El poeta y su epopeya ética

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Celso Medina

El poeta y su epopeya ética

Colección Delta - No. 103 ??? © Fundación para la Cultura y las Artes, 2013

El poeta y su epopeya ética © Celso Medina

Imagen de portada Título: Técnica: Dimensiones: Año: Al cuidado de: Héctor A. González V. Diseño y concepto gráfico general: David J. Arneaud G. Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal: N° ISBN: FUNDARTE. Av. Lecuna. Edif. Tajamar. PH Zona Postal 1010, Distrito Capital, Caracas-Venezuela Telfax: (58-212) 5778343 - 5710320 Gerencia de Publicaciones y Ediciones

El poeta y su epopeya ética

Ético es el paso del poeta por el mundo Víctor Valera Mora

I

El poeta y la epopeya ética / 9

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La poesía, ese duro oficio de vivir

El paso ético por el mundo Imaginémonos a Rainer María Rilke, el más grande poeta moderno de Alemania, en su jardín, impactado por una rosa, ensimismado en una flor abriéndose en la gama de sus rosados. En su aproximación se olvida de su enfermedad, la hemofilia, y en vez de asir los pétalos se pincha con una espina. De inmediato la sangre brota y luego muere. Este patético y casi cursi pasaje no es invención; es la más perversa realidad. Así murió Rilke, sacrificándose ante la belleza, descuidando su salud para arrojarse al éxtasis de una flor. El poeta alemán hizo de su muerte la metáfora más brutal de lo que es el poeta, un oficio duro de vivir, un oficio en el que se crea poniendo en funcionamiento todo el cuerpo, todos los poros, todas las funciones vitales. Pero esa belleza que llevó a la muerte a Rilke no es esa que se nos vende como mercancía rutinaria. No es la palabra bonita que nos enamora y con la que enamoramos, ni la palabra que exorciza nuestras penas ante un afligimiento, ni la palabra que embadurnamos con nuestra diletancia para presentarnos ante el prójimo como seres geniales. No. La belleza rilkeana ni es bonita, ni es fea; es, sencillamente, la búsqueda de un equilibrio perdido. El joven Stephan Dedalus dice en El Retrato del artista adolescente, de Joyce, que el artista es la manteca del sacrificio. Diríamos que el más sacrificado de esos artistas es el poeta, puesto que a él le fue encomendada la misión de hacer patente el estado de consciencia más lúcido. Un poeta es un ser ebrio de lucidez, que vive peleando con las sombras que sepultan la esencia del ser. Si existir es estar, entonces nadie más real que este hombre que se ensimisma, para ver dentro de sí no al ególatra que llevamos dentro, sino al hombre en su más productiva desnudez. Cuando Rilke se pincha su dedo, está mirando El poeta y la epopeya ética / 11

en la flor al ser desnudo, vive en el espacio, no en el tiempo, bebiendo el múltiple ins(z)umo de la realidad. Por ello, creemos que el oficio del poeta, la poesía, es el duro oficio de vivir. Esa dureza la vemos en el poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre queriendo vivir «entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos». En ese espacio de lo vacuo nuestro poeta quería abstraerse, para vivir sin el molesto tiempo, que cual «impertinente amada», molesta con caricias tramposas. La poesía es enemiga de la temporalidad, puesto que ésta es hija de la lógica, de la teleología y del afán utópico. Escribir poesía es inclinarse por la subjetividad, pensar en imágenes, concebir la realidad desde un devenir atmosférico. Para la poesía en principio era el caos y desde ese principio jamás se desplazó. Es el aleph que ideó Borges, un punto donde converge el mundo complejo. Vivir en el caos es vivir en el riesgo, pero también en libertad. Libertad para ver desde escalas y puntos de vista libres. Por ello la poesía es el más temido de los oficios. Temido por los lectores, que exigen orden y por ello prefieren la narrativa, en especial la novela, que le ofrece un mundo descifrable. Temido por las autoridades culturales desde los tiempos en que Platón lo execró porque propendía a la subjetividad en desmedro de la noción de ciudadanía. Temido por los maestros que no saben cómo explicar unos textos que no narran y que permanentemente intercambian los turnos temáticos. Temido por los alumnos que no saben sacarle ni idea principal ni argumento a un conjunto de ideas que se explayan únicamente por vía de las imágenes. La modernidad nos sembró fobia contra el caos. A la tradición mítica, levantada en la ciclicidad del tiempo, la trocó en utopía, fijando en el futuro un espacio que llamó futuro. Al pasado lo convirtió en espectáculo, borrando de él su contenido conciencial. El cuento, el drama, la novela fueron los géneros que contribuyeron a hacer del pasado un botín sígnico, pleno de símbolos que se adornaron con la estética. Se trataba, en síntesis, de un proyecto que pretendía hacer más discernible el espejismo de que toda acción humana se encamina a un fin y a una utilidad. La línea del mundo tiene su comienzo y su punto de 12 / Celso Medina

llegada. Pero la poesía es ideológicamente antimoderna; prefiere el caos, se inclina por un incesante trastrocamiento del orden, para construir desconstruyendo. Es esa la razón por la cual la poesía devino oficio de hombres que sobrellevan con resignación su duro vivir. Ante el vértigo del público, la poesía prefirió el refugio en una casa donde el escándalo estaba abolido. La poesía sobrevivirá sólo si deja de pensar en el lector y se preocupa porque su palabra discurra libre de todo chantaje. Su papel no es preservar la literatura, sino al poeta. Por ello se preocupa por poner el sello de subjetividad a su discurso. Nada de objetividad; la poesía es el grado más puro del compromiso. Que cuando la palabra poética se profiera quede constancia de que «ético es el paso del poeta por el mundo», como diría nuestro Víctor Valera Mora.

La soberbia de existir Si hoy hablamos de poesía, es sencillamente porque ha logrado sobrevivir gracias a una de sus virtudes: la soberbia. Soberbia que instala en el centro problemático creativo al poeta, soberbia que piensa más en el poema que en el lector, soberbia que cree más en una literatura con poetas que con lectores. El poema es el género literario que más ha apostado por conservar la esencia de sus orígenes. Los otros géneros (el drama, la narrativa, etc.) se han inclinado por otra cosa: por ganarse un público que los alabe y que les granjee el favoritismo en los lectores. La poesía sigue siendo hoy lo mismo que fue en sus orígenes, cuando a través de un sagrado uso de la lengua procuró resguardar el legítimo derecho del creador artístico a defender su subjetividad más allá de los intereses de los lectores o espectadores ocasionales que leían u oían sus creaciones. Rastreando su origen encontramos que la poesía es una práctica religiosa, cuya praxis más genuina es el rezo; porque el poeta es un sacerdote, pero libre del dogma y su rezo no es el desarrollo de una palabra sumisa. Es, contrariamente, la práctica de una escrupulosidad de conciencia, que se compromete sólo con verdades trascendentes. Por ello su mundo ni está en la tierra ni está en el cielo; se ubica, más El poeta y la epopeya ética / 13

bien, en el imaginario, espacio donde discurre el vivir; sus plegarias no se dirigen a divinidad alguna, son preguntas cuyas respuestas retornan otra vez como preguntas. Por ello, si el lector quiere acompañar al poeta, debe abandonar el afán de las certezas y proseguir el oficio de los enigmas. El término soberbia que hemos escogido como virtud de la poesía lo utilizamos en su etimología latina vinculada a la «magnanimidad», «noble orgullo», pues la poesía está exenta de practicar la altanería o la insolencia. Un poeta es un ser humilde, cuya sencillez suena a extravagancia al oído de los hombres acostumbrados a vivir plegados a la veredas, desechando los caminos más simples. Ese camino sin recodos es difícil de recorrer, no porque los poetas prefieran extasiarse en los hermetismos, sino porque jamás el mundo ha estado preparado para albergar en su seno el sagrado oficio de la poesía. Ese oficio sagrado no es más que el duro oficio de vivir en la soberbia de existir, rezumando la vida sin el patetismo espectacular al que nos ha empujado esta sociedad sofisticadamente semiotizada, para la cual la realidad es un atmósfera de signos, cuyo esplendor reside en su artificiosidad.

Salvar la poesía más allá del poema El poema es la molestosa casa de la poesía. Su configuración en verso o en prosa es una amenaza latente. Quiere domesticar la poesía para entregársela como pócima digerible al lector, para que éste la convierta en artefacto consumible. Leer el poema es cerrar sus puertas, aposentarnos en esa casa para guarecernos en una cotidianidad castrante. Por ello, si queremos salvar la poesía, debemos entrar a esa casa con el único fin de salir de ella, a buscar los enigmas, sin ánimo de resolverlos y con el propósito de multiplicar nuestras dudas sobre el mundo. Un poema no concluye en el último verso; es como un cuadro pictórico, cuyas fronteras más esclarecedoras están en el mundo de sugerencias paralelas que se disparan a sus alrededores. Porque la poesía es una otredad que exploramos sin que la letra tenga

necesariamente que intervenir. La poesía fluye como río de múltiples caudales, en cuyas aguas todo hombre puede abrevar. Pero es como un sueño que no podemos reportar, de cuya experiencia conservamos sólo ráfagas de imágenes, son ellas las que portan los enigmas, son ellas las fuentes de nuestras infinitas preguntas. El poema es la opresión de la lógica sobre la poesía. No en vano Mallarmé ideó la poesía sin poema, haciendo de la página en blanco un respiradero por donde el oxígeno de la imaginación fluyera incesantemente. Su forma poemática no fue ni el verso ni la prosa, fue un cuadro hecho con palabras que presagiaban una seria crisis para el poema.

Ni telos ni utilidad La poesía es como la libertad, un lío. No seremos felices porque escojamos ser libres. Podemos hasta perder la vida si nos inclinamos por la libertad. La esclavitud es más fácil de llevar, por cuanto no implica ningún riesgo, tan sólo el perder la libertad. Así es la poesía: con ella no garantizamos la felicidad; puede, contrariamente, que seamos bien infelices cuando la creamos o la leamos. Tampoco es la belleza su preocupación. No hay ni fealdad ni belleza en la poesía. Hay tan sólo un sentimiento problematizado del vivir, que puede suscitar placer o angustia. Y lo más importante: está enemistada con la utopía, porque esta es la posición más reaccionaria que se puede asumir frente al vivir. Como diría Foucault, es preferible el camino de la heterotopía, en la cual la perfección es una enfermedad y las metas tienen un piso bien tembloroso. Por ello el poeta busca lo que procuraba el Calígula de Camus: lo imposible, pero no con la idea de cumplir uno de los requisitos de la verosimilitud en Aristóteles de «hacer posible lo imposible», sino de desestabilizar constantemente lo que se ha instaurado como verdad ecuménica. Y en cuando a su utilidad, decimos que la poesía no sirve ni debe servir para nada, porque pudiera ocurrirle lo que le ocurrió a la novela y al drama que al casarse con algunos proyectos teleológicos, perdieron su rumbo, ocupando hoy los espacios para del entretenimiento en la sociedad espectacular moderna. El poeta y la epopeya ética / 15

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La ética de Sherezada Soy, en efecto, un existente que se entera de su libertad por sus actos; pero soy también un existente cuya existencia individual y única se temporaliza como libertad Jean-Paul Sartre. El ser y la nada I Se imagina uno a Sherezada, la famosa doncella de Las Mil y una noches, contando cuentos para embelesar al Sultán. Su oficio no es un juego, es un conjuro contra la muerte. Si su relato se debilita, su esposo la matará, tal y como ha venido haciendo con todas sus esposas, a las que asesina diariamente. En la joven árabe puede concebirse el más genuino concepto de la libertad. Recordemos un poco más el cuento del famosísimo libro: el Sultán, decepcionado porque una de sus esposas le fue infiel, decide casarse y enviudar todos los días. La misma noche de su casamiento, asesina a sus compañeras. Sherezada asume el peligroso reto de casarse con él y a fuerza de cuentos procura hacerle desistir de tan perversa costumbre. La joven usa como estrategia contar relatos laberínticos, llenos de múltiples tramas, para generar un permanente interés en su cónyuge. Esa tarea concluye luego de mil y una noches, cuando el Sultán se cura de su terrorífica manía. El oficio de Sherezada se parece al del escritor. Su oficio es una responsabilidad, pero a la vez es un modo de asumir la libertad. Ella decide voluntariamente enfrentar al Sultán, a través de su encantatorio don de relatar. Sabe que cualquier equívoco derivaría en su muerte. Se ha creído que basta con que seamos libres, para que automáticamente nos topemos con la felicidad, pues concebimos la libertad como una potencia hedonizadora, que obvia todo sentimiento de responsabilidad. Pero nosotros compartimos el clásico concepto kantiano de que la libertad no es libre albedrío, ni voluntarismo ilimitado, sino la capacidad de decidir por encima de fuerzas que constriñen la acción El poeta y la epopeya ética / 17

decisional del hombre. Quien decide ser libre, arriesga, sabe que puede toparse con la derrota. La libertad es, entonces, capacidad de elegir sin coerción, en un marco de responsabilidad, ya que «Si soy libre de hacer todo lo que quiero, entonces también soy dueño de despojar a los otros de su libertad» (p. 143), como lo afirma Karl Popper. Jean-Paul Sartre no concibe una escritura sin compromiso, porque ve en ella una huella ética, el indicio de un testimonio ofrecido sin más límite que una consciencia regulada por una razón que no coacciona. Ha dicho el filósofo francés que «el hombre, al estar condenado a ser libre, lleva sobre sus hombros todo el peso del mundo; es responsable del mundo y de sí mismo…» (p. 576). La libertad es esa rebelión responsable frente al mundo dado. Es una tarea que redime la capacidad de obrar libremente, sin chantajes ideológicos ni religiosos. Es, por ejemplo, la responsabilidad de escribir no para recibir recompensa, sino para hacer lo que la conciencia libre nos dicte.

II La escritura materializó el libro, lugar donde el mundo tiene la posibilidad de coincidir en todas sus posibilidades fenomenológicas. El libro no nació con la escritura; existió antes, como recipiente cultural de civilizaciones alfabetizadas y ágrafas. Gracias a la escritura pudimos leer esos libros; y gracias a ellos nació Dios y todas las mitologías que conforman la mayoría de nuestro sustrato espiritual. Pero la escritura ha tenido que vivir su propia historia de redención. En sus inicios era propiedad exclusiva de la religión y de los poderes políticos. Sólo a Dios le estaba permitido escribir y éste tan sólo señalaba a unos elegidos para que transcribieran su voz. El hombre no tenía palabra, y en consecuencia, era un ser despojado de escritura. Es más, había muchos escribanos que no escribían. La voz de Dios no era un alfabeto críptico que sólo unos pocos descifraban. No obstante, el hombre se encontró de pronto con su propia voz; empezó a tener conciencia de que era posible leer los libros sin coerción. Y terminó descubriendo que la escritura podía hacerlo libre; claro, no sin correr riesgos. 18 / Celso Medina

El invento Gutenberg democratizó el libro, pero, a su vez, impulsó una industrialización que derivó en una depreciación de su papel cultural. El libro pasó de la cárcel teológica a la cárcel del mercado. Los censores eclesiásticos fueron sustituidos por los marketizadores del gusto. Se inició la campaña universal alfabetizadora bajo el aura de una democracia que sacrificaría todo en aras del consumo y se inicia un proceso de vampirización de la voluntad del escritor, quien termina siendo víctima de la «dictadura de las audiencias».

III Ese mismo proceso de vampirización se dio en la escuela. La escritura en los espacios escolares se convierte en un juego de ventrílocuo. Nadie habla libremente. Los educandos hablan por una segunda voz. Su práctica es una fuente de donde emanan aguas tautológicas. Esa invención tan genial, la escritura, se convierte en un juego de mudez. Ese proceso se inicia en un aula donde el libro está prácticamente desaparecido, pues se «concede más valor a aprender que a llevar razón» (p. 137), como lo afirma Popper. Pasamos toda la vida en el aula «aprendiendo», prorrogando permanentemente nuestra inmersión consciente en el mundo que se nos ha dado. Y nos iniciamos en la escritura no para responsabilizarnos con la vida, sino para reproducir sin producir. Recordemos aquellos ejercicios con los sonidos, en el que, por ejemplo, el fonema m, nos servía para la sonorísima expresión «Mi mamá me mima». Alguna vez leímos en los cuadernos de uno de nuestros hijos el siguiente ejercicio: «Techo, chipo, ducha es, llama, calle, pollito se», que evidencia un uso absurdo de la escritura, cuyo propósito aún nos preguntamos qué perseguía. Cuando somos niños no tenemos palabra. Cuando se nos habla se piensa que nuestro cerebro es una miniatura: por ello la abundancia de diminutivos; nuestra cabecita, al parecer, no puede albergar esa cosa tan grande que es el mundo. Ese juego de palabras vacías se ha venido sustituyendo por otra práctica, que consiste esencialmente en convertir al juego y al El poeta y la epopeya ética / 19

hiperactivismo en la panacea de la pedagogía. El niño ahora actúa en un aprendizaje hiperkinético, sin detenerse a reflexionar sobre lo que supuestamente va conociendo. ¿Cuándo escribe? Cuando su mentor le indica que debe reportar su experiencia, una experiencia externa, que no ha sido el producto de su creación, sino de una compulsiva necesidad de aprender. El aprendizaje es sólo gregario; el que adquiere al lado del otro. Pero a ese «otro» jamás se le ve, ya que el niño está tan preocupado por «experimentar» que termina irremediablemente volviéndose un Narciso. Los niños salen alfabetizados de su escuela primaria (o básica), ¿pero qué han escrito? Nada o poco. La escritura autónoma se cultiva muy tímidamente. Y los libros que generalmente leen son cuentos, que muchas veces esconden el mundo futuro al que habrá de enfrentarse como adulto; y la poesía que se lee es aquella que ejercita el verbalismo con una frivolidad irresponsable. Los niños, cuando le ponen su toga de Sexto Grado, están convencidos de que la escritura es una especie de Nintendo, que sirve para desentendernos del mundo que fluye más allá del universo de su habitación. Comparto la preocupación de Fernando Savater de que la escuela debe ofrecer algún horizonte ético; por ello el sitio donde el niño debe jugar no es, precisamente, en el aula. Allí debería forjarse el espíritu de una responsabilidad, que no signifique, necesariamente, la imposición de dogmas de buenas conductas o algo parecido a la moral. La formación podría comenzar por ofrecerle a los alumnos opciones de gestionar su libertad; una libertad que a la vez que propenda a darle garantías de autonomía accional, le inculque la idea de que la estética —es decir, la idea de la belleza— sólo tiene sentido en un horizonte plenamente ético. La escritura puede ser la vía para que ese sentido de responsabilidad se concrete. Para ello habría que darle voz al educando, hacerlo sujeto de su propio discurso. Ponerlo ante textos verdaderamente significativos, no ante malabarismos verbales o refritos epistemológicos. Que sienta que la palabra sirve para modificar la realidad, no para evadirla.

IV En la universidad, la mudez del educando se acentúa y se torna dogma cientificista, lo que termina generando consecuencias más perversas. Escribir en la universidad no cuesta nada: no comporta ningún riesgo. Primero porque la costumbre de los remedos tautológicos se profundiza. Un nuevo ventrílocuo aparece para convertirse en policía discursivo, que cuida mucho de que los alumnos se impliquen en los textos que «redactan». La práctica que se impone es la de las disciplinas, que apuestan por una escritura neutra, que tan sólo se preocupe por reportar las parcelas cognoscitivas de cada una de las ciencias que componen el damero curricular, donde se establecieron sus fronteras, se hicieron sus compartimentos, creando los especialistas. La verdad no es la realidad, sino la verdad compartida por una comunidad de pedagogos. Los metodólogos, esos profesionales surgidos en un área que bien podía llamarse la metaciencia, establecieron la necesidad de «hacer comunicable» los descubrimientos de los científicos. Pero esa comunicabilidad no está destinada a hacer «común» el conocimiento. Practicando lo que pudiéramos llamar un neomedievalismo, el conocimiento ya no lo instituyen los monasterios, sino el sistema científico, que fija tajantemente sus verdades, concentrándolas en los especialistas. Surge, entonces, el habla monográfica. Desde la jerga disciplinar se fijan los espacios del saber. Sólo se comunican los iguales, los que comparten intereses fijados por el paradigma. La objetividad pasa a ser, entonces, la verdad institucionalizada. El espacio heliocientífico, donde múltiples conocimientos convergían —caso de Leonardo da Vinci— desaparece y da lugar a las disciplinas. La imagen del científico ideal, emblematizado con barba descuidada y su monóculo, solo en su laboratorio, es sustituido por el profesional adscrito a una corporación académica o empresarial, obligado a hablar para sus iguales. Los discursos elaborados por los científicos se destinan a ser leídos únicamente por profesionales y a las revistas especializadas, de circulación y comprensión restringidas por su difusión «monacal» y por el uso de un lenguaje altamente metalingüístico, cuya decodificación es sólo posible si su lector está «enmarcado» en las jergas del científico escritor. El poeta y la epopeya ética / 21

Cada disciplina adoptó el discurso monográfico como recurso expedito para vehiculizar sus saberes. Su protocolo textual servía de garantía para que se mantuviera el perfil de las ciencias modernas. Y se cumplía, en el escenario de las ciencias, la división social del trabajo: cada quien labora en su parcela epistemológica. Y en ese «cada quien» se creaban lenguajes que posibilitaban la comunicación entre «los iguales». En nuestros espacios universitarios todo ese entramado obedece a que la escuela ha profundizado el afecto por las disciplinas, cuya discursividad ha abolido la práctica dialogal en aras de una textualidad monológica, que presupone el aprendizaje como una máquina de homogeneizar. La víctima más resaltante en esa homogeneización de la discursividad es el ensayo. Claro, él es la contraparte del texto monográfico; es, además, el texto por excelencia de la subjetividad, en la que la palabra tiene un altísimo componente de eticidad. El enunciador del ensayo es un ser que habla; el de la monografía, es un ser que enmudece detrás de los apriorismos y los metodologismos que le procura el conocimiento disciplinar. Si en los niveles precedentes la letra era juego, en la universidad se convierte en palabra por donde circula la autoridad de la cientificidad. La escritura crea estancos, no espacios para la comunicación. Los miembros de esos estancos se comunican sólo entre sí, no para entenderse, sino para refrendar el rito de los nuevos aposentos monacales en que se han convertido las aulas universitarias. Por supuesto, la palabra que proferimos tanto profesores como alumnos dista mucho de ser la de aquella Sherezada osada y retadora. Hemos sido convertidos en escribanos; es decir, en escribientes de relatos cuyos narradores parecen rapsodas decrépitos, que cuentan una historia que no es capaz de impactar. Sostenemos que la crisis de la escritura en nuestras sociedades deviene de una crisis ética. De una crisis que obedece a una educación herida por la abulia. En el caso de nuestra universidad, ella se ha inmolado, al ofrecerse al imperio de unas ciencias deshumanizadoras. La universidad, una instancia por naturaleza deconstructiva, no ha 22 / Celso Medina

ofrecido batalla seria a un proceso de descapitalización de nuestra ética, que nos ha sacrificado impudorosamente al engranaje monologizante. Insistimos en el destierro de la escritura ensayística del espacio universitario. El carácter informal, espontáneo, su capacidad de convocar al público transtradisciplinar, su particular hermenéutica, entre otros elementos, configura un espacio estelar en el que la palabra puede nutrirse éticamente. No es este género discursivo un mecano verbal; es el sitio del diálogo, donde el ser hablante desnuda sus convicciones sin los corsés de los metodologismos.

V Creemos que la sociedad no tiene más camino que formar hombres que aprendan a ejercer su libertad. Ya hemos dicho que esa libertad no es nihilismo, sino posibilidad de ejercer las opciones que ofrece el mundo donde vivimos. Por ello, alarma situarnos en un espacio académico, donde la estética ha perdido su poder humanístico, para trocarse en activadora de los hedonismos. Y en ese marco alarma más el triste papel que protagoniza la escritura, que ha devenido en fuerza reaccionaria, que acalla la subjetividad, haciendo que los objetos hablen un lenguaje de pocos riesgos. Habría que reencontrarse con la metáfora que encarna Sherezada, a costa de equivocarnos y que nuestro cuello sea cortado por el sable mortal del Sultán. Pero que ese relato trascienda la mera deleitación, para reiterar nuestro paso ético el mundo. Si, como sostiene Sartre, por nuestros actos nos enteramos de nuestra libertad, pues, hagamos de la escritura el ejercicio más pleno de responsabilidad.

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El poema y su escritura

Cuando escribimos un poema, ¿qué escribimos?

Para hablar del poema y de su escritura tendríamos, primeramente, que intentar responder a la pregunta «Cuando escribimos un poema, ¿qué escribimos?» Un poema es un texto de parámetros discursivos bien difusos. Diríamos que es un aparato que produce significación haciendo uso de una lenguaje cifrado; es decir, pleno de enigmas, que demanda del lector una atenta lectura. Si a algo se enfrenta el poema es al texto narrativo, pues su lógica no es la linealidad sino la simultaneidad. Por ello la mirada del lector de poesía se posa en una especie de aleph, punto en el que el mundo variopinto se concentra para atraparnos con diversas tentaciones. Desde muy temprana edad somos obligados por la educación formal e informal a entender el mundo desde la lógica de la narratividad; una lógica que aspira atrapar la verdad en un aparato forjador de verosimilitud. Entender es linealizar lo real; hacerlo asimilable al entendimiento. Y esto último obliga a que hablemos de dos formas de escribir antitéticas: la forma prosística de la narrativa frente a la forma versística de la poesía. La prosa redacta el mundo procurando reducirlo a un orden. La realidad es una utopía; sólo el lenguaje lo hace discernible. Y el discurso prosístico es un obseso con esa discernibilidad. El verso pareciera establecer otra relación con la realidad. No quiere atraparla, sino degustarla; por ello se apasiona por hacer de la experiencia fenomenológica del poeta un eterno presente, tiempo antitético de lo lineal.

