El gabinete de Fausto : "teatros" de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital: "Teatros" de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital [1 ed.] 8400098048, 9788400098049

“El gabinete de Fausto” trata de dar cuenta de las condiciones en que se produce el trabajo del autor, sostenido por una

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Table of contents :
El gabinete de Fausto: "teatros" de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital
ÍNDICE
Primera parte ANTIGUO RÉGIMENDE LETRAS Y LETRADOS
1 MATERIALIDADES DE LA LECTO-ESCRITURAEN LA ÉPOCA PREVIA A LA DIGITALIZACIÓNDEL MUNDO
2 (LARGO) EXCURSO. ÚLTIMOS REFUGIOSDE LA ESCRITURA. TRABAJOS DEL ESPÍRITU AISLADO EN LAS MONTAÑAS Y LOS BOSQUES
Segunda parte GALAXIA PÍXEL
3 EL PARADIGMA PANTALLA: DESMATERIALIZACIÓN DEL SCRIPTORIUMEN LA REALIDAD DIGITAL
GUION BIBLIOGRÁFICO
ÍNDICE DE ILUSTRACIONES
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El gabinete de Fausto : "teatros" de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital: "Teatros" de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital [1 ed.]
 8400098048, 9788400098049

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31.  Un nuevo modelo de mujeres africanas. Inmaculada Díaz Narbona y José Ignacio Rivas Flores 32. Circulación de personas e intercambios comerciales en el Mediterráneo y en el Atlántico (siglos xvi, xvii, xviii). José Antonio Martínez Torres 33.  Papeles y opinión. Políticas de publicación en el Siglo de Oro. Fernando Bouza Álvarez 34.  Comercio y riqueza en el siglo xvii. Estudios sobre cultura, política y pensamiento económico. Ángel Alloza Aparicio y Beatriz Cárceles de Gea 35.  Las vidas paralelas de Georges Cuvier y Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Naturaleza y filosofía. Adrià Casinos Pardos 36.  Enfermedad y muerte de una reina de España. Bárbara de Braganza (1711-1758). Rosa Basante Pol 37.  De papeles, escribanías y archivos: escribanos del Concejo madrileño (1557-1610). Leonor Zozaya Montes

El gabinete de Fausto es un libro en todo singular. No solo porque atiende a interpretar diacrónicamente cuanto abarca la historia «íntima» de los escritorios y células de trabajo mediados por las letras, sino también por el modo de estructurar y narrativizar tal materia, por definición compleja y asunto siempre por dilucidar. Penetrar en los secretos del espacio destinado a la producción o consumo de la escritura parecía cuestión urgente, pues la revolución digital ha creado en este ámbito una tensión nueva (y acaso explosiva). En consecuencia, dos especialistas, uno en lo que podríamos calificar como el «antiguo régimen» en que se de­senvolvían los lecto-escritores y otro en las TIC y su impacto en el habitus intelectual de hoy en día, se han coordinado aquí para ofrecer un panorama completo de la praxis letrada. El resultado es una obra «meta», que trata de dar cuenta de las condiciones en que se produce el siempre ímprobo trabajo del letrado, sostenido por una fundamental paradoja: la de que si bien su ámbito de acción corporal, su mundo «físico» se ha ido estrechando y desvaneciendo, el horizonte que desde su posición hoy se columbra se ha expansionado —gracias a su conexión con internet— potencialmente hasta el infinito.

38.  Agua para la salud. Pasado, presente y futuro. M.ª Pilar Vaquero y Laura Toxqui (eds.) 39.  La prensa musical y cultural zaragozana (1869-1924). Fuente para el estudio del hecho musical. Begoña Gimeno Arlanzón

El gabinete de Fausto ‘Teatros’ de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital

Fernando R. de la Flor es doctor en Ciencias de la Información y catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca. Ha recibido numerosos premios por sus ensayos de filosofía de la cultura y desarrollado un proyecto sobre el Barroco hispano que ha cuajado en una decena de libros publicados en las más importantes editoriales del país. En relación con la materia y campo específico del tratado que aquí se presenta, es autor de dos volúmenes: Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura (Renacimiento, 2004) y, más recientemente, Giro visual. Decadencias de la lecto-escritura y primacía de la imagen (Delirio, 2009).

Daniel Escandell Montiel es doctor en Filología Hispánica. Se ha especializado en Literatura Digital y ha publicado el libro Escrituras para el siglo xxi. Literatura y blogosfera (IberoamericanaVervuert, 2014) así como múltiples artículos sobre este tema. Dirige la revista de Humanidades Digitales Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital y es secretario académico del Grupo de Estudios del Siglo xviii de la Universidad de Salamanca, donde trabaja como investigador. Colabora también en redes como La Memoria Novelada (Aarhus Universitet) y grupos de investigación como SDLM (Seminario de Discurso, Legitimación y Memoria).

El gabinete de Fausto

(últimos títulos publicados)

FERNANDO R. DE LA FLOR DANIEL ESCANDELL MONTIEL

monografías

monografías

‘Teatros’ de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

CSIC

monografías • 40

Imagen de cubierta: Despacho. Palacio de Anaya (Salamanca). Fotografía de Fernando Sanz.

EL GABINETE DE FAUSTO

FERNANDO R. DE LA FLOR y DANIEL ESCANDELL MONTIEL

EL GABINETE DE FAUSTO ‘TEATROS’ DE LA ESCRITURA Y LA LECTURA A UN LADO Y OTRO DE LA FRONTERA DIGITAL

Consejo Superior de Investigaciones Científicas Madrid, 2014

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es/ Editorial CSIC: http://editorial.csic.es (correo: [email protected])

© CSIC © Fernando Rodríguez de la Flor y Daniel Escandell Montiel ISBN: 978-84-00-09804-9 e-ISBN: 978-84-00-09805-6 NIPO: 723-14-063-6 e-NIPO: 723-14-064-1 Depósito Legal: M-14487-2014 Maquetación, impresión y encuadernación: DiScript Preimpresión, S. L. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado TCF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible

ÍNDICE Primera parte ANTIGUO RÉGIMEN DE LETRAS Y LETRADOS 1. MATERIALIDADES DE LA LECTO-ESCRITURA EN LA ÉPOCA PREVIA A LA DIGITALIZACIÓN DEL MUNDO.........   11 Una cuestión: el cuerpo en la escena de la lectura y la escritura...............   11 Lecto-escritura.............................................................................................   22 Qalam. El ángel llamado «Pluma».............................................................   29 Isla negra......................................................................................................   47 Tiempo y luz: «¡Que se levante nuestro corazón de noche!» (Bernardino de Laredo)..............................................................................................   60 Tiempo y «tempo»......................................................................................   73 Ámbitos; retiradizos....................................................................................   77 Laboremus....................................................................................................   87 Abandonos...................................................................................................   93 Engendrado en una habitación.................................................................   105 Esferología armónica del escritorio..........................................................   115 Libido scribendi..........................................................................................   120 Estrategias protectivas...............................................................................   128 Estados de ánimo......................................................................................   133 Lubrificaciones..........................................................................................   140 7

2. (LARGO) EXCURSO. ÚLTIMOS REFUGIOS DE LA ESCRITURA. TRABAJOS DEL ESPÍRITU AISLADO EN LAS MONTAÑAS Y LOS BOSQUES................................................................   149 La estancia aislada: locus solus..................................................................   149 Los días del Alción....................................................................................   166 El escritorio salvaje....................................................................................   175 ¿Un ángulo me basta?...............................................................................   181

Segunda parte GALAXIA PÍXEL 3. EL PARADIGMA PANTALLA: DESMATERIALIZACIÓN DEL SCRIPTORIUM EN LA REALIDAD DIGITAL..................   189 Hacia la evaporación del bit.....................................................................   189 Esto no es un escritorio.............................................................................   199 Escritores de pluma pixelada....................................................................   208 Trebejos para la ubicuidad.......................................................................   224 Hacia la literatura expandida....................................................................   237 GUION BIBLIOGRÁFICO...................................................................   243 Primera parte.............................................................................................   243 Segunda parte............................................................................................   259 ÍNDICE DE ILUSTRACIONES............................................................   267

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Primera parte ANTIGUO RÉGIMEN DE LETRAS Y LETRADOS

1 MATERIALIDADES DE LA LECTO-ESCRITURA EN LA ÉPOCA PREVIA A LA DIGITALIZACIÓN DEL MUNDO Llegada la noche, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y de lodo, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde, recibido por ellos amistosamente, me nutro con aquel alimento que solo es mío y para el cual nací. Nicolás Maquiavelo

Una cuestión: el cuerpo en la escena de la lectura y la escritura Leer, escribir; leer para escribir…, hacerlo en y desde el seno de tradiciones que bien podemos suponer centenarias. Lentamente la ejecución de estas praxis pertenecientes a una misma «civilización de la escritura», a medida que han sido infiltradas por nuevos medios electrónicos, que hoy las abren a complejos escenarios de instalación virtual, han ido perdiendo parte de una antigua aura, depositada en una pluralidad de objetos, espacios y mediaciones cuyo relieve físico inicia justo ahora su decadencia. Resulta cierto que toda la «leyenda de la escritura» vinculada a tales presencias, y también lo que era su propia mitología «material» ha acabado por ceder, disolviéndose en la atmósfera ingrávida de nuestro tiempo. 11

Habremos de contar esta metamorfosis extraordinaria que, en general, nos lleva desde un mundo sólido a un universo, como afirman los sociólogos, «líquido». De reservada y exquisita; de íntima y minuciosamente ritualizada en espacios de gran densidad material y semántica, y a la vez siempre ejecutada con medios altamente especializados, la «relación de escritura» ha pasado a ser una operación que se realiza hoy en buena medida independizada de todo entorno tangible, en la forma de una inscripción aérea, fugaz, inestable en su constitución última, dado que ocurre en una dimensión cibernética escasamente experimentable en lo corpóreo, en cuanto que es no-tridimensional. Algo que de tener lugar en el plano fisiológico, acaso ya no demande sino una pequeña descarga tensional en el extremo de los dedos. En cierto modo, tal «relación» al día de hoy resulta ser el producto de una puesta en paréntesis del cuerpo, el cual apenas ya necesita desenvolver su existencia, física y «pesada», frente a la pantalla. Esta última se configura como el verdadero borde, la frontera que corta en dos el territorio mismo de estas prácticas. El nuevo sujeto que la atraviesa es un sujeto por ello mismo «transfigurado». La nueva ergonomía y organización espacial que el medio electrónico demanda, no implica ya la toma de fuertes decisiones acerca de lo que deban ser las condiciones materiales y sentido físico que el hecho lecto-escritor pareció alcanzar en otros días, y en donde brilló a gran altura su ejercitación tramando delicada y complejamente con un cuerpo productor. Precisamente, este libro tratará de «conjurar» la presencia de aquel cuerpo escribiente (también cuerpo que produce lectura), junto con la de la dimensión espacial donde opera(ba), haciéndose tributario entonces de una «cultura de la presencia». En esta situación, la agencia de la escritura, tal y como la hemos conocido hasta los años ochenta del siglo pasado, se transforma ahora en una estrategia orientada totalmente a «componer», a «telemanipular» textos y a situar al lecto-escritor en espacios abstractos, en contornos virtuales para gestión de escrituras. En razón de ello, estos parecerán alejados del todo corporal y de lo que es su propio radio de acción próximo. No es la entera Alicia la que se diría haber pasado al otro lado del espejo. Es que Alicia se ha quedado en el espacio que la determina, mientras ha enviado su aparato cognitivo a trabajar en un dominio cibernético donde su propio cuerpo no tiene entrada. Es esta misma evidencia la 12

que, en estos primeros capítulos de nuestro libro, deseamos enfrentar, oponiéndole en este caso el proceder a una suerte de «rematerialización» del hecho lecto-escritor. Volvemos a considerar, apoyados en la historia de estas prácticas, la materialidad insoslayable que queda como resto de la praxis lectora y escritora. Que se haya extendido, como lo ha hecho, la utopía de sujetos incorpóreos que atraviesan espacios densamente semiotizados (pero desmaterializados), quizá necesite de un correctivo, de una recuperación, a través de la arqueología, del sentido de un tiempo, de un lugar no-virtuales, sino ofrecidos a la percepción y a la interacción de todo el dispositivo aprehensivo humano. Esfera esta última donde los conceptos de afectividad, conciencia del tiempo y cercanía resultan todavía operativos en relación a las funciones que destacamos. Volvemos al «cuerpo» a sus derechos y extensiones, por un momento. Aquel siempre es el resto ineludible: lo que subyace toda operacionalidad, aún la más abstracta. Se escribe desde el cuerpo, en efecto, como afirma Hans Gümbrecht en su libro Estados de ánimo, pero también se lee desde él. El progreso científico-técnico no puede acabar con tal densidad, con su propia fisicidad, pero puede soslayar lo que son las funciones básicas en tal entidad por medio de la inflación de las operaciones más abstractas y cerebrales. Empero el cuerpo resiste, y la historia pasada de su singular agencia lecto-escritora nos ha de persuadir de la potencia que adquieren sus movimientos somatizados y profundos. Recuperamos aquí la experiencia de ese cuerpo enfrentado al oficio de letras: su histórica autoconciencia del hecho, justamente, es el objeto a describir. Una última determinación cabe señalar como activa en estos primeros compases del libro y esta es la propia fascinación por las «ruinas», por los restos que descubrimos aquí de viejas prácticas. El interés por todo lo que ha resultado rebasado por la ola de la historia, se sitúa hoy en la punta del conocimiento que opera fundamentalmente recobrando, recuperando. Reinstalamos, pues, por un instante, y lo hacemos en el presente, todo lo que ya parecía puro pasado. Y lo hacemos con la esperanza de asistir a su espectral revivencia entre nosotros, convencidos como estamos de que la forma de anularlo para siempre hubiera sido depositarlo en un piadoso olvido. Frente al actual modo de gestión letrada de un Joe Dunthorne, que escribe hoy sus novelas en un vagón de metro completamente abstraído de las condiciones físicas de su contexto, pero infinita13

mente abierto al espacio de conexión de internauta, la exigente observación de Stephane Mallarmé, que tensa hasta la extenuación lo que debe configurarse como personal, vívido e intransferible dispositivo altamente protocolarizado de la lecto-escritura en su sentido material arcaico, no parece que pueda alcanzar valor alguno en las condiciones impuestas al presente. Presente caracterizado por una global fluidificación. En consecuencia, donde aquel maestro de «lo Total», que fue Flaubert, pudo decir que para él escribir era una celosa práctica dotada de una extraña resonancia bioliteraria (anudada, pues, a un compromiso corporal), y que aboca al encierro y a la soledad física a quien la realiza, un sentimiento contemporáneo empezaría por rechazar sobre todo esa idea de «encierro», que insinúa la existencia de un peligroso espacio de signo autista, no-comunicado, donde el cuerpo fuera presa de sí mismo en un estado de exclusiva retroalimentación. Aquí se transparenta el modus operandi de la ultramodernidad, en cuanto esta época reconfigura por completo las prácticas exigentes y toda vida de ejercitación (en este caso de «ejercitación en las letras»). Acabando con aquellas ascesis transmitidas por una cierta tradición de «trabajos del espíritu», la modernidad disuelve las actividades solipsistas en un fluido, en un environment o nuevo entorno de trabajo ahora conectado, dejando definitivamente atrás el lugar preciso en donde antes se concentraba la práctica del «poder discursivo». En realidad, suministra al viejo espacio de la escritura de un «sistema técnico» que modifica por completo su tradicional nicho ambiental. Ese sistema es, en todo caso, un englobante que preexiste y en cierto modo «crea» a quien lo usa. Ciertamente opera de este modo (al paso que deprime los sentimientos de presencia y de reunión-en-sí). Lo que de este modo se consigue es ampliar infinitamente las potencialidades en el sentido previsto por MacLuhan en su Understanding media, una obra tan lejana como indica su fecha de producción en 1965: El ordenador promete, mediante la tecnología, una condición pentecostal de unidad y comprensión universales.

Así, del «nuevo» trabajo de letras, se puede decir que sobrevive y se declina bajo inéditas formas en lo que es su propio declive. De la ruina del despacho, del estudio —cerrado y polvoriento ya— emerge el nuevo contexto inmaterial en el que hoy se desenvuelve la práctica. 14

La realidad es que el espacio se ha tornado irrelevante en referencia a tales ejercicios de espíritu. El actual productor de textos en pantalla ha dejado atrás la noción de un espacio físico, y ello para instalarse concentradamente en el dominio de lo virtual. Y allí halla de todo menos, en sentido estricto, soledad, puesto que entra en relación directa con una comunidad de lectura con la que le es posible establecer contacto en tiempo real, sin «distancia» alguna (aunque tampoco con «cercanía»). La vivencia gnóstica se ha impuesto por encima de las propias condiciones materiales de la existencia, y una comprensión «pneumática» de lo que sean las tareas superiores de la inteligencia, deja atrás, abandona el cuerpo. Resulta entonces que cuando no hay fronteras físicas determinadas, se pierde la idea de presencia; cuando dejan de existir la linealidad y el orden, aparece entonces la fluidez y la indeterminación. Insinuaremos aquí que, en realidad, lo que opera en esta nueva agencia es el principio de «desinvestimiento»; acaece en ello una muy real pérdida de aura de la escritura a la cual daremos como perteneciente a una era humanística ya clausurada. Peter Sloterdijk, que considera la escritura como una «antropotécnica», un verdadero remodelador de hombres, sentencia sobre la misma que ha envejecido y ha dejado de ser fértil. El lenguaje ya no es la «casa del ser», mientras el habla fantasmal filtrada a través de las máquinas y los procesadores es ya un lenguaje alógrafo, es una escritura «otra»: una escritura posthumanista que deja atrás el mundo donde la primera se hizo posible, deshaciendo viejas nociones de autoría y propiedad. Las prácticas letradas se constituían en un dispositivo cerrado en torno al cual, y con distintos grados e intensidades, el pasado pudo construir el principio fuerte y punto de clivaje de existencia de toda lecto-escritura. La (antigua) articulación y coordinación de cuerpo y espacio comprimidos, segregaba de sí una suerte de épica agónica, cuyo resultado fue siempre la materialización de un barroco «teatro» lujoso, sobrecargado, explosivo en sus tensiones: precisamente aquel del que ahora quisiéramos dar cuenta. El interior del despacho exhibía entonces, en la era pasada antes de la llegada de la «hipermáquina», su potencia de verdadero observatorio, mientras se dejaba interpretar como punto focal para «soñar» todo lo que quedaba en el «afuera». Tal y como majestuosamente lo describe Azorín en el comienzo de sus Confesiones de un pequeño filósofo: 15

Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda con recia armadura de ballena. Lector: yo emborrono estas páginas en la pequeña biblioteca del Collado de Salinas. Quiero evocar mi vida. Es medianoche; el campo reposa en un silencio augusto; cantan los grillos en un coro suave y melódico; las estrellas fulguran en el cielo fuliginoso; de la inmensa llanura de las viñas sube una frescura grata y fragante.

Todo parece que se disponía allí con vistas a la conquista de un ideal necesitado de una firme reclusión en un ámbito ergonómicamente dispuesto, saturado de artefactos (todos en distintos grados de resonancia con el espíritu del creador y especialista de lo imaginario). El objetivo era el de poder desarrollar en él lo que a todas luces resulta ser un activo «extrañamiento de mundo» y, finalmente, un ponerse en exclusiva «en manos de sí mismo». Dicho al modo de Heidegger: ponerse «cabe sí»; emprender la tarea de ordenar y dirigir un mundo interior. Ello asemeja al lecto-escritor antiguo con el ejercitante. Lo que allí hace es entrenar su espíritu por medio de ejercicios de dura ascesis, lo que le pone en disposiciones de alcanzar un superior entendimiento; una mirada más profunda sobre lo real. El gabinete se reclama de la figura metafórica de una «fragua» que modela gigantes del pensamiento. Desde aquella intimidad, se lograba entonces la condensación de un quantum de energía simbólica que iría dirigida hacia una exterioridad o campo lecto-receptor, pero de la que, en realidad, no se esperaba ningún feedback inmediato. Las fuerzas y dinámicas, se observará en el fragmento azoriniano, parecen concentradas en el momento excepcional que rebosa de una conciencia exacerbada del «biotopo» en el que se dispone a la acción. Este es el reino absoluto de la familiaridad, el modo especial arcaico en que se revela el ser-en-el-mundo. Tal espacio originario presentaba una cercanía estrecha con los útiles, con los instrumentos. Y es que las cosas allí se presentan «a la mano»; todo se vuelve cercano, próximo en este ámbito. La espacialidad, en efecto, se construye sobre la cercanía. Es este el sentimiento clave que determina la existencia misma del escritorio, del gran gabinete de lecto-escritura sentido por su habitante como una presencia grávida, como un potente «desalejador». En suma, esa «mónada» cuya imagen perseguimos en su versión antigua se constituía como el lugar ideal para tomar conciencia de que se habita, dicho de nuevo en términos 16

de Heidegger, «sobre la tierra», «bajo el cielo», «en compañía de los hombres» y «a la espera de los dioses». Ese sentimiento de cercanía, en efecto, es el que queda disuelto por la técnica avanzada. La pantalla anula el sentimiento de proximidad, y frente a ella ya no es posible estar «cabe» aquello que une, desaleja y presentifica. Ha resultado así que la «tecnologización de los interiores» de trabajo intelectual, la irrupción en ellos de la «megamáquina», determina el que todo lo que en el régimen antiguo debía rodearse de mundo físico, tangible, para lograr representaciones de él, se haya convertido hoy, en los «cuartos conectados» del presente. Esto fuerza una situación de la que han desaparecido en buena medida las dimensiones sobre las que se articulaba la ya vieja idea de una presencia y, también, de una producción. Lo capital en esta situación nueva y en este nuevo reino de lo in-distante, es el control y recepción que se hace sobre todo de lo que la exterioridad envía como flujo, como torrente inextinguible por la banda ancha, por la que el neo-escritor navega, seleccionando y dejándose iluminar en su tarea por lo que le llega, más que por lo que crea. Ello se corresponde con la sustitución de una escritura fundada en la inspiración, las musas y las manías por otra basada en la apropiación, la atención al contexto informático y, finalmente, un cierto olvido del cuerpo. Podemos, con alguna precisión, situar el momento en que el escritorio y su fisicidad propia vio doblada su existencia en un escenario plenamente virtual, cuyas dimensiones no harían ya, a partir de ahí, sino implementarse exponencialmente. Fue en 1979 cuando la empresa Rank Xerox traslada el universo de la oficina real al espacio virtual operativo de la interfaz con el microprocesador (en el que se sitúan los clones electrónicos del dominio tradicional: la papelera, la mesa-escritorio, los archivos…), el momento en que se produce el evento extraordinario. Desde entonces, la percepción de la existencia de dos regímenes de trato con las letras se torna asunto candente, y aun se vuelve cuestión dramática. Puesto que si bien es verdad que el mundo pre-conectado ofrecía la posibilidad de una mayor penetración reflexiva y una autognosis demorada, la conexión a la Red Digital Universal multiplica la extensión de la información al alcance, haciendo que verdaderamente se vea más mundo, donde antes, en realidad, se veía menos. El studiolo, lugar donde el conjunto de prácticas auráticas realizadas sobre la letra encontraba en el pasado acomodo, fue, también, 17

en su era más clásica, un locus novus de la individualidad moderna en cuanto suma y cifra de lo que podía alcanzar a ser un reducto personal, una forma continente ideal del espíritu; dominio en el que un poder —el poder que comunica la escritura— se consolida. La antigüedad misma de este espacio no puede ser retrotraída más allá del siglo xiv, en cuanto lugar donde opera un misterioso «deseo de lenguaje», al que todo finalmente debe subordinarse. Caído en desuso en las formas de vida postmodernas, aquel dominio cuasi-sagrado —donde se celebraban los misterios de lo discursivo— comparece hoy dispuesto ya para su definitiva «vitrinización» en los museos y casas-natales; lugares en los que se conforma como el «paisaje» de una praxis intelectual que ha terminado por pasar, definitivamente, a la historia. El modelo capsular es la forma acrisolada por la tradición en que hoy se nos presentan los antiguos espacios de lecto-escritura, bien sean los personales o, incluso, los comunes: las salas de estudio y «reservados» de naturaleza libresca. Todos ellos lugares de desarrollo de una escritura perfectamente «situada». Frente a este dispositivo, las dinámicas que atraviesan los lugares de actividad intelectual del más inmediato hoy en nada tienen ya que ver con aquellos que se desvanecen o, por ventura, de continuar en su esencia, se vuelven a cada paso obsoletos. El nuevo entorno digital tiene la capacidad de hacer implosionar el antiguo espacio tridimensional. De modo que asfixiante y sin sentido nos ha de parecer, de imaginarla ahora, la habitación donde Marcel Proust concibiera íntegramente, sin desplazamientos ni escaques, su Obra Total, en busca de un tiempo perdido. Monumento textual cuyo inventario de sacrificios y costes, dotados de una extraña resonancia física, es el mismo autor quien lo evidencia en un lugar de su escritura: Soportado como una fatiga, aceptado como una regla, construido como una iglesia, seguido como un régimen, vencido como un obstáculo, conquistado como una amistad, sobrealimentado como un niño, creado como un mundo.

Aquel ámbito, tal despacho ideal (el modelo aristocrático), constituye para Walter Benjamin, que así lo expresa ante el estudio de Goethe en Weimar, la verdadera «antigüedad del poeta». Las nuevas superficies donde acontece la inscripción letrada o se desarrolla en este momento la lectura, en su actual desmaterialización virtualizante, 18

fuerzan al tiempo que una nueva resignificación de tales prácticas, lo que es un verdadero desinvestimiento simbólico de lo que fueron los antiguos actos de lecto-escritura. Aquellos aparecían vinculados a una ejercitación potente y maníaca en la que el cuerpo sinestésico quedaba fuertemente comprometido. Por lo mismo, el modelo que hoy se conforma determina también lo que es el ocaso de aquellos «otros» lugares donde «altos» empleos antiguamente se desplegaban con la autoridad de una suave matriz protectora, al ofrecerse esta en la forma fantasmática de una cavidad genésica y oscura donde pudiera ser desarrollada una vida de largo aliento en la gran hibernada. Aquella clase de artefacto cultural resultaba altamente elocuente, parlante, pero en particular lo era acerca del tipo de inversión que en él hacía un cuerpo. De facto, ya es el propio deseo de escribir bajo unas condiciones tensas y establecidas en lo material con precisión, lo que a las claras revela una disposición anímica «anticuada», una verdadera desintonía con lo que es (o debe ser) la marcha general de las cosas, tal y como finalmente estas han devenido. Situación, en todo caso, que tiene un punto en el que contrasta fuertemente con esa nueva ley de la existencia post-contemporánea, según la cual ser es ser (inmediatamente) percibido por otros; actúa lo que es el deseo de un pronto «recibir miradas» sobre el trabajo, que es, al final, la gran aspiración del escritor on line de nuestros días, el cual se debe a un sentimiento de entrega a la «colectividad ligera» a la que pertenece, y con la que se encuentra continuamente conectado en el seno de un magma cultural en estado «líquido». Con ello la Obra parece haber perdido parte de su orgullosa autonomía, que radicaba en el estado mismo en que habría de ser producida en cuanto trabajo de la soledad autodeterminada. Todo lo cual se convierte hoy en una pieza que, de inmediato, se integra en un circuito de significación comunicada. Podría asegurarse que toda la mitología del trabajo escritural, tal y como la hemos conocido hasta hoy, se encuentra puesta en crisis. La dimensión de la particular agencia que se practica sobre las letras ha venido a «adelgazarse» notablemente en sus dispositivos (también en lo que son sus disposiciones), y la condición nueva a que fuerza el interfaz con la pantalla genera ahora como primer efecto una suerte de post-cuerpo, que actúa en los dominios de una zona intensamente desmaterializada, la cual no requiere ya para activarse sino de impulsos eléctricos, de conexiones abstractas, cerebrales. En ella, lo único que 19

al parecer cuentan son las trayectorias y las velocidades a que se efectúan tales inscripciones digitales. Hay testimonios recientes de esto que podría ser una condición «ingrávida» de la escritura nueva, que se transmite también a la psicología de aquel que la practica. Como ejemplo, tenemos la observación que suministra Lola López recogida en el blog del proyecto «escritorio» de Jesús Ortega: Mi escritorio es un estado mental, una burbuja que transita entre la imaginación y la vida. De ahí que pueda hacerlo en cualquier parte, en cualquier momento. En mi esfera la atención se concentra en mi mundo interior, en el laberinto irrepresentable de una semiconsciencia lúcida que se expande, que imagina y fija. Habito en ese universo propio dialogando con personajes sin cuerpo, con ideas que buscan una concreción que, desde mi esfera, me esfuerzo en darles. Incluso, si el momento es locuaz, se me olvida que el mundo sigue fuera; se me olvida, también, que tengo un cuerpo mortal, que soporta el hambre o la sed porque nadie le atiende como es debido. Espera, le digo, y me obedece, sumiso a los dictados de mi reino inmaterial.

Lo que eran los antiguos modos, protocolos y artefactos de toda índole de que se acompañaba lo que podemos denominar, de nuevo (con Petrucci), la «relación de escritura», han entrado en una súbita decadencia; y estas praxis últimas, donde aún se dan, lo hacen en una condición ciertamente crepuscular, en todo agónica: de alguna manera residual, enteramente nostálgica. Todavía subsisten, claramente, pero allí donde encontramos los componentes de su constitución estos comparecen en una escena melancólica, suavemente estetizada por el velo que le confiere su adscripción decididamente retro. Y el ejemplo está en esos nuevos comercios que han recuperado el gusto por los papeles de calidad; que sirven, a clientes que ya no tienen prisa, antiguas plumas; plumas, incluso, de las de «mojar» en preciosos y pesados tinteros neotalaveranos, ofreciendo todo tipo de texturas del papel para la praxis demorada de una escritura, ya por ello mismo vuelta atemporal. Como se venden igualmente también vetustos escritorios de madera compacta, plagados de gavetas y resortes ¡secretos!, donde entregarse a los placeres ya prohibidos y derogados de una escritura de arabesco y fantasía. Y en verdad que vuelve, también, con todo ello (aunque sea un regreso desvitalizado, atensional), la caligrafía, y aquel gusto por el trazo tipográfico-manual. Ello acaso nos devuelve a considerar ese antiguo valor terapéutico y autoconfigurador de la escritura, 20

que se plasma en ocasiones en los hypomnemata, los cuadernos —moleskine notebooks— de apuntamientos y notas con los pensamientos que ayudan a construir el propio edificio espiritual, y que vemos que todavía tienen curso como moda de nuestros días. En gran medida, lo que se ha perdido —y que solo puede recuperarse en una ejercicio intencionado de anamnesis: de partir en busca de un recuerdo— es la concepción de una escritura ligada a una ascesis, a un fuerte trabajo de disposición de entorno, donde su práctica pueda al fin acontecer y, sobre todo, ser mantenida en medio del despliegue de una poderosa energeia, que contamina y debe imantar forzosamente todo un espacio en derredor. Quien vivía bajo tales determinaciones exigentes, forzosamente había de sentirla cono una inversión vital que, como en el caso de von Aschenbach, en Muerte en Venecia, termina por originar una constante: «nostalgia inquieta del trabajo, del sagrado esfuerzo de la disciplinada labor cotidiana». El escritor de hoy se orienta progresivamente a ser un «operador» de textos, puesto a cubierto de cualquier contingencia material y actuando siempre a través de medios fríos. Este es el hecho. Aquel traslada gran parte de su implicación orgánica y de su cognición flotante por entre el mundo de las cosas a la propia pantalla, en la que ahora delega como auténtico espacio «artificial» de todos los juegos realizados por una suerte de avatar suyo. En todo caso, la inscripción bioliteraria demandaba en el pasado una red de artefactos sometidos a diferentes agencias de carácter ritualista que contribuían a «densificar» los espacios dedicados a tal fin. Ellos configuraban la escritura, al tiempo que la escritura determinaba también en ellos mismos lo que es una original y relativamente estable conformación y disposición. La agencia de la cultura se investía así de una dimensión material —se desencadenaba una auténtica «fábrica de la escritura»—. Mientras hoy se puede decir del sacerdocio de letras que ha resultado poco a poco desmaterializado, y convertido ahora en un biodispositivo centrado exclusivamente en la interfaz con una pantalla. Aquel otro era el mundo del estar-a-la-mano, y respondía a la idea de que lo que se hace familiar debe tener prioridad sobre la existencia distanciada que imponen hoy los medios fríos. Daremos cuenta de lo que fue la existencia de tales estructuras antes de su transformación decisiva, y saldremos al encuentro de aque21

llo en lo que todo se ha venido a transmutar, que entendemos —con ausencia de tonos elegíacos— como el ingreso en un estadio otro de complejidad mayor, de un más alto grado de intelectualización. En todo caso, no nos desentendemos de la fuerte impresión de que las prácticas de la lecto-escritura a través de sus medios diversos están vertebradas por un deseo (acaso, hoy, por una nostalgia) de presencia, por una necesidad sentida de relación física y espacializada, por una tangibilidad general del mundo (el vivido y el soñado). El hecho de que el gabinete esté consagrado a la imaginación es relevante a estos efectos, pues la imaginación misma es aquella parte o facultad del espíritu menos abstracta; es la que sigue anclada en la mente arcaica y, por tanto, se encuentra relacionada y en interdependencia estricta con funciones generales del cuerpo humano. Una observación de Goethe anima esta primera parte de nuestra empresa, enteramente volcada hacia el pasado. En Fantasía y realidad, Goethe habla de los «trabajos de escritura», de los que dice que inevitablemente van quedando «relegados al pasado», y aun cuando se va perdiendo la memoria de su realización y sentido la realidad, apunta el poeta, es que es: «razonable otorgarles un valor histórico conversando sobre sus orígenes con benévolos conocedores». Lecto-escritura Antes de entrar a caracterizar en algo aquellos antiguos «lugares investidos», verdaderos «envoltorios» de actividades de alto alcance y voltaje, es preciso que consideremos que lo que en ellos se desarrolla es una operación integrada, y es siempre en ellos el ejercicio de una lecto-escritura, en cualquiera de sus variaciones tonales, la que allí tiene su correlato tradicional. Diremos, en general, «actos» de lectura y de escritura, decididos como estamos a vincularlos en una mutua predicación, que al cabo no desea diferenciarlos a propósito de unas prácticas que los envuelven a ambos. Pues, en efecto, los entenderemos aquí al modo de «actos clásicos» (o de una era clásica del trato con las letras), en cuanto poseídos entre los dos polos de su realización por una suerte de reciprocidad dinámica, según la cual la lectura implica ya la estructura de una respuesta en forma de escritura: anotación, marginalia, cita, texto… Ya lo hacía observar tempranamente un jesuita, Lorenzo Ortiz, a la altura de 1677: 22

No avía de haber libro de que no pendiesse tintero y pluma y tuviese encuadernadas muchas ojas en blanco […] Léase con el tintero al lado y con la pluma en los dedos y della pássese al borrador que se eligiere y se hará sementera que no esté sugeta a temporales.

Acto reflejo el que encadena lectura y escritura, en todo caso, cuyo sentido verdadero se puede deducir de la máxima establecida por George Steiner, en cuanto que leer bien es, siempre, un contestar al texto. Se trata de la «lectura orientada»; orientada por auténticos «leedores». Lectura que se dirige a un fin, un paso más allá de sí misma. «Escribo porque he leído», podían decir, con lógica entonces implacable, los clásicos. De ello nos convence el óleo de Hans Holbein dedicado al «escritor Erasmo de Rotterdam» (1523), la tabla del Museo del Louvre, donde se hace evidente que Erasmo acaba de leer en un libro cerrado y utilizado como soporte y ha iniciado ya el incipit de uno de los folios suyos, propios. Funcionalidad vinculada de la que también deja explícito testimonio Miguel de Unamuno, quien en su Diario íntimo de 1897 se expresa así: Es tal mi hábito libresco que solo concibo pensamientos y propósitos piadosos leyendo, como comentario de lo que leo, y me veo forzado a cristalizarlos escribiéndolos. ¡Estudiar para escribir! Este es el fin del intelectualismo.

Y en cuanto a los modernos, a los «digitalizados», tal cosa en realidad se les hace más evidente, dado que la telemática y el entorno técnico emergente lo que logra es la progresiva anulación de diferencias entre los momentos de emisión y de recepción, igualando el componer con el crear: el leer con el intervenir en lo leído. Es preciso considerar antigua obra maestra de la epopeya de esta lecto-escritura integrada la de Gustave Flaubert, Bouvard y Pecuchet, donde leer solo tiene sentido en el horizonte de un (llegar a) escribir. Es así cierto también aquello que afirmaba Walter Benjamin respecto a que el lector (lo quiera o no) se encuentra en todo momento preparado para convertirse en un escritor. Efectivamente, llevado de la pasión por la consignación y el trazo propio: «el lector, en todo momento, se dispone a devenir en escritor». La escritura vive en los blancos y tiempos muertos de la lectura, como esta lo hace en los de aquella. Trabajamos bajo la seguridad de que la conexión lecto-escritora anida en el fondo de la práctica de 23

las letras, y determina (o determinaba en el pasado) la existencia de una suerte de espacio común reforzado, donde, en efecto, ambas se realizan, entrando en una relación rizomática que no permite mayores distinciones entre las mismas. Es este el punto de vista que en todo momento habremos de sostener aquí. Si admitimos la existencia de esta esfera integrada es porque, además, somos sensibles a la cuestión planteada en su día por Roland Barthes: ¿Cómo se puede leer sin estar obligado a escribir?

Aquí la lectura comparece en cuanto determinada en un sentido superior, más elevado, al que normalmente queda referida. Pues no se trata, en todo caso, de esa forma extendida de lo que se conoce como «lectura recreativa», sino, mas bien, de la «lectura analítica», y, llevada al plano del cuerpo, de una lectura plenamente «existencial». En este sentido «fuerte», su práctica implica exponerse siempre a una alta complejidad intelectual. Esta última disposición es la única capaz de mover el conjunto sicosomático del lector (que ya apunta hacia su devenir escritor; hacia su conversión en un wreader), tal y como vemos insinuado en la utopía Walden de Thoreau. Capaces los lectores, sí, entonces: De mantenernos de puntillas para leer con devoción, en las horas más alertas y despejadas.

La relevancia de la lectura, entendida en cuanto «pórtico» o umbral de la escritura (o, en cualquier caso, coexistente con ella en lo que es un mismo ámbito de ejecuciones prácticas), la pone de manifiesto Marcel Proust (en Sobre la lectura), cuando da cuenta de que en los bajos niveles del compromiso cognitivo, ciertamente no se produce una exaltación que obligue a pasar de lo leído a lo escrito, pero que este último proceso, si bien lo consideramos (y así lo hacemos), es el propio de toda «vida espiritual» fuerte, en la cual es el impulso que se recibe de la lectura el que termina por animar su emulación. Y entonces puede con justicia decirse que se escribe muchas veces guiado por la mano de un muerto ilustre, y es en este sentido que: Dante no es el único poeta que Virgilio ha acompañado hasta las puertas del Paraíso.

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Venimos, efectivamente, «de la mano» de los antiguos, y toda escritura con voluntad de permanencia va guiada por el recuerdo mismo de aquello que en ellos llegamos a leer un día. Hay un bello «paso» en el historiador Jules Michelet en que este agradece al pasado que esté presente ahí, insuflando su «animus scriptor»: ¿Cómo no iba a agradecerle yo a cada siglo las energías que me recorren?

Leer a los poetas, en efecto, es la premisa mayor a que debe sujetarse quien escribe poesía; lo mismo será verdad en cada tradición representativa y letrada. Operaciones conjuntas, vinculantes, de la lecto-escritura, siempre…; dado que según las cuales al momento reactivo (y altamente somatizado) de la lectura (el «cuerpo lee», ha dicho Roger Chartier; y Galileo, y con él su tiempo, acude a una expresión altamente significativa en este sentido, cuando dice que: se «entra» en Virgilio, en Homero…) le sucede la conducta activa, protensiva, inherente a todo esfuerzo de escribir. Ello porque en el «antiguo régimen» de las letras, el ejercicio de estas aparece en cuanto secretamente vinculado y siempre limitado por una suerte de intimidad delicada, a menudo desenvuelta como neurosis, que afecta por igual a los dos términos del proceso y que, en realidad, vincula en una misma sintomatología orgánica a quien lee, a quien escribe, indistintamente. A todo lo cual da cauce una observación que, de nuevo, encontramos en el Walden de Thoreau: Los libros deben ser leídos tan deliberada y reservadamente como fueron escritos.

En el sentido en que ha fijado Pierre Hadott en su libro sobre los Ejercicios espirituales y la filosofía antigua, leer deviene «ejercicio espiritual» e implica, según el historiador: Detenernos, librarnos de nuestra preocupaciones, replegarnos sobre nosotros mismos, meditando tranquilamente, dando vueltas en nuestra mente a los textos, permitiendo que nos hablen.

La opus magna del libro organiza una «física» determinada que desencadena reacciones y obliga a conductas pragmáticas. La intimidad, pues, era el signo de estas operaciones integradas en un mismo 25

ámbito, que podríamos calificar (en abierta contraposición a aquella otra escena de contornos desdibujados y de imposible geografía precisa que antes hemos apuntado, y que es la que se produce en nuestros días), como propio de una cultura subjetiva o «espiritual». Ámbito donde se prima siempre una disposición, un dispositivo creativo sobre el hecho de la Obra acabada y fabricada (dispuesta para su post-producción) y de la que se ha posesionado ya lo objetivo, lo público. El proceso «heroico» de su mismo hacerse, de colocarse en el trance de su venir a la existencia, determinaba antes una topografía de necesario espesor simbólico, mientras también generaba unas conductas precisas de alto contenido intencional, que se desarrollaban habitualmente en el escenario de una biblioteca-escritorio-taller como construcción esencial, emblema cierto de una vida letrada. En ese ámbito tan fuertemente marcado en la forma de un espacio culto (y de culto), el ingreso era objeto de una efectiva protocolorización, pero no menos también se situaba ritualmente su salida, su abandono. El espacio de la escritura se presentaba entonces como una verdadera «mónada» de caracterizados perfiles, que producía también un tipo bien diferenciado de comportamiento intelectual. Lo percibió, por ejemplo, el gran historiador Edward Gibbon, el día que irremisiblemente puso el punto final a la obra que le había ocupado largos años, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano: El día, o mejor dicho, la noche del 27 de junio de 1787, entre las once y las doce, escribía las últimas líneas de la última página en un cenador de mi jardín. Tras depositar la pluma, di varias vueltas por un berceau, nombre que recibe el sendero cubierto de acacias, que domina las vistas sobre el campo, el lago y las montañas. El aire estaba templado; el cielo, sereno; la plateada esfera de la luna se reflejaba en las aguas y la naturaleza guardaba silencio. No ocultaré mis primeras emociones de alegría al recobrar la libertad y, tal vez, alcanzar la fama. Pero mi orgullo pronto se vio humillado y una sobria melancolía se extendió por mi espíritu a la par que la idea de que acababa de despedirme para siempre de un viejo y agradable compañero y que, cualquiera que fuera el futuro de mi Historia, la existencia del historiador debe ser breve y precaria.

Esta clase de conciencia del tiempo y del momento de efectuación de la escritura es la que, en nuestros días, ha venido a sufrir una verdadera mutación, por cuanto el polo de la producción progresivamente ha 26

ido perdiendo su relevancia, su antigua capacidad modélica y su propia densidad, desplazado ahora hacia valores depositados sobre todo en la exposición, en lo que es la muestra de la propia Obra y en los avatares relacionados con la difusión de la misma y sus estrategias correspondientes. El taller, y los secretos que este contiene, se cierra hoy a favor de la apertura de múltiples canales y corrientes de comunicación que lo atraviesan y han determinado finalmente su implosión. Y es aquí donde, a pesar del continuum que rige lo histórico, podemos con todo señalar una fractura que pensamos decisiva. Los viejos universos simbólicos que mantenían una praxis de la lecto-escritura no pueden asumir en su desarrollo, ni integrar sin una gran quiebra en sus dispositivos, las modernas conquistas de la técnica. La antigua «cercanía» que hemos visto teorizada por Heidegger como ámbito natural del dasein, del ser en el mundo, se ha convertido en una teledistancia, en una proximidad solo virtual y ha devenido finalmente en un correspondiente alejamiento ontológico con respecto a las cosas de ese mismo mundo. Lo que ha podido producirse es, pues, una suerte de ocultación minusvaloradora de la operacionalidad propia que la escrituración conlleva, y eso a condición de poner ahora el foco sobre el producto mismo, tal y como lo vemos desenvolverse en el mundo de nuestros días; lo que se corresponde en todo caso con el enigma que el «deseo del libro» en sí mismo constituye. En razón de ello, preguntarse por la práctica instrumental histórica de la lecto-escritura, es acometer una tarea en esencia y ya de facto remitologizadora, pues entonces se restituye a tal proceso su papel de auténtico y exclusivo carácter medial entre la interioridad y el mundo, por medio del compromiso del cuerpo y de la inscripción de éste en el espacio real; espacio en el que deberá llevar a cabo su particular agencia. La escritura-lectura es Mundo, pero lo es en la forma de mundo revelado, mundo-leído, desentrañado, expandido, desplegado por el espíritu y, finalmente (pero no en último término), procesado corporalmente. Aquí es oportuno el recuerdo al maquinuscrito de Jack Kerouac de On the Road, donde la hoja de papel continuo, cruzando el escritorio del beat, en efecto, parecía ella misma una «carretera»; en este caso aquella por donde debería discurrir el «espíritu». Y es que es en el instante fecundo de la lecto-escritura donde se crea un momento artificial, sincrético, que es reflejo del pasado, que contiene, además, una exposición del presente y que anuncia un porvenir siempre mediado por el cuerpo. 27

Es este tipo de praxis, de modo preciso, la que se forja en el interior de un ámbito (haut lieu de la modernidad) enteramente determinado por la posibilidad de ejercer en él una contemplación del mundo, fuera o al margen de lo que el mundo es. Pues, en efecto, tal empleo de fuerzas cognitivas orientadas por la voluntad de «hacer Obra», se resuelve en situarse en un tipo de espacio que permite ponerse a la escucha exclusivamente de las cosas lejanas. Implica, entonces, romper el contrato de diálogo con el mundo inmediato mientras se abren las compuertas de la aparición de objetos imaginados. El lecto-escritor es un observador. Alguien atento, preocupado por las lejanías. Todas estas pre-condiciones estructuran por dentro la existencia de un lugar clásico; un topos de la cultura humanista, al que ahora debemos abrir paso: el del «gabinete de Fausto». «Gran interior» donde acaece y se ha desarrollado la tragedia y la épica de la cultura en cuanto escrita. Espacio del que de su consideración lamentamos el hecho notable de que, en nuestro tiempo, resulte por ejemplo siempre más interesante describir, a lo Cees Noteboom, los lugares donde quedarán enterrados para siempre los grandes escritores (en una especie de difuntofília), que atender a lo que fueron aquellas otras supervivientes células de producción para grandes planes, complejamente construidas para albergar lo que por entonces parecieron las ciclópeas tareas del «siempre escribir». Las tumbas, en efecto, se cuidan, mientras, por el contrario, los escritorios, los talleres «tiposóficos», uno a uno se clausuran y se cierran para el trabajo, exhibiéndose acaso sólo ya en su condición de artefacto dispuesto a la museificación. Nuestra especulación, fuertemente marcada por lo que de propio y personal también acude cuando es convocado el imaginario del scriptorium, en este punto se reclama en sus términos más generales de una dinámica que, al final, dicta, en efecto, el retorno del Autor. Autor en tanto en cuanto este se ofrece «puesto en escena», dispuesto, como un verdadero actor, para entrar en intensa «relación de escritura». Y eso después de que sobreviniera lo que ha podido pasar por ser su aparente liquidación («muerte del autor») en los años sesenta y siguientes del siglo pasado. Solo que aquí, propiamente, más que del regreso y des-represión del Autor, se habrá de tratar de cuanto a él afecta en la forma de su habitus creativo y de la conformación de una práctica que anuda y teje tiempos, objetos, espacios, disposiciones… Es más 28

bien su circunstancia, lo que en este momento ha de detener nuestra atención; el modo en que una determinación, una fuerza, crea una esfera de acción propia: lo que abarca la totalidad de su circunmundo, podríamos decir. Todo ello aparece pautado por una peculiar escansión temporal dictada por una verdadera «moral de la energía», de la que acaso dio cuenta Michel Montaigne cuando señaló de qué modo transcurría el empleo de sus días en la «Torre», marcando, de este modo, el ritmo y sentido de lo que fueron sus propios movimientos «espirituales» dentro de ella: En mi vivienda me recojo con mayor frecuencia en mi biblioteca. Allí hojeo una veces un libro, otras, otro, sin orden ni designio, al desgaire: unas veces fantaseo, otras registro y otras dicto paseándome los ensueños que aquí veis.

Leer, fantasear y registrar…, alternativamente: en efecto, la evocación de estas tres operaciones aparentemente discrónicas y dispares nos anima en nuestro análisis a suponer que, con todo, una suerte de continuum existe también entre la escritura como ficción y la escritura de la erudición. Ambas las queremos entender aquí cruzadas por una misma, idéntica, excitación (que las aleja de la escritura puramente transcriptiva: lo que sería el estilo bic). Pues la segunda, la erudición, supone una energía puesta al servicio de una criptología del mundo que, al final, se ve animada por un deseo motivador de escritura. Es el mismo deseo (y el mismo placer) el que empuja al ratón de biblioteca que al escritor mayor; en consecuencia: sus ámbitos materiales de actuación se homologan; se vuelven, en lo que es esencial a ellos, idénticos. Y así serán aquí considerados. Qalam. El ángel llamado «Pluma» El núcleo focal se concentra ahora en la reconstrucción de un espacio que ha devenido secretamente totémico en las tradiciones culturales. Aquel en que se realiza la escritura —en particular las obras escritas con tinta—, y al hacerlo se pone bajo los principios autárquicos, maníacos y fetichistas que rigen su naturaleza, siempre entendida, en esta primera abertura, al «antiguo modo». Un explícito objetivo anima la intención de circunscribir tal situación, por lo que esta operación alcanza a ser casi una reificación de aquello que 29

se encuentra decaído por efecto de una absorbente digitalización. Acerca de la cual, en definitiva, hay que decir que es la que prácticamente se ha impuesto en el conjunto de los procesos actuales que desencadenan el escrito, tanto en su producción como en su atento consumo. Entonces, si la perspectiva es correcta, emergerán de lo evocado unas prácticas, unas disposiciones de las que sabemos que de antiguo lograron anudar el lazo tenso que unía y ennoblecía la relación lectoescritora. Y, en consecuencia, toda esta primera parte de nuestro libro se presenta como una verdadera arqueología de un mundo que ha terminado por ser finalmente sobrepasado, derrotado, incluso. En cierto modo, nuestra exploración resultará ser a la postre una fenomenología de los artefactos que la revolución digital ha vuelto plenamente obsolescentes. Y ello ante lo que es la inminencia de los cambios, y la certeza de que en todo momento se muestra hoy operante una tiránica «lógica de lo nuevo», que tiene como misión primera «hacer que el pasado definitivamente pase». Como, a todos los efectos, así ha sucedido. Una condición, que teníamos por noble y alta y que abrazaba las prácticas de los especialistas de lo imaginario, parece haber periclitado en su ciclo biológico. Ello nos lo recuerda la cita de apertura, debida a Nicolás Maquiavelo, para quien tal ocupación intelectual suya, es obvio, alcanzaba por entonces un algo de sagrado, y, por consiguiente, expandía su aura por un vasto pero concentrado conjunto de espacios, objetos, tiempos, hasta vincular el propio cuerpo, atravesados todos por una voluntad de dedicación concentrada. Junto a ello también se alzaba allí, desde aquella primera cita histórica, lo que es un sentimiento de verdadera autolegitimación ante los propios ojos, en la afirmación de lo que son las correspondientes decisiones vitales. Era, aquel, ciertamente, el tiempo perdido de los héroes de la aventura de escribir (del leer, también). A los que muy bien puede representar un Walter Benjamin, cuando en su pequeño trabajo, «La técnica del escritor en 13 tesis», habla sobre el sentido preciso que conceder a las elecciones de instrumentos que debe hacer quien se destina a la escritura, a la lectura también: Evita emplear cualquier tipo de útiles. Aferrarse pedantemente a ciertos papeles, plumas, tintas, es provechoso. No el lujo, pero si la abundancia de estos materiales es imprescindible.

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La observación ofrece un testimonio, como sucede también en la anécdota citada de Nicolás Maquiavelo, de que, en otros tiempos, los instrumentos y hasta los vestidos con que se irrumpe en los espacios abiertos por tal práctica, se tornan significativos; y de ser puramente funcionales se convierten aquellos últimos en auténticos atavíos para la ejecución de tareas ritualísticas. Como el traje de trabajo de Emile Rousseau, que era una exótica robe armenia, o la floreada indumentaria que usaba Gustave Flaubert para ponerse ante el trance de escribir. Aunque quizá el caso más significativo, y el que revela una mayor interconexión entre las prácticas fetichistas del lecto-escritor y la producción de la Obra, sea el que ofrece Denis Diderot en su correspondencia literaria, cuando entona una suerte de «canto» u «oda» a su vieja bata de trabajo: Por qué no habré guardado mi vieja bata. Ella era para mí, lo mismo que yo para ella. Se amoldaba a todos los pliegues de mi cuerpo sin incomodarlo; me sentaba bien, estaba con ella puesta, pintoresco y guapo… No habrá ningún cuidado al que su complacencia no se prestara. Cuando un libro estaba cubierto de polvo, uno de sus paños se ofrecía a limpiarlo. Si la tinta condensada se negaba a salir de mi pluma, ella presentaba el flanco. En ella se veían, trazadas con largas líneas negras, los servicios que me había rendido. Estas largas líneas anunciaban al literato, al escritor, al hombre que trabaja.

Atuendos de escrito-lectores, en efecto, aunque en el tiempo del hoy este tipo de prevención suene extraña. Xavier de Maistre lo denominaba «traje de viaje» (puesto exclusivamente, en su caso, para «viajar» con la escritura y el pensamiento por los límites físicos de su habitación-escritorio). En la confortabilidad de este «uniforme» intelectual encuentra el pensador del tiempo-antes su destino y conformación física ideal para la realización de la tarea que le aguarda. Se hace preciso, pues, reflexionar también sobre una posible ergonomía que afecta al modo de ejercer la escritura «clásica», y que viene a ser (a nuestros ojos de hoy) la perfecta acomodación del cuerpo —con todo lo que eso implica de «detalles menores»— en la escena construida con premeditación minuciosa, todo a fin de desarrollar en ella la vida intelectual activa o letrada. Son a menudo los observadores exteriores los que pueden dar la medida, en ocasiones verdaderamente titánica, de lo que supone esta implicación corporal que experimenta 31

el intelectual de alcance en su «teatro de pasiones». Cómo hace Guy de Maupassant respecto a Gustave Flaubert: Y con la cara hinchada el cuello congestionado, la frente enrojecida y los músculos tensos como un atleta en plena competición, luchaba desesperadamente contra la idea y contra la palabra, agarrándolas, acoplándolas a su pesar, manteniéndolas unidas indisolublemente con la fuerza de su voluntad, cercando al pensamiento, subyugándolo poco a poco con agotadores esfuerzos sobrehumanos, y encerrándolo, como a un animal cautivo, dentro de una forma sólida y precisa.

Y eso aun cuando el objetivo final de este mismo cuerpo, que entretanto comparece en cuanto directamente sumergido en su lucha desmedida, sea el de un postrer «olvidarse de sí»: llegar a lo que sería un cierto grado de insensibilidad corporal; sostener su condición frágil para que pueda actuar como medium de la energía síquica y dar soporte a su potencialidad fantasiosa, etérea. La pluma entonces y sus productos se convierte en una pasión que, dominando al alma, sojuzga al cuerpo con sus precisos ritos. Suárez de Figueroa, un teórico del siglo xvi, lo expresa así en su El pasajero: «No sé qué tiene la pluma de aduladora, de hechicera, que encanta y liga los sentidos luego que comienza a ejercitarse. Arráigase este afecto en el alma». La Obra, efectivamente, es exigente, y el Cuerpo, una suma de debilidades. Frente a la tarea desmedida y exigente de la producción de la Obra, el cuerpo siempre está en falta; siempre es frágil en relación a semejante demanda. El rito, el protocolo, los dispositivos y también las disposiciones, acuden en su ayuda con el objetivo de apoyarlo y mantenerlo en posición. Le Corbusier, al final de sus días, dejaba una imagen de aquellos principios en que se habían encerrado los secretos de lo que era su trabajo creativo: «La única atmósfera para una creación artística es la regularidad, la modestia, la continuidad, la perseverancia». Todo ello determina la necesidad del establecimiento de una particular clase de biosfera intelectual, que haga prosperar y aliente la realización de tal (duro) trabajo. Jules Michelet, el historiador de los innumerables cuanto voluminosos volúmenes, es quien encarna de modo más ejemplar y tenso, de entre la infinita galería de los antiguos hombres de letras, esta somatización del oficio; lo que es el compromiso permanente del cuerpo en el escenario en que deben quedar 32

circunscritos tales desvelos. A esta luz, parece acertado decir que aquella práctica nunca se da —o, al menos, no se da en sus condiciones fuertes— en medio de lo improvisorio, sino que, en particular, sería necesariamente el resultado de establecer una topología estricta, un hábitat preciso y definido, que parece obediente a la razón de un morar espiritual. Algo, por otra parte, ya contenido en aquel dictum, recordado esta vez por Blaise Pascal, según el cual el poeta clásico Marcial le hacía observar a su amigo el hecho irrebatible de que: El que vive en cualquier lugar, Máximo, no vive en ninguno.

Además de modelar, y moldear también, su ámbito de trabajo como locus classicus de su escritura, aquel Jules Michelet implicó en niveles que sabemos extraordinarios su cuerpo, en su caso particular a través de lo que era la escritura de la historia. Nos dejó ese modelo de ser erudito, por lo demás tan manifiestamente incomprendido en nuestros días. Hasta tal punto llegaba su compromiso con la esfera tipográfica, que esta le habría terminado por trasferir su letalidad, su particular veneno, inoculando en su cuerpo los «metales pesados» de que está ella misma habitada. Afirmaba el historiador, en consecuencia (y ello es más que una metáfora), que había «bebido» demasiada «sangre negra» de la historia. En este punto, lo que sucede es que el escritor —como quería Paul Valery— en verdad «aporta su cuerpo a la escritura», y da con ello curso a una metáfora que encontramos ya en Gustave Flaubert, cuando es este quien advierte esta vez: Me emborracho con tinta como otros con vino.

Se trataba de la así caracterizada como «tinta negra de la melancolía» (Jean Starobinski), la cual corre por las venas de los escritores de raza, entregados a trabajos que un día descubren que han consumido toda su energía vital en tales empeños. La escritura es una actividad «vampírica». En nombre del mundo que se encuentra más allá de su radio de acción verdadero, que es el universo de los sueños y de las abstracciones fantasmáticas, devora un cuerpo al que mantiene entretanto insomne. El enajenado en la escritura, es lo cierto del caso, empobrece su propia biografía vital al tiempo que, de alguna manera, también la consigna, la escribe. De esta metáfora organicista se apropiaba Ramón Gómez de la Serna, autor él mismo excesivo, desmedido, para quien 33

aquella tinta cumplía el papel simbólico como representación de la «sangre del espíritu», que es el lenguaje. En cuanto a los famosos dolores de cabeza de aquel otro historiador francés que antes hemos mencionado, y a lo que era su propio estado general físico en el trance de la escritura, este parecía coincidir con el ritmo de los sucesos de la propia historia de Francia que iba interpretando y transcribiendo a su propio idiolecto. De modo que se podía decir que, verdaderamente, sentía «fluir» por sus venas y por sus dedos el destino adverso o admirable de su país, cuando se entregaba a la fabricación furiosa de la Obra. Sus tropos y malabarismos de arte verbal indican con su precisa referencialidad el grado de compromiso asumido en la tarea por su organismo y son, además, un significativo correctivo a toda pretensión de convertir la «escrituración» en una mera operación de traslado de la mente al papel, sin que medie para ello un compromiso —febril—. Aquel lazo tenso es algo que permanece latente y que se perpetua en la forma de una tradición espiritual dentro de la corporación de quienes fueron los grandes historiadores de las nacionalidades. Como Carlo del Bruno, otro «pasionario de la historia», quien, ante ciertos pasajes dramáticos del devenir de su país a los que se enfrenta, entonces siente como su: Mano está temblando sobre la página, ante la trágica supresión de una cultura grande y libre.

Pero allí donde Jules Michelet y otros fueran explícitos sobre ello, dando cuenta de lo que en todo caso constituye una suerte de durísima «fisiología del letrado», los más han callado clamorosamente. Entre ellos lo ha hecho el gran Raymond Russell, quien defrauda nuestras expectativas de ahora alumbrando un libro de engañoso título: ¿Cómo escribí algunos de mis libros? Esta prometedora declaración de Roussel evade sin embargo —y lo hace por completo— lo que es la cuestión material de la escritura. Como también eso mismo sucede en la, para otras cuestiones, acreditada Filosofía de la composición, el ensayo de Edgar Allan Poe dedicado a la práctica dicursiva. Dos ejemplos estos maestros en el modo en cómo frecuentemente el lugar del cuerpo se elide y se evapora, se «fantasmatiza», dejando la cuestión de la escritura como cosa (exclusivamente) mental. Ello alienta la suposición de que es una operación cuyo único territorio verdadero estuviera envuelto en la bruma, solo en medio de la cual es posible que encuentren su cauce los desarrollos imaginativos. 34

Con todo, no puede caer en el olvido —y antes bien se verá que volvemos obsesivamente una y otra vez a su recuerdo—, el caso ejemplar de Jules Michelet, en particular cuando afirmaba que él «remaba en Richelieu». En esta clase de no-inocentes tropos y metáforas, se da a ver la virtualidad mayúscula de la que se encuentra poseída la escritura, y ello en cuanto que, en el momento de su acontecimiento y producción, arrebata el cuerpo y la psique de quien la practica con energía y con arte. Claramente se ve aquí el deseo en posición de fluir abundante, y se articula hasta volcarse en los planos de lo escrito. Lo que finalmente supone dar en un trazo (y en una traza), encontrar un estilo propio; edificar una marca personal que todo letrado que se precie debe buscar, y que no puede ser hallado sino precisamente en el estilo, en el compromiso o lazo entre lo personal libidinal y la escritura. Esta última es, pues, acaso el nombre solo de un lugar articulatorio — ­ de una relación: «relación de escritura»— al que acuden todas las «materialidades» comprometidas en el proceso. Su solemnización parece, en efecto, cuestión de un estado primero (y ya «arqueológico») en lo que es el proceso general de la democratización y expansión de las letras y la propia multiplicación de los letrados, y con ellos de lo que pueden venir a suponer las facilidades nuevas de acceso a los antiguos «misterios». Tenderíamos a decir que un continuum de la «grafosfera» impide marcar con claridad los umbrales y límites en que se mueve ahora su práctica, habiéndose destensado casi por completo la antigua relación ansiógena y la idea misma de emprender en ello una tarea que se revela cuasi-heroica. Los modos de ejecución de actualidad en este dominio avanzan, desde luego, arrollando las viejas disposiciones «pasatistas», a cuyo estudio queremos dar algún cauce en este libro. El tiempo cotidiano, el tiempo «otro», de la temporalidad participada invade hoy el espacio más propio, impidiendo que este se organice defensivamente para protegerse del primero. Las puertas del laboratorio de letras han sido dinamitadas y la burbuja de tiempo apropiado («traperos del tiempo», los escritores) que detrás de ella se contenía se ha desinflado finalmente. Un tiempo mayor, un tempus maior, como dirían los teólogos, tiempo que abarca sin límites e invade por completo la cotidianeidad, ha retrocedido. Su significado acaso solo podemos encontrarlo en muy antiguos documentos. Y es que, en un estadio anterior, se consideraba que el momento de la escritura era participado de una intensidad que, merced a su investimiento, deviene una suerte de temporalidad eterna. Como refiere Louis-Auguste Blanqui (1872) 35

que se ve a sí mismo escribiendo siempre, precisamente, su L’eternité par les astres: He escrito y escribiré durante toda la eternidad lo que estoy escribiendo en este momento en una celda de Fort du Taureau, encima de una mesa, con una pluma con la misma ropa y las mismas circunstancias.

Acaso, por ejemplo, ya no existe como necesidad la de subrayar activamente en el espacio biográfico un incipit de la tarea —la data de un «ingreso en escritura»—, como también es muy posible, por otra parte, que asimismo se haya vuelto irrelevante el momento de una conclusión final. La afirmación —que Gustave Flaubert consideraba trascendente— acerca del momento en que había comenzado Las tentaciones de san Antonio («el 24 de mayo, a la tres y cuarto de la tarde», anota con precisión judicial este proto-escritor), nos parece hoy un detalle irrelevante; un toque entre narcisista y naive de un novelista completamente chapado a la antigua. Y, sin embargo, subsiste en la memoria histórica esta idea de lo que debe ser el ingreso del artista en aquello que es su única religión. Y, acaso, quien mejor la sustantiva es Franz Kafka, cuya entrada en literatura es fama que se abre un domingo por la tarde del año 1897, cuando comprende que la lectura de su texto en el domicilio familiar le ha valido la expulsión simbólica en la mesa común y, por consiguiente, le ha lanzado a la necesidad de encontrar un abrigo solitario donde la pueda ejercer, esta vez para siempre. Frente a todo esto: ciertamente insoportable levedad de la escritura (digital); flotación (y no «rotación») hoy de los signos en un éter ilimitado. La del cuerpo, de entre todos aquellos múltiples registros susceptibles de ser evocados en este escenario, en este «teatro», es la instancia que juega un papel esencial en ello, como central de fuerza de lo que allí se dispone. Y de ahí la referencia nuclear que aquí hacemos a una ergonomía precisa de la escritura, que termina por desenvolverse en la forma de una «máquina» a cuyos mandos y engranajes se le ha acoplado un cuerpo. Con esto se quiere expresar la atención que debe merecer el hecho de un saber de la composición misma del cuerpo lecto-escritor en la hora, lugar o campo y también «escena» de operaciones que a sí mismo se da, disponiéndolo para su tan especial praxis. En realidad se trata, como veremos, de la penetración en un espacio «puesto en abismo» que, delimitado primero por lo que es la 36

estructura general de un scriptorium (en sí mismo producto de una segregación con respecto al espacio de vida en común), se conduce y se ve reducido finalmente a lo que es su núcleo radical: la «mesa de montaje». Esta, realmente ya puede ser instalada en cualquier parte, incluso en el velador de un café, precisamente concebido al modo de una suerte de «campo de operaciones» por Walter Benjamin en su fragmento «Policlínica», en Calles de dirección única: El autor coloca la idea sobre la mesa de mármol del café. Larga reflexión: pues aprovecha el tiempo en que aún no tiene delante el vaso, esa lente con la cual examina al paciente. Luego saca poco a poco su instrumental: estilográfica, pipa y lápiz. La mesa de clientes, dispuesta como en un anfiteatro, constituye el público de su hospital. El café, servido y degustado previsoriamente, sumerge la idea en cloroformo. Aquello que tiene en mente tiene tan poco que ver con el asunto mismo como el sueño de un anestesiado con la intervención quirúrgica. En los cautelosos alineamientos de la letra manuscrita se practican cortes; ya en el interior, el cirujano desplaza acentos, cauteriza las excrecencias verbales e intercala algún extranjerismo como una costilla de plata. Por último, la puntuación le cose todo con finas suturas y él remunera al camarero, su asistente, en metálico.

