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Spanish; Castilian Pages 232 Year 2008
Entre lo local y lo global
La narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006)
Jesús Montoya Juárez Ángel Esteban (eds.)
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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
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Entre lo local y lo global La narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1996-2006)
Jesús Montoya Juárez Ángel Esteban (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2008
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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2008 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2008 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-330-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-386-4 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-822-7 Depósito Legal: Fotografía y diseño de cubierta: W Pérez Cino
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Índice
Jesús Montoya Juárez | Ángel Esteban . A modo de introducción: . ¿Narrativa latinoamericana más allá del aeropuerto?................................7 Cartografías de la narrativa latinoamericana en tiempos de globalización........................................................................17 Francisca Noguerol . Narrar sin fronteras..................................................................................19 Fernando Aínsa . Una narrativa desarticulada . desde el sesgo oblicuo de la marginalidad...............................................35 Jesús Montoya Juárez . Aira y los airianos: literatura argentina . y cultura masiva desde los noventa..........................................................51 Santiago Roncagliolo . Cocaína y terroristas: quince años de literatura peruana........................77 Daniel Noemí . Y después de lo post, ¿qué? Narrativa latinoamericana hoy....................83 Jorge Volpi . Narrativa hispanoamericana, inc.............................................................99 Yanitzia Canetti . La literatura contemporánea víctima . del despotismo comercial y la globalización.......................................... 113
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Desencuentros en el canon literario latinoamericano de los años noventa..................................................................................... 131 Álvaro Salvador . Apostillas a «El otro boom de la narrativa hispanoamericana: . los relatos escritos por mujeres desde la década de los ochenta»..........133 Carlos Franz . De Donoso a Bolaño: entre el lector culto y el lector o-culto................ 151 Jorge Eduardo Benavides . Del boom a McOndo ¿Y la generación anterior?...................................157 Lecturas de/en la narrativa latinoamericana (1990-2006)....................163 Eduardo Becerra . ¿Qué hacemos con el abuelo? . La materia del deseo, de Edmundo Paz Soldán.....................................165 Ángel Esteban . Estrategias para sobrevivir a la censura en los 90 en Cuba . (Sobre Leonardo Padura y su paradójica situación)...............................183 Ana Marco González . Del danzón al concierto barroco: . un recorrido literario-musical por la narrativa de Gonzalo Celorio......197 Edmundo Paz Soldán . Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis................................................ 217
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A modo de introducción: ¿Narrativa latinoamericana más allá del aeropuerto? Jesús Montoya Juárez | Ángel Esteban Universidad de Granada
Por una literatura de aeropuerto se solía entender, hasta hace poco, una literatura comercial, de consumo masivo, fácil, sucedáneo kitsch del arte verdadero. Hoy, los aeropuertos que ilustraban la teoría de los no lugares, los espacios abstractos iguales a sí mismos construidos por la velocidad instantánea del capitalismo avanzado que Marc Augé decía propios de la «sobremodernidad», se han convertido en parte de la cotidianidad y la narrativa vital de millones de seres humanos. El aeropuerto es hoy la puerta de entrada a una nueva narrativa que visibiliza unas nuevas condiciones de producción y distribución de la literatura, pero que también plantea nuevos desafíos a la representación. El presente libro quiere ir más allá del aeropuerto para reflexionar acerca de las corrientes, estilos, valores de la narrativa hispanoamericana desde inicios de los años noventa, una vez que los ecos del «boom» y el «postboom» hispanoamericanos han ido perdiendo vigencia en tanto modelos hegemónicos para la narrativa del continente, en un contexto nuevo en el que neoliberalismo y globalización, desplazamientos masivos de mano de obra, megalópolis urbanas interconectadas, penetración global de los media, televisión e internet, transforman vertiginosamente la experiencia de realidad de los individuos. Diversos manifiestos firmados por los jóvenes escritores latinoamericanos en los últimos años han reivindicado la superación de los parámetros de la novela de los sesenta y setenta como definidores de las corrientes hegemónicas de la producción novelística hispanoamericana, que ahora asume que no hay modo de representación ajeno a las
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condiciones antes descritas, y busca escribir, desde el fragmento, desde las esquirlas de los proyectos utópicos de los años sesenta, esas historias otras, locales, que dialogan con el contexto global e interrogan a una Latinoamérica siempre cambiante. Hasta cuándo una «nueva narrativa» continúa siendo una narrativa nueva es una pregunta incómoda que excede las posibilidades de este prólogo. De hecho, a menudo, dicho sintagma remite a operaciones comerciales que terminan por convertir un mapa complejo o conjunto heterogéneo de autores, en un «grupo» de autores que publican en determinadas editoriales o en una «marca». Entre estas operaciones comerciales, quizás la más célebre, que aún hoy proyecta una sombra excesivamente larga sobre el presente, es la conversión de recortes de diversas tradiciones literarias nacionales, que cristalizan en la obra de excelentes autores, en esa «marca» óptima para el consumo multinacional conocida como «narrativa latinoamericana» o «hispanoamericana» que, señala Jorge Volpi en un texto que se incluye en este libro, ha venido a ser en síntesis la narrativa del boom. En lo ideológico, una mirada etnocentrista referida a Latinoamérica ha llevado a una cierta reivindicación del «macondismo» [Brunner, 1994] o del realismo mágico como un producto ideológico opuesto o resistente a lo posmoderno, en tanto depositario de una «latinoamericanidad» auténtica frente al descentramiento y fragmentación de las identidades colectivas. Las indagaciones y las correcciones por esa vía han recorrido caminos que ubican a Latinoamérica en un espacio híbrido y no muy claramente definido entre la modernidad, la posmodernidad y la premodernidad, pero que ha buscado definirse teóricamente en el proceso de «des(re)territorialización» [Castro-Gómez y Mendieta, 1998] del capitalismo que afecta a todas las sociedades y culturas en el fin del siglo XX. El fruto de este debate ha consistido en el hecho de que el latinoamericanismo crítico, desde fines de los ochenta, haya reivindicado sus propios paradigmas de lectura de la cultura latinoamericana frente a teorías que la quieren seguir proponiendo como el espacio de una utopía posmoderna necesaria para articular el pensamiento político del centro. La famosa polarización construida por Umberto Eco en su aproximación al estudio de la cultura de masas entre apocalípticos e integrados podría ser válida para describir las actitudes críticas ante el proceso globalizador, un proceso en el que están fuertemente cruzadas la economía y la cultura. Fredric Jameson ha planteado algo similar a Eco respecto de la consideración de cuáles son los efectos de la globalización [1998]. Según sean las aproximaciones culturalistas o economicistas la globalización presenta sus bondades o sus aspectos más terroríficos. Si se privilegia un énfasis en lo cultural,
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la globalización proyecta un balance positivo. Implica una celebración de la diferencia, un descentramiento multicultural que posibilita la interacción a través de nuevas redes de participación ciudadana gracias a los lenguajes de lo que Mark Poster denomina «nueva edad de los media» [1995], un recorrido que recuerda a una versión de las tesis posmodernas de Vattimo, las de la pérdida de densidad de un real revelado como constructo, conformado por la interacción y el cruce de los diversos lenguajes o dialectos individuales. Esta pérdida de densidad de lo real o realización posmoderna del nihilismo activo nietzscheano que ingresa en el pensamiento de Vattimo como «oportunidad» [Vattimo, 1994] para las voces subalternas, que por vez primera dialogan con las voces de la hegemonía, ha funcionado también, salvando las distancias, en el pensamiento latinoamericanista de Emil Volek [1994] o Nelly Richard [1994]. Pero si se pone el acento en lo económico, la globalización arrostra la mundialización del capitalismo, el empobrecimiento global y la concentración de la riqueza cada vez en las manos de menos individuos, la estandarización y desaparición de las soberanías nacionales, la macdonalización o norteamericanización cultural, el neoliberalismo económico como fin de la historia y la agonía de lo político en el útero de los medios masivos. La globalización constituye un nuevo modo acumulativo de producción de la riqueza, por el que el capitalismo adquiere una dimensión global que rebasa toda configuración nacional, internacional o multinacional; como señalan Castro-Gómez y Mendieta [1998], ya no son «los procesos del fordismo y sus tecnologías de transporte, quienes sostienen la circulación material del capital sino que ésta se ha virtualizado por completo» [Castro-Gómez y Mendieta, 1998: 5], el mundo se ha transformado en una sociedad planetaria en virtud de unas nuevas «comunicaciones globales» [Luhmann, 1993]. Lynne Philips afirma que «para los optimistas, existe la posibilidad de reconfigurar las relaciones de poder y repensar las relaciones sociales y las alternativas globales. Los escépticos y críticos expresan su preocupación acerca de los costos potenciales y actuales de la globalización respecto de la capacidad de la gente de mantener el control sobre sus estilos de vida y modos de pensamiento» [Phillips, 1998: xii, cit. en Reati, 2006: 23]. En este escenario, la «narrativa latinoamericana», cuyas formas de existencia o inexistencia serán objeto de discusión en este libro, recorre caminos que asumen la complejidad de unos tiempos en los que contradictoriamente la diferencia puede ser también una forma de la ubicuidad del imperialismo, la fragmentación y diversidad cultural la contracara de la estandarización mundial, la internacionalización y el cosmopolitismo una redefinición de aspectos locales que se habían desatendido. Por eso, como señalan Fernando Reati [2006] y Néstor García Canclini [1999], el espacio
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híbrido que traza la cultura en una Latinoamérica globalizada está lejos de poder adscribirse en una de las dos soluciones, ni McDonald´s, ni Macondo. El presente libro recoge el diálogo que tuvo lugar en Granada los días 23, 24, 25 de abril de 2007 en el Seminario internacional sobre narrativa latinoamericana contemporánea: «Entre lo local y lo global, últimas tendencias de la narrativa latinoamericana (1990-2006)» que dio a luz una serie de trabajos que se entregan a la apasionante labor de desbrozar, desde una perspectiva multidisciplinar, a través del análisis de los textos literarios de los noventa hasta nuestros días, el laberinto de la producción narrativa latinoamericana de los últimos años, poniendo en crisis y valorando los paradigmas con los cuales se ha venido abordando su estudio. En el artículo que abre la primera sección del libro, titulada «Cartografías de la narrativa latinoamericana en tiempos de Globalización», Francisca Noguerol traza inicialmente el mapa de actuación sobre el que enfocar la mirada. En «Narrar sin fronteras», Noguerol encuentra las claves que explican el conjunto de la producción narrativa latinoamericana de los últimos años en el concepto de extraterritorialidad, por el que la creación literaria se revela ajena al «prurito nacionalista» que ha sido hegemónico en los análisis del patrimonio cultural latinoamericano y que incluso hoy sigue vigente en ciertos foros académicos. Noguerol afirma que la imposibilidad de trazar fronteras no sólo afecta al eje Norte-Sur, con la desterritorialización y reterritorialización de los narradores en un nuevo contexto globalizado, que da como resultado narrativas como la de los «nuyorican», puertorriqueños en Nueva York, o la que temáticamente construye identidades transnacionales de latinoamericanos en España, sino también a fronteras internas, fronteras lingüísticas en zonas limítrofes entre Brasil y diferentes países de habla hispana- en Paraguay, el espangués -mezcla de español, portugués y guaraní- y a fronteras entre la cultura masiva, la tecnología de la información y la tradición literaria culta. Fernando Aínsa va más allá del aeropuerto de Carrasco para abordar el devenir de la literatura en el Uruguay desde el fin de la dictadura en adelante, señalando en «Una narrativa desarticulada: desde el sesgo oblicuo de la marginalidad», los hilos de conexión con la tradición literaria nacional y las líneas de fuga a que apuntan algunos de sus narradores más representativos. Aínsa encuentra en el concepto de «mirada oblicua» o «realismo oblicuo», como perspectiva marginada desde la que mirar y desautomatizar una realidad herida por traumas no resueltos, en un campo que se constituye entre la mirada descreída de Onetti y el fantástico en lo cotidiano de Felisberto Hernández, la opción narrativa de autores como Teresa Porzecanski, Hugo
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Burel o Rafael Courtoisie, que se proyecta en otros más jóvenes, como Henry Trujillo, Pablo Casacuberta o Gabriel Peveroni. Jesús Montoya Juárez en su artículo «Aira y los airianos: literatura argentina y cultura masiva desde los noventa», analiza el modo en el que la narrativa de Aira transforma el campo literario en Argentina, generando conexiones con la obra de autores jóvenes, planteando una literatura que es también un modo de acceso al canon, reelaborando a sus precursores. Esas conexiones en la narrativa argentina desde mediados de los noventa- Bizzio, Cucurto, Rosetti- pasan por un modo de trabajo específico de los conceptos de realismo y de representación, un modo oblicuo de posicionarse respecto del mercado y de la institución académica y la disolución de categorías como la oposición realismo-fantástico, literatura-cultura de masas, reconfigurando las condiciones mismas desde las cuales se puede entender la literariedad de estas ficciones en tanto construcción de determinadas «ecologías culturales». Santiago Roncagliolo en «Cocaína y terroristas: quince años de literatura peruana», realiza un recorrido por la representación de lo político en la narrativa peruana de los últimos años. La temática de la droga y la violencia conforman literariamente lo que se conoce como realismo sucio en América Latina, que en el Perú tiene fuertes conexiones con la denuncia de los abusos de una «democracia asesina». Roncagliolo critica la todavía obligada desterritorialización de las novelas que ponen en conexión la violencia con la corrupción política peruana, en un país en el que «los grandes abusos del estado no fueron obra de dictaduras sino de democracias (y por cierto, de gobiernos tanto de derechas como de izquierdas)», molestamente leídas en Lima. Ejemplos de ello los constituyen La hora azul, de Alonso Cueto, De amor y de guerra, de Andrés Ponce, o la novela del propio Roncagliolo Abril Rojo. Para una reconstrucción literaria de estos años, señala Roncagliolo, Lima debe leer a sus escritores andinos, que han continuado escribiendo y reflexionando sobre esos temas «desde una perspectiva diferente y enfrentada a la de Lima». Daniel Noemí se pregunta «Y después de lo post, ¿qué?», para lanzar incisivas propuestas sobre las formas de representación de una literatura que postula una aceleración nueva para lograr la visibilidad de una realidad globalizada en Latinoamérica. Los textos analizados por Noemí, hijos de la globalización y del nuevo siglo, podrían configurar una nueva forma de realismo «que podemos denominar neoliberal, o mejor, realismos, en plural, neoliberales» en un «juego oximorónico entre la realidad a la que indican y la crítica que de ella podemos elaborar». Un realismo que recoge la tradición realista del XIX y ha hecho suyas las experiencias de las vanguardias históricas y recientes, un realismo como «visualización visceral y traumática de la rea-
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lidad» que remeda el «destello fotográfico», que pretende articularse como alegoría ante todo de una escritura como único espacio de resistencia ante la crisis desde el reconocimiento de configurarse en un difícil equilibrio obligado por y para el mercado. Sobre mercado y narrativa reflexionan desde dos perspectivas «opuestas», como son la del editor y la del escritor, los textos de Yanitzia Canetti y Jorge Volpi. Volpi postula una crítica de las cristalizaciones de lo latinoamericano al uso elaboradas por la crítica académica y las multinacionales de la edición, por la que «más que una novela, se vendía un ‘concepto’, una idea casi turística de lo que debía ser Hispanoamérica». Volpi analiza en ese sentido los manifiestos literarios de los autores latinoamericanos de los noventa, como la antología McOndo o el Manifiesto del Crack, y los define como «el intento de escapar de la marca ‘narrativa hispanoamericana’, aunque para Volpi ello no deba suponer que los nuevos narradores pretendieran abjurar del Boom — «el cual, por el contrario, encarnaba la posibilidad de engarzarse con una de las tradiciones más ricas de la literatura hispanoamericana»—. El artículo de Volpi deconstruye la supuesta especificidad de la literatura hispanoamericana, hoy, en unos narradores que se sienten hijos de diferentes tradiciones culturales, no exclusivamente literarias, que no se quieren recortar en la tradición literaria que los «globalifóbicos» pretenden seguir considerando «latinoamericana». Para Volpi la literatura latinoamericana existe como creencia, como el reconocimiento de una identidad estratégica, y no ya como un canon o un corpus definidos. Yanitzia Canetti cierra la primera sección del libro, dedicada a miradas panorámicas sobre la narrativa reciente. En «La literatura contemporánea, víctima del despotismo comercial y la globalización», plantea una lúcida mirada sobre el funcionamiento del mercado de la edición de textos literarios, los diferentes actantes integrados en él y sobre cómo este sistema influye decisivamente en la creación. Los vericuetos por los que atraviesa un manuscrito —canales comerciales, concursos literarios, agentes literarios, condicionamientos de la propia editorial, internet— antes de llegar a las librerías son desgranados pormenorizadamente partiendo del hecho de que las transformaciones radicales que el desarrollo de la globalización impone a los creadores transforman, según Canetti, no ya el producto final, el libro, sino el propio proceso de escritura, por lo que el papel del escritor no estriba en mantenerse al margen del mercado, sino en ingresar a él para defender su obra en ese terreno. En la sección «Desencuentros en el canon latinoamericano de los años noventa» se incluyen textos que buscan resituar el trabajo de constelaciones
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de escritores latinoamericanos en el contexto cambiante del mercado editorial y el canon literario desde finales de los noventa. Álvaro Salvador analiza en «Apostillas a El otro boom de la narrativa hispanoamericana: los relatos escritos por mujeres desde la década de los ochenta» las marcas de género de la narrativa femenina desde los años ochenta en Latinoamérica y su desarrollo en la década siguiente. Salvador analiza el modo en que la precisa distancia que narradoras como Laura Esquivel, Isabel Allende o Ángeles Mastretta, en los ochenta, mantienen respecto de estructuras melodramáticas y sentimentales, tradicionalmente vinculadas al espacio de lo femenino, incorporadas en el discurso narrativo, logran una alegoría simbólica que se transforma en un arma política en términos de una «reivindicación de una individualidad llena de fuerza emocional y sentimental, […] desde la sinceridad que proporciona la plena conciencia de una condición marginal y periférica», así como, también, el desafilado de las propuestas narrativas de algunas de estas escritoras ante las urgencias que plantea el mercado editorial en los noventa. Carlos Franz realiza en «De Donoso a Bolaño: Entre el lector culto y el lector o-culto» un recorrido por los modos de leer exigidos por la narrativa chilena a través de la obra capital de José Donoso y Roberto Bolaño, representantes ambos de una obra no entendida como libro sino como «biblioteca perfecta», que hace que sus evidentes diferencias en este sentido se vuelvan conexiones. La obra de Bolaño atestigua para Franz el cambio profundo en el paradigma de lector y en la praxis de lectura, exigidos ahora por la «distopía mercantil de una literatura dispersa». Si Donoso estuvo «anclado en la tradición de la prosa narrativa hasta mediados del siglo pasado», Bolaño viene de la poesía que, «cuando él se formó ya había sido desertada por los lectores que no fueran […] poetas». Jorge Benavides reivindica la generación de autores de los años ochenta que prácticamente en España pasa desapercibida hasta la década siguiente, polemizando con la perspectiva crítica que hasta McOndo encuentra una cierta sequía imaginativa desde el Boom. Lo que ocurrió con toda una generación de autores que fueron leídos por los jóvenes globalizados antes de su migración frecuente a Europa o Estados Unidos, sostiene, es que difícilmente traspasaron en los ochenta sus fronteras nacionales, víctimas de una balcanización promovida por la industria editorial en los países del Subcontinente. En la última sección, «Lecturas de/en la narrativa latinoamericana (19902006)», se recogen estudios sobre las poéticas de narradores de estos años, sus modos de representar lo político e incorporar diferentes lenguajes mass-
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mediáticos o musicales, y su diálogo con la tradición en sus propuestas estéticas. Desde la mirada de Eduardo Becerra en «¿Qué hacemos con el abuelo? La materia del deseo de Edmundo Paz Soldán», la narrativa del Crack o McOndo, de la que podría ser excelente termómetro la escritura de Edmundo Paz Soldán, se recorta en un doble movimiento de búsqueda de reconocimiento en sus abuelos literarios, los narradores del boom, y en su deseo de cometer una «traición». En La materia del deseo, Becerra analiza toda una serie de alusiones y guiños al contexto literario del pasado reciente, en los que se explicita una nostalgia por un texto rotundamente renovador en el campo de la narrativa hispanoamericana. Ángel Esteban analiza la reconstrucción de la identidad cubana a cargo de Leonardo Padura sobre el topos de las sucesivas reiteraciones y temporalidades cíclicas que han marcado las descripciones de la identidad antillana. En Padura, a diferencia de Arenas, no aparece el «discurso directo, claro de la resistencia desesperada», posible sólo desde la condición de enfermo y exiliado de este último, sino el empleo de la metaficción histórica como única posibilidad de expresión de un malestar en la sensibilidad que es vivido como repetición circular, para el que recurre a la figura del poeta cubano José María de Heredia y la represión que vivió como forma velada de referir la dramática situación que vive la isla en el presente. Ana Marco González realiza en «Del danzón al concierto barroco: un recorrido literario musical por la narrativa de Gonzalo Celorio» un recorrido comparatístico por la narrativa del escritor mexicano Gonzalo Celorio, que, partiendo del danzón, se inscribe tardíamente en la tradición carpenteriana del barroco americano, para posteriormente señalar la vital importancia de la música popular en la narrativa mexicana de los últimos años. Finalmente, se cierra el volumen con la contribución de Edmundo Paz Soldán, que en «Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis», recorta la utilización de la tecnología de la reproducción fotográfica en Julio Cortázar y Roberto Bolaño, y señala el modo en que ambas obras suponen, en realidad, dos reflexiones acerca de las posibilidades del arte de dar testimonio de la realidad en dos contextos diferenciados. Aunque para construir relatos realistas sobre las culturas latinoamericanas de hoy sea necesario visibilizar todas las contradicciones que se ponen de manifiesto en este prólogo, ninguno de los textos recogidos en este volumen podría incluirse en la «estirpe de los apocalípticos» [Becerra, 1999: XV]. Bajo el título Entre lo local y lo global: la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006) este libro propone un conjunto de lecturas lúcidas sobre
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la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas, haciendo énfasis en los desafíos que enfrenta. Siendo conscientes de la inconveniencia e imposibilidad de cualquier generalización o esencialismo —sería ilusorio hablar de una única «narrativa latinoamericana» o «hispanoamericana»— ante un objeto múltiple y fragmentario, creemos que este trabajo plantea estimulantes preguntas sobre las transformaciones de la literatura contemporánea y su futuro, sobre las que los lectores proyectarán sus propias respuestas. Bibliografía Becerra, Eduardo (1999): «Momento actual de la narrativa latinoamericana: otras voces, otros ámbitos». En: Becerra Eduardo (comp.), Líneas aéreas. Madrid: Lengua de Trapo, XIII-XXV. Brunner, José Joaquín (1994): «Tradicionalismo y modernidad en la cultura latino americana». En: Herman Herlinghaus y Monika Walter (comps.), Posmodernidad en la periferia, enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural. Berlin:Astrid Larger, 48-82 Castro-Gómez, Santiago y Eduardo Mendieta (1998): «La translocalización discursiva en tiempos de globalización». En: Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta (comps.), Teorías sin disciplina: latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización a debate. México: Porrúa, 3-25. García Canclini, Néstor (1999): La globalización imaginada. México: Paidós. Jameson, Fredric (1998): «Notes on Globalization as a Philosophical Issue» en Fredric Jameson and Masao Miyoshi (comps.), The Cultures of Globalization, DurhamLondon: Duke University Press, 54-77. Luhman, Niklas (1993): Risk. A Sociological Theory. New York: de Gruyter. Poster, Mark (1995): «Postmodern Virtualities». En: Mike Featherstone y Roger Burrows (eds.), Cyberspace, Cyberbodies, Cyberpunk. Thousand Oaks: Sage, 79-95. R eati, Fernando (2006): Postales del porvenir: La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999). Buenos Aires: Biblos. R ichard, Nelly, «Latinoamérica y la posmodernidad». En: Herman Herlinghaus y Monika Walter (comps.), Posmodernidad en la periferia, enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural. Berlin: Astrid Larger, 210-222. Vattimo, Gianni (1994): «La posmodernidad, ¿una sociedad transparente?». En: �������� ���� Vattimo et al., En torno al posmodernismo. Barcelona: Anthropos, 9-19. Volek, Emil (1994): Literatura hispanoamericana entre la modernidad y la postmodernidad. Santa Fe de Bogotá: Serie Cuadernos de Trabajo de la Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia.
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Cartografías de la narrativa latinoamericana en tiempos de globalización
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Narrar sin fronteras Francisca Noguerol Universidad de Salamanca
La patria del escritor es su lengua. Francisco Ayala
La tarea de apuntar las líneas maestras en la narrativa hispanoamericana de los últimos veinte años resulta tan atractiva como arriesgada; atractiva, porque nos obliga a adentrarnos en un corpus literario prácticamente virgen para la crítica; arriesgada, por la cercanía en el tiempo de la producción analizada, lo que supone la inexistencia de puntos de apoyo bibliográficos y, en algunas ocasiones, ha provocado en la que suscribe la sensación de que sus juicios podían estar demasiado influidos por gustos literarios o, lo que es peor aún, de que «los árboles no la dejaban ver el bosque». Consciente de este peligro y del resultado necesariamente provisional de mis comentarios, en las siguientes páginas abordaré la enorme variedad de textos producidos en Latinoamérica desde 1990 hasta nuestros días atendiendo a tres grandes líneas: la imposible adscripción de la última literatura latinoamericana a límites geográficos, la continuación en nuestros días de ciertas tendencias del postboom y, finalmente, la aparición de una nueva hornada de escritores que ha demostrado fehacientemente su intención de ingresar en el canon literario con todos los derechos. Antes de acometer tan ardua empresa, considero necesario subrayar un hecho capital en la difusión de la narrativa más reciente: los libros son concebidos más que nunca como productos de mercado sometidos a las leyes de la publicidad, por lo que el juicio sobre ellos se basa en bastantes ocasiones más en su capacidad de ventas que en su calidad. Así, los manuscritos llegan a sus potenciales difusores en un contexto interesado por atraer el mayor número de lectores a caja, aún cuando esto signifique renunciar a la complejidad narra-
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tiva o caer en una literatura fácil. Por si esto fuera poco, y aunque existen sellos independientes que realizan una encomiable labor, las editoriales más reconocidas suelen estar manejadas por grupos financieros propietarios de periódicos, cadenas de televisión y radio, que utilizan sus numerosos canales de difusión para apoyar a sus escritores y ningunear al resto y que, concentrados en muchos casos en España, están atrayendo hacia Europa a numerosos creadores del subcontinente. En relación a los autores, en los estantes de las librerías conviven actualmente escritores de los años setenta y ochenta —que siguen produciendo obras a buen ritmo— con otros nacidos mayoritariamente a partir de 1960. Como ya apunté, estos últimos se han mostrado muy activos en su reivindicación de un espacio propio, rechazando con virulencia las secuelas gratuitas del realismo mágico y los principios de amenidad y narratividad que convirtieran en éxitos de venta a algunos creadores de la generación anterior. Trazado el marco de actuación, ¿qué clave explicaría en conjunto la producción narrativa latinoamericana de los últimos años? Si existe un término que pueda definirla, éste es el de la extraterritorialidad. En efecto, vivimos un momento en que la búsqueda de identidad ha sido relegada en favor de la diversidad; como consecuencia, la creación literaria se revela ajena al prurito nacionalista a partir del cual se la analizó desde la época de la Independencia, aún vigente en múltiples foros académicos y que rechaza la literatura universalista como parte del patrimonio cultural del subcontinente1. Sin embargo, resulta innegable la existencia de una tradición literaria en español definida precisamente por la desterritorialización de los autores — que en muchos casos produjeron textos canónicos fuera de las fronteras de su país—, un eclecticismo enemigo de cualquier tipo de esencialismo patriótico, y por la visión de América como crisol de culturas, lo que supone la defensa de la hibridación y la inmersión sin complejos de esta narrativa en el amplio espectro de la cultura occidental2. Por desgracia, la cartografía sigue siendo la fórmula preferida por la crítica para analizar la literatura y, aunque no se empleó con los autores del boom —investigados por sus revolucionarias técnicas narrativas aunque procedieran de diversas naciones y sólo se encontraran hermanados por su compromiso con la escritura de calidad- hoy en día esta fórmula sigue contribuyendo al desconocimiento de los escritores latinoamericanos entre sí. 2 Como señaló recientemente Christopher Domínguez Michael en su ponencia «¿Más allá de la novela nacional?», pronunciada en el seno del encuentro Nueva Literatura de Extremo Occidente (El Escorial, 10-14 de julio de 2006), resulta absurdo renunciar al califi ativo occidental para la producción cultural latinoamericana, imbuida desde sus 1
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Como ha comentado Fernando Aínsa, se puede entender el devenir de la literatura latinoamericana a partir de una permanente tensión entre movimientos centrípetos y centrífugos, siendo éstos últimos los que han ganado la partida en los últimos treinta y cinco años3. De hecho, los criterios universalistas se han enfrentado a una mal entendida concepción de la identidad que, desde su propia raíz etimológica —idios como «individual», «único»— ha defendido la diferencia y, como consecuencia, ha provocado una clara reticencia a integrar la producción cultural transoceánica en el lugar que le corresponde en el patrimonio de la Humanidad. La voluntad de situar la realidad latinoamericana en un compartimento estanco dentro de las ciencias humanas se ha revelado como tendencia crítica hegemónica desde los años sesenta, lo que explica el manifiesto rechazo de bastantes sectores de la Academia a aplicar a las expresiones culturales del subcontinente términos como Posmodernidad o, más recientemente, Globalización, tachados de aculturadores y de constituir un simple reflejo de la episteme imperialista. Este hecho conlleva asimismo la defensa del realismo mágico como estilo característico de las antiguas colonias —cuando este concepto paradójicamente se ha convertido en mercancía internacional y augura el éxito de ventas en Europa y Estados Unidos para los autores que lo reivindican—, lo que revela una clara voluntad de otredad en quienes defienden estas posturas. Es el caso de Frederic Jameson, que se permite escribir frases tan excluyentes como la siguiente: «Todos los textos del Tercer Mundo son necesariamente [...] alegóricos, y de manera muy específica: han de ser leídos como lo que llamaré alegorías nacionales, aun cuando, o tal vez debería decir, sobre orígenes por los mitos grecolatinos y bíblicos a los que recurrieron los conquistadores para explicar la —a sus ojos- nueva realidad. El concepto de «Extremo Occidente» para América Latina, empleado entre otros autores por Arturo Uslar Pietri, Octavio Paz o Jorge Luis Borges, casa así perfectamente con el pensamiento privilegiado por buena parte de la última narrativa latinoamericana. 3 Aínsa ha demostrado la relevancia de este pensamiento a partir del Modernismo, movimiento estético con el que América Latina consigue «el retorno de los galeones» gracias al cosmopolitismo de sus autores —José Martí, Rubén Darío, José Asunción Silva— y al fin del complejo de inferioridad por el que se entendía la producción coltural del subcontinente en términos de imitación. Así, a partir de los años veinte algunos autores se vanagloriaron de su manejo irreverente de las más variadas tradiciones —recuérdese en este sentido la «Carta abierta a la Púa», de Oliverio Girondo, o el ensayo «El escritor argentino y la tradición», de Jorge Luis Borges— e iniciaron un periplo ajeno a prejuicios nacionalistas, que tendría entre sus paladines a nombres tan reconocidos como los de Octavio Paz o, en la vertiente crítica, a Emir Rodríguez Monegal (Aínsa 1986, passim).
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todo cuando sus formas se desarrollan a partir de maquinarias de representación prominentemente europeas, tal como la novela» (69, traducción mía). De acuerdo con este pensamiento, Jameson defiende el realismo mágico como alternativa a la Posmodernidad —que tacha de «lógica cultural del capitalismo tardío»— y poética específica de los países que él mismo llama del Tercer Mundo, sin tener en cuenta que esta forma de entender la realidad se da en múltiples lugares y que, por ejemplo, en la propia España se puede encontrar con frecuencia en textos gallegos o andaluces. Por otra parte, afirmar que la realidad y la historia americana es mágica lleva a ver con ojos eurocéntricos el entorno —lo mágico para el receptor del Primer Mundo es real para el antiguo colonizado—, provocando la que José Joaquín Brunner define como «mirada macondista», exotizante y, por supuesto, en absoluto incómoda para europeos y estadounidenses (58). Y es que, como bien señala Mabel Moraña en «El boom del subalterno», el poscolonialismo no hace sino reforzar la épica tercermundista de los años sesenta4, lo que hace a García Canclini preguntarse si «en el desplazamiento de las monoidentidades nacionales a la multiculturalidad global, el fundamentalismo no intenta sobrevivir ahora como latinoamericanismo. Siguen existiendo (...) movimientos étnicos y nacionalistas en la política que pretenden justificarse con patrimonios nacionales y simbólicos supuestamente distintivos. Pero me parece que la operación que ha logrado más verosimilitud es el fundamentalismo macondista» («Narrar la multiculturalidad» 94). La discusión ha cobrado especial virulencia con el triunfo de los estudios poscoloniales, que defienden la diferencia para América Latina y rechazan los conceptos universalizantes como producto de la imitación a los antiguos colonizadores. Pero, ¿cómo desligar de movimientos de repercusión planetaria a un subcontinente que cuenta con un setenta por ciento de población urbana y cuya ciudad letrada se encuentra definida por el cosmopolitismo? Negar que los creadores puedan adscribirse a corrientes internacionales de pensamiento resulta tan ingenuo como peligroso, tanto más cuando los intelectuales en los últimos años se han desplazado frecuentemente de sus países de origen por 4 «La hibridez ha pasado a convertirse en uno de los ideologemas del pensamiento poscolonial, marcando el espacio de la periferia con la perspectiva de un neoexotismo crítico que mantiene a América Latina en el lugar del otro, un lugar preteórico, calibanesco y marginal con respecto a los discursos metropolitanos. La hibridez facilita, de esta manera, una seudointegración de lo latinoamericano a un aparato teórico creado para otras realidades histórico-culturales, proveyendo la ilusión de un rescate de la especificidad tercermundista que no supera, en muchos casos, los lugares comunes de la crítica sesentista» (Moraña 3).
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razones políticas, sociales o económicas. Acerquémonos a la narrativa latinoamericana más reciente para comprobar estos hechos. La imposibilidad de trazar fronteras El exilio provocado por las dictaduras de los años setenta y ochenta y la importancia creciente de los hispanos en otros lugares del mundo hacen muy difícil definir los límites actuales de la literatura en el subcontinente; aun así, existen bastantes autores trasterrados quejosos —con razón— del ninguneo crítico que soportan en sus lugares de origen. En la presente era de mestizaje global, sólo unos cuantos privilegiados inquilinos5 de otra cultura como Ben Jelloun, Kazuo Ishiguro, Joseph Conrad o Vladimir Nabokov han conseguido obviar las políticas culturales nacionalistas, situación muy diferente a la que sufrieron, por ejemplo, Héctor Bianciotti o Juan Rodolfo Wilcock por escribir en una lengua diferente a la materna e integrarse perfectamente en el lugar —Francia e Italia, respectivamente— al que fueron a parar. Y es que, en nuestra época, los límites literarios se han vuelto porosos en todos los órdenes, lo que ha provocado la entrada de otras voces en el canon literario. De ahí la enorme pujanza en nuestros días del concepto literatura de frontera. La situación de los cubanos en Florida, los nuyorican en Nueva York o los chicanos en Texas explica el auge de los autores a medio camino entre el mundo hispano y el anglosajón. Especialmente significativo resulta el caso de algunas narradoras que exploran las diferencias entre el concepto de familia a uno u otro lado de la frontera, como Sandra Cisneros —Caramelo (2002)— o Rosario Ferré —La casa de la laguna (1997), Vecindarios excéntricos (1998)—. En esta misma línea, La frontera de cristal (1995) de Carlos Fuentes denuncia las difíciles relaciones existentes entre México y Estados Unidos a través de la saga de los Barroso. Otros textos inciden en las dificultades de los latinos para adaptarse a la vida en Estados Unidos —Big banana (2000), de Roberto Quesada—o descubren su ambivalente relación con el vecino del norte, como ocurre en los relatos incluidos en la antología Se habla español. Voces latinas en USA (2000). Del lado de México tratan esta problemática autores como Luis Humberto Crosthwaite, David Toscana, Federico Campbell o Daniel Sada, que demostró muy tempranamente las calidades de Expresión con la que el escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez define a los escritores expatriados por voluntad propia (en «Literatura de inquilinos», ponencia presentada en el encuentro «Nueva Literatura de Extremo Occidente», citado en la nota 2). 5
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su prosa en relatos de frontera y que denunció la dictadura perfecta del PRI en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999). De todos modos, es necesario recordar que las fronteras regionales no se reducen al eje Norte-Sur. Apuntamos dos ejemplos significativos de este hecho: la diversidad de lenguas en las zonas limítrofes entre Paraguay y Brasil explica una experiencia tan interesante como el espangués —mezcla de español, portugués y guaraní—, idioma en que está escrito El goto: cuasi, cuasi, señor de Madureira (1998), de José Eduardo Alcázar. Del mismo modo, la reciente oleada de emigrantes latinoamericanos a España queda reflejada en novelas que abordan esta temática como Una tarde con campanas (2004), de Juan Carlos Méndez Guédez. La estela del postboom Durante los años setenta y ochenta, los autores del postboom se mostraron contrarios a los frescos narrativos y retornaron a la esfera privada en textos de estética realista interesados por abordar la intrahistoria, desacralizar mitos y revisar discursos oficiales a través del frecuente uso del humor y la ironía. La revitalización de subgéneros narrativos considerados hasta entonces menores —neopolicial, ciencia ficción o novela rosa—, el recurso masivo a la oralidad y la atención a los mitos generados por los medios de comunicación de masas potenció la aparición de numerosas obras deudoras de una nueva mitología surgida de la música popular, el cine, el comic y la telenovela. Esta estela es continuada en nuestros días por títulos como Las películas de mi vida (2003), donde Alberto Fuguet homenajea las cincuenta cintas más importantes de su infancia recordando dónde y con quién las vio, o en relación a la música sentimental, con Café Nostalgia (1997) de Zoe Valdés, Los últimos hijos del bolero (1997) de Raúl Pérez Torres, o Cuentos con tangos (1998), de Pedro Orgambide. Sin embargo, será el neopolicial el formato paraliterario privilegiado en los últimos años. Practicado en claves tan diversas como la parodia o la alegoría, supone una clara renovación del policiaco tradicional, lo que explica el prefijo neo en su denominación. En el relato clásico o novela de enigma, canonizado por Gilbert K. Chesterton, Agatha Christie y John Dixon Carr, el detective vivía en un mundo de verdades y leyes confiables. Su capacidad deductiva le permitía descubrir a distancia las claves del misterio que investigaba, lo que convertía la trama en un desafío intelectual que concluía con la captura del delincuente. Esta narrativa, reformulada por Borges y Bioy Casares en
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Seis problemas para don Isidro Parodi, ha sido continuada recientemente por autores como Alejandro González Foerster —Las partidas del juez Belisario Guzmán (2004)— y Guillermo Martínez —en su excelente Crímenes imperceptibles (2003). Pero los escritores latinoamericanos se decantan hoy mayoritariamente por la fórmula dura, deudora del hard-boiled estadounidense practicado por Raymond Chandler, Dashiell Hammett o James M. Cain. Considerada como la literatura social de fin de milenio e influida claramente por el new journalism, la denominada con todo derecho novela negra rechaza los fundamentos conservadores de la de enigma. De este modo, actualiza sus contenidos con tramas políticas reconocibles para los lectores y narradas en un lenguaje cotidiano, que llega en ocasiones a la irreverencia para denunciar sin tapujos la violencia imperante en la sociedad contemporánea. Así se aprecia en Perder es cuestión de método (1997), de Santiago Gamboa; en las obras de Horacio Castellanos Moya —Baile con serpientes (1996), La diabla en el espejo (2000), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2003)—; en Grandes miradas (2003) o La hora azul (2005), de Alonso Cueto (1954), y en Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo. En esta misma línea, Angélica Gorodischer retrata en Cómo triunfar en la vida (1998) el caso de mujeres que delinquen pero saben librarse de la justicia, mientras en Río fugitivo (1998) Edmundo Paz Soldán realiza un sorprendente ejercicio metaficcional al contar la historia de un adolescente que plagia famosas tramas policiacas para divertir a sus amigos. El interés por las vidas privadas se mantiene en la nueva novela histórica, vertiente literaria que ha gozado de especial éxito en los últimos años del siglo XX. Considerada por la crítica como un género totalmente renovado, los textos adscritos a esta categoría desarrollan originales planteamientos acordes con la historiografía actual, en la que se ha ampliado la noción de documento histórico a materiales tan diversos como las tradiciones orales o los recortes de periódico, la fotografía o la estadística. Así, estas narraciones, a través de la polifonía y la transtextualidad, dan entrada a múltiples voces en la trama. Incapaces de ofrecer respuestas unívocas sobre la realidad, optan por hurgar en las esquinas y rechazan las explicaciones globales. En los últimos años resulta interesante subrayar la gran cantidad de textos protagonizados por figuras históricas femeninas. Así ocurre en Argentina, por ejemplo, con La princesa Federal (1998) de María Rosa Lojo; Aurelia Vélez, la amante de Sarmiento (1997), de Araceli Bellota, o Eva Perón, mito nacional objeto de decenas de títulos entre los que destaca Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez.
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Si en los primeros noventa la cercanía de los fastos del Quinto Centenario impulsó la aparición de títulos basados en las crónicas de Indias, en los últimos años los autores han optado por revisar etapas más desconocidas pero igualmente fascinantes en la historia del subcontinente, como la época virreinal —Inquisiciones peruanas (1994), de Fernando Iwasaki— o la «conquista del desierto» en el siglo XX, presente en textos que afrontan críticamente la dicotomía civilización/barbarie como La tierra del fuego (1998), de Sylvia Iparraguirre, o Los que llegamos más lejos (2002), de Leopoldo Brizuela. Este espíritu revisionista explica asimismo la frecuente exploración de la memoria por parte de unos escritores que, con el paso de los años, han encontrado nuevas vías para describir los terribles años de la dictadura. Así, entre la gran cantidad de novelas sobre la Guerra Sucia argentina aparecidas en los últimos tiempos, algunas, como la controvertida El fin de la Historia (1996), de Liliana Heker, o Un hilo rojo (1998), de Sara Rosemberg, parten de un testimonio indirecto —el recuerdo de la amiga de una desaparecida en la primera, las pesquisas para filmar una película sobre el periodo en la segunda— para contar lo indecible. Otras, como Villa (1995), de Luis Gusmán, o Dos veces junio (2002), de Martín Kohan, eligen a los subalternos de los torturadores como protagonistas de la trama para reflexionar sobre la evolución que llevó a hombres pretendidamente normales a la degradación que supuso colaborar con los violentos. La generación del postboom defendió el retorno al individuo en sus argumentos, lo que explica el éxito de crónicas, autobiografías y diarios en los últimos treinta y cinco años. En el caso de las crónicas, su carácter fragmentario, su visión sesgada de la realidad, su interés por la cultura popular y sobre todo su cercanía al público las han convertido en páginas buscadas con interés en los diarios y admiradas por la crítica. En los últimos años han obtenido especial resonancia las de Pedro Lemebel —Loco afán. Crónicas de sidario (1994), La esquina es mi corazón. Crónica urbana (1995)—, quien ha dado a conocer, con un humor desgarrado, un Santiago de Chile nocturno y clandestino, poblado de individuos marginales arrastrados por el deseo y abocados a la soledad. Asimismo, hay que destacar cómo el mismo Gabriel García Márquez sorprendió a la crítica en 1996 con la publicación de Noticia de un secuestro, recuento de los delitos perpetrados en 1990 por Pablo Escobar para presionar al presidente César Gaviria. La eclosión de diarios, memorias y autobiografías se aprecia en títulos como El país bajo mi piel. Memorias de amor y guerra (2000), de Gioconda Belli, Vivir para contarla (2002), de Gabriel García Márquez, o Vida perdida (2003), de Ernesto Cardenal. Frente a estos autores consagrados, los últimos
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años han conocido la rememoración de la historia familiar a través de autores tan jóvenes como Rafael Gumucio —Memorias prematuras (2000)— o Andrés Neuman —Una vez Argentina (2004)—. Entre todos ellos, brilla con luz propia El río del tiempo (1999) de Fernando Vallejo, una obra monumental a medio camino entre la autobiografía y la autoficción en la que el autor se muestra profundamente crítico con la sociedad colombiana. Los hijos de la globalización Los años noventa han visto la aparición de una hornada de escritores cosmopolitas por biografía y vocación, comprometidos con su carrera literaria y dispuestos a desplazarse a otros países para alcanzar proyección internacional. Deseosos de romper con los estereotipos sobre el escritor latinoamericano, estos autores retratan en sus textos sociedades multiculturales, caóticas y tecnificadas en las que cada vez resulta más evidente la manipulación de la verdad. La aparición en 1996 de la antología McOndo y del manifiesto del crack dan buena cuenta de sus aspiraciones. De hecho, la invención del término McOndo —resultante de la mezcla de McDonald’s, computadoras Macintosh y el Macondo de García Márquez— vino acompañado de un prólogo reivindicador de una Latinoamérica mestiza, global, hija de la televisión, la moda, la música, el cine y el periodismo, en la que los escritores ya no se sentían obligados a representar ideologías o países: «El Macondo garcimarquino ha sido sustituido por un ámbito urbano, de comida rápida, malls gigantescos, computadoras y autos japoneses» (Fuguet 6). En la controvertido volumen, Alberto Fuguet y Sergio Gómez reunieron escritores latinoamericanos y españoles menores de treinta años, entre quienes se incluyeron, advirtiendo, como otras compilaciones publicadas en la década del noventa —Cuentos con walkman (1993), Los últimos serán los primeros (1993), Disco Duro (1995), Antología del cuento hispanoamericano del siglo XXI: las horas y las hordas (1997), Líneas aéreas (1999)—, sobre la existencia de una nueva generación en las letras hispánicas. Pero, ¿qué la hizo especial frente a otras antologías? Sin duda, el ya mencionado prólogo —considerado por muchos un manifiesto a pesar de que sus autores rechazaran tal idea— y la invención de un término enormemente atractivo desde el punto de vista publicitario, que concitó inmediatamente el rechazo de la crítica de tradición marxista, defensora de una visión de la cultura preocupada por las diferencias y contraria al «sofisti-
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cado barbarismo» de los nuevos autores, a los que acusó de banalizar la literatura, atentar contra el futuro cultural de las nuevas generaciones y padecer una amnesia selectiva que los convertía en farsantes autosatisfechos. Los narradores del crack mexicano sufrieron ataques similares, aunque en su manifiesto a cinco manos se decantaban por una literatura exigente y especulativa que, de algún modo, coincidía con la «gran novela neo-romántica-fenomenológica, con algo de poema metafísico» de que hablara Ernesto Sábato en relación a los textos del boom. Contrarios a los estereotipos del realismo mágico, Ricardo Chávez Castañeda, Vicente Herrasti, Ignacio Padilla, Jorge Volpi y Eloy Urroz se inclinaban por autores cosmopolitas capaces de escribir una obra original en sus respectivas generaciones —en Argentina Jorge Luis Borges, en México Juan García Ponce o Sergio Pitol— , sin olvidar su fascinación por la literatura centroeuropea, de la que han rescatado textos poco conocidos. El manifiesto crack demostró así la existencia de un colectivo unido por lazos de amistad que hoy goza de reconocimiento internacional. En él se abogaba por una ruptura con las novelas voluntariamente menores y por recuperar el respeto al lector inteligente, con lo que rechazaban los clichés de la cultura de masas y propugnaban el desarrollo de tramas marcadas por el cronotopo cero, «cosmos egocéntricos que no aspiran a profetizar ni a simbolizar nada» en palabras de Ignacio Padilla.6 Está claro, sin embargo, que en sus mejores exponentes estas novelas enciclopédicas, ajenas a la economía narrativa y narradas en un lenguaje limpio y preciso, reflexionan a partes iguales sobre el acto creativo y sobre la condición humana. Es el caso de la trilogía del siglo XX de Jorge Volpi, comenzada con En busca de Klingsor (1999) y continuada con El fin de la locura (2003) y No será la tierra (2006), donde el escritor se ha permitido explorar episodios tan significativos de la historia reciente como la caída del muro de Berlín, la Perestroika, los fracasos del FMI o el Proyecto Genoma Humano. Pero el deseo de escribir novelas totales no se circunscribe al crack. Como reseña Iván Thays en Palabra de América: «En el boom, la totalidad era la ambición que buscaba coger el mismo tema por diversas aristas hasta completar el prisma. Actualmente, la totalidad radica en el desorden que nos hace entender que todas las líneas, aun las más absurdas o arbitrarias, pertenecen
Este hecho les acarreó críticas desde su aparición en el panorama literario por ser considerados autores extranjerizantes, reivindicadores de una literatura en la que México brilla por su ausencia o, si aparece, lo hace de forma tangencial. 6
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a la misma línea oscilante y derivativa (...). Antes el círculo, hoy la línea» (Palabra de América 193). Es cierto que las obras ambiciosas nunca desaparecieron del panorama literario latinoamericano —recordemos en este sentido Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia—, pero este tipo de narrativa se vio postergada durante los años ochenta por textos amenos y legibles que respondían a las expectativas del mercado editorial. La situación ha cambiado en los últimos años, con la publicación de títulos tan interesantes como la póstuma Los papeles de Narciso Lima‑Achá (1991), de Jaime Saenz, El último diario de Tony Flowers (1996), de Octavio Escobar Giraldo, La historia (1999), de Martín Caparrós, o por último Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004), de Roberto Bolaño, títulos estos últimos de especial relevancia en los que su autor reflexiona con insobornable lucidez sobre la presencia del mal en la fracasada civilización occidental. En Argentina, los babélicos han manifestado un espíritu cercano al del crack en su manejo de bienes de la alta cultura, su admiración por la literatura alemana, su erudición crítica y su preferencia por las tramas metaficcionales. Frente a ellos, los planetarios coinciden con la antología McOndo en reivindicar la cultura de masas y la narrativa estadounidense, rechazando la fantasía y lanzando una mirada hiperrealista sobre la sociedad en la que se adivina la influencia del periodismo y el cine. Teniendo estos hechos en cuenta, destaco algunos rasgos fundamentales en la última narrativa latinoamericana: Universalidad En «No quiero que a mí me lean como a mis antepasados», Fernando Iwasaki destaca la pluralidad de escenarios —asiáticos, africanos, norteamericanos o europeos— de la literatura más reciente: Los mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla tienen excelentes novelas ambientadas en Suiza, Francia y Alemania; el boliviano Edmundo Paz Soldán es autor de una obra que transcurre en el campus de Madison; el peruano Iván Thays construye en Busardo su propio territorio literario y mediterráneo; el colombiano Santiago Gamboa nos demuestra en Los impostores que «siempre nos quedará Pekín»; y el chileno Roberto Bolaño lo mismo ambienta sus novelas en París o el Distrito Federal mexicano, escenario de la fastuosa Mantra de Rodrigo Fresán, quien ahora mismo persigue a sus personajes por los jardines de Kensington. ¿Y qué decir de las ficciones japonesas de Mario Bellatin y o de los paraísos magrebíes de Alberto Ruy Sánchez, por no hablar de los desterra-
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dos italianos del ecuatoriano Leonardo Valencia, de las intrigas saharianas del argentino Alfredo Taján o del esperpento español del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez? (Palabra de América 120).
A esta nómina podrían añadirse los primeros títulos de Juan Gabriel Vásquez —que ha regresado con brillantez a la historia desconocida de Colombia con Los informantes (2004) e Historia secreta de Costaguana (2007)— o las obras de dos autores mexicanos marcados por el culturalismo, el culto al lenguaje y el fervor por civilizaciones desaparecidas: Pablo Soler Frost y Álvaro Enrigue, que supera definitivamente la influencia borgesiana en los relatos de Hipotermia (2005). Narcisismo En una literatura que apuesta por la exigencia el narcisismo narrativo se ha convertido en divisa literaria, lo que explica la abundancia de monólogos y elipsis, la ausencia de diálogos, el predominio del narrador homodiegético y el triunfo de formas fragmentarias en las obras recientes. Es el caso de El viaje interior (1999) de Iván Thays, ambiciosa novela en la que el protagonista innominado —haciendo honor al título de la obra y a lo largo de trescientas páginas— narra su vida de inactividad absoluta en un balneario mediterráneo. Esta situación se repite en los personajes de Jaime Bayly, Sergio Gómez o Alberto Fuguet, encerrados voluntariamente en habitaciones donde ven televisión por cable y piden comida rápida; en el cibercorresponsal compulsivo que quiere escapar a su adicción en Acoso textual (1999), de Raúl Vallejo (1959); en Net, universitario aburrido cuya mayor distracción es escribir los correos electrónicos que urden La vida en las ventanas (2002), de Andrés Neuman, o finalmente en el profesor cincuentón y la estudiante veinteañera que se enamoran a través de la computadora en La novela virtual (1998), del veterano Gustavo Sainz. Los comportamientos extraños marcan la obra de Mario Bellatin —Efecto Invernadero (1992), Canon Perpetuo (1993), Salón de Belleza (1994), Poeta Ciego (1998)—, creador de un universo narrativo original y decadente en el que los personajes luchan infructuosamente por realizarse. En esta misma línea, el tema de la locura ha cobrado especial relevancia con Y si yo fuera Susana San Juan (1998) de Susana Pagano; Nadie me verá llorar (1999) de Cristina Rivera Garza; El camino de Santiago (2000), de Patricia Laurent, o Delirio (2004), de Laura Restrepo.
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Por último, hay que destacar la importante recuperación de la veta fantástica en algunos países poco afectos a esta tradición. Es el caso de México, que ha visto recientemente la publicación de títulos tan significativos como Cuentos héticos (1999) de Francisco Hinojosa; Técnicamente humanos (1996), Invenciones enfermas (1997), Registro de Imposibles (2000) o Países Inexistentes (2004), de Cecilia Eudave; Gente del mundo (1998), de Alberto Chimal o El huésped (2006) de Guadalupe Nettel. Multiplicidad de información En los últimos años, la tecnología de la información ha pasado a ser un motivo literario fundamental. La desnaturalización de un tiempo que se ha vuelto presente continuo por recoger momentos desconectados entre sí, el asedio informativo de canales simultáneos y la aparición de una sensibilidad zapping —poco dada a las explicaciones exhaustivas y dispuesta a recibir la información a retazos— nos hablan de una sociedad suspendida en la hiperrealidad, donde lo virtual suplanta a lo verdadero y en la que triunfa el simulacro. Como consecuencia, numerosas novelas giran en torno al tema de la multiplicidad informativa. En este apartado resultan especialmente novedosos los argumentos que plantean la posibilidad de falsear la verdad con informaciones manipuladas. Edmundo Paz Soldán recala repetidamente en este tema en novelas como Sueños digitales (2000), la historia de un diseñador gráfico especializado en alterar fotos y contratado por el gobierno para ocultar evidencias incriminatorias contra el presidente. Del mismo modo, los piratas informáticos de El delirio de Turing (2003) luchan contra el gobierno inventando un orden virtual que altera el caos en que vive sumido el país. La narrativa joven La narrativa joven, hija de la contracultura estadounidense, el realismo sucio y la Onda mexicana, cuenta en nuestros días con una legión de seguidores que leen con pasión a Charles Bukowski, Barry Gifford, Brett Easton Ellis, Joyce Carol Oates o Ray Loriga y que admiran la estética cinematográfica de Quentin Tarantino. Caracterizada por su fuerte referencialidad, esta literatura reivindica las estructuras simples y recurre a un lenguaje despojado de ornamentos —en bastantes ocasiones soez— para contar los recorridos urbanos de un narrador solitario, apático y esclavo de la sociedad de consumo, que interpreta los acontecimientos vividos para los lectores y es incapaz de enfrentarse a su vio-
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lenta realidad. Así ocurre en Mala onda (1991) o Por favor rebobinar (1994), de Alberto Fuguet; Adiós, Carlos Marx, nos vemos en el cielo (1993), de Sergio Gómez; Chica fácil (1995) o Perra virtual (1998), de Cristina Civale; Trilogía sucia de la Habana (2001), de Pedro Juan Gutiérrez, o El desencanto (2001), de Jacinta Escudos. Estas obras encuentran su correspondencia mexicana en la literatura basura de Guillermo Fadanelli (1960) —Lodo (2002), La otra cara de Rock Hudson (2004), Compraré un rifle (2004)— o el premiado Diablo guardián (2004), de Xavier Velasco, y repiten su estética en Perú con Al final de la calle (1993), de Óscar Malca (1968), Nocturno de ron y gatos (1994), de Javier Arévalo (1965), Contraeltráfico (1997), de Manuel Rilo (1971), o los sucesivos títulos de Jaime Bayly —No se lo digas a nadie (1994), Fue ayer y no me acuerdo (1995), Los últimos días de la prensa (1996), La noche es virgen (1997) y Yo amo a mi mami (1998)—, retratos de un obsesivo personaje homosexual a través de clichés de novela rosa que han conectado inmediatamente con el gran público. Entre todos estos títulos destacamos por su incuestionable calidad la novela corta Tajos (2000) del uruguayo Rafael Courtoisie, deudora de la estética de la crueldad y ejemplo de cómo se puede retratar la violencia desde una óptica desapasionada y explícita, pero siempre exigente consigo misma. Llego aquí al final de unas páginas con las que espero haber contribuido al conocimiento la más reciente producción narrativa latinoamericana, marcada por el rechazo a los prejuicios nacionalistas y comprometida exclusivamente con la ficción. Comencé este ensayo con una cita del granadino Francisco Ayala y quiero concluirlo con otra sentencia perfectamente aplicable a los autores que acabo de citar. En la misma línea de tolerancia y universalidad, Lucio Anneo Seneca sostuvo: «Mi nacimiento no me vincula a un único rincón. El mundo entero es mi patria». En buen y bello latín, «Patria mea totus hic mundus est».
Bibliografía Aínsa, Fernando (1986): Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa. Madrid: Gredos. Brunner, José Joaquín (1992): «La ciudad de los signos». En América Latina: cultura y modernidad. México: Grijalbo, 37-72. Fuguet, Alberto y Gómez, Sergio (1996): «Prólogo». En McOndo. Barcelona: GrijalboMondadori, 11-20. García Canclini, Néstor (1995): Consumidores y ciudadanos. México: Grijalbo.
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Narrar sin fronteras
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Jameson, Frederic (1986): «Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism». En Social Text 15: 65-88. Moraña, Mabel (1998): «El boom del subalterno». En Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate, Santiago Castro-Gómez/ Eduardo Mendieta (eds.). México: Miguel Ángel Porrúa. Versión electrónica en (05/04/2007). Thays, Iván (2004).«Andrea no duerme». En Palabra de América, Roberto Bolaño et al. Barcelona: Seix Barral, 185-197.
