Los espacios coloniales en las crónicas de Berbería 9783954870936

Analiza la función literaria de determinados espacios norteafricanos y turcos, tales como la ciudad, el mercado y el hog

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Spanish; Castilian Pages 272 Year 2013

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ÍNDICE
Agradecimientos
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. EL ESPACIO URBANO
Capítulo 1. La herencia clásica y las raíces cristianas de las ciudades del Magreb
Capítulo 2. Jardines islámicos y objetos de culto religioso: el norte de África, la nobleza andaluza y la renovación del espíritu de la Reconquista
Capítulo 3. La ciudad islámica norteafricana y su equivalente peninsular
SEGUNDA PARTE. EL MERCADO
Capítulo 1. Paisajes similares, gentes inferiores: la explotación económica del Magreb y los mercados del imperio otomano
Capítulo 2. El norte de África como vía de acceso a los principales bienes económicos del continente: caballos, oro y esclavos
TERCERA PARTE. EL HOGAR
Capítulo 1. El espacio doméstico de un «otro» de origen musulmán y la construcción de una masculinidad subordinada
Capítulo 2. Los rasgos del hogar del habitante del imperio otomano en el Viaje de Turquía
Capítulo 3. Las heterotopias del jardín y del barco en el Viaje de Turquía
Conclusión
Bibliografía general
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Los espacios coloniales en las crónicas de Berbería
 9783954870936

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TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität München) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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Derechos reservados © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-722-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-775-6 (Vervuert) Depósito Legal: M-7041-2013 Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Para Doug y Clara

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ÍNDICE

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PRIMERA PARTE. EL ESPACIO URBANO Capítulo 1. La herencia clásica y las raíces cristianas de las ciudades del Magreb . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 2. Jardines islámicos y objetos de culto religioso: el norte de África, la nobleza andaluza y la renovación del espíritu de la Reconquista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 3. La ciudad islámica norteafricana y su equivalente peninsular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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SEGUNDA PARTE. EL MERCADO Capítulo 1. Paisajes similares, gentes inferiores: la explotación económica del Magreb y los mercados del imperio otomano . . . . . . 111 Capítulo 2. El norte de África como vía de acceso a los principales bienes económicos del continente: caballos, oro y esclavos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 TERCERA PARTE. EL HOGAR Capítulo 1. El espacio doméstico de un «otro» de origen musulmán y la construcción de una masculinidad subordinada . . . . . . . . . . . . . 181 Capítulo 2. Los rasgos del hogar del habitante del imperio otomano en el Viaje de Turquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 Capítulo 3. Las heterotopias del jardín y del barco en el Viaje de Turquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231 Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247 Bibliografía general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

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Agradecimientos

Mi agradecimiento al College of Humanities and Sciences de Virginia Commonwealth University por otorgarme un semestre sabático, esencial para el desarrollo de esta investigación. Segmentos de mi artículo «León Africano y el discurso africanista del Renacimiento en La primera parte de la descripción general de África de Luis del Mármol Carvajal» (Hispanic Review, vol. LXXII, 2009, pp. 171-195) han sido incluidos en este trabajo. Agradezco al editor de la revista su permiso para reproducir estas secciones.

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I NTRODUCCIÓN

Carlos I y Felipe II incluyen la expansión territorial en el norte de África en su agenda imperial en un periodo en el que la competición con el imperio otomano por el control del Mediterráneo define el clima político de la región.1 Los intereses coloniales de los españoles en el Magreb durante el siglo XVI conducen a la creación de un conjunto de obras literarias dedicadas a la difusión de información geográfica, histórica y etnográfica sobre el área. En sus escritos, cautivos, soldados, misioneros y rescatadores produjeron la suerte de conocimientos que estimaban necesarios para la intervención militar de los españoles en el norte de África y para la lucha contra el imperio otomano. Los textos, que adoptan una rica variedad de géneros literarios que incluyen desde los diálogos humanistas a las descripciones geográficas o las narrativas historiográficas, documentan los esfuerzos de algunos españoles en establecer los fundamentos de la justificación ideológica de la anexión de regiones mediterráneas bajo el poder del Islam. Cautivos como Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, presumiblemente el autor del Viaje de Turquía, y Diego de Torres, también rescatador, clérigos como Francisco de la Cueva y Francisco López de Gómara, y soldados de frontera como Diego Suárez Montañés, Baltasar de Morales, Pedro Barrantes Maldonado y Diego del Castillo

1. Sigo a Josiah Blackmore, que emplea el término expansión en su estudio de la presencia portuguesa en África para referirse a todas las actividades relacionadas con la empresa imperial, incluyendo exploraciones geográficas, descripciones del mundo natural, referencias a transacciones comerciales, la venta de esclavos, operaciones militares, etc. (2009: xix). Para Ania Loomba, el imperialismo es «the phenomenon that originates in the metropolis, the process which leads to domination and control», y el colonialismo: «[i]ts result, or what happens in the colonies as a consequence of imperial domination» (2005: 12). Estos discursos renacentistas son imperialistas en el sentido otorgado por Edward Said al término, puesto que, según él, «imperialism means thinking about, settling on, controlling land that you do no posses, that is distant, that is lived on and owned by others» (1994: 7).

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Morales son conscientes de la importancia de los conocimientos y saberes que contienen sus obras para la agenda política imperial.2 Por ejemplo, Luis del Mármol Carvajal, en el prólogo de la primera parte de la Descripción general de África (Granada, 1573), dirigida y dedicada a Felipe II, declara que su obra «no será menos agradable que provechosa, para la conquista de los pueblos bárbaros Africanos, tan vezinos como crueles enemigos nuestros, que siempre fueron y son asaz molestos a los súbditos y vasallos de V.M. o para la contratación en tiempos de paz» («Prólogo del autor al rey»).3 Ambrosio de Morales, cronista de Felipe II, indica en su aprobación oficial de la Descripción la relevancia de los datos ofrecidos por Mármol Carvajal, manteniendo que la obra «es muy buena y muy necesaria», porque «siendo África una provincia tan vezina de España, y tan enemiga, es cosa de gran provecho tenerla particularmente conocida, para la paz y para la guerra, pues con esta noticia la contratación será más provechosa en la paz, y la guerra, se podrá tratar con toda aquella ventaja que da el reconocer la tierra y sus particularidades» («Aprovación de Ambrosio de Morales»). También en su Relación del origen de los xarifes y del estado de los reinos de Marruecos: Fez y Tarudante (Sevilla, 1586), Diego de Torres expresa una clara intención de promover la expansión colonial ibérica en el norte de África. Torres, que dirige su obra al rey don Sebastián, aunque su viuda, encargada de encontrar un editor, cambia la dedicatoria a Felipe II debido a la desaparición del monarca portugués en la batalla de Alcazarquivir, señala la importancia de informar «de muchas particularidades de aquellos Reinos que con extraordinaria y curiosa diligencia avía sabido: como es la descripción dellos, la relacion de su riqueza y fertilidad, la orden que se podría tener en conquistarlos» (31). Por otro lado, el hecho de que Argel constituya el centro de actividades corsarias que mayores beneficios económicos aporta al imperio otomano justifica la validez de la información sobre 2. La crítica reciente demuestra que Antonio de Sosa es de hecho el autor de la Topografía e historia general de Argel (Valladolid, 1612). Ver, al respecto, Camamis (1977: 124-150), Sola (1990) y Garcés (2002: 32-34, 67-80). Me referiré a Diego de Haedo como editor de la Topografía. 3. Los folios preliminares, que contienen dos prólogos, uno dirigido al lector y otro a Felipe II no están numerados en la edición de 1573. Cito por la reproducción facsímil de dicha edición de 1573, publicada en 1953 por el CSIC, que incluye una introducción de Agustín G. de Amezúa.

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INTRODUCCIÓN

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Turquía y su población islámica que aportan obras como el Viaje de Turquía. En este sentido, resulta significativo que su autor declare su apoyo a los afanes expansionistas de Felipe II, al desearle que «con felices victorias conquiste la Asia y lo poco que de Europa le queda» (94). No en vano, los sueños de conquistar Constantinopla, uno de los territorios más ricos del Mediterráneo, se mantienen incluso en los momentos más conflictivos del periodo. Aunque no obtuvieron ningún resultado positivo, los Habsburgo se esforzaron en mantener contactos diplomáticos para lograr una confederación de príncipes cristianos que pudiera derrotar al poder otomano (Bunes Ibarra 1989: 311-312).4 El temprano abandono del cultivo de obras de estas características impidió que se consolidara una corriente literaria de «crónicas de Berbería», paralela a la derivada de la conquista o colonización del Nuevo Mundo, la principal empresa expansionista en la que interviene la monarquía española durante este periodo (Bunes Ibarra y Alonso Acero 2005: 15). La multiplicidad de géneros que componen este conjunto de obras, su exclusión del canon literario tradicional, la variedad de los intereses de sus autores y la diversidad de su trayectoria han impedido la formación de un corpus coherente y completo, lo que explica la escasa atención recibida por críticos e historiadores de la literatura. En este proyecto parto de un entendimiento de las «crónicas de Berbería» como pertenecientes a una unidad integradora con objeto de realizar un análisis de la función relevante de la representación de los espacios de la ciudad, el mercado y el hogar, así como de los elementos de la cultura material que contienen y los individuos que los habitan, para la defensa de una política expansionista en el norte de África y la continuación de la lucha contra el Islam. La atención a dichos espacios permite mostrar la validez en los textos de estrategias, que fundadas en una dialéctica entre la similitud y la separación, facilitan la construcción de un discurso ideológico encargado de legitimar y naturalizar la inferioridad de un «otro» africano o musulmán.5 4. A pesar de esta impresión optimista, según el autor del Viaje de Turquía un conocimiento profundo de esta nación disuadiría a Felipe II de cualquier afán expansionista, por lo que éste parece convertirse en el propósito fundamental de la obra. 5. Acerca de la capacidad del espacio para revelar información sobre las relaciones de poder, de acuerdo con geógrafos y teóricos contemporáneos, ver Soja (1989: 6-10). El estudioso ofrece un panorama crítico de la noción de esta dimensión desarrollada por teóricos como Henry Lefebvre, David Harvey o Manuel Castells.

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Se debe tener en cuenta que, como explica Lefebvre (1976: 31), el espacio no es un objeto científico que puede ser estudiado separado de la ideología o de la política, sino que siempre se ha comportado como un concepto estratégico fundamental. De este modo, para Castells «space is not a “reflection of society, it is society”», de ahí que señale la interrelación existente entre espacio e identidad en lo que él denomina «the spatiality of social life» (1983: 44). El análisis de las imágenes en torno a la ciudad, el mercado y el hogar que incorporan los textos renacentistas sobre el norte de África y el imperio otomano indica una consideración del espacio como producto político y social, lo que causa que no pueda percibirse como vacío y cerrado al no manifestarse de forma independiente de las actividades a las que ha sido asignado (Lefebvre 1974: 83). Los textos muestran la capacidad de dichos espacios para darse forma a sí mismos de acuerdo con elementos históricos que se naturalizan a través del devenir de los tiempos, por lo que confirman su naturaleza esencialmente ideológica, tal como apunta Lefebvre (1976: 31). En general, si el espacio aparece como un concepto puramente formal que ha sido caracterizado por su neutralidad e indiferencia en relación con su contenido, es precisamente porque ha sido ocupado, utilizado y transformado a lo largo de un proceso iniciado en el pasado, cuyos trazos no siempre son evidentes en el presente (ibíd.). Los principales lugares analizados en este proyecto dejan entrever las consecuencias de la configuración del espacio a lo largo de dicho proceso, por lo que las formas, objetos y materiales que lo conforman y que se integran en la representación textual de dicha dimensión son heredados de visiones del pasado, al constituir el producto de una historia previa, al tiempo que se derivan de los nuevos intereses, denuncias, proyectos y sueños característicos de un presente imperial. La representación del espacio en los discursos expansionistas del Renacimiento constata la capacidad de dicha coordenada para contener en sí misma diversas localizaciones temporales así como para relacionarse con otros lugares distantes desde el punto de vista geográfico. La visión que aportan los textos de la ciudad, el mercado, la casa, además de otros lugares relacionados con la misma, tales como el jardín o el barco, y de la condición liminar de los sujetos que los habitan, cuestionan cualquier definición monolítica, estática y fija del espacio que intente propiciar una división rígida entre la colonia imaginada y la metrópoli como centro del poder. El análisis de la representación de

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dichos lugares permite poner en tela de juicio una visión de la estructura espacial como sólida y permanente. En el caso de la confrontación de los españoles con el norte de África y con Turquía, la imposibilidad que revelan estos textos de fijar los bordes que delimitan el espacio colonial con el que sueñan e imaginan y el de la metrópoli en la que hasta entonces sus autores han habitado se deriva de la propia naturaleza dinámica del espacio. La representación de dichos lugares denota las ansiedades de un sujeto marcado por la memoria histórica de un pasado musulmán. Dicho pasado resulta a la vez denostado –al ser percibido por el individuo de la época como un impedimento para una definición de la españolidad basada en el concepto de homogeneidad cultural– y celebrado –puesto que le prepara para la conquista y posesión de nuevos espacios que se perfilan como coloniales de acuerdo con los nuevos intereses políticos de la época–. La transferencia al suelo norteafricano de la lucha contra el infiel y del espíritu de la Reconquista, la búsqueda de oro y de esclavos en el interior del continente, así como el control de sus rutas comerciales y la necesidad de asegurar las costas italianas y españolas de los avances del ejército otomano en el Mediterráneo son algunas de las razones que subyacen bajo la argumentación ideológica de los textos. Los discursos renacentistas demuestran que nada puede ser más apropiado para la construcción de la identidad española que el sentido de superioridad adquirido en contraste con un «otro» musulmán, habitante del Magreb o de Turquía, tecnológicamente atrasado o moralmente degenerado. Los discursos de la frontera hispano-musulmana del Renacimiento exhiben el tipo de maquinaria ideológica que Walter Mignolo identifica, en el contexto de la presencia española en América, bajo el término «coloniality of power», que es responsable de clasificar las diferencias culturales y transformarlas en una jerarquía de valores (2000: 13). La degradación sistemática en estos textos de los habitantes del norte de África y de Turquía, a menudo objeto de estereotipos, se corresponde con la necesidad de llenar un vacío que resulta de la ausencia de una información autorizada sobre estas regiones. Es cierto que la mayoría de estos datos proceden de autores que han experimentado un contacto directo con una unidad geográfica conectada con el Islam, ya que como cautivos, soldados y rescatadores conocen de primera mano la información que refieren en sus textos. Sin embargo, el interés de los cronistas en realizar una legitimación ideológica de

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la política expansionista en la región mediante la insistencia en la inferioridad moral de sus habitantes justifica sus escasos esfuerzos para realizar una recopilación más completa y rigurosa de datos sobre las estructuras políticas de los diferentes reinos del norte de África, algunos de ellos bajo el dominio del imperio otomano. Si bien se produce durante el siglo XVI un volumen considerable de crónicas sobre el norte de África y el Islam, no existe una renovación de los conocimientos paralela a la popularidad inicial del tema. La escasa originalidad y el excesivo esquematismo de las descripciones se deben al manejo por parte de los autores españoles de un conjunto de nociones estereotipadas del infiel provenientes de otros textos que sustituye a cualquier recopilación de nuevos saberes sobre el norte de África y Turquía. Por consiguiente, autores como Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres y Diego Suárez Montañés se hallan en deuda con las autoridades contemporáneas de León el Africano y Damião de Góis, a las que se acuden durante este periodo como las principales fuentes de historiografía.6 La obra de Ibn Khaldûn, filósofo e historiador tunecino del siglo XIV de origen andalusí es una de las primeras fuentes del mundo árabe empleada por la mayoría de los autores europeos, especialmente a través del pasaje del texto de León el Africano.7 De modo similar, los escritos compuestos con el propósito de ofrecer información sobre el imperio otomano se corresponden con los trabajos escritos por otros autores contemporáneos, entre los que se destaca Ogier Ghiselin de Busbecq, Paolo Giovio y Giovanni Menavino.8 También, cuando los cronistas describen las ciudades y paisajes norteafricanos acuden a escritores del mundo clásico, tales como Plinio, Ptolomeo, Estrabón o Aristóteles, que tratan la realidad de la región partiendo de un entendimiento de su localización en el centro geográfico en el que emergen las principales civilizaciones

6. León el Africano compone Della descrittione dell’Africa et delle cose notabili che quivi sono (Venecia, 1550), mientras que Góis escribe Crónica do felicissimo rei D. Manuel (Lovaina, 1540; París, 1541). 7. Ver, por ejemplo, Ibn Khaldûn (1852-1856, 1958). 8. Busbecq es el autor de una colección de epístolas tituladas Ambassades et voyages en Turquie et Amasie de M. Busbequis nouvellement traduites en français par S. Gaudon et divisées en quatre livres (París, 1546). Giovio compone Commentario delle cose de Turchi di Paolo Iovio vescovo di Nocera a Carlo Quinto Imperatore Augusto (Venecia, 1540). De Menavino es el Trattato e costumi dei Turchi (Florencia, 1548).

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del Mediterráneo. En definitiva, los autores españoles, que continúan además la tradición de los viajeros y peregrinos a Tierra Santa, nunca expresan en sus escritos una gran preocupación en actualizar los conocimientos difundidos por las obras de geógrafos e historiadores del mundo antiguo y medieval. La adaptación de la información proveniente de obras clásicas o contemporáneas a las necesidades históricas del momento efectuada por estos cronistas contribuye a la puesta en circulación en la sociedad española de una serie de estereotipos sobre África, sus poblaciones, Turquía, el Islam y sus seguidores. La frecuente repetición de conceptos estereotipados en la construcción de un «otro» inferior explica la ambigüedad que caracteriza su representación.9 Para Homi Bhabha, la ambivalencia del estereotipo debe ser entendida en términos de la articulación de la creencia múltiple propuesta por Freud, lo que facilita un entendimiento de la relación entre conocimiento y fantasía, poder y placer que informa el sistema de visibilidad desarrollado en el discurso sobre el «otro» (Bhabha 1994: 80-81). De acuerdo con este teórico, si el objeto fetichista facilita y promueve una forma de felicidad, el estereotipo puede ser percibido como un objeto estable que hace posible la relación colonial (ibíd.: 79). El estereotipo colabora en el establecimiento de una forma discursiva de oposición racial y cultural, en el término en el que el poder se ejercita, mientras que el valor del conocimiento permite una apreciación de la función de la fantasía en la puesta en marcha de la autoridad (ibíd.). La utilización repetitiva de ideas preconcebidas y de estereotipos en los discursos renacentistas sobre un «otro» musulmán denota a la vez la conciencia de poder y la debilidad de un sujeto que lucha por definirse como colonizador. Siguiendo a Bhabha, los estereotipos del discurso colonial exhiben de forma simultánea la rigidez y el orden estático permanente, así como el desorden, la degeneración y la repetición demoníaca, revelando al mismo tiempo la inseguridad y la autoridad de dicho discurso (ibíd.: 9. La naturaleza contradictoria del estereotipo se explica al representar un objeto «at once “other” and yet entirely knowable and visible» (Bhabha 1994: 70-71). Dicho estereotipo funciona, tal como explica Bhabha, como un «ambivalent text of projection and introjection, metaphoric and metonymic strategies, displacement, overdetermination, guilt, [and] aggressivity» (ibíd.: 81-82). Para más información sobre la formación del estereotipo, véanse, entre otros, Schneider (2004), Pickering (2001), Young-Bruehl (1996), McGarty (2002) y Spears (2002).

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66). La ambivalencia de la representación de las realidades turca y norteafricana es causada por la propia naturaleza del estereotipo, dado que es capaz de contener en sí mismo las similitudes y las diferencias con respecto al individuo que lo emplea. Dicha ambivalencia se asocia además con el proceso de formación de la hegemonía cultural europea que depende, según Bhabha (ibíd.: 29), de la producción de imágenes antagonistas y frecuentemente contradictorias de una alteridad definida como inferior. En este sentido, la doble referencia a las virtudes y a los defectos del habitante norteafricano y turco se corresponde con una heterogénea construcción de la diferencia, reforzando lo contradictorio de la imagen de un «otro» musulmán que exhiben estos escritos.10 Además de tener en cuenta la naturaleza conflictiva de toda construcción ideológica, tal como mantiene Eagleton (1996: 45), hay que considerar que la ambivalencia deriva de las estrategias de similitud y de separación que acompañan a la utilización del estereotipo en el discurso colonial. Por un lado, al apelar a la similitud se hace hincapié en la maleabilidad del «otro» africano o musulmán y su potencial para ser sometido al control de una potencia europea, debido a que, como asegura Bhabha, «proposes the teleology of reforming – under certain conditions of colonial domination the native is progressively reformable» (1994: 83). Por otro, el uso del estereotipo facilita la separación entre el sujeto y el «otro», haciendo posible que la distancia entre las dos culturas se haga más visible (ibíd.). De este modo, la configuración del sentido de separación constituye una herramienta ideológica imprescindible a la hora de legitimar nociones de superioridad cultural al subrayar el menor desarrollo tecnológico y la escasa integridad moral del musulmán caracterizado por el atraso y la degradación. No obstante, es importante notar que la propia afirmación de superioridad del sujeto denota la ambivalencia de la autoridad cultural en la que se inscribe el discurso colonial, dado que el autor construye la preeminencia de la realidad europea desde el marco de su enunciación, realizada en relación con un «otro» inferior de cuya existencia depende (ibíd.: 34). Los cronistas aprovechan la oportunidad que les brindan los encuentros con el norte de África y el imperio otomano para compen10. Antonio de Sosa incluye en su Topografía e historia general de Argel una extensa y detallada lista de las virtudes y los defectos de los musulmanes de Argel (I, 168-190).

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sar mediante la perpetuación de estereotipos negativos la inseguridad provocada por un pasado medieval marcado por la sofisticada cultura del invasor. Durante el siglo XVI, dicha inseguridad se debe a la preocupación del cristiano viejo ante la creciente prosperidad económica de la comunidad morisca, a la problemática producción de una diferencia étnica basada en la mera apariencia física y –claro está– también a la amenaza real de la ofensiva turca. Los datos provistos por los cronistas y la calidad de los juicios emitidos sobre la realidad africana y turca no cambian en la mayor parte de la historiografía producida durante el Renacimiento. En este sentido, la cultura española de la época genera un tipo de «pre-orientalismo» que colabora en la difusión de una visión «eurocéntrica» del mundo, probando su incapacidad para profundizar en sus conocimientos y saberes sobre el mismo (Bunes Ibarra 2006: 44). A pesar de las dificultades de aplicar las nociones desarrolladas por Edward Said al caso del contacto de los españoles con el mundo musulmán durante el Renacimiento, los textos españoles sobre los territorios norteafricanos y otomanos demuestran la validez de algunas de sus nociones.11 Según Said: Orientalism depends for its strategy on this flexible positional superiority, which puts the Westerner in a whole series of possible relationships with the Orient [...]. The scientist, the scholar, the missionary, the trader, or the soldier was in, or thought about, the Orient, because he could be there, or could think about it, with very little resistance on the Orient’s part (1978: 7).

La imagen del musulmán de estos discursos constituye no tanto una realidad empírica, sino que coincide con la típica noción del sujeto europeo sobre Oriente en la que prevalece una acumulación de deseos, represiones, inversiones y proyecciones (Said 1978: 8). En cierto sentido, los escritos sobre el norte de África, Turquía y el Islam producidos durante los siglos XVI y XVII se adelantan a discursos imperialistas posteriores que, según Said, ponen en circulación una serie de conocimientos reales o imaginarios sobre «Oriente» (ibíd.: 172).

11. Acerca de la escasa pertinencia para el caso español de los argumentos de Said, remito a Colmeiro (2002), González Alcantud (2006) y Bunes Ibarra (2006). Para una crítica de la excesiva polaridad del argumento de Said, véanse, por ejemplo, Bhabha (1994: 72), Jardine y Brotton (2000: 61), Blackmore (2009: 13) y Moore-Gilbert (1997: 61).

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La diversidad cultural y étnica que, existente en estas áreas de dominación musulmana en el Magreb, se manifiesta en los textos en un primer plano provoca que la visibilidad de palimpsesto anule la efectividad de cualquier intento de homogeneización de la población autóctona por parte del cronista europeo. Además, los fenómenos de intercambio y mezcla cultural que fomentan en el Magreb el poder otomano durante la temprana modernidad, al igual que los que habían realizado con anterioridad otros gobiernos del área, causa que no sea posible establecer entre la población la suerte de divisiones que tienen lugar en las sociedades coloniales posteriores, tal como son descritas por Said o Fanon, sino más bien que se formen una red extensiva de lo que Mary Louise Pratt denomina «contact zones» (citado en Vitkus 2003: 7). Se debe tener en cuenta que, como recuerda Vitkus, el mundo mediterráneo comprendía durante la Edad Media y el Renacimiento encuentros transculturales, algunos de ellos iniciados en periodos anteriores, que impiden la estricta división Oriente/Occidente o colonizado/colonizador (ibíd.: 8). Asimismo, no encontramos en estos textos el vocabulario presente en los discursos imperialistas posteriores, que como sostiene Said, se halla «plentiful with words and concepts like “inferior” or “subjects races,” “subordinate peoples,” “dependency,” “expansion,” and “authority”» (1994: 9). Aunque los discursos muestran la importancia para la formación de la identidad nacional de una conciencia de superioridad cultural, la mayoría ilustra las circunstancias específicas de una nación mediterránea, cuyo pasado histórico impide el desarrollo de una definición de Oriente como un universo completamente separado de Occidente. De este modo, no podemos analizar estas obras a la luz de una neta visión «orientalista», en la que la radical distinción entre las categorías provoca un aumento de la diferencia, limitando las posibilidades de un encuentro entre las tradiciones, culturas y sociedades (Said 1978: 46). Teniendo en cuenta que la experiencia liminar de los autores y protagonistas de estos textos funciona como una fórmula de acercamiento entre este y oeste, en lugar de dicha noción «orientalista», es necesario considerar la existencia de un espacio situado en el medio («in-between») de las designaciones binarias de identidad, tal como apunta Bhabha (1994: 4).12 Los discursos 12. Para el crítico: «this interstitial passage between fixed identifications opens up the possibility of cultural hybridity that entertains difference without an assumed imposed hierarchy» (Bhabha 1994: 4).

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sobre el encuentro de los españoles con el norte de África y Turquía denotan la escasa validez en estos medios geográficos de la esencial polaridad que define la ideología y la retórica en contra del Islam en la que se sustentan los ideales nacionales de unificación religiosa y cultural. La experiencia de la mayoría de estos autores como cautivos, rescatadores o soldados de frontera determina una representación textual del universo musulmán que se define por la naturaleza transitoria del espacio de enunciación.13 Los deseos de expansión territorial de los habitantes de la península ibérica habían sido dirigidos inicialmente hacia el norte de África, especialmente después de victorias ocasionales frente a los musulmanes durante la Reconquista. La breve toma de Salé en 1260 patrocinada por Alfonso X el Sabio y la presencia de mercaderes catalanes y mallorquines en Túnez, Bujía, Constantina, Orán, Tremecén y Marruecos prueban el creciente interés de los españoles en el Magreb. Tras la captura de Algeciras y recibir un acceso directo al estrecho de Gibraltar como resultado de la victoria de Alfonso X en el Salado en 1340, los esfuerzos diplomáticos para asegurar la presencia castellana en el norte de África continúan. Varios años más tarde, Enrique III lanza una ofensiva contra Tetuán en 1399 con el apoyo del rey Martín de Aragón y el papa Luna. Los consulados de Aragón y de Mallorca en Ceuta, Cazaza, Honein, Orán, Mostaganem, Tenes, Argel, Dellys, Bejaia, Collo, Bona y Túnez, así como la considerable lista de tratados comerciales firmados con las fuerzas políticas del área demuestran la significación económica de una región a través de la que pasan las principales rutas en las que se transporta oro desde Sudán a la península ibérica (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992: 21-24). A finales del siglo XV, el interés político en la zona es evidente desde las preparaciones de Ximénez de Cisneros para la conquista del norte de África y la autorización del papa Alejandro VI a los Reyes Católicos para organizar una Cruzada contra los musulmanes en el 13. De acuerdo con Garcés, tanto los cautivos como los soldados fronterizos en el norte de África han sido separados de una estructura social fija para entrar en un ambiguo periodo o zona transitoria, por lo que se asemejan a la actuación de la persona liminar en el rito de pasaje, que a la vez es clasificada y no lo es (2002: 190). La ausencia de una línea divisoria clara entre el mundo cristiano y el musulmán con la que se asocia la experiencia de frontera provoca que esta pueda ser definida como un «espacio tercero de enunciación». Ver, al respecto, Bhabha (1994: 37).

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continente africano. La reina Isabel de Castilla manifiesta en su testamento un deseo de que los españoles continúen en la orilla sur del Mediterráneo la lucha contra el Islam llevada a cabo hasta hace poco en la península.14 Desde mediados del siglo XV, las innovaciones técnicas en armamento, especialmente el uso de la pólvora y el desarrollo de la navegación, provocan un incremento de las ambiciones expansionistas por parte de los españoles y de los turcos. Con posterioridad a la breve toma de la localidad italiana de Otranto en 1480, el temor a un posible ataque desde el frente oriental del imperio otomano se convierte en la causa fundamental de la lucha española por el control del «Mare Nostrum», haciendo de la costa de Berbería uno de los principales escenarios del conflicto (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992: 920).15 Tras la ocupación castellana del archipiélago de las Canarias en 1478 y de la localidad norteafricana de Melilla en 1497 por el duque de Medina Sidonia, así como después del avance de los portugueses, que controlan los enclaves de Ceuta, Alcacer, Tánger y Arcila, facilitando el establecimiento de bases en Guinea y en el sur del Senegal, los monarcas españoles se animan a incluir el norte de África en la agenda política del imperio (Braudel 1973: II, 1184-1185).16 En la primera década del siglo XVI los españoles conquistaron el Peñón de Vélez (1508), Orán (1509), Bujía y Trípoli (1511), mientras que los avances expansionistas en épocas posteriores y la lucha contra el turco conducen a las campañas de Djerba, (1520, 1560), Túnez (1535, 1574, 1574), Bizerta (1573-1574), Lepanto (1571) y Corón (1574).17 Después de la victoria de Lepanto, la única confrontación naval con la

14. Acerca de la importancia de África en el testamento de la reina Isabel y las conquistas de Mazalquivir y Orán, objetivos militares de Ximénez de Cisneros, ver Sánchez Doncel (1991: 121-64). 15. Sobre las prácticas de piratería y corso, véanse Garcés (2002: 29-31), Braudel (1973: II, 865-891), Sola (1988b) y García-Arenal y Bunes Ibarra (1992: 163-208). En relación con las actividades de los moros renegados de origen español en el Magreb, véanse Epalza (1992) y Bunes Ibarra (1989: 125-137, 184-199). 16. Los portugueses y los españoles firmaron los tratados de Alcáçovas (1479), Tordesillas (1494) y Sintra (1509), por los que se fija el área de expansión territorial en África de cada una de las dos naciones ibéricas mediante una línea divisoria imaginaria situada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. 17. Sobre el interés de los ingleses en la costa de Berbería durante el siglo XVI, véase Bartels (2008: 16-17). García-Arenal y Bunes Ibarra dividen en tres fases principales la expansión de los españoles en el norte de África iniciada con la conquista de Melilla

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flota del imperio otomano, la búsqueda de un tratado de paz secreto con el Gran Turco provoca que la prevención de una posible sublevación morisca deje de ser una prioridad para Felipe II. Desde 1580 una serie de pactos con el poder otomano dan por terminada la política expansionista de la monarquía española en el norte de África. Los esfuerzos de Felipe II para lograr un acuerdo diplomático con Estambul hacen que las autoridades españolas comiencen a superar su temor al peligro turco que era considerado una de las principales razones del interés de la monarquía española en la región.18 A partir de entonces, el rey Habsburgo se halla más preocupado en asimilar los territorios de Portugal recientemente incorporados a la Corona española, en la lucha contra el movimiento independentista de los Países Bajos y en la ofensiva a Inglaterra que en la posible sublevación de los moriscos, especialmente después del sometimiento de la rebelión de las Alpujarras en 1571 (L. P. Harvey 2005: 339-342). Como asegura Francisco Márquez Villanueva (1984: 108), aunque Felipe II era consciente de la dificultad de una invasión turca, a menudo invocaba su inminencia con objeto de motivar la extrema vigilancia por parte de las autoridades provinciales y de obtener dinero de las cortes.19 No obstante, si bien las guerras civiles de Granada tuvieron como resultado las victorias de las tropas imperiales y la posibilidad de una invasión turca era muy limitada, el problema morisco y el conflicto con el imperio otomano constituían todavía realidades ineludibles en el panorama político del momento. A pesar de la aparente relajación de las tensiones con el imperio otomano, entre 1580 y 1791, en 1497. La primera fase, de 1497 a 1516, se caracteriza por la toma de enclaves marítimos situados desde el estrecho de Gibraltar a Trípoli y por el abandono temporal de la empresa debido a la situación política en Italia; la segunda fase, de 1516 a 1559, coincide con la lucha contra los piratas berberiscos y turcos; y la tercera, de 1559 a 1580, se define por el conflicto naval contra los otomanos, cuyo poder aumenta en el Mediterráneo (1992: 16-17, 57-159). 18. Sobre el pacto firmado entre los imperios español y otomano durante el tiempo de Felipe II, véanse L. P. Harvey (2005: 340-242), Hess (1978: 99) y Braudel (1973: II, 1143-1185); y para más información sobre los conflictos entre los imperios español y otomano, Braudel (1973: II, 967-1026). Acerca de Lepanto, remito también a Braudel (ibíd.: II, 1088-1142). 19. Sin embargo, de acuerdo con Harvey, la toma de Argel por los turcos causa que los moriscos albergaran esperanzas de tratar de conseguir su apoyo para una posible revuelta (1984: 336-337). Harvey incluye un pasaje de la Historia del rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada de Mármol Carvajal (Málaga, 1600), que ofrece un recuento de la misión diplomática de los moriscos en Estambul (Harvey 1984: 337-340).

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el año en el que cae Orán, la lucha contra los corsarios y la presencia de cautivos cristianos en manos de los musulmanes seguían siendo fuentes de temor constante. Aun respondiendo más a una fantasía imperial que a una posibilidad real, los sueños de expansión territorial deben situarse en el contexto del viejo conflicto peninsular entre el Islam y la Cristiandad, avivado durante el periodo por la presencia de los moriscos en el territorio nacional. Como sostiene Mercedes García-Arenal, «es evidente que para los contemporáneos ocupados en los “moros de allende” el punto de referencia lo constituían los familiares y conflictivos moriscos peninsulares» (1980: 19-20).20 Los ataques de los corsarios turcos y berberiscos a las costas españolas e italianas, la amenaza del poder naval otomano en el Mediterráneo, la rebelión de los moriscos y su rechazo a asimilarse a la cultura cristiana, constituyen varias de las vertientes de una única lucha contra el Islam.21 Las aspiraciones imperialistas de los españoles en África responden en parte al deseo de la monarquía de los Habsburgo a extender más allá de las fronteras peninsulares el tipo de sociedad colonial establecida en Granada desde su conquista en 1492 hasta 1571, año en el que los moriscos fueron deportados a otros puntos de la geografía española. No resulta una coincidencia que el impulso inicial de la Corona española para colonizar el norte de África coincida con la consolidación de la autoridad castellana sobre las poblaciones de ascendencia musulmana en el antiguo reino nazarí de Granada. Mientras que el redescubrimiento y conquista del territorio africano ofrece a la nación española la oportunidad de incrementar su estatura como poder impe20. Historiadores como Luis del Mármol Carvajal estaban especializados a la vez en el asunto de los moriscos y en la realidad del continente africano. Además de los dos volúmenes de su Descripción general de África (Granada, 1573; Málaga, 1599), Mármol Carvajal compuso la Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada como historiador oficial de las guerras de las Alpujarras. Sobre la intervención española en el norte de África, véanse, por ejemplo, Braudel (1928), Hess (1978), GarcíaArenal y Bunes Ibarra (1992) y Bunes Ibarra (1989). 21. Acerca de las relaciones entre los cristianos y los musulmanes desde la Edad Media a la temprana modernidad española, remito a Goddard (2000: 19-141). Para más información sobre las percepciones sobre el Islam en la península ibérica durante la época medieval, véanse Echevarría (1999) y Wolf (1996), y en la temprana modernidad, Vitkus (1999) y Geary (1996). Sobre la visión europea de la cultura y religión musulmana y sus seguidores, ver Tolan (2008) y Blanks (1999). Sobre la representación negativa de los moriscos españoles en la península, remito a Perceval (1997).

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rial, el enfrentamiento con poblaciones islámicas, aun distintas a las tradicionalmente establecidas en el suelo ibérico, obliga a la continuación de la puesta en marcha de estrategias para la construcción de la diferencia étnica de un «otro» musulmán. Dichas estrategias se basan en conceptos de marginalización y de exclusión similares en cierta medida a los empleados en la península en la formación de la identidad subalterna del morisco. La imagen de un habitante norteafricano inferior coincide con la visión degradada del pobre y subordinado morisco que circula en la recientemente configurada nación española.22 En la sociedad granadina, los cristianos viejos sometieron a los mudéjares y posteriormente a los moriscos con el propósito de crear un estrato subalterno de población que pudiera ser fácilmente explotado como mano de obra barata. De acuerdo con el antropólogo Julio Caro Baroja: «El vasallo moro era poco menos que un esclavo. Con relación al noble, al señor, tenía una situación parecida a la del indio con respecto a los conquistadores que disfrutaron de las primeras encomiendas» (2000: 43).23 Fernand Braudel considera también que la mayor parte de lo que se ha escrito sobre colonialismo es válido para describir el tratamiento que recibe la comunidad mudéjar en la recién conquistada Granada, teniendo en cuenta los frecuentes robos y abusos que padecieron sus miembros de manos del poder establecido (1973: II, 787). No sólo en Granada, también en el reino de Valencia la aristocracia explota sin miramientos a los campesinos moriscos de cuyo trabajo obtiene cuantiosos beneficios. La laboriosidad de los moriscos y la frugalidad de sus costumbres motivaban que se necesitara para cubrir las necesidades básicas de cada uno de ellos un cincuenta por ciento menos de lo que se emplearía en el mantenimiento de un cristiano viejo (ibíd.: II, 789). 22. Una comparación entre las detalladas descripciones de los lujosos vestidos y adornos de los moros en la literatura de maurofilia y la pobre imagen de los moriscos, construida a través de sus ropajes miserables, demuestra esta degradación. Ver, al respecto, Martínez Góngora (2010a). 23. Respecto al tipo de explotación colonial sufrida por los moriscos, tal como se refleja en Guerra de Granada de Diego Hurtado de Mendoza, y acerca de la asociación entre la figura del moro y el beneficio económico, véase Burshatin (1984: 202). Burshatin sugiere que el placer obtenido por los aristócratas valencianos en sus lecturas de literatura de «maurofilia» puede ser interpretado en relación con la ganancia económica adquirida gracias al duro trabajo de los moriscos transformados en mano de obra barata (1985: 99).

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El fracaso último de la aventura expansionista en el Mediterráneo no invalida la importancia de unos textos para constatar que aún durante este periodo histórico, para muchos españoles los sueños de dominio absoluto sobre el Islam representan una condición básica para la construcción de una identidad nacional. Tras casi ochocientos años de relativa tolerancia religiosa que conduce al establecimiento de una población heterogénea, España finalmente se constituye a sí misma como una nación cristiana a través de la definitiva expulsión de los judíos en 1492 y de la conversión forzosa de los mudéjares una década más tarde, en 1502 en Castilla, y en 1520 en el reino de Aragón (L. P. Harvey 1990: 333-435; Coleman 2003: 6-7). Los esfuerzos para construir una identidad nacional basada en un conjunto homogéneo de rasgos culturales y religiosos continuaron durante los dos siglos siguientes para lo que se contó con la eficiente labor de la Inquisición.24 El temor a la falta de sinceridad de los recién evangelizados conversos y moriscos motiva la necesidad de someterles bajo vigilancia. En el caso de los moriscos, aun cuando habían sido bautizados y, por tanto, estaban fuera de la jurisdicción inquisitorial, su comunidad era considerada como un lugar natural para el cultivo de todo tipo de desviaciones. El interés de los moriscos en conservar un conjunto de tradiciones culturales era interpretado como signo de su naturaleza rebelde y de su deseo por mantenerse vinculados a su antigua religión. A largo plazo, la necesidad de controlar cada uno de los movimientos y actitudes de los moriscos contribuye a la construcción de su diferencia étnica. El Santo Oficio instruye a los cristianos viejos a vigilar de modo diligente las vidas privadas de los vecinos de origen musulmán, así como a denunciar cualquier conducta alejada de la ortodoxia católica. La lista de manifestaciones heréticas preparada por la Inquisición incluye no sólo prácticas religiosas como el ayuno durante el Ramadán, pronunciar oraciones en árabe, girar el rostro hacia oriente o hacer abluciones, sino además ciertas tradiciones islámicas, algunas de las cuales habían sido incluso adoptadas por los cristianos viejos. Vestirse con ropa morisca, adornarse las mujeres con las joyas típicas y

24. Sobre la Inquisición, véanse, por ejemplo, Bennassar (1981), Caro Baroja (1970), Contreras (1982), Domínguez Ortiz (1982), García Cárcel (1976), Netanyahu (1995), Kamen (1985), Pérez (2005) y Roth (1964); para un resumen bibliográfico de las obras sobre la Inquisición durante el siglo XX, Rawlings (2006: 9-12).

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ornamentar el cuerpo con alheña, cantar, bailar y tocar música popular árabe con instrumentos tradicionales eran pruebas de una conducta contraria a la fe cristiana. Dado que las costumbres mudéjares y la herencia musulmana eran asociadas con la heterodoxia religiosa, los moriscos fueron objeto de unas regulaciones cada vez más represivas que pronto alcanzaron el nivel de prohibiciones y que cooperaron en la construcción de su diferencia.25 Como sostienen varios estudiosos como López-Baralt (1990: 336), L. P. Harvey (2005: 10) o Fuchs (2001: 6), los cristianos viejos eran prácticamente indistinguibles de los nuevos en términos de su fenotipo.26 La conciencia de los cristianos viejos ante la similitud o uniformidad de la apariencia de todos los españoles origina la decisión oficial de diseminar una serie de pautas que pudieran facilitar la interpretación de los signos del cuerpo, lo que contribuye a la determinación de la alteridad esencial del morisco (Dopico Black 2001: 7).27 Con la emisión de los estatutos de limpieza de sangre, la genealogía se convierte en una auténtica obsesión para los españoles, al constituir el criterio esencial que garantiza la adquisición del tipo de poder con el que se asocia la

25. A pesar de las restricciones en relación con sus prácticas culturales y religiosas, y de que ya desde 1501 se vieron forzados a elegir entre la conversión forzosa y el exilio, a los moriscos les fue posible mantener ciertas libertades mediante el pago de tributos. Las leyes promulgadas de Carlos I en 1526 nunca se hicieron vigentes de una manera completa. La pragmática de Felipe II de 1566, que constituye la causa definitiva de la rebelión de las Alpujarras de 1568, contribuyó a la atribución de significación religiosa a manifestaciones culturales. 26. Fuchs apunta que según los inventarios de la venta de esclavos durante la rebelión de las Alpujarras, los moros tenían diversos tonos de «color moreno», «color negra», «color blanco que tira un poco a membrillo cocho», o incluso frecuentemente «color blanca» (2009: 117). También menciona el retrato que efectúa Pérez de Hita de las moriscas como bellezas rubias en las Guerras civiles de Granada y la descripción que hace Cervantes de una mora rubia en «El amante liberal» (ibíd.: 117; 170). Para un comentario de la caracterización que realiza Gaspar Aguilar de las mujeres moriscas como atractivas rubias en su poema épico Expulsión de los moriscos de España (Valencia, 1610), véase Martínez Góngora (2002). Pedro de Valencia, en su Tratado acerca de los moriscos de España (1606), afirma que es precisamente la similitud lo que determina el estatus de igualdad de los habitantes del Estado español, por lo que, pese a su origen diferente, los moriscos eran tan españoles «como los demás que habitan en España, pues ha casi novecientos años, que nacen y se crían en ella y se hecha de ver en la semejanza o uniformidad de los talles con los demás moradores de ella» (Valencia 1997: 80-81). 27. Para un análisis de las relaciones entre pasar por ser alguien de otra raza o etnicidad y la identidad nacional, véase Fuchs (2003).

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pureza étnica, así como el único modo de afirmar una pertenencia plena al cuerpo del Estado (Root 1988: 130). Aunque los musulmanes en España habían sido percibidos desde el principio como diferentes, cualquier asunto relacionado con su distinción étnica no fue considerado oficial hasta el final de la Reconquista (ibíd.: 119). A partir de 1492 la maquinaria inquisitorial dedicada a la producción de la alteridad morisca continúa con la puesta en marcha de un proceso judicial que culmina con el Edicto de Expulsión de 1609. Durante este periodo se difunden una serie de discursos en los que la herejía morisca es definida en términos de la diferencia étnica, que se basa en aspectos relacionados con sus costumbres y tradiciones culturales, en concreto, con su especial capacidad reproductiva (ibíd.: 119-124).28 Como muestran varios documentos de la época, se vinculaba la fecundidad de los moriscos con su escasa moralidad al constituir una consecuencia directa de su promiscuidad sexual. Por ejemplo, el padre Aznar Cardona sostiene en su Expulsión justificada de los moriscos españoles (1612), que «[los moriscos] eran entregadísimos sobremanera al vicio de la carne, de modo que sus pláticas y todas sus diligencias, era tratar desso» (citado en García-Arenal 1974: 232-233); y que «multiplicavanse por estremo, porque ninguno dexaba de contraer matrimonio [...] ni avia continente alguno entre ellos hombre ni muger, señal clara de su aborrecimiento de la vida honesta y casta» (en ibíd.: 233-234). Aznar Cardona llega al extremo de afirmar que esta notable fertilidad responde a una estrategia consciente empleada con la intención de perjudicar a los cristianos viejos: «Su intento era crecer y multiplicarse en número como las malas hierbas, y verdaderamente, que se avian dado tan buena maña en España que ya no cabian en barrios ni lugares, antes ocupaban lo restante y lo contaminavan todo» (ibíd.).29 28. El dominico Agustín Salucio escribe en un texto de 1597 que el elevado índice de natalidad se debe a que «no hay persona dellos que no se case antes de los veinte años, y no los consumen las guerras, ni las Indias, ni los presidios de Flandes ni de Italia, ni de su casa hay fraile, ni monja, ni clérigo, ni beata» (citado en Perceval 1997: 170171). En el Persiles (1617), Cervantes pone en boca del jadraque Xarife una afirmación parecida, puesto que, según éste, a los moriscos «no los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quitan las guerras; todos se casan, todos o los más engendran, de do sigue, y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable» (Cervantes 1969: 995). 29. Los escritores defensores de la expulsión animalizan al morisco para criticar su pretendida fertilidad, por lo que aplican a su caracterización metáforas de conejos, ratones u hormigas (Perceval 1997: 254-255).

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Por consiguiente, el rápido incremento demográfico de la población morisca fue uno de los aspectos que más preocupaba a los españoles de la época.30 La aptitud del sector morisco para producir capital humano y su habilidad para acumular riqueza, dada su notable tendencia al ahorro, son interpretadas por los cristianos viejos como una amenaza a su propio desarrollo económico. Como explica Steven Hutchinson, «the profit of the Moriscos’ fertility accumulates as added capital for further profit, and thus even more capital, whereas in the case of the rest of the population the base capital itself is being spent in a diminishing cycle unable to regenerate itself in the face of the Moriscos’ reproductivity» (2001: 74).31 La preocupación en los sectores populares por la enorme productividad de los moriscos y por su capacidad para mejorar sus propias condiciones de vida es evidente en la sociedad española del siglo XVI. Miquel Barceló explica que en el reino de Valencia, el gran aumento demográfico de la población morisca y la prosperidad económica de sus integrantes causa el resentimiento de sus vecinos cristianos viejos (citado en Bennassar 2001: 173). En el caso del antiguo reino nazarí, el progreso material de los moriscos tras ser deportados a otros puntos de Castilla explica la emergencia de ansiedades entre la población cristiano vieja (Braudel 1973: II, 792). Como comenta Carroll Johnson acerca de la representación del morisco en los textos cervantinos, el cristiano viejo se encuentra influido por la mentalidad aristocrática oficial que determina que el gasto excesivo y el consumo de artículos de lujos sean entendidos como los únicos medios legítimos para validar el estatus social (2000: 51-58). Por tanto, se tiende a considerar la afición al ahorro de 30. Hutchinson cita a Kamen que estima un aumento de un 69,7 % de la población morisca entre 1565 y 1606, comparado con un 44,7 % de incremento de la cristiana (Hutchinson 2001: 74). En 1606 había cerca de 273 000 moros en un población total de ocho millones, lo que no es una cantidad alarmante (ibíd.: 73-74). Domínguez Ortiz y Vincent concluyen que no hay diferencias cuantitativas en los hábitos reproductivos de ambas comunidades (1978: 85). 31. Sin embargo, otros como Pedro de Valencia expresa en el Tratado acerca de los moriscos de España (1606) una visión positiva del rápido incremento de la población morisca, dado el beneficio económico relacionado con su empleo como mano de obra barata, lo que le conduce a defender la celebración de matrimonios mixtos (1997: 133). Acerca de la percepción del morisco como un trabajador duro, véase Domínguez Ortiz y Vincent (1978: 109-110). En algunos casos, apelar a las ventajas materiales con las que relaciona la laboriosidad y maleabilidad de los moriscos funciona para aquietar al cristiano viejo.

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los moriscos como una acción antipatriótica que responde a la naturaleza egoísta de los miembros del colectivo (ibíd.).32 No resulta extraño que fray Marcos de Guadalajara se refiera, en Memorable expulsión y justísimo destierro de los moriscos de España (1613), a que los moriscos eran «generalmente codiciosos y avarientos, y atentísimos a guardar dinero y retenerlo sin gastarlo» (citado en Caro Baroja 2000: 216). Diego Suárez Montañés declara unos años más tarde en la Historia del Maestre último que fue de Montesa y de su hermano don Felipe de Borja (1889) que la razón principal por la que Felipe III promulga la orden de expulsión de 1609 se debe a «no contentarse [los moriscos] con el señorío, posesiones y oficios que en ella tenían» (2005: 533). 33 Suárez Montañés considera que la codicia de los miembros de esta comunidad es la principal razón que justifica su definitiva expulsión, la única solución para que se realice la completa «restauración de España» (ibíd.: 553). Esta afirmación refleja el sentido de la aquiescencia de Suárez Montañés con la teoría oficial elaborada por los defensores de la expulsión que define la deportación masiva de los moriscos como la clausura de un ciclo que comienza con la invasión de los musulmanes en el 711 pero que no logra finalizarse en 1492 debido a la presencia continuada de sus descendientes en el interior de la península ibérica. La existencia de habitantes de origen musulmán dificulta tanto la emergencia de un sujeto nacional como la visión de España fuera de sus fronteras como fuerza política capaz de desempeñar con éxito la labor evangelizadora que debía acompañar a todo proyecto imperial.34 Al 32. Acerca de la asociación entre la acumulación de capital y los cristianos nuevos, remito a Caro Baroja (2000: 104-116). Sobre la conexión en las Novelas ejemplares de Cervantes entre el nuevo orden mercantil y los sujetos subalternos, tales como moriscos, conversos y gitanos, véase C. B. Johnson (2000: 26-29, 57-59, 99-102). Hutchinson analiza textos de Cervantes, Valencia y otros para demostrar la hostilidad de los cristianos viejos hacia los moriscos debido a la facilidad con la que ahorraban (2001: 72-74). 33. El soldado Diego Suárez Montañés compone entre otras obras la Historia del Maestre último que fue de Montesa y de su hermano don Felipe de Borja (1889), publicada varios siglos después de la muerte del autor, ocurrida aproximadamente en 1623. El título completo es Historia del Maestre último que fue de Montesa y de su hermano don Felipe de Borja. La manera como gobernaron las memorables plazas de Orán y Mazalquivir, reinos de Tremecén y Ténez, en África, siendo allí capitanes generales, uno en pos del otro, como aquí se narra. 34. Sobre la existencia de una suerte de «maurofobia» impuesta desde el extranjero, véase Fuchs (2009: 22); y acerca de las ansias de «desemitización» de España durante el

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norte de los Pirineos la impresión general es que, con el enemigo todavía en casa, la Corona española no se halla legitimada para llevar a cabo la lucha contra el infiel, imprescindible como justificación ideológica de su agresiva política expansionista. Asimismo, la producción en España de una cultura híbrida distintiva en la que los elementos de la tradición cristiana se combinan con rasgos de origen musulmán resulta incompatible con cualquier reivindicación de homogeneidad cultural necesaria para la construcción de una identidad que concuerde con su destino imperial. Ciertos préstamos y apropiaciones de la cultura musulmana, tales como elementos arquitectónicos, jardines, patios, o el uso del estrado por las mujeres en la esfera doméstica, son vistos por los viajeros extranjeros como signos del exotismo de los españoles y de su diferencia (Fuchs 2009: 60-122, Martínez Nespral 2006: 121-213).35 En el resto del continente europeo, el componente semítico de la cultura y de la población española demuestra la ineptitud de su monarquía para gobernar y convertir al infiel. A pesar de que con frecuencia se consideran la codicia y crueldad de los españoles durante la conquista y la colonización del Nuevo Mundo como sus peores defectos, el asunto racial representa el argumento central de la versión europea de la corriente de hispanofobia que surge en el siglo XVI. La ascendencia hebrea y musulmana de los españoles constituía la base fundamental para la construcción de la Leyenda Negra, tal como aparece en numerosos documentos del periodo.36 A los ojos de periodo premoderno, como resultado de presiones provenientes de otros países que perciben el componente semítico de España como problemático para una nación europea, Milhou (1993). De manera significativa, en unas cartas fechadas desde 1596 a 1601, la reina Isabel de Inglaterra defiende la deportación de todos los «blackmoors» de sus territorios (Bartels 2008: 6). 35. Para un análisis de los usos durante los siglos XVI y XVII de la moda del traje moro, la arquitectura mudéjar, y de la afición a los juegos de caña y al estilo de montar a la jineta, véase Fuchs (2009: 60-87, 45-59, 88-114). Fuchs emplea el término «Moorish habit» para hablar de una cultura marcada por una «unwitting Moorishness» (ibíd.: 5). Sobre el gusto en España por los estilos arquitectónicos de influencia musulmanes, véase Martínez Nespral (2006: 121-213). Acerca de la coexistencia en la Andalucía del Renacimiento entre uso del mudéjar y otros estilos artísticos de influencia morisca con las modas arquitectónicas italianizadas, consúltese Urquízar Herrera (2007: 32-54). 36. Sobre la iniciación y desarrollo de la Leyenda Negra en Europa, véase Juderías (1974), que acuña el término en 1914; y respecto a su expansión en Latino América, Carbia (2004). Para un resumen de las principales manifestaciones de la Leyenda Negra en Europa y en el Nuevo Mundo, remito a Molina Martínez (1991: 16-24). Acerca de la

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los habitantes de las regiones de Europa no «contaminadas» por las culturas semíticas, el que gran parte de la producción cultural española se halle bajo el área de influencia del Islam y que todavía residan en España descendientes de musulmanes invalida las intenciones de los Habsburgo de liderar un imperio que pueda convertirse en cabeza política de la Cristiandad.37 En general, la dificultad de aceptar la mezcla cultural y étnica de España se corresponde con la ansiedad ancestral del europeo ante la posibilidad de que su propio continente pueda abarcar dentro de sus límites a Asia. La ausencia de fronteras naturales entre los dos continentes hace difícil la conceptualización de una Europa separada y distinta de Asia (Pagden 2002: 35).38 Aunque Europa se ha dado forma a sí misma en oposición al continente anexo, siempre ha debido a éste sus orígenes históricos (ibíd.). El historiador nos recuerda que no sólo caracterización durante el Renacimiento de los españoles como raza inferior en Italia, un país donde la Leyenda Negra podría haberse iniciado, y en la Alemania protestante, véase Arnoldsson (1960). Para más información sobre este tema en Inglaterra, véanse Maltby (1971) y Griffin (2002). Como ejemplo de estudios recientes sobre la Leyenda Negra, remito a Hillgarth (2000), Greer, Quilligan y Mignolo (2007), Gibson (1971) y Kamen y Pérez (1980). No obstante, España no fue siempre la bête noire de Europa, Braudel menciona, por ejemplo, el enorme prestigio cultural de España en la Francia de la temprana modernidad, que culmina con el reinado de Luis XIII (1973: II, 833-835). Véase, al respecto, Mazouer (1991). 37. Sin embargo, ciertas imágenes cartográficas del continente difundidas durante el Renacimiento ilustran el sino de los Habsburgo de convertirse en los líderes del continente. En el mapa antropomórfico de Sebastian Münster, incluido en su Cosmografía (1544), se representa a Europa como reina, cuya cabeza coincide con la península ibérica, reflejando la hegemonía de la dinastía sobre España, los Países Bajos, el imperio germánico, Austria, los territorios italianos y de las islas del Mediterráneo (Pocock 2002: 57-58). Como nota Pagden, Carlos V fue el primer gobernante que estuvo cerca de unificar Europa bajo una única monarquía, por lo que su figura se identifica con el sobrenombre de «totium europae dominus», en alusión a las reivindicaciones de Antonino Pío de constituir un «dominus totius orbis» (2002: 45). 38. La dicotomía España /Europa no resulta muy diferente a la que caracteriza las relaciones de cualquier otro país con el continente. Wintle nos advierte del peligro de hablar de una única cultura europea que constituya la quintaesencia del continente (1996: 13). Para Luisa Passerini: «From the viewpoint of the history of mentalities, few peoples have themselves to be at the center of a European specificity; most peoples have experienced and continue to experience Europe as something to which they belong, but where they also feel represent something separate [...]. European identity has long included hierarchies and exclusions – a “Europe-Europe” and a “lesser Europe”» (2002: 205). Sobre la identidad europea de los musulmanes que habitan hoy en día en el continente, véase Asad (2002).

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el mito grecolatino muestra a una mujer asiática llamada Europa secuestrada por Zeus y metamorfoseada en un toro blanco, sino que además el cristianismo incluso procede del Oriente Próximo (ibíd.). Para Pagden: «If “Europe” had come to acquire an identity, it was always one that had to accommodate the uneasy realization that not only were the origins of Europe non-European, but no one could establish with any precision when Europe stopped and Asia and Africa began» (ibíd.: 36). Mientras estas nociones cuestionan el papel de Asia y de África como los «otros» naturales de Europa, la situación se hace más evidente en el caso de las experiencias colonizadoras de España y Portugal.39 El alto grado de mezcla que caracteriza a la lengua, literatura, arquitectura, vestuario, hábitos domésticos y otras formas culturales españolas desde antes y después de la toma de Granada en 1492 explica el sentido de inseguridad de una población que intenta definirse en términos de su plena pertenencia al mundo cristiano y occidental.40 La representación de los espacios y poblaciones de Turquía y el Magreb en las crónicas de Berbería revelan el esfuerzo de sus autores en lograr que los préstamos de la cultura musulmana adquieran un sentido metafórico similar al logrado, por ejemplo, por los caballos andaluces que, tal como se comentará más adelante, simbolizan el sometimiento definitivo de lo «árabe» a lo «español». Aunque los cronistas no logran resolver de un modo definitivo las viejas preocupaciones relacionadas con el componente islámico de la cultura renacentista, reflejan en sus escritos un entendimiento de que la semejanza con el norte de África y Turquía que denotan ciertos lugares otorga a los españoles un sentido de familiaridad con el territorio que se plantean poseer, permitiendo una visión optimista de esta aventura imperial. En el nue-

39. La noción tradicional de África como un «otro» absoluto de Europa, con excepción de la península ibérica, es establecida por Hegel en sus Lectures on the Philosophy of World History (véase Blackmore 2009: 19). Como Blackmore destaca de modo quizás demasiado taxonómico que, además deja traslucir una excesiva idealización del periodo medieval: «In Iberia, the African as a “discrete otherness” is a problematic idea. The coexistence of Muslim, Jewish, and Christian cultures in the form of convivencia (living together of coexistence) means that any notion of a binarized, Moorish Other dissolves» (ibíd.). 40. La noción de «hybridity» ha sido explicada por Bhabha (1994: 102-122). Sobre la validez del término en los estudios peninsulares, véase Fuchs (2005).

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vo marco histórico y geográfico, la apropiación de la cultura musulmana constituye la prueba indiscutible de la capacidad del sujeto nacional para poner bajo el control a un «otro» de origen musulmán. Si bien se basan más en una fantasía imperialista que en una realidad, los textos exhiben el potencial de la empresa expansionista en el Mediterráneo para integrar y localizar las problemáticas formas culturales de procedencia musulmanas producidas en España en el contexto de un imperio colonial. Los discursos promueven la incorporación del pasado medieval, marcado por la lucha contra el Islam, en un presente definido por la posesión de amplios territorios más allá de las fronteras peninsulares. Las preparaciones para la futura anexión en áreas controladas por el enemigo musulmán facilitan una solución, aun precaria y temporal, al conflicto derivado de la necesidad de reconciliar una híbrida cultura de fuerte componente «moro» con una nueva identidad religiosa y nacional. La primera parte de este trabajo, dividida en tres capítulos, está dedicada al análisis del espacio urbano en los textos renacentistas en los que se aportan información y noticias sobre el Magreb. En el capítulo primero, investigo la función del reconocimiento en los textos de la herencia cultural grecolatina y de las raíces cristianas del norte de África con objeto de legitimar el derecho de los españoles a la expansión territorial en el continente y su contribución a la transferencia de la noción de Reconquista al otro lado del estrecho de Gibraltar. Dedico el capítulo segundo a analizar la capacidad del espacio natural anexo a los centros urbanos islámicos para evocar la existencia de un continuum espacial que justifique la permanencia en el norte de África del espíritu de la Cruzada. En la obra de Morales, la representación de la huerta cordobesa, vinculada a otros espacios verdes magrebíes, denota las complejas negociaciones del aristócrata andaluz con la memoria de un pasado guerrero al que debe parte de su actual prestigio y poder. La referencia en varios de estos textos al encuentro de campanas convertidas en lámparas u otros objetos religiosos por parte de los integrantes de las tropas españolas en el norte de África señala la importancia de la empresa militar para asignar a la nobleza una función social que no sólo otorgue credibilidad a su privilegiado estatus actual sino que además legitime el destino de los territorios a ser anexionados por un imperio cristiano. En el capítulo tercero analizo las representaciones de las ciudades norteafricanas de Argel, Fez, Marrakech y Tre-

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mecén en las obras de Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres, Diego Suárez Montañés y Francisco de la Cueva. En dicha representación, el sentido de similitud con aquellas ciudades de procedencia islámica localizadas en la península contribuye a la justificación ideológica de la colonización del área de acuerdo con la noción de Reconquista. En la segunda parte, dividida en dos capítulos, propongo un estudio de la representación de los mercados norteafricanos y turcos en aras de un entendimiento de la relevancia otorgada por los cronistas al aspecto económico de la expansión. En el capítulo primero, examino textos de Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa y Diego de Torres, entre otros, en los que se afirma el potencial de la región para convertirse en la principal fuente de suministro de materias primas, entre las que se incluye, el trigo, cuyo cultivo, dada la crisis agrícola existente en España, resulta insuficiente para satisfacer la creciente demanda de una población en aumento. La visión en los textos de la tierra norteafricana como una versión mejorada del paisaje mediterráneo europeo contrasta con el atraso tecnológico y la escasa dedicación al trabajo de sus habitantes, cuya incapacidad para aprovechar de un modo racional la fertilidad de sus campos justifica la intervención de los españoles, mejor dotados para el aprovechamiento de los cuantiosos recursos materiales de la región. Asimismo, los cronistas atienden a la presencia de los mercados en las ciudades magrebíes y turcas que, favoreciendo la formación de una sociedad urbana caracterizada por la diversidad, hacen difícil el mantenimiento de divisiones y jerarquías tradicionales. Con admiración, como se manifiesta el autor del Viaje de Turquía, o absolutamente en su contra, como es el caso de Sosa, los cronistas dan cuenta de hábitos y actitudes que propician el género de avances, transformaciones y cambios que fomentan el afianzamiento del orden mercantil y de la nueva clase burguesa. En el capítulo segundo analizo la visión del norte de África que estos autores proyectan como centro de suministro de recursos naturales dirigidos al mercado europeo del lujo. Entre estos recursos destaca el caballo, uno de los bienes de Oriente Próximo y del Magreb más apreciados en Europa, a cuya representación se inscribe, en el caso español, una carga simbólica que debe ser comentada, al denotar el prestigio de una nación que ha sido capaz de dominar el Islam. También el preciado metal del oro, base del sistema monetario de la temprana Edad Moderna hasta que es

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sustituido por la plata a mediados del siglo XVI, aparece en los textos como uno de los productos estrella del mercado norteafricano. Aun de modo lamentable, los cronistas no dudan en ofrecer una visión del Magreb como centro de la trata de esclavos, destacando, entre ellos Mármol Carvajal, que, siguiendo la obra de León el Africano, subraya el potencial de los habitantes de raza negra para convertirse en mercancía de la que su máximo beneficiario sería el Estado español en caso de realizarse una intervención en el continente. En la tercera parte, dividida en tres capítulos, se atiende a la representación del hogar del musulmán. En el capítulo primero, se estudia a modo de introducción la visión del entorno privado del morisco como espacio colonial y su función en la construcción de una masculinidad subordinada que justifica su estatus subalterno. Como se tratará de demostrar, la atención en los textos de la época a las particularidades de su esfera doméstica provoca que ésta se convierta en uno de los principales receptáculos de su inferioridad. La obligación establecida por la Inquisición de vigilar las viviendas de los moriscos implica la necesidad de instruir al cristiano viejo sobre el reconocimiento de las particularidades de la vida privada del morisco, lo que contribuye a la producción de su diferencia. En el capítulo segundo se analizan los rasgos del habitar del turco en el Viaje de Turquía para intentar demostrar que la atención a detalles concretos de su vida privada facilita la entrada de datos sobre la masculinidad degradada de un «otro» musulmán, produciendo un efecto de contrapunto a la visión utópica del imperio otomano que ofrece la obra. Por último, en el capítulo tercero, se investiga la representación en el Viaje de Turquía de lugares relacionados con el hogar turco, tales como el del barco, en cuya descripción se ofrece importante información sobre la vida cotidiana del navegante, o adyacentes al hogar, como el jardín, que Foucault denomina heterotopias en su ensayo titulado «Des espaces autres». Sin embargo, dichas heterotopias no logran neutralizar la ansiedad que provoca tanto la valoración positiva de diversos aspectos esenciales de la organización del Estado otomano, como de los fenómenos de mezcla y similitud con la realidad del mundo musulmán que, existentes en la cultura española del momento, como, por ejemplo, el estrado, revelan la composición del espacio doméstico del turco. En definitiva el encuentro con la región norteafricana y con el imperio otomano brinda a los españoles una oportunidad para supe-

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rar la experiencia traumática de casi ocho siglos de presencia islámica en la península ibérica, así como el sentido de inseguridad ante su excesiva familiaridad con el enemigo musulmán. La representación en los textos renacentistas de espacios específicos del norte de África y Turquía y de sus pobladores reflejan los esfuerzos de sus autores por hacer de la experiencia expansionista en el Mediterráneo un medio propicio para el establecimiento de un sujeto español, que construido en oposición a un «otro» musulmán, debe instalarse en el centro de un imperio colonial. El sueño de someter a los pobladores musulmanes de la región se presenta como útil a la hora de ofrecer una solución al viejo conflicto relacionado con la necesidad de reconciliar la influencia cultural islámica con una identidad netamente cristiana y europea. No en vano como los cronistas sugieren en sus dedicatorias dirigidas a los miembros más ilustres de la dinastía de los Habsburgo, resulta imprescindible difundir los datos que sustentan un entendimiento de los numerosos beneficios en términos de prestigio político internacional que se derivarían de constituir la cabeza de la única potencia cristiana capaz de vencer al Islam.

