme correspondiere a el día y señalare en los cuadernitos impresos para esta devoción”. AHCM, Colegios, caja 1, exp. 1. Cursivas mías 40 Cristina Fonseca y Ricardo León Alanís cuentan entre las principales cualidades del ideal femenino de la época, a la virginidad, la espiritualidad, la docilidad y la discreción. “José Antonio Ponce de León. Constructor de ideales de beatitud”, en Gerardo Sánchez y Ricardo

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Los avances de López de Llergo en la fundación y reglamentación de las escuelas parroquiales, así como su recorrido, en general, pueden considerarse como exitosos. Sin embargo, la realidad es que estos centros educativos no se consolidaron con su visita, pues el canónigo sólo revisó una parte del obispado, quedando vastas regiones por revisarse y establecer escuelas parroquiales. Además de que el financiamiento, uno de los principales problemas para el buen desempeño de estas últimas, aún no se resolvía en esta etapa y todavía resultaba un enigma para la Iglesia. Ya desde finales del siglo xvii, cuando la corona ordenó el establecimiento de las escuelas de castellano, la propuesta de los obispos novohispanos había sido que con el producto de las milpas de comunidad de los pueblos de indios se cubrieran los gastos educativos. Pero esto que se había planteado en lo general no funcionaba para todos. Muchas localidades no contaban con tierras comunales, o no habían logrado organizarse adecuadamente; o bien, no tenían caja de comunidad donde guardar y controlar sus recursos. Además, como todo lo relativo a la república de indios correspondía muy claramente al gobierno civil, la Iglesia no podía introducirse en ella y disponer lo que le pareciese conveniente, sin riesgo de causar un enfrentamiento con las autoridades civiles. Por ello, sólo podía utilizar los recursos de su jurisdicción, es decir, los parroquiales, para tratar de solventar estos gastos, en especial para el pago de las cuotas de los niños pobres, generalmente indígenas, que no podían costearlas. Así, al no encontrar el ordinario41 una fuente suficientemente prolija, eficaz y viable de generalizarse, para resolver el problema del financiamiento escolar, éste se tuvo que dejar a las habilidades y disposición de recursos de los párrocos. Situación que, lejos de contribuir a una solución generalizada, particularizó los casos, como sucedió en Palmar de Vega y San Pedro de los Pozos, donde López de Llergo recomendó a su cura, José Antonio Caballero que León, Historiografía michoacana, acercamientos y balances, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2000, pp. 133-140, cursivas mías. Por su parte, Jaime Rodríguez y Colin Mac Lachlan conceden a las mujeres novohispanas un concepto más amplio y variado, donde por supuesto caben las débiles y pasivas, pero también la fuertes y activas. Hacia el ser histórico de México, una reinterpretación de la Nueva España, México, Diana, 2001, pp. 233-250, prólogo de Miguel León-Portilla. 41 Leticia Pérez explica que “la jurisdicción ordinaria puede entenderse como la facultad de gobernar y administrar una iglesia diocesana. Así, el obispo o arzobispo era juez ordinario de la diócesis, de ahí que con frecuencia se le designe simplemente como ordinario”. Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana de la ciudad de México, 1665-1680, México, UNAM/El Colegio de Michoacán/Plaza y Valdés, 2005, p. 22, n. 11.

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continuara con mayor empeño, con la escuela para enseñar a leer y escribir a los varones que hemos mandado fundar, y para la que tiene y ha diputado maestro de habilidad suficiente para que aprendan a leer y escribir y de costumbres probadas, para que con su buen ejemplo los eduque, en cuanto conduzca a su salvación destinando para premio dos reales de cada bautismo y cuatro de cada entierro, que se hiciesen este año, cuyas partidas se persuade, que compondrá la cantidad de treinta pesos, con lo que con mantenerlo de comida y bebida en su propia casa y darle sepultura decente cuando fallezca, queda retribuido su trabajo.42

Asimismo, para el maestro de Pozos, detalladamente ordenó que su salario de 24 pesos anuales, por lo que correspondía a los niños pobres, fuese cubierto de varios ramos: que se le han de pagar diez [pesos] de las limosnas que se recojan el jueves santo ofrecidas por los fieles de aquel curato, por los Santos Cristos que salen en la procesión de aquel día, y los catorce, [para] cumplimentar a los veinticuatro sobredichos, de las limosnas de las misas, que por costumbre se cantan en aquella parrochia, por tres pesos cada una; y a más de este estipendio logrará el de un huevo, que le llevarán los jueves los niños que tuvieren facultad para ello y tendrá libertad de pactarse con los padres de familia de aquellos que disfrutaren bienes con que pagar mensual, o anualmente alguna pención correspondiente al trabajo de enseñarlos.43

La mitra diocesana era directamente responsable de este modelo escolar, pero a nivel local su representante natural era el párroco, por ello, éste se asumía como el encargado de su control, dirección y vigilancia, por lo que una de sus obligaciones más importantes era la supervisión cotidiana del buen funcionamiento de los centros escolares, en especial los de varones, a los que debía pasar semanalmente para constatar su buen funcionamiento a través del examen de grupos de niños escogidos al azar, para constatar su avance en el aprendizaje proporcionado.

A modo de conclusión Considerando las dimensiones del obispado, los esfuerzos de López de Llergo podrían parecer insuficientes. Pero, si se tienen presentes las condiciones de la diócesis en esa época, a pesar de que no se logró un recorrido 42 43

AHCM, Visitas, caja 501, exp. 54. Cursivas mías. Loc. cit..

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total de la misma, el empuje aplicado por el visitador a esta tarea fue de gran importancia para el avance de la educación de los niños michoacanos, ya que su labor significó un gran intento por poner al alcance de todos el aprendizaje de la lectura y la escritura, y, en el caso de los varones, también las operaciones matemáticas fundamentales, como sumar, restar, multiplicar y quizá dividir, sin las restricciones que tradicionalmente habían impedido el acceso a ellas. Especial mención merecen los trabajos de regularización que López de Llergo emprendió con la intención de impulsar, a través de sus reglamentos, la normatividad y coherencia de la educación de los feligreses michoacanos, en una nueva visión ilustrada que introdujo el conocimiento práctico. Por otro lado, desde el punto de vista de la política de secularización que la mitra venía aplicando desde tiempo atrás, el trabajo del canónigo también fue de gran importancia, porque con sus acciones dejó claro, en el corazón del último bastión franciscano del obispado, la preeminencia del ordinario sobre los regulares, ya que era esta Iglesia y no la de los frailes, la que contaba con el apoyo de la corona, por ser su representante en estas tierras. Desafortunadamente, López de Llergo falleció el 31 de enero de 1767, dejando inconclusa la empresa que apenas acababa de iniciar. Aunque atrás de sus acciones se percibe toda la organización episcopal, presumiblemente su desaparición debe de haber causado por lo menos un retraso en el impulso de estos trabajos, mientras se lograba su reorganización.

IV. LUEGO DE LA EXPULSIÓN JESUITA: REPRESIÓN, CENSURA Y REAJUSTES

LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS Y LA REPRESIÓN DEL JESUITISMO EN NUEVA ESPAÑA

Eva María Mehl Universidad de California Davis [email protected]

El poder. La expulsión Las causas por las que Carlos III expulsó a los jesuitas de sus dominios no fueron nunca explícitas, de ahí el largo e intenso debate que siguió a la publicación del real decreto de extrañamiento el 27 de febrero de 1767.1 Las explicaciones dadas en ese momento fueron escasas y ambiguas. En las primeras líneas el soberano mencionaba “gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos”.2 Es decir, a los jesuitas se les consideraba causa de disturbios e inquietud. Sin duda el Borbón se refería a los motines acontecidos en Madrid en la primavera de 1766, tras los que el fiscal Pedro Rodríguez Campomanes había acusado a los religiosos de azuzar el descontento del pueblo contra la autoridad real. Para recomponer su maltrecha imagen y explicar tan fulminante caída, la compañía atribuyó la decisión a las intrigas cortesanas de ministros antijesuitas como Campomanes, Roda, el duque de 1 En las siguientes páginas nos referimos al empeño de las autoridades españolas y novohispanas en destruir el corpus ideológico jesuita y ahogar reacciones de confusión y tristeza, rayanas en la blasfemia y otras faltas que caían bajo competencia inquisitorial, que la expulsión causó en los partidarios de la orden (jesuitismo); la represión militar del movimiento a favor de los jesuitas queda fuera del ámbito de este estudio. 2 El Pardo, 27 de febrero de 1767, en Colección general de las providencias hasta aquí tomadas por el gobierno sobre el extrañamiento y ocupación de temporalidades de los regulares de la Compañía que existían en los dominios de SM de España, Indias, e Islas Filipinas a consecuencia del real Decreto de 27 de febrero y pragmática Sanción de 2 de abril de este año, Madrid, Imprenta real de la Gaceta, 1767, t. I, pp. 1-2. (En adelante se citará Colección general.)

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Alba y el conde de Aranda. El recurso a una maquiavélica conspiración contra la Iglesia donde los jesuitas eran las cabezas de turco sería desde entonces utilizado por varios historiadores jesuitas y católicos conservadores.3 Sin embargo, se ha descartado en la actualidad la idea de que la expulsión obedeciera a actitudes irreligiosas, privilegiándose, por el contrario, un enfoque más amplio, ideológico y especialmente político en el que pueden trazarse cuatro dimensiones principales. La primera es la existencia de un conflicto entre Iglesia y Estado; la compañía era asimilada a una milicia papal en defensa de los intereses y autoridad de la Iglesia. En el marco de la política eclesiástica borbónica, el extrañamiento representó uno de los grandes triunfos del regalismo sobre Roma. Las consideraciones sobre la seguridad del Estado añaden una segunda dimensión a la cuestión de por qué los jesuitas. Campomanes relacionó los sucesos de marzo de 1766 con las doctrinas recogidas en algunas obras jesuitas escritas hacía más de un siglo —Mariana, Busembaum, Cienfuegos—, que consideraban moralmente justificable desobedecer y matar a un gobernante bajo ciertas circunstancias. Además, existía el temor de la formación de reinos independientes en las misiones jesuitas de América y Filipinas. El paradigma del reino jesuítico lo constituyeron las misiones guaraníes, donde los jesuitas fueron acusados de organizar la resistencia indígena contra la transferencia a Portugal de siete reducciones en 1750. En tercer lugar, aunque nunca fueron mencionados, los intereses económicos. La naturaleza de las actividades económicas de la orden levantó sospechas e ideas exageradas sobre su riqueza, convirtiéndose en un importante elemento en la formación del antijesuitismo. Así, existía el convencimiento de que las temporalidades jesuitas en el Nuevo Mundo alcanzarían cifras de escándalo. Se hacían cábalas no sólo sobre el importe de las fortunas acumuladas, sino sobre los fraudes y métodos inmorales con que se habrían obtenido. Campomanes denunció el comercio con naciones extranjeras por el Orinoco, los ingenios de azúcar en Quito, y la explotación económica de los indios del Paraguay, además de la posesión de vastas haciendas en todo el continente.4 La provincia jesuita en Nueva España mereció en el dictamen del fiscal un lugar preeminente, pues eran “tan exorbitantes 3 Entre otros, cabe citar a Vicente de la Fuente, Historia eclesiástica de España, Madrid, 1873-75; a Vicente Sierra, Los jesuitas germanos en la conquista espiritual de Hispanoamérica, Buenos Aires, Universidad Nacional, 1944, y a Vicente Rodríguez Casado, La política interior de Carlos III, Valladolid, 1950. 4 Pedro Rodríguez de Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-1767), edición de Jorge Cejudo y Teófanes Egido, Madrid, 1977.

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sus riquezas...”.5 Por ejemplo, a las desérticas provincias de Sonora, Sinaloa, Chinipas y Tarahumara les atribuía una exagerada fecundidad, mientras que las noticias que circularon sobre California otorgaron a esta tierra una categoría próxima al mito (minas, perlas, contrabando…).6 En cuarto y último lugar, un conflicto ideológico enfrentó a la compañía con la corona española. A tenor de las justificaciones reformistas de la época, la orden era el paradigma de las ideas más reaccionarias del antiguo régimen, bastión del fanatismo y la intolerancia. Tras el extrañamiento, las cátedras de la escuela jesuítica quedaron extinguidas, y asimismo desaparecieron los textos de los grandes teólogos jesuitas —Molina, Mariana, Belarmino, Vázquez, Busembaum— y las teorías populistas de Suárez. Es evidente, por tanto, la conexión entre reforma universitaria y expulsión.7 Por otro lado, la flexibilidad que los jesuitas mostraron en asuntos de teología moral y culto divino resultó de la repugnancia de muchos. La doctrina del probabilismo se convirtió en sinónimo de laxismo moral, y los jesuitas, en autores de opiniones que corrompían las costumbres, la religión y la sociedad política. Parte de la historiografía, interesada en señalar la arbitrariedad y despotismo borbónicos,8 difundió la idea de que la expulsión sólo tenía sentido dentro del contexto de las polémicas europeas, razón por la que fue percibida en América como una impactante e injusta sorpresa. No obstante, pese a que no hay duda sobre la estima de que gozaba la compañía en América, resulta imprudente generalizar esta afirmación a todo el cuerpo social. Nueva España en el siglo xviii experimentaba un crecimiento económico, lo que se tradujo en un aumento de la competitividad por recursos en los sectores productivos, cuotas de mercado en el comercio y acceso al crédito. Los jesuitas ocupaban una situación privilegiada, exentos del diezmo y libres de impuestos sobre el comercio. La codicia del Estado y de intereses particulares frente a la riqueza de los jesuitas —verdadera o supuesta— encontraba una Ibid., p. 111. Ibid., p. 113. 7 Luisa Zahiño Peñafort, Iglesia y sociedad en México, 1765-1800. Tradición, reforma y reacciones, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pp. 167-168. 8 Según Luis Navarro García, “El virrey marqués de Croix”, la expulsión fue “una verdadera acción traumática” para la sociedad novohispana y sus motivaciones eran ajenas al contexto político, social o ideológico del virreinato. En José Antonio Calderón Quijano, (dir.), Los Virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos III, t. I, 1759-1779, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1967, p. 261. Gérard Decorme había expresado la misma idea en La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial, 1572-1767, I: Fundaciones y obras, México, José Porrúa, 1941. 5 6

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justificación moralista: al confiscárseles las propiedades se iba a corregir un pecado, una violación del voto de pobreza. A la compañía en América se atribuía la posesión de una extensa base material: haciendas, propiedades urbanas y capitales impuestos a censo.9 Estos recursos proporcionaban a la orden los ingresos necesarios para sustentar colegios, residencias y misiones en lejanas provincias, pero el resultado fue la incongruente situación de una institución religiosa que, profesando un voto de pobreza, era propietaria de enormes cantidades de tierra, esclavos y prósperas empresas rurales.10 Por otro lado, pese a que las órdenes religiosas tenían prohibido practicar el comercio en territorios coloniales, es innegable la naturaleza comercial de muchas de las operaciones jesuitas, donde las haciendas se consolidaron a través de mercados urbanos y mineros.11 En definitiva, el problema era que la base económica jesuita era notablemente competitiva respecto a otros agentes sociales implicados en las mismas actividades; de ahí que incluso sus afectos hallasen motivos para no lamentar por mucho tiempo su marcha.12 Instrumentos en la represión del jesuitismo. Contribución de la jerarquía eclesiástica La real pragmática de 27 de febrero de 1767 y el bando promulgado por el virrey Croix el 25 de junio del mismo año dieron a conocer en Nueva España la determinación del monarca. La pragmática impuso a los vasa9 Germán Colmenares, Haciendas de los jesuitas en el Nuevo Reino de Granada. Siglo XVIII, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1969, p. 4. 10 Nicholas P. Cushner, Jesuit ranches and the agrarian development of Colonial Argentina, 1650-1767, Nueva York, State University of New York Press, 1983, p. 166; François Chevalier, La formación de los latifundios en México. Haciendas y sociedad en los siglos XVI, XVII y XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 361. 11 Hermes Tovar Pinzón, “Elementos constitutivos de la empresa agraria jesuita en la segunda mitad del siglo XVIII en México”, en Enrique Florescano (coord.), Hacienda, latifundios y plantaciones en América Latina, México, Siglo XXI, 1975, pp. 132-222; Nicholas P. Cushner, Lords of the land. Sugar, wine and Jesuit states of Coastal Peru, 1600-1767, Nueva York, State University of New York Press, 1980, pp. 174-176; Magnus Mörner, Actividades políticas y económicas de los jesuitas en el Río de la Plata. La era de los Habsburgo, Buenos Aires, Paidós, 1968, p. 86. 12 Por ejemplo, el patrimonio de la orden se repartió en Cuba entre la oligarquía española y criolla, que tenía estrechos lazos con los jesuitas, impulsando el desarrollo azucarero mediante propiedades rurales y créditos hipotecarios a largo plazo. Mercedes García Rodríguez, Misticismo y capitales. La Compañía de Jesús en la economía habanera del siglo XVIII, La Habana, Ciencias Sociales, 2000, pp. 189, 190-191 y 195-197.

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llos un silencio absoluto sobre la decisión de expulsar a los jesuitas. Se les prohibió “escribir, declamar o conmover [...] en pro ni en contra”13 de esta providencia. Asimismo, para “apartar alteraciones o malas inteligencias”,14 no sólo no podrían escribir sobre el extrañamiento, sino tampoco imprimir o difundir cualesquiera obras o papeles relacionados con los sucesos de la primavera de 1767. Los contraventores serían considerados reos de lesa majestad. Sin embargo, si bien para algunos no faltaban razones para desear la marcha de la compañía, en general se sabía que su desaparición vendría acompañada de gran desasosiego y turbación que podría poner en duda la justicia de las órdenes reales, por lo que a la llamada al silencio de la real pragmática se añadieron otros instrumentos de represión. El de mayor repercusión fue quizá exigir al arzobispo de México y demás prelados de Nueva España que se dirigiesen a sus diocesanos para apoyar y justificar la decisión del soberano. Como siempre en momentos de incertidumbre, los fieles se volvían hacia la Iglesia en busca de respuestas reconfortantes, por lo que era preciso que los obispos se pronunciasen pública y firmemente sobre la obediencia debida al decreto, para disuadir a quienes pensaban que los promotores de la expulsión eran herejes, especies contenidas en los libelos y papeles varios que habían comenzado a circular inmediatamente después del arresto. Se advierte una gran similaridad en las pastorales redactadas en el otoño de 1767. En ellas se expresaba una lealtad incondicional al monarca, y se advertía a los fieles que no debían siquiera discutir sobre el asunto. En cuanto patrono de los obispos del reino, la obra de Carlos III era oportunamente ensalzada, mientras que al rey se lo describía como un príncipe entregado con heroicidad a la defensa de la religión. No obstante, los prelados no se decantaban tanto por el intervencionismo real en materias eclesiásticas como por un más tradicional equilibrio de poderes. La compañía como cuerpo religioso era atacado duramente, reduciéndose las causas de su extrañamiento a las perniciosas doctrinas del regicidio y tiranicidio. El arzobispo de México, Francisco de Lorenzana, había incluso participado en la junta ejecutiva formada por el virrey en la tarde del 24 de junio de 1767. El prelado publicó cuatro pastorales de tema antijesuítico entre 1767 y 1773. Algunos historiadores han lamentado que la mayoría de sus escritos públicos obedeciesen a influjos extrínsecos, ya del papa reinante, ya de las órdenes del soberano, produciendo pastorales claramente motivadas 13 “Pragmática Sanción de Su Magestad, en fuerza de ley, para el extrañamiento...”, El rey, El Pardo, 2 de abril de 1767, cap. XVI, en Colección general..., 1767, t. I, p. 42. 14 Ibid., cap. XVII, en Colección general..., 1767, t. I, p. 42.

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en la campaña real de descrédito de la compañía.15 Lorenzana prohibía la enseñanza de la doctrina del probabilismo, aduciendo que las interpretaciones frívolas de los jesuitas hacían tambalear las bulas pontificias y las leyes reales; corrompían la práctica de los sacramentos y los votos de pobreza, castidad, obediencia y clausura de las religiones; y relajaban la actividad de los párrocos.16 Lorenzana fustigó el afán de riquezas de los jesuitas, sus ansias de poderío temporal, su independencia, su monopolio del confesionario real, la causa de Palafox, los ritos sínico-malabares, etcétera.17 El arzobispo también publicó el breve de extinción de Clemente XIV (21 de julio de 1773) y advertía frente a un posible resurgimiento del jansenismo; para hacer frente a ello lanzaba un mensaje de paz y unión a las diferentes escuelas católicas. El 28 de octubre de 1767 Fabián y Fuero publicaba una pastoral impregnada de servilismo de principio a fin.18 Entusiasta partidario del absolutismo real, el prelado de Puebla justificaba las medidas tomadas por el soberano pero al mismo tiempo trataba de mantenerse dentro de una línea filosóficoteológica. El origen de la sociedad era divino, como también lo era el origen de la autoridad, convirtiendo al monarca en instrumento y representante de Dios. Fabián y Fuero negaba la preponderancia del Estado, pero concedía al monarca un no desdeñable poder de intervención en los asuntos eclesiásticos; de hecho, la expulsión de los jesuitas era presentada como una medida necesaria en virtud de la obligación del soberano de cuidar del bien público de su pueblo e Iglesia.19 Al igual que Lorenzana, Fabián y Fuero centraba parte de su alegato en la exposición de los males que la doctrina moral de los jesuitas acarreaba para los fieles, entre los que el tiranicidio era quizá la consecuencia más nefasta. El diocesano era consciente del profundo afecto que los poblanos todavía sentían hacia los que habían partido, persuadidos de que su presencia era necesaria para la conservación de la Iglesia, la religión y la fe, acerca de lo Luis Sierra Nava-Lasa, El cardenal Lorenzana y la Ilustración, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1975, pp. 164-165; Rafael Olaechea Albistur, “La relación ‘amistosa’ entre F. A. de Lorenzana y J. N. de Azara”, en Suma de estudios en homenaje al Dr. Canellas, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1969, pp. 805-850. 16 Biblioteca Nacional de Madrid, VE 328-4, “Carta pastoral del arzobispo Francisco Antonio Lorenzana”, Santa Visita del pueblo de Zaqualpam, 12 octubre de 1767. 17 Luis Sierra Nava-Lasa, “El arzobispo Lorenzana ante la expulsión de los jesuitas (1767)”, en Estudios de Deusto, núm. 15 (1967), pp. 227-253. 18 Carta pastoral del Ilustrísimo señor don Francisco Fabián y Fuero, obispo de la Puebla de los Ángeles, del consejo de Su Majestad, México, Imprenta Real de la Gaceta, 1768 (ed. facs. del Instituto Mora, México, 2004), p. I. 19 Idem., p. XVI. 15

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cual, no sin cierta irritación, los increpaba. El obispo concluía con lo que esperaba de los habitantes de su diócesis: silencio y sumisión, que “nunca habléis mal del rey y su gobierno”.20 Sin embargo, no todas las pastorales fueron cortadas por el mismo patrón. Por ejemplo, si bien el obispo de Antequera (Oaxaca), Miguel Anselmo Álvarez de Abreu y Valdés, no pudo eludir la obligación de justificar la expulsión, su pastoral (10 de octubre de 1767) habría de diferenciarse de las de Lorenzana y Fabián y Fuero por no verter una sola crítica hacia la compañía. El prelado insistía en el origen divino de la autoridad y la ciega obediencia debida al soberano y sus resoluciones. De la expulsión de los jesuitas, Álvarez de Abreu afirmaba que había sido necesaria para proteger a la fe del tiranicidio y de la relajación doctrinal, si bien en ningún momento reconocía que la compañía hubiese defendido estos errores. La debilidad de Álvarez de Abreu por los jesuitas, aunque nunca puesta de manifiesto abiertamente, no se ocultaba a sus contemporáneos.21 Al mismo tiempo que la jerarquía eclesiástica escribía a sus fieles para convencerlos de que la expulsión de la orden ignaciana era una de las medidas más beneficiosas y sensatas que había tomado nunca un monarca, una gran parte de los jesuitas todavía se hallaba en suelo mexicano, recorriendo trabajosamente los caminos, aguardando hacinados su embarque en Veracruz, o sufriendo de vómitos en dirección a La Habana.22 Pese a que el propósito de estas pastorales era que el pueblo encontrase en sus obispos y sacerdotes los mejores ejemplos de lealtad, lo cierto es que su efecto en los ánimos novohispanos fue escaso, ya que continuó dándose pábulo a libelos y estampas projesuitas, así como a cuantiosas profecías sobre el inminente regreso de los expulsos.

Idem., p. LXII. Luisa Zahiño Peñafort, op. cit., 1996, p. 171; Nancy M. Farriss, La corona y el clero en el México colonial, 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 127-128. 22 Sobre el relato de la expulsión, véase Eva María St. Clair Segurado, Expulsión y exilio de la Provincia Jesuita Mexicana, 1767-1820, Alicante, Publicaciones Universidad de Alicante, 2006. En este libro se analiza la que fue una operación de dimensiones enormes y gran complejidad por desarrollarse en múltiples escenarios (Nueva España, Cuba, España, Córcega e Italia), afectar a casi 700 jesuitas, y prolongarse durante dos años, requiriendo la colaboración de autoridades coloniales y metropolitanas. La experiencia transformó profundamente la vida de estos religiosos, en su mayoría criollos, forzados a emprender un largo y penoso viaje de destierro, y aclimatarse a una nueva existencia en Italia. 20 21

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La prohibición de doctrinas jesuíticas en la enseñanza pública

La monarquía era consciente de que la desaparición física de estos religiosos no era la solución del problema, dada la profundidad y resistencia de las raíces jesuíticas: “no vasta el extrañamiento de los individuos visibles de un cuerpo tan funesto si el reino conserva secuaces fanáticos de su doctrina, pues estando cifrando en ella principalmente el mal, mientras no se agote tan dañoso manantial viene a subsistir la causa y por consiguiente los efectos”.23 Para el caso de Nueva España, además de instar la colaboración del estamento eclesiástico, el gobierno metropolitano se valió de otros recursos más expeditivos para extirpar el jesuitismo. No se ignoraba el enorme peso que la Compañía de Jesús había tenido en múltiples facetas de la vida novohispana, especialmente en la educativa, prácticamente coto exclusivo de los jesuitas durante dos siglos: “dominantes más en las Indias [que en España] por haber abrigado casi enteramente la pública enseñanza e imperio de las letras”.24 Las doctrinas de los maestros jesuitas habían emponzoñado los ánimos de los vasallos, “haciéndose por este camino árbitros de sus voluntades y aun de sus entendimientos”,25 lo que era especialmente peligroso en tierras tan alejadas del control central. El 23 mayo de 1767 Carlos III exigía a las universidades y otros estudios en el reino el juramento de no enseñar, “ni aun con título de probabilidad”,26 las doctrinas del regicidio y tiranicidio. En agosto de 1768 las cátedras de la escuela jesuítica quedaron extinguidas en los centros de educación superior en virtud de una cédula real en la que se disponía una vuelta a las sagradas escrituras, a la patrística y a los concilios, es decir, a la más pura ortodoxia de las fuentes doctrinales.27 Además, la real cédula del 21 de agosto de 1769 ordenaba la celebración de concilios provinciales en toda América con dos propósitos principales: la sustitución de los catecismos ignacianos que circulaban por toda América, y la formación de un clero leal, sin la independencia y privilegios de que habían disfrutado los miembros de la compañía.28 Penetraron entonces en las universidades textos hasta el momento perseguidos por la Inquisición: autores regalistas, cátedras de 23 Archivo General de Simancas (en adelante, AGS), Gracia y Justicia 690, “Consulta del Consejo Extraordinario”, Madrid, 4 de marzo de 1768. 24 Ibid., Madrid 8 de febrero de 1768. 25 Ibid., Madrid 4 de marzo de 1768. 26 Luisa Zahiño Peñafort, op. cit., 1996, p. 145. 27 Ibid., pp. 167-168. 28 Ibid., p. 168.

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derecho natural y de gentes, textos jansenizantes. Sin embargo, los nuevos planes de estudio a inicios de la década de 1770 se caracterizaron por las disputas entre las órdenes religiosas, que intentaban llenar el vacío dejado por los jesuitas imponiendo a sus autores, y los políticos reformistas, que pretendían acabar con cualquier espíritu de escuela, considerado una de las causas de la decadencia universitaria.29

El pueblo. La “general conmoción que han padecido las conciencias”30 Como muy pronto se demostró, a las autoridades no les faltaban razones para suponer que cierta represión sería necesaria. Con la excepción de las poblaciones mineras, el extrañamiento se ejecutó en medio de una calma ejemplar debido al empleo de una gran cantidad de tropas, pero este aparente sosiego ocultaba una sorpresa, conmoción y descontento profundos. La inquietud hallaría maneras de expresarse que violaban de continuo la exhortación de la real pragmática. En los meses siguientes a la expulsión proliferaron escritos clandestinos y proféticos testimonios, así como rumores en calles, plazas, mercados y conventos. Este movimiento se teñiría, además, de duras críticas a los que habían tomado parte en la expulsión, principalmente el rey, el virrey, el visitador general —el jurista malagueño José de Gálvez— y el arzobispo Lorenzana. Rumores, desconcierto de sacerdotes y críticas a la autoridad

Las primeras reacciones se pudieron percibir a los pocos días del arresto. Pese a la prohibición de la real pragmática, todos hablaban de lo sucedido; los corrillos se formaban en cada calle y en cada tienda, y en muchas casas particulares tenían lugar tertulias donde la desgracia de los jesuitas presidía las conversaciones. La mayoría se lamentaba de la marcha de los religiosos y se consolaban con los rumores sobre su pronto retorno; una buena parte arremetía contra el rey y sus representantes en las Indias; unos pocos se limiAntonio Álvarez de Morales, Inquisición e Ilustración (1700-1834), Madrid, Fundación Universitaria Española, 1982, pp. 110-117. 30 Archivo General de la Nación, México (en adelante, AGN), Inquisición 1521, “Declaración del padre Gregorio García Valdemora ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 1 de agosto de 1768. 29

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taban a escuchar sin manifestar su opinión; otros, entre ellos los dominicos, se alegraban de la desaparición de sus tradicionales rivales. El incremento de actividad registrado en las oficinas de la Inquisición constituye un buen termómetro de la intensidad de sentimientos y emociones provocados. Por ejemplo, el 8 de agosto de 1767 Juan José Urbicio y Rodríguez, un joven cantero de 27 años, denunció una conversación que había mantenido con Lorenzo de Alsibia y un tal Carlos algunos días antes en un callejón.31 Juan José había comentado que lo que se decía sobre el regreso de los jesuitas le había alegrado mucho “por la gran falta que hacen”, a lo que Carlos había contestado que en efecto eran necesarios porque su saber era muy profundo. Carlos aún estaba admirado de la ciencia de cierto jesuita que le había dicho en confesión que “no Éste sino otro era el Dios que debíamos venerar”. De inmediato Lorenzo le advirtió no dijese tales cosas porque podría ser denunciado al Santo Oficio. No obstante, revestían mayor gravedad otros comentarios que pronto comenzaron a dejarse oír por la ciudad, y que generaron dudas entre sacerdotes que no sabían cómo atajar la irreverente actitud de algunos fieles. El 25 de septiembre de 1767 los dominicos José Domingo de Sosa y Jerónimo Campos presentaron al tribunal una consulta sobre cómo debían comportarse en el púlpito y en el confesionario, ya que era frecuente oír en conversaciones públicas y privadas continuos dicterios contra el rey, virrey, visitador, arzobispo y ministros, a los que se llamaba herejes, y se aseguraba que la doctrina, la fe y la religión católicas desaparecerían a causa de la injusticia cometida.32 Los dominicos confesaban vivir deprimidos y algo atemorizados ante la difusión de estos tenebrosos pensamientos, y preguntaban a los inquisidores si debían dejar a los fieles en tal error o sacarlos de él. Mientras que los dominicos habían acudido al Santo Oficio con la intención de obtener consejos que guiasen su comportamiento, los inquisidores estaban más interesados en obtener información concreta y castigar a los que proferían tales invectivas. Sosa declaró que sólo pretendía denunciar “la voz y el rumor de todo el común de México”,33 pero que le era imposible ceñirse a circunstancias específicas por cuanto todo lo había sabido, bien en el confesionario, bien “por derecho común de todos los que han concurrido 31 AGN, Inquisición 1058, “Denuncia de Juan José Urbicio y Rodríguez ante fray Antonio García Navarro”, México, 8 de agosto de 1767. 32 AGN, Inquisición 1521, exp. 3, “Consulta de fray José Domingo de Sosa y fray Jerónimo Campos a la Inquisición”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 25 de septiembre de 1767. 33 Ibid., “Declaración de fray José Domingo de Sosa ante la Inquisición“, México, 28 de noviembre de 1767.

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con él”. No podía proporcionar nombres, casas o parajes porque sólo tenía “una especie obscura y dubia” en su mente, pero insistía en que “viven tan encantados todos los del común de México, y aun de este reino”, que llamar herejes a los reyes ya no se consideraba un pecado, e incluso algunos eclesiásticos lo aprobaban. Respecto a la conducta que debían seguir los sacerdotes, los inquisidores declararon no ser de su incumbencia, sino del ministerio episcopal. Sosa había facilitado los nombres de otros religiosos que habían sido testigos de algunas de estas situaciones, pero el tribunal no prosiguió los autos hasta julio de 1768,34 días después de recibir una durísima carta del consejo de la Santa General Inquisición en Madrid reprendiendo a los inquisidores por la pasividad y vacilación con que se estaban conduciendo en la represión del jesuitismo. No obstante, después de tantos meses, no era fácil recordar dónde, cuándo o a quién los contestes habían oído tales comentarios. Por ejemplo, fray Antonio de León, lector dominico de 44 años, afirmó haber oído muchas de estas especies, pero por haberlas escuchado en confesión, no podía denunciarlas.35 Esta pesadumbre era compartida por otros dominicos del convento imperial de Santo Domingo, quienes habían confirmado la general agitación contra el rey y sus ministros. Entre ellos, fray Pedro Moreno aseguraba que: “…sí es frecuentísimo, y no se trabaja poco en el confesionario para desarraigar de los corazones de los penitentes esta especie a que su falsa piedad los tiene persuadidos”.36 En el citado convento probablemente no había nadie que no tuviese noticia de estos rumores. Fray José Pareja los había oído a varios confesores y personas de autoridad,37 mientras que fray Francisco Larrea había sabido que a los pies del padre Trujillo había llegado una mujer proclamando que el monarca era un hereje.38 Por otra parte, a los pocos días de la expulsión apareció en la puerta de la iglesia del convento un papel con la leyenda: “Viva la Compañía y su ley; mueran los dominicos y su rey”.39 La orden dominica Ibid., “Resolución de los Inquisidores González de Andía y Amestoy”, México, 20 de julio de 1768. 35 Ibid., “Declaración de fray Antonio de León ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 1 de agosto de 1768. 36 Ibid., “Declaración de fray Pedro Moreno ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 2 de agosto de 1768. 37 Ibid., “Declaración de fray José Pareja ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 5 de agosto de 1768. 38 Ibid., “Declaración de fray Francisco Larrea ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 21 de agosto de 1768. 39 Ibid., “Declaración de fray José Pareja ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 5 de agosto de 1768. 34

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se convirtió en objeto de las críticas populares por considerársele cómplice en la decisión de extrañar a los ignacianos. Mucho se hablaba también de la justicia real. En julio de 1767 fray José Pareja escuchó una conversación entre su provincial y un oidor de la audiencia en la que éste sostenía que lo ejecutado con los jesuitas había sido “tropelía y contrajusticia por no haber sido oídos en justicia”. Otros rumores se referían al estado en que habían quedado la religión y la fe con la partida de los jesuitas. El ministro de enfermos Gregorio García Valdemora declaró haber escuchado en diversas ocasiones que la ausencia de los jesuitas afectaría terriblemente al reino porque se resentiría la disciplina eclesiástica, el culto de Dios y el vasallaje debido a su majestad.40 Asimismo era frecuente escuchar entre los afectos a la compañía que los jesuitas estaban siendo sometidos a innumerables trabajos, e incluso que padecían martirio.41 La desazón de Sosa y Campos sobre cómo afrontar la angustia de los fieles, origen de este expediente, se consideró irrelevante después de tantos meses. Los interrogatorios demostraron que el extrañamiento había generado un sentimiento de pérdida y abandono que causaba amargura a los dominicos, como si sus servicios no produjesen los mismos beneficios. Sobre todo el vulgo, pero también personalidades como los abogados de la real audiencia, declararon en público su estupor, desamparo e impotencia. Sin embargo, a mediados de 1768 los ánimos estaban un poco más tranquilos y el tiempo había persuadido al clero de que todo se reducía a una inofensiva cuestión de “falsa piedad”. Según fray José Pareja, constantemente llegaba a sus oídos: “…el rumor popular de una falsa piedad con que [h]a sido recibida esta novedad que tanto se ha entrañado en los corazones de estas gentes, que los hace prorrumpir con dolor los efectos desordenados de su pasión inadvertidamente”.42 La validez de las confesiones jesuitas y el resentimiento dominico

La confusión sufrida por algunas conciencias se extendió a facetas tan importantes de la vida cotidiana como el sacramento de la penitencia. En la 40 Ibid., “Declaración del padre Gregorio García Valdemora ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 1 de agosto de 1768. 41 Ibid., “Declaración de fray José Pareja ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 5 de agosto de 1768. 42 Ibid., “Declaración de fray José Pareja ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 5 de agosto de 1768.

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ciudad de México, las ambiguas palabras pronunciadas en confesión por algunos dominicos desencadenaron una sucesión de rumores acerca de la validez de las confesiones jesuitas. El suceso llenó de desaliento a diversas personas, sobre todo mujeres, y mantuvo ocupado al tribunal durante casi tres meses, tratando de evitar que los confesores divulgasen la idea de que los jesuitas eran herejes, pues al momento no existía condena formal de las doctrinas de la compañía. Al parecer, el padre Arrieta había dicho a una mujer que había de repetir todas las confesiones hechas con los jesuitas “porque con sus doctrinas laxas tenían perdido el mundo”43 y porque podía estar imbuida de “errores hereticales”. Sobre esto se había platicado en muchos domicilios particulares, como en el de Teodosia González de Cedillo, en cuya casa se había formado un grupo de contertulios afectos a la compañía. Hombres y mujeres, clérigos y seglares eran invitados por Teodosia para conversar sobre la actualidad política y leer y comentar las últimas novedades literarias, en especial las de tipo panfletario.44 La Inquisición finalmente logró encontrar a Mariana Fernández de Córdoba, doncella de 26 años de edad, quien explicó que, acongojada y confusa por la ausencia de su confesor habitual tras el arresto, fue a confesarse con el padre Arrieta. Ante la tristeza de la mujer, éste trató de animarla diciéndole que incluso Santa Teresa había dado gracias a Dios por no haber muerto en manos de un confesor jesuita.45 Turbada, Mariana quiso saber si debería hacer una confesión general o revalidar las que había hecho con los jesuitas, a lo que Arrieta contestó con un “ya veremos”. Sobre los jesuitas, el religioso le dio a entender que habían dado motivos para su expulsión, si bien no los especificó, limitándose a decir que “era ancha la teología de los padres jesuitas”. 43 Ibid., “Denuncia de Francisco Javier de la Cerda Morán ante el comisario Francisco Larrea, Convento Imperial de Santo Domingo”, México, 5 de agosto de 1767; “Declaración de Mª Ángeles [ilegible] elles ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 31 de agosto de 1767; “Denuncia de Francisco Javier de la Cerda Morán ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 5 de agosto de 1767. 44 AGN, Inquisición 1521, exp. 6, “Declaración de Teodosia González de Cedillo ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 26 de agosto de 1767; y “Ratificación de Teodosia González de Cedillo ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 2 de septiembre de 1767. Teodosia era una mujer de ávida curiosidad, independiente y con inquietudes políticas y literarias. En la primavera de 1768 Teodosia y sus contertulios se verían implicados en una denuncia sobre la lectura y retención del primer tomo de la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas. 45 Ibid., “Declaración de Mariana Fernández de Córdoba ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 7 de septiembre de 1767.