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El verso es un modo de fragmentar, no de ordenar. Y eso es, precisamente, la piedra fundacional del poema. La poesía está hecha de versos, lo que explica por qué el poema sea un caos cifrado; o lo que es lo mismo: un espacio en el que la realidad circula al margen de toda lógica lineal. Una línea de palabra colocada debajo o encima de otra no hace el verso. No lo configura la métrica, ni la cesura, ni tampoco la rima. Se puede prosificar emulando la geografía y la estructura versística. Lucrecio escribió su Rerum Natura adoptando esos recursos, pero jamás abandona la lógica prosística. El verso es un modo de decir deconstructivo, enemigo férreo del logocentrismo. Su modo de organizar el mundo no es el de la linealidad, sino el de la juntura: urde su visión de la realidad en el pliegue, razón por la cual su producción sígnica apunta permanentemente hacia lo abismático. El discurso versístico no es el de la línea. También puede mimetizarse en la vestidura de la prosa. Por ello, cuando Alosyus Bertrand crea el poema en prosa, no quería desaparecer el verso sino instalarlo en el párrafo, para imponerle su productividad deconstructiva. Los poemas que el poeta francés nos presenta en su Gaspar de la nuit distan mucho de la lógica de la narratividad propia de la prosa; crean espacios de fragmentos que registran el mundo en plena simultaneidad de sus elementos. Volviendo a la pregunta «Cuando escribimos un poema, ¿qué escribimos?», respondemos: escribimos versos. Es decir fragmentos cuyas fronteras lindan con lo inatrapable, en una franca intención de alejarse del mundo lógico de la racionalidad narrativa.

II ¿Desde dónde hablar? Esa definición se torna complicada cuando nos percatamos del espacio desde donde lo intentamos. ¿Desde alguien que ha escrito algunos poemas? ¿Desde el sitio del lector de poemas ajenos?, o ¿desde el

ideal espacio de «escritor experto», que conceptúa Daniel Casany en muchos de sus libros? Procuremos darle respuesta a las dos últimas posiciones y dejemos para último la primera posición. Como lector de poemas ajenos, constatamos una clara diferencia entre la poesía y el poema. Leemos poesía en textos poéticos y no poéticos. El sentimiento poético inocula el discurso del versismo a novelas, a cuentos, a ensayos, a crónicas, etc., pero solo el poema logra resumir el grado sumo de la poesía. El poema es un artefacto textual, la poesía un modo de reportar el mundo desde la visión del verso. Y fundamentalmente en estos tiempos, en que impera el transgenerismo literario, el poema asume muchas veces la estrategia narrativa, pero jamás pierde su condición poética. ¿Cómo concebimos esa condición poética? Como la transposición a un universo translógico de lo que en apariencia es ordenado y secuencial. Y aquí apuntamos una diferencia esencial de la narrativa con el poema: el primero ficcionaliza, porque la realidad le resulta ilógica desde la percepción simultánea; el segundo, se atiene a hacer un reporte de lo real, pero desdibujando la urdimbre del orden. El poema, pues, no tiene necesidad de inventar mundos; le basta con dejar constancia de que se ha visto la realidad, pero con ojos deconstructores. El escritor experto del que nos habla Casany es un constructor de textos para urdir actos de hablas comunicacionales, aquéllos que resultan tan amigables al discurso narrativo, puesto que procuran el reporte estabilizado del mundo. El poema se escribe sin propósitos comunicativos. Que el mismo logre decirle algo al lector, es otra cosa; pero el poeta lo escribió para poner en la escena escritural un sentimiento plenamente expresivo. El poema quiere apostar por la expresión, no por el lector. ¿Qué es el poema para quien alguna vez lo ha escrito? Un reto con la página en blanco, donde la palabra original que soñamos va poco a poco desapareciendo dejando sólo una estela tímida, por la que apenas se asoma la experiencia íntima. Una frustración, puesto que el ritmo de la experimentación supera la capacidad de la mano del escribano. El poema es, entonces, sólo anotaciones, tal y como lo concibe nuestro poeta Rafael Cadenas en uno de sus ensayos. En síntesis, el poema es 26 / Celso Medina

un registro incompleto, el eco de algo que vivimos a plenitud, pero que está condenado fatalmente a la inefabilidad.

III Una experiencia… Es, precisamente, desde ese último espacio desde donde vamos a procurar contar la historia de cómo forjamos un poema, concretamente, el poema «Animal Marino», que apareció en nuestro poemario Epígrafes para el ave de la sed (1994). Para tal efecto, nos hemos valido de una cuasi metodología propuesta por Alexander Zholkvsky (1999), según la cual el texto poético se configura en tres contenidos: vida, código y la intertextualidad. Un poema se gesta desde la experiencia más inmediata. Su motivación es un chispazo vital, una especie de epifanía que nos autoilumina. El viento que soplaba con rigor nuestras noches de estudios frente al mar de Caigüire, nos sugirió un primer verso: «Como algas abriéndose a la boca del pez», única frase que teníamos cuando iniciamos la escritura de este poema. El texto lo escribimos una madrugada. Comenzó a crecer gracias a evocaciones de nuestra infancia y a las angustias del presente. Mariano Picón Salas dijo alguna vez que los poetas contemporáneos venezolanos visitan su infancia no como adultos, sino ideándose niños. En nosotros, al parecer, ocurrió eso: dejamos que el niño hablara y habló para fundar un mundo que llenó el poema de un léxico muy cercano al niño que fuimos; un léxico de mar, pero también de mitos que fueron creciendo en nosotros en la medida que nos fuimos haciendo adultos. La primera estrofa de este poema culmina así: «Nada sé/Sólo sé que nazco a orillas de los sueños». Y creemos que allí se resume todo: quien escribe, deja que lo conduzca una mano invisible, una mano que no piensa, sino que va recorriendo el mundo para plegarlo permanentemente, sintetizándolo en una imagen o en una metáfora. El poeta y la epopeya ética / 27

Era natural que soñáramos con ese pez que alguna vez pescamos o que comimos. Luego, convertido en lector de nuestro propio texto, nos percatamos del simbolismo del pez, con todo su haz de sugerencias cristianas, natural en un ser como uno que estuvo a punto de oficiar de monaguillo. Un poema, pues, es primeramente un reporte imaginístico de nuestra biografía. Un relato al que se le ha escamoteado la narratividad, para hacer que nuestra historia personal encarne en la escritura versística. Es, además, un génesis deconstruido; es decir, la historia de nuestro origen, donde sólo en el principio existió el orden, para que todo derivara finalmente en el caos originario. Por supuesto, siempre habrá que tomar en cuenta el problema del código que asumimos al escribir un poema. ¿Cuál es el ideal? ¿El que abrevie el camino cooperativo del texto? Pensamos que nuestro poema fluye en códigos preestablecidos. Primero hablamos de algo, de inmediato surge la necesidad de codificación. Pero, como ya lo dijimos, el problema que tiene que resolver el poeta no es el de la comunicación, sino el de la expresión. El código del poeta, por lo tanto, no basa su presupuesto en cuanta claridad va a generar, sino en cómo lo que decimos es solidario con un formato estilístico apropiado a esa expresión. No se trata de jugar a la afasia, o de agredir al lector para hacerlo naufragar en un tropel de imágenes metafóricas. Creemos más bien que todo poeta debe procurar fundar realidades, crear para el lector experiencias inéditas, capaces de encarnar lingüísticamente. Es decir: que nos haga ver lo que jamás hemos visto. Cuestionamos acerbamente la concepción jakobsiana de la poesía como «excentrizadora» de la palabra. Poetizar no es un juego irresponsable. Cada palabra proferida en un poema es el producto de una fragua vital. No es exaltación fónica, ni distorsión semántica; es, más bien, la expresión de una sensibilidad que no ha sido manipulada ni por los afectos ni por el afán de halagar al oído. El código no es, en consecuencia, lo que hace «común» el lenguaje del poeta y el lenguaje del lector, sino la sintonía entre la necesidad de decir y el decir. 28 / Celso Medina

Edgar Alan Poe nos enseña que un poema no es una ruma de versos, sino la suma de unos efectos, que se pliegan y repliegan para crear una verosimilitud no narrativa, sino deconstrutiva; o lo que es lo mismo: una relación caósmica (para utilizar un término propio de Gilles Deleuze). El cosmos poético es una prórroga permanente al sentido, un sentido que no quiere desaparecer, sino vivir en continua búsqueda de verdades inagotables. «Animal marino» (nuestro poema) es un texto que absorbe resonancias de poemas ajenos. La primera resonancia la explicita su epígrafe, una cita de un poema del Carl Sandburg, que dice texualmente: «La poesía es el diario de un animal marino/que vive en la tierra y anhela volar por el aire». Esa idea de ser dual nos sedujo. Y ello tiene una importante trascendencia, puesto que el personaje poetizado busca su éxtasis en las regiones abisales, en el reino donde el pez tiene costumbre de pájaros. Esa idea de pájaro pez nos la sugirió otro texto: El Celecanto, el hermoso poemario de Elena Vera. En los textos de esta poeta hallamos un compañero de viaje, que siempre asociamos a dos experiencias: nuestras zambullidas en el mar de Caigüire y a una vez estuve a punto de ahogarme en una poza del Río Cumaná, de Cumanacoa, pueblo en el que varias veces pasamos nuestras vacaciones cuando niño. Como pueden observar, los textos ajenos resuenan en nosotros para abrirnos válvulas decididamente vivenciales. La intertextualidad, eso que Gérard Genette, define como la trascendencia de un texto en otro, es algo que no escapa a ningún poeta. Pero los textos ajenos acuden a nuestros poemas para posibilitar la instalación de los efectos sensuales. Ningún poema es virgen, siempre está penetrado por ecos que pueden diluirse o no. Por ejemplo, en otros poemas de mi ya citado libro no ocultamos la presencia imponente de nuestras lecturas de «Unión libre», ni los poemas de Antonio Machado; están allí, presentes, pero resemantizados, al servicio de nuestro propio interés poético.

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IV Término… Creemos que sólo se puede hablar del poema y su escritura desde la misma experiencia que se tenga con él. Hemos experimentado la poesía en nuestros propios versos y en los versos ajenos. Por ello hemos querido introducir unas reflexiones que surgen a manera de aproximaciones, no pretenden sentar cátedra. Sólo hemos querido mostrarles a ustedes cómo hemos sentido el poema en su propia gestación. Termino diciendo que no crean mucho lo que digo. Son especulaciones de un personaje que tan sólo ha ensayado algunos poemas. ¡Ojo! Algunos poemas, no los poemas.

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Sobre el amor y la poesía

El amor es mudo, sólo la poesía puede hablar por él Novalis

Generalmente cuando preguntamos «¿Para qué le sirve el amor a la poesía?», recibimos, casi con soberbia inmediatamente esta respuesta: «será lo contrario; es la poesía la que está en deuda con el amor». Y aquí comenzamos diciendo que no: la poesía no le debe a nadie favores; es ella la que ha estado eternamente ofrendándole favores a todo el mundo, incluso poniendo en peligro su propia existencia. La poesía es el espacio donde lo humano logra evidenciarse como auténticamente humano. De ahí que nada la subordine, sino su afán de construir un mundo imaginario distinto al universo que se nos ha dado. Diríamos que el amor es uno de los tantos temas que han venido alimentando a la poesía. Y como tema al fin, es subsidiario del telos poético. El amor no es suficiente para crear poesía. Es más, algunas veces el estar enamorado es la peor coyuntura para la creación poética. Es el momento en que el corazón no piensa; se trasmuta en otro ente; por lo tanto, estamos en plena producción de la alienación. Y la poesía está muy lejos de la alienación; es libertad, plenitud del ser construyendo o reconstruyendo los mundos que se nos ha impuesto. Para enamorar todo puede servir: un poema propio o ajeno podría ser un arma efectiva. Pero subordinarlo a esa tarea, por Dios; tal vez más efectivo podría ser una canción de Luis Miguel o de Vicente Fernández. La rockola siempre ha sido más eficaz en los asuntos del amor. A veces en nuestro oficio de divulgador de literatura hemos tenido momentos difíciles. Cartapacios de textos han venido a nosotros; sus autores dicen estar enamorados y por ser el producto de esa pasión, nos los han dejado, sin corregir, sin repensarlo. «Son puros. Para qué modificarlos; podrían perder su esencia», argumentan sus autores. Por El poeta y la epopeya ética / 31

supuesto, esos textos empalidecen cuando a los amigos o amigas se les pasa sus amores. Allí está el quid de la cuestión: un poema trasciende a cualquier guayabo o a cualquier amor. Por supuesto, el amor es tema predilecto de la poesía; sobre todo de la poesía occidental. Víctor Bravo ha señalado que el amor es una «de las más persistentes mistificaciones de la cultura en occidente». En ninguna de las literaturas no occidentales halla usted el amor con el sentido tan transmutativo como en nuestra cultura. Transmutación que hace del sentimiento una vía para la alienación, camuflada en la bondad. En tal sentido, dice Bravo: El amor, quizás, es lo que más se le parece a la bondad, pues por él el otro, elegido, recibe todos los dones, todos los otorgamientos, se conviene en el único ser que, bañado por la mirada enamorada, brilla en la multitud, es el centro mismo del resplandor (1994: 16). Estamos, pues, frente al mito del Andrógino; el amor es fusión en el otro, para recuperar la ontológica unidad. Tal vez por eso a veces nos parecemos a nuestras parejas; proyectamos en ella la imagen de lo que somos. Octavio Paz ha traído al escenario epistemológico de la poesía, la metáfora de la Piedra y la Escultura. «La piedra vence en la escultura; se humilla en la escalera». Bien, la palabra (piedra) tiene que vencer en la poesía y no humillarse en su instancia tematológica. Cuántos temas trascendentes no han logrado ir más allá de temas aleccionantes y bonitos. Si no, hágale un poema a sus madres y sus esposas, para ver qué resulta de eso. Es difícil hacerlo, no imposible, pero si muy difícil. Porque el amor está de por medio; ama uno tanto que la palabra resbala en imágenes clisés, impotentes frente al sentimiento. Tal vez una de las virtudes de Julio Jaramillo o de José Alfredo Jiménez sea su falta de poeticidad; su conjunción del lugar común, para emocionar y cautivar a tantos admiradores. Conceptualizamos la ideología en la más ortodoxa tesis marxista. Ideología es falsa conciencia; y el amor es ideología, ideología donde 32 / Celso Medina

todo está plagado de velámenes que empañan la realidad. Pienso que la poesía es la negación de la ideología; es su contrario. Víctor Bravo dice al respecto: No hay discurso más creíble que el susurro y el y el secreto compartido entre dos enamorados, pues mientras más intenso es el deseo de excluir lo real, y vivir desde una dimensión imaginaria (1994: 20). De modo que el androginismo actúa aquí como empañador de la realidad. No es el amor sinónimo de poesía; pudiera ser su negación. Pero podríamos contradecimos. Ver en lo negativo del amor algo muy positivo para la poesía. En ese «deseo de excluir lo real» puede estar la punta del iceberg que abra la brecha para la materia de la está hecha la poesía: el imaginario. Tal vez la poesía ha necesitado no mimetizarse en el sentimiento del amor, sino en la adopción de su discurso. En su forma de imaginar el mundo. La metáfora es el producto de un apasionado deseo de imaginación. En el persistente anhelo de transformar al amado, para convertirlo en mí; para hacerlo presente y tenerlo siempre a la mano. El poema del que hablamos aquí es el poema lírico. El que vive en el instante. El que Heidegger llamara «lenguaje en flor». El aparato imaginario que vive de la paradoja: sueña con la eternidad a partir de lo momentáneo. He allí cómo se emparenta el poema con el amor. Vuelvo a citar a Bravo: «Todo amante intuye la fragilidad de su pasión; todo filósofo del amor sabe de lo efímero de esa ansia desatada». Hasta allí la afinidad; el poema es instante eterno, no es el Don Juan que siembra amor sin cosecharlo. La poesía hace de su presente un continuum. Está siempre cosechando un imaginario donde crece la perfección humana, tal y como lo afirmara en unos de sus ensayos nuestro Guillermo Meneses. Así, pues, ¿qué le debe la poesía al amor? Diría que poco y mucho. Poco por cuanto el amor es uno de los tantos temas que asume la poesía. Mucho, porque le ha prestado a la poesía su forma más raigal: la instantaneidad. El poema es instante que proyecta eternidad. El poeta y la epopeya ética / 33

El amor es instante intenso, signado por un anhelo profundo de metamorfización. Pero en el amor el instante perece con la su muerte. La eternidad es utopía; en la poseía es auténtica topía, forma concreta de trascender. El amor sólo trasciende si tiene como espacio la poesía. Cuántos amores ha habido en el mundo; muchos, infinitos, pero sólo el amor poetizado ha logrado el diálogo intemporal. Dante, Petrarca, Novalis, Garcilaso son en primera instancia poetas; sabemos que fueron grandes amadores en virtud de sus versos. Si no hubiese existido el amor, lo poesía la hubiese inventado. Referencias Bravo, Víctor (1994). Ensayos sobre la pasión. Caracas: Fundarte. Meneses, Guillermo (1976). Espejos y disfraces. Caracas: Editorial Arte. Paz, Octavio (1987). El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica.

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¿Es posible enseñar literatura? (Reflexiones en dos tonos) I Desde sus más remotos orígenes la educación occidental se propuso educar para «amaestrar». Ya en Platón ese propósito está presente, camuflado en su concepto ciudadanía. En su República se muestra partidario de privilegiar la formación de la ciudadanía, como requisito expedito para forjar su utopía racionalista. El hombre se concebía como la síntesis colectiva. Por ello la educación debía propender a la obediencia. El saber, entonces, era un camino que conducía a una cima: forjamiento del ciudadano. Pero en su república utópica Platón confrontó problemas cuando tuvo que asignarle su papel a las artes. No se podía obviar ese campo tan vital para el forjamiento de la ciudadanía. Pero, ¿acaso no abre el arte alguna brecha hacia el libre albedrío? ¿No podía esa libertad distraer los pasos del mencionado camino? Sí. De allí que el filósofo griego optara por seleccionar sólo aquellas artes que hicieran propicia la ideología del ciudadano. Y en esa selección, la poesía quedó fuera, en virtud de su notable espíritu individual. Las artes sirven a sus propósitos sólo sí se encarrilan por la razón. Al respecto, dice Herbert Read: En toda la filosofía de Platón encontramos el supuesto, y desde luego la afirmación y demostración, de que la razón es la parte más noble de nuestra naturaleza, y que sólo una vida gobernada por la razón puede ser buena y feliz (1973:23). Toda virtualidad humana ajena a esa visión, se constituía en un atentado contra la cruzada «civilizatoria». Lo no manipulable por el aparato estatal, racional, era temido y combatido. Por eso se desaloja a los poetas de esa república. Ellos eran los depositarios de los sentimientos, de la intuición, de las pasiones; y como todo eso no era manipulable, caía en el terreno de lo «desconocido». El poeta y la epopeya ética / 35

Las teorías contemporáneas del aprendizaje deslindan claramente los espacios del educar y del aprender. El espacio de educar aspira a la formación de la axiología, por lo tanto pone en práctica estrategias que tienden a forjar una ética , permitiendo al ser humano tener plena consciencia de su existir, tanto en sus espacios colectivos como en sus vivir singular. El segundo espacio está vinculado a la dotación de destrezas que posibiliten resolver problemas muy concretos en su existencia. Educar y aprender deben desplegar una dialéctica solidaria. Todo aprendizaje debe estar teñido de una ética y todo proceso educativo debe ayudar a solucionar problemas de la cotidianidad. A pesar de la distancia que nos separa de la Grecia platónica, nuestra educación aún persiste en su propensión «ciudadanista». Ha hipostasiado el utilitarismo, hasta el punto de que concibe como formación integral la consolidación de algunas destrezas que alimenten más la mano que el pensamiento. Pero esa postulación se hace sin un concepto autónomo de ciudadanía. El Estado ha tenido graves problemas para fijar las pautas del hombre ideal al que aspira. Y como no hay claridad en ese sentido, ha sido presa fácil de un concepto de ciudadanía sesgado por la cultura neoliberal, globalizadora, para quien el ser existe sólo por su productividad. En ese clima patentado por el hipostasiamiento del utilitarismo, ¿qué futuro se le ha deparado a las artes? El más degradante: su auxiliar, su escribano mudo. Y a ese lu­gar lo han llevado las epistemologías modernas, cuyo afán objetivador ha alcanzado sus clímax con movimientos como el estructuralismo o el funcionalismo. Las artes antes del boom estructuralista eran un bocado romántico, al que se accedía más con la intuición que con la razón. Ahora la semiótica casi nos decodifica ese cosmos inefable, pero sabemos menos de arte. Por una razón: ya no nos acercamos a esas manifestaciones; cuando lo hacemos, las insertamos en nuestra obsesión utilitarista. Lo más patético lo observamos en la literatura. La lingüística ha aclarado demasiados enigmas del lenguaje. Y ¿de qué nos ha servido eso? Ahora hay muchísimos más alfabetizados, pero muchísimos menos lectores. La escuela ha inventado un libro para que no se lean los textos literarios: los manuales. Y ocurre la dramática paradoja que ha 36 / Celso Medina

denunciado Paulo Freire: el maestro simula que enseña y el alumno simula que aprende.

II Sirve el anterior introito para preguntarnos: ¿es posible enseñar la literatura? Para dar respuesta a esta interrogante, previamente habría que elucidar otras preguntas. Una de ellas sería: ¿para qué sirve la literatura? Ociosa pregunta para los «científicos», que ven en la imaginación una simple banalidad. Y para aquellos estudiosos del lenguaje obsedidos por el habla ordinaria, a la que han sabido endiosar como única forma de abordarla. Se olvidan de un aspecto importante: la literatura es «la depositaria de la lengua», según la convicción del poeta Rafael Cadenas (1985). Si nos inclinamos por una escuela educadora, y no una mera «enseñadora», necesariamente tendremos que trazarnos interesantes expectativas en torno a la literatura. Diríamos que la literatura sirve para educar; así, sin más. Si la educación es una empresa axiológica, debe plantearse como desiderátum la idea de la perfección. No la perfección facistoide, alimentada de chauvinismo o de racismo. Nos referimos a aquel camino que procura la apertura de las plurales aristas que ofrece el mundo al hombre. ¿Cómo hacerlo? Mala consejera es la razón convertida en única mirada. Los apriorismos son válidos siempre y cuando no sean muletas que ahoguen la autonomía. Hasta la idea de Dios se nos ha inoculado por la razón. Por eso, tal vez, hay tantos incrédulos (mas no ateos). Un texto literario es un depositario efectivo de la huella histórica del hombre. A su reino se entra tan sólo activando la imaginación. Su lenguaje metafórico abre muchos poros sensibles; permite no sólo ver lo que se ve, sino también lo que se sospecha, lo que se intuye. Hegel es muy enfático cuando dice: Los pueblos han depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, las han manifestado y han tomado conciencia de ellas por medio del arte (1973:10). El poeta y la epopeya ética / 37

Hecha de materia intuitiva, de sueños, el arte puede revelar claridad en medio de la oscuridad histórica. Porque su papel es des-velar, hacer accesible la realidad más allá de los datos que archiva el discurso histórico. En ese camino hacia la des-velación, la literatura se muestra enemiga de la ideología. Para nuestra argumentación traemos a colación el concepto de Ludovico Silva (1978). Para él, la ideología no es una «visión de mundo», sino más bien «una falsa concepción de la realidad». De modo que no sería pensable una ideología revolucionaria, por cuanto la revolución propugna la claridad, la transparencia. Según Silva la ideología es una «cámara oscura» que invierte el reflejo de la realidad. De manera que se opone ideología a conciencia. Volviendo al terreno nuestro, podríamos señalar que si aspiramos a la ya nombrada perfección, necesariamente tendríamos que proponernos una educación desideologizada, ya que en la aspiración al forjamiento de los valores, la ideología sería un obstáculo. Guillermo Meneses dice que: …ser escritor (...) reside en la creencia errónea —o verdadera— de poseer un instrumento especialmente destinado a comprender el mundo y expresar esa comprensión (1967:7). De manera que no es la verdad lo que se propone el escritor, sino su «comprensión». Carlos Bousoño (1976) afirma que lo contemplado no es lo importante en la obra literaria, sino la contemplación; interesa del escritor su perspectiva, su «ojo». Por cuanto, como lo señala Meneses, el arte servirá «…en primer término al artista para comprender el mundo y luego a quien se acerca a la obra para el encuentro con esa comprensión» (1967:14). ¿Cómo logra la literatura el perfeccionamiento del hombre? Cada obra que se contacte expandirá más el abanico de la realidad. No para apropiarnos de certezas, sino para pensar en las verdades posibles. Entonces si, por ejemplo, amamos en estos momentos de una manera, al conocer otras perspectivas amorosas sabremos que no sólo se ama 38 / Celso Medina

como uno, como amaron nuestros padres, o como lo hicieron o lo hacen nuestros amigos. Al abanico singular personal se sumarán otras aristas. Y como la materia que funda la literatura es la imaginación, su esplendor proyectivo hará riquísimo, ilimitado, nuestra potencialidad de conocer. Así, pues, tenemos que la literatura sirve para construir esa vía expedita para una educación que trascienda el simple aprendizaje y encamine al ser humano por espacios libres de la ideología. Jorge Luis Borges dice que la poesía: También es como el río interminable Que pasa y queda y es cristal de un mismo Heráclito inconstante, que es el mismo Y es otro, como el río interminable (1974:843) Ese río interminable permite que la mirada vaya más allá de lo que aprendemos. Acrisola nuestra axiología, forja la utópica esperanza. Es esa perfección la que tiene que acometer la educación.