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En las descripciones de los espacios urbanos del norte de África la mayoría de los autores insisten en la noción de una unidad entre esta región y la península ibérica determinada por la existencia de una herencia religiosa y cultura común en ambas orillas del Mediterráneo.1 En las crónicas de Berbería la separación geográfica existente entre España y el Magreb deja paso a la evocación de una historia compartida mediante la que se intenta legitimar la intervención española en un espacio que comienza a ser imaginado como colonial, lo que contribuye a la transferencia de la noción de Reconquista al otro lado del estrecho. Los discursos colaboran en la justificación ideológica de esta empresa imperial al reclamar para los españoles la misión de restituir al mundo cristiano unos territorios ilícitamente ocupados por el invasor musulmán. A pesar de que, tal como apunta Vitkus, el norte de África constituye un heterogéneo e impreciso punto de encuentro de diversas comunidades religiosas y culturales, los humanistas y cronistas se esfuerzan en utilizar el pasado grecolatino y los antecedentes cristianos de la región como medio de constituir e imponer una identidad definitiva y estable para el Mediterráneo, su geografía y su cultura (2003: 8).

1. Los reinos magrebíes se disponen alrededor de centros urbanos similares a las Taifas formadas en la península ibérica tras la desintegración del Califato de Córdoba en el siglo XII. Como recuerda, entre otros, Braudel, los espacios urbanos y los rurales confluyen en el mundo mediterráneo, razón por la que no se pueden separar totalmente (1973: I, 325). En general, se deben tener en cuenta las consecuencias del hecho de que el Mediterráneo es una región urbana (ibíd.: I, 278). Respecto a las raíces históricas comunes en ambas orillas del Mediterráneo y la presencia española en el Magreb con anterioridad a los Reyes Católicos, véase Sánchez Doncel (1991: 102-118).

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La pertenencia del Magreb a la Antigüedad clásica y a la órbita religiosa de la Cristiandad debido a sus precisos orígenes históricos constituye la base de una estrategia que, encaminada a la formación de una fantasía colonial en la región, se fundamenta en la noción de una unidad preexistente y última. La insistencia en dicha unidad en los textos logra que en estos se proyecte lo que Bhabha denomina «a pure undifferentiated origin» (1994: 81). En este caso, tal «origen indiferenciado» se refiere a un tiempo unitario y completo anterior a la caída, representada por la invasión árabe y la imposición del Islam en el Magreb, en el que no existe separación entre razas culturas ni entre historias dentro de la historia. Sin embargo, el periodo anterior a la conquista arabo-musulmana del Magreb se caracteriza según diversos testimonios romanos y bizantinos por la inestabilidad política y los conflictos religiosos, por lo que no corresponde de ningún modo con el idílico periodo previo al Islam al que se refieren los cronistas. Desde su llegada en el siglo III, los romanos tuvieron dificultades para defender sus fronteras de los ataques de las poblaciones nómadas y, aunque el cristianismo se extendió de forma rápida, no consiguió inspirar la unidad religiosa que los autores renacentistas parecen añorar. Las divisiones en el seno de la Iglesia, principalmente provocadas por la secta de los donatistas que instigan la revuelta entre los campesinos, demuestran que la región se hallaba más definida durante este periodo histórico por el caos y el desorden que por una unidad armónica propia de una etapa anterior a la caída. Tras la invasión de los vándalos en el año 429, la conquista bizantina provocó el descontento de las poblaciones beréberes que se rebelaron en numerosas ocasiones, produciendo más divisiones religiosas. De alguna manera, sólo las fuerzas musulmanas que entraron por primera vez en la región en el año 643 fueron capaces de imponer el orden (Austen 2010: 18-19). No obstante, el concepto de origen común se presenta en estas crónicas como una herramienta retórica útil para legitimar el derecho de los Habsburgo a intervenir militarmente en el área. Los discursos expansionistas del Renacimiento compuestos por autores españoles apelan a los orígenes latinos del Magreb con objeto de subrayar que la incorporación de los territorios norteafricanos a la Corona española forma parte de un proceso natural que se explica mediante el concepto de la «translatio imperii». Esta noción, de origen medieval, fue muy utilizada por los españoles durante este periodo debido a la necesidad

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de autorizar ideológicamente el proyecto mesiánico de una nación que se pretende consolidar como heredera de la gloria y del prestigio de Roma, adquiridos a través de las victorias de sus legiones militares. De hecho, el que España alcance una posición hegemónica en el continente se explica atendiendo a ciclos históricos predecibles, puesto que los cambios políticos y los relevos de los poderes en el orden internacional responden a un orden natural por el que los imperios se trasladan desde el este al oeste (Elliott 2009: 136-37). El prestigioso humanista español Fernán Pérez de Oliva informa en la tercera parte del siglo XVI sobre dicho concepto de «translatio imperii» en términos del modo en que los imperios, siguiendo un ciclo predeterminado, alcanzan su decadencia y desaparecen, siendo sustituidos por una nueva potencia que emerge en el oeste: que al principio del mundo fue el señorío en oriente, despues mas abaxo en la Asia. Despues lo vui[e]ron Persas y Caldeos: de ay vino Egypto, de ay a Grecia, y despues a Italia, postrero a Francia. Agora de grado en grado viniendo al occidente pareció en España, y ha habido crecimiento en pocos dias tan gra[n]de que esperamos ver su cumplimiento, sin partir ya de aquí, do lo ataja el mar, y sera tambien guardado, que no pueda huyr (134r).

Para la mayoría de estos autores, los triunfos de los ejércitos españoles en el norte de África constituyen una ocasión inigualable para que la monarquía de los Habsburgo incorpore parte de los antiguos territorios de la antigua Roma a un nuevo imperio encargado de darle relevo y de continuar su prestigio político y cultural. El dominio territorial de los españoles en el Magreb permite el rescate y traspaso definitivo a Occidente de la inmensa riqueza cultural de la Antigüedad clásica conservada en el área. Esta visión de los españoles como salvadores de la herencia grecolatina del norte de África garantiza el cumplimiento de la translatio studii con el que se corresponde el concepto de la translatio imperii.2 En los textos se asigna a la Corona española el papel de protectora de la civilización occidental, cuyas manifestaciones apenas han sobrevivido el acoso del error y de la barbarie del Islam. 2. Para más información sobra la translatio studii en relación con la poética del imperio del siglo XVI, véase Navarrete (1994: 15-31).

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Para los cronistas, la herencia clásica del norte de África, el noble estatus de sus regiones como antiguas provincias romanas del imperio romano y la tradición cristiana de algunas de sus poblaciones, hacen lícitos los esfuerzos de los españoles en tomar posesión de estos territorios y en reincorporarlos junto con sus habitantes a las órbitas del mundo cristiano y de la cultura occidental. Estos territorios están habitados por descendientes de cristianos y por poblaciones sometidas a las mismas influencias culturales que los habitantes de la península ibérica, facilitando su anexión al imperio.3 De cualquier manera, la familiaridad de los españoles con la realidad norteafricana que les otorga una tradición cultural común crea la ilusión de un conocimiento íntimo del espacio geográfico que planean dominar. El encuentro con unos paisajes y ciudades reconocibles permite un entendimiento del carácter reformable de su gente, a la que se percibe como susceptible de ser fácilmente reintegrada a una trayectoria cultural occidental, brutalmente interrumpida por la barbárica invasión árabe. Además, la noción de la herencia grecolatina del Magreb no sólo facilita la conexión de la región con la península sino que determina que estos discursos coloniales se relacionen con obras compuestas por humanistas del Renacimiento que, sobre todo después de la toma de Constantinopla, proyectan en el conflicto entre la Cristiandad y el Islam la vieja oposición entre el mundo clásico y la barbarie (Bisaha 2004: 60-78, Meserve 2008: 66-116). León el Africano es el primer autor del Renacimiento que comenta en su Della descrittione dell’Africa sobre la herencia clásica del Magreb. León pretende de esta manera revalidar la información que difunde ante los ojos de un lector occidental, afirmando al mismo tiempo una identidad europea adquirida por su nacimiento en Granada y consolidada durante su estancia en Roma como protegido del papa León X. De acuerdo con León, aunque los norteafricanos tienen su propia lengua autóctona, generalmente usan el alfabeto latino, «como hacen los alemanes en Europa» (León el Africano 34). El autor apunta que la mayor parte de los conocimientos que los habitantes del área poseen de Astrología e incluso su propio calendario tienen su ori-

3. Sobre la expansión del Islam en África, principalmente en el Magreb, remito a Austen (2010: 19-22, 79-97), Gailey (1970: 49-55), y Ruthven y Nanji (2004: 26-29).

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gen en los saberes difundidos por las obras del mundo clásico traducidas al árabe (ibíd.: 39). Por ejemplo, en el caso de la agricultura, los pobladores del Magreb están en deuda con la cultura latina, puesto que obtienen la mayor parte de la información sobre esta materia en el tratado De Rustica compuesto por el autor hispano Columela, que fue traducido al árabe en Córdoba en tiempos de Almanzor (ibíd.). León el Africano defiende la importante labor de los norteafricanos en la conservación de la cultura grecolatina e informa al lector de la posesión en las bibliotecas de la región de «muchos libros traducidos del latín, que hoy en día no se encuentran entre los latinos» (ibíd.). León el Africano, Hassan ibn Muhammad al-Wazzan Al-Fasi antes de su conversión al cristianismo, nació en Granada alrededor de 1478 en el seno de una noble familia exiliada en la ciudad de Fez tras la caída del reino nazarí en 1492. Durante los primeros años de su juventud, se dedicó al estudio de las letras árabes, teología, poética y derecho. El autor tuvo la oportunidad de acompañar a su tío, embajador de Fez, a Timbuktu, y tras terminar sus estudios, viaja a Constantinopla y probablemente a La Meca atravesando Arabia, Jordania, Egipto, Persia, Armenia y Tartaria. Asimismo, León representó a la corte de los Benimerines en varios reinos magrebíes antes de ser capturado por un grupo de corsarios sicilianos en la isla de Djerba en 1518. El autor fue llevado a Roma como cautivo donde se convirtió al cristianismo bajo los auspicios del papa León X, cuyo nombre recibe en la pila bautismal. El autor de Della descrittione dell’Africa, publicada por Giovanni Battista Ramusio en el primer volumen de su colección Delle navigationi el viaggi (1550), escribió otros trabajos, entre los que se incluyen un tratado de prosodia, una compilación de biografías de autores islámicos ilustres y un libro de gramática árabe.4 De acuerdo con algunos críticos, León el Africano representa la perfecta asimilación de un sujeto musulmán a la tradición cultural occidental, convirtiéndose en un paradigma del «nativo informante» (Miller 1985: 16) o del «moro convertido» (Hall 1999: 30). Se trata de un autor musulmán nacido en la Granada nazarí y convertido poste-

4. Respecto a la vida de León el Africano, véanse N. Z. Davis (2006: 16-87) y Rubio (1999: introducción). Para un resumen del impacto crítico de la obra, remito a N. Z. Davis (2006: 5-10, 227). Massignon (1906: 4-9) y Zhiri (1991: 227-228) ofrecen una lista de las traducciones y ediciones de los textos de León el Africano.

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riormente al cristianismo, que, además, compone su obra más importante en lengua italiana sobre el Magreb, dirigiéndola a un público occidental desde uno de los principales centros de la Cristiandad. De este modo, León el Africano insiste a lo largo de su obra en la existencia de rasgos comunes, no siempre positivos, en las mentalidades colectivas de Europa y del norte de África. El autor de Della descrittione dell’Africa hace hincapié en la exhibición de actitudes intolerantes por parte de los habitantes del Magreb similares a las que muestran los europeos de la época. El mismo León no sólo informa sobre los prejuicios de los norteafricanos en términos de antisemitismo, homofobia y obsesión por el linaje, sino que expresa en su obra su propia preferencia por los individuos de piel clara. León subraya como una característica positiva la pureza étnica de los integrantes de varias de las tribus beréberes al tiempo que defiende la superioridad de las poblaciones norteafricanas de raza blanca (León el Africano 26-27). 5 León proyecta en su texto patrones ideológicos frecuentes en Occidente, lo que pudiera responder a un esfuerzo por otorgar autoridad a un texto dirigido a un lector europeo, dando como resultado una representación negativa de ciertos grupos étnicos de la región.6 No se debe dejar a un lado que el autor de Della descrittione dell’Africa vuelve a Fez una vez liberado, donde termina sus días probablemente tras recuperar su credo islámico. Según Bernadette Andrea (2001: 21-23), que parte de las nociones poscoloniales de hibridismo y de «anfibio cultural» desarrolladas respectivamente por Homi Bhabha y Edward Said, el retorno de León a su antigua religión explicaría que su asimilación pudiera ser menos ejemplar de lo que apuntan los historiadores. La supuesta asimilación de León a los valores occidentales sería solamente aparente al responder al concepto islámico de la taqiya, mediante el que se permite al musulmán la simulación de la fe cristiana en caso de conversión forzosa.

5. Cito por la traducción de Rubio. Laureano Rubio tradujo la Della descrittione dell’Africa de León el Africano al castellano por primera vez para un selecto grupo de expertos en 1550. Rubio basó su traducción en la edición italiana de Ramusio de 1563, que es cotejada con la de 1554, para lo que toma en cuenta los cambios en relación con la prínceps de 1550. 6. Sobre la diferencia que establece León sobre las diversas poblaciones africanas, véase N. Z. Davis (2006: 128-149).

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León trata de defender las ventajas con las que se relaciona su peculiar condición de musulmán nacido en Europa, criado en África y convertido al cristianismo en Roma. Para ello, utiliza la parábola de un animal anfibio que adopta indistintamente la forma de pájaro o de pez con objeto de no pagar impuestos a los recaudadores enviados por el rey de las aves o de los peces.7 León el Africano concluye su obra Della descrittione dell’Africa afirmando que «si los africanos son vituperados, yo diré que soy natural de Granada y no de África, y si mi país es censurado, yo alegaré en favor mío que he sido educado en África y no en Granada» (45). Como explica Lisa Voigt, la obra de León ejemplifica la recepción de las estrategias de muchos cautivos europeos y euro-americanos, y exhibe las ventajas de darse forma a uno mismo para aquéllos que traspasan culturas, lenguas y espacios geográficos (2009: 34).8 León el Africano comparte con autores españoles, cautivos, soldados y rescatadores una condición similar de constituir sujetos liminares, siguiendo la terminología de Turner (1967: 96), localizados en un «tercer espacio» de enunciación. Sin embargo, a pesar de la visión positiva con respecto a la capacidad de transcender las categorías de identidad apuntada por León, los textos de los cronistas españoles revelan su incómoda posición como individuos obligados a navegar en lo que Walter Mignolo denomina «the ambiguous waters of the undecided» (2000: 25). Para Mignolo, la posición inestable del autor localizado en un espacio fronterizo determina la emergencia en su texto de interrupciones y de fisuras que son sintomáticas de lo que el crítico llama «border thinking» (ibíd.: 24-25): «Border thinking is logically, a dichotomous locus of enunciation and, historically, is located at the borders (interiors and exteriors) of the modern/colonial world system» (ibíd.: 85). En consecuencia, las obras compuestas por cauti-

7. Natalie Zemon Davis, que investiga las fuentes árabes y europeas de la leyenda del pez-pájaro, que León atribuye a una colección de cuentos árabes, considera que: «He was building a bridge for himself, one that could cross in either direction [...] he was also advising his Italian readers that the condition for his truth-telling that he be not too tightly classified» (2006: 114). 8. Según Voigt: «Hassan al-Wazzan-or Yuhanna al-Asad, the translation of his Christian name with which he signed after his baptism-illustrates the strategic value of variable and contradictory self-identifications, the ability to conform to both sides “for the good”» (2009: 34).

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vos españoles en poder de los otomanos o por clérigos o soldados de frontera, confirman la posesión de la identidad híbrida de sus autores, lo que determina su emplazamiento, como sujeto colonizado o colonizador, en un espacio fronterizo de locución.9 En los discursos renacentistas sobre el norte de África la defensa de las raíces culturales, comunes a los habitantes peninsulares y norteafricanos, se sitúa en un primer plano. Luis del Mármol Carvajal, por ejemplo, se hace eco en su Descripción general de África de la importancia que León el Africano concede a los orígenes grecolatinos del Magreb, así como a las raíces cristianas de algunas de sus poblaciones.10 Nacido en Granada en el primer tercio del siglo XVI e hijo natural de un funcionario del Estado, Mármol Carvajal ofrece desde el año 1535 sus servicios en África como soldado en el ejército imperial. De los veinticinco años dedicados a la defensa de la patria el autor pasa siete como cautivo de los turcos, debiendo a esta experiencia la mayor parte de sus conocimientos sobre el continente africano. A su vuelta a España, se instala en Granada, ciudad en la que reside durante la rebelión de los moriscos de las Alpujarras en 1568 y en la que compone la Descripción general de África. El autor, al que se le niega el nombramiento de cronista oficial de su majestad, reclama sin éxito a la Corona que le otorgue unas tierras en Vélez-Málaga como premio a sus servicios en el ejército imperial. Mármol Carvajal emplea su experiencia como testigo en la guerra civil de Granada para la redacción de su Historia del rebelión de los moriscos del reino de Granada (véase Galán 1991: 7-9). Aunque no se ha podido encontrar la Información que tuvo que redactar, al tratarse de un informe obligatorio que todos los cautivos tenían que completar una vez liberados y de vuelta a la península Ibérica, podemos asumir que esta vivencia implicó para él la oportunidad de experimentar un mundo de frontera habitado por musulmanes, cristianos, judíos y renegados. 9. Acerca de la condición híbrida de León, tal como se refleja en su obra, véanse Hawley (2001: 53-66), N. Z. Davis (2003), Burton (1998), Zhiri (2001b: 265, 2001a: 172-173) y Andrea (2001); y sobre León el Africano como antecedente de Othello, R. R. Johnson (1986). 10. Mármol Carvajal publica los dos primeros volúmenes en Málaga en 1573. La primera parte se dedica a la descripción de la geografía de África, incluyendo información tanto del norte del continente como del área subsahariana, y la segunda a la historia de los mahometanos en el Magreb, desde su origen hasta 1571. El tercer volumen sale a la luz en Málaga en 1600.

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En el prólogo dirigido al lector de la primera parte de su Descripción general de África, el autor granadino declara que tras consultar los archivos históricos, es posible confirmar no haber sido menor el poder de los Alabares que el de los famosos Cartaginenses, Romanos y Godos. Los quales acaudillados por su falso profeta Mahoma [...] y otros legisladores y príncipes de su nefanda secta, salieron de sus tierras de Arabia, y se hizieron señores de las agenas [...]. Quando a lo primero quitaron de las tres Arabias el señorío de los Romanos [...]. Declinando pues el poder de los Alabares en Asia, los que avían entrado en Affrica, y en España en tiempo del Rey don Rodrigo, juntándose con los Affricanos que ya eran de su oppinión, siempre procuraron la destrucción de Europa («Prólogo al lector», Descripción general).11

Mármol Carvajal introduce ya desde las primeras páginas de su obra varias de las principales afirmaciones que ayudan a establecer una dialéctica entre los principios de similitud y separación, esencial para la justificación de la ocupación española del Magreb. El que los musulmanes hayan tomado por la fuerza territorios que, al igual que los peninsulares, estuvieron previamente integrados en el imperio romano constituye el principal argumento a través del que se intenta hacer lícita la expansión de los españoles en el área. La pertenencia de las regiones norteafricanas a Roma, de cuya grandeza España se considera su legítima heredera de acuerdo con los principios del «translatio imperii» desarrollados durante la Edad Media y el Renacimiento, contribuye a autorizar su anexión a la Corona. Cualquier conflicto causado por un exceso de identificación entre las dos áreas es resuelto mediante el sentido de separación que marca tanto la pertenencia de España a la órbita cristiana y europea como la inferioridad moral y cultural de los habitantes del Magreb. Mediante la alusión a que los musulmanes invadieron la península ibérica, puesto que «siempre procuraron la destrucción de Europa» («Prólogo al lector», Descripción general), Mármol Carvajal da énfasis a la especial localización geográfica de la nación española en el continente europeo así como a su identidad cristiana, construida, como en la mayoría de estos textos, en el marco de una confrontación con el enemigo musul11. Véase la nota 2 de la Introducción.

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mán. El autor explica en el capítulo sexto de la primera parte de la Descripción que la propia denominación de la costa de Berbería responde a la naturaleza bárbara e incivilizada de sus habitantes, «porque hallaron la gente de ella tan bestial que aun en la habla no formaban más acento que animales» (Mármol Carvajal, Descripción general, 5r). Si bien en el estadio anterior sus pobladores pertenecían a una categoría inferior a lo humano según Mármol Carvajal, que alude al momento actual en el que redacta su texto, «[a]hora es la parte mas noble de Affrica» (ibíd.). El autor apela de forma indirecta a la naturaleza ampliamente reformable de los habitantes del Magreb, que han logrado salir de su estado barbárico y bestial gracias a su doble contacto con la civilización romana y la religión cristiana. Mármol Carvajal se refiere a la condición de antigua provincia del imperio romano del área ocupada por los reinos de Marruecos y Fez, que coinciden con las ciudades actuales de Fez y de Marrakech. Dichos reinos se sitúan en la parte occidental del Magreb y se hallaban integrados en la provincia romana de Mauritania Tingitana (ibíd.). El mismo autor también informa sobre la pertenencia a la antigua Mauritania Cesariense del reino de Tremecén que, correspondiendo con la ciudad del mismo nombre se sitúa al este de la costa de Berbería (ibíd.). Por consiguiente, hace un esfuerzo por no categorizar el suelo norteafricano como distante, lejano y totalmente separado de las demás antiguas provincias del imperio romano, entre las que se encuentra la propia Hispania. Por su parte, Antonio de Sosa, autor que también cuenta con una dilatada experiencia en cautiverio, incluye en su Topografía e historia general de Argel (1602) numerosas referencias a un pasado histórico que comparten los habitantes a ambas orillas del Mediterráneo. Como notaba en la introducción, en estudios recientes se reconoce a Sosa como el autor de la Topografía, obra atribuida tradicionalmente a fray Diego de Haedo. De acuerdo con Emilio Sola (1990) y María Antonia Garcés (2002: 32-34), George Camamis ha demostrado de modo convincente que Antonio de Sosa compuso la Topografía entre los años 1577 y 1581, coincidiendo con su estancia en Argel como cautivo de los turcos. Diego de Haedo, el sobrino de fray Diego de Haedo, arzobispo de Palermo, declara en la primera edición de la Topografía haber pulido un manuscrito dejado por su tío, que fue quien lo compuso basándose en los testimonios ofrecidos por los cautivos (Sosa I, 10-

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11).12 Aunque la Topografía fue publicada en Valladolid en 1612, la dedicación y la carta de aprobación demuestran que el libro fue terminado en 1605.13 La obra debió de haber sido compuesta entre 1577 y 1581 en los calabozos de Argel donde Antonio de Sosa permaneció durante su cautiverio (Garcés 2002: 34). Como se lee en la Topografía, «desde el primer día que entré en Argel, tengo escrito con otras cosas, el número de cuantos moriscos vinieron y aun en qué mes, en qué semana, en qué día y hora vinieron, y cómo vinieron» (III, 25). En el primer libro, Sosa ofrece una descripción detallada de Argel, de su situación geográfica y de las costumbres de sus pobladores mientras dedica el segundo a la historia reciente de la ciudad. En el tercer libro de la obra se incluyen los diálogos titulados «Diálogo de los mártires de Argel», «De la captividad» y «De los Morabutos» que se centran en los temas del cautiverio. Se debe clarificar que Antonio de Sosa es también el nombre del interlocutor principal de dichos diálogos. En el tercer libro, Sosa se refiere, curiosamente, a la historia del fugitivo Cervantes que fue capturado en compañía de otros cautivos cuando trataba de escapar en septiembre de 1577: «Y los prendieron a todos, y particularmente maniataron a Miguel de Cervantes, un hidalgo principal de Alcalá de Henares, que fuera autor deste negocio, y era, por lo tanto [el] más culpado» (III, 162-163).14 En el pasaje con el que se inicia su obra, Sosa mantiene que la ciudad de Argel, localizada en la provincia latina de la Mauritania Cesa-

12. Según Camamis, Ferdinand Denis y H.-D. Grammont fueron los primeros en sospechar de la falta de autenticidad de la autoría de fray Diego de Haedo al prestar atención a la organización del manuscrito (1977: 132-134). Cristóbal Pérez Pastor, basándose en una carta de dirigida por varios cautivos al papa Gregorio XIII, sostiene que Sosa fue el autor de la Topografía (citado por Garcés 2002: 33). Luis Astrana Marín concluye en 1949 que los tres diálogos que conforman la tercera parte de la Topografía de Haedo, fueron compuestos por el cautivo portugués, Antonio de Sosa, amigo de Miguel de Cervantes (ibíd.). 13. La versión completa de esta obra fue publicada sólo una vez en el año 1927 desde la primera edición de 1612. Cito por dicha edición de 1927. 14. Sobre la relación de Cervantes con Antonio de Sosa, véanse Garcés (2002: 6768) y Sola (1988a). Daniel Eisenberg (1996) trata de demostrar que Miguel de Cervantes fue el autor de la Topografía, una proposición no demasiado convincente, tal como confirma la insistencia del autor en permanecer en Argel mientras compone la obra, su fuerte sentimiento contrario al Islam y su erudición (véase Garcés 2002: 270).

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riense, existía con anterioridad a los tiempos de Julio César y fue reconstruida por los romanos. El autor toma prestada información de varias autoridades clásicas entre las que se incluyen Ptolomeo, Plutarco, Suetonio o Plinio con objeto de demostrar la pertenencia de Argel y de otras ciudades del Magreb a las antiguas provincias de Mauritania Cesariense y Mauritania Tingitana (Sosa I, 16-19).15 Argel, denominada Cesárea por el emperador César Augusto, fue durante la época del imperio la ciudad más importante de la Mauritania Cesariense, dando lugar a que los propios colonizadores ordenaran la reconstrucción y repoblación de su área urbana (Sosa I, 18). La ciudad de Argel fue elegida por los colonos romanos por «asiento y residencia del magistrado Proconsulo [sic] romano y, finalmente, para Chancillería romana, como lo eran todas las ciudades metrópolis, a do los gobernantes romanos residían» (ibíd., I, 19-20). Sosa continúa explicando que el emperador Calígula condujo la ciudad a la categoría de colonia romana a la que envió muchos de sus soldados imperiales y por esta razón, no es de creer en ninguna manera que ellos dejasen la nobleza tan grande, las delicias y regalos tan notables de Italia, y de una Roma [...] para ir y habitar en África, en un pueblo tan lejos, si él no fuera tan principal y de tanta calidad, bondad, nobleza, abundancia y riqueza: que todo esto con razón, bastarse a recompensar lo mucho que dejaban y hacerles olvidar la ausencia y destierro perpetuo de su dulce patria (Sosa I, 20).

Las cualidades positivas de la ciudad de Argel justifican que los colonos romanos disfrutaran en ella del mismo tipo de vida refinada a la que estaban acostumbrados en la metrópoli situada en la península itálica. En el Magreb, los colonizadores siguen modelos avanzados de organización política y civil idénticos a los que habían desarrollado en Roma. Según Sosa, los colonos romanos establecen el sufragio univer-

15. Suárez Montañés todavía cita las divisiones del Magreb establecidas durante el imperio romano, según las que Mauritania Tingitana, al oeste del río Mulaya, comprende los reinos de Fez y de Marruecos, la Mauritania Cesariense, al este de dicho río Mulaya, los de Tremecén y Argel, y la Mauritania Cartaginense, más hacia oriente, los de Túnez y Trípoli (59). El autor sigue la descripción geográfica del territorio norteafricano tomada de fuentes grecolatinas, especialmente la Nova translatio primi geopraphici cum annotationibus de Ptolomeo (Nuremberg, 1514) y la traducción española de la Historia natural de Plinio (Madrid, 1599) (véase Bunes Ibarra y Alonso Acero 2005: 59).

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sal como método de elección de los funcionarios públicos y los dirigentes políticos, ya que como explica el autor, Eran los vecinos de las Colonias romanas tan romanos en las leyes, estatutos, usos, costumbres, ceremonias, lengua, trato, edificios, juegos, aun hasta las ropas, vestidos y talle de ellos, que, como dice Aulo Gelio, en todas las Colonias Romanas eran una propagación y parte de la misma ciudad de Roma; o, como dicen otros, unas pequeñas imágenes y retratos vivos del mismo pueblo romano (Sosa I, 20-21).

Aunque, como Sosa destaca, la ciudad de Cesárea fue destrozada por las tribus germánicas de los vándalos y de los alanos, encargados a su vez de causar el caos y la desestabilización del poder romano en la península, las ruinas de los antiguos edificios construidos durante el imperio todavía permanecen. De este modo, los restos de la Antigüedad clásica en el Magreb actúan como un recordatorio permanente de la caída del imperio romano por las oleadas sucesivas de invasiones barbáricas que culminan con la dominación musulmana de la región. Las ruinas funcionan como memoria de un glorioso pasado histórico que puede ser revivido en el norte de África gracias a la acción reconstructora de la monarquía española. Al contrario del sentido de abandono que acompaña en la poesía renacentista a la contemplación de las ruinas, que se relaciona con la incapacidad de revivir el pasado grecolatino, provocando la emergencia de lo que Thomas Greene denomina «historical solitude» (1982: 4-27), los cronistas utilizan los restos arquitectónicos de la Antigüedad como medio de mostrar la conexión entre los dos imperios. La referencia a las ruinas contribuye a la autorización de la presencia de los españoles en el área en cuanto que sugiere su destino ineludible como legítima heredera de la antigua Roma de ser reintegrada a su ámbito cultural original. La existencia de estos restos arquitectónicos confirma el papel del espacio de las ruinas para evocar una continuidad histórica mediante la proyección en el presente de un pasado glorioso que puede ser recuperado mediante una victoria militar, así como para denunciar el escaso interés de los monarcas en hacer de la expansión española en norte de África la prioridad de la agenda política del imperio. También Diego de Torres comienza como el resto de los cronistas sus descripciones geográficas o narraciones historiográficas aludiendo

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a la pertenencia de los reinos y ciudades norteafricanas a las diversas provincias del imperio romano. Diego de Torres, natural de Tierra de Campos, en Palencia, se muda a Sevilla a los dieciocho años, donde conoce al rescatador de cautivos Nicolás Núñez. Convencido por éste para que tome su oficio, viaja a Marruecos, lugar en el que reside de 1546 a 1550 y en donde aprende árabe mientras frecuenta la corte de los Jarifes. Cuando Torres se dispone a volver a España, es capturado en Tarundante, ciudad en la que permanece como cautivo durante año y medio hasta que es liberado por el hijo del Jarife Mawlây Sylaymân, con el que acude a Marruecos y luego a Fez, en 1553. Un año después, Torres retorna a la península con la intención de reunir dinero para obtener más rescates pero, sin embargo, se queda para redactar su obra, una historia de los reinos de Marruecos y de los Jarifes durante los años 1502 a 1574. En 1577 Felipe II envía a Diego Torres y al capitán Francisco de Aldana para ayudar a preparar la campaña de Alcazarquivir, planeada por el sobrino del monarca, el rey Sebastián de Portugal. Torres viaja a Lisboa para informar a Sebastián, pero no puede disuadirlo de continuar con sus planes a pesar de lo poco halagüeño de la situación de acuerdo con la información ofrecida. Como se extrae del contenido de la carta que Torres dirige a Felipe II, en la que le reprocha el escaso apoyo a la empresa, el autor participa en la desastrosa campaña militar en la que salva su vida de milagro. Tras regresar a África en 1579 Torres acude a la corte madrileña para ofrecer un informe de sus servicios en el norte de África (véase García-Arenal 1980: 4-9). Torres originalmente dirige su obra al rey Sebastián de Portugal, al que anima a la conquista del norte de África, suministrándole información. Debido al fracaso de la nobleza portuguesa en Alcazarquivir y a la muerte de Sebastián, ningún editor en España o en Portugal estaba interesado en la publicación de su obra. Finalmente, su viuda, Isabel de Quixada, obtuvo en 1584 permiso oficial para publicar el texto en Sevilla, por lo que cambia la dedicación del rey Sebastián a Felipe II, aunque olvida eliminar algunas de las referencias al monarca portugués (García-Arenal 1980: 9-10). A pesar de que los intereses políticos portugueses están mejor representados en la Relación del origen y suceso de los xarifes (1586) que los de los españoles, de no ser por el desastre de Alcazarquivir, el conocimiento sobre la realidad norteafricana ofrecido por este autor podría haber sido útil a los Habsburgo en sus actividades expansionistas en el Magreb.

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Torres informa en su Relación que tras la derrota de los bizantinos a manos de los musulmanes en época de Heraclio, la región norteafricana había sido «ocupada de un enxambre de gente vil, sin policía alguna en letras ni en armas. De suerte que con mucha razón se puede dezir que a estado cativa» (36).16 De modo similar, el soldado Baltasar de Morales incluye en su Diálogo de las guerras de Orán (1593) la noción de que el triunfo militar en tierras norteafricanas de su noble protector el conde de Alcaudete, a cuya alabanza compone el diálogo, «cosa es esa nunca oida ni escripta desde el tiempo que los Romanos perdieron la ultima vez Africa» (260). En un estilo más grandilocuente, el sacerdote castrense Francisco de la Cueva, que intenta asimismo en Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén promocionar la figura de don Martín de Córdoba y de Velasco, primer conde de Alcaudete, establece un paralelo entre el aristócrata español y el héroe romano Escipión el Africano.17 Francisco de la Cueva, que termina de redactar la obra en 1543 en la localidad andaluza de Baeza, ofrece en su testimonio de los acontecimientos un animado recuento de las acciones heroicas del conde de Alcaudete, jefe militar que conduce la campaña que tiene como resultado la conquista del reino de Tremecén. La privilegiada posición del autor como sacerdote castrense encargado de marchar a la cabeza del regimiento enarbolando la bandera blanca y portando el crucifijo, le otorga la posibilidad de observar desde primera línea de batalla las operaciones militares en las que intervienen las tropas imperiales. Francisco de la Cueva, que alcanza el grado de capitán del ejército, procura subrayar el estatus heroico del conde Alcaudete, responsable de someter al rey de Tremecén, Muley-Ababdila, y de hacerle vasallo tributario del emperador Carlos V. Al final de la segunda sección del diálogo, Francisco de la Cueva se desvía del tono laudatorio con reminiscencias de la épica medieval que domina el tratamiento del conde de 16. Antes que García-Arenal publicara la edición moderna de su Relación en 1980, sólo existía la prínceps de 1585. El texto de Diego de Torres es la primera historiografía del reino de Marruecos que se compone en Occidente (García-Arenal 1980: 4-9). 17. El título completo de esta obra es Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén y subjecion de la mesma cibdad, en la cual fué y es capitan general el muy ilustre Sr. D. Martin de Córdoua y de Velasco, Conde de Alcaudete, Señor de la casa de Montemayor. El manuscrito original, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, nunca fue publicado hasta el siglo XIX.

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Alcaudete en los dos primeros tercios de su obra para ofrecer una comparación entre la figura del aristócrata y la de Escipión el Africano. Mediante este paralelismo establecido entre personajes históricos tan distantes en el tiempo y de fama tan desigual, se ensalza la relevancia de los acontecimientos de los que es testigo presencial y del carácter heroico de don Martín. El sacerdote castrense decide que a partir de este segmento textual, nombraremos á vuestra señoría el Africano; con mucha razón Cipión, siendo natural romano, sólo porque conquistó á la ciudad de Cartago [...] le nombraron el Africano; con justo ponemos á vuestra señoría el Africano, pues entre reencuentros y batallas, paseando y señoreando el África [...] justo es que tenga el nombre de Africano, señoreando como tengo dicho, África (Cueva 199).

Continuando con el símil, en la tercera sección de la obra, Francisco de la Cueva compara el encuentro del conde Alcaudete con el jeque norteafricano Humida-Lauda con la reunión que mantienen Escipión el Africano y el jefe del ejército cartaginés Aníbal Barca (Cueva 209). El religioso alude en otras ocasiones a don Martín usando el nombre del «Buen Conde el Africano» (ibíd., 222; 225). Mediante la utilización del nombre de Escipión se consigue no sólo incrementar la estatura histórica del conde sino además la equiparación del propio autor, Francisco de la Cueva, con cronistas del nivel de Plutarco o Valerio Máximo que, entre otros, aseguraron el paso a la posteridad del general romano dando eterna fama a sus hazañas bélicas en el norte de África. Asimismo, el símil permite reforzar la imagen de Carlos V como César que circulaba en este periodo y, por extensión, el estatus del imperio español como heredero del romano.18

18. Garcilaso de la Vega declara en su Égloga II que «debajo de la seña esclarecida / de César africano nos hallamos / la vencedora gente recogida» (1989: vv. 4-6). Fernando de Herrera se refiere a Carlos V como el César en su soneto 59: «[...] un nuevo César, que al latino / en clemencia y valor ganó la gloria / y añadió mar a mar, tierra a la tierra» (1916: vv. 12-14). En la serie de cuadros titulada Victorias de Carlos V, que su hijo Felipe encarga a Maerten van Heemskerck en 1556, la figura del emperador aparece adornada con los atributos del César, lo que sucede además en la famosa escultura Carlos V y la Furia creada por Leone Leoni.

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La mayor parte de los cronistas aluden al hecho de que las poblaciones autóctonas del Magreb habían sido evangelizadas desde el siglo II, siendo nativos de esta área geográfica importantes figuras cristianas, tales como, por ejemplo, el escritor Tertuliano, Santa Mónica y su hijo, el conocido Padre de la Iglesia San Agustín de Hipona. La invasión musulmana iniciada en el año 647, que provoca la caída de Cartago en el 698 y del resto de la región en las décadas siguientes, se consuma oficialmente en el 711 dando por término a varios siglos de influencia cristiana relacionada con los ámbitos latino y bizantino. El origen cristiano de muchas de las poblaciones que se convirtieron al Islam en los años posteriores a la invasión constituye otro elemento importante que interviene en la construcción ideológica mediante la que se intentan hacer legítimos los derechos de la monarquía española en los territorios norteafricanos.19 De este modo, Mármol Carvajal destaca la dedicación de los azuagos a mantener vivas tradiciones relacionadas con su ascendencia cristiana como, por ejemplo, llevar inscripciones en forma de cruz grabadas en la piel. Cabe señalar que este autor no demuestra la misma actitud de simpatía hacia la población beréber de origen cristiana que exhiben otros cronistas, tal como se indicará abajo. Por el contrario, el autor granadino informa al lector que los azuagos se mostraban interesados en pasar por cristianos debido, no tanto al orgullo de su origen, como dadas las exenciones fiscales que otorgaban los romanos a los seguidores de este credo. Según Mármol Carvajal, las cruces que adornan las mejillas de los azuagos se originaron quando los Romanos, y los Godos reynaron en Berberia, y en Numidia; aviendo libertado generalmente a todos los que se convertiesen a la fee de Iesu Christo, y esimidolos de todo pecho y tributo, quando los cogedores de las rentas yvan a cobrar, dezian todos que eran Christianos por gozar de aquel privilegio, y para escusar este engaño, se mando que los que fuesen verdaderamente Christianos truxssen vna cruz en la cara, o en la mano, labrada en la propia carne (Mármol Carvajal, Descripción, 34r).

19. Acerca de la historia de estas poblaciones, véase Ibn Khaldûn (1852-1856). Sobre la expansión de la Cristiandad en el norte de África, desde sus orígenes al establecimiento de los árabes en el Magreb, remito a Decret (2009).

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Mármol Carvajal caracteriza a los azuagos por su atraso cultural y su extrema belicosidad, comentando, por ejemplo, que «dieron batalla a Muley Nacer hijo de Mahamete rey de Túnez, que estando en el gobierno de Constantina quiso yr a sujetarlos, y le mataron a el y mas de dos mil de a cavallo, que llevava» (34r). Acerca del pasado cristiano de la región magrebí, Diego Suárez Montañés se refiere en su Historia del Maestre último que fue de Montesa y de su hermano don Felipe de Borja (1889) a la antigua ciudad de Tagaste como la «patria de San Agustín, como por verdadera tradición guardan los moros Zenetes» (93-94), aludiendo a la localidad de Numidia en la que nació San Agustín de Hipona, el padre de la Iglesia latina de ascendencia beréber y autor de las Confesiones.20 Suárez informa asimismo sobre la existencia de las ruinas de una basílica y otros restos de edificios religiosos de la época cristiana en dicha ciudad de Tagaste, situada en la localidad actual de Souk-Ahras, en la parte oriental de Argel. El autor menciona varias veces al «morabito Guxtin», nombre original de San Agustín, que fue responsable, según el autor, de la expansión de la fe cristiana entre los azuagos y cenetes y de la extirpación de «muchas herejías» (Suárez Montañés 113). Suárez Montañés confirma la diversidad de los orígenes religiosos de las poblaciones norteafricanas de acuerdo con los datos históricos que posee de la región, constatados por los restos arquitectónicos que tuvo la oportunidad de admirar en persona durante su estancia en la colonia española de Orán. Suárez Montañés intenta demostrar la veracidad de la información historiográfica a través de la contemplación directa de las ruinas, reliquias y otros objetos de culto religioso que, conservados en la zona, prueban la existencia de una tradición cristiana anterior al dominio musulmán: Y parece ser verdad por varias reliquias de cruces y campanas que en él se hallan y por otros rastros que yo he visto en Orán, que abriendo los 20. Diego Suárez Corvín o Montañés, nacido alrededor de 1552 en Asturias, trabaja de pastor antes de enrolarse como soldado en las tropas imperiales. Fue enviado a la ciudad de Orán en un periodo en el que el norte de África constituía un destino poco atractivo debido a las difíciles condiciones de la vida en los presidios. Tras alcanzar el nivel de administrador en 1592, Suárez Montañés inicia la composición de diversos trabajos sobre la historiografía norteafricana, tales como General historia e Historia del Maestre último que fue de Montesa, entre otros. Para más información sobre la vida y obra de Diego Suárez Montañés, véase Bunes Ibarra y Alonso Acero (2005: 9-41).

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cimientos de la Iglesia Mayor que había sido antigua mezquita de los moros, se hallaron monedas o medallas de bronce, de una parte una cruz sobre la cabeza de un rey, y de la otra un cáliz con unas hostia encima [...]. Y una de esas monedas la tuve yo mucho tiempo y la traje a España.

Es importante notar que al igual que otros autores pero de manera más consciente, Suárez Montañés expresa la importancia de la verdad como instrumento retórico en los textos sobre la expansión colonial de los españoles en otros continentes, en este caso en referencia a los objetos de culto cristiano cuya existencia real ha tenido la ocasión de comprobar. Como explica Glen Carman en su investigación sobre las crónicas de Indias escritas por Hernán Cortés y Francisco López de Gómara, en los discursos imperialistas del Renacimiento la verdad funciona como un importante punto de partida, puesto que, para sus autores: «On the one hand they must establish the veracity of their narratives, while in other hand they must help justify the conquest by depicting it as a crusade in the name of a higher, Christian Truth that gives meaning to Spain’s Empire» (2006: 15). También, Lisa Voigt analiza, en su estudio de la función del cautiverio en la producción de conocimiento, identidad y autoridad en los textos imperialistas ibéricos e ingleses de la temprana modernidad, la importancia de la retórica de la veracidad y de lo maravilloso en las narrativas de cautivos del mundo ibérico (2009: 48).21 Es interesante que Suárez Montañés subraye la relevancia del testimonio de primera mano otorgado por cautivos y soldados de frontera que al declararse a sí mismos testigos de los acontecimientos narrados cuestionan la capacidad de la historia oficial para expresar la verdad. Suárez Montañés también comenta la equívoca identidad religiosa de los azuagos, destacando la costumbre mencionada por Mármol Carvajal de llevar inscripciones en forma de cruz grabadas en la piel, que, según él, se deben a que «se estiman diciendo que vienen de cristianos y que lo fueron sus pasados en aquel reino. Y en señal de esto se ponen desde niños unas crucecitas labradas y teñidas con polvos negros en el mismo rostro, carrillo siniestro» (117). El autor compara 21. Sobre la problemática de la dicotomía entre la verdad y la ficción en la cultura del periodo, considerando los efectos de la experiencia relacionados con el descubrimiento y explotación de las nuevas tierras, véanse Voigt (2009: 72-74, 81) y Gaylord (1996).

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a los azuagos norteafricanos con los vascos del norte de la península, debido a que ambos son pobladores autóctonos de una región y hablan una lengua diferente y más antigua de la que impusieron los colonizadores romanos, lo que causa que se consideren a sí mismos como parte de un linaje más noble (ibíd.). Explica que, al igual que los vascos, también los azuagos «dicen que su lengua es la propia antigua africana y se tienen por más nobles que los alábares» (ibíd.). A diferencia de Mármol Carvajal, Suárez Montañés ofrece rasgos positivos de los azuagos acerca de su supuesto mayor desarrollo tecnológico y cultural en relación con otros pueblos musulmanes de la región. Por ejemplo, aclara que, dado que los azuagos son muy avanzados a la hora de manufacturar armas, algunas de ellas de fuego, «los turcos nunca los han podido dominar» (ibíd.). Según él, los azuagos son superiores respecto a otras poblaciones magrebíes pero, sobre todo, en comparación con los «advanedizos alábares», ya que, además, tienen «viviendas [...] más limpias y regaladamente que los alábares, y [son] de mejores talles y hermosura de hombres y mujeres» (ibíd., 118). Por supuesto, Suárez Montañés atribuye el superior avance tecnológico de los azuagos a sus antecedentes cristianos, lo que, además explicaría el desarrollo económico del reino de Tremecén en el que habitan la mayoría de los integrantes de la comunidad, que «resplandeció más aventajadamente» que en las «demás de Berbería» (ibíd., 112-113). En general, los discursos sobre el norte de África tratan de otorgar rendimiento político e ideológico al argumento de que los primeros musulmanes usurparon los territorios a los antiguos pobladores de la región, la mayoría de ellos cristianizados. El pasado histórico de los pobladores norteafricanos asegura su inscripción en la cultura grecolatina y su pertenencia a un linaje cristiano, que justifica que sean percibidos en la actualidad como potencialmente reformables. De este modo, los cronistas transfieren al otro lado del estrecho el mito de la caída de una España unificada y cristiana perdida por el error del Islam, que constituye uno de los principales fundamentos ideológicos de la empresa de la Reconquista. Más importante es observar el modo en que los cronistas cuestionan la posibilidad de establecer en el norte de África categorías estables en términos de identidad religiosa y cultural, dada la facilidad con la que algunos musulmanes pueden reclamar un origen cristiano y viceversa. Es interesante observar que la

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insistencia de estos autores en las raíces cristianas de los azuagos contribuye a presentar una idea más compleja de un «otro» musulmán de lo que ofrecen las manifestaciones culturales de la época. Los autores aquí tratados intentan evitar el sentido monolítico y generalizador de cualquier denominación única para referirse a una realidad heterogénea que, además, no es susceptible de ser separada en su totalidad de la experiencia del sujeto cristiano, como demuestra la descripción de los azuagos. Al destacar la tradición cultural grecolatina y la herencia cristiana de los habitantes del norte de África, los cronistas se desvían del tipo de corrientes que determinan la imagen reduccionista del «moro» que circula en la época, provocando, por ejemplo, que los habitantes no originarios de la región sean denominados como «árabes» o «alabares» (Bunes Ibarra 1989: 101-125). Éstos son caracterizados en la mayoría de los textos por una mayor pobreza y atraso cultural, lo que provoca que sean perfectamente distinguibles tanto de los pertenecientes a las diferentes tribus beréberes autóctonas como de los turcos que dominan desde épocas recientes determinadas ciudades del Magreb.22 Los discursos sobre la frontera hispano-musulmana del Renacimiento representan simultáneamente tanto la experiencia subalterna de sus autores como una ideología hegemónica configurada de acuerdo con las aspiraciones imperialistas y deseos de dominio colonial de su nación de procedencia. En ocasiones, el propio acto de escritura se halla determinado por el sentimiento de frustración ante el hecho de que los esfuerzos y sacrificios patrióticos de los cronistas o los de sus protectores aristocráticos son ignorados por la autoridad regia. Al mismo tiempo, los discursos anticipan y proyectan la perspectiva oficial de 22. Los cronistas distinguen los moros de origen urbano, más cultos y civilizados, debido a su conexión con la cultura grecorromana, pero más crueles con los cristianos, de aquéllos de procedencia beréber, que a pesar de su atraso cultural son por los que los autores muestran una mayor simpatía al ser descendientes de los antiguos pobladores cristianos (Bunes Ibarra 1989: 101-125). Acerca de la figura del «moro de paz», aliado temporal de los cristianos invasores de los que se debe desconfiar debido a su tendencia a la traición, remito a Bunes Ibarra (1989: 117). Por ejemplo, Diego del Castillo (199, 215) y Francisco de la Cueva (203) relatan acontecimientos bélicos que prueban la escasa lealtad de los «moros de paz». Sobre la representación de los turcos en los discursos españoles renacentistas, véase Bunes Ibarra (1989: 69-92).; y sobre la imagen del turco en la literatura europea renacentista y la ambigüedad de su caracterización, Vitkus (2003).

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un poder colonial ansioso de dominar a las poblaciones norteafricanas. Los textos revelan la doble dirección de todo acto discursivo, en el sentido de que son a la vez capaces de «hablar en contra» («speaking against») y de «hablar a favor» («speaking for») (Mignolo 2000: 25). Este doble movimiento muestra toda su complejidad cuando se observa desde la intersección entre las historias locales y los planteamientos globalizadores propios de la política colonial, así como desde el cruce entre los espacios hegemónicos y los subalternos (ibíd.). La construcción de la diferencia cultural por parte de un sujeto situado en un espacio fronterizo de enunciación provoca que se hagan problemáticas en el nivel de la representación las oposiciones binarias presente/pasado, tradición/modernidad (Bhabha 1994: 35). Para León y los escritores españoles que le siguen, sean cautivos, rescatadores o soldados de frontera, dar significado al presente constituye un proceso de repetición, relocalización y transferencia de elementos de la actualidad al pasado en el nombre de la tradición. Sin embargo, dicho pasado es, tal como afirma Bhabha, «not a faithful sign of historical memory but a strategy of representing authority in terms of the artifice of the archaic» (ibíd.: 36). En los discursos renacentistas sobre el norte de África, la referencia al pasado constituye una estrategia cuya eficacia queda reforzada mediante la utilización del mito de un origen común que invalida las confrontaciones entre Oriente y Occidente, el Islam y la Cristiandad. Estos autores ofrecen tanto en sus descripciones geográficas y etnológicas como en sus obras historiográficas una noción de la realidad norteafricana que se corresponde con la visión de un sujeto emplazado en un espacio limítrofe entre Europa y el Magreb, el mundo cristiano y el mundo musulmán, lo que dificulta el mantenimiento de dichas dicotomías. Las especiales circunstancias alrededor de este «tercer espacio» hacen posible que los mismos signos que definen culturalmente la realidad norteafricana en la cultura grecolatina sean apropiados, traducidos, contextualizados de nuevo históricamente e interpretados como conocimientos nuevos. Dicho proceso otorga a los textos la posibilidad de proporcionar representaciones cuyas finalidades y objetivos difieren entre ellas tanto como los autores ibéricos se desvían de sus fuentes clásicas, medievales y contemporáneas.23 23. Ramusio, el editor de Della descrittione dell’Africa de León el Africano, cambia el plan original del autor de dedicar un volumen separado a los ríos, minerales, animales y

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Por ejemplo, el conjunto de saberes sobre África que difunde en su obra Mármol Carvajal denota cierto grado de alejamiento de su fuente principal, la obra de León el Africano, debido principalmente al hecho de que el acto de locución emana ahora desde uno de los centros de poder político más importantes del Renacimiento. Es necesario, por tanto, tener en cuenta los esfuerzos de este autor por situar la información ofrecida por León el Africano en un contexto histórico diferente, definido por las nuevas necesidades de los españoles y por sus aspiraciones imperialistas en África. Resulta significativo que la representación de la cultura magrebí por parte de Al-Wazzan, basada en una concatenación de elementos procedentes del mundo norteafricano y del europeo y relacionados entre sí mediante la aplicación del criterio de la «blancura» común que caracteriza la etnicidad de las poblaciones a ambos lados del estrecho, no se halle presente en ninguno de los discursos compuestos ni por Mármol Carvajal ni por el resto de los autores españoles. Aunque estos discursos sobre el continente africano introducen mecanismos ideológicos fundados en la noción del parecido existente entre los espacios urbanos y paisajes situados en la península y el Magreb mediante los que se tratan de legitimar la empresa colonial, la mayoría no se refiere a los rasgos étnicos compartidos por españoles y norteafricanos. Esta ausencia parece lógica, claro está, dada la obsesión por la limpieza de sangre que caracteriza la mentalidad colectiva de la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Cabe subrayar que los argumentos empleados como base de la justificación ideológica de la intervención colonial en estas obras compuestas por autores ibéricos durante el Renacimiento no difieren demasiado de los utilizados en textos más modernos en defensa de empresas imperialistas llevadas a cabo por otras potencias europeas en África. Por ejemplo, en la historiografía francesa posterior también se interpretan los legados romanos y bizantinos de la región como los restos de una brillante civilización enterrada por el caos y el obscurantismo de la conquista arábigo-musulmana. De acuerdo con algunos textos que conforman dicha historiografía, tales como Le destin

plantas de África (Zhiri 2001a: 164): opta por alterar los nombres propios y las cifras, y añade unas quince comparaciones entre las realidades norteafricanas y las europeas con objeto de acercarlas al lector occidental, llegando a omitir las frecuentes alusiones de AlWazzan sobre la civilización islámica y la cultura árabe (ibíd.: 165-171).

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de l’Afrique du Nord: la Berbérie, l’Islam et la France (Paris, 1950) de Guernier, un occidente cristiano y civilizado tiene el deber de devolver y reintegrar el norte de África y sus poblaciones nativas a su cultura original (García-Arenal 1980: 15). Tanto los discursos coloniales españoles del siglo XVI como sus equivalentes franceses compuestos unos siglos más tarde persiguen el mismo objetivo mesiánico de actualizar en el continente africano el espíritu medieval de la Cruzada. No sorprende que las traducciones más tempranas de las obras de Diego de Torres y de Luis del Mármol Carvajal fueran publicadas en Francia durante el siglo XVII. El trabajo de Diego de Torres que toma para la composición de su Relación datos del texto de Mármol Carvajal fue traducido al francés en el año 1636.24 La publicación de la traducción de Mármol Carvajal, en 1667, coincide con el periodo político que abarca de 1661 a 1668, en el que un joven Luis XIV está interesado en ganar prestigio militar a través de la participación francesa en la guerra de Candía y de diversas expediciones contra Argel y Túnez. La traducción temprana de la Relación de Diego de Torres fue la fuente principal de los historiadores que escriben antes y después de la colonización francesa del norte de África. Por ejemplo, JacquesAuguste de Thou cita a Torres en su conocida Historiae sui temporis (1604-1608), aunque en su texto principal, la «Histoire des Chérifs», siga fundamentalmente el relato de Mármol Carvajal (García-Arenal 1980: 15-19).25 Incluso el famoso historiador francés Henri-Delmas de Grammont, autor de Histoire d’Alger sous la domination turque, 1515-1830 (Paris, 1887), debe parte del contenido de su obra a la

24. Diego de Torres, Relation de l’origine et succès des chérifs... (Paris, 1636); Luis del Mármol, L’Afrique de Mármol de la traduction de Nicolas Perrot, Sieur d’Ablancourt... Avec l’histoire des chérifs... (Paris, 1667). La obra de Antonio de Sosa no fue traducida al francés por Monnereau y Berbrugger hasta época más tardía, apareciendo en la Revue Africaine en 1870 (García-Arenal 1980: 19). 25. También François Dan, Histoire de Barbarie et de ses corsaires (Paris, 1637) cita a Torres. Es difícil distinguir en los autores franceses lo que toman de Mármol Carvajal o de Torres, porque las obras de ambos fueron reeditadas juntas en tres volúmenes en 1667. Estudiosos del siglo XX han utilizado dichas fuentes exhaustivamente para la composición de su propia obra científica, como, por ejemplo, A. Cour lo hizo en L’établissement des dynasties des chérifs au Maroc (Paris, 1904), así como en su Histoire du Maroc (Casablanca, 1949). Budgett Meakin toma información de Mármol Carvajal y de Torres para la redacción de su The Moorish Empire (London, 1899) (García-Arenal 1980: 16-18).

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Topografía de Antonio de Sosa. Grammont, que llega a considerar el trabajo de Sosa como el más exhaustivo y exacto de todos los redactados sobre los setenta años que duró la dominación otomana de Argel, tradujo al francés la Epítome de los reyes de Argel incluida en el segundo volumen de la Topografía, titulándola Histoire des rois d’Alger (Argel, 1881) (Garcés 2002: 269-270).26 Asimismo, la Historia del Maestre de Diego Suárez Montañés fue descubierta en el siglo XIX por la historiografía colonial francesa en Argel, mientras que sólo los primeros treinta capítulos de la obra fueron publicados en España en 1889 por Guillén de Torres, en un nuevo periodo marcado por el reavivamiento de los intereses coloniales en África. Los autores renacentistas tuvieron éxito a la hora de ofrecer el tipo de autorización cultural necesaria para justificar la intervención española en el norte de África. Según los cronistas, para los Habsburgo, demostrar su estatura política como salvadores de la herencia cultural grecolatina del Magreb y lograr que los habitantes del área retornen a su antigua fe, resulta esencial para la adquisición de un prestigio que les permita afianzarse como poder hegemónico en Europa. La capacidad de la Corona española para dominar a los musulmanes y de recobrar para el mundo cristiano una tierra habitada por infieles, brinda a la nación la oportunidad de trasladar más allá de sus propias fronteras el verdadero sentido de un triunfo sobre el Islam que no había culminado en 1492 con la conquista de Granada. En los textos, la transferencia del espíritu de la Reconquista al otro lado del estrecho de Gibraltar colabora en la tarea de emplazar las formas culturales con las que se asocia al enemigo de la fe cristiana bajo el control definitivo de un poder imperial.

26. Henri-Delmas de Grammont defiende en su traducción del Epítome que el conocimiento que otorga la Topografía es indispensable, siendo la única obra que ofrece un recuento de los acontecimientos ocurridos en el norte de África durante el siglo XVI (Garcés 2002: 270). Sobre la recepción editorial de la Topografía en Europa, ver Garcés (2002: 71-72).

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CAPÍTULO 2

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DE CULTO RELIGIOSO : EL NORTE DE

Á FRICA ,

LA NOBLEZA ANDALUZA

Y LA RENOVACIÓN DEL ESPÍRITU DE LA

R ECONQUISTA

En el Diálogo de las guerras de Orán, su autor, el capitán Baltasar de Morales elige como marco espacial de la obra una huerta en Córdoba, propiedad de uno de los interlocutores que intervienen en la conversación que constituye el foco de la obra. Morales utiliza para su relato sobre la conquista de los españoles de Orán la forma literaria del diálogo, uno de los géneros más utilizados durante el Renacimiento. Inspirados por Aristóteles y Cicerón, los escritores más ilustres del Humanismo del siglo XVI, entre los que se incluyen Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Juan Luis Vives, fray Luis de León y los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, cultivaron este género. En el caso de este diálogo compuesto por el capitán Morales, es necesario notar que fue aprobado para su publicación tanto por el conocido poeta Alonso de Ercilla, que subraya que «es historia verdadera», como por el propio rey Felipe II. Aunque el jardín constituye una localización convencional en la que transcurre la conversación base del diálogo renacentista, la selección de una huerta cordobesa representa una novedad en la tradición humanista de este género literario.1

1. Jesús Gómez apunta que, siguiendo la retórica clásica y la tradición pastoral, el «locus amoenus» es la localización espacial más frecuente entre las empleadas por los autores de diálogos en el Renacimiento (1988: 30-36). Por ejemplo, fray Luis de León ofrece en De los nombres de Cristo una descripción de entorno rural que es identificado por los críticos como la finca de los agustinos «La Flecha»; también Antonio de Torquemada incluye el jardín como marco espacial en sus Coloquios satíricos.

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El Diálogo se inicia con el encuentro de su protagonista, el soldado Navarrete, con sus antiguos amigos Guzmán y Mendoza en el famoso Patio de los Naranjos de la Mezquita de Córdoba. Tras el encuentro, el caballero Guzmán invita a sus dos compañeros a pasar unos días en su huerta para poder saborear las frutas que en ella se cultivan mientras escuchan las noticias de Navarrete sobre las guerras de Orán en las que ha participado. El traslado del jardín de la Mezquita en la que tiene lugar el encuentro inicial de los personajes a la huerta de uno de los interlocutores supone una desviación de las convenciones de este género renacentista. La transposición del Patio de los Naranjos a la huerta de recreo de Guzmán como marco del diálogo permite subrayar la pervivencia en Andalucía de la cultura islámica que se manifiesta en formas y estilos mudéjares cultivados en la época. La imagen del Patio de los Naranjos de la Mezquita de Córdoba, convertida ahora en el jardín exterior de la catedral de la ciudad andaluza en la que los amigos se encuentran a la salida de misa, denota el poder de la cultura híbrida y del sincretismo religioso para simbolizar la victoria sobre el musulmán. La transferencia de un espacio natural a otro como marco del diálogo representa el continuum existente entre las realidades del antiguo AlAndalus, la Andalucía actual y el norte de África con el que Morales cuenta para expresar los ideales expansionistas y el propósito propagandista de su texto. La narración de un antiguo soldado de las victorias españolas en el Magreb en una huerta situada presumiblemente en las afueras de Córdoba, causa que dicho espacio natural, que se construye textualmente como ambivalente y heterotópico, funcione como recordatorio del triunfo del sujeto español sobre el enemigo infiel. Por consiguiente, en el contexto de un diálogo sobre el conflicto bélico con los pobladores norteafricanos a raíz de la conquista de sus territorios por parte de las tropas imperiales, la cultura híbrida producida en España durante la temprana modernidad adquiere el valor de símbolo del triunfo de la Cristiandad sobre el Islam. Nada más llegar al recinto ajardinado de la residencia de Guzmán, Mendoza alaba la belleza de la huerta y pregunta al soldado si «hay tan lindas cosas en África» (Morales 249). Navarrete responde a esta pregunta con diplomacia, aprovechando la ocasión para agradecer a su amigo su generosa hospitalidad, declarando que «ni aún en Europa, aunque en África hay muchas cosas destas y de consideración, porque los reyes de allá gustan mucho de algunas destas lindezas, como lo más

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del tiempo están en sus casas» (ibíd.). En el texto, la participación de Navarrete en las guerras de Orán y su familiaridad con la realidad norteafricana funcionan para autorizar su alta opinión sobre la huerta cordobesa perteneciente a Guzmán. Aunque Navarrete emplaza en un principio a la huerta en el continente europeo, dadas sus superiores características estéticas, es inmediatamente equiparada con la belleza regia de los jardines palaciegos situados en los reinos del norte de África. En la respuesta de Navarrete se subraya el hecho de que, como explica Fuchs, Gardens planted centuries earlier and preserved by the Christians reflect the continued Moorish influence on the Spanish landscape, as do new gardens built in the older tradition. Renaissance gardens made abundant use of the same techniques and elements: irrigation, bricks and tiles, plaster-work, and carved ceilings. While Renaissance fashion might have changed its ornamentation, the garden vernacular remained overwhelmingly Andalusi (2009: 17).