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El rumor se había propagado entre varios grupos de amigos y conocidos —escribanos, abogados de la real audiencia— relacionados entre sí por razones de parentesco y/o común lugar de trabajo. Algunos contestes, entre ellos el abogado Álvaro José de Ocio, se mostraban especialmente dolidos por las inquietudes de conciencia que en mujeres y gente ordinaria “se preparaban con semejante dictamen”.46 Ocio reconoció haber hablado de este asunto con varios de sus colegas; en los pasillos del palacio de la real audiencia acostumbraban a formarse corrillos para hablar de la expulsión.47 Desde los corredores de la audiencia el rumor había trascendido a las esposas de los abogados, y éstas a su vez lo habían trasladado a las tertulias que frecuentaban. Por otro lado, el sermón del dominico fray Antonio de León, del que se rumoreaba llevaba 16 años escribiendo contra la compañía, había creado un notorio malestar en algunos círculos. La noche del 13 de septiembre de 1767 el abogado José Miguel Orozco estaba en casa del fiscal Areche platicando sobre esta novedad.48 El dominico había pronunciado una homilía tres días antes proclamando que la orden loyolana “no era sino Compañía de Barrabás y del diablo”,49 por dirigir toda su teología y letras a vestirse de riquezas temporales. El presbítero José de Prado y Zúñiga añadió que el dominico también había afirmado que San Ignacio no estaba canonizado.50 Tan largo y tortuoso expediente se cerró en octubre de 1767 por considerarse que la denuncia se había basado en “meros cuentos y parlerías de mujeres, llevadas de varias voces vagas y de lo que cada una añadía a lo que oía”,51 y se deploraba la poca discreción que habían observado incluso personas de carácter. Puesto que todos los testigos coincidían en que el confesor no había dicho las razones por las que consideraba nulas las confesiones, toda censura resultaba improcedente, y la comparecencia del padre Arrieta no fue solicitada. Sin embargo, en el expediente latían Ibid., “Declaración de Álvaro José de Ocio ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 1 de septiembre de 1767. 47 Ibid., “Declaración de Ignacio José Villaseñor Cervantes ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 10 de septiembre de 1767. 48 Ibid., “Declaración de Ignacio Ranero ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 18 de septiembre de 1767; “Declaración de José Miguel Orozco ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 6 de octubre de 1767. 49 Ibid., “Declaración de Ignacio Ranero ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 18 de septiembre de 1767. 50 Ibid., “Declaración de José de Prado y Zúñiga ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 22 de septiembre de 1767. 51 Ibid., “Informe del fiscal Julián Amestoy”, México, 23 de octubre de 1767. 46

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realidades mucho más importantes. Varios dominicos habían provocado un desasosiego mayúsculo en ánimos tan vulnerables que habían llegado a temer por la salvación de sus almas. El episodio evidenció una vez más que los dominicos nunca había visto con buenos ojos la flexibilidad moral de los jesuitas ni sus desahogadas rentas y que, celosos del ascendiente espiritual de la compañía en los medios urbanos, les irritaba comprobar que los fieles se hundían en el desconsuelo como si no hubiese más médicos de almas en México. Asimismo, estas diligencias constituían un sólido testimonio de la confusión en que todavía se hallaban tanto fieles como presbíteros; de la ansiedad experimentada por parte de la población, sobre todo femenina, ante la brusca desaparición de sus confesores; de la profunda religiosidad de los novohispanos, para quienes el sacramento de la penitencia tenía una importancia fundamental; y de la extraordinaria influencia que el confesor ejercía en la conciencia de los fieles. Profecías, revelaciones, y otros “hechos maravillosos” Por un lado, profetas y visionarios han aparecido siempre en momentos sociales complejos y de crisis, y/o como resultado de acontecimientos especialmente turbadores. La expulsión había creado un ambiente sensible y prolífico en manifestaciones de naturaleza psíquica con las cuales, ya fueren verdaderas o falsas, se pretendía infundir optimismo y alivio a los fieles y mantener vivo el espíritu de la compañía. Por otro lado, la credulidad en el siglo xviii era muy acusada porque la vida cotidiana estaba todavía altamente impregnada de religión y estructurada en torno a pautas religiosas. Los jesuitas y sus partidarios se esforzaron por promover algunas devociones,52 mientras que la conmoción por el extrañamiento se tradujo en innumerables proféticos testimonios acerca de un no muy lejano retorno de la compañía. La mayoría de estas predicciones fueron proferidas por religiosas; otras fueron difundidas por los jesuitas antes de embarcar en Veracruz, o por algunos laicos muy afectos a la compañía, mientras que otras eran de origen desconocido. Muchos de estos rumores surgieron en claustros femeninos que en la ciudad de México y Puebla habían estado a cargo de la compaNos referimos, por ejemplo, al culto rendido en España a la Madre Santísima de la Luz. Véase a este respecto el artículo de Enrique Jiménez López, “La devoción a la Madre Santísima de la Luz: un aspecto de la represión del jesuitismo en la España de Carlos III”, en Enrique Jiménez López, Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997, pp. 213-228. 52

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ñía, lugares donde el recuerdo de los expulsos exacerbaba la sensibilidad e imaginación de las religiosas. Unas veces las profecías nacieron del abuso de nuevos directores espirituales, secuaces de los jesuitas; al contrario, en otras ocasiones nuevos confesores trataban de ganarse la confianza de las religiosas inculcándoles negativos pensamientos sobre los jesuitas, creando contradicciones en sus conciencias e influyendo en la generación de revelaciones. La lucha para frenar la difusión de estas expresiones iluministas, claramente heterodoxas, se inició en la metrópoli antes que en la colonia, con una circular del consejo de Castilla advirtiendo, en octubre de 1767, del peligro que entrañaban estas manifestaciones de fanatismo, tanto para las propias monjas como para la tranquilidad pública.53 Tras recibirse una similar circular en Nueva España en abril del siguiente año, el tribunal abrió una investigación con carácter general en todo el virreinato,54 cuyos resultados fueron presentados a primeros de mayo por el comisario Núñez de Villavicencio.55 En su opinión, se reducían a cuatro las revelaciones más importantes. Sin lugar a dudas, fue lo acontecido con el hijo del comerciante Miguel Pérez de León y San Miguel en la ciudad de México el evento que más fama adquirió en Nueva España. De cuatro años de edad y con una deformación de nacimiento que le impedía andar con normalidad, un día caminó correctamente en presencia de sus familiares exclamando “Padrecito, los padres jesuitas vuelven”.56 Cansado de responder a los curiosos, el padre parecía haberse dado cuenta, no sin cierta alarma, de que el suceso había alcanzado una abrumadora difusión. No obstante, aunque en general todos creían que el milagro pudo haber tenido lugar, muy pocos lo consideraban una revelación. El padre Francisco Ceballos, rector del colegio de San Andrés, nunca creyó que los jesuitas podrían ser expulsados. Por esta razón no había dado crédito a la visión de una de sus hijas de confesión acerca de una mano negra que apagaba todas las lámparas de un hermoso templo, representando con ello la destrucción de las provincias jesuitas. La permanencia de la luz principal y más especial, situada en el altar mayor, se interpretó como que “Carta circular a los diocesanos y superiores regulares respecto a los conventos de monjas, dirigidos antes por los expulsos y ahora por los secuaces de su fanatismo”, Madrid, 23 de octubre de 1767, en Colección general..., 1767, t. I, pp. 155-157. 54 AGN, Inquisición 1521, exp. 1, “El Inquisidor General a todos los tribunales”, Madrid, 25 de noviembre de 1767. 55 AGN, Inquisición 1521, exp. 9, “Francisco Nuño Núñez de Villavicencio a la Inquisición”, México, sin fecha, recibida en el Santo Oficio el 9 de mayo de 1768. 56 Idem., “Declaración jurada de la familia Pérez de León”, México, 19 de octubre de 1767. 53

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la compañía habría de sobrevivir tan sólo en Roma, y desde allí comunicar su luz a los focos apagados. Núñez de Villavicencio halló en la Vida de la venerable Virgen Doña Marina de Escobar un pasaje que guardaba bastantes similitudes con la historia de las lámparas y la mano negra.57 Las otras dos especies investigadas por el comisario también estaban estrechamente conectadas con religiosas. Por una parte, en la ciudad de México se decía que una religiosa capuchina del convento de Santa Rosa de Puebla había conseguido desde su lecho de muerte que una monja tullida caminase y que la madre de ésta recuperase la visión, augurando asimismo que los jesuitas habrían de regresar.58 Por otro lado, en el convento de la Santísima Trinidad de Puebla había surgido el rumor de que una vieja y decrépita estatua de San Antonio de Padua se había transformado en una pieza pulcra y radiante. Sin embargo, detrás de tanta algarabía no había más que una broma de mal gusto.59 Sor María Antonia de los Dolores, una monja “niña y sobradísimamente cándida” que acostumbraba a confesarse con los jesuitas, había comenzado a andarle una novena a una imagen pequeña y llena de polvo en su aposento por el regreso de sus adorados padres. Pero sus compañeras de celda limpiaron a escondidas la imagen del santo y “en trisca, o por jocosidad, le dijeron [...] pues que parecía haber oído Dios sus súplicas y ruegos”. Muchos clérigos en la ciudad de México se quejaban del “ciego fanatismo de las gentes de esta tierra”.60 Además de estos cuatro relatos, el Santo Oficio constató la existencia de muchos otros vaticinios, así como una infinidad de hechos, aparentemente de difícil explicación y relacionados con la orden jesuita, que se habían extendido con la nota de milagrosos. Entre los anuncios proféticos más populares destacaban las palabras de una monja del convento de Santa Clara sobre el regreso de los expulsos antes de cincuenta años,61 y la visión de sor Paula, del convento de San Lorenzo, de dos glorias, AGN, Inquisición 1521, exp. 7, “Informe del comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio”, México, sin fecha. Esta obra fue escrita por el jesuita Luis de la Puente (15541624) a principios del siglo XVII. Es probable que el comisario leyese la edición impresa en Madrid en 1766 por Joaquín Ibarra. 58 Ibid., “Declaración de José Duarte ante el comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio”, México, 19 de mayo de 1768. 59 Ibid., “Declaración de sor Mª Micaela de los Dolores ante el comisario José Mercado, abadesa del convento de la Santísima Trinidad”, Puebla, 28 de mayo de 1768. 60 AGN, Inquisición 1522, exp. 1, “Declaración de fray Antonio de León ante el comisario Alonso Velázquez de Gastellu”, México, 19 de abril de 1768. 61 AGN, Inquisición 1522, exp. 2. “Declaración del bachiller Juan de los Ríos Monterde ante el comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio”, México, 23 de abril de 1768. 57

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una de ellas el retorno de los jesuitas.62 Mientras, en Puebla, un lienzo de San Ignacio se había dejado caer sobre una mujer que estaba hablando mal de los jesuitas.63 Una conmoción mayor se vivió en abril de 1768 en el convento de Santa Catalina de la ciudad de México. Las religiosas habían recibido desde España noticia de que el virreinato había de sucumbir a causa de un sismo.64 Al mismo tiempo, un predicador había alertado a los fieles para que se “dispusiesen y confesasen, porque en dicho día experimentaría la ciudad un gran terremoto”.65 Casualmente aquellos días el centro de Nueva España se vio afectado por algunos temblores y se desató el pánico en la comunidad de Santa Catalina. Muy comunes fueron también las habladurías sobre extraños fenómenos que tenían lugar por la noche en los colegios de la compañía que todavía se hallaban abandonados: se escuchaban misas y sermones,66 a los centinelas se les aparecían bultos,67 se veían globos de fuego e incluso algunos jesuitas “a deshora de la noche se avían aparecido”.68 Finalmente, fueron los propios jesuitas quienes camino del destierro propalaron testimonios de esta naturaleza para infundir esperanza no sólo entre sus partidarios, sino también entre ellos mismos, quienes se enfrentaban cada día a la tentación de poner fin a sus padecimientos mediante la secularización. Cuando en el santuario de la virgen de Guadalupe se les acercaban afligidos novohispanos para besar su mano y despedirse, los jesuitas los consolaban diciendo que ellos habían de regresar.69 Durante su prolongada estancia en el puerto de Veracruz se generaron múltiples historias para resaltar su capacidad de sufrimiento y dotar a su experiencia de un carácter mesiánico. Por ejemplo, se había hecho famosa la anécdota del padre Agustín Márquez, director de la casa de ejercicios, cuya montura, un caballo usualmente embravecido, se había comportado con mansedum62 Ibid., “Declaraciones de Francisco Juangurena y Juan de los Ríos Monterde ante el comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio”, México, 22 y 23 de abril de 1768. 63 AGN, Inquisición 1522, exp. 1, “Declaración del bachiller Hipólito Vicente de Alcaraz ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 26 de abril de 1768. 64 Ibid., “Declaración de fray Antonio de Arratia ante el comisario Alonso Velázquez Gastellu”, México, 29 de abril de 1768. 65 AGN, Inquisición 1522, exp. 2, “Declaración de Diego José de Retana ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo de México, 21 de abril de 1768. 66 Ibid., “Declaración de fray Antonio de León ante el comisario Alonso Velázquez de Gastellu”, México, 19 de abril de 1768. 67 Loc. cit., 68 Ibid., “Declaración del bachiller José María Anno de Aspiros ante el comisario Alonso Velázquez de Gastellu”, México, 29 de abril de 1768. 69 Ibid., “Declaración de Luis José Perea Ibarrola ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo de México, 18 de abril de 1768.

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bre hasta llegar a Veracruz, retornando a “su antigua ferocidad” luego de transportar a Márquez.70 Profecías, revelaciones y casos “maravillosos” constituían para las autoridades una amenaza para la tranquilidad pública. El fanatismo abría la puerta hacia la desobediencia, y por ello la cuestión siguió preocupando al soberano71 y a sus sufragáneos los obispos.72 Descubrir el origen y autores de estos rumores era extremadamente difícil: vagos y de escasa consistencia, la trasmisión oral iba modificando su contenido con mucha rapidez. Por ello, ninguno de estos fenómenos llegó a tener calidad de oficio. Sin embargo, tampoco podía detenerse su propagación, pues la Inquisición se enfrentaba a un adversario inasible: el rumor, la superstición, las creencias colectivas. Muchas de estas noticias se habían difundido al resto del virreinato bien por los expulsos en su camino a Veracruz, o a través de cartas procedentes de la ciudad de México. No obstante, el “movimiento” no tardaría en debilitarse; éste apareció y cobró fuerza mientras todavía transitaban los expulsos por los caminos de Nueva España; es decir, mientras aún se pensaba que la expulsión era reversible, pero se iría desvaneciendo conforme parecía más improbable el regreso de la compañía. Literatura propagandística después de la expulsión. Renuencias de la Inquisición El panorama propagandístico-literario de Nueva España comenzó a registrar una importante actividad desde mediados de 1767, tanto por parte de defensores como detractores de la compañía. Por un lado, una vez que los 70 Ibid., “Declaración de Joaquín del Castillo ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo de México, 16 de abril de 1768. 71 En enero de 1768 el consejo de Castilla promulgó un suplemento a la circular de 23 de octubre de 1767 que se abría con las siguientes palabras: “No hay cosa más temible que el fanatismo y el abuso que las gentes malintencionadas hacen de la credulidad de los sencillos e ignorantes, suponiéndoles ya opiniones atroces contra la tranquilidad pública a fin de incitarles a cometer delitos, o ya separándoles del respeto a las providencias del gobierno, fingiendo revelaciones y milagros con que hacerles ilusión”, en Colección general..., 1767, t. II, pp. 8-30. 72 El 28 de julio de 1768 Fabián y Fuero escribió una circular a las religiosas de su jurisdicción en la que se refería a las “manías y lesiones en el cerebro” de los afectos a la compañía, mientras que la pastoral del arzobispo Lorenzana del 22 de septiembre de ese año pretendía asimismo erradicar tan perniciosos rumores. Francisco Rodríguez de Coro, Fabián y Fuero. Un ilustrado molinés en Puebla de los Ángeles, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1998, pp. 146-148.

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jesuitas hubieron abandonado sus colegios y haciendas se hicieron muy comunes papeles que ponían en duda su religiosidad y criticaban con saña sus doctrinas. Denuncias como las de la joven Josefa Librán, quien en otoño de 1767 denunció a un tal señor Garaicoechea por leerle a ella y a su madre cartas y capítulos de libros procedentes de España afirmando que los milagros de San Ignacio eran fingidos,73 ilustran la indignación causada por la difusión de escritos denigrativos de la orden. Por otro lado, la decisión del monarca de arrestar a los jesuitas por motivos que no habían convencido a nadie provocó la aparición de papeles y libelos infamatorios que denostaban la real pragmática, la ocupación de las temporalidades, las providencias del virrey y las pastorales de los obispos. La capital del virreinato, y poco después muchas otras poblaciones de Nueva España, fueron durante meses un hervidero de sátiras y críticas a la corona y sus representantes. En opinión de algunos, era la lectura de estos librillos, más que la expulsión misma, la causante de tan notable agitación. En octubre de 1767, a la par que denunciaba el cuadernillo Bulas y Breves de N.S.S.P. Clemente XIII con algunas cartas de los obispos de la Francia sobre los negocios presentes de los jesuitas, el dominico fray Francisco Antonio de la Roja Figueroa trasmitía a la Inquisición sus reflexiones sobre los efectos de la proliferación de literatura propagandística en los ánimos novohispanos. Recriminaba a los libelistas su oportunismo, valiéndose de tan sensible coyuntura para propagar “tantos dicterios, tantas opiniones y pareceres dirigidos a [...] perturbar y llenar de tinieblas las conciencias de los temerosos de Dios”. En la ciudad de México —“y creo en todo el reino”— se necesitaba inmediato remedio: [...] pues no trabajamos en otro asunto los confesores, y esto en todos los confesionarios de México (según he oído varias veces), que en desvanecer a los fieles los desatinos que conciben de las noticias que oyen, ya funestas de que se acaba la fe y entra la herejía en estos reinos y en España por la expulsión de los padres jesuitas, ya injuriosas de lo sagrado, ya denigrativas de la religión jesuítica [...]; ¿puede haber mayor dolor?74

Uno de los productos literarios con mayor repercusión fueron las coplas de Pedro José Velarde. En el verano de 1767 el poeta vendió en un baratillo de la capital una composición sobre las virtudes de la compañía y las conseAGN, Inquisición 1521, exp. 1, “Denuncia de Josefa Librán a la Inquisición”, México, sin fecha. 74 AGN, Inquisición 1520, “Denuncia de fray Francisco Antonio de la Roja Figueroa a la Inquisición”, México, sin fecha, recibida en el Santo Oficio en 6 de octubre de 1767. 73

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cuencias espirituales de su expulsión, simulando un diálogo entre Lucifer y sus súbditos, quienes con sus malas artes habían conseguido que el rey desterrase a los jesuitas. El cuadernillo estuvo circulando un año hasta que un maestro de gamuzero de 30 años lo delató al tribunal.75 Las coplas eran reprobables por atribuir la responsabilidad en la expulsión a los manejos del demonio, presentando la determinación del monarca como intrínsecamente mala y ajena a su voluntad. Velarde confesó haberse valido de la curiosidad que la expulsión había despertado para hacer algo de dinero,76 al tiempo que había pretendido oponerse “a las infames, mordaces, traidoras y sacrílegas opiniones de tantas y tan mal fundadas conversaciones”77 en las que se agraviaba tanto a los jesuitas como al rey.78 Sin embargo, los calificadores dictaminaron que el escrito infringía la regla xvi del Expurgatorio por hablar o “sentir mal” de las providencias de su majestad, lo notaron de sedicioso, injurioso y destructivo de la paz y la quietud,79 y declararon a Velarde “reo perpetrador de graves crímenes y delitos”.80 Aún más conocidos que las coplas de Velarde fueron una estampa de San Josaphat81 y un libelo o carta antipastoral de autor desconocido. La primera circulaba por el virreinato desde 1765, si bien en julio de 1767 había aparecido una nueva versión a cuyo pie figuraba la siguiente leyenda: “San Josapaht, arzobispo de Polonia, mártir por la obediencia al Papa, decía que lo eran suyos los enemigos de la Compañía de Jesús; los tenía por sospechosos en el Catolicismo y los miraba como réprobos”. La inscripción convertía la piadosa imagen en un documento sedicioso al afirmar que los que habían participado en la expulsión podrían quedar excluidos de la salvación. Por su parte, el libelo, crítico y mordaz, satiriza la AGN, Inquisición 1522, exp. 3, “Denuncia de Ignacio Estévez ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, 21 de julio de 1768. 76 Ibid., “Declaración del reo Pedro José Velarde ante el Inquisidor González de Andía”, México, 22 de agosto de 1768. 77 Ibid., 2ª “Declaración de Pedro José Velarde tras la publicación de testigos”, México, sin fecha. 78 Ibid., “Declaración de Pedro José Velarde ante el Inquisidor González de Andía”, México, 8 de noviembre de 1768. 79 Ibid., “Calificación de Nicolás Antonio García y Pablo Antonio Pérez”, Convento de San Francisco de México, 3 de agosto de 1768. 80 Ibid., “Acusación del Inquisidor fiscal Amestoy contra el reo Pedro José Velarde”, México, 26 de agosto de 1768. Velarde fue recluido en el convento de San Juan de Dios para cuidar de los enfermos durante tres años. Se fugó, sin embargo, en diciembre de 1771. 81 San Josaphat Kuncevyc fue un obispo y mártir lituano, educado entre los jesuitas y gran afecto a la orden, nacido en Vladimir y muerto en Vitebsk (1580-1623). Urbano VIII le beatificó el 6 de mayo de 1643 y fue canonizado en 1867. Su fiesta es el 12 de noviembre. 75

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pastoral promulgada por el arzobispo Lorenzana el 12 de octubre del mismo año. El documento estimulaba la duda y la resistencia a los decretos del rey, cuestionando su legitimidad y socavando las recomendaciones de los obispos; afirmaba asimismo que la orden de extrañamiento podía acarrear al reino un castigo divino semejante al de la invasión musulmana de 711. A pesar de que la Inquisición mexicana no ignoraba la existencia de tan incómodos escritos, transcurrieron meses sin iniciarse ninguna diligencia. Impaciente y muy contrariado, en noviembre de 1767 Lorenzana apremió a Croix a no dilatar más la publicación de un edicto inquisitorial prohibiendo todo libelo ofensivo al papa, al monarca y a la doctrina de los prelados. El virrey ordenó a los inquisidores la inmediata emisión del edicto,82 pero éstos lo consideraron una intromisión del poder civil en su jurisdicción espiritual y además concluyeron que carecían de facultades para intervenir en el asunto, pues un real decreto de 27 de marzo de 1767 prevenía a los tribunales de España e Indias se abstuviesen de prohibir obras relativas a los jesuitas por estar reservada esta potestad a la metrópoli.83 La Inquisición se desmarcaba así de la lucha contra el jesuitismo, forzando al gobierno a promulgar en solitario dicho decreto.84 Cuando la noticia de este litigio llegó a España, el gobierno metropolitano juzgó pueriles e inaceptables los argumentos de la Inquisición mexicana. Su conducta fue calificada de errada y desaprobada “en todo y por todo”.85 Pese a las excusas del tribunal, la materia de los libelos no dejaba lugar a dudas de que su prohibición era competencia de la Inquisición, por cuanto “este intento tira a seducir a los pueblos en las materias morales y teológicas”.86 El consejo de Castilla entendió que la renuente postura del tribunal tenía que ver, en realidad, con sus simpatías pro jesuitas y una celosa defensa de su independencia, por lo que la “corrección” y “escarmiento” de aquel tribunal fue contundente, siendo destituidos los tres inquisidores mexicanos y obligados a publicar un edicto condenando los 82 AGS, Gracia y Justicia 690, Croix a la Inquisición de México, México, 24 de noviembre de 1767. 83 Recibido en la capital de Nueva España el 17 de agosto, en él se establecía que si los inquisidores tenían noticia de alguna de estas obras debían consultar primero con Madrid antes de proceder contra ellas. 84 AGN, Inquisición 1521, exp. 2, “Bando promulgado por el virrey Croix”, México, 26 de noviembre de 1767. 85 AGN, Inquisición 1057, fs. 50-52, “El consejo de la Santa General Inquisición al Santo Oficio de México”, Madrid, 21 de marzo de 1768. 86 AGS, Gracia y Justicia 690, “Consulta del Consejo Extraordinario”, Madrid, 4 de marzo de 1768.

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papeles sediciosos y la estampa de San Josaphat. Éste se publicaba el 15 de julio de 1768 en la ciudad de México, prohibiendo libelo y estampa junto a otros “cualesquiera que se hubieren publicado o publicaren de igual o semejante tenor”, no pudiendo leerlos ni retenerlos en su poder ninguna persona —ni aun quienes poseyesen licencia para leer libros prohibidos— bajo pena de excomunión.87 La vergüenza ante los desabridos reproches del consejo de Castilla actuó como un eficaz pero limitado revulsivo. Tras conocerse el enfado de Madrid, el tribunal novohispano reanudó la resolución de los expedientes en curso con un ímpetu renovado cuyos frutos no serían, sin embargo, mejores que los obtenidos antes de 1768, por cuanto las deficiencias internas de la institución indiana —así como la desmotivación, dejadez e inclinaciones pro jesuitas de sus miembros— seguían sin solucionarse y reaparecerían inevitablemente. Por otra parte, las carencias se agudizarían aún más cuando en la década de 1770 comenzasen a penetrar en el virreinato, a través de obras de carácter filosófico-político, las ideas de la Ilustración francesa.88 Copias del edicto del 15 de julio fueron enviadas a todos los comisarios del virreinato como prevención frente a ambos escritos en particular, y la proliferación de esta literatura en general. Algunas indagaciones fueron también emprendidas sobre la autoría de la estampa y el libelo. Antonio López Portillo, canónigo de la catedral de la ciudad de México, clérigo famoso por su erudición y educado por los jesuitas, se convirtió en el principal sospechoso de la redacción del libelo. Portillo fue expulsado de Nueva España, si bien no tanto por ser el autor del libelo, hecho nunca esclarecido de forma definitiva, como por formar parte de un grupo de oposición criolla que surgió en la capital contra las reformas borbónicas en el último cuarto de la centuria.89 AGN, Inquisición 1057, fs. 53-54. La introducción de las novedades francesas se convirtió en incontenible después de los acontecimientos de 1789. La decadente Inquisición hispanoamericana experimentó una fugaz resurrección en la década de 1790, pero ya no era posible neutralizar la herejía, las conductas prohibidas o la laxitud moral de una opinión pública nueva y más libre. Monelisa Lina Pérez-Marchand, Dos etapas ideológicas del siglo XVIII en México a través de los papeles de la Inquisición, México, El Colegio de México, 1945; Richard E. Greenleaf, Inquisición y sociedad en el México colonial, Madrid, 1985, pp. 189-202; Bartolomé Bennassar, Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, Crítica, 1981, pp. 321-336. Para un estudio sobre la persecución inquisitorial de ideas emancipadoras en Nueva España, vid. Jose Carlos Rovira, Varia de persecuciones en el XVIII novohispano, Roma, Bulzoni, 1999, pp. 15-28. 89 David A. Brading, Mineros y comerciantes en el México Borbónico (1763-1810), México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 64-69. 87 88

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En cuanto a la estampa de San Josaphat, el 21 de julio de 1768 Núñez de Villavicencio prosiguió con las diligencias que a inicios de mayo habían señalado a Manuela de Candía como responsable de su difusión. Tras el extrañamiento, Manuela había hecho imprimir hasta 600 copias de la estampa que el jesuita José de Estrada había difundido en 1765 siendo vicerrector del colegio de la compañía en Guadalajara,90 repartiendo parte de ellas a varios religiosos y religiosas.91 La causa contra Manuela y Estrada, sin embargo, fue finalmente sobreseída. Se subrayó que Manuela había obrado con osadía,92 pero su insensatez fue achacada a la “vanagloria mujeril y ostentación imprudente de afecto”93 a los jesuitas. En cuanto a Estrada, éste reconoció haber encargado la lámina para acallar a los que infamaban el honor de la compañía,94 pero declaró que la inscripción de la estampa era perfectamente cabal, pues podía hallarse en muchos libros que circulaban por el virreinato.95 El jesuita era ahora un anciano condenado a vivir bajo arresto en un pequeño convento poblano hasta el fin de sus días, debido a que su edad y múltiples achaques habían imposibilitado su traslado a Cádiz.

Extinción de la Compañía de Jesús, 21 de julio de 1773 En los años siguientes, hasta la extinción de la compañía, la sociedad novohispana continuó dando muestras de turbación. Nuevos expedientes se abrieron en torno a la difusión de estampas, grabados, propaganda pro y anti jesuita, revelaciones de religiosas, confesores indiscretos y audaces, etcétera. El testimonio de Nicolás Palacian, un jesuita americano que en noviembre de 1768 escribía desde el Puerto de Santa María al padre mexicano Domingo de Ascarza, instalado en la italiana Ferrara, dándole cuenta de las últimas noticias recibidas desde Nueva España, nos ilustra sobre el ambiente que aún se respiraba en tierras novohispanas: “Yo me hallo sin AGN, Inquisición 1521, exp. 9, “Declaración de Manuel de Estrada, hermano de José, ante el comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio”, México, 6 de mayo de 1768. 91 Ibid., “Declaración de Manuela de Candía ante el comisario Francisco Larrea”, Convento Imperial de Santo Domingo, México, 4 de mayo de 1768. 92 Ibid., “Informe del Inquisidor fiscal Amestoy”, México, 19 de agosto de 1768. 93 Ibid., “Informe del comisario Francisco Nuño Núñez de Villavicencio a la Inquisición”, México, 26 de julio de 1768. 94 Ibid., “Declaración de José de Estrada ante el comisario José Mercado, convento de San Francisco”, Puebla, 12 de septiembre de 1768. 95 AGN, Inquisición 1521, exp. 7, “Francisco Nuño Núñez de Villavicencio a la Inquisición”, México, 7 de mayo de 1768; y “Francisco Nuño Núñez de Villavicencio a la Inquisición”, México, sin fecha. Recibida en el Santo Oficio en 27 de agosto de 1768. 90

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cartas del Reino, aunque sé de allá por otros, y todos confirman se hace cada día más perceptible nuestra falta, que nos lloran como el primer día y que en lugar de perder hemos ganado más crédito, estimación y amor en aquellos naturales corazones”.96 Las insuficiencias estructurales de la Inquisición, sin embargo, siguieron plasmándose en resultados discretos y, sobre todo, muy tardíos. El volumen de expedientes abiertos —y resueltos— por el Santo Oficio no permite pensar que esta institución, pese a haber sido severamente apercibida, se hubiese decidido a librar una cruzada contra el jesuitismo. A raíz de la proliferación en Barcelona de un abultado número de estampas de San Ignacio de Loyola con inscripciones sobre la expulsión, Madrid emitió el 3 de octubre una real cédula que castigaba con la pena de muerte y confiscación de bienes la impresión, venta, distribución o posesión de cualquier estampa con imágenes evocadoras del exilio jesuita o de su eventual retorno. Precisamente poco antes de publicarse esta real cédula en las colonias americanas, apareció en el convento de carmelitas descalzas de La Habana un conjunto de estampas de idénticas características a las aparecidas en Barcelona.97 No obstante, el efecto de los edictos y reales cédulas era limitado. El uso de estampas y grabados por parte de la población creyente, sobre todo la analfabeta, era consubstancial a la vida religiosa diaria, y por regla general cada individuo poseía no una, sino varias decenas de estampas. La publicación en enero de 1770 de otro edicto sobre la obligatoriedad de denunciar a los confesores que aconsejasen doctrinas “erróneas, cismáticas y heréticas”98 dice mucho de la frecuencia con que se producían estos incidentes. En otoño de 1768 una mujer participó a su confesor “algunos pensamientos cerca del gobierno”99 y la expulsión de los jesuitas que le habían causado intensa zozobra. El religioso le respondió que no sintiese remordimiento, puesto “que no pensaba mal”, que el monarca “quería le adorasen, y haciendo las cosas mal quería se las tuviesen por buenas”, y que si acudía a otro sacerdote que le impugnase lo que él le estaba diciendo, se marchase sin recibir la absolución. La mujer, en efecto, se presentó ante otro religioso a quien autorizó para que delatase el caso al arzobispo. Lorenzana retiró las licencias al lenguaraz confesor y remitió la denuncia al Santo Oficio. No obstante, los abusos del sacramento de la penitencia no 96 AGS, Gracia y Justicia 777, “Nicolás Palacian a Domingo de Ascarza”, Puerto de Santa María, 18 de noviembre de 1768. 97 Archivo General de Indias, Cuba 1133, fs. 376-389. 98 AGN, “Inquisición 1063, Edicto de la Inquisición de México”, México, 13 de enero de 1770. 99 AGS, Gracia y Justicia 690, “El Inquisidor General Manuel Quintano Bonifaz a Manuel de Roda”, Madrid, 12 de abril de 1769.

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dejaron de producirse, y aún habrían de conocerse otros casos en que un confesor se había beneficiado de la nostalgia de las religiosas. Los vínculos creados entre un padre confesor y una mujer que había hecho los votos de profesión eran más fuertes de lo que podrían serlo con una mujer seglar, por cuanto el sacerdote era una de las pocas personas del exterior, y quizá la única de sexo masculino, con la que aquélla compartía de manera regular sus intimidades.100 La esperanza de que los amados “padrecitos” regresasen en cualquier momento tardaría en desvanecerse. El breve de extinción del papa Clemente XIV del 21 de julio de 1773, “anulando, disolviendo y extinguiendo la orden de regulares llamada de la Compañía de Jesús”,101 fue promulgado en Nueva España en enero de 1774. La supresión de la orden, sin embargo, estuvo lejos de enfriar las pasiones, por lo que poco tiempo después fue preciso renovar la prohibición de la real pragmática de 1767 para silenciar a los que se pronunciaban sobre la providencia tomada por su santidad. El 26 de agosto de 1776 el arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta, publicó el contenido de una real cédula fechada el 25 de abril en que el monarca ordenaba que ninguna persona: hable, escriba ni dispute de ningún modo sobre la extinción de la religión de la Compañía, ni sobre las causas que la produjeron, pues es mi voluntad imponer [...] perpetuo silencio sobre el asunto a todos mis vasallos en inteligencia de que a los contraventores se les castigará [...] como perturbadores de la paz pública y reos de lesa majestad.102

Conclusión Pese a que existían no pocas razones para desear la marcha de los jesuitas, lo cierto es que el protagonismo educativo y espiritual de que la orden gozó entre los novohispanos convirtió su desaparición en un inusitado fenómeno de dolor, confusión y ansiedad. La expulsión transformó la vida de los jeEn la primavera de 1772, casi cinco años después de que los jesuitas abandonasen tierras mexicanas, el tribunal tenía abierto un expediente sobre las “visiones, revelaciones y profecías” de sor Coleta, una capuchina de Oaxaca. AGN, Inquisición 1057, El consejo de la Santa General Inquisición a la Inquisición de México, Madrid, 31 de octubre de 1772. 101 AGN, Inquisición 1012, f. 309, “El consejo de la Santa General Inquisición a la Inquisición de México”, Madrid, 1 de octubre de 1773. 102 AGN, Bienes Nacionales, exp. 7, “Edicto del arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta”, México, 26 de agosto de 1776. 100

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suitas, sometidos a un destierro forzoso al otro lado del globo, pero también causó una honda impresión entre los fieles que dejaron atrás. Los hijos de San Ignacio se habían forjado un lugar importante en la sociedad de Nueva España, habían conquistado una posición moral y una influencia sobre la élite criolla y la población india y mestiza, y constituían una provincia lozana —la edad media oscilaba entre los treinta y los cuarenta años— y poderosa cuya presencia, sólidamente asentada en el centro del virreinato, se extendía desde California y Tarahumara hasta Guatemala, con más de una veintena de centros educativos y lucrativas haciendas. La desaparición, a un mismo tiempo, de confesores, maestros, misioneros, sacerdotes, predicadores, capellanes de conventos, directores espirituales y enfermeros, así como hijos, hermanos, y amigos habría de afectar inevitablemente de manera amplia la vida del individuo novohispano. Consciente de las profundas raíces de la compañía en la colonia, la metrópoli no ignoraba que la expulsión ocasionaría el descontento de muchos colectivos, y que esta reacción podía además entroncar con el malestar que ya había causado la puesta en marcha de las reformas borbónicas. Se desplegó así una acción opresora y envolvente para desalojar el jesuitismo y calmar los conatos de inquietud e inconformismo. La manera misma en que se ejecutó la expulsión delata la inflexibilidad del gobierno: la real pragmática impuso un estricto silencio, mientras que una apabullante presencia militar veló por un feliz desenlace sofocando todo atisbo de protesta. No obstante, la ubicuidad y la extrema diversidad de las muestras de jesuitismo (desde conversaciones en corrillos casuales hasta la proliferación de profecías sobre el regreso de los padres) probablemente excedieron incluso las peores expectativas, por lo que se recurrió entonces a medidas de mayor calado. El soberano se vio en la necesidad de pedir al episcopado y al tribunal de la Inquisición que protegiesen e hiciesen respetar las providencias reales mediante la publicación de pastorales, la divulgación de los decretos reales y la fiscalización de manifestaciones orales y escritas de jesuitismo. Consiguiendo su público apoyo, la monarquía trataba de evitar aparecer ante el pueblo como solitario verdugo. Obispos e inquisidores no se limitaron a refrendar la decisión de Carlos III, sino que hicieron uso de un discurso represivo y de corte absolutista esgrimiendo consignas propias del monarca: “los vasallos han nacido para obedecer y callar”. Las pastorales, redactadas en un tono inusualmente autoritario, no aconsejaban sino que exhortaban a los fieles a confiar en el juicio del soberano y someterse a su voluntad. Este enfoque represor y excluyente —lo que no debe leerse, lo que no debe hablarse, lo que no debe pensarse— provocó el resentimiento de los

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novohispanos, que se plasmó en abundantes rumores que criticaban tanto la decisión de expulsión como a los que la habían ejecutado. Desafiando edictos y prohibiciones, la literatura panfletaria halló también una excelente acogida, especialmente entre los estratos populares, pero también entre algunos elevados funcionarios de la administración real. Algunos de estos escritos atacaban ferozmente las doctrinas jesuíticas, pero la mayoría arremetía contra las providencias del gobierno. Rumores, panfletos, estampas y revelaciones constituían incómodas muestras de un fanatismo que inquietó notablemente a la metrópoli porque fomentaba la desobediencia y la deslealtad, y porque a causa de sus dimensiones sociales y raciales —clases populares, funcionarios y personajes de “dignidad y carácter”, sacerdotes, religiosas, criollos, mestizos, indios— este movimiento comenzaba a representar un serio desafío al absolutismo. Si bien la emotiva reacción de los novohispanos ante la expulsión era hasta cierto punto previsible, no lo era la resistencia con que la Inquisición recibió las órdenes reales, renuencia que a su vez era otra señal del largo alcance de la influencia y simpatías jesuitas en la colonia. Su colaboración en la persecución del jesuitismo fue poco útil y decepcionante. Poco útil porque una institución en declive que arrastraba graves insuficiencias estructurales era incapaz de hacer frente con éxito a una literatura que usaba los cauces y medios más ágiles y astutos para burlar la vigilancia. Múltiples taras aquejaban al Santo Oficio: problemas internos como la engorrosa dependencia de Madrid, la difícil situación económica y la competencia de sus miembros; y males externos como la escasez de denuncias, que atrofiaba la capacidad de iniciativa de los inquisidores, o las gigantescas distancias, que hacían imposible controlar los escritos que se introducían en las zonas fronterizas de California, Florida o Guatemala. El comportamiento de la Inquisición fue asimismo decepcionante porque, pese a que el jesuitismo la rodeaba por todas partes, su actitud fue vacilante, lo que contrastó agudamente con la determinación y firmeza de que hizo gala el episcopado mexicano. El asunto del libelo antipastoral puso a la Inquisición en el punto de mira. Su reluctancia a complacer el requerimiento de Croix dice mucho del pobre concepto que los inquisidores tenían de la autoridad virreinal, y revela las poco fluidas relaciones que existían entre el tribunal, de una parte, y el virrey y el arzobispo, de la otra. Con esta actitud, el Santo Oficio hacía evidente un viejo problema de delimitación de competencias. Las ansias de independencia del tribunal, sin embargo, no eran lo que más preocupaba al gabinete de Carlos III, sino el jesuitismo, un enemigo a combatir mucho más complejo y difuso. La metrópoli procedió con cautela, resistiéndose a reducir el jesuitismo a un peligro meramente

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ideológico. A principios de 1768, todavía frescos en la memoria los sucesos revolucionarios de la cuenca minera mexicana, la cruzada contra el jesuitismo se consideraba todavía de vital importancia, pues no se descartaba la posibilidad de que nuevas sublevaciones, esta vez de carácter general, comprometiesen la integridad del virreinato: “...no perdiéndose tiempo en apagar estas cenizas en un país en donde todavía no están acabados los tumultos, y tienen tan a la mano los enemigos de la Corona para dividirle [el país] tal vez en facciones más temibles que sus armas”.103 La agresiva actitud del poder en su empeño por eliminar todo vestigio ideológico de los jesuitas y sus partidarios pudiera haber tenido consecuencias mucho más allá de las décadas de 1760 y 1770. Así, gran parte de la historiografía mexicana ha insistido en que el extrañamiento de los jesuitas y demás medidas arbitrarias y despóticas que acompañaron esta decisión reforzaron el sentimiento antigachupín, aumentando las distancias entre criollos y europeos e influyendo en la gestación de la semilla independentista.

103 AGS, Gracia y Justicia 690, Consulta del Consejo Extraordinario, Madrid, 4 de marzo de 1768.

LA CANCELACIÓN DE LO ESCRITO: PRÁCTICAS DE CENSURA LIBRARIA Y DOCUMENTAL EN LA UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA DURANTE LAS DIRECCIONES JESUITA Y FRANCISCANA

Silvano G. A. Benito Moya Universidad Católica de Córdoba-CONICET [email protected]

La Universidad de Córdoba del Tucumán, en la actual Argentina, fue fundada formalmente en 1621, asentada en el colegio máximo de los jesuitas que ya existía en Córdoba desde 1609. Los primeros ignacianos habían llegado en 1587, pero en 1599 se establecieron en la ciudad que llegaría a ser la cabecera de la provincia jesuítica del Paraguay. En 1613 el obispo franciscano Fernando de Trejo y Sanabria propuso al provincial de la compañía, Diego de Torres, el establecimiento de un colegio de altos estudios. En la escritura de fundación, además de ponerlo bajo la tutela de la orden, donó todos sus bienes personales y la renta que en vida obtuviere de ellos. Al año siguiente Trejo moría sin hacer efectivo su legado, pero su voluntad volvía a hacerse expresa en su testamento.1 La fundación tuvo el carácter de un colegio seminario hasta 1622, cuando llegaron los documentos de la creación universitaria. En 1619, a pedido de Felipe III, el papa Pablo V estableció que los colegios dominicos en toda América pudiesen otorgar grados con tal que estuviesen en funcionamiento; distasen doscientas millas de una universidad pública; los estudios no durasen menos de cinco años y fuesen previamente aprobados por el rector y maestros de dicho establecimiento, pero no serían 1 Silvano G. A. Benito Moya, “La influencia del positivismo e historicismo: el debate por la ‘veracidad’ del fundador de la Universidad Nacional de Córdoba (1913-1925)”, en Beatriz I. Moreyra (comp.), La escritura de la historia. Una mirada sobre las prácticas y los discursos de los historiadores de Córdoba (Argentina), Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, 2002, pp. 151-152. El estudio historiográfico posee una abundante bibliografía sobre los participantes que dieron inicio al debate hasta sus últimas conclusiones.