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Una narrativa desarticulada desde el sesgo oblicuo de la marginalidad
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La nueva narrativa uruguaya, si bien participa de la polifonía temática y el estallido formal que puede reconocerse en la ficción hispanoamericana a partir de los años sesenta, prosigue en lo esencial las líneas estéticas inauguradas por Juan Carlos Onetti (1909) y Felisberto Hernández (1902). Por un lado, profundiza la mirada descreída y la postura deliberadamente «descolocada» y marginal (si no marginada) del «hombre sin fe ni interés por su destino», definido por el propio Onetti, y —por el otro— explora las fronteras de un realismo sesgado y oblicuo, ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico, gracias a la incursión en las «tierras de la memoria» que propicia Felisberto. Ambas tendencias —aunque originalmente diversas, cuando no opuestas— coinciden, sin embargo, en operar al margen del corpus canónico y del «gran cauce» de las corrientes en boga, mayoritariamente realistas. Su estética y su temática invitan a «hacerse a un lado» y a un replegarse sobre sí mismo, obedeciendo a una vocación minoritaria de autoexclusión. En la confluencia de estas líneas complementarias, donde marginalidad y fantasía pueden explicarse recíprocamente, surge esa visión sesgada del mundo, esa percepción particular, ángulo de coincidencia entre sensibilidad estética y filosofía existencial, vivencia del absurdo más que elaboración angustiada de teorías sobre el sin sentido, postura de base y desajuste, a partir de la cual se proyecta y elabora la poética de una corriente de escritores que en el Uruguay de hoy puede considerarse mayoritaria. En efecto, la producción narrativa uruguaya de las últimas décadas ha hecho de ese espacio su línea de mayor fuerza creativa: trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo, proyectar alegorías y mitos degradados
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desde la irrealidad, derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual. A ello ha contribuido no sólo la tradición literaria inaugurada por El pozo (1939) de Juan Carlos Onetti y Por los tiempos de Clemente Colling (1942) de Felisberto Hernández, sino la propia historia reciente del país. Entre junio de 1973 y marzo de 1985 el Uruguay vivió bajo una dictadura donde la censura, la represión, el exilio y las diferentes formas de resistencia interna marcaron de tal modo la vida cultural que buena parte de la producción literaria se vio obligada a «situarse» coyunturalmente en relación a lo que eufemísticamente se llamó el «proceso». Si los escritores mayores sufrieron la fractura y la desarticulación del sistema de integración solidaria que se había «modelizado» desde el principio de siglo hasta fines de los años cincuenta como una pérdida cultural evocada con rabia y nostalgia, los más jóvenes, especialmente los nacidos a partir de los años cincuenta, crecieron en la orfandad y en la ausencia de referentes. Agotadas las expectativas y creencias en posibles realidades alternativas generadas en los esperanzados años sesenta, desmoronadas las utopías de las que apenas habían tenido sus ecos voluntaristas, estaban privados de ilusiones. Todo los empujaba a la desafiliación y a un desenganche no sólo literario, sino vital. Este divorcio acrecentó social y políticamente lo que era ya una marcada y significativa postura literaria: la sensación de vivir un exilio interior que conducía en forma irremediable a una visión marginal y sesgada de una realidad que no podía ser abordada frontalmente, tendencia a la visión oblicua que tenía en Juan Carlos Onetti a su mejor antecedente, imbuido de esa resignación y esa aparente «indiferencia moral» que caracteriza a sus personajes, esa galería de almas solitarias que, como Eladio Linacero en El pozo (1939), se vuelven «por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas» (1965: 54). Disparate y fantasía que emanan también de los nimios gestos cotidianos que retrazan los cuentos de Feliberto Hernández, un autor que invitó creativamente a los autores realistas de los años cuarenta y cincuenta a transgredir subversivamente los límites de lo visible. Su herencia la recogieron y diversificaron los excéntricos marginales de L. S. Garini (1903); los «maniáticos» y «mareados» de Julio Ricci (1920) y el realismo tenso y exasperado, rozando lo extraño y lo fantástico, de Armonia Somers (1914), heterodoxias todas que se prolongaron en los autores contemporáneos que analizaremos a continuación. No es extraño, entonces, que al restablecerse la normalidad democrática el 1 de marzo de 1985, la escritura ya estuviera irremediablemente marcada por
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ese enfoque y postura. Desde entonces, la narrativa reflejaría las apasionantes posibilidades que la descolocación propiciaba: la trasgresión de géneros, la provocación temática, los insólitos puntos de vista, las realidades especulares insinuadas «detrás de la puerta», esa articulación «entre el dentro y el fuera» con que se abre y cierra, según las ocasiones y el oficio de los «cerrajeros», el espacio que separa el realismo de lo fantástico, que tan sugerentes aplicaciones encontraría en la veta abierta por Onetti y Felisberto. Entre el desarraigo y el desencanto El progresivo despojamiento de certidumbres, auténtico paradigma de la nueva ficcción uruguaya, pero en cuyos signos se reconoce la misma desconcertada temática que recorre las mejores páginas de la narrativa universal contemporánea, genera ese «umbral» que permite el pasaje del escepticismo al descubrimiento de nuevos territorios ficcionales. Gracias a una sensibilidad aguzada por un contexto que la empujó fuera del sistema y la hizo excéntrica, desajustada en relación a lo que eran las atribuciones que le asignaba el canon como misión secular, la ficción se ha instalado desde entonces y hasta ahora en la fragilidad de las zonas intermedias, donde se gesta tanto el impulso de creación como su púdico repliegue. Lo hizo, a diferencia de lo que había sucedido con sus homónimos europeos, sin angustia existencial y sin dramatismo, poseedores de esa resignación y esa aparente «indiferencia moral» que caracteriza a los personajes de Onetti y que heredan los excéntricos marginales de L. S. Garini (1903), los «maniáticos» y «mareados» de Julio Ricci (1920) y la galería de almas solitarias que siguen las huellas de Eladio Linacero en El pozo. Los heterodoxos relatos de Héctor Galmés (1933), donde no se sabe que hacer «con tanto cariño sin objeto ni futuro»; el tono asordinado, gris y entristecido que apenas salva el humor negro de Miguel Angel Campodónico (1937); la inclasificable y creativa exploración de géneros y subgéneros de Mario Levrero (1940); los hostiles territorios que recorren los extranjeros de Cristina Peri Rossi (1941) y las provocativas paradojas de la condición humana de Tarik Carson (1946) forman parte de la fisonomía de este grupo de escritores que en los años setenta empiezan a configurar un mundo. Los antihéroes de los relatos de Ricardo Prieto (1943), Gustavo Seija (1943), Teresa Porzecanski (1945), Elbio Rodriguez Barilari (1953), Juan Carlos Mondragón (1951), Hugo Burel (1951), Leonardo Rossiello (1953) y Rafael Courtoisie (1958), como los de las novelas de Roberto Echavarren (1944) y
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Carlos Liscano (1949), ahondan en ese «sinsentido» que fragmenta y estría la realidad y exploran (y explotan literariamente) la miríada de reflejos irreales y «surreales» en que se descompone el «orden de las cosas» establecido. No se trata, en ningún caso, de una literatura fantástica pura, sino más bien de un realismo oblicuo o «ensanchado». El realismo se distorsiona en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretaciones ambiguas, cuando no contradictorias. Sin embargo, sus leyes no han sido totalmente abolidas, aunque si transgredidas o soslayadas con ironía. Se ha invitado a la «desobediencia» sin proponer la subversión. Se esquiva su cumplimiento, sin derogarlas perentoriamente. La alusión, la parodia, la ironía que habían sido los subterfugios con que la creación expresó el rechazo a la censura y la represión durante el período de la dictadura, se han convertido en efi aces resortes de descompresión y desdramatización de «la realidad sin sentido» del mundo situado de este «lado de la puerta». Reírse de si mismo o de las situaciones narradas es una forma de desplazar el enfrentamiento maniqueo y de eludir categorizaciones o dogmatismos que se consideran inútiles. El mérito de no tomarse excesivamente en serio evita hacer de la escritura algo triste, solemne o trascendente. El humor se transforma en el arma corrosiva con la cual se desnudan los tics, tópicos y personajes arquetípicos de la sociedad. Un humor que denuncia los abusos del poder, la burocracia, las inercias y rutinas de una realidad fracturada y viviseccionada con un frío escalpelo, pero cuyo firme pulso de escritura está guiado por un afecto entrañable del cual se adivina su secreto temblor. El tema de la marginación no es nuevo ni exclusivo del Uruguay. En realidad, se ha vuelto fundamental en un mundo cuya repartición estructural aparta, expulsa y divide de acuerdo a usos y costumbres la serie de gestos aceptados y aquellos que fijan los límites donde empieza el espacio de la trasgresión posible. La exclusión como fenómeno colectivo en esta época de disonancias extremas, funda el acto por el cual se margina una palabra, se la expulsa del sistema y de lo aceptado. Es esa exclusión horizontal —como señalara Michel Foucault en su ensayo sobre la locura, cuya propuesta metodológica (XX: I, 161), resulta interesante a efectos de este enfoque sobre la marginalidad en la narrativa uruguaya contemporánea: «Interrogar una cultura por sus experiencias límites, es cuestionarla, en los confines de la historia, sobre un desgarramiento que está en el nacimiento mismo de esa historia»— la que, a través de instituciones, reglamentos, conocimientos, técnicas y de múltiples dispositivos sutiles, divide y reparte los papeles de la sociedad entre los que acepta y los que rechaza.
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La narrativa uruguaya de las últimas décadas ha hecho de ese espacio su línea de mayor fuerza creativa: trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo, proyectar alegorías y mitos degradados desde la irrealidad, derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual. A ello ha contribuido la propia historia reciente del país. Tres autores del período lo demuestran en forma palmaria: Teresa Porzecanski, Hugo Burel y Rafael Courtoisie. Los hemos elegido por ser representativos de la narrativa más reciente que explora los límites de lo real en la dirección analizada: Porzecanski elaborando una estética hecha de la fractura de los ritmos corporales, dolorosa desestructuración a partir de la cual construye un lenguaje en el que apenas se disimulan los fragmentos sanguinolentos de sus partes; Burel ahondando en los territorios periféricos y en la melancolía del desarraigo a través de relatos construidos como cuidadosos mecanismos de relojería; Courtoisie haciendo estallar los géneros con una provocadora prosa, donde se debaten obscenidad y fina metáfora poética. Los tres autores incursionan, al mismo tiempo, en varios géneros. Courtoisie en la poesía, el cuento y la novela; Burel en el cuento y la novela; Porzecanski en la novela y los estudios antropológicos, área en la que goza de un respetable reconocimiento. Pese a que un amplio espectro de formas breves que Porzecanski y Courtoisie exploran con espíritu vanguardista difuminan las fronteras entre poesía y prosa, es el cuento riguroso y formal en su estructura, pero abierto y polifónico en su temática, el que practican todos ellos con oficio y eficacia, haciendo del «ángulo sesgado» un punto de vista con el cual la realidad se colorea de renovados e inesperados tonos. Analizamos a continuación la obra narrativa de los tres autores propuestos, siguiendo el orden cronológico de su nacimiento. Los cuerpos desintegrados de Teresa Porzecanski Con obsesiva tenacidad, los cuentos y relatos de Teresa Porzecanski (1945) son una dolorosa comprobación de la fragilidad del cuerpo humano y lo difícil que es mantener el equilibrio de la mente, que debe regir funciones fisiológicas y ritmos circulatorios bajo la constante amenaza de su desarticulación. Su prosa, hecha de la agotadora tensión que esa vigilancia de la armonía del propio cuerpo conlleva, está llena de alusiones a la rutina y a las tentaciones de locura que invitan a trasponer los límites de una identidad cuestionada. Con frecuencia cede a esa invitación y entonces el relato resbala
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hacia otras formas narrativas o estalla, como un caleidoscopio, en los fragmentos de cuerpos sanguinolentos lacerados y miradas que no se reconocen en los espejos que las reflejan. La deconstrucción corporal se revierte así en una trabajosa articulación lingüística capaz de expresarla. Son las «construcciones» que Teresa Porzecanski propone desde el propio título de una de sus obras clave —Construcciones (1979)— edificación por el lenguaje de lo que ha sido demolido en la propia entraña, desechos orgánicos transformadas en novedosa materia narrativa. La empresa es deliberada y se ha ido precisando a lo largo de siete volúmenes que se han completado, entrelazados y complementarios, reiterados y concomitantes, desde El acertijo y otros cuentos (1967) hasta Nupcias en familia y otros cuentos (1998). El proceso creativo no ha sido lineal, sino un permanente cuestionamiento de los puntos de partida iniciales, variantes de un mismo texto, acotaciones, repeticiones y apostillas de volúmenes que son antologías de otros, pero acompañados de novedosas inflexiones circulares, al modo de un pensamiento que se fuera desenroscando en la medida que otros anillos se repliegan con pavor sobre si mismos. Obra singular en las letras uruguayas contemporáneas, Teresa Porzecanski ha hecho de sus cuentos auténticas alegorías iniciáticas. Por lo pronto, de iniciación al lenguaje. La entrada en el lenguaje es para la autora de La respiración es una fragua (1989) como un paseo a lo largo de palabras encadenadas en corredores truncados, laberínticos y llenos de «puertas falsas, inconducentes y maléficas» (Esta manzana roja, 1972: 37). Este recorrido permite la invención de un mundo —del que forma parte la ficción— gracias a un «sacrificio de definiciones que crepitan y se exhuman y renacen», función subversiva que ejecuta violentando las palabras y asociándolas en forzadas parejas metafóricas, no siempre fáciles de desentrañar. Se trata de desbaratar el rígido ordenamiento de las sílabas, ya que «la alternancia estricta de consonantes y vocales» es el resultado de «una insoportable mediocridad». Si bien inicialmente el lenguaje es una «ciudad desierta», se puebla en la prosa de Porzecanski de una espesa, cuando no opresiva, vegetación barroca. Las frases se retuercen como lianas que van ahogando sentidos y acepciones reconocidas para abrirse a los abismos insondables de otras que habrá que ir bautizando con dolores de parturienta. Invirtiendo el principio del discurso del método cartesiano —«Pienso, luego existo»— sus personajes pueden decirse: «Yo, o sea mi cuerpo, mis venas latiendo, el endemoniado ritmo de la vida» (Esta manzana roja, 37), toma de conciencia de la compleja riqueza de los fluidos corporales y las fun-
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ciones fisiológicas ajustadas como un mecanismo de relojería, que sólo hace más patente el equilibrio frágil proclive a la desarticulación y al desarreglo. Cuando un cuerpo cae «tropezando de culo» contra un sofá —como en el relato «Intemperie»— los pedazos se descolocan, como «liberándose violentamente del engranaje de la circulación que los había mantenido ligados por un artificio aglutinante de rutina (Nupcias en familia, 31). Los trozos se va desprendiendo, al tiempo que «soltaban densos chorros de sangre que tiñen de jeroglíficos la pared de cal entristecida». No es extraño que en otro momento se pregunten, en el borde del desquicio, «si los cuerpos pueden conservar vidas fragmentadas en sus partes amputadas» o si «tal vez les quede algo de aderezo en sus tendones o un dispositivo, que no su voluntad, los ensamble con los automáticos vaivenes de los astros» («Pedazos», La respiración es una fragua, 8). La conclusión es fatalmente negativa: «Hay quien nos disgrega del todo. Siempre. Al final». Del mismo modo, la digestión aparece como un proceso donde los «nobles alimentos», una vez ingeridos, «rondan el vientre depravado» y «los minerales locos se modifican con ansia competente en ese intestino grueso» (Esta manzana roja, 31). El estómago se «regodea» con los alimentos y segrega «jugos gástricos», peptonas y grasas, se hincha y se retuerce, para segregar «las mucosas sus palpitantes jugos» (Esta manzana roja, 81), un modo de exaltar la provocadora confrontación entre los estómagos satisfechos y el hambre que ronda alrededor de cocinas pletóricas de ollas humeantes y desperdicios de comidas: «El hambre exasperada, petulante, imperiosa, el pobre hambre engañada, tierna, postergada» (Esta manzana roja, 33). A veces, ese hambre sólo aspira saciarse comiendo «una humilde manzana roja». A este fruto simple, exaltado en el título mismo del volumen de relatos, se opone el líquido viscoso llamado sopa de legumbres, o el postre «nadando en el meloso océano de azúcar derretida». Las funciones fisiológicas primordiales —lo que Julia Kristeva llama en pouvoirs de l’horreur la «semiótica de la suciedad»— son evocadas por Porzecanski en su cruda y cotidiana ritualidad: el excremento que recorre el intestino como «una casa conocida, esperada» (Esta manzana roja, 81); ese «defecar en paz y largamente hasta deshacerse de las propias entrañas» o el «defecar solemnemente hasta las maldiciones» («Tercera apología», Esta manzana roja, 68) o el triste «orinarme encima a los cuarenta y tantos años de respetabilidad, cagar solemnemente mientras engullo una manzana» (Esta manzana roja, 70), aunque en otros casos la locura pueda sospecharse subyaciendo en la normalidad, cuando se anuncia que «la tía defeca gusanos
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verdes» que trepan por las paredes del retrete como «tallarines flagelados» (Ciudad impune, 54). En el colmo metafórico se puede hablar de «lírico excremento». El cuerpo, cuando se observa con minucia, puede provocar sorpresas. Al ir mirando sus propias partes en un microscopio —como hace Rogelio en una de las «Historias de locura» que componen el volumen Historias para mi abuela— se puede culminar en una alucinante autogénesis: un darse a luz a sí mismo «entre sangres y delirios». «Lo vio aparecer entero, pequeño y enrojecido: el ser humano primero que él también había sido» (Historias para mi abuela, 44). Un nacimiento que en otras ocasiones se define como «un mejunje arbitrario de probeta» («Primera apología», Esta manzana roja). Un mejunje que es el resultado de una relación sexual que en la confusión de los cuerpos convierte a los seres en hermafroditas. En ese entrelazamiento surge el «espacio de nadie, donde nadie es ninguno, y todos, esa gelatina oseosa y fusionada que empapa las carnes como una mermelada, iguala los cuerpos y los sosiega» (Ciudad impune, 57). La locura tiene una finalidad tan contradictoria como el ingreso deliberado en su sinuoso y complejo territorio, tal como lo propone Porcekanski. A la locura se llega gradualmente por «un lapsus virtual de soluciones», por un «ingresar sabiamente en un largo desvarío», para «sentir directamente lo invisible, ampliar la evidencia de lo obvio para que no sea necesario saberlo» y también para «sustituir el miedo por el escalofrío, las buenas costumbres por el terror más vivo». En este nuevo espacio —el de la locura percibida como «cauce levemente alterado»— se moverán con soltura los cuerpos reencontrados con sus más complejos reflejos. Gracias a ella, la narrativa de Teresa Porzecanski se instala en el sesgo oblicuo y la descolocación que caracteriza la narrativa uruguaya contemporánea. La «ardua labor» que propone la autora de Construcciones da la pauta de un penoso, pero gratificante túnel a recorrer para «descubrir el universo recóndito de las propias entrañas». Sin embargo, sus desconcertados héroes, aunque decidan «aniquilar el orden», pueden vivir asidos nostálgicamente a los mitos perdidos de la infancia, como el protagonista de una de las «Historias para mi abuela» (Historias para mi abuela, 50), quien a los cuarenta y cinco años sigue escribiendo esperanzadas cartas a los reyes magos: «le escribiré mi octogésima quinta carta a los reyes magos» para inundarlos con los deseos postergados de una vida entera. Postergación y deseos con los que si bien se desestructura un cuerpo, se construye un lenguaje y se mantiene viva una esperanza.
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Ya en 1970, Mercedes Ramírez señalaba que Teresa Porzecanski era no sólo «creadora de mundos, ámbitos y atmósferas inquietantes», sino que los elaboraba con «un estilo nuevo en el panorama de nuestra actual narrativa» para el cual se servía con igual naturalidad y fuerza de «la Biblia, de la ciencia ficción o de la realidad inmediata». El resultado era para su prologuista Mercedes Ramírez: «una extraña y bella combinación de Apocalipsis y diagnóstico, vertebrada por su amor a los desheredados de la tierra» (Historias para mi abuela, 1970:4). Los años no han hecho sino confirmar y ahondar este tenso diálogo, porque se adivina en la Teresa Porzecanski que escribe impactada por la violencia imperante en el mundo y por el intrincado intercambio de referentes entre el ámbito privado y la esfera pública. La melancólica periferia de Hugo Burel Hugo Burel, eficaz constructor de «máquinas narrativas» —como lo ha calificado Elvio E.Gandolfo— invita, a través de pulcros relatos, al pasaje sutil del minucioso realismo cotidiano a lo inexplicable y lo hace con el ligero estremecimiento que anuncia que una situación ha podido bascular, sin dificultad, hacia otra dimensión de lo posible. En sus novelas lo insinúa, pero es en los volúmenes de cuentos Esperando a la pianista (1983), El vendedor de sueños (1986), Solitario Blues (1993), El elogio de la nieve (1995) y la antología que reelabora y reúne algunos de ellos, El elogio de la nieve y doce cuentos más (1998), donde ha afinado los procedimientos narrativos, auténticos mecanismos de relojería, con los cuales coloniza la periferia del espacio real para crear un personal territorio con fronteras abiertas a lo insólito. En esa «realidad periférica» regida por una melancolía en la que apenas se disimula la falta de acción, el acomodamiento y esa resignación paralizante, crítica y reflexiva, que caracteriza la orilla «oriental» del Río de la Plata, Burel instala a los integrantes de la «barra» que protagonizan El elogio de la nieve, un relato emblemático que mereciera en 1995 el Premio internacional Juan Rulfo. La «retórica fácil» que la deshilachada conversación del grupo «entusiasta y compadecido», abrazando una vez más el «ritual de la amistad», enhebra con una calculada «dosis de lugares comunes», simboliza esa «medianía» con la que se identifica al Uruguay de hoy en día. Alguien del grupo anuncia que esa noche puede nevar, algo que nunca ha ocurrido en ese país sin montañas, apenas «suavemente ondulado» que «sólo puede permitir la lluvia, la llovizna, la tanguera garúa».
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«La medianía inclaudicable del país sin extremos de temperatura, sin cumbres ni abismos y sobre todo, sin nieve en cualquiera de sus posibles versiones» (Elogio de la nieve, 1998:250), impide «imaginar» que pueda nevar. Sin embargo, la posibilidad de que algo «excepcional» ocurra desencadena una animada polémica que Hugo Burel maneja como pretexto para construir una sugerente alegoría: «Sería lindo que nevara», dice uno con «un signo de esperanza» que los otros «ya habían perdido»; «Nieve para todos o para nadie», sentencia un opositor; «Lo único que le falta a este gobierno es hacer nevar», afirma el más viejo del grupo. Otro cree que «ya ha nevado» y que la noticia ha sido ocultada y finalmente hay quién considera que «la nieve es un invento del gobierno para distraer a la opinión pública de los verdaderos problemas de la sociedad» (1998: 243). Si es perceptible que en esa lánguida y resignada marginalidad está detrás Juan Carlos Onetti y Raymond Chandler, Burel no se queda en el gesto y la postura a la que invita acodarse al borde del camino para mirar como pasa la «caravana de la vida con sus cantos y risas». En sus cuentos hay también una apuesta lúdica de filiación cortazariana y el azar de esos «dados» con que Dios juega con el destino de los mortales (Los dados de Dios, 1997, se titula justamente una de sus novelas), pero, sobre todo, están presentes la incorporación de los recursos ficcionales y los ágiles resortes de intriga y acción de la buena «literatura negra». Como parte de su estrategia narrativa, Burel ha escenificado varios de sus relatos en un balneario imaginario de la costa atlántica, Marazul, verdadero arquetipo de esos «microcosmos» en los que han buscado refugio otros escritores uruguayos, al modo de la ciudad de Santa María de Onetti. Basta pensar en Juan Carlos Legido (1923), Jorge Musto (1927), Enrique Estrázulas (1942) o Hugo Giovanetti Viola (1948), creadores de otros tantos «balnearios» costeños. Marazul repite el prototipo de espacio concentrado donde desplegar la personal «comedia humana» del autor. Edificadas en forma desordenada frente a playas batidas por un fuerte oleaje y el viento salobre del océano, sus casas semiabandonadas y cerradas fuera de temporada son la morada ocasional de personajes que viven sentados frente al mar, «con la expresión de quien aguarda un suceso extraordinario, una catástrofe o una maravilla» (1998: 38). Sin embargo, Marazul cobra su verdadera dimensión de espacio mágico en Solitario blues, un relato donde la irrupción de lo fantástico tal vez no sea otra cosa que fragmentos de una memoria olvidada o una poesía encarnada en ese «edén engañoso y desierto». En el balneario apenas habitado por «un par de pescadores y un almacenero holgazán que estiraba el verano bebiéndose
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todas las cervezas que le quedaban», el protagonista escucha en los momentos más inesperados una música de la que no puede identificar su origen. Llega y se va con los ramalazos del viento sobre el rumor de las olas y en las notas de un blues tocado al piano cree adivinar una melodía vagamente familiar. Otras veces es un saxo o un contrabajo el que completa la repetitiva y elusiva melodía. Cuando comprueba que nadie más que él la escucha, se pregunta si «tal vez la música fuera un límite, una frontera interior que acababa de cruzar en tránsito hacia otra región de sí mismo» (Solitario Blues, 1993: 178). La melancólica periferia de la obra de Hugo Burel se ensancha en Pincelada de azul sobre gris, donde el protagonista está solo y «recuerda una ciudad atardecida, la emoción de una espera y la trepidante urgencia del que huye. Pero sabe que el recuerdo no es propio: lo ha inventado todo con aplicación y minucia. Puede evocar tranvías que jamás ha tomado y calles de precaria arquitectura» (Solitario Blues, 1993:106). «Incapaz de seguir huyendo o de esperar a alguien que no vendrá», puede incluso instalarse en esquinas que «nunca habrán de pisarse». Una dirección que Burel asume en forma «programática» en Solitario Blues, al prologar su propia obra buscando establecer los «hilos de unión» que la unen. Por eso nos dice que «la verdad necesita menos de la verosimilutud que de la credulidad», y en Cuento breve para lector derrotado hace intervenir a un lector que pide al autor: «invéntame una historia, basta de interpretar la de los otros». Esta invención llena de sugerentes posibilidades se explora en El guerrero del crepúsculo (Premio Lengua de Trapo, 2001), donde se amalgaman la realidad y la irrealidad, en la que el tiempo parece abolido. En esta novela corta se cuenta cómo un vendedor de enciclopedias abandona el hospital tras una operación a cerebro abierto. La vuelta a la rutina, un camino aparentemente sencillo, se convierte en una odisea cuyo sentido no puede comprender. La visita al consultorio de un neurocirujano, la comida en un restaurante que amenaza con convertirse en improvisada sala de operaciones, el desafortunado encuentro con dos hombres que, tras presentarse como policías, amenazan con torturarle y la visita final a un prostíbulo son los puntos cruciales en los que el protagonista se enfrenta a un presente de difícil interpretación, cuyo significado el lector sólo desvelará en las últimas líneas. Sin embargo, es en la novela Tijeras de plata (2003) donde la memoria es restituida con una mirada tan descarnada como nostálgica. «En ciertas zonas de la memoria hay vivencias que permanecen afincadas como en uno de esos depósitos de las casas de subastas, llenos de muebles y objetos de variada procedencia y valor. Están allí como aguardando que venga alguien a interesarse, a sacudirles el polvo y a restituirlos al presente» (2003: 9). Con esta
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sugerente propuesta, Hugo Burel abre su última novela. A ese «depósito» de la memoria, lleno de recuerdos polvorientos, ingresa el narrador para «interesarse» en la vida de un peluquero a cuyo salón concurría de niño de la mano de su padre. Las «vivencias» recuperadas por ese narrador que apenas disimula el alter ego del propio Burel son borrosas y deshilachadas; los testimonios de clientes y testigos ocasionales, esos seres que tienen más pasado que futuro, más recuerdos que proyectos, aún recogidos con pericia detectivesca, son contradictorios. El todo compone un puzzle al que le faltan piezas y donde otras no encajan en el hueco que ha dejado el paso del tiempo. Pese a ello, el personaje del peluquero Arístides Galán emerge como una figura emblemática de un oficio ejercido con responsabilidad y vocación y, sobre todo, como pieza central de la reconstrucción de una época —los años cincuenta— con su farándula de personajes reales y ficticios, sus acontecimientos históricos de fechas que no siempre concuerdan con las evocadas y su próspero paisaje urbano de entonces: un barrio del que se enorgullecía Montevideo y donde hoy se multiplican los signos del deterioro. Novela sobre la memoria y «los extraños pasadizos de la mente» que rigen los recuerdos, Tijeras de Plata es en realidad una nostálgica incursión en el pasado de un país que ofrecía la engañosa luz de una Arcadia que se fue perdiendo y cuyos vestigios apenas reconocibles están hoy vaciados de significado. Desde un presente regido por un sentimiento de «oscura miseria», una sensación de abandono y empobrecimiento generalizado, ese pasado se torna dudoso en su cruel y contrastada confrontación con el presente y hace sentirse patéticos a quienes lo evocan, aunque reconozcan la recóndita hidalguía que sobrevive en la dignidad con que se afronta la decadencia. Porque llegar hasta el mítico peluquero ha sido —en realidad— un viaje a través de una sucesión de ruinas ante puertas enclaustradas, hacia un desfile de personajes acabados o muertos, hacia siluetas que se desvanecen cuando se intenta atraparlas. Lo fantástico es —comprueba el narrador— cómo «cada espacio recorrido se transforma en un vacío que va borrando las propias huellas que han conducido hasta ese punto». Y para el lector de Tijeras de Plata, descubrir una obra que linda con la perfección de la escritura, sin olvidar la melancólica dimensión de la condición humana. En la obra de Burel, más que en ninguna otra de los autores analizados en este ensayo, se da la creativa y armoniosa integración de la rica herencia de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández. En sus cuentos se consagra esa mirada sesgada y el ensanchamiento de los límites de lo verosímil por el
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absurdo y la irrupción de lo fantástico en la vida cotidiana que caracteriza a los universos reconciliados de ambos autores. Los «provocadores violentos» de Rafael Courtoisie Rafael Courtoisie es un ejemplo de escritor polifácetico que maneja con solvencia la crítica, tiene un reconocido oficio poético y se ha asegurado un indiscutido lugar en la nueva narrativa con los libros de cuentos El mar rojo (1991), El mar interior (1992), El mar de la tranquilidad (1995), Agua imposible (1998), Tajos (1999), Sabores del país (2006) y la novela Santo remedio (2006). En estos relatos no solo se conjugan buena parte de las características de los escritores analizados en las páginas precedentes, sino que se trascienden en una original polivalencia expresiva, porque Courtoisie maneja diferentes registros poéticos y narrativos en el seno de un mismo relato. Los pasajes entre géneros son múltiples. Cambio de estado (1990) y Estado sólido (1996) se presentan en su bibliografía como poesía cuando su forma es la de apólogos, textos breves, fableaux de raíz más burlona que portadora de moralejas. Tajos, catalogado como prosa, maneja un lenguaje poético cargado de metáforas que borran las pistas de la linealidad del relato. «La poesía le gana al relato, lo inunda, lo bautiza, le señala al libro su pertenencia», ha sugerido Mariella Nigro. Estos referentes poéticos aparecen en la propia estructura de la prosa de Courtoisie. La trilogía de los mares (El mar interior, El mar rojo, El mar de la tranquilidad) donde entre 1990 y 1995 condensa la producción de sus cuentos, aluden a esa condición líquida del líquido amniótico —«ese mar interior en el que nacemos», nos recueda— y a la de «gran placenta de la humanidad, con toda su variabilidad, sus profundidades, sus monstruos y sus orillas plácidas», según completa (1993:69). Carga simbólica, «politonalidad» que cruza los géneros, aboliendo barreras como invitación a la polisemia y a una secreta convivencia de distintos sistemas de creencias, lo que pueden ser los signos de la condición posmoderna en que vive, pero que no necesariamente asume. En este proceso acelerado de trasvasamiento de géneros abierto a modalidades anacrónicas como leyendas, baladas (Balada del guardameta), parábolas (El regreso de Lázaro), apólogos chinos (Los cuentos chinos) y hasta relatos del far-west (La velocidad de las uvas y algunos de la serie Indios y cortaplumas), Courtoisie se ejercita gozosa y estéticamente en el «realismo sucio». La violencia invasora, la crueldad gratuita, el sexo brutalizado, la ten-
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sión urbana, el racismo rampante, el sojuzgamiento de las sociedades indígenas (desde México a Tierra del Fuego), son temas de textos presentados como un auténtico inventario de los males contemporáneos. Courtoisie va más allá en esa aproximación múltiple de la realidad, al hacer de la «estética de los prismas» de Borges, un verdadero credo de su narrativa. En ese explorar géneros conexos no se conforma con transgredir las reglas con que se los define, sino que asume una actitud provocadora, de auténtico desafío. La síntesis y la concisión de la poesía, esa regla que hace del poema «núcleo esencial» que se retiene y sigue «obrando en la vida» se integra en una prosa cada vez más cortante. Su última producción cuentística, Agua imposible (1998) y Tajos (1999), abrevia las frases, las hace tajantes, sacudidas y trepidantes, hasta llegar a someterlas a un ritmo audiovisual, de auténtico vídeo—clip narrativo. Es más, al desplegar una prosa poética rica en metáforas y en sugerentes imágenes, el autor desconcierta por el chocante realismo de sus descripciones. Así, el «verse colgar» las partes «tristes, arrugadas» frente al espejo del protagonista de Vida mía, un gordo que se autodefine como «foca eréctil, plena de culo», voluminoso trasero que descubre «pegado» a su espalda para llegar a masturbarse mirándoselo reflejado. En «Algo feroz», donde se narra la reiterada violación del protagonista Santillán por su propio padre, el lenguaje escatológico —culo, cagar, leche, puto, bolas, pelotas, huevos, «miedo de mierda», putear— es parte de un relato desazonante e incómodo. El realismo sucio de Courtoisie se distorsiona sin dificultad en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretación contradictoria. En algún caso desafía al orden establecido como la eutanasia que practica piadosamente Pablo Green sobre su madre enferma en Santo remedio (2006), desencadenando una serie de homicidios cometidos con crecientes desenvoltura e indiferencia, dignas de una película de Tarantino o de un video-game. La novela mantiene un ritmo sincopado donde el protagonista se desliza a través de un mundo plagado de signos exteriores tan caóticos como crueles, violencia que contagia al lenguaje cercano al nervioso pulsar de mensajes SMS sobre un teléfono móvil. En todos los casos —como en el variado y cosmopolita libro de relatos de título equívoco, Sabores del país (2006)— la escritura de Courtoisie no se encierra en un molde sino que, por el contrario, se abre a los desafíos transgenéricos y a una parodiada transtextualidad. En esta experimentación permanente, en esa empresa ficcional que la crítica percibe bajo la advocación de vivir «la literatura como exorcismo», Rafael Courtoisie confirma la vitalidad de la narrativa uruguaya que ha optado por instalarse en el ángulo oblicuo que propicia una visión tan pers-
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picaz como abierta. Otros narradores más jóvenes —como Henri Trujillo (1965), Pablo Casacuberta (1969), Gabriel Peveroni (1969)— incorporados en estos últimos años a la creación lo ratifi an al seguir proyectando sus ficciones en ese mundo fragmentado, donde lo «no-terminado», lo «inarmónico» campea sobre las ruinas de la utopía. Como parte de una alegoría inconclusa están abocados a seguir escribiendo desde la postura descolocada por la que han optado, y descubren que en realidad son ya tantos que son mayoría: la más confortable de las paradojas a las que puede aspirar la escritura del «otro lado» en la que se han instalado con tanta dignidad profesional como efi acia narrativa. Bibliografía General Foucault, Michel (2001): Dits et écrits. Paris: Gallimard, vol. I, p.161. K risteva, Julia (1980): Pouvoirs de l’horreur. Paris: Seuil. Onetti, Juan Carlos (1965): El pozo. Montevideo: Arca.
De los autores estudiados Teresa Porzecanski (1945) — (1967): El acertijo y otros cuentos. Montevideo: Arca. — (1970): Historias para mi abuela. Montevideo: Letras. — (1972): Esta manzana roja. Montevideo: Letras. — (1976): Intacto el corazón. Montevideo: Banda Oriental. — (1979): Construcciones. Montevideo: Arca. — (1986): Ciudad impune. Montevideo: Monte Sexto. — (1989): La respiración es una fragua. Montevideo: Trilce. — (1994): La invención de los soles. Montevideo: Arca. — (1994): Perfumes de Cartago. Montevideo: Trilce. — (1996): La piel del alma. Montevideo: Seix Barral. — (1998): Nupcias en familia y otros cuentos. Montevideo: Alfaguara. — (2000): Una novela erótica. Montevideo: Planeta. — (2002): Felicidades fugaces. Montevideo: Planeta. Hugo Burel (1951) — (1983): Esperando a la pianista. Montevideo: Libros de El astillero. — (1986): Matías no baja. Montevideo: Sudamericana-Planeta. — (1986): El vendedor de sueños. Montevideo: Sudamericana-Planeta. — (1989): Tampoco la pena dura. Montevideo: Sudamericana.
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(1993): Solitario Blues. Montevideo: Trilce. (1995): Crónica del gato que huye. Montevideo: Trilce. (1997): Los dados de Dios. Montevideo: Alfaguara. (1998): El elogio de la nieve y doce cuentos más. Montevideo: Alfaguara. (2000): El autor de mis días. Montevideo: Alfaguara. (2001): El guerrero del crepúsculo. Madrid: Lengua de Trapo. (2003): Tijeras de plata. Madrid: Lengua de trapo. (2006): El corredor nocturno. Montevideo: Alfaguara. 2006.
R afael Courtoisie (1958) — (1990): El Mar Interior. Montevideo: Banda Oriental (2° edición, , 1993). — (1991): El Mar Rojo. Montevideo: Banda Oriental. — (1995): El Mar de la Tranquilidad. Montevideo: Banda Oriental. — (1995): Cadáveres exquisitos. Montevideo: Planeta. — (1997): Vida de perro. Montevideo: Alfaguara. — (1998): Agua imposible. Montevideo: Alfaguara. — (1999): Tajos. Montevideo: Alfaguara. — (2001): Caras extrañas. Madrid: Lengua de Trapo. — (2006): Sabores del país. Montevideo: Planeta. — (2006): Santo remedio. Madrid: Lengua de Trapo.
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Aira y los airianos: literatura argentina y cultura masiva desde los noventa
Jesús Montoya Juárez Universidad de Granada
Lo masivo y la intervención de la narrativa de Aira en el «campo literario» A lo largo de las últimas décadas no hay objeto artístico que se pueda desprender del cuestionamiento que sobre su naturaleza ejerce la cultura de masas, que se desarrolla en paralelo al capitalismo multinacional y la globalización y que muchos han visto ligado al desarrollo de lo posmoderno. Ese contexto es en el que Aira conforma una escritura que atraviesa la historia de la literatura argentina como un proyectil creando su propio espacio. Un punto de inflexión en el desarrollo de esta escritura airiana se da desde finales de los ochenta. A partir de aquí, cada una de las novelitas con las que Aira viene salpicando las librerías cada par de meses vienen a acomodarse definitivamente a lo que Graciela Montaldo ha llamado «marca Aira» (Montaldo, 2005a), y que se ha descrito como «superproducción folletinesca» (Contreras, 2002). El método de Aira de publicar sin corregir, tomado de su «maestro» confeso Osvaldo Lamborghini, ya se ha convertido en parte de un mito para los consumidores de su marca, y también en una reiterada preocupación para sus críticos. Su singular modo de presentarse en el campo literario, tres o cuatro novelas por año, combinación aleatoria de editoriales «chicas y grandes» (Montoya Juárez, 2004a), y ausencia total de criterio acerca de qué publicar o no, le ha valido críticas muy dispares. Se ha valorado en clave vanguardista al entender que la obra de Aira plantea una relación irónica con la industria editorial, se ha valorado como fraude, al entenderse que la precipitación por enviar la novela a la imprenta malogra en un puñado de páginas las ideas
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más brillantes, o por último, entre lo uno y lo otro, se lo ha definido como un «terrorista cultural», acusado de no ser respetuoso con una supuesta ética en el oficio de escritor, que sería encarnado con la mayor honestidad por los autores que se sitúan en el otro polo, aquellos supuestamente en busca de la obra maestra; en el contexto quizás más próximo a Aira, por ejemplo Ricardo Piglia. Atendiendo tanto a la crítica académica como a las reseñas de prensa, se podrían establecer dos categorías: la de un Aira canónico, el de, entre otros libros, Ema la cautiva, Una novela china, La liebre, El llanto, Cómo me hice monja o Varamo1. Y un Aira de segunda o b, el de, entre otros muchos, La 1 La nota al pie se hace necesaria, para advertir que tal clasificación no es exhaustiva ni rígida. Los textos citados pueden ejemplificar los desniveles de la marca Aira que tiene, me parece, junto con textos que la crítica ha terminado de acoger como canónicos, toda una «serie b» que se mantiene escurridiza. Las razones por las cuales «salvar» los textos de Aira para la Literatura son excesivamente complejas para desgranarlas aquí. El corpus canónico de Aira, como en todo autor, en constante crecimiento, lo constituyen varios grupos de novelas. Lo que podríamos llamar metaficciones históricas posmodernas, con más o menos dificultad, ambientadas en la pampa y el mundo de la frontera, que recuperan el esqueleto de las narrativas de identidad que construye la literatura argentina del XIX (De Navascués, 1999; Contreras, 2002; Fernández della Barca, 2000; Masiello, 2001; Pollmann, 1991), como Ema la cautiva o La liebre, en las que el juego deconstructivo con la tradición y las genealogías literarias (Una novela china, ha sido explicada en el contexto de un resurgir del exotismo orientalista en la narrativa argentina desde mediados de los años ochenta de la que dan testimonio las novelas de Guebel, La perla del emperador, o Laiseca, La hija de Kheops (De Arriba, 1996)) se anteponen a las caídas en lo masivo, en lo «malo» en aras de una estética que se quiere de vanguardia; esto se desprende de la predilección que la crítica más literaria y oficial de Aira muestra por estas reescrituras o deconstrucciones de la tradición (Contreras 2002; Fernández della Barca, 2000), y a este grupo podríamos añadir también Un episodio en la vida del pintor viajero, donde la ambientación decimonónica no oculta que el tema central vuelve a ser el arte y el artista. En otro grupo de novelas, una posible lectura más o menos fuerte de lo metafictivo destapa un juego de complicidades con la «alta literatura», una reflexión más o menos evidente sobre las condiciones de posibilidad de la escritura literaria en el sistema editorial contemporáneo que van más allá de la justificación de la propia poética de Aira. Sobre todo recientemente, en Varamo, El mago o en Parménides, la escritura y el escritor se convierten en personajes y reflexiones centrales de los relatos; en éstas y otras ficciones similares, Aira no necesita inventar alegorías complicadas como hace a menudo para hacer ingresar el motivo metaliterario, y, en general, las caídas en lo grotesco son menores, a veces se limitan a los finales abruptos o adheridos injustificadamente al cuerpo del relato (Parménides), o a momentos puntuales como en el episodio en que el mago César Aira envía a su lector Pedro Susano al extremo opuesto del universo o el fragmento en que cobran vida los utensilios de aseo para interpretar una pieza de guiñol (El mago); ello es susceptible de ser dicho de El llanto, otra de las brevísimas y elogiadas novelas de Aira, novelita experimental y pieza modelo
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guerra de los gimnasios, La serpiente, Yo era una chica moderna, La mendiga, Haikus, Las noches de Flores o, por citar una de sus últimas producciones, El pequeño monje budista, según un mayor o menor efecto de improvisación, según también una mayor o menor distancia con lo masivo. En esta serie el procedimiento de Aira de la producción masiva de novelitas se acompaña de un uso «masivo» de la cultura de masas en sus tramas. La de Aira se inserta en una tradición de la literatura latinoamericana que supone una vuelta de tuerca en el juego de apropiaciones y distanciamientos respecto de lo masivo, trabajo con el pastiche, que en Aira se traduce en el para analizar el empleo de la autoficción en la obra de Aira (Remón-Raillard 2005; Alberca, 2003, 2005). En el caso de Cómo me hice monja, se ha señalado reiteradamente la presencia intertextual de Cien años de soledad en el episodio en que la niña César Aira asiste a la contemplación del helado, versión pringlense del hielo de Macondo (De Mora, 2003), pero también ha sido rescatada por la crítica «queer» o los «estudios de género» como autoficción que va más allá de los juegos de género propios de la literatura homosexual y que en la narrativa de Aira se muestra una presencia constante (O´Connor, 2001). Todas estas novelas, si exceptuamos estas dos últimas, han sido canonizadas editorialmente, editadas o reeditadas en multinacionales como Emecé o Mondadori, hasta la fecha, superando el centenar de páginas. En cambio, la «serie b» de Aira prefiere las editoriales pequeñas, las editoriales argentinas que pueden catalogarse de alternativas (Interzona, Mate, Eloísa Cartonera, Mansalva), las novelitas más breves. En ellas Aira afirma escribir con libertad, como Aira dice respecto de Beatriz Viterbo, «les doy cualquier cosa, un estornudo, y sacan un libro» (Montoya Juárez, 2004a). Aquí Aira no teme malograr los réditos conseguidos en una escritura que presenta todas las huellas de lo inteligente con caídas vergonzantes en lo masivo y sobre todo con penetraciones del universo realista construido en la novela en el interior de lo televisivo. Son precisamente estas novelitas las más complicadas de valorar por la crítica, ejemplos recientes de esta «serie b» pueden constituirlos la versión a lo Copi con escenas extraídas del video-game de las andanzas de dos jóvenes por las noches de Buenos Aires en Yo era una chica moderna, o El pequeño monje budista, donde el protagonista, «pequeño monje» de Corea que finalmente se descubre a sí mismo como un holograma virtual, sirve de guía a un matrimonio francés para que éste lo lleve al Primer Mundo. En este tipo de novelas el efecto de improvisación es mucho mayor, el diálogo con la Biblioteca o con la «alta cultura» es más oblicuo, si cabe, más interrumpido, y la distancia crítica con frecuencia acaba borrándose o estallando en pedazos. No obstante, pese a que en su novelística, atendiendo a tensiones internas, puedan establecerse alianzas, grupos o series, unas y otras defienden caras de una misma posición estética, de manera que consideramos más acertadas las aproximaciones a la obra de Aira más globales, las dos obras de referencia en este sentido son las de Mariano García, que contempla las novelas como entradas de una enciclopedia de filosofía o teoría (García, 2006), o Sandra Contreras, que las analiza como manifestaciones de un proyecto estético (Contreras 2002). Entendemos, no obstante, que cada serie añade una significación particular y lo que las novelas hacen con «la realidad» difiere en cada una.
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reciclado de algunas operaciones artísticas que practicara Marcel Duchamp transplantadas a la literatura. Este doble juego con lo masivo, por un lado, y el desarrollo paralelo a través de su propia producción novelesca de una reivindicación de la figura del artista a partir de la devaluación del valor de la obra, han contribuido a borrar el interés sobre la propia obra de Aira desplazándolo hacia la construcción de su propio mito como escritor, «el monstruo». La firma de Aira quiere ser el eje de validación de la obra, como en Yves Klein, como en Andy Warhol, y más atrás, como en Dadá. Dicho de otro modo: Aira se convierte en la obra de Aira. Y ese mito del escritor, que vuelve a ser la vindicación de un silencio en el centro de la proliferación textual, ha ejercido una fascinación sobre numerosos escritores-lectores argentinos, que identifican a Aira-obra-mito con un modo de leer o, a decir de Tomás Abraham, «de experiencia lectora» (Abraham, 2004), como un modo de escribir en la senda de la vanguardia desde la lógica productiva de la posmodernidad. La obra de Aira crea un sistema, un procedimiento, en el que no interesan las novelas, sino, como se ha dicho, la enciclopedia (García, 2006). Cada novelita recombina alegorías fragmentadas de una teoría estética plagada de contradicciones que se complace en las asimetrías, en la que leemos una vindicación del proceso por sobre el resultado, en un impulso hacia la vanguardia en tanto invención de máquinas y procedimientos narrativos. La recurrencia temática en este impulso, en sus heterogéneas formas, hace que, instalados en lo sorprendente, no pueda sorprendernos nada después de haber leído más de sesenta textos del mismo autor. Cualquiera de las versiones de su marca resulta perfectamente reconocible y se ubica en un nicho, ecléctico, minoritario y exclusivo, sí, pero nicho, en definitiva, de la industria cultural. Son las reglas del juego en la economía de mercado que la literatura de Aira no ha podido o venido a subvertir y, por tanto, los límites de la utopía artística de Aira son los mismos que le impone el lenguaje. Saliendo del Aira-mito, del proyecto declarado por el autor, creemos que leer cualquier potencial utópico y sus límites en la obra de Aira debe atenerse a la lectura de lo que el texto dice y significa, de lo que el texto transcribe, más allá de lo que el autor quiere decir, de modo que trataremos en adelante de soslayar el juego de fascinación-repulsión, el «es o se hace» el idiota, como lo define Elvio Gandolfo, al que nos reenvía continuamente su literatura, y que efectivamente es uno de los primeros sentidos de su trabajo con lo masivo. En este trabajo pretendemos poner de relieve algunas conexiones (transformaciones) de la obra de Aira con el afuera de sí misma.
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Y leer las conexiones de la obra de Aira con el afuera de sí misma supone, por un lado, entenderla como espacio de confluencia de los diferentes lenguajes que configuran lo real en unos —como los llama Aira— «tiempos de deshistorización y periodismo»; por otro, preguntarse por qué y cómo la obra de Aira genera conexiones con la obra de otros autores. Para ello vamos a delimitar en primer lugar cuál es el trabajo con lo masivo que se da en los textos de Aira, cuál es la forma específica de seducción-traición que operan, y cómo este trabajo se vincula con la cuestión del realismo y la experimentación, para después señalar algunas lecturas de Aira (y a través de Aira) en la obra de otros autores de los noventa y del nuevo siglo: Sergio Bizzio, Washington Cucurto (Santiago Vega), y Dalia Rosetti (Fernanda Laguna). Pese a las diferencias, las obras de estos autores pueden configurar un corpus textual significativo en la Argentina entre los siglos XX y XXI, que podría ser bastante más amplio y que merecería ser leído en su conjunto. Hablamos de «airianos» en tanto que la marca-Aira ha influido en el hecho de que estas literaturas cobren visibilidad. Lejos de nuestra intención considerar a Aira un padre (sea de una escuela, grupo o movimiento); nos inclinamos a pensar la de Aira como una literatura que, al modo en que Borges señala en Kafka y sus precursores, no sólo habilita la lectura de una tradición literaria hasta entonces marginal, sino que nódulo, rizoma, vaso comunicante, espacio de confluencia, sigue interviniendo en el campo literario en la Argentina del siglo XXI. Este efecto de «dar visibilidad» se proyecta hacia atrás, hasta el punto de que a partir de Aira cobran nuevo relieve autores en cierto modo marginales del canon argentino. Junto a Borges y Arlt, Osvaldo Lamborghini, Copi, Pizarnik y Puig son la tradición desde la cual esta obra exige ser leída. Literatura argentina: entre la seducción y la traición La cultura en Latinoamérica, progresivamente —para muchos desde la crisis económica del 73— y en virtud de un debate a menudo airado que dura ya algo más de dos décadas, ha ingresado en lo que Jameson, entre otros, describe como «posmodernidad»2; entiéndasela con todos sus «desencuentros» Soy consciente de que fijar los límites de la posmodernidad supone asumir una cierta arbitrariedad; para hacerlo sigo a Harvey (1989) y la lectura sobre la teoría de la arquitectura de Jencks (1980), que la sitúan en los inicios de los setenta. Solidariamente con ellos Andreas Huyssen habla de un segundo momento postestructuralista o segunda oleada del posmodernismo, después de un primer posmodernismo que se da con las vanguardias norteamericanas de los sesenta, que viene de la mano del pop (Huyssen, 1988). 2
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híbridos, modernos, posmodernos, poscoloniales o posoccidentales. Uno de los efectos más radicales de lo posmoderno sobre la cultura radica en lo que Kittler llama transformación de las «redes discursivas» (Kittler, 1990), la constitución de nuevas formas de mediación y nuevas relaciones entre tecnología y discurso, que han implementado un sensorium que la crítica posmoderna ha denominado frecuentemente como «simulacro», entendido como desrealización, como transformación del estatuto de lo real a partir la mediación de los mass-media (Jameson, 1991) y que Martín-Barbero ha vinculado al «entrecruzamiento cada vez más denso de los modos de simbolización y ritualización del espacio social con las redes comunicacionales y los influjos audiovisuales» (Martín-Barbero, 2004: 24). La literatura latinoamericana no ha permanecido al margen. Ángel Rama, en una entrevista de principios de los ochenta, había sugerido ya que para comprender la literatura contemporánea en América Latina se impone la tarea de ir más allá de la ciudad letrada ya que «[…] tanto el escritor como el crítico pertenecen a la calle, y no pertenecen al claustro universitario. Su real mundo es el mundo de la sociedad […] de la comunicación» (Rama cit. en Roffé cit. en Paz Soldán y Castillo 2001: 7). Gonzalo Navajas a propósito de las transformaciones en el espacio de la lectura afirma: «La transformación en el concepto de lectura va asociada con el cambio en la noción de textualidad, que se ha ampliado para abarcar objetos culturales que hasta hace poco no eran equivalentes a la excelencia del texto escrito» (Navajas, 1999: 153). Si bien desde la invención de los medios de reproducción visual la literatura latinoamericana ha ensayado modos de integrar las gramáticas y motivos procedentes de los mass-media, un hito fundamental en el reconocimiento de esa «textualidad ampliada» lo marca el surgimiento de nuevas sensibilidades Colás encuentra que en América Latina las repercusiones estéticas de la crisis políticoeconómica del Cono Sur radicalizan el empleo de lo masivo (Colás, 1994), lo cual le lleva a leer la obra de Puig como el inicio de una poética posmoderna latinoamericana, en el mismo sentido se puede leer la obra de Castillo Durante (2000). Trazo esta frontera y considero que las lecturas posmodernas de la cultura latinoamericana anterior, no son más que eso, «lecturas» de una realidad que por su carácter heterogéneo e híbrido puede constituir un «pre del post» (Richards 1989; García Canclini 1991) que responde, como la mayor parte de la crítica latinoamericana se apresura a precisar, a un paradigma cultural, llámese modernidad / posmodernidad/ postcolonialidad /postoccidentalidad, propio. Para ampliar esta cuestión me remito al trabajo presentado en octubre de 2004, «Una lectura de la posmodernidad en la narrativa de César Aira», leído para la obtención del Diploma de Estudios Avanzados, dentro del programa de doctorado «Estudios Superiores de Literatura Española», Universidad de Granada.
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que buscan moverse en el interior de la cultura masas, sin ser fagocitadas por ella; se trata del pop-art y el camp. Sontag, en «Notas sobre lo camp», define lo camp a partir del kitsch como «un dandismo en la era de la cultura de masas», «buen gusto del mal gusto», «amor a la naturaleza humana» (Sontag, 1984). Un gusto impreciso que Sontag reconoce proclive al «artificio y [la] exageración, producto de la tensión con lo masivo, marginal a la mainstream cultural, afiliado por lo general a la cultura homosexual» (Speranza 2000: 55). Se trata entonces de una salvación por la ironía, por la ambigüedad, que se apoya en la lectura: frente al kitsch, plano, unívoco, literal, el camp, al igual que el pop, permiten una duplicidad en la lectura que habilita la posibilidad de un «arte de los medios». En el caso particular de la literatura argentina ese paso de la «ciudad letrada» o «arte de la biblioteca» a la «cultura de los medios» (Ludmer 1999: 292) queda documentado para la mayoría de críticos en la obra de Manuel Puig, quien antes de publicar Boquitas pintadas (1969) había escrito a Rodríguez Monegal reconociendo: «Quiero combinar vanguardia con popular appeal» (Puig, cit. en Speranza, 2006: 219). Speranza describe el trabajo sobre lo popular de la novela de Puig como «una vuelta […] del escritor al mismo pueblo, oculto tras la mirada sin cuerpo de la cámara» (Speranza, 2006: 220). Esa mirada sin cuerpo supone para la crítica una «perfecta condensación pop de los rostros maquillados del cine y las mujeres del tango» (Speranza, 2006: 220). La obra de Puig no sólo se explica en razón de los mecanismos que serán empleados por el pop-art norteamericano, sino que se conforma «a una problemática nacional» (Santos, 2004: 64), su «ruptura con el nacionalismo» y con la visión estrecha sobre el arte de la izquierda revolucionaria, prefigura problemáticas que sólo tendrán una respuesta teórica diez años después, con las teorizaciones del posmodernismo crítico (Santos, 2004: 64). En los setenta, la transexualidad performativa (Speranza, 2006) de Puig, como les ocurre a otros escritores marginales entonces —Lamborghini, Perlongher o Copi—, lo convierte en un outsider de la literatura argentina, en la que prima un cierto realismo comprometido3 y militante, del que Puig abominaría.
Graciela Speranza vincula este realismo excluyente a la crítica izquierdista de la revista Contorno (Speranza, 2006: 220). 3
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Aira: realismos y simulacros Como ha puesto de relieve la crítica, es clave en el análisis de la consistencia mediática de la narrativa de César Aira la vuelta que los textos de Aira imprimen sobre Puig. Aira ha declarado sobre sí mismo que cuando un escritor escribe «el contexto se desvanece a su alrededor», es más, «la función de su obra es reducir a la nada el contexto» (Aira, «El último escritor», 1997). Sin embargo, la contradicción se convierte en consustancial al pensamiento de Aira; en otro de sus ensayos podemos leer: «El crítico que quiera ir más allá de la descripción, explicarse de dónde salieron los libros que ha leído, tiene que retroceder a la sociedad y a la historia que los produjeron» (Aira, «El ensayo y su tema», 2001: 15). Y en la vuelta que Aira opera sobre Puig, el propio Aira acaba por dinamitar la primera de las afirmaciones citadas más arriba. En «La prosopopeya», sobre Puig, Aira afirma: La empresa de Puig, de hacer hablar a una determinada época histórica, se parece a lo que hoy se llama cultural studies; el período de civilización enfocado es «la juventud de la madre». Una especie de reconstrucción, pero distinta de la que hace la novela histórica o la filología, ya que aquí el estilo está implicado (Aira, «La prosopopeya», 1994).
En un Puig que desprecia el realismo político y el contexto (Santos, 2004), Aira lee, precisamente, un realismo como experimento de documentación de una época. Así, en la literatura de Aira se concitan los dos extremos de una paradoja: por un lado, lo que la crítica ha descrito como «ética de la invención» (Contreras, 2002), sobre la que planea la traducción de Duchamp, que ha sido leída también como proyecto de colonización de todos los saberes, de todos «los mundos» (Montaldo, 2005b: 108) por la literatura, esto es, liquidación del sentido en tanto anclaje a un referente real, sustracción del contexto; y, del otro lado, el realismo, la búsqueda de procedimientos que permitan la documentación del mundo. En el ensayo «El dandi con un solo traje» Aira quiere resolver esta contradicción, afirmando a partir de Lúkacs que el realismo para él busca alcanzar el núcleo de la realidad, lo que Aira llama en sus novelas «el territorio nunca hollado de lo real» o «lo real de la realidad», lo cual viene a ser una forma de utopía: No me refiero al viejo realismo positivista, chivo expiatorio o enemigo útil de todo vanguardismo, sino al realismo siempre nuevo y distinto, siempre en estado de nacimiento, que es el estímulo y punto de partida de la vocación del escritor. Lúkacs lo describió bien, hablando de Balzac o de Tolstói: no es la posición del
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que ve desde afuera la realidad, sino la del que se ha instalado en el núcleo que la genera, y habla y actúa desde allí. Para hacerlo es preciso practicar el amor fati de los antiguos dioses, la identificación con la realidad como Historia. ¿Y cómo hacerlo en nuestros tiempos de deshistorización y periodismo? ¿Cómo inventar nuevos realismos si se ha roto el vínculo creativo entre lo real y el artista? (Aira, «El dandi con un solo traje», 2002)
El contexto que Aira afirma querer liquidar ingresa en su obra literaria y teórica: «tiempos de deshistorización y periodismo», dicho de otro modo, la Argentina de fin de Siglo, neoliberalismo, globalización y espectáculo. La nostalgia de un realismo que salpica muchas de las obras airianas, el deseo de lo real que declaran personajes y narradores al modo en que lo lee en Copi, es decir, como «atrevimiento», «realismo de la felicidad», «pura acción», en la que la felicidad abandone «el terreno de los posibles, donde la ha puesto la literatura», y se instale «en la realidad, teñida de maravilloso», implica también, al revés, el reconocimiento de ese límite para alcanzar el núcleo de lo real, una frontera, la de la proliferación de las mediaciones que complican la percepción y se solapan con lo real y que se vincula con la idea posmoderna de «simulacro» (Montoya Juárez, 2004b, 2005); valga la cita de La guerra de los gimnasios para ejemplificar la reiterada descripción que se da en su obra de las mediaciones, los límites para el realismo: Antes, en otra época, había sido posible el relato simple e inmediatamente comprensible. Pero hoy, con la televisión, el mundo estaba colmado de toda clase de historias que se entrelazaban, que quedaban suspendidas en el aire, acumulándose en tan prodigiosa cantidad que ya no valían ni significaban nada (Aira, La guerra de los gimnasios: 61).
