Escritos Politicos

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CLASICOS

POLITICOS

DIDEROT

ESCRITOS POLITICOS ESTUDIO PRELIMINAR, TRADUCCION Y NOTAS DE

ANTONIO HERMOSA ANDUJAR

CENTRO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES MADRID, 1989

Reservados todos los dererljos © Centro de Estudios Constitucionales ÑIPO: 005-89-015-4 ISBN: 84-259-0815-9 Depósito legal: M. 18.343-1989 Imprime: MARASAN, S. A.

ESTUDIO PRELIMINAR Dedicatoria A Práxedes Caballero, de la Razón su rosa.

I. 1.

LA DOCTRINA POLITICA DE DIDEROT Introducción

El " DlDEROT-político” aún hoy es, posiblemente, el más incomprendido de todos. Hasta hace poco, ese DlDEROT, más que incomprendido, era simplemente ignorado. En los manuales de historia de las ideas políticas, sus ideas no contaban entre las que hacían la historia de la política: en las monografías, aquéllas eran casi sistemáticamente ignoradas; y, en cualquier caso, oscurecidas por la sombra de los nombres que en las historias aludidas se escribían con mayúscula: L oche, M ontesquieu , R ousseau , Vo lt aire mismo, etcétera. Desde hace unas décadas, el "DlDEROT-político" ha ido siendo rescatado del olvido; ya no se discute la importancia de las ideas antaño ignoradas: se discute acerca de su coherencia, su profundidad y su sistema­ tización en una teoría. Y de hecho, la negación de este último aspecto, aunque de por ¿i no implique la nega­ ción de los otros dos, lleva a la crítica por lo general a dar el paso, sin cuidarse de acompasar su camino a la lógica. Y quizá a ello se deba que gran parte de los estudios actuales sobre la política de Diderot versen sobre aspectos parciales de la misma, de los que nunca sale bien parado aunque sólo sea por salir incomple­

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to (I). Nosotros no somos de la misma opinión: inten­ taremos demostrar en nuestro trabajo que ni las " suce­ sivas fases” de elaboración de las ideas políticas, ni su " dispersión temática”, son obstáculos para su articu­ lación en una doctrina unitaria y coherente, en una " teoría” (2). Sólo que la teoría política de DlDEROT no surge inmediata y explícitamente conformada como tal —Dl­ DEROT, obviamente, no es MONTESQUIEu, y menos aún H o b b e s —: pero sí late en los principios metodoló­ gicos que unifican la variedad temática por la que se esparce y la pluralidad de problemas que plantea. Por lo demás, si la acusación de ausencia de teoría se reve­ lara veraz, y bastara para descalificar las pretensiones de político (3) planteadas por el autor, el delito habría que extenderlo a los demás campos del saber, pues D i d e r o t nunca escribió ninguna teoría de la ciencia, ni del conocimiento, ni estética, etc. Y de este modo, el (1) En la bibliografía el lector encontrará un cierto número de tales artículos; le remitimos a ellos si quiere completar el objeto de nuestra investigación —el legado político dejado por Diderot a la contemporaneidad— con estudios sobre algunos de los problemas particulares que jalonan tal legado, y que nosotros no hemos anali­ zado en profundidad. (2) Por lo demás —y sin llegar al extremo de N ietzsche. que acusa de falta de honestidad a todo pensador con voluntad de siste­ ma—, aunque tales ideas no fueran de por sf unificables en una teoría, tampoco ello seria suficiente para despachar como marginal su contenido. (3) "Imponedme silencio sobre la religión y sobre el gobierno y no tendré nada que decir", llegó a decir Diderot en La promenade du sceptique. Bermudo. de quien hemos tomado la cita, resalta jus­ tamente con ella la importancia que el propio Diderot daba a sus reflexiones sobre la materia política (Diderot, Barcelona. 1981, pág. 134).

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gran cofundador de la Enciclopedia habría de ser rele­ gado al desván de la mera cita a pie de página. En realidad, la forma de pensamiento en que se ex­ presa DlDEROT se debe al hecho de ser éste uno de los más preclaros exponentes de esa reorientación experi­ mentada por el pensamiento durante el siglo XVlll, en relación con la centuria precedente; son profundas convicciones epistemológicas —la crítica del monismo metódico contenida en la afirmación del conocimiento natural, de naturaleza matemática, como el ideal de toda ciencia—, las que le impulsan a abandonar el precedente esprit de sistéme en favor de un nuevo esprit sistématique que, aun compartiendo con su antecesor la doble operación metodológica de la resolución y la composición, entraña una nueva visión de la expe­ riencia, convertida ahora en el punto de partida de la investigación, y un nuevo concepto de razón, concebi­ da ahora más dinámicamente: como un proceso (4). Y, como dice VERNIÉRE, DlDERO T no va a atacar el dog­ matismo anterior en “ las ciencias de la vida” para restituirlo luego "en lo que más tarde se llamarán ‘cien­ cias humanas’ (5). L a política diderotiana participará por tanto del mismo espíritu en que se expresan las demás ramas del saber bajo la pluma de DlDEROT, que es, además, el espíritu predominante entre los ilustra­ dos. Con todo, si la similitud entre la política y los demás (4) En definitiva: se ha sustituido el modelo de la ciencia natural de G alileo por el de N ewton (al respecto, cf. Cassirer. Filosofía de ¡a Ilustración, México, 1981, cap. I, y Hazard. La crisis de la con­ ciencia europea, Madrid, 1975, pane II, cap. I). (5) Introducción (en Diderot, Oeuvres politiquee, París, 1963), pág. VI.

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saberes es total en lo referente a la forma de pensa­ miento en que se manifiestan, la divergencia es tam­ bién total relativamente a la epistemología que ponen en juego la política por un lado y aquéllos por otro, entre el racionalismo (6) de la primera y el empirismo de los últimos, que es asimismo el aspecto determi­ nante de su propia teoría del conocimiento. El capítu­ lo que sintetiza como ningún otro el ideario político diderotiano, el primero de las " Conversaciones con Catalina II (CC) —donde se advierte tanto la significa­ ción subjetiva concedida por Diderot a la política como la significación histórica de la misma—, es tam­ bién un importante botón de muestra de su condición racionalista, pues es a través del racionalismo como ella reinterpreta la experiencia histórica y formula su propio programa interno: es desde una concepción del Estado que se contempla como la única apropiada a la naturaleza humana, y en la que la división de poderes y la primacía normativa de la ley general aparecen como dos de sus líneas de fuerza, como se pueden cri­ ticar hechos del pasado ajenos a la misma —la cesión al rey por parte del pueblo de todo el poder público, la conversión en un mismo reino de las costumbres particularese en leyes particulares, etc. La división de poderes y el establecimiento de una ley general, que detenta la primacía legal antaño enar­ bolada por el derecho consuetudinario o las leyes loca­ les, constituyen dos de los elementos esenciales del ra­ cionalismo político diderotiano, pero en modo alguno (6) Racionalismo que, ciertamente, no prevalecerá sin discusión a lo largo y ancho del territorio político, sino que se verá a veces doblegado por una realidad que no se resigna sin más a ser reordena­ da por la razón.

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son los únicos. El capítulo citado añade, entre otros, el principio constitucional de la nación como garante de la legislación, el de igualdad ante la ley, el de legali­ dad, el de representación; así como el deseo de felicidad elevado a base moral de toda política que se precie de legítima. M á s tarde volveremos sobre todo ello; por el momento nos interesa entresacar el rasgo común de todos esos héroes del Estado legítimo: la necesidad de controlar el poder político, la convicción que la efica­ cia no es nada, salvo tiranía, donde no va acompañada de la utilidad y la justicia: y que sólo el Leviatán des­ compuesto puede ser eficaz además de útil y justo (7). La idea que el soberano debe someterse no sólo a las leyes naturales o a las leyes fundamentales del reino —es decir, la idea de B o d i n —, sino también a las leyes positivas emitidas por él mismo: la idea que el derecho no es una mera argucia de la Razón de Estado, un arma en su poder con la que mantener una mera apa­ riencia de orden y cuyos preceptos puede impunemen­ te infringir cuando lo juzgue oportuno, pone tierra de por medio entre D i d e r o t y las posiciones absolutistas aún predominantes en la época, acercándole a las más liberales de L o c k e o MONTESQUIEU, bien que la rela­ ción que establece entre los poderes estatales difiera notablemente de la de aquéllos —que, por lo demás, tampoco coinciden entre sí—. Con otras palabras: el leil-motiv del control del poder, que recorre toda su obra, le hace resolver de un plumazo la contradicción radical característica del absolutismo —el rey debía (7) Aunque no sea la utilidad la base de la justicia, como en la filosofía utilitarista (cf. H arris , Legal Philosophies, London. 1980, cap. IV), la vinculación de ambas ideas acerca D iderot a Bentham.

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respetar las leyes, pero nadie podía obligarle a ello— así como dotar a su teoría de un nivel de tecnicidad jurídica desconocida por la mayor parte de las teorías absolutistas, habituadas a oscilar en su configuración entre lo trascendente y lo físico: entre la consagración de Dios como fuente de toda legitimidad —o lo que es igual: una concepción trascendente de la sociedad y de la política— y la fijación en la base fisiológica de la herencia del principio de la continuidad del Estado, o la división técnica del poder de raíz meramente física, es decir: privada de toda consideración normativa (8). La de Diderot será, en cambio, una concepción es­ trictamente inmanente de la política, en la que ni si­ quiera la ambigüedad de las leyes naturales logra aña­ dir con su presencia un ribete metafísico que al menos en parte la devuelva al territorio adversario; una con­ cepción en la que el poder deriva su legitimidad de la nación soberana, y en la que las instituciones suplirán sin más problemas la persona física del príncipe cuan­ do éste falte, evitando así la tradicional confusión entre desórdenes políticos y períodos de regencia; y en la que el principio de legalidad, determinando el modo de actuación de aquél, convertirá a la doctrina que lo incorpora en un precedente del Estado —liberal— de Derecho. La ausencia de elementos trascendentes pone de re­ lieve a la vez el carácter histórico del racionalismo diderotiano —al igual que la sublimación de la expe­ riencia en razón marcan el límite y expresan la cuali­ dad ahistórica de dicha historicidad. Diderot , como (8) Cf. P réI.OT. Histoire des idies politiques, París, 1970, caps. 1820.

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VOLTAIRE — quien también sacrificará en el mundo de la razón práctica el empirismo metodológico al ra­ cionalismo ético—, rechaza todo concepto metafísico de razón; ésta no era ningún depósito de verdades eter­ nas, no poseía ninguna idea innata, ni el correcto fun­ cionamiento de su mecanismo para apresar la verdad se hallaba necesitado de una garantía originaria exte­ rior y trascendente; sino que la razón era una fuerza que acumulaba energía mientras adquiría verdades a lo largo del devenir histórico. Es en ese proceso donde la razón termina adquiriendo sus certezas sobre la ge­ nuino naturaleza del hombre y sobre el sistema político más adecuado a la misma; y una vez adquiridas las absolutiza, las hace innatas, cerrando de este modo la parábola de su propio ser histórico y desterrando al pasado su anexo relativismo moral. Así, las ideas, hoy tan comunes y razonables de soberanía popular, liber­ tad individual, derechos inalienables, etc., transforma­ das por la razón en dogma de todo orden político legí­ timo, no llegaron hasta ella sino tras una enorme se­ cuencia temporal definida por la adquisición inicial de determinados valores y su posterior abandono, por la oscilación y el eclecticismo, por la inseguridad y el escepticismo (Observaciones... —OI—, kLXXIV) (9). La razón histórica de DlDEROT. como la de VO LT AIRE, se resuelve pues en la aludida paradoja: deja de ser histórica cuando se eleva a Razón: y ya como Razón modifica su manera de ser volviéndose metafísica. Serán aquellas ideas, precedidas de su base preesta­ tal, configuradoras de la teoría política de DlDEROT, las que a continuación pasaremos a exponer. Toda la (9) C assirer. op. cil., cap. V, seccs. 3 y 4.

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problemática estatal se inserta dentro de la ineluctable pasión que posee a ese ser racional que es el hombre por ser feliz; la política es una necesidad dentro de otra necesidad, es la respuesta, necesaria y convencional, a la incapacidad del hombre de satisfacer por sí mismo su necesidad radical; pero esa respuesta, para ser cabal, debe atenerse a las condiciones impuestas por sus pre­ determinados objetivos.

2.

La base social del orden político

El individuo, cuya impulsión a la felicidad el Estado deberá contribuir a materializar, se convierte por ello en el prius lógico de éste. ¿Pero cómo aparece caracte­ rizado ese individuo, al que un deseo insaciable de felicidad persigue como una maldición? Ante todo es un ser dotado de pasiones y de razón, y aun cuando las primeras le conduzcan hasta las cimas de algunos “ ob­ jetos sublimes”, si la armonía preside su contemporá­ nea manifestación (Pensées Philosophiques, I/IV), y contribuyan así a procurarle felicidad, en realidad es el segundo componente el llamado a prevalecer: es su condición de ser racional lo que le permite desarrollar una conducta previsible, y el fundamento de las otras cualidades configuradoras de su personalidad. La li­ bertad de que goza constitutivamente, y que en el ori­ gen marca un límite a la acción de los demás sobre él —como también lo marcará más tarde, ya en el Estado, a la acción de éste— que sólo la fuerza puede rebasar; los derechos inalienables e imprescriptibles otorgados por la naturaleza, y hasta su capacidad —igualmente

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natural— de ser propietario: todo ello se debe a su cualidad racional (10). De otra parte, toda esa panoplia de propiedades, reunidas en un solo ser, convierten a su titular en el rey de la naturaleza —a la par que equipara a todos los titulares entre sí—, y lo muestran admirablemente per­ trechado para saciar su instinto de felicidad. ¿Por qué entonces no la consigue, por qué se rebela contra los intentos de aquél por hacerla suya? Descifrar el enigma conlleva dar un pequeño rodeo por el territorio de la condición apolítica del hombre, pero es la vía más di­ recta para proseguir nuestro camino libre de rémoras. La descripción antevista del individuo diderotiano lo aísla de inmediato del estado de naturaleza origina­ rio, entendido como una fase histórica anterior y con­ trapuesta al Estado como tal. Los pequeños y solitarios resortes que lo pueblan, simples mecanismos que se accionan indistintamente, que raramente se encuen­ tran, y que chocan cuando lo hacen hasta incluso des­ truirse (CC, VI), poco o nada tienen que ver con ese individuo psicológica y éticamente todopoderoso, ca­ paz en principio de ajustar su conducta a los cánones de la razón, de desplegarla por mil actividades diferen­ ciadas y en nada semejables a las necesidades dictadas por la fisiología —por mucho que éstas, obviamente, sigan subsistiendo—, y de maximizar sus resultados. Este último individuo presupone la existencia de rela­ ciones interpersonales plenamente consolidadas, es de­ cir, de relaciones sociales, mientras en aquél la soledad (10) Hemos tratado más ampliamente esta cuestión en E l proble­ ma del control del poder en el pensam iento político de Diderot , Madrid, Revista de Estudios Políticos (REP), núm. 41, secc. I.

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constituye la regla y las relaciones la excepción; lo que allí es ocasión es aquí estructura, y en la tranquila foresta de antes vemos ahora desenvolverse el incesante ajetreo de la sociedad. E incluso después que la natu­ raleza constriña e impulse a los hombres a juntarse y a permanecer juntos, y los intercambios personales, sien­ do ya norma, aproximen los dos contextos apolíticos entre sí —los individuos tendrán en ambos los mismos enemigos: la naturaleza y el hombre (ibid.), enemigos que condicionan su supervivencia y exigirán su res­ pectiva transformación cualitativa; incluso entonces, decimos, esa similitud estructural no pasará de ser for­ mal, y los hombres de uno y otro estado permanecerán tan alejados entre sí como las sociedades a que dan lugar. Con todo, la naturaleza de ambos ámbitos prepolíti­ cos es tan heterogénea que sus respectivas contribucio­ nes en el problema de la formación del Estado apenas si dejan espacio a la contradicción. Mientras el estado de naturaleza salvaje es histórico —aunque se tenga que ir a buscarlo más allá de los confines de la historia, primero, y apenas más acá después, y aunque la expe­ riencia no pueda dar testimonio del mismo, como no sea el analógico de algunas culturas primitivas con­ temporáneas, tipo Tahití—, el estado de naturaleza social, el único del que verdaderamente parte la refle­ xión política, es puramente lógico, extraído de la so­ ciedad actual un vez que el filósofo le aplica para su explicación el método que tanto éxito le ha procurado en el conocimiento de las ciencias naturales: el del análisis (11) y la síntesis —método tan frecuentado por (11) Diderot no afirma explícitamente que lo usa; empero, el

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buena parte de la doctrina iusnaturalista desde el siglo anterior—, habida cuenta de lo peligroso que resulta hacer experimentos en vivo en el mecanismo de la sociedad. L a descomposición analítica del Estado contempo­ ráneo sitúa al hombre en una condición, sin duda so­ cial, integrada por los individuos anteriormente deli­ neados, en la que cada uno intenta lograr su cota de felicidad sin reparar en los medios —desde la coopera­ ción con otros al enfrentamiento con ellos— emplea­ dos al respecto, pues una tal condición, careciendo de un poder público que pueda con la fuerza reprimir las transgresiones de la legalidad natural, autoriza de he­ cho todo tipo de acción [cf. arl. Soberanos (12)\. Con esto podemos completar las diferencias que separan ambos estados de naturaleza, al tiempo que dar res­ puesta a la interrogante más arriba planteada. En la situación originaria, es el instinto el que impulsa a los individuos a juntarse para hacer frente con mayores garantías al peligro común de la naturaleza, y la trans­ formación cualitativa experimentada al consolidarse las relaciones interpersonales antaño ocasionales es la sociedad (13); en la situación actual el instinto ya no punto de partida de su exposición, el esquema de la argumentación, y sus mismos resultados, son en buena medida típicos de dicho mé­ todo. (12) F.I lector podría creer que se está hablando de L ocke y no de Diderot. Y si no lucra por la sistematicidad con que aquél emprende el estudio del estado de naturaleza, esa impresión no se hallarla ca­ rente de cierta justificación. Con todo, cuando más tarde precisemos el carácter de esa legalidad natural, tendrá ocasión de seguir am­ pliando las diferencias que casi inmediatamente comenzará a perci­ bir. (13) Sociedad que, a su vez, se revelaría insuficiente para llevar a

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forxna nada porque el punto de partida social está dado, y la transformación cualitativa experimentada por las relaciones sociales —impulsada por la razón para hacer frente al peligro conjunto de la naturaleza y del hombre— es el Estado. Es ese punto de partida social el que marca la infle­ xión del iusnaturalismo de DlDEROT, llevándole a transitar por otros derroteros diversos de los rígida­ mente individualistas de un H obbes o un L ocke -, pero al transitar sin salirse de la naturaleza, ensancha las distancias respecto de los que, como R ousseau o Kant , aun concibiendo también al hombre como un ser social por naturaleza, niegan la existencia de toda vida social organizada separada del Estado. Tránsito, finalmente, que termina por adentrarle en los domi­ nios de SlEYÉS, si bien las fronteras de uno y otro no se correspondan con exactitud. En rigor, cada vez que los politólogos de los si­ glos XVll y xvni oteaban el horizonte del estado de naturaleza vislumbraban una sociedad, en concreto la suya propia privada del aparato político, lo cual resta­ ba a las normas jurídicas naturales subsistentes toda su eficacia. Quedaban los individuos en su nuda sico­ logía, libres de disponer a conciencia de sus fuerzas para conservarse, y vinculados entre sí por relaciones de tipo económico generalmente, es decir, libres por hallarse vinculados sólo en conciencia. La precariedad de tal condición corría pareja con su incertidumbre, siempre dispuesta a nutrirse con los incidentes habidos entre los individuos: y las pasiones de éstos proveían al cabo su objetivo; y que añadiría el peligro del hombre al eterno de la naturaleza al chocar contra otras sociedades; lo que más larde la obligarla a transformarse en Estado.

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respecto de abundante e inagotable alimento. L a solu­ ción impuesta por doquier será siempre la misma: po­ ner freno al desenfreno: fundar el Estado. DlDEROT, pues, no será una excepción: pero sólo en estos dos últimos aspectos. Pues en lo concerniente al primero, sus individuos s í se reunirán en una uni­ dad espiritual natural: la “ noción"; unidad que no es la “ masa libre" de S pínoza porque es más, ya que no limitará su existencia a su función y ésta a instaurar el Estado; unidad espiritual: por lo tanto, no la heteroge­ neidad mecánica a que dan lugar los individuos natu­ rales de HOBBES y L ocke cuando se reúnen en sus intercambios; unidad espiritual natural, es decir, que a diferencia de la de GROCIO y PUFENDORF no necesi­ taba del primer pacto, el de asociación, para formarse porque aparece ya conformada. Ciertamente, la indefinición de DlDEROT se deja tam­ bién aquí sentir, pues la génesis y la estructura de la nación aparecen sumidos en una densa niebla gnoseológica que extravía al lector interesado en descubrir cuándo y cómo se forma y los valores que la funda­ mentan y cohesionan (14). En cambio, su naturaleza y función políticas quedan firmemente establecidas; si bien su existencia es de hecho insuficiente para pro­ porcionar por sí sola las garantías de seguridad reque­ ridas por la felicidad de sus miembros —de ahí preci­ samente la necesidad del Estado—, al menos su capa­ cidad de dar origen espontáneamente al movimiento creador del Estado, y de mantenerse ella misma en (14) El modelo proporcionado por el surgimiento de las primeras comunidades humanas sólo proporcionaría una explicación analó* gica, por lo demás siempre insuficiente.

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movimiento con el Estado ya creado, aparece fuera de toda discusión. Así, es ella quien detenta el poder ori­ ginario de toda comunidad política, el poder constitu­ yente, que puesto en manos del titular del Estado me­ diante pacto —expreso o tácito— da lugar a la única soberanía legítima posible —soberanía, por otro lado, que volverá a sus manos si por las circunstancias que fueren el Estado llegara a disolverse. Pero además, y como veremos, la nación se mantiene políticamente activa al encomendar el control de la legalidad a repre­ sentantes suyos que ella misma elige (CC, 1-4; OI, ici)... No vamos a continuar por este camino; nuestra in­ tención era hacer patente la importancia del concepto de nación en la política diderotiana, y la consideramos ya satisfecha suficientemente. Compendiando ahora nuestro análisis anterior, indicaremos lo siguiente: por un lado, el concepto de nación, al añadir una función política estatal a su función política natural, funde ambos mundos, el natural y el político —y dentro de éste, al ser la fuente de toda legitimidad, se constituye en el instrumento jurídico que corporeiza el proceso unitario del poder, su origen con su ejercicio; y por el otro, la incapacidad estructural de la nación para llevar la felicidad naturalmente a sus miembros, que les obli­ ga a buscarla en otro lugar del edificio político, intro­ duce una serie de tensiones en el mismo que impide su unívoca valoración. Así, en efecto, dicha carencia lleva el intérprete a decantarse por el individualismo a la hora de intentar apresar su significación histórica, pues son los individuos el último reducto ontológico en que se refugia la naturaleza para decidir autónoma­ mente; y sin embargo, no son esos individuos, sino la

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nación compuesta por ellos mismos, el lugar donde recae originariamente todo poder político, lo cual la convierte en una unidad espiritual superior a la mera asociación mecánica de los mismos característica de la mayor parte de las doctrinas del pacto social. Así pues, la explicación diderotiana de la génesis es normativa en lugar de histórica; si hay ambigüedad en la misma, y la hay, ésta afecta únicamente a la exposi­ ción, pero no al contenido; la explicación del naci­ miento de la sociedad queda englobada en la explica­ ción de la formación del Estado —justo—, razón por la cual D i d e r o t puede pasar en ocasiones de uno a otro territorio sin solución de continuidad, y como si participaran de la misma secuencia temporal (cf. los dos primeros fragmentos de OI, ScLXXHI). Sólo cabe un origen para el Estado —lógico y normativo a la vez—, y es el que pende de la voluntad de seres racio­ nales que, constituidos en nación, buscan su felicidad y no pueden por sí solos encontrarla. ¿Por qué? La respuesta ha quedado apuntada anteriormente; en virtud de su constitución natural, los individuos no reconocen más soberano que ellos mismos, y donde la libertad de cada cual crea tantos soberanos como indi­ viduos (15), sólo la fuerza terminará decidiendo los conflictos de competencias. En el intento de satisfacer las necesidades con las que la naturaleza cerca la vida humana, cada uno se vale de los medios que encuentra disponibles para satisfacerlas, sin cuidarse de si son o no perjudiciales para la seguridad de los demás; de este (15) Esa soberanía natural perderá pronto en Diderot la vincu­ lación con la trascendencia que aún mantenía en el articulo Autori­ dad Política.

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modo, el peligro del hombre se añade —y aun sobre­ pasa en intensidad— al de la naturaleza, y la perma­ nente amenaza de inseguridad hace correr despavorida a la felicidad, individual y colectiva, hacia otros lares en busca de auxilio. Este es el momento en el que el método de la descomposición y la recomposición mi­ d a su camino dé vuelta; los seres racionales, queriendo preservar a toda costa su vida, primero, y colmarla de felicidad después, deciden fundar el Estado, el cual encuentra así, en la necesidad de su establecimiento, su primera justificación. Ahora bien, ese Estado necesario, ¿se identifica con todo tipo de Estadof Dicho de otro modo, los seres racionales que quieren erradicar los peligros inheren­ tes a la ausencia de normas públicas vinculantes y comunes, ¿pasarán por alto los peligros inherentes al Estado mismo, peligros que ellos, desde su cómoda atalaya lógica, constatan una y otra vez con sólo mirar la experienciat Esa pregunta, de la que más tarde se valorará la respuesta dada por D i d e r o t , nos hace ver con toda claridad cómo el problema debatido por éste no es tanto el de la génesis del Estado cuanto el de su legitimidad, o lo que es igual: el ámbito en el que desarrolla su reflexión no es el empírico del origen histórico del poder cuanto el normativo de la justi­ cia (16). El problema es, pues, el de la transformación de un Estado actual, marcado por la injusticia —como, por ejemplo, el ruso—, en un Estado —ruso— justo, (16) En realidad, el problema de la transformación de un Estado empírico —en el que la injusticia se haya instalado en el ordena­ miento jurídico y haya desde allí esparcido sus miasmas por toda la sociedad— en Estado legitimo sintetiza ambos problemas, pues no se trata sino de procurar a la legitimidad su soporte empírico.

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transformación a llevar a cabo de acuerdo con las pau­ tas establecidas por la razón. El recurso al método ana­ lítico y sintético ha servido a DlDEROT para poner de relieve ante todo la constitución del individuo y, con­ siguientemente, la estructura y finalidad del Esttulo; el sujeto resultante es un sujeto racional y libre, que de por sí encontraría la felicidad a la que irremisiblemen­ te tiende de no ser porque las necesidades a que se ve sometido por la naturaleza le llevan, en parte por su misma constitución y sobre todo por la falta de un poder político vinculante, a poner en peligro su misma existencia; ese sujeto, por tanto, no puede sacrificar su entero patrimonio natural al Estado que instituye a fin de adquirir la seguridad que le falta, sino que cede parte de su poder a cambio de ser reconocido y tutelado en su libertad y sus derechos, prerrogativas de su natu­ raleza racional y anteriores a la institución del Estado además de condición de la misma. El resultado de toda esta reflexión se plasma en una concepción monista donde la materia política se reparte entre individuos con derechos racionales sancionados por la Constitu­ ción y un Estado que verá sus funciones distribuidas en varios órganos más o menos separados entre sí, y sus poderes limitados y sometidos a la ley; una concep­ ción que unifica el ámbito de la razón práctica al de­ clarar la felicidad el fin del hombre, para acto seguido fundamentar en dicha fe los deberes éticos y jurídicos (CC, ¡V) estableciendo con ello en las necesidades hu­ manas la base de una moral universal; una concepción que se vale de la historicidad de la razón para echar mano de la idea de " pacto tácito" (OI, SeLXXIV), que supone la de consentimiento, de la que se sirve para tasar el grado de legitimidad de todo Estado, y ello a

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pesar de haber reconocido anteriormente que la génesis de la sociedad se debió al " instinto", y que "nunca hubo originariamente ningún tipo de convención" (OI, ScLXXII). Pero una concepción asimismo marcada por la pa­ radoja de definir al individuo previamente a la institu­ ción del Estado, y de echar mano del Estado inmedia­ tamente después para poder definir al individuo: un ser que sin él sería fácil presa de la inseguridad y de la muerte. En el Estado, en efecto, se imprime la impron­ ta racional propia de los individuos, en tanto que libre producto suyo emanado del pacto que establecen, con­ formados como nación, con el soberano (OI, Sel) (17) al que delegan parte de su poder —y ese carácter racio­ nal es su segunda justificación; y pese a ello —paradoja en la paradoja— nace como Estado míni­ mo: como mero instrumento de protección contra la inseguridad general propia de la condición prepolíti­ ca... A continuación pasaremos a analizar detallada(17) Como se ve, el soberano es pane constitutiva del pacto, y por lo tanto tan natural como la nación con la que pacta. Aquí, y sin ( proponérselo, Diderot continúa la estela de G rocio y Pvfendorf. correspondiéndose su pacto al segundo de aquéllos: al pacto de sujección. Decimos que la continúa sin proponérselo porque las cláusulas del pacto atribuirán toda la soberanía a la nación, que podrá incluso, según se ha visto, dar muerte al soberano si lo violara. Por lo demás, el contenido de dicho pacto será lo que el filósofo ( Diderot» irá desgranando en las sucesivas medidas que la emperatriz rusa Catali­ na II debería aplicar a fin de conferir legitimidad a su imperio: que en lo posible deberá estructurarse como si la nación rusa lo hubiera decidido por su cuenta (Diderot. y aunque no los nombre, juega con conceptos que. como el de idea regulativa, encontrarán más tarde, en la obra de Kant. su carta de ciudadanía teórica).

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mente la organización de ese instrumento moral que es el Estado. 3.

La organización del Estado

La teoría del Estado de DlDERO T prosigue el ya por entonces largo proceso histórico —teórico y práctico a la vez— de descomposición de la comunidad cristiana en Estados individuales constituidos por hombres in­ dividuales (18). El individualismo metodológico y epis­ temológico que ante todo la caracterizan —a pesar de considerar, como ROUSSEAU o KANT, al hombre un ser social por naturaleza (19)— tiene como enseña un ser racional dotado, como el de LOCKE. con los atributos de la libertad y la propiedad: y ese ser racional, libre y propietario, resultará determinante a la hora de confi­ gurar el Estado que, protegiendo la libertad y la segu­ ridad de personas y propiedades, le permite ser feliz (OI, ScXXX VI). El modo de formación del Estado se­ llará para siempre la finalidad del mismo, y el sujeto racional pasará al Estado convirtiendo sus atributos, (18) Una extraordinaria sintesis del mismo puede verse en Dumont, Ensayos sobre el individualismo, Madrid. 1987. parte I, cap. 2. (19) Y que hace que el primer sujeto estrictamente político de la teoría diderotiana sea la nación, en lugar del individuo particular. La ley natural que prescribe anteponer el bien común al individual —prueba de que en el estado de naturaleza, aunque no haya Estado, hay sociedad— reírenda esa primacía política (la primacía del indi­ viduo, recuérdese, era oniológica, y se explicaba por la incapacidad de la nación de dictar normas vinculantes que regulen la conducta de sus miembros, lo cual trasladaba automáticamente a cada uno de ellos el señorío sobre la esfera de acción de su mónada).

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lógicamente unidos al de la igualdad, en otros tantos principios del orden constitucional. Así, la libertad natural del sujeto preestatal se transformará ahora en un derecho específico que el Estado debe tutelar, y unida a la propiedad se convertirá en el punto de refe­ rencia común de los tres códigos con los que el legis­ lador, siguiendo y desarrollando los dictados de la na­ turaleza, debe normativizar la vida social (ibid., IcLXX) (20). Aunque las consideraciones de D i d e r o t acerca de ambos derechos no se agotan ahí, no por ello profun­ diza mucho más en su interior; si bien su exposición vincula la protección de la libertad al cuarto de los principios constitucionales, el de legalidad, y en algún momento se aluda a la conexión ética que mantiene con la ley (ibid., ieXXIII), faltan en ella por completo, o casi, las referencias a los límites legales de tales dere­ chos, así como a una posible función social de la pro­ piedad y a la especificación de sus contenidos —circunscrita en el caso de la libertad, donde más se pormenoriza, a la libertad de pensamiento y de expre­ sión, su directa consecuencia (21). Razones éstas que aconsejan pasar de inmediato a la explicación del con­ cepto de igualdad. En su dimensión natural, la igualdad individual no (20) A decir verdad, si existe prioridad entre ambos principios, ésta se decanta del lado de la propiedad, la cual es reconocida en algunos fragmentos como limite de la libertad y de la autoridad (OI, &XXI), o bien como la base para la existencia del Estado (CC, IV). (21) El papel que el filósofo desempeña en la transformación del Estado actual —Rusia— en Estado de Derecho adelantaba ya en cierto modo la explicación de por qué Diderot únicamente especifica la libertad de pensamiento entre todos los derechos de libertad.

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existía autónomamente, respaldada por un estatuto propio y diferenciado de la libertad, sino como un apéndice de ésta: los individuos eran iguales porque todos eran libres; la inexistencia de un poder público que estableciera legalmente diferencias entre ellos tra­ ducía la igualdad antropológica de todos; una igual­ dad sin embargo ficticia que escondía las desigualda­ des físicas y mentales —engendradas por la naturaleza en su reparto fortuito de dones— en una aparente uni­ dad jurídica —todos eran soberanos— precisamente en un ámbito definido por la ausencia del derecho —a este respecto, la legislación natural era cualquier cosa menos legislación. Desde el punto de vista natural, por tanto, la igualdad tenía un carácter negativo y derivado. Será en el Estado donde adquiera la fisionomía que le es propia, y su inclusión en la Constitución como principio cardinal de la misma producirá efectos in­ mediatos: desde el punto de vista histórico, por ejem­ plo, el socavamiento de la sociedad de órdenes contem­ poránea, pues si jurídicamente choca súbita y frontalmente con la base antiigualitaria de ésta, su desarrollo legislativo tendrá que dar necesariamente al traste con la anterior jerarquía entre los grupos, fundada en una dignidad adquirible mediante la herencia, el servicio al rey o la compra de un cargo (22). Esa revolución social se expresa jurídicamente en la asimilación de todas las categorías sociales en su común condición de ciudadanos, y la consiguiente reducción de todas las diferencias de todo tipo que antaño les caracterizaran (22) Durand (L ’Europe du dibut duXÍV a la fin du X VIH siecle, en Histoire générale de l’Europe, París, 1980), cap. S.

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a la común igualdad ante las leyes (ibid., icXX) —del necesario cambio operado en su naturaleza trataremos después—. Por lo demás, la igualdad aspira a comple­ tar su revolución social llevando sus efectos morales hasta los ámbitos administrativos y laboral, así como haciéndose sentir en el tributario; en el primer caso, se apela al mérito como metro mediante el cual distribuir trabajos privados, herencias, y, sobre todo, los cargos públicos (CC, IV). Si bien el mérito de hecho significa diferencias en la sociedad, éstas no son arbitrarios, sino debidas meramente a la naturaleza: son las " desigual­ dades naturales" (OI, ScXX) que destinan a cada uno a ocupar su lugar en la sociedad. De ahí que el concurso de méritos, que premia al ganador con la plaza pública convocada, sea además la justa recompensa que " la virtud y el talento" (ibid., ScLXXIII) deben recibir en todo Estado digno de tal nombre. En cuanto al segun­ do caso, el de la política tributaria, el ideal de la igual­ dad —distributiva— se decanta por un modelo impo­ sitivo general, indirecto y múltiple (ibid., ¡cLXXXI s), en el que los diversos tipos de tasas se establezcan de acuerdo con las necesidades de la sociedad y en pro­ porción a la fortuna de cada cual... (ibid., ScLXXVIll). El tránsito por los dominios de la igualdad, cuyos efectos disgregadores respecto de la sociedad del Anden Régime son tan deletéreos al menos como los de la libertad, nos han llevado a tocar de pasada otros domi­ nios que también exploramos al hablar de ésta: los de la ley; y por tanto, aunque indirectamente, los de los poderes públicos que la crean, ejecutan y aplican. Vol­ vamos pues al terreno constitucional, luego del breve excurso histórico efectuado al analizar el significado jurídico de la igualdad —quizá debido al contexto ruso

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en el que DlDERO T desgrana las medidas después ge­ neralizadas en nuestra explicación, una vez depuradas del particularismo que contienen—, e intentemos ha­ cer explícita la casuística de tales poderes (23). En el pulso epistemológico continuamente mante­ nido en la doctrina política de Diderot entre el vigor de su racionalismo y la presión de la experiencia, el problema de la organización del Estado marca uno de los momentos de mayor equilibrio en las fuerzas de ambos contendientes; pues, en efecto, si la idea que el poder debe ser dividido y controlado parece decantar decididamente el fiel de la balanza del lado del primero —prosigue, naturalmente, la lógica iniciada con el axioma del individuo soberano y continuada con el establecimiento del pueblo legislador (ibid., icl) (24)—, convirtiendo de este modo a su autor en precursor teó­ rico del constitucionalismo (23), la idea de la acumu(23) Como hemos dicho, nuestro propósito consiste en recompo­ ner en una teoría unitaria las ideas que Diderot nos ha transmitido esparcidas por una multiplicidad de obras. Lo cual, dicho sea de paso, no choca con la constatación que el objetivo de Diderot no era elaborar una teoría del Estado a la manera de la más tarde indicada por Hecel en la Vorrede de su filosofía del Derecho. Diderot está siempre pensando en un Estado particular, y por ello procura en toda ocasión compaginar las posibilidades de la razón con el datum de la experiencia. Montesquieu. ciertamente, no había pasado en vano. (24) Racionalismo que se fortifica además en la experiencia con el ejemplo inglés (acerca de la influencia de Inglaterra en el pensa­ miento político de Diderot. cf. Gocct. L'ultimo Didehot e la prima Rivoluzione Inglese. 8cftc4s). (25) Vale quizá la pena recordar que el constitucionalismo, que supone desde su nacimiento una limitación al poder, al que organiza y da un fin, no siempre fija dicho limite en la libertad —bien que si sea siempre así en el siglo xvut (cf. Aragón. Sobre las nociones de

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lación de sus funciones legislativa y ejecutiva en ma­ nos de un solo órgano (26), el nuevo soberano —que es el soberano empírico de tumo: por ejemplo, Catali­ na 11—, devuelve bruscamente el fiel a su situación inicial, rememorando espontáneamente la estructura política absolutista característica del Ancien Régime, desde la que DlDERO T actúa y que pretende reformar. El reconocimiento del pueblo soberano, o de la nación legisladora (ibid., ScI/LI) no sigue su curso regular con la delegación de su facultad de legislar a un cierto número de representantes suyos, libremente elegidos por todos y periódicamente renovables. En su lugar, se delinea una división bipartita del poder en la que la acumulación antevista de poderes por el soberano se completa con un tercero, el judicial, asignado a los magistrados, el cual debe permanecer separado de los otros dos (ibid., ScXXXIX). Tal es la estructura típica del Estado democrático, en el que la autonomía del poder judicial respecto del soberano constituye uno de los requisitos positivos para evitar la degeneración ti­ ránica de la concentración de poderes en su persona —el otro requisito es la sumisión de la actividad del soberano a la legalidad—, para instituir un orden ju ­ rídico que responda a la base igualitaria que la razón ha colocado entre los fundamentos de la legitimidad estatal, y que dé rienda suelta institucional a la libertad (CC, IV; Oí, ScXLIl). Si las consideraciones sobre la división del poder supremacía y supralegalidad constitucional, Madrid, REP, núm. 50, secc. II-2). (26) Idea que pervive desde el articulo Autoridad Política hasta esa suerte de pacto implícito en el juramento con que Pueblo y Soberano deben inaugurar todo código (OI, Sel).

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impregnan la exposición diderotiana de una cierta am­ bigüedad, no ocurre lo mismo con las relativas a su control, cuyo carácter diáfano se manifiesta por igual en los escritos iniciales de la Enciclopedia —aunque PRO VST y D u l a c opinen lo contrario— y en los fina­ les; el Estado democrático no sólo separa ciertos pode­ res, sino que también los controla. Al respecto, la Cons­ titución debe sancionar la institución de un órgano permanente que vela por el cumplimiento de la lega­ lidad por parte de los poderes públicos. Este órgano, el de los “poderes intermediarios" (ibid., ScX s), asimila­ ble a la “ comisión“ que DiDERO T propone crear a Catalina con la citada finalidad (CC, IV), es de nuevo el resultado natural de la pugna entre racionalismo y empirismo, que arrastra hacia el primero su momento de gloria representado en su función, y hacia el segun­ do su momento de ocaso, reconocible en dos aspectos: el primero en su misma existencia, vale decir, en su presencia constitucional como órgano distinto y sepa­ rado del “ órgano” legislativo —cuyo poder fuera asig­ nado al soberano por el pueblo con pleno consenti­ miento suyo y mediante pacto (tácito)—, cuando de­ biera ser una función de dicho órgano; el segundo, en su composición: pues en él las figuras más honestas e ilustradas del pueblo, que son las que en las Conversa­ ciones con Catalina II (ibid.) lo integran en cuanto representantes suyos, se identifican en las Observacio­ nes con los “grandes propietarios“ (ieXXIII), introdu­ ciendo con ello una cuña censitaria en la Constitución, al tiempo que una cesura en la lógica política del individuo soberano, en el que la propiedad gozaba de idénticos —si no superiores— títulos que la libertad, así como con el principio de igualdad, que ni en abs­

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tracto ni en la experiencia concreta admite la asimilación entre mérito y propiedad. En cualquier caso, y pese a tales insuficiencias, y pese, igualmente, a la estricta delimitación de sus com­ petencias, que lo excluyen de las decisiones concer­ nientes a la guerra, a la política y a las finanzas, a dicho órgano lo dignifica su función, consistente en " examinar, autorizar, publicar y ejecutar la voluntad del soberano" (OI, ScXVII). Sus deciciones poseen ca­ rácter vinculante para éste, el cual, de negarse a cum­ plirlas, se pone automáticamente en estado de guerra con sus súbditos, autorizándoles de este modo a la apli­ cación de una de las cláusulas incluidas en el juramen­ to reconocido en el artículo inicial de la Constitución; es decir, hace saltar de inmediato el mecanismo del derecho de resistencia, que puede en justicia culminar incluso en la decapitación del réprobo, por muy coro­ nada que esté su cabeza (ibid., Sel). Es así, y aunque sea por un camino tan irregular, como Diderot introduce el principio de legalidad (27) entre los que gobiernan la Constitución, y como ese requisito de la democrati­ zación del Estado convierte a su Estado democrático en un antecedente intelectual del liberal Estado de Dere­ cho —cuyas instituciones, en parte modificadas y des­ arrolladas por la acción democrática, han llegado hasta nuestros días (28). (27) Tal principio constituye el máximo triunfo de la igualdad ante la ley prescrita por Diderot, pues anula el peor de los peligros que le pueden sobrevenir al individuo en la sociedad civil: el de estar a merced del soberano. Diderot lleva a tal extremo la igualdad que, en el derecho penal, aboga por la supresión de la gracia, pues ésta muestra a un sujeto por encima de las leyes (OI, &XXXV). (28) Cf. por ejemplo. G arcía P elayo, Derecho constitucional

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Las leyes, de las que la Comisión de representantes no es más —ni menos— que su cuerpo depositario, no tienen su origen en aquélla, sino en el soberano. Las leyes son las declaraciones de la voluntad general rea­ lizadas por boca de su representante legal, el soberano; el poder que el pueblo voluntariamente le ha conferido se ejerce en forma de leyes, las cuales se despliegan en una pluralidad de normas que ordenan la materia so­ cial sin por ello perder nunca de vista su objetivo co­ mún: la protección de la libertad y la propiedad de los ciudadanos. Ahora bien, si las leyes, de un lado, en su sentido instrumental, son el fundamento de la felicidad del pueblo, de otro, en su significado normativo, pro­ longan su acción mucho más allá del recinto jurídico en el que reinan: son la moralidad práctica que se desparrama en forma de costumbres (29) por cada una de las mónadas individuales constitutivas del Estado, convirtiéndose así en vehículo primario de cohesión social y en fundamento de la identidad de la comuni­ dad. Las leyes, insiste por doquier D i d e r o t , son siem­ pre la base de las costumbres: las buenas leyes, de las buenas costumbres, y las malas leyes, de las malas cos­ tumbres. Por tanto, la moralidad de los individuos dependerá mecánicamente de la bondad o maldad de las leyes que rigen su conducta, es decir, que la mora­ lidad es ante todo un problema jurídico-político. El Estado legítimo —el Estado democrático—, según hemos visto, es la solución técnica del problema de la comparado, Madrid, 1984, cap. VI, y L arenz, Derecho justo, Madrid, 1985, cap. VI. (29) La reminiscencia aristotélica es evidente (cf. F riedrich . Mé­ xico, 1978, p. 46).

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moralidad, por ser el único cuya constitución responde a los imperativos antropológicos que deberían funda­ mentar todo ordenamiento jurídico. Pero cuál es la naturaleza de las leyes del Estado legítimo, y qué ga­ rantías ofrecen de constituir la solución técnica del problema moral. Empecemos por la primera cuestión, la de la naturaleza de las leyes; después nos ocupare­ mos de la segunda, lo que significa adentrarse en los dominios del iusnaturalismo diderotiano. En oposición al mundo medieval de la fragmenta­ ción legal y de la consiguiente pluralidad y heteroge­ neidad de ordenamientos —territoriales y personales— propias del localismo jurídico, por un lado; y de la costumbre concebida como fuente de producción nor­ mativa y como máxima expresión de la territorialidad del derecho por otro, Diderot establece un concepto de ley, de carácter "uniforme y general" (CC, I), que destierra el universo fragmentario anterior al limbo de la sinrazón histórica: y que debe además sintematizarse en un código (30). La unificación de todas las condi­ ciones sociales en la categoría común de ciudadanos libra el contenido de las leyes de toda consideración relativa a las diferencias sociales, religiosas y jurídicas, como había librado previamente sus fundamentos de todo el conjunto de mitos —la raza, la jerarquía, la cuna, el valor, la pureza— con los que el siglo xvtl urde sus señas de identidad ideológicas. En lo sucesivo, la condición de ciudadano será la sustancia política (30) Si sustituimos el término código por el de constitución nos hallaremos mutatis mutandis ante uno de los ejemplos en los que se manifiesta la concepción ilustrada de la misma (para su caracteriza­ ción, G arcía Pelayo. op. cit., cap. II).

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común desde la que actúan los accidentes sociales del cura, el noble, el militar, el magistrado, etc.; y las leyes, en lugar de establecer diferencias entre ellos y repartir privilegios, se dedicarán a proteger la libertad y la propiedad de cada uno (31). La legislación forma siempre el espíritu de la na­ ción, pero no siempre el espíritu así formado responde al de la naturaleza humana. Dijimos antes que, en cambio, una legislación como la apenas delineada pro­ duce espontáneamente tal adecuación, y nos preguntá­ bamos por las garantías que dicha afirmación podría esgrimir para acreditar su certeza. Intentemos clarifi­ carlo. Según DlDEROT, el espíritu de una nación se corresponde con las costumbres de la misma (OI, ScXXVl), las cuales se generan con la observación de las leyes, la causa que transmite mecánicamente su bondad o su maldad a sus efectos. Por otra parte, la conducta humana se despliega en los tres ámbitos co­ rrespondientes a su triple condición: la de hombre, la de ciudadano y la de devoto. A cada ámbito pertenece una serie de derechos y deberes propios, prescritos por sus respectivos códigos —el natural, el civil y el reli­ gioso—, pero que tienen por divisa la continuidad normativa conferida por su fondo común, continuidad que fija su punto de partida en el código natural, pro­ sigue en el civil y concluye en el religioso. Su conse­ cuencia primera es la de la inseparabilidad de los tres momentos constitutivos de la actividad humana, vale decir: que el individuo no puede existir sólo como un (31) Que es además su manera do procurar seguridad al soberano al tiempo que hacen posible la felicidad de los ciudadanos (OI. &XLIV).