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válidos fuera de las Indias. Por breve de Gregorio XV de 1621 con pase regio del siguiente año, se extendió este privilegio a los estudios de los jesuitas para conferir grados mayores y menores por diez años. En 1634 el breve de Urbano VIII con pase de Felipe IV de 1666 concedió los privilegios a perpetuidad. Éste fue el origen de la Universidad de Córdoba del Tucumán. Sin duda, la gravitación de la Compañía de Jesús en torno a la formación de la cultura cordobesa fue de dimensiones considerables. La sede provincial; la administración de la universidad y el colegio convictorio de Nuestra Señora de Monserrat —fundado por un clérigo notable y puesto bajo la administración jesuítica—, y el sistema de estancias agroganaderas generado para mantener las fundaciones, confirieron a Córdoba y su jurisdicción una impronta de la cual difícilmente pudo desprenderse la ciudad y campaña, a pesar de los esfuerzos de autoridades civiles y eclesiásticas luego del extrañamiento. Después de la expulsión, la orden de la regular observancia de San Francisco se hizo cargo de la universidad hasta enero de 1808, en que se ejecutó una real cédula que la entregaba al clero secular, que la administró hasta 1822, cuando se provincializó. La llamada etapa franciscana se caracterizó por una fortificación del regalismo y la implantación de doctrinas galicanas y filojansenistas, acorde a la perspectiva reformista de la dinastía borbónica. La óptica ideológica de la universidad cambió y se la intentó consolidar más aún después de la revolución francesa, mediante un esmerado control interno y externo de lo que se leía e impartía en las aulas y lo que se publicaba escrito y oral para la ciudad, como el ámbito más cercano de irradiación cultural. El propósito que perseguimos aquí es estudiar socialmente los diversos alcances que tuvo la censura de lo escrito y de lo verbalizado en la universidad y su colegio de Monserrat durante el siglo xviii, principalmente durante el auge de las reformas borbónicas a partir de la política de Carlos III. Qué características tuvo la censura tradicional en ambas corporaciones y qué nuevos elementos aparecieron con el reformismo borbónico; qué testimonios escritos alcanzaba; y cuáles eran los métodos y sus prácticas. En la segunda mitad del siglo xx se ha llevado a cabo en toda Europa una fuerte renovación de los estudios sobre la historia de la escritura, del documento y del libro, impreso y manuscrito, encabezada por autores italianos y franco‑belgas, a los que se han ido uniendo algunos anglosajones e hispanos. La escritura comenzó a estudiarse desde un abordaje interdisciplinario que engloba la multiplicidad de productos gráficos de cualquier naturaleza a considerar. Se entiende hoy por cultura escrita una diversidad de facetas sobre el escribir y el leer, pero, desde la perspectiva de los estudios paleográficos,

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las interrogantes apuntan a construir una historia de los diversos nacimientos, usos y cancelaciones de la escritura, a partir del estudio morfológico de sus objetos mismos.2 El testimonio gráfico —ampliado a cualquier tipo— es puesto en el concierto de la sociedad que lo produce y lo usa y, en suma, le otorga diversos significados. Por ello, Armando Petrucci afirma que “la escritura, sea alfabética o no alfabética, siempre ha señalado y delimitado espacios, ante todo los que le son propios”.3 Para el lingüista Giorgio Raimondo Cardona, la escritura no puede ser considerada simplemente como un vehículo de trasmisión de un mensaje, “así como un carro sirve para transportar una carga de heno”. La escritura, globalmente considerada, encierra una “matriz de significaciones sociales, como un campo fundamental de producción simbólica”.4 Apunta que lo que se debe hacer es desentrañar sus significados para el individuo y para el grupo, las representaciones y las prácticas del escribir, abordando el fenómeno desde una perspectiva social. La cultura escrita busca conocer la vida de los textos a lo largo de su existencia, pues ya no se trata de un conocimiento vertical sino transversal; se quiere captar lo que una sociedad entera escribe o lee, además de las formas de que se valen los poderes político y eclesiástico para ejercer su dominio sobre lo escrito y lo dicho, y decidir lo que perdura y lo que se destruye.5 Para Michael Clanchy, el Estado, como la escritura, dependen de que la producción de información y las personas se ajusten a reglas uniformes, porque esa producción y circulación de documentos públicos es imposible sin un grado de uniformidad. Para el citado autor la escritura ayuda a la génesis y consolidación estatal por la capacidad que tiene de normalizar el conocimiento y a las personas que lo usan.6 2 Roger Chartier y Jean Hébrard, “Morfología e historia de la cultura escrita”, prólogo a Armando Petrucci, Alfabetismo, escritura, sociedad, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 11-12. 3 Armando Petrucci, La ciencia de la escritura. Primera lección de paleografía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 17. 4 Giorgio Raimondo Cardona, Antropología de la escritura, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 10. 5 Francisco M. Gimeno Blay, Scripta manent. Materiales para una historia de la cultura escrita, Valencia, Universitat de Vàlencia, Seminari Internacional d’ Estudis sobre la Cultura Escrita, 1998, pp. 10 y 14, de la que se ha hecho en 2008 una nueva edición a cargo de María Luz Mandingorra Llavata y José V. Boscá por la Universidad de Granada; De las ciencias auxiliares a la historia de la cultura escrita, Valencia, Universitat de València, Seminari Internacional d’Estudis sobre la Cultura Escrita, 1999; y “La historia de la cultura escrita y la erudición clásica”, Scrittura e Civiltà, XXV, 2001, pp. 304-305 y 309. 6 Michael Clanchy, “Literacy, Law, and the Power of the State”, en Culture et idéologie dans la genèse de l’État Modern, Roma, École Française de Rome, 1985, p. 28. Aunque en este trabajo el autor se ocupa de la génesis del Estado inglés hacia los siglos XII y XIII, el marco

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La escritura y la lectura normalizan el lenguaje y a los usuarios de ellas a través de la escolarización. Sirven, a su vez, de instrumentos de gobierno del Estado para trasmitir su ideología mediante modelos uniformes. El acto escriturario convierte el conocimiento en algo externo, es decir, fuera del individuo, por lo que puede ser regulado y controlado, convertido en “información”, donde depende ya de una tecnología de la información, muchas veces ideada e instrumentada por el mismo Estado. La monarquía hispana, con la llegada de los Borbones al trono, busca, cada vez más, una separación de poderes: secular y eclesiástico; sus instrumentos de gobierno, sobre todo en tierras lejanas, muestran ese nuevo carácter ideológico;7 podría pensarse, quizá, en un deterioro del poder de la Iglesia, pero aquí habría una contradicción real, porque la Iglesia de la Edad Moderna, en su forma institucional, es una monarquía, encabezada por el papa y gobernada por el derecho canónico, con una serie de funcionarios instruidos, que tiene en la Biblia latina la ideología de la cristiandad. La escritura se convierte, al igual que en las monarquías “seculares”, en su principal instrumento de dominio. Los conflictos entre ambos poderes, entre ambas monarquías, pueden estudiarse a través de la cultura escrita de las universidades, ámbitos de entrelazamiento y de tensión entre las dos potestades. Para Michael Clanchy, desde la escritura, la Iglesia tanto central como regional formó sólidas comunidades con fuertes vínculos en su interior y con el exterior, que funcionaron con singular éxito político como los “estados” seculares. Una de esas comunidades está perfectamente representada por la corporación universitaria cordobesa que, como “universidad particular”, es decir, de fundación privada autorizada por el rey y no emanada directamente de su brazo regio, fue administrada por la orden considerada por muchos autores como la más poderosa comitiva de funcionarios de la Roma tridentina: la Compañía de Jesús, y por la franciscana de la regular observancia. Dos proyectos diferentes de encarar la evangelización, que en la administración universitaria cordobesa también se diferenciaron. Los jesuitas coincidieron con la política reformista menos radical de los primeros Borbón y, los franciscanos, con las reformas más profundas de Carlos III y Carlos IV. teórico seguido por él ha resultado de mucha utilidad para la problemática que abordamos aquí. Otros trabajos importantes del autor son: England and its Rulers 1066-1271, London– Oxford, 1983; y más acordes al tema que estudiamos: From memory to written record. England 1066-1307, Oxford (Reino Unido)/Cambridge (Estados Unidos), Blackwell Publishers, 1993. 7 Ismael Sánchez Bella, Iglesia y Estado en la América Española, Pamplona, Universidad de Navarra, 1990. En especial la segunda parte de la obra: “El regalismo indiano en el siglo XVIII”.

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Desde su fundación, la Universidad de Córdoba del Tucumán, como cualquier institución cultural, tuvo dos ámbitos propios para el uso de la escritura: uno administrativo, para el normal desarrollo de sus funciones y actividades de control y supervisión del mundo académico, y otro “cultural”, por lo común gestado en las aulas, en la biblioteca, en los aposentos del docente y de los alumnos; ámbitos, todos, intrínsecos, esotéricos. Sin embargo, en este segundo ámbito hubo también una producción escrita para un ambiente exotérico, en el que la élite que la componía mostraba a través de sus testimonios gráficos su saber, su capital simbólico —en palabras de Pierre Bourdieu— a la ciudad, a la comunidad. Así, a través de los llamados “actos literarios”, en los que arguyeron sus estudiantes, esta élite socializó su saber dominante con el medio ambiente circundante. De allí que la cancelación de lo escrito que se desplegó tuvo igualmente dos ámbitos de gestación, uno interno y otro pensado para el externo, en los cuales se aplicó por igual la censura a priori y la censura a posteriori.

La llegada de la imprenta y los primeros productos de sus tórculos La Compañía de Jesús tenía una amplia trayectoria en el establecimiento y manejo de las imprentas en el Nuevo Mundo cuando se instaló la de Córdoba del Tucumán al servicio de su universidad. Había tenido mucho que ver con la instalada en México, en su colegio de San Pedro y San Pablo, en 1575; en Lima, el corazón del virreinato del Perú, en 1584; en las misiones del Paraguay, en 1700; en Bogotá, capital del virreinato de Nueva Granada, en 1738; y en Chile, en 1748.8 A pesar del ingenioso acierto que habían tenido algunos jesuitas en las misiones del Guairá de inventar una imprenta de factura totalmente americana, que funcionó entre 1700 y 1727, Córdoba, sede de la provincia, del colegio máximo, de la universidad y del colegio de Monserrat, no poseía aún tal invención tecnológica. Así lo reconoció la xxiv congregación provincial, que entre los asuntos aprobados tuvo el de solicitar la debida licencia para que la Universidad de Córdoba tuviese imprenta. Los jesuitas Pedro de Arroyo, español, y Carlos Gervasoni, italiano, fueron elegidos por esa congregación como apoderados para representar los intereses de la compañía en las cortes de Madrid y Roma, llevando el 8 Guillermo Furlong, Historia y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses 1700-1850, Buenos Aires, Guarania, 1953, t. I, pp. 21, 25-28.

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encargo de tramitar el permiso y comprar la imprenta. En 1752 obtenían en Roma la autorización del prepósito general de los jesuitas para tratar el tema con el rey de España en los siguientes términos: solicitarán igualmente real cédula de Su Majestad para que sin perjuicio de tercero pueda el colegio Máximo y universidad de Córdoba del Tucumán tener imprenta propia como la hay en Lima, y otras diferentes partes, representando para obtenerla los muchos gastos y trabajo que tiene aquella universidad en los frecuentes papeles que tiene que imprimir, no habiendo imprenta alguna en las tres provincias de Buenos Ayres, Tucumán y Paraguay.9

Este documento, además de la mencionada autorización, informa que la universidad ya se valía de la invención gutenberguiana para el devenir de su vida académica y el lugar donde imprimía sus documentos administrativos era Lima, probablemente en la imprenta instalada en el colegio de la misma Compañía de Jesús. La suerte de los procuradores nombrados fue adversa, pues Arroyo murió en Madrid en 1753 y Gervasoni, debido al celo con el que defendía los intereses de los indios frente al tratado de límites de 1750 entre España y Portugal, y por haber sido acusado de un escrito difamatorio de la corona española, fue desterrado perpetuamente de los dominios españoles y obligado a regresar a Italia. El trámite de solicitar la licencia para imprimir corrió en adelante a cargo del jesuita Luis Camaño, apoderado de la provincia de Chile, quien llegó a Madrid en 1753. Sin embargo, fue Gervasoni el que compró y remitió desde Génova al Río de la Plata y al colegio Máximo de Córdoba en 1758, todo el juego necesario para la instalación del taller tipográfico en 17 cajones.10 La imprenta se embarcó en Cádiz en 1764, junto a su impresor Pedro Karrer, alemán, natural de Bohemia, que había sido destinado por el general de la compañía para tal fin. En agosto de ese mismo año, el impresor y su imprenta estaban instalados en Córdoba, donde permanecería en funcionamiento durante dos años hasta el extrañamiento de la orden en 1767. Sabemos que, tiempo antes de producirse este hecho lamentable, Pablo Karrer había sido exonerado de toda otra ocupación para poder dedicarse enteramente a su oficio.11 Una vez llegada la imprenta a su destino, el entonces rector de la universidad, el heleno Manuel Querini, se la vendió al rector del colegio de Ibid., p. 103. Ibid., p. 105. 11 Ibid., p. 110. 9

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Nuestra Señora de Monserrat, el húngaro Ladislao Orosz y, desde entonces, se instaló allí para su beneficio. Las causas de esta decisión particular no quedan claras, los datos que conocemos para aseverar esto los proporciona Orosz en una carta que le escribía al padre José Ignacio González, donde entre otras cosas, le contaba que el rector se había “desanimado y porque no cayese en manos extrañas yo se la compré para este colegio”.12 La licencia para imprimir que no prosperó en España, la tramitó directamente ante el virrey en Lima el padre Matías Boza, procurador de la provincia Jesuítica de Chile, y le fue concedida sin demora por el virrey Manuel Amat y Junient en el mes de agosto de 1765.13 Expulsada la Compañía de Jesús en 1767, la imprenta fue inventariada por la Junta Municipal de Temporalidades de Córdoba y abandonada en un sótano del colegio. Al tomar posesión de su cargo como virrey del Río de la Plata Juan José de Vértiz y Salcedo en 1778, se hizo inminente la necesidad de contar con una imprenta en Buenos Aires, ya que la creciente burocracia virreinal requería la producción múltiple de muchas órdenes y había tenido que valerse de imprentas en el Perú. Una carta de Vértiz, fechada el 16 de septiembre de 1778, solicitaba al rector de la Universidad de Córdoba y colegio de Monserrat, fray Pedro José de Parras, la imprenta.14 La respuesta del rector no se hizo esperar, en ella le decía que, inmediatamente después de recibir la misiva, se había puesto a buscarla y la había encontrado desarmada y deshecha, abandonada en un sótano donde la habían dejado “después del secuestro de esta casa”. El franciscano ocupaba el rectorado de ambas instituciones desde el 12 del citado mes15 y el virrey era quien lo había nombrado en su nuevo puesto, por eso no es de extrañar sus expresiones: mande Vuesa excelencia conducir a Buenos Aires cuanto aquí se halla que el colegio quedará muy contento con aquella compensación que se considere justa, rebajando después cuanto Vuesa excelencia quiera, en obsequio del Ibid., p. 108. Ibid., p. 113. 14 Archivo Histórico de la provincia de Buenos Aires, Sección Real Audiencia de Buenos Aires, leg. 113, 52: “Expediente / sobre la Imprenta / puesta en esta / Ciudad, a beneficio / de los / Niños Ex/pósitos o Casa de / Cuna, Buenos Aires,/ año de 1780”, 44 fs. Transliteración completa publicada por Carlos Heras, Orígenes de la Imprenta de Niños Expósitos, La Plata, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1943, pp. 1-43. Documento 1: “16 de septiembre de 1779. Copia de un oficio del virrey Vértiz al rector del colegio convictorio de Córdoba…”, f. 1r. 15 Zenón Bustos, Anales de la Universidad Nacional de Córdoba. Segundo período (1767-1778), Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1902, t. II, pp. 2-3. 12 13

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beneficio común, y causa pública, que deben preferirse a los particulares intereses de una casa.16

La imprenta llegó a Buenos Aires a principios de febrero de 1780 y, tras su inventario y tasación, fue valorada en 1 000 pesos, que se le pagaron al rector del Monserrat en diciembre de 1781.17 Vértiz, que era el gran mecenas de la casa de niños expósitos, colocó la nueva imprenta en su beneficio y, a principios de 1781, escribió a uno de los ministros dándole cuenta de lo actuado y solicitando la licencia regia de impresión; y así, la real cédula de Carlos III que aprobó el establecimiento de la casa-cuna, también lo hizo de la imprenta el 13 de septiembre de 1782.18 La primitiva prensa jesuítica, complementada con otras que llegaron, funcionó en el taller de niños expósitos hasta 1820 o 1821, pero su actividad hasta esas fechas excede los límites de este trabajo. Del año de concesión de la primera licencia para imprimir no conocemos ningún producto, los únicos localizados datan de 1766. De cinco obras impresas, sólo cuatro han llegado a nosotros y una es de dudosa factura. Las seguras son: Laudationes quinque,19 Manual de ejercicios espirituales20 e InsDocumento 3: “27 de septiembre de 1779. El rector del colegio convictorio de Córdoba, fr. Pedro José de Parras, se dirige al virrey Vértiz informándolo sobre el estado de la imprenta…”, fs. 3-3v. Carlos Heras, op. cit., 1943, pp. 2-3. 17 Documento 7: “4 de diciembre de 1779. Relación del material de la imprenta conducida por la carreta de Félix Juárez…”, fs. 7-8r.; documento 11: “19 de junio de 1780. Tasación practicada por José Silva y Aguiar y José Custodio de Saá y Faría, de la imprenta traída desde Córdoba”, f. 14-14v. Carlos Heras, op. cit., 1943, pp. 5-6 y 11. 18 Documento 18: “13 de septiembre de 1782. real cédula por la que se aprueba la creación de la Casa Cuna de Niños Expósitos y el establecimiento de la imprenta…”, f. 44r y v. Carlos Heras, op. cit., 1943, pp. 42-43. 19 CLARISSIMI VIRI / D[OMINI] D[OMINI] IGNATII / DUARTII ET / QUIROSII,/ COLLEGII MONSSERRA/TENSIS CORDUBÆ IN / AMERICA CONDITORIS,/ LAUDATIONES / QUINQUE,/ QUAS / EIDEM COLLEGIO REGIO / BARNABAS ECHANIQUIUS O[FFERT] D[EDICAT], Cordubæ Tucumanorum Anno MDCCLXVI,/ Typis Collegii R[egii] Monsserratensis. Para nuestro estudio nos hemos servido de la edición facsimilar que publicó el Instituto de Estudios Americanistas de la Universidad Nacional de Córdoba en 1937 bajo el título: Cinco oraciones laudatorias en honor del Dr. D. Ignacio Duarte y Quirós. El único ejemplar original impreso conocido de esta obra se encuentra en el colegio Nacional de Monserrat. 20 MANUAL / DE / EXERCICIOS / ESPIRITUALES / PARA TENER ORACION / MENTAL,/ COMPUESTO POR EL PA/dre Thomàs de Villacastin,/ de la Compañia de Jesus,/ natural de Valladolid./ DIRIGIDO / A LA REYNA De LOS / ANGELES./ MARIA SANTISSIMA SEÑORA NUESTRA./ Con licencia: En Cordoba del Tu/cuman, en la Imprenta del colegio / Real de N[uestra] Señora de Monsser/rate. Año 1766. El único ejemplar original impreso conocido de esta obra se encuentra en el Anticuariato del Convento de San Antonio de Padua (provincia de Buenos Aires). 16

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trucción pastoral del Arzobispo de París,21 y la dudosa, Reglas y constituciones de los colegiales del Monserrat.22 No ha sobrevivido un acto general de estudios del alumno Bernabé Echenique, del que sólo se conocen algunas referencias encontradas en inventarios de bibliotecas coloniales.23

La censura de lo escrito En la solicitud que el padre Matías Boza presentaba al virrey Manuel Amat y Junient en 1765 para obtener la ansiada licencia para imprimir en Córdoba, advertía “que todos los papeles y obras que se imprimieren hayan de tener, no sólo las licencias y aprobaciones de el ordinario, sino principalmente la del gobernador de la provincia por lo que hace a la Jurisdicción Real y, por su ausencia, la de su Theniente General”.24 En la licencia otorgada por el virrey se dejaba expreso que: no se imprima libro alguno que trate de materias de Indias, sin especial licencia del Rey, nuestro señor, despachada por el Real y Supremo consejo de ellas, ni papel alguno en derecho sin permiso del tribunal donde pende el negocio y, a falta de ellos, a la Justicia del lugar, ni arte o vocabulario de la lengua de los indios, si no estuviere primero examinado por el Ordinario y visto por la Real audiencia del distrito y sin que proceda la censura dispuesta Instrucción / Pastoral / del Ilustrisimo Señor Arzobispo de / Paris, sobre los atentados hechos à la authoridad de la / Iglesia por los decretos de los Tribunales seculares / en la causa de los Jesuitas / En Cordoba de Tucuman/ Año MDCCLXVI / En la Imprenta del Real colegio de Monserrat. El único ejemplar impreso conocido de esta obra se encuentra en la Biblioteca Central de la Facultad de Filosofía y Humanidades “Elma Kohlmeyer de Estrabou”, Universidad Nacional de Córdoba. 22 REGLAS, / Y CONSTITVCIONES,/ QVE HAN DE GVARDAR / los Colegiales del colegio Real de / N[uestra] S[eñora] de Monserrate. El único ejemplar conocido de esta obra se encuentra en la citada Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Si bien Guillermo Furlong, op. cit., t. I, p. 440, la consignaba como proveniente de la imprenta de Córdoba, en el t. III (1959), hizo una fe de erratas denominada “Una rectificación y una ratificación”, atribuyendo este impreso a tórculos limeños o españoles anteriores a 1713, según la descripción que proporcionaba Pastells de un impreso similar encontrado en el Archivo General de Indias, pero el mismo Furlong dudaba por no ser idéntico al de Córdoba, ya que posee un grabado de más (ver pp. 49-50). 23 Guillermo Furlong, op. cit., 1953, t. I, p. 442. 24 Archivo del Colegio Nacional de Monserrat (en adelante, ACM), Asuntos Diversos (1763-1788), fs. 180 y ss. Una transcripción de este documento puede leerse en Guillermo Furlong, “El colegio de Monserrat y la primera imprenta rioplatense”, en Estudios, vol. 27, núm. 58, 1937, pp. 357-376. 21

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por derecho, entendiéndose la correspondiente cautela por los sujetos a quien toca en las theses que se hayan de dar a la prensa para conclusiones a otros actos literarios.25

La licencia del virrey, por consulta del fiscal de la audiencia de Lima, no hacía otra cosa que transcribir en lo esencial la legislación vigente relativa a la censura previa, que especificaba las condiciones y circulación de impresos, harto incumplidas y violadas.26 Los reyes católicos fueron los primeros en ordenar en 1502, en los territorios de la monarquía hispana, que no se podía imprimir ningún libro, importarlo o exponerlo para la venta sin examen y licencia previa del consejo real de Castilla. Esta real pragmática fue incorporada más tarde a la Recopilación.27 A partir de allí, la práctica de la concesión de licencias se repartió entre los jueces presidentes de las cortes reales y los obispos. No hay alusión a la Inquisición, porque es la corona la que se reservaba para sí la censura. El surgimiento del Estado moderno, y con él la puesta a punto de una serie de instrumentos de centralización en los que se inscribe de lleno el control del lenguaje escrito, sumado a la creación de la imprenta y el surgimiento de la reforma protestante, aceleraron el proceso de censura en las monarquías católicas apoyadas por la sede apostólica. En la Edad Media se establecieron sistemas de control como con los escritos de los profesores de la Universidad de París, que antes de darlos al taller de copiado debían ser revisados por el cancelario y profesores de teología; o el establecimiento de la orden de predicadores y la relación de su fundador, Santo Domingo de Guzmán y sus seguidores, con la “extirpación de la herejía”, pero los controles no fueron tan persistentes, sistemáticos y eficaces como los que vinieron luego.28 En un principio, el nuevo invento tecnológico fue celebrado por la Iglesia, pero pronto empezaron a notarse objeciones a sus peligros potenciales y a sus productos. Fueron los obispos alemanes los primeros en establecer ACM, Asuntos Diversos (1763-1788), fs. 184 y 185r. Véase la obra de Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII), Madrid, Arco Libros, 2000 y Pedro M. Guibovich Pérez, Censura, libros e Inquisición en el Perú colonial, 1570-1754, Sevilla, Escuela de Estudios HispanoAmericanos, Universidad de Sevilla, Diputación de Sevilla, 2003, pp. 28-30 y 32-33, así como las ya clásicas de José Simón Díaz, El libro español antiguo. Análisis de su estructura, Kassel, Reichenberger, 1983 y José Torre Revello, El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, Buenos Aires, Talleres Casa Jacobo Peuser, 1940, pp. 26-29. 27 Recopilación de las leyes destos Reinos [Castilla], lib. 1, tít. 7, ley 23. 28 Pedro M. Guibovich Pérez, op. cit., 2003, pp. 28-30 y 32-33. 25 26

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una serie de requisitos previos a la impresión de las obras para controlar su contenido. Sin embargo, fue Alejandro VI quien estableció en 1501 una verdadera censura previa al prohibir que ningún libro pudiese ser impreso en Alemania sin previa censura y autorización eclesiástica. Prohibición que se extendió a la Iglesia universal con el papa León X por la bula Inter sollicitudines del 3 de mayo de 1515, durante el concilio de Letrán. Todos los escritos —sin excepción— estaban sometidos a la censura, y su examen se confiaba a los obispos o censores nombrados por ellos o los inquisidores. Los impresores que contraviniesen esto serían excomulgados o multados y sus libros incinerados, pero la aprobación para imprimirse se debía dar con premura y gratis. Debido a la mala difusión que tuvieron los decretos de este concilio, sólo fueron implementados parcialmente.29 El estallido de la Reforma, sin duda, aceleró el proceso de control de las monarquías católicas y los estados protestantes, que hicieron frente a la difusión de libros contrarios a sus intereses políticos y religiosos. Reglamentaciones sobre producción, circulación interna y externa, venta y posesión de libros; sujetos encargados de vigilar todas la prácticas relacionadas con él; promulgación de instrumentos de ayuda en la identificación y censura total o parcial de lo escrito, fueron algunas de las respuestas que los poderes civil y eclesiástico procuraron. Desde la bula Exsurge Domine del mismo León X en 1520 condenando bajo pena de excomunión los presentes y futuros escritos de Lutero, una serie de confirmaciones vinieron de su sucesor Adriano VI, y Clemente VII incluyó un apartado en la bula In Coena Domini, destinado a ser leído todos los jueves santos. Dos tipos de controles se pusieron ahora en marcha: la preventiva o a priori y la represiva o a posteriori. La primera fue ejercida mediante la concesión de privilegios de impresión y licencias para imprimir, y la segunda, más compleja, se dirigió a los ámbitos de circulación, consumo y producción de libros.30 La censura a priori La real pragmática otorgada por la infanta doña Juana, gobernadora del reino, en nombre de su hermano Felipe II, el 7 de septiembre de 1558, prohibía circular en Castilla cualquier libro impreso sin licencia del rey y de su 29 30

Ibid., p. 37. Ibid., p. 38.

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consejo, y exponía los pasos necesarios para obtenerla. Allí se daba facultad a los prelados del lugar para autorizar cartillas, vocabularios y gramáticas. Esta pragmática fue recogida también por la Recopilación.31 Además el Índice que salió del concilio de Trento en 1564 especificaba en la regla X que toda obra, antes de su impresión, debía contar con la aprobación del obispo o del inquisidor del lugar.32 Las cédulas que reiteraron estas decisiones fueron varias en los siglos xvii y xviii para Castilla, aunque hubo otras para Indias, por ello la licencia dada en Lima que autorizaba la instalación de la imprenta del colegio de Monserrat, repetía algunas disposiciones. Estudiar las censuras y las licencias otorgadas a las obritas que se imprimieron en el taller tipográfico del Monserrat puede dar pistas interesantes sobre la realidad que vivían los jesuitas en 1766, previo a la expulsión, en la cabeza de la provincia del Paraguay, e ilustrarnos sobre sus redes de información. Ya se ha hablado de que los productos conocidos que emanaron de los tórculos cordobeses son cinco, pero, en realidad, sólo cuatro tienen existencia física y, de ellos, uno es de dudosa factura monserratense. Siguiendo el mandato legal que prescribía la licencia limeña y las leyes de Castilla e Indias, las Laudationes y el Manual de exercicios tienen sus respectivas censuras en el lugar acostumbrado, no así las Reglas, que, por ser sólo cuatro páginas destinadas a uso interno y reproducir normas disciplinarias estudiantiles, debió de juzgarse innecesario colocarlas en papel impreso. Por la característica temática, las Laudationes, simples poemas encomiásticos al fundador del colegio de Monserrat, poseen el imprimatur, otorgado por el vicario general José Garay y Bazán en nombre del obispo del Tucumán, Manuel Abad Illana. Los Exercicios son aún más escrupulosos, pues aunque para el caso sólo necesitaban licencia del ordinario, según mandaban las leyes que hemos reseñado, se siguió todo el trámite como si se tratase de una publicación más importante, es decir, contiene como preliminares: la licencia del virrey Amat, fechada en Lima el 3 de septiembre de 1765; el señalamiento de enmiendas del doctor Francisco Solano de Frías por orden del gobernador del Tucumán Manuel Campero, fechada en Córdoba el 29 de julio de 1766, donde se hace constar que la impresión concuerda con el original rubricado, y, por último, la licencia del ordinario dando a publicidad la reimpresión de la obra que alguna vez aprobaron los prelados eclesiásticos, datada en Córdoba el 29 de julio de 1766 por el mismo vicario Garay. Todo este largo trámite nos hace suponer que fue el primer libro que salió 31 32

Recopilación de las leyes…, lib. 1, tít. 7, ley 24. Pedro M. Guibovich Pérez, op. cit., 2003, p. 43.

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de la imprenta, pues su licencia debió de tramitarse coetáneamente con el permiso para imprimir, de allí que aquélla haya seguido todos los pasos administrativos establecidos según la pragmática de 1558, no necesariamente requeridos por su índole eclesiástica. La Instrucción pastoral, en cambio, no tiene ninguna licencia, ni civil ni canónica, a pesar de que es un impreso de considerables dimensiones y que por la materia que trata debería haber tenido, al menos, el imprimatur del ordinario. Pero… ¿por qué sucedió esto? ¿A qué se debió? Para poder contestar estas preguntas, creemos necesario historiar un poco la tradición del documento y de su edición francesa de 1763. Dicha Instrucción mandada publicar en francés por el arzobispo de París Cristóbal Beaumont, se debe a un pedido del papa Clemente XIII, en respuesta a las vejaciones que había recibido la Iglesia en conjunto con la compañía, por la condena, revisión de sus estatutos por el parlamento, y la posterior expulsión por decreto regio y del Parlamento de París. El texto de la Instruction pastorale lo redactó el jesuita Luis Patouillet (1699-1779), reconocido antijansenista. El tomo de la edición en francés fue el original de la traducción al castellano, sin duda. El padre Furlong encontró un ejemplar francés junto a la traducción salida de los tórculos monserratenses en el colegio de San Ignacio en Sarriá (Barcelona). En el original francés había un ex libris que decía “aplicado a la provincia del Paraguay”, por ello él pensaba que dicho libro debía de haber sido el usado para la traducción y que probablemente el mismo Patouillet lo habría enviado al Río de la Plata. Este jesuita había sido el editor entre 1749 y 1758 de las Lettres edificantes et curieuses, ecrites des Missions Etrangeres… que lo habrían vinculado epistolarmente con los paraquarios.33 La Instrucción en castellano tiene una estructura cuatripartita; en la primera se expone el carácter del instituto y la razón de los privilegios concedidos a la compañía por los romanos pontífices; la segunda discute la naturaleza y legitimidad de los votos que en ella se hacen, especialmente el cuarto voto de obediencia al papa; la tercera es la más importante y polémica, pues rebate las gratuitas afirmaciones sobre el laxismo en materia de moral, atribuidas a la compañía, y la cuarta versa sobre la conducta práctica de los 33 Guillermo Furlong, op. cit., 1953, t. I, pp. 436-437. Usamos aquí una variante latina para el gentilicio, en razón de que a la provincia jesuítica del Paraguay se la denominaba Paraquaria en latín. Lo hacemos para distinguir a los habitantes de esta jurisdicción eclesiástica de la civil, formada por la gobernación del Paraguay y sus habitantes los paraguayos. Si bien el Paraguay formaba parte de la provincia eclesiástica, ésta era mucho más amplia y comprendía las gobernaciones del Tucumán y Río de la Plata.

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hijos de Loyola y alude principalmente a los atentados llevados a cabo por el decreto del 7 de septiembre de 1762. Furlong opinaba que la traducción cordobesa de la Instrucción debió de publicarse en los últimos meses de 1766, pues por agosto aún circulaba manuscrita, datos que se infieren de una carta entre dos hermanos legos jesuitas.34 Tras ocuparnos de la traditio documental, veamos quién debía conceder la licencia para imprimir: indudablemente, el obispo del Tucumán Manuel Abad Illana, que había concedido las anteriores. Éste fue el obispo que estuvo y tuvo mucho que ver con la expulsión de los jesuitas. Desde hace unos años se ha podido estudiar mayores rasgos de su personalidad y de su pensamiento acerca de los ignacianos, gracias a un estudio sobre el informe de visita pastoral a su diócesis que el obispo redactara.35 Ana María Martínez ha concluido que, al llegar a Córdoba, el obispo ya tenía una opinión formada sobre los jesuitas, nada positiva, que habría sido también un aliciente por parte de la corona para pedir su nombramiento. Abad Illana había leído varios escritos antijesuitas, entre ellos las obras del virrey y arzobispo de México, Juan de Palafox y Mendoza (con quien tuvo la compañía enormes dificultades), que citaba expresamente en su pastoral justificativa del extrañamiento.36 Las obras completas de Palafox habían sido mandadas compendiar y publicar en 1762 por el rey Carlos III, quien era un gran impulsor de su canonización, intención a la que la compañía se había opuesto enérgicamente logrando la suspensión de la causa.37 El prelado Abad Illana traía consigo sus obras, pues en la biografía que varios años después de su muerte escribiría en Arequipa su secretario de cartas, Juan Domingo de Zamácola y Jáuregui, se cuenta que el obispo obsequió un juego completo de aquéllas a Manuel Antonio de la Torre, obispo del Paraguay, electo del Río de la Plata, cuando este prelado lo consagró en Santa Fe, mientras bajaba a tomar posesión de Ibid., p. 437. Juan Antonio Benito Rodríguez, “El prelado Abad e Illana, vallisoletano ilustrado en Perú”, en Hispania Sacra, 47, 1995, pp. 808-810. 36 Ana María Martínez de Sánchez, “Los padres jesuitas en la visión del obispo Abad Illana”, en Jesuitas 400 años en Córdoba, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba/Universidad Católica de Córdoba/Junta provincial de Historia de Córdoba, 2000, t. 4, pp. 383 y 399-400. Recientemente se ha hecho mención al jansenismo y antijesuitismo de Abad Illana por Ana María Lorandi, Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el Tucumán colonial. Un estudio de antropología política, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008, pp. 86-89. 37 Arístides Gámez, “Un obispo inmolado, Juan de Palafox y Mendoza; la importunación jesuítica en el proceso de su canonización”, en Reformas y planes de estudio de las universidades de América y Europa, Córdoba, Junta Provincial de Historia de Córdoba, 2006, t. I, p. 53. 34 35

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la diócesis porteña.38 Estas obras debieron de representar una verdadera novedad para el flamante obispo de Buenos Aires, regalista y antijesuita, pues se habían publicado sólo un año antes de que el prelado se hiciera a la vela rumbo al Río de la Plata. Los jesuitas cordobeses sabían su situación por los sucesos de Portugal, Francia y lo que ocurría en España, por ello la publicación de la Instrucción fue una forma de informar, más fácil que los acostumbrados manuscritos, sobre lo acaecido en Francia; y debieron de suponer, si no saber, el difícil e infructuoso trámite que sería obtener la aprobación del ordinario de un documento que defendía los privilegios, prerrogativas y doctrina de su orden. Por eso las licencias no constan, porque posiblemente no se solicitaron y, tal vez, el escrito circuló entre los jesuitas de modo interno y entre algunos de sus allegados. Los productos de esta imprenta cordobesa en su segunda vida, mientras estuvo instalada en Buenos Aires al servicio de la casa de niños expósitos, siguieron un proceso de censura en algunos puntos más complejo, pues las reformas educativas borbónicas en los institutos americanos estaban en pleno apogeo. El aparato burocrático se fue haciendo más complicado y aparecieron en escena otros sujetos encargados de aplicar tal censura. Hasta la creación del virreinato del Río de la Plata, las licencias para imprimir manuscritos estuvieron en manos del virrey del Perú y, como se ha visto, del gobernador, como legítimos representantes del patronato regio. También, como explicitaban las cédulas y pragmáticas, era el obispo el que tenía jurisdicción para la autorización de textos rituales y algunos teológicos, mientras que los inquisidores —comisarios y calificadores para la jurisdicción de Córdoba—, sólo otorgaban licencias previas de todo lo relacionado con la Inquisición. Hacer uso de la imprenta de niños expósitos para la impresión de conclusiones39 de la universidad comportó un trámite —ante el virrey como vicepatrón regio—, que se hizo bastante complejo. Muchas veces la licencia la solicitaba algún pariente del alumno residente en Buenos Aires; por ejemplo en 1784, por el monserratense bonaerense Martín Medrano, la pidió su padre Pedro Medrano. Otras, la universidad se valía de sus ex alumnos 38 Juan Domingo Zamácola y Jáuregui, Vida de monseñor Manuel Abad Illana. Obispo de Arequipa. 1793, Arequipa, Universidad Nacional de San Agustín/Centro de Estudios Arequipeños, 1997, lib. II, cap. VII: “Su consagración en la ciudad de Santa Fe en Corrientes”. 39 El término latino designa una serie documental y un tipo específico, escrito en esa lengua, que, desde el punto de vista formal, es un conjunto de proposiciones sobre diversas materias enseñadas en las universidades, que el alumno debía argumentar y defender públicamente en un acto literario.

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que residían en la ciudad capital del virreinato, como Pantaleón Rivarola, quien, además, había sido prosecretario de la universidad en sus épocas de estudiante; éste en 1785 pidió licencia para Saturnino José Peña y Juan Tomás Gómez. También encargaba, a veces, a los miembros franciscanos residentes en el convento porteño que se ocuparan de obtener las debidas aprobaciones para imprimir.40 El rector era el censor interno del escrito en la institución, luego pasaba a Buenos Aires y se corría vista al fiscal de la audiencia, quien entendía en todos los asuntos relacionados con el patronato real y verificaba que no se ofendiera a la corona; luego lo giraba a la autoridad eclesiástica bonaerense —obispo o cabildo eclesiástico en sede vacante— que, a su vez, lo depositaba en un entendido en la materia —generalmente un profesor del colegio de San Carlos—; éste hacía un informe, volvía al fiscal con la expresión de que no había ningún “embarazo por parte de la jurisdicción eclesiástica”, y el propio virrey concedía o denegaba la licencia para imprimir.41 El primero de los sujetos que componía el grupo encargado de revisar las conclusiones que se darían a imprenta era el rector; éste representaba la garantía en las reformas que el Estado borbónico buscaba en las universidades y colegios. Los ministros de Carlos III habían considerado que el desgobierno que existía en ellas se debía a la falta de poderes que tenía la universidad y habían comenzado un incremento progresivo de sus incumbencias.42 El rector se convirtió, entonces, en un actor clave y un vehículo de las políticas que el Estado intentó aplicar en las universidades. Además, en la Universidad de Córdoba, luego de la expulsión de los jesuitas, el rector también reunía en su persona el oficio de cancelario, es decir, representaba a la jurisdicción pontificia en ella. El manuscrito de las conclusiones, elaboradas por el alumno y su profesor, pasaba primero por las manos de éste, quien debía vigilar que no se publicaran tesis a favor del regicidio y contrarias a las regalías de la corona u ofensivas a la Iglesia, así como todo otro aspecto que considerase necesario. Aunque no podamos saber si hubo algunas conclusiones que agraviaron las jurisdicciones de la monarquía y la Iglesia, pues se debieron de devolver para ser corregidas al interno de la corporación, sí ha quedado testimonio de que el propio rector corrigió de su puño y letra sobre el manuscrito las faltas de ortografía del copista. El caso de unas conclusiones de 1788 es ilusGuillermo Furlong, op. cit., 1953, t. I, pp. 573 y t. II, pp. 7-8. Archivo General de la Nación, Argentina (en adelante AGN), sala IX, Sección Justicia, leg. 22, exp. 603 y leg. 30, exp. 881 (31-6-3). 42 Antonio Álvarez de Morales, La Ilustración y la Reforma de la universidad en la España del siglo XVIII, Madrid, Pegaso, 1979, p. 89. 40 41

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trativo; allí el rector fray Pedro Guitián anotó: “por lo que toca al Rector de la universidad pueden imprimirse, teniendo cuidado de corregir las faltas de ortografía que se le escaparon al escribiente”.43 Un documento representativo de la función que le cabía al rector-cancelario en la censura a priori es un decreto fechado en Montevideo el 12 de junio de 1783, del virrey, Juan José de Vértiz y Salcedo, ante la queja formulada por el rector de la universidad, fray Pedro José de Parras. El documento se inicia con la notificación que el virrey ha recibido de la impresión de unas conclusiones de “filo­sofía moderna”, sin la debida aprobación del rector. El virrey expresa que “ya se hayan arrojado por ignorancia a tan enorme atentado, o ya por noticia”; y para que no haya de ahí en más ninguna excusa de todos los miembros de la corporación, mando a éstos y a todos cuantos puedan ser de aquel gremio escolar que, para la impresión de iguales actos literarios, o conclusiones manus­critas que se repartan, deberán no sólo por un efecto de urbanidad sino obligación presentarlas antes al Rector de la universidad y colegio, con el fin de que las enmiende, o corrija, que es el medio que ha tomado Su Majestad, y es estilo inalterable en todas las Escuelas para precaver el que no se defiendan doctrinas peligrosas, relajadas y laxas, no conve­nientes al Estado.44

Luego siguen las penas para los que osaran contravenir la letra escrita: si fueren lectores ó maestros se les privará de la cátedra quedando inhabilitados para volverla a obtener, y si colegiales se les despedirá del colegio, y a los estudiantes manteístas se les echará de las aulas, reservándome aplicar otras correcciones arbitrarias para el tiempo que comisione a quien visite la universidad, y formalice los estudios hasta el grado de perfección que permitan las circunstancias y rentas.45 AGN, Justicia, exp. 654, leg. 23, p. 13, Mariano Antezana y Nicolás Laguna, PRO COMPLEMENTO / SECUNDI ANNI / PHILOSOPHICI CURSUS / EXERCITA­TIONES HAS / PALAM PROPUGNANDAS EXHIBENT,/ atque in honores / CL[ARISSIMI] VIRI, DIGNISSIMI PRAESULIS / de Litteris, de Patria, de Reli/gione optime meriti / ILLUSTRISSIMI ET REVERENDISSIMI / D[OMINI] Angeli Mariani Moscoso Corduvensis / apud Tecumanos Sanctae Ecclesiae nuper / electi Antis­titis, et Catholicae / Maiestatis á Consiliis./ Pro interno animo iubilo, congratulationisque mo/numento D. D. Marianus Anteza, & Nicolaus Laguna ad ejus pedes humillimé provoluti./ D[edicat] O[ffert] C[onsacrat] / Supe­riorum Permissu./ (filete) / In Civitate Bonaerensi, apud Tipograp­hiam Regiam / Parvulorum Orphanorum: Anno 1788. 44 Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba, Serie Documentos, libro 3, f. 90. La bastardilla nos pertenece. 45 Idem. 43

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Las conclusiones en cuestión fueron apadrinadas por fray Cayetano Rodríguez. La dureza en la letra del documento dispositivo da pistas sobre la nueva realidad buscada mediante las reformas y el cuidado de lo que se escriba y se diga. Además del incremento de poder en la institución rectoral, en la Península comenzaron a destinarse funcionarios específicos para el control en las universidades. Unas conclusio­nes defendidas en acto público en la Universidad de Valladolid y consideradas opuestas a las regalías de la corona, provocaron la denuncia de un catedrático ante el consejo de Castilla. Éste pidió informe al colegio de abogados de Madrid, quienes, en un dictamen larguí­simo, expusieron lo pernicioso que resultaba la excesiva libertad en la enseñan­za universitaria; igual opinaron los fiscales del consejo. Esto dio por resultado una provisión del consejo castellano que más tarde recogería como ley la Novísima recopila­ción.46 En la primera parte habla del resarci­miento que debía reali­zar la Universidad de Valladolid, pero en su segunda parte crea la institución de los censores regios: y para precaver que en las conclusiones y ejercicios lite­rarios de ésta y de las demás universidades en estos Reynos se experimenten semejantes abusos; mandamos se nombre en cada una un censor regio, que precisamente revea y examine todas las conclusiones que se hubieren de defender en ellas, antes de imprimirse y repartirse; y no permita que se de­fienda, ni enseñe doctrina alguna contraria a la autoridad y regalías de la Corona, dando cuenta al nuestro consejo de cualquier contravención para su castigo e inhabilitar a los contraventores para todo ascenso.47

Para el desempeño del cargo en España, al menos, se elegían los fiscales de las audiencias y chancillerías, cuando la ciudad que albergaba la universidad tenía estos tribunales. De no ser así, el consejo de Castilla nombraba a una persona de la misma universidad, por ejemplo, un catedrático.48 José Torre Revello, en sus profundas investigaciones en el Archivo General de Indias, pudo encontrar un legajo que daba cuenta de la extensión de la real orden a América. El incidente ocurrió en el seminario de San Carlos en Asunción del Paraguay, con motivo de unas conclusiones públicas, a las que el gobernador Lázaro de la Ribera hizo algunas correcciones que comunicó, luego, al rey en carta de 18 de diciembre de 1797. El consejo de Novísima Recopilación de las Leyes de España, libro VIII, tít. 5, ley 3. Loc. cit. 48 Antonio Álvarez de Morales, op. cit., 1979, p. 92. 46 47

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Indias en pleno, por consulta del 20 de mayo de 1800, solicitaba al monarca la creación de los censores regios, de la misma forma que en España, en las universidades y colegios públicos y privados de América.49 La real cédula del 19 de mayo de 1801 creó el cargo de censor regio específicamente para América, donde se ordena, además, exami­nar las conclusiones que hubieran de sostenerse en las universidades indianas, “no permitiendo que se defienda ni enseñe doctrina alguna contra la autoridad y regalías de mi Coro­na”.50 Podemos acotar que hasta 1810 esta real cédula todavía no había tenido cumplimiento en la Universidad de Córdoba —en los términos exactos que se pedía—, pues el 23 de enero de ese año el gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, Juan Gutiérrez de la Concha —que luego sería ajusticiado por contrarrevolucionario frente a los sucesos de la revolución de mayo de 1810 por la independencia—, remitió al recién electo rector de la universidad, el obispo Rodrigo Antonio de Orellana —también contrarrevolucionario—, la real cédula de 1801 exigiendo su pronto cumpli­miento.51 El claustro de la universidad propuso una terna formada por los doctores Gregorio Funes, deán de la catedral; Juan Justo Rodríguez, arcediano de la misma; y Miguel Gregorio Zamalloa, oidor honora­rio de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires. Dicha terna se elevó al gobernador intendente —funcionario encargado de la aplica­ción inmediata del regalismo de la corona— y por éste, a la audiencia que haría el nombramiento del censor. Resulta sintomático, aun en este caso tan puntual, cómo a la autori­dad encargada de llevar adelante el plan de reforma —en este caso el gobernador intendente— ante el clima beligerante de Europa, ya no le bastaban las censuras de un rector y exigía el cumplimiento de la real cédula, además de ser palpable en esta disposición el regalismo de la monarquía. La institución del censor era un paso más en el sometimiento de las universidades al control estatal y avance mayor en los terrenos ganados por la Iglesia desde antaño. La universidad perdía paso a paso esa autonomía que había gozado durante el periodo jesuita durante el gobierno de los Austrias y primeros Borbones. La real orden de creación del censor regio preveía que éste “no consentirá se sostenga disputa, questión o doctrina favorable al tiranicidio o regicidio, ni otras semejantes de moral laxa y perniciosa”. Igualmen­te debía cuidar que el latín en que se redactasen las conclusiones fuera claro, sin “obscu­ridades misteriosas”.52 José Torre Revello, op. cit., 1940, p. 92, nota 1. Ceferino Garzón Maceda, “La Revolución de Mayo y la universidad de Córdoba”, en Revista de la Universidad Nacional de Córdoba, II: 1-2 (marzo-junio de 1961), p. 15. 51 Loc. cit. 52 Loc. cit. 49 50

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La orden regia quería llegar hasta los átomos del mundo de la escritura, buscaba controlar hasta la morfología y la sintaxis de lo escrito. El latín debe ser claro, opuesto a la oscuridad, pues ésta en el sentido real genera misterio, donde lo que “es” en la luz, puede disfrazarse y “no ser” en las sombras. La idea, expresada a través de la palabra escrita, sólo será diáfana con una sintaxis simple, sin solecismos. Este concepto, en torno a la escritura, se ha visto más tenue en la aprobación dada por el rector Guitián a unas conclusiones, para que se imprimiesen salvando los errores ortográficos del copista. Hay otro testimonio de 1786, en el dictamen del fiscal José Márquez de la Plata, donde califica duramente el estilo de unas proposiciones universitarias por “lo mal escrito del cuaderno, de la poca claridad y falta de separación de las theses o conclusiones que contiene, careciendo algunas del método y concisión que se requiere para facilitar la argumentación y sustentación”.53 El latín, como la lengua culturalmente dominante, se nos muestra más propenso a la corrección. De hecho, esta lengua rescatada y “purificada” por los renacentistas, con importantes gramáticas, diccionarios, glosarios, libros de ejercicios, tiene una tradición más acendrada en lo escrito, y el convencimiento generalizado de que debe cuidarse su ortografía. Por contraste, a pesar de las reglamentaciones que había para la lengua vernácula, se puede ver en los escritos de este sector de la “élite intelectual” una enorme variedad ortográfica de la escritura, que no se considera error. En torno a la censura preventiva o a priori en la Universidad de Córdoba ocurrieron dos hechos muy sonados en su época, el primero tuvo lugar en ocasión del acto literario ofrecido por la corporación para darle la bienvenida al flamante obispo de la diócesis del Tucumán, Manuel Abad Illana, en 1764; y el segundo ocurrió con el trámite de impresión de unas conclusiones para doctorarse en teología, por el colegial monserratense Manuel Antonio de Talavera en 1786. Ambos, a pesar de la separación cronológica, están unidos por un punto común, cual es el haber sostenido una proposición controvertida y muy vapuleada en los ambientes académicos de las universidades católicas de los siglos xvii y xviii. El primer caso es aludido en la carta que envió el obispo Abad Illana a los colegiales de Monserrat en los días inmediatos al 12 de julio de 1767, mientras sus maestros jesuitas estaban presos, prontos a ser conducidos hasta Buenos Aires y embarcados a los Estados Pontificios, tratando de excusar su proceder o, mejor, su improceder. En ella comenta que “ya visteis que condené una proposición escandalosa, que publicaron [los jesuitas] 53 José Toribio Medina, Historia y bibliografía de la imprenta en la América española, La Plata, Museo de La Plata, 1892, pp. 45-46.

