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Spanish Pages [319] Year 2019
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TEORÍA Y TÉCNICA DE LA ESCRITURA DE OBRAS TEATRALES
JOHN HOWARD LAWSON
Traducción revisada por Alejandro Alonso
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PUBLICACIONES DE LA ASOCIACIÓN DE DIRECTORES DE ESCENA DE ESPAÑA
Director de publicaciones: Juan Antonio Hormigón Coordinación: Carlos Rodríguez Título original: Theory and technique o[ playwriting © de la presente edición: ASOCIACIÓN DE DIRECTORES DE ESCENA DE ESPAÑA Primera edición (papel): 1995 Primera edición (digital): marzo 2013 Reservados todos los derechos. Este libro no puede ser reproducido ni en su totalidad ni en parte ni registrado en o transmitido por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del editor. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 207 del Código Penal, podrán ser castigados con pena de multa y privación de libertad quienes reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la previa autorización. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta. Publicaciones de la ADE Serie: Teoría y práctica del teatro nº 9 c/ Costanilla de los Ángeles, 13. Bajo izda. 28013 Madrid (España) http://www.adeteatro.com e-mail: [email protected] Diseño: Adrián y Ureña S. L. ISBN: 978-84-92639-33-5
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Un norteamericano ejemplar Juan Antonio Hormigón
Escritor teatral y guionista cinematográfico, crítico y estudioso de temas dramatológicos y fílmicos, John Howard Lawson (1895-1977) fue uno de los primeros investigadores en abordar dialécticamente la obra literario-dramática y el contexto social en el que surge, poseedor así mismo de una personalidad cívica y artística de inconmovible coherencia y valor en sus actitudes. Se inició como autor con Processional (1925), obra expresionista cuya temática nos muestra el enfrentamiento de un grupo de mineros y los propietarios, apoyados éstos por la policía, articulada en una estructura to-mada de vodevil y con fondo de jazz. Era un drama eficaz, lleno de fuerza y sinceridad, aunque con escenas absurdas y un cierto esquematismo propio de la época. Lawson se situaba ya en la senda de un teatro y un arte inmerso en las reivindicaciones sociales. En los años 30, con la «depresión» como gran episodio monopolizador de la vida norteamericana, se produce una eclosión de proyectos teatrales que comparten su afán denunciador y reivindicativo de la situación dominante y de las causas que la producían. La existencia de una férrea censura en el cine y la radio, hizo que el teatro se convirtiera en medio fundamental de expresión socio-política en aquella coyuntura. Junto al Group Theater, de carácter netamente profesional, surgieron diferentes teatros obreros como el Workers Laboratory Theater, el Prolet-Bühne, en alemán, y otros que realizaban fundamentalmente espectáculos en la línea del Agit-Prop. Siguiendo la senda marcada por el Group Theater nacieron dos importantes organi-zaciones teatrales, el Theater Collective y la Theater Union, así como el Laborstage, financiado por la prestigiosa International Ladies Garment Wor-kers Union (Sindicato de la Industria del Vestido Femenino), que abordó directamente el problema del teatro político. No obstante, la iniciativa estatal de mayor calado en este período la constituyó el Federal Theater Project. El objetivo de esta tentativa creada en 1935 por la administración Roosevelt, era dar trabajo a 17.000 desocupados del sector teatral. Abarcaba todo el territorio nacional y estaba dirigido desde Washington por Hallie Flanagan. Todos los que intervenían en dicha actividad tenían un salario, pero las entradas más caras sólo costaban un dólar y el 65 % de los espectáculos eran gratuitos. El Federal Theater llegó a gestionar teatros en cuarenta estados en los que se representaron comedias clásicas y modernas, musicales, ballets y espectáculos para niños. Sus producciones más famosas fueron los Living Newspapers (Diarios vivientes) que dramatizaban informaciones en escenas cortas, breves y punzantes, empleando técnicas no psicológicas propias del Agit-Prop. En 1939, preludiando el clima de persecución anticultural que iba a generalizarse años después, el Congreso suprimió la ayuda eco-nómica lo que trajo consigo su desaparición inmediata. La razón que arguyeron los miembros del Congreso para adoptar dicha resolución fue la de considerar dicha iniciativa como una «amenaza comunista», lo que indicaba también la posición prepotente que en los órganos de poder estadounidenses tenían las fuerzas
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reaccionarias y oscurantistas. En este período, John Howard Lawson escribe su libro Teoría y técnica de la escritura de obras teatrales (1936). En 1960 llevó a cabo una actualización de su obra y añadió una introducción. Este es el texto que se utiliza en la presente traducción. Un año después, en 1937, dio a la escena otra de sus obras Marching song (Canción de marcha), en la que volvía a retomar el tema de la lucha de unos huelguistas premonitoriamente el tema de la delación. El inicio de Lawson como guionista cinematográfico se produjo con Dynamite (Dinamita, 1929) dirigida por Cecil B. De Mille. Posteriormente trabajó para la R.K.O., la Metro y la United Artists. Entre otros realizó dos guiones sobre la guerra de España: Heart of Spain (Corazón de España) de Paul Strand y Leo Hurwitz y Blockade de William Dieterle. En su condición de guionista, formó parte del grupo de escritores que intentaron desde 1931 la organización del Screen Writer’s Guild (Sindicato de Escritores de Cine), que finalmente consiguió constituirse en 1935. Además de Lawson intervinieron en su creación el grupo de escritores neoyorquinos formado por Dorothy Parker, Dashiell Hammett, Lillian Hellman, Charles Brackett y Samson Raphaelson. Dicha organización contó desde el principio con la enemiga declarada de los jefes de los estudios que la consideraron un peligro y que contraatacaron estableciendo su propia organización, la Screen Play Wrights, amenazando a su vez a los miembros del citado sindicato con ponerlos en la lista negra. Finalmente, dada la importancia y el número de los escritores adscritos al Screen Writer’s Guild, hubo de ser admitido llegando a convertirse en una institución influyente y respetada. A partir de la posguerra mundial las cosas cambiaron aceleradamente. En su opúsculo McCarthy contra Hollywood: la caza de brujas, (Barcelona 1970), Roman Gubern escribe: «la violenta purga que sacudió las entrañas de Hollywood entre 1947 y 1953, diezmando intelectualmente las filas de sus talentos más valiosos, se inscribe en el vasto panorama histórico del creci-miento y consolidación en áreas del poder político norteamericano de variadas formas de la ideología fascista, que siempre ha estado presente en la sociedad capitalista norteamericana y que ha cobrado especial virulencia en los períodos de las posguerras mundiales (...). El McCarthysmo fue meramente una de las muchas variantes que puede revestir la ideología y la acción fascistas en una sociedad de capitalismo avanzado, dotada de unos mecanismos demo-cráticos excesivamente vulnerables y manipulables por parte de los poderosos grupos de presión financieros, militares y ultraconservadores que existen en su seno». La naturaleza de la agresión sufrida por buena parte de la in-telectualidad progresista estadounidense en aquel tiempo y aún después, es bastante evidente. Las primeras investigaciones se iniciaron en marzo de 1947. En aquel mes, la Comisión de Actividades Antiamericanas, tras varias deliberaciones, anunció su intención de llevar a cabo «una investigación secreta sobre la infiltración comunista en el cine». Los primeros delatores que proporcionaron nombres al Comité fueron aquellos que se habían opuesto a la creación de la Director’s Guild (Sindicato de Directores), de
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la Screen Writer’s Guild (Sindicato de Guionistas), del Movimiento Antinazi y el Comité Democrático de Hollywood que participó en la elección de Roosevelt. En septiembre de aquel mismo año, el siniestro J. Parnell Thomas citó a declarar en Washington ante la Comisión de Actividades Antiamericanas, a 41 profesionales del cine americano. De estos 41 convocados, 19 decidieron enfrentarse a la Comisión por considerarla opuesta a la constitución de los Estados Unidos. Estos 19 fueron: Alvah Bessie, Herbert J. Biberman, Bertold Brecht, Lester Cole, Richard Collins, Edward Dmytryk, Gordon Kahn, Ho-ward Koch, Ring Lardner jr., John Howard Lawson, Albert Maltz, Lewis Milesrone, Samuel Ornitz, Larry Parks, Irving Pichel, Roben Rossen, Waldo Salt, Adrian Scott y Dalton Trumbo. Tras numerosas vicisitudes que las crónicas recogen de forma pormenorizada, los 19, más conocidos por los «diez de Hollywood», fueron condenados a diferentes penas. En el caso de John Howard Lawson hubo particular interés en mostrar a través suyo que el Sindicato de Guionistas estaba controlado por miembros del Partido Co-munista. Fue maltratado verbalmente y se le impidió leer una declaración escrita. La mayor parte, Lawson incluido, fue condenada a un año de prisión y a 1.000 dólares de multa. Dalton Trumbo y Howard Lawson padecieron las multas más altas: 10.000 dólares. Los recursos de revisión fueron de-sestimados. Posteriormente se exilió y se instaló en México donde prosiguió su actividad progresista. 2 La presente obra, Teoría y técnica de la escritura de obras teatrales, obedece sin duda a un notable esfuerzo crítico, más aún si pensamos en el momento en que fue redactada. Es desde luego un manual pero claramente diferenciado de los que habitualmente podemos encontrar a nuestro paso. Observamos como todo su análisis se establece a partir de la utilización de un método dialéctico y el trasfondo histórico social del material dramático. Podríamos decir que la interconexión entre teoría y práctica como dos elementos imprescindibles en la naturaleza del proceso creativo, queda explícitamente es-tablecida desde el principio. El estudio que Lawson nos plantea aquí pretende proporcionar un ins-trumento analítico de la obra literariodramática, que nos permita conocer tanto su naturaleza y sus recursos como las leyes de su composición. En este sentido conviene advertir que su objeto de reflexión lo constituye fun-damentalmente el teatro de tradición realista, estructurado a partir de un conflicto. Otras formas de expresión dramática son abordadas de forma tan-gencial. Es importante subrayar que para Lawson, la correlación entre sabiduría teatral y responsabilidad social del escritor está férreamente soldada. En su opinión éste debe poseer un punto de vista que le permita comprender los hechos sociales, de modo que los conflictos planteados en sus producciones posean una riqueza y profundidad mayores. Toda obra literario-dramática, viene a decimos, debe poseer una densa y amplia contextualización social. Es el medio social el que sugiere y propicia la temática
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y no al contrario. No es difícil observar que tras los análisis de Lawson subyace una concepción materialista de la vida a la que pretende dar un desarrollo dramatúrgico preciso. Remontándose a Aristóteles, el autor realiza un recorrido a lo largo de la historia y de las diferentes estructuras dramatúrgicas que se han sucedido, estableciendo las conexiones entre las ideologías y la materia literario-teatral resultante. En su segunda parte, Lawson aborda los problemas de la escritura dramática desde el ángulo preciso que antes apuntábamos. En definitiva, Teoría y técnica de la escritura de obras teatrales es un texto que propicia a la par el conocimiento y las técnicas específicas que conducen a la creación de obras literario-dramáticas. Nadie que pretenda escribir teatro lo encontrará todo en este libro pero sin duda puede servirle de importante ayuda. 3 Nuestra colección de «Teoría y Práctica del Teatro» de las Publicaciones de la ADE, se complace y enorgullece en incluir este volumen que posee a la vez un cierto sentido histórico y una estricta contemporaneidad. Sirve para rescatar la obra de un gran demócrata norteamericano, de un intelectual y creador progresista que intentó vincular su lucha por la emancipación de los seres humanos con la práctica artística. Pero al mismo tiempo se trata de un texto que nos proporciona materiales valiosos para nuestro conocimiento de la literatura dramática y del debate siempre abierto que en torno a su creación se produce.
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INTRODUCCIÓN
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La época que cambia Este estudio sobre teoría y técnica se publicó por primera vez en 1936, en medio de la vorágine social y teatral, que Harold Clurman ha descrito como «The Fervent Years» (Los años de fervor). En la actualidad, las artes muestran menos fervor y mucho menos interés en la «significación social». El período de transición en el pensamiento dramático que va desde Esperando al Zurdo hasta Esperando a Godot, es tan total como los cambios que han tenido lugar entre los pueblos y las potencias del mundo. Hay personas que creen que la cultura de los años treinta está muerta y merece caer en el olvido. No es necesario discutir este punto aquí, salvo señalar que este libro aporta argumentos que demuestran todo lo contrario. Mis creencias no han cambiado, y mi fervor no ha menguado, aunque espero que mi entendimiento haya alcanzado mayor madurez. Pero no creo que sea necesario modificar o revisar la teoría dramática en la que se basa este libro. La teoría plantea que determinadas leyes generales rigen el proceso dramático, leyes que surgen de la función del drama y de su evolución histórica. Una obra teatral es una fábula que se expresa mediante una pantomima, una historia que se actúa y que se habla. Se relata una historia, porque ésta tiene un significado para su creador. Encarna un punto de vista, presenta un problema ético o emocional, alaba a los héroes y se burla de los tontos. Puede que el dramaturgo no esté consciente de otro propósito que no sea el de contar una historia. Puede que esté más interesado en las recaudaciones que en los valores sociales. No obstante, los acontecimientos que se desa-rrollan en la escena, expresan un punto de vista, enjuician las relaciones humanas. La comprensión conceptual es la clave para poder dominar la técnica dramática. La estructura de una pieza teatral, el propósito de cada escena, y el movimiento de la acción hacia el clímax, son los medios mediante los cuales se trasmite el concepto. El teatro es un arte difícil. Ningún esfuerzo intelectual es capaz de darle talento al que carece de él, ni darle sensibilidad al insensible. La estructura de una obra teatral es sutil y variada como la de una sinfonía. Los conceptos teatrales son profundamente, y en el mejor de los casos, mágicamente, teatrales; estos conceptos surgen de la cultura del drama la cual, a su vez, es parte de la cultura y la historia de la humanidad. Por lo tanto, el arte dramático abarca el pasado del cual ha evolucionado. El artista no está circunscrito por los estilos tradicionales. Resulta más probable que la ignorancia lo limite y lo esclavice a los recursos manidos y a las artimañas del teatro comercial (show business). El verdadero creador utiliza la herencia teatral para obtener la libertad, para elegir y desarrollar formas de expresión que correspondan a sus necesidades, y que iluminen su visión y le den sustancia a sus sueños. La historia del pensamiento dramático, que constituye la materia de la primera parte de este libro, examina la evolución del teatro europeo desde la antigua Grecia hasta el siglo veinte. Debo reconocer que lamento que sólo trate el teatro europeo, y no incluya el valioso aporte de la cultura teatral de otras partes del mundo. Hoy en día estamos comenzando a comprender que nuestra herencia dramática no está limitada a los
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griegos e isabelinos, y al teatro europeo de los últimos tres siglos. Hay un creciente reconocimiento en los Estados Unidos de la pujanza y de los recursos del teatro en la India, China y Japón. Sin embargo, este teatro, y el de otros países, todavía se considera como algo remoto y esotérico. Brecht es el único dramaturgo moderno que ha utilizado formas orientales como parte integral de su propio estilo creador. La escena contemporánea usa un conglomerado de técnicas, que fluctúan entre las banalidades de la «obra bien hecha» hasta los esplendores de la comedia musical; pero todo esto se hace eclécticamente, para lograr un efecto, para despertar sensibilidades. Broadway utiliza fragmentos aislados de expe-riencia teatral y formas de la danza, pantomima y ritual afines al drama, sacadas de todos los lugares del planeta. Pero no se ha intentado tener en cuenta el ordenamiento y el valor de las tradiciones teatrales, su relación a la cultura contemporánea, su posible utilización para estimular la imaginación teatral y desarrollar nuevas formas de comunicación dramática. Dirijamos ahora nuestra atención a un empeño histórico más modesto: una evaluación de las corrientes europeas y norteamericanas del pensamiento dramático que han tenido lugar desde la década del treinta hasta la ac-tualidad. A primera vista, vemos una gran variedad de tendencias contra-dictorias: el desarrollo de la producción teatral Off-Broadway y la actividad de los teatros comunales y universitarios evidencian un mayor interés por parte del público; sin embargo, toda esta conmoción y esfuerzo no ha promovido obras verdaderamente creadoras. El método de Stanislavski ha obtenido un considerable prestigio, pero resulta dudoso que el arte de la actuación haya progresado durante estas últimas décadas. La puesta en escena póstuma de las últimas obras de O’Neill ha incrementado su reputación; Brecht y O’Casey ejercen una influencia que va en aumento; Shakespeare y otros clásicos despiertan mucho más interés ahora que hace un cuarto de siglo. No obstante, la evidencia estadística y el juicio crítico coinciden en que el teatro está enfermo. El número de teatros disponibles para uso profesional los Estados Unidos disminuyó de 647, en 1921 a 234, en 1954, y esta disminución va en aumento. Había sesenta y cinco teatros verdaderos en Nueva York, en 1931, y sólo treinta en 19591. Se dice que el teatro Off-Broadway ha perdido un millón de dólares durante la temporada de 1958-1959. Cada año, los críticos se lamentan de la decadencia del teatro. A principios de 1945, Mary McCarthy escribió: «En 1944, el teatro presenta un espectáculo tal de confusión, desintegración y desesperanza, que no puede ser descrito por ninguna generalización»2. Quince años más tarde, Brooks Atkinson escribió en el New York Times del tres de enero de 1960: «El año pasado las obras fueron, en su conjunto, banales. Esta temporada, hasta ahora la situación es peor (...) No hay ningún esfuerzo creador en el meollo de las cosas, que impulse el teatro hacia áreas más significativas de pen-samiento o sentimiento.» El catorce de mayo de 1959, el presidente Eisenhower dio inicio a la construcción del Lincoln Center en la ciudad de Nueva York: un proyecto de setenta y cinco millones de dólares dedicado al arte dramático y de la danza. Los festivales shakesperianos en
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Stratford, Ontario y Stratford, Connecticut atraen a multitudes de entusiastas. Aparentemente los Estados Unidos necesitan un teatro vital. ¿Cómo se relaciona esta necesidad con la decadencia del teatro comercial? ¿Por qué no hay «ningún esfuerzo creador en el meollo de las cosas»? El peso de la culpabilidad En años recientes se ha honrado y alabado a un grupo de dramaturgos europeos Giraudoux, Anouilh, Beckett, Ionesco, Genet, Sartre, Camus, Dürrenmatt- en los Estados Unidos. Su influencia colectiva va mucho más allá de Broadway, y constituyen un factor importante en la creación de la corriente de pensamiento que predomina en los departamentos de arte dra-mático de nuestras universidades y en la labor experimental de grupos profesionales y de aficionados. Debemos abordar estos dramaturgos si que-remos relacionarnos con ideas que son planteadas con mucha más claridad en sus obras (y expresadas mucho más imaginativamente en sus puestas en escena) que en las norteamericanas e inglesas, en donde los planteamientos son más confusos y menos imaginativos. Una obra -La loca de Chaillot- señala el punto decisivo en el desarrollo del moderno teatro francés. Su autor, Jean Giraudoux, que murió en 1944, pertenecía a una generación anterior de intelectuales franceses. Su retórica e imaginación provienen de fuentes antiguas, en las cuales se combinan elementos de Racine con la sensibilidad del siglo diecinueve y el ingenio del veinte. Pero en el clasicismo de Giraudoux, está subyacente su mordaz sentido del fracaso de los valores burgueses en la sociedad de su tiempo. La acción en sus obras puede tener lugar en Argos, en Tebas o en Troya. Pero su medio social siempre es la estrecha vida de la clase media en el pueblo provinciano de Bellac, donde nació Giraudoux. Siempre aparecen en sus obras los mezquinos funcionarios, los sucios hombres de negocios, la mortal rutina que destruye el espíritu humano. El conflicto entre el ideal y la realidad está presente en toda su obra. Frecuentemente queda velado por la fantasía, como en Ondina, o se expresa románticamente mediante la búsqueda de belleza de una joven, como en Intermezzo, o en El apolo de Bellac. Pero, finalmente, las raíces del conflicto se exponen en La loca de Chaillot. La condesa, «vestida con las galas de 1885», es una loca porque se aferra a los viejos valores que están amenazados por unos codiciosos capitalistas que van a despedazar la ciudad para buscar petróleo debajo de las casas. «Poco a poco -dice el trapero- los chulos se han apoderado del mundo.» La condesa atrae a los buscadores de petróleo al sótano de su casa, y los envía a un alcantarillado del cual no hay salida posible. Entonces cierra la entrada. Han desaparecido para siempre. Los vagabundos, y los pobres que han conservado su humanidad, entran: «El nuevo esplendor del mundo se percibe ahora fácilmente. Se refleja en sus rostros.» La simplicidad de este desenlace («Eran malvados. La maldad desaparece»), indica el abismo que existe entre el odio que Giraudoux siente por una
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sociedad inhumana y su vaporosa solución. Los parlamentos finales buscan expresar emotividad e ironía. La condesa le dice a los jóvenes amantes que deben aceptar el amor mientras puedan. Entonces dice: «Mis pobres gatos deben estar mu-riéndose de hambre. ¡Qué fastidio si tuviéramos que salvar a la humanidad todos los días!» La denuncia a la sociedad burguesa en La loca de Chaillot anticipa la trayectoria del teatro europeo en los años de la posguerra. Pero el giro irónico que tiene al final, revela mejor todavía la atmósfera de la época. El intelectual sabe que «el mundo está fuera de quicio»; el artista toma conciencia de la maldad que lo circunda y esto lo tortura. Pero la maldad parece inexorable, y la humanidad no puede salvarse todos los días. La condesa loca tiene fuerza de voluntad e incluso optimismo. Pero la voluntad tiende a atrofiarse en la persona que percibe la inmensidad de la maldad, pero que no halla la manera de combatirla. La incapacidad para actuar origina un sentimiento de culpabilidad, una pérdida de todos los valores racionales. Un mundo carente de valores es un mundo en el cual la acción -la esencia de la vida y del teatro- ha perdido su sentido. Según Camus, la dignidad humana se logra mediante el reconocimiento de lo «absurdo» de la existencia: «Para uno que se encuentra solo, sin Dios ni señor, el peso de los días es terrible.»3 Ya en 1938, en Calígula, Camus creó un drama en el cual el nihilismo es la fuerza motriz de la acción. Calígula es el símbolo del hombre carente de valores. En una sociedad criminal, éste sólo puede ejercer su voluntad matando y destruyendo. La filosofía existencialista de Sartre y su obra literaria intentan resolver la contradicción entre la idea de que la vida es absurda y trágica y la búsqueda de responsabilidades que le den un sentido. La contradicción entre estos dos conceptos irreconciliables se refleja pal-pablemente, casi absurdamente, en La puta respetuosa. Se evidencia en la obra el desconocimiento de Sartre de la vida en un pequeño pueblo sureño. Pero el haber seleccionado este medio social muestra su preocupación por los valores morales, y también su enfoque abstracto, su incapacidad de plantear las cosas con claridad. Los personajes parecen estar bajo un hechizo de maldad absoluta. Lizzie, la prostituta, trata de salvar al negro del lincha-miento. El blanco sureño, Fred, persigue al negro y dos disparos de revólver se escuchan fuera de escena. Cuando Fred regresa donde está Lizzie, ella quiere matarlo pero no puede. Este le explica que el negro corría muy rápido y que erró los tiros. Después, el racista la abraza y le dice que la instalará «en una hermosa casa, con un parque»; mientras Lizzie cede ante su abrazo, él le manifiesta: «Entonces todo ha vuelto al orden.» Y añade, al revelarle su identidad por primera vez. «Me llamo Fred.» El empleo de este giro irónico mientras desciende el telón, es característico del drama moderno. Pero en este caso la ironía resulta burda. No nos dice nada acerca de lo ocurrido: la violencia que amenazaba con desencadenarse no se materializó. El negro no constituye un elemento esencial de la acción: es un mero símbolo de la decadencia que se expresa más elocuentemente en la brutal sensualidad del racista, («¿Es cierto que te
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hice gozar? Responde: ¿es cierto?»4 y en la impotencia de la mujer. Hay un vínculo existencialista entre Calígula y La puta respetuosa. En ambas obras, los hombres aceptan el absurdo y la crueldad de sus existencias y se libran de toda culpa negando la responsabilidad moral. El peso de la culpabilidad se lleva con más elegancia en las obras de Jean Anouilh. Hay lamentaciones sentimentales sobre la muerte del amor. No hay desarrollo de la acción porque la fatalidad es inevitable. En sus dramas de pasión juvenil, tales como Eurídice5 o Romeo y Jeannette, los amantes se reúnen y se lamentan del destino que los abruma cuando el telón desciende por última vez. En Romeo y Jeannette, el único acto volitivo que realizan los amantes, es su decisión final de morir juntos. El hermano y el padre de Jeannette observan cómo la pareja se dirige hacia la playa y al mar para que la marea se los lleve. Su hermano dice: «Se besan. Se besan con el mar dándoles en los talones. ¡No comprendes nada, ¿no es cierto?, viejo Don Juan, viejo fracasado, viejo cornudo, viejo harapiento!» Aquí, el último giro irónico revela el modo de pensamiento de Anouilh. El contraste entre la ilusión amorosa y el «viejo Don Juan» realza la emotividad de sus dramas más sofisticados. La sofisticación consiste mayor-mente en poses y gestos afectados, como en El vals de los toreadores. Si el drama conduce explosivamente a una acción, ésta es tan melodramática que rompe con la estructura de la historia. La violación de Lucile por parte del héroe, en el tercer acto de El ensayo, se antecede de una larga escena, interrumpida por pausas, vacilaciones y comentarios filosóficos, como si el personaje no pudiera acabarse de decidir a realizar la acción violenta que el creador le exige. El tema recurrente en todas las obras de Anouilh es simplemente que nuestra sociedad destruye el amor y la vida. La acusación de que la civi-lización moderna es un empeño criminal, se expresa más directamente en las obras del dramaturgo suizo, Friedrich Dürrenmatt. Resulta provechoso comparar la última pieza de Giraudoux con La visita de la vieja dama, de Dürrenmatt. La distancia entre los pueblos imaginarios de Chaillot y Gula es un trayecto significativo en el pensamiento dramático europeo. En Chaillot, la loca salva al pueblo de la corrupción y restaura las buenas costumbres. En Gula, Clara Zajanassian no encuentra tales buenas costumbres; la inmoralidad de toda la población, a diferencia de las modestas virtudes de los pobres de Chaillot, condiciona la acción. Desde el mismo momento en que Clara llega, resulta evidente que la comunidad está dis-puesta a matar a Elías III por los mil millones de marcos. Por lo tanto cuando Clara hace su oferta al final del primer acto, la obra concluye. Ella dice: «Esperaré.» El público también espera, pero la conclusión ya se sabe de antemano. No hay suspense, porque todos los personajes -la multimillo-naria, la víctima, los habitantes del pueblo- están apresados en la misma madeja de corrupción. La pérdida de identidad La crítica social que le da fuerzas a las obras de Dürrenmatt, se opaca y divorcia
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de la realidad en la obra de Samuel Beckett. Un poder invisible ha destruido la humanidad de los personajes, los cuales sólo son capaces de hacer comentarios filosóficos, que a menudo poseen vis cómica, sobre su destino. Esto es el fin del mundo, y fin del drama. La negativa a asumir la acción es la única condición de ésta. Beckett logra una especie de dramatismo teatral mediante la negación de todos los valores teatrales. En Esperando a Godot, los dos desventurados caminantes desconocen el motivo de su espera: ESTRAGÓN.- Pero, exactamente, ¿qué es lo que se le ha pedido? VLADIMIRO.- ¿No estabas allí? ESTRAGÓN.- No presté atención. VLADIMIRO.- Pues... nada en concreto. Beckett logra un efecto al burlarse de la exposición dramática conven-cional. También adopta el principio de la indeterminación, lo cual niega todo significado dramático. El primer acto termina con la aparición del muchacho que les informa que el señor Godot no puede venir. Esta misma información se les suministra de igual modo al final de la obra. La acción es circular; las figuras perdidas en el crepúsculo son las mismas al final que al principio. El concepto de futilidad total en las obras de Beckett se aplica a la vida de la clase media en la obra de Eugène Ionesco. Ionesco, al dirigir su ataque contra los valores de la clase media, es menos intelectual y más virulento que Beckett. Incluso el juego de ideas se pierde en Ionesco, porque sus personajes no pueden pensar consistentemente. No sólo han perdido su voluntad; han perdido sus mentes también. Sus personalidades se han de-sintegrado, así que no saben quiénes son. La cantante calva, a la cual Ionesco llama «antiteatro», abre con el señor y la señora Smith: «Hemos comido bien esta noche. Esto se debe a que vivimos en los suburbios de Londres y a que nos llamamos Smith.» Pronto descubrimos que están irremediablemente confundidos respecto al tiempo y a la identidad humana. No saben si «Bobby Watson» murió ayer o hace cuatro años, y hablan sobre decenas de gente, de esposas, maridos, hijos, hijas, primos, tíos, tías que se llaman «Bobby Watson». El final es una repetición exacta del principio. Otra pareja, el señor y la señora Martin, «está sentada de igual modo que los Smith al comienzo de la obra. La obra comienza de nuevo, y los Martin repiten los mismos parlamentos que expresaron los Smith en la primera escena, mientras el telón desciende suavemente.» Jean Genet describe a gente que ha perdido su identidad. Pero ya no están rodeados por la seguridad que les ofrece un ambiente burgués. Han perdido su inocencia. Camus hizo que Calígula estuviera consciente de sus crímenes, pero los hombres y mujeres de Genet carecen de consciencia en un sentido tanto cognoscitivo como moral. Incluso su sexo es incierto. En Las criadas, el autor quiere que las dos hermanas (cuyas personalidades son intercambiables) sean interpretadas por actores masculinos. En una introduc-ción a Las criadas, Sartre comenta que Genet «ha logrado
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trasmitir a su pensamiento un movimiento cada vez más circular (...). Genet detesta la sociedad que lo rechaza y que él quiere aniquilar». Genet ve el mundo como una pesadilla enigmática. En El balcón, los visitantes del prostíbulo satisfacen sus perversos deseos, mientras simulan ser arzobispos, jueces y generales. Afuera, una revolución está teniendo lugar y, finalmente, a la matrona del prostíbulo se le instala como una reina, con falsos dignatarios que actúan como líderes religiosos, civiles y militares. En el mundo hermético del prostíbulo, la gente busca cualquier ilusión que le permita escapar de «la agonía informal de sus nombres». Al final de Las criadas, Solange dice que nada queda de ellas, salvo «el perfume delicado de las doncellas sagradas que fueron en secreto. ¡Estábamos hermosas, alegres, embriagadas y libres!» Sería necesario hacer un análisis mucho más detallado de estas obras, para poder explorar las tendencias políticas y sociales subyacentes en el extraño concepto de libertad que libera a las «criadas» de su agonía. En esta ocasión sólo queremos señalar la descomposición de la estructura dra-mática en el «antiteatro» de Beckett, lonesco y Genet. lonesco dice que «lo cómico es trágico, y la tragedia del hombre, risible (...). Sin una nueva Virginidad del espíritu, sin una visión purificada de la realidad existencial, no puede haber teatro; tampoco puede haber un arte»6. El profeta de este nuevo credo es Antonin Artaud, el cual hizo una serie de manifiestos en Francia en la década del treinta. Pedía un «teatro de la crueldad» que «proporcione al espectador verdaderos precipitados de sueños, en los que su gusto por el crimen, sus obsesiones eróticas, su salvajismo, sus quimeras, su sentido utópico de la vida y de las cosas y hasta su canibalismo desborden en un plano, no fingido e ilusorio, sino interior»7. Rencor en Inglaterra En Inglaterra, las tensiones que indican la quiebra de los viejos pos-tulados, no se sienten tan agudamente como en la Europa continental. La burguesía inglesa se aferra, con dudas crecientes y cada vez con mayor intranquilidad, a las ya marchitas glorias de su gran pasado. Se desprende que el teatro inglés es más convencional y menos aficionado a la fantasía y a la angustia filosófica. Pero las tendencias que hemos notado en Europa, también se manifiestan en Inglaterra. Christopher Fry es un Anouilh más optimista. Mientras que los amantes de Anouilh están condenados irremediablemente, los amantes de La dama no es para la hoguera (The Lady’s not for Burning) escapan a la ejecución que piden los estúpidos aldeanos. Los amantes miran al pueblo y Thomas dice: Ahí la hipocresía duerme, duerme la puerca pomposidad, la ambición, vulgaridad, lascivia, falsía, crueldad, y toda posible piojosa astucia...
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Pero los amantes se tienen a sí mismos. Miran, con anticipada dicha, hacia una vida futura que compartirán. Cuando desciende el telón, Thomas dice: «Y Dios tenga piedad de nuestras almas.» T. S. Eliot, que al envejecer se ha hecho mojigato después de sus vagabundeos en la tierra baldía, se ha desplazado de la elocuencia poética de Asesinato en la catedral (Murder in the Cathedral) hacia el lenguaje árido y las situaciones pomposas de sus dramas posteriores. La fe que le infunde vida a Asesinato en la catedral, parece haber perdido su vigor en los dramas que le sucedieron: la religión se ha convertido en una respuesta remota a la desesperación de la decadente alta burguesía. La violencia ensombrece a Reunión de familia. Lord Monchensey regresa a la casa de su madre y admite que ha asesinado a su esposa. Hay una atmósfera de peligro indeterminado: ¿Por qué hemos de tener que comportarnos como si fuera a abrirse la puerta, de repente, a descorrerse las cortinas, a revelar el sótano un secreto terrible, a desaparecer el techo y a quedarnos dudando qué es lo real y lo irreal? Harry se va para cumplir un vago propósito de expiación «en alguna parte que se encuentre más allá de la desesperación». Pero su dirección «queda a cargo del banco, hasta que tengas noticias». A los locuaces aristócratas de Eliot los persigue el temor de que su sociedad se está desintegrando. Este temor está expresado con mayor estri-dencia, desde el punto de vista de la baja clase media, en la escuela del naturalismo dramático que John Osborne inauguró en 1956 con Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger). Jimmy Porter, como el George Dillon del mismo autor y todos los demás jóvenes iracundos, se encuentra preso dentro de su propia celda de futilidad. La celda, el destartalado apartamento de Jimmy Porter, es pequeño y está aislado de los cambios sociales que son la causa principal de la frustración de Jimmy. Aquí no hay una especulación ambiciosa sobre el destino del Hombre, ni una acusación contra toda la sociedad. La charla histérica de Jimmy Porter está divorciada de la acción, y sólo nos dice que su caso le inspira a él mismo mucha pena. Es un sentimental y básicamente sólo está interesado en el amor. La acción es circular. Cuando su esposa, Alison, lo abandona, Helen la reemplaza. Al comienzo del tercer acto, Helen está planchando y tiene a su lado un montón de ropa, una repetición exacta de la actividad de Alison al comienzo de la obra. Cuando Alison regresa, Helen se retira y el juego amoroso continúa. Jimmy y Alison simulan ser una ardilla y un oso (su juego favorito) que se enconden de peligros ocultos: «Hay crueles trampas de acero por dondequiera.» Cuando el telón desciende, se abrazan y comparten su angustia, se unen en su dolor. La primera gran tragedia griega que ha llegado hasta nosotros, nos muestra a Prometeo, torturado y amarrado a la desnuda roca, desafiando los poderes de los dioses.
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En el mundo de Osborne no hay desafíos de Prometeo ni héroes trágicos. Incluso la desesperación se reduce a un pequeño gesto. En The Entertainer, Osborne describe las personas de este inframundo. Somos borrachos, maniáticos, estamos locos (...) Tenemos pro-blemas de los que nadie se ha enterado jamás, somos personajes sacados de algo en lo que nadie cree. Pero en realidad no somos divertidos sino demasiado aburridos. El héroe castrado Parecerá extraño que los norteamericanos, habitantes de un orgulloso y próspero país, puedan aceptar la imagen grotesca de los Estados Unidos que encontramos en los dramas de Tennessee Williams. Sin embargo, sus piezas teatrales no están más apartadas de la realidad que las extravagancias irónicas de Anouilh o las pesadillas de Genet. La popularidad de la obra de Tennessee Williams, la cual llega a un vasto sector del público a través de las adaptaciones cinematográficas, demuestra que los temas de culpabilidad y pérdida de identidad, impulsos criminales y desesperación fútil, provocan una respuesta emocional en el público norteamericano. La primera pieza importante de Tennessee Williams, Mundo de cristal, producida en 1945, nos narra una historia de frustración amorosa con con-movedora sencillez. El concepto de que la búsqueda de un amor verdadero es una ilusión que la realidad destruye brutalmente, nos recuerda a Anouilh. Pero dos años más tarde, en Un tranvía llamado deseo, el conflicto entre ilusión y realidad se proyecta en términos violentos, casi patológicos. El clímax -violación de Blanche por Stanley Kowalski mientras su esposa está de parto en el hospital- indica la futura trayectoria del desarrollo del autor, que condujo al tratamiento de la homosexualidad y el canibalismo en Garden District (titulado De repente el último verano en la adaptación cinematográfica) y al frenético melodrama Dulce pájaro de juventud. El primer acto de Dulce pájaro de juventud muestra el estilo y la técnica de Tennessee Williams. El escenario es la habitación de un hotel. El joven aventurero, Chance Wayne, ha traído una madura actriz hollywoodense a su pueblo natal en el Sur para impresionar a la muchacha que es su único y verdadero amor, Celeste Finley. Su propósito es obligar a la actriz, Princesa Kosmonópolis, a que le consiga un puesto en el mundo del cine para irse con Celeste a California. Nos enteramos que Celeste ha quedado estéril después de una operación por una enfermedad venérea que había contraído. Su padre y su hermano, que consideran a Chance culpable de esta situación, están determinados a castrarlo. La exposición que nos da a conocer estos hechos, comienza con un diálogo entre Wayne y un joven médico, George Scudder, el cual realizó la operación y expresa cuando se marcha que tiene el propósito de casarse con Celeste. Cuando George se va, la actriz se despierta. No puede recordar con quién está. Pide desesperadamente oxígeno. Después que lo aspira, pide sus píldoras rosadas y vodka. Entonces quiere droga, la cual está oculta debajo del colchón.
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Mientras la fuman, la actriz se vuelve sentimental. En ese momento Chance le dice que toda su conversación, incluyendo el punto de la droga, ha sido grabada; insiste en que debe firmarle todos sus cheques de viaje. Ella accede, pero primero exige que le haga el amor: «Cuando un monstruo se encuentra con otro, uno de los dos tiene que ceder (...) Sólo hay una forma en que pueda olvidar estas cosas que no quiero recordar, y es haciendo el amor.» Cuando el ritual del sexo comienza, se oscurece el escenario. Hay varias cuestiones de interés desde el punto de vista técnico en la escena inicial. Es casi totalmente expositiva, y trata sobre los acontecimientos pasados y los complejos planes de Chance. El asunto se plantea tan de-talladamente que el único elemento de sorpresa consiste en observar cómo se desenvuelve la acción premeditada. Tennessee Williams tiene la costumbre de plantear todo el curso de la historia en el primer acto. Esto se debe en parte a las situaciones complejas y retrospectivas que maneja. En La rosa tatuada, Garden District y Orfeo desciende, los acontecimientos pasados deter-minan y hacen la acción presente. En La gata sobre el tejado de zinc caliente, las dos versiones finales del autor evidencian su dificultad para lograr un clímax después de presentar detalladamente una situación de la cual no hay modo de escapar8. Este aspecto del método de Tennessee Williams trasciende con mucho la mera cuestión de un fallo técnico. Va a la misma esencia de su significado: Estamos condenados de antemano a la derrota. Nos debatimos en las redes de la maldad. La inocencia de un amor joven yace en el pasado: Celeste tenía quince años y Chance, diecisiete, cuando descubrieron el éxtasis de una experiencia sexual «perfecta». (En Orfeo desciende, Val narra una historia curiosamente parecida de una muchacha que se le había aparecido en un pantano cuando tenía catorce años; al igual que Celeste en la fotografía que muestra Chance, ésta estaba desnuda y disponible de inmediato). Al final de Dulce pájaro de juventud, cuando los enemigos de Chance lo han capturado y están a punto de castrarlo, Chance se adelanta para en-frentarse al público y dice: «No quiero su piedad, sino su comprensión... ¡ni siquiera eso! ¡No, lo único que quiero es que ustedes se reconozcan en mí, y también reconozcan al enemigo, el tiempo, en todos nosotros!» Este es el mostruoso mensaje de la obra: la lujuria y la avaricia son las condiciones de nuestras vidas; todos somos tan ambiciosos, tan frustrados y tan amorales como Chance Wayne. La referencia al «enemigo, el tiempo» es un sentimiento y una filosofía falsos, que sugiere que el envejecimiento y la muerte son la verdadera causa de nuestra derrota. Pero Chance no se enfrenta al en-vejecimiento; se enfrenta a la castración, la cual simboliza el fracaso y la degradación del hombre moderno. Tennessee Williams trata de darle a la obra un mayor contexto social mediante la introducción del discurso racista del cacique político Finley al final del segundo acto. Pero este trasfondo político no tiene validez con relación a la situación central que gira alrededor de Chance y Princesa9. El pesimismo de Tennessee Williams es visceral e irreflexivo. Princesa es tan brutal como Clara, en La visita de la vieja dama. Pero Clara es una mujer hábil que
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planea vengarse deL mal que le han hecho. Princesa es una ruina humana, que vive a base de pastillas, oxígeno y droga. Necesita sexo y lo compra a cualquier precio. La escena en la cual obliga a Chance a acostarse con ella, no es meramente un recurso sensacionalista. Al oscu-recerse el escenario, la degradación de ambos personajes se hace total. Chance carece de todo, salvo su virilidad; ella sólo posee la necesidad de un macho. Cada personalidad se reduce a su mínima expresión, un deseo sexual que carece de emoción y alegría. Robert Robinson observa que en las obras de Tennessee Williams «no puede haber intimidad, ya que la intimidad es un acto mediante el cual se le concede identidad a otro (...) otra gente simplemente satisface un apetito (...)». Añade que, «El señor Williams es un artista tenaz de segunda clase.»10 Es un artista de segunda clase, porque aquellos que le niegan la identidad a los demás, pierden su propio sentido de la vida; esta verdad es aplicable tanto al autor como a los personajes, a los cuales se les niega el don de la vida. Hay un largo trecho entre Calígula y Chance Wayne. Jimmy Porter está a medio camino. Calígula determina conscientemente y por voluntad propia, rechazar la responsabilidad moral. Aprende que la vida sin respon-sabilidades no tiene ningún calor humano ni dignidad. Jimmy Porter, apre-sado en la frustración de una vida monótona, aprende la misma lección. El papel de Calígula en la puesta en escena neoyorkina se le dio, acertadamente, a un actor que había interpretado a Jimmy Porter. El nuevo héroe norteamericano no puede aprender nada. Incluso su papel como símbolo fálico es un engaño. La castración es la respuesta a su afirmación de virilidad. Robert Brustein escribe que el «moderno héroe inexpresivo» ve la sociedad «como el exterior de una prisión» a la cual desea entrar para obtener abrigo y seguridad. Por lo tanto, «muchos de los actos y escritos del héroe inex-presivo no sólo son neuróticos sino conformistas»11. Chance Wayne es un conformista total. Es convencional en su deseo por el amor perdido, en su exagerada actitud de hombre duro, en sus ambiciones hollywoodenses. Quiere pertenecer, e incluso al final le pide al público que simpatice con él. Entre los muchos dramaturgos en que Tennessee Williams ha influido, el conformismo se defiende con más suavidad, tal como observamos en las obras de Robert Anderson, o en los dramas más recientes de Paddy Cha-yefsky. Willian Inge nos ofrece una versión romántica del hombre duro, en Picnic, y un retrato cómico, en Bus Stop. En Inge, siempre una mujer domina la agresividad masculina; ésta descubre al final que el hombre siente tanto temor y soledad como ella12. En Come Back, Little Sheba, Doc se emborracha y se violenta para poder olvidar su deseo por Marie, la joven huésped. Al final, él y su mujer se quedan juntos para compartir el amor y el sufrimiento de la prisión burguesa. En La oscuridad al final de escalera, Cora asciende la escalera, donde los pies desnudos de su marido pueden verse «en la cálida luz de arriba». El tema de la aceptación y la sumisión se proyecta en elocuentes términos poéticos en la obra J. B., de Archibald MacLeish. J. B. es un buen hombre y es rico. Pero debe someterse a un sinnúmero de horrores. Los tres «animadores» que tratan de
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consolarlo, representan la psiquiatría, la religión y el «materialismo de izquierda». Desde luego, éste último es el más absurdo de los tres, pero todos hablan con ridículos clichés. El antintelectualismo inherente a esta caricatura del pensamiento contemporáneo, y la burda violencia melodramática que lo antecede, nos recuerda más a Tennessee Williams que al Libro de Job. J. B. descubre que debe aceptar la vida ciegamente. Su mujer dice: Blow on the coal of the heart The candles in churches are out The lights have gone out in the sky. Blow on the coal of the heart And we’ll see by and by.13
Existen, desde luego, otras tendencias en el teatro norteamericano. A Raisin in the Sun, de Lorraine Hansberry, se estrenó en marzo de 1958, al día siguiente del estreno de Dulce pájaro de juventud, en un teatro que se encontraba a pocas manzanas de distancia. El contraste entre estas obras es fascinante; el hecho de que ambas fueran aclamadas con entusiasmo, hace que nos preguntemos qué criterios -si existe alguno- determinan el éxito en Broadway. El entusiasmo que provocó A Raisin in the Sun, puede deberse en parte a las circunstancias de su producción. En el teatro neoyorkino no abundan los dramas que traten con honestidad los temas negros14. Cuando una obra como ésta resulta ser la primera de una autora negra, su éxito tiene una gran significación, tanto en el teatro como en la vida contem-poránea norteamericana. El destacado logro de Lorraine Hansberry implica responsabilidades especiales, tanto para la autora como para aquellos que se han aventurado a evaluar su obra. El sentido teatral y la vívida caracte-rización que reveló su primer drama, exigen una discusión realista de sus méritos y limitaciones, y de los nexos con la futura trayectoria de su obra. A Raisin in the Sun impresiona por su simplicidad, por su respeto a los valores humanos. De ahí el modesto vigor que posee; sin embargo, también indica una falta de profundidad, una simplificación excesiva del acontecimiento dramático. Su estructura parece anticuada, porque muchas obras han tratado un tema similar: una herencia trasforma las perspectivas de una familia de la baja clase media y un hijo imprevisor malgasta el dinero, o parte de él. Este tema parece adquirir una nueva vitalidad cuando se aplica a los problemas de una familia negra. Pero lo contrario también es cierto. Lo trillado de la estructura limita grandemente las pasiones y las aspiraciones de la familia negra, la singularidad psicológica de cada persona. Subyacente en la técnica convencional del drama,
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encontramos una convencionalidad más profunda. La familia negra lucha, como es lógico, por obtener un mejor hogar en un barrio mejor; pero no se sugiere que hay algo equivocado en el mundo burgués al cual la familia aspira a integrarse. El monstruoso mal del racismo aparece en la obra, pero no tiene una dimensión de horror. Está simbolizado en un solo personaje blanco, el cual es un racista ineficaz. La vida emocional de la familia se concreta en la tonta ira del hijo, en sus amargos sueños. La aceptación de los valores burgueses es la clave del punto de vista de la obra. Este está encarnado en la estúpida y desorientada rebelión de Walter. Tal vez sea injusto ver en él algunos aspectos de los héroes irreflexivos de Tennessee Williams, pero la acción de Walter -el haber perdido el dinero irresponsablemente- sólo tiene significado con relación al humilde sentido común de su madre, el cual está enraizado en su adhesión a un viejo valor: «En mis tiempos -dice- nuestra preocupación era que no nos lincharan y, de ser posible, irnos al Norte, y una vez allí permanecer vivos y conservar un poco de dignidad.» Por lo tanto, la diferencia entre Dulce pájaro de juventud y A Raisin in the Sun plantea cuestiones inquietantes. Tennessee Williams muestra una desolada decadencia y dice que no hay modo de escaparse de ella. Lorraine Hansberry plantea una sociedad de virtudes sencillas, en la cual la aceptación de sus normas es deseable e inevitable. Puede que esto sea la causa del éxito de A Raisin in the Sun. Esperamos que la autora posea la modestia y el sentimiento por el arte necesario que le permitan aprender de su éxito como otros deben aprender de sus fracasos. Julian Mayfield ha dicho que muchos escritores negros «vacilan en incorporarse totalmente a la corriente literaria principal de la nación» porque esto significa «la identificación de los negros con la imagen de Norteamérica: la fachada de esa gran potencia que el mundo conoce y que el negro conoce mejor todavía ...» Ciertamente que «la fachada de esa gran potencia» no es la verdadera imagen de los Estados Unidos, pero Mayfield está justificado cuando expresa que la corriente principal de la cultura norteamericana está caracterizada por «la apatía y una vacilación o miedo de escribir sobre cuestiones que realmente sean vitales»15. Lorraine Hansberry, al integrarse en esta corriente principal, corre el riesgo de quedar sumergida en ella. Pero su talento, y la posición que ha alcanzado, le brinda la extraordinaria oportunidad de superar su primera obra y alcanzar puntos de vista y temas más profundos. El testamento de Eugene O’Neill Cuando se publicó la primera edición de este libro, parecía que O’Neill se había retirado del teatro. Después de 1934, nada de lo que escribió llegó al público, excepto Viaje a la noche (The Iceman Cometh), terminada en 1940 y producida seis años más tarde. No obstante, en el curso de esos años O’Neill trabajó intensamente y, aunque destruyó muchas de sus obras, dejó varias de ellas en manuscrito. Estas obras, puestas en escena después de su muerte en 1953, revelan la intensidad de su búsqueda de la verdad
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dramática. Lo torturaba la necesidad del artista de encontrar orden, razón y belleza en la existencia humana. Su convicción de que algo andaba mal, en su propio espíritu angustiado y en la vida de su época, lo obligó a retroceder a un año crucial: en 1912, O’Neill tenía veinticuatro años de edad y el mundo se aproximaba a una guerra que socavaría los cimientos de la «civilización occidental»; O’Neill había regresado de sus viajes marinos, había observado el mundo desde las cubiertas de los vapores errantes, desde los oscuros castillos de proa y tabernas portuarias. Había regresado para deambular por los muelles de Nueva York, para leer a Marx por primera vez, para enviar poemas sociales a la revista Masses. En diciembre de 1912, cayó víctima de la tuberculosis. En Viaje a la noche, O’Neill trató de crear una alegoría social de ese año decisivo. La acción es confusa y melodramática, porque el autor no pudo definir bien sus ideas. O’Neill no pudo ordenar ni darle un significado a su apasionada acusación de una sociedad que destruye los valores humanos. La falta de claridad conceptual tiende a hacer la acción dramática forzada e improbable16. Sin claridad, no puede haber ninguna forma estética ni ninguna magia sostenida. Pero O’Neill pudo comprender, con intensa emoción y genial profundidad, la desintegración de su propia familia. En Viaje de un largo día hacia la noche, O’Neill regresa de nuevo a 1912, para contarnos, como él mismo dice, «de un viejo dolor, escrito con sangres y lágrimas». Esta obra teatral es su testamento, el último monumento a su genio. Gracias a su piedad y amor hacia los «cuatro torturados Tyrone», pudo ofrecer una visión de toda la sociedad que decretó su sufrimiento. Hay una escalofriante claridad emocional en la larga escena de la bo-rrachera en el tercer acto de Viaje de un largo día hacia la noche, la cual culmina cuando los Tyrone son interrumpidos por la madre que trae su anticuado vestido de novia de satín blanco. Bajo la influencia de la morfina, habla de su niñez, de su deseo de convertirse en monja. La obra termina con estas sencillas palabras: «Eso ocurrió en el invierno de mi último curso. Luego, en la primavera, me sucedió algo. Sí, lo recuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui tan feliz durante algún tiempo...» Los tres hombres permanecen inmóviles mientras baja el telón. O’Neill abandonó la oscura selva de los temores irracionales para ascender a las invernales alturas de la tragedia. Pero, al hacerla, ha reconocido que su larga estancia en la selva frustró el desarrollo de su genio. Edmund Tyrone, el hijo menor, que es el propio O’Neill, le dice al padre que él incluso duda de que tenga «pasta de poeta (...). No podría alcanzar lo que traté de decirte hace un momento. Sólo fue un tartamudeo. Es lo mejor que haré. Si vivo, naturalmente. Bueno, por lo menos, será un realismo fiel. El tartamudeo es la elocuencia propia de nosotros, los hombres de la niebla». Es así como O’Neill reconoce que nunca alcanzaría la gracia y la majestad, la brillante lucidez de la poesía dramática. Edmund Tyrone le dice al padre que «siempre estará un poco enamorado de la muerte». Pero, ¿acaso es esta elocuencia opaca de los «hombres de la niebla» -tocada por la magia del sol- la única elocuencia que el teatro moderno es capaz de alcanzar?
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La imaginación teatral Utilizo el término «imaginación teatral» para describir la cualidad del arte dramático que trasforma la imitación de una acción en una nueva experiencia creadora, en una visión y una revelación que comparten los actores y el público. Francis Fergusson sugiere que «el estudio de los hitos de la cultura -el teatro de Sófocles y Shakespeare, la Divina Comedia de Dante -en los cuales el concepto de un teatro se ha planteado sucintamente»: Dante presenta a sus contemporáneos con la exactitud fotográfica de Ibsen y Chéjov; y presenta todas las cuestiones sociales y políticas de su tiempo. Pero también se observan las implica-ciones de las realidades literales, todas las dimensiones de su significado: históricas, morales y finales (...). Las perspectivas de lo onírico, de lo mítico, y de la razón más consciente, que consideramos como mutuamente excluyentes, se suceden en el movimiento de su poesía, pero lo uno no elimina a lo otro17. Tal vez resulte excesivo pedirle al teatro de Broadway -incluyendo el OffBroadway- que aspire a alcanzar el esplendor de la Divina Comedia. Pero incluso el concepto en sí de tal teatro es ajeno al drama moderno. Los dos dramaturgos modernos que más se han esforzado por restaurar la imaginación teatral, son Sean O’Casey y Bertolt Brecht. Sus modos de comunicación son diferentes, pero se parecen en su sentido histórico, su preocupación por las realidades sociales y políticas, su antagonismo con las trilladas convenciones y el árido lenguaje del teatro actual, su empleo de formas y técnicas derivadas de la herencia dramática clásica. Las primeras obras de O’Casey, basadas en sus experiencias juveniles en los barrios bajos de Dublin y en las luchas sociales que culminaron con la rebelión de 1916, son engañosamente simples en cuanto a la estructura de la acción. La amplitud y humanidad shakesperiana engrandece el naturalismo tragicómico de Juno y el pavo real y The Plough and the Stars. La respuesta de O’Casey a las incertidumbres que ensombrecían el mundo a finales de la década del veinte y en la del treinta, exigía un ambiente dramático más amplio. Desde su drama antibelicista, The Silver Tassie, en 1927, O’Casey ha utilizado el simbolismo y la retórica, la danza y la canción, para crear una imagen de nuestro tiempo. Se ha dicho que estos murales dramáticos posteriores carecen de la concentrada intensidad de sus primeros retratos domésticos. Es cierto que la exuberante creatividad de O’Casey a veces se ha fijado metas que no ha podido cumplir. Pero incluso cuando su retórica y sus sueños han excedido el momento dramático, O’Casey ha ampliado las posibilidades teatrales. En Red Roses for Me, todo el movimiento del tercer acto asume la forma de un ballet. La relación entre el espectáculo y la historia amorosa de Ayamonn
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y Sheila, no está completamente lograda, pero la danza y las canciones que la acompañan, elevan la acción a un nivel superior y le dan una extensión que no poseería de no ser así. Mientras que en O’Casey predominan las influencias isabelinas, combinadas con los ritmos del habla irlandesa, Brecht ha utilizado una gran variedad de fuentes clásicas y románticas y también, de modo destacado, el teatro oriental. La idea de Brecht sobre el teatro épico surgió en los años veinte. Su obra más conocida y catacterística de ese período es La ópera de perra gorda, la cual terminó en 1928. A principios de la década del treinta, Brecht se familiarizó con las obras del teatro Nö japonés. En 1935, en su primera visita a Moscú, pudo observar el artista chino Mei Lan-fang, el cual actuaba sin maquillaje, ni vestuario, ni iluminación. Parece que el distanciamiento y la pureza del estilo del actor, combinada con el fervor teatral y la emoción controlada confirmó a Brecht su teoría del teatro épico, y le ofreció una técnica práctica para su desarrollo18. Brecht no era ni un imitador ni un tradicionalista. El modo en que trasmutó su limitado conocimiento del teatro oriental en un medio expresivo nuevo e intensamente moderno, queda explícitamente demostrado en El alma buena de Sechuán y El círculo de tiza caucasiano. Pero esta influencia está implícita en todas sus obras posteriores. El ingenio y la sátira picarescos de La ópera de perra gorda no constituyen todavía un estilo integrado, aunque a la obra se le han impuesto muchos estilos en diferentes puestas en escena. Brecht mostró su inconformidad con el drama cuando reorganizó totalmente el material en la novela homónima con la intención de profundizar las implicaciones de la historia19. La novela es importante, porque demuestra la determinación de Brecht para encontrar las raíces de la psicología humana en todo el sistema de circunstancias mediante el cual se mueve el individuo. Esta clave nos permite entender mejor el arte de Brecht que su exposición más bien didáctica del método épico. Sin embargo, no podemos ignorar el planteamiento de que el método épico constituye un nuevo tipo de teatro. Brecht planteaba que el método épico descarta la trama a favor de la «narrativa»; hace que el espectador sea juez y observador y, por lo tanto, despierta su capacidad de acción, que el drama convencional neutraliza al involucrarlo emotivamente; hace que el ser humano sea un objeto de investigación, en vez de darlo por sentado; considera la naturaleza humana cambiable más que inalterable; trata cada escena por sí misma, en vez de relacionar una escena con otra20. Estos puntos de vista reflejan la actitud rebelde del teatro alemán en la década de los veinte y el rechazo de los falsos valores del teatro comercial, con su sentimentalismo de pacotilla, su mundo de ilusiones burguesas tras el resplandor de las candilejas. Pero Brecht establece una falsa distinción entre estar involucrado y enjuiciar, entre el teatro como magia y el teatro como «tribunal». Mordecai Gorelik define el problema real: dice que el estilo épico «cambia el valor de la psicología en el drama. Para dar un ejemplo: altera el significado de los puntos de vista de Stanislavski sobre el carácter (...). El sistema de Stanislavski tiende a volverse introspectivo e incluso estático. Tal vez la razón de ello sea que los ajustes que hace el actor son en términos de pensamientos más que de acciones» 21.
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Es cierto que el método de Stanislavski, tal como lo interpretan los actores y directores norteamericanos, se ha hecho cada vez más psicológico y freudiano. Pero en el proceso, los artistas norteamericanos se han distan-ciado mucho de Stanislavski. No podemos culpar al Teatro de Arte de Moscú por el sentimentalismo superficial de la dirección de Kazan. El mayor logro de Brecht es su investigación del carácter en términos de acción y valores morales, y de las presiones del medio. Esto no quiere decir que se oponga o que supere a Stanislavski. Tampoco quiere decir que el espectador esté distanciado ni que las escenas no estén relacionadas. No podemos detenernos aquí para examinar lo que Brecht aprendió del teatro oriental. Sería necesario todo un tratado para mostrar cómo el movimiento estilizado, el simbolismo lírico, el ritmo narrativo, y la violencia contenida del teatro chino y japonés estimuló la imaginación de Brecht. Pero el teatro oriental no es un «tribunal», ni los dramas de Asia ignoran la estructura o el desarrollo del clímax. Se estaría interpretando mal a la cultura japonesa, si se supone que las grandes obras de títeres de Chikamatsu no involucran a los espectadores en los acontecimientos dramáticos. Los dramas de Brecht también tienen estructura, clímax y un vínculo emocional mucho más firme que la «participación» lacrimógena o la risa ociosa del espectáculo comercial habitual- entre la obra actuada y el público. El ámbito y el vigor de la acción de Brecht tiende a asumir un aspecto narrativo; Brecht utiliza una técnica de montaje que intercala estados de ánimo y acontecimientos, con agudos contrastes y vuelos poéticos. Pero, como en toda obra de arte, la prueba de su valor creativo es la unidad del todo. Hay fallos en la obra de Brecht, al igual que en su teoría. Su mayor contribución es haber restaurado las dimensiones clásicas de significado -his-tórico, moral y personalque había desaparecido del teatro moderno. Madre Coraje, que trabaja denonadamente a lo largo de la Guerra de los Treinta Años con su carreta y sus tres hijos, acepta la degradación de su medio y es parte de ella. Canta su «Canción de la Capitulación»; sólo desea sobrevivir y va perdiendo a sus hijos uno por uno. Pero al final, cuando empuja sola su carreta, es la imagen del espíritu humano, corrompido pero indestructible. Madre Coraje y sus hijos tiene momentos de excelente calidad dramática; por ejemplo, la escena en que ella debe negarse a reconocer a su hijo muerto; o la escena en que la muda toca el tambor para prevenir a la ciudad de Hale del inminente ataque. Sobre todo, Brecht define la clase de heroísmo que es nuevo y a la vez viejo como la vida misma: el heroísmo de los simples mortales, vacilantes, egoístas, pero también indomables y resistentes, capaces de amar y de sacrificarse: el heroísmo que es la esperanza del mundo. El dilema de Arthur Miller La contribución de Arthur Miller al teatro norteamericano empieza real-mente con Todos eran mis hijos, en 1947. No era su primera obra, sino la octava o novena. Arthur
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Miller había estado tratando de formular una actitud hacia la vida en los Estados Unidos, la cual se fue forjando en el fermento de la década del treinta y en la experiencia de la segunda guerra mundial. Todos eran mis hijos es un documento social, escrito en el estilo de los años treinta. Nos recuerda a dos obras de Lillian Hellman, las cuales marcaron un hito en el desarrollo del pensamiento dramático de ese período: La loba (The Little Foxes), que apareció en 1939, y Alerta en el Rin (Watch on the Rhine), producida en 1941. Todos eran mis hijos no tiene la madurez ni la invención teatral que poseen las piezas de Lillian Hellman. Su poder yace en la claridad con que se ha dramatizado un tema simple. Arthur Miller nos dice que nuestra sociedad está corrompida por el dinero: «Esta es la tierra de los grandes perros; aquí no se ama a los hombres, se les devora.» Tanto la necesidad artística de Arthur Miller como la atmósfera cambiante de la época a finales de los años cuarenta, obligaron a este dramaturgo a profundizar esta simple acusación. La corrupción existía e iba en aumento, pero los problemas se complicaban cada vez más y la llama democrática de la década del treinta había menguado y amenazaba con extinguirse. Miller, diez años más tarde, dijo: «Actualmente creo que la forma sencilla y directa de Todos eran mis hijos se debió en parte a la definición relativamente precisa de los problemas sociales que trataba.»22 Miller tiene razón cuando piensa que la obra es demasiado «sencilla». Joe Kellerno es una figura trágica, porque su crimen y castigo ejemplifican una tesis y carecen de profundidad psicológica. Al tratar de calar más profundamente en el corazón del hombre, Miller se tropezó con la dificultad de tener que relacionar los factores subjetivos con la realidad objetiva. Respecto a La muerte de un viajante, producida en 1949, dice: «La primera imagen que me asaltó (...) fue un rostro enorme de la altura del arco del proscenio, que, al surgir, se abriera y mostrara el interior de la cabeza de un hombre. Es más The Inside of His Head (El interior de su cabeza) fue su primer título.» 23 Miller es un artista demasiado grande para negar la realidad. Las ilusiones que ensombrecen el alma de Willy, surgen de fuerzas sociales verdaderas y destructivas. Pero un hombre que vive gracias a ilusiones, deviene interesante y trágico sólo cuando se le enfrenta a la realidad que ha querido ignorar. La intensidad de este encuentro determinará el elemento trágico del drama. La esencia de La muerte de un viajante es la derrota de Willy. Su fracaso como viajante de comercio se establece en la primera escena; los elementos psicoanalíticos, las relaciones familiares, la enemistad entre el padre y los hijos mantienen la apariencia de una acción. La acción es retrospectiva, y se refiere en gran parte al pasado. Miller, al abandonar la forma «sencilla» de Todos eran mis hijos, ha mostrado una extraordinaria habilidad en el desarrollo de una técnica que sustituye los conflictos externos por estados de ánimo y sueños. La figura fantasmal del tío Ben simboliza la vigencia de la ilusión. Al final, Ben insiste para que Willy vaya a la selva: «Es un sitio muy sombrío, pero está lleno de diamantes.» Ben desaparece, y las acotaciones muestran que Willy ha perdido todo contacto con la realidad: «Se vuelve como buscando su camino: los ruidos,
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las caras y las voces parecen danzar a su alrededor, y se lanza sobre ellas y les grita: ¡Sss...!» Su muerte, rodeada de sueños irracionales, alcanza el pathos, pero no la tragedia. Miller no podía quedar satisfecho con describir al Hombre perdido y desamparado en un laberinto psicológico. Su drama más impresionante, Las brujas de Salem, montado en los tiempos tenebrosos del macartismo, en 1953, describe a un hombre que decide morir antes que ir contra su propia conciencia. Sin embargo, en Las brujas de Salem el conflicto entre los factores psi-cológicos y sociales no se resuelve. Miller nos dice que su «motivo principal para escribir» la obra «no era la cuestión social sino la interior, psicológica, que consistía en el sentimiento de culpa que estaba presente en Salem y que la histeria meramente desencadenó, pero no creó». Dice que estaba perplejo por la existencia de «esa maldad absoluta en los hombres»24 Es así como Miller apoya, en alguna medida, el punto de vista que impera en nuestra cultura de que la conducta criminal de la sociedad es una «cuestión interior, psicológica». Sería difícil obtener alguna evidencia histórica de que Cotton Mather, o Danforth, o cualquier otro de los cazadores de brujas de Salem, estaba motivado por una «maldad absoluta». Pero, en este momento, no nos preocupa tanto la realidad histórica como el concepto de realidad de Arthur Miller, y sus consecuencias sobre la estructura y el significado de la obra. Miller nos relata su descubrimiento del testimonio de Abigail Williams en las actas de los juicios por brujería: «Su aparente deseo de condenar a Elizabeth y salvar a John me dio la posibilidad de poder escribir la obra.» Este aspecto de la historia le esclareció al dramaturgo el problema psicológico de la maldad: «Consecuentemente la estructura refleja esa comprensión, y se concentra en John, Elizabeth y Abigail.» 25 Es cierto que este triángulo le da una estructura a la obra. Abigail, de diecisiete años, «con una infinita capacidad para la simulación» ha sido despedida de su empleo como sirvienta del matrimonio, porque ha tenido relaciones amorosas con Proctor. Cuando Abigail se encuentra con él en la primera escena, está determinada a reanudar sus relaciones: «John, te espero cada noche.» El odio que siente por la esposa, motiva su falso testimonio contra Elizabeth. Puede argumentarse que esta situación sexual enriquece la estructura de la historia y evita la desnuda «sencillez» de un drama de contenido social. En cierto sentido, el argumento tiene peso. Hemos visto demasiadas obras y leído demasiados libros en los cuales las cuestiones sociales, divorciadas de una visión psicológica profunda, se presentan con una cruda ingenuidad. Sería un error sugerir que la traición de Margarita no desempeña un papel esencial en la primera parte del Fausto de Goethe. Pero John Proctor no es Fausto, y la lucha con su conciencia en el clímax no sería diferente si nunca hubiera conocido a Abigail. No obstante, el pecado de Proctor tiene un significado, y se expresa en la escena final con su esposa: No puedo subir al patíbulo como un santo. Es un fraude. Yo no soy tal hombre
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(...). Mi honradez está rota, Elizabeth; no soy un hombre bueno. Nada, que no estuviese ya podrido, se perderá ahora si les concedo esa mentira. Miller quiere mostramos un hombre que no está comprometido, que está predispuesto a pecar, que carece de convicciones morales. El contraste entre Proctor y Rebecca Nurse enfatiza este punto; la vieja mujer no tiene ningún problema, porque no puede concebir una componenda: «Pero es mentira, es mentira; ¿cómo quieren que me condene? No puedo, no puedo.» El dilema de Proctor puede considerarse como un reflejo de la propia lucha interna de Miller entre la convicción moral y el rechazo de un compromiso, entre el heroísmo del verdadero artista y las innobles presiones de la época. Cuando Proctor exclama: «No soy un santo», estas palabras parecen el eco de la propia angustia del autor. Este es un tema magnífico. Si Miller hubiera mostrado la conciencia de Proctor con profundidad, podría haber escrito una gran obra. Pero el estudio del espíritu del hombre exige la comprensión de las fuerzas sociales que lo presionan y que ponen a prueba su voluntad. El empleo de la acción secundaria alrededor de Abigail, es la causa principal del fracaso de Miller en no haber alcanzado esta mayor dimensión. La creencia del autor de que la historia de la muchacha «hizo posible la obra» al proveer una estructura, determina el fallo estructural de la misma. El pecado que comete Proctor con Abigail es un dato marginal sobre su carácter, pero no puede estimular significativamente la acción. Meramente subraya la impresión de que una indefinida «fuerza maligna» ensombrece la comunidad de Salem. Eric Bentley observa que «Las brujas de Salem trata sobre la culpabilidad, pero en ninguna parte se plantea qué sentido tiene esta culpabilidad, porque el autor y el director se han puesto de acuerdo para apartar a su héroe y a ellos mismos de la maldad.»26 Esto es cierto porque el héroe no está relacionado con la realidad de su alrededor; sencillamente ésta lo sorprende y, al final, lo destruye. Ya que sus relaciones con Abigail no pueden proveer esta conexión, la maldad que afecta al pueblo, es un absoluto místico. El intento de dramatizar este concepto tal como golpea a Proctor, provee el final del segundo acto. Proctor averigua que Abigail ha incitado a la actual criada de ellos, Mary Warren, a levantar un falso testimonio contra su mujer. Al agarrar a Mary por el cuello y casi estrangulada, Proctor dice: ¡Házte a la idea! Ahora, el cielo y el infierno nos tienen aga-rrados por la espalda y toda nuestra simulación nos ha sido arrancada, ¡házte a la idea! (La arroja al suelo (...) y volviéndose hacia la puerta abierta:) Paz. Es providencial, y no hay gran cambio; sólo somos los que siempre fuimos, pero desnudos. Aho-ra. (Se encamina como hacia un gran horror, encarando el cielo abierto.) ¡Sí, desnudos! ¡y el viento, el viento helado de Dios... soplará el viento! La escena es afectiva, histérica y oscura. Ya que se relaciona con el sentimiento
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de horror y de indignidad que sufre Proctor, esta escena debería ser entre él y Abigail. Pero la sustitución de este personaje hace que la conversación sea más general y sólo sirva para proveer una declaración de las condiciones de la acción: el Hombre está «desnudo» bajo «el viento helado de Dios». Esto nos recuerda la descripción de Maxine Greene sobre el «nuevo héroe» de la literatura moderna: un hombre que no tiene fe en el mundo racional, que ha descubierto «el modo trágico de atreverse a enfrentar el cielo indiferente»27. Pero el clímax contradice todas estas ideas. Proctor no se enfrenta a un cielo indiferente, sino a una situación social específica. La premisa de que el mal es una maldición estampada en el alma del hombre, surge de nuevo en Panorama desde el puente (A View from the Bridge), la cual apareció dos años después de Las brujas de Salem. Podemos pregun-tarnos si el título sugiere la desconfianza del autor sobre la cuestión del compromiso, si éste expresa su deseo de contemplar la situación del hombre desde las alturas. La ambivalencia de Las brujas de Salem se repite en Panorama desde el puente, pero en ésta, la historia del trasfondo sobre la pasión de un hombre por una joven, se lleva a un primer plano. El deseo medio incestuoso que siente Eddie Carbone por su sobrina, es el punto focal de la acción; motiva el desenlace; su muerte es el castigo por haberse convertido en un confidente. La dificultad yace en el concepto de un destino inevitable que conduce a Eddie a su perdición. Podría surgir una poderosa tragedia de la fijación de un hombre sobre su hija adoptiva. Pero el destino no produce esta tragedia de la vida familiar. Al atribuir la inestabilidad emocional de Eddie a un poder que está más allá de su control, el autor intenta darle dignidad, pero sólo consigue hacerlo absurdo. Eddie es un héroe existencialista, que justifica su pasión en un mundo que ha dejado de tener un significado moral para él. Su deseo de actuar, de realizar su amor, lo obliga a convertirse en un criminal. Se relaciona tanto con el Calígula de Camus como con los símbolos de masculinidad inconsciente que aparecen en las obras de Tennessee Williams. El ambiente de maldad que condiciona la acción, queda invalidado en el clímax: se nos pide que le perdonemos a Eddie su amor incestuoso... porque no puede evitarlo, y que lo culpemos por haberse convertido en un confidente... porque esta acción se relaciona con la sociedad y debe juzgarse en su contexto social. Las dos versiones diferentes del parlamento final del abogado Alfieri nos permiten examinar la confusión conceptual de Miller. En la puesta en escena de Nueva York, después que Marco mataba a Eddie, venía este epílogo que expresaba el abogado: Pues bien, como decía, ahora, casi siempre transamos por la mitad y a mí me gusta más. Y sin embargo, mando hay una buena marea, y el verde olor del mar entra por mi ventana, las olas de este mar son las mismas que bañan Siracusa.
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Y veo un rostro que de pronto parece cincelado, los ojos, como túneles que llevaran de vuelta a una playa ancestral donde una vez vivimos todos. Y me pregunto en tales ocasiones cuánto de nosotros mismos vive allí todavía, y me pregunto si alguna vez podremos avanzar dejando atrás la oscuridad antigua de aquel mundo caído entre las piedras28 El destino de Eddie se explica en términos freudianos: lo incitan impulsos que se pierden en un oscuro pasado. Estos impulsos internos no afectan a todos, pero puede que llegue el día en que escapemos de esta maldición ancestral. En la versión revisada de la obra, que se publicó en su Collected Plays, Alfieri habla de la siguiente manera: Ahora casi siempre nos transamos por la mitad y lo prefiero así. Pero la verdad es sagrada, y aun cuando sé lo equivocado que estaba, y lo inútil de su muerte, tiemblo, pues confieso que su recuerdo me hace pensar en algo perversamente puro; él era no enteramente bueno sino enteramente él mismo, ya que permitió que se le conociera totalmente, y creo que por eso lo amaré más que a mis otros clientes más sensatos. Y, sin em-bargo, es mejor transarnos por la mitad, ¡así debe ser! Y por ello lamento su muerte, lo admito, con una cierta... alarma. Miller ha escapado del mito freudiano para inventar un mito de su propia cosecha: ha invertido el concepto de la culpabilidad de Eddie y lo ha hecho «perversamente puro». La referencia a «transarnos por la mitad» que aparece en el verso inicial de la primera versión, se ha ampliado para que Eddie sea libre de culpa, e incluso, en cierto sentido, una figura admirable. Resulta difícil comprender qué significa en la obra «transarnos por la mitad»: ¿Acaso hubiera sido una «componenda» dejar que su sobrina se casara y reanudar una vida normal con su esposa? ¿Acaso se realizó «enteramente él mismo» cuando llamó a las autoridades de inmigración para que arrestaran a los primos de su mujer? Hace más de cinco años de la puesta en escena de Panorama desde el puente, y Miller no ha presentado otra obra teatral. Presumimos que está luchando con el problema de la claridad dramática, lo cual ha quedado nítidamente expuesto en las dos versiones del final de su última obra. El dilema de Arthur Miller tiene una importancia esencial en la cultura dramática de nuestro tiempo. Miller ha dicho que logra el pathos con facilidad, pero que quiere alcanzar la grandeza de la tragedia. Hay pathos en la situación de gentes movidas por el destino. Pero no existe el esplendor de la tragedia ni vitalidad cómica en gente que ha perdido su voluntad. Los falsos conceptos de la
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relación del hombre con la realidad inhiben el poder de invención teatral y paralizan la imaginación creadora. Hoy en día innumerables héroes están trasformando el mundo. El drama de nuestro tiempo lo están realizando esos millones de seres que se niegan a aceptar el «absurdo» de la existencia y que viven, y de ser necesario mueren, para darle un significado a la vida. El teatro recuperará su vida creadora cuando asuma de nuevo la función clásica que Shaw describió: «El teatro es un factor de pensamiento, un incitador de la conciencia, un esclarecedor de la conducta social, una ar-madura contra el desespero y la oscuridad, y un templo de la elevación de hombre.»29 JOHN HOWARD LAWSON Mayo de 1960 Notas: 1 International Theatre Annual, nº 4, editado por Harold Hobson, Nueva York, 1958. 2 Mary McCathy, Sights and Spectacles, Nueva York, 1957. 3 La caída. 4 Puede señalarse, como cuestión de interés técnico, que la repetición de frases a menudo indica que la emoción no es válida. 5 Producida en los Estados Unidos con el título de Legend of Lovers (La leyenda de los amantes). 6 Ionesco, “Discovering the Theatre”, Tulane Drama Review, otoño de 1959. 7 Antonin Artaud, El teatro y su doble, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1969. 8 Las diferentes versiones de las obras de Tennessee Williams permiten realizar un fas-cinante estudio técnico: Battle of Angels, producida en 1940, contiene el germen de Orfeo desciende, cuya puesta en escena es de 1957; Baby Doll se basó en dos piezas cortas; otra, Time, muestra el origen de Dulce pájaro de juventud. 9 Tennessee Williams ha confirmado esto en una reciente declaración: él piensa que el segundo acto es ineficaz, porque el cacique Finley no le interesa, y ha preparado un nuevo segundo acto para la publicación del drama. (New York Times, 1 de mayo de 1960.) 10 New Statesman, Londres, 27 de septiembre de 1958. 11 Commentary, febrero de 1958. 12 Véase «The Man-Taming Women of Willian Inge» (Las mujeres domadoras de hombres de William Inge), Harper’s, noviembre de 1958. 13 Aviva el fuego del corazón / las velas en las iglesias se han apagado / las luces han desaparecido en el cielo / Aviva el fuego del corazón / y no tardaremos en poder ver. 14 Entre los pocos dramas importantes de dramaturgos negros que se han
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montado en Broadway, debemos mencionar Mulatto, de Langston Hughes, y Our Lan’, de Theodore Ward. Resulta especialmente interesante Trouble in Mind, de Alice Childress, el cual se montó Off--Broadway y obtuvo mucha menos atención de la que merecía. 15 The American Negro Writer and His Roots, una selección de ponencias de la Primera Conferencia de Escritores Negros, marzo de 1959, publicada por la Sociedad Norteamericana de Cultura Africana, Nueva York, 1960. 16 Esto incluso le ocurre a Shakespeare, por ejemplo, en Timón de Atenas. 17 The Idea of a Theatre, Garden City, Nueva York, 1953. 18 John Willett, The Theatre of Bertolt Brecht, Nueva York, 1959. 19 La ópera de los tres centavos, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974. 20 «Notas para Mahagonny» citado por Willert, obra citada. 21 New Theatres for Old, Nueva York, 1940. 22 Introducción a Arthur Miller’s Collected Plays, Nueva York, 1957. 23 Ibid. 24 Ibid 25 Ibid. 26 The Dramatic Event, Boston, 1954. 27 “A Return to Heroic Man”, Saturday Review, 22 de agosto de 1959. 28 Texto original en inglés publicado en Theatre Arts, septiembre de 1956. 29 Prefacio a Our Theatres in the Nineties, 3 volúmenes, Londres, 1932.
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PRIMERA PARTE HISTORIA DEL PENSAMIENTO DRAMÁTICO
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Historia del pensamiento dramático El pensamiento dramático europeo tiene sus orígenes en el teatro griego. Las teorías contemporáneas sobre la técnica aún se basan, en grado considerable, en los principios aristotélicos. El primer capítulo es una breve evaluación de la herencia aristotélica. El segundo capítulo nos lleva al florecimiento dramático del Renacimiento, en el siglo XVI. No hay ninguna justificación histórica para este salto de dieciocho siglos, aunque sí la hay desde el punto de vista de teoría dramática. La teoría, en un sentido formal, estuvo estancada durante la Edad Media. Los trovadores, festivales rurales y ritos catedralicios crearon una perdurable tradición teatral, pero la tradición no estuvo sujeta a ninguna evaluación crítica hasta el teatro del Renacimiento y, aún entonces, la teoría anduvo muy rezagada con respecto a la práctica. Mientras los isabelinos asaltaban los cielos con su poesía, el pensamiento crítico ignoraba el drama o repetía las leyes formales clásicas. La última parte del siglo XVII -los tiempos de Molière, en Francia y de la comedia de la Restauración, en Inglaterra- puede considerarse como la consecuencia final del Renacimiento o como el comienzo del tratamiento realista del sexo, el matrimonio y el dinero, lo cual ejercería una influencia decisiva en el futuro desarrollo del teatro. El cambio fue acompañado por un nuevo enfoque de la técnica dramática; el panorama de la acción isabelina se redujo al marco de la escena. Concluimos el segundo capítulo con este viraje en el pensamiento dramático. El capítulo tercero trata del siglo XVIII. La burguesía, que se acercaba a las revoluciones norteamericana y francesa, produjo una filosofía racional, un énfasis sobre los derechos y deberes del individuo, que ya no podría encontrar satisfactorias las situaciones sexo-dinero de la comedia del siglo XVII. El siglo XIX trajo consigo el desarrollo pleno de la sociedad burguesa, con sus inevitables contradicciones y la agudización de los conflictos de clase. El problema de la clase media -desgarrada entre ideales abstractos y necesidades prácticas- encontró su expresión en la filosofía de Hegel. El dualismo del pensamiento de Hegel reflejó el conflicto entre el individuo «libre» y las condiciones impuestas por el medio; entre las aspiraciones del espíritu y la sujeción de la voluntad humana a fines mezquinos e innobles. El dilema hegeliano encontró su expresión dramática en el Fausto de Goethe. El problema, planteado con gran fuerza intelectual en Fausto, proyecta su sombra sobre los últimos años del siglo XIX. Esta sombra se desplazó sobre el mundo imaginario de la escena, y la obligó a escoger entre la ilusión y la realidad. Las esperanzas de la clase media, en su período de desarrollo económico y oportunidades competitivas, se reflejaron en la concepción del laissez faire sobre la economía y el individualismo romántico de principios del siglo XIX. Cuando la concentración de poder económico redujo las posibilidades del laissez faire, el conflicto no se enfocó como una sana competencia entre individuos, sino bajo la luz amenazadora de la división de clases sociales. El área de conflicto en la cual podría
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actuar la voluntad consciente, sin enfrentar problemas sociales fundamentales, se redujo. El drama perdió pasión y convicción. Puesto que el pensamiento del siglo XIX suministra las bases para la técnica moderna del drama, es esencial revisar el período en detalle. Consecuentemente, tenemos una ligera variación en el ordenamiento del texto en el cuarto capítulo; incluimos subdivisiones bajo títulos separados para hacer más clara la presentación. La obra de Ibsen encarna plenamente la cultura dramática del siglo XIX. Después de haber considerado las tendencias generales en el cuarto capítulo, en el quinto analizamos la contribución específica de este dramaturgo.
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I Aristóteles Aristóteles, el enciclopedista del mundo antiguo, ha ejercido una vasta influencia en el pensamiento humano, pero en ningún campo del pensamiento su dominio ha sido tan completo e indiscutido como en el de la teoría dramática. Lo que ha llegado hasta nosotros de la Poética son sólo fragmentos; pero hasta en esa forma fragmentaria, las teorías aristotélicas sobre las leyes dramáticas son notables por su precisión y amplitud. Uno de los principios más famosos de la Poética se refiere a la purificación de las emociones a través de la piedad y el terror. El pasaje, a pesar de su sugestividad, no ofrece una explicación exacta del sentido de la «purificación» o de cómo se logra. Pero resulta significativo, porque es el único punto en el cual Aristóteles alude a los problemas psicológicos (los sentimientos que unen al escritor con sus materiales y que también parecen crear el vínculo entre la obra y el público) que intrigan al moderno estudioso del drama. El enfoque de Aristóteles es estructural: describe la tragedia como «la representación de una acción seria, completa en sí misma y de cierta magnitud». La cuestión de la magnitud ha causado muchas discusiones, pero la explicación aristotélica es suficientemente clara: «Puede existir un todo sin magnitud. Un todo es aquello que tiene principio, medio y fin.» Los dramas compuestos correctamente «no deben comenzar ni terminar al azar». Él considera la magnitud como una medida que no es tan pequeña como para excluir la posibilidad de distinguir las partes, ni tan grande como para impedirnos comprender el todo. En relación con un objeto que sea demasiado pequeño, «la visión es confusa, el objeto se ve en un espacio de tiempo casi imperceptible (...). Por tanto, en la trama es necesaria cierta extensión, una extensión que pueda ser fácilmente retenida por la memoria». En consecuencia, «magnitud» significa proporción arquitectónica. «La belleza depende de la magnitud y el orden.» Describe la «unión estructural de las partes siendo tal que, si una de ellas es desplazada o suprimida, el todo quedará desajustado y alterado. Una cosa cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto, no es una parte orgánica del todo.» Se supone que las unidades de tiempo y lugar proceden de Aristóteles, pero tal suposición no es exacta1. Él no hizo mención de la unidad de lugar y su única referencia al tiempo es la siguiente: «La tragedia trata de desarrollarse como máximo en una sola evolución del sol o apenas excederla.» Los trágicos griegos con frecuencia no observaban esta limitación. Pero, posteriormente, entre los clasicistas italianos y franceses, las unidades se volvieron un fetiche. Corneille, en un arranque de desenfrenado radicalismo, se aventuró a decir que él «no tendría escrúpulos en extender la duración de la acción hasta treinta horas». Voltaire fue mucho más enfático sobre las unidades: «Si el poeta hace durar la acción quince días, debe rendir cuentas de lo que pasó durante esos quince días, porque yo estoy en el teatro para saber lo que pasa.»2 Aristóteles definió el estilo como evitar lo común y lo grandilocuente, «ser claro sin ser mediocre». Discutió la plausibilidad y dijo que el efecto dramático se deriva de lo
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probable y no de lo posible. Aconsejó al dramaturgo que construyera su trama considerando las limitaciones del teatro. Asoció la acción con un cambio de fortuna, un vuelco en las relaciones sociales. La acción debe ser tal que «la secuencia de los acontecimientos, según la ley de la probabilidad o la necesidad, admita un cambio de mala a buena suerte o de buena a mala». Dio el nombre de peripeteia (peripecia) a la intrusión repentina de un acontecimiento que afecte la vida del héroe y conduzca la acción en una nueva dirección. Otra forma de acción es la anagnórisis o escena de reconocimiento, el encuentro inesperado de amigos o enemigos. Aristóteles consideraba que era la acción, no el carácter, el ingrediente básico del drama y que «el carácter está subordinado a las acciones». Esto es aceptado como uno de los pilares de la teoría técnica. George Pierce Baker dice: «La historia muestra innegablemente que el drama, en sus comienzos, no importa dónde busquemos, dependía mayormente de la acción.» Gordon Craig dijo, al rebelarse contra el teatro de diálogo del 1900: «el antecesor del dramaturgo fue el bailarín». Brander Matthews dice: «Un crítico inteligente declaró una vez que el esqueleto de una buena obra teatral es una pantomima». Roy Mitchells señala: «La literatura cruza el umbral del teatro sólo para servir de ayudante al movimiento.» La turbulenta poesía de Shakespeare es un ejemplo de literatura que funciona admirablemente como «ayudante del movimiento». La simple afirmación de que la acción es la raíz del drama, expresa una verdad esencial, pero la interpretación de esta verdad no es nada simple. El término debe ser definido; no podemos suponer que el teatro trata de cualquier tipo de acción. Debemos distinguir entre acción dramática y acción en general. Aristóteles no hizo ninguna aclaración al respecto. Parece que los teóricos posteriores dan por sentado el concepto de acción y suponen que significa lo que cualquier escritor prefiera que signifique. También uno encuentra que, a veces, la acción -se interpreta en un sentido mecánico más que vital. Aquellos que protestan (muy correctamente) contra la idea del movimiento mecánico como valor dramático, son propensos a aceptar el otro extremo e insistir en que el personaje es previo a, y más vital que, la acción. Probablemente hay más confusión en este punto que en cualquier otro aspecto de la técnica, confusión que surge de un enfoque abstracto de los problemas teatrales. Personaje y acción tienden a volverse abstracciones, que existen teóricamente en lados opuestos de una cerca teórica. La interdependencia entre personaje y acción ha sido aclarada por la concepción del drama como un conflicto volitivo, la cual desempeñó un papel importante en el pensamiento dramático del siglo diecinueve. Ashley H. Thorndike señala que Aristóteles «dedicó mucha atención a las necesidades de la trama. Es más, no reconoció la importancia del elemento de conflicto, sea entre el hombre y las circunstancias, o entre los hombres, o dentro de la mente del hombre»3. Esto es cierto: Aristóteles no captó el papel de la voluntad humana, que coloca al hombre en conflicto con otros hombres y con la totalidad de su medio. Enfocó el cambio de fortuna (que es realidad de clímax de un conflicto volitivo) como un hecho objetivo y descuidó su aspecto psicológico. Comprendió que el personaje es un complemento de la acción, pero
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su concepción del personaje fue limitada y estática: Una acción consiste en que actúen personas que, necesariamente, han de tener rasgos distintos, determinados por el carácter y el pensamiento, pues gracias a ello, podemos determinar la naturaleza de estas mismas acciones; y a su vez el pensamiento y el carácter son las dos causas naturales que originan las acciones, de las cuales depende todo éxito o fracaso (...). Por carácter entiendo aquello en virtud de lo cual decimos que los personajes son de determinada calidad. El enfoque aristotélico del carácter como una colección de cualidades le impidió que estudiara la forma en que funciona el carácter. En vez de entender el carácter como parte del proceso de la acción, trazó una línea artificial entre cualidades y actividades. También trazó otra línea entre carácter y pensamiento. Desde el punto de vista moderno, esta forma mecánica de tratar el tema carece de validez y debe atribuirse a los limitados co-nocimientos psicológicos y sociológicos de Aristóteles. Hace tiempo que los psicólogos son conscientes de que el carácter debe ser estudiado en términos de actividad: la acción del estímulo sobre los órganos sensoriales y la acción resultante en ideas, sentimientos y voliciones. Esta acción interna es parte de la acción total que incluye al individuo y su medio. Aristóteles estaba en lo cierto cuando dijo: «La vida consiste en la acción, y su fin es un modo de acción, no una cualidad.» Por lo tanto, tenía razón al sostener que la acción es básica y que «el carácter está subordinado a las acciones». Su error yace en su incapacidad para comprender el carácter en sí mismo como una forma de la acción, que está subordinada a la acción total, porque es una parte vital del todo. La teoría del conflicto volitivo rectifica, pero en ninguna forma contradice, la teoría aristotélica de la acción. Un conflicto volitivo, ya sea entre el hombre y las circunstancias, entre hombres, o dentro de la mente del hombre, es un conflicto en el cual el medio desempeña una parte impor-tantísima. No podemos imaginarnos un conflicto mental que no implique un ajuste al medio. La acción abarca al individuo y al medio, y a toda la interconexión que existe entre ambos. El carácter sólo tiene sentido en relación con hechos; la voluntad humana está siendo continuamente modi-ficada, trasformada, debilitada, reforzada, con relación al sistema de acontecimientos en que opera. Si describimos una pieza teatral como una acción, es evidente que será una descripción útil; pero no se puede definir un drama de la misma manera que un personaje o un grupo de ellos. A pesar de su enfoque estático de las cualidades psicológicas, Aristóteles señaló dos verdades fundamentales, tan válidas hoy como cuando escribió la Poética: 1. Al dramaturgo concierne lo que la gente hace; expresa lo que la gente piensa o es, sólo hasta donde esto se revele a través de lo que hace. 2. La acción no es, simplemente, un aspecto de la construcción, sino que es la propia construcción.
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Para Aristóteles, la acción era un sinónimo de la trama, punto de vista que teóricos posteriores no han captado: «La trama es el primer principio y, por así decirlo, el espíritu de tragedia.» Esto es una clave valiosa del problema de la unidad. Unidad y acción generalmente se consideran sepa-radas, pero Aristóteles las trató como un concepto único. Frecuentemente se considera la trama como un ordenamiento artificial; la forma de los acon-tecimientos en contraposición a su contenido. Aristóteles no tomó en cuenta tal distinción. Al hablar de toda la obra como «una acción», y considerar la trama (o acción, o sistema de acontecimientos) como «el espíritu de la tragedia», dio los primeros pasos hacia una teoría orgánica del drama. Teniendo en cuenta el curso posterior del pensamiento dramático, hay un punto en relación con Aristóteles que no podemos dejar de tomar en consideración y que debe, en alguna medida, ser la causa de la destacada posición que ocupa. Desde el siglo cuarto a.n.e. hasta nuestros días, Aristóteles -representa el único intento por analizar la técnica del drama en conjunción con un amplio sistema de pensamiento científico. Muchos filósofos han escrito sobre el arte dramático: David Hume escribió un ensayo sobre la tragedia (Essay on Tragedy); la formulación hegeliana de la teoría del conflicto trágico fue de gran importancia; pero estos y otros filósofos se interesaban en el teatro sólo en relación con la estética en general, y no consideraron sus aspectos más técnicos. Los grandes críticos dramáticos, a pesar de todo lo que han contribuido a nuestro conocimiento de sus leyes, no han podido relacionar estas leyes con la ciencia y el pensamiento de su época. Goethe hizo extensas investigaciones en la biología, física, química y botánica; incorporó los resultados de estas investigaciones a sus obras, pero sus puntos de vista sobre el drama fueron emocionales, poco sistemáticos, y bastante divorciados del pensamiento científico. Goethe y la mayoría de sus contemporáneos estaban de acuerdo en que el arte es emocional y misterioso. Tal creencia hubiera sido inconcebible para Aristóteles, que tomó el teatro como parte de una búsqueda racional del desarrollo del hombre y la naturaleza. Aristóteles tuvo la ventaja de estudiar el teatro lógicamente, pero no pudo hacerlo sociológicamente. No hizo mención de los problemas sociales o morales que fueron tratados por los poetas griegos. Nunca se le ocurrió que la técnica del escritor está afectada por sus ideas sociales. Hay una idea muy arraigada de que la tragedia ática muestra hombres atrapados y destruidos por un destino ciego, destructivo, inexorable, imprevisible. El destino, personificado por la voluntad de los dioses o las fuerzas de la naturaleza, juega un papel primordial en el drama griego. Pero no es un destino irracional o místico, sino que representa leyes sociales definidas. La idea moderna del destino tiende a ser religiosa o nihilista; se basa en una creencia en la misteriosa voluntad de Dios o en la falta de leyes y de propósitos inherentes al universo. Cualquiera de estas creencias hubiera sido incomprensible para el público griego, que se conmovía con las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides.
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Aquéllas eran obras que planteaban problemas sociales. Trataban la familia como una unidad social, con un sistema de tabúes que gobernaban las relaciones familiares y cuya violación debía castigarse. Parte vital del sistema fue la creencia en que la culpa moral puede ser transferida o heredada. El tabú, la violación, el castigo, constituían las leyes morales en que descansaba la tragedia griega. Esta ley no hace al individuo indefenso o irresponsable; enfatiza su responsabilidad, lo fuerza a encarar las consecuencias de sus propios actos. En Las Euménides, la última pieza de la trilogía de La Orestíada, Esquilo muestra a Orestes perseguido por las furias, el cual llega al templo de Palas en Atenas para ser juzgado por el Consejo de Ciudadanos, acusado de haber asesinado a su madre. Orestes acepta plenamente su responsabilidad, y dice que realizó el acto por su propia voluntad. Se defiende alegando que se vio obligado a vengar a su padre, asesinado por su madre. Pero el coro le replica que Clitemnestra era menos culpable que él, porque el hombre a quien había matado no era de su propia sangre. Los votos de los atenienses están parejos a favor y en contra de la absolución de Orestes, pero Palas Atenea da el voto decisivo, que le permite irse en libertad. En Sófocles, hay una ironía más definida, y se sugiere una interrogación sobre la responsabilidad del hombre por la violación inconsciente de las leyes sociales. En Eurípides, hallamos que la cuestión de la justicia y sus relaciones con el problema de la voluntad, han tomado un sentido nuevo y profundo. Gilbert Murray dice: «A veces Eurípides parece odiar la venganza de los oprimidos tanto como la crueldad original de los opresores.» Aristóteles no se interesó en el desarrollo de las ideas que permitieron la evolución desde Esquilo hasta Eurípides, ni en las diferencias técnicas que hay en la obra de estos dramaturgos. Escribió la Poética cien años después del gran período de la tragedia griega, sin hacer comparaciones entre sus propias ideas éticas y las de aquellas obras maestras de la tragedia. Su enfoque fue completamente antihistórico: mencionó los orígenes de la comedia y la tragedia, pero sin estar consciente de que esos orígenes determinaron la forma y las funciones del drama. La simplicidad del análisis realizado por Aristóteles es posible, en gran medida, a causa de la simplicidad de la estructura dramática griega, centrada alrededor de un único incidente trágico, clímax de una larga sucesión de hechos que son descritos, pero no representados. El ritual original, del cual se derivó la forma dramática más madura, era una recitación que celebraba acontecimientos pasados: Un coro y su corifeo cantan en la tumba de un héroe -escribe Donal Clive Stuart. El hecho de que el héroe del ritual estuviera muerto, explica mucho sobre la construcción de la tragedia formal (...). Tales escenas de narración y lamentaciones fueron los núcleos alrededor de los cuales se agruparon las otras escenas en tragedias posteriores (...). Es evidente que el punto de acometida (el punto de la historia donde comienza la obra) tenía que retroceder dentro de la propia obra4.
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Esta forma estaba históricamente condicionada, se adaptaba perfectamente a las bases sociales de la tragedia ática. El dramaturgo griego no deseaba investigar las causas, los conflictos volitivos anteriores que conducían a la violación de la ley familiar. Esto hubiera implicado cuestiones éticas que fuera del pensamiento de la época; hubiera llevado a un replanteo de todo el fundamento de la ley moral. Encontramos un atisbo de tal planteamiento en Eurípides. Pero este replanteo no está desarrollado y no se expresa dramáticamente. Los griegos se interesaron en los efectos producidos, la violación de una ley moral, y no en las causas que condujeron a violarla. Al no estar consciente de la motivación social subyacente en la tragedia, Aristóteles no parece haber tenido una idea clara del significado social de la comedia. Sólo unas pocas frases en la Poética se refieren a la comedia; dice que su tema es lo ridículo, sin que éste sea doloroso o destructivo. Cualquier otro comentario que Aristóteles haya podido hacer sobre la técnica de la comedia, se ha perdido. Pero es evidente que hizo una clara división entre comedia y tragedia, ya que consideró la primera como un tipo diferente de arte, sujeto a leyes diferentes. «La comedia aristofánica -dice Georg Brandes- con su estructura téc-nica exacta y majestuosa, es la expresión de la cultura artística de toda una nación.» Actualmente comprendemos que los principios de construcción deben ser tan válidos en su aplicación a las obras de Aristófanes como a las de Eurípides. Al tratar solamente la tragedia y considerar la comedia como un aparte de investigación, Aristóteles estableció un precedente que fue continuado a lo largo de todo el Renacimiento, y que todavía influye po-derosamente sobre nuestra manera de pensar respecto al teatro5. Aristóteles es la Biblia de la técnica dramática. Las pocas páginas de la Poética han sido manoseadas, analizadas, anotadas con fervor religioso. Como en el caso de la Biblia, estudiosos entusiastas han logrado hallar en ella los significados más diversos, contradictorios y fantásticos. Muchas de las malas interpretaciones son debidas a la falta de perspectiva histórica. Si estudiamos al filósofo griego en relación con su época, podemos comprobar el valor de sus teorías y seleccionar y desarrollar lo que pueda, servir a la luz de los conocimientos posteriores. Notas:
1 Lodovico Castelvetro, crítico italiano de los años 1570, es el responsable de la primera formulación de las tres unidades: «El tiempo de la representación y el de la acción representada deben coincidir exactamente (...) y el escenario de la acción debe ser siempre el mismo.» Equivocadamente le atribuyó la idea a Aristóteles e inició una
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controversia que continuó durante varios cientos de años. 2 Tomado de European Theories of the Drama, Barrett H. Clark, Nueva York, 1947. 3 Ashley H. Thorndike, Tragedy, Nueva York, 1908. 4 Donald Clive Stuart, The Development of Dramatic Art, Nueva York, 1928. 5 Por ejemplo, Francisque Sarcey escribió en 1876: «La conclusión es que la distinción entre lo cómico y lo trágico descansa, no en prejuicios, sino en la propia definición del drama.» Los críticos modernos pocas veces expresan las ideas en forma tan clara, pero muy a menudo tratan a la comedia como a un pariente lejano del drama, que vive su propia vida y que se rige por diferentes (o, al menos, mucho menos severos) códigos de conducta.