El humor naïf, la saturación de los estereotipos extraídos de lo mediático, «la impronta massmediática de lo telenovelesco» (Contreras, 2002:122), la importación de los lenguajes coloquiales del presente, la ciencia ficción, la «serie b», el cómic, el cliché futbolístico, los personajes extraídos del mundo de la televisión, ingresan en la narrativa de Aira en virtud del procedimiento del continuo. Aira encuentra sus claves en la narratividad acelerada y visual de Copi, como «miniaturización del espacio» y «aceleración del tiempo» (Aira, 83). Y si en ese procedimiento lo masivo puede funcionar, como hemos señalado en otra parte, como proyecto de la «transvalorización» del arte (Montoya Juárez, 2006), como ironía hermética que para Contreras excede la categoría camp, no es menos cierto que se da a partir de un momento muy determinado
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de la trayectoria de la obra de Aira, y este hecho no ha sido suficientemente valorado por la crítica4. La presencia de las imágenes extraídas de lo masivo en la obra de Aira, fundamentalmente en lo publicado durante los noventa, es central. Pero es particularmente sintomática la irrupción de lo masivo en la explosión de lo verosímil, el estallido del espacio de realidad que construyen en principio sus novelas por saturación o proliferación de imágenes y los cruces intersistémicos que constituyen muchos de los finales de las novelitas de Aira, que sólo se dan a partir de este momento. Los ejemplos son numerosos: Los misterios de Rosario se cierra con el fin del Mundo en el que se conjugan ríos desbordados, vientos huracanados, un Alberto Giordano personaje convertido en muñeco que vuela por los aires mientras la ciudad consume el espectáculo por televisión. En El llanto, el protagonista y marido despechado César Aira asiste por televisión a su propia tragedia, el alumbramiento múltiple de su esposa en una clínica japonesa de los quintillizos de su amante japonés. El doctor Aira cree estar a punto de curar el cáncer a uno de sus pacientes mediante un procedimiento de su invención, basado en el despliegue de unos biombos imaginarios por los cuáles se propone excluir del universo en el que se halla el paciente todas las categorías del pensamiento que, combinadas, hacen posible la enfermedad, pero sin embargo despierta rodeado de cámaras de televisión en un plató improvisado en casa de su enemigo, el villano de cómic Actyn, que ha simulado ser su paciente y que, ahora, se burla del papelón que el doctor Aira ha protagonizado. En Yo era una niña de siete años, la realidad acaba disolviéndose en la virtualidad más absoluta, los personajes caen por la ladera de una montaña que los proyecta hacia el interior de un cine. El film de ciencia fi ción de «serie b» está de nuevo implícito en El congreso de literatura, en que gusanos gigan4 La industria televisiva argentina al término de la presidencia de Alfonsín y, sobre todo, con la llegada al poder del presidente Ménem y la reforma de 1989, sufre una progresiva liberalización (Landi, 1987), la privatización de dos canales nacionales, el 11 y el 13, la desregulación de contenidos y cuotas de pantalla, la internacionalización en las importaciones de programas extranjeros así como el aumento en las exportaciones de productos televisivos argentinos, todo ello genera un flujo de mercado decisivo para el desarrollo de nuevas tecnologías y plataformas como el cable o el DBS (Galperín, 2002), que en el caso de Argentina, a diferencia de lo que ocurrió en otros países latinoamericanos, tuvo un impacto profundo en la estructura de la industria: «[…] in Argentina cable systems started as a typical community antenna set up by small entrepreneurs […] particularly in the skirts of Buenos Aires and provinces with poor receptions of terrestrial channels» (Galperín, 2002: 34).
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tes clonados a partir de una molécula de la corbata de Carlos Fuentes caen sobre la ciudad y amenazan con destruirla por completo. Pero la obra con la que arranca esta radical televisualización o caída en lo masivo es paradójicamente una reescritura de la fábula fundacional de la nación, con el relato de un viajero inglés, pariente de Darwin, que recorre el desierto pampeano en busca de un animal perdido, en La liebre (1991). Esta reescritura da inicio a lo podríamos llamar «teleomanía» de los finales de Aira (Kunz, citado en Decock, 2005), en los que el código aparentemente realista acaba disolviéndose en la virtualidad de lo televisivo. La liebre conjuga a su término todos los dobles que se han ido generando, poniendo por verdad los dos extremos de las paradojas que constituyen la lógica constructiva del relato, dándose una explosión de la realidad pactada en el inicio del texto con la saturación de sentido. La polisemia de la lengua mapuche transforma vertiginosamente las definiciones de la liebre que, de animal legendario, monóculo de Erasmo, diamante, herencia, Cafulcurá, etc., acaba convirtiéndose finalmente en metáfora del sentido inasible. A partir de Leibniz, Aira construye un «sistema regresivo de inclusiones» (García, 2006), que desplaza el sentido a lo siguiente, en un continuo. Como afirma el personaje de Rosas en la novela, la liebre será un secreto exhibido, aquello que está «tan escondido que es necesario atravesar el mundo para hallarlo» y «tan visible» que «basta con ir a buscarlo». Y, al término de la novela, la liebre acaba definitivamente transformándose en todas las versiones dadas, cumpliéndose cada uno de los deseos de los protagonistas. Ambos extremos de la paradoja son propuestos como verdad. Y la línea del horizonte pampeano, espacio donde las perspectivas se complican y se vuelven a la vez transparentes y borrosas, acaba convirtiéndose en metáfora de ese mismo continuo capaz de transformar lo incomposible en composible, cada cosa en su contrario. Una frontera que no indica tan sólo el tópico del desierto sino que «más allá de esto implica la clave de la relación entre la ficción y lo real» (Fernández della Barca, 2000: 49): Mediante la instauración en la escritura de procedimientos que diluyen y fracturan las marcas antitéticas y los perfiles realistas se juega a la más extrema ficción, al suprimirse las pertinencias opositivas de cada término, se apuesta a desintegrar las categorías de representación situadas como anclaje en el canon literario. El propio proceso escriturario de la novela es a la vez juego deconstructor (Fernández della Barca, 48).
Ahora bien, ¿qué sentido tiene el abandono del pulso narrativo en el final airiano a la parodización del recurso barroco de la «dispersión-recolección»
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a partir de esta nueva inclusión de lo mediático? La televisión es el presente, y el presente se instala en la escritura del pasado: el discurso telenovelesco o del más moderno reality show hace coincidir los hermanos secretos, gemelos ocultados al nacer, Namuncurá y Clarke, pero a la vez Yñuy y Carlos se encuentran, Rosanna, el amor perdido del protagonista, resulta ser la misteriosa Viuda de Rondeau, que es al mismo tiempo hermana de Gauna, Clarke se descubre hijo secreto de Juana Pitiley y Cafulcurá, etc. Las verosimilizaciones rocambolescas se instalan en el instante decisivo del relato fundacional, remitiendo a un nuevo contexto: el del espectáculo, el mercado, el neoliberalismo finisecular. En la narrativa de Aira, lo televisivo bien puede avenirse a la fórmula del continuo, que «puede ocultar mostrando» (Bourdieu, 1997), que ubica lo más heterogéneo en un mismo plano o relato, y lo televisivo contribuye en este caso a la narrativa de una refundación nacional posmoderna, desde la explosión del simulacro, en la que se nos recuerda que «todo sistema de comparación que une caracteres nacionales y, por extensión, todas las similaridades que apelan a la identidad colectiva son siempre precarias» (Masiello, 2001)5. Como se nos promete en un principio, el sentido se exhibe en su barroca ostentación y queda, a la vez, escamoteado. En el reverso de la experimentación estética y el juego literario, el sentido del humor acaba cristalizando en la novela en el humor como sentido (Montoya Juárez 2006). Como parte de un proyecto consciente o no, resulta interesante en el debate por la significación de la obra airiana pensar que la radicalización del uso de lo masivo trabaje en los finales del ciclo de novelas inmediatamente posterior, el llamado «ciclo de la liebre» de Aira, con los mitos fundacionales argentinos6, transmutados a menudo en Apocalipsis intersistémico nacional, barrial o personal, en una versión postmetafísica que proyecta una utopía, el continuo airiano, al tiempo que sustrae el sentido; es decir como acceso y sustracción, simultaneamente, de la realidad, en el que el humor y las formas en que la cultura audiovisual construyen el verosímil remiten a una explicitación oblicua
La traducción del texto es mía. Junto a La liebre, en las novelas Embalse, donde la liebre que aparece en forma de Monstruo radioactivo se traduce en el mito de la destrucción de la Argentina, y La guerra de los gimnasios, en que la liebre aparece como enfermedad genética responsable de la lebrosis degenerativa de la madre de Ferdie Calvino, actor de teleteatros para adolescentes Aira ha trabajado los intertextos de Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, La cautiva de Echeverría, y el Santos Vega o los mellizos de la flor de Ascasubi (Montoya Juárez, 2005). 5 6
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de lo político y lo social: el éxtasis de la comunicación en la Argentina de la postdictadura. Indios y alienígenas en la narrativa de Sergio Bizzio Bizzio es un declarado lector de la narrativa de Aira. Lo ha reseñado en diferentes ocasiones y lo ha reivindicado como un autor fundamental en el contexto argentino contemporáneo. Las referencias son mutuas. También Aira escribe en la contratapa de alguna de sus novelas, como hace en el caso de En esa época (2001): «Una novela de asombrosa y feliz invención, descendencia innovadora de muchas líneas de la literatura nacional que la lectura conjuga en grandes sobresaltos. Pocas veces el paisaje pampeano y su historia han sido servidos con una sucesión tan abigarrada de milagros y un estilo tan razonable». Si de modo similar a Aira Sergio Bizzio había experimentado con los saltos de realidad a partir del cruce de códigos televisivos, narrando el rapto de dos actores de teleteatro argentinos a cargo de una civilización extraterrestre en Planet (Emecé, 1998), con la novela En esa época (Emecé, 2001) a partir del uso paródico de la metaficción histórica, vincula la experimentación con elementos propios de la cultura de masas al relato de frontera y de la construcción nacional, situando la acción de la trama en tiempos de Roca. Como señalan Florencia Garramuño (1997) y Fernández della Barca (2000) en relación a La liebre, también en Bizzio leemos de un modo distorsionado y sesgado la tradición decimonónica —a partir de la recuperación paródica de la mirada del dandy que cristaliza en la literatura decimonónica—. En Bizzio, como en Aira, opera una «modificación deconstructiva» que acaba «por trastornar los modelos emplazados por el dictamen de la tradición» (Fernández della Barca, 2000: 45). Ambos libros no proponen únicamente historias alternativas, manteniendo el esqueleto histórico, al modo en que acostumbra una parte de la metaficción historiográfica posmoderna, sino que son contrahistóricos (Garramuño, 1997) al desmontar el código realista por completo, contando de vuelta una historia argentina que, a pesar de exhibirse ante los ojos, se ve, precisamente en esa vuelta imagen, transformada en otra cosa. Si la historiografía, como sugería Michel de Certeau, rompe las conexiones entre pasado y presente, «en cuya ambivalencia reside la esencia de la escritura, dado que funciona bien como desperdicio excluido de lo real, […]» poseyendo así una autoridad «caníbal», puesto que «la grafía tiene, posee y devora el lugar de la historia que le falta, porque toma el lugar de los acon-
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tecimientos» (Fernández della Barca, 2000: 46), la novela de Bizzio cancela esa supuesta verdad cristalizada en la historiografía, insertando un fantástico extraído de la ciencia ficción para verosimilizar la desaparición de los indios en Argentina y hacer estallar estereotipos sobre civilizados y bárbaros. La cultura audiovisual (televisiva), condensada en la enorme nave extraterrestre que se descubre en mitad del desierto, al aplicarse sobre la ficción histórica fulmina definitivamente el código. La irrupción de un Otro «fantasmático», los alienígenas, demuele las oposiciones binarias entre «civilización y barbarie» para formar una tríada en la que ningún elemento deja de tener voz, aunque esta voz se «presentifique» y se construya a partir de clichés anacrónicos extraídos del lenguaje de los mass-media, atravesado por la ironía. El paisaje pampeano, la fascinación por la línea del horizonte, evocada en términos similares a la tradición, el vocabulario que refiere fauna (los caranchos «nativos y algunos extranjeros», cutis-tis, vizcachas), el discurso científico en boca del freak del contingente, el teniente Villa —«La Tierra es un globo dinámico bastante tenso y lleno de energía, mi coronel» (40)—, relatos contados por los indios en que aparecen las figuras del antropólogo, falsos excursionistas ingleses, cautivas, que se construyen bajo la forma genérica de la novela pedagógica, la novela sentimental, la novela de fantasmas, etc., remiten desde múltiples planos a la tradición decimonónica. Pero, más despiadadamente que en el texto de Aira, la personajeidad de civilizados y salvajes es forzada hasta el absurdo, incorporando toda clase de anacronismos en su expresión oral. Coloquialismos y vulgarismos del habla popular contemporánea son puestos en boca de militares argentinos y caciques indios, en ocasiones representados con detalles ambiguos que remiten a lo gay y que encuentran eco en modos de representación del gusto airiano. La novela se abre con la explicitación de un proyecto en apariencia utópico pero que sin embargo tiene visos de realidad: el ministro de Guerra de Roca pretende encontrar alternativas a la «solución final» del exterminio indígena, buscando la anexión de los territorios indios en virtud de alianzas, para lo cual, con objeto de paliar los efectos de la agresividad de los malones y ganar tiempo para generar las condiciones de la paz, se impone la tarea de cavar una fosa de mil kilómetros a lo largo de la línea de frontera, desde el sur de Córdoba hasta Bahía Blanca, con objeto de impedir los malones o, al menos, dificultar su fuga con un elevado número de cabezas de ganado. El planteamiento, que ya se insinúa absurdo en origen aun cuando tuviera lugar en la Historia argentina del período, es cuestionado en repetidas ocasiones por el narrador y los personajes:
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El ingeniero que planificó la obra avisó —igual lo sabían— que la fosa no serviría para detener a los malones (14).
Más adelante se explicita la ironía que habilita una lectura alegórica, metafictiva, de la zanja. De nuevo el narrador, después de explicar largamente las complejidades de la zanja, afirma: «Era una obra de verdad, una obra seria, una zanja de ingeniería» (15). La zanja cuyo signifi ado simbólico se cifra en «dividir dos mundos» (15), se reinterpreta — según nos dice el narrador— por parte de los personajes como «imagen del país por venir» (24); se nos comenta en otro lugar que «daba gusto ser parte de aquello» (25); finalmente, en otra ocasión Godoy afirma: «De aquel lado está la barbarie, de este lado no» (28). Sin embargo, acaba funcionando como la línea del horizonte en La liebre, un espacio-bisagra en el que las identidades se transforman, mismidad y diferencia se anulan. La zanja, «muralla china invertida» (15), revela un objeto exótico que rompe definitivamente el verosímil e instala un nuevo pacto de lectura entre la fábula alegórica, la ciencia fi ción, el relato de viajes y el melodrama televisivo. El intertexto del folletín televisivo, lo telenovelesco ahora, fuerza lo verosímil para incluir de nuevo a presión en ese pliegue del desierto los parentescos imposibles. Miranda, alistado en el ejército para encontrar a su madre cautiva de los indios, encuentra a ésta, casualmente la esposa de Maulín. La novela reúne al indio John Toriano y el coronel Ignacio Godoy, hermanos durante una desdichada e inverosímil infancia en Inglaterra, los hermanos secretos proliferan, como el de Miranda, que surge al final de la novela, el cacique monstruo de un solo ojo y «cuatro huevos», único resto indígena abandonado a su suerte al que Roca puede matar, en una absurda versión del combate singular entre la civilización y la barbarie. La zanja es también la frontera entre los dos espacios físicos de la novela, el exterior, la pampa, versus el interior de la nave espacial, cuyas dimensiones exteriores se conocen, pero las interiores no llegan a conocerse. Construida como un laberinto lleno de rieles y pasadizos, en la miniatura de su espacio interior se producen encuentros siempre inesperados entre la civilización y barbarie. La inseguridad y el deseo de supervivencia posibilitan parlamentos absurdos que quedan de ese modo verosimilizados. El juego de luces y oscuridad alternativa que se produce en el interior de la aeronave genera un tipo de hilaridad visual que remite al cine mudo, de un gusto que recuerda a escenas de El bautismo de Aira, y se recrea en el efecto de non-sense.
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Como en Aira, la posibilidad del arte en la novela de Bizzio se vincula con la inutilidad, y el relato se liga a la supervivencia (los indios son obligados a confesar sus relatos autobiográficos a cambio de la vida). El agotamiento de los relatos termina con la vida de los indios a bordo de la nave en su viaje interplanetario. En el contexto contemporáneo del espectáculo, horizonte del fin del Arte, bien puede leerse la siguiente cita: «no había nada que hacer, lo único que hacían los indios era mirar y morir, mirar y morir» [196]. Más allá del fin, las metáforas sobre el sentido de la escritura se vuelven herméticas: No perdieron un segundo. Palparon las paredes en busca de la puerta, la abrieron y pusieron manos a la obra. El chico sujetó un cadáver por las axilas y la chica por las piernas. Casi no pesaba; […] balancearon el cuerpo […] para darle impulso y en uno de los balanceos la chica lo reconoció: alguna vez había mantenido a ese indio en el aire y lo había obligado a contarle un cuento. Lo echaron afuera. La velocidad a la que se desplazaba la nave era tal que apenas lo soltaron desapareció, como si no hubiera existido. Se refregaron las manos y agarraron otro.
Los airianos desde 2001. Cucurto y Rosetti Como se ha señalado, la inclusión del autor como personaje en un juego metafictivo que oculta mostrando es una de las diversiones más intrigantes en la obra de Aira. Aun cuando la crítica ha valorado este recurso en el conjunto de estrategias preferidas por la autoficción posmoderna, en pocos autores se da con tanta intensidad y barroquismo. El efecto del recurso a la parábasis apela en la literatura de Aira, como señala con acierto Mariano García, «a borrar la frontera entre realidad y ficción al apoyarse en un referente que a partir del paratexto (en este caso el autor de la novela)» «opera como bisagra entre la realidad a secas y la realidad de la ficción, interrumpiendo de algún modo esta última y distanciando así al lector, y por supuesto creando el “continuo” entre vida y obra» (García, 2006:57). Se trata de la irrupción reiterada de Aira como personaje, no siempre en la forma del artista o del escritor que narra en primera persona, sino también como mago, doctor Aira, la niña César Aira, el antepasado del protagonista de El juego de los mundos, un escritor llamado César Aira, el apuesto escritor Cédar Pringle, mezcla del nombre de Aira y el pueblo donde nació (Coronel Pringles), el viejo y loco escritor, borracho, marica y drogadicto, vecino del protagonista de Embalse, el pasajero del taxi en Taxol, etcétera, en una suerte de travestismo grotesco extraído de Copi. Junto a él mismo aparece toda una galería de persona-
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jes reales como Carlos Fuentes, Alberto Giordano, Daniel Molina, Sandra Contreras, Adriana (presumiblemente Astutti), Liliana (presumiblemente también, Ponce, esposa de Aira), Arturo Carrera, Michel Lafon y su esposa en Fragmentos de un diario en Los Alpes, y acaso también ese matrimonio francés de El pequeño monje budista, Luis Chitarroni, Sergio Chejfec y Daniel Guebel (Hitarroney, Fejfec y Beguel en El volante). Las novelas de Aira, con frecuencia, además, responden al modelo de las autoficciones, relato planteado como ficción en el que el autor manifiesta la determinación de ficcionalizar su vida, y en el que, con motivo de demostrar esto, el narrador protagonista o algún personaje comparten el nombre del autor o se identifican de algún modo con él. Frente a esta proliferación de versiones airianas en sus novelas, la biografía de Aira en las notas en prensa o en las contratapas de sus novelas reproducen más o menos lo siguiente: «Novelista, dramaturgo, ensayista, César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949 y reside en Buenos Aires desde 1967, toda su vida gira en torno a la literatura, en sus ratos libres ejerce de traductor». Este silencio por afuera del texto literario y su contracara, la proliferación monstruosa de «Airas» en el interior de las novelas, contribuyen a la gestación del Aira-mito por el que Aira se convierte en una presencia constante y hasta cierto punto hierática en el medio editorial. El desconocimiento público de una biografía del escritor multiplica en este caso las especulaciones sobre la interpretación biográfico-realista de la obra de Aira. Pero al mismo tiempo está hablando de una cierta voluntad de la obra de establecer relación con lo extraliterario, generar redes, constituir un espacio de confluencia que exista por y a través de la literatura. Desde nuestro punto de vista esta proliferación de los alter-ego airianos, este juego de inclusiones, complicidades que se da en los narradores más jóvenes, puede constituir un fenotexto en sus novelas que permite hacer una cierta asociación en la literatura argentina de entre siglos, en la que la narrativa de Aira constituye una bisagra. Durazno reverdeciente (2006), de Rosetti, es el registro del diario de Fernanda Rosetti, profesora de secundaria de 75 años que, en un Buenos Aires futurista con aire retro, rompe con su rutina para lanzarse a las aventuras del amor. Resumir el argumento de la novela sería imposible. La teatralidad a lo Copi, la aceleración delirante de la acción, es extenuante. La surreal y dadaísta descripción de una ciudad y un país, Buenos Aires y la Argentina, erosionados por los estragos del neoliberalismo y la globalización, que se da en una sucesión de velocísimas imágenes que invocan no sólo la gramática del videoclip sino también la idea de la postliteratura, jugando con el esqueleto
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genérico de la anticipación futurista, se trabaja también en textos airianos como El juego de los mundos. En Durazno reverdeciente César Aira aparece como uno de los amantes de la protagonista: Pienso en César, mi gran amor de los 33. Con él nos pasaba lo mismo. Él escuchaba música Tontipop y a mí me parecía que él era un poco hueco. Igual lo amaba así como era. Escribía y escribe bien pero yo me he vuelto una mujer mucho más intelectual y quiero relaciones serias. Aparte él estaba casado, tenía hijos y yo era su segunda mujer. No pude soportarlo y lo de la música nos alejó definitivamente […] ¿no sabes quién es César? Búscalo en el diccionario por Aira, César (Rosetti, «Durazno reverdeciente», 2006: 107).
La necesidad de tender redes en contextos disparatados es continua en la novela, extendiéndose a otros escritores. El sexo orgiástico se vincula tanto en Cucurto como en Rosetti con las reuniones literarias. Orgía con los grandes vanguardistas de la época en que éramos jóvenes, y los nuevos poetas como Cristopher Miles y Juan Moletti. Seguro que van a estar Casas, Cucurto, Aira (mi amante a los 33) Rubio, […] todos los poetas que me cogí […] Quiero aclarar que […] Aira me sigue calentando y María Moreno también (Rosetti, «Durazno reverdeciente», 2006:106).
Washington Cucurto incluye a Aira en El curandero del amor, con quien se cruza el protagonista en uno de sus paseos delirantes por el barrio del Once. En una suerte de liquidación de la biblioteca de un escritor culto, aparecen Garamona, el librero rosarino responsable de la Editorial Mansalva, quien liquida los libros de Aira, Copi, Perlongher o Marosa di Giorgio, que Cucurto se queda (Cucurto, El curandero del amor, 2006: 104). Tanto en Rosetti como en Cucurto la presencia de la cultura masiva y la vuelta de tuerca sobre lo camp es central. Lo que en Copi era el teatro de lo gay, en Cucurto será el universo de la cumbia villera, las bailantas y los hoteles de Constitución, la inmigración paraguaya y la argentinidad rural migrada a la capital, no europeizante. El estereotipo trabajado por Cucurto construye un Buenos Aires alejado de los tópicos modernos de la ciudad europea desterrada a la periferia del mundo: Nunca me banqué haber nacido en un país que se llama Argentina, qué nombre para atrás, tan europeo. Lo primero que haría es cambiarle el nombre a la Argentina: le pondría Panambí, o Añaratamenguá. ¡Qué grosso haber nacido en un país que se llame Panambí! Where are you from? Me preguntaría una alemanucha y yo le
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diría: Pimpollo, I´m from Panambí. Ya está: 90% garchada (Cucurto, El curandero del amor, 2006: 126-127).
Sexismo, violencia y todos los estereotipos massmediáticos vinculados con el lumpen de la periferia y la espectacularización de la «informalización económica» (Harvey, 1989) bonaerense se acumulan hasta hacer estallar lo verosímil, en una suerte de «realismo atolondrado» o «delirante» en el que la acción de lo que acontece se narra en un lenguaje atravesado de poesía que salva a su protagonista. Washington Cucurto firma todas las novelas de Santiago Vega y será también su protagonista, siempre apuntando vínculos con la biografía del propio Vega (casado, aunque tenga amantes, con hijos, aunque a lo largo de una misma novela no recuerde cuántos ni sus nombres). Cucurto será en Cosa de negros (2003) el Sofocador de la Cumbia, dominicano recién llegado a Buenos Aires para dar un concierto. En Noches vacías (2003), que extrae su título de una cumbia de Gilda, Cucurto será un reponedor de supermercado Coto (La acción de La prueba de Aira transcurre en otro supermercado de la cadena Disco), que atraviesa el Once y Constitución a toda velocidad en bicicleta. El curandero del amor plantea un giro interesante en su narrativa. Compuesto de historias sueltas, la unidad de la obra viene dada por la presencia de la voz narrativa cucurtiana. Ahora Cucurto ha ascendido a escritor, quien no duda en hacer publicidad de sus obras: Me sorprendió verla, pero saltó a mis brazos como siempre llenándome de besos, ustedes no saben de quién estoy hablando: El Lobizón endemoniado, personaje de Las aventuras del Señor Maíz, Buenos Aires, Interzona, 2005, página 128. Pasado el chivo del narrador que se vende a sí mismo, continúo (Cucurto, El curandero del amor, 2006: 51)
El conflicto literatura-vida, en el centro de la problemática que ocupa a Aira, también es trabajado en el texto de Cucurto. Como en el caso del Airapersonaje el problema de Cucurto es con frecuencia su matrimonio: no puede consumar el amor con su «ticki», su amante, que trabaja en la fotocopiadora de la facultad de ciencias sociales de Buenos Aires. Obsesionada por Verón, el cura Mujica, Allende, Rulfo, Perón, Fidel, Evo Morales, el objetivo es no hacerla caer en la cuenta de la realidad: Y como yo fabrico libros cartoneros, ella pensará que soy una especie de líder proletario, un escritor comprometido como Walsh, Urondo, Santoro, Conti, y a mí
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lo único que me gusta es bailar cumbia y tomar cerveza en la Cubana mirándole el culo a las putas dominicanas (Cucurto, El curandero del amor, 2006: 109)
El travestismo literario que Santiago Vega y Fernanda Laguna llevan a cabo en sus novelas da testimonio de una asociación estética que tiende redes que pueden comprenderse desde una determinada «ecología cultural», objeto de trabajo de una serie de proyectos que son definidos como «estéticas emergentes» (Laddaga, 2006) o «relacionales» (Bourriaud, cit. en Laddaga 2006), caracterizadas porque plantean «una voluntad de articular la producción de imágenes, textos o sonidos y la exploración de las formas de la vida en común, renuncian a la producción de obras de arte o a la clase de rechazo que se materializaba en las realizaciones más comunes de las últimas vanguardias, para iniciar o intensifi ar procesos abiertos de conversación (de improvisación) que involucren a no artistas durante tiempos largos, en espacios definidos, donde la producción estética se asocie al despliegue de organizaciones destinadas a modificar estados de cosas en tal o cual espacio y que apunten a la constitución de formas artifi iales de vida social, […] modos experimentales de coexistencia» (Laddaga, 2006: 21-22). En el caso de ambos autores, de lo que se trata es de construir una ecología capaz de hacer verosímil el continuo entre la literatura y el contexto que suponga una «construcción» tras la «deconstrucción», que trascienda la caída de la fe en la cultura literaria mediante la puesta en movimiento de nuevas categorías de definición artística que den cuenta de un modo más inclusivo de la literariedad de estas ficciones. La lectura que reclaman estos textos necesariamente debe salir de la crítica literaria o filológica. Las novelas de Santiago Vega, por ejemplo, son parte de una misma intervención en el mercado, la de Washington Cucurto, cuya existencia quiere ir más allá de la de ser un simple pseudónimo, la de Eloísa Cartonera a la que se refieren las novelas continuamente, editorial en que trabajan Cucurto y Vega y que factura libros artesanalmente gracias al concurso de los cartoneros de Buenos Aires y el reciclado de los cartones empleados como cubiertas de los libros, la de la proliferación y distribución de alguno de sus textos en internet, a menudo gratuitamente, donde se prolonga la existencia de Cucurto7. Washington Cucurto es, ante todo, una actividad, una asocia7 Las editoriales cartoneras empiezan a ser un fenómeno relevante en la edición alternativa en Latinoamérica. Filiales de Eloísa Cartonera han proliferado en buena parte de los países latinoamericanos. En Bolivia, Yerba Mala Cartonera (que se denomina como una cumbia de Rodrigo), Sarita Cartonera, en Perú (que extrae su nombre de un ídolo local), y en Santiago de Chile se trata de Animita Cartonera. La sala de exposiciones y asociación
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ción, una intervención en el campo literario. Como mismo Aira no es Aira, Cucurto no lo es tampoco, y éste es también uno de los rostros de su «efecto de realismo». Quizás nos falten parámetros con que medir una literatura tan nueva como la de estos autores sin recurrir a la reseña de prensa, pero sin duda la posición de todos ellos en el campo literario viene a hacerlos contemporáneos de Aira desde mediados de los noventa. El modo en el que resuelven las cuestiones del realismo-experimentación, haciendo de la ekphrasis de lo visual-televisivo una herramienta fundamental de su realismo, su posicionamiento respecto de lo masivo y de la institución literatura y su estética de «lo indigente» (Laddaga, 1999) comprenden la nueva realidad y el lugar de enunciación en el mercado global desde el que se escribe, y apuestan por un cierto romanticismo lúcido que constituye uno de los fenómenos de cultura más interesantes en un contexto argentino de crisis y lumpenización. Algo de esto encuentra en ellos Aira cuando, para hablar de los escritores-poetas desde 2001, afirma: Un confuso plan de subsidio del Gobierno argentino provocó en los últimos meses la edición de decenas de libros de poesía, cuento y ensayo que luego quedaron a la deriva ante la suspensión del proyecto. Entre ellos surgieron los de una nueva generación de autores que, desde el punto de vista del pasado, son un fraude. Pero los valores son históricos, no eternos. Y esos libros exigen una redefinición del arte y la literatura de estos tiempos […] ¿qué pasó con Argentina?, ¿qué pasó con aquel país culto, próspero, sofisticado, el taste-maker suramericano? Se me ocurrió que si la respuesta podía estar en cualquier parte, también podía estar en estos libritos gratuitos y fantasmales, accidentes de la Historia que ilustran ejemplarmente. Pues bien, si la Historia está donde estuvo siempre, Argentina también está donde estuvo siempre. Los nostálgicos tienen dificultades para entender la transformación, que es la regla del juego, porque lo que se transforma, más que las cosas o los hechos, son los valores con los que se juzgan cosas y hechos. La literatura es uno de los laboratorios donde se crean nuevos valores, nuevos paradigmas, y la poesía es el sector del laboratorio donde se esbozan los nuevos paradigmas de la literatura» (Aira, «Los poetas del 31 de diciembre de 2001», 2002).
cultural hermana Belleza y Felicidad, en cuya fundación participa Fernanda Laguna también se ha exportado, como si de una franquicia se tratase, a Río de Janeiro.
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Cocaína y terroristas: quince años de literatura peruana
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Durante los individualistas años noventa, muchos escritores, críticos y lectores peruanos opinaban que entre los jóvenes narradores peruanos no había una literatura común. Según su teoría, los autores que comenzaron a publicar en los años noventa eran tan individualistas que nunca formaron ningún grupo ni movimiento ni tendencia ni generación propiamente dicha. Esa afirmación me sorprende, porque yo creo que entre los jóvenes narradores de los noventa hubo un tema común muchísimo más claro y hasta más chirriante que en cualquier otro momento o país que yo conozca: la cocaína. La cocaína, es sabido, nunca viene sola. Y menos en literatura. Sus derivados son la vida nocturna, la prostitución, la violencia callejera, la homosexualidad reprimida o compulsiva —nunca relajada y natural—, la gente de la calle, el lenguaje de la calle y una serie de elementos que, con pocos adornos retóricos y mucho golpe, suelen agruparse literariamente bajo el nombre de «realismo sucio». El realismo sucio y adolescente de la clase media o marginal limeña impregna en mayor o menor medida el estilo de narradores como Carrillo, Dávalos, Galarza, Malca, Ponce, Rilo, Soria, Tola, Torres Rotondo, y muchos otros que no han publicado individualmente, algunos de ellos editados en el libro del Primer Concurso Nacional de Cuento Juvenil que CEAPAZ organizó en la segunda mitad de los noventa. Pero el boom de la cocaína no se limitó a las letras. No se lo digas a nadie, Ciudad de M, La bala perdida y Muertos de amor mostraron la penetración que el estilo y el tema tuvieron en el mundo de todos los contadores de historias peruanos, inclusive los cineastas. Cuatro películas en un país que no producía más de dos al año es una evidencia demoledora de que, guste a quien guste, la cocaína sacudió la creatividad de
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los narradores y de los consumidores de ficción. En otros países eso ocurrió —por ejemplo con el español Mañas o el Fuguet de Mala Onda—, pero nunca con tanta insistencia. La explicación más socorrida para ese fenómeno de los noventa es la caída de las ideologías, o al menos, de las ideologías del lado izquierdo, que sostenían el realismo social y comprometido que el mundo literario y cultural latinoamericano más valoraba. Igual que la política, la literatura se quedó súbitamente sin referentes. El realismo no era real. ¿Cómo hacer ficción en un mundo en que las realidades ideológicas más inamovibles acababan de convertirse en ficción ellas mismas? En el mundo hispano, la primera respuesta a esa pregunta fue la recopilación McOndo, que reivindicaba el espacio urbano de la clase media y la cotidianeidad para acercarse a un nuevo tipo de lectores, mayoritariamente jóvenes de clase media de las ciudades. La narrativa dejó de ser escrita sólo para las universidades. Para mí, que estudiaba literatura en esa época, fue liberador leer McOndo. En el mundo literario de Borges, Fuentes, Cortázar o García Márquez, difícilmente quedaba algo que aportar. Creo que para muchos autores que hemos venido después, McOndo representó la posibilidad de escribir y valorar lo que conocíamos de cerca, no sólo la aventura de la enciclopedia literaria. Y a la vez, tras el derrumbe de las verdades abstractas, inauguraba una literatura de experiencias concretas y sensoriales. Si lo anterior es cierto, es posible explicar el boom cocainómano peruano observando el entorno de los autores. Para los nacidos a mediados de los setenta, la democracia fue, desde que tuvieron uso de razón, un lugar sin agua, sin luz, con la costumbre del sonido de las bombas y los toques de queda, con las ventanas selladas en caso de explosión, sin permisos para salir hasta tarde por razones de seguridad. La dictadura, en cambio, coincidió con la paz y la prosperidad —insostenible pero palpable— y acabó con los desprestigiados partidos políticos y también con varias instituciones en todo nivel. Si los ochenta habían representado una interminable y violenta lucha política, los noventa clausuraron los espacios de discusión y diálogo para crear la ilusión de un mundo en el que todo estaba bien y todos debíamos estar compulsivamente contentos y dejar de protestar. Toda dictadura —y algunas democracias— tienen un grado sutil de legitimidad. Se sostienen sobre al miedo al caos de los ciudadanos, que aceptan dejar ciertas libertades en manos de un líder fuerte para no tener que asumir las responsabilidades que ellas conllevan. Fromm llamaba a este fenómeno «El miedo a la libertad», incluyendo la libertad de pensar, de mirar más allá de lo que nos es dado. Muchas sociedades en quiebra moral, política o econó-
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mica —como la Alemania de Weimar, la España de la Guerra Civil y el Perú de Alan García— se han puesto en manos de alguien que piense por ellos, han abrazado la opción de dejar la responsabilidad en manos de otros, y de no alzar la voz contra esos otros ni tratar de mirar más allá de sus murallas. Eso, de alguna manera, también les permite sentirse inocentes de los actos del gobernante: «nosotros no lo aprobamos, simplemente, no queremos saber al respecto mientras alguien ponga orden». En un proceso inconsciente de expiación colectiva, las sociedades usan a las dictaduras para no sentirse culpables de lo que ellas mismas les exigen. En mi opinión, los jóvenes autores de los noventa simplemente contaron lo que veían. Y lo que veían era el miedo a la libertad que alimentó al periodo de Fujimori: una sociedad que había cedido su capacidad de pensar y de mirar más allá de su propio feudo. Una sociedad dopada. Esos escritores podrán haber hecho mejor o peor literatura, según cuál, pero devolvieron el foco a lo que veían, no a lo que leían, igual que el resto de América Latina. Y, contra su imagen pública de individualistas, retrataron mayoritariamente la misma realidad y a veces hasta usaron los mismos recursos de estilo, como el colectivo social mejor organizado, con una clara inquietud común. Pero para ser inocente también hay que callar. El que conoce un hecho es cómplice de él. Sólo está realmente libre de culpa el que no tiene conciencia. El silencio es una garantía de inocencia. Por eso, en la literatura joven de los años noventa, más que los temas —o el tema— resultan significativos los silencios, las cosas que los autores no trataron y de las que no hablaron. En particular, el persistente silencio en torno al tema de la violencia política, por parte de la primera generación que la había vivido con inocencia, durante la niñez, sin preconceptos. Durante los doce años de guerra entre el estado peruano y Sendero Luminoso murieron 70.000 personas. La cifra iguala la suma de víctimas de Chile, Argentina y Uruguay durante sus dictaduras militares. La literatura dedicó al respecto, al menos en apariencia, un profundo silencio. Justamente en eso no coincide el Perú con otros países de la región. La violencia social y política nutrió a algunos de los más destacados autores latinoamericanos surgidos en esa década, como a Bolaño, Vallejo, Paulo Lins o Piglia, e incluso es revisitada en las novelas recientes de autores de McOndo como Paz Soldán, Gómez o Fuguet. No deja de ser llamativo que el Perú la haya ocultado a pesar de ser la herida más brutalmente abierta del país. Tampoco es normal que el silencio haya cumplido veinte años. Mucho antes de eso, Chile o Argentina ya habían llenado amplísimas bibliotecas —y con-
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ciertos, y películas y escenarios teatrales— con sus respectivas experiencias sangrientas. ¿Calló el tema la literatura peruana porque no estaba capacitada para afrontarlo? ¿Se tapó los ojos eufórica por los éxitos políticos de la primera mitad de la década? ¿La sociedad peruana carece hasta tal grado de memoria histórica? Su silencio ha sido objeto de debate en múltiples foros y discusiones académicas, pero ese silencio, simplemente, nunca existió. Muchos escritores narraron la guerra interna del Perú: Oscar Colchado le dedicó Rosario Tijeras, Luis Nieto escribió sobre ella en La niña de junto al cielo y esos son sólo los más saltantes. El profesor sanmarquino Marcel Velázquez ha reunido un corpus de literatura escrita y publicada fuera de Lima. Según Velázquez, muchos de ellos reflejaban la violencia política, pero ninguno de ellos fue reseñado en periódicos ni distribuido en librerías de Lima. En su opinión, cuando hablamos de este auge del realismo sucio y violento en el Perú, en realidad nos referimos sólo a la capital. La literatura peruana también se escribió fuera de Lima, lógicamente, pero Lima no la leyó. Lima estaba dopada. Hace cuatro años se publicaron los resultados de la Comisión de la Verdad, que investigó la historia de esa guerra que nadie conocía. A partir de entonces, el escenario peruano cambió. La Comisión clausuró la etapa del enfrentamiento e inauguró un momento de reflexión para el país. Y surgieron nuevas novelas. Fuera del Perú, han tenido alguna repercusión De amor y de guerra de Víctor Andrés Ponce, La hora azul de Alonso Cueto e incluso mi novela Abril Rojo. De repente, ya nadie escribe de cocaína, y la violencia política aparece en el primer lugar de nuestro escaparate literario. Esos libros, sin embargo, tienen en común haber sido publicados en España (el de Cueto y el mío) o por una editorial internacional como Norma (el de Ponce). Incluso Muerte en el pentagonito, un estremecedor reportaje de Ricardo Uceda sobre las torturas y abusos de los militares en la zona de emergencia, ha sido publicado por Planeta Colombia. El extranjero parece el espacio en que se dice lo que Lima no siempre acepta de buen grado. La capital sigue más atenta a lo que viene de otros países que a lo que se produce en el resto del territorio peruano. A diferencia de lo que ocurrió en Chile o Argentina, la gran mayoría de las víctimas en el Perú no fueron políticos ni periodistas ni representantes de la clase media urbana, sino campesinos, mayoritariamente analfabetos, frecuentemente indocumentados, invisibles para la capital. Y a diferencia de los países del Cono Sur, los grandes abusos del estado no fueron obra de dictaduras sino de democracias (y por cierto, de gobiernos tanto de derecha como de
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izquierda). Los peruanos escogimos a nuestros propios asesinos en las urnas y los mandamos a matar a gente que nos resultaba lejana. Y la literatura no ha hecho más que reflejar ese proceso. Significativamente, los autores de los libros que he mencionado, los que parecemos apuntar a un «resurgimiento» del tema en el extranjero, somos nacidos o residentes en Lima. Y en mi caso, emigrante al extranjero. La aparente eclosión súbita del tema de la violencia política es sólo una expresión de cuánto le ha tomado a Lima digerir lo que ocurrió. Ahora bien, los escritores andinos han continuado escribiendo y reflexionando sobre esos temas desde una perspectiva diferente, a menudo enfrentada a la de Lima. Pero personalmente, creo que sólo desde el conocimiento de ambos lados se podría hacer un balance de lo ocurrido en la literatura peruana de los últimos años, y sobre todo, que sólo desde ahí se podrá comprender, en todos los aspectos, a un país cuyas dos caras aún no se han leído mutuamente.
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Narrativa latinoamericana hoy Daniel Noemí Ann Arbor-Michigan
A David
El presente, nos recuerda Benjamin, es una transición en la cual el tiempo está quieto y se ha detenido. Leer y escribir el presente es hacer estallar el continuo de nuestro pasado. Es cierto, toda escritura es un borrador sobre otro borrador; y en toda narrativa este permanente proceso de borradura y escritura está en constante lucha con el poder del tiempo. Leer el presente es una lucha con y contra el tiempo y es, a la vez, reconocer que es una ya-siempre-derrota, una pérdida. Siempre llegamos tarde al presente. Si el espacio ya ha desaparecido en la política de la globalización, el tiempo parece ir también desvaneciéndose: después del utopos, el ucronos. El neoliberalismo, como es sabido, gusta de tiempos presentes y eternos, gusta de la idea de que la historia concluya con él; toda otra posibilidad es un fracaso, nos dice; la política pasa a un segundo plano, ha de amoldarse a las leyes del mercado —aquella figura ora mítica como el viejo Cronos, ora extraterrestre, cual agujero negro-; el mercado que todo lo abarca, que no posee un afuera, que todo lo incorpora, hasta las buenas intenciones. La literatura, aquello que aún llamamos literatura, pero que ciertamente ya no es lo mismo que era, no puede, ni quiere, ni debe, escapar de su presente. Juega y participa en los circuitos y velocidades del mercado, es mercancía; y al hacerlo habla de nuestro presente porque es también ese presente. Del presente de América Latina. Quiero aprovechar esta ocasión para reflexionar sobre la narrativa hispanoamericana del presente: de qué tipos y modos de literaturas estamos hablando; qué historias se construyen y cuál es la política que surge y circula en los variopintos textos, qué críticas se elaboran, qué realidades emergen.
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Parto de una convicción simple y compleja: la literatura sirve, tiene múltiples funciones en la sociedad. Por cierto, es un recorrido incompleto, inicial, que caerá, inevitablemente, en generalizaciones que no busca; pero espero poder ofrecer, al menos, el surgimiento del desacuerdo y el disenso. Se trata de pensar desde un enfoque que rompa formalismos y divisiones tradicionales, una metodología abierta que piense problemas y recorridos atravesando textos, superponiéndolos y buscando las huellas y espectros que se establecen desde ciertas nociones que pueden funcionar como ejes. Arbitrarios, sí; pero arbitrarios hasta cierto punto, pues dejan de serlo cuando nos permiten la elaboración de un pensamiento crítico de la trayectoria, del recorrido cultural que tenemos a mano. Divido, así, las páginas que siguen en tres secciones. Es un panorama caótico, donde nos encontramos con velocidades varias, nuevas formaciones de lo político y nuevas propuestas estéticas. Todo esto inserto en una aparente omnipresencia del mercado, en aquella trayectoria de la cual parece no haber escape. I. Velocidad post La ya de antología «Presentación del país McOndo», escrita por Sergio Gómez y Alberto Fuguet, en 1996, tomaba como antecedente la colección «Cuentos con Walkman», la cual se presentaba como post-todo. La literatura que surgía y de la que McOndo es un referente ineludible, emergía como epónimo del reino de lo post; como la literatura correspondiente a una razón post. Ser post-todo. Postmodernos, claro; post-históricos y post-políticos, por cierto; post-ideológicos, ya que estamos; y post-literarios, porqué no… Post: escribir después de y más allá. Dejar atrás algo —el realismo mágico, se arguye— y posicionarse en un presente, realismo virtual dicen riéndose, que busca divertir de concepciones y trayectos anteriores de la literatura. Lo hemos leído antes: no se trata de optar entre el fusil y la máquina de escribir, sino entre Windows Vista o un G-Mac. Los sueños de liberación del sujeto social de su culpable incapacidad se convierten en ese otro paradójico metarrelato: el del individuo que se encuentra con que el telos de su existencia se reduce a su sola y fragmentada subjetividad. La única revolución aún posible es la del yo. Así, la crítica destacó el hedonismo existente en estos textos, la desconexión con la realidad política del continente y la casi completa ausencia temática de la mayoría que vive en condiciones de pobreza, la desaparición de las barreras entre culturas alta y popular. Algunos acusaron a los escritores de McOndo de hacer apología del sistema neoliberal, de que,
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al obviar los problemas sociales y centrarse en el ‘yo’, se estaba canonizando al mismo sistema económico y político que era (y es) la causa de tanta injusticia. Estos textos nos mostraban el modo en que desde la literatura el estado de excepción bajo el cual vivíamos se convertía en regla, se normalizaba. Y, claro, se trataba sólo de novelas y cuentos que daban cuenta de la ‘crisis moral’ de la juventud, como había dicho un par de años antes el crítico chileno del momento al referirse a Mala onda, la primera novela de Fuguet, de 1991. Una novela que fue calificada de inmoral por su lenguaje, por lo que pasaba en ella (mucho rock, algo de drogas y algo menos de sexo). La crítica, obviamente, fue un espaldarazo para Fuguet, pero más importante: había algo nuevo en el aire (que como sabemos nunca es tan nuevo): algo que se diferenciaba de la literatura que veníamos leyendo hasta el momento (si es que leíamos). Sí, era algo post. Post-Donoso, post-Skármeta. «I’m somewhere in between», cantaba Mike Patton en el epígrafe de la novela. Y Matías Vicuña, el protagonista, se sentía en ese lugar intermedio durante toda la novela, novela de formación por cierto, que trataba un tema político —el plebiscito que convocó Pinochet en 1980— desde la sacrílega perspectiva de un joven cuya familia estaba a favor de Pinochet. Pero quizás no solo Matías se hallaba ‘entre’ buscando su identidad, quizás también el país que regresaba a la democracia estaba perdido, engañado, sin saber qué hacer. Mala onda es la novela del regreso a la democracia en Chile, de la posibilidad y del desencanto. Es la novela que abre la post-dictadura y que nos advierte, nos muestra, los modos en que lo social, lo político, lo histórico se desplegarían en este mundo tan post de los noventa que tendía y tiende a convertirse en el mundo pre-democracia, pero a una velocidad distinta. Lo post abre paso a una nueva velocidad, en un mundo de delgadas paredes, dejándose atrás a sí mismo. Una velocidad nueva, es cierto, una aceleración que nos ha llevado a la instantaneidad y a la ubicuidad. Hoy la literatura circula globalizada alrededor del mundo, atraviesa lugares cual capital y adquiere su plusvalía en ese recorrido de Buenos Aires a Barcelona, de las academias gringas a Granada. La velocidad es dinero y es poder. La velocidad es lo que nos permite ver; la que inventa horizontes, pero también, como nos recuerda Virilio, aquello que hace desaparecer. ¿Cuál es la velocidad de nuestra literatura? ¿Cómo pensar las velocidades de la literatura hoy? ¿Qué es lo que desaparece, cuál es el trayecto que recorre? Ante la velocidad hegemónica, surgen alternativas y alteronomías, ante el puro presente de la aceleración absoluta la literatura irrumpe con un paso divergente, pero haciéndose cargo de esa nueva temporalidad y espacialidad. De modo paradójico la velocidad de la literatura —la creación de un campo a través de su recorrido— nos permite
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visualizar modos diferentes de articular la cultura (la historia y la política). Es por ello que no veo en la revolución individualista plasmada, por ejemplo, en los textos de McOndo o en la producción de Alberto Fuguet una necesaria empatía neoliberal. Son textos que se instalan en él, que lo recorren, lo muestran y demuestran, pero que por medio de ese mismo recorrido nos permiten elaborar una visualización crítica de dicha realidad. Pensar, tal vez, en la posibilidad de un nuevo realismo, de un realismo del neoliberalismo1. Desde una perspectiva formal, la ausencia de descripciones, la acción ininterrumpida y acelerada, una prosa paratáctica, diálogos breves, son aspectos que contribuyen a una mayor ‘velocidad’. Pero, ciertamente, cuando hablamos de velocidad nos referimos a algo más. A un modo de plantear tiempos y espacios, no solo en su elaboración narrativa técnica sino también en la manera representativa o su ausencia, esto es, la velocidad establece una perspectiva artística y política determinadas. Atacames Tonic, novela del 2002 del ecuatoriano Esteban Michelena, o Ruido de fondo, del guatemalteco Javier Payeras, nos pueden servir como casos de estudio. La última, publicada el 2003, es una brevísima novela de menos de 70 páginas que yuxtapone imágenes y escenas de la vida de un joven de clase acomodada, que decide irse de su casa e intentar sobrevivir en la convulsionada ciudad de Guatemala. Como el mismo narrador protagonista señala hacia el final del relato: «No tienen por qué creerme, realmente sólo tengo un vago recuerdo. Todo está fragmentado, son imágenes yuxtapuestas y vagas, no valen la pena» (64). Efectivamente, diversos recuerdos de sus tiempos del colegio y de la universidad, de sus primeros trabajos y diversas experiencias sexuales aparecen casi como viñetas intercambiables en su orden. Los doce breves capítulos, de un lenguaje que se autocalifi a de directo y transparente, de no literario (pues, «el mundo real no es así»), nos presentan una vida sin expectativas, donde nada tiene sentido. La descripción inicial de la novela es sintomática, tanto por el estilo del lenguaje como por la Weltanschauung que propone: bajo el título de «La política de la verdad», leemos: «Un rápido tour por el centro histórico: travestis, cocaína, niños de la calle, ladrones, violadores, hijos de violadores, putas, hijos de puta y policías —a veces todos ellos en la misma persona— etc.» (13). El tiempo se ha comprimido. Todas las relaciones son frágiles y se destruyen; no hay amigos ni parejas que perduren, todas las familias son un desastre, todo es y se dirige hacia el fracaso. Esta «política de la verdad» transforma en «ruido de fondo» a la otra política, la política de los políticos y, lo que 1
Uno que recupere la carga y fuerza política del realismo social de los años 20 y 30.
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resulta más notable en el caso particular de Guatemala, la guerra vivida por muchos años, la masacre genocida que tuvo lugar2. El único acceso a esa realidad, que sucede a través de la lectura (el protagonista no deja de ser un lector-escritor que cuando está en una fiesta preferiría ir a casa a leer Joyce), es rápidamente eliminado: «me cagué en él» (22) exclama refiriéndose a un texto que trata del conflicto armado. Un posicionamiento, es cierto, no muy novedoso; podemos pensar en muchas novelas de formación que nos presentan jóvenes, y no tan jóvenes, desencantados, para quienes todo se convierte en una experiencia escatológica. La relación con la política es también algo que observamos en novelas como Mala onda, donde la dictadura de Pinochet funciona como background en una cercana lejanía. Aquí no obstante todo se ha acelerado y se alcanza un grado cero o absoluto del desencanto, de la pérdida y el fracaso: no hay nada que se pueda hacer, toda explicación es descartada, la «puta lucha de clases» se convierte «en el origen más profundo de nuestra mierda existencial» (22). Si Mala onda concluía con la salvación momentánea del protagonista —«me salvé. Por ahora» son las palabras finales—, Ruido de fondo concluye remarcando la imposibilidad del cambio, el fracaso de la formación de un nuevo sujeto y nueva nación: «Seguramente mañana volveré a comprar coca cuando tenga dinero… seguramente mañana volveré a hacer lo mismo y volvería a hacer todo lo que he hecho» (64). En esta acelerada estética fragmentaria, donde podemos advertir un nihilismo a ultranza, sólo la literatura misma pareciera darnos un respiro, un tiempo, en la velocidad absoluta del fracaso (que es el éxito desde el otro lado) impuesto por el sistema. La escritura surge, desde su contradictoria negación y afirmación de la literatura, como ese intersticio, esa ventana que permite imaginar, al menos, una comunidad de perdedores. Atacames Tonic, en tanto, nos presenta otra acelerada vida; pero no es el proceso de formación adolescente, sino la condensación de uno, en un día y una noche en las vidas de Chico y la Niña en las playas del norte de Ecuador. La novela se divide en dos partes; en la primera el Chico, un quiteño encargado de organizar eventos y la Niña —personaje al cual se le adscribe una reputación llena de misterio y belleza, que pertenece a una clase social más baja— se conocen, enamoran y se prometen matrimonio. Así, la historia se desarrolla alrededor del presente de la relación, intercalado con las historias del pasado de La Niña y otros personajes, La Diosa y Driver fundamental«Cuando me enteré de la guerra ya se había terminado. En la universidad no se hablaba de la guerra, se hablaba del libre mercado» (23). 2
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mente (empleo de nombres que remiten a tipos antes que personajes3). Hasta pasada media novela, observamos un juego de formas y visualizaciones que combinan descripciones realistas con pasajes donde se nota un dejo cercano al realismo mágico. Ahora bien, en un momento determinado, cuando La Niña decide que es hora de consumir y consumar el amor en el mismo baño del bar donde Chico le ha pedido matrimonio, se inicia la otra novela. Mientras están en uno de los cuartos del baño, al compartimiento de al lado entra Méxican, un traficante de cocaína famoso en la región. Méxican se encuentra en pésimo estado, y La Niña y Chico se aprovechan de eso para robarle un maletín que siempre lleva consigo y que contiene, además de algo de cocaína, miles de dólares y un revólver. A partir de ahí, el resto de la novela corresponde a la huida de los dos. La fuga concluye con el éxito de la pareja. La última palabra, sin embargo, no la tienen La Niña y el Chico, sino Méxican, quien se ha convertido en un esperpento de sí mismo en un bar de mala muerte al cual va todas las noches a emborracharse y contar su historia, que nadie ya cree. Las palabras de la mesera con las cuales concluye la novela son evidentes, el robo del pasado mismo: «Quien le robó a este Méxican, le llevó todo. Hasta su historia» (208). Así, mientras por un lado tenemos la vertiginosa relación de amor y de éxito (porque solo se narra de ella un día) de Chico y la Niña, por el otro aparece la historia de la derrota de Méxican, cuyo relato, al igual que el del narrador de Ruido de fondo, llega a carecer de importancia ante el otro relato, el del triunfo. La verdad de Méxican, su historia, que nos ha sido narrada desde otra perspectiva, se plantea como perdida. No obstante, sabemos que la novela misma es la muestra de lo contrario: nuevamente, la narrativa se construye como la posibilidad de recuperación de esa historia que ya nadie cree y que nadie siquiera escucha. El puro presente de la historia de éxito —marca del neoliberalismo y de la velocidad de la circulación del capital— se ve interrumpido por esta ausencia de historia, que espectralmente sigue estando ahí (como lo están las historias que se intercalan de otros personajes, todas ellas historias de derrotas y fracaso. De hecho, toda historia que sea más que presente, que se prolongue en el tiempo, es la historia de una pérdida). En otras palabras, el fracaso, esta literatura del fracaso4, funciona Podemos pensar en la producción de Alejo Carpentier, pero estos tipos ven desvirtuado y transformada la seriedad que aquellos mostraban (en El recurso del método, por ejemplo). El empleo de tipos nos lleva, también, a recordar la famosa definición que Engels da del realismo. AtacamesTonic desarticula lo típico del tipo, cuestionando la posibilidad de una representación moderna. 4 Es imposible no remitir a la «compañía del fracaso limitada», la irónica y significativa marca que recorre parte importante de la producción del colombiano Efraín Medina Reyes, 3
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como productor de significados alternativos a las construcciones oficiales de la historia, ofrece otra velocidad. Se trata, así, de la recuperación de la historia, del pasado, de la recuperación de los residuos como propios y la posibilidad de crear grietas y fisuras desde el texto, desde la novela, en esa gran ficción que es nuestra realidad. II. Historia y violencia No sabía, no podía saber, don Alonso de Ercilla y Zúñiga que al escribir sus octavas reales, que anunciaba no sólo uno de los grandes temas de la literatura del continente recién ‘descubierto’, sino que preludiaba también una realidad social, la de la violencia, que se prolongaría mucho más allá de las guerras de conquista. De cierto modo, por medio de esta apelación a la violencia podemos considerar que ya en La araucana se hallaba en ciernes la borradura de la división entre ficción y realidad, lo que Jameson, siguiendo a Scott Lash al caracterizar la postmodernidad, llama des-diferenciación. Casi quinientos años después dirá Santiago Roncagliolo en la contraportada de su novela Abril rojo: «Siempre quise escribir un thriller… un policial sangriento… crímenes monstruosos. Y encontré los elementos necesarios en la historia de mi país». Es cierto, no necesitamos ser grandes lectores para saber que la violencia social y política en toda América Latina ha sido una de las grandes fuentes de ‘inspiración’ para escritores y escritoras. Hoy, en el presente, interesa pensar el modo en que esa violencia ‘externa’ pasa a constituir un componente clave de muchas de las narrativas contemporáneas. Cómo una historia de violencia y la violencia de ciertas historias adquieren forma en las novelas contemporáneas. De modos distintos, claro está. Puede aparecer como ruido de fondo, como en la novela de Payeras recién comentada, o bien, de diversos modos, en un primer plano y convertirse en protagonista explícita, como en Abril rojo o 2666 de Roberto Bolaño. Existe, así, en textos como estos, un close up de la violencia. En otras palabras: la cámara literaria puede acercarse a esta realidad de la violencia y la pobreza —los problemas que con mayor insistencia y fuerza caracterizan a nuestros países, que determinan su realidad— y pretender mostrar esa realidad de un modo descarnado. Ese proceso no es, ciertamente, igual para todos. Esto es, la cámara al acercarse a su objeto puede ‘enfocarlo’ de muchas maneras (desde la precisión minimalista al enfoque borroso). Por un lado, hemos de advertir en parte que bien nos ejemplifica esta posibilidad.