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hombre, o como un ciudadano, o como un devoto, sino que es las tres cosas a la vez o no es nada (Páginas contra un tirano —PT —). Y aquí entramos de lleno en nuestro tema. Hasta el momento hemos visto cómo sólo el Estado democráti­ co —o republicano, como también lo llama— se reve­ laba el único legítimo, el único cuya constitución trans­ cribía cabalmente en el mundo del derecho y de la política los rasgos con que la naturaleza había diferen­ ciado a su criatura más excelsa: el hombre. Las leyes de dicho Estado, esas leyes a las que nos hemos venido refiriendo, son, obviamente, las leyes positivas, el " có­ digo civil", no las leyes naturales, ni las religiosas. Tales leyes eran las únicas donde podía pacer el instin­ to del hombre, la felicidad; su perfección técnica deri­ vaba inmediatamente de su perfección interior: de su carácter legítimo. Y tal perfección intrínseca, dada la antevista continuidad normativa, ¿no significa de por sí el ajuste con los otros dos códigos, el natural prece­ dente y el religioso subsecuente? La naturaleza, cierta­ mente, "ha hecho todas las buenas leyes” (ibid., icXXVlI), pero si las del Estado democrático se nos han demostrado buenas también, qué puede ello sig­ nificar sino que provienen necesariamente del código natural —al que desarrollan—, que las garantías de que el hombre satisfaga su condición de devoto están dadas; y también que el concepto de legitimidad se constituye en el vínculo de unión entre la naturaleza y la sociedad, y en el de separación entre toda forma de absolutismo y la dignidad humana. La doctrina política de Diderot entra por tanto a formar parte de la vasta saga iusnaturalista, definida

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por su alineamiento junto —y por encima, general­ mente— a las leyes positivas de una legislación natural que las precede temporal y axiológicamente. No es éste el lugar donde entrar en disquisiciones sobre uno de los conceptos que más quebraderos de cabeza han dado a muchos teóricos e historiadores del derecho —y entre ellos a algunos de los que desconsideraban.su existencia. Aquí únicamente nos interesa destacar la filiación iusnaturalista de Diderot y precisar su al­ cance. Lo primero ya lo hemos hecho; de lo segundo pasamos a trazar un breve esbozo. Siempre que Diderot habla de las leyes naturales, y habla de ellas cada vez que habla de política, añade un cierto toque de ambigüedad a su discurso; ciertamente, en el carác­ ter vinculante que tienen sobre las leyes positivas indi­ vidua el tributo que éstas deben a su existencia; pero su naturaleza y su preceptiva permanecen las más de las veces parapetadas en la oscuridad. Al respecto, qui­ zá las consideraciones plasmadas en el Suplemento al viaje de BOUGAINVILLE resulten las más acabadas. Y en ellas, en ningún modo se desgrana la larga serie de preceptos con que HOBBES nos obsequia cuando trata de ellas, ni llegan a constituir ese sistema de legislación que en L oche casi vuelven ociosas las leyes positivas, ni son una realidad trascendente —la parle de la ley divina con la que Dios gobierna el mundo estoico—; ni su conocimiento brota de una intuición moral re­ frendada por la conciencia, o de una razón metafísica que las posee de una manera innata, sino de una razón histórica que ha ido haciendo acopio de la experiencia y un día, después de trabajar durante milenios reelabo­ rando datos, consideró como suyos determinados pre­ ceptos y los declaró universalmente válidos, poniéndo­

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se inmediatamente a trabajar con la intención de im­ ponerlos. La ley natural de Diderot es pues esa ley material —en el sentido atribuido a dicho concepto por NEUMANN (32)— que determina la legislación positiva, pero su origen hay que buscarlo en las necesidades —físicas, psicológicas, morales e intelectuales: sociales todas, pues el hombre, recuérdese, es un ser social por naturaleza— humanas, y su contenido se limita a dos fórmulas generales que permiten modos y grados di­ versos de concreción, y en las que traduce aquella socialidad: la preferencia del bien sobre el mal, y la pre­ ferencia del bien general sobre el bien particular (pp. 138-9, y p. 178). De ahí que, a causa de la ambi­ güedad que rodea a la ley natural —determinada en su función e indeterminada en sus prescripciones—, la legislación positiva haya de ser obligadamente más que el mero calco de la natural, como pretende DlDEROT: debe ser su verdadero y propio desarrollo legislativo, capaz de articular esas máximas orientado­ ras de su finalidad en un conjunto de preceptos sim­ ples y coherentes, y a la vez especificadores de ambos bienes —el que debe prevalecer sobre el mal, y el gene­ ral que debe prevalecer sobre el bien particular—; pre­ ceptos que son el conducto a través del cual la ley acerca la felicidad a los individuos (33). (32) Die Herrschaft des Gesetzes, Frankfurl, 1980, Einleitung, & 3. (33) Preceptos, además, que deben sistematizarse en un código. El lector nos permitirá aquí un breve excurso histórico sobre el sig­ nificado de la codificación en Europa: significado que coincide bási­ camente con el que Diderot le atribuye, aun cuando éste no desarro­ lle todos los aspectos que a continuación pasamos a delinear. La

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El tercer poder constitutivo del orden estatal era el poder judicial. El consejo de la experiencia histórica de hacerlo independiente de los otros dos había sido asimilado plenamente por la razón: la incuria y los abusos de poder cometidos por el magistrado cuando codificación supuso el paso del sistema de derecho común, básica­ mente jurisprudencial, al sistema de derecho codificado (o legal) —proceso en el que más tarde se inscribieron ideologías contrapues­ tas a la absolutista inicial, como la liberal, que aportó las garantías individuales. De hedió, la codificación acabó aunando dos conceptos, el de tales garantías y el de soberanía, que implicaban la centralización, la nacionalización y la estatificadón del derecho. El sistema de códi­ gos introdujo en la materia jurfdica certeza, unidad y simplicidad, es decir, el mundo opuesto al del interpretacionismo y opinionismo, con su cohorte de conflictividad. manifestada tanto en la integración de las diversas fuentes normativas como en la propia autointegración de cada una de las fuentes en particular. La unificadón jurídica, la existencia de un derecho igual para todos, alentaba contra el control de la jurisprudencia práctica y forense, asi como contra la permanen­ cia de órdenes inmunitarios y privilegiados, de carácter corporativo. Es decir, se oponía al particularismo jurídico subjetivo y territorial, entre cuyas consecuencias cabía contar los conflictos inevitables entre las normas más sus conflictos jurisdiccionales —a las diversas luentes jurídicas se vinculaban, en efecto, diversas jurisdicciones y diversos grados de jurisdicción; a todo lo cual venia a sumarse la incerteza del derecho: la incerteza del singular destinatario de la norma, por un lado, y la incerteza del juez, que se manifestaba en la coordinación de las fuentes —es decir, en la verificación del derecho preeminente apli­ cable al caso—, en la elección de la norma en ese derecho, y en la interpretación de la norma misma... (hemos tomado estos datos de C avanna. Storia del Diritto moderno in Europa, Milano, 1979, págs. 197-199). Es evidente que en Diderot no encontraremos similar desarrollo en su concepto de codificación; pero es igualmente evidente que algunos de los aspectos capitales de la misma —la soberanía y las garantías individuales, la unificación jurídica, la preeminencia del derecho legal, etc.— sí que son igualmente capitales para él.

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se ocupaba de ejecutar la ley en lugar de aplicarla la habían convencido sin necesidad de más explicaciones. La voz del Estado se expresa en normas generales y en normas individuales: las sentencias judiciales, perte­ necientes a esta última clase, delimitan el territorio de la magistratura. Y en ese territorio, su dominio, prescribe Diderot , debe ser amplio. El hombre no es una máquina, y cuando aplica la ley el hombre-juez no puede compor­ tarse como tal. Si en dicho proceso su función se limi­ tara a poner la boca por donde la ley se hace escuchar en todo el rigor de su pureza —es decir, si fuera un juez nombrado por MONTESQUIEU—.no sería sino un " ani­ mal feroz”; más le valdría entonces ser nombrado por R ousseau .-su labor seria más creativa, y podría modi­ ficar las leyes sin identificar su razón con su capricho y su capricho con su interés. Por lo demás, el juez no sólo no debe circunscribirse al papel de ser norma en carne y hueso: tampoco puede. Las leyes, obras huma­ nas, no son en sí mismas, siempre y necesariamente, un cerrado sistema de normas en el que la coherencia guía a la deducción desde el principio hasta el final, desde las normas primarias hasta las normas secunda­ rias; y aunque lo fueran, la realidad siempre encuentra alguna escapatoria por donde rehuir las pretensiones globalizadoras de las normas por disciplinarla: sin contar con la intervención de las circunstancias, las cuales, por un lado, exigen restar de la responsabilidad personal, en la acción delictiva, la responsabilidad del contexto, y el resultado de la resta son los atenuantes; y por otro, las sorprenden frecuentemente con mani­ festaciones imprevisibles que comportan su modifica­ ción o su desarrollo. Así pues, en la consideración de

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las atenuantes, en las lagunas jurídicas y en la adecua­ ción —que se hará por analogía o por directa crea­ ción— de las normas a la novedad introducida por las circunstancias, la interpretación del juez acota una parcela de intervención propia sustraída a la tiranía de la ciega obediencia a la norma. Pero de este modo se pone de relieve que el problema fundamental de la administración de justicia radica en la inexistencia de buenos jueces más que en la existencia de buenas leyes, pues aun cuando fueran tóelas las que son, nunca son todas las que están; y en cualquier caso, no sólo se trata de completar las faltas y de integrar lo nuevo: se trata fundamentalmente de evitar que lo que había más lo que se añade deje caer impunemente la espada de su rigor sobre la dignidad de los ciudadanos, por muy culpables que sean... (34). No vamos a seguir por este camino; nuestra intención era básicamente la de resaltar la función activa del magistrado diderotiano y su dual naturaleza, ¿tica y técnico-jurídica. Resumida, nuestra tesis es la siguiente: el papel activo del juez al aplicar la ley no se agota en el técnico de proceder a su desarrollo cuando el caso lo requiera, sino que se ma­ nifiesta perennemente en la atenuación de su rigor y aun en la corrección de su maldad. De ahí que las medidas propuestas tendentes a dar solución al pro­ blema desde su raíz, se inicien prescribiendo al legisla­ dor la tarea "deformar personas honestas” , o lo que es (S4) El imperativo ético subyace al imperativo técnico que esta­ blece la participación activa del juez en el proceso de aplicación y desarrollo de las leyes; con ello se muestra, además, como a continua­ ción se tendrá ocasión de comprobar, que la idea de prevención, básica en su concepción del derecho penal, se remonta hasta la fuente misma de la administración de la justicia.

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igual, de " empezar por la educación de la juven­ tud" (35). Por activo que sea el papel atribuido al juez en el desarrollo de sus funciones, la primacía del derecho legal sobre el derecho judicial —expresión ésta que le viene un poco ancha quizá a la doctrina de D i d e r o t —, de la ley sobre la sentencia, permanece como un dogma en la concepción política de aquél. Y la invectiva con­ tra la formación de todo derecho jurisprudencial —DiDEROT proscribe imprimir toda decisión de los tribu­ nales, y con ello el posible carácter vinculante de una sentencia (36)— es la primera consecuencia de aquella (35) La idea, como se sabe, es griega: de P latón, en su origen. Pero también la modernidad hizo abundante uso de ella. Piénsese, por ejemplo, en el papel central que ocupa en el programa constitu­ cional esbozado por Rousseau para Polonia. (36) La larga cadena de conflictos entre el modelo de Estado pro­ pugnado por Diderot y la Inglaterra que en otros aspectos le sirviera de modelo llega aqui a su máxima expresión. Ya el concepto racional normativo de constitución por el que Diderot abogara, que implica la creación de ésta en un acto único y total, contrasta desde sus cimientos con la constitución inglesa, cuyas fuentes, ahora como entonces, son el derecho estatutario, el derecho judicial y las conven­ ciones constitucionales; tampoco el Parlamento inglés tiene por mi­ sión controlar a un soberano independiente de él puesto que él es el soberano: consiguientemente, los límites al ejercicio de su poder han provenido prácticamente desde la época de los Tudor a hoy de una autolimitación interna del propio Parlamento... Además, atacando el valor de precedente atribuido a una sentencia, Diderot destruye el corazón mismo del derecho judicial (case law) inglés, el derecho derivado de tas decisiones judiciales, que por un lado vinculan a cada jurisdicción a los tribunales subordinados, y por otro, en su interpre­ tación del derecho legal, contribuyendo a un desarrollo legislativo verdadero y propio, sin parangón con la “actividad" que Diderot consiente a sus jueces —bien que en la producción normativa la

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supremacía; y el argumento empleado en la justifica­ ción de tan taxativa medida es el impedir, con la for­ mación de un tal derecho, la creación de una " contra­ autoridad legal” . Con todo, no es ésa la única razón. Otras de naturaleza administrativa colaboran con ella en la consecución del mencionado objetivo. La proli­ feración de tribunales inherente al aumento de la acti­ vidad administrativa arrastra consigo el riesgo de hacer entrar en colisión la jurisprudencia de un tribunal con la de otro, or el con­ sejo del rey sobre la base de las denuncias y quejas de los diversos estamentos, y verificadas per los parla­ mentos y tribunales de cuentas. En lo concerniente a las cuestiones de las finanzas y de las tierras demaniales, el Parlamento fue como aso­ ciado al Tribunal de Cuentas para la verificación.

ESCRITOS POLITICOS

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Como éste, aquél entró tanto más fácilmente en co­ rrespondencia con bailes y senescales para hacerles lle­ gar las ordenanzas y los reglamentos, cuanto que los funcionarios ya estaban sometidos a su jurisdicción, debido a las apelaciones de las sentencias que dictaban sobre las impugnaciones de los privados. 34. Finalmente, el Tribunal de Subsidios, que en su origen no provenía del consejo, fue no obstante encargado de verificar las cartas relativas a los asuntos de su departamento, exclusivamente financiero. El Tribunal de Cuentas y el Parlamento, encargados de las mismas funciones, aunque en materias diferen­ tes, fueron sometidos a los mismos deberes. Ninguna carta debía dejarse pasar si previamente no había sido expuesta y otorgada en presencia de todos sobre el banco presidencial. Cuando alguna carta sellada contra las ordenanzas venía en conocimiento de los magistrados de cuentas, éstos debían retenerlas antes de hacerlas pasar o devol­ verlas. Se les había incluso ordenado, por todo el amor y la lealtad que tenían al rey, no hacerlas pasar, verificarlas o registrarlas, no obedecerlas ni tolerar que se las obe­ deciera. Las obligaciones de los funcionarios del Parlamento fueron las mismas; en efecto, les estaba ordenado no hacer pasar las cartas que fuesen contrarias a las leyes, más aún, anularlas por injustas y subrepticias; y les estaba prohibido obedecer cualquier mandato oral o escrito que se les diera al respecto. La ordenanza de Luis X, del 15 de mayo de 1315, como una infinidad de otras ordenanzas, les imponen la misma obligación de fidelidad.

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35. Estas fueron las sucesivas revoluciones por las que pasó nuestra legalidad; y hada más de cuatrocien­ tos años que no experimentaba modificaciones dignas de nota cuando de repente se vio trastocada con más celeridad y menos resistenda de la que el bálago de una vieja cabaña pueda oponer al furor de los vientos. Pero antes de seguir adelante hay que hacer una observación importante, a saber: que se ve sucesiva­ mente a numerosos reyes sabios tomar infinitas pre­ cauciones y recurrir a las órdenes más terminantes para inducir a los amonestadores o magistrados a cumplir con su deber, a verificar escrupulosamente sus edictos o voluntades, a desobedecerlos formalmente y a expo­ nerse a toda su indignación antes que suscribir una orden perjudicial. Y sin embargo, ¿qué fue lo que pasó? Nada de cuanto debía pasar; cuando un rey or­ dena semejantes cosas nunca es obededdo, a menos que sus acciones muestren con la mayor evidenda que quiere serlo; ¿y cuándo sucede esto? Lo ignoro; y ade­ más su sucesor dice: "Mi antecesor lo quería así; en cambio, yo no” . Estos eran, empero, o el privilegio, o la pretensión, no contestada, de esos amonestadores: que el rey no podía privar a ninguno de ellos de su cargo sin hacerle proceso; sólo la muerte natural o violenta podría acabar con su inamovibilidad. ¿Por qué ello no acarreó ningún bien? Pues porque el entero tribunal era creación exclusiva del monarca; porque la pretendida alienación de la parte de autori­ dad pública que le había sido hecha estaba mal am en­ tada; porque el cuerpo de la nación nunca había inter­ venido en ese pacto; porque el hombre de palacio no fue nunca hombre del pueblo, sino que permaneció por siempre hombre del rey; es inútil extenderme más

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sobre este punto, ya suficientemente examinado con ocasión del registro. 36. Estábamos, o al menos eso creíamos, bajo un gobierno verdaderamente monárquico. Un rey que tie­ ne todo tipo de poder sobre su pueblo; entre dicho rey y su pueblo un cuerpo intermedio autorizado a sus­ pender la ejecución de la voluntad del rey; un rey que quiere inútilmente y que no es obedecido si su volun­ tad no ha sido verificada, vale decir, declarada confor­ me al bien general por el cuerpo intermedio; declara­ ción siempre subsiguiente a una formalidad esencial, el registro, la bestia negra de los ministros. De pronto un don nadie entra en escena; no es gran­ de ni por sus riquezas, ni por su nacimiento, ni por su genio: pero suple todas esas cualidades por las de la bajeza, la duplicidad, el espíritu vengativo, la ambi­ ción y la audacia. Ese hombre, que habia engañado a su padre y al ministro —a su padre para llegar a ser primer presi­ dente, a su padre y al ministro para llegar a ser canci­ ller—, se proponía simplemente devolver al cuerpo de amonesladores o magistrados, del que había sido jefe, algunas de las humillaciones infligidas por éste —al menos eso se presume; pero símil al negro desconside­ rado que ha metido el brazo entre los rodillos de la máquina y sabe que es menester o romper la máquina o ser triturado como la caña por ella, no vacila, y apuesta por su salud, rompe la máquina, más que por su propia fuerza por la debilidad y torpeza de sus ad­ versarios. Le hace ver al monarca que los amonestadores lo tienen a raya. Le llega a convencer de lo indigno que es para él

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dejar controlar su sagrada voluntad por insignificantes privados. Le recuerda la multitud de ocasiones en que ese ri­ diculo registro ha puesto trabas y en ocasiones impedi­ do la ejecución de sus órdenes supremas y la acción de su ministerio. Le propone ser amo y rey. Le dice que es hora de ser amo y rey. Le convence de que todo le pertenece merced al de­ recho del primer rey que se adueñó del territorio, y de que esos militares, esos curas, esos magistrados, y la totalidad del pueblo, nada tienen que sea de su propie­ dad, puesto que lo que tienen se debe a una concesión de un primer antepasado o predecesor, contra la cual se puede siempre actuar apelando a su calidad de sobe­ rano absoluto y a la de menor, títulos ambos imposi­ bles de comparar entre sí. Pero jqué importal, un rey al que se predica el despotismo por lo común no da muestras de una lógica muy escrupulosa. Traza el cuadro más abominable del cuerpo de amonestadores; y maneja con tacto este asunto. Los trazos ciertos extienden el color de la verdad a los trazos ca­ lumniosos. Le embota completamente la cabeza con el funesto principio del poder ilimitado y absoluto; o lo que es lo mismo; de la absoluta pobreza de sus súbditos, y por tanto de la suya. Ya no se trata más que de encontrar un medio que lo libere de todo vínculo. Hubo un pleito entre un comandante regio destina­ do en una de nuestras provincias y un célebre magis­ trado. El comandante, descendiente de Richelieu, era un

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déspota que quizá había abusado un tanto de la auto* ridad que le había sido conferida: cuestión de carácter. El magistrado era un hombre rígido, inflexible, se* vero, quizá un tanto celoso de más de los privilegios de su orden y de su provincia: otra cuestión de carácter. El altercado entre ambos individuos se solventó no jurídicamente, sino con una avocación al Consejo del Rey. El perverso insinúa al comandante que evadir las consecuencias de una acusación infamante recurriendo a una avocación equivalía a ser realmente deshonesto; y tenía razón. Insta al comandante a hacerse juzgar regularmente. Los documentos del proceso son traídos de la pro­ vincia. El pleito se instruye. Bajo instigación del per­ verso se extrema el deshonor del comandante mediante cartas de abolición. Dichas cartas contravienen siempre los usuales pro­ cedimientos del orden judicial, así como los verdaderos privilegios de la justicia y de los tribunales. Abolir el delito es abolir la ley. Era preciso registrar tales cartas de abolición. Al perverso ni pasó por la mente que el tribunal no se opusiese a registrarlas; era el momento que esperaba. En respuesta a la reclamación del tribunal, le envía un edicto. Pero como sus planes eran que el tribunal persistiese en su oposición pone en la cabecera del edicto un preámbulo insultante que sólo un infame podía suscribir. Así, no lo suscribieron. Era lo que deseaba; y en eso se basó para denunciarlos como re­ beldes, aniquilarlos, despojarlos de sus cargos y confi­ narlos en los extremos del reino, en lugares espantosos

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donde murieron algunos de ellos tras indecibles sufri­ mientos. Peligrosa y superflua crueldad. Aquellas personas nada adivinaron de toda esa tene­ brosa maniobra. El error que normalmente cometían, error que los había vuelto invariablemente odiosos, lo cometieron, a saber: olvidar su función de jueces, y castigar asi a sus conciudadanos por un descontento en el que no tenían en absoluto arte ni parte; y prender fuego a una de las alas del edificio, porque a un dueño insensato le había dado por prender fuego a la otra ala. Del pasado no habían aprendido que el futuro todo lo arregla, y que la cuestión principal era esperar tal futuro. No vieron otra cosa que el hecho presente. Olvida­ ron que podían sobrevenir cambios favorables en el ministerio, un rey más dispuesto a favorecerles, regen­ cias, minorías de edad. Se mostraron inflexibles y fue­ ron destrozados. 37. Para imponerla a los pueblos, a los cuales no se impone, se dijo que la justicia sería gratuita; y llegó a ser mucho más dispendiosa de cuanto no lo fuera con anterioridad. Se dijo que, al objeto de ahorrar largos desplaza­ mientos, prolongadas ausencias e inmensos gastos a los pleiteantes, los tribunales suprimidos serían reem­ plazados por un gran número de tribunales soberanos en los que se daría fin a los pleitos en última instancia, y cuyos miembros serían remunerados por el Estado; fue lo que se hizo, pero aceptando a todos los misera­ bles que tuvieron el descaro de presentarse, y pagándo­ seles míseramente. Esos honorables cargos de la ma­ gistratura, personalmente los he visto ir a vender de

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casa en casa, sin que se hallara a ninguna persona honesta que los quisiera. 38. Si el perverso hubiera tenido cabeza, aquél era el momento idóneo para el llamamiento a los Jesuítas, y a sus numerosos afiliados. Tan funesta idea le debe­ ría haber sonreído con mayor razón desde el momento que no ignoraba la existencia, en el cuerpo mismo de los amonestadores que destruía, de plazas pertenecien­ tes en propiedad a los Jesuítas que estaban ocupadas por testaferros. Por aquel tiempo me pasó por la cabeza enviarle una pequeña carta con el nombre de un abogado muy conocido y muy difamado y el título de Proyecto para derribar con toda seguridad una monarquía. Al final no lo hice por dos razones: una, que el perverso era hombre capaz de servirse de mis recursos; la otra, que es una locura que cualquier honesto ciudadano se ex­ ponga por nada. 39. Con el propósito de cimentar el poder absoluto y nuestra esclavitud, todos esos intendentes de provin­ cia que se prestaban a tan baja complacencia para la corte fueron situados al frente de los tribunales. En la provincia, el intendente era siempre el hombre del rey, y a menudo sus acciones se veían obstaculiza­ das por el magistrado. T al contrapeso ha cedido; y en un santiamén hemos saltado del régimen monárquico al régimen despótico más acabado. Así, se ha publica­ do en Francia un libelo con el que se pretende hacer ver que la conducta de Vuestra Majestad es exactamen­ te el reverso de la nuestra, y que en el momento en que ella se ocupa de crear ciudadanos nosotros nos ocupa­ mos de crear esclavos. [Ojalá y ella consiga realizar tan rápida y fácilmente sus objetivos honestos y humanos,

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cuando el perverso ha conseguido realizar los suyos, injustos, deshonestos y crueles! 40. Habia tres o cuatro grandes cargos, y quienes los desempeñaban, o titulares, no podían ser despoja­ dos de los mismos: El cargo de canciller —ocupado por el perverso. El cargo de procurador general; el de primer presi­ dente del Parlamento de París; y, según creo, el de coronel de los Suizos y del cantón Grisones. Para que no quedase piedra sobre piedra del edificio quedaba aún que romper tan miserable e insignifican­ te dique. ¿Qué hace, pues? Dice al monarca: "Señor, no es preciso despojar de tales cargos a quienes los poseen: sería escandaloso; pero si no sois dueño de hacerlo, sí lo sois de suprimir los cargos. Decid hoy que no nece­ sitáis ningún canciller, procurador general o primer presidente. Mañana os echaréis atrás, reestableceréis los cargos suprimidos y se los asignaréis a quien os parezca oportuno". Hombre encantador, ese canciller; encuentra salidas para todo. Ello pareció admirable, y fue usado. En consecuencia, el orden público, o nuestro go­ bierno, ha sido tan perfectamente destruido que no creo que la omnipotencia y la infinita bondad del rey, quien ciertamente no lo considera de este modo, pue­ dan restablecerlo. En los tiempos que corren toda con­ fianza se ha perdido: un magistrado, un detentador de cargos, saben que no son nada. Recapitulación Veamos pues a qué está ligada la suerte de un impe­ rio cuando le llega la hora:

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Un magistrado de provincia informa de la constitu­ ción de una sociedad de monjes. Los monjes son expulsados. £1 resentimiento de los monjes suscita o fomenta la división entre el comandante de la provincia y el ma­ gistrado. La querella se convierte en asunto jurídico. El soberano echa tierra sobre el asunto. Un ministro perverso lo exhuma. Y el final de tal asunto exhumado es el tránsito de un gobierno monárquico a otro despótico: la ruina de una nación. Quizá haya alguna leve inexactitud en mi manera de exponer el modo en que el perverso se sirvió del comandante de provincia para conseguir disolver la magistratura: los hechos no los tengo lo suficiente­ mente presentes. Sé sólo que en el edicto de abolición de la magistra­ tura y de los amonestadores el perverso se comportó torpemente. En lugar de presentarlos ante el rey como rebeldes yo hubiera hecho todo lo contrario. Los hu­ biera presentado como traidores a la nación. Y no se hubiera quedado sin argumentos al respecto. Me gus­ taría saber qué habría objetado la nación a los mil golpes, unos más incisivos que otros, asestados por el perverso a los amonestadores, y mediante los cuales nos habría demostrado toda su bajeza, su corrupción, su inutilidad, el sacrificio de nuestros verdaderos inte­ reses en mil ocasiones, y la necesidad de erigir una barrera más sólida. En cuanto a la parte histórica, respondo de su ver­ dad. Yo mismo la he extraído de las actas particulares

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y secretas de la magistratura. Hasta podría suceder que dichas actas fueran publicadas un día. Y la he escrito inducido por el señor Narischkin. Tuvo la idea de que este cuadro, que había suscitado su interés, no desagradaría a su soberana, y de que algunos acontecimientos, que no me inspiraban sino las normales reflexiones, podrían llegar a ser la fuente de alguna idea grande y profunda si examinados por una mujer de genio: pues es una mujer de genio la dotada de sano juicio, gran cerebro, inquebrantable firmeza, alma honesta, amor a sus deberes y sentido de la verdad. ¿Qué se le resistiría a esta mujer cuando a todas esas cualidades une las que halagan a los hombres, las que los seducen, las que los encadenan? Si sólo dijera: “ Lanzaos al fuego por mí” , se lanzarían sin más. Un hombre que no aprecia nada, viéndola en medio desús pequeños, cuya felicidad prepara gracias a una exce­ lente educación, atraerlos hacía sí, tomarlos entre sus brazos, acariciarlos, animarlos, no vería en esa mujer más que una madre excelente. El hombre que razona verá en ella la mujer que conoce el profundo mecanis­ mo de lo humano, y sé bien qué dirá para sí, pues yo mismo me lo he dicho. El cuadro presente muestra cuando menos la prodi­ giosa ventaja de la nación que tiende hacia su ordena­ ción jurídica basándose en un plan establecido, res­ pecto de la nación que por seguir secularmente el im­ pulso fortuito de las circunstancias, que dan lugar a instituciones dementes, absurdas, contradictorias, nun­ ca logrará llevarla a cabo como se debe —instituciones aquéllas, además, que con el tiempo echan raíces de tales dimensiones que resulta imposible cortarlas.

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De ahí que un pueblo parezca civilizado cuando en realidad ha permanecido bárbaro e incapaz de trans­ formación. Hay leyes, aunque incoherentes. A pesar de su inco­ herencia, al principio inadvertida, uno se atiene a ellas. El tiempo saca luego de ellas inconvenientes y absur­ dos. Uno se aleja un poco. Después se aleja más. Se las obedece o no. Sobre la misma materia, de un día a otro un mismo tribunal dicta sentencias contradictorias. Deja de pronunciarse según la ley. Se pronuncia según las personas; es decir: que ya no hay leyes, aun cuando se las cite más que nunca. A Su Majestad Imperial Me tomo la libertad de dirigir estas ensoñaciones a Su Majestad Imperial, al objeto que ella perciba toda la diferencia existente entre las ideas de un pobre dia­ blo al que se le ocurre andar politiqueando bajo su lecho y lo que tiene lugar en la cabeza de una soberana. He ahí, señora, la entera medida de la fuerza de eso que se llama un filósofo. Sonreíros al respecto, y cuan­ do lo hayáis hecho yo habré obtenido toda la justicia que por ello me había prometido. Puedo asegurar a Vuestra Majestad que, sin sobreestimarme, entre todos nosotros, tantos como somos, apenas si sabemos más que eso. Nada más fácil que ordenar un imperio, te­ niendo la cabeza en la almohada. En tal circunstancia, todo funciona como uno quiere. Cuando se está al pie del cañón, y se trata de poner manos a la obra, me parece que la cosa cambia. Su Majestad ha tenido la bondad de decirme que a menudo ha tenido que leer

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varios tomos para encontrar una línea digna. No oso esperar de ella más que la pérdida de otro cuarto de hora. Y aún es mucho. Le presento mi profundo respeto y mis muy humil­ des excusas. Me consuelo un poco de la frivolidad de mis refle­ xiones por la verdad de los hechos históricos que se me ha permitido extraer de los documentos originales. ¿Me atreveré a rogar a Su Majestad Imperial que haga copiar este breve escrito, si vale la pena, y que queme el original? II.

Ensoñación de Denis el Filósofo sólo para sí

Página en la que me impondré especialmente la ley de ser un hombre de verdad, porque es necesario ser hombre de verdad antes de ser buen ciudadano, buen patriota. Actualmente, el espíritu del ministerio consiste en destruir todo lo hecho por el ministerio anterior; quizá hasta se lleve a cabo sin el menor discernimiento. El señor de Choiseul se ha ido en olor de triunfo a su exilio, y la corte ha hecho lo que hace incluso en las cosas más fútiles: ir a contrapelo de la ciudad. Una obra teatral que tiene éxito en la ciudad es realmente buena si no cae en la corte, y a la inversa. Contamos con un medio seguro para excluir de un cargo importante a un individuo hábil y honesto, a saber: ganar en velocidad a la corte mediante un nom­ bramiento anticipado. Y luego la eterna mezquindad de los sucesores del ministro fallecido, del que no se deja proyecto sin anular. No quieren que se halle la

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más mínima traza de su administración. Necesaria­ mente ha tenido que ser o un loco o un necio, cuando no las dos cosas a la vez. El rey de Prusia nos merece nuestro más ilustre odio; corte y filósofo se muestran concordes en ese punto, aun cuando sus motivos son harto diferentes; los filó­ sofos lo odian porque lo consideran un político ambi­ cioso, sin fe, para el que nada hay de sagrado; un príncipe que no repara en sacrificar todo, comprendi­ da la felicidad de sus súbditos, a su poder actual, el eterno botafuego de Europa; la corte, porque es un gran hombre que podría interferir sus actuales propó­ sitos. Si el sistema cambia la corte no tendrá el mismo motivo para odiarlo, pero continuará odiándolo, o cuando menos envidiando su posición anterior. Si alguien trazara en Francia su panegírico, invaria­ blemente pasaría por mal francés. No hay ningún hombre honesto, ningún hombre con una brizna de alma y de inteligencia en París que no admire a Vuestra Majestad. Tiene en su favor a todas las academias, a todos los filósofos, a todos los pensadores, a todos los hombres de letras: y ninguno lo esconde. Se ha celebrado su grandeza, sus virtudes, su genio, su bondad, los esfuerzos hechos por restable­ cer las ciencias y las artes en su país; sus acciones, en la paz y en la guerra, han sido celebradas, digo, con toda franqueza y en mil maneras diversas, y creo que a la corte no haya molestado demasiado la prevalencia que goza en nuestra estima y nuestros elogios la rival del rey de Prusia. Que la corte le perdone con toda sinceridad el ser grande, no lo creo. Que advierta en este momento todas las ventajas que

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podría sacar de un recto entendimiento con una po­ tencia ya demasiado temible, y que ve encaminarse a grandes pasos hacia un grado de fuerza difícilmente delimitable, sí que no me cabe la menor duda. Que los avances que en estos tiempos haga hacia Vuestra Majestad Imperial sean sinceros, y que conti­ núan siéndolo en tanto los intereses no cambien, es la eterna ley de los imperios. Que en todo tiempo Francia haya sido una de las potencias europeas más fieles a sus compromisos, es lo que se desearía ardientemente que Vuestra Majestad creyese —aparte que sobre ello le es más fácil pronun­ ciarse que no a mí. Francia se halla lejana de Rusia, mientras Prusia está bien cerca. A despecho del tratado de Versalles, nuestro enemigo natural es el Austríaco. Vuestro ene­ migo natural es el Prusiano. Tarde o temprano la san­ gre francesa se mezclará sobre el campo de batalla con la austríaca, y la sangre rusa con la prusiana. ¿Quién se está beneficiando de vuestra presente gue­ rra con los turcos? No precisamente Francia. ¿Quién querría eternizarla? Aquél que os teme y que decía al marqués de Valory: "¿Los rusos? No les conocéis. ¿No sabéis pues que pueden, saliendo por la mañana tem­ prano, venir a cenar a mi casa?" Francia no debe poner ningún tipo de reparos a contaros entre las primeras potencias de Europa. Son más bien vuestros dos vecinos los que harán todo lo que esté en su mano para que estéis entre las potencias secundarias. La creo infinitamente más dispuesta a aliarse con Vuestra Majestad que con Prusia. Confía más en vos.

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Si nuestra corte os envidia personalmente, odia perso­ nalmente al rey de Prusia, del que se fía menos. Todos nosotros pensamos que vuestra potencia es estable, que durará. Todos nosotros consideramos la potencia prusiana como momentánea y precaria, siendo éste nuestro per­ petuo lema: "¿Quién conducirá esa carroza cuando el brioso cochero que lleva las riendas caiga del pescan­ te?" A la primera batalla que pierda, no nos cabe la me­ nor duda que los soldados, casi todos enrolados a la fuerza, desertarán en enteros pelotones, y yo mismo tengo más de una razón para creerlo. Consideramos con toda sinceridad el desmembra­ miento de Polonia como cosa hecha. No dudamos que el reparto de este cordero se convertirá un día en fuente de una larga querella entre los tres loJ)os —y, a decir verdad, pienso que será ése un espectáculo que nos procurará regocijo, más aún si es sobre todo Austria quien sale peor parada: ¿y podría realmente ocurrir de otro modo? Mis tres lobos son el Ruso, el Austríaco y el Prusia­ no. El cuarto es Francia, y éste es su modo de razonar: "En el caso que el lobo austríaco, mi vecino, me ense­ ñara un día los dientes, me pondría bien contento si, mientras tiene las fauces abiertas vuelto hacia mi lado, el lobo ruso o el prusiano amenazase con morderle el trasero". Esta amenaza recíproca quizá nos mantenga quietos a los cuatro. La desolación cunde entre los pensadores a causa de la duración de la actual guerra. Advierten claramente que es propio de un alma generosa, valerosa y noble, como la vuestra, y quizá de una sana política, querer

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acabarla a toda costa, pues un tal éxito implantaría entre los otomanos el terror a sus armas, y en todos los pueblos de Europa el respeto a su nombre, su nación, su genio y su firmeza. Pero los años preciosos de Su Majestad transcurren, y le resulta imposible llevar a cabo sus grandes objetivos en pos de la felicidad de su país. Pertenece a su Majestad, y sólo a ella, sopesar la ventaja con el inconveniente, que es inmenso ante mis ojos y ante los ojos de los otros tranquilos amantes de la paz. Pero el ojo del filósofo y el ojo del soberano ven de manera bien diversa. Señora, una victoria cuesta demasiado si cuesta uno de vuestros años. Cuando vuestra paz con el Turco se lleve a efecto, Francia no se sentirá ni contenta ni descontenta, pero el lobo prusiano aullará. En su manifiesto sobre Polonia, hace valer un moti­ vo que amenaza Riga. Cuando un soberano invade per far corpo, ¿quién sabe la amplitud que ha prescrito a su cuerpo? Señora, nuestra monarquía está ya bastante caduca. Frecuentemente, en el largo reinado de un gran rey los últimos años han echado a perder los primeros; en el largo reinado de un rey común, por no hablar peor, los últimos años jamás han reparado los desastres de los años precedentes. De ahí que quizá nos quede aún un trecho por recorrer antes de la decadencia. ¿Pero quién sabe lo que nos deparará la suerte en el próximo reinado? Yo, personal mente, me temo algo malo. |Ojalá y me equivoque! ¡Ojalá y él no vaya siempre de caza sin ver ni jota! Me paro aquí para no hacer creer a Vuestra Majestad que escribo como un niño al que se le ha leído la

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cartilla. No me va ese papel. Soy plenamente conscien­ te que este escrito me perdería a mí y a toda mi descen­ dencia. Pero soy más consciente aún de a quién tengo el honor de hablar, y de cuál es el verdadero santuario sagrado en el que depongo mis pensamientos. Estos más seguros están aquí que en el fondo de mi corazón, en el fondo de ese corazón donde nunca habitó la men­ tira, y de donde la verdad siempre está lista para esca­ parse. Creo que en el acuerdo franco-ruso tendrían cabida asimismo disposiciones comerciales, lo que redundaría en un mutuo beneficio. Insisto, por tanto. Creo que se prestarían a enviaros a todos los súbditos de cualquier género que Vuestra Majestad gustase so­ licitar. Hasta el mismo Gribeauval, quizá. Ignoro este último punto. Creo que, cualesquiera fuesen las opiniones de Vues­ tra Majestad acerca de la entera civilización de su im­ perio y de la ordenación definitiva de sus súbditos, las secundarían. Este punto, que tendrá siempre su importancia en las consideraciones de Vuestra Majestad Imperial, me parece probado por la facilidad con la que han conce­ dido pasaportes a todos aquéllos que los han solici­ tado. De eso es, en general, de lo que nuestro hombre público querría convencer a Vuestra Majestad Impe­ rial, y presumo que, con toda razón, haya considerado mi boca menos sospechosa que la suya. Se ha definido al embajador o al ministro como hombre astuto, ins­ truido y falso, enviado al extranjero para mentir en favor de la cosa pública: y él es ministro. T al defini­

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ción del ministro en absoluto coincide con la del filó­ sofo. Por lo demás, y en cuanto a M. Durand, esto es lo que pienso. Lo encuentro un tanto burlón, pero en esa medida precisa que delata un espíritu sano, un alma honesta y que no ofende. En su país, donde raramente se escapa a la censura, goza de la reputación de hombre honesto. Esa reputación, apuntalada en todas las cortes de Europa por las que ha pasado, no creo que haya querido mancillarla aquí. El desearía ardientemente la formación de una especie de equilibrio entre las cuatro grandes masas de las que pende la suerte de Europa, y está persuadido que ello no se hará jamás sin la intervención de Vuestra Majestad Imperial. T a­ les son sus propias expresiones. El será siempre el órgano de nuestro ministerio; pero aun cumpliendo con su deber, creo que su alma sufri­ ría no poco si se le obligase a figurar en proyectos que no retuviese lícitos. Por lo demás, y sea cual fuere la opinión que pueda merecer a Vuestra Majestad mi elucubración, espero que sepa reconocer en mi con­ ducta la de un hombre incapaz de esos míseros manejos que sólo impresionan a los hombres sin cabeza. Sólo quiero cosas honestas, y quiero poner en el modo de decirlas la simplicidad y la rectitud de mi carácter. Es menester que, personalmente, esté tan atento a recordarme que soy un hombre de letras, como lo está Vuestra Majestad Imperial a olvidar que es soberana y a recordarse que es un ser humano. (Y creen conoceros, mis buenos compatriotas! Por alta que sea la estima que tienen de vos, no os conocen. Soy yo quien les enseñará el resto. Soy yo quien les

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dirá de esas palabras de carácter que os pintan mejor que todos sus elogios. Soy yo quien les dirá que reunís el alma de una Romana y los encantos de Cleopatra; la fuerza con la dulzura, el desprecio del peligro y de la vida, la capacidad de penetración que siempre me aven­ tajaba en rapidez, con un sano juicio; la dignidad con la afabilidad, aquella bondad característica de Beni­ to XIV cuando deponía la tiara y decía: Ecco il papa, pero con esta diferencia: que cuando gustabais reto­ marla, era siempre en competencia con otro soberano; el calor del alma, su ímpetu incluso, con la paciencia y la moderación; el amor del bien con la constancia que no se desanima y que sabe esperar el momento del éxito; las amplias miras, con esa modestia singular que deja el mérito a los otros y que no se reserva más que el de la aprobación; y una vez haya acabado, aña­ dirán: "¿Se trata por tanto dé una mujer de gran genio? —Gran genio, cierto, replicaré, y con ese raro genio tiene el más delicado tacto con personas y cosas, pero lo más sorprendente es que ella no da crédito a todo esto, que no gusta que se le diga, que se necesita demostráselo; y aún discute vuestras pruebas como se las discute en nuestros círculos cuando se trata de un par­ ticular que suscitaría nuestros celos, discusión que no es un hábil medio para prolongar su elogio; lo hace en buena fe, como alguien que se ignore a sí mismo". ¡Ay, amigos míos, imaginad a esta mujer en el trono de Francia! iQué imperiol iQué imperio terrible haría de ella, y en qué poco tiempo! Y vosotros, qué hombres seríais, pues yo os declaro que ignoráis todo los que la naturaleza os ha dado. Sois resortes que el peso de una mala administración ha mantenido plegados, y eso desde que nacisteis, y que mantendrá plegados míen-

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tras duréis. Venid a pasar tan sólo un mes a Petersburgo. Venid a aliviaros de una larga coacción que os ha degradado: ¡sentiréis entonces qué tipo de hombres soisl IOjalá y pueda, a mi regreso, dejar en Riga el alma que encontré junto a su palacio y retomar la que con­ viene a vuestro entorno! Será la fortuna mayor que me pueda suceder, para mí, para mis hijos, para mis ami­ gos. Jamás me he visto tan libre como desde que habito en la tierra que vos llamáis de los esclavos, jamás tan esclavo como cuando habité la tierra que llamáis de los hombres libres. ¿Habéis escuchado alguna vez a una soberana decir a un tropel de niños: “ Venid hijos míos” , etc.? Pero me reservo tan conmovedor espectá­ culo para cuando, os vuelva a ver. ¡Y cuántas otras cosas, que el hombre flemático que tendré a mi lado atestará como yol Y además, confieso que me sentiré radiante de ale­ gría al ver mi nación unida a Rusia, muchos Rusos en París y muchos Franceses en Petersburgo. Ninguna nación en Europa que se afrancese más rápidamente que Rusia, tanto respecto de la lengua como de los hábitos. III. Sobre el espíritu de la nación rusa Me parece que, en general, vuestros súbditos pequen por uno u otro de estos dos excesos, el de considerar la nación demasiado adelantada o el de considerarla de­ masiado retrasada. Quienes la consideran demasiado avanzada son de­ tractores extremos del resto de Europa; quienes la con­

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sideran demasiado retrasada admiran ésta hasta el fa­ natismo. Los unos nunca han salido de su país; los otros, o bien nunca han parado en él suficientemente, o bien no se han tomado la menor molestia en estudiarlo. Todos no han visto más que dos superficies, los unos de lejos, los otros de cerca: la superficie de París y la superficie de Petersburgo. Causaría estupefacción en todos si les demostrase que hay entre las dos naciones la misma diferencia que entre un hombre vigoroso y salvaje que nace y un hombre delicado y sofisticado que padece una enfermedad casi incurable. Si por un momento me embargasen ardor e inspira­ ción, suscitaría al genio de Francia y le haría hablar a Pedro 1 en el límite de la frontera. Excepto en los Orlov, me parece haber notado bas­ tante extendida una circunspección, una desconfianza que creo opuesta a esa bella y leal franqueza propia de las almas nobles, libres y seguras, tal y como se da entre nosotros, tal y como se da entre los ingleses; entre nosotros con finura, entre los ingleses toscamente; no sé qué es lo que les inspiro, pero el trato que mantie­ nen entre sí no es el mismo que conmigo. Me parece que mi carácter les reconforte y les arrastre. Quisiera que permaneciesen como son cuando les dejo, a menos que su aparente franqueza no sea hipócrita, lo cual ignoro. Hay en los espíritus un matiz de terror pánico: apa­ rentemente es el efecto de una larga serie de revolucio­ nes y de un prolongado despotismo. Constantemente dan la impresión de estar en la vigilia o al día siguiente de un temblor de tierra, y tienen aire de ir buscando si verdaderamente la tierra se ha endurecido bajo sus pies;

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son en lo moral lo que los habitantes de Lisboa o Macao en lo físico. No es que tal defecto me preocupe. La duración del reinado de una soberana tierna, amada, adorada, lo disipará sin falta. Pero aquélla no tiene que dar la impresión de ocuparse de esto. La menor afectación sería presentida y aumentaría el mal, por mucho que la marquesa de Tencin haya dicho moribunda que los hombres eran tan bestias que deploraba las tres cuartas partes de la sutileza empleada en dominarles. Estoy convencido que hemos experimentado la mis­ ma sensación que los rusos después de la Liga, después de la muerte de Enrique III, de Enrique IV, después de la Fronda. Y recuerdo al detalle que tras el suceso de la vigilia de Epifanía, estábamos todos amedrentados, como si nos hallásemos ante la inminente caída de un cometa sobre nuestro globo. He ahí por ejemplo una sensación desconocida al ánimo firme y vigoroso de Vuestra Majestad Imperial, que en el peligro encuentra su elemento; es un tipo de sensación que desconocería de no haberla probado, y que no se puede transmitir a otro mediante palabras, como la idea de un dolor no experimentado. Quizá no haya una sola palabra de cierto en lo que precede; es un bosquejo tan superficial, tan fútil, y por consiguiente tan arriesgado; pero sí que hay hesitación en las cabezas, derivada quizá del interés personal des­ concertado por vuestra sabiduría y vuestra justicia, y por el cambio del orden de las cosas.

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IV.

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De la comisión y de las ventajas de su permanencia

No sé qué me falta para tratar dignamente este tema, si la cabeza de Montesquieu o la vuestra. No me siento con fuerza para formular un plan. Tendré que atener­ me a puntos de vista generales, yo, que sé que los puntos de vista generales son propios de los hombres comunes, y que sólo concedo importancia a los puntos de vista particulares, los únicos que entran en materia y lo hacen hasta el fondo. Aquélla que ha hecho su breviario del Espíritu de las Leyes —donde se compara al déspota con el salvaje que tala el árbol para coger más cómodamente su fru­ to— escuchará con paciencia lo que osaré decirle: mi audacia será sin duda la más fuerte señal de admira­ ción que yo pueda darle. Hacer el bien y asegurar la duración del bien hecho: a ello se limitará el objeto del presente escrito. Todo gobierno arbitrario es malo; y ni siquiera cabe exceptuar al gobierno arbitrario de un amo bueno, firme, justo e ilustrado. Dicho amo habitúa a respetar y a amar a un amo, sea cual fuere. Priva a la nación del derecho a deliberar, de querer o no querer, de oponerse, de oponerse incluso al bien. En una sociedad de hombres, considero el derecho a oponerse un derecho natural, inalienable y sagrado. Un déspota, aun si fuere el mejor de los hombres, gobernando según su capricho comete un delito. Es un buen pastor que reduce a sus súbditos a la condi­ ción de animales; al hacerles olvidar el sentimiento de la libertad —sentimiento tan difícil de recobrar una

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vez perdido—, les procura una felicidad de diez años que pagarán con veinte siglos de miseria. Entre los mayores infortunios que pudiera suceder a una nación libre se cuenta la sucesión de dos o tres reinados consecutivos de despotismo justo e ilustrado. Tres soberanos seguidos como la reina Isabel y los ingleses se verían abocados a una esclavitud cuya du­ ración no puede determinarse. |Ay de los súbditos cuyo monarca transmitiese a sus hijos tan infalible y terrible política! |Ay del pueblo en el que no queda ningún recelo, quizá mal fundado, respecto de la libertad! Esa nación cae en un sueño dulce, pero es un sueño letal. En la familia, en el imperio, el buen padre, el buen soberano, es separado de un buen padre, de un buen soberano, por una larga serie de imbéciles o de malva­ dos; es ésa la desventurada condición de todas las fami­ lias y de todos los Estados hereditarios. Calculemos las posibilidades. El soberano puede ser ilustrado y bueno, pero débil; ilustrado y bueno, pero perezoso; bueno, pero no ilus­ trado; ilustrado, pero malo. De cinco casos, el solo favorable es aquél en que es ilustrado, bueno, laborioso y firme, y del cual puede Su Majestad Imperial esperar la duración del bien que haya hecho y la prosecución de sus grandes planes. Si tomadas separadamente estas cualidades son ya raras, [cuánto más no lo será su conjunción en un mismo hombre! Se reúne a la propia nación para dar las leyes —y qué acto tan generoso el de una soberana que abdica de la autoridad legislativa.

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Se dictan tales leyes, se ponen por escrito, se hacen públicas; son claras y breves. Se propagan en los espíritus mediante la instrucción pública. El tiempo y la sucesión de generaciones las graban en ellos. Se provee a que la mano de los comentadores no las altere. Nada se omite para asegurarles una pureza perma­ nente y tradicional. Es ya mucho, mas no lo es todo. Aquél que, dejando a sus sucesores las manos libres para hacer el bien, no ha encontrado medios más segu­ ros para impedirles hacer el mal —el secreto para evitar la suerte fatal—, se ha esforzado tanto, pero con poco resultado quizá. Su Majestad Imperial, ¿sólo se ha propuesto inmor­ talizar su nombre? Lo es ya. Cuanto más felices sean sus súbditos durante su reinado, tanto más añadirán a su gloria los odiosos sucesores que no sigan sus trazas. Pero una de las cualidades distintivas de Su Majestad Imperial es la de preferir el bien, incluso ignorado, a toda suerte de fulgor. Así pues, que ella se digne considerar que las leyes formales, escritas, públicas, conocidas, observadas, no son, sin embargo, sino meras palabras que dejarían de existir sin un ser físico, constante, inmutable, perma­ nente, eterno, si hay uno al que tales palabras se hallen vinculadas; y que ese ser debe actuar y hablar, por lo que no puede ser el mármol, materia poco resistente y muda. ¿Cuál debe ser por tanto ese ser físico, duradero, que habla y actúa?

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La comisión misma. Es ese cuerpo permanente el que yo opondría contra la ruina futura de mis leyes y mis instituciones. Ella es la depositaría de mi sabiduría para el mo­ mento presente y para los reinados que seguirán. Yo le daría toda la consistencia y la extensión com­ patibles con la tranquilidad general. Representante de mi nación, ésta tendría el mayor interés en no llevar hasta ella sino a los súbditos más íntegros e ilustrados, cuyo nombramiento le atribuiría sin reservas. La intriga conocida seria causa legal de exclusión, y las grandes intrigas siempre son conocidas. Sólo la provincia tendría el poder de revocar a su representante, sin necesidad de proceso alguno. No ocurriría lo mismo con el ministerio, sin poder tanto para introducir como para excluir miembros. Determinaría con todo rigor la parte de mi poder que me gustaría asignarle. Cosa esencial y difícil, aun­ que no imposible. Determinada dicha porción, lo encerraría estrecha­ mente en tal cerco. Exigiría el juramento público sobre el nombramien­ to libre e incorrupto del representante. El perjuicio es raro, incluso en Francia. El caso del juramento quizá sea el único en el que actúe con cierta fuerza el respeto de Dios y de los hombres. Cimentaría con todos los medios, para mí y para mis sucesores, la alienación de mis derechos hecha a este cuerpo. No lo convocaría en ninguna circunstancia ajena a sus competencias, por miedo a que se viera tentado de usurpar otras.