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II El Renacimiento En la Edad Media y durante los primeros años del Renacimiento, cuando suscitaba poco interés, no se conocían directamente los escritos de Aristóteles. Las contadas referencias al drama en este período se basaban en el Arte Poética, de Horacio. El inicio de la influencia aristotélica data de 1498, cuando apareció en Venecia la traducción latina de la Poética, realizada por Giorgio Valla. Durante los siglos dieciséis y diecisiete, Horacio y Aristóteles -fueron el binomio estelar de la tradición clásica. A Aristóteles se le interpretó con estrecho formalismo, subrayando especialmente la supuesta in-violabilidad de las tres unidades. Para comprender la idea renacentista de la tragedia, debemos examinar de la obra de Horacio. El Arte Poética, escrita entre los años veinticuatro y siete a.n.e., es el único trabajo sobre teoría dramática que se ha conservado de la antigua Roma. Esto le da un valor histórico que supera la importancia intrínseca de las ideas que contiene. Barrett H. Clark lo llama «en conjunto, un manual algo arbitrario; su mayor importancia debe atribuirse al aspecto puramente formal del estilo, el dramaturgo debe adherirse estrechamente a los cinco actos, el coro, etc.; no deben descuidarse la proporción, el buen sentido, el decoro»1. Sin duda, fue esta cualidad la que hizo que Horacio fuera tan apreciado por los teóricos del Renacimiento, puesto que ellos se deleitaban en el dogma y el decoro. Horacio fue un formalista, pero no hay nada seco ni aburrido en la presentación de sus opiniones. El Arte Poética es como la época romana en que fue escrito: superficial, entretenido, plagado de observaciones «prácticas» hechas al azar. Sin duda, hay base para considerar a Horacio como el culpable de la estrecha idea «práctica» del arte: «Tener buen sentido es el primer principio y la fuente de la buena escritura (...). Los poetas quieren ser útiles o deleitar; o buscan comunicar, a la vez, los placeres y las cuestiones esenciales de la vida.»2 La manera fácil y entretenida con que Horacio manejaba los fundamentos del drama, se pone de manifiesto en su discusión de la unidad. Pregunta si «un pintor desearía unir un cuello de caballo a una cabeza humana», o si es correcto que «lo que es una bella mujer en la parte superior, termine horrendamente en un pescado por la inferior». No obstante, la esencia de la teoría de Horacio está contenida en una palabra: decoro. Es evidente que la idea del decoro carece de sentido a menos que la interpretemos relacionándola con las costumbres de una época dada. Pero Horacio usó la palabra en términos absolutos y sacó conclusiones técnicas definitivas con vista a su aplicación. Dijo que las acciones «indecorosas» son «sólo adecuadas para representarse tras la escena». «De la vista pueden sustraerse muchas acciones que más tarde pueden describirse con elegancia.» La idea del decoro fue aceptada literalmente durante el Renacimiento. Jean de la
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Taille escribió en 1572 que un tema adecuado para una tragedia «es la historia de un hombre a quien se le hace comer a sus p. el padre, aunque sin proponérselo, resulta ser el sepulcro a quien se le hace comer a sus propios hijos; el padre aunque sin proponérselo resulta ser el sepulcro de los hijos, pero «uno debe cuidarse de no mostrar en escena más que aquello que pueda ser representado fácil y decentemente»3. La insistencia en el decoro, que negaba directamente el principio aristotélico de la acción, tuvo un doloroso efecto sobre la técnica de la tragedia francesa. Fue la causa de que se evitara el conflicto directo, el origen de una excesiva retórica, y de inagotables lamentaciones llenas de dignidad. Corneille, en 1632, se rebeló contra la técnica retórica: «El que quiera valorar las ventajas que tiene la acción sobre las largas y fatigosas recitaciones, no se extrañará de que yo prefiera agradar la vista antes que importunar los oídos.»4 A pesar de estas valientes palabras, tanto Corneille como Racine continuaron «importunando los oídos». La regla contra las acciones indecorosas se obedeció tan estrictamente, que no fue hasta un siglo después de Corneille que un dramaturgo francés osó introducir un crimen a la vista del público. Gresset (influido por el teatro inglés) realizó esta hazaña en 1740. Su ejemplo fue seguido por Voltaire, cuyo Mahomet escenificaba un crimen, pero tan velado y con una iluminación tan cuidadosa como los desnudos de una revista musical moderna. Pero el teatro vital, tal como surgió en las entrañas de la Edad Media y creció hasta alcanzar la fuerza de las obras de Shakespeare y Calderón, no se vio afectado por las disputas de los clasicistas. Podemos decir que la escisión entre teoría y práctica comienza en los albores del Renacimiento. Los críticos estaban absortos en batallas verbales sobre las unidades. Primero en Italia, y más tarde en Francia, la tragedia siguió la fórmula clásica. Los críticos pensaban que la comedia quedaba excluida del arte. Algunos his-toriadores modernos frecuentemente cometen el mismo error, y subestiman la importancia de la comedia de los siglos XV y XVI 5. Sin embargo, las comedias que surgieron de las moralidades y farsas de la Edad Media, contenían los gérmenes técnicos y sociales del posterior florecimiento del arte dramático. Sheldon Cheney dice de la farsa francesa del siglo XV: «Fue la primera forma burda de la posterior comedia satírica francesa, que iba a florecer con tanto esplendor después que la vulgar comedia francesa y la commedia dell’arte italiana fertilizaron el genio de Molière.»6 Fue también la comedia del siglo XV y comienzos del XVI la que fertilizó el genio de los isabelinos y la edad de oro del teatro español. El ascenso de la comedia reflejó las fuerzas sociales que estaban debilitando la estructura feudal y que eran la causa del crecimiento de los mercaderes como clase. La farsa del maese Pathelin, que apareció en Francia, en 1470, es la primera pieza que puede considerarse realista en el sentido moderno, ya que trata directamente las debilidades y costumbres de la clase media. Pero el desarrollo principal de la comedia tuvo lugar en Italia. El primer gran nombre de la historia del teatro renacentista es uno que, generalmente, no se asocia al teatro: el de Maquiavelo (1469-1527). Las piezas de Maquiavelo son importantes, pero su mayor merecimiento para ocupar un lugar en la historia dramática, radica en el hecho
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de que cristalizó la moral y los sentimientos de su época; aplicó ese sistema de ideas al teatro; su” influencia se extendió por Europa y tuvo un efecto directo sobre los isabelinos. Ariosto y Aretino fueron contemporáneos de Maquiavelo. Los tres ayudaron a liberar la comedia de las restricciones clásicas. Aretino y Maquiavelo retrataron la vida de su época con tal brutalidad e ironía que parecen sorprendentemente modernos. «Muestro a los hombres como son -dijo Are-tino-, no como deben ser.»7 Estas palabras iniciaron una nueva era en el teatro. El intento de «mostrar a los hombres como son», ha seguido una trayectoria definida, desde Aretino y Maquiavelo hasta el teatro de Ibsen y el de nuestros días. Si examinamos el sistema de ideas en las obras en prosa de Maquiavelo, hallaremos una nítida línea que lo conecta con la corriente posterior del pensamiento de la clase media. El mito de Maquiavelo como un diabólico pecador que predica el engaño y la inmoralidad, no nos concierne aquí. Él creía en la ambición, en la habilidad de «llegar»; tomó como modelo al hombre que combina audacia y prudencia en el logro de sus objetivos. Los hombres de éxito, políticos, mercaderes, dirigentes del período de expansión industrial, se conformaron a este modelo. Es absurdo sugerir que Maquiavelo ignoró la ética; estaba profundamente preocupado por los problemas morales. Determinado a tomar lo que consideraba un punto de vista realista, cons-cientemente separó ética y política, conducta que ha sido seguida, mucho menos conscientemente, por los pensadores políticos subsiguientes. Respetó las posibilidades democráticas de la clase media; creyó que el pueblo era la verdadera nación, pero que no podía controlar efectivamente el Estado, el cual, por lo tanto, debía ser manipulado por los políticos. Su anticipación respecto al Estado moderno puede ilustrarse con dos de sus opiniones: For-muló la idea de una milicia nacional como fuerza principal del Estado nacional; esto, más tarde, sucedió tanto en Alemania como en Francia; abogó vehemente por la unificación de Italia, sueño que demoró más de trescientos años en realizarse. Reconocer la significación de Maquiavelo no quiere decir que se acepte su énfasis en el «hombre sin escrúpulos» como el factor más decisivo en sus escritos e influencia posterior. Este factor no puede ignorarse por com-pleto, porque el engaño y la perfidia sí desempeñaron un papel considerable en la literatura y el drama de los siglos posteriores. Máximo Gorki exagera este punto, cuando afirma que en la literatura de la clase media: «su héroe principal es un embustero, ladrón, detective y ladrón de nuevo, pero ahora un “ladrón caballero”». Gorki investiga la historia de este héroe partiendo de «la figura de Tyl Eulenspiegel, a fines del siglo XV; del Simplicissimus, en el siglo XVII; del Lazarillo de Tormes; de Gil Blas, y los héroes de Smollett y Fielding, hasta el Bel-Ami de Maupassant; los Arseni Lupin y demás héroes de la literatura detectivesca de nuestros días»8. Vale la pena considerar esta opinión por la verdad que contiene, pero el prejuicio que manifiesta la hace equívoca. La estructura moral del drama isabelino (primera expresión minuciosa de los ideales de la nueva era), no se basa en la creencia en el engaño, sino en una fe ilimitada en la habilidad del hombre para actuar, conocer y sentir. Esta fe dominó el desarrollo de
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la clase media durante trescientos años. A finales del siglo XIX, llegamos a un punto de ruptura: la escisión entre lo real y lo ideal, entre política y ética, es tan total en Ibsen como en Maquiavelo. Pero, mientras Maquiavelo al comienzo de la época, consideraba necesaria esta escisión, Ibsen la reconocía como una peligrosa contradicción que amenazaba la estabilidad de todo el orden social. El eslabón entre la comedia italiana y el florecimiento de la cultura isabelina puede hallarse en la commedia dell’arte, teatro de improvisación que surgió en las plazas públicas de Italia a mediados del siglo XVI. La fuerza de la commedia dell’arte afectó la vida dramática de toda Europa. En Inglaterra, el drama se había desarrollado partiendo de raíces nativas, pero comenzó a mostrar influencias europeas continentales a principios del siglo XVI. Esto resulta obvio hasta en las anticuadas comedias de John Heywood. -En un ensayo crítico sobre las obras de Heywood, Alfred W. Pollard señala: «Podemos ver, hasta en el grupo de obras menos desarrolladas, cómo la comedia inglesa se va emancipando de los misterios y moralidades. Pardoner and the Frere (El vendedor de indulgencias y el monje) y Johan Johan llegan a ser formalmente idénticas a la farsa francesa del siglo XV.» Pollard menciona el hecho de que ambas piezas parecen haber sido tomadas directamente de los originales franceses: la primera de la Farce d’un Pardonneur y la última de Pernet qui va au Vin. Se nota una influencia italiana directa en la selección de las tramas de Shakespeare y sus contemporáneos, las cuales mayormente proceden de fuentes italianas. El repentino advenimiento de la época del teatro isabelino coincide exactamente, como nos señala John Addington Symonds, con el punto en que: «el conocimiento del Renacimiento italiano penetró en la sociedad in-glesa». Al mismo tiempo, los viajes de descubrimiento de la época produjeron la rápida expansión del imperio comercial inglés. El despertar de las ciencias también estuvo estrechamente relacionado con el del drama. No es por accidente que la primera edición «en cuarto» de Hamlet, apareciera en 1604, y el Advancement of Learning (Dignidad y progreso de las ciencias), de Francis Bacon, en 1605. Había una íntima relación entre los cambios en el pensamiento religioso, y el desarrollo del arte y la ciencia. Dice Alfred North Whitehead: «La apelación a los orígenes del cristianismo y la apelación de Francis Bacon a las causas eficientes como contrarias a las finales, fueron las dos caras de una misma corriente de pensamiento.»9 Estas complejas fuerzas crearon un sistema dominante de ideas que de-terminó la técnica y la lógica social del drama isabelino. A menudo se habla de Shakespeare como el tipo de artista «eterno» por excelencia; se dice que el espejo que presentó a la naturaleza, muestra «un pensamiento eterno» y también, «eterna pasión». Por otra parte, hay escritores politizados que lo acusan de ser «injusto con los trabajadores», porque trata a los miembros de la clase obrera como «bufones y payasos»10. Ambos extremos son igualmente absurdos. Al escoger sus héroes y he-roínas entre los nobles, Shakespeare expresó el punto de vista social de su clase. Estos lores se estaban rebelando contra el feudalismo, y formando la capa superior de la nueva
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sociedad capitalista. Creer que las obras de Sha-kespeare muestran ideas o pasiones fuera o más allá de la clase y época reflejadas, es ilógico, y significa desconocer los materiales específicos de las propias obras. Estas contienen un sistema conceptual revolucionario que co-menzaba a causar un profundo vuelco en la estructura de la sociedad. Shakespeare se ocupó intensamente del problema de la ambición personal como fuerza impulsora y como peligro. Esto es tan vital en las obras de Shakespeare como el problema del «idealismo» en las de Ibsen, y por la misma razón: es la clave para comprender las condiciones y relaciones sociales especiales que trató Shakespeare. Creía apasionadamente en la habilidad del hombre para salir adelante, para conquistar su medio. No pensaba que esto debía realizarse mediante la fuerza y la astucia; veía a la conciencia como el medio de ajuste entre las metas individuales y las obligaciones sociales impuestas por el medio. La idea de la ambición como dínamo de la civilización, se expresa por primera vez, y con la mayor simplicidad, en Christopher Marlowe: Tamerlán el grande idealiza el tema de la conquista: ¿No es hermoso ser rey y cabalgar en triunfo a través de Persépolis?
El doctor Fausto trata sobre la ambición de adquirir conocimientos: El dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Allardyce Nicoll destaca la influencia de Maquiavelo sobre los isabelinos, y apunta que donde primero se manifiesta esta influencia, es en las obras de Marlowe: «Su autor había bebido intensamente en una fuente desconocida por los dramaturgos anteriores.»11 Nicoll subraya la significativa referencia a Maquiavelo en el prólogo de El judío de Malta: y dejadles saber que soy Maquiavelo, y no doy peso a los hombres, a sus palabras tampoco. Admirado soy por aquellos que más me odian (...). Para mí, la religión es un juego infantil, y no hay más pecado que la ignorancia. Las ideas maquiavélicas están presente en las obras de Shakespeare, e influyen sobre su método de caracterización, su tratamiento de la historia y sus ideas concernientes a la moral y a la política. Shakespeare vio la lucha entre el hombre y su
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conciencia (que es, en esencia, una lucha entre el hombre y las necesidades de su medio), no sólo como una lucha entre el bien y el mal, sino como un conflicto de la voluntad donde la tendencia de actuar se equilibra con la tendencia a huir de la acción. En cuanto a esto, su planteamiento es especialmente moderno. La necesidad de investigar las fuentes de la acción, para mostrar los cambios, tanto en el destino de los hombres como en las metas conscientes que motivan esos cambios, fue la causa de la acción dilatada en los dramas isabelinos. Mientras los griegos se preocuparon sólo por las consecuencias de violar una ley social aceptada, los isabelinos insistían en buscar las causas, en probar la validez de la ley respecto al individuo. Por primera vez en la historia del teatro, el drama reconoció la fluidez del carácter, el fortalecimiento y la destrucción de la voluntad. Esto trajo como consecuencia la extensión de la trama. En vez de comenzar en el clímax, fue necesario comenzar la historia por el primer punto posible. La psicología shakesperiana fue una clara ruptura con el medievo, y expresaba directamente las responsabilidades y relaciones que caracterizarían el nuevo sistema económico. Dra-matizó los conceptos específicos sobre los que se levantaría la clase media: la idea romántica del amor, en Romeo y Julieta; las relaciones profundamente personales entre madre e hijo, en Hamlet. «Las mujeres shakesperianas -dice Taine- son niñas encantadoras, que sienten con exceso y aman con pasión.» No fueron mujeres «universales»; fueron las mujeres que decorarían los hogares de los mercaderes y comerciantes del nuevo orden social. Fueron mujeres muy limitadas, forzadas por la sociedad a mantener el status de «niñas encantadoras». Shakespeare resumió la energía impulsora del Renacimiento, que combi-naba el ansia de poder y conocimiento, con la idea protestante de la ciudadanía moral. El drama isabelino, dice Taine, fue «la obra y el retrato de este joven mundo, tan natural, desembarazado y trágico como él mismo». Pero este mundo joven iba en una dirección muy definida, desarrollando, como dice Taine, «todos los instintos que, al forzar al hombre dentro de sí y concentrarlo en sí mismo, lo preparan para el protestantismo y el combate». La idea protestante «forma un moralista, un trabajador, un ciu-dadano»12. En las postrimerías del período isabelino, los temas políticos y económicos comenzaron a plantearse en el teatro en términos más concretos. Nicoll habla de Arden de Feversham y de A Woman Killed with Kindness (Una mujer muerta a fuerza de bondad) como de «los intentos de revolucionarios inconscientes por desechar los viejos convencionalismos (...). Estas obras deben asociarse con el gradual ascenso del poder parlamentario y el surgimiento de la clase media»13. La gran era del teatro español fue contemporánea del isabelino. La obras de Lope de Vega y Calderón diferían en muchos aspectos, tanto técnicos como de dirección social, de las de los dramaturgos isabelinos. Puesto que los españoles sólo ejercieron una influencia indirecta en la corriente principal del pensamiento dramático europeo, podemos prescindir de un estudio de-tallado de sus obras. Pero es importante señalar que España e Inglaterra fueron los únicos países donde el Renacimiento alcanzó una expresión dra-mática madura. Fueron las naciones más turbulentas, vivas y ricas de la
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época; fueron acérrimas rivales comerciales, ya que ambas trataron de con-quistar toda la riqueza del mundo conocido. Pero el medievo tenía un fuerte dominio sobre España, mientras que Inglaterra estaba destinada a seguir un curso más revolucionario. Estos factores explican tanto sus semejanzas como sus diferencias en sus respectivos logros dramáticos. Volvamos ahora a la cuestión de la teoría dramática. Tanto en España como en Inglaterra, el teatro se desarrolló sin una consideración consciente de las leyes y sin formular un cuerpo de doctrinas. Las únicas discusiones importantes sobre el drama, en la era isabelina, fueron las de Sir Philip Sidney y Ben Jonson. Ellos atacaron el estilo de la época y abogaron por una técnica más rígida. En España, Cervantes tomó la defensa de la tradición clásica; a pesar de la gran exuberancia de Don Quijote, su autor fue un acérrimo oponente de lo que estimaba eran cosas incoherentes en el drama. Consideró que las obras teatrales de su época eran espejos de inconsistencia, patrones de locura e imágenes de libertinaje 14. Lope de Vega, en El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609), defendió el derecho del dramaturgo a ser independiente con respecto a las costumbres del pasado. Sus opiniones son prácticas y entretenidas. Como muchos autores actuales, negó poseer conocimientos técnicos, y señaló: Y que decir cómo serán agora contra el antiguo y que en razón se funda es pedir a mi experiencia no al arte... Esto plantea un punto interesante: si no había una teoría dramática organizada en el período teatral más creador, ¿por qué ha de ser necesaria ahora? El dramaturgo moderno puede muy bien preguntar: «Si Shakespeare se las arregló sin una técnica consciente, ¿por qué no he de poder hacer yo lo mismo?» Por ahora, es suficiente apuntar que la existencia de técnica consciente entre los isabelinos hubiera sido un fantástico anacronismo histórico. Mientras florecía el esfuerzo creador, el pensamiento crítico estaba hundido en la escolástica. Para analizar el método del artista, el crítico debe poseer un método, un sistema de ideas. El crítico isabelino no estaba equipado para tal análisis, que hubiera requerido un conocimiento científico, psicológico y sociológico solamente posible varios siglos más adelante. Pre-guntar por qué Sir Philip Sidney no pudo comprender la técnica de Shakespeare, es como preguntar por qué Newton no pudo comprender la teoría cuántica. Era inevitable que la teoría renacentista se limitara a exponer unas leyes supuestamente estáticas; los que se rebelaban contra las leyes, no tenían un método mediante el cual razonar su rebelión. Se vieron arrastrados por un proceso dinámico de origen social, pero ellos desconocían la lógica de este proceso. En Francia, la crítica del siglo XVII continuó su discusión respetuosa de Horacio y Aristóteles. Las opiniones críticas de Corneille, Boileau y Saint-Evrem-ond tienen
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interés, principalmente, porque son un intento de adaptar los principios de Aristóteles a la filosofía aristocrática de la época. Corneille (en 1660) declaró: «el fin último del drama es complacer». Pero era evidente que el placer derivado de la tragedia de esta época, resultaba bastante sosegado. Por tanto, encontramos a Saint-Evremond (en 1672) burlándose de la teoría aristotélica de la purificación; en realidad, Saint-Evremond estaba seguro de que la piedad y el terror ocasionado por la violencia de la tragedia ática, había influido negativamente sobre los atenienses, y provocado que fueran irresolutos en la batalla: «Desde que este arte de temores y lamentos se inició en Atenas, todas aquellas pasiones desordenadas que con-tenía y que se absorbían, por así decirlo, en su pública representación, sentaron raíces en sus campamentos y los acompañaron a la guerra.» El autor llegó a la conclusión de que la tragedia debe alcanzar «una grandeza de espíritu bien expresada, que provoque en nosotros una tierna admira-ción» 15. Se puede suponer que la «grandeza de espíritu» venía bien con la corte de Luis XIV y que el monarca no deseaba el surgimiento de un «arte de temores y lamentos» que produjera «desordenadas pasiones» y destruyera la moral de sus tropas. Las tragedias de Corneille y Racine estaban basadas en la filosofía social de la aristocracia. No puede negarse lo impresionante que resultan las obras de Racine; su fuerza yace en la simplicidad con que presenta emociones estáticas. La estructura es un ordenamiento racional de cualidades abstractas. No hay hálito de vida ni posibilidad de cambio en las vidas de sus per-sonajes. La característica principal del reinado de Luis XIV fue el absolutismo: él fue su propio primer ministro desde 1661 hasta el día de su muerte y todos los asuntos del Estado pasaban por sus manos. Las obras de Corneille y Racine son la dramatización del absolutismo. No hay necesidad de pu-rificación, porque la pasión se purifica separándola de la realidad. Pero la realidad estaba presente: se expresaba dura y alegremente en las obras de Moliere. Éste fue un hombre de pueblo, hijo de un tapicero, que vino a París con una compañía teatral de semiaficionados, en 1643. Sus obras brotan de la tradición de la commedia dell’arte. De farsas al estilo de los viejos modelos, pasó a comedias de carácter y costumbres. Schlegel señala la importancia de Molière como portavoz de la clase media: «Nacido y educado en un nivel inferior de vida, disfrutó de las ventajas de conocer por experiencia directa el modo de vida de la parte industriosa de la comunidad -la llamada clase burguesa- y de adquirir el talento de imitar formas vulgares de expresión.»16 Luis XIV, que se enorgullecía de su paternal interés en las artes, a quien nada gustaba más que participar en un ballet, tomó a Molière bajo su protección. Pero hasta el rey se vio forzado a prohibir el Tartufo; cinco años de controversia debieron pasar antes que este devastador ataque a la hipocresía religiosa se viera finalmente en las tablas. En Inglaterra, la comedia de la Restauración siguió a la de Molière, pero bajo condiciones sociales muy diferentes. Una revolución se había de-sarrollado en Inglaterra (1648). Los realistas, exiliados en Francia mientras estuvo Cromwell en el poder, se sintieron aliviados y elevados por las estáticas emociones de la tragedia francesa.
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Cuando regresaron a Inglaterra en 1660, «los realistas -dice Edmund Gosse- volvieron con los bolsillos llenos de tragedias». El reinado de Carlos III fue un período de violenta tensión social. No había nada absoluto en la posición del «Monarca Alegre», cuya alegría estuvo siempre ensombrecida por el miedo constante a perder su trono. La comedia de la Restauración refleja la tensión de esta época: la primera de estas amargas comedias costumbristas, The Comical Revenge o Love in a Tub, de George Etheredge, apareció en 1664. Al verano siguiente, la peste arrasó infectados barrios de Londres, seguida por el gran incendio en el otoño aquel mismo año. Las obras de Etheredge, Wycherley, Congreve, y Farquhar se representaron ante un limitado público de la clase superior. Pero sería un error considerarlas solamente como ejemplos del cinismo de una clase decadente. Las corrientes intelectuales del período fueron tan fuertes, el conflicto social, tan crudo e inminente, que el cinismo de estas obras se trocó en punzante realismo. Su cinismo rasgó la superficie y expuso los temas morales más profundos de la época. La comedia de la Restauración se encuentra, con Molière, en un punto crucial a medio camino entre los primeros movimientos del Renacimiento y los comienzos del siglo XX. Es también en este punto crucial que encontramos el primer intento crítico por comprender el teatro como algo vital. Las obras de John Dryden son secas y formales, pero sus trabajos críticos significaron un punto de vista original. An Essay of Dramatick Poesie, 1668, es una serie de conversaciones en las que se comparan el drama antiguo y moderno, y se contrastan obras españolas y francesas con las de Inglaterra. De este modo, Dryden instituyó un método crítico comparativo. Señaló la inexactitud de atribuir las unidades de tiempo y lugar a los antiguos: En primer lugar, permítanme decirles que la unidad de lugar, aunque pueda haber sido practicada por ellos, nunca fue una de sus reglas: no la hallamos en Aristóteles, Horacio o cualquier otro que haya escrito al respecto, hasta que en nuestra época los poetas franceses hicieron de ella un precepto teatral. La unidad de tiempo, hasta el propio Terencio, el mejor y el más metódico de ellos, la descuidó 17. Dryden subrayó la necesidad de una caracterización más plena; habló de obras donde «los personajes son ciertamente la imitación de la naturaleza, pero tan limitada, que parece que sólo han imitado un ojo o una mano, sin osar arriesgarse en las líneas de un rostro o las proporciones de un cuerpo». Dryden hizo una importante, aunque vaga, observación sobre las relaciones entre el teatro y las ideas de la época. «Cada período -dijo- tiene una especie de genio universal.» Por lo tanto, los escritores de la época no necesitan imitar a los clásicos: Nosotros no seguimos las líneas trazadas por ellos sino las de la naturaleza; teniendo la vida ante nosotros, junto con la ex-periencia de todo lo que ellos conocieron, no es de maravillarse que tracemos ciertos aires y rasgos que a ellos se les escaparon (...) puesto que si las causas naturales son más conocidas que en tiempos de Aristóteles,
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porque han sido más estudiadas, se deduce que la poesía y otras artes puedan, con los mismos dolores, acercarse aún más a la perfección. Esta es la primera vez que encontramos en la crítica dramática, un indicio de una perspectiva histórica. En esto, Dryden marca el fin de una época y apunta el camino al análisis de las «causas naturales» y de «la vida ante nosotros», que es la función de la crítica. Notas: 1 Clark, obra citada. 2 Cita incluida en European Theories of the Drama, de Clark. 3 Clark, obra citada. 4 Clark, obra citada. 5 Los escritores modernos están especialmente dispuestos a adoptar un punto de vista moral hacia lo que consideran la vulgaridad de la vieja comedia. Brander Matthews, en The Development of the Drama (Nueva York, 1908), liquida toda la comedia de la Restauración en unas pocas líneas, las cuales incluyen una señalada referencia a sacar «trapos sucios», Sheldon Cheney describe a Maquiavelo y a Aretino como un pintoresco «par de rufianes». El libro de Cheney, The Theatre (Nueva York, 1929), es, con mucho, la mejor historia disponible, ya que cubre actuación y diseños escénicos, y contiene una enorme cantidad de información fidedigna. Los juicios de Cheney, sin embargo, son rutinarios y, a veces, poco cuidadosos. 6 Obra citada. 7 Citado por Cheney en la obra mencionada. 8 Discurso ante el Congreso de Escritores Soviéticos, 1934, incluido en Problems of Soviet Literature, Nueva York. 9 Alfred North Whitehead, La ciencia y el mundo moderno. 10 Esta actitud la encontramos, en toda su ingenua simplicidad, en Mammonart (Pasadena, California, 1925), de Upton Sinclair, donde se juzga la literatura mundial desde el punto de vista de la presentación de los trabajadores como villanos o héroes. 11 Allardyce Nicoll, The Theory of Drama, Londres, 1931. 12 H. A. Taine, Historia de la literatura inglesa. 13 Nicoll, obra citada. 14 Don Quijote. 15 Citado por Clark en su obra mencionada: pp. 165-6, 167. 16 Todas las citas de Schlegel están tomadas de su Curso sobre el arte dramático. 17 Dryden, An Essay of Dramatick Poesie, Oxford, 1896.
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III El siglo XVIII Los progresos de la teoría dramática durante el siglo XVIII pueden re-sumirse en la obra de un hombre. Gotthold Ephraim Lessing, el cual se acerca mucho a Aristóteles por la profundidad y originalidad de su contribuciónn a la técnica. Exactamente cien años después de An Essay of Dramatick Poesie, de Dry-den, Lessing escribió su Dramaturgia de Hamburgo (1767-1769). La tendencia hacia un enfoque científico, hacia la aplicación del conocimiento general a los problemas del teatro (que se muestra en forma rudimentaria en los escritos de Dryden) alcanzó fructífera madurez en la Dramaturgia de Hamburgo. Lessing no creó una estructura técnica completa; no estaba preparado para ello, pero sí formuló dos principios vitales, íntimamente interrelacionados: 1. El drama debe tener validez social, debe tratar de gentes cuya posición social en la vida y cuyas actitudes sean comprensibles para el público. 2. Las leyes de la técnica son psicológicas, sólo pueden ser comprendidas, penetrando en la mente del dramaturgo. A la luz de estos dos principios, Lessing fue capaz de descubrir la significación de Aristóteles, y pudo liberar a sus teorías del polvo que la escolástica había acumulado sobre ellas. Liberó a la escena alemana del yugo del clasicismo francés e introdujo el culto a Shakespeare, siendo por ello responsable de la subsiguiente oleada de malas imitaciones shakesperianas. Los historiadores subrayan la influencia inmediata de Lessing (su lucha por la naturalidad y contra los convencionalismos franceses) y prestan poco o ninguna atención a las ideas inherentes a su obra. Dramaturgia de Hamburgo es una colección de críticas dramáticas, escritas durante los dos años en que Lessing fue crítico del Teatro Nacional de Hamburgo1. Él mismo describió su libro como «un índice crítico de todas las obras representadas». No hay ningún intento de dar una organización formal al material. No obstante, las dos tesis principales que mencioné anteriormente, constituyen los hilos conductores de la obra. En relación con el problema de la validez social, Lessing arguyó que el poeta debe ordenar la acción de manera que «con cada paso que veamos dar a sus personajes, podamos reconocer lo que hubiésemos hecho nosotros mismos bajo las mismas circunstancias y con el mismo grado de pasión». En vez de rechazar o tergiversar la purificación aristotélica por la piedad y el terror, observó que «de repente nos hallamos llenos de una profunda piedad hacia aquellos a quienes una corriente fatal ha arrastrado tan lejos, y llenos de terror ante el reconocimiento de que una corriente semejante pudo arrastramos a nosotros mismos». Por tanto, debemos «comparar tales tragedias, tempestuosas y sangrientas, cuyo
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valor discutimos, con la vida humana, con el curso natural del mundo». Al negar la validez de las emociones aristocráticas, Lessing también negó la validez de los aristócratas, quienes se deleitaban con la tragedia senti-mental, al sentirse adulados. No vio ninguna razón para que los personajes dramáticos tuvieran que ser reyes, reinas y príncipes; insistió en que las actividades y emociones de la gente común eran más importantes que las de aquéllos. «Vivimos en una época en que la voz de la sana razón resuena muy alto para consentir que cualquier fanático corra desenfrenadamente a la muerte, sin necesidad, sin considerar sus deberes de ciudadano, para asumir el título de mártir.» El enfoque psicológico de Lessing está íntimamente relacionado con su punto de vista social. Puesto que el drama debe poseer una lógica social reconocible, esta lógica debe derivarse del enfoque que el dramaturgo dé a su material: Por tanto, debemos examinar su propósito. «Actuar con un propósito es lo que eleva al hombre sobre las bestias, inventar con un propósito, imitar con un propósito, ello es lo que distingue al genio de los escritorzuelos que inventan por inventar e imitan por imitar.» Debemos probar psicológicamente el material, de lo contrario, «se imita la naturaleza del fenómeno sin la más mínima consideración a la naturaleza de nuestros sentimientos y emociones». Lessing fue directamente a las raíces del artificio de la tragedia francesa. Vio que el problema yacía en que se daba más importancia a la invención que a las causas y efectos internos. En consecuencia, en vez de evitar lo improbable, los escritores franceses lo buscaban y se deleitaban en lo maravilloso e inesperado. Lessing definió esta diferencia en uno de sus pasajes críticos más valiosos: El genio sólo se ocupa de hechos enraizados los unos en los otros, que formen una cadena de causa y efecto. Limitar el efecto a la causa, contrapesarlas para que guarden equilibrio, siempre con la idea de excluir el azar; lograr que todo lo que ocurra, suceda en forma tal que no hubiera podido suceder de otra manera, esto es parte del genio (...). El ingenio, por el contrario, que no depende de hechos enraizados los unos en los otros, sino de semejanzas y diferencias (...) se ocupa de hechos que no tienen más relación entre sí que la de haber ocurrido al mismo tiempo. De todo lo cual se deduce que la unidad de acción deja de ser un término escolástico para convertirse en una cuestión de movimiento y de-sarrollo orgánico, determinado por la selección que hace el dramaturgo de su material. En la naturaleza, todo está relacionado, toda cambia con todo, todo se mezcla con todo. Pero, de acuerdo con esta infinita variedad, esto es sólo un juego para un espíritu infinito. Para que los espíritus finitos puedan participar de este placer, deben tener el poder de erigir límites arbitrarios, deben tener el poder de eliminar y guiar su atención a voluntad. Este poder lo ejercemos constantemente en nuestra vida; sin él no sentiríamos
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(...). La esencia de cualquier objeto o grupo de objetos que queramos abstraer en nuestros pensamientos, sea en el espacio o en el tiempo, el arte lo abstrae para nosotros. Los comentarios más superficiales de Lessing evidencian su honestidad y actitud de burla hacia el artificio. Ridiculizó el hábito de matar a los personajes en el acto final: «En realidad, el quinto acto es una horrible enfermedad que muchas veces se lleva alguien a quien los primeros cuatro actos parecían prometer larga vida.»2 Expuso brillantemente la debilidad del recurso de obtener un efecto solamente a través de la sorpresa: «Por quien sea derribado de golpe, sólo puedo sentir lástima un momento. Pero, ¡cuánta sentiré si espero el golpe, si veo la tormenta formándose sobre su cabeza, o la mía, durante algún tiempo!» Las dos ideas centrales que enmarcan la Dramaturgia de Hamburgo forman parte de las dos grandes corrientes de pensamiento del siglo dieciocho: el pensamiento social que desembocó en las revoluciones norteamericana y fran-cesa, y el pensamiento filosófico que prestaba especial atención a los problemas de la mente, y que condujo de Berkeley y Hume a Kant y Hegel. Desde los tiempos de Lessing hasta la actualidad, las ideas dominantes que han condicionado la trayectoria del drama, así como otras formas de la literatura y el arte, han estado estrechamente vinculadas a aquéllas de la filosofía especulativa. Durante dos siglos, la filosofía se ha esforzado por crear sistemas que racionalicen el ser físico y mental del hombre en relación con todo el universo. Quizás los más completos de estos sistemas hayan sido los de Kant y Hegel. La importancia de estos intentos estriba en que cristalizan, en forma sistemática, la atmósfera intelectual, los hábitos mentales y los conceptos sociales que son producto de la vida de la época. Esos mismos conceptos, manera de pensar y atmósfera intelectual determinan (me-nos sistemáticamente) la teoría y la práctica teatrales. Para comprender los hábitos mentales de un dramaturgo, debemos examinar los hábitos mentales de su generación, coordinados -más o menos completamente- en sistemas filosóficos. Las dos corrientes de pensamiento que influyeron sobre Lessing, fueron agudamente divergentes, aunque surgían de la misma fuente. La intensa especulación que marcó la vida intelectual del siglo XVIII, brotó de las in-vestigaciones científicas del siglo anterior. El período que va de 1600 a 1700 fue, fundamentalmente, una época de búsquedas científicas, que tuvo como resultado una serie de descubrimientos que sentaron las bases de la ciencia moderna y sobre los cuales se sentó todo el desarrollo especulativo posterior. Francis Bacon inició el método científico a principios de siglo; fue seguido por hombres que obtuvieron resultados notables en varias ramas de la investigación: Harvey, Descartes, Hobbes, Newton, Spinoza, Leibnitz, y muchos otros. Los logros más precisos del siglo XVII se alcanzaron en los campos de la física, la matemática y la fisiología. A partir de estos nuevos conocimientos sobre el universo físico, surgió la necesidad de una teoría del pensamiento y del ser que pudiera resolver el enigma de la mente del hombre en relación con la realidad del universo. La filosofía moderna comienza con Descartes, cuyas obras filosóficas Dis-curso
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del método, Meditaciones, escritas a mediados del siglo diecisiete, presentan la primera exposición minuciosa del punto de vista del subjetivismo o idealismo. Descartes argüía que los «modos del pensamiento» son reales en sí mismos, independientemente de la realidad del mundo físico que percibimos a través de nuestros sentidos: «Podría decirse que todo es falso, puesto que duermo; sin embargo, me parece que veo, que oigo y que siento, lo cual, no puede ser falso y es lo que en mí se llama propiamente sentir; y esto, en un sentido estricto, no es otra cosa que pensar. A partir de lo cual empiezo a conocer un poco mejor quien soy.» 3 Descartes fue también físico, y en sus investigaciones científicas siguió el método de Francis Bacon y se ocupó solamente de la realidad objetiva; su análisis de la mecánica del cerebro no se vio afectado por su interés en los «modos del pensamiento». Así, Descartes se enfrentó a dos caminos: Aceptaba el dualismo de mente y materia y no pudo comprender la contradicción entre la concepción de la realidad física y la de una mente o espíritu independiente cuyo ser es subjetivo y cuya realidad es de un orden diferente. Tanto idealistas como materialistas se inspiraron en Descartes. Sus puntos científicos fueron aceptados y desarrollados por John Locke, cuyo Ensayo sobre el entendimiento humano apareció en 1690. Locke definió las implicaciones políticas y sociales del materialismo diciendo que las leyes sociales de los hombres son tan objetivas como las de la naturaleza, y que las condiciones sociales de los hombres pueden ser controladas racionalmente. Locke expuso los principios económicos y políticos que han predominado durante dos siglos en el pensamiento de la clase media. Entre sus teorías más notables se encuentra aquella que expresa su creencia de que el gobierno es el depositario del pueblo, siendo el Estado el resultado de un «contrato social». También creyó que el derecho de propiedad dependía del trabajo y que solamente debían establecerse impuestos sobre la posesión de la tierra. Luchó por la tolerancia religiosa y por un sistema de educación liberal. Casi un siglo después, sus ideas hallaron expresión concreta en la Declaración de Independencia norteamericana. Los materialistas franceses del siglo XVIII -Diderot, Helvecio, Holbach-- también siguieron los principios de Locke. «Por supuesto -decía Holbach-- la gente no necesita de una revelación sobrenatural para comprender que la justicia es esencial para la preservación de la sociedad.» Sus teorías condujeron directamente a la Revolución Francesa. De Descartes también surge la filosofía idealista. En la segunda mitad del siglo XVII, Spinoza trató de resolver el dualismo de mente y materia: consideraba a Dios como la sustancia infinita que interpreta la totalidad de la vida y la naturaleza; según Spinoza, tanto la conciencia del hombre como la realidad que percibe, o piensa que percibe, son modos de ser de Dios. En su Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1710), George Berkeley fue mucho más lejos y negó completamente la existencia del mundo material. Sostuvo que los objetos sólo existen en la «mente, espíritu, alma o en sí mismo». Se lamentaba de esta suerte: «La doctrina de la existencia de la materia parece haber echado
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raíces muy profundas en las mentes de los filósofos, y ha traído consigo tantas malas consecuencias»; más adelante decía: «La materia, al ser expulsada fuera de la naturaleza, arrastra consigo muchas nociones escépticas e impías, una cantidad increíble de disputas y de cuestiones confusas.» Pero, a pesar de todo, las «disputas y cuestiones confusas» continuaron. Siendo incapaces de aceptar la negación total de la materia, los filósofos se vieron obligados a tender un puente sobre la brecha existente entre el mundo del espíritu y el de la realidad objetiva, en alguna de estas dos formas: 1. Dependemos sólo de la información que nos brindan nuestras sen-saciones, que nos dicen todo lo que podemos conocer del mundo en que vivimos, y negamos la posibilidad de alcanzar el conocimiento de la verdad final o absoluta; o 2. aceptamos francamente un sistema dualista de pensamiento, y se-paramos los hechos de la experiencia de un orden superior de hechos que son absolutos y eternos. David Hume, a mediados del siglo dieciocho, desarrolló la primera de estas dos líneas de razonamiento. Su agnosticismo descartó la metafísica, y desaprobó la especulación con lo incognoscible. Sólo confió en la información inmediata de las sensaciones y percepciones. Quedó a Kant, cuya Crítica de la razón pura se publicó en 1781, formular un sistema acabado de conocimiento y metafísica, basado en el dualismo de mente y materia. Podría objetarse que las relaciones entre las abstracciones filosóficas y el trabajo escénico son demasiado tenues para tener algún interés. Pero ya veremos que los hilos que unen el drama al pensamiento general de una época, no son tenues en absoluto y se entrelazan muy coherentemente y revelan la lógica del desarrollo teatral. Lessing, como muchos hombres de su época, combinó elementos de las dos corrientes de pensamiento en conflicto que agitaban su generación. Estuvo influido por los materialistas franceses, especialmente por Diderot, cuyas opi-niones sobre el teatro habían sido publicadas diez años antes de escribirse Dramaturgia de Hamburgo; de Diderot vino «la voz de la sana razón» y el énfasis dado a la validez social. Pero la atmósfera intelectual de la Alemania de Lessing estaba cargada de filosofía idealista. De ahí la riqueza y sutileza su enfoque psicológico, que hubiera resultado imposible para los mate-rialistas de esta época, cuyas opiniones sobre los procesos mentales no se desarrollaron y permanecieron en un plano mecanicista. La cuestión de mente y materia influyó directamente sobre el tratamiento personajes y el medio. Este no fue un problema claro para Lessing. Consideró la «naturaleza de nuestros sentimientos y emociones» como algo aparte, distinto de «la naturaleza del fenómeno». Aunque vio que «en la naturaleza todo está relacionado, entrelazado», fue incapaz de aplicar esta idea al desarrollo y cambio del carácter. Lo incompleto de su teoría sobre el teatro, la carencia de una formulación técnica precisa de sus opiniones, puede deberse a que fue incapaz de resolver la contradicción entre las emociones de los hombres y el mundo objetivo en que viven. Muchos de sus ensayos
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sobre cuestiones teológicas muestran este enfoque dualista, pro-ducto de la filosofía oficial de la época. Al sintetizar y combinar estas dos corrientes de pensamiento, Lessing anticipó el desarrollo futuro del teatro. En Alemania, sus palabras en favor de un realismo social y el tratamiento de temas más modestos, cayeron en oídos sordos; él, por su parte, escribió obras sobre la vida de la clase media. Por ejemplo, su Emilia Galotti es una versión trágica del cuento de la cenicienta. Pero fue el aspecto idealista de su pensamiento, su énfasis en la psicología y en «la naturaleza de nuestros sentimientos y emociones», lo que transformó la escena alemana, y condujo al tempestuoso romanticismo y nacionalismo del período del Sturm und Drang4, período que tuvo su culminación en las obras maestras de Schiller y Goethe. El enfoque psicológico de Lessing sólo estuvo muy ligeramente influido por el trascendentalismo: él murió en el mismo año en que se publicó la Crítica de la razón pura. Kant describió su filosofía como «idealismo trascenden-tal» y aceptó audazmente la contradicción entre materia «finita» y razón «eterna». Hizo una distinción entre los hechos de la experiencia y las leyes absolutas, las que consideraba por encima de la experiencia. De una parte está el mundo del fenómeno -las cosas como se nos aparecen-, de otra, el mundo del nóumeno (la cosa en sí). El mundo del fenómeno está a leyes mecánicas; en el mundo de nóumeno, el espíritu del hombre es teóricamente libre, porque obedece libremente al «imperativo categórico», que es eterno. Las teorías kantianas ejercieron una considerable influencia en Schiller y Goethe, y afectaron sus puntos de vista, su tratamiento del carácter, su interpretación de la causa social y su efecto. Schiller y Goethe constituyen un puente entre los siglos XVIII y XIX; en vista del papel tan significativo que desempeñaron en el desarrollo del pensamiento del siglo XIX, debe considerárseles en relación con el período posterior. No fue Lessing el único en pedir un drama de realismo social: la misma tendencia podemos hallarla (surgió aproximadamente al mismo tiempo) en Inglaterra, Italia y Francia. En Inglaterra, Oliver Goldsmith escribió mo-deradas comedias sobre la vida de la clase media. Su Essay on the Theatre, escrito en 1772, ataca la falta de naturalidad de la tragedia con palabras que parecen un eco de las Lessing: «La comitiva pomposa, la frase inflada y la declamación poco natural son desplazadas por el retrato natural de la insensatez y fragilidad humanas, del cual todos somos jueces, porque todos hemos posado para el cuadro.»5 La producción de la obra de George Lillo sobre un aprendiz londinense, George Barnwell, señaló la primera aparición de la tragedia doméstica; Lessing y Diderot elogiaron el George Barnwell y lo usaron como modelo. En Italia, Carlo Goldoni cambió el curso del teatro italiano al combinar el ejemplo de Molière con la tradición de la comedia dell’arte. Dijo que su objetivo era acabar con los «absurdos altisonantes». «De nuevo estamos pes-cando comedias en el mare mágnum de la naturaleza; los hombres se hallan de nuevo buscando en sus corazones e identificándose a sí mismos con la pasión o el personaje que se está representando.»6 Goldoni se trasladó a París en 1762. Permaneció allí hasta su muerte y escribió muchas obras en francés.
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Francia era el centro tormentoso de los disturbios políticos que se gestaron en los últimos años del siglo XVIII. Fue en Francia donde el teatro se vio más profundamente agitado por el impacto de las nuevas ideas. Diderot, el principal filósofo del materialismo, aplicó su doctrina al drama con fiero entusiasmo; luchó por el realismo y la simplicidad, pero fue más allá e insistió en que el dramaturgo debe analizar el sistema social; exigió una forma dramática nueva, el «Drama Serio», «que debe situarse en un lugar intermedio entre la comedia y la tragedia»7. Intentó llevar adelante su teoría en sus propias obras, Le Fils Naturel (1757) y Le Père de Famille (1758). Las opiniones de Diderot sobre el drama son mucho menos profundas que las de Lessing, pero su ensayo, De la Poesie Dramatique à Monsieur Grimm, que acompañó la publicación de Le Père de Famille, es un hito en la historia del teatro, tanto por su influencia en Lessing, como por la claridad con que se expresan los objetivos del drama de la clase media: ¿Quién puede darnos poderosas descripciones de los deberes del hombre? ¿Qué se le exige al poeta que eche sobre sus hombros semejante tarea? Debe ser un filósofo que haya investigado su propia mente y su espíritu; debe conocer la naturaleza humana, debe ser es-tudioso del sistema social y conocer bien su funcionamiento e importancia, sus ventajas y desventajas. Después, Diderot describió el problema básico que él mismo había abordado en Le -Père de Famille: La posición social del hijo y la hija son los dos puntos prin-cipales. Fortuna, nacimiento, educación, los deberes de los padres para con sus hijos, de los hijos para con los padres; matrimonio, celibato: todos los problemas que surgen en relación con la existencia del padre de una familia, se presentan en mi diálogo. Es curioso que estas históricas palabras, hayan sido casi complemente olvidadas por los historiadores del drama: tuvo que pasar más de un siglo para que el sueño de Diderot sobre un teatro de la clase media, se realizara. Pero debemos acreditarle haber sido el primero en formular el propósito y las limitaciones del teatro moderno: la familia de la clase media es el microcosmos del sistema social, y el radio de acción del teatro abarca los deberes y relaciones sobre los cuales esta familia se funda. Pierre-Augustin Beaumarchais se unió a Diderot en su lucha por el «Drama Serio». Escribió una réplica mordaz a lo que describió «como clamor bullanguero y crítica adversa» provocado por la representación de su obra Eugenia. Insistió en su derecho a mostrar «un cuadro verídico de las acciones seres humanos», en oposición a los cuadros de «ruinas, océanos de sangre y túmulos de muertos» que están «tan lejos de ser naturales como poco convincentes en nuestra civilización actual»8. Esto fue escrito en 1767, el año en que aparecieron las primeras páginas de Dramaturgia de Hamburgo. Beaumarchais fue más preciso que Diderot al definir la función social del teatro:
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Si el drama es un cuadro fiel de lo que ocurre en la sociedad humana, el interés que en nosotros despierta, necesariamente, debe estar íntimamente relacionado con nuestra manera de ob-servar los objetos reales (...). No puede haber interés ni efecto moral, si no existe alguna relación entre el tema de la obra y nosotros mismos. Esto conduce a una tesis política: El verdadero interés emocional, la relación real, siempre se pro-duce entre hombres, no entre un hombre y un rey. Y así, lejos de aumentar mi interés por los personajes de la tragedia, su alto rango lo que hace, es disminuirlo. Mientras más cerca de mi situación en la vida esté el hombre que sufre, mayor será su atracción para mi simpatía. Beaumarchais también dijo: «La creencia en la fatalidad degrada al hombre, porque le arrebata su libertad personal.» Las obras serias de Diderot y Beaumarchais fueron fracasos, tanto co-mercial como artísticamente. Amargado por la apatía del público y deter-minado a utilizar el teatro como un arma política, Beaumarchais utilizó la técnica de la farsa en El barbero de Sevilla y en Las bodas de Fígaro. Estos exuberantes ataques a las debilidades y estupideces de la aristocracia, fueron recibidos con gran entusiasmo popular. En su carta dedicatoria de El barbero de Sevilla (1775), Beaumarchais subrayó su intención irónica, sonrió un poco ante su propio éxito y reafirmó su fe en el teatro realista: ¿Retratar hombres y mujeres ordinarios con sus dificultades y tristezas? ¡Tonterías! Uno lo que debe hacer es burlarse de ellos. Ciudadanos ridículos y reyes desdichados, éstos son los personajes ideales para ser tratados en escena (...). La improbabilidad de la fábula, lo exagerado de las situaciones y caracteres, las ideas estrambóticas y el lenguaje pomposo, lejos de ser razón para criticarme, me asegurarán el éxito. El significado político de estas obras fue bien claro, tanto para el gobierno como para el público. El barbero de Sevilla se representó tras tres años de lucha contra la censura. Luis XVI tomó personalmente la responsabilidad de prohibir Las bodas de Fígaro; en este caso, pasaron cinco años antes de que los censores se vieran obligados a permitir su representación. Cuando se presentó por fin la obra en el Thêatre Français, el 27 de abril de 1784, hubo disturbios dentro y alrededor de la sala9. De esta forma, el teatro desempeñó un papel activo y consciente en el auge revolucionario de la clase media, destinado, a su vez, a revolucionar la teoría y la práctica del drama.
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Notas: 1 Dramaturgia de Hamburgo es el primer ejemplo de crítica periodística que estableció un nivel de calidad que, desdichadamente, no ha sido mantenido. Vid. Lessing: Dramaturgia de Hamburgo. Madrid: Publicaciones de la ADE, 1993. 2 Esta observación, frecuentemente citada, no es completamente original. Dryden dijo casi lo mismo. «Se muestra poco arte en la conclusión de un poema dramático, cuando quienes han estado impidiendo la felicidad durante cuatro actos, desisten de sus propósitos en el quinto, sin que ninguna causa poderosa justifique ese cambio.» También Aristófanes: «Muchos poetas hacen bien el nudo, pero lo desenredan mal.» 3 René Descartes, Meditaciones. 4 Tempestad e impulso. 5 Clark, obra citada. 6 H. C. Charfield-Taylor, Goldoni, a Biography, Nueva York, 1913. 7 Clark, obra citada. 8 Clark, obra citada. 9 Es característico de Beaumarchais su decisión de defender los derechos del dramaturgo, tanto en el sentido de controlar el reparto y la dirección, como en el de recibir un estado de cuentas detallado de las ventas de taquilla. Así comenzó la lucha que condujo a la organización de poderosos gremios de autores.
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IV El siglo XIX EL ROMANTICISMO «En la corte de Weimar, en vísperas del nuevo siglo, a media noche –escribe Sheldon Cheney- Goethe, Schiller y un grupo de amigos escritores brindaban por el surgimiento de la nueva literatura.»1 Cien años más tarde, en 1899, aparecía la última obra de Ibsen, Cuando los muertos despertamos. Muy a menudo los cambios que marcan la vida y el pensamiento del siglo XIX son presentados bajo el aspecto de una batalla entre el romanticismo y el realismo, en la cual el romanticismo obtuvo la supremacía durante los primeros años del siglo, para luego finalmente ceder su lugar al realismo y continuar éste su reinado en la literatura popular y el drama periodístico de nuestros días. Es indiscutible que estos términos sugieren el alineamiento de las fuerzas como equivalentes literarios de las dos corrientes de pensamiento cuyos orígenes hemos trazado. Sin embargo, es peligroso adherirse demasiado estrechamente a esa ana-logía. Los críticos literarios han escamoteado tan hábilmente los términos romanticismo y realismo, usándolos para tantos juegos especulativos, que las dos palabras se han vuelto prácticamente intercambiables. Esto se debe al hábito mental que, en términos generales, caracteriza a la moderna crítica literaria: la tendencia a tratar estados anímicos más que conceptos básicos, a ignorar la raíces sociales del arte, y, por lo tanto, considerar las escuelas de expresión como conjuntos de estados anímicos más que como fenómenos sociales. Así, el crítico se limita a sugerir el sentimiento que parece comunicar una obra de arte y no hace ningún esfuerzo por explorar el sentimiento, concretándolo y haciendo la disección del mismo. A menudo se utiliza el término romanticismo para descubrir tal sentimiento, algo que pudiéramos llamar una impresión de afecto, de sensualidad, de vigor. Pero esta impresión abarca una amplia variedad de significados: 1. Puesto que el romanticismo se desarrolló a finales del siglo XVIII como una rebelión contra el clasicismo, frecuentemente indica una liberación de rígidos convencionalismos y libertad formal. 2. Pero también es usado, en un sentido bastante diferente, para des-cribir un estilo complicado o artificial que se opone a un modo sencillo de expresión. 3. A veces indica obras que abundan en acción física e incidentes picarescos. 4. También lo encontramos usado exactamente en el sentido opuesto, para describir el escapismo que evade la realidad física y busca la ilusión romántica. 5. De nuevo lo encontramos indicando una cualidad mental: imagina-ción, creatividad, que se opone a una cualidad vulgar o pedante. 6. También tiene un sentido filosófico que indica la adhesión a la metafísica, contrario al punto de vista materialista.
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7. Y, por último, también es usado psicológicamente, para sugerir lo subjetivo en oposición a un enfoque objetivo, un énfasis en las emociones más que en la actividad corriente. Es evidente que el conjunto de estados anímicos conocidos como romanti-cismo, incluye gran variedad de elementos contradictorios. ¿Cómo es posible que la crítica literaria haya hecho tan pocos esfuerzos por reconciliar estas contradicciones? La respuesta estriba en un hecho muy sencillo: la mayoría de los críticos no son conscientes de que estas contradicciones existen. El crítico que considera el arte como una experiencia personal irracional, no ve nada sorprendente en esta combinación de elementos; siente que todo arte es subjetivo y metafísico; cree que el arte surge enteramente de la imagi-nación, la cual está desligada de la vida. Por lo tanto, el arte es, necesariamente, una sublimación, la búsqueda de una ilusión; convencido de que la realidad es aburrida e incapaz de estimular la imaginación, cree que la libertad de acción sólo puede existir en un mundo soñado; por lo tanto, el material picaresco es una evasión; puesto que el arte es irracional, debe huir de las formas convencionales, pero, puesto que trata con las sutilezas del espíritu, debe emplear un lenguaje sutil y complejo. De esta forma, hemos encontrado una clave muy útil para comprender la crítica moderna y el romanticismo del siglo XIX. El pensamiento crítico (tanto en el siglo XIX como en el XX) no ha analizado el romanticismo, porque heredó el sistema de pensamiento que constituyó el romanticismo. La esencia de este sistema, el principio que unifica sus contradicciones aparentes es la idea de la excepcionalidad del espíritu individual, de la personalidad como una entidad emocional absoluta. La elevada naturaleza del hombre lo une a la cosa en sí, a la idea del universo. El arte es una manifestación de la excepcionalidad del hombre y de su unión con la idea absoluta. Esta concepción constituye la corriente principal del pensamiento de la clase media desde comienzos del siglo XVIII hasta nuestros días. La escuela realista, tal y como se desarrolló a fines del siglo XIX, no logró una clara ruptura con el romanticismo sino que constituyó una nueva fase del mismo sistema de pensamiento. Los realistas trataron de encarar los difíciles pro-blemas, siempre en aumento, de la vida económica y social; pero no desarrollaron una concepción integrada que pudiera explicar y resolver esos problemas. El demonio y los ángeles lucharon por la posesión del alma del Fausto de Goethe. El maestro constructor de Ibsen saltó de lo alto de una torre y, mientras permanecía sólo en la cúspide, Hilda miró hacia arriba y lo vio luchando con alguien, mientras oía música de arpas en el aire. La escuela romántica se desarrolló en Alemania como una rebelión contra el clasicismo francés; Lessing fue el principal responsable de iniciar la rebelión. La palabra “romanticismo” tiene su origen en los cuentos picarescos de la Edad Media, llamados romances porque desecharon el latín y utilizaron las lenguas vulgares de Francia e Italia, las lenguas «romances». Esto es importante, porque indica la naturaleza dualista del movimiento romántico: quiso romper con la tradición marchita, asfixiante, para hallar una vida más plena y natural; esto lo relacionó con los poetas medievales que se
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apartaron del latín y hablaron las lenguas del pueblo. Pero, el hecho de que la escuela romántica se basara en tal relación, también muestra su carácter regresivo: buscaba libertad, pero la buscó en el pasado. En vez de encarar el problema del hombre en relación con su medio, se volvió a la cuestión metafísica del hombre en relación con el universo. La actitud del romanticismo estuvo determinada por la alineación de las sociales a comienzos del siglo XIX. Después de los tempestuosos dis-turbios con que finalizó el siglo anterior, la clase media comenzó a consolidar su poder; la producción mecanizada introdujo la primera fase de la expansión industrial que iba a llevar a la moderna industria monopolista. La actitud intelectual de la clase media iba inclinándose hacia la moderación, autoexpresión y ardiente nacionalismo. En Alemania, la clase media se desarrolló con menos rapidez que en Francia e Inglaterra; no fue hasta 1848 que entró Alemania en la competencia mundial como una potencia industrial y política. A principios del siglo diecinueve, el romanticismo alemán reflejó esta debilidad; y combinó el deseo de una vida personal más rica, de explorar las posibilidades del mundo real, con una tendencia a buscar un refugio seguro, a hallar un principio de permanencia. En Las principales tendencias de la literatura del siglo diecinueve, Georg Brandes subraya el nacionalismo de la época y la tendencia romántica a mirar al pasado: «El patriotismo que en 1813 arrojó al enemigo del país, contenía dos elementos radicalmente distintos: una tendencia histórica retrospectiva, que pronto se desarrolló en el romanticismo, y una tendencia liberal progresista, que dio origen a un nuevo liberalismo.» Pero, en realidad, ambas tendencias están contenidas en el romanticismo. Ya hemos señalado el carácter dualista de la filosofía kantiana. Este dualismo halló su expresión dramática en las obras de Goethe y Schiller. Goethe trabajó durante toda su vida en el Fausto; tomó las primeras notas para el proyecto en 1769, a la edad de veinte años, y se completó la obra antes de su muerte, en 1832. El dualismo de materia y mente se evidencia en la estructura técnica de Fausto. El vívido drama personal de la primera parte finaliza con la muerte de Margarita y la salvación de su alma. La vasta complejidad intelectual de la segunda parte analiza la ley ética que trasciende el mundo de los fenómenos físicos. Es instructivo comparar el tratamiento que Goethe dio a la leyenda, con el uso que hizo Marlowe del mismo material. Ninguna consideración metafísica entraba a jugar en el mundo isabelino. La tesis de Marlowe es simple: el conocimiento es poder; puede ser peligroso, pero es infinitamente deseable. Para Goethe, el conocimiento significa sufrimiento, la agonía de la lucha del alma con las limitaciones del mundo finito. Goethe creyó que el alma no podía lograr la completa posesión del espíritu, porque éste no pertenece al hambre; el espíritu debe, al final, unirse a la voluntad divina. La Elena de Marlowe es un objeto de deleite sensual. Para Goethe, Elena simboliza la regeneración moral a través de la idea de la belleza. Al fin de la segunda parte Mefistófeles no logra atrapar el alma de Fausto, que asciende a los cielos llevada por los ángeles. Fausto no se salva por su propia voluntad, sino por una ley infinita (tal como la expresan los versos finales del coro místico) que decreta que el alma es el símbolo de lo ideal 2.
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En un sentido religioso, ésta es la doctrina de la predestinación. No podemos poner en duda el carácter profundamente religioso del pensamiento de Goethe. Pero su método es científico y filosófico. Penetra todas las perplejidades del mundo del fenómeno y del mundo del nóumeno. Fausto es la dramatización del imperativo categórico kantiano. GEORG HEGEL Durante los últimos años de la vida de Goethe, el alcance del pensa-miento alemán se amplió considerablemente con las obras filosóficas de Georg Hegel. (Hegel murió en 1831 y Goethe en 1832.) La segunda parte del Fausto está muy influida por la dialéctica hegeliana, por la idea de la progresión evolutiva de la vida y el pensamiento. La filosofía de Hegel también fue dualista; en la parte trascendental, siguió los pasos de Kant. La «razón pura» de este pensador se parece mucho a la «idea absoluta» de Hegel, que es «la esencia verdadera, eterna, absolu-tamente poderosa (...) el espíritu del mundo, espíritu cuya naturaleza es siempre la misma, pero que se desarrolla en los fenómenos de la existencia del mundo»3. En vez del «imperativo categórico» de Kant, Hegel ofrece la «preexistencia de las categorías lógicas», que son ideas absolutas, independientes -de la realidad física. Estas categorías incluyen: ser, llegar a ser, cualidad, cantidad, esencia, apariencia, posibilidad, accidente, necesidad y realidad. Pero Hegel, al estudiar el desarrollo de «los fenómenos de la existencia del mundo», observó que ciertas leyes del movimiento son inherentes al movimiento de las cosas y que esas mismas leyes del movimiento gobiernan los procesos mentales. Notó que los fenómenos no son estables y fijos, sino en continuo movimiento, ya sea en crecimiento o deterioro. Los fenómenos están en una condición de equilibrio inestable; el movimiento resulta de la alteración del equilibrio y de la creación de un nuevo balance que, a su vez, es también perturbado. «La contradicción -dice Hegel- es la fuerza que mueve las cosas.» Y: «No hay nada que no esté transformándose, que no ocupe una posición intermedia entre ser y no ser.» Al aplicar este principio al movimiento del pensamiento Hegel desarrolló el método dialéctico4, que concibe la lógica como una serie de movimientos en forma de tesis, antítesis y síntesis: la tesis es la tendencia original o estado de equilibrio, la antítesis es la tendencia opuesta o perturbación del equilibrio, y la síntesis es la proposición unificadora que inaugura un nuevo estado de equilibrio. A quienes no estén acostumbrados a la búsqueda fi-losófica, les será difícil estimar la significación de la dialéctica como cuestión de lógica formal, pero si nos volvemos hacia sus efectos prácticos en el estudio de la ciencia y de la historia, el cambio operado por el sistema de pensamiento de Hegel se hace aparente de inmediato. Hasta comienzos del siglo XIX, la ciencia sólo se había ocupado del análisis de cosas fijas, estáticas; no se tenía en cuenta si el objeto estaba en movimiento o en reposo, y se estudiaba como una cosa separada, aislada. Principia, de Newton, era el modelo del método científico: la recolección y catalogación de hechos in-dependientes, aislados. En los últimos cien años, la ciencia se
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ha dedicado al análisis de los procesos. El hecho de que la materia es movimiento, que hay una continuidad de movimiento y transformación, se ha aceptado am-pliamente. No puede decirse que fuera exclusivamente Hegel el que logró echar abajo la rigidez del universo, ya que esto se debió a toda una serie de descubrimientos científicos. Pero Hegel sí desempeñó un papel muy im-portante al crear un sistema de pensamiento mediante el cual estos des-cubrimientos pudieron ser comprendidos en relación con la vida del hombre y el mundo en que vive. Durante varias generaciones, ciencia y filosofía tentaron el camino hacia una comprensión de la fluidez de la materia. Lessing había expresado este pensamiento cincuenta años antes, cuando dijo: «Todo en la naturaleza está relacionado, entrelazado, todo cambia con todo, todo se funde con todo.» La dialéctica hegeliana sentó el principio de la continuidad, tanto de los hechos como de la razón. Esto tuvo un efecto electrizante, no sólo en los métodos científicos, sino en todos los campos de la investigación. Georg Brandes habla del método de Hegel con entusiasmo lírico: «La lógica (...) cobró vida de nuevo en la doctrina de los pensamientos de la existencia en su conexión y unidad (...). El método, el imperativo proceso del pensamiento, fue la clave para la tierra y el cielo.» 5 Ni Hegel ni sus contemporáneos fueron capaces de usar esta doctrina satisfactoriamente como «la clave para la tierra y el cielo». Pero, volviendo la mirada cien años atrás, podemos estimar la importancia del método he-geliano. Su Filosofía de la historia es el primer intento de comprender la historia como un proceso, de ver las causas subyacentes tras las perturbaciones del equilibrio. Los historiadores anteriores sólo habían visto una inmensa variedad de fenómenos desconectados entre sí y motivados por las ambiciones personales de los hombres ilustres. No había perspectiva, ni ninguna tendencia a valorar las fuerzas tras las voluntades individuales: los motivos humanos se presentaban como estáticos: hechos sucedidos en Grecia, Roma o la Edad Media eran tratados sencillamente como sucesos discontinuos, que obedecían a causas fijas y eran motivados por emociones también fijas. Hegel sustituyó el método estático de investigación por el dinámico. Estudió la evolución de la sociedad humana y, aunque muchas de sus opiniones y conclusiones de carácter histórico ya han perdido su vigencia, la investigación histórica de los siglos XIX y XX se ha basado en el método dialéctico. Hoy el historiador no se contenta con la mera descripción de los hechos, la presentación de una secuencia de guerras, conquistas, negociaciones diplomáticas y maniobras políticas. La historia intenta, con mayor o menor éxito, mostrar la continuidad interna, el cambiante equilibrio de las fuerzas sociales, las ideas y propósitos que están subyacentes en el proceso histórico. Dado que el teatro trata con la lógica de las relaciones humanas, un nuevo enfoque de la lógica debe tener un efecto definido sobre el drama. Hegel aplicó el método dialéctico al estudio de la estética. Su creencia en que «la contradicción es la fuerza que mueve las cosas» lo llevó a desarrollar el principio del conflicto trágico como la fuerza que mueve la acción dramática: la acción es llevada hacia adelante por el equilibrio inestable entre la voluntad del hombre y su medio: las demás voluntades de los demás hombres, las fuerzas de la sociedad y de la naturaleza.
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El interés estético de Hegel fue general más que específico; no hizo ningún esfuerzo por analizar los factores técnicos del proceso dramático, no vio las implicaciones vitales de su propia teoría. Pero la concepción del conflicto trágico unida a las leyes aristotélicas de la acción y la unidad, constituyen una contribución básica a la teoría del teatro. Las leyes de Aristóteles se basan en el punto de vista de que una acción es, simplemente, un ordenamiento de hechos o acontecimientos en los que los participantes tienen ciertas cualidades fijas de carácter. Lessing com-prendió que acción y unidad son orgánicas, que los hechos «están enraizados los unos en los otros», pero no ofreció ninguna indicación de cómo se desarrolla este proceso orgánico. La ley del conflicto señala el camino hacia una comprensión del proceso: podemos estar de acuerdo con Aristóteles en que la acción es básica, en que «el carácter está subordinado a las acciones»; debemos ver que las acciones son un complejo movimiento en el cual las voluntades individuales y la voluntad social -el medio- están creando continuamente un nuevo balance de fuerzas; esto, a su vez, reacciona y modifica las voluntades individuales; los personajes dejan de ser encarnaciones de cualidades fijas para convertirse en seres vivos que cambian y se desarrollan con el cambio y desarrollo de todo el proceso. De este modo, la idea del conflicto nos lleva a examinar la idea de la voluntad: el grado hasta el cual la voluntad resulta dirigida conscientemente y las cuestiones del libre albedrío y la necesidad, se convierten en urgentes problemas dramáticos. Hegel analizó el libre albedrío y la necesidad como aspectos del desarrollo histórico. Enfocado así, resulta claro que el hombre, al aumentar sus conocimientos de sí mismo y de su medio, obtiene una mayor libertad, mediante el reconocimiento de la necesidad. De esta forma, Hegel aniquiló la vieja idea de que el libre albedrío y la necesidad eran contrarios fijos, estáticos, lo que va contra la razón y los hechos de nuestra experiencia diaria. Hegel consideró el libre albedrío y la necesidad como un sistema de relaciones en continua transformación: el cambiante balance de fuerzas entre la voluntad del hombre y la totalidad de su medio. Otro filósofo de la época de Hegel, Schopenhauer, fundamentó totalmente su teoría del universo sobre la idea de una voluntad universal. La principal obra de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, apareció en 1819. Sostenía que una voluntad ciega actuaba en la naturaleza y que todos los movimientos de los objetos inanimados y de los hombres se debían a la lucha de la voluntad: ésta es una nueva versión de la «preexistencia de las categorías lógicas»; Schopenhauer sustituyó la idea final de Hegel por la voluntad absoluta. Pero esta es una diferencia importante que influiría seriamente sobre el pensamiento futuro. Mientras que Hegel creía en un universo racional, Schopenhauer consideró la voluntad como emocional e ins-tintiva. Puesto que la voluntad del hombre no se basa en un propósito racional, no es libre; es una expresión incontrolable de la voluntad universal. Los dos críticos dramáticos más importantes de principios del siglo XVIII, formularon la teoría del conflicto trágico y sus relaciones con la voluntad humana en términos muy semejantes a los de Hegel: la idea aparece tanto en los escritos de
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Schlegel como en los de Coleridge. En la última década del siglo XIX, Ferdinand Brunetière aclaró el sentido de la ley del conflicto al señalarla como la base de la acción dramática. La idea del conflicto sólo es un aspecto de nuestra deuda con Hegel en el estudio de la técnica. El método dialéctico suministró la lógica social en la que se basó la técnica de Ibsen. En lugar de mostrar un encadenamiento de causas y efectos, Ibsen ofreció un movimiento complejo, sistema de desequilibrio y balance entre el individuo y el medio. La perturbación del equilibrio suministra la fuerza que mueve la acción. La lógica de Ibsen no depende de cualidades de carácter; los motivos que hacen actuar a sus personajes están contenidos dentro de la estructura de su medio. Éste es un cambio fundamental en la construcción dramática. Ya hemos observado que Georg Brandes consideró la lógica de Hegel como «la clave para la tierra y el cielo». Tanto Brandes, crítico literario, como Ibsen, dramaturgo, derivaron su método del «imperativo proceso del pensamiento». Hegel hizo otra contribución vital a la teoría técnica: descartó las confusas nociones relativas a la forma y el contenido. Esta cuestión desempeñó un importante papel en las largas y falsas batallas entre clasicistas y románticos. Puesto que Hegel consideraba la vida y el arte como un proceso, pudo ver la falacia de la acostumbrada distinción entre forma y contenido. Comentando la posibilidad de imponer una forma clásica a un material no clásico, dijo: «En una obra de arte, la forma y el tema se encuentran tan íntimamente unidos, que la forma sólo puede ser clásica hasta donde lo sea el tema. Con un material fantástico, indeterminado (...) la forma se vuelve desmedida e informe, se convierte en algo insignificante y contrahecho.»6 Dado que la filosofía de Hegel es dualista, la influencia que ejerció sobre sus contemporáneos también lo fue. La contradicción entre su método y su metafísica reflejó las contradicciones del pensamiento de su época. Heine aclamó la filosofía de Hegel como una doctrina revolucionaria. Pero, al mismo tiempo, Hegel fue el filósofo oficial del Estado alemán. El lado oficial de su filosofía fue el metafísico, que expresó la necesidad de permanencia, el deseo de la «idea absoluta». Aunque dijo que «la contradicción es la fuerza que mueve las cosas», creyó que su época marcaba el fin de la contradicción, y la realización de la «idea absoluta». Tanto en Kant como en Hegel, hallamos la metafísica íntimamente aliada a la creencia en la permanencia del orden existente. En 1784, Kant escribió un ensayo titulado ¿Qué es la Ilustración?, donde declaraba que la época de Federico el Grande contenía la respuesta definitiva a esta pregunta. Cuarenta años más tarde, Hegel decía que la Alemania de Federico Guillermo III representaba el triunfo del proceso histórico: «Los vínculos feudales han desaparecido, ya que los principios de la libertad, de la propiedad y de la persona se han convertido en principios fundamentales. Todo ciudadano tiene acceso a los cargos del Estado, pero el talento y la aptitud son condiciones necesarias.»7 La influencia dualista de Hegel continuó después de su muerte. Los años que precedieron a la revolución de 1848 -que destruyó los últimos vestigios del feudalismo-
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fueron años de creciente tensión política. La filosofía he-geliana suministró municiones para ambos bandos en pugna. Los defensores del conservadurismo y los privilegios citaban a Hegel como una autoridad para respaldar sus demandas. Pero otro grupo de sus discípulos condujo la lucha contra el Estado existente. En 1842, la Gaceta Renana provocó una conmoción considerable como órgano de los llamados «jóvenes hegelianos». Uno de sus editores, un joven de veinticuatro años de edad, era Carlos Marx. POETAS ROMÁNTICOS INGLESES Durante estos años, el movimiento romántico en la literatura y el teatro se había desarrollado y, hasta cierto punto, desintegrado. Samuel Taylor Coleridge estudió filosofía y fisiología en la universidad de Gottingen en 1798 y 1799, se compenetró con la metafísica alemana. A su regreso a Inglaterra, tradujo a Schiller (1800); más tarde se convirtió en el gran exponente crítico de la escuela romántica. El romanticismo inglés está asociado a los nombres de Byron, Shelley y Keats, quienes murieron a comienzos de la segunda década de 1800. Byron y Shelley hicieron importantes contribuciones al teatro, pero su significación especial, en lo que respecta a la corriente general del pensamiento, yace en el individualismo romántico y rebelde al que dedicaron sus vidas8. También aquí encontramos que idea dominante es la del espíritu excepcional. La tan apasionadamente deseada libertad se alcanza trascendiendo al medio. En Prometheus Unbound (Prometeo liberado), el pensamiento de Shelley está íntimamente relacionado con el tema del Fausto de Goethe: la fuga individual de las cadenas de la realidad mediante la unión con la idea absoluta; el hombre debe desprenderse de sí mismo, «abandonar al hombre, como se abandona a un niño leproso», para poder penetrar en el mundo metafísico, en la región del Hombre, espíritu armonioso de muchos espíritus, cuya naturaleza es su propio control divino. En sus notas a Prometeo liberado, Mary Shelley dice: Que el hombre puede ser tan perfecto como para ser capaz de expulsar el mal de su propia naturaleza, de la mayor parte de la creación, fue el punto cardinal de su sistema. El tema que más le gustaba tratar era la imagen de alguien que lucha contra el principio del mal9. También fue esta la imagen que inmortalizó Goethe. En The Cenci, el espíritu «que lucha contra el principio del Mal» está encarnado en la soberbia figura de Beatriz Cenci. Los poetas románticos fueron magníficamente sinceros en su amor por la libertad.
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Byron se unió a la campaña por la independencia de Grecia y murió en Missolonghi, en 1824. En Alemania, Heine proclamó su fe revolucionaria con profundo fervor. Pero la idea de la libertad continuaba siendo metafísica, un triunfo de mente sobre materia. El contacto con la realidad social era vago y carente de perspectiva. Brandes dice de Heine: «El temperamento versátil del poeta le hizo difícil luchar por una convicción política y, tal como ya hemos demostrado, se vio atraído por dos senderos opuestos, a causa de lo cual fue vago en sus manifestaciones, por sentirse al mismo tiempo, un revolucionario popular y un entusiasta aristócrata.»10 Era natural que el asalto romántico a la sociedad estuviera dirigido con mucha más fiereza contra la moral y los convencionalismos que contra los derechos de propiedad. La rebelión contra el código moral de la clase media, tenía gran importancia: la lucha contra la estrechez e hipocresía ha conti-nuado hasta nuestros días; el período de emancipación que siguió a la guerra mundial, se hizo eco de las ideas surgidas en los albores del movimiento romántico. La batalla contra los convencionalismos se libró tanto en Alemania como en Inglaterra; Byron y Shelley se negaron a aceptar las restricciones que consideraban falsas y degradantes; Goethe, Schiller y sus amigos hicieron de la pequeña ciudad de Weimar la «Atenas de Alemania», haciéndola un centro de libertad sexual, excesos sentimentales y revisiones experimentales del código moral. LA CRÍTICA DRAMÁTICA En los primeros años del siglo XIX, la teoría dramática se ocupó principalmen-te de abstracciones y sólo de manera incidental de los problemas concretos del oficio. La razón de esto debe buscarse en la naturaleza del romanticismo: Si uno cree en la excepcionalidad del genio, pone un velo sobre el proceso creador; el crítico no deseaba rasgar ese velo, al contrario, él tiene el suyo propio, que sugiere la excepcionalidad de su propio genio. No encontramos ningún intento de continuar el amplio análisis de los principios dramáticos comenzado por Lessing. El primer portavoz crítico de la escuela romántica fue Johann Gottfried Heder, miembro íntimo del círculo de Weimar que murió en 1803. Según Brandes, Herder fue: «El creador de una nueva concepción del genio: la creencia de que el genio es intuitivo, que consiste en un poder especial que permite concebir y aprehender sin la ayuda de las ideas abstractas.»11 Friederich Wilhelm Joseph Schelling desarrolló la misma teoría, y le dio una forma más filosófica. Sostuvo que la actividad de la mente es mística y que existe un cierto don especial de «intuición intelectual» que permite al genio trascender la razón. Una figura se alza muy por encima del pensamiento crítico alemán de la época: August Wilhelm Schlegel pronunció sus famosas conferencias sobre arte dramático en Viena, en 1808. Su investigación de la historia del teatro es aún de gran interés para el estudioso del drama; su análisis de Shakespeare es especialmente interesante. Pero la sombra del espíritu excepcional oscurece su trabajo. Expresó la filosofía del
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romanticismo con gran claridad: 1) en la poesía trágica «contemplamos las relaciones de nuestra existencia hasta el límite extremo de nuestras posibilidades». 2) Estas posibilidades nos llevan al infinito: «Todo lo finito y mortal se pierde en la contemplación de lo infinito.» 3) Así llegamos al acostumbrado dualismo de materia y espíritu: la poesía trata de resolver esta «discordia interna», «de reconciliar estos dos mundos entre los cuales son hallados divididos, uniéndolos indisolublemente. Las impresiones de los sentidos deben ser santificadas por una misteriosa unión con sentimientos superiores; y el espíritu, por otra parte, debe encarnar sus presentimientos, o intuiciones indescriptibles de lo infinito, en formas y símbolos tomados del mundo visible.»12 Esta teoría merece cuidadosa atención: Primero, observemos que es necesariamente subjetiva. Según palabras del propio Schlegel: «El sentimiento de los modernos es, en general, más interior; su fantasía, más incorpórea; sus pensamientos, más contemplativos.» Segundo, notemos la referencia a «formas y símbolos», que recuerdan a los métodos que posteriormente utilizó el expresionismo. Tercero, se sugiere que el dramaturgo trabaja con «sentimientos supe-riores», y no con problemas sociales inmediatos. Schlegel criticó a Eurípides por no haber logrado retratar plenamente «la agonía interna del espíritu: Le gustaba reducir a sus héroes a la condición de mendigos, y los hacía sufrir hambre y necesidades.» Desaprobó la precisión de Lessing y su orien-tación social y lo acusó de querer un arte que fuera «una copia desnuda de la naturaleza: «Su fe permanente en Aristóteles, además de la influencia de los escritos de Diderot, produjeron una extraña combinación en su teoría sobre el arte dramático.» Schlegel consideró al Werther de Goethe como un oportuno antídoto contra la influencia de Lessing, «una declaración de los derechos del sentimiento en oposición a la tiranía de las relaciones sociales». Schlegel tomó muy poco en cuenta a Aristóteles, pero su discusión de la Poética contiene lo más importante que escribió. Le disgustaba profun-damente lo que llamaba «las ideas anatómicas» de Aristóteles; al criticar los puntos de vista mecánicos sobre la acción, hizo una profunda observación sobre el papel de la voluntad: «¿Qué es la acción? (...) En su significación más profunda, la acción es una actividad que depende de la voluntad humana. Su unidad consiste en su dirección hacia un solo fin y su totalidad la compone todo lo que se encuentra entre la primera determinación y la ejecución del hecho.» Explicó la unidad de la tragedia antigua en estos términos: «Su comienzo absoluto es la aserción del libre albedrío; su fin absoluto, el reconocimiento de la necesidad.» Desdichadamente, Schlegel no supo continuar el análisis de la unidad en estos términos; de haberlo hecho, hubiera conducido a una aplicación técnica válida de la teoría del conflicto trágico. Pero la metafísica de Schlegel estaba reñida con su técnica. Después de iniciar una discusión sobre la unidad, la terminó abruptamente al declarar que «la idea de lo uno y el todo no se deriva, en modo alguno, de la experiencia, sino que surge de la actividad primaria y espontánea de la mente humana (...). Necesito una
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unidad más profunda, intrínseca y misteriosa, que aquella con la que la mayoría de los críticos quedan satisfechos.» Las declaraciones críticas de Coleridge son semejantes a las de Schlegel; sus comentarios son acertados y originales, pero las cuestiones específicas se disuelven en generalizaciones: «El ideal de la poesía sincera consiste en la unión y mezcla armoniosa y en la fusión de lo sensual con lo espiritual, del hombre como animal con el hombre como fuerza de la razón y au-todominio.»13 Pero la fuerza de la razón sólo se alcanza «cuando el cuerpo, está totalmente penetrado por el espíritu, e incluso espiritualizado hasta un estado de gloria y, como una sustancia transparente, la materia, en su propia na-turaleza oscura, se convierte en un vehículo y un sostén de la luz». Coleridge también abordó la cuestión de libre albedrío y la necesidad, y concluyó que la solución se encuentra en «un estado en el cual esas luchas del libre albedrío contra la necesidad exterior, que forman el verdadero objeto de la tragedia, puedan reconciliarse y resolverse». VÍCTOR HUGO En 1827, el romanticismo hizo su entrada, no por tardía menos sen-sacional, en el teatro francés. Víctor Hugo se convirtió en el abanderado del nuevo movimiento. Su conversión fue repentina y la proclamó con ex-traordinario vigor en el prefacio de su obra Cromwell, en octubre de 1827. Víctor Hugo y los dramaturgos agrupados a su alrededor escribieron sus obras siguiendo más o menos el modelo shakesperiano, y dominaron el teatro francés de su generación. El movimiento romántico ya había perdido su vigor en Alemania y se había convertido en algo artificial y altisonante. Víctor Hugo reflejó esta tendencia: sus dramas carecen de la profundidad de Goethe y poseen poco del fervor de Shelley. Pero él representa un importante eslabón en la tradición romántica, ya que trató de hacerla poner los pies en la tierra, y diluir su contenido metafísico. Víctor Hugo trató de hacer naturalista al romanticismo. Comenzó el prólogo de Cromwell con una declaración atrevida: «Mirad, pues, una nueva religión, una nueva sociedad; sobre esta doble base inevitablemente debe brotar una nueva poesía (...). Echemos abajo el viejo enyesado que esconde la fachada del arte. No hay reglas ni modelos o, mejor dicho, no hay más reglas que las leyes generales de la naturaleza.»14 Pero el punto focal de la concepción de Víctor Hugo sobre el drama romántico, es la idea de lo grotesco: «Por tanto, resulta que lo grotesco es una de las bellezas supremas del drama.» Pero lo grotesco no puede existir solo. Debemos alcanzar «la combinación natural, total, de dos tipos, lo sublime y lo grotesco, que se encuentra tanto en el drama como en la vida y en la creación». Es evidente que lo grotesco y lo sublime son, simplemente, otros nombres con que designar las palabras materia y espíritu. Víctor Hugo nos dice: «el primero de estos dos tipos representa a la bestia humana, el segundo, al espíritu». El pensamiento de Víctor Hugo, es, precisamente, el de Schlegel y Coleridge: el drama proyecta «la lucha de cada momento entre dos principios opuestos, siempre frente a frente en la vida, que se disputan la posesión del hombre desde la cuna
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hasta la tumba». Víctor Hugo es el puente entre el romanticismo y el realismo: él muestra que uno se funde con el otro sin ningún cambio fundamental de concep-tos15. Esto es aún más evidente en sus novelas épicas que en sus enredadas y algo operísticas piezas teatrales. Su idea de que la función del arte es la de representar lo grotesco, ha tenido una importante influencia en la técnica del realismo (posteriormente esta idea fue arrancada del realismo y revivida en el movimiento neorromántico del expresionismo). El énfasis de Víctor Hugo sobre el color local es también notable: «El color local no debe estar en la superficie del drama, sino en su sustancia, en el mismo corazón de la obra.» Las ideas políticas de Víctor Hugo fueron más concretas que las de los primeros grupos románticos. Los acontecimientos se sucedían más rápidamente, la alineación de las fuerzas sociales era cada vez más definida. La convicción de Víctor Hugo sobre los derechos del hombre lo condujeron a la arena política. Durante los sucesos que siguieron a la revolución de 1848, sus puntos de vista democráticos chocaron con la ola de reacción que se desató después de ser reprimida la revolución. Fue expulsado de Francia y permaneció en el extranjero desde 1851, hasta que la caída del Imperio, en 1870, le permitió regresar.
A MEDIADOS DE SIGLO El período del exilio de Víctor Hugo marcó la consolidación final del capitalismo, la victoria de la industria en gran escala, y el crecimiento del comercio mundial que conduciría al imperialismo moderno. Al propio tiempo, hubo un rápido desarrollo en la organización de los trabajadores y se agudizó la división de clases. Carlos Marx y Federico Engels publicaron el Manifiesto comunista, 1848. Ese mismo año hubo revoluciones en Francia y Alemania, y el movimiento cartista produjo serios disturbios en Inglaterra. Las revo-luciones francesa y alemana tuvieron como resultado el fortalecimiento de la clase media, pero en ambos casos la clase obrera desempeñó un papel de vital importancia. En Francia, la caída de Luis Felipe, en febrero de 1848, desembocó en la formación de una república «social»; en junio, la tentativa del gobierno de desarmar a los obreros de París y de ahuyentar de la ciudad a los desempleados, provocó la insurrección de los trabajadores, in-surrección que fue aniquilada tras cinco días de sangrienta lucha. En los veinte años siguientes, la Guerra Civil norteamericana abolió la esclavitud e hizo de los Estados Unidos, no sólo una gran nación unida, sino una nación cuya reserva de fuerza de trabajo y materia prima estaba destinada a darle la supremacía industrial sobre el mundo entero. También Italia logró la unidad. Entre tanto, Prusia, bajo Bismark, tomaba la dirección de los Estados alemanes; se organizó la Confederación de Alemania -del Norte, y Bismark se preparó metódicamente para la inevitable guerra con Francia. Durante estos mismos años, los descubrimientos científicos revolucionaron los
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conocimientos del hombre sobre sí mismo y sobre el medio. El origen de las especies, de Darwin, apareció en 1859. MARX Y ENGELS Durante estos veinte años, Marx y Engels daban forma a la filosofía que iba a guiar la trayectoria del movimiento de la clase obrera. Con demasiada frecuencia se cree que el marxismo es un dogma mecánico que intenta reducir al hombre y la naturaleza a un estrecho determinismo eco-nómico. Quienes esto sostienen, evidentemente, no conocen los extensos trabajos -filosóficos de Marx y Engels, ni la base de su doctrina económica. Marx adoptó el método de la dialéctica de Hegel, pero rechazó la metafísica hegeliana. Era necesario, según Marx, «descubrir la médula racional, dentro de su envoltura mística». En vez de considerar los fenómenos del mundo real como manifestaciones de la idea absoluta, dijo que «lo ideal no es otra cosa que lo material, traspuesto y trascripto dentro de la cabeza de los hombres».16 Esto significa la negación de la verdad absoluta; Engels dice: «La filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva, y de un estado absoluto de la humanidad que corresponde con aquélla. Para esta filosofía no existe nada definitivo, absoluto, sagrado; señala el carácter transitorio que tienen todas las cosas».17 Al propio tiempo, el materialismo dialéctico rechaza el enfoque mecanicista del materialismo an-terior a él que, al no estar equipado con el método dialéctico, consideraba los fenómenos como algo estático, sin movimiento. El carácter revolucionario de esta filosofía radica en su negación de la permanencia, en su insistencia en investigar tanto los procesos de la sociedad, como los de la naturaleza. El marxismo ejerció una profunda influencia en el pensamiento de los siglos XIX y XX; ha afectado a todos los aspectos de la literatura y el drama, y ha originado, además, una gran cantidad de disputas, difamaciones y mixtificaciones. Los que identifican la doctrina de Marx con el fatalismo económico, concluyen que esta doctrina coloca la cultura en una «camisa de fuerza» económica. Joseph Wood Krutch llega a afirmar que el marxismo no se contenta con controlar la cultura, sino que aspira a abolirla. Dice Krutch: «Se presume que romper con la organización económica del pasado significa, al mismo tiempo, romper con toda la tradición de la sensibilidad humana.»18 Según Krutch, el marxismo llega a la siguiente conclusión: «La poesía, la ciencia y la metafísica -a pesar de lo preciosas que puedan haber parecido alguna vezson, en realidad, simple autoindulgencia, y el tiempo que a ellas se dedica, es tiempo perdido.» Si tomamos los escritos de Marx y Engels, hallaremos una marcada insistencia en la importancia y diversidad de la cultura. Claro que ellos rechazan vigorosamente las teorías metafísicas y trascendentes de la cultura; insisten en que la cultura no es un medio para alcanzar la unión con la idea absoluta, no es una categoría «preexistente», sino que, por el contrario, existe solamente como un producto de las relaciones humanas.
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Según Marx, «no es la conciencia del hombre la que determina su existencia, sino, a la inversa, es su existencia social la que determina su conciencia».19 Si ne-gamos la primera causa metafísica, necesariamente debemos concluir que todos nuestros procesos culturales surgen de la totalidad de nuestro medio. Marx es consciente de la complejidad de la conciencia humana: «Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de la existencia, sobre estos cimientos, se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y característicos.»20 Es obvio que esta superestructura no puede ser reducida a una fórmula mecánica. Es más tanto la existencia como la conciencia social están en un proceso de continua interacción: «La doctrina materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente por el hombre y que el propio educador necesita ser educado.»21 Por tanto, las ideas de los hombres -expresadas en la filosofía, el arte y la literatura- son un factor vital en los procesos históricos: «Los hombres hacen su propia historia -dice Engels- cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual conscientemente sus propios fines; y la consecuencia de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, surge precisamente la historia.» Pero Engels señaló que estas «numerosas voluntades», por muy individuales que puedan parecer, no son voluntades en el vacío, sino que son el resultado de condiciones sociales específicas. Hay que preguntarse: ¿Qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres, se trasforman en estos móviles?»22 El éxito de la Revolución Rusa y el rápido desarrollo económico y cultural de la Unión Soviética, centró la atención mundial sobre las teorías de Marx. Los recientes logros del teatro y el cine rusos entrañan la aplicación de los principios del materialismo dialéctico a los problemas específicos de la estética y la técnica. Como resultado de ello, se ha formulado el principio del realismo socialista. El realismo socialista se opone tanto al método subjetivo como al naturalista: el artista no puede contentarse con una impresión o apariencias superficiales, con fragmentos y retazos de la realidad. El artista debe hallar el sentido interno de los acontecimientos; pero no hay nada espiritual en este sentido interno; no es subjetivo y no es un reflejo de los estados de ánimo y las pasiones del espíritu; el sentido interno de los acontecimientos se revela descubriendo las relaciones reales de causa y efecto subyacentes en los hechos; el artista debe condensar estas causas, debe darles su propio color, proporción y cualidad, debe dramatizar «la superestructur-a de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y característicos». EL REALISMO El realismo del siglo diecinueve no se fundaba en una filosofía integral o sistema
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de causalidad social. Los realistas no estaban, en lo fundamental, preocupados por las tendencias subyacentes en los acontecimientos o su significación histórica; sus métodos tendían más hacia la documentación, el naturalismo, la clasificación de apariencias. El padre del realismo, el más grande de los realistas -y quizás el menos romántico- fue Honoré de Balzac, el cual realizó su obra entre 1830 y 1850. Sólo unos pocos años después de haber proclamado Víctor Hugo «una nueva religión, una nueva sociedad», Balzac examinó esa nueva sociedad con metódica paciencia y con una pluma cáustica. Balzac expuso la decadencia y corrupción de su época. La Comedia humana revela la inestabilidad del orden social, las contradicciones que llevaron a los alzamientos, de los años sesenta y setenta. Balzac se consideraba a sí mismo un científico: «Los historiadores de todos los países y épocas se han olvidado de darnos una historia de la moral.» Pero su ciencia era más bien de clasificación que de evolución. Su intento de ver la vida con un alejamiento completamente; desapasionado, lo llevó a una excesiva preocupación por los detalles reales; su fracaso en hallar un sentido o un propósito social integral en las relaciones que analizaba, hizo que gran parte de su obra fuera más descriptiva que encaminada a alcanzar un clímax, aunque el teatro lo atrajo profundamente, fue incapaz de usar con éxito la forma dramática. Esto se manifiesta en una sorprendente característica técnica de sus novelas: La exposición, de complicada elaboración, a menudo es más larga que la historia misma. Joseph Warren Beach destaca que el punto en el cual comienzan las historias de Balzac, «algunas veces se encuentra más allá de la mitad del libro»23. Beach señala que el autor es plenamente consciente de esto, y cita el pasaje de Ursula Mirouet en el cual Balzac anuncia que la trama va a comenzar: «Si deben aplicarse las leyes de la escena a la novela, diré que la llegada de Sabino, que introduce en Nemours el único personaje que faltaba de los que están presentes en este pequeño drama, pone término a la exposición.» La influencia de Balzac está presente en toda la trayectoria posterior del realismo. Su método científico, su meticuloso naturalismo, su análisis retros-pectivo fueron imitados en la ficción y el drama. Pero los últimos treinta años del siglo fueron testigos de un serio cambio en la atmósfera social: la estructura de la sociedad era cada vez más rígida y, al mismo tiempo, crecía la tensión interna. El primer resquebrajamiento en la estructura fue la Comuna de París, ahogada en un mar de sangres el 21 de mayo de 1871. El poder del capitalismo triunfador, la amplitud de sus logros y las contradicciones internas que necesariamente creó, determinaron el carácter de la cultura de la época. Los temores y las esperanzas de los románticos ya no inspiraban; su búsqueda desesperada de expresión emocional y libertad parecía muy alejada de una época que, aparentemente, había logrado permanencia y cristalizado ciertas formas, limitadas pero definidas, de libertad y política. Necesariamente, el pensamiento se volvió hacia una investig-ación más realista del medio. Esto tomó la forma de una evaluación de lo que se había logrado, y de un intento de reconciliar las peligrosas inconsistencias que se revelaban hasta al más superficial observador del orden social.
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EMILIO ZOLA En 1873, Emilio Zola, muy influido por el ejemplo de Balzac, lanzó en el prefacio de su obra Thérèse Raquin, un ferviente alegato por el naturalismo teatro. Es curioso notar el sorprendente parecido entre lo que Zola escribió en 1873 y la romántica proclama de Víctor Hugo, en 1828. «Hemos llegado -dice Zola- al nacimiento de la verdad, la grande y única fuerza del siglo.»24 Donde Víctor Hugo había hablado de «el viejo enyesado que oculta la fachada del arte», Zola habla de «la deteriorada armazón del drama de ayer, que caerá por su propio peso». Víctor Hugo había dicho que el poeta debe escoger «no lo bello, sino lo característico». Zola, en Thérèse Raquin, dice: «La acción no consiste en alguna historia inventada para la ocasión, sino en las luchas internas de los personajes; aquí no hay una lógica de hechos, sino una de sensaciones y sentimientos.» Víctor Hugo defendió lo grotesco y exigió color local. Zola dijo: «Situé la obra en el mismo cuarto, oscuro y húmedo, para no perder la tensión y el sentimiento de la derrota inminente.» Las similitudes entre estas declaraciones son interesantes, pero también hay entre ellas diferencias vitales. Las ideas de Víctor Hugo sobre el grotesco color local eran generalizaciones. Zola fue más allá; estaba dispuesto no sólo a hablar sobre el mundo real, sino a mirar en él. Por otra parte, su postulado de que «no hay una lógica de hechos, sino una de sensaciones y sentimientos» muestra que su método de pensamiento es más romántico que realista. También en su declaración: «no más fórmulas ni normas de ningún tipo, sólo la vida misma», oímos ecos de romanticismo. La obra dramática de Zola fue mucho menos importante que sus novelas. Esto se debió, en parte (como en el caso de Balzac), a su tendencia hacia la información periodística y a la falta de una filosofía social definida. A pesar de todo, Thérèse Raquin marca un viraje en la historia del teatro, Matthews Josephson dice al respecto: «Se admite ahora que los esfuerzos de Zola como dramaturgo estimularon y sacudieron el teatro de su época, y formaron la fuente original, aunque cruda, del moderno drama francés Brieux, Becque, Hervieu, Henri Bernstein, Bataille, que cubre un período de casi cuarenta años de nuestra época.»25 Esto es cierto, aunque no es toda la verdad. Thérèse Raquin hizo mucho más que sugerir el curso del drama futuro; encarna el esquema de las ideas éticas y morales que hallarían expresión en el teatro del siglo veinte, y muestra el origen de esas ideas. En primer lugar, Zola está consciente de los problemas sociales, siente que algo no «marcha» en la nueva sociedad. Esto es inevitable, cuando consideramos que Thérèse Raquin fue escrita como novela, cuatro años antes de la Comuna de París, y como obra teatral, dos años después de aquel acontecimiento. Sin embargo, Zola vivió los días de la Comuna sin concederle una profunda significación histórica a las conmociones que precisaba. En conjunto, se sentía confundido y anonadado. Josephson nos dice: «Todo el período parece haberlo llenado de repulsión, en vez de encender su imaginación.» Esto podemos comprenderlo fácilmente si examinamos las ideas de Zola en aquella época. He aquí lo que escribió en sus notas para el ciclo de los Rougon-
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Macquart: «La época es turbulenta; es el problema de la época el que pinto. Quiero hacer resaltar esto: No niego la grandeza del esfuerzo moderno; no niego que podamos avanzar, más o menos, hacia la libertad y la justicia. Debo incluso dejar bien sentado que creo en esas palabras: libertad, justicia, aunque mi creencia es que los hombres serán siempre hombres: animales buenos o malos, según las circunstancias. Si mis personajes no llegan al bien es porque somos aprendices en perfectibilidad.»26 Por lo tanto, libertad y justicia no son cuestiones del presente inmediato, o de la perfectibilidad absoluta o final del hombre. Así se volvía, como los románticos a principios del siglo, al análisis de los sentimientos del hombre. En Thérèse Raquin, Zola se interesa más por las emociones de los pobres que por su pobreza. Califica a Thérèse Raquin de «estudio objetivo las emociones». ¿Qué significaba para Zola un estudio objetivo? Josephson subraya la impresión que produjo en Zola los experimentos del doctor Claude Bernard, estudios sobre la fisiología del sistema nervioso que estaban causando sensación en aquellos momentos. Zola también estuvo influido por Lamarck y por Darwin. Quería hacer, científicamente, la disección del espíritu, pero lo que nos muestra es el espíritu romántico, torturado por pasiones animales, sostenido por la esperanza de alcanzar la perfección total o absoluta. Zola creyó que la filosofía de los nervios determina nuestras acciones; esta fisiología es hereditaria, lo cual hace imposible luchar contra ella. Thérèse Raquin es una historia de violenta emoción sexual. Thérèse está obsesionada, su ruina está predestinada por su propia «sangre y nervios». Así, la pasión es expresión de ego, pero la pasión es también la materia prima de la vida. Contiene en sí misma la causa y el efecto; es, a la vez, positiva y negativa. Los hombres no alcanzan la perfección destruyendo las emociones, sino pu-rificándolas. La «idea absoluta» reaparece como sentimiento absoluto. Esta acepción se deriva directamente de la voluntad emocional de la filosofía de Schopenhauer. Pero Zola evitó el pesimismo del filósofo, porque combinó la idea de la voluntad ciega con la de una benevolente fuerza vital que puede trasformar las emociones torcidas de los hombres en una emoción pura y eterna27. Hay pruebas abundantes de que ésta fue la dirección esencial del pen-samiento de Zola: el ciclo de los Rougon-Macquart, comenzado en 1868 como un estudio clínico, fue terminado en 1893 como un himno al «eternamente fecundante aliento de la vida». Zola se consideró materialista; usó un método científico heredado de Balzac, pero su visión científica era oscura y sentimental; sus ideas sobre la fisiología y la herencia eran simplemente símbolos de la fuerza universal, de la cual el espíritu del hombre es un simple fragmento. Aunque insistió que la emoción es «un fenómeno puramente físico», trató la emoción como algo ajeno al cuerpo y a la mente, que controla a ambos. Esto lo llevó -como apunta Josephson- a considerar «el papel todopoderoso del acto sexual como origen y realización continua del acto de la vida (...). En Madelaine Ferat mostró “la nostalgia del adulterio debido a una supuestamente irresistible atracción que domina a todas las mujeres durante sus vidas y las arrastra hacia el hombre que, por primera vez, les haya revelado el destino de su sexo”.» Hubiera sido instructivo oír al doctor Claude Bernad comentar el valor fisiológico de este pasaje, mientras trabajaba en su
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la-boratorio. Con todo lo banal que el pasaje pueda parecer, revela el tipo de pensamiento que, de Zola a nuestros días, ha dominado la literatura y el drama. El sistema de ideas de Zola, derivado del romanticismo con ribetes naturalistas, halla su formulación dramática en Thérèse Raquin. Puesto que estas ideas se encuentran en la base de la técnica y orientación social del drama moderno, resulta provechoso resumirlas brevemente: 1.- Conciencia de la desigualdad social. 2.- Utilización de un medio monótono, presentado sin hacer concesiones. 3.- Utilización de agudos contrastes entre la monotonía de las vidas convencionales y escenas de repentina violencia física. 4.- Marcada influencia de las ideas científicas del momento. 5.- Énfasis puesto sobre emociones ciegas y no sobre la voluntad cons-ciente. 6.- Concentración en el sexo al que prácticamente se considera como la única expresión «objetiva» de la emoción. 7.- Concepción del sexo como una evasión de las restricciones burguesas. 8.- Fatalismo: el resultado está fijado de antemano y no hay posibilidades de salvación. Thérèse es la precursora de muchas heroínas modernas. Aunque el medio social es bien diferente, Hedda Gabler está estrechamente vinculada a Thé-rèse, lo mismo que todas las heroínas de O’Neill. Zola utilizó, por su cuenta, los descubrimientos científicos del doctor Bernard para exponer su concepción acientífica del fatalismo sexual. En O’Neill, encontramos una versión igualmente acientífica del psicoanálisis, para servir a idénticos fines. LA OBRA TEATRAL BIEN HECHA Zola estaba muy adelantado respecto al teatro de su tiempo y era consciente de ello. Predijo los cambios que tendrían lugar y de los cuales fue -en no pequeña medidaresponsable. Entre tanto, los dramaturgos franceses se dedicaban, con habilidad y energía, a desarrollar la obra teatral bien hecha (pièce bien faite). Tan pronto el capitalismo se estableció firmemente, surgió la necesidad de un tipo de drama que reflejara la rigidez exterior del sistema social y diera ordenada expresión a las emociones y prejuicios de la clase media superior. Las piezas de Eugène Scribe, Alejandro Dumas hijo y Victorien Sardou presentaban los convencionalismos de la época en una forma estática. Su función fue similar a la de la tragedia francesa en la corte de Luis XIV. Los dramas de Scribe, unidos con habilidad, se montaban uno tras otro con sorprendente velocidad en los días de Luis Felipe y fueron sintomáticos de la prosperidad y mediocridad de la época. Dumas hijo, que escribió en los tiempos de Napoleón III, complacía a una sociedad no satisfecha con el sentimentalismo fácil de
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Scribe. Dumas hijo llevó la obra teatral bien hecha a su madurez, dándole más profundidad emocional y sentido social. Su técnica combinaba el artificio de Scribe con el método de Balzac. Dijo que quería «ejercer alguna influencia sobre la sociedad», pero su análisis fue superficial y sus ideas fueron los desperdicios del romanticismo. Montrose J. Moses dice de Camille que su autor «había inyectado en la pieza romántica de intriga e infidelidad, una especie de análisis emocional que de alguna manera se confundía con un propósito ético»28. Esto fue un verdadero logro; la técnica perfeccionada por Dumas hijo se usa todavía actualmente: combina la evasión hacia un mundo de desenfrenada sensibilidad con la apariencia de su significado ético verdadero. Victorien Sardou fue contemporáneo de Zola. Su primera pieza de éxito apareció en 1861, el año de la muerte de Scribe. Continuó la tradición de este último, su hábil superficialidad. Pero también hizo una contribución esencial, al enfatizar la naturalidad y la vitalidad periodística. Mientras Dumas hijo creaba una ética teatral, Sardou se ocupaba de crear una naturalidad teatral, tal falsa como la ética de Dumas hijo, pero que sirvió al mismo propósito: ocultar la evasión ante la realidad. La escuela de la obra teatral bien hecha produjo un crítico que se ha ganado un lugar honorable en la historia del teatro: Francisque Sarcey, figura rectora de la crítica parisina desde 1860 hasta 1899, fue lo que puede describirse como un crítico bien hecho. Sus opiniones, como las obras que admiró, fueron convencionales y superficiales. Pero dio con un principio de la construcción dramática que lo ha hecho famoso, y que es válido no sólo respecto a las obras mecánicas de Scribe y Sardou, sino también a los mismos fundamentos de la técnica. Este principio fue su teoría de la scene à faire, que William Archer tradujo como la obligatory scene (la escena obligatoria), una escena que se hace necesaria por la lógica de la trama. Según la describe Archer, «una escena obligatoria es una que el público -más o menos clara y conscientemente- prevé y desea, y cuya ausencia puede resentir con razón»29. La tarea del dramaturgo consiste, en gran medida, en la preparación de esa escena, en despertar la expectación del público y tener adecuadamente la incertidumbre y tensión. La teoría de Sarcey ha recibido gran atención, pero ha sido tratada bastante vagamente, y su valor total en el análisis de la construcción de una pieza teatral no ha sido comprendido. La idea de que la trama se dirige en una dirección prevista, hacia un choque de fuerzas que es obligatorio y que el dramaturgo debe prestar doble consideración a la lógica de los hechos y a la de la expectación del público, es mucho más que una fórmula mecánica: es un paso vital hacia la comprensión del proceso dramático. GUSTAV FREYTAG Hemos trazado el curso del romanticismo desde Goethe y Schiller, pasando por Víctor Hugo, hasta el realismo emocional de Zola. Su desarrollo fue, en general, progresista y culminó en el renacimiento teatral de fines de siglo XIX. Al propio tiempo, debemos considerar otra tendencia, aquella de volver atrás, de aferrarse a los aspectos
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más reaccionarios del romanticismo. Zola se enfrentó a la vida con muchas ideas falsas, pero la atacó cruda y vorazmente. Al mismo tiempo, hubo un movimiento paralelo que se apartó de la realidad para buscar refugio y dignidad en la glorificación del espíritu. Die Technik des Dramas (La técnica del drama), publicada en 1863 por Gustav Freytag, dio una formulación técnica definida al aspecto metafísico del romanticismo. En esta época, la filosofía alemana se encontraba profun-damente influida por la «razón pura» de Kant y el idealismo hegeliano. Freytag fue un idealista en el campo dramático; tomó la filosofía oficial de la Alemania de Bismarck y la aplicó al teatro con rígida precisión. No hay nada vago en la metafísica de Freytag: consideró el drama como un marco estático dentro del cual el espíritu romántico deambula y sufre; su roman-ticismo fue estrecho, formal y escolástico; separó forma y contenido como se pudiera separar la estructura de una iglesia consagrada, del ideal que encarna. Freytag se refirió continuamente al espíritu, habló de «la fuerza de la voluntad que se precipita desde las profundidades del espíritu humano hacia el mundo exterior», y de «la plasmación de un acto y sus consecuencias en el espíritu humano»30. Pero el espíritu al que se refería no era el torturado espíritu indagador del romanticismo: el espíritu de Freytag tenía dinero en el banco. El héroe -dice- debe ser un aristócrata, poseedor de «una rica herencia de cultura, modales y capacidad espiritual». También debe «poseer un carácter cuya fuerza y mérito excedan la medida del hombre corriente» Las clases bajas quedan excluidas del reino del arte: Si un poeta, degradando totalmente su arte, contara las per-versiones sociales de la vida real, el despotismo de los ricos, los tormentos de los oprimidos (...). Tal obra probablemente des-pertara en gran medida la simpatía del público, pero al final esta simpatía se hundiría en un doloroso desorden (...). La musa del arte no es hermana de la piedad. Esto trae a colación la vieja cuestión aristotélica de la purificación de las emociones. Freytag interpretó a Aristóteles en forma tal que le permitió reconciliar la idea de la purificación con la de evitar «dolorosos desórdenes». Según Freytag, el espectador se purifica, no por el contacto directo con la piedad y el terror, sino mediante la liberación de estas emociones. El es-pectador no comparte las emociones, por el contrario, siente «en medio de las más violentas emociones, la conciencia de una libertad irrestricta (...) un sentimiento de seguridad». Descubre, al dejar el teatro, que «la brillantez de los puntos de vista más amplios y los sentimientos más poderosos que ahora alberga en su espíritu, se yerguen, como una transfiguración sobre su ser». Son casi las mismas palabras usadas doscientos años antes por el crítico francés Saint-Evremond al discutir la idea de la purificación. Saint-Evremond habló de «una grandeza de espíritu bien expresada, que despierta en nosotros una tierna admiración. Por este tipo de admiración nuestras mentes se ven sensiblemente atraídas, aumenta nuestro coraje y nuestros espíritus quedan profundamente afectados»31.