Tal evocación de la superficie, ocasional, de inscripción que proporcionan los veladores de los cafés, no nos puede hacer olvidar la existencia de ese otro denso instrumento para trabajos letrados que es el secreter. Máxima mesa de aparato, en esta se sustantivan los trabajos del «arconte», del que se las tiene que haber con memorias, con todo género de inscripciones del pasado. Estamos ante un verdadero mueble-memoria, cuya imagen y configuración en realidad poca variación ha conocido desde que tal artefacto hiciera su aparición en las artes suntuarias del medievo. Lo que es el propio plano de esas «mesas» —situadas en el interior de la «arquitectura de la intimidad» donde el escritorio se eleva a espacio-fetiche—, en realidad ha crecido y se ha profundizado en el pasar de su propia historia. El escritorio, en ocasiones, termina por ser un dispositivo complejo, como resalta en aquella invención del escritorio rotatorio de Shapley, puesto en uso en los primeros años cincuenta del siglo xx. «Torno de lecturas», que procede en última instancia del mundo eclesial del facistol, pero esta vez también dotado de una amplia disponibilidad de escenarios para las redacciones sub37

Figura 1. El escritorio rotatorio de Shapley.

secuentes a las lecturas, producto de ellas; todo debido a las cualidades giróscopas del objeto. Pero si, por el contrario a lo que sucede en esta mecánica de expansión, pensamos en aquello a lo que en verdad sirve de soporte el escritorio, enseguida podemos comprender que este reduce sus limites y se concretiza a través de dos dispositivos que atraen toda la masa crítica de la escritura: el primero los blocks, los cuadernos de notas; el segundo constituido por las desnudas hojas de papel, escenario primigenio de la consignación del pensamiento en su fase histórica. Sobre estos espacios últimos, Walter Benjamin se pronunció, no evitando poner en ello intensos tonos emocionales: Quizá no sepas —le escribe en 1933 a su amigo Alfred Cohn— lo hermoso que es ver siempre tan amistosamente admitidos los pensamientos cambiantes y de diversa índole de tantos años en tan delicados y limpios alojamientos [las hojas].

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Dominios gráficos de la escritura… En el antiguo orden, la configuración visual y el diseño de los manuscritos (e, incluso, de los «maquinuscritos») resultan ser relevantes. Las proporciones y la arquitectura interna de la caja de escritura eran, por entonces, expresivas, directamente intencionales. Con ellas se construía una página personal, una marca más de un idiolecto, de una lengua en su expresión propia (incluyendo en ello su dimensión material). Las relaciones espaciales y la forma del escrito configuran un campo gráfico-material que se revela como un no-del-todo secundario «campo de maniobras». Hacia ello apunta lo que es el prototipo de obra clásica más relevante en la historia de la disposición gráfica: Un coup de dés, el poema maestro de Stephane Mallarmé. La consciente distribución en el espacio de sus letras constituye, en realidad, una constelación llena de tensiones que Stephane Mallarmé, en efecto, fue el primer productor de configuraciones imaginarias en poner expresamente de relieve. En todo caso, puestas en abismo, la hoja, la mesa, finalmente el despacho de lecto-escritor concentra sucesivamente las energías creativas; tal espacio se da en cuanto poseído por un vértigo de Acción. Allí, y hacía esas hojas, en esas mesas de montaje y «table de travail», y en el espacio que lo circunda desemboca en último término el «hacerse de los textos». El particular ámbito y esfera que entorno a ello se construye está en función de dar forma acrisolada por la tradición a lo que en ese dominio concentrado se desarrolla como un auténtico «drama de fuerzas y de formas». Ello impide al lecto-escritor consagrado a su tarea (en razón de su fuerza centrípeta) el alejamiento duradero de ese verdadero «centro vital» (o axis mundi y núcleo obsesivo de su práctica). Tal realización de un modelo ideal torna consciente la dificultad absoluta, verbalizada una vez más por Franz Kafka, respecto a la posibilidad de emprender un largo viaje que pueda alejar al escritor de aquella su costumbre, su circunstancia máxima, expresada por un espacio que no puede ser sustituido en sus cualidades por ningún otro. El escritorio es el único mundo posible para quien formula con suficiente fuerza su vocación de representar. Lugar sustantivo este, pues, y también escena decisoria para lo que deben ser las concreciones de las representaciones de mundo. Elementos de todo orden se concitan en tal locus de la práctica lecto-escritora, que ahora tratamos de «recortar» como forma cultural autónoma. Disposiciones prácticas de carácter biografemático, también maníacas, 39

simbólicas..., a todo se da curso y todo viene, ciertamente, a encararse sobre esta superficie última —Cuarto propio (Virginia Wolf)­—, de la que hemos conocido detalles relevantes —en el caso de algunos escritores paradigmáticos que referenciaremos— de lo que ha podido alcanzar a ser la entrega letrada. Sobre todo, ello es posible cuando aquella cápsula es captada al vuelo por el ojo de una cámara fotográfica (siempre, en esto, indiscreta). Pero de la que también alguna rara vez se nos brinda una información más detallada que la puramente visual, la cual nos revela de súbito la compleja disposición de aquello que en verdad sobre tal ámbito opera, en cuanto «instalación de aislamiento». Como cuando Ramón Gómez de la Serna describe la propia superficie de las paredes de su camerino, y que él administra en la forma de «nichos» para escrituras separadas: hasta siete u ocho «microlugares» funcionales de estudio, en cada uno de los cuales hay una obra original en marcha y en tren de hacerse. Estamos ante una perfecta escansión de los lugares de trabajo y, al tiempo, también, frente a lo que son regulaciones temporales y distribuciones no-caprichosas de las cronologías que se producen y encadenan allí. De igual manera, al parecer, al que fue modus operandi de Gómez de la Serna, sucedía en aquella otra superficie de inscripción mítica donde se asegura que, por la mañana, Fiedor Dostoiewski desplegaba la trama de El jugador, mientras que, al llegar la tarde, desmontada aquella primera escena, se reconfiguraba el dispositivo para acoger ahora otra redacción: esta vez la de Crimen y castigo. También Robert Louis Stevenson, en su original texto sobre la «casa ideal», describirá hasta cinco superficies de «montaje» para su trabajo que se hallan dispuestas en aquella, y donde se sitúan los libros de referencia, los manuscritos en trance de hacerse, los manuscritos para revisión… Cadena de montaje inscrita en la gran fábrica de la imaginación y el pensamiento. Consideraremos esa suerte de «mesa de fabricación», y aquello que también la rodea en su más cercano entorno, como un operador de cultura: en él se realiza la transferencia entre el manifiesto desorden de lo psíquico-afectivo y las disposiciones de lo cultural sistemático; los signos en cuanto ya organizados, ordenados a algún fin preciso: el Texto, la Obra, la Creación. Paso, entonces, de la potencia hacia el acto. Todo se sitúa allí en la espera de la impresión, operación mediante la cual lo privado para a ser, definitivamente, público. Aquella instalación, finalmente, lo que pone en evidencia es que los monstra deben pasar a ser astra; los delirios y escapes de la imaginación, cierta40

mente terminan siendo reconducidos a la forma de organizadores de conocimiento transmisibles a un entorno de lectores lejanos a través de la comunicación. Y, entonces, en efecto, el escriba es un intérprete de la naturaleza que vuelca sobre la mesa su traducción del mundo a signos por medio de la pluma que obedece a su mente; pluma que, como se decía de Aristóteles: [calamun]in mente tingebat: «el filósofo mojaba en la mente». Aquello que denominamos «mesa», a su vez, para volver a este objeto verdaderamente nuclear en la constitución del gabinete, procede de una suerte de troceamiento del espacio, de la elección de un plano de trabajo; es la resultante de una concreción del mismo donde se puede operar una profundización, al volcar sobre ella gestos, decisiones, prácticas que se inscriben en un espacio imaginario de naturaleza insondable… O, en otro sentido, donde depositar también allí todas las impotencias y las desesperaciones —que en ella, por supuesto, también cristalizan—, dando, en este último caso, la dimensión exacta de una plena, total, infelicidad, que tras de sí arrastra siempre lo que es inoperoso. Finalmente, sí, la mesa-secreter-escritorio (que deriva en su más inmediata genealogía del pupitre de la infancia en el Antiguo Régimen) funge en cuanto espacio donde se realiza bajo la supervisión del espíritu la sintaxis de los distintos vectores en que el deseo encarna, y por los que se distribuye. Nadie ha relatado mejor esa vinculación fuertemente emocional que existe entre un sujeto y su propio campo establecido de operaciones simbólicas que, de nuevo, el propio Walter Benjamin: El pupitre cerca de la ventana se convirtió pronto en mi sitio preferido. El pequeño armario que estaba oculto debajo no sólo contenía los libros que necesitaba en el colegio, sino también el álbum de los sellos, además de otros tres que comprendían la colección de postales. Y de la sólida percha en la parte lateral del pupitre colgaba, al lado de mi cartapacio, no sólo la cestita de la merienda, sino también el sable del uniforme de húsares y la caja de herborista.

Y acaso sea posible decir, a la vista de tal fragmento, que esta suerte de «meditación de la mesa» procede en última instancia de un lugar teológico, ciertamente alejado: aquel que se revela a los ojos del profeta Mahoma en cuanto signo último compositivo y ordenador del 41

Figura 2. El escritorio según Kafka.

Universo. Pues, en efecto, el ángel llamado Gabriel informa al profeta, en el Libro de la Escala de Mahoma, de la existencia de una «tabla para escribir» infinita, ya que un hombre en mil años no terminaría de recorrerla. En esa tabla una pluma —Qualam— escribía y reescribía, creaba y aniquilaba sin descanso los signos del mundo. En realidad, nos dejamos guiar por la intención de penetrar en la intimidad material del hecho lecto-escriptor, que en tales loci y estructuras de «estudio» encuentra su dispositivo autónomo. Cuya inspección, por lo demás, siempre nos ha sido tradicionalmente negada o, a lo menos, obstaculizada. Objetivamente, esta solo ha sido mostrada a través de unas cuantas pálidas fotografías en las que sobresale su prioritario sentido fetichista. Aquella «intimidad arcaica» así constituida, habría tomado el relevo en nuestra consideración de ahora a todo aquello que desde el hoy se postula como lo open desregularizado, inconsutil y aereotelemático; ello en virtud del principio democratizador que todo lo alcanza, subvirtiendo las topologías antiguamente consagradas en su clausura y opacidad. Estos primeros pasos, que nos aproximan al silencioso gabinete y lugar impregnado donde Fausto trabaja, a sus altas y elevadas bóvedas, 42

nos acercan también a ese misterioso pupitre donde se construye con precisión de relojero el tejido de una textualidad incesante (pues, en efecto, se trata de un tejido donde un «yo ideal» se proyecta en una misión típicamente humanista y de ennoblecimiento por las letras). Ello nos conduce forzosamente hacia una esfera de cuestiones claramente arqueológicas, históricas, de signo inequívocamente genealógico. Lo cierto es que a cada momento aquel dominio se vuelve pasado; cosa, ciertamente, «de otros días». Y más pasado todavía a medida que progresan en la construcción de una escena propia (virtual) las tecnologías frías de la «pantallización» del mundo, donde «componer» un texto es ya «de facto» otra cosa de lo que suponía, en el «antiguo régimen» de la escritura, retirarse a crearlo. Aquel otro tiempo que era suyo (y que hemos conocido), ahora es presumible que haya terminado, y que de la antigua disposición y de la fuerza de plasticidad que en tal circunscripción sin duda habitaba, no quede ya sino una supervivencia, que adopta la forma de una huella. Señal esta que de un mundo basado enteramente en lo material se ha pasado a otro en pleno dominio inmaterial; lo que consecuentemente también construye un nuevo y virtual «yo» que opera esta vez «en» la pantalla como signo distintivo de su trabajo. El nuevo fetichismo y las liturgias de la escritura digital —imperante en todos los ámbitos del hoy— no inutilizan ni desechan tras de su emergencia todos los materiales previamente acumulados. No todo se deshace, y finalmente se pierde. Sino que, justamente, nuestra intención es ahora la de venir a convocar, en la forma de supervivencias, disposiciones antiguas relacionadas con una cuestión mayor y trascendente: la del habitus y conexión con su enviroment que ha conformado el mundo de los escritores —podríamos decir lecto-escritores «antiguo régimen» (aunque estrictamente no todos lo sean)—. Mundo, aquel, severa y directamente amenazado en su constitución simbólica y material por el dispositivo de lo digital; y, en realidad, mundo declinante hoy por doquier, sumido, incluso, como está, en una condición que algunos llaman «post-literaria», pero de la que cabe dar todavía alguna noticia. George Steiner, reflexionando sobre lo que se da a ver en el cuadro famoso de Jean Simeón Chardin, el cual representa a un filósofo del Antiguo Régimen leyendo —Un philosophe occupé de sa lecture (1734)—, sostiene que las disposiciones simbolizadas en tal cuadro; es decir: el conjunto de actividades plasmado en él, es solo ya posible de encontrar en ciertas bibliotecas históricas, en los archivos 43

Figura 3. Despacho de catedrático de la Universidad española todavía en los comienzos de la era digital.

y depósitos de letras no sometidos todavía a digitalización y en los estudios de los catedráticos y de algunos escritores suficientemente chapados a la antigua. Espacios todos ellos ciertamente crepusculares (pero, al fin y al cabo, subsistentes y operativos todavía), en alguno de cuyos «secretos» ahora debemos penetrar, si queremos captar el resplandor del aura declinante de estas arcaicas topologías. No habrá, pues, en este primer tiempo, capítulo y correspondiente «excurso» de lo que sigue —que conforma una improvisada mirada a lo que es el dispositivo complejo de la lecto-escritura en su «era clásica»— mayor referencia al hecho de una actualísima escritura digital en interfaz con la máquina. Y eso aun cuando esta última se propone como la escena de confrontación, la polaridad dialéctica que se enfrenta todopoderosa al recuerdo de aquella otra decadescente. Tampoco se hará cuestión de ninguna de las orientaciones que hoy se plantean con suma urgencia en el espacio mediatizado por la presencia telemática, respecto de las cuales se puede asegurar algo: que 44

han cambiado de modo trascendente la relación del cuerpo con la «escena» de la escritura. Esto en cuanto resulta evidente que, en principio, la «revolución digital» ha conseguido en realidad imponerse a través de una suerte de desdoblamiento y potenciación de recursos a efectos de poder intervenir en una escena virtual, manteniendo perfectamente disociada (y hasta en suspenso) lo que es la corporalidad física, real. En cualquier caso, esa segunda reflexión vendrá después, dado que nosotros también desearíamos encontrar el hilo de oro que une las prácticas del ayer en los medios de hoy, y una voluntad de establecer un cierto continuum nos guía, después de todo. Es necesario poder encontrar en lo digital un principio humanista para poder desembocar en unas humanidades digitales Puestos en esta línea de acercamiento progresivo a tal cuestión, que se centra en la existencia de un ámbito todo el determinado por las letras, no podremos ignorar de entrada aquella otra observación de George Steiner, según la cual los silencios, las privacidades casi rituales que acompañaban en el pasado los actos íntimos que tenían que ver con el texto, con su lectura o producción, ya no forman parte activa de los usos personales de los nuevos internautas y escritores y lectores plenamente digitales, sumidos en una vorágine y corriente que literalmente los atraviesa. Estos últimos, a diferencia de quienes les precedieron, se ven precisados de focalizar toda su atención cognitiva y hacer desembocar toda su gestualidad automática en el reducido (pero profundo) campo de una pantalla. En cuya singular espacialidad, ciertamente, deben operar con un «cuerpo sin órganos», casi mediante lo que puede ser definido como la dimensión espectral, altamente abstractalizada, de un «yo». Es la «función autor» (Michel Foucault) la que, en efecto, ha cambiado. Y con ella lo ha hecho el mundo singular en que aquel operaba. La sucesión de los momentos históricos de signo caligráfico, tipográfico, dactilográfico y finalmente digital, desvela en sí lo que es el proceso de un creciente descompromiso del cuerpo con la escritura (y su teatro). El hundimiento de lo que antiguamente se denominaba «papelería» —que era el medium ineludible para desembarcar en el espacio de los signos, a través de las formas de superficies practicables y de los instrumentos propios de la inscripción—, es significativo a los efectos de lo que al final ha sido una más general evanescencia actual de todo lo físico de que se componía ese mundo preciso. Perspectiva 45

puesta en favor ahora, de nuevo, de una «pantalla total» donde las cosas —los realia— son manipulados a distancia. Acaso sea este —¡todavía!, mientras los avances no derrumben por completo «lo antiguo»— un buen momento para ocuparse de traer a la memoria una gestión del campo del escrito que seguramente desaparece y que, aun contemplado ya a cierta distancia, parece proyectarse como una utopía inversa, retroactiva. Un «país» al que miramos, acaso con melancolía. Decimos melancolía, mejor lo hacemos en la forma también de una nostalgia… ¿Es que podremos negar que sobre aquel viejo mundo se extendía en el pasado un calor confortable? Debe tratarse de ese mismo «calor» de la familiaridad del que Walter Benjamin ya advirtiera que era el mismo que, en general, «comenzaba a retirarse de las cosas» bajo el régimen de producción simbólica del capitalismo avanzado y sus nuevas y poderosas (y «frías») implementaciones tecnológicas. Y, también, añadimos nosotros, de sus nuevas censuras, los abandonos y retiradas de legitimación a que somete todo lo que le resulta arcaico. Como sucede, y no es un ejemplo banal, con el retroceso y práctica desaparición en los studiolos de aquella atmósfera cargada del tabaco, que antes presidía y determinaba algo de su ser más propio y característico. La formación del gabinete antiguo le debe a esta droga mucha de su morfología moderna (aunque no ya, ciertamente, post-moderna). Los estudios de intelectuales del antiguo régimen de las letras no se encuentran llenos de aire, sino de humo, ya desde finales del siglo xix. El tabaco actúa en este espacio —tal y como lo ejemplifica la figura de Sigmund Freud (cuyo despacho vienés estaba siempre saturado de la densa humareda desprendida de los «trabuccos» fumados por el psicoanalista)— como una verdadera arbeitsmittel: una «sustancia de trabajo». Acaso, junto con el wiskie y otras bebidas alcohólicas, el tabaco sea la primera de todas esas sustancias que dominan, definiéndola, lo que fue toda una era del ejercicio de la escritura. Será en virtud del hecho mismo de que una constelación —de la que forma parte el tabaco y otros elementos— retrocede, «sale» de la historia, que se hace preciso ahora invocarla con más fuerza, reteniéndola y atrayendo hacia nuestros días un último destello de lo que constituye su aura crepuscular. En efecto, el investimiento de tal espacio (y el de las operaciones que en él se arriesgan), a medida que avanza el tiempo y el progreso descaracterizando lugares, se deslee en el éter; provocando el que do46

minios enteros tradicionales de aquellas funciones pierdan definición. Se desvanecen, literalmente, ciertas materialidades antes rotundas, en la atmósfera transparente de una modernidad inconsutil, aérea, ilimitadamente esférica… Ya no podemos suscribir nosotros aquella observación de Tomás de Kempis, cuando se expresaba en términos de proximidad; y asímismo dominado por la pasión hacia el lugar propio donde se desarrollaba el drama de su contemplación y escritura: El rincón usado se hace dulce.

Puede que acaso solamente estemos en condiciones de afirmar que, en efecto, a la altura de nuestro hoy, todavía nos parece «dulce» —en razón de la pérdida misma de lo que era y suponía— aquel espacio antiguamente sobredeterminado, y en el seno de cuyas ruinas y supervivencias, aún, de algún modo, habitamos, combinándolo ya con otra suerte de dominio («frío», esta vez) que recibe muchos nombres, pero que está marcado por el sello de lo cibernético, de lo extremadamente técnico, o tecnificado. Isla negra Es necesario que nos aprestemos a lanzar una última mirada al conjunto de disposiciones ideales que acuden en la evocación de lo que son unos escenarios arcaicos de lecto-escritura. Aquellos de los que, tradicionalmente, se decía que en su medio ambiente son las musas las que allí «prueban sus alas». Como a estos efectos podría ser aquel refugio de todos los naufragios de la historia en medio del cual Pablo Neruda redactó su Canto General, en Isla Negra. Aquellos dispositivos y constructos deberán ser leídos, efectivamente, en la forma ya de «ruinas», de fragmentos de un orden de vida rebasado; en realidad: son evocados como si se tratara de un depósito de pasado definitivamente dejado atrás por nuevas configuraciones y paradigmas de acción. Grado «artesano» de la literatura aquel que se borra de nuestro horizonte, pero que por ello mismo se instala —acaso con la fuerza de una nostalgia— en la memoria (incluso en la de aquellos que no lo hayan conocido). Constituye entonces con precisión una genealogía de partida, un nivel arqueológico próximo o en contacto con nuestro 47

propio estrato de sedimentación y, también, con la situación misma en que están las cosas como están en la era que se autodefine, no con poco orgullo, como «digital». Tal vez el territorio donde acaece el advenimiento de la letra pueda ser, todavía, circunvalado, y se pueda trazar en torno a él una suerte de descripción aurática, aislándolo en cuanto ámbito o esfera de lo propio (cercano) que tuvo la virtud de favorecer esa peculiar toma de distancia del mundo la que llamamos escritura (lectura, también). Acerca del conjunto de prácticas afectivas e instrumentales llevadas a cabo en los dominios de lo que antiguamente se conocía como scriptorium —en lo cual, de facto, se supone ya una liturgia, la «liturgia de la escritura»—, realizaremos aquí lo que es una suerte de propedéutica. Y, ya en general, el aspecto que está cobrando nuestra reflexión es el de una aproximación tentativa a un asunto que ahora se nos aparece en calidad de un testimonio, de un vestigio no (o poco) explorado. Pues, en cierto modo, consideraremos que ha podido ser escamoteado, oscurecido, voluntariamente sometido a un proceso de silenciado. Y es que ha caído en el olvido, probablemente, aquella sabia enseñanza contenida en el Ecce Homo de Frederich Nietzsche, cuando el filósofo apunta hacia la constatación del hecho de que la más profunda de las filosofías reside en las elecciones vitales aparentemente insignificantes. Precisamente aquellas cuyos secretos buscamos ahora en el interior del gabinete de trabajo intelectual, en lo que fue su auténtica «edad de oro». Sí, creemos que, sin dudarlo: Hay que hacer postulación de una filosofía profunda [siempre] vinculada a las elecciones y posibilidades del cuerpo.

En cualquier caso, todo este «primer momento» que evocamos y convocamos se acoge bajo el doble amparo que representa una cita, una cita famosa, por un lado, y una imagen, por otro. La cuestión es el abordar, en efecto, el hecho productivo de una escritura y una lectura, a menudo confundidas en lo que es un mismo rasgo operacional; y, después de todo, necesariamente acaecidas ambas en un espacio altamente caracterizado, singular. Solo lo que circunscribe y atañe al campo de la ejecución de esas funciones lectoescritoras (pero son algo más que funciones; son, en realidad investiduras), nos interesará aquí ahora. Lo que emerge como relevante, en 48

todo caso, de ese constructo no es la propia naturaleza de lo textualdiscursivo, sino una vez más las circunstancias, las «materialidades» a través de las cuales se confirma, o, mejor, se realiza su existencia misma. Es, pues, en realidad de protocolos de lo que hablamos, y, más propia y funcionalmente dicho, de «reglas», las cuales determinan la producción del espacio activo consagrado a la función lecto-escritora. El acceso a lo sagrado de la Obra, y el momento, en todo singular, que acaece en la fabricación de la escritura, requieren el concurso de un ritual minucioso. Podríamos muy bien exagerarlo hasta venir a compararlo con aquel que se produce en el momento del acceso solemne de los sacerdotes a la Torá. Ritual que fundamentalmente atañe aquí, en el contorno de los escritorios modernos, a la figura del Scribens. Al escribiente, en cuanto «yo» envuelto en la práctica de la escritura, que es en todo distinto del Auctor (o «yo ideal» del escritor) y, también, del Scriptor (o «yo público», la imagen que del escritor difunde el espacio social). Aquel escribiente, modelándose a través de los ritos particulares de su oficio, demanda un instrumental que corta en secuencias precisas el teatro de operaciones textuales. Hay una para-grafía; como hay también una peri-grafía: galaxias estas que envuelven los misterios del escribir. Estrictamente, entonces, es necesario de todo punto hacerse cargo de las generalidades y tomas de posición que rodean esta práctica, que son condición de la misma, actuando como sus desencadenantes (déclencheurs), y sin las cuales, en el pasado, no pudo existir de ninguna forma. Se trata ahora de dirigir la atención por una vez ante lo que se sitúa como antesala o dispositivo-para-la-lecto-escritura; advirtiendo una vez más que tradicionalmente el sistema de lo literario guarda silencio sobre esta mediación material, y que incluso logra callar acerca de lo que son sus disposiciones previas, tanto de las físicas como de las propiamente anímicas. Pues es sabido que lo producido, lo representado habitualmente oculta lo que ha sido el proceso de su producción. Es en este sentido que podemos asegurar que la obra es la máscara de su propio proceso de creación. En efecto, a todos los efectos es como si de nuestro horizonte de actualidad se hubiera suprimido el saber acerca de las disposiciones de un ayer; como si ya no se tratará finalmente de objetos que ordenar en el campo de efectuación de la escritura y, junto a ello, también de superficies que elegir y, luego, de momentos, tiempos y decisiones 49

últimas, pero extremadamente vinculantes, a propósito de las luces, de la inmediatez y presencia o no de otros cuerpos… Es el conocimiento de lo ubicado en el propio territorio de maniobras, aquello que reclama ahora una atención que debe ser conducida al interior mismo del «teatro de la lecto-escritura». Volumen este de saber que queda tradicionalmente expulsado de la Obra, en una suerte de «afuera» de la misma; silenciado por lo que es el propio peso que la misma cobra en cuanto ya realizada, junto a la importancia que progresivamente ha conocido todo aquello que podemos situar bajo la denominación de «post-producción» de la obra. Pero, aun cuando el olvido de aquellas condiciones impere, lo cierto es que, en raras y contadas ocasiones, todavía brilla la disposición y se airean los efectos de la «radiación tipográfica», que aproximan la figura del practicante a la del sacerdote que oficia y propicia el advenimiento de lo divino en el seno mismo de su particular área sagrada. Tal y como lo expuso Thomas Mann en un lugar de su Muerte en Venecia: A los cuarenta, a los cincuenta años, como a una edad en que otros se disipan, fantasean y aplazan confiadamente la realización de sus grandes proyectos, él empezaba su día temprano, dándose duchas de agua fría en el pecho y la espalda; y tras encender dos largos cirios en los candelabros de plata que flanqueaban su manuscrito, ofrendaba al arte, en dos o tres horas de ferviente y meticulosa dedicación matinal, las fuerzas acumuladas durante el sueño (....)

Aquella localización —de la que podríamos dar una denominación alternativa a las reconocidas tradicionalmente, en cuanto que se presenta en la forma de un verdadero «antro de Narciso»—, era, por aquel entonces en el que escribía un Thomas Mann, en efecto, el espacio ideal de los desarrollos solipsistas (que resultaban protegidos por una suerte de «efecto invernadero» que allí operaba). Además de concurrir también en ella las metáforas del encierro y la clausura en que se envuelve toda dedicación. Soledades que delataban el culto a un «sí mismo», apuntando expresamente a una «felicidad habitacional» que allí había de producirse, en cuanto aquello alcanza a ser un «typographem vivum», un «taller tipográfico viviente». Suena antiguo, pero así debió ser. Por lo menos lo fue para Buffon, el autor de la Histoire naturelle, quien se sentía orgulloso de «haber permanecido cincuenta años en mi cuarto de estudio». 50

El scriptorium es y fue, en virtud de ello, una suerte de templo, en cuya estricta circunscripción sagrada se celebran los misterios de la creación, oficiados por un «sacerdote» encargado de operar la transubstanciación de lo imaginario en discurso de circulación social. Vinardell, un peculiar crítico hispano, lo expuso en estos ajustados términos a propósito de Ramón Gómez de la Serna, cuando interpretó rectamente en su obra Genios y figuras que: El estudio de Gómez de la Serna es un templo o capilla que él se ha levantado a sí mismo, y los objetos que se ofrece los va colgando en las paredes, para proporcionarse la misma pueril sensación que deben sentir los santos en el cercado misterioso de sus capillas oscuras.

Escritorio-capilla: verdaderamente eso parece serlo todo estudio, y bajo este peculiar matiz dominante habría de ser teorizado por vez primera en tiempos modernos, que podamos ahora recordar, por Marcel Proust (de nuevo en Sobre la lectura). Según la percepción de este escritor maniático, su habitación pasaba por ser para él una «iglesia» consagrada al dios de su memoria, a la historia personal en cuanto ya ocurrida, pero susceptible de ser precisamente allí, y solo allí, objeto de una convocación misteriosa, que la podría hacer surgir de nuevo de la ceniza a través de su puesta en expresión literaria. Tal secreta identidad del Obrador y Taller de la Obra, hace que aquel, aun en muy raras ocasiones, permanezca con una impronta fuerte aún mucho después de la muerte de su poseedor. Nos asombra y nos conmueven poderosamente las «muertes de Autor», y lo hacen con más fuerza cuando estas han ocurrido en sus propios sancta sanctorum de trabajo y dedicación a las escrituras. Sobre tal espacio suele caer un interdicto, que prohíbe ejercer ya sobre el mismo la más pequeña intervención. La despresurización de su atmósfera deviene una suerte de muerte definitiva del lugar. Entonces, cuando sucede como en la casa-estudio y gabinete de Texeira de Pascoaes en Amarante, la célula cristaliza, se vuelve eterna, permanece vitrificada en el mismo estado en que su constructor y habitante ideal la abandonó para siempre. Su aura en este caso alude con precisión a la presencia de lo que es ya, por tantos motivos, una entera lejanía y ausencia. El escritorio fundacional o ideal ha sido soñado en metáfora de útero; espacio para «soñar la vida» (eventualmente también para dotar de profundidad de sentido a la muerte), como dice François René 51

Figura 4. El universo del lecto-escritor.

Chateaubriand, cuando el memorialista especula sobre qué tipo de refugio podría encontrar lo suficientemente abrigado y perfecto para llevar a cabo la redacción de sus Mémoires d’outretombe. El gabinete alcanza a tener en este sentido una doble perspectiva en lo simbólico: acogedor por dentro; y, sin embargo, es también reflejo invertido y transposición física perfecta de todo lo que es (y debe permanecer) en la forma de distante, frío, no disponible y, en definitiva, no generoso frente a la mirada exterior invasiva. Verdadera academia de los secretos, Michel Montaigne lo define de una manera que no deja muchas dudas acerca del verdadero carácter que, al modo clásico, se sobreimprime en esta especial topología: Allí está mi residencia; allí intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil.

Estas primeras cláusulas nos deberían convencer de algo significativo respecto a tal especial topología de la que tratamos y a la que 52

concedemos el calificativo de «teatro»; algo que se inscribe en el lado de las elecciones personales que configuran un mundo. Y es que nos ha parecido que, al desear mediar, nosotros también, en un debate, como tantos hoy consagrado a la escritura y sus destinos en la sociedad mass-mediática, podría ser oportuno promover la sensación de que es imposible pretender un acceso directo a esto que llamamos vagamente, sin más especificación, la escritura (y que las reúne idealmente a todas). Escritura de la que queremos conservar por ahora un sentido «fuerte» (aurático, ¡todavía!) que, además, se desdobla en dos planos: gran escritura, por un lado; lectura como intensa somatización, por otro. Hay, ciertamente, un «protocolo» (al que, quizá atendiendo a las resonancias sagradas que de antiguo son su soporte, habría que denominar en este momento en la forma de un verdadero ritual; lo que es una liturgia). La «vida» de la escritura adopta una organización material (que al final desemboca en una vida metódica, en una vida medida). Algo en todo ello se revela como siempre por cumplir. Y hay, en todo caso, un camino; decisiones que tomar; ambientes que construir; modos del cuerpo que adoptar, y todo eso hay que ejecutarlo antes de que la escritura fluya o se determine a su modo de existencia: se trata de un trance preparatorio. La conminación escrituraria emerge, como si lo hiciera desde un depósito de sombras inconcretas, en el espacio de lo social, donde los focos y las visibilidades no faltan para lo producido, pero nada o muy poco se filtra acerca del proceso de su advenimiento. Las propias etapas y tiempos de «fermentación» son solo intuidos, como aquel momento en todo singular al que Gustave Flaubert caracterizaba como del «estar en salmuera». La Obra en cuanto tal está hecha (y entonces pierde su tensión a favor de los trabajos de gestión y post-producción de la misma), pero lo aurificado, en realidad, es, siempre, aquello que se sitúa en el momento todavía previo al escribir; lo que está en trance, «en tren» de escritura. El ego del escribiente (del scribens) es más importante a efectos de la producción que el ego del escritor (del scriptor, de aquel que ya ha escrito). La sacralización máxima y el investimiento simbólico mayor se produce en el momento de la preparación para escribir, y en el de la propia escritura (momento de realización de una auténtica vita activa) y no, como fácilmente se llega hoy a creer, con la propia sacralización de-lo-que-se-ha-escrito-ya, en la apertura de una fase que la modernidad crítica ha denominado «de la post-producción». 53

El opus agendum (la Obra por hacer) resulta infinitamente más investida que la gestión de la Obra (en cuanto hecha). Y, sin embargo, es precisamente el tránsito por el espacio social de esa misma obra la que se lleva hoy la fuerza activa que antes se dedicaba por completo a su escrituración, a su «estatuto operativo», por decirlo así. De ahí se deduce un efecto importante que crea una frontera entre las escrituras del Ayer y las del Hoy: aquellas que están del otro lado de esa brecha temporal se construyeron en medio de la demora; la detención fue entonces su sino. Las del presente, en cambio, se inscriben bajo el régimen de una aceleración temporal generalizada, que ha terminado por acortar extraordinariamente la duración de su gestación y que repercute en su propia extensión e intensidad verbal. Ello supone, en último extremo, un desplazamiento cierto entre los valores acumulativos de solo lo que se presenta como potencial, a favor ahora de todo lo actancial y finalmente realizado y cumplido en el mundo. Pragmatismo que ha conquistado finalmente la esfera de las artes a las que ha sometido a ritmos que bien podríamos calificar de «industriales». El taller de escritura tradicional debe ser leído como una tabula rasa (acaso, también, recordando a Leibniz, como una suerte de «Palacio de los Destinos» que alberga todo lo posible aún no realizado). En ella lo factible, lo que está por cumplir en la forma de texto se encuentra en estado de advenimiento, de emergencia. Morada de lo potencial, pues, cuya extrema concreción es la página blanca y nunca la página negra, la página en la que se ha tachado definitivamente y vuelto imposible la expresión de lo otro, que queda conmutado, dejado definitivamente atrás. Y es que el rasgo central del scriptorium lo sitúa por entero en el dominio de lo aspirativo, de lo retentivo, también, siendo este el registro más importante y decisivo que pone en juego la naturaleza humana. La melancolía de todo lecto-escritor —que a menudo nos asalta desde sus imagos y representaciones históricas— procede de la siempre amarga demora de la potencia; se hace largo camino el que siempre se anda hacia la Obra, en pos de una realización resolutoria y liberadora. La dilación, como figura, adensa la bruma que exhala el studiolo y, además, forma parte de su claro-oscuro constitutivo. Y es el caso particular del estudioso (que aquí hemos también anexionado a la figura del escritor que depende en exclusiva de su imaginación), que este solo puede esperar una mala noticia, poseído como está por aquello que Gustave 54

Flaubert llamaba «furia de concluir»: que la obra después de todo no se alcance a culminar; que pueda permanecer siempre irresuelta en estado de fragmento insatisfactorio. Entonces, la disolución del nudo libidinal que plantea tal dedicación solo se logra por la vía de su efectivo abandono; o, lo que es lo mismo: por la final salida del escritorio donde se ha gestado, dejando atrás la obra; hecha o no hecha. En la dinámica superior de estos nuevos tiempos, el futuro de la obra, su capacidad de rendir resultados, es lo que se lleva tras de sí todo el esfuerzo, dejando deshabitado el lugar del presente de la obra, el momento en que esta, no estando todavía, está siempre por hacer o haciéndose. Lo cierto es que una vez, realizada, coronada, la Obra pierde su relación intensa, matricial con el scriptorium, desvaneciéndose lo que fuera su relación privilegiada con él. En tránsito o posición de realizarse (en el momento en que el escribir, la orientación a la escritura, se dispone como el auténtico telos de una vida), entonces es la cápsula modular, el «laboratorio alquímico» en donde aquella se va produciendo, lo que cobra una relevancia mayúscula. Eso acaece en la «era de oro» del escritorio. Pero hay también que constatar que otro tipo de «sombras», de inquietaciones, se ciernen siempre sobre aquella singular topología, a la que hemos denominado —reuniendo en una sola todas sus infinitas variantes— el gabinete del Dr. Fausto. Pues tal espacio o dominio es el ámbito de grandes cargas de estrés, donde no cabrá más remedio que asumir tareas que someten el alma (y el cuerpo) a tensiones graves, las cuales dibujan una figura del escritor —en cuanto «hombre de acción anímica»—, efectivamente a menudo dispuesto a su trabajo «con los brazos arremangados y los cabellos sudorosos». Que de tal modo se describe a sí mismo, de nuevo, Gustave Flaubert, esta vez en carta a Alfred Le Poittevin, en 1845. En efecto se trata siempre de «escribir para mantener el brazo caliente», como dice Gabriel García Márquez; ejercicio de alto voltaje que compromete el organismo entero. Walter Benjamin, que visitó en 1928 el gabinete de trabajo de Goethe en el que descubrió el verdadero suelo arqueológico sobre el que se había levantado la obra del poeta, ante la visión de tal celda ascética consigna en su protocolo denominado «Weimar» lo siguiente: Aquí el viejo ofició con la preocupación, la culpabilidad, la desesperación, las noches monstruosas antes de que la aurora infernal del confort burgués entrara por la ventana.

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Las primitivas culturas, como se sabe, sacralizaron la escritura: la convirtieron en algo muy complejo y trascendental su acceso a ella. Leer, escribir significaba pertenecer a una elite envuelta en un halo de misterio cuasi sacerdotal. Los trazos hacían su aparición en el seno de lo social en cuanto investidos de una fuerza superior en los órdenes de lo civil y también de lo sacral; y, en correspondencia estricta con ese valor atribuido, el acceso a su instancia se encontraba por entonces siempre rígidamente regulado. La letra, en definitiva, ejerce o ejercía una suerte de magia terapéutica y ha construido siempre una tecnología de acentuado signo carismático. La inscripción mántica, el grimorio, los impresos mágicos o bendecidos atestiguan —en este caso de una manera física, material— la fuerza apotropaica que reside en el espacio letrado. Como aquellas letras que (dispuestas en un orden persuasivo y taumatúgico por fray Luis de Granada en su Guía de pecadores) eran capaces de convertir, cada una de ellas, al cristiano. Fuerzas y energías que, en todo caso, han terminado por ser desalojadas del campo de las escrituras, ahora, en verdad, un tanto «fantasmatizadas» en la era cíber. Pero, al cabo, sin duda, resta una huella mnémica de esto mismo en todos nosotros, un estigma del pasado, incluso aun cuando estemos situados en proceso avanzado de digitalización. Hasta el punto que podemos decir que no existe lecto-escritura posible sin una implícita presencia en calidad de vestigio de aquella (perdida) ritualización primitiva, por medio de la cual escribir era siempre instalarse en el contexto de lo Sagrado y de lo Político. A lo que, además, solo añadiremos que acaso no haya posibilidad de una escritura sin un Eros, y que, aun cuando la presencia de este resulte históricamente declinable, se da como implícita su existencia siempre que se lee o que se escribe, como al final habremos de ver. Para quien se proponga como el sujeto de una experiencia «aurificada» de las letras, tal y como hemos visto que suponía para Maquiavelo ingresar en su studiolum, el texto es (siempre y en cualquier situación) ascesis, elevación; supone establecer una quietud en medio del caos vital, y entrar en un rapto de atención en el seno de la distracción general que traen los días y el panorama de los acontecimientos del mundo. Se trata, en todo caso, del lugar donde se recibe una llamada hacia la Forma. La introducción en el dominio resonante de la lecto-escritura resulta ser, propiamente considerada, un «rito de paso». El autor, puesto frente a la tarea de su escribir, debe entrar en 56

Figura 5. Pluma y pene.

constelación con el espacio que le rodea en estado etéreo; cuadrar su orbe imaginario. Interior y exterior se pliegan sobre el momento y generan la posibilidad misma de una escritura, entendida como una praxis acometida en el seno de una esfera armónica. Como cuando Lope de Vega relaciona el alba, la apertura de las flores en su huerto ante el calor y la luz, y, por último (pero es lo primero), la pluma dispuesta ya en la madrugada a iniciar su recorrido seminal: Alivio de mis males, mísero huertecillo, que dormía libre de penas tales, sus flores acechando el alba al día para abrir de pimpollos tanta suma, y yo su luz para tomar la pluma.

El proceso marca lo que es un pasaje y un tránsito entre condiciones diversas; exige el franquear ciertos umbrales, los cuales tendieron a quedar pautados, en lo que es su fase histórica, por unas precisas fórmulas de acceso; por unas, de nuevo lo diríamos, liturgias (afectivas 57

las unas, de carácter instrumental las otras). Dichos «protocolos», al implicar decisivamente el cuerpo, tomándolo en cuanto instancia de referencia, se constituyen en realidad al modo de una suerte de campo ergonómico del hecho (lecto)escritor. En ese «campo» se reúnen distintos vectores de fuerzas con el objeto de construirlo, en cuanto el mismo es lugar de acogida en él de un fuerte investimiento de sentido. Las más extravagantes «ayudas» resultan aquí avocadas a converger y manifestarse. Así lo entiende Italo Calvino, en una de sus consideraciones metafictivas, cuando relata en Si una noche de invierno un viajero cuáles son las condiciones que «abren» para él la escena de la escritura y consiguen por fin levantar su teatral telón: En la pared de enfrente de mi mesa he colgado un póster que me han regalado. Está el perrito Snoopy sentado ante la máquina de escribir y en el bocadillo se lee la frase: «Era una noche oscura y tormentosa…». Cada vez que me siento aquí leo «Era una noche oscura y tormentosa…», y la impersonalidad de ese incipit parece marcar el tránsito de un mundo a otro, del tiempo y del espacio de aquí y ahora al tiempo y el espacio de la página escrita.

Una domótica peculiar se hace en una u otra medida cargo del proceso, como ley, por cuanto es a la funcionalización «espiritual» de aquel espacio convertido en una «máquina de imaginación» a lo que todo debe apuntar finalmente, ordenándose según su dictado. Hasta terminar por construir la imagen de una suerte de «oficina lírica» («do Este Galego», como denominó en su caso Álvaro Cunqueiro a su propio taller de escritura, situándolo en el vasto espacio de un «finis terrae»). 1909 es la fecha en que Marcel Proust, abandonando toda ambigüedad —y, sobre todo, interrumpiendo para siempre su vida mundana—, decide dedicarse «en absoluto» a la novela, obstinarse en ella. Lo cual supone, según nuestro argumento de ahora, sobre todo una primera intervención sobre el espacio material donde un diseño de vida tal pueda venir a conformarse de modo ideal. Entonces, aquel creador entregado a la concepción de una obra «en do mayor» encuentra o da con la figura del encierro en el estrecho límite de su apartamento —lo que podemos considerar una suerte de «absoluto de la intimidad»—, y eso como condición necesaria de una escritura que ha de devenir finalmente en infatigable al paso de los años. Lugar, pues, donde, por fuerza, debe el mundo tornarse Sueño, y el sueño, la fantasía, en Mundo, inevitablemente. En tal interior así dispuesto acaece 58

un tipo de conexión altamente singular: es de aquella misma especie de la que Gustave Flaubert le descubre a Louise Colet, en carta de 23 de agosto de 1853, y en la que se dice: Nuestra comunicación con la Naturaleza se realiza exclusivamente a través de la imaginación.

Un curioso grabado dieciochesco de G. J. Minguet nos presenta esta dicotomía entre el espacio real y las figuras del imaginario que lo pueblan de presencias. Fray Luis de León aparece encerrado en su estudio, dispuesto a escribrir su vasta exégesis sobre el Libro de Job. La pluma descansa por un momento de su trabajo, el silencio se percibe en este retiro claustrofóbico adornado con los volúmenes de consulta, puesto todo ello bajo la mirada del Cristo. Empero, en lo que es este ámbito y célula cerrada se ha introducido un fantasma, un espectro que viene del exterior, habitante de otro mundo: es la imago (de reducido tamaño) de Job redivivo, la cual cobra presencia ante el «ojo interior» del agustino mientras parece reclamar de él que cuente su antigua historia, que desgrane los múltiples sentidos de lo que llegó a ser su ejemplar vida.

Figura 6. La imago dentro de la imagen.

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Es, sin duda, condición para la producción de tan sutil trabajo del espíritu que la protección y aislamiento de tal espacio deban quedar garantizados, y esto para que en él se pueda operar el contacto, inmaterial, con lo que se encuentra propiamente en otra dimensión, en el dominio exclusivo del psiquismo y de lo que son los movimientos de la imaginación. Lo cual nos ha de recordar en este preciso punto la vinculación —a la que aquí haremos solo una referencia dispersa y distraída—, entre el escritorio, la soledad y, un paso más allá, el afecto mismo de una desatada misantropía, que pensamos que en él domina. Pulsión esta última, que atraviesa de parte a parte la estructura del gabinete así como los protocolos a ejecutar en él, y de la que da cuenta este otro pasaje de Marcel Proust, quien tuvo a la fuerza que convertirse en un verdadero enemigo de la comunicación social para poder mejor venir a representarla: Ciertamente, tenía la intención de volver, desde el día siguiente, a vivir en soledad. No toleraría visita alguna en los momentos álgidos del trabajo, pues el deber de realizar mi obra tenía primacía sobre el de la amabilidad, e incluso en el de la bondad.

De ello, del tipo de estructura susceptible de acoger tal determinación aisladora —en forma de auténtica «pre-condición de la Obra»—, deriva la necesidad de la construcción del locus letrado en medio de prevenciones de carácter muy especial. En primer lugar de aquellas que actúan como una suerte de aprioris de todo trabajo letrado, que deberá entonces tener en cuenta el tiempo y la luz como sus determinaciones primeras; son, en efecto, estas las más importantes de sus condiciones. Es de aquello de lo que habremos de ocuparnos en lo que sigue. Tiempo y luz: «¡Que se levante nuestro corazón de noche!» (Bernardino de Laredo) Es hora de dirigirse hacia la cita que quedó más arriba prometida. Se trata de aquella observación bajo la que estas palabras, orientadas a reconstruir el ámbito donde en el pasado se hizo posible la lecto-escritura, desean colocarse y que, en este caso, lo es del título de un libro que nos parece singular. Y quizá hasta sea una fuente vital para lo que aquí vamos a abordar, dada la rareza de este género de discurso con60

fesional que tiene como epicentro el relato de la disposición o disposiciones a la escritura. Libro aquel, pues, del que la cita se extrae que, en un gesto raro, o por lo menos no habitual, revela ciertas intimidades que afectan al «gabinete de la lecto-escritura», al «taller», siempre oculto, escondido, de Fausto; dicho sea esto último en clave mitopoética. Se trata del libro de Jacques Derrida, No escribo sin luz artificial. ¡Extraña declaración de intenciones! Sobre todo cuando es llevada además al exergo de un tratado, cuyo sentido más adelante revisaremos. Pero ha de notarse, en primer lugar, que la elección de reflexión efectuada por Jacques Derrida recae primordialmente como decisión mayor sobre la luz, directamente considerada como un potente núcleo y destinador para los trabajos del letrado. Acaso este último haya sido históricamente consciente de que «entre los muros gravita todo el peso de las sombras» (Paul Eluard). La dialéctica sombras y claros preside, en efecto, los trabajos del espíritu dignos de este nombre. En todo caso, luz, de la que, en definitiva, se haría depender la propia producción de presencia del filósofo y escritor (que incluso no existe —no escribo sin luz…, Derrida—, pareciendo que no podría alcanzar inscripción si esta no se realiza bajo prefijadas condiciones). Tal determinación ambiental, dirigida a lo que deba rodear o no el hecho mismo de la escritura, pertenece al mundo de los afectos y, al tiempo, es también un protocolo inscrito en lo que es la misma órbita de un registro material. En el dintorno, o ámbito profundo y verdadera matriz donde se produce la escritura y la lectura, la determinación lumínica se nos aparece como un hecho de naturaleza vertebral, como un fundamento. Y ello por cuanto siempre es preciso decidir sobre la luz, y el regularla es parte también del hecho de escribir o de leer, suponiendo una suerte de pre-condición que determinará la propia existencia en ella, bajo ella, de aquellas otras actividades superiores. En todo caso, lo seguro es que habrá de regir su duración, estableciendo la calidad y régimen de su mismo particular tempo. La claridad del alba o, más frecuentemente, la oscuridad completa de la noche cerrada enmarcan las escrituras. Y podríamos decir que hasta acaban por definir su sentido mismo, acaso también su género, desde luego. Resultan ser decisivas, sea cual sea el punto de vista bajo el que se les quiera considerar, para lo que es el logro de un tono singular. Sin duda sucede que el régimen de luz gobierna todo el trayecto y la misma deriva propia: aquella que siempre emprende quien escribe: 61

el letranauta. Es la luz, en cuanto esta se presenta como mediadora del esfuerzo y orientadora de él, aquello que evoca John Ruskin, en Sésamo y lirios, contrafactando en este punto a Juan el Evangelista (12.35), y esto al darse un mandato que tanto podemos tomar en su sentido literal como en el metafórico. Entonces, sí: Trabaja mientras tengas todavía luz.

Es esta de la luz, quizá, la primera determinación que deba tomar bajo su cargo y decisión quien desee el contacto germinador y productivo con la galaxia tipográfica, pues el particular trabajo que quienes escriben deben acometer les lleva siempre a actuar bajo su mejor luz. Y ya vemos como el que hoy, en nuestro tiempo, nos parece el más complejo de todos los empeños del intelecto, el llevado adelante por Jacques Derrida, el filósofo de más reflexionada arquitectura textual, induce acertadamente que para operar en este modo exigente es preciso huir de lo natural para lograr aproximarse a un máximo de artificialidad reconcentrada. Ello según expresamente declara, de nuevo, en su No escribo sin luz artificial. La luz por la que aquí se aboga en las instancias «savantes», es la luz que suministran las bombillas, los flexos de estudio, las lámparas y, antes, en el viejo buen tiempo, aquella era la que producían las velas (que tanta escritura han visto pasar bajo sus cabos). Pues el oficio de letras ha sido cosa siempre de velar cabe las velas; quedando, por cierto, el que a ellas se confía, no pocas veces desvelado. «Qué es noche y la conveniencia que tiene con el estudio», se apresta a declarar en un capítulo de sus Noches claras, Manuel de Faria e Sousa, una obra de 1624. Así —en una representación que se ha convertido en ideal y tópica de los otros tiempos—, los estudiantes/estudiosos suelen ser de una manera ideal representados adormecidos, mientras el pábilo de la vela prendida de su estudio aún humea. Vanitas librorum, ciertamente, concluiremos nosotros, al entender que tal desazonante alusión gravita en el aire, en el ambiente mismo de que está compuesto todo estudio, situado bajo la amenaza del sueño: En sus estudios —nos recuerda Walter Benjamin en su acercamiento a Franz Kafka— los estudiantes velan, y acaso la máxima virtud del estudio consiste en tenerlos despiertos. El ayunador ayuna; el guardián calla y los estudiantes velan.

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Figura 7. El fuego prometeico del escritorio.

No pocas veces, los barrocos gustarán de confrontar, como veremos, los dos tiempos en confluencia, a cuyo régimen sincopado se somete siempre el hecho lecto-escritor. En efecto, un tempus maior, un tiempo cosmológico y abstracto se desliza y llega a recubrir otra temporalidad, esta última de muy distinto signo, en cuanto resulta ser abstraída, íntima o interior, y que es en la que, a su vez, y bajo su propio ritmo, transcurre la escritura, la lectura también. A ambas, que se encuentran en tensión, el hombre de letras las hace entrar en una constelación armónica y serena bajo cuyo signo las obras habrían de fructificar. Los días del que escribe o lee son, se caracterizan, como definiera Miguel de Cervantes, por lo «oscuro» en que suelen transcurrir para ellos las horas de sol y, en cambio, también por lo artificiosamente iluminadas que resultan las noches que se ocupan en tales clases de ejercicios. En efecto, se recordará aquí el apotegma cervantino enderezado al superhéroe de la lectura, encerrado en el estricto campo de su laboratorio de «fantasta», y ello en razón de que a este Don Quijote, verdaderamente, se le pasaban: 63

Las noches, de claro en claro, los días de turbio en turbio.

El mundo nocturnal resulta disponerse así como el territorio para explorar lo único que en él sobrevive y está despierto: el yo, la interioridad anímica (y, con ella, sus fantasmas). En estos términos Walter Benjamin lo describe, en el retrato que traza de Marcel Proust, cuando anota como relevante de aquella que fue una vida apasionadamente fundida en escritura el hecho de que: Al fin de su vida, Proust había mudado el día en noche: en una habitación oscura, con luz artificial, sin ser molestado, podía consagrar todas sus horas a su trabajo y no dejar escapar ninguno de esos arabescos entrelazados.

Ciertamente, hará falta la oscuridad circundante para que en medio de ella cobre relevancia la escritura. Y esto forzosamente ha de venir determinado por cuanto escribir es siempre un progresar a través de sombras y una forma superior y trabajo de esclarecimiento de la opacidad en que se encuentra como hundida la vida íntima, hasta el mismo momento en que está llamada a aflorar en el espacio que llamamos «escritura». Sí, esa es la noche que Walter Benjamin celebra como una inmensidad protectiva de los trabajos «de celda» llevados a cabo por Goethe: Aquí, el anciano fue celebrando con preocupación, con culpa y con penuria sus dilatadas y prodigiosas noches.

Acaso resulta que la inclinación al trabajo nocturno del espíritu, la lecto-escritura funámbula podría tomar su más lejana arqueología en aquellos primitivos caldeos que estudiaban en el libro abierto de las estrellas. De esta manera sucede que, en el punto y en la hora en que el sujeto común descansa de cualquier tarea, desistiendo de hacer penetrar en este espacio de suma opacidad la luz de la visión y de la revelación de cierto sentido del mundo, el escritor, por contra, dispone su reino y ejecuta su tarea. Si bien esta se contempla en cuanto trabajo desmedido, producto de un empeño a todas luces de estirpe prometeica. Quien lo hace se diría que estuviera en todo momento guiado por ese motto que utilizó Lope de Vega como emblema editorial de sus escritos: Post Tinieblas Spero Lucem.

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Después de las tinieblas, o en medio de ellas, confiamos en encontrar la luz, dicen los letrados. Y, en efecto, es la luz (esta luz que combate las tinieblas) la que penetra siempre en el espíritu para encender en él, pese a todo, la posibilidad de un sentido, de una razón que prestarle al hecho de existir; haciendo en virtud de ello que el mundo alcance un atisbo de explicación y significación, y no se hunda del todo en medio del ruido y de la furia que lo domina cuando se vuelve ilegible, inescribible o inenarrable. Lo advierte Fausto: Cuando en nuestra angosta celda de nuevo arde risueña la lámpara, entonces luce la claridad en nuestro pecho, en el corazón, que se conoce a sí mismo.

Se trata pues del ejercicio de inversión del día en noche y de la llegada de esa misma noche como el tiempo febril de la lecto-escritura. Tal fue la práctica extendida en aquel «antiguo régimen» de las letras que aquí, en el primer momento del análisis de una secuencia vuelta definitivamente arcaica, evocamos. Pues, efectivamente, el búho de Minerva solo despliega sus alas al anochecer. Se trata de la noche «sesuda» («A noite estava para estar sezuda»), en cuyo interior se emboza el polígrafo barroco Don Francisco de Melo. Pero aún más allá de ello, también el asunto incumbe al «humor» específico de quienes entran en una relación fuerte con el espacio tipográfico. Tal dirección de vida modela, en efecto, un carácter que ha devenido clásico: es el del «taciturno». Son los taciturnos aquellos que en el progreso del día hacia su declinar, se van recogiendo y replegándose en sí mismos, con el objeto de liberar sus energías por completo solo a través del medium que les ofrece lo nocturnal. Pues es la noche aquel exclusivo momento capaz de generar el estado exultante y único donde el «yo» todo lo ocupa (ocupado en lo que constituye su autognosis, propia exploración y desarrollo de sus potencialidades imaginarias). Si consideramos como cierto fin de la escritura la desintegración de un mundo y del correspondiente espacio que lo soporta, con el objeto de que pueda cobrar relevancia una representación imaginaria más potente y profunda de él, se pone en evidencia la necesidad de que a esta pretensión desmedida —que será siempre producir o interpretar signos textuales para una esfera abstracto-mental— le acompañe lo nocturnal silente, el vasto espacio de la noche donde se hacen visibles las constelaciones imaginarias. Pues tales operaciones propias no pueden ser orquestadas sino en el centro de foco de una 65

luz interior —de un oculus mentis— que, finalmente, se encuentra también rodeada de tinieblas exteriores. La afirmación de Umberto Eco es precisa en este punto: Un texto oscurece la inmensa porción de mundo que no interesa.

En una versión de lo que Francisco Goya interpretó como «sueño de la razón», la noche del lecto-escritor se ve compelida a deconstruir principios de racionalización y lógicas económicas del esfuerzo vigil fuertemente establecidas, liberando el deseo, y eso aun cuando con él aparezca convocado puntualmente también el temor. Y con ello, como hemos advertido, los fantasmas (cuyo producto es la escritura). Tal y como vimos que hiciera Maquiavelo con su ropa de diario, el espíritu debe des-vestirse del diurno trabajo de la costumbre; desprenderse del panorama tiránico de los hábitos impensados que ante él se despliega, y debe también dejar atrás el afán de lo conformado, la pereza renuente a la lectura de los signos del mundo, el vivir no auto-representado constantemente ante sí mismo. En suma, debe abandonar el servicio a «lo otro» y entregarse de una vez a sí mismo en pesados ejercicios de una índole especial que lo aproxima al ejercicio espiritual. Ahora, a aquellas determinaciones dictadas por el olvido de sí, será necesario significar cómo se le oponen toda otra suerte de contravalores, y cómo de esa auténtica psicomaquia emerge una voluntad investida de una fuerza aspirativa y de carácter cuasi demiúrgico, la cual apunta a un decir del mundo lo que no ha sido dicho de él, lo que siempre está por decir de él. A esto llamamos escritura; también lectura en su sentido fuerte. Propiamente, una dynamos de revelación de secretos y signos mudos es la que debe desatarse en un espacio controlado, en el territorio, concreto y vasto al mismo tiempo, preparado como »oficina de la escritura». Walter Benjamin, esta vez en su texto sobre Kafka, ha podido definir con precisión la tensión que anima por dentro la vida de la lecto-escritura: Del país del olvido, sopla una tempestad. Estudiar es cabalgar contra esa tempestad.

De este modo, y dentro de esta «escena», un objeto (altamente investido en lo simbólico) como la vela podía cumplir esa función metonímica de designar el elan vital del cuerpo letrado en la iconografía 66

de toda la Edad Moderna. Pues en ella se sustantiva, en imagen que deviene expresiva, el sentido finalista que reviste a la operación misma y, en general, a toda tarea de lectura y de escritura atenta, en cuanto ambas son consumidoras de la preciosa energía vital. Y ello en razón de que, como dice el emblemista barroco, el jesuita Andrés Mendo, haciendo el juego metafórico entre vela-vida y escritura: Arde la vela y alumbra, y al paso que da su luz a los otros, se va consumiendo, y deshaciendo. Es para los demás resplandor su llama, que los ilustra; es para sí misma fuego que la abrasa.

De cualquier forma: siempre la luz artificial. Presencia insoslayable de la misma como condición «moderna» del oficio, que se desarrolla en el interior del cabinet de travail. He ahí el emblema de lo que siempre acompaña a la escritura en su fase expansiva. Se trata del tipo de luz bajo el cual se escribe (o se suele leer) la filosofía; y también, en su

Figura 8. La vela desvelada.

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cerco, lo cierto es que se acostumbra a situar para su inspección demorada, aquel otro tipo de escritura que resulta ser altamente sensible y reconcentrada en sí misma: la joya de arte verbal. Esta última, como es sabido, necesita precisión de «orfebre», de «relojero», que huye de la luz natural para situarse siempre bajo un foco, un halo lumínico, que es también un aura. Esto último incluso tomado en el sentido «espiritista» del término, en cuanto «halo» emanado por la disposición de un cuerpo en una escena altamente tensada por la producción del espíritu. Rapto, pues, de las horas bajo tal imperativo desmaterializador. Algo que Peter Handke ha puesto en evidencia en su La tarde de un escritor: El escritor se levantó de su escritorio con la sensación de que ahora ya podía anochecer. No sabía qué hora era. Las campanas de la capilla del asilo de ancianos al pie del pequeño promontorio, que al mediodía y como de costumbre se ponían a repiquetear súbitamente como si alguien hubiera muerto, acababan de sonar en su imaginación, y sin embargo tenían que haber pasado horas, porque la luz de su habitación se había convertido en luz vespertina. De la alfombra que había en el suelo se desprendía un brillo tenue que él interpretó como que en el trabajo había encontrado su propia medida del tiempo. Alzó ambos brazos y se inclinó sobre la hoja de papel que se hallaba enrollada en la máquina de escribir. Al hacerlo, se instó como tantas otras veces a no enfrascarse en su trabajo la próxima vez, sino, al contrario, a servirse de él para aguzar sus sentidos.

  De esa misma naturaleza lumínica —que evocamos en lo que constituyen sus «resonancias»—, parece que se proveyó William Faulkner en su novela Mientras agonizo. Obra que fue alumbrada, según es fama, a la luz de un candil de minero. Lámpara inspiradora, ciertamente, aquella, y que, en todo caso, no deja de actuar como una buena metáfora para lo que al cabo son los trabajos de inmersión en el yo. De los cuales es posible, después de extraer mucho «carbón», dar con la veta del metal valioso del texto satisfactorio. En efecto, las lámparas de mesa de trabajos de escritura parecen haber sido hechas para descubridores de otros mundos; son instrumentos perfectos para la cohorte de exploradores de los dominios de lo imaginario. Luz en busca de más luz. Leer (escribir), en buena medida, ha sido siempre ponerse bajo aquellas luces concentradas y directas, y eso en mucha mayor propor68

ción que colocarse también bajo las difusas; es decir: de aquellas que, aun cuando artificiales, ahora no tienen foco concreto y respecto a las que observaríamos (con alguna preocupación) que han terminado por imponerse en la actualidad en los ámbitos de trabajo letrado, contribuyendo a una decisiva des-definición de lo que era la antigua clausura. Esas luces derramadas de lo alto causan un eficaz desdibujamiento del preciso contorno de lo que antes era una geografía íntima y «presencial», que cada vez más se nos revela como mítica (es decir: como dimensión perdida). Aquellas primeras luces de halo, tienen en ocasiones un efecto subsidiario, que acaso podría pasar inadvertido, pero que nosotros aquí destacamos: el de agigantar el universo en sombras que rodea a quién escribe, a quien también lee; alguien que, lo sepa o no, ha terminado por crear una esfera cerrada en torno a la cual giran en sus órbitas inconmensurables las constelaciones e, incluso, podría ase-

Figura 9. El estudio como panóptico.

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gurarse que el universo todo. Ramón Gómez de la Serna, escritor a todas luces, nos provee de una explicación ingeniosa —en sus largas meditaciones sobre la propedéutica de lo que sea y alcance a movilizar un escribir—, ello acerca del sentido que cobra el hecho mismo, la decisión tomada de ponerse bajo una determinada fuente lumínica. Ya fuera esta en su propio caso la de un farol (como el que utilizó largos años en el «torreón» de la calle Villanueva en Madrid —un farol bajo el que escribir su literatura «de arrabal y de rastro», sus textos acanallados—), o bien sea un globo terráqueo convertido en lámpara, cabe la cual, como escribía aquel pluriescritor, verdadero patrón de unas letras españolas: Se puede decir que cuento por míos todos los horizontes.

Ello insinúa la constitución de un preciso desdoblamiento topológico que allí halla su cumplimiento, y esto en razón de que en el obrador del letrado se perfilan los contornos de dos mundos que invierten sus señas de identidad. El segundo de ellos, el referencial (y hasta cierto punto verdadero), queda enmarcado por la espesa sombra y por la inconcreción y espectralidad en que se envuelve su existencia misma fuera de las cuatro paredes, producto de una evocación (y de una invocación también). Mientras, el primero, como si fuera un escenario —y lo es de la representación o para la representación—, se coloca definitivamente bajo foco. Es el habitat, el retiro, el escritorio el que asume la posición de un panóptico, desde donde se realiza la exploración del continente del no-ahora. Lo que, por cierto, fue convenientemente apuntado por Marcel Proust, en un pasaje de El tiempo recobrado, al recordar como su escritura no habría sido hija de la plena luz, sino más bien producto de la oscuridad y del silencio (que el autor supo crearse en derredor de su foco). En definitiva, es la conquista de un cierto horizonte extra-litteram la que se constituye en objeto de la textualidad. Esta última es en verdad generada por aquello que se extiende más allá de los débiles círculos con que la luz artificial trata de combatir las sombras. Aunque de modo inevitable, acabe derrotada finalmente por ellas. En virtud de ello, Balzac podía enunciar su jaculatoria de lecto-escritor que debe: Pedir palabras al silencio; ideas a la noche.