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al entrar yo en mi obispado”. Esta carta en su totalidad está transcrita en el Diario del destierro, del jesuita José Manuel Peramás, que lo escribió en el viaje de Córdoba a Buenos Aires y, desde este puerto a Europa, entre 1767 y diciembre de 1768.54 En un tiempo posterior, el jesuita Francisco Javier Miranda, que había estudiado en Córdoba, glosó críticamente cada uno de los párrafos y oraciones de la carta, buscando los móviles profundos de aborrecimiento del prelado hacia la compañía, que lo impulsaron a escribirla. Punto por punto va avanzando en la refutación, y el punto número nueve lo dedica a objetar la proposición cuestionada. A pesar de lo extenso, vale la pena, a propósito de la censura preventiva, transcribir la explicación algo socarrona que daba Miranda: Toda la condenación se redujo, a que habiendo su Señoría Ilustrísima leído el catálogo de las Conclusiones o Tesis, que con ocasión de su arribo de la Europa, y, ocupación de su Silla, le dedicó y presentó el joven teólogo Jesuita, que había de sustentarlas, habiendo tropezado en una, que no le agradó (y de que voy a hablar luego), le dijo con una cara de vinagre que, si no se cancelaba o quitaba aquella Conclusión, ni admitiría la Dedicatoria, ni asistiría a la función. Replicole el joven modesta y humildemente que aquella proposición la enseñaban varios Autores Católicos y no estaba condenada por la Iglesia; pero que, no obstante, puesto que no era de la aprobación de Su Señoría Ilustrísima, por lo que a él tocaba, no tenía empeño en defenderla, y que esperaba que los Padres Rector y Canciller de la universidad [de Córdoba], aunque la habían aprobado, no tendrían dificultad en que se suprimiese, por complacer a su Señoría Ilustrísima, y en efecto, avisados de lo que pasaba, así se hizo. La función se celebró con toda paz, y el Obispo la honró con su asistencia y con su Réplica.55

El joven teólogo jesuita al que se refiere Miranda era el bonaerense Ramón Julio Rospigliosi, y lo que podemos ver desde el examen de lo escrito es que el texto que se sostendría en honor del prelado por la universidad pasaba por la censura del ordinario. 54 José Manuel Peramás, “Diario del destierro o la expulsión de los jesuitas de América en tiempo de Carlos III” (1768), núm. 34, en Guillermo Furlong, José Manuel Peramás y su Diario del destierro (1768), Buenos Aires, Librería del Plata, 1952. 55 Archivo Histórico Provincial de Toledo de la Compañía de Jesús, Alcalá de Henares (en adelante, AHPTCíaJ), Sección América, caja 86 E-2: “RESPUESTA del Padre Miranda a dos Cartas, llenas de asertos denigrativos de la Compañía”. Agradezco a Ana María Martínez de Sánchez el haberme facilitado la transcripción que ha realizado de este documento.

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En la biografía de Abad Illana que su secretario redactó en 1793 —posiblemente con apuntes y dictados del obispo mientras éste vivió—, rescató el episodio de la función pública con la que los jesuitas quisieron obsequiarlo en Córdoba. Allí se da el nombre del estudiante de teología del colegio máximo, que Miranda omite. No deja de usar el biógrafo un estilo irónico para referirse al episodio. A las conclusiones precedió —como era costumbre en estos actos literarios en honor de algún personaje— una larga arenga o laudatoria latina en su honor. Cuando hubo acabado “el padrecito su bien premeditada y estudiada oración”, el obispo contestó a todas las partes que se componía aquella “fanfarrona” arenga con la misma elegancia latina “como si de antemano lo llevara bien trabajado”.56 La parte que rescatamos como más importante es que con la estrenada elocuencia del prelado conocieron los jesuitas, doctores y maestros, que, “el Ilustrísimo Abad Illana era más docto de lo que publicaba la fama”.57 Al parecer, se debía de haber extendido un rumor sobre las capacidades intelectuales del prelado. Esta escena de su vida no sólo nos da pistas sobre las prácticas de la censura, sino también da señales de la argumentación en el acto literario, pues al parecer las conclusiones en papel no eran manejadas por el que defendía, sino que todo el proceso era oral; desde el elegante exordio, que debía aprender de memoria, hasta el enunciado de las proposiciones y su defensa. El segundo caso que referiremos, del monserratense paraguayo Manuel Antonio de Talavera, por lo complejo y los poderes en juego, merece también algún detenimiento. Pronto a doctorarse, envió el manuscrito de sus conclusiones a Buenos Aires para su impresión, previa censura del rector de la universidad. Allí el fiscal lo remitió al cabildo eclesiástico bonaerense por lo tocante al ordinario. El doctor Antonio Rodríguez de Vida, ex alumno de la universidad cordobesa en el periodo jesuítico y quien se desempeñaba como lector de teología en el colegio de San Carlos (Buenos Aires), redactó el informe considerando algunas tesis como erróneas. Por ello el provisor y vicario capitular José Miguel de Riglos mandó en su dictamen que se corrigiesen antes de publicarse. El estudiante, seguramente a instancias de la universidad, pidió un informe a un grupo de franciscanos maestros, residentes en Buenos Aires, Efectivamente, lo llevaba trabajado, pues las conclusiones se le habían presentado con anterioridad. No se trataba de méritos propios del obispo Abad Illana como señala su biógrafo contemporáneo. 57 Juan Domingo Zamácola y Jáuregui, op. cit., 1997, lib. III, cap. II: “Obsequio que le hicieron los Padres Jesuitas”. 56

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y luego lo hizo extensivo a otros cuatro eclesiásticos, reconocidos por su literatura, entre ellos el doctor Pantaleón Rivarola, ex alumno de la universidad; todos acordaron que no había nada que objetar del “dogma o las buenas costumbres”. Armado con estos pareceres volvió a presentarse ante el cabildo eclesiástico bonaerense y éste le denegó la licencia nuevamente, por dos veces consecutivas. En la última se excedió en sus atribuciones, pues falló que el estudiante “se abstenga de solicitar licencia de imprimir semejantes conclusiones” en lo sucesivo. El ordinario no estaba autorizado a dictar semejante resolución, y menos un cabildo eclesiástico en sede vacante; además, por una real cédula del 20 de abril de 1773 se ordenaba que la autoridad eclesiástica debía ceñirse a examinar si en las obras y escritos para imprimir se contenía algo contra la fe o las buenas costumbres, pero de ninguna manera se podía negar el derecho a pedirla. Todas estas cuestiones Talavera se las hizo saber en un escrito enérgico, prometiendo, además, interponer un recurso de fuerza si el cabildo persistía en su actitud. Las autoridades eclesiásticas volvieron el expediente al virrey para que resolviese lo más conveniente, y el escrito fue y volvió dos veces entre ambas jurisdicciones hasta que el virrey pidió un parecer definitivo del fiscal Márquez de la Plata. El informe repasaba todas las opiniones vertidas en el expediente por todos los padres maestros convocados por las partes, y llegaba a la conclusión de que Rodríguez de Vida había “variado el sentido” de lo propuesto por el estudiante Talavera. Además, aconsejaba al virrey publicarlas “sin que el dar a la prensa las tablas de semejantes conclusiones, lleve otro objeto que el de repartirlas con ese mayor lucimiento, de las cuáles, pasada la función, ya no se vuelve a hacer uso alguno”.58 Luego de la lectura de este informe el virrey colocó el “imprímase” sin más dilaciones. En el ínterin que se resolvía la situación administrativa de Talavera, éste, a instancias del rector universitario y con una carta poder, tramitó ante el virrey en la ciudad de Buenos Aires una nueva licencia para imprimir en el Monserrat. La larga solicitud que envió a Nicolás del Campo, marqués de Loreto, historiaba sobre la fortuna de la primera imprenta que tuvo el colegio, cuya licencia se la había otorgado el entonces virrey del Perú Manuel Amat y Junient y lo sucedido con ella luego de la expulsión. Además, explicaba la necesidad de poseerla para imprimir los “papeles curiosos y actos literarios” 58 Hasta aquí el expediente resumido en algunas partes y transcrito en otras, que pudo consultar —sin dar referencias donde localizarlo— José Toribio Medina, op. cit., 1892, pp. 51-54.

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que tenían lugar y evitar así “el grave perjuicio de los estudiantes por la infinitud de papeles de conclusiones que manuscriben para el repartimiento de sus funciones, en que por lo común peligra su salud, por agregárseles con este motivo nueva tarea a las que diariamente sufren en las aulas escribiendo tres horas”.59 El fiscal Márquez de la Plata, luego de examinar el expediente del traslado de la imprenta a Buenos Aires, pidió el parecer del gobernador intendente de Córdoba, marqués de Sobre Monte. Éste, como ilustrado y promotor del adelantamiento de la ciudad y su universidad, y debido al apoyo que a su gestión prestaba dicha corporación y colegio, por la oposición interna que tenía en el cabildo, no tuvo reparos en avalar el proyecto. Finalmente, el dictamen del fiscal, con fecha del 27 de noviembre de 1788, fue del todo favorable a la compra e instalación de una nueva imprenta universitaria, pero restringida a la impresión de “las tablas o quadernos de Theses o Conclusiones que se repartan de las Facultades que se enseñan en el expresado colegio, precediendo la censura del Ordinario Eclesiástico y permiso del Gobierno en quien resida el Vicepatronato Real”. El expediente está inconcluso, pues falta el decreto del virrey y no hay noticia de que se haya instalado una nueva imprenta universitaria, pero por este evidente atropello a la jurisdicción de la corporación por las autoridades eclesiásticas de Buenos Aires, se pensó en evitar tales embarazos en el futuro. Decíamos más arriba que el punto en común que nucleaba a las conclusiones de Rospigliosi y a las de Talavera en los vértices del tiempo, era una cuestión teológica común. El jesuita Francisco Javier Miranda en su refutación a la carta que el obispo Abad Illana envió a los colegiales monserratenses con motivo de la prisión de los jesuitas, da detalles de cuál fue la proposición que molestó al prelado: Y cuál fue aquella proposición escandalosa (como la llama en su carta el Señor Obispo), que publicaron (debía decir, que quisieron o iban a publicar, pues no llegaron a publicarla, por haberla suprimido en gracia suya)? Hétela aquí: Episcopus, altento iure Divino, potest pro sua Diœcesi quidquid Papa pro tota Ecclesia. Yo no entro aquí a defender aquesta proposición, ni tampoco a examinar, si el Rector y Canciller hicieron bien, o mal, en dejarla correr sin alguna mayor restricción o explicación, que limitase o dulcificase una tesis, que pronunciada así secamente tiene visos de oposición al Primado del Papa.60 AGN, sala IX, sección Justicia, leg. 22, exp. 619 (1787). “El Obispo, atendido precisamente el Derecho Divino, puede en su Diócesis lo que el Papa en toda la Iglesia”. AHPTCíaJ, sección América, caja 86 E-2. Los énfasis son del original. 59 60

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En las conclusiones de Talavera, lo que molestó al censor fue la misma tesis junto a otras, que calificó de menor importancia por el orden jerárquico que les otorgó en su informe. Talavera había colocado en su dedicatoria al obispo del Paraguay Luis de Velasco el título de “maestro del mundo”. Rodríguez de Vida objetaba que el obispo en realidad era maestro “únicamente de la determinada grey que enseña; estando reservado el título de doctor universal al Pontífice Romano”.61 Esta postura representaba un debate teológico muy álgido, sobre todo en el siglo xvii, entre la Iglesia de Francia, liderada por la Universidad de París, y la santa sede. Miranda, en defensa de la conclusión que Rospigliosi quería sostener, dice que el estudiante manifestó a Abad Illana que era una cuestión debatida y no condenada, pero que si no le agradaba, no habría inconveniente en que el cancelario y el rector, que la habían permitido, la quitasen. Tal opinión la enseñaban Domingo de Soto, Francisco de Vitoria, Tommaso de Vio Cayetano y otros citados por Juan Azor, parte 2, libro 3, capítulo 30, cuestión 13: “en los cuales se pueden ver las razones, en que la fundan, y las restricciones, con que la modifican”.62 Estas doctrinas les debieron sonar, tanto a Abad Illana como a Rodríguez de Vida, a galicanismo, pues los doctores sorbonenses habían rechazado desde siempre que el papa fuera llamado episcopus universalis. Para ellos Cristo mismo había institui­do a los obispos, siendo éstos sucesores de los apóstoles, y todos los intentos de introducir la doctrina de la santa sede en Francia habían sido condenados por la Universidad de París implacable­ men­te.63 A los seguidores de la santa sede se los llamó ultramontanos porque consideraban a la autoridad de Roma ultra montes —más allá de las montañas—. El papa era el episcopus universalis y resaltaban su superioridad respecto de los demás obispos. La corriente estuvo representada en un principio sólo por italianos; luego del concilio de Trento, encontró varios adeptos entre los ibéricos y flamencos. Una de las principales depuradoras y sustentadoras de esta doctrina fue la Compañía de Jesús, con su eximio comentarista Francisco Suárez. La concepción fue variando con los siglos, pasando desde posturas extre­mistas hasta las más moderadas, ya en el siglo xvii.64 61 Colección documental “Mons. Dr. Pablo Cabrera”, Universidad Nacional de Córdoba, Facultad de Filosofía y Humanidades, documento 1479. 62 AHPTCíaJ, sección América, caja 86 E-2. 63 Américo Tonda, El pensamiento teológico del deán Funes, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1982, t. I: La Iglesia, p. 89. 64 Ibid., p. 88.

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La censura a posteriori El control ejercido a posteriori de la publicación de un libro y la densa red de su circulación se dejó en manos de uno de los consejos de Estado: consejo de la suprema y general Inquisición. Córdoba y su jurisdicción dependieron del tribunal de Lima, establecido por Felipe II por real cédula de 1569. La ciudad doctoral estaba a cargo del comisario de partido, cuya función era hacer las informaciones de limpieza de sangre para los cargos inquisitoriales; ejecutar los mandamientos y comisiones del tribunal; recibir informaciones en los asuntos de fe y remitirlos a Lima; publicar los edictos en misa mayor de la catedral o iglesia matriz; actuar como agente en la difusión de libros prohibidos, inspección de librerías e imprentas y expurgado de libros.65 Por la ya citada real pragmática de 1558 se ordenó la inspección de libros en espacios públicos y privados, pues aquellos en posesión de textos, bibliotecas conventuales y privadas debían ser inspeccionados. En el mismo 1558 una real cédula dispuso la visita de las bibliotecas universitarias para resguardar la “pureza de la fe”. Dichas visitas debían hacerse luego de la publicación de un nuevo Índice.66 Marcela Aspell, que ha estudiado el funcionamiento de la comisaría de la Inquisición en Córdoba, ha encontrado, como primera noticia sobre su actuación en la revisión de libros, un oficio de 1684 enviado directamente por el consejo de la suprema al provincial de la Compañía de Jesús en la provincia del Paraguay, para que se encargase del expurgado de las librerías de los colegios y conventos en la jurisdicción de su provincia.67 Aunque la autora no lo expresa, se trataría de un privilegio no muy común para los cargos que realizaban estas funciones. Primero, no proviene del tribunal de Lima, jurisdicción a la que pertenecía Córdoba y su universidad, sino que viene directamente del inquisidor general del consejo de la suprema. Segundo, aunque existían cargos específicos para la censura de libros —calificadores; visitadores de libros e imágenes; revisores de libros e intérpretes de lenguas—, éstos se ejercieron en las cabeceras de los tribunales, dejándose prácticamente en manos de los comisarios el control interior del virreinato.68 En este caso se nombraba revisor y se le adjudicaba Pedro M. Guibovich Pérez, op. cit., 2003, pp. 81-82. Ibid., pp. 49, 82, 121-123. 67 Marcela Aspell, El Tribunal de la Inquisición en América. Los comisarios del Santo Oficio en Córdoba del Tucumán en el siglo XVIII, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2007, colección coordinada por Eduardo Partiré, La América de Carlos IV. Cuadernos de investigaciones y documentos, t. II, pp. 178-179. 68 Pedro M. Guibovich Pérez, op. cit., 2003, pp. 57-59, 63-64 y 80-82. 65 66

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al provincial del Paraguay, que, no en vano, tenía sus oficinas en el colegio máximo de Córdoba. Tercero, tal nombramiento supone, quizá, un pedido previo de la Compañía de Jesús desde Córdoba —cabecera de la provincia— directamente al consejo de la suprema. Como ha estudiado Guibovich Pérez, en la primera mitad del siglo xvii se perciben dos cambios importantes en cuanto a la composición de los calificadores del Santo Oficio: la incorporación de miembros del clero secular —principalmente canónigos del cabildo eclesiástico— y el predominio de jesuitas, como consecuencia de la consolidación política y económica de la orden en esos años y sus buenas relaciones con la monarquía hispana.69 El Paraguay debió de representar un poder económico e influyente nada despreciable. En un oficio despachado, esta vez desde Lima, con fecha 30 de enero de 1765, al comisario José Antonio Ascasubi, donde se tomaba conocimiento del nombramiento de revisor que en 1764 éste había hecho en el jesuita Mariano Suárez, le recordaban que con antelación se había despachado nombramiento de revisor y visitador de librerías al rector de la universidad “con la calidad de que estos empleos los ejerciesen todos los rectores en el tiempo de su gobierno”.70 En las largas horas que hemos dedicado al examen de los libros de la antigua Librería Grande de la universidad, hemos encontrado muy pocos ejemplares expurgados, de todos los que deberían estarlo. En ningún caso lo han sido por el provincial de la compañía o el rector de la universidad, sino por el propio comisario de distrito. Los dos textos localizados han sido censurados por el doctor Francisco de Vílchez y Montoya —ex alumno de la universidad— como comisario del Santo Oficio, con base siempre en el Index de 1707. La primera dice así: Visto, y expurgado con facultad, y comisión del Señor Inquisidor General por el catálogo y expurgatorio novísimo del año pasado de 1707. Fecho en Córdova de Tucumán a 16 de Noviembre de 1714. Doctor Francisco de Vilches Montoya y Tejeda [rubricado] Comisario del Santo Oficio. También Corregido según el expurgatorio de 1707 por mandato del Señor Inquisidor, General. Fecho en Córdova a 7 de enero de 1721. Doctor Don Francisco de Vílchez [rubricado] Comisario del Santo Oficio.71 Ibid., pp. 73-74. Marcela Aspell, op. cit., 2007, p. 179. 71 Antonio de Quintanadueñas (1599-1651), Singularia moralis theologiæ ad quinque Ecclesiæ præcepta necnon ad ecclesiasticas censuras, et pœnas opus posthumum, Matriti (Madrid), ex officina Pauli de Val (Pablo de Val imp.) – sumptibus Francisci de Robles bibliopolæ (Francisco de Robles, ed.), 1652. 69 70

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Daría la impresión de que esta obra de Quintanadueñas fue revisada en dos ocasiones sucesivas por el comisario, la primera en 1714 y la segunda en 1721, ambas con base en el mismo Novissimus Librorum Prohibitorum et Expurgandorum Index pro Catholicis Hispaniarum Regnis Philippi V Regis Catholici de 1707. El segundo ejemplar, correspondiente a la obra del portugués Agustín Barbosa, posee una larga justificación latina, que al parecer no es de la mano del comisario Vílchez y sería previa al expurgado que tuvo en 1719. Traducida es como sigue: Por estas declaraciones de la Sagrada Congregación del concilio que ninguna fe se debe tener en el juicio o fuera de, sino para aquellas cosas, que en forma auténtica, con el sólito sigilo y firma del Eminentísimo Cardenal Prefecto, y del Secretario de la misma Sagrada Congregación fueron protegidas, por el tiempo de las existencias, la misma Sagrada Congregación al especial Santísimo Señor Nuestro Urbano por la Providencia Divina Papa VIII, mandó por orden y estableció. En Roma día 2 de agosto de 1631 y el consejo General de la Inquisición que con una declaración tal pudiera libremente y lícitamente ser vendido y conservado.72

Las palabras de su texto hacen dudar si se escribió en Córdoba, pues parecería que el libro se hubiera embarcado ya con esta censura previa y, luego sí, Vílchez escribió el texto de la suya en el verso de su portada: “está notado por Comisión del Señor Inquisidor General, según el expurgatorio de 1707. Fecho en Córdova de Tucumán a 27, de Septiembre de 1719”.73 La orden que motivó este expurgado de Vílchez Montoya está documentada; así, el 28 de julio de 1711 le llegaron nuevos edictos de censura de obras prohibidas, que se le mandó leer y publicar en misa mayor de día “His declarationibus Sacræ Congregationis Concilii nullam fidem esse in iudicio/3 vel extra â quoqu[e] adhibendam, sed tantum illis, quæ in authenticâ formâ/6 solito sigillo, et subscriptione eminentissimi Cardinalis Præfeti [sic], ac Secretarii eiusde[m] S[acr]æ/9 Congregationis pro tempore existentium munitæ fuerint, eade[m] Sancta/12 Congregatio exspeciali S[anctissimo] D[omino] N[ostro] Urbano divinâ Providentiâ Papæ VIII, iussu mandavit, et præcepit/15 Romæ die 2, Augusti 1631 et Consilium Sanctæ Generalis Inquisitionis/18 cum huiusmodi declaratione posse liberè, et lici...[roto] -cumque vendi, et retineri” [roto y resto de la portada arrancada]. Agradezco la traducción al doctor Guillermo de Santis. 73 Agostinho Barbosa (1590-1649), Collectanea doctorum, qui in suis operibus Concilii Tridentini loca referentes illorum materiam incidenter tractarunt, et varias quæstiones, in foro ecclesiastico versantibus maxime utiles, deciderunt. Hac ultima editione ab ipso auctore recognita et quamplurimorum additamentorum accessione sesqui amplius aucta, Lugduni (Lyon), Sumptibus Laurentii Durant (Laurent Durand), 1642. 72

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de fiesta y colocar en la pila del agua bendita. Además se le daban directivas de cómo proceder con el expurgado de libros, una vez borrada la palabra u oración “pondrá en la inscripción de la primera foja: corregido por mandado del Santo Oficio y rubricados de su mano”.74 Pensamos que allí debió de recibir también la copia del Index de 1707. Como sabemos, este expurgatorio, que recogió las obras censuradas en los edictos desde 1640 hasta inicios del siglo xviii, se comenzó a confeccionar en la época del inquisidor general Diego Sarmiento de Valladares. Tras su muerte, lo finalizó su sucesor Vidal Marín, obispo de Ceuta. En su preparación tuvo mucho que ver el jesuita Ignacio de Zuleta, quien falleció sin haberle dado término, pues la preparación de estos catálogos llevaba muchos años.75 Llegados a este punto, en el ejercicio de la censura a priori y a posteriori se advierte en los actores políticos de la monarquía borbónica la búsqueda de la homogeneización ideológica del Estado, a través del control de la letra grabada como uno de los métodos ejercidos, pues la escritura se convierte en un potencial peligro. Debemos volver sobre aquellos aportes que rescatábamos de Michael Clanchy al inicio de este trabajo, cuando sostiene que la escritura interviene en la consolidación del Estado, pues ninguna orden puede impartirse a la distancia sin una normalización del lenguaje y producción de información. Así, la lectura y escritura normalizan a quienes las practican y el ámbito por excelencia para este disciplinamiento es el escolar; en nuestro caso, la universidad, administrada tanto por jesuitas como por franciscanos. Aquí vemos cómo se apuntó a controlar, borrar, quitar, suprimir, cancelar, destruir en última instancia toda letra, palabra, unidad de sentido, que pudiera llevar a producir sentidos diversos a los esperados por los poderes civil y eclesiástico en ese proyecto de homogeneización ideológica en pos del cual se van a unir principalmente a fines del siglo xviii para combatir cualquier heterodoxia. Pero también se ve la continua tensión que existirá, más acusada en la segunda mitad del siglo xviii, entre ambos proyectos; recordemos por ejemplo, el caso de las conclusiones de Manuel Antonio de Talavera y el largo trámite para su impresión, testimonio riquísimo en los matices que va asumiendo esta nueva realidad histórica, y que resultan perceptibles a través de la cultura escrita. Los móviles ideológicos entre ambos poderes Marcela Aspell, op. cit., 2007, p. 189. Antonio Sierra Corella, La censura de libros y papeles en España y los índices y catálogos españoles de los prohibidos y expurgados, Madrid, Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, 1947, pp. 291-293. 74 75

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no siempre coinciden, y el regalismo que cobró mucha mayor fuerza desde el reinado de Carlos III se va imponiendo, por lo que la censura tradicional, referida más a vigilar la ortodoxia de la fe frente a todo posible brote protestante, va perdiendo importancia para el propio Estado y cobra mayor fuerza su propio proyecto regulador. Además, el caso es válido para señalar, en una esfera regional, cómo entran en tensión dos polos culturales, dos ciudades: Córdoba y Buenos Aires; la primera, marcada por la tradición, y la segunda, emergente, sobre todo después de la creación del virreinato del Río de la Plata y de haberse erigido como su capital. La más antigua, orgullosa de su universidad y de sus saberes, poco dispuesta a perder su supremacía cultural frente a la “nueva”, y la otra aprovechando su nueva situación de poder, donde los saberes de la vieja universidad deben pasar por las manos de los profesores de su colegio de San Carlos, que busca posicionarse.76 El poder que le firma el rector fray Pedro Guitián a Manuel de Talavera para que tramite una nueva licencia para imprimir es clave, pues lo que aparece en primer lugar es su nombramiento como interventor del colegio de Monserrat: para que por sí y en nombre del referido Padre Rector y representando su misma persona, acción y derecho, pueda presentarse en todos los tribunales Superiores de la ciudad de Buenos Aires a vindicar el agravio que le ha subrogado el Doctor Don Antonio Basilio Rodríguez de Vida juzgándole injustamente y contra todo derecho, unas conclusiones aprobadas por su Paternidad Reverenda.77 Luego de la ansiada graduación de doctor del paraguayo Talavera, el mismo Guitián anotó en el Libro de entradas y salidas de los colegiales del Monserrat que: Habiendo resuelto imprimir este colegial unas conclusiones aprobadas ya por mí en Buenos Aires, le notaron cuatro en la curia eclesiástica; y reputamos este hecho como desaire a la universidad y colegio. Pasó de esta ciudad a la 76 Después de la expulsión de los jesuitas Buenos Aires intentó arrebatarle a Córdoba su universidad, pidiendo al consejo de Indias que se la trasladara y estableciera en su ex colegio de los jesuitas, por poseer dicha ciudad suficiencia de fondos para la dotación de cátedras. El pedido se reiteró en 1772. Ver mi trabajo: Reformismo e Ilustración. Los Borbones en la Universidad de Córdoba, Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, 2000, pp. 73-77. 77 AGN, sala IX, sección Justicia, leg. 22, exp. 619 (1787).

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de Buenos Aires a vindicarlas, y después de dos años de pleito que sostuvo contra aquel Ilustre Cabildo Eclesiástico obtuvo sentencia favorable, y se imprimieron sin nota ni tilde como yo las había aprobado, y se le abonaron los costos por la universidad y colegio, al que volvió y se le admitió al grado de Doctor gratis por el claustro sin ejemplar.78

Si se examinan con atención los libros de claustros universitarios, desde el acta número uno de 1664 hasta bien entrado el siglo xix, se aprecia que la mayor parte de ellos está llena de discusiones sobre las propinas que debían derramar entre sus pares los graduados en sus actos de colación. Muchos que no podían pagarlas quedaban sin el merecido laurel, no obstante haber completado toda la carrera académica. El claustro formado por el obispo —si estaba en la ciudad—, rector, cancelario, maestros y todos los graduados siempre fue muy reticente a condonarlas o “perdonarlas” —como se decía en la época—, y sólo lo hizo después de enconados debates cuando se hacía constar verdaderamente la situación de pobreza del graduando. En el caso de Talavera le concedieron el grado gratis sin ninguna discusión y por unanimidad. El tema había sido tan sonado que debían estar al tanto y, con seguridad, también habían sentido la vejación a las prerrogativas de la corporación a la que pertenecían y que los prestigiaba con lo acontecido en Buenos Aires, donde se había osado poner en duda su ortodoxia en saberes.

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ACM, “Libro privado en que se apunta el ingreso y salida de los colegiales. 1772-1805”,

FORMANDO MINISTROS ÚTILES: INCULCACIÓN DE HÁBITOS Y SABERES TRASMITIDOS EN EL COLEGIO DE SAN ILDEFONSO (1768-1816) Mónica Hidalgo Pego Universidad Nacional Autónoma de México-IISUE [email protected]

En la introducción a las constituciones del colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso, aprobadas en 1779, sus redactores establecieron que para colmar a la Nueva España de “beneficios y hacerla feliz de todos modos”, los monarcas habían fomentado y promovido “la erección de colegios en donde se formasen ministros útiles a la religión y al estado”.1 Para lograrlo, los estatutos indicaban que los colegiales debían ser instruidos no sólo en letras, sino también en virtudes.2 Los saberes que debían trasmitirse y los valores que debían infundirse quedaron plasmados en el texto constitucional, ya referido, en el régimen y plan de estudios y en las trece providencias aclaratorias del rector Pedro Rangel.3 En dichos documentos, además, se explicita claramente quiénes eran los destinatarios de las normas establecidas y los sujetos encargados de ponerlas en práctica. 1 Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México (en adelante AHUNAM), Fondo Colegio de San Ildefonso (en adelante FCSI), Rectoría, Constituciones, caja 93, exp. 06, doc. 07: “Constituciones del real y más antiguo colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso”, f. 2v. 2 Ibid., capítulo tercero, “De los catedráticos y sus obligaciones”, constitución 20, f. 15r. 3 En 1784 el rector Pedro Rangel argumentaba que dentro de la institución se estaban dando problemas de incumplimiento de las constituciones en lo tocante a la conducta de sus miembros, por lo cual decidió pedir ayuda al virrey. A través de un extenso documento, el rector hizo saber al virrey todos aquellos asuntos en los cuales consideraba se estaba inobservando la ley estatutaria, y la posible solución a los conflictos. El documento rectoral consta de 13 providencias, las cuales fueron aprobadas por el virrey. Acto seguido el fiscal lo entregó al juez de colegios para su publicación. Al mismo tiempo, el virrey ordenó que se hiciera cumplir a los colegiales lo dispuesto y, si se negaban, debía aplicárseles la pena de expulsión.

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Las reglas instituidas regulaban tanto el comportamiento individual como el colectivo, y estaban dirigidas no sólo a los escolares, sino a todos los miembros de la comunidad, es decir, a las autoridades, funcionarios, oficiales, catedráticos, graduados y pasantes; incluso los empleados debían acatarlas. Las pautas de comportamiento debían seguirse tanto dentro del establecimiento como fuera de él, pues de esta manera se demostraría la buena crianza recibida en San Ildefonso.4

Inculcación de hábitos En San Ildefonso, como en otros colegios del antiguo régimen, se inculcaban hábitos religiosos, civiles y morales con la intención de formar cristianos leales a Dios, súbditos fieles al soberano y hombres virtuosos. Los medios utilizados para crear buenos cristianos eran la misa diaria; las celebraciones litúrgicas a favor de un santo, de la madre del salvador o de algún benefactor del colegio;5 el agradecimiento a Dios que se llevaba acabo en la capilla del colegio dos veces al día; las comuniones de regla, siendo la más importante la del martes santo, efectuada por toda la comunidad en la catedral metropolitana;6 la asistencia a fiestas religiosas; la lectura de libros espirituales en el refectorio y aposentos; la participación en sermones, el rezo diario del rosario y de la letanía de la virgen y la defensa del misterio de la Purísima Concepción de María.7 4 La formación de individuos útiles mediante las letras y los hábitos forma parte de la cultura escolar. Este concepto es manejado por Julia y lo define como un conjunto de normas que definen los saberes a enseñar y las conductas a inculcar, y un conjunto de práctica que permiten la trasmisión de estos saberes y la incorporación de estos comportamientos. Dominique Julia, “La cultura escolar como objeto histórico”, en Margarita Menegus y Enrique González (coords.), Historia de las universidades modernas en Hispanoamérica. Métodos y fuentes, México, Centro de Estudios sobre la Universidad-UNAM, 1995, p. 131. 5 En el colegio se realizaban misas especiales en honor de San Ildefonso, patrono de la institución, San Juan Bautista, San José, Santa Rosalía, San Francisco Javier, San Luis Gonzaga, patrono de los estudios. También se realizaban celebraciones litúrgicas el día de la Concepción, la Ascensión, Natividad, Visitación, Purificación, Señora de los Dolores, ascensión de los santos y difuntos. AHUNAM, FCSI, Rectoría, “Constituciones del real y más…”, capítulo primero, “Del colegio, del rector y sus obligaciones”, constituciones 4ª-7ª, fs. 3v-4r. 6 Ibid., capítulo cuarto, “De los colegiales, sus circunstancias, calidades y obligaciones”, constitución 24, f. 19r. El sacramento de la comunión también se realizaba una vez al mes por gremios. El primer domingo del mes los gramáticos, el segundo los filósofos, el tercero los teólogos y juristas y el cuarto los pasantes. 7 En 1760, Carlos III tomó a la inmaculada Concepción como patrona de España.

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Para infundir lealtad, pero también vasallaje y respeto hacia el monarca, en su calidad de patrono del colegio, todos los años debía oficiarse una misa solemne en la cual se agradecía a Dios por la conservación del rey y su familia.8 Lo mismo se hacía cuando con repique de campanas se anunciaba la salud del soberano. El día en que el rector o el vicerrector tomaban posesión del cargo, debían jurar ante el juez de colegios y el fiscal del rey, guardar fidelidad y obediencia al monarca, “…prometiendo que ni de palabra ni por escrito, ni en público, ni en secreto ha de faltar al devido vasallage y lealtad y que promoverá en todo tiempo con el exemplo y con la voz el mayor culto de Dios, y el mayor servicio de su rey”.9 Por su parte, los colegiales reales y de licenciatura,10 al tomar posesión de las becas, se comprometían a que en las lecciones y oposiciones públicas harían “…honorífica mención del rey nuestro señor y de este real colegio, y quando otros la hicieren cooperar a ella descubriéndome, y poniéndome en pie, durante esta obligación aunque no sea actual colegial, y me halle constituido en cualquier dignidad”.11 Otra forma de inspirar fidelidad al rey era mediante la utilización de los símbolos que lo representaban. En la constitución primera del capítulo 1, por ejemplo, se ordenaba que en el frontispicio del colegio permanecieran grabadas las armas reales, como estaban hasta ese momento y que no se pusieran otras.12 El virrey, por ser vicepatrono de San Ildefonso, también recibía muestras de respeto mediante un acto llamado de besamanos; a él debía acudir el rector y en caso de impedimento el vicerrector, acompañado por un colegial real y un estudiante de paga.13

8 AHUNAM, FCSI, Rectoría, “Constituciones del real y más…”, capítulo primero, “Del colegio, el rector y sus obligaciones”, constitución 2ª, f. 3r. 9 Ibid., constitución 12ª, f. 4v. 10 Las becas reales se dividían en dos: becas de oposición y becas de merced, subdivididas, a su vez, en prebendas de erección, honor y Cristo o traslado. Las licenciaturas eran dos becas destinadas a los pasantes teólogos y canonistas. 11 AHUNAM, FCSI, Rectoría, “Constituciones del real y más…”, capítulo cuarto, “De los colegiales…”, constitución 28, f. 21r. 12 Ibid., f. 2v. Las armas reales fueron gravadas a principios del siglo XVIII, cuando se dio la fusión del colegio de San Ildefonso, erigido por los jesuitas, con el convictorio de San Pedro y San Pablo fundado por patrones particulares. La unión de las instituciones fue ordenada por Felipe III en 1612, pues en ese año el rey tomó el convictorio bajo su patronazgo, debido a los problemas financieros por los que atravesaba. 13 AHUNAM, FCSI, Rectoría, “Constituciones del real y más…”, capítulo primero, “Del colegio, del rector y sus obligaciones”, constitución 2ª, f. 2v.