Aunque no se describe de un modo detallado es posible sugerir que la huerta cordobesa de Guzmán comparte con el Patio de los Naranjos de la Mezquita de Córdoba y los jardines interiores de las residencias de los nobles en las ciudades magrebíes una serie de rasgos similares. Estos espacios naturales resultan diferentes de cualquiera de las variedades que se corresponden con la clasificación tradicional de la arquitectura de exteriores en Occidente, es decir, el tipo de jardín exterior en el que crece la hierba o el patio interior de suelo empedrado. Teniendo en cuenta el fuerte componente mudéjar de los edificios y zonas verdes en la península, es posible sugerir que la huerta que sirve de marco espacial al diálogo constituye el tipo de patio-jardín o de jardín cerrado en el que se combinan los conceptos húmedo-seco en su interior, similar al que llaman atención de viajeros como Andrea Navagero y Antonio de Lalaing durante sus visitas a España en el siglo XVI (158).2 En su respuesta, Navarrete hace hincapié en la relación 2. Sobre la admiración de Andrea Navagero hacia los jardines andalusíes y la influencia de éstos en los renacentistas italianos, véase Brothers (1994). Según Fuchs: «While courtyards obviously existed elsewhere in Europe, the organization and circulation of domestic life around the patio was perceived as particularly Iberian» (2009: 16). Fuchs incluye testimonios de viajeros del siglo XVI, tales como Lauren Vital, caba-

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entre la huerta cordobesa y los espacios verdes que rodean los palacios de los principales señores musulmanes en el norte de África. Según este personaje, existe un cierto grado de similitud entre estas huertas andaluzas y los patios palaciegos localizados en las ciudades norteafricanas y de los que los españoles desean tomar posesión. Por tanto, el jardín islámico aparece en el diálogo como cercano a la realidad de la huerta cordobesa donde los tres amigos están a punto de escuchar un relato sobre los esfuerzos de las tropas españolas para conquistar enclaves norteafricanos estratégicos en los que construir sus presidios. En este diálogo del Renacimiento compuesto por un antiguo oficial del ejército, la huerta cordobesa se erige en una suerte de heterotopia, de acuerdo con la definición establecida por Michel Foucault en su ensayo «Des espaces autres». Como se observará con más detalle en la tercera parte de este estudio, siguiendo al filósofo francés, es posible localizar la existencia de espacios reales que, diferentes de los utópicos, son fundamentales para la construcción de la sociedad, y cada uno de ellos funciona como una dimensión en la que todos los demás lugares están representados, contestados o invertidos (Foucault 1986: 24). En el Diálogo de las guerras de Orán, el espacio de la huerta demuestra la capacidad de la heterotopia para conectar con una realidad situada fuera del universo en el que se halla instalada, al tiempo que refleja y cuestiona de manera simultánea nociones sobre la similitud entre la península ibérica y el Magreb que el propio texto establece. Mendoza informa sobre la naturaleza occidental de la huerta, al explicar que las flores son enviadas desde los jardines del palacio real de Aranjuez (Morales 328). Sin embargo, las cualidades espirituales y estéticas de la huerta, que vamos a comentar, así como la procedencia valenciana de su jardinero, de posible identidad morisca, aunque este punto no se halla especificado en el texto, confirman la composición híbrida de esta huerta situada en el sur peninsular. Al principio de la tercera parte del Diálogo, los tres amigos comienzan un nuevo día admirando la frescura y la belleza de este entorno natural cercano a Córdoba. Los dos invitados se despiertan de mañana

llero de la corte de Carlos V, el mencionado Antonio de Lalaing, que se sorprende al contemplar que el jardín del Alcázar de Sevilla constituye un «jardin tout pavé», o el cortesano flamenco Henri Cock, que considera las numerosas huertas españolas, como «la obra de los moros» (citado en Fuchs 2009: 16; mi traducción).

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por el canto del ruiseñor, que, según se relata, Navarrete «estuvo escuchando hasta ahora muy contento» (326). Morales describe las sensaciones que experimenta el visitante en la huerta relacionadas con el disfrute estético y sensorial con el que se asocia el sabor dulce de la fruta, anunciado en las primeras páginas del Diálogo: el sonido del ruiseñor, la frescura y colorido de los arreglos florales, la belleza de su diseño laberíntico y la presencia del agua en el interior de la huerta. Estos dos últimos componentes, especialmente el diseño laberíntico y la existencia de agua depositada en una fuente o estanque, presentes tanto en el jardín islámico como en el renacentista, denotan la capacidad de este espacio natural para reflejar el encuentro entre las varias tradiciones que se dan cabida en el mundo mediterráneo. Esta coincidencia es más evidente en referencia a una huerta situada en el área de Córdoba, centro cultural tanto de la provincia romana de Hispania como del Al-Andalus durante la época del Califato. Es significativo al mismo tiempo que la descripción de la huerta se enfoque en el placer sensorial que suministra al espectador la contemplación de su belleza y el sentido de apartamiento mediante los que se invita al visitante a la reflexión intelectual o a la conversación amigable que subraya el diálogo renacentista. En el Diálogo la huerta está representada como la suerte de espacio verde que posibilita una combinación entre la capacidad de recreación del jardín y la producción agraria de la finca frutal que se lleva a cabo en la tradición hispano-árabe (Dickie 1994: 1026-1027).3 Sin embargo, el autor omite cualquier detalle práctico relacionado con la explotación real de un espacio cuasi agrario situado entre los límites porosos que separan el mundo urbano del rural en la zona mediterránea (Braudel 1973: I, 325). Considerando la importancia del sector agrícola para la economía de la época, sorprende esta ausencia de referencias al duro trabajo del campo. Por el contrario, la imagen de la huerta de Mendoza adquiere en el diálogo el significado estético y espiritual atribuido comúnmente al

3. El autor árabe Ibn al-Khatîb describe en el siglo XIV las prósperas fincas rurales de Granada con sus hermosas huertas y sus bellos jardines en términos puramente estéticos (Dickie 1994: 1027). En sus descripciones Ibn al-Khatîb emplea en varias ocasiones el término munya, que significa «objeto de deseo», para dar cuenta de la doble función del jardín islámico como lugar para la recreación de los sentidos y como centro de producción hortícola, definida ésta como una rama refinada de la agricultura (ibíd.).

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jardín islámico del paraíso, al otorgársele una experiencia de santuario interior o de espacio privado sagrado (Martínez Nespral 2006: 159). A Navarrete, la contemplación del agua contenida en un estanque o fuente en el jardín de su amigo le conduce a la evocación nostálgica de su estancia en el norte de África, lo que prueba que el sentido de familiaridad del personaje con la realidad magrebí aflora con mayor facilidad en contacto con un espacio similar, tal como resulta la huerta cordobesa. La presencia de agua provoca en el capitán Navarrete un deseo de refrescarse y de bañarse, emulando, de ese modo, la conocida costumbre de procedencia islámica: «¡Qué fresca que está esta agua y que linda, no me querría quitar de aquí, sino á la morisca estarme lavando!» (Morales 327). La referencia a las abluciones de los musulmanes confirma el paralelismo entre la huerta cordobesa del Diálogo y aquellos recintos verdes de los mundos árabe, turco y norteafricano en los que se recrea el modelo del jardín islámico del paraíso. El autor evoca la doble dimensión estética y espiritual que experimenta el musulmán en su contacto con un entorno natural controlado por la acción humana al obedecer un designio divino. La identificación momentánea de Navarrete con el moro en el marco de un jardín descrito como una variación del islámico confirma la problemática condición liminar del cronista de Berbería, de ahí que la configuración de sí mismo como sujeto hegemónico dependa de su dominio sobre el infiel al otro lado del estrecho. En el Diálogo, la huerta cordobesa se presenta como un centro de transculturización en cuanto a que funciona como una metonimia de aquellos territorios que un día pertenecieron a Al-Andalus y fueron repartidos entre los nobles castellanos como recompensa por su participación en la lucha contra el invasor musulmán. La imagen de esta parcela natural simboliza el sueño de la posesión por parte de los nobles andaluces de otros jardines y espacios verdes que adornan los alrededores y el interior de las ciudades norteafricanas. La representación de la huerta cordobesa en el texto de Morales exhibe la capacidad de la heterotopia del jardín para sugerir las complejas negociaciones del aristócrata andaluz con la memoria de un pasado guerrero al que debe parte de su actual prestigio y poder. La huerta cordobesa en la que Morales sitúa este diálogo sobre una campaña militar en el norte de África refleja la realidad de la nobleza andaluza, teniendo en cuenta no sólo el estatus nobiliario del protector al que se dedica la obra

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sino, además, los apellidos elegidos para los personajes del diálogo, Mendoza para el dueño de la finca y Guzmán para su amigo.4 A pesar de su origen castellano, la nobleza andaluza muestra en la conservación de su patrimonio cultural la nostalgia por un pasado medieval marcado por las hazañas bélicas que condujeron a una victoria sobre el Islam. Tanto el tema de la conversación como el marco natural en el que se inscribe el diálogo aluden a una conciencia, por parte del autor, de que dicha nobleza debe a la Reconquista su elevado estatus actual. La empresa colonial en el norte de África surge en el texto como una oportunidad para que los aristócratas revaliden mediante la intervención militar los privilegios asociados con su posición hegemónica en la sociedad latifundista creada en Andalucía.5 La huerta de la obra simboliza a su vez la nueva condición de terratenientes de unos nobles que consideran necesario imprimir en sus posesiones materiales la procedencia guerrera de su linaje originado en el conflicto territorial que se inicia a partir del año 711. El modelo de espacio natural controlado por la acción humana y situado a las afueras de la ciudad de Córdoba que elige Morales como marco de su diálogo incorpora elementos, tales como los árboles y las flores procedentes de los jardines reales de Aranjuez y el agua, pero no la severidad del diseño cuadrangular típico del jardín islámico. La huerta ejemplifica la estética híbrida preferida por la nobleza andaluza, convertida durante este periodo en una manifestación del buen gusto de un estamento privilegiado y el objeto de la emulación de los miembros de los grupos sociales inferiores. A pesar de la imposición de una bien definida etiqueta europea y la creación de una nueva tipología de arquitectura, muebles y demás objetos artísticos de factura renacentista, el estilo mudéjar y la ornamentación típica morisca de los ricos artesonados, las alfombras y los almohadones de los estrados, así como las prendas de vestir todavía estaban presentes en las casas nobles de la región durante el siglo XVII (Urquízar Herrera 2007: 52-53).

4. Para más información sobre la familia Mendoza, remito a Nader (1979). Acerca de la genealogía de los Mendoza durante el periodo, véase Argote de Molina (1957: 697-700). Respecto a los Fernández de Córdoba, remito a Liang (2011). 5. Sobre la guerra fronteriza en Granada y, en general, la Reconquista, como el caldo de cultivo de los linajes andaluces más preeminentes, véanse Ladero Quesada (1998: 46-47) y Sánchez Saus (2005: 81-92).

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Como demuestran los inventarios de los principales mayorazgos andaluces, la aristocracia instalada en el área exhibe una rara habilidad para mezclar muebles, joyas, telas, tapices, libros, cuadros, objetos religiosos y otras curiosidades traídas de los Países Bajos, Alemania, Italia y las Américas con productos de lujo procedentes de Oriente. En ocasiones, las colecciones de objetos artísticos desplegadas en los palacios de la nobleza andaluza evidencian que los privilegios disfrutados por sus dueños constituyen un producto directo de las elevadas posiciones administrativas y diplomáticas ocupadas por sus antepasados en las posesiones europeas y americanas de los Habsburgo, con las que remplazan la acción militar de la Reconquista.6 Es cierto que como prueba el extenso inventario de las pertenencias del sexto duque de Medina Sidonia, a veces se da la preponderancia en las colecciones de objetos de mobiliario y decoración de origen europeo. De acuerdo con Urquízar Herrera, sólo se registra en el inventario del duque una tabla adornada con estaño, fabricada a la «morisca», y varias alfombras turcas, siendo el resto de la colección de joyas, cuadros, libros, muebles, objetos religiosos y otros artefactos de clara procedencia occidental (2007: 175-207). Estos datos explican la mezcla de las influencias culturales de los aristócratas andaluces, así como sus esfuerzos por imprimir en sus colecciones tanto la memoria de sus éxitos en la lucha contra el Islam como el cultivo de una imagen más «europeizante» que exprese una adaptación a su nueva situación social al margen de la guerra de frontera. No obstante, en general la nobleza castellana, instalada o no en Andalucía, se caracteriza desde el final del siglo XV por su orgullosa exhibición de modas moriscas, lo que es percibido en la escena internacional de un modo bastante distinto que en el interior del país. Por ejemplo, Antonio de Lalaing incluye en su Voyage de Philippe le Beau en Espagne la siguiente descripción de un grupo de aristócratas castellanos vestidos a la moda mora y preparados para representar un simu-

6. Acerca de la adquisición de objetos de arte como signo de distinción social entre las familias nobles de Andalucía, véase Urquízar Herrera (2007). El historiador considera que el representante andaluz del mayorazgo se inspira para su colección de objetos de lujo en una combinación del modelo cultural humanista de consumo artístico y el caballeresco, basado en las victorias militares y en la piedad religiosa (Urquízar Herrera 2007: 113-130, 70-76).

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lacro de la típica escaramuza de frontera contra un grupo de cuatrocientos soldados a caballo liderados por el duque de Béjar, que también porta una indumentaria a la morisca: El rey [Fernando] y el Archiduque [Felipe], acompañados de varios grandes señores y caballeros, encontráronse desde muy temprano a un cuarto de legua de Toledo. El Archiduque y el Almirante [Fadrique Enríquez], y los caballerizos mayores del Rey y de monseñor, iban vestidos a la morisca, muy lujosamente. Llevaban albornoces de terciopelo carmesí y de terciopelo azul, todos bordados a la morisca. La parte baja de sus mangas era de seda carmesí, y además de eso grandes cimitarras, y también capas rojas, y sobre sus cabezas llevaban turbantes (citado en López Estrada 1990: 203).

En esta ocasión, la apropiación de la moda morisca por parte de los nobles castellanos se debe a su deseo de ofrecer a sus visitantes flamencos una representación verosímil del tipo de estrategia bélica frecuente en la guerra de frontera llevada cabo durante la Edad Media. Como explica Lalaing: «dijo el Rey a Monseñor que de esta manera hacen los moros escaramuzas contra los cristianos» (citado en López Estrada 1990: 203). Al exhibir sus conocimientos de las técnicas militares del enemigo musulmán estos aristócratas subrayan ante sus observadores extranjeros la función fundamentalmente guerrera de la nobleza castellana, acostumbrada hasta tiempos recientes al constante ejercicio de las armas. Aunque la intención principal del rey Fernando y de sus cortesanos cuando deciden vestirse a la morisca es ofrecer una demostración del dominio de los castellanos sobre el enemigo infiel, la situación no está demasiado clara en el simulacro puesto que los hombres de ambos ejércitos ficticios portan un tipo de vestimenta similar. Obviamente, los nobles castellanos no contemplaron la posibilidad de ser considerados «exóticos» por el visitante flamenco, para quien la adopción de la moda y hábitos moros por parte de los españoles constituía un claro signo de la inestabilidad de una identidad propia de un sujeto permanentemente enfrentado al conflictivo espacio de la frontera. Baltasar de Morales dedica su Diálogo a Martín Alonso de Montemayor, miembro de los Fernández de Córdoba, una de las familias más distinguidas de la aristocracia castellana instalada en el sur de la península, cuyo título procede de los tiempos de la Reconquista.

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Como informa en el siglo XVI el erudito andaluz Gonzalo Argote de Molina, el linaje de los Fernández de Córdoba se origina en las acciones heroicas del también llamado Martín Alonso de Montemayor, señor de Alcaudete y Montemayor, que defiende en 1408 la villa de la que toma su nombre del ataque del rey granadino Aben Balva (Argote de Molina 1957: 592). Es necesario apuntar que Morales escribió su texto con el propósito de restaurar la reputación del primer conde de Alcaudete, don Martín de Córdoba y de Velasco, de quien el erudito andaluz Argote de Molina escribe que fue «muy esforzado y animoso. Murió en África siendo general de Orán en la guerra de Mostagán» (ibíd.: 595). Morales está interesado en dar brillo al titular de una de las más poderosas casas de la nobleza andaluza, cuyo servicio a la Corona ha sido generosamente compensado mediante la dotación de enormes fincas rurales, inaugurando la explotación agraria latifundista de la temprana modernidad. El tono laudatorio que domina el tratamiento de la figura del conde contribuye además a conferir al texto de Morales un claro valor propagandístico de la empresa bélica en el norte de África. El autor narra la participación heroica del primer conde de Alcaudete en la defensa de Orán así como su valiente actuación en la conquista del reino de Tremecén. Baltasar de Morales intenta demostrar que, a pesar de la falta de apoyo económico y militar concedido por el emperador, el conde fue capaz de someter a Muley-Ababdila, rey de Tremecén y de convertirlo en vasallo tributario de Carlos V. Morales subraya la circunstancia de que el conde fue el primer noble español capaz de organizar la toma de este reino magrebí, «haciendo la mayor honra á nuestra Nacion, que nadie jamás hizo, á su costa, un señor tan pobre, haber emprendido una jornada tan peligrosa y costosa, y ganar en ello un Reino de los más principales de Berbería, veintidos lenguas dentro de tierra» (257). El autor equipara la figura del conde de Alcaudete con la del Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, perteneciente al mismo prestigioso linaje andaluz (ibíd.). No obstante, resulta significativo que para Morales, la principal diferencia entre estas dos figuras prominentes no tiene que ver con el distinto grado de relevancia de sus respectivas hazañas bélicas sino con el hecho de que el primer conde de Alcaudete no tuvo la oportunidad de obtener un tipo de asistencia militar similar por parte de la Corona a la que dis-

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frutó el Gran Capitán durante los primeros años de la expansión española en el Magreb. De acuerdo con Morales, el conde de Alcaudete, fué el primero que abrió camino y lo prosiguió para acrecentar en África, sobre lo que poco que allí teníamos, ensanchando el Señorío y la reputación de nuestros reyes y poniendo miedo en muchas partes, bien desviadas de las que ya se tenía, pues los muchos despojos que trajo á España de cautivos y presas, todo ello es buen testigo, pues se hallarán pocas ciudades y lugares principales que no sean testigos de sus victorias (257-258).

El conde de Alcaudete representa el paradigma del aristócrata andaluz que, entregado al proyecto expansionista en el norte de África, aprovecha el rendimiento económico del que derivan sus acciones militares como demuestran «los muchos despojos que trajo á España de cautivos y presas» (258). Resulta interesante notar que desde las primeras páginas de Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén, su autor, el capellán militar Francisco de la Cueva, que, como se ha comentado antes dedica también su obra a alabar la figura de don Martín Alonso Fernández de Córdoba, conde de Alcaudete, haga hincapié en el hecho de que la mayoría de los participantes de las campañas militares en África organizadas durante los primeros años de la temprana Edad Moderna son residentes de la región andaluza, siendo algunos de ellos miembros de las principales familias aristocráticas de la región (1418). Al tener memoria más reciente de las hazañas que posibilitaron sus actuales privilegios, los andaluces portadores de títulos nobiliarios de nueva impronta y dueños de las últimas tierras distribuidas por los Reyes Católicos como recompensa a su contribución militar a la Reconquista, participan en mayor cuantía en la empresa imperial en tierras norteafricanas.7 La larga lucha contra el Islam que tuvo lugar en el sur de la península otorga al aristócrata andaluz un sentido de familiaridad con las tradiciones culturales islámicas que le asegura un mejor entendimiento de la realidad del otro lado del estrecho. Es cier7. De acuerdo con Bunes Ibarra, «la Monarquía estaba acostumbrada al mantenimiento de la guerra contra el infiel y que tenía una clase social que basaba su existencia, aún en estos años, en la vida militar. Combatir a los “moros de allende” permitía entretener este estamento, al mismo tiempo que recuperar los territorios a los que se creía tener derecho» (1989: 22).

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to que el fracaso último de la empresa demuestra que el conocimiento de la religión y de la cultura musulmana por parte de sus líderes era más ilusorio que real. Privados de apoyo oficial por parte de la Corona y provistos de una limitada información de una situación más compleja de lo esperado, los nobles no tienen otra alternativa en las últimas décadas del siglo XVI que denunciar, a través de sus cronistas, las limitaciones del poder imperial en el área. Sin embargo, aunque las circunstancias políticas expresen otra cosa, la mayoría de los autores sugieren que la familiaridad de los nobles andaluces con la arquitectura, el diseño de jardines, el urbanismo y ciertos hábitos culturales pertenecientes a la tradición islámica constituyen una prueba de su aptitud a la hora de extender el espíritu de la Cruzada al otro lado del Estrecho y de imponer la soberanía española en el Magreb. Los autores de los discursos de la expansión en el norte de África explotan los paralelos existentes entre la actividad imperialista en el área y la guerra de frontera que tuvo lugar durante la Edad Media en el territorio peninsular, con objeto de legitimar el mensaje propagandístico incluido en sus textos. Por ejemplo, Francisco de la Cueva emplea un lenguaje de reminiscencias medievales a la hora de explicar que la deuda tributaria a la Corona española por parte del rey de Tremecén, súbdito de Carlos V, consiste en «cuatro mil doblas de párias cada un año, y otros feudos de caballos y jaeces y halcones» (78). También Barrantes Maldonado, que narra en su Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un caballero extranjero (Alcalá de Henares, 1566) la defensa de Gibraltar contra el ataque otomano ocurrido en 1540, introduce en su obra un tono de nostalgia por la guerra de frontera llevada a cabo en el sur de la península durante el periodo medieval.8 Es significativo que Pedro Barrantes Maldonado inicie este diálogo dedicado al distinguido aristócrata andaluz Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, sexto duque de Medina Sidonia, con la pregunta dirigida por el extranjero en la que expresa su interés de conocer la procedencia de un soldado que retorna de las guerras de África.9 El

8. El título completo original es el Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un caballero extranjero en que cuenta el saco que los turcos hicieron en Gibraltar y el vencimiento y destrucción que la armada española hizo en las de los turcos Año 1540. 9. Argote de Molina ofrece información sobre la fundación de esta poderosa casa de la nobleza andaluza (1957: 332-335), y declara sobre Alonso Pérez de Guzmán el Bueno

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forastero inquiere lo siguiente: «¿De dónde bueno, caballeros [venís], con lanzas, adargas y corazas que pareceis la resurrección de la conquista del reino de Granada?» (17). En el diálogo se indica la reacción de sorpresa del interlocutor extranjero ante la visión de soldados portando equipos militares anticuados, por la razón de que «ya son muertos los que en aquel tiempo, peleando con lanza, adarga y corazas, conquistaron aquel reino, y como despues acá no han quedado moros con quién pelear, y la gineta se ha trocado por estradiota, las lanzas por alcabuces, e las adargas por rodelas» (ibíd.: 17-18). El personaje del soldado responde que lo obsoleto del armamento se debe a que «teniendo ya por añejas las cosas nuevas, tornamos á tomar por nuevas las olvidadas; e así es agora en lo de la gineta, adargas y corazas. Cuanto más, que en esta Andalucía y costa de la mar nunca se han desusado en estas armas» (ibíd.: 18). Barrantes Maldonado parece reivindicar el estilo de equitación «a la jineta», que, propio de los jinetes musulmanes y adoptado por los españoles durante la Edad Media, se fundamenta en el uso de los estribos cortos y de la silla de montar alta, frente al de «a la brida» o «a la estradiota», que consiste en llevar estribos más largos y obliga al jinete a mantener las piernas estiradas. Aunque los españoles pusieron en uso más tarde el estilo «a la brida», la transformación de las modas de equitación fue lenta, por lo que en Andalucía se siguió montando «a la jineta» durante un largo periodo (Fuchs 2009: 92), cuestión a la que parece aludir el diálogo de Barrantes Maldonado. El tono nostálgico que sugiere la mención de este estilo de montar abandonado en ciertas zonas de España pero no el sur, muestra el valor de la memoria histórica en la formación del discurso africanista del Renacimiento. Y la evocación de la Reconquista se presenta como crucial para la construcción del mensaje a favor de la continuación en el norte de África de la lucha contra el Islam. En estas obras, la renovación del espíritu de la Cruzada se manifiesta mediante la importancia otorgada por los autores a ciertos artefactos de culto religioso, que hallados en las ciudades norteafricanas,

que es el «duque de las ciudades de Medina Sidonia y Sanlúcar de Barrameda, conde de Niebla y marqués de Cazaza, caballero de la orden del Toisón de Oro» (ibíd.: 335). Acerca de la extensa colección de arte del sexto duque de Medina Sidonia, véase el inventario de Urquízar Herrera (2007: 175-207).

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se distinguen por su capacidad para conectar históricamente un pasado medieval con un presente imperial, así como para relacionar el Magreb y el marco geográfico peninsular. En la descripción de la Gran Mezquita de la ciudad de Tremecén, varios autores mencionan que el conde de Alcaudete encuentra en el interior de este edificio religioso una lámpara construida a partir de una campana cristiana que fue robada de una iglesia peninsular por los invasores musulmanes. En la obra de Francisco de la Cueva se atribuye a la campana una procedencia autóctona norteafricana que funciona como un argumento esencial que prueba la existencia de una tradición cristiana en la región anterior a la llegada de los árabes. Según el autor de Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén, la campana cristiana descubierta en la mezquita, «en el talle della paresció ser muy antigua y, por razón, es del tiempo que Tremecén era de cristianos, y se perdió cuando fue destruida España, en tiempo del Rey D. Rodrigo, por aquel maldito Conde D. Julián. ¡Juicio grande de Dios! Que por Conde fue perdida esta cibdad de Tremecén, que Conde la ganase» (Cueva 104). Para Francisco de la Cueva, la campana simboliza la conexión existente entre dos hechos históricos distantes en el tiempo y en el espacio, la lucha contra los invasores musulmanes en la península ibérica y la empresa de expansión territorial protagonizada por los españoles en el norte de África. Cueva apela a la invasión musulmana con objeto de situar en el mismo nivel de significación histórica la conquista de Tremecén llevada a cabo por el conde de Alcaudete cuya figura trata de engrandecer. El texto refleja la obsesión de los españoles en el norte de África con las campanas, cuya ausencia, además en las mezquitas es interpretada como una afrenta directa de los musulmanes a los cristianos, ya que las prohíben para diferenciarse de estos (Bunes Ibarra 1989: 219). Como ocurría durante el periodo medieval, cuando los españoles conquistan una ciudad norteafricana, lo primero que hacen es buscar las campanas con ahínco, al constituir los primeros objetos de culto que los moros tomaron cuando arrasaron la península (ibíd.). De acuerdo con Bunes Ibarra, recuperar las campanas «es quitarles uno de los botines de guerra más preciados, así como lavar el honor cristiano de las injurias pasadas» (ibíd.). Refiriéndose al valor semántico de las campanas y de las lámparas como símbolos religiosos respectivamente del cristianismo y del Islam, John V. Tolan explica que «the ringing of the bells represents,

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for some medieval Muslim authors, an audible symbol of Christianity, a noisome racket that one should silence. Likewise, Christian authors express their disdain for the adhân, which is the call to prayer of the muezzin (mu’adhdhin)» (2008: 147). El robo de las campanas de las iglesias cristianas y su conversión en lámparas empleadas en la iluminación de las mezquitas constituye una práctica frecuente desde los primeros años de la invasión musulmana, momento en que el simbolismo de dicha transformación se desarrolla en mayor profundidad. Para los musulmanes, como declara Tolan, «the destruction of bell towers struck as the most visible and audible symbols of Christianity and affirmed the superiority of Islam against its Christian detractors» (2008: 155). Por ejemplo, en el año 997, Almanzor toma las campanas de la catedral de Santiago de Compostela y ordena que sean transportadas por cautivos cristianos a la gran mezquita de Córdoba (ibíd.: 147; 156-57). De este modo, de acuerdo con Tolan, Almanzor silencia las campanas de los infieles cristianos que servirán ahora para iluminar la verdadera religión (ibíd.: 147). Los apologistas de los mártires de Córdoba al final del siglo IX, Eulogio de Córdoba y Pablo Álvaro, destacan la animosidad de los musulmanes contra las campanas cristianas, aportando una evidencia de la aversión de los cristianos a la llamada del muecín así como su deseo de convertir los alminares en campanarios (ibíd.: 151-155). El retorno de las lámparas a su estado y lugar originales, así como la conversión de los minaretes de las mezquitas en campanarios cristianos se presentan en los textos medievales como la justa compensación por los frecuentes actos de vandalismo sacrílego que acompañaron a la invasión árabe. Cuando Fernando III de Castilla conquista la ciudad de Córdoba, no sólo colocó la insignia real con la cruz en el minarete, sino que mandó devolver las campanas robadas por Almanzor a Santiago de Compostela (Tolan 2008: 57). Cronistas medievales como Sampiro, el autor anónimo de Historia compostelana, Lucas de Toy en su Miracula Sancti Isidori y Rodrigo Jiménez de Rada en Historia Arabum y De rebus Hispaniae narran dicha expedición de Almanzor a Compostela, destacando las dudas y la falta de decisión del general musulmán a la hora profanar la tumba del apóstol Santiago. Se refieren a la venganza posterior de Santiago que provoca que los soldados musulmanes sufran un grave caso de diarrea y disentería (ibíd.: 156-160). Lucas de Toy menciona al final de su Chronicon

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mundi la captura de Córdoba por parte de Fernando III y la devolución de las campanas a Compostela ordenada por los cristianos, así como la conversión final de la Gran Mezquita en una grandiosa catedral cristiana. Para este cronista, la mezquita fue consagrada una vez que «toda la suciedad de Mahoma fue eliminada» (citado en ibíd.: 157; mi traducción). De acuerdo con Baltasar de Morales que también se refiere al incidente del encuentro de este objeto de culto religioso apuntado por Francisco de la Cueva, la campana recuperada por don Martín se exhibe en el momento en que se redacta su obra en el castillo de Alcaudete, situado en la provincia de Córdoba. Se puede sugerir que el conde pudiera haber mantenido la campana en su residencia andaluza siguiendo el ejemplo de otros nobles que participaron en la Reconquista, para los que localizar, preservar, exhibir armas y otros objetos artísticos en sus castillos o solares palaciegos responden a un deseo de rememorar los pasados triunfos contra los musulmanes. Tal como demuestran los inventarios de sus colecciones, los nobles de la región solían dejar diversos artefactos a sus descendientes como una parte valiosa de la herencia que pasaba al primogénito, el titular de mayorazgo (Urquízar Herrera 2007: 74-76). Urquízar Herrera considera que este hecho representa la típica mentalidad de los guerreros formados en la frontera, lo que explica que, por ejemplo, el conde de Comares conservara hasta el siglo XIX las armas y las ropas que sus antepasados tomaron del rey Boabdil de Granada en el momento en que fue hecho prisionero en 1483 (ibíd.: 75). Como afirma Baltasar de Morales: «estando alla como afrenta de la religion cristiana, ahora esta como por trofeo de la victoria de Jesucristo» (258). De este modo, mientras Francisco de la Cueva asegura que la campana pertenecía a los habitantes cristianos de Tremecén, para Morales era «nuestra» (258), afirmando un claro origen peninsular. Según Baltasar de Morales, la intención de los musulmanes de llevarse las campanas y de convertirlas en lámparas es una clara ofensa a España y a la religión cristiana. En el marco de la Guerra Santa, el robo y transformación de objetos de culto de otro credo y su integración en un complejo arquitectónico sacro simbolizan la victoria sobre el enemigo y confirman la capacidad de los españoles para emprender con éxito una labor evangelizadora. En los discursos renacentistas las manifestaciones de sincretismo religioso pueden resultar problemáti-

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cas al constituir un recordatorio de la sofisticada cultura de un «otro» infiel cuya inferioridad los propios textos tratan de probar.10 Interpretar las muestras de mezcla cultural de acuerdo con el código desarrollado durante la época medieval muestra la importancia de la adaptación del pasado histórico a las necesidades de un presente imperial. Si fuera de las fronteras nacionales las señales de mezcla cultural ponen de manifiesto la escasa pureza étnica de los españoles, lo que complica la construcción de su identidad cristiana y europea, para éstos la facción ganadora imprime en los objetos religiosos la marca de su triunfo. Siguiendo una tradición iniciada en la península durante los primeros años de la invasión musulmana, el autor de Diálogo de las guerras de Orán considera que la metamorfosis de la campana en lámpara es un insulto a la fe cristiana (Morales 258). De acuerdo con Morales, la devolución de la lámpara a su estado original funciona como un «trofeo por la victoria de Jesucristo» (ibíd.). Por lo tanto, situar la campana encontrada en el norte de África en su lugar sagrado del que procede simboliza la contribución de los cristianos a la erradicación del error musulmán, confirmando el valor del presente para compensar el sentido de inseguridad de los españoles enfrentados a un pasado histórico del que se deriva su problemática mezcla cultural. La transferencia del conflicto al otro lado del Mediterráneo puede lograr que la fuerte herencia musulmana en España no sea un impedimento para la consecución de una plena identidad nacional. Francisco de la Cueva señala en Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén que la campana encontrada en la Mezquita mayor de esta localidad, una vez comprobada la autenticidad de su forma cristiana originaria, fue enviada a una de los pocos enclaves norteafricanos bajo control enteramente español, la ciudad de Orán «donde al presente queda» (185). Dejando a un lado las diferencias entre las versiones de Morales y Cueva, en ambos casos la restitución de la campana a manos cristianas expresa el sentido de la clausura de un ciclo histórico abierto con la invasión de 711. La recuperación de la campana por parte del conde Alcaudete sugiere una identificación de su figura con la de Fernando III el Santo, el monarca castellano que, según los cronistas medievales, retorna la campana transformada en

10. Fuchs expone ideas similares en el caso de la Alhambra (2009: 49).

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lámpara de la Mezquita de Córdoba a la catedral de Santiago de Compostela, su lugar de procedencia. Se debe recordar que a Fernando III el Santo se le atribuyen los avances territoriales más notables de la Reconquista, principalmente la toma de las principales ciudades andaluzas: Úbeda en 1233, Córdoba en 1236, Jaén en 1246 y Sevilla en 1248. Este paralelismo causa que en los textos de Morales y Cueva, el Magreb aparezca como una extensión natural de Al-Andalus, colaborando en la construcción del mensaje propagandístico del texto. La equivalencia entre el conde de Alcaudete y Fernando III el Santo con respecto a su función en la recuperación de las campanas sugiere, dado el valor simbólico adjudicado a este artefacto religioso, la transferencia durante el Renacimiento del espíritu de la Cruzada al otro lado del estrecho. En los textos, la referencia a otros artefactos situados en los edificios religiosos de las ciudades magrebíes confirma el sentido de dicha transferencia. Autores como Diego de Torres son testigos del modo en que la presencia en las principales mezquitas de valiosos objetos ornamentales proclama el ineludible destino histórico de los españoles de conquistar el reino en el que se localizan. Diego de Torres, que alude en su Relación a hechos también registrados por León el Africano (69-70), menciona la utilización de manzanas de oro y de plata, elaboradas con metales preciosos en algunos casos de origen peninsular, para el adorno de los edificios religiosos más significativos de ciertas poblaciones norteafricanas. Torres se hace eco de la existencia de unas manzanas de oro que decoran la parte superior del minarete de la mezquita de la Alcazaba de Marrakech cuya construcción fue financiada por una devota dama vinculada a la familia real marroquí (91). A la vuelta de su peregrinación a La Meca y de su visita al lugar donde se expone la reliquia de los huesos de Mahoma, la dama ordena el emplazamiento de las manzanas de oro en el alminar de dicha mezquita (91-92):11 «[la dama] hizo de si tesoro aquellas mançanas que dizen que pesan seiscientas libras y las puso en la torre para vanagloria de su obra, dexando tales conjuros y mandiciones a quien de allí las quitasse» (92). Así mismo, Torres señala la existencia de cuatro manzanas de plata que, situadas también en el minarete de la Mezquita Koutoubia de 11. Para más información sobre la verdadera naturaleza de la reliquia, véase Torres (92). Sobre las noticias que circulan en España sobre estas famosas reliquias, véanse Perceval (1997: 208-227) y Bunes Ibarra (1989: 212-213).

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Marrakech, se hallan estrechamente vinculadas a España; y describe el alminar de la Mezquita Koutoubia como sigue: «La torre de la mezquita de la ciudad es de obra y altura bien semejante a la de Sevilla, y assí se dice que las hizo un oficial ambas, en lo alto de la qual están otras quatro mançanas de plata, de mayor grandeza que las de oro. Estas dicen que las puso cierto Rei de aquel reino, del quinto que le cupo de ciertos despojos que uvo en España» (92). También alude en su Relación a la profecía inserta en la leyenda en torno a las manzanas de plata: «Es fama entre los Moros traida como por profecía que holgaría que yo fuesse y se cumpliesse en mis días, que un Rei Cristiano ganará a aquella ciudad y quitará aquellas mançanas, el qual a de traer el sol en las espaldas quando las hay de conquistar, que es dar a entender que a de venir de la parte de hazía Levante» (92). Las profecías confirman el destino cristiano de la ciudad magrebí de ser anexionada a la Corona española gracias a las acciones heroicas de las tropas imperiales. Torres asocia el alminar de dicha Mezquita con la conocida torre de la Giralda de Sevilla, que fue convertida en la base del campanario de una grandiosa catedral, mediante la adición en 1568 de cuatro niveles que, construidos en estilo renacentista, culminan con una cruz y una escultura de bronce que representa a la Fe. Dicha adición remplaza a las esferas de cobre que adornaban la parte superior del alminar, destruidas por un terremoto en 1356. Mediante la comparación del alminar de la Mezquita Koutoubia de Marrakech con la Giralda de Sevilla, actual campanario de una gran catedral católica, Torres anticipa la posibilidad de una transformación del edificio en una iglesia cristiana, con la que culminaría en el plano simbólico la posesión española del reino de Marruecos. El paralelismo entre el minarete de la Mezquita de la ciudad de Marrakech y la torre de la Giralda de la catedral de Sevilla apuntan a la noción de transferencia al suelo norteafricano del sincretismo religioso, a través de la mezcla de la arquitectura almohade de los siglos XII y XIII con los estilos renacentistas en uno de los principales templos cristianos de la Cristiandad, en aquel momento, el segundo mayor después de la basílica de San Pedro de Roma. La asociación del alminar de la Mezquita Koutoubia de Marrakech con la Giralda de Sevilla facilita el establecimiento del sentido de la similitud que contribuye a legitimar la presencia y posterior dominio de los españoles en el Magreb. Ambos minaretes fueron edificados durante el periodo almohade del arte

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musulmán por el mismo arquitecto, artífice a su vez de la Torre de Hassan en Rabat, que asimismo se construye siguiendo una idéntica planta arquitectónica cuadrangular. Mediante la conexión entre los dos alminares, uno de ellos convertido en la torre base del campanario de una grandiosa catedral y ambos situados en centros religiosos y culturales aparentemente equidistantes, Torres da énfasis a la continuidad existente entre las realidades andaluza y norteafricana. Dicho continuum apela a una ampliación de las expectativas del lector, invitándole a imaginar la futura sujeción de Marruecos a la Corona española. La hipotética transposición al Magreb del sincretismo religioso presente en algunas edificaciones religiosas de Andalucía que acompañaría a la posible colonización del área sirve para subrayar el concepto del traslado de la dominación cristiana a la otra orilla del Mediterráneo. Al incluir el mito de las manzanas de plata en la descripción del minarete de la Gran Mezquita de Marrakech y la mención del origen peninsular del metal empleado en su elaboración, Torres sugiere que la fe cristiana que reina ya en la península ibérica será reinstaurada en el continente vecino tras el periodo de caos y de atraso cultural representado por la dominación árabe-musulmana. De este modo, las manzanas de plata simbolizan la promesa de un retorno a una etapa previa a la caída que constituyó la invasión islámica del Magreb, paralela a la de la península. Este estadio anterior a la caída es definido por el mito de la unidad cristiana original, lo que se corresponde con las aspiraciones de homogeneidad religiosa y cultural, necesaria en la España imperial para la creación de la identidad nacional. Como vamos a comprobar en el siguiente capítulo, la configuración urbanística de las principales ciudades del Magreb anuncia su inmediata incorporación a la órbita cristiana. Los discursos de la última frontera hispano-musulmana del Renacimiento sugieren que en virtud de su poderosa similitud con las urbes peninsulares de configuración islámica, las ciudades del norte de África llevan inscritas en su planta una clara indicación de su inexorable destino de formar parte del mayor imperio de la Cristiandad.

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CAPÍTULO 3

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Y SU EQUIVALENTE PENINSULAR

Autores como Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres, Diego Suárez Montañés y Francisco de la Cueva a menudo describen las ciudades norteafricanas de Argel, Fez, Marrakech y Tremecén en términos de su similitud con centros urbanos peninsulares de una marcada herencia andalusí.1 Los cronistas muestran las semejanzas de las ciudades a ambos lados del estrecho con objeto de subrayar el lado más «civilizado» de las urbes islámicas y hacerlas más atractivas al lector de acuerdo con los fines propagandísticos que asignan a sus discursos. La similitud entre las urbes en las dos regiones facilita el sentido de la posesión española del norte de África, garantizando a su vez que el legado musulmán adquiera en España idéntico valor de lo recientemente anexionado, al emplazarse sus producciones culturales bajo una única esfera de dominación cristiana e imperial. Antonio de Sosa incluye en su Topografía e historia general de Argel (Valladolid, 1612) una de las descripciones más detalladas de la ciudad norteafricana de Argel de las escritas durante el Renacimiento (Wolf 1996: 97-98). Dicha urbe, incorporada en 1571 por los hermanos Barbarroja al imperio otomano, se convirtió en el centro más importante de las actividades corsarias en la costa de Berbería y en el principal receptor de la época del antiguo conflicto entre cristianos y 1. Los autores renacentistas, incluyendo a Diego de Torres, aluden a la actual ciudad de Marrakech mediante el toponímico de Marruecos, no al país moderno denominado de este modo en la actualidad. Los autores nombran el área usando el término más extenso de Berbería y sus varias divisiones que se corresponde con los reinos de Fez, Tremecén, etc. (García-Arenal 1980: 4-5). Acerca de la representación del espacio ciudadano como centro cultural en los textos renacentistas sobre Turquía y el Magreb, remito a Bunes Ibarra (1989: 47-66).

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musulmanes. La ciudad norteafricana fue durante la segunda parte del siglo XVI un importante núcleo económico marcado por el vigor y el dinamismo de una población de aproximadamente veinticinco mil habitantes pertenecientes a una gran diversidad de nacionalidades, credos y culturas, entre los que se incluyen musulmanes argelinos, turcos, beréberes, renegados, cautivos y mercaderes europeos, así como miembros de órdenes mendicantes dedicados a la redención de esclavos cristianos.2 Los beneficios económicos obtenidos por la autoridad otomana de Argel procedentes de las actividades corsarias animan a individuos –a los que incluso los monarcas europeos enemigos de los Habsburgo otorgan patente de corso– a robar barcos y a capturar esclavos. Además del dinero generado por un sistema monetario estable que constituía el principal elemento de la actividad mercantilista consolidada en el mundo mediterráneo durante el Renacimiento, los productos agrícolas y los cautivos eran los elementos más importantes del botín obtenido por piratas y corsarios argelinos (Bunes Ibarra 1989: 143).3 Los cautivos eran intercambiados por rescates traídos por mercaderes europeos desde diferentes enclaves del Mediterráneo, así como de países nórdicos como Inglaterra u Holanda (Braudel 1973: II, 870). La redención de los cautivos constituye una actividad económica tan rentable que provoca que la ciudad de Argel sea calificada por Sosa como las «Indias y Perú» de los turcos (II, 88).4 Después del descubrimiento de América, no sólo en las aguas del Mediterráneo navegaban las embarcaciones que transportaban el oro

2. Con relación a los cautivos españoles, véase Friedman (1983: 105-164), Bunes Ibarra (1989: 145-184), García-Arenal y Bunes Ibarra (1992: 212-237). Sobre la importancia del tema del cautiverio en la literatura del Siglo de Oro, véase Camamis (1977); y para más información sobre los cautivos cristianos en manos de los musulmanes desde 1500 a 1800, su número y condiciones de vida, remito al excelente trabajo de R. C. Davis (2003). 3. Sobre la importancia en la época de la actividad corsaria y de la piratería como actividad económica a la que se dedican individuos de muy diversas procedencias, véase Braudel (1973: II, 865-891). Para una discusión de «corso» en Argel, remito a Grammont (1884a, 1884b) y Bono (1964). Sobre las diferencias entre las actividades corsarias y las prácticas de piratería, y para más información sobre las mismas, véase García-Arenal y Bunes Ibarra (1992: 164-208). 4. Respecto a las relaciones entre las literaturas generadas por la experiencia de los cautivos en las Américas y el mundo mediterráneo, así como la confusión entre las mismas en la imaginación europea, remito a Voigt (2009: 50-53).

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y la plata procedentes del Nuevo Mundo, sino que los habitantes de la península ibérica eran lo suficientemente ricos como para dedicar fondos a la redención de cautivos cristianos.5 Aunque Antonio de Sosa informa en su Topografía que en 1570 había unos 25 000 cautivos en Argel (I, 47), los datos procedentes de los archivos históricos demuestran la existencia de una cantidad más reducida. Por ejemplo, los investigadores García-Arenal y Bunes Ibarra estiman en 15 500 el número de cautivos rescatados entre los años 1575 y 1764 (1992: 284-285). Dichos rescates eran efectuados principalmente por frailes trinitarios, mercedarios y franciscanos, y afectaban tanto a los cautivos que se hallaban prisioneros en Argel como a los encontrados a lo largo de la costa de Berbería y en la capital otomana de Constantinopla. En el segundo volumen de su Topografía, Antonio de Sosa describe con detalle la crueldad extrema y las torturas sufridas por los cautivos cristianos en Argel, que el autor compara con los martirios. No obstante, los historiadores modernos sugieren que el tratamiento ofrecido por los turcos y los moros no era tan terrible como Sosa lo refiere, dado que la gran rentabilidad de los rescates y la mano de obra gratuita ofrecida por los cautivos, especialmente en las galeras, no concuerda con la aplicación sistemática de tortura (Friedman 1983: 128; Bunes Ibarra 1989: 153).6 Pedro de Naharro conquista en 1510 el enclave estratégico de Bujía, obligando a los reyes de Argel y de Túnez a convertirse en tributarios de la Corona española. La toma de Argel por parte de Oruç Barbarroja y su establecimiento como centro de actividades corsarias controladas por el imperio otomano causan que la ciudad se convierta en uno de los objetivos principales de Carlos V. El éxito del emperador en la campaña de Túnez en 1535 le anima a continuar con la toma de Argel pero, sin embargo, las tropas no consiguen conquistar esta población en 1551 debido a una serie de circunstancias desastrosas. Tras la destrucción de parte de las fuerzas navales españolas por una tormenta enfrente de las murallas de Argel, el emperador se refu5. Sobre la disputa entre redentores y arbitristas, que consideran que no se debe sacar dinero de España para el pago del rescate de los cautivos y denuncian la ausencia de una política definida en el norte de África, véase Bunes Ibarra (1989: 183-184). 6. Para un resumen de la bibliografía de las órdenes militares y, sobre todo, de las religiosas dedicadas a la redención de cautivos, véanse Bunes Ibarra (1989: 172), y García-Arenal y Bunes Ibarra (1992: 278-286).

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gia en Bujía y escapa a la isla de Mallorca antes de dirigirse al puerto de Cartagena para regresar a la península. El fracaso de Carlos V en las cercanías de Argel se convierte en la conciencia colectiva de los españoles en un suceso que es preferible olvidar, puesto que tampoco contribuye exactamente al engrandecimiento de la estatura militar del emperador. A pesar del fracaso, cronistas como Francisco López de Gómara, habían ofrecido a Carlos V información sobre los turcos en la Crónica de los corsarios Barbarroja (1545), con la intención de que fuera empleada a favor de la victoria española. Francisco López de Gómara se lamenta del nulo interés de Carlos V en acudir a la defensa del peñón de Argel, perteneciente a España, atacado por Barbarroja (16). López de Gómara se muestra consciente de que “muy bien tiene entendido todo esto el Emperador nuestro Señor, y ha procurado ya y aun probado el remedio de ello”, por los problemas y “graves negocios” en otras partes del imperio le mantienen “cargado y fatigado”, por lo que “no le vale ni puede entender así ligeramente una cosa como ésta que requiere costa, poder y consejo” (16). No obstante, López de Gómara declara su amargura ante la negativa de Carlos V en atender a los que defendían el peñón de Argel, puesto que aunque “hiciéronlo saber a Su Majestad [...] suplicándole les mandase proveer y socorrer lo más presto que ser pudiese, si quería conservar aquella fuerza y tener el pie en el pescuezo a tan poderoso enemigo como era Barbarroja [...] el Emperador los olvidó con otros muchos y grandes negocios que entonces trataba, que no envió el socorro que le pedían aquellos españoles” (80). A su vez, Pedro Barrantes Maldonado defiende en el Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un caballero extranjero la necesidad de que Carlos V ataque al reino de Argel. Considera que tras el saco de los turcos a Gibraltar perpetrado en 1540, el emperador debería «incitar y mover á que personalmente vaya, ó con grande armada envie, á destruir á Argel» (89). Décadas más tarde la situación es la misma, por lo que no sorprende que en los primeros años del siglo XVII, Diego Suárez Montañés dirija varios memoriales al rey Felipe III con objeto de que intente rescatar la ciudad de Argel del control otomano, ofreciendo como argumento principal de su propuesta el creciente número de actividades corsarias y de ataques a las costas del Mediterráneo occidental. Suárez Montañés envía una copia de Avisos importantes para la Magestad del Rey nues-

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tro señor a Felipe III con la esperanza de que sus consejos sobre la empresa imperial en el norte de África fueran valorados por el monarca.7 Sin embargo, en su Historia de Berbería, Suárez se queja de que nadie escucha sus advertencias, atribuyendo la indiferencia de las autoridades a su humilde condición de plebeyo (citado en Suárez Montañés 21-22).8 Aunque la paz con Inglaterra y Holanda permitiría a los españoles renovar las antiguas aspiraciones coloniales en el norte de África, nadie parece demasiado interesado en seguir ningún consejo relacionado con la toma de Argel que pronto deja de ser un objetivo militar de la Corona española. En el primer libro de su Topografía, Antonio de Sosa incluye una detallada descripción de la ciudad de Argel y de las costumbres de sus habitantes. Ilustra la efectividad de la estrategia basada en la dialéctica entre semejanza y separación empleada con el propósito de legitimar el potencial de la ciudad y, por extensión, de la región magrebí para convertirse en un espacio colonial bajo dominio castellano. El primer capítulo ofrece información sobre la historia de Argel y contiene una serie de datos prácticos relacionados con la composición y orientación de un sofisticado sistema defensivo compuesto por murallas, fosos y castillos localizados alrededor del centro urbano, así como con la situación exacta de las diversas puertas por las que se tiene acceso a la ciudad.9 Sosa cuestiona nociones básicas de relativismo cultural al describir la urbe norteafricana en relación con su parecido con las más 7. El título completo de la obra es Avisos importantes para la Magestad del Rey nuestro señor, acerca de algunos peligros y otras cosas a que de deue acudir con tiempo, en las plaças de Oran and Marçaelquiuir, en sus reparos, pra la seguridad y sossiego de los Reynos de España, y aprouechando de la hazienda y patrimonio Real, que por aquella parte se sigue, y podra mas seguir en daño o veneficio, en no acudir, o acudir con tiempo a ellos. Todo averiguado, entendido y ordenado por Diego Suarez Montañes, Asturiano, soldado antiguo y platico en aquellas plaças y Reynos, de treinta años de milicia en ellos (1607). 8. El manuscrito titulado Historia de Berbería se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid (BNM, Ms. 8.594), y es el capítulo cuarto de la Historia del reino de Tremecén y Orán. El estudioso francés A. Berbrugger publicó el contenido de su manuscrito en 1864 en la revista argelina L’Akhbar y en la Revue Africaine (Bunes Ibarra y Alonso Acero 2005: 16-17). 9. De acuerdo con Chueca Goitia, las puertas eran elementos esenciales de la ciudad islámica; todas la ciudades medievales tenían puertas al estar construidas en el interior de los muros defensivos pero nunca alcanzaron el carácter decisivo que tenían en las urbes musulmanas; es decir, un significado simbólico de recibidor y un valor fun-

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importantes ciudades islámicas de la península ibérica. Para él: «Son las calles todas della tan angostas, que no lo son tanto las muy angostas de Granada, Toledo o Lisboa, y por tanto, apenas puede pasar un hombre a caballo, y a pie no es possible que pasen dos juntos a par, sino en la calle grande del Socco» (I, 43-44). Sosa reconoce la semejanza entre los diseños urbanísticos de Argel y de otras ciudades ibéricas de influencia musulmana, tales como Toledo, Granada y Lisboa. Aunque estas ciudades se distinguen por una disposición laberíntica de sus calles estrechas, similar a la que se observa en los barrios del Albaicín de Granada y de la Alfama de Lisboa, Sosa lo critica, al considerarlo como un rasgo único de Argel. Según el autor, la extremada estrechez de sus calles y lo caótico de su ordenamiento provoca que la ciudad no pueda ser admirada en la misma medida en la que lo son Toledo o Granada. De este modo, Sosa comenta que, En conclusión, toda la ciudad es tan espesa, y las casas della están juntas unas con otras, que parece todo una piña muy unida; y de aquí resulta también ser todas las calles muy sucias en lloviendo algún agua [...] que todas ellas son malísimamente empedradas. Tienen más otro defecto, que si no es la calle grande del Socco [...] ninguna otra se hallará que sea derecha y bien ordenada; antes y aun esta no se puede bien llamar derecha y ordenada; antes como es costumbre y general uso en todos los pueblos de moros, todas son sin orden y sin concierto y compostura (I, 41).

En este sentido, es cierto que la comparación entre las ciudades de planta islámica de la península y Argel contribuye a un mejor entendimiento de las peculiaridades y de la particular idiosincrasia de la ciudad norteafricana. De este modo, se otorga al lector un hipotético conocimiento de la realidad al otro lado del Mediterráneo que facilita su toma de posesión. No obstante, en el texto de Sosa dicho paralelo incluye una jerarquía de valores que subraya la inferioridad de las urbes del Magreb. La visión de Argel que proyecta el autor de Topografía no resulta sorprendente, debido a que la especial configuración de la ciudad islámica no era demasiado valorada durante la época, en cuanto a que su

cional, puesto que solían ser dobles y la superficie intermedia era utilizada como plaza pública o zoco (2001: 68- 69).

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similitud con la ciudad medieval le alejaba de los nuevos modelos urbanísticos desarrollados durante el Renacimiento. En general, la ciudad islámica nunca ha conseguido atraer suficientemente la atención de geógrafos e historiadores del urbanismo, sobre todo, teniendo en cuenta la colocación compacta de sus edificios, al diseño serpenteante de sus calles estrechas e insignificantes y al uso del patio interior como su único espacio abierto al exterior, tal como explica Chueca Goitia (2001: 72-73).10 Sosa parece interpretar la disposición laberíntica de las calles, típica de la ciudad islámica, como un signo de atraso cultural, teniendo en cuenta su contraste con la organización lineal que impera en la planificación urbana concebida durante el Renacimiento. En España, el plano de las ciudades cuenta con una ordenación de las calles alrededor del núcleo formado por las estructuras arquitectónicas de las «plazas mayores». Dicho plano se corresponde con el tipo de diseño palaciego que importado de Italia se hace popular en tiempos de Felipe II. No en vano el mismo monarca es responsable de firmar una legislación según la que la regularidad del patrón urbanístico en torno a las plazas cuadrangulares se traslada a las nuevas ciudades fundadas en las colonias del Nuevo Mundo. A pesar de que el patrón urbanístico más valorado durante el periodo contrasta con el modelo norteafricano es difícil de entender el sentido de superioridad que Sosa otorga a las ciudades ibéricas de impronta islámica con respecto a un centro urbano tan extenso y poblado como Argel. De acuerdo con Fernando Chueca Goitia, las estructuras urbanas de procedencia musulmana son siempre muy similares en cualquier época y lugar (2001: 72). Por lo tanto, la existencia en la península ibérica de numerosos ejemplos de este tipo específico de ciudad, tales como las prestigiosas Granada, Toledo y Lisboa, que el propio Sosa menciona, hace poco creíble la diferencia por él mismo establecida. Aun más, aunque la preferencia por un modelo urbano inspirado en los ideales del Humanismo es evidente como constata el hecho de que es trasladado a las Américas, la mayoría de las ciudades españolas, con la excepción de las de nuevo diseño originadas a partir de campamentos militares, están configuradas de acuerdo con una planta medieval muy similar a la de la urbe musulmana. 10. Acerca de las características de las ciudades islámicas, medievales y renacentistas, véase Chueca Goitia (2001: 65-135).

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Resulta irónico que la impresión negativa de la ciudad de Argel que expresa Sosa, debida principalmente a la irregularidad de sus calles estrechas, se corresponda con las percepciones de los viajeros extranjeros sobre las ciudades españolas, muchas de ellas exentas de influencia islámica. Como asegura Martínez Nespral, la mayoría de las urbes españolas fueron fundadas durante la Edad Media siguiendo los ideales de privacidad, interioridad y de diseño organicista de la ciudad musulmana (2006: 177). No resulta sorprendente que Bartolomé Joly, un viajero francés del siglo XVII, critique la ciudad de Valladolid, antigua capital en tiempos de Carlos I y de Felipe II hasta el traslado de la corte a Madrid en 1561, así como entre los años 1601 y 1606 durante el reinado de Felipe III. A pesar de que Felipe II dota a la ciudad de Valladolid de la primera de las grandes «plazas mayores» de España, que sirve de modelo para los majestuosos complejos arquitectónicos construidos con posterioridad en Salamanca y en Madrid, para Bartolomé Joly es «lo que se llama una ciudad mal hecha; las calles no son ni rectas ni anchas» (citado en ibíd.: 177). No en vano, como sostiene Martínez Nespral, la infraestructura urbana de origen medieval tanto cristiana como musulmana fue transformándose y adaptándose muy lentamente a los modelos renacentistas (ibíd.: 178).11 De este modo, en el mismo periodo, un embajador de Marruecos comenta durante un viaje por España el parecido entre los centros urbanos de su país y las ciudades que visita. El embajador declara lo siguiente respecto a la presencia en todas las localidades de la plaza central en cada pueblo y ciudad españoles: «llaman a este sitio la Plaza Mayor, lo que significa el mercado grande» (ibíd.: 181). También es bien conocida la impresión negativa del embajador veneciano Andrea Navagero que, a diferencia de su admiración por Granada expresada en otro contexto, comenta en 1523 sobre Toledo que «la ciudad es desigual, montuosa y áspera, y sus calles estrechas, sin más plaza que una pequeña que se llama Zocodover» (ibíd.: 182). Aun considerando lo negativo de la primera impresión general de Sosa con respecto al urbanismo de la ciudad de Argel, no se deja de notar la alta valoración que otorga a su arquitectura religiosa y civil: 11. Martínez Nespral incluye el ejemplo del Alcázar de Madrid, cuya construcción comenzó durante el periodo musulmán siendo progresivamente mejorada por los monarcas españoles a lo largo de varios siglos (2006: 179).

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describe la belleza de las numerosas mezquitas y del Palacio Real, y da cuenta de los diversos jardines y baños públicos distribuidos por toda la ciudad (I, 191-194). El autor de Topografía apunta que «muchas de estas mezquitas están muy bien labradas de sus bóvedas, arcos y columnas, que si no son de mármol porque hay poco en la tierra que sea bueno, las hacen de ladrillo y de yeso muy galanas» (I, 191). Sosa también se refiere a la «Casa Real» como el aposento donde viven todos los reyes, el cual, si no es tan suntuoso y rico como son los palacios de algunos príncipes y reyes cristianos, ni con tantas columnas de mármol, por haber en la tierra poco, a los menos es muy espacioso con dos patios muy grandes que, en diámetro, tiene cada uno 36 pies, lastrados de ladrillo, y con sus corredores sobre columnas de ladrillo muy bien labradas y blancas (I, 193).

Destaca asimismo las hermosas decoraciones de los muros de las lujosas habitaciones del Palacio Real, que se hallan «pintados con figuras a la morisca y turquesca. Esto es, sin ninguna figura de hombre, mas con muchas flores, hierbas y hojas muy graciosas y muy al vivo, obra toda hecha por cristianos, porque no he visto ni sabido que en Argel fuese algún moro o turco pintor» (I, 194). Sosa considera que aunque en Argel no existen tabernas ni hospitales públicos, las residencias privadas «nada deben a muchas muy lindas de cristianos, y son de la figura que antes dijimos, y todas con sus patios muy galanes y claros» (ibíd.). Sorprende, sin embargo, la ausencia en el texto de Sosa de un comentarios sobre la similitud entre las construcciones argelinas y los edificios de estilo árabe o mudéjar existentes en la península. Es cierto que resulta posible que Sosa, un clérigo de origen portugués, no hubiera tenido la oportunidad de visitar ninguna de las ciudades españolas de influencia andalusí. El autor se detiene en la arquitectura de Argel dando énfasis a lo que él considera una peculiaridad del urbanismo norteafricano, como es la proximidad física entre los edificios, lo que de hecho constituye una característica común de la ciudad islámica y, en general, de la medieval. Sosa se refiere a la belleza y limpieza de los patios interiores decorados con azulejos policromados pero de manera sorprendente, los compara con los «claustros de monasterios» (I, 45). De este modo, el autor deja a un lado la semejanza de los

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patios norteafricanos y los típicos jardines interiores de los edificios de influencia andalusí presentes en los diseños arquitectónicos de la España de la temprana modernidad. A pesar de lo evidente del rasgo común, Sosa toma como punto de referencia el modelo de patio interior integrado en una edificación religiosa en lugar del típico de las residencias privadas de inspiración árabe. Por el contrario, el sacerdote castrense Francisco de la Cueva emplea en Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén una serie de diversos referentes procedentes de las ciudades españolas que demuestran la porosidad de las fronteras que separan las realidades a ambos lados del estrecho. El autor, que subraya su actuación como testigo de la toma triunfal de Tremecén por parte de las tropas españolas, comienza su descripción de la ciudad recién conquistada con la referencia al alminar de su mezquita, «porque yo subí á la torre de la mezquita mayor, la cual es muy alta y extremada, toda de ladrillo labrado, que parece á la torre de la iglesia de Sevilla» (Cueva 103-104). El sacerdote compara la ciudad de Tremecén con una localidad concreta de Andalucía, puesto que ambas tienen «muy lindas y hermosas casas, y muy solemnes edificios» (104) y, por lo tanto, «[q]uiere esta cibdad parecer mucho a Ecija» (ibíd.). Además, Cueva describe como sigue las semejanzas entre el magnífico Palacio Real de Tremecén y la famosa Alhambra de Granada: Tiene esta ciudad el Mexuar, y que es la casa Real, tal y tan grande y Hermosa y extrañamente labrada, que no lo sé decir, salvo que en muchas cosas excede á la casa Real de Granada, porque en todas las oficinas de la casa hay fuentes de alabastro, muy ricas, y en todos los cuartos lo mesmo. Naranjos, letras y enmaderamientos dorados. No hay nada en la casa que esté de azulejos hasta la mitad de las paredes; muchos mármoles gruesos de alabastros, estanques de agua muy poderosos, entre los cuales está uno, en el huerto de los naranjos [...] (Cueva 106)

Ofrece asimismo numerosos detalles sobre los elementos decorativos más importantes de la sala del mexuar del Palacio Real de la que subraya su similitud con la de la Alhambra. El autor mantiene que «tiene esta cibdad de Tremecen una alcaycería grande, y, al parecer, rica, con un grueso muro y puertas herradas, con muy lindas tiendas y muchas. Es á la manera de la Granada, aunque ésta tiene las calles más

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anchas, y de la mesma manera de la Granada, cubiertas» (107). Cueva toma en cuenta el valor simbólico de la conquista de Granada para la construcción de la identidad nacional en su intento de destacar a través del paralelo entre las dos ciudades la significación en términos de prestigio político que posee para los Habsburgo la conquista de Tremecén. Francisco de la Cueva considera que apuntar la similitud entre las dos ciudades islámicas resulta útil a la hora de naturalizar el potencial de Tremecén, así como el de cualquier otro espacio magrebí, de situarse bajo el control político de la monarquía española, tal como sucedió con Granada tras su conquista en 1492. Desde esta fecha, los castellanos se esforzaron por integrar el brillante patrimonio artístico de los nazaríes en una cultura que, definida más tarde como nacional, debe reflejar su nuevo destino imperial. En este contexto, no es de extrañar que cuando Francisco de la Cueva describe el monumento funerario de la familia real de Tremecén, sugiera que el «aposento y enterramiento fuera bien empleado en monasterio de Sant Francisco» (106). Para Francisco de la Cueva la importancia arquitectónica del panteón real debe ser aprovechada en beneficio de la Iglesia católica y del nuevo poder político. El sacerdote castrense anticipa la plena incorporación de la riqueza cultural norteafricana al imperio español, manifestando al mismo tiempo un entendimiento del valor del espacio como texto en el que se inscriben los signos que revelan el cambio histórico y el paso hacia una nueva etapa de dominación colonial. Diego de Torres apunta en su Relación del origen y suceso de los xarifes que la ciudad de Marrakech es «más antigua que la destrucción de España pues della salieron Muça Tarife, que la conquistaron» (91). El autor establece una conexión entre dos marcos espacio-temporales distintos al indicar la antigüedad de la ciudad en relación con su distancia cronológica con respecto al 711, año en el que se inicia la invasión de la península, así como al considerar este espacio geográfico norteafricano como el lugar del que son naturales los líderes militares encargados de la misma. De esta forma, Torres intenta aportar otro dato a favor de la legitimación de la expansión territorial de los reinos ibéricos en el área. En su descripción del reino de Marruecos, Torres señala mediante la alusión al potencial de las mezquitas para ser transformadas en iglesias su deseo de que la ciudad de Marrakech sea conquistada por los españoles. La conversión de los edificios religiosos funciona como sinécdoque del retorno de los habitantes del norte de

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África a su cristianismo original, dando por concluido un ciclo histórico marcado por la imposición de la religión y cultura arábigomusulmana. De acuerdo con Torres: «Ay assí en la ciudad como en el Alcaçaba muchas Mezquitas pero particularmente mui grandes y bien traçadas para Iglesias» (91). Como ya ha ocurrido en Al-Andalus, la pericia arquitectónica de los musulmanes puede ser utilizada en beneficio de los cristianos mediante la conversión de las «bien traçadas» mezquitas en iglesias. La experiencia de los castellanos en la Reconquista y su condición de expertos conocedores de las posibilidades de aprovechamiento que brinda la arquitectura islámica facilita a Torres el cálculo inicial de un cambio de la denominación religiosa de los edificios que representa la total restitución de las poblaciones norteafricanas a una esfera de influencia cristiana. Torres señala en su texto el múltiple vínculo histórico de la península con el Magreb, en cuanto que éste comparte características con Al-Andalus, y posee, al igual que España, sus raíces religiosas en el cristianismo primitivo. Además, el norte de África es el espacio del que proceden los jefes militares que llevaron a cabo la «destrucción de España» y en el que fue estratégicamente planeada. Para Torres la incorporación del reino de Marruecos al imperio supondría la justa reparación de una afrenta histórica que representa la invasión árabe y los más de ochocientos años de dominio musulmán. Al igual que la mayoría de los autores que escriben sobre la intervención española en el Magreb, Torres apunta el paralelismo entre los paisajes urbanos peninsulares, en concreto, los de Andalucía, y aquéllos que van encontrando a su paso, tal como es evidente en su descripción de Fez. Ofrece además información sobre la estrategia empleada por el jarife de Marruecos en la conquista de la ciudad, que sigue una logística similar a la ideada por los Reyes Católicos en la toma del reino nazarí. Fernando e Isabel establecieron el campamento de Santa Fe a las afueras de Granada con miras a organizar desde allí el asedio de la ciudad y la ofensiva contra el último bastión musulmán. Dicho campamento dio cobijo a los 150 000 soldados que participaron en la campaña militar durante el invierno de 1491. Unos años más tarde, en circunstancias históricas muy diferentes, al cabeza de la monarquía marroquí se le aconseja construir una fortaleza a las afueras de Fez porque «así lo había hecho el Rei de Castilla, don Fernando el Católico para ganar a Granada, que no sólo avía en pocos días labrado

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una casa sino una ciudad que llaman Santa Fe» (184). Torres prueba la utilidad de una estrategia desarrollada por los Reyes Católicos en la toma de Granada para sitiar y conquistar Fez. De este modo, el autor no sólo subraya el vínculo entre las dos áreas geográficas sino también la preeminencia cultural y la acción tutelar de los españoles en el Magreb. En el comienzo de la descripción de Fez, Torres ofrece un comentario del pasado histórico de la ciudad y subraya su privilegiada condición como perteneciente al imperio romano: «Caesarea[,] metropolis y cabeça de la Mauretania Caesariensis [...] y que los Moros abreviando y corrompiendo conforme a su lengua el nombre de Caesarea le vinieron a llamar Fez» (187-188). Al contrario de la descripción de Argel ofrecida por Antonio de Sosa mencionada arriba, el autor de la Relación describe la ciudad de Fez alabando la belleza de sus calles largas y derechas, la excelencia de sus edificios y la prosperidad económica que denota su magnífico desarrollo urbano (188-189). De acuerdo con Diego de Torres, la principal razón del avanzado estado de la nación se debe a que Primeramente, a esta ciudad y a la de Marruecos se recogió lo mejor de las riquezas de España, assí quando ella se ganó por los Moros, como después quando lles se iva poco a poco cobrando por los Cristianos. Porque muchos de los Moros no teniendo cosa de España por segura se passavan poco a poco allende con sus haziendas y con ellas enriquecían estas ciudades (189).