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Noches áticas; noches inspiradoras, ciertamente las que se entregan a la construcción de una interpretación textual. De su seno surge la escritura que, en el caso de Aulio Gelio, le debe a esa «noche» toda su inspiración, según declara, puesto que ella misma ha surgido: «a partir del lugar y el tiempo de nuestras veladas invernales». Es algo que así, en efecto, sucede, de una manera que ha quedado como paradigmática y modélica, con el narrador del Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell. Este situaba precisamente todas las noches su lámpara de parafina en una pequeña glorieta con laureles rosa en un promontorio frente a la vieja ciudad egipcia, y escribía entonces sobre la desgastada mesa manchada por el salitre en una especie de laboratorio o gabinete natural, hacia el cual debe orientarse, confluyendo allí, el mundo imaginal, el mundo en cuanto soñado. El escritor, estratégicamente colocado bajo la pequeña luz y por consiguiente cabe la gran oscuridad que destila el cosmos, se convierte en una suerte de luciérnaga (lucciola, la denomina el Dante). Actúa, como el resto de escritores, en cuanto portador de una llama; es el agente de una singular «iluminación», que emite una especie de destellos y fosforescencias para hacer un ápice más inteligible y sensible el mundo (o, en realidad, el caos) que nos rodea. Encontrar la luz, «investirse» de luz, pensando que con ella vendrá también la iluminación. Entender entonces la leyenda que arrastró la lámpara de plata del estoico Epícteto, comprada por un admirador del filósofo que supuso que bajo ella adquiriría la misma sabiduría de su antiguo poseedor. Las letras, en efecto, inmemorialmente aparecen unidas a aquello que evocamos en la forma de haces de luz, en particular cuando estos se ven convenientemente tamizados, dirigidos. Puestas bajo el foco, las letras ilustran, abren el camino de un sentido. Tal viene ocurriendo desde que las representaciones renacentistas de San Jerónimo o de otros Padres Estudiosos en sus estrechos gabinetes nos lo dan a ver con morosidad, con infinito detalle (muestra cabal de su más que presumible trascendencia). Hasta desde allí llegar a aquella otra lámpara de tulipa verde, que es fama utilizaba Marcel Proust y, con él, una buen parte de la pluralidad de lecto-escritores de los siglos  xix y  xx. Esta conformación atraviesa de igual modo un escenario célebre, haciendo causa significativa de la presencia de esa sucia claridad filtrada por la ventana cubierta de polvo del triste gabinetto de Fausto. Proto-escritor de quien acaso se recordará que decía esto sobre la naturaleza del ámbito fono-lumínico donde operaba su saber, 71

y donde también se daba campo libre a una exclusiva, devoradora, vocación lecto-escritora: Aun yazgo, en esta cárcel tenebrosa, rincón inmundo, madriguera indigna, en donde hasta la pura luz del cielo la pintada vidriera nubla y filtra.

Aquel texto «hipersacro» de las tradiciones escritas (el Fausto), pone una necesaria nota melancólica en lo que supone penetrar de verdad en el espacio donde se celebra la rara alquimia entre pensamiento y disposición a la escritura. Y es que algo en este dominio habla de la estructura efímera que envuelve, por paradoja, el lugar mismo en el que se trata de consignar y estabilizar, confiriéndole una suerte de inmortalidad, lo que es el propio pasaje temporal. Reducido ámbito; recortada extensión física donde, con una economía estricta de medios, deberán sintetizarse y encontrar su representación simbólica, y según los principios del ars, eones de tiempo, distancias infinitas, sucesos taumatúrgicos que han de cobrar una desmesurada escala. Algo aquí une, pues, inevitablemente la luz con el tiempo; ambos consumiéndose y filtrándose por entre el cuerpo en silencio del estudioso, del lecto-escritor; entretanto raptado, enajenado por la concentración que le demanda su tarea. Tanto que, a menudo, lo que nota exclusivamente del mundo en derredor es el cambio que se opera en ese mismo clima lumínico. En todo caso, ambos a priori de la escritura (bajo qué tiempo; en qué preciso entorno de luz aquella debe encontrar su mejor realización —recordemos de nuevo a Derrida: «Nunca escribo…»—) están unidos en un objeto emblemático, el cual reposaba siempre en la mesa del llamado rey papelero; rey lecto-escritor por excelencia y melancólico de primera hora que fue Felipe II. Su lámpara de vela era a la vez un reloj. Dispositivo tempóreo-lumínico bajo el que se sitúa el tiempo todo de la escritura, y que entretanto se ha convertido en un clásico, en un universal representacional. Aquella misma vinculación extrema entre el tiempo y la gradación de la luz que genera la atmósfera del studiolo, la podemos comprobar en otros retratos, en otras etopeyas de los héroes clásicos de la reflexión. Como sucede en el famoso retrato que David hizo de un desvelado Napoleón en su despacho, a alta hora 72

de la madrugada, con las velas consumidas y con el reloj, también, de ya agotada cuerda. Y es que el efecto todo del escritorio sobre la sensibilidad prevenida reside en que realiza un reparto de espacio y tiempo mediados por la luz, operando gravemente sobre estas dos categorías para ponerlas a ambas en una singular constelación ordenada. Tiempo y «tempo» La luz es metáfora del tiempo, y el tiempo usa de la luz para expresar que existe, que tiene efectuación y cumplimiento de transcurso; y ambas cosas constituyen una suerte de líquido amiótico, aqua micans, en la que, al cabo, se sumerge (y, en realidad, se hunde: cámara lumínico-tempórea), lo sepa o no, quien escribe, quien lee. De este ámbito, de esta atmósfera, daba cuenta el texto extraordinario de Marcel Proust sobre el leer, como sucede en tantas otras veces y ocasiones que el escritor utilizó para modelizar su experiencia intelectual, poética: No hay quizás días de nuestra infancia que hayamos vivido tan plenamente como los que hemos creído pasar sin vivirlos, aquellos que hemos pasado con un libro preferido.

El lecto-escritor está y, simultáneamente, no se encuentra en la escena donde su cuerpo se pone en contacto con esta peculiar dimensión de su actuar. Marcel Proust afirmará que lo más importante en el desarrollo diegético, en lo que es el hecho del propio transcurrir de estas prácticas, se encuentra precisamente en el alrededor, el cual se constituye enteramente como una atmósfera o cámara simbiótica que rodea al escritor-lector aislado. Ese mundo al que no mira, y en el que, propiamente, lleva una no-existencia el raptado por las letras, es, por paradoja, el que al cabo le conforma y le deja la huella más duradera. Volver a una lectura, reconstruir la emoción en la escritura será, en efecto, partir en pos del tiempo perdido. Verdadero «tiempo del mundo» que vino a rodearla un día, y que para siempre queda ya inalcanzable, puesto que su efectuación en otra dimensión y en otra geografía. Pero ya sobre ese mismo tiempo —o «tempo»—, debe afirmarse que la escritura y la lectura están relacionadas con una especial manera 73

o estrategia temporal retentiva, demoradora, espaciada, de lo que de suyo es una «gestión» especial de la hora, que en cierto modo tiene como objeto el de lograr su desdoblamiento infinito, su implementación sin tasa y propiamente «sin tiempo». Y así es, pues la esfera del escribir resulta ser inactual con respecto aquel mismo tiempo del Mundo, al cual comprime fabulosamente con su actividad, mientras ella misma, por el contrario, se dilata. Un fragmento contenido en El Hacedor borgiano da cuenta suficiente de ello: Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito secreto de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente.

Es, acaso, en ciertos espacios plásticos donde esta evidencia acontece, toma cuerpo, colocando decididamente bajo análisis la cuestión sustancial del timing de la lecto-escritura. Las imágenes clásicas de los studiolos ofrecen, antes que nada, una lección acerca del aprovechamiento total del tiempo, de lo que resulta ser una completa conversión del sentido del tiempo en el interior de la práctica. La cual, en realidad, parece absorber y construir la esfera que encierra y determina la propia corporalidad del hombre raptado por las letras (acaso, también, ese mismo flujo, aunque más raramente, atraviesa históricamente el cuerpo femenino, dado que María parece que leía abstraída en el momento en que el Ángel advino a ella). Las clásicas entre las clásicas escenas de lecto-escritura, como por ejemplo la del «Philosophe lisant», que pinta Jean Baptiste Chardin (y que ha comentado George Steiner en Pasión intacta), incluyen un reloj de arena, mostrando la realidad de que si bien la vida del lector se marca por horas (vita brevis), la del libro lo hace por milenios (vita longa). De lo que se trata es de coagular el tiempo rápido en que se mueve el constructo social de toda época (y en particular el régimen de producción moderna —ese mismo que deshace en el aire «todo lo sólido», como en su día sentenciara Marx—), y de forzar entonces también la aparición de un tiempo supernumerario rescatado para la práctica. Un tiempo que se encuentra escandido en los pliegues del propio tiempo, dispuesto solo para el que sabe encontrarle. El enfoque es el de un uso que solo se pone a disposición de aquel que posee la técnica precisa para hacerlo suyo; aquel que sabe, en palabras de Miguel de Unamuno, dar forma a unas «horas cúbicas» hechas suyas, 74

construidas a la medida de su propio espíritu. La dedicación a las litteras son, así, el perfecto medio para conseguir un nuevo engendramiento del sujeto por sí mismo y en sí mismo. Este ideal que podemos calificar como solipsista, en realidad cristaliza en la adopción de una arquitectura precisa, al tiempo que se puede situar lo que resulta ser su más lejana genealogía datable en la carta —«Carta decimoséptima»— que Plinio el Joven remite a un destinatario ficticio, Cayo Asinio Galo, dándole cuenta de los pormenores arquitectónicos de su villa laurentina, en las cercanías de Ostia. Ciertamente, se ha hecho célebre la descripción de tal afamado «pabellón» (de estudio, de escritura): En este lugar no se oyen ni las voces de los esclavos ni el rugido del mar ni las tormentas, ni se aprecia el resplandor de los relámpagos y ni tan siquiera la luz del día… La profundidad de este retiro y este aislamiento se explica por la existencia de un corredor entre el muro de la estancia y el del jardín, de forma que los ruidos mueren en el vacío entre paredes.

Rozamos con ello la idea misma de la existencia de un tiempo «otro», el cual, depositado en el interior del estudio, habría de ser construido solo con «estrofas de trabajo» y en medio de la singular producción de una suerte de «ritmo» interior. Solo gracias a este último se abre la senda de la abstracción máxima y de la necesaria suspensión en el fantasma. Tal trabajo debe encontrar, en efecto, lo que es su particular «música» (su «tempo»), sin lo cual no hay perduración en el esfuerzo. En todo caso, tiempo particular el de la lecto-escritura, al que Kafka, atendiendo al esfuerzo físico que esto le demandaba, denominaba como: «vida de maniobra». Los escritores han medido tradicionalmente su esfuerzo en cuartillas cumplidas, en hojas, en fichas, en páginas releídas y corregidas, y estas a su vez podrían ser transformadas en días, horas, en semanas enteras de trabajo sepultadas en los muros de una cella de trabajo. Ello suscita la existencia de una medida tempórea que debe atender a escandir y controlar la velocidad gráfica, el ritmo con que se modula el «flujo de escritura»: pesado y lento para las obras del pensamiento; mientras que leve y corredor para la novela; como también resulta ser también profundo para la poesía. Pero ante lo que es la constancia misma de la desmesura energética a que obliga ese tiempo de entrega, se trata quizá de imponer la fórmula de una suerte de «serenidad» 75

(otra especie de la nobilitas letrada, de que quedaban investidos y coronados los humanistas como Nicolás Maquiavelo, y de la que llegará a hacerse eco lejano Martin Heidegger): aquella que pueda lidiar con tales gastos y asumir el derroche vital y la pérdida que en ello, también, se genera. Como confiesa Gil de Biedma a Ana María Moix: [Antes de escribir] Me levanto despacio, me aseo despacio, desayuno despacio, miro por la ventana, observo la fábrica de contadores… todo muy despacio.

La «morada melancólica» impone el que en el retiro sean forzosamente conjugados los vocabularios que tienen que ver con la (universalmente perdida condición de la) calma, y asimismo de la virtud que la consume en abundancia: la paciencia. El propio maestro de la generación de entornos adaptados, Le Corbusier, las vinculó a ambas —calma, paciencia…— insuflando secretamente la vida oculta de «taller» que persiguió lograr en su proto-cabaña, y que alcanzó a reflejar en su obra teórica L’Atelier de la recherche patiente. «Otium», «seguritas», «tranquilitas»… viejas virtudes clásicas que se desgranan en tales interiores, pues constituyen en sí mismas la atmósfera que debe envolver con una cierta niebla el despacho de los asuntos de la letra y del arte. Entre tales disposiciones, el laboratorio de las ideas y de las representaciones adopta la morfología de un retiro y de un reducto. En todo caso, es una cerca y un muro que trata de contener las solicitaciones mundanas, el temible exterior, este sí paradigma de toda inquietud. Gustave Flaubert parece describir la exacta naturaleza que en este punto y propósito adopta su gabinete de trabajo. Lo hace en el momento que observa que aquel funciona como verdadero «negativo» de una exterioridad; de lo que extrae una consecuencia importante que vertebra y forma parte desde entonces del tipo de ejecución vital al que se acoge el letraherido: La vida solo es tolerable a condición de no estar jamás en ella.

El Saber que comunica la lecto-escritura se opone, en todo caso, al Poder y al Querer (los más fuertes condicionantes de una pasión vital), mientras abre la posibilidad de una orientación en la calma y la no-libido. Ello permite una ojeada serena al espacio por-venir de la lecto-escritura, mientras determina en el tiempo la emergencia de 76

una cualidad suya peculiar: la de no tener relieve; la de presentarse en la forma de un tiempo «liso» (la misma cualidad que Félix Guattari y Guilles Deleuze atribuyeron a lo geográfico: «tierra lisa», en aquel caso). Algo no «estriado», entonces. Lo cual quiere decir que no marcado por accidentes externos; en realidad: despejado de accidentes; sentido en la forma de un tiempo desalojado del tiempo social. Y, por lo tanto, tiempo potencial. Tiempo abierto siempre a configuraciones por venir. Rincón de la calma; oceanografía donde el tedio se convierte en actividad lujosa, según quería Eugenio D’Ors. Y es verdad que, pese a estas que parecen condiciones utópicas en orden a una felicidad habitacional, una constatación penosa le aguarda con todo a quien escribe y escribe: la de la percepción de conocer en algún momento el retraerse de ese mismo tiempo sobre sí mismo; el irse aceleradamente este descontando de un reloj inexistente que marcara no la hora transcurrida, sino el solo tiempo que resta (todavía). Ese tiempo que para el escritor será como la piel de zapa, siempre en constante —y, en realidad, en incrementada— reducción a medida que pasa la vida. Ámbitos; retiradizos Hasta aquí llega esta consideración central, así como la propia evocación de lo que sea una decisión capital que afecta a la luz, y por ende al tiempo, pues la predominancia en el imaginario moderno de la iluminación artificial marcará siempre y definitivamente a la noche como el espacio sagrado de las letras contemporáneas. «Hágase la noche», podríamos decir entonces, y Derrida y los posmodernos comienzan, o comenzamos, a escribir, a leer. De la noche lo esperamos todo: el consejo, la inspiración, la sabiduría. Efectivamente: es en la noche cuando se despliegan nuestras mejores potencias: «In nocte consilium». De la noche esperamos los más fuertes auxilios. Como reza el antiguo emblema del búho o lechuza de ojos escrutadores, firmemente erguida sobre el libro y sobre los saberes. Es posible observar algo más todavía acerca de esa luz incierta que se enciende en las noches de la tipografía: el hecho es que quienes la prenden para sus trabajos de lecto-escritura constituyen una suerte de avanzada insomne de la inteligentzia social. Son las «luciérnagas», de las que habló Pier Paolo Passolini. Valery Larbaud lo vio en 1923, a 77

Figura 10. El búho de Minerva.

propósito, de nuevo, de Ramón Gómez de la Serna, y con ocasión de la traducción francesa de los Echantillons de este polígrafo y «espejo» de escritores hispanos: La habitación de Ramón encendida toda la noche y Ramón trabajando bajo esa luz… luz de navío en las avanzadas de Europa.

Todo esto hasta aquí, entonces, por lo que se refiere y se dispone como comentario de aquella primera cita derridiana, la cual hemos situado como desencadenante de la reflexión, y citación que quedaba referida al uso de luz artificial para las tareas del escribir. Pero recordaremos que hemos prometido que, junto con el recuerdo del libro fundador del filósofo francés de la deconstrucción, habremos de situar, acompañándolo, una imagen que había de resultar igualmente pregnante, significativa para nuestro argumento. Tal figura que hay que colocar como entrada o «pórtico» a lo que todavía debemos decir, y de ninguna manera se ha dicho aún, es contundente y poderosa, aunque debe mantenerse en los límites de lo que es un proyecto, pues no ha dejado testimonio ni evidencia material alguna de su real existencia. Puede esperarse que su traída a campo llegue a impresionar, dado que hoy estamos lejos de este tipo de dispositivos que implementaban extraordinariamente la esfera de la lecto-escritura, invistiéndola de 78

valores cuasi sacrificiales, por lo que veremos. Estamos en todo caso distantes de la situación mental que pudo dar por necesaria la construcción de un ámbito de manera tan drástica peculiarmente marcado por el ejercicio aprovechado del trabajo de letras. En último término, la extensión contemporánea hacia los nuevos conceptos de espacio de que gozamos en la actualidad, fuerza el que ya no podamos pensar en el dominio arqueológico de la lecto-escritura de la manera en que aquello, en realidad, parece que fue interpretado en el pasado en cuanto una clase de clausura: un encierro. Pero, en todo caso, encierro donde metonímicamente —o por medio de la representación estética de lo que es su ausencia—, penetra un mundo seleccionado. Incluso una naturaleza reducida a solo sus mejores emblemas. Como leemos acerca de lo que contenía, como auténtico lujo de su oficio, el escritorio del cardenal Federico Borromeo: [Cuando estoy en mi estudio] y hace calor, me agradan las flores y algo de fruta en las mesas. Lo que más valoro son las frutas, y las flores. De primavera, y aún durante el verano —según las variaciones del tiempo— me agrada disponer de varios floreros en la estancia, e ir cambiándolos. Después, cuando el invierno cubre todo de hielo, yo disfruto de la vista —e incluso del olor imaginario, si no real— de las flores falsas expresadas en la pintura.

La disposición de tal célula, en esta ocasión minuciosamente prevista por el cardenal de la Iglesia Romana, nos conduce a que evoquemos ahora, aunque por lo dicho parezca ya de entrada intempestivo, extemporáneo el hacerlo, un mueble. Se trata de una verdadera «máquina» de estudio, de escritura y de lectura, que un ilustrado francés presenta a la Corte española para la formación de infantes, en un ya muy lejano 1773. Gran momento este para toda suerte de revoluciones pedagógicas, donde se pusieron de moda un tipo de calipaideias o «artes de poner a los niños derechos». Y de eso se trataba, ciertamente: de poner en línea a los iniciados, a los neófitos frente a los trabajos letrados, ofreciéndoles los instrumentos adecuados para lo que habría de ser su desempeño riguroso. Aquella invención o «máquina», llamada hermosamente Gabinete Literario del Infante, es un mueble todo él de madera —remitiendo, desde lo que es su propia constitución orgánica, a los bosques imposibles que, por metonimia, han devenido aquí sometidos a un diseño, en la doble condición de hojas, de batientes, de estantes y superficies 79

de instalación—; suerte de «confesionario» de letrados, que dotado de una altura de 2,75 metros, parece que debía alcanzar una profundidad de 1,84. Se pretendía de este mueble el que albergara en su interior todo lo necesario para la formación, entrenamiento y práctica en la cultura del escrito, que debía ser inculcada a los alevines de las elites cortesanas y, privilegiadamente, a los mismos hijos de los reyes. Resulta ser, efectivamente, si así lo consideramos, el diseño utópico de un lugar de verdadera «incubación» para los hombres cuyo destino marcado son las letras (y, secundariamente, el poder, el poder que dan las letras). Pensado como una biblioteca selecta, gracias a sus cajetines innumerables y gavetas, tal «artefacto» ha de contener, seleccionados, los grandes textos de la cultura universal, junto a las tareas de copia y de imitación que se proponen en cada caso y para cada momento singular al espíritu del catecúmeno, de aquel que vaya a ser iniciado en los secretos de la lecto-escritura, quien deberá adentrarse en esta suerte de cápsula donde necesariamente ha de regir un tiempo otro. En el ámbito de madera del mueble, sus anfractuosidades y recovecos sustituyen al maestro, y suponen la creación de un espacio autónomo de lecto-escritura: una célula cuasi hermética que debe abrazar con estrechez el cuerpo del ejecutante de la práctica. Esta y otras posibles construcciones de relieve utópico para la formación en la lecto-escritura, alcanzaron a tener una cierta tradición en las cortes de los reyes, y en lo que respecta a la de los Austrias es sabido que, en la Torre Alta del Alcázar de Madrid, detrás de la gran biblioteca, se tuvo siempre dispuesto un último aposento, retirado y secreto, que se llamó castizamente «el retiradizo». Allí les esperaba a los aristócratas de la política, el último refugio, los libros más importantes; y hacia allí, en efecto, se retiraba la élite monárquica para ejercer en este ámbito las prácticas más secretas de una escritura confesional y, también, de una lectura de documentos, en este caso concreto, extremadamente relevantes para el dominio del mundo. El cuerpo del Infante, según estaba previsto en el diseño ideal de aquel ilustrado que se presentó un día con su proyecto ante la corte borbónica hispana, debería pasar entre los ocho y los dieciséis años dentro de aquella «máquina» que evocamos (cuya memoria ha sido recientemente desenterrada por una bibliotecaria «real»: María Luisa López Vidriero). El proyecto determina y pauta lo que es una necesaria penetración, llevada a cabo día a día, en la opacidad de este ar80

mario que nos parece amenazador (pero que es la metáfora justa de lo que representa entrar en el «mundo» del escrito). Y allí, en los últimos cajetines y brazos articulados con estantes, que solo alcanzan la estatura del niño—joven—hombre al cabo de los años (la escritura, se observará, mueve un minimum de espacio físico, pero en realidad tiene la pretensión de abarcar el más amplio dominio mental y temporal), le espera al infante y rey—niño la culminación de sus tareas: un total de 2000 folios en blanco deberán ser rellenados con los pensamientos, ideas y sueños de tal príncipe, convertido al final en un escritor. O, a lo menos, en un entero y cabal hombre de letras. En esta suerte de encierro «savante», se lleva a cabo de modo definitivo la corporalización de una utopía expresiva. Debemos interpretarlo como un emblema. Puesto que en él se procede a dar cumplimiento a la ensoñación mayor de un scriptorium, lo cual venía siendo preludiado por una tradición remota de herméticas cámaras para labores del espíritu. Ahora vemos que se trata de un espacio enteramente orientado hacia el imaginario, y determinado por una activa pulsión de saber y por un deseo de integración e inscripción en un archivo general, que de alguna manera precede y hasta podríamos decir que «espera» a su sujeto para colmarlo, para modelarlo, y llegar con él a una compenetración somática. El apego heroico a tal práctica, de algún modo, supone un corte efectivo y separación drástica con respecto a todo otro espacio real, este último efectivamente secuestrado para otros tipos de funcionalidad. Máquina de ensoñaciones, aquel «gabinete» (la más potente imagen para cualquier otro modelo integral de laboratorio de escritura), constituye en el sentido foucaultiano del término una heterotopía: un espacio otro con respecto al resto de los territorios normalizados de lo social. Sucede que en él cristaliza la forma de un dispositivo interactivo donde se genera y potencia al infinito lo que constituye la condición fuertemente aislada del trabajo intelectual. Pero en ese su devenir proyecto y al cabo presencia ofrecida al desenvolvimiento de las élites, se revela también en él lo que inevitablemente lo conforma como principio subversivo; y hasta de verdadera impugnación contra la vida normal. Esta singular dicotomía y, también, heterotopía que revela la existencia de un espacio «otro» donde mejor se puede dar la reflexión, el pensamiento y, en definitiva (pero donde también todo ello se hace a costa de las coordenadas materiales en que se inscribe la vida), la escritura, fue sancionada en su día por Hanna Arendt, para quien: 81

Pensar es estar fuera del mundo, en un no-lugar, en una forma de epojé o suspensión de las coordenadas apriorísticas de espacio y tiempo, que es lo que permite que el pensamiento [y nosotros añadiríamos, la escritura] se de. El sujeto que se retira temporalmente del mundo, deja a un lado el principio de realidad y se concentra en el fluir heracliteo de sus propios pensamientos.

Lo cierto es que, al construirse como lugar «ideal» —proyecto de una utopía de raíz pedagógico-carcelaria—, desautoriza en ese su gesto al resto de los compartimentos en que está dividida, parcializada (y diríamos también que despotenciada) la considerada como «vida común». La excepcionalidad de tal espacio dice orgullosamente que ostenta un privilegio sobre cualquier otra configuración, y eso al caberle la tarea de modelar (lo hace férreamente) al hombre interior o, propiamente, de interior. Ello se constituye entonces como una arqueología cierta y precisa para lo que son las manifestaciones que más adelante habremos de ver

Figura 11. Letras armadas.

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(pero esta vez, en un «segundo tiempo» de nuestra primera deriva por el espacio antiguo régimen): aquellas relacionadas con lo que son los orgullosos retiros intelectuales en las montañas. Todo apunta hacia la figura de la «alta morada» que el intelectual erige con la intención de apartarse —aún más radicalmente si cabe— del curso de los acontecimientos comunes para la práctica solitaria de sus extremos «ejercicios espirituales». Como aquel encierro en un hotel inaccesible del escritor con psicosis, en la novela de El resplandor. O, también, como muestra este antiguo frontispicio en el que el autor de una Historia del Apóstol Santiago, de 1610, Castellá Ferrer, se autorretrata separado del campo de batalla, guarecido en su tienda de campaña-escritorio, en el momento en que, envuelto en el aura protectora y detenida de esta suerte de «studiolo de batalla», una vez despojado del uniforme de combate en el mundo, de su yelmo y armadura, el brazo se dispone suavemente a desplegar las palabras de su historia. Aquel otro mueble que acabamos de evocar —cuya construcción material final para uso de la Corte española de Carlos III no consta en los archivos—, y también aquella cita que hemos colocado en el comienzo de este ensayo, y que da cuenta de la orientación principal del incisivo libro de Jacques Derrida —No escribo sin luz artificial—, nos colocan ante, por un lado, las evidencias físicas de la escritura, pero no menos también lo hacen frente a lo que son sus fuertes exigencias. Y es que a nuestros ojos ultracontemporáneos, no puede ocultarse el lado potencialmente amenazante y, al cabo, hasta siniestro que también tal diseño revela poseer. Pues, no por nada, vivimos en un tiempo tan contrario a aquel otro en que pudo proponerse un artefacto como el de la «máquina literaria» del Infante; vale decir: opuesto a toda forma de coerción; además de que hoy todo hace guiños de facilidad falsa, mientras que cualquier actividad se acomete bajo la promesa de adquisición inmediata de las capacidades requeridas. Sometida toda nuestra realidad a un principio de universal deslocalización de las prácticas y de desrealización de los lugares de inscripción fuerte, que antaño eran los que ocupaba con autoridad la escritura, un acceso rápido a la misma —que adopta la forma de una «democracia general de la escritura»— resulta ser, podemos suponerlo, perfectamente engañosa. El espejismo que se contiene en la promesa de tal acceso open, tiene como contrapartida el hecho de que el conocimiento de los dispositivos, las preparaciones casi rituales, inducen necesariamente la idea del carácter complejo, trascendental, que la lecto-escritura 83

—nunca en sí misma un hecho banal, despotenciado— verdaderamente demanda. O demandaba, en un tiempo que se ha vuelto, en este aspecto, fabulosamente lejano. Se trata en cierto modo, para el caso de este último ejemplo extraído de la historia (cual era el de aquel radical scriptorium o «Gabinete del Infante»), de la necesaria construcción de una morada —de una «estancia profunda»—; la cual, mientras que se habita, perfectamente podemos considerar que estará situada fuera de toda realidad; impermeable y ajena a las solicitaciones de una exterioridad o Mundo. En ella, todo queda determinado por el hecho de que en la lecto-escritura no se aborda la realidad, sino que esta se lee exclusivamente desde la fuerza anímica. Espacio de naturaleza ultra recoleta, un fantasma de insularidad anima, obviamente, tal encierro, tal pri-

Figura 12. Gabinete de trabajos melancólicos.

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sión, cuyos paramentos simbólicos han sido señalados. En particular por aquel texto seminal de Wolfang Goethe, el cual nos debe servir ahora como emblema de cuanto sobre la cuestión queríamos decir: el Fausto. En la misma estela en que aquella obra de carácter «meta» del Fausto se abre a la consideración de un dominio de escrituras, que acaban incidiendo gravemente sobre la vida y su final sentido, Gustave Flaubert parece recoger y desarrollar lo que sería la síntesis espiritual que siempre se genera en la clausura artificial de todo espacio o dominio letrado. Lo hace, como es habitual en él, cuando debe dar cuenta de lo que los procesos de escritura le traen a su vida, en carta a Mlle. Leroyer Chantepie, en 1859: De manera que, para no vivir, me sumerjo en el Arte de forma desesperada.

Avanzando el tiempo, pero dentro de ese mismo régimen bipolar del imaginario, Franz Kafka establece la identidad de ese «lugar otro» (que es el escritorio), y lo señala en cuanto particularmente despojado de la presencia de la amada y también del calor del placer y del sueño. Cita entonces, para expresar su sentimiento de tal lugar en donde amanece la escritura (y, en consecuencia, debe perecer el mundo), a un lejano poeta chino; ello en su «Carta a Felice»: Noche profunda en la noche fría mi libro me ha hecho olvidar la hora de acostarme los perfumes de mi manta bordada de oro se han disipado, el fuego se ha apagado en el hogar. Mi bella amiga, que a duras penas ha controlado su cólera, me arrebata la lámpara y me pregunta: ¿Sabes qué hora es?

La escenificación de este conflicto que se desarrolla entre los principios opuestos de Mundo y Obra, los cuales batallan por ganar el alma del lecto-escritor, pone en relieve la existencia de un espacio bifurcado. Es el propio que habita el sujeto en cuanto socializado, que se rinde a todas las convenciones de lo social, y aquel otro transformado por un habitus singular que, para realizarse, debe discurrir en una suerte de «morada huraña», a resguardo de las miradas, y donde 85

el mismo hombre se dispone a vivir entregado en exclusiva a su interioridad. Cultivo de sí manifiesto en este caso en un obsesivo seguir la vía del lenguaje, en cuanto necesario objeto tiránico de contemplación activa y pasiva. El complejo de un Próspero retirado a sus estudios («secret studies») y desentendido de su destino mundano como príncipe, revela en La tempestad shakesperiana la existencia de un conflicto íntimo y de una última desazón: la de que el reino a que se ha remitido tal hombre de estado —esto es: su escritorio y biblioteca—, es un espacio, al cabo, el más ilusorio de todos: Me, poor man, my library was dukedom large enough.

Resulta inevitable: el autor poderoso concentra y sintetiza en la célula y templo tipográfico de su biblioteca o escritorio toda la aventura vital. Y, como escribe en Auto de Fe Elías Canetti de su personaje Peter Kien, entonces bien puede suceder que todo acabe en que «su mundo sea su biblioteca». Es a este último ámbito —del que pensamos que por demasiado tiempo ha permanecido clausurado para las miradas culturales, como si el mismo formara parte de un archivo inoperante y sin relieve—, al que habrá que interrogar en adelante con el propósito de conocer aquello que constituye la verdadera naturaleza de que se encuentra hecho. Acaso en auxilio de una mejor descripción del mismo, pueda ser conveniente ahora citar aquel fragmento anteriormente anunciado de Plinio el Joven, que con precisión documental da cuenta de lo que el «retiro» supone en el normal discurrir de la vida social: Cuando me retiro a este pabellón me parece estar incluso lejos de mí mismo y gusto de saborear sus encantos, sobre todo en la época de las Saturnales, cuando todo el resto de la villa resuena con las locuras de las fiestas y los gritos de alegría. Así, yo no estorbo los placeres de mis gentes ni ellos mis estudios.

No es esta, empero, la única versión acerca de lo que consigue la vida letrada en orden a detener la influencia del mundo. La pérdida de Eros puede llegar a se un lamento también, en la estela fáustica. Joaquín Álvarez Barrientos, en su estudio sobre el hombre de letras del siglo xviii, ha rescatado unos versos significativos de Vargas Ponce: 86

A vieja ni muchacha, manchega, ni gabacha, miro, ni escucho, ni le doy alpiste. Afanado, mohíno, solo y triste, sufro borrascas sobre negra espuma en mar de tinta con pesada pluma.

Laboremus El devenir ineluctable de un cuerpo sometido a una fuerte regularización de las funciones en su relación con el universo de las letras, planea sobre el espíritu de los grandes escritores y forzados de las letras, aherrojados en su mundo de papel y fantasía (ellos, que son los «leones de las letras»). Es esta falange, siempre escasa, la que se ve compelida allí a cumplir —en medio de un «benedictismo» del trabajo— la alquimia que supone transfigurar los pensamientos en la grafía, o, al revés, transitar de lo escrito a lo pensado. Ello compromete el hecho de que, en realidad, la escritura (también la lectura) se presentan en la forma de una actividad que tiene un algo de «terrible», pues bascula entre las polaridades que determinan el Goce y la Ley; el Placer, por un lado, y el Esfuerzo infinito, por otro. El espacio del lecto-escritor está investido por la Melancolía, sin duda porque en él se dramatiza el hecho real de una pérdida de mundo, en detrimento de su fantasma. Ello condiciona tal espacio como una suerte de «atelier noire». Un autor perdido entre las brumas del Barroco hispano, Baños de Velasco, nos lo recuerda a propósito de Petrarca: Efecto de melancolía le pareció a Petrarca escribir libros, dando por principio del humor tomar la pluma y por fin de su tenacidad dejarla solo muriendo.

Si nos acercamos demasiado a nuestro tiempo, podemos encontrar el sentimiento de esa rara pulsación mórbida (la «sombra» del escritor), expresada en este caso por un Miguel Delibes, quien lo plasmó de manera soberana con motivo de la concesión del Premio Cervantes. Allí, en su discurso de aceptación del Premio, el 23 de abril de 1994, dijo el escritor de largo recorrido que tenía una extraña impresión. Según él, creía haberse sentado a un escritorio en un día lejano como un joven, y que, otro día, cuando quiso darse cuenta y levantó los 87

ojos de los folios ya escritos, notó su vista nublada, sus articulaciones tenían artritis y su espalda estaba definitivamente encorvada. De lejos, parece resonar aquí aquella observación que Michel Montaigne hizo una vez (en «De tres comercios», en el contexto de sus Ensayos), y que iba enderezada a definir lo que había sido, pese a sus prevenciones, el fatal resultado final de una larga vida en la frecuentación de las letras. Aquellas mismas que, según Miguel de Cervantes, llevaban a los hombres al «brasero» (fuera este horno inquisitorial o femenil refugio doméstico): El alma con los libros se ejercita, pero el cuerpo, cuyo cuidado nunca olvidé, permanece mientras tanto sin acción, cae por tierra y se entristece.

Fantasma, pues, de un inminente declive corporal que amenaza al letrado, y que incide en un tema barroco relativo a lo que es el demoledor paso del tiempo sobre el lecto-escritor y su trabajo. Algo que concierne también al sentimiento acendrado de que siempre se produce un desaprovechamiento de la edad en las tareas pesadas del estudio. Justamente, es lo que podemos corroborar con aquel escritor español, digno del Cervantes, en cuanto que lo que retroactiva y tardíamente (siempre es así) comprendió Miguel Delibes, es que se había producido una desposesión real de su tiempo y edad, desde el momento mismo en que penetró en la atmósfera espectralizada y atempórea de su gabinete. Gabinete en el que, durante años, se habría generado un tipo de operación que, según Cavafis, vincula a los escritores con los monjes, y hace que, como a estos, la vida se les haga un corto sueño que apenas deja un resto, un poso; solamente, acaso, el recuerdo de un saber que ha resultado a la postre ser relativamente amargo. Los principios motores de una tal existencia incursa en la torre o cella de papel están a la vista; ellos son: el aislamiento, la reflexión y la abstinencia. De tan particular panoplia existencial hizo cuestión el mundo de la pintura arcaica que, como hemos observado, reserva todo un género, la vanitas, para la expresión de este sentimiento chocante que se produce en el cruce imaginario de caminos entre lo que es el studiolo y su homología con la estrechez que al fin presenta la misma tumba. Efectivamente: «parecida en todo a una tumba», como dice Melville del ámbito donde Bartleby desarrolla sus funciones de escribiente. El rapto de la escritura —digamos: la exigencia desmedida y en cierto modo «devoradora» que conlleva tal praxis— puede conducir 88

Figura 13. La hora pasa.

(en una suerte de paréntesis o de hiato vital) desde la juventud a la senescencia, casi sin sentirlo. Como le sucedió a Miguel Delibes. Este es el hecho fehaciente. La constatación de ese peligro intrínseco, atraviesa la escena de las letras como un murmullo apenas audible, caso de no prestársele atención. Como resultado de tales trabajos de ascesis, un cierto olvido del mundo adviene a aquellos que se repliegan en la profundidad de sus estudios. Es evidente aquí la dependencia de imaginario que la figura del escritor, como heredero que es del clero, manifiesta con respecto a un modelo paramonástico, que tiene en lo que es el sacrificio en pos de un ideal superior al de la propia vida su horizonte. Petrarca, el autor de La vida solitaria —un prontuario para eventuales seguidores de una vida consagrada a las letras, aun las «sagradas»—, levanta en Arqûa su studiolo. Y lo hace en lo que es la conjunción de una tradición cortesana con otra que proviene del mundo eclesiástico-monacal. Sin duda, tal gesto de aquel proto-humanista explícita esa doble genealogía de la tarea que se ha impuesto, la cual si bien de un lado 89

apunta al mundo, de otro, parece dispuesta, en el mismo impulso, a salirse de él. De esta última tensión antimundana se deduce la inevitabilidad de que ello curse con una acedia especial que, por lo que sabemos, acecha siempre al letrado. Y es que el demonio meridiano de la atra bilis y de la melancolía suele irrumpir con derecho propio en el interior de la célula que, de pronto, se asemeja entonces a una verdadera cripta que encierra un alma enferma. Justamente cual la de Fausto, cuando este se preguntaba: ¿No es polvo también todo cuanto llena estos cien estantes de los altos muros que me oprimen, y ese fárrago, que con mil fruslerías y bagatelas me ciñe en este mundo de carcoma y polilla? ¿Y es aquí donde he de encontrar lo que me falta? ¿Tengo acaso necesidad de leer en estos mil libracos que en todas partes atormentaron a los hombres, y que solo muy raramente ha habido alguno que fuera dichoso?

El horizonte y objeto preferido del trabajo creador en escrituras que se perfila en nuestros días es, sin embargo, y enfrentado a aquel otro escenario, aquello que podemos caracterizar como el de la postproducción de la obra. El más allá de la propia obra cursa con la nueva importancia concedida al desenlace, y también con un cierto desentendimiento cerca de lo que ha sido su gestación. La gran preocupación del actual tiempo es la de la inserción del productor y de lo producido en el tejido social y, en consecuencia, lo que rige es la pregunta por el tipo de operaciones a que se somete finalmente a la escritura, en cuanto cosa ya escrita, en orden a una recepción visibilizadora de la misma. Hacia ese momento y «más allá» de la propia obra van dirigidos hoy los esfuerzos que reúnen mayor crédito, y que son los que suscitan por su propio carácter mayor atención. Correspondiendo con ello, la angustia específica del escritor es —para estos tiempos que ahora corren— la de la comunicabilidad que pueda alcanzar su práctica (una vez está hecha, realizada) en el espacio de lo común. También lo que supone una triunfal salida del escritor de su encierro para, en posesión de su obra, reintegrarse en el circuito vital. Lo que en muchas ocasiones sitúa todo el foco de la cuestión en una suerte de post-escena, que deja pronto en sombras todos los «caminos de bosque» recorridos hasta llegar a ese punto. En consecuencia, conscientes de ese pesado silencio que cae sobre los gabinetes de lecto-escritura —donde se elabora la parte secreta, el 90

continente no emergido—, nosotros, aquí, olvidándonos de las urgencias y coerciones, nos hemos trasladado a ese mismo espacio inatendido de todo aquello que resulta previo al escribir, o que, en todo caso, coexiste con esa escribiduría. Estamos fijando nuestra atención precisamente en lo que es el repertorio de disposiciones anímicas e instrumentales que se ponen en marcha, en tren y en situación y camino de escritura. Advirtiendo sobre ello que habrá un corpus de gestos y de acciones a tomar, y este será tanto más variado, cuanto también lo han sido los propios tiempos históricos, los cuales acaban por marcar y definir la dirección de esta praxis, por lo demás siempre cambiante. Sí, en efecto, podemos suponer que los protocolos, los protocolos fetichistas de la escritura son infinitos; pero sin ellos (mantendremos provisionalmente), la escritura no logra establecerse, y menos extenderse por la llanura de los días innumerables que resultan ser precisos para cuajar finalmente en Obra. En obra dotada de aura, podemos añadir. Es la gestión y, en mayor medida, los propios objetos que rodean la lecto-escritura, empezando por el propio ámbito o «taller» que abarca a unos y a otros, aquello que la determinan a su exigente existencia cuando son convocados para la «hora de la fuerza». Será, de nuevo, una observación de Ramón Gómez de la Serna la que fija una suerte de peculiar posición en el espacio del gabinete del lectoescritor, la cual queda caracterizada por un estar: Rodeado de aquellas cosas que había yo asentado a mi alrededor; el ambiente propicio que me picotease sin tregua para el estímulo del siempre escribir.

Este es el horizonte al que, aun sin confesárselo, acaso ha tendido tradicionalmente todo escritor: no a escribir, sino a mantenerse en posición (deseante) de escritura; y ello cuánto y por el máximo tiempo que sea posible. Pues este tipo de entrega creadora ciertamente no conoce restricción, al menos en la fórmula con que caracterizó la suya propia un Marcel Proust, quien escribía: «todos los días, a toda hora, todo el tiempo». La voluntad de un trabajo que no cesa, es ella misma, en consecuencia, incesante y cristaliza en la figura de un poeta faber. La cámara de lecto-escritura a menudo envuelve a un sujeto que se aferra a una ilusión y que progresa en ella en la llanura de sus días, al modo en que el inevitable Gustave Flaubert mismo evoca lo que era su propia condición en cuanto archiescritor (esta vez en carta a Alfred Le Poitterin): 91

Enfermo, irritado, presa mil veces por día de momentos de angustia atroz, sin mujeres, sin vida, sin ninguna alegría, continúo mi obra lenta…

Ello nos ha de recordar, de nuevo que, en el espacio de alta tensión letrada, el cuerpo se encuentra sometido a severa caución y, en todo caso, a un férreo control a efectos de su mayor rendimiento. Las máquinas renacentistas de lecto-escritura del ingeniero Ramelli, concebidas para mecanizar al máximo los procesos profesionalizados de los letrados, resultan ser muy expresivas de aquella reclusión y forzamiento corporal, por cuanto con sus ruedas, mecanismos y correas remiten —ciertamente lo hacen— a los instrumentos de tortura (de los cuales habría de extraerse también alguna verdad o confesión), y con los que de manera obvia se encuentran emparentadas.

Figura 14. Tecnologías arcaicas del oficio de letras.

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La alusión a la existencia de «protocolos» de escritura nos debe recordar que en el mismo proceso se encuentra también comprometido el alcanzar una síntesis superior; algo que logre la integración en el dispositivo de una conducta, que deviene finalmente en un verdadero programa de vida letrada. La entrada en la fábrica de la Obra implica forzosamente que se ha elegido y determinado en todos sus detalles una suerte de «vida nueva» (vita nuova); ella misma diferente con respecto a cualquier otra que resulte común en el espacio social. Esta nueva vida (vita activa) y este programa a desarrollar con su exigencia, con su indudable perfil maníaco, es lo único que puede desalojar el pensamiento y el temor de la futilidad final que acecha siempre a ese mismo empeño (a toda obstinación en producir representaciones abstractas, en realidad). Celda, protocolos, programas…, al extremar sus correspondientes características en la forma de mandatos y severas conscripciones autoimpuestas, impiden la duda en la dedicación, el autocuestionamiento del sacrificio requerido, el flaqueamiento en la tarea ciclópea. Bloqueando las aperturas y escapes —al menos las más fáciles y socorridas—, entregan al sujeto a un destino exigente; algo que el mito de Fausto ha sabido caracterizar con precisión alucinada. Abandonar la superficie del Mundo y acceder a la experiencia esencial de la Obra, no se logra sin sobreimponer aquella «vida diferente» que se encuentra asimismo situada más allá de todas las diferencias. El lecto-escritor de tono fáustico algún día se arrepentirá de haber llevado tal estilo de vida («si mi vida es vida», decía Fausto), y querrá, mediante un contrato imposible, escapar de la atmósfera ominosa de su encierro letrado. Ciertamente hubiera preferido no hacerlo: I would prefer not to, según famosa sentencia de Bartleby. Abandonos La tensión habitacional que se condensa en el estudio y gabinete de letras «antiguo régimen», determina que el mismo se convierta en un lugar susceptible en último extremo de ser abandonado; en una célula que se contempla desactivar de lo que es su propio potencial abstracto. Esto último se antoja excesivo y siempre en trance de poder acumularse hasta un grado verdaderamente implosivo, destructor. Pues en el studiolum se instala, insidioso, el deseo de una vivificación. 93

Se le puede pedir, fáusticamente, a la vida que viva, alejándose de la «humareda del saber»; pero, también, se puede aspirar a que la imaginación y el pensamiento operen esa liberación del cuerpo oprimido del lecto-escritor. Como argumentaba el poeta Stefan George: Contra los libros (que deberían ser mi medium y cuya vivificación no es precisamente el mejor de mis talentos) me atormenta la añoranza de contraponerles (mediante lentes de pensamiento más maduras) ideas realmente vivas.

La despresurización de su correspondiente «cámara de escritura», o la apertura en la misma de un vector de escape hacia el viaje y la aventura, fuerzan, en 1875, al abandono brusco y total de la actividad literaria de Arthur Rimbaud, produciendo lo que pasa por ser uno de los grandes «naufragios de las letras». Deserción que podemos relacionar con la pérdida de temperatura libidinal del espacio y de las disposiciones vitales que en él se realizaban, como misteriosas operaciones de alquimia que, en casos como este, son rechazadas, acaso por el exceso de voltaje psíquico que en sí mismas contienen o comprometen. De este modo, la «salida», la liberación lo es, siempre, rumbo al natural, y adquiere por lo común la forma simbólica de una «subida a la superficie» después de una prolongada inmersión en los subsuelos. Pero al que emerge a la vida común dejando atrás el escritorio un sentimiento de duelo le debe acompañar como una sombra. Algunos testimonios, en los cuales se dejan leer pérdidas significativas, se disponen en esta historia secreta de los scriptoria y gabinetes privados que aventuramos; sobre todo si pensamos en ellos como «espacios psicológicos», formalizaciones de la «casa del espíritu». Ramón Gómez de la Serna interpreta en clave casi «cósmica» lo que le supuso el desmontaje de su famoso primer «torreón», su célula hermética de trabajo. Ello muestra la complejidad inscrita en el hecho de tal deshabitación, mientras que sugiere una pérdida irreparable en el imaginarium, que hasta ese preciso momento deconstructor encontraba en tal situación de mundo todo su apoyo, su determinación de entrega. En efecto: la «caída del torreón de Velázquez», como se titula el capítulo 68 de la biografía de «Ramón» hacia la muerte y la deslibidinización vital —la obra conocida como Automoribundia—, revela la trascendencia alcanzada por este despojamiento que el escritor sufre en algún momento de su deriva: 94

He quitado mi torreón. Allí se verificaban los encuentros como fuera de la vida y de la muerte, las recapacitaciones por encima de las circunstancias, las evasiones en la estratosfera para hacer observaciones sobre rayos ultracósmicos, que solo se pueden capturar en el fondo de los pisapapeles colocados, allá arriba, sobre las cuartillas en blanco.

Desinvestido, desaurificado…, el taller, el cabinet de travail, queda convertido, como diría Miguel Ángel Bounarroti, en el momento en que contemplaba con melancolía al final de los años el espacio donde habían transcurrido sus ya abandonados trabajos, en una especie de «residencia sepulcral». Deconstrucción postrera, sí, de la célula de la inteligencia; quiebra del contrato productor, de la alianza con un hábito creativo. Ello se pone de manifiesto en una pluralidad de actitudes, pero más precisamente lo hace ante un hecho que, en el caso del filósofo Louis Althusser, evidencia una neurosis que va a impedir frecuentemente franquear, con aquel tono sereno y el ánimo expectante que exhibía cada noche Maquiavelo, el umbral de un estudio que se ha vuelto definitivamente «extraño». Cuando Louis Althusser vuelve de su estancia prolongada en el psiquiátrico, una sola ojeada a su «despacho», que entretanto ha permanecido intocado desde su internamiento hospitalario, como cuenta en su El porvenir es largo, le convence de que debe volver sobre sus pasos y abandonar para siempre el que había sido su «palacio» y oficina general para la producción de la textualidad política; aquella que, después de todo, le había hecho célebre y admirado en todo el mundo intelectual. Exit de la escena del éxito. La muerte de Virgilio, la obra de Hermann Broch, en este punto, siempre nos ha de recordar lo dramático no solo de las vocaciones y llamadas «a» la escritura, sino, y sobre todo, de las renuncias «de» la misma, incluida la última, la que puede ser considerada como la despedida final; aquella que deja conclusivamente deshabitado y finalmente «viudo» el escritorio. La «compañía» de Bartleby (Vila-Matas), la fratría de «los escribientes» está compuesta de todo tipo de sujetos que desfetichizaron violentamente el ámbito artificioso de la escritura (acaso fue la misma muerte la que irrumpió decisivamente en tal esfera, deslibidinizándola de manera brusca). Fueron agentes que más que perder el «deseo del texto», pierden sobre todo su contexto, no encontrando el modo de reconciliar su cuerpo bioliterario con la «escena de la escritura». Ellos son los que, puestos en la senda de la 95

destrucción del aura de esa práctica, hacen imposible que la misma pueda ser retomada. Sin desplazamientos, derivas o sinécdoques que transfieran las cargas de la vida natural hasta la plenamente artificial que acaece en el escritorio no hay, pues, escritura posible; al menos no la hay en su sentido «fuerte». Sucede que el paisaje fenomenológico de los artefactos de lectura y escritura imanta el espíritu del ejercitante, que opera sobre ellos investimientos y descargas afectivas que franquean el paso a la tarea; esto es algo sin lo cual, como es el caso de James Joyce y su juego de lápices de colores, aquella verdaderamente no puede existir. Walter Benjamín recuerda en su Infancia en Berlín el trabajo caligráfico a que se entregaba de niño, mientras reconoce en él el transmisor de una experiencia profunda, material, de la lectura y la escritura. Más: las aptitudes del escritor maduro se forman en el tiempo que ocuparon aquellos «hábitos» de iniciación. La boîte de lectura, la «caja de lectura» del filósofo-niño predeterminó de manera absoluta la intensa dedicación a las letras del hombre maduro. Ejemplo de esas transferencias libidinales que es preciso establecer lo ofrece, de nuevo, el escritor absoluto que fue Ramón Gómez de la Serna. Para él, hasta las propias las cuartillas amarillas, las cuales llenaba sin descanso, componían un registro aurático, recargado siempre de valores desplazados: Eran como rayos de sol, el sol que no había o que no podía salir a tomar los días de mucho trabajo.

He aquí, pues, ese desplazamiento fetichista producido incluso por la propia reverberación de las hojas, el cual inviste de valor lo que son los instrumentos propios de la práctica escritora. Los «paperoles» y memoranda bibliográficos conforman el aparataje técnico de la escritura. Son su paisaje. Las fichas y las notas por su parte constituyen las «máquinas de guerra» al servicio de las estrategias de lecto-escritura. La idea, es cierto, nunca se instala en el espacio imaginario sin asideros concretos. La materialidad convocada para tal empleo termina por forzar el pensamiento, que se ve obligado a adaptarse a aquella. Esta función es la que también cumplen los «cuadernos de notas»: aquellos son los lugares de las primeras cristalizaciones personales. Constituyen lo que Miguel de Unamuno llamaba «nimbos», cuyo proceso generativo, explicado en un pasaje de Entorno al casticismo, se ofrece de tal modo que son los acontecimientos que envuelven a 96

un sujeto los que coagulan en el alma del intérprete el «nimbo»; vale decir: sintetizan en una fórmula de pensamiento escrito la atmósfera en que empieza a alentar un gran tema de discurso. No es una observación que fuera frecuente encontrar entre las confesiones hechas por los productores discursivos, pero un pasaje de Bertold Brecht (Diario de trabajo) lo explicita con contundente (y en este caso asombrada) claridad: ¡Es curioso observar cómo el manuscrito se convierte en fetiche en el curso de la labor! Dependo por completo de la apariencia de mi manuscrito: oculto las prolijidades bajo transcripciones recortadas y pegadas con todo esmero y procuro respetar al máximo el aspecto estético. ¡A cada rato me descubro procurando ajustar el número de versos a la medida de la página!

Figura 15. El blasón del escritor.

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¿Será inútil intentar restituir su importancia a todo aquello que con su presencia y carga y cuerpo material pensamos que ancla la evanescente y quimérica entrega escrito-lectora? ¿Puede todavía pensarse que, de alguna manera, aquel dispositivo funciona como la precondición oculta y necesaria de tal existencia? Lo cierto es que sin estas prevenciones la escritura decae rápidamente, languideciendo el ánimo si se encuentra improvisadamente al desnudo, fuera de un ámbito protector y de una esfera que consiga ser alentadora. El signo que cobra esta esfera, caso de preguntarnos por él, es (o fue) abiertamente estético: se trata en todo momento del gabinete de artista. El estudio y su dispositivo de trabajo, en realidad, es concebido en el Antiguo Régimen de las letras como un refugio singularmente dotado de o para la belleza; observatorio para desarrollar una percepción estética del mundo, distinta radicalmente a lo que pueda ofrecerse en el afuera. Pero podemos dar por cierto que ha concluido el propio régimen que alumbró esta verdadera «casa» para el lenguaje (dicho ahora en términos que se apropia la expresión utilizada por Martin Heidegger). Que el viejo edificio de la estética ancien regime se derrumba, es evidente y, como consecuencia de ello, la liason establecida entre cultura escrita y modos de habitar en ella están en la actualidad siendo reconfigurados a marchas forzadas hacia el campo de lo virtual en exclusiva. El lugar (sí, también el lugar físico donde se produce el lenguaje) se contrae progresivamente en su dimensión eucleidiana, mientras se dilata en unos parámetros claramente post-einstenianos (y hasta diríamos que cuánticos). Con la conciencia de esta retracción de la «cultura de la presencia», se podría decir que sin rito —sobre todo: sin lo que es la conciencia de inserción del cuerpo en un territorio singular— ese mundo pierde rápidamente su encanto, adquiere un carácter automático y abandona su conexión somática en el seno de una abstractalización y tecnologización creciente. Lo cual ha podido determinar lo que algunos entienden como la «caída» de la letras, y, como escribe Ellul, incluso hasta una final «humillación de la escritura». Decadencia pues del aura de lo que ha sido cuasi-sagrado, que investía (pero era en otro tiempo) los trabajos letrados, y que se extendía también hacia sus instrumentos propios, por sus ambientes, incluyendo la dramaturgia corporal que hay implícita en tales usos y a que obligan ciertos espacios. 98

Como es propio en una decidida y precisa acción donde se pone en pie el narcisismo y el deseo, el oficio de letras necesitaba de cumplidos rituales de aproximación, de retención. Estrategias generadoras de presencias se hacían precisas; así como, también, parecía ineludible el uso de técnicas que se convierten en dilaciones y esperas, en gestos de administración del mundo, vinculado todo a lo que es un sentimiento fuerte de lo temporal. Kafka, recordando el hecho de que Joseph Haydn era solamente capaz de componer después de haberse colocado su peluca, concluye de modo acertado: Cada mago tiene su ceremonial.

Decididamente existe en todo ello la necesidad de negociar transferencias fetichistas. Estas son aquellas en la que descansa en verdad el «oficio», y por medio de las cuales se alivia la sobrecarga de lo que sería la desoladora tarea de enfrentamiento desnudo de un hombre a la intensidad insondable de sus pensamientos, de sus sueños y de sus imágenes con la obligación de volcarlos en lenguaje. Tal mecánica responde al correspondiente empeño titánico por efectuar los traslados del espacio mental hasta el papel, y se encuentra movida por un fuerte deseo, por un sobremarcado narciso. La escritura es ella misma mediación y necesita de grandes, complejas mediaciones. La escritura produce objetos, y es claro que hasta aquí ha necesitado rodearse de objetos. La tarea histórica, hasta llegar al punto en que nos encontramos, inaugurando la segunda década del nuevo siglo (y por lo tanto hasta hace aproximadamente solo tres decenas de años), parece haber sido la de densificar ese espacio; prestarle una importancia mayúscula, también, a todo lo que en él ocurre en cuanto laboratorio y oficina de naturaleza químico-sublimadora. Este nuestro discurso provisorio, en cierta manera propedéutico, alcanza solamente a señalar tal necesidad de protocolos afectivos e instrumentales que acompañan, dulcifican, hacen aurático, y hasta erotizan, si cabe el decirlo (y desde luego que cabe), el acto de escribir (o de leer). El cual es, como bien se ha dicho, una liturgia personal mantenida en la reserva; esto antes que un acto social y público; un monólogo en el interior de una célula (o celda), antes que un diálogo sostenido en el ágora. 99

Una liturgia es lo que retiene el tiempo que se va, confiriéndole una suerte de profundidad, de presencia y existencia, demorada y suavemente embellecida para trazar sobre él, inscribiéndolo, un signo ennoblecedor. No dudamos en denominarla «liturgia», porque aquel es también un procedimiento constitutivo de una atmósfera en que el cuerpo adquiere algo de su pleno sentido, digamos su peso específico dentro de un espacio; concediéndose de modo extraordinario un aura, pues se realiza en él el milagro de un investimiento (no pocas veces de carácter victimario, sacrificial). Algo que, en último término, tiene que ver con lo sagrado del rol que cumple quien está «consagrado» a las letras y por ellas. Pues hay, sin duda, una Ley, una Regla y un Horario para el escribir. La forma particular de esta fantasía acoge una imagen en el campo conceptual que es aquella del soterramiento, del encierro, de la profundización; y, finalmente, también, y forzando la expansión metafórica, realiza la figura del propio «pozo artesiano»; construcción esta donde acaso mejor cristaliza un verdadero alcance para lo que son los trabajos de introspección. De algún modo la extensión natural del mundo se transforma allí, en el espacio oclusivo del studiolo, en inmersión interior: No hay necesidad —dice Flaubert a Louise Colet en 1853— de bajar al río para hallar agua: en un espacio reducido se puede clavar la sonda de la que brotará el manantial. El pozo artesiano es una metáfora.

La referencia, es claro, remite a la condensación y a la misma compresión espacio-temporal. Respecto a este último parámetro, hay que recordar aquí aquella especulación de Miguel de Unamuno sobre el tiempo que entregaba al estudio y la escritura en su querido despacho de la rectoral salmantina. El filósofo encontró un concepto para referir la percepción que alcanzaba a tener sobre las horas en que se encontraba sumergido en la atmósfera, densamente tipográfica, de su casa y estudio en Salamanca. Lo denominó «horas cúbicas»; horas que se hacían a voluntad anchas, profundas para contener, en suspensión de otros aconteceres, los trabajos del espíritu. Con ello recuperamos la dimensión ritual de la praxis lecto-escritora. El rito es, como quieren los antropólogos, la forma simbólica de una inmovilización del discurrir espacio-temporal, y la lecto-escritura, como ejercicio pneumático que es, queda vinculada a ello. Todo en este ámbito señala en él la preeminencia de un tempo lento, que su100

jeta el futuro y amortigua los efectos de su llegada intempestiva. La suspensión en el fantasma, en la fantasía, dilata extraordinariamente la percepción que explora aquello que es su campo ideal. Entonces, esta atención dirigida al espacio cognitivo puede adoptar la figura de un viaje transcurrido en la perfecta inmovilidad, un verdadero iter extaticum. Lo señala Xavier de Maistre en su expresivo texto, Viaje alrededor de mi habitación: No terminaría nunca, si quisiese describir la milésima parte de los acontecimientos singulares que me suceden cuando viajo cerca de mi biblioteca; los viajes de Cook y las observaciones de sus compañeros de viaje, los doctores Bansks y Solander, no son nada en comparación con mis aventuras sólo en ese distrito único; por ello creo que pasaría ahí mi vida en una especie de encantamiento.

Aunque sin llegar a la exageración exigente y totalitaria de la propuesta que se le hizo al infante de España, en un lejano noviembre de 1747, la verdad es que aquella suerte de armario y «máquina» imponente —y hasta, si se quiere, un poco amenazadora— resume y sintetiza, dotándoles de una espacialidad hiperconcreta y radicada, los complejos protocolos de adquisición del arte de leer y de escribir. O, mejor, de saber leer para escribir. Pues la escritura traza un bucle de retroalimentación, que logra el que la primera de las prácticas se encuentre al final reinvertida siempre en la segunda. Penetrando en aquella atmósfera determinada por lo letrado, en tal mueble «del saber»; avanzando por el interior de lo que debió ser la esfera cerrada de su madera protectora, la cual prestaba límites físicos a la potencia infinita del pensamiento, visualizamos lo que acaso sea la primera de las condiciones de la escritura. Esto es: la completa desaparición del ancho y ajeno mundo; la deriva en la sola y necesaria compañía exclusiva de aquellos objetos y cosas que favorecen la praxis directa de la escritura, mientras se opera la eliminación correspondiente de todo cuanto la estorba. Esto es algo que puede comprobarse en todas y cada una de las minuciosas «escenas de estudio» en que abunda la pintura «Antiguo Régimen», donde la completa abstracción del cuerpo no hace sino revelar el alto ideal ejercitatorio que en ese momento rige y se posesiona allí del espíritu: 101

Figura 16. Ejercicios espirituales de la lecto-escritura.

Con ello, lo que en verdad se promueve será un efecto pantalla (y, en todo caso, eso antes de la llegada de una actualísima «pantalla total», cuyas consecuencias en el espacio social definen hoy los sociólogos y filósofos de la posmodernidad, como marcadamente lo hace, entre todos, Gilles Lipovetsky). O, también, algo que, de manera más arcaizante y propia, pudiéramos denominar construcción simbólica de un «muro» y un verdadero abrigo y refugio ante las asechanzas de la realidad. Se hace preciso cerrar una puerta, clausurar un posible acceso franco al área del ejercicio máximo de la intimidad. El tipo de espacio así logrado tiene en el antiguo tiempo que revisamos un carácter abiertamente «físico», real: llámese cella, studiolo, cabinet, gabinete... Pues sucede que la escritura, ella misma en cuanto inscripción, se desenvuelve siempre en un espacio mensurable, cerrado, impermea102

ble, acotado; un espacio estanco, una «estructura esferológica» en la que el cuerpo y la mente van a adoptar sus posiciones más especiales y emprender sus más complejas labores. Kafka, es sabido, comparaba su escritorio a un sepulcro, a un sarcófago, y afirmaba de él que sería tan difícil sacarle de allí como lograr que «un muerto saliera de su tumba». Anudamiento que nos parecerá disparatado después de todo, pero que conforma en sustancia el pensamiento de los antiguos y grandes productores discursivos, proclives siempre a fantasear una prisión deleitosa (o no) de las Letras y, a continuación, dar el paso hacia su realización. Este presupuesto y protensión concede al ánimo del scriptor la condición de ser una suerte de «preso», de recluido quien, pese a todo y en todo trance, tuviera siempre la libertad última permitida: la de acondicionar su propia celda. Una observación de Ramón Gómez de la Serna lo confirma: El escritor es como un presidario que no sale de su celda y que por eso la decora igual que el confinado en la cárcel llenándola de inscripciones y grafitos.

El núcleo conformador del escribir se presenta ante el ánimo de la «gente de espíritu» como una tarea obsesiva de reunificación y autopresencia de un sujeto, por lo demás permanentemente escindido ante el hecho del mundo, y también amenazado por la dispersión y el olvido de sí mismo en el seno de una vida civil crecientemente tumultuosa y plagada de solicitaciones. Lo sabemos: el reclamo de lo social tiene como objetivo la ruptura de toda clausura, la cancelación de la hermética burbuja personal hasta hacerla plenamente comunicativa y penetrada por flujos exteriores y oleadas de intercambios. A ello debe resistirse el lectoescritor aguerrido, alzado firmemente en defensa de su (casi siempre) atormentada escritura. De ahí la intimidad esencial que reclama como naturaleza propia la práctica lecto-escritora, que concluye en un efecto de inédita reunión consigo mismo y concentración del ser en posesión y toma de contacto close. Algo que ha sido observado recientemente por Peter Sloterdijk, el filósofo de los condicionamientos materiales: Las técnicas de escritura y lectura, con cuya ayuda fueron ejercitados procedimientos históricamente innovadores de diálogo interior de auto-examen, auto-documentación y auto-objetivación, y que desarrollan ejercicios de reunificación consigo mismo mediante la apropiación de lo objetivado, son mecanismos de autoajuste ininterrumpido.

