El Cometa Y El Filosofo

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Manuel Benavídes Lucas

MANUEL BENAVIDES LUCAS

El cometa y el filósofo. Vida y obra de Pierre Bayle

FONDO DE CULTURA ECONOMICA MEXICO-MADR1D-BUENOS AIRES

Primera edición, 1987

D.R. © 1987 FONDO DE CULTURA ECONOMICA Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F. Vía de los Poblados (Edif. Indubuilding-Goico, 4.° - 15). 28033 Madrid. Diseño de la colección: l/'onlino Garría Navarro I.S.B.N.: 84-375-0265-9 Depósito Legal: M-30.298-1987 Impreso en España

I

EXILIADO, REFUGIADO Y RELAPSO

1 Del signo al garabato

Pierre Bayle barrió de los cielos el último vestigio del juego de los dioses. Si la naciente astronomía había desacralizado a aquéllos eli­ minando las esferas aristotélicas y reduciendo los astros a masas de materia no distinta de la de la tierra, Bayle, a su vez, reduce los últimos signos de la divina escritura aún presentes en los cie­ los —los cometas— a simples garabatos. No son éstos signos de na­ da; sus largas colas no son los trazos de la escritura de un dios que anuncia o previene. Para demostrarlo se vale de la física cartesia­ na; según los principios de ésta, los átomos que desprenden los co­ metas en su remolino no pueden alcanzar a la tierra. A los argu­ mentos físicos se suman los lógicos y los históricos. Pretender que los cometas son signos de desgracias o de venturas conduce a con­ tradicciones flagrantes. La inmensa erudición histórica de Bayle se comprime en una frase lapidaria: hay cometas sin desgracias y desgracias sin cometas. Si no son signos de nada, y, por otra parte, no siguen las leyes astronómicas, los cometas no son sino garabatos en un cielo que con ellos no canta ya la gloria de Dios. Pero Dios no podía desaparecer del corazón de aquel piadoso artesano de la pluma, hijo de un pastor hugonote. Si el orden de los cielos no le canta más, el orden de la conciencia moral toma el relevo de su acomodo. Como más tarde hará Kant, la razón prác­ tica, el inflexible dictamen de la conciencia moral, ocupará el tro­ no vate de la impotente razón pura. Cierto que ese orden no posee la universalidad del imperativo kantiano, y aparece tamizado por 9

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el temperamento, la educación y los hábitos de las personas. Pero, por encima de sus diferencias, el hombre que cierra el siglo de la ilustración y el que lo abre se dan la mano en un concierto de lu­ ces celestes: Bayle, a propósito de un cometa en el que se extingue el carácter divino de los astros; Kant, a propósito del universo newtoniano que se resuelve en pura legalidad inmanente. Una antino­ mia histórica anula para el francés la capacidad significante del cometa; una antinomia de la razón pura hace añicos para el ale­ mán el argumento cosmológico para demostrar la existencia de Dios; uno y otro desposeen al universo del carácter de epifanía de Dios, y lo hacen así negando al mundo una finalidad transparente. Bay­ le había aprendido de su maestro Montaigne —y, a través de éste, de Raimundo Sabunde— que las criaturas no están necesariamen­ te ordenadas al hombre. Con la fábula de la ciudad de los merca­ deres (véase el final del epígrafe 3 de la II parte) sugiere que si en un principio Dios creó el mundo con vistas al hombre, poste­ riormente le dotó de otros fines que permanecen ocultos para no­ sotros. Los hombres fueron para Dios simple ocasión del acto crea­ tivo; pero Dios no se ata a sus ocasiones. Resultaba válido para él el argumento —que esgrimirá contra los seguidores de la doctrina de Estratón, según la cual, la naturaleza ordenada no necesita de una inteligencia ordenadora— de que la existencia de un orden exige una causa inteligente. Pero el argumento se desvanecía ante la ex­ periencia del mal, ante la insensatez de la historia, ante la corrup­ ción del corazón humano. Según Kant —no menos piadoso que Bayle— la idea trascendental de Dios como inteligencia suprema y causa del universo nos lleva a pensar la naturaleza como una uni­ dad sistemática de fines. Y esta presuposición ayuda al espíritu en el estudio de la misma. Imaginando la naturaleza como si fuera obra de un autor inteligente, quedamos predispuestos a llevar ade­ lante el trabajo de investigación científica por subsunción bajo le­ yes causales. En una palabra, la noción de naturaleza como obra de un creador inteligente implica la idea de la naturaleza como sis­ tema inteligible. De este modo la idea trascendental de un ser su­ premo puede tener un uso regulativo e inmanente. La polvareda celeste del cometa había levantado otra no me­ nor con la publicación de los Pensamientos diversos sobre el Come-

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ta, de P. Bayle. A la negación del carácter de signos de los cometas había añadido dos tesis temerarias: el ateísmo es preferible a la idolatría; las sociedades ateas pueden perfectamente dotarse de un sistema moral y vivir morigeradamente. Fbr la primera: «ningún dios» es preferible a dioses falsos. Un dios falso siempre será un poder en cuyo nombre podrán cometerse las mayores tropelías. Por la segunda: la moral puede desvincularse de toda religión, y es pre­ ferible que así lo haga. La consecuencia de esta tesis —y de otras que se añadirán más tarde— es que la religión está de más en este mundo. Pero la sombra del cometa persiguió durante toda su vida a Bay­ le. Veinte años más tarde de la publicación de los Pensamientos di­ versos aparecería una Continuación de los mismos, más volumino­ sa aún que aquella, que no era magra. Entre una y otra aparecerá una Adición a los Pensamientos diversos, que no es sino la respuesta contundente a las acusaciones vertidas contra él y a las consiguien­ tes denuncias puestas ante las autoridades religiosas y civiles de la ciudad de Rotterdam por su antiguo amigo y tutor, el ministro calvinista Jurieu. De ello hablaremos más adelante. «Por lo que a mí toca, hablándoos en confianza, soy tan poco ambicioso que no deseo un puesto brillante, aun cuando me crea apto para el mismo; me conozco, y sé que lo propio mío es un esta­ do intermedio entre la total oscuridad y el relumbrón, y que lo­ graré siempre mayor aprobación en un escenario pequeño que en uno grande. Mi propia inclinación, la menguada opinión que ten­ go de mis fuerzas, la aversión hacia la intriga, una salud poco ro­ busta y un excesivo apego a la tranquilidad son la causa de lo que acabo de deciros.» Así escribía Pedro Bayle a su hermano José el 3 de octubre de 1682. Este hombre modesto, de cultura enciclopédica, que morirá con la pluma en la mano, va a abrir la puerta al Siglo de las Luces. Con su pluma como azadón cavará la fosa a las grandes síntesis clási­ cas de la metafísica. Con su gusto por el pro y el contra, llevado del puro placer del jugador que descubre y delata las contradic­ ciones que entrañan las construcciones especulativas, inaugura y afina aquel método de crítica positiva que culminará en Kant. Al igual que en éste, un nuevo «absoluto» tomará el relevo de la des-

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tronada razón pura: la «razón práctica», el inflexible dictamen de la conciencia moral, aunque desprovisto de la universalidad del imperativo kantiano y tamizado a través del temperamento, la edu­ cación y los hábitos de las personas, como dijimos. Las luces bajaron del cielo: el oscurecimiento del valor predictivo de un cometa hizo volver la mirada hacia la tierra. La crítica de los cielos —cometas, oráculos, fábulas— habría de prolongarse inevitablemente en la crítica de la religión en general y en la con­ dición para la crítica de la tierra. La paradoja central de los Pensa­ mientos sobre el Cometa —el ateísmo es preferible a la idolatría; las sociedades ateas pueden vivir morigeradamente— constituía una fisura demasiado grande como para que un fanático como Jurieu, su implacable contrincante, no advirtiera que por ella podían de­ sangrarse a un tiempo la dogmática cristiana y el viejo orden so­ cial. Lúcido y paradójico, su gusto evidente por el juego de las tesis opuestas, el cordial buen humor que despliega cuando intenta ex­ plicar problemas insolubles, nos ofrecen la imagen del escéptico que de él se formó el siglo XIX, con excepción de Sainte Beuve Asociado a Fontenelle, se ha hecho de él el precursor de la Fi­ losofía de las Luces: Voltaire, Diderot, La Enciclopedia, Rousseau, La Mettrie, Robinet, D'Holbach, Helvétius andarán a coz y boca­ do con su obra. Pero el valor histórico de un escritor y sus intenciones subjeti­ vas no suelen corresponderse. Bayle se vio a sí mismo y fue visto por sus contemporáneos de una determinada manera que la histo­ riografía va rehaciendo poco a poco, lejos de las fáciles analogías que la historia literaria ha imaginado, en especial del famoso para­ lelo que se ha trazado entre el filósofo de Rotterdam y el autor de la Historia de los Oráculos, Fontenelle. A principios de este siglo una nueva generación de estudiosos modificó la imagen del Bayle escéptico, todavía vigente en los ma­ nuales de Historia de la Filosofía. Devolvé2 y Brunschvigg3 pu1 Sainte Beuve: Bayle, Oeuvres, París, Pléiade, 1949, t. I. pp. 978-999. 2 Devolvé, J.: Religión critique et Philosophie positive chez Pierre Bayle, París. Alean, 1906. (Genéve, Slaktine Reprints, 1970.) 3 Brunschvigg, L.: Progrés de la conscience dans la Philosphie occidentale, París, P.U.F., 1953.