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Freytag coincide con Saint-Evremond en que la función del teatro es la elevar y apaciguar; pero añadió una nueva nota: la idea de la evasión estética. En la corte de Luis XIV el mundo era más pequeño y absoluto. En la Europa del siglo diecinueve, «las perversiones sociales de la vida real» hacían presión sobre el teatro, «la conciencia de una libertad irrestricta» era más difícil de alcanzar. El libro de Freytag es importante en dos aspectos: «En primer lugar, es el primer intento moderno que trata extensamente la construcción dra-mática en su conjunto, en términos técnicos. Freytag no se preocupó de la cualidad vital de la obra, porque creyó que la forma de una obra podía ser definida, y se dedicó a esta tarea metódicamente y con considerable éxito. En segundo lugar, su doble preocupación por la forma técnica y el contenido espiritual le hizo considerar el conflicto dramático bajo una luz puramente subjetiva. Comprendió que el drama debe tratar con acciones, pero el propósito del dramaturgo debe ser proyectar «los procesos internos que experimenta el hombre desde su percepción inicial hasta el apasionado deseo de actuar, así como la influencia que nuestros propios actos y los de los demás ejercen sobre el espíritu». De esta forma, su énfasis recae sobre los sentimientos y los conflictos psicológicos más que sobre la secuencia lógica de causa-efecto. Al enfocar el oficio del dramaturgo desde este punto de vista, y al considerar la acción como un símbolo de «los procesos de la naturaleza humana», Freytag sentó las bases para el expresionismo alemán. LA NEGACIÓN DE LA ACCIÓN La tendencia a enfatizar los procesos subjetivos no surge del deseo de investigar las raíces psicológicas de la conducta humana. Ya hemos observado que el interés de Freytag en el espíritu estaba directamente relacionado con su deseo de ignorar «las perversiones sociales de la vida real». Hacia fines del siglo XIX, se desarrolló una escuela de pensamiento dramático que llevó la teoría del drama subjetivo hasta el punto de negar el valor de la acción. En El tesoro de los humildes (1896), Maurice Maeterlinck dijo que «el verdadero elemento trágico de la vida sólo comienza en el momento en que las llamadas aventuras, tristezas y peligros han desaparecido (...). En realidad, cuando voy al teatro, siento como si estuviera pasando unas horas con mis antepasados, que concibieron la vida como algo primitivo, árido y brutal». Allardyce Nicoll cita esta opinión y añade lo siguiente: «Este probablemente es el comentario crítico original más importante sobre el drama que haya aparecido durante el último siglo.»32 La fuente del pensamiento de Maeterlinck es clara: quiere presentar «un intangible e incesante esfuerzo del espíritu por alcanzar su propia belleza y verdad»33. Pero, puesto que este esfuerzo es intangible, nos lleva al reino de la metafísica pura, donde el espíritu deja de luchar: En la mayoría de los casos se encontrará que incluso la acción psicológica infinitamente más elevada en sí misma que la mera acción material, que uno pudiera creer casi indispensable- ha sido suprimida, de una manera realmente maravillosa, dando
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por resultado que el interés se centre única y completamente en el individuo cara a cara con el universo. Leónidas Andreiev expresó un punto de vista semejante. Según Barrett H. Clark: «Andreiev, que adoptó un punto de vista trascendental, trató a la gente, normal y anormal, desde una altura casi ultraterrenal.»34 Andreiev pregunta: «¿Es la acción, en el sentido de movimiento y logros escénicos, necesaria al teatro?» EL RENACIMIENTO DRAMÁTICO Al mismo tiempo que Maeterlinck escribía sobre un drama en el cual incluso «la acción psicológica ha sido suprimida», se escribían y llevaban a escena las grandes obras del renacimiento teatral. Entre las piezas aparecidas antes de 1893 se encuentran Hedda Gabler, de Ibsen; El poder de las tinieblas, de Tolstoi; Los tejedores, de Hauptmann; El padre, de Strindberg; Casas de viudas, de Bernard Shaw; Despertar de primavera, de Frank Wedekind; y otras más. André Antoine, empleado de una compañía de gas, fundó el Teatro Libre en una improvisada salita de París, en 1887. Allí se representaron obras de Ibsen y Strindberg, y se montaron por primera vez las obras de François de Curel y Eugène Brieux. Una organización similar, la Sociedad de Teatro Libre, se creó en Berlín, en 1889, y otra en Inglaterra, en 1891. La primera y gran figura del renacimiento dramático fue Henrik Ibsen, cuyas obras cubren la última mitad del siglo. Escribió su primera pieza en 1850; Peer Gynt apareció en 1867 y Casa de muñecas, en 1879. Ibsen fue el tempestuoso centro del nuevo movimiento que cambió el rumbo del drama en todos los países de Europa. En el más profundo de los sentidos, éste fue un movimiento realista; enfrentó la realidad con vigor y desesperada honestidad, pero incluyó también una buena porción del oscurantismo que halló su expresión extrema en las teorías de Maeterlinck. Los tejedores apareció 1892; al año siguiente, Hauptmann escribió La ascensión de Hánale, donde la visión que de la inmortalidad tiene una niña, se contrasta con la realidad del mundo. En Tolstoi, Wedekind, y sobre todo en Ibsen, hay una lucha semejante, entre lo real y lo ideal que queda sin solución. Para comprender el nuevo movimiento, debemos verlo como la culminac-ión de dos siglos de pensamiento de la clase media. Surgió de la contrad-icción inherente a la vida intelectual de los siglos XVIII y XIX, contradicción que se encontraba en el seno de la estructura social. Esta contra-dicción, en un sentido dialéctico, fue la fuerza motriz que movió la sociedad hacia adelante; los explosivos desórdenes internos del equilibrio avanzaban, a un ritmo cada vez más acelerado, hacia el imperialismo y la guerra mundial. Los hombres de pensamiento profundo y sensible eran cada vez más conscientes de las fuerzas conflictivas que amenazaban su mundo. Pero el conflicto también estaba en ellos mismos; estaba enraizado en sus modos de pensar y creer. Era natural que un gran drama surgiera de este conflicto. Surge en el momento en
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que la sociedad de la clase media tenía aún vitalidad, avanzaba, era aún capaz -en cierta medida- de verse objetivamente. Pero la tensión latente estaba cerca de la superficie. El teatro las reflejó a ambas: la vitalidad objetiva y la peligrosa tensión interna. Esto nos da una perspectiva, tanto de la grandeza del drama a fines de siglo diecinueve, como de sus inevitables limitaciones. La contradicción se muestra agudamente en Maeterlinck, el cual fue, a la vez, un místico y un consumado científico. El miedo a la acción, expresado por él en términos metafísicos, también halló expresión en las obras del realismo más consistente de la época: Antón Chéjov. Misticismo y realismo no fueron meras cuestiones de corrientes literarias; ambos surgían de los imperativos procesos de pensamiento de la época. Chéjov dio expresión objetiva a las mismas fuerzas que dictaron la filosofía de Maeterlinck. Ya hemos visto que la contradicción romántica se hallaba en el fondo del naturalismo de Zola. En muchas formas, Zola tipificó el espíritu del siglo, la dirección en que éste se movía. La creciente presión de los acontecimientos llevó a Zola a participar en el caso Dreyfus, que lo condujo al momento más valiente de su carrera. Era un hombre de mediana edad y estaba ya cansado; había vagado sin una meta definida a través de las escenas de la Comuna de París; había predicado el naturalismo y la fe en la ciencia y en las fuerzas de la vida; el 13 de enero de 1898, Zola gritó «Yo acuso» al Presidente de Francia, al Estado Mayor del Ejército Francés y a todo el aparato estatal. Fue juzgado, sentenciado a prisión y huyó a Inglaterra, pero su voz resonó en el mundo entero. Zola fue uno de los responsables del despertar del teatro en los años noventa; lo había predicho hacía veinte años. Trabajó activamente en la fundación del Teatro Libre de Antoine; éste afirmó que las teorías de Zola lo inspiraron y determinaron la política de su teatro. En la primera función se representó la adaptación en un acto de un cuento de Zola; gracias a este escritor se montaron las primeras piezas de Ibsen en el teatro de Antoine. FERDINAND BRUNETIÈRE En él, nos enfrentamos a otro ejemplo de contradicción. Ferdinand Bru-netière hizo la contribución más importante a la teoría dramática moderna, y fue, a la vez, jurado enemigo del naturalismo de Zola. Brunetière fue tanto filósofo como crítico: fue un hombre profundamente conservador; su filosofía tendía hacia el fideísmo y lo condujo a abrazar la religión católica en 1894. Ya en 1875, cuando contaba apenas veintiséis años, atacó a Zola por «su estilo brutal, sus repulsivas e innobles preocupaciones (...). ¿Acaso la humanidad se compone solamente de bribones, bufones y locos?» 35 Pero Brunetière fue un pensador original: su oposición al naturalismo fue mucho más que un esfuerzo por el regreso a la tradición clásica. Mientras Freytag se limitó a embalsamar las tradiciones del pensamiento metafísico, Brunetière procedió a analizar el problema del libre albedrío y la necesidad. Tenía razón al sostener que el naturalismo de
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Zola era incompleto, que la fe de Zola en la ciencia era romántica y acientífica, y que lo llevaba a un fatalismo mecánico. Brunetière sostuvo que el fatalismo hace imposible el drama; el drama yace en el intento del hombre por dominar su medio: «Nuestra creencia en la libertad es una ayuda efectiva en la lucha que sostenemos contra los obstáculos que nos impiden alcanzar nuestros objeti-vos.»36 Sobre esta base, Brunetière desarrolló la ley del conflicto -ya sugerida por Hegely la aplicó a la labor del teatro: Lo que pedimos al teatro es el espectáculo de la voluntad que lucha por alcanzar un objetivo, consciente de los medios que emplea (...) el drama es la representación de la voluntad del hombre en conflicto con los poderes misteriosos o las fuerzas naturales que nos limitan y empequeñecen; es uno de nosotros, arrojado vivo sobre la escena para luchar contra la fatalidad, contra las leyes sociales, contra otros hombres, contra sí mismo y, si es necesario, contra las ambiciones, los intereses, los pre-juicios, la locura y la malevolencia de quienes nos rodean. La perspectiva histórica de Brunetière fue limitada, pero estableció una notable analogía entre el desarrollo del teatro y los períodos de expansión las fuerzas sociales. Mostró que la tragedia griega alcanzó su máximo esplendor en los tiempos de las guerras médicas. Dijo del teatro español: «Cervantes, Lope de Vega, Calderón pertenecen a la época en que España extendía sobre toda Europa, y sobre el Nuevo Mundo, la dominación de su voluntad.» Cuando escribía en 1894, sintió que el teatro de su época estaba amenazado porque: «la fuerza de la voluntad se debilita, se relaja, se desintegra. Dicen que la gente ya no sabe cómo ejercer su voluntad, y temo que tengan algo de razón. Tenemos quebradas las alas, como dijo un poeta. Nos abandonamos a nosotros mismos. Estamos dejándonos arrastrar la corriente.»37 TAINE Y BRANDES Brunetière se encuentra entre los pocos críticos que han sugerido la relación entre el desarrollo dramático y el social. Es curioso que otros escritores teatrales hayan descuidado casi por completo las implicaciones so-ciales del arte dramático38. Uno de los aspectos más impresionantes de la crítica general en el siglo XIX fue el uso de un nuevo método, basado en el análisis de los modos de pensar, las condiciones económicas y las tendencias políticas y culturales. Los dos mayores exponentes de esta escuela fueron Hipólito Taine y Georg Brandes, cuyo método emanaba directamente del de Hegel. Ambos trataron el teatro como una parte de la literatura general, sin intentar estudiarlo como algo específico, como una forma de creación independiente. Tanto Taine como Brandes estudiaron la literatura como un proceso social. «Mirado desde un punto de vista histórico -escribió Brandes- un libro, aunque sea una obra de arte perfecta, es sólo un pieza sacada de un tejido infinito.»39 Taine partió de la suposición de que «en los sentimientos e ideas hu-manos hay un
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sistema». Creyó que este sistema estaba condicionado por tres fuerzas principales: raza, medio y época: «que los hechos sean físicos o morales, poco importa, siempre tienen sus causas». Su análisis de las causas estuvo matizado por la influencia del romanticismo; como otros pensadores de su siglo, su materialismo fue un servidor del espíritu excepcional. Por consiguiente, decidió que «la historia es un problema psicológico». En vez de estudiar la intención de esas tres fuerzas: raza, medio y época, sólo estudió lo que creyó ser el efecto psicológico de esos elementos; creyó que cada época produce un tipo dominante especial, un espíritu excepcional; des-cubrió un «modelo ideal de hombre: en la Edad Media, el caballero y el monje; en nuestra época clásica, el cortesano, el hombre que habla bien»40. Taine, Brandes y otros científicos que siguieron sus pasos, suministraron gran parte del estímulo intelectual para el resurgimiento del teatro. Brandes influyó en Ibsen; Zola fue discípulo de Taine, su búsqueda de causas «físicas y morales», su concentración en la psicología emocional y en los tipos hereditarios, fueron, en gran medida, aprendidos de Taine. SPENCER Y BERGSON Durante la mayor parte del siglo XIX, el pensamiento filosófico alemán estuvo dominado por el hegelianismo. El lado metafísico de este vasto sistema dualista de mente y materia, había estado en ascenso, pero el sistema fue lo suficientemente flexible como para digerir la teoría darwiniana de la evolución y todas las maravillas de la ciencia moderna, aceptadas todas como el desenvolvimiento físico de la «idea absoluta». En Francia e Inglaterra, la tradición de Locke, Hume, Montesquieu y Saint-Simon continuó ejerciendo una profunda influencia, que le dio una dirección social y liberal a las corrientes del pensamiento filosófico. En los últimos años del siglo XIX, tuvo lugar un notable cambio en la tendencia dominante de la filosofía europea. El nuevo movimiento, destinado a desempeñar un importante papel en el pensamiento del siglo XX, no era algo nuevo. Era, en gran medida, un regreso al agnosticismo de Hume, que había sostenido que el conocimiento racional es «metafísico», y que sólo podemos confiar en los datos de nuestras sensaciones inmediatas. Durante el siglo XIX hubo muchas variantes del pensamiento de Hume, entre ellas, el positivismo de August Comte, cuya muerte ocurrió en 1857. Herbert Spencer continuó la tradición del positivismo. Aceptó los aspectos positivos de la ciencia moderna y en 1855 -cuatro años antes de la aparición de El origen de las especies-, publicó sus Principios de psicología, basados en la teoría de la evolución; a pesar de esto, estaba de acuerdo con Hume en aceptar la doctrina de lo incognoscible. Llamó a su sistema «filosofía sin-tética». En la década de 1890, la corriente de pensamiento que despertó al drama, perturbó también el equilibrio filosófico; éste, a su vez, reaccionó sobre el pensamiento en general y produjo cambios en la lógica y el método dramáticos. Mientras la filosofía permaneció dentro del marco del idealismo, fue imposible aniquilar el dualismo de
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espíritu y materia. Los hombres buscaban desesperadamente una nueva forma de liberar al espíritu excepcional de las amarras de la realidad, lo que justificaría y explicaría, al mismo tiempo, los desajustes inmediatos entre ellos mismos y el medio. El absoluto hegeliano era demasiado remoto y terminante para el mundo moderno; la «filosofía sintética» de Spencer, demasiado estrecha y limitada. Henri Bergson resolvió esta necesidad. Combinó el agnosticismo y el positivismo con la idea schopenhaueriana del mundo como expresión de una voluntad dinámica e irracional. La filosofía de Bergson fue, a la vez, in-mediata y mística, agnóstica y emocional, escéptica y absoluta. En vez de hablar de la idea absoluta, Bergson lo hizo del élan vital, «el principio original de la vida». En Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Bergson explicó el viejo dualismo de mente y materia en una forma que correspondía brillan-temente a las nuevas ideas científicas de espacio y tiempo. Dijo que hay en el ser dos aspectos: el ser fundamental, que existe en el tiempo, y el ser «refractado, hecho pedazos», que es la «representación especial y social» del ser. «La mayor parte del tiempo -dijo- vivimos fuera de nosotros mismos, percibiendo, si acaso, nuestro propio fantasma, sombra incolora que la duración pura arroja al espacio homogéneo (...). Actuar libremente es recobrar la posesión de sí mismo y regresar a la duración pura.» La importancia de estas palabras radica, no en lo que significan (porque confieso que no lo sé) sino en el hecho de que proyectan claramente la idea de la evasión mediante el trascender la realidad: «actuar libremente» en un mundo de «pura duración». Nuestra vida en la tierra es una «sombra incolora» de la libertad que puede existir en el fluir del tiempo. La filosofía de Bergson también tiene su aspecto experimental, realista; se ocupó del mundo de la sensación inmediata (el mundo del espacio), como de uno integrado por fragmentos de experiencia que sólo posee un valor temporal. En este aspecto, siguió el agnosticismo de Hume; su concepción de la realidad como algo temporalmente percibido y que no tiene un sentido racional absoluto, se semejaba al pragmatismo de William James. Tanto al glorificar el élan vital, como al subrayar el valor de la sensación, la posición de Bergson fue anti-intelectual. Ya hemos visto que el interés de Zola en la fisiología lo llevó a considerar la emoción como una cosa-en-sí--misma; de ahí sólo había un paso a su concepción del «eternamente fe-cundante hálito de la vida». Federico Nietzsche, alrededor de 1880, lanzó el mismo grito, al proclamar extravagantemente el espíritu excepcional. Nietzsche sostuvo que la razón carece de valor; alcanzamos la fuerza sólo a través de una apasionada intuición. Los valores morales no tienen sentido, porque implican la posibilidad de los juicios racionales. La fuerza de la vida está «más allá del bien y del mal». Bergson coordinó estas tendencias, desnudándolas de su vaguedad poética y salvando las contradicciones con una fraseología científica; evadió las pe-ligrosas implicaciones sociales y construyó un santuario de élan vital, tras una impresionante fachada filosófica.
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Los efectos más inmediatos de Bergson sobre la literatura de su época, se perciben en los simbolistas; Mallarmé, de Gourmont y otros. Pero tuvo una marcada influencia en el drama de fines de siglo: las obras finales de Ibsen reflejan claramente la filosofía bergsoniana. Es manifiestamente imposible hacer un examen detallado del contenido, formas y variaciones, giros, virajes, cambios y contradicciones que se revelan en el teatro de comienzos del siglo veinte. He tratado de mostrar estas ideas dominantes en sus rasgos más generales; especialmente he tratado de mostrar sus orígenes históricos y la forma en que han sido llevadas al teatro actual. Ahora examinaremos qué era el teatro en 1900 y qué aprendió a través de las obras de un hombre que descolló en su época y cuya obra llegó a su fin al terminar el siglo. Notas: 1 Obra citada. 2 Semejante concepción no podemos encontrarla en las obras de Shakespeare. A veces Shakespeare da por supuesta la vida después de la muerte, pero no le preocupa alcanzar la inmortalidad a través de la liberación del espíritu. En el soliloquio “Ser o no ser”, Hamlet se enfrenta objetivamente a la muerte; dice que el miedo a morir «nos conturba» y nos hace unos cobardes». En vez de ser una necesidad ética, el pensamiento de la unión con lo absoluto nos hace cobardes. 3 Hegel, La filosofía de la historia. 4 El término dialéctica no surgió con Hegel: Platón lo usó para significar el proceso de argumentación mediante el cual, de la presentación de dos puntos de vista opuestos, surgen nuevos elementos de la verdad, Pero la idea platónica abarcaba solamente la presentación formal de opiniones; la formulación de Hegel de las leyes del movimiento del pensamiento constituye un cambio revolucionario en el método filosófico. 5 Obra citada. 6 Obra citada. 7 Obra citada. 8 Shelley y Byron estuvieron muy influidos por la Revolución Francesa. El entusiasmo político de Byron fue, principalmente, emocional, pero las relaciones de Shelley con William Godwin le hicieron conocer profundamente las ideas de los filósofos franceses que precedieron a la revolución. La obra más importante de Godwin, Encuesta sobre la justicia política (1793) fue, en gran medida, una elaboración de las ideas de Helvecio. 9 Poetical Works of Shelley, editado por la señora Shelley, Filadelfia, 1847. 10 Obra citada. 11 Obra citada. 12 Tanto esta cita de Schlegel, como las siguientes, son tomadas de la obra ya
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citada. 13 Coleridge, Notes and Lectures, editado por la señora H. N. Coleridge, Nueva York, 1853. 14 Clark, obra citada. 15 George Sand ilustra la forma en que las ideas del romanticismo fueron llevadas adelante y se transformaron en el individualismo rebelde y algo sentimental de mediados de siglo. En sus primeros años, George Sand mostró gran interés por el socialismo, y desempeñó un activo papel a favor de los republicanos radicales durante la revolución de 1848. Dramatizó muchas de sus novelas, pero su enfoque sentimental de los personajes y situaciones no se prestaba a un traramiento dramático satisfactorio. Las brillantes piezas de Alfred de Musset también constituyen un puente entre el romanticismo y el realismo. 16 Carlos Marx, El capital, prólogo de la segunda edición alemana. 17 F. Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. 18 Joseph Wood Krutch, Was Europe a Success?, Nueva York, 1934. 19 Carlos Marx, prefacio a Contribución a la crítica de la economía política. 20 Carlos Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte. 21 Carlos Marx, Tesis sobre Feuerbach, apéndice a la obra citada de Federico Engels. 22 F. Engels, obra citada 23 Beach, The Twentieth Century Novel, Nueva York, 1932. (Valioso y exhaustivo estudio sobre la técnica de la ficción). 24 Clark, obra citada. 25 Josephson, Zola and His Time, Nueva York, 1928. 26 Josephson, obra citada. Esta exposición se basa ampliamente en los hechos presentados por Josephson. 27 Este aspecto del pensamiento de Zola muestra influencias de Saint-Simon y sus seguidores: a principios del siglo XIX, Saint-Simon abogaba por una sociedad industrial controlada; atacaba también el ascetismo religioso y sostenía el valor de la emoción física, al declarar que el hombre y la mujer constituyen el «individuo social». Algunos de sus seguidores desarrollaron este aspecto de su pensamiento en una filosofía semirreligiosa de la emoción. Esto es espe-cialmente cierto en el misticismo sensual predicado por Barthelemy Enfantin (1794-1864). 28 Moses, The American Dramatist, Boston, 1917. 29 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship, Nueva York, 1928. 30 Freytag, Die Technik des Dramas, 1863. 31 Clark, obra citada. 32 Obra citada. 33 Obra citada. 34 Clark, A Study of the Modern Drama, Nueva York, 1928. 35 Citado por Josephson, obra mencionada. 36 Brunetière, Las leyes del drama (título traducido de una edición
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norteamericana: The Law of Drama, Nueva York, 1914) 37 Obra citada. 38 Como ejemplo de este tipo de pensamiento no histórico puede citarse El desarrollo del drama de Brander Matthews. Él observa que el romanticismo tendió «a glorificar un egoísmo anárquico», de lo cual concluye que hay alguna relación entre el romanticismo y la Comuna de París, y caracteriza a ambos fenómenos como ideas inestables y falsas». 39 Obra citada. 40 Taine, obra citada.
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V Ibsen La obra de Ibsen sintetiza y concluye el ciclo de desarrollo de la clase media. Su genio reflejó su época tan claramente que un breve recorrido por dramas parece una repetición de las tendencias que han sido trazadas los capítulos anteriores. Los hilos de todas estas ideas dominantes están entretejidos a través de sus obras; logró dramatizarlas y objetivarlas. Siendo maestro del oficio, expuso la inestabilidad de la sociedad en sus puntos de máxima tensión; mostró la complicada presión existente entre la aparente rigidez del medio y las sensibilidades y perplejidades de los individuos. La sombra de Ibsen se proyecta sobre el teatro moderno. Su análisis del dilema de la clase media es tan completo que ha sido imposible ir más allá de los límites de su pensamiento; ir más allá de estos límites significaría trascender las fronteras de la sociedad tal y como está actualmente cons-tituida. El drama actual depende principalmente de Ibsen, tanto por su sistema de ideas como por la técnica, que es la encarnación estructural de esas ideas. Los estudiosos del teatro contemporáneo, por tanto, deben acudir a Ibsen, a sus obras, a sus reveladores cuadernos de apuntes, como punto de referencia constante, para guiar y verificar su estudio del drama moderno. Ibsen nació en Skien, Noruega, en 1828. Su producción dramática cubre la última mitad del siglo y puede dividirse en tres períodos o fases: la primera fase comienza en 1850 y termina con Peer Gynt, en 1867; la segunda comienza con La coalición de los jóvenes, en 1869, y termina con Hedda Gabler, en 1890; la fase final incluye cuatro obras; comienza con El maestro Solness (1892) y termina con Cuando los muertos despertemos (1899). En el primer período, que abarca diecisiete años, escribió diez obras. Pero las dos últimas, Brand y Peer Gynt, representan la culminación de los años formativos de Ibsen. Brand fue escrita sólo un año antes que Peer Gynt; ambas piezas muestran la lucha interna en la mente del autor e indican el curso de su desarrollo posterior. En Brand, la acción se desarrolla en una aldea en las montañas del norte; el simbolismo de las nevadas cumbres y la amenaza de la avalancha es precisamente el mismo que en la última pieza de Ibsen, Cuando los muertos despertemos. La primera escena de Brand muestra un desolado paisaje: «Sobre nieve de las mesetas montañosas. Niebla espesa y pesada. Lluvia. Media luz.» Brand encuentra a un campesino que le previene del peligro: «Se ha abierto cauce un arroyo por debajo. Hay un abismo sin fondo... ¡Nos tragará a ti y a nosotros!» Pero Brand expresa la profunda determinación que aparece en todas las obras de Ibsen: debe continuar adelante, no debe tener miedo. Al final de la obra (como al final de Cuando los muertos despertemos) la avalancha lo barre y Brand es destruido: «Lo sepulta el alud que colma todo el valle.» En Brand hallamos la nostalgia del sur, como un símbolo de calidez meridional y
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una especie de evasión sensual, lo cual se repite en muchas de sus obras, especialmente en Espectros. Brand dice: «Allá en casa, jamás vi el sol desde la caída de las hojas hasta el canto del cuclillo.» Su hijo muere porque él, atado a su deber en la aldea, se niega a regresar al sur para salvar la vida del niño. Pero éstas son las manifestaciones externas del pensamiento de Ibsen. La esencia de Brand es el espíritu excepcional que busca trascender la vida. En el primer acto, Brand dice que desde su infancia «ha percibido vagamente el divorcio entre las cosas conforme son y conforme debieran ser, entre haber de cargar con algo y hallar la carga excesiva». La filosofía de Ibsen se basa en el dualismo hegeliano. Brand se hace eco de la idea del movimiento dialéctico y la fluidez del universo: «Todo lo creado lleva tras sí su finis, roído por la polilla y el gusano, y según es norma y ley, debe dejar paso a una forma nonata.» Pero la respuesta la suministra también el absoluto hegeliano: «Además, hay algo que resta: el espíritu increado que fue puesto en libertad cuando estaba perdido en la temprana primavera de los tiempos, y con arrogante fe viril tendió un puente desde la carne hasta el origen del espíritu.» Es interesante notar el dualismo que entra hasta en la concepción ibseniana de lo absoluto. Aunque dice «el espíritu increado», ofrece la curiosa idea de que dormía, «perdido en la temprana primavera de los tiempos» y «que fue puesto en libertad» por la fe del hombre. Ibsen exige que se encuentre la plenitud de la personalidad, creándose el puente entre lo ideal y lo real: «De esos pedazos de almas, de esas mutilaciones del torso del espíritu, de esas cabezas y esas manos, debe surgir todo.» En Brand, la lucha es intensamente subjetiva. «¡Hacia adentro, hacia adentro! ¡Este es el lema! Ahí se dirige el camino. Ahí está.» Pero Ibsen ve que la paz interior sólo puede alcanzarse mediante un ajuste entre el hombre y su medio: «Es un justo derecho del hombre disponer de un espacio sobre la corteza terrestre para ser él mismo por entero, y yo no exijo ningún otro.» Por tanto, Ibsen vio lo que Zola, a pesar de su fisiología y su material-ismo, fue incapaz de ver en la misma época: que la cuestión del espíritu entrelazada con las relaciones de propiedad. La madre de Brand es rica, dice: «Será tuyo todo lo que poseo. Está contado, medido y pesado.» BRAND.- ¿Con ciertas condiciones? LA MADRE.- Con la única de que no disipes tu vida. Mantén la estirpe, hijo por hijo: no pido otra recompensa (...). ¡Guar-da la herencia! ¡No importa que seas exangüe y estéril, con tal que reste en la familia! BRAND.- ¿Y si, por el contrario, quisiera esparcirla a todos los vientos? LA MADRE.- ¿Esparcir lo que durante años de esclavitud ha cur-vado mi espalda y encanecido mi cabello? BRAND.- (Asintiendo lentamente con la cabeza.) Esparcirlo. LA MADRE.- ¡Esparcirlo! ¡Si hicieras tal cosa, sería mi alma lo que esparcirías al viento!
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Brand le responde con una terrible denuncia. Cuando niño, se introdujo en el cuarto donde yacía muerto su padre y «entró una mujer sin verme comenzó a remover, a buscar. Apartó primero la cabeza del difunto, sacó un fajo y luego otros... que contaba, murmurando: “¡Más, más!” (...) Lloró, ploró, protestó, juró... Husmeó todos los escondrijos, y cuando halló lo que buscaba, se precipitó con avidez jubilosa, como el halcón sobre su presa.» Esto indica la dirección que tomaría Ibsen en sus obras posteriores: vio que las relaciones sociales están basadas en la propiedad; una y otra vez señaló la corruptora influencia del dinero. Pero la cuestión del dinero es un asunto familiar entre Brand y su madre; sólo tiene una conexión general con la vida de la comunidad. Está tratada como una corrupción que brota de un mal que está en la propia familia. Es parte de una tara hereditaria. En Brand, el tema dominante que se repite una y otra vez, es el de la voluntad; el hombre debe salvarse a sí mismo por su propia voluntad. «Ante todo hay que querer, no sólo lo que es realizable en grande o pequeño, no sólo aquello cuya empresa implica una suma de fatigas e inconvenientes... no. Con fuerza y alegría se debe querer en medio de la multitud de angustias.» Otra vez Brand dice: «Rico o mendigo... quiero enteramente y esto me basta.» En el acto final, cuando está herido y sangrando, repite: «La voluntad se esconde, débil y temerosa.» Al final, mientras la avalancha lo destruye, grita su pregunta a Dios: «¡En el umbral de la muerte, dime Dios, si no supone un asomo de salvación la fuerza de voluntad!» El énfasis general de Ibsen en la voluntad, muestra la influencia de Schopenhauer. Esto conduce a un tratamiento dualista de la voluntad: el problema de la voluntad social, la lucha definida con el medio, se mezcla con el problema de la salvación, la voluntad metafísica que existe a través del universo. Así encontramos en Brand una corriente antintelectualista, de incertidumbre, y las ideas que más tarde Nietzsche encarnaría en su su-perhombre. Inés, la esposa de Brand, sugiere que la intuición es más poderosa que la razón: «¿Podré yo tal vez alegar razones con cordura? ¿Tal vez no viene la corriente del ánimo como un aroma en una ráfaga de aire?» En su soledad final, Brand siente que es un espíritu superior: «A millones me seguían desde abajo, y ninguno ha alcanzado la cumbre.» En obras posteriores, y especialmente en las de sus últimos años, en-contraremos a Ibsen repitiendo la incertidumbre de Brand: «Cuando me enfrento al espíritu individual y le exijo que se levante, siento como si flotara sobre los restos de un naufragio, vapuleado por las olas.» Pero el énfasis en la voluntad consciente también está presente en toda la obra de Ibsen, y le da dirección y coraje. La voluntad de Brand es semirreligiosa; pero puesto que es voluntad, y no fe, constantemente lo trae de regreso a la realidad, de regreso a la lucha contra el obstinado mundo de los hechos. En el acto final, solo, antes que la avalancha lo arrastre, Brand se enfrenta en una visión a todo el mundo de su época: «Veo como pasan imágenes sombrías, cabalgada de infierno nocturno (...). Veo parientes en lucha, y hermanos tranquilamente agazapados tras cubrirse con el sombrero
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del olvido. Y observo más todavía: quejas, gritos de mujeres y de hombres, sordos a las órdenes y a las plegarias (...). Horadado de relámpagos, el porvenir muestra tiempo y visiones peores. Sobre el país se extiende la espesa nube negra del carbón inglés, que mancha cualquier fronda fresca, que ahoga todo buen germen con su veneno a ras de tierra (...). Aúlla el lobo ruso detrás de la Razón, sol terrestre, y gritos de llamada hacia el norte mandan partir a la guerra.» Se le aparece la visión de Inés y le ruega que vaya con ella, a buscar el sol y el verano, pero él se niega: debe «vivir lo que hasta hoy he soñado, hacer realidad lo que todavía era pensamiento». El espectro trata de detenerlo: «¿Deseas revivir libremente, despierto, la siniestra pesadilla?» y él responde: «Con toda lucidez.» Ibsen permaneció fiel a esta resolución. Nunca vaciló en la amarga lucha por ver la realidad «con toda lucidez». Al año siguiente escribió Peer Gynt, que representa un aspecto diferente de los problemas tratados en Brand. Peer Gynt es mucho más vital, está realizada más imaginativamente. Mientras Brand se concentra en largas discusiones abstractas, Peer sale al mundo, y prueba la realidad en una serie de aventuras picarescas. Pero lo que Peer busca es: «Flotar sobre el río del tiempo y permanecer íntegramente uno mismo.» Como el Fausto de Goethe, Peer gana todas las maravillas del mundo; se hace rico y financia guerras. Luego decide: «Mi vida comercial es capítulo concluido y mis escarceos amorosos son asunto terminado.» Por tanto, sería una buena idea «estudiar la veracidad de los tiempos pretéritos». Pide a la Esfinge le revele su enigma; en respuesta, el profesor Begriffenfeldt, un filósofo alemán, surge por detrás de la Esfinge; el profesor es «en verdad, un hombre inteligente con exceso; casi todo lo que dice sobrepasa el en-tendimiento de uno». Bregriffenfeldt lo lleva al club de los hombres inte-ligentes de El Cairo, que resulta ser un manicomio. El profesor susurra dramáticamente a Peer: «La razón absoluta expiró anoche a las once.» Luego, le muestra los locos: «Aquí se trata de ser uno mismo, uno mismo hasta el límite, uno mismo y nada más (...). Cada uno se encierra en el tonel del yo, se sumerge del todo en la fermentación del yo (...). Con el tapón del yo se cierra herméticamente y se templa la madera en los pozos del yo.» De esta manera, rinde Ibsen sus respetos al espíritu excepcional. Pero al final, Peer debe enfrentarse a sí mismo; en los estériles matorrales hay voces que lo circundan: «Somos los pensamientos que deberías haber pensado, las manos que deberías haber estrechado (...). Debiéramos habernos elevado a las alturas como voces incitantes (...). ¡Nosotros somos el lema que debieras haber pregonado! (...) ¡Somos las canciones que debieras haber cantado! (...) Somos las lágrimas nunca vertidas.» Encuentran al fundidor de botones, con una caja de herramientas y un gran cazo de fundir; el fundidor le dice que debe ser derretido, que debe volver al cazo, «mezclarse con la masa». Peer se niega a ser privado de sí mismo, pero el fundidor se divierte: «Querido Peer, no hay que alterarse tanto por minucias tan insignificantes. Tú jamás fuiste tú mismo.» A solas, Peer ve una estrella fugaz; la llama: «¡Hermana Estrella! ¡No hay nadie! ¡Nadie entre la multitud! ¡Nadie en el abismo! ¡Nadie en el cielo!» Pero la respuesta que Ibsen da en Peer Gynt no es el coraje solitario de Brand, ni
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la gracia infinita que salva a Fausto. Peer regresa al hogar que había abandonado y a la mujer que lo ha estado esperando; pregunta a Solveig si puede decirle donde ha estado él «con el sello de Dios sobre la frente». Ella responde: «¡En mi fe, en mi esperanza y en mi amor! Peer se aferra a ella como madre y esposa; oculta su rostro contra ella, mientras Solveig canta: El niño ha estado en el regazo de su madre jugando con ella el día entero. ¡Cuán cansado parece! El hombre se evade, se oculta en la matriz de la madre-esposa. Esta es una nueva idea de la evasión; la mujer-símbolo tipifica la fuerza de la vida; el hombre encuentra la salvación en su propio hogar. En las piezas de Eugene O’Neill encontraremos que la mujer-símbolo se ha convertido en algo absoluto; absorbe al hombre y niega la acción; es, a la vez, el mal y el bien, el amor y el odio; es, al mismo tiempo, prostituta y santa. De este modo, Ibsen expuso la contradicción que convierte la fuerza de la vida en la negación de la vida. Ibsen no pudo llegar más allá de este punto en sus estudios del hombre en relación con las generalidades de su medio. Si se hubiera aferrado a la mujer-símbolo, hubiera llegado a la negación, pero recordó la determinación de Brand: «Con toda lucidez». Rompió definitivamente con el estado de ánimo existente en Brand y Peer Gynt. Dos años más tarde (uno antes de la Comuna de París), escribió La coalición de los jóvenes. En vez de niebla y montañas nevadas, «la acción se desarrolla en Noruega, en unos altos hornos próximos a una ciudad industrial del sur». Ibsen se vuelve de la filosofía a la política con gran satisfacción. Stensgaard describe un sueño: Se podía ver todo el ámbito de la tierra; pero no había sol sino sólo un resplandor amarillento de relámpagos. De repente, se produjo un huracán; venía del oeste, arrastrándolo todo: pri-mero, las hojas secas y luego los hombres. Enteramente parecían burgueses corriendo detrás de sus sombreros; pero, cuando los tuve más cerca, vi que eran emperadores y reyes, y que aquello que intentaban recoger en su carrera, lo que tocaban sin llegar a asirlo, eran sus cetros y coronas. Pasaban a centenares, sin que nadie supiera de qué se trataba. En La coalición de los jóvenes, Ibsen analiza con extraordinaria habilidad el carácter en términos de presiones sociales. El doctor Fjeldbo dice de Stensgaard: «Su padre era un ente lamentable, un andrajo. Tenía una al-moneda, y por añadidura, cuando se presentaba ocasión, prestaba a réditos, o mejor dicho, su mujer hacía este oficio. Era ella una arpía sin nada femenino más que el nombre, desprovista de corazón, que acabó dejando en el peor lugar a su marido.» Fjeldbo señala orgullosamente las raíces de su propio conservadurismo: «Poseo lo que equilibra, lo que infunde seguridad de uno mismo. Fue educado entre la paz y la armonía de una familia honrada de la clase media.
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Mi madre es una mujer en el mejor sentido la palabra. Ninguno de nosotros pensó jamás en elevarse por encima de condición.» La última escena de La coalición de los jóvenes es una mordaz sátira sobre compromiso político. Stensgaard trata de casarse con la viuda de un fondero: «Hallé una mujer de principios que podría regentar mi hogar; arrojé mi careta aventurera y vedme aquí, entre vosotros, como un honrado hijo pueblo.» Pero todo es un error, la viuda se casa con otro y Stensgaard se va en desgracia: LUNDESTAD.- Tengan en cuenta, señores, que dentro de diez o quince años Stensgaard será diputado o ministro, acaso ambas cosas. FJELDBO.- ¿Dentro de diez o quince años? Entonces ya no podrá ponerse al frente de la Coalición de los Jóvenes. HEIRE.- ¿Por qué no? FJELDBO.- Porque tendrá una edad sospechosa. HEIRE.- Pues se pondrá al frente de las personas sospechosas (...). BRATSBERG.- (El dueño de los altos hornos). También lo supongo yo, amigos míos. Porque, en realidad, nos hemos debatido como unos locos a ciegas; pero velaban por nosotros unos ángeles buenos. LUNDESTAD.- ¡Dios nos asiste! En cuanto a los ángeles, creo que sólo eran regulares... En esta obra podemos observar los rudimentos de la filosofía social de Ibsen: conciencia de un cambio inminente combinada con la desconfianza de los métodos políticos. Él sabía que el hombre es un producto de su medio, pero no pudo ver cómo puede ser cambiado el medio sin cambiar el corazón del hombre. Por tanto, regresa al tema de Brand: la voluntad misma debe ser intensificada; pero, ¿cómo puede lograrse esto cuando la voluntad está sujeta a todas estas influencias corruptoras? Había arrojado a un lado su fe en una eterna fuerza de la vida; ya no ofrecía la mujer-símbolo como una evasión. Pero encontró insoluble el conflicto entre lo ideal y lo real, porque, como Peer Gynt, se aferró al ser interno. Quería hallar la solución dentro del hombre. Ibsen nunca fue fatalista, porque su fe en la fuerza de la voluntad es demasiado fuerte; cuando encuentra las contradicciones sociales demasiado difíciles de enfrentar, se vuelve hacia el misticismo; pero hasta esto (en sus obras finales) se alcanza por la voluntad más que por la fe. En La coalición de los jóvenes muestra su cinismo respecto a la acción colectiva: una predilección por el hombre natural de Rousseau, y un odio por las complejidades de la civilización industrial, «la espesa nube negra del carbón inglés» de que había hablado Brand. lbsen quedó profundamente alterado por los acontecimientos que siguieron a la guerra de 1879. El 20 de diciembre de 1870, escribió en una carta1:
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Los acontecimientos históricos reclaman compartir mis pensa-mientos. La vieja ilusoria Francia se ha desmoronado; y cuando la moderna y práctica Prusia sea también hecha pedazos, ha-bremos saltado al medio de una época en crecimiento. ¡Oh, cómo vendrán entonces avalanchas de ideas a nuestras cabezas! Todo lo que hemos vivido hasta la fecha son migajas de la mesa revolucionaria del siglo pasado. Pero esta conclusión le dirige al espíritu: «Lo que se necesita es una relación del espíritu humano.» Tras La coalición de los jóvenes, Ibsen escribió dos obras, Emperador y Galileo y Los Pilares de la sociedad, que marcan un período de transición. Estaba tanteando su camino hacia una nueva orientación. Diez años después de La coalición de los jóvenes, comienza, con Casa de muñecas, el gran ciclo de período intermedio. He prestado especial atención a las primeras obras de Ibsen, porque en ellas encontramos los elementos que alcanzan expresión madura en Casa de muñecas, Espectros, Hedda Gabler y en El pato salvaje. Los primeros sondeos sobre el carácter, la búsqueda del hombre total, de la voluntad integrada, conducen directamente a estas obras. Peer Gynt miró al cielo nocturno, vio la estrella fugaz, y regresó atemorizado a los brazos protectores de la esposa--madre. Pero ésta era otra muerte; en Europa un viento tempestuoso arras-traba a reyes y emperadores. Ibsen trató de comprender estas fuerzas, pero le pareció que la raíz del problema se encontraba en la corrupción de las relaciones personales. Puesto que la célula de la sociedad de la clase media era la familia, se lanzó a la disección de la estructura de la familia con celo quirúrgico. Era inevitable que se volviera hacia esta dirección: salvar a la familia de la destrucción, renovar su integridad era el único camino hacia la libertad dentro de los límites de la sociedad de la clase media. El espíritu humano no podía renacer en el vacío; si la armazón social iba a continuar inalterable, el individuo debía hallar honor y libertad en sus relaciones más íntimas; debía reconstruir su propio hogar. Esto era infinitamente más profundo que el materialismo emocional de Zola. Ibsen sabía que la gente no podía salvarse por creer en la ciencia o las emociones. Si podían salvarse de alguna manera, debía ser mediante su propia voluntad, actuando bajo condiciones definidas impuestas por el medio, pero aquí, de nuevo, se enfrentaba a una contradicción insoluble. No encontrar una salida honesta para la voluntad que permanecía mental y afectivamente dentro de la estructura de la familia; la vida que analizaba ofrecía valores constructivos. Todo lo que pudo mostrarnos fue amargura, inercia y confusión moral. Los personajes de las obras de Ibsen son gentes de los suburbios de las ciudades industriales. Señalaba Shaw, en 1896, que las casas de familia de Ibsen están esparcidas por todos los suburbios de Londres: «Salte de un tren en cualquier parte entre Wimbledon y Haslemere; entre en la primera casa que encuentre y, ¡hela ahí!» Las obras modernas, que constituyen pálidos ecos de Ibsen, a menudo muestran a la clase media sumida en la misma derrota sin esperanzas. Ibsen los vio tratando de salvarse a sí mismos. Analizó las formas en que la presión del dinero actúa sobre los
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valores éticos; mostró que los convencionalismos superficiales que pasan por leyes morales, no son absolutos, sino que están dictados por los intereses de propiedad de la comunidad. Los personajes de Ibsen luchan por su integridad, pero su lucha es más ética que social; luchas contra las convenciones, pero no contra las condiciones de estas convenciones se derivan. Al considerar a Ibsen, uno debe considerar el estrecho vínculo que lo unía a los individualistas románticos de principios del siglo diecinueve. Goethe y Schiller, y Heine y Shelley creyeron que la libertad del individuo podía alcanzarse mediante la destrucción de los falsos valores morales. Para ellos, esto era una verdad general. Ibsen trató de aplicar esta idea con meticulosa honestidad, trató de hacerla funcionar en la rígida vida de la comunidad de su tiempo. La primera de estas obras, Casa de muñecas, expresa un definido mensaje de esperanza. Pero la esperanza no es inmediata; yace en los resultados finales que pueden alcanzarse a través del valor de Nora después que ella abandona a su esposo y su hogar. Nora dice: «Ahora quiero averiguar a quién asiste la razón, si a la sociedad o a mí.» Ha descubierto que su esposo es un extraño: «En este mismo instante me he dado cuenta de que había vivido ocho años con un extraño. Y que había tenido tres hijos con él» Las palabras finales de Nora son esperanzadas; tanto ella como Helmer creen que algún día podrán reunirse en un «verdadero matrimonio». Pero, ni en Casa de muñecas, ni en las piezas que siguieron, hay tan siquiera una pista de cómo puede alcanzarse esta nueva vida. Muy a menudo se habla de Espectros (1881) como de una pieza en la cual la herencia se proyecta como un destino ciego, implacablemente des-tructivo. La crítica sugiere que esta fuerza destructiva es semejante al Destino que se proyecta sobre la tragedia griega. Esto es completamente equivocado. Ya hemos señalado que la idea del destino en este sentido místico corresponde a la tragedia griega. También esta idea es totalmente ajena a Ibsen. Zola creyó en la herencia; la visualizó como una fuerza externa, que arrastraba a la gente en contra a su voluntad. No hay una línea en lbsen que sugiera la aceptación de un destino inevitable debido a la herencia, o de cualquier otra clase de destino, némesis o fuerza exterior. Espectros es un estudio de una enfermedad y locura en términos de una causalidad social objetiva. La nostalgia enfermiza de la clase media se hace eco en el terrible grito de Oswaldo: «Madre, dame el sol.» Ibsen estuvo mucho menos in-teresado en el destino que en el carácter de la señora Alving y en su heroica lucha por dominar los acontecimientos. Su fracaso se debió a condiciones sociales específicas. Ibsen tuvo muy poco que decir acerca de la herencia, y mucho sobre las causas inmediatas de la situación. Estas causas son tanto internas como externas: exteriormente está la presión del dinero; interiormente, las mentiras e ilusiones. En ninguna otra obra ha mostrado Ibsen la interconexión de estas fuerzas tan claramente como en Espectros. El dinero fue la causa del matrimonio sin amor de la señora Alving; el dinero la mantuvo atada a la vida de torturas. Nos dice: «Nunca lo habría resistido si no hubiera tenido una tarea que cumplir. Porque, eso sí, puedo decir que he trabajado. Las obras benéficas, el aumento de las tierras, las mejoras, todas las cosas útiles cuya gloria recogió Alving, ¿cree usted
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que fueron por la menor iniciativa suya?» La señora Alving compara su propio caso con el de la muchacha a quien el señor Alving sedujo y a la que casó después mediante el pago de setenta libras: PASTOR MANDERS.- Hay una gran diferencia. SEÑORA ALVING.- No tanto. La única diferencia estaba en el precio. Por un lado, setenta libras, y por el otro, una fortuna entera. La señora Alving trata de salvarse construyendo un orfanato a la memoria de su esposo: «Yo no quería que mi buen Oswaldo heredara nada de su padre. Las sumas que todos los años he dedicado al orfanato ascienden -lo he calculado meticulosamente- a una cantidad por la cual se consideraba en sus tiempos al teniente Alving como un buen partido.» Esta es la esencia del pensamiento de Ibsen respecto a la propiedad: el individuo trata de alcanzar su integridad mediante un acto ético. Pero Ibsen no se detiene aquí; ve que el acto ético es insuficiente en sí mismo: el orfanato arde hasta los cimientos. Esto lleva el problema a un punto de máxima tensión: El incendio del orfanato, al final del segundo acto, destruye el equilibrio social por el cual la señora Alving había luchado tan deses-peradamente. En el tercer acto, debe plantearse la cuestión de por qué ha fracasado. La respuesta, o bien debe ir a los mismos cimientos del sistema de propiedad, o tratar de explicar la situación en términos del carácter personal. La respuesta de Ibsen es un compromiso, que es la exacta repetición del tema de Casa de muñecas. La tragedia no es culpa de los individuos, ni del sistema de propiedad; la familia está en falta; la solución radica en «un verdadero matrimonio». La señora Alving dice a su hijo que tanto ella como Alving eran culpables: Aquel niño alegre -porque entonces era enteramente un niño- -se instaló en una población con pretensiones de gran ciudad, que no podía ofrecerle sino placeres en vez de verdadero regocijo (...). Nunca encontró ocasión de desahogar su indomable alegría de vivir. Yo tampoco la llevé a su casa. Me habían inculcado algunas enseñanzas, en las cuales no existían más que obliga-ciones y por ellas me he regido durante largo tiempo. Todo en la vida giraba en torno a deberes: mis deberes, sus deberes... Aquí, de nuevo, se indican las bases sociales, pero se subrayan senti-mientos y creencias: el «verdadero matrimonio» puede lograrse liberando al individuo de una falsa idea del deber. El título de la obra se refiere a «creencias muertas». La señora Alving dice: «Nada de eso está vivo en nosotros; pero existe y no podemos librarnos de ello. Hasta cuando tomo un periódico para leer, veo surgir espectros entre las líneas». En otra oportunidad, Oswaldo habla de «una de esas ideas que corren por el mundo, uno de esos...» Y la señora Alving responde: «¡Espectros!» Espectros puede ser considerada como el clímax de la carrera de Ibsen. Tanto si la consideramos o no su mejor obra, indudablemente es la más clara, su aproximación más
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lograda a una concepción social constructiva. Su determinación de ver la realidad «con toda lucidez» lo llevó a una peligrosa encrucijada. Como dice la señora Alving: «Sólo quería tocar un punto; pero cuanto éste estuvo suelto, todo se deshizo. Y entonces me percaté de que todas sus costuras estaban hechas a máquina.» Su preocupación por la estructura de la familia hizo a Ibsen tomar conciencia de la especial acritud del problema de la mujer. Dice en sus notas para Espectros: «De estas mujeres de hoy en día, maltratadas como hijas, como hermanas, como esposas; no educadas según sus capacidades; impedidas de seguir sus inclinaciones; privadas de sus herencias; amargadas en sus caracteres, es de donde salen las madres de la nueva generación. ¿Cuál es el resultado?» Las obras que siguieron a Espectros, muestran una creciente preocupación por el análisis psicológico de la mujer moderna. Un enemigo del pueblo (1882) vuelve a la política; pero tras ella, las obras de los próximos ocho años se ocupan menos de la totalidad del medio y más de las tensiones emocionales dentro de la familia. La razón de esto se evidencia en Espectros. En esta obra, Ibsen fue tan lejos como se atrevía a ir en su acción de minar los fundamentos de la sociedad. Entonces se aleja de esto hacia el análisis de la superestructura emocional. En El pato salvaje, (1884), vemos de nuevo la integridad de la familia, destruida por falsos ideales e ilusiones. Dice Relling: «No emplee esa palabra extranjera de ideal. En buen noruego existe otra más apropiada: mentira.» Gregorio pregunta: «¿Cree usted que tiene algo que ver una cosa con otra?» Relling: «Entre las dos palabras no hay mayor diferencia que entre tifus y fiebre tifoidea.» Es la estupidez y el egoísmo del macho lo que destruye a la familia de Ekdal. Hialmar Ekdal es de la misma progenie que el Helmer de Casa de muñecas, pero es descrito mucho más venenosamente; al final, después de haber llevado a su sensible hija a la muerte, la conclusión es desgarradora. Dice Relling: «Antes que pasen nueve meses de su muerte, la pequeña Hedrigia no será para él más que un bonito tema de declamación. Entonces lo verá lleno de ternura, de piedad y de admiración para sí mismo.» En Rosmersholm (1886), Rebeca West sólo puede hallar su integridad en la muerte. Su amor por Rosmer los conduce a ambos a arrojarse desde el puente que cruza el torrente. Aquí observamos el comienzo del misticismo que se convierte en la nota dominante del período final de Ibsen. La madre--esposa de Peer Gynt reaparece. Pero no tiene la santa inocencia de Solveig; ella también está tratando de salvarse a sí misma mediante su voluntad. Ya no es Nora, la niña-esposa crecida, que va alegremente por el mundo. Ahora está amargada y dominada por el sexo. Rebeca dice que fue a Rosmersholm deliberadamente, a ver qué podía sacar de allí: «Desconocía los miramientos que pudieran detenerme. No existía nada que me hiciese retroceder.» Des-truyó el hogar de Rosmer y su esposa se suicidó. Rebeca quería que él fuera «todo un hombre libre, tanto en circunstancias como en espíritu». Pero cuando lo logra, encuentra que su voluntad está castrada. Su amor se ha convertido en «autonegación» y los dos amantes siguen a la esposa hacia la tumba. En la última pieza del período intermedio, Hedda Gabler (1890), Ibsen hace un
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análisis brutalmente honesto de las mujeres socialmente desajustadas. Dice en sus notas para Hedda Gabler que «es la búsqueda de un objetivo en la vida lo que la atormenta». También era «la búsqueda de un objetivo en la vida» lo que atormentaba a Rebeca West, pero en Rosmersholm, Ibsen olvidó dramatizar este factor. La intensa sexualidad de Hedda, su falta de escrúpulos, su dependencia en los convencionalismos, su miedo a cualquier cosa «ridícula e indigna», su idealismo frustrado, su desesperado egoísmo, la hacen el arquetipo de las mujeres cuya inestabilidad y encanto son los principales decorados del drama moderno. Pocos dramaturgos contemporáneos han trazado un retrato tan honesto y seguro. La amarga tragedia de Hedda se convierte en lo que ella más temía: algo «ridículo e indigno». No obstante, sus rasgos son claramente discernibles en sus pálidas réplicas: la incansable Gilda, en Design for Living, de Noel Coward; la furiosamente romántica Nina, en Strange lnterlude. Hedda es una docena de heroínas que no tienen otro objetivo en la vida que la persecución de hombres e ideales. Lo único que eleva a Hedda sobre lo «ridículo e indigno», es su voluntad; como todos los personajes de Ibsen, ella sabe que debe hacer su propio destino. Cuando el juez Brack le dice que Lovborg está muerto, ella res-ponde: «Es un alivio saber que, a pesar de todo, puede producirse un gesto de valor consciente en el mundo, algo sobre lo cual caiga un resplandor de belleza instintiva.» Lo que horroriza (y lo que realmente destruye su voluntad) es el hecho de que Lovborg no se mató voluntariamente. En el teatro del siglo XX, las Heddas han perdido esta cualidad distintiva. Ellas buscan «belleza instintiva» a través de los sentimientos, a través de la emoción carente de voluntad. La Hedda de Ibsen muestra que es arrastrada en esta dirección, que, como Rebeca en Rosmersholm, su voluntad se está debilitando. Y ésta es la dirección del propio pensamiento de Ibsen. William Archer cita una carta escrita por Ibsen al conde Prozor en marzo de 1900: «Usted tiene esencialmente la razón cuando dice que el ciclo que cierra con el Epílogo (Cuando los muertos despertemos) comienza con Solness el constructor.» Es interesante que, a través de todo el período desde Brand a Hedda Gabler, Ibsen haya vivido en Alemania (desde 1864 a 1891), y haya hecho visitas ocasionales a Italia. El ciclo final de cuatro piezas fue escrito después de su regreso a Cristianía. En Solness el constructor (1892), la primera y más poderosa de estas piezas, expone el dilema que enfrentaba: Hilda, como Rebeca West y Hedda, es de nuevo la mujer que busca libertad emocional por sí misma, por su propia voluntad, a cualquier precio. Solness, el maestro constructor que ya comienza a envejecer, le dice: «¿No cree usted, como yo, Hilda, que hay ciertos elegidos, ciertos hombres diferentes de los demás, que recibieron la gracia, el poder de desear una cosa, de anhelarla, de quererla con tanta fuerza, con tanta constancia... que inexorablemente han de conseguirla? ¿No lo cree? La escena continúa: SOLNESS.- Usted es la juventud, Hilda. HILDA.- (Sonríe.) Esa juventud a la que usted tiene tanto miedo.
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SOLNESS.- Y por la cual, a despecho mío, me siento arrastrado. Hilda le dice que debe subir a lo alto de la torre que ha construido; también dice que ella también quiere subir a una torre extraordinariamente alta, donde pueda «contemplar a cuantos construyen iglesias y casas para padres, madres e hijos... Y entonces construiremos lo más maravilloso del mundo... Castillos en el aire... ¡Es tan fácil construir castillos en el aire...! En particular, para los maestros que sienten vértigos de conciencia.» Solness dice que el castillo en el aire debe ser real, debe tener «cimientos sólidos» Un poco más tarde le dice a Hilda: «Los hombres no saben qué hacer con sus hogares. Su felicidad no está en ellos (...). Sí, por muy hacia atrás q quiera recordar, no veo nada. No he edificado nada fuerte, nada sólido, ni he sacrificado nada para construir algo duradero. ¡Nada, nada, nada! (...) Quiero construir un edificio que albergue la dicha humana... la única que puede albergarse.» HILDA.- Maestro Solness... ¿está usted pensando en nuestro cas-tillo en el aire? SOLNESS.- Sí, pienso en nuestro castillo en el aire. HILDA.- Tengo miedo de que se apodere de usted el vértigo a mitad del camino. Sus últimas palabras a Hilda, mientras se dirige a subir a lo alto de la torre, son también la despedida de Ibsen: «sobre cimientos sólidos». Hilda lo ve en lo alto de la torre, «libre y osado», y al final dice: «Subió hasta lo último. Y he oído en los aires música de arpas.» En Solness el constructor, Ibsen revisa su propia obra y confiesa su confusión. Ha analizado a la familia de la clase media y lo que ha hallado es decadencia y amargura: «Los hombres no saben qué hacer con sus hogares. Su felicidad no está en ellos.» Pero estaba convencido de que la felicidad era «un derecho del hombre». El hombre debe conquistarla por su propia voluntad, pero en la comunidad moderna la voluntad tiende a atrofiarse, y a convertirse en algo estéril. En 1870, Ibsen había dicho que «lo que se necesita es una revolución del espíritu». Había tratado de encontrar un camino por el cual el espíritu humano pudiera conquistar su medio, pero no encontró ninguna solución. Por tanto, la voluntad debe trascender el medio, debe alcanzar la «belleza instintiva» de que habló Hedda. Ibsen comprende que esta solución es en realidad una evasión: «castillos en el aire... tan fáciles de construir». Vio que Hilda, como Hedda Gabler, es en sí misma el producto de un medio enfermo. Hilda es descrita como un «ave de rapiña» que busca emociones fuertes. La señora Solness es una de las figuras más trágicas de todas las obras de Ibsen. Se deshace en lágrimas mientras habla de sus «nueve adorables muñecas», que había cuidado desde la infancia y las había conservado después de su matrimonio, hasta que fueron destruidas cuando su hogar fue arrasado por el fuego. (El fuego que destruyó el hogar de Solness es el mismo que arrasó el orfanato en Espectros.) «Los retratos antiguos, los viejos trajes de seda que habían pertenecido a la familia desde tiempos inmemoriales, los encajes de mi madre y de mi abuela. ¡Todo se quemó! Figúrese...
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¡hasta las alhajas! ¡Y todas las muñecas!» Solness dice de ella: «Alina también sabía edificar a su manera. Edificaba almas de niños... Almas de niños fuertes, nobles y hermosos que pudieran mantenerse en equilibrio, que pudieran convertirse en el día de mañana en almas rectas y elevadas. He aquí la misión de Alina. Y esa misión se derrumbó. Ya no sirve para nada, para nada. Como los escombros después de un incendio...» Por eso el maestro Solness se vuelve a los «castillos en el aire», a un acto de voluntad que reconoce emocional e irracional: y, mientras asciende a su muerte, sus últimas palabras desesperadas son: «...sobre cimientos sólidos». Así, el ciclo de pensamiento que comenzó con Brand regresa a su punto partida: en Cuando los muertos despertemos, estamos de nuevo perdidos en niebla del norte; de nuevo la avalancha que arrastra a la destrucción. El deseo de Brand de despojarse de los sueños y ver la vida «con toda lucidez», termina en un sueño en que se evade la vida. La voluntad personal termina en el élan vital de Bergson, impersonal y fuera del mundo y el espacio. Al final de Cuando los muertos despertemos, Rubek e Irene se enfrentan a un universo dualista: «Todas las potencias de la luz pueden vernos, si quieren. Y así mismo todas las de tinieblas.» Pero incluso en esta obra de Ibsen, está presente su poderoso sentido de la continuidad de la vida: «La vida bulle en nosotros y alrededor nuestro como en otros tiempos.» Ascienden más alto: RUBEK.- Primero tenemos que atravesar las brumas, Irene, y después... lRENE.- Sí, a través de las brumas, hasta las cumbres de la tierra, donde resplandece el sol naciente. Mientras la tormenta de hielo y nieve se los traga, la vox de Maia, el espíritu de la tierra, se oye cantar triunfalmente abajo en el valle. En todas las obras posteriores, notamos el énfasis en la emoción sexual; el amor está más allá del bien y del mal; cura y destruye. La situación triangular se convierte en el tema central. En esta situación se da de lado a las fuerzas sociales para subrayar la aridez emocional del hogar y la necesidad de inspiración emocional. El teatro moderno tiene una gran deuda con el período final de Ibsen: el triángulo tratado no como una situación sino como un problema psíquico, la intensa sexualidad parcialmente sublimada, la amarga aridez de la vida de familia, la voluntad debilitada, el sentido del presentimiento, la idea del hombre y la mujer superiores que tienen sentimientos y potencialidades especiales, la solución mística: el ganar la propia vida al perderla; estos con-ceptos encuentran ilimitada repetición en el drama actual. No obstante, estas ideas surgieron del proceso total del desarrollo de Ibsen; las tendencias que hemos explorado en su obra son las mismas que recorren el pensamiento dramático moderno. Estos pensamientos no fueron exclusivos de Ibsen; fueron las ideas dominantes de una época que él dramatizó y llevó adelante. Pero él siguió hasta el borde de un abismo,
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porque la época fue de creciente inestabilidad. Histórica y filosóficamente, el siglo diecinueve se dirigió a una ruptura del equilibrio. Esto es esencial para poder comprender la influencia de Ibsen. En un ensayo reciente2, Joseph Wood Krutch estima que Ibsen y Shaw representan, no el final, sino el comienzo de un movimiento intelectual dramático. Dice Krutch del nuevo drama: «De agua estancada, se convirtió en un poderoso torrente, en el cual las ideas más avanzadas y vertiginosas fueron arrastradas hacia adelante (...). Las premisas de un nuevo drama se habían establecido y, lógicamente, la siguiente tarea del dramaturgo fue crear ese drama.» Este es un ejemplo de una opinión literaria más hija del deseo que de la realidad. De Ibsen se derivan espléndidas lecciones técnicas, pero un movimiento de avanzada del drama, basado en las ideas de Ibsen, es una imposibilidad lógica, porque sus ideas no «arrastran hacia adelante». El uso del material derivado de Ibsen estaba condenado a convertirse en una repetición no creadora, que es exactamente lo que ha ocurrido. La filosofía social de Ibsen nunca fue más allá de los límites del ro-manticismo de principios del siglo diecinueve; buscó el derecho a la felicidad y el triunfo de la voluntad individual; esto lo condujo a un devastador análisis de la decadencia social. Pero no hay ni una sola idea socialmente constructiva en el amplio campo de su pensamiento. Atacó los convencionalismos y los estrechos conceptos morales; pero ofreció como sustitutos trilladas generalidades: Debemos ser fieles a nosotros mismos, debemos de-senmascarar la mentira, debemos luchar contra la hipocresía, el sentimen-talismo y la estupidez. Ibsen vio el mundo en que vivía con deslumbradora claridad, pero lo que escribió, en un último análisis, fue su epitafio. Inevitablemente, Ibsen desarrolló una técnica que es la contrapartida de su filosofía social. Su método de pensamiento es el de la dialéctica hegeliana. Las referencias a Hegel en su obra son numerosas. En Brand, las contra-dicciones que enfrenta el héroe están dramatizadas en términos de un variable balance de fuerzas que rompen y restablecen el equilibrio. Esto explica el sorprendente poder dramático de una obra que es básicamente una discusión de ideas abstractas. Pero, ya incluso en Brand, descubrimos que Ibsen sólo utilizó limitadamente este método; lo usó para presentar la corriente de fuerzas sociales que actúan sobre los personajes; pero los personajes mismos no son fluidos. La razón de esto es obvia; la idea dominante del espíritu excepcional impidió a Ibsen buscar la interconexión total entre el personaje y su medio. La integridad de la personalidad que buscaba, era estática; si se alcanzaba -en los términos que Ibsen la concebía- se habría logrado mediante la conquista de la fluidez del medio. En Peer Gynt, las aventuras de Peer abarcan toda una vida; no obstante, en todas sus búsquedas sólo el mundo fluido alrededor de él cambia. La razón por la cual Peer es incapaz de ser él mismo, es que el ser que busca, es una abstracción. En La coalición de los jóvenes, Ibsen adoptó un método que luego siguió a través de toda su carrera: aceptó el hecho de que la conciencia del hombre está determinada por su medio, e investigó el medio con meticuloso cuidado. Pero continuó considerando que, una vez formado el personaje, éste debía buscar su propia integridad en la realización de sí mismo. Así, en todas las obras posteriores a La coalición de los jóvenes, los
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personajes son producto del medio, pero no sufren ningún cambio o crecimiento durante el curso del drama. Esto determina el rasgo técnico distintivo de las grandes piezas del período intermedio. En vez de desarrollar la acción gradualmente, las obras comienzan en una crisis. Se omite el período de preparación y de aumento de la tensión. El telón se levanta cuando se está al borde mismo de la catástrofe. Dice Clayton Hamilton: «Ibsen coge su historia en un punto muy avanzado de su desenvolvimiento, y revela los incidentes que la anteceden en pequeñas chispas de diálogo retrospectivos (...). En vez de consolidar su exposición en el primer acto -según la fórmula de Scribe-, la revela poco a poco a través del desarrollo de la pieza.»3 Esto constituye una ruptura, no sólo con la fórmula de Scribe, sino con la tradición dramática. Parece una perogrullada decir que la selección que hace el dramaturgo de un punto de partida (y también del número y tipo de acontecimientos que selecciona para incluirlos en la estructura dramática) es de capital importancia en el estudio de la técnica. No obstante, generalmente se descuida este axioma. Ibsen no fue el primer dramaturgo que comenzó la acción con una crisis. Esto fue característico de la tragedia ática y del drama del Renacimiento, que imitó al griego. En cada caso, la forma seleccionada estaba históricamente condicionada. La tragedia griega era retrospectiva y trataba la crisis resultante de la violación de leyes fijas. En el Renacimiento, el teatro vital, que surgió de la turbulenta vida de la época, rompió inmediatamente con esta forma. Pero el teatro aristocrático continuó siendo retrospectivo: Corneille y Racine trataron emociones eternas, sin interesarse en las causas sociales que pudieran condicionar estas emociones. Shakespeare visualizó objetivamente la causalidad social. Estuvo apasionadamente interesado en la causa de las acciones de los hombres. En con-secuencia, expandió la acción sobre una amplia cadena de acontecimientos. Goethe usó el mismo método para narrar las aventuras subjetivas del espíritu. En Peer Gynt el espíritu romántico es todavía libre y aventurero en la búsqueda de su propia salvación; la acción abarca toda una vida, desde la juventud hasta la vejez. Pero sus dramas sociales tratan la crisis psicológica final dentro de la familia de la clase media. Esto obligó a lbsen a crear una técnica más comprimida. Trataba con gentes que luchaban contra un medio estático: las leyes y costumbres se habían vuelto rígidas. lbsen se limitó principalmente a investigar los efectos de este medio. Estaba interesado en las causas, pero investigar completamente estas causas, dramatizarlas ante sí mismo y ante el público, hubiera sido aceptar una responsabilidad que él no podía aceptar. Al tratar sólo la crisis, lbsen evadió el peligro de un examen demasiado detallado de las fuerzas que la hicieron inevitable. Por consiguiente, encontramos que la obra en que lbsen se aproximó: más a un ataque directo al sistema social, es el drama en que los acon-tecimientos que llevan a la crisis, están dramatizados más gráficamente (en diálogos y descripción). En Espectros, estas crisis retrospectivas son casi tan impresionantes como la propia obra. El desesperado intento de la señora Alving, por escapar de su esposo en el primer año de su
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matrimonio, la escena en la cual se ofrece a Manders y éste la obliga a regresar al hogar, su lucha por salvar a su hijo, la aventura de Alving con la sirvienta; estos incidentes están construidos tan poderosamente y con tanto cuidado como las escenas de la obra. Si lbsen hubiera continuado el análisis social comenzado en Espectros, se puede predecir con certidumbre que la construcción de su próxima obra hubiera sido ampliada para incluir una variedad de acontecimientos mucho más vasta. Un análisis más profundo de las causas hubiera sido imposible sin una técnica más amplia. Pero lbsen se volvió a la psicología subjetiva; continuó presentando sólo el final de la crisis, mostrando el balance de fuerzas sólo en el momento de máxima tensión. La concepción ibseniana del carácter como algo estático que implica la imposición de la voluntad sobre un medio fluido, es la principal falla técnica de sus obras. Esto puede describirse como un error o un fracaso en presentar un correcto balance entre libre albedrío y necesidad. En el período místico final, libre albedrío y necesidad se disuelven uno en el otro, y ambos se pierden. Lo más cerca que estuvo lbsen de crear un personaje en desarrollo fue con Nora, en Casa de muñecas. Pero el desarrollo de Nora va dirigido hacia un autoconocimiento, más que hacia un cambio en sí misma. En los últimos dramas, los personajes están cada vez más separados del medio, y son cada vez más estáticos. En Juan Gabriel Borkman y Cuando los muertos despertemos, el medio se ha disuelto en gris crepuscular. La técnica retrospectiva tiende a debilitar la fuerza de la acción; esto es especialmente cierto en la tragedia clásica francesa, en la cual la oratoria y lo narrativo desplazan el movimiento. En el período intermedio de lbsen, la fuerza impulsora de la voluntad y el movimiento de las contradicciones sociales mantienen la acción viva y vigorosa. Pero en sus últimas obras, la crisis se diluye, la introspección toma el lugar de la retrospección. Al seguir el sistema de pensamiento de Ibsen, el teatro moderno también ha seguido su técnica. Sus ideas y métodos no han sido tomados integralmente o con un propósito consciente, sino a pedazos y a menudo inconscien-temente. Su compresión de la acción, que comienza en el desenlace y revela el pasado en breves pinceladas retrospectivas, no ha sido seguida por los dramaturgos contemporáneos. Se necesita un maestro del oficio para manejar esta construcción con efectividad; lo compacto de la trama y la concentración de la emoción son cuestiones ajenas al ambiente del teatro moderno. Ibsen trató la desintegración de la sociedad, por tanto, se vio forzado a limitarse a la estructura social que podía manejar. El drama moderno acepta el ambiente de Ibsen y su filosofía, pero a menudo descuida implicaciones más profundas. Acepta su misticismo, que decora con co-mentarios éticos tomados de sus primeras obras, al igual que uno selecciona un alto pino en un bosque solitario y lo adorna con ornamentos navideños. Puesto que actualmente el dramaturgo tiende a tratar emociones superficiales, y puesto que se cree que estas emociones no tienen raíces sociales, acción tiende a ser difusa; el movimiento no tiene la plenitud de la acción del teatro isabelino. Puesto que el teatro comercial es, a la vez, una evasión y un sedativo, sirve, de alguna manera, al
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mismo propósito que el teatro de Scribe y Sardou; hasta cierto punto, el drama moderno se parece al modelo sintético inventado por Scribe y ampliado por Sardou. Pero la atmósfera intelectual ha cambiado mucho desde mediados del siglo XIX. En consecuencia, el viejo molde ha sido modificado y su construcción interna renovada. Ibsen proporcionó las bases técnicas para este cambio; su manera de construir una escena, la seca naturalidad de sus diálogos, su método de caracterización, su lógico contrapunteo de puntos de vista, su uso de las alusiones y los contrastes abruptos, su aguda individualización de los person-ajes secundarios, su uso del humor en las situaciones trágicas, su truco de hacer de la monotonía de la vida de la clase media algo dramático; estos son sólo algunos de los muchos aspectos del método de Ibsen que se han convertido en los recursos corrientes del moderno artesano. En Ibsen se contempla el curso del pensamiento dramático que comenzó Maquiavelo. Pero Ibsen miró hacia el futuro. Aún en la fría niebla que rodea el final de Cuando los muertos despertemos, siente la vida «bullendo en nosotros y alrededor nuestro como en otros tiempos». En el teatro del siglo XX, podemos hallar adornos superficiales, aridez intelectual, emociones convencionales; pero también podemos hallar nuevas tendencias, nuevas fuerzas creadoras. El teatro no ha olvidado del todo la tradición a la cual dedicó Ibsen su vida: ver la realidad «con toda lucidez». Notas: 1 Citada por Georg Brandes en Espíritus creadores del siglo diecinueve (título traducido de una edición norteamericana: Creative Spirits of the Nineteenth Century, Nueva York, 1923). 2 The Nation, septiembre de 1935. 3 Hamilton, Problems of the Playwright, Nueva York, 1917.
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SEGUNDA PARTE EL TEATRO ACTUAL
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El teatro actual Los años de la década del noventa, en el siglo XIX, fueron testigos del surgimiento movimientos teatrales independientes en muchas ciudades europeas. El Teatro Libre de Antoine, en París; el Freie Bühne, en Berlín; el Teatro Independiente, en Londres; el Abbey, en Dublín; el Teatro de Arte de Moscú, todos ellos proclamaron una nueva fe en la integridad del drama y su función social. Estos grupos se designaban a sí mismos libres o independientes, porque estaban decididos a escapar de las convenciones insustanciales y los estándares de mal gusto de la escena profesional: «El movimiento que incluye la reforma del teatro moderno y el resurgimiento del drama en cinco países europeos -y recientemente en Estados Unidostienen su origen fuera de los teatros comerciales consagrados.»1 El hecho de que el movimiento se desarrollara fuera del área comercial nos da una pista sobre su origen y carácter. Recibió su estímulo más fuerte de Ibsen: Espectros fue la pieza inaugural en tres teatros de protesta, y se encontró entre las primeras producciones de otro. La rebelión dramática no se enraizó profundamente en el público; fue el reflejo de la creciente conciencia social de los miembros más sensibles y lúcidos de la clase media. El teatro convencional se dirigía principalmente al público de la clase media; los burgueses bien comidos que ocupaban las lunetas más caras, y las familias suburbanas, empleados y estudiantes de las galerías, iban al teatro en busca de olvido e ilusiones. Ibsen arrojó a un lado la ilusión y expuso las podridas bases sobre las que se levantaba la vida familiar burguesa. Espectros fue virulentamente atacada y difamada, pero creó un fermento intelectual que fue encauzado por las crecientes tensiones sociales de la última década del siglo diecinueve. El surgimiento de los teatros pequeños coincidió con la crisis económica que comenzó en 1890 y el crecimiento de las rivalidades imperalistas entre las potencias europeas. La rebelión dramática alcanzó su mayor vitalidad en Irlanda y Rusia. En estos países, el descontento de la burguesía se mezcló con profundas corrientes de protesta social: el grupo que en Dublín se convirtió en custodio de una cultura nacional revitalizada, llegó a su madurez con las obras de Synge y O’Casey. En Rusia, el Teatro de Arte de Moscú halló fuerzas e inspiración en la resistencia a la opresión zarista, y propugnó un realismo creador que ejerció una influencia positiva sobre el desarrollo del teatro y la cinematografía soviéticos. Los temores e incertidumbres que asediaban a los intelectuales europeos no pe-netraron ampliamente en la intelectualidad norteamericana hasta la primera guerra mundial. Las noticias del holocausto europeo hicieron surgir el movimiento teatral independiente en los Estados Unidos, con la formación casi simultánea, en 1915, del Provincetown Players, el Neighborhood Playhouse y el Washington Square Players. Este último, mediante una hábil combinación de arte y negocio, se convirtió en el Theatre Guild, en 1919. El problema básico que confronta el hombre moderno, es el de la eficacia de la
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voluntad consciente. Como ya señalamos, el problema estaba en la raíz del pensamiento de Ibsen: en sus últimos años, los últimos también del siglo, Ibsen se lamentaba de la desaparición de la voluntad; el espíritu creador parecía disolverse en sueños que «dejan de llamarse vívida acción». Mientras Ibsen escribía su despedida -«Cuando nosotros, los muertos, despertemos, en realidad, ¿qué veremos?... Veremos que nunca hemos vivido»-, el mundo se encontraba en el umbral de una época de guerra y destrucción sin paralelo en la historia. ¿Qué podía ofrecer el teatro, que podía decir de la voluntad y el destino humano, mientras el transcurso del tiempo hacía cada vez más manifiesto el peligro que se avecinaba? ¿Podía hacer algo más que expresar, prosaicamente, sin la esperanza o pasión de la verdadera tragedia, que la voluntad del hombre se había atrofiado, que su capacidad para acometer «empresas de gran aliento e importancia» se había convertido en brutalidad y confusión? El primer capítulo trata de ciertas tendencias influyentes dentro del pensamiento moderno que niegan la habilidad del hombre para ejercer algún control racional sobre las condiciones de su existencia. Una de las primeras y más popularizadas formulaciones de esta tendencia la encontramos en el pragmatismo de William James. La influencia cultural del pragmatismo se evidencia más claramente en la novela. «El mundo de la experiencia pura» de James es el mundo de sensaciones fragmentarias e impulsos irracionales que encontramos en las obras de Dos Passos, Farrel, Faulkner, Saroyan y muchos otros escritores modernos. En sus historias, como observa Charles Humboldt, «el individuo hace su aparición en la escena de la novela en franca retirada ante las exigencias de la realidad (...). En última instancia, podemos reconstruirlo a partir de los fragmentos de sus lamentos, recuerdos, intereses y reac-ciones»2. El teatro contemporáneo recuerda a la novela en su aceptación de «un mundo de experiencia pura» en el cual los temores y los estados anímicos extremados remplazan al valor y la lucha coherente por lograr fines racionales. El segundo capítulo continúa el estudio de los esquemas del pensamiento moderno, y muestra que el dualismo de espíritu y materia, de lo subjetivo y objetivo, tiene una larga historia. En el período de expansión del capitalismo, el conflicto entre el individuo y el medio era dinámico y parecía contener la posibilidad de un arreglo final. Pero en la actualidad, la situación social impide la evasión parcial y/o el retiro temporal en el santuario del espíritu. La negación de la voluntad conduce a los absolutos místicos, o a la cobarde aceptación de la vida como una vía dolorosa de sufrimiento y desesperación. Habiendo definido este esquema conceptual, regresamos, en el tercer capítulo, a la aplicación específica de estas ideas a la técnica dramática. He seleccionado a George Bernard Shaw como la figura transicional más importante en el curso del desarrollo dramático que va de Ibsen a Eugene O’Neill. En Shaw, la conciencia social busca una expresión significativa. Pero sus personajes no pueden traducir las demandas de la conciencia en acción, y la voluntad se agota en conversaciones.
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Saltar directamente de Shaw a O’Neill podría dar una falsa impresión de la complejidad del crecimiento del teatro en el siglo XX. Por esa razón, el cuarto capítulo trata de reunir las principales tendencias del pensamiento crítico y de la práctica técnica, e indica la estrecha relación entre las filosofías sociales dominantes en la época y el desarrollo de la teoría dramática. El quinto capítulo estudia a O’Neill como el dramaturgo más distinguido -y, en un sentido fundamental, el más típico- del teatro norteamericano contemporáneo. Nos ocupamos muy especialmente de la concepción de O’Neill sobre la voluntad consciente y sus efectos en la estructura y la técnica de sus obras. El genio de O’Neill, su integridad, su determinación de llegar a la esencia de la vida, le dan una grandiosa estatura. No obstante, su obra es el símbolo de un fracaso que va más allá del problema personal del dramaturgo y engloba el problema de su época. En 1926, una obra de Dos Passos mostraba la muerte encarnada en un basurero que recogía a la humanidad torturada como desechos. Dos décadas más tarde, el retrato que hace O’Neill de la muerte, en la figura de un hielero, repite el pesimismo adolescente de la pieza de Dos Passos. El estudio de O’Neill nos permite llegar a ciertas conclusiones en relación con la técnica del teatro norteamericano moderno. Estas conclusiones se resumen en el sexto capítulo. He seleccionado para analizar cuatro obras de diferentes autores, temas y fondos. Así encontramos que los modos de pensamiento subyacentes en las cuatro son similares, lo que produce sorprendentes similitudes en estructura y organización dramáticas. Notas: 1 Anna Irene Miller, The Independent Theatre in Europe, Nueva York, 1931. 2 «The Novel of Action», en Mainstream, Nueva York, otoño de 1947.
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I Voluntad consciente y necesidad social La ley de conflicto trágico, según fue formulada por Hegel y desarrollada por Brunetière, acentúa principalmente el ejercicio de la voluntad. Brunetière exigió «el espectáculo de la voluntad que lucha por una meta»; al mismo tiempo, el mayor dramaturgo del siglo diecinueve usó la voluntad consciente como base de su técnica y filosofía. En 1894, el año en que Ibsen escribió Juan Gabriel Borkman, Brunetière se quejaba de que «el poder de la voluntad se debilita, relaja, desintegra». Para comprender las tendencias del teatro moderno se hace necesaria la comprensión del papel de la voluntad consciente en el proceso dramático. Al buscar el significado preciso del término voluntad consciente, poco nos ayuda Brunetière, o los que han discutido su teoría. Se supone que todos sepamos lo que significa el ejercicio de la voluntad consciente, y que las implicaciones más profundas de esta idea no incumben al estudioso del drama. Brander Matthews señala que Brunetière «subordina la idea de lucha a la de volición». William Archer toca ligeramente el problema filosófico: «Los campeones de la teoría, por otra parte, la sitúan sobre una base metafísica, y hallan la esencia de la personalidad humana, y por tanto del arte, en la voluntad, la cual muestra esa personalidad humana elevada a su máxima potencia. No obstante, parece innecesario apelar a Schopenhauer para hallar una explicación de la validez que la teoría pueda poseer»1. Por lo que sabemos de las opiniones filosóficas de Brunetière, no poder dudar de la influencia de Schopenhauer y de que su concepción de voluntad tiene implicaciones metafísicas. Pero no hay nada metafísico en la exposición de la teoría: «Fijarse un objetivo, dirigir todos los esfuerzos hacia él, luchar por lograrlo» es lo que los hombres realmente hacen en su actividad diaria. Hasta aquí llegó Brunetière; ciertamente señalaba, al delinear la teoría que no quería «meterse en la metafísica». Sería conveniente poder seguir su ejemplo, pero ya hemos comprobado que hay un estrecha relación entre la filosofía y el pensamiento dramático; si queremos llegar a las raíces del proceso dramático, debemos examinar esta relación lo más íntimamente posible. Si utilizáramos la frase ejercicio de la voluntad consciente simplemente como una forma sofisticada de describir la manera en que habitualmente los hombres desarrollan sus actividades, sería mucho mejor no utilizada. La crítica dramática y literaria está saturada de términos que se derivan de la ciencia y la filosofía, aplicados en una forma vagamente humana que los desvirtúa. El ejercicio de la voluntad consciente tiene una connotación engañosamente científica. ¿Usamos el término para darle sabor científico a una vaga definición del drama, o tiene un significado preciso que aclara y delimita nuestro conocimiento de las leyes dramáticas? Hablando en sentido general, los filósofos se ocupan de determinar hasta qué punto la voluntad es libre; los psicólogos tratan de fijar hasta dónde es consciente. (En ambos casos, la cuestión de qué es la voluntad -o si existe- debe ser afrontada.) La tarea
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principal de la psicología experimental ha sido indagar en qué forma la conciencia es estimulada y cómo esta conciencia produce actividad. En años recientes, el enfoque del asunto ha sufrido sorprendentes cambios. Esto afectó al teatro: el drama moderno pone menos énfasis en la voluntad consciente que el drama de épocas anteriores. Con esto quiero decir que el personaje no se estudia, en primer término, desde el punto de vista de trazarse un objetivo y luchar por conseguirlo, sino desde el punto de vista de la corriente emocional, determinantes subconscientes, influencias psíquicas, etc. Esto coloca a la conciencia bajo una nueva luz. El problema radica en la palabra consciente. Es curioso que Brunetière pareciera creer que esta palabra se explica por sí misma. En realidad, la idea de la voluntad sugiere la conciencia de un fin hacia cuya obtención se dirige el ejercicio de esa voluntad. Pero si esto es evidente, ¿por qué introducir la idea de lo consciente como un atributo especial de la voluntad? Si consciente significa algo, ello es que hay una distinción entre los actos voluntarios y los involuntarios y que el conflicto dramático se ocupa sólo de los que son voluntarios. Pero ¿qué son los actos voluntarios? ¿Con qué seguridad pueden distinguirse unos de otros? ¿Y los que tienen su raíz en el subconsciente o en deseos irrealizados? ¿Y los complejos freudianos? ¿Y los reflejos condicionados e incondicionados? El teatro moderno ha tratado especialmente las acciones de la gente que no sabe lo que quiere. Hamlet era consciente de su vacilación; Tartufo parecía ser consciente de su propio engaño. Pero el drama actual, en términos generales, se ocupa de los problemas psíquicos de gente que no es consciente de esos problemas. En The Silver Cord de Sidney Howard, la señora Phelps trata de destruir la vida de sus hijos bajo la apariencia del amor maternal; en Awake and Sing (Despierta y canta), de Clifford Odets, Henny ama a Moe, pero cree que lo odia. Eugene O’Neill trató los motivos psíquicos y las influencias que brotaban del subconsciente. No puede decirse que estas obras excluyan la voluntad consciente, pero el conflicto no parece estar basado principalmente en la lucha por la consecución de un fin conocido y deseado. Contempladas históricamente, las concepciones de la voluntad y la conciencia han estado íntimamente relacionadas con la corriente general de pensamiento, tal y como ha sido delineada desde el Renacimiento hasta el siglo diecinueve. Los filósofos que más han contribuido a la discusión libre albedrío y la necesidad, son Spinoza, Hegel y Schopenhauer. William James señala que el panteísmo de Spinoza establece una relación muy íntima con las modernas concepciones del monismo, una aceptación emocional de la unicidad sustancial del universo. Spinoza consideró toda actividad, subjetiva y objetiva, como una manifestación directa de la existencia de Dios. Puesto que fue uno de los pensadores más lógicos, Spinoza llevó esta creencia a su conclusión lógica: no hizo compromisos con la conciencia excepcional. Si Dios es todo, no puede haber una voluntad opuesta a Dios. El hombre es parte de la naturaleza, y la necesidad a la que está sujeto es absoluta. «Un niño cree que quiere leche por su propia voluntad; el adolescente furioso piensa que desea vengarse voluntariamente, mientras que el hombre tímido cree que voluntariamente desea huir.» No puede haber accidentes: «Una cosa es llamada accidental sencillamente por falta de comprensión interior.» La declaración
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determinista de Spinoza es lógica y concluyente: a diferencia de los filósofos posteriores, Spinoza no vaciló en aceptar sus propias conclusiones. En Hegel, hallamos por primera vez la idea de que el libre albedrío y la necesidad no son opuestos estáticos, sino que están continuamente en un estado de equilibrio inestable. La historia demuestra que el hombre raramente logra lo que quiere; aun cuando cree que ha logrado su objetivo, el estado de equilibrio es temporal, y una nueva perturbación del equilibrio trae resultados contrarios a su intención original. Por otra parte no hay una necesidad absoluta, porque los distintos y contradictorios fines que los hombres persiguen, provocan continuos cambios y modificaciones en su medio. Como es bastante obvio, esta concepción corresponde, por lo menos, a los hechos exteriores de la experiencia. Pero no da ningún consuelo a los metafísicos: niega tanto el espíritu excepcional (que implica un libre albedrío absoluto) como la verdad eterna (que implica una necesidad absoluta). Ya hemos visto que ni Hegel ni los hombres de su época fueron capaces de renunciar al espíritu y a la esperanza de su unión final con un poder superior. Al mantener que la voluntad es universal e irracional, Schopenhauer forjó un eslabón entre Spinoza y Bergson. En vez de seguir la lógica rectilínea de Spinoza, Schopenhauer usó la voluntad como un medio de negar la lógica: la voluntad está divorciada de la conciencia; el impulso es más dinámico que el pensamiento. En el élan vital de Bergson encontramos desarrollada esta idea; en Zola, en Nietzsche, en las últimas piezas de Ibsen, y en gran parte del drama y la ficción de fines de siglo diecinueve, en-contramos su desarrollo literario. En vez del misticismo religioso, tenemos un misticismo de la sensación, un misticismo con forma fisiológica. Es significativo que la importancia concedida por Schopenhauer a la emoción como una cosa-en-sí, lo llevara al pesimismo más amargo: sostuvo que «la voluntad de ser, la voluntad de vivir, es la causa de toda lucha, pena y mal en el mundo (…). La vida de muchos hombres no es más que una continua lucha por la existencia, lucha en la que están condenados al fracaso (...). Después de todo, la muerte es la que triunfa al final»2. Por lo tanto, cree que la única vía hacia la felicidad es la inercia, la contem-plación de la futilidad de las cosas: «El mejor camino es la negación total de la voluntad, en una vida ascética.» Esta combinación de pesimismo y emotividad es un rasgo característico de la cultura moderna. En este punto debemos abandonar la filosofía y penetrar en la psicología, que es exactamente lo que ha hecho la corriente principal del pensamiento moderno: El ensayo de William Jamens, Does Consciousness Exist?, fue pu-blicado en 1904. Alfred North Whitehead dice, con alguna razón, que este ensayo «marca el final de un período que duró alrededor de unos doscientos cincuenta años»3. James comienza su famoso ensayo diciendo: «Creo que la “conciencia”, una vez que se evapora hasta este estado de pura transparencia, está a punto de desaparecer. Es el hombre de una no-entidad y no tiene derecho a colocarse entre los primeros principios. Aquellos que aún se aferran a ella, lo hacen a un eco, al lánguido rumor dejado por el “espíritu” que desaparece en el aire de la filosofía». James mantuvo que «no hay principio originario o cualidad del ser, opuesto a
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aquello de lo cual se hacen los objetos materiales y de los cuales surgen nuestros pensamientos»4. La ciencia -dice- no es una entidad, sino una función. Esta es una contribución enormemente vital a la psicología. Establece un nuevo método de estudio psicológico. Parece hacer un ataque directo a la idea romántica del espíritu excepcional. Pero, cuando examinamos lo que James quiere decir por conciencia como una función, nos encontramos con que esta función sin entidad lo incluye todo: «Nuestra conciencia normal des-pierta, conciencia racional como la llamamos, no es más que un tipo especial de conciencia, mientras que en todo lo que hay a su alrededor, separado de ella por la más fina de las pantallas, yacen formas potenciales de la ciencia, completamente diferentes.»5 Estas «formas potenciales de conciencia» suenan, sospechosamente, como élan vital de Bergson; después de saludar la «desaparición del “espíritu”», James creó una función que es una especie de espíritu fluido, parte de «aquella especie de realidad distribuida y flotante en la que nosotros, seres finitos, nadamos». En vez de universo dualista, tenemos uno pluralista: el mundo -dice James- «es un pluralismo en el cual la unidad no se ha experimentado aún plenamente». ¿Cómo puede experimentarse esta unidad? Aquí hace su reaparición el espíritu excepcional. En «un mundo de expe-riencia pura», el sentimiento de excepcionalidad es tan justo, válido y útil como los demás sentimientos. En Las varias formas de la experiencia religiosa, James habla del valor del sentido místico de la unión: El hombre identifica a su ser con la parte superior germinal de sí mismo (…). Toma conciencia de que esta parte superior de sí mismo limita y continúa en un Más de la misma cualidad, que opera en el universo fuera de él, con el cual puede mantenerse en contacto y en cierta forma identificarse y salvarse cuando su ser inferior se haya deshecho en el naufragio. Lo único que mantiene unido este «mundo de experiencia pura» es «la voluntad de creer». James es vigorosamente antintelectual: «Me veo obligado a abandonar la lógica, justa e irrevocablemente (…). Prefiero llamar abiertamente a la realidad, si no irracional, al menos no-racional, en su cons-titución.»6 Si la realidad es no-racional, los seres finitos que en ella nadan no tienen ninguna necesidad real de razonar para mantenerse a flote: sienten, pero no pueden planear ni prever. El pragmatismo es parcialmente responsable de la grandeza de William James como psicólogo. Esto era exactamente lo que se necesitaba a comienzos del siglo veinte para liberar a la psicología de las supersticiones anteriores. El pragmatismo condujo a James a concentrarse brillantemente en las sensaciones inmediatas, pero también lo llevó a esa especie de espiritualismo mecánico que ha afectado a la psicología desde entonces. Respecto a la parte mecánica, James vio que las sensaciones son fisiológicas: dice del cuerpo que «ciertos cambios locales y determinaciones en él pasan por hechos espirituales. Su “respiración” es mi pensamiento; sus ajustes sensoriales son mi
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“atención”; sus alteraciones cinestésicas son mis “esfuerzos”; sus perturbaciones viscerales, mis “emociones”»7. Pero, pragmáticamente, lo que en realidad parece que experimentamos es pensamiento, atención, esfuerzos, emociones. Por lo tanto la psicología pragmática se basa en «hechos espirituales» (porque es de esta forma que la experiencia siente); estos «hechos espirituales» son, en realidad, «alteraciones cinestésicas» y «perturbaciones viscerales”, que no se experimentan directamente. El campo de acción de nuestra experiencia sólo tiene un contacto pasajero y temporal con la causalidad; y la verdadera causalidad está fuera de nuestra experiencia. Para los fines pragmáticos, la causalidad «es sólo lo que sentimos que es». Puesto que James enfoca de este modo la causalidad, inevitablemente hace lo mismo con la voluntad humana. Lo que sentimos es una sensación de voluntad: «En este mundo real nuestro, tal y como nos es dado, una parte de la actividad viene con una dirección definitiva; viene con el deseo de alcanzar una meta; viene com-plicada con la resistencia, a la que supera o ante la cual sucumbe; y viene con esfuerzos que a menudo son provocados por la sensación de dicha resistencia.»8 La actividad incluye «la tendencia, el obstáculo, la voluntad, el esfuerzo, el triunfo o la rendición pasiva». James habla de «una creencia en que la causalidad debe ejercerse a través de la actividad y una curiosidad de cómo se origina la causalidad.» Él no responde a esta pregunta; sea lo que sea esta causalidad, no tiene relación con el libre albedrío: «Como cuestión histórica, el único “libre albedrío” que se me ha ocurrido defender, es el carácter de novedad en nuevas situaciones de actividad.» Aunque existiera el principio del libre albedrío, dice: «Nunca vi, ni veo ahora, qué puede hacer el principio -excepto presentar el fenómeno de antemano- o por qué debe ser invocado.» En la psicología moderna, el conductismo representa el punto de vista absolutamente mecánico, y el psicoanálisis, el enfoque psicológico. Aunque ambos parecen opuestos irreconciliables, ambas escuelas tienen importantes puntos de semejanza. El intento de descubrir el mecanismo de las emociones y sensaciones, no es algo nuevo. Ya a principios del siglo XVII Thomas Hobbes definió la sensación como «una forma de movimiento excitada en el organismo fisiológico». A mediados del siglo XIX Wilhelm Wundt sostuvo que las acciones voluntarias son la forma compleja o desarrollada de los actos in-voluntarios. El gran científico ruso I. P. Pavlov hizo una gran contribución al conocimiento de los reflejos condicionados. Lentamente, mediante cuidadosos experimentos con animales, Pavlov se acercó a lo que describió como «un sistema general del fenómeno en este nuevo campo: la fisiología de los hemisferios cerebrales, órganos de la actividad nerviosa superior». Pavlov su-giere «que los resultados de la experimentación en animales son de tal naturaleza que a veces pueden ayudar a explicar el proceso oculto de nuestro propio mundo interior»9. El método de Pavlov es científico, busca revelar los hechos sin mezclarlos con falsas creencias o ilusiones. El conductismo, sin embargo, es a la vez pragmático y estrechamente mecanicista. Sin una adecuada información fisiológica experimental, John B. Watson niega la
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conciencia y los instintos, y, arbitrariamente, selecciona la conducta como el objeto de la psicología. Lo que llamamos instinto, dice Watson, es sencillamente «una conducta aprendida»10. «Lo que los psi-cólogos han llamado hasta hoy pensar, es, en síntesis, un hablar con nosotros mismos.» Nuestras actividades se componen de estímulo y respuesta. Hay respuestas internas y externas. «La personalidad es la suma de las actividades factibles de descubrirse mediante una observación real de la conducta, su-ficientemente prolongada como para que pueda suministrarnos una infor-mación segura.» El problema consiste en que ninguna observación de la conducta humana ha sido hecha en estos términos. Uno no puede sacar conclusiones respecto a los estímulos y las respuestas, uno no puede decidir que el pensamiento es más que un hablar con nosotros mismos», a nos ser que estas afirmaciones se prueben mediante un estudio experimental de la filosofía del sistema nervioso. El trabajo realizado por Pavlov sobre los reflejos animales es sólo un comienzo, pero Watson no nos ofrece una ciencia, sino una fe. Partiendo del conocimiento de que la mente es materia organizada en cierta forma, salta al vacío y saca la conclusión de que la mente no existe. Esto corresponde a un aspecto del pragmatismo: la dependencia en la experiencia inmediata. Aunque trata la mecánica del cerebro, Watson presta muy poca atención a la mecánica y se preocupa principalmente de los hábitos, porque ellos son la apariencia de nuestra conducta -su modo de manifestarse y de afectarnos-, cuando la experimentamos pragmáticamente. Es evidente que la voluntad no tiene cabida en un sistema psicológico que sólo se ocupa de estímulos y respuestas. Watson da un paso más allá de James: no sólo abolió la voluntad, sino también la responsabilidad. Es cierto que mantiene la esperanza de que quizás podamos controlar la con-ducta cambiando el estímulo, pero el pensamiento tendrá que hacer esto; y si el pensamiento es una respuesta automática, es imposible cambiar el pensamiento hasta tanto no cambie el estímulo. Así, nos hallamos en el círculo vicioso de la experiencia estéril. El conductismo es pragmatismo mecanizado. El psicoanálisis es pragma-tismo emocional. Aquí también hay un terreno para la búsqueda científica genuina en un campo difícil y poco explorado. Los experimentos de Freud en psicopatología hicieron época, pero el psicoanálisis nos lleva del experi-mento racional a un mundo que muestra una interesante semejanza con «el mundo de la experiencia pura» de James. «La conciencia -dice Freud-- no puede ser la característica más general de los procesos psíquicos, sino una función especial de ellos.» La esencia del psicoanálisis, según Freud, es «que el curso de los procesos mentales es regulado automáticamente por el “principio del placer”: esto es, creemos que cualquier proceso mental tiene su origen en una tensión desagradable y luego emprende una dirección cuyo resultado final coincide con una disminución de dicha tensión y, por lo tanto, con un ahorro de dolor o producción de placer»11. Evidentemente, no hay aquí voluntad; la tensión y el ahorro del dolor son automáticos, son, ni más ni menos, estímulo y respuesta. No obstante, según la teoría freu-diana, el placer y el dolor no sólo golpean a la conciencia desde el mundo exterior, sino también desde dentro, desde el subconsciente donde se acu-mulan los «archivos de
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recuerdos». Estas huellas mnémicas abarcan no sólo la historia del individuo, sino que se remontan a los primitivos recuerdos raciales, «al horror al incesto del salvaje», a los antiguos tabúes y costumbres tribales. «Las acciones psíquicas fallidas, los sueños y la comprensión son productos de la actividad mental inconsciente… -nos dice A. A. Brill-. Las formaciones psíquicas mencionadas anteriormente no son más que manifes-taciones de la lucha con la realidad, el constante esfuerzo por ajustar nuestros primitivos sentimientos a las exigencias de la civilización.» 12 Esto nos da la clave del psicoanálisis como sistema de pensamiento: el espíritu del hombre -el subconsciente- ya no es una manifestación de la idea absoluta o de la fuerza de la vida; ahora es un recipiente en el cual se vierten los sentimientos del individuo y sus antepasados. Este es un «mundo de experiencia pura» poco menos que infinito; el espíritu excepcional, que buscaba la unión con el universo, ha logrado ahora tragarse gran parte de ese universo. El rasgo más importante de esta concepción es su carácter retrospectivo. Los instintos se vuelven al pasado; la voluntad no sólo es inoperante sino que los sentimientos primitivos deben ser controlados y ajustados. En Más allá del principio del placer, Freud acepta esta tendencia retrospectiva como su tesis principal: «Un instinto sería una tendencia propia de lo orgánico vivo a la restitución de un estado anterior (...). Por lo tanto, si todos los instintos orgánicos son conservadores e históricamente adquiridos y tienden a una regresión o restitución de lo pasado, deberemos atribuir todos los resultados del desarrollo orgánico a influencias exteriores perturbadoras y desviantes.» Es al «proceso de represión de los instintos que se debe lo más valioso de la civilización humana». Esta es una inversión total de las teorías anteriores sobre las relaciones entre el hombre y su medio. El medio es creador, el hombre, conservador; influencias exteriores construyen, el hombre destruye. El espíritu excep-cional no puede alcanzar mayor indignidad que ésta; su lucha por la libertad se ha convertido en una lucha por su propia disolución. El subconsciente se ha convertido en el último refugio del espíritu excepcional, el último escondite donde aún puede simular que tiene alguna justificación científica. -Lo que aquí se ha dicho no constituye una demoledora acusación contra descubrimientos del psicoanálisis; por el contrario, parece seguro que unos elementos de la teoría psicoanalítica del subconsciente son verdaderos. Puede decirse lo mismo, con mayor certidumbre, de la teoría del conductismo. En ambos campos, el trabajo experimental, en un sentido científico, ha sido tentativo y ha avanzado lentamente hacia la obtención de un mayor co-nocimiento. Pero uno debe distinguir entre el valor experimental de estas teorías y su significación como sistemas de pensamiento13. Aquí los estamos analizando como sistemas. Es en esta forma que entran en la conciencia general y afectan la concepción del hombre sobre su propia voluntad y la necesidad social, con la que su voluntad está en conflicto. Conductismo y psicoanálisis ofrecen una interpretación especializada y unilat-eral de las relaciones entre el hombre y su medio. En un caso, los reflejos ocupan toda la
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escena; en el otro, los archivos de recuerdos reciben toda la atención. Pero ambos sistemas son similares en varios puntos importantes: 1. Son anti-intelectuales; presumiblemente la razón puede seleccionar los reflejos o archivos de recuerdos (aunque es difícil concebir cómo esto armoniza con los fundamentos de ambos sistemas), pero el proceso es emocional o mecánico, y la razón, si entra en el sistema, lo hace como un simple colaborador, astuto, pero no determinante, de las emociones o reflejos. 2. Ambos sistemas levantan una muralla entre el hombre y la totalidad de su medio; la muralla puede escalarse o abrírsele una brecha, pero entre tanto, no puede haber un contacto satisfactorio entre el hombre y las realidades del otro lado de la muralla, porque sus «conductas aprendidas» o sus inhibiciones y complejos, hacen su voluntad impotente; puesto que las «conductas aprendidas» -o las inhibiciones y complejos- están, como es obvio, condicionados por la totalidad del medio, la única manera de que algo pueda sucederle a estos elementos, es mediante una activa interacción entre ellos y el medio. Pero los términos de ambos, psicoanálisis y conductismo, prohíben esta interacción. Aparentemente ambos sistemas intentan crear un ajuste al media, pero en realidad impiden cualquier conflicto triunfante con él. 3. Ambos sistemas utilizan lo que William James llamó «el principio de la experiencia pura» como «un postulado metodológico.» Las conclusiones se basan en cierta agrupación de experiencias observadas -sueños o respuestas a estímulos- y no es un examen general de las causas. Por ejemplo, el psicoanálisis examina la vida mental de un hombre en cierto período y en cierto medio, y estudia el «mundo de la experiencia pura» del hombre en ese momento; las causas históricas o sociales sólo se consideran cuando alcanzan un contacto efímero con ese punto de experiencia; se descarta un sistema de causalidad más amplio, porque introduciría factores externos a la información inmediata de los sentidos. Esto puede parecer extraño en una teoría basada en el análisis de las huellas subconscientes de la historia personal y racial. Pero Freud nos dice específicamente que estas huellas son ahistóricas: «La experiencia nos ha indicado que los procesos mentales inconscientes se hallan en sí “fuera del tiempo” (...). No pueden ser ordenados cronológicamente, el tiempo no cambia nada en ellos y no se les puede aplicar la idea de tiempo.»14 El subconsciente recuerda el «dominio de la duración pura» de Bergson. Un punto se destaca agudamente en esta discusión: conciencia y voluntad están indisolublemente ligadas. Subvalorar la conciencia racional significa mi-nar la voluntad. Sea lo que sea la conciencia, ésta funciona como el punto de contacto entre el hombre y su medio. El cerebro es materia organizada de cierta manera. El hombre es parte de la realidad y continuamente actúa sobre la realidad de la que es parte, y ésta actúa sobre él. No es necesaria la metafísica para explicar esta relación real, ni conferir dignidad al papel del hombre como una entidad consciente. El éxito del hombre al cambiar y controlar su mundo es evidencia suficiente de su capacidad. En este sentido, términos como conciencia, espíritu y ego son tanto correctos como útiles.