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La escritura es una práctica de objetivación de todo lo que se presenta ante la conciencia como confuso y subjetivo. Es un «ejercicio espiritual» en el que se dispone, ante un anfiteatro virtual y un contexto universal, el autoexamen mental. Por la escritura se entra en los engranajes de la razón, de la lógica simbólica; se accede al torrente de lo imaginario, mientras una comunidad global e indeterminada observa en silencio. Pero aquel mismo espacio o dominio destinado para la reunión-en-sí puede que, al mismo tiempo, se encuentre, por su propia naturaleza, también sometido a tensiones que, al final, siempre están en riesgo inminente de lograr «desviar» ese propósito, el cual parece brillar como lo nuclear en el imaginario del estudio. Podemos enunciar la sospecha de que en el universo cerrado de tal gabinete se genera también con facilidad un proceso de desdoblamiento que, después de todo, sería íntima (y secretamente) deseado por su habitante. Es posible que ese dominio no esté construido como un lugar de la familiaridad, sino más bien en la forma de una abertura, de un escape, de una fuga perspectivística y, para decirlo con el poeta modernista uruguayo, Julio Herrera y Reissig, pueda adoptar entonces la figura de una meseta, de un panopticum, de, finalmente, una «Torre de [o para] los Panoramas». La vinculación a tal dominio a la postre resulta reversible con respecto a todo aquello para lo que aparenta disponerse, ocultando de esta manera en su dispositivo la existencia de un designio mayor y más secreto. Entonces el escritorio es el taller de un «otro», donde en medio de la extrañeza y distancia generalizada se inicia el insospechado camino de la imaginación que ha de permitir una vida, la cual es, así mismo, la vida de un ajeno, determinada enteramente por la existencia de un doble. Marcel Proust (esta vez en Sobre la lectura) encuentra que solo es capaz de: Vivir y pensar en una habitación donde todo es producto de la creación y del lenguaje de unas vidas profundamente diferentes a la mía, de un gusto opuesto al mío, donde no pueda encontrar nada que me recuerde a mi pensamiento consciente, donde mi imaginación se exalta sintiéndose zambullir en las profundidades de una personalidad extraña.

La condición del sujeto contemporáneo es la de escapar de manera permanente a las coerciones; incluso a las que él mismo se impone. Y, entonces, a veces, en el interior del espacio de escritura denoda104

damente logrado se sueña una llamada que, proviniendo de un exterior, salvaje y verdadero como la vida misma, lograría «extraer» para siempre a tal lecto-escritor insomne fuera del propio ámbito artificioso (anti-natural) de la escritura (esa función que resulta virtual y quimérica, siempre). Es, de nuevo, un asunto fáustico, al que se habrá de volver una y otra vez, pues se encuentra asimismo implícito en la topología de tal encierro lo que es la propia emergencia en él de un vector liberador que pueda (y deba) llegar a disolver la formación neurótica de un espacio (y de un tiempo), que a la postre se revela perfectamente invivible. Y ello debido a la alta exigencia que en su contorno se condensa. Puede acaso leerse aquello que en su existir forzaría esta pulsión de escape en un poema del Corimbo, de Ricardo Molina: Una rosa perdida, no sé dónde me llama con su voz de abejas y de lluvia. Abandonar mi cuarto, los libros… ¿Qué sendero seguiré? La hora pasa.

Incluso para escritores que han fortificado al extremo el área donde transcurre su praxis solitaria, el «afuera» ofrece siempre una llamada que debemos considerar la irrupción de la «presencia» en el territorio circunscrito estrictamente con el estímulo de la fantasía y al imaginación; dispositivos ambos para verdaderos «oficios de tinieblas». Así lo sintió y lo expresa la propia Virginia Wolf en su cuento La muerte de la polilla, cuando hace que este animalito —que transporta en sí mismo el espíritu liberador de la materia cósmica— la venga a interrumpir en su «cuarto de lecto-escritora», llamándola hacia el exterior y hacia la vida. Engendrado en una habitación La presencia oscura y agobiante de aquel gabinete literario para infantes —y propiamente máquina o laboratorio de escribir saturado de tensiones utópicas y altas exigencias anímicas—, nos recuerda que el cuerpo de aquel príncipe, de haberse llevado a cabo tal «máquina», en efecto, se vería «abrazado», literalmente envuelto por una atmósfera de letras, de saberes, de libros, de folios, de plumillas, de tintas, 105

de imágenes también. Su vista no debía aparecer liberada, ni dirigida a horizonte alguno, que no fuera el propio de las tareas y trabajo que la aguardaban silentes. Es ese otro aspecto en que tal utopía sume al individuo, ello al reforzar el anillo protector y expulsar hacia un exterior a todo el resto de lo mundano. Y es que resulta que la visión de las vastas bibliotecas y espacios varios de trabajos de lecto-escritura, en cuanto ámbitos que son enteramente circunscritos y sujetos al dictado de una «galaxia tipográfica», siempre han estimulado a los letrados. Pero en la misma medida hay que observar que también los deprime; les hace palidecer ante la vasta tarea que a sí mismos se han conferido. Ello resuena, y es un ejemplo entre muchos, en la rememoración que de lo que fue su antiguo «encierro» y caverna bibiliográfica hace Pere Gimferrer en L’agent provocador: Aún me recuerdo ahora, en algún momento de los años sesenta, yo solo en aquella habitación (el santuario, y también el empalagoso sarcófago del cerco familiar) absolutamente emparedado, como el Fortunato del cuento de Poe […] acorralado entre muros llenos de libros.

Esta última determinación de signo opresivo, tiene como punto de partida mítico un momento de alta densidad semántica: el que se produjo en la extraordinaria Biblioteca Warburg en Londres en el año 1920. Sirve como prueba del carácter ambivalente, «fáustico» en esencia, que siempre se adueña de las concentraciones librarias y de los lugares de estudio. Fritz Saxl, el historiador del arte, cuenta la visita de Ernest Cassirer al Warburg Institute, gira que terminó precipitadamente cuando el historiador de las formas simbólicas comprendió la verdadera amenaza que para él se ocultaba en aquella biblioteca; biblioteca verdaderamente icónica en las tradiciones humanísticas occidentales: Esta biblioteca es peligrosa. Tendré que evitarla por completo, o podría quedarme aquí preso durante años.

En efecto, los «peligros» de una biblioteca, las derivas alienantes que pueden cumplirse en una vida de escritorio son muchas y de muy variada índole. Acaso entre todas ellas, en el Antiguo Régimen se consideró como culmen de lo letal el hecho de vivir entre libros, rodeado de ellos, sin alcanzar por ello a leerlos, o a entenderlos. En este caso 106

se convierten en auténticas «sombras de la escritura». La representación icónica de esta locura vana más famosa la podemos ver en esa antología o repertorio de las conductas irracionales («En este espejo debe mirarse todo género de humanos, hombres y mujeres», reza su prólogo), que es el libro de Sebastian Brandt, La nave de los necios. En su desarrollo escrito, el polígrafo alemán del siglo xiv escribe sobre la ilustración de un loco sentado en medio del reino de sus libros: Confío en mi biblioteca. De libros tengo gran tesoro, aunque en ellos entiendo muy pocas palabras, y los tengo en tal veneración que hasta los defiendo de las moscas… Me contento con ver muchos libros ante mí… Yo tengo muchos libros pero leo poquísimo en ellos. ¿A qué iba a querer romperme la cabeza y agobiarme completamente bajo el peso del saber?

Figura 17. Vanas letras.

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A pesar de estas inquietaciones, que disuelven el prestigio de la esfera lecto-escritora y la condenan como un territorio donde se ceba la vanitas, la inutilidad del esfuerzo que allí se realiza, concentrémonos por ahora en los significados de reunión y potenciación del ego (alejados de los que en contraposición revelan la angustia y el fantasma de la pérdida personal o la estúpida percepción de una conciencia autosatisfecha de su ignorancia), que el gabinete de letras en su antigua tradición también atesora. Ello hasta venir a dar en esa figura total, cerrada y monádica, de la egoteca (y recordemos el lema del autor de Los Miserables, que campeaba en su despacho y esto porque ciertamente allí reina el uno: «Ego Hugo»). Egoteca en la que el espacio todo adopta entonces la forma de la mente que lo ha dispuesto, viniendo a configurarse como una suerte de «aspecto» del alma de su poseedor. Que el estudio de trabajo del lector y del escritor es muy a menudo un espacio cuyas paredes la forman otros libros, revelará a las claras también lo que es la calidad retentiva, protectora y conservadora que debe asumir tal retiro construido de memorias. Hay, en efecto, necesidad de contacto fenomenológico con el «texto tutor», y los contracantos iluminados de los volúmenes en las antiguas librerías nos persuaden de que el libro es, también, una suerte de pintura (fictura), de decoración emblemático-alusiva a las tareas que en ella deban encontrar su lugar. En realidad, estas disposiciones, en lo que es su propio desarrollo escenográfico, acaban por configurar una suerte de «banda óptica» en que se envuelve, albergándose idealmente en ella, el trabajo de las escrituras. Ello también supone considerar las dimensiones textuales como una realidad física potencial en simbiosis con nuestros cuerpos. Ahí está para ponerlo en evidencia el deseo de Roland Barthes de arbitrar, como si de un auténtico «muro» y barra protectora se tratara, la colocación de enciclopedias y diccionarios, manuales y otros «libros de saber» en torno a su mesa de trabajo: Que le savoir soit en cercle autour de moi, à ma disposition; que je n’aie qu’à le consulter et non a l’ingérer; que le savoir soit tenu à sa place comme un complément d’écriture.

«Almas» todas ellas de difuntos, en todo caso dispuestas a la manera de ángeles sicopompos para conducir la mente en su viaje astral. Pero también evocación apotropaica de los dioses lares que han de proteger las vidas que a ellos se confían. Como esas estatuillas que, 108

atrayendo sobre sí la presencia de la Antigüedad y el Pasado, rodeaban la mesa de trabajo de Sigmund Freud, suspendiendo en el fantasma su exploración arqueológica de la mente. En el mismo sentido en que apunta esta fantasía de protección y encerramiento, de defensa y remisión a una matriz cálida, también las estanterías circulares de Michel de Montaigne, en su Torre de Montravel, refieren la existencia de un espacio de naturaleza monádica que, de modo perfectamente simbólico, se autoconstituye sin encrucijadas, sin «costuras», dispuesto a albergar el desarrollo de una labor intus, de un trabajo «de» o «del interior», en fuga permanente hacia una centralidad quimérica y hacia el sueño esférico de ser un único y potente centro de emanación, en que todo, al cabo, se condensa y se resume. El lecto-escritor habita el libro; y el libro acaba por ser en sí mismo la torre monteigneana. El libro —ese signo hiperculturalizado— se cierra sobre la vida, encapsulándola, como verbaliza en figura fulgurante el ensayista portugués Eduardo Lourenço: O libro de onde nâo saí é meu refugio, a mina torre.

El libro, su arquitectura rotunda, da a la escritura que se sitúa en perspectiva de imprenta este sentido de progreso en la labor hacia un centro; también de permanencia asegurada dentro de una tradición autoalimentada, cuyo concepto hay que tener y retener. Pues, en propiedad, quien escribe uno de aquellos no es sino el último eslabón de la cadena de quienes antes los han escrito también; y de esta manera su mente, en buena medida, debe estar determinada por lo que significa esta preexistencia de otras escrituras. Resulta ser con ellas con las que de modo inevitable parece preciso entrar en diálogo. De ahí esa tópica «posición de autor», que se sitúa perpetuamente ante los horizontes que configuran siempre otros libros; ubicado, emplazado permanentemente a vista de ellos, y sumergido por completo en la atmósfera que de los mismos emana. La compañía de los «grandes» —como entre todos lo es ejemplarmente aquel Cervantes que ilumina los trabajos textuales del castellano artístico— deberá necesariamente hacerse presente (aunque solo lo sea por vía metonímica) a quien escribe, y el lugar en que lo hace debe por fuerza acoger tal emergencia cuasi fantasmal. Su «sombra» será evocada allí seguramente en calidad de espectro benéfico, de amuleto, de fetiche, siempre. Puesto que, al cabo, aquel, sin duda, 109

es un genio familiar, un genio protector y el totem verdadero plantado en el espacio imaginario en el que acampa, en este caso, la tribu de los lecto-escritores hispanos. Paul Werrie a este respecto hace una observación peculiar sobre la alta prosa de Santa Teresa: «Se tiene siempre la sensación leyéndola, en castellano, de estar físicamente en compañía de alguien». Efecto de presencia; simulacros vividos que toman posesión del gabinete y lo convierte en algo abierto a otras dimensiones y presencias. Una alta tensión dramática se impone, pues, como forma de la dimensión ulterior a que el trabajo de la Obra se abre, al pasar, inevitablemente, por el estadio de culto a los Muertos. Todo tiene que hacer esa travesía de la lectura de los Muertos, que resulta, paradójicamente, la más vital y es, además, un enérgico reclamo, un talismán que actúa de modo benéfico estimulando la creación de la escritura propia. Alcanza a ser tan sensible, tan aurática, este tipo de presencias —la de los ausentes; el llamado «colegio invisible»— en que se organizan los pares de todo escritor (si es que se logra convertirlos en presencias auxiliares, «espectros» favorables en los momentos que preceden al desembarco en el escrito), que de Michel Montaigne es sabido que decoraba las paredes de su encierro en la «Torre» con las máximas de otras escrituras siempre puestas a la vista. El ámbito todo se dispone como una suerte de «greca» y liminar, incrustando allí ad aeternum los fragmentos más selectos y performativos de tal biblioteca así constituida, los cuales deberán estar siempre a la vista incisos y como «tatuados» en las paredes internas de ese organismo vivo que siempre es el studiolum, retroalimentando los sueños y reflexiones habidos en la cámara. De ello también hace reflexión expresa Miguel de Unamuno, en un parágrafo de su Diario íntimo de 1897: Tuve por mucho tiempo en mi cuarto de estudio dos cartones, un retrato de Spencer y otro de Homero, hecho por mí, a cuyo pie había copiado aquellos versos de su Odisea que dicen que «los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres, para que los venideros tengan qué cantar».

En sitio alguno resulta esto ser más cierto —ni las presencias silentes de otros libros más vivas y operativas— que en la ficción que Carlos María Domínguez construye sobre la Casa de papel: la ficticia casa de un erudito (el bibliófilo Carlos Brauer) está compuesta toda ella de libros en vez de ladrillos. 110

Figura 18. El verdadero hogar del lecto-escritor.

Tal asunto hace resonancia con el cierre que Walter Benjamin ofrece en su breve meditación dedicada al desembalaje de su biblioteca, donde dice: De este modo he ido construyendo ante uds. precisamente una de esas casas donde los ladrillos son los libros; ahora el coleccionista va a escurrirse de pronto dentro de ella: tal como sin duda debe ser.

Esto acaba por constituir la casa toda ella dedicada a la escritura en el espacio anacrónico (o, mejor, ucrónico) por excelencia. Pues se acumula allí y toma forma el pasado en búsqueda de algún presente. Eso por todo lo que se refiere a la «estirpe» en la que el escritor, por el hecho de serlo, siempre ingresa y recibe sus «órdenes», mostrando con este gesto lo que es su fidelidad al fantasma de lo comunitario, de la pequeña fratria que está a la base de todos los humanismos (dado que el escritor lo que siempre escribe, como ha observado Peter Sloterdijk en su Normas para el parque humano, son «cartas», misivas a los amigos distantes). Algo que ha de hallar su 111

confirmación en las Familiares (X,VI, 6), redactadas por Petrarca, donde desarrolla el tema de una concepción de la lectura (y, también, de la escritura, contestación de aquella) en cuanto «conversación» de índole personal con los santos, con los filósofos, con los poetas, oradores e historiadores de la Antigüedad precedente. Paso histórico al que el ingenio burlón de Lope de Vega también sacrifica, y esto en el momento en que, al introducir un profundo corte con la tradición dentro de la teoría de su Arte nuevo de hacer comedias, escribe: Encierro los preceptos con seis llaves, saco a Terencio y Plauto de mi estudio para que no me den voces.

Ciertamente, en el interior del estudio se pueden percibir las relaciones de simpatía con los grandes precedentes. Como también es posible sentir las fracturas y cortes ejercidos sobre una misma tradición; lo que, en este caso, señala en el escritor a un posible rebelde y conculcador de un canon. Pero evidencias de otro signo nos asaltan ante lo que es la visión de los studiolos conservados. Más allá de la estirpe de los iguales, el estudio acoge también una dimensión que podríamos denominar «genealógica», en cuanto en él son evocados otro tipo de espectadores; no totalmente imprevisibles después de todo: son los ancestros. Esta vez se trata de la presencia fantasmática y desplazada de los unidos por el lazo de la sangre. En efecto, desde el Renacimiento, en el gabinete se deposita en estratos una memoria que es personal, y que por lo tanto resulta familiar. En esto también tal espacio funciona de una manera archivística: santuario, pues lo es de una memoria que deberá proyectarse de modo necesario en nueva Obra. Podemos en este sentido traer como prueba el fragmento de Xavier de Maistre —de nuevo en su Viaje alrededor de mi habitación—, observación que el escritor consagra al busto del padre, bajo cuyo amparo dispone el discurrir de su escritura y sus trabajos todos de mediación por la letra, y, por tanto, también del recuerdo como operación inextinguible. Aquella efigie paterna siempre a la vista era para el pensador y escritor conservador, hermano del gran Joseph de Maistre: El diapasón con el que afino el ensamblaje variado y discorde de sensaciones y de percepciones que forman mi existencia.

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Alumbramientos y deseos se encadenan, como se observa, y así todo perfora, penetrándolo, el cuerpo fenomenológico del lecto-escritor que es, en realidad, un medium entre lo que fue y lo que viene; el lugar de confluencia entre los dos vectores fuertes que constituyen la identidad. Son esos mismos dos caudales temporales los que aparecen unidos en el bello texto dispuesto por Stéphane Mallarmé en su Igitur: Cierra el libro —apaga la vela— con el soplo que contenía el azar; y, cruzando los brazos, se acuesta sobre la cenizas de sus antepasados.

Aquí, en la cámara de libros, en el escritorio se insinúa una perspectiva en algo parecida a la que se extrae de un campo arqueológico. Walter Benjamin la piensa en la forma de un enterramiento que aguarda su futura revelación y, refiriéndose en su correspondencia a los «tesoros» de su biblioteca, los conceptualiza en cuanto que pasados enterrados en el presente: En los próximos años descubriré lo que han significado para mí algunas de estas obras; para muchas otras será necesario quizás mucho más tiempo. Al principio llegan a una especie de bodega, se entierran en la biblioteca: allí no las toco.

Centrados en lo que es el ámbito que envuelve y acoge la praxis, digamos que, en una medida u otra, el lecto—scriptor (siempre) se construye su propia máquina, su particular «mueble» de escritura (para volver a recordar aquel «Gabinete Literario del Infante de España) y laboratorio. E inventa subsecuentemente también los instrumentos y dispositivos que le permitirán rentabilizar sus desplazamientos, hacerlos más reconcentrados y operativos. Como es fama que hizo en el siglo xvii el mayor de los eruditos y especialistas en brujería de Europa, Martín del Río, quien necesitado de trasladarse por sus estantes repletos de libros y de informes, en ocasión de entrar en el período de redacción de su monumental Disquisiciones mágicas, se construyó para disponerse ante tales demandas un asiento-pupitre a pedal. Resulta más propio decir de estas máquinas o singulares muebles que, al final y reducidas al extremo, antes que de una movilidad se trata en ellas de la construcción de una suerte de «mesa de montaje». No siempre estas últimas son planas, sino que sus disposiciones resultan ser más bien innumerables. Recordemos un ejemplo próximo, el 113

Figura 19. Especies de escritorio.

de Miguel de Unamuno, quien se hace construir una suerte de doble bandeja que le sirve para leer y escribir en la cama. Aparataje que hoy yace en su Casa Museo, como el esqueleto de un animal varado en las riberas de la auténtica prehistoria del oficio del escribir. Decididamente la escritura, la praxis enérgica de la escritura, el desembarco en ella para lo que previsiblemente sean largos años, lo que primero demanda es la construcción de un ámbito. El cual es, más que nada, también un ambiente; puesto que se trata de un espacio hecho después de todo de afectos, y es, además, un lugar por donde, al cabo, han de circular las pulsiones y hacia el que deberá conducirse el cuerpo semoviente, en la asunción de una decidida postura fetichista y reconcentrada que da al lugar de la escritura el aspecto de ser un «tem114

plo» elevado a un dios personal. Narciso, sin duda. He ahí la divinidad secreta que ilumina la verdad íntima de tales ejecuciones y conductas. Da una muestra expresiva de ello, la pasión autoreferenciadora que siempre poseyó el espíritu de aquel gran ególatra que fue Víctor Hugo. Su escritorio, tachonado de espejos (¡Oh, Narciso!), configura un antro y un retiro donde el dios «yo» produce su textualidad; en el caso de Hugo verdaderamente oceánica, infinita. El modelo capsular del gabinete de estudio que hemos mencionado, da la pauta por donde idealmente debe de transitar la construcción de tal medio. Por ejemplo: señala en la dirección que atiende a cuál debe ser la peculiar conformación del universo acústico, en cuyo medio —o medium— la escritura se presentifica. Es esta una dimensión a la que ahora conviene atender. Y hacerlo, sobre todo, en orden a lo que el silencio ha significado siempre para los lecto-escritores. Y es de ese silencio del que se espera el que permita vaciar los depósitos de la fraseología vana; abandonar el lenguaje estabilizado de lo común y reencontrarse frente por frente a lo puramente poietico de la lengua. Maurice Blanchot, en su Le livre à venir, da cuenta de esta condición cuando escribe que: Para quien sabe entrar en ella, una obra literaria es una rica estancia de silencio, una defensa firme y una alta muralla contra esa inmensidad hablante que se dirige a nosotros alejándonos de nosotros… es la falta de silencio lo que revelaría tal vez la desaparición de la palabra literaria.

Esferología armónica del escritorio Una observación que se ha vuelto común, nos dirá entonces que, por lo general, a ese espacio de escritura no deben llegar —sino acaso solo amortiguados, lejanos— los sonidos del mundo. Y de ellos, de modo exclusivo, solo los que podemos considerar «naturales»; igual que de entre los artificiales serán candidatos a presencia aquellos únicos que alcanzan una calidad armónica, repetitiva, incluso monótona; y es de este modo exclusivo como estos pueden ser aceptados en la escena donde se opera la alquimia de la escritura. Walter Benjamin, una vez más, reflexionó sobre el acompañamiento sonoro de las tareas de la escritura. Lo hizo en su texto «La técnica del escritor en trece tesis», cuya tercera tesis reza: 115

Mientras estés trabajando, intenta sustraerte a la medianía de la cotidianidad. Una quietud a medias, acompañada de ruidos triviales, degrada. En cambio, el acompañamiento de un estudio musical o de un murmullo de voces puede resultar tan significativo para el trabajo como el perceptible silencio de la noche. Si éste agudiza el oído interior, aquél se convierte en la piedra de toque de una dicción cuya plenitud sepulta en sí misma hasta los ruidos excéntricos.

Pero lo cierto es que el ruido, pese a su naturaleza contrariante, puede convertirse también en un acicate para el ingreso en una «relación de escritura». Aquel, entonces, se alza como un obstáculo al que la abstracción de la escritura finalmente vence, sometiendo lo que constituye su fuerza irruptiva y encauzándola por los dominios del imaginario. Ello según una observación que hace esta vez Anatole France: El tumulto me es necesario; cuando estoy solo, leo; cuando me molestan, no puedo leer y, entonces, escribo.

Aunque —en una preferencia que también muestra lo que es la existencia de un envés riguroso, de otra polaridad (en este caso, de índole afectiva)—, es posible que se llegue a desear la proscripción absoluta de todo sonido. El silencio tiene sus prestigios, atesorados desde que él reina en las estancias más antiguas donde transcurren las tareas de lecto-escritura y reflexión productora. Harpócrates, su silencio enigmático, será evocado siempre, como hizo Alciato en su Liber Emblematum, por cuanto es aquella la divinidad suprema que reina en las estancias de la escritura. Acaso sucede que lo que es la huella sonora del mundo tal vez deba por completo desaparecer. Es bajo este supuesto, con John Cage, que el desideratum puede llegar a ser acceder a la pura vacuidad vibratoria; aquella de la celda acolchada en la que siempre deseó entregarse en clausura un Juan Ramón Jiménez. Según atestigua muy bien su carta al vecino de la calle Lista en Madrid, donde el poeta de Moguer da un seguro síntoma de que, en realidad, estuvo toda su vida poseído de una aguda hiperestesia: Muy señor mío de mi mayor consideración: Perdóneme si me dirijo a usted sin tener el gusto de conocerle, y, sobre todo para un asunto que, a primera vista, puede parecer infantil. Desde que ha comenzado el buen tiempo y, con

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Figura 20. Introspecciones. él, a cantar un grillo que, según creo, está en uno de los balcones de la casa de usted, no es posible en la nuestra —y la suya— trabajar por las tardes… He probado, antes de molestar a usted, una serie de remedios, y ninguno me ha dado, por desgracia, resultado… Lo único que me atrevería a rogarle es que si le fuese posible tuviese la bondad de trasladar al animalillo a otro balcón, con lo que proporcionaría usted un alivio considerable a mi cerebro…

Recordando esto, y acaso recordando también aquellas pantuflas de fieltro que regaló Marcel Proust a unos niños vecinos suyos, con el objeto de evitar el ruido de sus pasos, otro poeta, este de nuestros días, Aníbal Núñez, ironizó con lo que pudiera ser una pretendida intención de desalojar de manera terminante el mundo, el referente (en este caso sonoro) del espacio donde se gesta la representación. Una intención que debemos adscribir a una cierta exigente vanguardia de artistas, de la que bien podemos dar como ejemplos significativos, además de a Juan Ramón Jiménez, de nuevo al músico John Cage, quien, como se sabe, fue el constructor de una cámara de vacío, una 117

cámara aenoica, planteándose lo que podría ser el lugar absoluto de una insonorización: un «grado cero» de la señal y emisión acústica del mundo. Esto traza una suerte de dominio en todo caso disponible tan solo para encarnar una utopía, a cuya desideración, como decimos, el poeta Aníbal Núñez dedica una composición capciosa, esta titulada: «El poeta hipersensible Juan Ramón Jiménez en su gabinete insonorizado»: Aquí no hay quien escriba Te interrumpe hasta el corcho Que no deja de hablar de sus abejas.

En contraposición con el significativo hecho de que la obra totémica de la cultura escrita española, el Quijote, hubiera sido escrita en una cárcel comunitaria, «donde todo triste ruido tiene su habitación», se sitúan estas otras exigentes demandas, esta vez de a-sonoridad. Ello apunta de manera relevante al presumible origen y genealogía de tal particular silencio. Silencio que debe rodear la tarea de la lecto-escritura, y que nos parece mucho más vinculado en principio a lo que es el tacere, de signo ascético y monástico, que a su propia sobredeterminación en la forma mística por excelencia de un silere. En efecto, se trata sobre todo de interrumpir el diálogo preestablecido con el mundo, al objeto de abrirse a la autognosis y liberación de un lenguaje interior que pueda dar cuenta de él en otro registro. Es esa la tarea del escritor, con prioridad sobre la de abordar el más radical objetivo de aniquilar la producción misma del lenguaje; vaciándose de representaciones para ser ocupado finalmente por «lo otro», en forma de infinito silencio. Ideal total que sería el propio objeto de una mística de raíz molinista, quietista y alumbrada. Actitud mística, por lo tanto: extrema, incompatible con la práctica deseante y extremadamente narcisista y compensatoria que la escritura siempre es (por más que sean los propios místicos ellos mismos ejemplo de hiperescritores). Se diría del silencio en que se encuentra o debe estar envuelta toda cella monacal, que es una pre-condición de la escritura. El interior muerto y apagado de la sala de estudio logra autoexpresarse, representándose al modo mismo en que así ha sido concebido por los artistas plásticos en numerosas ocasiones, en cuanto lo que también es: una peculiar naturaleza muerta, en la que, en lugar de los frutos silentes, yace el intelectual absorto en sus cogitaciones. 118

Figura 21. Silencio: se lee, se escribe.

La escritura, se ha dicho, es un ritmo, es preciso encontrar la particular rítmica que todo escribir posee; entrar en ella supone, pues, la necesaria creación de un particular fonotopo (incluso deshabitado de sonido). Algunos escritores lo han logrado a través de un metrónomo, también de un reloj de péndulo que desgrana las horas: el Tiempo debe convertirse en tempo; este es el mandato. Más frecuentemente, ello sucede por medio del jazz o de los cuartetos para piano de Eric Satie, el «Bolero» de Maurice Ravel y, en casos de dificultad extrema, una marcha de la Wehrmacht o de los Coros del Ejército Ruso (según preferencia ideológica). El texto es, así, huella mnémica de un ritmo perdido; pero puede ser también producto cifrado de una música —es­ta acaso inaudible—, que los poetas órficos pretendieron que era de carácter cósmico, dotada de universales resonancias. El deber para aquella falange de máxima altura, que realizaba con toda conciencia la aproximación entre el lenguaje y la música, consistía en «sintonizar» con la armonía mundi. Se hacía preciso situarse en la dimensión 119

misma de una «música de las esferas», y conectar entonces con una pulsión universal, como aquella que recorre la única cuerda con que está construido el «monochordium» divino. Pues este era el instrumento inventado por el jesuita Athanasius Kircher para revelar que el sentido totalizador del mundo se percibe en la interpretación del sonido que sale de lo que es su una única cuerda. Los grandes orfebres del lenguaje son, siempre, «escritores de oído»: ocurre que han logrado captar el substrato armónico que subyace en todo sonido (o en su misma ausencia) y lo imitan y acompasan en su textualidad propia. Este es el hecho.

Libido scribendi Generada, sí, en medio del silencio (o del ruido), la escritura es también producto, sobre todo, de la temperatura libidinal. Y querremos con esto decir que el cuerpo que la asume en su ejecución de destino tiene que estar tensado por la energía de aquella singular vitalidad que le convierte en «máquina deseante». Todo le conduce a depender extraordinariamente del tiempo, de las estaciones; pero también de la presencia del calor o del frío. Son aquellas condiciones las que, en el fondo, determinan los períodos de creación (fluidificando la escritura) o de preparación y documentación (los inviernos rigurosos en que de antiguo suelen transcurrir los estudios, estos en cuanto volcados en las reservas y «graneros» de la letra). Ciertas obras se hacen en medio del frío, intempestivamente, a contratiempo, como es fama que escribiría Antonio Machado sus Campos de Castilla, en los inviernos helados del año 12, 13 del novecientos, en la altamente frigorizada habitación de una pensión de la ciudad de Segovia. Tan gélida que, según cuentan, en las noches de invierno en que escribía, terminaba abriendo la ventana para que entrara un poco de calor en la estancia. Esto sería una suerte de escritura «a contramadre», algo que el propio Walter Benjamín pudo experimentar cuando le confiesa por carta a Theodor Adorno que «si abro las cortinas, la calle es testigo de mi escritura; si las cierro, me veo expuesto a los engendros climáticos que provoca una calefacción central que resulta imposible desconectar en un otoño primaveral». Justo estos son la incomodidad y el tipo de bloqueo que el propio crítico no encontraba de ninguna manera en lo que era la notable disposición de Goethe para 120

el control de todo lo que pudiera darse situado esta vez como a «favor de obra»; y ello debido a que el poeta alemán habría emprendido sus ciclópeos trabajos con la ilusión incluso de «poder integrar el clima en su vida lúcida y creativa». Así aparece, en efecto, que hiciera también el gran Aulo Gelio, de quien el poeta argentino Arturo Capdevila traza el retrato sereno de un hombre que se encuentra enteramente poseído de su destino de escritura: Aulo Gelio, feliz bajo Elio Adriano, autor preclaro de las noches áticas, que en plácidos inviernos escribiste, seguro de tu dicha y de tu fama.

Diríamos de la determinación escrituraria, con todo, que, en cuanto acto que posee una resonancia mitológica, habría de tener idealmente en el curso del tiempo primaveral su estación determinante y de máxima productividad y agencia. Y, ciertamente, hacia pensar eso mismo nos inclinamos (aunque válido solo en lo que se refiere a la órbita del orden antiguo que exploramos en estos primeros capítulos), habida cuenta de lo que escribía el propio Fray Luis de León en lo que es su introducción a Los nombres de Cristo. En este texto «sagrado» de las tradiciones escritas hispanas se encuentra una suerte de «poética del comienzo» —o de los comienzos y del comenzar—, y en ella se significa con gran aparato de precisas referencias el momento perfecto, ideal, en que debe dar inicio el lento trabajo de la escritura. La máquina deseante de crear sentidos se pone de pie en la aurora de un mundo que conoce que: El día era sosegado y purísimo y la hora muy fresca.

Pero hay que escuchar también a Lawrence Durrell en sus inmarcesibles Cuartetos (de Alejandría). Pues, entonces, nos convenceríamos de qué modo tan alquímico los días y los climas de la ciudad egipcia pasan a la escritura del británico, donde acaban por conformar allí la arquitectura tonal de los Cuartetos: In the great quietness of these winter evenings there is one clock: the sea. Its dim momentum in the mind is the fugue upon which this writing is made.

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Todo ello son prevenciones que influyen en los afectos; que forman o alientan el complejo campo de las emotividades: aquellas que es preciso suscitar para el siempre desmedido trabajo de producir la Obra y desproducir el Mundo entorno a ella. Lo somático se vincula entonces a una condición ideal, sublimada, la cual permite la final abertura de las «fuentes» de la escritura, así como también, el tiempo —que en todos los sentidos es igualmente de excepción— de la lectura. Puede parecer extraña una nueva alusión al espacio, esta vez de carácter ideológico, y ello porque todo lo que rodea la escritura, y que no es todavía ella misma, pasa inmediatamente a la calidad de nebuloso, indeciso. Lo cierto es que se mantiene todavía, en cuanto afecta a ese campo, un cierto aroma romántico de tabernas y lupanares en un clima impreciso y arriesgado. Y, sin embargo, es la hora de decir que la escritura se encuentra decididamente vinculada, a través de innumerables formulaciones suyas, a la esfera de protección que ofrece desde los tiempos de su constitución el hogar burgués. Algo más: es en ese mismo espacio donde ha logrado culminar su periplo todo el sistema mismo de las antiguas Bellas Letras, organizadas en campo específico de la Institución Literatura en el siglo xix. Las Letras han sido producidas en el pasado por un índice acumulado de confortabilidades, las cuales rodean como una organización defensiva en profundidad el hecho del escribir. Todavía sobreviven algunos catálogos de aquellas instalaciones de mundo, que hoy comienzan a parecernos ya exóticas. Roland Barthes, en su Journal d’Urt, del 18 de junio, por los años sesenta, deja constancia de un pequeño inventario de acciones, situaciones y objetos que, sobrenadando en su atmósfera burguesa, sitúan en el centro de la misma —y al hacerlo lo cierto es que la protegen— su propia escritura: El tiempo (muy bueno, muy liviano), la música (Haendel), la anfetamina, el café, el cigarro, una buena pluma, los ruidos domésticos…

Es esta evocación de la casa (acaso, propiamente, hogar), verdadero trasfondo de lo ofrecido por el semiólogo francés, lo que la hace pasar por preciso centro espiritual donde en particular los grandes, los potentes escritores del siglo xix concibieron sus también grandes, titánicas y desmedidas, obras. Fue aquel el siglo escritófilo por excelencia, —pues fue la época que extendió democráticamente la escritura—, 122

haciendo de la lectura un poderoso mecanismo de la integración del yo y la construcción de la subjetividad. El hábito burgués, el alma de «tendero» (Flaubert dixit) casi, lo cierto es que favorece la disposición que hace emerger un sentido avariento, intenso y gozoso de la propiedad intelectual y el trabajo bien hecho, en demanda de tranquilidad. Como observa el filósofo francés de las intensidades vitales: son necesarias gafas, calor, café… Elementos todos que colaboran a la integración de un espíritu, que ya no se pierde ni dispersa en la mundaneidad, sino que elige cuidadosamente sus metonimias fetichistas, sus objetos desplazados. Todo esto acaba por conformar el circuito virtuoso que se deja encerrar en la beatífica palabra: hogar. Y es en nombre de la protección que esto otorga, lo que al fin determina y resulta también ser una de las causas más poderosas que encauzan la producción laboriosa de la escritura; generando en última instancia aquello que es posible encontrar de «placer» en el texto (Roland Barthes) y de objeto en el deseo. Algo que, sin duda, Giovanni de la Casa, en su Galateo, había preludiado en un lejano Renacimiento, en que ya dejó escrito: Todos mis proyectos tienen como objetivo poder vivir en la quietud y en el sosiego, con ocio y comodidad para quedarme entre mis libros en mi despacho, cuanto tiempo me plazca.

Miguel de Unamuno refiere en muchas ocasiones en sus escritos esta misma pulsión, que pensamos es constitutiva de la vieja virtud de la serenitas, la cual adornaba siempre a los escritores de cuño. Y es que aquel constructor de intimidad y apasionado de sí mismo se complace en habitar una suerte de omphalos, rodeado en este caso por un doble anillo protector. En primer lugar el de la propia ciudad conventual, Salamanca. Ciudad, «república de las letras», de la que a estos mismos efectos se podría también afirmar aquello que ha sido dicho de la Königsberg en que habitó Enmanuel Kant: Un remanso de tranquilidad absoluta, como un lugar apto para reflexiones, sin perturbaciones de ninguna índole acerca de lo que fuera de ella agitaba al mundo.

Pero, también, en el interior de tal ciudad en que habita Miguel de Unamuno se encuentra otro círculo: el de su propio hogar 123

protegido, gozado por el filósofo y grafómano en medio de las tareas maternales de las mujeres, que siempre apreció en la medida antigua en que se apreciaban estas cosas. Y es que entonces es la casa misma la que, como un órgano, respira a las órdenes de su creador. Asegura capacidad de potenciar el ánimo aquella observación atribuida a Heráclito y relativa a su preferencia por situarse y pensar junto al horno de su casa: «También aquí están presentes los dioses». En numerosas ocasiones, la cella originaria rompe su matriz monológica y se expande por toda la casa construida, convirtiéndola así toda ella en esa verdadera «casa literaria». Esta misma disposición tenía aquella lujosa y decadente mansión creada por el personaje de J.-K. Huysmans en Al revés. En ella el artista y escritor se diría que se deja «envolver» en su mundo-crisálida, alojando en el centro la práctica secreta de su arte. Algo que también se deja vislumbrar en ese texto fundamental que es el de Edmund de Goncourt, La maison d’un artiste, descripción de una mansión real que actúa como «máquina de sueños». En sintonía con todas estas visiones, el despacho de nuestro filósofo de la contradicción existencial, Miguel de Unamuno, se configura como un «suplemento» de la Casa, próximo a lo que son sus centros imantados. Es esta la concepción espacial que se opone radicalmente al resto de articulaciones más o menos públicas donde se realizan otro tipo de trabajos; el resto de trabajos que es posible acometer en el mundo cuando exceptuamos la lecto-escritura. Allí, en aquel que es núcleo singular, como una nínfula sometida a inauditas metamorfosis, labora y secreta la «miel» de su texto el esforzado productor simbólico, rodeado como está por los muros protectores que le convierten en el Minotauro de su propio Laberinto. Hemos dicho «miel». Ciertamente la atribución procede de esa bella observación de Walter Benjamin que ve la figura de Marcel Proust referida a su existencia en un auténtico «panal» de elaboración; «colmena» productiva, pues aquel era quien ciertamente «construía con los rayos de miel del recuerdo una colmena para el enjambre de los pensamientos». En todo caso, se trata de ese tipo de mundo por completo consagrado al cultivo interior de una suerte de savia, que arrancó estas admirativas expresiones del humanista Gilles Corrozet, en sus ya muy lejanos Blasones domésticos, una obra de 1539: 124

Figura 22. El laberinto de las palabras.

Et briefvement: Estude saincte et belle, Estude bonne, Arche spirituelle, puis que tu as si grande dignité, tant d’excellence et tant d’authorité, et qu’en toy gist si tressouuerain bien, que la maison (sans toy) ne seroit rien. Tu as donc mys en honneur ce pourpris parquoy sur tout tu doibs avoir le pris.

Aquel tipo de «construcción» histórica y «casa para el espíritu» que en estos versos se reflecta, hereda una noción del estudio antiguo como destilador de la ejemplaridad moral y la disciplina espartana que, en efecto, cumplía en lo que era la era clásica y cristiana. Tiempo histórico de carácter singular, en que la lecto-escritura se presentaba como práctica de la virtud civil. Muchas de la «moradas» de la escritura se 125

han configurado entonces como enclaves espirituales de un bien ordenado mundo en derredor, y ello ha podido suceder incluso con preferencia sobre las tipologías de espacios marcados por la insularidad y la desconexión con el común y sin contacto con alguna suerte de exterioridad. Solo en ocasiones que resultan ser históricamente comprometidas, la escritura se realiza en un medio hostil rodeado de aquello que se combate, como resulta ser el caso de Walter Benjamin, quien intencionadamente ubica su pequeño taller de escritura —situado en Berlín Oeste—, en el seno de los barrios conservadores, desde los que escribe como un revolucionario para revolucionarios de la historia. Con todo, los refugios solipsistas no se han prodigado, si revisamos una historia general de las prácticas de lecto-escritura y, al contrario de esto, solo emergen en un momento muy peculiar de esa misma evolución de los tiempos. En cambio, puede constatarse que un hilo sutil y, en cualquier caso, una proximidad metonímica une, por caminos que podemos considerar relativos al deseo y a la libido, los laboratorios de la escritura con el resto de lo que es la organización del espacio doméstico; lugar del drama de la intimidad con el que, de cierto, deben ser a la postre vinculados. Resulta ser verdad, por ejemplo (y el ejemplo, en este caso, es maestro), que Don Benito, «el garbancero», Pérez Galdós también solía escribir «entre pucheros» (como en otro tiempo lo hacía de igual modo Santa Teresa), y oía acaso el bullir de la sopa caliente mientras desgranaba el fresco narrativo, de tan poderoso aliento, de sus Episodios nacionales. Podemos suponer en aquel proto-escritor, síntesis y espejo del empleo en tal oficio en su época, lo que es, incluso, una decidida preferencia por escribir al lado de los «cuartos bajos» de la casa, en la cercanía de lo que llamaríamos el antiguo «ángel del hogar», la mujer, la madre, la esposa, (todo ello, de nuevo, entendido a la antigua usanza). Divinidades lares que custodian las tareas de la imaginación y el sueño, haciéndolo con la apelación directa que siempre formulan a lo elemental y básico del mundo. Pues si bien la mujer históricamente no ha sido sujeto de escritura, al fin, para ciertos varones, no cabe duda que es su destinadora ideal, también su verdadera inspiradora. Roland Barthes, inflexionando sobre el agudo caso que a este respecto presenta Franz Kafka, repara a propósito de ello que la presencia de la escritura entorpece, bloquea y a la postre llega a impedir por completo en el escritor el desarrollo de la pasión venérea, amorosa. 126

Pero es también verdad que aquel mismo escritor, a través de una deriva compleja —y hasta en última instancia parabólica—, suele reponer y entronizar de nuevo aquella emoción y primer motor de lo humano, que es lo dictado por Eros. Si bien es verdad que ahora lo hace en la forma de un ideal, proyectándolo en la escena quimérica del imaginario, donde ha de vivir preservado de toda contingencia, sometido a complicadas reelaboraciones mito-poéticas. Se recordará, a los efectos de una suerte de residenciación de la escritura en el círculo mágico del hogar, la muerte de Marcel Proust, en medio de la cama revuelta con los folios cayéndose y él gritando en la agonía «¡madre!» «¡madre!». Escena que se ofrece como ilustración de esa vinculación directa entre los dos principios a cuya sombra se hace pasar el sentido de una vida letrada (y herida). El amor sublimado por otra mujer, esta vez la abuela, que en último extremo genera y origina la conducción misma de lo contado en En busca del tiempo perdido, sugiere el camino de una apelación directa a una madre real y próxima espacialmente, que pudiera venir a interrumpir la vida entregada al arte, y alcanzara entonces a devolver amorosamente al hijo al mundo del silencio y del no-ser, del que en última instancia lo había sacado en el acto mismo de darle la vida. El lar, el hogar es, en efecto, espacio superior de lecto-escritura, y la muerte de Miguel de Unamuno volcado sobre la mesa camilla de su salmantina casa familiar de la calle de Bordadores, mientras su pluma se desliza de las manos y sus zapatillas se queman en el fuego del brasero, nos lo recuerda con una nota forzosamente enigmática y, por tanto, significativa. El escritor, efectivamente, «cristaliza» —debe hacerlo— en su scriptorium; y este se configura siempre como un dominio abierto a dos dimensiones: una la imaginaria y la infinita, y otra, la próxima, la que se encuentra en contacto con los centros esenciales de una vida que podemos considerar la real. Ello la tradición lo deja consignado desde por lo menos 1633, momento en que Rembrandt, rehaciendo una imagen de Suruge, graba su «filósofo meditando»; obra de arte en la que, en efecto, la tarea intelectual se representa en tanto ocurriendo en la proximidad de una gran cocina en la que una mujer trastea. Un polígrafo de nuestros días, Ezio Raimondi, escribiendo un libro de memorias de los libros y del trato que con ellos ha tenido —Le voci dei libri—, reafirma esta rara vinculación tantas veces secretamente insinuada: 127

Questa contiguità fra libro dotto e contesto domestico, fra il piacere della scoperta intellettuale e l’odore di soffritto che veniva della cucina, faceva sì che la mia cultura, quanto più si distaccava dal sapere artigianale e quotidiano, tanto più ne restava come segnata e trovava nuove ragioni di intreccio.

Al cabo, la biblioteca personal, el escritorio, en efecto, como lugar solemne y como espacio doméstico, se sitúa entre un templo construido para el ideal y una cocina que debe proveer las condiciones materiales. Estrategias protectivas Al evocar la casa convocamos, acaso sin quererlo, el mundo del corazón, las disposiciones y recorridos hiperbólicos que este instrumenta al objeto de poder enfrentarse a la siempre temible «página blanca». A menudo, aquellas mismas construcciones afectivas —las «precondiciones» de la escritura, las hemos llamado— son el escenario por donde los sujetos masculinos —prioritarios servidores del escrito hasta hace poco—, hacen entrar el espectro de lo maternal y femenino. La protección femenina ha planeado tradicionalmente sobre estos ambientes y gabinetes de trabajo en donde es la mujer quien aparece en calidad de fantasma o, tal vez, de fetiche. Posicionamiento fantasmático pues de lo femenino a lo que, al final, habremos de volver, esta vez en una imagen de cierre. Si, no cabe duda, mucho del dominio que tiene que ver con las letras circunscribe su naturaleza a un espacio de caracter claramente protector y asegurado. Y, si atendemos a las observaciones hechas por los Goncourt, aquellas trazan su existencia moderna en medio de una distensión producida por el confort burgués operando a través de todo el cuerpo. Resultado decantado de una economía reguladora, que equilibra siempre polos o potencialidades las cuales podrían entrar en conflicto, por cuanto si, por un lado, como observaba el propio Flaubert, «el escritor debe vivir como un burgués» (puesto que ello facilitará su praxis específica); por otro, ese mismo burgués está obligado a «pensar como un semidiós». Y, de proseguir en esa misma estela abierta por el «titánico» Gustave Flaubert, en realidad se hace evidente que a quien trabaja en representaciones de carácter textual se le exige pronto alcanzar el «temperamento de un Hércules». Acaso 128

este sea el condicionante insoslayable de la tarea de aliento de la escritura, al estilo de la que emprendieron los grandes decimonónicos; algo que adquiere de suyo características ciclópeas y que se ratifica en la leyenda heroica que rodea al género de los escritores del exceso, a los «titanes» de la pluma. Y es que, en efecto, como aseguraba Paul Valery, «la forma cuesta cara». Los Episodios nacionales no es posible escribirlos en el filo de una silla desvencijada y con los pies fríos. Se puede intentar; aunque no resultará. Las zapatillas, el brasero, el gorro de dormir de Zola para escribir…; la cama mullida y el chocolate caliente que se hacia servir Valle-Inclán, eso antes de sumergirse en profusas lecturas que le habrían de conducir a nuevos engendramientos fantasiosos y a representaciones textuales de alcance, son todos emblemas de un tiempo ciertamente ido.

Figura 23. El habitus «hace» al monje. 129

Aquello sucedía en la hora, que entonces sonaba, de las grandes, de las ambiciosas obras para las cuales había que prepararse denodadamente, adquiriendo tal proceso la forma de unos verdaderos «ejercicios espirituales». Lo que ha sido una alusión última a la cama valle-inclanesca, instrumento o «máquina» enfáticamente situada en el centro de la vida de algunos caracterizados escritores (que adquieren la categoría de escritores «acostados», como lo fue Juan Carlos Onetti, practicante de una lecto-escritura «de lecho»), revela la existencia de una postrer polaridad bajo cuya tensión dinámica se construye gran parte de la vida de gabinete. Pues, en efecto, la alternancia en proximidad de la cama y el pupitre de escritura, permite una distribución locativa, una configuración complejamente ambivalente y polar del despacho dotado de dos líneas de diferente fuga. Ubicación rígidamente estructurada a partir de la constatación de la existencia en aquel de una doble afección, que vemos sugerida por tales muebles. La mesa de trabajo se convierte así en el lugar de la responsabilidad; mientras la cama lo es de un cierto destensamiento y descompromiso hacia todo aquello que de modo tan neurótico allí se residencia, depositándose en sedimentos, hora a hora, en la superficie del escritorio. Los dispositivos, en cualquier caso, parecen como fusionados finalmente en una tradición larga que tiene una de sus estaciones en la especial configuración del cuarto de trabajo llevada a cabo por Goethe, y respecto a la cual Walter Benjamin observaba: Porque este despacho era la cella del pequeño edificio que Goethe destinó solo a dos cosas: a saber: al sueño y al trabajo. Es impensable lo que significó la vecindad del minúsculo dormitorio y de este despacho que también parece un dormitorio. Así, mientras que Goethe trabajaba, solamente el umbral lo separaba, tal como si fuera un escalón, de su trono en la cama. Y, cuando dormía, a su lado estaba esperando su obra para librarlo cada noche de las muertes.

Al fin: intensidad descriptiva de esta configuración bipolar, cuya centralidad el propio Benjamin decide finalmente otorgársela en su propia vida a la cama como espacio privilegiado del trabajo intelectual: Hay que añadir que, en parte a causa del espacio, en parte a causa de la temperatura, todo trabajo que exija un poco de concentración solo lo puedo hacer en la cama donde, de hecho, a veces me repliego completamente.

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El filósofo alemán nunca dejó ciertamente de hacer notar la presencia de esas camas en las proximidades de los escritorios, incluso, en cuanto abiertamente convertidas ellas mismas en el dominio singular donde realmente «ocurre» el hecho lecto-escritor. Lo anota como otro ejemplo paradigmático en su texto sobre el «linage proustienne», cuando ello concurre, como es fama, con la redacción de la chef de ouvre de la Recherche: Por segunda vez se levantó un andamiaje como aquel sobre el que Miguel Ángel, con la cabeza hacia atrás, pintaba la Creación en el techo de la Capilla Sixtina: la cama sobre la que Marcel Proust enfermo, a mano alzada, cubría con su escritura las innumerables hojas que dedicó a la creación de su microcosmos.

No estamos lejos aquí —en lo que es esta proximidad y desplazamiento de contiguidad entre el pupitre y la cama— de aquello que vemos visualizado en las más antiguas viñetas alusivas al trabajo intelectual. Como esta del siglo xv que ilumina un pergamino con los tratados de San Agustín, y que sitúa al santo en un espacio que reúne emblemáticamente los elementos verdaderamente significativos para lo que el Cuattrocento pensaba que debía ser el sostenido ejercicio de las letras:

Figura 24. Ergástula ideal.

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Nuestros protocolos —los de este tiempo nuestro—, colocados en esta dimensión comparativa —es hora ahora de decirlo—, se han ido adelgazando, al paso mismo que disminuye el peso de las obras de nuestro hoy, que ya no se reclamarán en su venir a hacerse de ámbito alguno que deba suponer especial calidez y clausura. La propia percepción de una tensión inherente al acto de lectoescritura, como hemos visto, amenaza con perderse. Ya no se podrá decir con justicia que uno «entra» en escritura; que «entra» en literatura como si lo hiciera en un antigua orden monástica. Como, por otra parte, tampoco se ha hecho frecuente al día de hoy que alguien «entre» en religión. La postmodernidad, en buena medida, es eso: pérdida de la masa crítica de las cosas, desvanecimiento en un aire de hiperrealidad de todo aquello que antes era (o parecía ser) sólido y que, en el caso que abordamos, acompañaba con su presencia el ámbito de los trabajos del espíritu, prestándoles a los mismos una suerte de afectación «escenográfica»; en realidad: produciendo su «puesta en escena». Lo que eran aquellos antiguos, poderosos, «teatros» de la escritura se han venido a simplificar drásticamente en nuestros tiempos. Era, época, esta nuestra, en la que nos habremos de ver inducidos por nuevas tecnologías instrumentales a la idea de que cualquier ocasión, cualquier lugar, resultará al cabo apto para la generación del texto. Pues será este, en cuanto inscripción visible y oportunidad comunicativa, lo que importa ahora, y nada ya lo que es el propio proceso que conduce hacia ello, la determinación y el rumbo cualesquiera que sea que respecto a esa tarea adopte una vida. De hecho, cada vez más la escritura (y, también, la lectura) la encontramos asociada a lo que los neo-antropólogos llaman no-lugares: las salas indefinidas, los espacios comunes, los lugares dispersos y acéfalos de tránsito donde se trazan, prácticamente en el aire, los signos de una semiosfera que al cabo ha devenido un poco fantasmal, desrealizada en su conjunto. El «calor se retira de las cosas», decía Walter Benjamín; la frialdad afectiva se extiende, por consiguiente. También lo hacen las soledades forzadas y sin objeto propio, el distanciamiento y moderación postmodernas respecto de las pasiones y de las dedicaciones… Cede la intensidad y lo hace también la presencia. Efectos directamente provocados en los últimos estadios del capitalismo, que delatan una intensa modelización operada sobre los entornos de producción (en este caso 132

de bienes simbólicos). De una nueva necesidad de alojamiento es de donde, en realidad, se deducen los principios constructivos que hace tiempo rigen en los recién surgidos espacios ergonómicos por doquier creados. Y estos mismos son los que también acaban por condicionar lo que es la arquitectura maquinal y funcionarista, la cual, al final, se ha impuesto en los ámbitos más comunes de una vida encaminada a ser regida dentro de una esfera enteramente domótica. Los puestos de lecto-escritura modernos y, finalmente, la interfaz casi desnuda, brusca, enteramente desritualizada, con la computadora, transmutada en un espacio alotópico de estructuras blandas que se diluyen ante la mirada, reconstruyéndose indefinidamente bajo principios esferológicos y figuraciones espectrales, al afectar casi exclusivamente a una inervación óptica, conforman ciertamente los paisajes de algún modo a-sensitivos del hoy. Todo ello, se puede suponer, implica otros procesos, en los que ahora no desearíamos entrar, limitándonos aquí a establecer lo básico y estructural en lo que es la arqueología afectiva e instrumental de ese gesto —todavía en algo «manual»— al que llamamos «escribir», también de aquel al que todavía denominamos «leer». Estados de ánimo Estamos revisando el momento preparador de la escritura, todo lo que determina este campo de actividad y maniobras y que lo acompaña, suavizando la exigencia que en la forma de lucha agonística se debe forzosamente desarrollar en tal escena (siempre que la situemos en el pasado, en el antiguo régimen de las letras y de los letrados). Y es que, en todo caso, siempre hay decisiones graves que tomar atingentes a ello; es decir, con vistas al mundo que, en efecto, se conduce hasta la orilla misma del otro mundo que se pretende abrir. Es en este su propio sentido, que podemos incluso decir que el sistema alimentario (régimen de lo dietético, en el que finalmente tampoco entraremos) queda también vinculado al constructo fantasmático o simbólico que rige la lecto-escritura, manifestándose lo que es una verdadera estrecha dependencia uno del otro. De nuevo, es Xavier de Maistre quien ha ejemplificado, en este caso, el cortocircuito que la alimentación puede suponer para el fluido del pensamiento y, consiguientemente, de la escritura: 133

Estaba sentado cerca del fuego, después de cenar, encogido en mi traje de viaje y entregado voluntariamente a toda su influencia, esperando la hora de la partida, cuando los vapores de la digestión, llegando al cerebro, obstruyeron de tal modo los pasos por los cuales las ideas se dirigen viniendo de los sentidos, que toda comunicación se encontró interceptada.

Una vez que nos hemos introducido en este ámbito intensamente personalizado de lo que hemos llamado lo afectivo, lo somático, lo que corresponde a lo orgánico también, nos encontramos con la necesidad de crear o disponer un mundo que, naturalmente, se puebla de objetos, de cosas, de actitudes y agencias singulares, o que, alternativamente, a lo largo de la historia, se ha podido colmar también de su desocupación, de su ausencia. Por otra parte esto último también no menos relevante a los efectos de lo que tratamos. El imaginario lecto-escritor se escinde a este respecto de nuevo en dos vectores bifurcados, y ambos se diría que se han separado de modo antagónico; pues, en efecto, son dos las grandes actitudes a la disposición, con respecto a lo que es ese mismo campo o mundo objetual, el cual rodea el hecho de una vida que debe sacrificarse en aras de la representación de sí misma. O se actúa en medio de la desnudez o, por el contrario, la posición de escritor entra en demanda de una plenitud y presencia pletórica de los fragmentos de ese mismo mundo, ello en el momento del gran alumbramiento de la escritura o de la apertura del espacio concedido a la lectura. «Quisiera envolverme en un Rastro», decía Ramón Gómez de la Serna, soñando con una suerte de cueva mágica, que finalmente el escritor con gran voluntad performativa llegará a poder materializar en aquellos sus «torreones», los cuales fue situando a lo largo de su vida en dos continentes, a uno y otro lado del Atlántico. Concesión por parte del escritor al «bibelotismo», que hace reposar en el objeto una auténtica narración que perfora los años y atraviesa incluso los siglos, hasta llegar al ámbito próximo del maestro en escritura, sin duda para iluminar los caminos de su imaginación. Pero hay otra perspectiva, desde luego; visto desde ella resultará que el vacío tiene también sus decididos partidarios. El escritor de raza teme la hipertrofia del lenguaje, y teme también su conversión en escombros verbales que puedan cegar las fuentes de la inspiración. Lo ha declarado Roberto Calasso recientemente: 134

Porque una de las enfermedades más graves que padecemos es el Lleno: la enfermedad de quien vive en una continuidad mental ocupada por un torbellino de palabras entrecortadas, de imágenes tontamente recurrentes

El escritor cubano Severo Sarduy, por ejemplo, era uno de aquellos. Para empezar a llenar las páginas debía previamente, como él observa, «hacer el vacío» alrededor e, incluso, vaciarse a sí mismo; es decir: «desnudarse», alcanzar una suerte de disposición originaria y supernatural desde la que poder afrontar el archivo repleto de una cultura artificial que, en todo caso, exige un gran nivel de abstracción a quien desea penetrar en él. Para hacer el tipo de página lujosa y barroca que le caracteriza, aquel gran escritor adoptaba una disposición casi zen, oriental, despojada. Escribe: Ante todo, hacer el vacío. Al instante, compulsivamente. Que nada se olvide sobre la mesa, que no quede ni una mota de polvo sobre los muebles, ni un solo cuadro en los muros. Vacío, desnudez.

Podemos perfectamente suponer a Juan Ramón Jiménez, en esta línea, como otro más de entre los fanáticos del vacío, y de entre la misma variedad y clase de esos vacíos que pueden darse, destacadamente en su caso, del acústico, dado que, como hemos visto, en Madrid hasta identificó a un grillo perverso que cantaba cinco pisos por encima del suyo. Es que, en efecto, hay una disposición, una fuerte tendencia ascética, reductora, nihilista y povera en ciertos grandes escritores. De modo particular, y por paradoja, esto afecta a los más preciosistas, a los más maníacos, a aquellos que gustan comportarse como orfebres compulsivos de la palabra. Recordemos al Luis de Góngora que concibe el más enrocado castellano posible de toda la historia en medio de la blanca desnudez —como él mismo dice— de su cordobés patinillo encalado, acompañado solo de su breviario. Tan escaso aparataje debía, sin embargo, dar forma —y sostener— a la lujuria asiático-verbal que se encuentra en Las Soledades. El ideal de despojamiento —tal y como en estos ejemplos se desgrana— se opone sin embargo a otro de investimiento objetual y gestual también, determinando, por ejemplo, lo que es el escape por sobreelevación, en este caso, de lo que es el régimen normalizado de vestidura. El hábito nocturno de lecto-escritor que siguió Marcel Proust durante años, nos guía de nuevo en esta nueva deriva, que 135

acaso roza el límite de lo admitido, o desemboca más bien en el «teatro» corporal del disfraz y de la extravagancia. Así, el escritor de En busca del tiempo perdido escribe cubierto de mantas, guantes de algodón blanco o negro, varios pares de medias… Pero este hábito no tanto o no sólo lo es para enfrentarse, él mismo transformado, a la escritura y a la radiación extrema que provoca lo tipográfico, sino que es, en realidad, una construcción social (e imaginaria) por medio de la cual el sujeto también logra disuadir al mundo de una interrupción, y así marca la imagen de su personalidad social como la de un «otro» que debe resultar al cabo inaccesible y distante. Aquel situado fuera de todo alcance y solicitación que el escritor es cuando escribe. En todo caso: un sujeto dispensado de estar sometido a demandas del exterior o Mundo. Pues el estudio, el laboratorio de letras, investido simbólicamente en la forma de un sancta sanctorum —ahora lo alcanzamos a ver—, resulta ser el espacio particularmente enmarcado por las tradiciones culturales en el cual siempre son los demás quienes te perciben como un individuo soberano y, por tanto, necesariamente ajeno y frío, indispuesto para los ejercicios de comunicación vis a vis. La obra es intolerante, no sufre (en el momento climático de su elaboración) compañía ni equiparaciones con nada que pueda provenir de lo inmediato mundano, ciertamente. El lecto-escritor oficia de «pájaro solitario» y atesora entonces en sí las cinco virtudes que para San Juan son las propias para abrir el espacio consagrado de lo simbólico. La primera y más importante de estas condiciones es precisamente la de «no sufrir compañía». Inmerso en un régimen de polaridades que definen el proceso y circunscriben la práctica, entonces habrá que enfrentar —co­mo hacían los antiguos— el Arte y la Vida. Un fragmento del Libro del Desasosiego, de Pessoa, sienta el principio de esta tajante separación entre una y otra; vale decir para este caso singular de escribiente impenitente: disparidad absoluta entre su despacho de oficios mundanos y aquel otro dedicado por completo a la imaginación literaria: Y si la Oficina de la Calle de los Doradores representa para mi la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma calle de los Doradores, representa para mí el Arte.

Prosiguiendo en esa pulsión barroca y lujosa que «construye» un universo por encima del común universo existe, en el programa utópico a desarrollar en el gabinete, lo que también es una determinación 136

firme a construir una suerte de cámara de maravillas. La misma idea fáustica de un escritorio atestado de objetos posee ciertos imaginarios, y determina la gran construcción del gabinete, del templum, en que convierten su lugar de trabajo algunos escritores. Los cuales perfectamente podemos suponer que, después de todo, han sido mayoría frente a los partidarios de operar en medio del vacío y de la nada sin la referencia de una precisa topología. Es tanta esta necesidad de repletar y atesorar imágenes y cosas bajo un aire de bazar, que algunos viajan con su «botiquín» o vademecum de escritura; lo hacen rodeados de sus fetiches, llegando a encontrarse en cualquier habitación de hotel con el micromundo o «circunmundo» en donde, otra vez, y solo en medio de tal medio, la escritura logra hacerse posible. Nos gusta —entre toda la variedad de imágenes posibles que de esto mismo se pueda ofrecer —aquella muy manida de un Francisco de Quevedo autodotado de escribanía portátil, que fuentes de época refieren con admiración: Aquel peregrino español Don Francisco de Quevedo, aún dentro de la carro­za llevaba consigo libros, papel y pluma.

También debemos un recuerdo para la menos conocida carrozaescritorio que usó el gran Conde-Duque de Olivares, con despacho para los altos papeles del Estado. Pero sobre todo queremos evocar la mucho más modesta actitud, que en este caso ofrece un poeta contemporáneo nuestro, Juan Luis Panero, según se muestra en la película de Jaime Chavarri, El Desencanto. El escritor dice ante la cámara transportar su mundo con él; puede entonces afirmar con justicia: omnia mea cum me porto. Así, para el caso de este Panero, los fetiches de que se provee son: una foto de Scott Fitzgerald, una navaja que le salvó la vida, una pluma que le cedió su padre desaparecido… son todos portantes simbólicos, los cuales van componiendo, al ser desplegados sobre una superficie, la topografía imaginativa de lo que en virtud de ellos, es ya propiamente despacho, gabinete de letras. Objetos sobredeterminados todos, sin los cuales, en confesión de autor, la escritura no puede fluir: …Y luego hay una pluma estilográfica que se la regaló Agustín de Foxá, el conde, a mi querido padre, es una Parker 51; mi padre me la regaló a mi un año antes de morir, con ella he escrito todos mis poemas. Por último hay tres, cuatro fotos que adoro. Una es Francis Scott Fitzgerald, alcohólico, as

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myself, y con una mujer horrorosa, as my self. Otra es Albert Camus…Albert Camus, España libre, todos los artículos de Camus sobre España del franquismo editado por viejos republicanos españoles en México. Se encuentra en los puestos de baratija; me gusta la tapa del libro, adoro ese libro. Otro es Luis Cernuda también en México...