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La guerra, la política y las finanzas no estarían entre aquéllas. Su función, su exclusiva función, se limitaría a la conservación de las leyes hechas y al examen de las leyes por hacer o por abrogar, de las instituciones, etc. Fijaría el marco temporal de sus asambleas, así como su duración, sin que ésta pudiera abreviarse por auto­ ridad. No obstante, haré notar a Su Majestad Imperial que los excesos en el impuesto, su injusto reparto y su percepción inicua constituyen en todas partes las cau­ sas de la ruina de los Estados. Es a ese tribunal al que yo reenviaría o llevaría todas las cuestiones espinosas de legislación que no me pre­ ocupase de resolver por mí mismo. Ciertamente, le será adicto a Su Majestad Imperial durante todo su reinado. Yo emplearía todo ese tiempo en ponerlo en vigor mediante un ejercicio continuado de sus funciones. La multiplicidad de los asuntos y la constante ocu­ pación contribuyen a volver duraderos los cuerpos; bajo mi sucesor ya sería muy importante y muy viejo. La nación lo habría visto tanto como para olvidar su nacimiento. Es raro que el bien general no se vea obstaculizado por el interés de algunos particulares: merced a la in­ tervención de este cuerpo el bien general se haría, sin que de ello derívase ofensa alguna contra mi persona. ¡Qué maravilla de instrumento para allanar los obstá­ culos! ¡Cómo es seguro! Es el concurso y la oposición de las voluntades generales a las voluntades particula­ res la ventaja especial de la democracia sobre todas las demás especies de gobierno.

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Vuestra Majestad Imperial observará que dicho cuer­ po sólo con el tiempo puede adquirir fuerza, y que si su destino es llegar a ser temible, ello no acaecerá antes de tres siglos. Que, compuesto de súbditos, estará en grado de en­ tender mejor que el soberano el interés público o el suyo. Que estando hecho el soberano para la nación y no la nación para el soberano no existe inconveniente alguno para que llegue a ser muy fuerte, sobre todo si su acción ha sido claramente especificada. Que los soberanos están más sujetos a la locura que las naciones bien ordenadas. Que los pueblos son más a menudo vejados por sus amos que sus amos por ellos. Que un soberano ilustrado y bueno, que tiene el propósito de rebajarse a hablar con sus súbditos, acaba siempre por hacerles entrar en razón, tanto si él la tiene como si no. Que, a decir verdad, un cuerpo de ciudadanos apenas si es nada cuando el soberano manda en el ejército y dispone de él. Que el soberano solo, a la cabeza del cuerpo de los representantes, puede mucho contra el ejército; y que a la cabeza del ejército, el cuerpo de los representantes puede muy poco contra él. Que si el cuerpo de los representantes ingleses tiene tanta fuerza política se debe a que no hay milicia na­ cional, ni siquiera gendarmería; tienen tanto miedo de los reyes que éste es el único ladrón contra el que están en guardia. Que si en las contestaciones del Parlamento de In­ glaterra y del soberano se examinase con imparcialidad

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el estado de la cuestión, se descubriría casi siempre que el monarca no tiene razón, que el rey ataca la libertad del pueblo y que el pueblo la defiende. Que una calzada de cien pies de ancho alzada repen­ tinamente entre Calais y Dover, cambiaría la naturale­ za del gobierno local y trastocaría la Constitución bri­ tánica en un abrir y cerrar de ojos. En caso necesario, ayudaríamos al rey de Inglaterra a convertirse en un tirano. El pretendiente subiría al trono. Que dada la posición de los Estados de Su Majestad Imperial, su cuerpo de representantes nunca será peli­ groso. Que si llegara a serlo, merced a combinaciones de acontecimientos en sí imprevisibles, ello casi nunca redundaría en detrimento del imperio. Que los imperios desafortunados no son aquéllos que ven acrecentarse la autoridad popular, sino por el contrario aquéllos en los que la autoridad soberana deviene ilimitada. Que en el caso de tener que elegir entre un soberano demasiado fuerte contra su nación y una nación orde­ nada demasiado fuerte contra su soberano, la última opción presentaría menores inconvenientes. Las na­ ciones ordenadas no se rebelan: sufren. Que donde no hay propiedad no hay súbditos; que donde no hay súbditos el imperio es pobre; y que don­ de el poder soberano es ilimitado no hay propiedad. Que si se propusiera a Su Majestad Imperial ver repentinamente la constitución del imperio ruso trans­ formada en la constitución inglesa, dudo mucho que ella lo rehusase. Libre para el bien que quiere, obliga­ da para el mal que no quiere, en efecto, ¿cuál sería la pérdida? ¿Y qué razón tendría para augurar a sus suce­

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sores una autoridad de la que estarían tentados de abu­ sar? Que este tribunal tan útil, que a Inglaterra ha costa­ do un mar de sangre, no le costará nada, y desgracia­ damente nunca tendrá la importancia de aquél; y, para decirlo una vez más, aunque un día llegara a tener sus inconvenientes y ventajas, eso sólo ocurrirá bajo leja­ nos sucesores, quizá hasta en otra dinastía. Que remedia los intervalos borrascosos de las regen­ cias y las minorías de edad, intervalos en los que el ministro es débil y destructor, y cada uno atiende a su interés a expensas de la nación; en los que es impor­ tante que la soberanía se halle representada por al­ guien, no tanto para provocar cuanto pora impedir la destrucción; en los que sabemos por experiencia que en ausencia de un poder legislativo que haga frente a los depositarios de la soberanía, el edificio de tantos siglos se desmorona. Que tales especies de cuerpos sólo tienen fuerza en los momentos en que es necesario que la tengan: cuan­ do el amo se halla envuelto en pañales. Que si en tales circunstancias se produjeran abusos, los del cuerpo son más fácilmente reparados por el soberano que los de la soberanía por los depositarios de su poder, los cuales sólo farfullan por su boca. Que si las leyes nunca son nada cuando, confiadas a un solo hombre, sufren todos los embates de sus pasio­ nes y sus caprichos, las consecuencias de tal inconve­ niente son mucho más dañinas aquí que en otra parte. Quién sabe en qué siglo volvería Rusia a resurgir de la barbarie si le aconteciese recaer en ella. Que Pedro I y Catalina II son dos fenómenos harto insólitos, y que un imperio se revela insensato cuando

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cuenta a menudo con este favor del cielo; que Su Ma­ jestad Imperial debe desear para sus sucesores todo el bien que depende de ella; prevenir todo el mal que ella prevé; pensar que un soberano mejor que ella se hará esperar largo tiempo; que el gran duque, su hijo, le diría lo que yo; que debe tener el coraje de poner los primeros fundamentos de instituciones cuyo fruto no será recogido más que por la más lejana posteridad, la cual se preguntará admirada; "¿A quién debemos tan sabias instituciones?” ; y a la que se responderá; "A Ca­ talina II” ; que su nombre sea repetido con admiración; que sea bendecido; que, grande hoy, lo sea también cuando ella ya no esté; que los Rusos se encuentren por todas partes con las trazas de su reinado, y que la sola precaución que ella tenga que tomar sea la de evitar que se borren todas esas huellas preciosas. Que las cosas que ella deje sin hacer serán tanto más difíciles para sus sucesores; los obstáculos que el avenir aportará vendrán a añadirse a los obstáculos que el pasado ha interpuesto a ella misma, y aquéllos no tendrán ni su genio, ni su agudeza, ni su valor, ni su amor por los súbditos, ni quizá la misma confianza de sus súbditos en ellos. Que si el Parlamento francés hubiese sido todo lo que pudo y debió ser, aún subsistiría. Que él mismo ha conspirado —traicionando a la nación y faltando a los deberes que los reyes le habían impuesto— en favor de su propia ruina. Que, con todo lo despreciable que era, sólo pudo ser subvertido subvirtiendo el orden público. Que la permanencia de su comisión no reproducirá nunca más que un cuerpo de esta nación, muy útil

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cuando cumple con su deber, muy inocente cuando lo incumple. Que, bueno o malo, si no hace grandes bienes, impi­ de al menos grandes males. Que en lugar de que nuestro Parlamento registrase las voluntades del soberano, se requeriría por el con­ trario que fuese el soberano el que registrase las amo­ nestaciones de la comisión. Nuestros magistrados de­ cían: “También nosotros queremos lo que el rey quie­ re” ; será Vuestra Majestad y sus sucesores quienes digan: “ También nosotros querremos-lo que por vía de nuestra comisión nos demande nuestra nación”; lo que es muy diferente. Que, cuando la demanda de la comisión sea confor­ me a la utilidad pública, será reiterada y acabará siem­ pre por ser acordada. Que el progreso de los hijos le dará siempre autori­ dad bastante, y aún demasiada, sobre los padres que formaran la comisión. Que un cuerpo de héroes es una cosa rara sobre la que no hay que contar, pero que en cualquier caso, cuando estipule en favor del interés general, seria de desear que existiese y durase. Que un cuerpo de intrigantes sólo da problemas muy poco tiempo, se hace despreciar, y que si en Fran­ cia no se ha hecho acreedor a otro nombre se debe a que era el dinero y no el nombramiento de los ciuda­ danos lo que determinaba el acceso al mismo. Que al crear dicho cuerpo ella forma un estado, una primera o segunda clase de ciudadanos distinguidos. Que dicha clase terminará por fundirse con la no­ bleza y el orden militar. Que dicha clase, celosa por preservar su ilustración

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a sus descendientes, instruirá a sus hijos, les hará estu­ diar, viajar, y llegará a convertirse en un nuevo y fe­ cundísimo vivero de ciudadanos dotados de talento y costumbres. Que de ahí, sin darse cuenta, el imperio tendrá los tres estados que Su Majestad tiene el deseo de crear, tal y como ha sucedido entre nosotros. Que los grandes progresos de la civilización tendrán su origen en tal cuerpo. Que tal cuerpo, dada su naturaleza, está hecho para extender sus raíces en todos los sentidos, según ha acon­ tecido entre nosotros con ilustración, fortuna y tiem­ po. Que sería apropiado, tanto a la hora de fijar su resi­ dencia como de ahorrar los honorarios y trabajar en su instrucción, que la mayor parte de sus miembros fue­ ran distribuidos en los diferentes colegios del ministe­ rio. Que, aislados en todos los distritos, sólo en comisión formen cuerpo; cuando los representantes son todos simultáneamente magistrados, el menor descontento como representantes les lleva a deponer sus togas de magistrados, cayendo así el reino en la anarquía. Ocupados y distribuidos en distritos diferentes, no serán nunca pobres; si se enriquecen se convertirán en el vínculo común de las condiciones superiores y las inferiores; una especie de amalgama que se unirá igual­ mente bien con la nobleza pobre y con la burguesía rica. Vos aún no contáis con una separación nítida entre estos estados, pero el imperio la tendrá: y por este conducto la tendrá tanto más rápidamente. Es imposible que los miembros del cuerpo de los representantes asignados a las diferentes funciones mi-

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nisteriales no sean adictos al soberano; medio seguro para el soberano de hacerse demandar por la nación las cosas del bien público, de no tropezar en ningún obstáculo, de hacerse grato y nunca odioso. En una palabra: aunque este cuerpo no fuese con el tiempo sino un gran fantasma de la libertad, su in­ fluencia no será menor sobre el espíritu nacional, pues es necesario que un pueblo, o sea libre —lo que sería lo mejor—, o crea serlo; pues tal opinión surte siempre los más preciosos efectos. Así pues, cree Vuestra Majestad Imperial esa gran realidad o ese gran fantasma, hágala lo más bella, dis­ tinguida, engalanada, deslumbrante, bien compuesta y honorable que pueda, y convénzase por entero que es posible causar molestias, mas no sujetar entre pañales al niño que nace con cuatro cientos mil brazos. ¡Oh Montesquieu, por qué no estás tú en mi lugar! ¡Cómo hablarías! ¡Cómo se te respondería! ¡Cómo es­ cucharías! ¡Cómo serías escuchado! Corolario Dos principios que considero igualmente ciertos. El primero Pocas ventajas para la educación particular sin una base nacional. Ninguna base nacional para la educa­ ción particular, ninguna recompensa al talento y a la virtud, ningún expediente para privar al oro de su atractivo y su poder sin el concurso, también para los cargos más importantes.

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Su Majestad Imperial me objeta la incompatibilidad de carácter, la diversidad de opiniones, las diferentes maneras de ver y de actuar entre ella y un ministro designado por su talento y sus buenas costumbres. Dos respuestas a semejante objeción; la primera, que dos almas honestas y dos espíritus ilustrados, de los que uno se halla subordinado al otro, acabarán conci­ llándose necesariamente, y que el modo de tender hada el bien que conviene a la soberana es siempre el prefe­ rido. La segunda, que Su Majestad sólo ve el momento de su duración y su tranquilidad particulares, mientras que lo que se halla en cuestión es la duración y el bien de un imperio, la recompensa general de los talentos y la incitación a la virtud, y ello no sólo durante su reinado, sino durante los reinados de todos sus suceso­ res, los cuales necesitarán de un hombre instruido y firme que les oriente con mayor frecuenda de la que podrán encontrarlo. El segundo Ninguna certeza sobre la duración de las leyes de un imperio sin un cuerpo particular depositario y conser­ vador de las mismas. Incluso con este cuerpo bien autorizado, bien com­ puesto, bien mantenido, bien perpetuado, gran difi­ cultad de mantener su eficacia, de reformarlas a tiem­ po, de añadir otras que no las contradigan, y de recondudrlas a su efectividad cuando se relajan. Pero a lo imposible nadie está obligado. Se ha hecho ya todo con haber buscado, hallado y

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puesto en obra los mejores medios que la prudencia humana podía inspirar, prudencia que no llega ni a la violencia ni a los eventos que son reales en el pecho oscuro del destino y que están por encima de nosotros. £1 cuerpo depositario y conservador es el mejor dé­ los medios, susceptibles de ser reforzados, tendentes a la instrucción general del espíritu público, y de una infinidad de otros que presuponen todos el primero, sin el que las leyes apenas si son más que un ruido pasajero, espectros aéreos, voces o abstracciones caren­ tes de un cuerpo sólido donde sostenerse. V.

Del lujo

No entiendo por qué esta cuestión se ha complicado de una manera tan extraña en la cabeza de los pensa­ dores y en los escritos de los políticos y los filósofos. Melón ataca el lujo en general; la secta de los econo­ mistas amplifica las razones de Melón. Creo que se equivocan, y que el lujo en general no es por si ni bueno ni malo. Llega Voltaire, que en versos traza la apología de nuestro lujo; tales versos son encantadores, pero su obra es la apología de la fiebre de un agonizante, fiebre que nunca tomaré por una cosa buena, aun cuando quizá con el cese de su fiebre el enfermo muera. Helvétius anega los verdaderos principios acerca del lujo en un tan prodigioso lujo de detalles, que no me parece hayan sido sus ideas demasiado claras al respec­ to. No obstante, la historia del lujo está escrita sobre todas las puertas de las casas de la capital, y con tan

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gruesos caracteres que no puedo concebir cómo, pese a tan buenos ojos, tales escritores no la han leído a la carrera. Se establece, a través de mil funestos medios cuya exposición Tesulta ociosa, una increíble desigualdad de riquezas entre los ciudadanos. Se forma un centro de opulencia real; en tomo a tal centro de opulencia, existe una inmensa y vasta mi­ seria. En una nación, gracias al concurso de mil circuns­ tancias, el mérito, la buena educación, las luces y la virtud no conducen a nada. El oro conduce a todo. El oro que conduce a todo pasa a ser el Dios de la nación. Sólo hay un vicio: la pobreza. Y sólo una virtud: la riqueza. O se es rico o despreciado, necesariamente. Si se es de verdad rico, se muestra la propia riqueza por todos los medios inimaginables. Si no se es rico, se ansia llegar a serlo por todos los conductos inimagina­ bles. Ninguno es deshonesto. Si no se es rico, no hay nada que no se haga por ocultar la propia indigencia. He ahí pues una especie de lujo, señal de opulencia real para un pequeño número de ciudadanos, y másca­ ra de la miseria que recrudece en la multitud. Dicho centro de opulencia real dicta la ley a todas las capas sociales. Inspira una emulación inmensa a las superiores, y el ejemplo de unos y otros arrastra al resto de la na­ ción. Se podría representar perfectamente a esta nación mediante tres animales simbólicos que, esforzándose por mantener entre ellos una cierta proporción de vo­

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lumen, se hinchasen sucesivamente y a porfía los unos con los otros y terminasen reventando los tres. Me detengo aquí para interrogar a todos los filósofos y a todos los políticos, y preguntarles si no es ése un fiel retrato de su desgraciada situación. No creo que haya uno sólo que se atreva a negarlo. La consecuencia inmediata de esta breve exposición es que todos ellos han visto el lujo donde no se da, en el centro de la opulencia real. “ Pero es aquí donde están las carrozas, los caballos, las estatuas, los cuadros, los vinos de todas las regiones, los parques, los castillos, las obras maestras de los Gobelins y de la Savonnerie". Tanto mejor; ¿dónde queréis que estén? ¿Qué que­ réis que haga esa gente con su oro? Si no gastan por encima de sus rentas son sabios; pero vosotros, sea cual fuere vuestra situación, que, pobres o menos ricos, los tomáis por vuestros modelos, estáis realmente locos. ]Ehl, permitid que todos estos insectos famélicos que atosigan esos cuerpos panzudos se les echen encima, les piquen, les chupen, y se repartan gota a gota una pequeña porción de esa sangre de la que dejaron secas las venas de sus conciudadanos. La ebriedad del oro hace que su cabeza les dé vueltas, y en ese vértigo su riqueza se consume aún más rápida­ mente de cuanto no tardara en ser adquirida; podrían citarse muchos a los que, de veinte millones, no queda más que un millón o dos de deudas. Mejor. Ese vértigo salva la nación. Ahora bien, ¿qué efecto produce tal lujo en las cos­ tumbres, en las bellas artes, en las ciencias y en las artes mecánicas? Las costumbres se han corrompido en todas las ca­

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pas sociales, en el centro de la riqueza por la riqueza misma, madre de los vicios; en la capa superior a dicho centro, por la bajeza; en las capas inferiores, por la prostitución y la mala fe; en todos, por la indiferencia en la elección de los medios con que adquirir más de lo que se tiene, o enmascarar la propia indigencia. De ahí que se vea al gran señor hacer la corte a la cortesana del soberano extranjero. De ahí que se vea a la dependienta, que gana doce sueldos al día, pasearse por las Tullerías con vestidos de seda y un reloj de oro en la muñeca. De ahí que todas las capas, o se confundan o se precipiten en los gastos más espantosos y extravagantes con tal de distinguirse. De ahí que una cortesana pase en medio de colum­ nas para entrar en su palacio. De ahí que un teniente de policía interviniese para impedir que una bailarina o una cantante se exhibiera en Longchamp con jaeces cubiertas de oropeles. De ahí que el comerciante tenga una casa de campo donde se olvida de sus asuntos en medio de la disipa­ ción, la juerga y los derroches. Que los hombres de ciencia abandonen sus estudios para frecuentar las an­ ticámaras; que paseen de mesa en mesa sus buenas o malas producciones; que se vuelvan gentes de mundo; que pierdan su talento y su tiempo. Destinados a al­ canzar el último período de su arte, permanecen me­ diocres. Las bellas artes sacan más ventaja de trabajar mucho que de trabajar bien. Vien ya sólo hace dinteles de puertas. Boucher pinta porquerías para el camarín de un grande. Vemet se ocupa del comedor de una actriz. La gentecilla corre en tropel al puente de Notre-Dame

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en búsqueda de copias o de estúpidas composiciones hechas por los alumnos de la escuela o clandestina­ mente por algún maestro de la Academia. Hay pintura desde Versailles hasta el último rincón del suburbio de Saint-Marceau, pero ningún buen cuadro. Las artes mecánicas degeneran. Una jovencita va a la tienda del mercante de seda y le dice: “ Señor, una tela bonita, de colores muy llamativos, muy ligera, muy alegre y sobre todo que no me cueste casi nada". En la relojería: “ Un reloj, señor. No me preocupa si funciona o no, si la caja es o no de marca, como tam­ poco que provenga de París o de Ginebra. Pero la cuerda tiene que ser lisa, para que parezca de repeti­ ción, y no tiene que ser demasiado grande” . Y con las demás artes lo mismo. De ahí que una gran dama tenga veinte vestidos y seis camisas, tantos encajes y ninguna muda. La entera sociedad se halla llena de avaros fastuosos. Alquilan un primer palco en la Opera y se hacen pres­ tar el libreto. Mantienen dos o tres carrozas y descuidan la educación de los hijos. Tienen un buen cochero, un cocinero excelente y un mal preceptor. Quieren que la mesa sea suntuosa y no casan a sus hijas. La sociedad rebosa de solteros, de solteras y de mujeres disolutas. Si el ministerio crea rentas vitalicias, invierten en ellas todos sus fondos a fin de duplicar sus rentas; vale decir: ya no hay ni padres, ni madres, ni parientes, ni amigos. Fuerzan al hijo a hacerse eclesiástico, a la hija a entrar en el convento. Los padres son extraños a su familia. La familia espera la muerte de los padres. Detallar semejante corrupción sería interminable. Helvétius llegó a la conclusión que para todo ello sólo había un remedio: la invasión de la nación por

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una potencia extranjera. No soy de su opinión. El reino de Francia es una máquina terrible, y se necesita trabajar bastante para estropearla. Heme aquí coronado por las manos de Vuestra Ma­ jestad Imperial, y el filósofo Denis proclamado por Melchor Grimm. Veamos qué haría para devolver a su pobre nación el esplendor, la moralidad y la vida, o para hacer renacer otra especie de lujo que no sea la máscara de la miseria, sino el signo del bienestar pú­ blico y de la felicidad general: 1. Vendo mis posesiones, ya que no entiendo qué pueda ser la propiedad privada de quien es reputado dueño de todo, y cuya bolsa está en los bolsillos de sus súbditos. Las posesiones del soberano son siempre mal administradas. Alienadas, súbito se revalorizan. Son enormemente costosas. No rinden nada. Vendidas, se percibe el precio, y se les aplica la ley general del im­ puesto. 2. Ya no tengo cinco mil caballos en mis escuderías, los cuales costaban una pistola al día a mi prede­ cesor. Tengo cien, ciento cincuenta, doscientos, y ya es demasiado. No quiero que el gran escudero preste mis caballos a sus amigos durante dos meses, tres meses, seis meses, y que me los devuelvan arruinados a mis escuderías —donde eran considerados presentes—, ni que me atropelle con reformas cuyos beneficios van directamente a su bolsillo. Digan lo que digan el viejo Señor de Behringen y la bella Condesa de Brionne, eso no me conviene; si ésta quiere dormiré con ella, pero no tendré escudería, ni grande ni pequeña. 3. Reduciré mi casa y la de mis hijos a la pura y simple decencia; ni ellos ni yo nos veremos atosigados por un tropel de funcionarios de todos los colores, y si

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me viene gana de comerme una tortilla no me costará cien escudos. No desdeñaré en este punto entrar en los pormenores del guardarropa, de los suministros de to­ das las cosas, porque sé que son la fuente de una de­ predación inimaginable. Por lo demás, nada es bajo cuando se es deudor, y después de todo se paga siempre sólo con el dinero de los súbditos. Es su bolsa y no la mía la que ahorro. 4. Me hago traer la enorme lista de aquellas pen­ siones y hago que se me dé cuenta de ellas. Cancelo todas las injustificadas, es obvio, todas las de cincuenta o sesenta mil libras anuales, concedidas por ministros que no tienen ante mí más consideración que el haber­ me servido mal. Mantengo sólo las que son necesarias para la subsistencia y adquiridas por servicios reales. Las que son exorbitantes, las reduzco. 5. Destruyo las tres cuartas partes de mis fincas. Despido de ellas a los administradores que se enrique­ cen, a no ser que los señores de mi corte o los particu­ lares ricos de mi reino se comprometan a habitarlas y mantenerlas. Tan sólo realzo las que producen la ad­ miración del extranjero o del habitante del reino, y su número es pequeño. 6. Renuncio a hacer más viajes, pues no veo posi­ ble desplazarme por menos de doscientos mil francos; y si viajara, lo haría como Enrique IV, que era mi equivalente. 7. No me gusta la caza, pero si me gustara sé que con un exiguo equipamiento mi amigo, el señor Le Roy, tiene y me procura un entretenimiento en mucho superior al de su soberano. 8. ¿Y alguien cree que tendría embajadores en to­ das las cortes? ¡Oh!, cierto que no, porque es inútil o

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pernicioso, porque no me gustaría injerirme en sus asuntos, y porque, siendo soberano de un Estado temi­ ble alcanzado todo su vigor, mi más sentida aspiración sería que aquéllas no intervinieran en los míos. Du­ rante mucho tiempo, y quizá para siempre, me daría por satisfecho con hábiles encargados de asuntos, más fáciles de encontrar que los hábiles embajadores. 9. Cuando los monjes me solicitasen para seculari­ zarse, ¿cometería la estupidez de rehusarme? Me que­ daría sin monjes, y sería el heredero de sus bienes a medida que fuesen muriendo. Y todas esas monjías son muy ricas. 10. El gasto de los asuntos extranjeros se vería fuer­ temente reducido. Los gastos de la marina y de la gue­ rra no son tan complicados como para no saber eva­ luarlos justamente si me ocupara muy en serio de ellos. Es cierto que trabajaría, y que también tendría algunas veces los dedos manchados de tinta; que no me levan­ taría tarde, que nunca me acostaría temprano, y que quien me hubiera robado lo pasaría bastante mal. Des­ pués de todo, cuando se mira de cerca, un soberano no es más que el administrador del bien ajeno, y creo que éste podría ser economizado sin sonrojo. 11. ¿Y esos curas? En buena fe, ¿puede esperarse que un monarca algo sensato deje a uno una renta de quinientas cincuenta mil libras, de trescientas mil a otro, de doscientos cincuenta mil a un tercero? No creo engañarme apuntando que encontraría otros más ho­ nestos, más misericordiosos y más ilustrados, y más baratos. No despojaría a nadie que estuviese vivo, pero conforme fueran muriendo los obispos iría reduciendo los obispados a su justa medida. En lo que respecta a los prioratos, abadías y otros beneficios que sólo sirven

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para alimentar los vicios de un cierto número de jóve­ nes y de viejos holgazanes, los suprimiría sin más. Me diréis que me matarían. Es posible, pero no está dicho. En primer lugar, se mata únicamente a aquéllos que tienen miedo de morir; en segundo lugar, no puede hacerse ningún bien cuando se tiene miedo a morir; en tercer lugar, y puesto que morir hay que morir, sea por un cálculo introducido en la uretra, por un nuevo ataque de gota, o en cualquier otro modo banal, más vale morir por algo grande. 12. lOhl, al respecto, hace ya mucho y aun dema­ siado tiempo que seria el tributario de la corte de Roma como para dejar de serlo. O Su Santidad me concedía sus dispensas y otras sandeces por nada, o prescindiría de ellas o me las procuraría en casa. 13. “ Cuando se es deudor es menester pagar las deudas, ¿no es cierto?", diría a mi clero. Que no podría menos de convenir. "Y bien —añadiría—, pagad pues las vuestras. —Pero señor, es que no tenemos dinero. —Vended. —Nosotros somos menores, no podemos vender. —¡Cómo) ¡Sois mayores para tomar en présta­ mo y menores para vender! ¡Os estáis burlando!” Y venderían. 14. Quizá aún no me hallara en condición de redu­ cir los impuestos a las justas necesidades del Estado; continuaría siendo un bribón siguiendo las trazas de mi antecesor: pero por nada del mundo dejaría de pro­ ceder a su reparto en razón de las riquezas. Asunto complicadísimo éste, pero todo es posible si de verdad hay voluntad; por lo demás, otro que no lo es, es el de la percepción simplificada. [Cuán voluntariamente me desprendería de todos esos funcionarios por cuyas manos mis rentas pasan y

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se licúan, reteniendo porciones tan extensas que cuan­ do el resto entra en mis arcas se reduce a tres o cuatro quintos, e incluso a menos! Os juro que no me duraría ocho días esa nube de exactores del veintésimo, de las tallas, de la capitación, de exactores generales y de otros cien mil exactores con todo tipo de nombres. Sé que todos han adquirido por dinero el derecho de ro­ barme. Yo les pagaría el interés de su dinero, a la espera de poder reembolsarles. 15. Me convertiría en el más injusto e imbécil de los soberanos si mantuviese vigentes las excepciones para militares, nobles y magistrados. Pagaría bien los servicios de esos útiles hombres, pero, ¡pardiez!, todos entrarían en la clase general de los ciudadanos. (Cómo, los que desde hace mil setecientos años más gozan de las prerrogativas y de la protección de la sociedad con­ tinuarán siendo quienes menos provean a sus gastosl ¡Y tendría yo que seguir soportándolo! Y el campesino que no tiene nada, y el ciudadano que apenas si tiene, y el obrero que sólo tiene sus brazos, ¿permanecerán todos oprimidos? [Oh!, no es posible. Todos mis pre­ decesores asi lo han entendido. Fue su capricho: pero no será el mío. 17. Prescindiría de operarios en el séquito de la corte, porque son todos bribones en el séquito de la corte. Mi amigo Doucet, arquitecto real, me ha adoc­ trinado ampliamente al respecto. Pidió al Señor de Buffon ochenta mil francos por trabajos que no valían la mitad, y su razón era que no sería pagado inmedia­ tamente, y que aunque se le pagara al día siguiente no habría rebajado el precio un ochavo, ya que no se puede ser desleal con un colega; sería pues un bribón a pesar suyo para no tener desavenencias con otros

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bribones, en grado de suplantar su condición. ¡Y nues­ tro Delfín que se hace construir por veinticinco luises, y por un operario desconocido, un escritorio idéntico a otro por el que la administración de los Menus plaisirs le había hecho pagar dos mil escudos! No, no, prescindiría de ellos, y ya lo creo que sabría reempla­ zarlos. Pagaría en contante lo poco que ordenase, sería servido muy bien y tres veces más barato. Cometería la estupidez de hacer las cuentas conmigo mismo, o me­ jor: de estipular siempre en favor de mi pueblo. 18. ¿Y la contrata de recaudación de impuestos? No digo nada porque tengo ahí toda mi pobre fortuna. Empero, preferiría que se robase al rey antes que ser arruinado. Pero no arruinaría a mis hijos, y creo que mis contratistas apenas si me robarían, y ello sin pri­ varles de una muy honesta recompensa por su gestión. Vuestra Majestad, ¿me permitirá suponer que con tales medios no tardaría en cancelar mis deudas? Exis­ ten otros mil que ignoro, pero que aprendería reinan­ do. Veamos qué sucederá a la misma administración tras la satisfacción de mis deudas, y volvamos al pro­ blema del lujo. Pero me apercibo que he saltado del artículo deci­ moquinto al decimoséptimo, y que falta uno: llené­ mosle. Ciertamente, pondría remedio, y muy pronto, al más abominable lujo de cuantos quepa imaginar: me refie­ ro al de las carreteras principales. Ese lujo cuesta a Francia aproximadamente cien o doscientos millones en pérdidas de buenas tierras y en no sé cuánto mante­ nimiento superfluo. Se habla de semejante operación como de la más bella del actual reinado, y quizá con razón. iQué se juzguen las demás! (Caminos de sesenta

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pies cuando no circulan ni diez vehículos semanales, y ello por locura o por bajeza, para un ministro o un intendente! ¿Qué no pasaría durante mi reinado, máxime si tras haber levantado y enriquecido a mi nación tomo pre­ cauciones para que el oro no se convierta en el dios de mi país, y a través del concurso a los cargos públicos garantizo la recompensa del mérito y de la virtud? ¿Se­ ría demasiado jactarme, al igual que Enrique IV, de que mis campesinos de la Brie tendrán el domingo un pollo en sus ollas? Y si el campesino de la Brie tiene un pollo en su olla, cuál no es y cuál no será el bienestar de las demás capas sociales. Me atrevo a preguntárselo a Vuestra Majestad. Sobre todo si pusiese atención en no interve­ nir en nada más, y en creer que cada uno de mis súb­ ditos entiende mejor que yo sus intereses en su condi­ ción; si las opiniones religiosas no contasen nada en mis preferencias; si mi intervención en el comercio se limitase únicamente a ayudar y sostener las grandes casas comerciales desfallecientes; si no quisiese dar ningún reglamento a las manufacturas, si de vez en cuando recompensase a los inventores, no con privile­ gios exclusivos, sino con dinero y honores, si impidiese a la justicia ser ruinosa, si diese a la prensa toda su libertad, etc. Pero cuando el talento y la virtud sirvan para algo, cuando la entera nación goce de todo el bienestar que cada condición comporta, cuando no haya más des­ igualdad entre las fortunas que la introducida por la operosidad y la suerte, cuando haya suprimido todas las corporaciones en las que sólo el dinero facilita la entrada, y que habrán de considerarse como otros tan-

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tos privilegios exclusivos que condenan a millares de laboriosos ciudadanos a morir de hambre o a entrar en prisión; cuando haya impulsado la agricultura, la ma­ dre nutricia de todo un imperio; entonces, aunque ten­ ga ciudadanos ricos, qué harán esos ciudadanos con su oro. El oro no se come. Lo emplearán para multiplicar sus placeres. ¿Y cuáles son esos placeres? Los de todos los sentidos. Tendría, pues, poetas, filósofos, pintores, escultores, monigotes chinos; en una palabra, el entero producto de otra especie de lujo, la totalidad de esos vicios encantadores que procuran la felicidad del hom­ bre en este mundo y su castigo eterno en el otro. Pero este lujo ya no será el hijo de un apellido, será el hijo de la prosperidad. ¿Cuál será su influencia en las costumbres? No más delitos, sino tanto de eso que la teología llama vicios o pecados mortales. Tanta vo­ luptuosidad, y de todo tipo, tanto orgullo, tanta envi­ dia, tanta lujuria, tantos perezosos. Diña para mi al doctor de la Sorbona: "Predica, predica todo lo que quieras. En cuanto a mi, te prometo hacer todo lo que esté en mi mano para que todos ellos estén muy con­ tentos, muy alegres, sean muy libertinos, y para que los vecinos y las vecinas se condenen dos veces al día mejor que una". —¿Tendréis pues cortesanas? —Ciertamente. —¿Y concubinas? —¿Y por qué no? —¿Y jóvenes seducidas? —Eso espero. —¿Maridos y mujeres infieles? —Temo que si. Pero de todos esos vicios me ahorraré al menos los que son producto de la miseria, del gusto

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por la magnificencia y de la indigencia. Pasará lo que tenga que pasar. Yo no intervendré sino para prolon­ gar el bienestar y la felicidad, independientemente de cuáles puedan ser las consecuencias. Tan sólo estaré atento a que no se obtengan con oro y del oro las prerrogativas correspondientes al mérito y a la virtud. El único contrapeso al del oro es el mérito y la virtud; y cuando se es rico, teniendo todo, ¿qué interés puede tenerse por el mérito y la virtud? ¿El porvenir de las bellas artes? Es imposible que, cultivadas de buen grado y por un pueblo necesaria­ mente refinado, no progresen enormemente. Llevemos a una mujer del pueblo a casa del pintor Roslin; como quiere tener su retrato le dirá lo siguien­ te: “ Señor, yo no soy ninguna duquesa, pero me gus­ taría ser pintada como una duquesa, puesto que puedo pagar como una duquesa". Y Roslin hará un buen retrato. Llevémosla al relojero, y si ponemos el oído oiremos que le dice: "Señor, desearía un buen reloj, con la caja bastante fuerte y el sello de París; de Ginebra no, por favor, preferiría no tenerlo” . Ginebra se tendrá sus relojes. Y a la vendedora que extenderá sus telas ante ella, ¿qué le dirá?; "¡Vaya bodrio, señora, eso son puros andrajos; o me muestra algo más elegante o me voy a otra parte!” ; en una palabra, lo que hoy dice el redu­ cido número de nuestros burgueses acomodados; y la manufactura de Lyon florecerá. Y luego, cuando Denis pasa por las calles de la capi­ tal, es un tumulto, un clamor, continuos vítores, un ¡viva Denis! inacabable; y luego Denis, que tiene el alma tierna, se abalanza fuera de su carroza, siendo

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abrazado; se le abraza en el Poni-Neuf como a Catalina en su convento y algún día en la calle, y luego muere dulcemente, llorado, lamentado, honorado; o bien se le mata y muere violentamente. ¿Qué importa? No está ni más ni menos muerto por eso. Olvidaba decir a Vuestra Majestad que una vez lle­ vados a cabo la mayor parte de mis proyectos, y con mi idiosincrasia bien comprendida, y una vez que la na­ ción, cuyo defecto es tomarse fácilmente confianza con su soberano, me hubiese otorgado la buena opinión que yo me esforzaré en merecer, habrá llegado el mo­ mento de presentar el balance a mi nación, y no me cabe la menor duda que el resto de la deuda nacional se repartirá entre las provincias, y que cada provincia se encargará de pagar la parte proporcional a sus re­ cursos. Allá donde el soberano sea honesto, después de una guerra y de otros gastos públicos supererogatorios, este informe producirá el mismo efecto en una nación que presume de tal condescendencia, y con algún senti­ miento de justicia y de honor. Mediante la bondad y la equidad se hace lo que se quiere de un pueblo. Vuestra Majestad Imperial lo sabe muy bien, y cuanto más dure su reinado más se convencerá. Se envían intendentes a las provincias; si dichos intendentes —valga el ejemplo de M. Dodart, intendente de Bourges— aman y hacen el bien de la provincia, son hombres de bien, y consiguientemente poco favorables a las opiniones de la corte, nunca lle­ garán a nada. He ahí un modo que ni pintiparado de gestar individuos perversos. Os garantizo que con el rey Denis ello no tendrá lugar, y que la intendencia será el seminario de mis ministros, la prueba por la

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que discerniré a quién llamar a mis consejos. En rea­ lidad, es el rey el que, con su ejemplo, hace todo el bien y todo el mal de un imperio. En más de una ocasión he pensado que si los malva­ dos hubiesen llegado a probar la dulzura y la bondad no querrían volver sobre sus pasos de antaño; e igual­ mente, que si un soberano hubiese experimentado la felicidad de un buen soberano, nunca podría vol­ verse atrás. Un padre que se aísla de sus hijos, un rey que se aísla de sus súbditos, son, para mí, dos seres monstruosos. Podría sucederle al rey Denis que le faltasen ideas, se equivocase, se desorientara a causa de malos consejos, se comprometiera en una operación desacertada, hicie­ se daño a un hombre honesto, perjudicara a su pueblo sin advertirlo; pero estoy seguro que en el momento de reconocer su error procedería a su reparación, y que si éste fuera irreparable lloraría frecuentísimamente. De­ cía Mazarino, según creo, a un ministro extranjero: “ El rey no debe nunca echarse atrás” . El embajador respondió: “ ¿Y por qué no debería retroceder si ha avanzado improcedentemente?” El se examina a conciencia, y tras haberlo hecho, cree que mandaría tirar al río desde el Pont-Neuf, y públicamente, al ministro que le hubiera engañado deliberadamente; un expediente que llevado a cabo serviría para el resto de su reinado. Los castigos muy severos hacen a veces que los delitos sean muy raros. En Constantinopla sólo una vez cada cien años un panadero defraudador es arrojado a su horno. "Si no lo sabe, todo irá bien; si lo descubre, es bueno, me perdonará, pero no lo sabrá” , es el lema de todos los que engañan a los reyes.

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Aún una última palabra, pues lleva implícita una idea que puede germinar en las manos de Vuestra Ma­ jestad. Nosotros tenemos un seminario ya existente de gran­ des hombres públicos; son nuestros intendentes. Un hombre con cabeza llega muy pronto a ser en la inten­ dencia un hombre hábil. Un hombre mediocre tarda más. No será nunca un hombre de genio, pero se ins­ truye. El intendente está obligado a enviar a la corte infor­ mes sobre la población, el comercio, las manufacturas, la agricultura, los productos de todo tipo, los trabajos públicos hechos y por hacer, los bosques, los ríos, los canales, todas las ramas de la administración, el im­ puesto, la riqueza de los burgos, de los pueblos, de las ciudades, de las aldeas, etc. Lo malo es que el hombre honesto perece en su puesto sin casi nunca llegar al ministerio. El señor Turgot —se lo predigo a Vuestra Majes­ tad— es uno de los hombres más honestos del reino y, ciertamente, quizá el más hábil en todo. Nunca saldrá de Limoges, y si saliera daría un grito de alegría, ya que es necesario cambiar completamente el espíritu de nuestro ministerio, y corregir de una manera casi mi­ lagrosa el actual estado de cosas. Hay pequeños fenó­ menos que anuncian grandes acontecimientos; éste es uno. ¿Pero conoce el rey a este hombre? Ciertamente, pero como una cabeza impulsiva que pondría todo manga por hombro: es lo que se dice a los reyes cuando se trata de orillar a un hombre de mérito.

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VI.

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De la capital y de la verdadera sede de un imperio (en opinión de un ciego que juzgaba los colores)

Al contrario de lo que hiciera de Berlín a Moscú un francés —hombre de mérito y probo, pero que se creía, un tanto ridiculamente, autorizado por sus luces y por los cargos desempeñados a darse importancia—, yo no me pondré a exclamar: “ Señora, detenéos; no se hace nada bueno antes de haberme escuchado; |si alguien sabe cómo se administra un imperio, soy yo!” Aun cuando ello hubiera sido cierto, el tono era para echar­ se a reír. Estableciéndome en casa del señor Narischkin, no he dicho: "Aquí está mi antecámara, el lugar donde en lo sucesivo los particulares se inclinarán ante mí y donde recibiré las humildes peticiones que me serán presentadas; es aquí donde recibiré a los ministros ex­ tranjeros; este sitio será muy cómodo para departir con los ministros de Su Majestad Imperial. Aquí está mi despacho, y el lugar desde el que dictaré las leyes a todas las Rusias". Yo me he dicho: "N o soy nada, pero que nada en absoluto. Su Majestad Imperial me ha colmado de fa­ vores; le debo la comodidad, la tranquilidad y la segu­ ridad. Pondré a sus pies mi reconocimiento y el home­ naje de todas las personas de bien que se han visto favorecidas por la felicidad que me ha dispensado. Junto a ella gozo de la más fuerte de las recomendacio­ nes, sus excelsas cualidades. Me obsequiará, pues, con una grata acogida". He obtenido mucho más de lo que nunca hubiera tenido la vanidad de prometerme. Me ha tratado como a uno de sus hijos; me ha permitido, como hubiera permitido a cualquiera de sus hijos de-

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cir todas las inocentes locuras que le hubieran pasado por la cabeza, iy Dios quiera que no haya abusado de su indulgencia! Si ello hubiera ocurrido, me arrojo a sus pies suplicándole mil veces perdón. Hecho esto, el niño consentido va a seguir farfullando. Aquellos primeros legisladores del género humano, a los que se ha elevado a los altares, y cuya memoria ha permanecido y permanecerá para siempre ^venerada por los hombres, han hecho, sin embargo, una cosa más bien rara. En el llamado estado de simple naturaleza, los hom­ bres se hallaban diseminados sobre la superficie de la tierra como una infinidad de pequeños resortes aisla­ dos. De vez en cuando sucedía a algunos de estos pe­ queños resortes que se encontraban, se presionaban violentamente y se rompían. Los legisladores, testigos de tales accidentes, quisieron poner remedio. ¿Y qué se les ha ocurrido? Aproximar los pequeños resortes y componer con ellos esa bella máquina que llamaron sociedad; en la bella máquina sociedad, los pequeños resortes, animados por una infinidad de intereses di­ versos y opuestos, han accionado y reaccionado los unos contra los otros con todas sus fuerzas, y la ante­ rior guerra accidental se ha convertido en un auténtico estado de guerra permanente en el que cada pequeño resorte, debilitado y fatigado, no ha cesado de gritar, y en el que se ha deteriorado más en un año de cuanto no lo hubiera hecho en diez en el estado primitivo y aislado, donde la sacudida de un choque era la única ley. Pero ha sucedido algo mucho peor. Esas bellas má­ quinas llamadas sociedades se han multiplicado y pre­ sionado entre sí, por lo que el choque ya no ha sido el

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de un resorte contra otro resorte, sino el de una, de dos, de tres bellas máquinas, unas contra otras, y en una colisión tan espantosa se han roto más resortes en una sola jornada de los que podrían haberse roto en mil años de estado de naturaleza salvaje y aislado. Pido perdón a los antiguos y primeros legisladores. Pero si es esto lo que han hecho, bien poco reconoci­ miento merecen; no obstante, quizá no haya sido eso lo que han hecho. Se han imaginado tantos orígenes de la sociedad; buen texto para esa especie de pájaros que engordan en la niebla y se les llama metafísicos. Unos han dicho que el hombre, al igual que todos los animales débiles —el buey, la oveja, el ciervo—, había nacido para vivir en rebaño; sin embargo, aquél es veloz en la carrera, es vigoroso, es ágil, tiene siempre una defensa contra el animal agresor, y la razón, que con la ayuda de la rama de un árbol, suple toda la variedad de los instintos. Otros, teniendo en consideración la afección del ma­ rido por la mujer, de la madre por el hijo, necesario en el momento del nacimiento, y la del hijo por la madre a causa de la larga debilidad del niño, han formado la familia o la primera sociedad. Los hay que al respecto han tenido una idea harto sutil. Han dicho: “ Había individuos fuertes, había in­ dividuos débiles. Los débiles se reúnen para contener a los fuertes, y la sociedad debe su nacimiento a la debi­ lidad y a la vejación” . Dado que cada uno sueña a su modo en este tema, espero que también a mí se me permita soñar. Lo principal es no causar fastidio a Vuestra Majestad, y si

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se lo causo eso será mientras ella quiera; ello me hace sentirme cómodo. Si al nacer el hombre encuentra un enemigo, y un enemigo temible, si tal enemigo es infatigable, si es perseguido por él sin cesar, si no puede prometerse ninguna superioridad mientras no reúna sus fuerzas con las de otros, muy pronto hubo de sentirse llevado a hacerlo. Ese enemigo es la naturaleza, y la lucha del hombre con la naturaleza es el primer principio de la sociedad. La naturaleza lo asedia con las necesidades que le ha procurado y con los peligros a los que lo ha expuesto; el hombre ha de combatir la inclemencia de las estaciones, las situaciones de penuria, las enferme­ dades y los animales. Quizá haya llevado su victoria mucho más lejos de lo que precisaba para su felicidad; porque hay un buen trecho de la punta de la flecha al monigote de China. Pero todo se ha encadenado tras el primer arranque del espíritu humano, y es imposible adivinar dónde se detendrá. Sea lo que fuere, no es menos evidente que todo lo que tienda a aislar al hombre del hombre tiende igual­ mente a debilitar su poder en la lucha contra la natu­ raleza, además de a reaproximarlo a la condición pri­ mitiva del hombre salvaje; en consecuencia, éste debe ser mirado como un animal, especialmente en el actual estado de cosas, en el que la recíproca enemistad de las sociedades ha sucedido a la persecución de la naturale­ za. El hombre aislado sólo tenía un adversario: la na­ turaleza. El hombre asociado tiene dos: el hombre y la naturaleza. El hombre asociado tiene, pues, un motivo tanto más urgente para estrechar lazos. Lo que digo de las grandes sociedades se prueba por

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la situación de las pequeñas, una vez introducida la discordia en ellas; el vínculo general se rompe, cada uno trabaja para si y la condición salvaje renace. Se prueba asimismo por la máxima suprema de la tiranía; dividir para reinar; ésta quiere individuos, pero no cuerpos; nobles, pero no nobleza; curas, pero no clero; jueces, pero no magistratura; súbditos, pero no nación; vale decir: por la más absurda de las conse­ cuencias, una sociedad de hombres aislados. El enemigo de la tiranía forma cuerpos; el tirano los disuelve. El primero forma cuerpos sirviéndose de pre­ rrogativas, el segundo las disuelve mediante la extin­ ción de dichas prerrogativas. Son tales prerrogativas lo que diferencia la monarquía del despotismo. En Constantinopla todo es igual: la cabeza de un visir rueda como la de un esclavo. En París, se precisa de algún que otro preceptivo más para quitar la vida o la liber­ tad a un duque que a un ciudadano desconocido. La monarquía es una alta pirámide en la que las diferentes capas conforman los planos. El pueblo está en la base, aplastado por la carga de los demás planos. El monarca es la bola que remata la pirámide y que hace presión sobre otras tres o cuatro bolas llamadas ministerios. En el Estado despótico todas las bolas se hallan a un mismo nivel, pero aisladas; ¡ay del déspota cuando ellas llegan a aproximarse o a tocarse! En el Estado democrático todas las bolas se hallan a un mismo nivel, pero tocándose entre sí; ¡ay de la República si ellas terminaran aislándose! En el Estado monárquico, ¡ay de la monarquía si las bolas de la base acabaran agitándose! La pirámide se

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invierte, y el resultado no es más que un amasijo de ruinas. Escribo a Vuestra Majestad tal y como ella me per­ mite conversar con ella. Me entrego a todos los extra­ víos de mi cabeza. Con todo, no pierdo de vista mi camino, y vuelvo a él. En cualquier sociedad de hombres, cuanto más es­ parcidas se hallan las partes menor es su proximidad; cuanto más alejada se halla esta sociedad de la verda­ dera noción de sociedad tanto menos se sostienen; cuan­ to menos se ayudan mutuamente, menos fuertes son; cuanto menos luchan con ventaja, tanto contra el ene­ migo constante del hombre —la naturaleza—, como contra los enemigos accidentales —las sociedades ad­ yacentes—, tanto más íntima es la vecindad del todo al estado salvaje. Es aquél un principio general de conducta que se extiende desde la acción más importante hasta la pala­ bra dicha o repetida. Que esa palabra aúna a los hom­ bres, decídsela; que, por el contrario, les aísla, les re­ conduce al estado salvaje, no se la digáis —a menos que resulte útil a vuestro amigo. El problema se reduce a examinar cómo en un todo podrían vincularse y aproximarse las partes des­ unidas. Entre esas partes hay una principal que dicta la ley a todas las demás: la capital. ¿Cuál es la naturaleza de dicha parte? La voracidad. Si es demasiado lo que devora hace adelgazar a todas las otras. Si no está suficientemente nutrida es débil, y todas las demás languidecen. La capital atrae todo hacia ella. Es ella la que absor­ be y recibe. Es la caja de caudales de la nación. No hay