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En la psicología convencional a menudo se hacen distinciones entre tres aspectos de la voluntad: «conación», voluntad y volición. La conación es el término más amplio, que abarca el elemento teórico del cual supuestamente se origina la voluntad, como por ejemplo, «la voluntad de vivir». La vo-luntad, en su sentido más estricto, es la combinación de elementos intelectuales y emocionales que llevan el deseo de actuar al nivel de la conciencia. Volición describe el impulso inmediato que inicia la actividad física o corporal. La distinción no es completamente satisfactoria, pero puede servir para ilustrar qué quiere decirse cuando se emplea el término voluntad en el sentido dramático. La voluntad consciente, tal como se ejerce o practica en el conflicto dramático, debe distinguirse de la conación o la simple volición. La conación -al menos como se entiende hasta ahora- es más metafísica que científica. El impulso inmediato es cuestión de la relación entre el cerebro y el sistema nervioso. Pero el dramaturgo debe ocuparse de la organización emocional y mental de la que la actividad es el estado final. Esto provee la lógica social y psicológica que da sentido al drama. Cuando no se dramatiza la organización de la voluntad consciente, la acción no es que acción-a-cualquier-precio, contorsiones y saltos de títeres. Como eslabón con la realidad, la voluntad consciente realiza una doble función: la conciencia recibe impresiones de la realidad, y la voluntad actúa sobre estas impresiones. Cada acción contiene estas dos funciones: la conciencia del hombre incluyendo emociones e intelecto- forma un cuadro de la realidad; su voluntad trabaja de acuerdo con este cuadro. Por tanto, sus relaciones con la realidad dependen de la exactitud de sus impresiones conscientes y de la fuerza de su voluntad. Ambos factores son variables, de la misma manera que hay una variación continua en la fuerza y cualidad las fuerzas con las que está en contacto o relación el individuo. Nadie se arriesgaría a sugerir que los hombres llegan a alcanzar algo que se aproxime a un conocimiento pleno, total, de la realidad en que se mueven; el encadenamiento de causa y efecto es tan ancho como el mundo y tan largo como la historia. Cada acción es parte de este encadenamiento de causa y efecto; la acción no puede tener un sentido aparte, fuera de la realidad: su sentido depende de la exactitud del cuadro de la realidad que motivó la acción, y de la intensidad del esfuerzo realizado. En este punto, también debemos tomar en consideración la voluntad consciente del dramaturgo: su cuadro emocional e intelectual de la realidad, los juicios y metas que corresponden a este cuadro, la intensidad de su voluntad al tratar de realizar esas metas son determinantes en el proceso creador. El dramaturgo tiene tantas posibilidades de trazar un cuadro con-clusivo de la realidad como los personajes de sus obras. Pero el medio que rodea a los personajes no es tan ancho como el mundo ni tan antiguo la historia; es, exactamente, tan ancho y antiguo como pueda hacerlo la voluntad consciente del dramaturgo. Aun esto es una aproximación del proceso en conjunto: las voluntades conscientes de todos los que toman parte colectivamente en el montaje de una obra, modifican el contenido dramático; luego, la voluntad consciente del público entra en el proceso, y cambia el contenido y aplica su propio criterio de la realidad y su
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propia voluntad para aceptar o rechazar el resultado final. No podemos acometer la exploración de este laberinto de dificultades; nos ocupamos aquí de la tarea del dramaturgo al seleccionar y desarrollar su material; su material surge del mundo en que vive y él trata de presentar este mundo en términos de acción. Una obra teatral es una serie de acciones, que el dramaturgo trata de unir en una acción orgánica única. Estas acciones surgen de la relación entre los individuos y su medio; en otras palabras de la relación entre la voluntad consciente y la necesidad social. La expe-riencia del dramaturgo, en conflicto con su propio medio, determina su forma de pensar; su experiencia y pensamiento están asociados con la ex-periencia y pensamiento colectivos de su clase y de su época. Los cambios, en la estructura social producen cambios en las concepciones de voluntad y necesidad. Estos son cambios en el esquema básico de pensamiento por medio de los cuales los hombres tratan de explicar y justificar sus ajustes al medio. Estos esquemas constituyen la lógica dramática del dramaturgo, sus medios para explicar y justificar las vidas de sus personajes. Notas: 1 Archer, obra citada. 2 Citado por Walter T. Marvin en The History of European Philosophy, Nueva York, 1917. 3 Whitehead, obra citada. 4 William James, Ensayos sobre empirismo radical. 5 William James, Las varias formas de la experiencia religiosa. 6 William James, Un universo pluralista. 7 Ensayos sobre empirismo radical. 8 Obra citada. 9 Pavlov, Los reflejos condicionados. 10 Watson, El conductismo. 11 Sigmund Freud, Más allá del principio del placer. 12 Introducción de A.A. Brill a Tótem y tabú, de Sigmund Freud. 13 Esto puede aplicarse a muchos campos de la especulación moderna. Por ejemplo, uno debe distinguir entre el Bertrand Russell filósofo. 14 Más allá del principio del placer.
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II Dualismo del pensamiento moderno Las corrientes de pensamiento discutidas en el capítulo anterior son una continuación del viejo dualismo de mente y materia. Hasta ahora, hemos resumido este dualismo en términos de conductismo y psicoanálisis: un sis-tema concibe la conducta humana en términos de necesidad mecánica, mien-tras que el otro depende del subconsciente y de determinantes psíquicos. Ya se ha señalado que ambos sistemas se basan en postulados similares, pero también es evidente que representan tendencias divergentes; muchos pensadores consideran esta contradicción como el problema eternamente in-soluble de la filosofía. El problema aparece a lo largo de todo el curso del pensamiento europeo, pero la forma en que se presenta cambia radicalmente con cada cambio en la estructura de la sociedad. En la Edad Media, el dualismo de mente y materia era considerado incuestionablemente como algo fijo e irrevocable. La destrucción del feudalismo destruyó también esta con-cepción. En los primeros tiempos del Renacimiento, la expansión de las nuevas fuerzas económicas y sociales hizo olvidar temporalmente el problema. En la época de Shakespeare y Bacon, el dualismo de cuerpo y espíritu jugó un papel insignificante, tanto en el pensamiento científico como en el filosófico. El problema reaparece -en su atuendo moderno- en la obra de Descartes, a mediados del siglo XVII. Su reaparición coincidió con un nuevo alineamiento de clases que causaría serios trastornos en el orden social existente. Poetas y filósofos han presentado este dualismo bajo el aspecto de una lucha entre el hombre y el universo, pero el conflicto real se ha desarrollado entre las aspiraciones del hombre y las necesidades de su medio. El dualismo de mente y materia, y el dualismo literario acompañante de romanticismo y realismo, ha reflejado este conflicto. La forma moderna de este dualismo debe, por tanto, ser examinada no sólo en términos psicológicos, sino en su más amplio sentido social. Los modos de pensamiento que estamos tratando, son los de la clase media urbana. Esta clase, más que cualquier otro grupo de la sociedad moderna, combina la confianza en las sensaciones inmediatas con aspiraciones espirituales. Las normas comerciales y morales, aunque varían ampliamente de individuo en individuo, constituyen una ley para el grupo en conjunto; pero el dinero proporciona ratos de ocio para cultivar pasatiempos estéticos en otro ámbito. Por tanto, un sistema doble de ideas es un resultado natural, simplemente una cuestión de conveniencia. El pensamiento práctico o prag-mático, suministra un ajuste parcial a las necesidades del mundo cotidiano, que incluye la moral personal y la de los negocios. El pensamiento estético espiritual ofrece, o parece ofrecer, una evasión de la esterilidad del medio. Estos sistemas de pensamiento son contradictorios, pero cuando los exami-nemos, no como abstracciones lógicas, sino como expresión de las necesidades humanas, veremos que ambos sistemas son necesarios para poder vivir bajo esas condiciones, y que su interdependencia es total. La tendencia hacia un materialismo mecanicista se ve
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constantemente balanceada por la tendencia hacia la evasión-a-toda-costa de las mismas condiciones que son producto de ese estrecho materialismo. Cuando este intento de evasión se frustra, cuando la libertad de la voluntad no puede alcanzarse bajo las circunstancias específicas, hay que inventar una evasión irreal. El misticismo, en una de sus muchas manifestaciones, suministra el medio. En William James, encontramos las raíces del dualismo del siglo XX. El presenta la contradicción en una forma que corresponde exactamente a los hábitos mentales creados por las necesidades y presiones de la civilización moderna. Al creer que la realidad es «creada temporalmente, día a día», necesariamente tiene James que imaginar una realidad más profunda «aún no experimentada plenamente». En Las formas varias de la experiencia religiosa, describe la experiencia mística como una sensación de unidad: «Es como si los opuestos del mundo, cuyas contradicciones y conflictos provocan todas nuestras dificultades y problemas, se fundieran en la unidad.» Puesto que las «contradicciones y conflictos» son aspectos de la realidad, es evidente que la experiencia mística trasciende la realidad. Puesto que resuelve nuestras «dificultades y problemas», el sentido de la unidad también comunica un sentido de seguridad, de equilibrio entre nosotros y nuestro medio, sentido que no se alcanza a través de la experiencia empírica. Esto explica el doble movimiento del pensamiento moderno hacia un materialismo más estrecho y hacia un espiritualismo más remoto; como los hombres tratan de ajustarse pragmáticamente a un medio cada vez más caótico, inevitablemente buscan refugio en un misticismo cada vez más emocional y fatalista. Podría objetarse que uso aquí el término misticismo en un sentido vago. James previene contra el uso del término como «un simple reproche lanzado a cualquier opinión que consideremos vaga, vasta y sentimental, y sin una base en los hechos o en la lógica»1. El Baldwin Dictionary of Philosophy and Psychology hace una advertencia similar: «Los escritores de tendencias empíricas o positivistas utilizan a veces el término misticismo como un término sin lógica o epíteto oprobioso.» Esta autoridad define al misticismo como «aquellas formas del pensamiento es-peculativo y religioso que manifiestan alcanzar una aprehensión inmediata de la esencia divina, o la esencia absoluta de la existencia». Por la misma fuente sabemos que «pensadores como Novalis, Carlyle y Emerson, cuyos postulados filosóficos se alcanzaron por una vívida visión interior más a que a través del entendimiento, mostraban a menudo una tendencia mística». En el siglo XII, Hugo de Saint-Victor decía: «La lógica, la matemática y la física enseñan algunas verdades, pero no alcanzan aquella verdad donde se encuentra seguro el espíritu, sin la cual todo es vano.»2 Precisamente en este sentido es que el misticismo puede describirse como una tendencia dominante en el pensamiento moderno. El misticismo se ca-racteriza por lo inmediato de la aprehensión, por su dependencia en la visión interior más que en la lógica, y por el carácter absoluto de la verdad así aprehendida. Las tendencias místicas no deben confundirse con un sistema de pensamiento basado exclusivamente en la «aprehensión inmediata» de la verdad; tal sistema no puede existir ni imaginarse
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siquiera, porque negaría las leyes básicas del pensamiento. Podemos encontrar tendencias místicas en muchas épocas y en muchos tipos de especulación. Estas tendencias deben examinarse críticamente para determinar su valor en determinadas condiciones. Al misticismo del siglo XX no debe reprochársele ser «vago, vasto y sen-timental»; al contrario, debemos echar a un lado su aparente vaguedad y vastedad para poder comprender su sentido social. El genio de Ibsen reveló el trasfondo social del misticismo moderno. Mostró cómo se originó en las especulaciones religiosas y filosóficas anteriores (en Brand y Peer Gynt), cómo la necesidad social lo moldeó (en las obras del período intermedio) y cómo reaparece en una nueva forma: la compulsión emocional (en Cuando los muertos despertamos). En otras palabras, Ibsen comenzó con la metafísica; luego comprendió que el conflicto entre lo real y lo ideal debía desarrollarse en la arena social; finalmente, horrorizado por el abismo existente entre la voluntad del hombre y el mundo en que vive, incapaz de hallar una solución racional e incapaz también de encontrar consuelo en las doctrinas religiosas y filosóficas existentes, Ibsen se vio forzado a crear una solución para satisfacer su necesidad. Puesto que la necesidad surgía de su confusión psíquica, el misticismo que creó fue la imagen de su propio estado mental. Las ideas dominantes en el siglo XX muestran la repetición y aceleración de este proceso. La inestabilidad del orden social hace imposible evadirse con éxito; sólo en épocas de relativa calma pueden encontrar los hombres una genuina satisfacción en la contemplación de la eternidad. El misticismo medieval reflejaba la seguridad y riqueza de la vida monástica en la Edad Media. Actualmente se requiere, no reflexión, sino un alivio emocional in-mediato a una situación intolerable. No es suficiente negar la realidad: ésta debe ser sustituida por algo. Naturalmente, la sustitución adopta la forma de una deseada autorrealización, un mundo soñado en el cual la emoción se eleva a toda su potencia y alcanza su propia liberación. Pero las emociones que llenan este mundo soñado, son las emociones que constituyen la experiencia real de un hombre de la clase media: el deseo sexual, el sentimiento de su superioridad personal y racial, la necesidad de relaciones de propiedad permanentes, la idea de la necesidad -y por tanto, santidaddel dolor y el sufrimiento. Esta es la verdad que se alcanza por la «aprehensión inmediata» de lo místico. «Aprehensión inmediata» significa, sencillamente, que las emociones no se prueban en la lógica de la realidad. En su forma extrema, este proceso es patológico. Los desórdenes psíquicos brotan de un desajuste con la realidad; el desajuste se acentúa cuando el paciente trata de que su falsa concepción funcione en el mundo real. La evasión mística de la realidad lo lleva de regreso a la realidad en términos de una filosofía social distorsionada. Históricamente, esta tendencia se de-sarrolló a lo largo del siglo XIX. En la década de 1880, Nietzsche habló del mundo como de un sueño de «un Dios sufriente y torturado»; al contemplar la vida como «un inmenso proceso fisiológico» y enfatizar la emoción pura, abarca un terreno con el que ya estamos familiarizados: «Es cierto que amamos la vida, no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar.» Pero Nietzsche fue más allá: trató de aplicar la idea de la emoción pura a los problemas reales de la
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sociedad en que vivió, y señaló que esto significaba la destrucción de la ética y de todos los valores establecidos, excepto el de la fuerza. El futuro pertenecería a «hombres excepcionales que posean las cualidades más peligrosas y atrac-tivas». Cualesquiera que fueran esas cualidades, no requerirían ni razón ni autocontrol: Es más, considerada fisiológicamente, la ciencia descansa en las mismas bases que la idea ascética; un cierto empobrecimiento de la vida es la presuposición de ambas; inclúyanse además, frigidez de las emociones, disminución del ritmo de actividad, sustitución del instinto por la dialéctica (...). Consideremos las épocas en que los hombres cultos se destacan en una nación: son períodos de agotamiento, de ocaso, de decadencia.»3 Esta es la inversión total de la lucha por el conocimiento, por el de-senvolvimiento de la razón, que guió e inspiró el desarrollo de la civilización. El hombre maquiavélico del engaño y de la fuerza se convierte en el superhombre de Nietzsche, un idiota emocional. El misticismo moderno no puede ir más allá: sólo le resta elaborar las implicaciones sociales de la idea en términos ominosamente prácticos. Esto fue realizado por Oswaldo Spengler, cuya obra monumental, La decadencia de Occidente, tiene por objeto mostrar «las formas y movimientos del mundo en su significación profunda y final». Describe correctamente la sociedad de la clase media contemporánea como una «civilización fáustica»; se hace eco de los clichés metafísicos: «El brillante e imaginativo Ser que Despierta se sumerge en el silencioso servicio del Ser», nos recuerda a Bergson cuando dice «el tiempo triunfa sobre el espacio»; pero la esencia de Spengler radica en la forma en que presenta el viejo conflicto entre lo real y lo ideal; lo describe como «el conflicto entre el dinero y la sangre». Esta es una nueva versión de la contradicción entre pragmatismo y misticismo emocional. «El dinero sólo es derrocado y abolido por la sangre. La vida es alfa y omega, corriente cósmica en forma microcósmica.» Esto, según Spengler, es «la me-tafísica y el misticismo que están tomando el lugar del racionalismo ac-tualmente». Es un misticismo de sangre, de fuerza, de cruel fatalismo: «Las masas son cruelmente pisoteadas por los conflictos de los conquistadores que luchan por el poder y el botín de este mundo, pero los sobrevivientes llenan las brechas con su primitiva fertilidad y siguen sufriendo... » «Es un drama noble en su falta de sentido, noble y sin sentido como el rumbo de las estrellas.» Continúa diciendo: «La misma élite del intelecto que ahora se ocupa de las máquinas será subyugada por un creciente sentimiento de su satanismo (es el paso de Roger Bacon a Bernard de Clairvaux).» La obra de Spengler es asombrosa a causa de la extrema brutalidad con que expone su caso. La mayoría de los pensadores modernos no suscriben esta formulación tan brutal (y evidentemente política); no obstante la di-rección de su pensamiento es la misma: el drama del destino del hombre no tiene sentido, siempre y cuando fines muy definidos sean asegurados por la «primitiva fertilidad de las masas». «¿Qué somos,
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hermanos? -pregunta Thomas Wolfe. Somos el fantasmal destello del deseo afligido, aleteos espectrales y fosfóricos del tiempo inmortal, una brevedad de días obsesio-nados por la eternidad de la tierra (...) la extraña y oscura carga de nuestro corazón y espíritu.»4 Los personajes principales de las novelas de Wolfe son gente excepcional, cuyas emociones y sensibilidad están por encima del nivel de la gente corriente. Sintiéndose acosados por esa «brevedad de días», piensan y actúan pragmáticamente, dominados por sus impulsos inmediatos; no tratan de jus-tificarse a sí mismos racionalmente, sino que explican su actitud en términos de eternidad. Siguen «el fantasmal destello del deseo afligido», porque viven para el momento y sus vidas no tienen un propósito racional. Pero, esto nunca lo admiten: la conducta neurótica, debida a condiciones sociales es-pecíficas, se explica como una «extraña y oscura carga»5. De este modo, las ideas que parecían «vagas y vastas» sirven a un propósito muy útil: justificar la conducta irracional, brutal o impulsiva. La concepción del impulso como base de la conducta humana se encuentra complejamente intelectualizada en la filosofía de Pareto. Este pensador analiza la sociología como «las ondulaciones de los diferentes elementos constitutivos del fenómeno social». El esquema de estas ondulaciones se basa en los sentimientos, que toman la forma de seis residuos. Los residuos de Pareto son categorías preconcebidas, similares a los imperativos categóricos kantianos. Pero los imperativos de Kant eran formas de la «razón pura», mientras que los residuos de Pareto resultan ser formas de la conducta ilógica. En síntesis, son, ni más ni menos, un intento de sistematizar «el fantasmal destello del deseo afligido» en la «brevedad de días» del hombre moderno. Esto lo lleva, indirectamente, al mismo punto que Spengler: el resultado final de la con-ducta ilógica es un drama de sangre y fuerza, sublime, atemporal... y financiado por la banca internacional. Estos esquemas conceptuales se diseñan para satisfacer necesidades defi-nidas. Las leyes del pensamiento son tan racionales, que la mente se ve forzada a inventar un doble patrón para poder encubrir y justificar desajustes que, de otra forma, aparecería torpemente ilógico. Lo más curioso de la mente humana es que, simplemente no puede tolerar la falta de lógica6. Cuando un método de razonamiento es inadecuado, los hombres crean lo que ellos denominan una ley primaria, para cubrir su inconsistencia: Ac-tualmente, gran parte de la sociedad depende del método pragmático de pensamiento7. Esto obliga a la mente a volverse hacia el misticismo en busca de una explicación más completa; tan pronto como la explicación mística es aceptada, las leyes del pensamiento conducen a la mente hacia la aplicación de esta explicación, a hacerla funcionar, lo que nos lleva de vuelta, de nuevo, al pragmatismo. El carácter específico del pragmatismo, como método, es la aceptación de la percepción inmediata de las contradicciones en términos absolutos. El método dialéctico sigue el movimiento de las contradicciones en su cambio y de-sarrollo. El movimiento es continuo, ya que es el resultado de la interacción de causas-efectos, interacción que puede ser seguida y comprendida. Para el pragmático, ningún sistema de causalidad puede tener más que un valor perceptivo inmediato. Desde este punto de
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vista, tiene razón Pareto al decir que la «conducta ilógica» debe ser aceptada en su sentido literal; si no consideramos un sistema más amplio de causalidad, nuestra percepción de la conducta revela sólo su aspecto ilógico; parece ilógica. Pero también percibimos que la «conducta ilógica» siempre tiene dos aspectos; siempre representa una contradicción. Puesto que el pragmático es incapaz de in-vestigar las condiciones anteriores que condujeron a esta contradicción -o los cambios que pueden aportar su solución- debe aceptar la contradicción en su sentido literal; debe acomodarse, lo mejor posible, en el cortante filo de este dilema perpetuo. La tendencia pragmática del liberalismo contemporáneo ha originado la acusación de que los liberales vacilan y no toman partido en ningún pro-blema. Esto, de ningún modo, puede aplicarse a la gran tradición de li-beralismo, ni es tampoco cierto respecto a sus más distinguidos representantes modernos. John Dewey puede ser citado como ejemplo de la influencia pragmática en los métodos del liberalismo moderno. Su principio del sensacionalismo (filosofía basada en la validez de la información sensorial in-mediata) desciende directamente del empirismo radical de William James. Dewey enfrenta valerosamente lo que él llama «la confusión de una civi-lización dividida contra sí misma». Analiza este conflicto en términos del balance inmediato de fuerzas, trata de dar una solución partiendo de ele-mentos tal y como los capta en un momento dado, discute «el problema de construir un nuevo individualismo consonante con las condiciones objetivas en que vivimos»8. Pero no puede llegar a ninguna conclusión, porque ve la individualidad, formada por ciertos elementos, y las condiciones objetivas, por otros elementos que constituyen nuestra experiencia inmediata. Pero las relaciones de estos elementos cambian antes que Dewey pueda terminar de escribir un libro sobre ellos. Entonces procede a analizarlos de nuevo, en términos de experiencia inmediata, pero este método no le suministra medios adecuados para analizar el sistema de causalidad que gobierna estos cambios. En todos los campos del pensamiento contemporáneo, podemos hallar esta misma aceptación de los opuestos como algo absoluto. Las ideas que aquí han sido expuestas en su forma filosófica, pueden señalarse también en el pensamiento científico, o en la vida comercial y la publicidad, o en las páginas editoriales de los periódicos norteamericanos. Por ejemplo, la prensa amarilla se hace eco de la filosofía de Spengler; la prensa liberal se adhiere estrictamente al pragmatismo. Los editoriales se dedican a formular las contradicciones aceptadas: por una parte, la democracia es una forma perfecta de gobierno; por otra, no puede esperarse que la democracia funcione; por un lado, la guerra es destructiva; por el otro, la guerra es inevitable; por una cara de la moneda, todos los hombres nacen libres e iguales; por la otra, algunas razas son manifiestamente inferiores; por una parte, el dinero destruye los valores espirituales; por la otra, el éxito financiero es la única prueba verídica del carácter. Este sistema dualista de ideas, del cual pragmatismo y misticismo cons-tituyen, por así decirlo, los polos positivos y negativos, expresa una con-tradicción básica que incluye un complejo sistema de contradicciones mayores y menores a todo lo largo y ancho de la estructura social. El hombre moderno hace uso de este doble sistema para
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alcanzar un ajuste parcial dentro del mundo en que vive; su experiencia pragmática continuamente desequilibra este ajuste, pero el misticismo le da una ilusión de permanencia. Sería absurdo deducir que el hombre moderno acepta sencillamente este modo de pensar en una forma estática. El pensamiento es dinámico; expresa el balance de fuerzas en constante cambio entre el hombre y su medio. Esto es importante al considerar el teatro. El drama refleja el patrón de las ideas contemporáneas. Pero el dramaturgo no se amolda automáti-camente a este patrón; el patrón es fluido, como también lo es el uso que de él hace el dramaturgo. Concebir la aceptación de las ideas como algo estático o absoluto, sería un ejemplo del absolutismo que hemos estado discutiendo. Un sistema de ideas no es «una extraña y oscura carga» que los hombres soportan contra su voluntad. El dramaturgo, como cualquier ser humano, lucha por ajustarse a su medio. Su esquema de pensamiento es el arma que utiliza en esta lucha. No puede cambiar sus ideas como cambia su camisa, pero cuando sus ideas demuestran ser poco satisfactorias en el curso de la lucha, trata de modificarlas o descartarlas. El conflicto también está dentro de sí mismo; él trata de encontrar ideas que funcionen, del alcanzar un ajuste más realista al mundo en que vive. Un drama encarna este proceso. Si el esquema mental del dramaturgo es irracional, éste distorsiona las leyes del drama e inhibe su voluntad de crear acciones significativas. Debe ocultar esta debilidad mediante el oscu-rantismo y el disimulo; o debe superarla mediante un lento proceso mental. Este conflicto se desarrolla en la mente del dramaturgo y en el mundo del teatro conduce a un nuevo balance de fuerzas y una nueva dirección creadora. Notas: 1 James, Las varias formas de la experiencia religiosa. 2 Citado por H. O. Taylor en Medieval Mind, volumen II. 3 F. Nietzsche, Obras completas. 4 Wolfe, Look Homeward, Angel. 5 Debe señalarse enfáticamente que no se está acusando aquí a Wolfe de estar de acuerdo con Spengler o con las brutalidades del fascismo. El énfasis de Wolfe en «el tiempo inmortal» y la «eternidad de la tierra» muestra su intenso deseo de esquivar los temas sociales, su renuncia a aceptar la crueldad y decadencia de su medio. Pero este modo de pensamiento tiene sus orígenes e implicaciones sociales que deben enfrentarse. 6 Esto no es tan «curioso» como parece, ya que nuestra concepción lógica se basa, precisamente, en la forma en que pensamos. 7 En The History of European Philosophy, T. Marvin dice acerca del pragmatismo: «Ha hecho sentir su presencia en casi todos los ámbitos de la vida intelectual de Occidente. En el arte y la literatura, hace evidente su presencia a través de una rebelión contra todos los principios establecidos, por ejemplo, el formalismo; en la doctrina artística general, propugna que el individuo debe descartar la autoridad de la
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tradición y francamente poner en lugar de esta autoridad sus propios gustos y disgustos (...). También se deja sentir en otras ramas, especialmente en la teoría moral, jurisprudencia, política y teoría educacional.» 8 John Dewey, Individualism Old and New, Nueva York, 1930.
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III George Bernard Shaw Shaw es, a la vez, el crítico más eminente y el dramaturgo más im-portante de la lengua inglesa del período posterior a Ibsen. Muchas de sus mejores obras (incluyendo Cándida, El discípulo del diablo y La profesión de la señora Warren) las escribió en la última década del siglo XIX. Sus trabajos críticos más serios también pertenecen a este período. A menudo se ha dicho que Shaw usó el drama sólo como «un medio para llegar a un fin». El fin al que Shaw dedicó el drama, es el mismo al que Ibsen proclamó su devoción y al que, invariablemente, ha sido dedicado todo gran drama: ver la realidad «con toda lucidez». Shaw comprendió la grandeza de las obras de Ibsen; vio que el conflicto dramático es, necesariamente, un conflicto social; comprendió que si el teatro de su época quería vivir y desarrollarse, debía abordar, sin hacer concesiones, la luchas entre la voluntad del Hombre y su medio. De aquí se desprende a la opinión crítica y popular de los años noventa, que asociaba el arte con emociones y estados anímicos estéticos. En 1902, Shaw explicó que apuntaba a valores emocionales más profundos y fundamentales: «La reintroducción de la tesis, con su implacable lógica y férrea armazón de la realidad, inevitablemente produce el principio una abrumadora impresión de frialdad e inhumano racionalismo. Pero esto pasa pronto (...) se verá que solamente hay drama verdadero en el teatro de tesis, porque el drama no sólo consiste en enfocar la naturaleza con una cámara: el drama es la presentación en parábola del conflicto entre la voluntad del Hombre y su medio.»1 De aquí se desprende que es «la resistencia de la realidad y de la ley a los sentimientos humanos lo que crea el drama. Es el deux ex machina que, al eliminar esa resistencia, hace de la caída del telón una necesidad inmediata, puesto que el drama termina exactamente donde termina la resistencia.»2 Estos pasajes ilustran la claridad de Shaw como crítico. Considerados a la luz de su obra y vida posterior, su declaración sobre la ley del conflicto se convierte en una trágica admisión de su propio fracaso. El mito de que Shaw, preocupado por los problemas sociales, descuidó los problemas del arte dramático, ha circulado ampliamente. Esto es un consuelo para los críticos neorrománticos pero, si examinamos las obras de Shaw, encontraremos que su dificultad radica en su incapacidad para llegar a una filosofía social racional. Incapaz de enfrentar o resolver las contradicciones de su propia mente, fue incapaz de dramatizar la «implacable lógica y férrea armazón de la realidad» que describió como condición necesaria del conflicto dramático. En su período inicial y más creativo, la influencia de Ibsen fue más pronunciada. Shaw describió los desajustes de la vida de la clase media inglesa en términos tomados de los dramas sociales de Ibsen. Pero aun en estas obras, sus limitaciones son manifiestas. La implacable lógica de Ibsen muestra el enorme poder y complejidad de la estructura social. La tendencia de Shaw es buscar una solución fácil, sugerir que las reformas inmediatas se pueden realizar gracias a la honestidad inherente al hombre, En Casa de viudos (1892) y en La profesión de la señora Warren (1898), se nos muestran
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las fuerzas sociales ocultas bajo males específicos, pero se nos tranquiliza mediante la sugerencia de que esas fuerzas pueden ser controladas tan pronto como los hombres se decidan a combatir el mal. El problema no es tanto liberar a la voluntad como ejercitar esa voluntad en la dirección correcta. La posición de Shaw se muestra claramente en sus discusiones críticas sobre Ibsen. Según Shaw: La quintaesencia de ibsenismo es que la conducta debe justifi-carse a sí misma por sus efectos sobre la felicidad y no por su conformidad con cualquier regla o ideal; y, puesto que la felicidad consiste en la realización de la voluntad, que está en constante crecimiento, y que no puede realizarse hoy bajo las mismas condiciones que la garantizaban en el pasado, él (Ibsen) proclama de nuevo el viejo derecho protestante al criterio per-sonal en cuestiones de conducta3. Este pasaje arroja más luz sobre la filosofía social de Shaw que sobre la de Ibsen. Ibsen expuso la falsedad de los ideales que regían la sociedad de su época; buscó desesperadamente una solución que permitiera la reali-zación de la voluntad. Pero sólo en sus primeras piezas (particularmente en Brand) encontramos la idea de que el ejercicio de la voluntad es su propia justificación. Peer Gynt supera esta concepción y llega a comprender que ser uno mismo, no es suficiente. La afirmación de Shaw de que «la felicidad consiste en la realización de la voluntad», nos recuerda la febril búsqueda de la felicidad en términos de su propio ego de Peer Gynt; sugiere que la voluntad no es un medio, sino un fin. La raíz de la filosofía de Shaw se encuentra en la afirmación del «viejo derecho protestante al criterio personal en cuestiones de conducta». La expresión retrospectiva del pensamiento, «el viejo derecho protestante», no es accidental; al contrario, la esencia del pensamiento es retrospectiva, se remonta a los primeros tiempos de la re-volución burguesa, cuando la obtención de la libertad de la clase media se consideraba como una conquista absoluta que garantizaba la realización del espíritu excepcional. Shaw exige, como Shelley a comienzo del siglo diecinueve, que esta garantía se lleve a vías de hecho sin pérdida de tiempo; cree que todo lo que se necesita, es la destrucción de los falsos valores morales. Ibsen también comenzó con esta creencia, pero fue más allá, mientras que Shaw la acepta como absoluta. Esto significa la sustitución del libre albedrío por la buena voluntad. En las piezas sociales de Ibsen, la esencia de la tragedia se encuentra en el hecho de que la buena voluntad no es suficiente y en que «el criterio personal en cuestiones de conducta» no puede funcionar separado de los determinantes sociales. Hedda Gabler y Rebeca West son mujeres de fuerte voluntad, que se esfuerzan lo mejor posible por ejercer su «derecho al criterio personal», lo que las lleva inevitablemente al desastre. Shaw dice con respecto a Hedda: «es una escéptica pura, una figura típica del siglo diecinueve», y que «no tiene ningún ideal».¿Cómo puede reconciliarse esto con el odio neurótico de Hedda hacia lo «ridículo e indigno», su búsqueda de la «belleza espontánea», su idealización de «un gesto de valor consciente»? Shaw no comprendió a Hedda porque
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estaba muy impresionado por su personalidad, y sólo le preocupaba ligeramente «la férrea armazón de la realidad» que la rodeaba. La considera (al menos potencialmente, hasta donde ella deseaba serlo) una mujer libre; confunde lo que Ibsen llamó «la carencia de un objetivo en la vida» con el «escepticismo puro». Esto indica una importante diferencia en el método dramático: la carencia de un objetivo en la vida es un problema dramático que va a la raíz de las relaciones entre el hombre y su medio; la voluntad consciente debe enfrentar el mundo real, debe hallar un objetivo en la vida o morir. Por otra parte, el escepticismo puro es cualidad abstracta de la mente, que no tiene sentido mientras no entra conflicto con el mundo real. En Cándida (1895), Shaw nos da el primero de sus notables retratos de mujeres. Las mujeres de Ibsen (como él mismo dice en sus notas) se ven «impedidas de seguir sus inclinaciones, privadas de su herencia, amargadas en su carácter». Cándida, como todas las mujeres de Shaw, es genuinamente libre; no sólo es capaz de seguir sus inclinaciones, sino que tiene una instintiva rectitud de criterio y emoción que trasciende los problemas con los que se enfrenta. Forzada a escoger entre dos hombres, Cándida elige a su esposo, porque es el que más la necesita. Resulta significativo que su elección, aunque pueda pensarse que no se basa en «la conformidad con una regla o ideal», es estrictamente convencional. En Hombre y superhombre (1903), Ann Whitefield tiene la razón instin-tivamente cuando sigue su impulso biológico que la lleva hacia el hombre que ha elegido; no hay ningún obstáculo insuperable entre su voluntad y el mundo en que vive; ella no es, como Hilda en Solness el constructor, un «ave de rapiña», porque es libre para conquistar las circunstancias y realizar sus deseos dentro del marco de la sociedad. La vitalidad de las primeras obras de Shaw surge de su temprana insistencia en la función histórica del teatro: la presentación de la lucha del hombre contra «la realidad y las leyes» de su medio. Su énfasis en los factores sociales no lo llevó a ignorar las leyes dramáticas; por el contrario, sus trabajos críticos de la década del noventa en el siglo XIX, son ricos en observaciones técnicas detalladas. No creyó en un teatro abstracto; sabía que el conflicto dramático debe ser emocional y vivo. En 1898, escribió a propósito de los crudos melodramas de la época: «A pesar de todo, estos primitivos melodramaturgos tienen imaginación, apetito y sangre en las venas; y estas cualidades, que se afirman repentinamente en nuestro exhausto teatro, producen el efecto de una copa de ponche fuerte después de haber tomado cincuenta veces un té aguado.»4 Esta observación puede aplicarse con igual exactitud a los hábiles y violentos dramas de los años veinte al treinta de nuestro siglo: Broadway, Chicago, The Front Page, y otros muchos. Shaw dijo de James M. Barrie: «Aparentemente, no tiene visión para captar el carácter humano, pero sí un agudo sentido de las cualidades humanas (...) Supone optimistamente -como el público quiere que haga-- que una buena cualidad implica todas las buenas cualidades, y una repulsiva, todas las repulsivas.»5 Esto expone la esencia de la debilidad de Barrie como dramaturgo, así como la debilidad básica en la técnica de la carac-terización del teatro moderno. El carácter sólo puede ser
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comprendido en términos de una activa relación entre el individuo y el mundo en que se desenvuelve. Tan pronto el carácter es aislado del medio, se convierte en una cualidad, o grupo de cualidades, que se supone que implican una serie de otras cualidades. Este es el defecto esencial de la obra del propio Shaw. Comprendió la debilidad de Barrie, pero no pudo comprender que él mismo sólo presentaba cualidades. El tratamiento que Shaw dio al carácter se basa en su creencia en que las mejores cualidades de la naturaleza humana deben, a la larga, triunfar sobre el medio. En lenguaje filosófico, las mejores cualidades de la naturaleza humana corresponden a los imperativos éticos de Kant, o a las categorías preexistentes de Hegel. Ya hemos observado como ambos filósofos derivaban su concepción de la verdad absoluta de los valores sociales y éticos contemporáneos. Las mejores cualidades de la naturaleza humana, según Shaw, las que aceptaba como imperativas, son las cualidades de la alta clase media inglesa. Se propuso mostramos esas cualidades en conflicto con el medio. Pero esas cualidades habían sido formadas por el medio; un cambio en el medio sólo puede lograrse en conjunción con un cambio en las normas de conducta imperantes. Aquí, Shaw se enfrentó a un dilema; la fe esencial de la alta clase media inglesa es una fe en su habilidad para controlar el medio, y en la perfectibilidad final de la naturaleza humana en términos de sus propios valores. Shaw compartía esta fe; al mismo tiempo, veía que el medio era desesperadamente decadente. Shaw atacó una y otra vez las estupideces del sistema social inglés, y satirizó mordazmente a los hombres y mujeres que las toleraban. Pero su exigencia más revolucionaria ha con-sistido en pedirles a esos hombres y mujeres que sean fieles a sí mismos, que regresen a los imperativos éticos que ellos mismos habían inventado. A esto se debe el progresivo debilitamiento del conflicto dramático en las últimas obras de Shaw, su falta de «imaginación, apetito y sangre en las venas». Shaw pensaba que sus personajes podían cambiar su medio si su voluntad consciente estaba lo suficientemente despierta. En consecuencia, los muestra planeando, y discutiendo, intercambiando opiniones sobre posibles cambios que no suceden. El resultado es una técnica de pura charla, y su consecuencia inevitable, la negación de la acción. No hay ni un ápice de verdad en la idea de que las largas conversaciones en las obras de Shaw tenían el propósito de aclarar ideas complejas. Lo que en realidad logran es complicar ideas muy simples. Los personajes hablan sin propósito, para ocultar su incapacidad de hablar o de actuar con un propósito definido. La yuxtaposición de ideas contradictorias en los ensayos y dramas de Shaw, surge de la contradicción de su propia posición: ataca los convencionalismos y exige que la gente sea más convencional; ataca los ideales y se regodea en vuelos de puro idealismo. En sus últimas obras, la escisión entre los personajes y la realidad le agranda. La técnica, más difusa, ahora muestra una falta de precisión -siempre en aumento- en cuanto al pensamiento social. Al mismo tiempo, el autor está cada vez menos interesado en la teoría dramática: los prefacios se ocupan, cada vez más, de generalidades. El acostumbrado dualismo de la mente moderna se vuelve más pronunciado. La conducta ilógica se enfatiza, los personajes se mueven según sus caprichos, el impulso inmediato
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toma el lugar de la lógica. Al mismo tiempo, se sugiere una solución final que trasciende la lógica; la voluntad individual debe fundirse en la voluntad de vivir, en la fuerza de la vida. Peer Gynt, al preguntar el enigma a la esfinge, recibió la respuesta de un loco profesor alemán. En César y Cleopatra (1899), el César de Shaw se enfrenta a la esfinge y descubre la inescrutable perfidia de Cleopatra, la mujer-niña. El primer período del desarrollo de Shaw termina con Hombre y superhombre, en 1903. Sus retratos de mujeres muestran el cambio en su punto de vista. La grave simplicidad de Cándida es intuitiva, pero también tiene un alcance intelectual. Cleopatra es descrita como una niña, pero el tratamiento que Shaw le da al personaje, al adjudicarle cualidades femeninas universales de infantilismo e insidia, es extraordinariamente significativo. En Hombre y superhombre, vemos el resultado de esta tendencia: Ann Whitefield, piensa fisiológicamente; su persecución de Jack Tanner le es dictada por su «sangre y nervios». En Hombre y superhombre, también encontramos el comienzo de la desin-tegración técnica. Shaw dice que el tercer acto de esta obra «a pesar de lo fantástica que su legendaria estructura pueda parecer, es un intento cuidadoso de escribir un nuevo libro del Génesis para la Biblia de los evolucionistas»6. También describe este acto como una discusión de «1os méritos del estado celestial y el demoníaco, y el futuro del mundo. La discusión dura más de una hora, puesto que las partes, con la eternidad por delante, no tienen prisa»7. El interés de Shaw en el espíritu lo lleva a descuidar los fundamentos del conflicto dramático. Casándose (1908) es una discusión pragmática de los problemas prácticos del matrimonio; la técnica es pura conversación; nada queda del conflicto entre el individuo y su medio. Las piezas de los años siguientes son más convencionales en la forma: La primera obra de Fanny, Androcles y el león, Pygmalión, Great Catherine. El contenido social también es más convencional e indica una aceptación del mundo contemporáneo de la experiencia. El conflicto dramático es definido, pero carece de profundidad. La guerra mundial destrozó las ilusiones de Shaw, y lo obligó a recon-siderar los principios de la conducta humana, que había dado por ciertos, lo que le motivó una nueva inspiración. En La casa de la congoja (1919), confiesa la bancarrota de su mundo, y enfrenta la «armazón férrea de la realidad» con amargo coraje. Pero, en Volviendo a Matusalén (1921), regresa a una exacta repetición del punto de vista presentado dieciocho años antes en Hombre y superhombre (en la prolongada discusión del tercer acto sobre la filosofía de la evolución): abarca el curso total de la historia, no como un conflicto entre la voluntad del hombre y las férreas necesidades de su medio, sino como un desarrollo gradual del espíritu humano; la evolución es un proceso instintivo; la fuerza de la vida se mueve hacia un futuro en que la acción y los logros ya no son necesarios; el futuro, como Shaw lo veía, realiza la idea schopenhaueriana de la felicidad en la negación de la voluntad, en la pasiva contemplación de la verdad y la belleza8. En Santa Juana (1923), la mujer-niña carece de malicia y está inspirada por la divinidad; desafía el razonamiento pragmático de los hombres que creen en la
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experiencia mundana. En esta obra, «el viejo derecho protestante al criterio personal» se identifica completamente con la pureza y profundidad del instinto de Juana. Como Peer Gynt, Shaw regresa a la mujer-símbolo. Desde este momento, la ruptura con la realidad se acelera inevitablemente, y también la desintegración técnica sobreviene más rápidamente. En Too True to Be Good y The Simpleton of the Unexpected Isles, la estructura de la acción es completamente pragmática; los personajes siguen sus caprichos inmediatos y no se tiene en cuenta ningún sistema de causalidad, aparte del impulso momentáneo. En estas obras, por primera vez, Shaw acepta el misticismo no como una forma evolucionada de la fuerza de la vida, sino como un medio de salvación inmediato, irracional. La negación de la voluntad ya no es cuestión de un desarrollo futuro; la voluntad del hombre es inoperante; el hombre no puede salvarse por sus propios esfuerzos, porque estos esfuerzos no tienen un objetivo; ya no puede confiar ni en su instinto. El hombre es, literalmente, un idiota perdido en las islas inesperadas; su única esperanza radica en una fe infantil, en una negación emocional de la realidad. La extrema confusión de las obras de Shaw no es, en ningún sentido, característica del teatro moderno; pero las tendencias básicas que lo llevaron a esta confusión, se evidencian en la inmensa mayoría de las piezas con-temporáneas. Muchas de las lecciones que el dramaturgo moderno ha apren-dido de Ibsen, lo fueron por la vía de Shaw. El dramaturgo moderno admira la técnica concentrada de Ibsen, su análisis social, su método de caracteri-zación; pero él transforma estos elementos tanto como Shaw los transformó: la técnica es diluida, los acontecimientos se hacen tan insustanciales que permiten incluir una variedad de comentarios generalizados: al mismo tiempo, se sustituye el sentido social específico por una conciencia social abstracta; en vez de la presentación de causa y efecto sociales en acciones, tenemos un comentario que incluye observaciones sociales y éticas, aisladas de los hechos. En vez del análisis ibseniano de la voluntad consciente, tenemos la presentación de un carácter en términos de cualidades. Notas: 1 Shaw, La apología de La profesión de la señora Warren. 2 Ibid. 3 Shaw, La quintaesencia del ibsenismo. 4 Shaw, Opiniones dramáticas y ensayos. 5 Shaw, Opiniones dramáticas y ensayos. 6 Citado por Clark en A Study of the Modern Drama. 7 De una nota escrita por Shaw y citada por Clark. 8 La concepción de Shaw sobre el cambio social se basa en las teorías socialistas «fabianas», en cuya elaboración colaboró. La fuente inmediata de estas teorías puede hallarse en las opiniones de Samuel Butler y Sidney Webb, las cuales a su vez se derivan, en gran medida, de Lamarck.
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IV Tendencias críticas y técnicas Antes de proceder a un estudio más detallado del teatro actual, será conveniente revisar las tendencias en el campo de la teoría dramática. El pensamiento crítico del siglo veinte no ha producido nada que pueda compararse al vigor y precisión de los trabajos críticos que Shaw produjo en la década de 1890. En general la crítica moderna se basa en la teoría de que el drama trata cualidades del carácter. Estas cualidades tienen un valor absoluto y son la única fuerza impulsora del conflicto dramático. El medio es la arena donde estas cualidades se muestran. El hombre es un conjunto de características, más intuitivas que racionales. El oficio del dramaturgo es también intuitivo y esto hace que tenga una visión intuitiva de las cualidades de la naturaleza humana. Los valores más profundos y espirituales del hombre son los que más completamente trascienden el medio. El gran artista nos muestra a hombres con emociones eternas. Esta teoría aparece en diversas formas a través del pensamiento crítico contemporáneo; también ha sido formulada en métodos y sistemas técnicos. Su desarrollo más creador debemos buscarlo en el método de Constantin Stanislavski. V. Zakhava, director del Teatro Vajtangov de Moscú, dice que «el teatro de Stanislavski concentró su propósito y su arte en la vida eterna de los personajes, en el lado psicológico, subjetivo de su conducta. El espíritu del héroe, su mundo interior, su psiquis, sus “experiencias internas”, su “esencia espiritual”; eso fue lo que escribió a los actores y directores de aquel teatro (...). El actor, en tal teatro, es indiferente a las ocasiones en las cuales expresa sus sentimientos»1. Este objetivo del arte es «un individualismo idealista que ve la psiquis humana como un valor aislado y autosuficiente, una moralidad “universalmente humana” como base ética a partir de la cual se construye el carácter». Zakhava señala la influencia de la filosofía de Bergson sobre la teoría de Stanislavski. No obstante, Stanislavski alcanzó un éxito extraordinario al desarrollar una técnica de actuación «natural-psicológica»; esto se debió al hecho de que su sistema no fue ni intuitivo ni espiritual para descubrir la «esencia espiritual» de los personajes; por el contrario, estaba basado en el análisis y la experimentación científicos. En la práctica, encontró que «trabajar un papel es buscar una relación». Esto significa que el actor debe hallar el punto de contacto entre sus sentimientos subjetivos y su experiencia objetiva. Stanislavski también descubrió, nos dice Zakhava, que: ... el sentimiento no brota de sí mismo, que mientras más un actor se ordene o implore a sí mismo que debe llorar, menos oportunidades tiene de lograrlo. «El sentimiento tiene que ser atraído.» Él halló que el señuelo para el sentimiento es el pensamiento, y su trampa, la acción. «No espere por el senti-miento, actúe.» El sentimiento vendrá en el proceso de la acción, en el choque con el medio. Si usted pide algo, y lo hace con conciencia de que realmente lo necesita, y luego no lo obtiene, el
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sentimiento de ofensa y vejación le vendrá espontáneamente. No se preocupe por el sentimiento, olvídelo2. De esta manera, el sentimiento se convierte en una abstracción sin sentido, y la esencia del trabajo de Stanislavski se convierte en el análisis de la voluntad consciente. La relación que determina el sentimiento, es la conciencia que tenga el actor de la realidad; el actor debe pensar, y piensa acerca de su medio; su conciencia de una necesidad motiva la acción, que es un acto de voluntad. Stanislavski desarrolló su método mayormente en conjunción con el mon-taje de las obras de Antón Chéjov, en el Teatro de Arte de Moscú. Las obras de Chéjov sirvieron como el laboratorio en donde Stanislavski desarrolló sus experimentos. Chéjov dramatizó la trágica futilidad y falta de objetivos de la intelectualidad rusa de fines de siglo; la acción de sus obras parece carecer de un fin; la intensidad neurótica de los personajes de Ibsen parece ser reemplazada por la inercia neurótica. Pero la fuerza de Chéjov radica en la precisión con que expuso las raíces sociales de esta inercia. Uno puede decir que el interés de Chéjov radica más en el carácter que en la sociedad en conjunto, pero su interés en el carácter consiste en comprender cómo funciona. Ningún dramaturgo ha estado menos preocupado por las cualidades del carácter, o ha sido menos respetuoso de la «esencia espiritual» de la personalidad. Al tratar esas voluntades enfermas, llegó hasta la misma raíz de la enfermedad; tal y como un médico puede estudiar la acción ineficiente de los órganos físicos de un paciente, Chéjov estudió la acción ineficaz de la voluntad. Tal y como el médico debe hallar las causas de los desajustes físicos, Chéjov buscó las causas sociales de los desajustes psíquicos. Por esta razón, la conversación en las obras de Chéjov nunca es discursiva a la manera de Shaw. Los personajes de Shaw discuten el sistema social, los de Chéjov, son el sistema social. Los personajes de ambos dramaturgos son casi incapaces de actuar, pero Chéjov penetra en su voluntad consciente y nos muestra las causas, las experiencias y presiones que determinan su inactividad. Las vidas pasadas de los personajes son presentadas en detalle; se nos muestra el grado exacto hasta el cual son conscientes de su problema y la dirección en que la voluntad enferma busca una solución. En El jardín de los cerezos, Epijodov dice: Soy un hombre de mente despejada, leo muchos libros excelentes y, sin embargo, no acierto a comprender qué es lo que quiero en realidad: si vivir o pegarme un tiro. No obstante, siempre llevo conmigo una pistola (Mostrando una.) Aquí está. Todos los personajes de El jardín de los cerezos se nos muestran tratando de expresar su voluntad. El drama radica en lo inadecuado de sus actos en relación con la rigidez del medio. Liubov Ranevskaia cuenta el dinero de su monedero: (Mirando dentro de su monedero.) Ayer había mucho dinero, y hoy queda muy poco. Mi pobre Vania, por ahorrar, nos da de comer sopa de leche; en la cocina a los
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viejos se les da sólo garbanzos y yo, mientras tanto, gastando de una manera tonta. (El monedero se escapa de sus manos, y las monedas de oro ruedan por el suelo. Con enojo.) ¡Vaya, están rodando! Cuando entra un transeúnte, ligeramente borracho, le da, a la ligera, el dinero sobrante. Es evidente que Chéjov objetivó la carencia de propósitos en Ranevskaia, y expuso el grado exacto de voluntad y conciencia de que era capaz. Chéjov recuerda a Proust en su habilidad para objetivar estados de ánimo y sensibilidades en términos de significación social. Ambos escritores muestran que las sensibilidades y emociones excepcionales no trascienden el medio; por el contrario, se originan en éste y son, justamente, producto de desajustes excepcionales. Chéjov suministró a Stanislavski el material perfecto para el estudio psicológico; la interpretación creativa de los personajes chejovianos no podía lograrse siguiendo pautas idealistas o subjetivas. La indicación del autor sobre los determinantes sociales es tan precisa que ofrece un amplio campo para el análisis de las relaciones del carácter y de los hechos. Stanislavski poseyó la cuidadosa honestidad de los grandes artistas. Comparando y probando cuidadosamente los datos obtenidos en las puestas en escena, logró formular muchos de los elementos de una técnica definitiva de actuación. Pero cada paso de este proceso lo alejaba más del subjetivismo estético que había sido su punto de partida. Incapaz de resolver esta contradicción, Stanislavski no pudo alcanzar en su arte una concepción integrada de la teoría y práctica. La división entre teoría y práctica, entre el objetivo estético y el resultado práctico, tendía a agudizarse. Esto se hace evidente en el uso moderno del método «natural-psicológico». Los aspectos prácticos del método se vuelven cada vez más limitados y faltos de imaginación; la interpretación del carácter se convierte en una cuestión de acumular detalles reales, detalles que tienden a ser cada vez más ilustrativos que dinámicos. Puesto que la acumulación de datos menores no puede revelar la «esencia espiritual» del carácter, se presupone que la vida interna del personaje trasciende la suma de sus actividades, y que ésta debe ser comprendida por medio de la intuición estética. Los métodos de Chéjov y Stanislavski -uno como escritor y el otro en la producción teatral- sólo eran válidos para un campo limitado de las relaciones sociales. La técnica de Chéjov expresó la vida de una sección de la clase media rusa; su análisis detallado reveló las posibilidades de acción, las acciones furtivas e incompletas de gentes cuya existencia se había vuelto negativa en gran medida. Actualmente, el drama norteamericano, así como el inglés, se enfrentan a un medio bastante diferente, un mundo de compleja emotividad y febriles contradicciones. Cuando el dramaturgo moderno enfoca este material en términos de incidentes y matices menores, el resultado es oscurecer más que iluminar el sentido de la acción. Esto es especialmente cierto cuando los incidentes menores se usan simplemente para acumular cualidades de carácter no relacionadas con el medio total. (Craig’s Wife, de George Kelly, ilustra esta tendencia) Un mundo de detalles sin importancia puede ser tan irreal como un mundo de aspiraciones nebulosas y vastas.
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El movimiento principal del pensamiento dramático del siglo XX sigue un curso medio entre el naturalismo de Chéjov y el tratamiento abstracto del carácter que encontramos en Shaw. Tanto en sus piezas teatrales como en sus escritos críticos, John Galsworthy representa este conservador curso medio. Galsworthy declara enfáticamente que el retrato de un personaje es la única meta del arte dramático: «El dramaturgo que subordina sus personajes a la trama, en vez de subordinar la trama a sus personajes, es culpable de un pecado mortal.»3 El énfasis de Galsworthy en el carácter es similar al de Shaw; surge de su creencia en la permanencia y valor absoluto de los estándares de carácter que son aceptados por su clase y época. Si la estructura técnica de las piezas de Galsworthy es sólida y sobria, esto se debe a la solidez y sobriedad de sus opiniones, ya que él no se ha percatado de las contradicciones expuestas por Ibsen y otros autores. Las acciones de sus personajes son directas, porque el autor no ve dificultades que obstruyan o paralicen la voluntad. La mayor parte de los críticos consideran las obras de Galsworthy como notables ejemplos de una observación sin prejuicios. Clayton Hamilton habla de su «olímpica imparcialidad mental al considerar una tesis social: esa actitud de dios que muestra en la falta de simpatía especial al considerar a sus personajes».4 Esto significa, sencillamente, que Galsworthy da expresión honesta a los prejuicios de su propia clase; lo que sucede es que sus críticos comparten estos prejuicios y están completamente dispuestos a aceptar esa «olímpica imparcialidad» que está a favor de su propio punto de vista social. Barret H. Clark elogia Strike (Huelga) por su imparcialidad: «en la pri-mera escena del segundo acto, los personajes son mostrados con admirable claridad a través de un punto de vista no comprometido. Si los pobres están en malas condiciones, es hasta cierto grado, a causa de su orgullo y obstinada tenacidad.»5 La tesis de Galsworthy en Huelga es que el conflicto industrial puede, y debe, ser resuelto por la buena voluntad y espíritu deportivo de las partes involucradas; ambas partes están en falta al no poder ejercer esas cualidades. La huelga ha provocado pérdidas inútiles, que no tienen otra causa social que la testarudez de los hombres. Esto resulta bien claro en los parlamentos finales: HARNESS.- ¡Una mujer muerta, y los dos mejores hombres des-trozados! TENCH.- (Mirándolo excitado.) Sabe, señor, esos términos son los mismos que redactamos juntos, usted y yo, y que propusimos a ambas partes antes que comenzara la lucha. Todo esto… y... y, ¿para qué? HARNESS.- (Con voz lenta e implacable.) ¡Eso es lo gracioso! En Loyalties (Solidaridad), Galsworthy simpatiza consistentemente con la rectitud y delicadeza de la solidaridad aristocrática que se manifiesta contra el judío De Levis. De Levis es acusado falsamente de robo y condenado al ostracismo; pero, en el último acto, cuando se descubre al ladrón verdadero, la rehabilitación de De Levis sólo se enfoca como un asunto legal, mientras que la última escena -y la más emocionante de la obra- es aquella entre el ladrón Dancy y su esposa, Isabel, donde se muestra el altruismo
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de los motivos de éste y la intensidad de sus sufrimientos. A De Levis sencillamente se le elimina, mientras que Dancy se suicida antes que enfrentarse a la deshonra. Frente a la vorágine y tensión del período moderno, Galsworthy se dirige de nuevo al sistema tradicional de relaciones de propiedad que marcó la era victoriana. El carácter definitivo y la austeridad técnica de sus obras brotan de las profundidades de su conservadurismo. La acción es concentrada, no hay cabos sueltos o problemas que queden sin solución. Se evitan cui-dadosamente los detalles coloristas o excesos emocionales. Hablando de Gals-worthy, William Archer dice: «hasta los trucos más inocentes del énfasis son, para él, trampas demoníacas». La obra de Galsworthy es el ejemplo más maduro de la tendencia principal en la teoría y la práctica dramáticas durante las dos primeras décadas del siglo veinte; el drama más convencional dependía de valores retrospectivos y de una técnica limitada. Pero, puesto que el conflicto dra-mático tiene un origen y un significado social, se ha ido haciendo cada vez más difícil proyectar este conflicto en términos que no corresponden a las realidades contemporáneas. El intento de crear nuevos valores dramáticos ha llevado a una serie de conmociones y experimentos. La mayor parte de estos han carecido de claridad, y han tratado de cambiar el teatro a través de una especie de «revolución palaciega», para dictar, por decreto, nuevas normas que no han sido realmente una respuesta a las necesidades y demandas populares. El expresionismo es un término que abarca una gran variedad de mo-vimientos experimentales. En un sentido técnico, Barren H. Clark lo define así: «No es suficiente registrar lo que parecen ser las verdaderas palabras y actos de A; sus pensamientos, su espíritu subconsciente y sus actos deben ser presentados sumariamente por medio de un acto o un discurso simbólico, ayudado por la escenografía o la iluminación.»6 Esto indica el carácter esencialmente neorromántico del expresionismo. La tendencia general de la experiencia de los años recientes ha sido retrospectiva; en un sentido muy amplio, se puede decir que todos estos experimentos contienen elementos expresionistas, porque todos tienen características derivadas del romanticismo de principios del siglo diecinueve: libertad moral, justicia social, liberación emocional. Estos aspectos no se enfocan como problemas que implican un ajuste al medio, sino como visiones del espíritu excepcional. En las obras expresionistas más subjetivas, los símbolos reemplazan la acción: el espíritu del siglo XX es emocional, estúpido, neurótico e introspectivo. Pero el ex-presionismo también contiene elementos progresistas: una apasionada afir-mación de la voluntad, un desafiante intento de hallar valores éticos más genuinos y la rebelión contra un opresivo código de leyes sociales. Fre-cuentemente los expresionistas han redescubierto el mundo real y nos han mostrado chispazos de una nueva alegría y honestidad en el drama. La técnica del expresionismo refleja la confusión de una rebelión sin un objetivo definido. En la mayoría de los casos, la construcción, basada en razonamientos pragmáticos, es floja; la conducta ilógica sustituye a la acción progresiva, y estados de ánimos simbólicos reemplazan los actos racionales. Pero aquí el expresionismo se encuentra en una peligrosa encrucijada: habiéndose apar-tado de las seguras limitaciones del drama de salón -que representa una
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forma aceptada de razonamiento pragmático- se encuentra con que debe echar a un lado hasta la apariencia de la lógica o, de lo contrario, abrirse camino hacia una lógica que abarque el campo más amplio de personajes e incidentes que constituye su temática. En el primer caso, el tratamiento de los símbolos expresionistas se vuelve psicopáticamente personal o torpe-mente vasto (como sucede en Him, de E. E. Cummings, o en Beyond, de Walter Hasenclever). El segundo camino conduce a un nuevo análisis de los símbolos expresionistas; el símbolo ya no puede ser vago, debe probarse a sí mismo en términos de realidad, debe resumir la relación real entre el individuo y fuerzas sociales comprensibles. La adopción por O’Neill de una técnica libre fue el resultado de una rebelión contra su medio que lo llevó al misticismo, el cual, a su vez, lo trajo de regreso a una técnica pesada y convencional. Otros escritores -es-pecialmente Ernest Toller y Bertolt Brecht, en Alemania- han desarrollado el método expresionista para obtener una mayor conciencia social. Una rebelión similar, de carácter mixto y con objetivos mal definidos, ha tenido lugar en la estructura escénica del teatro. Adolphe Appia y Edward Gordon Craig son los principales responsables del nacimiento de un genuino arte del diseño escénico. Esto no sólo cambió la apariencia de la escena, sino que trajo el cambio correspondiente en la vida y movimiento de drama. El actor, al moverse en los escenarios crudamente pintados del siglo XIX, estaba necesariamente influido por ese trasfondo; la escenografía constituye el medio inmediato de los individuos en escena; como personajes, su con-ciencia y voluntad están condicionadas por este medio. Al crear un mundo de luz y sombra, de sólidas masas e integradas formas estructurales, Appia y Craig dieron al actor una nueva personalidad. Pero su intento de liberar al actor no ha tenido éxito, porque la libertad que exigían es una libertad estética, sin contenido dramático. La nueva personalidad del actor es el espíritu excepcional, suavemente iluminado y proyectado contra un fondo de bellas abstracciones. Craig considera el arte como un imperativo categórico; el artista es, al menos potencialmente, el hombre total, capaz de trascender su medio por la excepcionalidad de sus dones. La confusión estética de Craig ha hecho que su carrera sea, a la vez, trágica e impresionante. Su integridad lo llevó a luchar consistentemente por un teatro vital. Su esteticismo es afín al de Stanislavski, pero carece de la amplia actitud científica de éste. Ha sido incapaz de comprender las fuerzas que impiden la realización de su propósito, y que actúan, a la vez, sobre él mismo y su medio. Sus diseños permanecen sombríos y abstractos, y evitan lo que Freytag llamó «las perversiones sociales de la vida real». El enfoque de Craig nunca ha sido metafísico; siempre ha sido consciente de que el drama debe ocuparse de la acción física y, por lo tanto, ha tratado de alcanzar una realidad estética, de objetivar la belleza como fenómeno independiente. Puesto que esta tarea es imposible, esto lo ha conducido a considerar la belleza como una experiencia emocional. En 1911, escribió: «Lo Bello y lo Terrible. Nunca se podrá expresar cuál es cuál»7. Uno hubiera podido suponer que Craig daría el próximo paso: la aceptación de «lo Bello y lo Terrible» como sustitutos místicos de la acción. Pero su amor intenso, y a la vez
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práctico, por el teatro ha impedido la aceptación de la evasión mística. En 1935, lo encontramos luchando osadamente por «el único teatro verdadero y sano», que todavía concibe, irrealmente, como «el teatro donde la naturaleza dicta e interpreta la vida a través del artista genuino y noble». Su sueño permanece irrealizado, pero él puede mirar hacia Rusia y ver que allí se está intentando la realización de estos sueños. «El teatro ruso –dice- -parece estar adelantado varios años al resto de los otros teatros. Es el único teatro que no adopta poses sombrías y melancólicas ni saca la lengua al arte y al progreso»8. Muchas de las ideas de Craig sobre el diseño han sido adoptadas por el teatro moderno. Puesto que estas ideas no van a la raíz del problema dramático, no han traído verdad ni salud al teatro, pero han enriquecido la escena y han indicado las posibilidades aún no abordadas. Los escenógrafos norteamericanos dedican gran habilidad e imaginación técnicas al servicio de un romanticismo retrospectivo y de una ilusión presuntuosa. Cuando estos talentos se dirijan hacia una tarea genuinamente creativa, a la representación del mundo de los hombres y las cosas en toda su belleza y fuerza, el teatro vivirá de nuevo. Mientras los teatristas han hecho intentos caóticos por experimentar y reformar, la teoría dramática ha permanecido peculiarmente apartada y ha aceptado el status quo dramático como inevitable, sin expresar temores o esperanzas en relación con el desarrollo del arte. La crítica moderna es mayormente pragmática, lo que significa que es mayormente acrítica. El enfoque pragmático excluye la comparación histórica o contemporánea. El crítico puede tener un conocimiento erudito de la tradición escénica, pero no considera las posibilidades del drama moderno a la luz de estas tradiciones. Sólo se ocupa de lo que es. Registra las sensaciones producidas por una obra de arte, pero mientras su enfoque sea pragmático, no puede formarse un juicio de la habilidad técnica del autor o de su propósito ético. Estas son cuestiones que, como observa el crítico a menudo, sólo pueden ser decididas por el tiempo. Aparentemente el crítico quiere decir tiempo finito y no la «duración pura» de que habló Bergson. Si verdade-ramente el arte puede ser comprendido racionalmente dentro del tiempo finito, es de suponer que la mejor manera de comprenderlo sería mediante el estudio histórico de su desarrollo. Pero descubrimos que la concepción histórica del crítico es también pragmática: el tiempo prueba la permanencia de la impresión producida por una obra de arte; esto es, simplemente, una extensión de la primera impresión, que forma una corriente de impresiones que muestra que la obra conserva su atracción. Esta es una prueba pragmática del valor, pero el valor real, según el criterio aceptado por la crítica moderna, está fuera del tiempo; existe solamente en un mundo de «duración pura»; evidentemente, fuera de la esfera de las especulaciones críticas. Gran parte de los críticos contemporáneos más serios tratan de crear un sistema de valores estéticos mediante un franco regreso de los ideales del siglo pasado. Joseph Wood Krutch y Stark Young expresan opiniones com-parables con las expresadas por Schlegel y Coleridge hace un siglo. A semejanza de los primeros críticos, su enfoque no
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es técnico; comprenden el arte que expresa un punto de vista social, pero creen que la función del artista es descubrir las aspiraciones eternas subyacentes en un contenido social específico. En estos escritores observamos la tendencia hacia una negación de la realidad en una forma liberal y restringida, combinada con muchos elementos de la cultura y del liberalismo que aún son válidos. Pero el énfasis en los valores atemporales y el odio confuso a la era de la máquina, conduce a muchos pensadores modernos a una posición más extremista. John Masefield cree que «el mayor logro de la tragedia es ofrecer una visión de la esencia de la vida» a través de la cual «puede llevarse una multitud al conocimiento apasionado de cosas exaltadas y eternas»9 Esto es un eco de la «lucha del espíritu por su propia belleza y verdad» expresada por Maeterlinck. Pero Masefield añade un nuevo factor: la idea de violencia. «La esencia de la vida sólo puede mostrarse en la agonía y exaltación de actos terribles. La visión de la agonía, de la lucha espiritual, llevada más allá de los límites de una personalidad agonizante, exalta y purifica.» La creencia de Ludwig Lewisohn en la emoción como un valor absoluto lo lleva en la misma dirección. Se queja de que: «La tragedia moderna no trata de venganzas justas e injustas, las cuales, si se conciben como absolutos, resultan ser ficciones puras de nuestro profundo deseo de superioridad y violencia.»10 El misticismo spengleriano toma una forma más práctica en las opiniones dramáticas de George Jean Nathan. Nathan considera el arte como una experiencia emocional que sólo unos pocos privilegiados son capaces de dis-frutar. Se burla del gusto de la masa y discute el teatro moderno con brutal cinismo. La esencia del arte según cree- es irracional: «Todo buen arte, de hecho, no sólo insulta a la inteligencia, sino que, deliberadamente, le escupe los ojos (...). Nada corrompe tanto el drama como la lógica.»11 El cinismo de Nathan se deshace en sentimiento cuando habla de la belleza del arte verdadero: El gran drama es el arco iris que surge cuando el sol de la reflexión y la comprensión sonríe de nuevo sobre una inteligencia y emoción que ese drama ha golpeado, respectivamente, con ful-gurantes destellos de luz y humedecido con la lluvia de brillantes lágrimas. El gran drama, como los grandes hombres y mujeres, es siempre un poco triste12. Con alivio nos alejamos de este mundo irracional del sentimiento, hacia la atmósfera, más sana, de la discusión técnica. Los estudios contemporáneos del drama se dividen radicalmente entre la crítica estética de una naturaleza general y los trabajos que se ocupan de los problemas de oficio. Esta división no es satisfactoria: la crítica general se convierte en una colección de im-presiones desligadas y de opiniones metafísicas; al mismo tiempo, el análisis técnico se limita y se divorcia de la cultura general. Los estudios modernos sobre la técnica no tratan de desarrollar una amplia base teórica ni una perspectiva histórica. George Pierce Baker co-mienza su Dramatic Technique (La técnica dramática) con esta declaración: «No se ocupa de teorías sobre lo
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que el drama, actual o futuro, puede o debe ser. Su objetivo es mostrar qué éxito ha alcanzado el drama en diferentes países, en épocas diferentes, tal como lo escribieron hombres de grandes dotes personales.» A través del libro, Baker no hace distinción entre estos períodos; la verdad última del drama radica en esas «grandes dotes perso-nales», que desafían el análisis. La única prueba del drama, según Baker, es pragmática: la habilidad de provocar una «respuesta emotiva». En lo que concierne a los valores más profundos, nos dice que «el valor permanente de una pieza, no obstante, descansa en sus caracterizaciones». Dice Brander Matthews: «Las reglas establecidas tentativa o arbitraria-mente por los teóricos del teatro, no son más que esfuerzos ciegos por alcanzar los principios inmortales que existen en las pasiones y simpatías de la raza humana, cosa que sólo se logra muy insatisfactoriamente.»13 Si esto es cierto, resulta razonable exigir que el teórico, al menos, intente analizar las reglas del drama en términos de simpatías y pasiones humanas. Matthews no hace semejante esfuerzo, porque acepta estos principios como algo in-mutable que no requiere discusión. Se preocupa más de la historia del teatro que de la dramaturgia moderna. Su punto de vista es más retrospectivo que pragmático; recuerda a Freytag, tanto en el carácter definitivo de sus opiniones técnicas, como en su idea de que la belleza está asociada a un propósito ético y a la nobleza del espíritu. Al tratar la historia del drama, su única referencia a las fuerzas sociales es la mención ocasional de desórdenes chocantes o de relajación moral. William Archer es enfático en su negación de los valores básicos en el arte: La única definición realmente válida de «lo dramático» es: cual-quier representación de personajes imaginarios capaz de interesar a un público promedio en el teatro (...). Cualquier intento de limitar el contenido del término dramático expresa simplemente la opinión de que tal o cual forma de representación no des-pertará interés en el público; y esta opinión siempre puede ser rebatida por medio de la experimentación. Con todo lo que he expresado sobre lo dramático y lo no-dramático, he querido decir que tales o cuales formas y métodos han gustado y probable-mente gustarán de nuevo. Son, por así decirlo, más seguros y fáciles que otras formas y métodos14. Esto, como siempre ocurre en el razonamiento pragmático, implica la aceptación de una contradicción inmediata como algo absoluto. Por experiencia sabemos que una película de tercera categoría puede llegar a un público promedio más numeroso (si admitimos que existe tal público promedio) y producir una respuesta más entusiasta que una obra de Chéjov. Los métodos utilizados para crear esa película son, indudablemente «más seguros y fáciles» que los usados por Chéjov. No hay una forma estrictamente experimental de juzgar las dos obras de arte, pues hacer una distinción entre ellas significa «limitar el contenido de la palabra “dramático”». El enfoque técnico de estos escritores es más retórico que funcional. La obra no es tratada como un proceso creativo que debe investigarse, sino como un ejercicio de
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composición en relación con el cual pueden sugerirse ciertas reglas tentativas de gramática y sintaxis. Baker trata el «número y duración de los actos», «el ordenamiento para lograr claridad, énfasis, mo-vimiento», de la misma manera que éstos son tratados en los textos de composición. El tratamiento que Archer da a «la rutina de la composición», a los «personajes dramáticos», a la «curiosidad» y al «interés», es muy similar. Comprendiendo que estas formulaciones retóricas carecen de precisión, ocasionalmente los teóricos han intentado elaborar sistemas prácticos de dra-maturgia con la ayuda de reglas rígidamente mecánicas. Un escritor italiano, Georges Polti, decidió, con agresivo absolutismo, limitar el drama a «treinta y seis situaciones». Se dice que esta teoría fue creada por Carlo Gozzi en el siglo XVIII. Polti basa su argumento en «el descubrimiento de que en la vida no hay más que treinta y seis emociones»15. Lo más interesante de la teoría es la identificación de las emociones con las situaciones: en vez de intentar clasificar tipos de acción, Polti nos ofrece un crudo catálogo de tipos de «conducta ilógica». Las emociones que menciona son tan vagas y contradictorias, que bien pudo haber decidido sobre la base de seis emociones, o sobre la de treinta y seis mil. Entre las treinta y seis ramas que selecciona, se encuentran las siguientes: (número dieciocho) «crímenes involuntarios del amor»; (número veinte) «autosacrificio por un ideal»; (número veintiuno) «autosacrificio por un pariente»; (número veintidós) «sacrificio por una pa-sión». W. T. Price ha hecho un intento mucho más significativo de estudiar la arquitectura de una pieza teatral como un problema de ingeniería. Su trabajo fue ampliado y aclarado por su discípulo Arthur Edwin Krows. El libro de éste último, Playwriting for Profit, es una de las mejores obras modernas sobre la técnica dramática. Esto se debe al hecho de que el enfoque del autor, enmarcado dentro de estrechos límites, es profundamente lógico. Pero es una lógica árida, basada en reglas preconcebidas; es, sim-plemente, una elaboración de lo que Archer llama «la rutina de la com-posición». Krows cree que la teoría en la que basa su libro, es una contribución vital al oficio del dramaturgo. Concede todo el crédito de la teoría a Price, al cual describe como «uno de los más grandes teóricos dramáticos de todos los tiempos». Cuando acudimos a la obra de Price, nos resulta difícil com-prender esta entusiasta estimación. Sus libros The Technique of the Drama y The Analysis of Play Construction and Dramatic Principles son honestos, largos, cuidadosos y singularmente pedestres. Sostiene que una pieza teatral es una proposición: «La proposición es la piedra de toque de la estructura (...) es la única forma de lograr Unidad.» Price describe la proposición como «una tesis en términos de demostración. La contraparte la tenemos en cualquier proposición euclidiana. LQQD (...) la proposición es el mínimo común de-nominador de la acción.» Es, dice de nuevo: «una breve afirmación lógica, o silogismo, de lo que tiene que ser demostrado por la acción total del drama»16. El tratamiento que Krows da a esta idea es básicamente el mismo pero mucho menos altisonante. «La proposición es el microcosmos de una pieza, siendo posible
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extraer de ella los elementos requeridos.» Considera que «los elementos requeridos» son las tres cláusulas en las que está dividida una proposición: condiciones de la acción, causas de la acción y resultados de la acción. Su estudio de la ley del conflicto es extremadamente instructivo: enfatiza especialmente la forma en que comienza el conflicto, porque «cualquiera que sea la parte que agreda primero, pierde la “simpatía” del público». Por lo tanto, la naturaleza del «acto precipitador» debe ser cuidadosamente considerada. Esto pone de manifiesto la debilidad del método: tan pronto como Krows presenta la cuestión de «simpatía» o identificación, confronta problemas que caen fuera del alcance de su teoría. Uno se enfrenta a la necesidad de examinar normas de conducta, las variaciones de estas normas y el movi-miento de las fuerzas sociales que determinan su existencia. Sin tal examen, la sugerencia de que investiguemos el «acto precipitador», no es más que una frase. Krows no ofrece una definición satisfactoria del planteamiento, nudo y desenlace de un conflicto dramático. Su concepción de los tres elementos requeridos es confusa: no hay una clara distinción entre las con-diciones de la acción y las causas de la acción. Al analizar Romeo y Julieta, describe de la siguiente forma las condiciones de la acción: Romeo y Julieta, cuyas familias sostienen una lucha a muerte, se encuentran y enamoran. La causa de la acción es su matrimonio. El resultado de la acción es un problema: ¿será feliz el matrimonio y se reconciliarán las dos familias? Es evidente que los tres elementos de la proposición están confundidos: la causa de la acción es el resultado de las condiciones; el resultado es una interrogación que no arroja luz sobre el movimiento de los acontecimientos mediante los cuales se le da respuesta. En general, la proposición euclidiana es válida hasta donde sus limita-ciones le permiten llegar. Mantiene, al menos, un parecido superficial con el esquema de tesis, antítesis y síntesis contenido en el proceso dialéctico. Pero la esencia del método dialéctico es el estudio del movimiento de las contradicciones. La proposición euclidiana es estática y, por lo tanto, no toca la vitalidad de la obra. Intentar explicar la vida de una obra en términos de una proposición, es como tratar de explicar la vida de un hombre diciendo que es un ateo y le pega a su mujer. Esta información puede ser valiosa, pero su valor depende de la variedad de las condiciones y resultados. Para poder comprender la más sencilla acción humana, debemos comprender el sistema de causalidad social en el cual está situada. Al enfatizar la lógica de la construcción, Price y Krows prestan un servicio útil, pero fracasan porque suponen que la mente del dramaturgo está vacía de contenido, que no tiene prejuicios ni objetivos, y que el material que trata también está vacío de contenido, sin ataduras de ninguna clase con tiempo o lugar. Aceptan el teatro contemporáneo en su valor nominal y ofrecen consejos en relación con problemas contemporáneos; pero, puesto que la lógica del dramaturgo moderno no es euclidiana, y puesto que su técnica se basa completamente en sus prejuicios y sentimientos, la teoría de Price y Krows resulta extremadamente abstracta y sólo está remotamente relacionada con el trabajo práctico del dramaturgo. Eso nos lleva de regreso a la verdad proclamada por Shaw en los primeros años del siglo veinte: ahora, como entonces, el viejo teatro de
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sentimientos irracionales y repeticiones nostálgicas sólo puede ser salvado por «la reintroducción de la tesis, con su lógica implacable y la férrea armazón de la realidad». El pensamiento técnico y crítico no ha sido creador durante el siglo veinte, porque ha ignorado la función tradicional del arte dramático. En los años treinta, el aumento de la tensión social ha incrementado las tendencias confusas y erráticas en el teatro de la clase media. Al mismo tiempo, el drama ha sido conmovido por el surgimiento de una nueva conciencia social, una determinación de tratar el mundo vivo de conflictos y cambios. Para muchos críticos, esto parece un movimiento destructivo; para los malabaristas de acertijos y traficantes de frases hechas, el mundo de la ilusión es más precioso que el de la realidad. Al aferrarse a la idea romántica de la excepcionalidad del artista, no tienen en cuenta los orígenes de esta idea en el siglo diecinueve, y sostienen que la función eterna del arte ha sido trascender la realidad. Es natural que el crítico se aferre a esta idea, porque es su manera de mantener su ajuste al medio. Un arte que crea conflictos a partir de las vidas y las pasiones de hombres de carne y hueso, hace mucho más que invadir la privacidad espiritual que tanto aprecia el crítico; también perturba sus relaciones con el medio y lo obliga a revalorar las creencias sociales sobre las cuales esas relaciones se basan. En ¿Qué es el arte?, León Tolstoi escribe: «Imaginamos que los senti-mientos experimentados por las personas del nuestro tiempo y de nuestra clase son muy importantes y variados; pero en realidad no es así, y puede asegurarse que todos los sentimientos de nuestra clase se reducen a tres: el orgullo, la sexualidad y el cansancio de vivir.» Tolstoi apuntaba como re-sultado de esto: «el empobrecimiento de los temas». El arte «al dirigirse sólo a un pequeño círculo, ha perdido la belleza de la forma y se ha convertido en afectado y oscuro (…). Al hacerse más pobres los temas e ininteligible la forma, se ve que en el arte actual de las clases altas faltan hoy las características elementales del arte, y que no es más que una falsificación del mismo». En Individualism Old and New, John Dewey trata de analizar las relaciones entre el hombre moderno y su medio. Creo que el análisis no es satisfactorio debido a las limitaciones del método del autor y a su falta de perspectiva histórica. Pero los párrafos finales de este libro contienen una formulación muy sugestiva del problema, formulación que se aplica directamente al teatro moderno: «La conexión entre los acontecimientos» y «la sociedad de sus contemporáneos», formadas de asociaciones múltiples y cambian-tes, son los únicos medios a través de los cuales pueden realizarse las posibilidades del individuo. Los psiquiatras han mostrado cuántos desgarramientos y disi-paciones del individuo se deben a su alejamiento de la realidad hacia un mundo puramente interior. Hay, no obstante, muchas formas sutiles de evadirse, algunas de las cuales se erigen en sistemas filosóficos y son glorificadas en la literatura actual. «Es en vano -dijo Emersonque busquemos al genio, para reiterar sus milagros en las viejas artes; él se encuentra en el instinto de hallar belleza y santidad en los hechos nuevos y necesarios, en el campo y en el camino, en la tienda y en el molino». Para lograr una individualidad integrada,
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todos nosotros nece-sitamos cultivar nuestro propio jardín: pero no hay cerca alre-dedor de este jardín; no hay límites bien marcados. Nuestro jardín es el mundo, en el ángulo donde toca nuestra propia manera de ser17. Notas: 1 V. Zakhava, «El método de Stanislavski», en New Theatre, agosto de 1935. 2 V. Zakhava, «El método de Stanislavski». 3 Galsworthy, The Inn of Tranquility, Nueva York, 1912. 4 Clark, obra citada. 5 Clark, A Study of the Modern Drama. 6 A Study of the Modern Drama. 7 Edward Gordon Craig, On the Art of the Modern Theatre, Boston, 1911. 8 New York Times, 3 de febrero de 1935. 9 Nora de Masefield en The Tragedy of Nan, Nueva York, 1909. 10 Lewisohn, The Drama and the Stage, Nueva York, 1922. 11 Nathan, House of Satan, Nueva York, 1926. 12 Nathan, The Critic and the Drama, Nueva York, 1919. 13 Matthews, The Principles of Playmaking, Nueva York, 1911. 14 Obra citada. 15 Georges Polti, Las treinta y seis situaciones dramáticas. 16 W. T. Price, The Analysis of Play Construction and Dramatic Principles, Nueva York, 1908. 17 Omití la frase final del libro de Dewey y, por tanto, soy culpable de cambiar su sentido. La oración final, que sigue a lo que he citado, indica su aceptación pragmática del presente inmediato y la consecuente negación de un sistema de causalidad que podemos conocer y guiar: «Al aceptar el mundo corporativo e industrial en que vivimos, cumpliendo de esta manera la condición previa para lograr la interacción con él, nosotros, que también somos parte del presente en movimiento, nos creamos a nosotros mismos de la misma manera que creamos un futuro desconocido.»
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V Eugene O’Neill La carrera de Eugene O’Neill tiene una importancia especial, tanto por sus primeros dramas, llenos de fuerza y de imaginación poética, como por sus obras posteriores, en las cuales la confusión que prevalece, las debilita. En cierto sentido, el caso de O’Neill no es típico, debido a singularidad e intensidad que parecen caracterizar su preocupación por el subconsciente y el destino del espíritu. Pero esto también explica la importancia especial de su obra: como dramaturgo revela las ideas que influyen sobre el teatro moderno en su forma más aguda. El pensamiento social de Shaw parece estar basado fundamentalmente en el liberalismo anterior a 1914. La filosofía de O’Neill refleja el período posterior a la guerra mundial. Esto ha sido la causa de que, en gran medida, no tuviera en cuenta el papel de la voluntad consciente en el conflicto dramático. Desde el punto de vista técnico, esto es de sumo interés. O’Neill ha intentado dramatizar consistente y apasionadamente las emociones subconscientes. Frecuentemente utiliza una terminología psicoanalista, y esta terminología se emplea a menudo al discutir su obra. Pero el psicoanálisis, como método de investigación psicológica, no tiene gran relevancia en los dramas de O’Neill. Su interés en el carácter es metafísico más que psicológico. O’Neill trata de evadirse completamente de la realidad; trata de romper su contacto con el mundo mediante el esta-blecimiento de un ámbito interior que resulta independiente, tanto emocional como espiritualmente. Si penetramos en el mundo interior de O’Neill y lo examinamos críticamente, nos encontramos que estamos pisando un terreno familiar. La filosofía del O’Neill es una repetición de ideas pasadas. En relación con lo anterior, sigue una línea sugerida por Freud, la línea de la regresión, la huida hacia el pasado. El pensamiento de O’Neill no está vertebrado en un sistema coordinado; pero no resulta difícil seguirle el rastro a sus ideas y establecer su tendencia general. Sus dramas se parecen mucho a las obras ibsenianas del período final. Su concepto de la emoción como fuerza absoluta se enfatiza repetidamente. Pero existe una diferencia: Ibsen en su último drama -y el más místico de todos-, Cuando los muertos despertemos, nos muestra un hombre y una mujer que se enfrentan al universo con coraje; su voluntad se hace impersonal y universal, pero el hombre y la mujer permanecen juntos y todavía están determinados a unir su voluntad universal, a llegar «hasta las cumbres de la tierra, donde resplandece el sol naciente». El misticismo de O’Neill trasciende esto. No hay un solo drama de O’Neill en que una relación amorosa intensa entre un hombre y una mujer sea fructífera o satisfactoria. El impulso emotivo más profundo en sus obras siempre se basa en una relación de padre e hija o madre e hijo. Su utilización de la fórmula freudiana sirve para negar toda lucha consciente por parte de sus personajes. Sus pasiones son necesariamente depravadas, porque son incestuosas; sin embargo, son inevitables, ya que nacen dentro de semejante
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condición. Sus personajes son emotivos, pero estériles. En el drama de Ibsen, Cuando los muertos despertemos, Rubek e Irene se enfrentan al universo cons-ciente y valientemente. En las obras posteriores de O’Neill, no hay ningún personaje que tenga las cualidades necesarias para actuar así. Mientras que Ibsen presenta la emoción como un medio de salvación, O’Neill no puede encontrar la salvación fuera de la religión. Al final de Días sin fin, John mata a su yo incrédulo: «La vida ríe de nuevo con el amor de Dios.» En otros dramas, presenta la emoción como algo destructivo, e. g. Mourning Becomes Electra (A Electra le sienta bien el luto), o como una lucha desesperada contra el poder de la máquina, e. g. Dínamo. Lo anteriormente dicho no nos da una descripción clara de la confusión de O’Neill. Pero podemos esclarecer nítidamente estas tendencias en términos de filosofía general: comenzamos con el psicoanálisis, el cual nos ofrece el complejo de Edipo (y sus variaciones) y el subconsciente. Estos últimos no le interesan a O’Neill en sus modernas formas semicientíficas, así que re-trocede a modos de pensamiento anteriores. El complejo de Edipo se convierte en el impulso fisiológico universal, el cual surge de Schopenhauer, y constituye la base del materialismo de «sangre y nervios», de Zola. El sub-consciente se convierte en el espíritu del romanticismo inicial de siglo die-cinueve. Esto es una repetición del dualismo antecesor: «la sangre y los nervios» luchan contra el ego espiritual de la misma manera que Dios y el Diablo lucharon por el alma de Fausto. Goethe percibió claramente este conflicto de acuerdo con el pensamiento de su época: Goethe aceptó el dualismo, aceptó la idea absoluta de Hegel como una solución satisfactoria de la relación del hombre con el universo. Pero O’Neill no puede aceptar esto, porque aceptarlo significaría reconocer la existencia de ambos lados del dualismo. O’Neill insiste en evadirse del lado corpóreo del dualismo. Por lo tanto, retrocede a formas anteriores de pensamiento, y de nuevo se encuentra que no puede ser consistente en sus creencias. En su forma más extrema, su misticismo es tan absoluto como el de Hildegard de Bingen o Hugo de Saint-Victor, en el siglo XII, o el de Santa Teresa, en el XVI. Pero esto no constituye una solución para O’Neill, ya que se basa en una forma de vida y esquema de pensamiento que el hombre moderno no puede com-prender ni asimilar. De modo que vuelve hasta mediados del siglo XVII y combina su misticismo personal con el panteísmo de Spinoza, el cual es impersonal y determinista. El pensamiento de O’Neill no puede avanzar más allá de esto, y los pasajes de sus obras que más se acercan a una filosofía racional, sugieren la concepción spinoziana de Dios como una sustancia que interpenetra tanto la vida como la naturaleza: «¡Nuestras vidas son, sim-plemente, extraños y sombríos intermedios en el despliegue eléctrico de Dios Padre!»1 O’Neill no puede permanecer fiel a esta idea, porque hacerlo significaría aceptar el mundo material. El pasaje anteriormente citado ilustra esta dificultad. Nuestras vidas son «sombríos intermedios»; el «despliegue eléctrico» yace fuera de nuestras vidas. Por lo tanto, O’Neill adopta un panteísmo parcial (lo cual es un término contradictorio), una universalidad respecto a la cual el universo que conocemos objetivamente, queda excluido. Esto nos lleva a Schopenhauer. O’Neill adopta el pesimismo emocional de este filósofo en su forma más extrema.
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El carácter especial de esta trayectoria de ideas es la firme adhesión al dualismo de pragmatismo y misticismo. En términos de acción, esto significa la combinación de una conducta no lógica con el intento de explicar esta conducta en términos de sublimes fantasías acerca del tiempo, el espacio y la eternidad. El culto a lo sublime en el teatro y la literatura modernos está invariablemente acompañado por la negación de las normas racionales o responsables de conducta; esto resulta tan inevitable que casi constituye una ecuación matemática: el énfasis sobre la belleza y verdad eternas está en relación directa con la necesidad de justificar una conducta que puede describirse adecuadamente como subhumana, debido a su carencia de pro-pósito, su brutalidad o su cobardía. La conducta de los personajes de O’Neill es irresponsable, porque carecen de voluntad consciente. Spinoza negó el libre albedrío, porque creía que la razón y la causalidad eran absolutas. O’Neill es anti-intelectual, de modo que al abolir la voluntad y la conciencia, se encuentra en un vacío. Los místicos medievales creían en la voluntad y, en cierta medida, en la conciencia como un medio de alcanzar el conocimiento de Dios. La tendencia antintelectualisra, desde Schopenhauer hasta William James, comenzó por negar la conciencia, pero la aceptó en la forma de intuición o impulso emotivo. Esta fue la posición que asumió Nietzsche, en sus poemas en prosa, e Ibsen, en sus últimos dramas. El pragmatismo admitió la idea de la voluntad (la voluntad de creer y la sensación de voluntad como un aspecto de la experiencia inmediata), pero la función de la voluntad era tan limitada que prácticamente le resultaba inoperante. O’Neill se aferra a la voluntad de creer; pero su sistema de pensamiento no permite incluir ni la voluntad ni la creencia. En sus obras, la fuerza vital no forma parte de la vida, incluso la emoción es negativa; trabaja en el propio corazón del hombre para lograr su destrucción: O’Neill, y tantos otros de sus contemporáneos, conciben el destino de una manera que no tiene paralelo con ningún otro período en el teatro o la literatura mundial. En todas las épocas anteriores, se ha descrito al hombre ejerciendo su voluntad contra las fuerzas objetivas. El destino, desde el punto de vista moderno, yace tanto dentro del hombre como fuera de él; el destino paraliza la mente del hombre; la conciencia, la voluntad y las emociones del hombre resultan ser sus peores enemigos. Se ha dicho frecuentemente que «1os dioses enloquecen primero a los que quieren perder». Esto no constituye una ne-gación de la voluntad; afirma que la voluntad del hombre es su única arma contra la hostilidad del medio. Los dioses no pueden vencerlo hasta tanto no enloquezca; puede continuar la lucha hasta que una fuerza exterior destruya su mente y sus propósitos. Pero el destino moderno presupone que la locura es el estado natural del hombre. No es una maldición que desciende sobre él y lo debilita en un momento decisivo de la lucha (un súbito desmo-ronamiento de la voluntad bajo presión, lo cual es común en la experiencia humana); es una precondición, que hace que la lucha sea inútil, porque incluso el deseo de luchar carece de objetivo. Si los dramas de O’Neill se amoldaran literalmente a estas ideas, no serían ni siquiera dramas. Pero su obra posee el poder y el impulso de una inteligencia brillante y una apasionada sinceridad. La conciencia y la voluntad creadora del autor están en conflicto con este pensamiento estéril que destruye tanto el arte como la vida. La lucha
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interna se evidencia en sus esfuerzos repetidos por dramatizar el subconsciente. Esto lo ha llevado a interesarse en el problema de la doble personalidad; ha tratado de utilizar el hombre físico como un medio de mostrar el hombre subconsciente, el cual constituye su interés principal. En tres dramas, ha inventado una serie de recursos para alcanzar este propósito. En El gran dios Brown se utilizan máscaras; en Strange Interlude, los apartes obviamente tienen el mismo fin; en Días sin fin, la escisión entre los dos yo, es total, y dos actores de-sempeñan los papeles de un mismo hombre. La más interesante de esas obras, en lo que respecta a la voluntad consciente, es El gran dios Brown. En las otras dos obras, los apartes y la personalidad dividida son simplemente maneras de mostrar lo que los per-sonajes piensan y quieren, pensar y querer son aspectos de la voluntad cons-ciente. En El gran dios Brown, O’Neill se ha impuesto seriamente la tarea de construir un drama en el cual la voluntad consciente no desempeña ningún papel. Esta obra merece un cuidadoso estudio, ya que es el único ejemplo en la historia dramática de un dramaturgo competente que realice semejante esfuerzo al perseguir tales objetivos. La declaración de O’Neill sobre sus propósitos nos recuerda el deseo de Maeterlinck de presentar «un intangible e incesante esfuerzo del espíritu por alcanzar su propia belleza y verdad». O’Neill dice que desea mostrar «el trasfondo estructural de las pasiones en conflicto en el espíritu del Hombre». Este trasfondo está «místicamente dentro y fuera» de los personajes. «Es el Misterio: el misterio que cualquier hombre o mujer puede sentir, pero no comprender como el significado de cualquier acontecimiento –o accidente- en cualquier clase de vida sobre la tierra.»2 Se establece el sentimiento como el principio fundamental del drama. Las «pasiones en conflicto» no pueden tener ninguna conexión con un pro-pósito o una lógica consciente. Se desecha el medio como un factor, porque el misterio se relaciona con «cualquier acontecimiento –o accidente- en cualquier clase de vida sobre la tierra». Evidentemente el autor quiere mos-trarnos con la utilización de las máscaras lo que está «místicamente dentro y fuera» de los personajes. Pero esto nos lleva a la primera dificultad: las máscaras no muestran, ni pueden mostrar nada de esto. Cuando un personaje se quita la máscara, vemos su verdadero ser, los deseos conscientes que oculta a los demás; pero no podemos ver nada más, ya que ni el personaje ni el público pueden tomar conciencia de otra cosa. O’Neill parece darse cuenta de esta dificultad y está determinado a vencerla. Escoge el único medio a través del cual se puede concebir que lo logre; trasciende la doble personalidad y nos demuestra que el trasfondo estructural de las «pasiones en conflicto» no es individual sino en realidad, universal. En una palabra, el espíritu sólo tiene una individualidad parcial, por lo que se puede concluir que las máscaras, y las personalidades detrás de ellas son, en cierta medida, intercambiables. Ahora nos enfrentamos a otra dificultad: el hacer intercambiable el ca-rácter, no significa cambiarlo. Todavía tenemos que considerar motivos y objetivos conscientes; el cambiarlos de una persona a otra puede confundirnos, pero no puede introducir un elemento nuevo. En El gran dios Brown, Dion Anthony representa dos personalidades. Ambas son abstractas; una parte es la aceptación pagana de la vida; la otra es el «espíritu
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negador de la vida del cristianismo». Brown también representa dos personalidades. Al avanzar la obra estas cuatro personalidades se mezclan. Dion muere en el tercer acto. Brown le roba la máscara y decide aparecerse ante Margaret, la esposa de Dion, como el verdadero Dion: «Gradualmente Margaret llegará a amar lo que está debajo, ¡me amará a mí! Poco a poco le enseñaré a conocerme, y finalmente me revelaré ante ella y le confesaré que, por su amor, he usurpado tu lugar.» Entonces besa la máscara de Dion: «¡Te amo porque ella te ama a ti! ¡Mis besos en tus labios son para ella!» (Debe destacarse aquí que una quinta personalidad, la de Margaret, se mezcla con las otras cuatro.) Pero esto no es todo. Brown, que simula ser Dion, pretende que él (como Dion) mató a Brown (el verdadero Dion). Así que la policía viene y mata a Brown creyendo que es Dion. La obra demuestra que los hombres que carecen de voluntad y medio social, no son hombres. Respecto al significado que pueda tener la trama, ésta está basada en relaciones de hechos reales que incluso son melodra-máticas. No se necesita una doble y múltiple personalidad para explicar que Brown ama a la esposa de Dion y desea sustituirlo. No hay ningún misterio en una situación en la cual se mata a un hombre porque se le confunda con otro. No existe un significado adicional, ni un «trasfondo estructural» que se amolde a las intenciones del autor; las desorganizadas expresiones de un propósito que se le escapan a los personajes, a pesar de ellos mismos, constituyen todo lo que los distingue de la arcilla común. Esto resulta evidente en los parlamentos citados: Brown habla acerca de lo que él, como persona, hará en relación con otra gente. El gran Dios Brown posee una genuina fuerza poética, presenta la confusa filosofía de O’Neill con fervor y honestidad. La obra no es dramática, porque su filosofía no lo es. La poesía como tal, no tiene nada que ver con los personajes. Al igual que las personalidades, la poesía es también intercam-biable. La obra posee belleza porque, a pesar de su confusión, representa la conciencia y la voluntad del autor. Pero carece de claridad o verdad dramática, porque la voluntad consciente del dramaturgo se concreta en negar la realidad. El modo de pensamiento de O’Neill, que se manifiesta en su forma más aguda en El gran Dios Brown, determina el ordenamiento técnico de todas sus obras. La negación de la realidad es una negación de la lógica. Esto hace que el desarrollo dramático unificado, sea imposible. En las obras posteriores a El gran Dios Brown, O’Neill no insiste en su esfuerzo por describir «las pasiones en conflicto en el espíritu del hombre»; trata deses-peradamente de hallar algún medio que permita aplicar su filosofía al mundo viviente. Strange Interlude es la obra más importante de O’Neill en su etapa posterior. Aunque hay matices místicos en esta obra, la estructura de la trama es racional, y los personajes son hombres y mujeres actuales cuyos problemas surgen de un conflicto definido dentro de un medio definido. Ya he sugerido que Nina Leeds es una réplica de Hedda Gabler. Puede objetarse que Nina es menos convencional, menos inhibida, más moderna que la heroína de Ibsen. Ciertamente, hay una diferencia superficial, ya que la conducta de cada una está
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condicionada por las convenciones de la época. Pero respecto a la actitud que mantienen en relación con estas convenciones, las dos mujeres se parecen extraordinariamente. Ambas están libres de escrúpulos morales; pero a ambas las domina el miedo a las opiniones con-vencionales, y nunca llegan a desafiarlas. Hedda envía a un hombre a la muerte, y quema su manuscrito sin que tenga remordimiento de conciencia, pero la horroriza la idea de un escándalo. Ningún escrúpulo impide a Nina buscar la satisfacción de sus necesidades emocionales, pero no tiene el coraje de decir la verdad. Ambas mujeres tienen maridos sumamente aburridos; ambas consideran el amor como un derecho con el cual nada puede interferir; ambas tienen complejos de fijación paterna; a ambas las impulsa una neurótica sed de emociones; ambas tienen lo que O’Neill llama «una brutal confianza en sí mismas»; ambas desean vivamente lujos y comodidades lo cual motiva su aceptación de la convencionalidad; al mismo tiempo, ambas son superidealistas y odian todo lo que sea «ridículo e indigno». Hedda lucha por darle expresión a su voluntad. Incapaz de lograr esto dentro de las restricciones de su medio, prefiere morir antes que someterse. Nina nunca se enfrenta a su problema de una manera tan definida. Como la Cándida de Shaw, puede alcanzar un ajuste al medio bastante satisfactorio. Pero Cándida expresa su voluntad por libre elección. Nina vive en un estupor emocional; nunca escoge ni niega nada; su «brutal confianza en sí misma» no implica el escoger una línea de conducta; es su manera de justificar su búsqueda de excitación emocional, lo cual la lleva a aceptar toda sensación que se le ofrezca. En el segundo acto, Nina confiesa: «Ofrecía mi cuerpo limpio y fresco a hombres con manos calientes y mirada codiciosa a lo cual llamaban amor.» A lo largo de la obra, sus acciones no implican tomar decisiones independientes; vive el momento y sigue cualquier sugerencia que pueda impresionarla momentáneamente. La trama de Strange Interlude, relatada en los términos más simples, es la historia de una mujer casada que tiene un niño de un hombre que no es su marido. El asunto es bastante común en el teatro moderno. Dos obras que ofrecen un punto de comparación interesantes, son Tomorrow and To-morrow, de Philip Barry y Las Tenazas, de Paul Hervieu. Los tres dramas presentan un punto de vista idéntico. En la escena final de la obra de Hervieu (producida en 1895), la mujer le dice a su esposo: «Sólo somos dos seres desgraciados, y la desgracia sólo reconoce a sus iguales.» Al final de Strange Interlude, Nina dice: «¡... morir en paz! Estoy contenta de estar cansada de la vida.» Y Marsden le contesta, hablando de sí mismo como «el querido y viejo Charlie... quien, más allá del deseo, tiene toda la suerte al final». Hervieu trata la situación como un problema social que debe enfrentarse. Los personajes están obligados a adaptarse al medio bajo las condiciones que ellos mismos han creado. El drama llega al clímax en el cual la mujer confiesa la verdad. Es inútil buscar algún punto de conflicto abierto en Tomorrow and To-morrow o en Strange Interlude. En ninguna de estas obras el marido descubre la verdad. En Tomorrow and Tomorrow, Gail Redman llama al doctor Hay, el padre de su hijo, para que salve la vida del niño mediante una operación. La curación es completa, hay una pequeña escena amorosa, y el doctor la abandona para siempre. La tensión que crea el
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miedo de la madre por la vida del niño, no tiene una conexión lógica con el problema de la paternidad del niño. El doctor Hay habla así de la especial cualidad emotiva de Gail: «Expresa su arrepentimiento muy particularmente.» También dice que: «...la emoción es lo único real en nuestras vidas; es la persona; es el espíritu». Ya que la emoción es un fin en sí mismo, no es necesario que se exprese por medio de la voluntad consciente, ni que se relacione con la actividad real del personaje. Gail carece de honestidad para decirle a su marido la verdad, y de coraje para irse con su amante, pero su emoción es su espíritu, y, por lo tanto, su propia justificación. En Strange Interlude, nos encontramos con el mismo concepto de la emoción. Marsden habla de «...las oscuras corrientes que se mezclan y se convierten en un torrente de deseo». Nina habla de los tres hombres en su vida: «Siento que sus deseos convergen en mí (...) para formar un hermoso deseo masculino que absorbo.» Resulta evidente que Nina, como la heroína de Barry, «expresa su arrepentimiento muy particularmente». Este énfasis en la emoción pura es una aplicación pragmática del mis-ticismo de El gran Dios Brown a la conducta de seres de carne y hueso. Esto explica la estructura de la trama de Strange Interlude. La acción se basa principalmente en un sentido del presentimiento, en una amenaza de horrores que nunca se llega a materializar. En los primeros tres actos, Nina se casa con el aburrido Sam Evans, y tiene la intención de tener un niño. Se entera de que hay una tara de locura en la familia de su esposo. Entonces descubrimos que estos tres actos han sido la exposición que nos prepara para el verdadero acontecimiento: ya que la amenaza de locura evita que Nina tenga su hijo con su marido, escoge al doctor Darrel como un posible padre. Esperamos ansiosamente las consecuencias. Pero podemos decir, literalmente, que son inexistentes. En el quinto acto, Nina quiere informar a su marido y conseguir un divorcio, pero Darrel se niega a ello. En el sexto acto, Darrel amenaza con decírselo a Sam, pero Nina se niega. En el séptimo acto, la actividad se centra alrededor del niño (que tiene ahora once años); las sospechas del niño amenazan con trastornarlo todo. Pero en el próximo acto (diez años después), todo el mundo está en la cubierta de un yate en el río Hudson y miran cómo Gordon gana una gran competencia de botes de remos: «¡Es el mejor remero que Dios haya creado!» Ahora consideremos los apartes. Generalmente se supone que su objetivo es exponer los secretos íntimos del carácter. Este no es el caso. Nueve de cada diez apartes tratan de la trama y de comentarios superficiales. Los personajes de Strange Interlude están delineados muy sencillamente, y no son remisos a hablar sobre sus sentimientos más íntimos directamente a través del diálogo. Por ejemplo, en el tercer acto, la señora Evans dice: «Deseaba haber salido a buscar un macho sano durante nuestro primer año, sin que mi marido lo supiera, y procrear con él, como hacemos con el ganado.» Ya que esto lo dice una granjera ya mayor, una esperaría que se dijera en un aparte, pero no, es diálogo directo. Los apartes de la señora Evans (como los de los demás personajes) consisten en expresiones como: «¡La ama! (...) ¡Es feliz! (...) ¡Eso es todo lo que cuenta!» y «Ahora sabe lo que sufro (...) ahora tengo que ayudarla.»