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significativa de la producción literaria un tipo de escritura que busca describirla de un modo «llano», «directo», «objetivo» e incluso «transparente» y «anti-literaria» (este afán antiliterario, como sabemos, es quizás una de las marcas más notorias de la literatura); una escritura que se presenta con el ambiguo término de «realismo», el cual suele ser acompañado de un adjetivo curioso: sucio (¿es la literatura la sucia, su lenguaje, la realidad que describe, todo?). El calificativo de «realismo sucio», cuya genealogía obviaré aquí, ha sido el más frecuente para referirse a novelas como El Rey de La Habana del cubano Pedro Juan Gutiérrez o La virgen de los sicarios del colombiano Fernando Vallejo, por nombrar dos de las más conocidas. Muerte llevada al paroxismo, descripciones gráficas de escenas que podríamos calificar de pornográficas en otro contexto —la escena final de la novela de Gutiérrez es ejemplar: Rey muere devorado por ratas y buitres, después de haber violado dos veces el cadáver de su amante, y el narrador concluye «Y nadie supo nada jamás»—; este realismo sucio puede considerarse como una exacerbación narrativa —un intento de llevar la descripción realista de situaciones límites a sus extremos—. Se marca y recalca el carácter presentista de lo que sucede: Rey es puro presente, el pasado se borra, se está borrando, no hay telos, no hay proyección al futuro. Puro presente, puro hoy, circulación de cuerpos como mercancías que terminan siendo desechadas, como los chicos sicarios. Son protagonistas sin historia: aquellos que quedan fuera de las narrativas hegemónicas son los que protagonizan estos relatos. Y al mismo tiempo son textos que muestran esa incapacidad de historización de un modo desencantado, radical. Muestran, ya sea en Colombia o en Cuba —sí, en Cuba también—, los resultados políticos y sociales y biopolíticos del neoliberalismo. Narrativas que hacen de la violencia y del sexo un espectáculo5. Ya lo escuchamos en los sesenta: hoy ya todo es espectáculo, porque hoy todo cae bajo la égida del mercado y de sus transformaciones. Sin embargo, no quiero quedarme en este nivel del análisis y limitarme a pensar en la caracterización de un realismo sucio, algo que, por lo demás, se ha hecho bastante. Creo que es imprescindible reflexionar sobre esta violencia —la violencia en nuestra historia— y pensar en textos que tornan más complejas las relaciones que podemos establecer entre ellas y cómo a través del intento representativo que se efectúa —desde el fracaso representativo creo yo— se articulan nociones de la historia y construcciones de subjetividades. Son texComo podemos ver, desde otra perspectiva, en los relatos que conforman Maldita ternura del peruano Beto Ortiz, donde se parodia a través del exceso la relación que se ha establecido entre lo morboso y el éxito mediático. 5
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tos que sitúan a la violencia no como ruido de fondo, sino como nuestro propio ruido, que hacen del primer plano de la violencia la única posibilidad. El caso de la reciente narrativa colombiana es paradigmático al respecto. Podemos leer no sólo a Vallejo, sino también Satanás, Relato de un asesino o Scorpio City de Mario Mendoza, Perder es cuestión de método o El cerco de Bogotá de Santiago Gamboa, Rosario Tijeras de Jorge Franco y un largo, largo etcétera. Varias de estas pueden ser denominadas narco-novelas6 o novelas del sicariato por razones por todos conocidas. Hay un quiebre a nivel de la nación que se traduce, en estos textos, en lo que acertadamente Andrea Fanta denomina narrativas del abandono: son historias de pérdidas personales, otras escrituras de la compañía del fracaso; contrapartida de la gran pérdida de la historia nacional que se desvanece y se esfuma (Perder es cuestión de método es un título que podría describir a gran parte de esta producción). La violencia es a la vez explícita e implícita y produce una transformación radical no solo del espacio de la nación —que ya deja de serlo, convirtiéndose en fragmentos—, sino también del tiempo, como se evidencia en Rosario Tijeras, donde el reloj del hospital donde Antonio espera el resultado de la operación a Rosario no avanza, no avanza, detenido siempre en las fatídicas cuatro y media de la mañana. La violencia puede leerse como aceleración de la velocidad (que es, recordémoslo, violencia política no sancionada en palabras de Virilio) que llega al punto de (casi) alcanzar la instantaneidad, la violencia llevada a una velocidad absoluta es el puro presente, es la ausencia de recorrido, es el proyectil que ya ha llegado en el momento de salir. Así, una de las consecuencias de esta violencia llevada al límite es la desaparición, el dejar también en el abandono la posibilidad de la verdad y la justicia. Si bien la violencia puede funcionar desde la ley o desde su exterior o simultáneamente desde ambos lados, el asunto de la justicia le es ajeno; asimismo, la verdad, aquel trayecto que va del ocultamiento al desocultamiento y viceversa, se pierde, no es alcanzable y si se llega a saber será, precisamente, el ejercicio mismo de la violencia que se constituye en telos de sí mismo. El panorama que podemos dibujar es el de un particular cuento de hadas: en la novela de Vallejo los sicarios se han quedado sin padre con la muerte de Pablo Escobar (y sin trabajo estable), en Satanás el mal como fuerza abstracta circula por Bogotá y provoca una cadena de muerte y destrucción; en Scorpio City periodistas y policías que intentan averiguar lo que sucede o Una nueva variante que valdría la pena estudiar es la del «narco-realismo», de la frontera mexicano-estadounidense; véase la producción de Heriberto Yépez, en particular su novela A.B.U.R.T.O. 6
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simplemente fracasan y enloquecen o terminan de modo similar al de Rey en La Habana, comidos por las ratas. Toda la ciudad, el país, el mundo y el universo, pareciera, se encuentran sitiados —como en Cerco de Bogotá—, sin posibilidad de escape. ¿Qué sujetos surgen, entonces, bajo esta atmósfera que presenta y no representa, que funciona indicialmente antes que representativamente, la realidad colombiana? En medio de esta ética-estética de la violencia y del sinsentido, plantea Fanta, toda producción de subjetividades es excesiva y residual. Y si pensamos que todo proceso de subjetivación, según Ranciere, «es la formación de un uno que no es un sí, sino la relación de un sí con otro» (21) es plausible plantearnos esas relaciones entre el sí y el otro como residuales y como productora de residuos; la relaciones mismas —la base para la construcción social— son la producción de residuos y de su propio exceso (no hay más que eso, se produce un vacío por todo referente). Así, la historia resulta en una producción de sujetos que son puro exceso, puro residuo (términos contiguos pero no exactamente sinónimos) y al mismo tiempo la historia es construida a partir de esas relaciones de subjetivación. Es, recordemos, como aquella famosa descripción del progreso que hacía Walter Benjamin al describir el cuadro Angelus Novus de Paul Klee: la tormenta lo impulsa hacia el futuro, de espaldas el ángel hacia el futuro, y ve frente suyo crecer y crecer, cada vez más alto, la acumulación de restos y ruinas. Esta tormenta es el progreso en las novelas a las que me refiero. Sí, estas novelas nos muestran, de nuevo, la excepción hecha regla, la violencia normalizada. Subjetividades hechas de residuos, de lo que botó la ola, donde podemos apreciar una biopolítica clara y precisa que llega en ocasiones a una posible transpolítica, esto es, la vida, la existencia, algo que para el soberano desde un sentido biopolítico tiene todavía importancia, deja de poseerla. Subjetividades hechas de exceso, de consumo, de mercado, de la misma violencia que se torna constitutiva, exceso como surplus que no puede ser incorporado a no ser como violencia. Así lo observamos, por ejemplo, en la secuencia final de Satanás7. Ahí queda de manifiesto una violencia amébica, 7 El excombatiente de Vietnam y fanático de Stevenson mata a todos los personajes principales de la novela (no es casual que entre ellos haya un artista con visiones y un cura), además de a un par de vecinas, a sus estudiantes de inglés y a la madre de una de éstas. Termina, por supuesto, volándose los sesos. No obstante, después de esta escena tarantinesca, la novela concluye con un sobreviviente: una mujer, casi niña, poseída —que había sido tratada infructuosamente por el cura—, que se escapa de la casa donde estaba recluida después de asesinar a la sirvienta y a su madre. Escribe en la escena del crimen: «Yo soy legión». Ni la policía, ni los periodistas —de nuevo—, señala el narrador, han podido dar con ella.
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viral, que puede aparecer en cualquier lugar y que está en todas partes; una violencia rizomática, podríamos decir, que recorre y marca la literatura hoy. No deja de ser significativo que la novela que ganó el premio Alfaguara el año pasado trate precisamente de todo esto que he venido mencionando. Abril rojo nos sitúa en un hipotético rebrote de la violencia senderista en el Perú en el año 2000. La trama gira entorno a la investigación de una serie de crímenes —seriales y violentísimos— en las que, más bien involuntariamente, se ve involucrado un personaje imposible, el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar. Imposible por su probidad y su apego a la letra de la ley, permite percibir el enfrentamiento con el absurdo de la violencia de un modo aún más vívido. La novela se plantea como trabajo de recuperación de historias necesarias8. El proceso de descubrimiento de la verdad —el relato policial que guía la madeja novelística— se construye, así, a la par de un proceso de la memoria. La verdad al final será inconmensurable (como inconmensurables son los crímenes cometidos por la guerrilla y por el gobierno) y llevará a la insania al bueno de Chacaltana, mientras que la estructura del poder, simbolizada en el Servicio Nacional de Inteligencia, se mantiene incólume: el saber es de modo efectivo poder. Esa verdad tiene en el relato, donde el jefe militar es lo opuesto de lo que parece ser, giros inesperados, que nos recuerdan las películas The Dancer Upstairs, donde la amante del detective es senderista9, o a Seven por el macabro orden de los asesinatos, que en la novela van formando un cuerpo ausente (pedazos de los cuerpos asesinados han sido mutilados, su suma formará un cuerpo, que es, podemos pensar, sinécdoque de todos los cuerpos de los muertos en la guerra); y si bien esa verdad de la violencia es inalcanzable por su desmesura, el proceso de memoria, por el contrario, puede articularse de modos distintos. Por una parte, tenemos el gesto del fiscal de regresar a Ayacucho, donde nació, y volver a vivir en la casa de su infancia y reconstruir la habitación de su madre tal cual su memoria la recuerda; la constante conversación que mantiene con su madre difunta nos indica el lado más patológico que puede adquirir un proceso de memoria que no reconoce lo que ha acontecido (el fiscal se niega a asumir la historia de la «Nadie quería hablar de eso. Ni los militares, ni los policías, ni los civiles. Habían sepultado el recuerdo de la guerra junto con los caídos. El fiscal pensó que la memoria de los años ochenta era como la tierra silenciosa de los cementerios. Lo único que todos comparten. Lo único de lo que nadie habla» (158). 9 Similar recurso se da en la novela de Jorge Eduardo Benavides, El año que rompí contigo, que se sitúa durante el periodo de la elección de Fujimori, donde la amante del protagonista —también de extracción baja- es miembro del MRTA. 8
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violencia de su padre contra él y su madre, la convierte en desmemoria y es, en consecuencia, incapaz de superar el trauma, lo que le imposibilita abrirse a un futuro distinto). Metáfora para lo que sucede en el país, este modo de la memoria, modo enfermo, se opone a otra posibilidad que emerge desde la escritura/lectura crítica: una memoria que no niegue el dolor e intente hacerse cargo y asumir el trauma histórico. Esto es, sin dejar de reconocer la derrota total y absoluta que fue y que es la guerra, Abril rojo trae de regreso esas historias desde el desencanto del fracaso, hace pulular los espectros de esa guerra para, una vez más, mostrarnos que la guerra sigue ahí, presente, que todo el silencio, el no hablar, es simplemente la constatación más fehaciente de su espectral presencia. Sí, la literatura de la violencia deviene una literatura de la memoria, y como tal, literatura del presente que puede ser leída a contrapelo del discurso hegemónico neoliberal. Escribir una novela, dijo alguna vez Walter Benjamin, significa llevar lo inconmensurable a extremos en la representación de la vida humana. Aquí, la novela sólo tiene que dejarse guiar por la realidad, presentarla, para hacer estallar la inconmensurabilidad de la existencia10. Así, una relación inefable se establece entre literatura y violencia. Y es en este vínculo donde podemos pensar un modo de subjetividad de disenso, que parte de la literatura y que, desde esa capacidad de disentir de lo que en la sociedad es visto como normativo, se articula como una nueva posibilidad política. III. Política, mercado, realismo. Todos los textos que he mencionado hasta el momento comparten un accidente original común. Todos ellos circulan como mercancía por los canales del mercado; todos ellos, unos más unos menos, a nivel local o a nivel transnacional, han tenido éxito (me refiero a que han tenido una salida económica considerable, pensando siempre desde los parámetros de una producción cuya 10 De otra manera, desde otra concepción y dimensión de la novela —una que apela más a la creación de una totalidad que ya es imposible-, 2666 de Bolaño, también es un texto que hace de una violencia particular, el asesinato de mujeres en Santa Teresa, el centro de una investigación literaria. Es decir, una investigación literaria —un estudio de literatura, la búsqueda del paradero del escritor Bruno von Archimboldi— deviene la narración de los asesinatos, ese misterio. El misterio de la literatura es el misterio de la violencia. Si buscar a un hombre puede ser, borgeanamente, buscar el universo, la literatura puede pensarse como la búsqueda, como una investigación en pos de la verdad del crimen que nuestro devenir y su historia constituyen.
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circulación es relativamente pequeña). Algunos de ellos, en particular me refiero a los textos de McOndo y a otros que sostienen un imaginario similar, han sido atacados por carecer de ‘peso literario’, por ser ‘literatura light’; y no sólo eso, son textos que al rescatar el individualismo exacerbado y borrar toda posibilidad de cambio social, funcionan como apología del sistema neoliberal, son su contrapartida en literatura, y como tal, desde toda posición crítica de izquierda, deben ser condenados. No entraré a discutir la validez o no de la división izquierda-derecha, pero sí quiero dejar algo en claro: el problema es mucho más complejo y, en parte, importante: una apología o su contrario se articulan desde la perspectiva crítica que se adopta. De hecho, creo que con todas sus múltiples variantes, estilos y estéticas, estos textos —no solo los mcondianos, sino la gran mayoría de la producción narrativa latinoamericana contemporánea—, que sí circulan en el mercado, que no existen fuera de él, construyen una constelación que posee una fuerza crítica radical en su novedad y en su modo de ser. No son textos revolucionarios, pero sí son textos que por su misma participación en el mercado son capaces de mostrar y de mostrarnos a nosotros, desocupados lectores, un funcionamiento social y político contemporáneo. Indican y apuntan a la transformación de un mundo, de nuestro mundo y su sociedad y desde ese trabajo, donde la violencia y el sexo, la historia y las drogas, el fracaso y el exceso se amalgaman y comparten tinta, permiten pensar alternativas para lo político y la política. En breve, estos textos pueden ser pensados como pertenecientes a una nueva forma de realismo. Un realismo que podemos denominar neoliberal, o mejor, realismos, en plural, neoliberales, en juego oximorónico entre la realidad a la que indican y la crítica que de ella podemos elaborar. Un realismo que se ha hecho cargo del legado realista decimonónico, social, mágico y sucio, y que ha hecho suyas, también, las experiencias de las vanguardias, tanto las históricas como las posteriores. Lo que surge es la superación de ambas, o para hablar dialécticamente, una aufhebung. Puede ser que estos nuevos realismos se caractericen por dejar de lado el afán representativo y emplear lo que Luz Horne denomina, siguiendo a Peirce, noción indicial. Lo indicial surge como un destello fotográfico y está cargado de una fuerza transformadora de lo político, pues ha desaparecido toda la ‘piedad’ que aún existía en textos realistas previos. Tal vez ahora la representación sigue ahí, pero como visualización y dejando de lado su intento, valga la redundancia, de representar. Se trata, creo yo, de una transformación de la literatura, como conjunto de particularidades y como institución social. Se trata de la visualización visceral y traumática de la realidad. Se trata de una posibilidad que queda, aún balbuceante, después de lo post; una que debe repensar la articulación alegórica que se establecía entre
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narrativa y nación, no para descartarla por completo, pero sí para reflexionar sobre el nuevo modo alegórico que estas novelas pueden tener. Si es que todavía nos sirve pensar en términos de alegoría, deberá ser una muy distinta. Mi propuesta: la alegoría que sigue vigente en estas narrativas es la de la escritura misma; toda escritura, nos dicen estas novelas y cuentos, es un escribir sobre el acto, palimpséstico por naturaleza, de escribir. La escritura es el grito desesperado, la resistencia, ante la crisis y ante la catástrofe. La reciente novela de Leonardo Valencia, El libro flotante de Caytran Dölphin, del 2006, puede servirnos aquí como ejemplo. El narrador y protagonista, Iván Romano, construye la novela como comentarios a fragmentos de un libro mítico escrito por Caytran, seudónimo del hermano mayor de su gran amigo y poeta Ignacio Fabbre. Al final nos enteramos de que aquel libro ha sido escrito por el propio Iván. La escritura se torna doble: escribir sobre lo que se ha escrito, hacer escritura de la propia escritura, que, a su vez, es escritura de todas las otras escrituras. Y ésta es también una escritura de derrota, violencia y destrucción: situada en un futuro incierto, la mayor parte del argumento se desarrolla en una Guayaquil que ha sido víctima de un cataclismo. La ciudad se halla sumergida casi por completo y los sobrevivientes de la catástrofe se han refugiado en las colinas. La escritura es el asunto de la novela. Ignacio escribe poesía, Caytran o Guillermo es el supuesto autor del libro misterioso, Iván es el gran narrador, y la ciudad es una escritura doble: aquella que fue y que es en el presente de nuestra lectura, y aquella que ahora yace sumergida, atravesada por ignotas fallas submarinas, y que el poeta recorre. Ignacio o Ignatius, su nombre de pluma, es también buzo y su labor poética es reflejo del sumergimiento de la ciudad. La Guayaquil sumergida funciona como metáfora de la escritura y de la realidad actual: vivimos sumergidos intentando rescatar vestigios del pasado. De este modo, y desde otras múltiples líneas de fuga —narrar y pensar, dos verbos que conjuga el monstruo bifronte que no elegí, escribe Caytran—, la literatura latinoamericana después de la post-modernidad, después de la post-dictadura, después de tanto fin y tanto post, funciona como escollo a la realización del mercado total y al mismo tiempo muestra cómo la circulación veloz del capital en el mercado logra superar el mismo escollo. Es su negación y su posibilidad. Un juego más del éxito neoliberal: consume y transforma todo en consumo. De aquí que la literatura devenga la ausencia de sí misma, que el realismo del cual hablamos, el realismo neoliberal, nos dé cuenta de una serie de ausencias que se revelan en la imposibilidad de transformación (fin de los sueños si se quiere), donde la única finalidad posible es el mercado mismo, cada vez más abarcador, más infinito, superándose a sí mismo.
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Quedan así borradas las tentativas de resistencia, desde un arte que no se pretende representativo, cuya única alternativa es acelerar y a través de esa aceleración alcanzar la omnipresencia y la omnisciencia, para oponerse a ellas (ver la falla en el todo y el siempre; la alternativa en la imposibilidad; la resistencia donde ya no se puede resistir). Una literatura que no da concesiones: todas las imposibilidades que denota esta literatura son la evidencia del nuevo realismo que surge, el cual está marcado por el estigma neoliberal. Velocidad que es violencia, como señalaba anteriormente, no sancionada políticamente; fragmentación radical de los sujetos y de sus historias (inaccesibilidad de la verdad y de la Historia). Una velocidad que se despliega en la construcción de múltiples micro-historias; en el exceso, violencia y vacío a la vez de las narraciones (un exceso temático y un exceso de la crisis del lenguaje moderno). Así, después de lo post ¿qué? Quizás sea necesario dejar allí la interrogante, en esa apertura del ¿qué? Permitir toda la potencia y el dinamismo que el qué nos posibilita. Nuestra literatura, como nuestra historia y nuestra política, debe permanecer deviniendo esa pregunta, tan simple y tan compleja. Sólo en la radicalidad de ese qué podremos encontrar la energía y la inteligencia que ayude a la transformación de la velocidad de la violencia y la violencia de la velocidad. Solo interrogándonos en y desde la literatura seremos capaces de pensar una política y sus sujetos que nos devuelvan los sueños que nunca fueron realidad. Y así, transformar el presente y crear un mejor futuro desde el necesario estallido del pasado. Bibliografía Benavides, Jorge Eduardo (2002) Los años inútiles. Madrid: Alfaguara. — (2003). El año que rompí contigo. Madrid: Alfaguara. Benjamin, Walter (1977): «Über den Begriff der Geschichte». Illuminationen. Frankfurt: Suhrkamp, 251-261. Bolaño, Roberto (2004): 2666. Barcelona: Anagrama. Fanta, Andrea (2006): «Excesos y cuerpos residuales». En Narrativas del abandono, Ann Arbor, Universidad de Michigan. Tesis doctoral en progreso. Franco, Jorge (1999): Rosario Tijeras. Barcelona: Norma. Fuguet, Alberto (1991): Mala onda. Santiago de Chile: Planeta. — y Gómez, Sergio (1996): «Presentación del País McOndo». En McOndo. Barcelona: Mondadori, 9-18. Gutiérrez, Pedro Juan (1999): El Rey de La Habana. Barcelona: Anagrama. Horne, Luz (2005): «Hacia un nuevo realismo. Caio Fernando Abreu, César Aira,
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Sergio Chejfec y Joao Gilberto Noll». En Tesis doctoral: Introducción. New Haven: Yale University. Jameson, Fredric (2002): A Singular Modernity. London: Verso. Mendoza, Mario (2002): Satanás. Barcelona: Seix Barral. — (1998): Scorpio City. Bogotá: Planeta. Michelena, Esteban (2002): Atacames Tonic. Quito: Paradiso. Ortiz, Beto (2004): Maldita ternura. Lima: Alfaguara. Payeras, Javier (2006): Ruido de fondo. Guatemala: Piedra Santa. R anciere, Jacques (2006): Política, policía, democracia. Santiago de Chile: Lom. Roncangiolo, Santiago (2006): Abril rojo. Madrid: Alfaguara. Valencia, Leonardo (2006): El libro flotante de Caytran Dölphin. Quito: Paradiso. Vallejo, Fernando (1999): La virgen de los sicarios. México: Alfaguara. Virilio, Paul (2005): Negative Horizon. London: Continuum. — (2001): Cybermonde la politique du pire. Paris: Textuel.
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Para Sergio Pitol
Comienzo estas reflexiones sobre narrativa hispanoamericana aventurando un conocido ejemplo físico: el problema sobre la naturaleza de la luz. Durante siglos los científicos se debatieron para definir si ésta se hallaba constituida por partículas —los fotones— o si, por el contrario, su carácter se asociaba más bien con las ondas. Los incontables experimentos llevados a cabo desde entonces no eliminaron las ácidas disputas entre los seguidores de una u otra teoría hasta llegar a la conclusión actual: por más extraño que parezca, la luz a veces se comporta como partícula y a veces como onda. 2 Antes de discurrir sobre las condiciones actuales de la narrativa hispanoamericana es necesario formularse una pregunta esencial: ¿a qué nos referimos exactamente cuando empleamos estos términos? Sin centrarnos en la pertinencia del adjetivo —la sutileza que distingue lo ‘latinoamericano’ de lo ‘iberoamericano’ o lo ‘hispanoamericano’—, el origen geográfico del vocablo describe las novelas y cuentos creados en el núcleo de países formado por las antiguas colonias españolas en América a los que se añaden, en ocasiones, los producidos en tres extremos limítrofes: a) los hispanohablantes de Estados Unidos; b) los pobladores de las islas del Caribe de lengua francesa, inglesa, neerlandesa y créole; y c) los escritores brasileños de lengua portuguesa. Resulta evidente, sin embargo, que al emplear la categoría ‘narrativa hispanoamericana’ no sólo buscamos describir su ámbito geográfico, sino asociarle una identidad, presuponiendo la existencia de unos rasgos que la distinguen
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de la narrativa producida en otras partes. Pero, ¿en realidad existe este conjunto de características propias de la narrativa hispanoamericana o se trata de una simple apariencia o, peor aun, de una invención que no se corresponde con los hechos? ¿De qué hablamos cuando hablamos de narrativa hispanoamericana? ¿De un vínculo particular entre escritores, críticos, lectores y académicos de esta parte del planeta? ¿O únicamente del objeto de estudio de los departamentos de literatura hispanoamericana de las universidades? 3 No cabe duda de que las diversas naciones de Hispanoamérica1 comparten una historia común; durante casi tres siglos, los extensos territorios que se extendían de California a la Patagonia fueron gobernados con las mismas leyes y tuvieron la misma lengua, la misma religión y las mismas instituciones sociales y políticas. A partir de la independencia, no obstante, cada porción del antiguo imperio procuró diferenciarse de las regiones colindantes en busca de una identidad nacional inspirada en el modelo europeo en boga. La unidad bolivariana no pasó de ser un sueño —el anhelo de unos cuantos intelectuales— y cada nueva nación debió arreglárselas por sí misma a la hora de enfrentarse a sus vecinos por cuestiones fronterizas, comerciales o políticas. A lo largo de los casi dos siglos transcurridos desde entonces, los contactos entre los diversos países de Hispanoamérica se tornaron, más que esporádicos, incidentales. Pese a seguir compartiendo la misma lengua y algunas costumbres parecidas, los intercambios culturales se redujeron al mínimo comparados con los mantenidos con las potencias dominantes: primero Europa y luego Estados Unidos. ¿Puede decirse así, en nuestros días, que los diversos países de Hispanoamérica siguen compartiendo una historia y una cultura comunes? 4 A partir de la independencia, en casi todos las naciones hispanoamericanos se manifestaron dos tendencias antagónicas: por una parte, la defendida 1 Pese a que particularmente prefiero el término América Latina —de marcado origen francés—, más utilizado por los habitantes de esta región, utilizo el de Hispanoamérica para ceñirme a los países de lengua española al considerar que la historia de Brasil y las Antillas plantea peculiaridades distintas.
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por aquellos que, preocupados por diferenciarse lo más pronto posible de la antigua metrópoli, hacían todo lo posible por ensalzar las peculiaridades locales con la idea de construir una identidad nacional sólida; y, por la otra, la enarbolada por los nostálgicos de Europa, para quienes sólo la copia de modelos extranjeros —primero europeos y luego estadounidenses— permitiría consolidar los nuevos Estados nacionales. El combate entre los seguidores de una y otra tesis provocó que, a lo largo de todo el siglo XIX, Hispanoamérica sufriese una interminable serie de conflictos sociales, políticos y culturales. Y, a la fecha, esta feroz guerra entre lo nacional y lo universal se mantiene, paradójicamente, como uno de los rasgos distintivos de la crítica y la cultura hispanoamericanas. Una de las primeras consecuencia de este combate fue que, pese a que tanto en España como en Hispanoamérica se continuó utilizando la misma lengua —e incluso las mismas reglas ortográficas y gramaticales, lo que no ocurrió, por ejemplo, con el portugués de Brasil—, desde entonces se creó una división artificial en la literatura escrita en cada lado del Atlántico que no ha terminado de cerrarse. En casi todas las universidades del mundo la literatura en lengua española permanece dividida en dos campos de estudio casi antagónicos: de este lado del pasillo, los solitarios especialistas en España que se desentienden de la literatura escrita en sus antiguas colonias; y, del otro, los diversos especialistas en Hispanoamérica, unidos por la fuerza ignorando las diferencias que cada país guarda respecto a los otros o las similitudes que los acercan a la Península. Más de dos siglos después de la ruptura con Europa, esta escisión se mantiene más allá de toda lógica (con mucho mejor sentido, Carlos Fuentes habla de un «Territorio de la Mancha», es decir, de España e Hispanoamérica al fin reunidas.) Como si lo anterior no fuese suficiente, el rompimiento de las antiguas colonias con España provocó asimismo la marginación de la literatura hispanoamericana del «canon occidental». Consumada la independencia, la breve gloria de España como imperio global terminó por desvanecerse y, ya al momento de perder sus últimas posesiones, Cuba y Puerto Rico, la antigua metrópolis era una nación tan pobre y atrasada como sus antiguas colonias. De modo que si durante todo el siglo XIX España fue vista por el resto de Europa como un confín casi salvaje, sus antiguas colonias en América recibieron un trato simbólico todavía peor y fueron expulsadas del imaginario europeo como territorios de tercera categoría (no deja de ser curioso el posterior éxito de una expresión como Tercer Mundo). Este fenómeno también se prolonga hasta hoy: pocos lectores en el mundo son capaces de reconocer actualmente que, como señaló Octavio Paz, Hispanoamérica siempre ha sido
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una parte de Occidente. Una porción excéntrica —es decir, lejana del centro— de Occidente, pero Occidente al fin y al cabo. 5 Convertidos en un espacio propicio para la utopía, los países de Hispanoamérica han padecido sin embargo toda suerte de conflictos sociales, económicos y políticos a lo largo de su historia. En medio de estas crisis recurrentes, la literatura no ha dejado de padecer conflictos similares. Las batallas libradas entre los defensores de lo nacional contra quienes apostaban por lo universal adquirieron formas distintas en cada país, pero básicamente se expresaron del mismo modo: ¿debían los escritores ensalzar sus diferencias nacionales o, por el contrario, enlazarse con la tradición española y occidental? A lo largo del siglo XX, decenas de escritores intentaron responder a este desafío. Para muchos de ellos resultaba claro que sólo si se detenían a analizar sus respectivos problemas —el mayor de los cuales era, justamente, el problema de la identidad—, serían capaces de crear una literatura nacional. No obstante, más que negar esta posibilidad, muchos otros consideraban que la pregunta estaba mal planteada y creían que, con el solo hecho de escribir, sin importar cual fuese el tema o el estilo elegido, contribuían de modo natural al surgimiento de una tradición literaria propia. Igual que en otras partes, en México este debate alcanzó las proporciones de un duelo: en los años treinta, los defensores de cada opción se agruparon en bandos antagónicos, denominados nacionalistas y cosmopolitas o, en términos menos respetuosos, viriles y afeminados2. Tras una desgastante polémica, el poeta Jorge Cuesta quiso zanjar la cuestión de modo contundente al señalar que el propio nacionalismo era, en realidad, una invención extranjera (europea, y por tanto, cosmopolita y afeminada). Por desgracia, un argumento tan sutil no bastó para detener a sus detractores. 6 Lo cierto era que, durante la primera mitad del siglo XX, en medio del debate sobre la cultura nacional, la discusión sobre la existencia de la literatura hispanoamericana ni siquiera era relevante. Para los nacionalistas No deja de ser relevante que tanto los términos ‘nacionalista’ como ‘cosmopolita’ posean idénticos grados de prestigio o desprestigio dependiendo de quien los esgrima. 2
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más feroces, sólo importaba la literatura mexicana, chilena, guatemalteca, etcétera, mientras que, fuera de unos pocos iluminados como Rodó o Vasconcelos, los cosmopolitas no estaban demasiado interesados en mirar hacia Hispanoamérica, sino hacia Europa y Estados Unidos. Hubo que esperar a los años setenta para que la defensa de la literatura hispanoamericana volviese a ponerse de moda gracias a la labor de los novelistas del boom, el último grupo intelectual surgido en el ámbito hispanoamericano que intentó manifestar un espíritu bolivariano. Hasta principios de los años setenta, los escritores del boom se mantuvieron como un grupo más o menos compacto, en el cual resultaba tan importante su apasionada lucha contra los prejuicios nacionales como su búsqueda de un cosmopolitismo abierto e incluyente o sus convicciones de izquierda moderada que los llevaban a oponerse a las desventajas del capitalismo y del mercado. Por ello, pese a que sus obras solían tratar temas relacionados con la identidad hispanoamericana, manifestaban al mismo tiempo su voluntad de escapar de los clichés impuestos por sus propios medios nacionales. Por más que García Márquez hablase de Colombia, Fuentes de México o Vargas Llosa del Perú, cada uno de sus libros buscaba abrir las fronteras de sus respectivos países e integrarlos, de modo natural, en una doble tradición literaria que resultaba a un tiempo profundamente hispanoamericana sin dejar de ser profundamente universal. No deja de resultar paradójico que, a posteriori, se les haya considerado como los inventores de eso que ahora se conoce como ‘lo hispanoamericano’. Contrariando sus intenciones, decenas de imitadores suyos —así como de académicos y editores poco escrupulosos— se empeñaron en convertirlos en modelos a seguir. Mediante una perversa inversión de sus ideales, el realismo mágico se transformó así en la ‘narrativa hispanoamericana’ por antonomasia. En vez de ensanchar los márgenes, como ellos siempre hicieron, los defensores de este modelo no hicieron otra cosa que constreñir la libertad de los escritores que les sucedieron, obligándolos a encarnar la magia, la poesía y la imprevisión asociadas desde entonces a la narrativa hispanoamericana. A lo largo de sus respectivas carreras, los grandes escritores del boom se distinguieron por enfrentarse a los moldes impuestos por el romo nacionalismo de los años cuarenta y cincuenta en cada uno de sus países, de modo que debió resultarles profundamente irritante verse convertidos, a lo largo de los años ochenta y los noventa, en paradigmas de ‘lo hispanoamericano’ y en modelos de consumo obligatorio. Por fortuna, sus obras siguen dando prueba de su voluntad libertaria y su vitalidad estilística y temática niega, con su sola exis-
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tencia, el espejismo de que la narrativa hispanoamericana pueda reducirse a un conjunto de principios básicos. 7 En contra de los deseos de los novelistas del boom, a partir de los años ochenta la narrativa hispanoamericana —latinoamericana o sudamericana, como se le conoció preferentemente en Europa y Estados Unidos— dejó de ser un concepto y se convirtió, simple y llanamente, en una marca. Cuando un lector promedio —ahora llamado consumidor promedio— adquiría un libro ubicado en este estante, se le hacía creer que compraba un concepto perfectamente definido (y enlatado). Del mismo modo que ciertas etiquetas se asocian de modo inmediato con ciertos productos —o, según las nuevas estrategias de marketing, con ciertos estilos de vida— el emblema ‘narrativa hispanoamericana’ pasó a implicar una forzosa dosis de exotismo, un lenguaje barroco asociado a las iglesias coloniales, grandes cantidades de fantasía (que supuestamente entrañaban alguna crítica social), y una pizca de costumbrismo heredada del realismo socialista para despertar la conciencia social de los lectores. Más que una novela, se vendía un ‘concepto’, una idea casi turística de lo que debía ser Hispanoamérica. Este producto inundó tanto las librerías como los departamentos de español de las universidades, revelándose al mismo tiempo como un éxito de crítica y de ventas. Por primera vez en la historia, Hispanoamérica exportaba literatura (y, por tanto, su especificidad en el mundo contemporáneo). No deja de ser paradójico que la izquierda nacionalista fuese la mayor defensora de esta idea: frente a los inanes best sellers estadounidenses, la ‘narrativa hispanoamericana’ aparecía como una tabla de salvación donde se preservaba la función social de la literatura, la novela histórica y el exotismo sin temor al ridículo. Por desgracia, lo que ocurría era justo lo contrario: al ser transformada en marca, la literatura hispanoamericana perdía su fuerza imaginativa y perturbadora; en vez de ello, simplemente se le adjudicaba a sus escritores la obligación de producir un producto cultural específico destinado al consumo global. 8 En fechas recientes se ha vuelto tema común afirmar que las nuevas generaciones de escritores hispanoamericanos buscan oponerse a los escritores
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del boom. Me temo que esta aseveración no sólo es superficial sino completamente falsa. A pesar de los malentendidos periodísticos —nada disfruta tanto la prensa cultural como dar una nota roja—, no conozco el caso de un solo escritor hispanoamericano de mi edad que haya buscado asesinar (ni siquiera de manera simbólica) a Fuentes, García Márquez o Vargas Llosa. Experiencias como la antología McOndo o el Manifiesto del Crack revelaban, más bien, el intento de escapar de la marca ‘narrativa hispanoamericana’; ello no implicaba, en ningún caso, abjurar del boom —el cual, por el contrario, encarnaba la posibilidad de engarzarse con una de las tradiciones más ricas de la literatura hispanoamericana—, sino de la manipulación académica, comercial y crítica que le siguió; es decir, de denunciar la puesta en funcionamiento de una especie de maquila literaria para la exportación del exotismo regional. La metáfora de la producción en serie resulta de lo más adecuada: se luchaba contra la idea de convertir a los escritores hispanoamericanos en una especie de sucursales locales de Hispanoamérica, Inc., una empresa o mejor un holding interesado en distribuir en todo el mundo libros auténticamente hispanoamericanos con la misma desenvoltura con que se podía venderse una franquicia de Taco Bell y decir que se trataba de auténtica comida mexicana. 9 La crisis económica y la descomposición de los diversos regímenes políticos hispanoamericanos durante los años ochenta y noventa, sumados a fenómenos más amplios como la caída del Muro de Berlín y a la disolución del socialismo real, provocó que el aislamiento de los diversos países de Hispanoamérica entre sí se volviese más intenso que nunca. La rica vida editorial de ciudades como México, Buenos Aires, La Habana o Bogotá fue aniquilada por las penurias económicas, llevándose consigo uno de los pocos vínculos capaces de unir a las culturas regionales. Lo mismo ocurrió con la industria cinematográfica, reducida desde entonces al mínimo. En vez de ello, la televisión pasó a ocupar todos los espacios vacíos, convirtiéndose en el único lazo entre los habitantes de los países de la región, con la consiguiente merma en la calidad de los productos culturales que les eran ofrecidos. Nunca antes el flujo intelectual entre las naciones hispanoamericanas fue tan escaso. Los escritores y artistas de cada país desconocían completamente lo que ocurría con sus colegas más allá de sus fronteras: en México se ignoraba completamente la vida cultural de Guatemala del mismo modo que Argentina
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no se preocupaba por Bolivia o Paraguay. No dejaba de resultar descorazonador que, cuando aún se celebraba la caída del Muro de Berlín, y el auge de los medios y la aparición de internet auguraba una nueva vecindad mundial —eso que ahora llamamos globalización—, los intercambios culturales en Hispanoamérica se viesen profundamente empobrecidos. El sector editorial fue uno de los más afectados. La crisis económica en Hispanoamérica y la ola de bonanza que comenzó a experimentar España a partir de su ingreso en la Comunidad Europea provocó la práctica desaparición de la industria editorial hispanoamericana y su centralización del otro lado del Atlántico. Por primera vez en dos siglos, España volvió a convertirse en una potencia cultural en la región, lo cual no dejó de generar algunas desventajas. A partir de los años noventa, para ser leído en Colombia o Argentina un escritor mexicano o ecuatoriano necesita ser publicado antes en España (a partir de criterios españoles). Si anteriormente la circulación de libros entre los países de la zona era esporádica y dictada por el azar, ahora las políticas editoriales y comerciales peninsulares pasaron a determinarla casi por completo. En contra de todas las expectativas, esta consecuencia de la globalización —en teoría, gracias a la acción de las multinacionales un autor costarricense publicado en España podría ser leído por un chileno— se convirtió en una barrera casi infranqueable. En efecto, la política editorial de las grandes empresas españolas insiste en que sus filiales en los países hispanoamericanos sólo publiquen a los autores nacionales y no distribuyan los libros producidos en los otros países salvo cuando la propia casa matriz en España así lo determine. De este modo, sólo cuando un libro tiene éxito de ventas en España logra llegar a los otros países de Hispanoamérica. En pocos casos como éste se muestra de modo más claro cómo el poder de un mercado local (en este caso el español) controla un ámbito supuestamente global (el hispanoamericano) potencialmente mucho más grande. Al menos en lo que concierne a la globalización editorial, la narrativa hispanoamericana simplemente no existe. 10 Repito la pregunta: ¿puede existir, a principios del siglo XXI, una narrativa hispanoamericana? Cuando los intercambios entre los lectores y escritores resultan tan limitados —unos cuantos libros españoles distribuidos sin demasiada convicción en unas pocas librerías de México, Buenos Aires, Bogotá, Caracas o Lima— y cuando resulta apabullante la influencia que
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ejercen sobre lectores y escritores otros medios como el cine (90 por ciento estadounidense), la televisión (60 por ciento de lo mismo) e internet (un poco más diversificada), no es fácil ofrecer una respuesta afirmativa. Sin duda, los escritores de cada país siguen reconociendo a sus colegas hispanoamericanos como miembros de su misma tradición, pero al mismo tiempo se sienten pertenecientes a otras tradiciones con las cuales mantienen intercambios más fluidos (y que exceden lo estrictamente literario y se manifiesten en otras lenguas distintas de la española). Recientemente, un escritor argentino afincado en España declaró, parafraseando a Borges, que su patria era su biblioteca3. Sólo que, a diferencia de lo que le sucedía a Borges, ahora hay que asumir que la biblioteca de un escritor también incluye también su cinemateca, su discoteca y su conexión a internet. ¿Podemos seguir afirmando, en estas condiciones, que se trata de un típico narrador ‘hispanoamericano’? 11 El fantasma que recorría el mundo ha sido vencido por un monstruo ubicuo: no el capitalismo ni el imperialismo ni el neoliberalismo, sino esa variante y demoníaca que conocemos como globalización (y su trasunto: el mercado). ¿Y qué es la globalización? En un ensayo reciente, el novelista italiano Alessandro Baricco afirma que, si bien la globalización es indefinible porque la era de las definiciones ha caducado, aún así todo el mundo está dispuesto a mostrarse a favor o en contra de ella4. Sea como fuere, en el ámbito literario se asume que el mayor efecto de la globalización consiste en uniformar la cultura y eliminar las particularidades regionales. Es entonces cuando los globalifóbicos de la literatura hacen su aparición para denunciar los efectos perniciosos de este fenómeno que ellos interpretan como una lamentable pérdida de los valores regionales. No deja de ser curioso que, al hacerlo, en realidad repitan los mismos argumentos de los críticos nacionalistas de los años treinta. Según ellos, la verdadera literatura hispanoamericana debería mantenerse fiel a sus valores regionales para contrarrestar la homogeneización impuesta por el mercado global. Por desgracia, no se dan cuenta de que sus proclama no hace otra cosa que seguirle el juego al mercado: al empeñarse en preservar a toda costa lo ‘hispanoamericano’, los gloRodrigo Fresán en entrevista con Ignacio Echevarría, Babelia de El País, 9 de marzo, 2002. 4 Alessandro Baricco, Next, Feltrinelli, 2002. 3
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balifóbicos de la literatura cancelan de un tajo la rica tradición cosmopolita de Hispanoamérica (que es, quiérase o no, otra forma de ser profundamente hispanoamericano). Dado que la literatura de Occidente ya no requiere autoafirmarse ni forjar su identidad —¿a quién se le ocurriría buscar la especificidad de la literatura italiana o la francesa?—, la literatura hispanoamericana entendida como marca sólo tiene como objetivo llenar el hueco del mercado que le corresponde, sin tener argumentos para oponerse a una de las verdaderas desventajas de la globalización: la confinación en estancos cerrados de las particularidades regionales como meros productos de exportación. El error de quienes defienden la vigencia de una ‘narrativa hispanoamericana’ con características específicas es que su conducta reproduce el fenómeno inverso al que desean. En No Logo, la obra de Naomi Klein que se ha convertido en una especie de Biblia de los globalifóbicos, se narra el alarmante caso de empresas multinacionales como Nike o Gap que, en vez de producir bienes de consumo, se limitan a adquirirlos en el Tercer Mundo a precios muy inferiores a los existentes en Europa y Estados Unidos (y en fábricas que someten a sus trabajadores a pésimas condiciones de trabajo)5. Haciendo una burda metáfora, quienes defienden la existencia de una ‘narrativa hispanoamericana’, en vez de luchar contra la supuesta uniformidad provocada por la globalización se limitan a impulsar el consumo de un producto realizado en el Tercer Mundo por encargo de los lectores y editores del Primero. ¿Es que la defensa de las peculiaridades regionales se encuentra, justamente, en la defensa a ultranza de la identidad? ¿No se generaría así más bien una falsificación, es decir, de producción en serie destinada al mercado extranjero —una especie de maquila de novelas exóticas— más que una verdadera reflexión sobre la realidad de cada país? 12 En un artículo reciente, un conocido crítico literario español mostraba su sorpresa porque en las obras de los nuevos narradores hispanoamericanos —es decir, en aquellos nacidos a partir de los años sesenta— no encontraba las particularidades lingüísticas que esperaba6. Genuinamente escandalizado Cfr. Naomi Klein, No Logo, Paidós, Barcelona, 2001. Ignacio Echeverría, «¿Latinoamericanos o ‘hispanics’?», Babelia, 9 de marzo. La insostenible tesis de Echeverría es que para los escritores latinoamericanos el uso del español como lengua literaria plantea un problema. Para justificar su tesis, Echeverría afirma que el escritor latinoamericano, al convivir con otras lenguas (y menciona las indígenas) 5 6
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(como uno de esos críticos que en el México de los años treinta se horrorizaban ante la ausencia de un discurso nacionalista en Cuesta o Villaurrutia), este crítico alertaba con vehemencia sobre este fenómeno, denunciando la aparición de una especie de koyné o lengua española estándar que en el fondo no dejaba de chocarle. Más allá de que sería necesario preguntarle si manifiesta una sorpresa paralela al no hallar giros lingüísticos murcianos o gallegos en las obras de sus compatriotas, su caso ejemplifica una vez más el del crítico de la globalización que en realidad se comporta con la suficiencia del consumidor del Primer Mundo que se perturba al comprobar la supuesta pérdida de identidad —de exotismo— de las novelas y cuentos producidos en el Tercero. 13 Una vez más: ¿existe actualmente una narrativa hispanoamericana con características comunes? En mi opinión, sí y no. Como objeto de estudio, desde luego: decenas de profesores se ganan la vida con ella, lo cual bastaría para justificar una respuesta afirmativa. Pero continúa existiendo, asimismo, como una rica tradición literaria. Prueba de ello es que un escritor argentino y uno salvadoreño se siguen identificando con ella porque, más allá de sus diferencias, los dos reconocen a Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, pero también a Macedonio Fernández, Alfonso Reyes o Gabriel García Márquez como parte de su propia tradición literaria. Si sólo fuese por ello, la existencia de la literatura hispanoamericana parecería asegurada. En cambio, afortunadamente la narrativa hispanoamericana ha dejado de existir como un corpus uniforme, vendible y exportable; es decir, como marca. La especificidad de la literatura hispanoamericana, en nuestros días, es sólo una ilusión: los narradores hispanoamericanos han dejado de escribir sobre los mismos temas, no responden a realidades particularmente cercanas (o, en todo caso, no tienen demasiada posibilidad de comprobarlo), los lectores de cada país no se sienten particularmente identificados con los escritores hispanoamericanos (pueden leer con más facilidad e igual complicidad a un autor europeo o norteamericano) y los escritores de esta parte del mundo se sienten parte de muchas otras «no se siente depositario absoluto» del español. Fuera de Paraguay, donde el guaraní es lengua oficial, Echeverría no entiende que, para bien o para mal, los escritores hispanoamericanos nunca han convivido con las lenguas indígenas, y se muestra incapaz de entender que desde el siglo XVI América Latina se integró a Occidente y que su literatura es una prolongación natural de la literatura en español.
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tradiciones literarias además de la hispanoamericana. Sin embargo, afirmar que la literatura hispanoamericana no existe tampoco implica que entonces sólo queden las literaturas nacionales, porque significaría un doloroso regreso a la defensa de la literatura viril, ni tampoco que sólo exista la literatura global, puesto que ésta es una idea todavía más artificial si cabe. Entonces, ¿qué significa hablar de narrativa hispanoamericana actualmente? Lanzo otra pregunta tramposa: ¿para qué queremos que exista la narrativa hipanoamericana? ¿Para qué nos sirve? ¿Para distinguir el tema de estudio de unos cuantos especialistas? ¿Para encontrar cierto tipo de libros en los estantes de las librerías y bibliotecas? ¿Para organizar coloquios y congresos sobre sus autores? Cuando un lector común —si es que aún existen los lectores comunes— llega a una librería y pide Cien años de soledad ¿lo hace porque se trata de una novela hispanoamericana? ¿O colombiana? ¿Porque representa una marca? ¿O simplemente porque es una gran novela? ¿Es posible afirmar algo como esto: «me encanta (o por el contrario, detesto) la literatura hispanoamericana»? 14 Creo que si algún valor tiene en nuestros días que la literatura hispanoamericana siga existiendo es en su condición de entelequia. De fantasía de unos cuantos lectores y escritores. Su naturaleza es parecida a la de las genealogías: saber quiénes fueron nuestros padres o nuestros abuelos nos sirve para conocernos mejor a nosotros mismos, por más que ellos hayan muerto y ya no podamos preguntarles nada. Con la tradición sucede lo mismo: no es algo que exista de modo inmanente, no es un corpus ni un canon, sino una creencia. La literatura hispanoamericana existe, simplemente, cada vez que alguien busca responder (como lector, escritor o crítico) a algún escritor que haya existido en esta apartada región del mundo. Veamos cada una de estas tres posibilidades: a) Desde el punto de vista de los escritores. Cuando un novelista de Guatemala o un cuentista de Chile se siente tributario (o, por el contrario, detractor) de Vargas Llosa o Carlos Fuentes, la narrativa hispanoamericana se vuelve una realidad (al menos para él). Se trata de algo más relacionado con los hábitos (con los buenos o malos hábitos) que con las distinciones académicas: no por nada la tradición se emparienta con la fe. El autor guatemalteco es un autor hispanoamericano simplemente porque cree serlo, porque responde voluntariamente a esa tradición. Pero, por el contrario, si no lo cree así, si
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busca decididamente responder a otras tradiciones distintas de la suya, su carácter de hispanoamericano se vuelve sólo geográfico, como el de quien nace por casualidad en un país que no es el suyo. El jus soli se entiende, en tal caso, como pasaporte, no como identidad; es decir, como accidente y no como vocación. b) Desde el punto de vista de los lectores. Cuando un lector en cualquier parte del mundo busca en una librería o una biblioteca un autor hispanoamericano, ¿qué busca en realidad? ¿Emplea, otra vez, sólo un criterio geográfico? ¿O quiere algo más? Es en este sentido que la marca ‘narrativa hispanoamericana’ ha dejado de existir. Por más que empleen la misma lengua y compartan cierta historia y ciertos valores comunes, un lector no encontrará la marca ‘hispanoamericana’ en obras como las de Mario Bellatín o Ignacio Padilla; Enrique Serrano o Santiago Gamboa; Rodrigo Fresán o Pablo de Santis; Alberto Fuguet o Alejandra Costamagna; Ivan Thays, Leonardo Valencia, Carlos Cortés o Edmundo Paz Soldán. Pero, por fortuna, tampoco encontrará la marca ‘mexicana’, ‘colombiana’, ‘argentina’, ‘chilena’, ‘peruana’, ‘ecuatoriana’, ‘costarricense’ o ‘boliviana’. Pero no hay por qué alarmarse. Que cada uno de estos autores, todos ellos nacidos en los años sesenta, no busquen vender sus libros usando estas etiquetas no implica que renuncien a su identidad hispanoamericana o nacional ni que hayan sido presas de la globalización o del mercado. Por el contrario, significa que, si bien cada uno de ellos como individuo puede querer responder, o no, a la tradición hispanoamericana o a la de sus propios países, han decidido no ceder a las presiones del mercado global que los querría como meros representantes del exotismo hispanoamericano y que en todo caso prefieren desentenderse de esta cuestión. c) Desde el punto de vista de los críticos. Resulta muy difícil de creer que la absurda división entre especialistas en literatura española e hispanoamericana vaya a desaparecer, de modo que en este sentido la literatura hispanoamericana como categoría de estudio está asegurada. Sin embargo también resulta evidente que, al menos en el ámbito académico, esta división es cada vez más inoperante; por un lado, es muy difícil imaginar un especialista en todo el ámbito de la literatura en lengua española; y, por el otro, cada vez más comienzan a considerarse otras divisiones geopolíticas —como lo prueban algunos congresos sobre el tema—: la literatura de las Antillas, que no diferencia su origen inglés, francés, créole o neerlandés, o la literatura de América del Norte, que engloba tanto el inglés de Estados Unidos y Canadá, como el francés de Quebec y el español de México y de Estados Unidos (incluyendo el spanglish). La división en estancos es una de las actividades favoritas de
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los críticos y es de prever que esta manía suya continuará operando en el futuro; pero, más allá de que la categoría ‘literatura hispano o latinoamericana’ perviva, la tarea que le corresponde al crítico se avecina cada vez más complicada, pues ya no le bastará con encuadrar a un escritor dentro de los patrones típicos de ‘lo hispanoamericano’, sino que deberá parecerle igual de natural que al propio escritor rastrear en otras tradiciones a la hora de analizar una novela o un cuento hispanoamericano. 15 Termino estas reflexiones con mi ejemplo inicial sobre la doble naturaleza de la luz. Como he dicho, todo parece indicar que a veces se comporta como onda y a veces como corpúsculo. ¿Cuál es su verdadera naturaleza? A los narradores hispanoamericanos les ocurre algo similar: a veces se comportan como hispanoamericanos (cuando se sienten pertenecientes a esta larga y rica tradición) y a veces como simples escritores (es decir, voluntariamente ligados a cualquier otra tradición literaria, independientemente de su lugar de nacimiento). La distinción entre global y local, nacionalista y universalista o viril y afeminado continúa sin extinguirse, pero lo que parece distinguir a los nuevos narradores hispanoamericanos de sus predecesores es la naturalidad con que se distancian de esta polémica. Lo mejor que se puede decir al verlos en conjunto es que sus afinidades son tan grandes como sus divergencias y que no están dispuestos a dejarse catalogar con simpleza. Respondiendo a una de las mejores tradiciones de la literatura hispanoamericana, los narradores de esta región del mundo se empeñan en escribir sobre lo que se les antoja y como se les antoja, indiferentes a las presiones de la crítica, de la tradición y del mercado.
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La literatura contemporánea víctima del despotismo comercial y la globalización
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Las tendencias, movimientos y corrientes en el arte y las letras, que otrora definieron el mapa literario hispanoamericano, han sucumbido hoy al vertiginoso consumo capitalista dentro de una acelerada globalización. Los intereses políticos que promovían o silenciaban una ideología, reflejada en el quehacer narrativo, han pasado también a un segundo plano. El protagonista, hegemónico y dictador, es el comercio y sus rigurosas leyes de oferta y demanda, masificado ahora por un imperio global. En esta ponencia se hablará de la metamorfosis que ha ido sufriendo la creación literaria hispanoamericana, en tanto que producto intelectual genuino, hasta convertirse en un bien negociable, en tanto que producto material impostado. Se intentará analizar cuáles son las disyuntivas, esencialmente éticas, que enfrenta el escritor moderno y cuáles podrían ser algunas vías para una emancipación creativa que le devuelva a la literatura, y a sus hacedores, su libertad expresiva. ¿Podrían Carpentier, Borges y Lezama Lima salvarse de la sentencia implacable del mercado si propusieran hoy en día su primera obra a una editorial? ¿Qué propuestas monumentales, de escritores de esa talla, dejaremos de conocer las generaciones presentes y futuras? ¿En base a qué criterios debe juzgarse la literatura que se publica hoy en día? ¿Ofrecerá la globalización alguna salida a la creación intelectual? 1. Había una vez… Buenas tardes. Me llamo Yanitzia Canetti. Soy cubana, para más detalles, habanera; de familia italo-suiza y española; vivo en un bosquecito de
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Massachusetts y tengo dos traviesos niños, Ares y Eros. No les hablaré de mí pero siempre que intento reflexionar sobre un tema, irremediablemente parto desde mi propio mundo, único modo de entender el mundo que me rodea. Así que aquí va la primera parte del cuento, la que generó esta ponencia y la que dio lugar a que hoy, además de dedicarme a la literatura como escritora, esté también al frente de Cambridge BrickHouse, una empresa editorial con sede en Boston, Estados Unidos. Me gustan los libros. Fueron mis primeros y casi únicos juguetes en un país donde los niños de mi generación sólo podían tener tres juguetes al año. Mis jovencísimos padres trabajaban y estudiaban; combinaban la tarea de educarme a mí mientras se educaban a ellos mismos. Así que después de la escuela, mi madre me dejaba en la biblioteca, al cuidado de las bibliotecarias, y luego me recogía casi a la hora de irme a dormir. Bajo ese panorama, o terminaban fascinándome los libros o terminaba odiándolos. Por suerte, fue lo primero. Empecé a leer a los 4 años, de forma autodidacta… buscando poner remedio al aburrimiento que sentía en aquella biblioteca enorme. Seguí leyendo para enterarme de cosas, para soñar, para evadirme o poner los pies en la tierra, para entender por qué esto o aquello, para disfrutar de esto y de aquello. Y pronto, empecé a escribir para alargar el final de los cuentos, para cambiarlo por otro, para hacer un cuento muy distinto; por mimetismo primero, por inconformidad después. Aun entonces, escribía de forma creativa y constante: composiciones escolares, diarios inconclusos, cuentos torpes, novelas exclusivas para mis amigas, cartas a gente desconocida (fantasmas y amores imposibles incluidos). Comía, dormía, respiraba y escribía. Todo era parte del mismo proceso fisiológico, inherente e indispensable. Sin embargo, no fue hasta que publiqué mi primer libro, a los 20 años (creo), que empezaron a colgarme el título de escritora de novelas y libros para niños. Supongo que si hubiera publicado todos los poemarios inéditos que tengo, también hubiera sido «poeta». Y si hubiera publicado las obras de teatro, pues «dramaturga». De modo que «dime lo que publicas y te diré quién eres». De nada vale que uno escriba y tenga engavetados cientos de manuscritos fabulosos; uno no es lo que escribe, sino lo que publica. Siendo así las cosas, traté de entender el dilema del escritor, el proceso que va desde escribir hasta publicar, la dinámica de todo esto en el mundo de hoy, tan diferente al mundo que todavía pensamos que existe.
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2. Paraíso e infierno del escritor de ayer Antes (y hablo de hace apenas 50 años), ser escritor era ser un artista, un pintor de la palabra, un actor de los hechos, un bailarín de la elocuencia… un personaje, literalmente. ¿Y por qué el aura, el aplauso y el prodigio? Pues porque una obra impresa era un objeto sagrado, pensado sólo para quienes podían y sabían apropiarse del misterio de la literatura, sólo para quienes distinguían un buen libro tanto como un buen vino o un buen amigo. El libro era diferente a un frasco de perfume o a un adorno. Aunque se vendía como un bien material, su contenido lo colocaba por encima del resto de los bienes materiales, lo elevaba a la categoría de bien cultural. El escritor era el mago del libro, el hacedor de la maravilla, el elegido de las musas. Y el escritor era también la persona que sabía, de antemano, que no se haría rico puesto que las tiradas de sus libros y la distribución eran relativamente limitadas aún. Recibiendo miserables regalías por la venta de pocos ejemplares dentro de un mercado muchas veces «local» y elitista (no sólo por los límites geográficos sino porque había más analfabetismo entonces que ahora), estaba claro que la vida de un escritor estaba destinada, por lo general, a ser bohemia, sacrificada y extravagante, en tanto su obsesión fuera «el arte por el arte» y no «el arte por el dinero». Les ocurría igual a pintores, actores, bailarines, escultores. Algunos ni siquiera alcanzaban respeto por sus obras sino hasta después de morir. Sólo unos pocos ganaban algo para volver a reinvertir en sus obras o simplemente sobrevivir. Sólo unos pocos ganaban prestigio y reconocimiento social en vida. Y sólo unos pocos eran los que ganaban la deseada trascendencia, tal vez el fin ulterior y la forma más creativa de burlar la absurda finitud de la existencia humana. El infierno para el escritor de ayer era que no podía llegar a todos los lectores, que no podía llegar a todos los mercados, que la tecnología de las imprentas era limitada y que el desarrollo de la mercadotecnia se encontraba en estado de gestación. Era también que no existía un interés masivo por la literatura, que eran pocas y muy domésticas las casas editoriales y que no existían organizaciones que protegieran sus derechos de escritor a nivel internacional como las hay hoy en día. El paraíso para el escritor de ayer era que no tenía «dueño» ni era esclavo. No tenía que escribir para la mayoría, no tenía que complacer las exigencias del editor (no tanto o no a un nivel tan indigno, quiero decir) y no tenía que vender su obra al diablo.