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sieron el acento en la fecundidad de Bayle como filósofo; carente de un sistema propio de ideas, más aún, enemigo de todo sistema, su mérito habría consistido en poner a punto un método de temi­ ble eficacia: el de la crítica positiva. Extrapolando los principios metodológicos cartesianos, habría hecho entrar en la horma de lo racional lo que parecía definitivamente descartado de ella según los axiomas mismos del Discurso del Método y de las Meditaciones metafísicas: la razón se habría atrevido, al fin, a entrar en la histo­ ria. De este modo Bayle pasa a ser el antecesor de Kant y de los positivistas: si de un lado muestra la incapacidad humana para re­ solver los problemas metafísicos, enuncia por otro el primado de la razón práctica, del orden moral. Cornelia Serrurier proponía en 19124 una tercera interpreta­ ción: Bayle fue un calvinista frío pero sincero. W. E. Barber 5 y Elisabeth Labrousse se sumaron posteriormente a esta tesis. La obra de esta última la avala con una minuciosa consulta de su abun­ dantísima correspondencia, además de sus obras impresas. Carte­ sianismo y teología protestante, rigorismo moral y heterodoxia doc­ trinal parecen ser las claves de este pensador huidizo, abigarrado y prolijo6. Bayle escéptico, Bayle crítico y positivista, Bayle hugonote sin­ cero, heterodoxo y rigorista: tres imágenes de un pensamiento que a través de una prosa espontánea y fresca, nunca se entrega del todo: «Este hombre parece decir siempre lo que piensa, pero nun­ ca llega a comunicar una idea precisa de su religión o de su filoso­ fía» 7. Niderst no dejará de hacer hincapié en la influencia cons­ tante en su obra del pensamiento libertino, desde los Pensamientos sobre el Cometa hasta la Continuación de los mismos y el Dictionnaire historique et critique. Dudas, sombras y ambigüedades atraviesan su inmensa obra, expresadas con un aire de absoluta sinceridad; pero el testimonio 4 Serrurier. C.: Pierre Bayle en Hollande, Lausana, 1912. 5 Barber, W. H.: «Pierre Bayle, Faith and Reason». The French Mind, Studies in honotir o f Gustave Rudler, Oxford Univ. Press, 1952. 6 Labrousse, E.: Pierre Bayle. I. Du pays de Foix d la cité d'Erasme: II, Hétérodoxie et rigorisme. La Haya, Martinus Nijhoff, 1963-1964. ¡nventaire critique de la correspondence de P. Bayle, Paris Vrin, 1961. 7 Niderst, A.: Pierre Bayle. Oeuvres diverses. Préface et N otes par Editions Sociales, París, 1971. p. 8.

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inquebrantable de la conciencia moral y el abandono fideístico en las manos de la Providencia divina constituyen siempre un refu­ gio seguro para este eterno refugiado* En una palabra, «...el Bayle que aparece en el Dictionnaire es, con total evidencia, un protestante fideísta, aunque a partir de en­ tonces haya sido interpretado de diversas maneras: como escépti­ co, como racionalista, como sociniano, como ateísta, como deísta, como libertino, como positivista, como moralista, como católico, como fideísta nominal»8.

’ La supresión de la Editora Nacional lia privado a los lectores de lengua castellana de la edición de los Pensamientos sobre el com eto i|ue habíamos preparada 8 Sandberg, K. Ch.: Faith and Reason in the Thought o f Pierre Bayle, 1670-1697. Univ. oí Wisconsin, Diss., 1961 Ann Arb microfilm 61-2978.

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Carla

Pierre Bayle nació en Carla el 18 de noviembre de 1647. En nues­ tros días Carla no es más que una pequeña aldea agonizante que un autobús une una vez por semana con Toulouse y a la que su ju ­ ventud abandona. En sus cartas llamará con frecuencia a Carla su «Itaca», recordando que «alguien dijo de la patria de Ulises que era como un nido sobre una roca, pensando sin duda en su altura y en su pequeñez» 9. En aquel tiempo era una pequeña villa —una de las trece de que constaba la provincia—, asiento de una oficina administrativa, residencia de un arcipreste y centro comercial bas­ tante activo; su población estaba compuesta por notario, médico, boticario y un núcleo de artesanos y negociantes, algunos de los cuales resultaron bastante emprendedores; esta pequeña burgue­ sía urbana dominaba al «pueblo», constituido por trabajadores del campo. Razones a la vez económicas y religiosas hacían que sus relaciones fueran más estrechas con la metrópolis reformada de Montauban que con la católica Toulouse, a pesar de la cercanía de esta última. En vida de Bayle había comenzado ya la decadencia de Carla, debido a sus estructuras económicas arcaicas: malos ca­ minos, pagos en especie, pequeñas industrias familiares. Alejados de París, ignorantes de los asuntos del reino, sus habitantes habla­ ban de ordinario el occitano. Bayle jamás perderá su acento meri­ dional y guardará un cariño inquebrantable hacia su tierra natal;* * Labrousse, E.: Du pays.... p. 6. n. 22. Tomamos estos datos de la amplísima biografía que constituye el primer tomo de esta obra.

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en medio de las brumas de Holanda recordará con nostalgia el sol de su infancia. Procedía de una familia de hugonotes de Montauban. Su abue­ lo Isaac había sido tintorero en esta ciudad. Su padre, Juan, era el pastor de Carla. Seis años antes de su llegada a la aldea se había desposado con Jeanne de Bruguiére, «pequeña y un poco contra­ hecha, pero muy alegre, espiritual y dulce» l0, emparentada con una familia noble de los alrededores. El mayor de los hermanos, Jacob, nació el 31 de agosto de 1644; el menor, José, vino al mun­ do el 11 de junio de 1656. Juan Bayle no era ni ambicioso ni intri­ gante: Pierre saldría en ello a su padre. Parece ser que su elocuen­ cia como pastor dejaba bastante que desear, y en ello el hijo le irá a la zaga, pues se proclamará repetidamente inepto para la elocuen­ cia e insistirá en los rudos esfuerzos que le suponía el uso del ho­ landés que se exigía de un profesor de Filosofía obligado a hablar sin notas. Támpoco la voz le acompañaba. La familia era pobre de­ bido en buena medida a los retrasos en las pagas de los ministros calvinistas y al continuo empobrecimiento de las comunidades que regían; los productos de sus escasas posesiones no lograban atem­ perar esa pobreza. Pese a todo, hay que suponer en ella una cierta conciencia de clase y un notable prestigio entre las gentes de la aldea. Las primeras letras corrieron a cargo del padre, que regentaba una pequeña escuela calvinista en Carla. Su intervención en la edu­ cación de sus hijos se haría sin duda más directa una vez superado el nivel de esta escuela. Pierre emprendió el estudio del latín bajo la dirección de su padre, hombre de una cierta cultura, obligado como estaba a conocer las lenguas clásicas y rudimentos de hebreo, como denota su pequeña biblioteca personal, bastante variada. Pie­ rre comenzó el estudio del latín a los diez años, y el del griego a los doce y medio. No debieron ser eximias las dotes de pedagogo de su padre, pues a Pierre, a sus doce años y medio, Horacio le resultaba todavía un autor difícil. Hay que pensar que en buena medida fue un autodidacta, que se entregó sin método alguno a las lecturas que le ofrecía la biblioteca paterna. Los Ensayos de Mon-• •u lh p. 9.

Carla

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taigne, las Historias de Plutarco, los clásicos latinos, los autores grie­ gos, los teólogos protestantes del siglo XVI ocuparon su infancia y su adolescencia. En carta a su hermano José le confesará más tarde: «Yo no observaba orden alguno... me dirigía hacia donde mi capricho me llevaba... nadie aplicaba mi espíritu a lo que a aque­ lla edad exigía». Esta instrucción solitaria, que debiera haberle en­ caminado por la senda del individualismo, en realidad supuso pa­ ra él una fuerte impregnación calvinista. A partir de 1660 el Edic­ to de Nantes fue aplicado con rigor y las gentes del rey multiplica­ ron sus molestias para con los hugonotes. En la soledad del país de Foix, reforzada por el aislamiento de sus correligionarios, Bayle pudo sentirse como exiliado, estrechamente ligado a un grupo restringido, celoso de su fe y seguro de sus verdades precisamente por verse perseguido y casi excluido de la vida colectiva del reino.

3 Puylaurens

A sus diecinueve años pudo acompañar a su hermano Jacob a la Academia protestante de Puylaurens, entrando en el segundo cur­ so con siete u ocho años más que sus camaradas, para pasar al cabo de tres meses a primero de Humanidades. Permaneció allí once meses, pero debido a la pobreza familiar, que no permitía mante­ ner dos pensiones, hubo de volver entre los suyos. Admitido su her­ mano Jacob al ministerio pastoral, Pierre pudo retornar a Puylau­ rens, abandonando Carla para siempre. El tipo de vida patriarcal que la familia llevaba en Carla habi­ tuaba a los muchachos a echar una mano en las faenas domésticas y en las del campo. Pierre evocará en cierta ocasión el tiempo que pasó «sembrando guisantes y habas, cazando codornices y metiendo prisa a los viñadores». Lamentará en otra ocasión no haber puesto mayor empeño en el conocimiento de las cosas del campo, «a fin de descubrir las leyes de la naturaleza y las propiedades de cada cosa». El ambiente en la casa del pastor calvinista de Carla —acendrada piedad, aprecio de las letras, tradicionalismo vigoroso— era el más indicado para encaminar a los hijos hacia la carrera eclesiástica. A través de la conversación —única vía de información y de di­ versión de las gentes de Carla— tuvo acceso a las noticias de todo tipo que transmitían los pocos afortunados que podían recibir la Gazette, el Mercure Galant o el Journal des Savans. La pasión que Bayle mostró durante toda su vida por las noticias, tanto políticas como literarias —dice E. Labrousse—, el valor que revestía a sus 18