Súbitamente ha quedado desvelado el secreto más íntimo de la práctica que denodadamente perseguimos: esta es, si la consideramos en sí misma, una acción de perfiles fetichistas, un desplazamiento de la intensidad anímica, de la «potencia de vida» y de la energía del deseo hacia espacios imaginarios, hacia paisajes, cosas, que se sitúan en una dimensión fabulosa, abstracta y mental, y que entonces contaminan auráticamente todo lo que atraviesan. Pues, en efecto, el que escribe (el que lee) se autoennoblece a sus propios ojos, cargándose de deseo, y pudiendo pasar ello por la forma máxima de un sentirse vivir con intensidad, o de hacer estimable lo que se ha vivido. Un fin (una finalidad) aparece para la escritura: el lograr con ella un punto final que funcione como un gesto de carácter testamentario y recopilatorio que logre absolver la vida de lo que es su propia banalidad y aparente sinsentido. La conquista adquirida es la de una biografía literaria sublimada: «vida noble», en términos nietzscheanos; en todo caso, una vida regida por el principio de la suprema actividad. El ánimo poderoso que, en cuanto fuerza ensimismada, se despliega necesita naturalmente de sus transferencias, de sus objetos mediales; algo en lo que descansar la mirada y depositar la imaginación, extrayendo como de una mina profunda los sentidos enigmáticos que el mundo oculta. El poeta español de los años setenta del siglo xx, Aníbal Núñez sustantivó este difícil ir y venir de la mente a la cosa (en cuanto operación que involucra un ámbito de correspondencias felices). Y esto lo hizo en un poema que permanece maestro del modo en que se arquitectura toda una proxémica del acto creador: Busca en torno (fruta, lápices) tema para seguir. Y sigue —sabe bien que no puede— haciendo simulacro de afición y coherencia. La escritura parece (paralela, enlazada) algo. Un final perdido le reclama a medias. Fulge el broche de oro en su cerebro desplaza al sol extinto.

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Toma forma, —el escriba cierra los ojos— de (un moscardón contra el cristal) esquila. Un rebaño invisible y su tañido escoge entre símbolos varios del silencio; e invoca «mi palabra no manche intervalos de ramas y de planos: no suene». Terminar el poema.

Tal búsqueda cognitiva inviste el escritorio como lo que en verdad es: el lugar de los misterios transformativos. En él, del polvo de todo lo pasado, surgen las imágenes del presente. Todo lo que en él aparece como inmóvil, encaminado a una inerte serenidad, se modifica en virtud de una acelerada actividad mental que en su ámbito ocurre. Lugar de las transmutaciones, espacio de naturaleza metamórfica, este fuerza una apertura del tiempo y una ruptura de los límites en que se inscribe su misma naturaleza. Desplazamientos de la mirada interior del que escribe en busca de asideros y transfers. Ciertamente. Pero, por ahora, ya que estamos en este mundo que se refiere precisamente al mundo (o circunmundo) que rodea de modo próximo el cuerpo del lecto-escritor, debemos, por último, también evocar lo que fue un brillante compendio de estos dispositivos objetuales. Y quizá con esto empezar a poner un punto de silencio sobre un asunto que, en rigor, habría de ser inagotable. Acaso haya quedado suficientemente acreditada la idea precisa de que todo un universo de determinaciones se encuentra justamente situado exactamente no más allá de la escritura (y ni siquiera tampoco en ella misma), sino, propiamente, antes de cualquier antes de la escritura, en el lugar en que esta se inicia, en el sistema de prevenciones que determinan, condicionándola, su existencia misma. Se trata en este caso de una singular fuerza atractora que atraviesa ese taller de las letras de otros tiempos. Abríamos con el gabinete de un príncipe, vamos a cerrar nuestro pequeño desplazamiento, nuestro tour en torno a la escritura y sus más arcaicos espacios de realización propia, acercándonos más y más al momento preciso en que por fin se escribe lo que se escribe. Acaso, ese mundo puede que no se autoabsorva en sí mismo sin apenas dejar traza o resto. Puede que, aunque todo parece abocarse conclusivamente hacia él, en su fondo se insinúe otro horizonte bien distinto. Lo veremos. 139

Lubrificaciones Vamos, pues, a clausurar esa estancia secreta y toda suerte de «retiradizos», donde de un modo preciso se concretó el tipo de espacio necesario para la relación que tendría que establecer el scribens (el escribidor) con las representaciones del mundo que deseaba poner en pie de letra. Lo hacemos con la evocación de otro gabinete quimérico, como resultará ser aquel en que pasó sus días un escritor prolífico, espejo de escritores, y hombre poseído de la pasión de la «librido»; alguien que ha comparecido aquí en estas páginas en repetidas ocasiones como modelo de todo lo que se desea explicitar en ellas: Ramón Gómez de la Serna. Autor que acostumbraba a tomar una fotografía del día, el momento y la hora en que empezaba a escribir, y que, una vez que comenzó seis libros al mismo tiempo, se hizo fotografiar sentado en una mesa con otros cinco «Gómez de la Serna», acercando todos ellos ya sus plumas al papel, en la pretensión de congelar en lo aurático de una toma el momento sumamente preñado y determinante de la iniciación a la Obra. Aquel gabinete quimérico de Gómez de la Serna —al que su poseedor nos daría el permiso de darle un nombre antiguo: pantoteca, pues contenía una representación del mundo (y la escritura, al cabo, es «modo de hacer mundo»)— milagrosamente existe o subsiste, siendo en realidad una cámara de maravillas, un «telar» intelectual de sombras, de recuerdos, que protegían y animaban el hecho de la escritura; una «selva» de imágenes, de objetos en la que, además, no faltan las personas, el «otro», o mejor dicho, no falta, como habremos de ver, su fantasma. Con esto terminamos. Disposiciones afectivas. Es decir lo que une una persona a otra. El lazo solidario que tiende todo lo humano. ¿Dónde situar la fuerza del Eros que debe atravesar como el engarce de oro el gabinete? ¿Dónde colocaremos al otro, si se acaba de asegurar antes que, inevitablemente, tenemos que penetrar, como aquel infante de España debería ingresar en su mueble, solos, dejando atrás el mundo, estribándose únicamente en la intención y el deseo de alcanzar de él una cumplida representación, desalojando entonces toda posible presencia? La historia intelectual ha conservado en su depósito un relato ejemplar de aquello en lo que para el propio escritorio y la figura misma de su habitante cuando es atravesado por la presencia real de Eros. Aquel Aristóteles tentado por Phillis, la bella —hecho que ocurre, 140

según la leyenda, en la intimidad del studiolo del filósofo—, constituyó el modelo de lo indeseado para muchas generaciones de clérigos de la cultura hasta llegar al Renacimiento. La completa subversión del espacio y la propia «caída» de Aristóteles debido a la presencia de una hermosa Phillis en la caverna solipsista y fáustica, componen la idea del temible castigo implícito por «abrir» a la presencia (en este caso) femenina el espacio ocluido donde se celebra en silencio el más personal y solitario de los ritos del yo (masculino). Toda la tradición misógina habrá de insistir en ese alejamiento de la mujer respecto del centro mismo donde se produce el trabajo intelectual. Y tenemos, además, la seguridad mitológica de que Venus debe ineludiblemente ser expulsada de los ámbitos consagrados al saber. Es el tema pictórico de Minerva expulsando a Venus de una biblioteca. Ramón Gómez de la Serna parecía hacerse cargo de ello; haber dado con una solución a la cuestión especiosa y nudo gordiano que le enfrentaba al propio deseo. Si la Escritura está, se produce, entonces no puede comparecer el Mundo; pero si es el mundo el que impone su inmediatez y presencia, entonces no se puede dar el hecho de la escritura. Aquel escritor prolífico introduce un espectro del mundo dentro de la propia esfera de la escritura, dando un tajo contundente a un problema que parecía irresoluble en los términos planteados. En un gesto supremo de complejidad, este protoescritor —espejo de cuantos escritores puedan ser— adquiere una costumbre que nunca abandonará. Desgrana sus largas horas de lecto-escritor; sus tareas fatigosas de componer/descomponer libros y libros, haciéndolo bajo la mirada y la presencia oscura y callada de un maniquí femenino, al que le deberá, al final, según proclama, toda su inspiración y toda su «fortuna» en la literatura. Semidiosa maternal y detentadora de cuidados espirituales, esta Venus varada, demudada de naturaleza, adquiere una dimensión extraordinaria en lo simbólico, pues ella ante todo es la que vela y asegura el cuidado de esa «enfermedad» llamada escritura: Sentada en la esquina de ese sofá en un rincón de mi despacho, sostiene la forma y la fantasía de lo femenino ante todas las contingencias, y es como una enfermera a la cabecera del trabajo.

Y tal vez podamos decir acerca de esta inerte muñeca algo más sobre ese secreto y plus del que la misma parece estar revestida. Ella

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Figura 25. Fetiches.

es el verdadero público, el simulacrum de todos los potenciales lectores, en los que, sin duda, Ramón Gómez de la Serna piensa cuando escribe. Jean Guitón ha reparado —lo ha hecho en el Trabajo intelectual— en lo que es la necesidad de «tener otra persona al lado resistente y refleja a la vez, que ayude a controlar los pensamientos, como el confidente de la tragedia». Presencia tranquilizadora, en todo caso, de una audiencia en la platea, frente por frente al «escenario» de la escritura, y, en realidad, en este caso, inclusa en el mismísimo teatro o fábrica de la escritura, según precisión escrita por el propio director de la obra, Ramón Gómez de la Serna: Es mi única compañera constante. Representa a mi lado el papel de la admiradora desconocida.

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Extraña pareja aquella, con todo, pues revela también el poder que tiene en el imaginario masculino la idea de descendencia espiritual; es ese fantasma el que imanta el trabajo denodado del escritor entregado a la fecundación de una Obra, y no ya de un ser. Conforme todo ello a la célebre confesión de Michel de Montaigne (Ensayos II, 8), respecto a esa preferencia que manifestó de tener «hijos con la Musas», antes que con la esposa. Aquí el escritorio se configura como célula puesta a salvo, incluso (y sobre todo) de las contingencias materiales (que no de las implicaciones imaginarias), que arrastran tras de sí a los que siguen al dios Eros. En todo caso, aquel maniquí de «Ramón» es protocolo en estado puro de escritura; y, siendo condición inexcusable de la misma, viene a resumir en cuanto objeto su vocación plena de instrumento puesto al servicio de la gran tarea. Como evocación o fantasma de persona (que también es), presentifica, en el espacio enrarecido de la acción escriptural, la evidencia también insoslayable del afecto corporeizado y finalmente desplazado hacia lo que son sus fetiches inorgánicos. Así, el espacio que encadena todo escribir está hecho al cabo de la materia de la libido con y hacia las cosas. Y no con el desapego o negación absoluta de ellas. Dependiendo infinitamente de estas relaciones de proximidad, como observa Gaston Bachelard, el estudio se conforma como verdadero «diagrama» de la psicología que tanto Gómez de la Serna como otros escritores y artistas manejan en el análisis de la interioridad. Tal maniquí era el recipiente, el vaso, el tintero en que «mojaba» su pluma Ramón Gómez de la Serna; y como simulacro que era podían, efectivamente, haberse recitado en su honor los versos de una heroína de Tolstoi dirigiéndose a su amado: Sabes Starv, ¿te acuerdas todavía de cuando aprendimos a escribir juntos? Yo tenía un tintero de plata, y tu pluma era de oro.

En todo caso, ahí vemos que se cumple la condición genitalista de la escritura, según una observación de Sigmund Freud: El acto de escribir, consistente en dejar fluir, de un mango de caña, un líquido, sobre un trozo de papel blanco, llega a tomar la significación simbólica del coito.

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En efecto, Freud pudo tomar la imagen de un clásico. Y, en contraposición a lo que de antiguo se deja sentir con respecto a la escritura, es muy posible que sea la digitalización la que acaso obligue a renunciar al Eros (aquel compromiso libidinal del cuerpo con el fluido letrado). Eros que antes se manifestaba de una manera viva y de clara percepción a través de la mano, del ductus, de la caligrafía de trazo eminentemente corporal, configurando el mundo del «bellettrismo». Dicha liason fuerte resuena en los vastos salones de la historia de tal praxis; nos llega, por ejemplo, de la mano de san Agustín cuando este realiza la afirmación de que sus palabras le traspasan enteramente, se derraman y bajan desde su corazón y, entonces, tal y cómo les escribe a los Gálatas (6,11): Ved como os escribo con letras grandes y de mi puño y letra.

Así es: «de puño y letra»; del modo mismo como se enseña en los manuales para escribientes que menudean en el siglo xviii. Posturas ideales, gestos llenos de autoridad y eficacia corporal como el que se ve reflejado en este grabado del Arte de escribir de Madariaga de 1777. Es tanta la tensión energética que recarga ese brazo, que termina por transmitirse a los propios instrumentos de la escritura. Las prótesis devienen órganos, los cuales alcanzan a tener vida propia, y es en el poeta Cavalcanti que los veremos cobrar esa autonomía y dirigirse ellos mismos al poeta, quejosos como están por los desdenes de la amada: Somos las tristes plumas desalentadas Las tijerillas y el cortaplumas doliente…

Con la digitalización creciente, se ha asistido al oscurecerse en paralela medida de la metáfora genitalista que todo acto de escribir implica alegóricamente, puesto que, siempre, es un «dar a luz», un producir germinativo. Condición que se ve cuando menos deprimida a la hora en que se impone la pulsación digital. Y podemos sospechar también que entonces habrá decaído la percepción misma de un escritorio, convertido en un espacio suavemente bañado por la luz de ese mismo Eros, del que predicamos que antiguamente allí dominaba; haciéndolo bajo una cobertura metonímica, desplazada. Siquiera sea 144

Figura 26. El brazo «caliente» de la escritura.

porque la antigua implementación metafórica y simbólica del mismo designaba aquel locus de la espiritualidad masculina en cuanto una suerte de «regazo de las Musas». En efecto, para los antiguos, entregarse a los trabajos letrados equivalía a situarse bajo la protección de las ninfas o espíritus que alimentan la creación: «doctarum virginum sinus», como lo denominaba Michel de Montaigne: Hastiado de los cargos públicos he venido a descansar en el seno de las vírgenes doctas aislándome del mundo.

Es posible que esta verdadera «inseminación», este tipo de transferencia parental, ya no se perciba sensiblemente en el espacio de los teclados y en aquello en que se concretan las operatividades digitales de nuestros días, en medio de entornos de naturaleza deslimitada. Al menos, no como esto mismo se hacía notar plenamente todavía en 145

cuanto afecto eminentemente corpóreo en el mundo del cálamo. Era una temporalidad histórica aquella en que en un poema anónimo del XI podía quedar trazado el nudo libidinal que ahora deseamos poner de relieve. El texto dice hiperbólicamente de la escritura que esta: Preparaba los bueyes y araba un blanco prado al que llenaba de blancas líneas que con negro semen germinaba.

Trans-escena pues de la escritura: que expresa con claridad un inconsciente sexual, genitalista, que al cabo también la habita por dentro. Libido flotante que es capaz de errar entre los objetos del scriptorium, invistiéndolos de un aura que los personifica y les comunica una textura abiertamente erótica. En particular, ello sucederá con todos aquellos instrumentos que tengan un contacto con la propia piel, como significativamente lo resulta ser el cálamo en todas sus variantes pre y post modernas. Lo expresa de modo abierto Walter Benjamin (un cultor de la «papelería» y de los trabajos maniáticos de la archivación, y, en suma, un erótico de la práctica de la escritura y un verdadero esteta de la hoja escrita). Lo hace en carta al sociólogo Krakauer, donde da cuenta de la compra de una pluma estilográfica: Una encantadora criatura con la que podré realizar todos mis sueños y desplegar una productividad que en tiempo de la antigua pluma hubiera sido imposible.

Encontramos, por último, una parábola hermosa que recordar en lo que es tal implicación de los planos afectivos, intensamente somatizados, que puede cumplir la lecto-escritura. Esto podría suponer, fáusticamente considerado, la disolución de ese ámbito cerrado de la praxis que hemos intentado describir, y ello en virtud de la posibilidad de acceso a un plano superior de vida en la que participan gozosamente todos los sentidos. Así que, de verdad, una pulsión última desbarataría la topología oclusiva de la práctica escritural maníaca, onanista, narcisista, operando entonces su apertura infinita y a la postre liberadora. La escritura —de nuevo en los términos fijados por Fausto— devendría Acción (y la «acción», fundamentalmente, lo es de un carácter amoroso, erótico). 146

En relación a todo ello, la última de las figuras que proponemos como signo fuerte del espacio lecto-escritor configurado «a la antigua» es, de modo inevitable, altamente amenazante para aquel, pues que apunta a su disolución en aras de su misma trascendencia. No puede ser por menos, tratándose de materia de manera tan clara dialectalizada y sometida al cursus. Figura pues toda ella contenida en un pasaje inmarcesible del «Infierno» dantesco, más concretamente situada en el «Canto V». En efecto, en el segundo círculo en que son para siempre retenidos los amantes culpables por haber vivido con exceso su exclusivista pasión carnal, el Dante sitúa a Paolo Malatesta y Francesca de Rimini, los cuales se le acercan como dos almas arrebatadas para que el poeta les pregunte: Pero decidme, en el tiempo de los dulces suspiros, ¿cómo y por qué os permitió el amor que conocieseis tan turbios deseos?

Y entonces Francesca le declara la bella anécdota memorable, que supuestamente ha sucedido entre las paredes de un gabineto en esos momentos compartido: Leíamos un día, por gusto, como fue que el amor hirió a Lanzarote. Estábamos solos y sin sospecha. Nos miramos muchas veces durante aquella lectura, y nuestro rostro palideció; pero solo fuimos vencidos por un pasaje. Cuando leímos que la deseada sonrisa fue besada por el amante, este que ya nunca se apartará de mí, a su vez me besó temblando en la boca. Galeoto fue el libro y quien lo escribió. Aquel día ya no seguimos leyendo.

Testimonio de la escritura, la lectura facilita, en efecto, un pasaje al acto; contiene dentro de sí una tensión performativa que conduce al deseo a salir de ella misma (de su «cárcel», bien que dorado en­ cierro). Aquí se ve trazado sutilmente el lazo que existe entre pasión por la Vida y Literatura, y ello será rememorado con su aspecto desiderativo en múltiples ocasiones en la tradición literaria universal. Para empezar, por aquel Gustavo Adolfo Bécquer, quién en su «Rima XXIX» logra besar a su amada en el curso de una lectura del Dante en donde se lee que dos amantes, Francesca y Paolo, también se besan de nuevo en el momento en que, juntos, emprenden la lectura de un pasaje de un roman courtois donde Lanzarote y Ginebra se besan a su vez. 147

Del abismo de las representaciones mediadas todas por la tipografía surge un nuevo iter y percurso recto, que a su través devuelve al sujeto a la hora y al lugar de su existencia concreta. En esta esperanza última de acceso a lo real, a través de la deriva en el campo imaginario y de las residencias donde este se ubica, estriba acaso el secreto del lecto-escritor y de la habitación cerrada, ocluida, donde hemos visto que forzosamente debían transcurrir sus trabajos. Lo que pone a todo ese conjunto en permanente aplazamiento de la cesación final de la libido que lo alimenta y lo irriga. O por culminación o por abandono. Nos inclinamos, finalmente, sin dudarlo, por cerrar una salida «fáustica», que pudiera al cabo disolver la dureza implacable que demanda tal entrega absorbente, haciendo desaparecer el gabinete y cuanto en él se desencadena. Y así creemos que esta última amenaza, que se presenta como la escena de disolución final del nudo neurótico, es conjurada por los afectos e instrumentos o protocolos materiales de un paisaje ergonómico, altamente corporeizado y desplegado a través de innúmeros fetiches y rituales. Aquellos todos se unen, protegiendo y alentando a quien escribe y a quien lee. Lo deben hacer piadosamente, sobre todo para que este no desfallezca, ni decaiga, y entonces pueda, gracias a ello, mantenerse mucho tiempo (tanto como resista el hacerlo) en el inestable espacio generado por una ilusión que tiene ante sí un trayecto erizado de dificultades.

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2 (LARGO) EXCURSO. ÚLTIMOS REFUGIOS DE LA ESCRITURA. TRABAJOS DEL ESPÍRITU AISLADO EN LAS MONTAÑAS Y LOS BOSQUES Un anhelo insensato me empuja a lo desierto Wilhelm Müller, Die Wegweise (musicado por Franz Schubert)

La estancia aislada: locus solus Las posibles, plurales genealogías del gabinete de letras, de los despachos y de los studiolos de que aquí hemos venido tratando, se presentan en lo que es un cruce de tradiciones y de derivas que, a instancias históricas, intensifica o relaja la combinatoria de elementos diversos que rige tal entorno. La tensión utópica que anima semejante constructo determina el que algunas de sus figuraciones hayan llegado a cobrar un matiz extremo: se presentan, entonces, como virtuales límites de desarrollo de las potencialidades que tal espacio contenía, en cuanto verdadera cápsula seminal y «edificio del espíritu» que es. No será inútil, bajo este supuesto, el dirigirnos a examinar la configuración especial de lo que podríamos denominar los «despachos salvajes». Lugares de escritura que, trasladados fuera de la esfera protectiva de los hogares y de las ciudades (y, en general, ya de toda vida vivida mundanamente), se enfrentan en esta ocasión enteramente singular a la soledad de las montañas, de los bosques y otros nichos de parecido aislamiento en el seno de la naturaleza, o que, también, se 149

ven envueltos en ambientes hostiles y en todo caso alejados (aparentemente) del propio campo de socialización donde lo literario alcanza sentido y valor de uso simbólico. El modelo virtual de esta aspiración, acaso bien lo pueda ofrecer aquella subida de Petrarca al Monte Ventoux, el 26 de abril de 1336, acompañado de la lectura de Las confesiones agustinianas, para recibir en aquellas alturas la iluminación acerca de su camino de saber. En la cumbre se encuentra, en efecto, la inspiración que debe nutrir al solitario. He aquí el motivo profundo que determina la existencia de esas instalaciones prácticamente incomunicadas, las cuales pretenden situarse por encima del paisaje de acontecimientos mundanos, sin duda para mejor poder representarlos y hacerse cargo de ellos. El cuerpo puede residir en la Ciudad, tal y como escribe Platón en el Teeteto, pero la mente creadora del operador simbólico en verdad planea por encima del Mundo: Tan solo su cuerpo está situado en la Ciudad que habita. Pero su pensamiento, que considera todas estas cosas de aquí abajo como mezquindad y nada, su pensamiento pasea su vuelo por todas partes… escrutando a fondo toda la naturaleza de cada uno de los seres, sin bajar hasta nada de lo que le es próximo.

La escritura tenaz y exigente, la «gran escritura», aquella que obliga a su productor a situarse au fil de la plume, vive, pues, en consecuencia, de un último sueño que aquí no queremos dejar de referenciar: el de la construcción de un ámbito psicofísico propio donde reinaría en exclusiva dueña de las horas y los días por venir. Espacio último donde pudiera realizarse aquel dictum clásico que ordena: Noli foras ire. En efecto: «No salgas de ti mismo». Contrafactando levemente el apotegma de Goethe, nosotros podríamos aseverar que en ese dominio se encuentra inscrita la clave toda en que se desenvuelve una escritura poderosa. Si es verdad que «aquél que quiera entender al poeta, ha de ir a la tierra del poeta», no menos verdad es que tendrá que penetrar en la «oficina» o «fábrica» de su escritura, donde una actitud hermenéutica ha de encontrar, esta vez en palabras de Walter Benjamin, «en el entorno próximo y determinante lo que es la verdadera arqueología del poeta». Aquí el «gabinete de Fausto» parece que toma cota; se desvincula de la red doméstica y urbana, en que tan frecuentemente lo hemos encontrado inscrito. Y, por el contrario, se inscribe ahora en una diná150

mica que le llevará a ser un contenedor donde el artista pueda ejercitar una mayor y más intensa lejanía de la vida. Fue Nietzsche mismo quien, de una vez, definió la ubicación exacta para la empresa destinada a tareas de altura. Esta debería realizarse «a seis mil pies por encima del hombre y de la época». Y la observación —que apunta a la figura del super-escritor— hace eco, entonces, a la dimensión voluntarista sobrehumana que Gustave Flaubert había ya previsto como radicalmente constitutiva del hombre de letras. Una fantasía de traslado de la célula lecto-escritora hacia la profundidad de los bosques solitarios o en las alturas y en las cumbres más inaccesibles acaece, toma forma con la historia. Y nosotros, en este libro que explora territorios no bien ni nunca suficientemente cartografiados, querríamos dejar constancia de este «ideal». Es verdad que lo hemos de hacer dando cuenta de lo que al presente creemos es su práctico abandono y también el decaimiento de su figuración, que fue, según hemos ido viendo, en otra hora histórica, poderosa. Tratamos, pues, del fin de una utopía; y con ello del desenlace de una ideación que dejó impronta, y de la que queda constancia fehaciente de que estuvo fuertemente imantada en el pasado. La mitología de un tal retiro claustrofílico; el sueño de un aislamiento, el cual, debido a su misma temperatura concentrataria, pudiera resultar extraordinariamente productivo para los trabajos del espíritu, relacionados siempre con el desenlace en el campo de la lectoescritura, ha acabado por disolverse en la atmósfera de una ultramodernidad. Esta ciertamente marcada por la necesidad de incorporar la fluencia de omnipresentes cargas informativas venidas del exterior, y llena también de la urgencia que trae lo novedoso, el tránsito constante de las cosas y de las personas y la propia demanda de conectividad absoluta de los agentes y operadores del campo simbólico, forzados ahora a estar en constante in praesentia (virtual o física) ante las nuevas comunidades «ligeras» (en realidad: comunidades «espectrales» hiper conectadas por lazos mediáticos). Ello ha acabado por disolver en la fluida atmósfera de nuestro tiempo la pulsión de soledad, de la cual podemos pensar que daba forma (forma animis) a la práctica vital de los escritores del Antiguo Régimen. Ya no será nunca más legítimo ni siquiera consecuente construir una representación de aquel viejo deseo de apartamiento y de secesión de orden ético-ascético, como la que realizara de modo maestro Marcel Proust, en el momento de redacción de su En busca del tiempo per151

Figura 27. Célula extrema de lecto-escritura.

dido. El sueño de retiro que se posesionó de aquel escritor (y, con él, de muchos de los de su tiempo) con vistas a la realización del absoluto literario, se encontraba contenido ya y presentido por el memorialista francés, efectivamente, en las: Honduras de una casilla de esparto y tela: un refugio en cuyo hondo me estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba fuera.

Las minorías intelectuales, las élites de los productores de síntesis de mundo (ya sean estas de orden analítico-abstracto o de carácter mito-poético), en la actualidad ya no creen más en la virtud derivada de la adopción de una casta clausura, ni confían en la construcción rígida de una posición espacial que pueda resultar fuerte y diferenciada. La «retirada literaria», ciertamente, ya no se encuentra entre el inventario de acciones que los intelectuales de hoy deban llevar a cabo. De modo que realizaciones ejemplares, como pueda ser la «cabaña» que Le Corbusier diseña en Cap-Martin, se han quedado, en realidad, sin descendencia o, mejor, sin ascendente alguno sobre las nuevas promociones de artistas y usufructuarios de discurso simbólico, cuyo locus y cuyo foco es ahora otro y se encuentra en otra parte. 152

Más bien, es lo cierto que las subjetividades de esos productores simbólicos, hoy más que nunca, necesitan del «otro» y de su proximidad para realizarse dentro del contexto que ofrece una general «estética relacional». Llámese así a aquel sistema que genera más encuentros que aislamientos; más comunicación que apertura de vacuolas y espacios de silencio. En consecuencia, un alejamiento topológico con respecto a las cosas y los eventos del mundo, cualesquiera que fuera su intensidad, parece a los ojos postcontemporáneos un suicidio, debido sobre todo a la negación a la proyección de la propia imagen pública que ello implica. El aislamiento, la radical soledad creativa, trae hoy aparejado el hecho cierto de una fatal muerte simbólica. La retirada del foco supone una letal salida del círculo sagrado donde se construye en nuestros días la visibilidad social. Aún menos beneficios se esperan de lo que podría ser un desplazamiento al «natural», entendido como expresa contraposición a la omnipresente dimensión cosmopolita y urbanícola que ha cobrado entretanto la existencia (más la existencia letrada). Y eso aun cuando todavía se mantiene pálidamente la fantasía de un retiro mitigado en el mundo rural (de lo que hace figura, por ejemplo, la novela de Gorki, Los veraneantes, en cuanto puesta en situación de unos intelectuales eventualmente «retirados» en su dacha de verano). Se trata solamente en este caso último del tiempo mítico de la «vacación» que, en efecto, todavía funciona en el imaginario de aquellos que deben cumplir una fuerte inversión en el espacio de la escritura. Y ello, podemos suponer, porque en ese tiempo supernumerario se destensa el rigor de la vida funcional y, en cambio, en ese repliegue brilla (todavía) como una llamada la intensidad y el goce de lo que fue en otro tiempo el entregarse por completo a la Obra, perdiéndose absolutamente en ella. Lo que ha coagulado en el tiempo es que aquel locus, lugar retirado, «alto», del que ahora debemos hablar se presenta en la historia bajo la forma de una arquitectura ideal para llevar a cabo un proyecto expresivo de larga duración y de gran intensidad. Acaso, también, debamos pensar que algo de ese espíritu de retracción y de violento amor por el lugar solitario (locus solus), llevado a cabo en un momento histórico como este en que se abren todo tipo de realidades distópicas, sobreviva como horizonte en el exilio interior que (todavía) parece procurar un lugar singular, del que además diríamos que todavía parece haber sobrevivido de otros días: la provincia. La «negra provincia» (de mitigada mundaneidad), donde, es leyenda, 153

el proto-escritor Gustave Flaubert cosechó rendimientos extraordinarios de su numen, gracias a un prudente alejamiento de aquel otro «laboratorio» de lo moderno que el París metropolita era en su tiempo. Teatro adecuado para una vida en escritura y para la tenencia de un gabinete de letras, la provincia se revela en todo caso más en la forma de un singular dis-lugar. Se conforma en realidad como una topología retentiva en la que cesa o se viene a extinguir el impulso autoritario y subyugante de lo nuevo, mientras la atracción del medio social decae en su impulso, dejando al desnudo, plena de latencia, la voluntad de exclusiva dedicación a una exploratoria autognosis. La pérdida de mundo supone el reencuentro con el «yo» y, por otro lado, abre la posibilidad a los trabajos y, en realidad, a los «ejercicios espirituales» que sondean y ponen a prueba una voluntad. Hay algo también en aquella geografía singular instalada plenamente en su pasado que induce la percepción —para quien en ella «se encierra»— de estar sujeto a una esfera enteramente puesta a la defensa. La provincia adopta simbólicamente la forma de un envoltorio, una cobertura y, al final, resulta ser una suerte de «invernadero», que asegura (o aseguraba) la intimidad en que debe transcurrir el hecho creativo. Más allá de esta fórmula (de adopción minoritaria por parte de los intelectuales de nuestros días), los proyectos contemporáneos de vida de pensamiento y creación artística vinculados a una construcción, a un habitat específico, cuando se producen, se piensan hoy mayoritariamente desde un plano de comunidad conectada y perpetuamente «in praesentia» ante el foro o ágora de la discusión pública, cuyo medio de comunión es cibernético y se encuentra mediado por pantallas. Ello equivale a suponer por parte de los intelectuales de nuestros días que tienen como horizonte ideal de su existir esa «casa filosófica» común a la que se aspira ya desde los tiempos arcaicos, cuando se establece el Jardín de Epicuro y se constituyen en la clasicidad todo género de células de energía intelectual en la forma de un «margen» que le habría surgido a un «centro». Muestra de supervivencia de este aliento del trabajo en comunidades lo es, entre otros, el proyecto para una arquitectura que pueda hoy alojar a la comunidad pensante, la dinamo intelectual, de la Universidad Popular de Caen, de la cual se predica que debe ser vitalista, evolutiva, móvil, nómada, dionisiaca, viva, libertaria…, según los estatutos que para la misma ha determinado el filósofo teórico de tal institución «nueva»: Michel Onfray. Y es que la sociedad de pensadores —caso también de la Academia platónica— se 154

plasma arquitectónicamente en edificios que aseguran la posibilidad de mantener el pensamiento-en-otra-parte, a cubierto de solicitaciones mundanas. En definitiva, se trata ahora de la creación —por oposición a viejos escenarios ultrapasados— de una espacialidad de muy nuevo cuño que facilite la creación en común de un texto pluriautorial, ya sin lugar concreto ni protocolo intimista donde pueda sustantivarse su misma producción. Lejos, en todo caso, del espíritu con que Jean Rousseau, en 1765, dispuso su retiro productivo a la isla de Saint-Pierre. Ello para tomarse allí —como él mismo filósofo deseaba— la «licencia de su siglo», y de «sus contemporáneos»; y más lejos todavía, si cabe, del ejemplo dado por Michel de Montaigne, en el momento en que este decide con precisión de gesto la retirada a su «torre»; cosa puntualmente ocurrida en fecha que podemos datar: el 28 de febrero de 1571, a los 38 años. Rasgo biográfico de fuerza que en la historia de la filosofía se habrá de repetir, al menos una de las veces en calidad de ejemplo, como resulta de esa retirada de Wittgenstein a la cabaña más singular y «salvaje» que cabe imaginar: la situada en el fiordo inaccesible de Skjolden. La potencia expresiva de estos ejemplos de un pasado —que la vida digital ha vuelto ya remotos y un punto incomprensibles—, contrasta con el definitivo fin de régimen de esta figura de la utopía de exclusiva realización personal. Aspiración que ha logrado mantenerse en un tiempo impreciso, pero que en su sentido moderno tal vez conoce su apertura en el recorrer de las páginas brillantes del Obermann de Senancour —y, antes, en el espíritu mismo que emana de la experiencia que Thoreau tuvo en su cabaña del bosque de Walden Pond, y que alumbró en 1854 su utopía Walden—. Mientras que, acaso, la misma deriva haya de encontrar su cierre categórico en los años que siguen a la instalación definitiva en Europa de la democracia de masas, después del fin en el cuarenta y cinco de la Gran Guerra Civil. Es a partir de entonces cuando se produce la evidencia de que tal arcaica figura y existencia mítica del escritor en su «torre de papel» se encontraba indisolublemente unida con una suerte de temporalidad titánica de la historia, definitivamente desaparecida en el Ahora. En realidad, vuelta imposible o desaconsejable, pues, en unos tiempos de modo decisivo marcados por la fluencia, por lo menos en el primer mundo del capital. Era aquella tensión extraordinaria de lo histórico, con su correspondiente carga de guerras y persecuciones, la que secre155

tamente recargaba de tensión polarizante la elección de tal emplazamiento singular, producto mismo del alto voltaje en la electricidad de un tiempo dado, y, al fin, a estos efectos, hoy en día concluido. Muchas cosas han debido cooperar a la actual ruina simbólica y decadencia aurática que experimenta aquel lugar-fuerte, al que podemos caracterizar en cuanto refugio exigente para la producción lectoescritora, que tan determinante nos parece para todo un período de las letras. Y cuya verdadera «edad de oro» de su efectuación estamos dispuestos a evocar en este segundo capítulo de un libro que, sin embargo, apuntará al final hacia otra clase de horizontes: estos otros, plena, revolucionariamente digitales. El despacho, el gabinete, cuyos propios protocolos de uso para intelectuales antiguo régimen hemos explorado hasta aquí, soporta sobre sí una especie de escindido régimen de existencia, en virtud de la cual es capaz de segregar otra alternativa a lo que es su conocida primera, precisa, ubicación y topología, en cualquier caso siempre cercana a la domus y rodeada por el anillo urbanita. En expresa contraposición a ello, una segunda figura aparece, pues, en cuanto ahora se trata de practicar un alejamiento efectivo de la sociedad, y de un traslado del centro de trabajo lecto-escriturario (y de signo meditativocontemplativo, también) a soledades que son inaccesibles, a lo que son radicales habitats espirituales. Con todo, de estos singulares espacios habremos de predicar que, en cuanto que son una suerte de «últimos bastiones», han sufrido la caída de su prestigio y una efectiva pérdida de presencia en el imaginario post-contemporáneo. Ni siquiera en la forma de un despacho submarino cubierto como una concha por toneladas de agua, tal y como se nos presenta el retiro de aquel hombre de interior radical que fue Nemo, es capaz de sobrevivir tal figura como una posibilidad que estuviera al alcance de nuestro hoy. Acaso aquel malhadado verano del treinta y tres del Novecientos, momento en que Martin Heidegger recibió en su refugio esencial y cabaña filosófica de la Selva Negra a los nacional-socialistas, introduciéndolos en el sancta sanctorum de su taller de exigente y tensa lectoescritura, pueda ser fijado como un golpe definitivo al aura de aquel espacio apartado. Potencia espacial que se había ido acumulando, siguiendo un ciclo virtuoso, sobre las «cabañas del pensar», durante los siglos en que se produjo el aislamiento en las montañas de los hombres capaces de llegar a síntesis y representaciones superiores de mundo, así como a tareas espirituales sobrecargadas, de las que Heidegger, 156

cuando conscientemente construyó «su selvático edificio para pensar», era o se sentía heredero, el último heredero. Laboratorios en la cumbre; espacios para ejercitar la «retirada al pensamiento», como una instalación para ejercicios ejemplaristas que empiezan a aparecer, a estas otras luces que se insinúan en el episodio heideggeriano, como lo que en realidad también son: lugares idóneos para el reclutamiento de destructores potenciales del orden y la democracia civil por la vía de la exacerbación espartana (recordar en este punto a aquel mítico Unabomber, figura capital que logra la vinculación entre terrorismo, enemistad hacia el mundo y cabaña selvática, en este caso para inconcretos trabajos de escritura reivindicativa). Ya el poeta Heinrich Heine había advertido acerca de ello: Los conceptos filosóficos alimentados en el silencio del estudio de un académico pueden destruir toda una civilización.

Pero es lo cierto que otros hechos históricos presionan para lo que hoy es ya una significativa atenuación (y hasta casi desaparición) del prestigio de las escenografías que debían envolver la soledad del «gran espíritu». También la cabaña cerca de Obersalzberg (en lo que luego fuera el Berghof: la «Casa de Montaña»), donde Hitler escribió su Mein Kampf en los años que siguieron al veintitrés, puede que deba ser considerado un hito «oscuro» en la historia de tal peculiar emblema de una actividad superior, cuya dinámica originaria era conseguir un alejamiento, envolviéndose en su encierro. Pero esta vez al menos solo destinado a adquirir una posterior posición de preeminencia y conquista dictatorial realizada sobre el mundo y sus destinos. En ese caso, la toma del llamado Nido del Águila por las tropas americanas en 1945, con el gran ventanal sobre las montañas destruido, puede ser un momento conclusivo de esta historia genealógica que debe ser tomado en cuenta. Se produce ahí una «imagen dialéctica», la cual definitivamente deja a la montaña y a las alturas de nuevo restituidas en exclusiva para el alpinismo y la consecución de records deportivos. Y nunca ya para que se instalen en ella cerebros capaces de realizar grandes síntesis de mundo. Eso sucede mientras se resta o atenúa significación a aquella otra virtualidad de muy distinto signo que el emplazamiento poseía, en cuanto aquel su propio constituirse en «cima inteligente» (desprovista de ulteriores designios de efectiva dominación). Rasgo preciso, el de 157

espacio ideal para el pensamiento, muy presente en el pensamiento de Rousseau en sus solitarias meditaciones y que, en consecuencia, planeó en la cultura occidental como un desideratum hasta por lo menos el episodio heideggeriano y nazi. Lo cierto es que, desde la moderna consideración de la cuestión, ha sucedido que el olimpismo del pensamiento en algún punto cedió ante el «olimpismo» del barón de Coubertin. Solamente ya la escapada cronometrizada de masas deportivas ha de compensar hoy la desaparición de aquel retiro intemporal, que parecía la morada ideal para los esforzados de la abstracción, para los más radicales «faustos», quienes vieron necesario laborar en lo secreto de sus estudios recluidos, lejos —tanto cuanto se puede estar— de las vidas metropolitanas. La misma rotación de los signos y de las cosas, sometidas a severas dietas de necesaria transformación y a cambios de sentido radicales en el mundo del capitalismo tardío, determina el que el propio objeto cabaña-para-el-pensamiento haya, pues, conocido en nuestros días una mutación extraordinaria de su papel y sentido y, en consecuencia, le haya sido arrebatada parte de la densidad semántica que en el pasado exhibía. Aquella antigua «máquina», demudada de la alta funcionalidad que hasta aquí le hemos atribuido en cuanto célula o mónada inteligente, se reintegra ahora a las bainlieues urbanas, mientras se confina, en estos momentos precisos, en lo que son los adosados con jardín a la que antes era aquella misma cabaña de las antiguas soledades prestigiadas. Aquí, en ello, se cumple, es cierto, con lo que podemos suponer que fuera un primer destino del «cabañismo»: este puramente instrumental y práctico, cuyo ideal habitante ahora vuelve a ser, considerado en la literariedad de la expresión, el homo faber, y no ya más el «mono gramático». Pues, en efecto, hoy tal prototipo constructivo conoce una expansión en estos momentos casi en exclusiva ligada al bricolage, a los (todavía) masculinos trabajos de ars topiaria y carpintería doméstica. Lejos ya, por consiguiente, de cualquier consideración de una actividad en ella que pudiera resultar altamente ennoblecedora para el espíritu, del tipo de aquella de que se proveyó el señor de Montaigne cuando santificaba su entierro intelectual en su «Torre» famosa. Cuando no resulta que tal estructura (de lejana proveniencia eremítica) se desliza ahora de manera imperceptible, llevada en aras de un sueño de genealogía disneyidealizante, al mundo de los niños. Infancia a la que, ciertamente, estas cabañas de patio trasero suminis158

tran hoy una primera noción de lo que debe ser el mantenimiento del oikos (del gobierno del hogar), y supone para aquellos una temprana toma de conciencia de la relativa y pautada independencia que un ser enteramente destinado a lo comunitario (y ya raramente entregado al «cultivo de sí») debe alentar en la sociedad del capitalismo tardío. Para colmo, en el imaginario colectivo emergen en el último siglo transcurrido visiones contradictorias acerca del verdadero signo que cobra el aislamiento intelectual protectivo. Como refugio es, por lo demás (como toda cabaña pareciera que unidireccionalmente se proyecta), una suerte de asilo del ser de carencia y estructura crisálida para alojar el desarrollo de una siempre flaqueante y dispersa imaginación (hütte: cabaña; huten: cuidar; haut: piel). La potencia del pensamiento no se sitúa, casi nunca, en un lugar despojado de toda afección. Al contrario, es la cercanía, de nuevo, respecto al omphalos, al lar, lo que secretamente alimenta la imaginación poderosa, tal y como lo vemos en las fotos del filósofo Martin Heidegger en su cabaña, siempre en ella no demasiado alejado de los centros caloríficos. En cuanto idealmente habitado por filósofos, aquel era un refugio «ecosófico», sin duda, pero, también, en el sentido de esta lectura postcontemporánea que aventuramos sobre tal artefacto: una trampa. Cuando en su disposición un elemento cortocircuita, entonces la esfera simbólica que lo mantiene aurificado se descompone, y con ella la de la conciencia que la habita. La paz y la serenidad que debiera emanar, se convierten fácilmente en manía y locura. La obturación de la producción para la que aparece idealmente destinada esta estructura, genera un trastorno de la psique, y el que iba determinado a ser «laboratorio de las letras» finalmente se transforma en un espacio siniestro donde la muerte y la extinción se prodigan, como esas otras acciones fuertes que hacen pendant con lo que sería la realización de un texto vuelto imposible. La escena cinematográfica de nuestros días es verdaderamente fértil ofreciendo estas visiones —como sucede en Misery, de Rob Reiner (1990); y, sobre todo, en El resplandor, la película emblemática de Stanley Kubrick—, alertando de la inestabilidad máxima por concentración de energías psicológicas en estos espacios, a los que el humanismo naif habría consagrado solo en lo que fuera su «virtud» (y nunca en su intrínseca negatividad debido a una sobrecarga de expectativas que en él deben ser cumplidas). En todo caso, nos posicionamos frente a una «especie de espacio» e infra-dominio problemático, susceptible de poder perder su con159

formidad mítica serena para revelar en cualquier momento una faz disfuncional, acaso hasta un lado decididamente perverso y enemigo: dark side del domus, pues. Como, en efecto, pensamos que sucede en ese film disuasor de todo «cabañismo», y que Charles Chaplin ejecuta con su película La quimera del oro. En tal cinta, la cabaña protagonista, que era el principio estable y abrigado, el signo de lo maternal y nutricio en el seno de un mundo vuelto hostil, se transmuta en una suerte de «máquina soltera», renuente a todo principio simbiótico. Por medio de la negación de lo que parecía ser evidente naturaleza esferológica de la cabaña, en cuanto matriz componedora de mundos posibles y aclimatados en función del hombre, esta acaba por comportarse como un «tren de la bruja», propiciando gran número de celadas mortales. Se manifiesta así tal cual si fuera un útero que rechazara albergar cualquier suerte de principio calorífico y sustentador para lo humano. Cuando el refugio resulta ser más frío e inhóspito que el exterior; cuando en el Doctor Zhivago el protagonista escribe en las estancias heladas del palacio en el campo, entonces asistimos a la verdadera inversión de la lógica que debe guiar la elección de un lugar exclusivo reservado para las letras. Lo que de alquímico en ello se produce y de él se espera, es susceptible de ser obtenido siempre del acercamiento de dos polaridades, de dos «campos»: el uno, el anímico, está incandescente, mientras el referente, situado en una distancia inalcanzable, permanece frío y alejado. La conexión produce finalmente la imagen del vapor; atmósfera ideal del studiolo, siempre envuelto en su especial neblina. Un calor —fuego, chimenea: de importante papel en el antiguo orden de la escritura—, que le viene de sus orígenes monásticos, y luego cortesanos, cuando el estudio estaba próximo siempre a la stufa, en cuanto tal centro calorífico de la casa. Alma Mater y núcleo semántico del domus, ante el cual sabemos que Descartes meditó hondamente sobre su condición y la condición derivada del trabajo del pensamiento. La imagen de la cabaña y del retiro agreste para forzados trabajos del espíritu, se diría que, al final, en cuanto aleph creativo, ha resultado dañada irreparablemente por lo que ha sido su más que accidentado pasaje por la historia. Ello contribuye, desde luego, al ocaso general del imaginario del scriptorium ideal, que en este pequeño libro exploramos, y al que la escena digital ha impuesto un concluyente pase a la reserva y definitiva archivación cultural. Y, en efecto, así podemos 160

muy bien suponer que se encuentra ante nuestros ojos, en cuanto algo al presente decaído en su hipervalorizado antiguo estatuto. Incluso cierta ironía y sarcasmo parece hoy ensañarse con estos lugares, de los que podemos suponer que son leídos por las masas como «torres de marfil», a las cuales conviene cuanto antes degradar de su orgullosa y narcisista posición preeminente. El espacio de la soledad en que se enclaustra el pensador —en su muy particular «oficio de tinieblas»—, es rodeado literalmente de una atmósfera de admiración dúplice (como la que se promueve en torno a la figura de Simeón «el Estilita» y su columna de oración en la película de Luis Buñuel), que acaba por reconducir el ejercicio solipsista de retirada del mundo en espectáculo de entretenimiento para la multitud. Los ascetismos de altura y los ejercicios de verticalidad heroica ya no son aplaudidos en los escasos intelectuales que hoy pudieran ejecutarlos. Esta es la realidad. Nos suministrará de ello un ejemplo Eloy Fernández Porta, en su último ensayo (Eros. La superproducción de los afectos), pues somete a la proto-cabaña heideggeriana de la Selva Negra a la más típica de las sevicias que contra lo aislado, lo apartado y lo lejano hoy se puede cometer. En su texto, se recuerda cómo las mismas paredes de «die Hutte», la arquitectura-para-pensar, en cuanto ideal refugio y observatorio del ser que se dio a sí mismo, en la boscosa región de Todtnauberg, el filósofo Martín Heidegger, luce hoy con un graffiti realizado por un compatriota nuestro: «Aquí hi viu un de l’Espanyol». Con mucha más finura, Paul Celan, en un poema intencionalmente lleno de dobles sentidos —«Todtnauberg»—, extendió un golpe de sombra sobre tal edificio, poderoso y emblemático para todas las tradiciones de aislamiento intelectual que hacen figura en él. Lo llevó a cabo, Paul Celan, por medio de una operación de lenguaje basada en la figura de la elusión, mediante la que aquel poeta pudo situar para siempre la cabaña de Martín Heidegger fuera del catálogo de las arquitecturas que pudiéramos considerar «virtuosas» y hasta ejemplares, al punto de que estuvieron a un paso de convertirse en modelos de eterna validez. La Fortaleza de la Soledad, donde Superman se retira para recobrar su aliento de proyecto y defenderse de la kriptonita mundana, puede devenir, en efecto, en lugar que incuba una especial inhumanidad, y en donde se pergeña y desarrolla (como sucedió en el caso heideggeriano) un destino perfectamente «criminal»: 161

¿Qué nombres anotó —escribe Celan ante el libro de firmas de la cabaña de Heidegger y con la conciencia de que fuera nombres de nazis— antes del mío?

En todo caso, el aura de los retiros letrados ya no se mantiene, y la museificación de los mismos hoy no puede sino colaborar a su definitiva ruina y retirada de la circulación activa en cuanto lugares ya-no-vivos. Las réplicas que de ellos se hacen por doquier, junto a las restauraciones casi totales nos introducen en unos mundos insospechados, cuya realidad es la de que esos mismos espacios opacos resultarán finalmente ser entregados a las masas para su definitiva desacralización. Como ocurre hoy con la reproducción «literal» que se ha hecho de la vieja cabaña de Goethe, a orillas del Ilma. En la cual el desinvestimiento general sufrido por ese espacio simulado se detecta en la absoluta permisividad con la que el visitante puede registrar la casa e, incluso, tumbarse en la réplica del sofá donde Wolfang Goethe habría construido su obra formidable. Pero, sin duda, una perspectiva menos agresiva y determinante en lo histórico —aunque igual de implacable con ella—, derrota hoy a aquella formación y modo singular de un habitar inteligente que fuera la cabaña aislada, y que consideramos en cuanto ya encapsulada en el tiempo; punto máximo y clímax de lo que el deseo de escribir pudo lograr en cuanto a articulación de un espacio decisoriamente propio para la praxis de la escritura y el pensamiento. Es, efectivamente, en los cambios ocurridos en el milieu intelectual occidental en los últimos veinte o treinta años, donde se encuentra en principio la razón del abandono generalizado de tal praxis, y el pasaje mismo del objeto de orden psicogeográfico que la sostuvo a la categoría de lieu de mémoire, de antigualla y lugar esotérico de prácticas que debemos dar por definitivamente concluidas. Aquello redujo la construcción intelectual de la cabaña a la condición de artefacto cultural ya dispuesto entonces a entrar en el inventario general de lo que son las arqueologías de las formas de producción de saber, y final paso al catálogo y archivo de ideales periclitados y sobrepasadas fábricas eficaces para la ejecución en ellas de sustanciosas lecturas de mundo. Y es que, en efecto, el productor de símbolos de nuestros días, la instancia «artística» de la que emana el discurso de representación del momento actual (o que lo consume con fruición), persigue al final un ideal de pura posición amistoso-relacional (y no ya más de polaridad 162

enemiga) con respecto al mundo para el que trabaja, en el que antes hemos observado que hoy rige el principio siguiente: «ser es ser [continuamente] percibido». Lo horizontal ha terminado por imponerse a todo idealismo verticalista. Y eso porque, en verdad, las cosas dependen en el presente de la mediación y de la conexión, así como del establecimiento lábil de relaciones (en una, así llamada, Mobile Age) que un productor simbólico sea capaz de disponer en forma de territorio de juego. El drop-out, el eremita intelectual, entregado a protocolos de separación y partida de lo común y comunicado; aquel en busca siempre del lugar ideal aislado para la realización de la Obra Total —tipo la que lleva a su cabo el Obermann, el «hombre superior», fantaseado por el escritor Senancour en 1804—, es, ciertamente, cosa de otros días. Con él forzosamente desaparece también la idea de un scriptorium salvaje, oficina en contacto inmediato con la naturaleza extrema. Tal conexión, en efecto, al día de hoy, ha dejado de estar imantada. Fin de régimen para la misma. Muy probablemente consista el deber primero del intelectual de hoy —intelectual à la page, y más que nunca él mismo intelectual intramundano—, en no perder ni por un momento de vista la configuración del paisaje de acontecimientos (por lo demás constituido en dominio cambiante a cada mirada que se le dirija). Podemos entender que, hoy, para aquel que se mantuviera más allá del tiempo en que transcurre un día fuera del mundo de eventos, serenamente protegido por la esfera de la sedentarización agrícola, o integrado en una suerte de ideal «cámara aneoica», practicando una ascesis rigurosa de distancia anímica del mundo, cuando volviera, ya no lo haría como Zarathustra al bajar de su caverna de la montaña para comunicar una verdad, deducida esta de su propia sequedad y de la ascesis y astringencia de mundaneidad a que habría sometido su espíritu. Antes bien: perdido y desorientado, se encontraría totalmente fuera del lugar y del tiempo sobre el que aparentemente se habría autodestinado a operar, en cuanto agente activo en la construcción de la imagen del mismo. En el presenta momento ya no está al alcance —ni, por lo demás, configura ninguna estrategia de éxito reseñable— el alejarse más de lo debido de la actualidad y de sus fuentes informacionales, lo mismo que de la comunidad de sus comentaristas y glosadores, con todos los que es preciso en esta hora singular «hacer cuerpo» (si se quiere contar entre ellos). Y ni siquiera es dable o posible el abandonar (sea tanto sigilosa cuanto aparatosamente) el campo de inscripción (dado 163

que el retirado es también aquel que se niega a dar noticia de sí). Ello podría dejar deshabitado, peligrosamente desinvestido de la necesaria fuerza performativa el polo social y comunitario, que es al fin y al cabo el espacio donde se sitúa la cuestión esencial de nuestro tiempo. Lo que de producirse equivaldría a perder para siempre, y por parte de quien tuviera el atrevimiento de autoproponérselo, la oportunidad de llegar a ser visible en él. Incluso, ahora, abiertamente dicho: quien así actuara no pasaría con estas estrategias al archivo de memoria cultural; literalmente: cesaría de existir en el espacio público, devendría nada, nadie, nemo. La realidad para los operadores culturales es que la orden de abandono de los retiros lecto-escritores (más si estos se ubican en las «altas sierras» y todo tipo de cumbres espirituales) ha tiempo que ha sido cursada en nombre de todo lo que combate la ideología en que aquellas se sustantivan. Clausura y finiquito, pues, de las muy señaladas perspectivas que los espacios solitarios propiciaban, en cuanto favorecedores de una mirada sin cierre de horizonte; mirada propiamente infinita, que diera al trabajo una dimensión mesiánica, la cual se halla perdida enteramente para nosotros. Pese a tan patética obsolescencia, es precisamente también este momento el mejor para que una cierta memoria de lo que ha sido su significación sea susceptible de ser traída a presencia y confrontación. ¿Puede, pues, concebirse mejor clímax histórico que este —donde se produce un completo cambio de paradigma en la figura del lectoescritor— para la evaluación de lo que ha supuesto tal figura arcaica? Máxime en el momento en que se constata la efectiva precipitación de los mundos de vida en los brazos de la tecnocultura deslocalizadora avanzada. ¿No sucede acaso que ya solo tal evocación provoca aquello altamente pregnante y movilizador que Walter Benjamín denominó «imagen dialéctica»? ¿La célula solitaria y hermética para trabajo de lecto-escritura no podría servir, entonces, como confrontación, como emblema de la lucha del pasado con el presente, en que aquel está empeñado para que no deje de pasar? Así, atraídas por el vector revivalista que sacude el relieve cultural de lo post-contemporáneo, ciertas imágenes de aquel proceso que podríamos denominar como de «insularización intelectual», se imponen hoy como objeto de nuevos desciframientos en el espacio del arte (a donde, por lo demás, se ha trasladado casi toda la reflexión sobre tal cuestión). Como cuando Joseph Beuys revisita, en su proyecto «Man164

resa» de 1966, el episodio eremítico de la biografía de san Ignacio de Loyola que originó el monumento textual que son sus Ejercicios. El artista conceptual señaló allí la existencia de una poderosa línea de sentido, donde se somete a escrutinio la entrega de aquel sprit fort, llamado san Ignacio de Loyola, a tal implementación espiritual (realizada en la cueva originaria) de lo que es una célula de elaboración creativa. Energía de la profundización en el lugar o locus reflexivo, pues. Actitud de la que también se hacía eco Friedrich Nietzsche en el parágrafo 289 de su Más allá del bien y del mal: Quien durante años y años, durante días y noches ha estado sentado solo con su alma, en disputa y conversación íntimas, quien en su caverna —que puede ser un laberinto pero también una mina de oro— convirtióse en oso de cavernas, o en excavador de tesoros, o en guardián de tesoros y dragón: ese tiene unos conceptos que acaban adquiriendo un valor crepuscular.

Este es el sentido fuerte —profundo, radicado— que, por lo demás, finalmente la historia ha abandonado (y, en parte, también olvidado). Y, sin embargo, la memoria de los «ejercicios espirituales» de algún modo vuelve a este tiempo que ha perdido la imagen fuerte de lo que sea el cultivo de la interioridad. Y si la ejercitación espiritual se reclama hoy como un pasado que podría proyectarse hacia el futuro, entonces: ¿cómo no pensar que las denostadas soledades, los encierros, los estrechos oratorios conventuales, al estilo de los que hemos visto en El gran silencio, la película de Philip Gröning de 2005, mantienen todavía, en medio del ruidoso y sobresaturado presente, algo de su fascinación antigua, algo de su inveterado reclamo y llamada? Pues con todo es cierto ese atractivo fuerte y general que hoy emana todavía de cuantas cellas consta fueron en su día investidas por la actividad enérgica del espíritu, y que resultaron ser además promovidas como «fortalezas» carentes de mundo, vaciadas de él (y, sin embargo, dotadas de una alta capacidad de contemplación del mismo). El operador simbólico que ve desarrollar el teatro de su vida (si su «vida es vida»: Fausto) en su interior, se deja caracterizar bajo la figura de Linceo, el legendario piloto con vista de largo alcance de los argonautas; un verdadero «acechador» que en el Fausto (acto segundo) aparece también encerrado en su panóptico o torre que le permite observar (e imaginar) el mundo, pero, desde luego, no vivirlo. Como él canta: 165

Nacido para ver, encargado de observar, condenado a esta torre: el mundo me agrada.

Es esa fuerza de llamada que aún precisamente ostentan tales ámbitos, la que ahora moviliza nuestro pensamiento en torno a ello, y lo dirige ya hacia las últimas y, en todo caso, también hacia las más extremas posiciones que en su nombre se han podido construir y defender. Los días del Alción Acaso entonces solo la evocación aurática de una presencia de lo que ya es todo ausencia en el «retiro», pueda comparecer en un mo-

Figura 28. Turris eburnea.

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mento como este, un tanto desvitalizado y ausente de gestos caracterizados en lo espacial, en lo «proxémico». Momentos de abandono de la «cultura de la presencia» por parte de toda una clase de generadores post-modernos de discurso simbólico, de los que hoy se diría que conforman, dado su estado de ubicuidad telemática, una suerte de legión de fantasmas. Estos últimos son aquellos quienes, conectados en nodos de una red en la que actúan, sumergen hoy sus vidas en el seno protectivo de una extensa, global, casa o mundo común, sin retiro, ni toma precisa de distancia alguna (tampoco de posición, de lugar). No se puede afirmar de aquellos que hayan terminado de configurar todavía un dominio que, como el cíber-espacial, pueda resultar pregnante para sus prácticas. Constatemos la existencia de una brecha, de una falla entre mundos, quedando del otro lado lo que pudo ser, en días ya pasados, el tipo de gestión que de ello emprendió un Marcel Proust. Y, en consecuencia, es por causa de esa indefinición, de ese estado en demasía líquido e indeterminado de los espacios de nuestro tiempo (y de las agencias que en él se producen), que algo anima a reificar la idea de que una máxima potencia de pensamiento, después de todo, se almacena en el más mínimo dispositivo espacio-instrumental y que, en lógica contraria, la entrada a lo abierto y lo indeterminado —operar en lo extenso y en lo universal, en lo deslimitado (tal y como ahora mismo se presenta la red)—, no colabora más que a disolver la percepción de la propia subjetividad. Y es que la lecto-escritura ha vivido bajo la imagen ancilar de Vulcano, el semidios que representa la focalidad, la concentración constructiva. Precisamente aquella disposición para la que hoy se decreta un cierto fin de su preeminencia operativa. Entonces, «allá arriba»; «allá lejos»… Envuelto por las distancias de todo tipo que pesan sobre el habitat ideal del pensar del lecto-escritor, este ha sido construido cediendo a un principio alotópico. Fuerza de digresión y deriva que trata siempre de abrir una geografía última, donde quedan anuladas las leyes del espacio común, mediante un reforzamiento de lo que son las cláusulas que garantizan el aislamiento. «Máquina concreta de imaginación», aquella, la cual opera a través de la creación de un espacio de ilusión que impugna el resto del espacio real, y a la vez sanciona al conjunto de posibles emplazamientos de lo social en cuanto verdaderos encierros, del que este arquetipo de locus solus parece ofrecer una liberación. Son lugares aquellos donde arrecia «lo espiritual». Lo cual pudo sentir el propio Franz Kafka cuando 167

pasó tres semanas en el Jugborn, un instituto en las colinas del Harz, naturista y nudista, donde escribió su relato El desaparecido en una cabaña que sabemos se denominaba «Ruth». La estancia en la cabaña pudo ser también entendida como la interrupción terapéutica de la sobrecarga de «realidad», a que se está de siempre condenado en el espacio mundano. Aquí la polaridad que se evidencia es la de que, frente al pragmatismo y al realismo que imperan comúnmente en el medio social, la cabaña ofrecerá un amparo, una suerte de «útero» para que en él aliente y reviva el espíritu de lo imaginativo, de lo irreal, de lo que es y para lo que es poético. En su dispositivo, se favorecen casi con exclusividad las prácticas de representación; la primera y más significativa de todas: la escritura, hija directa del pensamiento. Pues, en efecto, la escritura y la lectura integradas alejan la mundaneidad; resultan ser, si bien se mira, tangentes a ella. Esto se debe a la conquista efectuada sobre un lugar en el que ponerse a resguardo del fluir destructivo de eso mismo mundano. Martin Heidegger, una vez más, ha dado cuenta cabal de lo que pudieran ser las claves de esta topología originaria en el seno de la cual la Obra crece: La soledad de las montañas, el curso tranquilo de la vida de los montañeses, la proximidad elemental del sol, de la tempestad y del cielo, la sencillez de una huella perdida en una pendiente amplía y cubierta de una gruesa capa de nieve —todo ello aleja de verdad el alama de toda la existencia despedazada y desmenuzada por la cavilación—. Y este es el suelo natal de la alegría pura. Uno no necesita «lo interesante», y el trabajo posee la regularidad de los golpes lejanos de una talador en el bosque alpino.

«Vida de Alción», desde luego, pues sucede que el pequeño pájaro establece su hogar sereno en medio de los mares turbulentos, mientras su reducido suelo móvil es, en todo caso, una casa posible desde la que contemplar, como un espectáculo, la inestabilidad en que se sumerge el circunmundo. Se trata, definitivamente, de una heterotopía donde si bien se conservan las trazas y texturas de un emplazamiento social, por otro se escapa a sus determinaciones y, en general, a la trivialidad reinante por doquier, ya que su interior está conformado por severas reglas propias que entran en contradicción con la lógica; lógica en buena medida inconsciente que rige los asilos operativos en el mundo común. En él se cultivan aquello que Paul Valery, refiriéndose a su 168

Monsieur Teste, denomina las «ausencias de mundo». Estas producidas en el interior de la vida matrimonial, terminan configurando al personaje a los ojos de su propia mujer como un «monstruo de asilamiento». Los nuevos «demócritos» deben separase de sus conciudadanos, los enfermos abderitanos. Ello adquiere la forma de una «huida al ideal», al objeto de hacer posible que se produzca el «silencioso tejer del espíritu». Y quien, de todos modos, elige tal repliegue es que ha forzado la pregunta de Hanna Arendt, dando a la misma una respuesta exigente y localizada. En efecto: «¿dónde debemos estar mientras pensamos?» Las causas para determinarse a hacer esa elección trascendente parecen claras en el caso de la cabaña y de su respuesta al límite: se trata de una nueva domus, instalada en una topología radicalizada, donde se intensifica el sentimiento proxémico de un mundo por fin construido solo a la medida del deseo, y en conformidad con la pulsión de conceder al espíritu y al bios theoretikos un campo propio de operaciones; este, en cualquier caso, siempre sumamente restringido y esencial. El mundo, todo él ausencia, debe tan solo resonar en los límites de tan particular escritorio. Y ello ha venido alumbrando, como observa Octavio Paz, una «literatura de robinsones, polifemos y ermitaños», cada uno en su isla, su cueva o su montaña. Será Lucrecio, en De rerum natura, quien designa el lugar exacto en donde se produce esa «mirada desde lo alto» de la que se adueña el poderoso constructor de símbolos: Pero nada hay más dulce que ocupar los excelsos templos serenos que la doctrina de los sabios erige en las cumbres seguras, desde donde puedas bajar la mirada hasta los hombres, y verlos extraviarse confusos y buscar errantes el camino de la vida.

Por otra parte, el telos determinante de la existencia de tal célula y laboratorio aislado, sin duda, es la perfección. Este dominio de lo encerrado en medio de la naturaleza —y abierto solo a ella—, moviliza el trabajo de las musas, y es precisamente Martin Heidegger quien ha podido realizar el inventario de los impulsos a la escritura que se pueden recibir de un medio «natural», directamente intervenido por la inteligencia creadora. Algo que el filósofo tuvo a bien identificar con su cabaña y verdadera «máquina» de pensar en las alturas: Todtnauberg, de nuevo. Todtnauberg: el nombre que, siempre que se aborde esta 169

cuestión candente, queda de inmediato y poderosamente evocado. En ocasiones, ese lugar sobreelevado es, en realidad, una posición imaginaria sobre un mundo que yace todo él a los pies del observador, y acerca del cual se conquista una suerte de sobreconocimiento moral. Raymal, en su famosa Historia de las dos Indias, expresa el motivo de esta manera romántica y exaltada: Elevado por encima de todas las consideraciones vuela uno hacia la atmósfera y ve el globo de la tierra a sus pies. Desde allí se vierten las lágrimas por el genio perseguido, el talento olvidado, la infeliz virtud […] Desde allí se ve desdoblarse la cabeza del tirano y ensuciarse de mierda mientras la modesta frente del justo toca la bóveda celeste.