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nada que hacer. Su función es como el corazón en el animal: la función del corazón es tomar y redistribuir la sangre; la de la capital es recibir y redistribuir el oro, a cambio de lo que el todo suministra a su voracidad. Es el lugar del gran consumo. ¿Dónde debe ser situado ese lugar de consumo? En el centro, creo, de las partes que trabajan para él y de las cosas que consume. Situado allí, ¿cuál es la consecuencia? Que natural­ mente se estatuye hacia ese centro, y de él parte un sinfín de caminos que pueden compararse a las venas y a las arterias; venas que llevan la sangre o la sustan­ cia nutritiva, arterias que redistribuyen la sangre o el oro que paga. Así es como se establece una tendencia recíproca del centro a la circunferencia y de la circun­ ferencia al centro. Es así cómo de lugar en lugar los pueblos se multi­ plican, y cómo se abren atajos entre ellos o pequeños depósitos de consumo, depósitos que se acrecientan constantemente, pasan sucesivamente de la condición de aldeas a la de pueblos, de la condición de pueblos a la de burgos, y de la condición de burgos a la de ciu­ dades pequeñas, medianas y grandes. El ministerio ya no tiene necesidad cuidarse de esta formaciones. La necesidad hace por él. Ni siquiera sé si, cuando por lo demás todo está bien ordenado, debe poner límites a la capital. El corazón sólo llega a ser demasiado grande cuando el resto del animal está enfermo. Es asi cómo se engendra lo que se llama circulación interior, cuya obstaculización por una institución cualquiera perjudica a la entera máquina. Una capital situada en un extremo del imperio sería

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como un animal cuyo corazón estuviera en la punta del dedo, o el estómago en la punta del pulgar del pie. Es lo que dice el señor de Narischkin. Pero como el imperio tiene mercancías que no po­ dría consumir por entero, mientras carece de otras que su bienestar, su capricho o sus necesidades vuelven imprescindibles, y que importa de regiones alejadas, ¿dónde se ubica el sitio natural de estos lugares de intercambio? En la circunferencia, creo, sobre la fron­ tera, sobre la línea común a las partes contratantes. Hallándose en perpetuo estado de guerra, las socie­ dades o se atacan o se amenazan: es, me parece, una mala política encontrarse expuesto de continuo a ser herido en el corazón, herida casi siempre tan mortal en el cuerpo político como en el cuerpo animal. Cuando la capital del imperio ha sido conquistada o incendia­ da, el imperio ha sido casi destruido, tanto por el de­ sastre como, y más aún, por la consternación general. La frontera me parece destinada a dos clases de ciu­ dades: grandes ciudades de comercio o de intercambio de nación a nación, y grandes plazas fuertes, murallas de la gran casa. Ignoro hasta qué punto tales leyes pueden serle apli­ cadas a Rusia. No es ésa mi tarea, sino la de Su Majes­ tad Imperial. Pero lo que sí veo distintamente es que si la corte de Francia trasladase la capital del reino de París a Mar­ sella, la entera ordenación física del reino se desmoro­ naría, y el reino sería menos poderoso, menos rico, menos vivo, menos poblado y menos fuerte. Augusto estuvo tentado de establecer la sede del imperio en Asia Menor: de haber llegado a ejecutar símil proyecto, ins­

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pirado por el terror, no habría dejado nada que hacer a los bárbaros. Vuestra Majestad Imperial me ha dicho que si Pe­ dro I prefirió Petersburgo a Moscú se debió a que no amaba Moscú, porque no se creía amado allí. Tal ra­ zón no cuenta para Catalina II —ella quiere a todos sus hijos, y todos sus hijos quieren a su madre. Moscú se halla cinco grados más al sur que Peters­ burgo, según creo. Esa diferencia climática es de­ masiado considerable para no dejarse notar con el tiempo. Moscú, creo, queda todavía más cerca de Polonia, y sin ninguna duda más lejos de Suecia, de Dinamarca, del Imperio y de Prusia. Todo eso, hipotizado un poco al azar, puede verificarse en un mapamundi. Siempre tan cercana a sus enemigos, está más lejos de ellos. Por otra parte me parece que la residencia en Peters­ burgo debe ser más dispendiosa, y por lo tanto ingrata, para los grandes propietarios que aleja de sus posesio­ nes. Estos no pueden hallarse tan lejos y tanto tiempo ausentes sin que ello no merme el valor de su propie­ dad. No creo que el traslado de la corte les desagrade. Si fuera así, sería bien fácil predisponerlos al respecto. Es de lo más sencillo que su Majestad Imperial tenga un gran palacio en Moscú, que haga llevar a él la mejor parte de sus cuadros, donde quizá fueran más útiles a las artes que en su palacio, con el ingreso libre para todos los jóvenes alumnos; que haga allí un viaje; que resida en él dos meses el primer año, tres el segun­ do, seis el tercero, y que acabe fijando en él su residen­ cia tras esos ensayos. Queda la objeción de la seguridad, para la cual no hay respuesta. Pero intuyo que, salvaguardada en to-

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Por lo demás, cuando ella me ha ordenado alargarme me ha hecho un muy dulce cumplido: pues ha supues­ to que ello no me impediría ser claro. Como conse­ cuencia de mi privilegio de niño y de rigurosísimo servidor de Vuestra Majestad, voy a confiarle mi pe­ queño secreto. Llegando a Petersburgo, ¿adivinaría Vuestra Majes­ tad, haciéndose pequeñita pequeñita, qué es lo que tanto estupor me ha causado? El que, al informarme sobre ciertos enormes edificios, alargados y con venta­ nucos, supiera que son cuarteles. ¿Cuarteles, me dije a mí mismo? ¿Y quién ha dispuesto así? ¿Tropas acuar­ teladas en un imperio sujeto a revoluciones? ¿En el que la sucesión al trono se halla sumida en la incertidumbre a causa de una ley formal del fundador más justamente reverenciado por toda la nación? ¿En el que dicha sucesión no está consolidada por un largo intervalo de tiempo, y por una continuidad que la convierta en ley fundamental en la opinión de todos sus súbditos? ¿En el que un principe reinante puede tener varios hijos, y entre ellos una cabeza ambiciosa, popular e inquieta? ¿En el que la certeza de la corona no impedirá que un padre trate a los demás hijos como un sultán tenebroso trata a sus hermanos y a su suce­ sor, a quienes saca los ojos, a veces física y siempre moralmente? ¿En el que los oficiales tienen una in­ fluencia tan prodigiosa sobre sus soldados? ¿En el que pueden según su capricho disponer de ellos en masa y reunidos? ¿En el que es todavia peor que con los curas en mi país, los únicos que han conservado la prerroga­ tiva verdaderamente regia de dirigirse a los pueblos reunidos, y donde cincuenta mil de estos fanáticos en­ redadores son escuchados, los mismos días, y a la mis­

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ma hora, entre las diez y las once, por veinte millones de personas, a las que dicen y hacen creer todo lo que quieren? Los pulpitos de las iglesias en mi país y los cuarteles en Petersburgo me hacen temblar. Semejante posición quizá le resulta indiferente por entero a Vuestra Majestad, generalmente amada, ado­ rada, y que no tiene más que un hijo sobre el que no tiene más que una palabra. ¿Pero se esperaría ella una serie ininterrumpida de sucesores símil a ella y a su hijo? No lo creo. No hace más de cincuenta años que hay cuarteles en algunas de nuestras ciudades de provincia. Apenas si hace treinta que los soldados del cuerpo de guardia son acuartelados en la capital. Nuestros soberanos sólo tomaron esta decisión cuando estaban tan firmes sobre sus estribos y tenían tal mando sobre sus oficiales y sobre sus soldados que de haberles dicho: “ Id y matad a vuestro padre y a vuestra madre” lo habrían hecho, al igual que lo harían hoy; cuando la familia real ha sido lo bastante numerosa para proveer de gobernado­ res a todas las provincias y de oficiales generales a los regimientos; luego de haber incorporado a su guardia incluso una pequeña tropa extranjera; luego de haber establecido en la capital una policía que envuelve a lodos sus súbditos, como en una inmensa nasa que les toca, que les constriñe sin que aquéllos se aperciban —de suerte que, en este montón incomprensible de átomos agitados y próximos, no se lleva a cabo ningún movimiento que resulte ignorado, sea que se pongan de acuerdo, o que se dividan, o que se amotinen, o que se junten o que se alejen; todas nuestras vidas y cos­ tumbres están escritas en la policía. Allí está la lista de las personas honestas y de los bribones, de los buenos

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y los malos ciudadanos; allí se* saben todas nuestras acciones y todos nuestros propósitos. Si el filósofo Denis Diderot fuera una noche a un prostíbulo, el señor De Sartine lo sabría antes de acostarse. Un extranjero llega a la capital: en menos de veinticuatro horas se os podrá decir —calle Neuve-Saint-Augustin— quién es, cómo se llama, de dónde viene, por qué viene, dónde se aloja, con quién se relaciona, con quién vive, y por mucho cuidado que ponga en escapar se le encuentra: y es que había viajado cien leguas bajo la nasa antes de sospecharlo. Los malhechores, ignorantes, vienen a París buscando seguridad: allí se les espera y allí se pierden. Sus señas estaban en el puesto de guardia de la ciudad tres años antes que su persona; si oscuridad hay, la hay sólo bajo el vestido de campesino, en una choza. Señora, sólo cuando todas esas precauciones han sido lomadas, cuando la menor perturbación era im­ posible, cuando la más pequeña asamblea clandestina no podía ser ignorada, el menor acuerdo de ciudadanos ocultado, fueron las tropas acuarteladas; y todavía, des­ de que, bajo la regencia, Luis XIV pudo escapar del Palais-Royal, nuestros soberanos no han osado esta­ blecer su residencia en la capital. Si la penuria o el secuestro de los niños han suscita­ do dos miserables y débiles efervescencias populares, se debe a que hay cosas que fuerzan a ello, y otras tan sagradas que no es posible tocarlas, porque entonces ya no hay esclavos. El traslado de Vuestra Majestad Imperial a Moscú pondría fin a tal error. Los soldados serían distribuidos en casa de los particulares, los cuales, sin proponérselo,

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son siempre sus asiduos observadores, y así dejarían de estar bajo ia mano y a disposición del primer faccioso. Eso pasaría con los cuarteles de Petersburgo, como también con los demás edificios que no fuesen in­ útiles. Desconozco la historia circunstanciada de la feliz revolución que ha llevado a Vuestra Majestad Imperial al trono. Pero ésta quizá hubiera presentado mayores dificultades, y hubiera sido demorada más tiempo, si las tropas no hubiesen estado acuarteladas, y si, dis­ persadas entre los particulares, hubiese sido necesario reunirlas. Y una revolución diferida de un día quizá no se hace jamás. Sea lo que fuere, he aquí la cháchara del niño o la continuación de las fantasías del buen abate que tenía un hijo el sábado por principio de conciencia. Si tal hijo podía ser un golfo, podía también ser, por azar, un hombre honesto. Su deber era tener el hijo. El mío es éste, bien o mal hecho. VII.

De la moral de los reyes Desconfiad de aquel hombre. Casi que iba a decir a Vuestra Majestad Imperial lo que su padre decía a la emperatriz-reina que solicita­ ba su gracia: “ ...¿L o consideráis pues muy malvado?” Para mí es la moral de los reyes en toda su atrocidad.

No hay más que una sola virtud: la justicia; un solo deber: hacerse feliz; un solo corolario: despreciar oca­ sionalmente la vida. La justicia encierra todo lo que uno debe a sí mismo

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y todo lo que debe a los demás, a su patria, a su ciudad, a su familia, a sus padres, a su amada, a sus amigos, al hombre y quizá al animal. £1 cuento árabe que pone en el paraíso uno de los pies del califa y en el infierno el resto del califa no me disgusta. Ese pie predestinado y salvado era aquél con el que había acercado el abrevatorio al camello, que tenía sed pero no podía llegar hasta él. Dudo que la justicia de los reyes, y en consecuencia su moral, pueda ser la misma que la de los particula­ res, porque la moral de un particular depende de él mismo, mientras la moral de un soberano a menudo depende de otro. ¡Qué puede importarme, a mí, sujeto privado, que mi vecino adquiera a derecha e izquierda toda la fila de casas adyacentes a la míal Le parece bien llegar a ser poderoso, pero ni él, ni sus hijos, ni sus nietos podrán perturbar mi posesión. Hay un tribunal que está por encima del hombre débil y del hombre fuerte, y tal tribunal se interpone entre el opresor y el oprimido. ¿Es ésta la condición de los soberanos? De ningún modo. ¿Puede un soberano razonar como yo? Tampoco. Si no tiene nada que temer, de momento, de otro soberano cuyo poder se halla en continuo aumento, ¿quién sabe cómo los descendientes de éste lo ejercerán con los suyos? ¿Hay que exponer al propio hijo a que duerma en la calle? Me parece que no. ¿Qué hacer entonces? Imitar al perro que llevaba la cena de su amo. Un particular que se entromete en los asuntos de un particular es un enredador. Un soberano que se entromete en los asuntos de otro soberano es frecuen­ temente un hombre sabio.

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La moral —la nuestra— está fundada en la ley. Hay dos leyes y dos grandes procuradores generales: la na­ turaleza y el hombre público. La naturaleza castiga bastante generalmente todos los errores que escapan a la ley de los hombres. Ningún exceso se comete impunemente. ¿Os dáis sin moderación al vino o a las mujeres? Tendréis gota, padeceréis de tisis. Tristes y cortos serán vuestros dias. ¿Cometéis un robo, un asesinato? Hay calabozos. Suprimid la ley civil en cualquier capital tan sólo por un año: los indigentes se lanzarán contra los ricos; éstos se armarán para defender sus propiedades; la san­ gre formará arroyos por las calles. L a ciudad os ofrece­ rá la imagen sobrecogedora de lo que sucede y debe suceder en el mundo. Se verá escindida en pequeños cantones enemigos, cada uno con su propio jefe. Ha­ brán guerras, treguas, paces; el temor, la ambición y el interés se hallarán en la base de toda acción. Se trata de una condición enojosa, pero necesaria entre seres que carecen de un tribunal que pueda juzgarles. Como el tigre y el lobo, se hallan en estado de naturaleza. “ El hombre que vive en sociedad, instruido, civil, religioso, hablando del vicio y de la virtud de la maña­ na a la noche, ¿asemejable al tigre y al lobo de las forestas?” Es triste pero así es. Empero, no digáis hom­ bre, sino soberanos. No podría censurar en un soberano lo que yo haría si fuera soberano. Quien me acuse de ser un malvado se equivocará. No lo soy. Veo solamente que es imposible que la justicia, y por consiguiente la moral, del hombre público y del hombre privado sean la misma, y que ese derecho de gentes del que tanto se habla nunca ha sido y nunca

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será más que una quimera; el grito del débil —grito que éste arrancaría de su vecino de ser él el más fuer­ te—, uno de los más bellos lugares comunes de la filo­ sofía, mientras la divinidad no disponga celebrar sus sesiones en lo alto de los cielos y constituir un tribunal por encima de la cabeza de los soberanos, del mismo modo que hay uno constituido por los soberanos por encima de la cabeza de sus súbditos; pero al respecto aún no parece haber pensado, aun cuando tal acto de providencia no sea tan difícil. “ Pero, ¿entonces desaprobáis la conducta de Dios?” Mucho, y ello porque Vuestra Majestad no se dormiría tan tranquilamente si tratase a sus súbditos con la misma negligencia. "Pero, ¿quién os ha dicho que Dios debería ser un soberano tal y como lo imagináis?” El sentido común; pues si hubieren dos nociones de soberanía y de bene­ ficencia, una para él y otra para mí,* habrían dos no­ ciones de vicio y de virtud, dos nociones de justicia, dos morales, una moral celeste y una moral terrestre. Su moral ya no sería la mía, y yo ya no sabría todo lo que hay que hacer para conformar mis acciones a sus principios y para serle grato. A veces Júpiter me resulta muy divertido; oye ruido en la tierra, se despierta, abre su trampilla, dice: "Gra­ nizo en Escitia, peste en Asia, guerra en Alemania, penuria en Polonia, un volcán en Portugal, una re­ vuelta en España, miseria en Francia”. Dicho esto, vuelve a cerrar su trampilla, a poner su cabeza en la almohada, a dormirse; y a esto llama gobernar el mun­ do. ¿Querría Su Majestad Imperial gobernar del mismo

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modo su imperio, y de ocurrírsele, recibiría por toda Europa los homenajes que recibe? "Pero, ¿entonces dáis vuestra aprobación a los reyes sin fe, sin moral y sin humanidad, que lanzan las na­ ciones irritadas a unas contras otras y asesinan mutua­ mente a los hombres por manos de los hombres?” No, pero el estudio del corazón humano y la experiencia de todos los siglos me demuestran que aquéllos son lo que deben ser, porque basta uno malo para forzar la mano a todos los buenos. ¿Por qué Su Majestad Impe­ rial ha tenido la guerra en Polonia? ¿Por qué la tiene con los turcos? Cuando ella entró en Polonia, ¿era acaso su proyecto desmembrarla? ¿No hubiera sido más ventajoso para ella imitar a los vecinos de Francia cuando se revocó el Edicto de Nantes, y convocar a sus Estados a todos los disidentes? Un rey justo no hace, pues, nada de lo que quiere. "Asi pues, ¿dáis (toca importancia a las lecciones que la filosofía os dirige?” De momento, quizá menos que a las plegarias de los devotos. El filósofo dice a los reyes: "Sed justos” ; y el rey le responde: "Mi vecino no quiere” . El devoto dice a Dios: “ ¡Señor, habla a los corazones de los reyes!” El consejo es realmente bueno, lástima que no sea seguido. Si tuviese algo que pedir al cielo contra un soberano opresor de los pueblos, le diría: “ Vuélvelo agradable; pero haz que, mientras nos aplasta, siga burlándose de nosotros. El hombre puede soportar el mal, pero no podría soportar el mal y el desprecio. Tarde o temprano una ironía amarga en­ cuentra su réplica en una puñalada, una puñalada que mata, pues se sabe que la que sólo hiere parte de la mano de un idiota y no produce ningún efecto” .

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Ahora bien, si el filósofo por el momento habla en vano, escribe y piensa útilmente para el futuro'. Me detendré para hacer una reflexión. ¡Qué diferen­ cia entre el pensamiento de un hombre en su país y el pensamiento de un hombre a novecientas leguas de su cortel Nada de lo que ha escrito en Petersburgo me habría venido en París. ¡Hasta qué punto el miedo retiene el corazón y la cabeza! ¡Qué efecto tan singular el de la libertad y la seguridad! £1 filósofo espera el quincuagésimo buen rey que sacará provecho de sus trabajos. Mientras espera ilustra a los hombres acerca de sus derechos inalienables. Mo­ dera el fanatismo religioso. Dice a los pueblos que ellos son los más fuertes, y que si van a la matanza es porque se dejan llevar. Prepara a las revoluciones, que sobrevienen siempre cuando la infelicidad es extrema, y que son consecuencias que compensan la sangre de­ rramada. Los hombres, hartos de estar mal, de vez en cuando han dado muerte con sus cadenas al cruel amo que ha abusado en exceso de su autoridad y de su paciencia, pero sin que el resultado haya reportado ningún bien ni a ellos ni a sus descendientes, puesto que ignoran lo que el filósofo pretende enseñarles por adelantado, lo que deben hacer para estar mejor. No hay más que un deber: el de ser feliz. Dado que mi inclinación natural, invencible, inalienable, es ser feliz, tal es la fuente, y la fuente única, de mis deberes, y la única base de toda buena legislación. La ley que prescribe al hombre una cosa contraria a su felicidad es una falsa ley, y es imposible que dure. No obstante, mientras dure ha de ser obedecida. El legislador define así la virtud: la conformidad

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habitual de las acciones a la noción de utilidad públi­ ca; quizá la misma definición conviene al filósofo, que es reputado posesor de inteligencia suficiente como para conocer de manera precisa qué sea la utilidad pública. Para la masa general de los súbditos, la virtud es el hábito de conformar sus acciones a la ley, buena o mala. Sócrates decía: “ Yo no obedeceré esta ley, ya que es mala” . Arístipo respondía a Sócrates: “Sé tan bien como tú que esta ley es mala; no obstante, actuaré conforme a ella, porque si el sabio atropella una ley mala, autoriza con su ejemplo a todos los locos a atro­ pellas las buenas". Uno hablaba en soberano, el otro en ciudadano. Pero de aquí deriva el que no haya código alguno cuya sabiduría pueda ser eterna, así como que sea pre­ ciso proceder de vez en cuando al reexamen de las leyes. Es ése un punto importante, sobre el que quizá Vuestra Majestad haga deliberar a la comisión. Será el último. Es menester reexaminar las leyes porque hay dos tipos de felicidad. Una felicidad constante vinculada con la libertad, la seguridad de las propiedades, la naturaleza de los im­ puestos, su reparto, su percepción, y que es la divisa de las leyes eternas. Una felicidad ocasional, variable y momentánea, que exige una ley momentánea; un estado de cosas transitorio. Esa felicidad, ese estado de cosas pasa; la permanencia de la ley llegaría a ser funesta: hay que revocarla.

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Pero, ¿cuál es la utilidad de leyes que son ignoradas por quienes han de observarlas? Vuestra Majestad se ha propuesto dos cosas dignas de su gran sabiduría: Una, la realización de un pequeño catecismo de mo­ ral; otra, la asociación de tal pequeño código al cate­ cismo sacerdotal. El cura, instruyendo al niño en los principios reli­ giosos, lo instruirá simultáneamente en los deberes civiles. Los deberes civiles, con el tiempo, llegarán a ser para vuestros súbditos tan familiares, más evidentes y tan sagrados como los deberes religiosos. Se trata de una medida muy simple, muy profunda y muy segura. Pero ninguna idea nos afecta tan intensamente como la de nuestra felicidad. Desearía pues que la noción de felicidad fuese la base fundamental del catecismo civil. ¿Qué hace el cura en su elección? Refiere todo a la felicidad por venir. ¿Qué debe hacer el soberano en la suya? Referir todo a la felicidad presente. Dicho principio de felicidad, considerado como fuen­ te de nuestros deberes, es tan fecundo que se extiende incluso a nuestras acciones más insignificantes, com­ prendidas el lavarse las manos y el cortarse las uñas. Y además, hay tres clases de leyes: la ley natural, la ley civil y la ley religiosa. La primera debe ser el prototipo de las otras dos, sin lo cual ambas se contradicen, y se acabaron las cos­ tumbres. Se las sacrifica alternativamente una a la otra, y se aprende a despreciarlas todas. Es entonces cuando ya no hay ni hombres, ni ciudadanos, ni religiosos. Por lo demás, tal pequeño código de moral se halla

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casi hecho. Se está imprimiendo actualmente en la imprenta de Rey, en Amsterdam. El autor, que es uno de mis amigos, haría de buena gana los retoques nece­ sarios para adaptarlo a las intenciones de Vuestra Ma­ jestad; una vez retocado, le añadiría mis observaciones; algunas buenas personas no rechazarían poner algo de su parte, y el todo le sería enviado a Su Majestad, quien le daría el toque definitivo. Ella no tiene más que ordenar. Unicamente advierto a Vuestra Majestad Imperial que sólo un hombre pre­ parado puede hacer bien las obras elementales; y ése es el motivo de la rareza de las buenas obras clásicas. Los grandes hombres desdeñan ocuparse de ellas, ya que prefieren su gloria particular a la utilidad general. Prefieren con mucho hacer ruido a ser útiles. La “ hommerie", señora, la " hommerie”, sin ser más. Habéis inventado una palabra muy indulgente y muy justa. VIII.

De un tercer Estado

En la medida en que es posible a un hombre parti­ cular entrar en la mente de un soberano, a un hombre común sondear las intenciones de un hombre de genio, Vuestra Majestad Imperial tiende secretamente a la for­ mación de un tercer estado. Consiguientemente, que aquéllos a quienes haga educar provengan todos a la larga de las capas infe­ riores; en todas partes dicha clase aporta hombres ilus­ trados. Que amplíe lo máximo posible el uso del concurso. Que se guarde bien de hacer nuevos nobles. Que adquiera cuantas posesiones pueda, y según el

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método de la tranquilidad, vale decir: enriqueciendo de por vida únicamente a las grandes familias empo­ brecidas; nada ciega tanto como el interés y la benefi­ cencia. Que se apremie en fundar escuelas elementales y fuerce por ley que todos los padres lleven a ellas a sus hijos, que allí encontrarán el pan. Que cree becas en las escuelas superiores o colegios públicos, y las conceda a los hijos del pueblo que pro­ metan. Pero sobre todo, que a la comisión la vuelva perma­ nente. Ya he discutido en otra parte el apartado de la comisión. IX.

Conclusión

Y, finalmente, he aquí a Vuestra Majestad Imperial liberada de toda la balbucía del niño aventajado que habla de materias graves y que se llama filósofo. Si por casualidad se halla entre todos los folios una línea aprovechable, o si no se halla nada que valga la pena, y si Vuestra Majestad Imperial tan sólo se ha reposado de sus importantes ocupaciones con el espectáculo de unos esfuerzos tan pueriles cuanto singulares —des­ plegados por un especulador que reputa su cabedla susceptible de regir un gran imperio—, él será recom­ pensado en exceso de sus ensoñadones y desvelos por la incomprensible indulgencia de Vuestra Majestad Im­ perial, lo que no le impide prosternarse a sus pies y pedirle mil veces perdón por la indiscreción de su cháchara política. Aunque la importancia que le haya atribuido sea nimia, si Su Majestad Imperial cenase

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los ojos ante la sinceridad de su celo, nunca se sentiría suficientemente excusado. Sea lo que fuere, Su Majestad Imperial tendrá en estos folios la justa medida de toda la capacidad y de toda la ineptitud de un particular que escribe de cosas públicas, y el tiempo que ella haya gustosamente dedi­ cado a su lectura le ahorrará todo aquél que su predi­ lección por las cosas útiles le habría hecho dedicar a una infinidad de producciones futuras, que no serán ni mejores ni p>eores que éstas. El primer escrito polí­ tico que le caiga en las manos, ella lo tirará lejos de sí y dirá: “ Esto va realmente bien; es un fiel reflejo de la cualidad de mi filósofo, cuya página final es excelen­ te” ; y esa página final, en la cual determino el justo valor de mí mismo y de los demás, es ésta: que es también la única a la que haga un mínimo de caso.

OBSERVACIONES SOBRE LA INSTRUCCION DE LA EMPERATRIZ DE RUSIA A LOS DIPUTADOS RESPECTO A LA ELABORACION DE LAS LEYES I. No hay más soberano verdadero que la nación; no puede haber más legislador verdadero que el pue­ blo; que un pueblo se someta de buen grado a leyes que le son impuestas raramente ocurrirá; las amará, las respetará, las obedecerá, las defenderá como cosa propia sólo cuando él mismo sea su autor. De este modo no son ya los deseos arbitrarios de uno solo: son los de un cierto número de hombres que han consulta­ do entre sí acerca de su bondad y su seguridad; son vanas si no obligan a todos por igual; son vanas si un solo miembro de la sociedad puede impunemente in­ fringirlas. El primer punto de un código debe pues instruirme sobre las precauciones tomadas a fin de asegurar la autoridad de las leyes. La primera línea de un código bien hecho debe vin­ cular al soberano; debe empezar así: "Nosotros, el pue­ blo, y nos, soberano de este pueblo, juramos conjunta­ mente estas leyes, por las que se nos juzgará a ambos por igual; y si nos, soberano de este pueblo, juramos conjuntamente estas leyes, por las que se nos juzgará a ambos por igual; y si nos, soberano, llegáramos a cam­ biarlas o a modificarlas, convertido en enemigo de

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nuestro pueblo es justo que éste lo sea nuestro, que proceda contra nos, que nos deponga y que, incluso, nos condene a muerte si fuere el caso; y esa es la prime­ ra ley de nuestro código. Desdichado el soberano que desprecie la ley, desdichado el pueblo que sea indul­ gente con el desprecio de la ley”. Y puesto que la autoridad del soberano es la única temible para la ley, a cada ley pueblo y soberano ha­ brán de prestar dicho juramento, y se levantará acta en el escrito original y en las copias públicas de que así se ha hecho. El soberano que rehúse jurar, de antemano se declara déspota y tirano. La segunda ley prescribe que los representantes ha­ brán de reunirse cada cinco años, al objeto de juzgar si el soberano ha respetado escrupulosamente la ley que había jurado; de determinar el castigo que merece si la ha infringido; de reconfirmarlo o deponerlo y jurar de nuevo tal ley, juramento del que se levantará acta. Pueblos, si la autoridad sobre vuestros soberanos es completa, haced un código; si vuestro soberano tiene una autoridad completa sobre vosotros renunciad al código; sólo forjaríais cadenas para vosotros. II. Una vez hecho esto, el segundo punto que el código debe establecer es el de la forma de gobierno que la nación ha decidido darse. La emperatriz de Rusia es ciertamente déspota. ¿Cuál es su intención, preservar el despotismo y trans­ mitirlo a sus sucesores o renunciar a él? Si preserva para sí y para sus sucesores el despotismo, haga el código que le venga en gana: el consentimiento de su nación no tendrá la menor importancia. Si renuncia a él, que tal renuncia sea formal; si tal renuncia es sin­ cera, busque de consuno con su nación los medios más

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idóneos para impedir el renacimiento del despotismo, y que se lea en el primer capítulo la ruina insoslayable de quien en el futuro ambicione la autoridad arbitraria de la que ella se despoja. Esos serían los primeros pasos de una instrucción propuesta a los pueblos por una soberana de buena fe, grande como Catalina II y tan enemiga de la tiranía como ella. Si leyendo lo que acabo de escribir y escuchando su conciencia, su corazón vibra de alegría, ya no quiere más esclavos; si se estremece, si se congestiona, si pali­ dece, se habría creído mejor de cuanto no sea. III. Una cuestión a dirimir es si la religión ha de sancionar las instituciones políticas. No me gusta ha­ cer entrar en los actos de soberanía a gentes que predi­ can un ser superior al soberano y que hacen decir a tal ser todo lo que se Ies antoja. No me va convertir en un asunto de fanatismo un asunto de razón. No me va convertir en un asunto de fe un asunto de convicción. No me va atribuir peso y consideración a todos ésos que hablan en nombre del todopoderoso. La religión es un soporte que termina siempre haciendo que se desmorone la casa. La distancia entre el altar y el trono no será nunca excesiva. La experiencia de todo tiempo y todo lugar ha demostrado una y otra vez el peligro que la vecin­ dad del altar supone para el trono. Como conservadores de las leyes los curas causan aún más sospecha que los magistrados; nunca, en nin­ gún lugar del mundo, se les ha podido reducir sin violencia al estado de puro y simple ciudadano; a me­ nudo se han atrevido a decir que sólo ante Dios eran responsables: nunca dejaron de pensarlo. En todas par­ tes han pretendido una jurisdicción particular, en to­

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das partes han pretendido el derecho de obligar y di­ solver el juramento; convertirles en sus depositarios es ceder a sus pretensiones; nunca se relegará lo suficiente a una ralea de hombres que santifica el crimen cada vez que le viene en gana; nunca se desconfiará dema­ siado de una ralea de hombres que, sola, ha conservado el privilegio real de hablar a los pueblos reunidos, en nombre del dueño del universo. Una política sabia e ilustrada les prescribiría rigu­ rosamente lo que podrían decir, y la infracción de lo prescrito sería castigada con las más severas penas. Las perturbaciones más terribles de la sociedad tienen lu­ gar cuando los perturbadores pueden servirse del pre­ texto de la religión y enmascarar con ella sus desig­ nios. Los pueblos que demasiado a menudo han sido oprimidos se han habituado a ver a los curas —inter­ cesores junto a Dios, vengador único de la opresión de los reyes— como protectores suyos. Tarde o temprano al trono termina por llegar un supersticioso, o lo* que es lo mismo: el reino de los curas llega tarde o temprano.' Y es entonces cuando los pueblos son soberanamente desgraciados. El cura, cuyo sistema es una red de absurdos, tiende secretamente a mantener la ignorancia; la razón es el enemigo de la fe, y la fe es la base del estado, de la fortuna y de la consideración del cura. El cura es un personaje sagrado a los ojos del pue­ blo; el interés y la seguridad del monarca, que se le despoje de tal carácter. Cuanto más santo sea el cura tanto más peligroso es. La política de Venecia favorece la corrupción de los curas. Un cura corrupto nada puede; está degradado. Nadie que se haya despreocu­

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pado de aquello a lo que los pueblos conceden más importancia que a su propia vida ha contribuido a la tranquilidad de la sociedad. Los malos reyes necesitan dioses crueles para encon­ trar en el cielo el ejemplo de la tiranía; necesitan sacer­ dotes para hacer adorar a los dioses tiranos; pero el hombre justo y libre no requiere más que un Dios que sea su padre, unos semejantes que lo quieran y unas leyes que lo protejan. Catalina y Montesquieu han iniciado sus obras tra­ tando de Dios: hubieran hecho mejor comenzando por la necesidad de las leyes, fundamentos de la felicidad de los hombres, contrato donde se estipula por nuestra libertad y nuestras propiedades; era pura política, tan­ to por parte de la una como del otro. La necesidad de dicha política tendría que haberles hecho advertir el mal, y haberles infundido el temor de aumentarlo. Lejos de conferir semejante signo de distinción a la religión y a la condición de cura, la colocaría ostento­ samente entre las condiciones comunes de la sociedad; lo convertiría ostentosamente en un súbdito igual a los demás. Su sitio justo estaría por delante o por de­ trás del comediante. En una instrucción para un códi­ go dirigida a una nación, ¿habríais osado asignarle dicho puesto? No, pero me habría guardado bien de atribuirle el primero. En primer lugar, habría hablado de mí; luego del militar, después del magistrado, y a continuación de las varías clases de súbditos, entre las cuales aparecería el cura, antes o después del comer­ ciante. Qué hombre con un mínimo de sensatez no recono­ cería, en una primera ojeada imparcial sobre la totali­ dad de las religiones de la tierra, una red de extrava­

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gantes mentiras, un sistema cuyos rangos han sido ordenados del siguiente modo: Dios, el sacerdocio, la realeza, el pueblo. ¿Podría un soberano consentir un tal orden? Sin olvidar que la religión puede producir efectos molestos a un Estado democrático. Degradad hasta donde podáis todo sistema embaucador que os degrada. Es a todos vosotros, soberanos, a quienes me dirijo. Es un vicio común a todos los cuerpos el tender a la preeminencia —vicio que está menos oculto, y es más violento, más peligroso en el sacerdocio que en ningún otro. Pobre del pueblo en que el cura se ocupe de la ins* trucción del futuro rey. Lo educa para Dios, vale decir, para él mismo. ¿Cuáles son los dos principios que le inculca con mayor ahínco? La abnegación de su razón, la sumisión profunda a la religión; la intolerancia y su perfecta independencia de toda especie de autoridad, excepción hecha de la de Dios. Todo lo que aquél le dice envuelto en mil formas distintas se reduce a estas palabras: no sois nada ante Dios, sois el amo absoluto de los pueblos; pero él se excluye. El filósofo echa pestes del cura; el cura del filósofo; pero el filósofo nunca ha dado muerte a ningún cura, mientras el cura si ha dado muerte a tantos filósofos; pero el filósofo nunca ha dado muerte a ningún rey, mientras el cura sí ha dado muerte a tantos reyes. De los jesuítas ha llegado a decirse que cada uno de ellos era un puñal cuya empuñadura se hallaba en la mano del General; con idéntica razón podría decirse que cada cura es un puñal cuya empuñadora se halla en la mano de Dios; o para ser más exactos; que Dios es un puñal cuya empuñadura se halla en la mano de cada cura.

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Pero seamos sinceros: ¿a qué se debe el que los filósofos nunca hayan dado muerte ni a curas ni a reyes? A que no poseen ni confesionarios ni cargos públicos; a que ni seducen a hurtadillas, ni predican a los pueblos reunidos. Es cierto que a veces son muy fanáticos, pero no es menos cierto que su fanatismo no es de índole sacra —no hablan en nombre de Dios, sino en nombre de la Razón, la cual no habla siempre fríamente, pero sí es siempre fríamente escuchada—, y que no prome­ ten el paraíso ni amenazan con el infierno. IV. Rusia es una potencia europea •. Importa poco que sea asiática o europea. Lo importante es que sea extensa, floreciente y duradera. En todaç partes las costumbres son consecuencia de la legislación y del gobierno; no son ni africanas, ni asiáticas ni europeas: son o buenas o malas. Se es es­ clavo en el polo, donde hace mucho frío. Se es esclavo en Constantinopla, donde hace mucho calor; es me­ nester que en todas partes un pueblo sea instruido, libre y virtuoso. Las reformas que Pedro I introdujo en Rusia, si eran buenas en Europa, lo eran también fuera de ella. Sin llegar a negar la influencia del clima sobre las costumbres, la actual condición de Grecia e Italia, la futura condición de Rusia pondrán suficientemente de manifiesto que las buenas o malas costumbres tienen otras causas. De existir actualmente, aquellos Escitas tan celosos de su libertad ocuparían alguna provincia, rusa o próxima a Rusia. IV. • Titulo del arl. 6 de la Instruction (Observations sur í’instruction de S.M.¡. aux députés pour ¡a confection des lois, ed. Paul Ledieu, París, 1921, pág. 13).

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El imperio ruso ocupa una extensión de 32 grados en latitud y de 163 en longitud*. Civilizar al mismo tiempo un área tan vasta me parece un proyecto que sobrepasa las fuerzas humanas, sobre todo cuando re­ corro los confines y encuentro aquí desiertos, allá gla­ ciares, acullá toda suerte de bárbaros. Una cosa que me parecería enormemente acertada seria, en primer lugar, trasladar la capital al centro; es un mal sitio para el corazón hallarse en la punta del dedo. Con la capital ya en el centro, las grandes carre­ teras, las comunicaciones con todas las partes del im­ perio, la estancia de los grandes en sus tierras, los de­ pósitos de productos de consumo, los atajos, todo re­ mitiría a ella; la capital es un enorme y voraz animal que engulle sin tregua y que nada restituye. Las ciuda­ des fronterizas son por su naturaleza baluartes o luga­ res de defensa y de intercambio. £1 segundo paso consistiría en elegir un personaje por su nacimiento y por su riqueza, asignarle un dis­ trito y llevar a cabo en él un plan de civilización sabia­ mente elaborado, el cual serviría de modelo a los demás distritos. A tal fin, sería necesario que dicho goberna­ dor fuese un hombre firme, sabio e instruido, y que eximido de todos los tribunales sólo ante la soberana respondiese de su proceder. Tal distrito sería,-en rela­ ción al resto del imperio, algo como lo que es Francia en relación a los países que la circundan; no lardaría en dictar la ley. Con sólo civilizar este cantón a lo largo de todo su reinado, la emperatriz ya habría hecho tanto. El tercero sería aceptar una colonia de Suizos; em­ * Título del axl. 8 de la Instruction (Ledieu. pág. 16).

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plazarla en el sitio justo; garantizarle sus privilegios y la libertad; acordarles idénticos privilegios e idéntica libertad a todos los súbditos que entrasen en dicha colonia. Los Suizos son agricultores y soldados; son fieles. Me sé de memoria todas las objeciones que pue­ den oponerse a tales medios: son tan frívolas que ni siquiera rae molesto en refutarlas. Un plan administrativo sería una inspiración de la sabiduría misma; el interés mejor entendido lo habría dictado; pero aun demostrado geométricamente su éxi­ to quedaría igualmente sin ejecución. ¿Por qué ello? Porque no ha surgido en la cabeza de un indígena, y porque presupone el concurso de extranjeros. Se es ciego y se refracta la luz exótica. En los Estados mo­ nárquicos, un medio para excluir a un hombre hábil de una plaza importante —medio que el odio o la envidia nunca descartan emplear— es el de anticipar el nombramiento de la corte por la elección popular. El medio en cuestión tendría idéntico éxito en las cor­ tes. Para desviar a un ministro de una buena opera­ ción, a otro ministro le bastaría con atribuirse la gloría de haberla pensado él primero, y divulgándola impe­ diría que aquélla se llevase a cabo. Nada tan raro entre los ministros de una misma corte como ver a uno lo suficientemente grande, lo suficientemente honesto, lo suficientemente buen ciudadano como para proseguir un proyecto iniciado por su antecesor; es así como los abusos se eternizan en la misma nación. Asi es como todo se comienza y nada se acaba a causa de un desme­ dido orgullo, cuya fatal influencia se reparte por todas las ramas de la administración, orgullo que bloquea los progresos de la civilización, y que habría fijado a los pueblos en un estado de barbarie si a sus jefes en

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todo tiempo y sin cesar se les hubiera subido a la cabeza por igual. Pero Su Majestad Imperial no permite que se critique a quien ella llama amigos suyos, por tanto callémosnos. V. Es evidente que en una sociedad bien constitui­ da el malvado no puede causar daño a la sociedad sin dañarse a si mismo. El malvado lo sabe: pero sabe aún mejor que gana más como malvado de cuanto no pierda como miem­ bro de la sociedad a la que perjudica. ¿Creéis que en Francia los recaudadores de impues­ tos no hayan sido siempre conscientes que se perjudi­ caban a si mismos al perjudicar a la sociedad? ¿Han renunciado a su condición? No. El gran problema por elucidar seria que el daño que se causa a la sociedad fuese siempre menor del que se causara a sí mismo. ¿Y cómo se elucida tal problema? Se da y se dará siempre aquella circunstancia que el malvado sabe explotar en beneficio propio, circuns­ tancia en la que no existe relación alguna entre el bien que se hace como malvado y el mal que se hace como ciudadano. El principio en cuestión se aplica rigurosamente al soberano, debido a que es dueño de todo, y a que es imposible que su maldad no le empobrezca; pero no ocurre así con los particulares. Paso tras paso no hay ninguna ley que no aboque a este último resultado: Asi pues, vuestra voluntad, sire, es que quememos nuestras casas. Con todo, surge una dificultad. Las leyes naturales son eternas y comunes. Las leyes positivas son sólo corolarios de las leyes naturales. Luego las leyes posi­ tivas son así mismo eternas y comunes. Empero, es

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cierto que tal ley positiva es buena y útil en una cir­ cunstancia, perjudicial y mala en otra; es cierto que no hay código que no haya de ser reformado con el tiem­ po. Esa dificultad quizá no sea insoluble; pero hay que resolverla. VI. Es más ventajoso obedecer las leyes bajo un solo amo que depender de varios *. De acuerdo, pero a condición que el amo sea el pri­ mer esclavo de las leyes. Es contra ese amo, el más potente y más peligroso de los malhechores, que las leyes deben ser principalmente dirigidas. Los demás malhechores pueden perturbar el orden de la sociedad: pero sólo aquél puede subvertirlo. En un imperio sólo hay un palacio, hay centenares de millones de casas alrededor de dicho palacio. Para una vez que el sentido común, la grandeza de ánimo, la equidad, la firmeza, el genio caen del cielo sobre tal palacio, esas cualidades que hacen grande a un rey deben cien millones de veces caer en su entorno. Así pues, merced a una ley natural que no podemos alterar, debemos esperar ser gobernados por un necio, un malvado o un loco. Nada se habrá hecho en tanto tal inconveniente permanezca sin resolver. Vil. El objetivo, la finalidad de todo gobierno debe ser la felicidad de los ciudadanos, la fuerza y el esplen­ dor del Estado y la gloria del soberano. No es necesario preguntar por el objetivo de un gobierno absoluto. Poco importa cuál sea dicho objetivo, ¿pero cuál es su efecto? Su efecto es poner toda libertad y toda propie­ dad bajo la absoluta dependencia de uno solo. Si ese amo es un hombre justo, ilustrado y firme, VI.

• « . Instrucción, an. 12 (Ledieu. pág. 17).

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todo será orientado, al menos mientras dure su reina­ do, hacia el mayor bien de todos; pero este bien supre­ mo presupone la conjunción de aquellas tres cualida­ des; si es justo sin ser ilustrado o firme, o no hará nada o sólo hará tonterías; y otro tanto ocurrirá si carece de justicia, o de firmeza, o de inteligencia. Pero si ya resulta raro encontrar una sola de estas cualidades por separado, y llevada hasta un cierto grado, en un hom­ bre, cuánto más no lo será hallarlas en ese mismo grado y reunidas. Así pues, si la extensión de Rusia exige un déspota, Rusia está condenada a ser gobernada veinte veces mal por cada vez que lo sea bien. Si por uno de esos prodi­ gios ajenos al orden común de la naturaleza tuviera tres buenos déspotas seguidos, ello seguiría suponien­ do una gran desgracia, tanto para ella como para cual­ quier otra nación en la que la sumisión a la tiranía no fuera la condición habitual. Pues esos tres déspotas excelentes habituarían a la nación a la obediencia ciega; bajo sus reinados los pueblos olvidarían sus derechos inalienables; caerían en una seguridad y una apatía funestas; dejarían de experimentar esa alarma continua, necesaria conserva­ dora de la libertad. Ese poder absoluto que, en manos de un amo bueno, procuraba tanto bien, el último de estos amos buenos lo transmitiría a uno malvado, y se lo transmitiría consolidado por el tiempo y el uso; y lodo estaría perdido. Le decía a la Emperatriz que si Inglaterra hubiera tenido tres buenos soberanos seguidos, como Isabel, Inglaterra estaría sojuzgada por siglos; a lo que ella me respondió: seguro. Así pues, donde sea posible, la autoridad soberana

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debe ser limitada, y limitada de una manera duradera. El problema de difícil resolución no es por tanto el de dar leyes, y aun buenas leyes, a un pueblo: es el de poner tales leyes al seguro fíente a todo ataque perpe­ trado por el soberano. La acción heroica de un buen déspota es la de atar un brazo a su sucesor; y era ésa la primera cuestión que proponer a la comisión. VIII. Dado que el orden natural es que se den vein­ te locos por cada sabio, el buen gobierno se dará allí donde la libertad de los individuos será lo menos, y la del soberano lo más restringida que sea posible. ¿A qué se debe que Rusia esté peor gobernada que Francia? A que la libertad natural del individuo haya sido allí reducida a la nada, y a que la autoridad del soberano sea ilimitada. ¿A qué se debe que Francia esté peor gobernada que Inglaterra? A que la autoridad soberana es en ella aún demasiado grande, y a que la libertad natural se ve en ella aún demasiado restringi­ da. La Emperatriz a la que yo hacía símiles observa­ ciones me decía: “ ¿Es pues vuestra opinión que yo tenga un parlamento a la inglesa?" A lo que respondí: “Si Vuestra Majestad Imperial pudiese crearlo con un golpe de varita mágica, creo que existiría mañana". Entre el despotismo y la monarquía pura sólo veo diferencias formales. El déspota hace todo lo que quie­ re, sin mediación formal; el monarca está sometido a formas que él se salta cuando quiere y que, cuando las respeta, sólo suspenden sus deseos pero sin por ello cambiarlos. Es el espíritu de la monarquía pura quien ha dictado la instrucción de Catalina II. La monarquía pura per­ manece tal como es o vuelve al despotismo, según el

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carácter del monarca. Se trata pues de una mala forma de gobierno. Al gobierno bajo el cual el soberano, libre para hacer el bien, se halla ligado para hacer el mal, se le llama monarquía atemperada. Pero, se dirá, ¿era necesario pasar sucesivamente del despotismo a la monarquía pura, y de la monarquía pura a la monarquía atempe­ rada? No lo creo. Un soberano justo, firme e ilustrado, y que lo puede todo, nada debe dejar por hacer a suce­ sores seguramente más propensos a volver de la mo­ narquía atemperada a la monarquía pura: es la expe­ riencia de lodos los siglos y de todas las naciones. El rey de Inglaterra hace todo lo que puede por instaurar un gobierno a la francesa; y el rey de Francia todo lo que puede por instaurar uno de corte asiático. He osado decir a la Emperatriz que había una enfer­ medad a la que los soberanos estaban más sujetos que los pueblos: la locura; y ella estuvo de acuerdo sin por ello ofenderse. A ella sí que puede decirse la verdad; es la verdadera mujer de Enrique IV. IX. El soberano es la fuente de todo poder político y civil *. Eso no lo entiendo. A mí me parece que es el consentimiento de la nación, representada por diputa­ dos o reunida en cuerpo, la fuente de todo poder polí­ tico y civil. Es a consecuencia de tal idea tiránica que un sobera­ no acaba todos los edictos con esta extraña fórmula: Porque ésta es nuestra augusta voluntad ¿No hace ya bastante tiempo que sabemos que la augusta volun­ tad de los soberanos es la de sojuzgar a sus pueblos?*• IX. • Instruction, arl. 19 (Ledieu, pág. 21). * • Car tel est nostre bon plaisir (los reyes de Francia concluían con dicha fórmula todos los edictos).