Torres informa que Fez siempre ha disfrutado de una buena situación económica gracias a la prosperidad de sus vecinos de ascendencia peninsular. Para el autor, la riqueza de la urbe constituye una consecuencia directa de la laboriosidad de los descendientes de moros españoles que, inseguros de su futuro en la península, se exiliaron en Fez. En el texto, llama la atención el modo en que se atribuye al mítico conde don Julián responsable de la destrucción de España al facilitar la entrada de los invasores musulmanes, y parte de la buena situación económica de la ciudad.12

12. Aunque no existe información de la época sobre esta mítica comunidad de seguidores del conde don Julián, se suele definir a los andalusíes como los musulmanes

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De acuerdo con Torres, contrariamente a las noticias que se difundieron durante el siglo XVIII con posterioridad a la entrada de las tropas de Tarik en suelo peninsular, el conde don Julián no sólo no pereció sino que pudo escapar a Fez acompañado de sus seguidores y de algunos miembros de su familia, entre los que se encontraban su hermano, el obispo Olpas y su hija, La Cava. Según Torres, «muchos otros Españoles que le quisieron seguir, y con grandes tesoros que llevaban assentaron su bivienda todos juntos en este barrio por la mayor parte de los estados del Conde y de las tierras del Obispado del hermano que eran en Andalucia» (189-190). En consecuencia, la próspera comunidad andalusí de Fez –y la ciudad entera por extensión– debe una parte fundamental de su riqueza a la presencia del conde don Julián. Torres trata de demostrar la veracidad de su información, reclamando su papel como testigo presencial al explicar que él mismo pudo comprobar el dato en persona observando la riqueza de los habitantes de la parte nueva de Fez, en la que se encuentra el barrio denominado de «los Andaluzes» (189): yo los ví, y están junto a la puerta de la ciudad [...] y presumen oy día los Moros de este barrio de descender destos Españoles sin notable mezcla con otra gente. Porque jamás se quisieron casar con gente de la tierra, y sin esto no es muy duro de creer porque el en Alcorán que ellos professaron, ningún grado de consanguinidad, fuera del primero, impide el matrimonio (190).

Torres atribuye la superioridad económica y social de la ciudad de Fez con respecto a otras de la región a la presencia de una comunidad de origen castellano que, establecida por el traidor conde don Julián y sus seguidores, ha conseguido permanecer separada, ya que sus integrantes no se han mezclado con la población autóctona. Resulta interesante que la prosperidad económica y la relevancia social que caracteriza a este grupo de procedencia peninsular constituyan para el

que descienden de los que habitaron la península ibérica, que en la temprana Edad Moderna vivían en las principales ciudades norteafricanas y de Turquía. Las crónicas consideran a los andalusíes como un grupo homogéneo del que se destaca su importancia social y económica y su buen hacer en el ejército, atribuyéndoseles mejores cualidades que al resto de la población norteafricana (Bunes Ibarra 1989: 126-131).

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autor una consecuencia directa de su pureza étnica. Sin embargo, Torres identifica claramente a los descendientes de don Julián como «moros», porque, a pesar de la limpieza de su sangre hispano-visigoda, ellos renegaron y profesaron el credo islámico. La confusión de las categorías étnicas y religiosas en el texto contribuye a hacer hincapié en el sentido de continuidad existente entre los territorios a ambos lados del Mediterráneo. La mención del mítico conde don Julián, el gobernador de Ceuta que permitió la entrada de los árabes en la península como venganza de la deshonra sufrida por su hija a manos del rey don Rodrigo, facilita una percepción de la ocupación de la ciudad de Fez y, por extensión del norte de África, como una justa compensación a la traición que dio lugar a la invasión. La referencia al conde consigue poner en relación espacios geográficos y marcos históricos distintos como base de un argumento ideológico que hace de la expansión territorial en el Magreb una expresión de la restauración de un orden violentamente interrumpido por la acción del Islam. La prosperidad de Fez que Torres atribuye al trabajo de los descendientes de los castellanos que vinieron con don Julián, caracterizados por una cualificación profesional superior, no sólo provoca que el lector pueda anticipar los beneficios de una futura colonización en términos de oportunidades económicas. Por el contrario, es la misma prosperidad la que causa la debilidad física de los habitantes de Fez, lo que hará más sencillo la conquista militar de la ciudad. Con ánimo de hacer atractiva la idea de un cómodo y fácil ataque a Fez, el autor informa que «la gente con la mucha riqueza es mas regalada y viciosa, y assí inimicísima de guerra, de suerte que qualquier Rei Cristiano se puede atrever a ganarla o sacar della onroso y provechoso partido, porque por ninguna cosa del mundo quieren sufrir las miserias y trabajos del cerco» (191). En caso de un enfrentamiento militar, los poderosos ejércitos imperiales podrían someter a los habitantes de la ciudad sin dificultad, dada la escasa resistencia física de una población poco acostumbrada a los rigores de la disciplina militar. Diego de Torres completa la descripción de la ciudad y de sus habitantes añadiendo que éstos disculpan su escaso temple declarando que no se debe tanto a la cobardía como al hecho de que el primer rey de Fez ordenó que nunca se luchara contra las armas invasoras con objeto de prevenir que la nobleza y grandeza de su centro urbano pudieran ser destruidas (191).

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Continuando con la visión del Magreb como una extensión de Andalucía que impera en la mayoría de estos discursos coloniales, el autor de la Relación incluye en su descripción de Fez una referencia a la paradigmática figura de Alfonso Pérez de Guzmán, privado del rey norteafricano. Según la versión aportada por Diego de Torres, Pérez de Guzmán consigue salvar a un león del ataque de una enorme serpiente por lo que, agradecido, sigue fielmente al héroe de camino de regreso a la ciudad de Fez. A partir de este incidente una de las puertas de la ciudad es nombrada significativamente «puerta Bebeceva, que quiere decir la puerta del león» (Torres 195).13 El hecho de que Torres inserte conocimientos personales adquiridos durante su estancia en la ciudad contrasta con la imagen puramente literaria de héroes que superan con éxito el encuentro con el león exhibiendo una total falta de temor, como se observa, por ejemplo, en el Poema del Mio Cid o en El trato de Argel. En cualquier caso, el triunfo sobre la serpiente de Pérez de Guzmán, que adopta la forma de un dragón en otras narraciones que refieren este incidente con objeto de acentuar la dimensión legendaria del aristócrata andaluz, imprime los signos de su carácter heroico en el sistema defensivo de la ciudad norteafricana.14 El autor de la Relación emplea la figura de Pérez de Guzmán como paradigma del aristócrata castellano que interviene activamente en la política del reino magrebí con el propósito de subrayar la conexión entre dos áreas geográficas distantes en periodos históricos separados. En el texto de Torres, la habilidad del noble andaluz para traspasar los límites que separan la esfera de influencia musulmana de la cristiana constituye un aspecto fundamental de su caracterización. Alfonso Pérez de Guzmán, prototipo del héroe de frontera según Ladero Quesada (1998: 608), fue el primer señor de Sanlúcar de Barrameda y fundador de la casa de Medina Sidonia, una de las más ilustres, ricas y poderosas de Andalucía, tal como se comentó arriba. Pérez de Guzmán fue conocido por la heroica defensa de Tarifa que realiza

13. Mármol Carvajal presenta una anécdota similar sobre unos cautivos cristianos en el Magreb, que en su fuga logran prevenir un ataque de los abundantes leones sueltos en el área fingiendo despreocupación (Descripción 24r). 14. Una variación de la aventura de Alfonso Pérez de Guzmán, la serpiente y el león aparece también en las Ilustraciones de la Casa de Niebla, de Pedro Barrantes Maldonado (Ladero Quesada 1998: 611).

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para Sancho IV de Castilla en el año 1292. Durante dicha campaña militar, Pérez de Guzmán el Bueno, tras ser atacado por el hermano del rey castellano aliado con los Benimerines, se negó a dejar su puesto en Tarifa llegando a sacrificar la vida de su propio hijo que había sido tomado como rehén (Ladero Quesada 1998: I, 607-614). Pérez de Guzmán ya había probado su talante heroico con anterioridad durante su juventud transcurrida en el norte de África, lugar en el que sirvió en los ejércitos del rey Ibn Yusuf de Fez. Es interesante que Alfonso Pérez de Guzmán, que muere en Algeciras en 1309 durante la conquista de Gibraltar, constituya un ejemplo positivo del español interesado en lograr «honra y dineros» mediante la intervención militar en el Magreb, tal como apunta Ladero Quesada (1998: 1609-1610). No en vano, Pérez de Guzmán obtiene gran parte de su riqueza durante su estancia en el norte de África, siendo luego transferida a España –a menudo de forma clandestina–. Para este propósito, el aristócrata andaluz cuenta con la valiosa asistencia de su esposa, María Alfonso Coronel, miembro asimismo de la nobleza castellana, que tiene éxito a la hora de incrementar el patrimonio familiar invirtiendo las riquezas que su marido adquiere en África a través de la compra de tierras y de otras posesiones en Andalucía, lo que constituyen el germen del poder y riqueza posterior de los Medina Sidonia (Ladero Quesada 1998: 1610). Diego de Torres también incluye en su crónica sobre la ciudad de Fez la historia de Alonso Pérez de Sayavedra, un cautivo español del rey Mulei Buazón de Vélez de la Gomera, que es el hijo que tuvo el conde de la Gomera y señor de la isla canaria de Fuerteventura con una cautiva mora pariente del Jarife. Torres le describe como un noble que a pesar de la mezcla de sangres hace gala de una sincera fe cristiana que le conduce a rechazar su conversión al Islam durante su etapa de cautiverio. Además de las convicciones religiosas del caballero que prefiere permanecer seis años cautivo antes que renegar del credo cristiano, Torres alaba ciertas destrezas derivadas de su ascendencia musulmana, tales como su dominio del idioma «[a]rabigo y [...] otras lenguas diferentes de aquellas tierras» (196), y su habilidad para jugar al ajedrez, porque, según el autor, «los Moros se precian de ser los mejores del mundo» (197). Por tanto, la ascendencia mixta del caballero no constituye un obstáculo para que su figura sirva de ejemplo de fidelidad a la Iglesia durante el difícil periodo de cautiverio para todos

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los españoles interesados en prestar servicios en las campañas militares norteafricanas. Torres alude además a la existencia de ciertas profecías que se inscriben en el propio plano urbano y permiten anticipar su futura conversión en territorio cristiano. De acuerdo con el autor, la forma que adopta el contorno de la ciudad en un mapa anuncia una identidad religiosa diversa a la actual. Según explica éste, los habitantes consideran que las dos partes de la ciudad «hacen una figura de espada y que Fez la vieja es la hoja y la plaça el puño y la guarnición, y Fez la nueva el pomo. Y tienen también por agüero que a de ganar esta espada un Rei Cristiano» (Torres 193). La silueta de Fez aparece en plano con la forma de una espada de hoja recta, distinta de la cimitarra curva utilizada por los guerreros musulmanes. El contenido simbólico que adquiere esta figura se relaciona con el valor semiótico de la cartografía urbana durante el Renacimiento. Se debe recordar, por ejemplo, el significado político-religioso del contorno en forma de cruz latina del campamento de Santa Fe que los Reyes Católicos ordenan construir durante las operaciones encaminadas al asedio de Granada. En Santa Fe, una puerta en cada uno de los cuatro brazos de la cruz completa un diseño que señala la futura denominación cristiana del reino que Fernando e Isabel se disponen a conquistar. También en el caso de la ciudad de Tarundante, Torres considera que la medida de su perímetro indica la importancia de su conquista para el conjunto del Estado español al ser comparado con el de la ciudad de Sevilla, una de las urbes europeas más pobladas y dinámicas del momento. Como declara Torres, Tarundante «es tan grande como Sevilla de circuito porque en mi tiempo la midió un ombre de Sevilla de largo y ancho y dixo que él avía medido a Sevilla de la misma suerte y tenía un paso más en largo y otro en ancho que Sevilla» (215). Para el autor, la equivalencia entre ambas ciudades se determina por la coincidencia entra las medidas de sus respectivos perímetros y de este modo confirma el destino de la ciudad norteafricana de formar parte del imperio español. La Historia del Maestre último que fue de Montesa, del autor cántabro Diego de Suárez Montañés, contiene una descripción de Orán que es especialmente interesante, ya que dicha ciudad-presidio constituye durante este periodo la única colonia española permanente en el norte de África. El establecimiento de este enclave norteafricano res-

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ponde tanto a las necesidades políticas del momento como a los sueños de los Reyes Católicos y de Ximénez de Cisneros de que las ciudades del otro lado del estrecho fueran repobladas con cristianos. La ciudad de Orán era esencialmente un recinto fortificado habitado por soldados a los que se les animaba a contraer matrimonio en la península y a alojar a sus esposas en su interior. Además de los militares, residían en Orán caballeros desterrados de la península pertenecientes a la nobleza y al clero que llegaron a formar una «Corte Chica» en su época de mayor esplendor, así como individuos dedicados a diversas actividades profesionales pero capaces de servir al ejército si la situación lo requería.15 Desde finales del siglo XVI, las autoridades oficiales peninsulares formulaban con frecuencia peticiones formales en las que se solicitaban a los soldados de los presidios que se casaran con mujeres cristianas a fin de lograr la constitución en el norte de África de un centro de población estable. A pesar de estas peticiones oficiales, la presencia de mujeres en estas fortificaciones era escasa, por lo que la Corona española decidió la deportación de prostitutas a la ciudad de Orán con objeto de prevenir los contactos de los solados con mujeres judías o musulmanas o, lo que es peor, que se abandonaran al «pecado nefando» (Bunes Ibarra y Alonso Acero 2005: 12-13). En definitiva, como Bunes Ibarra y Alonso Acero explican, la población de Orán estaba formada por un total de ochocientos vecinos varones y de sus familias, dado que sólo a los casados se les permitía habitar en el interior de la ciudad fortificada (96). Desde el año 1513, de acuerdo con la decisión oficial, un total de seiscientas familias debían establecerse en Orán y cien en el caso de Mazalquivir. Cada uno de estos vecinos ocuparía tierras libres de impuestos que no podrían arrendar, vender o donar durante un periodo de diez años. En 1525, las autoridades anticiparon que la exención fiscal tendría la función de atraer cabezas de familia al presidio norteafricano. No obstante, dadas las difíciles condiciones de vida en la fortaleza durante la segunda mitad del siglo XVI, la población de Orán no se incrementó, sino que, por el contrario, dos epidemias de peste causaron que sólo doscientas familias permanecieran en la ciudad hasta finales del siglo XVII (Bunes Ibarra y Alonso Acero 2005: 96). 15. En relación con la vida social y la población de Orán bajo el gobierno de la monarquía española, véase Sánchez Doncel (1991: 379-403).

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En su descripción, Suárez Montañés aporta una detallada información sobre los edificios religiosos de Orán, tal como se lee a continuación: Tiene Orán hasta ochocientos vecinos, y cinco Iglesias do hay sacramento. La mayor, matriz de aquellas plazas, nombrada Santa María de la Vi[c]toria, y tres conventos: San Francisco, Santo Domingo, y el de la Merced, redención de cautivos, y el hospital, nombrada su iglesia San Bernandino. Demás de esto hay dos ermitas dentro de la ciudad, entre ella y la mar, otras tres ermitas, San Roque, San Sebastián y Nuestra Señora del Carmen (Suárez Montañés 96).

Considerando la relación desproporcionada entre el gran número de edificios dedicados a actividades sacras y la escasa población que habitaba en Orán, el pasaje citado demuestra el papel esencial de la arquitectura religiosa en la inscripción de la identidad cultural de la metrópoli en la nueva colonia norteafricana.16 Respecto a la arquitectura sacra de Orán, es necesario apuntar que, aunque Suárez Montañés omite cualquier información relacionada con el origen de los edificios, la mayoría de los monasterios e iglesias de la ciudad se levantaron sobre las mezquitas previamente construidas. Por ejemplo, las iglesias de Santa María de la Victoria y de San Bernardino eran originalmente mezquitas a las que Ximénez de Cisneros ordenó transformar en templos cristianos (Sánchez Doncel 1991: 531-536). Una importancia similar a la que se otorga a la arquitectura religiosa es concedida por el autor de la Historia del Maestre al sofisticado sistema de construcciones defensivas mandado erigir por las autoridades españolas en puntos estratégicos de Orán y de Mazalquivir. Suárez Montañés ofrece un recuento detallado de las respectivas historias de la fundación de las tres fortalezas distribuidas a lo largo de las murallas de la ciudad: los castillos de Rosalcázar, Santa Cruz y San Gregorio (97-101).17 Con respecto a la fortaleza de Mazalquivir, se debe considerar que fue más cara que el propio monasterio de El Escorial, construido al mismo tiempo, debido, sobre todo, al coste del transporte de los materiales (Sánchez Doncel 1991: 221). Cabe mencionar el modo 16. Sobre la historia de estos edificios religiosos, véase Bunes Ibarra y Alonso Acero (2005: 96-97). 17. Se debe destacar que, tal como afirma Sánchez Doncel, la arquitectura militar de Orán y de Mazalquivir era de «la más perfecta de su tiempo» (1991: 221).

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en que Suárez Montañés hace evidente en su descripción de las ciudades de Orán y de Mazalquivir la relevancia que los españoles conceden a las arquitecturas religiosa y militar que, representando las más importantes instituciones del Estado, sirven para imprimir en la estructura urbana los signos de la dominación colonial. En suma, estos discursos de la última frontera hispano-musulmana del Renacimiento compuestos por Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres, Diego Suárez Montañés, Baltasar de Morales y Francisco de la Cueva demuestran la efectividad estratégica de la dialéctica de la semejanza y la separación para la legitimación y la naturalización de las ideologías que promueven la expansión territorial de los españoles en el Magreb.18 La común herencia latina del norte de África y de la península ibérica así como las raíces cristianas de las ciudades y poblaciones del Magreb prueban la utilidad del pasado histórico para autorizar nociones negativas relacionadas con la condición de los musulmanes como usurpadores de antiguos territorios que formaban parte tanto del imperio romano como de la Cristiandad. Los autores afirman el deber de la Corona española de restituir a los habitantes del norte de África la verdadera fe cristiana en un momento en el que los Habsburgo están preocupados por problemas más apremiantes. En estos discursos expansionistas, la descripción de las diversas localizaciones urbanas se halla determinada por el convencimiento de sus autores de que la semejanza entre las realidades a ambos lados del Mediterráneo proclama el derecho de los españoles a extender hacia el sur un proceso de expansión territorial llevado a cabo durante la Reconquista. La representación textual de las ciudades magrebíes sugiere que ciertos elementos que las componen y su propia estructura urbana poseen la capacidad de evocar los pasajes más heroicos protagonizados por los miembros de la nobleza andaluza durante su lucha contra el enemigo musulmán. A pesar de la indiferencia de la autoridad oficial, los cronistas no se cansan de apuntar los diversos modos en los que estas urbes del norte de África anuncian el inexorable destino de sus pobladores de someterse a los designios de la primera potencia cristiana.

18. Acerca de estos mecanismos ideológicos, véase Eagleton (1996: 58-61).

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CAPÍTULO 1

P AISAJES

SIMILARES , GENTES INFERIORES :

LA EXPLOTACIÓN ECONÓMICA DEL

M AGREB

Y LOS MERCADOS

DEL IMPERIO OTOMANO

En los textos renacentistas sobre el norte de África, las descripciones geográficas del mundo natural se acompañan de una promesa de enriquecimiento material que se presenta como una consecuencia directa de la intervención española en la región. En las crónicas de Berbería se establece una visión positiva de la naturaleza magrebí que contrasta con la degradada imagen de sus habitantes, perfilándose ambos factores como la base de un discurso encargado de destacar el potencial económico del continente vecino. La mayoría de los cronistas cooperan en la construcción de la imagen de África como fuente ilimitada de recursos que circulará por Europa en los siguientes siglos, al ofrecer información detallada sobre la abundancia de productos autóctonos, tales como coral, dátiles, sal, camellos, oro y, por desgracia, esclavos. Además de referencias a los valiosos recursos materiales de la región, en sus descripciones los autores incluyen información sobre los principales centros y rutas comerciales del Magreb y las actividades mercantiles llevadas a cabo en los centros del poder otomano, confirmando la relevancia de la dimensión económica en la empresa imperial. Los cronistas demuestran un entendimiento de la utilidad práctica del tipo de información que presentan sobre el norte de África y el imperio otomano para la monarquía española. Tal como apuntaba en la introducción Mármol Carvajal destaca en el prólogo de la primera parte de la Descripción general de África dirigido a Felipe II que la información que ofrece «no será menos agradable que provechosa, para la conquista de los pueblos bárbaros Africanos, tan vezinos como 111

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crueles enemigos nuestros, que siempre fueron y son asaz molestos a los súbditos y vasallos de V.M. o para la contratación en tiempos de paz» («Prólogo del autor al rey»). Ambrosio de Morales confirma la apreciación al indicar en la aprobación oficial de la obra de Mármol Carvajal que ésta «es muy buena y muy necesaria», porque, «siendo África una provincia tan vezina de España, y tan enemiga, es cosa de gran provecho tenerla particularmente conocida, para la paz y para la guerra, pues con esta noticia la contratación será más provechosa en la paz, y la guerra, se podrá tratar con toda aquella ventaja que da el reconocer la tierra y sus particularidades» (Mármol Carvajal, Descripción «Aprovación de Ambrosio de Morales»). Asimismo, Diego de Torres subraya en su Relación del origen de los Xarifes la necesidad de «informarle [al rey] de muchas particularidades de aquellos Reinos que con extraordinaria y curiosa diligencia avía sabido: como es la descripción dellos, la relación de su riqueza y fertilidad, la orden que se podría tener en conquistarlos» (31). En este sentido, es necesario tener en cuenta el control ejercido por la institución de la Corona sobre la actividad económica que tiene lugar en los territorios del imperio. Como demuestra el análisis cuantitativo efectuado por los economistas Acemoglu, Johnson y Robinson, el crecimiento económico durante este periodo de las naciones europeas con acceso al Atlántico se debe al comercio con el Nuevo Mundo, África y Asia, lo que provoca cambios en las principales instituciones que conducen a un fortalecimiento de los grupos de mercaderes en detrimento de la Corona (2010: 546). Sin embargo, en el caso de España y Portugal, los reyes conservan su poder intacto mediante la creación de monopolios que controlan el comercio colonial, lo que implica un escaso desarrollo del comercio privado que incide a la larga en un menor avance económico en relación con países europeos con monarcas menos absolutistas (ibíd.: 567-568). Por lo tanto, aunque España y Portugal se benefician durante el siglo XVI de la transferencia de recursos de sus imperios coloniales a la metrópoli, no fueron capaces de desarrollar instituciones políticas que apoyaran el crecimiento económico, ni tampoco experimentaron un desarrollo sostenido (ibíd.: 572). La insistencia de los cronistas que escriben sobre el norte de África y el imperio otomano en probar la validez de la información que proveen sobre las condiciones materiales de la zona en términos de su utilidad a la monarquía confirma el hecho de que ésta

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constituye su principal beneficiaria. No obstante, como se observará a continuación, el reconocimiento del control ejercido por los reyes peninsulares en los asuntos relacionados con el comercio colonial, que no difiere demasiado del que muestran las autoridades políticas del imperio otomano y de los otros reinos magrebíes en materia económica, contrasta con la valoración positiva que en ocasiones exhiben los textos del desempeño de la actividad mercantil por parte de los sectores privados. Luis del Mármol Carvajal es el primer cronista español que, inspirado por León el Africano, presta una gran atención en la primera parte de la Descripción general de África a los aspectos materiales del continente.1 El autor intenta adaptar la tradición de las relaciones de viajes magrebíes y andalusíes del siglo XII (rihla), también seguida por León, a los intereses comerciales de los españoles en el norte de África. De acuerdo con esta tradición, Mármol Carvajal y demás cronistas después de él, conscientes de la utilidad práctica de sus descripciones geográficas, ofrecen información sobre el tipo de mercancías de consumo diario, sus precios exactos, pesos, medidas y otras consideraciones similares (Fanjul 1995: 29). Los autores siguen el modelo de la «rihla» para presentar aspectos concretos vinculados con la producción agrícola, minera y artesanal de las diversas poblaciones. De esta manera, parece evidente que una de las motivaciones de estos autores a la hora de proporcionar un cúmulo heterogéneo de conocimientos sobre la geografía, la naturaleza, la economía y la población del norte de África es subrayar el lugar fundamental que ocupa el continente en la incipiente «globalización» del mercado que tiene lugar durante el siglo XVI. Mármol Carvajal comparte con otros escritores de los primeros años de la Modernidad una visión de África como fuente de enriquecimiento, por lo que aporta múltiples datos que dan fe de la rentabilidad de una posible expansión en el Magreb. El autor incluye, por ejemplo, información sobre la fertilidad de ciertas áreas que ofrecen cantidades copiosas de «trigo, ceuada, legumbres, ganados, aves, y lino», mientras en otras que se puede recoger abundancia de «fructas y de arroz» o de

1. En la Descripción, Mármol Carvajal incluye gran parte de la información manejada por León en torno al origen del término África, las diferentes zonas en que se divide el continente, su orografía y su fauna, así como la descripción concreta de las áreas de Berbería, Numidia, Sahara o Libia, «Tierra de Negros», Egipto y Alta Etiopía.

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«açucar, algodón y fructas» (Mármol Carvajal, Descripción 18v). En otra ocasión, Mármol Carvajal menciona la existencia de cinco variedades de dátiles cultivados a lo largo de la costa de Berbería, especificando que «los más preciados son los Buçuqueris, y los que estiman menos son los Buziar, que son los que comunmente traen los mercaderes a España, porque los otros se desharian por la humidad en la mar» (ibíd. 13r). También se refiere a «unas salinas, y cargadores de sal, que los mercaderes llevan a las tierras de los negros» (ibíd. 14r). Más importante, el autor destaca la estratégica situación del Magreb al constituir el lugar en el que se cruzan las principales rutas comerciales que conectan Europa y Oriente Medio con el África subsahariana. En el capítulo quince de la primera parte, Mármol Carvajal informa que las poblaciones más ricas de la «Tierra de Negros» viven en las riberas del Níger, «porque es aquel el camino de los mercaderes que van a Levante, y acude a ellos mucha gente de Berberia y de Numidia, y de otras muchas partes» (ibíd. 15r). En su crónica, el autor insiste en el lucrativo intercambio comercial con mercaderes provenientes del corazón del África efectuado desde el Magreb y explica que, Su principal contratación (de los mercaderes de Tremecén) es en Guinea donde van cada año con sus mercaderías y las truecan por oro de Tibar, ambar, azmicle, algalia, o esclavos negros, y por otras cosas de aquellas tierras: y es tanto lo que ganan en esta contratación, que son solos dos, o tres caminos que acierte un mercader a hazer queda rico, y por esto reaventura a passar los desiertos arenosos de Libia interior, con tan grandes peligros como hay en ellos (Mármol Carvajal, Descripción 176v).

De manera similar Suárez Montañés, al informar en su Historia del Maestre sobre la distancia que separa el reino de Tremecén con la costa Mediterránea y con el interior de Numidia, alude a las principales riquezas de esta última región: «tierra tostada de la nación negra de la baja Etiopía [...] adonde los moros del dicho reino de Tremecen van a contra[ta]r y tiene comercio, trayendo de allá varias mercancías, mayormente dátiles y esclavos negros, lo mismo [que] finísimo oro suelto como arena, que nombran de Tibar» (81). El autor menciona la importancia de la zona de Tombuctú, en el valle del Níger, como centro del comercio de oro procedente de Tibar desde que fue conquistado por el imperio de Songhay en 1468 (81).

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Mármol Carvajal, por su parte, aporta detalles prácticos sobre la utilización del camello como medio básico de transporte de mercancía en las rutas a través del Sahara. En su Descripción subraya la docilidad, fuerza y enorme resistencia de este animal, capaz de pasar largos periodos sin comer ni beber, de ahí su destacada utilidad práctica al ser empleado como medio de transporte de personas y de carga (Mármol Carvajal 22v).2 El autor nos informa acerca de «la ciudad de Agmet por donde entran cada año, por el mes de Octubre, los Numidas de Berberia con sus camellos cargados de datiles» (6v); e incluye en su registro de la fauna africana repetidas referencias a la importancia comercial del camello que, autóctono del Magreb, llama la atención del lector europeo debido a su rareza y exotismo, así como por su alto precio en los mercados locales e internacionales. En el texto se destaca el papel fundamental del camello en la economía del norte de África, puesto que «los Alárabes no tienen mayor riqueza, ni otras posesiones de que saquen tanto provecho como de estos animales, y así en queriendo loar a uno de muy rico, dizen que tiene tantos mil camellos, y no hazen caudal de los dineros, ni de las posesiones» (22v). El autor se hace eco de la relevancia del camello, tan esencial en construcción de la imagen europea del Magreb como la arena del desierto, al constituir una pieza clave en el paisaje y en la economía de la región. No en vano, la definición del área como uno de los centros del comercio global durante la Edad Media y el Renacimiento depende de la cría de camellos, lo que se corresponde con la importancia concedida por Mármol Carvajal y otros autores a la presencia de este animal en el Magreb. De acuerdo con Austen, durante los seis primeros siglos de la historia del comercio a través del desierto, las caravanas de camellos constituyeron la única vía de acceso a todas las regiones centrales y occidentales de África (2010: 35).3 Es interesante constatar que Mármol Carvajal otorga a la fauna del continente un lugar casi tan privilegiado en el contexto de la obra como el que tenía pensado León en la suya, aunque sus planes no fueran respetados por el editor Ramusio, tal como se observó antes. Mármol

2. Sobre la utilización del camello como medio de transporte en el Magreb, véase Austen (2010: 16-17). 3. Para más información sobre el sistema de transporte de caravanas de camellos en el desierto del Sahara, su organización y sus riesgos, remito a Austen (2010: 35-40).

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Carvajal se desvía en ocasiones de la obra del autor de la Descrittione dell’Africa con objeto de dar énfasis al valor en términos monetarios de algunos de los animales originarios del norte de África.4 Mármol Carvajal también se aparta del texto de León en la descripción de los avestruces, cuyas plumas constituían objetos de lujo muy apreciados en Europa. El autor menciona el detalle práctico de que «los Alárabes quando matan estas aves les quitan todas las plumas y las traen a vender a las fronteras a los mercaderes de Europa, los cuales las hazen aderezar y teñidas de diversas colores las venden a los galanes para traer en las gorras y en los sombreros por gentileza, o por bravosidad» (Mármol Carvajal, Descripción 30r).5 El texto constituye una evidencia de la importancia comercial de las plumas de avestruz como objeto de consumo de lujo durante el Renacimiento, teniendo en cuenta que varios siglos más tarde éstas son, junto con los cueros de cabra, los dos productos estrella del mercado magrebí (Austen 2010: 35). La relevancia de estos datos ofrecidos por los cronistas españoles sobre el potencial económico del norte de África debe ser entendida en el contexto de la tradición medieval que trasforma el continente en una de las principales fuentes de riqueza para Europa. Durante este periodo histórico, mercaderes genoveses, venecianos y catalanes participaron en una activa red de intercambios comerciales en la costa de Berbería en la que intervenían tanto cristianos como musulmanes. Entre las actividades económicas llevadas a cabo por catalanes las más importantes se relacionan con la importación de lana, cueros de animales, miel, sal, vino, pescado, cera, grasa animal, velas y telas (Fanjul 1995: 21).6 Los catalanes y otros grupos de mercaderes europeos habían exportado en la región norteafricana aceite de oliva de Andalucía, 4. Además de estos animales caracterizados por su alto valor en los mercados tanto europeos como africanos, Mármol Carvajal añade a la lista aportada por León otros de carácter fantástico-maravilloso, tal como es el caso del unicornio o el dragón (Descripción 30v, 29r). Las referencias a estos animales míticos confirman lo apuntado por Stephen Greenblatt acerca de la manera en que el sujeto de la época aprende, posee o rechaza, mediante lo maravilloso, los rasgos de la realidad no familiares, ajenos o extranjeros, así como lo terrible, lo deseable y lo odioso (1991: 23). 5. Acerca de las descripciones en estos textos de los siglos XVI y XVII de los animales africanos, véase Bunes Ibarra (1989: 43-46). 6. Sobre la historia del protectorado aragonés en el norte de África, remito a Fernández-Armesto (1987: 126-140). Respecto a la ruta del oro durante la Edad Media, véanse Fanjul (1995: 24) y Fernández-Armesto (1987: 140-148).

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Mallorca y Túnez, solimán, miel, frutos secos, metales, como hierro, acero, cobre y plomo, minerales, terciopelos y rasos que eran intercambiados por especies, colorantes, productos farmacéuticos, tintes, barnices, algodón, perfumes de origen vegetal y animal, entre otros. Desde la Edad Media, varias rutas de caravanas cruzaban la región norteafricana hacia los cuatro puntos cardinales. Entre estas rutas, la más conocida era la que conducía al este, puesto que, además de constituir el camino que tomaban los peregrinos que acudían a La Meca, era un importante centro de intercambio comercial entre el Magreb y el África subsahariana (Fanjul 1995: 21-22). Además de la sal, el producto más demandado, los habitantes de «Tierra de Negros» importaban objetos manufacturados de cobre, hierro, telas europeas y norteafricanas, y libros. También, los comerciantes negociaban desde tiempos medievales con oro, esclavos de raza negra y malagueta en los mercados de Malí y Tombuctú, a los que los portugueses añadían hierro y marfil cuando llegaron a Gambia y Sierra Leona (ibíd.: 22-24). Durante la temprana modernidad cinco tipos de mercancías dominaban las rutas comerciales de África: el oro, los esclavos, el cobre, la sal y las telas. De los bienes comercializados, los habitantes de la zona subsahariana tenían acceso directo a los dos primeros, el oro y los esclavos. Las mercancías eran intercambiadas en el punto donde las caravanas de camellos procedentes del norte se encontraban con los cargadores y con las canoas del sur. Las poblaciones de los territorios islámicos del norte y los europeos eran los que mayores beneficios extraían de estos intercambios (Braudel 1973: I, 469), por lo que el control de las rutas comerciales se convierte en una prioridad en los discursos coloniales del Renacimiento.7 Además de brindar al lector información pertinente sobre la riqueza que encierra el continente, los discursos económicos sobre el norte de África insisten en la similitud existente entre los entornos naturales a ambos lados del estrecho. Dicha similitud ha sido notada por historiadores como Braudel, para el que mundos idénticos o casi idénticos pueden ser encontrados en países y regiones tan alejadas y tan diferentes como Grecia, España, Italia y el norte de África (1973: I, 231). 7. En relación con las rutas comerciales del Magreb, el comercio de caravanas a través del Sahara durante la Edad Media y el Renacimiento y su impacto en la economía africana, véanse Austen (2010: 23-48) y Gailey (1970: 57-60).

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De este modo es posible una concepción del mundo mediterráneo basada en la noción de unidad física desde el punto de vista de la homogeneidad de su ambiente natural, las costumbres de los habitantes o las condiciones climáticas (ibíd.: I, 25-102; 231-267; Sánchez Doncel 1991: 101-102).8 Según Braudel, esta identidad implica la unidad que otorga el mar al estilo de vida de las gentes que habitan en sus riberas, dado que se debe considerar que en estos mundos se vivía al mismo ritmo y tanto las personas como los bienes podían ser trasladados de un lado al otro sin ninguna necesidad de aclimatación (1973: I, 231). De acuerdo con el historiador, en cualquier punto de este universo geográfico se puede encontrar la misma eterna trinidad: trigo, olivos y viñedos, nacidos de climas y tradiciones similares, una idéntica civilización agrícola y métodos parecidos de ejercer un dominio sobre el medio ambiente (ibíd.: I, 236). Los habitantes en todas las regiones mediterráneas usaban graneros, bodegas y prensas de aceite casi idénticos, las mismas herramientas, ganados, tradiciones agrícolas y tenían preocupaciones diarias semejantes. Lo que prosperaba en una región, lo hacía también en otra; en el siglo XVI todas las zonas costeras producían lana, cera, cueros de animales y seda –en todas crecían moreras para alimentar al gusano de seda– (ibíd.). Por consiguiente resulta comprensible el atractivo de la zona para el visitante español que es capaz de percibir el territorio magrebí como una continuidad natural del área peninsular en la que habita. Su conocimiento del medio determina el tipo de expectativas que alberga el sujeto español en contacto con los nuevos territorios en cuanto que espera obtener un beneficio económico homólogo al obtenido en la península, al que se debe añadir el proveniente del comercio de productos típicos de la zona norteafricana. La insistencia en estos textos en la similitud de los paisajes en ambas orillas del Mediterráneo y en la semejanza de su producción 8. Braudel establece la unidad entre la península ibérica y el Magreb como punto de partida para su estudio sobre el mundo mediterráneo en la etapa de Felipe II (1973: II, 757-835). Por el contrario, Hess concluye su trabajo sobre la frontera ibero-africana declarando que «the separation of the Mediterranean world into different, well-defined cultural spheres is the main theme of its sixteenth-century history» (1978: 2). De acuerdo con Hess, «the main line of investigation would be directed toward understanding how the representatives of two sharply opposed civilizations changed or failed to change their societies within a region where the two great cultures did not exist in isolation» (ibíd.: 4).

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agropecuaria constituye una estrategia encaminada a destacar la utilidad del conocimiento de los españoles sobre el Magreb que aporta la analogía de la zona y la familiaridad con las realidades físicas del área, en la explotación económica de la región. Los mismos cultivos, una flora y una fauna similares, idéntica orientación de sus respectivas cadenas montañosas son los argumentos empleados con frecuencia por estos autores en su intento de promover una noción de que ambas localizaciones deberían ser reunidas bajo el mismo poder político de la monarquía española. Sin embargo, es importante notar que en estos textos, los rasgos comunes entre el norte de África y España no van más allá de una herencia cultural y religiosa compartida, tal como se observaba en la primera parte de este estudio, y en unos paisajes similares. Los autores muestran la utilidad de contrastar una naturaleza africana paradisíaca, que a menudo se describe como una versión mejorada de la península, con la bestialidad de sus habitantes para la justificación de la aventura imperial. La noción de inferioridad de los habitantes del Magreb, que se configura textualmente mediante un énfasis en su incapacidad para explotar sus tierras de manera adecuada y provechosa, así como para procurar su propio desarrollo económico, funciona de manera efectiva a la hora de presentar como lícita la explotación colonial de África. Aunque esta estrategia no resulta de ninguna manera novedosa, puesto que el mismo Estrabón la emplea en su Geografía (VII a. C.) para justificar la misión de Roma de traer la civilización a la península ibérica y también Cristóbal Colón en su primera carta, fechada el 15 de febrero de 1493, es interesante su vigencia años más tarde.9 Dicha estrategia además de llamar la atención sobre la acción civilizadora de los españoles en el norte de África resulta necesaria a la hora de intentar resolver cualquier posible ansiedad causada por la percepción de continuidad entre los espacios geográficos situados a ambos lados del estrecho de Gibraltar.10 Especialmente, se debe 9. Estrabón destaca el clima moderado y la fertilidad de las tierras de Iberia al tiempo que denigra a sus habitantes, caracterizados por el salvajismo de sus costumbres (Santos Yanguas 1980: 80), mientras que Colón contrasta la riqueza, más imaginada que real, de las islas del Caribe con la docilidad de sus gentes ignorantes y desnudas (citado en Morales Padrón 1992: 74-81). 10. La semejanza física entre España y el norte de África puede aparecer problemática para los españoles a juzgar por el modo en que resulta clave para la degrada imagen de la nación que ha circulado por el resto de Europa hasta épocas muy recientes. Se atri-

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tener en cuenta la manera en la que el énfasis en la naturaleza salvaje y atrasada de las poblaciones musulmanas del Magreb ayuda a resolver las preocupaciones derivadas de las implicaciones de una visión unitaria de las regiones a ambos lados del estrecho así como de los fenómenos de mezcla étnica e hibridez cultural frecuentes en la península. En general, al describir la región norteafricana, autores como Mármol Carvajal, Antonio de Sosa y Diego Suárez Montañés demuestran una visión del concepto unitario conformado por el mundo natural del Mediterráneo. Diego Suárez Montañés emplea en Historia del Maestre un sistema de referentes geográficos que permite una localización exacta de los principales espacios norteafricanos que describe de acuerdo con la correspondencia en términos de latitud con sus equivalentes en la Europa mediterránea. Aunque Suárez Montañés incorpora en su trabajo información tomada de las obras de León el Africano y de Luis del Mármol Carvajal, se desvía del sistema de localización geográfica empleado por el primero, que utiliza un sistema de referencia basado en los puntos cardinales, así como también el que aplica el autor español, que incluye, además, datos exactos de la longitud y de la latitud.11 Por el contrario, Suárez Montañés explica la situación geográfica del reino de Tremecén y de otras ciudades norteafricanas en términos de longitud. El autor sigue de esta manera el sistema creado por Ptolomeo, por lo que debe expresar los datos de sus predecesores mediante el uso de coordenadas no presentes en los textos originales. Sin tener en cuenta la distancia real entre las ciudades africanas y las situadas a lo largo de la costa europea del Mediterráneo, Suárez Montañés nota que el «reino de Tremecén tiene su asiento circunvencino de la meridional costa de España y Francia» (78). El autor sitúa la desembocadura del río Meluya, frontera natural entre el reino de Tremecén y el de Fez en relación con su localización geográfica en la misma longitud de un área específica situada en la costa del sureste español«derecho al norte fuere y toca en buye a Dumas la expresión «África empieza en los Pirineos», y la inclusión de Hegel de la península ibérica en África, separándola de Europa, contribuyó al desarrollo de un concepto de una España inferior al no haber sido capaz de alcanzar un estatus completo de europeidad. 11. Hay cierta confusión entre los historiadores, ya que mientras que Bunes Ibarra afirma que León el Africano se desvía del sistema islámico (1989: 16), Bunes Ibarra y Alonso Acero consideran que el autor de origen nazarí sigue dicha convención, pero Mármol Carvajal y Suárez Montañés se basan en el de Ptolomeo (2005: 118-119).

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el Almazarrón, entre Vera y Cartagena, costa de los reinos [de] Granada y Murcia» (79). Según él, el reino de Tremecén se localiza «tocando en la costa de Europa, hace línea recta en Niza, lugar marítimo del duque de Saboya, que es lo más oriental de la meridional costa de Francia» (79). El autor homologa la brevedad de la distancia real que separa los puertos de Cartagena y de Orán de aproximadamente unas 110 millas, lo que significa una sola jornada de navegación con vientos favorables, con la mayor extensión marítima existente entre la costa de Berbería y el sur de Francia. De este modo, al aplicar este sistema de referencias geográficas, Suárez Montañés subraya al mismo tiempo la conexión espacial entre ambas orillas del Mediterráneo. En la descripción de la riqueza económica del norte de África, los autores hacen hincapié en la fertilidad de sus tierras en las que se cultivan productos agrícolas que, por ser del mismo tipo de los que se recolectan en los campos peninsulares, resultan muy apreciados por los españoles. Como comenta Bunes Ibarra, en la historiografía sobre el norte de África, los cronistas, que no distinguen entre las zonas de costa y de montaña, diferenciándose ambas de las áreas desérticas, «se están refiriendo constantemente a las huertas, las buenas tierras de labor, las plantaciones de árboles frutales y a los hermosos jardines» (1989: 33). En su obra, el autor granadino Mármol Carvajal ofrece una descripción detallada de las cualidades naturales de la tierra que se extiende a lo largo de la costa de Berbería. El autor se refiere a esta región como una «tierra muy fertil y abundante de mucho pan, trigo, ceuada, y ganados y los moradores poseen los mas hermosos campos de Affrica» (Mármol Carvajal, Descripción 6r). El autor también declara que el territorio situado entre las cadenas montañosas paralelas a la costa y el Atlas es «fertil de pan y de yerua para los ganados, abundantes de agua y de fuentes y de rios que baxan de las sierras y van a entrar en el mar Mediterraneo con apazibles y deleytosas riberas adornadas de arboledas y frescuras, especialmente hasta los confines de la ciudad de Cayraúren» (6v).12 Años más tarde, Suárez Montañés destaca la importancia económica de Orán para la monarquía española debido a la abundancia de grano con la que las tierras del Magreb 12. El «pan» podía ser elaborado con diversos tipos de cereales y, según Braudel, existen dos tipos: el «pan de los ricos», hecho con trigo, y el «pan de los pobres», fabricado con otras variedades de grano (1973: I, 571).

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son capaces de abastecer no sólo a los principales mercados de la región sino también a la península, lugar al que se exporta el excedente de la producción. Según Suárez Montañés, Cuando los moros del reino de Tremecén tienen paces con las plazas de Orán las abastecen grandemente de muchas provincias, mayormente de trigo y cebada para la gente de guerra; uno, por dineros, a moderado y barato precio; otro, de servicio, por el seguro que su Majestad les da. En que, demás del mucho trigo y cebada con que mayormente abastecen la tierra, de que muchas veces sobra cantidad, de que se hace sacas para España y otras partes, aunque son menester para el ordinario gasto de Orán cuarenta mil fanegas de trigo cada año y doce mil de cebada para que esté cumplido (Suárez Montañés 123).

Las referencias a la abundancia de cereales que se recogen en las tierras del norte de África contribuyen a que éstas aparezcan más valiosas a los ojos del lector español, teniendo en cuenta la escasez de grano en suelo peninsular, insuficiente para cubrir las necesidades alimentarias de la totalidad de la población, así como, en general, la crisis del campo por la que atraviesa la nación durante este periodo histórico. Como explica Braudel, la región mediterránea nunca ha tenido una superabundancia de grano por lo que la escasez de cereales ha conducido a una búsqueda constante de sustitutos, representando un gran volumen de las transacciones comerciales efectuadas en el área (1973: I, 270).13 Las frecuentes alusiones en estos textos a la fecundidad de los campos magrebíes y la insistencia en describir sus abundantes cosechas de cereales, frutas y verduras se corresponden con la llamada de atención dirigida por los economistas y arbitristas de la época a la Corona para que ésta intente paliar la fuerte crisis que sufre la agricultura. En España el sector agrario se encuentra incapaz de hacer frente al aumento de la demanda de los productos agrícolas tanto en la península, debido a la fuerte expansión demográfica, como en los mercados exteriores en Europa y en las colonias del Nuevo Mundo (Elliott 1982: 208).14 Dado el escaso desarrollo industrial durante los siglos XVI y XVII, la agricul13. Acerca del comercio de cereales en el área mediterránea y las diversas crisis de abastecimiento a la región durante los siglos XVI y XVII, véase Braudel (1973: I, 570-604). 14. Tomás de Mercado en su Suma de tratos y contratos determina las causas del empobrecimiento de la nación en la segunda mitad del siglo XVI (1569): la huida de los

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tura constituye el principal sector de la economía, debido a que aproximadamente el 80 % de la población española reside en las áreas rurales de cuya producción dependen los habitantes de las regiones urbanas, tal como afirma Vassberg (1984: 1). Además, la proliferación de censos y de juros provoca el absentismo en las zonas rurales tanto de los nobles propietarios que prefieren asentarse en las cortes ciudadanas, como de los campesinos que se ven obligados a abandonar su aldea y acudir a las áreas urbanas (Elliott 1982: 202, 320-321). Éstos no lograron hacer frente a la fuerte carga impositiva por parte de la monarquía y la nobleza propietaria, por lo que su situación empeoró gravemente durante la segunda mitad del siglo XVI. A partir de 1550 se incrementa el número de quejas a raíz del aumento de la deuda de los trabajadores rurales, aun más frecuente tras una racha de malas cosechas, teniendo en cuenta que, incluso en tiempo de bonanza, los beneficios se veían limitados debido a lo elevado de la tasa de trigo (ibíd.: 201-202). Unos años más tarde, los arbitristas del siglo XVII critican con dureza la mentalidad aristocrática que provoca el abandono de cualquier actividad productiva y, en especial de la agrícola, imprescindible para el desarrollo de la nación (Viñas Mey 1941: 42). Dichos arbitristas denuncian la glorificación del ocio por parte de los nobles, al considerar que la principal fuente de ingresos con la que cuentan proviene de la compra de censos y juros, dos tipos de anualidades que provocan el endeudamiento de los campesinos (Lehfeldt 2008: 480).15 El abandono de las tierras desemboca en una reducción del volumen de producción agrícola que da lugar a un aumento incontrolado de los precios de los alimentos. Además, la huida del campo del trabajador agrario motiva la aparición de una considerable bolsa de pobreza en las ciudades, así como también de fenómenos de deforestación y de degradación del ecosistema en las áreas rurales. La tala de árboles, los incendios forestales y el abandono de tierras marginales que no habían sido cultivadas, condujeron a un deterioro del medio ambiente que afecta a pastores y a campesinos por igual (Casey 1999: 50).16 Dada la metales de América, la generalización de la venta a crédito y la entrada masiva de manufacturas importadas (Medina Domínguez 2001: 477). 15. Sobre las particularidades del fenómeno de los censos en la época, véanse Viñas Mey (1941: 32-48) y Vassberg (1984: 94-95, 204-207). 16. El que se dedique una enorme cantidad de tierras cultivables a proveer de pasto a los ganados en lugar de ser utilizada en la producción de alimentos destinada a una

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deplorable situación del campo español y su escasa capacidad para hacer frente a la cada vez más fuerte demanda de productos agrícolas por parte de la población española, no es de extrañar el interés de los autores en las nuevas oportunidades para obtener cereales que otorgaría la explotación de los fértiles territorios magrebíes. La semejanza existente entre ambos paisajes naturales deja paso en los textos a una pintura del norte de África como versión mejorada de la península ibérica, contribuyendo a que los escritos constituyan una proyección del «deseo colonial» de un sujeto fascinado por unos territorios que codicia y aspira a que sean incorporados al imperio. La atención a la agricultura prestada por estos cronistas hace que participen en cierta medida en una corriente literaria que inaugurada por Antonio de Guevara en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea permite ensalzar las ventajas de la vida campesina y las bellezas del entorno natural. Aunque varía con respecto a la intención, puesto que el obispo de Mondoñedo trata más bien de convencer a los miembros de la burguesía y de la nobleza urbana de la necesidad de atender a unas fincas rurales que abandonaron con el propósito de acudir a la corte, el cronista del norte de África se siente obligado a ponderar de igual manera la importancia económica de estas tierras reconociendo su privilegiada naturaleza y el placer que se relaciona con su estancia en ellas.17 Por ejemplo, con respecto a las condiciones climáticas del Magreb, Mármol Carvajal ofrece información que permite configurar una imagen de la región que evoca una tradición pastoril que inaugurada por la Arcadia virgiliana resulta tan frecuentada por los poetas renacentistas.18 Según el escritor granadino, las temperaturas moderadas duranpoblación creciente, se justifica por el interés de la Corona en los cuantiosos impuestos recibidos por la Mesta (Casey 1999: 48-49). Para un resumen de la bibliografía existente sobre la Mesta, remito a Hernández-Pecoraro (2006: 34). 17. Greenblatt nota la difícil tarea del viajero o del colonizador de ejercer el control sobre la cultura sin dejar de ser seducido por la misma, tal como demuestra la descripción de las nuevas tierras como paraíso edénico o fuente de todos los placeres que aparece en estas narrativas renacentistas (1980: 179-183). Campbell comenta el «ethnographic pleasure» de acuerdo con la noción de una posesión imaginativa del un «otro» exótico que se observa en los relatos de viajes (1988: 26-50). 18. Aunque según Raymond Williams, el género pastoril tiene más que ver con los intereses de la corte que con la vida del campo (1973: 20-21), para Gifford, las obras de este género contienen tensiones que facilitan un juicio crítico al constituir espacios

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te todo el año en el Magreb, sobre todo, en comparación con la dureza de los inviernos en el interior peninsular, confieren a este espacio geográfico un idealizado aspecto de vergel. Mármol Carvajal destaca unas condiciones climáticas que otorgan a esta área geográfica la típica apariencia de eterna primavera arcádica, por la razón de que «hasta en fin de Enero crece el frio, mas no es tanto como en Castilla, o en el reyno de Granada, porque el frio en Berberia es a las mañanas, y entre dia no es necessario fuego para calentar se» (Descripción 7r). Lo ideal del clima norteafricano facilita la abundancia de las cosechas en la región que, además se adelantan unos meses a las del territorio ibérico: «a quinze de Febrero, y sale a deziocho de Mayo, y siempre son estos dos meses muy apazibles» (7r). Mármol Carvajal demuestra las ventajas del calendario agrícola norteafricano, refiriéndose a la producción temprana de ciertas frutas. De esta manera, en el Magreb se consigue una cosecha primicia de frutos muy valorados en el mundo mediterráneo, como son las cerezas, los higos, las manzanas, las peras, los albaricoques y las uvas (7v). Mármol Carvajal incluye información sobre la cosecha de aceitunas en Túnez y en Mauritania, así como acerca de los métodos de barbecho aplicados a las tierras destinadas al cultivo de los olivos que resultan familiares para el lector, puesto que «llevan un año lleno y año vazio como en Europa» (7v). En la misma línea, Diego Suárez Montañés menciona en su descripción del reino de Tremecén el hecho de que las cosechas son más tempranas que las que se dan en el suelo europeo, debido a «su calidad de ser más vecino al sol» (109). El autor de la Historia del Maestre ofrece una extensa enumeración de las distintas especies que componen la rica flora y fauna de la región norteafricana hasta el punto de elaborar una exhaustiva lista de hasta ochenta tipos de peces diferentes (109-112). También, Diego de Torres proyecta en su descripción de los alrededores de la ciudad de Marrakech los deseos de posesión colonial del sujeto español de la temprana modernidad. Al referirse a los «grandes despoblados y muchas huertas de diversos frutales, en especial palmas» que allí existían, confiesa que «me parecería que cul-

fronterizos de actividad que puede ser apreciada a través de varios marcos (1999: 12). Sobre estos aspectos en la literatura española pastoril, remito a Hernández-Pecoraro (2006) que analiza los presupuestos ideológicos, las condiciones sociales y las relaciones con la historia que reproducen.

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tivándose para pan, en un cerco largo se cogería para se sustentar» (93). Diego de Torres hace hincapié en su Relación en la fertilidad de las fincas agrícolas alrededor de la ciudad de Tarundante: «en el año de mil y quinientos y cincuenta y uno yo vi los perales y higueras dar fruta dos vezes en aquel año. Ay muchos y buenos montes, críanse algunos caballos buenos y muchos camellos, metales en abundancia» (216). Y brinda la siguiente información acerca de los territorios que rodean a la ciudad de Tarundante mediante la que ilustra la riqueza de la zona: «En esta tierra más que otra parte se crían los abestruzes [...]. Es abundante de todas las cosas para passar la vida umana [...]. En tierra donde se crían muchos Leones y puercos jabalíes, vacas y carneros bravos» (217). Aunque es cierto que algunos de estos autores incluyen una información más realista sobre los aspectos menos agradables de la climatología norteafricana, como son las lluvias torrenciales, los veranos excesivamente calurosos y la diferencia extremada de temperatura entre las diversas estaciones, las referencias a la fertilidad de la región y a la abundancia de sus cosechas ocupan un primer plano en los textos. Por ejemplo, cuando Mármol Carvajal describe el área de Marruecos situada entre los ríos Teceut y Teceuin, explica que «los cuales hacen fertiles los campos por donde passan con muchas acequias que sacan dellos, y por toda aquella tierra se coge infinito pan, trigo, cebada y mijo y [...] muchas ortalizas» (Descripción 8v). De la ribera del río Níger, Mármol Carvajal dice que la fertilidad de la tierra es tal que para arar los campos sólo es necesario «quatro, o cinco hombres con palas, y leuantando la tierra ligeramente para adelante, hazen su sementera, y es la tierra tan fertil y abundante por causa de las inundaciones y crescientes de los rios que da abudancia de fruto» (ibíd. 16r). La alusión al poco esfuerzo requerido para conseguir que los campos norteafricanos ofrezcan sus copiosas cosechas remite de manera indirecta al mito clásico de la Edad de Oro, que se apoya en la noción de que la tierra brinda a sus pobladores frutos cuantiosos de forma espontánea y generosa sin necesidad de ser labrada.19 Al hacerse eco

19. El mito proviene de las Metamorfosis de Ovidio (Libro I, II). Para Ovidio, en la Edad de Oro, la «tierra, sin necesidad de que el arado la rompiese, daba toda suerte de frutos. Todo el año era primavera. Céfiros y rosas pugnaban ante los ojos; y se sucedían las estaciones sin sembrar y sin trabajar. Se deslizaba un río divino de leche y de néctar y

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de dicho mito Mármol Carvajal pretende ensalzar el enorme potencial económico de la zona, aunque al mismo tiempo no tenga reparos en subrayar la pereza e inferioridad moral de sus pobladores, cuya falta de dedicación al trabajo e ineficacia les impide sacar provecho de la enorme fecundidad de sus tierras. La mayoría de los escritores se refieren al Magreb como a una de las regiones más bellas y prósperas del mundo, que se halla lamentablemente habitada por poblaciones contrarias a lo que se debe esperar de tal medio (Bunes Ibarra 1989: 31-37). Según Bunes Ibarra, que alude en concreto a la literatura escrita por los peregrinos en Tierra Santa, el mensaje de estas obras es claramente propagandístico, puesto que «suelen escribir los beneficios que obtendrían la Cristiandad de su conquista. Describir este espacio como un lugar fértil, aunque un poco descuidado por la baja moral de sus moradores, era mover a los lectores a su conquista o al menos de que se pudiera realizar en un tiempo no muy lejano» (ibíd.: 35-36). En esta línea, Mármol Carvajal reconoce el potencial en términos de beneficio pecuniario con el que se asocia la gran fertilidad del suelo norteafricano en contraste con la pereza y falta de mentalidad práctica de sus habitantes: «son tan haraganes que no siembran mas de lo que han menester para su año, ni les da nada por tener que vender, ni que guardar» (Mármol Carvajal, Descripción 16r). El texto de Mármol Carvajal demuestra la efectividad de la estrategia basada en la dialéctica de la semejanza, establecida por la similitud entre los paisajes naturales y la parecida producción agrícola y ganadera de la península ibérica y el Magreb, y la separación entre ambas realidades, conseguida, en este caso, mediante la mención de la inferior calidad humana de los pobladores del continente africano. Dicha estrategia es aplicada al caso de otras regiones de África sobre las que Mármol Carvajal difunde también conocimientos en su obra. Por ejemplo, el autor comienza su descripción de Etiopía refiriéndose a la fertilidad de la tierra demostrada en sus abundantes cosechas y ganados (Mármol Carvajal, Descripción 20r). Mármol Carvajal describe las verduras y frutos cultivados en la región y los productos que se elaboran en la misma en relación con su similitud con los que se en los troncos de los árboles se recogían paneles de miel» (1982: 19). Sobre la presencia del tema de la Edad de Oro en el imaginario humanista de la temprana modernidad española, véase Maravall (1991: 132-140).

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consumen en Europa, haciendo la información relevante al lector español. El autor declara que «ay por todas partes muchas arboledas de fructas, como en Europa, hortalizas ay muchas, y muy buenas» (20r); y compara el tipo de bebida de manzanas amargas producida por los abisinios con la «cidra que se bebe en las montañas y en Vizcaya» (20r), añadiendo que los habitantes de Etiopía «también hacen otra suerte de bebienda de miel y agua, como los Moscovitas, Liunios, y Lituanios, llamada Mede, que es de sabor tan fuerte como el vino» (20r). Aunque Mármol Carvajal reconoce la importancia concedida por el lector a la «fertilidad de la tierra, y por toda ella ay muchas minas de oro, plata, estaño, cobre, y otros metales», inmediatamente clarifica que «la gente por la mayor parte es ociosa y vagabunda, que huelgan mas de andar vagando en la guerra, que trabajar en sus labores» (20v). Antonio de Sosa parece coincidir con Mármol Carvajal, al subrayar también el contraste entre la notable fecundidad de las tierras del África, en este caso de las regiones del norte, y la pereza de las gentes que las habitan. Sosa, posiblemente debido su traumática experiencia como cautivo de Argel, ofrece en su Topografía una de las impresiones más negativas de los habitantes del Magreb, basándose específicamente en su vagancia, apatía e ineficacia a la hora de cultivar la tierra. Describe los alrededores de Argel prestando especial atención a la agradable visión del paisaje que se caracteriza en el texto mediante la alusión a la fertilidad y belleza de sus huertas y jardines; y recalca las cualidades edénicas de la naturaleza que rodea la ciudad argelina del modo siguiente: es cosa linda y hermosísima de ver cómo está rodeada la ciudad de infinitos jardines, huertas, viñas, y llenas todas de muchos naranjos, limones, limas, cidras, muchas flores, muchas rosas y muchos árboles de todas suerte y con todo género de hierbas y hortaliza, y todo el año, y todo regado de infinitas fuentes de aguas claras y resplandecientes, como un cristal que corren por todas partes en abundancia (Sosa I, 200).

Sosa describe el paisaje arcádico en los alrededores de la ciudad de Argel por medio de los elementos que intervienen en la construcción del tópico clásico del locus amoenus evitando cualquier referencia a la naturaleza específica del jardín islámico. La utilización de este recurso

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tomado de la literatura grecolatina es útil para la construcción de un marco paisajístico, cuyo atractivo debe ser entendido por un lector occidental acostumbrado a valorar la utilización de determinadas imágenes en la representación poética de la belleza natural. Sosa explica que «todo está regado con infinitas fuentes de aguas claras y resplandecientes como un cristal, que corren por todas partes en abundancia, que realmente no se pueden imaginar más temperos de Tesalia ni huertos alcinocos que los jardines de Argel» (I, 200). Las alusiones a la región griega de Tesalia y al jardín de Alcino, rey de los reacios y padre de Nausicaa, que fueron visitados por Ulises en el Canto VII de la Odisea de Homero facilita la construcción de una imagen idílica de la naturaleza norteafricana. En la descripción, el texto de Sosa exhibe, al igual que otros discursos coloniales de la época lo que Campbell denomina el valor de una emoción placentera o una relación con el efecto de conocer que requiere la suspensión del dominio sobre lo que está explorando y su certeza (1988: 3). En la Topografía, el paisaje natural del norte de África aparece como una versión mejorada de lo encontrado a lo largo de la costa mediterránea, lo que funciona para incitar los deseos expansionistas del lector peninsular. Sosa complementa la utilización de las referencias clasicistas ofreciendo una visión altamente idealizada de las tierras argelinas en las que se destaca el verdor permanente de sus campos, base de la construcción textual de una tierra bendecida por sus cuantiosos dones y una eterna primavera, similar a la que caracteriza los entornos pastoriles que componen la Arcadia virgiliana: y es la bondad y fertileza tal, y la naturaleza fue tan liberal en repartir con ella sus gracias y dones, que en mitad del verano y en tiempo de grandes calores no pierden jamás su verdura, mas se sustentan las hierbas y los árboles sin secarse, muy hermosos y muy lindos [...]. Y por la misma razón y causa de ser tanta la copia de agua por aquellos valles, están todos llenos de mil árboles, cuyas sombras, juntándose con la gran frescura de aguas y cantos de paxarillos, hacen en verano y en tiempo de calor una excelente frescura y una recreación (Sosa I, 201).