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ojos la información de hecho en toda su sequedad, aquella curio­ sidad insaciable por la información desnuda —fecha exacta, nom­ bre de un librero, nombre y lugar de origen de un personaje: todo le* viene bien, mostrando por todo ello una avidez prodigiosa— tan características de su personalidad intelectual, puede pensarse que fueron en buena medida el resultado de una adolescencia confi­ nada en un país que calificará de «miembro paralítico del mundo, que no participaba para nada en el comercio y en la sociedad de los demás» y en el que se llevaba «una vida salvaje». De este mo­ do, la literatura llegará a ser para este adolescente frustrado un fin en sí misma que le permitirá escapar de su mundo cerrado y de la chabacanería de la vida cotidiana. Verdadero refugio o paraíso, las letras, nunca utilizadas como medio para conseguir otro fin dis­ tinto de ellas mismas, le permitirán dedicarse libremente a aque­ llo que verdaderamente le gustaba, si se exceptúan los períodos de trabajo dedicados a preparar sus cursos profesorales. Se trata­ ba de una pasión devoradora que eclipsaba cualquier otra ambi­ ción: familia, riquezas, renombre. Jamás deseó otra cosa que ha­ llarse en condiciones de estudiar a su gusto: «Una de las cosas que más me agradarían sería el cargo de bibliotecario, bien de una bi­ blioteca pública, bien de la de algún grande; porqué así tendría tiem­ po de estudiar y, sin ser rico, cosa que no me preocupa, dispondría de libros en abundancia.» Insensible al paisaje, Cornelia Serrurier ha hecho notar la sor­ prendente impersonalidad de sus cartas: aunque vivió en Holan­ da, no hay en ellas ni una simple referencia a canales, diques o presas, y mucho menos cualquier indicación de color local. Si se exceptúan las referencias a noticias políticas o al tiempo, sus car­ tas podrían haber sido escritas en Roma o en Hong Kong M. Tímido, retraído, poco amigo de entablar nuevas amistades, nada1 11 O.C., p. 42. También Labrousse. E.. o.c., pp. 35-36: «Si Bayle, como la mayoría de sus contemporáneos, fue insensible a lo pintoresco —ni una linea menciona los Alpes ni el lago Leman, nada hace sospechar que los parajes sucesivos que recorre difieran de su Languedoc natal, ni las mismas ciudades, Ginebra. Rouen, Sedan Rotterdam. París le inspiran des­ cripción alguna—; si sus parcas alusiones al entorno se limitan a prosaicas observaciones sobre la carestía de la vida, la humedad del clima holandés o la pesadez de la cocina sep­ tentrional. es debido a que muy precozmente se entregó a la letra impresa para alimentar su vida interior y su espíritu, o a esas glosas de lo impreso que son las conversaciones de los demás».

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^viajero —apenas se moverá de Rotterdam, siendo tan fáciles las co­ municaciones entre las ciudades holandesas—, alude en una oca­ sión a su «temperamento más melancólico que alegre», y confía a su hermano José: «Mi humor propende al retiro, a la tranquili­ dad, a la seriedad, pero sin tristeza, indiferente hacia lo que los demás llaman placeres». No obstante, no todo fue aislamiento en su vida: no desconocía el campo abierto, trabajando en el jardín o cazando codornices; hará sin esfuerzo el viaje a Ginebra a caba­ llo, etc. Las matemáticas no fueron su fuerte. Sabemos que los núme­ ros fraccionarios le resultaron impenetrables; pensaba que las cien­ cias exactas estaban reservadas para un cierto tipo de espíritus, y él, por repugnancia o por incapacidad natural, no se encontraba entre ellos. Estaba convencido de que «el estudio de las matemáti­ cas es tan contrario al de las humanidades, que apenas se ven gran­ des críticos que sean buenos matemáticos, ni matemáticos que en­ tiendan de literatura». Era consciente de su carácter de autodidacta, de su método de­ sordenado de estudiar, e incluso de su superficialidad —vago m ore—, como manifestará a su hermano menor. Pero estos defectos se veían compensados por su afán de precisión y de meticulosidad: «De es­ te modo, una curiosidad indiscriminada queda en buena parte equilibrada por un afán casi maniático de precisión; ambas ten­ dencias, tan inveteradas la una como la otra, constituyen una de las claves del genio propio de Bayle, y gracias a su simultaneidad, no fue ni un polígrafo superficial, ni un erudito especializado»,z. Provincianismo y calvinismo constituirán el caldo de cultivo de este espíritu singular. Al peso del provincianismo geográfico se aña­ de el peso aún mayor del particularismo religioso, elevado al má­ ximo de incandescencia en los presbíteros. Por muy piadoso que sea el ambiente familiar de un católico, es difícil que respire una atmósfera religiosa tan densa como la que respira el hijo de un pas­ tor calvinista. Lo característico de un hijo de pastor es que su for­ mación religiosa es solidaria de su vida familiar. A ello hay que añadir el orgullo y la fidelidad a la tradición que se respiraba en12 12 l.abroussc. a C., p. 46.

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los ambientes calvinistas franceses. No es de extrañar que Bayle anote en su Calendarium (especie de diario), con ocasión de su vuelta al calvinismo, que cierra su período católico, las siguientes pala­ bras: «Ad paternam legem red». Todos sus amigos y conocidos fueron calvinistas, de manera que «olvidar la presencia incesante de tal ambiente sería una omisión irreparable, pues, tanto si se sometió a él dócilmente, como si reac­ cionó en contra, siempre se definió por referencia al calvinis­ mo» l3. Durante el siglo xvi, éste se configura como religión autorita­ ria, y sus fieles obedecerán las decisiones del Sínodo de Dordrecht con un fervor no inferior al que los «papistas» despliegan en aca­ tar los cánones tridentinos. El absolutismo regio sigue una mar­ cha paralela a lo largo del siglo. Bayle conservará durante toda su vida la obediencia incondicional al soberano, no como resultado de una mera opinión política, sino de una ley moral fundada en la palabra de Dios. Al lado de la ortodoxia doctrinal, en su casa respiró una profunda piedad unida a un moralismo severo. Las es­ casas alusiones que la correspondencia juvenil de Bayle hace a de­ sarreglos de conducta son de una severidad y de una misoginia no­ torias. Este puritanismo no contribuyó a atraerle las simpatías de los compañeros de estudios en Puylaurens.

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p. 55.

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Toulouse

Recomenzó sus estudios de filosofía en noviembre de 1668, pero tres meses más tarde, el 19 de febrero de 1669, llegó a Toulouse para seguir como externo los cursos de filosofía del colegio de los jesuítas. Aunque este modo de proceder fuera, al parecer, bastan­ te frecuente en los jóvenes hugonotes, que así desafiaban las pro­ hibiciones de los sínodos, la decisión de Bayle no deja de sorpren­ der. Al mes de su llegada a Toulouse se convirtió al catolicismo. ¿Qué pensar de esta conversión? ¿No es verosímil que tomara esta resolución al dejar Puylaurens por Toulouse? Y en ese caso, ¿cuá­ les habrían sido los motivos? Los historiadores suponen que esta conversión estuvo preparada por la lectura de obras de controver­ sia. El joven Bayle habría descubierto la honradez de las contro­ versias católicas. Abandonó Puylaurens sin que su padre lo supie­ ra quizás «para someter su fe católica a la prueba de un contacto permanente con los católicos». Profundamente intelectual como la mayoría de los hombres del siglo xvil, no habría dudado más en cambiar de religión que en dar marcha atrás si tuviera que rec­ tificar un error de cálculo: «Su extremo intelectualismo llevaba a los hombres del siglo X V II a reducir, por así decir, a una ecuación las divergencias confesionales, de modo que una "conversión" no dejaba de guardar analogía con la corrección de un error de cálcu­ lo» u . Esta interpretación parece coherente, pero un tanto abstrac­ ta. Menosprecia excesivamente los factores individuales, el deta­ lle de las circunstancias, las influencias personales. ¿Habrá, por el14 14

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p. 72.

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contrario, que pensar que Bayle se convirtió por interés? En el or­ den material, su conversión al catolicismo le hubiera supuesto la seguridad y propiciado una existencia conforme a sus gustos; el obispo de Rieux concedía una pensión a sus diocesanos neoconversos y todo lleva a pensar que su protección no le hubiera falta­ do y hubiera podido asegurarle un modesto beneficio que habría garantizado a Bayle el cumplimiento de sus sueños: abate erudito, bibliotecario, quizás canónigo, despreocupado del sustento diario, hubiera podido estudiar a gusto durante toda su vida... Pero su re­ torno al calvinismo diecisiete meses más tarde, que le obligó a aban­ donar el reino como proscrito y a ser mirado por sus correligiona­ rios como relapso, manifiesta un desinterés tan voluntarioso que no es posible ver por qué su primera conversión no fue así. Añá­ dase a esto que la conversión al catolicismo significaba la ruptura con los suyos. Hasta saber cuáles fueron los motivos reales de su conversión, las personas y lecturas que influyeron en ella, éste se­ guirá siendo un punto oscuro en su biografía. Cualquier hipótesis, por verosímil que sea, resulta gratuita y discutiblels. E. Labrousse arriesga una explicación psicológica: «La lectura de algunos autores católicos, no precisamente de los más vehemen­ tes, debía necesariamente llevar a un espíritu abierto y dotado del sentido de la justicia a dejar de ver en la Iglesia Romana a la gran prostituta de Babilonia y en el Papa al anticristo; descubrimiento turbador para quien había mamado con la leche materna califica­ tivos semejantes a éstos probablemente en cuanto a la letra, y sin duda, en cuanto al sentido. Psicológicamente, la toma repentina de conciencia de la influencia de un prejuicio sobre la formula­ ción de un juicio tiene a menudo como efecto inclinar a tomar la contraria de la proposición que se ha hecho sospechosa; resulta concebible que el hundimiento del sectarismo de su primera for­ mación suscitara por reacción en Bayle una actitud favorable ha­ cia el catolicismo, la cual, a su vez, fuera debida a un prejuicio en la medida que suponía un conocimiento muy superficial del mis­ mo» 15l6. Parece ser que una de las obras de controversia que influ15 Niderst, o.c.. p. II. 16 Labrousse, ac.. p. 66.