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La emperatriz de Rusia, renunciando a su prerroga­ tiva legislativa en favor de sus súbditos, a quienes cede la tarea de hacer leyes para sí mismos, podrá terminar los ukases con una fórmula más razonable: Porque ésta es la augusta voluntad de nuestros pueblos. X. La libertad pertenece a las democracias. El espí­ ritu de la libertad puede hallarse en las monarquías, bien que los móviles de ambas diverjan profundamen­ te; no obstante, cuando éste falta resulta desde luego necesario conservar aquélla. Es menester o que un pue­ blo sea libre, o que crea serlo. Quien destruya tal pre­ juicio nacional es un depravado; hay una gran tela de araña sobre la que se ha pintado la imagen de la liber­ tad. Dicha imagen, que atrae todos los ojos del pueblo, lo eleva, lo sostiene, lo alegra; algunos ojos agudos ven a través de los agujeros la cabeza hórrida del dés­ pota. ¿Qué hace quien desgarra la tela? Nada para el amo, del que es su vil esclavo, un mal inaudito a la nación que desengaña, a la que entristece, abate, de­ grada al mostrarle repentinamente la hórrida cabeza. El cuerpo depositario de las leyes fundamentales de un Estado es tal tela de araña. XI. Si el depositario se halla subordinado y en de­ pendencia del poder supremo, toda la legislación es vana. Ya no veo más que una voluntad que regula todo, que dicta según su capricho lo justo y lo injusto. A esa voluntad se le dará el nombre que se quiera: siempre se tratará de un sultán. XII. No niego el buen resultado de la evidencia, que es consecuencia de la instrucción general, mas expongo mis dudas acerca de semejante contrafuerza. 1. ¿De qué modo puede hacerse general dicha evi-

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dencia? En una nación, diecinueve partes de cada vein­ te están condenadas a la ignorancia a causa de su con­ dición y de su imbecilidad. 2. El otro veintésimo, en el momento actual, es ciertamente muy ilustrado, pero no influye. 3. La evidencia no impide ni el juego del interés ni el de las pasiones; un comerciante desordenado ve con evidencia que se arruina, y no por ello se arruina me­ nos. Un soberano advertirá, por sí mismo o por sus ministros, que es un tirano, y no por ello dejará de serlo. ¿Ha sido la evidencia quizá lo que ha faltado en Francia durante el último reinado? 4. La experiencia muestra que se escribe bien, que se habla bien durante los reinados ilustrados, y que sólo con buenos reyes las cosas funcionan. 5. Ciertamente, ahora sabemos más que en tiempos de Sully o de Enrique IV: ¿por qué entonces somos menos felices? 6. Lo que se objeta a las contrafuerzas físicas de un cuerpo político, vigilante de la autoridad soberana, me parece poco sólido: valga como ejemplo el Parla­ mento de Inglaterra, al que creo una terrible fuerza contraria al poder del rey. Exclúyasele a un represen­ tante, no digo acusado sino culpable de soborno, y déjese al pueblo por entero la libertad de elección: podrá verse en qué se convierte dicha contrafuerza. El pueblo, no engatusado con medidas de largueza, de­ signará ciertamente al individuo más honesto e ins­ truido; es algo natural prestar oído al interés propio cuando uno no ha sido cegado ni engañado. Empero, es necesario iluminar e instruir, sin por ello prometerse demasiado de este medio.

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Por lo demás, no creo que la evidencia, como nin­ gún otro medio, pueda hacer inmutables las leyes; no todas, pero sí algunas de ellas las sé a merced de las circunstancias. La posición actual de un Estado inspi­ ra una ley muy sabia; y tal ley, ligada a la circunstan­ cia, sería muy perjudicial si llegara a modificarse la situación. XIII. Resultaría conveniente ahora establecer los derechos de los poderes intermedios, y establecerlos de un modo irrevocable, tanto para el legislador mismo como para sus sucesores; si son dependientes del poder supremo, no son nada. Un pueblo libre no difiere de un pueblo esclavo más que por la inamovibilidad de ciertos privilegios pertenecientes al hombre como hom­ bre; a cada orden de ciudadanos, como miembro de dicho orden, y a cada ciudadano como miembro de la sociedad. No hay ni derechos, ni leyes, ni libertad don­ de el soberano dispone a placer de los derechos y de las leyes; vano será el trabajo de un legislador equitativo y benefactor si aquél a quien transmite el cetro puede trastocarlo todo. Vincularse a sí mismo y vincular a su sucesor; tal es el colmo del heroísmo, de la humanidad, del amor a los súbditos, y una de las cosas más difícil­ mente obtenibles por la legislación. Sólo conozco al respecto tres o cuatro medios: el conocimiento o la instrucción pública, la brevedad del código y de las leyes, la educación, el juramento nacional y la asam­ blea periódica de los Estados Generales; pero ante todo la educación, y el goce del derecho confirmado por un largo intervalo de tiempo. XIV. ¿Puede acaso haber leyes fundamentales en un Estado en el que los poderes intermedios son con­ siderados sólo como meros canales conductores del po-

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der soberano? • No es ésa la manera con que gusto ver las cosas: despide un tufo a despotismo que repele. Pero sí que hay realmente leyes fundamentales en todo Estado donde existen canales que conducen el interés y la voluntad general hasta el soberano, y donde tales canales no pueden ser ni obstruidos por el oro ni demolidos por el soberano. Sin tales preliminares, sobre la superficie de la tierra yo nunca vería otra cosa que esclavos bajo nombres diferentes. XV. Leyes que permiten amonestaciones, que de­ terminan las órdenes que merecen sumisión; que fijan su ejecución, etc. *, no vuelven inquebrantable la cons­ titución de un Estado: valga el ejemplo de Francia, que disfrutaba de todas sus ventajas, y en un instante vio quebrantada su constitución. Nada se habrá hecho en tanto no se haya encontrado el secreto de envolver en pañales al niño estúpido, malvado o loco. Durante el reinado de un mal sobera­ no, la nación está en estado de guerra con quien la gobierna; cuantos más reinados malos se den, tanto más se habrá perpetuado dicho estado de guerra; poco XIV. • Instrucción, art. 20 (Ledieu, pág. 22): "L as leyes funda­ mentales de un Estado implican necesariamente canales intermedios, vale decir, tribunales, por cuyo interior discune el poder del sobera­ no". XV. • Instruction, art. 21 (Ledieu, pág. 22): "Leyes que permiten hacer amonestaciones, por medio de las cuales afirmar que tal edicto contraviene el código de las leyes; que es perjudicial, oscuro, de ejecución impracticable; que establecen por adelantado las órdenes que deben ser obedecidas y el modo en que habrán de ser ejecutadas; leyes como ésas vuelven firme e inalterable la constitución de un Estado” .

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a poco un pueblo se habitúa a mirar a su amo como a su propio enemigo. £1 lema inicial de todos los que suben al trono es: Paz entre mi pueblo y yo; uno tras otro, todos lo han pregonado en voz alta: aún está por ver quién manten­ drá su palabra; es el Mesías. Pueblos, no os apresuréis en decir: “ Helo ahí; ha llegado” ; esperad los milagros que deben revelarlo. ¡Hacer amonestaciones! ¿Para qué sirven las amo­ nestaciones? ¿Acaso nuestros magistrados no las ha­ cían? ¿Acaso no rehusaban registrar aquellos deseos del soberano en su opinión contrarios a las leyes y al bien de la nación? ¿Acaso no estaban autorizados a tal rechazo por la más decidida conminación de varios de nuestros reyes, a quienes se les había ocurrido con acierto que podían no ser absolutamente infalibles? ¿Acaso no suspendían el curso de la justicia? ¿Acaso no se exponían al exilio? ¿Y acaso no han sido exilia­ dos en más de una ocasión? ¿Acaso no fueron final­ mente destruidos? No es pues cierto que semejantes precauciones basten de por si para hacer fija e inque­ brantable la constitución de un Estado. Cuando uno se propone dar forma a un gobierno, es de la mayor importancia que haga lo que puede hacer mientras disponga de toda la autoridad, pues cuanto más duren los vicios, tanto más difícil será ponerles remedio. Veo por todas partes, en todas las naciones, monu­ mentos que dan fe de la autoridad del soberano. No veo ninguno que dé fe de la libertad de la nación; y sin embargo, si algún inconveniente cabe temer no es que el monarca se olvide de su prerrogativa, sino que los súbditos se olviden de sus derechos. Se decía y aún se dice en Francia: “ Nosotros destruí-

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mos nuestro Parlamento y la emperatriz de Rusia se ocupa de instituir uno en su pais” . ¿Pero la destruc­ ción de ese parlamento no le gritaba que ella tenía algo mejor que hacer? La emperatriz ha advertido la necesidad de un depositario de las leyes fundamentales del Estado. Ella ha visto la violación y la destrucción del depositario de nuestras leyes fundamentales; luego ha debido concluir: “ Si las leyes fundamentales de Ru­ sia carecen de un depositario mejor que aquél, nada he hecho por su duración". Por tanto, ha debido pregun­ tarse a sí misma: “ ¿Cuál debe ser el depositario de mis leyes si no quiero que sea violado ni destruido?” Es cierto que la emperatriz me dijo, a mí mismo, que el momento de esa violación y esa destrucción le había mostrado al pueblo francés en su aspecto más despreciable y más vil. Imagino que de haber tenido Francia más energía semejante fechoría no se podría haber consumado sin una enorme efusión de sangre. La emperatriz nos habría aplaudido, no me cabe la menor duda, ¿pero qué le habría enseñado tal derra­ mamiento de sangre? Que la constitución de su impe­ rio debía ser tal que ninguno de sus sucesores pudiera verse tentado a violar y destruir al depositario de sus leyes, puesto que en un pueblo valeroso dicha viola­ ción no tiene lugar sin asesinatos ni homicidios. Con­ fieso que habría probado un gran placer de haber leído algunas páginas de un comentario hecho por esta mu­ jer extraordinaria sobre tales articulos de su instruc­ ción. En la naturaleza, la destrucción de un ser supone siempre la generación de otro; pero éste es siempre menos perfecto. Me gustaría ciertamente que ella hi­ ciese una excepción a este orden de cosas, y que de la

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destrucción de nuestro parlamento y de la corrupción del parlamento de Inglaterra brotara en Petersburgo algo mejor que uno y otro. Si ella se ocupa al respecto, ello acaecerá. XVI. Es necesario un depósito de las leyes *; cierta­ mente, dicho depósito sólo puede estar en el cuerpo político, etc. Sin duda, de eso se trata. De lo que se trata es de saber cómo impedir la violación del depósi­ to. ¡Violado por el soberano, o por el magistrado! De lo que se trata es, pues, de saber qué debe hacer el depositario, una vez que el depósito haya sido violado por el soberano. XVII. ¿Qué es el depósito de las leyes? * Una insti­ tución en virtud de la cual la voluntad del soberano es examinada, autorizada, publicada, ejecutada. ¿Pero cuál es la garanda de la fuerza y de la duración de dicha institución? En Francia, tal depositario era el parlamento, pero el parlamento ya no existe. En Rusia es el senado, pero el senado no es nada: Vox clamantis in deserto. Un día Herodes hizo cortar esa cabeza que clamaba en el desierto, ofreciéndosela en una bandeja a Herodiada. XVIII. Esta institución impide que el pueblo des­ precie impunemente las órdenes del soberano *. Sí, im­ punemente, eso es cierto. XVI. * Instruction, ara. 22 y 23 (Ledieu, pág. 24). XVII. * Instruction. art. 28 (Ledieu, pág. 24): “ Si se pregunta qué es el depósito de las leyes, respondo: el depósito de las leyes es esa institución por cuya virtud los cuerpos antes mencionados, institui­ dos para hacer observar la voluntad del soberano de conformidad con las leyes fundamentales y con la constitución del Estado, están obli­ gados a orientarle en el ejercicio de sus funciones de acuerdo con las formas que al respecto se les prescriben". XVIII. * Instruction, arL 29 (Ledieu, pág. 24).

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Esta institución pone coto a los caprichos y a la codicia del soberano. ¿Dónde? Eso no pasa ni siquiera en Londres. El rico compra los sufragios de sus comi­ tentes para obtener el honor de representarlos; la corte compra el sufragio de los representantes para gobernar más despóticamente. Una nación sabia, ¿no habrá de poner manos a la obra a fin de evitar una y otra co­ rrupción? ¿No resulta asombroso que ello no tuviera lugar el día en que un representante tuvo la falta de pudor de hacer esperar a sus comitentes en su anticá­ mara para a continuación decirles; “ No sé qué queréis, pero sólo haré lo que me venga en gana; os he compra­ do a un alto precio, y he decidido venderos lo más caro que me sea posible”? ¿O el mismo día en que el minis­ tro se jactó de llevar en su cartera la tarifa de todos los hombres honestos de Inglaterra? Si el derecho de representar se compra, el más rico será siempre el representante. Si no se compra, el re­ presentante será más barato. En ocasiones me siento tentado a creer que pasa en Inglaterra con la venalidad del representante lo que en Francia con la venalidad de los cargos públicos: que son dos males necesarios. XIX. Aquello es posible, pero una vez descubierto ese orden, ¿quién lo introducirá? ¿Cuántos intereses se opondrán a su establecimiento? En Francia sería preciso cometer una montaña in­ creíble de injusticias, pues se abolirían privilegios, de­ rechos, distinciones, etc., de los que unos han sido acordados como recompensa por servicios y los otros adquiridos con dinero. Se requeriría que el monarca atropellase el juramento que hizo en su consagración. Se requeriría que ofendiese a todos los órdenes del

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Estado. En Rusia, en Constantinopla, equivale a arries­ gar la corona y la cabeza. Pero, se dirá, se trata de una reforma a introducir poco a poco; o sea, que contáis con dos o tres soberanos justos, buenos e ilustrados, y sobre todo mujeres. ¿Es una ley natural? Y aquí está desgraciadamente la razón por la que hay que contar el libro de la Riviére, en buena medida al menos, entre las Utopías. Cuánta diferencia entre un pueblo civilizado y un pueblo por civilizar; la condición de aquél me parece peor que la condición de éste; uno es sano: el otro, en cambio, padece un viejo y casi incurable mal. Y además, ¿qué pensar de un sistema donde no se tienen en cuenta la locura y las pasiones, el interés y los prejuicios, etc.? Considero todas las obras modernas como un reloj salido de la mano de un geómetra que no hubiera hecho entrar en su cálculo ni los rozamientos, ni los choques ni el peso. Los unos han tenido un perfecto conocimiento del mal y no han indicado el remedio, los otros han supuesto la máquina sana y completa­ mente nueva; o si tenían conocimiento de su defecto, no han advertido suficientemente la dificultad de po­ nerle remedio; por un lado, ningún remedio, por el otro, ningún medio de aplicarlo. XX. La igualdad de los ciudadanos consiste en es­ tar todos sometidos a las mismas leyes seria preciso añadir igualmente. Tal parágrafo entraña la abolición de todos los pri­ vilegios adscritos a la nobleza, al estamento eclesiásti­ co, a la magistratura; pero, pregunto, ¿qué precaucio­ nes se lomarán para que ciudadanos desiguales en poXX.

• Instruction, art. 34 (Ledieu, pág. 26).

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der, en fuerza, en medios de toda especie, sean iguales ante el tribunal de las leyes? Así debe ser, así se ha su­ puesto siempre, pero nunca ha sido así, y quizá nunca ha podido ser así. El tema bien valdría una reflexión. A veces, un azar feliz rompe la desigualdad entre dos individuos naturalmente iguales. Existe entre dos in­ dividuos una desigualdad natural. Existen desigualda­ des convencionales o que dependen del rango que los individuos ocupan en la sociedad. Si el rango se debe al mérito, tal desigualdad se incluye en la clase de las desigualdades naturales. Respeto todas esas desigual­ dades, forman parte de la propiedad; pero esos dere­ chos o privilegios artificiosos adscritos a las condicio­ nes, a consecuencia de las cuales el fardo de la sociedad es tan desigualmente compartido y la autoridad de la ley tan diversa, los considero intolerables; buscad al­ gún otro medio de otorgar dignidades a los hombres; dad dinero, insignias, elevad estatuas, etc... Este punto aún exigiría su buena discusión. Algunas opiniones pueden ser excelentes sin que se hayan percibido desde un principio sus ventajas, y no hay que maravillarse por ello. Las cosas presentan a veces dificultades tales que sólo la experiencia o el genio consiguen sobrepasar. La experiencia, que mar­ cha a paso lento, pide tiempo; y el genio, que, símil a los corceles de los dioses, franquea un inmenso inter­ valo de un salto, se hace esperar siglos. ¿Ha aparecido? Se le rechaza o persigue. Si habla, no se le escucha. Si por casualidad se le escucha, la envidia retraduce sus proyectos como sueños sublimes, haciéndolos fraca­ sar. El interés general de la multitud supliría quizá la penetración, si se le dejara moverse en libertad: pero se

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ve de continuo hostigado por la autoridad, cuyos de­ positarios no entienden de nada y pretenden arreglarlo todo. ¿A quién honran con su confianza y su intimi­ dad? Al adulador impúdico, que sin creerlo en absolu­ to les repetirá una y otra vez que son seres maravillo­ sos; el mal se hace por su estupidez y se perpetúa a causa de una malentendida vergüenza que les impide volver sobre sus pasos; las falsas combinaciones se ago­ tan antes de encontrar las verdaderas, o de resolverse a aprobarlas después de haberlas rechazado; la extrema juventud de los soberanos, la incapacidad o el orgullo de los ministros, así como la paciencia de las víctimas, hacen pues que reine el desorden. Habría consuelo de los males pasados y de los males presentes si el futuro debiese cambiar este destino; pero se trata de una espe­ ranza en la que resulta imposible mecerse; y si se pre­ guntase al filósofo por la utilidad de los consejos que él se obstina en dirigir a las naciones y a quienes las gobiernan, y respondiese con sinceridad, respondería que está dando satisfacción a una inclinación invenci­ ble a decir la verdad, aun a riesgo de suscitar la indig­ nación e incluso de beber en la copa de Sócrates. XXI. Esta máxima debe aplicarse en igual modo a la soberanía *. La soberanía y la libertad no consisten en hacer todo lo que se quiere; la soberanía y la liber­ tad están limitadas la una y la otra por la misma barre­ ra: el respeto de la propiedad por parte del soberano y su uso por parte del súbdito. XXII. Es necesario formarse una idea clara y preciXXI. • ¡nslruction, art. 36 (Ledieu, pág. 28): "L a libertad política no consiste en hacer todo lo que se quiere".

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sa de la libertad. Sin duda. Si un ciudadano pudiese hacer lo que prohíben las leyes ya no habría libertad *. Sin duda; pero si no fuera un ciudadano quien tuviese tal poder, si fuera el soberano, ¿habría acaso libertad? Sin duda: la libertad de uno solo y la esclavitud de todos; de lo que deriva, me parece, que la servidumbre de uno solo constituye la premisa esencial para la li­ bertad de todos. Un cacique hizo un viaje a Francia; lo primero que se le preguntó en la corte fue si tenía esclavos. A lo que respondió: "De entre todos mis súbditos, esclavos sólo conozco uno: y ese esclavo soy yo”. Tan bella y sublime contestación debió hacerle pasar por un sujeto despre­ ciable en la corte de un rey que decía de un sultán que había hecho cortar una docena de las más importantes cabezas del Diván: "Esto sí es reinar” . Un cortesano tuvo el valor de responderle: "Sí, Sire, pero de sobera­ nos que saben reinar de ese modo he visto estrangular seis durante mi embajada en la Puerta” ; y ese cortesano sincero, ¿cayó en desgracia? Lo ignoro; todo lo que sé es que su amo fingió no haberle oído y le volvió la espalda. El déspota dice que quien teme decir una verdad dura y útil a su amo es un cobarde, y tiene razón; pero no dice que el déspota que castiga con su desgracia al hombre valeroso que ha osado decirle una verdad dura y útil, está sembrando cobardes a su alre­ dedor. XXIII. Esta definición es incompleta; no es sufiXXII. • Instruction, art. 38 (Ledieu, pág. 28): "L a libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten; si un ciudadano pudiese hacer todo lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente tal poder".

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cíente para la libertad política * que el ciudadano se halle protegido contra la injuria del ciudadano; es me­ nester que el ciudadano se halle al abrigo de la injuria del soberano, y que la sociedad no tenga nada que temer de este último; lo que es imposible de no renun­ ciar aquél a una parte de su poder; lo cual, además, sólo tendrá un valor transitorio si no toma todas las precauciones imaginables para que tal renuncia no sea revocada por un sucesor suyo insensato y tirano. ¿Y cuál es la parte de autoridad a la que debe renun­ ciar? ¿En qué consiste? ¿Quién debe ser su depositario? Un cuerpo que represente la nación debe ser ese depo­ sitario. ¿Cuál debe ser la prerrogativa de dicho cuerpo? La de revisar, aprobar o desaprobar las voluntades del soberano y de notificarlas al pueblo. ¿Quién debe com­ poner dicho cuerpo? Los grandes propietarios. ¿Cómo infundir alguna fuerza a dicho cuerpo? Eso es asunto del tiempo, de la consideración pública, de su propia constitución, de sus reglamentos, de la sanción dada a tales reglamentos, del juramento de los miembros de dicho cuerpo, de la inamovibilidad de sus miembros, del privilegio de designarlos, de dedicarse exclusiva­ mente al soberano, etc... Si el soberano quiere sinceramente vincularse a sí mismo y vincular a sus sucesores, sabrá encontrar el modo. XXIV. Me cuesta bastante creer que el clima no XXIII. • Instruction. art. 40 (Ledieu, pág. 29): "L a libertad polí­ tica, en un ciudadano, es esa tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que tenga dicha libertad, es menester que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda temer a otro ciudadano, sino que todos juntos teman las leyes” .

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influya considerablemente en el carácter de las nacio­ nes *, que el Americano agobiado por el calor pueda tener un carácter idéntico al habitante del Norte, cur­ tido por el frío; que un pueblo que vive en medio de los hielos pueda hacer gala de la misma alegría que un pueblo que se pasea durante casi todo el año entre las flores. ¿Creéis acaso que los campesinos de un país con ocho meses de invierno puedan parecerse a los de otro que sólo tiene dos o tres y muy suaves? Tal causa permanente repercutirá en todo, sin exceptuar siquiera la producción artística; en el comportamiento, en la cocina, en los gustos, en las diversiones, etc... XXV. Esa reconocida infidelidad*: es esa activi­ dad, creo, lo que habría que decir. XXVI. Concierne a la legislación ir tras el espíritu de la nación*. No estoy de acuerdo: concierne a la legislación formar el espíritu de la nación. Sé perfecta­ mente que Solón seguía el espíritu de su nación; pero Solón no era déspota, pero Solón no tenía que vérselas con un pueblo siervo y bárbaro. Cuando se puede todo y no hay aún nada hecho, no hay por qué prescribir las mejores leyes que un pueblo pueda recibir: se re­ quiere darle las mejores leyes posibles. XXVII. Las leyes son instituciones particulares y precisas del legislador *. La naturaleza ha hecho todas las buenas leyes, el legislador las vuelve públicas. Les diría gustoso a los soberanos: "Si queréis que vuestras XXIV. • Instruction, art. 47 (Ledieu, pág. SO): "L a naturaleza y el clima dominan, casi por si solos, a los salvajes". XXV. • Instruction, art. 55 (Ledieu, págs. 30-31): "Esa reconocida infelicidad les ha conservado el comercio del Japón. XXVI. * Instruction, art. 57 (Ledieu, pág. 31). XXVII. * Instruction, art. 59 (Ledieu, pág. SI).

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leyes sean observadas, que nunca contraríen la natura­ leza” ; les diría a los curas: “ Que no se oponga vuestra moral a los placeres inocentes” . Tronad, amenazad a unos y otros todo lo que os parezca, abrid calabozos a nuestros ojos, infiernos a nuestro paso: nunca sofoca­ réis en mí el anhelo de ser feliz. Quiero ser feliz: artícu­ lo inicial de un código anterior a toda legislación, a todo sistema religioso. XXVIII. Cuanto más se comunican los pueblos en­ tre sí, tanto más modifican sus costumbres*. Razón por la cual los Chinos no salen ni dejan entrar. ¿Hacen bien? ¿Hacen mal? Con toda seguridad, aquellos Rusos que han viajado han llevado a su patria la locura de las naciones visitadas, nada de su sabiduría; todos sus vicios, ninguna de sus virtudes; y creo que los viajes, tal y como hoy los llevan a cabo nuestros jóvenes seño­ res, corrompan a más jóvenes de cuantos no instruyan. XXIX. Parece que en este artículo se vuelva a las costumbres independientes de las leyes *. En mi opinión las costumbres son consecuencias de las leyes; un pueblo salvaje tiene costumbres cuando en él se observan las leyes naturales, la humanidad, la dulzura, la beneficencia, la fidelidad, la buena fe, etc... Un pueblo civilizado tiene costumbres cuando en él se observan de manera generalizada las leyes naturales y civiles. Las costumbres son buenas cuando las leyes obser­ vadas son buenas, malas cuando las leyes observadas XXVIII. * Instruction, an. 62 (Ledieu, pág. 32). XXIX. • Instruction, art. 60 (Ledieu, pág. 32): "E s una política malísima querer cambiar mediante las leyes lo que debe ser cambiado mediante las costumbres".

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son malas. Si las leyes, buenas o malas, no son obser­ vadas no hay costumbres. Si se mira de cerca, se verá que la distinción de las costumbres de los grandes y del pueblo parte de la misma fuente. Las costumbres del pueblo, cuando son buenas, son las del salvaje cuando es bueno. Las cos­ tumbres de los grandes son las costumbres de un pue­ blo civilizado cuando es malo. Las demás diferencias dependen de la grosería o la gentileza. XXX. El procurador general dice: Tal observación se refiere a las leyes civiles, políticas y penales, pero no a las leyes naturales. Luego las primeras no son conse­ cuencias esenciales de éstas, luego son variables. XXXI. Existen medios para impedir los delitos*. Sin duda: 1. no creando imaginarios: 2. haciendo felices a los hombres; 3. ilustrándoles acerca de sus intereses; 4. impidiendo la pereza; 5. moderando las leyes penales; 6. condenando al criminal a reparar el mal que ha hecho a la sociedad con su delito. El verdadero castigo de un asesinato consiste en ser un semental. XXXII. El resentimiento es la única ley natural. La ley social la ha sustituido. El resentimiento variaba según el carácter de la ofensa y del ofendido. La ley civil olvida el resentimiento y sólo sopesa la naturaleza de la ofensa; sometiéndose a la ley, el indulgente se ha vuelto vengativo, y el vengativo indulgente. XXXI. * Imtruction, an. 61 (Ledieu, pág. 32). que continúa: “son los castigos; los hay para hacer cambiar las costumbres: son los ejem­ plos” .

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XXXIII. Pertenece a los usos castigar la impiedad con penas civiles *. Parece que la emperatriz tienda a limitar el castigo a la excomunicación, y tiene razón. XXXIV. Es menester prevenir las acciones contra­ rias a la continencia y a las buenas costumbres, pero no hay por qué castigarlas. La pena de la infamia especialmente sería de una ferocidad realmente atroz *. La ley contra el adulterio, en vigor en todas partes, en todas partes se halla en desuso. La mejor precaución es la de disminuir el número de los célibes; y se disminu­ ye el número de los célibes por medio del bienestar general. XXXV. Me ha parecido que, en general, los hom­ bres arriesgaban más gustosamente su honor que su vida, y su vida que su riqueza. El honor es el móvil de un pequeño número de hombres solamente, y la vida nada es si no se es feliz; consiguientemente, de todas las penas aflictivas las penas pecuniarias deberían ser las más frecuentes. Sólo raramente penas infamantes: el infame está condenado a la perversidad; pocas penas capitales: porque un hombre haya sido muerto no hay que matar a un segundo; el asesino muerto ya no sirve para nada, (y son tantos los trabajos públicos a los que podría ser condenado! Tantas penas pecuniarias de las que una parte iría a parar al ofendido. El exilio lo considero una infracción al derecho de gentes. Significa introducir un malhechor en casa del XXXIII. • ¡nstruction, arl. 75 (Ledieu, pág. 34). XXXIV. 'lb id ., arl. 77 (Ledieu. pág. 34). donde se establecen como castigos contra los delitos de costumbres “ las multas, la ver­ güenza. la necesidad de esconderse, la infamia pública, la expulsión fuera de la ciudad y de la sociedad".

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vecino, enviarle a que cómela el daño en otra parte en vez de en su propia casa. Creo que habría que establecer un término, pasado el cual ciertos delitos —si no todos—, como el robo, perseguidos al objeto de reparar la injusticia cometida, dejarían de ser castigados. Tema. Un hombre, a la edad de diecinueve o veinte años es cómplice de un delito; se casa, tiene hijos, ejerce un oficio o lleva un negocio. Es honesto en su comercio; es buen padre, buen esposo, buen vecino, buen ciudadano; su buena conducta es notoria; al cabo de dieciocho o diecinueve años sus antiguos camaradas en la fechoría son cogidos; lo denuncian; ¿irá la justi­ cia a detener a ese hombre a su casa, a arrancarlo de su condición, de su mujer, de sus hijos, arrastrarlo a un calabozo y del calabozo al suplicio? Un instante des­ venturado en su vida, ¿bastará para condenarlo? ¿Hay algún ciudadano al que la ley no perdonaría una in­ fracción estando ella segura que aquél obrará en con­ secuencia con tal perdón? Pregunto si, en ese caso, que no es raro dado que yo me he topado con él en dos ocasiones, la ley —tras haber tomado exacto conoci­ miento de la vida y de las costumbres del acusado desde el cometimiento del crimen— no deberá dejar en paz a tal ciudadano en su casa, y no digo ya de condonarle el castigo, sino incluso ahorrar su reputación. Todo esto me lleva a otra cuestión: la de saber si la ley civil no debería tener artículos secretos que atem­ perasen su severidad, que la sometieran a restricciones aun dejando intacta toda su capacidad de atemorizar. Mi predilección va por la inadvertencia secreta de la ley antes que por la promulgación pública de la gracia. La promulgación pública de la gracia es una contra­

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dicción formal respecto de la finalidad del castigo. La gracia muestra siempre un ser por encima de la ley, la cual, sin embargo, debiera estar por encima de todos, sin excluir a nadie; así, la cuestión de la gracia no se plantea en la instrucción, es un primer articulo secreto. La ley que arranca de la sociedad a un miembro perverso que se ha enmendado a sí mismo semejaría al cirujano que amputase un miembro a un enfermo por la sencilla razón que dicho miembro antaño estuvo malsano. Estoy siguiendo la comparación de la ins­ trucción, según la cual la pena de muerte es como el remedio de la sociedad enferma. La confiscación de bienes, sea cual fuere el delito cometido, aparte el caso del ciudadano solo hasta el punto que nadie tiene derecho a la sucesión, me parece una injusticia: significa apoderarse de un bien ajeno, castigar al hijo por la falta del padre, arruinar a una familia inocente; ¿por qué condenar a la miseria a quien no ha incurrido en falta? No recuerdo haber leído en la instrucción un solo artículo que tratara del juramento. Exigir de un cul­ pable el juramento de decir la verdad es un medio seguro de añadir el perjurio al delito cometido. Pero si no es el caso de exigirlo a los acusados quizá no ocurra otro tanto con los acusadores. El de los ingleses es bonito: Juráis decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. XXXVI. El amor a la patria es un móvil momen­ táneo que desaparece con el peligro de la sociedad *. XXXVI. * Cf. Instruction, art 81 (Ledieu, pág. 37): “ El amor a la patria, la vergüenza y el temor a la censura constituyen otros tantos motivos represores que pueden llegar a evitar un buen número de delitos” .

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La vergüenza y el temor a la reprobación —frenos de un reducido número de almas honestas— jamás po­ drán formar el espíritu y las costumbres de una gran nación. Es necesario sustituir tales medios por la liber­ tad y la seguridad de las personas y de las propiedades, por la felicidad; que la pena de una mala acción no consista en estar convencidos de ello, sino que la mala acción raramente se vea libre de castigo, es decir: que ella se castigue a sí misma, lo que siempre sucederá cuando el bien y el mal de la sociedad se vinculen indivisiblemente con el bien y el mal de los miembros que la integran. No hay más costumbres generales constantes que las que tienen por base la legislación. Ha de ser sobre todo la sección penal de un código la que —sin dejar de ser una consecuencia de la ley na­ tural— experimente y deba experimentar frecuentes correcciones. Las circunstancias deben a menudo hacer variar la relación entre delitos y penas, puesto que hacen variar la naturaleza de los delitos. Existen delitos epidémicos; un gran legislador en­ contrará su causa y su remedio, como un gran médico encontrará la causa y el remedio de las enfermedades del mismo género. XXXVII. Es imposible amar una pam a que no nos ama. Es imposible que el patriotismo que no se funda en la felicidad no se extinga. XXXVIII. Detesto las penas infamantes *: deshon­ rando al hombre lo condenan, lo consagran al delito. XXXVIII. * El an. 93 de la Instruction (Ledieu, pág. 38) hace referencia a los “castigos que comportan infamia**.

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Una de dos: o se expulsa a la infamia de los Estados, o se la priva para siempre de la libertad encadenándola a los trabajos públicos. XXXIX. Pero si el poder legislativo y el poder eje­ cutivo no pueden ser separados sin causar confusión, se sigue una de estas dos consecuencias: o hay que someterse al despotismo, o no hay más gobierno bueno que el democrático *. Pienso que ambos poderes deben ser separados de la magistratura, pues la experiencia ha demostrado dos cosas: que cuando el magistrado se ocupa de asuntos administrativos descuida los de los ciudadanos priva­ dos; y que cuando el legislador no se comporta como quiere el magistrado éste se venga suspendiendo sus funciones de magistrado. XL. No deberían imprimirse nunca las decisiones de los tribunales #. A la larga, terminan por conformar una contra-autoridad legal. Los comentaristas de los libros sacros han dado lugar a mil herejías. Los co­ mentaristas de las leyes las han sofocado; ninguna otra autoridad o medio de defensa ante los tribunales que la ley y la razón o justicia natural. Una vez formulada o ejecutada la sentencia, la decisión del tribunal se disuelve en la nada, hay que prohibir su cita. Si el tribunal se ha equivocado, citar su sentencia equivale a solicitarle a cometer de nuevo la misma injusticia; prohibir toda cita de una sentencia. XXXIX. * El art. 98 de la Instruction (Ledieu. pág. 39) establecía que: “ El poder del juez debe limitarse a la sola ejecución de las leyes, a fin que la libertad y la seguridad del ciudadano no se vean puestas en duda” . XL. • Instruction, art. 101 (Ledieu, pág. 39): "Estos tribunales emiten decisiones, que deben ser conservadas, que deben ser aprendi­ das para que se juzgue hoy como se juzgó ayer”.

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XLI. Me parece que hay dos lipos de honor que con demasiada frecuencia son separados. Se tiene el honor de un militar y no se es un hombre de honor. Hay el honor del hombre y el honor del oficio; todos son celosos de este último. XLII. En el gobierno monárquico, una vez anula­ dos todos los privilegios adscritos a la diferencia de las condiciones —privilegios por igual nocivos a la igual sumisión a la ley y a la justa repartición de los impues­ tos—, el código se verá enormemente simplificado*. Si la máxima: divide para reinar es cierta, los privi­ legios atribuidos a ciertos estamentos presentan dos inconvenientes: uno en razón de los títulos exclusivos, el otro como apoyo del despotismo que los concede y los quita. El Estado democrático pudiera quizá representarse mediante una multitud de bolas más o menos iguales situadas sobre un mismo plano y apretadas unas sobre otras; el nivel es el mismo, pero la presión varia a tenor de la masa de las bolas. En el Estado monárqui­ co, las bolas se sitúan piramidalmente; la bola de la cumbre ejerce su presión sobre las tres o cuatro del plano inmediatamente inferior al suyo; dicho plano ejerce presión sobre otro plano; bajo éste hay un terce­ ro, y así sucesivamente hasta llegar a la base o plano último que se apoya en tierra, y que es aplastado por el peso de todos los demás. En las revoluciones, si el Estado es democrático, las XLII. 9 Instruetion, art. 104 (Ledieu, pág. 40): "L a diferencia de rango, de origen, de condición que x establece en el gobierno mo­ nárquico, comporta a menudo distinciones en la naturaleza de los bienes; y las leyes relativas a la constitución de dicho Estado pueden aumentar aún más el número de tales distinciones".

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bolas se aíslan; si el Estado es monárquico, la pirámide se desmorona con un estruendo espantoso. Allí, cada uno tiende a quedarse firme sobre su plano, y la bola de la cumbre permanece tranquila en su lugar. Cuando las bolas están situadas horizontalmente, las sacudidas son laterales. Cuando lo están en pirámi­ de, las sacudidas van de abajo arriba. Allí, cada uno quiere tener campo libre. Aquí, cada uno quiere ganar el estrato superior al suyo. Allí, la emulación consiste en ganar sitio; aquí, la ambición es la de encumbrarse. Allí hay un centro, aquí una cima. XLIII. Semejante distinción de condiciones y de bienes, resto de un antiguo gobierno vicioso, supone en ciertos pueblos un obstáculo eterno a una buena legislación. Cuando se tiene la autoridad soberana y se parte de cero es menester limpiar el área de todos esos escombros. XLIV. Es evidente que cuanto más se multiplican los campos de la actividad administrativa, el número de tribunales aumenta *; (tero si llega a suceder que la jurisprudencia de un tribunal entra en contradicción con la jurisprudencia de otro, significa que el funda­ dor de tales tribunales carecía de regla fija con la que orientarse. Si creando dichos tribunales hubiese tenido siempre por objetivo la libertad y la propiedad, todas las leyes convergentes hacia un mismo punto nunca se habrían entrecruzado: hubieran constituido otras tan­ tas rutas que se habrían dirigido por trazados diferentes hacia un centro común. El principio secreto de todos los desórdenes es que un soberano egoísta, aun sin notarlo pero ¡nvariableXLIV. pág. 41).

* La referencia es el an. 107 de la Instruction (Ledieu,

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mente, se separa de su nación. El se cree en guerra con ella. Qué momento feliz cuando los soberanos advier­ tan que la felicidad de sus súbditos y su seguridad son una misma cosa. Dejarán de mantenernos en una con­ dición de debilidad cuando dejen de temer nuestra fuerza. Nunca se rebeló nadie que no fuera infeliz o estuviera oprimido. El término de la infelicidad o de la opresión está delimitado por la naturaleza. Está trazado en el surco del campesino. La tierra pide la restitución de una parte. Quien la cultiva debe reservar una segunda para él. La tercera pertenece al propietario. Desafío al más atroz de los déspotas a infringir tal reparto sin conde­ nar a una parte de su pueblo a morir de hambre: y he ahí llegado el momento de la revuelta. He tomado la agricultura por ejemplo dado que en última instancia toda opresión revierte sobre la tierra. XLV. Hay un gran inconveniente en la multitud de tribunales *. Los conflictos de jurisdicción; los pro­ cesos duplicados por las discusiones sobre el regla­ mento de competencias de los jueces; la incertidumbre y las contradicciones introducidas con el tiempo en la jurisprudencia; nada es tan frecuente como oír decir: si pleiteáis en tal tribunal, ganáis la causa; si pleiteáis en tal otro, la perdéis. Sin contar con que poco a poco el procedimiento se altera. XLVI. Todos estos artículos me parecen dictados por la máxima sabiduría *. Cuanto más se medita so­ bre el axioma Regina mundi forma, más cierto se le encuentra; es verdad que cuanto más simple sea la forma, cuando se condlia con los derechos de libertad XLV. * Ibid., art. 110 (Ledieu, pág. 42). XLVI. •Ibid., ans. 111-112 (Ledieu, págs. 42-45).

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y propiedad, mejor es. Y no lo es menos que cal conci­ liación debe hacerla más compleja. Nuestra ley de en­ juiciamiento pasa por una obra maestra, y la razón de semejante perfección es que ningún acto podría ser suprimido sin causar inconvenientes. Queda por saber si la duración del proceso no es el mayor de todos. Vos permitís la larga duración de los procesos pena­ les; ¿pero acaso no es una gran crueldad que un ino­ cente permanezca en prisión durante años? ¿No habéis pensado que a menudo la larga detención lo arruina completamente? La ley que castiga al culpable no acuerda indemnización alguna al inocente. Existen dos clases de procesos. El proceso por audien­ cia y el proceso por relación. Los procesos por audiencia son asuntos sumarios, cuya decisión es inmediata. En los procesos por relación la decisión será igual­ mente inmediata cuando el relator cumpla con su deber. Una causa, sea de audiencia sea de relación, es juz­ gada en el tribunal supremo, o en el tribunal sub­ alterno provincial. En este último caso se convierte en recurso de apelación. Todo recurso de apelación debe ser una causa de relación con prohibición a las partes de desplazarse. El primer juez envía al lugar la confirmación o la anulación de la sentencia del juez subalterno, y el pro­ ceso ha concluido. El soberano debe prohibirse toda avocación. La avo­ cación es un insulto hecho al magistrado. Todo cuanto se refiere al ejercicio de la justicia se reduce a encontrar magistrados íntegros e ilustrados. ¿Debe o no debe ser gratuita la justicia? Es casi una

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cuestión de palabras; que se reduce a lo siguiente: ¿El salario del juez debe ir del bolsillo del pleiteante a manos del soberano, y de la mano del soberano a la del juez, o bien de la mano del pleiteante directamente a manos del juez? La mala fe del pleiteante es una de las principales causas de la duración del proceso; incide tanto o más que la rapacidad del hombre de leyes. Las otras causas de la duración del proceso derivan del procedimiento (ninguna solución a esta causa, porque algún tipo de procedimiento se requiere); el interés del ujier, del pro­ curador y del abogado; la mala fe del litigante; la pe­ reza o la iniquidad del juez. Ignoro si el procedimiento de los romanos es com­ patible con nuestras legislaciones modernas; esta ma­ teria es mucho más complicada de lo que en principio parece. A quien sí veo es a los sempiternos bribones que lo embrollan todo. ¿Qué es el procedimiento? Un encadenamiento de actos prescritos por la ley para llegar a la sentencia definitiva de una causa. ¿Para qué ha prescrito el legis­ lador simil encadenamiento de actos sucesivos? En be­ neficio de la seguridad y la libertad del ciudadano. ¿Por qué no podría suprimir uno cualquierra de estos actos? Porque habría tantos procedimientos diversos como procesos si no se hubiese provisto a someterlos todos a la misma forma general. XLVII. En este artículo * no se habla sino de una sola forma, cuando hay dos. La primera, de la que aquí se trata, concierne al XLVII. • Instruction, ari. 115 (Ledieu, pág. 44): "L as formalida­ des aumentan en razón de la consideración en que se tiene el honor, la vida y la libertad de los ciudadanos” .

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procedimiento relativo a la institución de las leyes. La segunda, de la que no se trata, consiste en el procedi­ miento relativo a su ejecución. Es de esta última de la que a menudo se dice que la forma domina el fondo, cosa que nunca debería suceder. Pero como esta forma es tan digna de respeto como la primera, considero que la mayor severidad que ca­ bría usar sería la de anular el procedimiento y ordenar la continuación del proceso a expensas de quien haya faltado a la forma; además, sería necesario que la for­ ma hubiese sido lesionada en un punto muy impor­ tante. En nuestros tribunales la forma es de rigor; lo que a veces da lugar a la continuación de un proceso que ha durado largos años, y a la ruina del litigante que tiene razón. Aquél que hace uso del rigor en la forma, casi siempre está equivocado en el fondo. XLVIII. La defensa de un acusado no debe dejarse a merced de la juventud y la inexperiencia *. Induda­ blemente, es un medio de formar abogados, pero a expensas de los ciudadanos. Es menester que los jóve­ nes escuchen durante mucho tiempo antes de hablar; lo que es particularmente importante cuando de su decisión pende la vida, el honor, la fortuna y la liber­ tad de un ciudadano. XLIX. Es harto difícil fijar el número de testigos •; XLVIII. • Instruction, art. 117 (Ledieu, pág. 44): "Hay personas que piensan que el miembro más joven de un tribunal deberla ser encargado de la defensa del acusado, al igual que el alférez, por ejemplo, lo es en una compañía. De ahí derivaría una ventaja ulte­ rior: que los jueces se formarían en el ejercido de sus fundones". XLIX. • Instruction, art. 120 (Ledieu, pág. 45): “ La razón exige dos testigos, porque un testigo que afirma y un acusado que niega se anulan entre si: se necesita un tercero que resuelva".

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hay un cierto tipo de hombre cuyo testimonio lo valo­ raría más que el de todo un pueblo. Me parece que es necesario sopesar la naturaleza de la acción, el carácter del acusado y el de los acusadores. Los salvajes de la isla de Madagascar no son tan salvajes en sus procedimientos penales. Se sientan en corro, cada uno con un manojo de palillos ante sí; al que dan el siguiente uso. El acusador se presenta y se ponen unos palillos en su contra o en su favor; lo mismo ocurre con el acusa­ do; comparecen los dos. El acusador aduce un motivo. Se ponen palillos pro y contra dicho motivo. El acusa­ do responde, y se ponen palillos pro y contra su res­ puesta. La acusación y la defensa prosiguen así hasta el final; a continuación, el más viejo de los jueces se pone en pie y sale; y su opinión, que es desconocida, sea cual sea, es valorada mediante palillos, y así se continúa hasta el más joven. La misma ceremonia se repite al revés: yendo desde el más joven hasta el más viejo. Hecho esto, se cuentan los palillos a favor y en contra; y el acusador es absuelto o condenado. Conozco este hecho a través de un testigo ocular verídico, sabio e ilustrado, el cual no me garantizaba que ese uso fuese común en toda la isla. L. Designar a un magistrado para perseguir judi­ cialmente sin acusación pública, a menos que la causa sea criminal y capital, me parece de lo más peligroso *. L. * Instruction, art. 139 (Ledicu, pág. 47): "En cienos reinos hay una ley que quiere que el rey, instituido para hacer cumplir las leyes, designe un oficial en cada tribunal para que persiga en su nombre todos los delitos... Entre nosotros, Pedro el Grande ha prescrito a los procuradores instruir todo sumario donde no estén presentes las par-

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Dicho magistrado puede convertirse en tirano y flagelo de sus conciudadanos. La amenaza de un proceso es ciertamente espantosa. LI. El legislador, en cuanto representa en su per­ sona a toda la sociedad, y reúne en sus manos todo su poder *. Catalina II aún no ha olvidado suficientemente en su Instrucción que es soberana. En ella uno aún se topa con frases en las que, sin apercibirse, retoma el cetro al que inicialmente renunciara. En ninguna parte ha hecho estatuir a la nación acer­ ca de la sucesión del imperio en el caso que su hijo llegase a morir sin hijos. Haciendo estatuir sobre un acontecimiento tan importante, haría decidir otro: la sucesión legal y legítima de su hijo, de sus sobrinos y de sus sobrinos segundos. Habría prevenido el mo­ mento en que la mitad de la nación podría ser degolla­ da por la otra. Restituiría el cetro a la nación y estable­ cería el modo en que habría de procederse a la elección de un nuevo rey, so pena de elección ilegítima. Nada ha dicho acerca de los impuestos. Nada ha dicho acerca de la guerra y del manteni­ miento de los ejércitos. Todo pueblo que hace la gue­ rra tiene un objeto. Si la población es numerosísima y el espacio insuficiente, será ganar espacio; si hay espates; si una tal magistratura se añadiese a la más arriba descrita, se oírla hablar menos de delatores” . LI. * Cf. Instruction, art. 148 (Ledieu, pág. 48): "L a primera con­ secuencia de tales principios es que sólo a las leyes concierne estable­ cer la pena para los castigos, y que el derecho de hacer las leyes penales puede residir sólo en el legislador, en cuanto que en su persona representa a toda la sociedad y reúne en sus manos todo su poder” .

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ció sobrante y la población es escasa, será acaparar pueblos. En la guerra entre Rusia y Prusia, si los rusos hubie­ sen obrado como debian cuando entraron en Berlín, habrían hecho trasladar la entera capital, hombres, mujeres y niños, obreros, manufacturas, muebles; en suma, habrían dejado sólo los muros. Lo que digo de los Prusianos, lo digo también de los Cosacos. Puesto que yo me habría propuesto operar dicho traslado, habría vigilado porque se llevara a cabo de la manera más ordenada posible, y hubiera repartido toda esa riqueza por todo mi imperio. Ello hubiera resultado más ventajoso a Rusia y más perjudicial a Prusia que diez victorias. Pero, se dirá, ese modo de hacer la guerra es el pro­ pio de los bárbaros. El sentimiento de humanidad se extingue en el momento que la guerra prende. Y bien, ¿es barbarie sacar a los hombres y transplantarlos de un país a otro, y no lo es degollarlos en el campo de batalla? ¿Es barbarie enriquecerse, y no lo es arruinar completamente al enemigo y a sí mismo a mitad? Yo no habría hecho esclavos; al contrario, necesitaba un tercer estado, y así lo hubiera obtenido. Necesitaba obreros en todos los ramos, y así me hubiera provisto. Necesitaba hombres libres que enseñasen a mis súbdi­ tos el precio de la libertad, y ellos lo habrían conocido. Pero, se añadirá, muchos de estos cautivos habrían perecido en el camino. No lo creo: una vez proyectada la expedición, todo se limitaría a proveerse de víveres y de tiendas. Pero esos hombres hubieran sido solicitados llegada la paz; cuando se inicia una guerra, uno no se propone firmar una paz vergonzante.

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La Emperatriz nada ha dicho de la liberación de los siervos. No obstante, era una cuestión de la máxima importancia. ¿Quiere que su nación perdure en la es­ clavitud? ¿Ignora quizá que no hay ni verdadero orden, ni leyes, ni población, ni agricultura, ni comercio, ni riqueza, ni ciencia, ni gusto, ni arte, donde no hay libertad? Nada ha dicho de la educación de su sucesor al im­ perio. ¿Por qué no ha hecho estatuir sobre esa cues­ tión? ¿Acaso no ha advertido que todo cuanto podía hacer de bueno dependía de ello? El soberano que hace educar a su sucesor por la nación asegura la corona a su familia y un buen rey a sus pueblos. Nada ha dicho de sus fundaciones, de sus institucio­ nes educativas, de los colegios femeninos, de la escuela de cadetes, de los niños expósitos, de las cajas de aho­ rro; habría que hacer a la nación garante de su dura­ ción. Ni ha hecho mención alguna a escuelas prima­ rias para el pueblo, donde yo querría que los niños encontrasen pan e instrucción. Nada ha dicho de los colegios públicos. Nada ha dicho de los derechos de la soberanía. Este sería el orden de materias de una verda­ dera institución: la elección de un gobierno; el sobera­ no; la sucesión; el sucesor al imperio y su educación; la emancipación; las leyes civiles y criminales; la no­ bleza; la guerra; la marina; la finanza; la magistratura; la condición sacerdotal; el comercio y la agricultura; la población; la educación pública; las escuelas prima­ rias; los colegios; las fundaciones hechas y por hacer. Y la obra, en lugar de ser un extracto, sería una obra original, una instrucción de buena fe; y llevar a cabo tal obra original exigiría tener junto a sí diez hombres de primera fila. i«

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LII. Nada más peligroso que el axioma común: hay que atenerse al espíritu de la ley en lugar de a la letra. La letra mata, el espíritu vivifica *. O lo que es igual, pero en otras palabras, que nada es tan difícil como contar con buenos magistrados. Así lo creo, pero es por ello por lo que se ha de trabajar, y trabajar hasta que el axioma común deje de ser peligroso. L ili. Este parágrafo da lugar a una cuestión que bien valdría la pena resolver. No existe ninguna ley susceptible de englobar todos los casos posibles; ninguna que, so pena de la más escandalosa injusticia, pueda aplicarse por igual a to­ dos los culpables. Hay circunstancias que la ley no ha previsto, y en los casos que ha previsto hay circunstancias que ate­ núan o agravan el delito. O se constriñe al magistrado a conformarse riguro­ samente a la ley, o se le permite atemperar, modificar la ley. En el primer caso se le convierte en una bestia feroz; en el segundo se abandonan las leyes al arbitrio. Cuando la circunstancia no ha sido prevista por el legislador, el culpable se libra, y el legislador se halla constantemente ocupado en la reforma de su código. Ejemplo: un salteador de caminos se acerca a un pasante, y poniéndole la punta de su fusil en el pecho, le dice: “ Mira qué arma excelente que me haréis el placer de comprar. ¿Por cuánto? —Veinte guineas. Aquí está mi fusil... —Aquí las veinte guineas”. El comprador arma el fusil y se dispone a volar la cabeza de su vendedor, quien le dice: “ Señor, lo que hacéis es inútil, mi fusil está descargado” . LII. ♦ Instruction. art. 153 (Ledieu, págs. 50-51): "L a leua mata, el espíritu vivifica" es un añadido de Didcrot.