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Era el editor entusiasta quien compraba su «talento» y se encargaba de sacarle el jugo. El editor en función del escritor. El vendedor en función del escritor. El escritor, ¡a escribir! ¡a escribir algo para el gusto de pocos! ¡a escribir algo para lectores que se deleitaban largas horas leyendo, y que no tenían ni televisor ni video ni ordenador! ¡a escribir para las próximas generaciones, para perdurar, para quedarse grabado en la historia de las letras, para documentar el arte escrito de su tiempo! Su única angustia era frente al papel en blanco. Su único desafío, ser original y dejar una huella (llámese estilo, sello, modos únicos de sentir, de hacer y de decir). Todo lo que tenía que hacer era escribir «románticamente» en una maltrecha máquina de escribir, como Paul Auster, o de pie como un guerrero impenitente, como Hemingway, o con la complicidad de un castillo tenebroso junto al lago Lemán, como Mary Shelley. Todo lo que tenía que hacer era superarse a sí mismo a través de su creación, jugar a ser Dios por un rato. 3. Paraíso e infierno del escritor de hoy Antes el libro tenía, primero que todo, un fin intelectual, cultural. Ahora el libro tiene, primero que todo, un fin comercial, mercantil. Antes el escritor, si no publicaba, no era escritor. Ahora el escritor, si no vende lo que publica, no publica, de modo que tampoco es escritor. El escritor de hoy vive una realidad diferente, pero sigue pensando como el escritor de ayer. Nadie le ha contado la verdad. Nadie le ha dicho el porqué escribe y envía libros a las editoriales y no le publican su magnífico manuscrito. Nadie le cuenta el porqué, una vez que ha corrido con suerte de verlo publicado, no se vende o no se promueve. Nadie le ha contado cuál es realmente el papel del editor, del agente literario, del concurso, del libro. Algunos ya saben la verdad, pero no saben qué hacer con la verdad y siguen transitando por los mismos caminos trillados. Otros optan por prostituir su obra, creyendo que por fin entendieron cuál es la única forma de publicar. Y los menos intentan el desapego, como solía recomendar Margarite Yourcenar, tan clara ella. ¿Qué ha cambiado de entonces a hoy? Estamos viviendo hoy en la era de la innovación tecnológica, la polarización desenfrenada del mundo desarrollado en contraposición al mundo subdesarrollado, y los profundos desbalances entre la riqueza de pocos y la pobreza de muchos.
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Las economías de todas las naciones sufren cambios trascendentales, en especial en los países más avanzados del mundo, y esto afecta irremediablemente a los países más dependientes económicamente. En consecuencia, los escritores, en su calidad de productores de literatura, se ven afectados ante la celeridad en los avances científicos y tecnológicos. Cambiaron las reglas del juego, pero no cambió la mente del escritor. El escritor no se ha enterado todavía. Sigue soñando con el libro trascendental, con la obra que marca un hito en la historia de la literatura, cuyo estilo narrativo es novedoso, cuya trama es original. El escritor sigue soñando con ese romántico proceso en el que, al terminar su obra y enviarla con prisa a un editor, éste devora las páginas en una noche y pronto le devuelve con entusiasmo un contrato y miles de tentadoras ofertas para su publicación en todo el mundo y en todos los idiomas y por todos los medios y sin límite de caducidad. ¿Quién se atreve a decirle al soñador que baje de la nube? ¿Quién sería capaz de destrozarle el corazón al poeta taciturno, al novelista ojeroso, al ensayista obsesionado con sus hipótesis? Aquí les va. Las editoriales ya tienen preparadas cartas-modelo con una respuesta que dice: «hemos recibido su obra pero desafortunadamente no se ajusta al perfil de nuestra editorial. Lo animamos, sin embargo, a que continúe escribiendo», «gracias por enviarnos su manuscrito, pero lamentablemente no recibimos manuscritos no solicitados, contacte a un agente», «le agradecemos su manuscrito y su caja de chocolates, pero le recomendamos que asista a un taller de escritores». Bueno, eso es en los contados casos en que tienen a una persona encargada de imprimir la carta y enviarla por correo. Estas cartas no deben desanimar a los escritores, porque no significan más que un trámite burocrático. Sin embargo, sí les están enviando una clara señal de que el camino elegido para publicar no es el correcto. Existen muchos caminos, existen muchos tipos de editoriales, existen nuevas alternativas. Si los escritores conocen bien cómo funciona el mundo editorial, pronto ellos mismos idearán caminos desconocidos para que alguien invierta en sus obras, o ellos mismos lo harán. 4. La globalización se roba la atención La globalización es la apertura de la economía de mercado de los países al comercio internacional en un concepto de integración económico-financiera en bloques dentro de la competencia comercial. Esa formación de bloques ha
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reemplazado la lucha entre Oriente y Occidente; pero ha resultado en nuevos antagonismos entre bloques y potencias. Y claro está, estos conflictos han repercutido en la cultura, compulsándola a generar nuevos conceptos de «sociedad civil» y a transformar los modelos de la superestructura de la sociedad. ¿Cuáles son los efectos de la globalización? Como resultado del comercio exterior, las naciones pobres son cada vez más dependientes de las grandes naciones, se acrecientan las desigualdades dado que los beneficios económicos se concentran en determinadas áreas geográficas devenidas en territorios hegemónicos que determinan los valores económicos, sociales, políticos y culturales de todo el orbe. Para hacerles el cuento corto, todo esto conduce a que el libro haya pasado de un concepto cultural a un concepto esencialmente mercantil. El libroobjeto reemplaza al texto literario como sujeto. La mercadotecnia alcanza niveles más protagónicos que el contenido del texto. Las editoriales pequeñas son compradas por las editoriales grandes en un proceso de monopolización del mercado editorial, de supervivencia competitiva. Y comienzan a ejercer presión sobre los escritores para que produzcan literatura que interesa en el campo comercial. La naturaleza del libro cambió, la naturaleza del escritor, no. La creación artística tiene un origen intelectual. Su soporte material, el libro, es un bien negociable. Y como mercancía, pasa por los procesos de producción, distribución y consumo. El proceso de producción demanda que alguien costee la edición. ¿Una casa editorial? ¿Una institución interesada en la difusión de esa obra en particular? ¿Un patrocinador independiente? ¿La familia del escritor? ¿El propio escritor? El escritor debe entender en primer lugar que la producción de su obra tiene un costo y que a alguien le toca afrontar ese costo. La persona que financia el libro quiere, ante todo, recuperar su inversión. Así que no se conformará con la excelencia del contenido, querrá además que sea de interés para muchas personas. De hecho, entre lo uno y lo otro, el inversionista va a inclinarse posiblemente por el bien rentable, en detrimento del bien cultural. El inversionista, con esto en mente, querrá invertir lo mínimo y sacarle el máximo. La promoción es un costo adicional que no querrá asumir y que de hecho, casi nunca asume. Pero el escritor no lo tiene en cuenta y muchas veces se desilusiona cuando nota que la editorial que asumió la producción de su obra, no lo promueve como él o ella esperaba.
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En estos tiempos, donde el que costea el libro tiene todo el poder (dado que pocas veces es el propio escritor quien puede costear su obra), el contenido del libro se ve subordinado a ese poder. Si el tema de las obras no es del agrado de la clase dominante, dueña de los medios de producción (editoriales, librerías, instituciones del gobierno, etcétera), será poco probable que apoye la producción de esa obra. Como bien señala Rafael Pineda: La clase poderosa económicamente, dedicada a los negocios y a la práctica del lucro, no tiene interés en la producción literaria. Ésta no constituye un negocio lucrativo. La clase de menores ingresos económicos, con raras excepciones, no ha tenido oportunidad de desarrollar su intelecto para la creación literaria.
El creador se ve entre la espada (el apetito del consumidor masivo) y la pared (los intereses de los grupos dominantes). En otras palabras, la obra debe gustar a muchos, para que el dinero se multiplique como los panes y los peces, y no agraviar al poder que financia la obra. En la fase de comercialización, el escritor debe tomar en cuenta varios factores: —Qué grado de analfabetismo y pobreza económica existe en su país, donde viven sus lectores naturales. Esas personas, además de no saber leer o requerir de una lectura simple, no pueden pagar mucho por un libro, dado que sus prioridades serán siempre las de alimentar el estómago, antes que el intelecto. —Que la mayoría de las personas se ven invadidas por otros medios altamente competitivos y visualmente más atractivos y fáciles de consumir: la televisión, los videojuegos, los ordenadores. Muchas veces no necesitan siquiera comprarlos, basta con ir a un café y pagar muy poco, o pasar por una vidriera de grandes pantallas, o enfrascarse por unas monedas en cualquier máquina de juegos. —Que la mayoría de las personas están hoy asediadas por productos preconcebidos para el mercado, que exige el mínimo esfuerzo intelectual en tanto que todo se sabe de antemano y el producto está pensado a la medida de las necesidades intelectuales más básicas del consumidor: telenovelas, radionovelas, o libros de contenido «barato», pero que juega con todos los elementos que atraen al lector. Lo que le interesa al mercader es crear modelos uniformes que seduzcan a tirios y troyanos. La mercadotecnia se encarga de generar esos modelos conquistadores de masas. Buscan uniformar enormes segmentos del mercado,
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apelando a lo que es común en la naturaleza humana, igualando los gustos, estudiando los denominadores comunes. De ahí que a cada rato veamos recetas para todo, incluidas las recetas para hacer un best-seller. Proliferan también los clones de libros exitosos, y notamos que los libros que ganan los concursos responden a ciertos patrones; todos son muy entretenidos y muy interesantes, pero ninguno es realmente audaz al estilo de William Faulkner, porque no ganaría el concurso un libro que sólo hace delirar a los académicos o a lectores muy entrenados. Los libros que ganan los concursos tienen la misión de venderse en cientos de miles de ejemplares, y para eso, tienen que ser del gusto de cientos de miles de personas. Narraciones lineales, sin grandes sobresaltos en el tiempo, personajes carismáticos, escenarios exóticos, sucesos «amarillistas», apelación constante a las emociones y el juego infinito de los frutos prohibidos: crimen, sexo, manipulaciones, etc. ¿Podrían Tolstoi, Hesse, Lezama Lima, Borges, Carpentier, encajar hoy en ese modelo prefabricado para obtener ventas seguras? ¿Aceptarían los editores sus obras? ¿Cambiarían los escritores el rumbo de la literatura para saciar el apetito de la mayoría? Ahora voy a contarles un secreto. Resulta que estas ideas me venían dando vueltas en la cabeza sin solucionarse, pero no me daba por vencida. Pensé que había excepciones, que estaba equivocada. De modo que bajé de la internet el texto de un reconocido novelista islandés y lo envié a una editorial bajo un seudónimo. Quería probarle a un desilusionado amigo escritor que estaba a punto de dedicarse al lucro de baratijas, que incluso los más reconocidos escritores de todos los tiempos sufrirían hoy el rechazo de las editoriales si su literatura les resultaba «difícil» o demasiado intelectual como para invertir en ella, habiendo otros manuscritos menos exigentes y más tentadores desde el punto de vista del mercadeo. Dos meses después recibí la consabida carta de rechazo. Mi amigo volvió al oficio que tanto le apasionaba y aunque todavía no ha logrado publicar ni una sola línea, tiene un concurrido blog en internet. 5. Publicar un libro: los callejones sin salida Ante el panorama actual, ¿cuáles son las opciones para el escritor de hoy en día? 1. Crear un manuscrito «a la Carta» y enviarlo a una editorial. En otras palabras, un manuscrito que tome en cuenta casi todo: — las necesidades del mayor segmento de mercado posible
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— los géneros más rentables — el perfil de la editorial o institución que podría costear la producción — las pautas que exija esa editorial para presentar los manuscritos — las características de los libros más vendidos por esa editorial y del mercado — la posibilidad de interesar a lectores en otras lenguas — la capacidad de explotación atemporal del libro — la flexibilidad del contenido para llevarlo a otros medios — la posibilidad de crear segundas y terceras partes, o, en su lugar, de tener en remojo obras del mismo corte. Enviar luego el manuscrito a la editorial, junto con una breve carta de presentación y una biografía donde el escritor, más que dar datos personales, explique claramente el porqué él y su obra resultarían en beneficios económicos para quien costea la producción de la misma. Que el escritor hable varios idiomas, sea joven, se desenvuelva en un medio social activo (preferentemente en los medios), haya ganado algún concurso o tenga una historia de vida interesante y novelesca, pueden ayudar en la decisión del inversionista. 2. Enviar el manuscrito a un agente literario. Muchas editoriales, cansadas de pagar por el tiempo que invierten sus editores en leer los manuscritos que llegan a la redacción, prefieren que sean otros quienes asuman ese gasto. Entran en juego los mediadores o agentes literarios. Pero, ojo, un agente literario no es un representante ni un promotor, no es un Mecenas de las letras ni es amigo del libro. El agente gana un porciento de las ventas. Por tanto, gana si el libro se vende. Si el manuscrito que recibe es excelente pero sólo está dirigido a mujeres de 48 años, sin hijos, que confeccionan esculturas de barro y zurcen calcetines azules, lo más probable es que el agente lo desestime sin echarle ni un vistazo. Por el contrario, si el manuscrito es mediocre pero sabe que gustará a todas las mujeres solteras, le prestará un poco más de atención. La primera pregunta que se hace un agente o quien sea que va a invertir tiempo y dinero en una obra es: ¿recuperaré luego ese dinero y ese tiempo?¿Me reportará dinero para seguir trabajando como agente literario? ¿Debo o no debo apostar? La segunda pregunta, si acaso, estará relacionada con la calidad del texto en cuanto a su narración amena, entretenida, divertida y fácilmente digerible, y muy en último lugar, en cuanto a su valor literario. Un agente literario tiene una larga lista de escritores. Naturalmente, prefiere apostar por los nombres conocidos porque hay ciertas garantías. A veces
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apuesta por escritores noveles pero con cierta precaución y siempre sacándolo de su torre de cristal y empujándolo hacia el mercado. 3. Enviar su manuscrito a un concurso. Los concursos más jugosos suelen tomar en cuenta a escritores que ya han publicado con esa casa editorial o que tienen cierto contacto con los medios. Se recomiendan por tanto los concursos auspiciados por instituciones culturales, o bien los concursos locales alentados por editoriales pequeñas o patrocinados por cajas de ahorro, centros educativos u organizaciones no lucrativas. 4. Enviar el manuscrito a una imprenta. Las imprentas ofrecen servicios a escritores que desean encuadernar sus obras e imprimir varios ejemplares, pero naturalmente no evalúan críticamente sus contenidos. No tienen, por tanto, la misma credibilidad ante los distribuidores y ante el lector puesto que sólo cuenta con el juicio crítico de su propio creador. Existen muchas variantes de imprenta hoy en día. Algunas se disfrazan incluso de editoriales. Pero vienen siendo diferentes sazones para la misma sopa: vanity press, auto-publicación, impresión bajo demanda o print on demand, etcétera. Como escritora, también me enfrenté a las mismas alternativas. Mi literatura para adultos no sería nunca del gusto de la mayoría y el saberlo me angustió. O me rendía a las exigencias del mercado o buscaba alguna salida de emergencia. 6. Salidas de emergencia Hace doce años que trabajo como editora. Entiendo la posición del editor y entiendo la posición del escritor. Ambos son víctimas de los procesos de transformación económica que vive el mundo moderno. Por más que he tratado de que los escritores entiendan lo que está pasando hoy en día, muchos se resisten, rechazan tajantemente la idea de que los escritores deban vender su libro cuando sienten que están llamados al trabajo creativo y nada más. Entonces opté por crear alternativas editoriales que congeniaran ambos mundos. Le di la oportunidad al escritor de que invirtiera en su obra y se hiciera en parte responsable del destino final de la misma. La editorial se encarga de poner la otra parte de la inversión. Editor y escritor están ahora apostando juntos y corriendo los riesgos del éxito o del fracaso. Para que mi propuesta no se viera acosada por las demandas del mercado, debía asegurarme de que la entrada de dinero de la editorial no fuera a partir
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del dinero aportado por los escritores ni a partir de las ventas de sus obras, sino con el dinero aportado por las grandes compañías editoriales que requieren de servicios de compañías de desarrollo. De esta forma, hemos logrado publicar obras de cientos de escritores de muchos países, en cualquier idioma, y comercializarlas en todo el mundo. Cada día hemos ido perfeccionando el sistema. La idea es que el escritor se ponga las alpargatas del creador o las botas del editor, que elija qué quiere realmente: ¿ganar dinero como quiere una editorial o un inversionista? ¿O dar a conocer su propuesta literaria aunque no gane mucho o nada? Suelo explicar que la poesía y el cuento tienen un mercado más limitado que la novela y el ensayo. Suelo ayudar a los escritores a encauzar sus obras y a tomar decisiones informadas, pero en caso de que les resulte muy difícil entender el vertiginoso cambio que ha sufrido el mundo, basta que publiquen su primer libro para que el segundo sea más atinado, sea cual sea el camino que decidan recorrer. A la coedición han recurrido en el pasado escritores como Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling, George Bernard Shaw, Ramón Gómez de la Serna, Ernest Hemingway, Alexander Pope, Stephen Crane, Lord Byron, Walt Whitman, Ezra Pound, T.S. Eliot y muchos otros, pero no es la única salida de emergencia. La internet, los concursos locales, las editoriales con un perfil muy particular (poesía femenina, por ejemplo) son también opciones que los escritores deben considerar en su afán de dar a conocer sus trabajos. Lo que sí recomiendo, siempre, es que no se intente vivir de la literatura, porque existen bienes a los que se les puede sacar más dinero, si fuera ese el interés, y porque la literatura debe proteger su virginidad creativa ante un mercado seductor y promiscuo. 7. Quijote cabalga por los Estados Unidos Muchas personas me han preguntado qué lugar ocupa la literatura en español en el mercado anglosajón de los Estados Unidos. Quieren saber qué posibilidades tienen de comercializar sus obras en un país donde existen 45 millones de hispanos, y muchos más que leen en español. Puedo hacer un cuento hermoso acerca del creciente interés de las editoriales estadounidenses en los libros en español; puedo hablarles de la enorme cantidad de librerías hispanas, de editoriales hispanas, de los medios hispanos, de las más disímiles formas de mercadeo para llegar al lector hispano.
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No quiero aguarles la fiesta, pero he aquí lo que he experimentado en doce años de trabajo como escritora, editora y asesora literaria de las principales casas editoriales estadounidenses. 1. Los 45 millones de hispanos — no son lectores entrenados — tienen por lo general un bajo grado de escolaridad — muchos tienen como prioridad cubrir las necesidades básicas de sus familias — muchos han tenido poco acceso a la literatura y un libro es un lujo o un gasto innecesario, salvo que sea con fines estrictamente educativos para sus hijos — muchos no se atreven a entrar a una tienda donde los recibe una avalancha de libros en inglés, siendo los estantes en español los más escondidos, pequeños y pobres de toda la tienda — muchos no se atreven a preguntarle al dependiente de la tienda dónde queda la sección de libros en español (por timidez o porque no saben hablar inglés) — muchos son inmigrantes indocumentados y sus vidas giran únicamente en torno a sobrevivir sin ser descubiertos. 2. Los canales de distribución para llegar a los hispanos — Las grandes cadenas de librerías estadounidenses no cuentan con personal entrenado para atender a lectores de otros idiomas — El personal que trabaja en esas librerías muchas veces ni siquiera sabe que existe una sección de libros en español en su propia librería — El personal de estas cadenas se siente defraudado cuando el comprador le pregunta por un título en español, «habiendo tantos buenos libros en inglés» — Los distribuidores que alimentan estas librerías no distribuyen libros en español porque estos no sobrepasan las cifras de cientos de miles de ejemplares (noten que las mayores distribuidoras en Estados Unidos se quedan con un 75%) — Las pocas librerías en español venden libros de texto o libros religiosos. — Las opciones de venta por catálogo sólo se dan a través de canales muy particulares y algunos pocos que se han arriesgado a sistemas de mercadeo a domicilio, piden a las editoriales un porcentaje altísimo por la inclusión de cada título en su catálogo, lo que ha desanimado a las
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pocas editoriales hispanas que publican textos de ficción para segmentos de mercado limitados. 3. Las casas editoriales estadounidenses no conocen el mercado hispano. Tienden a uniformarlo, a subestimarlo y a medirlo con la misma vara que miden su propio mercado. a. Al uniformarlo, asumen que todos los hispanos son una misma «cosa»: no existe diferencia entre el boliviano y el paraguayo, entre el cubano y el argentino, entre el mexicano y el chileno; no existe diferencia entre el campesino californiano y el profesor de español. Todos hablan ese raro idioma llamado español y todos son inmigrantes. ¿Qué más hay que saber? b. Al subestimarlo, asumen que el hispano no lee, no está instruido y no le interesa leer. Y si bien existen muchos inmigrantes con bajo nivel cultural, también los hay con un altísimo nivel de educación. Ese mercado está disperso geográficamente y no es significativo en número, y he ahí el dilema fundamental para el editor estadounidense. Al medirlo con la misma vara, asumen que un best-seller en inglés lo será también en español. No necesitan a un escritor hispano cuando pueden traducir ese best-seller al español. 4. Las editoriales anglosajonas no tienen editores en español, no pueden leer y evaluar manuscritos en español para decidir si los aceptan o no. Se hace altamente difícil para el escritor hispano convencer a estas editoriales de que su obra es buena. Primero deben costear la traducción por su cuenta y someterse a una larga lista de requisitos casi imposibles de seguir. 5. El contenido de los libros debe reflejar los estereotipos del grupo dominante. Las casas anglosajonas no necesitan un libro de un escritor hispano que hable de sus aventuras en la India o de sus experiencias con monjes tibetanos o de su visión universal de la existencia humana. Si es hispano, pues que su obra refleje su odisea para llegar a Estados Unidos y adaptarse a éste (concluyendo preferiblemente que por fin es libre, alcanzó el sueño americano y «triunfó»), o bien las calamidades en su país de origen, siempre y cuando sean narradas al modo folclórico-amarillista que reclaman una buena parte de los lectores anglosajones. En vez de Memorias de una Geisha, pueden ser las Memorias de la mujer de un mafioso colombiano, por ejemplo.
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Los escritores hispanos conocidos en Estados Unidos son aquéllos cuyas obras reflejan la realidad de su grupo discriminado o singular (chicanos como Sandra Cisneros, cubano-americanos, como Cristina García, dominico-americanos, como Julia Álvarez, puertorriqueños, como Esmeralda Santiago o Rosario Ferré). Todos suelen reflejar sus memorias de adaptación, escriben originalmente en inglés, y resultan un fenómeno indiscutible de mercado. Otro buen ejemplo que me viene a la mente es el de Isabel Allende, la escritora hispana más conocida en los Estados Unidos, y quizás del mundo. Noten que ella vive en California, imparte conferencias en inglés, somete sus propuestas en inglés y crea libros a la medida del mercado, con una respetable calidad narrativa en español. Creo que falta mucho para que las editoriales estadounidenses respeten y desarrollen un verdadero interés en los escritores de otros idiomas, no ya del cuarto idioma más hablado en el mundo. A nadie le extraña que en este «planeta americano» se consuman películas hechas en casa, y no películas hechas en otras partes del mundo. El libro no tenía por qué correr mejor suerte. Sin embargo, soy optimista. Intento entender lo que está pasando en el mundo editorial, como consecuencia del vertiginoso proceso de la globalización, y entender cómo funcionan los sistemas, para encontrar atajos que salven la mejor literatura en cualquier idioma. 8. En busca de un final feliz La mala noticia: las producciones literarias nacionales están condenadas a sufrir el impacto de la globalización. — La competencia es desleal. Las tecnologías de los países más avanzados permiten reducir los costos de producción y acaparan la mayor territorialidad comercial, invadiendo las librerías de los países menos avanzados y desplazando las producciones locales cuyos costos de producción son más elevados (lo cual afecta el precio de venta al público) y cuyas impresiones son menos vistosas (menos recursos, tecnologías atrasadas, costo más alto por ejemplar por la producción de menor cantidad de ejemplares). — Infinidad de otros medios y tecnologías minimizan el lugar «social» del libro: ordenadores, fotocopiadoras, medios audiovisuales portátiles, etcétera.
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— Infinidad de producciones comerciales uniforman y reducen las exigencias y el gusto de los consumidores hacia la literatura: folletines telenoveleros y radionoveleros, novelitas rosas impresas en ediciones de bolsillo, revistas de frivolidades, etcétera. — Los Estados en los países de pequeñas economías no cuentan con organismos gubernamentales que apoyen y alienten la producción literaria nacional a una escala significativa. La buena noticia: el escritor, a sabiendas del mundo que le ha tocado vivir, debe: — apostar por su obra (invirtiendo si es necesario o colaborando con el editor para que la obra sacie las expectativas de ambos). — defender su obra en el mercado, involucrándose en la difusión y promoción, y colaborando con las ventas de algún modo. Nadie lo haría mejor que su creador, como mismo nadie puede defender a un hijo mejor que sus procreadores. Crear una página personal en la Internet, impartir conferencias, asistir a tertulias, integrarse a asociaciones de escritores o asistir a ferias del libro y eventos similares pueden ser algunas formas de hacerlo. — escribir de frente al mercado, pero de espaldas al mercantilismo. Desde el momento en que el escritor quiere publicar su obra, sabe que ha escrito para alguien más. Debe dejar de decir que «escribió para sí mismo». Si fuera el caso, que lo lea él solo y no lo publique. Así que el escritor debe tomar en cuenta para quién escribe pero no debe convertirse en esclavo de sus lectores ni pretender saciar todos los apetitos, porque la obra sería tendenciosa, falsa, hipócrita y manipuladora, cuando menos. — tomar decisiones informadas acerca del destino que tendrá su manuscrito. No es el libro impreso el único modo de dar a conocer el contenido de un manuscrito, como mismo no son las librerías las mejores formas que existen hoy en día de distribución. El escritor debe saber sus opciones actuales, desprenderse de la visión idílica que tenía acerca del escritor de pluma y tintero o vieja máquina de escribir. Las tecnologías que compiten con el libro también ofrecen salidas de emergencia: los blogs, los foros, las páginas personales, los textos digitales y comunidades cibernéticas han llegado a una cantidad de lectores a la que muchos libros impresos no tienen acceso por los canales tradicionales de distribución.
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— analizar las opciones de formar organizaciones no gubernamentales, o de otro tipo, que constituyan agrupaciones culturales y tengan, al mismo tiempo, la capacidad para funcionar como organizaciones de esfuerzo propio y ayuda mutua. Como creo en los finales felices —miren que me he casado tres veces porque sigo creyendo que los príncipes azules sí existen—, pienso que le toca al escritor de hoy tomar nuevas responsabilidades por sí mismo y por su obra. Puede que no sea éste el mundo de las nuevas tendencias en la literatura, de los nuevos movimientos literarios, de las propuestas audaces o de los nombres grandes. Puede que no sea éste el mundo de las literaturas nacionalistas, locales, territoriales. Puede que en la gritería de los nuevos avances tecnológicos, sea este un mundo de egos apagados, de huellas anónimas como las que dejaron los arquitectos medievales. Puede que, en efecto, el objeto material avasalle al sujeto humano, pero el verdadero creador hará siempre maravillas con el barro con que le toque trabajar. Bibliografía Arseth, E (1997): Cybertexts: Perspectives on Ergodic Literature. Baltimore/London: Johns Hopkins University Press. Aguirre, J. M. (1997): «La incidencia de las redes de comunicación en el sistema literario». En Espéculo. Revista de estudios literarios 7. Madrid: Universidad Complutense de Madrid. Disponible en . Aguirre, J. M. (1997): «El futuro del libro». En: Espéculo. Revista de estudios literarios 5, Madrid: Universidad Complutense de Madrid. Disponible en . Birkerts, S. (1999): Elegía a Gutenberg: el futuro de la lectura en la era electrónica. Madrid: Alianza Editorial. Borrás Castanyer, L. (ed.) (2005): Textualidades electrónicas: nuevos escenarios para la literatura. Barcelona: Editorial UOC. Ryan, M. L. (2001): «Beyond Myth and Metaphor: The Case of Narrative in Digital Media». En Game Studies. The International Journal of Computer Game Research 1:1. Disponible en . Landow, G. (1992): Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology. Baltimore/Londres: Johns Hopkins University Press. Lunenfeld, P. (1999): The Digital Dialectic: New Essays on New Media. Cambridge/ Londres: MIT Press. Sánchez-Mesa, D. (ed.) (2004): Literatura y Cibercultura. Madrid: Arco Libros.
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Talens, J. (1994), «Escritura contra simulacro: el lugar de la literatura en la era de la electrónica». En Eutopías 2ª época, vol. 56. Valencia: Centro de Semiótica y Teoría del Espectáculo (Universitat de València), Asociación Vasca de Semiótica & Episteme. Talens, J. (2000), «El robot ilustrado y el futuro de las humanidades». En El sujeto vacío. Cultura y poesía en territorio Babel. Madrid: Cátedra/Universitat de València. Wolton, D. (2000): Internet, ¿y después qué? Una teoría crítica de los nuevos medios de comunicación. Barcelona: Gedisa.
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Desencuentros en el canon literario latinoamericano de los años noventa
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Apostillas a «El otro boom de la narrativa hispanoamericana: los relatos escritos por mujeres desde la década de los ochenta»1 Álvaro Salvador Universidad de Granada
1. Introducción Situados casi en la mitad justa de la primera década del siglo XXI y con la perspectiva que esa posición puede brindarnos, escasa quizá para una valoración crítica concluyente, pero suficiente si lo que pretendemos es una aproximación histórico descriptiva a los fenómenos narrativos más recientes del ámbito literario latinoamericano, parece evidente el hecho de que la aportación más valiosa y original en la primera hora de la literatura del postboom consistió en una serie de obras escritas por mujeres, jóvenes unas y otras no tanto, que irrumpieron en el panorama continental e internacional con una fuerza muy parecida al fenómeno narrativo protagonizado por los hombres en los años sesenta. Un suceso, cuyo punto de arranque podría situarse en la aparición en 1982 de La casa de los espíritus de Isabel Allende, y continuado por una serie de 1 Este artículo es una revisión del publicado con el título de «El otro boom de la narrativa hispanoamericana: los relatos escritos por mujeres en la década de los ochenta», en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 41, Lima/Berkeley, 1995, pp. 165-175, incluido más tarde en el libro Espacios, estrategias, territorios. Algunas aproximaciones a la literatura hispanoamericana del siglo XX (2002, México: UNAM, pp.187-209. Véase también en este libro «Novelas como boleros, boleros como novelas: una lectura de Arráncame la vida», pp. 211-227. Para el tema es muy interesante el libro de MªÁngeles Cantero Rosales El boom de la narrativa hispanoamericana escrita por mujeres en los años ochenta (Cantero Rosales 2004).
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obras de Ángeles Mastretta, Luisa Valenzuela, Rosario Ferré o Laura Restrepo. Novelas fácilmente reconocibles para un público masivo gracias al éxito de ventas, a los premios obtenidos y, en algunos casos, a sus respectivas adaptaciones cinematográficas. Suceso literario que algunos críticos no han dudado en calificar como verdadero nuevo boom de la narrativa hispanoamericana, pero esta vez «escrita por mujeres»2. No obstante, aunque el fenómeno como tal se manifestara en la década de los ochenta, la verdad es que tanto su gestación como sus primeras manifestaciones se remontan a mucho antes. Yo diría que a un período en el que los ecos del boom masculino todavía no se habían apagado, e incluso a momentos en que prácticamente se estaban iniciando, aunque las voces de escritoras como Rosario Castellanos, Elena Poniatowska (o Elena Garro, quien cuatro años antes de la publicación de Cien años de soledad había editado ya una novela mágico-realista, Los recuerdos del porvenir, mezclando elementos fantásticos con la herencia realista de la revolución mexicana), quedarán finalmente amortiguadas por el tremendo ruido editorial que provocaron sus colegas masculinos. Las reflexiones que se hace al respecto Helena Araújo (1983) son muy significativas: ...¿se benefició alguna escritora con el famoso «boom» latinoamericano? Bien sabemos que no, que el «show» se lo robaron los magos de lo «real maravilloso» y que seguramente hubieran continuado robándoselo si hacia la década del 70 (yo diría más bien que hacia la década de los ochenta) los universitarios europeos y norteamericanos no se hubieran cansado de elaborar tesis sobre García Márquez, Carpentier, Rulfo y Asturias.
No obstante, no se trata únicamente de un cambio en los gustos o modos académicos. El cansancio respecto a un tipo de literatura, más o menos relacionada con lo trascendente y la novela totalizante, se produce fundamentalmente en los lectores de las generaciones siguientes y se refuerza con la necesidad renovadora de las nuevas generaciones de escritores, cambio motivado en ambos casos por una serie de factores históricos y sociológicos que analizaremos más adelante. De cualquier modo, el fenómeno que quiero reseñar en estas notas es como tal, esto es, como suceso literario complejo, un fenómeno tardío, cuyas características, condiciones y funcionamiento responden a una lógica cultural que —creo poder afirmar— nunca podría haberse producido sin la existencia 2
Véase Reisz 1990.
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del boom y sobre todo sin unas condiciones literarias y socioculturales que crecieron y se desarrollaron en los mismos años en que ese grupo de escritores latinoamericanos triunfaban en todo el mundo, tal y cómo señalamos en otro lugar3. 2. Los antecedentes inmediatos Como hemos dicho anteriormente, la práctica totalidad de los críticos que se han ocupado hasta el momento de este tema coinciden en señalar que con la generación que surge en esos años, denominada en unos casos como «los novísimos» o «los contestarios del poder», aparecen en la literatura hispanoamericana, en torno a la figura del escritor y el intelectual, una serie de características, de rasgos y actitudes completamente nuevos, inéditos hasta ese momento, Efectivamente, los Manuel Puig, Severo Sarduy, Alfredo Bryce Echenique, Luis Rafael Sánchez, Miguel Barnet, Reinaldo Arenas, Cristina Peri-Rossi, Antonio Skármeta, se desarrollan intelectualmente respirando una atmósfera y participando en la construcción de una cultura absolutamente novedosa. Como señala éste último: Mi generación entronca con la nueva narrativa latinoamericana matizada por la incitante presencia de un contexto que nos hace sensible(s) a coincidir con ciertos aspectos de ella, nos lleva a acentuar con distinto vigor otros, e influye en un cambio de la actitud con que se concibe la creación literaria4.
Ese contexto al que se refiere Skármeta estaría marcado por un fenómeno económico social que los sociólogos han dado en llamar «desarrollismo», que se manifiesta en Hispanoamérica de un modo parecido a como lo hace en Europa, sobre todo en algunos países como México, Argentina, Venezuela, Chile o Uruguay, en los que los años sesenta traen una época de despegue económico y desarrollo social. Este fenómeno va ligado a una serie de hechos que contribuyeron decisivamente a conformar la educación sentimental e intelectual de una generación de escritores. Una de las primeras consecuencias de este desarrollismo es la irrupción de los «medios de comunicación de masas», que tiene un efecto determinante en la educación cutural de las nuevas hornadas de artista y escritores. El cine, la 3 4
Ver Salvador 2002. Skármeta 1981.
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televisión, la publicidad, la nueva música popular, la fotocopiadora, la grabadora —el magnetofón—, la posibilidad de viajar con facilidad, van ayudando a construir una nueva percepción de la realidad, así como una nueva sensibilidad, una nueva perspectiva a la hora de elaborar posibles representaciones artísticas de esa realidad. De otra parte, el desarrollo económico propicia un culto por la juventud y sus cualidades de espontaneidad, acción, autenticidad y rebeldía, así como un mercado específico para estos nuevos consumidores de clase media, consumidores también de cualquier tipo de literatura y, al mismo tiempo, presuntos productores de ese «mercado universal» del que hablaba Rama (1981: 26). Se produce una mayor democratización de la educación, haciéndola cada vez más asequible para unas clases medias día a día más numerosas. En parte por este culto hacia la juventud y su rebeldía, en parte por el triunfo de la Revolución cubana, en parte por las enormes desigualdades que todavía vertebraban a las sociedades latinoamericanas, se produce una intensa politización de la vida universitaria y educativa en general, así como un fuerte desarrollo del sindicalismo y la aparición de los «movimientos de liberación», inspirados también por la cruzada de Ernesto Guevara y el izquierdismo radical que simultáneamente se desarrolla en Europa. Esta politización general de la juventud va a desarrollar su propia tematización, renovando el viejo sueño utópico de un continente unido por una idea de igualdad y emancipación cultural y económica: la conciencia de Latinoamérica como una hermandad de pueblos. Desgraciadamente, todos estos supuestos no sólo contribuirán a poner en marcha el imaginario de una nueva generación de escritores que se asoman al mundo a través de una ilusión mundonovista, sino que más tarde acabarán conformando su definitiva personalidad como escritores a través de los dolorosos traumas del fracaso de las utopías: persecución, represión, cárcel, exilio... En cuanto a su formación intelectual, en un principio experimentan un rechazo radical contra la tradición literaria autóctona, que llega hasta ellos a través de programas educativos y atmósfera oficial cargada de reminiscencias costumbristas y de un anacrónico culto por la tierra y la sociedad rural. Son muy significativas las opiniones de Skármeta al respecto: (...) no encontrábamos intepretación a nuestras inquietudes en el acceso a ellos vía carrasposos profesores de literatura con sus amarillentos segundos sombras, selváticas vorágines y doñas bárbaras, desmayadas amelias, destripados echeverrías, oposiciones hasta hoy consagradas entre civilización y barbarie, cultura y
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naturaleza, puntillosos regionalistas que redondeaban veinte páginas en la descripción de un tomate sin comérselo finalmente (...)5
La vida de estos jóvenes transcurría fundamentalmente en ciudades, tal y como lo señala también Skármeta: «Y es que en ellas [las obras literarias tradicionales] no había puente para nuestra historia: la de muchachos habitantes de ciudades hasta entonces inexpresadas literariamente»6. La cultura que conforman está determinada, por tanto, por la influencia de distintas culturas extranjeras: la norteamericana su literatura joven, la música rock, el cine, etcétera; la literatura y filosofía francesas: desde el existencialismo a las nuevas teorías del estructuralismo y más tarde sus derivados postestructuralistas, o la «nouvelle vague» cinematográfica, etcétera: Fuentes, García Márquez o Donoso, leyeron la mejor narrativa norteamericana dentro del vasto conjunto de la literatura vanguardista mundial; los jóvenes posteriores vivieron el cine, la televisión, el rock, los jeans, las revistas ilustradas, los supermercados, la droga, la liberación sexual, los drugstores, que inundaron la vida latinoamericana con profunda incidencia en las capas más populares, menos intelectualizadas y dispuestas a resistir las avalanchas que los sectores cultos impregnados todavía de tradiciones europeas7.
De cualquier modo, lo que en un primer momento se manifiesta como un rechazo frontal a la tradición queda más tarde suavizado por los límites fronterizos con la generación inmediatamente anterior, la del boom, y que estos jóvenes descubren como un espacio no claramente definido. De todos es conocida la vocación de ruptura que alimenta desde siempre a los integrantes del boom, y que los lleva a un exilio, no tanto político como intelectual, pero también forzoso, a una necesidad de realización intelectual en el extrañamiento, en la extranjeridad incluso de su propia tradición cultural para intentar reescribirla, reconstruirla, desde unos presupuestos, en buena parte, ajenos. En este sentido, van a ser unos adelantados del tipo de vida y de la sensibilidad artística que la generación siguiente vivirá sin necesidad de abandonar, en un primer momento, sus propios países. No es, por tanto, extraño que escritores como Cortázar o Borges con su elaboración de imprecisos límites entre la literatura y la realidad cotidiana, con su desacralización de la actividad literaria y su apuesta por una literatura que 5 6 7
Skármeta 1981: 52. Skármeta 1981: 52. Rama 1981: 48.
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conviva con el mundo en vez de intentar interpretarlo o reconstruirlo, influyan decisivamente en la formación literaria de estas nuevas promociones. No obstante, en lo estrictamente literario, podemos apreciar también notables diferencias entre estos escritores y sus hermanos mayores. En primer lugar, la renuncia a la reconstrucción simbólica de la realidad abstracta latinoamericana —ya sea ésta alegórica, mítica, política o refundadora— en favor de una mirada que intenta acercarse a la realidad concreta, cotidiana, para desmenuzarla. Caracteriza a esta generación —como señala Skármeta— «la convivencia plena con la realidad absteniéndose de desintegrarla para refor8 mularla en una significación supra-real» . Y en opinión de Rama: «...el problema que se plantean estos escritores es procurar que el movimiento transformador no quede restringido a unos pocos o incluso se reduzca a una solitaria apuesta a través de una obra personal, sino que abarque conjuntamente a un sector grande de la sociedad aspirando a que 9 toda ella resulte contagiada por ese impulso» . Esta nueva mirada se proyecta a través de procedimientos en unos casos no tan nuevos, aunque sí intensificados o radicalizados, y en otros originales, sobre todo en lo que significan como actitud. En el primer caso nos encontramos con una concepción neovanguardista de la novela que, a partir de la creencia en la muerte del relato tradicional, cada vez más extendida y sustentada ideológicamente por las teorías desconstructivistas, desemboca en una escritura exageradamente experimental, no sólo en la estructura —fragmentaria, elíptica, lúdica— sino también en lo que atañe al lenguaje que se utiliza. En este sentido, los nuevos escritores hacen suyos los postulados de los antiguos maestros vanguardistas para suprimir cualquier diferencia entre los lenguajes tradicionalmente atribuidos a los distintos géneros y emplear un discurso decididamente poético en muchas de sus narraciones. Recordemos, por ejemplo, el «neobarroquismo» propugnado por Severo Sarduy a partir de la obra de Lezama Lima. En cuanto a las innovaciones que podríamos considerar más estrictamente radicales, habría que referirse de nuevo al impacto que produce la cultura de los mass-media en estas generaciones, en primer lugar en las obras que comienzan a publicarse a finales de los sesenta y principios de los setenta. Lo que en Carlos Fuentes o en Vargas Llosa había sido una tímida incorporación de materiales, en escritores como Manuel Puig, Severo Sarduy, Luis Rafael Sánchez o Miguel Barnet comienza a ser el principal ingrediente estructu8 9
Skármeta 1981: 51. Rama 1981: 26.
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ral de sus narraciones. Así, las imágenes cinematográficas, los guiones, las radionovelas y telenovelas, las letras de canciones desde el rock al bolero, el lenguaje de la publicidad y el periodismo, la estética kitsch y cursi comienzan a erigirse en materiales sustentadores de las estructuras narrativas más frecuentadas. Esta literatura, cuyo paisaje fundamental es el de la ciudad, intensifica su carácter lúdico y no se contenta con la concepción heredada del vanguardismo, sino que va más allá despojando de trascendencia tanto sus presupuestos como sus objetivos, huyendo de las tentaciones abarcadoras de un mundo y centrándose en los espacios más concretos, hasta el punto de crear con la utilización desaforada de lenguajes particulares —slangs— una especie de retórica ininteligible fuera de las fronteras del espacio ciudadano que las alimenta, como ocurre en el caso del grupo de la Onda mexicana y de algunas manifestaciones caribeñas; recordemos lo señalado más arriba por Ángel Rama, quien añade: «Las obras literarias se trasladan íntegramente a los dialectos o idiolectos urbanos, con lo cual podría reconocerse que el realismo vuelve a ganar la batalla...»10. La producción literaria de estos años, tal y como hemos visto en lo referente a la poesía, se va constituyendo no sólo como una escritura con vocación contracultural, sino sobre todo como un espacio «descreído», es decir, que no participa de la creencia tradicional en el carácter solemne y trascendente de la literatura y el arte. Es una literatura sin pretensiones, que no aspira a ordenar el mundo, ni siquiera imaginariamente, sino simplemente a presentarlo, y que exhibe una conciencia cínica de sus limitaciones como simple objeto de consumo. Sus personajes no son ya seres míticos, espesores simbólicos, como había ocurrido en las novelas de sus mayores, sino individualidades que navegan a la deriva en un mundo definitivamente desordenado, lleno de espacios estancos sin demasiada comunicación entre sí, y que sólo aspiran a la aventura de su propia sentimentalidad. Desde esta posición, desde el lugar de la individualidad y la instrospección en los sentimientos, es desde donde podemos desembarcar en la última promoción que comienza a publicar sus libros en los años ochenta y que está fundamentalmente representada por mujeres escritoras. No obstante, desde ese lugar se había elaborado también en la promoción inmediatamente precedente otro de los rasgos distintivos de esta generación postboom y del que no podemos prescindir a la hora de analizar la producción de la última hornada: «la crítica profunda a la sociedad patriarcal». Y no sólo desde posiciones femeninas, sensu stricto, sino que algunos de los escritores más prestigiosos de este 10
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grupo, como Puig, Sarduy o Luis Rafael Sánchez la expresan ya en sus primeras novelas desde su condición homosexual. Del mismo modo que los rasgos anteriormente señalados no son explicables sin las condiciones vitales que hemos ido exponiendo someramente, tampoco este último y decisivo rasgo para el desarrollo de la última literatura puede explicarse sin la revolución sexual que se experimenta en los años sesenta y que contribuirá no solamente al desarrollo del movimiento feminista, sino también al replanteamiento de las relaciones interpersonales y, por tanto, a la revisión de las instituciones en ellas sustentadas, pero sobre todo a las motivaciones profundas que las provocan, esto es, sentimientos, pasiones, sexualidades, colectividad frente a individualidad, etcétera. 2. ¿Literatura femenina o Literatura feminista? Una de las características fundamentales que Susana Reisz atribuye a este grupo de escritoras que irrumpen en los años ochenta —Isabel Allende, Angeles Mastretta, Rosario Ferré, Ana Lydia Vega, Silvia Molloy, Elena Castedo, Carmen Boullosa, Bárbara Jacobs, Laura Esquivel, Luisa Valenzuela, Gioconda Belli, entre otras— es el intento denodado que su literatura hace por romper las fronteras entre una literatura para élites y otra de difusión masiva. Quizá en esta voluntad haya tenido que ver el descreimiento que ya estaba alimentando esta generación en sus promociones precedentes, y también, sin duda, un cierto inconsciente «recepcionista», aunque desde esta misma perspectiva no me parece arriesgado aventurar la hipótesis de que en el fondo de esa intención lo que subyace es la búsqueda de un público lector nuevo, no necesariamente especializado en literatura y no necesariamente feminista, constituido principalmente por mujeres, pero no necesariamente feminista. Se trataría de encontrar, como señala Susana Reisz apoyándose en la teoría literaria bajtiniana, el «representante acreditado», «el oyente ideal que encarna la visión del mundo, los patrones evaluativos y las formas de expresión típicas de la comunidad lingüística de la que él (o ella) siente que forma parte»11. De ahí el empleo de estrategias de masas, es decir, el lenguaje de los medios de comunicación de masas y, en sentido estricto, como veremos, el dirigido especialmente a un público femenino.
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Véase Reisz 1991.
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Ese mismo descreimiento, esa desolemnización que la nueva novela venía desarrollando, hace que la obra de estas escritoras carezca de pretensiones estéticas, de sofisticación e incluso de originalidad. Isabel Allende toma el mundo mítico de sus mayores para reescribirlo desde una mirada femenina; Angeles Mastretta realiza la misma operación en el interior de un tema emblemático dentro de la tradición moderna mexicana, la Revolución, y otro tanto ocurre en el caso de Laura Esquivel; Elena Castedo reescribe el exilio español desde los ojos de una niña de ocho años. De ahí que podamos percibir en ellas una vuelta al relato tradicional, lineal, al empleo de recursos archiconocidos y la construcción de personajes psicológicos. La vuelta a todos estos recursos es, por otra parte, un rasgo general de la literatura que se comienza a escribir en los años ochenta, esté elaborada por mujeres o no, sea narrativa hispanoamericana o española. En este sentido, y en un artículo en el que establece la conexión de estas características con lo que ha dado en llamarse horizonte de la «posmodernidad», Jorge Ruffinelli hace la siguiente descripción de toda una serie de obras en las que ...se pulveriza la noción de centro, orden y jerarquía, y se inicia un novísimo trabajo sobre los márgenes, las fronteras, las periferias, las minorías, y se celebra la desacralización de los productos artísticos y su sustitución por el consumismo democratizador de la cultura de masas, la mercantilización del conocimiento y el arte; el culto al pastiche que niega al individualismo y a la originalidad...12
¿Se trata entonces de una escritura feminista, y me refiero a la desarrollada por estas escritoras que se dirigen a un público fundamentalmente femenino, pero no necesariamente especializado ni feminista? Es decir, un público en el que también caben lectores masculinos capaces de «reconocerse» en la mirada de estas escritoras. El debate que confronta a una literatura pretendidamente feminista con otra simplemente femenina está actualmente en el centro de la inmensa mayoría de los estudios relativos a la literatura escrita por mujeres, desde las posiciones, ya clásicas, defendidas por Patricia Spacks en su The Female Imagination hasta las refutaciones que su teoría suscita por parte de feministas radicales como Peggy Kamuf o Susan Gilbert y Susan Gubar, o bien la defensa de una cierta posición ecléctica como la sostenida por Elaine Showalters, así como los planteamientos desconstructivistas esgrimidos fundamentalmente desde la llamada escuela francesa, en la que destacan Julia Kristeva 12
Ruffinelli 1990: 31-32.
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y Luce Irigaray. Partiendo de toda esta problemática general para el discurso femenino, Sara Castro Klarén en su trabajo «La crítica literaria feminista y la escritora en América Latina», reclamó la necesidad de introducir el problema de la literatura escrita por mujeres en América Latina dentro del contexto de un problema más amplio: las condiciones de la producción literaria en general, en ese ámbito cultural, la dependencia respecto a Europa, el mestizaje, la transculturación y el papel de las culturas periféricas. Sin olvidar nunca que «la lucha de la mujer (escritora) latinoamericana sigue cifrada en una doble negatividad: porque es mujer y porque es mestiza». Negando la pertinencia de lo que considera «los basamentos ingenuamente representacionales» de la crítica feminista norteamericana, advirtió la necesidad de elaborar posiciones teóricas a partir de los numerosos textos de escritoras latinoamericanas que ya conforman un corpus en esos años13. Esto es precisamente lo que va a intentar en sus trabajos Susana Reisz unos años más tarde. Así, en el artículo citado «Hipótesis sobre escritura diferente e Hispanidad» nos habla de «escritura con marca de feminidad textual» para distinguirla de la estrictamente feminista: ...un tipo de escritura que expresa formas específicas de experiencia basadas en una forma específica de marginalidad y que lo hace a través de ciertas estrategias dicursivas condicionadas por el carácter patriarcal de la institución literaria y por la necesidad de someterse a, o de confrontarse con, una autoridad textual ejercida por una voz masculina en nombre de la humanidad14.
Por su parte, Alicia Llarena, en un trabajo sobre Ángeles Mastretta y coincidiendo con algunas afirmaciones de Ruffinelli afirma que ...esa voz desde el interior de la mujer, desde la intimidad de una conciencia periférica, marginada, desde ‘el feminismo’, no debe entenderse como la práctica del feminismo al uso antiguo... sino ante todo como una nueva perspectiva de análisis que denuncia y cuestiona radicalmente las falsas hegemonías, el poder de una cultura patriarcal y homocéntrica15.
Es en definitiva lo que Marta Traba en 1984 había definido como una literatura cuyo «lugar no está contra la literatura masculina... ni por encima de la
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Castro-Klarén 1985: 43-44. Reisz 1990: 202. Llarena 1992: 468.
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literatura masculina ni por debajo de la literatura masculina», sino que es «una literatura diferente, es decir que su territorio ocupa un espacio diferente16». De cualquier modo, la explosión de esta literatura diferente en los términos anteriormente expuestos no se realiza de un modo espontáneo ni tampoco casual y será también el feminismo tradicional, del mismo modo que toda esa serie de herencias de los años anteriores que hemos ido ya analizando, el que contribuya decisivamente a la materialización final de esta literatura. Muchas otras escritoras como Clarice Lispector, Rosario Castellanos o Elena Poniatowska irán abriendo el camino, resolviendo contradicciones, allanando obstáculos. Incluso algunas de las que podríamos incluir en este grupo no están exentas de contradicciones o marcas de transición. ¿No es cierto que Isabel Allende no abandona del todo en su Casa de los espíritus la voluntad totalizante, la tarea de construcción de un mundo mítico al modo de los escritores del boom? ¿No es verdad, por otra parte, que Cristina Peri Rossi, cuya novela más relevante, La nave de los locos, aparecida en l984, traslada esa voluntad totalizante al intento alegórico por construir un mundo posible, fuera ya de la continua peregrinación, del continuo exilio, un mundo posible en donde la felicidad consista en que el hombre sea capaz de renunciar a su virilidad por el amor de una mujer? Existen por lo tanto marcas de transición, límites contradictorios en el camino de esta literatura femenina que finalmente veremos consolidarse en los años noventa. Pero, ¿cuáles son los rasgos, en definitiva, que le otorgan esa marca de feminidad textual, esa diferencia? Marta Traba señalaba una serie de puntos que, según su criterio, caracterizarían a una escritura típicamente femenina: 1) los textos femeninos ‘encadenan’ los hechos sin preocuparse por conducirlos a un nivel simbólico. 2) Se interesan preferentemente por una ‘explicación’ y no por una interpretación del universo; explicación que casi siempre resulta dirigida también al propio autor, como una forma de esclarecerse a sí mismo lo confuso. 3) Se produce una continua intromisión de la esfera de la realidad en el plano de las ficciones, lo cual tiende a empobrecer o eliminar la metáfora y coarta notablemente la distancia entre significante y significado. 4) Se subraya permanentemente el detalle, como pasa en el relato popular, lo cual dificulta bastante la construcción del símbolo. 5) Se establecen parentescos, seguramente instintivos, con las estructuras propias de la oralidad, como repeticiones, remates precisos al final del texto, cortes aclaratorios en las historias, etc17. 16 17
Traba 1985: 21-22. Traba 1985: 23-24.
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Es evidente que estos rasgos señalados por Marta Traba son comunes a toda una serie de escritoras actuales, pero no creo que por sí solos puedan establecer una diferencia entre una literatura femenina y otra masculina. Por citar un sólo ejemplo, creo que las obras de Bryce Echenique participan, en mayor o menor grado, de todas estas características, lo que, por otra parte, nos llevaría a plantear el problema de hasta qué punto ciertos rasgos que se atribuyen como exclusivos a la literatura escrita por mujeres no están apareciendo, influyendo ya, en una parte al menos del discurso literario masculino. Recurramos una vez más a la agudeza crítica de Angel Rama: Aunque me resulta infundada la clasificación de una narrativa femenina, separada de la que hacen los hombres, puedo reconocer que la masiva irrupción de escritoras en el género que se ha producido en las últimas décadas, al humanizar la visión masculina del mundo ha logrado perfeccionar recursos literarios poco desarrollados... y que los narradores, como José Balza o Alfredo Bryce Echenique o González Viaña, sean capaces de apropiarse de investigaciones estilísticas emparentadas18.
De cualquier manera, creo que pueden acotarse de un modo más preciso, más ajustado que el que propone por Marta Traba, las características que podrían definir, al menos, esta literatura escrita por mujeres en los años ochenta. Susana Reisz, al intentar describir lo que ella llama la «marca de feminidad textual» en estas escritoras, señala los siguientes rasgos: 1. «Una de las estrategias más frecuentes es la mímesis —enfatizada, sobreactuada, teñida con diferentes matices de ironía— de las más diversas variantes de lenguaje patriarcal, así como de ciertos lenguajes artísticos tanto cultos como populares». Recordemos las obras de Isabel Allende —no sólo La casa de los espíritus, sino sobre todo De amor y de sombra y Eva Luna— en las que este empleo es frecuente y sistemático. 2. «El lenguaje que estas escritoras asumen como propio —y que casi siempre remite a estrategias discursivas de comunicación de masas y tradicionalmente atribuidas a un modo de expresarse típicamente femenino: cartas, diarios, canciones sentimentales, recetas de cocina, historias de amor, etc— es uno que de algún modo expresa, y a veces tematiza, los condicionamientos culturales y las restricciones impuestas a su sexo, pero que, al mismo tiempo, está atravesado de tensiones internas y de la interferencia de los otros lenguajes representados en la ficción». 3. Se acepta, por tanto, «ostensivamente, el espacio discursivo que la sociedad patriarcal adjudica a la mujer, pero al mismo tiempo se resemantiza». «Todas estas obras permiten dos tipos de lectura... Uno de ellos suele corresponder 18
Rama 1981: 48.
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a una historia de amor con mucha acción y con mayores o menores dosis de crudo erotismo... El otro registro... incluye un cuestionamiento que exhibe audazmente sus propias contradiciones y que se centra en la rigidez de los roles sexuales en la sociedad patriarcal hispana y, particularmente, en los aspectos represivos del lenguaje como comportamiento social19».
Las tesis de Reisz nos parecen muy acertadas. Si tomamos dos títulos significativos dentro de esta nueva generación de escritoras, Arráncame la vida de Ángeles Mastretta (1985) y Como agua para chocolate de Laura Esquivel (1989), parece evidente que el rasgo fundamental de la estructura de ambos textos es ese dialogismo que señalaba Reisz y que se establece en el entrecruzamiento de voces que pertenecen por una parte al discurso patriarcal autoritario —el general Andrés Ascencio, la sociedad mexicana posrevolucionaria, Mamá Elena y su obediencia a los ancestros patriarcales, Pedro y su práctica cobardía— y por otra al lenguaje que ese discurso destina a las mujeres: el lenguaje de los sentimientos, de las canciones populares, de las recetas de cocina, etcétera. Ese intercambio de voces va tejiendo la estructura de un discurso singular que en el caso de Laura Esquivel produce un efecto parecido al «realismo mágico» de los años sesenta, pero con una diferencia radical: si las recetas que Tita, la protagonista, prepara para su familia y para sus invitados —y que por otra parte son el elemento estructural central, en torno al cual el relato se construye— causan unos efectos perturbadores de la voluntad y la conciencia, es porque en esos platos Tita derrama, vierte literalmente, sus sentimientos, su subjetividad, su intimidad. Lo que podríamos leer superficialmente como una alegoría simbólica, se convierte sin embargo en un alegato a favor de la cotidianidad y de su importancia en la vida de los seres humanos: el trabajo del ama de casa, su dedicación artística y vocacional al sustento de los demás no es una vulgar tarea más, sino que tiene una fuerza determinante para el destino de sus vidas. En cierto modo podríamos decir que existe en esta novela un cierto alegato ecologista. Precisamente este rasgo, el de la reivindicación de una individualidad llena de fuerza emocional y sentimental, pero desde la sinceridad que proporciona la plena conciencia de una condición marginal y periférica, es el que me parece más significativo a la hora de caracterizar a todo este grupo de nuevas escritoras. Porque desde esa posición, la reivindicación de la individualidad, de los sentimientos, de la emocionalidad, de la diferencia, estas escritoras no 19
Reisz 1990: 210-211 y 208.