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yeron en su conversión fue la Réponse de André Martel, profesor en Puylaurens, al M élhode du Cardinal Richelieu (TYatado que con­ tiene el método más fácil y seguro para convertir a los que se han sepa­ rado de la Iglesia es su título completo). El argumento del Cardenal se ceñía a mostrar que la Iglesia de Cristo debía tener un guía, y de hecho lo tenía en la persona del pontífice, en tanto que la calvi­ nista, no. Evidentemente Richelieu utilizaba un argumento que apo­ yaba elocuentemente las concepciones políticas y sociales de la épo­ ca y es fácil concebir que el joven Bayle, educado en un profundo respeto hacia las autoridades legítimas, fuera sensible al mismo. De lo que no cabe duda es de que la decisión de Bayle fue «un fruto auténtico del libre examen leal, del esfuerzo constante por profundizar en la verdad de que se vive sin dejarse arrastrar por respeto humano alguno, que es sin duda la más preciosa de las tra­ diciones espirituales reformadas; manifiesta, por otra parte, el de­ seo de repercusión inmediata de la teoría sobre la práctica que ca­ racteriza al moralismo imperioso tan celosamente cultivado por los protestantes» 17. Es probable que abandonara la Academia reformada de Puy­ laurens descontento de la mediocridad de profesores y alumnos y deseara sacar provecho del nivel superior de los cursos profesa­ dos en Toulouse. En esta ciudad Bayle tuvo como profesor a Pierre Rome. Con él aprendió la filosofía escolástica por la que guar­ dó una gran estima. Aun sin aceptar el sistema aristotélico tal co­ mo los jesuítas lo enseñan, esta cultura resulta indispensable, pues permite hacerse con un método gracias al cual se puede proponer «ingenua y sutilmente una objeción y... responder con precisión y claridad a las dificultades». Pero el profesor de Bayle hacía un hueco en sus cursos a los modernos: Tycho-Brahe, Gassendi, Copérnico, Descartes. El joven autodidacta de Carla podía de este mo­ do ordenar los conocimientos que había adquirido y darles una pers­ pectiva histórica. En abril de 1670 está todavía persuadido de haber elegido el buen camino y exhorta a su hermano Jacob a seguir su ejemplo. Pero de repente, el 19 de agosto de 1670, abjura del catolicismo 17 tb. pp. 73-74.

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y retorna a la religión de sus padres. Parece ser que fue la inter­ vención de su familia la que le determinó a esta peligrosa resolu­ ción: los relapsos corrían el riesgo, a partir de 1665, de ser expul­ sados para siempre del reino. En un relato en tercera persona refiere las razones que le lleva­ ron a abandonar el catolicismo: «...habiéndole parecido excesivo el culto que se rendía a las criaturas y visto mejor a través de la filosofía la imposibilidad de la transustanciación, concluyó que ha­ bía un sofisma en las objeciones a las que había sucumbido; y so­ metiendo a un nuevo examen las dos religiones, encontró la luz que había perdido de vista y la siguió sin tener en cuenta las mu­ chas ventajas temporales de que se privaba ni los mil inconvenientes que le parecían inevitables en el caso de seguirla»,8. En Toulouse se aplicó con denuedo en un principio a la defen­ sa del peripatetismo en contra de los modernos; poco a poco este fervor se fue entibiando al mismo tiempo que su celo romano y sus dudas sobre la religión aumentaron. Pero su simpatía crecien­ te por el cartesianismo poco tuvo que ver con su vuelta al calvinis­ mo, dado que la incompatibilidad entre esta filosofía y el catolicis­ mo únicamente les parecía palmaria a los no católicos. Por lo de­ más, las objeciones calvinistas a la transustanciación procedían me­ nos de una crítica racionalista que de una crítica escrituraria, pues el nudo de la cuestión está precisamente en saber si este dogma ha sido o no revelado por la Escritura. De no ser así, sólo la autori­ dad de la Iglesia, dotada de una ciencia infusa e infalible, puede decidir la presencia del cuerpo de Jesucristo bajo las especies de pan y vino. Y esta autoridad es precisamente la que quedará cues­ tionada: mientras queremos averiguar si Dios ha establecido un juez infalible entre los cristianos, «no se nos puede obligar a pres­ tar nuestra adhesión a ninguna interpretación emanada de este juez, y, por consiguiente, es necesario que podamos descubrir, sin el so­ corro de la Iglesia, la certidumbre de su infalibilidad en los pasa­ jes en que el Espíritu Santo la ha revelado». Por otra parte, una sensibilidad formada en el sombrío culto monoteísta del calvinismo tenía que sentirse herida por el culto18 18 Cit. por E. Labrousse. p. 80.

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hacia la Santísima Virgen y los santos así como por la adoración tributada al Sacramento del altar. Y puesto que las pruebas a fa­ vor de la infalibilidad de la Iglesia le parecían demasiado débiles, solamente el libre examen personal de la Sagrada Escritura debía ilustrar su fe. Su vuelta al calvinismo no podía, después de su doble conver­ sión, equivaler al reencuentro de la fe de su infancia. De ahora en adelante no será ya una fe tranquila, sino erizada de dudas, vacila­ ciones, internos malestares. Por otra parte, no ignoraba que su vi­ da habría de ser en adelante la del relapso, exiliado a través de Euro­ pa, rechazado definitivamente por los católicos y sospechoso a los ojos de los hugonotes, que pronto comenzarán a dudar de su sin­ ceridad. Quien había andado mezclado con los criminales papis­ tas de alguna manera debía haber quedado manchado con este con­ tacto. Hubiera sido preciso que Bayle renunciara a todo tipo de pen­ samiento personal y se adaptara plenamente a las instrucciones de los pastores. Pero ya había arraigado en él el hábito del libre examen, de la interrogación, de la duda, y el reencuentro de la sen­ cilla fe de la infancia era imposible.

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Ginebra

Su marcha hacia Ginebra significaba lanzarse a un porvenir incierto. Reducido a la extrema pobreza debido a los gastos del viaje, llegó a Ginebra el 3 de septiembre de 1670. Inmediatamente habría de sufrir la hostilidad que su pasado católico suscitaba. Comenzó a ganarse la vida como preceptor en la casa de Michel de Normandie, uno de los miembros del Consejo que gobernaba la ciudad. Los dieciocho meses siguientes parecen haber sido relativamente felices. En la misma casa era pensionario Jacques Basnage, seis años más joven que Bayle, con fama de niño prodigio, que comenzaba entonces sus estudios de teología y había tenido la fortuna de reci­ bir una excelente formación. Pronto ambos trabaron amistad con Vincent Minutoli, dieciocho años mayor que Bayle, que había si­ do ministro en Zelanda y desposeído luego de su ministerio por un asunto de costumbres. Este curioso trío estaba animado por un mismo fervor por las letras: Bayle era, en materia filosófica, el par­ tidario de los modernos; Basnage, de los antiguos; los tres estaban enamorados de la literatura que significaba para ellos el último grito: Balzac (Jean Louis Guezde), Vaugelas, Voiture, Cotin, Ménage, Cyrano. En compañía de estos dos amigos, con quienes mantendrá co­ rrespondencia, entró Bayle en la gran confraternidad de la Repú­ blica de las Letras. Al cabo del año escolar su simpatía por el cartesianismo está claramente decidida. Jean-Robert Choue, y especialmente su tío, Louis TVonchin, fueron los responsables de la creciente inclinación 27

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de Bayle hacia el método y la metafísica cartesianos. Al hacer su elogio en carta a su padre, dice de él: «...tendríais que ver las enor­ mes ventajas que saca de la filosofía del señor Descartes, de la que hace profesión abierta, para combatir a los católicos romanos. En efecto, como, según los principios de este gran hombre, el lugar no es otra cosa que el cuerpo mismo, lo cual puede probarse por razones claras como la luz del día, caen por tierra una legión de argucias y distinciones vacías de las que se valen para esquivar los absurdos que nacen del hecho de colocar un mismo cuerpo en di­ versos lugares... Refiero únicamente este ejemplo, pues si quisiera enumerar todo lo que podemos concluir en favor de nuestra fe de lo que el señor Descartes y sus seguidores enseñan tocante a la impenetrabilidad de la materia, la naturaleza de la extensión y de los accidentes, etc., no acabaría nunca». En Ginebra se aburre ya de una manera un tanto volteriana con las querellas que dividen a la ciudad, entre defensores de la gracia universal y los de la gracia particular. Los ordotoxos rígidos, se­ guidores de las doctrinas del Sínodo de Dordrecht sobre la gracia particular, le parecen un poco inhumanos, pero duda ante el ra­ cionalismo que se despliega ante sus ojos. Cualquier doctrina le parece inocente con tal que se mantenga en el ámbito puramente especulativo y no entrañe consecuencias para la práctica moral y la piedad. El relapso no cesa de proclamar su sumisión al Evangelio y su hostilidad hacia el «papismo», pero tolera una cierta libertad en las doctrinas, y le repugna cualquier tipo de intransigencia. Si re­ nuncia al ministerio pastoral es por razones muy simples: un re­ lapso no puede ser ministro en Francia y las parroquias de lengua francesa de fuera del reino están corrompidas. En Ginebra se le ofreció el puesto de regente de segunda en el Colegio, vacante aquel curso. Debido a la escasa paga, y no queriendo surgir siendo una carga para los suyos, cuyas ayudas eran aleatorias y menguadas, se decidió a buscar un puesto mejor remunerado. Quizás por su­ gerencias de Minutoli, que tenía unas tierras junto a las del conde de Dohna, éste le llamó como preceptor de sus hijos. En Coppet, donde el conde residía, tuvo que soportar una miseria increíble,

Ginebra

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pero la sagacidad que más tarde mostrará en los asuntos políticos algo pudo tener que ver con las largas conversaciones mantenidas con el conde, hombre de gran experiencia debido a los cargos que hábía ocupado.