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Si se coge al ladrón, ¿hay que absolverlo y hacer una nueva ley que prohíba vender armas en el camino prin­ cipal? No decido nada, pregunto. Veo solamente que es mucho más importante tener buenos jueces que buenas leyes. Quid proficiunt leges, sirte moribus? Las mejores leyes son vanas si el juez es malo, mientras las peores leyes pueden ser corregidas por buenos jueces. Por tanto, la primera tarea del le­ gislador es la de formar personas honestas; y para for­ mar personas honestas, hay que empezar la obra por el principio, por la educación de la juventud: el único modo de dar costumbres o de reformarlas. LIV. ¿Qué es un comentador de libros sagrados? Un intérprete de la ley divina. ¿Qué es un comentador del código? Un intérprete de la ley civil. Nada de tales intérpretes. Habría que quemar todas esas obras en las naciones civilizadas; e impedir que surgieran en las naciones por civilizar. Los curas han sido mucho más hábiles que los soberanos; nos han hecho mamar los dogmas de la religión con la leche. Soberano, habría organizado el catecismo en modo que los niños hubieran aprendido en él sus deberes religiosos al tiempo que los deberes morales y civiles, con la ley de Dios la ley del Hombre, del ciudadano y del Estado. LV. Así pues, será necesario prescribir que en todas las escuelas se use para enseñar a leer a los niños ora el catecismo, ora el código *. Mejor sería que se tratase del mismo libro; las leyes divinas consagrarían las leyes civiles, o éstas civilizaLV. * InslTuction, ari. 158 (Ledieu, pág. 53). El texto exacto dice: "... tanto de los libros que tratan de religión, cuanto de los que con­ tienen las leyes” .

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rían las leyes sagradas; la una y la otra me son igual­ mente útiles. Eso traería como consecuencia que sólo se admitieran en tal obra los principios religiosos que se acuerdan con los principios de la sociedad, y ello so pena de contradicción. No habría más que un código, el de la naturaleza, sobre el cual se calcarían los otros dos; el hombre ya no se vería obligado a pisotearlos alternativamente en la imposibilidad de darles satis­ facción al unísono, como sucede entre nosotros; vicio que, a la larga, hace que ya no haya ni hombre, ni ciudadano, ni devoto. Y en ese caso ya no habría nin­ gún inconveniente porque un niño tomara la ley de la sociedad por la ley de Dios, o la ley de Dios por la ley de la sociedad. A no dudar, tales ideas se asociarían hasta tal punto en su cabeza que temería pecar contra una u otra por igual. Cuando se establecen leyes no hay por qué otorgarles sanción religiosa; otra cosa es que estén ya establecidas; y otra distinta que se trate de instruir ciudadanos. El sacerdote me parece muy propio para esta función, con tal que se le prohíba todo comentario. Es bueno que en los templos se predique igualmente la sumisión a Dios y a la sociedad; y que la instrucción goce de idéntica solemnidad. He leído que en la isla de Ternate, la totalidad del culto se reducía a lo siguiente: había un templo; en el centro del mismo una pirámide. La puerta del templo era abierta en determinados días; el pueblo acudía y se postraba ante la pirámide, sobre la cual se leía: “ Adora a Dios, ama a tu prójimo y obedece la ley” . El sacer­ dote, mudo, mostraba con una vara las palabras escri­ tas en la pirámide. Hecho esto, el pueblo se alzaba y se iba; las puertas del templo se cerraban, y el entero

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oficio divino había concluido. Si no os es posible ins­ tituir la sencilla religión de la isla de Temate, retened de ella al sacerdote, cortadle la lengua. En una sociedad, considero a los filósofos, cuando cumplen con sus deberes, como los mejores defensores del soberano, cuando es buen soberano. Están en su estudio como esos cubos suspendidos en los vestíbulos de nuestras comisarías, listos en todo instante a verter su agua sobre los incendios del fanatismo. LVI. Aquí se toman todas las precauciones necesa­ rias contra el despotismo del magistrado, pero no se toma ninguna contra el despotismo del soberano *. LVII. Hay sin duda diferencia entre detener y en­ carcelar *. Pero la detención y el encarcelamiento que alejan a un ciudadano de sus asuntos le son igualmen­ te perjudiciales. La sociedad debe indemnizar a un inocente detenido, pagar una aún más cuantiosa in­ demnización al inocente encarcelado, una reparación pública a uno y otro. Es una suerte de calumnia cuya cicatriz permanecerá si la ley descuida cancelarla. El prejuicio público apuesta por la ley y por la auto­ ridad frente al ciudadano detenido o encarcelado: es importante y justo destruirlo. Es cierto que al considerar el asunto sólo desde el ángulo del interés de la sociedad, hay por lo común LVI. • Inslruction, art. 160 (Ledieu, pág. 54): “ Significa pecar contra la seguridad personal dejar al magistrado, ejecutor de las leyes, dueño de enviar a prisión a un ciudadano, privar de la libertad a uno mediante frívolos pretextos mientras deja libre a otro a pesar de los manifiestos indicios” . LVII. • Inslruction, art. 167 (Ledieu, pág. 54): "Hay diferencia entre detener a un hombre y meterlo en prisión” .

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más que temer de un malo que esperar de un hombre honesto; pero la humanidad quiere que se exponga a dejar sin castigo el delito antes que a hacer perecer la inocencia. Un hombre que ha sido detenido y luego absuelto no debe ser marcado por ninguna infamia • * . Ello no basta cuando su detención ha dañado su patrimonio; debe ser resarcido; es una deuda de la sociedad; es la sociedad pública la que ha exigido su detención; será la equidad pública lo que repare la injusticia que se le ha hecho. Se proclama la confiscación de los bienes del culpa­ ble; no se proclama ninguna indemnización para el inocente. Qué uso más razonable de los bienes confis­ cados que repartir una parte entre las víctimas de los errores de la ley. El reconocimiento de la inocencia no impide la pro­ moción a los cargos importantes. En Francia somos más severos, y esa severidad no me parece fuera de lugar; no queremos sólo que la probidad de nuetros magistrados haya estado siempre fuera de toda sospe­ cha. El encarcelamiento basta para excluir, entre nos­ otros, de diversos cargos públicos. El soberano puede tomar a su ministro de las galeras; pero quien haya pasado bajo el postigo del "petit Chatelet” no podrá acceder ni a la justicia consular ni a la dignidad de escabino. La sentencia sobre la persona individual emitida por la policía tiene el mismo efecto. LVIII. ¿No es ése uno de los casos en los que la ley se abandona necesariamente a la discrecionalidad del* * * Ibid., arl. 169 (Ledieu, págs. 54-55).

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juez? * Un código excluye la inmensidad de los detalles que fijarían los grados de la probabilidad. LIX. Nuestras normas procesales penales consti­ tuyen una especie de inquisición *. Parece que el juez se haya esforzado por encontrar un culpable. Al prisio­ nero no se dice la causa de su detención. Se comienza planteándole cuestiones capciosas. Se le esconden es­ crupulosamente los cargos y las informaciones. No se le carea con los testigos sino en último extremo. Lla­ maría gustosamente a todo ello el arte de hacer —no de descubrir— culpables. LX. ¿Por qué se ha hecho mención de delitos ima­ ginarios, el sortilegio y la m agia?* Ello vale única­ mente para persuadir a los pueblos que hay hechiceros, cuando no hay más que malhechores. Dios quizá pue­ da ser objeto de un artículo de legislación, pero el diablo no. He aquí un caso apenas sucedido en Holanda, donde una mala ley ha desencadenado otra aún peor; se pasa a torturar, ya que está establecido que ningún delin­ cuente será condenado a muerte sin haber confesado LVIII. * Inslruction, are 177 (Ledieu. pág. 56): “En cuanto a las pruebas imperfectas, hace falta un gran número de ellas para formar una perfecta, es decir, que es necesario que la reunión de todas estas pruebas excluya la posibilidad de inocencia del acusado, aun cuando ninguna de estas pruebas por separado la excluya” . LIX. • Instruction, art. 187 (Ledieu, pág. 57): “ Las formas son necesarias en la administración de la justicia, pero nunca deberán ser fijadas por las leyes de modo que puedan resultar perjudiciales a la inocencia, a fin de no comportar graves inconvenientes” . LX. • ¡nslTuction, art. 190 (Ledieu, pág. 58): "L a credibilidad de un testigo es tanto menor cuanto más atroz es el delito o menos verosímiles las circunstancias. Esta máxima resulta igualmente apli­ cable en las acusaciones de magia o de acciones inútilmente crueles” .

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su delito. Un desgraciado dice a sus jueces: “ No podría confesar el delito que se me imputa; pero cuando exa­ mino las pruebas que me aducís, las encuentro tan palmarias, tan concluyentes, que acabo persuadiéndo­ me a mí mismo que soy culpable... Señores, es verdad; necesariamente tengo que haber cometido el delito que se me imputa” . Y ese discurso fue pronunciado con la tranquilidad, el tono y las maneras de un hombre im­ parcial que juzga la causa de otro. Escapa al suplicio. Tal confesión no pareció lo bastante positiva. Sea cual sea la multiplicidad de las leyes, de los reglamentos, de las ordenanzas, es imposiblee que se contradigan si todos son referidos a un punto fijo; y tal punto fijo está dado: es la libertad y la propiedad. LXI. ¿Cómo establecer la proporción entre las pe­ nas y los delitos? * Hay delitos que van contra la socie­ dad, y delitos que van contra los particulares. Entre los delitos que van contra la sociedad se cuentan los que van contra la tranquilidad y la seguridad de la socie­ dad, contra su honor y su interés; la misma división vale para los particulares; los hay que van contra la vida, el honor, la libertad y el patrimonio, y luego en ambos casos las circunstancias y los móviles, y la cua­ lidad de la persona. Hay un primer castigo que es arbitrario; fijada tal pena, determina todas las demás; y si el código penal está bien hecho, ya realizados pena y delito, podrá juzgarse si el código es clemente o severo. Hay casos LXI. * Instruciion, arl. 198 (Ledieu, pág. 60): “ El castigo debe ser proporcional al delito, pero, ¿cómo establecer tal proporción?” La ¡nstruction responderá a esta cuestión —artículos 200 a 206— opo­ niéndose. según estableciera Beccaria, a los castigos rigurosos y a la tortura.

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que las circunstancias agravan; desertar en paz o en guerra, de centinela o al salir de la tienda, a sangre fría o después de un castigo; un castigo justo o injusto, duro o ligero. LXII. La misma falta comporta castigos diferentes según los lugares, los términos, las circunstancias, las costumbres, los gobiernos; sería absurdo decretar la misma pena para las asambleas clandestinas en un Estado republicano que en un Estado despótico. Vein­ te años de asambleas clandestinas en Londres no han podido alejar de su cargo al ministro Walpoie. Una asamblea de veinte jenízaros en Constantinopla sería suficiente para ensangrentar el empedrado del Diván por el asesinato del sultán y del visir. No es mi intención quitar al Tratado de los delitos y de las penas el carácter humanitario que tan gran éxito le ha reportado. Doy tanta importancia como el que más a la vida de un inocente, y mis opiniones personales no pueden sino inspirarme la mayor con­ miseración por los culpables. Empero, no puedo me­ nos que echar cuentas. En nuestra capital, ni siquiera llegan a 150 las per­ sonas condenadas a muerte en un año. Al suplicio, en todos los tribunales de Francia, apenas si se condena a otras tantas. Son 300 personas entre 25.000.000; una de cada 83.000. ¿Dónde está el vicio, la fatiga, el baile, las fiestas, el peligro, la cortesana consentida, el cabriolet, la teja, el resfriado, el mal médico que no cause más daños? Salvar la vida de un hombre es siempre una acción excelente, aun cuando contra este hombre haya una presunción que no la hay contra la víctima del médico malvado. De aquí saco simplemente consecuen­ cias acerca de la multitud de inconvenientes, que son

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igual de graves y a los que nunca se presta la menor atención. LXIII. Ni proponiéndoselo, se conseguirá volver al aparato de los suplicios lo suficientemente espanto­ so. Un cadáver que es descuartizado causa más impre­ sión que un hombre vivo al que se corta la cabeza. LXIV. La infamia y el ridículo, las solas penas contra los fanáticos *. Nada de infamia. Los infames son condenados por la ley misma a la condición de malhechores. Las penas infamantes deben ser raras. Cuando un individuo es infame hay que expulsarle de la sociedad. El ridiculo basta de por sí contra los faná­ ticos; Arlequín y Polichinela. LXV. La inmediatez de la pena acrecenta la idea de su certeza #. Su concomitancia necesaria se establece así en los espíritus. Quien ve el delito y simultánea­ mente el suplicio, se estremece. Si la ley fuera una espada que anduviese por los aires y golpease al crimi­ nal en el momento en que el delito se comete, no ha­ bría más delitos que los impulsados por la cólera o la venganza, y quizá por el amor y la desesperación. LXVI. Si los reglamentos comerciales estuvieran bien hechos, o por decir lo mismo más claramente, estuvieran hechos por comerciantes, cuando las nacio­ nes cesasen de estar locas, desaparecerían los contra­ bandistas #. LXIV. • Inslruction, art. 218 (Ledieu, pág. 64): "L a infamia y el ridiculo constituyen los únicos castigos que habrán de usarse contra los fanáticos, puesto que aquéllos reprimen su orgullo” . LXV. * ¡nstruction, art. 221 (Ledieu, pág. 64): “Cuanto más rá­ pido y sucesivo al delito sea el castigo, más justo y útil será". LXVI. * Inslruction, are 235 (Ledieu. pág. 66): “Este delito debe su existencia a la ley misma, porque cuanto más considerables sean

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LXVII. Tal es en cada momento la posición rela­ tiva del indigente que pide ayudas, y la del ciudadano opulento que sólo las concede en condiciones muy duras, al punto que terminan en poco tiempo siendo fatales tanto para el deudor como para el acreedor; al deudor, porque el uso del préstamo no le produce tan­ to como le ha costado; a) acreedor, porque acaba no cobrándolo en su totalidad de un deudor al que su usura apenas si tarda en hacerlo insolvente. Es difícil encontrar una solución para este inconveniente, pues al fin y al cabo es necesario que quien presta tenga garantías, y que el interés de la suma prestada se eleve a medida que las garantías disminuyen. De una y otra parte se da un vicio de cálculo que un poco de justicia y de beneficencia por parte del presta­ mista podrían reparar; haría falta que éste se dijese a sí mismo: este desventurado que se dirige a mí es inteli­ gente, laborioso, ahorrador; deseo echarle una mano para sacarlo de la miseria. Veamos cuánto puede obte­ ner de sus capacidades en las condiciones más ventajo­ sas, y no le prestemos; o si decidimos prestarle, exijá­ mosle por la suma prestada un interés inferior al pro­ ducto de su trabajo. En caso de paridad entre el interés y el producto, mi deudor permanecerá constantemente en la miseria, y el más pequeño e inesperado accidente comportaría su quiebra y la pérdida de mi capital. Por el contrario, si el producto excede el interés, la fortuna de mi deudor se acrecenta cada año: y con ella la segu­ ridad del fondo que le haya confiado. Pero desgracia­ damente la avidez no razona como la prudencia y la los derechos de aduana, tanto mayor serán las ventajas ofrecidas por el contrabando y tanto más fuerte la tentación..."

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humanidad. No hay prácticamente pacto o arrenda­ miento entre un rico y un pobre al que tales principios no le sean aplicables. ¿Queréis que vuestro arrendata­ rio os pague en los años buenos y en los malos? No le exijáis rigurosamente todo lo que vuestra tierra puede rendir; pues de ese modo, si vuestros graneros ardieran, es a vuestra costa que se habrán incendiado. Si queréis prosperar a solas, la prosperidad os rehuirá con fre­ cuencia. Raramente vuestro bien podrá separarse com­ pletamente del bien de otro. Seréis la víctima de quien se empeñe más de lo que puede, si él lo sabe; él será la vuestra, si lo ignora; y el hombre que reúne la pru­ dencia y la honestidad no quiere ni engañar ni ser en­ gañado. Algunos pretendidos calculadores políticos han ex­ puesto que al Estado importa poco si las riquezas se hallan en las manos del deudor o del acreedor, con tal que se aumente la prosperidad pública. Ahora bien, ¿puede aumentar la prosperidad pública cuando se atropella la justicia; cuando el ministerio estimula la mala fe ofreciéndole cobijo bajo la protección de la ley —ya que la ley, si no persigue, protege; cuando se fomenta entre los ciudadanos el germen de una des­ confianza que, desarrollándose, debe convertirlos en otros tantos bribones enemigos unos de otros; cuando los préstamos, sin garantías de ningún tipo, hayan pasado a ser o imposibles o ruinosos; cuando no haya ya crédito, ni dentro ni fuera del Estado, y la entera nación pase por un amontonamiento de individuos carente de costumbres y de principios? No, la felicidad general no puede tener una base sólida si los compro­ misos, que son su fuente, pierden su validez. El fisco mismo debe pagar sus deudas siguiendo las vías y las

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reglas de la justicia. La bancarrota del gobierno es un escándalo, un atentado aún más funesto con tía la mo­ ral de la sociedad que contra el patrimonio de los ciu­ dadanos. Llegará el día en que todas las iniquidades serán llevadas ante el tribunal de las naciones, y en que el propio poder que las comete será juzgado por sus víctimas. LXVIII. Quien hace encarcelar al insolvente pare­ ce dañar a la sociedad y dañarse a sí mismo*; a la sociedad, a la que priva de un ciudadano; a sí mismo, reduciendo a su deudor a la imposibilidad de satisfacer su deuda, y acrecentado ésta con los gastos de la deten­ ción. Queda por saber si la ley debe prestarse a sus miras. El deudor debe mantener la libertad; y aquél a quien debe, el derecho a todo lo que el primero pueda adqui­ rir tras su quiebra. Si el deudor infiel sustrae su fortuna al conocimiento de su acreedor, o cometerá por sí solo tal infidelidad sin obtener beneficio alguno, o se con­ denará durante el resto de su vida a una indigencia aparente, o tendrá cómplices que le favorezcan. Se pue­ de castigar sin consideración a tales fideicomisos. A más de uno el honor le ha parecido un recurso más eficaz que cualquier otro. Sellad, han dicho, sellad con la infamia al deudor que falta a sus compromisos; declaradle para siempre incapaz de ejercer cualquier función pública, y no temáis que se tome a chacota el prejuicio. Los hombres más ávidos no sacrifican una parte de su vida en trabajos fatigosos si no es con la LXVIII. • ¡nslTuclion, art. 236 (Ledieu, pág. 66): “ Nunca se po­ drá justificar con ninguna razón sólida la ley que príve (al quebrado) de su libertad cuando ello no reporte ventaja alguna a sus acreedo­ res".

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esperanza de gozar de su fortuna; ahora bien, no hay goce posible en el oprobio; mirad si no el escrúpulo con el que se pagan las deudas de juego. No es ningún exceso de delicadeza, no es el amor a la justicia lo que pone en veinticuatro horas a un jugador arruinado a los pies de un acreedor a veces sospechoso; es el honor, es el temor a ser excluido de la sociedad. ¿Pero en qué siglo, en qué tiempo se invoca aquí el nombre sagrado del honor? ¿No pertenece al gobierno el dar ejemplo de la justicia que quiere que se practique? ¿Acaso sería posible que la opinión pública tildase la reputación de quienes no hubiesen hecho sino lo que el Estado se permite hacer abiertamente? Cuando el oprobio se in­ troduce en casa de los grandes, en los cargos públicos, en el campo de batalla y en el santuario, ¿puede uno aún ruborizarse? ¿Quién podrá temer el deshonor si aquéllos a quienes se llama gentes de honor no cono­ cen otro que el de ser ricos para tener cargos, o el de tener cargos para ser ricos; si, para subir, es preciso reptar; para servir al Estado, agradar a los grandes y a las mujeres; y si todas las cualidades para agradar pre­ suponen cuando menos indiferencia por todas las vir­ tudes? Aprobaría decididamente que todo ciudadano revestido de (unciones honoríficas, en la corte, en el ejército, en la Iglesia, en la magistratura, fuese suspen­ dido de las mismas en el momento que fuese legítima­ mente perseguido por un acreedor, y que fuese despo­ jado irremisiblemente de ellas en el momento en que los tribunales lo hubieran declarado insolvente. Me parece que se prestaría con más confianza y que se pedirían préstamos con mayor circunspección. Una ventaja más de símil reglamento es que pronto los estratos subalternos, que imitan los usos y los prejui­

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cios de las clases altas, temerían la misma reprobación, y que la fidelidad en los compromisos se convertiría en uno de los caracteres de las costumbres nacionales. LXIX. ¿Se quiere prevenir los delitosf Hágase que las luces se expandan *. Ello es cierto. ¿Queréis preve­ nir los delitos? Haced felices a los súbditos, lo que es mucho más. ¿Es por falta de luces por lo que se cometen delitos hoy en día? Me atrevería a decir que se cometen más delitos en una sola jornada en París que en todas las forestas de los salvajes en un año. De lo que derivaría que una sociedad mal ordenada es peor que el estado salvaje. ¿Por qué no? La palabra sociedad trae a la mente un estado de asociación, de paz, de concurso de voluntades de todos los ciudadanos hacia un objeto común, la felicidad general. La realidad es exactamente la contraria. Es una condición de guerra: guerra del soberano contra los súbditos, guerra de los súbditos entre sí. Hay una gran diferencia entre la condición de un pueblo bajo la barbarie, y la condición de un pueblo bajo la tiranía. Bajo la barbarie, las almas son feroces; bajo la tiranía son viles. La emperatriz de Rusia Catalina II se lamentaba de los primeros rusos, y yo creo que con razón. Atemperad la ferocidad y tendréis almas grandes, nobles, fuertes y generosas. Pero quién sabría regeLXIX. • lnstruction, arl. 245 (Ledieu, pág. 70). El ari. 247 (ibid.) añade: “También pueden prevenirse los delitos recompensando la virtud”. Y el 248 (ibid.): “ Finalmente, el medio más seguro, pero también el más difícil, para hacer mejores a los hombres es el de perfeccionar la educación".

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nerar, engrandecer, fortificar las almas una vez envile­ cidas. En lo moral, como en lo físico, es más fácil descender que ascender. El cuerpo que desciende sigue su incli­ nación natural, y es contra su naturaleza, y por efecto de un choque accidental y violento, que asciende pro­ visionalmente. LXX. El número de esclavos era irrelevante en Lacedemonia *. Lo creo, se les mataba durante la noche, a fin que su número no aumentase. LXXI. Tengo otra idea acerca del origen de la so­ ciedad. Lo que no impide reconocer la sabiduría de esta anotación *. Si la tierra hubiese satisfecho por sí misma todas las necesidades de los hombres no habría habido sociedad; de lo que deriva, creo, que es la necesidad de luchar contra el enemigo común, siempre existente, la natu­ raleza, lo que ha juntado a los hombres. Estos advirtie­ ron que luchaban más ventajosamente unidas sus fuer­ zas que con éstas separadas. Lo malo es que sobrepasa­ ron su objetivo. No se contentaron con vencer, quisieron triunfar; no se contentaron con abatir al eneLXX. • Instruetion, art. 257 (Ledieu, pág. 73): "En Lacedemonia los esclavos no podían recibir ningún tipo de justicia. El colmo de su desgracia se manifestaba en el hecho que aquéllos no sólo eran escla­ vos de un ciudadano, sino que también lo eran del público”. Como puede apreciarse, la lectura de Diderol es inconecta. LXXI. * La referencia es a los arts. 250 y 251 de la instruetion (Ledieu, pág. 70): "En la sociedad civil, como en las demás cosas, se requiere un cierto orden: es menester que unos gobiernen y manden, y que los otros obedezcan. Ese es el origen de toda suerte de depen­ dencia, la cual es mayor o menor a tenor de la condición de los que obedecen".

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migo, quisieron pisotearlo; de ahí la multitud de nece­ sidades artificiales. Haced que la naturaleza sea mejor madre y que la tierra satisfaga todas las necesidades del hombre sin que éste tenga que trabajar: al instante habréis disuelto la sociedad. No quedará ni vicio, ni virtud, ni ataque, ni defensa, ni leyes. Por lo demás, si esta causa no es la primera, ni la sola, de la formación de la sociedad, sí que es una que no tuvo inicio y que no tendrá fin. LXXII. Los hombres se han reunido en sociedad por instinto, como los animales débiles se agrupan en rebaños. Sin duda, nunca hubo originariamente nin­ gún tipo de convención. LXXIII. Los perros salvajes se asocian y cazan jun­ tos; los zorros se asocian y cazan juntos. El hombre aislado no habría podido montar guardia en la cabaña, cocinar los alimentos, cazar, hacer frente a las bestias, cuidar sus rebaños, etc... Cinco hombres hacen y hacen bien todas estas cosas. El perro rastreador tiene buen olfato, el lebrei es veloz: aquél descubrirá la liebre, éste la atrapará. Ante todo es necesario que la sociedad sea feliz; y lo será donde la libertad y la propiedad estén garantiza­ das; donde al comercio no se pongan trabas; donde todos los órdenes de ciudadanos se hallen igualmente sometidos a las leyes; donde el impuesto se pague en razón de las capacidades o se halle equitativamente distribuido; donde no excedan las necesidades del Es­ tado; y donde la virtud y el talento obtengan una segu­ ra recompensa. ¿Pero es suficiente con que una nación sea rica o feliz? Entonces puede habitar en chozas; tales chozas

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deben estar llenas de agricultores; ya no habrá más que cuatro estados: curas, magistrados, soldados, agricul­ tores. ¿Pero una sociedad, no podría ser feliz y resplande­ ciente? Si la libertad y la propiedad están garantizadas, ¿no se permitirá a un ciudadano hacer uso de su rique­ za según su capricho? ¿Para qué uno se convierte en rico? No, ciertamente, para ser rico, sino para ser feliz. ¿Cómo se es feliz? ¿No se debe a los goces? ¿Cuáles son los goces? Los hay que se refieren al alma, y los hay que se refieren a los sentidos. ¿Por qué pues no se me permitiría que hiciera uso de mi riqueza en todos esos tipos de necesidades? De este modo habrían templos, plazas, estatuas, cuadros, telas de oro y de plata, de seda, e incluso verdaderos bodrios: dependerá de si el rico tiene o no gusto. De este modo habrá vicios; ¿pero qué clase de vicios? Todas las clases de vicios que la naturaleza inspira y que el fanatismo proscribe. De este modo también habrá desdichados; los estúpidos privados de toda habilidad; los perezosos que no quie­ ren emplear la suya; los disipadores y los locos de toda especie, porque en una sociedad numerosa no pueden faltar los viciosos. Pero veamos lo que hace ese hombre rico que no reinvierte directamente en la tierra su superfluo. Vuel­ ve recomendable su nación a los otros que la visitan; da de qué vivir a un gran número de ciudadanos, que son otros tantos consumidores que dan valor a los frutos de la tierra; y satisfaciendo sus deseos, acrece el número de mis goces. Si el hombre está hecho sólo para arar, recoger, co­ mer y vender, nada que objetar; pero a mí me parece que un ser sensible está hecho para ser feliz con todos

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sus pensamientos. ¿Hay alguna razón para poner un límite al espíritu y a los sentidos y para decir al hom­ bre: hasta aquí podrás pensar, hasta aquí podrás sen­ tir? Declaro que esta especie de filosofía tiende a man­ tener ai hombre en una suerte de embrutecimiento, y en una mediocridad de goces y de felicidad totalmente opuesta a su naturaleza; y toda filosofía opuesta a la naturaleza del hombre es absurda, como lo es toda legislación la que el ciudadano se halle de continuo obligado a sacrificar su deseo y su felicidad al bien de la sociedad. Yo quiero que la sociedad sea feliz; pero también yo lo quiero ser; y hay tantas maneras de ser feliz como individuos. Nuestra propia felicidad es la base de todos nuestros verdaderos deberes. £1 principio de los economistas * llevado al extremo condenaría a una nación a no estar compuesta más que de campesinos. LXXIV. Me siento totalmente llevado a creer que fue el mérito lo que condujo a la soberanía. Por enton­ ces tenía su importancia una gran cualidad: la fuerza corporal; y un gran vido: la pereza. Todas esas ideas tan justas, tan razonables, que los miembros no fueron hechos para el jefe, sino el jefe para los miembros, que hay un pacto tácito, derechos inalienables, una libertad, una propiedad, son relati­ vamente recientes si referidas a la institución origina­ ria de la sociedad. Son el grito del hombre oprimido, el producto de una larga serie de infortunios provoca­ dos por el abuso de autoridad. Ya se hallaba bien des­ arrollada la razón cuando el hombre se preguntó qué era el hombre, el individuo qué era la sociedad, el LXXIII.

* Diderot se refiere a la doctrina fisiocrálica.

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súbdito qué era un soberano. Las luces sobre todas esas cuestiones han sido proyectadas hasta donde era posible. ¿Qué han producido? Nada; en medio de la protesta de todos los pueblos civilizados en la voz de magistrados y filósofos, el despotismo se extiende en todas direcciones. Estamos aún muy lejos del momento en que se leerá en la cabeza de un edicto: "Luis, Fede­ rico, Catalina, por la gracia de sus súbditos” , en lugar de "por la gracia de Dios” ; semejante innovación in­ mortalizará al soberano que primero la haga. Por la gracia de Dios, frase teocrática. Ungido del Señor, otra frase teocrática: frases de un tiempo anti­ quísimo, en que los pueblos vivían bajo la dominación sacerdotal; entonces había un sacerdote-rey. Cuando las dos cabezas se separaron, el sacerdote aún retuvo el privilegio de consagrar al rey. Se le sometió a llevar su librea. ¿Cuál es el significado de esa ceremonia, bien interpretada? Helo aquí: Tú sólo dependes de Dios; sé tirano si así lo quieres. Leed en la Biblia el discurso de Samuel al pueblo. LXXV. Para obviar los abusos de la servidumbre, prevenir sus peligros, no hay más que un medio*: abolir la servidumbre, y mandar sólo sobre hombres libres; cosa difícil en un país donde no se puede hacer sentir a los amos los abusos de la servidumbre, ni a los esclavos la ventaja de la libertad: hasta tal punto son déspotas unos y están embrutecidos los otros.

LXXV. * ¡nstruction, art. 254 (Ledieu, pág. 75): “ Sea cual sea la naturaleza de la sujección, es necesario que las leyes civiles remedien de un lado los abusos de la servidumbre, y prevengan de otro los peligros que puedan derivar de ella".

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LXXVI. ¡Poseer algo en propiedad! * ¿Y por qué no la cantidad de dinero, muebles, inmuebles, que los señores quieran vender y que los siervos puedan ad­ quirir? ]Ay!, pasará aún tanto tiempo antes que estos desventurados puedan salir de su miseria. Hace ya mu­ cho que nuestros campesinos pueden hacer adquisi­ ciones y de hecho apenas si están mejor. Estoy conven­ cido que si se impulsase la agricultura tanto como merece, la cosa iría mucho más deprisa; y tanto mejor, porque cuanto más vale el hombre, más vale la tierra. La primera propiedad es la personal. Es de ella por tanto de la que es menester prometer, estimular la ad­ quisición, si no se quiere concederla gratuitamente. LXXVII. Hay un modo excelente de prevenir la revuelta de los siervos contra los maestros: que no haya siervos *. LXXVIII. Sólo hay una manera de favorecer la po­ blación: hacer a los pueblos felices *. Se da una gran multiplicación, y se permanece donde se está bien; y se está bien allí donde la libertad y la propiedad son sagradas. La libertad y la propiedad son sagradas don­ de todos se hallan por igual sometidos a la ley y a los impuestos, y donde los impuestos son proporcionales a las necesidades de la sociedad y su percepción a las fortunas; en todo lo demás, para nada hay que interveLXXVI. * Instruction, art. 261 (Ledieu, pág. 73): “Las leyes harán un gran bien permitiendo que los siervos posean algo en propiedad". LXXVII. • instruction, art. 263 (Ledieu. pág. 74): “Al mismo tiempo resulta muy necesario intentar prevenir las causas que con tanta frecuencia han dado origen a las revueltas de los siervos contra sus amos” . LXXVIII. • Instruction, art. 265 (Ledieu, pág. 75): “ Por mucho que se intente estimular la población del imperio, nunca será sufi­ ciente".

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nir, todo se ordenará por sí mismo y permanece sufi­ cientemente protegido. Un medio de volver insoluble un problema es el de aumentar sus condiciones: no gobernar demasiado. LXXIX. Es un hecho constatado que cuanto más pobres son nuestros campesinos, más hijos tienen *; pero sobreviven menos. LXXX. Todo eso está muy bien pero si la escla­ vitud perdura; si se ponen constantemente trabas a la circulación interior; si las vejaciones de los señores se perpetúan; si la capital permanece en el extremo del imperio; si los señores, alejados de sus posesiones por sus tareas, que los ligan a la corte, no hacen nada por evitar la ruina de sus casas y la depreciación de sus bienes, ¿cómo podrá cesar aquélla calamidad general? Serta necesario distribuir tierras a todas las familias que no tienen nada, procurarles los medios para rotu­ larlas y cultivarlas *. Nada más sabio. Pero toda esta sabiduría no servirá a nada si ese don se produce sin la emancipación de la persona y sin la propiedad del suelo concedido. Es menester que aquellas familias estén seguras de trabajar para sí y no para otros; sin ello equivale a imponer un trabajo supererogatorio a la miseria. LXXXI. No concedáis recompensa a aquéllos que tengan muchos h ijos*; no proscribáis el celibato meLXXIX. * ¡nslTuction, art. 277 (Lcdieu, pág. 76): "L a facilidad de hablar y la impotencia de examinar han hecho decir que cuanto más pobres fuesen los súbditos, más numerosas serian las familias..." LXXX. * /nstruction, art. 280 (Ledieu, pág. 76). LXXXI. * ¡nstruction, art. 281 (Ledieu, pág. 77): "Julio César otorgó recompensas a los que tenían muchos hijos: las leyes de Augus­ to fueron más apremiantes: conminó penas a quien no se casase...”

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diante leyes. Si la sociedad está bien ordenada, ambos asuntos se arreglarán sin necesidad de intervención. LXXXII. Hay un medio, sólo uno, de estimular la agricultura: hacer que la condición de agricultor, la más necesaria de todas, sea también la más feliz #. He oído, sí, yo mismo, he oído de boca de un inten­ dente de provincia —del que podría decir su nombre— esta atroz majadería: que la condición de campesino era tan penosa que sólo la extrema indigencia o la amenaza de morir de hambre lo mantenía en ella. Por muy ministro que fuese aún no sabía que ningún pe­ ligro, ningún trabajo asusta a un hombre en tanto el producto le recompense; aún no sabía que la mejor de las condiciones es aquélla en la que se tiene prisa por entrar, y que uno tiene siempre prisa por entrar donde está seguro de encontrar bienestar y fortuna, y que por dura que sea la jornada del agricultor, la agricultura encontrará tanto más brazos cuanto más segura y abundante sea la recompensa a sus fatigas. No sabía aún que todos cuantos trabajan en las minas no están por eso condenados; ni que los hijos suceden a los padres en la azada por muy mediocre que sea su sala­ rio, y que es raro que vivan más allá de los treinta años. Pero las minas son casi la sola riqueza de su país; hay que hacerse minero o expatriarse, y se hacen mine­ ros. Nunca le había pasado por la cabeza que en todos los oficios el bienestar que permite valerse de asistentes alivia su fatiga; y que excluir inhumanamente al camL.XXII. * Instruction, an. 297 (Ledieu, pág. 78): "El cultivo de la tierra es el más importante trabajo de los hombres. Cuanto más les impulse el clima a huir de tal trabajo, tanto más deberán la leyes estimularlo a permanecer en ¿1” .

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pesino de la clase de los propietarios equivalía a frenar el desarrollo de la primera de las artes, incapaz de florecer en tanto aquél que ara la tierra se vea obligado a ararla para otro; aquel bruto intendente ordenaba engordar el buey y recortaba el alimento del campesi­ no. Gobernaba una provincia y no sabía qué era un hombre. LXXXIII. |Eh! No hagáis nada de eso •; haced que su trabajo comporte su recompensa y todo estará he­ cho. LXXXIV. [Ehl No hagáis nada de eso #. No obsta­ culicéis su industriosidad y ésta irá adelante por sí misma. ¿Que carece de fondos un hombre industrioso? Dadle, prestadle esos fondos. LXXXV. Los libros sobre agricultura # son buenos si están hechos por un agricultor. Haced que el agri­ cultor se enriquezca; rico, hará algunos intentos; más rico, quizá escribirá. LXXXVI. Quien no trabaja se ve como soberano del que trabaja, y con razón; pues no hace nada y vive a sus expensas. El orgullo, la vanidad, miseros medios, aguijones de LXXXIII. • Instruction, art. 299 (Ledieu, pág. 79): “ Seria bueno dar premios a los campesinos que mejor hubieran cultivado suscampos . LXXXIV. • Instruction, art. 500 (Ledieu, pág. 79): "Como tam­ bién a los obreros que hubieran hecho mejorar su industria". LXXXV. • Instruction, art. 302 (Ledieu, pág. 79): "Hay países en los que, en cada parroquia, se tienen libros públicos por orden del gobierno, libros que tratan de agricultura, y en los que todo el que quiera puede ir a obtener información acerca de los temas que igno__l» ra .

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individuo a individuo, nunca resortes nacionales *. El resorte nacional depende del hombre en general. To­ dos los hombres quieren ser felices; algunos quieren ser alabados. LXXXVII. No puedo contentarme con tales ideas sobre el lujo; quiero decir las mías y dejar la libertad de elegir entre los fisiócratas y yo. Tendré que alejarme un poco al inicio, pero prometo ir rápido. En todo país donde los talentos y las virtudes no conduzcan a nada, el oro será el dios del país. Será necesario tener oro o fingir que se tiene. La riqueza será la primera de las virtudes, la pobreza el mayor de los vicios. Los que tengan oro lo mostrarán por todos los medios imaginables. Si su lujo no sobrepasa su fortuna, todo irá bien. Si su lujo sobrepasa su fortuna, se arruinarán. En tal situación, los mayores patrimo­ nios serán dilapidados en un abrir y cerrar de ojos; los que carezcan de oro se arruinarán también en sus vanos esfuerzos por esconder su indigencia; y así tenemos una especie de lujo, signo de riqueza de un pequeño número, máscara de la pobreza de la gran mayoría y fuente de corrupción de todos. Ahora bien, suponed una administración excelente, una gran libertad de comercio, la agricultura protegi­ da, el impuesto regulado sobre las verdaderas necesi­ dades del Estado, su reparto equitativo, una nación opulenta y feliz; derivaría de ahí un segundo tipo de LXXXVI. * Instruction, an. 804 (Ledieu, pág. 80): "Toda nación perezosa es orgullosa; los que no trabajan, en efecto, se consideran de alguna manera los soberanos de los que trabajan"; art. 305 (Ledieu, id.): "Asi pues, se podría volver el efecto contra la causa y destruir la pereza con el orgullo” .

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lujo, señal de la riqueza y del bienestar de todas las condiciones. El oro no se despilfarra, sino que se em­ plea en placeres de toda especie, y de ahí los dorados, las estatuas y hasta los bodrios; de ahí ningún delito, sino todos esos vicios que procuran la felicidad en este mundo y la condena eterna en el infierno. El otro lujo, por el contrario, aúna los vicios y los delitos; los vicios de la opulencia, los delitos de la miseria. Donde prevalece el lujo socialmente negativo, se tra­ baja mucho; pero la faena es siempre mala. De ahí la decadencia de las ciencias, de las artes liberales y de las artes mecánicas. Donde prevalece el lujo socialmente positivo, se trabaja lo mismo; pero la faena rinde siem­ pre, puesto que todo el mundo se halla en grado de pagarla. De ahí, esplendor de las ciencias, de las artes liberales y de las artes mecánicas. ¿Qué debe hacer pues el soberano? Todo lo que esté en su mano para que sus súbditos puedan ganarse merecidamente la condena eterna; ¿y qué además? Re­ ducir el oro a su justo valor, asegurando a los talentos y a la virtud la verdadera recompensa; ¿y cómo? Selec­ cionando mediante concurso a quienes hayan de de­ sempeñar los más importantes cargos del Estado. Hay algunas clases de ciudadanos en las que el concurso establece grados; en tales clases, todas las plazas son ocupadas gracias a los méritos. De lo que concluyo que quienes declamen contra el lujo tienen razón; y que quienes hagan su apología no andan descamina­ dos; pero no hablan del mismo lujo. LXXXVIII. Aquél que carece de todo bien y traba­ ja está tan bien como el que tiene cien rublos de renta

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sin trabajar... Sí, con tal que no sea propenso a caer enfermo *. LXXXIX. No todos pueden ser agricultores, ni to­ dos pueden dedicarse a la manufactura. Hay pues una proporción dada entre el número de los que cultivan y el de los que fabrican Supongamos un estado de cosas en el que se esta­ blezca esa justa proporción. Nace un hombre. Si lo hacéis trabajar en la manufactura, habrá un artesano de más; si lo hacéis trabajar en la agricultura, habrá un agricultor de más. Si se convierte en carretero o comerciante, ¿qué sucede? Que es alojado, calentado, alimentado a cuenta de aquél a quien ha servido. Si éste fuese extranjero, os encontraríais pues con un súb­ dito mantenido e incluso enriquecido a costa de un extranjero, y tal súbdito paga sus impuestos, y por todo tipo de consumo. Hay dos tipos de riquezas: riquezas positivas, que sólo la tierra promete, y riquezas negativas o deudas necesarias, como aquéllas de las que depende la vida de un hombre, pagadas por otro. Si, depositario de la potencia divina, fuese capaz de mantener un ejército sin costo alguno para la nación, yo no produciría nada, pero enriquecería a la nación con una suma igual a la que hubiera tenido que pagar por aquel gasto. Y es así como enriquecen la nación, LXXXVIII. * Instruction, ari. 311 (Ledieu, pág. 81): "Un hombre es pobre no porque no tenga nada, sino porque no trabaja". LXXXIX. • Instruction, art. 313 (Ledieu, pág. 82): "L a agricul­ tura es el primero y el más importante de los trabajos a los que deben ser estimulados los hombres. Las manufacturas de los productos del pais ocupan el segundo lugar".

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sin producir nada, todos los que pertenecen a una na­ ción y pagan los impuestos; en tanto que su actividad les hace subsistir o les enriquece a expensas de las naciones que les rodean. Es el número de los que no trabajan la tierra y que necesitan vivir el que hace duplicar y aun triplicar el trabajo del agricultor; es pues el artesano el que hace florecer la agricultura y no la agricultura la que hace florecer la manufactura. Si la agricultura no proporciona la materia bruta, el artesano no trabaja. Pero sin el artesano, a la agricul­ tura faltará interés por producir la materia bruta; sólo se trabaja cuando se está seguro de encontrar compra­ dores; muchos trabajadores, pocos compradores, nada de trabajo. ¿Qué es un agricultor en relación con un artesano, y un artesano en relación con un agricultor? Uno un comprador y el otro un vendedor de materia bruta. XC. Lo que ha hecho decir eso* es el no haber pensado que la mano de obra, o los salarios de un pais, sea cual sea su población, no pueden bajar sin que el precio del pan no baje. Que el precio del pan regula el precio de todos los artículos de primera necesidad, de­ termina el precio de los salarios; consiguientemente, se ha temido que alguien muriese de hambre; y no hay oficio, por insignificante que sea, que no dé para ali­ mentar al que lo ejerce. X C • Insiruction, an. 314 (Ledieu, pág. 83): “ Las máquinas, cuyo objetivo es el de ahorrar mano de obra, no siempre son útiles. Si un producto tiene un precio medio, que interesa por igual al que lo compra y al obrero que lo ha hecho, las máquinas que simplifican la manufactura —vale decir: que disminuirán el número de obre­ ros— serian perniciosas en un pais fuertemente poblado” .

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Es necesario poner alención cuando se lasa una mer­ cancía. El aumento del precio sobrepasa siempre la cantidad de la tasa. Suprimid la tasa y la mercancía no volverá a su precio inicial. Una mezquina operación financiera produce un efecto que los veinte años si­ guientes apenas si podrán reparar. El vendedor está hecho a pedir, y el comprador a pagar un tanto. Para acabar con el mal se requeriría un edicto; para hacer ejecutar el edicto se necesitarían encargados, vale decir, otro mal mayor que el primero. XCI. Aduanas. Si las tarifas aduaneras son exce­ sivas sin duda habrá necesariamente mucho contra­ bando; todo riesgo tiene su precio; la aduana debe, permaneciendo todo lo demás invariado, ser fijada de manera que el precio del riesgo sea más o menos igual a las tarifas aduaneras. Un punto importante a tratar es el de la contrata de recaudación de impuestos y el de la gestión directa. La contrata arruina al rey a causa de los enormes benefi­ cios, y veja a todos los súbditos. La gestión directa no veja a los súbditos, pero arruina igualmente al sobera­ no a causa de la negligencia del administrador, que conoce su condición y que sabe que no la mejorará aun poniendo el máximo celo en su trabajo, y que, por lo demás, tiene la propensión a favorecer a sus conciu­ dadanos a expensas del rey *. ¿Pero no sería posible establecer un tipo de gestión directa en la que la suerte del administrador no estu­ viese determinada hasta el punto de no poder mejorar XCI. * Cour des aides, literalmente Tribunal de Ayudas o Tribu­ nal de Subsidios, era en la Francia del Anden Rigime el tribunal supremo en materia tributaria.

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actuando diligentemente? Pero si su deligencia, pre­ servando los derechos del soberano, tuviese su renta, ¿no cabria temer que tal diligencia no trasmutase en vejación? Con todo, es en esta última manera de perci­ bir los bienes del Estado en la que me detendré. El administrador nunca será ni tan vigilante ni tan duro como el recaudador; pero la vigilancia de éste repercute en su beneficio, mientras la de aquél lo hace en su beneficio y en el del fisco. Cuando se mira atentamente y se ve que la parte alícuota del impuesto se determina con arreglo a las necesidades del Estado, y, consiguientemente, la nece­ sidad de recuperar por un lado lo que se pierde por el otro, se disipa toda duda acerca de si preferir o no la gestión directa sobre la contrata, y la gestión mixta sobre la pura y simple. Por lo demás, si se analiza toda operación según el principio de la libertad y de la propiedad, de nuevo la evidencia confirmará la opción del administrador frente a la del recaudador, puesto que cuanto más módica sea la condición del recauda­ dor, tanto más ávido y molesto será, y tanto menos libre el ciudadano; cosa que no ocurre con el adminis­ trador puro y simple; en lo que respecta a la gestión mixta, no puedo disimular que, bajo este punto de vista, no deja de presentar los inconvenientes de la contrata. Por lo demás, la severidad de la ley contra el recau­ dador concusionario, que en mi país suponía un re­ medio parcial a los inconvenientes de la contrata, re­ duciría un poco los inconvenientes de la gestión mixta. Sería necesario que el recaudador tuviese evidentemen­ te razón para ganar el proceso en la Cour des aides. Ante este tribunal, el administrador se hallaría en una

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posición más desventajosa que la del recaudador, por la simple razón que éste pude perder, mientras aquél sólo puede salir beneficiado; la cuestión esté en deter­ minar si su beneficio es más o menos considerable, y en el peor de los casos se reduce a sus emolumentos. XCII. Lo que obstaculiza al comerciante no por ello obstaculiza el comercio *. Asunto y artículo de la Instrucción cuyo examen compete a los economistas. Yo no estoy suficientemente capacitado para ello. Confieso, sin embargo, que comparto el prejuicio de los que en ningún modo quieren ver al Estado in­ terviniendo en el comercio, sea mediante reglamentos o mediante prohibiciones, y de los que consideran que obstaculizar al comerciante o el comercio es de hecho lo mismo; pero prefiero que sean los más preparados quienes discutan sobre tan importante asunto, a embarcarame en una larguísima serie de razonamientos que probablemente no fueran otra cosa que paralogis­ mos. Digo sólo que la noción de comercio no encierra más que dos ideas —importación de mercancías ex­ tranjeras, exportación de mercancías del país—, y que no entiendo cómo al obstaculizar estas dos operacio­ nes, tan simples, no se ponga trabas al comerciante; y cómo poniendo trabas al comerciante pueda favorecer­ se el comercio o las dos operaciones fundamentales. XCIII. La tarifa de las aduanas de San Petersburgo es absurda en muchos aspectos, cosa fácilmente de­ mostrable por ejemplos particulares *. XCII. * Instruction, an. 321 (Ledieu, pág. 85). La cita está toma­ da de Montesquieu, Esprit des lois, XX, cap. 12. XCIII. * La Instruction trata de las aduanas en los arts. 320-324 (Ledieu, pág. 85).