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Entonces, ¿debemos concluir que los apartes son un capricho que obedecen a una intención sensacionalista? Nada de eso. Sirven a un propósito es-tructural muy importante: se utilizan para crear una atmósfera de presen-timiento. Repetidamente se producen comentarios como los de Darrel en el quinto acto: «¡Gran Dios, es demasiado horrible! ¡Encima de todo lo demás! ¿Cómo pudo soportarlo? ¡Se volverá loca!» Pero los apartes tienen un sig-nificado más profundo; en cada escena, nos anticipan lo que va a suceder y mellan la agudeza del conflicto. Lo que podría ser una escena diáfana, se diluye en explicaciones innecesarias y comentarios sobre las emociones. Por ende, descubrimos que tanto los apartes como la extensión de Strange lnterlude obedecen a una necesidad psicológica: el postergar, el evitar un enfrentamiento con la realidad. La función de los apartes es amortiguar la acción y hacerla indirecta. Y este método indirecto engendra la necesidad de extender la trama a lo largo de nueve actos. Strange Interlude no llega a ningún clímax ni a ninguna solución. Pero la escena final contiene un resumen bastante completo de la posición del autor. No basta con señalar simplemente que la obra termina con una nota de frustración. La frustración es negativa, y tiende a convertirse en un mero lloriqueo poético. El sentido de frustración que encontramos en O’Neill esta basado, como hemos visto, en un complejo sistema de ideas. La aplicación social de estas ideas es de suma importancia. El noveno acto comienza con una escena entre los dos amantes, Madeleine y Gordon: la esencia de esta escena la constituye la idea de la repetición: la historia de amor y pasión se repetirá. Marsden entra y le ofrece una rosa a Madeleine, y le dice en son de burla: «¡Salve, amor, aquellos que han muerto te saludan!» Uno espera que el dramaturgo continúe esta línea de pensamiento, pero se desvía abruptamente de ella. Súbitamente la acción se concentra en la amargura que siente Gordon hacia la madre, en su idea de que nunca ha amado verdaderamente al hombre que considera su padre. Nina, torturada por el temor de que Darrell le cuente la verdad a su hijo, la pregunta a éste directamente: «¿Crees que alguna vez le he sido infiel a tu padre, Gordon?» Gordon, «conmovido y horrorizado (...) balbucea in-dignado: «Mamá, ¿qué te crees que soy? ¡Crees que puedo ser tan mal pensado!» Aquí se encuentra el germen de una idea vital... si se desarrollara el conflicto entre la madre y el hijo. Pero O’Neill lo deja en este punto. Gordon se va, mientras habla para sí: «¡Nunca he pensado tal cosa! (...) ¡No podría! (...) ¡Mi propia madre! ¡Me mataría si alguna vez me sorprendiera pensando...!» Gordon, que representa la nueva generación, abandona el es-cenario con estas palabras negativas. Entonces Darrell le pide a Nina que se case con él y ella se niega: «¡Nuestros fantasmas nos torturarían hasta llevarnos a la muerte!» Y así la idea de la repetición de la vida se convierte en la negación de la vida. En todo esto, O’Neill omite un hecho elemental: Nina ha basado su vida en una mentira, y esto explica todos sus problemas. Y su hijo, cuando abandona el escenario, evidencia que es tan cobarde como la madre: «¡Nunca he pensado tal cosa! (...) ¡No podría!» Aquí vemos el concepto de un destino absoluto tal como afecta con-cretamente una situación dramática. El hecho de que tanto la madre como el hijo evadan la verdad,
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no se considera una cobardía personal, sino el destino. Gordon no se enfrenta a la madre ni la derrota, como tendría que hacerlo en la vida. Mantiene su ilusión y se va de luna de miel. Ya que el sentimiento trasciende la realidad, se desprende que mantenemos la in-tegridad de nuestro sentimiento, incluso cuando signifique negar la realidad o evadirse de ella. La última escena de Strange Interlude contiene una confusión de ideas indefinidas que indican la agitada incertidumbre del dramaturgo. Hay re-ferencia a la religión, la ciencia, la intuición femenina, las «premociones místicas de la belleza de la vida», el deber «de amar, para que la vida pueda seguir viviendo», etcétera. La angustia de la búsqueda del autor le da dignidad a su confusión. Por muy confuso o sublime que pueda parecer el pensamiento del dra-maturgo, éste evidencia la actitud del autor hacia su medio. La vida sin objetivo y llena de engaño de Nina, se califica de hermosa porque se consagra a la emoción. El último acto nos informa que la meta eterna de la vida es repetir la historia de la emoción. Pero las emociones de Nina son las de una mujer que tiene garantizada la seguridad y el ocio. Su vida afectiva depende de la estructura social. Todo lo que siente o piensa está dirigido a mantener la permanencia de su medio. Esto explica su intensa conven-cionalidad y su convicción de que el engaño es necesario socialmente. Re-petidamente nos informa de que todo lo que busca es la felicidad; pero la felicidad para ella es el erotismo. No le interesan las demás personas, no desea en absoluto influir sobre el medio. Pretende desesperadamente que es una mujer que carece de un medio social, porque es la única condición bajo la cual puede existir. Si estableciera contacto con la realidad, todo su mundo de ocio y sentimiento se desmoronaría. Su insistencia en la emoción es una insistencia en un sistema social fijo. Este significado se hace crecientemente evidente en su trilogía Electra, que es la obra que le sigue a Strange Interlude. El misticismo de O’Neill lo lleva de nuevo al mundo de la realidad; no está satisfecho con mostrar la trayectoria pasiva de la emoción, como hace en Strange Interlude. Se debe trascender esto; se debe mostrar actividad; esto lo conduce a una visión neurótica de la realidad en la cual predominan la violencia y la brutalidad. En Electra, O’Neill ilustra la concepción spengleriana del intelecto moderno «dominado por un creciente sentido del satanismo». Aquí la violencia no surge necesariamente de la acción; es un fin en sí mismo. Charmion Von Wiegand señala que «había alternativas más normales de acción abiertas a los personajes que el rumbo de crimen y violencia que tomaron o que el autor dispuso que tomaran»3. Resulta evidente que los personajes no tenían libertad de acción; el rumbo de crimen y violencia que escoge el autor, surge de la necesidad de justificar la crueldad y la violencia como las condiciones normales de nuestra existencia. El miedo a la vida del escritor se origina en los trastornos y presiones de su propio medio. Ya que la falta de equilibrio en el medio se debe a un proceso de cambio, el primer paso es inventar una eternidad («el despliegue eléctrico de Dios Padre») en la cual el cambio carezca de sentido; ya que no puede inventar una eternidad de la nada, el autor la inventa partiendo de su propia experiencia;
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su eternidad es la cristalización del medio que aparenta tener una forma per-manente. Ibsen nos mostró la decadencia de la familia de la clase media como parte de un sistema de causas y efectos. Las causas eran las tensiones crecientes en la estructura social; los efectos eran la sustitución de emociones más normales por la lujuria y la avaricia, el odio y el egoísmo. Este es el medio contra el cual se rebela O’Neill y del cual desea escapar. Pero trata de construir un mundo de emociones abstractas partiendo de las mismas emociones que está evadiendo: una eternidad de lujuria y avaricia, de odio y egoísmo. En Strange Interlude, la emoción es abstracta, un enrarecido deseo de alcanzar la felicidad; por lo tanto, la lujuria y avaricia, el odio y egoísmo, de Nina se expresan sentimentalmente y asumen la forma de aspiraciones. No obstante, éstas son las únicas emociones que es capaz de sentir. Pero el dramaturgo no puede detenerse en este punto; lo impulsa la necesidad de remediar el desajuste existente entre él mismo y su medio; debe retroceder y tratar de explicar el mundo en términos de lujuria y avaricia, odio y egoísmo. Esta tarea la inició en Deseo bajo los olmos, y la continuó en Electra. Electra es un drama mucho más realista que Strange Interlude. La acción es menos difusa y está mejor integrada. Pero el movimiento de los acon-tecimientos, a pesar de su violencia, evade la progresión. Los personajes carecen de un objetivo hacia el cual dirigirse. Al faltarles objetivos sociales alcanzables, resulta imposible que tengan objetivos dramáticos alcanzables. La idea de la repetición como comentario emocional respecto a la actuación ciega de la fuerza vital, es recurrente en la obra de O’Neill. Esta idea desempeña un papel importante en la escena final de Strange Interlude. Se expresa en su forma poética en el parlamento de Cibeles al final de El gran dios Brown: «¡Siempre retorna la primavera y trae la vida de nuevo! ¡Siempre! (...) la primavera porta el intolerable cáliz de la vida de nuevo.» En Electra, la repetición es un esquema estructural básico. La extensión de la forma triple no se justifica dramáticamente, porque no envuelve un de-sarrollo de la acción. La extensión obedece a la necesidad de demostrar que la repetición es socialmente inevitable. En relación con esto, puede recordarse el comentario de William Jamen sobre la incapacidad del principio de libre albedrío: «excepto al ensayar previamente los fenómenos». La actividad de los personajes de O’Neill es un ensayo de esquemas preconcebidos; la vo-luntad no desempeña ningún papel excepto como una repetición-compulsión, lo cual da lo que James llamó un «carácter de novedad a nuevas situaciones de actividad». El comprender la dirección social del pensamiento de O’Neill arroja luz sobre la conexión de Electra con las dos obras que le siguen: ¡Ah, soledad! y Días sin fin. El propio O’Neill, que es uno de los artistas más sensibles y genuinos de nuestra época, se horroriza con el retrato de la realidad que ha hecho. Incapaz de aceptar «el intolerable cáliz de la vida» en estos términos, se dirige en dos direcciones: el consuelo de la religión y la tranquilidad de la vida en los pueblos pequeños de la época prebélica. Estas obras no representan una negación positiva de la fuerza y la crueldad como valores emocionales; tal negación requeriría un valiente análisis de la realidad, lo cual es la función del artista. ¡Ah, soledad! y Días sin fin son negativas y nostálgicas; el
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pensamiento social se convierte en el deseo de que el absoluto religioso y los tiernos sentimientos familiares pudieran sustituir el mundo real. Por lo tanto, estas obras se encuentran entre las más flojas y repetitivas de O’Neill. La estructura de ¡Ah, soledad! está basada en amenazas de actividad que nunca llegan a producirse. El drama trata de la angustia de la adolescencia; Richard Miller se parece a los otros personajes de O’Neill en cuanto a que carece de conciencia y voluntad respecto a su medio (compárese ¡Ah, soledad! con el poderoso drama de Wedekind Despertar de primavera). La lucha adolescente de Richard es meramente una inconsciencia soñadora respecto a su medio, el cual resulta esencialmente amistoso. Los indicios de acción nunca llegan a materializarse: Richard no se acuesta con la prostituta; su amor adolescente por Muriel es exactamente el mismo al final que al comienzo. La escena amorosa en la playa pudiera haberse situado tanto en el primer acto como en el cuarto. De hecho, se puede tomar cualquier escena de la obra y colocarla en otra posición sin crear el más mínimo desajuste en la estructura de la obra. Supongamos que la obra comenzara con la escena del comedor que está en el segundo acto. ¿Habría alguna diferencia apreciable? La escena en la que el padre trata de aconsejar al hijo acerca de los hechos de la vida (cuarto acto) podría seguir lógicamente al descubrimiento de la apasionada poesía en el primer acto. En ¡Ah, soledad!, O’Neill regresa al seudonaturalismo convencional, que es la técnica aceptada del teatro contemporáneo. Pero el cambio es superficial. El esquema conceptual que determina la estructura de ¡Ah, soledad!, es el mismo que encontramos en El gran dios Brown, Strange lnterlude y Electra. Encontraremos que este esquema se repite, con diferentes variaciones y mo-dificaciones, en todo el drama moderno. Pocos dramas actuales calan profundamente en el ámbito del subconsciente; pocos tratan del espacio y el tiempo y la angustia eterna. Pero el tratamiento que el dramaturgo le da a sus materiales, está basado en una filosofía que es exacta a la de O’Neill. Esto no es una cuestión de actitudes generales respecto a la vida; es el modo en que realmente funciona la mente del dramaturgo; afecta cada situación que concibe y cada parlamento que escribe. Notas: 1 Fragmento del acto final de Strange Interlude (Extraño interludio). Nótese la semejanza con la expresión de Thomas Wolfe, ya citado en el capítulo anterior: «el fantasmal destello del deseo afligido, aleteos espectrales y fosfóricos del tiempo inmortal». 2 En el prefacio a The Great God Brown (Nueva York, 1926) del propio autor. 3 Charmion Von Wiegand, «The Quest of Eugene O’Neill» (La búsqueda de Eugene O’Neill) en New Theatre, septiembre de 1935.
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VI La técnica de la obra teatral moderna «Un drama vive por su lógica y realidad -dice John W. Gassner-. La confusión conceptual es la enfermedad que altera su paso, mella su filo, y perturba su equilibrio.»1 Como ya se ha señalado, la enfermedad es un desorden nervioso, producto del desajuste del dramaturgo a su medio. Los síntomas técnicos, tal y como fueron diagnosticados en el caso de O’Neill, son los siguientes: 1.- Los personajes son dominados por el capricho o el destino, más que por la voluntad consciente. 2.- Los actos específicos de la voluntad son sustituidos por generalidades psíquicas. 3.- La acción es ilustrativa más que progresiva. 4.- Los momentos de conflicto son difusos o retardados. 5.- La acción tiende a seguir un esquema repetitivo. Ibsen evitó la preparación. Comenzaba sus obras en una crisis, y esclarecía el pasado durante el curso de la acción. En la actualidad, este método retrospectivo ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias; se diluye la crisis y se enfatiza la retrospección o el material expositivo. Lo que Freytag llamó el erregende moment, o sea, el momento de prenderle fuego a la mecha, se dilata inconscientemente. William Archer se preguntó una vez qué sería de The School for Scandal, «si sólo constase de la escena del biombo y dos laboriosos actos de preparación». Muy a menudo la pieza moderna consiste en una complicada preparación de una crisis que no se produce. No es mi propósito en este capítulo probar este punto con una revisión completa de la literatura dramática. Por el momento, es suficiente seleccionar unas cuantas obras de tipo contrastante, y mostrar la influencia de modos de pensamiento similares y la resultante similitud de características estruc-turales. La discusión detallada de la técnica, en capítulos posteriores, incluirá el análisis más específico de un cierto número de ejemplos adicionales. Las siguientes obras tratan ampliamente diferentes temas y ambientes, y se encuentran entre los más distinguidos productos del teatro de habla inglesa: The Petrified Forest, de Robert Sherwood; Both Your Houses, de Max-well Anderson; Design for Living, de Noel Coward; y The Silver Cord, de Sidney Howard. En The Petrified Forest, el esquema de ideas con el cual hemos venido tratando, se proyecta en una forma muy directa. Alan Squier es un intelectual cansado que confiesa que no tiene ningún propósito en la vida: «Estoy planeando que me entierren en el Bosque Petrificado. He estado desarrollando una teoría sobre eso que puede interesarle. Es el cementerio de la civilización que se ha convertido en ruinas debajo de
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nosotros. Es el mundo de las ideas caducas del platonismo, patriotismo, cristianismo, romanticismo, de la teoría económica de Adan Smith.» Esta es una clara enunciación del pro-blema, y admiramos el valor de Sherwood en plantear la cuestión sin hacer concesiones. Pero enunciar un problema no es suficiente; el dramaturgo debe mostrar cómo el desenlace de ese problema afecta el balance inestable entre el hombre y su medio. Aquí es donde falla Sherwood; es más, no hace ningún intento de lograrlo, porque de antemano nos advierte que Squier es un hombre cuya voluntad consciente está atrofiada. Es la función del dra-maturgo mostrarnos por qué, cómo y hasta qué grado es inoperante la voluntad: Chéjov lo logró al exponer la voluntad consciente de hombres y mujeres cuyas vidas casi estaban desprovistas de propósito. Squier recuerda a muchos de los personajes de Chéjov; su fútil idealismo nos recuerda al Trofimov de El jardín de los cerezos, que dice: La enorme mayoría de los intelectuales que conozco no buscan nada, no hacen nada, ni están capacitados para el trabajo (...). Todos son serios, todos tienen caras solemnes, todos discuten temas importantes, filosofan. Sin embargo la diferencia entre Chéjov y Sherwood es la diferencia entre el arte dramático y la erosión dramática. El enfoque que Sherwood da a su material, es tan estático como el punto de vista de su héroe. La con-cepción subyacente en la obra es la siguiente: los hombres son arrastrados hacia una destrucción sobre la que no tienen control; si de alguna manera hemos de salvarnos, debemos serlo por la instintiva rectitud de nuestros sentimientos (ejemplificado en la historia de amor entre Gabby y Squier); pero en este mundo caótico, los únicos hombres capaces de actuar con instintiva decisión y propósito, son los hombres desesperados y malignos (tipificados en el gángster). Así, el pensamiento de Sherwood sigue el círculo ya conocido: la filosofía de «la sangre y los nervios» conduce al pesimismo; la negación de la razón lleva a la aceptación de la violencia. La única acción definida en The Petrified Forest es el asesinato, que se desarrolla al final de la pieza. El gángster y el intelectual tienen un lazo intuitivo entre ellos, un entendimiento sin una base racional. En la escena final, el gángster, mientras escapa, se vuelve y ametralla a Squier para hacerle un favor, porque instintivamente ha comprendido que esto es lo que el otro realmente desea. Este violento capricho justifica al gángster; su acción es aceptada en los términos ya expresados por Hedda Gabler: «un acto de belleza instintiva». Desde un punto de vista estructural, el acto no provoca un clímax ni tampoco es espontáneo, porque es una situación repetitiva. Cada elemento de este clímax ha sido presentado en la primera parte del primer acto, y es repetido a través de toda la obra. La conversación del primer acto entre Gabby y Squier revela el sentido de futilidad, las aspiraciones artísticas de la muchacha, el amor que nace entre ellos... y el hecho de que la única solución es la muerte. «¡Que venga la muerte! -dice Squier en el primer acto-. Toda la noche he tenido un sentimiento de fatalidad». Cuando la fatalidad actúa,
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simplemente repite el esquema de relaciones humanas y conceptos sociales con los cuales ya estamos familiarizados. La estructura de la trama se centra alrededor de Squier y Gabby. Sus relaciones no sufren el más mínimo cambio. Se sienten atraídos el uno hacia el otro desde el momento en que se conocen; pero esto no tiene ningún efecto sobre ellos o su medio. Gabby quiere estudiar arte y Squier quiere morir; estos deseos conscientes constituyen el hilo que integra la acción; pero el destino ciego suministra la solución sin que ninguno de los dos personajes intervenga con el ejercicio de su voluntad. La obra no es un estudio de la mente y la voluntad de un intelectual que enfrenta un problema que debe resolver o morir; la obra se basa en la preconcepción de que la lucha es inútil. No se toma en cuenta la causalidad social, y la necesidad absoluta gobierna la mente confusa de Squier, y el brutal capricho del gángster. Squier lo aclara: SQUIER.- ¿Comprendes qué es lo que está causando el caos en el mundo? GABBY.- No. SQUIER.- Bien, probablemente soy el único ser viviente que puede decírtelo. Es la naturaleza vengándose. No con las viejas armas: inundaciones, epidemias, holocaustos. Podemos neutralizadas. Está luchando con extraños instrumentos llamados neurosis. De-liberadamente está afligiendo a la humanidad con los nervios. La naturaleza está probando que no puede golpeársele, no por nosotros. Nos está quitando el mundo y devolviéndolo a los monos.2 Como ya se ha señalado en el caso de O’Neill, esta concepción está socialmente condicionada; entraña la aceptación del destino del hombre en los términos que la naturaleza dicte (la necesidad ciega que opera en nosotros y alrededor de nosotros y causa acontecimientos en los que tomamos parte, pero sobre los cuales no tenemos control). La crueldad y la violencia parecen desempeñar un papel necesario en el esquema de la naturaleza. Puesto que la emoción es absoluta, incluye el bien y el mal; la fuerza de la vida actúa mediante el amor y la violencia, el sentimiento y crueldad, el sacrificio y el sadismo. Encontramos este dualismo en la escena final de The Petrified Forest. Squier encuentra el amor: «Creo que encontré lo que estaba buscando aquí, en el valle de las sombras.» Mientras muere, Gabby le dice: «Sé que mueres feliz (...) ¿No es cierto, Alan? ¿No es cierto?» El amor no tiene un valor positivo; no da a Squier ningún deseo de vivir ni ninguna fuerza para futuros conflictos; es una evasión mística, que le ofrece una sensación inmediata de unión con un poder superior a él mismo. También santifica el innecesario acto de violencia que le causa la muerte. Si nos volvemos a una pieza anterior de Sherwood, encontramos que el sistema de ideas es idéntico, y produce un idéntico ordenamiento de los acontecimientos. Waterloo Bridge se desarrolla en Londres durante la guerra mundial. La obra se inicia con un encuentro fortuito entre un soldado norteamericano y una muchacha también norteamericana, convertida ahora en una prostituta. La historia de amor de Roy y Myra es, en todos sus aspectos, igual a la de Squier y Gabby. Aquí, de nuevo tenemos la
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repetición del esquema de sentimiento futilidad y derrota. Roy es más desafiante que Squier, pero la escena final plantea que sólo podemos salvarnos mediante la violencia y la muerte. Dice Roy: La guerra terminó para mí. Contra lo que tengo que luchar es contra todo el sucio mundo. Ese es nuestro enemigo, el tuyo y el mío. Eso es lo que hace este desastre en el que tenemos que vivir (...). Míralos: disparan al aire, contra algo que no pueden ni ver. ¿Por qué no vuelven sus armas hacia las calles y matan lo que aquí? ¿Por qué no se apiadan y matan a la gente que quiere morir? Roy implora el mismo destino que Squier recibe de manos del gángster, en la obra posterior. Pero Myra lo convence de que debe aceptar la guerra: ROY.- (Apasionadamente.) ¡Tú eres buena! Yo lo sé, ¡lo juraré ante Dios! MYRA.- Está bien, pruébaselo a Él. Pruébale que yo no destrocé tu vida. Hazle ver que yo te envié de regreso al frente, a luchar en la guerra, hazle saber que (...). De esta manera, Roy obtiene una sensación inmediata de la bondad del amor, y Myra está segura de que él será feliz al morir. (El equivalente exacto del parlamento de Gabby en The Petrified Forest: «Sé que mueres feliz.») Roy se marcha y deja a Myra sola en el puente; ella mira al cielo, mientras un avión enemigo zumba sobre su cabeza3. La aceptación pragmática de lo que es, independientemente de la razón o la voluntad, sugiere un mundo irreal, en el cual se purifica la emoción, y la bondad se conoce intuitivamente. Both Your Houses es un recuento realista y cáustico de la corrupción en el ejercicio del gobierno nacional. Aquí no hay cuestiones de carácter eterno, ni referencia a Dios, al destino o la naturaleza, ni emociones violentas e irresueltas. Alan MacLean es un político idealista que busca remedios definidos para abusos definidos. En este caso, la voluntad individual está luchando contra la necesidad social. No se introduce ninguna necesidad metafísica como una fuerza absoluta contra la cual es inútil luchar. Por tanto, uno supone que la interacción entre el individuo y el medio será dinámica y progresiva. Pero cuando examinamos la construcción de Both Your Houses, encontramos que éste no es el caso. La formulación del problema es estática, y el conflicto no contiene elementos de progresión. Anderson plantea el tema de su obra con admirable claridad. Pero aquí, como en The Petrified Forest, la simple formulación de una proposición es insuficiente. Both Your Houses contiene una candente denuncia de los métodos de la política norteamericana; pero esta denuncia radica en el diálogo, y no en la acción; el movimiento de la obra consiste en la repetición de relaciones humanas y puntos de vista que ya han sido totalmente presentados desde el principio. Se nos dice, al comienzo del primer acto, que el deficiente proyecto de ley para el dique de Nevada, es deshonesto. Dice Salomón Fitzmaurice: «¡Dios mío, el olorcillo a pescado de ese proyecto lo
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circunda como un halo de santidad!» La determinación de Alan de luchar contra el proyecto de ley también está expresada claramente desde el primer acto; anuncia que los proyectos incluidos en la ley son «costosos, inútiles, extra-vagantes, ridículos». Sol le explica: ¿No conoces al gobierno de los Estados Unidos? No puedes hacer nada en el Congreso sin arreglar antes las cosas. Todo el mundo quiere algo, todo el mundo está tratando de hacer algo a espaldas de sus votantes, o de los tipos para los que trabaja (...). Todos ustedes vienen al Congreso con ganas de luchar, llenos de buenos propósitos e ideales, igual que él (...). Sí, y me pasó a mí también, recibí una gran conmoción, y empecé a hacer comentarios radicales. Pero, antes de que me diera cuenta de lo que había pasado, estaba desligado de todo. Así que empecé a transigir, para tranquilizar a los socios de mi estado. Y funcionó. Me han estado reeligiendo desde enton-ces, y reeligiendo a un bandido gordo porque les arregla las cosas con los impuestos, y fija las tarifas para ellos y se ocupa de que no pierdan su parte del botín.4 Este planteamiento del primer acto abarca todo el tema de la obra. En el segundo acto se repite el mismo material, y la situación final es una nueva repetición. El lenguaje de la escena final es más intenso, pero nada nuevo se introduce, porque en el curso de la acción no se ha desarrollado nada nuevo. Al final, Sol explica de nuevo que el sistema de Washington es un sistema de saqueo: «No podemos tener un gobierno honesto, así que déjalos robar bastante y comencemos de nuevo.» También señala de nuevo la apatía del pueblo: «En realidad, los recursos naturales que posee este país en indiferencia y apatía política, apenas se han explotado.» La construcción dramática es ilustrativa y no funcional. La lucha del héroe contra la corrupción es cuestión de sus opiniones, y no envuelve ninguna situación humana sólida en la que se pruebe su voluntad consciente bajo la presión de los acontecimientos. El autor trata de remediar esta debilidad mediante la introducción de una trama secundaria de interés hu-mano; Simeon Gray, el padre de la heroína, está en peligro de ser sen-tenciado a prisión si el Congreso no aprueba los créditos para el proyecto. La situación no tiene conexión con el tema, excepto hasta donde ilustra el hecho de que incluso un político honesto puede volverse deshonesto bajo suficiente presión. Puesto que este hecho es obvio, y puesto que ha sido claramente establecido en el análisis de la política de Washington, realizado por Sol en el primer acto, la revelación de la culpa de Simeon Gray en el segundo acto es solamente un medio artificial de apuntalar una situación débil. Pero la lucha de McLean contra la corrupción es en sí misma tan estática, que los momentos más decisivos del drama, inevitablemente están relacionados con la trama secundaria: El segundo acto termina con la con-fesión de Gray; la primera escena del tercer acto finaliza con una escena entre Marjorie y McLean en la cual ella le pide que salve a su padre y él se niega a cambiar de conducta. El punto de vista de McLean en la escena final, después de haber sido derrotado en su lucha contra los políticos, muestra la confusión conceptual que obstruye la acción:
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¿Cómo va a poder uno acusar de traición a este gobierno o a este Congreso? ¡Constituyen un continuo y enorme desastre na-cional! (...). ¡Y yo no soy un rojo! ¡No me gustan el comunismo, el fascismo o cualquier otra receta política establecida! (...). Hay mucha más gente de la que usted cree de mente abierta hoy en día. Algunos de ellos no están muy seguros de que encon-tráramos la respuesta final hace ciento cincuenta años. ¿Quién sabe cuál es la mejor forma de gobierno? Quizás todos se descomponen y hay que remplazarlos (...). Tarda como cien años cansar a este país del engaño y ahora nos hemos excedido en cincuenta años. Esta es mi advertencia. Y me sentiría endia-bladamente desgraciado y solo al decírselo, si no creyera que hay cien millones de personas que están conmigo, cien millones de personas que están lo suficientemente disgustadas como para alejarse de ustedes hacia otra cosa. Cualquier cosa menos esto.5 Esta es una simple repetición intensificada del problema planteado en el primer acto. Es una declaración literaria porque no afronta las implicaciones dramáticas o humanas del problema. Se supone que estas palabras resumen lo que McLean ha aprendido durante el curso de la obra; pero lo que ha aprendido, ha sido puramente ilustrativo y, por tanto, no tiene validez emocional en términos del carácter. Si analizamos la posición de McLean, para tratar de descubrir qué sig-nifica en relación con su conciencia y su voluntad, encontramos una con-tradicción que yace en la raíz del conflicto de McLean con su medio: desde un punto de vista político, la contradicción es entre una creencia absoluta en el status quo (la maquinaria de la democracia tal y como funciona ac-tualmente) y una determinación absoluta de cambiarla. McLean declara su fe en la democracia: no cree en ninguna receta política establecida, apelará a cien millones de personas. Pero el único tipo de democracia con el cual McLean ha tenido alguna experiencia, y ha moldeado su punto de vista, es el mismo sistema que quiere cambiar. En un sentido más amplio, esto es una contradicción entre el libre albedrío y la necesidad, entre el principio de permanencia y el principio de cambio. Para cambiar el mundo en que vive, McLean debe usar su voluntad consciente; pero la primera dificultad que confronta, es que él mismo es producto de este mundo; sus objetivos, prejuicios e ilusiones han sido creados por el medio y contribuyen a la permanencia de este medio. Así, para realizar su voluntad, para actuar significativamente y con un propósito, debe alcanzar una nueva conciencia de su medio; debe decidir qué es y cómo quiere cambiarlo. Este problema contiene los elementos de un intenso conflicto dramático: pero el discurso final de McLean solamente alude al problema. El tono de sus palabras sugiere decisión; pero lo que en realidad contienen, es la confesión de un desajuste entre sí mismo y su medio; el desajuste es tan serio que McLean es incapaz de enfrentar la contradicción dentro de su propia mente o llegar a una decisión. Su único consuelo es el sentimiento de que cien millones de personas están tan disgustadas como él, y dispuestas a probar cualquier otra cosa: «Cualquier cosa menos esto.» Esta no es una concepción
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racional del cambio, y no satisface la necesidad individual de actividad racional. McLean debe satisfacer esta necesidad en sí mismo; una necesidad similar existe entre los cien millones de personas de quienes ha-blaba. Esto no es cuestión de opiniones políticas, sino de la vida emocional del personaje. Si consideramos a McLean cuidadosamente, encontraremos que no lo conocemos como persona. Es un joven con cualidades y opiniones, tal y como los personajes de Shaw son personas con cualidades y opiniones. La pieza termina, como muchas de las de Shaw, con una interrogación. Pero no es una interrogación completa, McLean no pregunta: «¿Cómo puedo vivir y conservar mi integridad bajo estas condiciones?» Esta hubiera sido una admisión de su desajuste y un genuino dilema trágico. Pero el razonamiento de McLean es a la vez pragmático y absoluto; niega la posibilidad de una solución racional («¿Quién sabe cuál es la mejor forma de gobierno?»), pero está convencido de que el futuro está seguro en las manos de hombres cuyas cualidades y opiniones corresponden con las suyas. Si la mayoría del pueblo está de acuerdo con McLean, el país se salvará aunque ninguno de ellos tenga alguna convicción sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Obviamente, esto no tiene sentido. La misma condición contra la cual lucha McLean, es producida por la apatía o incertidumbre de la gente respecto a cuál es la mejor clase de gobierno. El primer problema que debe afrontar, antes de poder convencer a otros o a sí mismo, es qué tipo de gobierno quiere. Esto ilustra la estrecha conexión existente entre el análisis social y el análisis del carácter. La respuesta a esta cuestión es la única prueba adecuada del carácter de McLean; ello entraña decisión emocional e introspección; entraña el valor de afrontar la «férrea armazón de la realidad» y determinar su propio camino en relación con ella; la forma en que afronta estas pruebas, pone de relieve sus faltas y virtudes, su conciencia y voluntad como un ser humano que sufre y tiene aspiraciones. El hecho de no hacerse esta pregunta, hace su carácter y problema tan insustanciales que el centro de la obra debe ser sacado a flote mediante una subtrama irrelevante. Salomón Fitzmaurice es, con mucho, el personaje más humano de Both Your Houses; ha sido afectado emocionalmente por su medio, y se ha visto forzado a ajustarse a necesidades y presiones definidas. Por esta razón, es la única persona en la pieza que habla en términos de realidad social. En el siglo pasado, Ibsen mostró una comprensión de la política de-mocrática que es mucho más moderna que el tratamiento que Anderson da al problema. Un enemigo del pueblo y La coalición de los jóvenes exponen las fuerzas personales y sociales subyacentes en el mecanismo del gobierno, y que operan de una forma similar en el Washington de hoy. Ibsen basó su análisis de las causas y efectos sociales en la convicción de que los ideales no tienen valor y son falaces, porque son producto del propio sistema social. En Un enemigo del pueblo, Ibsen traza un gran retrato de un liberal que lucha por una política honesta; pero el doctor Stockman comprende dos cosas: que la opinión pública puede controlarse con dinero y que («los liberales son los enemigos más insidiosos de la libertad». El doctor Stockman sigue siendo un liberal
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hasta el mismo final, pero su posición es comprensible y dolorosa porque lo vemos tomando nuevas decisiones y enfrentándose a nuevas fuerzas. El estudio de Ibsen arroja mucha luz sobre Both Your Houses, y sobre las dificultades específicas que enfrenta McLean. Anderson no tocó estas dificultades (que son el núcleo de su obra) porque su modo de pen-samiento es retrospectivo e idealista. El método de Anderson se basa en la creencia de que las cualidades del carácter son valores absolutos y deben triunfar sobre un medio hostil. No se interesa por la causalidad social, porque supone que el medio puede cambiarse cada vez que la gente quiera hacerlo. De esta manera, los ideales (los mismos ideales que Ibsen encontró tan reaccionarios y peligrosos) se convierten en la base del drama. Esto se hace evidente en las piezas históricas de Anderson, que interpretan la historia como un conflicto de las pasiones y ambiciones de gente excepcional. El destino de las naciones es decidido por personas que no conocen más necesidades que sus propias necesidades emocionales. Puesto que las emociones son eternas, la relación del hombre con el universo sustituye su relación con el medio; la causalidad racional es sustituida por la corriente emocional. Si volvemos atrás y reexaminamos las partes citadas de la apelación final de McLean desde este ángulo, encontramos que es una expresión de senti-mientos. McLean no decide ninguna acción futura; no valora la amplitud del problema o sus posibles dificultades. El llamamiento carece de fortaleza in-telectual; no es ni concreto ni individual; las cosas que dice McLean pueden ser dichas (y a menudo lo han sido) por cualquier hombre honesto o, llegado el caso, por cualquier político deshonesto. En cada campaña política uno oye declaraciones similares, y provenientes de todos los bandos. McLean está tan indefenso como el intelectual de The Petrified Forest; Squier es un pesimista, porque considera la necesidad como algo absoluto. McLean es un optimista, porque echa completamente a un lado la necesidad. Ninguno de los dos puntos de vista es realista; en ambos casos, la solución no depende de la relación del hombre con el mundo real, sino sólo de sus sentimientos y pensamientos6. En una obra posterior, Andersen se remonta a la fundación de la Re-pública y examina los ideales que motivaron a los fundadores de la nación. Valley Forge repite la concepción básica del Both Your Houses; por tanto, la construcción de la trama es la misma. De nuevo, encontramos la contra-dicción entre la fe absoluta en la maquinaria de la democracia, y la convicción de que la democracia no funciona. George Washington considera este problema en términos estáticos. Admite que «el gobierno está tan podrido como las tripas de puerca que nos envía». Pero se opone a la sugerencia de una dictadura; comparte la opinión de McLean de que el pueblo tenga completo control; dice: «Ya mejore o empeore, el gobierno les pertenece a ustedes, por Dios, y pueden hacer con él lo que quieran.» Todo esto es presentado completamente en el primer acto. No se hace ningún intento de examinar las fuerzas sociales que causaron la revolución, y que afectaron a Washington y a todos los demás hombres de su época y determinaron la forma de gobierno que constituyeron. La acción repite la tesis presentada con el primer acto. La parte central del drama se refuerza con una subtrama irrelevante; Robert Benchley se
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refiere a esto como «el espurio interés sentimental», introducido por medio de «la señora Morris, la cual, vestida como un oficial británico y con una misión de opereta vienesa entre manos, se presenta «tímidamente» ante Washington con la sugerencia de que olvide por un minuto sus asuntos y reviva un viejo amor»7. El dramaturgo no ofrece ninguna explicación sobre este incidente, a no ser la observación de uno de sus personajes (Howe): «¡Qué cosa tan loca y extraña es el corazón de una mujer!» Pero la explicación se encuentra, no en el corazón descarriado de Mary, sino en el hecho de que es necesario desviar la atención hacia otra cuestión que avive el interés en el drama. El carácter de Washington carece de vitalidad y está tan simplificado, que debe introducirse algo ajeno a sus verdaderos intereses para humanizarlo. Esto indica, como en el caso de Shaw, que el énfasis en el carácter, como una cosa en sí misma, conduce a un fatal debilitamiento del sentido vital del personaje; el personaje sólo puede ser comprendido cuando comprendemos contra qué tiene que luchar, o sea, la totalidad de su medio. Muy a menudo se dice que la diferencia entre la comedia y otras formas del drama radica en el tratamiento de la caracterización, y que la comedia se distingue por su devoción a la caracterización pura. De acuerdo con esta teoría, la comedia requiere una trama menos integrada y una organización del material menos cuidadosa. Barret H. Clark dice: «Las mejores comedias (...) tienen tramas que, en un último análisis, son simple hilos narrativos utilizados por el dramaturgo para unir su galería de retratos.»8 Si esto fuera cierto, los principios de la acción dramática no podrían aplicarse a la comedia y sería necesario considerarla como una forma de arte separada. Esto sería difícil, porque se necesitaría la sabiduría de Salomón para decir donde termina la comedia y comienza el drama. Afortunadamente, no hay ni la más ligera justificación para esta teoría; la comedia antigua se distingue especialmente por la complejidad de la estructura de sus tramas. Las mejores comedias, tanto antiguas como modernas, son aquellas en que la acción es progresiva y está intensamente urdida. Design for Living es un magnífico ejemplo del uso de la repetición como un sustituto de la progresión. Noel Coward ha construido su pieza alrededor de la idea de la repetición, y ha manejado con gran habilidad su esquema de situaciones repetidas. Pero la selección de este tema surge de una filosofía social que niega el papel de la voluntad consciente y que considera a la sensación pragmática como la única prueba de la conducta. La repetición compulsiva es tan fuerte en las piezas de Coward como en las de O’Neill. Todo lo que Gilda dice, suena como una versión epigramática de Nina Leeds. Se parece a Nina en su sed de emociones sin objetivo, en su excesivo sentimentalismo, combinado con una cruel falta de consideración por todo lo que no sea sus propios sentimientos. Como Nina, necesita tres hombres; como Nina, se casa con el hombre convencional a quien considera un tonto. En el primer acto, Gilda vive con Otto. Pasa la noche con el mejor amigo de Otto, Leo. Por la mañana, Otto los descubre juntos, y juntos los deja. En el segundo acto, vive con Leo y pasa la noche con Otto. Ahora es ella la que se va, y deja juntos a los dos hombres. En el tercer acto, se ha casado con el amigo fiel, Ernest, y los dos hombres se
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la llevan. Si uno delineara el contexto social de esta historia, y tratara de reconstruir los incidentes ocultos que tienen que ver con la trama, encontraría que el autor ha dejado fuera casi todo lo que pudiera explicar o justificar la acción... ¿Qué motivó la primera decisión de Gilda de ser infiel a Otto? ¿Por qué se casó con Ernest? ¿Por qué los dos hombres regresan y se la llevan del lado de Ernest? ¿Cómo será esta triple relación después de su partida final juntos? La homosexualidad es un elemento esencial en la historia, pero solamente está sugerido. El autor ha descuidado esta estructura de causa y efecto, porque cree que la conducta humana es irracional. El porqué y el para qué no tienen importancia. El sentimiento del momento es bello porque es momentáneo. Por ende, la gente vuelve a lo mismo una y otra vez, al sentimiento ya experimentado, a renovar la sensación momentánea, y el único plan de vida (design for living) posible, es un plan de repetición neurótica. Esta gente es completamente sentimental (porque depende por completo de sus sentimien-tos), y completamente cínica (porque sus sentimientos continuamente prueban ser contradictorios y carentes de valor). Desprovistos de voluntad consciente son víctimas del destino, que dicta los giros y vueltas del sentimiento que constituye sus vidas. Podría objetarse que ésta es una manera muy solemne de atacar una comedia local. Pero la pieza podría ser mucho más cómica, si se hubiera desarrollado más incisivamente. Lejos de revelar el carácter, los brillantes parlamentos de Coward sirven para ocultarlo. No hay diferenciación entre los dos hombres. Son exactamente iguales, y Gilda es exactamente igual que ellos. Uno siente muy poco interés por saber a cuál de los dos ama, o si ama a ambos, porque los tres tienen los mismos caprichos y sentimientos. OTTO.- ¿Tienen muchas peleas? GILDA.- Muchas... de vez en cuando. OTTO.- ¿Tantas como nosotros? GILDA.- Más o menos lo mismo. La triple caracterización es superficial, porque el autor sólo nos muestra impulsos, y no expone motivos. No tenemos la más mínima idea de cómo podría reaccionar Gilda ante cualquier problema fundamental, porque no la hemos visto sometida a la prueba de una situación que requiera decisión; se deja llevar, habla de «el buen romance que regresa de nuevo y envuelve nuestras crudezas en unos cuantos velos». Uno se pregunta qué haría ella en una situación dramática; es decir, una situación en que su impulso no hallara una salida fácil a causa de un conflicto con inevitables necesidades y presiones. La incapacidad de Coward para proyectar una caracterización sostenida, se hace especialmente evidente en el tratamiento de Ernest. En los dos primeros actos, es presentado como el amigo comprensivo. En el acto final, injustificadamente, se convierte en un tonto. No hay ninguna razón para el cambio, como no sean las arbitrarias exigencias de la trama. No nos queda más remedio que estar de acuerdo con
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Ernest cuando comenta en la última escena: «Nunca pude comprender ese desfachatado sancocho erótico tripartito.» Coward, que es un hábil maestro de su oficio, sin duda es consciente de su propia limitación. En efecto, la menciona con buen humor en Design for Living; Leo, el dramaturgo, se queja de que la crítica califica sus obras de insustanciales (delgadas): «Escribiré piezas “gordas” de ahora en adelante. ¡Piezas gordas llenas de gente gorda!» Pero, como hemos visto, hasta una pieza tan «gorda» como Strange Interlude puede ser «delgada» y repetitiva en su concepción. The Silver Cord 9, de Sidney Howard, trata un problema psicológico con un cuidado científico. Howard trata el tema de una mujer dominada por impulsos subconscientes de los cuales ella no se percata; no hay nada me-tafísico en estos impulsos. Aquí encontramos un enfoque de lo subconsciente que contrasta abiertamente con el de O’Neill. Por tanto, The Silver Cord ofrece una excelente oportunidad para el estudio del papel de la voluntad consciente en su conexión con el análisis de las motivaciones subconscientes. La señora Phelps tiene dos hijos a quienes adora tan neuróticamente y con tanto egoísmo que, inevitablemente, trata de destruir sus vidas. Logra separar a Robert de la muchacha con quien está comprometido, y lo ata a sus faldas para siempre. Luego trata de destrozar el matrimonio de David, pero Cristina, la esposa de David, tiene una mente y una voluntad propias. Obliga a David a escoger entre la madre y ella y, al final, él escoge a la esposa. El conflicto dramático en esta historia es claro; las relaciones familiares son típicas de una familia próspera de la clase media. La primera impresión que nos produce la obra es que los personajes están demasiado simplificados; el retrato de la señora Phelps parece exagerado y unilateral. La exageración no radica en el hecho de que esté brutalmente interesada en controlar las vidas de sus hijos. Esta fijación emocional es comprensible. Pero nos confunde porque la forma en que lo hace, parece excesivamente directa. Uno se pregunta cómo una mujer puede ser tan poco consciente de las horribles cosas que hace y de los horribles motivos que están detrás de su conducta. Esto nos lleva a la cuestión crucial: la cuestión de la voluntad consciente. No sabemos hasta qué punto la señora Phelps es consciente de sus propios motivos, hasta qué punto es sincera o hipócrita, cómo se justifica ante sí misma. Sin este conocimiento, somos incapaces de juzgar su carácter. El autor la presenta como una mujer arrastrada por las furias del subconsciente. No puede tomar decisiones, porque su conducta está fijada de antemano. Sus acciones no son progresivas, sino ilustrativas y espontáneas. Por ejemplo, besa a sus hijos con una emoción que sugiere sexualidad; no puede soportar que David comparta el dormitorio con su propia esposa. Incluso cuando Hester, la novia de Robert, se está ahogando en el agua helada de la laguna, trata de retener al hijo que va a salvar a la muchacha. El significado dramático de estos actos radica en el grado de conciencia y voluntad que los acompaña. A menos que sepamos esto, no hay progresión ni conflicto. Esto se hace evidente en el acto final, en el cual la lucha entre la joven esposa y la madre llega a su clímax. Cristina dice a la señora Phelps lo que ya sabemos: que actúa
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impulsada por emociones destructivas. Pero aquí no hay desarrollo, porque las dos mujeres sencillamente afirman puntos de vista opuestos. La denuncia de la joven es un resumen estático del tema: «Usted no es realmente mala, simplemente está equivocada, terrible, desdichadamente equivocada; todos ustedes lo están, y están atrapados (...) ahora me siento como una especie de némesis científica. Quiero desnudar esta casa y mostrar lo que realmente es.» Llama a la señora Phelps «una especie de tigresa devoradora de hijos, que siente lástima de sí misma, con deseos inconfesables escondidos dentro de sí». Este parlamento expone lo inadecuado de la lógica social de la obra. El hecho de que estas personas estén atrapadas nos dice muy poco acerca de ellas, ya que nosotros queremos saber cómo reaccionan ante el hecho de estar atrapadas. La señora Phelps, aparentemente, reacciona siendo una «ti-gresa devoradora de hijos». Si esto es cierto, difícilmente podremos excusarla sobre la base de que no es mala, sino que está terriblemente equivocada. Se ha vuelto mala, y debemos investigar las causas. La vida familiar de la clase media no convierte a todas las madres en «tigresas devoradoras de hijos». Entonces, debe haber una diferencia en el carácter y en el medio que determina las acciones de la señora Phelps. Estas diferencias sólo pueden expresarse en términos de voluntad consciente. Si la señora Phelps es completamente inconsciente, no hay razón entonces para llamarla «tigresa de-voradora de hombres». Al final de la obra, la señora Phelps se queda sola con Robert; habla con él sobre el amor materno, «haciéndose su voz más fuerte a medida que su punto de vista, profundamente religioso, viene en su ayuda: …Y debes recordar lo que David, en su ceguedad, ha olvidado. Que el amor de madre es sufrido y benigno; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no se ensoberbece; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (...) al menos, yo creo que mi amor es así. ROBERT.- (Dominado para siempre.) Sí, mamá. ¿Qué quiso decir el autor al mencionar un «punto de vista profundamente religioso» en los momentos finales de la obra? No hay nada en el curso del drama que sugiera que la señora Phelps tiene un punto de vista pro-fundamente religioso. ¿Podemos creer que estas palabras finales son honestas? Después del ataque de Cristina y la deserción de su otro hijo, estas citas de la Biblia suenan a hipocresía. Pero no tenemos manera de juzgar. Si revisamos toda la acción, comprendemos que nunca hemos conocido a la señora Phelps, porque la voluntad consciente ha estado oscurecida por una «némesis científica». De esto no se infiere que se establezca una limitación sobre la libertad del dramaturgo de escoger un tema, o sobre su punto de vista hacia su material. La objeción a The Silver Cord se basa en que la comprensión, por parte del autor, de su propio propósito, no es suficiente. La relación madre--hijo suministra un tema vital. El enfoque de Howard está influido por las teorías del psicoanálisis. Estas teorías han arrojado una
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nueva luz sobre los complejos emocionales involucrados en tal situación. El dramaturgo no ne-cesita limitarse a un examen superficial de estos complejos. Puede estudiarlos tan profundamente como si fuera un médico practicando un psicoanálisis. Pero debe manejar el subconsciente en la forma en que lo hace el médico: debe descubrir cómo afectan los impulsos psíquicos a la organización de la voluntad; si el médico no logra traer las cosas a la conciencia, no tendrá ningún efecto sobre el paciente. Su trabajo consiste en analizar y cambiar el ajuste del individuo a su medio. Cuando las huellas mnémicas son traídas a la conciencia, muestran antiguos ajustes a medios anteriores. El error radica en tratar el subconsciente como una «némesis científica», o cualquier otro tipo de némesis. En este sentido, es una abstracción carente de sentido, porque está fuera de nuestra comprensión racional de carácter y del medio. En The Silver Cord, Howard señala los deseos incestuosos subyacentes en la fijación de la madre hacia sus hijos. Los presenta como comentarios explicativos de la acción. Por supuesto, se puede argüir que al dramaturgo le es permitido explicar la conducta humana; si el drama trata de causas y efectos, debe bucear lo más profundamente posible en la cau-salidad psíquica. ¡De acuerdo! Pero todo el esquema de causalidad (incluyendo los deseos incestuosos y su posible origen en la prehistoria de la raza) radica en el contacto entre el individuo y el medio. Esto significa que los deseos incestuosos pueden ser presentados dramáticamente de dos formas: se puede hacer consciente la idea del incesto, de manera que el individuo afronte el conflicto y tome una decisión sobre su conducta; o la idea del incesto puede ser delineada como un rasgo objetivo del medio. Esta es una tarea infini-tamente más difícil. Significa ir profundamente a las condiciones sociales y económicas, al patrón de las relaciones humanas en la infancia y la vida familiar, a las ideas y sentimientos que afectan ese patrón, ideas y sentimientos que han hecho del incesto, una posibilidad objetiva en este medio. Es concebible, si el dramaturgo fuera lo suficientemente hábil y tuviera un amplio conocimiento, que este aspecto del medio pudiera explorarse hasta muy lejos en el pasado. En sus piezas sociales, Ibsen manejó los factores psíquicos de esta manera. Hasta cierto punto debe admitirse que Howard usa este método en The Silver Cord. Muestra que existen las causas objetivas. Pero no intenta dramatizar estas causas, mostrar su impacto en los personajes, o usar la voluntad consciente como punto de referencia para determinar la amplitud del conflicto del individuo con el medio. La anterior discusión parece pintar un doloroso cuadro del drama mo-derno. Sería conveniente recordar al lector que el propósito de esta inves-tigación es clínico. Al examinar el desarrollo de los grupos de ideas y los conceptos sociales tal y como se manifiestan en la técnica estructural, no me estoy ocupando de la atracción del teatro ni de sus encantos más superficiales. Un hombre puede decir que una mujer es bella, y que su apariencia en traje de noche hace latir más aprisa su corazón. También puede suceder que esta bella mujer sufra de trastornos hepáticos, de anemia, indigestión nerviosa y manía de persecución. Un diagnóstico de las enfermedades del teatro no tiene que incluir la descripción de su apariencia en traje de noche. Tal diagnóstico puede brindar muy poco consuelo al
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amante sentimental del teatro. Pero para aquellos que aman al teatro no sólo por lo que es, sino por sus ilimitadas posibilidades de poder y belleza, la única norma de valor aceptable es la más rigurosa. Si uno enfoca pragmáticamente el drama contemporáneo, es muy fácil sacar en conclusión que sus enfermedades son inevitables. La única forma de juzgar la debilidad del drama, o sus posibilidades, es a través de la aplicación de estándares de valor positivos, extraídos de la historia y de la tradición teatrales. Visto históricamente, el drama en la actualidad pasa a través de un período retrospectivo. William Lyon Phelps nos asegura gravemente: «Nin-guna forma de arte en los Estados Unidos ha mostrado un desarrollo más notable y rápido que el arte dramático.»10 Es cierto que esta tendencia retrospectiva viene a menudo acompañada por un considerable despliegue de habilidad y brillantez. En verdad, esto es una necesidad para ocultar la falta de temas frescos o de conceptos con significado social. Pero el desarrollo de un arte significa la ampliación de su alcance intelectual, de su profundidad emocional, de su riqueza poética, de su variedad técnica y de su gracia estructural. Las únicas piezas norteamericanas modernas que han exhibido estas cualidades en grado notable, son las del primer período de Eugene O’Neill, la última de las cuales, El mono velludo, apareció en 1922. El fracaso de O’Neill en lograr madurez como dramaturgo, no es un fracaso puramente personal; se debe a condiciones desfavorables que han afectado a todos los escritores de la época. Los esquemas de pensamiento que he descrito pueden hallarse en las obras de todos los dramaturgos contemporáneos11; son el producto de su educación, antecedentes personales, hábitos de vida, contactos sociales. Pero actualmente el fermento de las nuevas ideas se hace felizmente evidente. Las necesidades del artista serio le obligan a romper el molde de las ideas trilladas, le obligan a pensar creativamente. Esta es una difícil tarea que entraña un serio conflicto interior. Para pensar creativamente, uno debe comprender la función de su propio arte y los principios que gobiernan el proceso creador. Notas: 1 John W. Gassner, «The Drama in Transition», en New Theatre, agosto de 1925. 2 Brooks Atkinson habla de esta frase como de «una observación que merece hacerse delante de gente inteligente», New York Times, 17 de marzo de 1935. 3 El mismo esquema de ideas, que culmina en este ataque aéreo, es repetido por Sherwood en Idiot’s Delight. 4 He combinado varios de los parlamentos de Sol en el primer acto, escena segunda. 5 De nuevo he reunido varios parlamentos. 6 En Winterset, esta conexión de ideas se revela abiertamente. En esta pieza, Anderson desarrolla una situación absoluta que es idéntica, en todos sus aspectos, a la de The Petrified Forest. El caos del mundo moderno es resuelto por la combinación de sentimiento y violencia; el amor romántico es justificado y trasfigurado por un acto de
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brutal destrucción. 7 The New Yorker, 29 de diciembre de 1934. 8 Clark, A Study of the Modern Drama. 9 Esta es una de las primeras obras de Howard. Sus últimas realizaciones como dra-maturgo son más maduras y se discuten en capítulos posteriores. El primer capítulo de la cuarta parte está dedicado a un análisis detallado de Yellow Jack. 10 Introducción a The Pulitzer Prize Plays, New York, 1935. 11 Es innecesario decir que mis propias obras exhiben estas tendencias en su forma más maligna: Nirvana y The Pure in Heart están llenas de misticismo; el final de The Pure in Heart exhibe la combinación típica de sentimiento y violencia. Gentlewoman sigue un esquema repetitivo en la presentación de relaciones estáticas.
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TERCERA PARTE LA ESTRUCTURA DRAMÁTICA
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La estructura dramática El estudio de la historia de la teoría y la técnica del drama indica que el enfoque del dramaturgo a la situación y al carácter, está determinado por las ideas que prevalecen en la clase y época del dramaturgo. Estas ideas representan un largo proceso de desarrollo cultural; las maneras de pensar heredadas de generaciones anteriores pasan por un cambio y adaptación constantes, y reflejan la dinámica de las fuerzas económicas y de las relaciones de clase. La forma que el dramaturgo utiliza, es también producto de una evolución histórica. La tradición teatral europea tiene su origen en Grecia: cuando el primer actor, Tespis, apareció en el siglo VI a.n.e., respondiendo a los fragmentos del coro durante los antiguos ritos celebrados en honor a Dionisio, el drama surgió como presentación de un relato en pantomima y diálogo. Con el desarrollo de la estructura de la obra teatral, se hizo posible formular leyes para la técnica. Se hacía ya evidente en el teatro ático que el drama trataba sobre las acciones de hombres y mujeres, y que el sistema de acontecimientos debe tener cierto tipo de diseño o de unidad. Los dos principios generales que rigen la acción como un cambio de fortuna, y como una unidad estructural que completa la acción y define sus límites, fueron establecidos por Aristóteles. Estos principios se olvidaron en la Europa medieval, porque el drama dejó de existir como imitación planeada y actuada de una acción, y el lugar que ocupaba fue sustituido por festivales campestres, ceremonias religiosas y trovadores, formas éstas de comunicación dramática, pero que carecían de estructura que pudiera llamarse dramática en el sentido aristotélico propiamente dicho. La reaparición renacentista de la obra teatral como relato actuado coincidió con el redescubrimiento de Aristóteles y la aceptación de sus teorías. Sin embargo, el teatro de Shakespeare, Lope de Vega y Calderón tenían un radio de acción y una libertad de movimiento que trascendía la fórmula aristotélica. El drama reflejaba el despertar de una nueva fe en el poder de la ciencia y la razón, y en la voluntad creadora del hombre. El desarrollo de la sociedad capitalista trajo un énfasis creciente en la personalidad, y en los derechos y obligaciones del individuo dentro de un sistema social relativamente fluido y un proceso de expansión. El drama centró su atención en el conflicto psicológico, en la lucha de hombres y mujeres por cumplir sus destinos, por realizar sus aspiraciones y deseos conscientes. El teatro del siglo pasado se caracterizó, como observara Brunetière en 1894, por un debilitamiento, relajamiento, desintegración de la voluntad. A pesar de que el teatro independiente a la vuelta del siglo trajo una madurez y una conciencia social mayores en la escena europea y norteamericana, no recuperó el secreto de la voluntad creadora. No estamos intentando definir leyes abstractas y eternas de la construcción dramática. Nos preocupan aquellos principios que son aplicables al teatro de nuestra época y que arrojan luz sobre las relaciones entre las formas contemporáneas y la
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tradición en la cual éstas se han originado. Por lo tanto, comenzaremos por una definición de la naturaleza del drama según su desarrollo en la época moderna. Su característica esencial o insoslayable es la de presentar un conflicto de la voluntad. Pero esta afirmación es demasiado general como para tener algún significado preciso en cuanto se refiere a la estructura dramática. El primer capítulo procura suministrar una definición más específica de la ley del conflicto, considerando la conciencia y la fuerza de voluntad como factores que contribuyen a crear el movimiento dramático y que conducen la acción hacia un clímax significativo. ¿Qué queremos decir, entonces, cuando nos referimos a la acción? Esta cuestión se plantea en el segundo capítulo. En cierto sentido, cualquier acontecimiento puede ser descrito como acción: una pelea de boxeo, un grupo de hombres en manifestación, el funcionamiento de una máquina de remachar, una guerra mundial, una anciana que se cae de un tranvía, el nacimiento de quíntuples. Es obvio que estas cosas, en estado bruto y desorganizado, no constituyen una acción dramática que cumpla los requisitos de una efectiva presentación escénica. Si restringimos el término a los acontecimientos que ocurran dentro del marco de una obra teatral, nos encontramos todavía con que la palabra incluye un desconcertante conjunto de incidentes: todo lo que ocurre en escena, entradas y salidas, gastos y movimientos, detalles de diálogo y situación, pueden ser clasificados como acción. Tenemos que descubrir la cualidad funcional o estructural de la acción dramática. Encontramos esta cualidad en la progresión que lleva la acción hacia un clímax. La acción estalla a lo largo de una serie de crisis ascendentes. La preparación y consecución de estas crisis, que mantienen la obra en movimiento continuo hacia una meta determinada, es lo que nosotros denominamos acción dramática. Habiendo arribado a este punto, se hace evidente que no podemos proseguir sin pasar a hacer un análisis de la estructura global de la obra dramática. El examen del conflicto y de la acción tendrá sólo un sentido limitado mientras se relacione con escenas y situaciones. Todavía nos estamos refiriendo a una meta o crisis hacia la cual la obra se dirige. ¿Pero cuál es esta meta y qué relación tiene con los acontecimientos que conducen a ella? Nos vemos obligados a volver al problema aristotélico de la unidad. ¿Qué es lo que le da cohesión al sistema de acontecimientos? ¿Qué es lo que lo hace completo y orgánico? El tercer capítulo, «La unidad en función del clímax», señala el punto apical hacia el cual hemos estado avanzando a lo largo de nuestro recorrido por la historia y la técnica teatrales. El clímax de una obra -puesto que es el punto en que la lucha de la voluntad consciente para lograr sus fines alcanza su máxima intensidad y dimensión- es la clave de la unidad de la obra. Es la base misma de la acción, y determina el valor y el significado de los acontecimientos que le han precedido. De faltarle al clímax fuerza e inevitabilidad, la progresión habrá de ser débil y confusa porque carece de una meta; no hay prueba final que lleve el conflicto a una solución. Los otros dos capítulos tratan del método del dramaturgo en cuanto a selección y
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organización de la secuencia de acontecimientos que conducen al clímax. Aquí empezamos a relacionar más íntimamente la forma dramática con la filosofía social sobre la cual se basa. La acción-base expresa las convicciones del dramaturgo acerca del destino social del hombre, del dominio que el individuo ejerce sobre su suerte o su incompetencia para enfrentarse a «los golpes y dardos de la insultante fortuna». La acción que precede al clímax, es una exploración de las causas que entrañan juicios sociales y psicológicos. La exploración de las causas lleva al dramaturgo más allá del área que abarca la estructura de la obra. Las vidas de los personajes no se circunscriben a los acontecimientos que tienen lugar a la vista de los espectadores. Esta gente tiene su historia. La sala que se abre frente a las candilejas es parte de un edificio, que está en una cierta calle o en un lugar campestre, con su paisaje o su ciudad; una urdimbre mayor de gentes y de acontecimientos, un mundo que late en torno a ellos. Podemos decir que esta prolongación de la acción escénica todos la imaginan, la dan por descontada. Pero las obras más efectivas son aquéllas en que el ámbito exterior, el sistema de acontecimientos no contemplado por el público en la escena, ha sido ricamente explorado y plasmado. En tales obras, los personajes poseen la dimensión misma de la realidad; poseen vida propia; brotan de un ámbito que nos es posible sentir y comprender. Por lo tanto, es necesario referirnos al proceso de selección en relación con dos aspectos: el cuarto capítulo estudia este proceso a partir de la acción escénica, el quinto capítulo analiza el ámbito mayor dentro del cual la acción propiamente de la obra, está inserta, y del cual deriva su realidad más profunda.
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I La ley del conflicto Ya que el drama trata de las relaciones sociales, un conflicto dramático debe ser un conflicto social. Podemos imaginamos una lucha dramática entre un hombre y otros hombres, o entre un hombre y su medio, incluyendo las fuerzas sociales y las de la naturaleza. Pero es difícil imaginarnos una obra teatral en la cual las fuerzas de la naturaleza luchan entre sí. El conflicto dramático presupone el ejercicio de la voluntad consciente. Un conflicto carente de voluntad consciente es completamente subjetivo u objetivo; como dicho conflicto no tendría que ver con la conducta del hombre en relación con otros hombres o su medio, no sería un conflicto social. La definición siguiente puede servir de base a la discusión. El carácter del drama es el conflicto social en el cual se ejerce la voluntad consciente: unas personas luchan contra otras, individuos contra grupos, grupos contra grupos, o individuos o grupos contra fuerzas sociales o naturales. La primera impresión que causa esta definición es que aún es muy amplia para ser de algún valor práctico: una pelea de boxeo es un conflicto entre dos personas, que tiene cualidades dramáticas y un ligero, pero apreciable, significado social. Una guerra mundial es un conflicto entre unos grupos y otros grupos, que posee profundas implicaciones sociales. Una pelea de boxeo o una guerra mundial puede suministrar el tema para un conflicto dramático. Esto no es sólo una cuestión de compresión o selección, aunque la compresión y la selección son evidentemente necesarias. El elemento dramático (que transforma el material potencial de una pelea de boxeo o una guerra en el drama en sí) parece encontrarse en la manera en la cual se proyectan las expectativas y motivos de las personas o grupos. Esto no es una cuestión que sólo concierne al ejercicio de la voluntad consciente; incluye la clase y el grado de voluntad consciente ejercida. Brunetière nos dice que la voluntad consciente debe ser dirigida hacia un objetivo específico: compara la novela de Lesage, Gil Blas, con la obra teatral Las bodas de Fígaro, la cual Beaumarchais basó en la novela. Gil Blas, como todos los demás, quiere vivir, y si es posible, vivir agradablemente. Esto no es lo que llamamos tener voluntad. Pero Fígaro quiere lograr una cosa definida: impedir que el conde Almaviva ejerza sobre Susana el privilegio señorial. Al fin tiene éxito, y admito, ya que se ha dicho con anterioridad, que no es exactamente a través de los medios que él había selec-cionado, la mayoría de los cuales se vuelven contra él; pero aun así, su voluntad siempre se ha encaminado hacia lo que quería. No ha cesado de idear medios para lograrlo, y cuando estos medios han fracasado, no ha cesado de inventar otros nuevos1.
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William Archer se opone a la teoría de Brunetière alegando que, «aunque describe el tema de muchos dramas, no plantea ninguna verdadera diferencia, ninguna característica común a todo buen drama, y que ninguna otra forma de ficción posea»2. La objeción de Archer parece estar dirigida principal-mente contra la idea de la volición específica: Menciona un número de obras en las cuales él estima que no existe ningún conflicto de voluntad genuino. Sostienen que Edipo y Espectros no están incluidos dentro de los límites de la fórmula de Brunetière. Evidentemente, Archer quiere decir que el choque de voluntades entre personas no está suficientemente definido en estos dramas. Dice: «Nadie puede decir que la escena del balcón en Romeo y Julieta o que la escena de «Galeoto fu il libro» en la obra Paolo y Francesca, de Stephen Phillips, no son dramáticas; sin embargo, el objeto de estas escenas no es un choque, sino una concordancia estática de voluntades.»3 Esto confunde un conflicto entre personas con un conflicto en el cual se ha establecido un objetivo consciente y definido en contraposición a otras personas o fuerzas sociales. Resulta obvio que el «choque de voluntades» en la escena del balcón de Romeo y Julieta, no es entre dos personas en escena. Sería absurdo sugerir que el dramaturgo limitara arbitrariamente su arte a la presentación de querellas personales. Brunetière nunca plantea que tal oposición directa es necesaria. Al contrario, nos dice que el teatro muestra «el desarrollo de la voluntad humana, que acomete los obstáculos opuestos a ella por el destino, la fortuna o las circunstancias». Y de nuevo dice: «Esto es lo que pudiera llamarse voluntad, fijar una meta y dirigir todo hacia ella, tratar de que todo concuerde con ella.»4 ¿Puede existir alguna duda en cuanto a que Romeo y Julieta estén fijando un objetivo y tratando «que todo concuerde con él»? Saben exactamente lo que quieren, y son conscientes de las dificultades con las cuales tropezarán. Esto es igualmente cierto en los trágicos amantes de Paolo y Francesca. La utilización de Archer de Edipo y Espectros como ejemplos, es de considerable interés, porque muestra la tendencia de su pensamiento. Dice que Edipo «no lucha en lo absoluto. Sus luchas (en lo que esta palabra puede aplicarse a sus desacertados esfuerzos por librarse de las onerosas tareas que le impone el destino) son cosas del pasado; en el trascurso real de la tragedia simplemente se retuerce bajo las revelaciones sucesivas de errores pasados y crímenes involuntarios»5. El reparo que hace Archer a esta ley de conflicto va más allá de la cuestión de actos específicos de volición: aunque repudia tomar en cuenta las implicaciones filosóficas de la teoría, su propio punto de vista es esencialmente metafísico; acepta la idea de una necesidad absoluta que niega y paraliza la voluntad. Archer descuida un importante rasgo técnico de Edipo y Espectros. Ambas obras emplean la técnica de comenzar con una crisis. Esto necesariamente significa que una gran parte de la acción es retrospectiva. Pero no quiere decir que la acción es pasiva en su visión retrospectiva ni en la actividad crucial incluida en la estructura de la obra. Edipo constituye una serie de actos conscientes, dirigidos hacia fines bien definidos: los actos de hombres y mujeres de férrea voluntad determinados a impedir un peligro
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amenazante. Sus actos conducen directamente hacia un objetivo que están tratando de esquivar; uno no puede concluir que el ejercicio de la voluntad consciente presupone que la voluntad logra su propósito. Verdaderamente la intensidad y el significado del conflicto se hallan en la falta de identificación entre el objetivo y el resultado, entre el propósito y la realización. Edipo no es de ningún modo una víctima pasiva. Al principio de la obra se da cuenta de que existe un problema y conscientemente trata de resolverlo. Esto lo conduce a un violento conflicto de voluntad con Creonte. Luego Yocasta comprende a donde va a conducir la búsqueda de Edipo; se enfrenta a un terrible conflicto interno: trata de prevenir a Edipo, pero éste rehúsa abandonar el sendero trazado por su voluntad; venga lo que venga, debe averiguar su origen. Cuando Edipo confronta la insoportable verdad, comete un acto consciente: se ciega; e incluso en la escena final con sus dos hijas, Antígona e Ismena, todavía se sigue enfrentando al sig-nificado de los acontecimientos que lo han vencido, y toma en consideración el futuro: el efecto de sus propios actos sobre sus hijas, la medida de su propia responsabilidad. Ya he dicho que Espectros es el estudio más vital de Ibsen sobre la responsabilidad social y personal. La vida de la señora Alving es una larga lucha consciente por controlar el medio. Oswaldo no acepta su destino; se opone a él con toda la fuerza de su voluntad. El final de la obra muestra a la señora Alving enfrentándose a una terrible decisión, una decisión que conduce su voluntad a un punto crítico: debe decidir si matar o no a su propio hijo que se ha vuelto loco. ¿Cómo sería Espectros si fuera (como sostiene Archer) una obra sin una lucha consciente de voluntades? Es muy difícil concebir la obra de esta forma: los únicos acontecimientos que quedarían parcialmente sin cambiar, serían la locura de Oswaldo y el incendio del orfanato. Pero no habría acción alguna que condujera a estas situaciones. Y hasta el grito de Oswaldo, «dame el sol», sería por necesidad omitido, ya que expresa voluntad cons-ciente. Además, si no se tratara del ejercicio de la voluntad consciente, el orfanato nunca hubiera sido construido. Aunque Archer niega que el conflicto está invariablemente presente en el drama, no coincide con la teoría de Maeterlinck que niega la acción y halla fuerza dramática en un hombre que «se somete cabizbajo a la presencia de su espíritu y su destino». Archer sabe bien que el teatro debe enfrentarse a situaciones que afectan las vidas y emociones de seres humanos. Ya que no aprueba la idea de un conflicto de voluntad, sugiere que la palabra crisis es más universalmente característica de la representación dramática. «El dra-ma -dice- puede ser llamado el arte de la crisis, como la ficción, el arte de los desarrollos graduales.»6 Aunque ésta no es una definición que lo incluya todo, no puede negarse que la idea de crisis añade algo muy per-tinente a nuestro concepto del conflicto dramático. Uno puede imaginar fácilmente un conflicto que no alcanza una crisis; en nuestra vida diaria tomamos parte continuamente en tales conflictos. Una lucha que no logra alcanzar una crisis, no es dramática. Sin embargo, no podemos estar satis-fechos con la declaración de Archer de que «la esencia del drama es la crisis». Un terremoto es una crisis, pero su significado dramático se halla en las reacciones y actos de los seres
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humanos. Si Espectros consistiera sólo en la locura de Oswaldo y el incendio del orfanato, incluiría dos crisis, pero no voluntad consciente ni preparación. Cuando los seres humanos son involucrados en acontecimientos que conducen a una crisis, no se quedan parados sin hacer nada, mientras contemplan el clímax que se aproxima. Los seres humanos tratan de moldear los acontecimientos en provecho propio, de librarse de dificultades que son previstas parcialmente. La actividad de la voluntad consciente, al buscar una salida, crea las propias condiciones que precipitan la crisis. Henry Arthur Jones, cuando analiza los puntos de vista de Brunetière y Archer, trata de combinarlos al definir una obra teatral como «una sucesión de suspensos y crisis, o como una sucesión de conflictos inminentes y con-flictos en pleno desarrollo, impulsados por clímax ascendentes y acelerados desde el comienzo hasta el final dentro de un esquema interrelacionado»7. Esta es una definición muy sugerente. Pero es una definición de cons-trucción dramática más que de principio dramático. Nos dice mucho sobre la construcción, particularmente en la mención de «clímax ascendente y ace-lerado». Pero no menciona la voluntad consciente y, consecuentemente, arroja muy poca luz sobre el factor psicológico que da al clímax su significado social y emocional. El significado de las situaciones se encuentra en el grado y clase de voluntad consciente ejercida, y en cómo ésta funciona; la crisis, la explosión dramática, se crea mediante una ruptura entre el objetivo y el resultado; en otras palabras, mediante un cambio de equilibrio entre la fuerza de voluntad y la fuerza de la necesidad social. Una crisis es el punto en el cual el balance de fuerzas es tan tenso que a veces se quiebra, y causa así una nueva alineación de fuerzas, un nuevo esquema de relaciones. La voluntad creadora del drama se dirige hacia un objetivo específico. Pero el objetivo que selecciona debe ser suficientemente realista para hacer posible que la voluntad tenga algún efecto sobre la realidad. Nosotros, como público, debemos ser capaces de comprender el objetivo y la posibilidad de su culminación. El tipo de voluntad que se ejerce, debe surgir de una conciencia de realidad que corresponda a la nuestra. Este es un factor variable, que puede ser determinado exactamente por un análisis del punto de vista social del público. Pero no sólo estamos interesados en la conciencia de la voluntad, sino también en la fuerza de la voluntad. El ejercicio de la voluntad debe ser suficientemente riguroso como para sostener y desarrollar el conflicto hasta llegar a un desenlace. Un conflicto que no logre alcanzar una crisis, es un conflicto de voluntades débiles. En las tragedias griegas e isabelinas, el punto de máxima tensión es generalmente alcanzado con la muerte del héroe: es destruido por las fuerzas que se oponen a él, o se quita su propia vida en reconocimiento de su derrota. Brunetière concluye que la fuerza de la voluntad es la única prueba del valor dramático: «Un drama es superior a otro según la cantidad de voluntad ejercida sea mayor o menor, según la suerte sea menor y la necesidad mayor.»8 Uno no puede aceptar esta formulación mecánica. En primer lugar, no hay modo de medir la cantidad de voluntad ejercida. En segundo lugar, la lucha es relativa y no absoluta. La necesidad
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es simplemente la totalidad del medio, y como hemos observado, es una cantidad variable, dependiente de conceptos sociales. Esto es una cuestión de calidad como de cantidad. Nuestro concepto sobre la calidad de la voluntad y la calidad de las fuerzas a las cuales se opone, determina nuestro reconocimiento de la profundidad y extensión del conflicto. El arte dramático más elevado no se logra oponiendo la voluntad más gigantesca contra la necesidad más absoluta. La lucha agonizante de una voluntad débil, que busca un ajuste a un medio inhospitalario, puede contener elementos de un drama conmovedor. Pero por muy débil que pueda ser la voluntad, puede ser suficientemente fuerte como para sostener el conflicto. El drama no puede ocuparse de personas cuyas voluntades están atrofiadas, que sean incapaces de tomar decisiones que tengan al menos un significado, que no adopten actitudes conscientes en cuanto a los acontecimientos, que no se esfuercen por controlar su medio. El grado preciso de fuerza de voluntad requerida es la fuerza que se necesita para llevar la acción a su término, para crear un cambio de equilibrio entre el individuo y el medio. La definición con la cual comenzamos este capítulo, puede ser examinad: y redactarse de la siguiente manera: El carácter esencial del drama es el conflicto social -personas contra otras personas, o individuos o grupos contra fuerzas sociales o natu-rales- en el cual la voluntad consciente, ejercida para la realización de objetivos específicos y comprensibles, es suficientemente fuerte como para traer el conflicto a un punto de crisis. Notas: 1 Brunetière, obra citada. 2 Archer, obra citada. 3 Ibid. 4 Brunetière, obra citada. 5 Archer, obra citada. 6 Ibid. 7 Introducción de The Law of the Drama, de Brunetière. 8 Obra citada.
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II La acción dramática La definición con la cual termina el capítulo anterior sirve como punto partida para tratar la acción. La crisis principal que conduce el conflicto dramático unificado a un punto culminante, no es la única crisis en la obra: el movimiento dramático prosigue con una serie de cambios en el equilibrio. Cualquier cambio en el equilibrio constituye una acción. La obra teatral es un sistema de acciones, un sistema de cambios menores y mayores en el equilibrio. El clímax que la obra es la máxima alteración en el equilibrio que puede tener lugar bajo las condiciones dadas. Al examinar a Aristóteles, notamos la importancia del tratamiento que le da a la acción, no como una cualidad de la construcción, sino como la esencia de la construcción, el principio unificador que se encuentra en el centro mismo de la obra. Hasta ahora no hemos desarrollado este punto; hemos examinado las fuerzas creadoras del conflicto dramático; pero no hemos demostrado de qué manera estas fuerzas toman una forma definitiva: la afirmación de que una obra teatral es un sistema de acciones que conduce a un cambio mayor de equilibrio, es una generalización, pero nos da una pista muy ligera de la estructura del sistema; no nos muestra cómo se determina el comienzo, el medio y el final del sistema. En este sentido, el problema de la acción es el problema total de la construcción dramática y no puede considerarse como una cuestión separada. Sin embargo, resulta útil analizar el significado de la acción como cualidad. Esto es importante porque es el único aspecto del problema que se tiene en cuenta en los estudios técnicos del drama. Se nos dice que un fragmento de diálogo, una escena o una obra teatral completa posee la cualidad de acción, o carece de ella. Ya que generalmente se admite que esta cualidad es esencial al drama, ésta debe estar estrechamente relacionada con el principio de acción que unifica toda la estructura. Este capítulo trata sólo la acción como una cualidad que da impacto, vida y color a ciertas escenas. Saint John Ervine dice: «Un dramaturgo, cuando habla de acción, no quiere decir con ello bullicio o sólo movimiento físico: quiere significar desarrollo y crecimiento.» Ervine se lamenta de que las personas tardan en comprender esto: «Cuando se les habla de acción, inmediatamente se imaginan que uno quiere decir hacer cosas.»1 No puede haber duda alguna de que acción implica «desarrollo y crecimiento»; pero uno puede estar de acuerdo con aquellos que se aferran a la idea de que la acción significa hacer cosas. Si la voluntad consciente no motiva a las personas a hacer cosas, ¿de qué modo puede manifestarse? El desarrollo y el crecimiento no pueden ser resultado de la inactividad. George Pierce Baker dice que la acción puede ser física o mental con tal de que cree una respuesta emocional. Esto es de muy poco valor a no ser que sepamos qué es lo que constituye una respuesta emocional. Ya que lo que nos mueve en cualquier acción, es el espectáculo de un cambio de equilibrio entre el individuo y el medio, no podemos
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hablar de cualquier acción como exclusivamente mental o exclusivamente física; el cambio debe afectar la mente del individuo tanto como la realidad objetiva con la cual está en contacto. Dicho cambio no implica necesariamente bullicio o violencia, pero sí debe implicar hacer algo, porque si nada se hace, el equilibrio permanecería estático. Es más, el cambio de equilibrio no ocurre mecáni-camente en un punto determinado; es un proceso que incluye la expectación de cambio, el intento de realizar un cambio, así como el propio cambio. ¿Cómo aplicamos este principio a una escena específica o grupo de escenas? Brunetière define la acción volviendo a su punto de partida: el ejercicio de la voluntad consciente. Dice que el uso de la voluntad consciente sirve para «diferenciar la acción del movimiento o la agitación». Pero esto es un círculo vicioso. La voluntad consciente es un punto de referencia necesario al estudiar la acción, pero no puede ser confundido con la acción misma. Examinamos la voluntad consciente para descubrir el origen y validez de la acción. Pero ni vemos ni oímos la voluntad consciente. Lo que vemos y oímos es un acontecimiento físico, que debe ser definido en términos de oír y ver. Brunetière explica lo que él entiende por acción -que se diferencia del movimiento o agitación- mediante un ejemplo que no es nada convincente: «Cuando dos hombres, desde posiciones opuestas, se interesan en un asunto vital para ambos, tenemos una contienda, una obra teatral, interesante, excitante y absorbente.»2 Creo que todos hemos visto a estos dos hombres a los cuales se refiere Brunetière. Frecuentemente se ven en la vida y a menudo también los encontramos detrás de las candilejas, los cuales «desde posiciones opuestas se interesan en un asunto vital para ambos». Por lo tanto, suponer que hay «una contienda u obra teatral», es ser optimista. Un debate no es una acción, por muy conscientes y dispuestos que sean los participantes. Es igualmente obvio que una gran conmoción pueda pro-vocar una cantidad ínfima de acción. Una obra puede que contenga un duelo en cada escena, una batalla campal en cada acto... y los espectadores estar rendidos de sueño o sólo despiertos por la bulla. Empecemos por diferenciar acción (movimiento dramático) de actividad (con lo que queremos decir movimiento general). La acción es una especie de actividad, una forma de movimiento en general. La efectividad de la acción no depende de lo que hace la gente, sino del significado de lo que hace. Sabemos que la raíz de este significado se encuentra en la voluntad cons-ciente. Pero, ¿cómo se expresa el significado en el movimiento dramático? ¿Cómo hemos de juzgar su relación objetiva? ¿Es posible que un significado profundo pueda ser expresado en el diálogo de dos personas sentadas una frente a la otra y que no se mueven durante una escena importante? El soliloquio de Hamlet, «Ser o no ser», es dra-máticamente efectivo. ¿Es acción? ¿O debe ser criticado como un elemento estático en el desarrollo de la obra? La acción puede estar limitada a un mínimo de actividad física. Pero debe notarse que este mínimo, por reducido que sea, determina el significado de la acción. La actividad física siempre está presente. El estar sentado en una silla implica el acto de
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sentarse, el empleo de cierto esfuerzo muscular para mantener la posición. Hablar implica el acto de hablar, el uso de los músculos de la garganta, el movimiento de los labios, etc. Si se trata de un conflicto intenso, el solo hecho de sentarse o hablar implicará un esfuerzo físico proporcionalmente mayor. El problema de la acción es el problema de encontrar la actividad característica y necesaria. Debe abarcar movimiento físico (por reducido que sea) de alguna clase y éste debe poder trasmitir un cierto grado de expresión. En cuanto a esto, un estudio del arte de la actuación será de gran valor para el dramaturgo. Los métodos de Stanislavski y de Vajtangov, a pesar de sus limitaciones, son de inmenso valor para el actor, ya que lo ayudan a encontrar la actividad física exacta que expresa la dirección emocional, los hábitos, los propósitos y los deseos de los personajes. El actor trata de crear el personaje en término de movimiento significativo y vital. El problema del dramaturgo es similar: debe encontrar una acción que intensifique y agudice el conflicto de la voluntad. De esta manera, dos personas frente a frente, sin moverse y hablando pausadamente, pueden ofrecer el grado exacto de actividad en una determinada escena. Pero lo importante en la escena no es la pequeña actividad de movimiento, sino su cualidad: el grado de tensión muscular, de expresividad. Aunque la escena aparentemente permanece estática, su elemento estático es negativo. El ele-mento positivo es el movimiento. ¿Qué puede decirse entonces con respecto al diálogo? El diálogo es también una forma de acción. El diálogo que sea abstracto o que trate de ideas o sentimiento generales, no es dramático. El diálogo es válido sólo cuando describe o expresa alguna acción. La acción proyectada por la palabra hablada, puede ser retrospectiva, o potencial, no puede solamente acompañar al diálogo. Pero la única prueba del diálogo consiste en el concreto que sea, en su impacto físico, y en la cualidad de la tensión que proporciona. La idea de que el diálogo puede revelar simplemente un estado mental, es ilógica: el acto de hablar objetiviza el estado mental. Mientras la acción permanezca en la mente, los espectadores no saben nada de ella. En cuanto el personaje habla, el elemento de la actividad física y el propósito están presentes. Si el diálogo es oscuro y no es concreto, solamente sacaremos una impresión vaga de conciencia y de propósito y, por lo tanto, será un diálogo pobre. Sin embargo nos preguntamos: ¿por qué es que habla este hombre? ¿Qué es lo que desea? Aunque él nos asegure que su condición mental es completamente pasiva, no podemos creerlo: nosotros todavía de-seamos saber por qué está hablando y qué es lo que espera obtener con su conversación. Existe también otra característica importante de la acción: se puede llamar fluidez. Es evidente que la acción, por su propia naturaleza, no puede ser estática. Sin embargo, si la actividad se repite, o si su conexión con alguna otra actividad es omitida, nos puede dar la impresión de ser estática. La acción (en contraposición de la actividad) debe estar en proceso de realizarse, así es que debe brotar de otra acción, y conducir a otra diferente. Cada cambio de equilibrio implica cambios de equilibrio anteriores y
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venideros. Esto también significa que debe considerarse el tiempo dedicado a cada acción, el tiempo que resulta necesario en relación con la cantidad de actividad. La situación en la cual dos personas están sentadas una frente a la otra y están hablando tranquilamente, puede ahora considerarse a la luz de varias preguntas definidas: ¿Están meramente sentadas? ¿O el hecho de estar sent-adas denota una cierta etapa de conflicto? ¿Es que el hecho de estar entadas implica un cambio en las relaciones entre ellas o en las relaciones entre ellas y su medio? ¿Están sentadas por temor a moverse? ¿O es que el hecho de estar sentadas le proporciona a alguna de ellas cierta ventaja en una contienda? ¿El hecho de estar sentada implica que una tiene como propósito exasperar, amedrentar o molestar a la otra? ¿O es que las dos están esperando noticias, o algún acontecimiento, y es por eso que se sientan para consolarse o fortalecerse una a la otra? La pregunta más seria en relación con esta escena, es una que solamente puede ser contestada si estudiamos su progresión en conexión con las escenas que preceden y siguen, y en conexión con la obra en su totalidad. La escena, en las varias formas en que ha sido descrita, contiene la expectación de un cambio de equilibrio. Si dos personas se sientan una frente a la otra porque tienen miedo de moverse, o porque desean exasperar o amedrentar a la otra persona, o porque están esperando alguna noticia, el elemento de tensión está presente, sin duda alguna. Pero debemos preguntarnos si esta tensión conduce a algo. La escena debe lograr realmente un cambio en el equilibrio, tanto con relación a escenas previas y venideras con relación al movimiento dentro de la escena en sí misma. Si la escena no produce tal cambio, la tensión es falsa y, por consiguiente, falta el elemento de la acción. La progresión requiere movimiento físico; pero también se encuentra en el movimiento del diálogo, en la extensión y desarrollo de la acción a través de la palabra. El soliloquio de Hamlet puede ser considerado bajo este aspecto. Su discurso expresa un cambio inminente en el equilibrio, ya que él está de-cidiendo si debe o no suicidarse. Esto representa una nueva fase en la lucha de Hamlet, y conduce inmediatamente a otra fase, ya que el soliloquio es interrumpido cuando se encuentra en Ofelia. El lenguaje hace el conflicto objetivo, y proyecta el problema en imágenes bien definidas. La actividad física expresa la tensión: un hombre solitario en el escenario se enfrenta a muerte. Pero la soledad fluye rápidamente de una acción a otra. Si la acción del soliloquio se mantuviera por largo rato, ésta se tornaría estática. Nótese la posición en que se encuentra el soliloquio del suicidio. Está precedido por la escena en la que el rey y Polonio planean que Ofelia, accidentalmente, se encuentre con Hamlet, para que los enemigos de éste puedan espiar a sus espaldas: está seguida por una escena emotiva entre Ofelia y Hamlet, en la cual él se da cuenta de que ella lo está traicionando: «¿Sois honesta? (...) ¿Sois hermosa? (...) ¡Vete a un convento! ¿Para qué quieres ser madre de pecadores?» A menudo se habla de Hamlet como de una obra subjetiva. La voluntad Hamlet flaquea y encuentra difícil ejecutar las tareas que le son impuestas. Pero su tentativa de ajustarse al mundo en que vive, se presenta en términos vigorosamente objetivos: sabe
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que no puede confiar en sus amigos, Rosen-crantz y Guildenstern, que incluso la mujer que ama lo engaña. Así es que desesperadamente acomete otra fase del problema, sondear la verdad con relación a su madre y su tío, probar una y otra vez el hecho que lo tortura. Esto se dramatiza en la violenta actividad de la obra representada dentro de la obra en sí. Entonces, después de saber la verdad sin lugar a dudas, se ve forzado a encarar las insoportables implicaciones de la verdad en la escena con su madre. Aquí también la actividad objetiva acompaña al conflicto mental: Hamlet mata a Polonio y luego compara el retrato de su padre muerto con el retrato de su tío vivo; el fantasma entra a prevenir a Hamlet de su «embotada resolución», a aconsejarlo para que trate de comprender mejor a su madre: «Interponte en la lucha que sostiene con su alma.» Esta frase es un ejemplo extremadamente pertinente de la acción-diálogo. Nos presenta una imagen, no de alguien que siente, sino de alguien que hace algo. Acción dramática es actividad combinada con movimiento físico y diálogo; incluye la expectación y logro de un cambio en el equilibrio que es parte de una serie de tales cambios. El movimiento hacia el cambio de equilibrio puede ser gradual, pero el proceso de cambio debe efectuarse. La falsa expectación y preparación no son acciones dramáticas. La acción puede ser compleja o simple, pero todas sus partes deben ser objetivas, progresivas y significativas. Esta definición es verdadera en cuanto a todo lo que se ha hablado. Pero no podemos pretender que esté completa. La dificultad se encuentra en las palabras «progresivas» y «significativas». La progresión tiene que ver con la estructura, y la significación tiene que ver con el tema. Ninguno de los dos problemas puede ser solucionado hasta que encontremos el principio unificador que le dé a la obra el sentido de totalidad, que combine una serie de acciones en una sola acción que sea orgánica e indivisible. Notas: 1 Obra citada. 2 Obra citada.
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II La unidad en función del clímax «No es cuestión fácil -escribió Corneille en 1660- poder determinar lo que en realidad es la unidad de acción.»1 Corneille prosiguió: «El poeta debe tratar su material de acuerdo con “lo probable” y “lo necesario”.» Esto es lo que dice Aristóteles, y todos sus comentadores repiten las palabras que les parecen tan claras e inteligentes que no hay uno de ellos que se haya dignado más que el mismo Aristóteles a decirnos qué cosa es lo «probable» y qué lo «necesario». Esto indica tanto el alcance del problema como la dirección en la que debemos buscar la solución. Al seleccionar un tema, el dramaturgo se guía por su concepto de lo probable y lo necesario; la determinación de lograr un fin probable despierta la voluntad consciente; la «férrea armazón de la rea-lidad» establece un límite necesario a la acción de la voluntad. Aristóteles habló simplemente de «principio, medio y fin». Se ve claramente que una obra que comienza al azar y concluye porque han trascurrido dos horas y media, no es una obra de teatro. La necesidad de instrumentar el concepto social que constituye el tema, impone el principio y el fin, así como el ordenamiento de las partes en un sistema relacionado. El principio general de que la unidad de acción es idéntica a la unidad del tema, es indiscutible. Pero esto no soluciona el problema, porque el concepto de la unidad temática es tan abstracto como el concepto de la unidad de acción. En la práctica, la verdadera unidad debe ser una síntesis del tema y de la acción, y debemos averiguar cómo es que se logra esta combinación. Muchos dramaturgos prácticos piensan que la construcción es una cuestión de aplicar astutamente una fórmula sencilla. Frank Craven (tal como lo cita Arthur Edwin Krows) sugiere: «Métalos en un enredo y sáquelos de él.» Emile Augier aconseja al dramaturgo así: «Hágalos llorar suavemente en el quinto acto y salpique los demás con un poco de agudeza.» Bronson Howard habla del arte dramático como: «el arte de usar el sentido común con el estudio de las emociones ajenas y propias». Lope de Vega, que publicó en 1609 El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, hizo un resumen breve, pero útil, de la construcción: El acto primero ponga el caso, en el segundo enlace los sucesos de suerte que hasta el medio del tercero apenas juzgue nadie en lo que para. De acuerdo con Dumas hijo, «antes que el dramaturgo cree cualquier situación, debe hacerse tres preguntas. Si me hallara en esta situación: ¿Qué haría yo? ¿Qué haría otra gente? ¿Qué debiera hacerse? El autor que no se sienta dispuesto a hacer este análisis, debe renunciar al teatro, pues nunca se convertirá en un dramaturgo.» Este es
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un consejo práctico y acertado y, por lo tanto, también posee una sólida base teórica. Estas tres preguntas son de importancia elemental, e incluyen el punto de vista del dramaturgo, la psicología de los personajes, y el significado social de la situación. Pero Dumas no le fija límites a las posibilidades de «¿qué debiera hacerse?» En relación con esto, se puede analizar una serie de situaciones difusas y desorganizadas desde el punto de vista social. Dumas no pregunta: ¿Cómo se creó la situación, en primer lugar? ¿Qué impulsó al dramaturgo a recordar o imaginar esta situación, y a seleccionarla como parte de su estructura dramática? En esta pregunta -que abarca el proceso por el cual el tema es concebido y desarrollado en la mente del dramaturgo-, se encuentra la esencia de la unidad. Si nos volvemos a discusiones más teóricas de la técnica, encontramos que la cuestión del origen y desarrollo del tema se omite o se trata como un misterio. Al plantear su teoría de que «el drama puede llamarse el arte de las crisis», Archer nos dice que «una escena dramática es una crisis (o clímax) cuyo fin es preparar la situación para un clímax final que es el eje de la acción». Una tensión sostenida y creciente cohesiona las escenas dramáticas. «Una gran parte del secreto de la arquitectura dramática se encuentra en una palabra, tensión, es decir, engendrar, mantener, suspender, aumentar y resolver un estado de tensión.»2 George Pierce Baker dice que el interés sostenido en una obra teatral depende de «claridad y énfasis acertado» y «una tercera cualidad esencial: movimiento (...) una intensificación progresiva del interés, un deseo apremiante de saber lo que pasará a continuación». Y de nuevo nos dice: «Debe haber un buen movimiento dentro de la escena, el acto y hasta en la obra completa.»3 Freytag, con su acostumbrada grandilocuencia, describe la estructura dra-mática como la «efusión de la fuerza de voluntad, la realización de un hecho y su reacción sobre el espíritu, movimiento y contramovimiento, con-tienda y contracontienda, elevación y hundimiento, cohesión y desunión»4. ¿Arroja esto alguna luz sobre lo que Aristóteles llamó «la unión es-tructural de las partes»? La tensión, la «intensificación progresiva del interés», el «movimiento y contramovimiento», son cualidades de la acción, pero no necesariamente implican una acción orgánica y completa en sí. Si Aristóteles está en lo cierto cuando expresa que la unidad de las partes debe ser tal, «que si una de ellas es desplazada o suprimida, el todo quedará desajustado y alterado», debe existir alguna prueba definida de unidad, por la cual se pueda juzgar y descartar «una cosa cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto». A menudo se cree que la unidad puede lograrse mecánicamente por medio de la concentración física del material: la acción debe ser centrada sobre un individuo o estar estrechamente asociada a un grupo de individuos, o sobre un solo incidente o un grupo muy limitado de incidentes. Pero intentos de este tipo traicionan su propio objetivo. Aristóteles esclarece esta cuestión con su lucidez acostumbrada: «Infinitamente variados son los incidentes en la vida de un hombre que no pueden ser reducidos a la unidad; y así también existen muchas acciones de un hombre de las cuales no podemos hacer una
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acción.» Tampoco el dramaturgo puede «hacer una acción», limitando el ámbito del movimiento de la obra ni reduciendo su obra a «la vida de un hombre». Muchas obras teatrales alcanzan la concentración temática más intensa al manipular un sinnúmero de acontecimientos y personajes. Por ejemplo, Los tejedores, de Gerhart Hauptmann, introduce diferentes grupos de personas en cada acto. El tercer acto nos muestra un nuevo grupo de personajes en la hospedería de la aldea. El quinto acto nos lleva al taller del viejo tejedor Hilse, en Langen-Bielau y nos presenta a Hilse y su familia, ninguno de los cuales ha tomado parte en el desarrollo previo de la acción. Pero la obra produce el efecto de una construcción armoniosa y unida. Por otra parte Both Your Houses, que presenta solamente una ligera anécdota, es innecesariamente difusa. La película rusa Tres cantos a Lenin abarca un vasto campo de actividad, incluyendo incidentes de la carrera de Lenin, el trabajo y la vida de masas soviéticas, y el efecto causado por su muerte sobre la gente en todas las partes de la Unión Soviética. Y, sin embargo, esta película es compacta, clara, y ordenada en su construcción. La fuerza unificadora es la idea; pero una idea, por muy integral que sea, no es en sí dramática. Por medio de una trasformación aparentemente milagrosa, la abstracción en la mente del dramaturgo cobra vida. Saint John Ervine dice que «una obra teatral debe ser un organismo vivo, tan vivo que cuando se le corte alguna parte, ¡el cuerpo sangre!»5 ¿Cómo se produce esta entidad viviente? ¿Le insufla el creador el aliento de la vida a su creación por medio de la intensidad de su propio sentimiento? Esta vida que posee la obra, ¿es más emocional que estructural? ¿O es el proceso creativo a la vez emocional y profundamente racional? En los trabajos críticos de Schlegel, hallamos la contradicción entre la teoría de la inspiración artística y la lógica profunda del proceso creador revelado en su forma más clara. Schlegel exigió «una unidad más profunda, más intrínseca y más misteriosa». Tenía razón al decir que la unidad «surge de la actividad primaria y espontánea de la mente humana». Pero confundió la cuestión al añadir que «la idea del uno y el todo no es de ningún modo derivada de la experiencia». ¿Cómo puede saberse o experimentarse algo, a no ser a través de la actividad primaria de la mente humana? Aunque declaró que la unidad se halla más allá del conocimiento racional, el mismo Schlegel tocó el punto esencial del problema y señaló el camino hacia un acontecimiento preciso del modo en que la idea de la unidad dramática se deriva de la experiencia. La unidad de acción, dijo, «consistirá en su dirección hacia un solo fin; y a su totalidad pertenece todo lo que se halla entre la primera determinación y la ejecución del hecho (...) su comienzo absoluto es la aserción del libre albedrío, y el reconocimiento de la necesidad, su final absoluto»6. Esto parece situar el ámbito de la acción dentro de límites definitivos: pero el comienzo absoluto y el final absoluto son sólo ficciones a no ser que seamos capaces de alcanzar un entendimiento práctico del significado de cómo el libre albedrío y la necesidad operan sobre la experiencia. En tanto estos conceptos permanezcan en un plano metafísico, los límites de lo probable y lo necesario serán los mismos que los del
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universo. Esta fue la dificultad que Schlegel no pudo vencer. Hemos visto que la relación entre el libre albedrío y la necesidad es un eternamente cambiante balance de fuerzas: esta continuidad de movimiento impide la idea de comienzos y finales absolutos; no podemos concebir una aserción de libre albedrío que sea genuinamente libre; esto sería una decisión no motivada en un campo desconocido de la experiencia. Cuando la voluntad se afirma en cierta dirección, la decisión está basada en la suma total de las necesidades que hemos experimentado anteriormente. Esto nos permite formar, más o menos, un cuadro correcto de las futuras probabilidades que gobiernan el curso de nuestra acción. Por tanto, los comienzos de una acción no son determinados sólo por la idea de que la voluntad debe ser afirmada; tanto el comienzo como el final de la acción están arraigados firmemente en la necesidad; el final constituye la prueba, la aceptación o repudio, de la idea o del concepto de la necesidad que motivó el comienzo. Esto nos conduce a un concepto genuinamente orgánico de la unidad: el movimiento del drama no anda suelto entre los polos opuestos del libre albedrío y necesidad: la determinación de realizar un acto incluye la visua-lización de la apariencia que éste tendrá y de cuáles serán sus consecuencias cuando haya sido llevado a cabo: no existe dualismo de lo probable y lo necesario; probabilidad es lo que imaginamos que sea la necesidad antes que suceda. Así, pues, cada detalle de la acción está determinado por el final hacia el cual se mueve la acción. Pero este final no es más absoluto que el comienzo: no representa la necesidad en ninguna forma absoluta: por ne-cesidad queremos decir las leyes que rigen la realidad; la realidad es fluida y no la podemos imaginar en ninguna forma absoluta. El clímax de la obra teatral, que es el punto de más alta tensión, da la expresión más completa de las leyes de la realidad según las concibe el dramaturgo. El clímax resuelve el conflicto por un cambio de equilibrio que crea un nuevo balance de fuerzas: la necesidad que hace inevitable este acontecimiento, es la ne-cesidad del dramaturgo: expresa el significado social que lo condujo a in-ventar la acción. El clímax es la realización concreta del tema en términos de un acon-tecimiento. En un sentido práctico, para el dramaturgo esto significa que el clímax es el punto de referencia mediante el cual se puede determinar la validez de cada elemento de la estructura. A veces es posible plantear el tema de una obra en una sola frase: por ejemplo, Wednesday’s Child, de Leopold Atlas, trata de los sufrimientos de un adolescente muy sensible cuyos padres están divorciados; ésta es una declaración adecuada del tema que constituye el motivo unificador del drama. Es evidente que cada escena de la obra contribuye al cuadro del sufrimiento del adolescente. La acción mantiene la unidad del tema, pero, ¿quiere esto decir que el movimiento de la obra esté urdido de forma tan compacta que cada episodio de la acción resulta inevitable, que la eliminación de cualquier parte causa la «desunión y alteración» del todo? No podemos responder a esta pregunta refiriéndonos a la trama de la obra o a su propósito: el mismo tema podría haber sido presentado por otro ordenamiento de
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incidentes. Uno podría inventar decenas, ciento o miles de incidentes, que tuvieran una relación directa con los sufrimientos de una adolescente sensible de padres divorciados. Si examinamos el clímax de Wednesday’s Child, hallamos un modo ade-cuado para probar el desarrollo de la obra: ya no hacemos preguntas vagas sobre el tema. Preguntamos: ¿Qué le sucede al adolescente? ¿Cuál es el planteamiento final de su problema en términos de acción? El dramaturgo debe haber encarnado su significado vital, su conciencia y propósito respecto a las vidas de los personajes, en el acontecimiento del clímax. ¿Conduce cada escena a este planteamiento final? ¿Podría omitirse cualquier aconte-cimiento sin desunir y alterar el final? La escena final de Wednesday’s Child muestra a Bobby Phillips vestido con un uniforme en un colegio militar, terriblemente solo, pero valientemente determinado a portarse como todo un hombre. Esto es una conclusión ge-nuinamente conmovedora, pero inmediatamente notamos que el clímax es la prueba del significado de la obra, el clímax de ser suficientemente claro y vigoroso como para mantener unida la obra: debe ser una acción, comple-tamente desarrollada y que implique un cambio definitivo en el equilibrio entre los personajes y su medio. El ambiente de un colegio militar y sus implicaciones sociales deben hacer una impresión directa sobre el carácter de Bobby Phillips. Ya que el autor introdujo un colegio militar, debe afrontar lo que significa; representa una nueva etapa en la relación entre Bobby Phillips y su medio. Para poder dar un significado dramático a esta situación, debemos comprenderla respecto a la totalidad de la experiencia anterior del adolescente. El autor no proyecta este problema: si retrocedemos a escenas anteriores, encontramos que la acción no está construida para esta conclusión; está construida teniendo en mente la relación del adolescente con sus padres; cada escena no conduce inevi-tablemente a la figura de un adolescente solitario vestido con un uniforme militar. El final es una salida, un truco para hacer caer el telón. El error no se halla en el hecho de que el final no es concluyente. Resulta adecuado, y a veces brillantemente efectivo, finalizar una obra con un signo de interrogación: debemos comprender cómo surge de las relaciones sociales ex-puestas y hacia qué alternativas conducirá. Cuando el dramaturgo hace una pregunta, ésta debe incluir un punto de vista: de otro modo, la pregunta conduce hacia todas las direcciones, y la acción resulta difusa en vez de ser concentrada. La confusión conceptual que se percibe al final de Wednesday’s Child hace que la obra se debilite a medida que avanza. Las tres primeras escenas son de gran emotividad, porque el autor ha logrado presentar en estas escenas la conciencia y la voluntad del adolescente en relación con su medio. La magistral escena introductoria en el comedor de los Phillips, expone el conflicto familiar mediante una intensa acción; vemos el peso sobre la mente del adolescente y observamos la trampa que constituye la necesidad, de la cual sus padres están tratando de escapar. La segunda escena, en una esquina del solar del fondo, muestra la lucha conmovedora del adolescente por adaptarse a los otros niños del barrio. La tercera escena lleva la lucha de los padres a un clímax; sabemos que el adolescente está escuchando sin que lo vean; vemos el problema a través de su
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conciencia y voluntad. A partir de este punto, la progresión se vuelve difusa. El destino controla la acción; la posición conmovedora del adolescente y las dificultades de una solución son presentados en términos de inestabilidad emocional: el problema social, que está poderosamente dramatizado en las tres primeras escenas, se repite de una manera estática en la escena del juzgado con que finaliza el primer acto. En el segundo acto, se enfatiza el problema de los padres; son bien intencionados, pero impotentes; la buena voluntad reemplaza la voluntad que se dirige hacia una meta consciente; sus buenas intenciones carecen de valor dramático, porque el verdadero problema se halla en el hecho de que han cesado de estar interesados en el adolescente: ya que ésta es una actitud pasiva, no puede crear una progresión significativa. Las escenas del segundo acto son simplemente una repetición del problema de los padres, acompañada por la repetición del aturdimiento y la necesidad del adolescente. El dramaturgo deduce que la necesidad es absoluta y que no existe remedio alguno para esta situación. Por este motivo, la acción se vuelve menos convincente; no estamos seguros si un ajuste satisfactorio pudiera haber sido creado o no entre el adolescente y uno u otro de sus padres divorciados, porque las voluntades conscientes de los personajes no se ejercen para lograr tal ajuste. Por otra parte, si se supone que el niño resulta indeseable para sus padres, el dramaturgo comete un error al dedicar la mayor parte del segundo acto a probar esta conclusión negativa; en lugar de esto, debería analizar la voluntad consciente del adolescente en su solitario intento de ajustarse a nuevos acontecimientos. La escena final muestra la soledad del niño, pero lo hace de un modo negativo, como una emoción, porque no hemos penetrado de manera suficientemente profunda en su mente para saber cómo reaccionarán su conciencia y voluntad en un nuevo medio. Puede que resulte necesario explicar el uso del término clímax. El lector pudiera dudar si la escena en el colegio militar constituye propiamente el clímax de Wednesday’s Child. El clímax a menudo es considerado como el punto central de la acción, seguido por la «acción decreciente» que conduce al desenlace o solución. Un análisis detallado sobre «clímax y desenlace» se incluye en un capítulo posterior. Por ahora, es suficiente señalar que el término clímax se emplea para abarcar la etapa final y más intensa en la cual se alcanza la fase final del conflicto. Creo que el colegio militar en Wednesday’s Child representa la etapa más intensa de la lucha del muchacho, y debe pues, considerarse como el clímax. Centrar la acción sobre un objetivo definido crea el movimiento integrado que es la esencia del drama: le da un nuevo significado a la «claridad y énfasis acertado» y a la «intensificación progresiva del interés» del cual habla Baker; brinda aplicación práctica a la afirmación de Archer de que el «clímax final» es «el eje de la acción». El principio de la unidad en función del clímax no es nuevo; pero que yo sepa, no ha sido claramente analizado o aplicado. El enfoque que más se ha ajustado a un planteamiento lógico de este principio puede encontrarse en An Essay on Drama Poesie, de John Dryden: «En cuanto a la tercera unidad, la unidad de acción, los antiguos no quisieron decir más que lo que quieren decir los lógicos con su finis: el fin o ámbito de
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cualquier acción; aquello que es primero en intención y último en ejecución.» Muchos dramaturgos han señalado la necesidad de probar la acción en términos del final. «No debiera comenzar su obra -dice Dumas hijo- hasta que tenga claro en su mente la escena final, el movimiento y el diálogo.» Ernest Legouve da el mismo consejo: «Me pregunta cómo se escribe un drama. Empezando por el final.» Percival Wilde es de la misma opinión: «Comience por el final y retroceda hasta que llegue al principio. Entonces comience.» El consejo de «comenzar por el final» es bueno en lo que cabe. Pero el autor que intente aplicar este consejo como una regla tajante y cortante, obtendrá resultados muy pobres; el acto mecánico de escribir el clímax primero, carece de valor a no ser que uno entienda la función del clímax y el sistema de causa u efecto que lo une a la obra total. Las leyes de pensamiento que sostienen el proceso creativo requieren que el dramaturgo comience con la idea principal. Puede que no sea consciente de esto; puede pensar que el instinto creativo surge de pensamientos casuales y carentes de propósito; pero el pensamiento desorganizado no puede conducir a una actividad organizada; sin embargo, por muy vaga que sea su actitud social, es suficientemente consciente y definida como para conducirlo a la representación volitiva de la acción. Baker dice: Una obra teatral puede comenzar casi de la nada: un pensa-miento aislado que pasa rápidamente por la mente; una teoría de la conducta o del arte que uno firmemente cree o sólo desea examinar; un fragmento de diálogo oído por casualidad o ima-ginado; un ambiente real o imaginario, que crea emoción en el observador; una escena perfectamente aislada cuyos antecedentes y consecuencias son aún desconocidos; una silueta vislumbrada en la muchedumbre que por alguna razón llama la atención del dramaturgo, o una figura estudiada de cerca; un contraste o semejanza entre dos personas o condiciones de vida; un simple incidente señalado en un periódico o en un libro, escuchado en una conversación, u observado; o un relato, contado sólo en sus rasgos esenciales o con lujo de detalles7. No cabe duda que un dramaturgo puede comenzar con cualquiera de esos detalles reales o imaginados. Puede completar toda una obra teatral uniendo espontáneamente fragmentos de experiencia e información sin llegar a comprender los principios que sostienen su actividad. Pero tanto si lo sabe o no, el proceso no es tan espontáneo como parece. El «fragmento de diálogo», o «una silueta vislumbrada en la muchedumbre», o un relato detallado, no le llaman la atención por causalidad; la razón se halla en el punto de vista que ha desarrollado como resultado de su propia experiencia; su punto de vista es suficientemente definido como para hacerle sentir la necesidad de cristalizarlo; quiere hallar los acontecimientos que le den un significado a la visualización mental que ha hecho de los mismos. Cuando él encuentra «un fragmento de diálogo» o «una silueta vislumbrada en una muchedumbre» o un relato, no se contenta con que esto pruebe o justifique su punto de vista; si se contentara con esto, se detendría ahí mismo y no continuaría su actividad. Lo que busca es la representación volitiva más completa de la
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idea-base. La idea-base es abstracta, porque es la suma total de muchas experiencias. No puede sentirse satisfecho hasta que la haya convertido en un acontecimiento vital. La idea-base es el comienzo del proceso. El próximo paso es el des-cubrimiento de una acción que exprese la idea-base. Esta acción es la más fundamental de la obra; es el clímax y el límite del desarrollo de la obra, porque encarna la idea de necesidad social del dramaturgo, la cual define el alcance y propósito de la obra. En su búsqueda de esta acción-base, el autor puede reunir o inventar las ideas, incidentes o personajes que quiera; puede que suponga que estos son de valor en sí; pero lógicamente no puede probar su valor o ponerlos a funcionar hasta que encuentre el acontecimiento fundamental que sirva como clímax. El significado de cualquier incidente depende de su relación con la realidad; un incidente aislado (en una obra o en la vida real) adquiere significado para nosotros cuando apela a nuestro sentido de lo que es probable y necesario; pero no existe una verdad absoluta respecto a la probabilidad y necesidad; el sistema de incidentes que constituye una obra depende del concepto que tenga el dramaturgo sobre lo que es probable y necesario; hasta que no haya definido esto fijando el objetivo y alcance de la acción, sus esfuerzos no pueden poseer unidad ni propósito racional. Mientras las leyes del movimiento vital avanzan de causa a efecto, las leyes de representación volitiva retroceden de efecto a causa. La necesidad de esto se halla en el hecho de que la representación es volitiva; el dramaturgo crea de lo que él sabe y ha experimentado, y por eso es que debe recordar su conocimiento y experiencia para seleccionar las causas que conduzcan a la meta que la voluntad consciente ha escogido. De este modo, la concen-tración, sobre la crisis y el análisis retrospectivo de causas, que encontramos en gran parte de las mejores obras dramáticas del mundo (la tragedia griega y las obras sociales de Ibsen), sigue la lógica del pensamiento dramático en su forma más natural. La extensión de la acción en el teatro isabelino surge de un punto de vista social más amplio y menos inhibido, que permite una investigación más libre de las causas. El sistema dramático de acon-tecimientos puede alcanzar cualquier grado de extensión y complejidad, siem-pre y cuando el resultado (la acción-base) esté claramente definido. No cabe duda que muchos dramaturgos construyen la acción preliminar de un drama concebido sin saber cuál será el clímax. Hasta cierto punto, se puede justificar que un dramaturgo haga esto, porque puede ser el mejor medio de esclarecer su propósito. Pero debe ser consciente de los principios que guían su esfuerzo, y que son operantes aunque no sea consciente de ellos. Al desarrollar incidentes preliminares, él busca la acción-base; incer-tidumbre en cuanto a la acción-base indica incertidumbre en lo que se refiere a la idea-base; el dramaturgo que tantea su paso hacia un clímax desconocido está confundido en cuanto al significado social de los aconte-cimientos con los cuales está tratando; para poder remediar esta confusión conceptual debe ser consciente de ella; debe tratar de definir su punto de vista, y darle forma viva al clímax. Está justificado al escribir material preliminar al azar sólo si sabe por qué está escribiendo al azar; gran parte de este material preliminar le será útil, porque surge del
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punto de vista confuso que el dramaturgo está tratando de esclarecer; pero cuando ha eliminado esta confusión y descubre el significado y alcance de la acción, el dramaturgo debe someter su obra a un riguroso análisis en términos del clímax. De otro modo, la confusión conceptual persistirá; la acción será irregular o desorganizada; la conexión entre los acontecimientos y el clímax será oscura. Pudiera ser, como en el caso de un número sorprendente de obras teatrales modernas, que el autor haya inadvertidamente omitido el clímax por completo. Al usar el clímax como un punto de referencia, debemos recordar que estamos tratando con materia viva y no con materia inorgánica. El clímax (como cualquier parte de la obra) es un movimiento, un cambio de equilibrio. La interrelación de las partes es complicada y dinámica. El clímax sirve como una fuerza unificadora, pero no es estático. En tanto que la obra se construye en función del clímax, cada acontecimiento, cada elemento de la acción reacciona sobre el clímax, reformándolo y revitalizándolo. Esto nos resulta claro, si pensamos que el dramaturgo es una persona que ejecuta un acto: actuar sin un propósito consciente es irracional; cambiar nuestro propósito mientras tratamos de lograrlo, es muestra de debilidad y confusión; también indica que el propósito no fue lo suficientemente bien analizado antes de que el acto fuese emprendido. Si el propósito no puede ser logrado, entonces debe abandonarse el acto. (El dramaturgo puede mostrar el fracaso de sus personajes, pero no puede mostrar su propio fracaso al escribir una obra teatral). Pero cada paso en la ejecución del acto añade algo a la comprensión de nuestro propio fin y modifica su significado y deseo. Archer dice sobre los cuadernos de apuntes de Ibsen: «Que yo sepa, en ningún otro lugar obtenemos una visión tan clara de los procesos de la mente de un gran dramaturgo.»8 El método creativo de Ibsen, como él mismo revela en sus cuadernos, muestra que va de la idea-base a la acción--base; el desarrollo de la obra teatral consiste en encauzar cada incidente hacia el acontecimiento del clímax. El primer paso de Ibsen es la declaración del tema en términos abstractos. El concepto social subyacente en Hedda Gabler ya ha sido mencionado. Ibsen presenta el problema de manera cui-dadosa y concreta: «La desesperación de Hedda la origina la existencia indudable de un sinnúmero de ocasiones para alcanzar la felicidad en el mundo, pero ella no las puede descubrir. Es la necesidad de un objetivo en la vida lo que la atormenta.» Luego desarrolla una serie de breves bosquejos y pequeños fragmentos de diálogo. Este material abarca el curso completo de la obra teatral; su propósito evidente es el de encontrar la acción física que exprese el tema. Cuando Ibsen logra así crear su tema dinámicamente, prosigue a su tercera tarea, que él describe (en carta escrita a Theodor Caspari)9 como «una individualización más enérgica de las personas y sus modos de ex-presión». Este proceso de revisión es, sin duda, un proceso de «individua-lización»; pero puede ser descrito más técnicamente como el proceso mediante el cual el autor coordina cada incidente de su obra con la crisis venidera. Encontramos que los primeros borradores de Hedda Gabler omiten ciertas cosas que son esenciales para una comprensión completa del suicidio de Hedda. La señorita Diana no es mencionada en su primera versión; los celos de Hedda respecto
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a la linda cabellera de la señora Elvsted («creo que tendré que quemarte el pelo, después de todo»), es un tema que desarrolla más tarde. El motivo de los celos y la referencia a la señorita Diana son esenciales para el desarrollo del clímax. Ya que el suicidio de Hedda debe ser el resultado de su certeza de que no existen oportunidades accesibles para alcanzar la felicidad, cada momento de la acción debe contribuir a su frustración y a su desesperación. Resulta significativo que los primeros pro-yectos de Ibsen parecen exigir que el manuscrito fuese destruido por Tesman en vez de por Hedda. Esto desequilibraría todo el conflicto; haría de Tesman una persona más activa, y de Hedda, una más pasiva. Toda la tendencia de los proyectos originales de Ibsen era darle a Tesman un papel más dinámico. Fue Tesman el que indujo a Lovborg a ir a la fiesta del juez Brack. Esto hubiera podido contribuir a una relación más interesante entre los esposos; pero un desarrollo semejante haría menos dramática la búsqueda febril de Hedda de la felicidad; no se adaptaría a la idea-base de Ibsen tal como él la había perfilado. La desesperación de Hedda no se debe al hecho de que su matrimonio no sea feliz; se debe a «la existencia indudable de un sinnúmero de ocasiones para alcanzar la felicidad» que ella no puede descubrir. Las circunstancias del suicidio de Hedda, subsiguiente a la noticia de la muerte de Lovborg y las amenazas del juez Brack, expresan esta idea--base. Todas las revisiones de Ibsen están encaminadas a intensificar y es-clarecer el suicidio10. En los primeros proyectos, Tesman y la señora Elvsted muestran mucho más conocimiento de las relaciones que han existido entre Hedda y Lovborg. En el primer acto de la versión final de la obra, la señora Elvsted dice: «La sombra de una mujer se interpone entre Ejlert Lovborg y yo.» Hedda pregunta: «¿Quién puede ser?», y la señora Elvsted responde «No sé.» Pero en la primera versión, la señora Elvsted le responde directamente: «Eres tú, Hedda.» Este conocimiento por parte de la señora Elvsted y de Tesman pudiera tener gran valor dramático en el desarrollo de la obra; la única prueba por la cual este elemento puede ser aceptado o descartado, es por su efecto sobre el clímax. Ibsen usa esta prueba: si las personas conocen lo que existen entre Hedda y Lovborg, esto hace que su problema se presente más temprano y de diferente modo; significa que, en un momento anterior de la acción, su voluntad consciente debe estar concentrada en protegerse y resolver este problema. Pero Ibsen quiere demostrar que la voluntad consciente de Hedda no está centrada en sus relaciones con Lovborg o con su marido; «es la necesidad de un objetivo en la vida lo que la atormenta». Ibsen proyecta este problema en términos concretamente dramáticos, porque muestra que Hedda es consciente del problema, y está forzando su voluntad al máximo para hallar una solución. Para mostrar el alcance de esta lucha, es mejor mantener a la señora Elvsted y a Tesman ignorantes de su «ca-maradería» con Lovborg. Esto le da a Hedda más oportunidad para explorar las posibilidades de encontrar la felicidad en su medio. Las circunstancias de su muerte son, pues, más inevitables y más comprensibles. El mismo proceso es seguido en el desarrollo de las obras de Ibsen. En una versión anterior de Casa de muñecas, el segundo acto finaliza con una nota de desesperación: Nora dice: «...no, no, no se puede volver atrás. (Mira el reloj.) Cinco... siete horas para la medianoche. Después, veinticuatro horas hasta la próxima media
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noche. ¿Veinticuatro y siete? Treinta y una horas para vivir. (Sale. Telón.)» En la versión posterior, se introduce la danza turbulenta de la tarantela. Luego los hombres pasan al comedor, la señora Linde los sigue, y Nora se queda sola: «Las cinco. Siete horas hasta la medianoche. Entonces finalizará la tarantela. ¿Veinticuatro y siete? Treinta y una horas para vivir.» Helmer la llama desde el umbral: «¿Dónde está mi pequeña alondra?» Nora va hacia él con los brazos extendidos: «¡Aquí está! (Telón.)» Resulta obvio que este segundo acto es mucho mejor sim-plemente desde el punto de vista de la estrategia dramática. Pero el invento de la tarantela, y especialmente las palabras irónicas entre marido y mujer al final del acto, tienen una relación directa con el final de la obra. El baile de la tarantela halla una respuesta, una solución en la deses-perada y brusca honestidad de la partida de Nora. Los parlamentos que cierran el segundo acto en el borrador inicial, sugieren futilidad, suicidio, falta de esperanza. Estos parlamentos no aumentan la tensión, la cual alcanza su punto culminante en el histórico portazo cuando Nora, liberada, se va de la casa. Los parlamentos que cierran el segundo acto en la versión posterior, están perfectamente diseñados como preparación para la escena que finaliza la obra: «¿Dónde está mi pequeña alondra?» está directamente re-lacionado con los parlamentos finales: NORA.- Ah, Torvald, la cosa más maravillosa de todo tendría que ocurrir. HELMER.- ¡Dime lo que sería! NORA.- Tú y yo tendríamos que cambiar tanto que... oh, Torvald, ya no creo en el acontecimiento de cosas maravillosas. HELMER.- Pero yo lo creeré. ¡Dímelo! Cambiar tanto que... NORA.- Que nuestra vida en común constituyera un verdadero matrimonio. Adiós. Estos parlamentos, que expresan la esencia del significado social del dramaturgo, sirven como punto de referencia mediante el cual cada escena, cada movimiento y parlamento de la obra puede ser analizado y juzgado. Notas: 1 Clark, European Theories of the Drama. 2 Obra citada. 3 Obra citada. 4 Obra citada. 5 Obra citada. 6 Obra citada. 7 Obra citada. 8 Introducción al volumen XII de The Collected Works of Henrik Ibsen. 9 Citado por Archer en su introducción a los cuadernos de apuntes. (Volumen XII,
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ibid.). 10 Todo el material al cual me he referido, concerniente a las primeras versiones y proyectos de Ibsen, se halla en sus cuadernos (obra citada, volumen XII).