III Creemos, entonces, que «enseñar literatura es un asunto serísimo». Tan serio que lo primero que debemos discutir es si es posible que profesor «enseñe» literatura y que un alumno «aprenda». Luis Beltrán Guerrero deslinda el terreno de la ciencia del de la literatura. «La ciencia — una faceta de la actividad humana— no es educadora; es instructiva» (1973:120). Sólo aquel aprendizaje alimentado de intuición, de sensibilidad es capaz de educar, en su acepción perfectiva. La realidad es una excrecencia múltiple, para cuya aprehensión es necesaria la puesta en escena de más de un sentido, a la vez. El discurso de la ciencia es fatalmente monológico. La educación es dialógica; abre cauces para la pluralidad de voces de la realidad. Además, instala la interacción como recurso para el saber. Y la literatura es uno de los aprendizajes más amplios para trazar ese «camino de perfección». El poeta y la epopeya ética / 39

Henri Bergson afirma: Hay, por lo menos, una realidad que todos aprehendemos desde adentro, por intuición y no por simple análisis. Es nuestra propia persona en su fluencia a través del tiempo… (1979: 18). La aprehensión de nuestra interioridad difícilmente se potencie a través de discursos utilitaristas, que se agotan en su propio uso. La literatura nos pone frente a realidades permeables a nuestro ser. Entonces, en esa permeabilidad se genera un diálogo donde lector y obra intercambian pareceres. En síntesis, el conocimiento se va dando, trazando los hitos del camino hacia la perfección humana. IV Pero, ¿garantiza el espacio escolar ese diálogo? No. Y hay una razón contundente: la es­cuela teme perder su «autoridad» con la literatura. Claro, la escuela «…no es más peligrosa que la sociedad que la ha producido», según Roberto Hernández Montoya (1975). Ya no se acude al expediente platónico de prohibir la literatura. Se opta por «manualizarla», para que no haya lector sino «aprendedores» de esquemas o de con­ceptos que van a impedir la existencia del diálogo vital entre texto y alumno. La escuela no es per se detractora de las artes. Es la nuestra, la que se empeña en enrumbar su destino por el platonismo. La Ciencia sigue siendo la privilegiada, a costa de un desdén por las humanidades. Al estudiante se le concibe como un «desamparado intelectual». Él «no sabe nada» y por eso tiene que «ser enseñado». Como ni la escuela ni el maestro se ha percatado de que la literatura sólo sirve para educar, se escoge «enseñarla». Y cuando quieren hacer «aprehensibles» los conocimientos todo termina reduciéndose al manual. La lectura, ese espacio de la interactividad desaparece, desaparece por la deglución de una palabra impuesta (o interpuesta), que ya ha «leído» (¿?) por el alumno. Juan Carlos Santaella ha dicho: «De la literatura sólo podemos enseñar o transmitir aquello que pertenece a la historia, su extraordinario pasado, no su presente» 40 / Celso Medina

(1991). El presente es el tiempo único de la lectura literaria, porque el proceso educativo implícito en ella se afinca en la existencia; es decir, en el pleno contacto con la realidad imaginada. Por lo tanto, ella no se propone jurungar piezas arqueológicas; se pone en contacto, in situ, con seres vivos, construidos por la imaginación. V ¿Qué cuota de responsabilidad tiene la universidad venezolana en esa muerte de la literatura que se produce en nuestras aulas? ¿Por qué este centro de formación no ha impulsado la «potencia educativa» de la literatura? La literatura en la universidad se imparte en tres escenarios: a) en las escuelas de Letras, b) en los centros de formación pedagógica (Institutos Pedagógicos y Escuelas de Educación) y c) en los componentes de formación general. En el primer escenario la literatura es lo medular, libre del apoyo docente. En el perfil de los egresados en Letras no se prevé un egresado para la docencia, sino para la investigación o para la promoción de la literatura. En la segunda vertiente, la literatura conforma un componente más del complejo diseño de los que en el futuro irán a ser profesores. En la tercera vertiente la literatura es una «guinda», un aditamento electivo que se escoge para completar la formación integral. Vamos a detenernos un rato en las dos vertientes primeras. Como se observa, están polarizadas. Defienden cada una un polo: la primera el pedagogicista, donde la literatura es tan sólo un vehículo, no un fin. Por eso los conocimientos en la especialidad son epidérmicos, panorámicos. Las tecnocracias metodológicas se imponen. No hay espacio alguno para la investigación. Los licenciados en Letras, en el polo extremo, se forman para la literatura. El asunto pedagógico se obvia. En su formación prevalece un extremo liberalismo, que convierte la literatura en una práctica excéntrica y exquisita. En ambas vertientes se adolece de la ausencia de un abordaje sistémico de la literatura. Por esa razón los diseños son catálogos de materias, muchas de ellas inconexas, que no se inscriben en un marco cultural global. La literatura es una especialidad más; no el punto de El poeta y la epopeya ética / 41

encuentro con un conocimiento necesariamente transdisciplinario. ¡Grave! Por cuanto la literatura es demasiado compleja para que sea sólo asunto de literatos. También habría que señalar la extrema sensibilidad que se tiene ante las modas metodológicas. La lectura ha sido desplazada por el método, que no tiene una epistemología estable, sino que se va mimetizando camaleónicamente de las influencias devenidas de la crítica europea o norteamericana. Todo esto hace que ninguna epistemología madure en nuestros escenarios académicos. Por eso, quizás, la crítica literaria es tan abstracta. No se aborda la concreción de nuestra literatura, por cuanto se consigue muchas veces con que no se tiene una teoría que pueda ser imbricada con el perfil nacional. Lo que ha llevado a Salvador Tenreiro a decir: La calidad de nuestra literatura de creación no se corresponde con la pobreza generalizada de nuestra critica (…) Y lo que es más grave, la pobreza de nuestra crítica ha venido empobreciendo nuestra literatura (1989). Estamos, entonces, frente a dos concepciones de la literatura bastante erráticas: una que concibe el hecho literario como un auxiliar de la pedagogía; otro que cree en una literatura como dadora de placer. Ninguna se propone el abordaje de nuestra literatura como un sustrato fundamental de nuestra cultura. La literatura para aprender a leer, la literatura para gozar. Entre esas Escila y Caribdis, puede morir la literatura.

TONO SEGUNDO ¿Para qué y para quién formamos a nuestros alumnos? ¿Lo formamos verdaderamente? Mis dudas saltan a diario cuando voy a mi aula y no sé qué hacer aún, después de tantos años de ejercicio de docencia universitaria. ¿Qué debo enseñar? ¿Mis lecturas? ¿Acaso una lectura es compartible con alguien a quien las reglas del juego le han dado un papel subordinado? Al ver frente a mí a los estudiantes, vacilo. 42 / Celso Medina

No sé realmente qué decirles. Y por eso me refugio en mi papel de profesor, el peor papel que puede asumir un do­cente de literatura. Esa angustia me ha empujado a ser lo que George Mounin denomina un tecnócrata de la literatura. Un profesional de los actantes, un mago de las secuencias, un agrimensor de la poesía. De modo pues, que, cúlpenme a mí, si por desgracia, la literatura muere. Así, pues, termino siendo un profesor para justificar los exámenes o las monografías. Ni siquiera se me ha ocurrido invitar a mis alumnos a comprar mis libros o a leer uno que otro ensayo que publico en las páginas de los periódicos de Maturín o de Caracas. Confieso, soy un operario de palabras. Un pesquisador de errores ortográficos, de males de redacción. Pero un operario triste, enmarañado en una rutina que me hace ser un Sísifo ridículo. No cargo la piedra, la boto. Así, pues, no educo. Doy instrucciones. Me gusta más la literatura cuando se aleja de los exámenes, de los talleres, de las monografías. Me alegra cuando me enseñan un poema; no importa que sea cursi o tenga errores ortográficos. ¡Qué bellos son los errores ortográficos en un poema de un adolescente que se olvida de los exámenes, de los talleres y de las monografías! O cuando me comentan una película o me hablan de cualquier cosa que vaya más allá de lo escolar. A Iván Ilich se le ocurrió matar a la escuela; pero, qué va. La escuela no ha muerto. Porque a ella la llevamos pegada a la piel, a la lengua. Como no muere, no hay más salida para la literatura que huir de ella. ¿Para qué me gustaría formar a mis alumnos? Para que dejen la escuela a los profesores de Análisis Literario (como yo), a los catedráticos de metodología, etc. Y se vayan a la literatura, sin más aperos que el alma bien abierta para penetrar en ella. Yo seré feliz cuando dejen de andar con tornillos semiológicos que no logran enroscar en ninguna parte. Leo a Susan Sontag: «Cuando mis recuerdos se convierten en consignas, ya no los necesito» (1983:90). Creo que allí está un buen tema para los que van al aula aspirando a un contacto con la literatura. La humanidad es un baúl memorial. Porque la verdad tiene muchos velámenes. Y si la literatura sirve para algo, precisamente, es para eso: para romper el velo que nos ata a lo intrascendente. Si ella está hecha El poeta y la epopeya ética / 43

de esos recuerdos, de aquellos en que el poeta, narrador o dramaturgo reconstruye lo dado guiado por la imaginación, por qué esa escuela se empeña en convertirla en meros signos, en consigna. También sería feliz si mis alumnos no olvidaran sus recuerdos. Si sintieran necesidad de ellos. Si rompieran el cerco que la escolaridad ha tendido sobre los sueños eternos que la literatura ha venido haciendo desde hace muchos siglos, para beneplácito del ser humano. Referencias Bergson, H. (1979). Introducción a la metafísica. Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte. Borges, J.L. (1974). Obras completas. Buenos Aires: Emecé Editores. Bousoño, C. (1976). Teoría de la expresión poética. Madrid: Editorial Gredos. Cadenas, R. (1985). En torno al lenguaje. Caracas: Ediciones de la Dirección de Cultura de la UCV. Guerrero, L.B. (1973). Humanismo y Romanticismo. Caracas: Monte Avila Editores. Hegel, G.W.F. Introducción a la estética. Barcelona: Ediciones Península. Hernández Montoya, R. (1975). La enseñanza de la literatura y otras historias. Caracas: Ediciones de la Universidad Central de Venezuela. _________________. (1978). La literatura secundarla. Caracas: Monte Avila Editores. Meneses, G. (1967). Espejos y disfraces. Caracas: Editorial Arte. Read, H. (1973). Arte y Sociedad. Barcelona: Ediciones Península. Santaella, J.C. (1991). La literatura y el miedo y otros ensayos. Caracas: Fundarte. Silva, L. (1978). Marx y la alienación. Caracas: Monte Avila. Sontag, S. (1983). Yo, etcétera. Barcelona: Seix Banal. Tenreiro, S. (1989). El poema plural. Caracas: Casa Bello.

44 / Celso Medina

La culpa sí es de la vaca: a propósito de los textos de autoayuda

No se filosofa para salir de dudas, sino para entrar en ellas Fernando Savater

Alarma el terreno que han venido ganando en el espacio educativo los libros de autoayuda, que han desfigurado absolutamente el sentido de la autodeterminación de los aprendizajes, trocándolo en piezas que extreman la simplificación de la compleja realidad. El libro de autoayuda trabaja con una tramposa paradoja: aspira a una individualidad gregaria y estimula la singularidad subjetiva, postulando una personalidad que se dice libertaria, pero que ha cosificado la libertad subsumiéndola en los intereses del mercado. Encarna este texto el grado más frívolo de lo postmoderno, cuya cultura, según Lipovetsky (1995), no es …el más allá del consumo, sino su apoteosis, su extensión hasta la esfera privada, hasta en la imagen y el devenir del ego llamado a conocer el destino de la obsolescencia acelerada, de la movilidad, de la desestabilización (p. 10). Esa paradoja escenifica un supuesto reacomodo del individuo en el espectro social. El libro de autoayuda impulsa una autonomía, la autonomía no de la libertad sino del automatismo. En el fondo aspira a eso que Michel Maffesoli llama «la soledad gregaria» (1985); es decir, al individuo capaz de trazar el camino de su auto salvación, pero un camino trillado en los extremismos simplificadores, generado por lo que Theodor Adorno llamó «La industria cultural», productora de una «economía psíquica de las masas», cuya propósito esencial es la estandarización de la conciencia.

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¿Qué quiere estandarizar el libro de autoayuda? Esencialmente los modos de sentir. Para ello acude una cosificación del elemento estético, mediante una promesa de placeres edulcorados, capaces de homogeneizar las expectativas. ¿Qué lector prevé el libro de autoayuda? Un lector que no lea. Un lector que ame el resumen, que huya de las dudas y se resigne a las respuestas absolutas. La excusa: estamos estresados, no hay tiempo para leer. Este tipo de texto se permite leer por el lector. De allí que se constituya en un discurso mesiánico, que trabaja con una religiosidad light, ofreciendo recetas de felicidad. Vanina Papalini afirma que Los libros de autoayuda se presentan como una estrategia al alcance de la mano para resolver los malestares subjetivos. Su función es, pues, instrumental. No construyen ficciones estéticamente valiosas ni escrutan el alma para comprender sus múltiples escondrijos: si abordan la interioridad del sujeto, es para facilitar su adaptación (p. 12). ¿Qué aprendemos con los libros de autoayuda? Que somos autosuficientes, que es posible acceder a la solución de problemas de toda índole, si observamos el testimonio de los otros, porque esos otros son iguales a nosotros. Enseña que todo conocimiento es producto de una epistemología simplificadora. Conocer se propone como el despliegue de una máquina que mutila la realidad, aislando sus elementos, empequeñeciéndolos para que puedan estar quietos ante la reducida mirada que tenemos. Uno de los más famosos libro de autoayuda que ha invadido nuestras aulas universitarias es La culpa no es de la vaca. Anécdotas, parábolas, fábulas y reflexiones sobre el liderazgo, compilado por Jaimes López Gutiérrez y Marta Inés Bernal Trujillo. Podríamos decir que su carta de presentación es su constitución hecha de textos cuasi anónimos, recogidos casi todos de páginas de Internet. Ofrece un aprendizaje a la carta, que cada lector hará suyo para resolver los problemas que le vayan aconteciendo en sus lugares de trabajo, en su vida cotidiana, etc. Su discursividad es narrativista, valiéndose de las anécdotas y 46 / Celso Medina

de las fábulas como elementos propiciadores de conocimiento. En el prólogo se confiesa como propulsora de una «pedagogía de los procesos de transformación», concepto que por ningún lado se teoriza. Claro, hay una especie de fobia a la teoría, porque cree que eso no es necesario. Basta con ilustrar el conocimiento. Para ello se recurre a lugares comunes. Importantes son los absolutos que se predican. Como éste: «Las personas somos lo que pensamos». Este lugar común se alimenta de la estereotipia que dicen grandes medias verdades, pero que a la hora de la verdad no dicen absolutamente nada. El libro cree ciegamente en la narración, más que en lo expositivo. Por ello dice: …creemos que las imágenes que evocan las parábolas, el reto que plantean las alegorías, el alimento que ofrecen las buenas reflexiones, invitan a la mente a pensar distinto, a absorber otros mensajes, a llegar a conclusiones que no están a la vista de lo que llamamos razón (p. 16) Esos géneros que propone el libro, instrumentalizan la hermenéutica, tornándola máquina que interpreta por el lector. La fábula es un relato tradicionalmente pedagogizante, donde el carácter lúdico de la literatura da paso a una moraleja que traerá su sentido ya construido, y el lector sólo tendrá que asentir la significación ya elaborada. El texto que titula el libro («La culpa es de la vaca») corrobora el carácter anoréxico de todo libro de autoayuda. Si fuésemos a trabajar con el conocimiento holístico, éste sería un pésimo ejemplo. Sin que iniciemos la lectura, el autor ya nos adelanta su hipótesis: es «una conducta muy nuestra» evadir la culpa. Habría que precisar qué significado tiene ese «nuestra»: ¿será el típico estereotipo sobre la conducta de nuestros pueblos? Como hay que demostrar dicha hipótesis, se recurre a varios eventos sobre la pregunta de por qué la exportación de productos colombianos de cuero a Estados Unidos tiene problemas. Primera gran conclusión: el cuero es muy caro y su calidad muy baja. A esa verdad absoluta, que no sabemos de qué El poeta y la epopeya ética / 47

manera se obtiene, se le buscan las causas: los fabricantes culpan a las tarifas arancelarias de protección; los propietarios, a los mataderos; en el matadero a los robos y los ganaderos a las mismas vacas, que «se restriegan contra los alambres de púas para aliviarse de las picaduras». La conclusión es absoluta: la culpa es de las vacas, porque son estúpidas. Pero no son estúpidas las vacas, sino las conclusiones a la que arriba el texto. Alguien dirá que esa conclusión es irónica. Sí, lo es. Pero toda ironía se propone hacer algo. Y lo que hace esta conclusión es corroborar la hipótesis inicial que reza: todos tenemos la tendencia a evadir nuestras culpas. ¿Será eso una verdad absoluta? Desde el ejercicio del análisis holístico, la vaca sí es culpable; como también lo son los aranceles, los ganaderos, los mataderos, etc. Pero también podemos concluir que nadie es culpable. Desde la teoría de la complejidad, la relación causa efecto es una ficción que los investigadores deben deconstruir. La realidad es un tejido, cuya textura no podemos observar sólo por uno de sus hilos. ¿Dónde quedan nuestras enseñanzas sobre la multiplicidad de las causas? Nada ocurre porque tenga una causa única. El mundo es complejo, por ello estudiarlo implica poner en escena la presencia de múltiples variables. Por lo tanto este texto, es también un pésimo ejemplo para la práctica de la hermenéutica en el espacio escolar. Los demás textos que conforman este libro se comportan de igual manera. Insisten en la terminología propia de la cultura empresarial: perseverancia, sinergia, aspirar hacia lo alto, trabajar en equipo, explotar lo mejor de sí, etc., toda ella inserta en la cultura del self help, que pregona la individualidad gregaria de la que ya hemos hablado. El tema de la autoayuda es la dimensión subjetiva como fundamento de cambio vital. En el juego hiperkinético postmoderno, la autoayuda se obsesiona con el cambio. Pero ese cambio tiene que ser «interior», importa muy poco lo social. Es el individuo el llamado a cambiar. Pero ese cambio viene encapsulado. El libro te ofrece la receta de ese cambio, que se genera sazonado de lugares comunes: «La felicidad es un trayecto, no un destino» (véase, p. 51). 48 / Celso Medina

Estos libros simulan el diálogo, hacen ver que el autor se dirige sin intermediarios directamente el lector, para empoderarlo, de manera que se sienta dueño de su propia hermenéutica. Pero esa empatía es falsa. Al final, no hay conclusión en la que participe el lector. Por ejemplo, el relato «Copos de nieve» cuenta una historia de una conversación de dos pájaros, cuyo desenlace es oscuro. Y esa oscuridad la quiere resolver el autor inventando una moraleja traída por los cabellos, que se sazona con el telos de la cultura empresarial. Así, pues, ante una fábula tan insulsa, se opta por señalar la «sinergia» como fundamento de la paz mundial. En cuanto a la estructura, el libro de autoayuda evade cualquier teorización. Le gusta mostrar ejemplos, narrarlos, fabularlos y alegorizarlos. En el texto al que hemos hecho alusión, la brevedad campea. Cada relato viene acompañado de una moraleja, que despliega un recetario para solucionar personalizadamente cuanto problema confronte el ser humano. En ese sentido, Papalini destaca en esos textos: La retórica de la «diferencia personal», que toma la figura del individuo como responsable único y solitario de su propio destino, constata los confines del mundo contemporáneo, que no están en el futuro, como en los relatos optimistas del progreso moderno, sino en el presente cotidiano (p. 21) Cabe destacar que estos libros exaltan el presentismo, factor tópico de la postmodernidad. Frente al futuro teleológico de la modernidad, se estimula aquí vivir el presente. Y para experimentarlo, cada quien debe proveerse de sus recursos personales, que permitan vivir la vida como una permanente novedad. Para eso se ofrecen recetas. Nadie instruye a nadie. Los aprendizajes sólo se realizan a plenitud a través de la voluntad del que quiere y necesita aprender. El principio de «asimilación y adecuación» piagetiano es claro respecto a esa idea. Nada es comprensible, si antes no es digerible. Si el conocimiento es algo que hay digerir, la educación tendría que obligarse a forjar buenos comensales, y evitar la bulimia o la anorexia, dos excesos de la alimentación. El poeta y la epopeya ética / 49

Podríamos, entonces, utilizar la metáfora de la educación como un convite, a donde deberíamos asistir prestos a degustar una comida placentera. No por azar la cocina ha tomado visos de arte. Los libros de autoayuda en el aula contribuyen a que esa comida se raquitice. Ante la irrupción de esos textos en las aulas, cabe una reflexión. Y aquí vuelvo a Fernando Savater, para quien toda educación tiene un alto sentido ético, puesto que ella debería procurar la inculcación del sentido responsable de la libertad. Ya lo ha dicho Popper, la libertad no necesariamente hace feliz a los hombres. Le inculca retos, le hace consciente de que el hombres no es un conquistador de futuros, sino un experimentador consciente de la vida. Educar, entonces, es en realidad una misión que se fija como propósito la formación del ciudadano en democracia. Implica en primer lugar formar hombres para las preguntas, para las dudas. Las respuestas absolutas inoculan el autoritarismo. Habría que despejar un poco el camino escabroso de una democracia que se obsesiona con hacer feliz al hombre, como si sólo de sonrisa se tratara. No es que aboguemos por el retorno a lo espartano o al estoicismo. Hagámosles una concesión a la realidad: ella es compleja, rugosa… ¿Tiene sentido desplazar los viejos dioses de la racionalidad por estos nuevos templos del saber absoluto? Concluyo: la culpa sí es de la vaca. Pero no de esa pobre vaca vilipendiada por el libro en cuestión, acusada de ser la culpable del empobrecimiento del negocio peletero colombiano. La vaca culpable es otra: ésa que ha producido la genética pauperizante de la postmodernidad, cuya ubre genera una leche insustancial que vuelve anoréxico el conocimiento. Vaca que hemos traído a nuestras aulas universitarias para desembarazarnos de las dudas, para atragantarnos de las duras certezas, que nos mantienen cómodos en nuestra parálisis académica, donde vivimos la más cruel de las ingenuidades: el creer que la felicidad está a la vuelta de la esquina, y que la vamos a obtener en nuestra gregaria soledad.

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Referencias Horkheimer, Max y Adorno, Theodor (1988). Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Sudamericana. Lipovetsky, Gilles (1995). «La era del vacío». Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama. Maffesoli, Michel (1985). L`ombre de Dionysos. París: Librairie des Merediens. Papalini, Vanina Andrea (2008). «La autoayuda: un género de la literatura masiva». XII Jornadas Nacionales de Investigadores de la Comunicación. Nuevos escenarios y lenguajes convergentes. Escuela de Comunicación Social- Facultad de Ciencias Políticas. Rosario (Argentina).