El paisaje argelino se destaca en el texto de Antonio de Sosa por su similitud con las manifestaciones más idealizadas de la naturaleza mediterránea que ofrece la cultura grecolatina, subrayando su atracti-

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vo y lo deseable que resultaría a los monarcas ibéricos su posesión. También, Sosa insiste en el parecido físico de estas bellas huertas norteafricanas con las que rodean las casas de campo alrededor de la conocida ciudad de Génova. De acuerdo con Sosa, no hay una sólo huerta en las afueras de Argel que «no tenga su casa muy blanca, que aparece de lejos y, por tanto, representando todos una ribera de Génova» (I, 201). Sosa expresa el concepto de la unidad natural existente en el mundo mediterráneo a través de la afirmación de una serie de características comunes que comparten las huertas argelinas con otros espacios de la Europa meridional. De este modo se sugiere la necesidad de que sean manos occidentales las que exploten las fértiles extensiones agrícolas norteafricanas con objeto de asegurar su plena rentabilidad económica. No en vano el autor de la Topografía aclara que estos hermosos campos de cultivo son labrados por agricultores cristianos, «los cuales, día y noche no hacen ni se ocupan en otra cosa, todo el año que en cavar, rozar, cortar, plantar, regar, limpiar, escardar y beneficiar todo lo posible estos jardines, porque se precian mucho dellos los moros y turcos. Así para recreación [...] como para sacar el provecho grande que sacan de todo el fruto que dellos cogen» (I, 201). Sosa coincide con el autor del Viaje de Turquía, que en su descripción de Constantinopla informa sobre la condición cristiana de la mano de obra empleada por el Gran Turco en el cuidado de los jardines de su palacio, tal como se comentará en la tercera parte de este trabajo. El hecho de que sean precisamente cristianos los que cultivan estas fincas rurales situadas en los alrededores de Argel explica las cualidades positivas de las mismas, haciéndolas más valiosas a los ojos del visitante occidental. Sosa incluye en la descripción de los campos situados en la periferia de Argel un recuento de las especies vegetales que se cultivan y de las cabezas de ganados que se crían en los campos de la región: trigo, cebada, habas, garbanços, lentejas, melones, pepinos y toda suerte de hortaliza; y crían muchas gallinas y palomas; traen muchas vacas, bueyes, camellos, carneros y ovejas; cogen mucha miel y hacen mucha manteca, y crian mucha seda cada año, y aun matan mucha caza de pérdices, tórtolas, palomas y liebres en muy grande abundancia, y otras muchas, ecepto conejos y ciervos, que no los hay (Sosa I, 202).

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En cualquier caso, a pesar de la rica variedad de producción agrícola y ganadera que ofrece el suelo norteafricano, el autor de Topografía no duda en insistir en que es precisamente el uso de labradores cristianos lo que asegura que las explotaciones agrícolas de la región alcancen su máximo rendimiento. Por consiguiente, los autores defienden la política expansionista de los españoles en África al poner énfasis en el potencial económico asociado con la venta en los mercados occidentales de los productos y materias primas obtenidas en suelo africano. A pesar de la escasa productividad del trabajador agrícola musulmán, la enorme fertilidad del campo magrebí facilita una previsión de los enormes beneficios materiales que se obtendrían de ser estas parcelas de cultivo poseídas y explotadas por manos cristianas: «Y es cosa notoria (y que los mismos moros y turcos lo dicen) que si tal tierra fuera de cristianos, labrada y cultivada de sus manos, en el mundo todo no se hallara cosa igual en abundancia y riqueza; pero como son todos los moros y turcos muy enemigos del trabajo y nada en sus cosas curiosos, hacen que la tierra no sea para ellos tan liberal como fuera si quisiera» (Sosa I, 202-203). El mensaje imperialista es evidente en el texto de Sosa que continúa su apología de la colonización ibérica del área al expresar que «lo que decimos de estas tierras circunvecinas, que están por rededor de Argel, se ha también de entender de la mayor parte de todo su reino, aun de casi toda la Barbaría» (I, 203). Asimismo, antes de ofrecer una larga enumeración de los diversos tipos de pescado que los habitantes de la costa de Berbería son capaces de recoger, el autor de Topografía declara que «no es esta bondad solamente en tierra, pero también en la mar, porque si los moros y turcos supiesen como los cristianos pescar, o a lo menos dexasen hacer este oficio a cristianos, no cabría en la tierra pescado que tomasen» (ibíd.).20 En referencia a lo rentable que resulta esta actividad económica para las poblaciones norteafricanas costeras, Sosa considera que es tal la abundancia de pesca en la zona que inclu20. También Mármol Carvajal ofrece información sobre la enorme diversidad del pescado procedente tanto de los ríos adyacentes como del mar (Descripción 10v, 11r), y señala la importancia económica de la pesca en el Magreb (ibíd. 9v). Mármol alude al gran interés por parte de los europeos en explotar el sector pesquero de las costas norteafricanos, central en la economía de sus poblaciones, ya que «de esta pesca [...] sacaba el rey de Portugal una buena renta, quando tenia la ciudad de Azamor por suya, y ahora la arrienda el Xarife rey de Fez a ciertos mercaderes Christianos» (ibíd. 9r).

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so considerando las escasas habilidades de sus habitantes y sus recursos limitados a la hora de ejercer esta actividad, con no pescar de continuo más de 8 o 10 barcas de pobres pescadores, y con no osar alargarse a la mar media legua por temor de fragatas cristianas [...] se toma tanto pescado y de tantas suertes, y todo muy bueno, que no es muy mal proveída Argel de pescado. Tómase mucha sardina, lazca, pachón, lixa, pargo, doradas, salmonetes, otrillas, cazón, raya y otras muchas suertes de peces que hay en España y en Italia (Sosa I, 203).

En consecuencia, dada la finalidad del texto de Sosa de animar a la Corona española a la conquista de Argel y a la liberación de su economía del control otomano, resulta esencial añadir a la información sobre los sufrimientos de los cautivos cristianos datos sobre la enorme cantidad de recursos naturales que brinda el suelo norteafricano, subrayando el potencial económico de la región. El resultado es un discurso colonial en el que prima una representación idealizada de la costa de Berbería que, aun correspondiendo con una versión mejorada de las mejores tierras al norte del Mediterráneo, destaca por la inclusión de datos acerca de una población atrasada, perezosa y compuesta de varones cuya masculinidad se halla peligrosamente degradada. Según Antonio de Sosa, los pobladores argelinos no están dispuestos a trabajar duro, por lo que no son capaces de cultivar las tierras y de pescar de modo eficiente contribuyendo de forma positiva al crecimiento económico de la región. Además de por su escasa productividad, los habitantes de Argel se distinguen por una pereza que frena el pleno desarrollo de su fortaleza física en detrimento de su masculinidad. Por ejemplo, Sosa apunta la falta de interés de los argelinos en la caza o en la práctica de cualquier otro deporte, lo que constituye una muestra de su desidia y escasa virilidad. No es de extrañar que, entre los muchos vicios de los argelinos, Sosa incluya la «accedia o pereza» (I, 181), ya que, según el autor, «ninguna ocupación virtuosa, honesta, humana (como la tienen otras gentes) tienen ni usan los turcos, renegados y moros de la ciudad de Argel. No corren caballos [...] no hay exercicio ninguno militar, no de esgrima, no de pelota, no de dançar ni bailar [...] no van a pescar ni cazar» (ibíd.). En su descripción del paisaje localizado alrededor de la ciudad de Argel, Sosa afirma que en esta tierra «se coge todo lo que humanamente es necesario y aun de regalo

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para la vida humana, con una increíble infinidad de toda caça, que los moros y turcos, por floxedad, no quieren ni saben matar» (I, 202). Estas afirmaciones contribuyen a la expresión de la inferioridad física y moral de los habitantes de Argel, que se logra mediante un cuestionamiento de la virilidad de sus varones. Dichas aseveraciones sugieren que la escasa resistencia corporal de los hombres argelinos facilitaría la conquista del área por parte de una potencia cristiana. El aspecto de la degradación de la masculinidad del argelino y, en general, del varón de origen musulmán que se discutirá en los siguientes capítulos, así como su falta de entendimiento de la importancia del deporte de la caza como símbolo de estatus social, funcionan como estrategias que apuntan a su inferioridad, lo que a la larga justifica la intervención europea en el área. La alta dosis de pereza, apatía e ineptitud generalizada de los habitantes norteafricanos, demostrada en la explotación insuficiente de sus recursos naturales hace legítimo cualquier esfuerzo por parte de la monarquía española a la hora de anexionarse estos territorios y realizar con éxito una tarea para la que sus habitantes se hallan naturalmente incapacitados. La inferior calidad humana de los argelinos en comparación con los europeos se extiende a otros campos de la actividad económica, tal como se observa prestando atención a lo básico de sus conocimientos en materia financiera lo que les inhabilita a la hora de desarrollar un efectivo sistema crediticio. Por ejemplo, Sosa confirma el atraso de los habitantes de esta ciudad perteneciente al poderoso imperio otomano, aludiendo a su ignorancia sobre las nociones más elementales de contabilidad, banca y finanzas, tal como prueba su desconocimiento del uso de cualquier tipo de instrumento de cambio. Para Sosa, aunque es cierto que los pobladores de Argel ha sido capaces de desarrollar un sistema monetario efectivo (I, 117), «tampoco usan tener libros ni cuadernos do escriban todos sus tratos y negocios, sino es alguna cosa, y en un pedazo de papel. Tampoco usan cambios, ni dar pólizas, libranzas para otros mercaderes de otras partes» (I, 96).21 No obstante, 21. Según Braudel, incluso en las regiones europeas donde el sistema monetario se hallaba más desarrollado no había suficientes monedas para efectuar los pagos y no todos los individuos tenían acceso al dinero, por lo que se puede afirmar que el progreso de la economía monetaria no llegaba a la totalidad de la población (1973: I, 451-453). Sobre los diversos tipos de monedas empleadas en el imperio otomano y la evolución de su sistema monetario, véase Braudel (ibíd.: I, 539-541).

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resulta sorprendente la escasa disposición de Sosa para reconocer que a pesar de su desconocimiento del uso de instrumentos bancarios, los argelinos exhiben una enorme aptitud para la actividad comercial, y también, que para él el atraso de los habitantes de Argel en materia económica se demuestre precisamente en prácticas que son fundamentales para el avance del mercantilismo. La crítica del autor de ciertas costumbres sociales y hábitos culturales que tienen lugar en el territorio argelino deja traslucir los prejuicios que impregnan la mentalidad ibérica del momento, causantes en gran medida del escaso desarrollo económico de la nación en los albores de la modernidad. De esta manera, Sosa explica que los argelinos «son muy grandes usureros, porque si emprestan un escudo antes de responder con uno o dos dineros de ganancia cada día, y pocos son los que no hacen esto» (I, 96). Exhibe así la tradicional condena de los cristianos de la usura, que se conecta en la cultura occidental con los demás elementos que componen una ideología antisemita, al identificarse dicha actividad con los miembros de la comunidad judía. El autor de la Topografía prefiere eludir la evidencia de que las economías menos avanzadas no son precisamente las que se encuentran bajo la sujeción del imperio otomano. En consecuencia, aun considerando las diferencias entre las sociedades de Argel y la de Constantinopla, resulta interesante comparar la crítica negativa que contiene el texto de Antonio de Sosa de la actividad económica desempeñada por los argelinos con los datos que ofrece el autor del Viaje de Turquía sobre el dominio de las técnicas mercantilistas por parte de la población turca. La diferencia entre ambas perspectivas permite entender la ausencia, en la época, de una visión monolítica de la realidad de la sociedad otomana. Mientras Sosa destaca la tendencia a la desidia de la población argelina, compuesta por los habitantes autóctonos, denominados «moros» en la mayoría de los textos, entre los que se incluyen individuos de origen árabe o beréber y los turcos invasores, en el Viaje de Turquía se subraya, por ejemplo, la notable capacidad de trabajo de los representantes de los cargos públicos en Constantinopla. De acuerdo con el autor: «Los eclesiásticos son como acá los fraires, que no juegan; lo que les sobra de tiempo de sus ofiçios escriben [...] leen, estudian. Los que administran la justiçia, si cada día fuesen un año, ternían negoçios que despachar, y no les vaga comer [...]. Pues el

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rey y los baxás, en tan grande imperio bien ternán que despachar sin que les sobre el tiempo para jugar» (456). Sosa condena el interés de la población argelina en dedicarse a los oficios mecánicos por ser incompatibles con la noción de honor que constituye el principal criterio organizador de la sociedad española del momento. El autor informa sobre la afición de los soldados a las labores manuales en tiempos de paz, enumerando la diversidad de aquellos trabajos que desempeñan al poseer las cualificaciones adecuadas: «como entre ellos no hay alguna manera de honra [...] y aquellos tan grandes bríos que suelen con razón los soldados cristianos, reputando la milicia por nobleza, como en efecto lo es, y afrentándose de ser oficial mecánico y soldado juntamente» (Sosa I, 98). Sosa demuestra poca disposición a la hora de comprender que los signos de poder económico y de capital social empleados por la aristocracia española con objeto de defender sus privilegios ni son universales ni contribuyen al desarrollo económico y avance social de una nación. Cabe notar que, en cambio, el autor de Viaje de Turquía valora de forma positiva estos mismos factores, argumentando que en Constantinopla: «La gente toda de guerra se está exerçitando en las armas; vase a la escuela donde se tira el arco y allí procura [...] teniendo ofiçio con qué ganar de comer el rato que no está en la guerra» (456). El reconocimiento del autor del Viaje de Turquía a la gran aportación de los oficios mecánicos al progreso de la sociedad otomana añade, considerando el contraste con la situación de la España del periodo, una dimensión de crítica antinobiliaria al texto, que se corresponde con una defensa general de los valores de la burguesía.22 El autor se detiene en la contribución de la laboriosidad de los renegados a la economía del imperio otomano, ya que son «son buenos artesanos, digo que saben algunos buenos ofiçios y pulidos, como [...]

22. Aunque es difícil definir el origen social de los humanistas, según Rallo Gruss, «eran altos funcionarios o pequeños notarios, maestros o juristas, que se sentían culturalmente acogidos por nobles urbanos y burgueses interesados en reunir libros y personas instruidas» (1979: 25). El diálogo, el género literario empleado con más frecuencia por el escritor humanista, puede ser considerado como el testimonio de una mentalidad burguesa (Ferreras 1985: 3-14). De acuerdo con Francisco Rico, los humanistas dirigen su trabajo a los altos cargos de las universidades y tribunales, además de a los ciudadanos burgueses y profesionales de las letras menores con los que comparten sus ideas (1993: 102).

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algún eminente artillero, o zerrajero, o armero, o médico, o cirujano, o ingeniero» (176).23 Es interesante que en el Viaje de Turquía se valore la aportación del trabajo de los renegados al desarrollo social y económico del imperio otomano, a pesar de que otros autores como Antonio de Sosa se limiten a subrayar el cruel tratamiento que éstos dispensan a los cautivos cristianos, al comportarse con ellos de un modo incluso peor, en ocasiones, que los turcos y moros (II, 94). En general, la figura del renegado resulta incómoda para los cristianos en el momento en que implica un cuestionamiento de la superioridad cristiana y de los valores de la sangre y del linaje como elementos sociales distintivos. Al mismo tiempo, el renegado representa al enemigo que ha sido capaz de renunciar a la fe (Bunes Ibarra 1989: 185-186). Sin embargo, como apunta Bunes Ibarra, la separación entre bautizados y renegados no es tan tajante en muchas ocasiones, ya que aunque es verdad que los renegados resultaban una amenaza para los cristianos, también podían actuar como buenos colaboradores (ibíd.: 199). En los textos muchos renegados contienen en sí mismos el germen del cristianismo, al no haber abandonado completamente su antigua religión, por lo que hacen méritos favoreciendo a los cautivos cristianos para poder utilizar su testimonio y reconciliarse con la Iglesia a su regreso a España.24 Cabe recordar que no existían en Turquía y en el Magreb fronteras infranqueables entre los diversos grupos religiosos y étnicos durante este periodo. Como muestra Francisco López de Gómara en el libro segundo de su Crónica de los corsarios Barbarroja, el propio Carlos V trata de convencer a Barbarroja para que abandone a los otomanos y se pase al bando cristiano (1989: 120), lo que prueba la existencia de pactos que posibilitan el traspaso de cualquier tipo de barrera divisoria existente entre las diversas culturas (Bunes Ibarra 1989: 199). Es importante notar que la mayoría de los escritores desta-

23. Sobre los renegados –según Bunes Ibarra, «el sector humano más desconocido de los habitan el Mediterráneo en estos dos siglos» (1989: 184)–, remito a Bunes Ibarra (ibíd.: 184-199), García-Arenal y Bunes Ibarra (1992: 238-251) y Ohanna (2011: 81-84, 100-117). 24. Véase, por ejemplo, el caso del renegado español arrepentido presentado por Francisco de la Cueva (120) o el ejemplo que ofrece Miguel de Cervantes en la «Historia del cautivo» de la primera parte de Don Quijote (2008: I, 40). Acerca del personaje del renegado en Don Quijote y, en general, las circunstancias en relación con la reinserción de los renegados a su regreso a la península, véase Ohanna (2011: 150-154).

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can como un rasgo positivo la antigua fe cristiana de los renegados, lo que funciona para justificar la valorización positiva que contienen sus obras sobre las actuaciones sociales y habilidades profesionales de los convertidos al Islam. Los renegados aparecen como los artesanos mejor preparados, los soldados más valientes y los mejores guerreros del bando musulmán, contribuyendo al éxito de las campañas militares del enemigo debido a unos conocimientos técnicos superiores que aplican a la construcción de armas de artillería y de navíos de guerra. Los renegados son los mejores estrategas en las batallas y adquieren por sus saberes y destrezas una buena posición social, llegando en algunas ocasiones a ocupar altas posiciones en la administración tanto en el imperio otomano como de los demás reinos de Berbería (ibíd.: 189-193). La alta valoración de los oficios mecánicos en Turquía, según declaran Sosa y el autor del Viaje de Turquía, contrasta con la realidad de la España de la época, en la que impera un desdén generalizado de los trabajos manuales que denota los prejuicios estamentales de un sector de la población. En consonancia con la mentalidad aristocrática que determina la actuación social y las convicciones de muchos españoles del periodo, Sosa se muestra en desacuerdo con la indiferencia de los argelinos hacia el linaje que ha sido sustituido por la noción de riqueza. De modo lamentable para el cronista, la posesión de capital se presenta como el principal criterio conformador de las jerarquías sociales en un área situada bajo el control otomano. Según el autor de Topografía, «entre ellos no hay preeminencia de honra ni preciarse uno más que otro de ser hijo de turco o de renegado, o de moro, o de judío, o de cristiano [...] tan bueno es Pedro como su amo, y no vale ninguno más de lo que tiene [...] De aquí colija cada uno, que, no habiendo honra, ¿qué virtud puede haber?» (I, 167). Mediante su falta de aquiescencia con la importancia concedida por los ciudadanos argelinos a los conceptos del mérito, del dinero y de la movilidad social, Sosa presenta una reacción negativa ante la emergencia de un nuevo orden económico en ambos lados del estrecho de Gibraltar. Por el contrario, el autor del Viaje de Turquía defiende aquellos valores desarrollados por el pujante sector de la burguesía que colaboran en Turquía con el avance social de una próspera clase media formada por artesanos y mercaderes en el contexto de una economía urbana de tipo mercantil. Como se observa en la descripción del Gran

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Bazar de Constantinopla, el impacto de los ideales burgueses ha dejado su impronta en el plano urbanístico de la ciudad, lo que constituye uno de los aspectos de la experiencia turca mejor valorados en el Viaje de Turquía. La distribución exacta de las diversas localizaciones en el bazar muestra el valor semiótico de la topografía urbana durante este momento histórico. En la descripción del magnífico bazar de Constantinopla se observa una insistencia por parte del autor en destacar la grandiosidad del local, lo que demuestra un profundo entendimiento de la importancia del orden mercantil para la prosperidad y bienestar de los ciudadanos del Estado moderno.25 Al notar la centralidad del emplazamiento del bazar en la ciudad, en el texto se subraya la enorme contribución del comercio al avance económico del imperio otomano. En su descripción del mercado, el autor del Viaje de Turquía hace hincapié en la perfecta organización de su diseño arquitectónico, mediante la que se expresa la eficiencia de un nuevo orden económico que se ha establecido en Turquía con menos dificultades que en España. En su interior, de acuerdo con el autor, «toda las cosas tienen un orden donde las hay: Taucbazar, donde se venden las gallinas; Balucbazar, la pescadería; Coinbazar, donde se venden los carneros» (495). Se debe añadir que el texto del Viaje de Turquía incluye una larga enumeración de la abundancia de artículos de lujo expuestos para la venta en el bazar: Las joyas y las riquezas que allí dentro hay ¿quién lo podrá dezir? Tiendas muchas de pedrería fina veréis, que a fe de buen christiano las podréis medir a zelemines y aun a hanegas. Hilo de oro y cosas dello labradas, vale muy varato. Aquella joyería que véis en la plaza de Medina del Campo verlo heis todo en una sola tienda. Platería mejor y más caudalosa que la de nuestra corte [...]. En fin no sé qué os dezir, sino que es todo oro y plata y seda y más seda [...]. Cosa de paños y telas y armería, y espeçiería, se vende en las otras quatro calles (Viaje de Turquía 494).

Se informa también sobre lo módico de los precios de los productos de alta calidad que se pueden adquirir en el Gran Bazar, así como la superioridad de la oferta en comparación con la moderada cantidad de bienes de consumo, sobre todo de fabricación local, a la venta en los 25. Sobre el Gran Bazar de Constantinopla, remito a Braudel (1973: I, 313).

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mercados peninsulares. En España, la demanda de productos de lujo por los miembros de la nobleza y su escasa disposición para colaborar en el fomento de la industria y el comercio hacen que deban ser importados, lo que acarrea consecuencias negativas para la balanza de pagos (Elliott 1982: 208-212). La afluencia masiva de metales preciosos de las Américas permite a los ciudadanos españoles consumir en exceso artículos suntuarios procedentes del extranjero, lo que provoca una falta de interés en la inversión en la industria local (ibíd.: 208212). La crisis económica que afecta a la nación en este periodo histórico se agrava por el alza en los precios como consecuencia de la profusión de metales del Nuevo Mundo y las epidemias de 1596 y 1599, tal como explica Hamilton, además de por la práctica de la compra de censos y juros extendida entre los miembros del estamento nobiliario.26 No resulta sorprendente que unas décadas más tarde autores como Pedro de Valencia y Caixa de Leruela señalen la improductividad de los miembros de la aristocracia terrateniente, cuya principal manifestación es la compra de censos (Viñas Mey 1941: 42). Esta circunstancia es considerada una de las principales causas de la tendencia a la ociosidad que caracterizaba a la nobleza y de la pobreza que aquejaba a grandes sectores de la población española de la época. La compra de censos y juros no hace sino fomentar la difusión por parte de la cultura dominante de la mentalidad del arrendador, uno de los factores más desfavorables de la economía del periodo, de acuerdo con Carroll Johnson (2000: 18). El Viaje de Turquía deja traslucir una crítica de la incapacidad de las élites españolas para fomentar la manufacturación y comercialización en el interior de la nación de una mercancía de calidad comparable a la que se encuentran en el Gran Bazar de Constantinopla. En consecuencia, en el Viaje de Turquía se destaca la ubicación del gran mercado de Constantinopla en los cimientos de la capital del imperio otomano, lo que contribuye a un reconocimiento por parte del autor de la contribución del sector mercantil de filiación burguesa

26. Hamilton apunta que el precio de la fanega de trigo se multiplica por seis en cuatro años, de 204 maravedíes en 1602 a 1301 en 1605, lo que coincide con una reducción de los salarios de los trabajadores agrícolas de 12 % entre 1551 y 1600 (citado en C. B. Johnson 2000: 18). Sobre las epidemias a finales del siglo XVI y su desastroso efecto en la economía española, véase Bennassar (1969).

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al desarrollo económico de la nación. En la descripción se recalca una organización perfecta que, mediante la atención a un orden lógico preciso, señala una función primordial en la centralización de la actividad comercial llevada a cabo en la capital del imperio. Mediante la referencia a los múltiples productos que se venden en el bazar se sugieren unas prácticas de consumo acordes con los hábitos burgueses que el principal interlocutor del Viaje de Turquía valora especialmente durante su estancia en Turquía. Los cuantiosos ejemplos de la cultura material turca que nos proporciona la visión del mercado complementan la descripción del entorno doméstico a cuya constitución dichos productos van destinados, tal como se observará en la tercera parte de este trabajo. También Francisco de la Cueva se muestra consciente en Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén de la condición del mercado de la ciudad de Tremecén como núcleo económico de la región. El autor subraya el gran tamaño de la «alcaycería» y sus «lindas tiendas y muchas» (107), y ofrece una detallada descripción de las diferentes secciones en las que se divide el mercado de Tremecén que es comparado con el de la ciudad de Granada: Es ciudad de mucho trato, porque todos los moros del reino venían aquí una vez en la semana con sus mercadurías y negocios. Tiene la platería por sí, en que hay bien 150 tiendas. Hay dos barrios de especiería, en que habrá más de 250 tiendas; y otras muchas, y estas son sin número, dónde venden las cosas de bastimentos; pues las tiendas de los zapateros, borceguineros, silleros y boticarios, por cierto que yo las quise contar y no pude (Cueva 107).

La eficiencia y buen funcionamiento de los mercados norteafricanos causan que Antonio de Sosa –un autor tan crítico con las circunstancias socio-económicas que contribuyen en el imperio otomano al desarrollo tanto del capitalismo como de la burguesía, como son la movilidad social, la acumulación de capital y el cultivo de los oficios mecánicos, incompatibles con los criterios señoriales del honor y el linaje– no oculte su admiración hacia la posición de Argel de centro comercial de la región. Sosa ofrece una detallada información sobre todos los bienes de consumo que originarios del continente se venden

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a los mercaderes de Occidente.27 El autor dedica un capítulo del primer volumen de su Topografía a describir las actividades mercantiles de los comerciantes argelinos, sean éstos judíos, moros, turcos o renegados (I, 93). Sosa brinda al lector enumeraciones completas de las típicas mercancías que se intercambian en los mercados de la ciudad, que, por ejemplo, «son las que hay en Berbería, que cae a la parte de Argel, como trigo, cebada, arroz, vacas, bueyes, camellos, carneros, lanas, aceite, manteca, miel, pasa, higos, dátiles, seda; en cueros y cera no pueden tratar sino los que arriendan este trato al Rey para poder comprar estas dos cosas a los moros y venderlas a los cristianos» (ibíd.). Sosa aclara la doble condición de Argel como centro comercial del Magreb e intermediario entre el mercado africano y el europeo, a cuyo puerto acude la mayor cantidad de naves cristianas de toda la costa de Berbería (I, 94). El autor de Topografía propone una lista exhaustiva de las importaciones que llegan a la ciudad de Argel procedentes de barcos venidos de Inglaterra, España, Francia, la península itálica, Turquía y otros puertos norteafricanos, tales como Alejandría, Trípoli, Tremecén, Fez y Djerba, así como de algunos de los productos que se envían a estas áreas (I, 94-95).28 Asimismo, incluye referencias al modo en el que los mercaderes de la ciudad argelina revenden a los cristianos los bienes expoliados de los barcos europeos atacados por los corsarios (I, 95). En definitiva, Sosa se esfuerza en ofrecer una visión completa de la rentabilidad económica que aportaría a la Corona española la posesión de la ciudad. Tanto el autor del Viaje de Turquía como Antonio de Sosa reflejan en sus obras una apreciación de la condición de Constantinopla y de 27. Respecto a las actividades comerciales realizadas en la ciudad de Argel, véase Braudel (1973: I, 315). 28. Sosa informa sobre los «bajeles que vienen de Inglaterra traen mucho hierro, plomo, estaño, cobre, peltre, polvora y paños de toda suerte. Los de España, especialmente de Valencia o Cataluña, aljófar o perlas, olores, aguas destiladas, aceites adobados, olorosos, granas, barretes colorados, frazadas teñidas de grana, sal, vino y mucho escudo de oro y reales de a cuatro y a ocho, que es la más principal mercadería y de más ganancia. De Marsella y otros lugares de Francia, toda suerte de mercadería como colonias para velas, hierro, acero, clavazón, salitre, pólvora, alumbre, azufre, pez, aceite si en Barbaria falta [...] de Génova y Nápoles y Sicilia llevan mucha tela de suelta de todo color, muchos terciopelos, damascos, rasos y tafetanes de toda clase. De Venecia, calderas, calderones, paños, damascos, cajas, arcas, vidrios, panes de jabón blanco y otra cosas» (94).

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Argel como lugares en los que se lleva a cabo la suerte de actividades comerciales que hace de la sociedad otomana una de las más prósperas del Mediterráneo. Es necesario entender que bajo el reinado de Solimán, el imperio otomano no sólo constituía un poder cultural e intelectual, sino que Constantinopla era el núcleo principal de un mercado de productos de lujo de la más alta calidad, al que acudían comerciantes occidentales ansiosos de satisfacer a sus ricos clientes europeos. En este mercado se vendían sedas, joyas, alfombras y objetos de orfebrería manufacturados en los talleres locales, además de porcelanas, tintes y especias importadas de India y de China (Jardine y Brotton 2000: 58). A pesar de que la retórica oficial en Occidente incide en la hostilidad contra los turcos y en la guerra contra el infiel, la mayor parte de los países del continente mantenía excelentes relaciones comerciales con el imperio otomano, en cuya capital, venecianos, genoveses y franceses disfrutaban de privilegios especiales a cambio de pagos anuales a los administradores de Solimán (ibíd.). La representación en estos textos de las ciudades de Constantinopla y Argel como centros comerciales del mundo musulmán refleja la realidad histórica de las urbes mediterráneas cuya naturaleza transnacional y transcultural cuestiona la polaridad Oriente/Occidente, Islam/Cristiandad, defendida por Said. En los discursos sobre Turquía y el Magreb, las ciudades islámicas de Argel y Constantinopla se representan como más avanzadas que muchas otras ciudades europeas y, concretamente, españolas, al hacer del mercantilismo y de su principal instrumento, el capital, los motores de su desarrollo económico y social. Los autores nos aportan información sobre el papel fundamental del dinero para la construcción de los mercados urbanos que ocupan una posición prominente en el diseño de la ciudad, funcionando para integrar, unificar y nivelar la multiplicidad de individuos procedentes de una gran diversidad de comunidades, nacionalidades y grupos étnicos que la habitan (Harvey 1985: 11). De acuerdo con David Harvey, tanto el intercambio de bienes y de servicios como la creación de una economía monetaria cooperan en la eliminación de la cualidad absoluta de cada lugar que es remplazada por la definición relativa y contingente del espacio de acuerdo con los diversos modos en que el dinero circula a través de toda la superficie del globo (ibíd.). El resultado, en el caso de las ciudades europeas a las que Harvey se refiere, es un nuevo concepto de lo social basado en la erradicación de las divisiones tradicionales estable-

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cidas según la conexión de los individuos con la aristocracia, la Iglesia o la Corona (ibíd.: 13). En la representación textual de los mercados islámicos de Constantinopla y Argel se observa que mercaderes de distintas comunidades y continentes realizan sus actividades en un espacio del que toman posesión arrebatándoselo momentáneamente al Estado otomano. En los discursos, el espacio del mercado de ambas ciudades exhibe el efecto de la economía monetaria, que se relaciona con una tensión permanente entre la «apropiación» de las localizaciones urbanas que son usadas con propósitos sociales y económicos y la «dominación» de estos espacios a través de la propiedad privada, el Estado y otras formas de poder social (Lefebvre 1974: 385). Al igual que las europeas, las urbes del mundo islámico se perciben como inscritas en un continuo proceso de crecimiento orgánico de acuerdo con el nuevo poder igualitario y homogeneizador del capital (Simmel 1978: 270-391; 433). El autor del Viaje de Turquía destaca la perfecta armonía en la que conviven las diversas comunidades étnicas de la ciudad de Constantinopla, reflejada en su planta urbanística y en la diversidad de su arquitectura religiosa.29 Como nos explica Urdemalas en el centro comercial más importante del imperio otomano y uno de los más activos del Mediterráneo se hallan unas «quatro mill casas, en la qual viven todos los mercaderes venetianos y florentines, que serán mill casas; hay tres monasterios de fraires de la Iglesia nuestra latina, Sant Françisco, Sant Pedro y Sant Benito» (486). Esta observación se complementa con la información que ofrece el texto sobre el papel crucial desempeñado por los sefarditas en el progreso económico del imperio otomano, dejando entrever cierto grado de censura por parte del autor del Viaje de Turquía hacia la expulsión de los judíos en 1492 decretada por los Reyes Católicos. Tal como muestra el texto, los sefarditas fueron, por ejemplo, los encargados de enseñar las nuevas técnicas de artillería a los soldados turcos, «el tirar d’escopetas, y de hazer de fuertes y trincheras y todos quantos ardides y cautelas hay en la guerra» (428).

29. Además de Constantinopla, muchas otras ciudades mediterráneas se comportaban como centros de acogida de inmigrantes venidos de todos los puntos de Europa y del Islam (Braudel 1973: I, 334-338). Por ejemplo, Argel recibe grandes oleadas de inmigrantes, que podían ser cristianos, cautivos, renegados o moriscos andaluces y aragoneses, entre los peninsulares (ibíd.: I, 335).

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También Diego de Torres comenta en su Relación acerca de la presencia de «los judíos son de los que echaron de España» (93) en Marrakech y Tarundante. Torres señala el modo en que los judíos sefarditas aprovechan su residencia en dichas ciudades para negociar con comerciantes cristianos y musulmanes, debido al carácter multicultural y a la tolerancia religiosa que impera en los centros urbanos islámicos. Torres hace hincapié en la importante contribución de estos judíos de origen español a la consolidación del orden mercantil en la región, debido a que Son mui provechosos porque andan por aquellas tierras con mercaderías y pagan grandes y excesivas garramas. Con todo son muy abatidos y perseguidos por los Moros particularmente de los muchachos que son traviesísimos por estremo. Ai muchas alcaicerías y calles con tiendas donde venden los moros y Iudíos todas suertes de mercaderías de la tierra y las que van de fuera (Torres 93).

Torres añade una referencia específica a los mercaderes cristianos que tienen instalada su propia aduana en la plaza principal de la ciudad en la que «están todos juntos y tienen sus mercaderías» (93). El autor de la Relación describe las instalaciones físicas en las que los cristianos intercambian sus productos con los comerciantes locales, los modos de transporte empleados cada jueves, día de mercado, y se refiere al sistema monetario del reino (93-94). Entre los productos que se venden y compran se encuentran «trigo, cevada, ganados, lana, sal, leña, cera, miel, corambre, cobre, hierro, aves, caça, frutas verdes y secas, todas suerte de legumbres y otras muchas cosas que ay en aquel Reino en gran abundancia y baratas» (93-94). Diego de Torres no sólo hace hincapié en el potencial económico del Magreb, dada la riqueza en materias primas que posee su suelo y la calidad de los productos dispuestos a la venta, sino también en la capacidad del espacio en el que se localiza el mercado para lograr que se erradiquen en su interior las divisiones sociales, culturales y religiosas tradicionales. Según Torres, a la vecina localidad de Turunco acudían «muchos Cristianos Ginoveses y de otras naciones que avian ido a ella con seguro de los Xarifes a contratar sus mercaderías» (85). En su descripción de Tarundante, Torres menciona el hecho de que individuos representantes de las tres religiones del libro conviven sin problemas intercambian-

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do y negociando en los bien provistos mercados de la ciudad (216). En dicha ciudad los cristianos poseen su propia aduana, cuyo edificio fue convertido en el Palacio Real de los Jarifes cuando éstos tomaron la ciudad (216). Dicho complejo aduanero, de acuerdo con Torres, tiene un Moro portero que la sierra de noche y abre por la mañana. Tiene Carnicerías donde se vende todo género de carnes; es abastada de todas suertes de caça y de pescados de mar y ríos. Hácese un Zoco junto a la ciudad el Iueves donde concurren todos los de aquel Reino a vender y comprar sus mercaderías y cosas de comer que tienen entre sí, que son trigo, cevada, ganados, lana, colambre, sal, cobre, hierro y otras muchas cosas de este jaez. Valían en mi tiempo estas cosas baratas (Torre 216).

Su descripción contiene una detallada lista de la variedad de los productos que se venden, algunos de lujo y muy valorados en los mercados europeos, lo que justifica la presencia de mercaderes occidentales en la ciudad de Tarudante. La variada oferta de bienes de consumo de lujo incluye, por ejemplo, la «pluma de Abestruces», el «ámbar», el «açúcar», así como otros más corrientes pero todavía muy apreciados en Occidente, como son el «azeyte de olivos», la «uva [...] y todo género de legumbres y frutas verdes y secas» (216). También Suárez Montañés destaca la enorme profusión de bienes y productos que se ponen a la venta en los mercados de Orán provenientes de los mercaderes de la región. Además de la gran cantidad de grano, Traen a vender, asimismo, los moros manadas de carneros y vacas para matar, miel, manteca, cera, pasa, higo, dátiles, aceite, jabón, garbanzos, habas, almendras, nueces, azufaifas, gallinas, capones, perdices, liebres, espárragos, caracoles y otros muchos bastimentos de comer y mercaderías, negros, corambre por curtir y curtida, baquetas y tafiletes que llaman colorados, y [a]naranjados, lino, lana, lienzos, albornoces, alquileces, alfombras, tapetes, alcatifas, [y] halcones de cinco suertes: xirafaltes, neblíes, sacres, alfaneques y tagarotes. Traen a vender, asimismo, todos aderezos de caballería a la jineta, que se labra en la ciudad de Tremecén más aventajadamente que en toda África, y otras muchas cosas que serían prolijas de referir aquí (Suárez Montañés 123).30

30. En relación con la economía y el comercio de Orán bajo el gobierno de España, véase Sánchez Doncel (1991: 403-406).

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Sin embargo, se debe tener en cuenta que a diferencia de Constantinopla, la primacía de la actividad comercial en el Magreb que, en el caso de Argel, progresa de forma paralela a la piratería haciendo difícil su distinción, coincide con la ausencia de un desarrollo industrial en la región. En consecuencia, los cronistas reflejan en su obra la circunstancia de que el norte de África se convierte en un mero abastecedor de materias primas y productos artesanales de bajo coste, tales como objetos de cuero y de lana, que se intercambian por otros fabricados en Europa. Desde el final de la Edad Media, el comercio magrebí se halla dominado por europeos que comercian bajo el control del diwân, un tipo de oficina de aduanas. El alto grado de control ejercido por las autoridades norteafricanas en las prácticas comerciales y la enorme concentración de la actividad mercantil en los principales puertos causan, a pesar del gran peso específico de la misma, el atraso económico del Magreb y su dependencia de Europa durante todo el periodo premoderno (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992: 24-30). En definitiva, tal como se ha visto a lo largo de este capítulo, cronistas como Luis del Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres y Suárez Montañés, entre otros, dejan constancia en sus discursos sobre el norte de África del gran potencial de la región para convertirse en la principal fuente de suministro de materias primas, entre las que se incluyen elementos básicos de la alimentación peninsular, tales como el trigo, cuya explotación es insuficiente para satisfacer la creciente demanda de la población peninsular, dada la crisis agrícola en España. La visión del campo norteafricano como una versión mejorada del paisaje mediterráneo europeo contrasta con la imagen que ofrecen los textos sobre el atraso tecnológico y la escasa dedicación al trabajo de los habitantes norteafricanos. Es precisamente la inhabilidad de los pobladores magrebíes para cultivar de un modo racional una tierra de por sí fértil uno de los principales argumentos a favor de la intervención de los españoles, más capacitados para el aprovechamiento de los cuantiosos recursos materiales de la región. Además de la atención a los productos agrícolas y materias primas del rico suelo norteafricano, los autores ofrecen datos sobre los mercados del imperio otomano. La actividad comercial llevada a cabo en Turquía y en el Magreb favorece la aparición de nuevas poblaciones, facilitando la formación de una sociedad caracterizada por la diversidad en la que se hace difícil el mantenimiento de las antiguas divisiones y

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jerarquías. En la misma línea Antonio de Sosa y el autor del Viaje de Turquía –con su detallada descripción del bazar de Constantinopla, uno de los centros más importantes del comercio tanto de Oriente como de Occidente– brindan datos sobre la importancia de la actividad comercial en la sociedad del imperio otomano y la relevancia de su función en el desarrollo del mercantilismo y en la emergencia de la burguesía como clase social consolidada. Con admiración, tal como se manifiesta el autor del Viaje de Turquía, o en su contra, como es el caso de Sosa, los cronistas dan cuenta de hábitos y actitudes progresistas entre los integrantes de la sociedad otomana, que aplicadas a la española serían capaz de propiciar el género de avances, transformaciones y cambios necesarios para el afianzamiento en España del orden mercantil y de una dinámica clase burguesa.

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NORTE DE

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COMO VÍA

DE ACCESO A LOS PRINCIPALES BIENES ECONÓMICOS DEL CONTINENTE : CABALLOS , ORO Y ESCLAVOS

En el libro segundo de la primera parte de la Descripción general de África dedicado a la historia de las dinastías musulmanas, Mármol Carvajal explica que en el año 748 cuando, en contra de los deseos de los habitantes de Siria que reconocían a Hexen, los pobladores de Egipto y de Arabia eligieron a Marúan II como califa de Damasco y firmaron una tregua con el emperador Constantino mediante la que se garantizaba su protección, «offreciendo le cada año trezientos mil pesos de oro, y trezientos cauallos, y trezientos esclavos de tributo» (92r). Lo detallado de la información referida por Mármol Carvajal en cuanto al contenido del tributo que los árabes brindaban al emperador de Bizancio permite constatar el entendimiento por parte del sujeto renacentista del valor fundamental de los bienes de consumo procedentes del continente africano. En general, los cronistas destacan el papel relevante del Magreb como intermediario en el comercio realizado entre Europa y el África negra. Los discursos ofrecen datos sobre el control del tráfico de oro ejercido por los habitantes de la región desde Sudán hacia Europa y Oriente Medio. Asimismo, los cronistas brindan información acerca del comercio de valiosos bienes de consumo procedentes del interior del continente en alta demanda en los principales mercados occidentales, tales como especias, marfil y, lamentablemente, esclavos, que eran intercambiados por sal, hierro, armamento y tejidos como el lino y el algodón (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992: 29). En cuanto a los bienes originarios del mundo árabe, los caballos eran unos de los procedentes del Oriente Próximo y del norte de África que más se apreciaban en Europa, inscribiéndo149

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se en su representación en la cultura española de la época de una carga simbólica que debe ser comentada. En los textos se sugiere la noción de que la conquista militar de los territorios norteafricanos podría otorgar a los españoles la oportunidad de ejercer un control sobre las principales rutas y mercados en los que se intercambian estos bienes, cuya posesión y venta aportaría inmensos beneficios a la Corona. Además del oro africano y de los esclavos de raza negra, los caballos árabes eran los bienes de consumo del Magreb más valorados por los europeos. No resulta sorprendente que las regiones menos habitadas del mundo islámico fueran protegidas del avance cristiano mediante la fuerza de la caballería, objeto de envidia y admiración en Occidente (Braudel 1973: I, 401).1 En el norte de África los traficantes de esclavos consideraban durante los siglos XVI y XVII a los caballos como uno de los principales activos, dado que les permitían moverse rápidamente entre las poblaciones y eran intercambiados por seres humanos (Austen 2010: 32). También las armaduras y las espadas eran productos importados que se utilizaban como objetos de trueque en el mercado de esclavos. Resulta deplorable que los precios de los esclavos en las fronteras saharianas fueran referidos con frecuencia en términos del valor de los caballos en el mercado. Entre diez y treinta seres humanos constituían la cantidad requerida a menudo para la compra de un caballo árabe. En general, la calidad y el prestigio del animal eran reconocidos por cronistas como Diego de Torres, que apunta la posesión de muy buenos ejemplares por parte de los habitantes de la ciudad de Marruecos. Según Torres, los marroquíes «tienen muchos y mui buenos cavallos que crían entre sí, y son ligeros» (95). También Mármol Carvajal informa al lector sobre la abundancia y calidad del ganado caballar magrebí, llegando a distinguir entre las varias razas existentes. El autor de la Descripción general se desvía considerablemente de la fuente principal constituida por el texto de León el Africano, al recalcar el valor económico de algunas de ellas, tal como la del ejemplar árabe, que no sólo es «extrañamente ligero» sino que «es apreciado en mil ducados de oro, o en cien camellos, aunque hay pocos dellos en Berbería» (23v-24r). De este modo, el autor no

1. Acerca de la importancia del caballo en la conquista árabe del norte de África y en la formación de los imperios de Sudán, véase Austen (2010: 70-73).

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olvida mencionar que la escasez de caballos de esta raza determina su alta cotización, lo que revela un dato real de la economía de la época, en la que el ganado equino constituye uno de los bienes más pujantes de la escena mercantil a ambos lados del Mediterráneo. Como sostienen Jardine y Brotton, el caballo pertenece a la categoría de objetos de consumo de lujo más apreciados durante el Renacimiento y su comercio se realiza en rutas que traspasan las barreras geográficas e intelectuales de Occidente (2000: 132). Por lo tanto, además de un entendimiento del valor económico del caballo se debe tener en cuenta la función de la representación del animal en la cultura del periodo. En general, tal como afirma Graham, la imagen cultural del caballo debe ser analizada en términos de su capacidad para codificar nociones de género, raza y poder en un preciso entorno histórico, social y cultural (2004: 116-117). La posición central del caballo en el sistema de vida preindustrial y su importancia en la formación de la identidad cultural europea nos obliga a considerar la fuerte carga semiótica con la que se relaciona su imagen, al constituir una marca esencial de poder político y social durante el Renacimiento. El valor simbólico de la representación del caballo es evidente en el marco de la tradición clásica de imaginería ecuestre cultivada en esta época. No en vano la cría caballar representa una actividad de recreo compartida por los miembros de la élite política tanto en Europa como en Asia. El caballo constituye el regalo más frecuentemente intercambiado por los jefes de Estado en las dos orillas del Mediterráneo. Estos aspectos demuestran el fuerte contenido semántico de poder y prestigio tanto «real» como de la propia representación que conlleva en la época la imagen del caballo (Jardine y Brotton 2000: 139-144). Dicha imagen entrañaba en la cultura del Renacimiento un cúmulo considerable de asociaciones con Oriente que se han perdido en la actualidad. Desde la Antigüedad, los testimonios de mercaderes y de viajeros europeos que, como el propio Marco Polo, habían visitado Asia incluían alabanzas a las virtudes de los caballos que allí encontraban, así como detalladas referencias a su número y a la sofisticación de la trata de ganado equino en el este (ibíd.: 145, 207). Los datos en torno a la cría y el comercio caballar de este periodo confirman la idea de que el acceso a un gran número de ejemplares de raza purasangre era considerado como un índice del poder militar, político y comercial de un Estado. El monopolio del comercio de la ganadería caballar constituía el centro de una

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competencia entre naciones y grupos étnicos tanto en Oriente como en Occidente (ibíd.: 145-184). Los esfuerzos de los españoles por producir su propia raza equina, representada por el caballo andaluz, dan fe de su interés en participar en dicha competición. Aun más importante, la nueva variedad de ganado caballar simboliza su éxito a la hora de dominar mediante la mezcla con un ejemplar autóctono la sangre caliente del purasangre árabe (Jardine y Brotton 2000: 178-181). En el texto de Mármol Carvajal, las alusiones a las excelencias de la ganadería caballar norteafricana y las repetidas menciones al número exacto de estos animales en poder de las distintas tribus y poblaciones que se describen facilitan una llamada de atención a las ventajas materiales y políticas que, derivadas del monopolio de su comercio, se asocian con la posible dominación española en el Magreb.2 El destacado protagonismo que cobra el caballo en la Descripción general de África de Mármol Carvajal se relaciona con una realidad histórica marcada por la existencia de un lucrativo mercado de ganado equino, por lo que su potencial económico constituye uno de los incentivos que justificaría, según el autor, la presencia española en el continente.3 Además de las cuantiosas ganancias que, relacionadas con la adquisición de caballos purasangre, se derivan de la intervención en el Magreb, debemos considerar la importancia de los mismos en el mantenimiento en España de la prestigiosa raza de caballos andaluces. Durante el Renacimiento los aristócratas europeos se distinguían por su entusiasmada entrega a la cría de ganado equino, lo que motiva que, según Jardine y Brotton, necesite ser contemplada en relación con los fuertes ideales de «pureza de sangre» sostenidos en el periodo (2000: 169). Por consiguiente, cabe tener en cuenta las implicaciones simbólicas de la utilización de los purasangres árabes por parte de los españoles en la configuración de una raza de caballos única en el mundo. La cría del conocido caballo andaluz, cuyo pedigrí resultaba precisamente del cruce entre la raza caballar árabe y la andaluza, ocurre en un

2. Sobre el número de caballos que posee cada tribu y otras referencias a las caballerías, véase Mármol Carvajal (Descripción 10v, 19v, 37r, 37v, 38r). 3. Recuérdese tanto la importancia del caballo en las batallas como el valor simbólico del regalo de este animal en el Poema del Mio Cid. Sobre estos aspectos, véanse Miranda (2003: 271-290), y Walter y Pavlovic (1991: 76-83).

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periodo histórico caracterizado por una obsesión nacional por el concepto de «pureza de sangre» según el que cualquier vestigio de ascendencia semítica en el individuo era considerado suficiente como para contaminar todo su linaje.4 Sin embargo, resulta irónico que la importancia que cobra en la sociedad española la «pureza de sangre» no impida que la excelente reputación adquirida por todo el globo por los caballos andaluces sea debido a un noble pedigrí que paradójicamente surge de su propia naturaleza híbrida. De este modo, la raza caballar desarrollada en Andalucía pronto pasa a simbolizar el carácter único y distintivo de una cultura nacional cuyas manifestaciones más prestigiosas emanan precisamente de la mezcla perfecta entre las tradiciones castellanas y musulmanas. La raza andaluza de ganado equino funciona como una sinécdoque de la brillante y original cultura española que emerge como única durante la temprana Edad Moderna precisamente al ser procedente de una mezcla equilibrada de estilos. Debido a que la caballería de cualquier país europeo podría parecer torpe y lenta en comparación con la que montan los jinetes musulmanes, tal como manifiesta Braudel (1973: I, 401-402), la creación en la recientemente unificada nación española de un tipo de ganado equino autóctono capaz de competir en calidad con el valorado ejemplar de la raza árabe constituyó un inmediato motivo de orgullo patrio. Por lo tanto, más importantes que las consideraciones económicas resultan las implicaciones simbólicas de la creación de la prestigiosa raza caballar. En este sentido, se debe calibrar el modo en que su representación expresa a la perfección el valor del conjunto de productos culturales de una nación que ha sido capaz de dominar el Islam, «domando» y «domesticando» a un «otro» infiel y las manifestaciones más características de su civilización. Es interesante que en el famoso cuadro titulado Carlos V en la batalla de Mühlberg, Tiziano retrate al emperador montado en un caballo andaluz claramente identificable que constituye un 4. Los caballos españoles, entiéndase los pertenecientes a la raza andaluza, eran famosos en toda Europa, tal como nota Fuchs, para la que en la definición de la OED de «jennet», «the sense has migrated form the rider to his mount», puesto que el caballo español es «often paired with the Barbary horse, or barb» (2009: 164). La «racialización» de ambos, el caballo y el jinete, es evidente en la escena de Othelo 1.1, en la que Yago advierte a Brabantio que «you’ll have coursers for cousins and gennets for germans» (citado en ibíd.: 164).

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ejemplar altamente codiciado al pertenecer al tipo de raza caballar que surge del cruce entre la raza y la europea (Jardine y Brotton 2000: 178). En varios documentos de la época se destaca el hecho de que la montura de Carlos V en el retrato de Tiziano es un caballo castaño que había sido presentado al emperador por el señor de Ri, caballero de la orden del Toisón de Oro (ibíd.: 180-181). En una exploración reciente del cuadro efectuada con rayos X revela que la pose del jinete y del caballo ha sido significativamente alterada y que el arrepentimiento de Tiziano encubre una representación original que muestra la cabeza de un soldado enemigo golpeado por las patas del animal. Aunque esta imagen pictórica desaparece de la obra y dado que el protestante derrotado por las tropas capitaneadas por Carlos V en nombre de la Santa Iglesia se ha convertido en el equivalente al infiel en la iconografía cristiana, el retrato retiene su valor de símbolo del imperialismo español (ibíd.: 181). Bajo el caballo andaluz, que representa, como mantienen Jardine y Brotton, el hecho que «the hot blood of the Arab horse has been tamed and controlled by and intermingling of indigenous Spanish blood» (ibíd.), se hallan las aspiraciones hegemónicas de la Europa protestante y el Islam.5 La valoración de la creación de una raza caballar única ayuda a prestigiar la naturaleza híbrida de la cultura española de la temprana Edad Moderna. De este modo, la importancia concedida en los textos a los caballos árabes interviene en una estrategia general dirigida a destacar el dominio y la sujeción de un «otro» musulmán por las tropas imperiales, tanto en la península, tal como se apreció en la victoria de las Alpujarras en 1571, como en el Mediterráneo. La visión de África como centro de suministro de recursos naturales es evidente en la mayoría de los textos, no sólo en lo que se refiere a los caballos árabes criados en el Magreb sino al preciado metal del oro procedente de las regiones subsaharianas, que representa la base del sistema monetario de la época hasta que es sustituido por la plata a mediados del siglo XVI.6 El oro constituía el bien más importante del 5. El cuadro de Tiziano representa a Carlos V cruzando el Elba, posible referencia al César atravesando el Rubicón, de acuerdo con algunos críticos; véase, al respecto, Checa (1998: 40-46). En una medalla conmemorativa de la victoria del emperador en Túnez, Carlos V es representado con un pie sobre un desmayado prisionero turco, que recuerda a la figura de Barbarroja (Jardine y Brotton 2000: 214). 6. Hasta la segunda mitad del siglo XVI todos los pagos eran preferentemente efectuados en monedas de oro; desde aproximadamente 1550 hasta 1650, aunque la plata se

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comercio a través del Sahara hasta el siglo XV, en el que los europeos iniciaron la exportación del metal por las rutas marítimas del Atlántico. Desde el siglo X, o quizás mucho tiempo antes, hasta mediados del XVI, el oro que circulaba por el mundo mediterráneo provenía de Sudán.7 A partir del siglo XIV, el oro sudanés se convirtió en la base de la prosperidad del norte de África, haciendo de esta área un lugar codiciado por los europeos que se asientan durante los siglos siguientes en Ceuta, Tánger, Fez, Orán, Tremecén, Bujía, Constantina, Túnez y Argel. La ausencia de cohesión política en el Magreb y la dificultad del acceso al interior del continente explican que la región norteafricana es percibida en Europa como la zona más conveniente de ser conquistada. Una invasión y posterior anexión del territorio garantizaría a una fuerza extranjera un control absoluto del tráfico de oro proveniente del África subsahariana. Como explica Braudel, durante los siglos XVI y XVII, el Mediterráneo operaba como una máquina en la acumulación de metales preciosos, de los que nunca había suficiente a pesar de las novedades en cuanto a territorios y rutas comerciales (1973: I, 464). En el momento en que los europeos llegaron a la costa africana atlántica, la principal fuente de oro transportado en las rutas a través del Sahara cambia desde Senegal y Malí hasta la ribera del río Volta. Este hecho incide en la decisión de los portugueses de establecer su primer yacimiento permanente cerca de la desembocadura del río Volta, el de São Jorge da Mina, en una región denominada por los ingleses como la «Gold Coast», que se corresponde con el actual país de Ghana (Austen 2010: 44). La fundación de esta mina permite a los portugueses obtener un monopolio del comercio en África occidental. En el siglo XVI los portugueses, que intercambian tejidos y metales por oro, esclavos, marfil y especias e incorporan bienes procedentes del África subsahariana a la economía de la Europa atlántica, envían desde la mina una media de doce naves al año, cada una cargada de unos 410 kilos de oro. De 1505

convierte en el metal precioso básico del sistema monetario europeo, el oro no desaparece y continúa siendo altamente valorado (Braudel 1973: I, 541-542). 7. Para más información sobre la producción de oro en la costa occidental de África y sus exportaciones, su organización y la equivalencia entre las medidas del peso de oro utilizadas en África y el sistema monetario europeo, véase, por ejemplo, Kea (1982: 169-205).

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a 1520, los portugueses establecieron enclaves aduaneros o fronteiras entre Salé y Agadir que se hallaban totalmente fuera del control del diwân, cooperando en su política imperialista en África (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992: 35-36). Tras el avance de los portugueses a lo largo de la costa atlántica de África y con su llegada al golfo de Guinea, el mercado de oro, marfil, esclavos y malagueta se expandió. Aunque el tráfico de este metal disminuyó durante los años 1520 y 1600, debido quizás a la competición con el que llegaba de las Américas, además de a los altos costes de explotación a los que debían enfrentarse los portugueses, en el siglo XVII se reinstaura la sed del oro proveniente de África (Braudel 1973: I, 466-471).8 Aun considerando la relevancia de la presencia portuguesa y de su contribución al comercio Atlántico, las rutas del desierto del Sahara continuaron siendo efectivas en el tráfico de este metal precioso durante todo el siglo XVI. Esto ocurre como resultado del contacto entre los mercaderes de la región del Volta, que traían oro a las ciudades de Kano y Birni Ngazargamu en Borno, con los comerciantes norteafricanos que lo transportaban a través del desierto a Libia y a Egipto (Austen 2010: 44). En el Sudán occidental, Tombuctú y Jenne recibían cantidades de oro inferiores de lo que hacían previamente de las minas del Volta, pero todavía podían contar con la continuada, aunque menos intensa producción, de los yacimientos de Senegal y de la ribera del río Níger. Las importaciones de oro decaen considerablemente en el norte de África hasta que el sultán marroquí Ahmad al Mansur al-Dhahabi («El Dorado») envía tropas al Sahara y a Sudán para tomar las minas de sal y conquistar el imperio Songhai (ibíd.). El comercio de oro se revitaliza de este modo, aunque por un periodo de tiempo limitado, por lo que en el curso de los dos siglos siguientes el flujo de este metal precioso hacia el norte disminuye notablemente. A pesar de estas circunstancias, durante el primer siglo del comercio europeo con el África occidental el oro constituía la principal mercancía y los esclavos eran únicamente un bien secundario (ibíd.: 44). Los cronistas aluden en sus obras no sólo a la condición del Magreb como intermediario del comercio de oro entre el África Sub8. Acerca del mercado de metales preciosos y de su función en la formación del sistema monetario en uso en el Mediterráneo durante los siglos XVI y XVII, así como de sus antecedentes, véase Braudel (1973: I, 462-442).

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sahariana, Europa y Asia, sino que dejan constancia de las oportunidades de extracción minera de este metal en la propia región norteafricana. Es significativo, por ejemplo, que cuando Torres explica los diversos tipos de monedas empleadas en el área señale el origen local de los metales preciosos utilizados en su fabricación y destaque la riqueza minera del norte de África en relación con su existencia de yacimientos de oro en la zona. Diego de Torres aporta información sobre la abundancia del metal en la región y aclara que «[e]l oro que viene de Tegurir, que llaman Tivar, que traían mercaderes, lo llevaban a la casa de la moneda. Allí lo compravan por el Rei y dello se hazen las monedas que se usan» (94). Sobre los otros metales utilizados también en la fabricación de monedas, Torres informa que «[l]as monedas de plata y joyas que hazen y labran son de minas que ai en la tierra [...]. Ai también muchas minas de cobre y hierro y otros metales de gran abundancia» (94). El autor de la Relación del origen y suceso de los xarifes explica sobre la presencia de minas de cobre en el área al sur del Magreb que han suscitado históricamente el interés del invasor extranjero que «esta villa se dezía Tul y fue antiguamente mui poblada y rica porque ai en ella una mina de donde se solía traer mucho cobre y latón a Europa y por codicia della a sido destruida y conquistada muchas vezes» (84). Con respecto al oro, metal precioso que en la mentalidad europea resulta asociado con el continente africano, Torres incluye el testimonio de un cautivo condenado a trabajar en su extracción en una mina marroquí. De este modo, el autor deja constancia de la abundancia en el área de dicho bien. Torres llega incluso a afirmar la capacidad del Magreb para sustituir a las Américas como fuente principal de abastecimiento de este metal:9 En los Montes Claros se dezía aver minas de oro y yo me cerfitiqué más desta fama de un cautivo llamado Iuan de la Sierra, natural de San Vicente de la Varquera, y me dixo que avía trabajado en una mina de oro que se avía descubierto y hecho una fundición, y acudió mui bien y se llevó con gran regozijo la muestra al Xarife, entendiendo que holgaría mucho dello porque se entendía aver muchas como aquella; y que el Xari-

9. El paralelismo establecido en el texto de Torres entre Argel y el Nuevo Mundo se corresponde con el que exhiben los relatos sobre la experiencia de cautiverio en el norte de África y en América. Véanse, al respecto, Voigt (2009) y Ohanna (2011).

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fe no lo hizo assí, antes lo mandó cegar y que nadie las buscasse diziendo que si los Cristianos supiesen que allí avía tanto oro no los irían a buscar a las Indias (Torres 94-95).

Mármol Carvajal, en su Descripción general, se refiere también a la importancia del oro como uno de los más valiosos recursos que ofrece el suelo africano y explica que los habitantes de raza negra del interior de Etiopía pagan los tributos al emperador de los abisinios utilizando este precioso metal, «porque en aquellas partes ay muchas minas, assi en las sierras como en la tierra llana» (18v). Además, informa de que la sierra de Telme, cuyos límites exteriores lindan con Etiopía, es conocida como la «sierra de oro» (18v), apuntando el enorme potencial económico de una zona geográfica que debería ser explotada por el colonizador europeo. Desafortunadamente no es el oro sino el tráfico de seres humanos lo que aparecerá en estos textos como la actividad más lucrativa de las llevadas a cabo por los europeos en África, justificando por sí misma la presencia española en el continente. El comercio del metal precioso y la trata de esclavos pueden ser relacionados en cuanto que existe una asociación en el imaginario colectivo de los europeos entre ambos valiosos bienes provenientes del corazón de África. De acuerdo con Lowe, la cultura occidental presenta una conexión entre la joyería de oro y los africanos que se ha perpetuado en la memoria visual de los europeos, incluso teniendo en cuenta las circunstancias cambiantes del comercio de seres humanos (2005: 24). Esto ocurre probablemente porque, en términos iconográficos, los esclavos eran simultáneamente usados como indicadores de la riqueza del continente africano y de la inferioridad de su propio cuerpo en el contexto de la cultura europea (ibíd.). Recordemos, por ejemplo, en el caso de la literatura española el modo en que Sancho Panza pretende transformar en oro el color negro de los vasallos del reino de Micomicón (Cervantes 2008: I, 29), tal como nota Fra-Molinero (2005: 28). La degradación sistemática de un «otro» de raza negra constituye un ejemplo de la utilización más radical de las estrategias de separación desarrolladas por los cronistas peninsulares en su contacto con África. Dichas estrategias reaparecerán más adelante en el panorama cultural europeo para probar teorías de superioridad racial que servirán como base de los discursos

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apologéticos del tráfico de esclavos que surgen durante la época de los grandes imperios coloniales.10 Aunque la cuestión del color no aparece durante el Renacimiento español inicialmente unido al tema de la esclavitud, la trata de seres humanos se halla muy presente en los textos sobre la empresa expansionista en el norte de África. Cabe aclarar que en el contexto del Hispanismo se tiende a utilizar el término «casta» para el análisis de la función de las categorías de la «sangre» como principio de organización social, tal como fue propuesto por Américo Castro (1963: 29-41). Sin embargo, según Caro Baroja, resulta imposible afirmar la existencia en España de un sistema de castas similar al hindú o a otros conocidos en la Antigüedad (2000: 9-14).11 En cualquier caso, de manera independiente de un concepto de raza basado en el color, en sus relatos sobre la conquista del reino de Tremecén llevada a cabo por el conde de Alcaudete, tanto Baltasar de Morales como Francisco de la Cueva destacan la relevancia de la cuantía del botín en forma de joyas y de esclavos conseguido por los soldados en la empresa militar.12 La mención de dicho botín y la posibilidad de obtener riquezas, entre las que se incluye la posesión de seres humanos, constituyen elementos cruciales de la defensa propagandística a favor de la intervención militar en el Magreb que incorporan ambos autores en sus discursos. Por ejemplo, Baltasar de Morales da cuenta en el Diálogo de las guerras de Orán de la conquista de un aduar de moros situado a la salida de la ciudad de Orán en el que «se tomaron sobre 450 ánimas y más de 10 000 cabezas de ganado, hermosísima cosa

10. Sobre la utilización desde el siglo XVI del color de la piel como marca de la inferioridad, el estatus incivilizado del africano de raza negra y de su destino a convertirse en un bien de intercambio, en los discursos de defensa de la esclavitud, sobre todo basándose en la maldición bíblica de Ham, véase, por ejemplo, Turley (2000: 25-28). 11. Acerca de la escasa importancia del color en el fenómeno de la esclavitud en el mundo antiguo y medieval, remito a Turley (2000: 14-24). 12. Algunos críticos cuestionan la idea de que el concepto de raza se origine en el siglo XIX, invalidando la tarea de investigar su papel en la cultura de la temprana modernidad. Al respecto, véase, por ejemplo, Erickson (1998: 28). Peter Erickson se refiere a los trabajos de Elliot Tokson, Jack D’Amico y Anthony Barthelemy en su defensa del estudio de la raza en el Renacimiento. Sobre el nuevo estado de la crítica en la que estudiosos, como Ania Loomba o Kim Hall, han conseguido situar la cuestión de la raza en el centro, como una importante categoría organizativa para todo el periodo, véase Erickson (ibíd.: 35-36). Respecto a la dificultad de establecer una noción de «raza» válida para cualquier tiempo y lugar, remito a Lévi-Strauss (1958).