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IV El proceso de selección El principio de la unidad en función del clímax no soluciona el proceso creativo de la obra teatral. Es el comienzo del proceso; el clímax no provee selector automático mediante el cual se escogen y ordenan los hechos. ¿Cómo es que funciona la selección? ¿Cómo es que se mantiene y se aumenta tensión? ¿Cuál es la relación causal inmediata entre las escenas? ¿Qué papel desempeñan el énfasis y el ordenamiento? ¿Cómo establece el dramaturgo el ordenamiento preciso, o la continuidad, de los hechos? ¿Cómo decide cuáles son las escenas importantes y cuáles las de orden secundario, y los vínculos entre ellas? ¿Cómo decide la duración de cada escena, el número de los personajes? ¿Qué es la probabilidad, el azar y la coincidencia? ¿Y qué hay acerca de lo sorpresivo en la obra? ¿Qué hay de la escena obligatoria? ¿Qué parte de la acción debe representarse en el escenario, y cuál se comunica retrospectivamente o en forma de narración? ¿Qué relación exacta guarda la unidad del tema con la unidad de acción en la progresión de la obra? Todas estas doce preguntas deben ser estudiadas y contestadas: las pre-guntas están estrechamente vinculadas, y se relacionan con problemas que pueden ser clasificados en dos grupos: problemas del proceso selectivo y problemas de continuidad (que es una etapa posterior y más detallada del proceso selectivo). Habiendo definido el principio de la unidad, debemos ahora proceder a averiguar cómo funciona; debemos seguir la pista de la selección y el orde-namiento del material desde la idea-base hasta la obra ya terminada. Un dramaturgo crea una obra teatral. Sin embargo, uno no puede con-cebir la obra como creada de la nada, o de la totalidad abstracta de la vida, o de lo desconocido. Por el contrario, la obra ha sido creada con materiales bien conocidos por nosotros, materiales que deben serie familiares a los espectadores; de otra forma, el público no tendría manera de establecer contacto con los acontecimientos que ocurren en el escenario. No sería exacto decir que un dramaturgo es alguien que inventa inci-dentes. Resulta más satisfactorio considerar su labor como un proceso de selección. Se puede concebir al dramaturgo como una persona que entra en un gran almacén lleno de posibles incidentes; teóricamente, el contenido del almacén es limitado; pero cada dramaturgo, dentro del campo de su elección, está limitado por la extensión de sus conocimientos y su experiencia. Para poder seleccionar creativamente, debe poseer una gran imaginación, la ima-ginación es la facultad de poder combinar imágenes mentales derivadas de conocimientos y experiencias, para darle a estas imágenes nuevos significados y potencialidades. Estos significados y potencialidades aparentan ser nuevos, pero su novedad radica realmente en la selección y en su ordenamiento. Toda obra de teatro -escribe Clayton Hamilton- es una dra-matización de una historia cuyo ámbito es mayor que la obra en sí. El dramaturgo debe estar familiarizado
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no sólo con los relativamente poco numerosos acontecimientos que muestra en el escenario, sino también con los muchos otros acontecimientos que ocurren fuera del escenario durante el trascurso de la obra, otros acontecimientos que tienen lugar entre un acto y otro, e innumerables otros que suponemos que hayan ocurrido antes de empezar la obra1. Si examinamos esta aclaración cuidadosamente, encontramos que sugiere dos problemas que son de fundamental importancia al analizar el proceso de selección. En primer lugar, ¿cuáles son esos otros acontecimientos que suponemos que hayan ocurrido? Teóricamente, se puede suponer que cualquier cosa haya ocurrido. «El principio parece ser -dice Archer- que los procesos lentos y graduales, y las líneas separadas de causalidad, deben dejarse fuera del cuadro.»2 Sin duda, esto es cierto, pero de nuevo nos hallamos en la oscuridad en cuanto a qué son estos «procesos lentos y graduales». ¿Son simplemente lo que menciona el dramaturgo en el curso de la acción, o son algunas de las «líneas separadas de causalidad» que al público le dé por inventar? El hecho de que la acción tenga lugar dentro de un contexto mayor de acontecimientos, es indiscutible; se debe determinar la extensión y carácter de este contexto. En segundo lugar, Hamilton habla de «una dramatización de una historia» como si la historia, incluyendo todos los acontecimientos que pueden suponerse que hayan ocurrido, ya existiera, en vez de estar en el proceso de realizarse. El error (común en todos los estudios técnicos del drama) se encuentra en confundir la confección de una obra teatral con la confección de la historia. Esto se basa en la noción de que el dramaturgo tiene un cierto relato que contar y que la técnica consiste en la estructuración acertada de la historia que ya existe. El dramaturgo a menudo puede limitar su campo de selección al construir una obra alrededor de un acontecimiento conocido; puede dramatizar una novela o una biografía o una situación histórica. El teatro antiguo trataba historias ya existentes; los griegos hicieron uso de los mitos religiosos y las fábulas semihistóricas; los isabelinos extraían su material principalmente de los romances e historias que ya se habían contado muchas veces. Esto no cambia de ningún modo la naturaleza del proceso: cuando el dramaturgo sólo traspone material de un medio a otro, resulta ser un mero peón literario: por ejemplo, el diálogo puede ser tomado literalmente de una novela; esta tarea no es completamente mecánica, porque requiere la habilidad de saber seleccionar y ordenar los diálogos. Pero el dramaturgo creador no puede quedar satisfecho con la repetición de diálogos o situaciones: después de seleccionar una novela o una biografía o un acontecimiento histórico, procede a analizar este material, y a definir la acción-base que expresa su propósito dramático: al desarrollar y remodelar este material, utiliza ampliamente sus propios conocimientos y experiencia. Shakespeare utilizó la historia y las fábulas como bases sobre las cuales edificó la arquitectura de sus obras teatrales; pero seleccionó libremente para poder crear una base firme; y construyó libremente, siguiendo los dictados de su propia conciencia y voluntad.
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No se puede comprender el proceso de selección, si presuponemos que los acontecimientos a ser seleccionados ya se conocen. Si el proceso es creativo, ninguna parte de la historia se encuentra ya confeccionada; todo es posible (dentro de los límites del conocimiento y experiencia del dramaturgo) y nada se sabe. La gente encuentra muy difícil poder concebir una historia como algo que está en proceso de realización: existe confusión en este punto en todos los libros de texto sobre dramaturgia, y constituye un obstáculo para todos los que escriben obras teatrales. Si el dramaturgo considera su historia como una serie fija de acontecimientos, no será capaz de probar el desarrollo con relación al clímax. Dirá que esto es imposible. Discutirá de forma parecida: ¿Cómo podemos saber algo del clímax hasta que sepamos sus causas? Y cuando sepamos las causas, ya sabemos la obra. «Me propongo escribir una obra teatral -dice este dramaturgo imaginario- acerca de una situación que hallo conmovedora y digna de atención. No tengo prejuicios; estoy interesado en la vida tal como es; investigaré las causas y efectos que conducen a la situación significativa que he escogido, y los que ésta origina. Esta situación puede ser el clímax o no; resolveré esto cuando llegue el momento, y no llegaré a conclusiones hasta que no haya sopesado todos los factores.» Esta es la lógica de un periodista y no la de un creador. Uno no puede tratar una situación de un modo creativo simplemente abordándola como lo haría un reportero. En cuanto el dramaturgo aborda la situación de un modo creativo, la trasforma; sea cual fuere su origen, cesa de ser un hecho, y se convierte en una invención. El autor no está investigando un grupo de causas fijas; está seleccionando voluntariamente las causas partiendo de todo lo que sabe y ha pensado desde el día en que nació. Es absurdo plantear que el creador inventa una situación y luego inventa las causas que supuestamente conducen a ella, y de este arreglo de su propia inventiva, extrae conclusiones de lo que quiere decir su invención. Galsworrhy dice: «El dramaturgo perfecto reúne a sus personajes y hechos dentro del recinto de una idea dominante, que colma el anhelo de su espíritu.»3 El dramaturgo que está lejos de ser perfecto, también quiere colmar, conscientemente o no, «el anhelo de su espíritu» en su selección de acontecimientos. La mayoría de las personas piensan que el dramaturgo está limitado en cuanto a la selección de acontecimientos dramáticos («debe ser tan difícil pensar en situaciones»), pero, por otra parte, creen que es completamente libre al interpretarlos. Claro que es difícil pensar en situaciones, y esto depende del poder de imaginación del escritor; pero su selección de acon-tecimientos está rígidamente controlada por su idea dominante. El campo de su elección es relativamente libre; es la idea dominante lo que controla el autor y le impide el investigar todas las posibilidades. Evidentemente es deseable que el proceso de selección abarque el mayor terreno posible. Por otro lado, mientras más abarque, mayores serán las dificultades. Cualquier acontecimiento, por muy sencillo que sea, es el re-sultado de la acción de fuerzas enormemente complejas. Mientras más li-bremente el dramaturgo investigue estas fuerzas, más difícil le será llegar a una decisión sobre la significación de los diversos acontecimientos contri-buyentes.
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Para poder abarcar racionalmente el mayor campo posible, el dramaturgo debe poseer un objetivo definido: una investigación general de causas y efectos sin un punto de referencia preciso, se hace inevitablemente vaga. Si el dramaturgo ha resuelto completa y detalladamente la acción-base, avanza más libre y firmemente en el complejo proceso de seleccionar las causas posibles. Obras teatrales con un clímax inadecuado generalmente muestran un desarrollo demasiado simplificado de la causalidad: al no tener un punto de referencia global, el autor no tiene nada que lo guíe en la selección de acontecimientos y se ve forzado a tratar sólo con las causas más simples para así poder evitar una irremediable confusión. Lessing describió el proceso selectivo con una comprensión psicológica brillante: El poeta halla en la historia a una mujer que asesina a su marido y a sus hijos. Un hecho como éste puede despertar piedad y terror; él lo toma y lo trata como una tragedia. Pero la historia no le dice más que el hecho en sí, y éste es tan horrible como fuera de lo corriente. A lo más provee tres es-cenas, las cuales, al carecer de circunstancias detalladas, resultan improbables. ¿Qué hace, pues, el poeta? Como, más o menos, merece este calificativo, la improbabilidad o la suma brevedad le parecerá la mayor falta de esta obra. Si se halla en la primera condición, considerará, en primer tér-mino, cómo inventar una serie de causas y efectos mediante los cuales estos crímenes improbables puedan ser explicados de la manera más natural. No satisfecho con fundamentar su proba-bilidad sobre la autoridad histórica, tratará de construir los caracteres de sus personajes, tratará de eslabonar intrínsecamente los acontecimientos que colocan a sus personajes en acción, tra-tará de definir las pasiones de cada personaje de manera precisa, tratará de conducir estas pasiones en etapas graduales, hará de tal modo todo esto que consideremos el curso de los acontecimientos como algo natural y común4. Este análisis retrospectivo es un proceso en el cual la necesidad social se transforma en probabilidad humana: la acción-base es el fin de un sistema de acontecimientos, el planteamiento más completo de la necesidad: los acontecimientos anteriores parecen ser una masa de probabilidades y posibi-lidades pero cuando son seleccionados y ordenados, observamos el movimiento de las necesidades y propósitos que hace inevitable la solución final. A menudo se encuentra un elemento de improbabilidad en un clímax, porque representa la experiencia acumulada del autor sobre necesidad social, y es consecuentemente, más intensa y concluyente que nuestra experiencia diaria. La selección de acontecimientos previos se hace con vistas a justificar esta situación, a mostrar su significado en términos de nuestra experiencia corriente. Hemos respondido ahora a la segunda cuestión surgida en torno a la descripción de Clayton Hamilton sobre el proceso selectivo: el campo de la investigación no es un campo conocido en el sentido estrecho de la palabra; es tan amplio como la experiencia total del dramaturgo. Pero el sistema de causas que él busca, es específico, y está
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relacionado con un acontecimiento definido. Es más, él no busca un encadenamiento de causas y efectos, sino causas, por muy diversas que éstas sean, que conduzcan a un efecto. Este sistema de causas tiene el objetivo de mostrar que el fin y alcance de la acción es inevitable5, que es el desenlace racional de un conflicto entre individuos y su medio. Pero aún no nos hemos referido a la cuestión del contexto mayor: ¿Está el dramaturgo seleccionando sólo la acción que tiene lugar en el escenario? ¿O está seleccionando un sistema más amplio de acción? Si este último es el caso, ¿cómo se limita este sistema más amplio? ¿Dónde comienza y dónde termina? Esta es la base de todo el proceso de selección. Para poder comprender el proceso, debemos visualizar todos los acontecimientos que está manejando el dramaturgo; tenemos que conocer lo que necesita para poder completar el contexto interno y el externo. Esto significa que tenemos que volver a la acción-base (el comienzo del proceso) y obtener una idea más clara de su papel en la coordinación de la acción en su conjunto. Sería mejor escoger un acontecimiento específico como ejemplo de una acciónbase: tenemos como punto de partida una situación que es caracte-rística del drama de salón moderno: una esposa se suicida para eliminarse de una situación triangular insoportable, para dejar libres a su marido y a la mujer que él ama. Esto ocurre en The Shining Hour, de Keith Winter. ¿Por qué el autor ha seleccionado este incidente? Estamos seguros de que no ha sido seleccionado porque sea pintoresco o sorprendente. Se seleccionó porque es el punto de máxima tensión en un importante conflicto social. El mero hecho de que una mujer se suicide bajo estas circunstancias, no es razón suficiente para considerar que esta situación tenga el valor de una acción-base. La situación debe ser construida y visualizada en detalle. Al examinarla, al determinar por qué ha sido escogida, el dramaturgo ine-vitablemente comienza por buscar las causas anteriores; al mismo tiempo, esclarece su propia concepción; se asegura de que el acontecimiento encarna adecuadamente su punto de vista social, que significa lo que él quiere que signifique. No dramatiza el acontecimiento por su importancia aislada; es más, aisladamente carece de importancia. Tiene un significado moral, un lugar dentro de la estructura social. Este acontecimiento plantea muchos problemas generales, especialmente en cuanto a la institución del matrimonio, las re-laciones entre los sexos, la cuestión del divorcio, el derecho a la autodes-trucción. Debe tenerse en mente que estos problemas no han de considerarse de modo abstracto; carecen de valor como comentarios generales, o como puntos de vista expresados por los distintos personajes. El acontecimiento no está aislado: está relacionado con la totalidad de la sociedad; pero no es tampoco un símbolo abstracto de varias fuerzas sociales, dramatiza estas fuerzas sociales tal como éstas afectan la conciencia y voluntad de las per-sonas. En otras palabras, el dramaturgo no trata individuos desvinculados de un medio, o un medio desvinculado de individuos, porque ninguna de estas cosas es dramáticamente concebible. La gente a veces habla del amor o los celos como emociones «universales»; supongamos que se nos cuente que el suicidio de una esposa se debe a una simple combinación de amor y celos, y que no existen otros factores. Es evidente que esto es tan «universal» que carece de sentido; en cuanto tratamos de examinar a la mujer como
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persona para poder comprender las razones de su acción, nos vemos forzados a investigar todos los factores psicológicos y ambientales. Decir que su acción se debe a pura pasión, es tan fantástico como decir que se debe a puro respeto por las leyes de divorcio británicas. Mientras más pensemos sobre la mujer como persona, más veremos for-zados a defenderla o acusarla, a averiguar si su acción está socialmente justificada o si es censurable. Hacemos esto porque somos seres sociales; no podemos pensar en acontecimientos sin pensar en nuestra propia relación con nuestro medio. El análisis sugerido por Dumas no es sólo deseable, sino inevitable. Debemos preguntar: «¿Qué haría yo? ¿Qué haría otra gente? ¿Qué debiera hacerse?» El dramaturgo ha seleccionado la situación como un medio de representación volitiva; su examen de la situación no es imparcial; su significación está determinada por su voluntad. La actitud que uno toma respecto a una situación similar puede plantearse en términos muy abstractos: a) La emoción es el único significado de la vida; o b) La sociedad burguesa muestra señales de una creciente decadencia. Aquí tenemos dos modos diferentes de pensamiento que conducen a diferentes interpretaciones de cualquier acontecimiento social. Si aplicamos estas actitudes al caso del suicidio, tenemos: a) la mujer muere gloriosamente al sacrificarse para que los dos amantes puedan tener su shining hour («momento de esplendor»); b) el suicidio es el resultado neurótico del falso concepto de mujer sobre el amor y el matrimonio, cuyas raíces se encuentran en la decadencia de la sociedad burguesa. No quiero decir que el enfoque del autor deba formularse tan sencilla-mente, o tenga que seguir un esquema tan obvio, como en los referidos ejemplos. Las actitudes sociales pueden ser muy diversas y muy individuales. (La mayor acusación hecha al teatro moderno es su uso de trillados esquemas de pensamiento, y la falta de lo que Ibsen llamó «individualización enérgica».) No obstante, por muy individual que sea el punto de vista del autor, éste debe ser intelectualmente claro y emocionalmente vital (que es otra manera de decir que debe ser completamente consciente y fuertemente deseado). Si éste es el caso, la acción-base toma una forma definida y detallada: la manera en que muere la mujer, las reacciones de los tros personajes, las circunstancias ambientales, el lugar y la época, son dictados por la idea dominante del autor. Él no escoge un tema y le sobrepone un significado. Cualquier significado que sea sobrepuesto carece de valor dramáticamente. No extrae una lección del acontecimiento; sería más correcto decir que toma el acontecimiento de la lección. (La misma lección que desea sacar, está basada en la suma total de su experiencia.) La estructura de la acción-base no depende tanto de las historias y actividades anteriores de los personajes, como de las relaciones de los in-dividuos con su medio en un momento dado de máxima tensión: si este momento es visualizado, nos dice tanto de sus caracteres que podemos re-construir sus actividades previas mucho mejor. Si la voluntad consciente de los personajes se muestra bajo presión, los conocemos como seres vivos que sufren. El dramaturgo no puede expresar su idea dominante por medio de tipos o personas con cualidades simplificadas. El creador no se aleja y observa la
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situación que él mismo ha creado. Está tan comprometido como si la mujer fuera su propia esposa; ella es un ser complejo, porque el autor la ha seleccionado (como ha seleccionado a su propia esposa) debido a la importancia que tiene para él. No hay nada abstracto en cuanto al final de Casa de muñecas. La lucha de Nora con su marido es vívidamente emocional y está agudamente per-sonificada. Sin embargo, este acontecimiento surge del deseo de Ibsen de decir algo de importancia histórica sobre la emancipación de la mujer. Ya que comprende claramente el problema, es capaz de presentarlo en su punto de efervescencia, en la culminación del conflicto. ¿Alcanza el clímax su fuerza a pesar de lo que Ibsen quiere decir, o gracias a él? ¿Hubiera podido expresar su significado social por medio de marionetas? Expresó su tema tan per-fectamente en la partida de Nora que, como dice Shaw: «El portazo detrás de ella es más trascendental que el cañón de Waterloo o de Sedán.»6 Estudiemos ahora el clímax de The Shining Hour y considerémoslo como un punto de referencia en la acción de la obra. El suicidio tiene lugar al final del segundo acto7. Accidentalmente un granero se incendia y la mujer se lanza hacia las llamas. El tercer acto trata sobre el efecto que tiene el hecho en los dos amantes, y su decisión final de que su amor es lo bastante grande como para sobreponerse a la tragedia. La actitud del autor está matizada por el romanticismo, pero no es del todo romántica. En ciertos momentos nos brinda una aguda visión psicológica del aspecto neurótico de los personajes; pero su planteamiento final es confuso: debemos tener valor y esperar que todo salga bien. Es evidente que el autor tiene algo definido que decir; esto explica la vitalidad de la situación (Ha sentido su tema demasiado profundamente como para dejarlo diluir en una conversación.) Pero no ha analizado ni asimilado su propia concepción; esto explica el hecho de que el suicidio es casual, y que el tercer acto resulta demasiado largo y, a la vez, un anticlímax. No sentimos que la muerte de la esposa sea la única salida, que esté atrapada por fuerzas que han agotado su vitalidad, que no haya otra es-capatoria. Si volvemos a considerar las primeras escenas de The Shining Hour, en-contramos que el desarrollo de la acción no se construye en lo absoluto alrededor de la esposa, sino alrededor del hombre y la otra mujer. El drama, como sugiere su título, es una intensa historia amorosa. ¿A qué conclusión debemos llegar entonces? ¿El dramaturgo se equivocó al escribir la obra o es el clímax el que está equivocado? Este es el caso literalmente. Ya que el interés está concentrado en los amantes, éste no puede convertirse en una acción en la cual ellos, por muy afectados que estén, pasen a desempeñar un papel pasivo. El suicidio no cambia las relaciones entre ellos; simplemente conmueve; al final de la obra se van juntos, lo cual podrían hacer también si la esposa estuviera viva y sana. Aunque los amantes dominan la obra, la muerte de la esposa es, indud-ablemente, el incidente más significativo en el curso de la acción. Puede llamársele con justeza la acción-base porque encarna la idea dominante del autor en un acontecimiento significativo. El significado es confuso, pero así y todo se puede descubrir. La idea del
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sacrificio es sumamente importante: el autor no prepara el suicidio, porque considera que el acto emocional espontáneo constituye su propia justificación. La muerte es una emancipación; la esposa se libra de una situación intolerable, pero también se libra en un sentido absoluto. Así, el efecto del acto sobre los amantes es doble: no solamente los libra físicamente, sino también metafísicamente. El esquema mental subyacente sigue la tendencia predominante que hemos analizado con cierta amplitud. Keith Winter comparte la opinión de Philip Barry de que «la emoción es lo único verdadero en nuestras vidas; constituye la persona; es el espíritu». La sensación inmediata de la emoción se justifica porque forma parte de un flujo afectivo mayor, el elán vital bergsoniano, el fluir de la consciencia y de la inconsciencia. Los amantes de The Shining Hour pueden escoger. La esposa tampoco puede escoger. En Tomorrow and Tomorrow, de Barry, la emoción se niega y se sacrifica; al mismo tiempo, el hecho de que la esposa y su amante sientan intensamente, es suficiente; su abnegación enriquece sus vidas. En The Shining Hour el mismo concepto encuentra una formulación más dramática. El suicidio (un acto de negación suprema) libera a los amantes, y proporciona una justificación por amor. Este misticismo es una evasión del problema social: la verdadera necesidad de la muerte se encuentra en el hecho de que disminuye la responsabilidad de todas las personas involucradas. El triunfo de la emoción permite que el orden social quede intacto. El sacrificio es una escapatoria que no pone en duda o perturba los convencionalismos existentes. Las discusiones neuróticas que tienen lugar en el último acto, la emotividad confusa, son típicas de una situación en la cual nada se ha resuelto y no ha habido una genuina progresión. El resultado técnico de esta concepción oscura es el aparente dualismo de la acción de la obra. La obra toma la forma de una serie de escenas de amor, en las cuales la esposa parece desempeñar el papel de una intrusa fastidiosa. El clímax parece haber sido inventado sólo por su efectividad como una explosión dramática, y no por su valor en términos del tema. Sin embargo, un cuidadoso análisis revela, como sucede siempre en estos casos, que la forma estructural es el producto del propósito social del dramaturgo. Esto nos trae de nuevo, después de una larga, pero necesaria digresión, al proceso de selección. El problema de The Shining Hour surge de no utilizar el clímax como un punto de referencia en el desarrollo de la acción. El clímax, como lo ha visualizado el dramaturgo, no podía servir como punto de referencia. El incidente es suficientemente dramático y efectivo, pero se presenta como una evasión emocional del problema, y no como el resultado inevitable de un conflicto social. Si una situación no es motivada por fuerzas sociales, es inútil tratar de buscar causas sociales que aparen-temente no existen. Desde luego que podemos buscar las causas emocionales; pero las emociones, en este sentido general, resultan vagas cuantitativa y cualitativamente; cuando uno espera el sentimiento de la causalidad social, uno también lo espera de la razón; si el sentimiento brota del espíritu, éste puede ser motivado por cualquier acontecimiento externo o por ninguno y no hay necesidad de definir su origen en términos de acontecimientos. El uso de la acción-base en el proceso de selección depende del grado en que se
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dramatice el significado social de un acontecimiento; debe mostrar un cambio en el equilibrio que afecte la relación entre los individuos y la totalidad de su medio. Si no muestra tal cambio, no puede auxiliar al dramaturgo en una investigación de las primeras etapas del conflicto entre estos personajes y su medio. El significado social de la acción-base puede ser físico o psi-cológico. Por ejemplo, el incendio del granero en The Shining Hour es accidental; el suicidio también es mayormente impremeditado. Si al acontecimiento físico, el fuego, se le diese un significado social, cesaría de ser accidental, y nos permitiría ver el origen de una serie de acontecimientos anteriores. El incendio de edificios en las obras teatrales de Ibsen (en Espectros y Solness el constructor) indica la extraordinaria significación que puede incor-porarse a dicho incidente. La condición psicológica que precede inmediata-mente al suicidio, se presta al complejo análisis social. Supongamos que el acto es la consumación de un deseo de suicidarse que ha sido anteriormente expresado: resulta imperativo examinar el origen de este deseo, las condiciones externas que lo han despertado y la base social de estas condiciones. Por otra parte, supongamos que el acto es principalmente el resultado de la idea romántica del autosacrificio; debe existir un largo conflicto en el cual esta idea romántica luchó contra las realidades de un medio desfavorable. El suicidio es la culminación de un largo período de cambio, concesiones y ajustes; la mujer se ha retorcido y cambiado, y ha sufrido en su intento de escapar al desastre. El final de Casa de muñecas muestra una acción que combina individua-lización intensa con alcance histórico. Cuando Helmer dice: «Ningún hombre sacrifica su honor, ni por aquella a quien ama.» Nora responde: «Millones de mujeres lo han hecho.» Sabemos que esto es cierto, que Nora no está sola, que su lucha es parte de una realidad social mayor. Esta es la respuesta a la cuestión de un contexto mayor; el concepto de necesidad, expresado en la acción-base del drama, es más amplio y profundo que toda la acción de la obra. Para poder dar a la obra su significado, este esquema de causalidad social debe dramatizarse, debe ex-tenderse más allá de los acontecimientos que tienen lugar en el escenario y conectados con la vida de una clase, de una época y de un lugar. El alcance de este contexto externo lo determina el alcance de la concepción del dramaturgo: ésta debe explorar los antecedentes, y ser suficientemente amplia, para garantizar la inevitabilidad del clímax, no en términos de caprichos u opiniones individuales, sino en términos de necesidad social. Hasta las peores obras tienen, en un grado confuso e incierto, esta cualidad de extensión. Es una cualidad básica de la representación volitiva. Nos da la clave de lo que uno puede llamar la característica física pre-dominante de una acción. Una acción (la obra completa, o cualquiera de las acciones subordinadas de la cual está compuesta) es un movimiento contradictorio. Esta contradicción puede ser descrita como extensión y compresión. Desde un punto de vista filosófico, esto significa que una acción encarna tanto la voluntad consciente como la necesidad social. Si traducimos esto a términos prácticos, significa que una acción representa nuestra voluntad inmediata concentrada en lograr
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que algo se haga; pero también encarna nuestra experiencia previa y nuestro concepto de probabilidad futura. Si consideramos una acción como una perturbación del equilibrio, observamos que las leyes de este movimiento se asemejan a las de un motor en combustión: la comprensión produce la explosión, que a su vez produce una extensión de energía; el grado de extensión corresponde al grado de energía. Se puede comparar la comprensión a la tensión emocional producida: la extensión es el trastorno social que resulta de la descarga de la tensión. El principio de extensión y comprensión es de gran importancia al es-tudiar la mecánica del movimiento dramático. Por ahora, estamos interesados en él según afecta la unidad orgánica de la obra teatral. Este principio explica la relación de cada acción subordinada al sistema de acontecimientos; cada acción es una explosión de la tensión que se extiende a otras acciones de la obra. La acción-base posee la compresión máxima, y también la ex-tensión máxima, ya que une los acontecimientos dentro del sistema. Pero la obra en su conjunto es también una acción que posee, como tal, las cualidades de comprensión y extensión: su energía explosiva es deter-minada por su unidad como conjunto; y tenemos de nuevo que el grado de extensión que abarca un sistema más amplio de causalidad, corresponde al grado de energía producida. El proceso puede esclarecerse si lo consideramos en relación con el ejer-cicio de la voluntad consciente. Todo acto de la voluntad implica conflicto directo con el medio; pero el acto está también ubicado en un esquema total de cosas con el cual está directa o indirectamente conectado y con el cual el acto se supone que armonice. La conciencia del individuo refleja este esquema mayor con el cual quiere armonizar; su volición emprende la lucha contra los obstáculos inmediatos. La acción escénica es la lucha contra los obstáculos inmediatos. La acción escénica de una obra teatral (el sistema interno de acontecimientos) abarca el conflicto directo entre individuos y las condiciones que se oponen a su voluntad o la limitan; observamos este conflicto a través de la voluntad consciente de los personajes. Pero la con-ciencia de cada personaje incluye su propia visión de la realidad con la cual él quiere finalmente armonizar sus acciones. Si hay una docena de personajes en la obra, una docena de visiones de la realidad final pueden ser incluidas o sugeridas: todas estas concepciones inciden en el contexto social (el sistema externo de acontecimientos) en el cual se ubica la obra: pero la única prueba de su valor, el único principio unificador en el doble sistema de causalidad, se encuentra en la conciencia del autor. La acción-base es la clave del doble sistema: como encarna el grado más alto de comprensión, también posee el mayor grado de extensión. Es el momento más intenso de un conflicto directo con obstáculos inmediatos: los acontecimientos que tienen lugar en el escenario se limitan a este conflicto directo. El comienzo de este conflicto es, como señaló Schlegel, «la aserción del libre albedrío». Pero esta aserción está lejos de ser, como dijo Schlegel, un «comienzo absoluto». La determinación de luchar contra los obstáculos está basada en lo que uno cree probable; una visualización de necesidades futuras que se deriva de nuestra experiencia de las necesidades presentes pasadas. El clímax resume los resultados de este conflicto, lo juzga en relación con el esquema total
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de las cosas. A menudo existe mucha incertidumbre en cuanto al significado exacto de causa y efecto: suponemos que toda la cuestión general de la conexión racional de los acontecimientos, la liquidamos con una referencia casual a causa y efecto. Anteriormente hice el comentario de que una obra teatral no es una cadena de causa y efecto, sino un ordenamiento de causas que conduce a un efecto. Esto es importante porque nos permite comprender el concepto de la unidad: si pensamos en causas y efectos indistintos, se pierde el punto de referencia mediante el cual la unidad se puede probar. Es útil considerar la acción-base como el único efecto que enlaza el sistema de causas. Pero esto es sólo una formulación conveniente. Cualquier acción incluye causa y efecto; el punto de tensión en una acción es un punto en el cual la causa se trasforma en efecto. La extensión de una acción no es sólo la fuerza impulsora que produce los resultados, sino también su relación di-námica con sus causas. El alcance de sus resultados es el alcance de sus causas. La acción-base es una explosión que motiva un cambio máximo de equilibrio entre los individuos y su medio. La complejidad y fuerza de este efecto depende de la complejidad y fuerza de las causas que motivaron la explosión. La extensión de la acción interna está limitada a las causas que se encuentran en la voluntad consciente de los personajes. La extensión de la acción externa está limitada a las causas sociales que constituyen el contexto de hechos dentro del cual se mueve la acción. Para facilitar el análisis, contemplamos este doble sistema de acontecimientos como un sistema de causas: tal como realmente se presenta en el escenario, esto aparece como un sistema de efectos. No vemos ni oímos el ejercicio de la voluntad consc-iente; no vemos ni oímos las fuerzas que constituyen el medio. Pero el significado dramático de lo que vemos y oímos se halla en sus causas: el efecto total (tal como es proyectado en la acción-base) depende de la to-talidad de las causas. Habiendo considerado la teoría subyacente en el enfoque del dramaturgo hacia su material, podemos ahora proseguir investigando los pasos mediante cuales el autor dramático selecciona y construye el contexto más amplio que circunda la acción. Notas: 1 Obra citada. 2 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship. 3 Obra citada. 4 Lessing, obra citada. 5 Claro está, esto no constituye una inevitabilidad absoluta. Cuando hablamos de necesidad social e inevitabilidad, usamos los términos en relación con la concepción de la realidad del autor. La obra teatral no va más allá de esta concepción. 6 Opiniones dramáticas y ensayos. 7 El uso que le doy a la situación del segundo acto como acción-base de The Shining Hour, se explica en un capítulo posterior.
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V El contexto social Volvamos a la situación específica mencionada en el capítulo anterior. Supongamos que el suicidio de una mujer fiel tiene lugar bajo condiciones dramáticamente ideales: la situación sugiere posibilidades de piedad y terror; las implicaciones sociales son de gran alcance. Pero el sistema de causalidad que conduce a este acontecimiento sigue inactivo; solamente nos estamos refiriendo a posibilidades e implicaciones, ya que el efecto del acontecimiento no puede ser comprendido hasta que sus causas sean dramatizadas. El dramaturgo conoce el significado de la situación; la piedad y el terror potencial constituyen una realidad para él. Pero debe probar que su con-cepción de la realidad está justificada; debe mostrar el esquema total de cosas que hace que este acontecimiento sea vital en el sentido más profundo. El dramaturgo se enfrenta a una multiplicidad infinita de causas posibles. Muy bien podría empezar por hacer una lista de preguntas relacionadas con la historia del acontecimiento. Quizás el hecho más superficial sea que el esposo se ha enamorado de otra mujer. Muchas mujeres no se suicidan por esta razón. Al ir a analizar los factores psicológicos del caso, descubrimos que los problemas de gran alcance, tanto sociales como económicos, deben investigarse. Es evidente que las relaciones de la mujer con su esposo tienen carácter emocional especial. Esto significa que la relación con su medio es también de carácter especial. Debemos estudiar su medio, sus actitudes emo-cionales hacia otras personas, sus antepasados, educación y nivel económico. Al mismo tiempo, esto nos obliga a considerar los antepasados, educación y nivel económico de todas las personas con las cuales ella se asocia. ¿Ganan su dinero trabajando o viven de una renta? ¿Cuáles han sido sus ingresos durante los últimos diez años, de dónde provienen y cómo los gastan? ¿Cuáles son sus diversiones, sus experiencias culturales? ¿Cuáles son sus normas éticas y hasta qué punto las ponen en práctica? ¿Cuáles son sus ideas en relación con el matrimonio y qué hechos han condicionado esas ideas? ¿Cuál ha sido su experiencia sexual? ¿Tienen hijos? Si no, ¿por qué? Se puede seguir la trayectoria de estos factores a través de muchos años. Pero la historia personal de la mujer, psicológica y física, es también de gran interés: ¿Cuál ha sido su estado de salud? ¿Ha mostrado síntomas neuróticos? Queremos saber si ha mostrado previamente predisposición hacia el suicidio: ¿cuándo y bajo qué condiciones? Queremos saber algo sobre su niñez, sus actividades físicas y mentales cuando era niña. Pudiera ser necesario construir una historia personal similar acerca de otros personajes, especialmente del marido y de la mujer. Cada investigación personal nos conduce a un complejo de relaciones, que encierran determi-nantes sociales y psicológicos diferentes. Esta lista parece prohibitiva, pero es solamente una breve sugerencia de las posibles vías de especulación que se abren al dramaturgo para poder organizar su
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material. Aparte de lo incompleto que resulta esta lista, ¿qué otras impresiones provoca? Las preguntas no son muy específicas, y tienden a ser psicológicas en vez de concretar hechos; son estáticas en vez de dinámicas. Pero son precisamente acontecimientos objetivos, reales y dinámicos, los que estamos buscando. El campo que abarcan estas preguntas debe ser abarcado, pero ésta no es la manera de hacerlo. La tentativa de construir una historia completa de todo lo que condujo al momento del clímax, conduciría a la culminación de una vasta cantidad de datos innecesarios. Si se lleva a cabo rigurosamente, tal labor sería más ambiciosa que toda la obra de Proust. El proceso de selección no es un proceso narrativo. El dramaturgo no está buscando material ilustrativo y psicológico, sino un sistema de acciones; así como el clímax final sintetiza un cambio máximo en el equilibrio entre los personajes y su medio, cada una de las crisis subordinadas es un cambio de equilibrio que conduce al cambio máximo y total. Cada crisis es efectiva en proporción a su comprensión y extensión. Ninguna acción de la obra puede ser más significativa que la acción-base, ya que, en ese caso, iría más allá del ámbito de la obra. Una lista, más o menos narrativa, como la que se ha mencionado, sólo servirá para sugerir la clase de acontecimientos que buscamos: acontecimientos que sintetizan las vidas emocionales de los personajes en momentos de tensión explosiva, y cuyo efecto sobre el medio tenga la mayor repercusión posible. Al planear el contexto más amplio de la obra, el dramaturgo organiza materiales que, obviamente, son menos dramáticos que la obra en sí: acon-tecimientos que suponemos que hayan sucedido antes del comienzo de la obra, o que se dan a conocer durante el transcurso de ella, o que tienen lugar fuera del escenario o en el intervalo entre los actos, no pueden ser tan vitales como la acción visible que se desarrolla ante nosotros. Pero no debe suponerse que el contexto externo es una ficción difusa, que contiene meramente, unas vagas referencias a la vida pasada de los personajes y las fuerzas sociales de la época. Ya que el esquema más amplio de aconteci-mientos representa el alcance de la concepción del dramaturgo, éste debe estar tan dramatizado como sea posible. El dramaturgo que piensa en las causas finales que determinan su drama en términos narrativos, trasladará algo de esta forma narrativa a la acción que presencia el público. Al visualizar estas causas fundamentales en crisis significativas y acumulativas, el escritor establece las bases para la selección posterior, y más detallada, de la acción escénica. La reserva de acontecimientos, detrás y alrededor de la obra, le proporciona fluidez y seguridad a la acción, y le da más significado a cada frase del diálogo, a cada gesto, a cada situación. Ahora tenemos dos principios que nos proporcionan una ayuda adicional al estudiar las condiciones previas que conducen a una situación de clímax: 1) buscamos sólo las crisis; 2) tratamos de esbozar un sistema de aconte-cimientos que no solamente abarque la acción interna de la obra, sino que amplíe el concepto de necesidad social (el esquema total de vida en el cual se ha ubicado el clímax) hasta el límite de sus posibilidades. Vemos que en algunos de estos acontecimientos la voluntad consciente se expresa
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mucho más enérgicamente que en otros: éstos son los aconte-cimientos más dinámicos, aquellos que motivan los cambios más profundos en el medio y que poseen mayor fuerza impulsora. Pero esos momentos explosivos son producidos por otros acontecimientos, que son menos explosivos porque encierran una necesidad social más impregnable, a la que se le opone una voluntad consciente menos despierta. ¿Cuál es esta necesidad social más impregnable y de dónde surge? Surge de enérgicas manifestaciones previas de la voluntad consciente que han sido lo suficientemente poderosas como para cambiar y cristalizar condiciones en esta forma fija: es esta forma de aparente necesidad social impregnable la que define los límites del esquema dramático. El dramaturgo acepta esta necesidad como el cuadro de la realidad en el cual se estructura la obra. No puede ir más allá de esta necesidad e investigar los actos de la voluntad que lo crearon, porque hacerlo así sería poner en duda su valor fundamental y negar el concepto de la realidad tal como se expresa en el clímax. Los acontecimientos menos explosivos son aquellos que constituyen el contexto externo: estos acontecimientos son dramáticos e incluyen el ejercicio de la voluntad consciente; pero son menos dinámicos; producen menos efectos sobre el medio; muestran la solidez de las fuerzas sociales que moldean la voluntad consciente de los personajes y que constituyen los obstáculos esen-ciales a los cuales debe enfrentarse la voluntad consciente. Si volvemos a la lista de preguntas concernientes al suicidio de la esposa, y tratamos de explicar estos principios, encontramos que debemos ordenar las preguntas en grupos y tratar de crear una situación que sea la cul-minación de los factores sociales y psicológicos implicados. Por ejemplo: ¿cuál es el nivel económico de la familia? ¿Cuáles han sido sus ingresos durante los últimos diez años, de dónde provienen y cómo los gastan? No estamos interesados en estadísticas, aunque las estadísticas pueden ser de valor al dramatizar el hecho; pero debemos hallar un acontecimiento que posea la mayor cantidad posible de implicaciones; no es necesario que el aconteci-miento sea una crisis financiera; estamos en cómo el dinero afecta la voluntad consciente de esa gente, cómo determina sus relaciones hacia personas de su propia clase y de otras clases, cómo matiza sus prejuicios, ilusiones y modos de pensar. La acción-base sirve como punto de referencia. Por lo tanto, el acontecimiento debe expresar los elementos de la acciónbase: la actitud de la mujer hacia el suicidio o su miedo a la muerte, su actividad sentimental hacia el matrimonio y el amor, su dependencia emocional y su falta de confianza en sí misma. Una situación económica servirá para exponer las raíces sociales de esas actitudes. Se puede aplicar el mismo principio para analizar la niñez de nuestro personaje principal. No queremos encontrar acontecimientos aislados o sen-sacionales que tengan alguna conexión psicológica con el clímax; tal conexión, aislada de los antecedentes, probablemente resultaría más estática que di-námica. La infancia de una mujer no es una serie de incidentes de mayor o menor trascendencia que deben catalogarse, sino un proceso para ser considerado en conjunto. La clave de este proceso es el hecho de que ella ha dado fin a su vida bajo ciertas condiciones conocidas. Suponemos que la suma
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total de esta infancia se revela en un conflicto básico entre la niña y su medio (en el cual otras personas toman parte); debemos considerar también los otros personajes y el medio en su conjunto. Conocemos la etapa final del conflicto. Queremos cristalizar las etapas anteriores en aconteci-mientos culminantes. Si el fondo de la obra lo constituye la vida rural de la clase media inglesa, debemos considerar los profundos cambios que han tenido lugar en su vida: los hogares apesadumbrados de la clase media sacudidos por la guerra mundial, el armisticio celebrado por la gente ebria de cansancio y esperanza, el quebrantamiento de viejos valores sociales, las profundas per-turbaciones económicas. Las obras teatrales de Ibsen muestran una concienzuda dramatización del contexto externo. Acontecimientos que han ocurrido en el pasado, en la infancia de los personajes, desempeñan un papel importante en la acción. En Espectros, Ibsen proyecta toda una serie de crisis en la vida anterior de los personajes. En el primer año de su matrimonio, la señora Alving abandonó a su marido y se ofreció a Manders, pero él la obligó a volver a su hogar; cuando nació su hijo, ella tuvo que «luchar doblemente duro, librar una batalla desesperada para que nadie supiera la clase de hombre que era el padre de mi hijo»; pronto se enfrentó a otra crisis: su marido tuvo un hijo ilegítimo con la sirvienta de su propia casa; tomó otra decisión desesperada: sacó a su hijo del hogar a la edad de siete años y no le permitió volver mientras viviera su padre. A la muerte del marido, decidió construir y fundar un orfanato como tributo a la memoria del hombre que había odiado enconadamente. Uno se asombra de la concreción de estos acontecimientos. La cons-trucción es poderosa y la acción detallada se ha representado agudamente. El límite del contexto externo de la obra es el matrimonio de la señora Alving. Ibsen consideraba la familia como la unidad básica de la sociedad. De la acción-base de Espectros en la cual la señora Alving debe decidir si matar a su propio hijo o no, surge una pregunta que el autor no puede contestar; nos trae cara a cara con la necesidad social que define y unifica la acción. El matrimonio marca el comienzo, y la extensión final, de todo el esquema. La esencia de la acción-base se encuentra en la pregunta de Oswaldo: «Nunca te pedí la vida. Pero, ¿qué clase de vida fue la que me diste?» El concentrado conflicto de la voluntad que se proyecta en la acción escénica, comienza con el retorno de Oswaldo del extranjero. En este punto, las voluntades se tornan conscientes y activas: el conflicto no implica un intento de cambiar la estructura fija de la familia, es un conflicto que tiene necesidades menores para así ponerlas en conjunción con esta necesidad ma-yor; la familia libre del vicio, la mentira y la enfermedad, es la meta por la cual los personajes están luchando y la prueba del valor de sus acciones. En Hamlet, el límite de la extensión de la acción es el envenenamiento del padre de Hamlet, que el autor presenta en una acción visual mediante el recurso de la obra dentro de la obra. El problema que interesa a Sha-kespeare (y que tuvo significación social inmediata en su época) es la liberación la voluntad en la acción. La habilidad de actuar decisivamente y sin inhibiciones era vital a los hombres del Renacimiento que
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estaban poniendo en tela de juicio los valores fijos del feudalismo. Cuando Hamlet dice: «La conciencia nos hace unos cobardes», expresa la fuerza de ideas y restricciones que son tan reales como los «espectros» de los cuales habla la señora Alving. Es así como el contexto externo presenta un sistema de acontecimientos creado por la pasión y la avaricia de gente de fuerte voluntad. Éste es el mundo de Hamlet, a cuyas necesidades él tiene que ajustarse. De este modo, un hecho de violencia constituye el final y el comienzo de la acción y define su alcance. Por otro lado, la acción escénica comienza con la entrada del fantasma; éste es el punto en el cual la voluntad consciente de Hamlet despierta y es dirigida hacia un objetivo definido. El fantasma representa la justificación del objetivo; le dice a Hamlet que él es libre para realizar este acto dentro del marco de la necesidad social. Le dice que la acción es necesaria para poder conservar la integridad de la familia. Pero el concepto de la familia está cambiando; esto explica la confusión de Hamlet, su incapacidad de liberar su voluntad; su afecto hacia su madre lo ciega, no puede vengarse rápidamente de ella, y, sin embargo, no la puede comprender; está con-fundido por la «extensa corrupción que nos pudre por dentro» que profana la sociedad en que vive. Se vuelve a su madre y a Ofelia en busca de ayuda, y ninguna de las dos logran dársela, porque ambas dependen, eco-nómica y moralmente, de los hombres a los cuales están ligadas. Esto también es parte de «la férrea armazón de la realidad» a la cual debe enfrentarse Hamlet. La acción-base muestra a Hamlet ajustándose a la ne-cesidad y muriendo por lograr su objetivo; sus últimas palabras están de-dicadas exclusivamente al mundo de la acción. No podré oír las nuevas de Inglaterra, pero yo aseguro que ha de ser elegido Fortimbrás al trono de Dinamarca El proceso de selección es fundamentalmente un proceso de análisis his-tórico. Existe una analogía entre la labor del dramaturgo y la labor del historiador; el dramaturgo no puede manipular su material satisfactoriamente si su enfoque es personal o estético; por otra parte, el énfasis puesto sobre las fuerzas sociales probablemente resulte abstracto. El estudio de los acon-tecimientos históricos y el uso del método histórico, beneficia mucho su trabajo. El antiguo método de estudiar historia era estático y antihistórico: una serie de batallas, tratados, caprichos aislados y actos de individuos sobre-salientes. Plejánov habla de los puntos de vista históricos de los materialistas franceses del siglo dieciocho de la siguiente manera: «Religión, hábitos, cos-tumbres el carácter completo de un pueblo es, desde este punto de vista, la creación de una o varias grandes personalidades que actúan con objetivos definidos.»1 Hace cincuenta años, las biografías de grandes hombres mostraban a estos héroes realizando nobles actos y expresando elevados pensamientos en un mismo ambiente fijo. Hoy en día, el método de la historia y la biografía ha sufrido un gran cambio. Se ha
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reconocido que una biografía satisfactoria debe mostrar al individuo en relación con toda la época. La tendencia hacia el escándalo y a bajar del pedestal al individuo, es una corriente menor de esta tendencia: en vez de hacernos real a un individuo en términos de su época, se le hace parcialmente real en términos de sus vicios. Al tratar una época, el historiador (como el dramaturgo) se enfrenta al problema de la selección: debe investigar anécdotas personales, obras de ficción e históricas, comentarios periodísticos, archivos militares y civiles. Debe encontrar un esquema de causalidad en este material. El esquema lo de-termina la concepción del historiador sobre el significado de los aconteci-mientos; la interconexión y progresión (el contemplar la historia como un proceso en vez de como una colección aislada de incidentes carentes de significado) depende de cómo el historiador enjuicie los valores y de cuáles sean sus ideas respecto al objetivo del proceso. Si examinamos un acontecimiento histórico, o un grupo de aconteci-mientos, veremos que es necesario definir el ámbito de una acción dada. Para poder comprender la Guerra de Independencia norteamericana, debemos coordinar la acción en función de un asunto posterior de más envergadura. Si consideramos el final de la guerra como el ámbito de la acción, esto da un enfoque particular a cada incidente del conflicto. Nos da una clave de la lógica de los acontecimientos, y también les da color y textura. En el sentido dramático y militar, Valley Forge alcanza un significado especial visto desde Yorktown. No se puede tratar un solo incidente de la Revolución Norteamericana sin considerar las complejas fuerzas comprendidas dentro de ella: la perso-nalidad de los líderes, las metas de la clase media norteamericana, las relaciones de propiedad existentes en las colonias, las ideas de libertad que imperaban en aquella época, la táctica de los ejércitos enemigos. Esto no quiere decir que se presente un cuadro confuso o demasiado cargado. Significa que la selección se ha hecho con un entendimiento de las relaciones entre las diferentes partes y el todo. Supongamos que queremos examinar uno de los aspectos menos heroicos y más personales de la Guerra de la Independencia norteamericana: por ejemplo, la tragedia personal de Benedict Arnold. ¿Podríamos considerar dramáticamente su traición sin considerar la historia de su época? Una de las cosas más significativas sobre la muerte de Benedict Arnold es el hecho de que si él hubiera muerto un poco antes, hubiera sido el héroe más grande de la guerra; las razones que hicieron de él un traidor, estaban estrechamente ligadas con las razones que motivaron la desesperada mag-nificencia de su marcha a Quebec. Esto es un conflicto personal fascinante, pero es tan inconcebible como lo es un cuento relatado por un idiota a no ser que sepamos los antecedentes históricos, las fuerzas sociales que impulsaron a la revolución, la relación de Arnold con estas fuerzas, lo que significaba la revolución para él, la cultura moral de su clase. El dramaturgo puede suponer correctamente que está tratando un seg-mento de historia (independientemente del hecho de que su historia esté basada en hechos reales o sea de su invención). El dramaturgo que piense que sus personajes no son tan históricos como Benedict Arnold, que están más desligados y no tan inmersos en el remolino de la
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historia, no les está haciendo justicia a ellos ni a las situaciones en las cuales los coloca. ¿Es que entonces no habrá ninguna diferencia entre obras que tratan hechos conocidos o personajes famosos, y aquellas que tratan problemas domésticos íntimos? Mi tesis consiste exactamente en esto. En ambos casos, el dramaturgo debe comprender a sus personajes en relación con su época. Esto no quiere decir que la obra en sí contenga referencias e incidentes que abarquen un área demasiado grande. El fin de la selección es ser selectivo; la base de la acción debe ser amplia y sólida: la acción en sí puede implicar una selección meticulosa de incidentes. En el teatro de hoy en día, la tendencia es hacia obras que se erigen, por así decido, sobre zancos, que carecen de una base apreciable. Por otro lado, los dramaturgos más jóvenes y más socialmente conscientes, afanosos por mostramos la amplitud y profundidad de los acontecimientos, caen en el otro extremo. Herbert Kline comenta sobre esto en relación con una reseña de dramas cortos para un público proletario: El resultado es lo que puede llamarse la trama portadora de todo. Por ejemplo, una obra tratará (...) de presentar la situación de mineros oprimidos y hambrientos, los planes de los que controlan las minas para mantener los salarios bajos y los dividendos altos, el apoyo de la huelga de los mineros por la clase obrera, las condiciones laborales de los mineros en la Unión Soviética, y muchos otros detalles, entre ellos un llamamiento al público para recaudar fondos en apoyo de la huelga de los mineros.2 Peace on Earth, de Albert Maltz y George Skalr, es, hasta cierto punto, un ejemplo de la trama portadora de todo. La intención en estos casos es digna de alabanza: los dramaturgos están tratando de ampliar el ámbito de la acción, pero como el material no está bien asimilado, queda sin dramatizar. La historia no es una venta de artículos misceláneos con fines benéficos. Uno puede hallar muchos ejemplos del método histórico en obras teatrales de poco alcance en su acción que tratan con limitadas situaciones domésticas. Por ejemplo, dos obras teatrales inglesas de los años mil novecientos poseen un considerable alcance histórico; Chains, de Elizabeth Baker (1909), y Hindle Wakes, de Stanley Houghton (1912). Estas no son grandes obras; carecen de gran profundidad o penetración; sin embargo, ambas están construidas sólidamente sobre la base de un enfoque proletario de las fuerzas sociales de la época. La independencia de Fanny, en Hindle Wakes, su desprecio por el código moral, tiene menos significado social que la declaración de independencia de Nora, en Casa de Muñecas. No obstante, Fanny es una figura histórica; su actitud hacia el hombre, su integridad, su falta de profundidad, su alegre confianza de que puede derrotar al mundo, éstas son las cualidades de miles de muchachas como Fanny; su rebelión, en 1912, anuncia la rebelión general, los gestos valerosos, pero fútiles, de la era de Greenwich Village. Cuando Fanny rehúsa casarse con Alan, que es el padre del hijo que espera, él dice: «Yo sé por qué no te casas conmigo.» Ella dice: «¿De veras? Pues desembucha,
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compadre.» Alan: «No quieres echar a perder mi vida.» Fanny: «Gracias, muy agradecida por el piropo.» Resulta interesante comparar esto con el tratamiento que Shaw da al sexo en Hombre y superhombre, en el cual nos muestra una mujer «eterna» en busca de un compañero «eterno». Las discusiones de Shaw, a pesar de su brillantez, son siempre generales, y sus caracterizaciones son estáticas, porque nunca logran alcanzar una perspectiva histórica. Hindle Wakes está realistamente ubicado en la era de 1912: la industria del tejido, el paralelismo de los patronos, los problemas económicos, las relaciones entre las clases. Esto es igualmente cierto en Chains, un cuadro cuidadosamente docu-mentado de la vida de la baja clase media inglesa en 1909. El ambiente de los negocios y del hogar, las costumbres, las finanzas y la cultura, el deseo útil de escapar, son mostrados con una precisión casi científica. Actualmente en la Unión Soviética se discute ampliamente el método del realismo socialista, un enfoque estético fundamental que rompe con el romanticismo y el naturalismo mecanicista del siglo diecinueve. He rehuido hacer referencias al teatro soviético, porque mi conocimiento sobre él es limitado; solamente se han traducido unas cuarenta obras teatrales rusas, y algunos artículos cortos sobre la teoría del teatro. El realismo socialista es un método de análisis y selección históricos concebido para alcanzar el mayor grado de comprensión y extensión dra-mática. S. Margolin, en una discusión sobre «El artista y el teatro»3, describe cómo el realismo socialista afecta la labor del diseñador de escena: él debe «observar cada vez más profundamente el múltiple fenómeno de las realidades vitales (...). El espectador soviético sólo puede ser impresionado por la imagen generalizada que arroja luz sobre toda la época; sólo esto es lo que él considera gran arte. El naturalismo, una herencia de la burguesía, es fundamentalmente contrario a la tendencia del teatro soviético.» La frase, «una imagen generalizada», es vaga; la impresión de una época sólo se puede dar cuando la acción proyecta el intenso ejercicio de la voluntad consciente en relación con todo el medio. Las recientes películas rusas ejemplifican esto. Chapáev y La juventud de Máximo presentan un conflicto personal que tiene extensión suficiente como para incluir «una imagen generalizada que arroja luz sobre toda la época». El alcance de la acción de Chapáev está limitado a una fase particular de la Revolución Rusa: el período del confuso y heroico despertar de los campesinos y trabajadores, que se lanzan a defender su recién obtenida libertad y forjan una nueva conciencia de su mundo en el ardor del conflicto. La muerte de Chapáev se selecciona como el punto de más alta tensión en este sistema de acontecimientos. El contexto histórico de la acción es extremadamente complicado. Trata de: 1) la lucha militar; 2) el trasfondo político; 3) la composición social de las fuerzas en pugna; 4) la psicología individual y los conflictos personales del propio Chapáev; 5) la función personal de Chapáev en la lucha militar, sus méritos y errores como comandante; 6) el problema moral, que concierne al derecho a la felicidad del individuo en oposición a sus deberes revolu-cionarios.
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Desde el punto de vista abstracto, este material parece ser demasiado complicado para integrarse en un sólo relato. Sin embargo, esto es exac-tamente lo que se ha hecho, y su realización es tan asombrosamente eficaz, que el resultado es una película muy sencilla. El material se ha concretado por medio de una hábil selección. Por ejemplo, la escena en la cual Chapáev explica tácticas militares colocando patatas sobre una mesa, nos muestra mejor cómo guía sus tropas que una docena de batallas y maniobras. El carácter de Chapáev combina un violento temperamento, escandaloso buen humor, un primitivo deseo de conocimiento y presunción infantil. Todo esto está concentrado en una pequeña escena en la cual discute la figura de Alejandro Magno con el comisario. ¿Y qué nos dice acerca de los puntos de vista sociales de las fuerzas contendientes? El conflicto entre Furmanov y Chapáev sobre el saqueo de los campesinos da la clave del espíritu del ejército bolchevique (y al mismo tiempo desarrolla el carácter de Chapáev). El am-biente del ejército blanco, las relaciones entre soldados y oficiales, se nos muestra en un brillante incidente dramático: el sirviente del coronel Borozdin le ruega a éste que salve la vida de su hermano; el coronel finge acceder a su petición y cínicamente confirma la sentencia de muerte. La lucha militar se presenta en escenas que son inolvidablemente dramáticas; por ejemplo, el «ataque psicológico», en el cual los blancos avanzan impasiblemente fumando tabaco. ¿Y qué hay acerca del problema moral? La delicada historia de amor entre Ana y Pietka cristaliza la amarga contradicción entre la felicidad personal y la gran tarea que hay que realizar. Esto se dramatiza con especial fuerza en la escena en que él le hace el amor y le enseña a manejar una ametralladora. La historia de amor no es un tema secundario. El amor y la juventud forman parte de la revolución; pero no hay tiempo para un idilio romántico; la lucha debe seguir adelante. De manera similar, no hay tiempo para lamentarse cuando Chapáev muere bajo el fuego de las ame-tralladoras: la caballería roja pasa rápidamente por la escena para continuar la lucha. Los marineros de Cattaro, de Friedrich Wolf, cuenta la historia de una rebelión en la flota austriaca al final de la guerra mundial4. La batalla se pierde porque los trabajadores no están preparados adecuadamente para la tarea. Pero Franz Rasch muere sin perder la esperanza: los trabajadores no se han acobardado, se prepararán para futuras luchas y victorias. He aquí un amplio contexto histórico, que incluye dos campos principales de interés: la guerra europea, especialmente en relación con Austria, y el de-sarrollo del marxismo y el movimiento obrero austriaco. La acción escénica de Los marineros de Cattaro, aunque sigue un solo propósito, parece difusa; no comprendemos completamente el conflicto de voluntad tal como afecta a Franz Rasch y a los otros líderes de la rebelión. Una gran parte de la acción acontece fuera del escenario; estos aconteci-mientos fuera de escena se relacionan tan estrechamente con la acción in-mediata, que la descripción de ellos resulta insuficiente. El error yace en la selección que hace el autor de su material (incluyendo la acción interna y el sistema más amplio): 1) El trasfondo histórico no ha sido analizado con éxito en términos dramáticos y, como el transfondo no está completamente desarrollado, la rebelión tiende a ser demasiado universal: marineros (en ge-neral) que se rebelan
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contra la autoridad (en general). 2) En consecuencia, el conflicto tiende a expresarse a través de la discusión; no es cristalizado en la acción. 3) Como el autor no ha dramatizado las crisis que condujeron a la rebelión, las causas inmediatas de la acción (distintas de las del trasfondo histórico) parecen poco convincentes e intelectualizadas. La obra trata de trabajadores que no están adecuadamente preparados para su tarea, pero no los conocemos lo suficiente como para saber hasta qué punto esto es cierto. 4) Como las fuerzas históricas y la acción anterior no han sido bien desarrolladas, se enfatiza excesivamente las personalidades de los trabajadores y los problemas sin importancia. También el héroe se enfatiza excesivamente; su papel no se analiza en relación con los acontecimientos: Franz Rasch está presentado de modo abstracto como una persona noble, en vez de una persona a la cual podemos comprender plenamente. Una comparación entre dos obras de teatro de S. N. Behrman ilustra la cuestión del contexto histórico respecto al modo en que afecta la técnica de un drama de salón. Biografía y Lluvia del cielo tienen temas idénticos. Como están basadas en una misma concepción, la diferencia radica solamente en el proceso de selección. Ambas obras tratan sobre el problema de un liberal en la sociedad moderna: en ambas, la figura central es una mujer de amplia cultura, honesta a carta cabal, franca, tolerante. En ambas, la mujer se enamora de un hombre que se encuentra enfrascado en la cruel y amarga lucha social existente. En ambas, el clímax es el mismo: la intensa historia de amor llega a un punto en que la separación es inevitable. La mujer está emo-cionalmente destrozada, pero se comporta con la entereza que la caracteriza. No puede despojarse de su tolerancia, y no puede cambiar al hombre a quien ama. En Biografía, el principio histórico no se tiene en cuenta. Las fuerzas sociales subyacentes en la acción carecen de realidad dramática. Como re-sultado, el alcance de la acción es tan limitado que no puede haber pro-gresión; el conflicto entre Marion Froude y Richard Kurt es repetitivo, porque está basado en cualidades fijas de carácter. La base del conflicto en la última escena es igual a la de la primera. Marion se describe como: «una muchacha laissez faire». Evidentemente, Marion tenía esta actitud en su juventud, porque le dice a Leandro Nolan, con el cual tuvo su primer amorío: «Sospeché en mí una... una tendencia a explorar, un impulso espiritual y físico hacia la vida errante... que sabía te iba a horrorizar una vez que lo descubrieras. Te horroriza ahora que no somos nada el uno para el otro.» Behrman caracteriza a su heroína de un modo muy cuidadoso, pero es perfectamente evidente que no la ve en un proceso de «convertirse». Cualquier cosa que haya motivado el «impulso espiritual y físico hacia la vida errante» de Marion, y cómo le pudiera haber afectado el mundo en el cual Marion vive, son elementos que se excluyen rigurosamente de la obra. Durante el curso de la acción, ella se relaciona con fuerzas exteriores, pero este contacto sólo expone la diferencia de objetivos entre ella, Nolan, y el muchacho de quien se enamora. En su última escena con Kurt, ella dice: «Odias mi cualidad esencial, lo que yo soy.» Así que la esencia de su personalidad es estática: en un último análisis, es místico y, consecuentemente, intocable. En una acotación, el autor habla de «los vastos e incruzables desiertos entre las almas de los seres humanos.» Ya que se supone que estos
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imaginarios «desiertos» existen, es lógico, pues, que las relaciones reales de los personajes sean limitadas y sentimentales. Los antecedentes de Kurt explican su punto de vista; le cuenta a Marion el incidente acaecido en su niñez que motiva su amargura; ya que este incidente es una genuina dramatización de las fuerzas sociales, conduce al momento más conmovedor de la obra, la escena de amor que finaliza el segundo acto. Pero no existe un desarrollo ulterior en el carácter de Kurt, ni se sugiere tal posibilidad. Behrman nos trata de convencer de que las relaciones sociales presentadas en la acción escénica, contienen una extensión mayor y un significado más profundo del que salta a primera vista. Marion trata de explicar el punto de vista social de Kurt: «Para ti, esta gente, más bien ineficaz y desatinada, simboliza las fuerzas que te han herido, y tú las odias.» Esto muestra que las intenciones del autor son precisas. Esto es lo que la gente debe hacer, pero no lo puede lograr a través de símbolos; las fuerzas sociales sólo pueden presentarse por medio de acontecimientos cruciales. La selección de acontecimientos es confusa, y sirve para debilitar, en vez de desarrollar, el significado de la acción-base. Marion ha alcanzado una considerable reputación pintando retratos de europeos famosos. Richard Kurt es un joven radical, director de una revista semanal que tiene una circulación de tres millones de ejemplares. Estos antecedentes personales no sirven para iniciar un serio conflicto de voluntades; la carrera de Marion sugiere una vida bohemia y valentía personal; no sugiere un alto grado de honestidad ni de tolerancia, que (como se nos dice repetidamente) son las cualidades esenciales de Marion. Kurt presenta una contradicción mucho más curiosa: ¿cómo un hombre que es intransigentemente radical puede ser el editor de una revista con una circulación de tres millones de ejemplares? Esto nunca se nos explica. Resulta lógico, pues, que la acción escénica se resuelva en la discusión de un incidente que no tiene extensión social; Kurt quiere publicar la autobiografía de Marion porque será algo sensacional. La suge-rencia de que la autobiografía servirá a algún propósito social, es absurdo. Se nos dice que Kurt «sólo se siente bien cuando mantiene una actitud de protesta», pero en una época de huelgas de hambre, desempleo en masa, amenazas de fascismo y guerra, su protesta consiste en editar una de las más grandes revistas del país y publicar el relato ligeramente escandaloso de la vida de una mujer. En Lluvia del cielo, Behrman aborda el mismo tema; pero ahora hay una mayor comprensión de las fuerzas sociales que motivan el conflicto. La estructura no está completamente elaborada; queda una tendencia hacia ge-neralizaciones, y hacia acontecimientos que resultan más ilustrativos que dramáticos. Pero la acción-base toca la esencia de un problema genuino; el concepto de necesidad social se define y explora. Lady Wyngate no es una bohemia artificial; es una genuina liberal; sabe lo que acontece en el mundo y trata de contribuir en algo para mejorarlo. Hugo Willens es un refugiado de la Alemania de Hitler. Lady Wyngate ve que su mundo se cae en ruinas y se enfrenta valerosamente al hecho. No hay «desiertos incruzables» en esta obra; hay problemas reales: la amenaza del fascismo, el creciente prejuicio racial hacia los judíos, la desesperación del capitalismo, el impulso hacia la guerra. Cuando los dos amantes se
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enfrentan, y Hugo decide volver a Alemania para luchar contra el fascismo, la decisión es un acto de voluntad honesto. Resulta valioso analizar la selección detallada de incidentes en estas dos obras teatrales: es totalmente cierto que cada parlamento y situación depende de la manera en que se ha concebido el contexto social. Hobart Eldridge, el financiero de Lluvia del cielo, es simplemente otra versión de Orrin Kinnicott en Biografía. Kinnicott tiene una semejanza satírica con Bernard MacFadden, pero su punto de vista no está claramente presentado. En Lluvia del cielo, el financiero cesa de ser una caricatura y se convierte en un personaje, porque su actividad es socialmente significativa: Eldridge está haciendo exactamente lo mismo que los hombres de su clase: está ayudando a organizar el fascismo, y lo está haciendo con mucha conciencia y voluntad. La complicación de la historia de amor en Biografía la provee Nolan, el cual se encuentra comprometido con la hija de Kinnicott, pero está enamorado de Marion: Nolan participa en la política y espera llegar a ser un senador con la ayuda del financiero en la cultura física. En Lluvia del cielo, el otro hombre que está enamorado de Lady Wyngate, es Rand Eldridge. Este es una combinación de dos personajes de Biografía: Nolan y Tympi Wilson, el gallardo astro del cine que aparece brevemente en el segundo acto de Biografía. Cuando el personaje hace una aparición aparentemente injustificada en una obra, puede uno estar seguro de que este personaje representa algún propósito frustrado en la mente del dramaturgo. Este es el caso de Tympi; el popular, pero idiota, héroe del cine reaparece en Lluvia del cielo para encarnar el igualmente popular e idiota héroe de la aviación; pero ha adquirido un significado esencial: es la materia prima con la cual se elaborarán las tropas de asalto nazis. En Biografía, Nolan es un insípido hipócrita. No se relaciona esencialmente con el problema de la heroína. En Lluvia del cielo, Behrman ha desarrollado y analizado el personaje; al combinarlo con el joven artista de cine le ha dado significación social; consecuentemente, se vuelve real, tridimensional, una persona que tiene emociones y un punto vista. El material utilizado en Lluvia del cielo, no está completamente logrado en cuanto a términos de acción. La construcción no es compacta. La sor-prendente facilidad de Behrman para los diálogos lo conduce a discusiones e incidentes demasiado discursivos. El hecho de que la obra trate de un modo tan abstracto los problemas contemporáneos, se debe al enfoque limitado de estos problemas; la idea de un destino que vence y paraliza la voluntad humana, influye sobre el método de Behrman, y lo lleva a tratar el medio social en su conjunto como un poder desconocido y absoluto; las decisiones de los personajes son incompletas y vacilantes; el impacto de las fuerzas sociales se muestra en la conversación, en vez de evidenciarse en su efecto más profundo sobre la conciencia y la voluntad. Los personajes no están totalmente logrados; poseen ciertas cualidades que los impulsan a luchar contra el medio, pero no se dice cómo han surgido estas cualidades. Hemos notado estas tendencias en Shaw; puesto que sus modos de pensamiento son similares, también la técnica de Behrman muestra el toque de Shaw. Ya que el tema no se ha dilucidado completamente, las diferentes acciones de la obra sólo tienen una conexión vaga con la acción-base. Las diferentes historias
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subordinadas son tangenciales, y no están unificadas en función del clímax. La separación final de los amantes es genuinamente conmovedora, pero no es determinante. No es el momento supremo de una lucha inevitable, en la cual se hayan dramatizado los motivos y los sentimientos más profun-dos. La situación sólo está parcialmente desarrollada y, por lo tanto, sólo es parcialmente efectiva en términos teatrales. La tendencia a considerar fuerzas exteriores (sociales, morales, políticas o psicológicas) como manifestaciones absolutas del destino, es característico de las relaciones del hombre moderno con su medio. Ya que uno no puede dramatizar el medio como algo estático u oscuro, el tratamiento abstracto de fuerzas externas destruye la validez del contexto social de la obra. Uno halla esta debilidad en muchas obras que tratan de las luchas de la clase obrera; el cambio social se enfoca mecánica o metafísicamente, como si este se lograra por una inevitabilidad racional o fuerza vital dinámica mayor que la totalidad de las voluntades interesadas en él. En una nota de los autores de 1931, Claire y Paul Sifton nos dicen que la obra «concierne a un individuo dentro del movimiento avasallador de personas atrapadas en una situación, que no pueden explicar ni escapar de ella ni desarrollarla». Acaso sea injusto decir que esta fraseología sugiere las «pasiones en conflicto en el espíritu del hombre» de O’Neill. Pero ciertamente, «el movimiento avasallador de personas atrapadas» se compone de intentos individuales y colectivos para «explicar, escapar o desarrollar»; cuando estos intentos están ausentes, no puede haber movimiento avasallador de ninguna clase. Las acotaciones de la primera escena de 1931 hablan del «reflujo de cansancio, desesperanza, aburrimiento atroz y sin objetivo, y desesperación subconsciente». Si los autores hubieran tratado de proyectar algo así, su obra no sería dramática; pero gran parte del movimiento del drama es vivo y desafiante. Sin embargo, el conflicto carece de profundidad; su extensión es limitada; el contexto es demasiado abstracto como para dar a los acontecim-ientos una perspectiva apropiada. En la primera escena, Adan es despedido de su empleo de camionero en un almacén. Él expresa su fuerza y voluntad consciente; contrae sus poderosos músculos y dice: «Miren esto. Esos son frijoles, eso es jamón. Esas son las mujeres, eso es la gasolina. Eso es todo. Y yo, lo tengo. Puedo levantar más cajas, más hierros, más sacos, cargarlos más aprisa, revisarlos mejor, hacer más viajes, trabajar más, que cualquiera de tus malditos...», y va a enfrentarse al mundo. Pero al flaquear la voluntad de Adan, al destruirse él y la muchacha, la idea de un ciego «movimiento avasallador de personas atrapadas» tiende a mecanizar la acción. Como las fuerzas sociales no son visualizadas con precisión, la presión psicológica es también vaga. No se nos permite ver lo que pasa en la mente de los dos personajes centrales; van a la deriva, sin poder «explicar, escapar o desarrollar». Al final, cuando Adan dice: «Mejor será que vaya a ver lo que quieren los tipos esos de allá fuera... Ojalá sea algo que pueda agarrar con mis manos», no podemos adivinar lo que esto significa en términos de carácter. La decisión no es crucial, porque el cuadro de la realidad ha sido más bien documental que fundamental; la decisión queda como un incidente en vez de ser un cambio de equilibrio explosivo. Yellow Jack (Fiebre amarilla), la contribución más notable de Sidney Ho-ward al
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teatro5, es un notable ejemplo de selección histórica que abarca un amplio campo de acontecimientos. La perspectiva de Howard posee li-mitaciones definidas. Pero Yellow Jack tiene un ámbito poco común en teatro. Esto indudablemente se debe, en cierta medida, al carácter de la trama. El asunto trata sobre el progreso de la ciencia médica durante el período más intenso de su desarrollo. Parece que las posibilidades del material interesaron vivamente a Howard. La grandeza del tema lo obligó a hallar un método apropiado de presentación. Por otra parte, podía muy fácilmente haber tratado el tema de una manera ahistórica: como la lucha de grandes individuos «aislados»; o como un relato de color local, que aprovechara el ambiente de Cuba en 1900; o como una historia del deber, abnegación y pasión, con una intensa historia de amor entre la señorita Blake y Carroll. Estas especulaciones no son descabelladas; son los métodos del teatro moderno. Es asombroso que Howard se haya librado de esos métodos en su obra, y haya progresado hacia una técnica más amplia. Al hablar de una técnica más amplia, no me estoy refiriendo al ordenamiento escénico físico de Yellow Jack. Howard explica en una nota que «la obra fluye en un ritmo de constante cambio de luz». Esto es un modo efectivo de integrar el movi-miento de las escenas, y que fue brillantemente realizado en la escenografía de Joe Mielziner y la producción de Guthrie McClintic. Pero la realización técnica de un dramaturgo no se mide por el hecho de que su obra la constituya una escena o cuarenta, o si utiliza una escenografía constructivista o una que corresponde al recibidor de una casa. El énfasis en los decorados de una producción es una de las manifestaciones más tontas de la tradicional discusión sobre forma y contenido. Las necesidades de la acción determinan el número y la clase de escenografías; el dramaturgo también debe guiarse, como lo aconsejó Aristóteles, por las limitaciones de la sala teatro. Howard hubiera podido limitar el movimiento de Yellow Jack a una escenografía convencional sin que por ello restringiera el ámbito histórico. Lo importante de Yellow Jack es su intento de tratar la lucha contra la fiebre amarilla como un proceso, un conflicto en el cual están involucrados tanto los individuos como toda una época. La limitación de Howard se encuentra en el énfasis puesto por él sobre ciertos factores del medio, y el descuido de otras líneas de causalidad. Esto se debe a un hábito mental que ya se analizó en la discusión de The Silver Cord. Al igual que la obra anterior, donde las revelaciones científicas del psicoanálisis se transforman en una «némesis científica», en Yellow Jack, el poder de la ciencia médica se idealiza y se hace cósmico. El autor está algo deslumbrado por la idea de la ciencia «pura», separada de la interacción de las fuerzas sociales y económicas. Esta incapacidad para aprehender la totalidad de su material, es evidente en la escena final de la obra. Aquí la concepción de la lucha del ombre por la ciencia debe expresarse en términos del conflicto más profundo y crucial: y, sin embargo, la última escena es estática; Stackpoole, en su laboratorio londinense, en 1929, explica en vez de luchar: «Reed traspasó la enfermedad del mono al hombre; Stokes, del hombre al mono. Ahora la pasaremos del mono al hombre otra vez». Podrá decirse que esto es un resumen, que la esencia de la acción concierne a los acontecimientos de Cuba, en 1900. Pero un resumen no puede ser menos dramático que los hechos que lo componen.
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Yellow Jack alcanza el clímax en la escena donde se completa el expe-rimento en los cuatro soldados. Pero este clímax se mantiene en las escenas cortas que le siguen. En la escena del experimento, el autor ha tenido mucho cuidado de evitar que la acción alcance un momento de máxima tensión, lo que le permite, consecuentemente, elevarla en las escenas siguientes, en Africa occidental y Londres. También pudiera decirse que la intención de estas escenas finales, es la de demostrar que la lucha por la ciencia continúa. Pero ésta es la esencia de la obra. El autor no quiere decirnos que la lucha por la ciencia continúa, sino que se vuelve menos importante y menos dramática. Los momentos finales, pues, debían haber sido completamente dramatizados. La primera escena de la exposición tiene lugar en el laboratorio de Stackpoole en Londres, en enero de 1929, y volvemos a este mismo labora-torio en la escena final. Este principio es el punto lógico para el comienzo de la acción escénica. Al comenzar en 1929, el dramaturgo nos muestra la rutina de las investigaciones médicas modernas, en las cuales el hombre se enfrenta al peligro mortal con heroica indiferencia. A partir de aquí, la acción progresa a las luchas dramáticas del pasado; observamos la creciente fuerza emocional y el significado de la lucha a medida que los hombres se esfuerzan y lentamente conquistan el germen mortal. Pero si examinamos la primera escena cuidadosamente, encontramos que contiene muchas ideas que no llegan a desarrollarse en el curso de la obra. Estas ideas son de máxima importancia; son elementos del contexto social, esenciales para la total comprensión de la acción; como se introducen en esta forma incompleta, constituyen meros indicios carentes de valor concreto. La escena introductoria comienza con la discusión entre Stackpoole, y un comandante de la Real Fuerza Aérea y un funcionario de la colonia de Kenia. Estos últimos se oponen a la cuarentena de seis días para los pasajeros que van por avión de Africa occidental a Europa. El dramaturgo sabe que el imperialismo está en conflicto con la ciencia «pura» en el año 1929; está tanteando su camino para utilizar esta concepción. Pero no ha podido cristalizar este problema dramáticamente. Esto debilita la estructura de la cau-salidad; reduce el alcance de los acontecimientos en Cuba, en 1900. No podemos comprender la ciencia en relación con la vida del hombre y sus aspiraciones, si no comprendemos las fuerzas sociales y económicas que afectan el desarrollo de la ciencia. Evidentemente existe una conexión entre la presión gubernamental británica en cuanto a la colonia de Kenia y los intereses económicos de los Estados Unidos en Cuba. Pero esto queda como una asociación de ideas en la mente del dramaturgo y nunca se nos explica. El clímax expone la incertidumbre conceptual: un científico solitario habla consigo mismo en un vacío. El último discurso de Stackpoole arroja su sombra sobre cada una de las escenas de la obra; la acción se debilita por el hecho de que no se da a la acción-base su extensión y fuerza emocional completa. El principio dominante que guía el proceso de selección, es el principio de que la fuerza explosiva de la obra no puede ser mayor que la extensión -las implicaciones sociales- de la acción. El contexto social, por muy vasto que pueda ser, carece de valor a
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no ser que cumpla los requisitos de acción dramática: debe ser concreto, definido y progresivo. El desarrollo de la acción escénica es un proceso ulterior de selección y ordenamiento: el análisis concentrado y la proyección de acontecimientos dentro del contexto social. Esto es una cuestión de problemas estructurales más detallados; habiendo determinado las fuerzas dinámicas que sostienen el movimiento de la obra, el dramaturgo se enfrenta a la composición dramática. Notas: 1 Georgi Plejánov, Ensayos sobre materialismo histórico. 2 Herbert Kline, «Writing for Workers’ Theatre», en New Theatre, diciembre de 1934. 3 En Voks (publicado por la Sociedad Soviética de Relaciones Culturales con Países Extranjeros, Moscú), volumen VI, 1934. 4 El presente comentario está basado en la adaptación de Los marineros de Cattaro hecha por Michael Blankfort, tal como fue presentada en el Teatro Unión de Nueva York, en el otoño de 1934. No estoy familiarizado con el original que difiere en muchos aspectos de la adaptación. 5 Escrita en colaboración con Paul De Kruif.
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CUARTA PARTE LA COMPOSICIÓN DRAMÁTICA
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La composición dramática Al abordar la composición, entramos en un terreno más familiar que ha sido sondeado y valorado en innumerables volúmenes sobre la técnica del drama. Respiramos con más tranquilidad al oír los conocidos encabezamientos de los capítulos: «La exposición», «El diálogo», «La caracterización». Pero nuestro enfoque es consecuente con el análisis estructural que hemos desarrollado en la Tercera Parte, e incluye una investigación de los factores psicológicos y sociales que gobiernan la selección y organización de los materiales del dramaturgo. Las partes de un drama son unidades subordinadas de la acción. Cada parte está relacionada con el conjunto por el principio de la unidad en función de clímax, pero cada parte tiene también vida propia y significación, y el proceso interno de crecimiento de la tensión que conduce a una crisis. El estudio de la composición es la organización detallada de las escenas y situaciones, tanto en su estructura interna como en sus relaciones con el sistema de acontecimientos en su conjunto. El primer capítulo utiliza un término tomado del cine: es interesante notar que no hay una palabra, en el vocabulario técnico del teatro, que corresponda exactamente a la continuidad; este término describe la secuencia o eslabonamiento de las escenas. La ausencia de tal término en el vocabulario teatral puede atribuirse a la tendencia de pensar en las escenas y actos como entidades separadas, sin prestar atención a su fluidez y movimiento orgánico. La continuidad abarca cierto número de problemas que se discutieron al comienzo del capítulo «El proceso de selección»: el aumento y el mantenimiento de la tensión, la duración de las diferentes escenas, las transiciones abruptas y graduales, la probabilidad, la casualidad y la coincidencia. Al final del primer captulo, se formulan doce principios de la continuidad. Después de examinar la forma en que las escenas se ordenan y conectan en general, procederemos a considerar la secuencia específica de escenas que constituye una es-tructura dramática. Cuatro captulos se ocupan de las cuatro partes esenciales de la estructura: exposición, progresión, escena obligatoria y clímax. La caracterización se define en muchos libros de texto teatrales como el retrato de cualidades que de alguna manera se asignan misteriosamente a una persona que el dramaturgo ha inventado. Estas cualidades no tienen una clara relación con la estructura de la pieza, y las acciones en que participan los individuos, sólo son incidentalmente ilustrativas de los rasgos que componen su carácter. El sexto capítulo trata de disipar esta ilusión, y de mostrar que el estudio separado de la carac-terización constituye un error. El drama retrata gente en acción; cada momento de la presentación prueba y explora el funcionamiento de la voluntad consciente; cada momento es caracterización, y el drama no puede tener otra función o propósito. El séptimo capítulo adopta un punto de vista similar respecto al diálogo; lo considera una parte indivisible de la estructura de la pieza, que no puede separarse de
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la acción de la cual es una parte esencial. El diálogo prosaico y poco inspirado de tantas piezas modernas, expresa la voluntad confusa y distorsionada de personajes que han perdido su capacidad de acometer acciones decisivas. La Cuarta Parte concluye con un breve, y necesariamente inconcluso, capítulo sobre el público. Puesto que una pieza deriva su vida y significado del público, aquí estamos entrando en un campo totalmente nuevo de investigación. El capítulo se presenta como un epílogo; debería considerarse mejor como un prefacio fragmentario de un libro que deberá escribirse algún día.
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I La continuidad Puesto que la continuidad es un asunto de secuencia detallada, su estudio puede realizarse mejor mediante el análisis minucioso del movimiento de una pieza en particular. Yellow Jack es un buen ejemplo del método dramático, y es especialmente valiosa por su fondo histórico, que da al estudioso una oportunidad de comparar la selección de los incidentes hecha por el dramaturgo, con la descripción de Paul De Kruif sobre los acontecimientos de Cuba (de donde Howard sacó el plan de su obra), y con el campo más amplio de materiales históricos accesibles al autor. Como ya hemos usado a Yellow Jack como ejemplo de selección histórica, ahora podemos comenzar en el punto donde dejamos el análisis anterior y hacer la disección de cada paso en el desarrollo de la acción. La exposición está dividida en tres partes: Londres, en 1929; Africa occidental, en 1927, y las primeras escenas en Cuba (1900). ¿Qué se gana mediante esta triple exposición? Cada una de estas escenas sirve a un pro-pósito diferente: La acción en Londres muestra la amplitud de la lucha contra la fiebre amarilla y sugiere el peligro; el incidente de Africa occidental dramatiza el peligro, amplía el significado emocional mediante el recurso de profundizar en la voluntad consciente de los hombres que luchan en la batalla de la ciencia; las primeras escenas cubanas definen el problema: el conflicto específico entre el hombre y su medio se desarrolla en Cuba. Debe destacarse que el conflicto, tal y como el dramaturgo lo concibe, no está limitado a los sucesos de Cuba. Puesto que la acción (no el contexto social, sino la acción escénica propiamente) trasciende estos acontecimientos, la ex-posición debe presentar posibilidades de extensión que sean iguales a la extensión de la acción escénica. Por esta razón, las escenas en Londres y África occidental son necesarias. La obra comienza con una escena de conflicto directo en relación con la cuarentena de los pasajeros de África occidental. La discusión es inte-rrumpida cuando el asistente de Stackpoole se corta con una pipeta que contiene gérmenes de fiebre amarilla. Acción rápida; Stackpoole, que ha tenido la enfermedad, le dona sangre. Así el peligro, el problema humano, la lucha inconclusa contra la enfermedad, se proyectan dramáticamente. Hay un rápido cambio al África occidental, dieciocho meses antes; la transición está lograda; los tambores se tocan en la oscuridad; la luz se intensifica lentamente. Aquí, de nuevo, tenemos la ecuación humana: los hombres so-litarios, desesperados en la selva, y la lucha científica: el doctor Stokes logra inocularle la fiebre amarilla a un mono. De nuevo la oscuridad y oímos a un cuarteto cantar, There’ll be a hot-time in the old town tonight. Estamos en el Campamento de Columbia, en Cuba, en 1990. Ambas transiciones son notables en varios aspectos: l.- El uso del sonido como aditamento del movimiento dramático.