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La contra épica de T.S. Eliot

Aún la historia literaria le adeuda a la cultura universal una elucidación acerca del año 1922. Llamado por algunos historiadores el annus mirabilis de la literatura del siglo XX, ese año vio aparecer obras como Ulises, de James Joyce, el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, Trilce, de César Vallejo y buena parte de la novela río de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Y fundamentalmente, Tierra baldía, el poemario clásico de la modernidad, cuyo autor es el poeta anglo norteamericano T.S. Eliot. Esas obras literarias son verdaderos hitos que demarcan la frontera de la modernidad y de la contemporaneidad artística. ¿Qué aire familiar se siente en ellas? El más importante, la presencia de una contra épica, que se planteaba una visita a los mitos occidentales y a la tradición, matizándolas con una mordaz ironía. Quisiéramos circunscribir esa exégesis del tratamiento contemporáneo del mito y de la tradición poética a Eliot, por cuanto creemos que es su poesía el más efectivo explosivo que dinamitó la tradición estética del arte occidental. Y argumentaremos esa afirmación con su Tierra baldía. El mito es un relato que procura convertirse en el correlato de las culturas. Toda sociedad necesita contarse, para aspirar a una identidad y a una entidad. De modo que un mito no es una mentira, sino una verdad sustanciada con la imaginación. Creemos que en la mitología se subsume el deseo de perennizarse de toda comunidad. A través de ella, unas comunidades constelan su perfil y procuran su carta de presentación frente a los otros. Leer mitos es entrar a la hermenéutica de la trama humana, es adentrarnos a su laberinto para indagar los enigmas que inquietan a los hombres. Eliot es un lector que lee en esos enigmas. Y su Tierra baldía es el testimonio de un hermeneuta que interpreta valido de una especial racionalidad, muy distante de la racionalidad que heredara de la El poeta y la epopeya ética / 55

cultura cartesiana. El poeta anglo norteamericano es un lector muy aprovechado de la modernidad. Y como lector escribe. No trabaja con la inspiración romántica que enaltece el genio inventor, sino que se postula como un compositor, que interpreta la tradición, poniendo en la escena estética toda una serie de tonos, matices y voces que demandan de la lectura poética un esfuerzo no sólo intelectual sino también emocional. La tradición para Eliot vive encarnada en el hombre del presente; de allí que afirme: La tradición es una materia de una significación mucho más amplia. No puede ser heredada, y si la quieres obtener tienes que realizar mucho esfuerzo. Ella incluye, en primer lugar, el sentido histórico (…) y el sentido histórico implica una percepción, no sólo del pasatismo del pasado, sino a su presente. (Eliot 1972: 14) Nacido en Missouri, Thomas Sterne Eliot fue hijo de un de un exitoso hombre de negocio, su madre, publicó algunos libros de poesía. Se formó en las más prestigiosas universidades norteamericanas y europeas: Harvard, (allí conoce a Bertrand Russell, quien lo consideró su mejor alumno), La Sorbona y Oxford. Ejerció varios oficios: profesor, empleado de banco, director de revista. En 1927 adquirió la nacionalidad inglesa. Se casó con su secretaria y se separó de ella tras el deterioro mental de su esposa. Esa polifacética vida se reflejará en su hacer poético. Desde su primer libro, Canción de Prufrock y otras observaciones, publicado en 1915, se prefiguraba en Eliot una poética definitivamente ruptural, en la que el mito era dinamitado por una perspicaz ironía. En ese poema leemos lo siguiente: La niebla amarilla que lava su espalda en el cristal de las vidrieras, el humo amarillo que lava su hocico en el cristal de las vidrieras pasó su lengua por el interior de las esquinas de la tarde, se quedó suspenso largo tiempo sobre los charcos de las cunetas, 56 / Celso Medina

dejó caer sobre su espalda el tizne que cae de las chimeneas, se deslizó por la terraza, dio un salto súbito, y, viendo que era una noche suave de octubre, se enroscó una vez a la casa y se quedó dormido. El jovencísimo poeta, de apenas veintisiete años, comienza a postularse como un recreador de la tradición. Este pasaje diríamos que es una imitación de su querido Baudelaire, y en especial de su famoso soneto «Los gatos». ¿Qué le atrae a Eliot del simbolista francés? Su juego con lo sórdido, su escenario urbano, por donde pasean los hombres vistiendo los trajes de los míticos personajes occidentales. Es el mismo juego de James Joyce, sólo que éste narra, haciendo una parodia irónica de los personajes homéricos. Eliot, en cambio, hace que esos personajes encarnen en el pleno corazón de la ciudad, entreverando la imagen culta con un prosaísmo desacralizador. Ezra Pound, su mentor, encomiaba en él «la forma de combinar una observación sagaz con un inesperado lugar común, cargado de ironía» (1968:388). En ese mismo poema, vemos como se invoca el Eclesiastés para enmarcarlo en una atmósfera de descarado prosaísmo: habrá tiempo para matar, habrá tiempo para crear y tiempo para todas las labores y los días hábiles que levanten y dejen caer una pregunta en tu plato; habrá tiempo para ti y habrá tiempo para mí, y habrá tiempo incluso para cien indecisiones, y habrá tiempo para cien visiones y revisiones antes de que tomemos una tostada y té. Ese trabajo desacralizador cobrará fuerza en Tierra baldía, su largo poema, que construye la base de lo que podría llamarse una poética postmoderna, la cual, según Perloff (citado por Martínez Victorio, 2001) se constituye a partir de cuatro rasgos: 1) una tendencia a la abstracción y a la objetivación inspirada en las artes plásticas; 2) el El poeta y la epopeya ética / 57

retorno del relato en términos fragmentarios y de confusión identitaria; 3) la superación de la identificación de la poesía con la lírica; y 4) la reivindicación del lenguaje como materialidad auto expresiva frente al concepto tradicional del lenguaje como representación. Expliquemos esos rasgos, ejemplificando con el citado poema. Hay en Eliot un firme interés de hacer que la realidad encarne en imágenes muy concretas. No hay metaforismo en su poética, sino un ojo que mira con descaro lo real. Esa objetivación coquetea permanentemente con el prosaísmo. De igual modo podríamos hablar de un fragmentarismo, que no sólo distorsiona el espacio sino que ofrece identidades totalmente caóticas. Allí «El yo poético será una voz diluida en el caos». Por Tierra baldía desfilarán personajes míticos encarnados en seres del presente. Con ello, la poesía dejará de ser poética y hará gala de un discurso plagado de un barroquismo que paradojalmente podíamos conceptuar como un «preciosismo prosaico». Pero a pesar de esa direccionalidad imaginística, el poema no querrá ser una representación de la realidad sino un aparato permanente deconstructivo, que vive prorrogando su sentido último. Hemos hablado de Eliot como un poeta compositor, que interpreta la tradición y el mito en la plena escena de la contemporaneidad. Tierra baldía es un poema de los que Octavio Paz conceptúa como poemas cantos. Estos son textos poéticos de largo aliento, cuyo ritmo se construye con base a lo que Poe (véase su Filosofía de la composición) llama la «unidad de impresiones». ¿Cómo se produce esa unidad en el texto eliotiano? A través de una pseudo narración, que va creando expectativas verosimilizadora, que de inmediato se frustran. Quizás lo que hilvana su coherencia es el mismo título, cuyo sentido puede remitirnos a varias direcciones. «Tierra baldía», remite a un erial; una tierra no sólo estéril, sino abandonada por Dios. Ayuda a ese sentido la explicación inicial del poema, en la que Eliot reconoce deudas con los trabajos antropológicos de Jessie L. Weston sobre la leyenda del Santo Graal y La Rama dorada de James George Frazer. Esta explicación, al igual que la abundante anotación que aparece al pie de los versos de este poema, preferiríamos leerla con reservas. En ese juego de 58 / Celso Medina

intertextualidad podría haber también un ejercicio lúdico, propio del pastiche postmoderno, para quien el plagio (o sea la apropiación textual de los discursos) no existe cuando las citas cambian «el sentido histórico» de la heredad tradicionalista. Tierra baldía se estructura en cinco cantos. El primero («El entierro de los muertos») tiene anécdotas que van difuminándose paulatinamente para dar lugar a otras. En su acostumbrado método, Eliot entrevera símbolos en un campo minado por lo prosaico. Observamos citas de la antigua poesía popular anglosajona, pasajes bíblicos, el Tarot, Shakespeare, etc. Esas referencias están acompañadas de anotaciones del mismo autor. Uno no sabe qué quiere Eliot, si orientarnos o perdernos en ese laberinto de temas e historias. Pero no sólo son los temas que cambian abismáticamente, también asistimos a voces, que a veces parecieran solapar las voces de otras. Los temas de la esterilidad y la muerte sientan la base para su continuidad en los próximos cantos. El canto II («Una partida de ajedrez») se inicia con una descripción pictórica que alude a una mezcla de un personaje histórico con un mítico, tal vez Cleopatra y Circe. Pero de inmediato ocurre la metamorfosis. Esa Cleopatra pronto se trueca en una amante que increpa a su amado: Mis nervios están agitados esta noche. Sí, descompuestos. Quédate conmigo Háblame. ¿Por qué nunca hablas? Habla. ¿En qué piensas? ¿Qué piensas? ¿Qué? ¿Qué ver en escena? ¿Acaso a una Circe, queriendo retener a Ulises? Aquí la tradición se historiza, gracias a la mixtura entre lo mítico y lo prosaico. Esa hibridación llega a su extremo en la última de este canto, con la escena de un grupo de mujeres que chacharean en un restaurant, presionado por un mesonero que las conmina a abandonar el sitio: YA ES HORA, El poeta y la epopeya ética / 59

DENSE PRISA POR FAVOR QUE YA ES HORA Buenas noches, Bill. Buenas noches. Adiós, adiós. Buenas noches. Buenas noches Buenas noches, señoras, buenas noches Simpáticas señoras, buenas noches Buenas noches He aquí el inesperado lugar común, que tanto gustaba a Ezra Pound de Eliot. El canto III («El sermón de fuego») continúa el abismático camino del poema hacia la desintegración de las identidades. Los símbolos de agua y fuego protagonizan una dialéctica. Persisten las citas anotadas del poeta, para insistir en desorientarnos ¿u orientarnos? Una misa parece armar el clima para que irrumpa en el canto la polifonía, donde voces y tonos hacen su particular armonía. La leyenda de El Rey Pescador no escapa al proceso de prosaización: Un ratón se deslizó blandamente de entre los matorrales Arrastrando su viscosa barriga por la orilla Mientras yo pescaba en el apacible canal La figura de Tiresias hace su aparición para corroborar la vocación miticida del poeta: Yo, Tiresias, aunque ciego palpitando, entre dos vidas Viejo con arrugas de tetas de mujer puedo ver A la hora violeta, a esa hora de la tarde que nos empuja Hacia el hogar y el mar envía al marinero a su casa Y la mecanógrafa, para tomar el té de tarde levanta la mesa del desayuno El canto IV («Muerte por agua») es un una apretada síntesis simbólica que procura dar continuidad a los mitos de la fecundidad. El agua es, simultáneamente, muerte y humus vivificador. El mito del judío errante es prosaizado: encarna en un ahogado. 60 / Celso Medina

El canto V («Lo que dijo el trueno») condensa magistralmente la cosmología con una filosofía de raíz profundamente existencial, con una profunda conexión con Nietzsche y su anuncio de la muerte de Dios. Dice el poema: Aquél que antes vivía ha muerto ya. Nosotros que vivíamos antes estamos ahora muriendo Con un poco de paciencia El tema de la esterilidad, de la definitiva tierra baldía, se hace patente para dar fe de lo mítico como espacio ineludible. Pero lo trágico adviene cuando ese impulso del mito no es sino el camino para elucidar el abandono que Dios ha hecho de sus siervos. Falta agua, sólo hay rocas en el desierto humano: Aquí no hay agua, sólo roca. Roca y no agua, y el camino arenoso El camino sube serpenteando las montañas. Que son montañas de roca sin agua Si hubiese agua nos detendríamos a beber Entre las rocas no puede uno ni pararse ni pensar. Estos versos parecen probar la afirmación del crítico Martínez Victorio (2001), quien afirma que: El poema puede leerse por tanto como la contraépica de la civilización moderna, como la tierra baldía de una Europa arrasada por su propia megalomanía racionalista. Pero también puede interpretarse como la realidad del ser, porque esa «poca vida» es de ahora y de siempre, de todos los contextos histórico-culturales a los que el temperamento antropológico es susceptible de abrirse. (200) El poeta y la epopeya ética / 61

Este canto es el epicentro de muchas alusiones donde el mito y la tradición se dan la mano para sintetizar la filosofía de un poeta, que escogió pensar su contemporaneidad cabalgando en la cosmología universal, a la que minó de prosaísmos para dar fe de que vivimos la era del cinismo, una era en la que hemos matado a Dios, pero no hemos sido lo suficiente aptos para sustituir su carencia. Por ello, los correlatos del Judío Errante, del Sediento Infinito, del Rey Estéril se insertan en cualquier hendija de la vida contemporánea. Ya finalizando el canto, vemos al Rey Pescador profiriendo estas lamentaciones: Yo me senté en la orilla A pescar, con la llanura árida a mi espalda. ¿Debo al menos poner mis asuntos al día? El puente de Londres se está cayendo, Cayendo, cayendo Ese poema de 1922, que bebe el clima cultural de una Europa recién salida de una cruenta guerra, tiene hoy una cruel pertinencia. Y ha sido la poesía la que nos ha forjado esa conciencia. Razón tenía nuestro poeta, Víctor Valera Mora, cuando sostenía que «ético es el paso del poeta por el mundo».

Referencias bibliográficas Eliot, T.S. (1972). Selected Essays. London: Faber and Faber. ________(1980). Tierra baldía. Cuatro cuartetos. México: La nave de los locos. Pound, Ezra (1968). Ensayos literarios. Caracas: Monte Ávila Editores. Martínez Victorio, Luis (2001). “La posmodernidad de T. S. Eliot”. Estudios Ingleses de la Universidad Complutense, 9: 287-305. Paz, Octavio (1998). La otra voz. México: Fondo de Cultura Económica.

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Azul… y la ética modernista Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro, ajeno al poder: ser contraste. Rafael Cadenas Nada más triste que un titán que llora, Hombre-montaña encadenado a un lirio, Que gime, fuerte, que pujante, implora: Víctima propia en su fatal martirio. Rubén Darío Juan Marinello, al hablar del Modernismo, dice que es «el más importante periodo de la literatura latinoamericana, el que arranca de los años 80 del pasado siglo y llega hasta los 20 de la presente centuria. La magna etapa, nuestra edad de oro» (citado por Roberto Hernández Retamar, 1984: 125). En esa Edad de Oro, Darío ocuparía lugar cimero y su Azul… el rol de hito que demarca la vieja literatura y la literatura contemporánea de este continente. Azul... (1888) es un libro clave en la obra de Rubén Darío y del Modernismo. Con él Darío abre caminos hacia una temática que teñiría gran parte de su creación literaria: la del papel marginal del poeta en la sociedad. Ya en Abrojos (1887) se asoma esa preocupación: Puso el poeta en sus versos Todas las perlas del mar todo el marfil oriental; los diamantes de Golconda, los tesoros de Bagdad, los joyeles y preseas El poeta y la epopeya ética / 63

de los cofres de una Nabad Pero como no tenía por hacer versos ni un pan, al acabar de escribirlos murió de necesidad. (Darío, 1977 :129) Junto al referido tema Darío abrió también con este libro el tópico del antipragmatismo antiburgués que a su vez devendría en la actitud crítica antinorteamericanista del Modernismo. Los pormenores biográficos que acompañan la aparición de Azul… resultan interesantes. Se gestó y publicó en Chile. Darío ha cambiado su aldeana ciudad natal, Managua, por la cosmopolita Santiago de Chile, uno de los polos de la insurgente onda expansiva del capitalismo internacional en Latinoamérica. Ángel Rama dice, a propósito del primer viaje del poeta fuera de su país, que …cuando Darío se embarca para Chile deja atrás una pequeña ciudad, Managua, y conjuntamente, una cultura arcaica para la época, todavía dominada por la influencia española… (Rama, 1977: XXIII). Su llegada al país sureño se produjo después de haber ocurrido la Guerra del Pacifico. Chile se había convertido en un poderoso emporio productor de salitre. Según datos de Richard Morse, «entre 1875 y 1900 la población de Santiago de Chile pasó de 130 mil habitantes a 250 mil…» (Citado por Rama, 1977: XXIV). Con este viaje el poeta nicaragüense inicia su itinerante vida; además de Chile y Argentina, residirá en Francia, España, entre otros países europeos. En esos centros experimentará vivencias que darán un viraje radical a su obra literaria, lo que lleva a Pedro Salinas a decir: …se ve que Santiago le fue como una anticipación de toda la fila de grandes ciudades que le estaban esperando con sus placeres y hechizos, su febrilidad de vida, sus gracias y sus vicios (1975: 35). 64 / Celso Medina

Los cuentos y poemas que componen Azul… revelan una ética, sintetizan lo que bien podríamos denominar «la hiperconciencia» del poeta modernista. Más que una estética, en Azul… destaca la ética prevaleciente de todo el movimiento; ética que alcanzará su máxima expresión en 1900, cuando se publica Ariel, de José Enrique Rodó. 2 Hay un tema capital en Azul…: el del marginamiento del poeta, que no es nuevo en la literatura moderna; ya en los simbolistas franceses se aprecia, y el mismo configura un modo de concebir el oficio del artista en la sociedad burguesa. Los simbolistas heredan esa preocupación del Romanticismo. Rousseau sostuvo que el lugar más adecuado que encontró el poeta, al sentir las secuelas del progreso burgués, fue la ilusión: El país de la ilusión es el único del mundo que merece ser habitado; es tal la nulidad de la naturaleza humana que sólo le resulta bello aquello que no es… (Citado por Friedrich, 1974: 33). Agudizando más el sentimiento de naufragio, los Poetas Malditos instituyen el decadentismo. Hugo Friedrich juzga la actitud de esta generación, señalando que «que la proscripción se anuncia como una reivindicación de la superioridad» (1974: 32). El Modernismo inaugura en Latinoamérica ese sentimiento de naufragio. Las otras generaciones de escritores practicaron una literatura que voceaba sus ideas políticas. Sarmiento, Bello, Lastarria, Echeverría, Mármol, entre otros, utilizaron sus obras como excusas de sus ideas; su tono resaltante fue el mesiánico. Para el Modernismo, la idea política se trueca en una preocupación por el destino del arte en la sociedad pragmática que alentaba la «modernización» burguesa. Para ese cometido, optaron por la práctica del Decadentismo francés: «el arte por el arte».

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Pero insistimos que no sólo fue esa una actitud estética; lo fue también ética. La expansión capitalista en los centros urbanos más importantes de Latinoamérica modificó profundamente la cultura de estos países. La división del trabajo, forjó las «profesiones». El poeta, entonces, era un poeta. Este, en virtud de su «inutilidad» en una cultura tan pragmática, pronto deviene marginal. La mayoría de los cuentos de Azul… tiene como protagonistas a poetas mendigos, auténticos parias sociales; son «la manteca del sacrificio», de la que nos habla James Joyce en su Retrato del Artista Adolescente Ese naufragio existencial no sólo se observa en la ficción modernista; los propios poetas también fueron víctimas de esa indefensión. Muchos de ellos tuvieron que ejercer profesiones colaterales, como el periodismo, para su subsistencia. Veamos este pasaje del relato «El Rey Burgués»: Sí —dijo el rey; y dirigiéndose al poeta:— Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerizongas, ni de ideales. (…) Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio, tirinrinrin, tirinrinrin (Darío, 1978: 38). Es obvia la alegoría. He aquí al poeta condenado a ser Sísifo; moribundo en su rutina. Sobre la nueva realidad que tuvo que afrontar el poeta Modernista, Pedro Henríquez Ureña enfatiza: Y como la literatura no era en realidad una profesión, sino una vocación, los hombres de letras se convirtieron en periodistas o maestros, cuando no ambas cosas (Citado por Rama, 1979: 45). 66 / Celso Medina

A falta de «profesión» estos escritores tuvieron que sobrevivir en ocupaciones colaterales. Ocupaciones donde experimentaban un sentimiento de patético naufragio. Pero, como sostiene Ángel Rama: Difícil es determinar quién hizo el abandono de ese ancho predio, o si fue la sociedad que emergía entonces bajo la máscara liberal la que forzó a alejarse de sus cometidos civilizadores (1979:39). El narrador de «El Rey Burgués» parece contestar esa inquietud: Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro (Darío, 1978: 39). En el «Sátiro Sordo» se desprecia a la Alondra y a Orfeo; se prefiere, en cambio, al Asno; una ironía que alude al desdén por el poeta en la modernidad. En «El Pájaro Azul», «Nuestro poeta se decide a medir trapos»; pero pronto desiste y se suicida. El poeta cree que «siempre es preferible la neurosis a la estupidez». «El Rubí» es un cuento alegórico al oficio de poeta. El Gnomo viejo se niega a aceptar la falsificación de los alquimistas y cuenta la historia del rubí: una mujer sueña con encontrar a su amante; está secuestrada en la cueva de los gnomos. Intenta huir y muere herida por filosas lajas; su sangre tiñe las piedras y estas dan origen al preciado rubí. La mujer (el poeta) funge de «manteca de sacrificio» para que surja la belleza, el arte. Para decirlo en palabras de Rafael Gutiérrez Girardot, lo que viven los modernistas es «un proceso caracterizado por el advenimiento de la modernidad burguesa y el cambio de la función del arte y de la situación del artista en esa sociedad» (1981:108). En tal sentido la etiqueta de «evasionista» que se le atribuye a este movimiento es inmerecida. Si bien es cierto que hicieron suya la prédica del «arte por el arte» del Decadentismo francés, no es menos El poeta y la epopeya ética / 67

cierto que esa fue su arma más importante para combatir éticamente a la alienación que proponía la ideología burguesa. 3 El Modernismo postula una vida del poeta distinta a la que este ocupaba en la sociedad tradicional latinoamericana. El poeta es ahora la hiperconsciencia, el «vidente», capaz de ver y de sentir de manera especial. De modo que el rol de escribir asume la hipersensibilidad. Esa hiperconsciencia irrumpe contra la generación de escritores inscritos en la llamada «Emancipación Mental» (Sarmiento, Lastarria, etc.), para quienes el elemento hispánico había supuestamente frenado el desarrollo de los pueblos latinoamericanos. Cercano a los procesos de independencia de Cuba y Puerto Rico y a los asomos imperialistas de Estados Unidos, el Modernismo retorna a la fuente hispánica, ya no como súbdito, sino en la hermandad por lo hispano. Por ello Roberto Fernández Retamar afirma que …con el modernismo se hace la literatura de España e Hispanoamérica, precisamente en un momento en que estas zonas ya no constituyen unidad política alguna (1975: 70). La práctica del «arte por el arte» parece ser la vía más expedita para el enfrentamiento desigual entre poeta y mundo burgués. Al finalizar el conflicto, los dos vencerán: el mundo burgués se impondrá con todas sus secuelas; el Modernismo dará al traste con los modelos formales de la poesía tradicional hispano y latinoamericana. Mallarmé decía: «…lo único que debo hacer es laborar misteriosamente, con los ojos puestos en el Nunca» (Citado por Friedrich, 1974:64). Ese «Nunca» actuó como capitán del naufragio que posibilitó la aparición de un movimiento concientísimo de su papel en la coyuntura histórica que le tocó vivir. La praxis vivencial del Modernismo es más política que la que postula Rimbaud; es la praxis de un arte que asume muchas máscaras, a riesgo de suscitar equívocos en quienes los llamaron «evasionistas». 68 / Celso Medina

El poeta es el radar espiritual de un continente (Latinoamérica) víctima de un Calibán Moderno (Rodó dixit): Estados Unidos. 4 A Darío se le ha criticado acerbamente su afición a los «paisajes culturales» (Cfr. Salinas, 1975), en donde los objetos se abigarran. Su ojo parece obsedido por la contemplación. Hay en él un goce extremo por el mundo fantaseado; la naturaleza es artificial, pintura petrificada. En eso también hay coincidencia con los simbolistas; a estos les gustaba extraviarse en «los paraísos artificiales», degustando con su mirada los objetos. Pudiéramos rastrear un aliento hegeliano en Darío. Su estética guarda estrecha relación con el pensamiento sobre arte del filósofo alemán. Para Hegel la belleza artística se sitúa por encima de la belleza natural. El arte modifica la naturaleza, la pone al servicio del espíritu. Pero también hay algo de esteticidad marxista en el poeta latinoamericano. Y para aclarar esa relación, bien pudieran ayudarnos las ideas sobre trabajo y arte de otro pensador alemán, Ernst Fischer. Siguiendo a su maestro (Marx), ubica la génesis del arte y del trabajo en un mismo espacio. Pero fue la aparición del valor de cambio el que produjo el divorcio entre estas actividades humanas (Fischer, 1973). Diríamos nosotros que Darío construye sus paisajes artificiales para evidenciar la cosificación de la naturaleza aupada por la burguesía. Y en ese sentido, podemos observar dos actitudes del narrador omnisciente de los relatos de Azul… Cuando el narrador-poeta ve las cosas, estas resplandecen; cuando las ve el personaje burgués, las mismas se bastardean. En «El Rey Burgués» ese narrador nos hace el siguiente reporte: El Rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos… Japonerías, chinerías por lujo y nada más (Darío, 1978: 35). Parece subyacer en los modernistas una idea: la de que el arte debe rescatar la «artisticidad» del objeto (se nos antoja que su valor de uso). El poeta y la epopeya ética / 69

Y es el poeta, el portador de la hiperconciencia, el único ser capaz de escindir las diferencias entre el arte y el trabajo. Y para ese cometido, accede a «inutilizar» el bazar objetal del mundo burgués. La génesis de la poesía, «…radica en la decisión del artista de no producir mercancías en un mundo donde todo era mercancía» (Fischer, 1973: 44). En libros posteriores ese sentido de «excentricidad» de los objetos se exacerbará. Sus «Cisnes» (Cantos de vida y esperanza) confirman esa decisión de escapar «al torrente de banalidad» (Fischer, 1973) denunciado por Mallarme. Y con el poeta francés, parece decir Darío: «A los ojos de otros, mis obras son como las nubes ante el relámpago y las estrellas: inútiles…» (Citado por Fischer, 1973. p. 75). 5 Es obvio que lo moderno tiene un sentido negativo para la modernidad del Modernismo. Giovanni Allegra señala que «… lo que sigue llamándose “modernismo” surge de la confluencia de ideas en cierto modo mancomunadas por la misma rebeldía contra los valores morales, estéticos, literarios consagrados en el siglo XIX» (1975: 90). Entonces, ese movimiento fue antimoderno, entendiendo este concepto como aquel que constelaba las ideas de «racionalismo, optimismo, concepción “horizontal” —sin preguntas metafísicas— de la vida y del mundo, darwinismo proyectado en diferentes niveles, cientifismo o «superstición científica…» (Allegra, 1981: 92). El signo de «lo moderno» implica lo pragmático y la muerte de la espiritualidad; es decir, del arte. Pero ese concepto de «antimodernidad» no es una reminiscencia romántica. Los modernistas no alientan el medievalismo, ni el pasatismo. Acuden al botín cultural tradicional para construir una metáfora del mundo moderno, en el que el poeta no sólo es un exiliado existencial, sino también su antena más consciente. Pero ese naufragio no sólo es una experiencia metafísica del poeta. Junto a él están aquellos seres desprovistos de medios de subsistencia que viven en el mundo de la «competencia», del laissez faire, en franca desventaja. «El Fardo» es un cuento donde la victima ya no será el poeta, como sí lo son en cuentos como «El Rey Burgués», «El Pájaro Azul», «El Sátiro Sordo», «La Canción de Oro», etc. El fardo es un emblema 70 / Celso Medina

que alegoriza al sistema que «aplasta» a los hombres humildes. El tono naturalista de este relato justifica su lenguaje cercano al panfleto, que denuncia la desigualdad social en la cosmópolis chilena. Pudiéramos decir que el Modernismo es un reactivo generado por la misma modernidad. El mismo Darío dijo: «…yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer» (Citado por Guillermo Sucre, 1975: 30). Dos poemas de Azul… refuerzan esa disposición firme de escenificar una ética valiéndose de una estética de apariencia exotista. Ellos son «Anagke» y «Estival». Ambos se construyen esencialmente desde una narratividad alegórica, facturada con desenlaces trágicos. «Anagke» patentiza a modo de fábula el rigor del asedio que padece el artista y el arte en el mundo contemporáneo: Soy la promesa alada, El juramento vivo; Soy quien lleva el recuerdo de la amada Para el enamorado pensativo; Yo soy la mensajera De los tristes y ardientes soñadores, Que va a revolotear diciendo amores Junto a una perfumada cabellera. Soy el lirio del viento. Bajo el azul del hondo firmamento Muestro de mi tesoro bello y rico Las preseas y galas; El arrullo en el pico, La caricia en las alas. Es esta la voz de una paloma, alegoría de la paz, de la armonía y del humanismo a plenitud. Pero el destino trágico es inevitable. Se trata de mostrar la propensión a lo fatídico que se alienta desde un clima cultural sazonado por una tendencia audestructiva. El desenlace no puede ser más elocuente: «¿Sí? dijo entonces un gavilán infame, /y con furor se la metió en el buche». Y la moraleja se carga de una ácida ironía: El poeta y la epopeya ética / 71

Entonces el buen Dios, allá en su trono (mientras Satán, para distraer su encono aplaudía a aquel pájaro zahareño) se puso a meditar. Arrugó el ceño, y pensó, al recordar sus vastos planes, y recorrer sus puntos y su comas, que cuando creó palomas no debía haber creado gavilanes. La fábula de «Estival» también está impregnada de los mismos alegorismos. Tigre y Tigra se aman; y un príncipe mata a la Tigra, rompiendo, irónicamente, el idilio descrito. Pero la destrucción no quedará ahí; el Tigre sueña con que devora al Príncipe. Con un magistral juego de sensualidad, Darío se vale de trazos precisos para escenificarnos un universo estetizado, que pronto se ve tensado por la tragedia. El Tigre luce «…su lustrosa piel manchada a trechos, / está alegre y gentil, está de gala», y “La tigra ufana /respira a pulmón lleno, /al verse hermosa, altiva, soberana, /le late el corazón, se le hincha el seno». Esa selva visualizada desde un imaginar sensualista, es violentada por una fuerza que la lacera: El príncipe de Gales, va de caza Por bosques y por cerros, Con su gran servidumbre y con sus perros De la más fina raza. (…) Contempla a los dos tigres, de la gruta A la entrada. Requiere la escopeta, Y avanza, y no se inmuta.