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Para inculcar virtudes o valores morales las constituciones señalaban un conjunto de pautas de comportamiento a seguir, las cuales tenían como finalidad lograr la perfección del individuo y de la comunidad. El hombre perfecto era aquel que desarrollaba virtudes tales como la templanza, la prudencia, la modestia, la caridad, el respeto, la obediencia, la devoción, la responsabilidad y la honradez. Pero, ¿cómo se trasmitían dichas virtudes a los colegiales? En primer lugar, mediante el refuerzo constante. La templanza, por ejemplo, se practicaba diariamente a la hora de los alimentos, pues los colegiales sólo podían comer lo necesario para nutrirse y no comidas abundantes.14 En segundo lugar, predicando con el ejemplo, es decir, que las autoridades y funcionarios debían poseer los valores que se deseaba imbuir en los alonsiacos. Así, el vicerrector debía ser una persona virtuosa y prudente, y el mayordomo, un sujeto de notoria fidelidad, cristiano y de conducta intachable.15 Pero no bastaba sólo con inculcar valores, también era necesario enseñar a los jóvenes a desterrar los vicios y a eliminar las actividades indeseables. Para ello, los estatutos prohibían que los colegiales se divirtieran con novillos, becerros, carneros o cualquier otro animal; jugaran naipes o pelota; introdujeran bebidas alcohólicas como pulque o vino; se quedaran en horas de estudio en los corredores o dormitorios; hicieran travesuras o se asomaran por las ventanas; fumaran tabaco de hoja; platicaran en la puerta con vendedores, libreros o mujeres, aunque fueran madres o hermanas, pues este acto se consideraba sumamente indecoroso. Fuera de San Ildefonso, los miembros de la comunidad tenían estrictamente vedado rodearse de “gente de baxa esfera”, entrar o visitar casas sospechosas o accesorias, como se les conocía, e injuriar a “personas de mayor carácter” en los concursos públicos.16 Mediante la inculcación de los hábitos religiosos, civiles y morales que hemos destacado, San Ildefonso intentaba cumplir con su cometido de formar hombres útiles, virtuosos, leales y disciplinados. Sin embargo, la inquietud propia de la juventud llevaba a los alumnos a transgredir algunas prácticas. No es mi intención en este momento analizar los casos de infracción, baste con señalar que los hubo y fueron consignados por los rectores y visitadores, e incluso en algunos casos el virrey tuvo que intervenir.17 Ibid., constitución 17, f. 17v. Ibid., capítulo segundo, “Del vicerrector y sus obligaciones”, constitución 1ª, f. 10v y capítulo sexto, “Del mayordomo y abogado del colegio”, f. 21v. 16 Ibid., capítulos, primero, segundo y cuarto, fs. 10-11v, 18v, 19r y 20v. 17 Sobre la transgresión puede consultarse el capítulo 1 de la tercera parte del libro de mi autoría, Reformismo borbónico y educación. El colegio de San Ildefonso y sus colegiales, 176814 15

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Saberes, métodos y exámenes El plan de estudios que debía aplicarse en San Ildefonso, inserto en las constituciones de 1779, especifica las cátedras, autores, textos y lo que debía leerse de cada uno de ellos. Algunas de las materias y compendios especificados cambiaron con el tiempo para adecuarse a las tendencias reformistas imperantes en las universidades peninsulares. La manera en que debían trasmitirse los conocimientos y la forma como debían realizarse los exámenes y los actos de estatuto al final del año escolar, se encontraban estipulados en el régimen que debían seguir día con día. Las clases comenzaban el 18 de octubre, día de San Lucas, y concluían el 15 de julio. De ese día y hasta el 28 de agosto, día de San Agustín, se realizaban los exámenes y certámenes públicos. Antes de dar por iniciado el ciclo escolar, el catedrático de artes debía realizar una oración latina en la que exhortara a los escolares a la aplicación en las letras.18 Los lectores alonsiacos tenían prohibido enseñar escuelas teológicas contrarias a Santo Tomás o San Agustín, así como doctrinas consideradas laxas o vetadas por el monarca.19 Además de impartir sus disciplinas, los catedráticos debían inspirar en sus discípulos el amor y el temor a Dios explicándoles de manera constante los misterios y leyes de la religión, y recordarles sus obligaciones cristianas, como la frecuencia de los sacramentos 20 y la devoción en la misa y las oraciones. 1816, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010; ahí mismo se analizan los métodos utilizados por el colegio para disciplinar a sus miembros. 18 AHUNAM, FCSI, Rectoría, “Constituciones del real y más…”, capítulo tercero, “De los catedráticos y sus obligaciones”, constitución 17, f. 14v. 19 Ibid., constitución 13, f. 14r. Se buscó terminar con la enseñanza de las doctrinas del probabilismo, regicidio y tiranicidio. El probabilismo es la doctrina moral que permite en casos dudosos, no dogmáticos o sacramentales seguir la opinión más favorable a la libertad que a la ley. El arzobispo de México Antonio de Lorenzana en su pastoral del 12 de octubre de 1767, que trata sobre la doctrina que se ha de enseñar y practicar, prohíbe enseñar esta doctrina moral, pues considera que el probabilismo había causado la relajación de la orden. Luis Sierra Nava-Lasa, El cardenal Lorenzana y la Ilustración, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1975, p. 121. Las doctrinas del regicidio y tiranicidio fueron declaradas destructivas del Estado y de la pública tranquilidad y opuestas al derecho divino por el concilio de Constanza en su sección XV. Código Carolino, título XXII, ley 23, Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante AGI), sección Audiencia de México, 1159, f. 365v. 20 En el colegio de San Ildefonso las tareas docentes estaban a cargo de los colegiales graduados. Para ganar las cátedras los futuros lectores debían participar en un concurso de oposición. El concurso se realizaba en el colegio; al finalizar las oposiciones el rector pasaba al arzobispo su censura para que éste, junto con la Real Junta de Votos, conformada por el regente o el oidor decano de la real audiencia y el maestrescuela de la catedral, eligieran tres

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Cátedras, autores y textos El colegio de San Ildefonso impartía lecciones de gramática, filosofía, teología, cánones y leyes en sus propias aulas. Los teólogos, canonistas y legistas, además, asistían de siete a diez de la mañana y de tres a cinco de la tarde a las cátedras de prima y vísperas que se daban en la Real Universidad de México. Los teólogos también tomaban lecciones de sagrada escritura de ocho a nueve y los canonistas de decreto de nueve a diez. La única clase a la cual no concurrían los estudiantes de derecho canónico era la de clementinas, que se daba de 10 a 11; a esta hora los canonistas se encontraban estudiando en el recinto colegial.21 Las clases de gramática se dividían en tres: mínimos y menores, medianos y mayores, y retórica. En el curso de mínimos y menores se daban lecciones de arte gramatical latina, construcción y régimen de fábulas, ejercicio de nominativos, conjugaciones, géneros, pretéritos y oraciones correspondientes. Esto era aprendido a través de los dos primeros libros de la gramática de Juan de Iriarte llamados Etimología.22 Para su estudio los escolares debían auxiliarse de un calepino o vocabulario.23 El 9 de octubre de 1803 se ordenó que mínimos y menores se dividiera para mejor aprovechamiento de los escolares.24 En el curso de medianos se impartían lecciones de arte gramatical, construcción y régimen de la prosa de Cicerón o de algún otro autor clásico. No se señalaba la prosa que debía leerse, pero anteriormente en el colegio se leían Los diez y seis libros de las epístolas de Marco Tulio Cicerone vulgarmente llamadas cartas familiares.25 Se estudiaba también construcción gramatical a partir del libro cuarto de Iriarte titulado Sintaxis. Por último, se enseñaba la construcción y régimen de los decretos del concilio de Trento.26 sujetos que se pondrían a consideración del virrey, quien elegiría al ganador. AHUNAM, FCSI, Rectoría, Órdenes dirigidas al colegio, caja 10, doc. 561, f. 1r. 21 Estatutos y constituciones reales de la Imperial y Regia Universidad de México, México, Imprenta de la viuda del Bernardo Calderón, 1688, constituciones 101-117. 22 La obra de Iriarte se titula Gramática latina escrita con nuevo método y nuevas observaciones en verso castellano con su explicación en prosa, París, Librería de Garnier Hermanos, 1854, p. 1. 23 AHUNAM, FCSI, Rectoría, Constituciones…, “Plan de estudios y régimen que deve observarse en el Real y Más Antiguo Colegio de San Pedro, San Pablo y San Yldefonso, para el buen govierno y aprovechamiento que en él se desea”, f. 25v. 24 Disposición dada por el virrey Iturrigaray. AHUNAM, FCSI, Rectoría, Órdenes dirigidas al colegio, caja 10, exp. 2214, doc. 602, f. 1. 25 Epístolas de Marco Tulio Cicerone, trad. de Pedro Simón Abril, Valencia, Vicente Cabrera, 1678. Las cartas se dividían en narratorias, consolatorias, comendatorias, gratulatorias, de quejas, de agradecimiento, de persuasión y de burlas y donaires. 26 AHUNAM, FCSI, Rectoría, Constituciones…, “Plan de estudios y régimen…”, fs. 27r-28v.

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Para la enseñanza de mayores y retórica, el plan de estudios establecía que del libro quinto debían estudiarse sus notas, versos y figuras; sin embargo, esto no se encontraba en dicho libro sino en el apéndice del libro de la Prosodia, que era un compendio de arte métrica. Además, se estudiaba construcción y régimen en la poesía de Virgilio. Vuelve a mencionarse el libro quinto correspondiente a la Ortografía; con éste libro tenían que hacerse ejercicios de oraciones y cantidades. Los ejercicios de cantidades llaman la atención, pues en el libro sexto, Prosodia, se estudian las reglas generales de la cantidad, así como la cantidad de las sílabas finales de toda voz latina, y la cantidad de los nombres griegos. Aunque el plan no menciona puntualmente el estudio de ese libro, al parecer sí fue utilizado, según lo descrito arriba. Finalmente, se aprendía construcción y régimen a través del Catecismo romano de Pío V.27 La reforma en los estudios gramaticales tenía como finalidad “...el repliegue del latín y la paulatina ascensión del castellano”,28 así como, la eliminación de la distribución dada por los jesuitas en mínimos, menores, etcétera, lo cual no se logró. En las facultades de artes, el poder real buscaba introducir la ciencia moderna mediante la fundación de nuevas cátedras de matemáticas y física experimental, subordinando así la metafísica a la física y a las ciencias naturales; también deseaba renovar el estudio de la filosofía moral. Los resultados no fueron tan innovadores como se planteó, pues la filosofía se caracterizó por su eclecticismo. En San Ildefonso la filosofía se impartía mediante tres cursos: física, metafísica y lógica. Las materias debían darse siguiendo el texto Philosophia tomística,29 de Antonio Goudin. Con esta obra debían realizarse ejercicios de 27 Ibid., f. 25r. El catecismo fue compuesto por decreto del concilio de Trento hacia 1566 para los párrocos de todas las iglesias; fue publicado por Pío V, y traducido del latín al castellano por Lorenzo Agustín de Monterola, Madrid, Tomás Albán, 1805, 2v. Este texto se encuentra dividido en 4 partes. La primera contiene un proemio y consta de 13 capítulos, el primero habla de la fe y el credo, y del segundo al doceavo, de los 12 artículos del credo. La segunda parte, dividida en ocho capítulos, trata de los sacramentos; la tercera, de los diez mandamientos del decálogo —10 capítulos—, y la cuarta de la oración, divida, a su vez, en 17 capítulos: necesidad de la oración, utilidad, partes y grados, lo que se pide, por quiénes se debe orar, a quién se debe hacer oración, de la preparación para orar, del modo de orar. 28 Mario Martínez Gomís, “Una escuela universitaria de gramática en Orihuela”, en Doctores y escolares. II Congreso Internacional de las Universidades Hispánicas (Valencia, 1995), vol. II, Valencia, Universidad de Valencia, 1998, p. 32. 29 Juxta inconcussa, tutissimaque divi Thomae dogma quatuor tomis comprensa. Goudin floreció en el siglo XVII. Su obra fue introducida en el seminario conciliar de México en 1766 por el

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explicación y argumentación. El compendio de Goudin fue considerado por la Universidad de Salamanca como conciso y escrito en buen latín. En 1787 Goudin fue sustituido por el manual Instituciones philosophicae,30 de Francisco Jacquier. Este compendio comenzó a utilizarse en las universidades peninsulares en 1764, adquiriendo gran relevancia en 1775. Fue revitalizado en 1787 por Vicente Blasco, personaje encargado de redactar el plan de estudios de la Universidad de Valencia.31 La fecha de introducción en San Ildefonso coincide con la del plan valenciano. Según la historiografía, Goudin y Jacquier eran representantes de la filosofía escolástica, pues seguían defendiendo el sistema aristotélico y aceptando los principios básicos de dicha filosofía, a pesar de tener conocimiento de los autores modernos y de las ciencias de la época.32 El apego mostrado hacia la filosofía peripatética, mediante la utilización de dichos autores, tuvo como telón de fondo el recelo mostrado por la Iglesia española a recibir cualquier innovación que afectara el dogma religioso.33 arzobispo Antonio Lorenzana. El texto ofrecía una lectura apenas más moderna de Aristóteles. Entre 1769 y 1796 se publicaron cinco ediciones de la obra en Valencia. 30 Ad studia theologica potissimun acomódate, Compluti, López, 1794, 6 vols. Fue traducida por Santos Diez González, Madrid, López, 1787, 6 vols. Hay edición en Coahuila de 1838. 31 Salvador Albiñana, Universidad e Ilustración. Valencia en la época de Carlos III, Valencia, Universidad de Valencia, 1988, p. 84. 32 Richard Herr, en su libro España y la revolución del siglo XVII, Madrid, Aguilar, 1964, p. 141, señala que el texto de Goudin se limitaba a enseñar la filosofía aristotélica escolástica. Beuchot confirma esta aseveración, pero apunta que Goudin representaba cierta modernidad, al ser el primero en preocuparse por tomar en cuenta a los modernos de su época y discutirlos. No obstante, su asimilación de la modernidad ya había traspasado el tiempo por ser un autor de finales del siglo XVII. Mauricio Beuchot, Filosofía y ciencia en el México dieciochesco, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pp. 52-53. Con relación a Jacquier, los hermanos Peset expresan que este autor fingía modernidad, aunque había sido elegido por constituir un compendio completo y agradable para los catedráticos escolásticos y poco innovadores. Por su parte, Antonio Heredia Soriano —citado por los hermanos Peset— nos dice que el libro ofrecía ciertas ventajas sobre otros textos escolásticos, pues aparte de conceder importancia desacostumbrada a las ciencias experimentales, eliminaba “—al menos ésta es su intención— el fárrago inútil del silogismo”. En su obra, Jacquier “defiende activamente el cultivo de los saberes modernos dentro de las escuelas católicas, haciendo lo posible por desterrar de ellas los prejuicios que se habían infiltrado de antiguo en torno a aquellos conocimientos”. Mariano Peset y José Luis Peset, La universidad española (siglo XVIII-XIX). Despotismo ilustrado y revolución liberal, Madrid, Taurus, 1974, p. 241. Por su parte, Albiñana señala que en Jacquier la mención de Newton no es directa, pero su sistema es definido, logrando con ello una introducción a la obra de Newton. Salvador Albiñana, op.cit., 1988, pp. 79, 84-85. 33 José Miranda, Humboldt y México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1962, p. 34.

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En las facultades peninsulares de teología, la tendencia reformista iba en el sentido de regresar a las fuentes, a las escrituras y a la introducción de textos compendiados.34 Se ordenaba el estudio de los concilios, historia eclesiástica, teología moral y disciplina eclesiástica. También se mandaba suprimir la diversidad de escuelas teológicas. En San Ildefonso se estudiaba teología escolástica y dogmática o especulativa. La primera se explicaba a través del texto de Juan Bautista Gonet, Manuale thomistarum.35 En 1807 se ordenó que ésta se leyera por el texto de Vicente Luis Gotti. No se indica qué obra debía utilizarse, pero quizá fue Colloquia theologica polemica…36 En teología dogmática se leía el texto De Locis Theologicis,37 de Melchor Cano, el cual era considerado un texto innovador a pesar de su antigüedad. En esta obra, Cano señala 10 lugares teológicos38 que son las diferentes clases de autoridad con que los teólogos suelen probar sus asertos, junto con la razón natural. En 1807 también se ordenó que la materia se explicara por Gotti. Esta disciplina sería cursada por “los quartianistas y pasantes de primer año asiéndoles recurrir a las fuentes y encargándoles leer, a unos, a los padres del caso, a otros, los concilios e historiadores”.39 De esta manera, se aplicaban las tendencias reformistas introducidas en las universidades españolas. En 1807 se incorporó una nueva cátedra: lugares teológicos, la cual sería estudiada por los cursantes de primer año de teología, mediante el texto de Gotti. En las facultades de cánones el poder real intentó ceñir los estudios en la órbita en que se venía moviendo el reformismo eclesiástico —crítica, rigorismo, conciliarismo, epicopalismo y galicanismo—, que comenzaba a Salvador Albiñana, op. cit., 1988, p. 176. Seu Totium theologiae breuis cursus in gratiam et commodum studentium. Ed nov, ab ipsomet authore recognita aliqubos locis aucta, Anterpiae sumpt, Sociorum, 1726, 3t. 36 In tres clases distributa. Theologia scholastica-dogmatica juxta mentem Divi Thomae Aquinatis, Bolonia, 1727-35, Venecia, 1750. Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana, México, Espasa Calpe, 2001, tomo 26, p. 768. 37 Salmanticae, exc. Mathias Gastius, 1563. Enciclopedia Universal..., 2001, t. 11, p. 164-165. 38 Ibid., t. 31, p. 565. Lugar: indica como el asiento y las características de los argumentos o las abstracciones generales de las varias argumentaciones. Teología: arsenal de las maneras de argüir en donde se hallen todos los discursos que se necesiten para defender o refutar ideas teológicas. Cano presenta los lugares teológicos en el siguiente orden: los libros canónicos, las tradiciones apostólicas, la iglesia católica, los concilios, la Iglesia romana, los santos antiguos, los teólogos escolásticos junto con los canonistas, la razón natural, los filósofos y jurisconsultores, la historia y la tradición humana. 39 HUNAM, FCSI, Rectoría, Junta de catedráticos, caja 47, exp. 03, doc. 007. fs. 6v-7. Las fuentes, padres, concilios e historiadores de lo ilustrado en teología. 34 35

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disfrutar de la aprobación de la monarquía, siempre interesada en ampliar y reforzar la legitimidad del regalismo anticurial. Los resultados fueron alentadores, pues se adoptaron autores regalistas como Sebastián Berardi o Van Espen, y se dio un retroceso general de la tendencia decretalista, símbolo del poder del pontificado romano, en beneficio del estudio de los concilios, disciplina e historia eclesiástica. En las facultades de leyes se buscaba la incorporación del derecho patrio o real y del derecho natural y de gentes. Los efectos no fueron los esperados, pues el derecho real entró tímidamente en las universidades mediante las concordias que algunos profesores hacían con el romano y, en el mejor de los casos, con la introducción de manuales que daban una visión general de las leyes reales. Los autores más utilizados fueron Arnoldo Vinnio y Heneccio, en el caso de las concordias, y Antonio Gómez, Jordán de Asso y Antonio Pérez en los manuales. La incorporación del derecho natural y de gentes fue considerada peligrosa, ya que atentaba contra los cimientos del antiguo régimen; en consecuencia, las pocas cátedras universitarias que se habían abierto fueron cerradas en 1794.40 En San Ildefonso las decretales debían explicarse y preguntarse41 por el texto, Commentaria perpetua in singulos textus quinque librorum Decretalium Gregoris IX,42 de Manuel o Emmanuel González Téllez. Así pues, el avance se dio en lo concerniente a la utilización de un manual. En las lecciones de derecho civil se exponía e interrogaba sobre la instituta siguiendo a Arnoldo Vinnio o Antonio Pichardo Vinuesa.43 Ambos 40 Enrique González González et al., “El derecho, su enseñanza y su práctica de la colonia a la república”, en 450 años de la Facultad de Derecho, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, p. 32. 41 Colección de leyes eclesiásticas dictadas por los papas que forman una de las bases del derecho canónico. 42 Vinnio escribió: In quatuor libros Institutionum Imperialum commentarius academicus et forensis y Jurisprudentiae contractae sive partitionum juris civilis libri quatuor Enciclopedia Universal..., 2001, t. 17, p. 1246. Editio novissima et emendatissima, 1708, 1755, 1763 y 1793. Antonio Palau y Dulcet, Manual del librero hispanoamericano. Biblioteca General española e hispanoamericana desde la invención de la imprenta hasta nuestros tiempos con el valor comercial de los impresos escritos, Barcelona, Librería Anticuaria de A. Palau, 1949, p. 72. 43 Arnoldo Vinnio concordaba la instituta con el resto del derecho romano principalmente con determinados autores, los cuales Mariano Peset no especifica, e incluso con textos de derecho holandés. Gregorio Mayans y Siscar, Epistolario IV Mayans y Nebot (1735-1742). Un jurista teórico y un práctico, Valencia, Publicaciones del Ayuntamiento de Oliva, 1990, pp. XLIV y LIX. Pichardo, In quatuor Institutionum Imperatoris Justiniani libros commentaria o Practicae institutiones sive manudationes juris civilis romanorum et regii hsipanic ad praxis libri singulari. Lugduni, 1671. Joaquín Escriche, Diccionario legislado civil, penal, comercial, y forense. Con citas del derecho, notas y adiciones por el licenciado Juan Rodríguez de San Miguel, México, Universi-

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autores eran representantes de la enseñanza tradicional del derecho romano de los siglos xvii y xviii,44 pero abrían un resquicio para introducir a los cursantes en las leyes reales, ya que contenían notas de derecho patrio. En este sentido, se daba cierta innovación en los estudios de leyes impartidos en el colegio. Lecciones de refectorio, conferencias y academias Los estudios regulares eran complementados con diversas actividades académicas. Las primeras eran las lecciones de refectorio a las que debían asistir todos los colegiales. Para los teólogos y los juristas, las lecciones consistían en la defensa de alguna conclusión de las materias que se habían explicado en clase. Para ello se nombraba a dos escolares, los cuales se encargaban de presentar el argumento mientras los demás comían. Los estudiantes de filosofía no daban lecciones de refectorio, pero recitaban de memoria el tratado asignado por el catedrático y respondían a los argumentos planteados por dos de sus condiscípulos. Los gramáticos también daban de memoria lo indicado por sus maestros y después respondían al régimen de la construcción que hubiesen llevado en clase mediante oraciones. La segunda actividad prevista por la normativa eran las conferencias, las cuales se realizarían todos los jueves. A las de filosofía debían asistir los cursantes de esa facultad, y a las de teología y jurisprudencia, los pasantes. Los artistas, además, tenían sabatinas en donde se les explicaban y preguntaban los misterios de la fe y se les recordaban las obligaciones de los buenos cristianos.45 Finalmente estaban las academias, donde realizaban actos de conclusiones.46 Para ello, el presidente de cada academia elegía arguyentes y sustentantes de aquella conclusión asignada previamente. Los filósofos tenían academias de física, metafísica y lógica; los teólogos de teología moral y escolástica, y los juristas de cánones y leyes, desde San Lucas hasta San José y de derecho canónico de San José en adelante. dad Nacional Autónoma de México, 1993, p. 44. AHUNAM, FCSI, Secretaria, Informes de alumnos, caja 145, exp. 325, doc. 3894. 44 Salvador Albiñana, op. cit., 1988, p. 177. 45 AHUNAM, FCSI, Rectoría, Constituciones…, “Plan de estudios y régimen…”, f. 31r. 46 Las academias eran unas reuniones realizadas de lunes a sábado. En ellas se solía utilizar a autores diferentes de los empleados en las clases regulares.

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Como en el colegio no existía cátedra de moral se estableció una academia a la cual asistirían todos los pasantes. En cada sesión un pasante exponía un caso moral siguiendo a Santo Tomás. El argumento era examinado por otros dos pasantes, los cuales de manera breve y clara preguntaban lo más práctico y difícil de aquella materia.47 Exámenes y actos de estatuto Los cursos regulares y las actividades académicas complementarias preparaban a los cursantes y pasantes para los exámenes y actos de estatuto que se realizaban cada año al final del ciclo escolar. Además de los exámenes obligatorios, desde San Lucas y hasta el 1 de diciembre los colegiales podían realizar “exámenes graciosos” o de “gratis”, de las materias que ellos eligieran, siguiendo a los autores utilizados en clase u otros. En los exámenes, los colegiales debían dar de memoria los párrafos de la materia en que se les estaba examinado. Al término de la prueba, los presidentes de academias, en calidad de sinodales, notificaban al rector sus pareceres sobre el examen. Éste los registraba en los llamados libros de crisis y leía las críticas frente a todo el colegio. Veamos un ejemplo. El 22 de julio de 1802, se examinó del primer año de teología el bachiller José Nicolás de Lama. Los presidentes opinaron que “…lo hizo especialmente bien: assí se esperaba de su aplicación y si continúa logrará el fin de su trabajo y la instrucción correspondiente con que cultibe sus potencias”.48 En otras ocasiones aunque los dictámenes de los sinodales eran favorables, sus críticas eran duras. Tal fue el caso del bachiller Mariano Benavides, quien a juicio de los presidentes, lo hizo más que bien, pero lo “…huviera echo mejor, si huviera dedicado más tiempo a el estudio y huvieran sido menos sus salidas a la calle…”.49 Concluidos los exámenes se llevaban a cabo las votaciones para elegir al bachiller jurista y a los cuatro bachilleres teólogos “más beneméritos”, que realizarían los actos menores y mayores de estatuto. Los elegidos en primer lugar sustentarían en el General del colegio las funciones expresadas, invitando a los catedráticos a presidir el acto. Los pasantes efectuaban un AHUNAM, FCSI, Rectoría, Constituciones…, “Plan de estudios y régimen…”, fs. 28v y 31v. 48 Ibid., f. 9v. 49 AHUNAM, FCSI, Secretaría, Informaciones de alumnos, caja 144, exp. 321, doc. 3890, f. 289. 47

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acto similar, al cual se le denominaba honorario. Veamos un ejemplo de un acto de estatuto celebrado en el año de 1794: El día 21 de julio por la mañana sustentó su acto de estatuto […] el bachiller Juan Nepomuceno Aldasoro en el que defendió las conclusiones que deduce el doctor Vinio, desde el título 14 hasta el fin del libro 3 de la Instituta y la ley 1 título 1 del libro 29 del Inforciado: lo hizo mui bien, respondiendo con acierto, solidez y despejo las dificultades que le objetaron, a las que satisfizo, dando pruevas de que había prevenido esta función con mucho estudio y assí lució su trabajo con aplauzo de todos lo que asistieron.50

En la universidad, los ildefonsianos también participaban en actividades semejantes. Durante los cursos debían asistir de manera obligatoria a los actos realizados en cada facultad, a las funciones públicas, academias, oraciones panegíricas y exámenes de grado.51 A través de los diferentes actos celebrados en San Ildefonso y en la corporación universitaria, no sólo se valoraba el aprendizaje alcanzado por los estudiantes sino que además, se les preparaba para la vida académica y profesional.

La distribución del tiempo Para que los ildefonsianos pudieran cumplir con todas sus labores, los estatutos establecían una rigurosa distribución del tiempo que no daba espacio para el ocio, aunque sí algunos descansos regulados que permitían recobrar fuerzas para continuar el día. Las actividades iniciaban a las cinco de la mañana si era temporada de verano, y a las 5:30, si invierno. Los colegiales, una vez despiertos, tenían media hora para vestirse y prepararse. A las seis debían asistir a la misa de ayuno;52 después de la celebración litúrgica que duraba una hora, los escolares repasaban sus lecciones. A las ocho en punto iniciaban las clases matutinas, las cuales concluían al mediodía.

Ibid., f. 297v. Rodolfo Aguirre Salvador, “Universidad y sociedad. Los graduados de la Nueva España en el siglo XVIII”, México, UNAM-Facultad de Filosofía y Letras, 2000 (tesis de doctorado en Historia), pp. 208-209. 52 En tiempo de verano, durante la media hora que sobraba antes de la celebración litúrgica, los alonsiacos debían estudiar sus lecciones. 50 51

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De doce a dos de la tarde, los escolares comían, daban gracias en la capilla y reposaban. Los lunes y viernes, durante la comida, escuchaban las lecciones de refectorio; los demás días oían los argumentos o los párrafos que recitaban los filósofos y gramáticos. En caso de que tales ejercicios literarios no hubieran sido preparados, el rector elegía cuatro colegiales para que leyeran un libro espiritual. Las clases de la tarde comenzaban a las dos y terminaban a las siete y media. En los siguientes treinta minutos descansaban y rezaban. Luego cenaban, acudían a la capilla a dar gracias y reposaban. El día culminaba a las nueve de la noche, cuando los colegiales se recogían en sus aposentos, ahí rezaban la letanía de la virgen, mientras se desvestían, leían un libro espiritual y finalmente guardaban silencio a partir del cuarto para las diez. El orden en que se realizaban los estudios dependía de cada curso o facultad. Para ilustrarlo tomemos como ejemplo la clase de mínimos y menores cursada por los gramáticos: De ocho a media darán lecciones. De ocho y media a nueve y media, construcción y régimen de fábulas. De nueve y media a diez, tendrán paso unos con otros a presencia de su maestro, quien tendrá cuidado de que hagan exercicio y repasen entre sí las construcciones. De diez a la media, explicación y exercicio de nominatibos, conjugaciones, géneros, pretéritos y oraciones correspondientes… De once a doce estudiarán lección de arte para la tarde… De dos a la media repasarán, a presencia de su maestro, la explicación y construcción. De dos y media a tres darán lecciones. De tres a quatro construcción de géneros y de pretéritos. De quatro a cinco explicación y exercicio de nominatibos vt supra… De cinco y media a la oración, en tiempo de ynvierno prepararán sus construcciones para el día siguiente… y en tiempo de verano, desde la cinco y media hasta que se obscurezca, estudiarán lecciones.53

Para que los escolares pudieran seguir la extenuante jornada de estudios se les daban dos descansos de media hora, uno de 10:30 a 11 y otro de 5 a 5:30.54 En la clase de cuatro a cinco debían destinar 15 minutos para rezar el rosario. Esta distribución de horas era idéntica para los cursantes de medianos y mayores y difería muy poco en el caso de los filósofos. Los canonistas, teólogos y legistas sólo seguían las distribuciones comunes, 53 AHUNAM, FCSI, Rectoría, Constituciones…, 07, “Plan de estudios y regimen...”, fs. 24v-25v. 54 Los filósofos sólo tenían un descanso por la mañana y era de las 10:45 a las 11.

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como la hora de levantarse, comer y acostarse, debido a que acudían por la mañana y por la tarde a las lecciones impartidas en las aulas universitarias, y asistían a partir de las seis de la tarde a las academias.55 Como en toda comunidad, las horas establecidas o lo que se debía hacer en ellas se transgredió. En las trece providencias aclaratorias del rector Rangel se puede observar algunas de las faltas más comunes en las que se incurrían. Las vacaciones duraban más allá del 18 de octubre, las academias y cátedras de facultades mayores no comenzaban al inicio de los cursos, varios colegiales no asistían a las academias, otros llegaban al establecimiento después de la hora señalada, etcétera. Así pues, el colegio no era una comunidad perfecta. En definitiva, debemos señalar que las aulas alonsiacas no fueron únicamente un espacio para la trasmisión de saberes; en ellas, además, se reafirmaban de manera constante los hábitos religiosos, civiles y morales que se deseaba inculcar y la estricta disciplina que se debía observar en el día a día.

A manera de conclusión Los hábitos inculcados y los saberes trasmitidos de los que hemos dado cuenta han sido estudiados a partir de las constituciones y del régimen y plan de estudios, principalmente. Mediante estos documentos se da vida a una comunidad ideal, la cual en la realidad no funcionó de esa manera. Los colegiales trasgredían las normas, lo que hizo necesario incorporar nuevas disposiciones estatutarias, llevar a cabo visitas y conminar repetidamente a sus miembros a seguir las reglas establecidas. Pese a las dificultades que las autoridades colegiales tuvieron que enfrentar, lo cierto es que San Ildefonso sí cumplió con su cometido de formas ministros útiles a las religión y al Estado. Veamos algunas cifras. De los 1 422 colegiales matriculados entre 1768 y 1816, 1 284, es decir, 91.9 por ciento obtuvieron algún grado.56 Los graduados, pero también los que no lo hicieron, posteriormente se integraron al mercado laboral, tanto virreinal como republicano. En un estudio en ciernes sobre los cargos y oficios ejercidos por los alonsiacos, el cual ha arrojado hasta el momento información sobre 272 Los cursantes mayores eran los únicos que tenían permiso de faltar a las comidas o de llegar al colegio después de las nueve, pues varios de ellos, además de asistir a la universidad, ejercían cargos. 56 De los 1 284 colegiales, 1 050 se bachilleraron, 65 se licenciaron y 169 se doctoraron. 55

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individuos,57 descubrimos que en la jerarquía eclesiástica 100 colegiales fueron oficiales asalariados, capellanes, curas, funcionarios del gobierno episcopal, miembros de los cabildos catedralicios e incluso obispos. A la burocracia civil se incorporaron 123 colegiales, sirviendo como empleados de diversas instituciones, ministros de la audiencia, funcionarios del gobierno provincial, oficiales de república y jueces de la suprema corte de justicia. Finalmente, 49 ildefonsianos se integraron a la vida política del país como diputados, senadores, presidentes de la república, ministros de gabinete y gobernadores estatales.58 Otra manera de demostrar la utilidad de los conocimientos trasmitidos por el colegio es mediante la regencia de cátedras o la ocupación de cargos académicos: 96 colegiales fueron lectores en San Ildefonso, las universidades de México y Guadalajara, los seminarios conciliares y los colegios de los oratorianos. Otros 34 fueron rectores, vicerrectores, secretarios y consiliarios.59 En lo concerniente al aprendizaje, pero sobre todo al ejercicio en la vida cotidiana de los hábitos inculcados, contamos con algunos ejemplos donde se pone de manifiesto la percepción que la sociedad novohispana tenía de los alonsiacos. Félix Osores, ex colegial de San Ildefonso, al escribir su libro sobre alonsiacos distinguidos, señaló que el provisor, vicario general y gobernador de la catedral de Monterrey, Pedro José Furundarena, era un hombre que se distinguía por su particular esmero en el culto divino, así como por su caridad, demostrada al desembolsar una fuerte cantidad de dinero para concluir la fábrica de esa catedral.60 57 La falta de datos sobre los otros colegiales esta determinada por el tipo de fuentes utilizadas (relaciones de méritos, principalmente), destinos ocupacionales diferentes a los seguidos de manera tradicional por los graduados, y mortandad. 58 Mónica Hidalgo Pego, “Los colegiales de San Ildefonso de México durante la administración del clero secular, 1768-1816”, México, Facultad de Filosofía y Letras-UNAM, 2005 (tesis de doctorado en Historia), pp. 316-451; “Los colegiales alonsiacos y el mundo de la política, 1810-1853”, en Ciencia y academia. IX Congreso Internacional de Historia de las Universidades Hispánicas (Valencia, septiembre 2005), Valencia, Universidad de Valencia, 2008, pp. 493-507 y “Los colegiales legistas de San Ildefonso de México, 1768-1821”, en Derecho, historia y universidades. Estudios dedicados a Mariano Peset. Volumen I, Valencia, Universidad de Valencia, 2007, pp. 805-811. 59 Mónica Hidalgo Pego, “Los colegiales de San Ildefonso de México…”, 2005, pp. 212-253, y “Los alonsiacos en las cátedras: entre los colegios y la universidad”, en María de Lourdes Alvarado y Leticia Pérez (coords.), Cátedras y catedráticos en la historia de las universidades e instituciones de educación superior en México. I. La educación colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2008, 21 páginas (colección digital). 60 Félix Osores y Sotomayor, “Noticias bio-bibliográficas de alumnos distinguidos del Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso de México (hoy Escuela Nacional Prepara-

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En la designación como obispo de Durango del cursante, catedrático y rector alonsiaco, Juan Francisco de Castañiza, el monarca Fernando VII tomó en cuenta la fidelidad que este personaje le había demostrado. Castañiza apoyó a la “facción de Sevilla”; participó en la conspiración que destituyó al virrey Iturrigaray y entregó donativos y empréstitos para solventar los gastos de la guerra con Francia.61 Sobre el fiscal del crimen Tomás de O´Horán, varias autoridades novohispanas opinaban que era un abogado de “...juicio, moralidad y prudencia... amor a nuestra justa causa y a nuestro soberano”.62 Un último ejemplo es el del canónigo lectoral Miguel Gordoa, quien al ser propuesto a la silla arzobispal de Guadalajara fue descrito como un hombre de mucha virtud, ingenio, literatura, entereza y religiosidad.63

toria)” en Genaro García (comp.), Documentos inéditos y muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1975, p. 740. 61 César Navarro Castañeda, “El tercer marqués de Castañiza. Un obispo criollo en la época de la independencia”, en El poder y el dinero. Grupos y regiones mexicanos en el siglo XIX, México, Instituto Mora, 1994, p. 25. 62 AGI, Sección Audiencia de México 1218. 63 Alfonso Alcalá Alvarado, Una pugna diplomática ante la santa sede. El restablecimiento del episcopado mexicano, 1825-1831, México, Porrúa, 1967, p. 136.

V. TRANSICIONES DEL PERIODO COLONIAL TARDÍO E INDEPENDIENTE

EL PROYECTO EDUCATIVO EN YUCATÁN A FINES DEL SIGLO XVIII Y PRINCIPIOS DEL XIX: EL SEMINARIO Y LA CASA DE ESTUDIOS

Laura Machuca CIESAS Peninsular [email protected]

Este trabajo tiene como objetivo hacer un análisis de la situación educativa en la ciudad de Mérida, Yucatán, a fines del siglo xviii y principios del xix. En particular nos centraremos en describir brevemente el desarrollo del seminario conciliar, así como el proyecto para instalar una universidad y, por último, en la instalación de una casa de estudios en 1813, fundada por un grupo “disidente” del seminario como una alternativa educativa.1 Como Michael Fallon lo ha indicado, la historia de la educación colonial en Yucatán puede ser dividida en tres periodos: el franciscano de 1535 a 1618, el jesuita de 1618 a 1767 y el tridentino de 1767 a 1824, en el cual nos centraremos.2 Cuando hablamos de Yucatán en el periodo tridentino hay que pensar en una región periférica, lejana a los centros de poder; por tal razón, sus habitantes habían podido conservar instituciones que en otras zonas habían desaparecido desde el siglo xvi, por ejemplo la encomienda. El tributo, el repartimiento de mercancías y la hacienda agroganadera y azucarera (que no se establece sino a mediados del siglo xviii ni se consolida hasta el xix) eran las principales fuentes de recursos económicos de la población no indígena. También se realizaba cierto comercio a través de los puertos de Sisal y Campeche con destino a puertos mexicanos como Tampico y VeraUna versión preliminar de este capítulo fue presentada como ponencia en el XV Congreso Internacional de AHILA. 1808-2008, Crisis y Problemas en el Mundo Atlántico, realizado en La Universidad de Leiden del 26 al 29 de agosto de 2008. 2 Michael Fallon, “The secular clergy in the diocese of Yucatán: 1750-1800”, tesis de doctorado en Filosofía, Washington, The Catolic University of America, 1979, p. 47. 1

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cruz, así como de Cuba, Estados Unidos y hasta Europa. En un espacio sin minas y con un clima adverso (extremo calor) la mayor riqueza eran tanto las contribuciones como la mano de obra de la población maya. Al seminario conciliar ingresaba exclusivamente la población blanca y criolla de la ciudad, con excepción de algunos mayas. La élite estaba conformada por los encomenderos, los miembros de los ayuntamientos (algunas veces confundidos) y los capitanes de guerra (después sustituidos por los subdelegados). La mayoría de ellos vivía sólo del prestigio de su nombre, pues pocos poseían importantes fortunas; varios habían pasado por el seminario.