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2.- El valor del contraste abrupto, el toque de los tambores que irrumpe en el laboratorio londinense, el nostálgico canto que rompe el silencio de la selva. 3.- El logro de cristalizar un lugar y una época mediante recursos claros y simples. Al inicio de la escena de Cuba, se ven las siluetas de los soldados que avanzan cargando camillas con cadáveres. El sentimiento de muerte, de un ejército destruido por un enemigo desconocido, se presenta con fuerza y ayuda a dar a la obra su profundidad social. No hay elementos metafísicos en este tratamiento del destino; la enfermedad es un enemigo que debe enfrentarse y derrotarse. Aquí tenemos un problema interesante en la selección: ¿Qué momento de la lucha contra la fiebre amarilla en Cuba escoge el autor? Escoge un momento de descorazonamiento, cuando la Comisión de la Fiebre Amarilla está disgustada y desesperada. Este es el punto que el autor naturalmente debía seleccionar: el ciclo del conflicto es: a. El reconocimiento de las dificultades y la determinación de superadas. b. Desarrollo progresivo de la lucha. c. Logros parciales. d. Nuevas dificultades y mayor determinación. La primera escena de Yellow Jack nos muestra a un científico que se enfrenta a un problema desesperado; luego, de regreso al África, desaliento y logros; después Cuba, el comienzo de otro ciclo. Hasta ahora el autor ha seguido una línea única muy simple: bosqueja históricamente la lucha contra la fiebre amarilla y muestra el trasfondo y las asociaciones históricas. Pero en las escenas cubanas, Howard debe dividir la obra en dos series separadas de acontecimientos, que se fusionan muchos después en la acción. Ésta es una de las razones más profundas que motivan la escenografía de Howard, el ordenamiento de los escalones y plataformas sobre los cuales la acción puede trasladarse con un cambio de luces. Esto permite al autor ocultar el hecho de que (hasta el experimento final) la historia de los cuatro soldados norteamericanos está sólo muy ligeramente vinculada con la de la Comisión Norteamericana de la Fiebre Amarilla. El movimiento escénico hace que esta conexión parezca más estrecha de lo que en realidad es. Las dos primeras escenas en Cuba son una continuación de la exposición, que introducen las dos líneas separadas de acción. Vemos el miedo a la enfermedad entre los soldados. Busch pide a la señorita Blake que le mira la lengua. Y encima, en la plataforma central, la Comisión de la Fiebre Amarilla expone el problema: «¡Fuimos enviados aquí para poner fin a este horror! ¡A aislar un microbio y encontrar una cura! Y hemos fracasado.» Con esto termina la exposición y comienza la acción creciente; el momento transición es la formulación de Reed de la tarea que debe acometerse; debe hallarse el portador de la enfermedad: «¿Qué fue lo que se arrastró, saltó y voló a través
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de la ventana de aquella prisión militar, picó a aquel prisionero y se fue por donde había venido?» Es interesante notar que no hay elemento de sorpresa en el desarrollo de la obra. El público sabe qué fue lo que voló a través de la ventana de la prisión militar. La tensión se deriva de la fuerza del conflicto, no de la incertidumbre de su solución. No hay suspenso artificial en lo que concierne a la historia; la tensión se sostiene solamente por la selección y el ordenamiento de los acontecimientos. El problema de continuidad más serio en Yellow Jack, es el manejo de dos líneas separadas de acción: el grupo de soldados y el grupo de científicos. En esto, Howard no ha logrado un éxito completo. ¿Se debe a que no resulta conveniente tener dos líneas de desarrollo que se fundan en un punto posterior de la pieza? En absoluto. El manejo de dos (o más) hilos de acción es uno de los problemas más usuales de la continuidad. En The Children’s Hour, de Lillian Hellman, la construcción está desorganizada a causa de la incapacidad de la autora para manejar las dos acciones separadas (pero conectadas): 1.- El conflicto entre las dos mujeres y la niña maliciosa. 2.- La situación triangular entre las dos mujeres y el doctor Cardin. Pero de aquí, como en Yellow Jack, las dos líneas de acción son necesarias: el desarrollo y la interconexión de estas dos series de acontecimientos cons-tituyen el núcleo del significado de la autora. Ella ha sido incapaz de definir este significado y llevarlo a un punto decisivo. La raíz del problema está en el clímax; el clímax expone la confusión conceptual que divide la obra en un sistema dualista. La dificultad en Yellow Jack es del mismo tipo. Howard no ha aclarado la actividad de los cuatro soldados en relación con el tema; su decisión de sacrificarse en la lucha contra la fiebre amarilla es heroica, pero accidental. ¿Qué significa esto? ¿Que la vida humana debe sacrificarse en la gran batalla por la ciencia? Seguro. Pero, ¿es el sacrificio de los científicos que arriesgan sus vidas conscientemente por un fin consciente, más heroico o menos que el heroísmo un tanto casual de los cuatro soldados? Howard no ha tomado una posición decisiva respecto a esta cuestión. La actividad de los cuatro soldados tiende a convertirse en una charla difusa, ociosa. Puesto que su función posterior es algo pasiva, para ellos no hay nada que hacer, excepto hablar y esperar su turno. Howard trató de dar a los cuatro soldados profundidad y significación. Trató de mostrar sus puntos de vista sociales y económicos. Pero estos puntos de vista están muy débilmente conectados con el problema dramático. Sus opiniones son meros comentarios, no constituyen una fuerza motriz. Los soldados son el elemento más estático de la obra. El mayor logro de Howard radica en la progresión dinámica de la lucha de los científicos por descubrir el germen portador. Los caracteres de Reed y los otros médicos no son muy sutiles ni están profundamente delineados. No obstante, cada escena tiene
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una fuerza emocional creciente. Cada escena es un momento de crisis, seleccionada y dramatizada con el mayor cuidado: cada escena presenta un serio problema humano, pero el problema humano no oculta las implicaciones sociales; el conflicto es observado, no desde un solo ángulo, sino en sus múltiples aspectos. Las actividades involucradas en la lucha contra la enfermedad son muy variadas: el hombre de ciencia debe tener una paciencia infinita y seguridad, el más ligero error puede deshacer el trabajo de meses; debe dudar de sus propias conclusiones y probarlas una y otra vez; debe estar dispuesto a ofrendar su propia vida; debe enfrentarse al problema moral de tomar la vida de otros si es necesario. El científico está bajo presiones económicas y sociales; sufre interferencias de sus superiores; a menudo no es comprendido por la opinión pública; a menudo se hace burla de él y se le ignora. Estas fuerzas constituyen la totalidad del medio al cual debe ajustarse el científico. En Yellow Jack, vemos este proceso de ajuste en sus momentos de máxima tensión. La primera escena importante en la acción creciente es la visita a Finlay, a quien todos han ignorado: «Durante diecinueve años, la ciencia se ha reído de mí, comandante -dice Finlay-, del viejo chiflado de Finlay y de sus mosquitos.» Reed replica: «Yo también sé lo que es esperar, doctor Finlay.» Uno nota que el conflicto en esta escena es múltiple; el orgullo de Finlay lo hace oponerse a Reed; pero también está claro que teme que los otros roben su descubrimiento y se lleven la gloria. Vemos el pathos de larga espera de Finlay, pero también lo vemos codicioso y amargado1. La escena con Finlay es el punto natural para el comienzo de la acción creciente; su convicción de que un mosquito hembra es el portador de la enfermedad, obliga a los médicos a enfrentarse al problema de experimentar en seres humanos; aquí el autor pudo fácilmente haber unificado su drama en un conflicto personal en relación con el deber y la conciencia. Pero logró presentar a estos hombres tal y como son realmente los hombres, con temores y ambiciones personales, que viven en un mundo cuyos prejuicios y opiniones no pueden ignorarse. Dice Reed: «Mandan a sus hijos a que sean masacrados en el combate, pero si uno intenta hacer algo en esta guerra, ¡nos comen vivos!» La necesidad de probar su teoría en los seres humanos conduce inevi-tablemente a la crisis final: el experimento en los cuatro soldados. ¿Cuál es la estructura de los acontecimientos componentes? 1.- Los hombres deciden experimentar en sí mismos. 2.- El comandante Reed es obligado a regresar a Washington; la ausencia del jefe provoca el descuido que interfiere con la precisión del ex-perimento. 3.- La escena crucial en la cual comprenden que Carroll parece haber contraído la fiebre amarilla. 4.- El descuido hace el experimento incierto; Carroll ha realizado la autopsia de un hombre muerto de fiebre amarilla y, por lo tanto, no hay ninguna prueba de que fuera el mosquito el causante de la enfermedad. 5.- Esto obliga a Lazear y Agramonte a correr un riesgo desesperado; invitan a un
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soldado que pasa, Dean, a entrar al laboratorio; éste deja que uno de los mosquitos de los tubos de ensayo lo pique, sin saber por qué le piden eso. 6.- Carroll parece agonizar. En una escena muy emotiva, Lazear aguarda y espera que Carroll no muera en vano. Lo único que puede justificar sus sufrimientos, sería la noticia de la enfermedad de Dean, que confirmaría el hecho de que los mosquitos son los portadores de la enfermedad. La enfermera entra y le pide al médico asistente atienda a un nuevo caso: LAZEAR.- ¿Cúal es el nombre del soldado? LA SEÑORITA BLAKE.- Dean... William H., compañía A, séptimo regimiento de caballería. LAZEAR.- (A Carroll.) ¡Ahora sabemos! ¡Me entiendes! ¡Ya sa-bemos! Pero el hecho de que los médicos lo sepan, no es suficiente. Todavía hay dudas; Lazear se enferma sin la ayuda de ningún mosquito. Ahora que ya han ido tan lejos, deben probar su caso en un experimento público, controlado. No hay otra forma. Esto conduce a: 7.- La solicitud de dos voluntarios y la decisión de los cuatro soldados de arriesgar sus vidas. Es obvio que, hasta la crisis final, los cuatro soldados están muy des-cuidados en la acción. Pero la continuidad en lo que respecta a los científicos, es magistral. Examinemos la anatomía de estos acontecimientos: lo que real-mente sucede es un ciclo de actividad que puede expresarse de la manera siguiente: una decisión de seguir un cierto curso de acción, la tensión que surge al realizar la decisión, un triunfo inesperado, y una nueva complicación que requiere otra decisión en un plano superior. Cada triunfo es la cul-minación de un acto de voluntad, que produce un cambio de equilibrio entre los individuos y su medio. Este cambio requiere nuevos ajustes, y hace inevitables las nuevas complicaciones. La pieza está proyectada en tres de estos ciclos. Primer ciclo: Deciden experimentar en sí mismos; la partida del comandante Reed causa una complicación; el descubrimiento de la enfermedad de Carroll es un momento de triunfo; su descuido al haberse expuesto es un nuevo retroceso. Segundo ciclo: Los médicos que quedan, toman una de-cisión desesperada: la brutal escena en la cual usan a Dean como un «conejillo de indias humano» sin que él lo sepa. Esto parece injustificable; cuando vemos a Carroll aparentemente agonizando, sentimos que todo es inútil; en el momento de mayor tensión, la noticia de la enfermedad de Dean trae el triunfo, seguido por nuevas dudas. Tercer ciclo: La gran decisión de hacer un experimento público controlado; los cuatro soldados deciden ofrecerse voluntarios; esto es seguido por la escena crucial en que los cuatro aguardan su destino. Hay algo muy claro en estos tres ciclos: cada uno es más corto que el anterior, los puntos de tensión son más pronunciados y se elimina la acción explicativa entre los
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mismos. En el tercer ciclo, los acontecimientos están estrechamente agrupados y cada uno de ellos, es en sí mismo un punto de crisis excelente, que incluye un acto de voluntad decisivo por parte de los personajes: la decisión de los científicos y la decisión de los cuatro soldados. No debe suponerse que el esquema de Yellow Jack puede imitarse como una fórmula arbitraria. Pero el principio que sustenta el esquema, es básico, y puede aplicarse en todos los casos. El material se ordena en varios ciclos. Si examinamos los ciclos individualmente, encontramos que cada uno es una pequeña réplica de la construcción de un drama, incluyendo exposición, acción creciente, choque y clímax. Habiendo seleccionado los puntos culminantes de la acción, el dramaturgo pone gran cuidado en preparar e incrementar la tensión, para que estas escenas dominen sobre las demás. El punto culminante del primer ciclo es el descubrimiento de la enfermedad de Carroll. El del segundo es la escena ante el lecho de Carroll. ¿Cuáles son los medios técnicos a través de los cuales el autor incrementó el efecto de estas crisis? En primer lugar, enfatiza continuamente el peligro y la importancia del acon-tecimiento: estamos convencidos de que todo depende de que uno de ellos se enferme y que la enfermedad termine en la muerte. Pero decirnos esto no es suficiente. El efecto se incrementa destacando la presión existente sobre los personajes. Esto puede describirse como aumentar la carga emocional. Quizás podemos explicar la técnica ilustrándola en su forma más cruda. Por ejemplo, un personaje dice: «No puedo soportarlo», otro dice: «Debes... » «No puedo, prefiero morir», etc., etc. Esto se hace generalmente en todas las películas, en el momento y en la forma más inadecuada. El uso más brillante de este recurso podemos encontrarlo en las piezas de Clifford Odets. Él es extraordinariamente hábil para aumentar el efecto de una escena subrayando la tensión emocional. Esto es totalmente legítimo si la emoción surge de las necesidades internas del conflicto. El único peligro radica en la utilización trillada de la tensión artificial como un sustituto del verdadero desarrollo dramático. Se puede aumentar la carga emocional de varias semanas. A veces se hace mediante la repetición de palabras o de movimientos que crean un ritmo. El sonido de tambores en El emperador Jones, de Eugene O’Neill, es un ejemplo del uso de ritmo mecánico. El hombre en capilla, en el primer acto de The Last Mile, de John Wexley, que se mantiene repitiendo la palabra «Hol...mes», crea una tensión física creciente que también es psi-cológica; la repetición expone la perturbada voluntad consciente del hombre, dándole así significación dramática. El desarrollo de la tensión debe estar unificado respecto al clímax hacia el cual se dirige la tensión en aumento. En Yellow Jack, mientras los médicos experimentan en sí mismos, es obvio que están casi al borde del colapso. Hay disputas repentinas. Dice Agramonte: «¡He agotado mi paciencia!» Cuan-do le toca a Carroll el turno de ser picado por un mosquito, arroja lejos de sí el tubo de ensayo que le ofrecen: «¡No me apuntes con eso!» (Se-lecciona el nº 46, que había picado a un caso que no había desarrollado aún los síntomas de la enfermedad; ésta es la causa directa de que la contraiga. Los otros mosquitos habían picado a casos ya avanzados. Más adelante en la
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obra, los hombres están casi llegando a los puños. Carroll grita furioso: «¡Esta maldita cosa me ha vuelto loco! ¡Me siento mal!» Los otros dos lo miran y comprenden de repente que tiene la fiebre amarilla. Pero el final de la escena es repentinamente tranquilo, y se logra crear un efecto mediante una información cuidadosamente carente de emoción sobre todo lo que está en juego: Lazear: «Estoy terriblemente asustado». Agra-monte: «¿De qué? ¿De que Carroll tenga la fiebre amarilla o de que no la tenga?» Lazear: «De las dos cosas». Así, el desarrollo de la tensión llega a su punto culminante, en el cual el balance de fuerzas cambia, y se crea una nueva situación que conduce a una nueva serie de tensiones. No es una cuestión de presentar el fluir natural de los acontecimientos; la actividad debe comprimirse y aumentarse; la velocidad del desarrollo y el punto de explosión deben determinarse con referencia al clímax del ciclo y al clímax de la obra en su conjunto. El final de la escena citada muestra el valor de un contraste repentino de atmósfera; el cese abrupto de la emoción y el restarle importancia a la situación determinan el momento del clímax. La claridad del diálogo de Howard también debe notarse. Expone las cuestiones esenciales con precisión extraordinaria. Las transiciones -tanto físicas como emocionales- son un problema técnico difícil. En Yellow Jack, los soldados son de gran valor para el dra-maturgo en este sentido. Aunque no ha sabido darles una participación organizada en el desarrollo de la acción, los usa con efectividad para mantener el movimiento de las escenas: cuando cantan viejas canciones, la silueta de hombres que portan camillas, fragmentos de conversación. Estas transiciones ilustran dos rasgos muy importantes de la continuidad: 1.- Los contrastes abruptos, que cortan una escena en su punto cul-minante y proyectan tajantemente una actividad de un tipo com-pletamente diferente, y preservan la unidad por el mismo vigor del contraste. 2.- La superposición -la presentación simultánea de dos tipos de ac-tividad-, en la cual la segunda acción se inicia antes de que la primera esté completa. Ambos recursos están claramente ilustrados en Yellow Jack; ambos -en varias formas y con diferentes modificaciones- pueden encontrarse en la mayoría de las obras. En cuestión de transiciones -y en otros problemas de continuidad-, el dramaturgo puede aprender mucho del estudio de la técnica cinematográfica. Arthur Edwin Krows señala que el cine hace uso extensivo de lo que él describe como el «método de corte y flash (súbita aparición)»: «El principio que rige este método, es el de «cortar» la línea principal de interés e introducir una subordinada (...) El principio de corte y flash es un principio de la propia mente humana. El cerebro humano siempre está interrumpiendo y produciendo ideas, una sugiere y fortalece a la otra.»2 El valor psicológico del contraste, y el uso de acontecimientos subor-dinados que fortalecen la línea principal de interés, sugieren un campo muy amplio de investigación, respecto al cual el cine ofrece un valioso material. V. I. Pudovkin ha hecho un aporte inicial importante en el estudio de la continuidad cinematográfica: Sus Lecciones de
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cinematografía son lectura obli-gatoria de cualquier estudioso del teatro. Pudovkin usa la escena de la masacre de la multitud en la escalinata de Odesa, en El acorazado Potemkin, como ejemplo del ordenamiento de los incidentes hecho por Eisenstein: «El tratamiento de la huida de la muchedumbre es sobrio y no muy expresivo, pero el cochecito con el niño dentro que, abandonado por la madre asesinada, se precipita por la escalinata, posee una intensidad trágica y nos impresiona terriblemente.»3 En éste, y otros ejemplos similares de corte, se logra el efecto mediante el análisis preciso de las relaciones de los incidentes y el cálculo exacto del tiempo de las transiciones. Dice Pudovkin: «Cada acon-tecimiento implica un proceso semejante a aquél que en matemática se llama diferenciación: es decir, se debe hacer una disección del acontecimiento en sus elementos constitutivos.» El incidente del cochecito es la acciónbase de los acontecimientos de la escalinata de Odesa: concentra el máximo de comprensión emocional y genera la mayor extensión del significado. Muchas discusiones técnicas se han dedicado a la probabilidad y a la coincidencia. Puesto que no hay probabilidad abstracta, la prueba de la probabilidad de cualquier incidente radica en su relación con el concepto social encarnado en la acciónbase. Enfocado bajo esta luz, la cuestión de qué es plausible y qué no lo es, deja de estar sujeta a juicios variables e inconcluyentes para convertirse en una cuestión de integridad estructural. Que el público acepte o rechace el concepto social que sustenta la pieza, depende de que la conciencia de la necesidad social del autor concuerde o no con las propias necesidades y esperanzas del público. Esto también es cierto de cualquier escena o personaje en la obra. Pero la validez de la escena o el personaje en el esquema dramático no depende de su relación con los acontecimientos en general, sino de su valor de uso en relación con la acción-base. El propósito de la pieza es probar que la acción-base es probable y necesaria. Por tanto, nada en la pieza que sea esencial al de-sarrollo del clímax puede ser improbable, a menos que el clímax mismo sea improbable. El elemento de coincidencia forma parte de cualquier acontecimiento: suponer que podemos eliminar la coincidencia en la presentación de una acción, es suponer que podemos alcanzar el conocimiento de todas las con-diciones anteriores de la acción. Una coincidencia pasa inadvertida si se conforma a nuestra idea de la probabilidad. La acción de Yellow Jack es histórica y probable. Pero aun si cada acontecimiento fuera una trascripción directa de fuentes histórica verídicas, la verosimilitud de la combinación de acontecimientos dependería, no de la exactitud de la trascripción, sino del propósito y punto de vista del autor. Podemos encontrar coincidencias en todas las escenas de Yellow Jack. Carroll selecciona un cierto tubo de ensayo; Dean es lo suficientemente tonto como para dejarse picar por el mosquito en el laboratorio. Lazear contrae la fiebre amarilla en el momento oportuno. Estos hechos son plausibles y necesarios, porque contribuyen a la inevitabilidad del esquema de aconteci-mientos. Hay una diferencia importante entre improbabilidad física e improbabi-lidad psicológica. Repetidamente hemos subrayado el hecho de que un drama encarna tanto la
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conciencia como la voluntad del autor. El resultante cuadro de la realidad es volitivo y no fotográfico. Nuestras visiones y esperanzas se basan en nuestra experiencia; cuando los hombres se imaginan un lugar extraño, o un paraíso futuro con jerarquías de ángeles, trazan el cuadro con los colores y las formas de la realidad tal y como la conocen. En la Edad Media, la visión del cielo correspondía a la probabilidad psicológica; Dante llenó el cielo, el purgatorio y el infierno con los ciudadanos de Florencia. La prueba de la Divina Comedia es su verdad psicológica; sería absurdo cuestionar esta verdad sobre la base de que esos hechos son físicamente imposibles. Las leyes del pensamiento nos permiten intensificar y extender nuestra visión de la realidad. Una obra teatral, de acuerdo con las leyes del pen-samiento, crea convenciones que violan la plausibilidad física sin que surja ningún problema: aceptamos a los actores como personas imaginarias; acep-tamos la escenografía como lo que evidentemente no es; aceptamos una serie de acontecimientos que comienzan a las ocho y cuarenta y cinco y terminan a las once, y que se repiten cada noche a la misma hora y en el mismo lugar. Muchos de los acontecimientos que presentó el teatro del pasado, nos parecen improbables porque representan convenciones que ya están fuera de moda. Estas convenciones no son solamente técnicas. Las convenciones teatrales son el producto de las convenciones sociales. No podemos juzgar estos re-cursos por su probabilidad física, sino por su significado y propósito. La poción que el fraile Lawrence da a Julieta para que parezca muerta, es el clásico ejemplo de un recurso que los escritores técnicos describen como algo inherentemente improbable. Las convenciones de este tipo fueron comunes en el teatro isabelino. Lo que en realidad nos perturba sobre el incidente de hoy en día, es nuestra incapacidad de comprender la necesidad social que justificó el uso de la poción por parte del fraile. Confrontamos la misma dificultad para comprender la acción-base de Romeo y Julieta; las muertes en la tumba de Julieta nos parecen excesivas y demasiado coincidentes, porque en nuestra sociedad estas muertes hubieran ocurrido por razones diferentes. Si examinamos la obra históricamente, si tratamos de verla como fue vista por los públicos de la época, encontraremos que las redes de causalidad son seguras e inevitables. El espectro en Hamlet es otra convención del mismo tipo. En una reciente producción de Hamlet, el melancólico danés expresó los parlamentos que se atribuyen al espectro, dando así la impresión de que la aparición es la voz del subconsciente de Hamlet. Esto distorsiona el significado de Shakespeare, y le resta validez al papel que desempeña el espectro en el drama. Al hacerse la visión más natural, se hace menos real. Un dramaturgo moderno puede, con toda propiedad, introducir un espectro en una pieza realista. Pero no será tan tonto como para pedirnos que creamos en la naturalidad del espectro; pero un actor en el papel de un muerto puede servir a un propósito real y comprensible; debemos saber qué significa el muerto, no como símbolo, sino como un factor en la acción viviente; si el efecto sobre la acción corresponde a la realidad tal y como la conocemos, aceptamos la verdad psicológica de la convención por la cual se produce el efecto. (Por ejemplo, el propósito de las máscaras en El gran dios Brown es
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comprensible inmediatamente; todos tenemos el hábito de ocultarnos tras una máscara imaginaria en ciertas ocasiones, mientras otras veces hablamos con sinceridad y nos desenmascaramos. Aceptamos las máscaras en el mismo momento en que las vemos; la dificultad en El gran dios Brown radica en la propia confusión del autor respecto al fin que sirve el uso de las máscaras; al avanzar la obra nos sentimos más confundidos, porque O’Neill trata de que signifiquen más de lo que en realidad significan.) El dramaturgo que no comprende la cuestión de la plausibilidad, ge-neralmente simplificará y enfatizará de modo excesivo la conexión inmediata de causa y efecto entre los acontecimientos. Estará tan ansioso por inventar causas probables que descuidará el alcance de la acción. Si examinamos las coincidencias en Yellow Jack, nos encontraremos que la pieza consigue gran parte de su fuerza de lo directo de la acción y la poca importancia atribuida a los detalles explicativos. El regreso del comandante Reed a Washington es un incidente importante en la primera parte de la pieza; un dramaturgo inepto se hubiera preocupado sobre las razones de la partida del comandante Reed, y hubiera interrumpido la acción para ofrecer explicaciones. También podría haber introducido toda una escena para explicar el carácter del soldado Dean, para aumentar la probabilidad de la escena en que se usa a Dean para el experimento. Esto hubiera sido innecesario, porque la relación causal esencial es la relación entre el acontecimiento y la acción-base de la obra. Lo que hace avanzar el drama es la introducción de nuevas causas que aparte del hecho de que se originen o no en la acción precedente, cambian el conflicto e introducen nuevos obstáculos, y, de este modo prolongan e in-tensifican la conclusión final. La idea de que una pieza teatral es una línea ininterrumpida de causa y efecto, es peligrosa, porque impide el agrupamiento de diversas fuerzas que conducen al clímax. Si Yellow Jack, consistiera en un simple ordenamiento de causas y efectos directos, sería mucho menos compleja e interesante. Uno podría suponer que el tratamiento que dio Howard a los cuatro soldados, pudo haber sido más efectivo si hubieran estado más estrechamente relacionados con el trabajo de los médicos: el fallo en el manejo de los soldados radica en su conexión con la acción-base, y no en sus contactos con los médicos. Dos o más líneas de causalidad pueden estar completamente separadas, siempre que se muevan hacia un fin común. Si la actividad de los soldados fuera significativa en relación con el tema, su conexión con los médicos sería clara hasta en el caso de que no hubiera interacción de causa y efecto entre los dos grupos hasta el momento del clímax. La compleja acción de las obras de Shakespeare nunca deja de dirigirse hacia un punto de máxima tensión. Cuando estas piezas parecen difusas al público moderno, esto se debe a una producción inadecuada y al hecho de no comprender la concepción en que se basan las obras. Shakespeare no dudó en introducir nuevos elementos y líneas separadas de causalidad. El conflicto no es cuestión de «una cosa que conduzca a otra», sino una gran batalla en la cual muchas fuerzas se dirigen a una contienda final. En Hamlet, el asesinato del rey ocurre sólo después de que Hamlet ha hecho un esfuerzo desesperado, después de que literalmente se ha extenuado el cerebro y el corazón, por tratar de
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encontrar otra solución. La presencia de Rosencrantz y de Guildenstern introduce un factor completamente nuevo; la llegada de los actores, aunque no la causa la acción precedente, conduce la obra en otra dirección. El envío de Hamlet al extranjero, su regreso y la escena en la tumba de Ofelia, son formas de desarrollar posibilidades inesperadas de la acción, que postergan e intensifican el resultado. «El hecho de retardar -dice Krows- siempre debe añadir algo a la acción misma.» El drama, continúa Krows, puede adquirir «vitalidad al pos-tegarse»4. Esto es cierto, pero la verdadera vitalidad radica, no en la postergación, sino en la introducción de nuevas fuerzas que creen un nuevo balance de fuerzas y hagan que la postergación sea necesaria y progresiva. Esto aumenta la tensión, porque aumenta las posibilidades de un desencadenamiento de fuerzas que están presentes en la situación y que se desen-cadenarán en el momento del clímax. Se acostumbra a hablar de la tensión como de un vínculo casi místico a través de las candilejas, de una identificación psíquica entre el público y los actores. Resulta mucho más esclarecedor considerar la palabra en su significado científico. En electricidad, significa una diferencia de potencia; en ingeniería, se aplica a la cantidad de fuerza y de presión que puede calcularse con exactitud. En la composición de una obra teatral, la tensión depende de la resis-tencia tensora de los elementos del drama, del grado de fuerza y presión que pueda soportarse antes de la explosión final. Los principios de la continuidad pueden resumirse de la siguiente manera: 1.- La exposición debe estar plenamente dramatizada en términos de acción. 2.- La exposición debe presentar posibilidades de extensión que sean iguales a la extensión de la acción escénica. 3.- Pueden seguirse dos o más líneas de causalidad si encuentran su solución en la acción-base. 4.- La acción creciente se divide en número indeterminado de ciclos. 5.- Cada ciclo es una acción y tiene la progresión característica de una acción: exposición, ascenso, choque y clímax. 6.- El aumento de la tensión cuando cada ciclo se acerca a su clímax, se logra mediante el incremento de la carga emocional; esto puede hacerse enfatizando la importancia de lo que está sucediendo, su-brayando el miedo, el valor, la ira, la histeria, la esperanza. 7.- El tempo y el ritmo son importantes para mantener e incrementar la tensión. 8.- El eslabonamiento de las escenas se logra mediante contrastes abrup-tos o por la superposición de líneas de interés. 9.- Cuando los ciclos alcanzan la acción-base, el tempo se aumenta, los clímax subordinados son más intensos y están más estrechamente agrupados, y la acción entre los puntos culminantes se acorta. 10.- La probabilidad y coincidencia no dependen de la probabilidad física, sino del valor del incidente en relación con la acción-base.
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11.- La obra teatral no es una simple continuidad de causa y efecto, sino una interacción de fuerzas complejas; pueden ser introducidas nuevas fuerzas sin preparación previa, siempre que su efecto en la acción sea manifiesto. 12.- La tensión depende de la carga emocional que la acción pueda soportar antes que se alcance el momento de la explosión. Notas: 1 El drama de Howard presenta equivocadamente la personalidad de Finlay. Durante la histórica visita de Reed a Finlay, éste, sin reservas de ninguna clase, le brindó a Reed toda la información que poseía; incluso le ofreció las muestras de los huevos del mosquito Aedes, el cual consideraba que era el trasmisor de la fiebre amarilla. (N. del E.). 2 Obra citada. 3 V. I. Pudovkin, Lecciones de cinematografía. 4 Obra citada.
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II La exposición Ya que la exposición se considera como un asunto de preparación, fre-cuentemente se juzga suficiente que el dramaturgo ofrezca la información necesaria tan rápida y claramente como le sea posible. «Hay ciertas cosas -dice Pinero- que deben decirse al público, tan rápida y convenientemente como sea posible, al comienzo de cualquier obra teatral. ¿Por qué no decir estas cosas francamente y ya salir de eso?» Pinero cumple su palabra; en La segunda señora Tanqueray, Aubrey Tanqueray celebra una pequeña despedida de soltero con dos de sus viejos amigos, y en ella discute su persona y su próximo matrimonio con mecánica franqueza. Los libros de texto sobre el teatro reconocen los peligros de la exposición estática o poco imaginativa; pero se sugiere que el dramaturgo debe vencer estos peligros mediante su habilidad para tratar el material poco dramático. Baker dice que el dramaturgo «supuestamente está escribiendo para personas que, excepto algunos temas históricos, no saben nada de su material. Si esto es así, él debe hacerles comprender, tan pronto como sea posible: 1) quiénes son sus personajes; 2) dónde se encuentran sus personajes; 3) la época de la obra; 4) qué motiva la historia en las relaciones presentes y pasadas de sus personajes.»1 Es cierto que esta información debe ser su-ministrada; ya que la exposición es parte de la obra y está sujeta a las reglas del conflicto dramático, la información debe estar dramatizada. Los puntos de Baker -las preguntas quién, cómo, y cuándo- están incluidos en las relaciones presentes y pasadas que motivan la historia. Si el dramaturgo está interesado en la historia sólo en relación con el modo de contarla en la acción escénica, y si ha dejado de analizar el contexto social, seguramente presentará el material expositivo en su forma más estática. Si se considera el comienzo de un drama como un comienzo absoluto, no se puede dar vitalidad dramática a la presentación de hechos preliminares, por muy útiles que estos hechos puedan ser. Explicaciones son explicaciones, no importa la habilidad que se demuestre en disfrazarlas. Mientras que las escenas de apertura se consideren explicativas, es seguro que éstas serán aburridas y poco desarrolladas; el dramaturgo está mirando más allá, está ansioso por desbrozar el terreno y concentrarse en el problema serio de la obra. Pero el comienzo de una obra teatral no es absoluto; es un punto en una historia más amplia; es un punto que puede ser claramente definido, y que es necesariamente un punto muy emocionante en el desarrollo de la historia, porque es el punto en el cual se toma una decisión peligrosa. Anteriormente, este punto se describió como el despertar de la voluntad consciente respecto a un conflicto concentrado con un objetivo definido. Una decisión como ésta es en sí un clímax de magnitud y no puede resolverse mediante explicaciones. Por el contrario, cualquier cosa que sea descriptiva reduce el alcance de la decisión y oscurece su significado. Ya que esta situación es la clave de la obra, un comienzo estático o poco desarrollado estropeará el movimiento de toda la obra. Para poder comprender esta decisión, tenemos que conocer sus circuns-tancias. La
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obra no puede comenzar con un hombre que trata de decir algo sobre el cual nosotros no sabemos nada. El término exposición, tal como se aplica en el primer ciclo de la acción, no resulta inadecuado del todo; todas las acciones contienen elementos expositivos; el clímax de la obra es expositivo, porque expone facetas adicionales de la situación, y también información y posibilidades adicionales. El comienzo de una obra teatral pre-senta a un individuo o grupo de individuos que están enfrascados en un conflicto importante que les ha sido forzado por las circunstancias. Es obvio que estas circunstancias deben ser dramáticas; ya que la decisión es tan importante que abarca todas las posibilidades de la obra, ésta debe ser el resultado de considerables cambios de equilibrio entre los individuos y su medio. Estos disturbios no pueden describirse, sino que deben visualizarse y sentirse en el mismo momento en que su impacto sobre la voluntad consciente motive un cambio o intensificación de las necesidades y objetivos del individuo. Como la exposición abarca las posibilidades del drama, ésta debe rela-cionarse más estrechamente con la acción-base que con cualquier otra parte de la obra. Esta relación cohesiona la obra; el alcance de la acción se define en el clímax y de igual modo este alcance se visualiza en la exposición. La unidad de causa y efecto que funciona a través de la obra, es esencialmente la unidad entre la exposición y el clímax. Esto nos permite comprender mejor el modo en que se determina la selección del punto de partida de la obra. Habiendo seleccionado un clímax que exprese su concepto de necesidad, el dramaturgo seleccionará para el comienzo de su obra el acontecimiento que a su parecer encarne la causa más directa y real de esta necesidad. Como el concepto de causalidad del dramaturgo está basado en su actitud hacia su medio, el punto en que él comienza su historia, revela sus criterios sociales. El clímax muestra la sociedad a la que aspira el dramaturgo dentro de las posibilidades que ésta tenga, según su criterio. La exposición muestra por qué cree que estas limitaciones son absolutas. Esto no quiere decir que la inevitabilidad del clímax se exponga en las primeras escenas; si así fuera, no habría por qué continuar la obra. Las primeras escenas muestran el establecimiento de un objetivo bajo condiciones que hacen que el estable-cimiento de dicho objetivo parezca necesario. Se presenta nueva información y se añaden nuevas dificultades en el curso de la obra; ocurren cambios progresivos en los personajes y en el medio. Pero en el momento del clímax, debemos poder referirnos directamente a la primera escena; las causas sociales que se manifiestan en el clímax, deben haber estado presentes en las con-diciones originales: la acción es motivada por una visión de la realidad que se demuestra más o menos verdadera o falsa al final; pero por muy falsa que pueda ser la visión original de la realidad, ésta debe estar estructurada en la misma realidad que se manifiesta al final. El establecimiento de un objetivo al comienzo de la obra debe ser motivado por las mismas fuerzas verdaderas que dominan el clímax. Al comienzo de la obra, queremos com-prender, tanto como nos sea posible, por qué el conflicto de la voluntad es necesario: la experiencia pasada y presente de los personajes lo hace necesario; la acción de apertura resume esta experiencia: esto crea el medio. El medio se amplía en el transcurso de la obra, pero sigue siendo el mismo; las fuerzas que
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determinan el acto de voluntad original, son las mismas fuerzas que determinan sus conclusiones. El comienzo de la obra es el punto en el cual estas fuerzas ejercen su máxima influencia sobre la voluntad, y le dan la dirección que mantiene a través de la obra. Causas introducidas más tarde son subordinadas, porque la introducción de una causa más po-derosa cambiaría las condiciones de la acción y destruiría la unidad de la obra. El ordenamiento de Yellow Jack, en el cual la última escena se sitúa en el laboratorio londinense donde se inició la acción, muestra el vínculo lógico de causa y efecto directos entre la exposición y el clímax. Howard formula su concepto de causalidad social (las motivaciones de los hombres de ciencia y las condiciones sociales y económicas bajo las cuales trabajan) en las tres escenas de exposición. Pero su concepto de la necesidad social (la inevita-bilidad de la conquista científica) es menos clara, y consecuentemente se proyecta de manera menos dramática. Este principio no es una abstracción, al igual que el principio de la unidad en función del clímax, éste se aplica directamente a las tareas prác-ticas del dramaturgo. El vínculo directo entre el clímax y la exposición no es una cuestión de lo que desee o planee el autor; por muy confusa y desorganizada que pueda ser la obra, el vínculo estará presente y puede ser analizado. La prueba de que ésta es la manera en que trabaja nuestra mente, consiste en pensar sobre cualquier acontecimiento y notar el curso de nuestros pensamientos. Si pensamos sobre un asesinato, visualizamos el crimen en sí. Inmediatamente nos preguntamos por qué fue cometido el crimen; volvemos atrás para encontrar la causa fundamental del acto; habiéndola descubierto, reconstruiremos las líneas intermedias de causalidad. Supongamos que nos adelantamos y escogemos un momento posterior del clímax; la ejecución de un asesino. En este caso, el motivo es evidente en sí; la mente salta del cuadro de un hombre a punto de cumplir la pena, al del acto por el cual ha sido condenado. Estos son los dos polos de una acción, y los aconte-cimientos que intervienen forman una unidad de movimiento dentro de estos límites. Claro que el asesinato es sólo la causa más obvia de la ejecución; podemos seleccionar muchos otros acontecimientos anteriores o posteriores al asesinato como la razón básica para la ejecución. Esto depende de la actitud de uno hacia la situación final, de la lección que uno extrae de ella, lo que determina la opinión de uno en relación con su causa social. La primera causa (no la primera cronológicamente, sino la primera en importancia) puede estar muy cerca del acontecimiento en el tiempo, o muy lejos de él. La obra teatral de George O’Neill, American Dream, finaliza con el suicidio de un acomodado intelectual, Daniel Pingree. El autor cree que este acontecimiento está motivado históricamente: vuelve a la historia inicial de la familia, y comienza su obra en 1650. En Hedda Gabler, el motivo de la tragedia de Hedda lo constituye la comunidad en que vive. La obra comienza con el retorno a la comunidad. El primer parlamento es el de la señorita Tesman: «Por Dios, ¡creo que todavía están durmiendo!» Y Berta: «¿Se acuerda lo tarde que atracó el barco anoche? Y luego, cuando llegaron a la casa, ¡Dios
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mío, cómo tuvo que desempaquetar la señorita antes de acostarse!» La exposición es menos dramática que en la mayoría de las obras Ibsen; la conversación entre Tesman y su tía Julia es descriptiva y torpe. Esto se debe probablemente a su intensa concentración en el carácter de Hedda, y su tendencia a ver cada elemento del medio social a través de su conciencia y voluntad. Pero el comienzo nos muestra que ni su matrimonio ni su reanudada amistad con Lovborg pueden considerarse como la causa directa de su suicidio. Si Ibsen hubiera considerado las amenazas del juez Brack en la escena final como la causa responsable de su muerte, la obra comenzaría con una escena que indicara las relaciones entre Hedda y el juez. Pero «la falta de objetivo en la vida» de Hedda está condicionada por la comunidad; la señorita Juliana Tesman tipifica la comunidad, y la acción debe comenzar con ella. El final de Strange Interlude nos muestra a Nina y a Marsden juntos, listos al fin «¡a morir en paz!». La causa social de esta situación es el complejo de fijación paterna de Nina, que ella ha trasferido a Marsden. La obra comienza con una escena en la cual Marsden espera a Nina en la biblioteca de la casa de su padre. En un largo soliloquio, Marsden expresa sus sentimientos hacia Nina; entra el profesor Leeds y los dos hombres discuten el problema. Todas las causas, las relaciones y las emociones sexuales, que O’Neill considera como básicas, son presentadas de manera compacta en esta escena, y conducen directamente a la conclusión. En They Shall Not Die (Ellos no morirán), de John Wexley, la escena final en el juzgado termina con un vibrante ataque contra el prejuicio existente en la corte de Alabama. Rokoff dice: «Existen cientos de miles de hombres y mujeres concentrándose en mil ciudades del mundo para protestar en masa contra la opresión y el sistema de propiedad que esclaviza al hombre (...) y sobre ellos, usted no tiene jurisdicción...» Nathan Rubin, el abogado neoyorkino, pronuncia el discurso final: «Y aunque no haga más nada en mi vida, por lo menos haré que el nombre de este estado apeste hasta los cielos con su justicia de linchamiento... estos muchachos, ¡ellos no morirán!» Una risa idiota se escucha desde el cuarto del jurado al caer el telón. El poder dramático de este final es indudable. Pero existe un doble concepto en estos dos discursos. Se nos dice que la última palabra la tienen los hombres y mujeres que están alzando sus voces en protesta en mil ciudades. Pero también se nos dice que el abogado dedicará su vida a exponer la podredumbre del aparato judicial de Alabama. Estos dos conceptos no son contradictorios; pero Wexley finaliza su obra con el desafío del abogado, y ha construido la escena de tal manera que, en el momento de tensión suprema, la declaración del abogado se une a la risa horrible del jurado. Dramáticamente esto sería lógico, si se realizara completamente en función del personaje del abogado. Pero la yuxtaposición de estas ideas muestra que las relaciones entre el individuo y las fuerzas sociales no está claramente concebida. Si la protesta en masa de un vasto número de personas es la fuerza social que en última instancia puede derrocar a los linchadores, este balance de fuerzas debe ser el momento culminante de la obra, y debe colocarse al abogado dentro de este esquema. Si volvemos al comienzo de They Shall Not Die, hallamos que la primera escena
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muestra un fallo en el sistema de causalidad. La obra comienza en la cárcel. A un lado del escenario, tres prisioneros blancos -Red, Blackie y Saint Louis Kid- hablan. Al otro lado, vemos la oficina, en la cual dos ayudantes del alguacil, Cooley y Henderson, hablan ociosamente. Se nos muestra el ambiente del Sur, la vagancia, la corrupción, el odio y miedo a los negros; consecuentemente el motivo básico de la acción está localizado. El Sur que vemos en la primera escena es el Sur de la risa idiota; el Sur cuyo nombre «apestará hasta los cielos», de acuerdo con el parlamento final de Rubin. Esto es válido en cuanto a lo que se presenta, pero descuida los problemas mayores que están implicados en el caso, a los cuales la obra se refiere brevemente en sus momentos más poderosos. Por esta razón, las dos líneas de acción en They Shall Not Die carecen de una interrelación profunda. El segundo acto tiene tres escenas: la primera es en casa de Lucy Wells, la segunda, en las celdas de los negros condenados a muerte en la prisión de Pembroke, y la tercera de nuevo en casa de Lucy. La visita de Rokoff a los negros condenados y su promesa de ayudarlas, es uno de los mejores ejemplos de construcción escénica en el teatro moderno. Pero este acontecimiento no está enlazado integralmente con las escenas precedentes y posteriores; la progresión es más causal que inevitable. La necesidad que debiera unir los distintos acontecimientos es el objetivo hacia el cual se dirigen ambos. La conexión entre Lucy y las fuerzas sociales que están batallando para salvar las vidas de los nueve muchachos, es personal y carece de claridad; de igual modo, en la acción-base, la conexión del abogado con estas fuerzas sociales tampoco resulta clara. La dificultad se refleja en la exposición, y afecta todas las partes de la obra. La exposición es una acción: el movimiento preparatorio, como las otras partes del drama, es un ciclo de acontecimientos que posee una unidad interna y límites definidos. Tienen la forma característica de una acción, y tiene en sí exposición, acción creciente, choque y clímax. Los primeros parlamentos de una obra son expositivos, no sólo de la acción de la obra, sino también de la situación expositiva dentro de la obra, que rápidamente se desarrolla en tempo e intensidad. Como la exposición se ocupa del establecimiento de un objetivo consciente, el momento de mayor tensión es el momento en el cual se toma la decisión. La decisión puede expresarse o estar implícita; puede deberse a circunstancias inmediatas, o puede haberse tomado previamente; una obra no siempre comienza con la formación de una línea de conducta. El propósito puede haber existido previamente, pero resulta forzoso que se manifieste en el conflicto expositivo; el clímax de la exposición expresa el significado y alcance de la decisión, y crea así un cambio de equilibrio entre los individuos y su medio. El primer ciclo de la acción creciente se desarrolla a partir de este cambio de balance de fuerzas. La exposición también puede subdividirse en acciones subordinadas que desarrollan clímax subordinados. Esta división es especialmente clara en obras teatrales en las que la exposición abarca varias escenas o varias líneas de causalidad. Yellow Jack es un ejemplo de esto. Stevedore, de Paul Peters y George Sklar, es otro ejemplo de una
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exposición que es, a la vez, compleja y gráfica. La obra termina con la lucha unida de trabajadores negros y blancos contra sus opresores. Las tres primeras escenas exponen tres líneas de causalidad subyacentes en la necesidad de la acción-base. Como el clímax de la obra muestra la superación del prejuicio contra el negro, que está arraigado en los sureños blancos, los autores consideran este prejuicio como el motivo de la acción. La obra comienza en un momento de conflicto intenso que alcanza su clímax en un arranque histérico de prejuicio racial. El telón sube y vemos una querella entre una mujer blanca y su amante en un traspatio de un barrio pobre. Hay una lucha física; el hombre tira a la mujer al suelo y sale corriendo. A sus gritos, salen figuras de los edificios vecinos y preguntan quién lo hizo. Florrie, llorando desesperadamente, responde, «Fue... ¡un negro!». Se oscurece el escenario. Este no es el fin de la exposición, sino sólo el primer ciclo de acción dentro de la exposición. La segunda escena es el desfile de detenidos en la estación de policía; Florrie está tratando de identificar al supuesto asaltante. En la fila compuesta por negros, amenazados y acobardados, se encuentra Lonnie Thompson, quien trabaja para la Compañía Oceánica de Estibadores. Aquí se nos introduce al personaje central: las relaciones de Lonnie con su medio están sufriendo un serio cambio como resultado de un acontecimiento que tuvo lugar en la escena anterior. Vemos este cambio tal como afecta su voluntad consciente y lo fuerza a una decisión. Puede decirse que la segunda escena, que expone la actitud de la policía y las raíces sociales y económicas de la acción, es más fundamental que la primera. Esto muestra que el concepto de causalidad social de los autores no está completamente definido. Esto explica la falta de conexión entre la primera escena y la acción posterior de la obra. Florrie y su amante no aparecen más. Al observar la lucha posterior con la turba de linchadores, tendemos a olvidamos del acontecimiento que motivó la acción. El acon-tecimiento, a pesar de su efectividad emocional, carece de la requerida com-prensión y extensión. Esta falla se hace evidente en el clímax, el cual posee fuerza y emotividad, pero comparte el error de la escena inicial, ya que es abrupto y no está bien desarrollado. La tercera escena, en la cafetería de Binnie, introduce los antecedentes del negro, los otros personajes importantes, y la cuestión de los jornales y la organización entre los estibadores. Esto conduce la acción a un punto de decisión. Las palabras de Lonnie: «Bueno, aquí hay un negro que no está satisfecho con ser sólo un buen negro», son el detonador de la acción y la declaración de su propósito. Estas primeras escenas, a pesar de su imperfección estructural, prueban el valor del conflicto dramático como un medio de suministrar información real. La información que es presentada de modo estático, no puede tener significado en términos de acción. Stevedore comienza en un momento de intensa lucha; el desarrollo es objetivo, progresivo y significativo. Se trasmite una amplia cantidad de información en cuanto a personajes, tema y fondo social. Si uno clasifica esta información, y trata de imaginarse un diálogo que pretenda incluir todos los hechos necesarios, uno encuentra que tal diálogo resultaría extremadamente largo, difícil y aburrido.
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Encontramos un ejemplo de dicho diálogo en las primeras escenas de Peace on Earth. El arresto de Bobbie Peters, la huelga en contra de la guerra, el ambiente liberal en el hogar de los Owen, son materiales adecuados al drama, pero las situaciones no han sido dramatizadas. La exposición es estática, y consecuentemente necesita de preguntas tan cándidas como la de Jo: «Mac, ¿no me digas que los estibadores son tan idealistas como para hacer una huelga en contra de la guerra?» Hindle Wakes es una obra teatral muy diferente, que comienza con un conflicto directo. Las condiciones de la acción son expuestas en el conflicto en sí y conducen a una afirmación de voluntad que la acumulada experiencia del personaje hace necesaria. Los padres de Fanny Hawthorne la acusan de haber pasado el fin de semana con un hombre. Su madre dice «¡Estamos tan seguros de que lo hiciste como de que hay un Dios en el cielo!» Fanny contesta: «Bueno, eso no es tan seguro después de todo», lo que nos permite vislumbrar su carácter y su actitud hacia los padres. Luego dice que pasó el fin de semana con Mary Hollins, y que las dos volvieron juntas. La respuesta suministra un choque dramático que constituye el primer momento del clímax en el movimiento interior de la exposición: «Mary Hollins se ahogó ayer por la tarde.» La respuesta de Fanny le da un tono diferente a la situación, lo que origina un cambio en las condiciones imperantes e indica la manera en que su voluntad consciente se adapta al cambio: «¡Ah! ¡Pobre Mary!» Fanny no se ve obligada a cambiar su línea de conducta, pero se ve obligada a declarar sus intenciones, y a intensificar su deter-minación de hacer su propia voluntad. Los dramaturgos modernos son expertos en el uso de trucos que disfracen el carácter explicativo de la exposición, y dar así la apariencia de movimiento sin lograr una acción significativa o progresiva. Por ejemplo, en la comedia de A. E. Thomas, No More Ladies, el héroe ha perdido a la heroína en una ronda de cabarets y vuelve solo a la casa de ella. Los comentarios jocosos de Sherry Warren por haber extraviado a Marcia nos permitan vislumbrar nítidamente sus caracteres y las relaciones existentes entre ellos. Pero esta conversación es estática en realidad, porque es un resumen de ciertas experiencias y ciertas posibilidades en vez de ser un conflicto real. Es ins-tructivo comparar esta escena con el comienzo de Hindle Wakes. En la primera obra, la actividad dinámica es inevitable bajo las condiciones dadas. En No More Ladies, el dramaturgo simplemente ha ideado un incidente verosímil mediante el cual puede decir al público lo que él cree que debe saber. La primera escena de Pinwheel, de Francis Edwards Faragoh, muestra una notable comprensión y extensión lograda mediante el uso adecuado de lo que puede llamarse un método expresionista. El tratamiento de Faragoh no es naturalista, pero la escena es una dramatización de la realidad tal como la conocemos. El expresionismo a menudo trata de crear símbolos como sustitutos de la realidad; esto invariablemente resulta poco dramático porque surge de un modo subjetivo de pensamiento, porque expresa una tendencia a considerar la imagen de una cosa como algo más real que la cosa en sí. Hay ejemplos de esta tendencia en la acción posterior de Pinwheel. Pero la escena de apertura proyecta diáfanamente voluntades individuales en
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relación con fuerzas sociales complejas, sin ninguna distorsión subjetiva. Se levanta el telón sobre «un proceso intenso. Una apurada multitud que ha vuelto opacos a sus componentes individuales. Un torbellino que acaba de ponerse en movimiento por el sonido del despertador, ya que esto sucede por la mañana». El gentío entra y sale vertiginosamente por la entrada del Metro al fondo del escenario. Las voces confusas nos trasmiten frases llenas de significado: «Mi aparato de radio... el dueño de la casa... ella es un primor... Esos rusos... dos semanas en la costa... cincuenta dólares... Cien dólares... Doscientos dólares... ningún hombre de verdad usa tirantes», etc. La acción rápidamente se con-centra en dos muchachas que se apresuran por llegar a la oficina, y la muchacha conoce al muchacho. LA MUCHACHA.- Tengo que apurarme... a trabajar... (Se lanza contra la muralla de gente, y trata de penetrarla. La muralla le hace resistencia.) EL MUCHACHO.- (Está casi pegado a ella, le toma ahora el brazo.) Nadie te puede obligar a trabajar si tú no quieres. Tú no me ves a mí matándome, ¿no es verdad? ¡No tienes que ir a trabajar! Esto afecta a su voluntad, y la obliga a tomar una decisión que cambia completamente su ajuste al medio; deja su trabajo y se va a Coney Island con él. Como cada parte de la obra es una acción, cada ciclo de movimiento incluye material expositivo. Sería imposible incluir todas las condiciones de la acción en las primeras escenas. En cualquier punto, puede que resulte necesario prender una mecha que provocará una futura explosión. Como las nuevas fuerzas que se introducen deben probarse en términos de la acción-base, es lógico que las condiciones bajo las cuales aparecen estas fuerzas, deben probarse en los términos de las condiciones que motivan la obra en sí. La introducción de personas, incidentes u objetos puede ser completamente inesperada, pero deben conformarse, y estar subordinada, a las condiciones formuladas en la exposición. En Stevedore encontramos ejemplos, tanto correctos como incorrectos, de introducción de nuevos elementos. En la cuarta escena del primer acto, se introduce un nuevo personaje, el jefe de los muelles. La exposición nos ha informado de que los negros trabajan en los muelles, y cualquier cosa que se introduzca en relación con esta actividad, es natural y esperada. Sin embargo, otro nuevo personaje se introduce en el segundo acto: de pronto, nos presenta al organizador del sindicato, que es un hombre blanco. Eso introduce un factor totalmente nuevo para el cual no estamos suficientemente preparados. Aquí de nuevo tenemos que un defecto aislado se relaciona con un fallo más importante en la estructura de la obra: como el organizador blanco desempeña un papel esencial en el conflicto, los autores yerran al introducirlo de forma casual y sin preparación previa. Esto afecta la parte posterior de la acción, nunca llegamos a comprender completamente la relación que tiene el organizador blanco con los otros personajes, porque no se ha preparado ninguna base para ello. En Alien Corn, de Sidney Howard, el comienzo del segundo acto nos muestra a
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Stockton mientras limpia un revólver. Esta actividad es artificial; sabemos que la limpieza del revólver no se introduce por gusto; el dra-maturgo tiene un motivo ulterior (y transparente). Claro que no hay nada de improbable en un hombre que limpia un revólver; pero el incidente no es plausible dramáticamente, porque las condiciones de la acción no son tales como hacer la introducción de un revólver lo que precisamente pudiéramos esperar bajo las circunstancias. Si el propósito para el cual sirve el revólver fuera inevitable en términos de la acción-base, y si el comienzo de la obra dramatizara adecuadamente las causas fundamentales de la acción-base, con-sideraríamos el revólver como justamente lo que pudiéramos esperar. Los grandes dramas del pasado invariablemente han presentado la ex-posición en la forma de un conflicto activo. La tragedia griega comienza con un prólogo formal, en el cual se reseñan los acontecimientos históricos, de los cuales la obra teatral es la culminación. Esto resulta descriptivo, pero no estático; es un registro de acciones que define el alcance del drama, y que conduce a un punto que concentra la experiencia del pasado en un acontecimiento decisivo. Donald Clive Stuart dice: «El dramaturgo griego a menudo comenzaba su obra teatral con una escena que, como en Antígona, formaría el clímax del primer acto en el drama moderno.»2 En Eurípides, hallamos una tendencia a dramatizar el prólogo. En Electra, de Eurípides, el prólogo es pronunciado por un campesino que sale de su vivienda al amanecer para ir a trabajar, lo que contrasta agudamente con la manera más heroica de Esquilo y Sófocles. Aristófanes desecha la recitación formal y define la acción en un diálogo cómico. Una parte del material más expositivo está dirigido directamente al público. Un personaje dice: «Espera, tengo que explicarle el asunto al pú-blico.» Y así lo hace. Pero esto siempre está acompañado de actividad concentrada y significativa. En Las aves, aparecen dos hombres que portan un grajo y una corneja. Están tratando de hallar el reino de las aves, pero las criaturas les indican direcciones desesperadamente contradictorias. EVÉLPIDES.- (Al grajo que le sirve de guía.) ¿Me dices que vaya en línea recta hacia aquel árbol? PISTÉTERO.- (A la corneja que trae en la mano.) ¡Peste de ave-chucho! Ahora grazna que retrocedamos. EVÉLPIDES.- ¿Pero, infeliz, a qué caminar arriba y abajo? Con esas idas y venidas nos derrengamos inútilmente. PISTÉTERO.- ¡Qué imbécil he sido en dejarme guiar por esta corneja! Me ha hecho correr más de mil estadios. EVÉLPIDES.- ¿Mayor desdicha que la de llevar de guía a este grajo, que me ha destrozado todas las uñas de los dedos? Aquí la voluntad se ejerce en relación con el medio; se presentan con-diciones que obligan a los personajes a reexaminar e intensificar su propósito. Las obras teatrales de Shakespeare son inigualables en el uso del conflicto
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objetivo para establecer las causas de la acción. Macbeth comienza con la escena fantasmal de las brujas, seguida por la noticia de que Macbeth ha conseguido una gran victoria. Hamlet comienza con el cuadro del paso si-lencioso del fantasma. En ambos casos, la extensión de la información brin-dada está en proporción con la intensidad de la tensión creada. El uso de Shakespeare de lo sobrenatural constituye un aspecto importante de su con-cepto de la causalidad social: las fuerzas sobrenaturales no inhiben la vo-luntad, sino que animan a los personajes a actuar, y estimulan sus pasiones y deseos. Los fantasmas y las brujas dramatizan las presiones sociales que impulsan a los hombres a emplear su voluntad. Muchas de las comedias de Molière comienzan con una violenta querella. El médico a palos comienza con el esposo y la mujer gritándose uno al otro: «¡Que la plaga se lleve al redomado imbécil!», «¡Que la plaga se lleve a la ramera!», «¡Traidor... Fantoche... Impostor... Cobarde... Bribón... Pícaro... »; con lo cual el hombre comienza a pegarle con un palo. Al comienzo de Tartufo, la vieja Madame Pernelle se va, y abandona para siempre la casa de su nuera; al subir el telón, está gritando lo que piensa de todos en la casa con un lenguaje desenfrenado. Los comentarios introductorios de Hedda Gabler no están completamente dramatizados. Pero la mayoría de las obras teatrales de Ibsen empiezan en el momento del conflicto, el cual se desarrolla rápidamente y alcanza una crisis preliminar. Espectros empieza con la curiosa lucha entre Regina y su supuesto padre. Ibsen escoge este punto de partida, porque la depravación sexual de Alving es el aspecto del matrimonio que motiva directamente la acción-base. El significado social de este aspecto se concentra en el secreto del nacimiento de Regina; sus relaciones con la familia es la condición del desarrollo de la obra. Espectros no podría comenzar, como lo hace Hedda Gabler, con la excitación que acompaña el retorno del personaje principal a la comunidad; esto daría a la comunidad un peso que no es requerido para el clímax de Espectros. Notas: 1 Obra citada. 2 Obra citada.
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III La progresión Hasta ahora nos hemos referido a los elementos de una acción como una exposición, acción creciente choque y clímax. Para comprender el movimiento de la obra, debemos examinar estos elementos un poco más cuidadosamente. Es evidente que la acción creciente es más extensa y compleja que las otras partes de la obra. Hasta ahora hemos tratado del significado de la pieza, la interacción básica de causa y efecto que se perfila al inicio y se cumple en la conclusión. Pero los cambios en el carácter y en el medio que constituyen la progresión de la obra, radican en la acción creciente. Esto significa que hay más ciclos de movimiento en la acción creciente; los ciclos no sólo son consecutivos, sino también se superponen y extienden variablemente. La progresión depende del movimiento de estas acciones subordinadas. Si observamos una acción tal y como realmente la realizamos en nuestra experiencia diaria, encontramos que cualquier acción (no importa su ámbito) consiste en: a. La decisión (que incluye la toma de conciencia del objetivo y las posibilidades de lograrlo). b. La lucha contra las dificultades (más o menos esperadas, porque la decisión ha incluido una consideración de las posibilidades). c. La prueba de fortaleza (el momento hacia el cual nos hemos estado dirigiendo, después de hacer nuestro mejor esfuerzo por evadir o superar las dificultades, nos enfrentamos al éxito o al fracaso de la acción). d. El clímax (el momento del máximo esfuerzo y realización). En un sentido técnico, la tercera de estas divisiones es la escena obli-gatoria. Puede parecer, a primera vista, que la escena obligatoria es lo mismo que el clímax; pero hay una diferencia muy importante entre el choque esperado y el choque final. El primero es el punto sobre el cual concentramos nuestros esfuerzos, y que creemos será el punto de máxima tensión. Esta creencia depende de cómo valoramos nuestro medio; pero nuestra valoración no es correcta en un ciento por ciento. Hallamos que nuestra expectación ha sido burlada, y que el choque para el cual nos habíamos estado pre-parando, revela un balance de fuerzas que no corresponde a nuestra imagen de la situación, Esto conduce a un esfuerzo redoblado, a una nueva prueba, esta vez final, de las posibilidades. La escena obligatoria puede ser, en determinados casos, casi idéntica al clímax en tiempo y lugar; pero hay una gran diferencia en su función; la diferencia es esencial para poder comprender la acción, porque es esta con-tradicción entre lo que hacemos y el resultado de lo que hacemos lo que fortalece el movimiento dramático. Esta contradicción existe en todos los ciclos subordinados de acción, y es la que crea la
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progresión. No es un problema de causa y efecto; es más bien una aguda ruptura entre la causa aparente y el efecto que realmente se produce. Esto sucede, en menor grado, a través de todo el drama: los personajes están continuamente comprendiendo las diferencias que existen entre lo que intentaron y lo que realmente está sucediendo; en consecuencia, se ven obligados a revisar su conocimiento de la realidad y a aumentar su esfuerzo; esto es lo que, literalmente, los mantiene en movimiento; los momentos más importantes en los cuales ocurre tal reconocimiento, son las escenas obligatorias de los diferentes ciclos de acción. El rompimiento entre causa y efecto conduce al efecto real, la cul-minación de la acción. Por esta razón el clímax invariablemente contiene el elemento de sorpresa; está más allá de nuestra expectación, y es el resultado de una ruptura en el desarrollo esperado de la acción. Éste es el elemento dramático de cualquier situación, y constituye la diferencia esencial entre la acción dramática y la actividad humana en general. En las actividades más prosaicas de nuestra vida cotidiana, no hay escenas obligatorias; no hacemos pausas para reconocer ninguna ruptura aguda entre la causa y el efecto; simplemente nos ajustamos y procedemos a hacer nuestra tarea lo mejor que podemos. Estamos interesados en el resultado, más que en la significación, de los acontecimientos. Sólo cuando acometemos acciones de alcance desacostumbrado, se rompe la secuencia por el reconocimiento de la diferencia entre las posibilidades como las estimamos, y las necesidades tal y como se nos presentan. Cuando esto sucede, los acontecimientos se hacen dramáticos. La acción de un drama intensifica la realidad, porque hasta las rupturas menores entre causa y efecto se enfatizan para mantener el movimiento de obra. En la misma medida en que el dramaturgo pueda proyectar el reconocimiento y la culminación en las crisis subordinadas de una obra, logrará dramatizar las escenas subordinadas. Una obra teatral puede contener un variado número de ciclos de acción menores, pero éstos siempre pueden agruparse en cuatro divisiones; puesto que la acción creciente es la mayor de las divisiones e incluye el mayor número de subdivisiones, el movimiento de una obra es, más o menos, el siguiente: AbcdefGH A es la exposición; b c d e f son los ciclos de la acción creciente; G es la escena obligatoria; H es el clímax. A puede contener dos o tres ciclos de acción. G y H son más concentrados, pero pueden también incluir varios ciclos. Ya que la acción es nuestra unidad de movimiento, podemos dividir cualquiera de las acciones subordinadas en la misma forma. Por ejemplo, c alcanza un clímax que es la culminación de un sistema de acción en el cual se puede ver la trayectoria de la exposición, la acción creciente y la escena obligatoria. Todo el grupo b c d e f también constituye un sistema en el cual b puede ser la exposición, c y d la acción creciente, e la escena obligatoria y f el clímax. Esto sería relativamente simple si fuera una cuestión de secuencia directa, si cada división y ciclo estuviera completo en sí mismo y comenzara donde termina el anterior y
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luego procediera hacia el clímax. Pero la acción está tejida con una multiplicidad de hilos, unificados en términos de la acción--base de la obra. Los hilos que conducen a un clímax subordinado también están unificados en términos de este clímax, pero estos hilos recorren las otras partes de la obra. Cada clímax subordinado tiene cierta compresión y extensión; tiene su-ficiente impacto como para afectar a la acción-base de la obra; esto significa que tiene suficiente extensión como para afectar a la visión final de la realidad que se formula en la acciónbase; sus pausas pueden, por tanto, extenderse a cualquier punto dentro de los límites del marco de la obra. Si éste no fuera el caso, sería imposible introducir acontecimientos anteriores o los que suceden fuera de escena, y cada situación estaría limitada a una decisión inmediata y a resultados incondicionales. Por tanto, encontramos que el momento culminante de todo aconteci-miento es el resultado de dos sistemas separados de acción; uno representa su compresión, y es el resultado de la exposición, acción creciente, escena obligatoria y clímax dentro del ciclo; la extensión es el resultado de un sistema más amplio de carácter similar. La obra teatral misma, es una com-presión de acontecimientos en la acción escénica; y una extensión de acon-tecimientos que alcanza los límites del contexto social. El primer acto de Espectros está notablemente construido y puede servir para aclarar la forma en que los hilos de la acción culminan en un clímax subordinado. El primer acto termina con el clímax de la exposición; el clímax está estrechamente yuxtapuesto al momento de la ruptura entre la causa y el efecto (que puede denominarse la escena obligatoria), pero los dos puntos están claramente diferenciados. Si volvemos atrás y examinamos la exposición como una acción separada y completa, veremos que puede dividirse como sigue: I.- Exposición subordinada, que concierne a Regina y está dividida en tres ciclos: a. El conflicto de Regina con su padre. b. La discusión de Regina con Manders. c. Manders y la señora Alving expresan sus opiniones antagónicas en relación con el futuro de Regina, y se concluye con la decisión de la señora Alving: «He tomado a mi cargo a Regina, y a mi cargo permanecerá. Vamos querido señor Manders, ni una palabra más. ¡Oiga! Oswaldo baja las escaleras. Ahora sólo debemos pensar en él.» II.- La acción creciente subordinada, que desarrolla el conflicto entre la señora Alving y Manders, y que también está dividida en tres ciclos: a. La discusión de la vida de Oswaldo en el extranjero, en la cual él habla de «la gloriosa libertad de aquella hermosa vida». b. Esto conduce a un conflicto más directo entre Manders y la señora Alving, en el cual él la acusa de «una desastrosa obstinación» y que termina cuando le dice que ella es una «madre culpable».
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c. La confesión de la señora Alving lleva a su declaración de que el dinero con el cual ella fue comprada ha sido invertido en el orfanato para que no contamine a su hijo. III.- Esto nos lleva a la escena obligatoria subordinada. La señora Alving se enfrenta a la contradicción existente entre su propósito y la posibilidad de su realización. Dice: «Después de mañana, me sentiré como si mi esposo nunca hubiera vivido en esta casa. No habrá nadie aquí más que mi hijo y su madre.» Y en el comedor oye a Oswaldo haciéndole el amor a Regina, y el murmullo de Regina: «¿Estás loco? ¡Déjame!»1 IV.- Esto obliga a la señora Alving a revisar su criterio y a reforzar su voluntad. El momento del clímax subordinado revela la necesidad que fun-damenta este sistema preliminar de acontecimientos. Regina es la hija ile-gítima de Alving. Desde el punto de vista de la señora Alving, no hay nada absoluto en esta necesidad; es algo que hace tiempo ella ha sabido y enfrentado; pero las condiciones han cambiado, y su decisión, tomada bajo estas nuevas condiciones, es la base de toda la acción de la obra. Es evidente que este sistema de acontecimientos revela todas las carac-terísticas que hemos descrito como típicas de la acción; la exposición su-bordinada está estrechamente vinculada al clímax subordinado; cada incidente en el esquema está unificado en función del clímax; la acción creciente se desarrolla, la comprensión y la extensión aumentan; el desarrollo se basa en una decisión respecto a las posibilidades, lo que conduce a enfrentar estas posibilidades, y, a su vez, produce un punto de máxima tensión. Esto es igualmente cierto de las divisiones y ciclos subordinados de acción: cada uno es una unidad que incluye exposición, acción-creciente, choque y clímax. Pero cada uno también tiene una extensión que va más allá de los límites de la acción escénica: el segundo ciclo de la acción creciente (en el cual Manders, y la señora Alving entran en conflicto directo) retrocede a la visita de ésta a Manders durante su primer año de casada; esta extensión también puede analizarse como un sistema de acción, que se centra alrededor de Manders y está motivada por su decisión, tomada tiempo atrás, de obligar a la señora Alving a regresar con su esposo, y desarrolla los resultados de tal decisión en el momento culminante del presente. El tercer ciclo de la acción creciente tiene una extensión mayor, ya que abarca el matrimonio de la señora Alving, el nacimiento de su hijo, y la historia del libertinaje de su esposo. Por tanto, tiene una mayor fuerza explosiva, y una conexión más directa, tanto con el clímax de la exposición en su conjunto como con el clímax de la obra en su conjunto. El dramaturgo moderno es especialmente débil en el manejo de la pro-gresión. El uso de esquemas de repetición que brota de modos de pen-samiento retrospectivos, ha sido discutido ampliamente. Incluso un dramaturgo tan brillante como Clifford Odets tiene dificultades en dar a sus obras la suficiente extensión e impulso para establecer una progresión genuina. Las escenas de sus obras son más dinámicas que el movimiento de
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la pieza en su conjunto. A pesar de su profunda conciencia social, Odets fracasa al expresar las relaciones causales entre las fuerzas sociales existentes en el medio y las decisiones de los individuos tal y como entran en conflicto con estas fuerzas sociales. El conocimiento que tiene Odets de sus materiales es todavía instintivo y no es suficientemente claro en términos de comprensión racional. Sus pasajes más emocionales y vívidos a menudo son aquellos que resultan más falsamente dramáticos. Las acciones-base de sus obras evidencian esta debi-lidad: la evasión lírica de los amantes al final de Despierta y canta y la llamada a la huelga al final de Esperando al zurdo. Odets maneja personajes que piensan pragmáticamente. Pero su enfoque de esta gente no resulta claro, porque él no ha superado su propia tendencia a pensar pragmáticamente. En la exposición de Despierta y canta, los desajustes sociales de cada personaje se indican mediante un caudal de detalles rela-cionados con los antecedentes del personaje. Muchos de estos materiales son humorísticos, y se relacionan con sentimientos y quejas menores; esto trasmite un sentido de protesta emocional indirecta, no del todo consciente. Por ejemplo, dice Ralph: «Toda mi vida he querido un par de zapatos blancos y negros y no he podido tenerlos. ¡Es absurdo!» Odets utiliza con efectividad contrastes abruptos de ideas, por ejemplo: Jacob: «Los intereses deben estar protegidos por hombres de dinero. ¿Quién te hizo ese pelado tan malo?» Este material no es irrelevante. Amplía el contexto social y nos da un retrato cuidadosamente documentado del personaje en relación con el medio. Sabemos que Ralph Berger nunca tuvo patines cuando niño, pero cuando enfermó a los doce años, su madre gastó sus últimos veinticinco dólares en buscarle un especialista. Este es un ejemplo de un acontecimiento anterior que está realizado en términos dramáticos y se vincula estrechamente con la acción-base: la fuga de Ralph y Hennie de la influencia materna. Pero en general, el contexto social de Despierta y canta no está plenamente dra-matizado; esto sucede porque los incidentes son fragmentos aislados de acción que no están organizados en ciclos de movimiento; captamos las reacciones intuitivas de los personajes ante las necesidades y presiones del medio, pero no podemos penetrar dentro de ellos. Habiendo expuesto las posibilidades de la acción en el primer acto, el autor deja a sus personajes exactamente como los encontró, en un estado de acción contenida. Los acontecimientos de la obra son más ilustrativos que progresivos. No se dramatiza la contradicción entre causa y efecto cuando ésta golpea la voluntad consciente de los personajes y los impulsa a revisar e intensificar sus decisiones. Quizás el suicidio del viejo Jacob sea el acon-tecimiento fundamental de la obra. Si revisamos el desarrollo de esta acción, encontraremos que tuvo su inicio en la escena del primer acto en la cual Jacob pone sus discos para que Moe los escuche; la acción creciente que conduce al suicidio es la serie de conflictos entre Jacob y Bessie, que culminan en la escena obligatoria: la destrucción de los discos. Este es el movimiento de acontecimientos más progresivo de la pieza, porque conduce a un acto definido; pero no tiene conexión orgánica con la pieza en su conjunto, tal y como está sintetizada en la acción-base. La
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muerte del abuelo no hace inevitable la fuga de Hennie, ni motiva con claridad la comprensión y el valor que surgen en Ralph. En el acto final, Ralph dice: «He crecido en estas últimas semanas.» Pero, ¿cómo ha crecido? Su crecimiento no está dramatizado en un conflicto específico. Enfrenta dos problemas (que asumen la misma forma a lo largo de toda la obra): las relaciones con su madre y con la muchacha que ama. ¿Cómo resuelve estos problemas? Permanece en la casa y abandona a la muchacha, y nos dice sencillamente que todo ha cambiado. La lucha de Hennie contra el dominio de su madre, las relaciones con su esposo, su amor por Moe, no están desarrollados dramáticamente. No parece asumir la responsabilidad por el penoso engaño de casarse con un hombre a quien no ama y de mentirle en relación con su hijo. Simplemente se desentiende de este problema, como si no tuviera nada que ver con él. Las últimas palabras que le dice a su esposo (en el acto final), son curio-samente insensibles: «Te quiero... de veras.» Sam replica: «Moriría por ti... », y se va. Es obvio que Hennie está tratando de consolarlo; pero el sentimiento de esas palabras es falso, y cierran una situación que no tiene sentido, porque nunca ha sido enfrentada. Sus relaciones con Moe tampoco son claras, y no se basan en una progresión lógica. ¿Por qué decide escaparse con él? ¿Acaso ha sucedido algo que la haya hecho comprender mejor a Moe y a sí misma? ¿Qué la separó de Moe en el primer acto? Ella nos explica que se debió a su «orgullo». ¿Hemos de creer que este orgullo (que no ha sido dramatizado ni hecho real) es más fuerte que las presiones sexuales y eco-nómicas que le empujarían hacia Moe en el mismo momento que com-prendiera que iba a tener un hijo de él? Ciertamente, otros factores podrían haberlo impedido; pero estos factores deben estar arraigados en la realidad social, y estar dramatizados en el contexto de la acción. La acción no puede motivarse por sentimientos «abstractos», tales como el orgullo. Esta situación surge porque no se ha analizado la voluntad consciente de los personajes ni se ha estructurado un sistema de causas que fundamente los actos de voluntad. Esto, a su vez, tiene su origen en un modo de pensamiento que acepta el impulso emocional como sustituto de la causalidad racional. En vez de basar su lógica dramática en la teoría de «la contradicción como fuerza que mueve las cosas», el autor muestra una tendencia a mostrarnos lo que William James llamó «serie de situaciones de actividad», en las cuales lo inmediato de la sensación, el efímero sentimiento de frustración, de ira o de deseo, precede a la prueba y la ejecución de la decisión. Comprendemos que Hennie vive en un mundo pragmático, que ella no planea nada que esté más allá del momento inmediato, que está confundida, desesperada, que es irresponsable. Pero su drama radica en la forma en que continuamente se prueba su «experiencia pura» y las heridas que continua-mente recibe; no podemos conocer a Hennie a través de estados de ánimo; sólo podemos conocerla a través de sus intentos, por impulsivos e insatis-factorios que sean, de tomar decisiones. Si sólo consideramos sus estados de ánimo, la vemos como una persona desarraigada a la que las fuerzas sociales misteriosas y fatales arrastran ciegamente. De esta manera, hay una contradicción entre la sensación inmediata (la proyección
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de cada acontecimiento), que es despiadadamente real, y el es-quema total, que es confuso. La acción-base se disuelve en un misticismo sexual que contiene la doble idea de amor y fuerza. La habilidad pragmática de Moe para lidiar con las dificultades inmediatas, es violenta, sentimental, irracional; el impuso emocional de un hombre que sigue los dictados de su «sangre y nervios»: Moe: «No podrás olvidarme hasta el día de tu muerte; yo fui el primero. Parte de tus entrañas. No podrás olvidarme. Escribí mi nombre en ti con tinta indeleble.» Y de nuevo: «Nadie sabe nada, hasta que lo hace y averigua. Si tienes miedo de hacerlo, no obtendrás ninguna respuesta.» Es perfectamente comprensible que Moe se sienta así: pero esta escena contiene la solución de la acción; el ruego de Moe y la consecuente partida de los amantes, es claramente la respuesta al problema de la familia de la clase media en el Bronx, tal y como la partida de Nora es la respuesta al problema presentado en Casa de muñecas. Pero, mientras que la fuga de Nora es un acto de voluntad, la romántica fuga de Moe y Hennie es un acto de fe. No es un conflicto sino la negación del conflicto. En Esperando al zurdo, Odets ha dado un tremendo paso de avance. Aquí no hay implicaciones de misticismo irresuelto. Pero, ¿puede decirse que ha solucionado el problema estructural, la falta de progresión, que malogra el drama anterior? Por el contrario, emplea un recurso que hasta cierto punto, hace que el desarrollo estructural sea innecesario. No cabe duda de que el recurso se adapta admirablemente a las necesidades del drama. Pero también resulta claro que la unidad así alcanzada, es superficial. Cada escena cristaliza un momento de aguda protesta, de culminante ira social. Pero el ordenamiento de las escenas resulta fortuito. La primera escena, la de Joe y Edna, puede considerarse como la más significativa, porque trata los pro-blemas fundamentales de la familia del trabajador: la comida y la ropa para sus hijos. El tercer episodio, el del joven taxista y su novia, también es básico. Las escenas posteriores -el joven actor en la oficina del empresario, el interno en el hospital- son de un carácter más especial; están menos estrechamente relacionadas con la lucha de los trabajadores. La tensión emo-cional aumenta al avanzar la obra: esta intensidad no brota de la acción, sino de la expresión, cada vez más explicativa, de protesta revolucionaria que, por lo tanto, tiende a ser más romántica que lógica, a adoptar la forma de consignas más que surgir de las profundas necesidades de los personajes. La taquígrafa dice: «Sal a la luz, camarada» El doctor Barnes dice: «Cuando dispare el primer tiro, di: “¡Éste va por el viejo Barnes!”» Esto es emocionante, tan emocionante que es imposible, en ese momento, detenerse a analizarlo. Uno es arrastrado por el llamamiento a la acción de la escena final: «Somos la avanzada de la clase obrera.» Pero el desarrollo que conduce a estas palabras no es acumulativamente lógico, no está basado en realidades concretas. Es cierto que la Depresión ha obligado a muchos técnicos, actores, doctores, a convertirse en taxistas. Pero la obra nos presenta un militante comité huelguístico formado en su mayoría por miembros desclasados de la clase media. No podemos razonablemente llamar a esta gente «la avanzada de la clase obrera». El problema de Esperando al zurdo, yace en la desvinculación que existe entre los impulsos inmediatos de los personajes y el contexto social más amplio de los
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acontecimientos. En cada escena, la decisión es impulsiva; se supone que las fuerzas sociales que crean la decisión son absolutas y que el reconocimiento intuitivo de estas fuerzas es un momento de clímax su-premo. Por tanto, el momento del choque, de la ruptura entre causa y efecto, se descuida. Hay algo que demuestra que el autor es consciente de este problema y busca solucionarlo. La clave del problema radica en el incidente que interrumpe el parlamento final de Agate: la noticia de que el Zurdo ha sido encontrado «detrás del garaje, con una bala en la cabeza». De ahí que el título de la pieza sea un golpe de genio, que indica la instintiva pasión de Odets por plasmar la verdad dramática. El título sugiere la necesidad de una profunda unidad, la cual meramente está implícita en la acción. La muerte del Zurdo no está preparada, ni dramatizada. No obstante, parece ser la culminación de una serie de relaciones que están en el centro de la acción, la esencia del conflicto social alrededor del cual está organizada la obra. Esperando al zurdo es tremendamente efectiva sin esta progresión fun-damental. En Till the Day I Die, la cuestión cambia: aquí el dramaturgo proyecta un conflicto personal. La lucha de Ernst Tausig contra su medio, no es un momento de protesta; es una larga agonía, en la cual su voluntad revolucionaria se pone bajo tensión hasta llegar al punto de ruptura. La selección de este tema resulta significativo; muestra el avance de Odets. Pero éste no logra desarrollar plenamente el tema. Con gran claridad, nos bosqueja a individuos. El método es el mismo de Despierta y canta: enfocan los pequeños temores, esperanzas, recuerdos. En la primera escena, Baun dice: «Yo era un hombre apacible que sembraba tulipanes.» Tilly habla de su infancia: «En el verano, comía las moras de nuestros árboles. A fines del verano, la tierra se había podrido en donde caían.» Pero la figura de Ernst Tausig no se destaca contra el fondo de los personajes menores y de las escenas de impacto. Las primeras cuatro escenas tratan sobre el arresto de Ernst y las torturas a que es sometido. En la cuarta escena, el comandante le informa sobre el horrible plan que existe para hacerles creer a los amigos de él que es un soplón. La quinta escena trata de su regreso a Tilly, y el melodramático incidente de los detectives que irrumpen por la fuerza. La sexta escena muestra una reunión en la que se decide poner a Ernst en la lista negra. En la séptima escena, Ernst regresa a Tilly, destrozado en cuerpo y alma, y se suicida. De este modo, el conflicto principal -la voluntad consciente del hombre enfrentada a in-cidentes terribles- se omite. Sólo vemos a Ernst antes y después del conflicto. La etapa crucial, en la que su voluntad se pone a prueba y se quiebra, ocurre entre las escenas quinta y séptima. Uno de los momentos más conmovedores de la obra es la votación en la sexta escena. Tilly alza la mano, y se pone de acuerdo con los demás para expulsar como traidor a Ernst, el hombre que ama. Pero tampoco aquí logra Odets dramatizar una lucha progresiva que dé significado a la decisión de Tilly. No vemos el conflicto de voluntad que la lleva a levantar la mano. Sabemos que ella cree en su inocencia, pero no vemos que esta creencia se ponga a prueba, ni entre en conflicto con su lealtad al partido, o se vea asaltada por las dudas. Por tanto, el levantar la mano no es realmente una decisión,
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sino un gesto. Odets es más diestro en construir escenas que obras completas. En la creación de escenas, no hay nadie comparable a él en el teatro moderno. Un ejemplo más: el inolvidable retrato del comandante liberal, la lucha con su subordinado, y su suicidio, en la cuarta escena de Till the Day I Die. Pero aquí, de nuevo, dramatiza un momento de máximo desajuste, una tensión insostenible que llega rápidamente a un punto de ruptura. La progresión dentro de la escena es efectiva, porque la escena está unificada en función de su clímax: un completo cambio de equilibrio entre el individuo y su medio. El rápido impulso hacia la realización de tal cambio, el inmediato impacto de la necesidad social, están poderosamente proyectados. Pero, puesto que esto no es el resultado de una decisión previa y no incluye el tomar y probar nuevas decisiones, no hay nada que promueva un desarrollo ulterior que dé un significado más amplio a la conciencia y la voluntad, y las someta a una prueba más rigurosa. La concepción que tiene Odets del cambio social es aún algo romántica; lo visualiza como una vasta fuerza, cuyo reconocimiento constituye una re-generación personal. De esta manera, percibe el momento de ira explosiva, de realización y conversión. En efecto, Esperando al zurdo es un estudio sobre conversiones. De ahí deriva su fuerza. Pero Odets indudablemente irá más allá, hasta poder plasmar un conflicto más profundo y sostenido. El descuido de la progresión en el teatro contemporáneo crea un problema práctico que los dramaturgos no pueden ignorar. La verdadera fuerza dra-mática de escenas aisladas, que hace que las piezas de Odets sean soste-niblemente emocionantes, está ausente en muchos dramas modernos. Los momentos esenciales del conflicto sólo existen en embrión, en una forma diferida y diluida, o simplemente no existen. Puesto que la tensión depende del equilibrio de fuerzas en conflicto, la tensión se relajará irremediablemente. Pero el interés de los espectadores debe sostenerse. Se deduce de lo anterior que el drama actual ha desarrollado una extraordinaria facilidad para man-tener una tensión falsa. El método más común para sostener el interés del público sin emplear la progresión es el uso de la sorpresa. Este artificio se usa ampliamente; en realidad, se ha convertido en la técnica básica del drama moderno. En el teatro griego, el cambio de fortuna era una parte vital de la técnica trágica. Aristóteles usó Edipo rey como ejemplo: «Así en el Edipo, el mensajero que viene a consolar a Edipo y a liberarlo de sus temores acerca de su madre, al revelarle quién es, produce el efecto opuesto.» Este vuelco de los acontecimientos está directamente vinculado con el clímax del drama. La sorpresa mediante el artificio, mediante el engaño consciente de los espectadores, es una cuestión bien diferente. Lessing señala que la sorpresa lograda con facilidad «nunca producirá algo grande». Describe el tipo de drama que es «una colección de pequeños trucos artísticos por medio de los cuales no alcanzamos más que una breve sorpresa»2. Archer hace un comentario similar: «Sentimos que el autor ha sido poco serio al infligimos este temor puramente mecánico y momentáneo.»3 Debemos tener en mente la diferencia entre la sorpresa que hace avanzar
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legítimamente la acción, y la sorpresa que niega la acción. La diferenciación no es difícil de hacer: recordemos que una de las formas del cambio de fortuna a la que se refirió Aristóteles, fue la anagnórisis o escena de reconocimiento: el encuentro inesperado de amigos o enemigos. Aristóteles usó esto como una fórmula casi mecánica, pero cuando examinamos la tragedia griega, encontramos que el cambio de fortuna va invariablemente acompañado por el reconocimiento de las personas o fuerzas que lo ocasionan. El mensajero revela lo que sabe; el efecto producido es el contrario al que se esperaba, y obliga a Edipo a reconocer el cambio ocurrido y a enfrentarse a un nuevo problema. Ya hemos señalado que el reconocimiento de la diferencia entre lo que se esperaba y lo que está teniendo lugar, es lo que impulsa la acción hacia adelante. En este sentido, la sorpresa es la esencia del drama, y está presente en cada movimiento de la acción. Pero el reconocimiento de la ruptura entre causa y efecto es muy diferente a ignorar o evadir la lógica de los acontecimientos. «Nada -dice Lessing- es más ofensivo que aquello de lo cual no conocemos la causa.»4 La sorpresa, empleada sin el reconocimiento de su causa o significación, se utiliza de dos maneras: una de ellas es el choque directo, que consiste en la interrupción de la acción cuando es inminente un momento de conflicto, y se deja que el público imagine la crisis que el dramaturgo ha evitado. Entonces, el autor distrae la atención creando otra serie de acontecimientos prometedores que de nuevo son interrumpidos. El otro método es el del suspenso por encubrimiento: en vez de hacer preparativos abiertos que a nada conducen, el dramaturgo hace preparativos secretos que conducen a algo inesperado. Pero, puesto que el público ha sido conscientemente engañado, el acontecimiento inesperado no tiene significación real y es solamente un medio mecánico de estremecernos o divertirnos. El ejemplo más famoso de una pieza cuya solución se encubre, es Le Secret, de Henri Bernstein. Bernstein fue un notable artesano, y esta pieza es aún de gran interés como ejemplo de engaño ingenioso. La técnica de Le Secret fue nueva e importante en su época. Clayton Hamilton -en 1917- -decía de ella: «Bernstein ha descartado uno de los dogmas más aceptados del teatro: el dogma de que un dramaturgo nunca debe tener secretos con su público.»5 Indudablemente los métodos mecánicos de Bernstein y al-gunos de sus contemporáneos, han tenido mucha más influencia de lo que generalmente se cree. La conexión entre Bernstein y George S. Kaufman es sorprendentemente estrecha. La forma más mecánica de mantener un secreto es la que podemos observar en las farsas sexuales y los melodramas detectivescos. En el drama detectivesco, la sospecha va recayendo sobre los personajes uno por uno para que el público se sorprenda ilógicamente por la revelación del verdadero criminal. En las piezas de sexo, la cuestión de quién se acostará con quién y quién lo descubrirá, hace que «el esfuerzo para mantener el interés» sea excitante, aunque de un modo trivial. Se puede engañar al público con mucha sutileza y, por tanto, no se podrá acusar al dramaturgo de realizar un engaño crudo o burdo; pero este ofrece pistas que dan una
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impresión equivocada; sostiene la acción con falsas promesas. Strictly Dishonorable, de Preston Sturges, relata la aventura de una inocente joven sureña que conoce a un cantante de ópera en un speakeasy6 y pasa la noche en su apartamento. Al final del primer acto, el héroe asegura a su visitante que sus intenciones son «estrictamente deshonestas». Puesto que la pieza procede directamente a la realización de este objetivo, sin más obstáculos que los caprichos de los personajes, el segundo acto es una escena obligatoria artificialmente alargada. Hay excelentes posibilidades cómicas en la situación, pero los elementos cómicos radican en un conflicto verdadero, a través del cual se pueden mostrar los puntos de vista sociales, las personalidades y los hábitos de los dos oponentes, en el curso de una lucha vívida. Sturges no ha desarrollado estas posibilidades cómicas. La de-claración de propósito del héroe, al final del primer acto, se hace con el fin de engañar; el suspenso se sostiene mediante una serie de sucesos im-previstos: primera sorpresa, al cantante le remuerde la conciencia; segunda sorpresa, la inocente heroína se considera defraudada e insiste en que el cantante se aproveche de ella. El dramaturgo está en libertad de repetir el truco hasta la saciedad: el héroe puede cambiar de idea; la heroína puede cambiar de idea. Esto puede considerarse un conflicto; si se presenta la vacilación de los personajes con habilidad, estos cambios resultan naturales. Pero no contienen suspense en el sentido real, porque es una lucha de caprichos y no de voluntades. En el teatro moderno, la maestría técnica en el uso de la sorpresa no se revela en el truco, más o menos mecánico, del encubrimiento. El método de cortar la acción para evitar que llegue a su momento culminante, es mucho más significativo. El gran maestro de este uso de la sorpresa es George S. Kaufman. Kaufman es un técnico experto, pero la clave de su método radica en el constante empleo del suceso melodramático imprevisto. Este truco le sirve eficazmente -como los apartes en Strange Interlude, de O’Neill- para evitar el conflicto, para dar efectividad a la acción sin necesidad de progresión. Merrily We Roll Along (escrita en colaboración con Moss Hart) es con mucho la pieza más interesante en la que ha intervenido Kaufman. Mucho se ha comentado sobre el hecho de que este drama esté escrito hacia atrás, ya que comienza en 1934 y termina en 1916. Esto ha sido descrito como un truco, una búsqueda de sensación, un esfuerzo por ocultar la debilidad de la obra. A mí me parece que el método retrospectivo es una forma honesta y necesaria de relatar esta historia en particular. En efecto, me atrevo a suponer que hubiera sido imposible contar la historia adecuadamente en cualquier otra forma. El tema fundamental de Merrily We Roll Along es una irónica visión retrospectiva de los años que siguieron a la guerra europea. La acción que avanza hacia atrás, es una forma natural de manejar este tema, pero no cambia en absoluto los principios de la construcción. La selección del acontecimiento del clímax en Merrily We Roll Along, es confusa. La acción de la pieza muestra la búsqueda de algo vital que se ha perdido; la cosa perdida -la necesidad esencial que determina la acción- -debe revelarse en el clímax. En su lugar, encontramos a un joven en una tribuna, que pronuncia trivialidades sobre la amistad y la ayuda a los demás. Puede haber grandes diferencias de opinión sobre en qué
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consiste el idealismo; la mayoría de la gente está de acuerdo en que éste se manifiesta a través del valor, en la disposición de enfrentar el peligro, de ir en contra de las normas establecidas. Pero cualquiera que sea el significado abstracto del idealismo, éste no significará nada dramáticamente si no se cristaliza en un momento de extrema tensión que revele el alcance de la concepción. Puesto que nunca vemos a Richard Niles expresar su idealismo a través de la conducta, no tenemos ninguna manera de conocer qué tipo de conducta implicaría este idealismo; no hay forma de probar ninguna de las decisiones en la pieza en relación con el sistema de acontecimientos en el cual están situadas. Puesto que las decisiones no pueden probarse, no podemos ver el choque entre lo que se espera que ocurra y lo que ocurre realmente, y la acción no puede progresar. El hecho de que el plan de la obra sea una progresión inversa, no afecta este problema; al contrario, podría intensificar la ironía de cada reconocimiento parcial de la necesidad en relación con los acontecimientos que ya conocemos. La exposición nos muestra a Richard Niles (en 1934) en la cumbre del éxito. El tema se introduce hábilmente en una escena de conflicto dramático: Julia Glenn, que conoce a Richard desde la época en que era pobre, insulta a los invitados de éste, les dice que el éxito material lo ha destruido. Luego tenemos una intensa escena entre Richard y su esposa, Althea. Los celos la consumen. Sabe que Richard tiene una aventura con la protagonista de su nueva obra teatral. El conflicto entre marido y mujer es importante y resulta esencial para nuestro conocimiento del tema. No obstante, en vez de de-sarrollar este conflicto, lo interrumpe con un choque melodramático: Althea arroja ácido a los ojos de la otra mujer. De este modo, se interrumpe la relación entre marido y mujer en 1934 y retrocedemos a las primeras etapas de esta relación. La pieza está construida alrededor del conflicto entre Richard y Althea. El autor utiliza a Althea como símbolo del lujo y de las ambiciones mezquinas que destruyen gra-dualmente la integridad de Richard. Seguimos este proceso hacia el pasado mientras la pieza se desarrolla: en la escena final del primer acto (en el apartamento de Richard, en 1926), Richard está en los primeros pasos de su aventura con Althea. Ella está casada con otro. En esta escena, Jonathan Crale, el mejor amigo de Richard, le previene contra Althea y le pide que la deje. Crale se marcha y Althea llega al apartamento; aquí, de nuevo, tenemos el comienzo de una escena emocional en la cual el conflicto entre Richard y Althea se puede analizar y dramatizar. La escena es interrumpida, casi antes de haber comenzado, por una sorpresa melodramática: la noticia de que el esposo de Althea se ha pegado un tiro. Se utiliza otra línea de causalidad en el primer acto: el conflicto entre Crale y Richard, el idealista y el oportunista. El primer acto nos muestra un interesante choque entre los dos amigos y se nos hace creer que veremos las primeras etapas del conflicto. Pero, en los actos siguientes, sólo se encuentran durante breves momentos y nunca en una escena dramática. Por tanto, la relación entre los dos hombres es también una pista falsa. ¿Cuál es la escena obligatoria en Merrily We Roll Along y cómo se maneja? La decisión que presenta la exposición, y sobre la cual se basa la obra, es el enamoramiento
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de Richard y Althea. El clímax de la exposición cuando Althea arroja el ácido a la otra mujer concentra nuestra atención sobre los acontecimientos que conducen a este desastroso resultado. El choque esperado hacia el cual se mueve la acción, es el comienzo del enredo emocional con Althea; éste es el punto en el cual las posibilidades de la acción -el desengaño y la amargura de la vida posterior de Richard- se revisan de acuerdo con una nueva visión de la necesidad: los ideales de su juventud. Se evidencia una gran habilidad al aumentar la expectación del público en relación con esta situación clave. La preparación nos lleva a esperar la escena final del segundo acto, en el apartamento de Althea, en 1923, la noche del estreno de la primera obra exitosa de Richard. El inicio de la historia de amor está estrechamente entretejido con el comienzo de la bri-llante carrera de Richard. Althea es la estrella de la obra. Hasta ahora, los autores han evitado un contacto plenamente desarrollado entre Richard y Althea. Pero en este punto, la escena de amor parece inevitable. La escena comienza con los preparativos para la fiesta que se celebrará la noche del estreno. Hay una gran cantidad de detalles que atraen la atención. Las entradas y salidas, los detalles de caracterización, los movi-mientos de los grupos, están hábilmente concebidos y dirigidos. Notamos especialmente una piel de tigre prominentemente situada en el sofá del apartamento de Althea. En una escena anterior, se nos ha hablado de esta piel de tigre; fue usada como prueba en el sensacional divorcio de 1924; la primera esposa de Richard encontró a su marido haciendo el amor a Althea sobre esta piel. La piel de tigre es un detalle divertido muy característico del método de Kaufman y Hart. Los dramaturgos pican nuestra curiosidad, indican la escena que se aproxima, nos muestran el punto exacto donde se desarrollará la aventura amorosa, pero bajan el telón en un bullicioso momento de la fiesta de Althea, cuando el escenario está invadido por gente que conversa, vestida de traje de noche. El efecto es un choque; el cortar la acción de la muchedumbre bulliciosa es innegablemente efectivo; pero se omite la escena obligatoria. El uso de los gentíos en Merrily We Roll Along es de especial interés. El primer acto comienza con una fiesta a todo tren que, de acuerdo con el principio de selección que gobierna la elección de los acontecimientos expositivos, muestra que los autores consideran a la gente que viene a las fiestas -la rica y cínica capa alta de los profesionales neoyorquinos- como la causa social fundamental de la acción. Esto explica la sustitución del necesario conflicto de voluntad por la escena llena de gente al final del segundo acto. Es curioso que una pieza que avance retrospectivamente, y en la cual se nos habla de los acontecimientos antes de que los veamos suceder, pueda depender de la sorpresa para su efectividad. Al apoyarse en este recurso, Kaufman y Hart han perdido lo más valioso que se podía derivar del uso del método retrospectivo: la inversión del proceso de la vida, que nos permite observar actos de voluntad de los cuales conocemos los efectos. Puesto que los actos de voluntad se omiten, la ironía se diluye lamentablemente. A veces la brillante superficialidad de Kaufman se atribuye a un enfoque cínico
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del arte teatral, a su disposición de sacrificar el significado profundo por el espectáculo efectista. Pero su método va mucho más allá; la cuestión no es de integridad, sino del modo de pensamiento del autor, que refleja su relación con la totalidad de su medio. No hay misticismo en Merrily We Roll Along, pero la atmósfera es fatalista: aquí la némesis que aflige a la voluntad es más mecánica que psicológica. El tratamiento sugiere los estí-mulos y respuestas del conductismo. El medio material es mucho más fuerte que los personajes y, por lo tanto, sus acciones no son más que una serie de reflejos. Se crea un sentimiento de irresponsabilidad, porque cada vez que los personajes acometen una acción, algo exterior a ellos mismos impide su realización. Los acontecimientos les suceden de repente, injustificadamente, contra su voluntad. El corte de la acción antes de que llegue a su culminación se utiliza más extensamente en la comedia y la farsa que en cualquier otra forma del drama. Ya aludimos a la cuestión de la progresión cómica al tratar Strictly Dishonorable; parece haber un gran malentendido respecto a la técnica de la comedia; a veces se cree que la comedia sólo se ocupa de cosas superficiales, y es menos analítica que el drama serio. Pero la esencia del humor radica en exponer los desajustes entre la gente y su medio. Allardyce Nicoll dice: «El supuesto fundamental de la comedia es que no se ocupa de individuos aislados.» Trata, como apunta George Meredith, en su ensayo On the Idea of Comedy, de hombres ...cuando éstos se vuelven desproporcionados, excesivos, afectados, pretenciosos, ampulosos, hipócritas, pedantes, fantásticamente de-licados; cuando se engañan a sí mismos o son burlados; cuando practican locamente diversas idolatrías, son dados a las vanidades y acumulan absurdos; cuando planean con poca visión y cons-piran frenéticamente; cuando contradicen sus propias creencias y violan las leyes no escritas pero palpables que los unen entre sí; cuando ofenden la razón, la justicia; cuando son falsos en su humildad, o engreídos, individual o colectivamente.7 Personal Appearance, de Lawrence Riley, es una frívola parodia acerca de una «glamorosa» de Hollywood. Carole Arden invade la granja de los Strut-hers, en la carretera entre Scranton y Wilkesbarre: puesto que el sexo es su especialidad, intenta tener una aventura con un mecánico de automóviles, joven y bien parecido, que está comprometido con Joyce Struthers. La escena obligatoria es aquella en la cual se intenta la seducción. La situación es similar a la de Strictly Dishonorable, pero aquí el agresor es la mujer, y es el hombre quien defiende su virtud. Ésta es una excelente oportunidad para un análisis cómico del carácter y del punto de vista social. Queremos saber cómo reaccionará el hombre ante las incitaciones de Carole. Queremos verlo resistir o ceder. Queremos ver el choque entre las normas de Hollywood y las de una granja de Pennsylvania. Esto significa que la acción-base debe encarnar un punto de vista definido, que debe alcanzar el máximo de extensión y comprensión. No puede derivarse una comicidad sostenida considerando a esta gente como «individuos aislados». Sus «planes de poca visión y sus conspiraciones frenéticas» sólo pueden
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juzgarse en relación con «las leyes no escritas pero palpables» de conducta. La acción-base de Personal Appearance es solamente una repetición de la situación inicial; la actriz deja la granja exactamente como la encontró. No ha habido progresión; se ha evitado la intentada seducción. Por tanto, la escena obligatoria no es dramáticamente humorística; no contiene una acción genuina; la comedia solamente se deriva del hecho de que la idea del intento de seducción del hombre por parte de la actriz y el consecuente rechazo de éste, es en sí misma cómica. Pero esta idea ya ha sido delineada en el primer acto. La escena obligatoria despierta expec-tación, porque queremos que se exploren las posibilidades de la idea; queremos ver a los personajes probar y revisar su propósito al reconocer la diferencia entre su expectación y la realidad. No haber desarrollado el con-flicto hasta este punto, es traicionar el espíritu cómico. El segundo acto prepara la situación hasta el momento en que los dos se quedan juntos y solos. Pero solamente hay un pequeño escarceo preliminar entre la reina del cine y su pretendida víctima. Luego, la abrupta entrada de la vieja lady Barnaby, tía de Joyce, interrumpe la situación. Así el dramaturgo evita un difícil dilema. Si el hombre cede, deben derivarse una serie de dificultades y complicaciones. Si no cede bajo la presión continua, puede parecer -al menos ante los ojos de la mayoría del público- como un tonto. Pero esta contradicción es el centro de la obra, y expone su significado social y sus posibilidades dramáticas. El dramaturgo debió prestar especial atención a las dificultades inherentes a su material, las complicaciones que parecen desafiar la solución. Estas contradicciones exponen la diferencia entre la expectación y la realización, y suministran la fuerza motriz para la progresión de la obra. Aristóteles abarcó simple y plenamente la cuestión de la progresión. Habló de la tragedia, pero sus palabras se pueden aplicar a toda acción dramática, tanto la pieza en su conjunto como a todas sus partes: «Estar listo para actuar... y no actuar, es lo peor. Es chocante sin ser trágico, porque no se produce ningún desastre.» Notas: 1 El hecho de que la escena entre Oswaldo y Regina se desarrolle fuera de escena es inconcebiblemente torpe, y constituye un serio defecto artístico. Hay una razón para ello: a través de la pieza, Ibsen evade la dramatización del problema de Regina; un análisis del caso de Regina hubiera incluido las relaciones de clase que están fuera del alcance de la situación familiar, según Ibsen la visualizaba. 2 Obra citada. 3 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship. 4 Obra citada. 5 Obra citada. 6 Bares clandestinos durante la Ley Seca en los Estados Unidos. (N. del E.) 7 George Meredith, An Essay on Comedy, Nueva York, 1918.
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IV La escena obligatoria La función de la escena obligatoria ha sido discutida al tratar la progresión. Hay que acreditar a Francisque Sarcey la teoría de la escena obli-gatoria, pero éste no desarrolló la idea en relación con una concepción orgánica de la técnica. Archer define la escena obligatoria como «una que el público -más o menos clara y conscientementeprevé y desea, y cuya ausencia puede resentir con razón».1 Dice Sarcey: «Precisamente, esta ex-pectación mezclada con incertidumbre constituye uno de los encantos del teatro.» Estos comentarios son importantes, porque ambos ponen de relieve el principio de la expectación tal y como afecta al público. El interés sostenido con que el público sigue la acción, indudablemente puede describirse como «expectación mezclada con incertidumbre». El grado de expectación e incer-tidumbre es variable. Pero el punto decisivo hacia el cual la acción parece dirigirse, debe ser el punto que exprese la mayor expectación y la menor incertidumbre. Los personajes han tomado una decisión; el público debe comprender esta decisión y debe ser consciente de las posibilidades de ésta. Los espectadores prevén la realización de las posibilidades, prevén el choque esperado. El criterio del público, respecto a las posibilidades y ne-cesidades de la situación, puede diferir del de los personajes. El dramaturgo se esfuerza para que la acción parezca inevitable. Suponemos que lo logra cuando arrastra al público consigo, cuando despierta sus emociones. Pero la progresión de la acción sólo emociona a los espectadores mientras éstos acepten la verdad de cada revelación de realidad, tal y como afecta los objetivos de los personajes. Puesto que los espectadores no saben cuál será el clímax, no pueden probar la acción en estos términos. Ellos la prueban en términos de su expectación, que se concentra en lo que creen es el resultado necesario de la acción: la escena obligatoria. Archer cree que la escena obligatoria no es realmente obligatoria: nos previene contra la creencia de que «no puede haber una buena obra sin una scène à faire». Desde luego, él usa el término en un sentido estrecho y casi mecánico. Pero ningún drama puede omitir un punto de concentración que eleve al máximo la expectación. El público requiere tal punto de con-centración para definir su actitud hacia los acontecimientos. El dramaturgo debe analizar esta cualidad de la expectación; ya que la escena obligatoria no es el resultado final de los acontecimientos, debe convencer al público de que la ruptura entre causa y efecto, tal y como se revela en la escena obligatoria, es inevitable. De la misma manera que el clímax nos proporciona una prueba mediante la cual podemos analizar retrospectivamente la acción, la escena obligatoria nos ofrece otra oportunidad para verificar el movimiento futuro de la acción. El clímax es el acontecimiento básico, que provoca el avance y desarrollo de la acción creciente. La escena obligatoria es el objetivo inmediato hacia el cual se dirige la obra. El clímax tiene
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sus raíces en la concepción social. La escena está enraizada en la actividad; es el resultado físico del conflicto. ¿Dónde se halla la escena obligatoria en Yellow Jack? ¿Cuál es el choque esperado en esta pieza? Es el punto en que los cuatro soldados se enfrentan al problema: la posibilidad de sacrificarse por la ciencia. Esta escena se maneja con mucha menos efectividad que las anteriores: No impulsa la acción hacia adelante, porque no implica una ruptura entre la expectación y la realización. No puede hacerlo, porque los soldados no han tomado decisiones anteriores ni han hecho ningún esfuerzo. No están preparados para el acto de voluntad que están llamados a realizar. Es más, puesto que la pieza ha seguido dos líneas de acción separadas, parece inevitable que estas dos líneas se integren totalmente en este punto: esto significa que los científicos tendrían que participar activamente en la decisión de los cuatro soldados. El hecho de que los médicos sólo estén involucrados indirectamente en la decisión, y de que la señorita Blake, la enfermera, actúe como un vínculo poco efectivo, debilita el impacto emocional. En The Children’s Hour (La calumnia), de Lillian Hellman, tenemos un clímax débil (el suicidio de Martha Dobie), que está precedido por una poderosa escena obligatoria (el final del segundo acto, cuando la niña demoníaca se enfrenta a sus dos víctimas). Si examinamos el clímax de The Children’s Hour, encontramos que termina confusamente. Es imposible encontrar un sentido emocional o dramático en la crisis final. Las dos mujeres están destrozadas espiritualmente cuando se inicia el último acto. Sus vidas están arruinadas porque una niña mentirosa ha convencido al mundo de que sus relaciones son anormales. Martha confiesa que realmente hay una base psicológica para la acusación: siempre ha sentido un desesperado amor físico por Karen. El doctor Cardin, el novio de Karen, que ha defendido legalmente a las dos mujeres, habla sobre el problema con Karen y ella insiste en que deben romper su compromiso. Pero todo esto no es más que la aceptación de una circunstancia: sus voluntades cons-cientes no están dirigidas hacia una solución de la dificultad: se presume que la solución no existe. El suicidio de Martha no es un acto que rompe una tensión insoportable, sino un acto que surge de una acumulada futilidad. Hay un sentimiento de intensa amargura en estas escenas, lo cual indica que la autora está tratando de expresar algo que siente profundamente. Pero no ha dramatizado su significación. La acción creciente de The Children’s Hour es mucho más vital que su conclusión. Pero la debilidad del clímax influye negativamente sobre las demás partes de la obra. Las escenas entre las dos mujeres y el doctor Cardin, en el primer acto, están preparadas para mostrar los celos de Martha, su sentimiento anormal por Karen. Pero la idea se introduce torpemente; las escenas son artificiales y pasivas, porque no tienen significación profunda. Las relaciones entre Martha y Karen no pueden ser vitales, porque no tienen un propósito; sólo conducen a la derrota. El rumor iniciado por la niña neurótica constituye una historia aparte (y mucho más fuerte). La niña, Mary Tilford, odia a las dos maestras. En venganza por un castigo impuesto huye a casa de su abuela. Como no quiere regresar a la escuela, inventa la
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mentira acerca de las dos mujeres. Ellas niegan la historia, pero ésta es creída. Ahora bien, lo primero que notamos acerca de esta serie de acontecimientos, es que resulta demasiado simple. Varios críticos se han preguntado si es plausible que la abuela de la niña y otros testigos, acepten tan rápidamente el testimonio de la niña. En realidad, no hay nada fundamentalmente imposible en estas dos vidas arruinadas por el chisme de una niña. La situación nos da impresión de ser improbable, porque no está situada en ningún contexto social concreto. Esto es evidente en la inconsecuencia del suicidio al final. La acción-base carece de comprensión y extensión adecuadas. Sin un contexto social, no podemos medir el efecto del chisme de la niña sobre la comunidad: no conocemos las condiciones dentro de la comunidad; no tenemos información acerca de cómo el escándalo se esparce y acepta. Por tanto, el efecto psicológico sobre las mujeres es también vago, y se da por sentado en vez de dramatizarse. ¿Cuál sería el efecto sobre la construcción de The Children’s Hours, si la confesión de Martha se hubiera situado en el primer acto en vez del tercero? Esto hubiera permitido un desarrollo unificado del conflicto psicológico y social; ambas líneas de acción se hubieran fortalecido. La confesión hubiera tenido el carácter de una decisión (la única decisión que pone en movimiento la acción en la obra, es el acto voluntario de la niña al huir de la escuela). Una decisión que hubiera involucrado a las dos mujeres, hubiera aclarado la exposición y ampliado las posibilidades de la acción; el conflicto de voluntad engendrado por la confesión hubiera conducido directamente a la lucha contra los maliciosos rumores de la comunidad. La tensión interna, creada por la confesión, hubiera dificultado la lucha contra el chisme de la niña y fundamentado psicológicamente su cuento, con lo cual se habría incrementado notablemente su plausibilidad. Esta sugerencia se basa en el principio de la unidad en función del clímax; si el suicidio de Martha se selecciona correctamente como clímax, se debe relacionar la exposición di-rectamente con este hecho, y cada parte de la acción debe unificarse respecto a la acción-base. Así se puede dramatizar el problema emocional de Martha y entretejerlo en toda la acción. Para lograr esto, su confesión debe ser la premisa, y no la conclusión. La acción creciente de The Children’s Hour muestra el peligro de seguir una línea de causa y efecto tan simple que no resulta creíble. Las causas indirectas, los significados más profundos, faltan; estos significados más pro-fundos están ocultos (con tanto éxito que es imposible encontrarlos) en la escena final. A pesar de esto, la pieza tiene un gran poder. La forma sincera en que la autora nos cuenta la historia, la lleva directamente -sin una seria preparación, pero con gran impacto emocional- a la escena obligatoria. La señora Tilford se escandaliza con el cuento de su nieta. Telefonea a todos los padres para que saquen a los niños de la escuela. Martha y Karen protestan. Exigen un careo con la niña. La señora Tilford se niega al principio. (Aquí casi parece que la autora vacila y trata de construir más sólidamente los acontecimientos). Cuando se le presiona, la señora Tilford dice que, como es honesta, no puede negarse. Uno siente que la honestidad de la autora también la está obligando -un poco contra su voluntad- a enfrentar la escena obligatoria. Los hechos
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que conducen a la escena obli-gatoria, están demasiado simplificados, pero son efectivos, porque muestran la voluntad consciente de la niña, que se fija una meta y lucha por conseguirla; el segundo acto progresa mediante la proyección de una serie de rupturas entre las posibilidades de decisión de la niña y los resultados reales. Nuestra expectación se concentra en la escena obligatoria, que encarna el máximo de posibilidades tal y como pueden preverse. Pero la autora no puede mostrarnos ningún resultado racional de este hecho, porque no ha logrado crear un cuadro racional de la necesidad social, que le sirva de base a la obra. El último acto adopta el esquema familiar de futilidad neurótica, según el cual nos enfrentamos a un destino eterno que no puede comprenderse ni combatirse. Nos hace recordar las palabras de Sherwood en The Petrified Forest: La naturaleza está «luchando con extraños instrumentos llamados neurosis. Deliberadamente está afligiendo al hombre con los nervios». La actitud de los personajes en las escenas finales de The Children’s Hour, y particularmente la confesión de Martha de sus sentimientos, se basan en la aceptación de «los nervios» como el destino inexorable del hombre. El drama se desentiende del tiempo y el espacio. El prejuicio contra la anormalidad sexual varía en diferentes localidades y bajo diferentes condiciones sociales. No se nos da información al respecto. Sólo se nos proporciona una información escasa y poco dramática respecto a la vida pasada de los per-sonajes. Esto es especialmente cierto con relación a la niña neurótica. La figura de la niñita, que se consume en odio y rencor, sería memorable si supiéramos por qué se ha convertido en lo que es. Al carecer de esta información, debemos concluir que también es una víctima del destino, que ha nacido mala y mala morirá. Pero la actividad detallada, especialmente en los dos primeros actos, muestra que la autora no está satisfecha con esta visión negativa de la vida. El esquema de las dos obras es estático, pero las escenas tienen movimiento. En la relación entre Karen y Martha, la autora trata de encontrar algún significado, algún desarrollo en la historia de las dos mujeres. Quiere que a sus personajes les suceda algo; quiere que aprendan y cambien. Pero fracasa; su fracaso queda lamentablemente al descubierto en el clímax. Pero en este fracaso radica la gran promesa de Lillian Hellman como dramaturga. The Children’s Hour ilustra la importancia de un análisis exhaustivo de la conexión entre la escena obligatoria y el clímax. La acción-base es la prueba de la unidad de la obra; el vigoroso avance de la obra y el aumento de la expectación son vitales; pero la concentración del interés en un hecho esperado, no puede servir como un sustituto de la claridad temática que da unidad a la obra. Siempre que el nexo entre la escena obligatoria y el clímax sea débil, o cuando hay una ruptura directa entre ellos, encontramos que la concepción que fundamenta la obra en su conjunto, frustra y niega el movimiento de avance (la actividad física de los personajes). Notas: 1 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship.