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Al igual que el poeta de «El Rey Burgués», la belleza constituye la «manteca del sacrificio». En el relato «La canción de oro» es significativo el sentido que se le quiere dar al «oro»; este prefigura el símbolo del mercantilismo contemporáneo. Irónicamente el poeta-mendigo dice: «Cantemos al oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de sol despedazado». El «sol despedazado» es índice de lo que hemos tenido que pagar para que se erija el mundo de riquezas de hoy. Fue necesario despedazar nuestro centro gravitacional que simbólicamente connota más que luz para construir el universo donde muere el niño de «El Fardo» y agoniza el poeta-mendigo. Entonces, los mundos «ilusorios» del Modernismo son pivotes para la denuncia de la náusea contemporánea. No se pueden leer los poemas y relatos de Darío en atención a su literalidad; hay que esforzarse por descubrir en ellos a un ser profundamente conmovido por la historia que le tocó padecer. Ricardo Gullón supo ver más allá de la denominada «hueca utilería» rubendariísta, y destacó: Son armas contra la vulgaridad y la chabacanería del ensoberbecido burgués; no imágenes de una evasión, sino instrumentos para combatir la imagen de la realidad que se les quería imponer (Citado por Fernández Retamar, 1984: 77). 6 La primera conclusión a la que arribamos es que el Modernismo se constituyó en la principal vanguardia contra el espíritu burgués. Vanguardia que se erigió en la conciencia más alta en los momentos en que el capitalismo se internacionalizaba en Latinoamérica. Esa hiperconsciencia fue hipercaptadora de los «males» que amenazaba a la cultura hispana en Latinoamérica. Con el Modernismo lo hispánico se une a lo latinoamericano para marchar juntos en el enfrentamiento al pragmatismo burgués. Se produce lo que Octavio Paz señala como el remozamiento del espíritu hispánico desde las antiguas naciones colonizadas. El poeta y la epopeya ética / 73

Azul… es un libro hito en la conformación de esa conciencia especialísima del Modernismo. Sus mundos artificiales son aparentes. Ellos conforman metáforas de las preocupaciones más sentidas de Rubén Darío. De modo que no es el esteticismo, sino la eticidad de este libro lo que nos permite postular que Azul… conforma el grupo de alegorías de un movimiento que se constituyó en la hiperconsciencia de América Latina, en momentos en que esta entraba a formar parte de la infraestructura y de la superestructura del capitalismo internacional. Referencias Allegra, G. (1981, enero-abril). «Del Modernismo como Antimodernidad». Revista Thesvurus. Instituto Caro y Cuervo. Tomo XXXVI. Darío, R. (1978). Azul… México: Mexicanos Unidos. Darío, R. (1977). Poesía. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Fernández Retamar, F. (1984). Para una teoría de la literatura latinoamericana. La Habana: Editorial Pueblo y Educación. Fischer, E. (1973). La necesidad del arte. La Habana: Ediciones Península. Friedrich, H. (1973). Lírica moderna. Barcelona: Seix barral. Gutiérrez Girardot, R. (1981, enero-junio). «Problemas de una historia social del Modernismo». Revista Escritura. Nº 11. Caracas. Rama, A. (1970). Rubén Darío y el Modernismo. Caracas: Universidad Central de Venezuela. Salinas, P. (1975). La poesía de Rubén Darío. Barcelona: Seix Barral. Sucre, G. (1975). La máscara, la transparencia. Caracas: Monte Ávila.

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De Ecuatorial a Altazor Introducción Ecuatorial (1918) ocupa un lugar de transición importante hacia la configuración definitiva de la estética de Vicente Huidobro. Sus libros anteriores, sus manifiestos, entrevistas y artículos hallan en Altazor sus concreciones, que no necesariamente son la culminación feliz de sus postulados poéticos. Pero el poemario en cuestión — Ecuatorial— no puede leerse subordinado a la lectura de Altazor; existe independientemente, con caminos no recorridos en su obra estelar. Y pudiéramos señalar que si hay correspondencia feliz entre poética y praxis poética en la lírica de Vicente Huidobro, la encontramos en este poemario. Compartimos con Eduardo Mitre la afirmación de que este es su mayor poema después de Altazor (Mitre, 1981). Pero disentimos de este crítico, cuando reprocha la inexistencia de «la búsqueda de un metalenguaje». Nosotros, contrariamente, decimos que lo más acertado de este es su espontaneidad, su fluidez, alejada del metapoetismo. Aquí la poesía no es la excusa para el lirismo; es la vida, la reflexión de un ser «náusico», ubicado en una contemporaneidad desgarradora. El Huidobro de Ecuatorial parece coincidir con el poeta venezolano Víctor Valera Mora: «Ético es el paso del poeta por el mundo». Esa eticidad se da en el poeta chileno sin menoscabo de su poética. Ya este ha remozado su veleidades vanguardista, y se asienta sobre una reflexión poética madura, lo que le permite usar estéticas como la cubista y la futurista, sin alienarse con ellas. Pensamos que la tesis del Creacionismo ya ha abandonado su imaginería; el poeta es ahora un «ser contemporáneo», que, sin rubor construye su poesía de la «materia» contemporánea y en virtud de esa asunción desenfadada de la contemporaneidad, se enfrenta a sus abismos y a sus vértigos; los vértigos de su «paso por el mundo». Asumiremos el estudio de Ecuatorial, a partir del diálogo que este poema asume con dos estéticas: la cubista y la futurista. Ambas estéticas, creemos, terminan simbiotizándose en Altazor, punto culminante en la poesía de Vicente Huidobro. El poeta y la epopeya ética / 75

1.- Cosmos y Caos Roland Barthes (1998) habla de una necesidad de «interrogar» a los títulos de las obras literarias. De las respuestas primarias derivadas de ese interrogatorio, surgirán las primeras claves críticas para adentrarse al complejo mundo significativo de la literatura. Ecuatorial; así, sin el subrayado, es un adjetivo. Para la geografía es una línea divisoria, en la que el sol brilla con mayor fuerza y desde donde el hombre ha aprendido a visualizar sus puntos cardinales. En esa línea se observa el mundo desde su circularidad; de modo que desde allí se mira el orden, pero también el caos. De este interrogatorio intuimos una respuesta totalmente ambigua: el punto ecuatorial es la cima de un voyeurista. Pero la ambigüedad ocurre cuando nos percatamos de que la mirada puede posarse en el orden o el caos. La concepción del cosmos siempre fue preocupación de Vicente Huidobro. Recordemos al mirador de su libro Adán; allí se observa cómo el hombre va construyendo sus asombros, va sintiéndose parte creada y parte creadora del mundo en que participa. Aquí Huidobro arma un cosmos con una geometría peculiar. El sol va a ser un tema, pero a la vez una forma. Forma que se deriva de un cruce con el punto ecuatorial, para crear un mundo metamórfico, donde la luz irá creando la Estrella del Sur, la Cruz de Cristo y la idea de los cuatro puntos cardinales. Arturo Ardao (1983) señala que la idea de Norte y del Sur advino muy tarde en el hombre. Sus puntos cardinales fundamentales fueron Este y Oeste; es decir, los puntos por donde nace y muere el sol. El Este y el Oeste, son la referencia obligatoria; mientras que la otra (la Sur-Norte) se ha convencionalizado y un modo de concretarle es esperar a que el sol, posado en el ecuatorial, lance sus sombras para formarle. De modo que dos son los puntos cardinales verdaderos y dos son «ilusiones» producidas por el sol en el mediodía. Vicente Huidobro elabora sus cosmos en Ecuatorial con una peculiar concepción de la geometría. Esa peculiaridad le va a permitir una alusión espacial proteica, que va desde una concepción de orden a un caos absoluto. 76 / Celso Medina

La temática que aborda este poema origina su forma. Mitre (1981) habla de una epopeya planetaria en Ecuatorial. Cierto, en él batallan dos mundos: el aéreo y el terrestre. La elección de la primera posguerra como tema, justifica la forma «despedazada» como se va armando esta epopeya. Pero la mirada épica aquí no es exaltadora de la guerra; el mirón parece observar con desazón: «Cada estrella /es un obús que estalla». Así que quien mira no está en una batalla, sino en sus secuelas, en las úlceras dejadas por esta: «Una mano cortada /Dejó sobre los mármoles /La línea ecuatorial recién brotada». Huidobro accede a la idea de lo fragmentario porque el tema de la primera posguerra lo sugiere. El caos se ve desde la atalaya de su ecuatorial. El sol será apagado por los bombardeos y el incendio bélico de 1914 actuará como nuevo sol, produciendo un mediodía, donde el Norte y el Sur virtualizarán la idea del Cristo contemporáneo crucificado: «por todas partes en el suelo /He visto alas de golondrinas /y el Cristo que alzó el vuelo /Dejó olvidada la corona de espinas». Los aeroplanos trocados en pájaros; o los pájaros trocados en aeroplanos, reproducirán en el espacio aéreo la imagen de ala (NorteSur), urdiendo, así, la crucifixión de muestro Dios moderno. 2.- El Cubismo y el Futurismo Tanto el Cubismo como el Futurismo sirvieron de pivotes fundamentales para la armazón de la forma poética de Ecuatorial. Y recurrir a esas estéticas no fue una elección fortuita. La idea del fragmento que sugiere el Cubismo y la exaltación de lo moderno, del Futurismo, sirve para tratar el tema de la primera posguerra. La idea de un mundo «roto», asediado por los «objetos» modernos subyace en dicha elección. Maurice Serullaz (1976) singulariza la práctica de los artistas plásticos cubistas de la siguiente manera: Hasta entonces los pintores reflejaban el volumen y el espacio sobre una superficie plana, la tela —sólo dos El poeta y la epopeya ética / 77

dimensiones para expresar tres—, mediante principios académicos, especialmente con la perspectiva. Los cubistas rechazan este procedimiento artificial, que consideraban como una falsificación. Para evocar el volumen y el espacio sobre la superficie plana, se servirán de la superposición de los planos geométricos como en los bajorrelieves antiguos o en las telas. (…) Se trata de una visión múltiple, pero que cada ángulo de visión solamente puede ser fragmentario, que los pintores los acumulan uno junto a los otros; la proyección de los planos les permite representar a un objeto desplegado en todas sus facetas. (Serullaz, 1975: l 1). De «planos geométricos» superpuestos está construido Ecuatorial, lo que hace el espacio sea múltiple y se perciba como realidad única y múltiple. Desde el ecuatorial, desde la mirada lanzada al vacío, lo que se observa es un cosmos circular donde «las cosas» coexisten. Lo que denominó Juan Gris «Metáforas pláticas» (citado por Serullaz, 1976) va ayudando a construir ese universo «cubista». Pero se observa la principal presencia de este movimiento en el poema que estudiamos no por su lado yuxtaposicionista, sino más bien por el lado constructivista. La idea del montaje es fundamental. Y quizás haya habido en Huidobro un acercamiento a la estética de un arte que emergía con entusiasmo en la época: el cine. Este arte es cubista por excelencia; fundamentalmente por su idea del montaje y de su composición por planos. La idea del plano es muy importante en Ecuatorial y la forma como se van organizando esos planos, también. En su comienzo el cine no tuvo sino un signo de puntuación para armar su trama: los cortes. De modo que cada plano se junta al otro, sin transición, para producir la diégesis fílmica. Lo que justifica, de alguna manera, el tempo cinematográfico en esta época. La imagen fílmica urde este poema de Huidobro. La mirada del observador se produce en «picado»; lo que hace que percíbanlos la realidad como desde una sensación de vértigo. El mirador (o mirón) parece tener un «ojo zoom»; nos acerca o nos aleja los objetos, casi a capricho. 78 / Celso Medina

Podemos decir que hay más afinidad de Huidobro con el cubismo plástico que con el cubismo literario. La presencia del cubismo literario es muy tímida; digamos que apenas si se remiten al uso de las mayúsculas, las «palabras-pancartas», que, según Mitré (1980), van construyendo espacios que actúan como fronteras en los temas del poema. En relación al Futurismo, se puede destacar en Huidobro un acercamiento a esta estética sin el «éxtasis» del maquinismo. El mismo Huidobro criticó a los futuristas por intentar convertir la poesía en un «bazar» objetual, donde las cosas existen pero no tienen vida. La exaltación del maquinismo de Marinetti es sustituida en Ecuatorial por una noción viviente de los objetos. Los aeroplanos, el telégrafo, el ferrocarril, emblemas esenciales del mundo contemporáneo, no serán mero inventario; encarnarán una imagen animada, personificada. Además, no observamos en Huidobro un culto a la «divina máquina»; si bien no hay desprecio hacia ella, tampoco hay embelezo, arrobamiento. Por momentos sentimos una visión no muy afecta, cuando alude al aeroplano; hasta el punto de que vive metamorfoseándolo en ave. Quizás halla más simpatía hacia la imagen del ferrocarril del telégrafo, por su alegórico sentido de la comunicación. 3.- El espacio. Por alto y por bajo Hay en Vicente Huidobro dos conceptos de espacios; no expresados en sus poéticas, pero sí en sus poemas. Una idea proviene del cubismo literario, la del espacio verbal, que concibe a la página en blanco como su cosmos. Esa idea está concretada en sus caligramas, que no son más que las investigaciones hechas por Apollinaire en la tradición de los carmina figurata griegos. El propósito aquí es hacer un poema gráfico; que la palabra «escriba» el objeto que alude. La otra idea es la del espacio cósmico; es decir, la construcción, mediante la palabra, de su orden referencial. Las palabras van elaborando un mundo geométrico que produce ilusión de espacio. En Ecuatorial el espacio cósmico se justifica en virtud del tema que asume este poema. Veamos este ejemplo: El poeta y la epopeya ética / 79

Los más bravos capitanes El capitán Cook En un iceberg iban a los polos Cazas auroras boreales Para dejar su pipa en los labios En el polo Sur Esquimales Aquí se nos está presentando no un espacio gráfico, sino cósmico; su carácter yuxtapuesto nos da la idea del referente. Su lectura sólo es posible simultáneamente. Y aquí se plantea una preocupación por el espacio que nos remite a Jorge Luis Borges; más concretamente a su cuento «El Aleph». En ese relato Borges confiesa que la palabra es secuencial; en razón de eso no sirve para captar la realidad del aleph, punto matemático donde concluyen todos los puntos. De allí la preocupación permanente del escritor por tratar de atenuar el defecto de la consecuencialidad de la literatura. Huidobro cree que la lírica, a diferencia de la épica, tiene necesariamente que ser espacial; para tal fin reinventa el concepto de imagen y, naturalmente, del espacio poético. En tal sentido si quiere dar la ilusión de un amor que «Atraviesa la América Latina» no hace más que escribir: El amor

El amor

Y el espacio en blanco produce el «atravesar». Pero podríamos estudiar el espacio en Huidobro partiendo de las proposiciones de la crítica fenomenológica. Gastón Bachelard (1965) nos puede auxiliar con su concepto de espacio-casa, correlación que surge en virtud de la «raíz cósmica» que se deriva de ella. Para Bachelard la casa conlleva: en primer lugar a que nos la imaginemos como «un ser vertical» y, en segundo lugar, «Nos llama a una conciencia de centralidad» (1965: 51). El espacio, según dicho autor, es bipolar: 80 / Celso Medina

se mueve entre el «sótano» y la «buhardilla». Lo que dará origen a la «irracionalidad» del tejado y a la «irracionalidad del sótano». Vicente Huidobro concibe su espacio como una casa. Y el polo «arriba» parece el más importante. Noción que no sólo se aprecia en Ecuatorial; es muy obvia en Adán, donde la mirada se hace desde la perspectiva cimera. Y en Tour Eiffel el símbolo torre nos da la idea del místico que «mira» el mundo desde su atalaya. Esa noción de la verticalidad llegará a su expresión más acabada en Altazor; comenzando por el juego de palabra de su título: alto-azor, signo alegórico de la sensación de vacío que vive el hombre de hoy y, esencialmente, el poeta. Al lado del «arriba», el «abajo» construye un polo espacial lleno de ambigüedad. ¿Qué mira el poeta abajo? Un mundo de objetos, de seres muertos. Pudiéramos señalar que hay una forma peculiar de mirar el «abajo» huidobriano. La de concebirlo en el marco de su estética creacionista, donde la naturaleza debe ser reinventada. De allí que imagen y metáfora se unan en su poesía para producir un mundo proteico. Sobre este particular recurrimos a la noción de Metáfora y Metamorfosis de Víctor Bravo.«En la poesía, la metamorfosis metafórica se presenta como imagen que produce un doble efecto de sentido: es, simultáneamente, figuración y literalidad…» (Bravo, 1990: 9). En Ecuatorial el mundo de «abajo» es simbiosis de lo natural con lo mecanizado. El concepto «Creacionista» se vale de metáforas metamórficas para «crear» figuras que son simultáneamente varios referentes. Veamos: Entre la hierba silba la locomotora en celo Que atravesó el invierno Las dos cuerdas de su rastro Tras ella quedan cantando Como una guitarra indócil Su ojo desnudo El poeta y la epopeya ética / 81

cigarro del horizonte danza entre los árboles Vemos cómo un ferrocarril es en primera instancia una locomotora en celo; luego guitarra, para luego concluir en un cigarro. Creemos que hubiese bastado la realidad imaginística, para que se hubiese producido la «figuración». En razón de eso nos parece inútil el verso «Como una guitarra indócil» —reminiscencia del «infantil creacionismo» huidobriano. Lo predominante aquí es la imagen; ella misma es capaz de producir la metamorfosis. Basta que se produzca la yuxtaposición, para que la realidad se torne proteica. Es como si al lado de «el divino aeroplano /traía un ramo de olivo entre las manos» el poeta quisiera explicamos que estamos viendo la metamorfosis de un aeroplano en la paloma genésica y que se nos «dijera» que las alas del aeroplano de alguna forma «figuran» la imagen de Cristo. Para continuar con la definición del «abajo» en Ecuatorial, debemos reiterar la presencia de una imagen cercana a la cinematográfica, urdida, cosida con cortes, lo que hace que el tiempo nos mantenga permanentemente frente a realidades móviles. Y eso ocurre, quizás, porque el «Ecuador» desde donde se mira es móvil y también lo es el objeto que más observa ese «mirón»: el ferrocarril. «El tren es un trozo de la ciudad que se aleja». Una imagen metamórfica es leit motiv: la triádica: pájaro/ave/Cristo. 4.- De Ecuatorial a Altazor La creación de un poeta es una isla si la miramos sólo por sus resultados. Ir a la meta de inmediato, sin pasar por los caminos que recorre la obra, es aspirar a una visión muy reductora de la experiencia poética. De allí que si hacemos un ejercicio de genealología en Altazor, necesariamente tenemos que desbrozar el camino que Huidobro ha recorrido para «obtener» el objeto de ese poema.

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Altazor es el punto de llegada de la poética de Vicente Huidobro. En este poema están sintetizadas las realizaciones y frustraciones de una poética que no sólo fue declarativa, sino también praxial. Ya no es creacionista en el sentido de su propia ortodoxia, metapoesía, juegos, ironías, autoburlas, uso de símbolos no alegóricos: todo este conjunto de estrategias va a caracterizar a la obra con la que el poeta chileno se inscribe en los anales históricos de la poesía latinoamericana. ¿Qué lugar ocupa en ese «proceso» Ecuatorial? El de la antesala. Ya Huidobro ha madurado frente al Cubismo; mira al Futurismo sin recelo. Ha aprendido que el montaje puede conducirlo a lo simultáneo. Su triádica imagen de Cristo —ave ala de aeroplano— servirá de concreción de su peculiar imagen de Altazor. Y en Ecuatorial aprenderá a viajar por sus espacios metafísicos, para en Altazor gozar de los abismos, de los vértigos. Hasta la parodia es optimizada en este poemario transicional. El apocalipsis del verbo en el último canto de Altazor, tiene un antecedente en la culminación de Ecuatorial: El niño sonrosado de las alas desnudas Vendrá con el clarín entre los dedos El clarín aún fresco que anuncia El fin del Universo. He ahí apocalipsis «crómico», de tarjeta navideña. Apocalipsis irónico que se tomará angustiante, cuando en Altazor la farsa lírica denuncie la crisis de la palabra frente al vastísimo universo real: «Campanudio lalaí /Auriciento auronida /Lalalí /lo ia /i i i o /Ai a i a i i i i i o i a» ( Huidobro; 437).

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Referencias Ardao, Arturo. (1983). Espacio e inteligencia. Caracas: Editorial de la Universidad Simón Bolívar. Bachelard, Gastón (1965). Poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica. Barthes, R. (1998).El grado cero de la escritura. Huidobro, Vicente (1976) Obras Completas. Santiago: Zig- Zag. Bravo, Víctor. (1989). «La metáfora y la metamorfosis», en Imagen, 100, pp. 54-47. Caracas. Mitre. Eduardo. (1981). Huidobro, hambre de espacio y sed de espacio. Caracas: Editorial Monte Avila. Scrulluz.Mauricc. (1976). El Cubismo. Barcelona: Oikostau.S. A. Ediciones.

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Neruda y el Apocalipsis sin dios

La frase es del poeta Amado Alonso. La misma revela en buena parte el tema central del libro de Pablo Neruda Residencia en la tierra, su controversial poemario, que recoge aproximadamente diez años de su creación poética. Entre 1925 y 1935, década de la escritura del mencionado libro, Neruda y el mundo vieron surgir acontecimientos en los que la fe religiosa desaparecía, tras las botas de la soldadesca en que se había convertido el universo. Esa década, rubricaba lo que filósofos como Unamuno, Kierkergaard, Nietzsche, Jasper, entre otros, habían señalado como signo fatal del futuro, cocinado en las ideologías del Iluminismo dieciochesco. «Dios había muerto», y el hombre había caído en el más cruel de los abandonos; y lo peor: sin salvavidas míticos, se había re­fugiado en sus miedos y terrores. Neruda confiesa que sus andanzas por el Extremo Oriente de alguna manera signaron la temática esencial del referido poemario. Afirma: «No creo, pues, que mi poesía de entonces haya reflejado otra, cosa que la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño» (Neruda, 1980: 121). En el poeta se observó después cierta mala conciencia por estos poemas, desvinculados de la referencia americanista, propia de su Canto General o del tono altisonante y panfletario que caracterizó su última poesía, de contundente valor político y de cuestionable factura estética. Podríamos decir de Neruda lo mismo que se señala en Darío con respecto a su ingreso al mundo trascendente de la poesía. De no existir Azul…, el nacimiento del genio poético dariano o se hubiese retardado o jamás hubiera aparecido. Así, diríamos del poeta chileno. Antes de su Residencia en la tierra era una «lira que sonaba», un creador de versos «muy bonitos», pero de muy poca raigalidad, dignos de un roman­ticismo simpático, pero sin poco aliento universalista. Y, casualmente Darío y Neruda tuvieron que experimentar una vida ajena a las de su patria, para hacer que su flauta poética sonara con vibración universal. El primero contrasta su Managua con un Valparaíso que se había convertido en la gran metrópolis latinoamericana, con El poeta y la epopeya ética / 85

todas las aberraciones derivadas de un capitalismo que amenazaba con planetarizarse. Neruda en el Extremo Oriente se encuentra con el colonialismo inglés, que, bajo la égida capitalista, pretendía anexar a su bazar mercantil los milenios de cultura de esa zona del mundo. A Neruda, el Oriente «le impresionó como una grande y desventurada familia humana» (1980: 120). Y esta situación origina un fenómeno que la crítica ha visualizado de manera errada. A nuestra manera de ver, es en estos poemarios donde Neruda y Darío se muestran más visionarios, en cuanto a lo pérfido del mundo de producción capitalista en los llamados países tercemundista. No es el Darío de la «Oda a Roosevelt», el auténtico contestario, sino el autor del «Ananké», donde el poeta, emblema del humanismo, está reducido a ser «un Titán que llora a orillas de un lirio» y a ser un objeto inútil (recuérdese «El Rey Burgués»). Y el Neruda realmente cuestionador es el que muestra el descarnado mundo de la desintegración, que se manifiesta en sus imágenes de ceniza percibidas en esta estrofa de su poema «Walking around»: Sucede que me canso de ser hombre Sucede que entro en las sastrerías y en los cines de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza1 Amado Alonso habla de una evolución poética en Neruda como «una progresiva condensación sentimental por el ensimismamiento» (Alonso, 1968:15). Creemos que ese Neruda ensimismado no fue consecuente con toda su poesía. Cuando asume el tono épico (como en Canto General) adviene la impersonalización y la melancolía autárquica se trueca en melancolía colectiva. De modo que esa «condensación sentimental» obedece a una etapa muy particular, en la que la concepción del amor trasvasará longitudinalmente estadios diferentes. Un estadio estarla en los poemarios Crepusculario (1919), El hondero entusiasta (1924), como lo afirma Amado Alonso. Este critico extrema 1

Utilizamos aquí la edición de Residencia en la tierra de Seix Barral, Barcelona- México, de 1976.