6 Rouen

Una carta de Basnage le hizo saber que había un puesto vacante de preceptor para él en Rouen si aceptaba trasladarse a Normandía sin tardanza. Bayle dejó Coppet el 29 de mayo de 1674, atrave­ só Lyon el 4 de junio y llegó a Rouen el 15. Inmediatamente fue nombrado preceptor del joven de La Rive, hijo de un negociante reformado, y, como única precaución, se limitó a cambiar la grafía de su nombre, transformándolo en Béle. El alumno no resultó muy dotado para los estudios, y, por otra parte, Bayle no logró salir de su estado precario. De ahí los tintes patéticos de la carta que escri­ be a su hermano, en la que manifiesta su inquebrantable confian­ za en la providencia: «Alcanzando a todos la providencia de Dios, hemos de esperar que a nosotros también nos alcance de alguna manera, y por lo que a mí toca, no hago de ella mi último recurso, como tantos otros hacen, sino el principal. He visto a gentes que al verme tranquilo en medio de la indigencia se maravillaban de verme tan poco apenado, pues a ellos, desde el momento que no veían asegurada su subsistencia durante 3 ó 4 años, se les quita­ ban las ganas de comer y de dormir. Yo les respondía que mi fe en la divina providencia era la fuente de mi tranquilidad. Y de ha­ ber querido abrirme plenamente a ellos, les habría dicho que en mi casa se hallaba la causa de mi confianza, convencido de que la piedad y las santas plegarias de un padre, de una madre y de un hermano justos y temerosos de Dios mantendrían siempre al cielo abierto en mi favor: tal fue la respuesta que el duque de Par30

Rouen

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ma dio a don Juan de Austria después de la batalla de Lepanto...»I9. No parece que en Rouen se encontrara con el joven Fontenelle, con el que la posteridad habría de asociarle de manera tan tenaz. Pero sí entró en contacto con los sabios de la ciudad, en especial con Emeric Bigot, helenista y filólogo católico, hombre de espíritu tolerante, en cuya casa los canónigos y los pastores conversaban tranquilamente sobre todo tipo de cuestiones. Hasta el 1 de marzo de 1675 permaneció en Rouen, con excep­ ción de una breve estancia en el país de Caux al lado de su alum­ no. Luego se trasladará a París, donde vivió escondido durante al­ gunos meses, pudiendo entrar en contacto con algunos personajes distinguidos, entre ellos Pierre-Daniel Huet. Algún que otro espec­ táculo, como representaciones teatrales y fiestas populares le fue dado ver, y, aunque de manera superficial, pudo iniciarse en el gusto del día. En cuatro años, Bayle ha cambiado; mucho es lo que ha adqui­ rido por medio de sus lecturas y sus estudios, a pesar de su carác­ ter deslavazado, pero, sobre todo, la experiencia de los viajes, del mundo, del trabajo retribuido le ha madurado y pulido; la estima o la amistad que le han manifestado todos los que le trataron ates­ tiguan en él cualidades que sus peores enemigos no le negarán ja ­ más: honradez, desinterés, modestia, discreción y una conversa­ ción encantadora20. Dos características de su personalidad han quedado ya definitivamente fijadas: la ausencia de ambición tem­ poral y la curiosidad de espíritu.

19 Cit. por Labrousse, p. 122. 20 Ib. p. 129.

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Sedan

El mismo día en que iba a entrar de preceptor en casa de los Beringhen recibió una carta de Basnage en la que le anunciaba que uno de los profesores de filosofía de la Academia de Sedan iba a jubilarse al fin del año escolar e instaba a Bayle a presentar su can­ didatura para la plaza vacante. Bayle se resistió al principio, pen­ sando haber olvidado sus conocimientos de filosofía, pero, ante la insistencia de Basnage, decidió dar un repaso a los mismos y se presentó al concurso, obteniendo la cátedra de filosofía el 2 de no­ viembre de 1675. El ministro Pierre Jurieu, diez años mayor que Bayle, era pro­ fesor de teología y de hebreo en la Academia desde el año ante­ rior. El fue quien deseando que en la terna que optaba a la cátedra figurara un candidato no perteneciente a la Academia, consultó a Basnage, quien le propuso el nombre de Bayle. De nuevo el bajo sueldo y la carestía de la vida en Sedan le harán llevar una vida de penuria. Tbvo incluso que pedir un préstamo a Jurieu, pero, a pesar de todo, no deja de manifestar su alegría por haber encon­ trado un puesto fijo, que le libraba de la semidomesticidad de los empleos de preceptor y le permitía gozar de su independencia. Conserva en Sedan su apellido modificado y se las arregla para hacer saber en el País de Foix, su tierra natal, que se halla en In­ glaterra, a fin de abortar las pesquisas que según su familia alguien anda haciendo en torno a su persona. En casa de los Jurieu le es­ peraba siempre una acogida cordial, a pesar de que la oposición de caracteres no podía ser más marcada. El ministro era orgulloso, 32

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violento, apasionado y fanático, pero al mismo tiempo agudo, bri­ llante e imaginativo. Esta misma diferencia de temperamentos de­ bió contribuir a hacer más sabrosas sus relaciones intelectuales. La diferencia de edad, la intervención de Jurieu a favor de la can­ didatura de Bayle, la actitud de superioridad del ministro hicieron de Bayle el protegido, el inferior, el cliente del ministro. Su misma fogosidad llevaba a éste a ser tan pronto el más leal de los amigos como el más ferviente de los enemigos, y así habría de suceder en el caso de Bayle. Lo cierto es que antes de transformarse en su mortal enemigo, Bayle disfrutó durante diez años de la amistad de Jurieu. No tiene fundamento alguno la tradición según la cual el ori­ gen de la enemistad posterior entre Bayle y Jurieu estuvo en el amor que Bayle sentía por la mujer de éste. Siempre se mostró renuente al matrimonio, a pesar de que Suzanne Des Moulins, sobrina de Jurieu, se había empeñado en ca­ sal le con una holandesa de buenas rentas. La razón que esgrimió repetidamente fue que consideraba al matrimonio incompatible con la dedicación íntegra a los estudios. Bayle ocupó su cátedra en la Academia de Sedan durante cinco años. Su trabajo en ella fue duro y pesado. El mismo se queja de trabajar como un forzado. Su cultura se acrece y al tiempo se pro­ fundiza. Leyó a Malebranche y a Spinoza, cita frecuentemente a Montaigne, a Gassendi, a La Mothe Le Vayer y a Naudé. En los libertinos admirará ante todo su liberación de todo tipo de prejui­ cios populares. En sus obras y en su epistolario La Mothe Le Va­ yer y Naudé aparecen con frecuencia calificados como los dos gran­ des sabios del siglo, como los más cultos y liberados de las ideas populares. No vayamos a creer por ello que Bayle abandone el car­ tesianismo hugonote por el librepensamiento. Del mismo modo que se niega a despreciar el aristotelismo de sus colegas, conserva ha­ cia Descartes y sus émulos la misma admiración. De los libertinos aprenderá, especialmente de La Mothe Le Vayer, que sería insen­ sato despreciar la historia y la erudición. Al dogmatismo del Dis­ curso del Método y de las Meditaciones es preciso añadir la ciencia de lo concreto: las relaciones de los viajeros, los libros de historia nos enseñan verdades, parciales quizá y llenas de errores, pero siem-

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pre atrayentes y fecundas. Bayle, que al principio fue un autodi­ dacta y luego un alumno de un colegio de jesuítas, llega poco a poco a ponerse a la altura de la cultura de su tiempo. El hijo del pastor del País de Foix comprende al fin las curiosidades de los parisienses. Lejos de la biblioteca paterna y de los cursos dictados, se hace contemporáneo de Fontenelle y de Basnage21.

Niderst, ac., p. 16.

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Rotterdam

El 9 de julio de 1681 fue cerrada por decreto real la Academia de Sedan. Bayle habría de permanecer aún seis semanas en esta ciu­ dad; el 2 de septiembre partió para París, donde permanecerá has­ ta el 8 de octubre, fecha en que reemprende su viaje, llegando a Rotterdam el 30 de octubre. Frente a las desventajas de clima y costumbres que aquí habrá de afrontar, la seguridad personal que va a encontrar en esta ciudad —simbolizada en el abandono de su seudónimo— suponía una excelente compensación. Como tantos otros refugiados se las apañará para vivir en las Provincias Unidas sin aprender el holandés. En general, un protestante francés, al lle­ gar a los Países Bajos se encontraba con un ambiente dispuesto a acogerle tanto en la ciudad en que decidiera establecerse como en medio de los valones y los refugiados de las demás metrópolis ho­ landesas, lo cual contribuía sin duda a endulzar el dolor de la ex­ patriación. Para Bayle resultó ventajoso el pasar casi desapercibi­ do en su nuevo ambiente. Jean Rou, escritor francés emigrado a Holanda, y Paets, conse­ jero de la ciudad de Rotterdam, le habían llamado a esta ciudad para que se hiciera cargo de la enseñanza de la filosofía y de la historia en una escuela que acababa de abrirse. El 5 de diciembre pronunció su lección de apertura. Al igual que en Sedan, su vida en Rotterdam será laboriosa y difícil; el sueldo seguirá siendo escaso, tendrá que alojarse en una pensión y se ve­ rá abrumado de trabajo. Su amigo de Sedan, el pastor Jurieu, se 35

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unirá pronto a él, y se hará cargo de la cátedra de Teología en la misma institución. Curiosamente, a pesar de las relaciones de su familia con los Países Bajos, Jurieu estaba mal preparado para entender el carác­ ter holandés. Resultaba divertido constatar que Bayle, partidario del absolutismo, se acomodaba perfectamente a las costumbres re­ publicanas, mientras que Jurieu, futuro teórico de los derechos de los pueblos, parece haber conservado a lo largo de su vida la arro­ gancia de un hombre consciente del hecho de que su familia pa­ terna se había destacado por sus cargos y por la posesión de her­ mosas tierras. Por lo que respecta a Bayle, su modestia un tanto plebeya se acomodaba perfectamente con la psicología de los re­ publicanos holandeses, hasta el punto de que, sin haberlo pedido, su salario se vio aumentado en pocos meses de trescientos a qui­ nientos florines. Pronto advirtió que el cargo de profesor era una sinecura: sola­ mente se le exigía dar tres horas de clase por semana, una de filo­ sofía y dos de historia, que más tarde se reducirían a dos. El único inconveniente que encontraba era tener que dar sus lecciones pú­ blicas sin notas. En cuanto a la preparación de las mismas, no te­ nía más que reducir sus cursos ya preparados de Sedan por lo que toca a la filosofía; en cuanto a la historia, sus lecturas y sus dossieres le proveían de un material preparado y casi excesivo. Daba sus clases en latín y no dejará de reconocer que su labor docente no constituyó precisamente un éxito, pero se resignó a un puesto cu­ ya oscuridad y tranquilidad tan bien se acomodaban a su carácter. Los tres primeros años pasados en Rotterdam parecen haber sido los más felices de su vida adulta; en ellos dispuso del tiempo suficiente para dedicarse a su placer favorito: el trabajo personal. Apenas llegado a Rotterdam, Bayle había trabado conocimien­ to con el editor Leers, miembro de la iglesia valona y amigo de van Paets, cuya poderosa casa editorial trabajaba unas veces abierta­ mente utilizando su nombre, otras clandestinamente bajo la famosa rúbrica «á Cologne, chez Pierre Marteau». En enero de 1681 Bayle, estando aún en Sedan, tomó la pluma con ocasión del paso de un cometa sobre el cielo europeo en di­ ciembre de 1680 con la intención de enviar lo que de ella saliera