Allí mismo donde tal inventario de efectos conoce su verificación en el refugio de alto aislamiento letrado, algo muestra también la existencia de un desalojo transcendente que en ello se produce, y del que ahora debemos dar cuenta (puesto que afecta de manera vital a lo que hemos considerado aquí «poética del escritorio»): la radical supresión en él de las solicitaciones de Eros. Vía esta apofática, negativa, que posibilita también, por fin, en este ámbito la entrega desordenada al motus de una pasión radicada ahora exclusivamente en un deseo de sobreelevación y preeminencia del yo sobre el (vasto) mundo. «El arte —ha dicho Goethe— es el medio más seguro de aislarse del mundo, así como de penetrar en él». Un thymos de concentración de energía del «yo» se desencadena en tal lugar; lo que, al cabo, como ha visto recientemente Peter Sloterdijk, puede mostrarse como una fuerza más poderosa y originaria que la que arrastra a la fruición erótica y al deseo del otro. Ambas cosas, se recordará, eran las que habíamos situado al final del primer capítulo como condicionantes de una «salida» quimérica de la claustrofilia que determina toda libido sciendi, y que convinimos entonces animaba por dentro, secretamente, la vida de escritorio. Eso según puede colegirse de la historia de Fausto y su rompimiento del contrato letrado por causa de un loco amor por Margarita. Ahora se trata de otras energías, claramente opuestas a las de un Eros compartido, y que son las que determinan la existencia de la cabaña inteligente y del retiro ascético y casto. Tal cabaña quedará, así pues, constituida en la forma de un reducto extremo y extremadamente despojado de toda solicitación exterior. Acaso la medida ideal 170

de tal célula célibe podría deberse a Le Corbusier, y se presentaría entonces como una evolución de su «modulor» en el cabanon: una retícula de 3,66 metros por 3,66 metros como la que se construyó el arquitecto en Cap Martin. Espacio del que podemos suponer que significa también un gesto rebelde y una autoimpugnación de los ideales modernos del «habitar», abiertos y determinados comúnmente por todo tipo de sociabilidades. La verdad de lo que sucede en esta célula es que, finalmente, adopta un carácter cerrado a lo comunicativo y, de manera que nos parece emblemática, termina en el taller de Le Corbusier como proyecto al final denominado con un nombre expresivo de su naturaleza: «blockhaus». El búnker militar y el escritorio para almacenar energías creativas encuentran aquí su colusión e identificación última. El punto de fuerza allí actuante es el «pathos de las distancias», acerca de lo cual también Nietzsche afirmó —esta vez en su Crepúsculo de los ídolos— que la comprensión del abismo que media entre hombre y hombre espolea la voluntad de ser uno y de distinguirse (es decir: distanciarse; alejarse de). Esta sería una particular característica de todas las épocas «fuertes», que imponen este ideal manu militari. En la raíz misma de la anacoresis, se sitúa la forma verbal «chorein» que es, etimológicamente, un dejarse ir, un alejarse y tomar distancia y separación, situándose a cubierto de todo lo mundano con el objeto de poder acceder a otro tipo de lejanía bien distinta. Extrañamiento que se transfiere luego a la escritura, solidificándose en ella, y produciendo el monumentum de la Obra. Así, el retiro silvestre de los escritores, en la temporalidad que mostramos, parece estar exclusivamente relacionado con una dura tradición histórica de exigente ascesis reflexionante, muy cercano en todo caso a lo que es una severa restricción corpórea mediante una efectiva privación de mundo (pues se conforma al modo de una institución unicelular fundada en lo contemplativo, donde podría interpretarse que resulta reprimida la «pulsión apostólico-mundana» del intelectual). En un primer movimiento de la volición, el artista se despide de su relación con el mundo del suelo; lo suyo, en propiedad, es una elevación ad astra, podríamos decir. En todo caso esa instalación de mundo ha buscado una esfera que resultará perfecta para sus actuaciones. Desembarazado de su relación con el resto del mundo, el productor de discurso simbólico se retira a su altura precaria, a su «olimpo» particular. Escribe a estos propósitos Italo Calvino en sus Seis propuestas para el nuevo milenio: 171

La literatura no hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la inmovilidad de las palabras mudas.

Y, sin embargo, esto que parecería el último fin en sí mismo, conoce todavía una postrer, una final apertura. En realidad, toda su disposición se desplaza hacia el campo de un goce de segundo grado. La culminación de tal deriva del deseo más elaborada obliga a instrumentalizar, en lo que es una última vuelta de tuerca, la realización misma del encuentro en soledad del sujeto y su fantasma de integración y reserva sobre sí propio. El solipsismo radical ya no es inherente a la condición «moderna». Démoslo por hecho. Condición ferozmente medial, socializada, entonces la de estos clásicos al día, que ya nada quieren saber de aquellos «Grandes Antiguos», para quienes hacerse incomunicativo suponía recuperar una esfera de trascendencia perdida; mientras equivalía también a una definitiva pérdida de mundo, pero por ganancia del principio «Dios», suprimiendo de la ecuación Yo-Dios-Mundo el tercer término. En este sentido, la ejercitación de la ascesis solitaria que preparaba la mente para la comprensión cuasi-religiosa de lo real, se ha vuelto innecesaria. Ello supone que los altos enclaves de meditación y vida interna forzosamente se han vaciado (o banalizado) en el momento de una modernidad sobrevenida, y las actitudes de alejamiento del mundo y de toma de distancia de él con el objeto de representarlo, en efecto, se han desvanecido, poco a poco, en el aire contemporáneo. Pero destaquemos, en todo caso, lo que en el retiro permanece, y es que allí se encuentra siempre activa una reivindicación, expresa o no, del linaje cristiano, en la que actúa poderosamente el influjo (y el «embrujo») ejercido por las históricas comunidades alotópicas fundadas por tal religión. Aquellas son las que, desde el tiempo de las prácticas extremas del eremitismo siríaco hasta que sucedió la propia mitigación de las mismas en la vida cenobítica, han actuado como fuerzas relevantes en la producción de un pensamiento que equilibra con su desnudez y esencialidad los saberes factico-técnicos, los cuales fundan hoy la producción de la realidad y el progreso del mundo hacia sus fines sin fin. La cabaña es el desierto de los lecto-escritores, y el locus ideal de los solitarios; sirva esto para los antiguos congregados en torno a Port172

Royal, como también para todos aquellos «ebrios de dios» y «atletas de los desiertos» que, bien viviendo en las tumbas dejadas por la clasicidad en los desiertos de Wadi-Natru, o, más próximos a nosotros, constriñiendo sus cuerpos en los espacios más reducidos imaginables —como Pedro de Alcántara, el maestro de espíritu de Teresa de Ávila en su «desierto» extremeño del Puerto de los Castaños—, iluminan retroactivamente el fundamento en que se apoya el fantasma de la cabaña del intelectual moderno. Y, al hacerlo, sostienen, en consecuencia —como ángeles «portantes» que son—, su vigilia denodada en pos, otra vez lo decimos, de la «Obra» (así, con «O» grande, inicial), del logro de la escritura soberana. Es también igualmente verdadero el que, más allá de su aparente configuración en la forma de lo cerrado y opaco (en realidad: de lo gonádico y del absoluto autárquico), la arquitectura de la soledad (y en su extremo: la soledad salvaje gongorina: «soledades de los campos») ha podido también constituir, en los casos que de ello queda reciente memoria, un auténtico conector. Vale decir: un lugar interpuesto por medio del cual una situación y una ubicación corporal, condicionada y restringida, segrega de sí —y en realidad produce y da a luz— un artefacto cultural lingüístico o de naturaleza plástica o sonora, el cual va a ser valioso para la empresa colectiva de dar sentido a la realidad comúnmente compartida. Sea consciente de ello o no, y por encima de cualquier aislamiento, el escritor en su retiro está en el centro virtual y omphalos de una «comunidad de trabajo», que se extiende como una red infinita por el mundo. Como, por cierto, revelaba hace ya mucho tiempo un escritor preocupado por su propia recepción, Larra, quién en su «El mundo todo es máscaras» hace observar: No hace muchas noches que me hallaba encerrado en mi cuarto, y entregado a profundas meditaciones filosóficas, nacidas de la dificultad de escribir diariamente para el público.

Resulta aquí evidente lo que fuerza la necesidad de un retiro y de alcanzar un refugio para tareas de alto bordo: la tiranía de servir a un público que demanda el mayor esfuerzo, la más alta capacidad de impulso creador. Es ciertamente así como pudo crecer históricamente, hasta hacerse ineludible necesidad intelectual, la de estar allí, en el sitio prefigurado, en el lugar único donde se puede recibir la epifanía que desentraña el quid de un objeto, cosa o acción del mundo 173

(cuando no es que se ofrece un sentido total a lo existente). Aquel mismo espacio pudo ser tomado, entonces, como la «verdadera región del pensamiento». En todo caso, en la elección del retiro en cuanto lugar de preeminencia para lograr la máxima potencia de enunciación, se oculta también el deseo de hacerse reconocer en virtud de una ultracaracterización del lugar donde se está. Algo se comunica en el seno de una soledad: este es el oxímoron que soporta la arquitectura simbólica de tal lugar. Acaso también ello constituye su verdadera constitución paradojal en cuanto artefacto cultural. Por medio de la consideración de lo que en verdad significa la generación de la «Obra», debe disolverse a propósito del retiro agreste la idea primitiva y simple de estar en presencia de un habitat último, una morada postrera —solus cum solo: solitario en el centro de la soledad—.

Figura 29. Soledades.

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La extremosidad de gesto de recogimiento en sí —que todavía se diría que la identifica en el mundo moderno—, parece caracterizar más bien un destinador ambiguo o dúplice y engañoso, que en ello actúa de modo emblemático con un signo acentuadamente críptico. Y ello en cuanto, en realidad, estamos ante la constitución de lo que es (solo) un protocolo espacial, un movimiento estratégico, del que con acierto podemos sospechar que su fin, en realidad, se encuentra fuera de sí mismo. Pues las arquitecturas singulares que aquí abordamos, como forma última de los «gabinetes de Fausto» que venimos estudiando, no serán utilizadas, ni mucho menos, por estos destacados intelectuales y artistas que fundan con ello otro signo más de la modernidad novedosa (pero, al mismo tiempo, en ello revivalista, pues que en tal gesto se halla una clara remisión al pasado), sino, en realidad, únicamente son empleadas como vías instrumentales para acrecentar la fuerza y la intensidad de una producción cuyo destino es siempre un exterior, un «más acá», y un «acá abajo», con el cual están en constante comunión imaginaria. En este sentido, tal espacio —el writing hut— revela sus calidades obsesivas, su investidura de signo maníaco, en cuanto es construido en función de un exclusivo objetivo, que solo al final se revela o desvela. Siendo el investimiento que en aquel dominio se realiza el de una actividad esforzada, tensa. La cabaña vuelta hacia una suerte de unidad experiencial de la integración de lo uni-direccionado: Universo singular: uni-versum. Giro hacia lo uno. Esto uno es la Obra, el bien inmaterial que de ella emana, sí, pero con la finalidad última de dirigirse a dialogar con el mundo, siguiendo la elaborada alegoría que de ello se contiene en la obertura misma del Así hablaba Zarathustra, cuando «el solitario» desciende por fin de su montaña para difundir urbi et orbi su «buena nueva» entre los semejantes a quienes poco antes había abandonado. El escritorio salvaje El mensaje del filósofo trabajado intensamente por la soledad y el aislamiento corporal, empero, es lo cierto que se dirige a la multitud, incluso a la «inmensa minoría». Y habrá de ser leído de modo forzoso en las megápolis: gran paradoja esta. Como hace caso ejemplar de ello el propio Tractatus Philosophicus, de Wittgenstein, del que pocos re175

cuerdan (porque acaso ese recuerdo ha devenido intrascendente para nuestro tiempo) que fue concebido en una cabaña solitaria en el fiordo de Skjolden. La cabaña y el mundo (o más concretamente el «campo» —el campo literario— en el sentido bourdiano, de nuevo esta vez, siguiendo Las reglas del arte): esta es la relación correcta que tal ámbito engendra al crearse a sí mismo y darse un contrario imaginario (aparentemente oculto o negado). Pues la tensión que inevitablemente produce tal elección espacial de naturaleza singular es inventada, y, en todo caso, su destino es verse subsumida por la propia dialéctica de tales contrarios; uno en presencia; el otro en ausencia. Los cuales —Obra-Recepción— ahora, al final, se reconcilian por medio del fluido que entreambos circula con liberalidad, aunque esta no sea siempre evidente a los ojos desprevenidos e inocentes. Una cierta lectura de la ingenuidad toma las cosas por lo que parecen, y entonces entiende la cabaña extrema como laboratorio de una producción escrita o reflexiva sin destino alguno; pura producción solipsista destinada al autoconsumo y la destrucción. Como si toda ella fuera obediente en exclusiva a la sentencia de Kafka respecto a su obra El Castillo, según la cual: «Tal obra solo existe para ser escrita, no para ser leída». Pero pensamos que en ello equivoca lo que podría ser la comprensión última de tal avatar, y del modo en que habitualmente ello se produce. Pues la realidad es que ese punto de concentración superior de energías espirituales, que representa el encierro del escritor en las montañas y las soledades, se proyecta como un «espejo ustorio». La mesa de trabajo, en efecto, es un espejo ustorio, en el sentido de que hacia ella convergen, como los rayos del sol, la pluralidad de formaciones focalizadas en aquel punto de donde, a su vez, se espera que de él salga y se proyecte un discurso inflamado, potente y direccionado. Entonces, más bien podemos acercarnos a interpretar que la verdad es que el «despacho salvaje», entendido a lo moderno, sobre-produc para el Mundo (y es que en él se encuentra su última, exclusiva, razón de ser). Y ello aunque lo haga y se sirva de la figura misma en la cual encarnaba antiguamente lo que era un retiro, radical y negador, que equivalía en el cristianismo primitivo a la cesación nihilificante de un «yo». Identidad, la cual, por medio de esta ascesis, debía ser depurada drásticamente de sus libidos fundantes, y cuyos lazos con cualquier otra forma de «exterior» habrían de ser rigurosamente obstaculizados y, al fin, rotos, olvidados, deshechos. 176

Ello hasta que de la caverna eremítica, del árbol del dendrismo o de la columna del estilita, no saliera ya ningún mensaje para el mundo, habiéndose cerrado en él el flujo de discurso que antes manaba. «Morituro satis», efectivamente, como debía figurar en la inscripción en el chamizo a la intemperie donde Juan de la Miseria componía en su cabeza las «Canciones a la noche», en el momento en que todavía no era consciente de que algún día las escribiría (y menos que serían impresas como «pasto» para un, por él mismo, denostado mundo). «Suficiente para morir» (o para aquel que desea morir; siendo este, en lectura platónica, el verdadero filósofo): ciertamente ese mismo lema eremítico estaba muy bien para el pasado; en la postmodernidad, en la que de facto vivimos, de la cabaña se predica que es necesaria (acaso) para generar un discurso que, en todo caso, ha de consumirse en el mundo; ámbito del cual, sin embargo, su habitante ideal debe apartarse por un tiempo (lo exige el guión de su vida sacrificada). O, incluso, puede suceder que la «Carta al Mundo» que el escritor envía precisamente no llegue a él y permanezca sin respuesta, dejando en quien la escribe el ánimo suspendido. Como es fama lo tenía la Dickinson, exiliada mundana en su dormitorio-escritorio de Amhert, donde encerrada bajo llaves imaginarias escribía en un poema: Esta es mi carta al Mundo que nunca me escribió a mí.

Sin un horizonte definido de respuesta, lo que ocurre en los retiros agrestes y clausurados puede terminar en la fatal acedía, la melancolía y el nihilismo de que se ve afectada la producción en circuito cerrado. Todo lo cual acecha siempre en particular a estas «cellas» o celdas de labor intelectual, y encuentra manifestación en la forma de una desinvestidura del propio proyecto que la funda; es fatal el que se apodere de él una desesperanza en el objetivo que pudiera alcanzar a tener una vida tal. En suma: un flaqueamiento fáustico. Los rigores de cualquier «extrañamiento del mundo» tienen su mortal enemigo en esa acedía, de la cual sabemos algo: que hizo estragos en las vidas conventuales, cuando lo claustral de la experiencia gira devorándose a sí misma por la propia pérdida de vista del polo imaginario, que es «lo otro» (siempre el mundo; en todo momento la comunidad), con lo que entra en dialéctica tensa el sistema mismo de una vida solitaria. Más, si esta resulta programada para desenvolverse exclusivamente 177

entre las sombras de la lecto-escritura, de la constante atención a unas escrituras que, al cabo, sustraen de la participación activa en los sucesos del mundo. La figura del retiro incide en una posibilidad que, sorteando la primera y más aceptada condición referente a que es el sujeto quien huye y se aisla del mundo, recae en la segunda, según la cual es en realidad el Mundo el que se retira del sujeto: lo deja en condición de deshabitado, entregado a una fatal, inoperante melancolía. En ese caso dramático, una desideración se adueña del ánimo del explorador de la imaginación, que entiende su apartamiento como si de una estancia de condenado en un pozo ciego se tratara. Es Miguel de Unamuno quien da curso a este sentimiento en un pasaje especialmente relevante de su ya citado Diario íntimo de 1897: Una constante tensión me lleva a la rumia espiritual, a vivir escarbándome, a la continúa labor de «topo» en mi alma.

El ideal de liberación, de comunión auténtica con el natural, desprendido de toda la «humareda» del saber, aparece entonces como el único horizonte al que deba encaminarse una vida feliz, cual la que el Fausto se señala a sí mismo, en cuanto ser perfectamente desilusionado de su empresa de saber: ¡Oh luna que brillas en toda tu plenitud! ¡Ojalá vieras por vez postrera mi tormento! Tú, a quien tantas veces a la medianoche esperaba yo velando junto a este pupitre, entonces, inclinado sobre papeles y libros, te me aparecías, triste amiga mía. ¡Ah! ¡si a tu dulce claridad pudiera al menos vagar por las alturas montañosas o cernerme con los espíritus en derredor de las grutas del monte, moverme en las praderas a los rayos de tu pálida luz, y, libre de toda densa humareda del saber, bañarme sano en tu rocío!

Pero, también, la moderna soledad en que vemos que se ha sumido el productor de obras del espíritu, cuando concibe estos refugios de naturaleza radical, se encuentra relacionada con su creencia de que constituye un pasaje necesario para llegar finalmente, a través de una hipérbole, a la comunidad de receptores. La Obra grande del espíritu debe ser acaso concebida en el seno de una radical soledad. Ello ocurre de modo ejemplar en el caso de la vita solitaria, no monacal, en que se recluye Petrarca en la Vaucluse. Lugar donde el humanista 178

expansivo y mundano, el que parecía (pre)destinado ideal a la comunicabilidad entre amigos y correligionarios, potencia su relación con lo demás, precisamente al conseguir suspenderla. El «más abajo» es así el motor activo desencadenante de lo que viene a ocurrir «más alto», de nuevo para hablar en términos heideggerianos. El «retiro» escenifica una ruptura aparatosa (pero temporal) del contrato elocutivo, lo sabemos. Las preguntas acerca de ¿a quién y para quién hablar y hacerlo ahora?, se contestan en él de modo negativo, difiriéndolas y desplazándolas hacia el futuro. La obra por hacer implica esta negativa comunicacional, en aras de lo que ha de ser su propia implementación cuando se encuentre definitivamente hecha. El exilio inmediato del circuito de recepción supone un incremento de la potencia de creación. Esta es la verdad (aunque sea paradójica). La negativa a ocupar el presente, en realidad, no hace sino ampliar ostensiblemente las oportunidades de futuro. Y en cuanto a la, con todo, escasa dotación material del dispositivo que encontramos en el retiro intelectual, esto contrasta con el violento juego de creación que lo agita por dentro. Allí donde hay menos, lo cierto es que se produce más. Hay, pues, una manera de leer el fenómeno en términos de rentabilidad y plusvalías aplazadas en el caso de la arquitectura elocuente en que se resuelva la «cabaña» y el retiro lecto-escritor e, incluso, como hemos visto, de la «escritura de cumbres», y eso aun cuando hoy es considerado, por lo general, un tipo arcaico de «taller del espíritu». Se trata de un dispositivo (y de una disposición a él vinculada) para tiempos más conturbados que los nuestros, pero seguramente también menos complejos. En cuanto tal «laboratorio de fuerzas creativas» —en donde estas han de devenir en imágenes y representaciones escritas del mundo (del cual mundo, sin embargo, se ponen a prudente distancia)—, participa en una más general historia de los protocolos de tipo ergonómico y proxémico que los intelectuales han venido desarrollando en pro de su oficio, y de los que aquí nos hemos comprometido a hablar, según promesa, a «uno y otro lado» de la frontera digital. Tales procedimientos son los media ideales para la consecución de una praxis, en sí misma dificultosa de ser llevada a cabo «hasta el final», y, en consecuencia, extremadamente necesitada de fetichizaciones. Procesos y trabajos de recogimiento, los cuales, manteniendo el mundo y el exterior a raya, lo reintegran y reifican en un encadenamiento de signo libidinal en la 179

forma de un ámbito restringido, seleccionado, ahora casi limitado a solo lo esencial. De nuevo: la cabaña. Es muy posible que las connotaciones presentes en una ocurrente metáfora de Gustave Flaubert, que le sirve para definir su estado anímico como escritor, ciñan por completo y resuman esta posición de partida que vemos realizarse en los retiros intelectuales de altura. Ciertamente, en el interior de tal espacio el sujeto adopta la caracteriología de una: Ostra soñadora.

Mundo reducido, pues, esfera monadológica, definitivamente impermeable a lo accesorio y, con ello, a todo lo que no se encuentra directamente relacionado con la obra: fiat opus, pereat mundus. Hágase la obra y perezca el mundo (al menos por el lapso que dura su reconstrucción imaginal). Como quizá podría afirmar ambiciosamente respecto a su trabajo un Rainer María Rilke, cuando en su encierro riguroso en la torre (en este caso «de marfil») concluye la existencia de los ensimismados Sonetos a Orfeo. Pero, al mismo tiempo, aquel sujeto que penetra en la dynamis que genera tal peculiar recinto se pone en trance de vivir una apocatástasis de autor; lo que equivale para él a experimentar el deseo de remontar las fuentes de donde mana el «yo»; de volver a algún origen; de reconstruirse e inventarse a sí mismo, para acabar transfiriéndose con toda potencia al espacio de representación privilegiado que es la letra. Ello funge en el plano sicoanalítico como una verdadera regresión, y por ello la cabaña —en sí misma una suerte de remisión arquitectónica a lo que fuera el primer habitat vitrubiano— aparece también contaminada por un aspecto claramente demodernizador. Un signo arcaico se posa sobre ella. Y la define. Esta es la figura —ambivalente, inquietante, peligrosa— con que finalmente ha terminado por pasar al archivo cultural, donde funcionó allí como una cierta arqueología de lo que ha sido la célula de pensamiento en el Antiguo Régimen, previa por consiguiente a otras nuevas configuraciones psicoespaciales presentes en la era de la digitalización del saber y del producir que ahora debemos visitar. Omphalo y claustro, entonces, aquel del retiro sobreelevado y un punto extramundano, que el nuevo internauta se ha visto precisado de abandonar con el objeto de instalarse en un lugar otro; esta vez en 180

Figura 30. Panóptico.

una heterotopía desmaterializada que a su vez es también un fuera de campo e, incluso, es también un contra-tiempo. ¿Un ángulo me basta? Lo dicho hasta aquí abre el camino a la exploración de otras posibles intensidades, las cuales pudieran venir a legitimar el constructo psicohistórico que tratamos, y que es, en definitiva, el de un ámbito cerrado donde se celebran las bodas de Narciso y la Escritura. Pues en los retiros radicales para la «entrada en escritura» encontramos también lo que es un artefacto favorecedor de todo tipo de encadenamientos, los cuales vemos que aspiran a mantener la actividad de luchas ideales de que saldrá favorecida una cosmovisión integradora y, de nuevo, su final plasmación en «Obra», en opus. Las lecturas de mundo devienen de modo que es natural una segura «escritura del Mundo». 181

En lo que constituía su moderna debilidad, la cabaña era todavía sucedáneo y mímesis de una referencia ascética que se había perdido en la profundidad del tiempo, presentándose al cabo como heredera de excesos arcaicos en que habrían incurrido los componedores de mundos místicos y otros héroes del silencio y de la hesiquia de pasados días. Tanto si lograban producir escritura, como si no. Silencio —tal es la marca acreditativa del retiro— que en sí mismo configura una suerte de umbral iniciático, pues marca la frontera o borde del comienzo del gabinete, del retiro estudioso o letrado. Silencio que se extiende por la superficie física del studiolum como una condición inherente al mismo, y cuya propia existencia abre la estancia del mundo espectral del espíritu, que en el retiro va a ser convocado y evocado, mientras lo presenta franco a la autognosis. Aquel silencio, obrado en el interior de la estructura cuasi monástica del studiolum, crea un atmósfera habitada de resonancias y potencialidades que han de hablar cuando el mundo sea acallado. Walter Benjamin nos solicita para considerar tal cuestión al colocarse frente a lo que fueron las salas de trabajo de Goethe en Weimar: El que tenga la suerte de poder recogerse en este espacio percibirá en el orden de las sencillas cuatro habitaciones en que Goethe dormía, y leía, y dictaba y escribía, las fuerzas que conseguían que todo un mundo le respondiera cuando Goethe hacia que sonara su interior.

Y entonces, en el rectángulo que a menudo el diseño de aquel estudio trazaba, podían reconstruirse emocionalidades como la del regreso a la lentitud; junto también a la posibilidad de habitar o permanecer en el reposo (categoría mayor esta para todos los necesitados de detener la aceleración temporal, fatal para los trabajos del espíritu). Se obedece así en ello el sino marcado por Michel de Montaigne, respecto a que la desdicha del hombre habría de provenir de una sola cosa: el no saber permanecer en una cámara propia con el espíritu aquietado. Envuelta por una distancia variable con respecto al locus social, se buscaba en la cabaña la interioridad, que, en definitiva, es la conquista del poder de fantasear y de entregarse a rituales de representación, libres por completo de la presión inmediata de todo exterior. Aquí se detecta la existencia de una aspiración holística, integrada, en donde la máquina habitacional toda «respira» al unísono con y a través del 182

sujeto. Ello da campo a un principio de integración, pues se trata, en efecto, de «fundirse» con el medio autogenerado a través de la suspensión de los esquemas societarios habituales. Medio, pues, el del escritorio letrado, autárquico por excelencia, y hasta modo superior de suspender la presencia en el mundo; en él se visualiza el hecho de que una extradependencia (o dependencia de un «afuera») queda anulada por medio de tal gesto. De lo cual nos parece que dio cuenta Eugenio D’Ors, autotitulado de «ermitaño de la Esparraguera», cuando, clausurando la vivencia escritófila de toda una época de su vida, sentenciaba en lo que era su Última crónica de la ermita: Ya no habrá más crónicas de la ermita […] Porque ya no me alejaré de ella. Porque, en cualquier hipótesis locativa, ya las esencias de la misma —y en mi lenguaje, quien dice las esencias dice igualmente los aspectos— habrán entrado en mí, y estarán presentes en mí —y quien dice en mí, dice en mi Glosario—, y harán una sola cosa conmigo. Mi obra las habrá ya asumido, según me ha asumido a mí.

Como este fragmento revela con autoridad, hay siempre una tensión latiendo por debajo de lo que ha sido la voluntad de traslado y construcción de tal habitat que ahora enfocamos. Es posible ver en ello la presión ejercida por una comunidad urbanita que no es ideorrít­ mica; es decir: que no permite que cada sujeto siga su propio ritmo, y de la cual entonces es preciso alejarse en prosecución de la Obra. El retiro constituye un género manifiesto de la huida, y es por esta clase de gesto que se liberan cargas misantrópicas, de las que desde luego el aislamiento físico e intelectual —más si este lo es en las soledades excavadas en la naturaleza— se hace finalmente un conductor ideal. La figura de más lejana referencia en el archivo cultural que arrastra tal espacio será entonces la de la «urhütte». Aquel lejano arquetipo de cabaña y cabaña de todas las cabañas en que precisamente Vitrubio vio el origen de toda posterior arquitectura, y nosotros vemos el precedente para todo despacho o espacio letrado. La clausura que caracteriza el escritorio salvaje, el lugar apartado, entrega otros signos de su extrañeza y polaridad, como el propiamente derivado de su localización periférica, su posición marginal con respecto a cualquier género de agrupamientos sociales. Tal «insulismo» se encuentra paradójicamente destinado a servir de marco a un pen183

samiento que precisamente no se autolimita, que apunta a ser en sí mismo un pensamiento glocal, un universal, sí, pero concreto. El retiro, en cualesquiera de sus disposiciones, siempre ha significado la elección de un espacio «otro», y acaso en tal gesto constructor de mundo propio o a la medida actúe también la intención de trasladarse a un tiempo diferente. Lo que equivale a concederse la posibilidad de elegir tus contemporáneos (que ahí son otros silentes compañeros: los grandes muertos, tal vez), con la perspectiva de dialogar con los que (ya) no son en una dimensión extratemporal. Francisco de Quevedo, retirado en la torre de Juan Abad, y atacado por el «morbo misantrópico» hacia los hombres de su tiempo, escribía: Retirado en la paz de estos desiertos con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos…

Doble desplazamiento entonces del hinc et nunc, convertidos en «allá» (no «aquí») y en «siempre» (no «ahora»). Lo que presta a tal articulación una dimensión espacio-temporal polifónica. En el tipo de espacialidad que configura el salvaje habitat creativo, una vez más creemos leer, ciertamente, la disposición que, reduciendo al máximo los desplazamientos físicos, potencia solamente los que pertenecen al orden de lo imaginario. Por último, cuando sabemos y oímos hablar de esa colección de encierros determinados a lograr la producción lecto-escritora —como aquel paradigmático que se hizo construir Heidegger en Todtnauberg—, nos recorre una impresión final, con la que provisoriamente cerramos este acercamiento al hecho (así como también lo que es la meditación toda acerca de los posibles —cuanto extremos, extremados— escenarios de la escritura y la lectura en un Antiguo Régimen de la misma, y, en todo caso, previos a la fractura que lo digital ha abierto en esta esfera). Algo trascendente, en efecto, ocurre en lo que hemos llamado El gabinete de Fausto. Quizá, entonces, en el retiro alto, él mismo, en otro sentido, haut lieu de la cultura clásica, igual que también en la profundidad del studiolum, del centro físico o dintorno donde se gesta (o gestaba) la escritura junto con un singular telos de vida y de producción del espíritu, cuya nervadura hemos recorrido, se oculta un hecho mayor: 184

el de que en aquel dominio, al cabo, se realice una suerte de peculiar aproximación contemplativa y propedéutica a la muerte. Después de todo fue al propio Caronte, semidivinidad ctónica, a quien Mercurio ofreció, según Luciano relata, llevarle a un sitio confinado desde donde pudiera contemplar la totalidad del mundo. Pongamos que aquel sitio tenía la apariencia de un escritorio, de una celda para cultivo de la escritura. Mors, en efecto, ultima linea rerum. La muerte: cosa de cuestión última, de ultimidades. Con ella debemos terminar; y si bien se mira, su evocación la encontramos expresa siempre en estos recorridos y trayectos realizados. Incluso las postreras palabras que cierran el libro de los Ensayos de Montaigne —libro que es la vida misma del escritor—, señalan su escritura como la del máximo encierro, a cuyo agotamiento y punto final cumplido se desea que «dulcemente, y mientras se toca la cítara» aparezca la Muerte, como disolución última y alternativa exclusiva que pueda lograr desvanecer aquellos fuertes muros imaginarios que cercan el gabinete y que son su misma condición de existencia. Así, toda la constelación antigua en que se desenvuelve esta figura del escritorio, la cual hemos revisado desde los dispositivos más conocidos hasta los más extremos —siempre hasta aquí en lo que es su era clásica—, se remite a una final post-escena, y expresa de manera paradójica la sed de permanencia que la anima y la nostalgia infinita de pensar y producir por encima del tiempo que ha determinado su existencia. Lo que nos debe llevar ahora directamente a otros imaginarios del escritorio. Precisamente aquellos que han estado, hasta aquí, cortocircuitando las figuras que ofrecíamos de los arcaicos lugares de la lecto-escritura, ya fueran cabañas en medio de las soledades agrestes, ya fueran «cuartos bajos» de las casas, en la cercanía esta vez de las estufas (como Descartes) y de los centros del calor doméstico y de la habitabilidad. Lejos ya de esas habitaciones para el estudio y la producción escrituraria que alcanzaron en el pasado una clara resonancia «fáustica», nos dirigimos ahora hacia una nueva psicofísica, pisando a la dudosa luz de nuestros días otro umbral: el del «cuarto conectado» con el mundo, tanto dispuesto para recibir señales suyas como para emitirlas hacia él. Estas otras señales ya no tienen como vehículo las superficies materiales, sino que viajan en las ondas y se producen en otra dimensión, en tanto en cuanto lo que en realidad generan son escrituras del aire. 185

Es por medio de esa instalación suya en el éter, como el antiguo scriptorium, ahora radicalmente transformado, logra escapar en cierto modo a las determinaciones del Tiempo y del Lugar, que hasta aquí hemos venido explorando y que eran, antes, las condiciones centrales de su existencia.

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Segunda parte GALAXIA PÍXEL

3 EL PARADIGMA PANTALLA: DESMATERIALIZACIÓN DEL SCRIPTORIUM EN LA REALIDAD DIGITAL In the future, words very well might not only be written to be read but rather to be shared, moved, and manipulated, sometimes by humans, more often by machines, providing us with an extraordinary opportunity to reconsider what writing is and to define new roles for the writer. Kenneth Goldsmith

Hacia la evaporación del bit Los espacios de escritura y creación literaria se han visto alterados con las modificaciones tecnológicas que han llegado a lo largo de la historia, siendo el último avance hasta el momento el progreso de desmaterialización del scriptorium, desde los monasterios europeos hasta las máquinas de escribir, para dar dos pasos más vinculados a la integración de la tecnología informática por encima de la mecánica: la inscripción del ordenador como herramienta de escritura y el paso del disco duro a la nube remota. Estos progresos han resultado mucho más próximos entre sí que los precedentes —aun cuando puede afirmarse que estamos todavía en el camino hacia el desembarco real y generalizado del último— lo que parece responder a los procesos de aceleración social, cultural y tecnológica, mutaciones de rápida ejecución que responden a las previsiones de aceleración que planteó Rein189

hart Koselleck. Se trata de un fenómeno de aceleración en el progreso (y, por tanto, en el cambio) que resulta en una notable dificultad para ejecutar prognosis acertadas en un mundo que no solo no se detiene, sino que, de hecho, va cada vez más rápido. Es probable que, aunque en apariencia sutil, el impacto de los cambios dentro de la era de la computadora sea más significativo que el paso de la vela a la bombilla en el scriptorium. Esa alteración tecnológica se sintetiza ejemplarmente en la sentencia de Jacques Derrida «no escribo sin luz artificial», que dio título a su compilación de artículos y entrevistas publicada en 1999. Estábamos entonces en los primeros y tímidos pasos que conducen a una serie de cambios fundamentales en los recursos, técnicas y herramientas de composición literaria. La luz artificial apagó la vela del proceso litúrgico de la literatura que se había configurado durante el Antiguo Régimen analógico. La luz de la bombilla no es comparable con la que surge de la pantalla. La renovación de modos y costumbres que se experimenta a través de la integración de los componentes informáticos en los procesos de ejecución creativa no se limita solo a los espacios literarios, pues aporta una renovación de flujos de trabajo de la praxis artística, cuyas manifestaciones son no solo expuestas en el entorno del scriptorium digital desmaterializado, sino concebido en ese mismo espacio: una praxis literaria generada en el mismo entorno de virtualización informatizada en la que los códigos artísticos se revisan, son actualizados y modificados para poder hacerse albergar en sus espectros generativos los componentes creativos del bit. En el paso hacia la virtualidad de lo digital puede haber expresiones artísticas que no se adapten con la misma comodidad al paradigma de la pantalla, tanto por su concepción de la praxis creativa como por el mercado que han desarrollado. Una escultura puede reconvertirse de manera definitiva en el diseño 3D por ordenador, pero el escultor puede sentir que su trabajo debe seguir haciéndose sobre una materia que moldear (porque la escultura está en la roca). Igualmente, un pintor puede trazar sobre un lienzo virtual mediante un programa de diseño con pinceles virtuales. Sin embargo, en ambos casos hay que plantearse hasta qué punto los coleccionistas y compradores están preparados para un desembolso de cierta —o alguna— cuantía ante obras virtuales y, por tanto, reproducibles infinidad de veces. Más allá de hipotéticas imposiciones técnicas que sigan garantizando la percepción de exclusividad en la posesión del arte, entra en juego un componente 190

capitalista de asignación de valor que se parece más a las colecciones inmateriales, de vacíos, retratadas en relatos como en el caso de Un montón de nadas, de la suiza Eveline Hasler, cuyo protagonista guarda los agujeros de los quesos ordenados según su tamaño, cada uno en su propia cajita. Los vacíos se acumulan en el espacio físico y tangible. Son muchas las formas artísticas que tienen en el coleccionismo y en la exposición un mercado secundario de gran importancia. Hay coleccionistas de obras literarias, por ejemplo, pero lo son por el poder sacralizador y fetichista del objeto físico, percibido como antigüedad valiosa, y no tanto por el valor intrínseco de sus palabras. El lienzo virtual del programa de diseño permite emular el trazo en la pantalla, pero, ¿está preparado un coleccionista para comprar un cuadro virtual? En la música, como consumidores, estamos más que habituados a habernos desprendido de lo material (en cuanto a los instrumentos, desde el gramófono), pero muchos melómanos, músicos y compositores tendrán claro que no se puede hacer sonar la misma música con sintetizadores de sonido virtual que con instrumentos reales. La herramienta de la literatura es la palabra, y ya hace mucho que prescindimos de la oralidad para dar paso a la convención del alfabeto. La cuestión es si el fetichismo del papel (de la roca, del lienzo, del instrumento...) es suficiente, ya que a nivel de vinculación material entre arte y objeto aquí es donde este eslabón resulta, con diferencia, más débil. La consecuencia de la supresión de la sustancia conlleva que los entornos tradicionales de lectoescritura empiezan a ser, desde esta perspectiva, desmantelados. El mercado primario de la literatura sigue siendo —confiamos en ello— la lectura, lo que lo sitúa —junto a industrias como la musical y la fílmica— en una situación más cómoda para abrazar paradigmas desmaterializados de producción. En la música, como consumidores, estamos más que habituados a habernos desprendido de lo material en el proceso de reproducción (del gramófono al disco compacto, pasando por la casete, el vinilo, etc.), aunque no es de extrañar que melómanos, músicos profesionales y compositores opinen que no se puede hacer sonar la misma música con sintetizadores de sonido virtual que con instrumentos reales y que escuchar esos instrumentos en directo no será igual que hacerlo a través de unos altavoces. La herramienta de la literatura es la palabra, y ya hace mucho que prescindimos de la oralidad como eje principal para lo literario, dando prioridad a la convención del alfabeto (o cualquier sistema de testimonio escrito, 191

como ideogramas). Se pone en duda, de este modo, si el fetichismo del papel (de la roca, del lienzo, del instrumento...) tiene poder como para mantener esa traslación física, al ítem, de la palabra, incluso cuando el proceso de gestación —la redacción del manuscrito— está copado por la informática. Con independencia de si la obra literaria ha sido escrita para su publicación en formato impreso, en libro digital o en cualquiera de los formatos web, la herramienta de trabajo de la escritura por defecto no es ni la estilográfica ni la máquina de escribir, aunque no debe presuponerse que esto es así en todos los casos. Poco antes de su muerte en 1997, Lee Ranaldo tuvo la oportunidad de entrevistar a William S. Burroughs. En la transcripción de la conversación telefónica mantenida entre músico y escritor, este último admitía que era incapaz de escribir usando un ordenador. «I have no idea how to do it», le decía a Ranaldo. Burroughs escribió, hasta el final, usando máquina de escribir o a mano. La preferencia por la escritura con máquina mecanográfica y la creación de originales con escritura puramente manual resultan lógicas en un autor de su edad, pues es innegable que el paso al universo informático requiere un proceso de adaptación que puede ser más difícil asumir cuando se ha convivido durante la mayor parte de la vida desarrollando otras destrezas para la labor de escribir. El poder fetichista del objeto sigue, sin embargo, vigente hoy en día, de la misma manera que se puede encontrar todo un mercado de compra-venta de estilográficas antiguas. No dejan de ser rarezas que en ningún caso están orientadas a un público mayoritario, pero hay proyectos como la adaptación de máquinas de escribir a teclados para ordenador y tabletas, el USB Typewriter creado por el aficionado Jack Zylkin y que ha tenido distribución comercial, tanto en modelos ya preparados como en kits de modificación domésticos. La máquina de escribir sustituye al teclado que se emplearía normalmente. La potencia icónica de la máquina de escribir en el despacho, el scriptorium del autor, sigue siendo incontestable, aunque el escritorio —que retiene su papel fundamental de epicentro de la cosmogénesis literaria— ya no está presidido por ese objeto mecánico. De hecho, el escritorio como generador de espacios creativos se traslada hacia su homónimo de la pantalla. No se trata tanto de que el despacho, en sí mismo, se desintegre o desmitifique, sino de que el medio de escritura contemporáneo —el ordenador— asume las esferas que orbitaban en 192

Figura 31. USB Typewriter con iPad.

torno a ese espacio real para unificarlos mediante la virtualidad digital: el instrumento informático es un centro de conexión, operación y distribución de la tarea. No en vano, si la vinculación entre objeto (libro) y obra se rompe en el producto final, es porque ha ido desintegrándose en su relación de materialidad durante su concepción. El hipnótico cloqueo metálico de las pulsaciones ha sido sustituido por la goma de los teclados de ordenador. En una sociedad de consumo y renovación obsolentista, donde la tecnología se renueva completamente en ciclos que muchas veces se antojan demasiado cortos, el tipógrafo que William Austin Burt creó en 1829 (partiendo de las patentes de Henry Mill en 1714 y Pelegrino Turri en 1808) ha quedado relegado a la antigüedad. Uno de los modelos más cotizados es el creado por la compañía danesa Malling-Hansen en 1864 (con prototipo operativo en 1865 y patente registrada en 1870, año en el que empieza su producción oficial). Esta máquina fue diseñada por Rasmus Malling-Hansen (reverendo y director del Instituto Real de Sordomudos de Copenhague) y se caracteriza por la singular semiesfera en la que se sitúan las teclas, lo que le ha valido el sobrenombre de skrivekugle (bola que escribe, en español). El éxito comercial de este aparato no llegó hasta 1879, cuando se comercializó la estadounidense Remington n.º 7 diseñada por G. W. Yost. Su gran novedad fue que permitía escribir en mayúsculas sin tener que sustituir el teclado. 193

Figura 32. Skrivekugle danés.

Incluso cuando en su momento supuso uno de los instrumentos claves de la modernidad en el oficio de la escritura, tanto por su movilidad como por representar un paso definitivo hacia la erradicación del manuscrito, la máquina de escribir no representaba progresos en cuanto a la linealidad conceptual de buena parte del oficio de escritor a la hora de verter el texto final: la redacción final debe ser secuenciada —dentro de las libertades de los recursos del proceso creativo— y permanece sujeta a las mismas leyes que cualquier otro soporte físico. Por supuesto, los tipos y la cinta de tinta se convertían en el nuevo cincel del escritor, y el papel de calco permitiría la producción de varias copias de manera simultánea antes de que la reprografía ganara terreno e incluso durante un tiempo se comercializaron con cierto éxito máquinas de escribir electrónicas con soporte para diferentes tipos, posibilidad de integrar cursiva o negrita, y una pequeña memoria que permitía escribir varias líneas (o documentos de una cierta extensión) antes de trasladarlos a la hoja mediante la impresión. Esta es ya otra época: una de las últimas grandes compañías que fabricaba máquinas de escribir, Godrej & Boyce, cesó la 194

producción oficialmente en 2009, acercando estos instrumentos un poco más a su conversión en objeto de museo. Esta potencia mítica de la máquina de escribir se desplaza desde su primigenia localización, el despacho, hasta la condición de objeto de escritura. La revista Life publicó en abril de 2011 una colección de fotografías e ilustraciones bajo el título In praise of the typewriter en la que podemos ver a escritores como William Faulkner o Ernest Hemingway y celebridades como Joan Crawford o Marlon Brando con algunas de las máquinas de escribir, objeto de escritura que dio sus primeros pasos hacia producto de masas a finales del siglo xix. La máquina de escribir no implicaba una alteración paradigmática esencial. No es más móvil que unas hojas y un bolígrafo, y la revolución tipográfica doméstica no tenía tampoco la capacidad de cambiar los espacios de creación. Moverse con la máquina de escribir podía suponer el traslado también del despacho, en el sentido de transportar las herramientas de trabajo periféricas, como la biblioteca. Las vetustas cortes itinerantes trasladaban con ellas tanto a secretarios y tapices como demás parafernalia: séquito, muebles y toda suerte de objetos que componen un aparataje quelónico, gigantesco y aparentemente indispensable. Por supuesto, no solamente monarcas y dirigentes realizaban ese ritual de transposición del espacio de escritura (y del poder), sino también la esfera intelectual. El caso del mallorquín Ramon Llull resulta ilustrativo para comprender las implicaciones de las necesidades materiales que se derivan de un intenso trabajo intelectivo condicionado por una vida de tintes casi nómadas. Llull llevó a cabo buena parte de su labor como escritor durante su época de viajes a partir de 1274. En relación al naufragio que sufrió 1307 cerca de Pisa, la tradición popular indica que perdió no solo sus propiedades (dado el carácter de escritor nómada, esto podría implicar todo su scriptorium), sino una redacción avanzada de la que iba a ser su obra más destacada y voluminosa, el Ars Magna et Ultima (cuya redacción final había iniciado en 1305), que, según se cuenta, volvió a escribir empleando, ante todo, su memoria. En cualquier caso, con independencia del volumen real de la pérdida material e intelectual, y de la importancia que pudo jugar la memorización en la recuperación de esos bienes, sí sabemos a ciencia cierta que en Pisa escribe el Arte breve, acaba el Ars generalis ultima y vuelve a escribir la obra empezada en Bugía y perdida en el naufra195

gio, la Disputatio Raymundi christiani et Homeri saraceni. Solo muy recientemente hemos conseguido superar —al menos parcialmente— las limitaciones de la copia física mediante la facilidad de creación de copias, primero con papel carbón y fotocopiadoras; luego, con el almacenamiento informacional en soportes como las cintas magnéticas, los disquetes, los discos mecánicos, los discos ópticos, las memorias sólidas... y más recientemente la nube, es decir, el almacenamiento remoto alojado en un servidor de internet que, además, permite el acceso a esos datos (o programas) desde cualquier terminal con conexión a la red. La nube es la transición metonímica de la computación remota, descentralizada y alcanzable desde cualquier lugar, aunque intangible para el usuario. Desde la perspectiva del receptor, los lectores están cada vez más acostumbrados a leer en pantalla: lo hacen todos los días. Ante el monitor del ordenador, en el teléfono, en las tabletas y en toda una serie de dispositivos de creciente presencia en la cotidianidad de los ciudadanos. Por supuesto, también están los libros electrónicos, los dispositivos diseñados específicamente para la lectura en pantalla a través de la tecnología de la tinta electrónica, que hace que el cansancio ocular sea mínimo (sin diferencias reseñables con respecto a la lectura en papel), pero añadiendo toda una serie de ventajas derivadas de la intangibilidad de lo que hay en pantalla, frente a la lámina de celulosa. Tememos que uno de los obstáculos que está encontrándose la aceptación de esta tecnología —al menos en el mercado español— resida en la incapacidad de las grandes editoriales para asumir los cambios en el paradigma del mercado. La industria del libro ha tenido la oportunidad de asistir a las mutaciones del negocio de las industrias musical y cinematográfica, aunque el haber sido testigos no parece haber servido para que se preparen con antelación de cara a los cambios del mercado, sino más bien para desarrollar todavía más una cierta pulsión neoludita mediante tímidos y en ocasiones erróneos pasos. Esos mismos pasos, en ocasiones, han sido objeto de duras críticas, tanto por el temor ante los mismos como por la ejecución cuestionable con la que se han desarrollado, sin tener en consideración la dinámica real del mercado o resultando incómodos para los usuarios. Sin ir más lejos, uno de los proyectos más importantes en este ámbito que se han puesto en práctica en los últimos años ha sido Libranda, pero su ejecución le ha valido críticas tan duras como la que pronunció Milagros Corral, exdirectora de la Biblioteca Nacional, 196

en un artículo publicado en el diario Público el 17 de mayo de 2011, describiendo el servicio como «una experiencia frustrante». Otros mercados, más dinámicos y abiertos a lo voluble, han abrazado este modelo, se han adaptado, y han logrado satisfacer a consumidores y creadores de contenidos culturales, que son el eje de la industria. Los editores deben evaluar las implicaciones de esta mutación para redefinir su rol en la edición digital como parte de una industria que está renovándose hacia un modelo más próximo a la creación de contenidos hipermedia, es decir, interactivos en entornos digitales. Este proceso de modificación de los paradigmas de producción industrial es necesario para explorar la senda que nos aleja de la previsión de Bruce Sterling, quien describió a los medios «dinosaurios», incapaces de adaptarse con eficiencia al entorno tecnológico contemporáneo para eludir los potenciales pozos de brea, es decir, la terrible mutilación o erradicación del sector. Por otro lado, muchos autores tienen todavía como objetivo último llegar al libro impreso. Múltiples editoriales han mostrado la capacidad suficiente como para conseguir los derechos de algunas importantes obras digitales para adaptarlas a la hoja de papel y llevarlas hasta las tiendas. Sin embargo, hay también una generación creciente de escritores que han cambiado su forma de trabajar, su foco de atención, y que se están desprendiendo de la esclavitud ante el editor y todo el lastre que eso conlleva para acercarse al público de otra manera, que no es sino la vía de acción propia de la aldea global de McLuhan: sin fronteras, sin intermediarios, sin barricadas. La transición al bit que pronosticaba Nicholas Negroponte en 1995 para el almacenamiento de información dista mucho de ser completa: incluso si la generación de los nuevos ítems es puramente digital, el soporte en el que el usuario cotidiano decide almacenarlos es predominantemente físico, pues la confianza en la nube es algo que todavía debe consolidarse. Tampoco nos llevemos a engaño: la nube tan solo esconderá de nuestra cotidianidad ese soporte atomista para los datos digitales, pues el almacenamiento de la información en lugares remotos no se da, claro, en vapor de agua, sino en las cada vez más importantes granjas de servidores y centros de datos que interconectan el mundo. Aún con eso habrá que dar el importante paso psicológico de prescindir del referente físico, e incluso quizás de la copia de respaldo (el back-up) en un soporte que podamos guardar en un cajón. Si tenemos en cuenta que todavía buena parte de la inversión 197

en informática de consumo pasa por desarrollar discos ópticos, memorias sólidas, etc., con mayor capacidad y velocidad en un tamaño más reducido, está claro que en la industria tecnológica saben que todavía estamos lejos de desprendernos por completo de la posesión física de los bits. Pero la distancia hasta este momento es relativa en un mundo en aceleración exponencial. Mientras se recorre ese camino, el ordenador y la comunicación digital a través de internet han generado ya una serie de cambios en los espacios de escritura de los creadores literarios que han cruzado esa intangible frontera de lo digital para abrazar las nuevas formas de producción. Es un tránsito, a veces transfronterizo, que, sin embargo, tiene cada vez un coste menor, pues mucho han cambiado las cosas desde las primitivas interfaces exclusivamente de texto (que subyacen bajo el entorno visual de los sistemas operativos actuales), en lo que ha sido una carrera hacia la destrucción de la metáfora para rozar la imitación pura de la realidad siguiendo los pasos de René Magritte y su mundialmente conocida serie La trahison des images (1928-1929) de la que sin duda es bandera la inscripción Ceci n’est pas une pipe («esto no es una pipa»). Como entonces, es solo representación y retrato, que no realidad ni tan siquiera simulación. Todo ello para, en un último momento de gracia, decirnos irónicamente «esto no es un escritorio». No en vano, el escritorio virtual se encuentra en una encrucijada de la metáfora. Por un lado existe la tendencia que fluye hacia el símil, la imitación más fiel de la realidad; por otro, se tiende también hacia la abstracción total. Son dos caminos opuestos que conviven en la actualidad por la conquista del futuro de la interfaz. La representación de la zona capital de trabajo del ordenador —esto es, la pantalla—, ha buscado imitar la realidad de un escritorio partiendo de la metáfora, relativamente sencilla, de la mesa de trabajo y el archivador. La estructura de directorios se camufla tras los universales iconos de las carpetas mientras los archivos muchas veces optan por la apariencia de un folio. Desde el nacimiento de las interfaces visuales se ha apostado por una aproximación metafórica que solo recientemente ha empezado a diluirse con la aparición de dispositivos táctiles. En los ordenadores esta es una tendencia que sigue vigente y que en realidad copa la jerga informática: virus, troyanos, backdoors, etc., son términos puramente metafóricos que se han imbuido ya de sus nuevos referentes. 198

Esto no es un escritorio En el avance hacia la implantación generalizada de la nube y esta, a su vez, se complementa con la llegada al mercado de dispositivos de almacenamiento cada vez más rápidos, seguros y con mayor capacidad, tanto el ordenador como la conexión a internet han dado pie ya a una serie de cambios en los espacios de escritura de los creadores literarios que han cruzado esa intangible frontera de lo digital para abrazar las nuevas formas de producción. Esta transformación tiene un coste cada vez menor gracias a la normalización de los sistemas informáticos y a la ubicuidad de la conexión a internet, una praxis tecnológica oculta (no visible en cuanto es transparente) y cada vez menos perceptible por su globalidad, siguiendo el modelo descrito por Heidegger en su artículo «La pregunta de la técnica» (1954). Formativamente, el esfuerzo y trabajo necesarios para la transición son también menores, dado que las interfaces primitivas puramente textuales —aunque subyacen todavía bajo la capa visual— han quedado en el olvido para el usuario medio: solo un usuario experto recurrirá para tareas concretas al terminal o consola de comandos del sistema operativo. Así, el escritorio virtual se encuentra en una encrucijada de la metáfora informática recurrente. Por un lado existe la tendencia que fluye hacia el símil, la imitación más fiel de la realidad; por otro, se tiende también hacia la abstracción total (o, más bien, se persiguen otras metáforas). Son dos caminos opuestos que conviven en la actualidad por la conquista del futuro de la interfaz informática. La representación de la zona capital de trabajo del ordenador —esto es, la pantalla—, ha buscado imitar la realidad de un escritorio partiendo de la metáfora, relativamente sencilla, de la mesa de trabajo y el archivador. La estructura de directorios se camufla tras los universales iconos de las carpetas, mientras los archivos muchas veces optan por la apariencia de un folio. Desde el nacimiento de las interfaces visuales se ha apostado por una aproximación metafórica que solo recientemente ha empezado a diluirse con la aparición de dispositivos táctiles, que pueden recordarnos a las losas de un mosaico y que tiene su traslación en los entornos de ordenadores clásicos con Windows 8 (si bien se mantiene también la interfaz de escritorio tradicional). Por tanto, podemos afirmar que en la computadora el escritorio sigue vigente como interfaz (sobre todo porque otros sistemas, como Linux o Mac OS la mantienen de manera preferente). En cualquier caso, es en 199

1981, cuando Xerox —en su centro de investigaciones de Palo Alto, el Xerox PARC— desarrolla el ordenador Star a partir de diseños concebidos por Alan Kay en los setenta: con él llegan esas interfaces visuales asociadas a entornos de escritorio. Esos conceptos de Kay tenían como precedente directo el paradigma de papel que se adoptó a partir de la demostración pública que realizó Douglas Engelbart (creador de la patente del ratón informático) en 1968 con la que pretendía adaptar el entorno de trabajo más habitual en la oficina (es decir, los folios) a un ámbito de uso electrónico. La demostración pública tuvo lugar el 9 de diciembre de 1968 y desveló el uso de teclado y ratón, videoconferencia, procesamiento de textos, editores colaborativos en tiempo real, hipertexto y otras tecnologías que no se comercializarían hasta décadas más tarde. El modelo de ordenador era el NLS (oN Line System), el resultado de años de trabajo en el Augmentation Research Center del Stanford Research Institute. El evento tuvo lugar en el congreso Fall Joint Computer Convention de San Francisco (California) y la ponencia se tituló «A research center for augmenting human intellect». Esta demostración técnica es denominada actualmente The Mother of All Demos, expresión acuñada por Steven Levy cuando rememoraba el momento en el que se presentó el sistema informático: As windows open and shut, and their contentes reshuffled, the audience stared into the maw of cyberspace. Engelbart, with a no-hands Mike, talked them through, a calming calming voice from Mission Control as the truly final frontier whizzed before their eyes. It was the mother of all demos. Engelbart’s support staff was as elaborate as one would find at a modern Grateful Dead Concert.

Como sabemos, su aplicación comercial tuvo que esperar hasta que Apple lanzó el Macintosh en 1984, aunque sería un error omitir en esta cronología de hechos destacados que en 1983 se lanzó un cartucho para Commodore 64 llamado Magic Desk que permitía cargar un entorno visual basado en escritorio con varias aplicaciones integradas, como listín telefónico o calculadora. Al ser, en esencia, una consola de juegos, el control sobre los cursos se realizaba con el joystick y se pulsaba sobre los iconos con el botón de acción del mando. No suponía un entorno real de trabajo ni sustituía la interfaz del dispositivo. 200

Desde entonces se han dado grandes avances estéticos, pero no demasiado significativos en las funciones y plasmaciones de las mismas. El entorno de escritorio supone un contexto visual de baja abstracción para la zona de trabajo. El paso del escritorio real al virtual está más que consolidado como proceso del lógico asentamiento de la computadora en el ámbito doméstico, tanto para copar el ocio (videojuegos, reproducción de audio y vídeo, lectura, etc.) como para el trabajo cotidiano, en una muestra de la capacidad de ubicuidad del aparato. El proceso de evolución de la interfaz del escritorio no ha estado exento de excentricidades y pasos en falso que no han llegado al mercado o que han fracasado ante el público. Algunos de esos pasos en falso se han dado, precisamente, al intentar abrazar excesivamente la imitación de lo real, rompiendo la —pese a todo— comedida abstracción de las interfaces generalizadas. Y es que toda esa metaforización e imitación de lo físico es fruto de un proceso de adaptación de nuestro espacio mental de lo tangible a lo virtual, aunque, al mismo tiempo, cuanto más habituados estamos a lo virtual más aceptamos la cesión de lo literal ante lo icónico, y lo icónico ante lo simbólico. Todo ello para acercarnos a un mayor nivel de abstracción que rompe las barreras y limitaciones que se derivan de la imitación verosímil de la realidad: mantener un equilibrio entre lo real y lo abstracto simplifica la tarea y la relación humano-máquina. En un primer momento el escritorio como metáfora de espacio de trabajo en el ordenador mantiene a raya el nivel de abstracción puesto que la imitación pura o excesiva de la realidad no ha llegado a calar. Estamos pensando, por ejemplo, en el diseño de BumpTop. Sus creadores estaban convencidos de que iban a redefinir el modo en que nos comunicamos con nuestros ordenadores, y el proyecto fue lo suficientemente potente como para que Google lo adquiriese en mayo de 2010, aunque desde entonces parece que la idea ya no pasa por crear una interfaz gráfica general de usuario. Su principal atractivo consiste en presentar la superficie del escritorio no en un plano recto, bidimensional, sino en uno inclinado, con cierto ángulo, que le otorga una sensación de profundidad. Es en ese espacio donde se sitúan los archivos. Su objetivo es obvio: dar un paso más en la línea de lo realista. ¿Realmente queremos —debemos— avanzar en lo realista, en imitar el mundo y sus limitaciones? Y si el objetivo es imitar la realidad, ¿aceptaríamos de buen grado los comportamientos que 201

Figura 33. BumpTop: una tercera dimensión en el escritorio.

chocaran con lo que se esperaría, entonces, en el mundo real? Parte de la clave de la tolerancia ante esas rupturas es porque aceptamos la abstracción metafórica, aunque es igualmente cierto que si la imitación es completa, resulta más difícil asimilar que se rompen ciertos límites de la realidad. Si hacemos caso a las tendencias actuales, un nivel de abstracción tan bajo en la interfaz no parece tener tanta aceptación como se hubiera esperado hace unos años. Las interfaces táctiles que se han impuesto (el iOS de Apple para iPhone, iPod touch y iPad, por ejemplo) prescinden, de hecho, de la idea de escritorio tal y como lo entendíamos hasta ahora. En el sector de la informática de consumo para ordenadores, Microsoft propone una aproximación a la interfaz basada en azulejos adaptativos y configurables alejándose del escritorio puro. Estos azulejos componen un trasunto de tablero que da acceso a las aplicaciones y servicios más comunes para el usuario. De esta manera, la interfaz se orienta a la función, no al objeto —el archivo— al igual que en iOS. El escritorio, en estos sistemas, no almacena archivos (no es, en sí, una carpeta del sistema), sino que exclusivamente da acceso a la lista de los programas y aplicaciones que tengamos en el dispositivo, y desde ellas es como llegamos a los contenidos. No es que no haya espacio para escritorios de menor abstracción como BumpTop y otros que también fluyen hacia el si202

mulacro de lo real (dado que avanzan hacia el objeto representativo, que se muestra ante el público receptor como retrato de lo auténtico sacándolo de su contexto para convertirse en un objeto aislado que fragmenta la realidad); pero resulta innegable que la imitación de lo real nos produce fascinación, aunque las montañas realistas de archivos no son tan prácticas como las pilas metafóricas y bidimensionales que despliega Mac OS X desde su versión 10.5 (Leopard) lanzada en 2007 (y que se pueden desplegar como abanico o en retícula). La abstracción, en definitiva, supera los límites de la usabilidad de la imitación. La emancipación de lo real abre nuevas puertas de interacción no condicionadas por ese referente, algo que también tiene su reflejo en la propia web. Durante muchos años, la interfaz de las páginas de internet ha buscado ser un reflejo del entorno de escritorio. No obstante, ahora muchos entornos de escritorio buscan imitar la simpleza de las interfaces web. La implicación más relevante consiste en que cuando la estructura de la interfaz no se corresponde con categorizaciones metafóricas realistas (el escritorio, el archivo, etc.) las opciones de clasificación y organización de contenidos, ideas y conceptos se liberan de las ataduras de las estructuras de imitación

Figura 34. Pilas de archivos en el dock Mac OS X vistas en abanico.

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de lo real. Los sistemas operativos de nuestros ordenadores fueron creados para reducir el nivel de abstracción de las interfaces textuales y hacerlos más accesibles, partiendo de la imitación de la realidad en una metáfora que cede cada vez más ante la abstracción, si bien es cierto que una interfaz de abstracción absoluta, independiente por completo de referentes reales, no funcionaría hoy en día por producir un extrañamiento y una curva de aprendizaje exageradas. Sí podemos intuir que la línea de lo tangible, lo excesivamente literal, no va a ser la ruta a seguir. La superación de lo material para abrirse a lo digital pleno es un paso necesario para establecer formas de clasificación no lineal de la información y, por tanto, más próximas a la libertad de ordenación, cuando no plena anarquía, de nuestras estructuras mentales. Al menos, eso muestran los sistemas de indexación difusa, como la inclusión de palabras clave para crear redes de asociación entre archivos y programas que ya vemos funcionando gracias a los metadatos y los buscadores integrados de los sistemas operativos actuales. Más aún, el hecho de que el icono —como sustituto de la forma del archivo— dé paso a la vista previa de los contenidos (la propia imagen, hoja escrita en el procesador o un fotograma de un vídeo, que hace las veces de icono) nos aleja de ese mundo de codificación adicional: no es necesaria ni por tecnología ni por los usuarios una metaforización ni iconización, ya que el contenido virtual es ya una realidad pura ante el operador. La presencia del ordenador en el escenario creativo del literato es un actante que ha mutado el ambiente de trabajo. No se trata de una imposición, ni ha sido aceptado en igualdad de condiciones por todos, aunque estamos en un momento en el que afirmar que «difícilmente obras escritas con tinta, pluma de ave y sobre papel van a ser superadas por los nuevos medios de acumulación comunicativa», como hizo José María Rodríguez Méndez en 2002, se antoja una exabrupto fuera de lugar. La pluma es vestigio y metáfora del idiolecto, una traslación biológica del propio autor en su actuación física sobre el papel a través de la tinta. Roger Chartier afirmó en su libro Las revoluciones de la cultura escrita que: Quien escribía en la era de la pluma, de ganso o no, producía una grafía directamente asociada a sus gestos corporales. Con el ordenador, la mediación del teclado, que existía ya con la máquina de escribir, pero que aparece desmultiplicada, instala una distancia entre el autor y su texto.