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de ver [...]. El Conde hizo merced á los Capitanes que se despedían, de esclavos y joyas, y así se acabó aquella guerra tan trabajosa de aquel año, viniéndose el Conde con la gente á España» (314). El mensaje de propaganda intervencionista también es claro en el caso de Francisco de la Cueva en Aquí comienza la relación de la guerra del reino de Tremecén en el que se muestra la generosidad del heroico conde de Alcaudete, preocupado en hacer que sus soldados vuelvan a España tras haber obtenido ganancias materiales durante su servicio en el norte de África. El autor de Aquí comienza comenta que el conde prohíbe a los integrantes de sus tropas vender los esclavos que les habían sido concedidos como botín de guerra en la toma de Tremecén. Según Francisco de la Cueva, el conde de Alcaudete «hizo echar bando que, so pena de perdimientos de bienes, el soldado que vendiese, los dineros que recibiese y al que comprase esclavo, ninguno fue osado de comprar ni vender esclavo alguno ni caballo» (149). El autor incluye en el texto las razones que aporta el propio conde de Alcahuete para justificar esta prohibición: La causa que á esto me mueva es bastarles á los soldados que vendan las cosas menudas, así como lienzos y otras cosas para sus necesidades, las cuales no son muchas, pues aquí se les da ración cada dia de lo necesario; quiero, y es mi voluntad, que los esclavos y esclavas guarden en la ciudad adonde á ellos visto les fuere [...] pues yo les tengo de dar naves á mi costa en que vuelvan á sus casas, quiero que no vayan disipados, sino que lleven mejoría más que la trajeron, y se parezca lo que esta cibdad de Tremecén hubieron, y está es mi intención, que vayan mejorados (Cueva 149-150).

El conde explica, según la versión de Francisco de la Cueva, que «con lo que acá tenemos iremos honrados á nuestras tierras» (149150), insistiendo en la dimensión práctica de las campañas militares en África al incidir en el aumento del patrimonio familiar de aquellos que participan en las mismas. Sin embargo, lo más interesante de las declaraciones del conde en torno a la «honra» adquirida por sus soldados en la toma de Tremecén en concepto de botín de guerra es la naturaleza de los bienes económicos que lo componen, principalmente, caballos y esclavos. En el texto se equiparan de un modo abominable animales y seres humanos, en cuanto que ambos constituyen en el marco histórico de la época entidades de valor económico cuantificable

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según su precio en el mercado. Además, las palabras del conde contribuyen a situar en un primer plano textual tanto la importancia de la región magrebí, puesto que se trata del lugar del que proceden varios de los bienes de consumo más codiciados por los tratantes europeos, como la defensa de las campañas norteafricanas como un medio ideal de enriquecimiento y de promoción social. El texto de Francisco de la Cueva refleja la desafortunada realidad de una época en la que el tráfico de personas se convierte en una fuente casi inagotable de riqueza. Unas décadas más tarde, Diego Suárez Montañés también alude a la adjudicación de esclavos moros a los soldados que participan en las diversas escaramuzas que organizan las tropas españolas estacionadas en el norte de África. El autor informa en la Historia del Maestre que «cuando se trae presa de moros, caminando hacia Orán [...] los juntan todos como en una parva de mies, recogidos en medio de la estancia a cargo de una compañía de infantería que los tiene en guarda con grande vigilancia hasta que amanece, que cada soldado va a tomar el suyo para marchar a Orán, donde siempre entran en ese mismo día» (157). También Diego Suárez Montañés da cuenta de cómo se lleva a cabo la tasación de la presa capturada en Orán, «de esclavos y bestias de cargas, y lo mismo del ganado grande y menor si se ha traído» (195), informando que «manda su Majestad que tome el capitán un esclavo o esclava por su joya, y que los demás, con las bestias de carga y ganado, si trajere se venda todo en pública almoneda con voz de pregonero, como hacienda de menores, apurando y rematando cada cabeza de esclavo en el que más diere por ella» (195). Suárez Montañés explica además cómo se venden los esclavos y apunta que, siendo vendida toda la presa y hecha la suma de lo que se monta, se saca primeramente la costa que ha hecho, pagando la toma de los propios esclavos, veinte reales por cada uno, y por el pequeño, que no puede andar, diez, aunque en el tiempo que yo pasé en Orán no se pagaban más de diez reales de la toma de cada esclavo o esclava grande, y cinco por el pequeño que pasaba la muestra en brazos de su padre o madre (Suárez Montañés 195).

También en el siglo XVII, el cronista Francisco de Ocampo incorpora en la Relación verdadera de la gran victoria que el Sr. Don, Anto-

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nio de Zuñía y de la Cueva, marqués de Flores de Ávila... tuvo con los moros venarejes (1637) importante información sobre esta práctica inhumana llevada a cabo en uno de los diversos enclaves norteafricanos controlados por los españoles.13 Se refiere, por ejemplo, al momento en que el capitán don Cristóbal Heredia y sus hombres «cautivaron 210 esclavos, todos de estimación, por ser aquel lugar Zauia, que quiere decir Universidad de estudiantes morabitos» (388). El cronista relata que tras la misa ofrecida para consagrar la victoria sobre los «moros de guerra» y la entrada triunfante por la puerta de Tremecén, el marqués de Flores de Ávila «llevando delante los cautivos, guarnecidos con las compañías, entró por la carrera, yendo derecho á la Iglesia mayor, donde, estando el Santísimo, pasando maniatados los esclavos, se les ofreció á Dios su rendimiento» (394-395). El pasaje muestra la presunta compatibilidad entre los principios cristianos y la práctica inhumana de la esclavitud, al dar a entender que se trata de cautivos que forman parte de un botín de guerra conseguido en el marco de la Guerra Santa. La apropiación por parte de los vencedores de despojos humanos de los vencidos, en este caso, «moros de guerra», denominados de este modo para diferenciarlos de los «moros de paz» aliados de las tropas españolas, se presenta en el texto como una práctica lícita que funciona para acentuar el sentido de ganancia material con el que se asocia en el contexto de la presencia española en suelo norteafricano la lucha contra un «otro» musulmán. No es de extrañar que Ocampo continúe el relato con una descripción detallada del mercado de esclavos que constituye uno de los escasos testimonios de la época de esta deplorable actividad: «Lúnes siguiente se comenzó la almoneda, que fué muy lucida, pues los esclavos han valido 42 000 ducados desta moneda provincial, cosa que, en más crecido número de esclavos no ha valido otras veces tanto, causando esta novedad, lo uno el asistir Su Excelencia al remate de todos, no permitiendo saliesen sino por su justo precio» (495-496). Ocampo aporta importantes datos prácticos sobre la venta de esclavos, tales como su precio total en el mercado local y el concepto del precio justo, que es establecido y garantizado por el aristócrata en cuyo honor compone la obra. 13. El título completo es Relación verdadera de la gran victoria que el Sr. D. Antonio de Zuñí y de la Cueva, marqúes de Flores de Ávila, del Consejo de Guerra de Su Majestad, su gobernador y capitán general de los reinos de Tremecén y Túnez, tuvo con los moros venerajes distantes de Orán veinte y quatro leguas.

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Sin embargo, no es la compra-venta de cautivos musulmanes sino el tráfico de esclavos de raza negra la actividad más lucrativa de alcance «global» de las realizadas en el continente africano tanto por los europeos como por los habitantes del norte de África. Por ejemplo, Diego Suárez Montañés menciona la cercanía de la costa de Berbería a las regiones del África subsahariana de las que proceden las personas, que después son capturadas y vendidas en los zocos de las ciudades magrebíes, como uno de los principales atractivos de la zona para el lector español. Al informarnos sobre los hábitos de los habitantes norteafricanos, Suárez Montañés señala: Su comer de fruta siempre es seca por la mayor parte: pasas, higos, dátiles que traen a su tiempo de la Sahara Etiopía, tierra de la nación negra, a donde van los moros más caudalosos de hacienda y caballeros una vez cada año, de donde traen dátiles y negros, y otras muchas mercadurías que venden en Orán y en los demás lugares marítimos de este reino (Suárez Montañés 120).

La alusión a la trata y a la explotación de seres humanos coincide con una realidad de la España peninsular, en la que la presencia de esclavos de color es frecuente, sobre todo en determinadas ciudades y sectores de la población.14 De manera lamentable los esclavos sustituyen al oro como principal bien económico procedente de África, especialmente de las regiones que no habían formado parte de las redes comerciales que unían el Sahara con el Sudán, tales como la ribera del río Congo y el golfo de Biafra (Austen 2010: 44). Un número significativo de esclavos provenían de las zonas vinculadas a las rutas comerciales tradicionales de los musulmanes, que incluían Senegal, Gambia, el golfo de Benin y la costa de Guinea, que ahora importaban oro del Nuevo Mundo que era intercambiado por esclavos (ibíd.: 44-45). Sin embargo, no hay evidencia de que la trata de seres humanos a través del Sahara decreciera durante este periodo aunque tampoco hay noticias que confirmen su

14. Sobre el comercio de esclavos realizado durante la época, véanse, entre otros, Phillips (1985), Thomas (1997), Saunders (1982) y Klein (1999). Acerca de la presencia de esclavos de raza negra en España, véanse Martín Casares (2000) y Domínguez Ortiz (1952).

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incremento. Es posible que la diferencia de género sexual de los cautivos según el tipo de actividad a la que iban destinados provocara la ausencia de una competición entre el tráfico de esclavos transportados a través de la rutas del Sahara con el de los enviados por vía transatlántica. En el mundo islámico se favorecía la compra-venta de mujeres, al ser empleadas, como ocurría también en España en el trabajo doméstico, mientras que para las labores agrícolas en las plantaciones coloniales se preferían a los hombres (ibíd.: 45). La competición entre los compradores procedentes del mar y del desierto, así como de diversos puntos de Europa, causaba una subida continuada del precio de los esclavos, lo que beneficiaba a los vendedores africanos que podían ampliar la oferta de productos como consecuencia de su nueva prosperidad. En los mercados de la costa de Berbería, la actividad mercantil de los europeos incidió en el aumento de la diversidad de artículos suntuarios que se ponían a la venta, entre los que se incluían marfil, cuero de cabra, plumas de avestruz e, incluso, oro (ibíd.: 46). Por consiguiente, es fácil entender el interés del cronista en hacer comprender al lector la utilidad del dominio colonial del norte de África, debido a su situación como vía de acceso a las principales rutas del tráfico de esclavos subsaharianos y al constituir un centro del comercio de bienes de consumo de lujo. De acuerdo con Jeremy Lawrence, un siglo después de la primera venta de esclavos en suelo portugués en 1444, España poseía la población de raza negra más elevada de la Europa del Renacimiento (2005: 70). A mediados del XVI se importaba un promedio de dos mil esclavos al año a través de la Casa dos Escravos de Lisboa, por lo que la comunidad negra contaba con sus propias cofradías en las ciudades de Sevilla, Valencia y Barcelona. Según Aurelia Martín Casares, la población de esclavos en España alcanzaba una cifra de cien mil, distribuidos principalmente en las ciudades andaluzas, en concreto, en Sevilla, que de acuerdo con el censo de 1565 contaba con un 7,4 % de población de raza negra (2000: 376-384).15 Recordemos que la repercusión

15. Estos datos son más recientes que los de Domínguez Ortiz, que estimaba que se hallaban registrados en la diócesis de Sevilla, que incluye Sevilla, Huelva, Cádiz y Málaga, 14 670 esclavos (no todos de raza negra), en una población total de 429 362 habitantes (1952: 376-384). En un apotegma de Melchor de Santa Cruz leemos: «De Sevilla, dijo Alonso Carillo que parecía a los trebejos de ajedrez, tantos prietos como

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de este fenómeno se constata en la literatura del Siglo de Oro a través de la presencia de personajes como Zaide en el Lazarillo de Tormes, el esclavo negro de Carrizales, Luis, en la novela ejemplar de Cervantes «El celoso extremeño», varios personajes negros de las novelas de María de Zayas, las aspiraciones de Sancho con respecto al reino de Micomicón del texto cervantino o los estereotipos empleados por Francisco de Quevedo en su poema «Boda de negros». Luis del Mármol Carvajal, el autor renacentista que más datos incluye sobre los habitantes del África subsahariana, destaca su potencial para ser convertidos en mercancía de la que su máximo beneficiario sería el Estado español en caso de realizarse una intervención en el continente. En la primera parte de su Descripción general de África, Mármol Carvajal ofrece numerosas referencias a un «otro» de raza negra como parte integral de su discurso sobre los intereses comerciales de los españoles en África. El texto de Mármol Carvajal constituye un ejemplo del modo en que la escasez de información científica sobre las regiones del África subsahariana es compensada durante el Renacimiento a través de la construcción del monstruoso y degenerado habitante de la «Tierra de Negros». Es interesante notar cómo el cronista concibe su obra en un periodo en que el Nuevo Mundo es producido históricamente mediante la interacción entre los fenómenos geográficos observados y un conjunto de intereses y expectativas culturalmente condicionados (Padrón 2004: 18-19). En este sentido, la obra del autor granadino constituye una excepción en el contexto cultural del Renacimiento, en el que la abundancia de referencias al territorio americano contrasta con una falta generalizada de interés en iniciar un proceso de «asimilación» de África en la cultura europea. Aun no pudiendo lograrlo de un modo definitivo debido a la ausencia de un corpus considerable de obras dedicadas exclusivamente al tema del África subsahariana, Mármol Carvajal es de los pocos cronistas que blancos; por los muchos esclavos que hay en aquella ciudad» (1996: 514). De acuerdo con Hugh Thomas, las autoridades sevillanas trataron de mitigar la dureza de las condiciones de vida de los esclavos, al permitirles reunirse en días de fiesta para cantar y bailar, así como tener su propio «mayoral» que les protegía y les defendía en los tribunales (1997: 120). Sobre la diversidad de origen de la población de raza negra en la España del Renacimiento, remito a Martín Casares (2005: 248). En relación con la presencia de esclavos, tanto de raza negra como musulmanes o guanches originales de las islas Canarias, véase Phillips (1985: 160-170).

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intenta una «domesticación» de la realidad africana mediante la localización de lo exótico en el contexto de lo familiar.16 Mármol Carvajal, también uno de los pocos españoles que siguiendo a León el Africano prestan atención a los habitantes negros del continente, no es capaz de resolver la contradicción que se corresponde con la defensa de los orígenes cristianos de las poblaciones africanas, conveniente para demostrar su maleabilidad y potencial para la asimilación al imperio, y la afirmación de la naturaleza bestial del individuo de raza negra, mediante la que intenta justificar la esclavitud. Al contrario de los textos de Morales, Cueva y Ocampo, en los que la esclavitud no se asociaba con un color específico, al referirse sobre todo a cautivos musulmanes y a prisioneros de guerra, en la representación del africano en los textos del Renacimiento, el tono de piel aparece como un concepto útil a la hora de presentar como lícita la práctica de la trata de seres humanos. Se debe destacar que, en el caso de los textos españoles de este periodo, la noción de la «negrura» de las poblaciones africanas permite, asimismo, la configuración del sentido de superioridad étnica necesario para que el sujeto cristiano viejo pueda compensar la ansiedad provocada por la difícil distinción con respecto a un «otro» morisco. Aunque, como se observa en los discursos de la frontera renacentista hispano-musulmana, la identidad étnica de los españoles resulta menos problemática en contraste con los habitantes del África subsahariana, la experiencia de los autores en el continente se acompaña de un cuestionamiento de la definición monolítica del musulmán que impera en la literatura española de la época. Las similitudes encontradas entre el norte de África y la península y la dificultad de construir categorías étnicas excluyentes en un mundo de frontera habitado por sujetos liminares, tales como beréberes de raíces cristianas, renegados de origen europeo, o de turcos que pueden pasar por españoles, explica la conveniencia de aplicar un concepto de superioridad racial basado en el contraste entre la relativa palidez del habitante peninsular y la radical alteridad del individuo de raza negra. Aun considerando la notable heterogeneidad en la península en términos de tono de piel y la escasa importancia otorgada al color en las divisiones étnicas de la sociedad española, el matiz oscuro que carac-

16. Acerca del concepto de «domesticación», véase Ryan (1981: 523).

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teriza a los individuos de raza negra tiene la función de causar que se destaque una útil y recién encontrada «blancura». No en vano, dicha «blancura» constituye un concepto de nuevo cuño durante el Renacimiento que cada vez más valorado en el panorama cultural europeo (Hall 1999: 2; MacDonald 1997: 7). Mármol Carvajal intenta resolver la ansiedad propia del sujeto español ante la imposibilidad de establecer una diferencia neta con respecto a un «otro» musulmán mediante el énfasis en el contraste con el habitante del África subsahariana. Para esto, el autor retoma la distinción que establece León entre los habitantes norteafricanos de raza blanca y los pobladores negros de las regiones al sur del Sahara. De acuerdo con esta diferenciación, Mármol Carvajal sitúa el carácter violento, insumiso e incivilizado de los ocasionalmente ricos musulmanes del norte, en oposición con la docilidad de los habitantes del África subsahariana. Según él, la facilidad de los africanos de raza negra a la hora de asimilar los valores culturales europeos queda demostrada por la conversión al cristianismo de una gran cantidad de ellos. A modo de ejemplo, en la primera parte de la Descripción general de África se incluyen epístolas de monarcas africanos en las que éstos declaran su fe cristiana y su pertenencia a la Iglesia, así como referencias al mito del Preste Juan. De esta manera, Mármol Carvajal cuestiona la estabilidad de la dicotomía colonizado/colonizador en el marco de una posible conquista española del territorio africano, coincidiendo en cierto modo con la crítica que Homi Bhabha plantea a la visión de Said sobre las relaciones este/oeste en épocas posteriores. Según Bhabha, la polaridad radical establecida por Said coloca a los sujetos en una posición de eterna dominación, lo que provoca que la enunciación histórica del discurso colonial se halle sobredeterminada por un inconsciente orientalismo latente, o que el sujeto colonial sea siempre unificado (1994: 72). La imagen del dócil africano de raza negra presente en el texto de Mármol Carvajal sugiere el enorme potencial de enriquecimiento económico con el que se relaciona su cuerpo, en el contexto del activo tráfico de seres humanos llevado a cabo en una época en la que los términos «negro» y «esclavo» funcionaban en la práctica como sinónimos (Fra-Molinero 2005: 328; Lowe 2005: 20-21; Martín Casares 2005: 253). La idea de que el mercado de esclavos de raza negra constituía un negocio lucrativo formaba parte de la mentalidad colectiva, tal como

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puede observarse en las pretensiones de Sancho Panza de comerciar con los vasallos del reino de Micomicón en Don Quijote (Cervantes 2008: I, 29). Apartándose del texto de León, Mármol Carvajal introduce en los últimos capítulos noticias del descubrimiento y la colonización de la costa occidental africana llevada a cabo por el infante Enrique de Portugal. En este sentido, Mármol Carvajal procede de manera similar a John Pory, quien en su traducción al inglés de la Descripción de África de León, publicada en 1600 y titulada A Geographical Historie of Africa, cambia el contenido original para adaptarlo a los intereses coloniales de los ingleses en África.17 Además, Mármol Carvajal incluye una carta de Elena, reina de los abisinios, al rey Manuel de Portugal, junto con otras dos epístolas del rey de Manicongo, una en la que éste informa a los príncipes de su conversión a la fe cristiana y otra dirigida al papa, en la que el monarca africano confirma su obediencia a la Iglesia de Roma. La introducción de una información aparentemente desconectada tanto de la obra de León como del propósito descriptivo de la Descripción contribuye a destacar el carácter sumiso de los habitantes de las áreas al sur del Sahara y el número de ventajas que reportaría a uno de los reinos ibéricos su establecimiento como poder colonial en la región. La mención de la empresa imperial protagonizada por los portugueses en África en esta Descripción, escrita siete años antes de la anexión de Portugal a la Corona española y cinco antes de la desgraciada desaparición del rey Sebastián en una expedición a Marruecos, es fácil de entender, teniendo en cuenta la estrecha relación de Felipe II, nieto de Manuel I, con la monarquía del vecino país. Mármol Carvajal advierte al lector de la necesidad de que el rey español tome ejemplo del mandatario portugués y promueva sus intereses coloniales en el norte de África. El autor de la Descripción general de África destaca el papel decisivo de los conocimientos geográficos sobre África, que facilitan el descubrimiento de nuevas rutas de navegación, en la labor expansionista de los portugueses. Mármol Carvajal autoriza la información que él mismo ofrece, al sostener que todo lo «alcançó el Infante con puro trabajo de su estudio, leyendo autores antiguos y muy graves, y no por 17. En palabras de Hall: «not only did Pory’s translation [...] provide an assessment of Africa’s potential for colonization [...] it gave England a model for controlling the “meaning” of Africa and the seemingly inexhaustible difference it represented» (1999: 29).

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inspiración divina, como algunos quisieron dezir» (Descripción 45v). La referencia a la empresa imperial portuguesa se completa con datos concretos sobre los inicios del comercio de esclavos de raza negra emprendido por esta nación europea. Mármol Carvajal menciona al portugués Antonio Gonçalez, quien «allí peleando cativó algunos negros que fueron los primeros que aportaron a Lisboa», y luego relata el gran contento del infante Enrique «con la presa que traya Antonio Gonçalez, viendo que se comenzaba a sacar fruto de sus trabajos» (Descripción 47r). En las páginas siguientes añade varias noticias de las primeras capturas de individuos de raza negra por parte de los portugueses en cada una de las áreas del África occidental en que se iban instalando.18 Esta información complementa las repetidas referencias al tráfico de esclavos a lo largo de toda la obra y su función principal es señalar las ventajas económicas con que se asocia la presencia europea en el continente.19 La utilización literaria de la figura del negro por parte tanto de estos autores como de León y Mármol Carvajal permite la articulación de un discurso de la diferencia, en el que la construcción de un «otro» de color significa implícita y, a menudo, explícitamente dar forma al sujeto «blanco» de la temprana Edad Moderna (MacDonald 1997: 7). En ese sentido, debemos tener en cuenta la manera en que, como apunta Toni Morrison, los habitantes del África negra son usados en las obras literarias europeas para describir e imponer la invención y las implicaciones de la «blancura» (1992: 52). El autor de la Descripción de África exhibe una configuración del concepto de lo blanco similar a la que presentan algunos textos europeos de la temprana Edad Moderna, en los que se construye en oposición con lo negro, que es percibido como inferior (León el Africano 58, 87, 98). En sus textos, el binomio blanco-negro puede considerarse el lenguaje original de la diferencia racial, lo que se aprecia incluso en el famoso «chiaro-oscuro», que basado en la dualidad luz-sombra, se halla íntimamente asociado a la dicotomía de origen religioso entre el bien y el mal (Boime 1990: 2; Hall 1999: 2). Cabe apuntar que, de acuerdo con Frantz Fanon, esta dicotomía determina las percepciones modernas de raza, por lo que las nociones negativas asociadas tradicionalmente 18. Sobre la esclavitud en Portugal, remito a Saunders (1982). 19. Véase, por ejemplo, Mármol Carvajal (Descripción 2v, 3r, 15v, 47v).

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a lo negro no podrán ser cuestionadas de manera satisfactoria hasta que no seamos capaces de reconocer la importancia de esta conexión (1982: 189). Para Fanon, basta recordar el modo en que se desarrolla esta oposición binaria: «blackness, darkness, shadow, shades, night, the labyrinths of the Earth, abysmal depths, blacken someone’s reputation; and in the other side, the bright look of innocence, the white dove of peace, magical, heavenly light» (ibíd.). Incluso desde épocas anteriores al Renacimiento, los tropos relacionados con la negritud logran su fuerza expresiva mediante esa oposición, que coopera en la construcción de la imagen demoníaca de las culturas africanas. Sin embargo, lo más importante es observar que esta polaridad pertenece a una jerarquía racial en la que lo negro tiene la función de glorificar la blancura de los europeos (Hall 1999: 6).20 En la Descripción general de África, la repetida mención al comercio de esclavos se completa con una representación extremadamente desfavorable del individuo de raza negra que, basada en parte en la ofrecida por León en su Descripción, es fijada y perpetuada por Mármol Carvajal. León mostraba en su obra una preferencia por los musulmanes blancos sobre los habitantes de raza negra, que impedía una categorización uniforme y monolítica de los pobladores del continente africano. Por ejemplo, según León, los habitantes de «Tierra de Negros» son rudos e irracionales, ya que viven «como las bestias brutas, sin ley ni norma alguna» (León el Africano 44). León comenta también que «viven como animales, sin reyes, ni señores, ni estados, ni gobiernos, ni costumbres, apenas saben sembrar, van vestidos con pieles de oveja y ninguno tiene una mujer en propiedad exclusiva [...] de noche se reúnen diez o doce hombres y mujeres por choza y cada uno se acuesta con la que le gusta más» (285); y, además, que «la gente de Zanfara es alta de estatura pero negros más allá de lo imaginable y con largas caras de animales, condición que mejor les cuadra que no la humana» (294).

20. Kim Hall estudia las conexiones entre raza y género, el efecto de las diferencias raciales y culturales en la imagen literaria de los africanos de raza negra, así como la relación entre estas nociones y la formación de la subjetividad moderna en textos renacentistas, entre los que destacan obras de William Shakespeare, Ben Jonson, Sir Philip Sidney, los Viajes de Mandenville y el texto de León. Respecto a este último, véase Hall (1999: 28-40).

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En contraste, León ofrece una valoración positiva de la «blancura», demostrada en su apreciación acerca de ciertos habitantes «muy blancos, corteses y de trato amable» (58), de mujeres «hermosas y blancas» (87), o de otras damas norteafricanas que «son muy blancas, gruesas y amables» (98). León pone de relieve este aspecto común entre europeos y norteafricanos en torno a la noción de privilegio y poder con que se asocia la piel blanca que se construye mediante la denigración de la negra. Por este motivo, le es útil la inclusión de una serie de tópicos degradantes relacionados con el carácter incivilizado y bestial del individuo de raza negra. En la séptima parte de la Descripción, León se refiere con frecuencia al comercio de seres humanos emprendido por los portugueses así como a la participación de los africanos. Por ejemplo, en el mismo texto se incluyen detalles sobres los precios de los esclavos en el reino de Gago, en el que «hay una plaza donde los días de mercado se vende multitud de esclavos tanto varones como hembras; una joven de casi quince años vale unos seis ducados y un mozo casi lo mismo; los niños pequeños valen casi la mitad, así como los esclavos de avanzada edad» (290). En definitiva, el interés de este autor blanco norteafricano en establecer una distancia con respecto al individuo de raza negra mediante la negativa representación de sus modos de vida sirve tanto para «naturalizar» un estatus de la diferencia basado en la pigmentación de piel, como para «legitimar» el tráfico de esclavos en el área (Eagleton 1996: 58-61). En el caso de Mármol Carvajal, la construcción y difusión de la imagen negativa tiene una función similar de justificar el mercado de esclavos en un sistema de producción que cuenta con la explotación sistemática de sus cuerpos. Mármol Carvajal, quien da cuenta de la existencia de jerarquías entre las diferentes comunidades africanas, puesto que, como señala, en la ribera del río Zenegas habitan «las poblaciones más nobles de los negros», establece una distinción radical entre los pobladores de raza negra según el criterio de la diferencia religiosa, al apuntar que los del reino de Manicongo que se han convertido al la fe de Jesu Christo, los otros que están a la parte oriental hazia Nubia, o Neuba, y que confinan con los de la alta Etiopia que llaman Habexa, o Abixinios, son también platicos, más los que viven en la parte interior, que los Alárabes llaman pueblos del Zinche y sierras de Alard y que son gente bestial,

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monstruos de naturaleza, que los más dellos no comunican con forasteros ni dexan ver dellos, y por la mayor parte no tiene otro exercicio sino robarse y matarse los unos a los otros, y de contino tienen guerra (Mármol Carvajal, Descripción 15r-v).

El autor continúa su representación negativa del habitante del África subsahariana refiriéndose al carácter brutal y monstruoso de «unos pueblos grandísimos que llaman Bárbaros [...] [que] para ser conocidos en las batallas se hazen muchas rayas en las caras, y aunque son muy ingeniosos y arteros, son por otra parte brutos y bestiales, que no quieren comunicar ni contratar con nadie de sus vecinos» (Descripción 15v). El comportamiento incivilizado de estos pobladores determina la existencia de conflictos bélicos entre los miembros de las diversas tribus de la zona, ya que, según el autor, son tan «brutos y bestiales, que no quieren comunicar ni contratar con nadie de sus vezinos y se visten de pellejos de animales»; asimismo, «no platican unos con otros por causa de las guerras, y por eso son diferentes en sectas y supersticiones» (Descripción 15v). La referencia al material que los pobladores de estas áreas utilizan para su vestimenta se corresponde con la posición cercana a la naturaleza que se atribuye a los africanos negros en los testimonios de los viajeros de la época. Éstos tienden a comentar la desnudez, o casi desnudez, de los habitantes del continente africano, de acuerdo con un sistema de valores europeo en el que el vestido posee una importante carga semántica (Lowe 2005: 21).21 La atención a los conflictos creados por la conducta de estos individuos permite configurar una imagen del africano de raza negra en la que imperan los aspectos del caos y el desorden. En ese sentido, la Descripción general de África funciona de manera similar a ciertas obras de literatura colonialista que, de acuerdo con Abdul JanMohamed, constituyen an exploration and a representation of a world at the boundaries of «civilization», a world that has not (yet) been domesticated by European signification or codified in detail by its ideology. That world is therefore perceived as uncontrollable, chaotic, unattainable, and ultimately evil. Motivated

21. Sobre el valor semiótico de la ropa como signo de estatus social, véase Roche (1994: 3-43).

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by his desire to conquer and dominate, the imperialist configures his colonial realm as a confrontation based on differences in race, language, social customs, cultural values, and modes of production (2004: 59).

Uno los principales aspectos que define el carácter incivilizado del africano y que permite justificar una percepción del mundo en el que habita como caótico y diabólico, similar a la que describe JanMohamed, lo constituye su extraordinaria capacidad reproductiva, que sugiere un exceso de energía sexual que denota la inferioridad moral del poblador del continente africano.22 Para Mármol Carvajal, los habitantes de cierta área del África subsahariana «son tantos que si no fuese por una aire que llaman Reha el Sueyda que corre en aquellas partes de setenta en setenta años y los mata y cubre de arena, crecería tanto su número que sobrepujaría a todos los hombres de la tierra» (Descripción 15v). La amenazadora visión de la enorme capacidad del poblador del interior de África para engendrar descendencia se relaciona con una visión estereotipada de su incontrolable sexualidad, tal como apunta Kate Lowe (2005: 29-32). Como se comenta en otros segmentos de este trabajo, el argumento de la exagerada capacidad reproductiva, en este caso, de un «otro» de origen musulmán, fue muy utilizado a la hora de probar la inferioridad de los moriscos, según el testimonio, sobre todo, de los autores que escriben en los años en torno a su expulsión. El temor de los cristianos viejos a la inusitada fertilidad de los miembros de la comunidad morisca se relaciona con una visión de la actividad sexual del varón musulmán como desmesurada. Según dicha visión una de las consecuencias más graves de la tendencia a la lujuria de los moriscos españoles sería el incontrolado índice de natalidad de la comunidad, tal como se comentará más adelante. En ese sentido, la referencia de Mármol Carvajal a la capacidad reproductiva de los africanos de raza negra puede relacionarse con el interés por los beneficios económicos asociados a la explotación de 22. JanMohammed fundamenta su estudio en la experiencia colonial británica posterior al siglo XVIII. Se debe aclarar que si bien sus nociones, así como las desarrolladas por Toni Morrison, son válidas a la hora de explicar la construcción de una diferencia racial que se remonta al Renacimiento, pierden de vista tanto las connotaciones religiosas que poseían en la España de la temprana Edad Moderna el término «blanco» como el espíritu de cruzada que anima, desde el punto de vista ideológico, la empresa expansionista propuesta por Mármol Carvajal.

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sus cuerpos. De este modo, la representación degradante del individuo de color resultaría compatible con la inclusión al término de la Descripción general de África de las ya mencionadas epístolas firmadas por la reina de los abisinios y por el rey de Manicongo en las que ambos hacen profesión de su fe cristiana. En la misiva que este último dirige al rey de Portugal, destaca, además de su declaración de alianza al cristianismo, una enumeración de los regalos que le envía: un presente de cosas que se crían y hazen en aquellos reynos en que avía gran quantidad de marfil, y muchos fardos de pellejos de martas, ginetas, lobos cervales, y onças, y otros animales, quantidad de lienços, hechos e hilado de yerbas, muy finos, unos crudos y otros teñidos de pietro, y algunos labrados de la manera de Zarzahan, tan finos y de color tan perfecta que de lexos parescían de seda (Mármol Carvajal, Descripción 51r).

La relación de artículos de lujo que tan cotizados en los mercados occidentales son producidos y poseídos por los habitantes de Manicongo refuerza la noción de enriquecimiento pecuniario con que se asocia la experiencia colonial de los europeos en África. La inclusión de una enumeración de productos de consumo de lujo en una misiva redactada por un monarca africano permite que el texto de Mármol Carvajal exhiba, de manera similar a otros europeos de la temprana Edad Moderna, lo que Hall considera «a troping of blackness, a use of difference associated with Africa to express European luxury, wealth and beauty» (1999: 24).23 Aun más, mediante la alusión a los regalos y a la orgullosa declaración de estos monarcas africanos de su conversión al cristianismo incluidas en estas epístolas dirigidas a representantes de los poderes políticos y religiosos occidentales, se afirma el carácter dócil y altamente asimilable de los habitantes del África negra y se sugieren las ventajas económicas para los españoles relacionadas con la colonización de la zona y con la explotación de sus habitantes.

23. Aunque la mención del oro no está presente en ese pasaje, se debe tener en cuenta que, según Lowe, «the association between gold jewellery and Africans seems to have persisted in the visual record even in the very changed circumstances of black African slavery in Europe, probably because iconographically these African slaves and servants were being used simultaneously as markers of richness of the continent of Africa, as a embodiments of their inferiority in a European context» (2005: 24).

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La sujeción potencial del africano de raza negra es subrayada en el texto mediante la leyenda del Preste Juan, el poderoso emperador cristiano de Etiopía, cuyo nombre y localización son discutidos por los distintos autores que lo tratan, desde Mandeville hasta Antonio de Torquemada.24 Mármol Carvajal marca tanto el carácter mítico como la identidad occidental de este poderoso emperador cristiano de Etiopía, al informar que su «estado y majestad [...] era tan grande que ciento y veinte años atrás, mostraba ser más divino que humano, en tanta manera que muchos señores y reyes sus vasallos no le podían ver el rostro [...]. Mas [...] se fizo más afable, y se dexaba ver y comunicar de la gentes, especialmente quando supo de los portugueses que aportaron en aquella tierra las costumbres de los reyes de Europa» (Descripción 19v). Es necesario considerar que en el momento en que Mármol Carvajal escribe su obra, la leyenda del Preste Juan había perdido el impacto que poseía en la Edad Media.25 Tras los primeros contactos entre los portugueses y el imperio abisinio en la primera parte del siglo XVI, la posibilidad de hacer del poderoso emperador de Etiopía un aliado para hacer frente al común enemigo musulmán, que subraya el mito, ha dejado de tener eficacia política (Fra-Molinero 2005: 341). Aunque Mármol Carvajal deja a un lado la problemática relacionada con la contradicción entre la condición cristiana de los africanos y su potencial como esclavos, la referencia a la leyenda de una comunidad evangelizada en África invulnerable a la presión del Islam le es útil para dar énfasis al enorme potencial de sus pobladores para asimilarse a las tradiciones y al sistema de valores europeos, y someterse de este modo a la autoridad de Occidente. Mármol Carvajal, que incorpora en su texto parte de la información contenida en la Descripción de África de León, ignora las repetidas referencias del autor de origen musulmán a los rasgos comunes entre europeos y norteafricanos para centrarse en la diferencia del habitante del África subsahariana. En definitiva, el texto de Mármol 24. Antonio de Torquemada, aunque sí discute en Jardín de flores curiosas (1570) la localización del Preste Juan en Etiopía, mantiene el carácter cristiano original de los etíopes, que se «precian ellos de ser los primeros cristianos que hubo en comunidad en el mundo» (1982: 242). 25. Lawrence alude a un pasaje del Viaje de Turquía (1557), en el que el juego de palabras «Petro Juan» es indicativo de lo poco en serio que se toma esta leyenda medieval en la España durante la época de la expansión colonial (1992: 316).

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Carvajal no sólo contrasta el carácter violento de los musulmanes del norte con la docilidad de los habitantes de raza negra, sino que destaca la facilidad con que éstos asimilan los valores culturales europeos, tal como demuestra su disposición a convertirse al cristianismo. La inclusión en la obra de epístolas de monarcas africanos en que éstos afirman su fe cristiana y la referencia al mito del Preste Juan sugieren la facilidad con que se podría llevar a cabo la colonización de la zona. Por consiguiente, la experiencia de Mármol Carvajal como cautivo en poder de los musulmanes permite la articulación de un discurso que, centrado en buena medida en los intereses comerciales de los españoles en África, se fundamenta en la presentación de una serie de bienes ampliamente valorados en los mercados occidentales y de un radical «otro» de raza negra definido por su capacidad para ser asimilado por el pueblo cristiano colonizador. En conclusión, la visión de África como centro de suministro de recursos naturales es evidente en la mayoría de los textos, especialmente en lo que se refiere a los caballos, uno de los bienes procedentes del mundo musulmán que más apreciados resultan en los mercados europeos. La importancia del ejemplar purasangre de esta raza equina, de cuya mezcla con el autóctono peninsular deriva el prestigioso caballo andaluz debe considerarse además en relación con la carga simbólica que adquiere su representación en el marco de la cultura renacentista. La imagen del caballo tiene la capacidad para expresar el prestigio de un bien único procedente de una nación que ha sido capaz de dominar el Islam, «domando» y «domesticando» a un «otro» infiel y a las manifestaciones más representativas de su civilización. También, el preciado metal del oro, base del sistema monetario de la temprana Edad Moderna hasta que es sustituido por la plata a mediados del siglo XVI, se presenta en los textos en una posición relevante que se corresponde con el hecho de constituir uno de los bienes originados de África más codiciados por los europeos. Por último, los cronistas ofrecen una visión del Magreb como centro de la trata de esclavos y punto de más fácil acceso al África subsahariana, de donde provienen la mayoría de los seres humanos que son capturados, maltratados y vendidos en un atroz mercado que pronto va a alcanzar una auténtica dimensión global. Mármol Carvajal, el cronista español del Renacimiento que más datos ofrece sobre los habitantes del interior del continente africano, siguiendo de cerca la obra de León el Africano, des-

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taca el potencial de los habitantes de raza negra para convertirse en mercancía de la que su máximo beneficiario sería el Estado español en caso de realizarse una intervención en el área. Mármol Carvajal no sólo contrasta el carácter violento de los musulmanes del norte de África con la docilidad de los habitantes de raza negra, por otro lado denostados en diversos segmentos textuales, sino que sugiere el potencial de estos para asimilarse a los valores culturales europeos, tal como demuestra su buena disposición para convertirse al cristianismo. En definitiva, sólo la ausencia de un proyecto sólido de explotación colonial en África por parte de la autoridad del Estado explica la escasa repercusión de estas obras en la sociedad de la época, así como que los esfuerzos de autores como Luis del Mármol Carvajal por acercar a sus compatriotas el contenido de la obra de León y la desconocida realidad económica del continente al sur del Mediterráneo hayan resultado en vano. Sin embargo, a pesar de su impacto limitado, no podemos negar el valor de estos discursos a la hora de trasmitir la existencia de una serie de aspiraciones coloniales que, por fortuna, los españoles nunca vieron cumplidas.

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DE ORIGEN MUSULMÁN Y LA CONSTRUCCIÓN DE UNA MASCULINIDAD SUBORDINADA

En la mayoría de los discursos expansionistas, la representación de rasgos del habitar de un «otro» de origen musulmán contribuye al establecimiento de una visión de su degradada masculinidad que permite al sujeto español de la época solventar preocupaciones relacionadas con la incómoda presencia del morisco en el territorio nacional, además de con la amenaza del poder otomano.1 Los cronistas colaboran en la difusión en Occidente del mito de la inferior masculinidad del hombre musulmán que se basa no tanto en serie fija de trazos dominantes como en una noción contradictoria definida por el aspecto del afeminamiento en combinación con los rasgos que marcan una naturaleza «hipermasculina». Estas contradicciones se relacionan con estrategias de origen colonial que se dirigen a presentar como afeminados a los individuos indígenas y a los que poseen raíces étnicas en el este de Turquía, incluyendo a los judíos de la diáspora, mientras que a los africanos se les suele describir en términos de su «hipermasculinidad» patológica (Hooper 2001: 72). Aunque la ambivalencia que

1. Los moriscos no constituían un grupo monolítico, ya que los que habitaban en Valencia gozaban de una situación más favorable y hacían gala de una mayor asimilación cultural que los de Castilla o Aragón, a los que les distinguía un modo de vida nómada. Los moriscos de Granada pertenecían a la minoría chiita, mientras que los valencianos era seguidores de la secta sunnita, que creían posible la salvación del musulmán bajo poder cristiano. El uso del árabe variaba de una zona a otra de la península y la literatura aljamiada era más cultivada en Aragón y en Castilla y poco frecuente en Valencia (García Cárcel 1987: 73-74). En general, no existe una visión monolítica del Islam al depender de la clase, la religión y el nivel de contacto con la cultura de cada autor, tal como sostiene Blanks (1999: 35).

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caracteriza la masculinidad del musulmán denota la naturaleza conflictiva de toda construcción ideológica, no logra invalidar su enorme importancia a la hora de determinar el carácter subalterno de la alteridad.2 En los discursos, la representación del hogar del musulmán deja entrever una actuación errónea que se halla determinada por un organismo deficiente que, como ocurre en el caso del morisco, se constituye en oposición al cuerpo masculino aristocrático al que es necesario purgar de todos sus contaminantes (Mariscal 1991: 42-44). Tal como señalan los textos renacentistas en el hogar del musulmán se llevan a cabo las manifestaciones de una sexualidad desviada mediante la que el sujeto cristiano viejo intenta justificar su estatus de superioridad. Se debe tener en cuenta que el entorno privado de un «otro» religioso o cultural lleva años constituyendo en España el blanco de la vigilancia inquisitorial, motivo por el que los ciudadanos son instruidos en el reconocimiento de hábitos y tradiciones que se presentan como pruebas irrefutables de la falsedad de la conversión. La Inquisición contaba para su funcionamiento con la colaboración de los ciudadanos, que debían delatar a sus vecinos, amigos e incluso familiares amparados en el secreto, puesto que no era necesario que su nombre apareciera a la luz pública durante el proceso. Tanto los edictos de Gracia como los edictos de Fe con los que se sustituyen a partir del 1500 forzaban a la delación a los culpables de una larga lista de ofensas que quedaban especificadas en los documentos (Roth 1964: 76-83).3 Las prácticas llevadas a cabo en el interior del espacio doméstico se convierten a la luz de las leyes promulgadas en la época en signos que delatan la fidelidad del cristiano nuevo a su antiguo credo, debido a que la cuestión religiosa se confunde con una herencia cultu-

2. Luisa Mirrer estudia las tensiones en la formación de la masculinidad del musulmán en la literatura medieval, demostrando que si en los romances medievales de tradición oral, la caracterización del moro se hace eco de los ideales masculinos compartidos con los cristianos, en los romances fronterizos de la Reconquista, su representación se fundamenta en la condición de hombre vencido, por lo que el énfasis en su temperamento dócil y en su cortesía contrasta con la violencia física y la actitud de intimidación del cristiano (1996: 45-49). 3. Sobre el asunto de la delación y de las visitas al entorno privado de los oficiales del Tribunal del Santo Oficio en el funcionamiento de los procesos inquisitoriales, véase, Kamen (1985: 161-169). Acerca de la importancia de la conformidad popular en el éxito de las prácticas inquisitoriales, véase Nalle (1992: xi-xviii).

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ral que debe ser erradicada. Resulta significativo que en el año 1567 sea aprobada por el Consejo Real de Madrid una pragmática de Felipe II que, poniendo fin a una etapa de relativa tolerancia por parte de las autoridades civiles y religiosas, decreta, entre otros, la prohibición de que los moriscos de Granada puedan cerrar las puertas de sus hogares en determinadas fechas. En general, el rigor represivo de las medidas contenidas en la Pragmática resulta una de las causas desencadenantes del levantamiento de las Alpujarras de 1568, dando lugar al inicio de un conflicto bélico que finaliza con la victoria de las tropas cristianas capitaneadas por Juan de Austria en 1571. Los cristianos trataron de evitar una nueva rebelión obligando a los moriscos a abandonar el sureste de la península e instalarse en zonas de Extremadura y de la Mancha. Éstos permanecieron en dichos lugares hasta la definitiva orden de expulsión que, decretada por Felipe III en 1609, afectó también a los moriscos residentes en Valencia y en Aragón. La obligación de mantener las puertas de los hogares abiertas es recibida con profundo pesar por los moriscos granadinos, tal como muestra el «Memorial» compuesto por su representante Francisco Núñez Muley. Dicho «Memorial», que hasta época reciente sólo se ha dado a conocer mediante la versión que Luis del Mármol Carvajal incluye en su Rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada (Málaga, 1600) (69-71), es dirigido al presidente de la Audiencia de Granada, Pedro de Deza, para persuadirle de que reconsidere la serie de disposiciones legales que se incluyen en el documento.4 Núñez Muley, en representación de todos los moriscos granadinos, se lamenta, por ejemplo, de la obligación impuesta por la pragmática de que los moriscos «en los días de las bodas y velaciones tuviesen las puertas de las casas abiertas, y lo mesmo hiciesen los viernes en la tarde y todos los días de fiesta» (Mármol Carvajal, Rebelión 67).5 El anciano morisco expresa una reacción de rechazo a otras prohibiciones que contie4. Núñez Muley era miembro de una familia de la nobleza nazarí y trabajó al servicio del arzobispo Hernardo de Talavera (Barletta 2007: 6-10). Pedro de Deza Manuel, defensor de la represión morisca, fue nombrado cardenal por Gregorio XIII en 1578 (ibíd.: 55). 5. Cito por el texto que Mármol Carvajal inserta en su Rebelión. El «Memorial» se puede consultar asimismo en un manuscrito independiente conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sobre este MS 6177 de la BN, véase Garrad (1954) Sobre la ediciones del «Memorial», remito a Barletta (2007: 18-20).

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ne la pragmática de 1567, tales como el uso de la lengua árabe, hablada y escrita, «en público y en secreto» (67), además de la utilización de ropa tradicional, lo que obliga a las mujeres a descubrir el rostro. Como explica Núñez Muley, en virtud de dicho documento legal se veta a las moriscas el uso de alheña, la celebración de bodas según los ritos tradicionales, el cultivo familiar de la música popular árabe, así como acudir a los baños públicos o bañarse en sus propias casas (67). Estas prohibiciones que se señalan en el «Memorial» no sólo afectaron a los moriscos de Granada sino que se hicieron efectivas también en Valencia tras la publicación del edicto (Chejne 1983: 10). La respuesta de Francisco Núñez Muley confirma el entendimiento del hogar del morisco como espacio clave para la producción de la diferencia étnica y la función primordial de la masculinidad del varón de la comunidad en su construcción. Es significativo que Núñez Muley reaccione ante el hecho de que la Inquisición de Granada castigue duramente a los moriscos que se lavaban o tomaban baños en sus casas, debido a la percepción de que la higiene personal constituía una costumbre islámica (Garrad 1954: 218). Resulta irónico que cuando el anciano morisco defiende el uso del tradicional hábito musulmán apunte los beneficios prácticos que representa el mismo para los cristianos viejos, teniendo en cuenta los efectos negativos para el organismo que se derivan de su práctica. Para el autor del «Memorial», los baños, «si en algún tiempo se quitaron en Castilla, fue porque debilitaban las fuerzas y los ánimos de los hombres para la guerra. Los naturales deste reino no han de pelear, ni las mujeres han menester tener fuerzas, sino andar limpias: si allí no se lavan, en los arroyos y fuentes y ríos, ni en sus casas tampoco lo pueden hacer, que está defendido, ¿dónde se han de ir á lavar?» (Mármol Carvajal, Rebelión 70-71). Núñez Muley apela a la creencia occidental de que el frecuente lavado corporal tiene como consecuencia un marcado debilitamiento físico. Covarrubias explica en su diccionario que la costumbre del baño provoca una disminución de la virilidad, pues hace a los hombres débiles y cobardes, tal como muestra un relato folclórico sobre la muerte de Sancho, hijo de Alfonso VI, durante la conquista de Toledo en 1085. Según dicho relato, Sancho fue vencido en la batalla de Vélez precisamente debido a la pérdida de fortaleza corporal que padece como consecuencia de los baños frecuentes a los que se hallaba acostumbrado, por lo que Alfonso VI mandó destruir todos los de la ciudad de Tole-

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do (citado por Barletta 2007: 85). El anciano morisco demuestra en el «Memorial» un convencimiento de que la supervivencia de su comunidad depende de su aquiescencia con un discurso hegemónico encargado de afirmar la degradada masculinidad de sus varones. Núñez Muley considera conveniente afirmar que el uso del baño entre los miembros de su comunidad repercute de manera positiva en la seguridad de la nación española al garantizar un control sobre los varones moriscos con objeto de defender a los miembros de su comunidad. Núñez Muley, que aboga por la utilización del baño dirigido a la higiene de las mujeres, trata de que se permita también en el caso de los hombres al emplear la estrategia de sugerir que el uso frecuente de esta medida de higiene provoca una merma del afamado instinto de agresividad del varón de origen musulmán. El hecho de que el anciano se muestre interesado en ofrecer un argumento a favor de una disminución de la virilidad de los hombres de su colectivo responde a un deseo de subrayar su carácter pacífico así como su conformidad absoluta con la autoridad del Estado español, teniendo en cuenta que a los moriscos se les prohíbe también la posesión de armas. Núñez Muley intenta contrarrestar la percepción entre los cristianos viejos de la masculinidad bestial e hiperbólica del morisco, tal como se observan en los textos de la época en los que sus cualidades físicas, en concreto, su notable resistencia corporal se sitúan en una primera línea en su representación (Martínez Góngora 1999: 179-180; 186). Francisco Núñez Muley parece ser consciente de hallarse inmerso en un proceso de carácter casi colonial que tiene como principal objetivo lograr la explotación económica del morisco mediante la afirmación su naturaleza subalterna. A Núñez Muley le conviene anular el sentido de amenaza que puede suscitar la presunta «hipermasculinidad» del morisco para la población cristiana, confirmando el sometimiento de los varones, y con ello, de toda la comunidad, a las autoridades políticas y religiosas. Para Núñez Muley, la oportunidad que otorga esta medida a los cristianos nuevos para invadir el espacio privado de los moriscos constituye el punto de la pragmática que mayor indignación provoca entre los integrantes de este colectivo en Granada, ya que libertad se da á los ladrones para que hurten, á los livianos para que se atrevan a las mujeres, y ocasión á los alguaciles y escribanos para que con

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achaques destruyan la pobre gente. Si alguno quisiere ser moro y usar de los aguadores y ceremonias ¿no podrá hacerlo de noche? Sí por cierto; que la seta de Mahoma soledad requiere y recogimiento. Poco hace al caso cerrar ó abrir la puerta al que tuviere la intención dañada; el que hiciere lo que no debe, castigo hay para él, y a Dios nada es oculto (Mármol Carvajal, Rebelión 70).

Además del testimonio de Núñez Muley, Mármol Carvajal recoge las reacciones de otros personajes moriscos que protestan airadamente contra el modo en que la autoridad civil niega el derecho de los miembros de la comunidad no sólo a desarrollar una vida auténticamente privada en el interior de sus hogares, sino a proteger sus propiedades y a sus moradores más vulnerables, las mujeres. Por ejemplo, Mármol Carvajal incluye el contenido de una carta descubierta por el marqués de Mondéjar en un libro religioso perteneciente al morisco Daud, uno de los instigadores de la rebelión de las Alpujarras de 1568. En la misiva, el autor se lamenta por el hecho de que los cristianos han mandado quitar la lengua arábiga y quien pierde la lengua arábiga pierde su ley; [...] Hannos abierto las puertas para que entre nosotros no haya males y pecados; hannos acrecentado el tributo y la pena, y han intentado de mudar nuestro traje y quitar nuestras costumbres. Aposéntase en nuestras casas, descubren nuestras honras y vergüenzas, y con semejante mal que este se debe deshacer todo corazón de pesar; todo esto después de tomar nuestras haciendas y captivar nuestras personas, y sacarnos con destierro de los pueblos (Mármol Carvajal, Rebelión 85).

La reacción de los moriscos ante la prohibición de cerrar las puertas de sus hogares es incluso más comprensible teniendo en cuenta el significado espiritual que adquiere el espacio doméstico en la cultura musulmana. Aun sin sospechar de la sinceridad de Núñez Muley en cuanto a su condición de perteneciente a la Iglesia católica, no cabe duda de que la herencia cultural y el peso de su antigua religión determinan una noción del espacio doméstico más próxima a la definida por el texto sagrado de los musulmanes que a la habitual entre los cristianos durante este periodo.6 6. Núñez Muley subraya la naturaleza cristiana y española de los miembros de su comunidad, afirmando que los rasgos que conforman la identidad morisca son los indi-

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Es necesario considerar que el Corán presenta reglas muy concretas con respecto al hogar, no sólo en lo que se refiere a las prácticas religiosas desarrolladas en su interior sino en relación con la vida social (Campo 1991: 20-24). El Islam conecta creencias doctrinales, cuestiones morales relativas a la diferencia entre el bien y el mal, así como nociones básicas asociadas con la pureza y lo sacrosanto de prácticas culturales que tienen lugar en el interior de los hogares, tales como las visitas sociales, las comidas comunales y el intercambio de saludos. El Corán establece una normativa específica de cómo debe conducirse el musulmán durante su visita a otras casas, lo que da a entender hasta qué punto la vivienda es considerada como un espacio inviolable, cuyos límites nunca deben ser traspasados desde el exterior. Dicha normativa colabora en la configuración de un concepto del hogar que se erige como una metáfora del cuerpo de la mujer, por lo que se relaciona asimismo con los temas del matrimonio y del adulterio (ibíd.: 21). Las normas que regulan al acceso al espacio doméstico son consideradas en la religión musulmana similares a las que rigen la exposición del cuerpo femenino, confirmando la fuerte asociación entre mujer y hogar que presentan las sociedades islámicas. Los autores cristianos no tienen ninguna dificultad para reconocer dicha relación, dado que durante el Renacimiento, incluso en los países en los que triunfa la Reforma, la casa constituye el centro de la experiencia femenina al quedar la mujer relegada a su interior debido a su exclusión del espacio público que es reservado en exclusiva al varón. La consideración de los ideales de pureza con los que el musulmán relaciona el cuerpo femenino y el interior del hogar, al considerar a ambos entidades inviolables, nos ayuda a entender el grado de alarma y desesperación que contiene la respuesta de Núñez Muley a la obligación establecida en la Pragmática de 1567 de que los miembros de su comunidad «tuviesen las puertas de las casas abiertas» (Mármol Carvajal, Rebelión 67). En consecuencia, lo negativo de la disposición oficial que fuerza a dejar las puertas de las viviendas de los moriscos abiertas debe ser entendida en relación con el significado sacro que el Islam

cadores formales de una variedad «regional» más de las múltiples que conforman el carácter de lo español. El autor del «Memorial» promueve una visión pluralista de la identidad nacional, en la que se da cabida una versión híbrida cristiano-musulmana (Fuchs 2001: 102).

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adjudica al espacio doméstico, tal como muestra Martínez Nespral, que nota asimismo las similitudes entre la arquitectura conventual y la casa árabe (2006: 124). Las declaraciones de los moriscos recogidas por Mármol Carvajal presentan una visión de sus hogares como blanco de la agresión de los cristianos viejos, lo que se corresponde con las imágenes del expolio de los bienes que los moriscos guardan en sus residencias y de los abusos a sus mujeres que incluyen las obras compuestas con motivo de las guerras civiles de Granada. Una vez más, en estos textos el espacio doméstico del morisco es asociado con el cuerpo de la mujer, en cuanto que en ellos recae la violencia étnica de los soldados cristianos. Mármol Carvajal denuncia el saqueo de los hogares de los moriscos por parte de los soldados imperiales que obtienen una sustancial ganancia mediante la venta de esclavas que capturan en sus ataques contra las principales poblaciones granadinas, además de, claro está, con el robo de sus bienes. Mármol Carvajal alude en concreto a la agresividad de los soldados cristianos en la localidad de Liroles, que liderados por Bernardino de Villalta «entraron impetuosamente por las calles y casas, mataron más de cien moros, y cautivaron muchas mujeres, y les tomaron gran cantidad de ropa y ganado» (Rebelión 156). También Hurtado de Mendoza menciona en la Guerra de Granada de 1527 los desórdenes causados por los cristianos viejos en las comarcas alpujarreñas durante el enfrentamiento. El poeta y diplomático granadino se refiere a un momento específico en el que «salió la gente de la comarca, cristianos viejos, a robar por los lugares, mujeres, niños, ganados» (368). Asimismo, Ginés Pérez de Hita remite en la segunda parte de sus Guerras civiles al maltrato que sufren los moriscos a manos de los soldados cristianos en una contienda en la que él mismo interviene como soldado (54). De modo similar, textos épicos de la época, tales como la Austriada de Juan Rufo y la Expulsión de los moriscos de España de Gaspar Aguilar, se hacen eco de la violencia que padecen las mujeres moriscas, cuyos ricos adornos eran objeto de la codicia de los cristianos viejos (Caro Baroja 2000: 126). En definitiva, la queja de Núñez Muley con respecto a las consecuencias de la prohibición a los moriscos de cerrar las puertas, debido a que, de esta manera, «libertad se da á los ladrones para que hurten» y «á los livianos para que se atrevan a las mujeres» (Mármol Carvajal, Rebelión 70), resulta legítima a la luz de los abusos que acompañaron a los esfuerzos del ejército

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imperial por reprimir la sublevación de los moriscos granadinos solo unos meses más tarde. La mayoría de estos autores se refieren en sus obras a las mal defendidas casas de los moriscos, estableciendo un paralelo entre las viviendas y las mujeres que las habitan, principales víctimas de los soldados cristianos. La relación entre el espacio del hogar y la mujer que establece estos recuentos de la contienda concuerda además con las descripciones del espacio doméstico que aportan los cronistas del norte de África y de Turquía. Por ejemplo, Antonio de Sosa brinda al lector un detallado cuadro del interior de las viviendas argelinas en el apartado de su obra dedicado al universo femenino. Sosa dedica cuatro capítulos de su primer libro a temas específicos de la mujer. En concreto, en el capítulo treinta, el autor se refiere a los usos matrimoniales de los argelinos, dando énfasis a la separación del novio y de la novia durante los festejos de la boda (I, 118-124); en el treinta y uno, da cuenta de las costumbres de las mujeres del área norteafricana con respecto al parto y a la crianza de los hijos (I, 125-129); en el treinta y dos, describe la ropa de moras, turcas y renegadas, destacando la riqueza de las joyas de las mujeres musulmanas (I, 129-134); mientras que en el treinta y tres, introduce una detallada pintura del interior de la esfera doméstica. Según Antonio de Sosa, los rasgos del habitar del musulmán se hallan intrínsecamente unidos al mundo femenino, por lo que titula significativamente el capítulo treinta y tres, «De los ejercicios de las mujeres de Argel y sus alhajas de casa». El autor aporta datos negativos sobre el hogar musulmán al criticar la tendencia a la pereza y la escasa actividad física de las mujeres argelinas que con excepción de unas cuantas labores domésticas elementales, «todo su negocio es estar sentadas o tendidas en sus esteras, o alombras, todo el día ociosas sin hacer algo, si no es comer y mascar de continuo» (I, 135). Según Sosa, esta actitud tan poco laboriosa de las mujeres constituye el motivo principal junto con la ineficiencia de sus maridos de la extremada simplicidad, el escaso confort, la carencia de lujos que caracteriza la experiencia doméstica de los argelinos (I, 139-140). Sosa añade como motivo de la limitada comodidad de los hogares de la ciudad norteafricana la fatídica tendencia al ahorro de los musulmanes, puesto que de manera similar a los moriscos en tierras peninsulares, «no gastan un real para ornamento de sus casa ni para el tratamiento de sus persona, por mucho dinero que tengan» (I, 140). Para Sosa, las

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casas de Argel destacan por la pobreza de su mobiliario (I, 140-141), así como por la escasa sofisticación de su cocina, de lo que las mujeres son las principales responsables (I, 141).7 En los textos sobre la guerra de las Alpujarras, la violencia contra las mujeres que habitan las desprotegidas casas de los moriscos se establece como un símbolo de la feminización de toda la comunidad, al colaborar en la construcción de la imagen de un enemigo que va a ser fácilmente derrotado.8 Dicha feminización se relaciona con el hecho de que, en general, la noción de que el cuerpo de la mujer se halla naturalmente subordinando al del varón fue transferida a otros grupos inferiores, tales como a los judíos y a los moros. Pero además de la naturalización de la asociación entre las diversas alteridades subalternas, para la mayoría de los autores de la época, es el comportamiento masculino que los musulmanes exhiben en el interior de sus viviendas el factor que determina la degradación de su identidad de género sexual, al constituir un reflejo de su afeminamiento o de su sexualidad hiperbólica y bestial. En las obras sobre las guerras de Granada, la casa del morisco no sólo alberga cuantiosos tesoros y mujeres ricamente adornadas que provocan la codicia y el violento deseo del soldado cristiano, sino que es el espacio en que se da rienda suelta a una conducta degenerada. De este modo, la descripción de Sosa de los hogares argelinos, así como la que ofrece el autor del Viaje de Turquía sobre la esfera privada de los turcos, a la que se atenderá en el próximo capítulo, constituyen excepciones de la escasa atención prestada en los textos de la temprana modernidad a las particularidades del habitar del musulmán. Por el contrario, la mayoría de los autores pasan por alto los detalles de la vida doméstica del musulmán para centrarse en los rasgos que definen su deficiente masculinidad. En general, la literatura de la época denota la fascinación del cristiano por los depravados hábitos sexuales del varón musulmán, justificando el interés de los autores en otros aspectos de la vida íntima del moro, turco o morisco.

7. Bunes Ibarra nota que en la mayoría de los escritos sobre el norte de África, a las mujeres musulmanas se les describe de una manera extremadamente negativa, justo lo contrario que la imagen de la «mora» que difunde la literatura de «maurofilia» (1989: 243). 8. Hurtado de Mendoza exime al rey y a la aristocracia de toda responsabilidad en los ataques a los moriscos culpando a los codiciosos soldados cristianos y a los oficiales de la Audiencia y de la Inquisición de Granada (Blanco-González 1970: 68-69).

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La representación literaria de la degradada masculinidad del musulmán incluye rasgos que oscilan entre la sexualidad hiperactiva y el afeminamiento. Incluso en las obras que muestran un contenido de «maurofilia» más evidente se fomenta la imagen del moro apasionado, sensual y, en ocasiones, escasamente viril. Por ejemplo, en El Abencerraje, la belleza, el atractivo erótico y el exceso emocional de su protagonista moro constituyen importantes elementos de su caracterización, contribuyendo a su feminización. Recordemos que la profunda tristeza de la expresión de Abindarráez y su frecuente emisión de suspiros contradice su valiente actuación en batalla, causando que se oponga a la figura ejemplar representada por Narváez (Avilés 2003: 461; Bass 2000: 456-459). También Pérez de Hita incluye en la primera parte de su Guerras civiles (1601) una descripción de la vida de la corte nazarí en la que el comportamiento irracional y la falta de autocontrol de los moros granadinos se presenta como la fuerza desencadenante de las luchas entre Abencerrajes y Zegríes. Los celos de Boabdil por la supuesta infidelidad de su esposa son el motivo principal que da origen al conflicto entre las dos familias que culmina con el asesinato de los Abencerrajes (Pérez de Hita 170-171). El comportamiento de los musulmanes constituye una negación de los ideales de autodisciplina y dominio sobre uno mismo que difunden los manuales de conducta masculina compuestos por los escritores erasmistas durante el Renacimiento. Se debe recordar que estos tratados de pedagogía contribuyeron de modo decisivo al establecimiento del ideal de autocontrol que constituye el principio que separa el comportamiento civilizado del barbárico (Elias 1978: 83-84). De acuerdo con Norbert Elias, es De civilitate (1530) de Erasmo la obra que determina el paso a un nuevo modelo de masculinidad fundamentado en la inhibición de los impulsos físicos y en el control de las propiedades externas del cuerpo (ibíd.: 55-59).9 La promiscuidad del musulmán que los europeos suelen atribuir a la excesiva permisión coránica en material sexual despierta la imaginación del cristiano viejo, tal como muestra el tratamiento literario de los últimos momentos de la vida de Fernando Valor, el líder de los 9. Según Barbara Correll, la acumulación de técnicas corporales en la que se fundamenta la nueva reglamentación de la conducta propuesta por Erasmo conduce al nacimiento del concepto moderno de masculinidad (1996: 71).