Rotterdam

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a Donneau de Visé para el M ercare Galant; Bayle no desconocía la futilidad, e incluso la nulidad de este periódico, como lo atesti­ gua su correspondencia, pero con un buen criterio comercial el pe­ riodista publicaba con gusto contribuciones de sus lectores, y no resultaba fácil a un provinciano desconocido y sin recursos encon­ trar un impresor. El proyecto inicial muestra que Bayle no pensó en un principio publicar más que un breve opúsculo, pero rápida­ mente el texto se fue hinchando hasta resultar excesivamente lar­ go como para ser insertado en un periódico, y en la primavera de 1681 Bayle, aún permaneciendo en la sombra, encargó a uno de sus amigos parisienses que preguntara al periodista si el manus­ crito de la Carta sobre el Cometa que le enviaba podía interesar al impresor del Mercure. Donneau hizo saber al autor desconocido que era del todo necesario solicitar un privilegio real —y por tan­ to, pasar por la criba de la censura— si quería que se imprimiera en París. Al dirigirse al editor de una publicación tan anodina co­ mo el Mercure Bayle daba por descontado poder esquivar un trá­ mite administrativo que no solamente resultaba fastidioso sino im­ posible para él, dado que implicaba que el nombre del autor fuera comunicado a los censores y él, como relapso, corría el riesgo de una condena. Con la esperanza de que se publicara en Francia Bayle había adoptado la figura de un católico romano y había tenido el cuidado de hablar ocasionalmente del rey y de la política francesa en los términos habituales de los autores parisienses del momen­ to; la obra se presentaba como una larga carta dirigida a un doctor de La Sorbona, y el detalle no es puramente imaginario, pues, en efecto, un antiguo condiscípulo de Bayle en Toulouse, el abbé de C. (cuya identidad no ha sido precisada) había llegado a ser doctor en teología y Bayle, al encontrarlo por casualidad en la calle, in­ tentó tácitamente disuadirle de que le denunciara a las autorida­ des y con este fin le confesó con toda franqueza su situación; la discreción observada por su antiguo camarada demostraba una fran­ ca generosidad y el hacerle destinatario ficticio de la carta era una forma sutil de agradecimiento. La Reynie, lugarteniente de policía, denegó el permiso de pu­ blicación, a pesar de que el filósofo de Rotterdam había imitado el lenguaje y los elogios de M. de Visé hacia los asuntos de Estado.

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Pensaba que la imitación del Mercure Galant haría más fácil la ob­ tención del permiso de M. de la Reynie o del privilegio real, como el mismo Bayle confesará más tarde. Se dirigió, pues, en Rotterdam al editor Reinier Leers, quien en adelante habría de convertirse en un fiel amigo, y le ofreció la obra. Enriquecida con muchos añadidos al texto inicial, en marzo de 1682, y sin nombre de autor, apareció una Carta a M. l'ábbé D.C., doctor por La Sorbona, en la que se prueba por varias razones sacadas de la filosofía y la teología que los com etas no son presagios de ninguna desgracia, acom pañada de muchas observaciones morales y políticas, de observaciones históricas y de la refutación de algunos errores popu­ lares. El pie de imprenta era ficticio: «En Colonia, en la Casa de Pierre Marteau». Sin ser excepcional, un título tan largo comenzaba a estar fuera de moda, y después de que un gran éxito de venta agotara rápidamente la edición, el texto retocado y aumentado que se puso en venta en septiembre de 1683 llevaba un título sensible­ mente más corto: Pensamientos diversos escritos a un doctor de La Sorbona con ocasión del cometa que apareció en diciembre de 1680. ¿Por qué Bayle no hizo que su nombre figurara a la cabeza del libro? Un cierto gusto por el secreto y la mixtificación, la curiosi­ dad por conocer sin deformaciones la opinión de los demás sobre la obra, una mezcla de timidez y de modestia son rasgos perma­ nentes de su carácter, ya que diez años antes había enviado a Car­ la las primeras producciones de su pluma como si se tratara de obra de un tercero. Pero el anonimato quedó levantado a los pocos días; en efecto, Leers lo reveló a van Paets y el magistrado pensó que sería beneficioso para su protegido el divulgarlo. Jurieu se moles­ tó un tanto por no haber sido hecho partícipe de la confidencia, pero Bayle pudo demostrarle que no había sido más explícito con van Paets, y el teólogo se tranquilizó; pidió aclaraciones sobre de­ terminadas partes del libro, y quedó aparentemente satisfecho con las explicaciones. De las intenciones y contexto de la obra hablaremos más ade­ lante. Por lo que a su contenido aparente se refiere, éste no es otro que un ataque a la superstición, encamada en esta ocasión en el gran cometa que apareció sobre los cielos de Europa en 1680. Con

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ello Bayle se alinea en la ya larga tradición que partiendo de Pico della Mirándola y continuándose en el libertinismo hizo perder cré­ dito a la astrología judiciaria. Estuviera o no vigente la creencia en la capacidad predictiva de los cometas, es el caso que Bayle en esta obra se dedica a demostrar que éstos ni pueden ser causa de los males que ocurren sobre la tierra ni signos de los mismos. Ninguna buena razón apoya los presagios de los cometas: de nada valen en este caso la autoridad de los poetas, ni la de los historia­ dores ni la de la tradición. Por otra parte, ni su luz ni su naturaleza corpuscular pueden afectar a la tierra —como se demuestra por la física cartesiana—, y, en caso de alcanzarla, su influencia podría ser tanto benéfica como perniciosa. De una manera general, la cien­ cia descarta la posibilidad de cualquier influencia física de los co­ metas sobre la tierra. Además, siendo la astrología el fundamento de las prediccio­ nes particulares de los cometas, basta mostrar su ridiculez para de­ sacreditarla. Este paso —la creencia generalizada en la astrología, tanto en­ tre los infieles contemporáneos, como entre los cristianos, y, en par­ ticular, en Francia— le sirve para lanzar un primer ataque al argu­ mento del consentimiento universal como fundamento de la ver­ dad. Si los cometas no son causa de los males que advienen a la hu­ manidad, tampoco pueden ser signos de los mismos. Y aquí Bayle acude a sus argumentos favoritos: los de la historia. De una mane­ ra general, no han acaecido mayores desgracias en los años siguien­ tes a los cometas que en cualquier otro tiempo. Analizando fechas de aparición de cometas y acontecimientos históricos de la recien­ te historia europea la tesis queda plenamente confirmada. Al igual que los cometas, tampoco los eclipses pueden causar mal alguno. Volviendo a los cometas: si estos fueran presagios de alguna des­ gracia, Dios haría milagros a fin de reafirmar la idolatría en el mun­ do, dado que también los idólatras creen en ellos como signos su­ yos. Y los cometas no pueden ser signos de los males venideros sin ser formados por vía milagrosa; pero no consta que así sea. Pa­ ra que los cometas fueran signos debería Dios haberles impreso ciertos caracteres particulares que les distinguiesen como tales, y

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que justificasen a quienes sostienen que son presagios de mal augu­ rio, e hiciesen inexcusables a quienes no creen en ellos. Pero, al no haberles dotado de marcas significativas, les ha conferido, por el contrario, un carácter de universalidad que les despoja de toda cualidad de signos. Dios nunca ha querido cubrir la faz de la tierra de calamidades ni ha dado nunca señales de un designio semejan­ te. Sólo la ignorancia de los principios de la naturaleza ha podido inducir a los hombres a tomar a los cometas como presagios. Al igual que Fontenelle hizo con las fábulas, Bayle busca una explica­ ción psicológica a la creencia en los cometas como signos augúra­ les: a aquello cuya causa natural se ignora tiende a buscársele un origen divino. La creencia en la cualidad predictiva de los cometas es pura superstición, y, a la vez, manifiesta superchería. En el primer ca­ so: si aquellos significaban la cólera de Dios encendida, nada me­ jor que incrementar el culto idolátrico para aplacarla. En el segun­ do: la historia demuestra que han sido los sacerdotes y los políti­ cos los primeros interesados en fomentar la superstición de los pre­ sagios. Decir, pues, que Dios es su autor equivale a decir que El mismo favorece aquello que más directamente le niega. Al hilo de esta tesis general se van desgranando toda una serie de apuntes críticos: los demonios hacen que sean tomados como prodigios diversos efectos puramente naturales; lo que se denomina prodigios es a menudo tan natural como las cosas más corrientes; los paganos atribuían sus desgracias a la negligencia en alguna ce­ remonia, no a sus propios vicios. Después de constatar que la su­ perstición de los cometas es una supervivencia pagana en el Cris­ tianismo, hace notar cómo muchas ceremonias paganas se intro­ dujeron y conservan en éste. De un modo general, y apoyándose en múltiples lugares bíbli­ cos e históricos —su prodigiosa memoria era un arsenal inagotable— sentencia que la idolatría es el pecado que más horroriza a Dios. En medio de este discurso general aparecen reflexiones sinto­ máticas que desvelan las intenciones de Bayle, relapso y persegui­ do al igual que la comunidad hugonote del Refugio de Rotterdam. Así, por ejemplo, hace notar «la inclinación que los hombres mués-