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ese estadio hasta la primera parte de Residencia en la tierra, escrita entre 1925 y 1931. Este último señalamiento no nos parece convincente. Alonso habla de ese estadio como una poesía donde hay «una bella tristeza que se complace en sí misma» (1968:15). Una lectura de «Galope Muerto», contradice al poeta y critico español. Las imágenes de «la descomposición, de la fealdad» se imponen como muestrario de una estética que dista mucho de la melancolía órfica de, por ejemplo, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Bien es cierto que lo que se descompone es la naturaleza, la selva, los minerales. Pero no hay que olvidar que estos elementos se constituyen en Neruda en gran cosmos, signos del derrumbe humano. Veamos el comienzo del citado poema: Como cenizas, como mares poblándose en la sumergida lentitud, en lo informe o como se oyen desde el alto de los caminos cruzar las campanadas en cruz, teniendo ese sonido ya parte de metal, confuso, pesando, haciéndose polvo el mismo molino de las formas demasiados lejos, o recordadas o no vistas, y el perfume de las ciruelas que rodando a tierra se pudren en el tiempo, infinitamente verdes. Así, pues, que estamos ante una noción del amor que no se desvanece en la dicotomía ausencia-presencia. Aquí la carne es la principal protagonista, pero una carne onírica, regada en todos los elementos descoyuntados en la naturaleza. Esta se torna imagen del cuerpo. Y no es gratuita la pasantía nerudiana por el Surrealismo, no en su simple técnica del automatismo psíquico, sino en la enarbolación de sus símbolos alquímicos. Ya alejado del estadio amoroso órfico y El poeta y la epopeya ética / 87

del apocalipsis sin Dios, donde se inscribe Residencia en la tierra, Neruda asumirá lo que el mismo calificara como el amor proletario. A este estadio pertenecerían Los versos del capitán. Aquí parece haber una nueva relación con el amor. Ya no se perfila la posesión burguesa, que concibe el acto amoroso como mecanismo de posesión, que enajena la voluntad de alguno de los amantes. Podríamos hablar de una tendencia cosmogónica en Residencia en la tierra. Y también de la paradoja de la construcción por descomposición. El yo lírico presenta una ideación de un mundo que él no puede transformar. Diríamos que ese yo es un «afectado», un ser que lejos de experimentar la realidad, la sufre. En la descomposición, está el caos genésico. En la construcción, la utopía de ser el Dios ordenador. Lo trágico es que estamos en presencia de un Dios degradado, incapaz de actuar. El poema «Unidad», nos dice en su final: Trabajo sordamente, girando sobre mí /mismo, como el cuervo sobre la muerte, el /cuervo de luto. Pienso, aislado en lo extenso de las /estaciones, central, rodeado de geografía silenciosa: una temperatura parcial cae del cielo, un extremo imperio de confusas unidades se reúne rodeándome. Un hombre afectado. Sin saber qué hacer con el caos enterrado en la Unidad, líderizando un Apocalipsis sin Dios. Referencias Amado, Alonso. (1968). Poesía y estilo de Pablo Neruda. Buenos Aires: Editorial Suramericana. Neruda (1976). Residencia en la tierra. Barcelona: Seix Barrall. Neruda, Pablo. (1980). Confieso que he vivido. Barcelona-México: Editorial Seis Barral. 88 / Celso Medina

El habitante místico de Antonio Colinas El hombre cultivado no lee las estrellas, sino artículos sobre astronomía George Steiner Antonio Colinas (1946) es uno de los poetas españoles contemporáneos que recurre con mayor frecuencia a la tradición clásica, no para mimetizarse en sus formas, sino para adentrarse en sus temas y personajes, apropiándose de sus atmósferas. Se podría decir, contradiciendo la afirmación de Steiner, que Antonio Colinas se cultiva directamente con las estrellas y que su poesía, a pesar del cultismo que la caracteriza, no tiene más libro de lectura que la realidad con toda su fuerza fenoménica. El río de sombra, la colección que recoge la mayoría de los textos poéticos (1967-1997) de Colinas, editada por Visor en 1999, nos pone en contacto con una obra de factura singular en la poesía contemporánea española. Muy alejado de los estridentismos vanguardistas, Colinas ha ido forjando su obra a orillas de la tradición, frente a la cual el poeta adopta una actitud heterodoxa. No es él un arqueólogo, rebuscador de ruinas antiguas; es, más bien, un revitalizador de los ecos pretéritos, una especie de puente que con su potencia imaginística permite que accedamos a un pasado pleno de vigor y de vigencia. A caballo con la tradición, Antonio Colinas se nos presenta en sus poemas como un gran lector del pasado. Pero sus lecturas se traducen en un universo percibido desde los sentidos. En la poesía de este autor hay una galería de personajes míticos e históricos, construyéndose más en el espacio que en el tiempo. Esos personajes se sitúan fuera de sus anecdotarios particulares, para crear un crisol de pliegues sensuales. La historia no es pues, un hilo de hechos, sino un cosmos de ecos. El hombre trasciende más allá del calendario; las cosas que contacta, el árbol que admira, la piedra que toca van elaborando la bitácora de su existencia. En ese zócalo existencial sobresale un tema: el que encarna el motivo del habitante. El poeta y la epopeya ética / 89

Por tal entendemos a la fuerza que impele al hombre a tener amplia conciencia de que vive en el espacio y que a la vez es también espacio. El habitante vive en la dialéctica del sedentarismo y del nomadismo. Por ello es raíz y pájaro. El sedentarismo fuerza al poeta a quedarse en su paisaje natal; un paisaje de «piedras históricas», árboles y de una geografía impregnada de experiencias sinestésicas. Su universo se abre sin recelo alguno a variopinta sensualidad. Y en ese espacio el sueño ocupa un destacado lugar. La actividad de soñar es oficio de un hombre despierto frente a las cosas. De allí que nos encontremos con una poesía abrumadoramente fenoménica, cuyo recurso esencial es la imagen desnuda, que hace de lo visual su principal fuente reflexiva. La memoria es el elemento generador de la poesía de Colinas. A través de ella se despliega su singular fenomenología, la cual se nutre de lo óntico: el ser es su preocupación fundamental. Por ello podríamos denominar su poesía como una documentación de la existencia. Y todo su memorialismo puede sintetizarse en el motivo del habitante. Ya desde su primer libro, Poemas de la tierra y la sangre (1967), Antonio Colinas va a mostrar su condición de hombre raigal, cuya creación se alimenta del acontecer intrahistórico de su infancia. El poeta empieza a elaborar las bases de su arcadia, de elementos bien concretos: la naturaleza y los paisajes de la cultura de Castilla. La tierra natural y «culturizada» son cimientos de su poética. En «Nocturno en León», el habitante se patentiza en un hombre que no está en el paisaje, sino que es paisaje. Su cuerpo es el escenario donde habita. Y desde allí crece una visión que se va concretando en el despliegue de todos los sentidos. En la lectura de este poema, el primero de su libro inicial (o iniciático), el invierno es frío a tacto pleno. Una metáfora («la linterna rojiza de las cumbres») va envolviendo el imaginario de un habitante que inventaría su existencia montado en el caballo de su piel. La ciudad de León es tópico celebrativo. De allí que culmine su apostrofación a la referida ciudad con una solicitud reveladora de una mística particular: «hazme un hueco de amor entre tus muros negros /entreabre las pestañas heladas de tus ríos /que se agigante el sueño para este amor que ofrezco». Aquí asistimos a la necesidad del hablante lírico de diseminarse en el paisaje, como vía de 90 / Celso Medina

penetrar en el esplendor que hay en él. No es posible amar sin fundirse sin regateo alguno en lo amado. ¿Qué es poetizar para este habitante? Escuchar los ecos que se develan del paisaje. Hay un oxímoron, tomado en préstamo del barroco español, que nos parece clave para interpretar la poesía de Antonio Colinas. Está en el segundo verso de su poema «En San Isidoro beso la piedra de los siglos», del mismo poemario que venimos comentando. «Aquí sólo se escucha el silencio sonoro», afirma. Esa sonoridad del silencio parece señalar el camino más acuciante del poeta contemporáneo: ¿cómo arrancar la poesía de la historia?, ¿cómo hacer que las piedras, los muros de su Castilla poetizada «sonoricen» vida? La memoria habla en pleno contacto con los objetos que el hombre ha manoseado, y rescata la idea de que la poesía es una realidad de espacio, no de tiempo. El tiempo resiste pocas veces la tentación de la cronología. Con ella se racionaliza, entrando en la lógica de lo causal. El espacio, por su parte, vive de la simultaneidad; a cada rato está practicando las correspondencias; las mismas de las que habla Baudelaire en su famoso soneto. La obra poética de Antonio Colinas se construye desde el espacio, cuyo escenario se plena de atmósferas sinestésicas, haciendo de su poesía una instigadora piedra que tienta al tacto. Todo eso gracias a que el poeta no es más que un sensibilísimo habitante, un ser que practica la comunión con las cosas a plenitud. En el poemario Preludios a una noche total (1967) ese habitante practica un amor donde el cuerpo es piel sensitiva. El paisaje contemplado es fuente de perfumes, olores y música. El cuerpo existe como alma, vaga por la naturaleza en búsqueda de un éxtasis que trasciende toda meta carnal. Será voz, reluctante rostro vago, imagen construida de miradas. Colinas hace de pintor impresionista y de cazador de instantes epifánicos. Y por ello dice: Sobre toda la faz gloriosa del planeta resbaló mi mirada probando la hermosura. Pero sólo posé mis ojos en tus ojos. El poeta y la epopeya ética / 91

Me perdí confiado donde sonaba el agua de tu voz, donde él sol iluminó la tierra prometida qué estuve soñando desde niño. Estamos ante un ser que degusta la naturaleza en una búsqueda óntica. Es el ser el que interesa. Y por ello amar es indagar en los ecos, en ese escenario mudo, donde late el espacio de lo absoluto. Este juego de espejos revela una manera de amor alejado del egotismo. El habitante, entonces, vive porque convive, ama porque se deja amar. Llevado de la mano de la tradición de Roben Browning, de Pound y de Eliot, Colinas no se limita a ver el mundo; también está en él. Y lo hace gracias al método del enmascaramiento, lo que le permite ser varios personajes que circulan libremente por toda la historia del universo. En el poema «Escalinata de palacio» (de Truenos y flautas en un templo (1968-1970), leemos: «Pero siempre termino dormido entre las flores /beodo entre las flores, ahogado por la música /que desgrana el violín que tengo entre mis brazos». Esa es la voz de un pordiosero que habita una escalinata histórica (una huella que hace que su piedra trascienda). Estamos frente a un trashumante, frente a un hombre que venciendo el tiempo, vive para testificar una especial fuerza que anhela la plenitud. Por ello dice: «Mi amigo es el rocío. Me gusta o al lago / diamantes, topados, las cosas de los hombres». Ese personaje pone de relieve la fuerza centrífuga que la naturaleza ejerce sobre el habitante. Gracias a esa galería de personajes, la poesía de Colinas hace de la historia un espacio de mediación poética. Gracias a ella desfilan los mitos, los poetas pintores (y sus modelos), los músicos, los héroes situados en la escena del espacio del Mediterráneo. Podemos hablar del libro místico de Antonio Colinas, cuyas hojas se zurcen con el blanco infinito de la naturaleza. Por sus páginas circula un aleph, aquel del que nos habló Borges: el punto de encuentro de la simultaneidad de lo absoluto. La fuerza más vital de ese libro la sentimos en sus poemas-cantos, para usar una definición genérica de Octavio Paz, como ejemplo, en «Sepulcro en Tarquinia». Este es una larga celebración a la condición de habitabilidad que tiene el mundo. Bajo unas ruinas históricas bulle un calidoscopio, por donde circularmente 92 / Celso Medina

fluye un río de imágenes. La mirada poética logra convertir las huellas en presente vívido. La muerte es semilla que se abre a la fecundación. La voz poética se dirige indistintamente a la naturaleza y a la imagen de una amante. De manera que se crea una ambigüedad creadora, permitiendo el crecimiento de un amor que oscila entre lo erótico y lo histórico: «tú me entregabas lo desconocido… /¿recuerdas aún la historia del sepulcro?» La memoria convoca a un mundo cuya certeza no está en lo real, sino también en el sueño proyectivo. La imagen del cuerpo que se desentierra logra desatar los demonios sensuales de la naturaleza. Y esta es fuente mística: «se levanta la noche lentamente / del lago Trasimeno, olivos /saben a Dios, sollozan hondos, mansos…» La naturaleza es en Colinas fuerza que impele, ánima de un revival fructificante, que erotiza la historia. Toda la anécdota en torno a Tarquinia es el señuelo para hacer coincidir en un mismo espacio al cuerpo y al universo, que para el poeta español no se puede habitar el universo sin ser habitado por él. El hombre es un ser que vive en su cuerpo, pero éste vive porque respira el aire del cosmos. Por ello estos versos: «mereces la visita de la luna /tienes una azotea en cada ojo / abres los muslos, abres las dos manos/tus dos pechos apuntan hacia la nieve, /tu vientre es una zarza a medio arder, /¿son manos o racimos esos labios?» Esa búsqueda de lo óntico en la naturaleza es labor obligada, pero de resultados infructuosos. Traza un rasgo importante en la poética de Colinas. No es casual que este poema lo precedan unos versos de Dante, aquel poeta que nos hace recorrer el infierno, y el purgatorio para llegar a un paraíso donde no será posible contactar a la amada Beatriz. La llegada es como la de Manoa de nuestro poeta venezolano Eugenio Montejo: «…es otra luz del horizonte /quien sueña puede divisarla…» El lugar existe como esperanza, mas quien arribe a él ya deja de estar en la cumbre del éxtasis anhelado. Algo de taoísmo vibra en esa poética: «en vano escucharás junto a las rocas /(…) jamás llegará nadie a este lugar, /jamás llegará nadie a este lugar /y las gaviotas me darán tristeza». «El río de sombra» es el poema que da título a la colección de poemas a la que hemos estado aludiendo. El signo río se entrevera El poeta y la epopeya ética / 93

con el tema del viajero y del camino, que pudiera corroborar nuestra afirmación de la exaltación del habitante en la poesía de Antonio Colinas. Allí pareciera confluir toda la convicción de que el país del hombre es el cosmos. Y que son los los miembros esenciales de la humanidad. Pies con alma de pájaro que vuelan en el vasto mundo. El río coliniano no está hecho de agua, sino de huellas, de pasos que hacen mover la historia. Por ello nos dice el poeta: «La sombra crea un río dulcísimo de sombra /un hondo curso entre los troncos negros / que trazó una mano de inspiración divina». Quisiéramos concluir este paseo por la poesía de Antonio Colinas comentando el poema «La tumba negra», el último poema de la colección de los textos ya aludida. Es curioso que el poeta invierta el sentido de las palabras tumba y sepulcro. Ellas parecen aludir a la idea de semilla vivificadora. A decir de Rilke, de cuyos versos se sirve el epígrafe del poema, las tumbas no callan. Son más bien elocuentes, y si ella es la de Juan Sebastián Bach, muchísimo más. Este poema está estructurado bajo un hilo narrativo que se matiza con atmósferas espaciales. Leipzig habla desde los ecos que rememoran al músico alemán. Pero ese espacio es un círculo abierto al vasto mundo. Y nos encontramos de nuevo con la idea del libro místico como aposento de toda la plenitud vital: «Otra vez a empezar, pues vivir /es un libro que se abre y se lee y se padece». El libro en cuestión no lo escribe el poeta; más bien lo lee en esas huellas, cuyos signos revelan la descomposición de un mundo más hollado que vivido. La tumba del mencionado músico es el pivote para la reflexión sobre la Europa contemporánea; la misma que intenta levantarse desde sus propias cenizas. El «Huracán de pasados y presentes» se cierne sobre las huellas más cruciales del hombre; es decir, sobre el arte. Por ello la pregunta angustiosa: «¿Hasta cuándo tendrá que rodar la cabeza del Orfeo /sobre los pedregales de la Historia?» La respuesta no se deja oír, ante el ruido de «grúas y bulldozer que taponan la armonía guardada en la tumba del músico. Algo de moraleja podemos inferir de este poema. La misma habla de la ética de un poeta que reflexiona sobre el abismo sacrificial que la sociedad contemporánea ha creado, en aras de una materialidad 94 / Celso Medina

grotesca, negadora del sentido auroral de la mística de las cosas. La modernidad ha enmudecido los objetos. Los ha vuelto brutal mercancía. Y la ciudad, excrecencia irracional de los mercaderes, comete el crimen de apagar la armonía que duerme en ese cementerio de Leipzig donde reposa Bach. Y de nuevo estamos ante una reinversión de los signos en Colinas: lo negro no es la negación de la luz. Es, más bien, el refugio de ella; el espacio donde están las páginas de libro místico. Por ello el poeta, ojo avizor, ve esa luz y dice; «quedar aquí o allá detrás de 1a frontera /pero donde se siembre la armonía /quedar aquí o allí /mientras nos consumimos en el centro /de esta esfera sin límite y en llamas: /la del amor que es tuyo y mío /de todos». Antonio Colinas es un poeta que celebra la condición del ser habitante, cuya territorialidad es infinita, siempre factible de buscar, aunque no se encuentre definitivamente. En él podemos hallarnos con una dialéctica: la de la raíz y la del pájaro, cuya síntesis se expresa en 1a necesidad de escribir a partir de apuntes que se copian del gran libro místico; un único libro, cuyas páginas están hechas de una onticidad labrada, cincelada a imagen de la armonía entre el cuerpo y la naturaleza. El poeta vive su poesía porque la poesía lo vive a él.

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Antonio Machado y la agria melancolía

Soria es el espacio de huida que escoge Antonio Machado para reencontrarse con su peculiar españolidad. En esta ciudad el poeta intenta asir la «agria melancolía», que pueda permitirle el acceso al aura mística de las ciudades históricas hispanas que se imaginaron los escritores noventayochistas españoles. Campos de Castilla (1907-1917) es el libro más representativo de esa búsqueda. Allí observamos algunas características esenciales de esa reflexión sobre España, hecha por los poetas finiseculares. La primera, la interiorización del paisaje, mediante un mapa imaginístico en el que lo austero se erige en signo de religiosidad. La segunda, el uso de los espacios abiertos como centro de recogimiento. La tercera, el uso de un léxico de lo lúgubre, para patentizar una metafísica. La cuarta, el desprecio por la modernidad. «Quien habla solo espera hablar con Dios un día»: tal afirmación revela en buena medida la intención de Machado de reencontrarse con el credo de los místicos españoles. La deidad es un asunto íntimo; jamás público, pero el recogimiento no es un ejercicio egotista; es una comunión con el paisaje. Por ello de él emana una fuerza organicista que corporiza todo el espacio. El hombre solo necesita del descampado, del desierto, de un infinito que logra penetrar el ansia de vivir a plenitud del poeta. Por ello su mirada a menudo va «Hacia el camino blanco [donde] está el mesón abierto /al campo ensombrecido y al pedregal desierto». El espacio abierto es paradojalmente es un lugar íntimo. Hay en Machado una unidad de la técnica impresionista con la expresionista. Sus imágenes captan el paisaje en una sola ojeada, pero esas imágenes desprenden epifanías. La imagen más prevaleciente es la del hombre solo, sirviendo de primer plano a una naturaleza que se despliega 96 / Celso Medina

desde lo infinito: «Yo en este viejo pueblo paseando /solo, como un fantasma». El léxico de lo lúgubre aparece intermitentemente para definir la muerte como el espacio ansiado. No en vano el Duero va al mar, evocando de alguna manera la vieja prédica del poeta Manrique. El poema «Hospicio» evidencia esa visión expiatoria. Lo ruinoso pareciera expandirse para sacralizar la enfermedad, para purificarla y convertirla en transición hacia la divinidad. Lo sombrío es el estado positivo: «Mientras el sol de enero su débil luz envía su triste luz velada sobre los campos yermos /a un ventanuco asoman, al declinar el día / algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos». La huida de Machado consiste en afincarse en territorios anti urbanos. La gran ciudad no es sitio adecuado para el reencuentro con lo íntimo. La ciudad eterna ansiada, es aquella donde se espera «hablar a Dios un día». Por ello su alejarse es placentero: «¡Este placer de alejarse! /Londres, Madrid, Ponferrada, /tan lindos… para marcharse». Antonio Machado opta por la vía intrahistórica en la elaboración de su imaginario poético. Su poesía puede definirse como el inventario de la historia inconsciente que fluye detrás de un paisaje austero y de los hombres que lo habitan. La gran historia es desplazada por la vida cotidiana de una ciudad, Soria, situada al margen del avatar moderno. Es ese el espacio donde la huida hacia lo íntimo se posibilita con gran plenitud.