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caen en la trampa de reescribir la lectura oficial que la sociedad patriarcal tradicionalmente hizo de estos rasgos, sino que se sitúan en otro espacio, en otra orilla, alcanzando a través de la asunción de esa marginalidad y esa periferia el lugar literario de la diferencia. Haciendo nuestras las palabras de Marta Traba, podríamos preguntarnos: «¿Por qué la literatura femenina expresada desde un lugar marcado por la marginación económica y cultural tiene que leerse según las perspectivas del texto literario? Se me dirá que ‘es’ un texto literario; de acuerdo, ‘es’ un texto literario, pero es un texto literario distinto.» 3. Apostillas Dos son, fundamentalmente, los peligros que ha tenido que arrostrar esta literatura escrita por mujeres y de cuya influencia negativa no ha podido sustraerse en muchas ocasiones: 1. De una parte, la mimesis paródica de ciertos modelos muy fuertes, como por ejemplo en el caso de Gabriel García Márquez y los recursos atribuidos al espesor estilístico del realismo mágico ha generado una retórica imitativa, no siempre crítica o distanciada del modelo propuesto. Es el caso de los libros de Isabel Allende posteriores a La casa de los espíritus, De Amor y de sombra (1984), Eva luna (1987) o los Cuentos de Eva Luna (1990), en los que el mimetismo marqueciano deja de ser un referente político, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista de género, y se transforma en un espesor estilístico destinado a contentar las expectativas de los lectores/ as a los que va dedicada esta literatura. Algo semejante ocurre también con la novela más ambiciosa de la puertoriqueña Rosario Ferré, La Casa de la laguna (1996), en la que la evidente mímesis de procedimientos masculinos a la hora de ficcionalizar los enfrentamientos entre sagas familiares y grupos sociales pesa más que la parodia o la crítica política de dichos procedimientos. Lo cual no deja de producir una sensación de decepción para sus lectores, acostumbrados a obras anteriores de esta autora muy interesantes, como «La cocina de la escritura» (1984) o El coloquio de las perras (1990). De otra parte, escritoras más jóvenes, con una clara intención de renovación y cambio, han sustentado sus comienzos literarios en la imitación de los modelos y temas de lo real maravilloso americano, como en el caso de Laura Restrepo o Gioconda Belli, sin que su escritura alcance un nivel suficiente de independencia respecto a los modelos que pretenden parodiar o sobre los que pretenden proyectar una mirada «distinta» o «diferente».
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2. En segundo lugar, el derivado de los procedimientos narrativos surgidos en Hispanoamérica de la desintegración de los principios trascendentales y totalizantes de la escritura del boom, o sea el tratamiento, en un principio también paródico, de temas doméstico sentimentales que procuran ser leídos en clave crítica o desconstructora. Esta línea, que con el triunfo del horizonte posmoderno va a erigirse en dominante al comienzo de la década de los noventa, fue sugerida tímidamente por los propios patriarcas del boom al acercarse a temáticas y procedimientos narrativos de los llamados menores, de actualidad en aquel momento gracias al extraordinario desarrollo de los mass media. Me refiero a experimentos como La tía Julia y el escribidor (1977), y algo más tarde a la extraordinaria parodia de la novela sentimental que es El amor en los tiempos del cólera (1984), de García Márquez. Pero también a modalidades completas de escritura con las que intentan singularizarse algunos epígonos del boom, como los ya citados Manuel Puig, Luis Rafael Sánchez o Miguel Barnet. En esta línea, la enorme subversión ideológica que con relación al machismo y la cultura patriarcal encerraba una novela como Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta, es desactivada totalmente en la siguiente, Mal de amores (1996), en cuya lógica interna la crítica y la parodización se diluyen en favor de lo que podríamos denominar una literatura «políticamente correcta», respetuosa con los mitos y el pasado mexicano, y basada en los principios y recursos de la tradición narrativa sentimental conformista y nada desestabilizadora. Un camino parecido ha hecho derivar el honesto, aunque discutible, experimento de Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, hacia los extremismos del discurso esotérico o de ciencia ficción. Del mismo modo, Zoé Valdés ha utilizado el esquema melodramático para rellenarlo con atractivos ingredientes de sexualidad sensacionalista, contentando simultáneamente a la crítica más seria, tal y cómo enseñara a hacer Isabel Allende, al desplegar sus recursos, estilísticamente muy pobres, sobre una temática que ejecuta también otra clase de «crítica política correcta» contra instituciones represoras, en este caso contra la Revolución cubana y la situación social en Cuba. Y en fin, el ejemplo que en sus distintos títulos nos da una escritora de enorme éxito como la chilena Marcela Serrano nos remite de un modo más legítimo a la herencia de las telenovelas o la literatura de Corín Tellado, antes que a los ambiciosos planteamientos que yo mismo o Susana Reisz pronosticábamos hace unos años, quizá con demasiado optimismo, sobre el futuro de esta literatura. Por estas y otras novelas, algunas de estas y otras novelistas han conseguido en los últimos años numerosos premios comerciales importantes que
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han contribuido notablemente a la difusión masiva de sus obras, sin distinguir en muchos casos el grano de la paja ni las verdaderas aportaciones literarias de libros escritos según una receta consabida e ideada para lograr el mayor número posible de ventas. Si comenzamos con una cita de Helena Araújo en la que se lamentaba de cómo las mujeres habían sido apartadas de la gloria del boom, a pesar de publicar en aquellos años algunas tan brillantes como Rosario Castellanos, Elena Poniatowska o Elena Garro, vamos a finalizar ahora con otra en la que se pregunta si acabará alguna vez esta moda del «lucrativo mimetismo marqueciano» en versión femenina, al que habría que añadir el no menos lucrativo esquema melodramático o sentimental disfrazado de trascendente discurso político o moral: Queda la esperanza de que, como todas las modas, pase. Y la gente se percate al fin de que las latinoamericanas pueden ser narradoras sin distorsionar la realidad o apelar a adivinaciones y prodigios. Sí, si pueden crear las valiosas novelas y relatos que actualmente están creando y atreverse a inventar historias sobre familias sin idilios incestuosos, casas sin espíritus y tugurios sin ángeles. ¿Importa acaso que por eso se les excluya del gran marketing editorial o del «museo folklórico del exotismo para los cansados de la civilización»?
Bibliografía Araújo, Helena (1983): «Escritoras latinoamericanas: ¿por fuera del boom?». En Quimera 30, pp. 8-11. Cantero Rosales, María Ángeles (2004): El boom de la narrativa hispanoamericana escrita por mujeres en los años ochenta. Granada: Universidad de Granada, Colección Feminae. Castro-Clarén, Sara (1985): «La crítica literaria feminista y la escritora en América Latina». En González y Ortega (eds.) 1985. González, Patricia E. y Ortega, Eliana (eds.) (1985): La sartén por el mango. San Juan de Puerto Rico: Ediciones Huracán. Llarena, Alicia (1992): «Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta: el universo desde la intimidad». En Revista Iberoamericana (159), vol. LVIII. R ama, Ángel (1981): «Los contestatarios del poder». En Quimera 11, Barcelona, septiembre. R eisz, Susana (1990): «Hipótesis sobre el tema de escritura femenina e Hispanidad». En Tropelías 1, Universidad de Zaragoza, pp. 199-213. — (1991): «¿Una Scheherazada hispanoamericana? Sobre Isabel Allende y Eva Luna». En Mester 2, 20, Los Angeles, pp. 107-126.
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Ruffinelli, J. (1990): «Los 80, ingreso a la posmodernidad?». En Hispamérica (28), pp. 31-32. Salvador, Álvaro (2002): Espacios, estrategias, territorios. Algunas aproximaciones a la literatura hispanoamericana del siglo XX. México: UNAM. Skármeta, Antonio (1981): «Perspectivas de los novísimos». En Hispamérica (28), pp. 49-64. Traba, M. (1985): «Hipótesis sobre una escritura diferente». En González y Ortega (eds.) 1985: 21-22.
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De Donoso a Bolaño
Entre el lector culto y el lector o-culto Carlos Franz
Paradoja o excentricidad de ese país lejano, puede que la literatura chilena exprese bien el espíritu de época en este cambio de siglo. Ese Zeitgeist nihilista y perplejo que se asocia comúnmente con el fin de una era y el nacimiento de otra, ánimo a la vez cansado y manierista —de ninguna manera clásico— que oscila entre la decadencia y el pronóstico de un Apocalipsis, parece bien representado (y polarizado) en los grandes novelistas del XX y el comienzo del XXI que fueron José Donoso (de aquí en adelante, D) y Roberto Bolaño (de aquí en más, B). A pesar de sus grandes diferencias personales, varias semejanzas jalonan la línea de puntos suspensivos que une a D y a B. La principal puede parecer un pleonasmo: es la literatura. D y B han sido descritos consistentemente como los escritores «más literarios» en sus respectivas generaciones latinoamericanas. Ambos parecían vivir no sólo por y para escribir sus libros, sino en sus libros, dentro de ellos, borroneando los límites entre realidad y ficción. De esa común obsesión literaria derivan varias similitudes que hermanan sus poéticas. D y B fueron escritores artistas, empecinados en una exploración estética y estilística. Búsqueda del estilo diferente y apropiado para cada uno de sus libros, en el caso de D; la pesquisa del libro que consagrara su estilo, en el caso de B. En ambos esa exploración conllevó la busca de un santo grial: la OBRA MAESTRA. Entendida no como un libro perfecto, sino como una biblioteca perfecta; un corpus de influencia, patente y patentable: «lo donosiano», en D; «lo bolañesco», en B. Las diferencias profundas que separaban a estos escritores no refutan sino que, de algún modo, continúan esa semejanza. La de D es una narrativa del inmovilismo, de la presión del pasado. Un estado de ánimo crepuscular, de amos y sirvientes viejos, con demasiada
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experiencia para creer que puedan cambiar algo: si las dejamos, las cosas cambiarán solas. Esto es: decaerán irresistiblemente, antes de volver a ocurrir. La de B, en cambio, es literatura de la fuga sin rumbo y la escapatoria sin salida. Un vértigo ante al vacío apocalíptico del futuro —ante la falta de futuro de la literatura—. Un estado de ánimo nocturno, rabioso, de jóvenes poetas con poca experiencia y demasiadas lecturas. Las suficientes para saber que han nacido después de la decadencia, cuando sólo resta (y se desea) el Apocalipsis. Presión de un pasado demasiado «lleno». Succión de un futuro demasiado «vacío». La inercia centrípeta de una implosión; la aceleración centrífuga de una explosión. Estas diferencias entre D y B, quiero proponer, a pesar de sus similares obsesiones ante el oficio, las determinó un cambio en las condiciones y el espíritu de la época que le tocó a cada cual. ¿Qué cambió entre 1970, cuando D publicó su obra cumbre, El obsceno pájaro de la noche, y 1998, cuando B publica su obra cimera, Los detectives salvajes? Hipótesis: el lector. Lo que cambió fue el lector. Concreto, imaginado o ambos. La utopía del lector culto se transformó en el Apocalipsis del lector o-culto. El lector «culto» D fue un novelista latinoamericano paradigmático del siglo XX. Por una parte, un realista devoto de la novela inglesa del XIX (de Jane Austen a Henry James, digamos), y por otra un vanguardista deudor de la experimentación narrativa de Virginia Woolf y James Joyce. Todo esto sin dejar de permanecer enraizado en la escuela criollista de Mariano Latorre. En suma, D fue un mestizo cultural, un cosmopolita herido. Su obra cumbre, El obsceno pájaro de la noche, sintetiza ese entresijo. Incluso espacialmente: la Casa de Ejercicios Espirituales de Nuestra Señora de la Encarnación de La Chimba y la Hacienda de La Rinconada, son espacios del más rancio naturalismo, propios, casi, de una «imaginación colonizada». Excepto por aquello que Donoso llamaba «la fisura». La fisura o falla que dota al escritor artista de su mirada especial, desenfocada y anómala, y que lo lleva a experimentar y explorar, no esos espacios sino en sus grietas. Grietas en los muros de adobe de la casa y la hacienda que expresan la decadencia de un mundo que colapsa —implosiona— lentamente, reduciéndose a polvo. A través de sus grietas y fisuras el orden cerrado atisba su «otro lado», su reverso
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De Donoso a Bolaño: entre el lector culto y el lector o-culto
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psíquico y a la vez mítico. La realidad decadente y desfondada queda abierta a lo imprevisto, lo mágico y lo ancestral. El mundo de afuera, el gran mundo, el mundo exterior, se cuela al interior a medida que su orden se disuelve, y lo preña. Los personajes esperpénticos de D, sus viejas brujas, su narrador «mudito», se enzarzan en operaciones mágicas cuyo fin es precisamente la gestación a partir de la destrucción. De su decadencia nace su utopía. Tipo y tropo perfecto de ese entrecejo de espacios cerrados, fisurados y abiertos a lo «otro», es la metáfora donosiana por excelencia: el imbunche. Humberto Peñaloza, «el mudito», el narrador implícito de la novela, es reducido por las siete viejas brujas a la condición de un paquete. Lo cosen y recosen dentro de sacos y más sacos de modo de convertirlo en paráfrasis de un mito indígena chileno: el imbunche. Un recién nacido que es deformado y comprimido para impedirle crecer y transformarlo en pura potencia de sí mismo. En estado de máxima clausura y estrechez, el imbunche cobra su máxima potencia. Cuanto más cerrado y encerrado, más abierto. El mudito alcanza la máxima potencia de su voz narrativa a partir de la mordaza. Colapso final de un mundo que decae, el narrador mudito es fajado para convertirlo en un bebé balbuciente. Desde allí podrá, o no, reinventarse un habla, volver a crecer. La decadencia ha devenido en utopía. A esa operación de escritura utópica correspondía también una utopía de la lectura. Cabalmente: una utopía del lector. En una entrevista que le hice en 1994, Donoso me decía: «Quiero ser visible, quiero ser accesible. Yo no escribo para los críticos, sigo queriendo que me lea el lector sensible e inteligente en un avión a China». Y en su Historia Personal del Boom, escrita unos quince años antes, decía: «El lector común en Hispanoamérica era ahora más sofisticado». Lo que ya entonces llamaba la atención era la ingenuidad de este autor curtido que se permitía creer que obras tan «serias y oscuras» como El obsceno pájaro de la noche pudieran ser leídas por un público «sensible» a bordo de un avión. Es decir, usando la etiqueta favorita del merchandising editorial de hoy: que sus libros exquisitos pudieran ser literatura de aeropuerto. Literatura de aeropuerto, literatura de mano para viajar con ella. Literatura aérea, light, liviana como la luz, rápida como un jet, masiva como el turismo, convencional como la aldea móvil de las convenciones ubicuas (convención también en el sentido de los ubicuos congresos y conferencias). Nada más lejano del pesado adobe picoteado por el obsceno pájaro de D. Sin embargo, esa idea del viajero tiene, aun, otro valor metafórico. Donoso solía decir, para referirse a un libro que él creía que pudiera ser publicado fuera de Chile y traducido, que era una novela que «viajaría» bien.
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El viaje del libro aludía a una idea similar a la del lector en el avión a China. Es decir, así como el lector podía ser cualquier persona «culta» (léase instruida y sensible), la novela, si es buena, puede viajar fuera del círculo de los iniciados y referidos en ella. La buena literatura podía viajar. Podía ser leída por lectores extranjeros. Sobre todo, extranjeros a la literatura. Es decir, lectores que no fueran escritores (practicantes o en el closet), o estudiantes de literatura, o críticos. Lectores cultivados pero comunes. Esa utopía del lector cultivado y común era compartida —y sigue siéndolo— por muchos escritores. Las novelas de García Márquez, el de los Cien Años…, las de Vargas Llosa, el de la Conversación…, las de Fuentes, el de La región…, no eran ni son fáciles. Y sin embargo, tuvieron un público amplio. Incluso las oscuras y torvas metáforas de la narrativa donosiana tuvieron su público. No fueron leídas por minorías de iniciados, profesos o novicios, sino por legos ilustrados. Por un «público culto». Un público que, hasta que la hegemonía de la cultura de masas se impusiera (televisión mediante, en, digamos, los años setenta) participaba de lo que se llamaba una «cultura general» (¿alguien ha oído hablar de ella, últimamente?). Los lectores o-cultos La obra de B expresa el cambio profundo que en el paradigma de lector, y la praxis de lectura, ha ocurrido en la literatura latinoamericana y contemporánea. Desde el mismísimo dramatis personae en las obras de B —poblado casi exclusivamente por poetas, críticos y literatos en general— puede sospecharse que su lector ya no es más un lego ilustrado, sino un clérigo y un iniciado. Cambio que sugiere una mutación en el espíritu de época, en el Zeitgeist. De la utopía universal del lector culto al Apocalipsis global del lector oculto. Si D fue un escritor burgués y cosmopolita, B fue un autor anarquista y globalizado. La cultura burguesa con su utopía liberal de valores compartidos, expresados en una literatura universal (Weltliteratur), se transforma en cultura globalizada, con su distopía mercantil de una literatura dispersa, segmentada por intereses, en lugar de ideales. No hay literatura ni autores universales; cada libro tiene su «nicho de mercado». Si D fue un cosmopolita con raíces, B, triplemente iberoamericano (chileno, mexicano y español), fue un global desraizado. A fuer de pasar por tantos
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De Donoso a Bolaño: entre el lector culto y el lector o-culto
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sitios no fue de ninguno. Fue global, precisamente. «Extraterritorial» —como lo ha querido algún crítico— pero renuente a convertirse en un «extraterrestre», ¿qué territorio le quedaba? Pues el de la propia literatura. El horizonte literario. El cielo de los escritores. En su novela Estrella distante B se inventa un capitán de aviación militar que a la vez es poeta. O más bien, un poeta que se revela piloto de guerra. No es posible saberlo a ciencia cierta. En ambos sentidos que se lea —como en los palíndromos— Carlos Wieder es un fanático de la belleza y de la muerte. O sea, un dandy letal y literario. Esta improbable anomalía poético militar escribe versos en el cielo, con el humo de su avión, sobrevolando un campo de concentración en el Chile de la dictadura. El escritor escribe su poesía en un cielo vacío, mientras vuela en un avión de guerra, solitario, sobre el campo de concentración del mundo moderno (concentración en las materias de la tierra, que ocurren bajo el horizonte cada vez más nebuloso e invisible de la poesía). A esa escritura celeste corresponde una lectura secreta. Aquel lector anónimo, «sensible e inteligente», que fue la utopía de D, ya no es más un pasajero cualquiera en un avión a China. El único pasajero en este avión de guerra del cambio de milenio es el piloto. El único lector sensible que queda a bordo de la nave literaria (hablamos de la literatura aérea, pura y dura, como la entendían D y B) es a la vez el poeta. Sólo están él y sus estelas de humo. Con las cuales escribe poemas gigantescos pero radicalmente efímeros, que no alcanzarán a ser leídos antes de que se hayan desvanecido. Ese avión de Wieder atraviesa por el cielo de todos los libros de B, aunque no se vea. No sólo porque el viaje sea un tema importante en esos libros, que lo es. Sino porque muchos de sus personajes clave, desde Belano a Benno von Archimboldi, son como el mismo Wieder: escritores sin lectores que no sean otros escritores (o críticos, o poetas in pectore). Lo cual los dota (esta es, en rigor, su única dote, la herencia que les ha tocado) de una furia directamente proporcional a su soledad. Profecía ya formulada por el nihilismo de las vanguardias y autocumplida por el posmodernismo, la literatura se ensimisma. Se vuelve a la vez más ruidosa (como un avión supersónico) y menos escuchada (como un jet más allá de la barrera del sonido). Antes era el silencio expresivo del mudito fajado y amordazado en la obra de D, que sonaba a multitud —como ocurre con los mitos—. Ahora es el habla torrencial de los innumerables narradores parlanchines de B, una multitud que suena a silencio.
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Entremedias se ha producido algo como un trauma acústico. El máximo ruido, el vocerío de los libros de B, contrasta con el silencio del cielo literario, donde esos lectores sensibles y comunes se van desvaneciendo tan rápido como las propias letras de humo de los poetas. Si todo esto parece poesía es porque lo es. Mientras D estuvo firmemente anclado en la tradición de la prosa narrativa que hasta mediados del siglo pasado —cuando se formó como novelista— suponía un público general y amplio, B viene de la poesía, de la que —cuando él se formó— ya habían desertado los lectores que no fueran, casi exclusivamente, a su vez otros poetas. Entretanto, se había producido el ocultamiento del público culto que huyó de la poesía dejando a los poetas recitando solos. O, para ser precisos, recitando para ellos mismos. Operación de ocultismo que convirtió a la literatura (¿habrá que insistir en que hablamos de esa literatura aérea, pura y dura, como la entendían D y B?) en lectura esotérica. Así queda el rizo: los lectores cultos se han ocultado dentro de los escritores «de culto».
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Del boom a McOndo
¿Y la generación anterior? Jorge Eduardo Benavides
Al parecer, resulta imposible citar a los nuevos narradores hispanoamericanos sin que la sombra del boom planee sobre ellos. Y esto pese a que dicha referencia queda bastante lejana ya de las nuevas propuestas narrativas de una generación de escritores que ha intentado —de manera muy consciente— alejarse de esta cercanía más producto de los medios de comunicación y de una cierta inercia mediática que de elementos reales. Aún así, las novelas y cuentos, los relatos y demás formas literarias de estos nuevos escritores ocupan desde hace pocos años un espacio cada vez más significativo en las librerías españolas, así como merecen una atención distinta de revistas especializadas y páginas de cultura, de tal manera que conviven con las obras de aquellos escritores del boom cuya presencia ha continuado de manera cada vez más firme entre los lectores españoles. Estos escritores han venido a llenar un vacío que durante años fomentó y llegó a fijar la noción de un estallido de nuevos narradores en un continente que hasta los años sesenta no se había emancipado de las formas literarias venidas de la Madre Patria y que de pronto nos ofrecían una visión y una forma de narrar de un mundo completamente nuevo: el boom. Y esto tampoco resulta del todo cierto, porque antes que ellos hubo escritores como Borges, Onetti, Rulfo o Gallegos, Asturias o Lezama, aunque nunca se les «agrupó» y por lo tanto corrieron distinta suerte. Hubo así toda una generación de escritores españoles que se educaron bajo la tutela estilística, formal y de propuestas narrativas del boom, correspondiente además a una generación de lectores que encontró en aquella literatura algo completamente novedoso. Pero si aquel boom tuvo su origen en los años sesenta, durante los años setenta y ochenta apenas si llegaron nuevos escrito-
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res hispanoamericanos al espacio cultural español. Puede que existan muchas más razones, pero creo que son dos las más significativas: de un lado porque la nueva generación de escritores españoles tenía también un nuevo horizonte social y político donde sustentar una obra que el lector español esperaba con avidez y que era la configuración de nuevos temas y nuevas formas de narrar: la irrupción de la democracia, la cultura del pelotazo, la europeización de los españoles, los propios universos míticos y la confirmación de que España era una territorio narrativo suficientemente robusto y rico en historias contemporáneas, más allá de la guerra civil, el hambre y los recuerdos aciagos de una época dolorosa: el español, como lector y como escritor se encontraba listo para buscar su nueva identidad. Por otro lado, y como explica Eduardo Becerra un artículo aparecido hace algunos años en la revista Lateral, en los años noventa se gestaba una aguda crisis económica y social que iba a debilitar los cimientos de la industria editorial hispanoamericana y la consiguiente difusión narrativa de aquel continente. Desaparecieron numerosos sellos editoriales autóctonos y los que continuaron batallando fueron absorbidos o encajaron mal la competencia de los sellos españoles, como Alfaguara o Planeta, que se establecieron allí, sin contar con el enorme impacto que supuso la aparición de las nuevas tecnologías y el consiguiente abaratamiento de la inversión editorial que hizo florecer pequeños sellos de escasa entidad —cuando no abiertamente piratas— que pulverizaron la industria del libro. Esa progresiva balcanización del mercado editorial que configuró la crisis económica, la entrada de los grandes grupos editoriales españoles y el abaratamiento de costes de las nuevas tecnologías originó una precariedad en dicho sector y dividió el continente en compartimentos casi estancos respecto a la labor editorial y narrativa de países vecinos. La situación, pues, no había cambiado mucho desde que Donoso, en su Historia personal del boom, explicara la precariedad de comunicación entre los países de Hispanoamericana, que el boom parecía haber conseguido superar. No obstante, ello no significaba que la producción literaria no existiera ni que se hubiera convertido en una composición provinciana de temas de escaso interés para otras latitudes. Sin embargo, para el mercado español, la producción narrativa hispanoamericana de los años ochenta simplemente no ha existido, salvo por la presencia de escritores como Isabel Allende o Luis Sepúlveda, entre escasos otros que, curiosamente, contribuyeron con su estética y su universo narrativo a fomentar la idea de que después del boom sólo cabía esperar epígonos, o en el mejor de los casos, escritores postboom. Lo cual resulta tan absurdo como valorar las propuestas narrativas de Juan José Millás, Ray Loriga o Quim
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Monzó en función de la literatura de Juan Benet o Luis Martín Santos, por poner sólo dos ejemplos de escritores españoles contemporáneos del boom. Esta idea de la sequía narrativa que asoló Hispanoamérica en la década de los ochenta ha encontrado defensores también entre nuestros críticos y aun entre nuestros propios escritores más o menos conscientes del tema, como el propio Tomás Eloy Martínez, tal y como señala Eduardo Becerra en el referido artículo de Lateral, aludiendo a que en ocasión del fallo del I Premio Internacional Alfaguara y como miembro de aquel jurado, publicó en El País un artículo en el que equiparaba tal premio con el «tercer descubrimiento de América», y donde el escritor argentino hablaba de los casi veinte años de parálisis imaginativa que sufría una Hispanoamérica condenada a «repetir los mismos temas, los mismos recursos y las mismas voces bajo la sombra abrumadora de Borges, García Márquez y Cortázar». En realidad, explica Becerra, se trataba de una autoinmolación, pues en aquellos años que Martínez califica de nefastos, él mismo escribió novelas apreciables, y fue la época en la que aparecieron novelas de calidad como las de los peruanos Alonso Cueto y Edgardo Rivera Martínez , del chileno Javier Campos, del boliviano Víctor Montoya, de los argentinos Piglia, Alan Pauls, Victoria de Stéfano y César Aira, del venezolano Ednodio Quintero, otros muchos escritores que por edad, y por esta situación editorial, parecían quedar descolgados de cualquier catálogo o lectura crítica, en el mejor de los casos, cuando no simplemente condenados a la no publicación o a la publicación efímera de sellos editoriales sin fuerza ni empuje para hacerlos trascender. No hubo pues tal sequía narrativa ni se repitieron las voces, los recursos ni los temas (sobre todo de lo real maravilloso), aunque desde la perspectiva meramente editorial puede que así sea y por tanto así llegue al lector español. La nueva y atenta mirada de los editores españoles hacia los escritores hispanoamericanos de la más reciente generación ha querido descubrir, a través de apuestas editoriales y premios prestigiosos, a una generación que parece surgida como antagonista de la del boom (y con la misma fuerza de origen, es decir, tan inexplicable como arcádica); a esto han contribuido los propios escritores, más enfrentados a la idea que de ellos se tiene (productos del postboom, el baby boom y hasta del boomerang, y como explica con humor el crítico inglés Robert Ruz, del Bayly Boom) que a la propia convicción de ser en realidad una reacción contra tal fenómeno narrativo sesentero. Así surgen movimientos o agrupaciones más o menos provocativas como los escritores de Mac Ondo, aunque muchos de ellos ahora tomen distancia de aquel incendiario prólogo que abría algunas de las páginas más interesantes de la reciente literatura hispanoamericana. Lo cierto es que, de manera
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consciente o no, escritores como Jaime Bayly, Alberto Fuguet o Edmundo Paz Soldán, Jorge Volpi, Juan Carlos Méndez Guedez o Fernando Iwasaki se inscriben de manera natural en esta corriente de nueva narrativa que es consecuencia natural de otros narradores menos conocidos —en España— y cuya generación resulta escasamente difundida no sólo aquí sino en la propia Hispanoamérica, si tenemos en cuenta que la mayoría de estos escritores apenas rebasan el circuito de sus propios países, quedando ajenos a los lectores de países vecinos. Esta narradores que publican en los años noventa son los herederos de aquellos escritores que leyeron en su país, y que ayudaron a divulgar una vez catapultados a las páginas de la actualidad literaria. Ahora bien, es necesario llamar la atención sobre el hecho de que muchos de estos nuevos narradores estaban repitiendo, en otra época y por distintas circunstancias, el recíproco desconocimiento de sus respectivos quehaceres literarios, tal y como lo explicó José Donoso en su Historia personal del Boom: en aquellas páginas testimoniales, el escritor chileno dejaba patente hasta que punto resultó necesario para ellos esa red representada por un editor, Carlos Barral, genuinamente interesado en la nueva narrativa de aquellos años y una agente, Carmen Balcells, que se encargó —como han señalado en innumerables ocasiones cada uno de estos escritores— de proyectar no sólo la obra y el nombre sino también su modus vivendi. Pues bien, casi treinta años después, los escritores que publicaban entre los años ochenta y los años noventa en Hispanoamérica habían encontrado —dicho esto grosso modo— sus canales de distribución en las universidades y entre un circuito de lectores reducido y a menudo tan combativo, empeñoso y en ocasiones heroico como los propios escritores… y precisamente su lectoría minoritaria y elitista se encargó de que aquellos novelas y cuentos no se extraviaran en bibliotecas y se disolvieran para siempre en librerías de saldo. Aquellos durísimos años de recesión económica que golpeaba con fuerza de un país a otro significaron para la literatura hispanoamericana cierto enclaustramiento de connotaciones casi medievales, donde los escritores apenas podían dedicarse con una mínima holgura a escribir, y donde los editores parecían haber desaparecido de la faz de la tierra o bien atisbaban lo que ocurría desde una España lejanísima e indiferente. Ahora bien, es cierto que esto que explico sólo pretende dar una imagen muy a grandes rasgos de aquello: después de todo, el vastísimo e incomunicado territorio hispanoamericano no es —ni para bien ni para mal— una sola realidad nacional y los matices y diferencias entre un país y otro resultan a menudo abismales, incluso cuando hacen frontera. No es menos cierto que muchos de estos escritores lograban despertar interés en sus lectores
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connacionales, y correrían unos y otros desigual suerte, pero lo que sí creo que resultaba común a todos ellos es que nunca o casi nunca traspasaban las fronteras patrias, de tal manera que en la práctica, en lo cotidiano, los escritores de aquellos años seguían siendo entre sí muy poco leídos y casi desconocidos. No debemos olvidar que para muchos novelistas de mi generación, es decir, la inmediatamente posterior a aquella de la que estoy hablando, estos escritores fueron importantes referentes, vitales columnas sobre la que descansaba el edificio literario que empezábamos a levantar, fundamentalmente para quienes vivimos nuestros primeros años de literatura en nuestros países de origen, y quizá la riqueza, la gran variedad temática que hay entre los miembros de mi generación, tenga que ver con ese batallar literario casi anónimo en el que se vieron enfrascados aquellos escritores nacidos a mediados de los cuarenta y los cincuenta, esos mismo que tuvieron que pelear con la vocación, con la situación económica y con el momentáneo desencuentro con sus lectores españoles. Creo que ellos enseñaron el camino del oficio en el que se persevera incluso en las épocas en las que no hay reflectores, ni oropeles, ni contratos mínimamente dignos ni casi lectores. Por eso, ir redescubriendo a cada uno de ellos resulta una labor tan encomiable como gratificante.
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Lecturas de/en la narrativa latinoamericana (1990-2006)
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¿Qué hacemos con el abuelo? La materia del deseo, de Edmundo Paz Soldán Eduardo Becerra Universidad Autónoma de Madrid
No basta con decir que la historia del campo es la historia de la lucha por el monopolio de la imposición de las categorías de percepción y de valoración legítimas; la propia lucha es lo que hace la historia del campo; a través de la lucha se temporaliza. El envejecimiento de los autores, de las obras o de las escuelas es algo muy distinto del producto de un deslizamiento mecánico hacia el pasado: se engendra en el combate entre aquellos que hicieron época y que luchan por seguir durando, y aquellos que a su vez no pueden hacer época sin remitir al pasado a aquellos a quienes interesa detener el tiempo, eternizar el estado presente; entre los dominantes conformes con la continuidad, la identidad, la reproducción, y los dominados, los nuevos que están entrando y que tienen todas las de ganar con la discontinuidad, la ruptura, la diferencia, la revolución. Hacer época signifi a indisolublemente hacer existir una nueva posición más allá de las posiciones establecidas, por delante de estas posiciones, en vanguardia, e, introduciendo la diferencia, producir el tiempo. Pierre Bordieu, Las reglas del arte ¿No proyectamos todos? ¿No lo hacen los mismos escritores? Esconden sus verdades más profundas en el lugar más visible del texto, y luego las protegen diciendo que se trata de una ficción. Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo
Pierre Bordieu analizó en Las reglas del arte (2005) los mecanismos y procesos que entran en juego en la configuración de lo que él mismo denomina
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el «campo literario» de una época. Al mostrarlo como un espacio atravesado por múltiples y constantes dinámicas, reveladas en luchas continuas por el establecimiento del valor y la jerarquía de las obras en un contexto dado, nos proporciona un marco muy útil para hablar de la literatura del presente, pues no estamos en disposición, por falta de distancia, de señalar con rotundidad y certeza qué obras se convertirán en el futuro en los referentes ineludibles de determinado periodo cultural. Con análisis como el que sigue, referidos a un espacio aún en construcción, en ningún momento pretendo describir su configuración definitiva. Por tanto, voy a hablar de una serie de circunstancias que han condicionado el desarrollo de un sector de la narrativa hispanoamericana, especialmente visible en los últimos años gracias a la acción de determinados agentes —protagonistas de las mediaciones que lo han puesto en liza, y entre los que se incluyen los propios autores— alrededor de la órbita de obras que han cobrado cierto protagonismo. Tales condicionantes no son en muchos casos intrínsecamente literarios, pero uno de los aspectos más llamativos de este proceso, y destacarlo constituye el objetivo primordial del presente trabajo, viene dado por el hecho de que estas luchas, mediaciones y debates acerca del propio campo han acabado formando parte con frecuencia llamativa de las ficciones que lo integran. Es necesario establecer unos mínimos perfiles del territorio que pisan los nuevos narradores hispanoamericanos más o menos a mediados de los noventa del pasado siglo, cuando empiezan a hacerse notar actitudes que buscan romper o reformular la escala de valores existente en ese momento dentro de su ámbito de actuación1. Un primer aspecto crucial para empezar a entender las nuevas posiciones de los recién llegados ya lo analicé en un artículo de hace unos años2. Allí destacaba algunas causas que habían provocado la casi total desaparición del panorama editorial español de la generación de la narrativa hispanoamericana surgida tras el esplendor de los sesenta. Solo el éxito de algunos epígonos —Isabel Allende, Gioconda Belli, Laura Esquivel y Luis Sepúlveda, por señalar los más notorios— que prolongaron las exitosas fórmulas anteriores, en concreto las cercanas a los Voy a referirme sobre todo a la manera en que estos procesos se han desplegado dentro de España. Soy consciente de que en los diferentes países hispanoamericanos las dinámicas pueden ofrecer diferencias notables, pero asimismo considero que ello no resta representatividad al análisis, pues, debido a ciertas coyunturas del mercado editorial de los últimos años, España vuelve a convertirse en un espacio anhelado para estos escritores a la hora de tratar de ocupar posiciones dominantes en el campo literario. 2 Véase Becerra 2002b. 1
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planteamientos mágico-realistas, tuvieron cabida y difusión en España, lo que, unido a otros factores, ejerció un efecto paralizante sobre la imagen de esa narrativa, al seguir enquistada en las mismas caracterizaciones que la habían definido décadas atrás. Interesa para nuestro tema el hecho de que, debido a esta coyuntura, ese combate descrito por Bordieu en la cita que abre el texto «entre aquellos que hicieron época y que luchan por seguir durando, y aquellos que a su vez no pueden hacer época sin remitir al pasado a aquellos a quienes interesa detener el tiempo, eternizar el estado presente; entre los dominantes conformes con la continuidad, la identidad, la reproducción, y los dominados, los nuevos que están entrando y que tienen todas las de ganar con la discontinuidad, la ruptura, la diferencia, la revolución»3, no describe aquí una lucha entre padres e hijos literarios —es decir, entre generaciones sucesivas— sino más bien, y de ahí el título de estas páginas, entre nietos y abuelos remotos que sin embargo, si nos ceñimos al contexto español, son los que siguen durando, los que ocupan una posición dominante sin apenas desgaste, puesto que los que los siguieron inmediatamente después casi nunca llegaron. Obviamente, cuando hablo de ese lugar de poder me refiero a todo lo que representó el llamado boom de la década del sesenta, que consolidó a unos pocos nombres en una posición de privilegio muy resistente, mantenida con firmeza desde un éxito incontestable, de rango mundial e inédito en la tradición hispanoamericana. No olvidemos que, como nos recuerda uno de los escritores de esta generación reciente, «el boom fue la última gran manifestación literaria moderna que tuvo una recepción totalizadora: mercado masivo, impacto mediático y legitimidad académica»4, y, se podría añadir, todo ello logrado con una rapidez en su acceso a ese lugar dominante no muy común en las constituciones del campo. El boom supuso también el momento de ingreso de la literatura hispanoamericana en primera línea de lo que Pascale Casanova5 denominó la república mundial de las letras, una situación de internacionalización incomparable dentro esta tradición que difícilmente podía dejar de condicionar la evolución posterior del género. La plena actividad, el éxito y el aún mucho poder de algunos de los protagonistas de aquellos años marcan así, todavía a estas alturas, las actitudes de los nuevos actores y asimismo la recepción de sus obras. Por ello no es de extrañar que, inmersos en una atmósfera mediática y mercantil mucho 3 4 5
Bordieu 1995: 237. Cortés 2002: 47-48. Véase Casanova 2001: 417-422.
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más exigente que antaño, de continua exposición a los focos, el micrófono y el bolígrafo de los entrevistadores o a la mesa de conferencia o coloquio, las posturas de los recién llegados constituyen en muchos casos tomas de posición y estrategias puntuales en respuesta a ese entorno que insiste en interrogarlos sobre su opinión respecto a esos «ilustres abuelos» y en exigirles una actitud explícita en relación con su literatura6. Esta presión de los espacios de mediación, entre otros factores, dota de ciertos perfiles específicos el mapa a dibujar. Al observar y juzgar los procesos de la narrativa hispanoamericana a partir de los mismos esquemas construidos mucho tiempo atrás, en medio de un entorno obcecado en situar a los sesenta como término exclusivo de comparación de las obras nuevas, se dibuja un territorio literario muy dependiente aún de las propuestas que aquella novelística construyó. La recepción de los nuevos relatos se encuentra con la dificultad de encontrar un grupo extenso de lectores capaces de asumir otras visiones de «lo latinoamericano», alejadas de aquellas ficciones que lograron exportar con indudable éxito un imaginario todavía a estas alturas de indiscutible atracción; dificultad, en definitiva, de encontrar una nueva categoría de consumidores lo suficientemente amplia para poder consolidar cambios sustanciales en la configuración del campo7. Este contexto ayuda a explicar el que los dos referentes más citados a la hora de establecer un umbral de paso hacia una nueva fase de la narrativa hispanoamericana, hacia el intento de imponer nuevos criterios de valor en este territorio, apuntan a ese antecedente que se remonta a varias décadas atrás: tanto la antología McOndo, coordinada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, como el manifiesto de los mexicanos del Crack —firmado por Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz y Ricardo Chávez—, ambos de 1996, muestran hasta qué punto a mediados de los noventa la onda expansiva del boom sigue vigente dentro del espacio Lo que trato de explicar es que a muchos de los nuevos autores no les tiene por qué resultar especialmente interesante compararse continuamente con estos antecedentes. No obstante, el interés de los medios por establecer esa comparación ha facilitado la proliferación de artículos, reseñas, noticias, congresos con sus correspondientes actas e incluso volúmenes colectivos en los que han de hacer explícita su postura en este tema concreto. Así, se conforma una especie de círculo vicioso del que no resulta fácil salir, y pienso que en los últimos diez años, quizás a estas alturas las cosas estén empezando a cambiar afortunadamente, el análisis de la última narrativa hispanoamericana se ha centrado en exceso en sus parentescos y distancias con el periodo del boom. 7 Una de las condiciones fundamentales para que se produzcan transformaciones significativas en el campo literario, según Bordieu 1995: 376. 6
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a conquistar8. Un aspecto interesante de estas posiciones es que representan dos dinámicas antagónicas respecto a su actitud hacia el pasado. McOndo, como muestra el prólogo que lo acompaña, «Presentación del país McOndo», cumple la dinámica fundamental que Bordieu otorga al nuevo productor dentro del campo literario, quien, mediante «un producto nuevo y un nuevo sistema de gustos, [trata de] hacer que se deslicen hacia el pasado el conjunto de los productores, de los productos y de los sistemas de gustos jerarquizados desde el punto de vista de la legitimidad»9. En cambio, en el Crack encontramos una posición celebratoria y que se reivindica como explícitamente continuista: «La pía cadena de novelas legítimamente ‘profundas’, pues, sufre un descalabro cuando las editoriales grandes comienzan a titubear hace algunos años y prefieren venderle al público títulos apócrifamente ‘profundos’, apócrifamente literarios, dándoles así a los lectores cantidad inenarrable de ‘gatos por liebres’ y desactivando de paso la avidez de exigencia que textos como Rayuela, La vida breve o Cien años de soledad redituaban»10. Frente a McOndo, los postulados del Crack rompen desde dentro del 8 Un ejemplo útil para mostrar cómo el boom ha sido y sigue siendo en el medio cultural español una referencia omnipresente lo encontramos en las estrategias adoptadas desde los sesenta a la hora de construir operaciones de lanzamiento de nuevas propuestas latinoamericanas para el público. Todas ellas se desplegaron a partir de tentativas de vinculación con ese estallido ocurrido cuarenta años atrás. Inmediatamente tras el boom, se anunció la llegada del postboom o del boom junior, para poco después señalar la llegada de un nuevo boom calificado de forma ingeniosa como boomerang; por último, las últimas promociones de narradores han sido a menudo etiquetadas con la fórmula de la generación de los baby boom. Podríamos definir así el campo de la narrativa hispanoamericana de entresiglos como un campo de minas, allí donde pises espera un boom. Habría que añadir a esto el hecho de que algunas de las operaciones de lanzamiento de la última generación de narradores en muchos casos han reproducido las dinámicas de antaño: por ejemplo, la recuperación del Biblioteca Breve, premio de extraordinaria importancia en el éxito del boom, o la creación del premio Alfaguara de novela, cuya primera edición vino acompañada de una intensa campaña de promoción centrada en mostrarlo como un intento de recuperar unos valores estéticos para la narrativa hispanoamericana perdidos desde la década del sesenta. Un repaso a las noticias y reseñas de los suplementos culturales españoles más importantes en su tratamiento de las obras de estos autores acabarían por confirmar hasta qué punto ese análisis se realizó sobre la base de una comparación constante entre ambos periodos. 9 Bordieu 1995: 241. 10 Urroz 2005: 213. Este deseo de continuidad no se circunscribió exclusivamente a las actitudes iniciales de los integrantes del crack. Ya en el año 2000, la revista Lateral, en su número de octubre, dedicó un especial a la literatura mexicana en el que se recogía, entre otros textos, un artículo de Ignacio Padilla donde hacía recuento de la historia del grupo
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sistema de producción los movimientos de choque intergeneracional descritos por Bordieu como factores esenciales a la hora de hacer historia, aquí los nuevos que están entrando ya no parecen pretender tener «todas las de ganar con la discontinuidad, la ruptura, la diferencia, la revolución». Encontramos así una singular «producción del tiempo» en esta estrategia, el Crack quiere «hacer época» pero aparentemente sin «hacer existir una nueva posición más allá de las posiciones establecidas» ni «introduciendo la diferencia». Se traza así un movimiento simultáneo de continuidad y ruptura entre pasado y presente que no encaja del todo con los procesos de constitución del campo según Bordieu: se aúnan la parodia mcondiana (fenómeno típico a la hora de demarcar una transición en el sistema de valores) y el homenaje del crack (actitud algo más rara en este tipo de situaciones por no promover la sustitución de las jerarquías vigentes). Ambos constituyen los polos extremos entre los que un buen número de posiciones intermedias, con diferentes matices, comparten una insistente mirada de reojo hacia ese ruidoso antecedente tan difícil de batir. Como ya se ha señalado, esta situación deriva en un llamativo traslado de las problemáticas del campo al interior de las mismas ficciones: guiños constantes a los nombres mayores de esta tradición narrativa que aportan indicios explícitos de la posición antagónica o no de sus autores respecto a ella. La dificultad para lograr que el lector reciba las nuevas propuestas sin remitirse obligatoriamente a las condiciones básicas que la obra «latinoamericana» debe cumplir —en relación con ciertos paradigmas de un imaginario de ficción forjado en buena medida por la novelística de los sesenta— parece empujar al autor a intensificar sus tomas de distancia. No obstante, al mismo tiempo la insistencia en estas referencias al propio campo en buen número de novelas y cuentos recientes corre el riesgo de producir un efecto limitador en su intención de transformar las jerarquías que aún lo organizan. A base de subrayar y hacer explícita con esa frecuencia su posición y valoraciones, muchos de estos autores afianzan el reconocimiento del estado de cosas que supuestamente quieren romper, restando espacio a la elaboración y el desarrollo de sus nuevas propuestas estéticas y nuevas poéticas, que al fin y al cabo son las armas principales en la lucha por la inversión de los valores imperantes. No faltan en los planteamientos de la nueva narrativa escrituras de indudable interés que y exponía sus propuestas literarias. El trabajo de Padilla postula, como signo distintivo, «la recuperación de algún posible nexo con la gran literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta, la única que, a nuestro entender, ha merecido el lugar en el mundo que hoy tiene nuestro subcontinente en términos de narrativa».
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—nada es eterno— acabarán por desplazar al pasado el orden establecido. Pero me pregunto si este proceso de transformación y cambio de valores, aún no culminado del todo, no se ha ralentizado también debido a estas estrategias que, aunque han hecho más nítida su actitud rupturista, simultáneamente han dificultado la visibilidad de las novedades y transgresiones de su escritura, consideradas en sí mismas. Este rosario de «alusiones» va desde las menciones puntuales a elaboraciones más amplias que atraviesan el conjunto o buena parte de las obras. Los ejemplos son muy numerosos y no pretendo agotarlos: un joven escritor arrolla a Borges en una calle de Buenos Aires en uno de los cuentos de Historia argentina (1991), de Rodrigo Fresán; los gauchos Chivas y Gonçalves pretenden exportar a Europa su espectáculo El formidable realismo mágico de Gonçalves y su fiel amigo Chivas —episodio que literaturiza paródicamente a esa Europa ávida de exotismo y magias insólitas— en otro de los cuentos del mismo volumen; jóvenes que juegan interminablemente a un videojuego virtual llamado Macon.doc en una extraña fundación de Iowa —a su vez parodia del International Writing Program de la universidad de ese estado, donde se gestó el proyecto McOndo—, aparecen en uno de los relatos del propio Fresán en La velocidad de las cosas (1998), o la parodia cibergaláctica del comienzo de Pedro Páramo en la última parte de su novela Mantra (2001) también ilustra estos planteamientos. García Márquez y el realismo mágico —iconos máximos del enquistamiento de la imagen de lo latinoamericano entre el público lector y los medios culturales— constituyen las dianas más frecuentes hacia la que apuntan los dardos de los nuevos narradores. Lo vemos en el uruguayo Rafael Courtoisie, quien en Tajos (2000) reescribe el comienzo de Cien años de soledad, o en el costarricense Carlos Cortés, autor de Cruz de Olvido (novela en la que una librería llamada Macondo señala su huella); y asimismo en el colombiano Héctor Abad Faciolince, cuando en Basura (2000) el protagonista nos describe la situación amenazada de todo novelista colombiano ante la presencia asfixiante del autor de Cien años de soledad; figura que vuelve a aparecer en Angosta (2003) —su última novela y en parte homenaje a la exitosa novela de García Márquez en lo que tiene de construcción de un cosmos autónomo y totalizador—, donde se reproduce el episodio cervantino de la quema de libros, capítulo que sirve de comentario de la actualidad literaria y donde García Márquez ahora es salvado y ensalzado como el único genio literario de las afueras de Angosta, o sea de Colombia. Aunque también unas páginas antes se nos ha hablado de una mujer que había llegado a la ciudad proveniente de un lugar llamado Macondo, del que se nos dice que es un pueblo carente de
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su antiguo esplendor y que había perdido todo: «La inocencia, el entusiasmo, la fantasía, la confianza en la magia y hasta la memoria». Podrían citarse más ejemplos referidos a otros nombres de la lista del boom o sus aledaños, algunos bastante recientes, como el de la última novela de Rafael Courtoisie, Santo remedio, de 2006, cuando ya casi al final en una extraña sesión de espiritismo telefónico el protagonista contacta con las ánimas de Rulfo y Onetti y discute con ellos sobre literatura, sobre la propia novela y otros asuntos en un episodio bastante hilarante. La presencia de estas estrategias, y lo que tienen de mecanismos condicionantes de la lectura hacia determinados sentidos referentes a la ubicación del propio escritor en su contexto literario, se hace más patente cuando articulan el conjunto de la obra narrativa, tanto en cuanto a su disposición estructural o como a las formas de su escritura —así ocurre en la novelística del peruano Jorge Eduardo Benavides, con dos novelas: Los años inútiles (2002) y El año que rompí contigo (2002), muy deudoras de las formas de despliegue del relato de la narrativa de Vargas Llosa, y en El cementerio de sillas (2002), del mexicano Álvaro Enrigue, donde la circularidad de la historia nos remite paródicamente a la estructura de Cien años de soledad—. Incluso a veces se convierten en parte importante del argumento de las ficciones, como en El fin de la locura (2003), de Jorge Volpi, revisión desacralizadora del contexto cultural e ideológico desde el que se forjó el boom de la narrativa hispanoamericana; o en la novela de Iván Thays La disciplina de la vanidad (2000), donde asistimos a un encuentro de escritores latinoamericanos en Málaga y corre el rumor de que merodea por allí Carmen Balcells disfrazada sin que nadie pueda reconocerla. Todos, incluido el narrador, anhelan entrar en contacto con ella pues están seguros de que contrataría a dos o tres escritores para estirar hasta el infinito el elástico del boom. Otro colombiano, Santiago Gamboa, reproduce en El síndrome de Ulises (2005) una situación narrativa, la del joven escritor latinoamericano en París, llena de referencias y paralelismos con otro de los tópicos más comunes de la narrativa hispanoamericana de los sesenta; obras como El libro de Esther (1999), del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez; o Yo amo a mi mami (1999), del peruano Jaime Bayly, constituyen también homenajes bastante explícitos a esas ilustres propuestas narrativas del pasado, en este caso las de Alfredo Bryce Echenique. Podríamos seguir, pero creo que los ejemplos son suficientes. Lo anterior no supone juicio de valor alguno sobre la calidad de los títulos mencionados, muchos de ellos de gran nivel y muestra de la existencia de un grupo amplio y sólido capaz de tomar el relevo, pero insisto en que quizás estas formas de irrupción en la lucha por una nueva legitimidad han servido de
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freno para un cambio sin duda necesario. Hace unos años, Fernando Iwasaki, narrador peruano y uno de los miembros de esta generación con un papel más activo en el medio cultural, organizó una mesa redonda sobre nueva narrativa latinoamericana en Sevilla a la que dio el título de El cóndor ya pasó. Iwasaki recordaba con esta fórmula a Bryce Echenique, cuando irónicamente afirmaba que el boom acabó cuando se separaron Simón y Garfunkel, dúo que popularizó «El cóndor pasa», convertido en un himno de la América telúrica, indígena, mágica y revolucionaria que tan bien se adecuaba a los requisitos de la recepción del boom en ciertos círculos intelectuales europeos y norteamericanos. «El cóndor ya pasó», el boom ha muerto ¿Hay que dejar de referirse a él? Sí, según Iwasaki, pero no deja de ser sintomático que ya en el año 2005 él mismo colocara en la contracubierta de su última novela Neguijón, centrada en la América colonial y por tanto desligada de los referentes prototípicos de antaño, esta frase que acompañaba su lanzamiento y con la que trataba de explicar algunas de sus motivaciones: «Me hacía ilusión sugerir que la mariposa hispanoamericana del realismo mágico alguna vez fue un gusano barroco español». Creo que puede advertirse una actitud de cierta ambigüedad en esta relación intergeneracional. La frecuente presencia del enemigo a batir en el interior del corpus narrativo de los nuevos valores finalmente atenúa los efectos sobre el avance del campo hacia otras legitimidades, y quizás no sea exagerado afirmar que tales estrategias han ayudado en parte al mantenimiento del poder de los ya consagrados, constituyéndose incluso como mecanismos de resistencia en el paso a un nuevo sistema de recepción de la obra narrativa hispanoamericana. Es muy difícil medir con una mínima precisión la certeza o no de una valoración como ésta, pero puede que un análisis algo más detenido de la novela que en mi opinión mejor ilustra lo dicho hasta aquí, La materia del deseo, del boliviano Edmundo Paz Soldán, pueda demostrar que no andamos demasiado descaminados. Si he elegido este título es porque una parte central de su argumento constituye la tematización, bastante explícita, de toda esta coyuntura: la situación del escritor de la generación de Paz Soldán y su posición ambigua respecto al pasado literario. Al mismo tiempo, me interesa destacar el hecho de que su autor ocupe un lugar intermedio en esas dos dinámicas de parodia y homenaje señaladas anteriormente: Paz Soldán participó en McOndo, pero ha desplegado una narrativa que en algunos aspectos se asimila a los postulados del Crack, en lo que tiene de intento de reflejar ciertas coordenadas culturales y políticas del mundo actual a través de la reescritura de algunos de los grandes metarrelatos latinoamericanos del pasado. En un texto de un periodo en el que
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intuyo que estaba escribiendo La materia del deseo, afirmaba: «No hay nada más saludable para una cultura que una actitud de reconocimiento hacia las grandes obras artísticas del pasado, y a la vez de juguetona descortesía, de parricidio constante hacia ese mismo pasado. Creo reconocer ese doble gesto en la actitud de la mayoría de los escritores latinoamericanos con los que me ha tocado en suerte compartir este viaje» (2002: 61). Paz Soldán eleva así a marca generacional esa doble mirada del nuevo narrador hacia sus nombres mayores. Además de novelista, el autor de La materia del deseo es también un analista de la literatura latinoamericana de larga trayectoria desde su atalaya de profesor en la Universidad de Cornell, lo que ayuda a explicar la presencia en sus obras de claves de la tradición literaria latinoamericana continuamente revisitadas. Testigo y actor del proceso, en este segundo papel quisiera destacar otra de sus opiniones sobre este asunto: «La calidad promedio de las novelas ha mejorado, pero es cada vez más difícil encontrar un texto que nos renueve de golpe y plumazo» (2002: 59). Estas palabras analizan de nuevo el presente literario añorando la dinámica que produjo el esplendor del pasado, cuando la aparición primero de La ciudad y los perros y luego sobre todo de Cien años de soledad culminó la explosión de lo que fue sin duda una novelística deslumbrante. Ambas citas sitúan a su autor en el centro del mapa que he ido dibujando y confieren a su actitud una representatividad notable en sus procesos; tal vez por eso no sea extraño que acabara escribiendo un relato imbuido de principio a fin en esta problemática. La materia del deseo relata el regreso de un joven profesor de historia en una universidad de Estados Unidos a su país natal, huyendo de una crisis sentimental con la excusa de hacer un estudio sobre su padre. Padre e hijo encarnan dos épocas diferentes que a lo largo del texto se ponen continuamente una frente a otra. En este marco la novela es el relato de la búsqueda de las raíces propias, cuenta una historia de amor (o varias), nos habla de la contraposición de dos mundos, los Estados Unidos y América Latina, mediante el retrato del mundo académico estadounidense y de la fisonomía de la América Latina de los 90, en el contexto del modelo del neoliberalismo radical impuesto por los gobiernos de ese periodo y el ascenso de las figuras populistas, aprovechando las fisuras de esa receta en su implantación en los países del área; aporta también un panorama sugerente de los cambios culturales de la contemporaneidad, caracterizados por la irrupción de los discursos de la cultura de masas en el contexto de la globalización, por la construcción de un nuevo paisaje consumista, poblado de marcas de alcance universal, típico del capitalismo de ficción del que hablara Vicente Verdú en El estilo del mundo
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(2003), y asimismo por el dominio ya incuestionable de la tecnología, que puebla la novela de iPod’s, MP3, ordenadores y grandes pantallas de televisión, juegos virtuales, videoclips, etcétera, haciendo bueno aquel diagnóstico del prólogo a McOndo: «Si hace años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o Macintosh». El paisaje de La materia del deseo apunta a un hecho evidente en cuanto a las exigencias del nuevo escritor latinoamericano respecto a sus modelos del pasado inmediato. Si aquellos grandes novelistas lograron lo que podría llamarse la universalización de sus imágenes de América Latina a partir de la reivindicación de la cultura autóctona, el nuevo escritor se enfrenta ahora a los riesgos y ventajas de la uniformidad de una globalización igualmente de rango universal, pero resultado de procesos muy diferentes que tienen que ver con fenómenos de alineación y suplantación cultural y exigen por tanto nuevos planteamientos a la hora de acercarse a ellos. Aunque la novela discurre por planos muy diversos, en una búsqueda no exenta de ambición, de lo que realmente quiero hablar es de una línea argumental que funciona como pegamento de todos estos planos, subtexto que la convierte en una especie de alegoría de la posición del nuevo narrador hispanoamericano dentro de un contexto literario, e ideológico también, muy específico. No es fácil resumir y seguir el rastro de todas las referencias a esta coyuntura, pero trataré de recoger las fundamentales de la manera más ordenada posible. El conflicto al que me refiero queda insinuado en la cita de Bioy Casares que precede a la novela: «No siempre uno puede ser leal. Nuestro pasado, por lo común, es una vergüenza, y no puede uno ser leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente»11. Visto desde aquí, el argumento podría considerarse una versión del tema del traidor y del héroe borgiano aplicado a la problemática que vengo analizando. El padre del protagonista, Pedro Reissig, fue un activista político en el mítico campus californiano de Berkeley de los sesenta, icono de la lucha guerrillera contra la dictadura en su país y novelista de culto; autor de una única obra, llamada asimismo Berkeley, que atesora los rasgos prototípicos de la época gloriosa de la narrativa latinoamericana: novela total y ficción experimental al aunar altos valores estéticos con un acusado sentido ideológico de carácter revolucionario: «Berkeley era un libro de culto, uno de esos textos impenetrables que los escritores del recién pasado Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 9. Todas las citas se recogen de esta edición. Las citas se indicarán entre paréntesis en el texto. 11
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siglo se habían empeñado en escribir, un tributo al vasto saber, a la información incontenible que los años habían acumulado y de pronto explotaba en múltiples direcciones, gracias a las nuevas tecnologías que la procesaban y almacenaban» (p. 62). He aquí la unificación de los dos grandes paradigmas míticos del escritor latinoamericano de aquella década de esplendor sin parangón: el que empuñó al unísono el lápiz y la carabina, para decirlo con las palabras de Fuguet y Gómez, y fue capaz de dar una respuesta satisfactoria con ambos objetos, al menos en principio. La materia del deseo se construye muy pronto como juicio al padre, en un intento inicial de reconocerse en él para después pasar a ser a ojos del hijo héroe y traidor alternativamente sin que nunca se aclare del todo si es una cosa u otra. En cierto momento de la novela, el protagonista define a su padre como «una estereotípica figura de la era a la que mi generación le tenía nostalgia sin haberla vivido, como viéndose en un espejo inalcanzable» (p. 170). Y en otro momento señala: «Los hijos habíamos recibido la carga innecesaria e injusta de los triunfos y fracasos de los padres; ya era difícil cargar con la vida propia como para cargar también con las ajenas, por más que estas fueran cercanas y entrañables. De alguna forma torcida […] la sombra gigante de papá me había asfixiado más de una vez» (p. 139). A partir de aquí podemos seguir el rastro de toda una serie de alusiones y guiños a este contexto literario del pasado reciente, al boom y sus protagonistas: la acción transcurre en Río Fugitivo, una de las nuevas fantápolis típicas de aquella época y también frecuentes en la nueva narrativa (como Canciones Tristes, de Rodrigo Fresán, Angosta, de Abad Faciolince, Vertiente Baquedano, de Sergio Gómez, incluso el propio McOndo). Casi al comienzo leemos: «Vine a Río Fugitivo con la excusa de buscar a papá» (p. 17), frase de ecos rulfianos evidentes que impregnan toda la novela, pues en varias ocasiones la historia se define como un intento de recuperar las voces de un pasado sólo habitado por muertos. Continuamente se insiste en la condición de libro cifrado de Berkeley, cuyas primeras letras de cada capítulo escriben la siguiente frase: «La mejor forma de ocultar un libro es en la biblioteca» (p. 63), sin que haga falta insistir en las concomitancias borgeanas de una frase como ésta, que hace de la biblioteca el lugar del saber absoluto y de los enigmas nunca del todo descubiertos. En la misma estela, otro pasaje del libro apunta a cómo los enigmas de Berkeley y los intentos por descifrarlos acaban construyendo un laberinto definido como «jardines de jardines de proliferantes senderos, inagotables formas de agotar la vida de un hombre, la vida de un texto» (p. 137). Hay aquí un tratamiento muy interesante de los nuevos receptáculos del saber y la cultura. La materia del deseo constituye
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una interesante reflexión del cambio de paradigma que supone el paso del libro a nuevos formatos que comienzan a ostentar un papel relevante en la generación de valores culturales. Se juega con la idea de que algunas de las utopías de la modernidad literaria se cumplen en la nueva cultura de masas gracias a sus nuevos canales de expresión. Internet se acercaría así al sueño de la biblioteca total, y ciertas expresiones de la cultura de consumo —en la novela los crucigramas del tío y los videoclips del grupo llamado también Berkeley (que esconden también sentidos esenciales y ocultos de la historia que quiere ser descifrada)— cumplen en las nuevas sociedades una función del mismo rango que el libro sobre el que gira la trama en el contexto cultural de su época. Como dice el protagonista en cierto momento, «a veces podía encontrar lo sublime en MTV» (p. 248). Siguiendo con el rastreo, en cierto momento leemos que la estructura de Berkeley se parece a la de Rayuela, y el narrador y protagonista se muestra escéptico ante la reverencia hacia ese título en el pasado (p. 152); más adelante, el libro del padre es descrito así por su hermano: «Tu padre nos dejó las fichas de un modelo para armar. Quizás algunas se hayan perdido y nunca logremos penetrar en todos los misterios del texto» (p. 213). Si Berkeley se asemeja a Rayuela o a 62 modelo para armar, la estructura de La materia del deseo supone todo un homenaje a Vargas Llosa y sus dobles planos narrativos, que aquí le sirven a Edmundo Paz Soldán para mostrar la dialéctica cultural, social y política entre el norte y el sur de América, doble genealogía muy mcondiana que no evita que el narrador se sienta extranjero en ambos espacios. Con todos estos elementos, el argumento acaba configurándose como juicio a esa figura mítica y/o mitificada del padre: «Berkeley» —reflexiona el protagonista— «era, en el fondo, una larga carta de papá para mí. Al descubrir el mensaje que había ocultado en las palabras del libro, lo descubriría a él, o al menos eso creía» (p. 65). Descifrar el libro es entonces conocer al padre, pero lo que va sabiendo de él va llenando de sombras su figura y su actuación en aquellos años. La condición de traidor o héroe de Pedro Reissig se dirime en un acontecimiento muy concreto: la aniquilación por parte del ejército de la célula guerrillera a la que pertenecía debido a la traición de uno de sus integrantes. Si bien siempre se consideró a René Mérida como el traidor —fue el único que de manera imprevista no asistió a ese encuentro—, según avanza la investigación las cosas parecen enturbiarse cada vez más. Descubre que su padre fue amigo de juventud de Jaime Villa, narcotraficante que está a punto de ser extraditado a los Estados Unidos. Villa le proporciona numerosos datos que no encajan con la imagen noble del padre —como el
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asesinato de un compañero de escuela por su condición de homosexual— y siembra sospechas sobre la posibilidad de que el propio padre hubiera sido el traidor, al verse acorralado y preparar su huida con la mujer de su hermano. A su vez éste, único superviviente de la emboscada, también le da datos sobre el carácter intransigente de su padre —ordena matar a dos compañeros de lucha—, y al mismo tiempo el hijo de Mérida le revela la posibilidad de que el traidor fuera el tío, al conocer la relación sentimental del padre con su mujer. La épica se torna melodrama y en todo el proceso se juega con una ambigüedad calculada que hace imposible descifrar la verdad, pues ésta nunca acaba por aparecer. Si el libro del padre, Berkeley, surge como novela-laberinto imposible de desentrañar y encontrar una salida, el dédalo moral que encarna el juicio al padre se muestra igualmente irresoluble. Al final parece insinuarse que fueron razones sentimentales las que provocaron el suceso, lo que nos coloca en una encrucijada muy subrayada para caracterizar la nueva narrativa hispanoamericana respecto a los grandes modelos del pasado inmediato: la del fin de la épica, de las explicaciones de gran calado histórico respecto a sucesos de gran magnitud, sustituidas ahora por motivaciones íntimas que ya no merecen escribirse en letras doradas: «La historia» —le dice su tío al protagonista—, «en el fondo, es la misma de siempre. Pedro fue un gran héroe de la resistencia. Pero era un hombre falible, y sus pequeños grandes problemas fueron su desmedida ambición, su intransigencia y el hecho de que se enamoró de mi esposa. Que me haya traicionado no significa que haya traicionado a la causa» (p. 294). «Cuando se acerca el fin —escribió Borges que escribió Cartaphilus al final de su cuento «El inmortal»—, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos». Al final de la novela leemos: «Conjeturas, conjeturas. Todo venía a mí, yo era el lugar de encuentro de las diferentes versiones de la historia. Quería quedarme con sólo una versión y descartar las demás: así mis noches serían más tranquilas. No podía» (p. 313). Las palabras de Cartaphilus convertidas en las conjeturas del protagonista de La materia del deseo culminan la construcción de un espacio intencionalmente irresuelto e indescifrable en cuanto a su sentido. En la última línea, el narrador decide tirar el libro de su padre a la basura, pero finalmente no puede. Este gesto final dibuja definitivamente la decidida ambigüedad sobre la que el texto insiste en sostenerse. También al final leemos que el tema de Berkeley es «la imposibilidad de descifrar el sentido», pero en esta búsqueda de una solución para el enigma no se pretenden desci-
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frar sentidos ontológicos o históricos sino tan solo aclarar responsabilidades de muy diversa índole: afectivas, sociales, ideológicas, históricas en definitiva. Pero, como ya señalé, en un determinado nivel de lectura también el argumento indaga en responsabilidades literarias con las que justificar una posición frente a ellas en un territorio muy localizado y concreto: el contexto del narrador hispanoamericano de nuestra época y los condicionantes que lo rodean respecto a sus antecedentes. Paz Soldán construye un ejercicio metaficcional que habla, más que de la propia literatura y sus dimensiones trascendentes, de ciertos aspectos de un medio literario específico, lo que no es lo mismo. En este juicio al padre novelista, es muy revelador que al final, debido a ese gesto de valor calculadamente incierto en su indeterminación, ni siquiera sepamos muy bien cuál es finalmente el dictamen o la sentencia definitiva. Un final así tiene mucho de traslado al lector de la respuesta al dilema que propone como justificación de la propia propuesta narrativa. Pero quizá constituya un falso dilema o al menos una cierta dejación de responsabilidades. Me pregunto de nuevo si estos planteamientos no restan alcance y espesor a una novela sin duda valiosa como La materia del deseo, si no lastran su capacidad revulsiva al impedir un despliegue más libre de sus propuestas literarias, precisamente debido a las ataduras que ella misma se impone. Soy de los que piensan aún, espero no ser demasiado ingenuo, que antes o después la partida en el campo de batalla de la literatura se juega con las cartas del valor específicamente estético que las obras atesoran. A Edmundo Paz Soldán ni a muchos de sus contemporáneos les falta, y ese índice o barómetro acabará por medir su posición en la escena de la narrativa contemporánea. Al hilo de esto último he de acabar con un último apunte. He analizado un periodo reciente que a estas alturas ya pide otras miradas. Creo que la generación de narradores a la que me he referido ocupa una posición cada vez más dominante en el mapa, lo que se traduce en la superación, en sus últimas obras, de estas dinámicas restrictivas, dado que se va produciendo una aceptación menos prejuiciosa de sus propuestas. Sin embargo, conviene no olvidar los riesgos señalados, ya que en cierto modo las estrategias revisadas en ocasiones corren el riesgo de responder y atender antes a los estímulos del éxito y no tanto a otros de índole más estrictamente literaria. No sería deseable que las mecánicas descritas se repitan estableciendo nuevos procesos paralizantes en las generaciones por venir. Pongo un ejemplo reciente sólo como mero apunte. Cuando Paz Soldán hablaba de la ausencia de un texto rotundamente renovador en el campo de la
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narrativa hispanoamericana del presente, en esas fechas ya había aparecido, pero aún debía esperar a los procesos de consolidación típicos del campo, que siempre exigen algo de tiempo. Me refiero a la irrupción y consagración de Roberto Bolaño, más notoria a partir de la publicación en 1998 de Los detectives salvajes, pero que no se hace realidad definitiva hasta fechas muy próximas. La literatura de Bolaño supo trazar una travesía latinoamericana que, mediante claves muy diferentes a las de sus antecesores, construyó desde nuevos moldes una estampa de algunos hitos fundamentales de la historia reciente de América Latina, ofreciendo al mismo tiempo una lúcida reflexión sobre el papel de la literatura dentro de ese espacio. La ambición y calidad de su escritura hizo el resto. Al tiempo, su imagen de figura independiente, llena de reminiscencias románticas del escritor marginal; la magnitud y la ambición de su obra, unidas al evidente efecto magnificador que tuvo su trágica, por temprana, muerte —algo muy común en las dinámicas del campo literario— le han empujado al centro de este mapa hasta convertirlo en el nuevo clásico de esta tradición, así declarado desde diversos foros que han multiplicado los homenajes de reconocimiento de su posición magisterial para las nuevas generaciones12. Esta posición indiscutible, e insisto muy merecida, de icono de una nueva época dentro del contexto narrativo actual quizás ayude también a definir el presente de la prosa de ficción hispanoamericana a partir de nuevos paradigmas ya definitivamente liberados de otros del pasado, pues Bolaño accedió al campo y construyó su literatura desde posiciones mucho menos condicionadas que las de los narradores aquí convocados. Una buena noticia, pero cuidado que existe el peligro de que de nuevo se repita, ahora con Bolaño, lo ya analizado previamente respecto al boom13. He leído hace poco una novela titulada El círculo de los escritores asesinos, del peruano Diego Tréllez Paz, publicada solo dos años después de la muerte de Bolaño y que multiplica hasta el infinito los homenajes al autor de Los detectives salvajes. Nada que objetar, pero es necesario que el tiempo pase de manera más lenta para que las influencias reposen y sirvan para vivificar la literatura; no para que, debido a la rapidez de su asimilación —casi siempre poco meditada—, los homenajes sirvan, además de para ensalzar a un autor, para reinterpretar superficial12 El volumen editado en 2004 por Seix Barral, Palabra de América, quizás sea el botón de muestra más claro de ello. 13 Aclaro que lo que voy a decir no tiene nada que ver en cuanto a valor literario con las propuestas mucho más meditadas y ambiciosas de los autores de la generación de Edmundo Paz Soldán.