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tran a ser de la religión dominante, y el mal que esto causa a la verdadera iglesia»; ello hace sospechosas las actuales conversiones dq los hugonotes. Y volviendo al campo que le es más querido hace ver cómo los historiadores propenden hacia lo maravilloso, y el mejor ejemplo que encuentra a mano es el de los historiadores de Carlos V, siem­ pre dispuestos a encontrar un cometa para el nacimiento o la muerte de sus príncipes. A los que, desde el punto de vista de la teología, objeten que Dios ha formado los cometas para que los paganos conozcan su Providencia y no caigan en el ateísmo, responde que Dios, para evitar un mal, no hace milagros que impliquen la producción de otro mal. De paso, una afirmación de apariencia menor: el sacer­ docio y la autoridad soberana se han unido con frecuencia. Una de las tesis centrales de la obra es que el ateísmo es prefe­ rible a la idolatría. Una serie de pruebas de todo tipo —lógicas, his­ tóricas, psicológicas— la avalan: tan contraria es a la naturaleza de Dios la imperfección como el no ser; los idólatras fueron auténti­ cos ateos, en un cierto sentido; el conocimiento de Dios que el idó­ latra tiene sólo sirve para hacer sus pecados más atroces; la idola­ tría hace a los hombres más difíciles de convertir que el ateísmo; que es difícil que los que han amado durante largo tiempo una co­ sa se inclinen a amar la contraria; ni el espíritu ni el corazón se hallan mejor dispuestos en los idólatras que en los ateos; los más pecadores de entre los paganos no fueron ateos. Por lo que a la moral se refiere, el ateísmo no conduce necesa­ riamente a la corrupción de las costumbres. El conocimiento de Dios no corrige las inclinaciones viciosas de los hombres; y aquí Bayle se pregunta por qué hay tanta diferencia entre lo que se cree y lo que se practica, y la respuesta está en que los hombres no obran según sus propios principios, y en esto los ateos no difieren de los idólatras, como lo prueba una vez más la historia. Consecuencia: una sociedad de ateos puede tener excelentes cos­ tumbres. Más aún: son «las leyes humanas las que constituyen la virtud de una infinidad de personas. El impudor es un ejemplo de ello». «Los que atribuyen la corrupción de las costumbres al debi­ litamiento de la fe, aminoran el pecado en lugar de hacerlo más

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atroz.» Puede tenerse el concepto de honestidad sin creer que hay un dios. En definitiva, el cristiano no puede encontrar en su fe un escu­ do contra sus malas inclinaciones porque la fe nada tiene que ver con la razón. «L'homme est toujours l'homme» y su naturaleza es un amasijo de pasiones, vicios, ilusiones y prejuicios que hacen que el cristiano esté expuesto a caer en los mismos errores que los pa­ ganos. La naturaleza humana está totalmente corrompida y la re­ ligión sobrenatural sólo puede sanarla en unos cuantos predesti­ nados. Por ello el cristiano y el ateo se hallan en las mismas condi­ ciones a la hora de regular su conducta de acuerdo con la ley mo­ ral. La Providencia ha dispuesto que ésta se halle al alcance de to­ dos los hombres, pues éstos pueden alcanzar con su luz natural los primeros principios, tanto de orden especulativo como moral. No es la fe, sino la ley humana positiva la que tiene fuerza coerci­ tiva para que los hombres refrenen sus bajos instintos. Religión y moral no se hallan necesariamente vinculadas. Aunque el principio efectivo de las acciones humanas no es otro que las pasiones, el temperamento, los hábitos contraídos, existe un absoluto moral al alcance de todos los hombres: la idea de ho­ nestidad —bien honesto— ínsita en la razón de cualquier hombre, independientemente de su fe. Por fin, el indómito historiador que lleva dentro de sí le impul­ sa a determinar en qué ha de asentarse cualquier intento predictivo sobre la marcha general de los estados: en el estudio de los asun­ tos generales de éstos, de las pasiones e intereses de los príncipes, y no de los cometas que surcan los cielos: «Para hacer conjeturas sobre las consecuencias de un cometa, es inútil observarle, y sólo hay que seguir con atención la situación de los asuntos generales, las pasiones y los intereses de los príncipes». La parte final de la obra no es sino la aplicación de este principio general: una obser­ vación atenta de la situación general de los estados europeos apunta hacia un debilitamiento de la Casa de Austria, con la pérdida de su hegemonía en el continente, y hacia un fortalecimiento de Fran­ cia bajo el feliz gobierno de su rey, Luis XIV. En mayo de 1682, en quince días, Bayle redactó una respuesta a la obra en la que Maimbourg atacaba al calvinismo por medio

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de su propia historia, excelente método polémico que permitía pin­ tar a los herejes como fautores de guerras civiles, esto es, como hçmbres detestables ante los ojos de los lectores de la segunda mi­ tad del siglo XVII. Maimbourg era un jesuíta que habría de ser ex­ cluido de la Compañía por su galicanismo, que, no obstante, le va­ lió una pensión de la Corte en el momento mismo en que aparecía ante el público su venenosa obra contra los reformados franceses, tanto más peligrosa cuanto que intentaba camuflarse bajo los co­ lores de la objetividad histórica. En esta ocasión Bayle tenía un mo­ tivo bien preciso para desear permanecer en total anonimato, pues temía atraer sobre los suyos la enemistad del poder si se llegara a saber en Francia que había compuesto una obra de controversia; el desarrollo de los acontecimientos habría de justificar trágicamente semejante temor. Llevó, por ello, su manuscrito a Wolfgang, en Amsterdam, donde se acabó de imprimir el 11 de julio, con la indica­ ción «A Villefranche, chez Pierre Le Blanc». La obra tuvo un éxito tan grande que hubo que preparar una segunda edición a lo largo del verano, lo cual permitió a Bayle enriquecerla con múltiples adi­ ciones; la impresión se terminó en noviembre de 1682. Wolfgang había logrado mantener el secreto y el nombre del autor seguía siendo un enigma, hasta que una desgraciada casualidad reveló su solución a un francés que, al igual que poco antes van Paets, no creyó que supusiera perjuicio alguno para Bayle su revelación. A partir de ese momento, a pesar de las precauciones que se toma­ ron, sólo fue cuestión de tiempo el que los medios literarios pari­ sinos se enterasen de quién era el autor de la Critica General de la Historia del Calvinismo de M. Maimbourg, uno de cuyos ejempla­ res fue quemado en París, en la plaza de Gréve, a manos de un verdugo, en marzo de 1683. A partir de ahora a Leers no le van a faltar manuscritos de Bay­ le: entre noviembre de 1683 y marzo de 1684 editó tres obras su­ yas. Bayle mismo corrigió las pruebas. En adelante esta colabora­ ción va a resultar fructífera para ambos: Leers hará fortuna como editor, y Bayle no tendrá al fin que depender de nadie. Es posible que, además de autor y corrector, Bayle fuera para Leers una es­ pecie de factótum. En adelante podrá hacer frente a sus necesida­ des con este tipo de trabajo, hasta el punto de que cuando en 1693

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pierda su cátedra y el derecho a enseñar, no manifestará ninguna inquietud por las consecuencias financieras de su destitución. No es que llegara a hacerse rico, pero no volvería a conocer la penuria que había pasado en Francia. Es posible también que siguiendo la costumbre de la época, Leers le pagará en especie, en este caso en libros; si a ello se añaden los libros adquiridos por él mismo y los que pudiera comprar con los 2.000 florines de herencia que le dejara van Paets al morir, hay que pensar que Bayle se hizo con una considerable biblioteca. En el mes de mayo de 1684 murió su hermano menor, José. Un mes antes, sus amigos habían conseguido para él un puesto de pro­ fesor en la Universidad de Franeker, que Bayle rechazó por hallarse muy satisfecho con su situación en Rotterdam. Hacía algún tiempo que había entrado en contacto con Henry Desbordes, librero de Saumur, ahora radicado en Amsterdam, en cuya editorial hizo aparecer en marzo de 1684 un Recueil de quelques piéces curieuses concemant la philosophie de M. Descartes, en­ tre las que figura su «Dissertation sur 1-essence des corps», com­ puesta en Sedan. Pensando Desbordes que era hora de que Holan­ da alcanzase su autonomía literaria, propuso a Bayle la redacción de un periódico, que éste aceptó encantado. Las Nouvelles de la République des Lettres comenzaron a aparecer en noviembre de 1684. Su éxito fue fulgurante tanto en Francia como en Holanda. De su publicación Bayle sólo obtuvo ventajas: unos ingresos considera­ bles, la facilidad de mantener una amplísima correspondencia de­ bido a los portes gratuitos, recibir libros «a espuertas» y una fa­ ma definitiva asegurada tanto por sus libros como por el periódi­ co. En las primeras cartas a su familia desde su llegada a Rotter­ dam Bayle sigue manifestando su amistad y agradecimiento a Jurieu, pero poco a poco estos sentimientos se van entibiando hasta llegar a la ruptura y a la enemistad. De creer a Basnage de Beauval y a Gédéon Huet, el origen de la inquina de Jurieu contra Bay­ le fueron los celos propios de un escritor despechado: la Réponse que Jurieu había escrito a raíz de la obra de Maimbourg había co­ nocido un discreto éxito entre los calvinistas, mientras que la Cri­ tique générale había tenido tres (o cuatro, si es que efectivamente

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hubo otra edición independiente en Ginebra) ediciones en menos de dos años. Pero, sobre todo, al igual que hizo con los Pensamien­ tos sobre el Cometa, compuso y publicó su obra sin que el teólogo ló supiera. Todo ello, unido a otra serie de motivos de irritación —que coincidían en convecerle de que el antiguo amigo y pupilo se iba emancipando poco a poco de él— provocaron la ruptura. Da­ do el carácter autoritario de Jurieu, las primitivas relaciones de «pa­ trón» y de «pupilo» no podían madurar en una amistad de igual a igual. Su carrera como autor llenó de alegría a su padre y a su herma­ no. Aquél escribió su última carta a Pierre el 30 de enero de 1685, muriendo dos meses más tarde. Bayle se entera a finales de junio del mismo año que su hermano Jacob acaba de ser arrestado y en­ carcelado en Pamiers. A pesar de mover todos los resortes que es­ taban en su mano para sacarle de la cárcel, no sólo no lo logró, sino que hubo de enterarse de que él había sido la causa de su en­ carcelamiento: se castigaba en su hermano al autor de la Critique générale, que escapaba a las garras de sus perseguidores. Pocas se­ manas después moría Jacob en la cárcel como consecuencia del dolor moral y de las condiciones de la misma. En adelante Bayle no mencionará ya a la providencia a título personal. El escándalo del mal —la inocencia castigada— había hecho una brusca apari­ ción en su vida; «sus convicciones religiosas van a acusar el golpe, y desde este punto de vista, la historia de su pensamiento hasta su muerte, va a ser la de una crisis personal»22. A la caída de los hermanos de Witt en 1672, las Provincias Uni­ das habían quedado en manos de Guillermo de Orange, quien apo­ yándose en Gaspar Fagel, orangista, que había sucedido a Jean de Witt, logró, al menos en apariencia, triunfar de la oposición repu­ blicana. Pero los conflictos sociales e ideológicos subsistían. El pue­ blo —como escribía Basnage— excitado por los sermones de pre­ dicadores sediciosos, se oponía a la rica burguesía, liberal e ilus­ trada, que había apoyado a los de Witt. Los republicanos eran pa­ cifistas, opuestos a los monopolios; empobrecidos por la última gue­ rra, intentaban entenderse con Francia con tal de contar con una 22 Labrousse, E.: o.c., p. 200.