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moriscos que cambia su nombre al de Aben Humeya una vez que retorna al Islam. La mayoría de los autores que escriben sobre la guerra civil de Granada incluyen detalles similares con respecto a los sucesos ocurridos durante la noche en la que Aben Humeya fue detenido por sus antiguos compañeros de armas, ahora sublevados en su contra. En estos textos se apunta la conducta lujuriosa del joven descendiente de los Omeyas como el motivo principal de su caída. Según Hurtado de Mendoza, el líder morisco es sorprendido en ese momento «desnudo, medio dormido, y vilmente entre el miedo y el sueño, y dos mujeres, embarazado de ellas, especialmente de la viuda amiga de Diego Alguacil que se abrazó de él» (293). Pérez de Hita se refiere en términos similares a un Aben Humeya que fue detenido cuando sus perseguidores «entraron al aposento donde dormía con dos mujeres al lado» (239). Luis del Mármol Carvajal también insiste en su Rebelión en la circunstancia de que el líder de los moriscos fue hallado en su cama acostado con dos mujeres; y destaca la débil naturaleza del joven que, habiendo sido avisado con antelación, pudo haber evitado ser prendido si no hubiera sucumbido al poder de las bajas pasiones. Aunque el líder de los moriscos tenía preparado un caballo para huir, prefiere acudir a una zambra nocturna de la que retorna cansado por lo que va a dormir para ser capturado, horas más tarde, como señala Mármol Carvajal, «acostado durmiendo entre dos mujeres, y que una era aquella prima de Diego Alguacil, y que ella misma se abrazó con él hasta que llegaron a prenderle» (Rebelión 156). Esta situación deja de constituir un detalle anecdótico para convertirse en estos escritos en la causa que precipita el fracaso final de Aben Humeya. El énfasis en el exceso sexual del cabeza de los rebeldes moriscos concuerda con la negativa caracterización de los varones pertenecientes a esta minoría étnica que difunden los textos propagandísticos a favor de la expulsión compuestos al final del siglo XVI. En general, la desmedida lascivia de los hombres moriscos constituye uno de los argumentos más utilizados en la defensa de la extirpación definitiva de la comunidad del cuerpo del Estado español.10 El tratamiento de la

10. La sexualidad hiperbólica del varón musulmán aún constituye un lugar común en épocas más recientes, tal como apunta Gilmore, que en su estudio sobre la masculinidad mediterránea contemporánea incluye el testimonio de un individuo que afirma:

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figura del musulmán en la literatura del periodo muestra una fascinación por su sexualidad, lo que explica gran parte de la curiosidad del cristiano hacia su entorno privado, considerado como un espacio transgresor. La casa del morisco se transforma en un poderoso significante encargado de propagar su diferencia, permitiendo al cristiano viejo el reconocimiento de las conductas que se desvían del código moral vigente. Aspectos como la exagerada sexualidad y la extraordinaria capacidad reproductiva del varón de origen musulmán, tal como se observó en la introducción, funcionan para dar forma a la imagen estereotípica del morisco en las diversas polémicas que se suceden en el periodo de difícil convivencia que va desde la conquista de Granada hasta la expulsión decretada por Felipe III en 1609.11 La insistencia durante la época en la desmesurada sexualidad del hombre de procedencia islámica denota el temor de los cristianos viejos ante el incontrolado aumento de la población morisca, lo que se presenta como una de las consecuencias más lamentables de la tendencia a la lujuria de sus varones (Perry 2005: 54). Dicho comportamiento sexual, tan alejado de la moral católica, es un resultado de lo relajado de la doctrina musulmana en relación con la sexualidad. Por ejemplo, el erasmista Bernardo Pérez de Chinchón relaciona en su Antialcorano (Valencia, 1532) la exagerada capacidad reproductiva del morisco con la práctica de la poligamia, refrendada por el Corán y comenta que «ay muy poca differencia del moro a un barraco de puercas, que uno solo las empreña a todas» (228).12 Pérez de Chinchón señala la descripción del paraíso que contiene el Corán como el origen

«everyone knows [...] that [the Moors] have sexual organs twice the size of the Europeans. They are all satyrs» (1987: 129). 11. Para un resumen de las principales ideas de la polémica, véase Perry (2005: 142148). Sobre los defensores de la asimilación, véase Márquez Villanueva (1984: 80). Acerca de los partidarios de la expulsión, remito a Domínguez Ortiz y Vincent (1978: 71). Para más información sobre las cartas que Juan de Ribera dirige a Felipe III, convertidas en la justificación teológica de la expulsión, véase Ehlers (2006: 126-157). Respecto a la expulsión, véanse Domínguez Ortiz y Vincent (1978: 159-200), Caro Baroja (2000: 224-239) y Márquez Villanueva (1984: 64-110). 12. Sobre la labor de Pérez de Chinchón como traductor de Erasmo, consúltese Bataillon (1950: 284-285). Pérez de Chinchón compone además del Antialcorano los Diálogos cristianos contra la secta mahomética (1535) con un propósito similar de contribuir a la solución del problema doctrinal y político que supone la apostasía de los moriscos valencianos.

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de la conducta lasciva del musulmán, al incluirse en la misma una promesa de goce carnal permanente mediante la que, a su juicio, se intenta hacer lícita la actividad sexual inmoderada. El autor critica en el Antialcorano, compuesto con la intención de que fuera utilizado como instrumento de conversión y evangelización de los moriscos, la falsedad del Corán que «promete comer y bever y luxuriar en el paryso de vuestra ley y otros deleytes del cuerpo: como son estar echados en camas ricas y besar, y tocar aquellas vírgenes tan hermosas que hos promete mahoma» (159). Al igual que la mayoría de los comentadores medievales y renacentistas cristianos del Corán, Pérez de Chinchón se refiere al paraíso de Mahoma en términos de los deleites sensuales que promete y denuncia la errónea libertad sexual que autoriza (Vitkus 1999: 223-224). El escritor y traductor encuentra el origen de la masculinidad degradada del morisco en la excesiva permisividad en materia sexual con la que se relacionan las creencias musulmanas. Según afirma en el Antialcorano, los seguidores del Islam experimentan una pérdida de virilidad en el momento en que cumplen con ciertos mandamientos coránicos como, por ejemplo, el del Ramadán (223). Para este autor, al celebrarse esta festividad durante el verano, el cansancio provocado por el calor y el ayuno debilita el organismo masculino que no sólo conduce al varón a un comportamiento promiscuo sino a una merma de su hombría. Según Pérez de Chinchón, el ayuno durante el Ramadán «por una parte mata la carne, y la aflige demasiadamente ayunando de sol a sol, y por otra parte la corrompe y haze lujuriosa» (223). Aunque Pérez de Chinchón alude en su texto a la tendencia de los hombres de procedencia islámica a cometer el «pecado nefando» (282), conviene aclarar que, en el caso del varón morisco, la degradación de su masculinidad no se efectúa en los textos mediante la acusación de sodomía frecuente en la representación del «otro» musulmán en la cultura occidental. En lo que respecta a la imagen del morisco en las obras compuestas en España durante este periodo, sólo un autor, fray Diego de Haedo, demuestra «una obsesión anal pronunciada», tal como afirma Perceval (1997: 172). En cambio, en la mayor parte de los textos de este periodo no se les suele acusar a los moriscos de incurrir en sodomía, sino que se les culpa de establecer frecuentes y sospechosas relaciones con las mujeres, «con las que andan en tratos carnales y gustan su compañía» (ibíd.). Esto le sirve a Perceval para concluir que

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«más que de homosexualidad se trataría de amaneramiento, el muy español “calzonazos”» (ibíd.). Por el contrario, en los discursos renacentistas sobre el norte de África, el aspecto de la sodomía a la que se entregan los hombres de la región es utilizado por sus autores como prueba de su inferioridad moral y carácter incivilizado.13 Por ejemplo, Mármol Carvajal incluye en su Descripción general de África un detallado cuadro de los vicios de los morabitos, que «dizen los barbaros, que están inflamados del amor diuino, y el que mas se trauaja en esto es tenido por mas sancto, luego se llegan unos moçuelos desgarbados, que traen consigo a manea de discípulos, y alçandolos del suelo los abraçan y besan muchas vezes, y los lleuan a sus hermitas» (60v). Mármol Carvajal sigue informando sobre las costumbres de los morabitos, que van vna infinidad dellos desnudos y descalços, mostrando sus verguenças a las gentes. Y ay muchos, que fingiendose locos, hazen grandes bellaquerías: y acaece en medio de las plaças, y de las gentes, llegarse a las bestias y tienen acesso con ellas, y con otros animales: y si se les antojan también hazen lo mismo con las mugeres casadas o doncellas que les parescen bien (Mármol Carvajal, Descripción 60r-v).

El autor de la Descripción ofrece datos que prueban la bestialidad y la naturaleza viciosa de los pertenecientes a estas sectas musulmanas que son proclives a la zoofilia y realizan prácticas sodomíticas, debido a que, aunque «no se han de casar [...] les es licito traer consigo vnos moçuelos que les siruen de mancebas» (60v). Antonio de Sosa confirma la opinión de Pérez de Chinchón de que la afición a la sodomía y, en general, la hiperactividad sexual del musulmán constituyen las consecuencias directas de la excesiva permisividad del Islam hacia los pecados de la carne. De acuerdo con Sosa, «conforme a la doctrina de Mahoma, la fornicación simple no la tienen por pecado, y son tantas las rameras (con no haber entre ellos ni ser lícito burdel alguno), que ellos mismos dicen que no hay mujer en

13. Sin embargo, León el Africano critica a los dueños de ciertas posadas de Fez que se visten como mujeres y mantienen a sus jóvenes efebos, y hace hincapié en la escasa tolerancia hacia la homosexualidad existente en este reino, mediante lo que trata de corregir este lugar común europeo (León el Africano 128).

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Argel que no lo sea, y no sólo con los turcos y moros, pero con los mismos cristianos, a los cuales importunan y van a buscar a sus casas» (I, 176). En términos semejantes a los del autor del Viaje de Turquía, tal como se comentará abajo, Sosa afirma que es la sexualidad desviada del varón argelino, más interesado en sus «garzones» que en sus esposas lo que explica la falta de sujeción de la mujer argelina a las normas que la sociedad impone sobre las féminas: «con la que ocasión [...] de que todas las mujeres van tapadas y caminan tan libres por la ciudad, y los maridos tan poco caso hacen dellas y aman tanto a los garçones, rara la que es casta, especialmente que hay infinitas alcahuetas celestinas que no viven de otro oficio y ninguna es castigada» (I, 176). Por lo tanto, el motivo que explica el comportamiento transgresor de la mujer argelina es el interés de sus maridos en entablar relaciones sexuales con otros hombres. Con objeto de ilustrar el comportamiento vicioso de los musulmanes, Antonio de Sosa afirma que con la excepción de algunos artesanos, en Argel «los demás todos viven una vida bestial, de puercos animales, dándose continuamente a la crápula y lujuria, particularmente a la hedionda y nefanda sodomía, sirviéndose de mozos cristianos que compran para ese vicio, que luego visten a la turquesca, o de hijos de judíos y de moros de la tierra y de fuera de ella» (I, 176). Aun más, según Sosa, entre los hombres argelinos, la sodomía se tiene, como diximos, por honra, porque aquel es mas honrado que sustenta más garçones y los celan más que las propias mujeres e hijas, si no es a los viernes y pascuas, que los sacan a pasear muy ricamente vestidos, y entonces concurren todos los galanes de la ciudad y muchos que presumen de graves, a requebrándose con ellos ofreciéndoles ramilletes de flores y diciéndoles sus pasiones y tormentos (Sosa I, 176).

Sosa considera que cualquier padre debería vigilar a su hijo, «si lo quiere sin este vicio», pero es difícil de tan frecuente que resulta en Argel, que no se encuentra ningún turco, corsario o renegado que «no lleve su garçón que le sirva de cocinar y de acompañar en la cama» (I, 176). De acuerdo con el autor de Topografía, siendo la sodomía tan estimada en Argel y tan públicamente, acostumbran los barberos, por tener mayor ganancia y más concurso de gente en sus boticas que rapen [...] a los turcos, renegados y moros, y son dellos tan

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continuamente festejados como si fuesen las más principales damas del mundo; y, en efecto, las boticas de barberos son unos públicos burdeles (Sosa I, 176).

También para la mayoría de los cronistas, los cautivos y renegados suelen ser los que mayor ahínco se entregan a esta práctica sexual, convirtiéndose muchos de ellos al Islam movidos únicamente por la intención de dar rienda suelta a sus depravadas tendencias. En conclusión, el hogar del musulmán no sólo representa para los autores renacentistas el receptáculo de su diferencia, sino que se convierte en un poderoso significante que expresa la curiosidad del sujeto cristiano ante la supuesta libertad sexual de un «otro» al que se trata de someter. El temor del cristiano viejo ante las consecuencias económicas de los hábitos privados de los moriscos es una de las razones principales que justifican su interés en su entorno privado, cuya vigilancia queda refrendada por la maquinaria inquisitorial. En la mayoría de los textos, la imagen del hogar, aun asociada con el cuerpo de la mujer, se establece en contraste con el sentido espiritual que el Islam otorga al espacio privado, para configurarse en plena correspondencia con la sexualidad degenerada de sus varones. En las obras de Hurtado de Mendoza, Pérez de Hita y Mármol Carvajal la casa del morisco alberga tesoros materiales y es habitada por mujeres que provocan el deseo y la codicia del cristiano viejo. Además, la violencia que los soldados imperiales ejercen contra las mujeres moriscas simboliza la feminización de un enemigo que va a ser derrotado, contradiciendo otras representaciones que subrayan la enorme resistencia física y la prodigiosa capacidad reproductiva del morisco. La residencia del morisco constituye en la mayoría de las obras renacentistas el centro de la depravación moral causada por el erróneo comportamiento sexual de sus moradores. En este sentido, tal como se comprueba en los discursos españoles sobre Turquía y el Magreb, el entorno privado del habitante norteafricano no hace sino confirmar la naturaleza salvaje, bárbara e inferior del musulmán, cuya única esperanza de regeneración se halla en la acción salvadora de una potencia cristiana.

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La representación del espacio doméstico del turco en el Viaje de Turquía aporta importantes datos sobre la composición del hogar en la sociedad otomana, lo que responde en parte a la curiosidad del cristiano viejo por el tipo de conductas transgresoras que tenían lugar en la casa del morisco, dada la confusión entre los términos «turco» y «moro» que muestra el propio texto (121). En el Viaje de Turquía, el espacio doméstico se convierte en un receptáculo más de la diferencia cultural y religiosa del turco, que resulta conveniente al autor con objeto de poder neutralizar la imagen idealizada del imperio otomano que presenta en numerosos segmentos de la obra. La preocupación de que la visión positiva de Turquía y de sus habitantes contradiga la obligatoria posición de inferioridad de un «otro» musulmán con respecto al sujeto cristiano determina la insistencia por parte del autor del Viaje de Turquía en ciertos estereotipos que, difundidos en Occidente, se relacionan con la lujuria y la barbarie del turco. Las referencias en el texto a la circuncisión, la poligamia y a la sodomía colaboran en la construcción de un «otro» del que es necesario oponerse. Las repetidas alusiones al modo en que las convenciones domésticas del ciudadano del imperio otomano se construyen en oposición a las occidentales responden a la preocupación del sujeto español ante los fenómenos de mezcla y similitud que exhiben el entorno doméstico del turco. Dichas alusiones, unidas a la referencias frecuentes a la masculinidad degradada de varón de esta nacionalidad, cumplen la función de marcar la separación y la distancia con el enemigo infiel, necesarias para la constitución del sujeto español de la temprana modernidad. Como explica Vitkus, que investiga el encuentro de Inglaterra con el poder otomano, la identidad turca constituía para los europeos un 199

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concepto inestable (2003: 16). A los turcos se les caracteriza por su pertenencia a un pueblo desarraigado sin una identidad étnica fija, formado por ladrones y advenedizos, muchos de ellos renegados procedentes de todas las demás naciones. Puesto que el Islam es considerado por la mayoría de los tratadistas europeos como una religión híbrida per se, lo que supone el principal indicio de su falsedad, en manos de los turcos, el credo se convierte de modo aun más evidente en una doctrina amorfa y heterogénea que equivale al tipo de «lingua franca» empleada por los habitantes de Argel (ibíd.).1 El sentido de multiculturalismo y diversidad que para los europeos caracteriza a los territorios dominados por el Islam se intensifica en el caso de las localidades bajo el poder otomano, en las que judíos, cristianos y musulmanes conviven de forma pacífica participando en la vida económica del imperio. La admiración hacia ciertos aspectos de la organización política y social de la sociedad otomana que muestran las obras del periodo provoca la ansiedad del sujeto cristiano cada vez más preocupado por el avance territorial de un poder islámico que se extiende hacia Austria, Alemania y Polonia (Vitkus 2003: 19-20). La existencia de numerosas alianzas entre las naciones cristianas y el imperio otomano, sobre todo las establecidas con Francia, agudiza la preocupación de humanistas e historiadores que expresan su alarma ante la capacidad de este tipo de pactos para poner en peligro la noción de una Europa cristiana unida en su enfrentamiento a un común enemigo musulmán. Por ejemplo, Juan Luis Vives critica duramente en su discurso «Quan misera esset vita christianorum sub turca» a aquéllos que «por odio hacia algunos príncipes o naciones, preferirían someterse al turco y a algún príncipe cruelísimo que a ellos» (380). Vives, que incluye el discurso en De concordia et discordia in humano genere (1529), obra dedicada a Carlos V, emplea el ejemplo de la Grecia sometida al imperio otomano y pregunta a los príncipes europeos si acaso creen, en verdad, que si llegaran a estar bajo el poder y la eficacia del turco, aunque en un principio disimule cuidadosamente y los juzgue dignos del título de amigos o de aliados, no iba a volver éste, sin embargo, a sus costumbres patrias [...] de manera que nadie poseyera ni un pie de tie-

1. En Don Quijote (2008: I, 41), Cervantes se refiere a dicha «bastarda lengua» en la «Historia del cautivo» (I, 549).

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rra que pudiera llamar suyo, y todos fueran y se llamaran siervos y esclavos suyos, y tuviera que ofrecer, sin excusa o sin demora, la cerviz a cualquier verdugo inmundo enviado por este (Vives 388).

Para Vives, «será ésta una venganza de Dios, dura ciertamente pero sin embargo justa: que quien no haya podido soportar a un cristiano, igual y hermano suyo, quede sujeto a una servidumbre de condición extrema bajo un señor absolutamente cruel» (388). También Francisco López de Gómara se lamenta en su Crónica de los corsarios Barbarroja (1545) dirigida al marqués del Astorga y redactada, como él mismo declara, al tiempo que compone su obra sobre la vida de Hernán Cortés (13, 16), sobre las ocasiones en las que los príncipes cristianos han firmado alianzas con los turcos (33). López de Gómara destaca los pactos del emperador Constantino con el poder otomano durante la guerra contra Tracia, el de Luis Sforza, duque de Milán, enfrentado al rey de Francia, y los de Francisco I de Francia en sus luchas contra Carlos V en 1543 (33). De acuerdo con López de Gómara, todos los «que han llamado turcos en su favor y los han metido en sus tierras han sido contra cristianos, y ninguno de ellos ha alcanzado por tan mala vía lo que deseaba, antes todos los daños que de aquí han resultado han redundado sobre ellos» (33), advirtiendo del error de firmar tratados con el peligroso enemigo otomano. En los textos, la ansiedad producida tanto por lo complejo de la realidad turca y el reconocimiento de la superioridad del imperio otomano en determinados asuntos se incrementa al tener en cuenta los rasgos comunes que sus habitantes comparten con los españoles. Los fenómenos similares de mezcla étnica e hibridez cultural existentes entre ambas sociedades consiguen agravar la preocupación del sujeto español en su encuentro con el turco. Como muestran múltiples textos de la época, entre los que se incluyen obras de Miguel de Cervantes, la diversidad de orígenes de los ciudadanos del imperio otomano, que abarca un considerable número de renegados cristianos, así como su semejanza física con los españoles dificulta el establecimiento de una rígida separación entre el mundo cristiano y el musulmán en el contexto de la confrontación entre las dos superpotencias del Mediterráneo. Dicha dificultad permite constatar que los obstáculos para la configuración de la identidad nacional que se derivan de la ausencia de una diferencia estable entre el sujeto cristiano viejo y el morisco per-

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sisten más allá de las fronteras nacionales. Baltasar de Morales incluye en su Diálogo de las guerras de Orán la reacción enfadada de los soldados cristianos cuando son confundidos con «turcos del reino» por un grupo de norteafricanos (363). También Antonio de Sosa se refiere a la facilidad con la que los turcos se hacían pasar por cristianos con sólo cambiarse de ropa (I, 218) y al modo en que los musulmanes magrebíes muestran una preferencia por los cristianos sobre los turcos debido al maltrato humillante del que eran objetos por los representantes del poder otomano (I, 234-36). La ausencia de una distinción neta entre turcos y españoles basada en la apariencia física es expresada por Pedro Barrantes de Maldonado al narrar las diversas entradas del enemigo otomano a Gibraltar en fechas anteriores al saqueo que sufrió la ciudad en 1540. Barrantes destaca además de la ayuda que los turcos reciben de los cautivos renegados nativos de la región al sur de la península, la facilidad con la que aquéllos se hacen pasar por españoles con sólo vestirse a la cristiana, dada su habilidad para incluso hablar en «lengua castellana» (69). Como informa López de Gómara en su descripción de Barbarroja, éste «sabía muchas lenguas y preciábase de hablar lo castellano, y así, casi todo su servicio era de españoles» (132). Significativamente, López de Gómara comenta respecto a Oruch Barbarroja, que «no es turco, digo moro de África, ni español, como algunos piensan, sino turco, hijo de renegado y nieto de cristiano» (35), subrayando el cruce frecuente de identidades y la permeabilidad cultural existente en el mundo mediterráneo. También los textos sobre el encuentro de los españoles con el norte de África y Turquía exhiben una profusión de referencias sobre los jenízaros, soldados de procedencia cristiana que pertenecen al cuerpo de élite de los ejércitos otomanos, los renegados, así como acerca de los cristianos que pasan por turcos.2 Dichas alusiones, unidas a la caracterización de los turcos como individuos de piel clara, que introducen la mayoría de los autores españoles (Mármol Carvajal, Descripción 129r, Viaje de Turquía 437), provocan la ansie-

2. En las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita, unos caballeros cristianos se visten de musulmanes para defender a la sultana de Granada, acusada de adulterio, haciéndose pasar por «turcos de nación, genízaros e hijos de cristianos» (226), lo que supone, según Fuchs, una grave perturbación de las categorías del texto, al confundirse los españoles con su «otro» más radical (2001: 58).

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dad del individuo de la época, para el que la toma de contacto con la realidad del imperio otomano hace difícil el establecimiento de una separación estable entre los mundos cristiano y musulmán. En el Viaje de Turquía la visión del imperio otomano como espacio utópico construido según los parámetros establecidos por pensadores europeos del Renacimiento causa la ruptura de las oposiciones español/turco, cristiano/musulmán. La problemática de una visión positiva de Turquía determina la inclusión de una serie de rasgos negativos que se corresponden con la visión europea del musulmán como personificación de la lujuria y de la barbarie. La atención a detalles concretos de la vida privada del turco facilita la entrada en el diálogo de datos importantes sobre la especificidad de un «otro» musulmán, produciendo un efecto de contrapunto a la visión utópica del imperio otomano que ofrece la obra. El autor del Viaje de Turquía parte de una confusión entre los términos «turco» y «moro» que, aunque no es compartida por la mayoría de los autores de la época, le resulta necesaria a la hora de validar la información sobre los diversos aspectos que conforman el espacio doméstico del turco en un momento en el que el cristiano viejo debe colaborar con las autoridades civiles y religiosas en la persecución y la erradicación de la heterodoxia. La representación de ciertos rasgos del habitar del turco facilita una constatación de sus coincidencias con el interior de los hogares españoles de la época, lo que suscita la emergencia de una preocupación ante lo problemático de una herencia cultural compartida. Tal preocupación motiva los esfuerzos del autor de texto por afirmar la radical diferencia del turco mediante la mención de las conductas erradas realizadas en el interior de una esfera privada que se construye en contraste con la cristiana. Aun más, la representación en el Viaje de Turquía del espacio doméstico del turco muestran las tensiones entre una visión «orientalista», en la que la distinción entre las categorías de Oriente y Occidente se polariza, según apunta Said (1978: 46), y otra que permite afirmar una base común a ambas realidades. La descripción que ofrece el texto sobre el hogar turco problematiza el mantenimiento de una oposición radical entre la esfera de influencia cristiana y la musulmana. El autor del Viaje de Turquía alude a una situación histórica del mundo mediterráneo de la época, en el que, como se observó antes, las relaciones entre turcos y europeos se hallaban mar-

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cadas por la existencia de un activo intercambio comercial que trasciende la polaridad observada por Edward Said. En su dedicatoria al rey Felipe II el autor del Viaje de Turquía propone «pintar al bibo en este comentario a manera del diálogo a Vuestra Majestad el poder, vida y costumbres de su enemigo, y la vida que los tristes cautibos pasan» (89). El anónimo autor subraya la importancia de la información que suministra sobre el poderoso enemigo situado al otro lado del Mediterráneo para la continuidad de la empresa imperial que lidera el monarca español. Como se ha notado en la introducción, en la dedicatoria, el autor desea a Felipe II que «con felices victorias conquiste la Asia y lo poco que de Europa le queda» (94). Sin embargo, no deja de advertir sobre la inviabilidad de enviar una cruzada contra el turco en un momento en el que las distintas naciones europeas se hallan enfrentadas por las luchas religiosas entabladas entre católicos y protestantes.3 A pesar de que el principal propósito de la obra es dar a conocer al rey Habsburgo las características más destacables de la sociedad del Estado otomano, la dedicatoria revela un reconocimiento de las escasas posibilidades de éxito de un proyecto encaminado a lograr una expansión territorial hacia Oriente en un momento histórico marcado por la fragmentación de la cristiandad y la debilidad de la política imperial (90-91). La confrontación de España con una potencia rival que parece haber resuelto con mayor éxito el gobierno de una extensa población heterogénea contradice el sentido de la superioridad mediante el que se intenta justificar la conquista de Turquía y su incorporación al imperio español enunciados en la dedicatoria. Como han notado varios críticos, el autor del Viaje de Turquía introduce una valoración altamente positiva de la sociedad otomana del siglo XVI.4 Marie-Sol Ortola destaca la naturaleza utópica de la Tur-

3. Según Delgado-Gómez, «la comparación de culturas se establece en términos positivos de igualdad» (1987: 48), por lo que el autor de esta obra se sitúa en la línea de imparcialidad de Busbecq, embajador del imperio austrohúngaro en Turquía, y Belon, cuyo objetivo principal era recopilar información para Francisco I sobre el Mediterráneo oriental, a diferencia del tono de superioridad que domina la obra de Menavino, Spandugino y Nicolai (ibíd.: 39). 4. Para Delgado-Gómez la visión de Turquía del texto es «comprensiva, coherente e incluso en no pocos casos entusiasta» (1987: 42); Kincaid se refiere al «outright enthusiasm for the infidel» (1973: 59)

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quía representada, lo que prueba la familiaridad del autor con los ideales que sirvieron a Erasmo y a Moro para criticar los defectos de la sociedad cristiana de la Europa del Renacimiento (1986: 217). El Viaje de Turquía presenta una apreciación de diversos aspectos de la organización social del imperio otomano, tales como el sistema de justicia, la burocracia y la organización del ejército.5 Éste cuenta con un cuerpo de élite formado por los jenízaros de origen cristiano, de los que se destaca su gran fortaleza física adquirida mediante una rígida disciplina militar (Delgado-Gómez 1987: 45-48). Es importante observar que la admiración del Viaje de Turquía por la organización de la sociedad turca se basa en la valoración de las instituciones del ejército y de la burocracia, que constituyen los pilares en los que se fundamenta el Estado moderno para su constitución (Althusser 1970: 3). Además de la apreciación del autor por el éxito de los turcos en la formación de un moderno Estado centralizado, el texto hace una valoración positiva de otras características de la vida social de esta nación del Mediterráneo oriental, entre las que se destaca, por ejemplo, la existencia de un alto grado de movilidad social basada en el predominio del criterio del mérito sobre el linaje (Delgado-Gómez 1987: 48). La valoración por parte del autor de elementos tan relacionados con una matriz ideológica burguesa como los anteriores, se combinan con su aprecio por los hábitos frugales de los turcos, el prestigio de los oficios mecánicos en su sociedad y su excelente manejo de la actividad comercial. En la obra, los aspectos positivos de la realidad turca contrastan con la crítica de los problemas que aquejan a la sociedad española del momento, tales como la tendencia a la ociosidad de sus contemporáneos, su manía por el linaje, la hipocresía del clero y la falta de tolerancia religiosa existente (Delgado-Gómez 1987: 46-61). En el Viaje de Turquía se señala además la soberbia e ignorancia de sus compatriotas, la ineficacia de los sistemas de enseñanza y de justicia, la corrupción de la Iglesia, la superstición de los creyentes y la excesiva artificiosidad del ceremonial católico. Por consiguiente, la visión utópica del imperio otomano del Viaje de Turquía facilita la crítica de las

5. Vitkus nota algo similar en los textos escritos en Europa sobre el imperio otomano (2003: 19). López de Gómara también expresa su admiración por los turcos, quienes, según él «ejercitan mejor su intento que no españoles: guardan mejor la orden y disciplina de la guerra, tienen mejor consejo, emplean mejor su dinero» (31).

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deficiencias de la España de la época, al señalar la distancia entre el modelo representado por una superpotencia musulmana y una Europa bajo los efectos de diversos problemas religiosos, morales, políticos y económicos (Ortola 1986: 218-221; Ohanna 2011: 44-55). En este sentido el contenido del Viaje de Turquía coincide con el de la obra de Erasmo, Consultatio de bello turcico (1530), en la que el autor aprovecha la amenaza turca para denunciar el clima de vicio y de corrupción que domina la sociedad cristiana de la época. La tolerancia religiosa que impera en el territorio otomano en la que musulmanes, cristianos y judíos conviven pacíficamente es uno de los elementos básicos de la visión utópica de Turquía que presenta el texto, que se corresponde con la que define la sociedad ideal imaginada por Tomás Moro en su obra Utopía.6 Recordemos que en la obra de Moro, Utopus legisla la libertad de culto, permitiendo el apostolado a favor de cualquier credo religioso (Delgado-Gómez 1987: 61). En el Viaje de Turquía se destaca la existencia en la sociedad otomana de un sistema judicial que garantiza la aplicación igualitaria de la ley a «todos, ansí christianos como judíos y turcos» (409). Como vimos arriba, el autor subraya la perfecta armonía en la que conviven las diversas comunidades étnicas en Constantinopla, lo que se refleja tanto en el plan urbanístico de la ciudad como en la diversidad de su arquitectura sacra. La visión utópica de Turquía, basada primordialmente en el criterio de respeto a la diversidad religiosa, contrasta con la situación española del presente tras la pérdida de libertad de credo existente en la Edad Media, tal como apunta el personaje de Urdemalas al preguntar retóricamente: «En España ¿no solía haber moros y judíos?» (253). Los datos sobre la pluralidad religiosa del Estado otomano y la referencia a un pasado medieval en el que cristianos, judíos y musulmanes cohabitaban en el suelo peninsular, sugieren un desacuerdo con la agresiva política de unificación religiosa de la España imperial. El intento de explicar la realidad de la sociedad del imperio otomano en términos de un ideal utópico no invalida el reconocimiento por parte del autor del Viaje de Turquía de hallarse frente a una situación 6. La sincera espiritualidad de los turcos, demostrada en su sentido de la devoción y en el ejercicio de la caridad, es otro de los rasgos alabados por el autor del Viaje (Delgado-Gómez 1987: 54-55).

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histórica concreta en la que Solimán el Magnífico encabeza un poderoso imperio localizado en el extremo oriental del Mediterráneo.7 La necesidad de dar información sobre las particularidades de la sociedad turca que expone el autor anónimo del Viaje de Turquía en su dedicatoria coincide con el interés general de los europeos en esta nación. Dicho interés se desarrolla de forma paralela a la expansión del imperio otomano tras la fundación de la dinastía en el 1373, tal como se observa la abundancia de obras sobre el tema publicadas en la primera parte del siglo XVI.8 La caída de Constantinopla en 1453 en manos de Mehmed II marca el inicio de una etapa en la que los habitantes del continente europeo sufrieron la continúa amenaza de un poder musulmán capaz de arrasar los lugares más sagrados de la Cristiandad. Desde que Solimán el Magnífico se hace cargo del imperio turco en 1522, sus contemporáneos occidentales observan impotentes la portentosa y rápida extensión territorial llevada a cabo desde Oriente. Solimán conquista Belgrado y Rodas, dominando los Balcanes, alcanza la misma ciudad de Viena y su poderío naval en Mediterráneo se confirma mediante la toma de Argel y de Túnez (Lamouche 1953: 90102).9 El imparable avance turco en el norte de África resulta especialmente negativo para España debido a su interés político en la zona, evidente desde finales del siglo XV. El Viaje deTurquía fue compuesto hacia 1557, fecha en la que el acoso otomano coincide en España con una etapa de transición en la política imperial, marcada por el traspaso de poderes de Carlos V a su hijo Felipe II, el fracaso de la unidad católica europea, la ofensiva pro-

7. En la obra se alude también a elementos, personas y lugares concretos de la Turquía del siglo XVI (Delgado-Gómez 1987: 61-62). Serrano y Sanz mantiene que uno de los fragmentos perdidos del manuscrito original es una historia de los emperadores y sultanes de Constantinopla (Meregalli 1974: 193-194), lo que confirma el interés del autor por crear una apariencia de objetividad histórica. 8. En una bibliografía comentada de textos europeos sobre Turquía y el Islam, Göllner recoge 901 títulos de obras publicadas entre 1501 y 1551 (García Salinero 1995: 27). Entre las fuentes utilizadas por el autor del Viaje se encuentran las obras de Spandugino, Bassano, Georgievits, Belon, Münster y Rocca. Las Cartas de Busbecq parecen ser un préstamo improbable, puesto que no se publicaron hasta 1562 (García Salinero 1995: 36-42). 9. Sobre el origen y desarrollo del Estado e imperio otomanos, véase Köprülü y Leiser (1992: 71-118). Para un estudio comparativo del imperio otomano con otras naciones con características similares, remito a Barkey (2008).

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testante, la rivalidad de las potencias europeas y una fuerte crisis económica.10 La obra, escrita en forma de diálogo, se divide en tres partes correspondientes a dos jornadas y un apéndice, en los que se pretende informar, entre otros asuntos, sobre la realidad de Turquía y de sus habitantes. En el coloquio participan tres interlocutores de los cuales el principal es Pedro de Urdemalas, que es el encargado de transmitir la información adquirida durante su estancia en Constantinopla como cautivo del Sinán Bajá. Como explica Augustin Redondo, los tres personajes que integran el diálogo poseen nombres folclóricos que eran reconocidos por el lector de la época, lo que responde a la intención del autor del Viaje de Turquía de aportar un sentido de audacia y de amenidad a una obra concebida en el marco ideológico tradicional y represivo de la Contrarreforma (Redondo 1989: 67). En sus observaciones, Urdemalas se retrata como un hombre culto, experto en temas de medicina galénica, farmacia, lenguas extranjeras, técnicas de construcción de edificios y de navegación. El autor se desvía de la imagen folclórica y picaresca que difunden las comedias de Cervantes, Lope de Vega, Salas Barbadillo y Diamante sobre el personaje de Urdemalas. Los otros interlocutores del diálogo, Juan de Voto a Dios y Mátascallando, son dos embaucadores que se encuentran en el camino de Santiago y que se encargan de interrogar a Urdemalas e interrumpirle con comentarios y opiniones variadas.11 Además de los datos empíricos sobre la sociedad del imperio otomano, el Viaje de Turquía incluye ciertos elementos fundamentales para la construcción de una imagen negativa de la misma, en concreto, los relacionados con la especial sexualidad de los varones turcos, por lo que el texto coincide con la típica noción del sujeto europeo sobre Oriente, en la que prevalece una acumulación de deseos, represiones, inversiones y proyecciones (Said 1978: 8). Las referencias constantes a la circuncisión y a la sodomía como elementos determinantes de la identi10. Acerca del enigma de la autoría del Viaje de Turquía, Serrano Sanz atribuye la obra a Cristóbal de Villalón, al observar coincidencias entre los contenidos del Viaje y El Crótalon, compuesto entre 1555 y 1559, cuestión con la que Kincaid se muestra de acuerdo (García Salinero 1995: 15); por el contrario, García Salinero lo niega, rechaza también la opinión de Bataillon, que considera el Viaje obra del doctor Andrés Laguna, y propone a Juan de Ulloa Pereira como posible autor (1995: 54-94). 11. Para más información sobre los cinco manuscritos originales del libro, remito a García Salinero (1995: 19-26).

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dad del turco permiten la construcción de un «otro» del que es necesario oponerse. La imagen contradictoria del turco se relaciona con la propia naturaleza del estereotipo así como con la situación específica del cautivo cristiano en manos de los musulmanes, que el personaje de Urdemalas comparte con el autor del Viaje de Turquía, tal como declara en la dedicatoria a Felipe II (90). La condición de cautivo en Turquía obliga al individuo en esta situación a enfrentarse a la multiplicidad de significados del mundo de la frontera, marcado por la ruptura de las jerarquías cristiano/musulmán y Occidente/Oriente. Es posible adivinar la ansiedad del autor del Viaje de Turquía ante la suspensión de dichas jerarquías, así como la preocupación que emana de la inferioridad de ciertos aspectos de la sociedad española con respecto a la turca. La insistencia en la sexualidad desviada del varón de esta nacionalidad no sólo se corresponde con el tipo de negociaciones complejas y continuas mediante las que se articula socialmente la diferencia, sino que se relacionan con los esfuerzos del autor para anular el sentido de superioridad de la sociedad del imperio otomano sugerido en varios de los segmentos de la obra. La atención a los detalles que conforman la domesticidad del turco exhibe algo más que un deseo por parte del autor del Viaje de Turquía de hacerse eco de la curiosidad occidental hacia los pormenores más íntimos de la existencia del musulmán. El espacio doméstico define la especificidad de los modos de vida turcos, lo diferente de sus costumbres y lo erróneo de su comportamiento. De este modo, el autor garantiza la separación del sujeto cristiano con respecto a una alteridad musulmana que se ve obligado a denostar. En el texto los rasgos del habitar turco revelan al mismo tiempo las dificultades del individuo de la época a la hora de hacer compatibles los signos que confirman la inferioridad moral del musulmán y la masculinidad degradada de los varones con la presencia de elementos en su cultura material que indican la existencia de una herencia compartida. En el contexto general de la obra, la mención de las particularidades del espacio doméstico del turco se halla justificada por el interés del autor del Viaje de Turquía en subrayar su privilegiada condición testimonial al haber sido capaz de introducirse en los ambientes más íntimos y secretos de la sociedad otomana. En su dedicatoria al rey Felipe II, el autor del Viaje de Turquía resalta la oportunidad de haber entrado en el interior de las viviendas de Constantinopla, dadas sus circunstancias personales como cautivo que ejerce el oficio de médico.

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Esta específica situación permite al anónimo autor probar la veracidad de su relato, puesto que: [...] ni es de maravillar que entre quantos cautibos los turcos han tenido después que son nombrados me atreva a dezir que yo solo vi todo lo que escribo [...]. Dos años enteros después de las prisiones estube en Constantinopla, en los quales entraba como es costumbres de los médicos en todas las partes donde a ninguno otro es líçito entrar, y con saber las lenguas todas que en aquellas partes se hablan y ser mi avitación en las cámaras de los mayores príncipes de aquella tierra, ninguna cosa se me ascondía de quanto pasaba (Viaje de Turquía 90).

Al autor del Viaje de Turquía, tal como ocurre a su álter ego el personaje Pedro de Urdemalas, los conocimientos de medicina e idiomas le facilitan el acceso a los lugares más privados de la sociedad otomana, situándole en una posición privilegiada y autorizando así un relato que se presenta como único y a todas luces verdadero. Como observamos en la primera parte de esta investigación, en las crónicas coloniales del Renacimiento, la retórica en torno al relato de primera mano y al concepto de verdad que éste garantiza constituye un importante elemento estratégico a la hora de dotar de un sentido de trascendencia a la empresa imperial (Carman 2006: 15; Voigt 2009: 48, 73-74, 81; Gaylord 1996). Al referirse al tema de las costumbres privadas de los turcos, el personaje de Urdemalas deja patente una admiración y respeto por la perfecta organización de la vida doméstica que se presenta en el texto más como una manifestación cultural que como un producto del Islam: «En lo que yo he andado, que es bien la tercera parte del mundo, no he visto gente más virtuosa y pienso que tampoco la hay en Indias, ni en lo que yo he andado, dexado aparte el creer en Mahoma, que ya se que se van todos al infierno, pero hablo de la ley de natura» (Viaje de Turquía 457). Este intento de separar la cultura de la religión, impensable en la sociedad española del momento, facilita la afirmación de los rasgos positivos de ciertos hábitos de los turcos llevados a cabo en el interior de sus viviendas. Por ejemplo, según Urdemalas, los turcos se acuestan pronto, madrugan, se alimentan de forma frugal, no pierden el tiempo en juegos de azar y se visten de una manera sencilla y práctica. Parte de la imagen positiva del imperio otomano se basa en la

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valoración de la capacidad del sujeto masculino turco para ejercer un dominio sobre sí mismo, lo que implica un reconocimiento de la puesta en marcha de mecanismos de poder que, aplicados en el marco de un gobierno absolutista, se encaminan a formar sujetos que aprendan a gobernarse a sí mismos de acuerdo con los intereses del proyecto cultural capitalista. La apreciación de estos aspectos concretos relacionados con la conducta privada del turco se justifica considerando la filiación erasmista del autor del Viaje de Turquía.12 La valoración positiva de la conducta privada de los turcos coincide con el interés de los erasmistas en legitimar un modelo de comportamiento basado en el criterio de autocontrol, que determina el reforzamiento de la estructura de las inhibiciones que frenan los impulsos (Arditi 1998: 84). Como nota Norbert Elias, es precisamente a partir de la enorme difusión de la obra de Erasmo De civilitate morum puerilum (1530), de la que se publican treinta ediciones en sólo seis años, cuando se comienza a definir el término «civilidad», empleado para designar al conjunto de mecanismos de control que determinan un comportamiento correcto (1978: 54). El humanista holandés trata de equilibrar el modelo aristocrático con una conciliación de las reglas de la nobleza y la clase media, lo que da como resultado la creación de un estándar que, aplicado también por el autor del Viaje de Turquía en su evaluación de la experiencia turca y fundamentado en las nociones de trabajo, intercambio, mérito, movilidad y adquisición, podemos llamar finalmente burgués (Correll 1996: 71). La intervención de las autoridades en la organización del orden doméstico constituye uno de los aspectos más señalados de la sociedad del imperio otomano. En la obra se subraya el modo en que el poder político interviene en la reglamentación del comportamiento y las prácticas de los ciudadanos turcos en sus hogares. El autor del Viaje de Turquía parece comprender hasta qué punto el mantenimiento del orden público depende de la regulación de la esfera privada. Por ejemplo, en el texto se destaca que la celosa vigilancia a la que Sinán Bajá somete a sus ciudadanos se extiende hasta las cuestiones domésticas a simple vista más nimias y triviales. El autor del Viaje de Turquía trata de demostrar cómo la ley constituye una proyección de la 12. En relación con el erasmismo de la obra, véanse Bataillon (1950: II, 296), García Salinero (1995: 27-28; 57-58), Redondo (1989: 73-75) y Ruta (1987: 75).

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persona del soberano, en este caso del Gran Turco, y se aplica a todos los ámbitos de la experiencia del ciudadano. En el texto se presenta a Sinán Bajá, a cuyo servicio se hallaba Pedro de Urdemalas en su estancia en Constantinopla, que gustaba de ir «disfrazado a los bodegones a comer para ver lo que pasaba [...]. Hazía barrer las puertas a todos los vecinos; y si pasando por la calle veía alguna puerta sucia, luego hazía baxar allí la señora de la casa, y las moças y a todas les daba, en medio de la calle, de palos» (412). El temor del ciudadano a las medidas penales impuestas por el representante del sultán constituye una de las estrategias principales que el Estado otomano emplea para lograr una codificación de la conducta de los individuos tanto en la esfera pública como en la privada, teniendo en cuenta la falta de una diferenciación estricta entre las mismas durante el Renacimiento.13 En el Viaje de Turquía el espacio doméstico va más allá de constituir un microcosmos del Estado otomano para convertirse en una proyección del dominio que el poder público ejerce sobre el ciudadano. La admiración del autor hacia la actuación de Sinán Bajá se corresponde con una apreciación de que una de las principales competencias de la autoridad política turca es la intervención directa en los pequeños detalles de la vida cotidiana de sus súbditos.14 El autor incluye en la obra el episodio de un judío cuya apariencia deja entrever la falta de dedicación de su mujer a su cuidado. Como leemos en este pasaje del Viaje de Turquía, en una de sus andanzas callejeras, el oculto Sinán Bajá encuentra a un desaseado «judío con unas haldas largas y todo lleno de rabos, como que los tenía del otro año secos, y los zapatos y calzas ni más ni menos, y llámole y preguntóle si era vecino del pueblo [...] y si era casado; dixo que sí; y si tenía casa; todo respondió que sí» (412). El sultán pide al anciano judío que le enseñe su casa y que llame a su mujer, a la que le pregunta si su esposo cumple con su función de proveer los medios materiales necesarios para el mantenimiento del hogar. Ante la respuesta afirmativa de la mujer, Sinán Bajá le castiga a que le den «çient palos a la vellaca, pues dándole todo lo que ha de menester a su marido, no es para limpiarle las cazcarrias» (412). El

13. Ver, al respecto, Martínez Góngora (2010b). 14. La intervención directa del representante del Gran Turco demuestra el valor del castigo público como símbolo de la venganza personal del soberano, que ve así intensificado el alcance de su poder absoluto (Foucault 1977: 49).

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autor, desviándose considerablemente de una de las fuentes principales de la obra, el diario de Dernschwam, culpa exclusivamente a la esposa y no a la pareja, demostrando su aquiescencia con la defensa humanista de la asignación específica del trabajo doméstico a la mujer. No obstante, en el episodio observamos una actitud irónica del autor del Viaje de Turquía, al subrayar lo nimio de la cuestión doméstica en la que toma parte Sinán Bajá, sugiriendo cierta disconformidad ante el excesivo alcance de una autoridad pública que interviene en asuntos caseros de escaso calado. Mediante lo desproporcionado de la condena en relación con la ofensa, el texto cuestiona el sistema judicial del Estado absolutista, lo que deja entrever una condena de la intransigencia de su autoridad penal. La escena de los porteros de Sinán Bajá que descargan cien golpes sobre las espaldas de una anciana que ha descuidado sus deberes maritales, representa las consecuencias negativas de una situación en la que la aplicación pública de una pena tiene como principal propósito la afirmación del poder del soberano. El autor del Viaje de Turquía apunta a una crítica de la situación legal en la que se encuentra su propia nación, debido a las torturas a las que se someten los acusados en los interrogatorios inquisitoriales y a los castigos que se aplican sobre los reos. También en la España de la época, la fuerza física que se destina al ataque y al dominio del cuerpo del condenado manifiesta el poder absoluto del monarca. Como apunta Foucault, dicho poder se inscribe en el cuerpo del reo que es públicamente exhibido, marcado, golpeado y maltrecho (1977: 49). Sin embargo, lo más significativo de la representación del hogar turco en el Viaje de Turquía lo constituye el modo en que se llama la atención sobre ciertos elementos fundamentales, cuyo significado semántico se adquiere en oposición al de sus equivalentes europeos. Como el autor se esfuerza por constatar, en el espacio doméstico del turco se inscriben los signos de la degradación de la identidad masculina del varón de esta nacionalidad. Resulta significativo que el autor denuncie, por boca de Urdemalas, que los turcos «no se sientan como nosotros en sillas, sino en estrados, de la misma manera que acá las señoras, con alombras y cogines» (458). Sin embargo, el autor no es el único para el que la masculinidad subordinada del varón musulmán se halla determinada por hábitos domésticos como el sentarse en el suelo. De acuerdo con Pérez de Chinchón, los hombres musulmanes son, por ejemplo, «haraganes y enemigos de mucho trabajo» y «mugeri-

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les», ya que «todos se asientan en cuclillas como mugeres» (223). Para ambos autores, la costumbre de sentarse en el suelo en cuclillas se convierte en una marca inequívoca de la naturaleza afeminada e inferior de los seguidores del Islam. A diferencia de los varones cristianos que se sientan en sillas, los musulmanes y, con toda seguridad, sus descendientes los moriscos, demuestran lo precario de su identidad masculina en uno de los gestos más frecuentes de los que tienen lugar en el marco privado. Según Pérez de Chinchón, «los hombres [cristianos] no nos assentamos como mugeres por el suelo, y vosotros [los musulmanes] luego os ponéis en cuclillas que pareceys gallinas encima de pollos» (382). A diferencia de los musulmanes, la pieza de mobiliario que eligen los hombres cristianos para sentarse determina su distancia con el universo femenino del estrado, afirmando su superioridad, tanto sobre las mujeres como sobre los varones musulmanes, que denotan, por el contrario, su escasa virilidad. El símil mediante el que se hace equiparar el estatus de la dama española con el del varón turco funciona como un claro ejemplo del modo en que la feminización del enemigo representa una de las estrategias más efectivas para indicar su rango de inferioridad. La necesidad de llevar a cabo esta feminización del varón de origen musulmán resulta una consecuencia de la ansiedad de los españoles ante el fenómeno de afeminamiento que afecta a la nación, tal como explica Donnell (2003: 26-28). La insistencia de Urdemalas en que en Turquía el uso de la silla occidental todavía se conserva «para quando los va a visitar algún señor christiano» (Viaje de Turquía 458), explica su intento de fijar la correspondencia de dicha pieza de mobiliario con la identidad masculina en contraste con la femenina del estrado, contribuyendo a una constatación de la disminuida virilidad del varón musulmán que no emplea la silla como pieza de mobiliario fundamental. El que los hombres turcos no se sienten en sillas indica una diferencia notable con respecto a los europeos, que aprovechan el uso de este objeto doméstico para marcar las jerarquías de poder en el seno del hogar. De acuerdo con Rafaella Sarti, en las residencias privadas del Renacimiento, al cabeza de familia se le reservaba el uso de un cómodo sillón en el que también podían sentarse los invitados más distinguidos (2002: 124). Este sillón era de un tamaño mayor que el que utilizaba el resto de los miembros de la familia, especialmente las mujeres, que ocupaban las sillas más pequeñas, un detalle que revela su

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posición de subordinación con respecto a los hombres de la casa. En general, la posesión de sillas marcaba durante esta época las desigualdades y las jerarquías sociales, debido a que existían personas sin recursos en las zonas rurales que no tenían acceso a ninguna, viéndose obligadas a sentarse como los musulmanes en el suelo, en un baúl o encima de la cama (ibíd.). Aunque de manera indirecta, el autor apunta al paralelo entre la forma de sentarse de los moros en el suelo y la de la mujer española en el estrado. Los varones turcos son comparados con las mujeres cristianas en los textos, lo que ayuda a paliar la preocupación del sujeto cristiano ante el hecho de que el estrado usado por las damas españolas tiene precisamente un origen musulmán.15 Sólo hay que recordar la manera en que algunas obras del Siglo de Oro como, por ejemplo, las novelas de María de Zayas, reflejan una realidad que hace del estrado de procedencia mudéjar el espacio femenino por excelencia en la vivienda española de la época. El estrado consistía en una tarima elevada sobre el nivel del suelo, cubierta de alfombras y cojines, en el que las mujeres se sentaban para hacer sus labores de aguja, leer o atender a las visitas. En un viaje a Castilla en el que acompaña a Felipe el Hermoso en 1501, Antonio de Lalaing comenta que «Monseñor se sentó sobre una silla de terciopelo y la princesa en el suelo sobre cojines de paño de oro» (citado en Martínez Nespral 2006: 105). La tradición del estrado se extendió desde los usos palaciegos por toda la sociedad y se convirtió a los ojos de los extranjeros en una de las marcas más distintivas de la cultura española del momento (Martínez Nespral 2006: 108-111; Fuchs 2009: 14-15, 121-122). A pesar de que la mención a la utilización por parte de las mujeres peninsulares de un elemento originario del habitar musulmán contribuye en el Viaje de Turquía a la feminización del varón turco, la presencia del estrado en la vivienda española evoca una herencia cultural, cuya memoria hace peligrar las nociones contemporáneas de pureza

15. Aunque conviene no dejar a un lado el efecto cómico de la confusión, recuérdese que en Don Quijote (II, 5), Sancho Panza trata de convencer a su mujer de la importancia para el futuro de su hija de ser nombrado gobernador, ya que «en menos de un abrir y cerrar de ojos [...] te la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los Almohades de Marruecos» (Cervantes 2008: II, 72).

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religiosa e identidad nacional. El autor del Viaje de Turquía intenta borrar la impresión de similitud a través de la sugestión de la masculinidad degradada del hombre turco al que se le compara con la dama española sentada en su estrado. Si bien el texto alude a objetos del mobiliario turco que también resultan esenciales para la configuración del entorno doméstico español, los esfuerzos de su autor por subrayar la inversión del orden «natural» que representa ciertas prácticas del varón turco revela la incomodidad del sujeto al recordar el fuerte componente mudéjar de la cultura española. El personaje principal, Urdemalas, se refiere a la colocación de las «tapizerías por las paredes», aclarando: «Si no es hijo suyo [del sultán], no; y éstos las tienen de brocado desto mesmo que se hazen las ropas; mas la otra gente, como siempre procuran de hazer las cosas al rebés de nosotros, la tapizería en suelo y las paredes blancas» (457). Urdemalas explica que se trata de «finísimas alombras. Ansí como nosotros tenemos por majestad tener muchos aposentos colgados, tienen ellos de ternerlos de muy buenas alombras» (458). Los esfuerzos del autor para demostrar la inversión que realizan los turcos del orden occidental, al usar los tapices en el suelo en lugar de en las paredes, no le impide registrar una distinción entre estos objetos de mobiliario mediante el uso de los dos términos diferenciados: «tapiz» y «alombra». El empleo de dichos términos constituye una novedad en la cultura europea de la época en la que los objetos a los que designan se suelen confundir, tal como muestran los testimonios de viajeros como, por ejemplo, Sobieski o Gramont cuando entran en contacto con el mundo mudéjar o musulmán a través de la costumbre española del estrado (Martínez Nespral 2006: 111). La capacidad de la lengua castellana para registrar una realidad procedente del mundo musulmán mediante la incorporación de vocablos de origen árabe, tales como «alombra», manifiesta la presencia de un pasado problemático que los españoles luchan inútilmente por borrar. Aun más, las imágenes de la «alfombra» y del «tapiz» aluden a productos de consumo de lujo altamente apreciados en los mercados europeos. Mediante alusiones que poseen referentes reales en la cultura material tanto del mundo oriental como occidental se evoca la existencia de un activo intercambio comercial que dificulta en gran media una polarización de ambas realidades.

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Cuando Pedro de Urdemalas explica el tipo de ropa que suelen llevar los turcos se refiere al modo en que sus indumentarias no cumplen con su función habitual en la sociedad occidental de señalar la distinción de género sexual. De esta manera, en el Viaje de Turquía leemos que la indumentaria turca, «si no es en el tocado, una mesma cosa el vestido de los hombres y de las mugeres» (445). Como explica Pedro de Urdemalas más abajo, «este es el ávito dellos y dellas; de tal manera que si el marido se levanta primero se puede vestir los vestidos de su muger, y si ella los dél» (447). El hecho de que los turcos no empleen el vestido como significante de una distinción de género no sólo contraviene la convención europea, sino que deja en entredicho la capacidad de la cultura turca para marcar mediante la ropa una neta jerarquía que permita a los varones el acceso a una posición absoluta de poder. Incluso considerando los gestos más cotidianos que tienen lugar en el espacio privado, tal como puede ser el vestirse por las mañanas, los varones turcos pierden la oportunidad de establecer una clara posición de superioridad con respecto al mundo femenino. El varón turco prueba el fracaso a la hora de situarse en posición de ventaja en relación con la mujer debido a su incapacidad para manejar un código semiótico cultural que le permita controlar los signos de la superioridad masculina. El que en la sociedad otomana los hombres y las mujeres se vistan con las mismas ropas muestra la falta de criterio del hombre turco, que no sabe aprovechar las posibilidades del vestido para facilitar la articulación de un sistema de género sexual basado en el binomio jerárquico masculino/femenino. Como se observa en el Viaje de Turquía, la mujer turca no sólo se viste con las mismas prendas de vestuario que los hombres, es decir, usa «zaragüelles y se acuesta con ellos» (444), sino que cabalga a horcajadas como los varones. El uso por parte de las mujeres turcas de los «zaragüelles» supone el signo de una supuesta inversión de las jerarquías de género que escandalizaría sobremanera al lector occidental, teniendo en cuenta que en la cultura europea los pantalones se habían ya convertido en símbolo de la «superioridad» masculina (Sarti 2002: 209). Como explica Sarti, la cuestión de quién lleva los pantalones se convierte en Europa en un tema clásico en cualquier discusión misógina desde finales de la Edad Media (ibíd.: 210). Por tanto, en las sociedades europeas, cualquier intento de subvertir las jerarquías de género marcadas por el código renacentista del vestido causa una reacción negativa inmediata, tal

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como demuestra la estigmatización de la dama vestida con pantalones durante el periodo. No es de extrañar que surja durante esta época un mayor empeño en el continente en diferenciar la ropa destinada al uso masculino y al femenino, llegando al extremo de la moda de marcar de forma exagerada los atributos sexuales de hombres y mujeres que se extiende en las clases altas del Renacimiento (ibíd.: 209-210). El que los turcos consientan dicha subversión provoca que sus hogares se conviertan en un exponente de un mundo diabólico al revés, determinado por la dificultad de los hombres para adquirir formas hegemónicas de masculinidad. El fracaso del varón turco a la hora de marcar su posición de superioridad sobre la mujer señala una mermada virilidad que confirma su naturaleza subalterna. La actitud del autor hacia el tipo de vestimenta empleada por los turcos implica una voluntad de pasar por alto el hecho de que los aristócratas españoles, cuando asisten a los torneos y juegos de caña, incorporan en su vestuario prendas de procedencia árabe, tales como la marlota, el albornoz, el alhareme y el almaizar (Bernís 1962: 28). Fuchs comenta el uso generalizado de la toca de camino, los zaragüelles, los chapines como característicos del «Morish habit» que define la cultura española de la época (2009: 63-71). Bernís explica que los nobles o los servidores de la corte se vestían con indumentarias moras en ocasiones solemnes, tales como en la coronación de Carlos V en Aquisgrán, o en la de Bolonia, así como en el bautizo y boda del heredero, el príncipe Felipe (1962: 28-31). Ya en épocas anteriores los visitantes que viajaban a España comentaban fascinados la afición de los nobles españoles a adoptar modas de los moros, tal como se expresa en el texto de Antonio Lalaing sobre el viaje de Felipe el Hermoso a España, que comentábamos arriba (citado en López Estrada 1990: 30). Como indica Bernís, a la moda morisca, siguió la turca, cuyos vestidos, usados en un principio en fiestas y torneos, llegaron a incorporarse de manera definitiva a la moda cristiana (1962: 9). Teniendo en cuenta el concepto negativo que se mantiene en Occidente sobre la masculinidad del musulmán, no nos sorprende que el autor no exprese ningún reconocimiento de que los varones cristianos en España usan prendas de procedencia turca. Al ignorar el gusto por vestir a la manera musulmana frecuente entre los aristócratas de su tiempo que, como erasmista posiblemente desaprueba, el autor del Viaje de Turquía revela una voluntad de definir las barreras que separan las cos-

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tumbres turcas de las españolas como modo de erradicar toda posible preocupación ante una herencia cultural común. En consecuencia, las mujeres turcas no sólo usan sus «zaragüelles», incluso para dormir, sino que además montan a caballo en la misma posición que los hombres. La inversión de papeles sexuales que expresan tales costumbres confirma la vergonzosa degeneración de la masculinidad del varón musulmán, que no es capaz de establecer una codificación de los signos y marcar de este modo su neta superioridad en la jerarquía de género. La situación es todavía más grave considerando que los turcos no son los avezados jinetes que cabría de esperar, sino que cabalgan de manera «muy ruin» a la «estradiota», que se caracteriza por su total oposición al elegante estilo español de la «gineta» (García Salinero 1995: 433). Esta información resultaría sorprendente para el lector español contemporáneo, dado que el mencionado estilo de montar a la jineta constituye un préstamo de la cultura andalusí que fue adoptado por los españoles en los tiempos de la Reconquista, así como que los caballos más apreciados en las principales cortes europeas son los procedentes del mundo árabe, tal como se observó arriba. De cualquier modo, la referencia en el Viaje de Turquía al estilo ecuestre a la «estradiota» no sólo funciona para descalificar la pericia del jinete turco o del árabe, en general, reconocido y admirado precisamente por ella, sino que facilita la expresión de una separación de la realidad española con respecto a la musulmana. En el texto se intenta evitar cualquier reconocimiento de que ciertos hábitos arraigados entre los españoles, tales como «cabalgar a la gineta», son el producto de la fuerte influencia de la cultura hispanoárabe (Fuchs 2009: 75, 90-94). Asimismo, los turcos fallan a la hora de dotar a las mujeres de prendas de vestir que ayuden a dificultar sus movimientos puesto que visten igual que los hombres con ropas de tejidos baratos y de hechuras amplias (Viaje de Turquía 445-447). El que los varones turcos permitan a las mujeres moverse y respirar con toda libertad causaría también la sorpresa de un lector acostumbrado al efecto represivo de los ropajes pesados y demasiado marcados en la cintura que portaba la mujer renacentista. La imagen de las turcas vestidas con ropas anchas y cómodas contrasta en gran medida con la de la dama europea obligada a vivir constreñida por el corsé, prenda imposible y semejante a un instrumento de tortura, que se acompañaba de otras, como las verdu-

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gadas de origen español y el guardainfante que inmovilizaban literalmente a la mujer (Sarti 2002: 210). Aunque es cierto que los humanistas denuncian el uso de estas prendas, llegando a acusar a los ropajes apretados de provocar abortos y al guardainfante de ocultar embarazos (Vigil 1986: 186-187), el autor del Viaje de Turquía parece más interesado en expresar su sorpresa ante la escasa habilidad del varón turco para asegurar un sentido de autoridad sobre la mujer, en contraste con el cristiano, que fomenta el uso de modas femeninas que impiden el movimiento y colaboran en su reclusión en el espacio doméstico. Por otra parte, tampoco los varones turcos son capaces de beneficiarse para su promoción en el ámbito público de la lujosa apariencia de sus mujeres, tal como hacen los hombres casados en Occidente. La afirmación de Urdemalas contradice la imagen de la ornamentada mujer morisca que recogerán años más tarde varios testimonios de la época, que constituye, como se mostró en el capítulo anterior, el objeto de la codicia de los soldados imperiales durante el levantamiento de las Alpujarras y de los ataques de los cristianos viejos en el camino hacia la deportación masiva en 1609. De cualquier modo, los hombres cristianos saben aprovechar mejor la función de la mujer como capital simbólico, en cuanto que una esposa ricamente vestida y cargada de joyas anuncia públicamente el estatus social de su marido. Es verdad que, como leemos en varios segmentos de la obra, las mujeres turcas de elevada posición andan casi «tan galanas como aquí y con tanta pompa» (439) y se hacen acompañar de esclavas para exhibir su elevado rango social (444). No obstante, el hecho de ir cubiertas por ropajes que no sirven para diferenciar a una dama de otra hace que la utilización de ricos adornos pierda su eficacia a la hora de simbolizar el rango de sus esposos en la escala social. El texto subraya la diferencia entre la cultura cristiana y la musulmana, sugiriendo la inhabilidad de los varones turcos para sacar rendimiento social de la imagen pública de sus esposas, lo que supone un obstáculo para la plena adquisición de una masculinidad hegemónica. La utilización de la rica apariencia de la mujer como capital simbólico por parte de los europeos constituye un factor inherente al propio concepto de masculinidad, cuyo principal fundamento no es tanto demostrar la capacidad del varón para dominar a las mujeres como el de exhibir una indiscutible superioridad sobre los demás hombres

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(Karras 2003: 11-13). Además, el que los varones turcos empleen prendas cómodas señala una masculinidad deficiente al reflejar cierta relajación moral, demostrando su desconocimiento del poder simbólico de las prendas ajustadas para expresar el autocontrol de sus portadores. No en vano las ropas ceñidas al cuerpo masculino marcan su posición de superioridad en el sistema de género, así como una posición social hegemónica, en cuanto que los ropajes ajustados y la rigidez de las golas al cuello constituían poderosos signos de estatus, al señalar la seriedad e importancia de sus portadores, al tiempo que simbolizaban cierto carácter fálico. El asunto del vestido facilita al autor su exposición sobre el modo en que los musulmanes se definen a sí mismos y a su cultura, en oposición a los cristianos: En todas las cosas que pueden hazer al rebés de nosotros piensan que ganan merito de hazerlo, diçiendo que quanto de gloria terná y mejor cumplirá la seta de Mahoma, y por eso traen las camisas redondas sin collar ninguno, y las calzas quantas más arrugas hazen son más galanas, y las mangas del sayo también y las ropas largas y estrechas y si pudiesen caminar hazía trás lo harían, por nos parecer en nada, lo qual acostumbran algunos de aquellos de sus ermitaños que tienen por sanctos (Viaje de Turquía 445).

El marcado contraste entre ciertos elementos básicos que conforman la vida doméstica de los turcos y la de los españoles es la causa de una diferencia que, aun conveniente para éstos últimos en la medida en la que garantiza una distancia necesaria con el infiel, se presenta en el texto como fruto del espíritu de contradicción del musulmán. Por ejemplo, cuando Urdemalas describe apreciativamente las camas de los turcos desmintiendo los rumores oídos por su interlocutor de que «duermen en el suelo» (Viaje de Turquía 457), lo embrollado de la descripción y la complicación «innecesaria» de la composición de una pieza de mobiliario básica para la construcción del espacio doméstico sugieren la distancia de la casa turca con respecto a la europea.16 El 16. De acuerdo con Sarti, la chimenea constituye en las casas europeas el centro del espacio doméstico y de las relaciones familiares, siendo la cama el otro (2002: 119). Sobre la cama en la sociedad de la temprana modernidad y su función como símbolo de estatus social, véase Sarti (2002: 119-123).

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empeño del turco de desviarse de toda norma de conducta cristiana, que se plantea en el texto como universal, evoca la situación real de la España de la época, en la que la rebeldía de los moriscos que se niegan a abandonar sus costumbres pone en peligro no sólo la convivencia sino una identidad nacional basada en la unidad cultural y religiosa. Como nota Braudel, la expulsión de 1609 con la que culmina el problema morisco constituye la expresión de la frustración de la sociedad cristiana ante la negación de este grupo étnico a asimilarse, al ser interpretada como un rechazo de la cultura occidental (1973: II, 787-797). Este hecho ha llevado a varios comentaristas, influenciados por Braudel, a considerar el problema que plantea el fracaso de la asimilación de esta minoría marginada deriva no tanto de una cuestión religiosa o étnica sino de un «conflicto entre civilizaciones», al confundirse las cuestiones de credo con otros aspectos culturales (Gil Fernández 1986: 25). No en vano la política de asimilación persigue una constatación del carácter jerárquico que gobierna la relación entre ambas culturas. Hay que considerar que dicha política se fundamenta en una ideología que en cierta manera defiende la supremacía de una raza o grupo étnico y que, ignorando los factores sociales, políticos y económicos de la cultura, contribuye a transformar una perspectiva particular en una realidad universal (Choi 1997: 120).17 Es verdad que la asimilación constituye la solución al problema morisco más beneficiosa para la comunidad entre las propuestas difundidas en la época, sobre todo al ser comparada con otras como la castración, la expulsión o el genocidio (Domínguez Ortiz y Vincent 1978: 168; Márquez Villanueva 1975: 313, 1984: 80).18 No obstante, todo proyecto político de asimilación intenta provocar la resurrección de la cultura domi-

17. Según Choi, «assimilation hinges on a schism that demarcates two distinct ontological planes. Assimilationists adhere to tenets that support an asymmetrical relationship between the individual and society. In a Durkheimian manner, society is equated with the ‘sacred’, while the individual occupies a more mundane, “profane” position» (1997: 115). 18. Sobre la política de asimilación en Valencia, véase Martínez Góngora 2005: 180194. El alcance positivo de la asimilación es defendido por críticos contemporáneos como Márquez Villanueva, que destaca la gran humanidad de Miguel de Cervantes, que en el episodio de Ricote del Quijote denuncia la injusticia de expulsar a individuos tan perfectamente asimilados, o «españolizados» como el vecino de Sancho Panza (1984: 304-329). Véase, asimismo, Zimic (1992: 297-300).