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mente su obra. La novela de Tréllez convierte la honda reflexión de la obra de Bolaño sobre el papel de la literatura en el presente en un simple y oportunista comentario, lleno de superficialidad y falto de ambición, sobre la vida literaria —de nuevo sobre el propio campo—, como se afirma explícitamente al final. Quizás el tiempo de la literatura que Bordieu analizaba en su libro a partir de las luchas del campo se ha acelerado demasiado. Ya afirmó Italo Calvino que uno de los rasgos de la literatura de este ya nuestro milenio sería la rapidez, pero seguro que no se refería a la velocidad con que desde algunos frentes se intentan repetir fórmulas exitosas que se basaron en el trabajo arduo y que nada tuvieron que ver con el oportunismo y la inmediatez como faros de la escritura. La rapidez sí o quizás, pero como producto de ese ritmo lento que siempre exige la literatura en cualquiera de sus frentes. Bibliografía Becerra, Eduardo (ed.) (2002): Desafíos de la ficción. Alicante: Cuadernos de América sin Nombre. — (2002b): «La narrativa hispanoamericana en España: la necesidad de un nuevo lector». En Letras Libres, 1:7, abril, pp. 34-37. Bordieu, Pierre (1995): Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama. Casanova, Pascale (2001): La república mundial de las letras. Barcelona: Anagrama, pp. 417-422. Cortés, Carlos (2002): «Narrativa y globalización: el fin de la literatura universal y el hilo de Ariadna». En Becerra (ed.) 2002: 47-48. Fuguet, Alberto y Gómez, Sergio (eds.) (1996): McOndo. Barcelona: Grijalbo-Mondadori. Paz Soldán, Edmundo (2002): «Entre la tradición y la innovación: globalismos locales y realidades virtuales en la nueva narrativa latinoamericana». En Becerra (ed.) 2002. Tréllez Paz, Diego (2005): El círculo de los escritores asesinos. Barcelona: Candaya. Urroz, Eloy (2005): «Genealogía del Crack». En «Manifiesto del Crack (1996)», recogido en ‘Crack’: instrucciones de uso. Barcelona: Mondadori, p. 213.
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Estrategias para sobrevivir a la censura en los 90 en Cuba (Sobre Leonardo Padura y su paradójica situación)
Ángel Esteban Universidad de Granada
Algunos de los puntos fundamentales que todo dictador ha de tener en cuenta para el éxito de sus maquinaciones represivas son el control de la prensa, del ejército, la universidad y los intelectuales. Estos últimos son especialmente peligrosos para los que quieren ser omnipresentes y omnipotentes en sus países, porque sus torpedos van dirigidos no a la línea de flotación, donde todo se ve, sino mucho más abajo, donde es menos constatable pero hace más daño. Por eso siempre han sido perseguidos con saña desde que el hombre es hombre, y en la Cuba castrista no iba a ser menos. Ante ese panorama, los intelectuales (filósofos, políticos, poetas, narradores, ensayistas, pintores, escultores, músicos) tienen muy pocas opciones: callarse (Lezama Lima, Dulce María Loynaz, por ejemplo), marcharse (hay tantos ejemplos que no se sabe por dónde empezar), o congraciarse de un modo práctico y servil con el poder (Silvio Rodríguez, Roberto Fernández Retamar y otro largo etcétera). Desde que en los noventa se instaurase lo que se ha llamado el «período especial», otra forma de enfrentarse a la creación se ha venido desarrollando en la isla, y tiene que ver con las nuevas necesidades políticas y económicas del régimen. Desmoronado el imperio soviético, y desgastado el prestigio de Fidel Castro (cuarenta años en el poder, fusilamientos de Ochoa y De la Guardia), la oposición interior va ganando fuerza, y el gobierno trata de asimilar esos brotes para recuperar la proyección internacional, dando a entender que hay cierta apertura interna y externa, y que puede comenzar una nueva etapa de diálogo, de acercamiento de posturas encontradas. Evidentemente se
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trata sólo de provocar la sensación, ya que internamente, aunque se legalice el dólar, se recuperen autores hasta entonces malditos (Reinaldo Arenas, el mismo Lezama o Virgilio Piñera) y se publiquen en la isla algunos textos comprometidos de escritores jóvenes, la situación no varía demasiado. Con las nuevas generaciones se dan situaciones a veces difícilmente explicables. Algunos sufren constantemente el acecho de la censura y la represión: Pedro Juan Gutiérrez, claramente crítico, pierde su trabajo y tiene que sobrevivir con lo que producen sus libros y su actividad fuera de Cuba, sobre todo en España; Antonio José Ponte es expulsado no sólo de su trabajo, sino también de la UNEAC, y al final debe abandonar la isla, con mucho esfuerzo y contra su voluntad; otros viven en el exilio pero pueden volver de vez en cuando, como Eliseo Alberto o Abilio Estévez; finalmente, algunos intelectuales altamente críticos permanecen en la isla y no han sido sometidos a ningún proceso de persecución: publican tanto en Cuba como en Europa y en el resto de América, pueden salir y entrar con una libertad envidiable, y no sufren la presión interna de la crítica, el ninguneo, la prohibición para dar a conocer sus textos o manifestarse en público, o el olvido. Leonardo Padura es uno de los que más se ajustan a este perfil, algo que es de agradecer, porque estamos sin duda ante uno de los grandes escritores del siglo XXI, con una obra dilatada y sólida a una edad relativamente joven. Así las cosas, es necesario para estos nuevos autores, aunque no sufran los rigores de la censura, desarrollar estrategias concienzudas para evitar problemas. Conscientes de la situación social, política y económica de su país, no pueden quedarse callados ante las circunstancias que los rodean pero, por otro lado, desean permanecer en su país y valorar positivamente los aspectos aprovechables del régimen castrista. La escritura de estas nuevas generaciones responde fielmente a los modelos teóricos que se han ido proponiendo durante el siglo XX, pero actualizadas y reelaboradas alrededor del concepto de «diáspora». La situación cubana no puede reducirse a una simplista dicotomía «dentro/fuera» de la isla, sino que tiene matices sutiles. La población cubana vive desperdigada por todo el orbe, fundamentalmente en España y en toda América, y ya son varias las generaciones de cubanos que, tanto dentro como fuera, experimentan una relación distinta con el país. Algunos nacieron allí y han vivido muchos años en la isla, otros salieron cuando eran muy jóvenes, otros nacieron en otros países y otros son de segundas o terceras generaciones del país de acogida. Y de los que permanecen en Cuba, tiene también mucha importancia la generación a la que pertenecen: los que nacieron a partir de los setenta tienen una relación
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emocional mucho más débil con el aparato estatal que los que se criaron con el espíritu revolucionario de los primeros años. Fue Martí el primero que se acercó con acierto a la definición de la cubanidad o/y la hispanoamericanidad, aplicada a la literatura tanto como a la sociedad. El concepto de mestizaje en Nuestra América va mucho más allá de una polémica con Sarmiento: es una apuesta por lo autóctono, cuando esto quiere decir lo sincrético: indios, negros y blancos en el mismo caldero, pensando en el mismo idioma, destilando valores culturales y sociales homogéneos, unidos por el orgullo de lo propio y la indagación en los modos particulares, nacionales, de gobierno y de creación artística. Pero el legado martiano a los teóricos posteriores de la cubanidad estriba en la conciencia de que hay elementos cambiantes y otros perennes, la combinación de lo uno con lo diverso. Algunos de los que inciden en los rasgos de cubanía trabajan con elementos constitutivos o mutantes, o bien tratan de armonizar los dos aspectos. Fernando Ortiz, en Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, desea desentrañar los factores humanos de la cubanidad, y sus características culturales, para aplicar esos conocimientos a la vida cotidiana, en tanto promotora de acciones individuales y colectivas capaces de influir favorablemente en el desarrollo de una cultura nacional. Y de ahí nace su estudio sobre las notas del azúcar (condición estática, lo homogéneo) y el tabaco (símbolo de pluralidad, la heterogeneidad). Esa condición ligada al ámbito de la economía la extrapola hacia una perspectiva social y política. Para ello trata de superar el concepto de raza (estático), sustituyéndolo por el de cultura (dinámico), siguiendo a Martí. E integra el término «transculturación» en ese camino, porque aglutina lo homogéneo y lo heterogéneo, ya que la cultura es siempre un cruce de procesos, donde unos elementos aparecen, otros desaparecen, otros se transmutan o se sincretizan. Cuando Lezama publica su Antología de la poesía cubana, a mitad de los sesenta, vuelve a partir de Martí, pero en esta ocasión para detenerse en los elementos homogéneos y obviando el dinamismo de lo cubano transculturado, porque su tesis se apoya en la idea de que la historia de Cuba comienza con la poesía, y en ella mantiene su vigencia, en una línea recta que conectaría el Espejo de paciencia (rebosante de cubanidad, según Lezama) con la propia generación de Orígenes, cuyos poetas han visto en Martí el eslabón más claro entre los comienzos de la literatura cubana y ellos mismos, como si el tiempo se hubiera detenido, dentro de un universo que evoca y recrea exactamente la historia cristiana de la redención. En el fondo, el argumento lezamiano tiende a demostrar que la culminación de ese camino inmóvil, preparado desde la
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conquista y la colonización, que diferencia claramente a la Isla del resto de América Latina, se da en el grupo Orígenes de un modo natural, y por lo tanto las notas de la producción literaria de ese grupo no son otras que las constantes culturales y de idiosincrasia de la Isla desde el siglo XVI. Más contemporáneo resulta Benítez Rojo, porque introduce el caso cubano en un espacio distinto al latinoamericano: el antillano. Benítez parte del carácter especial del archipiélago, cuya posición geográfica privilegiada y su pertenencia a lo que llama «los pueblos del mar» lo convierten en un dominio muy peculiar: es una cultura sinuosa donde el tiempo se despliega irregularmente, un caos que retorna, un flujo de paradojas, cuyos ritmos (cobrizos, negros) no tienen pasado y se legitiman por sí mismos, y no en el contexto de una tradición. Es decir, la teoría de Benítez Rojo en su magnífica obra La isla que se repite viene a contradecir el estatismo lezamiano y a poner el énfasis en la heterogeneidad de la transculturación, pero matizando la idea martiana del mestizaje. Para Martí mestizaje es síntesis, para Benítez todo lo contrario, porque constituye un argumento positivista y logocéntrico. El mestizaje, según él, es más bien una concentración de diferencias, ecuaciones diferenciales sin solución, que repiten sus incógnitas a lo largo de las edades del meta-archipiélago. Más que un texto mestizo, se trata de un conjunto de textos en fuga de intensa diferenciación, cuyas vagas regularidades son paradójicas. Así transcurre el siglo veinte, en indagaciones sobre lo regular y lo diferenciado, que ha llevado a algunos críticos pensar que la identidad cubana consiste en no tener identidad. Reinaldo Arenas, en su obra póstuma El color del verano, verifica esa ley de repeticiones y desajustes de dos formas: mediante la estructura de la obra y por el contenido de algunos pasajes claves. Más que una novela es un conjunto de relatos al estilo medieval, muchos de los cuales no tienen otra relación con el resto que la actitud provocativa del discurso de la resistencia. Eso sí, la mayoría de los relatos se desarrollan a lo largo de toda la obra en sucesivos capítulos, mezclados unos temas con otros, significando el eterno retorno histórico de las maldiciones que horadan la integridad de la isla. Uno de esos argumentos es precisamente el de la repetitividad de los patrones de conducta política en la isla. Son cinco capítulos, el 20, 29, 44, 79 y 115, muy breves, donde la crítica a los tiranos va mucho más allá del problema concreto del autor con respecto a Fidel Castro o a la revolución. En el capítulo 29 asegura: Ésta es la historia de una isla atrapada en una tradición siniestra, víctima de todas las calamidades políticas, de todos los chantajes, de todos los sobornos, de
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todos los discursos grandilocuentes, de las falsas promesas y del hambre sin tregua. Ésta es la historia de una isla sometida al desastre de la estafa, al estruendo de la fanfarria, de la violencia y del crimen durante quinientos años. Ésta es la historia de un pueblo que vivió siempre para las grandes ilusiones y padeció siempre los más siniestros desengaños. Un pueblo que tuvo que aprender a mentir para sobrevivir, un pueblo que tuvo que aprender a humillarse y a traicionarse y a traicionar para sobrevivir. Ésta es la historia de un pueblo que un día entona un himno de alabanza hacia el tirano y de noche rumia una oración de furia y muerte contra el mismo. Un pueblo que de día se inclina y araña la tierra (...) y de noche roe la tierra bajo el mar tratando de socavar la isla donde sólo manda el tirano. Ésta es la historia de una isla que nunca tuvo paz, que fue descubierta por un grupo de delincuentes, de aventureros, de ex presidiarios y de asesinos, que fue colonizada por un grupo de delincuentes y asesinos, y que fue gobernada por un grupo de delincuentes y asesinos y que finalmente (a causa de tantos delincuentes y asesinos) pasó a manos de Fifo, el delincuente supremo, el súmmum de nuestra más grandiosa tradición asesina. (Arenas 1999, 176)
Este grupo de capítulos titulados «La historia» tiene una gran importancia estructural porque, a pesar de que se trata sólo de 5 entre 115, el último de todos, el que concluye y da sentido global a la novela de novelas, es uno de ellos. Si en el texto anterior la repetitividad viene condensada por ciertos términos (tradición, todas, todos, sin tregua, sometida durante quinientos años) y por la reiteración de expresiones o sintagmas claves, en el capítulo 115 esta impresión se multiplica: Ésta es la historia de una isla cuyos hijos nunca pudieron encontrar sosiego. Más que una isla parecía un incesante campo de batalla, de intrigas, de atropellos y de sucesivos espantos y de chanchullos sin fin. Nadie le perdonaba nada a nadie, mucho menos la grandeza. Cuando alguien tenía una idea genial los demás no colaboraban para que esa idea se desarrollase, sino para apropiarse de ella. Ésta es la historia de una isla que salía de una guerra para entrar en otra aún más prolongada, que salía de una dictadura para caer en otra aún más cruel, que salía de un campo de guerra para entrar en un campo de concentración. (Arenas 1999, 455)
En 2002, la vida y la obra de Heredia han llevado a uno de los mejores narradores cubanos actuales, Leonardo Padura, a delimitar los contornos de ese destino de reiteraciones, pero de un modo mucho más sibilino e indirecto que Arenas. Evidentemente, el narrador de Holguín no tenía nada que perder: exiliado, enfermo, pobre, olvidado y maltratado por la isla y por el exilio, a punto de morir a causa del sida, su única posibilidad era el grito, el discurso directo y claro de la resistencia desesperada. El caso de Padura es diferente,
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porque vive en la isla, pero las conclusiones a las que se pueden llegar después de la lectura atenta de la obra no son muy diversas. En una entrevista realizada por Anett Ríos, Padura reconoce que se decidió a escribir la novela sobre Heredia precisamente gracias al descubrimiento de ciertos elementos circulares o reiterativos: «me surgió la evidencia, primero, y después la idea de que Heredia era nuestro contemporáneo, de que a pesar de que había vivido a principios del siglo XIX, era un hombre que había tenido una vida de poeta romántico, una vida de revolucionario, una vida de hombre de su tiempo, pero también había tenido una vida en la que muchos elementos sustanciales de la cubanía, que se mantienen hasta ahora, habían estado presentes. Fundamentalmente uno, el exilio»1. Por ello, el narrador pensó trabajar el tema del exilio desde una doble perspectiva: la de Heredia y la de un protagonista contemporáneo, Fernando Terry, ligados de algún modo por un sentido de continuidad. En la quinta pregunta de la entrevista es todavía más explícito cuando aclara que «Heredia no es más que un pretexto para poder entrar en esa reflexión un poco más abarcadora sobre el destino de la poesía, la política y la vida en Cuba [...]. Si yo escribía solamente la novela de la vida de Heredia, esa conexión con el presente no iba a ser tan explícita como yo quería. Por eso tiendo los puentes hacia principios del siglo XX y finales del siglo XX con el hijo de Heredia y el personaje de Fernando Terry y el círculo de amigos escritores». De hecho, uno de los protagonistas contemporáneos, el exiliado Fernando, que se encuentra terminando una tesis sobre el poeta romántico y necesita encontrar un texto que se encuentra en Cuba, vuelve a la isla «a desenterrar su pasado, más que el de Heredia» (Padura 2002, 207). La trama de La novela de mi vida gravita sobre tres registros: el primero consiste en la reescritura de un supuesto manuscrito en el que Heredia contaba su vida —pretexto para novelar las peripecias vitales del poeta y exiliado cubano— en primera persona; el segundo narra la historia apasionante del manuscrito que va de mano en mano, desde la primera custodia en poder del hijo de Heredia, José de Jesús, hasta su desaparición hacia 1940 a cargo de un descendiente de Domingo del Monte, para quien el documento podía ser peligroso para sus aspiraciones a la presidencia de la República; y en tercer lugar, el registro más complejo y ambicioso, la historia de Fernando Terry, poeta e investigador, también exiliado, que regresa a Cuba por un tiempo para buscar esos papeles perdidos de Heredia y dar fin a su abandonada tesis Entrevista realizada a Leonardo Padura por Anett Ríos Jáuregui, titulada «El novelista de Heredia». Ni la he visto publicada ni se encuentra en la red. Simplemente, he recibido el texto de manos del mismo novelista, a quien agradezco su ayuda y amistad. 1
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doctoral. La genialidad de Padura consiste, entre otras cosas, en darnos a conocer paralelamente los datos pertenecientes a la vida de Heredia y a la de los descendientes y masones que custodian la novela de su vida, y los datos que Fernando Terry va consiguiendo en sus entrevistas con masones vivos y familiares de todos aquellos que aparecen en las otras dos historias. Así, mientras Terry va conociendo mejor el destino de los papeles de Heredia y su contenido, el lector salta las barreras del tiempo y puede ir y venir de un siglo a otro sabiendo perfectamente cuáles son los datos que necesita Terry y cómo puede conseguirlos. Como este proceso se desarrolla paulatinamente a lo largo de la evolución de los hechos de las tres historias, la estructura constituye no sólo un alarde del oficio de Padura con respecto a los relatos policíacos, de intriga o de investigación cuasi criminal, en los que realmente es un consumado experto, sino que simboliza y refrenda, casi más que la misma historia, el concepto de repetitividad del que venimos hablando. Del mismo modo, si analizamos a fondo las tres tramas, ese concepto se nos presenta de un modo claro, aunque no contundente. Es obvio que el autor necesita encubrir ciertas evidencias, sortear algunos obstáculos, para evadir la censura. Nicasio Urbina afirma que en esta biografía de Heredia, Padura «lleva a cabo una crítica descarnada contra la dictadura militar cubana, pero lo hace de una forma tan sutil y tan literaria, que los sabuesos de la censura castrista no han podido silenciarlo» (Urbina 2002, 2). Parece casi una provocación la respuesta que da Padura en una publicación oficial de la isla, cuando, a propósito de la novela y de Heredia, afirma que es «una historia sobre la fatalidad, sobre la ética y la decencia, sobre la verdad, y sobre el riesgo que siempre ha significado en Cuba ser un escritor» (Caro 2001, 3). ¿De quién habla, de Heredia o de sí mismo? Una vez más, Heredia que se repite. En una publicación uruguaya, Padura fue más explícito: «Cuando el escritor se encuentra» —dice— «frente a la decisión de lo que puede decir o de lo que no puede decir, de lo que puede reflexionar o de lo que no puede, los recursos artísticos son los que lo salvan» (Acosta 2002, 1). En un libro reciente, donde Padura y el canadiense John Kirk hacen una serie de entrevistas a intelectuales y artistas cubanos residentes en la isla, como Silvio Rodríguez, Antón Arrufat, Chucho Valdés, Pablo Armando Fernández, Leo Brouwer, Roberto Fernández Retamar o Jorge Perugorría, entre otros, el biógrafo de Heredia pone el broche de oro al libro con un artículo titulado «Vivir en Cuba, crear en Cuba: riesgo y desafío», que recorre las distintas etapas de la vida intelectual cubana desde el triunfo de la revolución. Desde los primeros años de absoluta uniformidad hasta la primera gran brecha a raíz del caso Padilla, el quinquenio gris y la reactivación de los últimos setenta y ochenta, hasta los últimos años, en los
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que existe un ambiente creativo más abierto, Padura ofrece un panorama optimista, aunque eso no quiere decir «que los fenómenos tradicionales de la censura y la autocensura hayan desaparecido del ambiente artístico-literario del país. La libertad del artista en la Isla es una libertad condicionada por la realidad política y social del país, que impone reglas de juego aprendidas ya por los creadores» (Kirk y Padura 2002, 328). De hecho, «la tensión se mantiene y hasta se agudiza entre los que se podrían considerar disidentes y las autoridades cubanas. La opción oficial hacia ellos ha sido la misma de siempre: desconocerlos y, si es posible, alienarlos de una pertenencia cultural que, en realidad, está por encima de filiaciones políticas y de voluntades individuales» (Kirk y Padura 2002, 330). Además, los medios de comunicación y difusión están en manos del Estado, y son instrumentos de propaganda más que de información. Por ello, en muchas ocasiones, los escritores contestatarios sufren la censura o el silencio cómplice de la prensa con respecto a la calidad o a la misma existencia de una obra o un escritor. «Pero el riesgo y la censura» —declara Padura— «pueden ser, también, desafíos a la imaginación» (Kirk y Padura 2002, 331). Efectivamente, así ha sido en el caso del biógrafo de Heredia. Santos Sanz Villanueva habla de una «trama a través de la cual se podía hacer una lectura oblicua del presente cubano» (Sanz 2002, 1), lo que no impide darnos cuenta de que estamos ante «un alegato contundente contra el presente isleño, pues describe hechos y situaciones que entroncan con la novela de denuncia. Presenta uno de los testimonios más convincentes de la deteriorada realidad del régimen castrista y de sus nefastas consecuencias sobre todo un pueblo» (Sanz 2002, 2). Padura, por medio de esa mirada oblicua y llena de paralelismos, presenta a un Heredia «iniciador de caminos», como bien ha sabido explicar Alejandro González Acosta en su artículo homónimo. Con una erudición fuera de lo común y un rigor analítico encomiable, González Acosta descubre los puntos principales en los que la evidencia conecta el pasado con el presente. El primero de ellos es «el borrado de la historia» (González Acosta 2002-2003, 284), pues la novela trata sobre un manuscrito perdido y las pesquisas para su recuperación. El extravío de la novela de la vida de Heredia no es fortuito, sino que fue provocado por cuestiones políticas. Además, esas cuestiones son anunciadas en el transcurso de la novela pero nunca desveladas del todo hasta el final, cuando ya sabemos que los papeles fueron quemados por un descendiente de Domingo del Monte. La intriga semipolicíaca funciona a la perfección. Este suceso se proyecta en otros como la misteriosa desaparición de algunas páginas del Diario de Campaña de Martí (véase nota anterior) o
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las continuas confiscaciones de material publicable por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, que obligaban, por ejemplo, a Reinaldo Arenas a guardar manuscritos debajo de las tejas, en la parte alta de su casa, o a intentar sacarlos de la cárcel dentro del ano de un travesti que cobraba bien caro ese tipo de trabajos. El segundo elemento conector es lo que González llama el «síndrome de los hermanos de José» (González Acosta 2002-2003, 285), es decir, la descalifi ación del semejante hasta llegar, a veces, a la completa anulación del otro. También Reinaldo Arenas se ha referido a ese aspecto en el último capítulo de El color del verano, como una recurrencia nada agradable de la historia de Cuba. González Acosta ve una clara alusión al personaje bíblico —y por tanto al mismo tema— en la novela de Eliseo Alberto La fábula de José, pero mucho más contundente es el informe que contra sí mismo perpetra el propio Eliseo Alberto, reconociendo que él mismo fue delator/descalificador/anulador fratricida: vendió a José como los hijos de Jacob hicieron con su hermano. En la novela de Padura, el tema de la delación, el engaño, la traición, están a la orden del día, pues dos de los procesos fundamentales que convierten en vidas paralelas las de Heredia y Fernando Terry tienen que ver precisamente con la angustia sufrida por la delación: Heredia estalla en un arranque de amargura cuando comprueba lo que ya sospechaba: que su mejor amigo (según la novela) fue quien le delató por su pertenencia a una logia masónica que luchaba por la libertad y la independencia de Cuba. Asimismo, aunque el móvil de la vuelta de Fernando a Cuba es su trabajo sobre la vida de Heredia y la novela de su vida, la mayor parte del tiempo la utiliza investigando quién de sus amigos fue el que lo delató, cuando fue expulsado de la universidad y tuvo, finalmente, que exiliarse en 1980 como un marielito más. La realidad del exilio, fruto de la delación, es un tercer aspecto. La novela cuenta la vida de dos exiliados. Fernando Terry es claramente otro Heredia, y se une a la larga y patética lista de personajes fundamentales de la historia de Cuba que han pasado gran parte de su vida en el exilio. Es curioso observar que la historia de la literatura cubana se escribe en gran medida por personas que no han vivido mucho tiempo en la isla, o que han desarrollado y madurado un buen número de sus obras capitales en el exilio. Sólo de Heredia a Martí hay un grupo de nombres importantes, pero si nos acercamos a la segunda mitad del XX esa lista se multiplica. Aunque se cuenten por cientos, baste citar a algunos de los imprescindibles: Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Heberto Padilla, y, por qué no reconocerlo, los grandes del exilio interior como Lezama Lima o Dulce María Loynaz.
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Otros puntos de contacto vienen dados por el hecho de que los déspotas desprecien el mundo intelectual y principalmente a los poetas, que traten a toda costa de mantenerse en el poder aunque el pueblo se muera de hambre, que piensen que el país es de su absoluta propiedad, que sean arbitrarios en sus filias y fobias, etcétera. En cuanto a los que sufren las consecuencias del ejercicio del poder sobre ellos, más paralelismos hay en la nostalgia del desterrado, la añoranza de la patria, el deseo de volver, el viaje como motivo literario, la conciencia de que el regreso físico, después de muchos años de ausencia, no se corresponde con otro de tipo espiritual o emocional, la extrañeza que encuentran a su vuelta, en las calles, las gentes, los olores, las historias personales, la familia y los amigos. Y aún hay otro tema nada despreciable: la autocensura. Hablábamos al principio del lenguaje sibilino, ambiguo u oblicuo, del propio Padura para eludir la censura o la represión. Para González, «Heredia y Terry en la novela son voces y escudos de Padura» (González Acosta 2002-2003, 286). Pues bien, un acto más consciente y enrevesado de esa misma actitud es la que toman los protagonistas de la novela con respecto a su propia obra, publicada o no, que consiste en la mutilación parcial en sucesivas ediciones o bien en la mutilación total, al no atreverse a publicar sus textos o a terminarlos, algo que es frecuente en los autores cubanos de todas las épocas, que en los últimos cuarenta años ha sido práctica común y que significa una verdadera tradición, con respecto a la cual Heredia, desgraciadamente, es de nuevo un iniciador de caminos. Aunque a algunos poetas como María Elena Cruz Varela se les ha obligado a comerse sus propios manuscritos, la versión más extendida es la autocensura. Padura recuerda que la edición de los poemas de Heredia de 1825 se publicó íntegra en México, pero apareció mutilada en la Isla. De ella habían desaparecido los poemas patrióticos o políticos que pudieran molestar a las autoridades españolas. Dice Heredia en la novela: «Al aceptar aquella castración, tan inevitable como definitivamente cruel, estaba yo iniciando» —otra vez era el iniciador— «la triste modalidad de la censura en la literatura cubana, aunque presentía que mi ejemplo iba a tener, a lo largo de los años, muchos seguidores» (Padura 2002, 213). Pero peor es todavía la falsa autodelación, asimismo ligada a la vida y la obra de Heredia, y en relación con la cual el autor se considera también precursor. Llegado a México en septiembre de 1825, viaja a Jalapa, y ahí recibe la noticia de que un grupo de compatriotas le hacían «aparecer como firmante de una declaración sediciosa, con lo cual quizás inauguraba yo otra costumbre cubana: la de que alguien figure como firmante de una declaración que jamás ha visto» (Padura 2002, 222).
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En el caso de Fernando y su grupo hay un momento significativo: cuando Terry decide abrir el paquete que contiene la obra Tragicomedia cubana (novela teatral) de su amigo Enrique, ya fallecido, que se ha pasado varios años guardada y escondida. Ese acto, para el que Fernando ha necesitado tiempo, valor y decisión, no lleva sin embargo aparejada la voluntad de publicar la obra. Las primeras indicaciones del autor sobre el escenario son tan elocuentes como peligrosas: «En el primer plano del espacio escénico se ven casas, de diversa arquitectura y antigüedad, dispuestas en calles estrechas y opresivas. Un cierto aspecto de abandono, de pueblo fantasma, da carácter al lugar en el que no se advierte ninguna presencia humana, aunque por todas partes se leen carteles en los que aparece la palabra PROHIBIDO» (Padura 2002, 264). Castración de posibilidades de difusión unida al otro problema: las falsedades acerca de declaraciones que pueden comprometer la seguridad de los falsos declarantes o los falsamente acusados. De hecho, Enrique muere probablemente por las consecuencias de supuestas declaraciones, y Fernando es inducido a pronunciar palabras que sin ser acusadoras pueden ser tergiversadas y utilizadas por la seguridad del Estado para eliminar a alguno de sus colegas escritores. En fin, en líneas generales, la verdad y la mentira no son cuestiones objetivas, personales o éticas, sino maniobras que los poderosos, los tiranos, ejecutan para perpetuar su orden establecido. Eso ocurrió con la falsa delación de Heredia, y más adelante, cuando el hijo del poeta reflexiona sobre la situación que le ha tocado padecer: «A José de Jesús lo tranquilizaba el convencimiento de que la historia se escribía de ese modo: con omisiones, mentiras, evidencias armadas a posteriori, con protagonismos fabricados y manipulados» (Padura 2002, 36). Qué decir, por ejemplo, de la falsa autoinculpación de Padilla, y tantas como ha habido en la segunda mitad del XX, provocadas por la tortura o la amenaza. Pero los guiños del autor, a la hora de expresar paralelismos, van mucho más allá de los temas aquí expuestos. La crítica llega a todos los rincones del sistema y de la historia cubana, aunque los temas no guarden una relación directa con los personajes o sus avatares. En los primeros compases de la novela, por ejemplo, un joven, inexperto y todavía inocente Heredia observa cómo «la industria de la prostitución prosperaba en la isla más que la fabricación de azúcar» (Padura 2002, 31). Más adelante, al hablar de Fernando VII, cuando se vio obligado a ceder y restaurar la Constitución de 1812, para ganar tiempo y retomar el estado represivo, Padura sugiere por boca de Heredia que lo que pasa hoy en Cuba es muy similar: «Tal era mi ingenuidad como para pensar que un tirano es capaz de hacer cambios que socaven su poder y aflojen las ataduras con las cuales tiene amordazados a
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los pueblos... Porque el rey español, como lo hicieron todos los déspotas de la historia, y como estoy seguro lo harán los sátrapas por venir, apenas realizó oportunistas cambios políticos para ganar tiempo y reparar los barrotes de su Estado opresivo y volver a segar los leves espacios de libertad concedidos» (Padura 2002, 72). En otro orden de cosas, el episodio en el que Fernando va a visitar al poeta cubano exiliado Eugenio Florit reproduce los mismos esquemas de persecución a los intelectuales, nostalgia del pasado, necesidad de libertad y errancia cósmica2 que observamos en Heredia o en Terry. Una errancia absoluta que en Heredia llega a la culminación cuando, al final de la novela, en su último viaje a Cuba, ve cómo todos sus amigos evitan encontrarse con él y adoptan cualquier excusa para no verlo o no acudir a su casa. En Terry también hay varios desencuentros, pero el contrapunto de esas calamidades viene dado por la ansiedad, nuevo paralelismo entre los dos, que se produce cuando a ambos les quedan pocos días para abandonar, quizá definitivamente, la isla. Una ansiedad sólo calmada, nuevo contrapunto, por la presencia de la mujer: Heredia se reconcilia con su pasado al ver de nuevo al gran amor de su vida, Lola; y Terry, que siempre estuvo enamorado de Delfina, viuda de uno de sus mejores amigos, consuma el amor con ella y se plantea permanecer en la isla. Ahora bien, el nudo gordiano que da sentido a la crítica, que supone la culminación de todos los paralelismos y que demuestra la intención crítica y despiadada de Padura con respecto al sistema político actual y a su líder es, sin duda, el encuentro final de Heredia con Tacón. Aunque la novela está salpicada de guiños, en ese clímax hay toda una carga ideológica que corrobora lo que hasta ese momento podrían ser nada más que fundadas sospechas. Padura sabe aquí que se escapa sibilinamente de los moldes de la novela histórica ortodoxa, y lo hace conscientemente. Ese encuentro entre Heredia y Tacón se desarrolló en realidad, pero nunca se ha sabido cuál fue su contenido exacto, y de ahí su importancia. Generalmente, los sucesos inventados o fantaseados en las novelas históricas son aquellos que contribuyen a entender mejor a los personajes reales descritos o a la época que se quiere dar a conocer. Sin embargo, queda fuera de esas leyes narrativas todo el material que resulta inverosímil, exagerado, fuera de lugar o absurdo. En el caso que nos ocupa, hay una serie de declaraciones de ambos que resulta difícil considerar como verosímiles, y que parecen más bien símbolos de un mensaje ulterior. Es decir, situación por la que el desterrado de su país no se encuentra cómodo en el país de acogida, pues allí también se siente desplazado y desatendido. 2
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Estructuralmente, y para el verdadero sentido crítico que se quiere dar a la novela, esta conversación es crucial. Afirma el crítico Eduardo González que, «según Heredia le dice a Tacón, el nombre suyo de dictador tirano será borrado de los edificios que construyó; la Historia (con mayúscula) lo escupirá. Y, yo afirmo, esa figura así denunciada no puede ser retroactivamente ni asumida ni entendida (como fragmento de saber histórico y en el cuerpo textual de esta novela) fuera del plano dialéctico imantado por Fidel Castro como Gobernante Máximo y como objeto de lucha y propaganda en pro y en contra. He aquí el valor específico de la novela, ya sea para aceptarlo o para negarlo: El encuentro que nunca sucedió entre tirano y poeta es el que no puede dejar de suceder a partir de aquel insuceder ahora sucedido»3. En palabras algo más claras, ese texto remite directamente a Fidel Castro y la situación en la que se encuentra el intelectual y el artista en Cuba durante la segunda mitad del siglo XX. Por eso, esa conversación se convierte en símbolo y profecía de lo que ocurrirá en la isla ciento treinta años después. Y es que las coincidencias entre Tacón y Castro son evidentes, y las respuestas de Heredia ante las intervenciones del tirano constituyen una teoría de la libertad de pensamiento y actuación. Cuando Heredia está a punto de aparecer ante Tacón, apunta: «De él, como suele ocurrir, se contaban historias y leyendas tan típicas de los personajes de su especie que casi no vale la pena anotar: desde que podía vivir sin dormir, trabajando noches enteras, hasta que poseía una memoria insólita y severa para recordar cada orden o deseo. De igual modo se hablaba de su potencia sexual, de sus iras incontenibles, y de su paranoia de orden y poder, así como su amor a los uniformes y los grados, de los que no se despojaba nunca» (311). Padura introduce ese pasaje, que es además una de las claves de toda la historia, porque, en el fondo, lo que interesa está muy lejos de Heredia y de Tacón. Cuando el autor de la novela es interrogado acerca de los móviles que le impulsaron a abandonar el género policíaco y atreverse con la gran figura de Heredia, siempre contesta aludiendo al interés que suscita su figura, su lucha por la independencia, su cubanía absoluta, a pesar de haber vivido 3 Esta cita pertenece a una ponencia pronunciada por el profesor Eduardo González, de la Johns Hopkins University de Baltimore, en la Conferencia Anual de Estudios Caribeños y Antillanos, en Washington, abril de 2003, y se encuentra en proceso de publicación. Agradezco al profesor González la copia inédita que me envió. Ya hemos sugerido que esa conversación tuvo lugar, por lo que la afirmación de González anota un dato al parecer erróneo. Sin embargo, la argumentación es válida, porque alude simbólicamnete al desencuentro absoluto, general y repetido en multitud de ocasiones, en la historia de la Isla, entre los intelectuales y los tiranos de turno.
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muy poco en la isla, etcétera. Sin embargo, un observador atento sabe que las palabras que salen de la boca de Heredia son la misma pluma de Padura, y que el mensaje no va dirigido a Tacón sino a Castro. El tema es universal, la incompatibilidad entre los intelectuales y el poder de los tiranos, como apuntábamos en las primeras líneas de este ensayo. Un lugar común que aquí se concreta de un modo oblicuo. Las respuestas de Heredia parecen más una moralina preparada para arengar a un grupo de personas que una contestación improvisada. Es, por tanto, una especie de alegoría, donde los personajes individuales representan posturas de ciertos tipos humanos que se repiten. Heredia que se repite, la Historia que se repite, la Isla que se repite. Bibliografía Acosta, Dalia (2002). «El desafiante Leonardo Padura». En (Arte y Cultura) Literatura-Cuba, 29 de marzo de 2002. Arenas, Reinaldo (1999): El color del verano. Barcelona: Tusquets. Caro, Boris Leonardo (2001): «Leonardo Padura: Las cuatro esquinas de la felicidad». En Cuba Literaria, La Habana . González Acosta, Alejandro (2002-2003). «Heredia: iniciador de caminos». En Encuentro de la cultura cubana 26-27, pp. 283-294. K irk, John M. y Padura, Leonardo (2002): La cultura y la revolución cubana. Conversaciones en La Habana. San Juan: Plaza Mayor. Padura, Leonardo (2002): La novela de mi vida. Barcelona: Tusquets. Sanz Villanueva, Santos (2002). «Lectura oblicua del presente». En elmundolibro. com, 10 de septiembre de 2002. Urbina, Nicasio (2003). «La vida no es una novela». En La Prensa Literaria, sábado 2 de agosto de 2003.
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Del danzón al concierto barroco: un recorrido literario-musical por la narrativa de Gonzalo Celorio Ana Marco González Universidad de Granada
Pese a anunciar un itinerario narrativo-musical por la producción de Gonzalo Celorio que, partiendo del danzón, habría de culminar en el barroco carpenteriano, será el sentido opuesto el que guíe nuestro recorrido por su obra. Y es que las preocupaciones del autor han transitado más desde la orquestación clásica y la literatura real maravillosa hacia el ritmo caribeño que a la inversa: académico y escritor, profesor de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) inicia su andadura intelectual con la publicación en 1976 de El surrealismo y lo real maravilloso americano, ensayo donde frecuenta ya algunos motivos característicos de su reflexión —el barroco, el realismo mágico, Carpentier…—, para cerrarla hasta la fecha en 2006 con una novela un tanto atípica, de fuerte sabor habanero y que lleva por título el de un danzón, Tres lindas cubanas. Pero no son éstas las únicas precisiones cronológicas que se imponen al considerar su trayectoria. Hay otras y de mayor enjundia. Efectivamente, el mexicano no es de ninguna manera una joven promesa, no forma parte del «crack» o de la última promoción de las letras hispanoamericanas, y sin embargo las fechas que enmarcan su literatura le sitúan más cerca de Jorge Volpi, Ignacio Padilla o Xavier Velasco que de escritores de su generación. Novelista tardío, circunstancia que él mismo justifica al calificar a la novela como «género de madurez»1, su primera narración En sus palabras, «la poesía acude generalmente al expediente de la imaginación, para lo cual se necesita una gran ingenuidad; la novela, en cambio, acude al expediente de 1
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extensa, Amor propio, no aparece hasta 1992. Seguirán en 1994 El viaje sedentario, colección de relatos breves, a caballo entre la crónica, el ensayo y el cuento, unificados bajo el abarcador marbete de «varia invención», Y retiemble en sus centros la tierra, novela (1999), y la mencionada Tres lindas cubanas, en mayo del pasado año e igualmente de discutida adscripción genérica. Lo tardío del debut no impide a Celorio prorrogar tendencias que habían sido cultivadas con maestría y notable repercusión en la década de los ochenta por escritores próximos a él en edad. Así, César Ferreira ha puesto en relación Amor propio con las líneas trazadas entre otros por José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto (1981), Antonio Skármeta en Ardiente paciencia (1985), Ángeles Mastretta en Arráncame la vida (1985) o Alfredo Bryce Echenique en La última mudanza de Felipe Carrillo (1988) (156). Se trata de líneas identificadas por algunos con el postboom o el boom junior, con la generación del 68 o de la crisis por otros, con el postmodernismo igualmente, pero que más allá de polémicas terminológicas exhiben unas señas de identidad reconocidas por amplio consenso. Entre ellas, el distanciamiento respecto del gran relato explicativo de la historia y la identidad continentales o el rechazo de la autorreferencialidad extrema de la «novela de la escritura» en favor de la perspectiva doméstica en el análisis de la realidad, el interés por lo inmediato, el privilegio de lo afectivo, la simplicidad aparente, el recurso a la parodia y el humor, la tendencia al minimalismo y la fragmentación o la fusión de niveles de cultura. Una práctica literaria que, en parte, quedaba sintetizada en el marbete con que Antonio Skármeta tituló su intervención en el Wilson Center de 1981, el célebre «Al fin y al cabo, es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano» (Ruffinelli 31). No obstante, y como sostiene asimismo Ferreira, en lo que la prosa de Pacheco, Skármeta, Mastretta y Bryce se presenta como «clara intención por distanciarse de los legados del ‘boom’ en busca de nuevas posibilidades expresivas, en la de Celorio es a la vez homenaje y quiebra con los grandes maestros que marcaron a su generación durante los años 60» (116). Esta consideración y esta ruptura llegan a tematizarse en su novela inaugural, vinculada además a dos de las más fecundas orientaciones narrativas de las últimas décadas: la «nueva novela histórica», signada por lo irónico y desmitificador de su revisión historiográfica, y la que podría calificarse de «narrativa de los medios», corriente que se sirve en abundancia de motivos, fórmulas y símla experiencia, para lo cual se necesita, más que una gran imaginación, una gran madurez y una gran malicia» (Arenas-Monreal y Olivares 161).
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bolos de la cultura de masas contemporánea y una de cuyas manifestaciones, atenta sobremanera a los modos y el imaginario de la canción popular, ha sido bautizada por parte de la crítica como «novela-bolero». Con esta designación, investigadores como el venezolano Luis Britto García y sobre todo Vicente Francisco Torres en el ámbito mexicano han venido aludiendo en los últimos años al conjunto extenso y un tanto difuso en sus márgenes, vigente desde finales de la década de los sesenta pero consolidado a partir de 1980, de narraciones determinadas temática, estilística o estructuralmente por los cánones de la canción popular latinoamericana. Estos modos de penetración de lo musical en lo literario son numerosos y afectan a estatutos narratológicos diversos, bien en forma de referencia para- o intertextual, bien incorporando los argumentos y los topoi sentimentales y estéticos de la música al relato, mediante la exploración de las posibilidades sonoras del lenguaje o asumiendo el discurso literario la presencia de los medios de masas como inspiradores de un universo referencial predominante y de unos modos de creación, estructuración y difusión de la obra artística muy definidos. En realidad, el corpus no comprende en exclusiva ni novela (suelen adscribirse a la nómina cuentos, biografías no literarias de figuras míticas como Benny Moré, Daniel Santos o Agustín Lara y algún ensayo), ni bolero, puesto que el hipotexto de la canción lo proporcionan en la misma medida el tango, la ranchera, la guaracha, la salsa, el mambo o el cha-cha-chá. En cuanto a su génesis, es preciso destacar la apertura que sobre la «alta literatura» operaron el espíritu de irreverencia y las transgresiones lingüísticas y contraculturales de la Onda mexicana y advertir en las obras de Manuel Puig, Cabrera Infante, Severo Sarduy o Luis Rafael Sánchez algunos de sus hitos fundacionales. El recurso a este doble expediente, el de la reconstrucción crítica de un período cercano de la historia nacional y su realización privilegiada mediante la apropiación de elementos de la cultura popular, no era ajeno al entorno mexicano antes de la aparición de Amor propio. Arráncame la vida fusionaba ya la representación paródica de los abusos del sexenio ávila-camachista y la subversión de los patrones afectivos consignados a la mujer por buena parte de la canción ligera. En 1989, el caraqueño Eduardo Liendo recurría en Si yo fuera Pedro Infante a la figura del más insigne «charro cantor» para dar cuenta de las transformaciones de la Venezuela de Marcos Pérez Jiménez desde la perspectiva de una generación que había hallado en la serie de Pepe el Toro el mejor manual disponible para su educación sentimental. Un año después de la publicación de la obra de Celorio, en 1993, Eusebio Ruvalcaba realizaba con Músico de cortesanas una peculiar aproximación al México de
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la década de los 30 del siglo pasado en un relato que asume la lógica de la literatura melodramática e incorpora entre sus personajes a Agustín Lara, Toña la Negra, el Indio Fernández, Cantinflas, Diego Rivera, Silvestre Revueltas o el Dr. Atl. Pero, sin duda, mayores concomitancias se dan entre Amor propio y Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Las batallas referidas aluden al estéril enfrentamiento del protagonista, un niño de nueve años, con las convenciones morales de la clase media mexicana bajo el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952). Son, a su vez, el epítome de los juegos en el patio de la escuela de Carlos y sus compañeros, entre quienes la reproducción del conflicto árabe-israelí coetáneo goza de gran popularidad, anticipando los otros enfrentamientos —políticos, ideológicos, económicos, de raza— que habrán de separarlos en la edad adulta. Tanto la adopción del esquema del bildüngsroman en su vertiente de «novela de surgimiento» —asociando inseparablemente desarrollo histórico e individual— como los mecanismos usados para la evocación del pasado presentan notables similitudes en los textos de ambos autores. Entre éstas, su metonímica recreación de la Ciudad de México, lejos lo mismo del traslado decimonónico del interior burgués que de la representación del paisaje «en tanto que prueba de talento estético» (Monsiváis 1007). El reemplazo de la descripción tradicional por el intertexto publicitario, la enumeración abusiva de marcas comerciales y el recuento de ritos ejemplares del arribismo social forma parte de la estrategia de Pacheco para dibujar una sociedad sumida en un proceso de modernización mal entendido. Sin que le resulte posible advertir cambios en la estructura política del país o aperturas en el horizonte espiritual del ciudadano, la amarga constatación del autor es la de que la modernidad nacional ha quedado reducida, en el fondo, a la expresión novedosa y aculturada de los viejos prejuicios. De todo ello dan cuenta las palabras del tío de Carlos: «Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos» (12). También aplica Pacheco la máxima de Vázquez Montalbán de que «la canción es capaz de revelar el temple sentimental de toda una época» (8) y convierte «Obsesión», un bolero del portorriqueño Pedro Flores, en música de fondo del libro. El tema era ya un clásico en 1948 pero atravesaba entonces una segunda edad de oro, de manera que su inserción en el texto, además de contribuir a una reconstrucción ambiental más o menos canónica, estaría promoviendo, conforme a los esquemas de Bajtin y en palabras del profesor Ainsa, que «la lectura no se limite a una reconstrucción abstracta y visual de lo representado, sino que se amplíe a una ‘audición’, en la cual es posi-
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ble escuchar los diversos discursos culturales y las voces heterogéneas de personajes y los niveles de expresión (heteroglosia) de una época» (Ainsa 2002: 164). Por otro lado, su machacona cita es utilizada para resumir pleonásticamente la experiencia del protagonista y para desvelar los entresijos de la sociedad de la que forma parte. La trama del libro es en verdad trivial y consiste en la evocación por parte del Carlos adulto de un episodio de la niñez, el de su enamoramiento de la madre de un compañero y de la reacción desproporcionada y pacata de su entorno cuando es descubierto. Por eso, el estribillo de Flores: por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que este amor profundo no rompa por ti,
condensa el sentido de la aventura —oposición, solitaria y heroica, a todo un universo de incomprensiones— y establece, en tanto que relato de amor extremo, un contrapunto irónico respecto de la moral circundante, regida por los valores antirrománticos del pragmatismo, la avaricia y la hipocresía. Al tiempo, y como apunta Cynthia Steele, «la novela suscita el asunto de la mediación del deseo a través de imágenes banales propagadas por los medios de comunicación masiva, la raison d’être de la venta de mercancías», circunstancia que, en la sociedad emergente del alemanismo, estaría convirtiendo al amor «en otra mercancía del mercado internacional» (278). La consciencia del paso del tiempo, el desmoronamiento de la utopía personal y colectiva y «la rememoración de zonas conflictivas de la existencia vinculadas a una forma de vida, a una ciudad y a un país» (Verani 2003: 3), características de la narrativa breve de José Emilio Pacheco, resultan asimismo centrales a la literatura de Celorio. Sin embargo, la desmitificación de la nostalgia, que en Pacheco se opera mediante la presentación de la infancia como el espacio propicio para que «códigos de clase, de cultura popular y mediática, de raza y de género se inscriban poco a poco en el cuerpo y la memoria del ciudadano» (Sánchez Prado 393) queda mitigada en Amor propio por el recurso sostenido a la parodia, capaz de conceder a la novela su doble estatuto de homenaje y denuncia. El libro acomete la revisión de quince años de la historia mexicana a través del relato de formación de un joven estudiante de Letras de la UNAM, Ramón Aguilar, trasunto no disimulado del autor. Dos premisas organizan la evocación: de un lado, la noción de la vida como rito; de otro, el de la memoria como depositaria de sentido de la
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trayectoria personal. Ambos, el recuerdo y el ritual, terminan por revelarse insuficientes en su misión de dotar de coherencia al devenir, pero la apuesta de Celorio pasa por recrear, con humor y ternura, las formas de esa tentativa. Así, si el narrador de Las batallas, contradiciendo su propia actividad retrospectiva, concluía su relato con una dolorosa exaltación del olvido: Demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia (67-68),
En cambio la cita de Onetti que encabeza este otro texto da cuenta de un proyecto escritural de signo distinto. «La maniática tarea de construir eternidades con elementos hechos de fugacidad, tránsito y olvido» que Onetti sanciona es la misión de la que no reniega Celorio, pese al idéntico rigor de sus constataciones. Una vez más, la estrategia de lectura del Estado a partir de lo cotidiano permite imbricar los sucesivos fracasos que va refiriendo el libro: los del protagonista que, a su término, ha dado cuenta de un matrimonio roto, una vocación literaria incumplida y una tibia concreción política y social de los afanes revolucionarios de la juventud, y los del país que, al menos para la generación de Celorio, y a diferencia del Perú de Santiago Zavala, «se jodió» en un momento muy definido y no ignorado por nadie: el de la matanza estudiantil del 68. El desencanto que sucedió a los acontecimientos del 68 se convierte en el eje sobre el que gravita toda la narración, pese a que sólo se le aluda en forma indirecta y a la escasa implicación de sus protagonistas en los hechos. Por otra parte, su impacto sirve al autor para alumbrar esa tierra de nadie generacional en la que parece situarse y para justificar la adscripción de su relato a la corriente de la «novela histórica». Cito por extenso a Celorio, cuyas palabras resultan muy ilustrativas de sus propósitos y su posición respecto al libro y a la sociedad mexicana en general: A mí me ha impresionado mucho, y ése es el tema fundamental de mi novela Amor propio, […] que a partir del 68 todas las actitudes que al principio eran gregarias se volvieran solitarias en todos los sentidos. […] Todas las filosofías pasivas que se impusieron después del movimiento del 68, desde la meditación trascendental hasta el budismo zen son actitudes individualistas, muy tu onda y muy mi onda, yo respeto tu individualidad, tú respetas mi individualidad, pero entre tú y yo no nos sumamos para hacer realmente un movimiento que tenga declaraciones generales.