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V El clímax Constantemente me he referido al clímax como el punto de control en la unificación del movimiento dramático. He considerado que este aconte-cimiento es el final de la acción, y no he tenido en cuenta la idea de la acción decreciente, donde se concluye el ciclo de los acontecimientos mediante una catástrofe o solución. Por ejemplo, ¿es lógico decir que el suicidio de Hedda es el clímax de Hedda Gabler? Esto parece confundir el clímax con la catástrofe; lejos de ser la idea generalmente aceptada, la creencia de que la escena final es el clímax, está en contradicción con una gran parte de la teoría técnica. Se acostumbra a situar el clímax al comienzo -no al final- del último ciclo de actividad; presumiblemente ocurre al final del segundo acto en una obra de tres actos, y frecuentemente puede identificarse con el acontecimiento que he definido como la escena obligatoria. Es más, parece que soy culpable de ciertas inconsistencias: en The Shining Hour, el suicidio de la esposa ocurre al final del segundo acto; ¿por qué se debe considerar este suicidio el clímax de la obra? Si esto es cierto en el drama de Keith Winter, ¿por qué no lo es igualmente en otras obras? La famosa pirámide de Freytag ha tenido una gran (y desafortunada) influencia en la teoría dramática. Según Freytag, la acción de una pieza teatral está dividida en cinco partes: a. Introducción. b. Ascenso. c. Clímax. d. Retroceso o caída. e. Catástrofe. La acción decreciente incluye «el comienzo de la contra-acción» y «el momento del suspenso final». La acción creciente y la acción decreciente son de igual importancia. «Estas dos partes principales del drama están firme-mente unidas por un punto de la acción que radica directamente en la mitad. La mitad, el clímax de la obra, es estructura; la acción asciende hasta llegar a este punto, y desciende a partir de él.»1 Freytag hace un interesante análisis de la estructura de Romeo y Julieta. Divide la acción creciente en cuatro etapas: 1.- El baile de máscaras. 2.- La escena del jardín. 3.- El matrimonio. 4.- La muerte de Teobaldo. Dice que «la muerte de Teobaldo es el corte más importante que separa el
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conjunto de la acción creciente del clímax». El clímax; nos dice, es el conjunto de escenas que comienza con las palabras de Julieta, «Raudo corred, flamígeros corceles», y se extiende hasta la despedida de Romeo, «Dolor sediento nuestra sangre bebe. ¡Adiós, adiós!» Esto incluye la escena en la que el aya trae a Julieta la noticia de que Teobaldo ha muerto, y la escena en la celda de fray Lorenzo, en la cual Romeo se lamenta «con su llanto ebrio» y el fraile lo reprende: Ve en busca de tu amada cual dijimos, trepa a su alcoba; a consolarla parte.
Después de haber visto a Julieta, Romeo huye a Mantua y aguarda noticias del fraile. Es muy curioso que estas dos escenas puedan ser identificadas como el clímax de la obra. En efecto, ha habido un notable cambio de fortuna en la historia de los amantes, pero este revés ya ha tenido lugar en la escena en la cual Romeo mata a Teobaldo, y el Príncipe pronuncia la sentencia de destierro contra Romeo. Las dos escenas que Freytag llama el clímax, muestran la reacción emocional de los amantes ante lo que ya ha sucedido. Estas dos escenas son relativamente pasivas; no muestran la intensificación de la decisión con que los amantes se enfrentan a las nuevas condiciones; esta intensificación ocurre en la escena que sigue, la separación de los amantes. Lejos de indicar un punto de suprema tensión, las dos escenas realmente son un intermedio, que preparan el avance redoblado de la acción siguiente: la partida de Romeo y los planes para el matrimonio de Julieta con Paris. ¿Cuál es conflicto esencial de Romeo y Julieta? Es la lucha de los dos amantes por la realización de su amor. ¿Puede considerarse la muerte de Teobaldo como el punto culminante de este conflicto? Por el contrario, este acontecimiento introduce un nuevo factor que hace la lucha más difícil. El rumbo inevitable que toma la acción, es hacia la lucha abierta entre Julieta y su familia, el intento de obligarla a casarse con Paris. La muerte de Teobaldo no cambia esta situación; simplemente crea un obstáculo adicional. El hecho de que Romeo sea desterrado y el matrimonio con Paris esté tan próximo, lleva el conflicto a un nuevo nivel. Pero la tensión no se relaja. Aun cuando Romeo lucha con Paris en la tumba de Julieta, el resultado de la acción es incierto. El punto culminante de la concepción de Shakespeare radica en la muerte de los amantes. El hecho de que prefieran morir antes que separarse, es lo que hace su muerte inevitable y le da significación. Normalmente se considera a Romeo y Julieta como un drama de pasión «eterna». Pero esta obra tiene una tesis definida, una tesis que se ha convertido en una parte tan im-portante de nuestros hábitos sociales y modos de pensamiento, que la en-contramos repetida y vulgarizada en miles de obras teatrales y películas: el derecho a amar. En el período isabelino, esta idea expresaba la nueva moralidad y las nuevas relaciones personales de la clase media en ascenso. Para
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cristalizar la idea, los amantes deben ser sometidos a una prueba suprema. Deben superar cada obstáculo, incluso la muerte. La escena de la tumba es el centro de esta idea; es, a la vez, la crisis y la catástrofe. Los libros de texto modernos no aclaran bien los conceptos de clímax y catástrofe. La teoría de la pirámide de lados iguales es tratada con ligereza. Parece existir la idea de que el término «acción decreciente» es equívoco, y que la tensión debe sostenerse hasta los momentos finales de la acción. Brander Matthews representa el movimiento de una obra teatral como una línea constantemente ascendente. Archer reconoce que, en general, el punto culminante de una acción se encuentra cerca de su conclusión: «Algunas veces se supone que el dramaturgo siempre debe hacer concluir su acción dentro de los cinco minutos anteriores a su culminación; pero no encuentro razón suficiente para una regla tan rígida e inflexible.»2 Henry Arthur Jones habla de «clímax ascendentes y acelerados desde el comienzo hasta el final de un esquema coherente». Por otra parte, Archer señala que muchas piezas tienen lo que él describe como un último acto «sin énfasis»; cree que en algunos casos una conclusión de anticlímax es adecuada y efectiva. Menciona al respecto Letty, de Pinero, y expresa que el acto final es obviamente débil, pero «de ellos no se deduce que sea un fallo artístico». Desde luego, debemos admitir que existe una gran diferencia entre énfasis y conmoción. Una crisis dramática no se representa mediante gritos, tiros, o destrozando una pasión. El clímax no es el momento más ruidoso; es el más significativo y, por tanto, el momento de máxima tensión. ¿Puede este momento ir seguido de una acción continuada, de un desenlace, de una catástrofe o de la solución del nudo? Barrett H. Clark dice: El clímax es el punto de un drama en el cual la acción alcanza su culminación, la etapa más crítica de su desarrollo, después del cual relaja la tensión o se resuelve el nudo del drama (...). El público sólo tiene que esperar y ver cómo se le da solución a todo (...). En Hedda Gabler, el clímax ocurre cuando Hedda quema el «niño» de Lovborg, su manuscrito; éste es el punto culminante de esos acontecimientos, o crisis, en su vida, de los cuales Ibsen se ocupa, ya sea en la obra o antes de comenzar ésta. De ahí en adelante sólo vemos efectos; nunca la acción vuelve a elevarse a un punto tan alto. La muerte de Hedda no es más que la solución lógica de lo que ha sucedido antes, y que se anunció desde el primer acto y en los siguientes.3 Pero, toda la acción de Hedda Gabler, desde que se alza el telón por primera vez, es «el resultado lógico de lo que ha sucedido antes». ¿Es cierto (como dice Clark) que la tensión se relaja y que en el cuarto acto «sólo vemos efectos»? En el cuarto acto, el juez Brack trae la noticia de la muerte de Lovborg y la información de que la pistola que le encontraron encima, era la de Hedda. ¿Son estos hechos los resultados de la quema del manuscrito? No. Antes de la quema del manuscrito, Hedda ha engañado a Lovborg acerca de él, y le ha dado la pistola y le ha ordenado que la use. Ésta es la escena obligatoria: desde el comienzo, la acción ha avanzado irresis-tiblemente hacia un
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conflicto abierto entre Hedda y Lovborg. Pero, eviden-temente, Hedda es más fuerte. Gana esta lucha. Esto intensifica su voluntad y amplía las posibilidades de la acción. La quema del libro es una nueva decisión, el comienzo, y no el final, del ciclo del clímax. En el último acto, Hedda enfrenta una combinación nueva y más poderosa de fuerzas. No es el hecho de haber enviado a Lovborg a la muerte lo que la destruye. Es el hecho de que ella misma está atrapada en una red de la que no puede escapar. Es incapaz de salvarse a sí misma a causa de su propio conflicto interno. Lo expresa en el cuarto acto: «¡Oh, lo ridículo y lo indigno cubren como una maldición todo aquello que toco!» Aquí, Hedda está bajo una tensión más profunda y terrible que cuando quema el manuscrito. Si éste no fuera el caso, si la quema del libro (y el envío de Lovborg a la muerte) fuera la culminación de la acción, la obra trataría del remordimiento. Pero no es éste el caso. No hay ni una pizca de remordimiento en la conducta de Hedda. Un estudio de los cuadernos de apuntes de Ibsen, confirma el hecho de que el autor no consideró la quema del libro como la culminación de la acción. Lo asombroso es que parece haber tenido la intención de que fuera Tesman el que arrojara el libro al fuego. ¡Ciertamente sería curioso que Ibsen desconociera hasta tal grado su propia historia de la tragedia de una mujer, que pensara utilizar un clímax en el cual ella no tomara parte! Los cuadernos de apuntes revelan otro aspecto fascinante de esta escena: en una versión anterior, Hedda divide el manuscrito y quema sólo una parte de él; «abre el paquete y separa los papeles blancos de los azules, coloca de nuevo los blancos en la envoltura y conserva los azules sobre su regazo44. Luego, Hedda, abre la puerta de la estufa; al poco rato, arroja uno de los legajos de hojas azules al fuego». Luego arroja el resto de las hojas azules a las llamas. No hay ninguna indicación acerca de qué quería decir Ibsen con las hojas blancas y azules, o de por qué descartó la idea. Pero esto muestra que no consideraba esta situación como la culminación de una crisis emocional intolerable, que sellara la suerte de Hedda. Buscaba ciertos sig-nificados y matices en la escena. Imaginó a su heroína dividiendo el ma-nuscrito y seleccionando deliberadamente ciertas páginas. Hedda Gabler nos muestra una serie de crisis constantemente en ascenso. Hedda lucha por su vida hasta que flaquea bajo la creciente tensión. Dividir el clímax y el desenlace es darle a la obra raíces dualistas y destruir la unidad del plan. Todo conflicto contiene en sí mismo los gérmenes de su solución, la creación de un nuevo balance de fuerzas que conducirá, a su vez, a un futuro conflicto. El punto de máxima tensión es necesariamente el punto en el cual se crea el nuevo balance de fuerzas. Éste es el final del desarrollo de cualquier sistema dado de acontecimientos. El nuevo balance de fuerzas, y los subsiguientes nuevos problemas y conflictos, no están dentro de los objetivos del tema que el dramaturgo ha seleccionado. La idea de continuar la acción más allá de sus objetivos es una violación de los principios de la acción dramática. Si hacemos esto, la solución será pasiva y explicativa, en cuyo caso no tiene valor en términos de acción; para evitar esto, el balance de nuevas fuerzas, deberá incluir nuevos elementos de conflicto: se ponen en juego nuevas fuerzas,
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en cuyo caso el conflicto continuado requerirá un desarrollo que le dé significación, lo cual conducirá a otro clímax; esto implica un tema y una obra diferente. La idea de la «acción decreciente» solamente tiene significación si con-sideramos el sistema de acontecimientos dramáticos como absoluto, como un ordenamiento de emociones separadas de la vida, gobernadas por leyes pro-pias, que parte de una premisa preestablecida. La base de la pirámide de Freytag es la filosofía idealista: la acción asciende del imperativo categórico de leyes éticas y sociales, y desciende en otro punto dentro de la misma línea de conducta. La conclusión puede ser completa, porque los principios de conducta revelados en la conclusión, son absolutos. La acción no requiere extensión social; al final los hilos de la causalidad se unen, y el sistema de acontecimientos se cierra. Éste no puede ser el caso, si aceptamos la declaración de Lessing respecto a que «en la naturaleza todo está relacionado, entrelazado, todo cambia con todo, todo se funde con todo». Es cierto que el dramaturgo, como afirma Lessing «debe tener el poder de establecer límites arbitrarios». Pero el pro-pósito de su arte es alcanzar la máxima extensión dentro de esos límites. Él maneja la materia prima que es la vida. Moldea esta materia prima según su conciencia y voluntad. Pero traiciona su propósito si aísla este material del movimiento de la vida del cual él mismo es parte. Este mo-vimiento es continuo, un movimiento de crisis infinitas, de infinitos cambios de equilibrio. El punto de más alta tensión que el dramaturgo selecciona, es el punto que le es más vital; pero esto no significa que el proceso de la vida se detenga en este punto. Si enfocamos históricamente el drama, encontraremos que la selección del clímax está históricamente condicionada. Por ejemplo, Ibsen vio que la es-tructura de la familia burguesa se estaba resquebrajando y desmoronando en un cierto punto; este punto constituyó la significación final de la situación para él, y necesariamente lo usó como un punto de referencia en sus dramas. Pero la historia avanza; actualmente es evidente que lo que Ibsen consideró como el final de un proceso, no es el final; así tenemos que el desafío de Nora y el suicidio de Hedda parecen mucho menos concluyentes hoy que bajo las condiciones sociales que trató Ibsen. La partida de Nora es histórica, no contemporánea, tal y como Romeo y Julieta en su tumba de mármol son históricos, no contemporáneos. Al final de Tamerlán el grande, de Marlowe, se encuentran estas líneas: «Que el cielo y la tierra se encuentren, y terminen aquí todas las cosas.» Pero todas las cosas no terminan. Todas las cosas están en proceso de crecimiento y solución, de decadencia y renovación. Un conflicto puede incluir tensión ascendente o tensión descendente, pero, puesto que el proceso de la vida es continuo, la tensión descendente es un período de preparación, de germinación de nuevas etapas de conflicto. El principio de que el límite dramático es el límite de la tensión creciente, no implica que el clímax deba ocurrir en un momento preciso en relación con el final de la obra. Es natural hablar del clímax como una cuestión de acción. Esto da la impresión correcta de que está firmemente estructurado y agudamente de-finido. Pero no es
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necesariamente una cuestión de tiempo. Puede ser un acontecimiento complejo; puede combinar varios hilos de acción; puede estar dividido en varias escenas; puede tomar una forma muy abrupta o muy extendida. También es obvio que muchas obras violan el principio de que la acción no puede «descender» o moverse en ninguna dirección más allá del clímax. Generalmente podemos pensar con confianza que la situación final constituye la acción-base, aunque sea evidentemente más débil, en un sentido dramático, que las crisis anteriores. No obstante, en tales casos, también debemos considerar que la falta de un clímax definido surge de la falta de un significado definido, y que el autor puede haber situado mal la acción-base en algún punto anterior de la obra. Una cuestión especial surge en relación con la comedia clásica. En las grandes comedias de Shakespeare y Molière, las complicaciones culminan en una crisis que a veces es seguida por explicaciones formales en las últimas escenas. Estas aclaraciones son de naturaleza puramente mecánica, y no puede haber dudas respecto a que no son dramáticas. No pueden describirse como «acciones descendentes», porque no son acciones. La estructura de la comedia clásica se basa en una serie de enredos cada vez más complicados, pero que contienen el germen de su propia solución. En el punto de mayor com-plicación, se corta el nudo. Éste es el fin del conflicto. La conclusión artificial, la extensa discusión de malentendidos y errores previos, es a veces innecesaria, y siempre resulta indeseable. Afortunadamente, la comedia moderna ha es-capado de este torpe convencionalismo (aunque queden vestigios de él en la farsa y en el drama de misterio). En The Shining Hour, el clímax ocurre en la mitad de la obra y es seguido por una serie de escenas negativas. Uno se ve forzado a considerar el suicidio de la esposa como el límite de la acción: si uno intenta situar el clímax en el acto final, encuentra que cada acontecimiento de este acto conduce de nuevo al suicidio, y realmente forma parte de él. Estos acon-tecimientos son un resumen de lo que ha pasado, como las escenas expli-cativas de las comedias antiguas. No obstante, un clímax que se extienda durante todo un acto, puede ser legítimo. Dodsworth, un drama de Sidney Howard, basado en una novela de Sinclair Lewis, es un ejemplo de ello. Trata la disolución de un matrimonio. Al comienzo, Dodsworth y su esposa parten para Europa, y dejan atrás la exitosa mediocridad de la ciudad industrial de Zenith. Surgen di-ferencias de carácter y puntos de vista. Fran, la esposa neurótica e insatisfecha, busca algo que no puede definir. El detonador de la situación se presenta al final del primer acto: en Londres, Fran tiene un inocente flirteo con Clyde Lockert. Se lo comunica a Dodsworth y a él le resulta divertido; pero ella está asustada; no se siente segura de sí misma. La aventura la obliga a reconsiderar su ajuste al medio, y a tomar la decisión sobre la cual se basa la obra. En el segundo acto, se desarrolla el conflicto entre Fran y su esposo. La tensión psicológica de Fran se pone de manifiesto en un parlamento efectivo: «Tú corres hacia la vejez, Sammy, pero yo no estoy preparada todavía para ser vieja.» Lo manda de regreso a los Estados Unidos, mientras ella se ve envuelta en una seria aventura amorosa. La
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obra gana ímpetu mientras avanza hacia la escena obligatoria: Dodsworth se enfrenta a su esposa y al amante de ésta. Quiere resolver la situación; quiere saber si ella desea el divorcio; establece las condiciones bajo las cuales pueden con-tinuar viviendo juntos. Al principio del tercer acto, Dodsworth está tratando de recuperar a su esposa; pero ella se ve envuelta en otra aventura, esta vez con Kurt von Obersdorf. En esta escena, la tensión se desarrolla al máximo; ella le dice a su esposo que quiere el divorcio para casarse con Kurt, y Dodsworth la deja. Esta separación es realmente el límite de la acción; no obstante, el dramaturgo, con notable maestría técnica, logra extender este acontecimiento a lo largo de cuatro escenas sustanciales. Dodsworth va a Nápoles: conoce a Edith Cortwright, y se convierte en un admirador suyo: en Berlín, la madre de Kurt evita el matrimonio de su hijo con Fran; desesperada, ésta llama a Dodsworth por teléfono, el cual, vacilante, acepta encontrarse con ella y zarpar juntos para Nueva York, aunque está enamorado de Edith. Cuando se encuentra con Fran en el barco, llega a la decisión que se ha hecho inevitable en el transcurso del acto: la deja cuando el buque está a punto de partir. De esta manera, se mantiene el suspenso hasta los últimos cinco segundos de la obra. La separación al final de la obra, es una repetición de la que tiene lugar en la primera escena del último acto. En las escenas intermedias, se introducen dos elementos completamente nuevos: la madre de Kurt y las relaciones entre Dodsworth y Edith Cortwright. Pero, ¿afectan estos elementos al conflicto básico entre Fran y su esposo? No, porque todo lo que concierne realmente a este conflicto, ya ha sido dicho. El hecho de que su amante tenga una madre, le crea a Fran un nuevo problema, pero no afecta su conflicto fundamental con el medio. Indudablemente se enamorará de cual-quier otro hombre del mismo tipo. El hecho de que Dodsworth encuentre otra mujer es conveniente, pero no es el motivo que lo lleva a abandonar a su esposa. La deja porque es imposible que continúen viviendo juntos, lo que resulta absolutamente claro desde la primera escena del tercer acto. Todo el tercer acto pudo haberse comprimido en una sola escena; todos los elementos del acto: la madre de Kurt, el sincero afecto de Edith Cortw-right, la comprensión por parte de Dodsworth de la frivolidad de su esposa, su idea de que permanecer junto a ella y su decisión de dejarla, son aspectos de una sola situación. El autor toma una sola escena de separación y la descompone para mostrar las diferentes cuestiones involucradas y regresa para darle fin. No puede decirse que el método de Howard sea injustificado. La dis-posición del último acto en cinco escenas tiene ciertas ventajas. La forma es más narrativa que dramática, pero se mantiene el suspenso; el hecho de que una nueva historia de amor (con Edith Cortwright) se introduzca casi como una trama separada, le da a la obra cierta sustancia de la cual carecería de otro modo. Por otra parte, el introducir nuevos elementos diluye la tensión final entre marido y mujer; la situación posee menos comprensión y extensión; su separación se convierte en algo más personal y menos significativo. Stevedore, por otra parte, ofrece un ejemplo de un clímax tratado lite-ralmente
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como una cuestión de tiempo. El punto de suprema tensión es el momento en que los trabajadores blancos luchan hombro con hombro con los negros contra la turba de linchadores. Esto eleva la lucha a su más alto nivel y también contiene la solución de esta fase de la lucha. La llegada de los trabajadores blancos se introduce para lograr un impacto melodrámatico al descender el telón. ¿Es este tratamiento del clímax un error? Puesto que el clímax constituye el eje del significado social, es obvio que este significado no puede expresarse con un solo grito triunfal al final de la obra. Los autores no han analizado y desarrollado suficientemente la acción--base. John Gassner5 habla de «la suposición en Stevedore de que la unión de los trabajadores blancos y negros en el Sur es cosa de niños (...). Considero que ésta no es sólo una significación injustificable de un problema, sino que esta deficiencia también afecta las raíces mismas del drama». La excesiva simplificación de la acción-base significa que el sistema de causalidad que a ella conduce no está plenamente desarrollado. Gran parte de la acción de Stevedore consiste en la repetición y la prolongación de la escena obligatoria. La decisión que motiva el conflicto está contenida en la declaración de Lonnie en la tercera escena del primer acto: «Bueno, aquí hay un negro que no está conforme con ser solamente un buen negro.» La fase siguiente de la acción está bien definida; el desafío de Lonnie a los jefes blancos inmediatamente le ocasiona un problema. La escena obli-gatoria, por tanto, está nítidamente perfilada: prevemos que la situación de Lonnie obligará a los trabajadores negros a enfrentarse con el problema: o son esclavos o luchan por sus derechos. Esto, a su vez, conduce a la intensificación de su voluntad y al choque final -la llegada de los tra-bajadores blancos- que es, a la vez, inesperada e inevitable. En esta si-tuación están involucradas fuerzas muy complejas; para poder desarrollar todas las posibilidades del tema, sería necesario dramatizar estas fuerzas complejas en toda su riqueza emocional y social. Pero los dramaturgos han querido enfatizar una fase del problema la cual repiten con reciente intensidad, pero sin desarrollarla. En el primer acto, Lonnie llama directamente a los trabajadores a la lucha: «Dios, ¿cuándo se erguirá el negro? ¿Cuándo se erguirá orgulloso como un hombre?» La exhortación se repite en los mismos términos en el segundo acto, y la reacción de los trabajadores es exactamente la misma. Como el tema se repite, la actividad física también se repite: en la segunda escena del segundo acto, Lonnie está escondido; casi lo atrapan, pero logra escapar. En la siguiente escena -en la cafetería de Binnie-, se esconde de nuevo; casi lo capturan y vuelve a escapar. La situación se repite en la primera escena del tercer acto. Estas escenas repetidas son efectivas porque el tema es penetrante y el significado social, directo. Los dramaturgos también utilizan hábilmente el recurso de aumentar la carga emocional. Por ejemplo, en la primera escena del tercer acto, Ruby se pone histérica y se niega a creer que Lonnie vive aún: «Está muerto... lo mataron... Están tratando de engañarme, eso es lo que pasa.» Su histeria no tiene sentido en el desarrollo de la historia; se produce artificialmente en el momento indicado, para dar valor emocional a la entrada de Lonnie.
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La decisión final de los trabajadores negros de «erguirse y luchar» se produce en el tercer acto. Aquí la escena obligatoria (que ha sido prolongada a lo largo de toda la obra) llega a un punto culminante. Lonnie le dice al predicador que no es éste el momento de pensar en la religión; al cobarde Jim Veal, le manifiesta que no hay alternativas, que no vale la pena huir. Ésta es la escena fuerte, pero su fuerza se diluye por el hecho de que ya se nos ha ofrecido gradualmente. Stevedore es una obra que hace época; le da una nueva nota de vitalidad y honestidad al teatro norteamericano, y explora materiales contemporáneos importantes. No obstante, su estructura revela que los autores no se han liberado por completo de un punto de vista estático. En vez de mostrar el desarrollo a través de la lucha, se muestra la lucha dentro de límites estáticos. La unión de los trabajadores blancos y negros parece fácil, porque es el resultado de fuerzas sociales que no se han concretado y que, por lo tanto, parecen mecánicas. Los personajes resultan poco convincentes y bidimensionales; no vemos el impacto del medio en sus voluntades conscientes. En la obra abundan pequeños detalles reveladores del carácter. Pero la gente no cambia; siguen una línea de conducta predeterminada. Los clímax de dos obras recientes de Elmer Rice ofrecen un valioso índice del desarrollo del dramaturgo. La acción-base de Nosotros, el pueblo no está lograda dramáticamente. La escena presenta una tribuna desde la cual varias personas están pronunciando discursos. Los oradores hacen un lla-mamiento a nuestra conciencia social; Nosotros, el pueblo debemos hacer de nuestro país una tierra de libertad: «Limpiémoslo y pongámoslo en orden para hacer de él un lugar decente donde vivir.» Éste es un llamamiento conmovedor; pero, puesto que no nos muestra ningún principio de acción que corresponda a la afirmación en abstracto, no podemos probar su valor como guía para la acción. El clímax no define el alcance del sistema de acontecimientos, porque no nos permite comprender cómo reaccionarán los personajes de la obra ante este llamamiento. Puesto que no hay tensión, tampoco hay solución. El desarrollo de Nosotros, el pueblo consiste en una serie de escenas que son efectivas como acontecimientos separados, pero éstas son más ilustrativas que progresivas. Puesto que el clímax es la afirmación intelectual de un problema, la pieza consiste en la exposición intelectual de las distintas fases de un problema. Más de las dos terceras partes de la obra pueden con-siderarse con toda propiedad como expositivas. Una y otra vez volvemos al hogar de Davis, de la baja clase media; en la séptima escena, las cosas empeoran para la familia; en la novena escena, se ven obligados a tomar un inquilino, y el banco donde depositaban su dinero ha cerrado; en la undécima escena las cosas están todavía peor. Por fin, en la decimotercera escena, hay una actividad definida, una reacción de las necesidades del medio: se pide al padre que encabece una marcha de desempleados. La decisión de Davis de encabezar la marcha es plausible, porque hemos visto el hambre y la miseria de la familia, pero la decisión carece de profundidad, porque no expone la voluntad consciente del hombre. Y, cuando Davis se vuelve activo, ¡no lo volvemos a ver! El uso de ideas como sustitutos de los acontecimientos se ilustra en la octava
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escena. Steve, el sirviente negro, dice que ha estado leyendo la Utopía moderna, de H. G. Wells, y habla en términos generales de la opresión de los negros. Éste es un incidente menor, pero es un notable ejemplo del método del autor. El negro no tiene valor como persona más allá de su comentario sobre un libro que ha leído. Por otra parte, la acción-base de la otra obra de Rice, El día del juicio, es violenta, abrupta, vital. La estructura de esta pieza también contrasta con la de Nosotros, el pueblo. Lo más significativo acerca de la situación final de El día del juicio es su carácter dual: el gran revolucionario, que se supone muerto, aparece de repente en lo que obviamente se intenta que sea una sala de justicia en la Alemania de Hitler, aunque la pieza se desarrolla en un país ficticio. Al mismo tiempo, el juez liberal mata al dictador. Este doble clímax refleja una contradicción en el punto de vista social de Rice: reconoce la naturaleza mortífera del conflicto en la sala de justicia: comprende que el dirigente de la clase obrera desempeña una parte importante en esta lucha; ve la debilidad de la posición liberal, pero confía plenamente en la habilidad de los liberales para pensar y actuar. Por tanto, introduce al dirigente de la clase obrera como figura dominante, pero al mismo tiempo, el liberal honesto destruye al dictador. Esta contradicción se encuentra presente en toda la obra. Los dos hilos de acción que conducen al doble clímax no se desarrollan claramente. La acción del juez al matar al dictador carece casi por completo de preparación. Este suceso se insinúa durante las deliberaciones de los cinco jueces en el comienzo del tercer acto: Slatarski, el juez liberal, dice: «Caballeros, soy un hombre viejo, más viejo que cualquiera de ustedes... Pero mientras me quede un hálito de vida, continuaré defendiendo mi honor y el honor de mi país.» Esta breve formulación retórica no da ninguna visión del carácter del hombre, ni de la lucha mental que posiblemente lo condujo a la ejecución de tal acto. El enfoque que da Rice a sus materiales es poco claro, y su perspectiva histórica, limitada. Pero mantiene los ojos abiertos, y su obra muestra un desarrollo constante. Sus personajes poseen fuerza de voluntad y son capaces de usarla. La dificultad de El día del juicio radica en el hecho de que Rice todavía es incapaz de ver la historia como un proceso: la visualiza como la obra de individuos, poseedores de integridad, honor y patriotismo en diversos grados. Considera inmutables estas cualidades; el dictador es un hombre «malo», al que se le oponen hombres «buenos». Así la acción está limitada y fuera de foco. La sala de justicia se saca de nuestro mundo y se sitúa en un país imaginario. A los personajes se les da nombres extraños: doctor Panayot Tsankov, Michael Vlora, coronel Jon Sturdza, etcétera. Esto crea un efecto de lejanía artificial: cuando el hermano de Lydia dice que él es de Illinois, se le pregunta: «¿Cuelgan allá a la gente de los árboles, como en Nueva York?» En vez de aproximar a nosotros el drama, el dramaturgo deliberadamente lo aleja. Rice ha sido muy influido por los modos de pensamiento social pre-valecientes. Él enfatiza las cualidades de carácter inmutables; cree que estas cualidades son más fuertes que las fuerzas sociales a las cuales se oponen. Puesto que El día del juicio es un conflicto de cualidades, no ha desarrollado el contexto social. No obstante, El día del juicio tiene una gran vitalidad. No se evita el conflicto;
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más bien hay una sucesión de crisis que son más violentas que lógicas. La falta de preparación, la violencia de la acción, dan la idea de que el autor está tratando de concretar, de precisar un significado que todavía no ha podido unificar y definir. Esto explica el abrupto, pero lógico, vigor del clímax doble. Los clímax de las piezas de Ibsen ilustran la claridad y el vigor ex-traordinarios que pueden concentrarse en el momento final de tensión ex-plosiva. Justamente antes del grito demente de Oswaldo: «Madre, dame el sol», al final de Espectros, la señora Alving había dicho: «Ahora puedes descansar en tu hogar, con tu madre, mi hijo querido. Tendrás todo lo que quieras, igual que cuando eras niño.» El reconocimiento de la locura de Oswaldo que sigue a esto, concentra toda la existencia de la señora Alving a lo que ha dedicado su vida y por lo que está dispuesta a morir- en un momento en que debe tomar una decisión terrible. Los finales de las piezas de Shakespeare tienen una compresión y extensión similares. El magnífico parlamento final de Otelo, examina su vida como un hombre de acción y conduce a su inevitable desenlace: ¡Poco a poco! Una palabra o dos antes que partáis. He rendido algunos servicios al Estado, y lo saben los senadores. Pero no hablemos de esto... Os lo suplico; cuando en vuestras cartas narréis estos desgraciados acontecimientos, hablad de mí tal y como soy; no atenuéis nada, pero no añadáis nada por malicia. Si obráis así, trazaréis entonces el retrato de un hombre que no amó con cordura, sino demasiado bien; de un hombre que no fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto, se dejó llevar hasta las últimas extremidades; de un hombre cuya mano, como la del indio vil, arrojó una perla más preciosa que toda su tribu; de un hombre cuyos ojos vencidos, aunque poco ha-bituados a la moda de las lágrimas, vertieron llanto con tanta abundancia como los árboles de la Arabia su goma medicinal. Pintadme así, y agregad que, una vez en Alepe, donde un malicioso turco en turbante golpeaba a un veneciano e insultaba a la República, agarré de la garganta al perro circunciso y dile muerte..., así. (Se da de puñaladas.) Notas: 1 Obra citada. 2 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship. 3 Clark, A Study of the Modern Drama. 4 Ibsen, obra citada. 5 John Gassner, «A Playreader on Playwrights» en New Theatre, octubre de 1934.
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VI La caracterización La suposición de que el carácter es una entidad independiente que puede proyectarse en alguna forma misteriosa, se ha enraizado en el teatro. El dramaturgo moderno continúa rindiendo homenaje al espíritu excepcional; cree que los acontecimientos en la escena sirven para exponer el ser interior de la gente involucrada, lo cual de alguna manera trasciende la suma de los propios acontecimientos. Lo único que puede ir más allá del sistema de acción escénico, es un sistema más amplio de acontecimientos que se infiere o describe. No sólo está el carácter, como dijo Aristóteles, «subordinado a las acciones», sino que la única forma en que podemos comprender el carácter es mediante las acciones a las cuales está subordinado. Esto explica la necesidad de un contexto social sólido; mientras más completamente se comprenda el medio, más profundamente comprenderemos el carácter. Un carácter aislado sencillamente no es un carácter. W. T. Price dice: «De la única manera que se puede exponer el carácter, es situando a las personas en determinadas relaciones. El carácter por sí solo no es nada, por mucho que se le añada.»1 También se puede señalar que la acción por sí sola tampoco es nada, por mucho que se le añada. Pero el carácter está subordinado a la acción, porque la acción, por muy limitada que sea, representa una suma de «determinadas relaciones», la cual es más amplia que las acciones de cualquier individuo, y determina las acciones individuales. Baker distingue entre acción ilustrativa y acción de la trama. Éste es el problema esencial en relación con la caracterización: ¿Puede la acción ilus-trativa mostrar aspectos del carácter ajenos a la línea principal de desarrollo de la obra? En la escena del muelle, en el primer acto de Stevedore, gran parte de la actividad parece ilustrar más el carácter que hace avanzar la trama: Rag Willians boxea con la sombra de un imaginario oponente; Bobo Williams baila y canta. En Ode to Liberty (adaptada por Sidney Howard de la obra francesa de Michel Duran), encontramos otro caso típico de acción aparen-temente ilustrativa: el final del primer acto muestra al comunista que se esconde en el apartamento de Madeleine, mientras se dispone a arreglar un reloj roto. Un hombre que repara un reloj está realizando un acto. El acto muestra el carácter. Pero el incidente parece aislado. Reparar un reloj no implica necesariamente un conflicto. Tampoco necesariamente sitúa al hombre en unas «determinadas relaciones» con otra gente. Un drama es un esquema que incluye más de un personaje. La conducta de cada personaje, aunque esté solo en escena, aunque su actividad parezca desconectada de los demás acontecimientos, sólo tiene significado en relación con el esquema total de actividad. Cuando el comunista repara el reloj en Ode to Liberty, la significación del acto radica en su relación con el número de personas: se esconde de la policía, está en el
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apartamento de una bella mujer. Su acto, aislado de estas relaciones, realizado como un número de vodevil sin explicación, no tendrá ningún sentido. Pero aún debemos preguntarnos si ese acto es ilus-trativo o progresivo. ¿Avanzaría la trama igual si el hombre no reparara el reloj? Y, si así fuera, ¿es permisible la acción como un detalle de caracterización? Si consideramos el principio de la unidad, es obvio que la acción ilus-trativa como un comentario independiente sobre el carácter, es una violación de la unidad. ¿Cómo puede introducirse algo (por pequeño que sea) «cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto» en relación con toda la estructura? Si esto fuera posible, nos veríamos obligados a desechar la teoría del teatro que se ha venido desarrollando y comenzar de nuevo. Podemos aplicar la prueba de la unidad a cualquier ejemplo de la llamada acción ilustrativa. La reparación del reloj en Ode to Liberty implica una decisión y hace avanzar la acción. El incidente define y cambia la relación del intruso con Madeleine; esto es absolutamente necesario para preparar los aconteci-mientos del segundo acto. Es más, el reloj, como objeto, desempeña un papel importante en la historia; más adelante, Madeleine lo rompe para impedir la partida del comunista. El intento de tratar la caracterización como algo separado de la técnica ha provocado una enorme confusión en la teoría y práctica teatrales. El dramaturgo que sigue el consejo de Galsworthy de tratar que la trama dependa de sus personajes, invariablemente desvirtúa su propio propósito; el material ilustrativo que se introduce para perfilar el carácter, obstruye los personajes; en vez de servir a la caracterización, malamente sirve a la trama. Puesto que el papel de la voluntad consciente y su funcionamiento real en la mecánica de la acción se han analizado exhaustivamente, aquí podemos limitarnos a una breve revisión de las formas más usuales de acción ilus-trativa. Éstas son: 1.- El intento de construir el carácter mediante el uso excesivo de detalles naturalistas. 2.- La utilización de un ambiente histórico o color local sin perspectiva social. 3.- El estilo heroico o declarativo de caracterización. 4.- El uso de los personajes menores como puntos de apoyo, cuya única función es contribuir a la efectividad de uno o varios personajes principales. 5.- La ilustración del carácter exclusivamente en términos de responsa-bilidad social, que omite los otros factores emocionales y ambientales. 6.- El intento de lograr la identificación emocional del público mediante acontecimientos ilustrativos. 1. George Kelly, hábil artesano, trata de dar vida a sus personajes mostrándonos una multiplicidad de detalles que sólo se unifican en términos de la concepción que del carácter tiene el autor. Craig’s Wife, la más interesante de las piezas de Kelly, proyecta un retrato contra un fondo que es observado con el mayor cuidado; pero tanto el
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contexto social como la acción escénica sólo sirven para amontonar detalles informativos no relacio-nados; en vez de aumentar la vitalidad del carácter, los acontecimientos ilustrativos impiden las decisiones y, por tanto, impiden el desarrollo sig-nificativo del individuo. 2. Gold Eagle Guy, de Melvin Levy, es un tipo de obra muy diferente; la acción es vigorosa y muy vívida, pero el contexto social sólo se utiliza como una ornamentación alrededor de la personalidad de Guy Button. Como resultado, las pasiones y deseos del personaje se diluyen; vemos un medio social y vemos un hombre, pero no podemos ver la interacción entre ellos; el carácter es concebido como algo que se visualiza mediante los aconteci-mientos, de la misma manera que vemos las estrellas a través del telescopio. 3. Panic, de Archibal MacLeish, intenta hacer un retrato en escala heroica. Pero aquí, de nuevo, la supuestamente titánica figura del personaje es inefectiva, porque los acontecimientos son ilustrativos y están concebidos como un fondo abstracto para el conflicto volitivo de McGafferty. MacLeish trata directamente con fuerzas sociales contemporáneas. Pero ve estas fuerzas en términos del tiempo y de la eternidad: No somos nosotros quienes te amenazamos. Tu enfermedad es el Tiempo, ¡y su única curación es la muerte! La influencia de la concepción bergsoniana del fluir del tiempo es evi-dente. MacLeish dice que intenta «detener, fijar, hacer expresivo el fluir del mundo». Al mismo tiempo, su insistencia en la voluntad como la salvación final del hombre, es tan enfática como la de Ibsen. En Panic, al igual que en las últimas piezas de Ibsen, la voluntad individual se une a la voluntad universal. MacLeish describe a McGafferty como «un hombre de voluntad; su des-tino en la vida es actuar de acuerdo con su voluntad». Pero las acciones de McGafferty son limitadas y caóticas, y no muestran un propósito cons-tante. Reprende a sus socios en los negocios; pelea con la mujer que ama. Se suicida. Algo ajeno a sí mismo causa su autodestrucción; se ve obligado a morir porque un ciego predice su destrucción. Esto no es el resultado de una lucha de voluntades. El poder del ciego es en sí mismo místico, expresivo del fluir del tiempo. La acción no tiene un principio unificador, porque resulta simplemente ilustrativa del «fluir del mundo». 4. La ley de que la progresión debe surgir de las decisiones de los personajes, se aplica no sólo a las figuras principales sino a todos los personajes subordinados del drama. Descuidar esta ley frecuentemente lleva al dramaturgo a hacer una curiosa distinción entre los personajes principales y los subordinados en su historia: dos o tres figuras centrales se visualizan puramente en términos del carácter y se intenta subordinar la acción a la presentación de lo que se supone que sean las cualidades y emociones de estas figuras centrales. Pero todos los personajes menores se tratan en la forma exactamente opuesta, ya que se utilizan como autómatas, cuyo papel es satisfacer las necesidades de los personajes principales. Un personaje secundario debe desempeñar un papel esencial en la acción; su
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existencia debe estar entretejida en el desarrollo unificado de la pieza. Incluso cuando se trata de unas pocas palabras dichas en una muchedumbre, la efectividad de este parlamento depende de la medida en que el individuo es parte de la acción. Esto significa que éste debe tomar decisiones. Sus decisiones deben afectar el movimiento de la obra; si esto es así, los acon-tecimientos influyen sobre el personaje y lo hacen desarrollarse y cambiar. En Stevedore, los miembros que componen el grupo de negros, están individualizados por el diálogo y los fragmentos de acción. Pero el alcance emocional de éstos es muy limitado. Sus acciones son, hasta cierto punto, ilustrativas. No se puede decir que el desarrollo de la pieza sería inconcebible sin cada uno de los personajes, que la presencia o ausencia de cada uno «produce un efecto» en el resultado final. Por tanto, la acción en conjunto es limitada; si las emociones de los personajes secundarios estuvieran más plenamente exploradas en términos de voluntad, la estructura de la trama tendría una mayor extensión; la vida emocional de los personajes principales sería más profunda y menos unilateral. En The Front Page, Ben Hecht y Charles MacArthur han creado un vívido grupo de periodistas; pero éstos son bidimensionales, porque no están profundamente involucrados en una trama unificada. Por tanto, a pesar de la aparente conmoción, no hay movimiento; los periodistas son simplemente un cuadro en el cual las personas han sido captadas en los actos de maldecir, hacer chistes y reñir. 5. La excesiva simplificación de los personajes que se nota en Stevedore, es un defecto que puede observarse en la mayoría de las obras que tienen temas proletarios. El punto neurálgico del problema es un análisis inadecuado de la voluntad consciente; aunque las fuerzas sociales se observen clara y concretamente, la actividad real de los personajes es ilustrativa de esas fuerzas, porque no logra dramatizar la relación entre el individuo y la totalidad del medio. Black Pit, de Albert Maltz, demuestra que el autor es consciente de este problema y que hace un esfuerzo por alcanzar una mayor profundidad en la caracterización y emoción. Por esta razón, Black Pit es el esfuerzo más importante que se ha hecho en el campo del drama proletario. El drama cuenta la historia de un minero del carbón que traiciona a sus compañeros de trabajo y se convierte en un soplón. La red de causalidad en la cual está atrapado Joe Kovarsky está plenamente presentada; pero los acontecimientos no logran alcanzar todo su significado ni desarrollan una progresión, porque las decisiones que hacen avanzar la acción no están dra-matizadas. La exposición muestra la boda de Joe Kovarsky; inmediatamente se le mete en la cárcel por una acusación cuya causa es su militancia en una huelga. Regresa a su esposa tres años más tarde. Naturalmente, uno se pregunta: ¿cómo ha cambiado? ¿Cómo le ha afectado esta prueba? No hay ninguna indicación de que la prisión haya tenido algún efecto sobre él. Por tanto, no hay preparación para ningún cambio posterior. A lo largo de la obra, Joe es arrastrado por los acontecimientos. Es un hombre débil, pero su debilidad no se agudiza. Incluso un hombre débil llega a un punto en que se ve obligado a tomar una decisión. Este momento en que el hombre débil toma una
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decisión, cuando se ve atrapado por las circunstancias y no puede evitar el realizar un acto, es, tanto dramática como psicológicamente, la clave de la progresión; es, por tanto, también la clave del carácter. Un hombre débil lucha bajo presión, y si no lucha de acuerdo con sus propias fuerzas y a su manera, no hay conflicto. Las dos escenas más importantes de la pieza son la última del primer acto (en la que el superintendente de la mina, por primera vez, logra controlar a Joe), y el final del segundo acto (en que el superintendente lo obliga a decir el nombre del organizador del sindicato). En estos dos mo-mentos decisivos, Joe es pasivo; el autor tiene mucho cuidado en decirnos que el personaje es irresponsable, que no puede enfrentarse a las circuns-tancias. De esta manera, el personaje parece menos real, y las circunstancias, menos inevitables. La acción-base de Black Pit muestra un Joe deshonrado, maldecido por su propio hermano, que abandona a su esposa e hijo. Pero e! alcance de esta situación radica en el enfrentamiento de Joe con el significado de sus propios actos. El reconocimiento de lo que ha hecho, es esencial: este re-conocimiento también debe ser un acto de voluntad, una decisión desgarra-dora que esté determinada por la tensión creciente entre el hombre y el conflicto social en que se ve envuelto. Aunque el carácter de un hombre se esté desintegrando, éste es capaz de comprender intensamente en lo que se ha convertido; quizás éste sea el último acto de voluntad del cual sea capaz. Sin él, se hace difuso el significado social y dramático del drama. El reconocimiento de su hermano no es suficiente. La admisión de Joe de que se «siente morir», tampoco es suficiente. Simplemente admite su falta como un niño pequeño y pregunta a su hermano qué debe hacer: Tony le dice que debe irse. Si Tony es el único que comprende y siente lo que ha pasado, entonces la obra debe tratar de Tony. El hecho de que Joe se separe de su esposa e hijo carece de profundidad trágica, porque aquí, de nuevo, la voluntad consciente tampoco ha funcionado; no sabemos lo que le está ocurriendo a Joe, porque él no toma parte en la decisión. En vez de subrayar el horror del crimen de Joe, esto tiende a mitigarlo. Decirle a un hombre que abandone a su esposa e hijo, a quienes ama, no es ni impresionante ni plausible. Pero hacer que él mismo lo decida, arrancarle esta decisión a una mente destrozada, podría ser vitalmente dramático. 6. Llegamos ahora a la forma más usual y perniciosa de la acción ilustrativa: la sustitución de un desarrollo lógico de la acción por un lla-mamiento sentimental para recabar la comprensión del público. La creencia de que la tarea principal de un dramaturgo es lograr que el público se identifique con los problemas de sus personajes principales (por medios positivos o negativos), es una vulgarización de una genuina verdad psicológica; la participación emocional que une al público con los acontecimientos escénicos, es un aspecto importante de la psicología del público. «De momento -dice Michael Blankfort-2 el público se pone a favor de alguien en la pieza. La identificación es algo más que una actitud com-prensiva con tal o cual personaje; es un “vivir el personaje”, lo que los escritores de estética llaman “empatía”.» El principio de la «empatía» es oscuro, pero no
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puede haber dudas respecto a que la experiencia emocional del público es una especie de identificación. No obstante, el dramaturgo no puede producir esta experiencia mediante un llamamiento a los sentimientos y prejuicios del público. La identificación no sólo significa «más que una actitud comprensiva» sino algo que es esencialmente diferente de ella. Mos-tramos una visión distorsionada del personaje, convencernos de que es bueno con su madre y regala caramelos a los niños pequeños, no nos hace vivir el personaje. La identificación significa compartir el propósito del personaje, no sus virtudes. En El abogado, de Elmer Rice, y en Dodsworth, de Sidney Howard, la insistencia en las cualidades que promueven esta actitud comprensiva le resta vitalidad a los personajes principales. En Dodsworth, las cartas están marcadas para favorecer al esposo y perjudicar a la mujer. Mucho se puede decir en contra de Fran, pero el dramaturgo invariablemente la coloca en una situación desfavorable. Dodsworth es todo bondad y buen carácter, y esto se consigue mediante una actividad que sólo es incidental a la acción. Aún cuando manifiesta mal genio (en la cuarta escena del segundo acto), inmediatamente se muestra su encanto como contrapeso. Se omiten los factores que dan a Fran una excusa para su conducta. Su deseo de vivir, de escaparse de la vejez, pueden ser superficiales y absurdos, pero también son trágicos. Por ejemplo, hay un aspecto sexual en el problema: en la escena final del segundo acto, Fran, en presencia de su amante, le dice a su esposo que él nunca la ha satisfecho plenamente. Así, algo que constituye una justificación de su conducta, se introduce de tal forma que la hace aparecer adicionalmente cruel. Supongamos que su crueldad sea característica. Entonces se le puede exigir al dramaturgo que explore más profundamente las causas de esta crueldad, que nos muestre cómo ella se ha convertido en lo que es. Al hacerlo, nos explicaría y a la vez justificaría al personaje. La unilateralidad de Dodsworth diluye el conflicto y debilita la cons-trucción. La causa inmediata de esto es el intento consciente de obtener una actitud comprensiva del público. Pero la causa más profunda es la creencia del dramaturgo de que las cualidades del carácter son aislables, que el encanto y la bondad pueden sobreimponerse en acciones que no son intrínsecamente encantadoras o buenas. Algunas veces el encanto lo propor-ciona el actor, cuya voluntad y consciencia pueden neutralizar las deficiencias del autor. Generalmente se admite que el problema principal de la caracterización es la progresión. «La queja de que un personaje mantiene la misma actitud a lo largo de toda la obra -dice Archer-, significa que no es un ser humano, sino una simple encarnación de dos o tres características que se muestran plenamente en los primeros diez minutos y luego se repiten como un decimal periódico.»3 Baker señala que «para muchos de los llamados dramaturgos, el lugar favorito para un cambio de carácter, es en los vastos silencios de los en-treactos». Dice Baker: «Para “dominar la situación”, para obtener de ella todas las posibilidades dramáticas que los personajes involucrados puedan ofrecer, un dramaturgo debe estudiar sus personajes hasta que haya descubierto todo el ámbito de sus emociones en la escena.»4 Es innegable que el dramaturgo debe descubrir todo el ámbito de las
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emociones bajo las circunstancias dadas. Esto se aplica no sólo a cada situación, sino a toda la estructura de la obra. Pero si la emoción se visualiza simplemente como una vaga capacidad para sentir que puede poseer el personaje, resulta que ese ámbito será ili-mitado; otra consecuencia es que la emoción proyectada puede ser ilustrativa o poética, y no tener sentido en el desarrollo unificado de la obra. El alcance de la emoción dentro del esquema dramático está limitado por el alcance de los acontecimientos: los personajes logran tener profundidad y progresión en la medida en que tomen y lleven adelante decisiones que tengan un lugar definido en el sistema de acontecimientos, y que conduzcan a la acción-base que unifica el sistema. Notas: 1 Obra citada. 2 New Theatre, noviembre de 1934. 3 Archer, Playmaking, a Manual of Craftsmanship. 4 Obra citada.
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VII El diálogo Lee Simonson, en su entretenido libro The Stage Is Set, se queja de la falta de poesía del teatro moderno. El dramaturgo no logra, dice, hacer sus personajes «incandescentes y luminosos en sus momentos de clímax a causa de su incapacidad o falta de deseos de emplear la intensificación de un lenguaje poético».1 Esto es completamente cierto. Pero uno no puede suponer que esta situación se deba por completo a la perversidad o esterilidad de los dra-maturgos contemporáneos. La atmósfera y la naturaleza del teatro moderno se reflejan en las frases secas y la convencionalidad del diálogo. Los materiales que maneja el teatro de la clase media, son de tal naturaleza que «la intensificación del lenguaje poético» no se ajustaría a su caso. No se puede injertar frutos vivos en un árbol muerto. Si un dramaturgo cree que los ideales de la juventud encuentran su plena expresión en un discurso de una graduación universitaria (en Merrily We Roll Along), uno puede estar casi seguro de que las palabras utilizadas para expresar estos ideales no serán «incandescentes y luminosas». Simonson nota los síntomas de la enfermedad, pero ignora la causa y la curación. También supone que el teatro norteamericano está completamente desprovisto de poesía. Esto dista mucho de la verdad. Sólo necesitamos mencionar los primeros dramas de Eugène O’Neill; la obra de John Dos Passos, Em Jo Basshe, Paul Green, George O’Neil, Dan Tothéroh; Children of Darkness, de Edwin Justus Mayer; Pinwheel, de Francis Edwards Faragoh. Al enfocar la cuestión del estilo en el lenguaje dramático, uno debe dar la debida consideración a lo que ya se ha logrado. Debe entenderse que no nos referimos aquí a la poesía en un sentido estrecho. MacLeish dice sobre el verso libre2 que «como vehículo de expresión contemporánea, es puro anacronismo»3. Maxwell Anderson ha fracasado lamentablemente en su intento de insuflarle vida a las formas del verso isabelino; la obra resultante es dignificada, copiosa y carente de ins-piración. Si han de desarrollarse formas poéticas en el teatro moderno, estas formas deben desarrollarse a partir de la riqueza y fantasía del habla contemporánea. El primer paso en esta dirección es aclarar la naturaleza del diálogo dra-mático. Hay una tendencia general a considerar el lenguaje como un diseño decorativo que sirve para embellecer la acción. En muchas piezas, las palabras y los acontecimientos parecen avanzar paralelamente sin encontrarse jamás. Por muy «decorativas» que puedan ser las palabras, éstas carecen de valor a menos que sirvan para impulsar hacia adelante la acción. El lenguaje es una especie de acción, una comprensión y extensión de la acción. Cuando un hombre habla, realiza un acto. A menudo se dice que la conversación sustituye la acción, pero esto sólo es cierto si consideramos que es una clase de acción más débil, menos peligrosa y más cómoda. Es obvio que el lenguaje requiere esfuerzo físico; proviene de la energía y no de la inercia. El lenguaje ha ampliado enormemente el alcance de la actividad del hombre. De
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hecho, sin él la actividad organizada sería imposible. Mediante la palabra el hombre es capaz de realizar más, de actuar más intensivamente. Esto es elemental, pero nos permite comprender la función de la palabra en el drama. Sirve, como en la vida, para ampliar el alcance de la acción; organiza y extiende lo que la gente hace. También intensifica la acción. La emoción que sentimos en una circunstancia dada surge del alcance y la significación que ésta tenga para nosotros. Somos conscientes de las posi-bilidades y peligros inherentes a esta circunstancia. Evidentemente los animales son incapaces de ninguna emoción significativa, porque no pueden captar el alcance de sus actos. Las crisis que componen un drama brotan de una compleja serie de acontecimientos. El diálogo permite al dramaturgo extender la acción sobre el amplio campo de acontecimientos que constituye la armazón de la obra. La conciencia de estos otros acontecimientos -derivada de la palabra y expresada mediante ella- aumenta la tensión emocional de los personajes, y logra crear una acción concentrada y explosiva. Para alcanzar esta intensidad y amplitud, la riqueza poética es una necesidad. Por esta razón, comencé este capítulo refiriéndome a la poesía. La poesía no es simplemente un atributo del diálogo, que puede estar presente o ausente. Es una cualidad indispensable, si el diálogo va a cumplir su verdadero propósito. El lenguaje expresa el impacto real de los aconte-cimientos: dramatiza fuerzas que no vemos. Para hacer efectivamente esto, para hacer visibles esos otros acontecimientos, se requiere un lenguaje que sea «incandescente». No es cuestión de «belleza» en general, sino de plasmar el color y el sentimiento de la realidad. Un lenguaje genuinamente poético produce una sensación física en el oyente. Las limitaciones estructurales de una obra guardan una estrecha relación con el estilo del diálogo. Por ejemplo, en Stevedore el lenguaje es honesto y vigoroso, pero carece de riqueza; no puede desarrollar la acción lo sufi-ciente. Esto es también un defecto estructural. Las emociones de los per-sonajes, el desarrollo de la historia, también están limitados. Los dramaturgos modernos que han alcanzado cierta calidad poética son aquellos que han intentado darle fundamento y significación social al teatro. Si uno examina la obra de algunos de los autores que he mencionado, encuentra que sus piezas particularmente en el caso de Dos Passos y Basshe- carecen de unidad estructural. A menudo los críticos presumen que hay una oposición natural entre la licencia poética y la prosaica claridad de la «pieza bien hecha». Muchas de las llamadas «piezas bien hechas» no están nada bien hechas, y son tan deficientes en construcción como en lenguaje. Por otra parte, la obra de Dos Passos y de Basshe, a pesar de sus faltas, es tremendamente vital; la narración es difusa, pero alcanza mo-mentos aislados de gran comprensión y extensión. El estilo narrativo refleja la incertidumbre de la acción. En The Garbage Man, Dos Passos trata de dramatizar las fuerzas sociales y económicas del mundo que lo rodea, y termina, literalmente, en el espacio eterno. Estos son los parlamentos finales de la obra: TOM.- ¿Adónde vamos?
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JANE.- A un lugar bien elevado. Donde el viento sea todo blanco. TOM.- Con nada más que el girar del espacio ante nuestros rostros. Uno encuentra, a lo largo de la obra de Dos Passos, el contraste entre su extraordinaria percepción física y su irresuelto misticismo. El final de The Garbage Man es una negación de la realidad; la gente «con nada más que el girar del espacio» ante sus rostros puede tener muy poco significado para nosotros que permanecemos (nos guste o no) entre las visiones, sonidos y olores del mundo visible. Este final incluye el doble esquema de evasión y repetición que ya hemos examinado en tantas piezas modernas: Tom se libera mediante un acto de emoción intuitiva: tamborilea sobre la luna. De esta manera, trasciende su medio y va más allá de la razón; entra en el rutilante mundo del tiempo infinito y del espacio. Al mismo tiempo, encontramos la afirmación de que la vida es una infinita y aburrida repetición. Jane pregunta: «¿Será siempre la misma rutina?». Luego dice: «Pero el desvencijado carrusel de nuestras vidas ha empezado de nuevo, Tom. Estamos juntos sobre el caballo de madera. La vieja pianola está tocando su tonada y las nueve señoras pintadas están marcando el compás. Más, más rápido, Tom. Delante de nosotros el dragón, detrás el cerdito rosado.» Esto ilustra la contradicción entre las metáforas realistas («delante de nosotros el dragón, detrás el cerdito rosado») con las cuales Dos Passos adorna su pensamiento, y el carácter retrospectivo del mismo. De nuevo encontramos esta idea de la repetición en la acción-base de Fortune Heights: Owen y Florence lo han perdido todo; Owen dice: «Lo único que queremos es encontrar la manera de vivir decentemente; vivir tú, yo y el niño. Hacerse rico es el sueño de un loco. Tenemos que encontrar en los Estados Unidos un lugar para nosotros.» Mientras andan por el camino, llega un carro; el corredor de bienes inmuebles «sale de la oficina, y un hombre y una mujer que se parecen mucho a Owen y Florence, pero que no llegan a confundirse con ellos, salen del carro.» Esta idea de la repetición vuelve a aparecer en la acción de Fortune Heights; pero hay muchas escenas en la obra que alcanzan profundidad y penetración, las cuales superan la confusión conceptual e impulsan hacia adelante la acción con desesperada energía. Como resultado de esta contra-dicción, Dos Passos es un dramaturgo cuya obra muestra grandes posibili-dades dramáticas, pero que nunca ha escrito un drama logrado en su to-talidad. El diálogo de Dos Passos logra un valor genuinamente poético al tratar la experiencia real en sus múltiples aspectos: por ejemplo, el viejo vagabundo de Unión Square, en The Garbage Man: Estuve en Athabasco, y en el Klondike, y en Guatemala, y en Yucatán y en lugares de los que nunca supe el nombre. Estuve un año en la playa de Valparaíso, hasta que el terremoto echó abajo la maldita ciudad y recogí frutas en la costa del Atlántico, y manejé una sierra en el río Columbia.
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Resulta innecesario señalar que este parlamento es una extensión de la acción. También lo es cuando el viejo vagabundo habla de «los tipos con dinero que se sientan a comer en cuartos donde todo es suave y de terciopelo y se sientan ahí comiendo faisanes y guisantes franceses y aves de Filadelfia, y lindas jóvenes actrices salen de los pasteles, como pájaros, y bailan todas desnudas alrededor de la mesa.» Las obras de George O’Neil son más áridas y menos exuberantes que las de Dos Passos, pero tienen el mismo conflicto interior. Los parlamentos poseen comprensión y están hermosamente escritos, pero los lastra una gran vaguedad. Por ejemplo, en American Dream: «¿No oyes la tierra? Nunca cesa de moverse... en la oscuridad, al igual que el mar, al igual que nuestros corazones.» O «Aquí hay pan, pero no hay aliento, y ése es el mal del mundo.» También encontramos este juego con el infinito en Basshe. Por ejemplo, en The Centuries: «En tu frente están impresas las memorias que se aferran a la tierra... » o «Tu mente es como un planeta que busca un lugar donde esconderse.» Si el misticismo fuera el único contenido de las obras de estos dra-maturgos, éstas serían tan remotas como los oscuros dramas de Maeterlinck. Pero lo extraordinario de estos autores norteamericanos es que, a pesar de su confusión, poseen un notable conocimiento de la realidad: se esfuerzan por conocer mejor el mundo viviente; luchan contra sus propias limitaciones. Muy frecuentemente se considera la poesía como un obstáculo entre el autor y la realidad, en vez de como una percepción más aguda de ésta. La poesía de Shakespeare se remonta, pero nunca se evade. En años recientes, sólo las piezas de J. M. Synge han logrado alcanzar el turbulento realismo de los isabelinos. Dice Synge: En la escena, debe haber realidad y alegría; y es por eso que ha fracasado el moderno drama intelectual, y por lo que la gente se ha cansado de la falsa alegría de la comedia musical, que se les ha ofrecido en lugar de la pletórica alegría que sólo se encuentra en lo grandioso e indómito de la realidad. En una buena pieza teatral todo parlamento debe tener un sabor tan fuerte como una nuez o una manzana, y tales palabras no las puede escribir el que trabaja entre personas que han cerrado sus labios a la poesía.4 Synge se refiere al colorido lenguaje de los campesinos irlandeses sobre los cuales escribió. ¿Hemos de concluir que la alegría ha muerto y que vivimos «entre personas que han cerrado sus labios a la poesía»? Para cualquiera que haya prestado atención a las cadencias del lenguaje nortea-mericano, esta pregunta es absurda. Dos Passos ha logrado captar con gran éxito lo que es «grandioso e indómito» en la realidad del habla norteamericana. Basshe también ha sabido captar el saber del East Side en The Centuries. Más recientemente, Odets ha encontrado alegría, calor y belleza en el lenguaje norteamericano. El único lenguaje que carece de colorido, es el de la gente que no tiene nada que decir. Aquellas personas cuyo contacto con la realidad es directo y variado deben crear
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un modo de hablar que exprese este contacto. Como el lenguaje surge de los acontecimientos, es lógico que aquellos cuya conversación es trivial saquen una impresión pálida y abstracta de los acon-tecimientos. Entonces, ¿qué hay acerca del mito popular sobre el «hombre de acción fuerte y silencioso»? Tal hombre (de darse el caso) es el dirigente ideal de las clases altas, ya que no está involucrado emocionalmente en los acontecimientos que controla. «Un buen diálogo -dice Baker- debe estar avivado por el sentimiento, debe vibrar con la emoción del interlocutor.»5 La emoción divorciada de la realidad es una emoción inhibida que, consecuentemente, no puede ex-presarse. Freud y otros mantienen que la emoción inhibida encuentra su expresión indirecta en los sueños y las fantasías. Estas fantasías son también una forma de acción. Es concebible que este material pueda utilizarse en la literatura y el drama, por ejemplo, la dramática pesadilla en Ulises, de James Joyce. Sin embargo, cuando analizamos fantasías de este tipo, encon-tramos que lo que las hace inteligibles es aquello que las conecta con la realidad. El sueño de evasión de un individuo puede ser satisfactorio para él, pero su significado social se encuentra en el conocimiento de aquello de lo cual se está evadiendo. Tan pronto se suministra este conocimiento, es-tamos de nuevo en el campo de los acontecimientos conocidos. El teatro debe ocuparse de la emoción que pueda expresarse; la mejor manera de expresar la emoción es por medio de hombres y mujeres que son conscientes de su medio, sin inhibiciones en sus percepciones. En la actualidad el teatro se ocupa principalmente de gentes cuyo interés es escapar de la realidad. Consecuentemente, el lenguaje resulta pobre y carente de vida. Cuando el dramaturgo de la clase media trata de manipular poéticamente los temas místicos o fantásticos, su lenguaje carece de colorido: teme dejarse llevar; está tratando de ocultar el vínculo entre la fantasía y la realidad. En los últimos quince años, el teatro ha hecho un desesperado esfuerzo por hallar materiales que tengan más colorido y un lenguaje más vibrante. Los dramaturgos han descubierto el vivo lenguaje de los soldados, gánsters, jockeys, coristas, boxeadores. El teatro ha ganado mucho con esto, pero el enfoque de este material ha sido limitado y parcial; los dramaturgos han buscado sólo sensación y efectos baratos, jerga y frases de hombres duros, y han encontrado exactamente lo que buscaban. También existe poesía en el lenguaje corriente; surge en los momentos de contacto más profundo con la realidad, momentos «avivados por el sentimiento». Actualmente, en un período de intenso conflicto social, las emociones también son intensas. Estas emociones, que surgen en la lucha diaria, no están inhibidas. Encuentran su expresión en un lenguaje que es heroico y pintoresco. Ciertamente éste no es el mundo de «pletórica alegría» de que habla Synge. Existe exaltación en el conflicto, pero también aguda tristeza. Esto también resulta cierto en las piezas de Synge: Jinetes hacia el mar y The Playboy of the Western World, difícilmente pueden calificarse de obras alegres. Entre la gente «refinada» -que incluye a los dramaturgos «refinados”- parece existir la idea de que todos los trabajadores hablan igual, así como los boxeadores y
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coristas. El lenguaje de los trabajadores y campesinos norteamericanos es muy personal y variado. Fluctúa entre argot repetitivo y momentos de sorprendente belleza. Ningún dramaturgo puede desatender la tarea de captar la riqueza, las posibilidades dramáticas inigualables de este lenguaje. En Panic, MacLeish utiliza la poesía como algo separado de la acción. MacLeish -al igual que Dos Passos y otros- está en pugna con su propio misticismo. Busca el mundo visible con una emoción que ilumina su poesía. Así aunque no es capaz de proyectar el conflicto en términos dramáticos, su poesía es tan dinámica que sirve de sustituto de la acción; tiene una vida propia que es objetivamente real y está separada de las acciones escénicas. En el prólogo de Panic, MacLeish explica que el verso libro (blank verse) es demasiado «espacioso, lento, noble y elevado» para un tema norteamericano; -que nuestras cadencias son «nerviosas, musculares; emotivas, no reflexivas; vívidas, no orgullosas». Consecuentemente, ha desarrollado «un verso -cinco acentos pero de sílabas ilimitadas». En los coros utiliza un verso de tres acentos. El resultado es digno de atención. MacLeish apunta el camino hacia un uso nuevo y más libre de la poesía dramática. El único obstáculo es la barrera -que él mismo ha levantado- entre el lenguaje y la acción. Al discutir la poesía, hemos desatendido las usuales características técnicas del diálogo: claridad, comprensión, naturalidad. ¿Hemos de ignorar el consejo de Baker de que «el principal propósito del diálogo es suministrar claramente la información necesaria»? Esto depende de lo que queramos decir por «información -necesaria». Una información puede suministrarse de manera exacta y concisa mediante la estadística. Pero los hechos que trata una obra de teatro, no son datos estadísticos sino las complejas fuerzas que están detrás de ellos. Baker también habla de la necesidad de la emoción y la información. En efecto, cuando se considera la emoción de un modo abstracto, es ine-vitable que exista una laguna entre la transmisión de los hechos y la expresión de los sentimientos. Esta es la laguna entre la acción y el carácter a la cual ya nos hemos referido. Cuando comprendemos la complejidad y profundidad emocional de la información que debe suministrarse en el diálogo, «las intensificaciones del lenguaje poético» se hacen una necesidad. La plenitud de la realidad debe sintetizarse sin perder colorido ni claridad. Lograr esto requiere un gran don poético. La poesía no es indisciplinada: es una forma de expresión muy precisa. Es el prosaísmo de las últimas piezas de O’Neill lo que las hace prolijas. Las primeras sobre el mar son mucho más poéticas, y también poseen más claridad y concisión. En Peer Gynt, Ibsen evidencia su maestría en el empleo de vuelos poéticos. En las obras de prosa, conscientemente comprime y restringe el lenguaje. El diálogo carece de imágenes vivas y de brillante colorido, porque los personajes son inhibidos y poco imaginativos. Sin embargo, el lenguaje nunca es pobre; el poder de Peer Gynt se manifiesta en todas sus obras: e. g., el intenso significado poético que tiene el grito de Oswaldo cuando pide el sol. Si examinamos los cuadernos de Ibsen, vemos que cuando
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revisaba el texto siempre tenía la intención de agudizar la claridad y, al mismo tiempo, profundizar el significado. En una versión anterior de Casa de muñecas, el diálogo entre Nora y su esposo, cuando ella descubre que él no tiene ninguna intención de sacrificarse para salvarla, es el siguiente: NORA.- ¡Creí tan firmemente que te arruinarías por salvarme! ¡Eso era lo que temía, y por lo que quería morir! HELMER.- Oh, Nora. ¡Nora! NORA.- ¿Y qué resultó? Ningún agradecimiento, ninguna ma-nifestación de sentimiento, ni el más mínimo pensamiento por salvarme. En la versión final, Ibsen hace un cambio notable: NORA.- Era el milagro que esperaba y temía. Y para impedirlo quería morir. HELMER.- Trabajaría por ti día y noche, Nora, pasaría por ti penas y necesidades, pero ningún hombre sacrifica su honor, ni aun por la mujer que ama. NORA.- Millones de mujeres lo han hecho. Es evidente que la revisión ha logrado varias cosas: el conflicto está mejor equilibrado, porque Helmer defiende su punto de vista. En vez de grirar: «Oh, Nora. ¡Nora!», nos dice lo que quiere y lo que cree. La respuesta de Nora, que en la versión anterior es personal y colérica, se convierte en una profunda expresión de emoción; muestra una mayor com-prensión del problema como mujer, lo que amplía el conflicto al incluir el problema de «millones de mujeres». Aunque el lenguaje teatral de Broadway no es poético, a veces muestra una notable habilidad técnica. Alcanza un alto grado de naturalidad y un humor atrevido y efectivo. El diálogo en las obras modernas de Maxwell Anderson es vigoroso, sólido, satírico. Pero cuando Anderson aborda la his-toria, su verso libre (blank verse) se desentiende de la realidad y trata nobles generalidades. En Elizabeth the Queen, Essex dice: El Dios que sondea cielo, tierra e infierno En busca de dos amantes perfectos, puede terminar su búsqueda Contigo y conmigo (...) Esto refleja la concepción que tiene Anderson de la historia; los acon-tecimientos son deslucidos en comparación con los sentimientos de las grandes personalidades. Anderson llega a la conclusión de que los acontecimientos casi no existen. En Mary of Scotland, Elizabeh dice: No es lo que ocurre lo que importa, no, ni siquiera que lo que ocurra sea real
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sino lo que los hombres creen que ha sucedido. Pero cuando Anderson trata temas contemporáneos, encontramos frases como ésta en Both Your Houses: «Desde luego, la pasión ilícita puede haber asomado su bella y despeinada cabeza» o «las muchachas son mucho más frescas en Long Island que allá en la base naval, donde los marineros las andan persiguiendo desde 1812.» La obra de Anderson evidencia las contradicciones internas que ya se han discutido en relación con Dos Passos y MacLeish. Sin embargo, MacLeish y Dos Passos tratan de solucionar la contradicción y, en consecuencia, ofrecen un punto de vista caótico, pero también emocional, del mundo moderno. En Anderson, la escisión es mucho mayor y el conflicto queda oculto. Encuentra una cómoda evasión en el pasado, y se siente satisfecho con «lo que los hombres creen que ha sucedido». Cuando mira el presente, sólo ve la superficie de los acontecimientos; su idealismo lo torna duro y amargado, pero su ironía no es profundamente emocional6. The Front Page es una obra maestra de diálogo desenfrenado. Un reportero pregunta por teléfono: «¿Es cierto, señora, que fue usted víctima de un voyeur?» El diálogo es todo acción: «Ahogados, ¡por Dios! ¡Ahogados en el río! ¡Con su automóvil, sus declaraciones y sus malditos libros de leyes!»... «Dile que te cuente algún día cómo le robamos el estómago de la señora Haggerty... al médico forense.» El fluir de los acontecimientos es asombroso: un automóvil choca contra un coche de policía, y los policías salen «rodando como naranjas». Nace un negrito en el coche de policía. El reverendo J. B. Godolphin demanda a The Examiner por cien mil dólares por haberlo llamado «afeminado». Ciertamente, aquí no falta acción, pero no hay emoción ni unidad. La información transmitida es enorme, pero uno no tiene pruebas de que sea o no necesaria. En vez de mostrarnos la conexión entre los acontecimientos, Hecht y Mac Arthur tratan de impresionarnos con su falta de conexión. La vitalidad de los parlamentos de The Front Page se logra por lo imaginativo e inesperado de los mismos. La técnica empleada es muy especial; los personajes, más que contestarse unos a otros, hablan en oposición entre sí. Se acentúan los contrastes violentos y en varios puntos el texto se embrolla de modo muy efectivo: WOODENSHOES.- ¡Earl Williams está con esta muchacha, Mollie Malloy! ¡Ahí es donde está! HILDY.- Figúrate, mañana a esta hora hubiera sido un caballero. (Entra Diamond Louie.) LOUIE.- ¿Qué? WOODENSHOES.- Ella le mandó muchas rosas, ¿no? HILDY.- ¡Maldición! Al diablo con tus rosas. Dame el dinero, Louie, que estoy apurado. LOUIE.- ¿De qué estás hablando? WOODENSHOES.- Te apuesto a que estoy en lo cierto.
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El mismo método de diálogo se utiliza para expresar la confusión de la burguesía en el drama soviético El tren blindado, de Vsevolod Ivanov. El tío Simón habla de la oficina donde le han prometido un trabajo. La habitación tiene un sismógrafo: SIMON.- Un sismográfo para medir terremotos. Debe haber alguna razón para ello. NIZELAZOV.- Varia, acabo de llegar de la orilla del mar y he estado pensando en ti. Hay dos corchos que las olas están zarandeando y al observarlos pensé que a lo mejor nosotros éramos como ellos. VARIA.- ¡Qué ideas más raras tiene! ¿Todavía no han llegado los decoradores?... Tía Nadia, ¿no han llegado los decora-dores? NADIA.- Vienen hoy. Voy a tapizar todas las paredes con seda china. La importancia de estos dos ejemplos se encuentra en el hecho de que los personajes expresan su voluntad hacia su medio en términos concretos. La confusión proviene de la fijación con que cada uno persigue la posible línea de acción que ocupa su conciencia. Esto también explica la cualidad dramática de las escenas. Un parlamento o grupos de parlamentos es una unidad de acción su-bordinada y adopta la forma de una acción; exposición, acción creciente, choque y clímax. La decisión que motiva la acción puede estar relacionada con un acontecimiento pasado, presente o potencial; pero debe culminar en un momento de choque que exponga la ruptura entre la expectación y el logro real, y que conduzca a una decisión posterior. El primer acto de The Last Mile, de John Wexley, se desarrolla en las celdas de los sentenciados a muerte en una prisión; Walters, en la celda número siete, debe cumplir la pena inmediatamente, mientras que a Red Kirby le quedan treinta y cinco días de vida: KIRBY.- Siete, si me fuera posible hacerlo, te daría la mitad de los días que me quedan y así cada uno tendría diecisiete días y medio. Ojalá pudiera hacerlo. WALTERS.- No me engañas, ¿verdad Red? Este no es el momento. KIRBY.- No, te lo aseguro. Claro que no puedo probártelo. Com-prendo por qué te resulta difícil de creer; pero de todas maneras, lo haría. Sólo quisiera que me fuera posible, porque odio verte ir, Siete. WALTERS.- Ojalá lo pudieras hacer, Red, si no estás jugando conmigo. MAYOR.- No, no está jugando, creo que lo haría. WALTERS.- ¿Todos lo creen? D’AMORO.- Siete, todos creemos que lo dice de verdad. WALTERS.- (Respirando profundamente.) Bueno, muchas gracias, Red. En esta escena la expresión de voluntad es potencial, pero el dramaturgo ha hecho que esta potencialidad sea intensamente conmovedora, porque ha mostrado el esfuerzo de los personajes por alcanzar una realización, algún medio de probar la decisión: la exposición está en la primera declaración de Kirby; la acción creciente se desarrolla a
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partir de la desesperada necesidad de Walters por probar la validez de la oferta. Cuando Walters pregunta: «¿Todos lo creen?”, está probando la decisión en términos de la realidad tal como existe verdaderamente dentro de los estrechos confines de la prisión. Esto reafirma su propia decisión, su actitud ante la proximidad de la muerte. Los problemas técnicos del diálogo son idénticos a los de la continuidad. Las unidades de acción -parlamentos individuales o grupos unificados de parlamentosdeben ser probados en relación con la acción-base de cada unidad; así se puede analizar la decisión y la progresión. La comprensión no sólo se logra por medio de palabras violentas, sino por contrastes súbitos, interrupciones, pausas, momentos de calma inesperada. Por ejemplo, en Nosotros, el pueblo la escena en que Bert y Helen han ido a ver al senador Gregg para pedirle que ayude al hermano de Helen, termina con una conversación banal: BERT.- (A Weeks, el secretario del senador.) ¿Podría decirnos cómo llegar a Mount Vernon? WEEKS.- La verdad es que no puedo, nunca he estado ahí. BERT.- ¿No? WEEKS.- No, pero estoy seguro de que cualquier policía les puede informar. BERT.- Bueno, gracias. Adiós. HELEN.- Adiós. Este mismo método de exposición incompleta se utiliza en Peace on Earth. Al final de la tercera escena, en el primer acto, cuando Owens sale con Mac a investigar la huelga, Jo, su esposa, trata de impedir su partida. En este caso la decisión de Owens es la que fundamentalmente conduce al clímax de la obra: JO.- Pete, óyeme (Él pone sus manos sobres los oídos de ella. Jo se las quita. Él las besa). OWENS.- Hasta luego. JO.- Pete, si te dan un palo, me divorcio. OWENS.- Está bien, no me voy a preocupar por eso. Vamos Mac. Volveré pronto, Josie. MAC.- Nos vemos en la iglesia, Jo. Jo. Nos vemos. Las partes citadas de Nosotros, el pueblo y de Peace on Earth son dra-máticamente efectivas, y el uso del anticlímax repentino está justificado. Pero las dos citas ilustran el prosaísmo del lenguaje teatral norteamericano. No hay ninguna brillantez en el texto. El mismo efecto de súbita calma pudiera haber sido logrado en agudas frases poéticas. Esto no afectaría la naturaleza de las palabras; es más, un poeta trataría de elevar la naturalidad, de reforzar la simplicidad cotidiana que constituye el propósito de estas escenas. Por ejemplo, en Nosotros, el pueblo, el hecho de que Bert y
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Helen quieran ir a Mount Vernon, tiene muchas más posibilidades de compresión y ex-tensión que las que se han indicado. En la escena de Peace on Earth, la frase de Jo, «nos vemos» es un lugar común que no es ni característico ni imaginativo. Para dramatizar este lugar común y desarrollar todas sus posibilidades, y a la vez evitar los peligros que son inherentes a un lugar común, requeriríamos una frase que fuera tan aguda en su simplicidad, que pudiera despertar nuestra piedad y terror. Sin embargo, lo característico de la escena, la afable e intrascendente despedida, se conservaría. Un diálogo sin poesía es un diálogo a medias. El dramaturgo que no es poeta, es sólo un dramaturgo a medias. Notas: 1 Nueva York, 1932. 2 Blank verse en el original: verso no rimado de cinco pies yámbicos, corrientemente utilizado en el drama isabelino. (N. del E.) 3 Introducción a Panic, de Archibald MacLeish, Nueva York, 1935. 4 Prefacio a The Playboy of the Western World, Nueva York, 1907. 5 Obra citada. 6 Anderson ha tratado de resolver esta contradicción en Winterset.
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VIII El público Este capítulo es un epílogo. Durante el transcurso de este libro me he limitado al análisis del proceso de cómo escribir obras teatrales y me he referido pocas veces al proceso de producción. Me ha parecido que mi método requería esta limitación; los problemas de la recepción por parte del público han sido aludidos sólo indirectamente, porque estos problemas van más allá del alcance de la presente investigación. El público es la necesidad final que da propósito y significación a la obra de un dramaturgo. Las leyes por las cuales el dramaturgo crea su obra, están determinadas por el uso que se le dará a la obra. El propósito de un drama es la comunicación: el público desempeña no una parte pasiva sino activa en la vida de la obra. La técnica dramática está diseñada para alcanzar una respuesta máxima. Si un dramaturgo no busca establecer comunicación con otros seres humanos, no tiene por qué estar atado a la unidad o la lógica o a cualquier otro principio, porque está hablando consigo mismo, y está limitado sólo por su reacción ante la propia obra. Las leyes del pensamiento volitivo se aplican tanto al público como al dramaturgo; el público piensa y siente sobre los acontecimientos imaginarios en términos de su propia experiencia, de la misma manera que el dramaturgo ha creado los acontecimientos en términos de su propia experiencia. Pero el público enfoca los acontecimientos desde un ángulo diferente; la obra es la esencia concentrada de la conciencia y voluntad del dramaturgo; él trata de persuadir al público para que comparta su intenso sentimiento respecto al significado de la acción. La identificación no es un puente psíquico a través de las candilejas; la identificación es la aceptación, no sólo de la realidad de la acción, sino de su significado. He preferido analizar el proceso dramático partiendo del dramaturgo; podríamos haber llegado a muchas de las mismas conclusiones partiendo del público. Pero tratar de definir la teoría dramática mediante un análisis de la reacción del público, sería una tarea mucho más difícil, porque implicaría muchos problemas adicionales. Las actitudes y preocupaciones del público al ver una obra son mucho más difíciles de medir que las de un dramaturgo al crearla. En cada momento de la representación, los distintos miembros del público están sujetos a una variedad infinita de influencias contradictorias, que dependen de la arquitectura de la sala teatral, la personalidad de los actores, las personas que los rodean, los informes que han circulado sobre la obra, y otros mil factores que varían de una representación a otra. Todos los factores mencionados son determinantes sociales y psíquicos. El dramaturgo también está sujeto a todos estos factores variables al escribir una obra: indigestión, amor, un accidente automovilístico, un altercado por cuestión de deudas. Todo esto afecta sus relaciones con los materiales que maneja. Pero el resultado, la obra tal como es escrita o puesta en escena, es un objeto relativamente fijo; la puesta en escena implica la labor de muchas personas, además del dramaturgo; la puesta en escena
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nunca es la misma, y cada representación es, hasta cierto punto, un nuevo acontecimiento. Sin embargo, la obra en sí, como concepto unificado, está definida con la suficiente exactitud como para proveer información fidedigna respecto a su función y al proceso mediante el cual fue creada. Los determinantes psíquicos y sociales pueden ser verificados y tabulados. Consideremos el problema de la atención. El grado en que el dramaturgo se ha preocupado por otras cuestiones durante la preparación del drama, puede o no perturbar la unidad de la obra terminada; pero nosotros podemos juzgar el producto de manera precisa como síntesis del pensamiento del dramaturgo, sin preocupamos de los estados de ánimo diarios del autor durante la composición de la obra. Pero las preocupaciones de los miembros individuales del público, el grado hasta el cual su atención se concentra o distrae, determina su participación en los acontecimientos dramáticos. No existe información sobre la cual basar un estudio de la reacción del público bajo condiciones distintas. El grado de que la participación es activa o pasiva, la respuesta a diferentes tipos de estímulo, la interconexión entre las reacciones individuales y de conjunto, la manera en que la respuesta emocional afecta la conducta y hábitos de los espectadores, éstos son pro-blemas sociales y psicológicos sobre los que casi nada se sabe. El profesor Harold Burris-Meyer, del Instituto Tecnológico Stevens, ha llevado a cabo experimentos durante cuatro años para tratar de determinar las reacciones psicológicas producidas por el «uso dramático del sonido con-trolado». Se ha descubierto que la variación de tono e intensidad de un sonido escogido arbitrariamente, puede «estimular reacciones psicológicas tan violentas hasta llegar a ser definitivamente patológicas».1 Tratar de valorar prematuramente la psicología del público, sin la base científica necesaria, probablemente nos conduciría a presuponer que el con-tacto entre el público y el escenario se establece desde lo alto, como la comunión en la iglesia. La mayor parte de las teorías sobre el arte dramático comienzan diciendo que el público es el factor dominante. Después de haber establecido esta verdad -tan evidente que no necesita demostración-, con frecuencia el teórico no puede seguir adelante: como no ha investigado al público, lo acepta como algo absoluto; se imagina un público único e inmutable al que se le debe aceptar y temer, al que se debe rogar, halagar o engatusar. Esto conduce a una vulgar comercialización o a un esteticismo extremo. «Es un hecho indiscutible -escribió Francisque Sarcey- que una obra dramática, cualquiera que sea, tiene el propósito de ser escuchada por un número de personas que forman un público, y esto constituye la esencia del drama, la condición necesaria a su existencia.»2 El énfasis de Sarcey sobre el público lo llevó a desarrollar la teoría de la escena obligatoria, que se relaciona muy especialmente con la cuestión de la psicología del público. Pero como Sarcey consideraba el público parisino de los años 1870 y 1880 como la imagen perfecta de un público absoluto, aceptó a Scribe y a Sardou como dramaturgos absolutos. La crítica moderna ha seguido a Sarcey en la aceptación categórica del público y en la consecuente negación de los valores dramáticos.
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Gordon Craig va al extremo opuesto y quiere ignorar por completo al público: Dejemos que el significado de la palabra belleza se haga sentir de manera definitiva en el teatro, y entonces podremos decir que el día del despertar del teatro está cercano. Una vez que la palabra efectivo se borre de nuestros labios, estaremos prestos a pronunciar la palabra belleza. Cuando hablamos de lo efectivo en el teatro queremos decir algo que se haga sentir más allá de las candilejas.3 Aquí tenemos, resumida, toda la historia del esteta en el campo teatral: comienza con la belleza y termina -aunque esto no sea su intención ni deseo- sin un público. H. Granville-Barker se acerca más a la esencia del asunto, porque re-conoce la función social del drama. Su libro, The Exemplary Theatre es una de las pocas obras modernas que considera el «drama como un microcosmos de la sociedad»: «El arte dramático, plenamente desarrollado en la forma de una obra actuada, plasma -desde luego, en términos imaginativos, de una manera incompleta y preconcebida que utiliza mucho el énfasis y la supresión, pero que siempre presenta un medio humano auténticono la autorrea-lización de un individuo, sino de una sociedad.»4 Esto indica una com-prensión de cómo funciona el público: «Si el público es una parte integrante de la representación de una obra, evidentemente sus características y su constitución resultan importantes. Una tarea vital de cualquier teatro es la de convertir una multitud casual que meramente paga su entrada, en per-sonas con una actitud sensitiva, juiciosa y crítica.» Por tanto, el público es un factor variable, pero como desempeña un papel en la obra, se debe considerar su composición. El dramaturgo no sólo debe interesarse por la opinión del público sino también por su unidad y composición. El hecho de estar claro respecto al público, conduce a Granville-Barker a una comprensión de su carácter de clase. Como él es un representante de la clase media, considera el teatro como parte de la maquinaria de la democracia capitalista, el cual desempeña un papel similar al de «la prensa, el púlpito, la política; hay fuerzas que éstos no pueden movilizar y el teatro sí». Ya que el teatro desempeña funciones tan responsables, este autor cree que en la selección del público debe mantenerse estrictamente la división de clase: «Evidentemente, existe una distinción social sobre la cual debe descansar el buen teatro: sólo puede apelar a la clase acomodada.» No podemos considerar el público sin atender a su composición social: ésta determina su reacción y el grado de unificación de la misma. El interés del dramaturgo por su público no es sólo comercial, sino creativo: la unidad que busca sólo puede lograrse a través de la colaboración de un público que sea, al mismo tiempo, unificado y creador. A principios de los años veinte, los espíritus más rebeldes en el teatro hablaban de derrumbar las paredes de las salas de teatro; los viejos con-vencionalismos del drama de salón debían destruirse; el drama debía crearse de nuevo, a imagen y semejanza del mundo real. Estas declaraciones fueron de vital importancia, pero los que trataron de
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llevar a cabo esta tarea, solamente poseían un concepto emocional y confuso de ese mundo real del que hablaban. Lograron resquebrajar las paredes de las salas teatrales y por esa grieta pudimos atisbar la brillantez y las maravillas de lo que había más allá. Este fue el comienzo: el artista serio que podía atisbar el mundo libre, sabía, como Ibsen en 1866, que debía «vivir lo que hasta ahora había soñado», que debía dejar la neblina de los sueños y ver la realidad «con toda lucidez». Esto no podía lograrse seleccionando retazos de la realidad, o agrupando dramáticamente impresiones fragmentarias. Como el drama se basa en la unidad y la lógica, el artista debe comprender la unidad y la lógica de los acontecimientos. Esta es una tarea muy difícil, pero también es una tarea muy estimulante: porque el mundo real que busca el artista, es también el público con que sueña. El artista que siga el consejo de Emerson de buscar «belleza y santidad en hechos nuevos y necesarios, en el campo y en los caminos, en el taller y en la fábrica», encontrará que los hombres y mujeres que constituyen los materiales del drama, son los hombres y mujeres que exigen un teatro creador en el que ellos puedan desempeñar un papel activo. Un teatro vivo es un teatro del pueblo. Notas: 1 New York Times, 30 de abril de 1935. 2 Sarcey, Una teoría sobre el teatro (título traducido de una edición norteamericana: A Theory of the Theatre, Nueva York, 1916). 3 Obra citada. 4 H. Granville, The Exemplary Theatre, Londres, 1922.
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Índice de nombres A ANDERSON, MAXWELL ANDERSON, ROBERT ANDREIEV, LEÓNIDAS ANOUILH, JEAN ANTOINE, ANDRÉ APPIA, ADOLPHE ARCHER, WILLIAM ARETINO, PIETRO ARIOSTO, LODOVICO ARISTÓFANES ARISTÓTELES ARNOLD, BENEDICT ARTAUD, ANTONIN ATKINSON, BROOKS ATLAS, LEOPOLD AUGIER, EMILE B BACON, FRANCIS BACON, ROGER BAKER, GEORGE PIERCE BAKER, ELIZABETH BALZAC, HONORÉ DE BARRlE, JAMES BARRY, PHILIP BASSHE, EM JO BATTAILLE, HENRY BEACH, JOSEPH WARREN BEAUMARCHAIS, PIERRE-AUGUSTIN CARON BECKETT, SAMUEL BECQUE, HENRI BEHRMAN, S. N. BENTLEY, ERIC BERGSON, HENRY BERKELEY, GEORGE BERNARD, CLAUDE BERNARD DE CLAIRVAUX BERNSTEIN, HENRI
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BESSIE, ALVAH BIBERMAN, HERBERT J. BISMARK, OTTO BLANKFORT, MICHAEL BOILEAU-DESPRÉAUX, NICOLAS BRACKETT, CHARLES BRANDES, GEORG BRECHT, BERTOLT BRIEUX, EUGÈNE BRILL, A. A. BRUNETIÈRE, FERDINAND BRUSTEIN, ROBERT BURRIS-MEYER, HAROLD BUTLER, SAMUEL BYRON, LORD C CALDERÓN DE LA BARCA CAMUS, ALBERT CARLOS II (INGLATERRA) CARLYLE, THOMAS CASPARI, THEODOR CASTELVETRO, LODOVICO CERVANTES y SAAVEDRA, MIGUEL DE CHATFIELD-TAYLOR, H. C. CHAYEFSKY, PADDY CHEJOV, ANTON CHENEY, SHELDON CHIKAMATSU CHILDRESS, ALICE CLARK, BARRET H. CLURMAN, HAROLD COLE, LESTER COLERIDGE, SAMUEL TAYLOR COLLINS, RICHARD COMTE, AUGUSTE CONGREVE, WILLIAM CORNEILLE, PIERRE COWARD, NOEL CRAIG, EDWARD GORDON CRAVEN, FRANK CROMWELL, O.
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CUMMINGS, E. E. CURIEL, FRANÇOIS DE D DANTE ALIGHIERI DARWIN, CHARLES DE KRUIF, PAUL H. DE MILLE, CECIL B. DESCARTES, RENÉ DEWEY, JOHN DIDEROT, DENIS DIETERLE, WILLIAM DMYTRYK, EDWARD DOS PASSOS, JOHN DREYFUSS DRYDEN, JOHN DUMAS, A. (HIJO) DURAN, MICHAEL DÜRRENMATT, FRIEDRICH E EISENHOWER, DWIGHT EISENSTEIN, S. N. ELIOT, T. S. EMERSON, RALPH WALDO ENFANTIN, BARTHELEMY ENGELS, FEDERICO ERVINE, SAINT JOHN ESQUILO ETHEREDGE, GEORGE EURÍPIDES F FARAGOH, FRANCIS EDWARDS FARQUHAR, GEORGE FARRELL, JAMES FAULKNER, WILLIAM FEDERICO EL GRANDE (PRUSIA) FEDERICO GUILLERMO III (PRUSIA) FERGUSSON, FRANCIS FIELDING, HENRY FLANAGAN, HALLIE
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FREUD, SIGMUND FREYTAG, GUSTAV FRAY, CHRISTOPHER G GALSWORTHY, JOHN GASSNER, JOHN GENET, JEAN GIRAUDOUX, JEAN GODWIN, WILLIAM GOETHE, W. GOLDONI, CARLO GOLDSMITH, OLIVER GORELIK, MORDECAI GORKI, MÁXIMO GOSSE, EDMUND GOURMONT, REMY DE GOZZI, CARLO GRANVILLE-BARKER, H. GREEN, PAUL GREENE, MAXINE GRESSET, J. B. GUBERN, ROMÁN H HAMILTON, CLAYTON HAMMETT, DASHIELL HANSBERRY, LORRAINE HART, MOSS HARVEY, WILLIAM HASENCLEVER, WALTER HAUPTMANN, GERHART HECHT, BEN HEGEL, GEORG HEINE, H. HELLMAN, LILLIAN HELVECIO, C. A. HERDER, J. G. HERVIEU, PAUL HEYWOOD, JOHN HILDEGARD DE BINGEN HITLER, ADOLF
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HOBBES, THOMAS HOLBACH, BARÓN DE HORACIO HOUGHTON, STAMLEY HOWARD, BRONSON HOWARD, SIDNEY HUGHES, LANGSTON HUGO DE SAINT-VICTOR HUGO, VICTOR HUMBOLT, CHARLES HUME, DAVID HURWITZ, LEO I IBSEN, H. INGE, WILLIAM IONESCO, EUGÈNE IVANOV, VSEVOLOD J JAMES, WILLIAM JONES, HENRY ARTHUR JONSON, BEN JOSEPHSEN, MATHEWS JOYCE, JAMES K KAHN, GORDON KANT, E. KAUFMAN, GEORGE KAZAN, E. KEATS, JOHN KELLY, GEORGE KLINE, HERBERT KOSCH, HOWARD KROWS, ARTHUR EDWIN KRUTCH, JOSEPH WOOD L LAMARCK, J. LARDNER, Jr. LAWSON, HOWARD
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LEGOUVE, E. LEIBNITZ, G. W. VON LESAGE, A. R. LESSING, G. E. LEVY, MELVIN LEWIS, SINCLAIR LEWISOHN, LUDWIG LILLO, GEORGE LOCKE, JOHN LOPE DE VEGA LUIS FELIPE (FRANCIA) LUIS XIV (FRANCIA) LUIS XVI (FRANCIA) M MACARTHUR, CHARLES MACLEISH, ARCHIBALD MAETERLINCK, MAURICE MALLARMÉ, STEPHANE MALTZ, ALBERT MAQUIAVELO, NICOLÁS MARGOLIN, S. MARLOWE, CHRISTOPHER MARVIN, WALTER T. MARX, CARLOS MASEFIELD, JOHN MATTHEWS, BRANDER MAUPASSANT, GUY DE MAYER, EDWIN JUSTUS MAYFIELD, JULIAN MCCARTHY, MARY MACCLINTIC, GUTHRIE MEI LAN-FANG MEREDITH, GEORGE MIELZINER, JO MILESTONE, LEWIS MILLER, ANNA IRENE MILLER, ARTHUR MITCHELL, ROY MOLIÈRE MONTESQUIEU MOSES, MONTROSE
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MURRAY, GILBERT MUSSET, A. DE N NAPOLEÓN III NATHAN, GEORGE JEAN NEWTON, ISAAC NICOLL, ALLARDYCE NIETZSCHE, FEDERICO NOVALIS O O’CASEY, SEAN ODETS, CLIFFORD O’NEIL, GEORGE O’NEILL, EUGENE ORNITZ, SAMUEL OSBORNE, JOHN P PARETO, VILFREDO PARKER, DOROTHY PARKS, LARRY PAVLOV, I. P. PETERS, PAUL PHELPS, W. L. PHILLIPS, STEPHEN PICHEL, IRVING PINERO, SIR ARTHUR PLATÓN PLEJÁNOV, GEORGI POLLARD, A. W. POLTI, GEORGE PRICE, W. T. PROUST, MARCEL PROZOR PUDOVKIN, V. I. R RACINE, JEAN RAPHAELSON, SAMSON RICE, ELMER
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RILEY, LAWRENCE ROBINSON, ROBERT ROOSEVELT, F. D. ROSSEN, ROBERT ROUSSEAU, J. J. RUSSEL, BERTRAND S SAINT-EVREMOND SAINT SIMON, CONDE DE SAINT-VICTOR, HUGO DE SALT, WALDO SAND, GEORGE SANTA TERESA SARCEY, FRANCISQUE SARDOU, VICTORIEN SAROYAN, WILLIAM SARTRE, JEAN-PAUL SCHELLlNG, F. W. SCHILLER, F. SCHLEGEL, A. SCHOPENHAUER, A. SCOTT, ADRIAN SCRIBE, EUGÈNE SHAKESPEARE, W. SHAW, GEORGE BERNARD SHELLEY, MARY SHELLEY, P. B. SHERWOOD, ROBERT SIDNEY, SIR PHILIP SIFTON, CLAIRE SIFTON, PAUL SIMONSON, LEE SINCLAIR, UPTON SKLAR, GEORGE SMITH, ADAM SMOLLETT, TOBÍAS SÓFOCLES SPENCER, HERBERT SPENGLER, OSWALD SPINOZA, B. STANISLAVSKI, K.
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STRAND, PAUL STRINDBERG, AUGUST STUART, DONALD CLIVE STURGES, PRESTON SYMONDS, JOHN ADDINGTON SYNGE, J. M. T TAILLE, JEAN DE LA TAINE, H. TAYLOR, H. O. TERENCIO TESPIS THOMAS, A. E. THORNDIKE, ASHLEY H. TOLLER, ERNST TOLSTOI, LEÓN TOTHEROH, DAN TRUMBO, DALTON TYL EULENSPIEGEL V VAKHTANGOV, E. B. VALLA, GIORGIO VOLTAIRE, (F. M. AROUET) VON WIEGAND, CHARMION W WARD, THEODORE WASHINGTON, GEORGE WATSON, JOHN B. WEBB, SIDNEY WEDEKIND, FRANK WELLS, H. G. WEXLEY, JOHN WHITEHEAD, ALFRED NORTH WILDE, PERCIVAL WILLETT, JOHN WILLIAMS, TENNESSEE WINTER, KEITH WOLF, FRIEDRICH WOLFE, THOMAS
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WUNDT, WILHELM WYCHERLEY, WILLIAM Y YOUNG, STARK Z ZAKHAVA, V. ZOLA, ÉMILE
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ÍNDICE Un norteamericano ejemplar, por Juan Antonio Hormigón Introducción PRIMERA PARTE. Historia del pensamiento dramático I. Aristóteles II. El Renacimiento III. El siglo XVIII IV. El siglo XIX V. Ibsen SEGUNDA PARTE. El teatro actual I. Voluntad consciente y necesidad social II. Dualismo del pensamiento moderno III. George Bernard Shaw IV. Tendencias críticas y técnicas V. Eugene O’Neill VI. La técnica de la obra teatral moderna TERCERA PARTE. La estructura dramática I. La ley del conflicto II. La acción dramática III. La unidad en función del clímax IV. El proceso de selección V. El contexto social CUARTA PARTE. La composición dramática I. La continuidad II. La exposición III. La progresión IV. La escena obligatoria V. El clímax
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VI. La caracterización VII. El diálogo VIII. El público ÍNDICE DE NOMBRES Índice Publicaciones de la ADE
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PUBLICACIONES DE LA ASOCIACIÓN DE DIRECTORES DE ESCENA www.adeteatro.com Últimos títulos publicados Serie: «Literatura dramática» Nº 77 “EL PADRE DE FAMILIA”, y “DE LA POESÍA DRAMÁTICA” de Denis Diderot. Edición de Francisco Lafarga Nº 78 “TEATRO FINLANDÉS PARA NIÑOS Y JÓVENES” El niño encogido, de Anna Krogerus Salvaré a Mamá, de Markku Hoikkala y Otso Kautto Peligro de explosión de Elisa Salo El país de los suennios de Melina Voipio (Traducciones de Luisa Gutiérrez Ruiz y Eila Kautto) Nº 79 “LA JOVEN INDIA” y “EL MERCADER DE ESMIRNA” de Nicolas de Chamfort. Edición de Lydia Vázquez Nº 80 TEATRO LIBERTINO FRANCÉS. «LA MUERTE DE AGRIPINA» de Cyrano de Bergerac. «FRANQUEZA Y TRAICIÓN» de Donatien Alphonse François de Sade. Edición de Lydia Vázquez. Serie: «Literatura dramática iberoamericana» Nº 62 “BAILE DE HUESOS” de Elena Belmonte. (Premio «Lázaro Carreter», 2010) Nº 63 “LA SUCURSAL” y “ÉL FÉMUR Y EL ANTROPOIDE” de Isaac Cuende Nº 64 “LA CAÑA Y EL TABACO” de Concha Méndez. Edición de Margherita Bernard Nº 65 “TRAS LA PUERTA” de Diana I. Luque. (Premio «Ricardo López Aranda», 2011) Serie: «Premios Lope de Vega» Nº 17 “LOS DESPOJOS DEL INVICTO SEÑOR”, de Lorenzo Fernández Carranza. “LA SANGRE DEL TIEMPO”, de Ángel García Pintado. Edición de Carmen Márquez Montes Nº 18 “EDERRA”, de Ignacio Amestoy. “EL ÁLBUM FAMILIAR”, de José Luis Alonso de Santos. Edición de Eduardo Pérez-Rasilla y Guadalupe Soria Tomás Nº 19 “HAY QUE DESHACER LA CASA”, de Sebastián Junyent. “TRISTE
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ANIMAL”, de Javier Maqua. “EL EQUIPO FEMENINO DE LA CALLE ONCE”, de David Barbero. Edición de Inmaculada López Silva Nº 20 “HÁBLAME DE HERBERT” y “DE PIEL DORADA”, de Elicio Dombriz. Edición de Irene Aragón González Nº 22 “LA FELICIDAD DE LA PIEDRA”, de Alberto Miralles. “LOS BRUJOS DE ZUGARRAMURDI”, de Fernando Doménech. Edición de José Gabriel LópezAntuñano Serie: «Debate» Nº 14 “LOS PUNTOS DE VISTA ESCÉNICOS.” de Anne Bogart. Edición española de Abraham Celaya Nº 15 “LECCIONES DE DIRECCIÓN ESCÉNICA (1918-1919)” de V. E. Meyerhold. Edición española de Jorge Saura Nº 16 “EL NATURALISMO EN EL TEATRO” de Émile Zola. Edición de Rosa de Diego Nº 17 “LA PROFESIÓN DEL DRAMATURGISTA”. Edición de Juan Antonio Hormigón Nº 18 “MORATÍN Y GOYA” de René Andioc. Edición de Annie Andioc Nº 19 “EL LEGADO DE BRECHT” de Juan Antonio Hormigón Serie: «Teoría y práctica del teatro» Nº 31 “ISIDORO MÁIQUEZ Y EL TEATRO DE SU TIEMPO” de Emilio Cotarelo y Mori. Estudio preliminar de Joaquín Álvarez Barrientos Nº 32 “LOS ARBITRIOS DE LA ILUSIÓN: LOS TEATROS DEL SIGLO XIX” de Juan P. Arregui Nº 33 “DEL ARTE DEL TEATRO” y “HACIA UN NUEVO TEATRO” (ESCRITOS SOBRE TEATRO I) de Edward Gordon Craig. Edición de Manuel F. Vieites Nº 34 “UN TEATRO VIVO” “EL TEATRO EN MARCHA”y “ESCENA” (ESCRITOS SOBRE TEATRO II) de Edward Gordon Craig. Edición de Manuel F. Vieites Nº 35 “RE-VISIÓN DEL ESPERPENTO” de Rodolfo Cardona y Anthony N. Zahareas Serie: «Laberinto de Fortuna» Nº 1 “LAS COLUMNAS DE HÉRCULES” de Luis Araquistain. Estudio preliminar de Jesús Rubio Jiménez. Nº 2 “UN OTOÑO EN VENECIA” de Juan Antonio Hormigón. Prólogo de René Andioc
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Nº 3 “LA MIMÓGRAFA” de N. E. Rétif de la Bretonne. Edición de Lydia Vázquez. Nº 4 “POESÍA ROMÁNTICA INGLESA. ANTOLOGÍA BILINGÜE”. Edición de Antonio Ballesteros González.