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nante como reflejo de dicha realidad que se define como única a la vez que afirma la inferioridad de las demás experiencias (Choi 1997: 120). El autor del Viaje de Turquía insiste en el afán del musulmán por llevar la contraria al cristiano en la configuración del espacio del hogar. Para el autor, tal empeño causa que el varón turco fracase, al no ser capaz de delimitar claramente su posición de superioridad con respecto al universo femenino que se constituye en el ámbito doméstico. Es verdad que los turcos consideran a las mujeres como objetos de escaso valor, similares a los utensilios de cocina (Viaje de Turquía 438). El personaje reitera la noción del estatus de inferioridad de la mujer en la sociedad turca e intenta demostrarlo aludiendo a la existencia de un activo mercado de esclavas (443). Por tanto, el contenido misógino de estos fragmentos textuales se corresponde en cierta medida con el que incorpora la literatura humanista que asigna a las mujeres una función subordinada. Sin embargo, la actuación subversiva de la mujer turca confirma la virilidad deficiente del varón de esa nacionalidad, invalidando la utilidad de este tipo de afirmaciones misóginas para afirmar, dada su masculinidad degradada y subalterna, la superioridad del varón turco. La escasa dignificación del trabajo doméstico en la sociedad turca unido a la existencia de la poligamia prueba la considerable distancia que separa el modelo de vida privada y familiar de los musulmanes del concepto de matrimonio cristiano que durante el siglo XVI reformadores como Erasmo con tanto ahínco se dedican a definir.19 Sólo un vistazo al diseño arquitectónico de las viviendas ayuda a entender tanto la distancia de la experiencia doméstica musulmana con respecto al paradigma cristiano como el modo en que el sistema de regulaciones civiles y religiosas codifica la cartografía del espacio privado. En el caso de las residencias de los altos dignatarios del Estado otomano, la planta del edificio indica la segregación que sufren las mujeres debido a una división espacial que aísla el serrallo del resto de las habitaciones de la vivienda. Por ejemplo, el personaje de Urdemalas se refiere a la separación de esta zona de la residencia, en la que habitan las setenta y tres mujeres de Sinán Bajá, notando que éste «tenía un aposento para sí en aquel zerraje, y quando se le antojaba ir a dormir con alguna, lue-

19. Véase, en el caso español, Martínez Góngora (1999).

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go llamaba el negro eunuco y le dezía: tráeme aquí a la tal; y traísela y dormía con ella aquella noche, y tornábase a su palacio» (442). También, la institución de la poligamia, que se extiende por todas las clases sociales, se inscribe en la planta arquitectónica de las casas de los ciudadanos de a pie. Como explica el anónimo autor del Viaje de Turquía por boca de Urdemalas, los hombres turcos habitan con sus mujeres «en una casa; pero de aquélla terná una cámara donde se recoxen las mugeres, que por más pobre que sea no tiene una sóla» (443). La estructura arquitectónica del espacio privado en el que habitan los turcos, tanto sus líderes políticos y espirituales como los ciudadanos anónimos, refleja un concepto de la vida íntima basado en la poligamia, uno de los principios que colaboran en la configuración de la imagen estereotípica del varón musulmán como hipermasculino patológico. En el Viaje de Turquía, la idea de que un solo hombre pueda tener relaciones con setenta y tres mujeres es considerada por Juan Voto a Dios como síntoma de una «vida bestial y digna de quienes ellos son» (442). La poligamia determina la experiencia doméstica de los turcos, que se establece en los textos en contraste con el modelo de convivencia difundido por los erasmistas y otros reformadores cristianos. Tal modelo hace del matrimonio un instrumento primordial para la canalización de la energía sexual del varón que es dirigida a la procreación en el marco sagrado de la familia. A pesar de su bajo concepto de la naturaleza femenina, el varón turco fracasa a la hora de exhibir un dominio sobre la mujer en el ámbito privado, lo que en el texto se justifica mediante la alusión a su desviada conducta sexual. Es cierto que, como el autor del Viaje de Turquía comenta, los hombres musulmanes demuestran un gran celo por proteger el cuerpo de sus esposas de la vista de extraños. Por ejemplo, el personaje de Urdemalas describe con detalle sus dificultades para reconocer profesionalmente el cuerpo enfermo de la hija de Solimán el Magnífico, casada con el hermano del Sinán Bajá, a la que consigue curar aplicando las agresivas técnicas curativas de la sangría y la purga frecuentes en la medicina occidental (Viaje de Turquía 195197). También, el mismo personaje se refiere a la prohibición de las mujeres turcas de asistir a los entierros y de entrar en las mezquitas, con excepción de las casadas, cuya presencia en el recinto religioso queda circunscrita a un espacio delimitado para su uso exclusivo (406, 392). En el texto del Viaje de Turquía es fácilmente reconocible la

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similitud existente entre la sociedad turca y la española, en cuanto a que, en ambas, las mujeres son excluidas de una manera o de otra del ámbito público, obligándolas a un apartamiento en el hogar. No obstante, el escaso poder de la mujer en la sociedad turca, admirado por los tres interlocutores en otros puntos del diálogo, no es el producto de la capacidad de los varones para poner a sus múltiples esposas bajo control, sino que se relaciona con su falta de interés sexual hacia las mismas, lo que confirma su degradada masculinidad. La desviada sexualidad del turco que demuestra su preferencia por las prácticas sodomíticas representa en el Viaje de Turquía, al igual que ocurre en la Topografía de Antonio de Sosa, tal como notamos arriba, el argumento definitivo que certifica su inferioridad étnica y, por extensión, la del individuo musulmán. Las mujeres turcas, lejos de hallarse controladas por los hombres, gozan de una libertad sexual fuera del matrimonio que según Urdemalas se debe a la escasa virilidad de sus maridos. El personaje de Urdemalas se refiere a la sistemática infidelidad de las esposas turcas, que logran escapar de la celosa vigilancia de sus maridos. Señala, por ejemplo, que a las mujeres se les permite ir los jueves «al vaño aunque sea invierno, y allí se vañan, y de camino haze cada una lo que quiere, pues no es conosçida, buscando su abentura; en esto exçeden los señores y muy ricos a los otros, que tienen dentro de casa su vaños y no tienen a qué salir en todo el año de casa ni en toda su bida de cómo allí entran» (440). Urdemalas explica que los maridos turcos son «la más çelosa jente son de quanta hay y con gran razón, porque como por la mayor parte todos son buxarrones, ellas buscan su remedio» (440). De este modo, justifica la escandalosa libertad sexual que disfrutan las mujeres turcas, por la razón que como sean sus maridos de la manera que os he contado, eran ellas amigas de los negros, cuanto más de los christianos. Quando van por la calle, si les decís amores, os responden, y a dos por tres os preguntarán si tenéis casa ... si dezís que sí, dirán os que se la mostréis disimuladamente, y métense allí y vezes hay que serán mugeres de arraezes; otras tomáreis lo que viniere y si os paresçe tomaréis amistad para adelante, y si no, no querrá deciros quién es (Viaje de Turquía 444).

Los hombres ocultan a sus mujeres sus preferencias sexuales y se deleitan en la intimidad con vergonzosas prácticas eróticas prohibidas

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en la civilizada sociedad europea. Urdemalas, presumiendo de su privilegiada posición como testigo de la vida privada de los turcos, muestra su capacidad para captar los detalles más íntimos de la experiencia sexual y afirma que «tan grandes bellacos hay entrellos que tienen los muchachos entrellas y por hazerles alguna vez despecho en una mesma cama hazen que se acueste la muger y el muchacho, y estáse con él toda la noche sin tocar a ella» (440). El Viaje de Turquía introduce al lector en el mundo del serallo, a través de la incursión del protagonista, Pedro de Urdemalas, en las habitaciones privadas de Sinán Bajá. Urdemalas se refiere a las relaciones sexuales de su amo con sus esclavos negros, como paso previo a que éstos sean ofrecidos en matrimonio a sus mujeres –«y házele primero la cata el mesmo, como a melón» (443)–. Asimismo, la figura del eunuco, del que Urdemalas subraya su autoridad en el contexto del universo femenino del serrallo, parece atraer la atención del autor del Viaje de Turquía (441). El mismo personaje comenta que «el mayor presente que se puede dar a los príncipes en aquella tierra es destos eunucos, y por eso los que toman por acá christianos luego toman algunos muchachos y los hacen cortar, y muchos mueren dello» (441). En este sentido, el texto refleja la fascinación de sus contemporáneos por la sexualidad del castrado, además de compartir el extenso palimpsesto que, como comenta Juan Goytisolo, tanto ha incidido en la «imaginación europea», al transformarse «en un ejido de represiones, terrores, deseos, angustias, apetencias, fantasmas» (1981: 25). Sin embargo, los detalles que el autor del Viaje de Turquía nos presenta, además de satisfacer la curiosidad occidental por el espacio del serrallo, sirven para señalar la virilidad deficiente del turco. En la obra, las frecuentes alusiones a la castración, la circuncisión y la sodomía se convierten en elementos determinantes de su identidad y, en general, en los argumentos definitivos que certifican la inferioridad étnica del varón musulmán. En el contexto de la España de la época, dichos principios intervienen en la construcción de un «otro» subordinado, constituido en oposición al cuerpo masculino del cristiano viejo. El fantasma de la castración de los cautivos cristianos, junto con la idea de que éstos pudieran ser víctimas de una circuncisión forzosa, como forma de asegurar una obligada conversión al Islam, constituyen los principios básicos de la imagen amenazadora del turco que circula

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en Occidente.20 En el Viaje de Turquía como en otras obras renacentistas, los atributos del poderoso enemigo infiel se transforman en los signos que marcan su disminuida virilidad. Si la sexualidad del eunuco hace emerger la amenaza del impacto del poder turco contra el cuerpo del europeo, la ansiedad del cristiano ante la idea de que cualquier hombre, no sólo el judío y el musulmán, puede sufrir mediante la circuncisión una transformación anatómica que lo convierta en un infiel, se borra para dar paso a la puesta en marcha de una estrategia de feminización más efectiva basada en la sombra de la sodomía.21 Como se aprecia en otros textos de la época, la normativa en torno a la circuncisión se asocia con el exceso sexual del infiel del que se deriva su condición sodomítica. Pérez de Chinchón recuerda en el Antialcorano que el mandato coránico procede de la ley judaica, dado que, según este autor, si Dios ordenó a Abraham y a su hijo Ismael circuncidarse fue porque «en aquel tiempo los hombres peccavan contra dios en muchas maneras a primera en el vicio de la sodomía» (182-183). De acuerdo con el erasmista valenciano, «contra todos estos pecados era buen remedio la circuncisión [...] como pena contra el vicio de la luxuria» y «para que fuessen más castos, y más apartados de la carne, acordándose que dios les había castigado como a cavallos en aquella parte con que más podían peccar en los vicios carnales» (183). El mandamiento de la circuncisión tiene su origen en la incapacidad del infiel para poner freno a los apetitos de la carne, confirmando la visión de la moralidad decadente del musulmán frecuente en la mentalidad occidental. Por consiguiente, la configuración de un «otro» inferior no estaría completa sin la consabida referencia al «pecado nefando» al que irremediablemente tiende el varón turco. En este sentido, el autor del Viaje de Turquía coincide con la tendencia general de los escritores de la época que sistemáticamente retratan a turcos y a beréberes como empedernidos sodomitas (Perceval 1997: 172; Martín 1995: 10-13). La idea de que todos los turcos son sodomitas se observa en la mayoría de los textos europeos del periodo (Poirier 1996: 161) y coincide con la

20. Sobre la relación entre ambos elementos, véase Boon (1994: 567). 21. Los detalles sobre la castración que el autor del Viaje toma del texto de Spandugino acreditan este temor que se extendía en Europa ante las drásticas medidas tomadas por los turcos. Según Urdemalas, «a fuer de acá, quitadas las turmas, sino a raíz de la tripa cortado el miembro y quanto tienen, que si deste otro modo fuere no se fiarían» (Viaje 441).

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afirmación de Urdemalas de que «todos, desde el mayor al menor, quantos turcos hay son buxarrones, y quando yo estaba en la cámara de Çinán Baxá, los vía los muchachos entre si que lo deprendían con tiempo, y los mayores festejaban a los menores» (Viaje de Turquía 418). Sin embargo, a pesar de que la insistencia en dicha noción, que funciona como una efectiva estrategia de feminización, los textos permiten vislumbrar preocupaciones relacionados con la ausencia de una separación neta entre la realidad cristiana y la musulmana en la cultura del siglo XVI, además de con el alcance del poder turco en contacto con el sujeto europeo. Urdemalas se refiere, por ejemplo, al caso de los cristianos renegados que, durante su cautiverio, pueden acceder a posiciones de autoridad sobre los otros prisioneros desempeñando el oficio de guardianes y adquieren las pecaminosas costumbres sexuales de los varones pertenecientes a la cultura opresora. Según este personaje, estos cautivos cristianos «bujarrones son los más, que lo deprenden de los turcos» (Viaje de Turquía 164). Además, en la obra se alude a la circuncisión a la que se someten a la fuerza a los cristianos, lo que constituye un argumento empleado a menudo por los renegados que utilizan, según Mátalascallando, la excusa de «que por fuerza se los habían cortado» (175). Aunque Urdemalas se apresura a explicar la conducta escasamente proselitista de los turcos, que se muestran incluso reacios a convertir a los cristianos cautivos en las galeras (175), el texto se hace eco del riesgo de violencia y de amenaza a su masculinidad que conlleva para los cristianos el contacto con el turco. El hecho de que en la obra se señale la procedencia occidental de los eunucos, a los que los turcos «toman por acá cristianos» (441), así como de los jenízaros, también de origen europeo que, aun formando el cuerpo de élite del ejército del imperio otomano, en general, «son buxarrones» (421), subraya el temor del sujeto español ante la fragilidad de las fronteras que le separan de un «otro» de naturaleza inferior. Dicho temor se incrementa al considerar que el varón turco comparte una identidad religiosa y cultural con el morisco que, desde el interior del territorio nacional, amenaza por destruir el ideal de unidad religiosa en el que se basa el proyecto político de la España imperial. En definitiva, la información que ofrece el Viaje de Turquía sobre la composición del entorno doméstico en la sociedad otomana no funciona únicamente para satisfacer la curiosidad del lector español sobre

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el tipo de conductas transgresoras que tenían lugar en la casa del morisco, teniendo en cuenta la confusión entre los términos «turco» y «moro» de la que parte el autor. Por el contrario, la atención a los detalles concretos que componen la vida privada del turco facilita la entrada en el diálogo de datos importantes sobre las particularidades de un «otro» musulmán, produciendo un efecto de contrapunto a la visión utópica del imperio otomano que presenta gran parte del Viaje de Turquía. La preocupación del autor de que la visión idealizada de Turquía y la similitud con determinados aspectos del hogar turco que exhibe la obra afecten la credibilidad de la imagen de un «otro» musulmán degenerado e inferior, hace que la representación del varón de dicha nacionalidad coincida con la percepción europea del mismo como personificación de la lujuria y de la barbarie. Las referencias en el Viaje de Turquía a la circuncisión, la poligamia y a la sodomía, como elementos determinantes de la identidad del turco, permiten la construcción de un «otro» del que es necesario oponerse, con objeto de subrayar la superioridad del varón cristiano. Por otra parte, la preocupación del autor ante la similitud del espacio doméstico del turco con el español justifica su insistencia en el hecho de que las convenciones domésticas se construyen en Turquía en oposición a las europeas. Como se verá a continuación, la representación de las hetorotopias del jardín y del barco, espacios relacionados con la esfera doméstica, denota la dificultad de resolver la preocupación del sujeto español ante los aspectos positivos del imperio otomano y los fenómenos de mezcla o de similitud que, existentes en la cultura española de la época, revelan el hogar del turco. Dichas heterotopias muestran una vinculación entre el imperio otomano y el resto de Europa que, contradiciendo la separación radical entre la realidad turca y la española, hace problemática la construcción de la diferencia étnica en el contexto de la sociedad española del periodo.

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CAPÍTULO 3

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DE

T URQUÍA

Además de la topografía del hogar turco, el autor del Viaje de Turquía presenta en su diálogo la descripción de otros lugares relacionados, como el jardín o el barco, que Foucault denomina heterotopias en su ensayo titulado «Des espaces autres». Según el filósofo francés en cada cultura se pueden localizar una serie de espacios reales que a diferencia de los utópicos, resultan básicos para la construcción de la sociedad, constituyendo cada una de ellos un marco espacial en el que los demás lugares reales se hallan representados, contestados e invertidos (Foucault 1986: 24). El impacto positivo de la explotación de los jardines del sultán en Constantinopla en la economía del imperio y la visión de la vida cotidiana en las galeras turcas exhiben la capacidad de la heterotopia para cuestionar la radical diferencia del «otro». Los espacios del jardín y del barco muestran una vinculación entre Turquía y las naciones occidentales que lejos de incomodar al autor se manifiesta como deseable. Sin embargo, cabe señalar la forma en la que las heterotopias reproducen y confirman una problemática relacionada con la existencia en el hogar del turco de elementos que, como aquéllos presentes en la vivienda española de la época, denotan una mezcla cultural. Dichos elementos amenazan con interrumpir el proceso de formación de la noción de diferencia, necesaria para la afirmación de una identidad española construida mediante la negación de un pasado musulmán. La representación en el Viaje de Turquía de los espacios heterotópicos del barco y del jardín refleja también la condición especial del autor como cautivo situado en un mundo fronterizo habitado por musulmanes, cristianos, judíos y renegados. En la descripción de estos dos espacios, la diferencia del turco se constituye no tanto mediante la 231

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atención al exotismo desde el punto de vista de la diversidad, sino a través de su inscripción y su articulación en el concepto de hibridación (Bhabha 1994: 36-38). Por lo tanto, se debe prestar atención al modo en que la representación de estos lugares cuestiona la neta separación entre el mundo cristiano y el mundo musulmán, además de la superioridad de la civilización occidental defendida por los autores renacentistas. En el Viaje de Turquía, el jardín muestra la capacidad del espacio de la heterotopia para aludir a una realidad situada fuera del universo en que se halla instalada, así como para reflejar y discutir a la vez nociones sobre la naturaleza inferior del turco expresadas en otros puntos de su obra. Urdemalas comenta acerca del jardín del palacio del emperador Solimán el Magnífico en Constantinopla: [palacio] no le hay en christianos semejante. En medio tiene un jardín muy grande, y conforme a tan gran señor; está a la orilla del mar, de suerte que le vate por todos partes y allí tiene un corredorçico todo de jaspe y pórfido donde se embarca para ir a holgar. Dentro el jardín hay una montaña pequeña y en ella va un corredor con mas de dosçientas cámaras, a donde solían posar los capellanes de Sancta Sofía (Viaje de Turquía 415).

Si comparamos esta descripción con la imagen que el lector contemporáneo tendría del jardín musulmán, basada, como observamos en el segundo capítulo, en la contemplación directa o a través de las noticias difundidas sobre la belleza de los jardines hispanoárabes de la ciudad de Granada, notamos algunas diferencias. Foucault apunta el hecho de que el jardín, en general, representa la parcela más pequeña del cielo y, por consiguiente, la totalidad del mundo, por lo que, según él, ha sido desde la Antigüedad una suerte de heterotopia feliz y globalizadora (1986: 25-26). Como se explicó arriba, Foucault pone como ejemplo el jardín tradicional de los persas, fundamento del islámico, que cuenta con una base rectangular dividida en cuatro porciones, cada una de las cuales simbolizando las cuatro partes del mundo y con un centro formado por una fuente o piscina central (ibíd.). No obstante, nada en la descripción que ofrece el autor del Viaje de Turquía nos hace pensar que se trate de un jardín islámico, entendido como una variante del jardín del paraíso. No hallamos aquí ninguno de los componentes básicos de dicho jardín, tales como el sis-

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tema de regadío construido alrededor de la acequia central (taqsîm), o los canales laterales encargados de llevar a cabo la irrigación (Dickie 1994: 1016). En cambio, la disposición cuatripartita se encuentra ausente en la representación del jardín del sultán en el Viaje de Turquía y es difícil de imaginar, conforme a la descripción ofrecida por el personaje de Urdemalas, la relación del recinto con el marco arquitectónico palaciego. Asimismo, su apertura al mar, destacada por Urdemalas en su descripción, rompe con la visión tradicional del jardín árabe como «hortus conclusus» que alberga en su eje central los cuatro ríos del paraíso establecida por la tradición profética y el Corán. Cualquier lector informado apreciaría la diferencia entre la representación del jardín del palacio del Gran Turco ofrecida en el Viaje de Turquía y los bellos patios de la Alhambra. Estos patios granadinos fueron construidos alrededor de un aljibe o fuente encargada de recoger las aguas provenientes de los cuatro ejes formados por los dos canales entrecruzados, formando un diseño que simboliza los ríos de vino, agua dulce, leche y miel licuada a los que se refiere el Corán (Dickie 1994: 1017).1 Mediante la diferencia del jardín que describe el personaje de Urdemalas del prototípico patio andalusí se apunta a la riqueza de la jardinería y horticultura del mundo islámico, cuya variedad estilística no permite una generalización. Aun considerando la existencia de rasgos comunes derivados de conceptos religiosos, los jardines de partes del mundo tan distintas como India, Persia o España exhiben las desemejanzas asociadas con unas condiciones climáticas concretas y una herencia cultural determinada (Atasoy 2002: 21). En el caso del jardín otomano, éste trata de recrear, al igual que el de los otros países islámicos, el paraíso coránico mediante la presencia de agua y la abundancia de árboles. Sin embargo, según Atasoy, en las provincias del imperio otomano no se intenta reproducir los jardines de Esfahan, ni tampoco cubrir las enormes extensiones de tierra de los Agra (2002: 21). Es cierto que, a pesar de los siglos que los separan, hay similitudes superficiales entre los jardines de Granada y los otomanos, tales como la abundancia de cipreses y de plantas colgantes, dado su origen común en la tradición mediterránea. La influencia del modelo cuatripartito es clara en los jardines de algunas partes de Anatolia, que fue-

1. Sobre los aspectos visuales del jardín andalusí, véase Almagro (2007).

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ron conquistadas por grupos de turcos que llegaron de Irán, lo que es evidente también en otros lugares de la región, como, por ejemplo, en el jardín del palacio de Artuqid y en la ciudad de Diyarbakir. No obstante, entre los otomanos, esta influencia sólo parece limitarse a los jardines de Karabali y del Sultaniye (Atasoy 2002: 21). La descripción del jardín palaciego del sultán que realiza el personaje de Urdemalas responde al hecho de que los jardines otomanos se hallan directamente influenciados por la cultura bizantina que se desarrolla a partir de la romana. Como se observa en la representación del jardín del Gran Turco incluida en el Viaje de Turquía, el modelo incorpora fuentes y aljibes pero no la severidad del diseño cuatripartito. El jardín refleja la afición de los otomanos a tomar de las otras culturas con las que entraban en contacto los elementos que mejor parecían adaptarse a sus tradiciones, reinterpretándolos para crear nuevos estilos (Atasoy 2002: 21). Tras la conquista de Constantinopla de 1453, se continúan ciertas tradiciones romanas incorporadas por los bizantinos, al añadir granjas y viñedos al cultivo de jardines, debido a que eran innovaciones que respondían tanto a sus propios gustos y conocimientos culturales como a las peculiaridades del nuevo hábitat (ibíd.: 22). Los bizantinos habían desarrollado la tradición romana de hacer de la agricultura una actividad respetable con más rigor que sus contemporáneos occidentales, tal como demuestran los tratados de esta materia escritos durante el siglo XVI en Turquía (ibíd.).2 Atasoy analiza las obras Menazilname, compuesta hacia 1564 por Matrakçi Nasuh, y los Viajes de Evliya Çelebi (1611-1682), en las que se acredita la naturaleza heterogénea del jardín otomano que constituye el resultado de una síntesis configurada a través de un largo periodo de tiempo en el que se integran diferentes tradiciones culturales provenientes de Europa, África y Asia (Atasoy 2007: 197-218). Se debe destacar que la descripción de los jardines del palacio del Gran Turco ofrecida en el texto llama la atención sobre fenómenos de hibridación intrínsecos a la propia cultura del imperio otomano. La dis-

2. Por ejemplo, Geoponika es un tratado del siglo X escrito en griego sobre la información de los trabajos de sus autores antiguos. Establece recomendaciones sobre qué especies debían plantarse y en qué lugares específicos (Atasoy 2002: 22). Acerca de los rasgos de los jardines otomanos y su relación con los europeos, véase Atasoy (ibíd.: 2553, 60-207, 219-69).

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tancia del jardín del palacio de Solimán el Magnífico, tal como se observa en el Viaje de Turquía, con respecto a la imagen del jardín andalusí, evidencia la heterogeneidad del mundo Islámico y la compleja herencia cultural de Constantinopla. La descripción que ofrece el texto resalta la naturaleza occidental del jardín otomano, de origen más romanobizantino que pérsico, lo que confirma el hecho de que los espacios verdes pertenecientes al sultán sean cultivados por un ejército de jardineros europeos, tal como se nos informa más abajo en el texto. En general, las influencias bizantinas y romanas de estos recintos ajardinados aluden a un pasado común occidental que los viajeros europeos en Constantinopla no parecen demasiado interesados en reconocer, al contrario de los que acuden al norte de África, como se observó en la primera parte de este trabajo. El autor del Viaje de Turquía se muestra más empeñado en usar la experiencia turca como medio para satisfacer su curiosidad sobre el «otro» musulmán, lo que le lleva a confundir las categorías «turco» y «moro» con objeto de hacer relevante su información al lector contemporáneo, que en hacer una mención explícita de la herencia bizantina de Constantinopla. Al autor del Viaje de Turquía le parece conveniente emplear la información recabada durante su estancia en la capital del Estado otomano en la construcción de una alteridad, en cuya imagen proyecta, sin embargo, el cúmulo de ansiedades y prejuicios del sujeto español hacia el enemigo musulmán. En la representación ofrecida en el Viaje de Turquía, el significado espiritual del jardín musulmán es sustituido por el sentido práctico de la montaña central en la que se localizan «un corredor con mas de dosçientas cámaras, a donde solían posar los capellanes de Sancta Sofía» (415). En dicha descripción, llama la atención la ausencia de cualquier referencia a la belleza y sensualidad con los que el lector de la época relacionaría la conjunción del sonido del agua, los juegos de luces y sombras, así como la exuberante vegetación del jardín tradicional del Oriente Próximo y del otomano, en particular. En las descripciones ofrecidas en las obras Menazilname y en los Viajes de Evliya Çelebi se insiste en las cualidades de la riqueza aromática y sonora de los jardines otomanos, concebidos como imágenes terrestres del paraíso (Atasoy 2007: 203-207). Ambos autores brindan en sus obras amplias y detalladas descripciones acompañadas de ilustraciones de varios jardines repartidos por todas las regiones del imperio en los que destaca el placer estético asociado con la percepción de su belleza plástica. En la

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descripción concreta de los jardines del palacio de Solimán, incluida por Çelebi en sus Viajes, el símil del paraíso se expresa mediante la referencia a sus «veinte mil jóvenes cipreses, pinos y arbustos [...] y cientos de milos árboles frutales de todas partes» con los jardines del paraíso (ibíd.: 206). Çelebi hace mención especial al lugar de descanso construido por el sultán en una colina en la mitad del jardín, así como al doble componente de elevación espiritual y placer sensual con el que se asocia la contemplación de este delicioso vergel palaciego, concebido como un paraíso en la tierra (ibíd.). Sin embargo, el autor del Viaje de Turquía prefiere evitar cualquier alusión a la experiencia estética o espiritual que surge de la contemplación del jardín del palacio del Gran Turco para concentrarse en los aspectos pragmáticos vinculados con la funcionalidad y provecho económico con el que se relaciona este espacio verde. En la descripción incluida en el texto, la cercanía al embarcadero construido con exquisitos materiales y la existencia de un corredor que da cobijo a los capellanes son los principales elementos que identifican a este majestuoso recinto ajardinado. Por lo tanto, aunque el jardín del Gran Turco se describa como diferente del árabe tradicional, su concepción como espacio abierto al mar, capaz de albergar en su interior a miembros de distintos estamentos sociales, subraya la peculiar naturaleza de la hetorotopia, concebida como un lugar al margen de la experiencia cotidiana. Tal como nos muestra el autor del Viaje de Turquía, la función y composición del numeroso conjunto de jardines pertenecientes a Solimán reflejan los esfuerzos de la máxima autoridad civil y religiosa del imperio para obtener un beneficio material mediante su participación en el mercado. En el texto, Urdemalas se refiere a la enorme cantidad de jardineros, unos «doscientos» que se emplean en sus «más» de «quatro mil otros jardines», además del de palacio (417).3 La referencia a los numerosos jardines que el sultán posee en la ciudad de Constantinopla subraya la conexión entre su función como espacio de recreo y su uso como zona verde cuya explotación contribuye al desarrollo de la economía mercantilista que potencia el Estado otomano. Como explica el 3. Atasoy apunta la cifra de 200 jardineros que trabajaban en algunos de los jardines imperiales de Estambul (2007: 206). Para una descripción de los jardines del palacio de Solimán en los textos de la época, véase Atasoy (ibíd.: 206-208).

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anónimo autor del Viaje de Turquía sobre los jardines del sultán, por medio del personaje de Urdemalas, La primera cosa que cada señor haze es un jardín, el mayor y mejor que puede, con muchos cipreses dentro, que es cosa que mucho usan; y como ha cortado la cabeza a tantos baxás, y señores, tománle las haziendas y cáenles jardines hartos; y que aquellos «agas» grandes que tiene por guarda de las mugeres y pajes haze granes señores, y como son capados y no puede tener hijos, en muriendo queda el Turco por heredero universal. Berças y puerros y toda la fruta se vende como si fuese de un hombre pobre y se hazen cada año más de quatromill ducados de tres que yo le conozco, que el uno tiene una legua de çerco (Viaje de Turquía 417).

Aunque Busbecq aclara en su libro que los enormes ingresos que obtiene Solimán de estos jardines se deben principalmente al notable afán de lucro del Gran Visir Rustán, tal como apunta García Salinero (1995:417), es significativo que el autor evite mencionar las particularidades estéticas de estos jardines señoriales para centrarse en la ganancia económica que se deriva de la explotación de los mismos. De hecho, sorprende la manera en que el autor del Viaje de Turquía pasa por alto la abundancia de flores que caracteriza el jardín otomano, tal como hacen constar las descripciones de la época, para centrarse en una serie de productos bastante más prosaicos, tales como las «berças» y los «puerros» (1995:417).4 Aun considerando que estos jardines con huerto existen tanto en el mundo musulmán, sobre todo en la tradición hispanoárabe (Dickie 1994: 1026-1027), como en el grecolatino, el autor no se refiere a los espacios verdes que constituyen una unidad rural autosuficiente, sino a los localizados en el interior de la ciudad de Constantinopla. Es interesante que el escritor árabe del siglo XIV de la era cristiana Ibn al-

4. Sobre la afición de los otomanos a las flores, véase Atasoy (2002: 60-207). Atasoy destaca esta característica del sultán Solimán el Magnífico, que resulta evidente en los libros de contabilidad en los que se registran los enormes gastos en concepto de flores, en concreto, en la compra de tulipanes para los jardines florales de Topkapi (ibíd.: 65). Las flores se empleaban en ceremonias, se ofrecían como regalos y se presentaban en centros ornamentales en las mesas en las que se servían los banquetes; constituyendo asimismo un importante tema literario y un motivo decorativo utilizado en todas las artes ( 60-124).

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Khatîb, describa las prósperas granjas de Granada, sus huertos y jardines en términos exclusivos de su belleza (Dickie 1994: 1027). En su descripción, Ibn al-Khatîb emplea en ocasiones el vocablo «munya», que significa objeto de deseo, para aludir a la doble función del jardín como lugar de recreo y centro de producción hortícola, al entenderse la horticultura como una rama refinada de la agricultura (ibíd.). A diferencia de Ibn al-Khatîb, el autor del Viaje de Turquía se limita a notar la función práctica de los jardines del sultán. En esta obra, los cipreses son los únicos ejemplares de árboles mencionados, mientras que se incluyen los muy prosaicos «berças y puerros» entre las verduras y las frutas que cultivan un ejército de jardineros, de los que se da la circunstancia de que «todos son hijos de christianos» (417). La inclusión de las referencias a estas especies vegetales tan presentes en la dieta alimenticia europea y a la procedencia cristiana de la mano de obra que las producen, refleja algo más que el deseo del autor de acercar las particularidades de la realidad turca al lector español. Dichas alusiones hacen que en la imagen del jardín se proyecte la confusión de los límites que separan la realidad urbana de la rural, el mundo cristiano del musulmán, así como el ámbito privado de donde proceden los huertos, del público, en el que revierten las ganancias obtenidas por el Gran Turco de la venta de los productos agrícolas. Finalmente, el carácter común de las verduras que se venden, «berças y puerros» (417), junto a la referencia numérica exacta del dinero obtenido por su venta en el mercado local por parte del sultán denotan una admiración por el espíritu práctico que caracteriza a los ciudadanos turcos. El autor valora la actitud pragmática del cabeza del Estado que, ignorante de los prejuicios estamentales de sus contemporáneos españoles, como si fuera «un hombre pobre» (417), participa activamente en el mercado local, contribuyendo mediante la venta de los productos agrícolas cultivados en sus múltiples huertos al enriquecimiento de la nación. En el Viaje de Turquía la heterotopia del jardín denota el espíritu práctico y mercantilista del habitante del imperio otomano que evidencia el desarrollo de un nuevo orden económico que el autor erasmista no puede dejar de admirar. La representación del jardín del Gran Turco expresa la existencia de una vinculación entre Turquía y el resto de Europa, contradiciendo, por tanto, al igual que la heterotopia del barco, la separación radical entre los dos imperios rivales del Mediterráneo asumida por el lector occidental.

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Según Foucault, el barco es la heterotopia por excelencia, debido a que constituye un segmento flotante del espacio, un lugar sin lugar, que sólo existe cerrado en sí mismo y al mismo tiempo abierto a la infinidad del océano (1986: 27).5 En lo que se refiere al tratamiento del tema de las galeras turcas, en el Viaje de Turquía abunda la información sobre la organización de la vida doméstica en su interior, estableciendo su vínculo con el espacio privado al que se opone de manera simultánea. Más significativo resulta comprobar que la detallada descripción de la vida de los cautivos de las galeras y de la composición técnica de las mismas coincide con otros testimonios de la época sobre la realidad de los navíos europeos. Dicha coincidencia se relaciona con la naturaleza transnacional de la experiencia de la navegación y confirma la función de la galera turca como una heterotopia que actúa de contrapunto a la visión utópica de la sociedad del Estado otomano que incluye la obra. Al mismo tiempo, los rasgos comunes de la experiencia de navegación anula el rasgo de exotismo oriental comúnmente asociado con la cultura turca. El autor del Viaje de Turquía ofrece datos concretos sobre las comidas específicas empleadas para la alimentación de los navegantes, referencias a la mala calidad del vino y del agua que se consume en su interior, información sobre los modos de pernoctación y las condiciones higiénicas similares a los ofrecidos, por ejemplo, por Antonio de Guevara en su Arte de marear (1539). Antonio de Guevara describe a lo largo de los diez capítulos en los que se divide su tratado la vida en el interior de la galera, en los que se destacan detalles sobre las comidas, lugares para dormir, los mareos de los pasajeros, animales a bordo y el comportamiento de los marineros (V-VII). Asimismo, el obispo de Mondoñedo informa sobre la jerga hablada en los barcos (VIII), describe el mar y sus propiedades (IX) y propone una serie de consejos prácticos sobre qué llevar a bordo de una nave (X). También Eugenio de Salazar incluye en otro texto del siglo XVI, en la «Carta escrita al licenciado Miranda de Ron, particular amigo del autor, en que se

5. Según Foucault, el barco se abre al infinito en busca de los más preciosos tesoros, dado que, desde el siglo XVI en adelante, ha sido el gran instrumento del desarrollo económico y la mayor reserva de la imaginación; el filósofo concluye que en las civilizaciones sin barcos, lo sueños se secan, el espionaje toma el lugar de la aventura y la policía suplanta a los piratas (1986: 27).

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pinta un navío, y la vida y ejercicios de officiales y marineros», datos sobre la rutina cotidiana en alta mar. En su epístola, Salazar relata en tono de humor su propio viaje a América en 1573 a bordo del navío Nuestra Señora con el fin de procurar la diversión del lector. En el Arte de marear, Guevara, que se basa en su propia experiencia como viajero en barco, además de contar con el contenido de otros tratados náuticos compuestos durante este periodo, ofrece información similar a la que el autor del Viaje de Turquía presenta en su texto.6 Por ejemplo, sobre el tipo de comida que se consume a bordo, Guevara alude a la necesidad de «comer el pan ordinario de bizcocho con condición que sea tapizado de telarañas, y que sea negro, gusaniento, duro, ratonado, poco y mal remojado», así como de beber agua «turbia, gruesa, cenagosa, caliente, desabrida y aun hedionda» (337). También Urdemalas se refiere en el Viaje de Turquía al «vizcocho» como el principal alimento consumido en las galeras para cuya confección «toman la harina sin cerner ni nada y hazénla pan; después, aquello hácenlo quartos y recuézenlo hasta que está duro como piedra y métenlo en la galera» (136). Además, el personaje de Urdemalas comenta con ironía que la bebida principal a bordo es vino «[b]lanco del río, y aun hidiendo y con más tasa que el pan» (136).7 Urdemalas nos informa sobre la abundancia de parásitos y acerca de las escasas oportunidades en las galeras para lavar la ropa –«la ropa blanca» es lavada en los barcos «con el sudor que cada día manaba de los cuerpos» (137)–, coincidiendo otra vez con el testimonio presentado por Antonio de Guevara, que hace un amplio recuento de estas circunstancias negativas que caracterizan la vida a bordo de las galeras. Sobre los parásitos el personaje comenta:

6. Costes cita la Suma de geographia (1519) de M. Fernández de Enciso, el Tratado de la esfera y del arte de navegar (1535) de Falero y el Espejo de navegantes de A. de Chaves (120-21). Posteriores son el Regimiento de navegación de Medina (1563) y la Instrucción náutica para navegar (1587) de D. García de Palacio, que como los tres arriba mencionados son de carácter más técnico que los de Guevara y Salazar. Para los cuatro primeros capítulos, Guevara remite a Plinio, San Isidoro, Plutarco, Ateneo y Justino, así como a Diógenes y Laercio; la introducción incluye citas de Séneca y Publio Siro (Rallo Gruss 1984: 86-87). 7. Salazar se refiere a cómo «hinchieron la mesa de unos montocitos de vizcocho deshecho»; sobre la bebida comenta: «y aun con el agua es menester perder los sentidos del gusto y olfato y vista para beberla y no sentirla» (citado en Rallo Gruss 1984: 337).

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en un hormigal los veía en mis pechos quando me miraba, y tomábame çongoja de ver mis carnes vivamente comidas dellos, y llagadas, ensangrentadas todas, que, como aunque matase veinte pulgardas no hazía caso [...] si metía la mano entre la vota y la pierna hasta la pantorrilla, qu era en mi mano sacar un puñado como granos de trigo (Viaje de Turquía 137).

En el Arte de marear, Guevara explica, respecto a la imposibilidad de realizar la colada y la presencia de parásitos: «es privilegio de galera que sin alguno tuviera necesidad de escalentar agua, sacar lejía, hacer colada o jabonar camisa, no cure de intentarlo ni aun mentarlo si no quiere dar a unos que reír y a otros que mofar» (342). Aun más, el obispo de Mondoñedo añade que «todas las pulgas que saltan por las tablas, y todas las chinches que están en los resquicios», mientras que se pueden hallar «en el jubón más piojos que en la bolsa dinero» (343).8 La importancia de los detalles domésticos en el mundo esencialmente homosocial de las galeras constituye una de las paradojas de la heterotopia del barco, tal como se refleja en estos textos españoles del Renacimiento. No en vano, el navío constituye un lugar al margen de la vida cotidiana en el que sus habitantes se esfuerzan por crear un aire de normalidad mediante una atención a los detalles propios de la experiencia diaria en sus lugares de origen. Sin embargo, la organización doméstica que se lleva a cabo en el espacio del barco transciende las barreras culturales, puesto que, como nos muestran ambos autores, las características que conforman la vida a bordo en las galeras turcas resultan idénticas a las que tienen lugar en las españolas. La imagen del barco como heterotopia se confirma en el Viaje de Turquía teniendo en cuenta el desorden que impera en su interior, debido a que las precarias condiciones de vida en alta mar hacen difícil que en el barco se logre una verdadera recreación de la experiencia cotidiana de los turcos en tierra. En el interior de la nave, las categorías de género se confunden y desordenan considerando, entre otros factores, que el trabajo doméstico realizado por los hombres que viajan provoca que se cuestione el mantenimiento de la división tradicional de las funciones sociales basada en el género sexual del individuo.

8. Al respecto comenta Salazar: «También ay ríos caudales [...] de granados piojos y tan granados que algunos se almedian y bomitan pedaços de carnes de grumetes» (citado en Rallo Gruss 1984: 343).

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Tanto Antonio de Guevara como el autor del Viaje de Turquía exhiben en sus textos la importancia de los aspectos de la nutrición y de la higiene en su recuento de los esfuerzos de los navegantes para conformar su experiencia en alta mar a las condiciones normales de la vida diaria en tierra. Son precisamente la confección de los alimentos y la limpieza las tareas asignadas tradicionalmente a las mujeres, como los propios humanistas y moralistas del Renacimiento, incluyendo el propio Guevara, se encargan de recordar en sus escritos. En el texto de Guevara y en el Viaje de Turquía, la preocupación por la precariedad de la vida cotidiana en el barco y la necesidad de atender a labores domésticas típicamente femeninas se relacionan con la desorientación e inseguridad inherente a la condición del navegante, aspectos que se incrementan en caso de los cautivos condenados a remar en las galeras. Es interesante que Guevara exprese mediante un símil encargado de hacer hincapié en la pérdida de las identidades masculina y cristiana la ansiedad del individuo que se halla obligado a abandonar en tierra los privilegios asociados con su elevado estatus social. El franciscano se refiere a cómo en galeras no hay «banca a do reposar, ventana a do se arrimar, mesa a do comer [...] para lo que allí le darán licencia al bisoño pasajero, es que en una ballestera, o cabe crujía, o junto al fogón coma en el suelo como moro, o en las rodillas como mujer» (339-340). Para Guevara, la pérdida de posición que se deriva de la experiencia náutica constituye una consecuencia de la naturaleza especial de una localización en el interior de la nave en la que impera un conjunto de principios y reglas diferentes al que gobierna y define las estructuras sociales exteriores. El franciscano remite a una frase del corsario Chipandas, para el que «las leyes que ese hacen en la tierra no ligan a los que andan en la mar, y las que se usan en la mar no se guardan en la tierra» (334). Guevara se refiere también al hecho de que los ocupantes de las galeras se comunican mediante la jerga marinera, es decir, un lenguaje ininteligible para el profano al que Guevara dedica el capítulo VIII de su Arte de marear (353-356). Por su parte, el autor del Viaje de Turquía menciona la existencia de esta jerga y hace que Urdemalas se vea obligado a explicar el significado de ciertos términos claves de la vida a bordo, tales como «mazmorra» y «vizcocho» (136).9 9. El personaje de Ginés de Pasamonte de Don Quijote se refiere a su experiencia como condenado en galeras mediante la afirmación «sé a qué sabe el bizcocho y el cor-

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Ambos autores constatan en sus obras la naturaleza transnacional del caótico mundo de la nave, que, regido por sus propias reglas y por su propia autoridad, destaca por su capacidad para trascender las divisiones nacionales, religiosas y culturales. El autor del Viaje de Turquía comenta que la libertad de culto es la norma en el interior de las galeras, como prueba la diversidad de los ritos religiosos que se celebran en su interior. En el texto, se alude a que en este tipo de navío los cautivos cristianos en manos de los turcos son libres de celebrar las ceremonias religiosas ordenadas por sus respectivos credos. A la pregunta de Juan de Voto a Dios sobre si los cristianos «oyen nunca misa y traen quién los confiese» (Viaje de Turquía 152), Urdemalas responde que «sí, bien, cada domingo y fiesta; si no navegan, les dizen misa en tierra donde pueden todos ver; y en cada galera traen un capellán, y los turcos también uno de los suyos» (152). De modo similar, según Guevara, es privilegio en galera que en ella anden u tengan libertad de vivir cada uno en la ley que nació, es a saber: casados, solteros, monjas, monjes, frailes, clérigos, ermitaños, caballeros, escuderos, elches, canarios, griegos, indios, herejes, moros y judíos; por manera que sin ningún escrúpulo verán los viernes hacer a los moros la zalá y a los judíos hacer los sábados la barahá (Guevara 349).

Es interesante que en el interior de la nave la comunicación oral se realice mediante un lenguaje bárbaro e ininteligible, así como que la experiencia religiosa sea vivida en alta mar como una mezcla de códigos procedentes de diferentes culturas y credos, lo que implica un subversión de las aspiraciones de homogeneidad lingüística y religiosa en las que se fundamenta la política imperial. En el Viaje de Turquía observamos que las galeras constituyen un espacio en el que se confunden las categorías morales que se aplican en España en la defensa de la superioridad ética del cristiano y en su diferencia con respecto a los individuos de origen islámico. El que el combacho» (Cervantes 2008: I, 313). Aunque el aspecto de la lengua usada en las galeras no se halla demasiado desarrollado en el Viaje de Turquía, hay que tener en cuenta que, como explica Walter Mignolo, «[t]he linguistic practices of the borderlands thus destabilize the convergence of nation, territory, and language that grounds nationalist ideologies, opening the way toward a definition of literary studies through “transnational cultural studies”» (2000: 217-249).

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portamiento de los turcos con sus cautivos cristianos no sea peor que el de los cristianos con los esclavos turcos en sus galeras supone que en el interior de la embarcación queda erradicada la ecuación tradicional que hace corresponder el término cristiano con el bien, en oposición al mal que se equipara con el concepto de musulmán (137). Al respecto, sólo es necesario atender a la interrogación retórica de Urdemalas: «¿Pensáis que son mejores las de los christianos? Pues no son sino peores» (137). El autor del Viaje de Turquía denuncia el maltrato que sufren los cautivos cristianos en manos de sus antiguos compañeros de cautiverio que se encargan ahora de vigilarlos. Según Urdemalas, «los turcos son de mayor caridad en eso que nuestros generales christianos para con ellos» (163). Para el personaje, los cristianos son «pero mill vezes que los turcos, y más crueles son para ellos; traénlos quando trabajan ni más ni menos que los aguadores los asnos; vales dando, quando ban cargados, palos detrás si no caminan más de lo que pueden, y al tiempo del cargar les hazen tomar mayor carga acuestas de la que sus costillas sufren» (163). Urdemalas comenta que a tales cristianos, guardianes de los cautivos, «les pesa quando se les acaba el tiempo de los tres años, por no tener ocasión para venirse en livertad [...] porque acá han de vibir como quienes son, y allá, siendo como son ruines y de ruin suelo, son señores de mandar a muchos buenos que hay cautivos» (164). La inversión de la jerarquía ética que se lleva a cabo en el espacio de las galeras provoca que el código moral cristiano se sitúe por debajo del musulmán. La experiencia de Urdemalas como cautivo de los turcos le otorga la oportunidad de ser testigo del comportamiento negativo de algunos compañeros cristianos, poniendo en tela de juicio su pretendida superioridad moral. La descripción de la vida cotidiana en el interior de las galeras turcas que se presenta tanto en el Viaje de Turquía como en el Arte de marear del franciscano Antonio de Guevara, muestra la función del barco como heterotopia. Para ambos autores, el espacio del navío constituye un universo que, aun alternativo y distinto del real representado por la estabilidad de la tierra firme, es constituido mediante la caótica confusión de categorías morales, religiosas y culturales. No obstante, aunque el tema de la navegación se describe en el Viaje de Turquía en términos similares al presentado por Guevara en su tratado, su autor no defiende una imagen del barco como símbolo de la ambición y soberbia humanas, que se corresponde con el tópico cul-

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tural que hace de la mala experiencia marítima una metáfora de los efectos negativos del mercantilismo (324-326).10 El autor del Viaje de Turquía se distancia del tópico renacentista según el que la navegación simboliza la ambición desmedida del individuo de su tiempo. Como se observaba en las representaciones del bazar de Constantinopla y del jardín del Gran Turco, la obra refleja una profunda admiración por la capacidad del Estado otomano para fomentar la puesta en marcha de una activa economía de mercado que acelera la entrada de su nación en el orden precapitalista que emerge durante la temprana modernidad. En suma, la representación en el Viaje de Turquía de los espacios vinculados con el hogar turco, tal como el barco, en cuya descripción se ofrece información sobre la vida cotidiana del navegante, o adyacentes al hogar, como el jardín, se encarga de reflejar, inventar o neutralizar el conjunto de relaciones asociadas con el entorno doméstico en la obra. Sin embargo, la representación de dichas heterotopias no logra anular la preocupación del sujeto de la época por los numerosos aspectos positivos de la sociedad del imperio otomano así como ante los elementos de mezcla y similitud de la cultura española y de la realidad musulmana que revela el espacio doméstico del turco. De este modo, podemos concluir que el Viaje de Turquía hace problemático cualquier intento de emplear la información que ofrece sobre el imperio otomano como base para la construcción de una diferencia étnica que justifique en el contexto de la sociedad española de la época la definitiva definición subalterna del norteafricano o del morisco.

10. Según Rallo Gruss, Guevara considera la navegación como una concepción antiestoica, al significar la ambición sin límites del individuo que no se conforma con lo que posee, siendo capaz de arriesgarlo todo para conquistar lo ajeno; el mar y la privanza se convierten en paradigma de la inestabilidad y del sufrimiento de un sujeto que trata de conseguir el máximo de gloria, poder y riqueza (1984: 87-88).

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La caída de Granada y la transferencia de la lucha contra el infiel al otro lado del estrecho, el conflicto con el imperio otomano por el control del Mediterráneo, los ataques continuos de los corsarios berberiscos a las costas italianas y españolas, la rivalidad con Portugal y el temor de la ayuda musulmana del exterior a las sublevaciones moriscas son factores que explican la importancia del contenido de las crónicas de Berbería en la agenda política de los Habsburgo. Como demuestran estas obras de historiografía era importante adaptar el interés expansionista en el Mediterráneo en el contexto de una confrontación más amplia entre el Islam y la Cristiandad. La mayor parte del corpus literario responde no tanto al interés inicial de la Corona en la conquista y colonización de las tierras habitadas por musulmanes como a la necesidad de controlar el comercio del «Mare Nostrum» y las rutas comerciales norteafricanas. También la defensa de los ataques de los piratas turcos y berberiscos todavía constituye un objetivo primordial para las autoridades del Estado. Por consiguiente, a pesar de la limitada influencia económica y política de España en el norte de África y de la creciente falta de interés de la monarquía de los Habsburgo, el asunto de la intervención española en el continente vecino y la amenaza turca fueron temas recurrentes en la historiografía renacentista. La presencia militar española en territorio norteafricano decae al final del siglo XVI, momento en el que la hostilidad con el enemigo otomano cede debido a un cambio de prioridades en la agenda política del imperio. Los monarcas españoles se ven obligados a concentrar su atención y sus recursos en asuntos más acuciantes, entre los que se incluyen los conflictos en el continente europeo y la colonización del Nuevo Mundo. Como resultado, la presencia española en el norte de África se limita al establecimiento de lugares estratégicos en la costa de Berbería, lo que previene de una verdadera incursión en el interior del continente. El principal objetivo de unos enclaves aislados es el con247

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trol de la ofensiva turca contra las costas italianas y peninsulares, la defensa contra las operaciones de piratería en el área y la observación de las actividades de los miles de exiliados moriscos en el Magreb. La baja rentabilidad económica del proyecto explica la escasez de recursos ofrecidos por la Corona, que no obtuvo un beneficio directo de la aventura norteafricana que compensara el alto gasto que requería el mantenimiento de la protección militar de los presidios. La ausencia de un proyecto sólido de expansión colonial por parte de las autoridades oficiales más allá de estos lugares clave ha conducido a historiadores como Elliott a considerar a África «la Cenicienta de las posesiones españolas en Ultramar: un país que no se adaptaba a las peculiares características del conquistador [sic]» (1982: 53).1 Como apunta Hess, el conflicto entre las civilizaciones cristiana y musulmana, tanto en la península ibérica como en el Mediterráneo occidental, culmina en una fase final caracterizada por un desinterés generalizado que provoca que la existencia histórica de este espacio fronterizo haya incluso caído en el olvido (1978: 207-211). El contenido de estos discursos renacentistas no consiguió atraer la atención del público una vez que las aspiraciones coloniales en el norte de África son abandonadas. Los autores de obras sobre temas norteafricanos, turcos o sobre el Islam, en general, empezaron a tener problemas para publicar sus obras al final del siglo XVII, dada la limitada popularidad de estos asuntos a la luz del fracaso de la Corona española de llevar a cabo un proyecto expansionista en el Mediterráneo. El escaso éxito editorial de estas obras, incluyendo los textos encargados de difundir la información más relevante sobre el continente africano durante el Renacimiento, tales como los de Mármol Carvajal, Antonio de Sosa, Diego de Torres y Diego Suárez Montañés, e incluso la fuente principal de estos escritos, la obra de León el Africano, indica que la dirección a la que la agenda imperial estaba conduciéndose era la menos adecuada para generar un interés político en el norte de África. El que la obra Della descrittione dell’Africa e

1. Es verdad que la escasez de la información sobre el continente africano es «compensada» con la diseminación de la imagen negativa de un «otro» musulmán, morisco o turco, que presentan obras como el Antialcorano (1532) de Bernardo Pérez de Chinchón, Antigüedades de África de Bernardo de Aldrete (1606) o Coronica de los moros (1618) de Jaime de Bleda, tal como nota Perceval (1998: 6).

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delle cose notabili che quivi sono de León el Africano, fuera traducida rápidamente a todas las lenguas europeas menos al castellano (Zhiri 2001a: 161), constituye un dato indicativo de la escasa atención general que se presta en España al continente vecino. Por desgracia, a pesar del limitado interés, incluso a finales del siglo XIX sigue teniendo vigencia el valor ideológico del discurso colonial del Renacimiento, tal como prueba el contenido del prefacio a la edición de 1881 de las obras de Francisco de la Cueva y de Baltasar de Morales. En dicha edición titulada Guerras de los españoles en África, 1542, 1543 y 1632, el cuasi anónimo editor, puesto que firma con las iniciales F. del V., se lamenta del nulo esfuerzo por parte de la monarquía de los Habsburgo en expandir su dominio territorial a través de continente africano. De acuerdo con el editor, si la Corona española hubiera puesto un mayor empeño en la colonización del Magreb, la nación hubiera podido situarse durante los siglos XVIII y XIX en una posición más prominente, comparable a la de los grandes imperios coloniales europeos. Según dicho editor, «habiendo seguido los heroicos impulsos del genio de la patria, nos habríamos adelantado tres siglos á las demás naciones en iniciar al continente africano en las artes y civilizaciones de Europa» (xiii). Durante la segunda parte del siglo XIX, España intenta establecerse como una potencia colonial con objeto de competir con los grandes imperios europeos y compensar la pérdida de los últimos territorios de ultramar. En 1860 Marruecos concede a España la zona de Sidi Ifni después de firmar el tratado de Wad-Ras y en 1884 el congreso de Berlín otorga oficialmente a España el derecho a administrar Sidi Ifni y el Sahara Occidental. En 1911 España y Francia dividen la superficie del territorio marroquí estableciendo dos protectorados cada uno bajo su respectivo dominio político. De manera significativa, el editor de las Guerras de los españoles en África considera relevante la publicación al final del siglo XIX de estos textos redactados durante la temprana Edad Moderna, debido sobre todo a su capacidad para incorporar una ideología imperialista mediante la que se legitima el derecho de la nación española a tomar posesión de los territorios del norte de África. De acuerdo con la noción de jerarquías entre naciones y culturas que rige la ideología colonial, para el editor de las obras de Morales y Cueva, «es ley del mundo, que á superior cultura moral é intelectual de las naciones, acompañe siempre el consiguiente y proporcionado poderío» (vii).

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Por consiguiente, aun teniendo en cuenta el fracaso del proyecto expansionista en el Magreb y la imposibilidad de plantear de un modo realista la invasión de Constantinopla, los textos estudiados aquí aparecen imprescindibles para el análisis de una incipiente ideología colonial que, cercana a lo que más tarde se ha denominado «orientalista», ha sido poco atendida por críticos e historiadores. Sin embargo, todavía más importante resulta comprobar que las crónicas de Berbería permiten una expansión del catálogo de clasificaciones etnográficas de la época. La visión de los espacios en los que habita un «otro» musulmán lejos de consolidar la noción monolítica del «moro» que domina la cultura española de la temprana modernidad invita a la ampliación de la red de identidades culturales. En contraste con la utilización por parte de la tradición española cultural del término homogeneizador «moro» que oscurece la multiplicidad de identidades que conforman la diversidad de sujetos musulmanes, los discursos renacentistas muestran los esfuerzos de los autores para superar nociones homogeneizadoras de identidad cultural frecuente en naciones y sectores sociales hegemónicos. Los textos ofrecen un contrapunto a la tendencia que continúa hasta nuestros días de reproducir imágenes del musulmán, o del perteneciente a cualquier otra alteridad, en las que se oculta las diferencias dentro de la diferencia y las multiplicidades de historias y de sujetos en el marco de una construcción reduccionista y generalizadora. Podemos estar de acuerdo con Emily Bartels, que advierte sobre esta tendencia que permite establecer un paralelo entre la temprana modernidad y la etapa de la globalización actual, puesto que en ambas, the danger is that the unaccommodating particulars, the differences within differences, that would otherwise define a cultural history, space, or subject will disappear under the pressure to accommodate, if not also to conquer and commodify, a vast unfamiliar global terrain. The danger is, that is, that in coming to terms with and overwhelmingly diverse, always changing and expanding set of unfamiliar subjects, we will either obscure their heterogeneity with homogenizing generalizations or select our differences out, targeting some and not others as what matters (2008: 7).

Como se ha podido comprobar, los textos registran además la existencia de una multiplicidad de sujetos que habitan los espacios colo-

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niales, tales como cautivos, moriscos y renegados, que destacan por su habilidad para cruzar la línea divisoria que separa el mundo cristiano del musulmán, permitiendo un cuestionamiento de las jerarquías inscritas en las relaciones dicotómicas establecidas entre el sujeto y el «otro». Los autores se ven obligados a reproducir un vocabulario más amplio para acomodar la diversidad de individuos no susceptibles de ser clasificados de acuerdo con etiquetas tradicionales reconocidas con los términos «cristiano» o «moro». Los cronistas se refieren en sus discursos a los habitantes de un universo de carácter transnacional definido por fenómenos de mezcla étnica, transposiciones religiosas e hibridismo cultural. Si de acuerdo con Young-Bruehl, el discurso colonial cuestiona relatos modernos de la experiencia cultural que se basan en la construcción de binomios atitéticos, tales como el del sujeto y el «otro» o el colonizado y el colonizador (1996: 5), las obras sobre el norte de África y el imperio otomano exponen su facultad para mostrar la problemática asociada con este tipo de dicotomías.2 La visión de los espacios de la ciudad, el mercado, el hogar, así como otros relacionados con el mismo, entre los que se incluyen el jardín y el barco, tanto en el Magreb como en Turquía, constatan la porosidad de las fronteras culturales así como la complejidad de una realidad determinada por las nuevos fenómenos de mezcla e intercambio con los que se vincula la experiencia colonial del Renacimiento. Como se ha comprobado a lo largo de estas páginas la representación de los espacios coloniales de la ciudad, el mercado y la casa que contienen las crónicas de Berbería hace que éstos tengan éxito a la hora de componer un rico caleidoscopio de la enorme diversidad de una población musulmana heterogénea. La representación de determinados espacios en los textos prueba la imposibilidad de establecer categorías étnicas estables y la 2. Young-Bruehl apunta que desde Sartre, Fanon y Memmi, las teorías poscoloniales han contribuido a crear «a Manichean division that threats to reproduce the static, essentialist categories it seeks to undo» (1996: 5). Ania Loomba advierte que los discursos oficiales, las tradiciones culturales y las instituciones son potencialmente inestables y nunca totalmente efectivas, por lo que pueden ofrecer el espacio para una intervención radical y para el cambio; además los discursos dominantes no son monolíticos sino que contienen la oportunidad de realizar lecturas divergentes (1989: 5-6). Como sugiere Loomba, es necesario tener en cuenta la distinción entre el sujeto construido y marcado en el texto y por el propio escrito y el sujeto social, dado que los sujetos reales son individuos situados en la historia que viven en formaciones sociales, no meros sujetos de un solo texto ( 1989: 6).

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escasa utilidad en las sociedades turcas y norteafricanas de las jerarquías mediante las que se discriminan en España a los descendientes de judíos y musulmanes. En definitiva, en este trabajo se aprovechan la posibilidad brindada por estudios recientes encargados de situar los fenómenos del colonialismo e imperialismo en la base política del Estado, para intentar una deconstrucción de las dicotomías del sujeto y del «otro» que revela la propia inscripción del poder.3 En el caso de la confrontación de los españoles con el norte de África y con Turquía, la imposibilidad que revelan estos textos de fijar los bordes que delimitan el espacio colonial con el que sueñan y el de la metrópoli en la que hasta entonces sus autores han habitado, se deriva de la propia naturaleza dinámica del espacio. La representación de dichos lugares coloniales denota las ansiedades de un sujeto marcado por el pasado musulmán de su lugar de origen, que es celebrado al tiempo que se intenta erradicar, al percibirse como un impedimento para una definición de lo «español» basada en el concepto de homogeneidad cultural. Es cierto que los cronistas del norte de África aquí estudiados se esfuerzan por utilizar la expansión española el Magreb como medio de legitimar la herencia musulmana de la península y el componente islámico de la cultura renacentista como símbolo del triunfo de la cruz sobre la media luna. No obstante, tales esfuerzos resultan en vano al considerar que ni el contacto de los españoles con el imperio otomano ni su encuentro con el Magreb logran solucionar la ansiedad del sujeto de la época ante la dificultad de obtener un claro sentido de separación con respecto a un enemigo cuya herencia cultural todavía se halla presente en España. El resultado de dichas preocupaciones, combinadas con los sueños de conquista territorial y el interés de provecho económico con el que se relaciona la intervención expansionista, es la construcción de un «otro» africano o musulmán moralmente degradado e inferior. La mayoría de los cronistas realizan una configuración de la alteridad religiosa y cultural mediante la aplicación de estrategias discursivas que, encaminadas a poner en evidencia la masculinidad deficiente del varón de origen musulmán, no hacen sino consolidar la imagen estereotípica del mismo que prevalece en la mentalidad occidental. 3. Bartels mantiene algo similar en el caso de la literatura inglesa de este periodo (2008: 12).

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En los espacios coloniales que, representados por las ciudades, mercados y hogares, los autores aquí estudiados sueñan, imaginan o tratan de reproducir, se proyectan una serie de prejuicios, deseos, temores y fantasmas relacionados con un pasado histórico y una herencia cultural que deben ser simultáneamente reivindicados y rechazados, creando fisuras en los discursos ideológicos difíciles de solventar. Pese a las contradicciones inherentes al tipo de argumentación mediante la que se intenta naturalizar una construcción negativa del infiel y legitimar la expansión territorial, las posibilidades de dominación colonial que apuntan los textos permiten anular de forma momentánea preocupaciones relacionadas con una problemática herencia musulmana. No en vano, el avance de las fuerzas armadas españolas en el norte de África y el control absoluto de sus ciudades y mercados brindaría al sujeto español del periodo la posibilidad de neutralizar el poder otomano en el Mediterráneo, contribuyendo a compensar el error histórico de los casi ochos siglos de dominación islámica en la península ibérica. El fracaso final de la aventura expansionista de los españoles en el norte de África y la toma de conciencia por su parte de la absoluta inviabilidad de la conquista cristiana de Constantinopla no anulan la importancia de estos ideales imperialistas en el Mediterráneo y de los planes de control militar y político del enemigo musulmán en la construcción de la identidad nacional. En definitiva, aunque, por fortuna, la nación española pierde esta oportunidad, al imaginar la colonización del Magreb y el sometimiento del poder otomano, sus habitantes consiguen hacer frente de forma momentánea a ansiedades adquiridas como resultado de un contacto permanente con la otredad representada por la figura del «moro». De este modo, los cronistas de Berbería ofrecen suficiente material para hacer frente con éxito a preocupaciones relacionadas con la ausencia de diferencias estables con respecto a la realidad del Islam y con la existencia de una cultura material en la que se inscribe elementos provenientes de una alteridad que se considera necesario erradicar. Aun considerando los peligros de la vida de frontera, la ambigüedad de su localización como espacio de enunciación y, sobre todo, el fracaso último de las aspiraciones expansionistas de los españoles en el Magreb y de su dominio absoluto del Mediterráneo, estos discursos reflejan los sueños, deseos y expectativas de individuos obligados a otorgar un valor transcendental a su participación en esta empresa imperial.

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