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Ni la pluma ni los otros objetos manuales para la escritura son ya herramientas válidas con las que presentar un manuscrito, pues este se hizo mecanoscrito y luego se convirtió —inevitablemente— en archivo binario. Es un original que puede duplicarse hasta el infinito, transformarse, mutar, o permanecer inalterado monolíticamente a gusto del escritor, y también de los receptores, que son ya lectoautores. En definitiva, el manuscrito es ahora un conjunto de bytes sin depurar perdidos en algún directorio (tras la metáfora de una carpeta) de la estructura de archivos de un dispositivo de almacenamiento digital, pues la obra nace y se desarrolla en todas sus fases en el software. Este es un cambio sustancialmente mayor que el que se dio con el nacimiento de la imprenta, ya que, como apuntó también Chartier, pese a la irrupción de la imprenta lo copiado —lo escrito, de hecho— a mano permaneció de múltiples maneras. Destaca Chartier la tradición de la copia manuscrita, pero no solo es eso: la propia nota personal seguía vigente y solo en los últimos años ha empezado a desaparecer para dar paso a la nota escrita en un documento de texto del ordenador, el móvil o la tableta. El ordenador no asume solamente una labor de procesamiento de textos o de contenedor de información, sino que es el punto de acceso a la conexión digital con los cientos de millones de usuarios que pueblan internet. Asimismo, el terminal de acceso a internet produce una conexión mediante las TIC que abre las puertas a territorios que las anteriores generaciones tenían vedados. El retiro a la cabaña, real o metafórica, implica por tanto un esfuerzo intelectivo o espiritual mayor: internet es ubicua a través de las tecnologías inalámbricas. El coste puede ser mayor o menor, y la calidad del ancho de banda variable, pero la conexión es posible en prácticamente todo el globo, por lo que el retiro no sería ya solo espiritual sino también tecnológico. Teléfono móvil, conexión a internet... en un mundo de vínculos digitales rizomáticos se espera que nuestra disponibilidad sea prácticamente permanente. Al mismo tiempo, la máxima de omnia mea mecum porto alcanza una nueva dimensión: si todo lo mío es mi conocimiento, mi conocimiento potencial es ya ubicuo, pues es vapor en la nube de internet y, en todo caso, una mínima porción grabada en la memoria del sistema informático. Podemos tener a nuestra completa disposición libros digitalizados, comprados o escaneados por nosotros mismos o por otras personas, con la liberación de carga atomista que esto conlleva. En la digitalización lo tangible se reduce a la mínima expresión: 205

una secuencia de datos que resulta accesible desde un dispositivo de lectura. De hecho, ni siquiera tiene que estar con nosotros, pues el conocimiento puede ser compartido, colectivizado, desde otro punto del rizoma de la red de las TIC. Es así como el conocimiento que no poseemos —tanto en el sentido intelectual como en el capitalista— nos es igualmente accesible mediante otros individuos o instituciones que ejerzan su libertad para verter datos en la virtualidad: son inteligencias en conexión. Kenneth Goldsmith abogó por la digitalidad como el nuevo espacio a conquistar, tanto por el conocimiento como por las personas, siguiendo la estela de Henri Lefebvre en su defensa de la producción de diferentes espacios, si bien el pensador francés apostaba estrictamente por el sustrato material. Para Goldsmith, si algo no existe en internet, simplemente no existe, por lo que la virtualidad conectada es el espacio de conquista social, intelectual y cognoscitiva que debe perseguirse. En consecuencia, la producción y el espacio son ubicuos, y esto se traslada a la ubicuidad del arte. Paul Valéry mostró ya en 1928 cierto pesimismo en su artículo «La conquista de la ubicuidad» ante la percepción de una evanescencia, aunque sus intuiciones se mostraron acertadas y, como preveía, «se sabrá cómo transportar y reconstituir en cualquier lugar el sistema de sensaciones —o más exactamente de estimulaciones—, que proporciona en un lugar cualquiera un objeto o suceso cualquiera», de manera que «nos alimentaremos de imágenes visuales y auditivas que nazcan y se desvanezcan al menor gesto, casi un signo»: el proceso de desmaterialización es el de la digitalidad, mas no lo es solo del arte, sino también del acto de creación de lo artístico, desvinculado ya del espacio concreto de concepción, el scriptorium. Si ese lugar antes implicaba el uso de múltiples materiales, cada vez es más habitual que los escritores centren su atención en una única herramienta, cuyo dominio se ha asumido en no pocas ocasiones mediante el autodidactismo tecnológico, de manera que los autores que apuestan por publicar digitalmente pueden tener un control completo desde la concepción hasta la recepción de lo que han creado, en una aplicación del bricolaje (el do it yourself anglosajón) al campo de producción literaria, que Remedios Zafra compara, «en un gesto no del todo paródico» (como ella misma señala), con el modelo comercial de Ikea en su libro Un cuarto propio conectado. Sea como fuere, estamos ante un terreno de discreción intelectual que no se caracteriza en absoluto por una etiqueta concreta. Se trata 206

de una forma de trabajar y de concebir su obra que responde a un paradigma que cada vez resulta más natural para los autores que, con todo, son todavía inmigrantes en el mundo digital. Están abriendo la senda que los nativos digitales reales —todavía hoy muy jóvenes— podrán seguir. Hoy es cierto un antiguo imposible: es factible que lo que conocemos y lo que queremos conocer esté a nuestro alcance, lo que supone una alteración en los requisitos y en la concepción del proceso creativo e intelectivo. Recordemos por un momento cómo se nos relata la reacción de Sócrates ante Fedro. El pensador se siente atenazado ante lo que considera una estulticia, esto es, la escritura como destructora de la memorización pura o, si lo preferimos, bruta. Se pone en los labios del filósofo el temor de que la escritura genere «el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria». Es un discurso de incertidumbre ante la revolución que hoy sigue surgiendo ante nuevos miedos que nacen de la mano de los cambios paradigmáticos. Incluso persiste el terror al desprecio de la memoria al situarse internet como un punto de almacenamiento de información ubicuo, siempre disponible. ¿Por qué recordar cuando basta buscar en unos segundos?, temen. Todo recelo tiene una buena justificación, pero los nuevos horrores que se retratan están motivados por la revolución que se deriva de las modificaciones en los sistemas y procesos de almacenamiento, de recuperación y de acceso al conocimiento. Estos cambios, sin duda alguna, resultarán en implicaciones a largo plazo que todavía solo podemos entrever. Como planteábamos antes, en un mundo conectado, el conocimiento que no poseemos —tanto en el sentido intelectual como en el capitalista— nos es potencialmente accesible mediante individuos o instituciones que ejerzan su libertad para verter datos en la virtualidad. La cuestión de fondo es que el acceso a amplios segmentos de conocimiento, incluso cuando este está —según algunas opiniones— excesivamente filtrado o —según otras— sin filtrar en absoluto, es en esencia positivo: predominaría, por tanto, el kalós de la información disponible frente al kakós del caos organizativo o los problemas de auctoritas. El archivo cultural debe ser accesible porque su disponibilidad es positiva para la sociedad: la pantalla digital habilita mecanismos de difusión cultural e intelectual que deben estar al alcance del hombre como colectividad para favorecer la oportunidad de acceso a los modelos canónicos (o no) que constituyen los diferentes constructos culturales 207

de las sociedades humanas. Pese a los condicionantes económicos y de desarrollo que impone el modelo tecnócrata de la conexión a internet (infraestructuras de redes, terminales informáticos, costes financieros asociados, etc.) y que suponen una barrera de acceso para pueblos y regiones que no se pueden beneficiar de la teórica ubicuidad de la red, abrir el acceso al archivo será siempre mejor que mantenerlo encerrado autárquicamente. Eso es así incluso cuando resulta innegable que el sistema requiere nuevos procesos de descodificación de la información y nuestras estrategias para aprehender, acotar y asimilar lo que necesitamos en cada momento, algo en lo que las estructuras educativas deberían estar instruyendo a los ciudadanos digitales, ya que su espíritu crítico debe también amoldarse a las nuevas circunstancias. Escritores de pluma pixelada Más allá de las diatribas suscitadas por la nueva influencia que ejercen las TIC, la informática accesible y parcialmente democratizada ha generado nuevas formas de crear, distribuir y acceder a la literatura. Esto se ha dado gracias a los diferentes tipos de escritura que nacen en el entorno digital pero, también, por las nuevas herramientas que pueden usar los escritores pensando en formatos tradicionales o semitradicionales. A tales efectos, vamos a ofrecer una serie de ejemplos prácticos partiendo del testimonio de varios escritores que han publicado en diferentes formatos digitales (desde libro digital hasta blogonovelas o ciberpoesía) e impresos. En todos los casos que hemos compilado, el ordenador ha demostrado ser el centro catalizador de la experiencia creativa, confirmando el papel ubicuo que le hemos atribuido antes: el ordenador es herramienta de ocio y de negocio y era de esperar que fuere también el instrumento principal de quienes trabajan con la palabra. Estos tienen en el ordenador (con el portátil en una posición preferente) su centro de trabajo, independiente ya del lugar físico del mismo: el scriptorium es itinerante y está donde esté el ordenador, sea en un escritorio, en la sala de estar, o en una biblioteca pública, mientras que tabletas y otros dispositivos postPC no se han impuesto sobre el tradicional ordenador con teclado físico, al menos por el momento. La recolección de testimonios se llevó a cabo entre 2011 y 2012 contactando directamente con un grupo seleccionado de autores que 208

se consideró representativo por la variedad de su trayectoria creativa, origen y nacionalidad (dentro del habla hispana). Se remitió a todos esos escritores una misma encuesta y se les invitó, asimismo, a ofrecer una serie de fotografías de un lugar que consideraran representativo del scriptorium donde escriben y una captura de pantalla del ordenador mientras estaban en pleno proceso creativo, aunque se les indicó expresamente que la aportación del material gráfico era optativa y, como veremos, no todos han decidido darnos fotografías, por diferentes razones. El objetivo principal de la encuesta era saber qué usan para escribir, dónde lo hacen y si disponen de otras herramientas (incluyendo dispositivos como tabletas). También se consideró relevante el software que usan habitualmente, las webs que más visitan, y si emplean herramientas analógicas (como papel y lápiz) en sus procesos de escritura. Los escritores encuestados fueron (por orden alfabético) Moisés Cabello, Hernán Casciari, Doménico Chiappe, Juan Francisco Ferré, Vicente Luis Mora, Cristina Rivera Garza, Eugenio Tisselli y José Luis Zárate. Varios de ellos, insistimos en esto, han acompañado sus respuestas de fotografías tanto de sus entornos de escritorio como de las zonas en las que escriben: sus casas, habitaciones de hotel, bibliotecas públicas... una pluralidad de entornos que, como veremos, se articula esencialmente en torno al ordenador como eje principal del proceso de escritura. Moisés Cabello Moisés Cabello (1981) comenzó a escribir ficción en 2005 tras varios años como redactor en publicaciones de ocio electrónico. Ha autopublicado varias de sus obras, como la Serie Multiverso, que describe como «ciencia ficción juvenil» en formato pdf, mediante distribución digital, y ha colaborado también en antologías que han seguido un modelo de edición similar, como (Per)Versiones: Historia. Su obra se canaliza a través de su página web personal Tribulaciones de un autor incipiente . En este caso, Cabello no tiene formación específica en programación informática. Su centro de trabajo es un ordenador portátil con sistema operativo Ubuntu (Linux). El despacho como espacio de trabajo fetichista ya no existe, pero sí parece buscar cierta cabaña en 209

Figura 35. Biblioteca en la que Cabello escribe regularmente.

su labor, pues ha mostrado predilección por escribir en bibliotecas públicas. «No tengo un lugar de escritura por decirlo así», ha indicado. A través del ordenador canaliza su proceso creativo, que no es dependiente de un lugar concreto, dada cierta índole nómada de su vida, si bien esa preferencia por las bibliotecas como espacio para situar su despacho no le aleja de las referencias digitales, ya que entre su software de cabecera está Kiwix, un programa que permite consultar la Wikipedia sin conexión a internet (almacena los datos de las consultas para su lectura posterior). Como procesador de textos emplea el incluido en LibreOffice, que es una bifurcación del desarrollo de OpenOffice, que también usa Eugenio Tisselli: una suite ofimática de código abierto a la que acompaña Springpad para tomar notas, en detrimento del papel suelto o las libretas. Entre las herramientas que Cabello emplea queremos destacar Scrivener, pues se trata de un programa —en esta ocasión, de pago— creado específicamente para el oficio de la escritura, como 210

Figura 36. Scrivener, programa de edición de textos.

Figura 37. Kiwix ejecutándose en el ordenador de Moisés Cabello.

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bien promete su nombre. Sin descuidar las opciones de maquetación simplificada que ofrecen otros procesadores de textos, este software se ha pensado, como explica Cabello, «para organizar la escritura de ficción». Esto se consigue en buena medida empleando un tablón de corcho virtual sobre el que podemos disponer los fragmentos de nuestros textos para desarrollar una escritura no lineal, con capítulos sueltos, párrafos independientes, notas adicionales, etc., que luego dan paso a una fase de trabajo centrada en la estructuración del texto sin perder de vista la lista de pequeñas partes que están formando el prototexto. Es decir, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de procesadores de texto, que se centran en el trabajo lineal de alta imitación de la realidad (es el usuario quien, en todo caso, crea diferentes documentos con las partes separadas y trabaja en varias ventanas), Scrivener está diseñado para adaptarse a las necesidades no lineales de una escritura creativa en textos de cierto tamaño, donde el trabajo no es siempre secuencial ni ordenado. Cabello es usuario de Facebook, que usa todos los días, aunque tiene también cuenta en Twitter, que usa esporádicamente. Entre las webs que visita habitualmente destaca Wikipedia, Real Academia Española y Google. Hernán Casciari Hernán Casciari (1971) ha unido literatura y blog, pero esto no le ha impedido sumar múltiples publicaciones de corte tradicional, y en la actualidad es responsable también de la revista Orsai (así como de su blog personal y web de la editorial ), que se distribuye en formato impreso, en pdf y mediante las tiendas digitales para iPad y Kindle. El servidor para la publicación supone un coste económico al no apostar por servicios gratuitos. Considera que tiene una elevada competencia informática (tres sobre cuatro), y acumula en casa cuatro ordenadores, portátil uno de ellos, siendo su sistema operativo de referencia Mac OS X, de Apple. Casciari no emplea libretas para tomar notas, aunque tampoco escribe en las pantallas táctiles de su iPad o su iPhone. En su preferencia por Mac emplea el procesador de textos Pages, que integra amplias opciones de edición. Sin embargo, Casciari no se prodiga excesivamente en redes sociales, pues no se reconoce como usuario habitual 212

de ninguna de ellas (menos de un uso semanal) pese a tener perfil tanto en Facebook como en Twitter , del que hace uso de manera esporádica. Orsai también tiene presencia en Facebook y Twitter y se anuncian las novedades de la publicación. Doménico Chiappe Doménico Chiappe (1970) ha publicado digitalmente una parte importante de su obra en formato interactivo, en pdf a través de editoriales como Laertes, o en formato blog. La publicación digital incluye un ensayo en evolución constante titulado Ensayo para María y Samuel y el ensayo-ficción Evangelio según san Trópico. Mantiene una página web personal que se presenta al visitante como un centro desde el que descubrir sus trabajos. Se trata de una web de pago.

Figura 38. Habitación de hotel en São Paulo (2010).

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Se considera un usuario avanzado (tres en la escala de cuatro) y dispone de dos ordenadores portátiles (un MacBook de Apple y un portátil con sistema Windows), a los que acompaña un tercer ordenador, de sobremesa, en la oficina. Los usa indistintamente, según nos ha indicado, aunque su última novela fue escrita en buena parte de forma nómada, y sus espacios físicos de escritura fueron habitaciones de hoteles en Brasil, acompañado siempre del escudero informático. «Escribo en cualquier parte, no tengo rincón», apunta Chiappe al respecto. Para sus notas sigue optando por el papel, tanto en forma de libretas como hojas sueltas, pero la escritura se realiza en los ordenadores, utilizando la suite Office, de Microsoft, que está disponible tanto para Windows como para Mac. Su trabajo no se limita al procesador de textos y otros programas similares, ya que Chiappe es también usuario avanzado de Director y Flash, dos programas de Adobe centrados en tecnologías interactivas para la web. Director es un software orientado a la producción de ejecutables centrados en la experiencia multimedia, mientras que Flash permite realizar animaciones audiovisuales interactivas. Visto así, no es de extrañar que se defina como «escritor y autor multimedia», pues es esa es exactamente su doble función como literato. Esta habilidad en un doble sistema tecnohumanista le ha servido para publicar, por ejemplo, la obra multimedia Tierra de extracción, seleccionada por la Electronic Literature Organization para su antología ELC2 . Este texto, que nació como fruto de la unión de sus diferentes capacidades creativas, literarias e hipermedia, se puede descargar desde su web . Las webs habituales de Chiappe son Google, Wikipedia, Blogger, WordReference, Wikileaks y YouTube a las que hay que sumar múltiples diarios en edición digital no especificados. Asimismo, es usuario a diario de los servicios de Facebook y Twitter. Se ha registrado en otros entornos de red social «a los que no he vuelto a entrar», como en el caso de Academia. Es también usuario registrado de LinkedIn. Juan Francisco Ferré Juan Francisco Ferré (1962) ha publicado tanto novelas como ensayos y antologías en formato impreso, pero su novela Providence (Anagrama, 2009) se editó en 2012 en libro digital. Este paso a la 214

edición en ebook no lo han dado, al menos de momento, sus anteriores publicaciones, aunque —como es habitual— están dispersas por varias editoriales que, evidentemente, tienen políticas diferenciadas. Ha colaborado también con publicaciones en revistas electrónicas como Salon Kritik o The Barcelona Review . Ferré se considera un usuario medio en informática y dispone de varios ordenadores: «en uso, un portátil HP y un PC. Arrumbados, dos PC y dos portátiles. Escribo en ordenador desde 1995, así que he coleccionado una buena colección de cacharros», señala. Usa indistintamente el ordenador de sobremesa y el portátil, todos ellos equipados con Windows. Frente a la colección de ordenadores que ha ido formando a lo largo de los años, no es propietario ni de lectores electrónicos, ni de tabletas ni otros dispositivos: «no me atraen nada los dispositivos a los que no les veo una utilidad no funcional, valga la paradoja». Eso no implica una predilección por el uso de libretas para tomar notas, aunque admite su uso «cuando no me queda más remedio», siempre «con miras a transcribirlas [las notas] en cuanto sea posible al ordenador». El software empleado para la escritura de manera general es Word en su versión de 2007. Como parte de la suite ofimática de Microsoft no es de extrañar que use como hoja de cálculo la misma versión de Excel. En cuanto a redes sociales, es usuario a diario de Facebook «salvo en los periodos de aislamiento casi absoluto por estar escribiendo». De hecho, el contacto para esta encuesta se realizó a través de Facebook y remitió el archivo del cuestionario mediante el sistema de mensajería de la red social. Usa también Blogger, donde tiene alojado su blog personal de crítica cultural titulado La vuelta al mundo ; es, por tanto, un blog sin coste para el usuario. No refiere usar otras redes sociales, aunque en el momento de la encuesta contemplaba darse de alta en Twitter. Las webs más visitadas por Ferré son WordReference, Wikipedia y Google. Vicente Luis Mora Vicente Luis Mora (1970) ha publicado diferentes ensayos sobre literatura contemporánea en los que la digitalidad tiene un papel 215

fundamental, como La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual (Berenice, 2007) o el más reciente El lectoespectador (Seix Barral, 2012) y textos poéticos como Mester de Cibervía (Pre-Textos, 2000) o narrativos como Alba Cromm (Seix Barral, 2010). Tiene una página web personal en servidor de pago y con diseño propio suyo «ayudado por una diseñadora experta». Se complementa con un blog gratuito . Aunque Mora nos ha proporcionado la foto de su espacio de escritura que acompaña a estos párrafos, el autor ha preferido no hacer lo propio con la captura de pantalla de su ordenador. «Creo que la captura de pantalla de mi ordenador es demasiado íntimo, pues no sólo hay cosas profesionales. Prefiero no hacerla», nos indicó. Ese deseo de preservar el espacio informático por considerarlo personal —además de profesional, ilustrando la ubicuidad en el uso del aparato— parece justificar el reducido espacio de escritura que se muestra en la fotografía aportada por el autor.

Figura 39. Pequeño escritorio de Vicente Luis Mora.

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En lo referente a su destreza informática, Mora se puntúa con dos puntos sobre un máximo de cuatro. Dispone de dos ordenadores, un portátil y un sobremesa de Apple que es su ordenador de preferencia para escribir. Para ello, emplea Word en su versión tanto para Mac OS como para Windows. No es usuario habitual de otros tipos de software específicos, como hojas de cálculo o bases de datos. Mora admite disponer de un repertorio relativamente amplio de dispositivos adicionales, aunque en su mayoría han sido regalos y no compras programadas por él mismo: «a lo largo de los años me han ido regalando todo tipo de cacharros. Yo sólo me compré el Sony Reader; me han regalado un Kindle, un iPad, y un modelo español del que ahora no recuerdo el nombre. También me regalaron un iPhone». Sin embargo, no emplea esos dispositivos para realizar anotaciones y se reconoce como usuario habitual de libretas, de las que consume «muchísimas» ya que «normalmente dedico una libreta a cada proyecto literario, a veces para tomar notas sobre el libro o a veces para escribir. El proyecto Circular está hecho a base de fichas, porque no quería superar en los textos cierta extensión máxima. Para la poesía me gusta escribir con pluma y en cuadernos de página blanca muy grande», lo que nos muestra la vinculación entre ítem o medio de escritura y tipología/entidad del proyecto literario. Mora es usuario a diario de las redes sociales Facebook y Twitter. Es usuario registrado de las webs sociales LinkedIn, Academia, Pinterest y Google+ aunque en todos los casos indica que «apenas entro». En lo referente a Tuenti, indica con elocuencia que «ni loco». Su exploración web pasa a diario por YouTube y el buscador Google. Con un índice medio de cuatro visitas semanales es habitual también su exploración de Wikipedia y WordReference. Cristina Rivera Garza Cristina Rivera Garza (1964) tiene en El mal de la taiga (Tusquets, 2012) su última novela, aunque ha cultivado también el cuento (La frontera más distante, Tusquets, 2008), la poesía (Viriditas, Mantis/ UANL, 2011) y el ensayo (Dolerse. Textos desde un país herido, Sur este, 2011). Tiene, además, un blog gratuito, No hay tal lugar . 217

Se considera una usuaria informática media (dos sobre cuatro puntos) y dispone de tres ordenadores: un portátil y dos computadoras de sobremesa, una en casa y otra en la oficina del trabajo, siendo su sistema operativo de referencia Mac OS, de Apple. Asimismo, cuenta con varios dispositivos adicionales: una tableta iPad, un teléfono inteligente iPhone y un lector electrónico Kindle que usa para «notas muy breves», aunque eso no la lleva a emplear libretas o papel para tomar notas, pues afirma que «escribo directamente en la computadora». Para escribir su software habitual es Word, de Microsoft, que complementa con el uso habitual de iCalendar, el calendario/agenda integrado de serie de el sistema operativo de Apple. Se reconoce usuaria a diario de las redes sociales Twitter y Facebook, pero no sucede lo mismo con otros sistemas sociales. En cuanto a su exploración web, las páginas de referencia son Google a diario y Wikipedia unas dos veces por semana. Eugenio Tisselli Eugenio Tisselli (1972) firmó en 2002 el Manifiesto Text Jockey y se define como «programador y poeta». Considera que en una escala del uno al cuatro su nivel de habilidad informática es el máximo, algo lógico dada su dualidad como escritor y programador, lo que le permite realizar proyectos sobre tecnologías como Flash, Java, Shockwave, etc., además de emplear «lenguaje PHP como motor algorítmico-textual», lo que ha resultado en creaciones como Poesía Asistida por Computadora , que describe como una «musa cibernética» que genera versos a partir de un conjunto de palabras que le son proporcionadas. Publica en ese servidor, Motorhueso.net, por el que paga una cuota de mantenimiento. Su equipo informático consiste en dos ordenadores portátiles, «un portátil Toshiba grande y pesado, que utilizo para escribir en casa» y «un Samsung pequeño y ligero con el que escribo cuando estoy de viaje» (y que es el que se muestra en las imágenes ofrecidas por el autor). Se complementan con un teléfono inteligente de marca HTC, modelo Desire, con sistema operativo Android, que emplea «para escribir notas breves», pero no como objeto principal 218

Figura 40. MIDIPoet siendo usado por Tisselli.

de trabajo. Esto no significa que se haya desprendido del papel, pues hace uso de libretas de notas cuando considera que le puede resultar más cómodo, aunque sus herramientas comunes son software: además del lógico procesador de textos (OpenOffice Writer) Tisselli, usuario de Windows, emplea el editor web Dreamweaver y el programa MIDIPoet , que él mismo programó. «MIDIPoet es una herramienta de software que permite la manipulación en tiempo real de texto e imagen en la pantalla del ordenador. Está formada por dos programas: compositor e intérprete, con los cuales se puede, respectivamente, componer e interpretar piezas de texto y/o imagen manipulable», es decir, que escribió el código de una herramienta que luego le permite realizar composiciones que combinan texto e imagen de estilo poético en una de las diferentes ejecuciones de ciberpoesía que han surgido en internet. Además, como otros autores de su generación, parece haberse desprendido del fetichismo del scriptorium, y no hay un espacio concreto de escritura, pues para ello cuenta con dos ordenadores en función de sus necesidades de movilidad: el espacio de generación literaria es el espacio en el que está el ordenador. 219

Figura 41. Entorno de escritorio del ordenador de Eugenio Tisselli.

Figura 42. Perspectiva en primera persona de Tisselli.

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Figura 43. Uno de los espacios de escritura de Tisselli.

Eugenio Tisselli trabaja en la línea de una ciberpoesía que se genera digitalmente y ha creado herramientas de cibercreación literaria, uniendo sus conocimientos como programador y experto en arte digital con la vocación literaria, y es usuario habitual de Facebook (a diario) y ocasional de Twitter (una vez por semana). Sus webs habituales son Google, el traductor de Google, Wordreference, The Free Dictionary, PAC y Wikipedia. José Luis Zárate José Luis Zárate (1966) es autor de ciencia ficción con novelas como Ventana 564 ¿cuánto falta para el futuro? (SEMARNAT/SOMEDICYT, 2004) y compilaciones de cuentos. Ha publicado también el ensayo En el principio fue la sangre (Universidad de Guadalajara, 2004), además de llevar a cabo una extensa labor creativa desde su cuenta de Twitter . Tiene un blog gratuito, Cuenta atrás . Sitúa su destreza informática en un nivel elevado, el máximo posible en la encuesta, describiéndose como «hacker de bajísima tecno221

Figura 44. José Luis Zárate en su escritorio, presidido por el ordenador.

logía (algo así como mecánico de hélices de avión)» y rememora que programó «un generador de frases para una revista llamada La langosta se ha posado —la primera revista electrónica de CF en México— del tipo: da un adjetivo, un complemento, una imagen, etc. y con una rutina if then else creamos un poema aleteario. Pusimos como autor a la 386 que lo generó», en referencia a la computadora que ejecutó el programa, equipada con un procesador Intel 80386 (este modelo se lanzó al mercado en octubre de 1985). Recuerda también Zárate que «programé con tarjetas perforadas y mi primera computadora fue un Atari en la que uno podía decidir poner el casete de Centipede y matar gusanitos»; en este caso, en referencia al videojuego editado por Atari en 1981 (recreativas) y que al año siguiente se lanzó en sistemas domésticos. En estos momentos, Zárate dispone en casa de cuatro ordenadores: el principal de sobremesa, uno de reserva, un portátil (que usa su hijo) y un netbook (que usa su esposa). El sistema operativo es 222

Figura 45. Entorno de escritorio del ordenador de Zárate.

Windows. No dispone de tableta ni teléfono inteligente, aunque sí un lector de libros digitales que define como «falso pero muy barato que sólo permite leer 4 líneas y no tiene memoria para saber dónde te quedaste». Para escribir en el ordenador usa el procesador Word, que emplea también para escribir sus creaciones literarias en Twitter o en el blog. «Escribo tres cuentos diarios en mi Twitter, pero, por alguna razón muchos de mis lectores y algunos colegas creen que los escribo directamente en el cuadrito blanco del pajarito. O que las entradas en mi blog o Facebook son creadas justo ahí. Siempre abro mi Word y escribo y reescribo y corto y alargo y cambio». Sin embargo, considera que el papel es imprescindible en la labor de corrección: «para corregir los originales debo imprimirlos. No sé porqué pero me es imprescindible la hoja rayoneable, la anotación al margen y la hermosa tachadura, todo eso se puede hacer en la hoja Word pero no es lo mismo y no lo digo por amor al pasado, amo lo electrónico y la virtual pero uno es hijo de su tiempo y para sentirse escritor uno debía tener un montón de hojas escritas y reescritas en algún lugar —cierto tengo 3 TB y cumplen esa función— y aún así me digo que es muy difícil 223

quitarse los mitos sobre los que fundamos nuestras vidas». Adicionalmente, cuando viaja lleva una libreta en la que toma notas y escribe tuits, afirmando incluso haber escrito «2 o 3 libros» de tuiteratura en esas hojas. Zárate refiere ser usuario a diario de Facebook y Twitter, aunque no tiene cuenta en otras redes sociales. Visita a diario Wikipedia, Google y YouTube. Trebejos para la ubicuidad Los escritores encuestados han calificado su destreza informática (evaluada del 1 al 4) con una puntuación media de 2,6 puntos, por lo que entendemos que consideran que su dominio del ámbito computacional es superior a la media, aunque no llegan a verse —en conjunto— como expertos, lo que muestra que un dominio profundo del ámbito no es imprescindible para la publicación y creación de textos, pese a que se conciben enteramente en el medio informatizado. Igualmente, hay una media de 2,6 ordenadores por autor, destacando por arriba Zárate y Casciari (con cuatro ordenadores) y Cabello con solo uno por debajo. No hay una clara preferencia en el sistema operativo por usuario. Aunque hay más ordenadores con Windows, al preguntar por la preferencia de sistema operativo, se da un empate entre Windows y Mac, con Linux en tercera posición. De la misma manera, hay una fuerte presencia de dispositivos postPC, aunque esta se concentra sobre todo en teléfonos inteligentes y lectores electrónicos: la mitad de los autores tienen uno de estos aparatos. No sucede lo mismo con las tabletas, que están en clara desventaja, aunque por su ritmo de ventas suponemos que poco a poco se acabarán haciendo hueco en el panorama cotidiano (si no lo han hecho ya, poco después de realizar las encuestas). En cualquier caso, lo destacable es, ante todo, que estos dispositivos no sustituyen en ningún caso al ordenador: son complementos, están presentes, pero todavía no han alcanzado una entidad propia que les conceda plena autonomía como herramientas capacitadas para la producción de los contenidos literarios. Eso sí, todos ellos tienen al menos una página web o blog. En algunos casos, tiene asociado algún tipo de coste (alojamiento en el servidor, redireccionamiento desde una URL) y en otros no. Si no 224

diferenciamos entre el origen de ese coste monetario, resulta que más de la mitad de los autores tiene gastos económicos asociados a la web. En cualquier caso, la web o el blog no es la única vía de producción de presencia digital, pues también todos ellos tienen una cuenta registrada en Facebook y la mayoría también en Twitter, aunque la frecuencia de uso sí resulta muy dispar: tener perfil en una red social no implica, tampoco entre los autores, un uso frecuente de las mismas. Los otros medios sociales tienen presencia menor, incluso aquellos de índole profesional, en lo referente al volumen de uso: la mitad tiene cuenta en LinkedIn, y, en menor medida, hay también presencia de los escritores en Academia.edu y en los sistemas sociales de Google. En cualquier caso, Facebook es la red más usada, pues una amplia mayoría lo usa a diario; más de la mitad hacen lo mismo con Twitter. Con independencia de las búsquedas artísticas que realizan en sus exploraciones literarias, todos los autores tienen en el ordenador el eje de su espacio de creación y emplean software diverso orientado específicamente a sus necesidades como autores literarios. En múltiples casos, la computadora es también su herramienta de publicación directa hacia la web, en la que se sienten naturalmente integrados: la mayoría participa activamente en redes sociales, todos tienen web o blog (en su mayoría en la plataforma Blogger), y emplean herramientas de consulta en internet, destacando como las páginas más visitadas (en este orden) Google, Wikipedia, WordReference y YouTube. La preeminente posición de Google la atribuimos tanto a su función como buscador como a los múltiples servicios que se alojan bajo el amparo de la compañía, entre los que hay sistemas sociales y de noticias, creación y edición de documentos, correo electrónico, etc. En el caso de Wikipedia resulta clara su función como herramienta de consulta eficiente y rápida frente al ordenador. Más condicionada, seguramente, por su labor como escritores es la alta posición de Word­ Reference, que integra diccionarios monolingües, multilingües y de sinónimos y antónimos en sus servicios, además de contar con una comunidad de usuarios activa que debate traducciones. Aunque nos hemos centrado en autores individuales, otro aspecto creativo en la red es el de la colectividad. En la composición de obras colectivas se apuesta, en buena medida, por herramientas más tradicionales pero orientadas a la participación simultánea, como el procesador de textos en línea de Google Drive (la suite ofimática en línea de la empresa del buscador), o la tecnología de las cada vez más populares 225

wikis. En este tipo de literatura colectiva, con un menor índice de presencia hipermedia —aunque mayor necesidad de coordinación—, las herramientas colaborativas que son recurrentes en otras formas de escritura se convierten aquí en lo más importante de la atención creativa. Las formas y los formatos se han multiplicado, mirando hacia internet de una forma u otra, y eso mismo hacen los autores. Es el desplazamiento hacia la red de las tareas y de los propios recursos de software necesarios para su realización, lo que arrastra todavía más al literato hacia el sistema rizomático que conforma internet en lo social y también en lo técnico, por el sistema de nodos que compone el entramado físico de servidores distribuidos a nivel global. Con esto, el escritorio virtual como centro de trabajo en la pantalla da un paso más en la abstracción, sobre todo en cuanto a la gestión de archivos y su filiación con programas determinados, avanzando hacia la navegación no espacial, alejada del paradigma del papel. La enredadera de internet se genera desde el momento en que la emisión de información en la misma pierde la estructura jerárquica y, muy especialmente, desde que se inicia el proceso de democratización de la conquista del espacio digital por los individuos mediante plataformas gratuitas de gestión de contenidos acompañadas de interfaces visuales, que resultaron en la simplificación de procesos técnicos, acercándolos al público general. En cambio, hace unos pocos años a algunos gurús les parecía que la línea de progreso sería exclusivamente la de una ejecución mucho más compleja y elaborada a través de lenguajes de programación residentes en el servidor para la generación de la web dinámica (frente al estático sistema HTML), o tecnologías como Flash. Esto evidentemente es así, empero la complejidad finalmente está solo en el lado del servidor, bajo las capas de la interfaz que se presenta al usuario no técnico a través de las herramientas de generación del contenido, que buscan ser sencillas y accesibles. También hay quienes prefieren generar sus contenidos e incluso su tecnología desde cero, si bien es cierto que esto implica un elevado nivel de especialización. Así, el campo de la creación literaria digital se ha expandido en una doble corriente: uso avanzado de tecnologías de autoría hipermedia o uso comedido de las mismas mediante su integración en textos más estandarizados para el viejo canon, pues son también el resultado de componer sobre las plataformas de gestión y generación de contenidos. O de hacerlo pensando en la literatura tradicional, en la que, aunque las herramientas 226

hipermedia no parecen tener sentido, sí resultan ser útiles todos los demás recursos tecnológicos abiertos en la era de las comunicaciones: componen una suerte de SDK de la escritura. El mundo de la informática está habituado a manejar el concepto de SDK (software development kit, el conjunto de herramientas de desarrollo), un grupo de herramientas creadas para facilitar la ejecución de tareas específicas en entornos de programación destinadas, por lo común, a facilitar la tarea de desarrollo de un producto. El SDK ofrece un marco común de uso y ejecución con recursos que se pueden emplear en múltiples ocasiones: es decir, se crea una herramienta que permite realizar tareas determinadas no solo en un proyecto concreto, sino de forma generalizada. La oposición fundamental a este método de trabajo en la industria del desarrollo informático es crear recursos ad hoc para cada producto de software que quiere realizarse y cada función dentro de ese software. No en vano el software cubre el proceso íntegro, no solo en la gestión, sino incluso también en la fabricación del libro impreso. Katherine Hayles señalaba ya en 2008 que en la actualidad los textos —tanto si son impresos como electrónicos— nacen en la tecnología digital; incluso la impresión es ya el resultado último de un proceso enteramente electrónico. Frente al scriptorium físico, el entorno de trabajo del autor literario —como hemos visto— es el ordenador y el entorno de escritorio virtual. Por tanto, la experiencia de escritura implica en estos momentos el uso de un conjunto de herramientas informáticas que se concentra, ante todo, en un procesador de textos y en el navegador para internet. Todo ello en torno a la explotación de la Web 2.0 dentro de la concepción de un software biónico como el descrito por Juan Martín Prada, ya que máquina (hardware y software), redes y los propios autores componen los parámetros propios de la hiperpoiesis. Apuntaba en su artículo «La creatividad de la multitud conectada y el sentido del arte en el contexto de la Web 2.0» que: El patrón de funcionamiento de la «Web 2.0» se basa en cómo conseguir añadir al usuario a la información disponible. Por eso se ha dicho en tantas ocasiones que hoy todos estamos deviniendo componentes del software o «software biónico», que las aplicaciones web «tienen gente dentro».

Dejando de lado esa visión de integración simbiótica, el centro de la producción de escritura se sigue encontrando en el procesador 227

de texto como software de referencia. En este caso, los autores encuestados han referido el uso mayoritario de Word (parte de la suite ofimática Office de Microsoft) y, en menor medida, la suite gratuita abierta Open Office (Apache Software Foundation). Se ha indicado también el uso de Pages (de Apple), Scrivener (Literature and Latte) y Google Drive (Google). Word es el software dominante entre los autores entrevistados, pese a ser de pago. Hay opciones gratuitas, pero su uso se ha mostrado de preferencia incluso en el entorno del sistema operativo Mac OS. En el conjunto del software referido, sin embargo, solo Scrivener ha sido concebido como un programa orientado expresamente a la creación literaria gracias a la integración de diferentes herramientas orientadas al uso de fichas y otros recursos considerados relevantes para la tarea del escritor. Así pues, se imponen los procesadores de texto de objetivos generales frente a las herramientas específicas. Por tanto, podemos indicar que, aunque en un primer momento esperábamos que el conjunto de herramientas específicas para el proceso de escritura creativa mostrara variedad en sus aspectos generales, estas finalmente se han dado solo en los casos de autores más especializados en el terreno informático y, además, con una línea creativa que incluye el desarrollo de sus propios espacios digitales, tanto webs como programas de diferente índole. Estamos refiriéndonos a los casos de Eugenio Tisselli y Doménico Chiappe, quienes emplean herramientas diferenciadas, como Director, DreamWeaver o programas escritos por ellos mismos. Eso sí, no les exime del uso de las dos herramientas principales: el procesador de textos y el navegador de internet. En consecuencia, las herramientas comunes a todos los escritores con independencia del producto literario que conciben son la base del kit de creación literaria. El procesador es la base de escritura y el navegador permite la conexión a la red, empleándose para acceder a diferentes obras de consulta, webs de ocio, etc. Otro segmento estaría representado por las herramientas con un fin específico, como los programas antes citados de edición hipermedia, pero su escasa penetración puede responder al hecho de que en realidad se sigue pensando en el paradigma de papel más que en el de pantalla. De la misma manera, hay una presencia meramente anecdótica de editores de vídeo, imagen, audio, etc. Si proyecta una publicación en libro digital habrá que incorporar al kit de creación literaria las herramientas específicas de conversión 228

a los diferentes formatos de ebook, en caso de que no estén integrados en el procesador de textos (en estos momentos, Pages cuenta con función de exportación a ePub y Scrivener —además— a mobi, por ejemplo), como el KindleGen (específico para libros digitales para el lector electrónico de Amazon) o iBooks Author (específico para libros digitales para iPad) en el caso de que el autor apueste por la autopublicación y desee controlar, de este modo, todo el proceso del libro hasta que llega al receptor. En otras situaciones, el manuscrito (el archivo generado en un procesador de textos) será remitido a los responsables de maquetación y edición, donde los datos contenidos en el archivo archivo serán reconvertidos para adaptarse al software necesario para su publicación digital o física. Se traza en este momento una diferenciación adicional entre el conjunto de herramientas que formarán parte del kit del autor que autopublica y el que remite a terceros sus textos, de la misma manera que había un conjunto de herramientas específicas para los formatos de edición digital de cierta complejidad formal. En algunos casos, el software específico para la edición digital (como la opción profesional InDesign de Adobe o la

Figura 46. iA Writer es un procesador de textos mínimo para Mac, iPad y iPhone.

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Figura 47. Uno de los ambientes de escritura de OmmWriter.

herramienta iBooks Author de Apple) puede ser la herramienta única de escritura y edición al integrar en el mismo software las funciones para el procesamiento de texto y de publicación. El hecho de que ninguna de las herramientas de este tipo haya sido citada por los autores puede ser consecuencia de factores como el precio, la complejidad la uso y escasa proyección real del software, según el caso. Otra ausencia dentro de la tipología disponible de procesadores de texto que se encuentran disponibles hoy en el mercado es la de los programas de escritura mínima, aquellos que han reducido su interfaz al mínimo, así como las opciones de edición textual (tipografía, espaciado, etc.) para convertirse en émulos de la máquina de escribir, eliminando todo el campo de opciones que se han convertido en habituales en el procesamiento de texto para dejar al autor solo no ante la hoja en blanco, sino ante la pantalla. Algunos de estos programas, como OmmWriter (Herraiz Soto Co.), además, buscan la creación de ambientes y atmósferas de trabajo con tonalidades de color e incluso música relajante para favorecer la concentración en el trabajo. Estos procesadores se sitúan en una categoría de programas especializados en la escritura pura, sin anclajes, que está ganando peso en los últimos años, con múltiples opciones minimalistas en ordenador y tabletas. 230

Algunos ejemplos son iA Writer (Information Architects), WriteRoom (Jesse Grosjean) y Writings (Ludovico Rossi y Vito Modena). En el caso de OmniWriter, se encuentra —desde 2012— disponible en dos versiones idénticas en funciones que se diferencian en que la gratuita ofrece tres entornos ambientales y la de pago la opción de configurar al gusto del usuario siete experiencias visuales y ocho auditivas. Se puede configurar también el ruido que emite el ordenador para emular el pulsar de las teclas y la tipografía en la que se ve el texto entre un grupo reducido de opciones. Así pues, el uso de este tipo de software nos lleva a experiencias de escritura específicas, escrituras sin anclajes: la presencia de atmósferas creativas de OmmWriter no está entre las funciones de Word de la misma manera que el procesador minimalista no puede gestionar notas al pie. Hay una pluralidad de procesadores de texto como pluralidad de procesos creativos, de mensajes a emitir. La homogeneidad no es, en definitiva, tan absoluta como señalaba Edward Said al afirmar en Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectuales que: En esta época de extremos, resulta irónico que aun cuando este sea el momento de la historia en el que hay más documentación y la comunicación es más rápida (si bien más monótona y unidimensional) sea también en el que […] se está perdiendo más experiencia que nunca a causa de la marginación y la homogeneización moldeadora de los procesadores de textos.

Todo acto de escritura sobre una máquina requiere aceptar que estamos en un entorno de creación que se sustenta en varias herramientas, en ocasiones unificadas, para obtener un producto determinado que tendrá las posibilidades de publicación o distribución que se deriven de las funciones propias de esas herramientas. Para cada acto de escritura hay un kit: el poeta hipermedia se verá beneficiado por escribir sus versos en un editor web y no en un procesador de textos mínimo, algo que sí podría interesar al novelista que busca concentrarse en la tarea de escribir sin distracciones adicionales. Lo mismo puede decirse de un maquetador, que deberá coger ese texto y darle forma, adaptarlo a las dimensiones, tipografía y requisitos adicionales que le sean impuestos para encuadrar esa masa de palabras en el soporte impreso de una colección concreta dentro de la empresa. Otro espacio de creación es la publicación directa en formato web, con el blog como una de las principales plataformas de publicación 231

digital que ha generado, asimismo, el movimiento fictivo de la blogoficción, que no se da únicamente en el weblog tradicional, como se podría pensar, sino sobre todo el conglomerado de sistemas de contenidos (vídeo, audio, imagen...) que confluye en la web social, tanto en catalizadores como Tumblr como en sistemas independientes entre sí (Flickr, YouTube, Dropbox...), pasando por espacios de nanoblogueo, microblogueo o blogueo. Todos ellos le han abierto la conquista digital al individuo, tanto por darle acceso relativamente sencillo al espacio de la esfera virtual de la nube, como por facilitarle una URL (dirección) cómoda. Los blogs, a su vez, se vinculan a lo que se ha referido en ocasiones como una cultura del nosotros frente a las culturas del yo, aunque precisamente la exaltación ególatra es parte de la construcción extimista que resulta nuclear para el concepto de la bitácora digital. Esta integración del nosotros en la web social, la 2.0, es lo que la constituye de facto la Web 2.1, según la denominó Ugarte en 2007. La Web 2.1 se concibe como resultado del grado de complejidad de los vínculos cruzados, no jerarquizados, que imposibilitan un análisis estructural de las subredes que componen el organigrama de nodos. Tanto a través de blogs como mediante webs personales, o espacios de inscripción en redes sociales, los nuevos autores, como el resto de los ciberciudadanos, ejecutan una exposición pública incontrolada, y de alcance variable, en la nube computacional. Esta exposición conlleva la creación de personalidades fragmentadas que son el resultado del proceso extimista, es decir, del cambio psicológico que consigue que la intimidad sea concebida como pública, en un oxímoron que no parece preocupar a quienes están inmersos en él. Todos los espacios de conquista de la esfera digital tienen, de una forma u otra, un componente de canal de exhibición enmascarada —si así se desea— por el anonimato, lo que implica una concepción espectacular del sí mismo, que bien puede ser inventado, o fragmentario, concibiendo un triple nivel en el yo literario digital, pues este podrá ser autor, narrador y personaje, incluso de forma involuntaria. Esta triple valencia es solo posible cuando ese falso yo se convierte en encarnación real de un tecnocuerpo, proyección avatárica del bloguero/autor al otro lado de la fibra óptica. Por supuesto, este tecnocuerpo no es en realidad una simple prótesis postorgánica, sino que se trata de una traslación completa hacia una nueva prótesis de índole cultural destinada a modificar el modo de pensar y de concebir el conocimiento, como bien ha señalado en su obra Fernando Broncano. La prótesis cultural se postula 232

sobre el dispositivo conectado a una red que, a su vez, se expande intangiblemente con las tecnologías inalámbricas para llevarla hasta un continuo vital. Dicho de otra manera, es el proceso en el que el ordenador deja de ser el centro del escenario para ser el escenario mismo a través de la ejecución de las TIC, en una comunión de biopoder foucaultiano, software y hardware. El autor es, así, este nuevo cíborg que para la ejecución de su tarea ha generado toda una serie de nuevas costumbres y metodologías (¿dependencias, quizá?) que se solventan con instrumentos como el teléfono móvil para mantener una conexión continuada con el resto del colectivo, que es también su público lector. No todos los formatos de publicación digital mantienen el mismo nivel de interacción autor-público (entendido, de hecho, como potencial lectoautor, esto es, como receptor-espectador de la obra y con capacidad autoral dentro de ella), pues la producción literaria no es uniforme tampoco en ese campo. Una publicación en libro electrónico es fuertemente estática (actualizable, pero sin un modelo de negocio o distribución que garantice el acceso a sucesivas revisiones, ampliaciones o correcciones), mientras que una narración hipermedia o en un formato de web dinámica, como un blog o una wiki, es receptiva a diferentes niveles de interacción. Esto sucede algunas veces solo en la experiencia lectora, y en otras al dotar a los lectores de un papel de actante real, no pasivo, mediante la modificación directa de la obra (cualquier lector puede sentir la pulsión creadora ante la wikiliteratura) o a través de su influencia o participación indirecta en la misma (blogoficciones, por ejemplo). A través de esta relación directa con el lector, al concederle ese relevante papel en su propia obra, el escritor entra en una actuación digital en la pantalla. El paradigma de esta situación se encuentra en la actualidad en la blogoficción, conjunto de propuestas literarias en blog en las que el autor asume un papel, interpreta a un bloguero, y el formato literario se convierte entonces un escenario teatral al que se sube el escritor. El autor es, así, un actor, tanto si se trata de una blogoficción de contenidos (marcado carácter atomista, ausencia de hilo narrativo definido) o una blogonovela (progreso narrativo, profusión de personajes). Entenderemos por este tipo de publicación no una serialización por entregas, o de carácter folletinesco, que deja atrás la hoja impresa para presentarse digitalmente en este formato de publicación digital, sino un tipo de narración concreta que surge de la explosión demográfica de la bitácora digital, de carácter autodiegético. En ella, el autor asume 233

ese papel fictivo del narrador-protagonista, que es su avatar y que vive también en el paratexto (como el sistema de comentarios del weblog) e incluso fuera completamente de la obra madre, en otros textos, como en el caso de redes sociales. Uno de sus impulsores destacados, Hernán Casciari, ha trazado una serie de reglas que se pueden resumir en una estructura cronológica lineal marcada por el desarrollo del tiempo real, y, por tanto, un dominio absoluto del presente narrativo. De este modo, la narración está condicionada por los hechos reales del presente narrativo —compartido por autor, lector, y personajes— que conocemos a través de los ojos del protagonista. Se trata, así, de un ente compuesto para la creación, con el objetivo de engañar al lector para mantener la verosimilitud de la narración y/o llevarla al límite en el juego de máscaras interpretativo que se ejecuta en el diálogo abierto entre el personaje avatárico, los lectores, y los demás sitios de la blogosfera. No es ya un autor de narrativa que pone voz a un personaje, sino un actor que asume ese personaje y luego, y solo luego, entrará a escribir en su blog, en un nuevo proceso de fetichismo del falso diario personal. El escritor asume ese papel que proyectará en la red al subirse al escenario digital en el que se convierte el blog. El autor queda, tras la máscara avatárica, expuesto al público con la inmediatez que proporciona la publicación digital, y estos receptores podrán escrutar no tanto los gestos que se tracen en su rostro ante los focos del escenario, sino la coherencia de su verbo a todos los niveles. Se genera de esta manera un doble juego con los lectores más ávidos: los que intuyen el elemento ficcional del personaje que narra su vida a los desconocidos de internet y buscan desenmascarar al impostor, romper el engaño teatral del pacto de ficción tácito de la verdad fragmentada de todo proceso extimista; y los que aún intuyéndolo o sabiéndolo asumen ese pacto de ficción y participan del discurso que se construye en torno al avatar con sus comentarios y la relación que se genera en su órbita con el uso de las herramientas de comunidad que se ofertan en este soporte de publicación. En esta subida al escenario digital (la pantalla que se proyecta ante el público lector) se puede plantear la búsqueda del estado anímico y psicológico necesario para asumir el papel del protagonista de la obra. Esto sería un proceso necesario para imbuirse —según el proceso metodológico interpretativo que se desee— del avatar que ha de encarnarse en las tablas del blog, y que puede traducirse en la trans234

figuración de la liturgia virtual ante la computadora: componer una disposición de los elementos en el entorno de escritorio, incluso crear un usuario específico en las opciones de inicio de su sistema operativo, con sus archivos personales, su propia imagen de fondo de pantalla... todo ello para convertir el espacio informático, el ámbito de trabajo u ocio, en el de esa otra persona, para proyectarse no ya exclusivamente en el blog, sino en la propia computadora, y a través de la propia pantalla a la red, y de la red al lector/público. Los autores literarios han integrado en su proceso creativo las tecnologías informáticas y, con ellas, las de la comunicación y la información. Por esto, el ordenador se convierte en el centro de espacio de la cosmogénesis literaria, y la pantalla es un reconocido espacio de publicación con múltiples variantes gracias a las plataformas de soporte informático para la emisión y recepción de bits. Es ya el escenario mismo en el que obra, autor y personaje se funden con un público que es también parte de la obra. Al otro lado, el lector también avanza hacia nuevos modelos de recepción literaria, cuyo exponente menos interesante es, en realidad, el libro electrónico, pues se centra en trasladar la experiencia del papel (lineal, estructurada, no modificable) a la comodidad de la pantalla. Su masa crítica está alcanzándose en mercados como el estadounidense, mientras otros siguen esa estela. El foco de la literatura digital no está en esta pantalla que traslada con mejoras la experiencia lectora tradicional, sino en las otras pantallas del caleidoscopio de dispositivos. Tampoco el ordenador es ya el núcleo total de esta experiencia digital, pues la pantalla no es homogénea, y no es una, sino que son muchas. A efectos prácticos distinguiremos entre los tres ejemplos canónicos: el Kindle como referente del sector de los libros electrónicos; el iPad, como paradigma de la tableta (donde los teléfonos inteligentes —con pantalla táctil y sistema operativo avanzado— serían un subgrupo de estas); y el monitor del ordenador, que es la versatilidad que en realidad actuaría como un hiperónimo de todas las demás pantallas. El Kindle, aunque orientado a una lectura tradicionalista, permite al lector acceder a diccionarios, y cuenta con un acceso a internet y un navegador limitado que también pueden emplearse como recursos de consulta para complementar la lectura. Su aportación más destacable es el giro hacia la lectura colectiva. En el lector podemos subrayar y tomar anotaciones, pero lo importante es que podemos ver qué han subrayado otros lectores, y, sobre todo, cuántos lo han hecho. ¿Cuán235

tos miles de lectores han considerado destacable en todo el mundo este mismo pasaje del libro? ¿Por qué un fragmento determinado de un texto científico ha atraído la atención de tantas personas? La lectura a través de Kindle es también social al permitirnos compartir fragmentos directamente desde el lector en Twitter o Facebook, en interacción directa con otros lectores y/o autores. En una red con tendencia a replegarse como Facebook esto tendrá menos implicaciones que en Twitter, cuyo carácter es abierto, y puede vincularnos con personas que hayan publicado también esos fragmentos de una misma lectura, e incluso permitir al autor atender al impacto de la obra en el sistema social. Esta lectura colectiva es asíncrona, y debemos diferenciarla de la lectura plenamente compartida, más tendente a la sincronía, que se encuentra en el espacio social de comunidades, foros, o blogs (lo que incluye también las secciones de comentarios de las blogoficciones). En esos sistemas los usuarios lectores establecen vínculos sociales entre ellos a raíz de sus intereses lectores generales, o por una obra en concreto. Se realiza una lectura compartida también en el tiempo, sobre todo cuando la obra está todavía en ejecución, en el caso de obras digitales que están generándose en el mismo momento en que se publican, como en wikinovelas o blogonovelas. No se trata de un clásico club de lectura, pues ahí la lectura no es compartida en este sentido, sino que consiste en compartir la vivisección literaria de la obra en su postlectura y, con suerte, un ejercicio de exégesis. La lectura colectiva del Kindle no aporta ese factor, y los comentarios en sistemas sociales resultan inmediatos y muchas veces no esperan a que se haya cerrado la lectura: la obra no es el heliocentro definido en el que los lectores orbitan. Es, en realidad, un juego de órbitas con un centro difuso, voluble e inmaterial que no se sostiene por la obra, sino por la comunicación social per se. De este modo se busca la creación de la sensación de comunidad en la medida en que las reacciones entre personas por la obra son la motivación de la construcción de una lectura compartida. No es que la obra leída por el enjambre colectivo no sea importante, es simplemente que no es el eje nuclear de la experiencia una vez los nodos han empezado a conectarse y van ganando en consistencia rizomática. Esta sensación es posible gracias a que se trata de un tiempo real, presente, y compartido entre autor/personaje y receptores de la obra literaria a través de un formato de publicación digital que permite la fácil interacción entre las partes. La edición digital debe adaptarse 236

a este dialogismo entre textos, paratextos, intratextos y extratextos, en el sentido de textos ajenos ya por completo a la obra, pero unidos como parte de la hipertextualidad a través de las secciones, categorías y elementos hipervinculados. Ese dialogismo es también entre autor, personajes y lectores, lo que implica un dinamismo en el que la obra no se cierra. Más aún, su encarnación digital desde el nacimiento hasta la publicación facilita la alteración y modificación lectoautora, así como la generación derivativa, o, en casos más comedidos, la aparición de nuevos comentarios y glosas en su propio sistema. El texto, como apuntaba Debray, no es un grabado en la piedra (ni lo fijado en el papel), estático, inamovible, sino un camino que se recorre en muchas direcciones: es una «encrucijada no jerárquica». Esto es posible porque el texto se concibe y se recibe en la pantalla, y esta termina —a través de los dispositivos que la cobijan—, asumiendo parte del valor fetichista del libro (o, en su defecto, aniquilándolo). El conjunto de hojas impresas y cosidas o pegadas en la encuadernación se percibe en ocasiones como un objeto vivo, casi demiúrgico, lleno de un poder creativo que ha sido asumido por el software de edición de textos y la pantalla abierta al mundo, elementos que viven a los dos lados de la literatura, proyectándose en fondo y forma. El manuscrito, ya lo indicamos anteriormente, se ha diluido en favor del ordenador, que es el nuevo demiurgo y testigo omnipresente que describió Derrida, en la medida en que la computadora es a su vez el médium que permite al literato ejecutar el software. Hacia la literatura expandida Por su parte, los dispositivos multimedia, como los que puede representar la tableta (con el iPad a la cabeza), permiten un libro digital interactivo en una visión realmente expandida de la literatura y, con ella, de la experiencia de la recepción. Pese a las enormes posibilidades que se ofrecen en este soporte, el catálogo disponible fluctúa entre el texto plano propio de libros tradicionales y las apuestas transmediáticas en las que confluyen música, imagen en movimiento, interacción, etc., para convertir la narración en una experiencia hipermedia que es posible también en la pantalla del ordenador. Es una lectura potencialmente hipermediada que depende de quien crea el contenido, pues el soporte ofrece los recursos tecnológicos para romper por completo la 237

metáfora del papel y con ello transformar la lectura en pantalla pura con la ventaja de que son soportes físicos más aptos para leer por su ergonomía frente a la de la pantalla fijada de un ordenador de sobremesa o incluso la del portátil, condicionada por el punto de apoyo y la posición relativa para con el teclado. La tableta, en cambio, puede asirse con libertad, y ergonómicamente permite adoptar la lectura en dispositivo, como el libro electrónico, en cualquier lugar y posición. Su vinculación a la experiencia lectora más tradicional o en largas sesiones, con todo, puede no ser tan cómoda, pues la pantalla nos bombardea con su luz frente a la tinta electrónica de las pantallas de dispositivos como el Kindle. Esto condiciona tanto el formato de ejecución artística (abierto, hipermedia) como el hábito de lectura, y si los grandes best-sellers saben que deben ofrecer capítulos cortos para leer en el metro, entre estación y estación, las obras —al menos, las populares— se acabarán adaptando también a estos nuevos espacios de lectura.

Figura 48. The Waste Land (iPad).

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En este lado de la frontera digital el espacio es difuso, en muchos sentidos. Por un lado, es un espacio visual que la pantalla ha conquistado en la virtualidad absoluta pero, por otro, es también una frontera difusa. Lo digital es lo hipermedia, y esta concepción hipermediática tiene una gradación llena de matices que debemos tener en consideración. Una sucesión de letras estructuradas linealmente, como una novela tradicional, publicada en un pdf o concebida para ser leída en cualquier otro formato en un libro electrónico, ¿cómo de digital es? ¿Es entonces más digital, más electrónica, una blogonovela? ¿Y una hiperficción narrativa con libertad e interacción directa para el lector? Incluso podríamos plantearnos en qué momento ese último tipo de narración deja de ser una novela para convertirse en algo más cercano a un videojuego, si es que la distinción, de hecho, tiene sentido. Lo cierto es que son todo obras completamente digitales, e incluso las más brutalmente analógicas siguen naciendo en el byte, pero su nivel hipermedia sí es variable, y eso influye no solo en el tipo de herramientas y conocimientos del creador, sino también en el tipo de lectura, de experiencia receptora de la obra, que lleva a cabo su público. La materialidad es el paradigma de lo rígido y lo no mutable pero degradable, siendo el papel su referente mayoritario en el soporte de escritura-lectura todavía actual. El paradigma pantalla, en pleno proceso de maduración, representa la eclosión de la pantalla como objeto de lectura y escritura concebido como un sistema alterable en el que la plantilla, el molde prefijado, no tiene que existir. Es una plasmación sujeta todavía a convenciones bidimensionales en las que el espacio compositivo resulta libre, de tal manera que letras y componentes hipermedia se unen en una edición literaria expandida que genera una nueva experiencia receptora. Es un proceso que va mucho más allá del camino abierto por los lectores de libros digitales, que apenas se liberan de la rigidez del papel, pues es la ejecución literaria sin límites físicos impuestos por la inmutabilidad al nacer específicamente para la digitalidad en un espacio de indefinición como es la pantalla en negro antes de ser encendida. Tampoco perdamos la perspectiva: tras la explosión demográfica de los blogs, ese momento en el que no tener un blog era como ser un paria, ha llegado el momento del ocaso. No porque el blog muera como formato, al contrario, sino porque se aclara el campo y la superpoblación deja de asfixiar, mientras los contenidos de calidad prevalecen. Un blog (en la concepción de Blogger/WordPress o en la de 239

MySpace) era un espacio propio que todo el mundo quería ocupar, sin ser conscientes de las demandas de tiempo o esfuerzo que suponía, por lo que el auge de lo social, del nanoblogueo y del microblogueo de contenidos, rápido y directo, mucho más dinámico, ha arrastrado a todos esos blogueros que solo radiaban éxtimamente su vida. La luz crepuscular ilumina ahora la especialización: la proliferación de formatos de autoedición digital promueve que contenido y forma se adapten mejor en relaciones simbióticas más potentes; cada medio tiene también su propia lectura y socialización entre el público. En el Evento Blog España 2008 Hernán Casciari promulgó la muerte del blog para dar paso a los contenidos (esto es, el microblogueo en sus múltiples vertientes). Esta afirmación era en realidad una apuesta por la normalización del medio frente a la revolución real o impostada que se percibía en los primeros años del tercer milenio. Pero es, al fin y al cabo, un tipo de muerte, el deceso de la fascinación de la sociedad que no comprende pero que se siente deslumbrada por la esfera digital: hoy en día las líneas de la prensa ya no están ocupadas por la última anécdota irrelevante de la blogosfera, sino por lo que dicen las celebridades en una red social determinada, o cuántos tuits por segundo genera un gol, un tropiezo real, o el asesinato de un líder espiritual-terrorista. Estas nuevas formas de contenido crean también nuevas vías de ficción literaria hipermedia: personajes inventados (perfiles fictivos) en Facebook, ejercicios de concreción e ingenio en los 140 caracteres de Twitter e incluso aprovechar su vertiente dialógica para generar un tuiteatro... son ficciones de contenidos que se nutren de esta vía de comunicación y que se leen integrándose en la propia red. El lector puede leer desde su teléfono móvil, tableta, u ordenador, pero casi siempre dentro del servicio social o de los programas clientes, o desde la web de ese servicio o empresa mediante su cuenta de usuario, frente a la web abierta que permite emplear cualquier servidor para componer nuestro propio sitio web, blog, etc. Estos espacios son cerrados a nivel tecnológico y muchos exigen también cierto nivel de membresía para acceder a todas sus funciones y, por tanto, abrirse a la lectura. Toda esta textualidad es plenamente digital: se escribe y se recibe en la pantalla, en el espacio escritorial de la virtualidad. No solo eso, pues cada vez más se genera en internet (con espacios de escritura descentralizados a través de la web) y no necesariamente en el software del dispositivo local ni se almacena, por tanto, en este. 240

Las implicaciones para los usuarios habituales de las TIC no son particularmente destacables. En cambio, para quienes no se sienten cómodos en la tecnología se encuentran forzados a registrarse en una red social y entregar una serie de datos, en lo que es una pequeña pero significativa modificación dentro del paradigma de la lectura digital. Es el mismo proceso que debe darse para conseguir que los libros funcionen comercialmente en la red mediante sistemas que han mostrado sobradamente su rendimiento financiero en música y vídeo, esto es, siguiendo los modelos de negocio de servicios como Spotify, Hulu, etc.: pagar por una cuota fija para regular el acceso a todos los contenidos, como una suerte de tarifa plana lectora que algunas empresas —como Amazon— comienzan ahora a plantearse. De este modo, nos serían cedidos los derechos de acceso mientras costeemos la membresía, pero no seríamos poseedores reales de esos contenidos. La nueva generación de escritores ha abrazado el entorno digital, y son, si así lo desean, responsables de todo el proceso de sus palabras (desde la concepción de las mismas hasta su publicación digital) en múltiples formatos creativos y soportes de lectura. Los lectores van aceptando progresivamente el paso a la pantalla pues, según los datos del Gremio de Editores publicados en enero de 2011, el 47,8% de los mayores de catorce años señaló leer al menos una vez por trimestre en ordenador, móvil, agenda electrónica o libro electrónico. Lo cierto es que la carrera del libro electrónico es otra, de fondo, pero la pantalla es ya un soporte de lectura consolidado en la mayoría de los usos cotidianos, y aunque el temor a que sea sustraído un dispositivo electrónico de cierto coste en vez de un libro de bolsillo en la playa es justificado, las nuevas formas de publicación son ya parte de su cotidianidad lectora: prensa, novelas de toda índole, y otras experiencias de lectura hipermedia son parte del día a día. Como dijo Derrick de Kerckhove, en el mundo actual «los estúpidos son los que no usan Google», donde el buscador es epítome de todo internet. Se refiere a los inadaptados, no en el sentido de los que rechazan el sistema (o los que han sido rechazados por el mismo), sino como aquellos que han perdido completamente el tren. Desde la concepción hasta la recepción de la obra (lo que, además, puede implicar también reescribir, copiar, compartir y manipular el texto, tal y como han señalado autores como Goldsmith), todo sucede en un espacio creativo, productivo y lectivo virtual. Está en la pantalla y esta es aglutinadora del espacio, del conocimiento y de las herramientas. Es scriptorium pleno 241

en un aparato: todo el material de escritura y de consulta se une en la inmaterialidad de lo digital. Lo físico, por tanto, queda lejos y distante, al otro lado de la frontera de los unos y los ceros, avanzando hacia el mundo de los recuerdos.

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GUION BIBLIOGRÁFICO Primera parte La manera especialmente significativa y cargada de intención, aquello que podemos denominar también el «protocolo», con que Nicolás Maquiavelo da cuenta de lo que era su hábito y modo propio, ritualizado, de entrar en el escritorio y «en relación de escritura» —cuya cita inauguraba nuestras reflexiones y que proviene de una epístola del politólogo escrita en 1513—, fue objeto de un tratamiento poético por parte de quien, a su vez, pasa por ser uno de nuestros mayores artífices de lengua, José Ángel Valente, en su poema «Maquiavelo en San Casiano» (en La memoria y los signos. Madrid, Revista de Occidente, 1966): Llega al cabo la noche. Regreso al fin al término seguro de mi casa y mi memoria. Umbral de otras palabras, mi habitación, mi mesa. Allí depongo el traje cotidiano polvoriento y ajeno. Solemnemente me revisto de mis ropas mejores como el que a corte o curia acude. Vengo a la compañía de los hombres antiguos que en amistad me acogen

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y de ellos recibo el único alimento solo mío, para el que yo he nacido. Con ellos hablo, de ellos tengo respuesta acerca de la ardua o luminosa razón de sus acciones. Se apaciguan las horas, el afán o la pena. Habito con pasión el pensamiento. Tal es mi vida en ellos que en mi oscura morada ni la pobreza temo ni padezco la muerte.