El seminario conciliar El seminario conciliar de Mérida se fundó en 1751 con el nombre de San Idelfonso. Antes de su instalación funcionaban los colegios de San Javier y San Pedro, el primero incluso confería grados académicos universitarios desde 1624. Sin ninguna duda, San Javier puede ser considerado como una universidad a pesar de todos los problemas que experimentaba, entre ellos la validez de considerarlo como tal.3 San Pedro funcionaba como colegio seminario desde 1701. Ambos fueron cerrados con la expulsión de los jesuitas, y aunque en 1782 se volvió a instalar San Pedro, transformado en colegio para indios, no duró mucho tiempo.4 En realidad, hablando específicamente del campo educativo, cuando los jesuitas abandonaron la península se vivió un retroceso, pues desaparecieron los estudios universitarios. Así, el seminario conciliar se quedó como la única institución de estudios mayores, pues los franciscanos, desde el siglo xvi, sólo se dedicaban a la educación de primeras letras. El obispo fray Ignacio de Padilla y Estrada (1753-1760) redactó las constituciones, fundó el vicerrectorado, la cátedra de teología escolástica, filosofía y la tercera de mínimos y menores. Además mandó traer a sus expensas dos doctores de Puebla para enseñar tomística, Pedro de Mora y Rocha y José Tirado, y aumentó el número de colegiales a 16, 4 de mayores y 12 de menores, aplicando de sus rentas 11 mil pesos.5 En Para más datos sobre los colegios de San Javier y de San Pedro, ver el artículo de Adriana Rocher en este libro. 4 M. Fallon, op. cit., pp. 50-52. Edmundo Bolio Ontiveros, “Historia de la educación pública y privada hasta 1910”, en Enciclopedia yucatanense, México, Gobierno de Yucatán, 1944, pp. 93-97. 5 “Tercer informe del Sr. Piña contra el padre Lara, 14 enero 1786”, en Registro Yucateco. Periódico Literario Redactado por una Sociedad de Amigos, Mérida, Imprenta de Castillo y Compañía, 1845, III, pp. 401-413. Ver lista de obispos en el cuadro 1 al final de este capítulo. 3

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1760 el seminario contaba con rector, vicerrector, dos catedráticos de teología escolástica, uno de filosofía, dos de gramática y uno de música; 8 colegiales teólogos, 15 filósofos y 9 de gramática (en total 32), de los cuales 12 tenían beca. Tenía de renta anual 3 600 pesos. A partir de ese año se le asignó 3% de las rentas eclesiásticas de los curatos vacantes6 (ver al final cuadros 1 y 2). Ocho años después, en 1768, el seminario además contaba con un catedrático de prima, otro de teología dogmática y escolástica, uno de moral, uno de gramática y uno de filosofía. La cátedra de teología moral había sido fundada apenas en octubre de 1765 por el obispo Alcalde con 4 800 pesos de sus rentas.7 Mas tarde, en 1769, se instaló la de filosofía y dos de gramática. El obispo dominico fray Antonio Alcalde (1763-1770) explicaba en 1768 que contaban con 200 estudiantes, entre ellos 40 colegiales, quienes todos los días escuchaban misa y rezaban el rosario en comunidad. En el ínterin de la comida —realizada junto con los maestros— se leía un libro espiritual, lo mismo en las noches antes de dormir y después de dar gracias. Cada 15 días se confesaban y comulgaban. En la cátedra de teología moral se leía al cardenal Vicenzo Ludovico Goti, según el obispo, de los más apegados al pensamiento de Santo Tomás.8 La cátedra de moral se impartía todos los días, tres cuartos de hora, y se leía la suma de Francisco Larraga. El profesor debía presidir semanalmente una conferencia moral y resolver todos los jueves un caso moral que era propuesto a toda la clerecía de la ciudad. En filosofía se leía a Goudin, también muy adherido al pensamiento del maestro Angélico. Para que estas lecturas se llevaran a cabo el obispo dominico informaba que había encargado a España varios juegos, con dinero que había donado de su peculio al colegio, “para emplear parte en los libros que se juzguen más necesarios, parte al aumento de su cortísima librería y el resto a el común eclesiástico para conservar con este proyecto el principal y socorrer a los estudios y clerecía con libros baratos”.9 El obispo Alcalde afirmaba que el método de estudiar por esos autores era nuevo pero que le había dado excelentes resultados, pues notaba los

Crescencio Carrillo y Ancona, El obispado de Yucatán. Historia de su fundación y de sus obispos. Desde el siglo XVI hasta el XIX, Mérida, Fondo Editorial de Yucatán, 1979, II, p. 810. 7 “Tercer informe del Sr. Piña y Mazo”, art. cit., 1845. 8 A partir del 27 de noviembre de 1869 esta asignatura sólo podían cursarla quienes ya hubieran llevado gramática latina, retórica y filosofía para que pudieran sacarle mejor provecho. Crescencio Carrillo y Ancona, op. cit., 1979, p. 860. 9 Archivo General de Indias (en adelante, AGI), México 3010, 1768-1821, f. 10v-11, “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad de Yucatán en el Seminario Conciliar de Mérida”. 6

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avances entre los colegiales y estudiantes.10 Alcalde, conocido como “el fraile de la calavera”, fue una de las personas más preocupadas por el destino del seminario, pues todavía el 21 de octubre de 1771, ya siendo obispo de Guadalajara, escribió una carta al rey donde indicaba algunas medidas que se debían tomar para fomentar el seminario:11 1) Que las rentas de las cátedras y el rectorado del colegio tridentino no se aplicaran a los regulares para formar otra casa de estudios, y aunque sabía de la prohibición de que a ninguna orden religiosa se le concediera algún bien de los jesuitas, decía que esta división de rentas causaba que ni el clero regular ni secular tuviera estudios completos. 2) Que los catedráticos y rectores al estar sujetos al obispo pondrían más atención a sus méritos, de esa forma se premiarían o removerían según el caso. 3) La necesidad de ejercer más cátedras para hacer “sujetos ventajosos” y clérigos idóneos. 4) Poner en oposición las cátedras, mostrando a los alumnos que ellos mismos podrían conseguirlas siempre y cuando se esforzaran. En el seminario también hubo intentos de renovación. Como lo ha escrito Fallon: aunque aislada del resto de la Nueva España y falta de una imprenta con la cual diseminar las ideas y la información [la primera no fue introducida 10 Gotti (1664-1742) era un teólogo tomista, aunque su estudio fue sustituido después por el Clipeo Theologico de Juan Baptista Gonet. Según Javier Vergara Ciordia en su estudio sobre los seminarios conciliares, la obra de Antonio Goudin (1639-1695), Philosophia juxta inconcusa tutissimaque divi Thomas dogmata (1671), mejor conocida como Filosofía tomística, fue uno de los libros más difundidos y por tanto leído en varios seminarios como el de México o la Habana. Se dividía en tres cursos, el primero dedicado a la lógica, el segundo a la física y el tercero a la metafísica y la filosofía moral. En México se imprimió apenas en 1767, por eso el obispo mandó pedir los libros a España. En lo que toca al padre Larraga, su Prontuario de la teología moral fue publicado por primera vez en 1759. En 1833 fue corregido, pues, según palabras de quien lo hizo, el maestro Larraga “establecía proposiciones bastantemente lacsas, y sin apoyo ni fundamento sólido de razón verdaderamente teológica, y seguía opiniones poco seguras en la práctica, por conclusiones legítimas, y meros consectarios del Probabilisimo”. Javier Vergara Ciordia, “Seminario conciliar en la América Hispana (1563-1800)”, en José Ignacio Saranyana (dir.) y Carmen-José Alejos Grau (coord.), Teología en América Latina, Madrid, Iberoamericana, 2005, vol. II/2, pp. 171-172 y nota 193. Michael Fallon, op. cit., 1979, pp. 61-63. Francisco Larraga, Prontuario de la teología moral. Reformado y corregido por D. Francisco Santos y Grosin, Barcelona, Imprenta de Sierra y Martí, 1833. 11 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad…”, doc. cit, f. 93.

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hasta 1813] los miembros de la élite intelectual eran capaces de mantenerse al tanto de los sucesos del mundo a través de una cercana comunicación con la Habana y de compartir libros y papeles recientemente adquiridos por los criollos que regresaban de sus viajes a España y Europa.12

El primero en querer emprender algunos cambios fue el padre Nicolás de Lara, rector del seminario desde 1780 y cuyas ideas le valieron serios problemas con el obispo Piña y Mazo, quien llegó a la diócesis poco después del nombramiento de Lara y permaneció hasta su muerte en 1795. El pleito con Lara empezó en 1785, cuando a varios detalles que molestaron al obispo se aunó la propuesta de Lara para renovar las constituciones del seminario, las cuales, por cierto, siguieron rigiendo hasta la desaparición del seminario en los años sesenta del siglo xix. Justo Sierra, en la biografía que le dedica a Lara, comenta que una de sus ideas, considerada herética para la época, era “la superioridad de la iglesia, reunida en concilio, sobre el papa, cabeza visible de ella”.13 Además, resume las acusaciones del obispo hacia el rector: Lara merecía ser juzgado aun por la santa inquisición, pues enseñaba à la juventud que le estaba confiada máximas perniciosas y semi-heréticas: no velaba la conducta de los seminaristas, quienes jugaban, se embriagaban y hacían cosas peores: no le inspiraba el santo temor de Dios: no guardaba las constituciones del seminario, avanzándose á decir que era un solemne disparate en que la rutina se había atrincherado por muchos años: tenía las rentas en desorden y en el mayor abandono: no concurría á los actos de comunidad, y volvía a casa después de las nueve de la noche, manteniéndose abierta la puerta hasta aquella hora, lo cual era un escándalo: permitía se sacasen los libros de la biblioteca, y los llevasen los seminaristas a sus aposentos, despreciando la censura fulminada por el señor Padilla, quien prohibió con excomunión el extraer los libros de la biblioteca.14

El asunto fue tan grave que Lara pidió el apoyo de los estudiantes, quienes se sublevaron apoyando a su rector. A tal grado llegó la inobediencia y el desacato que el obispo mandó decretar en 1790 que cuando tanto el rector como los colegiales fueran llamados o convocados por él o por sus sucesores, debían acudir con la mayor prontitud prestando sumisión, obediencia y acatamiento, y en caso de no cumplir serían castigados según el grado de su Michael Fallon, op. cit, 1979, p. 71. “Dr. Fr. José Nicolás de Lara. Noticia biográfica sobre este celebre yucateco”, en Registro Yucateco..., 1845, II, p. 92. 14 Ibid., p. 96. 12 13

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falta.15 A Lara no le quedó más remedio que salir de la península yucateca y tomar el hábito de San Agustín. Sin embargo, años después, el obispo Piña y Mazo logró que Lara le pidiera disculpas por su conducta. Para Arcila Flores, en el fondo Lara quiso que la autoridad civil también tuviera injerencia en los asuntos del seminario, hecho que no le gustó nada al obispo.16 Quien logró introducir el cartesianismo a las clases del seminario fue Pablo Moreno (del que hablaremos más adelante), a cargo del curso de filosofía desde el 20 de abril de 1802 hasta el 14 de mayo de 1805; pero el obispo Agustín Estevez y Ugarte (1802-1827) prohibió este curso y el de filosofía moderna justo en 1806.17 Al mismo tiempo, el obispo fundó nuevas cátedras, una de leyes y otra de cánones. Como parte de la primera se leería todos los días, durante una hora, la instituta civil anotada por Arnoldo Vinio, y para la de cánones se consagraría otra hora a las decretales canónicas con comentarios de Andrés Vallensis, Sebastián Berardi, Lorenzo Selvagio y Pedro Murill Velardi. También alentó la creación de las cátedras de sagrada escritura, matemáticas, cirugía y medicina.18 En el seminario se formaron la mayoría de los hijos de las élites políticas y económicas locales, pues las familias que realmente podían pagar para que sus hijos salieran al exterior eran muy reducidas, por ejemplo, los Quijano, que estudiaron en España, o el mismo Andrés Quintana Roo, cuyo padre, un rico comerciante, pudo mandarlo a México.19 Que el número de Registro Yucateco..., 1845, IV, p. 38, “Documento Antiguo”. Eligio Ancona, Historia de Yucatán desde la época más remota hasta nuestros días, Mérida, Justo Ausuca, 1917, vol. II, pp. 909-912. Para más detalles de este caso, ver Ramiro Leonel Arcila Flores, El proceso fundacional de la Universidad Literaria, 1767-1824, Mérida, Universidad Autónoma de Yucatán, 2008, pp. 186-230. 17 Raymond Harrington, “The secular clergy in the diocese of Merida de Yucatán, 17801850: their origins, careers, wealth and activities”, tesis de doctorado, Washington, The Catolic University of America, 1982, p. 33. Ignacio Rubio Mañe, “Los sanjuanistas de Yucatán. Manuel Jiménez Solís, el padre Justis”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. VII, núms. 3-4, julio-diciembre, 1967, pp. 1220-1223 (este artículo se imprimió en varias entregas; en adelante se citará art. cit. y se añadirá el tomo y el año respectivos). Pero como lo ha escrito Ramiro Arcila, op. cit, 2008, p. 306, desafortunadamente no se conoce ningún texto de él y todas las referencias en cuanto a su persona provienen de terceras personas. 18 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad”, doc. cit; fs. 183v-186. De hecho la Instituta de Justiniano con los comentarios de Vinio siguió siendo obligatoria durante varios años en España, ver por ejemplo el “Plan literario de estudios y arreglo general de las Universidades del Reino”, Real Orden de 14 de octubre de 1824, publicado en < http:// www.filosofia.org/mfa/fae824a.htm>. Consulta del 10 de diciembre de 2009. 19 Ver Laura Machuca, “José Matías Quintana: un hombre entre dos tradiciones”, en Sergio Quezada e Inés Ortiz Yam (coords.), Yucatán en la ruta del liberalismo mexicano, siglo XIX,  Mérida, Universidad Autónoma de Yucatán, 2008, pp. 141-166. 15 16

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estudiantes que iban a México era mínimo se demuestra con las cifras que ofrece Rodolfo Aguirre acerca del origen geográfico de los bachilleres en Artes de 1741 a 1810, pues no incluye a nadie de Mérida (que debe entrar en el rubro de 800 localidades que graduaron entre 1 y 19 individuos) y a Campeche por alguna razón la agrupa con Zimapán sumando ambos poblados 20 graduados.20 A falta de una universidad, luego de la expulsión jesuita, el seminario fungía como la principal institución de estudios mayores. Sin duda sirvió de puente para familias de recursos medianos e incluso pobres que deseaban un mejor destino para sus hijos. Raymond Harrington comenta que a fines del siglo xviii y principios del xix los miembros de las élites dejaron de pensar en la Iglesia como una buena opción para sus hijos, sobre todo cuando el obispo Estévez y Ugarte (1802-1827) aceptó a un gran número de aspirantes de las “clases bajas, causando un gran resentimiento entre la élite”.21 Pero también pudo deberse a que la hacienda empezaba a despuntar como la principal fuente económica en la provincia, volviéndose, como la Iglesia, un medio para subir en la escala social, prefiriendo las familias esta vía.22 Como sea, el seminario fue una institución que permitió una movilidad social y económica a muchachos de estratos medios y bajos, tanto a quienes se hicieron curas como a los otros que permanecieron en el siglo. Baste mencionar dos ejemplos, el primero es el caso del cura Raymundo Pérez, proveniente de una familia pobre de Bacalar y ordenado sacerdote en 1792; llegó a ser uno de los personajes más ricos de Yucatán en la primera mitad del siglo xix. De Tabasco pasó a Hoctún, donde se mantuvo desde 1806 hasta 1843, año de su muerte. Desde ese minúsculo pueblo yucateco construyó su fortuna, se dedicó a la compra-venta de haciendas y al agio. Incluso Harrigton considera que fácilmente hubiera podido acceder a una canonjía a pesar de su origen, pero él decidió permanecer lejos del centro de poder local.23 Otro ejemplo relevante lo constituye Pablo Moreno, el famoso maestro del seminario. Su padre, un comerciante peninsular, logró pagarle sus Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en Nueva España, México, UNAM/Plaza y Valdés, 2003, pp. 65-67 y nota 80. 21 Raymond Harrington, op. cit., 1982, p. 33. 22 Ver Laura Machuca Gallegos, Los hacendados de Yucatán (1785-1847), Mérida, CIESAS/ Instituto de Cultura de Yucatán, 2011. 23 Raymond Harrington, op. cit., 1982, pp. 219-220. Para más datos sobre Pérez, ver Terry Rugeley, “La vida de Raymundo Pérez”, en Genny M. Negroe Sierra (coord.), Guerra de Castas: actores postergados, Mérida, Universidad Autónoma de Yucatán, 1997, y Laura Machuca, Los hacendados de Yucatán…, cap. 4. 20

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estudios, seguramente con miras a un futuro sacerdocio. En 1795 tomó las órdenes menores e incluso impartió la cátedra de filosofía, pero prefirió abandonar la institución. Fue procurador de indios durante el gobierno de Pérez Valdelomar (1800-1811) y en marzo de 1808 contrajo matrimonio con una mujer perteneciente a las más antiguas y recalcitrantes familias yucatecas: Juana Bolio Paz, quien le abrió la puerta de la exclusiva élite yucateca. Desde 1812 y hasta 1821 fungió como secretario de gobierno de los gobernadores Manuel Artazo y Miguel de Castro y Araoz.24 Como se puede observar, su paso por el seminario se volvió crucial en su ascenso social. El seminario se empezó a tambalear con el advenimiento del siglo xix, no sólo por la crisis que pasaba la Iglesia sino porque en su interior se formaron varios grupos que pusieron en entredicho su legitimidad. Sin embargo, sobrevivió hasta 1860, cuando dio paso al Instituto Literario de Yucatán.

El proyecto de la universidad El proyecto de instalar la universidad data del tiempo de Antonio Alcalde. Este obispo pertenecía a la orden dominica y antes de llegar a Yucatán había sido prior del convento de Zamora y de Jesús María de Valverde; además, había ejercido las cátedras de filosofía y teología por cerca de 30 años,25 de ahí quizá su preocupación por la educación. De hecho, desde antes de la expulsión de los jesuitas se empezaron a hacer indagaciones acerca de esta posibilidad. En noviembre de 1765 el obispo escribía que los clérigos capaces de obtener curatos estaban reducidos a seis, más tres jóvenes que todavía no tenían edad para ordenarse. “Sobre los curas, advirtió “que muchos de los que ejercían la cura de almas deberían dedicarse a estudiar la gramática, doctrina cristiana y moral, más bien que regentar, como lo regentaban, llenos de ignorancia”.26 El 4 se de septiembre de 1768 hizo la petición formal al rey sobre la necesidad de instalar una universidad, “para que se críen sujetos en quienes recaiga el ministerio sacerdotal y no falte a estos feligreses el pasto espiritual y los auxilios que necesitan al tiempo de su muerte”. Aunado también el hecho “de la mucha distancia que hay desde esta provincia a México, suma pobreza y necesidad de dichos grados, así para el estímulo de la juventud Ignacio Rubio Mañe, “Estudio biográfico de D. Pablo Moreno”, en Diario de Yucatán, núm. 2513, 10 de septiembre, 1933. 25 Eligio Ancona, op. cit., 1917, pp. 851-854. 26 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad”, doc. cit., f. 8. 24

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como para habilitarse a las oposiciones de las canonjías de oficio”.27 El 23 de febrero de 1770 el obispo volvió a escribir y manifestaba: El principal fin que tengo, señor, para insistir las antiguas suplicas y añadir esta nueva a vuestra merced asegurar el mejor método de estudios y el que esta pobre provincia tenga o continúe el beneficio de la universidad y licencia de dar grados en todas facultades pues en menos de quince años en este nuevo tridentino se han visto unos progresos extraordinarios y todos pararían sin esta gracia pues la suma pobreza del país no permite a los estudiantes el ocurso a las universidades más cercanas que distan de esta capital más de doscientas y más de trescientas leguas.28

En cédula de 19 de septiembre de 1770, el rey decidió que el colegio tridentino se volviera universidad, para lo cual ordenó formar una junta compuesta por el obispo, el gobernador, dos diputados del cabildo catedralicio y dos del secular para que informaran. Todos estos órganos estuvieron de acuerdo en que la universidad debía instalarse.29 En ese momento, en el virreinato de la Nueva España sólo funcionaba la Universidad de México que —como lo ha estudiado Rodolfo Aguirre— era muy celosa de su monopolio para el otorgamiento de grados. Apenas en 1753 el claustro universitario había rechazado la pretensión del obispo de Oaxaca de fundar una universidad en el seminario conciliar de esa ciudad, argumentado entre otras cosas que la distancia no era tanta entre Antequera y México, que aun pobres los estudiantes iban a estudiar a México, pues siempre encontraban quién los ayudara, y que los clérigos no debían aprender cánones sino la cura de almas.30 Aunque en Oaxaca hubo varios intentos posteriores por instalar universidad, fracasaron como en Yucatán, pero por otras razones como menor claridad en cuanto a los recursos con los que se contaban, quién se haría cargo de la institución, quién formaría las constituciones y cómo se aseguraría la continuidad de la formación, entre otros.31 Ibid., f. 10-10v. Ibid., fs. 43v-44. Para un estudio más que detallado sobre el proceso de instalación de la universidad, ver el trabajo de Ramiro Arcila ya referido. En este apartado haré unas reflexiones a partir de mi lectura de los documentos existentes. 29 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad”, doc. cit., fs. 47 y 50-90v. 30 Rodolfo Aguirre, “El clero secular de Nueva España y la búsqueda de grados de bachiller”, en Fronteras de la Historia, núm. 13-1, 2008, pp. 121-125. 31 Para más detalles, ver el capítulo de Rodolfo Aguirre, “De seminario conciliar a universidad. Un proyecto frustrado del obispado de Oaxaca, 1746-1774”, en este mismo libro. 27 28

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El obispo Antonio Alcalde apoyó con gran entusiasmo el proyecto de la universidad de Yucatán, pero en 1770 fue cambiado a Guadalajara, en donde sí logró erigir la institución educativa. El fraile “Calavera” afirmaba que con este establecimiento se facilitaría “con más abundancia la instrucción de la juventud en las máximas legales necesarias para el gobierno público, como porque se proporciona a la iglesia, mayor número de ministros útiles, socorriéndose igualmente algunas familias por medio de los empleados en las cátedras…”.32 Para tal fin donó una buena parte de las rentas episcopales; la cédula de erección fue dada en 1791 y la Universidad de Guadalajara inició sus actividades en noviembre de 1792, poco después de la muerte del obispo. Había logrado al fin acabar con el monopolio de México. Cuando el obispo Alcalde pasó a Guadalajara no olvidó su propósito de erigir universidad en Mérida y todavía escribió al respecto al rey en 1771.33 Sin duda alguna, de permanecer en Yucatán hubiera logrado su objetivo. La década de 1770 vio pasar dos obispos en periodos muy cortos, quienes poco pudieron avanzar, a pesar de que el fiscal del consejo de Indias, el 10 de octubre de 1774, afirmó que era necesaria y urgente la instalación de la universidad y de que el mismo consejo mandó el 6 de febrero de 1778 que el obispo y los cabildos catedralicio y civil se reunieran para formar los estatutos.34 Quien pudo retomar el asunto fue el obispo fray Luis de Piña y Mazo (1780-1795) pero no se esforzó mucho. Autores como Justo Sierra tildaron a este obispo de iracundo, severo, interesado, avariento, oscurantista, servil, imprudente, sin tacto, parcial, vengativo e ignorante.35 Quizá son adjetivos un poco exagerados pero los autores que han tratado el tema le atribuyen a él la responsabilidad del fracaso. Piña y Mazo justificó el atraso con el argumento de que todos los eclesiásticos de la diócesis carecían del grado necesario para obtener las prebendas de oposición, no había más que dos o tres doctores y algunos “inhábiles”, por lo que pedía al fiscal del consejo una dispensa para que cualquier persona “en quien concurriesen las circunstancias” pudiera obtener los puestos; además, afirmaba que se ofrecían “bastantes obstáculos por no presentarse los medios suficientes”.36 El fiscal, Preciado López Hidalgo, “Fundación de la Real Universidad de Guadalajara”, en Podium Notarial, núm. 27, 2003, p. 65. 33 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad”, doc. cit., f. 94v, 24 de octubre, 1771. 34 Ibid., f. 104, f. 117. 35 Apud, Crescencio Carrillo y Ancona, op. cit., 1979, p. 907. 36 “Expediente sobre el establecimiento de la Universidad”, doc. cit, f. 145, 20 de diciembre, 1788. 32

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nada menos que el influyente Antonio Porlier, contestó que no entendía en qué consistía la falta de fondos cuando otros obispos anteriores habían afirmado que esto no era un impedimento; preguntaba con qué recursos se contaba y cuánto faltaba, rechazó la dispensa de grados e incluso acusó de morosidad al obispo y le exigió cumplir la real orden.37 Piña y Mazo no tuvo más remedio que contestar en una carta del 8 de abril de 1790, pero en realidad no escribió nada sustantivo y no aclaró las dudas del fiscal.38 Quien sí puso gran empeño fue el intendente Lucas de Gálvez (1789-1792), que, a pesar de las desavenencias que tuvo con el obispo, formó varias juntas y los estatutos se tuvieron listos en diciembre de 1790. Además pidió razón de los fondos públicos para de ahí destinar una parte a la universidad.39 Como ilustrado que era se preocupó por embellecer e introducir mejoras en la ciudad, si bien su asesinato dejó todos sus planes inconclusos.40 Uno de los argumentos esgrimidos para no instalar la universidad era la falta de recursos; sin embargo, Ramiro Arcila ha mostrado a través de un detallado análisis de la contabilidad del seminario que la diócesis era pobre pero tenía capacidad para sostener la universidad; considera que a pequeña escala y mediano plazo el proyecto se hubiera sostenido. Para este autor la verdadera causa habría que buscarla en los graves conflictos que mantuvieron las autoridades civiles contra las religiosas.41 También Harrigton opina que el proyecto era viable y considera que el principal culpable de que el proyecto no se llevara a cabo fue el obispo Piña y Mazo, quien se negó a sostenerlo alegando que en la diócesis no había gente suficientemente preparada para sostener una universidad. El mismo autor piensa que quizá el obispo no quería ser molestado con esa responsabilidad y asimismo temiera la introducción de nuevos cursos más encaminados hacia las ciencias.42 Para autores como Edmundo Bolio, el atraso en la fundación de la universidad se debió a los complicados trámites administrativos, la enmarañada política de la época y el contexto de guerra.43 Si el proyecto importaba tanto también hubiera sido necesario que se enviara un representante a Madrid que gestionara el asunto in situ, pues, como lo ha escrito Lucrecia Enríquez, “nada reemplazaba la presencia en la corte de un representante de los inIbid., ff. 147-149, 9 de julio, 1789. Ibid., f. 163. 39 Ibid., ff. 165-167v, 8 de junio, 1790. Cresencio Carrillo y Ancona, op. cit., 1979, p. 943. 40 Eligio Ancona, op. cit., 1917, pp. 352-363. 41 Ramiro Arcila, op. cit., 2008, pp. 145-180. 42 Raymond Harrington, op. cit., 1982, p. 29. 43 Edmundo Bolio, op. cit., 1944, p. 103. 37 38

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tereses locales”.44 Pero como los involucrados varias veces lo mencionaron, la provincia era tan pobre que no podía costear un representante en la otra península, por lo menos no para la creación de una universidad. Aunque aún no contamos con evidencias, también es posible que el claustro universitario de México, así como pasó en Oaxaca, haya intervenido para que el proyecto no se llevara a cabo; no es coincidencia si en esta ciudad la universidad no se instaló sino hasta 1827, cuando se fundó el Instituto de Ciencias y Artes. Si las condiciones eran propicias para que la universidad funcionara, ¿por qué no se logró el proyecto? Considero que el problema no era la corona, que estaba en la mejor disposición para dar luz verde, ni las autoridades civiles locales —pues sabían lo que ganarían con esta institución superior—, sino los obispos involucrados, en particular Piña y Mazo y Estevez y Ugarte, quienes no apoyaron en lo absoluto. Tan es así, que el ejemplo contrario lo encontramos en Guadalajara, donde el obispo Alcalde logró su cometido. Quizá estos obispos temieran perder su monopolio y ver mermada su autoridad. Al final del gobierno del obispo Estevez y Ugarte se logró la instalación de la universidad, el 18 de marzo de 1824, ya en época independiente.45 El destino de la nueva universidad quedó íntimamente ligado a la Iglesia: el obispo quedó como cancelario y los miembros del cabildo como profesores: el vicecancelario sería el maestreescuela, la cátedra de sagrada escritura la ejercería el canónigo magistral y la de derecho canónico el canónigo penitenciario. Entre sus fundadores se encontraron Raimundo Pérez (ya mencionado antes), Luis Rodríguez Correa, quien sería su rector, José María Guerra (futuro obispo) y Pablo Oreza, de quien hablaremos más adelante.46

La casa de estudios En esta parte nos referiremos al proyecto de un grupo entusiasta de jóvenes, todos provenientes del seminario, que en 1813 fundaron una institución educativa alternativa: la casa de estudios. La historia de los sanjuanistas arranca en los primeros años del siglo xix cuando un grupo de seminaristas, clérigos y laicos se empezó a reunir en la iglesia de San Juan bajo la égida del padre Vicente Velásquez, entonces capellán de aquélla. Entre los asisLucrecia Enríquez, De colonial a nacional: la carrera eclesiástica del clero secular chileno entre 1650 y 1810, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2005, p. 87. 45 Para los detalles, ver Ramiro Arcila, op. cit., 2008, cap. VII. 46 Cresencio Carrillo y Ancona, op. cit., 1979, pp. 978-979. 44

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tentes destacaban los clérigos Manuel Jiménez Solís y los apenas jóvenes seminaristas Francisco Carvajal, Rafael Aguayo y Mauricio Gutiérrez y, entre los laicos, Matías Quintana (padre de Andrés Quintana Roo), Lorenzo de Zavala y Francisco Bates. El círculo se amplió poco a poco; al convocar el padre Velásquez a sus feligreses todos los domingos a rezar el rosario, varios de los concurrentes se quedaban después, discutían diversas materias y comentaban las noticias que llegaban de España. Las ideas del padre Velásquez eran las más radicales, ya que reivindicaba el derecho de los indios a la tierra, aunque pensamos que ninguno de sus contertulios compartía sus ideas, ni siquiera los jóvenes seminaristas que lo escuchaban con interés. Estas reuniones empezaron como simples charlas de “sobremesa”, pero conforme pasaban los años y la situación con respecto de España se volvía más crítica fueron tomando importancia. Para 1812, cuando se implantó la constitución de Cádiz, ser sanjuanista era sinónimo de constitucionalista y liberal.47 Al grupo contrario, más fiel a los principios reales, se les llamó rutineros. De hecho en Yucatán no hubo lucha armada para alcanzar la independencia, la oposición entre los grupos fue más bien de carácter ideológico y giraba en torno a la aceptación o no de los principios de la Constitución y la posición del rey. Cuando llegaron a Yucatán los primeros ejemplares de la Constitución, el debate, que duró varios meses, se centró en si debía o no darse a conocer, y no fue sino hasta finales de 1812 que este hecho aconteció. El mayor impacto regional fue un decreto por el cual quedaron eximidos los indios de todo servicio personal y del pago de las contribuciones eclesiásticas. La supresión de las obvenciones fue objeto de gran controversia.48 El tema de la educación en realidad no fue motivo de ninguna discusión. Para saber la situación de la educación en estos años nos serviremos de las Apuntaciones para la estadística de la provincia de Yucatán, escrita en 1814. Los autores comentan lo siguiente: De letras solo se halla el colegio tridentino que provee de latinidad, moral, filosofía y teología sagrada. Son cortísimas las dotaciones de las cátedras y salen de las pensiones con que han gravado las rentas de la mitra, canónigos Matías Quintana, Clamores de la fidelidad americana contra la opresión, ed. facsimilar por María del Carmen Ruiz Castañeda, de la edición de 1813-1814, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986. “Información sobre una reunión de los sanjuanistas en el aniversario de la constitución política de la monarquía”, Archivo General del Estado de Yucatán (en adelante, AGEY), Colonial Gobernación, vol. 1, exp. 21, año de 1821. 48 Para toda la discusión en torno a este problema, ver Justo Sierra O’Reilly, Los indios de Yucatán. Consideraciones históricas sobre la influencia del elemento indígena en la organización social del país, 2 vols., Mérida, Universidad Autónoma de Yucatán, 1994. 47

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y curas. La religión franciscana provee también de igual enseñanza. Desde la expulsión de los ex-jesuitas han corrido muy abandonadas las escuelas de primeras letras: hay dos dotadas de ramos que aun se conservan de los que los mismos expulsos tenían con este objeto y otras tres que se mantienen de las pensiones que pagan los mismos niños educandos, pero es notable lo que de seis años á esta parte han adelantado tres europeos que vinieron de su motivo á buscar subsistencia. Sobre unas letras sobresalientes y aritmética consumada han dado actos públicos de ilustración civil y religiosa, presididos del ilustre ayuntamiento y estimulados con premios á costa de los mismos capitulares que han llenado de satisfacción al pueblo y de consuelo á los padres que miran en sus hijos tan adelantadas las primeras semillas que deben producir muy sazonados frutos al Estado.49

En su afán de seguir la mayor parte de las cláusulas marcadas por la constitución de 1812, los sanjuanistas quisieron implantar la reforma que establecía las escuelas de primeras letras en todo el reino: los artículos 366 y 367 asientan lo siguiente: en todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles [...] Asimismo se arreglará y creará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.50

Como hemos visto anteriormente, la ciudad contaba con pocas escuelas. El gobierno superior no se ocupó de ese rubro, pero los sanjuanistas movilizaron sus energías por la educación. Gracias a un periódico de la época se sabe que en el seminario ya existían signos de descontento; ahí salió la noticia de la quema del cepo de los castigos por parte de los estudiantes, una noche de marzo de 1813.51 El rector del seminario era el rutinero Antonio Mais, con el cual los profesores sanjuanistas tuvieron serias diferencias, entre ellos el vicerrector Manuel Jiménez Solís. Llegó a tal grado la actitud 49 Echánove Calzadilla y Bolio Zuaznavar et al., Apuntaciones para la estadística de la provincia de Yucatán que formaron de orden superior en 20 de marzo de 1814 los señores… (1ª. ed. 1814), Mérida, Yucatán, Ediciones del Gobierno del Estado, 1977, pp. 33-34. 50 “Constitución de Cádiz de 1812”, en . 51 Apud. Jorge Mantilla Gutiérrez, Origen de la imprenta y el periodismo en Yucatán. En el contexto de la lucha de la independencia, Mérida, Instituto de Cultura de Yucatán, 2003, p. 85.

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de los estudiantes que el rector renunció a su cargo el 1 de mayo de 1813; en su lugar fue nombrado Francisco Pasos, un clérigo considerado neutral, lo que no bastó para impedir que los profesores sanjuanistas abandonaran la institución y formaran una nueva: la casa de estudios.52 Los profesores liberales fueron sustituidos por los conservadores José Cipriano Espínola, Basilio Manzanilla y Mariano Quintero, en las cátedras de latín, y José María Guerra, futuro obispo de 1834 a 1863, en la de filosofía. Francisco Pasos sólo dirigió el seminario hasta agosto del mismo año y fue sustituido por Luis Rodríguez Correa, quien duró en el cargo más de 10 años. Se puede inferir que éste sí logró conciliar los intereses de los diferentes grupos.53 Algunos cronistas aseveran que el seminario quedó casi vacío, pues “maestros y discípulos abandonaron el antiguo colegio y vinieron a dar vida al nuevo, donde ciertamente hicieron progresos notables, gracias a la independencia en que pudieron vivir del alto clero y de la rutina pedagógica”.54 Visión muy positiva de Eligio Ancona, que contrasta con la de Molina Solís, quien de hecho afirma todo lo contrario, es decir que el seminario no se despobló ni mucho menos demeritó.55 Ahora se sabe que el seminario, en efecto, no desapareció pero sí entró en una seria crisis, por ejemplo, la clase de teología se quedó con sólo un alumno a fines del mes de mayo, el presbítero Eugenio Ortiz.56 Los autores que escribieron sobre el periodo le dedicaron unas cuantas líneas a la casa de estudios. Por ejemplo, el historiador decimonónico Serapio Baqueiro no vio con malos ojos este proyecto innovador, donde se cursarían estudios a la altura “de la civilización moderna” y se enseñarían “otras asignaturas que ensanchaban el dominio intelectual”.57 Sin embargo, él consideraba que no era el momento de tal experiencia, pues el progreso era una obra laboriosa que requería tiempo y con los sanjuanistas acontecía “lo que siempre sucede con las reformas y el progreso, que pocas veces llegan a su objeto en el primer esfuerzo que verifican”. Por el contrario, Carrillo y Ancona, obispo de 1887 a 1897, tuvo la peor imagen, pues llamó ilusos a sus creadores, “hijos ingratos” “que creían a pies juntillas que el Ignacio Rubio Mañe, ”Los sanjuanistas...”, art. cit, t. IX, núm. 1-2, enero-junio, 1968, p. 237. 53 Ibid., p. 106. 54 Eligio Ancona, op. cit, 1917, t. III, p. 32. 55 Apud. Ignacio Rubio Mañe, “Los sanjuanistas”, art. cit., tomo IX, núm. 1-2, enero-junio, 1968, pp. 237-239. 56 Raymond Harrigton, op. cit., 1982, pp. 45 y 72. 57 Serapio Baqueiro, Historia del antiguo Seminario Conciliar de San Idelfonso, Mérida, Talleres Alejandra, 1977, p. 3. 52

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liberalismo era liberalidad”. La casa de estudios para él no dejó más que “ingrata memoria”.58 En esa misma corriente se situó Francisco Cantón Rosado, un historiador local que no hace más que repetir literalmente la versión de Carrillo.59 Vista desde hoy, la nueva institución representaba más que un experimento liberal: marcaba una ruptura con el antiguo régimen anquilosado y abría posibilidades a un grupo innovador. Para Harrigton, el asunto de la casa de estudios produjo dos efectos en la Iglesia yucateca: por un lado, reforzó el poder político del obispo Estevez, quien consiguió cerrarla; por el otro, se logró alinear a un segmento de la población de la Iglesia y de la vida dedicada al sacerdocio. Nos pone como ejemplo el hecho de que el nuevo rector, Luis Rodríguez Correa, tuviera que suprimir los cursos de artes y teología, que se habían instalado antes del movimiento de protesta. No sería hasta 1816 que se alcanzaría un número suficiente de alumnos para retomarlos de nuevo.60 Recientemente también Ramiro Arcila ha hecho una revisión del proyecto de la casa de estudios.61 Considera que en este asunto también se deben tomar en cuenta las cuestiones ideológicas, filosóficas y políticas, pues fue ni más ni menos que el primer colegio secular en la península. Para él, los sanjuanistas no buscaban la supresión del seminario sino más bien deseaban controlarlo, pues “la posibilidad de una Universidad se fundaba en el Seminario Conciliar”.62 Sin embargo, creo que este autor fuerza los pocos testimonios con los que se cuenta, pues al crear un colegio alternativo, los sanjuanistas demostraron su franca oposición a los métodos y costumbres del seminario, de lo contrario hubieran tratado de negociar. Quizá no querían su desaparición, pero sus pensamientos debían estar muy lejos del proyecto de universidad que salía de sus perspectivas prácticas. Tampoco el colegio era completamente laico y secular, pues varios de los maestros eran curas y ninguno de ellos renunció a sus votos. Más bien considero que esta escuela fue la manera en que aquellos jóvenes manifestaron su descontento y actuaron en un contexto que no otorgaba muchas posibilidades. A través de la educación, ellos contribuyeron a mejorar su mundo. Cabe mencionar, además, que la coyuntura no podía ser más favorable. De 1812 a 1814 los sanjuanistas y sus simpatizantes tuvieron gran presencia política: en el ayuntamiento eran mayoría, no así en la diputación provincial, Crescencio Carrillo y Ancona, op. cit., 1979, t. III, p. 959. Francisco Cantón Rosado, Seminario Conciliar de San Idelfonso de Mérida, Merida, s.p.i., 1976. 60 Raymond Harrington, op. cit., 1982, p. 45. 61 Ramiro Arcila, op. cit., 2008, pp. 303-328. 62 Ibid., p. 327. 58 59

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donde predominó el grupo conservador. Entre los miembros del ayuntamiento, podemos citar a los sanjuanistas: al regidor Pantaleón Cantón, al síndico procurador José Matías Quintana y al secretario Lorenzo de Zavala.63 La casa de estudios recibió todo el apoyo del ayuntamiento: El primer síndico [José Matías Quintana] hizo presente que habiendo renunciado los catedráticos del seminario conciliar las cátedras que obtenían y estando conformes en continuar la educación y enseñanza de una casa pública, cada uno en sus respectivas facultades sin exigir sueldo alguno, suplicaba que para no malograr la buena educación que se halla entre nosotros tan atrasada el muy ilustre ayuntamiento protegiese y amparase dichos catedráticos en tan laudable proyecto, de modo que si los enemigos de los principios liberales, los persiguieran, su señoría los tome bajo su protección, defendiéndoles tanto en su libertad individual, cuanto en los contratos libres que voluntariamente celebren con los padres de los escolares. Se acordó que por su parte y en cuanto lo permitiere sus atribuciones, los protegerá y amparará el muy ilustre ayuntamiento.64

El 12 de mayo de ese año apareció un bando en que el ayuntamiento anunciaba la creación de un colegio bajo su protección, tras haberse disuelto —afirmaba el papel— el único colegio existente en toda la provincia, y dado que la constitución marcaba que se debía promover la educación de la juventud “para formar el espíritu y corazón de los niños y hacerlos algún día útiles á su patria”. El colegio se abrió en la casa del regidor Pantaleón Cantón “en las amplias y magníficas casas que posee dos cuadras al sur de la plaza de la Constitución”. Se impartirían clases de filosofía por Manuel Carvajal, de sintaxis y prosodia latina por el presbítero Mauricio Gutiérrez, de menores (latín) por el presbítero Rafael Aguayo, de primeros rudimentos por el presbítero Pablo Oreza, de gramática castellana por el presbítero Manuel Jiménez, y de Constitución por Pablo Moreno. Se admitirían niños para su educación con la condición de que los padres contribuyeran para sus alimentos. Dado que aún no se pensaba la manera de mantener a los catedráticos, los niños de cada clase, excepto los pobres, cooperarían según sus posibilidades.65 Veamos ahora quiénes eran los profesores. 63 Para más datos de este ayuntamiento en esos años ver el trabajo de Betty Luisa Zanolli, “La alborada del liberalismo yucateco. El primer ayuntamiento constitucional de Mérida Yucatán. 1812-1814”, tesis de maestría, Facultad de Filosofía y Letras-UNAM, México, 1993. 64 Ibid., II, 351, Libro de acuerdos del ayuntamiento meridano. 15 noviembre 1812 a 28 julio 1814. Los corchetes son míos. 65 CAIHY Mérida, Impresos 1549 007, mayo 12 de 1813, “Yucatecos. Aviso público sobre la determinación del Ayuntamiento de Mérida, de tomar bajo su custodia la enseñanza pública”.

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De Rafael Aguayo y Duarte (1782-1833) sólo sabemos que se consagró sacerdote y que llegó a ser incluso rector del seminario de 1825 a 1833.66 Mauricio Gutiérrez (1783-1827) era campechano, colegial mayor de oposición y catedrático de mínimos; dejó la ciudad para hacerse cargo de la parroquia de Ixil hasta su muerte.67 Manuel Carvajal (1788-1862), por otro lado, pertenecía a una importante familia yucateca; su padre Antonio Carvajal fue incluso secretario del obispo Piña y Mazo (1780-1795). Manuel fungió como colegial mayor de oposición e incluso maestro de filosofía desde octubre de 1812, pero renunció a su beca justo el 5 de mayo de 1813. Su hermano Francisco, que también era colegial mayor de oposición y sustituto de la clase de menores, renunció a su beca ese mismo día. Cabe mencionar que, dada la posición de su padre, quien era regidor perpetuo del ayuntamiento y dueño de varias haciendas, en realidad no necesitaban de estas becas. Manuel llegó a ser regidor, miembro de la diputación provincial en 1829, senador e incluso gobernador interino.68 Pablo Oreza (1785-1862) recibió las órdenes sacerdotales en 1808 y fue cura párroco en varios pueblos, llegó a ser rector del seminario en 1825 y promotor fiscal del obispado; de 1824 a 1830 fue cura de Mama y de 1830 a 1850 de Izamal, año en el que fue nombrado arcediano de la catedral.69 Manuel Jiménez Solís (1785-1844) recibió las órdenes sacerdotales en diciembre de 1809, conocido como Justis, fue uno de los más entusiastas sanjuanitas, participando activamente en política. Cuando en 1814 Fernando VII desconoció la Constitución fue encarcelado durante tres años en el convento de la Mejorada; lo mismo pasó con su compañero, el padre Vicente Velásquez. Después se retiró de la vida política y se instaló en el pueblo de Temax.70 Llama la atención que al menos dos de los colegiales “rebeldes” llegaran a ser posteriormente rectores del seminario: Aguayo y Oreza. Lo que 66 Serapio Baqueiro, op. cit., 1977, p. 9, y Francisco Cantón, op. cit., 1976, p. 49. Llama la atención que en 1827, siendo ya rector del seminario, Aguayo exigió al cura Mais, ex rector, que le entregara las cuentas originales de su administración esperando quizá encontrar alguna falta, pero, al contrario, resultó que se le debían a Mais 1 382 pesos. Ver “Demanda del c. rector del Seminario de Mérida, contra el párroco de Tihosuco, c. Antonio Mais, sobre cuentas del mismo Seminario”, en AGN, Bienes Nacionales 13, exp. 15, 1 de marzo de 1827. 67 Serapio Baqueiro, op. cit., 1977, p. 28. También Ignacio Rubio Mañe, “Los sanjuanistas”, art. cit., t. VII, núm. 3-4, julio-diciembre, 1967, p. 1231. 68 Ignacio Rubio Mañe, art. cit., 1967, pp. 1231-1232 y tomo IX, núm. 1-2, enero-junio, 1968, p. 236. Para más datos sobre la familia Carvajal, ver el trabajo de Fausta Gantús, “De amor y conveniencia. La familia Carvajal y las redes de parentesco. Campeche, 1841-1853”, en Secuencia, núm. 58, enero-abril, 2004, pp. 75-96. 69 Ignacio Rubio Mañe, art. cit., 1967, p. 236. 70 Ignacio Rubio Mañe ha dedicado todo un trabajo a Manuel Jiménez. Ver ibid.