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III

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Ana Enriqueta Terán o la plenitud del vacío

La poesía de Ana Enriqueta Terán se trama en espacios donde fulguran la claridad de las cosas y sus oscuridades misteriosas. Terán se inscribe en el espacio poético venezolano contemporáneo que no se dejó tentar por los vanguardismos. La historia de nuestra poesía la ubica en la llamada generación de 1942, de la que fue también extraordinario exponente Juan Beroes. Sus primeros poemas, dados a conocer en 1946, en su libro Al norte de la sangre, toman en préstamo la sonoridad de Garcilaso y de los poetas del Siglo de Oro Español, pero esbozan la plataforma de una de las voces más singulares de la poesía contemporánea venezolana. Era natural que la jovencísima muchacha de veintiséis años inicialmente hablara de un tema obligado: el amor, y que el mismo lo asumiese desde la idealidad que se respiraba en el ambiente donde vivía. Pero la miel se dejaba trasvasar de cierta acritud; el amor no era apuesta por una otredad enajenante; era, más bien, conciencia problematizada, indagaciones mistéricas: «porque para vivir como he vivido /no basta la pasión, no basta el fiero /amor que mi esperanza ha consumido» (p.33), nos dice Ana Enriqueta Terán, como un alerta. Sus sonetos tienen la virtud de ser elaborados con expresiones firmes, de una crudeza austera. No anda su palabra buscando rodeos retóricos; ella se atreve a exponer su dureza: «Son mis rodillas y mi piel presente /y este brazo de mar, esta agonía /de sal y llanto fiel que desafía / erguidos lodos, pálida simiente» (p.42). Su opción poética es nombrar la realidad sin miramientos. Por ello sus poemas se pueblan de lo fenomenal: el cuerpo y la casa serán los astros temáticos alrededor de los cuales orbitará casi toda su poesía. Quisiéramos ofrecer aquí un testimonio de la misma Ana Enriqueta Terán, que nos ayudaría a recorrer su poesía. «Creo en la sacralización El poeta y la epopeya ética / 101

de la poesía (…) Así lo siento, por eso mantengo un ritual para escribir: me levanto, me arreglo, me maquillo, me siento frente al papel —no de cualquier forma—, con tacones altos. Me quedo un rato pensando, me persigno y empiezo con un gran respeto» (269). El resultado de esa ritualidad es lo más parecido a un rezo; a una comunión donde hablar no es sólo nombrar, sino revelar. Trascender lo ígneo. Y la religiosidad que se desprende de este rito es misa que mitifica lo real. De allí que la joven voz de 1946 expresara casi como un grito asordinado: «Que no resisto mi vivir, que muero /y desespero en lentos ruiseñores» (p.38). Si el poeta es un animal de memoria, ¿cómo puede la poesía desprenderse del tiempo que lo lastra? Pero el tiempo necesita espacializarse, elaborarse de sabores y sinsabores para concretarse. El tiempo que no recuerda, muere. Por ello, Ana Enriqueta Terán hace su temporalidad plenándolo de espacios, que evocan y reevocan incesantemente. El recuerdo en nuestra poeta no es registro parasitario. Como Garcilaso, nuestra autora acude a la naturaleza y la gente que la puebla para transitar un camino obligatorio de recorrer. El viaje se hace en la realidad, a sabiendas de que en ella los misterios son más reveladores que las certezas. Nos testimonia la poeta: «…tengo figuras de hombres perdiéndose en la niebla, de espaldas, nunca de frente, siempre yéndose» (p. 273). En esa niebla se iniciaba la poesía de Ana Enriqueta Terán: «El pecho desespera /y lo imposible retener quisiera» (p.45). Y esa misma niebla creadora sobrevive en su libro Albatros (1992) donde la altura es vértigo de incertidumbre. La poeta construye su cosmos poético integrándose al magma de lo natural. En él elabora un sistema que funciona como fuerza potenciadora. Y en ese magma el cuerpo es captador vital. Por ello sus versos se hacen procurando respirar el mundo experimentado. La voz poética mira el adentro y el afuera como haciendo una simbiosis entre lo endógeno y lo exógeno. Yo, tú y él son apuestas por la vida. Juana de Ibarbourou, al prologar este libro, dijo: «La soledad es su sino; un sino fecundo como el de la semilla aislada, palpitante entre el óvulo vegetal…» (p. 258). En la «semilla aislada» estriba la fuerza que no sólo invita a la creación, sino que vela por la subjetividad. El canto celebra 102 / Celso Medina

la sencillez de lo vegetal. El Canto I nos dice: «Oh, vegetal aciago /tu mágica escritura /rodea la azucena y la clausura» (p.72). No es, pues, una simple garcilasista nuestra poeta. En sus versos la música no es imitación del cancionero renacentista español, sino vía para cantar a una vida donde la soledad y el recogimiento se proponen como camino de revaloración humana. Y sus versos no quieren fundar la patria nativista, sino el espacio matrio, que fecunda y da consistencia al hombre, asediado en su condición más preciada. Al lado del árbol, la poeta celebra también al hombre simple, al que «desata los puros azahares /de la cintura» (p.86), a la mujer triste y al adolescente. La vida, pues, en el esplendor de su sencillez. En el mismo 1949 se publica Presencia Terrena, que insiste en temas muy parecidos al anterior poemario. El hombre y sus inventarios existenciales será el tema prevaleciente. Un hombre frecuentemente emparentado con lo frágil: con la mariposa, con el tallo, con la manzana, etc. Se celebra, entonces, la fragilidad. Por supuesto, la muerte ocupará un espacio reflexivo: «Existo por mi muerte, para mi muerte y amo /libremente mi vida, libremente mi muerte» (p. 94). Esa visión nos revela que no sólo los poetas de Viernes y de Sardio estaban embarcados en la vocación universalista. Nuestra poeta, a la que se le ha situado en una especie de tardo nativismo, aventuraba un pensamiento poético imbuido de una preocupación por la humanidad en general. Y lo forja valiéndose de un botín imaginístico marcadamente nacional. No necesitó recurrir a otro paisaje, para expresarse como ser que intuía el vértigo existencial contemporáneo. Sus recuerdos patentizan la mirada de un ser conscientísimo de su época. Por ello cuando nos dice: «Me palpo, me sostengo, misteriosa y compacta, /y vivo con el viejo corazón de mis muertos; /al borde de mis ojos comienzan las distancias /y los mares más tristes reposan en mi una misma máscara de esa gran persona que es el cosmos. La misma que dice: «Te he visto recoger amapolas y arenas /debajo del bramido y del árbol insomne; /te he visto revivir antiguas madreselvas /y retener paisajes de música en la noche» (p.65). Esa poética de la terredad permite que leamos la poesía de Ana Enriqueta Terán como páginas de un diario donde la naturaleza comparte con nosotros su insondable existencia. El poeta y la epopeya ética / 103

Podríamos hablar de que el inicio poético de nuestra autora prefiguraba ese desposamiento con los espacios mistéricos de una naturaleza que era más que paisaje. En ella buscaba la bestia sagrada que le ayudase a recorrer el camino de hiel y de miel de la vida: «Te ignoras y te llenas de profundos rumores, /bestia mía dorada que fluyes en la sombra», dice al final del canto II de su poema «Presencia Terrena» (p.66). En Verdor Secreto, su segundo poemario, publicado en 1949, Ana Enriqueta Terán va a afincar más su camino de búsquedas en la insondabilidad de los misterios de la tierra. El mismo título del libro es llave que nos permite abrir la puerta a esos caminos. El largo Canto I está dedicado a un árbol, acto revelador de hacia dónde se dirige esta teología de lo natural. En esos años la poesía coexistía con el escepticismo de la segunda posguerra mundial. Ya el fascismo había hecho sonar su primer aldabonazo, ofreciéndonos un panorama aterrador de lo que el hombre podía hacer con sus semejantes, bajo el influjo de ideologías absolutamente irracionales. Tal vez era necesario el frescor de lo simple, frente a la majestuosidad de máquinas que sólo sabían matar. Se trataba, entonces, de cantar a la vida, a la esperanza, emblematizada en un árbol cuya principal virtud es guardar «El embrión solitario», «el latido primario». En esos años de la locura colectiva, estos poemas celebran el recogimiento, la soledad como fortaleza de lo humano. Aún la poeta no había visitado Europa, pero su participación en la discusiones con la intelectualidad de Venezuela o con la de algunos países del cono sur latinoamericano, donde ejerció funciones diplomáticas, la debieron de poner al tanto de la locura fascista europea. A la mole destructora, nuestra poeta antepone la fortaleza de un árbol. Mientras en Europa los hombres se mataban en masa, en nuestra poeta escuchamos la confesión de una mujer cuya vida se ha zurcido de la miel y la hiel que ya nombramos. La poesía de Ana Enriqueta Terán dará un giro importante en 1952, año en que comienza la escritura de su libro Música con pie de salmo, que se publicaría en 1985. La propia poeta confiesa: «La métrica que para otros puede ser prisión en mí ha sido libertad, alegría y sustentación» (p.271). Ciertamente, la arquitectura formal en sus poemas anteriores nunca le impidió decir poéticamente lo que siempre quiso decir. Creemos 104 / Celso Medina

que los modos clásicos obedecían a una indagación que necesitaba las formas garcilistas para manifestarse. Pero con este libro se inicia una nueva forma que surge de otras necesidades expresivas. La poeta se deja encantar por la palabra libre de la rima y del metro, aunque mantiene la musicalidad de su creación anterior. Al tema de la naturaleza mitificada, le sigue el tema de lo doméstico. En el primer verso del poema que titula el libro, vemos cómo la «bestia» alimentada del aura vegetal es sustituida por una «lobezna desprendida de los bosques». El cosmos poético reduce su espacio a lo íntimo. La voz se centra en lo hogareño. Se mantiene el apego a lo sencillo; el hombre desnudo, en el esplendor de su edenismo, sigue siendo su preocupación. Lo vegetal se trueca en carne, en manos que «huellan» el hábitat humano. La «soledad de los salmos» también confirma su idea de la poesía como rezo, como comunión con una mágica realidad que vive en los objetos. La casa en Ana Enriqueta Terán es el cosmos, abierto a todos los horizontes. Es un espacio hecho de memoria, de huellas que existiendo en el presente aspiran a lo eterno. «Esta es tu casa, tu fogón de hierba húmeda /sobre las brasas de mi carne» (p.179), nos dice, para enfatizar su aspiración de seguir buscando lo insondable desde su piel, desde ese cuerpo que vive para respirar el aura mistérica. Para nuestra poeta vivir es oficiar la existencia en una casa donde los objetos existen para la iluminación. La familia que vive en ella no consume el espacio, es espacio, donde se funde la existencia. En Libro de los oficios (1967) nos adentra a una casa parlante, cuya lengua cuenta historias cotidianas. La casa es álbum de ecos. Esa historia fluye en la mirada de una mujer que goza plenamente de la utilería hogareña. La casa es la misa de la vida, sin más sacerdote que la existencia libre. Su poema «Cena» rubrica esa idea: «Se trae pan, sal, otras cosas gratas a vuestra lejanía. /Se extienden manteles blancos hacia el lado de los jóvenes. /Antes ampliaron la mesa, muy limpia, muy limpia. /Se ponen cubiertos que alguna vez fueron de plata» (p.205). En el poema «Se alaba esta casa» leemos: «Se alaba esta casa plena de recursos naturales: se hace pan /Se hacen manteles, sábanas. La mesa servida. Se ocultan fechas /malas horas, ciertas plantas. Pesadumbre: fogón con rescoldos de días anteriores: banderas, banderas» (ibídem). Esta voz inventaría la existencia humana desde la fenomenología doméstica. Al igual El poeta y la epopeya ética / 105

que hacía con la naturaleza desnuda en sus primeros poemarios, Ana Enriqueta Terán quiere dejar constancia de que a la pureza no se llega sino a través de lo simple, que vivir es comulgar con la sencillez. Para sintetizar esa filosofía poética de la casa con un libro: Casa de hablas. De la mano de Hölderlin, quiere esta poesía arribar a su cima más esplendorosa. Habitamos en el lenguaje, parece decirnos nuestra poeta. Pero el lenguaje no es metafísica, sino concreción del idioma de las cosas en la existencia; «Piedra que habla», porque el poeta prefiere el diálogo con ella y no con la realidad superficial y vacua. La casa es la depositaría de esos misterios que la rutina nos obliga desdeñar: «Preguntas y sólo responde tu casa /el leve apogeo de tu sangre…», nos dice en el pequeño poema del mencionado libro. Quiso Ana Enriqueta Terán invocar un poema de Charles Baudelaire para construir otro pilar de su poesía. Víctor Bravo señala que su obra sigue la travesía «que se inicia con la transfiguración de la piedra y de la vida hasta culminar en las alas del gran pájaro…» (Bravo, 1992: p.6). En efecto, Albatros, el último libro publicado por la poeta venezolana, parece cerrar ese arco. Aquí la vida juega al vacío que plena. El mítico pájaro es recreado para montarse en ese vuelo que desea ir hacia el cielo de los misterios siempre buscados en la poesía de Ana Enriqueta. Leamos la travesía del pájaro baudelariano: «Dejarse ir. Centrarse en espacio doble. /Pareja dulce en idéntico autor. En idéntica, curvada vigilia» (Terán, 1992: p.35). Hay un lugar blanco, punto en que el espíritu nada en el goce de la pureza. Es el espacio del anhelo, cuya meta se visualiza, pero se intuye.

Referencias Bravo, Víctor (1992). «Sólo alas entre envergaduras de viento». En Albatros. Mérida: Colección Actual de la Universidad de los Andes. Terán, Ana Enriqueta (1991). Casa de hablas. Caracas: Monte Ávila Editores. _____ (1992). Albatros. Mérida: Colección Actual de la Universidad de los Andes. 106 / Celso Medina

Tradición poética y mito en la poesía de Elí Galindo

Introducción Me propongo estudiar la poesía de Elí Galindo, utilizando como guía de lectura la tradición poética y el mito. Continuando con una corriente poética iniciada en Venezuela por José Antonio Ramos Sucre y continuada por Francisco Pérez Perdomo, Galindo construye una poesía que crea un clima poético fundamentado en la narración de grandes arquetipos, cuyo intertexto fundamental es Dante y su Divina Comedia. Máscaras, polifonía son estrategias esenciales en una poesía que pese a su poca prolijidad, conforma un valioso hito en la poesía venezolana. Ese zócalo mítico que sustenta la obra de Eli Galindo trasunta una filosofía sui generis, que pone en manos de los lectores una visión de mundo donde temas existencialistas como la muerte y la soledad tejen un pensamiento bastante original en nuestra poesía. Para la indagación que nos proponemos aquí utilizaremos como lectura su libro San Baudelaire, que recoge la cortísima pero densa obra poética de Eli Galindo, y que fuera publicado por Monte Ávila en el año 2005. Parafraseando a Bachelard, pienso en el poeta como un músico que tiene diez (o miles) de oídos y una única mano. Esos oídos oyen los sonidos del cosmos, beben el mundo en sorbos infinitos, pero la mano… la mano es lenta, razona y mientras anota, el mundo se le vacía en las palabras. Y es, precisamente, un sentimiento de impotencia el que adviene, cuando la cosmología desaparece en el tintero. La obra poética de Elí Galindo (1947-2005) se tensa en esa lucha entre la mano y el oído. Ese drama tensional se escenifica en los diversos poemas que conforman la cortísima obra poética de Elí Galindo. Sus tres poemarios Las estrellas fugaces me ponen ebrio (1971), Los viajes del barco fantasma (1974) y Ruido de las esferas (1986), recogidos en un volumen ya referido de Monte Ávila Editores, construyen una de topología El poeta y la epopeya ética / 107

espiritual, que recurre a una particular geografía gótica, edificado al amparo de la Divina Comedia, en especial de su Infierno, y del memorial vivenciado en la ciudad natal del poeta, San Sebastián de los Reyes. Los griegos ubican su cielo en el abajo, casi al lado del infierno. Su árbol metafísico invierte su cuerpo, y se hunde para crecer hacia las raíces, no hacia sus ramas. Dante continuó esa tradición, cuando construyó la escatología de sus esferas en la Divina Comedia, caminando de lo alto hacia lo bajo, colocando el Infierno como paso obligatorio para acceder al cielo, cuya ubicación es más abisal que cenital. En esa abisalidad encuentro al poeta Elí Galindo. No en vano por sus poemas merodea Orfeo, hundiendo sus uñas en la tierra que esconde a su Eurídice. El poeta es, entonces, un viajero del infinito, muy consciente de que su palabra carece de la fuerza necesaria para resarcir la pérdida de su amada. El poeta sufrirá de una «tenaz melancolía», según el poeta Eleazar León. Y ese infierno «será más existencial que teológico» (2005, XII). De modo que la labor poética se convierte en un ejercicio de arqueología, y por ello a los poemas es convocada una galería de personajes cuyas máscaras van a ir prestando sus voces a un hablante lírico que protagoniza un agudo conflicto donde antagonizan la experiencia y el espíritu. Pero el oficio poético de Galindo no es sólo la práctica de un gran lector de la tradición literaria clásica, en especial de Dante, Georg Trakl y de Ovidio; es también labor de un oficiante de la existencia, para quien la realidad es el imput vital. Y por ello por sus poemas transita la materialidad de la naturaleza. Imágenes muy concretas, como el árbol, nubes, las colinas y los pájaros se erigen en la principal cantera de su glamorosa mina de símbolos, coincidiendo con Bachelard, para quien «La primera tarea del poeta consiste en desanclar en nosotros una materia que quiere soñar» (1994: 236). El poeta calla para sondear en el silencio del cosmos noticias sobre su arcadia íntima, donde está presa su Eurídice. Puedo, en síntesis, decir que la obra de Elí Galindo es la odisea de un náufrago obstinado. En la lectura de sus poemas, encuentro caminos tupidos donde el verdor de los árboles se metamorforsea en azules melancólicos. Intentaré caminar por ese bosque gótico, al que 108 / Celso Medina

están convocados el sol negro de Georg Trakl, la imaginería dantesca, el metaformismo ovidiano, la sed de infinito de Baudelaire, y la «tenaz melancolía» del propio poeta. 1.

La arcadia infinita Una sombra soy alejada de tétricos poblados. El silencio de Dios, Lo bebí en la fuente de la arboleda Georg Trakl

Comparto la presencia de la voz del poeta austriaco Georg Trakl, que experimenta el poeta Luis Alberto Crespo en su lectura de la poesía de Galindo. Y la noto con mucha fuerza en el poemario Las estrellas fugaces me ponen ebrio, escrito en 1971, cuando el poeta apenas tiene veinticuatro años, y que se mantuvo inédito hasta la publicación de Monte Ávila, en el 2005. Tres elementos halla el crítico español José Miguel Minguez (2003) en la obra del poeta austriaco: una mitología privada, un colorismo significativo y una imprecación iniciática. Con algún dejo retórico del Surrealismo, Galindo narrativiza su lírica, entreverando en sus poemas su historia particular (¿la de San Sebastián de los Reyes?). De modo que la saga de Galindo logra un intimismo del paisaje, pero paradójicamente la geografía que celebra el poeta se sitúa en una otredad lejana. Ese paisaje no creo obedece a una nostalgia por lo doméstico, como lo afirma el poeta Rafael Arráiz Lucca (2002), ni hace de la casa su templo constelador. En el mismo primer poema del citado libro, leemos: Un pájaro vuela oculto en la parte del cielo que me ofrece plumas blancas canto a las ondas que se deslizan calmas a los remos

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Mientras quemo muslos de buey cerca del mar a las tierras lejanas Prefiguran estos versos el paisaje poético de Galindo, que experimentará un claro camino hacia una otredad cuya meta se prorroga permanentemente. Veo ya configurado el espacio de un remero (¿Caronte?) deslizándose angustiado por un río que fluye queriendo borrar la memoria del hombre. El viajero se dirige, pues a «tierras lejanas»; busca una Eurídice resbaladiza, cuyo cuerpo no sabe de qué está hecho, si de carne o de espiritualidad. En ese paisaje hay árboles. Y de ellos emanará el colorismo que quizás aprendió a paletear Galindo de Trakl. A pesar de la abundancia de las piedras, el poema siempre anhela el verdor, epicentro del prisma metafísico. Impresiona cómo el poeta apuesta por una vegetabilidad, lo que convierte el mundo poetizado en un magma orgánico, donde el todo se reordena vigorosamente. Y el colorismo es una evidencia de esa organicidad. El poema «Como piedra» concluye así: fluye el azul y va el rojo en las cenizas como una flor regreso en los ojos de un zorro amarillo que surge de la hierba Surreal e impresionista, esta imagen celebra lo que Basab Nicolescu considera milagroso: el intercambio de niveles en la realidad. Afirma el filósofo rumano: El milagro es la acción, conforme a las leyes, de un nivel de realidad sobre otro nivel de realidad. Ejemplo: el milagro cuántico que hace posible la existencia del universo (2004). Esa espiritualización de lo físico hace que el espacio se forje de una red de relaciones, y que la poesía no sea sino rito, instrumento iniciático para consagrar la vida al cosmos. El poeta comete el deicidio 110 / Celso Medina

para borrar cualquier centro capitalizador del oficio de rezar o de poetizar. Pero muere dios y renace dios, en cualquier órgano de ese gran magma vivo que es la naturaleza. Por eso se regresa a la vida, «en los ojos de un zorro amarillo». Y la muerte es ceniza resurrecta. De allí que la voz lírica a menudo realice acciones como esta: Ruego a los muertos que rocen rodando en ángeles mis ojos y no creeré lo que explica la muerte El primer poemario de Eli Galindo sienta las bases de su arcadia infinita. Su paisaje teje el arquetipo de su paraíso lejano. El poema «Cuando la piel salmón», después de haber interrogado a la naturaleza en la piel de un pez y de seguir su deslizamiento por un río coloreado por la naturaleza, concluye su itinerario hermenéutico profiriendo este rezo minimalista: Yo los miré acariciando el verde de las hojas Probé con mis dientes la savia dulce y les aseguré que aquellas nervaduras sin duda se habían nutrido del paraíso El héroe poético es un viajero impenitente, barquero que sigue las huellas que van dejando el sol en su afán por descomponerse fundiéndose en el coloritmo del prisma metafísico. Pero ese viajero afirma: «soy un pájaro y mis patas necesitan tierra». Lo dice el hablante lírico en el poema «Tierra roja del paraíso». Es curioso asistir al viaje de un Caronte que desliza sus remos por un mar vivaz, un río de aguas que aún refrescan: «Pruebo de nuevo agua de mar y baja dulce entre los dientes». En el juego de sus metáforas paradójicas, vemos aparecer a su Eurídice, en un poema titulado «En el país de la nieve roja». Pero también la máscara de Orfeo se hace presente: El poeta y la epopeya ética / 111

Eurídice Te ofrezco fieras Apoyado en las piedras viejas aparto los rasgos para beber monedas de oro y levanto música en mis manos y te ofrezco fieras árboles oleadas de flores Confesión de fe, configurada por un poeta que sospecha que errar es su designio trágico. Pero también Caronte asoma su rostro por estos poemas. Ese pezpájaro sufre otra metamorfosis. Ya en el poema «Tiempos blancos» el héroe poético ha dicho: «y desciendo /a las regiones del gris a lo más brillante». Esta vez, en «Alas caídas» el viejo barquero que Dante pone a remar en su río negro, pleno de cadáveres pecadores, confirma la llegada al infierno: Levanto mis remos llenos de luna Y renuncio a la eternidad Brota una flor sobre cenizas de ríos muertos Fluyen corrientes blancas Ese es el Caronte que nos recibirá en el segundo poemario de Elí Galindo, Los viajes del barco fantasma. En comunión con el lirismo gótico, ese mismo personaje afirma: «Piedras ardientes han dejado sobre mi lengua /un sol negro». Es la antesala del espacio melancólico, que según Julia Kristeva se asienta sobre «un dominio sublimatorio sobre la Cosa Perdida» (1997). Un gran poeta acompaña al viajero: Una playa que se extiende a los campos como un relámpago eleva mi tristeza de vivir Edgar Poe y las llamaradas de las estrellas fugaces me ponen ebrio 112 / Celso Medina

2.- Un barco atraviesa el alma Lo bello ¿puede ser triste? ¿La belleza está ligada a lo perecedero y, por ende, al duelo? ¿O acaso el objeto bello es el que regresa incansablemente después de las destrucciones y las guerras para dar fe de que existe una supervivencia a la muerte, que la inmortalidad es posible? Julia Kristeva Nada más propicio para que se den Los viajes del barco fantasma. Un itinerario gótico nos espera. El colorido cambia para dar lugar a un espacio donde el azul se desteñirá hasta tornarse totalmente negro. Lo bello es triste y la muerte, enemiga de lo eterno, paseará por los paisajes de la mano de pájaros agoreros y árboles secos. El poeta Orfeo visitará el infierno en busca de su Eurídice. La ciudad será rocas amontonadas, refugio de fantasmas: Por aquellas calles Donde viejos reyes Adornados como doncellas Paseaban ante los ojos del público Y prudentes Saludaban las puertas de los templos Acariciando figuras talladas Monstruos alados Ahora sólo pasa la noche Dejando perros Montículos de yerba negra Una lluvia nos introduce al mundo alumbrado por el sol negro. No es la lluvia clara, de oro, que avizorábamos en los inicios del primer poemario. El viajero ya no es el ritualista de lo natural, sino el penitente que entra «de pie al sueño». Se encomienda al gran sacerdote de las correspondencias poéticas, Baudealaire. La noche alardea su sol oscuro y el poeta cae «aún más en la noche». El poeta francés El poeta y la epopeya ética / 113

es rememorado en su clima gótico, extendiendo sus «pardas alas», que lo equipara al Drácula de Bram Stoker. La lluvia, que es semilla productiva en los poemas iniciales, ahora es fuego que arrasa, dejando a su paso un desierto baldío. El poeta es también vampiro; vive de la muerte. Al final del primer poema («San Baudelaire»), el viajero dice: y me veo cruzar las colinas en su compañía los dos cubiertos por capas negras él hablando del infierno y yo silencioso Tropezando con las rocas No es aventurado descubrir en este poemario la impronta de dos poetas venezolanos: José Antonio Ramos Sucre y Francisco Pérez Perdomo. Del primero Galindo parece usar las voces enmascaradas, cierta narratividad lírica que instala en los textos el clima de lo gótico. La poesía ramusucreana es nocturnal, su color predilecto es el gris. Es él quien crea la tradición del personaje lírico en Venezuela. Por su lado, Pérez Perdomo practica un lirismo gótico que permite que el horror relumbre como luz reflexiva. El poeta de los Venenos fieles (1963) recrea la tradición mítica para invitar a los lectores a experimentar una imaginería límite. El poeta Arráiz Lucca dice que su poesía Dialoga en las tinieblas con los vivos y los muertos hasta articular una suerte de credo: todo es un círculo en el que los fantasmas y los que no son se dan la mano (2002: 220) Interesante el juego de las polifonías. La naturaleza gótica deja hablar a plenitud las voces quejosas. El Infierno toma el rostro humano y da la bienvenida a los penitentes. «Inscripción en las puertas del infierno» es prólogo a aquel libro cósmico, del que nos habló una vez Mallarmé. Un libro cuyas páginas es la vida; sólo que la vida aquí se funde con la muerte. »Por mí se va a lo rojo /mis puertas se abren al roce de los muertos». El viajero impenitente, el poeta Orfeo que 114 / Celso Medina

busca a su Eurídice, sólo cuenta con su canto (¿llanto?) para adentrarse hacia esos acantalidados sin agua. La naturaleza está vacía, sobre todo despojada de memoria. Y el verdor anterior es sustituido por la bruma, que no tiene la facultad positiva que le atribuye Juan Eduardo Cirlot, de ser «progenitoras de fertilidad y (…) relacionarse analógicamente con todo aquello cuyo destino sea dar fecundidad» (2005:333). Ella configura un cielo negro; bajo él: Sólo el barco de fantasmas Hace sus viajes Sobre la piel negra del río Que bordea las murallas de la ciudad El paisaje se confecciona con «árboles humosos», que pueblan los desiertos por donde el viajero marcha sin esperanza. Y Carón oficia su rezo, quejándose de su perversa eternidad. El oro se ha perdido; el mundo que vive es el reino de la claroscuridad. Confiesa: «Jamás he visto el sol sobre esas negras colinas». El barco que recorre el alma del poeta impenitente ha sido desterrado del tiempo, puesto que el río que navega contiene aguas inmóviles: Esta agua no se reproduce bajo la barca Su oleaje es el mismo Impasible acepta en su carne mis remos negros Dura es la eternidad cuando no se es dios. Eternizarse con un cuerpo que envejece, con una vejez que impide remar con fuerza el pesado fardo de muertos que se amontonan en el Aqueronte (río). Por ello me resulta dramático el final del poema («Carón») en el que el destino es una condena: «Maldito oficio /para un viejo». El Aqueronte deja constancia de su pena. Sólo el viejo Carón navega en sus ojos. Pero su mayor dolencia no es la soledad, sino el lancinante «recuerdo de que una vez /tuve vestiduras blancas /y no este infierno». El poeta y la epopeya ética / 115