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Los errores son consecuencia de la ignorancia del valor de las cosas en sí mismas y del valor de las cosas una vez manufacturadas. XCIV. Analizar aún si las leyes promulgadas para rebajar la condición de los que ejercen el comercio de la economía —se les permite sólo proveerse de las mer­ cancías de su propio país— no resultan tan nocivas a una nación como a la otra *. XCV. Hay sólo un caso que parece requerir la con­ centración del comercio en una clase particular de co­ merciantes: el que una nación efectúa de un país a otro muy alejado, en el que no existen leyes, y en el que el comerciante casi que se halla sin cesar en estado de guerra con los moradores del país; en el que se corre el riesgo de perder los anticipos hechos a los habitantes del país, y en el que se está cierto de no recibir ningún producto suyo si no se les hace anticipos; en el que tan arriesgados anticipos son harto considerables; en el que cuanto más arriesgados y considerables son más sube el precio de la mercancía; en el que se hace nece­ sario un representante muy importante e incluso muy fuerte para hacer los anticipos en completa seguridad, y exigir el producto ya medio pagado; en el que su presencia, su riqueza, sus tierras, sus depósitos de mer­ cancías garantizan que el trabajo ordenado no se le quedará al obrero, y que cuando éste presente su obra ya hecha el resto del salario se le abonará en el acto; en XCIV. * Instruction, art. S25 (Ledieu, pág. 86): “ En algunas mo­ narquías se han hecho leyes muy aptas para deprimir a los Estados que desarrollan un comercio de puro intercambio. Se les ha prohibi­ do llevar mercancías que no hayan sido producidas en el suelo de su pais; no se les ha consentido llevar a cabo sus tráficos más que en las naves fabricadas en el pais del que provienen los comerciantes".

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el que el trabajador necesita de la protección y de la defensa de quien le proporciona trabajo para trabajar en paz; es decir, en el que la situación es análoga a la del comercio con la India; en un caso así parece difícil prescindir de una compañía apoyada por el ministro. Si los beneficios de la Compañía son muy cuantiosos y bastan para enriquecerla, hay que dejarla subsistir, pero quitándole el privilegio exclusivo. Si la consis­ tencia ventajosa exige la exclusiva, hay que acordárse­ la. Se ha creído, anulando la exclusiva de la Compañía de las Indidas francesas, que el mar sería cubierto de naves privadas. Lo que se ha probado falso. Una razón a tener en gran consideración es la dife­ rencia entre el trabajador europeo y el trabajador hin­ dú. Este es esclavo, perezoso y constantemente expuesto a verse expoliado. Trabaja sólo de mala gana, y sólo si está completamente seguro de recibir el salario de su trabajo. XCVI. Rusia no tiene ninguna casa de comercio en las grandes ciudades europeas, ningún depósito para sus propias mercancías, ningún agente para las mercancías locales, ningún agente de cambio; y los agentes de cambio que hay en ella son extranjeros. En los Carmelitas descalzos de Luxemburgo había un fraile que había hecho una excelente especulación. Un día, en su celda, en lugar de meditar sobre la vani­ dad de los bienes mundanos, imaginó cómo podría enriquecerse a despecho del Evangelio, que ensalza la pobreza, y del voto solemne que había hecho. Le vino la idea de convertir el convento de París y todos los de la orden, repartidos por el reino y por los reinos católicos, en otras tantas casas de comercio. Tuvo éxito; hizo una fortuna inmensa; fortuna que no

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habría conocido límites de no intervenir los escrúpu­ los. Los superiores le ordenaron terminar con el co­ mercio. He referido tan nimio suceso sólo para mostrar la importancia de las casas de comercio. XCVII. Se da en las observaciones acerca del co­ mercio una propensión a devaluarlo que me parece llevada demasiado lejos *. 1. Es menester que en una nación agrícola haya una parte más o menos grande de individuos que no deben tener más rentas que los salarios que la nación, que les da empleo, les paga; o, en última instancia, los salarios de la nación para la que se les emplea; pues tales salarios, en efecto, ¿para quién aumentan el pre­ cio de la mercancía? Para el comprador. 2. El comerciante carece de todo vínculo con el Estado. No estoy de acuerdo. En todas partes vínculos físicos y vínculos morales ligan al comerciante con el Estado: todos los vínculos morales que ligan a un pro­ pietario de bienes raíces a su país; no se advierte que los negociantes se expatrian más frecuentemente que los demás ciudadanos; vínculos físicos; un comerciante razonable compra sólo para realizar: la parte de su fortuna que realiza es la sola que pone al seguro; no hay un solo comerciante que no lo sepa; en consecuen­ cia, tiene casas, muebles, tierras. Se halla ligado al suelo mediante la rama del comer­ cio que ejerce; y para un comerciante no es lo mismo pasar de una rama comercial a otra o seguir en la XCVII. *" T a l y como lo ha remarcado Y. Bcnot..., esta larga nota sobre el comercio no se refiere a la Instruction de Catalina (...)" (Vemifcre, op. cit„ núm. 2, pág. 419).

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misma, la del aceite, por ejemplo, de Marsella a Lon­ dres o de Londres a Marsella. Un comerciante, si considerado como otro ciudada­ no cualquiera, no se desplaza sin pérdidas reales, pues­ to que todo desplazamiento las entraña; sin arriesgar el crédito de que goza donde está, y que ha de rehacerse en el sitio donde va; se trata de una cadena terrible: para mí casi tan fuerte como la del propietario de bienes raíces. 3. Es cierto que un pueblo de comerciantes sólo existe gracias al comercio de productos externos; pero no ocurre así con el comerciante de un pueblo agricul­ tor. Este existe merced al comercio de productos inter­ nos y productos externos. Es el depositario del agricul­ tor, quien no podría hacer todo a un tiempo, so pena de hacer todo mal, o nada. Cuando se mira de cerca, esto es lo que se encuentra. La tierra requiere un propietario, un arrendatario, sier­ vos, animales, artesanos, comerciantes, transportistas, sin todo lo cual la cantidad de mercancías disponibles pierde su valor, y todos esos agentes son necesarios, y a todos se debe favorecer; tanto más cuanto que es imposible que de ninguna de estas categorías de indi­ viduos, estrechamente enlazadas entre sí, pueda haber de más. El Estado es un cuerpo político compuesto de dife­ rentes partes unidas entre sí por un interés común que no les permite separarse sin dañarse a sí mismas; el Estado me parece residir en el soberano, los propieta­ rios, los aparceros, y lodos los dedicados al cultivo, cada uno según el rango que ocupa. A fin de ir contra el comerciante, se ha hecho de él un ser abstracto que no se da en piarte alguna. A consecuencia de dicha

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abstracción se le ha convertido necesariamente en cos­ mopolita; desacreditar al comerciante como agente de varias naciones a la vez equivale a desacreditar el aire y el agua por su utilidad general, a perder de vista el bien común del universo. Me parece que no seria difícil trazar el elogio del comerciante a partir mismo de las objeciones que se le hacen. Pertenece a todas las naciones; tanto mejor; todas las naciones tienen así igual interés en proteger­ le; no hace distinciones con nadie, sea comprador o vendedor; tanto mejor, la parcialidad comprometería su situación. Todas las tierras se pronuncian en favor del comerciante; sólo la que él cultiva lo hace en favor del agricultor. Y al final tal comerciante se establece en alguna parte; muriendo, deja su cajafuerte en algún lugar de la tierra; y la experiencia nos muestra que tal lugar es su patria, la residencia de toda su familia, que reivin­ dica y recupera su fortuna, con independencia del lu­ gar del mundo en el que se halle depositada. No es pues exacto decir que todo país le dé lo mismo, y que él vaya bien a cualquier país. Si la perentoria situación de un Estado exigiera un préstamo, el dinero de un comerciante del reino le sería prestado con la misma tasa de interés que el dine­ ro de un comerciante extranjero. Como si el terrate­ niente fuese más desinteresado; decid que se fuerza más fácilmente a éste, lo que es una ventaja sólo para el tirano. Pero los efectos del espíritu de comercio son tales que reduce al silencio todos los prejuicios nacio­ nales o religiosos ante el interés general que debe vin­ cular a todos los hombres. El producto neto constituye la sola riqueza disponi­

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ble; pero cada uno lucha a su manera contra tal pro­ ducto neto; el buey al comer todo lo que puede; el criado al hacerse aumentar el salario; el trabajador al exigir el mejor precio posible para la mano de obra; el mercader al sacar el máximo beneficio que puede a su actividad de intermediario; y el carretero no hace su juego peor que los demás. El buey y el comerciante entran por igual en la cualidad de los gastos. Supongamos dos individuos en situación de inter­ cambio, uno del reino, el otro extranjero, que tienen necesidad de un agente intermediario; éste se queda con el diez por ciento de ambos; hecho esto, ¿qué suce­ de? El diez por ciento que recibe de su compatriota se queda en su país: sólo han cambiado de bolsillo; el diez por ciento tomado del extranjero, ya sea en dinero o en mercancías, representa un acrecentamiento de la riqueza nacional, que no es sino la suma de los bienes de quienes integran la nación. De donde deriva que no es indiferente que el agente intermediario de los dos comerciantes sea extranjero o del reino. Sé bien que si admitís al agente intermediario extranjero en compe­ tencia con el agente intermediario del reino, el servicio de éste bajará de precio, pero esta operación no sería mejor; me parece que, después de todo, sea mejor que el agente intermediario sea pagado más caro por los dos comerciantes y que sea súbdito vuestro. XCVIII. El soberano debe circunscribirse a su ofi­ cio de administrador de la casa. No debe ser ni traba­ jador ni empresario de ningún tipo; es el monopolista más funesto, por mil razones que sería inútil deta­ llar*. XCVIII. • Instruction, art. 332 (Ledieu, págs. 90-91); Catalina tomó su cita literalmente de Montesquieu, cit., XX, 19.

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XCIX. Un tribunal de comercio debe estar com­ puesto de comerciantes; del mismo modo que cual­ quier otro tribunal debe estar compuesto de grandes propietarios; puede esperarse la equidad cuando el juez mismo fuese víctima de su propia sentencia *. C. Hay un punto de vista importante en el proce­ dimiento comercial; el de obviar la caducidad del efecto posponiéndolo. Cl. No hay que pasar por alto el efecto terrible de las incautaciones de bienes, de las quiebras, etc. * Un deudor mantendrá el goce de sus bienes hasta que no se determine el estado de sus deudas. Los acreedores dispondrán de un período de tiempo fijado para pre­ sentarse, pasado el cual verán su derecho prescrito. Dicho estado será establecido no por miembros del orden judicial, sino por síndicos de los acreedores mis­ mos. La incautación de bienes y la suspensión en el goce de los mismos no tendrá lugar hasta que no se haya procedido al establecimiento de tal estado; la po­ sesión de la tierra se pondrá a subasta. El precio de la subasta fijará la duración de la incautación, etc. CII. Esa incertidumbre sólo dura un momento*. ¿Por qué son alteradas las monedas? Porque el EstaXCIX. * Instruction, art. 338 (Ledieu, pág. 93): "Los asuntos co­ merciales son muy poco susceptibles de formalidades. Son acciones de cada día a las que deberán seguir cada día otras de la misma naturaleza. Tienen por tanto que ser decididas cada día” . CI. * Instruction, art. 341 (Ledieu, pág. 94): “ La Carta Magna de Inglaterra prohíbe confiscar las ticnas o las rentas de un deudor siempre que sus bienes móbiles o personales basten para el pago y éste los ponga a disposición" (Texto de Montesquieu, op. cit., XX, 2). CU. • Instruction, art. 342 (Ledieu, pág. 94): "El negocio es de

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do está abrumado por las deudas. Para pagar una libra de oro con media libra de oro. Es un robo; ahora bien, todo robo arruina al robado. Se hace, por tanto, para arruinar a la nación. ¿A qué conduce dicha alteración? 1. A retirar la vieja moneda en circulación; se la oculta, no vuelve a aparecer. 2. A que se la lleve el extranjero; éste, convirtiéndose en falso monedero, paga a vuestros súbditos la libra de oro que les debía con media libra de oro. El papel moneda debe ser considerado en relación con el particular y con la nación. La nación que no sabe establecer la proporción entre la cantidad de papel que emite y la cantidad de que dispone en oro, peligra de arruinarse ella y de arruinar a la mitad de sus con­ ciudadanos. El particular que comercia se halla en el mismo caso, si lo convierte todo en mercancías. CIII. Todo lo que decís al respecto es muy justo; ¿por qué entonces habéis hecho lo contrario? # Añadamos una palabra acerca de las bellas monedas: los edificios se derrumban; el mármol se rompe; el bronce se deteriora; millares de años después de la des­ aparición de una nación, se escarba en la tierra y se sacan monedas. Tendrán pues que ser bonitas, porque en ellas se plasma el buen o mal gusto de una nación. Después de las monedas son los edificios lo que más dura. Seria pues deseable que quienes cuidan de los por si muy inderio; y añadir más incertidumbre a la que se funda en la naturaleza de la cosa equivaldría a acrecer el mal". CIII- 'Instrucción, ari. 543 (Ledieu, pág. 95). Cita literal de Mon(esquieu, op. cit., XXII, 15).

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edificios públicos estuviesen versados en los principios de la arquitectura, y que conocieran los hermosos res­ tos de los monumentos antiguos. Un gran y hermoso edificio no rinde sólo honor a un pueblo, también le rinde beneficios. CIV. Rusia, que tiene metales, carece sin embargo de fundiciones, de trefilerías y de fábricas de clavos. Vende sus metales y los reimporta elaborados. Posee fábricas de chapas. Vende sus chapas y las reimporta como hojalata. Es menester, o proscribir los encajes, las porcelanas y los espejos, o agobiarlos de impuestos o, mejor aún, fabricarlos en casa. Rusia posee fábricas de espejos, creadas con grandes gastos, pero mal dirigidas, no apoyadas. Tiene manu­ facturas de porcelana, de las que podría decirse lo mis­ mo. Estas empresas se confían a auténticos incompe­ tentes y bribones que gozan de alguna protección. Se quiere la libertad del comercio exterior y el comercio exterior es vendido exclusivamente a ingleses y holan­ deses: razón por la cual todo aumenta de precio. Lo que digo de las mercancías de importación es extensible a las de exportación. En otro lugar he enumerado las causas de la subida en el precio de las mercancías indígenas o exóticas, cuya venta y consumo tiene lugar en el interior del país. Se toma a crédito y no se paga; no se conseguiría hacerse pagar ni por medio de registros, ni en efectivo, ni mediante letras de cambio. Comprometí a la sobera­ na a hacerse mostrar el estado de las letras de cambio protestadas. T al operación hizo pagar sumas conside­ rables. Quería que entre esas letras de cambio se encar-

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gase del resguardo de las que eran buenas, salvo recu­ rrir contra los deudores solventes y en mala fe. Es necesario que quien paga en contante pague por los demás, que encarecen expresamente la mercancía porque están seguros de no verse forzados a pagar. Quien vendiese a buen precio al comprador que paga en contante se arruinaría, ya que los rusos prefie­ ren comprar cuatro o cinco veces por encima de su valor y no pagar. Todavía hay que reseñar otro defecto: el de las con­ cusiones de los subalternos que sustraen provisiones de todo tipo a los proveedores, que han de sufragar tales gastos a expensas de los demás ciudadanos. Y no sé lo que podría decir al respecto. CV. En Rusia, los hospitales militares son espan­ tosos. El soldado muere en ellos casi sin asistencia y sobre una tabla de madera. No hay inválidos, por lo que sé. No hay hospitales públicos. Un pobre muere sobre un banco, en una choza, envuelto en su raída manta de pelo, falto de medicinas y hasta de alimentos. Concierne al médico hablar de la práctica de la medi­ cina. CVI. Es imposible dar una educación general a un pueblo numeroso *. No tengo noticia de ningún pue­ blo que, por numeroso que sea, no pueda tener escue­ las elementales en las que los hijos de los pobres pue­ dan encontrar pan y lecciones de lectura, de escritura, de aritmética, de catecismo moral y religioso. No tengo noticia de ningún pueblo que no pueda tener escuelas públicas de dibujo, y colegios con internos y externos, internos y becarios. CVI. * Instruction, art. 350 (Ledieu, pág. 97).

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¿El objetivo es muchos escolares y malos maestros? El Estado habrá de pagar a los maestros. ¿El objetivo es menos discípulos y excelentes maestros? Los maes­ tros tendrán que ser pagados por los alumnos. Quisiera que los colegios fuesen inspeccionados: también los nuestros. Que el magistrado se llegase a ellos; que hiciese jurar al maestro decir la verdad, y que los ineptos fuesen devueltos a sus padres y envia­ dos a aprender un oficio. Quizá se malograra un hom­ bre de genio en veinte años, pero se prevendría la pér­ dida de un gran número de jóvenes que salen de los colegios viciados, ignorantes, perezosos, y que sólo ser­ virán como actores, soldados o rateros. Cierto que todas esas observaciones serán útiles sólo en un país libre en el que haya un tercer estado. Por lo demás, el capítulo más importante de la edu­ cación es el dedicado a los sucesores del imperio; éste no es tema del padre y de la madre, sino de toda la nación. La mala educación de un niño normal lo hace infeliz. La mala educación de los hijos de los reyes hace infeliz a toda la nación. La corrupción transpira en todo lo que les rodea. Penetra su corazón y su espíritu a través de todos los sentidos al unísono. ¿Cómo podrían ser sensibles a la miseria, que ni conocen ni padecen? ¿Cómo amigos de la verdad, cuando a sus oídos nunca han llegado más acentos que los de la adulación? ¿Cómo admiradores de la virtud, si crecidos en medio de indignos esclavos, sin más ocupación que la de airear sus gustos y sus inclinaciones? ¿Cómo pacientes en la adversidad, que no siempre les ignora? ¿Cómo firmes en los peligros, a los que a veces se han expuesto, si la molicie les ha enervado y sin tregua se les ha mecido en la importan­

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cia de su existencia? ¿Cómo podrían apreciar los servi­ cios que se les rinde, conocer el valor de la sangre que se derrama por la salud de su imperio o por el esplen­ dor de su reino, imbuidos como están del funesto pre­ juicio que todo les es debido y que es un honor máxi­ mo morir por ellos? Extraños a toda idea de justicia, ¿cómo dejarán de convertirse en la plaga que azota a la parte de la especie humana cuya felicidad se les confia? Y menos mal que sus perversos preceptores acaban siendo más tarde o más temprano castigados por la ingratitud o por el desprecio de sus alumnos. Y menos mal que estos alumnos, miserables pese a tanta gran­ deza, son atormentados durante toda su vida por un profundo pesar que no pueden erradicar de su palacio. Y menos mal que el hosco silencio de sus súbditos les enseña de vez en cuando el odio que se les tiene. Y menos mal que son demasiado viles para desdeñarlo. Y menos mal que los prejuicios religiosos sembrados en sus almas se revuelven contra ellos y los tiranizan. Y menos mal que, después de una vida que ningún mortal, ni siquiera el último de sus súbditos, querría para si de conocerla en toda su miseria, descubren los negros presagios, el terror y la desesperación sentados en el cabezal de su lecho de muerte. CVII. Inspirar el amor a la patria •. ¿Cómo puede esperarse que un padre inculque a su hijo al amor a la patria que no ama? Yo diria a los soberanos: “Si que­ réis que los padres enseñen el amor a la patria a sus hijos, haced amar la patria a los padres” ; es un senti­ miento fácil de hacer nacer, dado que hay en el corazón de lodos los hombres una inclinación a amar a su CVII. * Instruction, art. 352 (Ledieu, pág. 97).

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patria, que tiene más que ver con lo moral que con lo físico. La atracción natural por la sociedad; los lazos de sangre y de amistad; la habituación al clima y al lenguaje; esa prevención tan fácilmente contraída en favor del lugar, las costumbres, el modo de vida a los que se está habituado: vínculos todos ellos que unen a un ser razonable a los lugares donde vio la luz y recibió su educación. Hacen falta poderosos motivos para rom­ per tantos nudos simultáneamente y hacerle preferir otra tierra en la que todo será extraño y nuevo (ara él. CVIII. Que una ley, que un principio contra las emigraciones de hombres y de bienes •. Hay, o puede haber, una emigración de hombres sin emigración de bienes. La emigración de bienes, un síntoma de la desconfianza y del descrédito del Estado y de los parti­ culares. CIX. Que se adscriban altos honorarios a las fun­ ciones de la nobleza; que se le asigne puestos de preeminencia, distintivos honoríficos, estatuas, etc. *, pero ninguno de los privilegios que distinguen a los nobles ante los tribunales, o que les liberan de los impuestos. La ley y el fisco no deben hacer excepciones con nadie, ni siquiera con el príncipe hereditario. Ese es el solo modo de poner remedio a la nobleza heredi­ taria. Mantened el valor de los distintivos honoríficos no prodigándolos, y sobre todo no confiriéndolos nunca CVIII. • Inslruction, art. 343, antes citado. CIX. • Inslruction, art. 36! (Ledieu, pág. 99): "Es un hábito man­ tenido desde siempre distinguir con este titulo de honor a los perso­ najes más virtuosos y a los que han rendido mayores servicios, acor­ dándoles diversas prerrogativas fundadas sobre los principios antes mencionados".

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por gracia. Un soberano equitativo no tiene por qué conceder la gracia. Si se mira con atención, toda gracia es una injusticia enmascarada. Hasta presupone, en los casos de favores de mínima importancia, que no hay en todo el imperio un solo hombre de confianza. CX. Si el ministerio se deshonrara, pronto se des­ honrará la nación *. A menudo, aquél fuerza la con­ ducta de los particulares. Si el ministerio crea rentas vitalicias, destruye todo lazo de sangre entre los súbditos. Lleva al extremo la abominación del mal lujo, de ese lujo que es expresión de la riqueza de unos pocos y de la indigencia de la multitud; o bien las rentas vitalicias a individuos se­ leccionados y diversos de los rentistas se convierten en una especulación de banqueros muy onerosa al Esta­ do. Nunca ha de añadirse el interés a los distintivos ho­ noríficos. El oro daña todo lo que toca. Si hay una bolsa de oro colgada al extremo de una cruz, no se tardará en ambicionar la cruz a causa de la bolsa. La misma razón que lleva a separar el interés del honor explica que los distintivos honoríficos sean de difícil obtención; aquéllas se reducen a nada tan pronto como abundan. CXI. Del estado intermedio *. Estoy afligido de ver que aquí se prefiere a artesanos y trabajadores a los campesinos, sin los que todos aquellos morirían de hambre, fallos de pan, y sus hijos, faltos de leche. CX. • Instruction, art. 363 (Ledieu, pág. 99): "L a virtud y el mé­ rito elevan al hombre a ese grado de honor que constituye la noble­ za". CXI.

* In stru ctio n , arts. 376-383 (L edieu, págs. 100-101).

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CXII. La violación de los deberes. El solo deber a prescribirles es la sumisión a las leyes. Será excluido en este orden... No entiendo: ¿se le convertirá en siervo? CXIII. Presupongo dos naciones limitrofes, A y B. Si los habitantes del confín del imperio A están hasta tal punto alejados de la capital o del centro del consu­ mo que no pueden llevar hasta él sus mercancías, y hasta tal punto próximos a la capital o al lugar prin­ cipal del imperio B que dirijan hacia él todo su comer­ cio, los veo ir sin cesar de su comarca hacia B, y nunca de su comarca hacia A. Se les llamará con el nombre de A, pero de hecho serán súbditos de B; puede pues haber imperios inmensos; pero sea cual sea su exten­ sión, el centro es realmente el verdadero lugar de la intercomunicación. El confín es el verdadero lugar de la defensa y de los intercambios; cuanto más extenso sea un imperio, más se habrá de facilitar la circulación interna; más se multiplicará el número de ciudades, y mayor deberá ser el número de grandes ciudades. Las grandes ciudades crean los burgos; los burgos crean los pueblos; los pueblos crean las aldeas. Y es esa dis­ tribución la que da forma y homogeneidad a un impe­ rio*. CXIV. Los lugares adecuados para colocar los de­ pósitos son las fronteras, ya se trate de los depósitos de CXII. * Instruction, art. 383 (Ledieu. pág. 101): "Como la insti­ tución de dicho estado intermedio tendrá por objeto las buenas cos­ tumbres y el amor al trabajo, la consecuencia será que la violación de los deberes que de acuerdo con esto le sean prescritos comportará la necesaria exclusión de dicho orden” . CXIII. • Instruction, art. 385 (Ledieu, pág. 101): "Hay ciudades de diferentes tipos, más o menos considerables, a tenor de su situa­ ción".

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mercancías del país que exporte, que de los depósitos de mercancías del país que importe *. CXV. La elaboración de las materias primas del país debe hacerse en los lugares próximos a tales depó­ sitos *. CXVI. Me ha sorprendido notablemente encon­ trarme con dudas acerca del vicio de las corporaciones. Diré sólo una palabra al respecto. Se trata de un privilegio exclusivo que condena a quien sabe trabajar o no hacer nada, a ser un ladrón o a morir de hambre. Si tal trabajador es hábil, se enri­ quecerá; si es un mal trabajador, será pobre. El público es el solo verdadero juez de su capacidad *. CXVII: Confieso que, en rigor, el orden de las su­ cesiones no deriva del derecho natural *. Sin embargo, un hombre que tiene un hijo me parece esté obligado a hacerle todo lo feliz que pueda; y a este título, ese hijo tiene derecho a una parte de su fortuna mientras aquél vive, y más derechos que cualquier otro a su herencia cuando aquél muere; con todo, el abuelo. CXIV. m¡nstruction, an. S87 (Ledieu. pág. 102): "Hay (ciudades) donde la mayor pane de las mercancías se hallan sólo en depósito para ser enviadas más lejos” . CXV. • ¡nstruction, an. 389 (Ledicu, pág. 102): "T al o cual ciu­ dad llega a ser floreciente merced a sus manufacturas” . CXVI. * ¡nstruction, an. 400 (Lcdieu, pág. 103): “ No se está de acuerdo sobre lo concerniente a los cuerpos de oficios o corporaciones y su establecimiento en las ciudades. La cuestión se reduce a saber si se precisa erigir tales cuerpos en las ciudades o si hay que prescindir de ellos, y cuál de las dos decisiones resultará más determinante en la obtención de unas manufacturas y unos oficios florecientes” . CXVI!. • ¡nstruction, an. 405 (Ledieu, pág. 104): ” EI orden de las sucesiones deriva de los principios del derecho político o civil, y no de los del derecho natural”.

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habiendo legado a su hijo lo que recibiera de su padre más lo adquirido por él mismo, parece que el padre debe dar cuenta al hijo de esta porción de fortuna que ha heredado y de la que no es más que su depositario. Es casi una deuda, y esta deuda la considero tan sagra­ da que, aun cuando mi hijo hubiera atentado contra mi vida, no por ello me creería dispensado de satisfa­ cerla. El amo que se adueña de la sucesión de su siervo, el soberano que expolia al heredero de uno de sus súbditos, cometen tanto el uno como el otro un acto tiránico. Un padre, en cuanto padre, debe alimentar y educar a su hijo; como hijo y heredero de su abuelo, le debe al menos la restitución de una parte de su fortuna. La ley podría estatuir sobre el momento de tal resti­ tución; y ello constituiría uno de los más poderosos remedios a la inutilidad y a la ociosidad de los padres. La ley podría hacer tal parte inalienable, declarán­ dola patrimonio del menor. La ley prevendría así una suerte de crueldad innatural en los hijos, que no go­ zando de nada durante la vida de sus padres desean secretamente su muerte. La ley estimularía así los ma­ trimonios y la población; sobre todo en los tiempos de lujo, cuando los padres son más propensos a preferir el fasto en su casa que el bienestar de sus hijos. Los padres y las madres no podrían disponer por testamento más que de los bienes adquiridos. Hay una ley en Holanda que permite a los dos espo­ sos testar después de su matrimonio; uno y otro pueden disponer de sus respectivos bienes a su antojo. De esa ley podrían fácilmente derivar estos dos efectos: frenar con el interés la tendencia a la infidelidad, y mantener a los hijos en el respeto que deben a sus padres. Si hay

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algún freno al espíritu de galantería, es ése. Los cón­ yuges, incluso libertinos, son así más circunspectos y decentes; cuando la virtud ya se ha esfumado, hay que contentarse con la hipocresía que le rinde homenaje. Los hijos de los padres hipócritas son piadosos. Las mujeres más moderadas hacen la juventud me­ nos frívola. CXVII1. Nada más propio para subdividir las gran­ des fortunas y mantener la igualdad política entre los ciudadanos que el reparto de los bienes entre los hijos, o, a falta de hijos, entre los colaterales *. Estas sucesiones colaterales sacan a más familias de la indigencia de cuantas no enriquezcan en exceso. Todos los hombres razonables, a los que ni el orgu­ llo ni el prejuicio han corrompido todavía, aborrecen el absurdo derecho de primogenitura, que transfiere la totalidad del patrimonio de una casa al hijo mayor, a quien corrompe, y precipita en la indigencia a herma­ nos y hermanas, castigados por el delito cometido por el azar al hacerles nacer con algunos años de fatal retraso. Un cabeza de familia no es más que deposita­ rio, y a un depositario nunca se permitió subdividir desigualmente el depósito entre interesados con los mismos derechos. Si un salvaje dejase al morir dos CXVIIl. • Irutruction, art. 416 (Ledieu, págs. 105-106): "El per­ miso ilimitado de testar acordado entre los Romanos fue lentamente arruinando la disposición pública acerca de la división de las tierras; dio lugar más que ninguna otra cosa a la funesta y demasiado grande diferencia entre los ricos y los pobres; diversas sucesiones se concen­ traron en una sola cabeza; algunos ciudadanos tuvieron demasiado, una infinidad de ellos nada, y terminaron conviniéndose en un peso insoportable para la República" (cita literal de Montesquieu, op. cit., XXVII).

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arcos y dos hijos, y se le preguntase qué se debía hacer con los dos arcos, «¡no respondería acaso que habría que dar uno a cada uno? Y si legase los dos al mismo, ¿no dejaría entender que el proscrito es fruto de las malas costumbres de su mujer? En los países donde tan monstruosa desheredación está autorizada, el padre es menos respetado que ningún otro: por el mayor, al que no puede quitar nada, por los pequeños, a los que no puede dar nada. A la ternura filial que se extingue sucede un sentimiento de bajeza que habitúa, casi des­ de la cuna, a tres o cuatro niños a arrastrarse a los pies de uno solo; y éste se atribuye una importancia perso­ nal que apenas si tarda en volverle insolvente. Padres y madres tienen miedo a multiplicar en torno a ellos indigentes condenados al celibato. Toda la herencia es puesta en manos de un insensato, a cuyas disipaciones sólo se puede poner coto mediante la sustitución fidei­ comisaria, vale decir: mediante otro daño. Tan grandes calamidades deben hacer presumir que el derecho de primogenitura —no consagrado en su origen por la superstición y que la tiranía no muestra interés en perpetuar— tiene sus días contados. Es un residuo de barbarie feudal que un día causará sonrojo a nuestros descendientes. CXIX. Regular las tutelas es algo muy difícil, y la sola objeción sólida a los divorcios *. Extraño a la familia, mal tutor. Pariente, mal tutor. Magistrado, el peor tutor... solidarias las dos familias, ¿a quién pues elegir, a los curas? En la Instrucción de Su Majestad Imperial nada se CXIX. * Dideroi se reliere a los arts. 428 a 438 de la Instruction, que tratan de la tutela (Ledieu, págs. 108-109).

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dice acerca del divorcio. Y, sin embargo, a mí no me costaría ningún trabajo trazar su apología basándome en la ley natural, en las fastidiosas consecuencias liga­ das a la indisolubilidad del matrimonio; pero quiero que se permita a los dos esposos volverse a casar, sin lo cual el divorcio consagra a dos seres al libertinaje. Pero a los hijos, ¿qué tutor daremos? No lo sé. ¿Los hospicios de Moscú? ¿Por qué no? El divorcio estuvo permitido entre los romanos, y no ha sido frecuente. El divorcio contiene a los esposos en los deberes que se deben; los divorcios favorecen las buenas costumbres y el aumento de población; el di­ vorcio tiene un término inmediato a partir del reparto de bienes entre los hijos. ¿Pero es necesario que el divorcio sea solicitado si­ multáneamente por los dos esposos? Si se responde afirmativamente todavía será más raro. El consenti­ miento de los esposos produce el matrimonio, unión que la ley aprueba y registra, y que el cura bendice. En Suiza hay leyes bastante sabias sobre el divorcio. Todas ellas tienden a la conservación de las costumbres. CXX. La materia jurídica* se subdividiría mejor en leyes naturales, leyes civiles, consecuencias de las leyes naturales, procedimiento. El número de las leyes naturales y de sus consecuen­ cias, las leyes civiles, es muy extenso; pues es preciso tener presente que si una ley civil no deriva de una ley natural, es una ley arbitraria y, por consiguiente, inútil y dañosa. CXX. *C f. arts. 439 a 443 de la Instruction, donde la materia jurídica se subdivide en leyes, reglamentos y ordenanzas (Ledieu, pág. 109).

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Si el pueblo es el verdadero legislador, es el verdade­ ro reformador de las leyes. CXXI. Pero cuando una ley comportase excepcio­ nes, limitaciones o modificaciones, ¿qué debe hacer el juez en un caso que está comprendido en dichas excep­ ciones, limitaciones, modificaciones no especifica­ das?* CXXII. No sé si, en la infinidad de intereses diver­ sos que vinculan o separan las naciones, que en una misma nación vinculan o separan los individuos, el código pueda nunca llegar a ser tan breve, tan simple y tan claro como se le supone *. Apelo a la Instrucción misma de Su Majestad para la elaboración de las leyes. No pregunto si hay alguien en grado de ahondar en su significado, pregunto si hay alguien del pueblo en cualquiera de las naciones civilizadas capaz de enten­ der todos los artículos. Y sin embargo, dicha instruc­ ción se ha concebido en los términos más simples y claros posibles. Añadiré aquí una pequeña observación: apenas si existe algún problema de cálculo integral y diferencial que no sea más fácilmente resoluble que un problema de economía política, caso que uno se proponga dar CXXI. * Inslruction, arL 450 (Ledieu, pág. 110): "Cuando en una ley las excepciones, limitaciones, modificaciones no son necesarias, es mucho mejor no hacerlas; semejantes detalles llevan consigo nue­ vos detalles". CXXII. • inslruction, art. 452 (Ledieu, pág. 110): "L as leyes no deben estar llenas de las sutilezas propias de la agudeza de espíritu. Están hechas tanto para las personas de inteligencia media como para los más capacitados...” Y el art. 484 (ibid.) añadía: "el estilo de las leyes debe ser conciso y llano; la expresión directa es siempre mejor comprendida que la expresión puntillosa”.

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una solución rigurosa. No hay nada de posible en ma­ temáticas que el genio de Newton o de alguno de sus sucesores haya considerado imposible llegar a domi­ nar. No podría decir lo mismo de ellos en los proble­ mas que nos ocupan; a primera vista, uno cree hallarse ante una sola dificultad que resolver; fiero pronto esta dificultad arrastra otra consigo, ésta una tercera, y asi sucesivamente hasta el infinito; y uno se apercibe que es menester o renunciar al trabajo, o abrazar en su conjunto el sistema inmenso del orden social, so pena de no obtener más que un resultado incompleto y de­ fectuoso. Los datos y el cálculo varían según la natu­ raleza de los lugareños, de sus productos, su dinero, sus recursos, sus relaciones, sus leyes, sus hábitos, su gusto, su comercio y sus costumbres. ¿Dónde hay un hombre lo suficientemente instruido como para domi­ nar todos esos elementos? ¿Dónde un espíritu tan ecuá­ nime que los sepa tasar según su valor? Todos los conocimientos de las diferentes ramas de la sociedad no son sino ramas del árbol que constituye la ciencia del hombre público. Este es eclesiástico; es militar; es magistrado; es financiero; es comerciante; es agricul­ tor; ha sopesado las ventajas y los inconvenientes a los que debe hacer frente, pasiones, rivalidades, intereses particulares. Con todas las luces que puede adquirir sin genio; con todo el genio que puede haber recibido sin luces, lo único que hace es cometer errores; después de eso, ¿puede causar estupor que tantos errores tengan crédito en el pueblo, que no hace más que repetir lo que ha oído; entre las mentes especulativas, que se dejan arrastrar por el espíritu sistemático y que no vacilan en afirmar una verdad general a partir de algu­ nos acontecimientos particulares; entre los hombres de

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negocios, todos más o menos sometidos a la rutina de sus predecesores, y más o menos frenados por las con­ secuencias ruinosas de una tentación fuera de uso; en­ tre los hombres de Estado, prefijados por el nacimiento o la recomendación para los más altos cargos, en los que su completa ignorancia les pondrá a merced de subalternos corrompidos que les engañan o extravían? En toda sociedad bien ordenada, no puede haber ningún asunto que no pueda discutirse libremente; y cuanto más grave y complejo sea, tanto más importan­ te es que tal discusión se lleve a cabo; ahora bien, ¿los hay acaso más importantes o más complejos que los referentes al gobierno? Una corte amante de la libertad, ¿qué podría hacer mejor que animar a todos los espí­ ritus a ocuparse de aquéllos? ¿Y qué más juicio se podría dar de la que prohibe el estudio, aparte del de la desconfianza de sus actividades o de la certeza que son malas? El auténtico prontuario de un espíritu prohibitivo sobre este tipo de tema sería; El soberano prohibe que se le demuestre que su ministro es un imbécil o un bribón. Pues su voluntad es que sea lo uno o lo otro sin que por ello se le preste la menor atención. Los problemas de economía política requieren un largo tratamiento antes de llegar a ser esclarecidos; y a pesar de la dificultad de una solución rigurosa, es siempre el fin al que hay que tender; es necesario apro­ ximarse a ellos el máximo posible; esperar algo bueno del tiempo y de una educación continua, y rogar a Dios que interrumpa en nuestro favor una ley natural; la de no someternos a una larga serie de locos, de ignorantes, de perezosos, de depravados, de bribones, rodeados de un seto impenetrable de más bribones,

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mientras se espera el nacimiento sobre el trono de un ser que sea digno de ocuparlo. CXXIII. No es suficiente que todos puedan com­ prenderlas; es necesario que todos puedan conocerlas. Hay que enseñar las leyes comunes a todas las capas sociales, desde la infancia. Ay de aquél que en edad más avanzada no se instruya en las leyes propias de su condición *. CXXIV. Si ese hombre sólo hubiese dado una bo­ fetada, no habría sido demasiado impertinente; pues no hubiese sido más que la crítica de una mala ley *. CXXV. A medida que un pueblo pierde el senti­ miento de la libertad y de la propiedad * se corrompe, se degrada, se inclina hacia la esclavitud. Cuando es esclavo, está perdido; ya no se cree ni propietario de su vida. Pierde toda noción precisa de justicia y de injus­ ticia. Sin el fanatismo que le inspira el odio hacia otros países, tampoco tendría patria. Allá donde tal fanatismo se ha extinguido, los grandes piensan en expatriarse; y a los pequeños sólo retiene la estupidez que les embrutece; se parecen a esos perros malhadados que van buscando la casa en las que se les maltrata y malalimenta. CXXIII. * Instruction, art. 458 (Ledieu, pág. 112): “ Las leyes es­ tán hechas pata todos los hombres en general. Todos están obligados a seguirlas; por tamo, es menester que todos están en grado de com­ prenderlas*’. CXXIV. * Instruction, art. 462 (Ledieu. pág. 112): “Se conoce la historia de aquel impertinente de Roma que daba bofetadas a todo el que encontraba y le hada entregar los veinticinco sueldos prescritos por la ley”. CXXV. * Cl. Instruction, arts. 502 y 505 (Ledieu, pág. 116). en los que se cita textualmente a Montesquieu, op. cit., VIII, 2.

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CXXVI. Propendo a creer a que no hay ningún caso en que el poder sobrepase impunemente los lími­ tes que se ha autoimpuesto*. Sería una injuria hecha a los poderes intermedios. Sería un primer germen de desconfianza sembrado por el soberano. Sería un mal ejemplo dado a su sucesor. Cuanto más grave sea el caso, tanto mayor será la con­ fianza inspirada por el monarca en su palabra y en su moderación; tanto mayor será el respeto hacia los po­ deres intermedios, si les deja la decisión. CXXVII. Uno de nuestros embajadores en la Puer­ ta había invitado a comer a un cadí; en plena comida, un emisario se le acerca y le dice una palabra al oído; se levanta, sale, y sólo un cuarto de hora después re­ aparece; el embajador le preguntó por el asunto que había requerido su atención. El cadí le respondió: "Se me había dicho que un panadero vendía el pan corto de peso; fui a la panadería; se pesó el pan; se vio que era corto de peso; el horno estaba al rojo vivo, lo hice coger y meter dentro; asunto concluido” . Acabada la narración, todo el mundo se estremeció. El cadí aña­ dió: "Hacía más de cien años que una cosa asi no se hacía, y no se repetirá hasta pasados otros cien años. Su hurto era un hurto público, que recaía sobre la parte del pueblo en peor condición, la que compra su pan al peso. En vuestro país se castiga en la rueda a quien descerraja la cajafuerte de un financiero, y os asombra ahora que mande quemar a quien roba el CXXVI. * Instruction, an. 512 (Ledieu, pág. 117): “ Hay casos en que el poder debe y puede actuar en toda su plenitud sin ningún peligro para el Estado, pero hay otros en que debe actuar en los limites que se ha puesto a si mismo” .

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pan del pobre. Semejante fechoría es más importante de cuanto no creáis; es demasiado fácil cometerla con impunidad como para no hacer uso de todo el terror del castigo” •. Quien crea leer la historia de la sabiduría de un pueblo en la historia o en la colección de sus leyes, se equivoca de todas todas. Todo se ha previsto, dispues­ to, ordenado, y nada se ha realizado. En los tiempos en que Roma no tenía más que las doce tablas, Roma tenía costumbres. En los tiempos en que fue compila­ do ese enorme y admirable cuerpo de derecho dvil, Roma ya había perdido sus costumbres. CXXVIII. Eso es j usto *, ¿pero qué cabe deducir de ello? I. Que un buen soberano no es más que un fiel administrador. 2. Que un administrador que pide a su dueño más de cuanto no exijan las necesidades de la casa roba a su dueño. 3. Y que en una casa bien orde­ nada no hay ladrones a los que no se pueda y no se deba hacer justicia. Los principios son los justos, ¿pero se tiene el valor de extraer sus consecuencias? CXXIX. No sé cómo están las cosas; son esos hom­ bres disponibles los que matan a los tiranos en los Estados despóticos, y los que encadenan a los pueblos en los Estados libres*. Imaginad que la naturaleza CXXVI1. * Instruction, are 541 (Ledieu, pág. 120): "L a acción de un cieno sultán que ordenó emplear a un panadero, sorprendido en el momento del fraude, era la acción de un tirano que sólo sabia ser justo ofendiendo a la justicia misma” . CXXVIII. • instruction, art. 574 (Ledieu, pág. 123): "Cuántas más necesidades (que un hombre aislado) no tendrá una multitud de hombres reunidos en sociedad dentro de un Estado” . CXXIX. * Instruction, art. 576 (Ledieu, pág. 124): "L a conserva­ ción del Estado en su integridad exige: I. el mantenimiento de la

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junte con una lengua de tierra dos continentes separa* dos por las aguas, Francia e Inglaterra; en ese mismo instante Inglaterra tendrá necesidad de una milicia na­ cional, el soberano será o se convertirá en jefe de dicha milicia; será él quien designe todos los grados, y todos los soldados terminarán siendo otros tantos individuos dispuestos a encadenar, e incluso matar, a sus padres, sus madres, sus conciudadanos, a la primera señal del soberano. Puedo por tanto dirigirme por igual a dés­ potas y pueblos libres, y decirles: “ Vosotros os tamba­ learéis de continuo sobre el trono, vosotros siempre llevaréis cadenas, estaréis continuamente a la merced de un niño insensato o de una bestia feroz, en tanto no sepáis tomar alguna medida razonable contra ese cuer­ po, que se saca de vuestros hogares para armarlo contra vosotros y para someteros". Esto que os digo quizá sea una sugerencia política, pero qué importa. Sé al menos que de haber sido el legislador de América septentrio­ nal, no habría actuado diversamente. Una serie de revoluciones implica siempre un perío­ do en el que sería deseable que todos los súbditos de un imperio hubiesen sido educados como si debieran ser soldados. Después de dos o tres grandes batallas perdidas, un Estado queda desguarnecido en sus de­ fensas. No ocurriría así de convertir el arte de la guerra en una parte de la educación nacional. ¿Qué potencia osaría atacar una sociedad cuyos defensores se regene­ ran constantemente? Ahora bien, en un país en el que todos los hombres son soldados, el estado militar, com­ prendiendo a toda la nación, pertenece necesariamente defensa, es decir, de las tropas de tierra y mar, de las fortalezas, de la artillería y de todo lo necesario al respecto".

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a la nación. De ese modo, ni la nación puede usarlo contra su jefe ni el soberano puede usarlo contra la nación. La nación es libre, y lo es para siempre. Se acabó el problema de la milicia nacional permanente. Ni el mantenimiento de tal milicia nacional perma­ nente supondrá ya el agotamiento de las demás capas sociales. Ni habrá que tomar más precauciones para crear una reserva con un número suficiente de hombres disponibles. Serán por condición como deben ser: todos disponi­ bles, cuando el bien de todos esté en peligro; esta dis­ ponibilidad obstaculizará de vez en cuando sus funcio­ nes civiles, pero nada es más justo. Si a pesar de ello se advierte la necesidad de un cuerpo de milicia perma­ nente, este cuerpo será mucho menos numeroso; se renovará de continuo, ya que a todos los súbditos del Estado, oficiales y soldados, llegará su turno de ser­ vicio. No me extenderé en la diferencia que separa a esta nación de todas las demás, tal y como hoy son; en la diferencia entre esta milicia y la familia que por do­ quier existe, sino que sólo la consideraré en relación a la libertad pública. Hecho esto, elegid la especie de gobierno que consideréis conveniente, y seréis libres si tenéis dos hábitos, el hábito de magistrado, el hábito de médico, el hábito de comerciante y el hábito de soldado. Es éste el que llevaréis puesto cuando hagáis vuestras amonestaciones, en buen orden, el sable en el flanco, el fusil con la bayoneta calada sobre el hombro. Serán escuchadas, porque serán hechas a boca de jarro. Tomad por modelo a los suizos, y seréis tan libres como ellos. CXXX. Quien se contenta con no hacer el mal,

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prefiriendo al placer de hacer el bien público el de satisfacer su inclinación o su capricho *. Eso no es así; no hay que decir: quien se contenta con no hacer el mal; sino que se habría de decir: quien se contenta con no hacer el mayor bien, prefiriendo conciliar el bien público con su satisfacción particular. Quien manda construir un suntuoso y armónico edificio, emplea los materiales y a los hombres del país; embellece la na­ ción; esos embellecimientos atraen y hacen quedarse a los extranjeros, que se dejan sumas inmensas en la ciudad, puesto que quienes viajan son normalmente hombres poderosos con amplios cortejos a su séquito. Quitad a la Italia actual sus palacios, sus ruinas y sus cuadros, y la hundiréis en la más absoluta miseria. Es el fasto de la antigua Roma lo que sostiene, a expensas de todas las naciones, la Roma moderna. Colbert gastó millones en un carrusel, que rindió el doble o el triple del gasto. Se podrían haber hecho en oro cien veces la Venus de Médicis y el Apolo del Belvedere, si se hubie­ sen empleado así todo lo que han costado a los curio­ sos. Habría una capa de medio pie de oro sobre los cuadros de Rafael, si se les hubiese cubierto con el que ingleses, franceses y alemanes dejaron en torno a esas obras maestras. Elévese a la naturaleza, en lugar de esa casucha que encierra la historia natural al final de la calle Saint-Marceau *, un asilo o un sepulcro digno de ella, y después de eso estaréis en grado de relacionar gasto y producto: con ese principio de los economistas, nuestras casas estarían cubiertas de esteras, y las dudaCXXX. * Según Vemifcre, la frase en cursiva no se corresponde con ningún articulo de la Instiuction, aunque habría que relacionar­ la con los arts. S78 y 579 de la misma.

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des llenas de cabañas rodeadas de sólidas fortificacio­ nes. Empero, la manufactura de los Gobelin cuesta más a nuestros vecinos que a nosotros. Si los músicos italianos resultan ruinosos, no es así para Italia, y na­ die aconsejará cerrar la puerta del Conservatorio en Nápoles. No es al construir una ópera como se comete una tontería, sino al levantar un edificio pobre y es­ cuálido que no atrae ninguna mirada. Doy mi total aprobación a que se construya un teatro, pero si tal teatro no fuera comparable al antiguo Coliseo, no ren­ dirá nada. Sería dinero sin ningún interés. Cuando las bellas artes, la elocuencia, la historia, la poesía, la pintura, la escultura, la arquitectura se vean estimula­ das por la riqueza nacional, producirán grandes obras; cuando todas concurran a celebrar las virtudes y los talentos, harán que la nación mejore. Un buen ciuda­ dano es aquél que hace el bien; un excelente ciudadano es aquél que hace el mayor bien; y si el mayor bien consiste en invertir todo lo superfluo en la reproduc­ ción, confieso que no me gustaría vivir en una tal sociedad, y que si habitara lejos de ella no me vendría ninguna tentación de visitarla. Con el bienestar, el interés por las comodidades aumenta; poco a poco ese interés se convierte en atenta búsqueda; en el camino produce obras bellas y no exentas de utilidad. Pues lo bello no se escinde de lo útil. No quiero yo interrumpir ese proceso. Si la reproducción es el limite de lo útil, y si no se puede sobrepasar tal límite sin que deje de serlo, todas las matemáticas se reducen a cuatro pági­ nas, toda la mecánica a seis proposiciones, toda la hidraúlica a dos experiencias, toda la astronomía a nada, toda la física al estudio de los abonos, toda cien­ cia a la economía política y doméstica; todas las bellas

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artes, o son suprimidas o reducidas a la grosería china, todas las manufacturas limitadas a la elaboración de materias de primera necesidad. Estas visiones, seguidas con buena lógica hasta sus últimas consecuencias, han puesto al nombre de Rousseau a cuatro patas y al de los economistas al extremo del arado. Y ello porque esa buena gente lo más que ha visto ha sido el remate de su campanario. Estos últimos se han olvidado de uno de sus grandes principios, a saber, que cuando por lo demás todo está bien ordenado, las cosas se equilibran por si mismas. Regulad adecuadamente tres o cuatro puntos importantes, y confiad el resto al inte­ rés y al gusto de los particulares, y sobre todo poned cuidado en no tomar la causa por el efecto o el efecto por la causa. No son las bellas artes lo que han co­ rrompido las costumbres; no son las ciencias lo que han depravado a los hombres. Estudiad con atención la historia y comprobaréis lo contrario: la corrupción de las costumbres, debida a causas siempre diferentes, ha traído consigo la corrupción del gusto, la degrada­ ción de las bellas artes, el desprecio de las ciencias, la ignorancia, la imbecilidad y la barbarie; no aquélla de la que la nación había salido, sino una barbarie de la que nunca saldrá. La primera es la de un pueblo que aún no ha abierto los ojos; la segunda, la de un pueblo al que le han sacado los ojos. CXXXI. Las observaciones sobre este artículo tien­ den a reducir lodos los impuestos a uno solo: el im­ puesto territorial. Debo confesar que aún no tengo ideas claras sobre tan importante punto *. CXXXI. *E I art. 582 de la Instmction dice solamente: "{Para qué objetos hay que establecer los impuestos?" (Ledieu, pág. 127).