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nos muestra que la actitud de estos alumnos nunca fue contra el seminario sino contra las prácticas pedagógicas y la poca apertura a las ideas nuevas. También es de notar que casi todos los involucrados eran criollos y provenían de los estratos medios; salvo los Carvajal y de refilón Manuel Jiménez Solís, ninguno formaba parte de la élite. Asimismo, se observa que Gutiérrez, Jiménez Solís y Velásquez, estos dos últimos motores de los sanjuanistas, abandonaron la ciudad, nunca más volvieron a tratar de política y se retiraron a un pueblo a ejercer su ministerio. Por último, de Pablo Moreno (1773-1833) ya hablamos antes. Él fue un político sumamente importante en este periodo; no era sanjuanista, sin embargo apoyó al grupo en su proyecto, quizá por considerarlo a la altura de las circunstancias y porque algunos miembros habían sido sus alumnos en el seminario: los mismos Lorenzo de Zavala, Manuel Jiménez Solís y Rafael Aguayo. Salvo Pablo Moreno, en realidad los profesores sanjuanistas eran bastante jóvenes, todos habían nacido entre 1782 y 1788 y para 1813 sus edades fluctuaban entre los 25 y 31 años, lo que significa que cuando se empezaron a reunir en San Juan a principios de siglo no eran más que unos adolescentes. De ahí, suponemos, que aceptaran con tanto ahínco las nuevas ideas. Cabe mencionar que a partir de 1813 dos instituciones empezaron a regir la vida en Yucatán. Los ayuntamientos que ya existían pero que fueron reorganizados, y la diputación provincial. Ésta última era un órgano administrativo, encargado de una buena parte de los asuntos económicos y administrativos a nivel provincial, supeditado a la máxima autoridad, es decir el capitán general. Al menos en Mérida, existió un equilibrio de las fuerzas al quedar la mayoría de los rutineros o conservadores en la diputación, y los sanjuanistas o liberales en el ayuntamiento, entre ellos Matías Quintana y Lorenzo de Zavala, los cuales tuvieron el control de la ciudad hasta 1814. Ya mencionamos que la casa de estudios recibió todo el apoyo del ayuntamiento; sin embargo, la posición de la diputación provincial fue muy diferente, pues aunque al principio ignoraba de qué se trataba el asunto, después de haber consultado con el obispo, sus miembros se volvieron sus más decididos enemigos. La diputación pasó el asunto a una comisión, formada entre otros por el rutinero Francisco de Paula Villegas, la cual propuso llanamente cerrar la casa y mandar difundir que era una mentira el cierre del seminario. El informe causó gran controversia, pero fue aceptado por cuatro votos contra tres el 9 de junio de 1813.71 71 La diputación provincial de Yucatán. Actas y sesiones, 1813-1814, 1820-1821, Cecilia Zuleta (introd.), en Rosario Lima et al. (transcripción), México, Instituto Mora, 2008, p. 90.

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El gobernador trató de no entrar en confrontación y pidió a la diputación el expediente formado para después de consultarlo con algún letrado decidir sobre el asunto, a lo que la diputación contestó agriamente que no podía alegar ignorancia y le preguntaba “en qué artículo de la nuestra sabia constitución se dispone que cuando se pasan a su señoría alguno de sus acuerdos o resoluciones para su ejecución, hayan de purificarse antes por lima inspección o dictamen de letrados”.72 La diputación decidió que pasaría el caso a una instancia superior, visto que el gobernador apoyaba la continuación de la casa. Esta posición se debía sobre todo a la presión del secretario de gobierno Pablo Moreno, quien logró se aplazara la clausura hasta que por “la fuerza de las circunstancias políticas”, según el historiador local Molina Solís, los profesores debieron cerrar. Esto no sucedió hasta julio de 1814, después de más de un año, cuando llegó la noticia de que Fernando VII desconoció la Constitución y todos los sanjuanistas fueron perseguidos y castigados. Cabe mencionar que el episodio de la casa de estudios fue una de las tantas pugnas que tuvieron el ayuntamiento de Mérida y la diputación provincial. Desde la instalación de este último el ayuntamiento no se presentó como “cuerpo” a la ceremonia ni envió carta de felicitación. Además tampoco reconoció a una comisión permanente instalada por la diputación para despachar asuntos urgentes.73 Nos queda claro que la existencia de la casa de estudios causó gran controversia entre los contemporáneos y críticos posteriores; sin embargo, las circunstancias o su posición no les permitió ver en un primer momento que la casa surgió como respuesta a un sistema que estaba a punto de caducar y exigía una reforma inmediata. Los acontecimientos en España y en el resto de la Nueva España también obligarían a la Iglesia a tomar una posición. Según Harrington, quien realizó un estudio de la Iglesia yucateca de 1780 a 1850, la época de mayor esplendor fue entre 1780 y 1814, cuando entraron al seminario 509 estudiantes de un total para el periodo de 771.74 Después de esta fecha el número de seminaristas y de ordenados disminuyó notablemente, lo que el autor atribuye a la falta de modernización y a la política del obispo Estévez de aceptar un gran número de candidatos de orígenes 72 Ibid., p. 95; “Diputación provincial de Yucatán No. 1, Copiador de oficios para la provincia. Empezado en 24 de abril de 1813”, Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán, f. 21, 11 de junio 1813. 73 Ulrike Bock, “La dimensión simbólica de los actos institucionales. La Diputación Provincial de Yucatán, 1813-1824”, en Sergio Quezada e Inés Ortiz Yam (coords.), Yucatán en la ruta del liberalismo..., pp. 83-116. 74 Raymond Harrigton, op. cit., 1982, p. 348.

el proyecto educativo en yucatán a fines del siglo xviii y principios del xix

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humildes; yo agregaría también las nuevas alternativas económicas, pues la hacienda y el comercio ofrecieron nuevas posibilidades. El seminario no desapareció pero debió enfrentar continuos periodos de crisis políticas; la gran ruptura entre el antiguo régimen y el nuevo se dio precisamente en 1813, con la creación de la casa de estudios.

Reflexiones finales Con este trabajo quisimos mostrar la situación de uno de los principales establecimientos de educación de Yucatán a fines de la colonia, como fue el seminario conciliar, lugar donde se formaron no sólo los clérigos sino prácticamente todos los hombres que rigieron los destinos de la península. A pesar de estar acorde con la educación que se brindaba en otros seminarios similares apegados a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, existieron varios vientos de renovación, primero con el padre Lara, a quien le costó cara su modernidad; con Pablo Moreno, quien tan sólo duró dos años en las aulas, y finalmente con el proyecto de la casa de estudios, animado por un grupo de jóvenes clérigos, preocupados por la educación de los niños. Cuando los jesuitas fueron expulsados en 1767 se abandonaron los estudios universitarios y ninguna institución llenó el vacio. A pesar de las buenas intenciones de las autoridades locales y del mismo obispo Alcalde, no se pudo lograr que la corona diera el sí definitivo para la instalación de una universidad. Reclamo que no sólo era de Mérida sino de otras ciudades que pugnaban por el mismo derecho como Guadalajara y Oaxaca. En Yucatán existió disposición de todo un grupo que se preocupó por hacer la petición, fijar las constituciones y buscar los fondos, pero ningún otro obispo, salvo Antonio Alcalde, de quien fue la propuesta, tuvo la disposición para concluir. En especial Piña y Mazo le sembró una serie de trabas: sus riñas con las autoridades civiles y su lucha por el poder pesaron más que el bien común. Además consideraba que no contaba con el personal adecuado para tal obra. La universidad finalmente se fundó en 1824, pero siguieron rigiendo las primeras constituciones del seminario, así que queda pendiente estudiar cómo fue la nueva institución moderna inserta en un marco de antiguo régimen.

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Cuadro 1 Obispos de Yucatán (1754-1827) Obispos

Años 1754-1760 1763-1770 1773-1774 1776-1778** 1780-1795*** 1802-1827

Fray Ignacio de Padilla y Estrada Fray Antonio Alcalde (dominico)* Diego Bernardo de Peredo* Dr. Antonio y Caballero y Góngora Fray Luis de Piña y Mazo (benedictino) Dr. Pedro Agustín Estévez y Ugarte

Fuente: Crescencio Carrillo y Ancona, El obispado de Yucatán. Historia de su fundación y de sus obispos. Desde el siglo XVI hasta el XIX, 3 vols., Mérida, Fondo Editorial de Yucatán, 1979, vol. 2 (1a. ed.: 1895). * Mientras se nombraba obispo quedó al frente el vicario capitular gobernador de la mitra, lic. Eusebio Rodríguez de la Gala. ** Mientras se nombraba obispo quedó al frente el vicario capitular gobernador de la mitra, dr. Juan Agustín Lousel. *** Mientras se nombraba obispo quedó al frente el cabildo en sede vacante.

Cuadro 2 Rectores del Seminario (1757-1770) Rectores Pedro de la Mora y Rocha Pedro Faustino Brunet y Camacho José Manuel González José Nicolás de Lara José María Calzadilla Antonio Mais Francisco Pasos Luis Rodríguez Correa

Años 1757-1770 1770-1778 1778-1780 1780-1785 1785-1809 1809-1813 1813-(mayo-agosto) 1813-1824

Fuentes: S. Baqueiro, Historia del Antiguo Seminario Conciliar de San Ildefonso, Mérida, Talleres Alejandra, 1977, pp. 69-70; Francisco Cantón, Seminario Conciliar de San Ildefonso de Mérida, Mérida, s.p.i., 1976, p. 48.

LOS ÁMBITOS DE LA EDUCACIÓN COMO ENCLAVES DE PODER: CÓRDOBA DEL TUCUMÁN ENTRE LA COLONIA Y LA INDEPENDENCIA Valentina Ayrolo Universidad Nacional de Mar del Plata-CONICET [email protected]

La notoriedad y escándalo que tuvieron las disputas facciosas en la gobernación del Tucumán durante el siglo xviii y las que tuvieron como epicentro la ciudad de Córdoba, han sido señaladas por diversos historiadores.1 Dentro de ese universo de controversias, algunas tuvieron como epicentro los espacios de la educación, como enclaves de poder. Los conflictos desatados durante el siglo xviii, en general, estuvieron relacionados con las posibilidades de usufructuar el sistema de venta de cargos concejiles, con el cobro y la administración de la sisa, con la expulsión de los jesuitas y luego con la administración y beneficio de sus temporalidades, por señalar tan sólo los problemas más destacados. La influencia de estas querellas no se limitó, claro está, a los asuntos que les dieron origen sino que irradiaron sus efectos a los demás ámbitos de la sociedad, entre ellos a la universidad y los colegios convictorios de la ciudad de Córdoba. Los textos que tratan estas disputas son heterogéneos. Unos pocos toman en cuenta el cabildo de la ciudad de Córdoba como uno de los escenarios donde se representan estos conflictos de la élite.2 Otros, retoman estas querellas haciendo referencia a las historias de las familias.3 Aníbal Arcondo, El ocaso de una sociedad estamental, Córdoba entre 1700 y 1760, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1993; Liliáns B. Romero Cabrera, La “Casa de los Allende” y la clase dirigente: 1750-1810, Córdoba, Junta Provincial de Historia de Córdoba, 1993; Ana Inés Punta, Córdoba borbónica, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1998; Silvano G. A. Benito Moya, Reformismo e Ilustración. Los Borbones en la Universidad de Córdoba, Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Profr. Carlos S. A. Segreti”, 2000; Valentina Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en las autonomías provinciales, Buenos Aires, Biblos, 2007. 2 Aníbal Arcondo, op. cit., 1993; Ana Inés Punta, op. cit., 1998. 3 Liliáns B. Romero Cabrera, op. cit., 1993. 1

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Respecto a los espacios de formación, hay un grupo de trabajos que aborda su historia. Las historias acerca de la Universidad de Córdoba4 están fundamentalmente centradas en la institución, la enseñanza que impartía, la organización interna, su historia institucional, etcétera. También hay una clásica historia del seminario conciliar5 y un texto sobre el colegio de Monserrat, convictorio unido a la universidad.6 Considerando este universo de producciones, el presente trabajo no pretende ser un estudio sobre la universidad, el seminario o el colegio Montserrat, sino que más bien intentará ofrecer una mirada sobre los espacios de formación intelectual existentes en la ciudad y jurisdicción de Córdoba como espacios de gestión y disputa por poder y en tanto lugares de formación de las élites regionales. Como en todas las ciudades coloniales de Hispanoamérica, en Córdoba la formación de los niños fue una preocupación. La instrucción, cuando la había, estuvo a cargo de maestros particulares (clérigos o laicos) que asistían generalmente a los pequeños en sus hogares.7Aparentemente, entre los siglos xvi y xvii, hubo en Córdoba tres maestros de primeras letras —Andrés Pajón, Juan Bautista de Mena y Francisco de Cuevas—, quienes se dedicaron a educar a los niños pertenecientes a la élite local.8 Además, existían otros espacios para aquellos que querían adquirir un mínimo de formación inicial: los conventos masculinos de la ciudad, en cuyos claustros se podían tomar algunas clases. En Córdoba, esto ocurría en los conventos de San Francisco y Santo Domingo, por ejemplo.9 Asimismo, en 1623 se creó una escuela elemental que funcionaba anexa a la Alta Casa de Estudios que tenían los jesuitas en la ciudad de Córdoba. Con la expulsión, la escuela cesó. Entre 1786 Las más importantes pero no las únicas: Juan M. Garro, Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba, Buenos Aires, Biedma, 1882; Zenón Bustos, Anales de la Universidad de Córdoba. Segundo período 1767-1807, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1907, 3 tomos; Alberto Caturelli, La universidad, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1966; Silvano G. A. Benito Moya, op. cit., 2000. 5 Luis Roberto Altamira, El seminario conciliar de Nuestra Señora de Loreto, Colegio Mayor de la Universidad de Córdoba, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, Instituto de Estudios Americanistas, 1943. 6 Pedro Grenón, El Monserrat. Lo que fue y lo que es y lo que no fue, Córdoba, Biffignandi, 1970. 7 Para el caso mexicano se puede consultar: Pilar Gonzalbo Aizpuru, “La familia educadora en Nueva España: un espacio para las contradicciones”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru (comp.), Familia y educación en Iberoamérica, México, El Colegio de México, 1999, pp. 43–57. 8 Juan Probst, “La enseñanza primaria desde sus orígenes hasta 1810”, en Ricardo Levene (dir.), Historia de la Nación Argentina. Desde los orígenes hasta la organización definitiva en 1862, Buenos Aires, Imprenta de la Universidad, 1938, vol. IV, cap. V, pp. 155-187. 9 Ibid., p. 71. 4

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y 1807, por iniciativa del gobernador intendente de Córdoba, marqués de Sobre Monte, se vuelve a abrir y se la dota con dinero de las temporalidades. Los niños que habían pasado por alguna de estas experiencias educativas podían aspirar durante su juventud a ingresar a la “universidad”, único ámbito educativo formal que hubo durante mucho tiempo en la jurisdicción cordobesa, pero también en la región. Como ya he señalado en otro lugar, el hecho de que existiera un solo espacio de formación para todos los jóvenes, aspiraran éstos a la vida clerical o no, en Córdoba y en la zona aledaña10 colaboró en la conformación de un grupo cohesionado de intelectuales que fueron quienes nutrieron casi todos los ámbitos de la administración local y regional.11 Esta situación propició que la universidad, espacio de sociabilidad de élite por excelencia, se convirtiera en un lugar apetecible de ejercicio del poder y, por ende, la existencia casi constante de querellas por ocuparlo, no sorprende. A fin de estudiar el tema que nos interesa, este trabajo se dividirá en dos partes. Primeramente se expondrán las características de los presuntos tres espacios de formación de la juventud de Córdoba analizando el verdadero alcance de éstos como centros de enseñanza y formación académica. Luego, presentaremos algunos episodios de la vida institucional que permiten asomarse al universo estudiantil por un lado y, por otro, analizar cómo el contexto político marcó trayectorias personales e institucionales.

Los espacios de formación de la juventud en Córdoba [establece el santo concilio que] todas las catedrales, metropolitanas, e iglesias mayores que estas tengan obligación de mantener, y educar religiosamente, e instruir en la disciplina eclesiástica, según las facultades y extensión de la diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis, o a no haberlos en estas, de la misma provincia, en un colegio situado cerca de las mismas iglesias, o en otro lugar oportuno a elección del Obispo.12 10 Con región aledaña nos referimos especialmente para todo el periodo tomado a la región de La Rioja. Los jóvenes cuyanos (San Juan y Mendoza especialmente) estudiaban generalmente en Chile, y los salteños, jujeños y tucumanos cuando podían lo hacían en Charcas. Los bonaerenses a veces llegaban a Córdoba pero a partir de 1772, con la fundación del colegio Real convictorio Carolino, muchos seguirán estudiando allí. 11 Sobre el caso cordobés para la primera mitad del siglo XIX trabajé el tema en Funcionarios de Dios y de la Republica... 12 El Sacramento del Orden capítulo XVIII, sesión al día 11 de nov. de 1563, “Se da el método de erigir seminario de Clérigos, y educarlos en él”, tomado de , consultada el 24 de marzo de 2010.

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Los colegios convictorios de Loreto y Monserrat Las disposiciones del concilio de Trento que leemos en el epígrafe estaban de acuerdo con uno de los principales objetivos de aquella reunión que consistía en tomar nuevamente en mano los resortes de la Iglesia frente al contexto de reformas. Pero, como sucede con este tipo de disposición, aunque existiese real interés en plasmar las resoluciones tomadas, su aplicación y durabilidad fue muy dispar. Si en Francia, por ejemplo, los primeros seminarios para la formación del clero datan de 1660,13 en las Indias españolas, aunque en algunos casos la fundación haya sido temprana, garantizar la perdurabilidad de estos espacios se logró con dificultad y gran retraso. Específicamente en el del Río de la Plata,14 podríamos decir que se concreta definitivamente en la segunda mitad del siglo xix, ayudada, entre otras cosas, por el logro de una mayor estabilidad político-administrativa.15 El Primer Sínodo del Tucumán celebrado por el obispo Trejo y Sanabria en el año 1597 manda en su constitución número 15 que se instale un colegio seminario “donde puedan ser criados los mancebos en enseñanza de virtud y letras, para que los que aspiran a la dignidad sacerdotal comiencen temprano a ser cultivados en el temor santo de Dios y en los estudios que se han de emplear”.16 Antecedido por una real cédula que así lo ordenaba, se mandó construir un colegio convictorio en la villa de la Nueva Madrid de las Juntas,17 “...por ser un lugar puesto como centro de casi todas las ciudades de esta gobernación”.18 Unos años después, en 1605, según una carta del gobernador al rey, el seminario era “un aposento derivado de la casa del obispo, donde un sacerdote que se ordenó el año pasado, hacía como otro 13 Según lo señala Pierre Goubert en su ya clásico trabajo, El antiguo régimen, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982, t. 2, cap. 8: “El antiguo régimen y la Iglesia”, p. 204. 14 Utilizo la noción de Río de la Plata para referirme al espacio del ex virreinato del Río de la Plata. 15 En el espacio territorial que luego será el de la Argentina, el seminario de Córdoba, como veremos, si bien data de épocas muy tempranas, luego de ser disuelto en 1838 se refunda en 1860. El de Buenos Aires fue creado en 1858. El de Salta, en 1873. 16 José María Arancibia y Nelson Dellaferrera, Los sínodos del antiguo Tucumán celebrados por fray Fernando de Trejo y Sanabria 1597, 1606, 1607, Buenos Aires, Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina Patria Grande, 1979, 1er. Sínodo del Tucumán, III, parte, constitución 15, p. 163. La cursiva es mía. 17 Villa de la Nueva Madrid de las Juntas, o simplemente Juntas, fue fundada en 1592 a tres leguas de donde se juntaban los ríos Piedras y Salado. Trasladada a Esteco, desaparece a fines del siglo XVII. 18 José María Arancibia y Nelson Dellaferrera, op. cit., 1979, pp. 163-164.

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año que leía gramática a algunos pocos estudiantes que acudían a oírla, unos en habito decente y otros de seculares”.19 La precaria situación de este seminario determinó la fundación de otro, encargado esta vez a los jesuitas en el año de 1611, que tomaría el nombre de Santa Catalina y del que se tiene noticias por lo menos hasta 1614.20 La real cédula de traspaso de la cabecera de la diócesis de Santiago del Estero a Córdoba, fechada en Madrid el 15 de octubre de 1696,21 implicó también la mudanza del seminario. Esta disposición se basó en el notable desarrollo alcanzado por la ciudad de Córdoba desde su fundación en 1570. El traspaso se concretó en el año 1699, y el obispo encargado de tal misión fue Manuel Mercadillo. Una vez instalado en Córdoba, Mercadillo puso el seminario bajo la advocación de Santo Tomás de Aquino. Sin embargo, será su sucesor, Miguel de Argandoña, quien construirá el nuevo edificio y dictará las reglas que lo rijan desde ese momento y por muchas décadas. Argandoña llegó a su Córdoba natal en enero de 1748 siendo ya obispo de la diócesis. Se había educado en Chile, en la universidad de los jesuitas, impronta que marcará su acción pastoral.22 Luego de una visita de rutina y viendo el estado ruinoso del seminario conciliar, decide su refundación, basando su decisión en los siguientes términos: Con la novedad de haberse trasladado [la cabecera de la diócesis y el seminario] ha padecido casi su última destrucción, pues en lo formal de su domestico gobierno ha corrido con total desgreño [...] solo con el titulo vano de colegio Real, sin el Re de la formalidad en la observancia y sin el Real para la manutención y fabrica entera que pedía [...] Por casa unos tugurios demolidos, y no propios, No completo el numero de seis colegiales Estos en la ley de su Citado en ibid., p. 113. Ibid., p. 114. 21 Según la orden del rey: “teniendo entendido a ocho años que el Collegio seminario [que debía tener esta Iglesia] esta arruynado y que en poder de los oficiales de mi hacienda paran 8 472 pesos procedidos de los 2 000 consignados en los novenos, y del tercero por ciento de rentas decimales beneficios y capellanías de ese obispado se embia orden para que los oficiales de mi hacienda entreguen esta cantidad y se convierta en el nuevo seminario que se huviere de hacer en Córdoba”. Archivo del Arzobispado de Córdoba, Argentina (en adelante, AAC), leg. 54, Obispado y Catedral de Córdoba, tomo IV, 1681-1783. 22 Un ejemplo de esta marca ignaciana se puede observar en las Constituciones del seminario (1754) en las que Argandoña propone que los seminaristas realicen ejercicios ignacianos una vez por año como parte fundamental de su formación. Cf. “Reglas directivas y doctrinales que se han de observar en el colegio Real y seminario de Nutra. Sra. de Loreto y Santo Tomás de Aquino” (1754), AAC, leg. 11. 19 20

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libre y juvenil albedrío El rector viviendo en su propia casa cuidando de su ancianidad [...] reducido todo a un cadáver corrupto.23

El nuevo seminario se fundó bajo el nombre de Nuestra Señora de Loreto y Santo Tomás de Aquino. A fin de solucionar los problemas edilicios y administrativos, el obispo alquiló una casa para los colegiales existentes, mientras mandaba construir una nueva residencia, contigua a la catedral. La nueva casa podía albergar hasta un total de 16 estudiantes. También eligió nuevo rector y estableció la forma de manutención del colegio.24 Según rezan las constituciones de 1752, el seminario debía ser un espacio de formación para futuros clérigos directamente ligado a la universidad.25 Por ello, conviene explicar, sucintamente, cómo esta relación tan estrecha será causa de más de un conflicto local. A principios de siglo xvii, la Universidad de Córdoba comenzó siendo una casa de altos estudios que tenía permiso real para conceder grados universitarios a sus alumnos. Estaba administrada por los jesuitas y, dado que era la única institución del estilo en la región, eran numerosos los estudiantes que acudían a ella y frecuentaban sus aulas. Esta situación llevó a uno de sus ex alumnos, el doctor Ignacio de Duarte y Quiroz, a donar un terreno contiguo a la compañía, a fin de fundar un colegio convictorio que tomaría el nombre de Nuestra Señora de Monserrat —nombre elegido (aparentemente) por la propia devoción de Duarte y Quiroz— y se regiría por la misma regla que la del colegio seminario San Juan Bautista de Charcas, también en manos de los jesuitas.26 AAC, leg. 11, Archivo del Seminario, “Reglas Directivas” (libro I), fs. 3v. y 4 f. Sobre este punto, Argandoña decidió que todas las capellanías de la diócesis debían entregar 3% de sus rentas para la manutención del seminario. En la visita al seminario del obispo Moscoso en 1794, se solicita a todos los vicarios una razón exacta de las capellanías existentes, quienes las usufructuaban, y las deudas que tenía cada capellán con el seminario. De tal suerte, existe un registro exhaustivo de estas fundaciones, un material riquísimo cuyo análisis podría permitirnos tener una idea más acabada de los patrimonios inmovilizados bajo esta figura jurídica. 25 En el legajo correspondiente del archivo del arzobispado existe un reglamento para el seminario posterior al de 1754, que está trunco y no tiene fecha. Este documento da pautas acerca de las funciones de los seminaristas ligadas a la atención de la catedral, a las pautas de convivencia, tiempos de estudio, comidas y descanso, juegos permitidos, aseo de los dormitorios, etc., pero además tiene observaciones sobre quiénes pueden ingresar o no al seminario y los espacios permitidos para ello. AAC, leg. 11, Archivo del seminario. 26 Toda la información sobre el colegio de Monserrat en sus orígenes puede consultarse en la interesante y desafiante obra del Padre Pedro Grenón, op. cit., 1970. 23

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Cuando la cabecera de la diócesis se trasladó a Córdoba, el seminario conciliar —como señalamos— también se desplaza, pero, aparentemente,27 se instala bajo la condición de colegio‑convictorio, al estilo del de Nuestra Señora de Monserrat. Así lo señalaba el obispo Argandoña en su auto de Vista ad limina de 1750: en Córdoba hay dos seminarios para educar con enorme provecho a la juventud. Uno tridentino de la Señora de Loreto [...] otro seminario consagrado a la Divina Virgen de Monserrat bajo la atención de los padres de la Compañía de Jesús [...] los alumnos de ambos seminarios son instruidos de manera distinguida en las Letras y en la Virtud en la Publica Pontificia y Real universidad.28

Los alumnos de ambos colegios dependían, en lo referente a su formación académica, de la universidad, ya que era en sus aulas donde recibían las clases y en los colegios sólo se estudiaba y repasaban las lecciones: En la universidad de la Compañía de Jesús, se enseña todo, donde la cursan los colegiales, mane et vespere sin falta alguna: En el colegio estudiaran sus lecciones y construcciones, para que den buena cuenta de ello les hará ejercicio, algún colegial teólogo, o filósofo, en lo que perfeccionará lo que le faltó para saberla.29

Aunque el colegio seminario de Loreto haya sido fundado pensando en la formación de los futuros clérigos, se convirtió en la práctica en un colegio por el que pasaron numerosos jóvenes. Muchos de ellos, habiendo recibido las órdenes menores, siguieron la carrera militar o política sin alcanzar el orden sacerdotal, durante la posindependencia; por ejemplo, José María Paz, general de los ejércitos de la Independencia y destacado político; Juan Cruz Varela, intelectual y político; Alejandro Heredia, militar del ejército de independencia del Alto Perú y político; Francisco S. Bedoya, político influyente de Córdoba. 30 Las fuentes sobre el periodo santiagueño de la sede diocesana son pocas. Recientemente se han publicado las actas capitulares que nos permiten confirmar cómo las dificultades de la sede fueron en desmedro del propio seminario, sumiéndolo en la decadencia que es denunciada en 1605. No obstante, hay que decir que siguiendo las actas podríamos pensar que hay un repunte del colegio y que el interés por mantenerlo queda evidenciado en las actas. 28 Santiago Barbero, Estela Astrada y Julieta Consigli (eds.) Relaciones ad Limina de los obispos de la diócesis del Tucumán (S. XVII al XIX), Córdoba, Prosopis, 1995, p. 164. Es interesante aclarar que la visita aclara que en el seminario hay seis estudiantes mientras que en el Monserrat viven unos 50 aproximadamente. 29 AAC, leg. 11, “Constituciones del colegio seminario” (1754), f. 8. 30 Cf. Nelson Dellaferrera, “Hombres que gravitaron en nuestra historia: alumnos del real colegio seminario Nuestra Señora de Loreto (1795-1832)”, Cuadernos de Historia, 27

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Los alumnos del seminario conciliar revestían dos categorías: los convictores y los seminaristas. Estas condiciones designaban, en un principio, a aquellos que financiaban sus propios estudios por pertenecer a las clases más acomodadas de la sociedad, los convictores;31 y los becados, aquellos que no podían sostenerse por sus propios medios, por eso se los mantenía según lo establecía el concilio de Trento y se les llamaba seminaristas. En algún momento sólo los seminaristas debieron turnarse para el servicio de la Iglesia, pero en 1765 el obispo Abad e Ileana introdujo reformas que obligaron a todos los colegiales de Loreto a realizar estos servicios, tal como lo estipulaba el concilio de Trento.32 La nómina de alumnos del seminario, existente en los archivos, consigna la condición de cada uno para los años comprendidos entre 1751 y 1774. Sobre un total de 126 alumnos, 59 eran convictores y 55 seminaristas.33 El Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, núm. 7, 1997. Los detalles acerca del funcionamiento del seminario pueden consultarse en Luis Roberto Altamira, op. cit., 1943. 31 Según se registra en los libros de la matrícula de Loreto, a partir de 1795 el costo de los estudios en el seminario ascendía anualmente a 80 pesos. A partir de 1800 se agrega a esa cuota 2 pesos “para el médico”. AAC, leg. 11, Matrícula del seminario. Aparentemente el costo de manutención en el Monserrat era mayor. Según un documento del 1800, “...siendo la general renta del colegio la contribución anual de ciento diez pesos que paga cada uno de los colegiales pensionistas por quanto comida, luz, quarto, Médico, medicina y maestros...”, real cédula del rey, del 11 de diciembre del 1800, AAC, leg. 12, Universidad. 32 “Cuide el Obispo de que asistan todos los días al sacrificio de la misa, que confiesen sus pecados a lo menos una vez al mes, que reciban a juicio del confesor el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y sirvan en la catedral y otras iglesias del pueblo en los días festivos”. Tomado de la versión electrónica , consultada el 24 de marzo de 2010, “El Sacramento del Orden”, cap. XVIII, sesión al día 11 de nov. de 1563, “Se da el método de erigir seminario de Clérigos, y educarlos en él”. 33 Los registros que se inician en 1794 no consignan la calidad del colegial aunque aportan otros datos de mucho interés, como nombre de padre y madre, fecha de ingreso y de egreso al seminario, calidad y forma de pago, entre otras cuestiones a resaltar. La importancia de los datos filiatorios puede deberse a las nuevas exigencias burocráticas. A partir de 1776 se realizará una selección de los candidatos a la universidad, considerando la pureza de sangre de los colegiales. Lamentablemente este aspecto podría estar produciendo un “blanqueamiento” de los convictores, de forma tal que el ingreso de algún indígena podría haber quedado solapado. Tal vez esto explique que en los registros anteriores a 1795 no se consigne necesariamente los padres del colegial que ingresa, y esto explicaría la presencia de alguno de origen indígena. Este podría ser el caso de Pedro Miguel Julí de la Real Corona, originario de Matará, Santiago del Estero, zona de encomiendas de indios cuya población era “numerosísima”, y cuyo apellido en el año de 1771, en que se asienta el dato de Julí en las listas del seminario, era común entre los indios de Matará. En esta localidad eran cerca de 700 personas de casta tributaria, que al suprimirse la herencia de las encomiendas estarían en manos de la corona. Dentro de

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registro se corta en el mes de julio de 1774. Inmediatamente después tiene lugar un conflicto muy sonado, sobre el que hablaremos luego y que es, seguramente, la explicación de la ausencia de datos hasta la visita del obispo Moscoso y Peralta en 1794.34 Si atendemos al origen de los alumnos, podemos ver que Córdoba es la jurisdicción con más estudiantes, seguida por Salta, Catamarca, Santiago del Estero y La Rioja,35 todas jurisdicciones muy próximas, desde el punto de vista económico, a la sede episcopal.36 Una vez que el seminario estuvo en marcha, los obispos se mostraron preocupados por dos cuestiones. Primero, por la manutención del colegio y, segundo, por la disciplina de los colegiales. Respecto del primer punto podemos decir que el seminario debía mantenerse, según sus reglas, con una parte de los novenos diezmales,37 3 por ciento de las rentas de las capellanías y una parte de lo ingresado en las doctrinas de indios. Sin embargo, las quejas son constantes, sobre todo porque los titulares de capellanías no realizaban sus aportes. Para lograr una mejor administración se modifica la regla de 1754, que mencionaba la figura de un vicerrector sólo cuando los medios así lo permitieran, y se impuso la existencia de un rector para las cuestiones estrictamente académicas y de un vicerrector que se ocuparía de las finanzas y administración económica del establecimiento, esperando de esta forma resolver la cuestión económica. los linajes casicales de Matará figura el de Juan Julí. Agradezco a Judith Farberman el haberme esclarecido este punto. Ver Judith Farberman, “Santiago del Estero y sus pueblos de indios. De las ordenanzas de Alfaro (1612) a las guerras de independencia”, Andes. Antropología e Historia, núm. 19, 2008, pp. 225-250. 34 Los registros existentes entre 1795 y 1832 (final de los registros de lo que podríamos llamar segundo seminario) no aclaran la calidad de los estudiantes, en cambio, sí tienen datos acerca de las cantidades abonadas por cada uno en concepto de pago de sus estadías. 35 Resulta interesante comparar estos datos con los que dan Ghirardi, Celton y Colantanio, quienes, estudiando el colegio de niñas huérfanas de Córdoba, encuentran que La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero son las jurisdicciones que aportan más niñas al colegio luego, claro está, de Córdoba. Mónica Ghirardi, Dora Celton y Sonia Colantonio, “Niñez, Iglesia y ‘política social’. La fundación del colegio de Huérfanas por el Obispo San Alberto Córdoba, Argentina, a fines del siglo XVIII”, Revista de Demografía Histórica, vol. 26, (2008), núm. 1, pp. 125-171. 36 Para la economía de la región ver: Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico, Lima, IEP, 1982. 37 Esto representaba, según las fuentes, unos 2 000 pesos anuales, aunque Moscoso habla de los 1 700 pesos que recibe el seminario de los novenos del diezmo.

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Gráfica 1 Porcentaje de estudiantes deLoreto según origen (1751-1808)38 4%

1%

12 % Catamarca

10 %

Córdova

3%

Jujuy

2%

La Rioja Salta

15 % 42 %

Santa Fe Alto Perú Santiago del Estero

9%

2%

Tucumán España

Fuente: diversos documentos del AAC.

En lo tocante al segundo punto, el de la disciplina, Moscoso se mostró especialmente preocupado. En su auto de visita del 10 de diciembre de 1796 deja entrever la presencia —a su juicio exagerada— de algunas costumbres legas entre los estudiantes referidas a lecturas, entretenimientos y hasta vestido y arreglo del cabello, advirtiendo el perjuicio que podía causar a los colegiales la lectura de libros “malos”, como define a las comedias y romances, y mucho más su representación en el colegio.39 Pero también la disciplina parece haber sido causa de preocupación en años en que se planeaba reformar las reglas del seminario. En un borrador que permanece en el archivo diocesano, podemos leer en su articulo 13º que: “Ningún colegial podrá admitir visitas de Señoras si no es en la Sala destinada a este objeto y de hombres en la misma Sala, y en los claustros de abajo, y esto ha de ser de personas conocidas de honesta conversación 38 Hemos decidido tomar el año de 1808 como cierre de la serie por ser el año que marcará claramente el inicio de una nueva universidad y la desaparición del convictorio de Monserrat. Por otro lado, a partir de 1814 el libro de matrícula del seminario existente en el AAC aclara que los ingresos serán asentados en dos libros diferentes, uno para los convictores y otro para los seminaristas; sin embrago, los libros no están allí. 39 Visita del obispo Moscoso, 1795, al colegio seminario de Loreto, AAC, leg. 11.

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y solamente los Domingos y ratos de asueto”.40 No creemos que el asunto fuera la especial inobservancia de los seminaristas sino, sobre todo, la necesidad de aclarar funciones, roles y encausar la vida de los seminaristas dentro de los cánones. Pero, ¿de cuántos colegiales estamos hablando? Si nos concentramos en el número de los registrados en los libros del seminario, vemos una progresiva decadencia, cuyas causas probables analizaremos enseguida.41 Gráfica 2 Cantidad de alumnos en el Seminario de Loreto entre 1751 y 1808 1807 1802

Años

1798 1773 1766 1763 1757 1751 0

5 10 15 20 Cantidad

Fuente: Documentos de archivo del seminario.

En 1810, cuando muere el rector Leopoldo de Allende, el vicario diocesano, en presencia de varios testigos, realiza un inventario completo de los bienes de la institución y de los documentos existentes en el archivo. AAC, leg. 11, “Reglas que deben observar los Colegiales de este colegio seminario, pa su mejor orden y aprovechamiento de ellos”, sin fecha ni firma; por sus características, debe de datar de principios del siglo XIX. Tiene tachones y enmiendas, por lo que podría tratarse de un borrador. 41 Entre 1814 y 1832, resulta muy difícil saber a ciencia cierta cuántos colegiales había en el convictorio. Por momentos se registran sólo las fechas de ingreso, otras veces sólo las de egreso. Los datos asentados no están divididos por años como en los periodos anteriores. Nelson Dellaferrera, “Hombres que gravitaron…”, 1997. 40

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Según este documento, para entonces el seminario parece haber terminado de construirse y la biblioteca aparenta estar bastante completa, su capilla ornamentada, y entre el patrimonio que recibe el nuevo rector, Bernardo de Alzugaray, se cuentan trece esclavos.42 La suerte del seminario, no obstante, será adversa, considerando que ese mismo año de 1810 comenzaría un proceso de disgregación política sin retorno, que golpearía fuertemente a toda la estructura político‑administrativa del virreinato del Río de la Plata. Estos cambios se sintieron en el propio seminario, donde a los conflictos por la obtención de prerrogativas y el ejercicio del poder se sumarán las necesidades propias de la política revolucionaria. Así, la adhesión pública al “sistema” será condición para los nuevos rectores y el no cumplimiento de esta cláusula tendría graves consecuencias.43 Si bien al principio el número de estudiantes en el seminario no merma,44 el cimbronazo parece sentirse a partir de los años 1815-1816, momento de grandes cambios en la lógica política y en la suerte de la revolución de Independencia.45 A partir de los datos que tenemos para los años posteriores a la Independencia (1816), puede suponerse una franca decadencia del seminario.46 Esto es más notorio en la segunda década del siglo xix, cuando se hace patente la baja en la matrícula de loretanos, situación que presumimos se 42 El inventario merece un análisis aparte, aunque lamentablemente no ha llegado hasta nosotros todo el material de archivo que allí se enumera, cuyo detalle parece ser minucioso, “Inventario del colegio de Loreto” (1810), AAC, leg. 11. 43 En 1812 se pone en duda la fidelidad del rector Alzugaray al sistema revolucionario y se convoca a su ex vicerrector, Juan Bautista Marín, para que declare sobre el particular. La declaración es interesante porque muestra no sólo que Alzugaray era refractario al sistema sino también que su gestión era mala. AAC, leg. 12, Universidad. 44 “Número de alumnos que se encuentran en el seminario de Loreto entre 1808 y 1815”: 1808:16; 1809: 16; 1810: 25; 1811: 14; 1812:10; 1813: 8; 1814: 17; 1815: 6. AAC, leg. 11, seminario. 45 Sobre el periodo aconsejamos la lectura de Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1972. 46 En el archivo arzobispal existe un libro que contiene la lista de los ingresos del seminario que ha sido transcrita por Nelson Dellaferrera, “Hombres que gravitaron…”, 1997. Allí vemos que hasta el año de 1814 se asientan todos los estudiantes de Loreto, pero, a partir de ese año y bajo la administración del rector Gregorio José Gómez (clérigo porteño llegado a Córdoba “en premio” a su desempeño revolucionario), se señala que se llevarán dos libros separados, para estudiantes becados uno, y para convictores el otro. Lamentablemente, a partir de esa fecha no se registran, o se han perdido, los datos de aquellos que revestían la calidad de convictores. Sólo tenemos datos para los becados. Entre 1815 y 1826 (aunque Dellaferrera, siguiendo la fuente, indica el año de 1832 como último del registro, luego de 1826 no existen datos sobre el ingreso de estudiantes) se registran sólo 20 seminaristas, habiendo años sin registros (1816, 1817, 1825).

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relaciona con los cambios políticos y con la merma del número de clérigos seculares en la diócesis. Este último dato es importante si consideramos que el clero secular era el sector que debía ocuparse del seminario.47 Sumemos a esto la crisis política y los continuos problemas financieros, y así podemos explicar el decreto del gobernador de la provincia autónoma de Córdoba, Manuel “Quebracho” López, quien en 1838 determina el cierre “definitivo” del seminario, convirtiendo su edificio en la residencia misma del gobierno.48 El colegio seminario sería reabierto en 1853, durante la gobernación de Alejo Carmen Guzmán, un año después de la destitución del gobernador Manuel López. Esta reapertura coincide con la conformación de una nueva experiencia política plasmada en la Confederación argentina (1853-1862), periodo durante el cual se nacionaliza la universidad y el colegio de Monserrat (1854) como espacios de formación de las élites dirigentes con pretensiones nacionales. En 1858 el gobierno nacional, con sede en la ciudad capital de Paraná, provincia de Entre Ríos, dictará una ley dotando a los seminarios y decretando su fundación allí donde no los había.49 El seminario de Córdoba tendrá sus nuevas constituciones en 1860.50 En lo que hace estrictamente al colegio de Monserrat, como hemos mencionado, el presbítero Ignacio Duarte y Quiroz hizo donación de su casa, de su estancia de Caroya y todos sus bienes a la Compañía de Jesús, a fin de que dotase y mantuviese un convictorio para que habitaran los alumnos del colegio máximo jesuítico. La casa de Duarte y Quiroz fue convertida en lo que se denominó Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat, donde los estudiantes del colegio mayor vivían y estudiaban al igual que 47 La escasez de clero en la diócesis comienza a sentirse con fuerza a partir de 1830. Sobre el particular he trabajado en “Cura de almas. Aproximación al clero secular de la diócesis de Córdoba del Tucumán, en la primera mitad del siglo XIX”, Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales “Prof. Juan Carlos Grosso”, XVI, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Tandil, 2001, pp. 421-443. 48 En 1832 el rector del seminario, Juan José Espinosa, decía al gobierno que “el seminario Laureciano se allá sin un solo real para alimentarse. El mes de diciembre dentra (...) no teniendo más recursos que la deuda del Estado”. Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, Argentina (en adelante, AHPC), Gobierno, caja 129, 29 de noviembre de 1832. Posiblemente ésta sea una de las causas que expliquen su cierre en 1838. En 1841 la parte del diezmo destinada a solventar en parte el seminario fue entregada al síndico del colegio de Huérfanas de la ciudad, “por todo el tiempo que permanezca cerrado el seminario”. AAC, leg. 53. 49 Ley 186 del 7 de septiembre de 1858. Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos expedidos desde 1810 hasta 1873, Buenos Aires, La República, 1879, t. IV, pp. 149-150. Copia en AAC, leg. 38, t. I. 50 En el fondo Economato del Archivo Arzobispal de Córdoba existen dos reglamentos del seminario; uno sin fecha ni firma que por su forma podría ser de la primera mitad del siglo XIX, y un segundo reglamento que data de 1860. AAC, Economato (1812-1900).