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[…] Entonces, no deja de ser muy significativo que ahora que ya somos panzones, sedentarios y cincuentones o casi cincuentones, nos vengamos a reunir escritores que no teníamos en común nada y que habíamos tenido y que hemos tenido historias totalmente individualistas. […] Quizá haya otro común denominador, nos interesa a todos la novela histórica. […] No deja de ser muy impresionante que Carlos Montemayor y Héctor Aguilar Camín hayan hecho sendas novelas históricas sobre, fundamentalmente, la época de la guerrilla en la década de los setenta; que yo haya escrito ya después de un cuarto de siglo de los acontecimientos una novela que habla del 68, en donde el 68 por otra parte, creo que por fortuna, no es la parte total de la novela, pero es el ámbito, el contexto o uno de los contextos donde se desarrolla el personaje. Ya no es la novela que se confunde con la crónica, […] ya no es La noche de Tlatelolco, […] es una novela que tiene la posibilidad de ir de regreso de aquello. […] Quizá precisamente porque tuvimos una historia rota abruptamente en el momento más señalado de nuestro despertar vocacional, tenemos la necesidad casi arqueológica de reconstruirla para entenderla, para saber qué pasó (Arenas Monreal y Olivares 173-174).
Pese a la adscripción en parte discutible de muchas de estas narraciones al repertorio de la «novela histórica» —pues, entre otros aspectos, y como el propio Pacheco advertía en 1985, «la novela ha sido desde sus orígenes la privatización de la historia […], historia de la vida privada, de la gente que no tiene historia y en este sentido todas las novelas son históricas» (Menton 32) y, consecuentemente, Seymour Menton, en su monografía sobre el género, reserva la categoría para aquéllas cuya acción se ubica de forma predominante en un tiempo no experimentado por el autor—, Amor propio comparte rasgos de interés con el grueso de las recientes tentativas de indagación crítica en el pasado, tanto con las que lo abordan desde el punto de vista del ensayo como con las que lo hacen desde el de la ficción. La apertura de la historiografía hacia los campos de la vida social y de la historia privada y su incorporación como documentos propicios a la descodificación de materiales antes considerados espúreos (Ainsa 2003) vienen aproximando todavía más, en los últimos años, historia y literatura. Así, el pasado es aprehendido aquí de manera primordial a través de elementos hechos de «fugacidad, tránsito y olvido» no sólo porque el tiempo transcurra veloz y la memoria resulte frágil y susceptible al engaño, sino porque el instrumento privilegiado para recuperar ese encuentro de voces que es en el recuerdo de Celorio el México de la segunda mitad del siglo XX es precisamente el de un producto transitorio, de consumo, marginal respecto a los materiales que conforman el canon, como es el de la canción popular.
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En sintonía con orientaciones sociológicas como las de Jesús Martín Barbero o Martín Lienhard, la canción es convocada en el libro, entre otras razones, por su calidad de soporte aventajado para la inscripción de una memoria colectiva que, «al contener los mitos fundadores del grupo social, ofrece pautas para la interpretación de su presente y la proyección de su futuro» (Lienhard 16). La comprensión del hoy a partir del desenmascaramiento del ayer es en definitiva el objeto de la novela, concebida como la enumeración de una serie de ritos de paso que permiten al joven Moncho —después Ramón, finalmente Aguilar— su ingreso a la sociedad. Y es mediante la recreación de esos ceremoniales —el primer guateque, el noviazgo adolescente, la aventura universitaria, el nacimiento de la conciencia ideológica, el bautismo con el alcohol y las drogas, el estreno de la convivencia en pareja, la posesión del auto, el ejercicio de la paternidad…— que resulta perfilada, con gran precisión, la sociedad mexicana de finales de los sesenta. El camino está saturado de personajes-tipo, algunos inequívoco producto de época, como el exseminarista metido a materialista dialéctico que ha sustituido a la Santísima Trinidad por Carlos Marx, Camilo Torres y Ernesto Cardenal, la joven valedora de la liberación sexual femenina o el adepto al espiritualismo oriental que trata de conjugar la pestilencia del depa compartido y antirreaccionariamente jamás limpiado con la profusión de inciensos del Himalaya. Fruto de esa pertenencia consciente a la sociedad mediática, más gozosa que denostada, es la condición novelística del rito, distante de la del cuento maravilloso tan propicio al análisis conforme a los esquemas de Van Gennep. Así, la proppiana salida al bosque como prueba iniciática es sustituida por la celebración autocomplaciente del amor propio que da título al relato. El objeto mágico —signo de los tiempos, mediación de los medios— es en este caso un disco de Sarita Montiel, cuya portada reproduce la exuberante fotografía de la artista y ofrece el telón de fondo para la masturbación inaugural de Monchito. La invocación de Sara Montiel como icono erótico de una generación y del disco como componente básico de su formación afectiva se ve complementada con la relación paratextual que el discurso mantiene con la portada del libro en la edición de Tusquets. Los indicios paratextuales resultan ejemplarmente explotados en buena parte de la novela-bolero. Es el caso de Los reyes del mambo (1989) de Óscar Hijuelos, cuya disposición a manera de disco con caras A y B y con tracks en lugar de capítulos está suscitando un tipo particular de lectura; también los epígrafes de Boquitas pintadas (1969) de Puig, extraídos de tangos de Gardel, resumen el episodio que preceden y parodian la entonación melodramática que su misma presencia contribuye a establecer; Pero sigo siendo el rey (1989) de David Sánchez Juliao se abre con una
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partitura que ilustra su estatuto de narración con pretensiones de sinfonía, mientras que los numerosos títulos extraídos de letras de canciones —Perfume de gardenias (1979) de Laura Antillano, Sólo cenizas hallarás (1984), de Pedro Vergés, Arráncame la vida (1985) de Ángeles Mastretta, La última noche que pasé contigo (1991) de Mayra Montero, Te di la vida entera (1996) de Zoé Valdés…— exigen con frecuencia la impugnación de su sentido para la correcta comprensión del relato al que dan nombre. Pues bien, la portada de Amor propio presenta un collage ideado por el propio Celorio en el que la imagen del long-play de El último cuplé queda enmarcada por la torre de la Catedral Metropolitana, presentando así una Ciudad de México que no es ya tanto piedra y cielo como piedra y vinilo, esto es, corroborando la inserción de la metrópoli y de sus pobladores en la modernidad y evidenciando desprejuiciadamente la transitabilidad de los fueros de la cultura pop. A su vez, la música funciona como expresión simbólica de las tres etapas de la vida del protagonista. Los años de escuela preparatoria resuenan al ritmo de Bill Haley, Paul Anka, Los Platters, «Ahí viene la plaga» o Enrique Guzmán, mientras que serán Joan Baez, los Carmina Burana, Peter, Paul and Mary, The Doors, «Lucy in the Sky with Diamonds» o la Guantanamera quienes pongan música de fondo al interludio universitario. Finalmente, Aguilar es acompañado en su transición a la treintena por los boleros de Daniel Santos, Barbarito Díez, Bola de Nieve y María Luisa Landín. Este vínculo de bolero, con sus componentes sancionados de melancolía y tristeza y madurez recién estrenada resulta congruente tanto con el creciente pesimismo del texto como con su progresiva reclusión en el terreno de lo íntimo, toda vez que el miedo y la incapacidad han ido poniendo fin a las tentativas juveniles de concurrencia en la regeneración nacional. El escritor también sale airoso de su bajtiniana tarea de dar cuenta de los «lenguajes sociales» de una época mediante la orquestación de un discurso paradigmáticamente polifónico. La exhuberancia verbal de que hace gala y su capacidad para mimetizar los idiolectos de los tipos humanos que pueblan sus páginas se despliegan merced a su dominio de las técnicas de plasmación del lenguaje hablado. El recurso continuado al estilo indirecto libre, el discurso directo no introducido, la abundancia de verbos de decir, las paronomasias, repeticiones y anacolutos, pero, sobre todo, el intertexto de origen musical otorgan a la novela su específica dimensión auditiva. «Por su música los conoceréis», parece advertírsenos, y la personalidad de las criaturas queda dibujada en gran medida por la música que escuchan, las letras que tararean o los fragmentos de canciones con que un narrador poco ingenuo suele culminar la traslación de sus pensamientos y de sus peroratas.
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De este modo, el capítulo inicial del libro puede leerse en casi perfecta isocronía al ritmo de «Los marcianos llegaron ya», cha-cha-chá legendario creado por Rosendo Ruiz Quevedo en 1955. El tema es citado, aludido, incorporado intertextualmente y hasta valorado. Es la canción que escuchan los amigos del hermano de Moncho al comenzar el relato, el término de comparación que permite al niño dar cuenta de su estado (cada vez menos infante, pero todavía no adulto, en su soledad se siente «como un marciano») y la cantinela que su hermana musita al final del episodio y que provoca la única intervención del padre en la novela: Papá dijo: —Ésa no es música de marcianos; ésa es música de negros—, y se tomó una cucharada de Gerolán. (18)
El mismo procedimiento es aplicado al conjunto de la época, de modo que las alusiones y las citas de fragmentos del archivo sonoro de dos décadas son en buena medida responsables de su sobresaliente reconstrucción. Como en Las batallas en el desierto, la profusión de referencias a bienes de consumo, a figuras de moda y a ceremonias domésticas se presenta como cifra de un tiempo: Por sus dedos tartamudos pasaron la máscara africana de Taboo, la sonrisa roja de Harry Belafonte y la sonrisa blanca de Nat King Cole, el fondo negro de Sixteen Tons, la cintura azucarada de Virginia López, las estrellas gitanas de Rafael Acevedo… Hasta que encontró la portada que le mordía los dientes: el London 1772 en el que Sarita Montiel fumando espera. (15) Llegó empapado en la Vetiver que había sustraído, justificado por la falta de solidaridad de su hermano, del closet inexpugnable de Roberto. Llegó con la cara llena de espinillas mal disimuladas con Clearasil y peor combatidas con Vesperal pasta de dientes. Llegó torpe y casi inútilmente rasurado. (20)
La condición de palimpsesto se revela entonces consustancial al libro: apelando a un lector cómplice, capaz de desentrañar sus claves, el autor hace suya la propuesta posmoderna de exacerbar la elaboración del texto mediante la convocatoria —paródica, contrastiva, reafirmante— de otros. El dialogismo se fortalece a través de las incontables invitaciones de voces ajenas a la fiesta de escritura del narrador, en contrapunto con ellas a fuerza de ensanchar o disminuir la distancia que les separa. Su generosa inclusión no se limita sin embargo a la periferia del polisistema, al fenómeno marginal de la creación efímera o la voz de la calle, sino que la literatura culta es también ampliamente convocada, a la vez que el despertar de la vocación literaria del pro-
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tagonista va conformándose como otra de las líneas argumentales del relato. Citas, alusiones o paráfrasis de Garcilaso, Darío, López Velarde, Pellicer, Neruda y la jerga ondera pero también de la lengua de la caballería o del barroco de Francisco de Terrazas se suceden a medida que avanza la narración. Al mismo tiempo, el estreno de la vida universitaria coincide con el descubrimiento de la nueva novela latinoamericana y con la entronización de Rayuela como gurú espiritual. Para los veinte años de Ramón y sus compañeros, todas las mujeres deben ser la Maga y todos los episodios amorosos referirse en glíglico. Rayuela es por otra parte emblema de una práctica narrativa novedosa, libérrima, profundamente vital, de la que Celorio se declara tributario. La literatura se confunde con la vida y excede el riguroso espacio de la Academia para ser celebrada en el bar, sin que por ello escape a la parodia y la desmitificación a que son sometidas las otras instituciones del país y de la cultura. Como compendio de esta postura, la afirmación de un personaje de que «a Paz, a veces, no se le entiende absolutamente nada», detrás de la cual se esconde la mirada curtida de un escritor que, pese al respeto y la devoción, no puede otear ese legado sino desde el presupuesto también posmoderno de su revisitación irónica. La batalla entre niveles de cultura que el intransigente Moncho desencadena al principio de la historia Moncho decidió no volver a la pista en la segunda tanda porque ya era otra música, grabada, de Paul Anka y Neil Sedaka a Elvis Presley y los Beatles, y ahí, justo ahí, en el tema de los Beatles, Moncho, puritano, trasnochado, sordo, cerró de plano las fronteras de su gusto e, impermeable, los declaró incompatibles con Hermann Hesse, con Rilke, con el conde de Lautréamont (34),
se ve superada por la lección magisterial de su otra figura protagónica, el joven maestro Juan Manuel Barrientos. Es él quien extiende a la docencia la afirmación de que «la rumba es cultura»2 y quien inspira a su vez una exploración histórica, artística y antropológica de la ciudad de México. Alter ego de la madurez del autor, como Ramón lo es de su juventud, Barrientos completa la perspectiva de la realidad ofrecida por la novela y la aproxima a la de Celorio, también académico maduro y literato ocasional. Bajo el pretexto de vivenciar la ciudad auténtica, la de las cantinas y los tugurios del centro, la urbe monu2 En «Con su música a otra parte», explica Celorio cómo fue el periodista y profesor universitario Froylán López Narváez, quien, hacia 1975, comenzó a fomentar en la Ciudad de México esa relación entre la intelectualidad, el bar y la música tropical, iniciando su reivindicación como representante identitaria latinoamericana. (1994: 98)
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mental y barroca termina por imponer su presencia, adelantando lo que será Y retiemble en sus centros la tierra. El relato, que se había organizado como un peregrinaje en el tiempo por las etapas formativas de la juventud mexicana de mediados del siglo XX, se cierra con una peregrinación espacial por uno de los puntos emblemáticos no sólo del quehacer estético del autor, sino de la ciudad y del país: el Zócalo capitalino. Amor propio cierra su concatenación de rituales con otra declaración de maridaje entre pasado y presente, permanencia y variación, México pétreo y México plástico, semejante a la de su portada: después de una parranda antagónica, el trío formado por Ramón Aguilar, Eduardo Casar y una joven de la que ambos andan abiertamente medio-enamorados, deposita, como una ofrenda contemporánea, un disco de Daniel Santos sobre los descoyuntados restos de la Coyolxauhqui del Templo Mayor. «La que se pinta las mejillas con cascabeles», la hija de la Coatlicue azteca, desmembrada por su hermanastro tras pretender el asesinato de su madre, resulta para Celorio emblema de una manera de entender la mexicanidad, y a ello se ha referido en numerosas ocasiones: Creo que la cultura es acumulativa y que nosotros, en México, tenemos una vocación destructiva de tal magnitud que hacemos a la cultura no acumulativa, sino desplazatoria, y esto es más bien la contracultura. Siempre me ha impresionado mucho que la gran piedra que se descubrió en el Templo Mayor, uno de los pocos bajorrelieves monolíticos que hayan persistido a la destrucción de la ciudad prehispánica, sea precisamente un bajorrelieve de la Coyolxauhqui, que a su vez representa precisamente la destrucción, como si lo único permanente en nosotros fuera nuestra vocación autodestructiva; es lo único que realmente no se destruye, nuestra vocación por la destrucción (Arenas y Olivares 169).
La referencia a Daniel Santos da cuenta de otra de las constantes de esta literatura, la del culto al ídolo y la exaltación nostálgica de la noche, escenario privilegiado además para las prácticas de la memoria. La novela bolero, que suele revelarse atraída por el amor y fascinada por la derrota, consigna también la miseria y la urbanidad como espacios ambientales preferidos. Daniel Santos, Celia Cruz, Agustín Lara, Jorge Negrete, Felipe Pirela o Rafael Cortijo reciben con ella el tributo que corresponde a su significación en el imaginario colectivo latinoamericano de los últimos sesenta o setenta años y consolidan, a su vez, la irrupción de los sectores populares en la literatura y en la vida. De ello se hacía eco Guillermo Cabrera Infante al recoger en su prólogo a Reina Rumba (1981) de Umberto Valverde la siguiente afirmación de «El Inquieto Anacobero», Daniel Santos, el célebre intérprete de guarachas cuya trayectoria inspira varias de las obras del corpus: «Yo entro a cualquier barrio del
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mundo, porque en todos se habla un idioma común, el idioma de la pobreza, y aunque haya matones, tecatos, putas o contrabandistas, siempre me respetan» (Torres 65). Paralelamente, el salón del baile, el night-club, la taberna se consolidan como espacios de liberación y como antídoto contra la desdicha. Gonzalo Celorio conoce y celebra esta inmersión en la noche como negación del día, esto es, de la frustración y el confinamiento social sin alternativas. Las páginas finales de Amor propio homenajean al viejo Bar León de la Ciudad de México y a Daniel Santos como acompañante habitual de sus días y sus horas. Por eso, la jerga cómplice que Aguilar y Eduardo emplean al término del libro es la del bolero «Linda», celebrado en las versiones de Santos y de Cayito —y que, como en Pacheco, resulta ser otro tema clásico de Pedro Flores—; transmutan imaginariamente en Linda a su amante Giovanna y aprovechan, al igual que el narrador, la inclusión intertextual del tema con funciones anticipatorias y de compendio. El Bar León constituye asimismo el motivo y el contexto principal de otro relato del escritor, «Con su música a otra parte», de El viaje sedentario. En él se rinde tributo a los locales que por un tiempo definieron la idiosincrasia canalla de la ciudad y que albergaron los rituales de soledad del escritor. El traslado del pequeño garito de la calle Brasil a la colonia Roma, en busca de sofisticación y prestigio, motiva la reflexión sobre las transformaciones urbanas y sociológicas de México y sobre las de la propia vida. La línea la desarrolla con grandes similitudes y casi por las mismas fechas otro mexicano, Héctor Aguilar Camín, quien con su «Lobo y Melón» de Historias conversadas (1992) se sirve del poder evocador —«epidérmico», afirma— de la música para abandonarse a la nostalgia de un tiempo personal y municipalmente perdido. Los textos emprenden también una exploración entre poética y sociológica de la parroquia rumbera, de los intérpretes —no sólo de primera, sino sobre todo de segunda y tercera fila— de la música tropical y de sus oyentes asiduos. Sabedores de la extrañeza que su condición de intelectuales les confiere, los escritores fantasean con la posibilidad de camuflarse entre los albañiles, los burócratas, las prostitutas y los camareros, a quienes se sienten unidos por el triple lazo de la soledad, el desengaño y la costumbre. Esta «literatura del bar» tiene no obstante un antecedente muy claro, respecto del cual los trabajos de la década de los noventa no pueden no declararse tributarios: la obra de Cabrera Infante, que explotara tempranamente y de forma canónica las posibilidades literarias de la noche y la comunión de desencontrados en el antro nocturno. Aunque con intensidad menor, la música y su imaginario siguen presentes en el resto de la producción del autor. Y retiemble en sus centros la tierra
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exhibe su condición melódica desde el mismo título, tomado de un verso del himno nacional mexicano. Son varios los puntos de conexión entre ésta y las narraciones anteriores, entre ellos, la figura de Juan Manuel Barrientos —ahora protagonista absoluto—, la presencia de la ciudad como personaje o la combinatoria feliz «del tequila y la filología», es decir, el doble tributo a las tradiciones elevada y popular como conformadoras de la cultura mexicana. Sin embargo, la narración se decanta hacia tonos más serios, definidos en parte por su hipotexto dominante: el del relato de la Pasión de Cristo. El libro presenta de nuevo un recorrido en el espacio por los entresijos de la capital y un viaje por la memoria del profesor. Barrientos, a punto de abandonar la vida universitaria, invita a sus alumnos a realizar una exploración del centro histórico con el propósito de desplegar sus conocimientos tanto del Barroco mexicano como de las cantinas y los tugurios de la ciudad. Finalmente, se ve obligado a cumplir el itinerario en soledad y éste termina por convertirse en un auténtico via crucis en el que, espoleado por alcohol, da cuenta de un progresivo desmoronamiento vital y de una revisitación más trágica que irónica de los símbolos patrios. Pese al menudeo de referencias a intérpretes de la canción popular, presentes en las numerosas estaciones del peregrinaje que transcurren en bares, e indisociables de la rememoración de la propia vida, mayor es ahora la resonancia del tema literario de la ciudad, de conocida y riquísima tradición en México. Ésta habría ido conformando lo que alguna vez el propio Celorio ha definido como «la ciudad de papel» (1997), es decir, el conjunto de referencias, menciones y descripciones de la ciudad conservadas en poemas, novelas, himnos, actas o documentos históricos y que, en definitiva posibilitan la supervivencia de la memoria urbana. Por eso, su patrimonio es celebrado y cuestionado en el libro a través de la presencia de Francisco de Terrazas, Bernardo de Balbuena, López Velarde o Carlos Fuentes, con quien se participa en la revocación del inevitable tópico de la transparencia del aire del Anáhuac. Más espacial que sonoro, testimonio de la también declarada vocación del escritor por la arquitectura, el texto no deja de aprovechar su recordatorio del himno nacional para construir una metáfora poco honrosa, más bien anti-hímnica, del país. Será el propio Barrientos quien exponga cómo esta supuesta enseña de grandeza estaría obedeciendo en México a la concatenación de diversos errores, con lo que la novela no haría sino dar cuenta ya desde su canora designación de una amarga y crítica visión patria: ¡No es posible que nuestro himno nacional esté escrito en inusitados versos de diez sílabas y que su música esté compuesta para versos de once!, exclamas con
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exagerada gesticulación. ¡Es una locura! Nos la pasamos repitiendo una sílaba en cada verso para ajustar la letra a la música: U-un soldado en cada hijo te dio, ¿se dan cuenta?: Mexicanos al grito de gue-erra, / el acero aprestad y el bridó-ón / y retiemble en sus centros la tie-erra / al sonoro rugir de-el cañón. Un himno belicoso como ninguno, aguerrido y violento, pero tartamudo. (63)
También participa Tres lindas cubanas de la voluntad autobiográfica de Celorio y del doble homenaje a la literatura que marcara su formación (específicamente la de origen cubano) y a la música (también caribeña) que ha venido acompañándole durante toda su vida. Sin embargo, las referencias no alcanzan esta vez el protagonismo estructural de su convocatoria en Amor propio y se quedan más bien en el terreno del comentario crítico y metapoético o de la evocación afectiva. El libro, calificado como «la más cubana de las novelas mexicanas» (Alberto 2006), toma su título del danzón compuesto por Antonio María Romeu a partir de un verso sonero precedente, de principios de los años veinte, obra de Guillermo Castillo, y que mencionaba precisamente a «tres lindas cubanas». Las tres hermosas mujeres caribeñas de la canción no son en la novela otras que la madre y las tías del escritor, cuya historia familiar el mexicano reconstruye con sencillez y escasa voluntad de innovación formal respecto a los moldes del género. El libro incorpora además otras dos líneas argumentales a la crónica de las andanzas de las muchachas: la recreación de los viajes, reales, del escritor a la isla y la sucesión de una serie de estampas, a veces próximas al microrrelato, otras al humorismo o la prosa poética, referidas a la tierra o la cultura cubanas. Las tres secciones se disponen conforme a una «estructura mesurada», relacionada por Alberto Ruy Sánchez con un paso de danza o de danzón (2006), en justa consonancia con el ritmo del discurso, sin duda una de las mayores cualidades del texto. El autor da lugar de esta manera a otra de sus «narraciones híbridas», imbuida tanto de lo novelístico como de la saga familiar, la crónica de viajes, el ensayo literario y cultural o el testimonio político. De hecho, la confrontación abierta con la Revolución Cubana, asociada tanto al terreno íntimo como al ideológico, se conforma como uno de los temas nucleares del libro. Las tres lindas cubanas adoptan tres posiciones distintas frente al castrismo, desde la adhesión incondicional de la pequeña, Ana María, a la disidencia del exilio en Miami de la mayor y más bella, Rosita, o el distanciamiento crítico motivado por la salida de la isla, mucho antes de los acontecimientos, debido a su matrimonio con un funcionario mexicano, de la madre del escritor, Virginia. Celorio, por su parte, narrador y personaje de su propia historia, describe el
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proceso que le lleva de la devoción juvenil y colectiva por el proyecto revolucionario al desengaño de la madurez ante los desvíos del régimen. Se trata, de nuevo, de una novela que busca extender al conjunto de su generación una experiencia personal pero corroboradamente compartida. Pasada la fe revolucionaria, la música y la literatura cubanas se revelan como el mayor legado que la cultura de la isla ha proporcionado al escritor, amén de esos lazos familiares a los que pone fin la muerte de las dos tías. Este «contrapunteo político y musical» es destacado asimismo por Aguilar Camín quien, en su rememoración del más internacional de los conjuntos soneros mexicanos, el dúo formado por Lobo y Melón, lamenta que llegase el Comandante y mandase parar la efervescencia del guaguancó: En aquella ciudad perdida y provinciana, Lobo y Melón encarnaron uns años fugaces el clímax de la furia tropical y romántica que por décadas, y aun por siglos, había llegado a México procedente de Cuba. Al irse petrificando, la Revolución Cubana se llevó los sueños revolucionarios de mi generación, pero secuestró algo también más imperdonable y fundamental: la extraordinaria música cubana, su inmensa capacidad de alegría sensual. (120)
¿Qué queda, en síntesis, de este recorrido, casi una audición, por la literatura de un escritor como Gonzalo Celorio? En primer lugar, la asunción del intenso diálogo sostenido por el mexicano con la tradición literaria que le precede. Además de su predilección por modalidades narrativas propicias a la expresión del «yo» (autobiografía, crónica familiar, diario…), que hicieran célebres a autores como Bryce Echenique o Cabrera Infante3, es recurrente, en sintonía con estas mismas orientaciones, su interés por las figuras de perdedores emocionales y su reivindicación del derecho a la sentimentalidad y la nostalgia. Celorio persigue la mezcla de literatura y vida, manteniendo respecto a los padres literarios del boom una actitud ambigua pero nunca plenamente desautorizadora: de admirada rebeldía en Amor propio, deudora en algunos aspectos de Y retiemble en sus centros la tierra4 y de explícito homenaje en 3 El escritor ha reconocido en varias ocasiones su admiración por la narrativa de Cabrera, en especial debido a su talento para conjugar autobiografía y novela: «…una novela como La Habana para un infante difunto es una novela totalmente autobiográfica y funciona como novela. Y eso a mí me parece un milagro al que yo un día quisiera acceder. Me encanta esa posibilidad». (Entrevista con el autor.) 4 Ciertas claves narrativas aproximan la obra a la órbita del boom, desde el protagonismo de la metrópoli mexicana o la segunda persona narrativa características de los textos clásicos de Fuentes, a la reescritura de patrones bíblicos o el relativo espesor simbólico que otorga la reevaluación de los emblemas patrios. Sin embargo, quedan lejos las intenciones
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Tres lindas cubanas, donde sin embargo se adentra en los veneros del más tradicional arte de la narración5. A su vez, da cuenta de un aprovechamiento literario de la canción popular caracterizado por sus dimensiones de invitación a la expresión de lo íntimo y la hiperestesia afectiva, ilustración de la peripecia argumental, exploración sonora del lenguaje, juego intertextual, mezcla de niveles de cultura, reivindicación simultánea del bar y del libro como dispensadores de posibilidades... Constantes de esta tradición, como la apertura democratizante, la exploración de la oralidad, la reivindicación de lo íntimo y lo lúdico, el hibridismo o la urbanidad del espacio novelesco, cultivadas con profusión desde fines de los sesenta, han alcanzado ya la mayoría de edad, lo que nos sitúa ante una frecuentación de los medios más nostálgica y melancólica que novedosa e incluso literariamente cada vez más próxima al canon que a sus desafíos. Con todo, su vigencia está atestiguada por la aparición en el panorama narrativo en español de los últimos diez años de una gran cantidad de títulos que, sin sortear en todos los casos los peligros de la retorización de ciertas fórmulas y motivos, y aunque desde perspectivas distintas y adscripciones generacionales diversas, coinciden de forma señera en su apelación a la música popular como vehículo de exaltación de lo meta-afectivo. Se trata de textos como Bolero de Pedro Ángel Palou (Puebla, 1965), Cicatrices del bolero de Enrique Blanc (Guadalajara, Jalisco, 1961), La radio y otros boleros, de René Rodríguez Soriano (Constanza, República Dominicana, 1950), Si tú me dices ven, del lucense Ramón Pernas (Viveiro, 1952), todos ellos de 1996, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) del ecuatoriano Raúl Pérez Torres (Quito, 1941), Toda una vida de Martha Cerda (Guadalajara, 1945), Se me olvidó que te olvidé del también mexicano Gabriel Mendoza (Ciudad de México, 1964) y ambos en 1998, Idos de la mente (2001), del tijuanense Luis Humberto Crostwhaite (1962), homenaje a dos corridistas de frontera y especialmente a la impronta de José Alfredo Jiménez sobre la música y el imaginario mexicanos, La Reina del Sur (2002), celebración de la sentimentalidad y la iconografía del narcocorrido de Arturo Pérez-Reverte, El cantante de boleros (2005) de Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1935) o Ritos de cabaret (2007) del dominicano Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 1936). Nombres que dan cuenta tanto de la vigencia de una manera de hacer esencialistas y totalizadoras de la década del ‘60, y el interés primario del relato es el de dar cuenta de un proceso de decadencia personal que avanza en sintonía con un proceso de degradación urbana. 5 De nuevo interrumpido por el recurso a la segunda persona.
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literatura como, quizá, y esto puede ser más importante, de la vieja, pretecnológica y sentimental afición del ser humano a enamorarse, a emborracharse y a cantar. Bibliografía Aguilar Camín, Héctor (2004): Historias conversadas. México: Cal y Arena. A insa, Fernando (2002): «Composición musical y estructura novelesca: las felices interferencias de la ficción hispanoamericana». En Ángel Esteban / Morales, Gracia / Salvador, Álvaro (eds.) (2002): Literatura y música popular en Hispanoamérica. Granada: Universidad de Granada/Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos: 163-173. — (2003): Reescribir el pasado. Mérida: CELARG. Alberto, Eliseo (2006): Presentación de Tres lindas cubanas en el Palacio de Bellas Artes de México. Arenas-Monreal, Rogelio y Olivares Torres, Gabriela (2001): «Gonzalo Celorio: el prodigio de la memoria». En La voz a ti debida. Conversaciones con escritores mexicanos. México: Plaza & Valdés: 161-180. Celorio, Gonzalo (1992): Amor propio. Barcelona: Tusquets. — (1994): El viaje sedentario. México: Tusquets. — (2001): Ensayo de contraconquista. México: Tusquets. — (1997): México. Ciudad de papel. México: Tusquets. — (2006): Tres lindas cubanas. México: Tusquets. — (1999): Y retiemble en sus centros la tierra. Barcelona: Tusquets. Esteban, Ángel; Morales, Gracia y Salvador, Álvaro (eds.) (2002): Literatura y música popular en Hispanoamérica. Granada: Universidad de Granada/Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos: 163-173. Ferreira, César (1993): «Gonzalo Celorio, Amor propio». Reseña. En Chasqui XII/2, pp. 156-158. Lienhard, Martin (coord.) (2000): La memoria popular y sus transformaciones. Madrid: Iberoamericana. Manzoni, Celina (ed.) (2003): La fugitiva contemporaneidad. La narrativa latinoamericana: 1990-2000. Buenos Aires: Corregidor. Menton, Seymour (1993): La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992. México: FCE. Monsiváis, Carlos (2000): «Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX». En Historia general de México, Daniel Cosío Villegas, coordinador. México: El Colegio de México: 959-1060. Pacheco, José Emilio (2005): Las batallas en el desierto. México: Era. Ruffinelli, Jorge (1990): «Los 80: ¿ingreso en la posmodernidad?». En Nuevo Texto Crítico VIII/6, pp. 31-42.
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Roberto Bolaño: Literatura y apocalipsis1 Edmundo Paz Soldán
En «Apocalipsis en Solentiname», Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naïf de la realidad, o testimoniar el horror. En el cuento, el narrador, un escritor argentino llamado Julio Cortázar que vive en París, visita Nicaragua en plena revolución sandinista. Ya en el primer párrafo, las contradicciones asoman en el personaje, y se resumen en la dificultad de conciliar un arte comprometido con el pueblo con una escritura difícil, vanguardista, «hermética» (283). Cuando «Julio Cortázar» llega a la isla de Solentiname, descubre las pinturas de los campesinos, que dan cuenta de una realidad en la que hay una comunión del hombre con la naturaleza, «una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza» (285). Esa América Latina de las pinturas contrasta con la sensación del narrador en la misa del domingo, en la que, siguiendo los postulados de la teología de la liberación, el evangelio es leído como si fuera parte de la vida cotidiana de los campesinos, «esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, de Brasil y de Colombia» (285). El arte naïf de los campesinos no da cuenta del miedo, del horror de vivir en la América Latina de los setenta. Pero no es difícil rasgar la superficie y encontrar las tinieblas, lo siniestro. En el cuento, el narrador, como un turista Este texto es una adaptación del prólogo al libro de ensayos sobre Roberto Bolaño editado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón, publicado por la editorial Candaya (Barcelona). 1
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agradecido y conmovido más, toma fotos de las pinturas y se las lleva a París. Allí, ya instalado con el proyector a su lado, se pone a ver las fotos de Solentiname. De pronto, en un típico giro cortazariano, ocurre lo fantástico para hacer estallar las estructuras del realismo convencional: aparece en la pantalla, en vez de una pintura de un campesino, la foto de un muchacho con un balazo en la frente, «la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles» (287). Después, más fotos del horror: «cuerpos tendidos boca arriba», «la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo», «ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca» (287-8). La mayoría de las fotos remite a la violencia estatal: hay uniformados en jeeps, autos negros de paramilitares, torturadores de corbata y pull-over. Es la violencia de las dictaduras del Cono Sur, tiempos de «guerra sucia» y Operación Cóndor. «Cortázar», en el paréntesis revolucionario de la Nicaragua sandinista, escribe un cuento sobre los límites de cierto arte para dar testimonio de ese destino sudamericano, esa violencia latinoamericana. Lo que el escritor comprometido debe hacer es, sin renunciar a su proyecto artístico, sin simplificar sus hermetismos, enfrentarse a esa realidad atroz y representarla. En el ejercicio literal del fotógrafo/escritor en «Apocalipsis en Solentiname», se debe revelar el apocalipsis que está detrás de los paisajes bucólicos y la mirada prístina de los habitantes del continente. Vale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno, ferviente admirador de Cortázar, no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los años setenta —explorada en novelas como Nocturno de Chile y Estrella distante—. En ambas, Bolaño se asoma como pocos al horror de las dictaduras. Nadie ha mirado tan de frente como él, y a la vez con tanta poesía, el aire enrarecido que se respiraba en el Chile de Pinochet: ese aire en que el despiadado Weider de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta. El aire opresivo de la dictadura lo contamina todo, y si bien es fácil ver a Weider de la manera en que Bolaño lo describía, como alguien «que encarnaba el mal casi absoluto» (Entre paréntesis 31), lo cierto es que en la novela nadie es inocente, como sugiere uno de los sueños del narrador: Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de la popa y escri-
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bía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado! ¡tornado! Pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary de Polansky. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, sólo que él había contribuído a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo. (130-1, énfasis en el original)
Esta breve alegoría en clave de horror —no es casual la mención a la película de Polanski— se emparenta con otras sugeridas en Nocturno de Chile. Allí, el barco que se hunde es el fundo La-Bas de Farewell y la casa de María Canales. En el fundo de Farewell, el narrador duerme «como un angelito» (28), y se va ejercitando al descubrir la literatura como «una rareza» en el país de «bárbaros» (14) y en la crítica literaria como un esfuerzo «razonable», «civilizador», «comedido», «conciliador» (37). El fundo es el espacio de la literatura en Chile, un lugar «allá abajo» donde uno aprende a cerrar los ojos a la realidad, a intentar no mancharse leyendo y descubriendo a los clásicos mientras «allá arriba», en el país, campea la barbarie. Por supuesto, aquí, tanta civilización, tanta ceguera, termina siendo una forma más de barbarie. La gran casa de María Canales es la casa de Chile, la casa del establishment literario, que sigue con sus cocktails y recepciones mientras en los sótanos de la casa se tortura a los opositores al régimen. En esta escena, Bolaño hace suya una anécdota siniestra de la dictadura: las sesiones de tortura en el sótano de la casa de Robert Townley, agente de la DINA y asesino de Letelier, mientras en los salones de la casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa. ¿Por qué? Ibacache, el narrador, intenta una explicación pragmática: «Había toque de queda. Los restaurantes, los bares cerraban temprano. La gente se recogía a horas prudentes. No había muchos lugares donde se pudieran reunir los escritores y los artistas a beber y hablar hasta que quisieran» (124). Si en el fundo uno aprende a callarse, en la casa uno lleva a la práctica ese silencio. Se puede ver en el sótano a un hombre «atado a una cama metálica… sus heridas, sus supuraciones, sus eczemas» (140) y luego, ¿qué se puede hacer? Callarse por miedo, porque se trata de algo cotidiano y «la rutina matiza todo horror» (142). Nocturno de Chile es la confesión del civilizado que con su silencio es cómplice del horror. Nocturno de Chile es la
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novela de la complicidad de la literatura, de la cultura letrada, con el horror latinoamericano. En Nocturno de Chile se encuentra una lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el poder y la letra. Nuestros intelectuales han terminado más de una vez seducidos por el poder. Se han escrito grandes, fascinantes —y fascinadas— novelas sobre el dictador latinoamericano, pero muy poco sobre esa figura a su sombra, el amanuense de turno, el intelectual cortesano, el que le escribe los discursos al gran hombre. Bolaño, en Nocturno de Chile, nos muestra la debilidad e hipocresía de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con el poder. Ibacache cuenta de las clases de marxismo que tomaron los militares de la junta con él, para saber cómo pensaban sus enemigos. A la última clase sólo asiste Pinochet. Pinochet ataca a los ex-presidentes Frei y Allende, que se hacían los cultos pero en realidad jamás habían escrito un solo libro. Pinochet, orgulloso, para mostrar su superioridad, dice que ha escrito varios libros y artículos. Pinochet le cuenta eso a Ibacache «[p]ara que sepa usted que yo me intereso por la lectura, yo leo libros de historia, leo libros de teoría política, leo incluso novelas» (118). El dictador continúa: «Y además a mí no me da miedo estudiar. Siempre hay que estar preparado para aprender algo nuevo cada día. Leo y escribo. Constantemente» (118). En la novela de Bolaño, Pinochet aparece como la parodia de un letrado. Si la lectura y la escritura le sirven a Ibacache para no ver lo que ocurre en torno suyo, a Pinochet le sirve no sólo para ver mejor lo que ocurre en torno suyo, sino para proyectar el futuro, «imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar» los enemigos del país (118). La escena pedagógica, tan central en la novela latinoamericana fundacional del siglo XIX, solía servir para la construcción del nuevo ciudadano de la patria; ahora, la transmisión de conocimiento sirve para eliminar a los ciudadanos que no piensan como el dictador letrado. La literatura, que preparaba a los hombres para su ingreso a la civilización, se ha tergiversado por completo y ahora es un instrumento para la barbarie. Como dice Richard Eder, el tema central de una novela como Los detectives salvajes —agrego que en realidad es el tema de toda la obra de Bolaño—, es que «the pen is as blood-stained as the sword, and as compromised» (E6). Pero no se trata sólo de la escritura. En Estrella distante, las fotografías son también un aspecto central de la revelación del mal. En la novela, el poeta/ criminal Wieder invita a sus amigos a una exposición fotográfica en su departamento. Wieder espera hasta la medianoche para abrir el cuarto de huéspedes donde se encuentra el «nuevo arte» (93). La primera en entrar, Tatiana Von Beck Iraola, tiene la esperanza de encontrar el arte naïf («retratos heroicos o
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aburridas fotografías de los cielos de Chile» (94); cuando sale, vomita en el pasillo. En el cuarto, «cientos de fotos» se encuentran en las paredes y hasta en el techo: Según Munoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. (97)
Hay aquí un doble juego, una puesta en abismo de las intenciones de Bolaño. Al interior de la novela, las fotos de Wieder sirven para revelar su condición de asesino aliado al régimen; el «arte nuevo» no muestra otra cosa que la complicidad del artista con el poder; ante esa revelación, el efecto en los espectadores es fulminante. A la vez, Estrella distante se presenta como un texto en la tradición de «Apocalipsis de Solentiname». Al narrar el horror de la Latinoamérica de los años setenta, la literatura, sugiere Bolaño, debe provocar en los lectores las reacciones fuertes que provocan las fotos de Wieder en sus espectadores. No hay consuelo posible, no hay manera de presentar un Chile pastoral de exportación. Hay, sin embargo, una diferencia importante entre el Cortázar de «Solentiname» y el Bolaño de Estrella distante: en Cortázar, el horror en las fotos aparece a partir de una estrategia narrativa fantástica; en Bolaño, aun cuando algunas fotos son montajes, éstas son claramente testimonio de la realidad, y muestras de la poética realista abarcadora de Bolaño. En Estrella distante hay «alucinaciones» y «epifanías de la locura», pero todas dentro del más estricto realismo. Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un «cráter», el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En un texto sobre Huesos en el desierto, del periodista mexicano Sergio González Rodríguez, al que reconoce su ayuda «técnica» y de investigación para la escritura de 2666 (y al que, de paso, convierte en personaje de su novela), Bolaño escribe que el libro es «una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventura sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen
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vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea» (Entre paréntesis 215). Al hablar del libro de González, Bolaño parecería estar hablando sobre su novela, con el añadido de que la metáfora aquí va más allá de Latinoamérica. 2666 es la aventura y el apocalipsis, diseminados a lo largo y ancho del planeta. La novela recorre Europa, América Latina y los Estados Unidos; cubre casi todo el siglo XX, para ir a desembocar en ese presente turbio en una ciudad fronteriza en México. Bolaño utiliza el hecho macabro de las más de doscientas mujeres muertas en los últimos años en Ciudad Juárez —crímenes todavía impunes— no sólo como símbolo de la violencia en la América Latina post-dictatorial, sino como metáfora del horror y el mal en el siglo XX. Benno von Archimboldi encuentra su destino como escritor durante la segunda guerra mundial porque ese período histórico es otro de esos «cráteres» que condensan todo lo que hay que saber sobre el horror del siglo XX. Tanto la segunda guerra mundial como las muertas de Ciudad Juárez/Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre que primero, en la guerra, se encuentra como escritor, y luego, en Santa Teresa, se convierte en un escritor extraviado al que los críticos buscan. En el camino que va de la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del siglo XX en la versión de Bolaño. En la cuarta sección de la novela, «La parte de los crímenes», asistimos a una letanía de muertes salvajes descritas con precisión clínica: «La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior» (443), es el primer caso, ocurrido en 1993; el último, trescienta cincuenta páginas después, cierra el siglo: El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este… El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta» (790-1).
Son varias las explicaciones que se dan en esa sección para contextualizar las muertes. Algunas están relacionadas con el narcotráfico; otras, con sectas satánicas; otras, con las condiciones económicas paupérrimas de una ciudad de maquilas, fruto del intercambio asimétrico de bienes y trabajo entre las sociedades industrializadas de la economía global y las sociedades en vías de desarrollo; otras, al hecho de que varias de las muertas son prostitutas; otras,
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a la situación de pobreza de mucha gente en la región: las mujeres son obreras en las maquiladoras, reciben «sueldos de hambre» que, «sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca» (474). Otra de las explicaciones es la misoginia. En una escena clave en la sección, los policías que investigan el caso van a desayunar a una cafetería; mientras lo hacen, se cuentan chistes sádicos sobre mujeres: «¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve» (691). También intercambian refranes, sabiduría popular qué no se discute: «Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos… las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas» (691). El café en el que los policías se encuentran tiene pocas ventanas y se parece a un ataúd. Mientras los policías cuentan chistes sobre esas mujeres cuyos crímenes les toca investigar, mientras se hacen la burla de las leyes que dicen defender, ellos, sugiere el narrador, están desafiando a la muerte con sus risas, pero en el fondo no hacen más que encerrarse en su propio ataúd, encontrar una suerte de muerte en vida. Su forma de entender el mundo es la muerte de la sociedad contemporánea; la imposibilidad de escapar de los prejuicios sexistas y racistas tiene un correlato directo con la imposibilidad de resolver los crímenes. Mientras haya policías como los que se reunen en el café Trejo’s, habrá mujeres muertas, violadas, abusadas en los desiertos del mundo. En «La parte de los crímenes» un alemán, Klaus Haas —del que luego descubriremos sus conexiones familiares con Archimboldi— es detenido y llevado a la cárcel como presunto responsable de los crímenes. La policía, satisfecha, siente que ha cumplido su parte. Pero los crímenes continúan. La sección termina con la sugerencia de que no habrá una resolución posible para esas muertes. Los crímenes quedarán sin resolverse. La última escena, la de las navidades de 1997, muestra a una Santa Teresa entregada a la fiesta: «Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír» (791). Pero esa Santa Teresa naïf encierra, como en las fotos de «Apocalipsis de Solentiname», su reverso nefasto: «Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros…» (791). Esos «agujeros negros» son la derrota de la ley, de la civilización. Todo el siglo XX desemboca allí. En «Autobiografías: Amis & Ellroy», uno de sus artículo recopilados en Entre paréntesis, Roberto Bolaño escribió que «el crimen parece ser el símbolo del siglo XX» (206). En una entrevista, el escritor chileno declaró: «En
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mis obras siempre deseo crear una intriga detectivesca, pues no hay nada más agradecido literariamente que tener a un asesino o a un desaparecido que rastrear. Introducir algunas de las tramas clásicas del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como lector también me pierden» (Braithwaite 118). Se puede leer 2666 como una monumental novela detectivesca, en la que hay tanto un desaparecido al que se busca —el escritor Archimboldi— como múltiples asesinos. En el trabajo de Bolaño con el género detectivesco, se podría pensar que las muertas de Santa Teresa son parte de un asesinato múltiple, que se trata, si se permite el juego de palabras, de un asesino colectivo en serie. Aquí, sin embargo, como en «La muerte y la brújula» de Borges, el detective (el periodista-escritor Sergio González) y los buscadores (los críticos admirados de Archimboldi) son derrotados. O mejor: en el caso de los crímenes, a diferencia de Borges, ni siquiera tenemos en Bolaño la posibilidad de encontrar a un asesino victorioso. «La parte de los crímenes» termina como ha comenzado, con un crimen irresuelto, con un asesino o asesinos en la sombra. Como las muertas, los asesinos son también tragados por el «agujero negro» en que se ha convertido Santa Teresa. En Bolaño, además de los guiños de Los detectives salvajes y 2666 al género, se puede encontrar en El gaucho insufrible «El policía de las ratas», un cuento que reinscribe un texto clásico de Kafka, «Josefina La Cantora», en el esquema del policial. El detective de Bolaño, Pepe el Tira, tiene algunas de las características que dicta el género: es un solitario, alguien que se siente distinto a los demás (54). Su método es mantenerse al margen del pueblo, dedicarse a su oficio, volver al lugar del crimen todas las veces que sea posible. Como se espera del género, al menos en su versión tradicional, el policía comenta que la vida «debe tender hacia el orden, y no hacia el desorden» (73). Si el orden se rompe —o mejor, se «disloca»—, entonces el trabajo del policía será intentar recuperar el orden. Pepe el Tira es una rata que investiga la muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos de otras especies más fuertes —comadrejas, serpientes—, pues «las ratas no matan a las ratas» (73). Sin embargo, en sus investigaciones, cuando se encuentra con un bebé de rata muerto, Pepe el Tira llega a la conclusión de que esa muerte no se debe a un depredador hambriento ya que todo parece indicar que al bebé lo mataron por placer. Las ratas dicen que eso es imposible, no hay nadie en el pueblo capaz de hacer eso. Pepe el Tira, sin embargo, llega a una inevitable conclusión: «[l]as ratas somos capaces de matar a otras ratas» (84).
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¿Es la pulsión criminal una anomalía de una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuere, el descubrimiento de Pepe el Tira llega tarde pues ya todo ha cambiado: esa pulsión es un veneno, un virus que ha infectado a todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que las ratas están «condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer» (85). El orden no será restaurado. En Bolaño no hay ninguna nostalgia de los detectives tradicionales del género —esos razonadores como Auguste Dupin y Sherlock Holmes, capaces de descubrir al criminal sin necesidad de acudir al crimen, utilizando sólo sus poderes de deducción—, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para decirnos que la razón ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, «condenada desde el principio», no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de «una felicidad que en el fondo sab[e] inexistente» (84). En ese contexto, el escritor, figura cada vez más marginalizada en la sociedad contemporánea, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener «los ojos abiertos», y una «escritura de calidad» es «saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso» (Entre paréntesis 36). En las entrevistas que dio y en sus artículos, son constantes las referencias al valor del escritor: «para acceder al arte lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor» (Braithwaite 97). A fuerza de su constante intervención en sus tan agitados como breves años en la esfera pública, Bolaño reactivó para la literatura el imaginario del escritor como un romántico en lucha constante contra el mundo. En la escena primigenia de Bolaño, el artista, como el organillero de «El rey burgués» de Rubén Darío —no es casual esta genealogía: como decía Octavio Paz, «el modernismo es nuestro romanticismo»—, se encuentra a la «intemperie». Pero el jardín modernista del organillero en el palacio del rey burgués ha desaparecido, y Bolaño lo reemplaza por un desfiladero, un precipicio, el abismo. El escritor, al borde del abismo, sólo tiene una opción: «arrojarse» a éste: (Entre paréntesis 92). Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. Aquí, sin embargo, ya no funciona la analogía del universo como una Biblio-
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teca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del «origen del mal», y por ello condenados desde el principio a la derrota. En otras escenas del escritor en acción, el imaginario de Bolaño siempre liga al arte con la violencia y la muerte: «Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado» (Entre paréntesis 92); Huidobro aburre porque es un «paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas» (Entre paréntesis 333); «La literatura es como esos lugares donde meten a las reses para matarlas: casi ninguna sale viva» (Braithwaite 94). En la lucha, en el enfrentamiento contra el «monstruo», el escritor perderá, pero eso no debería arredrarlo: «Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura» (Braithwaite 90). En Bolaño hay un modelo de escritor al que se aspira; por ejemplo, el Sensini que sale a ganar premios en concursos de provincias como un «cazador de cabelleras», y que está dispuesto a trampas como mandar el mismo cuento a varios concursos a la vez; Henry Simón Leprince, «mal escritor» que se ha ganado a pulso un espacio gracias a su valor; el Belano de «Enrique Martín». Estos escritores en pugna con el mercado son, digamos, la versión contemporánea de «las tretas del débil»: como es imposible enfrentarse a un enemigo poderoso y salir bien parado, lo mejor, entonces, sería, como estrategia de supervivencia, decir sí y no a la vez: formar parte de la industria cultural, pero tratar de sabotearla desde adentro. Hay también antimodelos: el escritor que se adecúa a las reglas de la industria cultural —que parece borrar todo intento de autonomía artística en los años noventa—, y el que se deja deslumbrar por el poder. En el primer caso, están los escritores de «Una aventura literaria». En el segundo caso se encuentran la mayoría de los escritores de La literatura nazi en América, Ibacache en Nocturno de Chile, Weider en Estrella distante. En el cuento «Encuentro con Enrique Lihn», el narrador «Roberto Bolaño», en un ambiente a medio camino entre la realidad y el sueño, habla de la literatura como un «campo minado» en el que la mayoría de los escritores son cortesanos del poder «han dicho ‘sí, señor’ repetidas veces… han alabado a los mandarines de la literatura» (218). Nuevamente, resuena aquí «El rey burgués»; el organillero viene a cantar «la buena nueva del porvenir», pero se transforma en una más de las posesiones del rey burgués. El artista, en Darío, tiene intenciones exaltadas: se cree un visionario, un profeta. En Bolaño las
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intenciones son más prosaicas: simplemente, hacerse de un lugar en la corte. En ambos casos, sin embargo, el resultado es el mismo: el artista es despreciado por el poder, que lo usa cuando le conviene. De manera ácida, Bolaño indica que el escritor de hoy parece más interesado en el «éxito, el dinero, la respetabilidad» ( «Los mitos de Chtulhu» 176). Ha sido devorado por el hipermercado en el que se ha convertido la cultura contemporánea: quiere triunfo social, grandes ventas, traducciones, portadas en revistas. Quiere «glamour» (171), dejar atrás la «casa pequeña» de Lihn y llegar a la casa «grande, desmesurada» del «escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles» ( «Encuentro» 224). A partir de esa crítica, Bolaño se instala en la construcción misma del canon latinoamericano. Hay que atacar a ciertos autores para reivindicar a otros (y de paso, en la reformulación, instalarse como el nuevo paradigma del canon). Los ataques se despliegan en diversos espacios: al interior de Chile, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier ( «Los mitos» 171), incluso autores de prestigio como José Donoso y Diamela Eltit; se recupera al vanguardista Juan Emar, se entroniza a Pedro Lemebel. En la poesía, hay ambigüedad con Neruda —se lo respeta con frialdad--, pero el centro del universo de Bolaño lo conforman Parra y Enrique Lihn. En el canon hispanoamericano, se defiende a autores ya consagrados como Sergio Pitol, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia ( «Los mitos» 171); también, por supuesto, a Borges y Cortázar (la literatura argentina ocupa un lugar central en el mapa de Bolaño, como demuestra Gustavo Faverón de manera contundente en su artículo en este libro). Hay un canon alternativo formado por Martín Adán, Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Felisberto Hernández entre los más marginales; Reinaldo Arenas, Ibargüengoitia, Manuel Puig entre los conocidos; Horacio Castellanos Moya, Carmen Boullosa, César Aira, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Alan Pauls, entre los escritores de su generación. En poesía, los nombres centrales son los estridentistas mexicanos, Vallejo, Oquendo de Amat, Pablo de Rokha. Demás está decir que Bolaño también intervino en el espacio de la literatura española, a la que vio como parte de un corpus indiferenciado con la literatura hispanoamericana. Fueron frecuentes sus ataques a Cela y Umbral, su defensa de Vila-Matas, Cercas, Marías, Tomeo, su admiración por Cernuda. En la literatura universal, los nombres son legión, pero hay algunos que se repiten constantemente: Cátulo, Horacio, Stendhal, Mark Twain, Rimbaud, Perec, Kafka, Philip Dick. Bolaño se presentó, tanto en entrevistas como en artículos y en sus ficciones, como el escritor rebelde, anti-sistema. Sin embargo, había contradiccio-
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nes en su postura: después de todo, el escritor publicaba en Anagrama, una de las editoriales más prestigiosas de España, y concursaba y ganaba premios; al final de su vida, había obtenido un enorme reconocimiento simbólico que significaba buenas críticas, buenas ventas, traducciones. Había adquirido esa respetabilidad de la que renegaba. Quizás por eso en sus últimos ensayos, como en «Los mitos de Chtulhu», su carácter provocador se había exacerbado, llegando incluso a atacar a escritores como García Márquez y Vargas Llosa, de los que previamente había dicho que su obra era «gigantesca», superior a la de su generación (49). Algunos de esos ataques no deben tomarse en serio; en Bolaño muchas veces había humor, el deseo de de preservar el espíritu contestatario de los infrarrealistas, de seguir a Nicanor Parra en el espíritu de contradicción. En otros casos se trataba de mantener un necesario espacio de rebeldía ante el reconocimiento. Y en otros, se desplegaba esa maquinaria de guerra nada inocente, dispuesta a seguir aniquilando obras incompatibles con el proyecto de Bolaño. Había en el escritor chileno una nada desdeñable intransigencia; esa intrasigencia a la hora de aceptar propuestas estéticas diferentes era, a la vez, su gran virtud y su principal debilidad. Bolaño era a su manera un escritor comprometido con las causas políticas de América Latina: «todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia…» (Entre paréntesis 37). Para ello su escritura no bajó los listones, aunque nunca llegó al hermetismo que preocupaba a los lectores del «Cortázar» de «Apocalipsis de Solentiname». Lo más difícil de su obra se encuentra en Los detectives salvajes y 2666, pero no por la escritura, sino por lo intimidatorio en su extensión. Una multiplicidad de símbolos y metáforas complejas se despliega en su obra, de la cual todavía no hemos desentrañado todos sus misterios, pero eso no impide una lectura gozosa de sus páginas, debidas a su poderosa fuerza narrativa. El escritor ya no está. Quedan la obra y la leyenda. Quedan la literatura y el apocalipsis.
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