No nos resistimos a esta citación que hemos colocado, además, al frente de nuestro trabajo, por lo que pueda servir de esclarecimiento de un objeto —el escritorio y su mundo—, que, definitivamente, persiste en emboscarse en las sombras de su propia y secreta historia. Y esto pese a toda la luz que hayamos pretendido desde estas páginas arrojar sobre él. En este libro proponemos una suerte de «antropología de la lecto-escritura», en consecuencia, un buen acercamiento al problema lo ha producido Giorgio Raimondo Cardona, Antropología de la escritura (Barcelona, Gedisa, 1994). De entre los grandes clásicos, tres destacan en particular por la profusión de referencias en su obra a lo que es la construcción de una «escena» propia (de un «teatro» y dispositivos) de escritura. Por un lado, Gustave Flaubert quien, particularmente en sus Cartas a Louise Colet (Madrid, Siruela, 1989), pero, en general, en toda su obra epistolar, recogida en Extraits de la correspondance ou préface a la vie d’écrivain (París, Seuil, 1963), reflexiona demoradamente acerca de lo que es el (para él penoso) oficio de escritor, y el modo que pasa sus horas en el gabinete de trabajo. Mucho de lo cual también puede ser entrevisto en el libro que dedicó a este forzado virtuoso de la escritura Guy de Maupassant, en Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert (Madrid, Periférica, 2009). También la escritura de Franz Kafka sobreabunda en reflexiones dispersas sobre la «materialidad» de un oficio, que se diría que encadena el cuerpo en un espacio totalmente separado del mundo, con el cual mantiene una relación problemática. Esta dialéctica es la que hace coincidir la reflexión kafkiana con lo que es la clásica concepción «fáustica» del trabajo de la lecto-escritura, en cuanto singular praxis desdichadamente apartada del flujo vital de la Acción. Será, también 244

(hecho curioso), como en el caso de Gustave Flaubert, en las cartas a una amante donde mejor se refleja este tipo de observaciones del escritor de Praga (por ejemplo en: Cartas a Milena. Madrid, Alianza, 1998). En ellas se activa una idea firme de que la instancia sexual cruza en algún momento —en lo que no deja de ser una tensa dialéctica— con la dedicación exclusivista del cuerpo del lecto-escritor a su escritura, y, entonces, el epistolario sirve para proveer de largas y demoradas reflexiones sobre el hecho y existencia misma de esa tensión que, finalmente, desplaza (y «desvía» por caminos de fetichización) a Eros, al objeto de que pueda surgir la Obra. En general, sobre la biografía del escritor praguense con abundantes referencias a una original «vida de escritorio» que él siguió escrupulosamente, véase Klaus Wagenbach, Kafka (París, Seuil, 1968). Y, aunque no abunda en reflexiones particulares de índole materialista sobre la «escena» de sus específicas ejercitaciones de lecto-escritura, algo de todo ello también puede verse espigando en sus Escritos sobre el arte de escribir (Madrid, Fuentetaja, 2003). A estos dos supremos ejemplos de lo que es la concepción integral del hecho de la lecto-escritura —en cuanto opción absorbente de vida y empleo riguroso de las horas—, que además necesita de unas estrictas disposiciones, debemos unir también las que realizó, en 1905 —en este caso en particular sobre la lectura y su ámbito—, Marcel Proust (véase «Jornadas de lectura», en Los placeres y los días. Parodias y miscelánea. Madrid, Alianza, 1975, pp. 343-379 y, también, De la lectura. Valencia, Pre-Textos, 2002). La relación maníaca de Marcel Proust con los «signos» (textuales) y la radicación de su ejercicio en un ámbito exclusivo y «enfermo», como podemos entender que alcanzó a ser el del mítico gabinete-dormitorio del novelista, han sido tratados en un libro maestro de Guilles Deleuze, Proust y los signos. (Barcelona, Anagrama, 1972). La actitud del mismo Marcel Proust enfrentado a su scriptorium fue revisada en su día por Maurice Blanchot en «La asombrosa paciencia», dentro de El libro que viene (Caracas, Monte Ávila, 1969). Hemos insistido particularmente en el hecho «lector», vinculándolo indisolublemente a la escritura. Algunas implementaciones del universo de la lectura pueden ser situadas aquí, en cuanto estas resultan ser particularmente idóneas para la empresa de intelección de lo que son ciertos espacios que proponemos en nuestro libro. Entre ellas sugerimos ahora las de Ivan Illich, En el viñedo del texto. Etiolo245

gía de la lectura: un comentario del didascalion de Hugo de San Víctor (México D.F., FCE, 2002) y, desde luego, el texto-maestro de Paul de Man, Alegorías de la lectura (Barcelona, Lumen, 1990). Una fuerte mitificación del acto del leer la ha realizado Pascal Quignard, en su El lector (Valladolid, Cuatro Ediciones, 2008). Y en lo que se refiere a ese presupuesto que aquí hemos manejado respecto a que la lectura desencadena la escritura propia, véase de Robert D. Richardson, Primero leemos, después escribimos. El proceso creativo según Emerson (México D.F., FCE, 2011). La presencia «material» de los libros, acompañando la deriva mental del «letranauta», ha recibido explícita atención; la última de ellas la de Enzio Raimondi, Le voci dei libri (Pisa, Il Mulino, 2012). Gran conocedor de la cultura libraria, Víctor Infantes ha producido un último texto en que explora, con distancia de maestro y experto, muchas de las actitudes corporales que cabe adoptar frente a la obteto-libro. Lo ha hecho en La biblia de los bibliófilos (Madrid, Turpín, 2012). Todos estos análisis están en vía de ver reducido el espectro social de lo que pretenden abarcar, toda vez que la lectura ha cambiado de signo en nuestra mas inmediata contemporaneidad. Véanse algunas orientaciones por donde, en la actualidad, esta se dirige en el libro de Vicente Luis Mora, El lectoespectador (Barcelona, Seix Barral, 2012). Alcanzar la meseta de lo digital supone una cierta metamorfosis del sujeto lecto-escritor, lo cual ha sido recientemente tratado por Roger Chartier en su «¿Muerte o transfiguración del lector?» (Revista de Occidente, 239, 2001, pp. 72-86), y entre nosotros por Germán Gullón, El sexto sentido: la lectura en la era digital (Vigo, Academia del Hispanismo, 2010) y Daniel Cassany, Tras las líneas. Sobre la lectura contemporánea (Barcelona, Anagrama, 2006). Un estilista que no descuidó nunca las materialidades en que se desenvuelve el hecho lecto-escritor, fue Azorín. José Martínez Ruiz, sin la grandilocuencia ni el pathos que hemos visto en alguno de los anteriores ejemplos, describe minuciosamente los paisajes de sus escritorios concretos, como aquel que tuvo un día en Monóvar, y sobre el cual escribe sus Confesiones de un pequeño filósofo (Madrid, Austral, 1990), que hemos citado aquí en alguno de sus (hermosos) pasajes metanarrativos. No puede tampoco olvidarse a un escritor que resulta ejemplar en el cultivo de un entorno para la escritura, hasta llegar a lo que puede ser calificado como delirio de la fetichización del mismo, y que es, como hemos puesto de relieve en numerosos pasajes de este libro, Ramón 246

Gómez de la Serna. Este protoescritor y furioso grafómano dispuso un verdadero «gabinete de maravillas» en su «torreón» madrileño, en el centro del cual reinaba un maniquí de mujer. Bajo esta misma óptica que le sitúa como componedor de un circunmundo protector e impulsor de su escritura, ha sido estudiado recientemente por Juan Manuel Bonet, Ramón en su Torreón (Madrid, Fundación Wellington, 2002). De modo más concreto acerca de aquel despacho mítico, que poseyó «Ramón» y que fue transformado sucesivamente, véase el trabajo de Ana Ávila y John McCulloch, «Viaje hacia el interior: el despacho de Ramón Gómez de la Serna», en Juan Manuel Bonet, Los ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense (Madrid, Sociedad Estatal para la Acción Exterior, 2002). Y ahora también el de María Soledad Fernández Utrera, «Política cursi y modernidad: los despachos de Ramón Gómez de la Serna», (en The Bulletin of Hispanic Studies, 87/3, 2010, pp. 327-346). Varios capítulos de la Automoribundia del autor (Buenos Aires, Sudamericana, 1948) están dedicados a lo que fueron sus estudios, en particular: «Mi cuarto» (cap. vigésimo segundo). Puede ofrecerse una suerte de antología de referencias ramonianas a la propia constitución de lo que fue un «nuevo» gabinete (esta vez situado en Buenos Aires), en el capítulo LXXXV de la misma Automoribundia, que lleva el siguiente índice: «Descripción de mi antro ilustrado de Buenos Aires; Vivisección de los pisapapeles; Algo sobre las estampas que cubren las paredes, las puertas y los techos de mi casa…». Acerca de la muñeca como extravagante protocolo favorecedor de la escritura, véase el capítulo que le dedica quien fuera una «rival» de la misma, la esposa de «Ramón», Luisa Sofovich, «Su muñeca de cera», en La vida sin Ramón (Madrid, Ediciones Libertarias, 1994). El «torreonismo» se diría pasión de época, pues tenemos que prestar también atención a la conceptualización práctica que de esta construcción hicieron otros contemporáneos de Ramón Gómez de la Serna, como Julio Herrera y Reissig en su «Torre de los panoramas». Pero, en realidad, la teorización más fuerte acaso puede ser encontrada —remontando a tal efecto las fuentes del tiempo— en el propio Michel de Montaigne y su castillo-estudio del Perigord. Sobre este protoescritor encerrado en su célula fortificada a modo de laberinto, según es fama que se encontraban curvadas sus paredes, véase Jorge Larrosa, «El laberinto y la metamorfosis. Montaigne», en La experiencia de la lectura (Barcelona, Laertes, 1996, pp. 174-193). El carácter del despacho en cuanto locus de apertura infinita para el imaginario, 247

fue de una vez explorado en todos sus alcances en un libro singular que amamos: el de Joseph de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación (Madrid, Funambulista, 2007); título este que ha sido en cierto modo plagiado en una novela muy menor de Paul Auster que, además, y pese a su título, no ofrece demasiado interés desde la perspectiva que aquí adoptamos, Viajes por el scriptorium (Barcelona, Anagrama, 2007). En todo caso, siempre deberemos a Gaston Bachelard y a su Poética del espacio (México D.F., FCE, 1965) el conocimiento de la superior concepción simbólica que acompaña la existencia de todo lugar elegido. Como también a Michel de Certeau le pertenece el haber fijado los paradigmas analíticos de las «artes de habitar», entre las cuales, naturalmente, figurarán las que se deben a una existencia inteligente, a un habitar de tipo «letrado», ello en La invención de lo cotidiano (México, Universidad Iberoamericana, 1996). Una clave de este habitar letrado, la ha ofrecido un libro de Javier García Gilbert, en el que vincula el trabajo intelectual, la posesión de una librería y la soltería, De la soltería. Reflexiones libres sobre la vida célibe (Madrid, Biblioteca Nueva, 2014). Los aspectos técnico-constructivos del taller o laboratorio de letras pueden ser aprehendidos a través de un texto de Le Corbusier, donde el arquitecto explora las consecuencias que tal espacio genera en la sicosomática de quienes se someten a él. Ello en la obra denominaba L’Atelier de la recherche patiente (París, Vincent et Fréal, 1960). Una consideración general sobre esta problemática llevada al ámbito hispano, se verá en Darío Villanueva, «El obrador de los literatos» (Saber leer, 169, 2003, pp. 8-9). Alguna de las citas que a propósito de esta misma cuestión hemos incluido de Walter Benjamin proceden del volumen reunido de su Correspondance (1910-1928) (París, Aubier Montaigne, 1979), y cuando con más precisión se refieren a Goethe y su preocupación por la arquitectura, material y simbólica, del ámbito de trabajo, las citas estan tomadas del importante protocolo benjaminiano denominado «Weimar», en Denkbilder. Imágenes que piensan. (Madrid, Abada, 2012, pp. 72-76). El texto de Jacques Derrida, No escribo sin luz artificial (Valladolid, Cuatro Ediciones, 1999) ha sido en todo momento seminal para hacer jugar el concepto de un «teatro de la escritura», pues creemos que, en cierto modo, prenuncia lo que son las condiciones que la revolución digital ha impuesto desde el primer momento a los trabajos de escritura. Las observaciones íntimas de aquel filósofo abordan una escena pocas veces visitada en la historia de la confesionalidad a que 248

(raramente) se han sometido las prácticas lecto-escritoras. No es, en todo caso, la primera vez que el padre de la deconstrucción aborda la «escena» de la escritura, en aquello que podríamos denominar su materialidad última; lo hace de nuevo en un libro misceláneo que se denomina Papel máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas (Madrid, Trotta, 2003). Desde ese mismo punto de vista, es pertinente también revisar un capítulo del mismo filósofo dedicado esta vez a «Freud y la escena de la escritura», en su Escritura y diferencia (Madrid, Anthropos, 1989), que viene a recordar el momento trascendental en que Freud compara el aparato cognitivo con la superficie de inscripción que en su tiempo se denominó «block mágico». Quizá, a propósito de Jacques Derrida y de su interés por el taller «material» de la escritura, podamos sugerir que este filósofo de la postmodernidad ha recogido el desafío planteado por Friedrich Nietzsche, en Ecce homo, cuando el pensador de las tendencias vitalistas expone con minucia lo que debe ser el régimen de vida como intelectual. Cuestión que Nietzsche entiende como una verdadera propedéutica para entrar en ese régimen egotista que debe seguir, como se sigue una religión, todo escritor que se precie de potente. Ello nos da pie aquí para evocar, de nuevo, la gran figura de Walter Benjamin. Su vida intelectual estuvo determinada por una verdadera pasión por la papelería. Los protocolos de escritura del filósofo, íntimamente relacionados con una conciencia de archivo y disposición de materiales escriturarios, han sido mostrados gráficamente en un reciente libro, del que hemos extraído las citas que hacemos al maestro. Se trata de la edición de los Archivos de Walter Benjamin (Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2010). Compartiendo ese mismo espíritu, nos parece que Francisco Jarauta ha escrito Fabbricare scrittura (Firenze, Leo S. Olschki Editore, 1997). El historiador francés Jean Guitton trató en su día de sentar las bases —también aquellas que podemos caracterizar como propiamente «materiales»— de lo que sería el trabajo intelectual, ello en su El trabajo intelectual (Madrid, Rialp, 1999). Roland Barthes dedicó todo un seminario (La preparación de la novela. México, Siglo XXI, 2005) a una extensa consideración de lo que rodea el acto de escritura, con abundantes referencias a los dispositivos que acompañan el curso sinuoso que debe seguir tal práctica. Más modestamente, una cierta comprensión «física» de lo que es el acto lecto-escritor, de sus condiciones y, sobre todo, de lo que son sus propios costes y daños, puede ser encontrado en un libro nuestro publicado en portugués 249

en el año 2000, Biblioclasmo. Por uma práctica critica da lecto-escrita (Lisboa, Cotovia, 2004; edición española: Junta de Castilla y León, 1999 y, también, Sevilla, Renacimiento, 2000). Algunos otros textos han descrito en ese mismo espíritu el espacio vuelto ominoso de la lecto-escritura al modo de un prisión para el sujeto, remarcando con ello la idea de una existencia arriesgadamente apartada del discurrir de la propia vida. Hay que mencionar acerca de ello, sobre todo, el tratado de Walter Muschug, Historia trágica de la literatura (México D.F., FCE, 1963) y, también, pero en este caso particularmente centrado en el trabajo de la erudición y la disposición del tiempo y del espacio para este menester, la obra de Anthony Graffton, Los orígenes trágicos de la erudición (México D.F., FCE, 1998). Hemos dado curso en todo momento en este texto nuestro a la figura del intelectual, del escritor como ser atormentado por una tarea que le excede, y en ocasiones llega a «secar» las fuentes de su energía vital y le precipita en la melancolía y en el desengaño. Pues bien, algo de esto había resultado ser ya analizado por Susan Sontag en su «El artista como sufridor ejemplar», en Contra la Interpretación (Madrid, Alfaguara, 1969, pp. 70-89). La inflexión sobre el silencio como condición primera de una enriquecedora praxis lecto-escritora, la encontramos identificada en los tiempos modernos por el discurso de la mística, que en su venir a hacerse toma posesión de esa esfera «nueva» en el que el ser habita en el espacio silente de su imaginación representativa. Una buena colección de textos al respecto ha sido recogida por Ramón Andrés en su libro-antología: No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio. (Barcelona, Acantilado, 2010). Si deseamos entender hasta sus últimas consecuencias e implicaciones el mensaje misántropo que se contiene en la expresión de un drástico operar el silencio, relacionándolo con el establecimiento de una posición «fuerte» y aislada de toda sociedad en el scriptorium, entonces puede resultar conveniente la lectura de otro libro nuestro: Misantropías. Políticas de la enemistad entre el Barroco y la Ilustración (Salamanca, Delirio, 2009). Y, desde luego, es siempre recomendable revisar lo que a propósito del amparo que ofrece la soledad en las tareas lecto-escritoras ha expuesto Mássimo Cacciari, en Soledad acogedora. De Leopardi a Celan (Madrid, Abada, 2004). Vinculada al Silencio, aparece siempre la Noche. Es por lo tanto necesario (todavía) leer las instrucciones del humanista Juan Luis Vives 250

acerca del dormitorio y de los estudios nocturnos, en «La escritura», en Diálogos (Barcelona, Planeta, 1988). Las prácticas de lecto-escritura se someten, como es obvio, a los ritmos epocales, y contamos en este sentido con algún análisis sobre la evolución histórica de las mismas, justo antes de llegar a la era electrónica; sin que en estos momentos se pueda señalar ninguna particularmente notable de estas historias culturales, a pesar de su misma abundancia. De ello hay que salvar, desde luego, la importante obra de Joaquín Álvarez Barrientos (Los hombres de letras en la España del siglo xviii. Apóstoles y arribistas. Madrid, Castalia, 2006), que cubre el espectro epocal del siglo xviii, cuando se estabilizó el modelo de «hombre de letras» teorizado por el jesuita Daniel Bartoli (y que tiene su traducción española en la imprenta de Benito Cano el año 1786). Respecto a la antigua vinculación (e, incluso, lazo maniaco) de los hombres de letras con la forma «libro», véase una perspectiva situada en la «larga duración» como la de Peter Schnyder (dir.), L’Hommelivre: des hommes et des livres, de l’Antiquité au XXe siécle (París, Orizons, 2007), y con ello ya se tendrá una idea general de lo que muchos análisis de nuestros días, una y otra vez, repiten. Las (pocas) alusiones que hemos introducido al mundo medieval se han beneficiado, entre otras, de las observaciones que se encuentran en el texto de Francisco León Florido, «Leer, copiar, pensar. Una aproximación a los orígenes medievales de la subjetividad» (Revista General de Información y Documentación, 11, 2001, pp. 93-115). La reconfiguración de los espacios de saber, y por ende de los de lecto-escritura, se encuentra en marcha, con nuevas propuestas, alguna de las cuales puede resultar síntomática de la época en que vivimos. Como, por ejemplo, lo es la que lleva a cabo Michael Onfray en su Manifiesto arquitectónico por la Universidad Popular de Caen (Barcelona, Gedisa, 2010). Hemos utilizado como una referencia emblemática de lo que es el imaginario del «studiolo» en el Antiguo Régimen, aquella «máquina» o «cámara» que fue en su día presentada en el palacio del rey español Carlos III; pues bien, de ella ha dado cuenta María Luisa López Vidriero, en su libro: Speculum principum. Nuevas lecturas curriculares, nuevos usos de la Librería del Príncipe en el Setecientos (Salamanca, Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, 2002). Y hemos hecho, también, una referencia de pasada a la arquitectura más utópica de todas las referidas a los scriptoria o «moradas literarias»: es la que se contiene en la novela de Carlos María Domínguez, La casa 251

de papel (Barcelona, Mondadori, 2007). En todo caso, aquí hemos evidenciado el carácter íntimo que adoptan estas prácticas, y recomendamos que en este sentido se atiendan las reflexiones de Madaleine Foisil, «La escritura del ámbito privado», en Philippe Ariés; Georges Duby (dirs.), Historia de la vida privada, III (Madrid, Taurus, 1989, pp. 331-369). La pregunta por el espacio de la lecto-escritura procede, en general, del spatial turn, del «giro» o vuelco hacia la noción y apriori kantiano de espacio, que han dado en el presente buena parte de los estudios culturales. Se trata ahora de entender la implicación —perceptible en la cultura de la modernidad— de los espacios y los tiempos; lo que tiene sus antecedentes más abstractos en el pensamiento heideggeriano del ser-ahí, de la potencia encarnada en un habitat. En general, las más propias condiciones de un spatial turn al que se somete la indagación aquí presentada, han sido abordadas por Henri Lefebvre, en The production of Space (Oxford, University Press, 1991) que, en lo que es su revisión del concepto en el Antiguo Régimen, se enfrentaría a la rearticulación postmoderna de un espacio de naturaleza muy diversa, y hasta opuesta, esta última analizada por Marc Augué en su famoso Los no-lugares. Espacios del anonimato (Barcelona, Gedisa Editorial, 2002). Para aquello en lo que aquí hemos abundado es, también, esencial el trabajo de Maurice Blanchot, L’Espace Littéraire (París, Gallimard, 1955), en particular en los apartados «La solitude essentielle» (pp. 11-32) y «Le dehors, la nuit» (pp. 213-224). Es preciso considerar que el gabinete en la montaña podría ser una heterotopía, un «espacio otro», en la terminología que usa Michel Foucault «Des espaces autres», en Dits et écrits 1954-1988, IV (París, Gallimard, 1994, pp. 752-762). Hemos mencionado como se ha producido una suerte de desplazamiento de gran parte del interés contemporáneo, que ha desertado de los escritorios y lo ha sustituido por un objeto más morboso: las tumbas, donde yacen los grandes prácticos de la escritura. En ese caso, se lleva la palma de la actitud reverencialmente necrofílica hacia el último espacio que ocupa el cuerpo escritor el citado Cees Nooteboom, en su libro Tumbas de poetas y pensadores (Madrid, Siruela, 2009). En cualquier caso, el espacio del que aquí hemos tratado es de aquella clase en la que se dan todas las condiciones para «leer el tiempo» (lo que está fuera, en el «afuera» y debe ser puesto en correlación con el «adentro»). Sobre este modo de considerar las topologías 252

singulares, véase Karl Schölogel, En el espacio leemos el tiempo. Sobre historia del espacio y geopolítica (Madrid, Siruela, 2007). Aunque un poco apartado de nuestro target, es interesante también a este respecto el libro de Pedro Ruiz Pérez, El espacio de la escritura (Barcelona, Peter Lang, 1996). Y ya que hablamos de espacialización de la escritura y que hemos mencionado la «figura» extraordinaria que compone la Biblioteca Warburg de Londres, remitimos ahora al libro que recoge su diseño «espiritual», esto en Salvatore Settis, Warburg Continuates. Descripción de una biblioteca (Madrid, Ediciones La Central, 2010). Véase también de Jesús Marchamalo, y porque viene al caso, Donde se guardan los libros. Bibliotecas de escritores (Madrid, Siruela, 2010). El propio Martin Heidegger reflexionó larga y profundamente sobre las condiciones (una vez más materiales) en que debía desarrollarse su escritura filosófica; lo hizo de manera particular en el texto «¿Por qué nos quedamos en la provincia?», publicado en castellano en la revista Eco (Bogotá VI, 5, 1963, pp. 25-32). El aislamiento productor de una lecto-escritura exigente ha podido ser analizado en el caso, que ha devenido emblemático, de este «último» filósofo, en Adam Sharr, La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar (Barcelona, Gustavo Gili, 2008). El lazo que anuda las actividades del pensar y del construir lo trenza con su habitual complejidad el propio Martin Heidegger en otro conocido texto suyo: «Construir, habitar, pensar», en Conferencias y artículos (Barcelona, Serbal, 1994, pp. 127-142). En general, los retiros fuera de las ciudades para cultivar la lectoescritura han sido objeto de una reciente exposición: la de la Fundación Seoane de La Coruña, Cabañas para pensar, con la que hemos colaborado, y donde se ofrece una visión «ermitaña» de la práctica lecto-escritora (véase de 2011 el catálogo de la muestra comisariada por Alberto Ruiz de Samaniego). La que tiene como objeto a la montaña es, con todo, una filosofía en la que tradicionalmente se inscribe la vivencia de una «alta» actividad intelectual. Sobre este punto, Eduardo Martínez Pisón, El sentimiento de la montaña. Doscientos años de soledad (Madrid, Desnivel, 2010). Y, desde luego, habrá que analizar muy detenidamente, con el fin de apuntalar esta perspectiva, los textos de Miguel de Unamuno, «De vuelta de la cumbre» y «En la cima», ambos en su libro de ensayos Andanzas y visiones españolas (Madrid, Alianza, 2006). La cuestión de la espacialidad, el vector principal de una «cultura de la presencia», adopta mil formas y resurge como un asunto trascen253

dente en casi todos los discípulos de Martin Heidegger; como lo hace en el caso de Hanna Arendt, autora de «¿Dónde estamos cuando pensamos?», en La vida del espíritu (Barcelona, Paidós, 2002). Los límites del scriptorium, con todo, son o resultan imprecisos; algunos hombres y mujeres de letras extienden aquel dominio por toda la circunscripción de su casa, saliendo ya de los márgenes de una habitación. Tomemos algunos ejemplos; en particular dos poderosos y de muy distinta índole: el de Mario Praz, La casa de mi vida (Barcelona, Mondadori, 2004), estudiado por Arturo Cattaneo, Il trionfo della memoria. La casa della vita di Mario Praz (Milán, Vita e Pensiero, 2003), y el de César González Ruano, Mis casas (Madrid, Fundación Mapfre, 2001). Pero no nos olvidemos del texto de Louis Aragon: «Todas las habitaciones de mi vida» (en http://www.amediavoz.com/aragon). Remontando posibles orígenes de estas «casas literarias» o de hombres sensibles a la construcción creativa de interior, podemos llegar por un lado hasta el propio Juan Jacobo Rousseau, acerca de cuyo pensamiento sobre este tema hay que leer el trabajo de Juan Calatrava, «Rousseau et l’architecture: la maison de l’homme sensible» (Annals de la Socièté Jean Jacques Rousseau, 45, 2003, pp. 81-111). De otro lado, tenemos la especulación de Robert Louis Stevenson en una pequeña joya que revela muy bien hasta qué punto escritura y arquitectura doméstica se encuentran unidos: La casa ideal (Madrid, Hiperión, 1998). E, inevitablemente, también emerge aquí la referencia realista a lo que fue la propia casa de Edmond de Goncourt, minuciosamente catalogada en su pluridimensionalidad en el texto de su propio autor-constructor, La maison d’un artiste (París, Charpentier, 1881). Esto en lo que se refiere a una genealogía «moderna». Puesta la vista ahora en el mundo clásico, por dos veces hemos citado a Plinio el Joven, que escribe una carta ficticia dando cuenta de un «pabellón» que se ha construido en su villa laurentina. La tal carta, muy reveladora, ha sido editada como «Carta a Cayo Asinio Galo», en Michel Baridou, Los jardines. Paisajistas, jardineros, poetas (Madrid, Abada, 2004, pp. 281-287). La cuestión, en sus términos más generales, ha sido también abordada en una reciente antología de textos: la que han preparado en explícito homenaje a Mario Praz, Daniel Cid y Teresa M. Sala, Las casas de la vida. Relatos habitados de la modernidad (Madrid, Ariel, 2012). El estudio —desde siempre y cualesquiera que sean las formas que adopte— se dispone como escenario para una «creación inspirada». Esta precisa 254

referencia la utiliza I.K. Valentí en su trabajo, «La inspiración del estudio» (Museum International, 191, 1996, pp. 31-35). Ciertos análisis a los que tenemos como de divulgación, se han acercado a lo que conforma el habitus ideal del escritor. Son casi manuales de auto-ayuda que pretenden ofrecer una serie de recetas para la «cocina de la escritura» (esto aquí casi dicho en sentido literal); entre los muchos posibles que podrían ser citados, destacamos ahora para nuestros intereses el de Raúl Cremades y Ángel Esteban, Cuando llegan las musas: como trabajan los grandes maestros de la literatura (Madrid, Espasa Calpe, 2002). Hablamos de lecto-escritura; pero más precisamente lo hacemos acerca del estudio, del sentido de ese «estudio», de lo que es su conexión con el espacio sagrado del templo y del clero entregado que lo habita y lo imanta con su vida ritual, y de todo ello se ha ocupado Giorgio Agamben en un texto esclarecedor, «Idea del estudio», en Idea de la prosa (Barcelona, Península, 1989, pp. 45-48). Véase también lo que constituye la perspectiva propia de un escritor: Ismael Kaderé, en Invitation à l’atelier del’ecrivain (París, Le Livre de Poche, 1991). La iconografía —desde la pintura a la fotografía— de la que nos provee la historia de la propia célula tipográfica es muy rica; como asímismo también lo son los estudios que dan cuenta de una mirada semiótica sobre los talleres de la escritura, o sobre las disposiciones que adoptan los sujetos ante la tarea escripto-lectora. Un ensayo clásico sobre este asunto es el de George Steiner, que analiza un cuadro de Jean Simon Chardin, «Le philosophe lisant», en «El lector infrecuente», en Pasión intacta (Madrid, Siruela, 1997, pp. 19-45). El propio espacio formalizado para la frecuentación de la lecto-escritura ha acabado por construir un tema relevante de estudio. Véanse a estos propósitos, Wolfgang Liebenwein, Studiolo. Storia e tipologia di uno spazio culturale (Claudia Cieri Via, ed. Módena, Franco Cósimo Panini, 1992), Dora Thornton, The Scholar in his Study. Ownership and Experience in Renaissance Italy (New Haven and London, Yale University Press, 1997) y Ugo Rozzo, Lo studiolo nella xilografía italiana (1479-1558) (Udine, Forum, 1998). Estos últimos, naturalmente, entre otros varios que podrían ser asimismo citados. En la década de 1750-1760 se produce en la pintura francesa la eclosión del tema del ensimismamiento en la lectura o escritura. Greuze y otros pintores, puntualmente reseñados por Diderot en sus Salones, pintan a hombres 255

y mujeres ennoblecidos espiritualmente por su trato con las letras. Un historiador del arte, Michael Fried —El lugar del espectador (Madrid, La Balsa, 2009, pp. 22 y ss.)— ha abordado el tema con mano maestra. Una página de la Web «colecciona» imágenes de escritorios de nuestros días y transcribe las percepciones que acerca de tal recinto tienen un conjunto de escritores; se trata de: proyectoescritoriojesusortega. blogspot. Comx. Para el retrato de autor, en concreto, véase Francesc Ferri y Jean Luc Nancy, Iconographie de l’auteur (París, Galilée, 2005). No es posible diferenciar del todo conceptos como los de studiolum y bibliotheca; ambos son espacios constitutivos de esa suerte de «microcosmo», pleno de señales simbólicas, que tantas veces y desde tantas perspectivas han sido abordados. Nos referiremos a los dos últimos estudios que encontramos singularmente cercanos a nuestros planteamientos, el de François Geal, Figures de la bibliothèque dans l’imaginaire espagnol du Siècle d’Or (París, Champion-Slatkine, 1999) y el de Jesús Bustamante, «La biblioteca como microcosmo de papel», en VV. AA., El compás y el príncipe. Ciencia y corte en la españa Moderna (Valencia, Generalitat, 2000, pp. 149-153). Más allá de la biblioteca, pero compartiendo mundo con ella, se encuentra el archivo. Su problemática simbólica es infinita, pues a menudo los lecto-escritores construyen su ámbito vital bajo esta figura, en tanto arcontes y custodios que son de un patrimonio inmaterial. Véase en este sentido que proponemos, de Diego Navarro Bonilla, «El mundo como archivo y representación; símbolos e imagen de los poderes de la escritura» (Emblemata, 14, 2008, pp. 19-44). Un último texto que nos aproxima al objeto de nuestro interés en la primera parte, pero lo hace a través del camino directo de la entrevista, es el de Jean Louis de Rambures, Comment travaillement les écrivains (París, Flammarion, 1978), donde el historiador de la literatura da la voz a una serie de escritores, tratando de ingresar en la intimidad de sus «laboratorios». Entre aquellos interrogados, destacadamente figura el nombre de Roland Barthes mismo, convertido en un entrevistado que habla largamente de su particular e interesante «rapport presque maniaque avec les instruments graphiques». En este mismo sentido «instrumental», es también preciso reseñar los recientes acercamientos que a la cuestión ha realizado Armando Petrucci destacando, entre ellos, su capítulo: «Los instrumentos del literato», en Libros, escrituras y bibliotecas (Salamanca, Universidad, 2011, pp. 69-101). 256

Muchas veces ha planeado sobre estas páginas, la evaluación de la presencia del cuerpo en la escena de la escritura, véase un tratamiento del asunto en Julián Jiménez Heffernan, «El cuerpo de la escritura», en Gabriel Azunqueque, Ontología de la distancia (Madrid, Abada, 2010, pp. 293-341). Lo que de somatizado alcance a tener la praxis de la escritura, fue abordado en su día por Michel Foucault, «L’Ecriture de soi» (Corps ècrit, 5, 1983, pp. 3-23). Distanciamiento, soledad física…, tales parecen ser los condicionantes mayores que abocan a la práctica de la escritura, y estos definen de manera radical y precisa la atmósfera del gabinete del letrado. Sobre tales fenómenos, pero tomados en su perspectiva más general, se ha ocupado Peter Sloterdijk, en su Extrañamiento de mundo (Valencia, Pre-Textos, 2001) y, más recientemente, lo ha hecho de nuevo en un capítulo —«Espacios de retirada de los dedicados a ejercitarse»— de su libro Has de cambiar tu vida (Valencia, Pre-Textos, 2012, pp. 284 y ss.). Sabido es, pues, que los rendimientos de la soledad y la creación y cultivo de una topología solitaria fue un desideratum para ciertos escritores, y ello quedó algunas veces consignado. Podemos dar cuenta, en particular, del modo en que encara este asunto Eugenio D’Ors, en las crónicas de un peculiar espacio creativo suyo, «La Esparraguera», lo cual lo encontramos relatado en el libro de memorias, Crónicas de la ermita (Barcelona, Ediciones del Cotal, 1982). En este mismo sentido, la utopía Walden de Thoreau nos ha proporcionado imágenes pregnantes del «retiro» intelectual, que nosotros aquí hemos leído a través de la mediación proporcionada por Stanley Cavell, Los sentidos del Walden (Valencia, Pre-textos, 2011). Aunque no exactamente volcado sobre el problema que aquí abordamos, nuestro propio libro Locus eremus (Mérida, Editora Regional, 1997) supone una buena síntesis de motivos vinculados a la soledad y al aislamiento espacial, por lo que también podemos recomendarlo como parte del archivo de esta especiosa cuestión. Alrededor de ese espacio, es el mundo entero el que gira. Al final, el despacho se convierte en una suerte de «centro» para todo tipo de observaciones que llegan del exterior; estas tanto pueden venir por el oído, como por la vista. Ha estudiado la cuestión así planteada. Ottmar Ette, en «Ojo, oído y lugar del escribir», en Literatura en movimiento (Madrid, CSIC, 2008, pp. 93-143). Relativo a la matriz monástica que pueden ostentar las prácticas de escritura cuando son consideradas genealógicamente, Roland Barthes ha analizado el proceso histórico de un «vivir juntos» y, en conse257

cuencia, la posibilidad de fundación de comunidades ideorrítmicas, que son las que permiten al sujeto una vida fuera de las convenciones sociales y favorecen así su entrega a los trabajos intelectuales. Véanse las «Notas de clase» de su Seminario en el College de France, reagrupadas ahora en Cómo vivir juntos (Buenos Aires, Siglo XXI, 2003). La sombra de Stéphane Mallarmé y el sentido exigente de lo que para él era la construcción textual, ha gravitado en todo momento sobre estas páginas nuestras. El lector podrá atisbar algo de aquella tensión (y hasta neurosis) que poseyó a aquel genio en su relación con la escritura en una recopilación un tanto aleatoria que recoge observaciones dispersas, ello en Fragmentos sobre el libro (Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos, 2002). En algún punto de nuestro análisis, hemos hecho confluir la praxis lecto-escritora con la afección melancólica. Quien esto lee puede encontrar en variados registros recorridos analíticos sobre esta conexión. Nosotros recomendamos uno vinculado al acto de leer, el de Enrique Andrés Ruiz, La tristeza de mundo. Sobre la experiencia política de leer (Madrid, Eden Ediciones, 2011). Ya casi al final, no podemos olvidar que, en todo caso, las palabras «taller», «laboratorio», «gabinete de letras», además de a una precisa puesta en constelación de cuerpos y espacios, alude, en concreto, al trabajo sobre la propia textualidad y su conformación en una «relación de escritura». Este sentido propio de la palabra «taller» es precisamente el que desarrolla Javier Aparicio Masdeu, en su extraordinario El desguace de la tradición. En el taller de la narrativa del siglo xx (Madrid, Cátedra, 2011). Dos libros de dirección engañosa para los intereses que ha puesto en juego nuestro pequeño tratado sobre «gabinetes» son los de Raymond Roussell, Cómo escribí algunos de mis libros (Barcelona, Tusquets, 1973), por un lado, y el de Edgar Alan Poe, Filosofía de la composición (San Lorenzo del Escorial, Cuadernos de Langre, 2001), por otro: ninguno de los dos penetra en el espacio «material» de la lecto-escritura, pese a sus aparentemente «explícitos» y «francos» títulos. Tampoco, por cierto, lo hace Virginia Wolff, en su apología femenina titulada Un cuarto propio (Madrid, Alianza, 2010), donde después de asegurar que una escritora en su época no necesitaba sino quinientas libras anuales y un «cuarto propio», precisamente deja sin definir en qué pueda consistir la infraestructura material de ese laboratorio de textos. 258

Hemos insinuado aquí lo que es el largo y delicado proceso de la transformación operada en el interior del proceso de concepción/ construcción del artefacto textual. Si de este, en un principio, lo que se ha venido poniendo en máximo relieve es su propia producción (la poética creativa y «material» que determina su existencia), es evidente que, al presente, esa centralidad se ha desplazado y ha pasado a ser ocupada por el plano de la post-producción; es decir: lo hoy determinante es el propio campo de vectores que gestionan la obra (en cuanto ya hecha) y la procuran visibilidad, recepción e inscripción en el ordenamiento general de un organizado «mercado» de las letras. Sobre esta cuestión, es necesaria la consulta del libro de Nicolás Bourriaud, Postproducción. La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009). Finalmente, el libro en todo momento ha estado dedicado al arquetipo «Fausto». Nos hemos puesto, en efecto, tras sus «huellas», y si de eso se trata, entonces, por último, nos cabe recomendar un estudio como el de José María González García, Las huellas de Fausto (Madrid, Tecnos, 1992). Segunda parte En la base de los estudios sobre el mundo digital destacan, ante todo, los textos fundacionales de Marshall McLuhan y de George Landow. Desde luego, The Gutenberg Galaxy (Toronto, University of Toronto Press, 1962) se ha convertido en un clásico casi esencial para entender cómo se interpretaron los primeros pasos de la entrada en lo virtual, pero es también un gran ejercicio de prognosis que muestra cómo muchas de las líneas a las que se apuntaba entonces acabaron siendo una realidad. Aunque con diversas revisiones a sus espaldas, unos valores similares son atribuibles al Hypertext 3.0 (Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2005) de Landow, que es a su vez revisión del original de 1995. De capital importancia es también Rhizome (París, Éditions de Minuit, 1976) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, texto en el que encontramos las bases fundamentales de los sistemas de relaciones y vínculos descentralizados que han caracterizado la estructura de datos y de la sociedad en la virtualidad de la red. Las interpretaciones del mundo-red de Landow y McLuhan son, con todo, humanistas, y por eso la aportación técnica de Theodore 259

Nelson a través de sus dos obras de referencia —los textos Computer Lib/Dream Machines (en su edición revisada y ampliada: Redmond, Tempus Books of Microsoft Press, 1987) y Literary Machines (en su revisión de 1987, autoeditado)— resulta enriquecedora, pues la combinación de estas dos líneas de estudio es la que permite explorar la intersección entre lo estrictamente técnico y lo humanista. La relativamente escasa difusión de esos libros en su momento de publicación, sin embargo, nos hace recomendar directamente la familiarización con su proyecto Xanadu, en el que estableció las bases del lenguaje hipertextual; no en vano, es el padre del término. Estos autores se perciben con fuerza en la mayoría de los estudios digitales, y los consideramos puntos de referencia no solo válidos, sino del todo necesarios. De hecho, solo a través de su lectura podremos interpretar correctamente L’écran global (París, Seuil, 2007) de Gilles Lipovetsky junto a Jean Serroy y la Écran total (París, Galilee, 1997) de Jean Baudrillard: aunque no se centran en sentido estricto en el estudio de los medios digitales, su análisis del mundo contemporáneo y de formas de expresión audiovisual ayudan a crear una perspectiva sobre la fusión de discursos que se dará en la literatura digital. Hemos hecho referencia en la última parte de este libro a la proclamación de Jacques Derrida compilada en el elocuente (y ya referido en la primera parte) No escribo sin luz artificial, donde el pensador expone sus reflexiones en torno a la llegada de lo artificial, lo mecánico, en su propio oficio y cómo cambia a esto para siempre. La figura de la luz artificial frente a la natural es metonimia de la tecnología influyendo en los procesos humanos de manera definitiva. El pensador de origen argelino establece una clarificadora línea de pensamiento sobre de qué manera los objetos y las tecnologías pueden cambiar de manera definitiva el cómo se llevan a cabo las tareas, por muy ancestrales que sea. Además, es un proceso acelerado, como demuestra Derrick de Kerckhove en The Augmented Mind (the stupid ones are those who don’t use Google) (Milán, 40kBooks, 2010), quien pone en evidencia el hecho de que —en nuestra línea de evolución cultural— 1.700 generaciones vivieron con el lenguaje sin soporte escrito, trescientos con escritura en una forma u otra, y 35 desde la imprenta, pero solo tres desde la electrónica, dos desde el ordenador, y una (la presente) desde la conexión global. Bruce Sterling es quien establece con mayor contundencia la ruptura entre los medios tradicionales y los nuevos medios y sus usuarios 260

con «The Dead Media Project: A Modest Proposal and a Public Appeal» y recogido en el libro de Henry Jenkins Convergence Culture de 2006 (ed. española: Barcelona, Paidós), pero apuntábamos también que en la aldea global de McLuhan muchos escritores siguen vinculados al libro, porque la dependencia atomista frente al byte sigue siendo muy fuerte. Esta dicotomía fue desarrollada en 1995 por Nicholas Negroponte en Being Digital (ed. española: Barcelona, Sine Quan Non). Este temor ante el bit lo representa, por ejemplo, José María Rodríguez Méndez al que citamos expresamente en nuestro texto cuando publicó el artículo «El texto teatral como único soporte» en el volumen El teatro español ante el siglo xxi editado por C. Oliva (Madrid, España Nuevo Milenio, 2002, pp. 305-306). No se trata, de este modo, tanto de una oposición entre nativos digitales (o quienes así se consideran) e inmigrantes en la digitalidad, sino del choque entre lo material (la hoja) y lo altamente inmaterial (el bit, y más bien el bit en la nube). En ese choque se crea una tensión de fuerzas: el empuje incontestable de lo nuevo, respaldado por el valor intrínseco —pero no siempre real— y las ventajas derivadas de tecnologías superiores, y lo antiguo y establecido, contrastado y respaldado por las autoridades culturales e industriales acomodadas. Lo nuevo, con impulso atilano, pretende imponerse con el paradigma sobre el que se yergue, algo lógico pues se trata de la pulsión natural de la atrevida juventud buscando su propio espacio, pero es el resultado de la lucha entre ambos mundos lo que, en definitiva, debería resultar en un progreso capaz de nutrirse astutamente de ambos si no fuera por los intereses creados a uno y otro lado de la frontera. Esto se enmarca en el espacio de lo que David de Ugarte denominó Web 2.1 en 2007 con su artículo «Web 2.1: del yo-rey al nosotros-red» (en red), en el que analizaba la importancia de la colectividad dentro de la entonces todavía incipiente web social. En ese contexto de la red entretejida por todo el mundo, traer a Sócrates como paralelismo del temor neoludita ante el universo digital por su conocida reticencia a la escritura —cuando esta era una tecnología incipiente en el mundo heleno— frente a la memorización de soporte puramente orgánico ha sido algo recurrente, aunque queremos destacar las aportaciones, entre otros ciberanalistas, de Joaquín Rodríguez en Edición 2.0. Sócrates en el hiperespacio (Barcelona, Melusina, 2008) y en varios de los artículos recogidos en Ontología de la distancia (Madrid, Abada, 2010), editado por Gabriel Aranzueque. Se trata, al fin y al cabo, de la misma 261

lucha de fuerzas entre tecnófobos y tecnófilos que es, como en tantas otras cosas, un enfrentamiento en el que reina la incomprensión mutua y el impulso darwiniano, de un lado, por adaptarse al medio para sobrevivir y, por otro, de controlar el medio e impedir su cambio para congelarlo en el estatus que se ha aprendido a manejar con soltura. La visión de internet como un modificador protésico no material (pero canalizado a través de dispositivos que procuramos cada vez más llevar siempre con nosotros) se deriva del trabajo de Fernando Broncano en La melancolía del ciborg (Barcelona, Herder, 2009) y del de Paula Sibilia en El hombre postorgánico (Buenos Aires, FCE, 2005). Este paso a la digitalidad de la persona mediante cuerpos y proyecciones avatáricas conforma un tecnocuerpo que es capaz incluso de alterar la propiocepción de los individuos en esos espacios virtuales, siguiendo la línea trazada por Javier Echeverría sobre todo en su artículo «Cuerpo electrónico e identidad», recogido en Arte, cuerpo, tecnología (Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2003, pp. 13-29). A través de las argumentaciones de este volumen, editado por Domingo Hernández Sánchez, se establecen los conceptos esenciales de la tecnología como soporte protésico que el ser humano genera desde que empieza a modificar el entorno para adaptarlo a él, lo que incluye el dominio del fuego pero también la creación de objetos cotidianos claramente protésicos, como los zapatos para proteger los pies o las gafas para recuperar capacidad de visión perdida. En la sociedad actual del mundo hiperconectado los teléfonos inteligentes con conexión permanente a internet, esos mismos móviles que no permitimos que se separen de nosotros y que nos angustian al quedarse sin batería, son una vía de acceso constante a la red: quizás no los necesitamos en sentido estricto, pero sí crean una dependencia casi protésica que es la clave de la proyección del internauta: imagen, personaje en un mundo virtual, nickname, perfiles sociales… componen un tecnocuerpo plenamente digital pero dependiente de la posibilidad de entrar en internet. Son, en definitiva, la herramienta que hace de llave con su conectividad y pantalla. El concepto de la pantalla del ordenador como un escenario teatral para el escritor fue tratado en varios artículos de Daniel Escandell, como «El escritor convertido en actor: el blogonovelista en su teatrillo» (Despalabro, n.º IV, 2010), retratando la concepción actoral del autor literario y la del receptor-lector como público-espectador ante la ejecución de la obra en directo a través del escenario digital 262

de la pantalla. Esto da lugar a una serie de cambios en la recepción de la obra que afecta a las relaciones entre autor y lectores, de nuevo abordadas por Escandell («Credulidad y pacto de ficción en la blognovela: Nuevas relaciones autor-lector en la narrativa digital», en Literatura e internet. Nuevos textos, nuevos lectores, publicado en Málaga, AEDILE, 2011) y, una vez más, entre autor y crítica («The Writer Seeking Vengeance: Blognovelism and its Relationship With Literary Critics» en Best Served Cold: Studies on Revenge, Oxford, ID-Press, 2010). A efectos de desarrollar estos estudios tenemos igualmente en cuenta la visión de la blogonovela que presenta Hernán Casciari en «El blog en la literatura. Un acercamiento estructural a la blogonovela» (Telos, n.º 65, 2005, pp. 95-97) y la visión psicológica de la proyección extimista que desgrana Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo (Buenos Aires, FCE, 2008) a través del concepto impulsado por Serge Tisseron con L’imtimité superexposée (París, Ramsay, 2001) partiendo de concepciones lacanianas. Así, es Tisseron quien presenta el concepto del extimismo desde un punto de vista eminente psiquiátrico, pero tomamos la aplicación humanista en el campo de las TIC que desarrolla Sibilia como clave interpretativa de la exposición pública del yo que muchos internautas realizan, y que se convierte en eje esencial de las claves blogoficcionales sobre las que sus propios autores han desarrollado una línea de análisis introspectivo. Una vez más, es Casciari quien reflexiona sobre lo que ha supuesto el fin del boom mediático del blog para dar paso al de los medios sociales en la conferencia «¿Por qué los bloggers muertos no van al cielo?» , que clausuró el Evento Blog España 2008. No se trata de la destrucción del blog, sino de cómo el blog de fulanito cedió en los noticieros de medio mundo su espacio en los titulares al twitter de menganito. En cualquier caso, es una conexión continuada, una relación compartida públicamente (en diferentes grados) que se abre a la creación del mismo ante el autor, un bricolaje digital que detalló Remedios Zafra en Un cuarto (propio) conectado (Madrid, Fórcola, 2010) que, asimismo, y como pronosticó Walter Benjamin a partir de la radio, nos lleva a un mundo de millones de personas unidas, sí, pero solas frente a sus pantallas. Es la nueva moda, y con ella se desintegra la imposición cibersocial de tener un blog para ser alguien en la red para dar el paso a sistemas como Facebook, Twitter o incluso Tuenti en España. Todo esto implica, de hecho, una liberación de la presión que se ejercía sobre el 263

ecosistema blog: un crecimiento desmesurado que estaba ahogando el bosque, impidiendo que las nuevas bitácoras recibieran luz solar entre la maleza de la multiplicación incontrolada. Aunque resulta casi imposible saber cuántos blogs existen en el mundo (y cuántos podemos considerar como realmente activos), si tomamos como referencia los datos que Technorati compila desde 2004, en ese año se superó la barrera de los cuatro millones de weblogs registrados por su sistema (con un crecimiento del 800% con respecto a 2003). En 2005 el crecimiento en los últimos meses fue del 1600% y, en 2006, Technorati ya seguía el progreso de 35,3 millones de weblogs. En 2010 se apuntaba ya en su estudio anual a la convergencia entre blogosfera y redes sociales, pero en una relación simbiótica entre ambos ecosistemas, si bien es cierto que muchos internautas sienten que con su muro de Facebook ya cubren sus necesidades comunicativo-extimistas que antes canalizaban a través del blog. Se trata, en definitiva, del lógico proceso de reducción del ruido de fondo o, dicho de otro modo, de apartar la morralla. En cualquier caso, esa literatura digital, incluso más que otras cibertextualidades, se desprende del libro como objeto fetichista lleno de vida, algo que Régis Debray apuntó a tenor de su estudio sobre La palabra Jean Paul Sartre «El libro como objeto simbólico», publicado en el volumen El futuro del libro compilado por Nunberg (ed. española: Barcelona, Paidós, 1998, pp. 143-155). Retomando la oposición entre lo atomista y el bit, el libro es concebido en este paradigma de lo material como un objeto fetichista, «un objeto sagrado, anfitrión o altar de reposo», como apuntaba Debray. Del mismo modo, si entonces, como afirmaba, «la idea de escribir libros germina del libro material y no al revés», el libro como objeto físico se debe entender como un demiurgo del acto de creación literaria, lo que, por supuesto, nos lleva de vuelta a Derrida y su No escribo sin luz artificial (pp. 24-33), donde el pensador apuntaba en un acertado ejercicio de prognosis hacia una conceptualización del libro en el que es desde casi su propio momento de inscripción como un objeto listo para llegar al mundo. El texto, por tanto, se desprende del atomismo para abrirse en la extimidad creativa que nos permite asistir incluso al proceso de andamiaje del mismo mientras el escritor está todavía trazando los planos de la obra fictiva. Kenneth Goldsmith ha reflexionado también sobre la ubicuidad de internet y cómo la red —la virtualidad, la digitalidad— influye de 264

manera determinante en la producción del espacio del conocimiento y las personas, cuestión que ya trató Henri Lefebvre en La production de l’espace (París, Anthropos, 1974). Mientras Lefebvre abogaba por el sustrato material, Goldsmith ya afirma desde su ponencia de 2005 «If It Doesn’t Exist on the Internet, It Doesn’t Exist» que el espacio a conquistar para conseguir una inscripción (que no será solo social, sino también intelectual y cognoscitiva) es el de la virtualidad conectada. En esa línea de pensamiento no debe extrañarnos la cita que abría la tercera parte de este libro, extraída directamente de un artículo de Poetry Foundation, «Language’s Newest Role» , y que hace referencia a uno de los pasos que se dan en la ubicuidad del arte, como ahora veremos. Paul Valéry incluyó una interesante reflexión ya en 1928 sobre este aspecto en «La conquista de la ubicuidad», artículo recogido en Piezas sobre el arte (ed. española: Visor, Valencia, 1999). Si, en definitiva, en internet la producción y el espacio son ubicuos, esto se debe trasladar igualmente a la ubicuidad del arte. Surge ahí la visión negativa de Valéry, el referido pesimismo ante la percepción de una evanescencia. Debe admitirse, por supuesto, que sus intuiciones se mostraron acertadas: el proceso de desmaterialización es el de la digitalidad, mas no lo es solo del arte, sino también del acto de creación de lo artístico, desvinculado ya del espacio concreto de concepción, el scriptorium. No es de extrañar, por tanto, que José Luis Brea retomara el título de dicho artículo para una exposición, sobre la que impartió una conferencia igualmente homónima y que podemos escuchar gracias a la Fundación Juan March . Esta cuestión fue un tema que desarrolló muy ampliamente en su producción intelectual, por lo que resulta fundamental Las tres eras de la imagen (Madrid, Akal, 2010). Esta ubicuidad es la que nos abre el camino hacia lo que Derrick de Kerckhove denominó Inteligencias en conexión en 1997 (ed. española: Barcelona, Gedisa, 1999), una visión en evidente oposición a las catastrofistas visiones de marcado tinte neoludita de Nicholas Carr (The Shallows, Londres, Atlantic Books, 2010). Donde De Kerckhove aboga por un conocimiento capaz de nutrirse de la conexión para aumentar el potencial cognoscitivo (la inteligencia aumentada de la que ya hablamos antes y que desarrolló en su libro de 2011), Carr siente 265

ese miedo neoludita que le lleva a hablar de erosión en la capacidad de pensar autónomamente —un enjambre anulador del individuo— o incluso la capacidad misma de pensar. Más o menos lo mismo que los neoluditas arcanos promulgaban de la televisión, sin ir más lejos. Ambos, sobra decirlo, tienen mucha razón y una cantidad importante de puntos en común en sus argumentaciones, pero algo está claro por encima de todas estas cosas: pretender que creamos —o peor, creerse él mismo— que en el espacio de menos de una generación ha habido cambios en la estructura sináptica condicionados por el uso de las TIC, como pretende Carr, resulta ser —como mínimo— un gran ejercicio de candidez. Los caminos están abiertos y somos nosotros los que debemos recorrerlos en uno, otro o varios sentidos al mismo tiempo, expansivamente, para lo bueno y para lo malo, como es lógico en cualquier cambio.

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ÍNDICE DE ILUSTRACIONES Figura 1 El escritorio rotatorio de Shapley Prensa de 1945. Figura 2 El escritorio según Kafka Franz Kafka. «Hombre con la cabeza sobre la mesa». Diarios, 7 de diciembre 1916. Figura 3 Despacho de catedrático de la Universidad española todavía en los comienzos de la era digital Daniel Escandell. Foto robada. Figura 4 El universo del lecto-escritor Texieira de Pascoaes, «Despacho». Amarante. Portugal. Figura 5 Pluma y pene Juan de la Cuesta, «Libro y tratado para enseñar a leer y escribir brevemente». Alcalá, 1589. Figura 6 La imago dentro de la imagen Fray Luis de León, Exposición del Libro de Job. Madrid, P. Marín, 1779. Figura 7 El fuego prometeico del escritorio Fortunius Licetus, De lucernis. Udime, 1652. Figura 8 La vela desvelada Gravelot et Cochin, «L’Etude». París, 1791. Figura 9 El estudio como panóptico Ramón Gómez de la Serna en su «Torreón» de Velázquez. Figura 10 El búho de Minerva Sebastián de Covarrubias, «In nocte consilium», en Emblemas morales. Madrid, 1610. 267

Figura 11 Letras armadas Castellá Ferrer, Historia del Apóstol de Jesús Christo Sanctiago Zebedeo. Madrid, 1610. Figura 12 Gabinete de trabajos melancólicos A. Liezen Mayer, «El Fausto». Barcelona, 1882. Figura 13 La hora pasa Anónimo, «Vanitas». Siglo xvii. Figura 14 Tecnologías arcaicas del oficio de letras Agostino Ramelli, «La roue á livrés», en Le diverse et artificiose machina del capitano. París, 1588. Figura 15 El blasón del escritor Ludovico degli Arrighi Vicentino, Il modo di temperare le penne. Venecia, 1523. Figura 16 Ejercicios espirituales de la lecto-escritura Juan Valdés Leal, «Alegoría del arrepentimiento». 1660. York City Art Gallery. Figura 17 Vanas letras Sebastian Brandt, La nave de los necios. Estrasburgo, Juan Bergamnn, 1494. Figura 18 El verdadero hogar del lecto-escritor «La casa de papel». Museo de arquitectura. Facultad de arquitectura. Múnich, 2006. Figura 19 Especies de escritorio Miguel de Unamuno, «Mesa de lecto-escritura». Casa-Museo Unamuno. Figura 20 Introspecciones «In silentium», Juan de Valencia, Scholia in Andreae Alciati Emblemata. Ms. Bn. 6658. Figura 21 Silencio: se lee, se escribe Juan Valdés Leal, «Miguel de Mañara leyendo la Regla». 1681. Hospital de la Caridad. Sevilla. Figura 22 El laberinto de las palabras Serguei, L’Ivresse des Livres. París, 1994. Figura 23 El habitus «hace» al monje Valle Inclán en su estudio. Figura 24 Ergástula ideal San Agustín, Tratados. Ms. BNM Ms. Vit 25-2. 268

Figura 25 Fetiches Fotografía ca. 1930. Ramón Gómez de la Serna en su «Torreón» de la calle Velázquez. Figura 26 El brazo caliente de la escritura Pedro Madariaga, Arte de escribir. Madrid, Sancha, 1777. Figura 27 Célula extrema de lecto-escritura Guilles Corrozet’s, «Le blason de l’estude», en Blasons domestiques. París, 1539. Figura 28 Turris eburnea Michel de Montaigne, «Torre-biblioteca». Montravel. Figura 29 Soledades Henry David Thoreau, «Cabaña». Walden. Figura 30 Panóptico Niccoló Pizzolo, «San Gregorio el Grande». 1448. Padua. Figura 31 USB Typewriter con iPad Producto diseñado y distribuido desde . Imagen promocional distribuida por la compañía que muestra el modelo USB Typewriter Computer Keyboard —Royal Aristocrat— 1960s Mad Men Style. Figura 32 Skrivekugle danés Máquina de escribir esférica de diseño danés. Uno de los primeros prototipos de máquina de escribir antes de estandarizarse el teclado QWERTY de distribución plana. Grabado de 1878. Figura 33 BumpTop: una tercera dimensión en el escritorio Captura de pantalla que expone la interfaz de usuario de BumpTop para Mac. Los iconos de archivos se pueden apilar, como una montaña de papeles o distribuir por las paredes de la mesa virtual. Figura 34 Pilas de archivos en el dock Mac OS X vistas en abanico Captura de pantalla. Concepto desplegable y bidimensional de documentos apilados. Se despliegan formando un arco, como un abanico, para permitir su visibilidad al superponerse sobre el resto de contenidos dispuestos en el escritorio. Figura 35 Biblioteca en la que Cabello escribe regularmente Fotografía tomada por Moisés Cabello de una de las bibliotecas públicas en las que suele escribir. 269

Figura 36 Scrivener, programa de edición de textos Interfaz de usuario del programa Scrivener en pleno uso por el escritor Moisés Cabello. Figura 37 Kiwix ejecutándose en el ordenador de Moisés Cabello Imagen del ordenador de M. Cabello mientras emplea el software Kiwix. Figura 38 Habitación de hotel en São Paulo (2010) Fotografía proporcionada por Doménico Chiappe. Habitación de hotel en Brasil (Sao Paulo, marzo de 2010). En ese viaje, Chiappe escribió una de sus obras, de manera itinerante, a través de múltiples espacios hoteleros. Figura 39 Pequeño escritorio de Vicente Luis Mora Fotografía remitida por Vicente Luis Mora al pedirle que nos muestre el lugar en el que escribe habitualmente. Figura 40 MIDIPoet siendo usado por Tisselli Una de las herramientas de creación literaria programadas por Eugenio Tisselli en plena acción. Figura 41 Entorno de escritorio del ordenador de Eugenio Tisselli Captura de pantalla que muestra el escritorio del ordenador del escritor. Figura 42 Perspectiva en primera persona de Tisselli Eugenio Tisselli nos ofrece esta fotografía desde primera persona con uno de los ordenadores en los que escribe sobre sus piernas. Figura 43 Uno de los espacios de escritura de Tisselli Fotografía proporcionada por el escritor Eugenio Tisselli para mostrar uno de sus espacios de escritura. En ella vemos cómo el ordenador determina el espacio de creación. En esta ocasión preside el portátil de Tisselli frente a su sofá. Acompañan un lápiz, un libro y un iPod. Figura 44 José Luis Zárate en su escritorio, presidido por el ordenador Fotografía que nos remite el autor al solicitarle que nos muestre la zona en la que realiza su trabajo como escritor. Figura 45 Entorno de escritorio del ordenador de Zárate El escritorio de Zárate con la web de Twitter en un espacio predominante junto al procesador de textos en el que prepara los tuits que publica posteriormente en la citada red social. 270

Figura 46 iA Writer es un procesador de textos mínimo para Mac, iPad y iPhone Captura de pantalla que destaca las características promocionadas de este software que propone escribir sin distracciones de ningún tipo. Figura 47 Uno de los ambientes de escritura de OmmWriter La combinación de fondos, tipografías y música ambiental crea diferentes entornos sensoriales destinados a favorecer que el escritor se concentre en su tarea (captura de pantalla de Daniel Escandell). Figura 48 The Waste Land (iPad) Captura de pantalla de la edición electrónica de The Waste Land de T.S. Eliot para iPad mostrando las opciones de lectura automática (permite escuchar grabaciones del propio autor y de intérpretes como Alec Guinness o Viggo Mortensen) junto a los vídeos de críticos y personalidades de la cultura comentando la obra. La posición del dispositivo (horizontal o vertical) permite la aparición del cuerpo crítico. Es también posible acceder al facsímil digitalizado.

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31.  Un nuevo modelo de mujeres africanas. Inmaculada Díaz Narbona y José Ignacio Rivas Flores 32. Circulación de personas e intercambios comerciales en el Mediterráneo y en el Atlántico (siglos xvi, xvii, xviii). José Antonio Martínez Torres 33.  Papeles y opinión. Políticas de publicación en el Siglo de Oro. Fernando Bouza Álvarez 34.  Comercio y riqueza en el siglo xvii. Estudios sobre cultura, política y pensamiento económico. Ángel Alloza Aparicio y Beatriz Cárceles de Gea 35.  Las vidas paralelas de Georges Cuvier y Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Naturaleza y filosofía. Adrià Casinos Pardos 36.  Enfermedad y muerte de una reina de España. Bárbara de Braganza (1711-1758). Rosa Basante Pol 37.  De papeles, escribanías y archivos: escribanos del Concejo madrileño (1557-1610). Leonor Zozaya Montes

El gabinete de Fausto es un libro en todo singular. No solo porque atiende a interpretar diacrónicamente cuanto abarca la historia «íntima» de los escritorios y células de trabajo mediados por las letras, sino también por el modo de estructurar y narrativizar tal materia, por definición compleja y asunto siempre por dilucidar. Penetrar en los secretos del espacio destinado a la producción o consumo de la escritura parecía cuestión urgente, pues la revolución digital ha creado en este ámbito una tensión nueva (y acaso explosiva). En consecuencia, dos especialistas, uno en lo que podríamos calificar como el «antiguo régimen» en que se de­senvolvían los lecto-escritores y otro en las TIC y su impacto en el habitus intelectual de hoy en día, se han coordinado aquí para ofrecer un panorama completo de la praxis letrada. El resultado es una obra «meta», que trata de dar cuenta de las condiciones en que se produce el siempre ímprobo trabajo del letrado, sostenido por una fundamental paradoja: la de que si bien su ámbito de acción corporal, su mundo «físico» se ha ido estrechando y desvaneciendo, el horizonte que desde su posición hoy se columbra se ha expansionado —gracias a su conexión con internet— potencialmente hasta el infinito.

38.  Agua para la salud. Pasado, presente y futuro. M.ª Pilar Vaquero y Laura Toxqui (eds.) 39.  La prensa musical y cultural zaragozana (1869-1924). Fuente para el estudio del hecho musical. Begoña Gimeno Arlanzón

El gabinete de Fausto ‘Teatros’ de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital

Fernando R. de la Flor es doctor en Ciencias de la Información y catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca. Ha recibido numerosos premios por sus ensayos de filosofía de la cultura y desarrollado un proyecto sobre el Barroco hispano que ha cuajado en una decena de libros publicados en las más importantes editoriales del país. En relación con la materia y campo específico del tratado que aquí se presenta, es autor de dos volúmenes: Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura (Renacimiento, 2004) y, más recientemente, Giro visual. Decadencias de la lecto-escritura y primacía de la imagen (Delirio, 2009).

Daniel Escandell Montiel es doctor en Filología Hispánica. Se ha especializado en Literatura Digital y ha publicado el libro Escrituras para el siglo xxi. Literatura y blogosfera (IberoamericanaVervuert, 2014) así como múltiples artículos sobre este tema. Dirige la revista de Humanidades Digitales Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital y es secretario académico del Grupo de Estudios del Siglo xviii de la Universidad de Salamanca, donde trabaja como investigador. Colabora también en redes como La Memoria Novelada (Aarhus Universitet) y grupos de investigación como SDLM (Seminario de Discurso, Legitimación y Memoria).

El gabinete de Fausto

(últimos títulos publicados)

FERNANDO R. DE LA FLOR DANIEL ESCANDELL MONTIEL

monografías

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‘Teatros’ de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

CSIC

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Imagen de cubierta: Despacho. Palacio de Anaya (Salamanca). Fotografía de Fernando Sanz.