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lo hacían otros en el de Loreto. La existencia de pasantes, estudiantes avanzados que ayudaban a los colegiales con las lecciones, fue una de las principales características de ese colegio desde el inicio. El seminario de Loreto intentará imponer esta modalidad pero la cortedad de sus recursos la hará inviable. El colegio de Monserrat funcionó de este modo, desde 1693, en que fue aprobada su fundación, hasta 1767, año de la expulsión jesuita. En 1782 la localización del colegio de Monserrat cambió para ubicarse al lado de la universidad, en unas habitaciones que habían pertenecido a los expulsos.51 Resulta interesante aquí introducir algunas líneas sobre la suerte del patrimonio educativo jesuítico luego de la expulsión. Para ello no podemos obviar la voz de Pedro Grenón. Según nos explica, por una cláusula del testamento de Duarte y Quiroz, el colegio sólo podía funcionar en manos de los jesuitas, lo que significaba que con su expulsión estas propiedades debían pasar a las temporalidades, disolviéndose el colegio y la universidad.52 Pero lo cierto es que esto no ocurrió en la práctica. Expulsados los jesuitas, los bienes de Duarte y Quiroz, el colegio de Monserrat y el colegio máximo pasaron a manos franciscanas y siguieron funcionando. Entonces, como vimos, los colegios convictorios eran un complemento necesario de la universidad y formaban parte del entramado educativo local sin ser, en sentido estricto, instituciones con docencia.53 No obstante, no era lo mismo pertenecer al Loreto que al Monserrat. Sin lugar a dudas, el colegio de Monserrat tuvo la fama y el prestigio de la propia compañía. Socialmente, haber pasado por las aulas o pertenecer al colegio de Monserrat no se comparaba con ser colegial del pobre y siempre decadente colegio de Loreto.54 Estas diferencias se pondrán de manifiesto en 1774, en ocasión de un conflicto que desnudó a la élite local. Muchos de los clérigos más destacados de Córdoba pasaron por las aulas del Monserrat y no por las del seminario. Ejemplos de esto son Gregorio En el lugar donado por Duarte y Quiroz se instalaron, por orden del obispo San Alberto, las Hermanas Terciarias Carmelitas y su colegio de Huérfanas, modificado. Sobre la educación de la niñas en Córdoba puede consultarse: Mónica Ghirardi, Dora Celton y Sonia Colantonio, op. cit., 2008. 52 Pedro Grenón, op. cit., 1970. 53 Algunos, como Enrique Martínez Paz, confunden la función actual de los seminarios con la que tenía por aquel entonces, véase su obra La formación histórica de la Provincia de Córdoba, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1941, pp. 220-231. 54 Según las cifras presentadas por Hernán Ramírez, los colegiales de Monserrat triplicaron por lo menos los de Loreto en el periodo franciscano y los duplicaron en la posindependencia. Al margen de la capacidad de cada establecimiento, la preferencia parece clara. Hernán Ramírez, La Universidad de Córdoba. Socialización y reproducción de la élite en el periodo colonial y principios del independiente, Córdoba, Ferreyra, 2003. 51

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Funes (1764), José Saturnino Allende (1804) o Pedro Ignacio de Castro Barros (1794),55 pero otros también lo hicieron por la aulas del seminario, como Sixto Funes, sobrino del deán, Valentín Ticera, Juan Bautista Marín, o José María Bedoya, importantes sacerdotes y políticos en la posindependencia. En 1807, con la transferencia de la universidad a manos del clero secular, el Monserrat quedó anexo a la, ahora sí, Universidad de San Carlos y Nuestra Señora de Monserrat. Ese año se nombró como rector del colegio, al deán de la catedral, Gregorio Funes, quien promoverá importantes reformas. En 1836 el régimen de convictorio o internado desapareció y el Monserrat se convirtió en colegio bajo la dependencia del gobierno de la Provincia. En 1854 el gobierno de la Confederación lo nacionalizó, convirtiéndolo en el colegio que conocemos hoy.56 De la casa de Altos Estudios a la Universidad Para seguir nuestro análisis, conviene precisar la información que hemos venido dando acerca de los estudios universitarios en Córdoba. Recordemos que la historia de dichos estudios comenzó en 1621, cuando el papa Gregorio XV concedió a la Compañía de Jesús, por el término de 10 años, que su colegio máximo o mayor otorgara títulos de teología y artes, pero sólo a futuros sacerdotes. En 1634 un nuevo papa, Urbano VIII, confirmó la concesión de 1621, pero esta vez sin límite de tiempo. Más de un siglo después, en 1764, en vísperas de la expulsión, el colegio Máximo comenzó a admitir estudiantes seglares, y sólo a finales del siglo xviii a otorgar título de doctor a clérigos regulares. La importancia de la universidad, y con ella del Monserrat como centro de poder, fue percibida por el obispo fray Manuel Mercadillo (1699-1704). Esta hegemonía, sumada a los conflictos en los que rápidamente se vio implicado, llevaron al prelado dominico a idear otra universidad para su diócesis, pero en el ámbito del convento dominico de Córdoba. Su idea era que allí estudiasen los seminaristas de Loreto, que dependían de su jurisdicción diocesana.57 Pese al fracaso de la iniciativa, y al hecho de que en parte haya sido pensada en el marco de una disputa que mantuvo el obispo con 55 Pedro Grenón, Catálogo de los primeros alumnos del Montserrat, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1948. 56 Pedro Grenón, El Montserrat..., 1970. 57 La idea de Mercadillo es mencionada, entre otros, por José María Arancibia-Nelson Dellaferrera, “El sínodo del obispo Mercadillo, Córdoba 1700”, en Revista Teología, t. XVI, núm. 34, 1980, pp. 3-32.

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diversos sectores de la élite local, interesa considerar que la resistencia al proyecto de Mercadillo fue eficaz y permitió conservar para la ex casa de altos estudios jesuita, más tarde Universidad de Córdoba, su condición de único centro de estudios de la región. Gráfica 3 Cantidad de alumnos del seminario de Loreto y del colegio de Monserrat (1795-1808) 30 25

Años

20 Loreto Monserrat

15 10 5

1808

1807

1806

1805

1804

1803

1802

1801

1800

1799

1798

1797

1796

1795

0

Cantidad Fuente: seminario de Loreto, elaborado con datos del AAC; Colegio de Monserrat, tomados del libro de Hernán Ramírez, La Universidad de Córdoba... p. 142.

Luego de la expulsión de los padres ignacianos, la universidad pasó a manos de los franciscanos. Esta decisión estuvo promovida, entre otros, por el obispo del Tucumán, Manuel Abad Ileana, acérrimo enemigo de los jesuitas. Según se suele argumentar, el obispo consideraba que el clero secular, formado durante el periodo en que la compañía estuvo a cargo de la formación universitaria, continuaría las enseñanzas de los desterrados, y esa explicación habría sido suficiente por aquel entonces.58 Sin embargo, creemos que los motivos que influyeron para que los franciscanos tomaran en sus manos la universidad fueron, seguramente, muchos otros, entre ellos la disponibilidad de hombres preparados para asumir las cátedras universitarias que había en el convento de San Jorge de Córdoba, y el hecho de que aceptaron dictar las clases sin exigir ninguna remuneración a cambio, absorbiendo en gran parte los costos de la institución. 58 Argumentación del Deán Gregorio Funes en su libro Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos-Ayres y Tucumán, Buenos Aires, Benavente, 1817.

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En 1785 el obispo San Alberto escribía al virrey Vértiz una esclarecedora carta sobre la situación de la universidad: “Esta universidad no lo era formalmente y en rigor, no siendo ni habiendo sido sus principios más que unos estudios generales de jesuitas con privilegio pontificio para dar grados, con leyes formadas por el provincial Rada y aprobadas, según se dice (aunque no consta), por el rey nuestro señor”.59 Los dichos de San Alberto parecen estar en sintonía con lo expresado por el padre Pedro Grenón, quien afirmó que con la expulsión de los jesuitas “ni Bucarelli, ni los franciscanos, ni el clero secular cayeron en la cuenta de que la universidad jesuítica había muerto y dejado de existir en la misma noche de la expulsión, al cesar la autorización para otorgar grados académicos, privilegio concedido exclusivamente al colegio máximo extinguido”. Es más, prosigue Grenón, “...los Padres franciscanos... [estuvieron] confiriendo títulos universitarios totalmente nulos e inválidos durante cuarenta años, pues no tenían autorización de nadie para otorgarlos”.60 En 1807 la orden seráfica dejó la universidad forzada por una orden del virrey Liniers, quien hizo cumplir la real cédula del 1º de diciembre de 1800. Por esa real cédula se volvía a fundar la universidad llamándola de “San Carlos y Nuestra Señora de Monserrat”, ya que se unía la Casa de Altos Estudios al colegio convictorio y ambas instituciones quedaban en manos del clero secular. La real cédula del 1º de diciembre solicitaba además que el nuevo rector, el deán Gregorio Funes, estudiase la situación de la estancia de Caroya, situada en las afueras de la ciudad, que le pertenecía ahora a la universidad y era donde tomaban su recle anual los estudiantes. Aparentemente dicho establecimiento producía pérdidas y debía definirse qué hacer con él. Por otro lado, el rey solicitaba que no se atribuyeran más becas que las estrictamente necesarias y que para todo ello se consultaran las resoluciones tomadas por el rector del colegio San Juan Bautista de la Plata (Charcas) y se concedió a los colegiales, en tanto parte de la universidad, los fueros académicos.61 Respecto de las materias que se estudiaban en la universidad, someramente podemos decir que para el periodo en examen las disciplinas estudiadas en Córdoba eran artes [“de pensar”], que comprendían las materias de lógica, física y metafísica, y teología, cuyas materias eran moral y teología En Archivo General de la Nación de Argentina (en adelante AGN Argentina), IX4, 4, exp. 348, citado en Cayetano Bruno, La Iglesia en la Argentina. Cuatrocientos años de historia, Centro Salesiano de Estudios, Buenos Aires, 1993, p. 328. 60 Pedro Grenón, El Montserrat..., 1970, p. 12. 61 Cf. AAC, leg. 12. 59

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de prima y vísperas y más tarde escritura e historia sagrada.62 Los primeros grados académicos que se podían obtener eran los de bachiller, licenciado y/o maestro en artes; y bachiller, licenciado y/o doctor en teología. El 12 de marzo de 1791 se fundó la cátedra de instituta, sentando las bases de lo que más tarde sería la carrera de derecho. Su primer profesor fue el doctor Victorino Rodríguez,63 y la primera promoción obtuvo su título de bachiller en leyes en 1796. Los interesados en obtener la habilitación como abogados debían realizar sus prácticas en el foro durante 4 años, y esto sólo era posible en la Academia Carolina de Charcas o bien en la real audiencia de Buenos Aires. La mayoría se inclinaba por la prestigiosa academia altoperuana porque aquél era un espacio de formación y práctica forense al mismo tiempo.64 Luego de la independencia de las Provincias Unidas, ocurrida en 1816, en Buenos Aires se fundó una academia de jurisprudencia. En 1820, al autonomizarse política y administrativamente la provincia de Córdoba, los aspirantes al foro realizaban sus prácticas en estudios jurídicos locales y luego era el gobernador quien extendía el título y licencia respectivos. El 9 de febrero de 1821 se fundó una Academia Teórica y Práctica de jurisprudencia en Córdoba, pero aparentemente no entró en funcionamiento.65 El problema para el desarrollo de esta rama de estudios parece haber sido la falta de libros y medios para pagar profesores; sin embargo, una vez fundados siguieron adelante. El 1808 se estudiaban, además de instituta, derecho real y canónico. Entre 1813 y 1815, el plan sufrió una reforma promovida por el rector Funes.66 Según ésta los estudios de derecho constarían de cuatro años, en los que se verían: instituta, según el texto de Daniel Galtier Paráfrasis de Teófilo; derecho canónico, con el libro de Juan Devoti, Institutionen Canonicarum; leyes del Estado (importantísima reforma) y derecho natural y de gentes, según la versión compendiada de los clásicos Grocio y Puffendorf realizada por Heineccio. Para la parte de retórica se usaba el texto de Carlos 62 Norberto Rodríguez Bustamante, Debate parlamentario sobre la ley Avellaneda, Buenos Aires, Solar, 1981, Introducción: “Antecedentes de la enseñanza superior en el país hasta 1885”. 63 Había estudiado Jurisprudencia en Charcas y era abogado de la real audiencia. 64 Sobre esta academia recomendamos consultar: Clément Thibaud, “La Academia Carolina de Charcas: una ‘escuela de dirigentes’ para la independencia”, en El siglo XXI, Bolivia y América Latina, La Paz-Muela del Diablo, IFEA, 1997, pp. 39-60. 65 Más datos pueden consultarse en Carlos Luque Colombres, “El grado universitario, el título de abogado y la práctica forense en Córdoba”, en Carlos Luque Colombres, Para la historia de Córdoba, Córdoba, Biffignandi, 1971, t. I, pp. 347-359. 66 El plan de estudios se encuentra reproducido en Estudios, núm. 3, Universidad Nacional de Córdoba, pp. 217-253.

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Batteux, Curso de bellas artes. A partir de 1824 se instaura el grado académico de doctor en derecho civil y canónico.67 La importancia de este espacio de formación académica, independientemente de sus avatares y sus crisis, fue fundamental en la formación de los cuadros burocráticos administrativos del espacio rioplatense. Esto se refleja, por ejemplo, en el hecho de que la mitad de los congresales que declararon la independencia de las Provincias Unidas en 1816 habían pasado por los claustros cordobeses. Pero también puede verse en el ámbito eclesiástico, ya que sabemos que de los casi 60 clérigos seculares que ocuparon algún lugar privilegiado en la administración de la Iglesia de la diócesis de Córdoba entre 1808 y 1852, 80 por ciento había realizado sus estudios en la Universidad de Córdoba. De forma tal que dicha universidad constituyó una importante matriz de formación intelectual en la región durante el periodo que estudiamos.

La universidad como ámbito de encuentro de las élites regionales Como bien ha sido señalado,68 el destino de la universidad y, me permito agregar, del resto de los espacios ligados a la formación de la juventud, como el seminario, estaba directamente vinculado con los intereses de los sectores prominentes de la sociedad, como los miembros del cabildo secular, espacio en el cual, según señala la historiadora Ana Inés Punta, hubo familias enteras que se turnaron en el ejercicio del poder. Esto habría ocurrido, por ejemplo, entre 1730 y 1760, cuando los Echenique y sus allegados ocuparon el espacio capitular, sucedidos luego por los Allende y sus parientes.69 Esta situación habría sido posible, entre otras cosas, gracias al sistema de compra de cargos. Con la llegada del primer gobernador Intendente de Córdoba, marqués Rafael de Sobre Monte, en Cfr. Enrique Martínez Paz, Constituciones de la Universidad de Córdoba, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1944. Es importante recordar que a partir de 1864 los estudios en la Universidad de Córdoba se renovarán, suprimiéndose por ejemplo la Facultad de Teología y modernizandose los de derecho civil. Además, las constituciones y la forma de ocupación de las cátedras quedó supeditada a concursos de oposición. Ver: Pablo Buchbinder, Historia de las universidades argentinas, Buenos Aires, Sudamericana, 2005. 68 “Las reformas en la universidad no podrían haber llegado a buen puerto sin el apoyo de los grupos de poder locales, aquellos que eran económicamente fuertes y manejaban los hilos de la política a través del Cabildo, quienes enviaban a sus hijos a la universidad —y habían egresado, en su mayoría de sus aulas—, para que continuaran la labor emprendida”. Silvano G. A. Benito Moya, op. cit., 2000, p. 54. 69 Las familias Usandivaras, Salguero, Xigena, De la Quintana y Arrascaeta. 67

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1784,70 en conformidad con el espíritu Borbón de la época, se produciría “una paulatina separación entre las funciones de gobierno y del ejercicio del poder”,71 ampliando, curiosamente, las posibilidades de participación social de la élites locales. Como consecuencia de la expulsión de los jesuitas y como ocurrió en casi todas partes, la ciudad se dividió entre aquellos que apoyaban a los expulsos y el sector que festejaba su extrañamiento. En Córdoba estos grupos tomaron el nombre de “funistas” por aquellos que acordando con la familia Funes apoyaban a la compañía, y “sobremontistas”, los que detrás del gobernador intendente Sobremonte y de la familia Rodríguez festejaron la partida de los Ignacianos.72 Este brevísimo relato de la situación cordobesa sirve a los fines de presentar el marco en que se desarrollan los conflictos que nos interesan especialmente, por estar vinculados al espacio académico local. A continuación nos ocuparemos de analizar, desde la óptica del poder, el conflicto ocurrido en los años 1774 y 1775 entre las autoridades del seminario conciliar y la universidad, disputa que —a nuestro juicio— puso de relieve varias cuestiones, más allá de los conflictos entre seculares y regulares, como ha sido interpretado habitualmente. Por un lado, reveló, una vez más, las diferencias que atravesaban a los diversos sectores de la élite. Por otro, deja ver la imagen y la cosmovisión corporativa que la sociedad cordobesa tenía de sí misma y de “cómo debían funcionar las cosas”. Luego de presentar este episodio, atenderemos el desarrollo del traspaso de la universidad de manos franciscanas a seculares, acontecimiento que marcó, una vez más, como en 1774-1775, un punto de conflicto dentro de la élite local, y que nos permitirá ver cómo los ámbitos de la educación fueron también enclaves de poder sujetos, como todos, a los avatares de la coyuntura. Cholos, bandoleros, malcriados y pícaros73 Recordemos, de nuevo que, la expulsión de los jesuitas puso en manos de los franciscanos la Universidad de Córdoba, que tenía adjunto el colegio convicSobre Monte dejó Córdoba en 1797 para convertirse en virrey del Río de la Plata en 1804. Ana Inés Punta, op. cit., 1998, p. 254. Recomiendo este texto para la comprensión de las postrimerías del periodo colonial. 72 Sobre esta cuestión es mucho lo escrito. Remito al lector a la síntesis que realicé en Funcionarios de Dios y de la República... 73 Dichos que según los colegiales de Loreto fueron expresados por el rector hacia ellos. AAC, leg. 12, “Quaderno 1º de Autos sobre lo obrado por el Padre Pedro Nolasco Barrientos rector de la Universidad de Córdoba, contra el Dr. Joseph Antonio Moyano, rector del seminario de Loreto. Son cinco cuadernos”. 70

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torio de Monserrat. El seminario conciliar, mientras tanto, seguía en manos de los seculares y sus alumnos estaban adscritos a las clases que se dictaban en la universidad. Entre 1774 y 1775 se produjo un conflicto protagonizado por los colegiales del seminario y las autoridades y maestros de la universidad que puso de manifiesto el débil equilibrio de fuerzas de las partes, el deseo de las autoridades diocesanas de hacerse del gobierno de la alta casa de estudios, y el gran poder que tenían las instancias administrativas.74 Corría el año de 1774 cuando la presencia del rector del seminario de Loreto en la universidad creó un gran alboroto. Según se supo después, el rector Moyano había acompañado a sus alumnos a presentar una queja ante las autoridades de la Casa de Altos Estudios. Retirando previamente a los seminaristas de la clase de metafísica, Moyano y los loretanos se presentaron ante el rector de la universidad, fray Barrientos. Conforme al relato que los seminaristas hicieron a Moyano, en la universidad se los miraba “con desprecio [...] como si en realidad no fuesen miembros de ella”. El inconveniente parece haber empezado en las clases de metafísica que dictaba el lector fray Casimiro Ibarrola, donde asistían tanto los colegiales del seminario de Loreto y del colegio de Monserrat como los manteístas.75 Los seminaristas se quejaron de ser ignorados y maltratados por el maestro, quien llegó “hasta ponerles las manos [...] arrebatado en cólera”. En una ocasión, decían, “...este religioso, se levantó y asiéndole [a Vicente Isasmedi] fuertemente del cogote, dio en tierra con él dándole fuertes golpes”.76 Aparentemente, éste fue el episodio que provocó las palabras del rector fray Pedro Nolasco Barrientos, que elegimos para el título de este apartado, cuando llamó a los colegiales de Loreto “cholos, bandoleros, mal criados y pícaros”.77 El rector del seminario, el presbítero José Antonio Moyano, entendió estos hechos como una afrenta y cedió a los ruegos de sus alumnos, quienes le pidieron que interviniera, ya que, “antes que volver a la clase a ser estropajo de su maestro”, preferían abandonar sus estudios. A los fines de aclarar las cosas, se conformó un expediente que contó con el testimonio de nueve alumnos. Todos se refirieron al trato diferencial que recibían por Remitimos al texto de Silvano G. A. Benito Moya, op. cit., 2000, y al de Hernán Ramírez, op. cit., 2003, quien, a nuestro juicio, ha analizado acertadamente este conflicto. 75 Los manteístas eran aquellos alumnos que durante la época de clases vivían en casas particulares. 76 AAC, leg. 12, “Quaderno 1º de Autos sobre lo obrado por el Padre Pedro Nolasco Barrientos rector de la Universidad de Córdoba, contra el Dr. Joseph Antonio Moyano, rector del seminario de Loreto. Son cinco cuadernos”. 77 Loc. cit. 74

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su condición de seminaristas: “...porque con ocasión de hallarse en el colegio de Monserrate los maestros de la universidad, y el cancelario y rector de ellos serlo también de dicho colegio se han arrogado todas las gracias y preeminencias de la universidad a los alumnos del colegio...”.78 A estos argumentos se agregaron otros en el mismo sentido. Tal vez sea interesante traer a colación que los problemas entre la universidad y el seminario parecen más antiguos, y el conflicto de 1774 sólo sería una expresión de lo que el anterior rector del seminario y algunos seminaristas mencionan cuando dicen que los padres de familia eran aconsejados para que no ingresaran sus hijos al seminario, “porque era para atrasarse en la carrera literal, y ni disfrutarían de los honores que dispensa la universidad”.79 Nos preguntamos, entonces, qué cuestiones podrían haber motivado el conflicto, además de las incuestionables diferencias y resquemores entre regulares y seculares. En junio del mismo año, el provisor del obispado, Pedro José Gutiérrez, decide que, dada la usual negativa del rector Barrientos para que los manteístas participaran de la prestigiosa celebración de Corpus Christi, no se presentase ninguno a dicha celebración. En seguida se suscitaron varios hechos interesantes. Lo primero es que bajo las presiones del rector Barrientos y de sus contactos políticos en la junta de temporalidades, el provisor Gutiérrez destituyó al rector Moyano, aunque fue restituido unas semanas después. El malestar, como vemos, estaba bien instalado. Gracias a la indagatoria, se puede saber que una de las críticas que los colegiales del real seminario le hacían a Barrientos era que muchos de los maestros eran al mismo tiempo sus condiscípulos. Se decía en el informe que esto ocurría así porque eran franciscanos y dilectos del rector. Tales afirmaciones quedaron en evidencia en la mayoría de las declaraciones. Uno de los seminaristas dijo que el rector, “llamándoles a estos [se refiere a los de Loreto] continuamente en público universidad de díscolos, malcriados o indignos ensalzando al mismo tiempo a los colegiales de Monserrate, con quienes, como que vivían juntos todo era, chanzas, juegos y divertimentos... jactándose de la familiaridad”.80 Evidentemente algunos de los argumentos esgrimidos por los colegiales de Loreto parecen plausibles, aunque se hayan AAC, leg. 11, Alegato de los alumnos, f. 22. La cursiva es mía. Ibid., f. 18. En la declaración de Domingo Guerrero, ex colegial de Monserrat y de la universidad, cura y vicario de Río Seco, se puede leer: “Es constante así mismo, que dichos padres catedráticos y Padre rector de la universidad ven con desagrado y desprecio a los colegiales del Real seminario de Loreto con el animo de que los escolares solo vistan la beca de su colegio de lo que resulta el atraso del Real seminario...”. 80 Ibid., f. 22. 78 79

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exagerado: “la familiaridad” de que se habla debe de haber franqueado más de una puerta. Los inconvenientes continuaron y encontraron su término con la desvinculación del seminario de la universidad en junio de 1774. Este hecho marcará un quiebre y propiciará la decadencia de la institución durante algunos años, situación que va a revertirse recién terminando el siglo xviii. Si los loretanos no asistían a las aulas de la universidad ¿quién daría las clases para los seminaristas? Ése fue uno de los grandes problemas que llevaron a las autoridades a revisar la medida y buscar una solución pacífica. Aunque ciertamente este conflicto podría leerse, como se ha hecho, en términos de una disputa más entre regulares y seculares,81 no podemos dejar de señalar que este altercado excede el encono clásicamente señalado y se vincula, sobre todo, con las pujas por lograr el control de la mayor parte de los espacios de poder local y pone de manifiesto la unión indisociable que existía entre la universidad y el Monserrat. Si miramos quiénes están discutiendo, vemos, por un lado, al rector franciscano y su grupo, que contaban con el sostén del virrey y con una parte de la élite local que había apoyado la expulsión de la compañía; por otro, estaba el rector Moyano, miembro de la élite local, cuya familia tenía importancia y estaba unida a los Echenique,82 los Cabrera, los Olmedo y los Allende.83 En tercer término, hay que considerar a aquellos nueve estudiantes que frecuentaban las clases de Ibarrola por los que se inició el primer conflicto de 1774. Todos eran originarios de la jurisdicción del Tucumán, aunque de distintas ciudades. Cuatro eran de Santiago del Estero, uno de la ciudad de San Miguel de Tucumán, otro de la ciudad de Salta y los otros tres de Córdoba. Ninguno pertenecía a familias muy destacadas de la región, motivo por el cual podríamos suponer que la queja tenía algún viso de realidad, ya que referirse como “cholos” a jóvenes de estas procedencias no sería raro. Sobre todo porque Ibarrola no corría mucho riesgo tratándolos de esa manera, dada su extracción social y la condición de “segundones” de estos nueve estudiantes de Loreto. Todas estas cuestiones podrían explicar las palabras desmedidas del rector de la universidad, quien habría desestimado el alcance del asunto. Sin embargo, no sólo Moyano sintió las palabras y el trato propiciado por Barrientos a sus alumnos como una afrenta institucional y personal, sino que del mismo lado se alinearían el obispo Moscoso y Peralta, ausente en el Cf. el análisis de Hernán Ramírez, op. cit., 2003, pp. 56-60. Recordemos que el rector anterior a Moyano había sido Bernabé Echenique. 83 Los Allende eran muy influyentes desde mediados del 1770 y por sí mismos o por sus allegados ocupaban los lugares más destacados del cabildo de la ciudad de Córdoba. 81 82

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sínodo de Charcas,84 quien era, al igual que Argandoña, simpatizante de los jesuitas, y los allegados a la familia Funes, emparentados con los Allende. Justamente uno de sus miembros, Gregorio, alcanzaría en los años siguientes gran notoriedad, y la universidad tendría que ver con ella.85

Refundación de la universidad: el triunfo de los Funes El resultado más relevante de las disputas de los años setenta fue el traspaso de la universidad de manos franciscanas a las del clero secular, según orden de 1800. Pero la cesión no fue ni automática ni fácil de lograr. A la separación del seminario de la universidad, siguieron los problemas de cómo organizar las clases en el seminario y luego cómo validar los cursos realizados en él, sumados a la discusión de quién y cómo se otorgarían los diplomas que acreditaran los grados académicos. Según señala Silvano Benito Moya, en 1785 el obispo fray Juan Antonio de San Alberto escribía al virrey del Río de la Plata, marqués de Loreto, una carta en la que relataba la difícil situación que atravesaba el seminario sin maestros que quisieran dictar las cátedras, “por experiencia de ver que trabajaban sin interés alguno se cansaron prontamente; hubo cien mudanzas de maestros”.86 Esta situación volvió a poner en duda la legitimidad de la separación, y sobre todo los motivos reales de la decisión. Para tratar de entender lo que ocurrió vale la pena recordar que el poder real sobre la universidad y el colegio Montserrat, durante la gestión de los jesuitas, fue nulo. No obstante, cuando los franciscanos se hicieron cargo de la casa de estudios, teniendo en cuenta el marco de las reformas y el nuevo cariz de la monarquía, la universidad pasó a depender de aquellos que ejercían el vicepatronato. La falta de insistencia del obispo San Alberto para que se efectuase el traspaso de la universidad a los seculares podría entenderse como el 84 Juan Manuel Moscoso y Peralta (1778-1788), acusado de complicidad con los revolucionarios de Túpac Amaru, fue llevado a Madrid para el proceso judicial. Carlos IV declaró su inocencia y lo promovió al arzobispado de Granada. 85 Gregorio Funes fue un intelectual que escribió gran parte de los textos que justificaron la ruptura con la metrópoli. Pasó a la historia por su destacada actuación política, hija de una necesaria transformación de su carrera que no pudo terminar, como él deseaba, en la mitra de Córdoba. La cantidad de obras sobre su persona es enorme, y como cuenta con una autobiografía sugerimos su lectura como primer paso. Cf. número especial del Centro de Estudios Avanzados dedicado a Funes, “Escritos políticos del Deán Gregorio Funes (18101811)”, Estudios, núm. 11-12, enero-diciembre de 1999. 86 Citado por Benito Moya, op. cit., 2000, p. 77.

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resultado de la evaluación que el propio prelado hacía de la situación del clero secular local, y sobre todo de las diferencias que dividían la ciudad. Pero, además, otra situación bien concreta lo preocupaba: las rentas de la universidad, ya que ésta no contaba con un fondo destinado a su manutención. Aquí nuevamente vale la pena recordar el alivio que debe de haber resultado para la corona que los franciscanos se hicieran cargo de la universidad. Pese a las controversias, éstos proveyeron de maestros propios a la casa de estudios sin pedir nada a cambio. En 1783, San Alberto veía la cuestión como inmodificable. Con la llegada del primer gobernador intendente de Córdoba, marqués Rafael de Sobre Monte, en 1784, el equilibrio de fuerzas volvió a ponerse en jaque. Primeramente porque ingresaba al ámbito local un nuevo funcionario cuyo poder era superior al de los cabildeantes, y en gran parte tenía varias de las atribuciones del virrey, aunque esto había que demostrarlo. El nuevo funcionario combinó una serie de decisiones con la intención de lograr legitimidad. Primero, dirigió sus acciones a obtener para su ejercicio todo el poder que le daba la letra de la real ordenanza de intendentes y las leyes de Indias. Por eso insistió al virrey en recuperar su poder de vicepatrono de la jurisdicción, situación que le permitiría, a su juicio, resolver muchas cuestiones, entre las que se contaba la suerte de la universidad. En segundo lugar, su estrategia fue la de incorporarse a uno de los dos grupos que dividían la sociedad local: los antijesuitas, acólitos de los Rodríguez y su parentela en sentido amplio. Pese a los esfuerzos realizados por Sobre Monte para lograr poner orden en las reuniones de claustro que dividían con virulencia a los cordobeses, no logró que lo habilitaran para ejercer el patronato, prerrogativa preciosa que prefirió guardarse el virrey marqués de Loreto alegando los usos y costumbres. A finales del siglo xviii el cabildo eclesiástico se decidió —posiblemente alentado por su magistral Gregorio Funes— a pleitear por el traspaso definitivo de la universidad a manos seculares. Ciertamente la real cédula del 1º de diciembre de 1800 debe mucho al tesón con que Gregorio y su hermano, el alcalde de primer voto, Ambrosio, pelearon el asunto sin escatimar argumentos de toda índole y recursos personales. Pese a que, como ya señalamos la orden de traspaso estaba lista desde 1800, la refundación tuvo que esperar otros siete años hasta que, en 1808, el clero secular pudo tomar posesión de la nueva universidad.87 El primer rector de la flamante 87 Los pormenores de este asunto pueden consultarse en Juan Garro, op. cit., 1882, pp. 207-216.

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institución fue Gregorio Funes, que coronaba así su triunfo.88 En este desenlace, nuevamente, tuvo mucho que ver la política local y sobre todo las redes relacionales de los actores. Luego de unos pocos años de estar en la cima del poder en el cargo de virrey, entre 1804 y 1807, Sobre Monte y sus partidarios caían en la más grande de las desgracias. En 1806 los ingleses invadían las costas del Río de la Plata, apoderándose de la ciudad de Buenos Aires, pero serían expulsados en 1807 por el propio pueblo de Buenos Aires, dirigido por el comandante general de armas de la ciudad, el francés al servicio de España, Santiago de Liniers. El cabildo decidió la destitución del virrey de Sobre Monte, a quien se juzgó de cobarde y timorato durante la ocupación inglesa. Impulsado por el predicamento obtenido entre el pueblo de Buenos Aires, se eligió para sucederlo al comandante Liniers.89 Victorino Rodríguez, quien había ocupado el puesto de gobernador intendente interino de Córdoba a la partida de Sobre Monte, y que, como se recordará, era enemigo de los Funes, acompañó en su suerte al virrey “destronado” por el pueblo de Buenos Aires. Pero, en esta coyuntura, otros sucesos se sumaron para dar un giro a la suerte de los Funes y su grupo. En 1805 había vacado la mitra cordobesa por la muerte del obispo Mariano Moscoso, y el deán Funes preparó, sin éxito, su candidatura para reemplazarlo. No obstante, los acontecimientos que sucedieron a la invasión a Buenos Aires fueron vertiginosos y definieron la situación política del flamante virreinato. Como ya ha sido señalado hace más de tres décadas por Tulio Halperin Donghi, la invasión a Buenos Aires enseñó por lo menos a magistrados y funcionarios un nuevo tipo de relación con la autoridad suprema en la que es ésta la que solicita —con amenaza, con la promesa— una adhesión que antes ni siquiera se había discutido; les enseñó entonces a descubrir una nueva dimensión más estrictamente política para las actividades de corporaciones y magistraturas, nada de lo que ocurrió hasta 1810 podría invitarlos a dudar de la verdad esencial de este descubrimiento.90

Una novedad que vino de la mano del traspaso de la universidad a manos seculares fue que algunos seglares pudieron ocupar el cargo de rector innovando de forma interesante una larga tradición de clérigos en ese cargo. Éste fue el caso de Miguel de Zamalloa, rector de la universidad entre 1811 y 1812. 89 Valentina Ayrolo et al., Enfoques y miradas sobre las invasiones inglesas al Río de La Plata, Cuaderno de trabajo docente: Proyecto Bicentenarios, Problemas y debates del siglo XIX, Mar del Plata, 2006. La elección de Liniers como Virrey fue convalidada por las autoridades monárquicas. 90 Tulio Halperin Donghi, op. cit., 1972, pp. 137-138. 88

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En 1809 llegaba a Córdoba el nuevo obispo, el premostratense español Rodrigo Antonio de Orellana. Hasta ese entonces Funes había actuado como provisor del obispado, no sin haber generado mucha oposición dentro del propio cabildo, donde los partidarios de la facción sobremontista tenían más de un miembro. La llegada de Funes al rectorado, como señalamos más arriba, se debió en parte a la intervención del virrey Liniers, con quien su hermano Ambrosio y él mismo tenían fluidas relaciones de negocios y amistad. La llegada de Orellana agregó un nuevo sinsabor al deán Funes, quien también será desplazado del rectorado que pasará a ocupar, por corto tiempo, el nuevo obispo. Así, en 1808, acompañando, sin saberlo, los ritmos de la política, la universidad cerraba un ciclo, habiendo demostrado, una vez más, su condición de espacio de poder simbólico, económico y político, por el que hasta ese momento había valido la pena luchar. Reflexiones finales La Universidad de Córdoba comenzó siendo una casa de Altos Estudios (1613) con permiso real para conceder títulos de grado universitario a sus alumnos. Administrada por los jesuitas, en sus aulas se formaban futuros sacerdotes. La corona, según las cláusulas de la concesión, no tenía ninguna ingerencia en la administración. En 1767, con la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios españoles, la universidad pasó a manos franciscanas a sugerencia del gobernador de Buenos Aires, Francisco de Bucarelli y Ursúa, y con el apoyo del obispo del Tucumán Abad e Ileana. Desde ese momento y hasta 1807 funcionó bajo la dirección de los franciscanos; durante esta gestión comenzaron a otorgarse títulos no sólo a aquellos que aspiraban a la vida sacerdotal.91 Como vimos, desde 1800 el clero secular, en la voz del deán Gregorio Funes, había iniciado acciones tendientes a lograr que la universidad pasara a manos seculares. Los resultados de dicha gestión se vieron apenas en 1808. Desde ese momento y hasta 1820 la institución funcionó administrada por los seculares. En 1820 fue el gobierno de la provincia autónoma de Córdoba el que se hizo cargo de ella. 91 Cf. Silvano G. A. Benito Moya, “Las luces de la pobreza. Franciscanos y Reforma en la Universidad de Córdoba del Tucumán”, Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de Estudios sobre la Universidad, vol. 11, núm. 1, 2008, pp. 67-85.

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Aunque la importancia de la universidad fue innegable, parece evidente que su lugar especial en el universo de instituciones locales no permaneció inmutable durante todo el periodo que aquí estudiamos. Si durante la época de los jesuitas y en épocas de los franciscanos fue un espacio de poder muy interesante, esto se modificó con la llegada de los seculares a su gobierno. Así lo materializa la trayectoria individual de un personaje como Gregorio Funes, quien desde finales del siglo xviii había luchado por hacerse del control de la universidad como una de las llaves del poder local, pero cuyo interés, entrado el siglo xix, con el estallido de la Revolución, parece modificarse.92 Si el Funes clérigo “colonial” vio en la universidad un espacio de poder interesante, el Funes de 1810 ve en la política una nueva y última oportunidad de protagonismo que rápidamente se concreta. Esta situación, que no es privativa de las personas sino que también influye en las instituciones, tiene, a nuestro juicio, una relación directa con dos cuestiones; por un lado, el debilitamiento paulatino que va a sufrir la estructura diocesana local que quedará sin obispo desde 1815 y sobre la cual ejercerán su poder patronal los diversos gobiernos, modificando el paisaje diocesano de forma irreversible;93 por otro, la contemporaneidad del traspaso de la universidad a los seculares y el inicio del proceso de Independencia. Estos hechos debilitaron y pauperizaron la institución, inaugurando un periodo de franca decadencia que se manifestará en la carencia de libros y profesores, y en la penuria presupuestaria.94 Situación de la que será rescatada, con esfuerzo, por el Estado nacional en 1854. La coyuntura de la revolución y la guerra de Independencia nos permiten arribar a otras conclusiones. En lo que respecta al seminario de Loreto, a partir de los datos que tenemos para los años posteriores a la Independencia podemos suponer su paulatina decadencia, hecho que se materializaba, por 92 No podemos dejar de señalar que la no obtención de la mitra cordobesa debe de haber influido grandemente en sus decisiones posteriores. 93 Sobre el particular puede verse mi libro: Funcionarios de Dios y de la República... 94 En 1847 la universidad parecía francamente en crisis. Su rector decía: “por la escasez de fondos necesarios para su sostén [se refiere a la universidad] ya por la falta de libros adaptables a su enseñanza y ya, si podemos decirlo, por falta de una constitución orgánica que corresponda a los métodos adoptados en los estudios modernos”. En referencia al estado de los textos, específicamente agregaba: “la Biblioteca del establecimiento demasiado útil en la universidad, pero que atestada de obras truncas y de otras inútiles apenas presenta un menguado provecho”. AHPC, Gobierno, t. 197. Sobre el particular nos explayamos en “Los caminos de las noticias en la sociabilidad cordobesa. Libros, bibliotecas y saberes entre la colonia y la independencia”, en Rosalía Baltar y Carlos Hudson (comps.), Figuraciones del siglo XIX. Libros, escenarios y miradas, Mar del Plata, Finisterre/Universidad Nacional de Mar del Plata, 2007, pp. 17-38.

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ejemplo, en la caída notoria de su matrícula a partir de 1820 y su cierre en 1838. Dicha caída podría estar motivada no sólo por la crisis política y/o por los continuos problemas financieros, sino también por el traspaso de la universidad y del colegio de Monserrat a manos del escaso clero secular.95 Curiosamente, este cambio en la administración de las tres instituciones convertirá al seminario en una institución obsoleta, cuya función tridentina —la de ser un espacio de formación para el futuro clero local— pasaría a ser cumplida por el colegio de Monserrat y la universidad, propiciando la pervivencia de un único espacio de formación para todos los jóvenes de la región. Para cerrar nuestro análisis podemos decir que desde finales del siglo xviii, en el marco de lo cambios generales producidos en la monarquía española y luego con la Independencia, la Universidad de Córdoba, único centro de preparación formal de los jóvenes de la región, será un semillero de funcionarios. Fue un lugar donde se concretaban prácticas de aprendizaje formal e informal de ejercicio de distintos conocimientos y técnicas, cuya importancia trasuntará, más tarde, en la capacidad de aquellos hombres formados en Córdoba de articular experiencias, saberes y relaciones. Así, tanto la universidad como el seminario de Loreto y el convictorio de Monserrat fueron espacios formales pero también informales, de encuentro entre pares y ámbitos de enseñanza, donde sus integrantes aprendieron, repitieron, asentaron e inventaron prácticas de sociabilidad; donde la convivencia cotidiana propuso y cristalizó algunos roles individuales y sociales; donde, en ámbitos de estudio comunes, se establecieron luchas por poder, pero también se acordaron estrategias, se crearon facciones nuevas, se compartieron libros, nuevas ideas, teorías; donde, finalmente, se entretejieron vínculos relacionales que servirían de una forma u otra para la construcción de sus identidades individuales políticas y sociales, pero también identidades colectivas de los espacios independientes del Río de la Plata.

Sobre el tema trabajamos en: “Cura de almas. Aproximación al clero secular de la diócesis de Córdoba del Tucumán, en la primera mitad del siglo XIX”, Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales, XVI, Universidad Nacional de Centro de la Provincia de Buenos Aires, Tandil, 2001, pp. 421-443. 95

Espacios de saber, espacios de poder. Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamerica. Siglos xvi-xix, editado por el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, se terminó de imprimir en septiembre de 2013 en los talleres de Servicio Fototipográfico S.A. de C.V. (Francisco Landino núm. 44, Col. Miguel Hidalgo, C. P. 13200, Tláhuac, D. F.). En su composición se utilizó la familia tipográfica Book Antiqua (de 8, 9, 10, 11, 12 y 16 puntos). Los interiores se imprimieron en papel bond ahuesado de 75 gramos y las portadas en cartulina couché de 250 gramos. La formación tipográfica estuvo a cargo de Margarita Aguilar Moreno y Diana Moctezuma Olvera. La edición consta de 500 ejemplares.

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