En «Los lamentos de Pedro Desvignes» la naturaleza estéril toma la palabra para describir el erial trágico en que vive. «A pesar de ser bosque esto es un desierto». Alegóricamente es una contundente alegoría ecológica, sobre todo cuando leemos esta estrofa: Cuando en ausencia de las brujas En medio de la bruma levanto mis ramas A los dioses solares No logro más que bajarlas Llenas de pájaros muertos Tres poemas aluden directamente a Orfeo. En ellos el poeta confiesa su interés de entrar en el infierno tras su Eurídice, pero teme un espacio del que no sabe si podrá desentenderse. Su tarea de penetrar el Hades es titánica. Confiesa: Nada quiero de este espacio De estos paisajes Cuyas puertas selladas Me hacen vagar de un lugar a otro El poeta tensa su lucha. Aspira ascender al abajo, para encontrar a su Eurídice. En el poema «Solo» quiere robarle ráfagas la infancia en medio de un bosque muerto. Pero las puertas siguen selladas. Y en el poema «Blancos blancos blancos» el grito asordinado se hace presente, cuando el poeta ruega al paisaje borrado por el infierno: Oh tierra que me alumbra Existe por favor También he perdido mi infierno

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3.- La casa cosmos Espectros Ya no hay muchos espectros Elí Galindo Ruidos de las esferas es un poemario que reitera la tensa lucha entre los mil oídos del poeta y su mano de escribano. Creo que la casa es un elemento simbólico importante en esta colección de poemas, pero su significación está lejos de lo doméstico y apunta más hacia una dimensión cosmológica. La casa es la arcadia, la ciudad paradisíaca que se asoma en el primer poemario de Galindo. Rafael Arráiz asocia la obra del poeta a un «brote en la poesía venezolana que apuntaba hacia la casa como eje. Liscano, Ossot, Pérez Oramas y quien escribe abordamos la domesticidad en su perspectiva psicológica, de manera central» (2002: 311). No creo en ese carácter doméstico; más bien me parece que esta poesía revalora el sentido tradicional de la casa y expande su significación hacia una cosmología particular. Por ello prefiero hablar de casa cosmos, que hace del mundo lo que Edgar Morin denomina Tierra Patria. Sólo esa patria arcádica se configura desde una visión absolutamente minimalista. Es una patria hecha de la experiencia vital concreta, esa que respira el poeta en el espacio orgánico que se avizora en su primer poemario, que se despedaza en Los viajes del barco fantasma, para resucitar en su último poemario. Voy a traer aquí una metáfora: la casa del caracol, donde la vivencia se da en su propio cuerpo. Salir de ella es deshacerse vitalmente. El héroe lírico de este poemario es ese caracol. De allí que diga: Mi casa me busca Me husmea A todas partes me sigue (…) De las calles me recoge El poeta y la epopeya ética / 117

En los malos sitios me azota Jamás me abandona (…) Cuando me sabe solo Junta su rostro al mío Y aullamos como lobos al viento En este poemario el clima melancólico se atenúa y la memoria se recupera. Leteo, el río del olvido ha sido derrotado. La nube que amurallaba los recuerdos da paso a una lluvia memoriosa, y se reactiva el paisaje petrificado del infierno: Mi paisaje abre paso a la lluvia Los arbustos recogen aves del viento corren las puertas del espacio lejos del sol En el poema «La calle Paúl» vuelve la memoria a derrotar a Leteo. El espacio que era una abstracción, se concreta en su San Sebastián de los Reyes. En la bodega Buenos Aires se recupera la infancia: Allí sopló durante mucho tiempo la voz de mi padre Los patios silbaron bajo el sol y la noche Los Campesinos llegaban Los campesinos llegaban como ráfagas de tiempo en tiempo Buen amigo mi perro también pasó de allí a mi memoria

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A pesar del culto que llevo al río del olvido sé que su corriente no se atreve con mi antigua casa La casa cosmos triunfa, pero el temor al olvido no de disipa. Y de allí el oficio duro y cruel de Orfeo: hacer que su mano acierte a recuperar esa casa que se ha robado Leteo. En el poema «Verano» se patentiza ese drama. El verano es la estación cuasi infernal, pero que revela la conciencia de la vida paradojalmente mediante la muerte. En él «sientes el ruido /de la hoja muerta». En el poemario que analizado en el aparte anterior, la muerte siempre deriva en desierto; aquí ella es semilla fértil, que lleva dentro de sí su productividad resucitadora. Esa fuerza vivificadora se hace presente en el poema «Kirikiris», que alegoriza el canto de un gallo, mensajero del alba. La paleta expresionista que prevalece en Los viajes del barco fantasma se transforma en Ruidos de las esferas, y da lugar a sonidos que componen la armonía perdida. Se pudiera decir que está a punto de aparecer la Eurídice anhelada: Las alas salen y entran en el duro espacio Los vivísimos ojos contra el aire Y luego el verde De la montaña a su mente Espectáculo para el que detiene los lamentos Su caída 4. A manera de conclusión: la poesía como sombra densa El Orfeo caracol es el héroe mítico que salió de su hogar a buscar en la lejanía a una Eurídice raptada en el infierno. Al igual que Dante con su Beatriz, el poeta apenas si vislumbra su objeto anhelado. Para hacerla suya tiene su palabra, su oficio de músico y poeta. Pero los miles de El poeta y la epopeya ética / 119

sonidos por donde se vehiculiza la imagen de la amada se borran cuando viene la mano a anotarlos. El poeta es un ciego condenado a ver más que cualquier mortal; sólo que lo que ve resbala permanente hacia el infinito. Dos poemas del último libro de Elí Galindo parecieran confirmar ese oficio de peregrino terco. En «Círculo de los ciegos» el poeta: Luego con laboriosos trabajos Discernia la niebla En busca de una figura visible Pero sólo le era devuelta una sombra más densa Que los rayos que nada reflejan Ni alumbram Y en «Relámpagos» el poeta reflexiona sobre la brevedad. Se angustia porque está condenado a deambular en busca de su significado. El relámpago pasa frente a él: Frente a mí se ilumina un trozo de agua luego cae donde no alcanza la voz de mis ojos Resuena en estos versos «Correspondencias», el soneto de Baudelaire, que invitaba a poetizar activando todos los sonidos de la esfera cósmica, para que todo se mezclara. Esos ojos que se abisman con el relámpago tienen oídos, pero su boca es impotente ante el abismático orbe que la naturaleza ofrece al poeta.

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Referencias Arráiz Lucca, Rafael (2002). El coro de las voces solitarias. Una historia de la poesía venezolana. Caracas: Editorial Sentido. Bachelard, Gaston (1993). El aire y los sueños. México: Fondo de Cultura Económica. Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Ciruela. Galindo, Elí (2005). San Baudelaire. Caracas: Monte Ávila Editores. Kristeva, Julia (1991). Sol negro. Depresión y melancolía. Caracas: Monte Ávila Editores. Minués, Miguel. «Introducción». En Georg Trakl. Poemas 19061914. Barcelona: Icaria. Morin, Edgar (2001). Tierra patria. Barcelona: Cátedra. Nicolescu, Basarab. Teoremes poetiques. Paris: La Roque.

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Gustavo Pereira: oír al indio

A pesar de que en Venezuela existen 53 etnias y más de 20 lenguas autóctonas, con una población de 511.329 habitantes que se autodefinen como indígenas, 36% de ellas habitan en sus comunidades de origen y 64% en zonas urbanas, la práctica de la invisibilización del indio es muy acentuada. Estudios de científicos sociales demuestran que es la minoría nacional que sufre de mayor exclusión, junto a la minoría de origen africano. Esa práctica invisibilizadora de nuestro indígena se puede patentizar en nuestra historia cultural. Luis Britto García destaca que el libro de mayor uso escolar para el estudio de la historia venezolana, Historia fundamental de Venezuela, de José Luis Salcedo Bastardo, apenas usa cinco páginas, de las 779 que contiene, para aludir a las culturas indígenas. Pero esa invisibilización no sólo consistió en la obliteración; también se dio en un proceso que simplificó la imagen del indígena, aislándolo de todo el contexto cultural venezolano, observándolo como una antigualla o como un elemento exótico. En ese sentido podríamos tan sólo ejemplificar con tres textos que abonan buenos réditos a nuestro argumento. Ellos son las novelas Anaida (publicada en 1872 en revistas, y recogida en libro en 1882) de José Ramón Yepes, Canaima (1935) de Rómulo Gallegos y el cuento «Maichak» (1949), de Arturo Uslar Pietri. Yepes parece seguir el modelo de Chateaubriand de mirar al indígena (recordemos su Atala). Con una escasa información etnográfica sobre la etnia Wayúu, este escritor opta por la estilización y la ideación, envolviendo a sus protagonistas (Anaida y Turupen) en un clima bucólico, típico del romanticismo melodramático. Una mirada europeinzante mina la percepción de una otredad, a la que se quiere entrar forzándola con los esquemas estéticos occidentales. Nos parece bien ilustradora, esta opinión de Pilar Almoina de Carrera: El poeta y la epopeya ética / 123

Yepes en su novela habla a los indios, sin admitir la posibilidad de hablar a los indios (posibilidad de diálogo) o que le hable el indio (diálogo efectivo) (2001:122). Igual visión percibimos en Rómulo Gallegos cuando tematiza al indígena. En Canaima deja al descubierto una ideología cuasi racista, que lo reduce a una rémora del pasado: ¿Sería posible —se preguntaba— sacar algo fuerte de aquellos indios melancólicos? ¿Quedarían rescoldos avivables de la antigua rebeldía rabiosa bajo aquellas cenizas de la sumisión fatalista? (Gallegos: 217). Con una falta de conciencia acerca de las cosmogonías indígenas venezolanas, Gallegos observa un ritual indígena como la actividad de una «indiada formando una masa inmunda y jadeante». Uslar Pietri en «Maichak» observa con ojos exóticos la cultura cumanagota. Maichak es su héroe, un héroe de la abulia, despojado del sentido de practicidad y laboriosidad que identifica a toda la comunidad. Pero es precisamente él quien recibe el don de pescar o cazar sin ningún esfuerzo, ayudado por una deidad que lo dota de objetos mágicos. El narrador venezolano pone en la escena indígena la ideología de la individualidad. Lo que hace héroe a Maichak es que no es igual a sus pares indígenas. Son, precisamente, los obstáculos que pretenden vencer escritores como Gustavo Pereira, que quieren hacer visible las cosmogonías indígenas procurando una poética que tenga un alto contenido etnográfico. Por ello se aprestó a oír los libros cosmogónicos que han podido ser recopilados en esas etnias. «Oír» tiene aquí un sentido literal: significa escuchar en la boca de sus propios actores la historia de las comunidades con las que procuran dialogar. El indígena en Gustavo Pereira es una preocupación, una admiración, un sentimiento y asombro. En su poemario Escrito de Salvaje (1993) el poeta tematiza el asunto indígena. Enmarcándola 124 / Celso Medina

en su palabra irónica sarcástica, reivindica la imagen del indio. En el poema «Sobre Salvajes» deja constancia de su admiración por la tendencia metafórica del idioma de nuestros indígenas. Cierra su poema diciendo: Los muy tontos no saben lo que dicen Para decir tierra dicen madre Para decir madre dicen ternura Para decir ternura dicen entrega Tienen tal confusión de sentimientos que con toda razón las buenas gentes que somos les llamamos salvajes. (2001: 171) La ironía está aquí al servicio de lo reivindicativo. Su mirada de preocupación por eso que hemos denominado la invisibilización se hace patente. En otro poema, Pereira no se preocupa ni siquiera en traducir su título. Se denomina JOKOYAKORE NARUAE ANAYAKORE YAROTE. Aquí el poeta sin descaro alguno refuerza su estética valido de la palabra paradojal de los waraos. El famoso principio de no contradicción occidentalista fracasa ante un personaje que es y no es; que «Solía pasar como fantasma o perro». El espacio del indígena es distinto al escenario urbano donde merodea con frecuencia la poética pereriana. La realidad de ahora es de barro, y el tiempo es una flecha de dos punta que va porque viene, como el epígrafe que sirve de entrada al poema: «marchó en la madrugada, /al anochecer regresará». Curioso este mismo poema será el texto inicial de un libro muy singular en la larga obra de Gustavo Pereira. Me refiero a Costado Indio (2001), libro sobre poesía indígena venezolana, que hace una interesante mixtura de ensayo, investigación etnográfica, compilación de algunos mitos y poemas indígenas venezolanos. Y lo que más llama atención es que incluya en esa mixtura un pequeño poemario que el mismo titula «Eremuk», que en el idioma de los pemones significa El poeta y la epopeya ética / 125

Cantares. Ese poemario pareciera un ejercicio de imitación de la oralidad pemona, sin que desaparezcan algunos rasgos comunes en la poética pereriana. A esta pequeña compilación los críticos y los antólogos la han ignorado. La crítica sobre el libro en su totalidad que hemos revisado encomia sólo el trabajo investigativo de Gustavo Pereira. La antología publicada por Monte Ávila el 2004, con un enjundioso prólogo de José Balza, no incluye este poemario como parte de su obra poética. A mí me parece ese desconocimiento injusto. No con los indígenas, sino con la misma obra poética de Gustavo Pereira. Creo que esos Cantares configura un nuevo diálogo de los poetas venezolanos con una cultura poseedora de una altísima complejidad. El poeta que venía de explorar la «ironía, el sarcasmos, la ternura, el asombro, la solidaridad y el dolor social» (véase José Balza, 2004) se ve inmerso en una cosmología muy distinta a la occidentalista. Claro, el poeta ya había explorado la discursividad de los Somaris, abrevando en la cultura oriental, pero utilizando la sazón de la tradición poética conversacionalista tanto europea como lationoamericana. Pero esta vez no se trata de beber en una tradición, sino de zambullirse en ella. Esa zambullida la hace el poeta esencialmente en la poética de la oralidad pemona. Muy lejos de remedar o de reificar al indígena. El poeta entra con el menor apero racionalista a la lógica de una cultura preponderantemente poética. La poética objetual que una vez señaláramos en la poesía de Gustavo Pereira hace mutis para dar lugar a una cosmología donde todo vive al amparo de la imagen y de la metáfora. Si con anterioridad, Pereira impugnaba la «poesía demasiado poética» (recordemos su manifiesto «Ruido de Bisagras», del número uno de la revista Trópico Uno), y para tal fin recurría a los prosaísmos, aquí el poeta opta por un clima totalmente imaginístico, forjado con la oralidad. La cultura indígena es potencialmente oral. Y esa oralidad está permanentemente al servicio de la religiosidad. En la presentación de los poemas titulados «Eremuk», Gustavo Pereira hace acto un acto de humildad, y confiesa que sus textos son «balbuceos que he llamado cantares» (Pereira: 73). Admite que son poemas «sin duda infieles» 126 / Celso Medina

imitatorios del género lírico de los pemones, que es generalmente musicalizado. El poemario en cuestión, se publicó en edición bilingüe. Pereira procura imitar la musicalidad de la poesía de la etnia Pemón. Estos poemas desean despertar la música que fluye en la naturaleza. Para ello el poeta se inclina por pedir prestado el ojo al indígena. El poema que reproduce lo real también persigue el ritmo de las reiteraciones, que suenan a oraciones teístas: Si te vas de mí Sin motivo alguno Te seguiré En el flanco del cerro Te seguiré Bajo el retumbar del trueno Te seguiré Ayer y hoy Te seguiré (Pereira: 79) El poeta Pereira no renuncia a su tradición personal de marcar los silencios en su poesía. De modo que la página en blanco no sólo explaya el ritmo y la geografía indígena, sino el balbuceo de un creador que parece cantar también con sus silencios. Dos encuentros, entonces, se producen: la prudencia del creador que calla y la de una mística natural que brinda generosa sus sonidos más íntimos. El diálogo de Pereira con los cantos (eremuks) pemón logra una impecable comunión en el poema «Konok». Allí el cantar se adorna de lo narrativo para conducirnos a un cosmos que celebra la naturaleza en su más productiva desnudez: Está viniendo aguacero Vámonos a dormir El poeta y la epopeya ética / 127

La lechuza parece que duerme pero está despierta El Que Ya no Camina desparramó los peces pequeños El Morador Del Agua bajó del cielo a la tierra por un hilo de araña El sueño de la ranita está encima de la hoja Casa de Chupaflor aquí estamos esperando que vengas Este rancho está viejo No hay pescado Debemos emprender la jornada antes de cantar los gallos. Este poema revela una facultad de dialogar con el mundo indígena liberado de los prejuicios etnocentristas. Evidenciamos en él un deseo de celebrar la simplicidad, una intención de apostar por un cosmos cuyo encuentro no esconde su fiesta celebrativa. Es importante como el yo poético se escinde en la mirada. La palabra parece proferida por una voz que canta desde el silencio. El poema en este pequeño poemario más que llenarse de palabras, es un dispositivo para recabar el asombro y el fluir de una arcádica naturaleza. Si la brevedad de los Somaris produce encuentros súbitos con realidades impensables, estos eremuks escuchan el latir de la vida de una cultura, donde abundan pájaros sonoros en vez de cláxones y neones. La naturaleza parece una fábrica potente de metaforización. «Como ojos de turpial /estamos uno contra otro»: este pequeñísimo poema ya no es un Somaris; es, más bien, un cosmoris, palabra que inventamos para dar razón de una propuesta poética que intenta ir al ritmo de la energía que hace posible el milagro de la vida. La poética pereriana pareciera aspirar a una poesía que no se escribe, sino que se interpreta. El poeta no hace sino valerse de la partitura del cosmos. Su trabajo se hace más con el oído que con el cerebro. Hay que oír para traernos a nosotros el reporte de esa inmersión:

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El sol (El Del Gran Sombrero) Entró por la puerta de nuevo No ha crecido nada

Están exactamente los mismos

Acaso Más ligero ¿Ya rompieron los gallos? El colibrí es bonito pero no canta El araguato grita Empezaron a cantar las guacharacas (2001: 87). Revela el poeta Pereira admiración por la lengua que imita: la pemón. De ella exalta su poder condensatorio que tiene para re(z) sumir el mundo en la palabra. En la relación yo-otredad, Pereira opta por reinventar su poética asumiendo el cuerpo cosmogónico de los indígenas. Esa mimetización no es producto de jugar a la antropología, sino más bien de practicar una ontología, en la que los seres (poetas y cosmogonías indígenas) se comunican creando un nuevo indigenismo, que si bien no puede llamarse del todo indígena, en el sentido que la entiende Fray César de Armellada (para quien la literatura indígena está hecha «de lo que estos pueblos aborígenes dicen de sí mismo») no puede mirarse como aquella que observa desde lo exterior el universo de las etnias aborígenes de Venezuela. En apretada síntesis hemos intentado reflejar el diálogo que Pereira procura entablar con las cosmogonías indígenas venezolanas, evitando cosificar a nuestro indígena, respetando su visión de mundo, practicando poéticas que establecen una relación de sincera intersubjetividad. Creo que esa es una importante contribución para superar la invisibilidad de nuestro indígena. El poeta y la epopeya ética / 129

Ese franco y sincero diálogo contribuye a potenciar la literatura como «camino de perfección», en el sentido en que lo entendió el escritor venezolano Guillermo Meneses. El mundo se perfecciona si apuesta por agrandar su abanico visional, si las voces que concurren en la diversidad se expresan genuinamente, sin que nadie, valido de prejuicios, altere su autenticidad. El mundo contemporáneo es un coro polifónico, cuya armonía depende de que afinemos nuestros oídos prestos a oírnos desprejuiciadamente. Gustavo Pereira mira al indígena no como una exterioridad. Su trabajo estético envuelve una respetuosa herméutica, que interpreta las cosmogonías indígenas no idealizándolo, ni estetizándolo, para convertirlo en pieza exótica. Su diálogo es un fructífero camino, que ubica el universo indígena en el pleno corazón de la complejidad moderna. Referencias Almoina de Carrera, Pilar (2000). Lineamientos históricos y estéticos para el análisis interpretativo de la literatura oral tradicional. Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela. Britto García, Luis (2005). Historia oficial y nueva novela histórica. ffyl.uncu.edu.ar/IMG/pdf/3-LUIS_1.RTF.pdf. Consultado el 15-06-2005. Ministerio de Educación (2005). Educación Superior en Venezuela: una aproximación. www.iesalc.unesco.org.ve/.../ informes/venezuela/Informe%20final%20educacion%20 indigena%20Venezuela.pdf. Consultada el 23-11.2005. Lectura directa: Pereira, Gustavo. (2001). Costado indio. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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Víctor Valera Mora o el paso ético del poeta

Una sencilla nota de prensa, en abril del año 1984, nos trajo una infausta noticia: la muerte del poeta Víctor Valera Mora. Amante de la ráfaga, del instante vital, el Chino Valera Mora no podía sino morir, de la forma como lo hizo. Extraña condición la de los poetas; viven y se desviven por lograr una empatía entre lo que escriben y lo que viven. Un infarto le llegó sin aviso, como un corte de luz equivocado, como un choque en una esquina en donde esperamos el cambio de la luz roja a la verde. El paso «ético» de Valera Mora por la vida puede constatarse en su obra y en su posición de hombre opuesto a las medias tintas. El rescate del panfleto posibilita la entrada a la poesía de un temática brutal, descarnada en la que el país como mácula se yergue esplendoroso, mostrando su mugre sin pudor. Como hombre enfrentado a las medias tintas el poeta legó una serie de ejemplos que hoy sus amigos retomamos como blasón que evita nuestros pasos por la mediocridad. Hombre dado a la vida con la seriedad de un desesperado que no teme concluir su existencia en cualquier esquina. Del pueblo de Valera vino para repartirse por medio de la poesía y de su amistad por insospechados territorios de la intimidad nacional. Sus amigos de la fructífera bohemia de Sabana Grande, en Caracas, hoy extrañan a ese hombrecito achinado, de bigotes sepia que había tomado la dirección del partido de la sonambulez caraqueña, «¡ODIEN! /¡HÁRTENSE DE POESÍA!». Este, sugestivo epígrafe de Amanecí de bala sintetiza el propósito fundamental de la poesía de Valera Mora. Su escritura asumió el panfleto como medio para enfrentar la pacatería de una lírica venezolana acostumbrada a deambular por etéreos espacios, en donde lo sucio y pestilente de nuestra contemporaneidad se obviaba, poniéndola en contacto con una realidad «pavo real», que a la más leve sacudida produce un cielo tristemente emplumado. Odiar y amar es la dicotomía de este guerrero poeta, que hizo de la poesía de un verdadero acto de fe en la vida.

El amor y la violencia comulgan en la obra poética del Chino Valera Mora. Pero su poesía es eminentemente amorosa. Esa manía de amor toma el rumbo del desespero, de la vocación deambulante que moldeó su existencia. Podríamos decir, sin temor a cometer actos de «hiperbolia cineraria», que nuestro poeta es el Quevedo del país. Su verbo es ardorosamente quevediano; su amor es quevediano. La sátira, lo irónico están unidos a una vocación de amador. En «Oficio Puro», ese sentimiento amoroso se refleja con descarada ternura: Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor Cómo ve el rostro de los demás y los demás /cómo ven el rostro de ella Soñará que la felicidad es un viaje en barco Regresará a la niñez o más allá de, la- niñez Cruzará ríos,- montañas, llanuras, noches domésticas El goce está inexorablemente unido a un sentimiento en el que lo irónico se muestra vital. Risa gozosa que nos pone en contacto con un acto carnal, erótico en donde la vida fluye sin ningún atavismo. Lo más natural, es una mujer que lleva en sí misma el universo del goce. Su tránsito post coital, nos la presenta como la portadora de elan, del fuego prometeico. Humor y dolor. Reidor y sufridor. Así, es ese héroe que atraviesa la poesía de nuestro finado bardo. Humor como fórmula de salvación, como medio de construir metáforas sarcásticas que lanzadas en el rostro de la piratería desnuda la realidad de un país inahabitable. Dolor por un país que se auto inmola creyendo en dioses de la racionalidad bárbara. Nacionalista sin degustar el odio xenofóbico. Por eso cuando se duda de su pasión telúrica, dice:

Acusarnos de extranjeros a nosotros que solo sabemos de la primavera cuando avistamos florecido el araguaney que nos enteramos del otoño cuando deshoja el algarrobo Desterrado en Caracas, venido de Trujillo, nuestro poeta asumió la urbe como paisaje de destierro. «A seiscientos kilómetros por hora» cuestionó la vida del ciudadano. De ese ciudadano del jardín mecánico del tremedal consumista. El poeta gocho de Caracas. El descubridor de las epifanías citadinas, el constructor de la Caracas metaforizada. Junto a Juan, Calzadilla y a William Osuna ha sido el cronista más humano que tuvo nuestra capital.

El poeta y la epopeya ética / 133

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Índice

El poeta y su epopeya ética

I

La poesía, ese duro oficio de vivir La ética de Sherezada El poema y su escritura Sobre el amor y la poesía ¿Es posible enseñar literatura? (Reflexiones en dos tonos) La culpa sí es de la vaca: a propósito de los textos de autoayuda

II

La contra épica de T.S. Eliot Azul… y la ética Modernista De Ecuatorial a Altazor El poeta y la epopeya ética / 135

Neruda y el Apocalipsis sin dios El habitante místico de Antonio Colinas Antonio Machado y la agria melancolía

III

Ana Enriqueta Terán o la plenitud del vacío Tradición poética y mito en la poesía de Elí Galindo Gustavo Pereira: oír al indio Víctor Valera Mora o el paso ético del poeta

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El poeta y la epopeya ética / 137

Este libro se terminó de imprimir en los talleres litográficos del Instituto Municipal de Publicaciones en el mes de junio de 2013 2000 ejemplares Caracas-Venezuela