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Sólo digo, 1. Que esta especulación, si el impuesto no se percibe en especie, exige operaciones largas y difíciles, y sin embargo preliminares, un catastro ge­ neral; ¿cómo se hace un catastro general? Por ejemplo, de Francia. ¿Cómo hacerlo lo bastante aproximado para que pueda servir de base al impuesto? Y aun así, se hallaría sometido a perpetuas vicisitudes. 2. El im­ puesto único y territorial concede al soberano un titulo de copropietario general; lo que me espanta para los tiempos venideros. 3 Dicho medio entraña un perfecto conocimiento de todos los recursos de los súbditos; y no me molestaría que hubiesen muchas riquezas su­ mergidas. Quien no calcule veinte soberanos malos por uno bueno, hace mal sus cálculos. Toda especula­ ción política debe subordinarse a las leyes de la natu­ raleza; sin lo que podrá parecer ventajosa inicialmente, pero resultaría funesta durante una serie de siglos. CXXXII. Todo eso está muy bien*. Es evidente que ni la modalidad del impuesto ni su distribución deben ser arbitrarias, ni por parte del fisco ni por parte del contribuyente. Pero cómo asegurarse contra el arbitrio de un fisco, avaro o ávido, y provisto con cuatrocientas mil manos para acaparar y otros tantos brazos para matar. Al fi­ nal, el problema es siempre el mismo: cómo limitar la autoridad soberana. El impuesto único es el más funesto de todos si no se aplica a todos por igual. Reducid a esta condición, si podéis, a los grandes, los nobles, los militares, los ma­ gistrados y los eclesiásticos. Le estoy hablando a un CXXXII. •Instruction, an. 583 (Ledieu, pág. 128): "¿Cómo vol­ ver los (impuestos) menos onerosos para el pueblo?"

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francés, probad a reducir todas las condiciones a una sola. Una de las ventajas de la multiplicidad de los im­ puestos, tal y como se da entre nosotros, es que aunque agobiado por un lado, estoy aliviado por el otro. Y es que de vez en cuando algunos de estos impuestos es suprimido, y a veces es el que más me dañaba el que se extingue de golpe. Por lo demás, no es posible intervenir sobre el im­ puesto único sin llevar momentáneamente la desespe­ ración a la nación. ¿Hay que exponer a un loco a semejante locura? Con un trazo de pluma se ve hasta dónde puede llevarse el impuesto único. ¿Se debe, se puede autorizar a un tirano a llevarnos hasta esa línea de demarcación sin que ello nos afecte? Dadme garan­ tías sobre una larga generación de reyes sabios y daré mi consentimiento a un impuesto único. Si no podéis, permitidme que reflexione al respecto y que desconfíe de tan atractiva especulación. Hay lo mejor en relación con la cosa, y lo mejor en relación con las personas y los lugares. El impuesto territorial o directo es ciertamente el mejor referido a la cosa. ¿Pero es el mejor relativo a las personas, bajo un gobierno hereditario en el que el trono puede pasar a un niño déspota y malvado? El impuesto único y directo se lleva de maravilla con la pura democracia. ¿Pasa igual con la monar­ quía? ¿Y con las otras formas de gobierno? CXXXIII. Evitar siempre el monopolio*. Creo que no debe hacerse ninguna ley que prohíba el mo­ nopolio. Un particular tiene derecho a comprar todo CXXXIII.

* Instruction, an. 590 (Ledieu. pág. 129).

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el grano de una provincia de poder hacerlo. El mono­ polio sólo en dos circunstancias es peligroso. La pri­ mera, cuando es el soberano el monopolista. La se­ gunda, cuando deviene privilegio exclusivo de algún particular que goza de protección. Toda esa retahila de privilegios exclusivos y de monopolios es cierta; supone una gran plaga. El caso más favorable para el privilegio exclusivo es el del inventor que ha gastado por entero su fortuna y su vida en la búsqueda de su invento; en ese caso es completamente obligatorio que la sociedad compre el invento. Problema: ¿debe una nación hacer público un in­ vento útil descubierto por ella? CXXXIV. Ha quedado claramente demostrado lo arbitrario de un impuesto sobre las personas y sobre las cosas comerciables. Pero me parece que apenas si se ha rozado el tema de la imposición sobre el consumo. El consumo es un impuesto: 1. Libre. 2. Bastante equitativo, pues se consume en proporción a la fortuna que se posee. 3. Muy general, porque se extiende a todo tipo de riquezas; el hombre de negocios está so­ metido a él. No pretendo defender el impuesto sobre el consumo, pero hubiera deseado que se me hubiese ex­ plicado mejor la injusticia, y sobre todo la influencia que ejerce sobre la condición del campesino. CXXXV. Suprimir todo obstáculo a la circulación interior y a los intercambios exteriores*. Proteger el comercio, favorecerlo sin intervenir en él; nunca un soberano entenderá tan bien los intereses del comercio como el comerciante. El precio de los productos se CXXXV. * La ¡nstruction trata del comercio interno en los arts. 607 y 608 (Ledieu, pág. 131). 12

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establece por si mismo. La agricultura, la población y el comercio se reequilibran entre sí; su decadencia y su prosperidad son consecuencia de una sola y misma causa. No dar puntapiés a la colmena, dejar trabajar en paz a las abejas. CXXXVI. No sé si la distinción entre comerciante nacional y nación está bien fundada. Con el actual sistema impositivo es evidente, me parece, que o gana el fisco o ganan los contribuyentes. En todo sistema impositivo me parece que el comerciante rico beba, coma, venda, compre, haga construir, pueble, etc., y que bajo todos esos aspectos su riqueza se confunda con la riqueza nacional. CXXXVII. En mi opinión, una nación podría en­ riquecerse con el comercio sólo si: 1. No le falta nada; 2. Posee en exclusiva frente a las demás naciones un producto que ella sola comercia; 3. Lo posee en una cantidad superior a la que consume *. Corolario obligado de esta ventaja será que toda la industria se concentrará en esa mercancía única, y li­ mitará su trabajo y sus esfuerzos en las demás activida­ des al mínimo necesario. Un caso que no es fruto de la imaginación es que llegue a descuidar completamente un ramo de la producción si los esfuerzos concentrados en la producción única le resultaran más rentables que los esfuerzos repartidos. Una cabeza capaz de abarcar la totalidad de las rela­ ciones de intercambio de unas naciones con otras sa­ bría en cada momento el precio real de cualquier cosa. CXXXVII. • Instruclion, ari. 613 (Ledieu, pág. ISI): "Un comer­ cio bien regulado y cuidadosamente administrado lo vivifica todo, lo sostiene todo...”

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Esta parte del globo no es más que un grande y vasto mercado donde tiene lugar a la grande lo mismo que en pequeño sucede en la feria de una fiesta religiosa. Se trata de combinar estos únicos tres elementos: la cantidad de mercancías, mayor o menor; el número, mayor o menor, de vendedores; y el número, mayor o menor, de compradores, dos tipos de competencias opuestas. Igual que hay una posesión nacional de mercancías exclusivas, también hay una posición de industria ex­ clusiva. O carecéis de ciertos productos y los necesitáis, o los tenéis y no sabéis elaborarlos, y es como si los necesitárais. O los elaboráis peor que la nación vecina, lo que es también una desventaja; casi que sería como si vuestro suelo la produjera de peor calidad. CXXXVIII. Todo representa al dinero, como el di­ nero representa todo •. La idea de considerar el dinero como una señal intermediaria que circula entre dos consumidores es muy justa: tanto que hay sacas de dinero que han pasado por mil manos en tres o cuatro años, y que aún pasarán en el mismo tiempo por otras tantas manos sin que nadie las abra. Os doy lo que os falta; vos me dáis una señal o una garantía de que otro me dará lo que me falta. CXXXIX. La hierba crece en el prado mientras que el escudo permanece siempre igual en mi bolsa. Si empleo mi escudo, ¿lo emplearé en comprar hierba? CXXVIII. * Instruction, art. 633 (Ledieu, pág. 136): "Obsérvame» aquí que el oro y la plata, que a veces son mercancías y a veces signe» representativos de todo lo que puede ser intercambiado, provienen o de las minas o del comercio".

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La hierba comprada perece; y la hierba sigue creciendo en el prado. A la larga, la mata de hierba que no deja nunca de crecer en el prado vale más que el escudo. Pero la hierba no crece sin trabajo, sin gasto, en el prado, y el hombre inteligente se trabaja su escudo. Cada uno tiene sus gastos de cultivo y su producto neto. La sola diferencia entre ambos es que la hierba alimenta, y en cambio no podría comerse su escudo. La hierba va a buscar al escudo; el escudo viene a la búsqueda de la hierba. La lluvia, la sequía, el granizo han puesto casi todas estas formas de riqueza al mismo nivel; raramente la penuria será general en todas las provincias de Francia. Más raro aún será que haya en toda Europa un sólo país a donde el escudo holandés no pueda dirigirse en búsqueda de la abundancia. El escudo, bien oculto en el surco, es invertido en un juego de azar en el que se está casi seguro de obtener pingües ganancias. El escudo, invertido en el comer­ cio, presenta riesgos e ingresos más o menos conside­ rables. De todas las mercancías el escudo es la que se conserva por más tiempo sin deteriorarse. El escudo que reposa no produce nada, ni la tierra tampoco. El escudo puede dar beneficios todo el año sin gastos. La tierra sólo rinde durante un período, y cuesta siempre. Con el actual estado de cosas un particular puede decir con plena cordura: "Dadme tierra o escudos, para mí es lo mismo’’. Pero lo que es verdadero para su bolsa sería falso para un país. El país agrícola tiene la cosa; el país pecuniario tiene sólo el signo. El país agrícola puede prescindir del signo, pero el pecuniario no puede prescindir de la cosa. Con el tiempo, el país agrícola tendrá el signo y la cosa; y el país pecuniario no tendrá ya nada. Pero cuando el país agrícola tenga

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la cosa y el signo, y al pecuniario no quede nada, ¿a qué servirá el signo para el país agrícola? A bien poco. Hasta podría tirar la mitad al mar sin que ello la empobreciera o la dañara. ¿Qué hacen pues quienes explotan las minas de Perú? Aumentan sin descanso la cantidad del signo; sus trabajos son siempre los mismos; y el signo que multiplican pierde su valor a medida que se multipli­ ca. Si fueran dueños de multiplicarlo a discreción, aca­ barían con su uso. Ya no tendrían nada; y hubieran reconducido los intercambios a su primitiva confu­ sión. Insensatos, tenemos ya oro y plata o signos de sobra; cerrad vuestras minas y trabajad. CXL. Hago una compra, y por la cosa comprada, pago veinticinco luises. No tengo dinero, y en lugar de veinticinco luises doy un efecto cualquiera del mismo valor. Es lo mismo; y mis veinticinco luises y mi efecto son igualmente una garantía para el vendedor de poder adquirir lo que le falta; y es en este sentido, mucho más amplio que el del artículo 634 *, que el oro o la plata son o materias en bruto o mercancías elaboradas. CXLI. Me resultaría intolerable que un soberano tuviese bienes demaniales propios*. 1. Esos bienes demaniales son siempre mal administrados; entrañan más gastos y reportan menos beneficios. 2. Exentos de CXL. * Instruction, art. 6S4 (Ledieu, pág. 138): "El oro y la plata pueden ser considerados bien como materias primas, bien como productos fabricados". CXLI. * Instruction, an. 625 (Ledieu, págs. 134-135): "L as rique­ zas del soberano son, o simplemente señoriales, en tamo que ciertas tierras o efectos le pertenecen a titulo de señor particular, o riquezas del soberano que posee, a causa de ese título recibido de Dios, todo lo que conforma el tesoro público” .

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impuestos, se sobrecarga al pueblo con el fardo que aquéllos no soportan. 3. Están todos dados en conce­ sión, y un concesionario es un hombre que se guarda bien de mejorar un fundo que no es suyo, y que hace todo lo que puede por sacarle el máximo beneficio mientras está bajo su posesión, haciendo estragos en él. ¿Por qué no alienarlo? El fundo se destinaría a proveer a las necesidades del Estado; si el Estado no tuviera deudas que pagar, gastaría menos. Tales bienes demaniales rendirían más; serían constantemente me­ jorados, y contribuirían al fisco en razón de su valor. En cuanto a los bienes que designaré con el nombre de patrimonio de la soberanía, cuanto menos considera­ bles sean mejor será. Un buen rey no tiene nada. A medida que su riqueza aumenta, aumenta la pobreza de sus súbditos; y cuanto más pobre sea él, más ricos serán los súbditos. Es un mal rey aquél que tiene un interés separado del interés de su pueblo. CXLII. En este parágrafo no hay de lo que busco; en él se habla de las rentas del rey *. El rey carece de rentas. Pero está a la cabeza de una numerosa familia que tiene sus necesidades, y es el administrador de fondos destinados a satisfacerlas. Empleados esos fon­ dos y las necesidades satisfechas, el resultado es cero. Entre estas necesidades incluyo los gastos de su casa. Los gastos de su casa serán muy módicos, si llega a tener en cuenta que se hacen a expensas de otro. No conozco nada tan razonable como la respuesta de un cortesano a su soberano, el cual le hacía notar que CXLII. • Instruction, art. 628 (Ledieu, pág. 135): “ Las rentas que pertenecen al soberano son asimismo de dos tipos: o son suyas a titulo de señor público o bien a causa de la corona” .

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vestía mejor que él. "N i más ni menos que como debe ser, repuso el cortesano. —¿Y ello por qué? —Porque soy yo quien paga mis hábitos y los vuestros” . La tiranía nace del prejuicio según el cual el pueblo está hecho para el soberano; la disipación y al fasto son consecuencia del prejuicio que es el dueño de la casa, de la que no es más que el ecónomo y el adminis­ trador. CXLIII. Le llega el turno a la usura. Si una nación no tuviese ningún comercio con las naciones circundantes, le sería casi indiferente tener mucho o poco dinero. £1 mundo no es pues más rico que antes de la apertura de las minas de Perú. Hay más plata en el mercado internacional, pero qué importa. Pero en este gran mercado internacional en el que todo se vende, y en el que vendedores y compradores son de diversas naciones, entre las que la garantía o la señal de los intercambios está desigulamente repartida, hay compradores que pueden más o menos fácilmente adquirir, permaneciendo todo lo demás igual. Lo que acabo de decir sobre la feria internacional o mercado común de todas las naciones, puedo decirlo de la feria o del mercado particular de una sola. En este mercado, la señal de los intercambios es más o menos común. La señal de los intercambios está más o menos repartida. ¿Cómo es posible entonces asignar un precio constante y fijo a esa señal de los intercam­ bios? Sobre todo cuando se tiene en cuenta el partido que cada uno puede sacar de su condición. Así pues, el fijar un precio al dinero es una opera­ ción tan ridicula como la de fijárselo a los pepinos. El dinero es una mercancía que, al igual que las demás, hay que abandonar a sí misma; mil accidentes diversos

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le harán subir o bajar de precio; y todo intento por legislar al respecto es absurdo y nocivo. La competencia general que nacería de una libertad ilimitada de comerciar produciría inevitablemente una reducción en el interés del dinero. Los préstamos rui­ nosos a los que se quiere remediar serían menos fre­ cuentes, no teniendo el prestatario que pagar más que el dinero recibido en préstamo; mientras que, actual­ mente, hay que añadir el precio que el usurero pone a su conciencia, a su honor, y al peligro de una acción ilícita, precio tanto más alto cuanto menor es el núme­ ro de usureros y más rigurosamente observada la ley prohibitiva. La ley del interés es injusta —y toda ley injusta sólo puede ser mala—, pues disminuyendo la competencia entre los vendedores, encarece el objeto en venta. La ley contra la usura es apta para crear usureros, para los que llega a convertirse en un privilegio exclu­ sivo del comercio de dinero, si quieren arriesgar la infamia. La ley contra la usura acelera la ruina de los locos al disminuir el número de individuos a los que pueden dirigirse; es necesario que paguen la cosa y el peligro. Puesto que todo representa al dinero, y no hay nin­ guna ley sobre el precio de las demás mercancías, a despecho del legislador o de su consenso, la usura se practica en otros cien modos diferentes y con frecuen­ cia mucho más peligrosos. No se compra dinero, pero se compra terciopelo, con el que se hace dinero. La ley contra la usura es vana, porque no hay usurero, por torpe que sea, que no pueda eludirla. El precio del dinero en cuanto metal es variable, el precio del dinero como señal y garantía de los ínter-

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cambios también lo es, tanto en relación al vendedor como en relación al comprador. Si para una nación autárquica resulta indiferente poseer mucho o ningún dinero, no es asi para una nación que comercia con las que la rodean. No se si la superabundancia de dinero, que pone la mano de obra a un precio exorbitante, termina o no por destruir las propias manufacturas; pues las manu­ facturas se sostienen por el trabajo. Ahora bien, ¿cómo se logrará que las manufacturas de un país trabajen igualmente, si yo puedo obtener a un precio mucho más bajo las cosas fabricadas por mi vecino, tanto si la ley permite su importación como si no? ¿Pues cuál es la consecuencia de tal prohibición? El contrabando, que dura mientras el peligro que corre el contrabandista no iguala el precio de la mercancía importada con el de la mercancía del país. Hasta el presente no es que haya visto precisamente mucha uti­ lidad a las leyes que prohíben el comercio, incluido el de materias no elaboradas. En cambio, desventajas si que hay dos evidentes. El contrabandista nacional es un hombre improductivo. Los hombres utilizados en impedir el contrabando son otros tantos hombres im­ productivos. CXLIV. Que el total de la renta no supere el gasto, y a la inversa: una y otra cosa son igualmente esencia­ les*. CXLV. Conclusión. Veo en la Instrucción de Su Majestad Imperial el proyecto de un código excelente; pero ni una sola paCXLIV. • tnstruction, ari. 653 (Ledieu, pág. 139): “ Que el loul del gasto, si es posible, no sobrepase la renta".

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labra sobre el modo de asegurar la estabilidad de dicho código. Veo allí abdicado el nombre de déspota; pero conservada la cosa, pero el despotismo llamado mo­ narquía. No veo que se proyecte ninguna disposición para la liberación del cuerpo de la nación; y sin embargo, sin liberación o sin libertad, ninguna propiedad; sin pro­ piedad, ninguna agricultura; sin agricultura, ninguna fuerza, ninguna grandeza, ninguna riqueza, ninguna prosperidad. Pero la Emperatriz tiene una gran alma, penetra­ ción, inteligencia, y vasto genio; y las cualidades de la justicia, la bondad, la paciencia y la firmeza. Y, por servirme de sus propias palabras, al árbol que no pue­ de derribar cogiéndolo por el pecho, lo hacer caer ta­ lándole poco a poco las raíces; es magnífica sin ser pródiga; goza de una salud excelente; tiene cuarenta y cuatro años, y me ha dicho, prometido, que vivirá hasta los ochenta. No hay nada que no se consiga con el tiempo y con ese maridaje tan infrecuente de exce­ lentes cualidades. Es imposible que las instituciones educativas, y las otras, si perduran, no cambien la faz de su imperio. Se iba hasta Lacedemonia para ver el modo en que allí se educaba la juventud; no desespero que un día se viaje hasta Rusia por idéntico motivo. Y quiera Dios que acabe lo antes posible y con gloria su guerrra contra los turcos. La muerte de cien turcos no compensa la sangre de un solo ruso; y todos los laureles de la guerra no resarcirán nunca a su imperio de la pérdida de un año de su reinado.

FRAGM ENTOS PO LITICO S

Refutación de Helvétius I.

Reformismo o Revolución

L a nación (francesa) es hoy el hazmerreír de Europa. Ninguna crisis saludable le devolverá la libertad; será por consunción por lo que perezca. L a conquista es el único remedio para sus desgracias; y es el azar y las circunstancias lo que deciden sobre la eficacia de un tal remedio. La experiencia actual prueba lo contrario. Basta con que las personas honestas que actualmente ocupan los cargos más importantes del Estado permanezcan en ellos por sólo diez años para que todas nuestras des* gracias encuentren reparación. El restablecimiento de la antigua magistratura nos ha devuelto el tiempo de la libertad. Hemos visto durante mucho tiempo el brazo del hombre luchar contra el brazo de la naturaleza; pero los brazos del hombre se cansan, los de la naturaleza no. Un reino como éste es perfectamente paragonable a una gran campana que repica. Una larga fila de niños estúpidos tiran de la cuerda intentando con todas sus fuerzas detener la campana, de la que paulatinamente

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hacen disminuir sus oscilaciones; pero más tarde o más temprano surge un brazo vigoroso que le restituye todo su movimiento. La naturaleza ha puesto límites al sufrimiento de los pueblos, sin importar el gobierno bajo el que se hallen. Más allá de tales límites se encuentra o la muer­ te, o la fuga, o la revuelta. Es necesario devolver a la tierra una parte de la riqueza que se obtiene de ella; el agricultor y el propietario tienen que vivir. Este orden de cosas es eterno: el déspota más inepto, o el más feroz, no podrían infringirlo. Escribía antes de la muerte de Luis XV: "Este prefa­ cio es audaz: el autor declara en él sin ambages que nuestros males son incurables. Y quizá yo hubiera com­ partido su opinión si el monarca reinante fuera jo ­ ven” . En alguna ocasión se me preguntó acerca del modo en que en un pueblo corrompido podrían restablecerse las costumbres. Respondí: De la misma manera que Medea devolvió la juventud a su padre: cortándolo en pedazos y haciéndolo hervir... En aquel entonces, esta respuesta no estaba muy fuera de lugar. II.

Cuestión social

He leído este capítulo con el máximo placer; no tengo fuerzas para contradecirlo en su forma, pero me temo que contenga algo más de poesía que de verdad. Tendría más confianza en las delicias de la jomada de un carpintero, si fuera un carpintero quien me habla­ ra, y no un recaudador de impuestos, cuyos brazos nunca han conocido la dureza de la madera ni la pe­

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santez del hacha. Ese feliz carpintero, lo veo enjugar el sudor de su frente, poner sus manos en la cintura y aliviar mediante el reposo la fatiga de sus riñones, jadear a cada instante, medir con su compás el espesor de la viga. Quizá sea muy dulce ser carpintero o cante­ ro, pero francamente esa felicidad yo no la quiero, ni siquiera con la agradable idea, a cada golpe de hacha o de sierra, de la paga que me esperaría al final de la jomada. Todos los trabajos alivian igualmente del aburri­ miento, pero no todos son iguales. No me gustan aqué­ llos que conducen rápidamente a la vejez, aun cuando no son ni los menos útiles, ni los menos comunes, ni los mejor recompensados. El cansancio es tal que el trabajador es mucho más sensible al cese de su trabajo que a la ventaja de su salario: no es su recompensa sino la duración y la amplitud de su faena el objeto de sus pensamientos durante la entera jornada. La palabra que se le escapa cuando el caer de la tarde le arrebata la laya de las manos no es: “ Me voy ya a por mi dinero...” , sino: "Se acabó por hoy” . ¿ Y creéis que cuando vuelve a casa tiene prisa por arrojarse en brazos de su mujer? ¿Creéis que pueda ser tan ardiente como tin ocioso entre los brazos de su amante? Casi todos los hijos de tales personas se con­ ciben durante la mañana de un domingo o de una fiesta. He tenido, sin embargo, una experiencia que paso a contar: que cada uno saque las consecuencias que quiera. Volvía por el bosque de Bolonia con un amigo. El cual me dijo: “ Nos toparemos con las carrozas que van a Versalles; apuesto a que no veremos ningún

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rostro sereno en ninguna...” Y en efecto, todos tenían o la cabeza inclinada sobre el pecho, o el cuerpo tirado en un ángulo de su carruaje, con un aire más ido y cariacontecido de lo que sabría reflejar. Pero eso no es todo: porque algunos de estos infelices que se dedican a labrar la piedra a lo largo de las orillas de los ríos cantaban, en tanto hincaban el diente con apetito a un mendrugo de pan moreno. Y bien, me diréis, ¿estaba este último más contento que el primero? Si, en ese momento en concreto, en aquel día concreto, puede ser. Pero aquí no se habla ni de un momento ni de un día. El cantero labraba la piedra todos los días sin cantar todos los días. El cortesano no se pasaba todo el día en el camino de Versalles, no iba allí todos los días, y no estaba siempre triste, sea que fuese o que volviese. Si el cantero ha sentido menos dolor por una vena de piedra durísima que el cortesano ante la distracción del monarca o el ceño fruncido de su ministro, una mirada del monarca, una palabra favorable de su mi­ nistro ha hecho al cortesano más feliz de cuanto haya podido serlo el cantero ante una vena blanda de la piedra, que disminuía su fatiga y abreviaba su trabajo. Por otro lado, no creo que ese señor al que se priva del soberano placer de cenar en los pequeños aparta­ mentos se halle igualmente satisfecho en su mesa o en la de sus amigos a pesar de la delicadeza de los manja­ res y la variedad de los más exquisitos vinos, que el cantero, de vuelta del trabajo a su choza, con su cántaro de agua o su jarra de pésima cerveza, al lado de su mujer y sus hijos. Pero si el primero es infeliz, ello se debe a su mala cabeza; en tanto que la religión, el hábito de la miseria

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y del trabajo, con el mejor discernimiento, apenas si bastan al otro a reconciliarlo con su estado. En (in, Helvétius, cuál de los dos preferiríais ser, el cortesano o el cantero. Cantero, me diréis. Empero, antes de acabar el día ya estaríais harto de la sierra, que deberíais retomar al día siguiente; mientras que pronto hubierais mandado a hacer gárgaras al monarca, a su ministro y a toda la corte, caso de no estar contento con vuestro papel de cortesano. Creedme, ocho o diez horas de sierra pronto os ha­ rían echar de menos los fastidios de l'Oeil-de-Boeuf. Sé perfectamente que cada condición tiene sus des­ ventajas. Leía a los quince años, los releía a los treinta, en Horacio, que sólo sentimos de verdad las de la nues­ tra, y me reía del abogado que envidia la suerte del agricultor, y del agricultor que envidia la suerte del comerciante, y del comerciante que envidia la suerte del soldado, y del soldado que maldice y truena contra los peligros de su oficio, la pequeñez de su paga y la dureza de su caporal o de su capitán; ante todo eso, yo me prefiero cómodamente recostado en mi sillón, las cortinas echadas, mi gorro calado hasta los ojos, ocu­ pado en descomponer ideas, que calentando el cemen­ to, aunque no pueda comparar la reprimenda del en­ cargado con la sátira del critico roído por la envidia y lleno de mala fe. Ciertamente, un silbido en el teatro causa más daño a un autor que diez bastonazos a un obrero manual perezoso o torpe; pero al cabo de ocho días, el autor pitado ya ni se acuerda, mientras el yeso pesa todos los días lo mismo sobre los corvos hombros del que lleva la artesa.

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DIDEROT

El aburrimiento es un mal casi tan temible como la indigencia. Hete aquí el discurso de un hombre rico que nunca ha visto peligrar su cena. Por la preferencia que Helvétius da a la condición del esclavo sobre la del amo, veo que él ha sido un amo bueno, y que ignora la brutalidad, la dureza, las ma­ nías, la extravagancia, el despotismo de la mayoría de los demás. Servir es la última de las condiciones, y sólo la pereza o cualquier otro vicio lleva a dudar entre la librea y las banastas. Puesto que si teniendo hombros fuertes y piernas vigorosas han preferido vaciar una silla aguje­ reada a cargar con un fardo, ello se debe a la vileza de su alma. No es pues el alto número de criados, sino los po­ quísimos buenos que hay, lo que debe causar asom­ bro. Ibid.—Todas las reflexiones que se presentan en esta página y la siguiente, las reduciré a una, a saber: que hay demasiadas actividades en la sociedad que matan de cansancio, que agotan rápidamente las fuerzas y que acortan la vida: y que sea cual fuere el salario que paguéis por el trabajo, no podréis impedir ni la fre­ cuencia, ni la justicia del trabajador. ¿Os ha pasado alguna vez por la mente la cantidad de personas desgraciadas a las que la explotación de las minas, la preparación de la cal de cerusa, el trans­ porte de la madera por los ríos, el cavado de zanjas, causan enfermedades espantosas y dan muerte? Son sólo los horrores de la miseria y el embruteci­ miento lo que pueden reducir al hombre a semejantes

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trabajos. |Ah, Jean-Jacques, qué defensa u n mala la vuestra del esudo salvaje frente al esudo social! Sí, el apetito del rico no difiere del apetito del pobre; incluso considero el apetito de éste mucho más vivo y auténtico; pero en favor de la salud y de la felicidad de uno y otro, quizá seria menester que el pobre siguiera el régimen del rico y el rico el régimen del pobre. Es el ocioso quien se ceba con suculentos platos, es el hom­ bre que fatiga el que bebe agua y come pan, y los dos perecen con anterioridad a los términos fijados por la naturaleza, el uno de indigestión y el otro de inanición. Quien no hace nada es el que se sacia con largos tragos del vino generoso que repararía las fuerzas del que trabaja. Si el pobre y el rico fueran igualmente laboriosos y frugales, no todo estaría compensado entre ellos. La diferencia en los alimentos y en los trabajos, entre ali­ mentos pobres y suculentos, entre trabajos moderados y continuos, bastaría para introducir una gran dife­ rencia en la duración media de sus vidas. Renunciad a los metales, o bien consentid que las minas sean nefastas. Las minas de Hartz guardan en sus inmensas pro­ fundidades a millares de hombres que apenas si cono­ cen la luz del sol y raramente alcanzan los treinta años de edad. Es allí donde pueden verse mujeres que han tenido doce maridos. Si cerráis tan vastas tumbas, arruinaréis al Estado y condenaréis a todos los súbditos de Sajonia a morir de hambre o a expatriarse. ]Y cuántas fábricas en la misma Francia, menos nu­ merosas, pero casi igualmente funestas! Cuando paso revista a la multitud y variedad de las

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D1DEROT

causas de la despoblación, me maravilla siempre que el número de nacimientos sobrepase en un diecinue­ veavo el de defunciones. Si en vez de predicarnos la vuelta a la foresta, Rous­ seau se hubiera ocupado de imaginar una suerte de sociedad mitad y mitad civilizada y salvaje, me parece que hubiera sido harto difícil contradecirle. El hombre se ha reunido para luchar con la máxima ventaja contra su enemigo permanente, la naturaleza; pero no se ha contentado con vencerla: ha querido triunfar. Ha encontrado la cabaña más cómoda que el antro, y se ha alojado en una cabaña; muy bien, |pero qué distancia enorme la existente entre la cabaña y el palacio! ¿Está mejor en el palacio que en la cabaña? Lo dudo. [Qué sinfin de fatigas se ha dado para no añadir a su suerte más que cosas superfluas, y compli­ car hasta el infinito la obra de su felicidad! Helvétius ha dicho, con razón, que la felicidad de un opulento era una máquina constantemente necesi­ tada de arreglo. Eso me parece mucho más certero si se aplica a nuestras sociedades. No pienso, como Rous­ seau, que habría que destruirlas siempre que se pudie­ se, pero sí que tengo claro que la operosidad del hom­ bre ha sido llevada demasiado lejos, y que si se hubiese detenido mucho antes y fuese posible simplificar su obra, no por ello estaríamos peor. El caballero de Chastellux ha sabido ver la nítida diferencia que sepa­ ra un reino rutilante de un reino feliz; sería igualmente fácil indicar la diferencia entre una sociedad rutilante y una sociedad feliz. Helvétius ha situado la felicidad del hombre social en la mediocridad; del mismo modo considero que hay un límite en la civilización, un lí­ mite más conforme a la felicidad del hombre en gene­

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ral y más cercano a la condición salvaje de cuanto no se piense; ¿pero cómo volver ahí una vez alejados, cómo permanecer una vez en él? Lo ignoro. |Ay! El estado social se encamina quizá hacia esa perfección funesta de la que gozamos de un modo casi tan nece­ sario a como las canas coronan nuestra vejez. Los an­ tiguos legisladores sólo conocieron el estado salvaje. Un legislador moderno más ilustrado que aquéllos, que fundara una colonia en algún lugar recóndito de la tierra, quizá hallara entre el estado salvaje y nuestro maravilloso estado civil un medio que retardase el pro­ greso del hijo de Prometeo, que lo garantizase del bui­ tre, y que fijase al hombre civil entre la infancia del salvaje y nuestra decrepitud. *

*

*

La condición del obrero que, mediante un trabajo moderado, provee a sus necesidades y a las de su fami­ lia, es de todas las condiciones quizá la más felizToda condición que no permite al hombre caer en­ fermo sin caer en la miseria, es mala. Toda condición que no garantiza al hombre un re­ curso durante el periodo de su vejez, es mala. Si la gente humilde pierde la espantosa perspectiva del hospital, o si la ve sin por ello turbarse, está ya embrutecido. Todo lo que el autor dice en elogio de la mediocri­ dad será desmentido por todos los que padezcan sus inconveniencias.

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III.

DIDF.ROT

A cada uno según su mérito

Ahora bien, hay otra fuente de la desigualdad de las riquezas: la que emana de la desigualdad de las activi­ dades y de la parsimonia de los padres que deben trans­ mitir a sus hijos de vez en cuando riquezas inmensas. Tales fortunas son legítimas, y no veo cómo, con jus­ ticia y en el respecto de la sagrada ley de la propiedad, pueda obviarse esta causa del lujo. Respuesta: que no hay por qué obviar; que las fortunas serán legitima* mente distribuidas cuando la distribución sea propor­ cional a la industria y al trabajo de cada uno; que semejante desigualdad no tendrá efectos molestos —al contrario: hasta será la base de la felicidad pública si se encuentra un medio no digo de degradar, sino de dis­ minuir la importancia del oro; y dicho medio, el único que conozca, es asignar todas las dignidades, todos los cargos del Estado, mediante concurso. En ese caso, un padre opulento dirá a su hijo: “ Hijo mió, si te contentas sólo con castillos, lebreles, mujeres, caballos, con viandas delicadas, vinos exquisitos, los tendrás; pero si ambicionas ser alguien en la sociedad, es ya asunto tuyo, no mió; trabaja por el día, trabaja por la noche, instrúyete, pues toda mi fortuna no bas­ taría para hacer de ti un ujier” . En esa circunstancia, la educación asumirá un gran relieve, y el muchacho advertirá toda su importancia; pues si pregunta por el canciller de Francia ocurrirá que se le mencione a menudo al hijo del carpintero o del sastre de su padre, cuando no al de su zapatero. Si se juzga a los concurrentes en virtud de sus cos­ tumbres y de su inteligencia, si el vicio supone la ex­

e s c r it o s p o l ít ic o s

Sil

clusión de modo tan cierto como la ignorancia, serán las personas honestas y las hábiles las elegidas. No entiendo decir que este método no presente nin­ gún inconveniente, ni que, cualesquiera que sean los jueces del mérito, dejará de haber predilección, espíritu de partido, o cualquier otro tipo de parcialidad; pero sí que hay un pudor que incluso en nuestros días se ha hecho valer ocasionalmente entre los mismos minis­ tros, y no creo que alguien se atreva a preferir un bribón o un necio a un candidato honesto e ilustrado. Lo peor que podría suceder es que, quizá, no siempre ocupara la plaza vacante el candidato más digno. Tan sólo el concurso de méritos a los altos cargos está en condiciones de reducir el oro a su justo valor. En esta hipótesis, me pregunto por el extraño moti­ vo que podría inducir a un padre a atormentarse toda la vida por no acumular más que bienes y no transmi­ tir a su hijo más que los medios de ser un avaro, un disipador o un voluptuoso. Al mismo tiempo que al mérito se rinda mayor ho­ nor, disminuya la avidez y se advierta más intensa­ mente el valor de la educación, las fortunas serán me­ nos desiguales. Esos efectos deseados se encadenan ne­ cesariamente los unos a los otros. La única riqueza verdaderamente deseable es la que satisface todas las necesidades de la vida, y pone a los padres en grado de dar educadores excelentes a sus hijos. Todas las consecuencias de los principios expuestos son fáciles de sacar. Sin buenas costumbres públicas, ningún gusto que pueda considerarse tal; sin instrucción y sin probidad, ningún honor que perseguir. Un soberano puede col­

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DIDEROT

mar a su favorito de riquezas, pero no puede infundirle ni conocimientos ni virtud. IV. Júpiter y Luis XV Me topo aquí con un pasaje citado de Luciano, del cual ni siquiera la primera palabra se encuentra en este autor; pero de Luciano, o de otro, o incluso de mí mismo, no por ello deja de gustarme menos. Júpiter se sienta a la mesa; le toma el pelo a su mujer; dirige palabras equívocas a Venus; mira con ternura a Hebe; da un azotazo a Ganimedes; se hace llenar la copa. Mientras bebe, oye elevarse gritos desde diversas regiones de la tierra: redoblan los gritos, lo que le causa fastidio. Se alza impacientado; abre la trampa de la bóveda celeste y dice: "Peste en Asia, guerra en Europa, hambre en Africa, granizo aquí, una tempestad allá, un volcán...” Acto seguido cierra otra vez la trampa, se sienta de nuevo a la mesa, se embriaga, se acuesta, se duerme: y él llama a eso gober­ nar el mundo. Uno de los representantes de Júpiter en la tierra se levanta, se prepara él mismo el chocolate y el café, firma órdenes sin haberlas leído, ordena una caza, vuelve de la foresta, se desnuda, se sienta a la mesa, se embriaga como Júpiter, o como un mozo de equipajes, se duerme en la misma almohada que su amante: y él llama a eso gobernar su imperio! V.

Democracia

Considero lo que precede sobre el gobierno republi­ cano completamente cierto; pero el gobierno democrá­

ESCRITOS POLITICOS

SIS

tico, presuponiendo el acuerdo de voluntades, y el acuerdo de voluntades, presuponiendo a los hombres reunidos en un espacio bastante limitado, me parece que sólo podría tener lugar en pequeñas repúblicas, y que será siempre precaria la seguridad de la única es­ pecie de sociedad susceptible de ser feliz. No es que deseche las leyes de Licurgo: únicamente las considero incompatibles con un gran Estado o con un Estado donde prevalezca el comercio.

DISCURSO DE UN FILOSOFO A UN REY Sire, si queréis curas no queréis filósofos, y si queréis filósofos no queréis curas; pues siendo la condición de unos la de amigos de la razón y promotores de la cien­ cia, y la de los otros la de enemigos de la razón y fautores de la ignorancia, si los primeros hacen el bien, los segundos hacen el mal; y vos no queréis contempo­ ráneamente el bien y el mal. Tenéis, me decís, filósofos y curas: filósofos que son pobres y poco temibles, curas muy ricos y muy peligrosos. No os cuidáis demasiado de enriquecer a vuestros filósofos, porque la riqueza daña a la filosofía, pero vuestra intención sería la de tenéroslos; y mostráis una clara intención de empobre­ cer a vuestros curas y de desembarazaros de ellos. Os desembarazaréis de ellos, sin duda, y con ellos de todas las mentiras con las que infectan vuestra nación, al empobrecerlos; pues una vez empobrecidos pronto de­ caerán: ¿y quién deseará entrar en un estado sabiendo que le está vedado tanto el adquirir honor como el hacer fortuna? Ahora bien, ¿cómo haréis para que se empobrezcan? Voy a decíroslo. Os guardaréis bien de atentar contra sus privilegios y de intentar ante todo reducirlos a la condición general de vuestros ciudada­ nos. Ello sería injusto y torpe; injusto, porque sus privilegios les pertenecen a ellos como la corona os pertenece a vos; porque los poseen, y si removéis los

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DIDEROT

títulos de su posesión, se removerán los títulos de la vuestra; porque no tenéis nada mejor que haurj que respetar la ley de prescripción, que os es como mínimo tan favorable como a ellos; porque se trata de dones de vuestros ancestros y de los ancestros de vuestros súbdi­ tos: y nada más puro que el don; porque habéis sido admitido al trono sólo con la condición de dejar a cada estado su prerrogativa; porque si faltáis a vuestro jura­ mento respecto a uno de los cuerpos de vuestro reino, ¿qué os impedirá hacer daño a los demás?; porque en ese caso alarmaríais a todos; nada permanecería estable alrededor de vos; quebrantaríais los fundamentos de la propiedad, sin la cual ya no hay ni rey ni súbditos, sino sólo un tirano y sus esclavos. Razón por la cual seríais también torpe. Así pues, ¿qué haréis? Dejar las cosas como están. Vuestro orgulloso clero prefiere mejor acordaros dones gratuitos que pagaros impuestos; pedidle dones gra­ tuitos. Vuestro clero célibe, que apenas si muestra al­ guna preocupación por sus sucesores, no querrá pagar de su bolsillo, sino que pedirá préstamos a vuestros súbditos; tanto mejor, dejad que los pidan; ayudadle a contraer una deuda enorme con el resto de la nación; llegados a ese punto haced algo justo: forzadle a pagar. Sólo podrá pagar enajenando una parte de sus fondos; dichos fondos podrán ser todo lo sacro que quieran, estad seguros que vuestros súbditos no tendrán ningún escrúpulo en echar mano de ellos cuando se vean en la necesidad, o de aceptarlos como pago, o de arruinarse perdiendo su crédito. De este modo, de don gratuito en don gratuito, les haréis contraer una segunda deuda, una tercera, una cuarta, a cuya satisfacción les forzaréis hasta que se vean reducidos a un estado de mediocridad

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o de indigencia que les haga tan despreciables cuanto inútiles son. Sólo de vos y de vuestros sucesores depen­ derá que un día se les vea vestidos de harapos bajo los pórticos de sus suntuosos edificios, ofreciendo rebaja­ dos sus plegarias y sus sacrificios a los pueblos. Pero, me diréis, me quedaré sin religión. Os equivocáis, sire, tendréis siempre una; pues la religión es una planta rampante y vivaz que no perece jamás; no hace más que cambiar de forma. La que resulte de la pobreza y de la degradación de sus miembros será la menos incó­ moda, la menos triste, la más tranquila y la más ino­ cente. Haced contra la superstición reinante lo que hizo Constantino contra el paganismo: arruinó a los curas paganos, y muy pronto en el fondo de sus mag­ níficos templos no se vio más que a una vieja con un pato fatídico echando la buenaventura al más bajo populacho; ante la puerta, más que a. unos miserables, entregados al vicio y a las intrigas amorosas. Un padre habría muerto de vergüenza si hubiese tolerado que un hijo suyo se hubiera hecho cura. Y si os dignáis escucharme, yo seré de todos los filó­ sofos el más peligroso para los curas, pues el más pe­ ligroso de los filósofos es aquél que pone ante los ojos del monarca el elenco de sumas inmensas que esos orgullosos e inútiles holgazanes cuestan a sus Estados; el que le dice, como yo os digo, que tenéis ciento cin­ cuenta mil hombres a los que, vos y vuestros súbditos, pagáis aproximadamente ciento cincuenta mil escudos al día para que hagan los gallitos en un edificio y nos dejen sordos con sus campanas; el que le dice que cien veces al año, a una cierta hora señalada, tales sujetos se dirigen a dieciocho millones de súbditos vuestros, reu­ nidos y dispuestos a creer y a hacer todo lo que se les

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DIDEROT

ordene de parte de Dios; el que le dice que un rey no es nada, pero nada en absoluto, donde alguien puede dar órdenes en sus dominios en nombre de un ser superior al rey; el que le dice que esos organizadores de fiestas cierran las tiendas de su nación cada vez que abren la suya, vale decir, la tercera parte del año; el que le dice que son cuchillos con hoja de doble filo, que se ponen alternativamente, según su interés, o en manos del rey para cortar al pueblo, o en manos del pueblo para cortar al rey; el que le dice que, sabiéndose manejar, le resultaría más barato desacreditar a todo su clero que desmontar una fábrica de paño, ya que el paño es útil, y resulta más fácil prescindir de misas y de sermones que de zapatos; el que a semejantes personajes sacros priva de su carácter pretendidamente sacro, como hago yo ahora, y os enseña a devorarlos sin contemplaciones si el hambre llegara a acuciaros; el que os aconseja, esperando los golpes decisivos, arrojaros sobre esa mul­ titud de ricos beneficios conforme van quedando va­ cantes, y de nombrar sólo a quienes estén realmente dispuestos a aceptarlos por un tercio de la renta, reser­ vándoos, para vos y para las necesidades urgentes de vuestro Estado, los otros dos tercios por cinco años, por diez, para siempre, según sea vuestra costumbre; el que os recuerda que si habéis podido, sin consecuen­ cias nocivas, hacer amovibles a vuestros magistrados, mucho menor será la dificultad en hacer amovibles a vuestros curas; que en tanto consideréis que los nece­ sitáis tendréis que pagarles un salario, pues un cura asalariado no es más que un hombre pusilánime que teme ser expulsado y arruinado; el que os muestra que el hombre que debe su sustento a vuestra beneficencia ha perdido ya el valor, y no osa nada de grande ni de

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audaz —testigos, los componentes de vuestras acade­ mias, a quienes el miedo a perder su plaza y su porción les subyuga hasta tal punto que de no ser por las obras que antaño los hicieron famosos acabarían ignorados. Ya que conocéis el secreto de hacer callar al filósofo, ¿por qué no hacéis uso de él con el propósito de impo­ ner silencio al cura? La importancia de uno es muy superior a la del otro.

A LOS INSURGENTES DE AMERICA Después de siglos de opresión general, ¡ojalá y la revolución que acaba de tener lugar más allá de los mares, ofreciendo a todos los habitantes de Europa un asilo contra el fanatismo y la tiranía, llegue a instruir a quienes gobiernan a los hombres respecto del uso legitimo de su autoridadl ¡Ojalá y esos bravos ameri­ canos, que prefirieron ver ultrajadas a sus mujeres, degollados a sus hijos, destruidas sus moradas, asola­ dos sus campos, incendiadas sus ciudades, derramar su sangre y morir, antes que perder la más pequeña por­ ción de su libertad, lleguen a prevenir el enorme creci­ miento y el desigual reparto de la riqueza, el lujo, la molicie, la corrupción de las costumbres, y a proveer a la conservación de su libertad y a la perdurabilidad de su gobiernol ¡Ojalá y lleguen a demorar, durante al­ gunos siglos por lo menos, el decreto pronunciado contra todas las cosas de este mundo; decreto que las ha condenado a tener su nacimiento, su período de vigor, su decrepitud y su fin! ¡Ojalá y llegue la tierra a engullir a aquélla de entre sus provincias lo bastante poderosa un día y lo bastante insensata como para buscar los medios de sojuzgar a las demás! ¡Ojalá y en cada una de ellas, o no nazca nunca, o muera inmedia­ tamente bajo la espada del verdugo o mediante el pu­ ñal de Bruto, el ciudadano lo bastante poderoso un día, y lo bastante enemigo de su propia felicidad, como para maquinar el proyecto de llegar a ser su dueño!

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Ojalá y piensen que el bien general no se hace nunca si no es por necesidad, y que el momento fatal para los gobiernos es el de la prosperidad, y no el de la adver­ sidad. Ojalá y se lea en el primer parágrafo de sus Anales: “ Pueblos de América septentrional, acordaos por siem­ pre que la potencia de la que vuestros padres os han liberado, dueña de mares y tierras hasta hace poco, fue llevada hasta la pendiente de su ruina a causa del abu­ so de la prosperidad”. La adversidad mantiene en tensión a los grandes talentos, la prosperidad los vuelve inútiles, y lleva has­ ta los más altos cargos a los ineptos, a los ricos corrup­ tos y a los malvados. Ojalá y piensen que la virtud encuba a menudo el germen de la tiranía. Si un gran hombre pasa largo tiempo dirigiendo los asuntos, terminará siendo un déspota. Si pasa poco, la administración se relaja y languidece bajo una serie de administradores vulgares. Ojalá y piensen que no es el oro, y ni siquiera la multitud de brazos, lo que sostiene un Estado, sino las costumbres. Mil hombres que no temen por su vida son más temibles que diez mil que temen por su riqueza. Ojalá y cada uno de ellos tenga en su casa al extremo de su parcela, junto a su lugar de trabajo, al lado del arado, su fusil, su espada y su bayoneta. Ojalá y sean todos soldados. Ojalá y piensen que, si en las circunstancias que permiten la deliberación, el consejo de los viejos es el mejor, en los instantes de crisis la juventud es por lo común más sagaz que la vejez.

INDICE Págs.

ESTUDIO PRELIM INAR.............................. I.

LA DOCTRINA POLITICA DE DIDER O T ......................................................... 1. 2. 3. 4.

II.

Introducción..................................... La base social del orden político .... La organización del Estado............. Epílogo: Felicidad y Estado Liberal.

vil IX IX

XVI

xxvn XLVII

BIBLIOGRAFIA.....................................

LV

III. CRONOLOGIA......................................

l v ii

ESCRITOS POLITICOS: EL PENSAMIENTO POLITICO DE DIDERO T EN LA “ ENCICLOPEDIA” ..............

3

Autoridad política............................................ Derecho natural................................................ . Poder................................................................... Potencia.............................................................. Soberanos...........................................................

3 14 20 22 25

DIDEROT Y FEDERICO II ..........................

33

Páginas contra un tirano................................. Principios de política de los soberanos.........

33 44

D1DEROT

524

Págs.

DIDEROT Y CATALINA I I ..........................

77

Conversaciones con Catalina II.......................

77

I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX.

Ensayo histórico sobre las leyes de Francia desde su origen hasta su extin­ ción actual............................................. Ensoñación de Denis el Filósofo sólo para s í ......................................................... Sobre el espíritu de la nación rusa..... De la comisión y de las ventajas de su permanencia............................................... Del lujo........................................................ De la capital y de la verdadera sede de un imperio (en opinión de un ciego que juzgaba los colores)............................ De la moral de los reyes........................... De un tercer Estado.................................. Conclusión.................................................

OBSERVACIONES SOBRE LA INSTRUC­ CION DE LA EMPERATRIZ DE RUSIA A LOS DIPUTADOS RESPECTO A LA ELABORACION DE LAS LE Y E S.............

77 116 124 127 140 157 171 179 180

183

FRAGMENTOS P O LIT IC O S............................

301

Refutación de Helvétius.......................................

301

DISCURSO DE UN FILOSOFO A UN RE Y .

315

A LOS INSURGENTES DE AMERICA......

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