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fuerta barrera que oponer a los Países Bajos españoles. El repre­ sentante de Luis XIV, el conde d’Avaux, traba contacto con este partido que sueña aún con derribar a los orangistas. Estos, por el contrario, están dispuestos a reemprender las hostilidades: como partido militarista, popular y puritano, no siente más que odio ha­ cia el soberano papista, Luis XIV. En el ámbito religioso los repu­ blicanos se inclinaban hacia la tolerancia, permitiendo que coexis­ tieran pacíficamente diversas sectas religiosas; en los procesos ini­ ciados contra Bayle en base a la acusación de herejía, no se inquie­ tarán lo más mínimo, mientras que el pueblo se mostraba fanático e intransigente. El Estatúder se vio obligado a contar con los par­ lamentos. Poco a poco logrará eliminarlos e implicar a las Provin­ cias Unidas en largas guerras, a menudo sin provecho alguno. Pe­ ro también la burguesía comenzaba a inquietarse por la compe­ tencia que les hacían los franceses en el Océano Indico. Van Paets y Basnage eran hostiles a los orangistas. De este mo­ do, tanto sus amistades como su personal rechazo de toda religión fanática predisponían a Bayle a inclinarse por el campo republica­ no. «Este será el principal significado objetivo de sus escritos: en su obra, como en la de Spinoza, se encarnarán las tesis de aquella burguesía liberal e individualista que soñaba con un compromiso entre las diversas sectas. Si en la Carta sobre los Cometas denuncia los errores y crímenes de la superstición y en la Critique las menti­ ras y parcialidad del historiador, ¿habrá por ello que pensar que pretende convertirse en el paladín del calvinismo? Pero al defen­ der en la primera de estas obras que el ateísmo es preferible a la idolatría y en la segunda que la conciencia es libre y que se atacan los derechos de la divinidad cuando se la quiere constreñir, los lec­ tores podían sentirse sorprendidos. De momento la claridad de in­ tenciones de estas dos obras impide que el escándalo estalle. »A pesar de que en el programa de las Nouvelles se decía que el periódico se mantendría alejado de cuestiones políticas, el aba­ te de la Roque, que dirigía en París el Journal des Savans y temía la competencia de las Nouvelles, denunció la impiedad de esta pu­ blicación. A pesar de las intervenciones de Montauzier, de Pellison y de Mme. de Montespan, el periódico fue prohibido en Fran­ cia a comienzos de 1685. El rey había cambiado de política; bajo

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la protección de Mme. de Maintenon una serie de personas piado­ sas se había hecho con el poder, y el liberalismo que el ministro Colbert había intentado mantener, se esfumaba poco a poco»2'. La revocación del Edicto de Nantes habría de agravar los pro­ blemas que abrumaban y dividían virtualmente a los franceses re­ fugiados en Holanda. En 1686 se estima que unos 65.000 france­ ses emigraron a las Provincias Unidas, y este movimiento conti­ nuó en los años siguientes. Todas las clases sociales estaban repre­ sentadas en este éxodo: comerciantes, artesanos, gentileshombres, oficiales, intelectuales y agricultores. En Amsterdam y en Rotter­ dam se fijaron las dos colonias más importantes. Toda esta serie de desgracias inspiraron a Bayle dos obras: Ce que c ’est que la France toute catholique sous le régne de Louis le Grand, que apareció en marzo de 1686 y el Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ: Contrains-les d'entrer, publicado en octubre de 1686 y en junio de 1687. En ellas Bayle no se contentaba con subrayar el horror de las persecuciones sufridas por los protestantes, sino que insistía sobre los derechos de la conciencia y justificaba la tolerancia. En febrero de 1687 una crisis de agotamiento le obligó a aban­ donar la dirección de las Nouvelles; le era imposible atender a tan­ tas y tan diversas tareas, y al mismo tiempo se desencadenaba la larga y cruel polémica que habría de mantener con Jurieu. El motivo de la redacción de Ce que c'est que la France tuvo su inspiración en el profundo dolor que le causó la muerte de su her­ mano mayor. El Commentaire philosophique significaba la cristali­ zación de su teoría de la tolerancia. En febrero de 1685 Adrián Paets había publicado una Lettresur la tolérance inspirada en los aconte­ cimientos de Inglaterra: Jacobo II había subido al trono, y aunque, seguía siendo católico, parecía decidido a dejar a los protestantes vivir en paz. ¿No daba qué pensar este ejemplo? ¿No indicaba bien a las claras que las diversas confesiones cristianas podían convivir tranquilamente? Argumentos como éstos tenían forzosamente que inquietar a los orangistas. Para que el Estatúder y su esposa pudie­ ran tomar el poder en Londres había que insistir en el irreconci­ liable divorcio existente entre protestantes y católicos. La revoca-23 23 Niderst, o.c., p. 18.

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ción del Edicto de Nantes era prueba de ello. Jurieu, que mantenía de modo intransigente las tesis de este partido, era a la vez un mís­ tico y un político. En 1686 publicó L'Accomplissement des prophéties, en el que anunciaba a la luz del Apocalipsis, que en 1689 Fran­ cia entera acataría la Reforma y que el tiempo de la prueba se ter­ minaría con el triunfo del calvinismo. El Commentaire philosophique de Bayle no hacía sino profundizar en las tesis de van Paets. Jurieu le respondió con su libelo Des droits des deux souverains en matiére de Religión, la conscience et le prince (1687). En la tolerancia que los dos amigos defendían no veía más que «un puro deísmo». El Avis important aux réfugiés (1690) plantea un problema un tanto distinto: si Jurieu lo atribuyó finalmente a Bayle, encontrando en él motivos para un odio que ya nunca se extinguiría, hay que de­ cir, no obstante, que no existe prueba absoluta de que su autor fuera Bayle, cosa que éste siempre desmintió. Pero los argumentos que permiten atribuirle su composición son de tal peso que se puede hablar a este propósito de una gran probabilidad; sin duda ningu­ na traduce las ideas de Bayle sobre el particular, pues está en la misma línea que un corto panfleto anterior, la Réponse d'un nouveau convertí cuya atribución a Bayle no admite duda; además, y es un detalle que Jurieu siempre desconoció, pues vio la luz mu­ cho después de la muerte de los dos adversarios como consecuen­ cia de una investigación hecha desde Londres por Desmaizeaux, el biógrafo de Bayle, éste había enviado el manuscrito del Avis es­ crito de su propia mano a Moetjens, el impresor de La Haya que lo editó. Se puede admitir a lo más que la primera idea del panfle­ to proviniera de Daniel Larroque, un amigo de Bayle que habría confiado su escrito al filósofo antes de salir de Holanda, encargán­ dole que lo revisara y publicara. Como se ve, esta hipótesis deja a Bayle la total responsabilidad de las ideas sostenidas en el Avis, cuyo estilo y garra delatan más bien a Bayle que al mediocre escri­ tor que era Larroque. El caso es que Jurieu estaba convencido de que el autor era Bayle, revelándose en él como un traidor de la causa protestante y como un agente oficial del gobierno francés. El teólogo denunció a Bayle ante las autoridades holandesas, y en los meses siguientes se desencadenaría una auténtica batalla cam­ pal de libelos entre los partidarios y amigos de uno y otro.

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En el Avis se reprochaba a los Hugonotes del Refugio el que pro­ dujeran tantos escritos satíricos, proponiéndoles como modelo la paciencia y la modestia de los católicos exiliados en Inglaterra. Jurieu en su Examen d'un libeile... interpretó el Avis como un ataque contra el Refugio, proclamando que Bayle era el autor de este libro escandaloso. Muchos intérpretes de Bayle han aceptado sin más la imagen odiosa de Jurieu que se desprende de los escritos de Bayle. Sin du­ da que el teólogo reformado fue el hombre arrogante, el enemigo acérrimo y el espíritu sectario que sus adversarios proclamaron, pero puede razonablemente dudarse de que tuviera la malicia que éstos le adjudicaron. Resulta sin duda una figura ardiente y patéti­ ca la de este defensor de causas pérdidas al que el golpe brutal de la revocación del Edicto de Nantes obligó como reacción a aban­ donarse a la esperanza escatológica en un cambio radical en la si­ tuación de los hugonotes; en un principio creyó ver profetizada en el Apocalipsis la vuelta gloriosa, para el año 1698, de los hugono­ tes a su patria bajo la égida de un príncipe —Luis XIV o su h ijo convertido al protestantismo. Una vez que los acontecimientos mos­ traron la vanidad de estas profecías, Jurieu, más realista, puso sus esperanzas en el resultado de la guerra; por ello, el tratado de Ryswick, en 1697, en el que Guillerno III no pudo o no quiso in­ sertar una cláusula favorable a la vuelta de los refugiados a Fran­ cia, inflingió al teólogo la más amarga desilusión. Lo que más pro­ fundamente contribuyó, quizás, a hacer de Jurieu un personaje trá­ gico fue su vocación de teólogo tradicionalista, testigo imponente del cambio espiritual que experimentó tan profundamente el pro­ testantismo en el alborear del siglo xv iii . En este sentido, Jurieu no se halla lejos de Bossuet, a quien, por otra parte, odiaba: vuel­ tos hacia el pasado, defensores de una concepción estática y objetivista de la verdad, la tolerancia les parecía una herejía y un pe­ cado en la práctica; por ello se constituyeron en denunciadores in­ fatigables de los «errores» de sus contemporáneos y se cuentan entre los grandes representantes de una visión del mundo y de una éti­ ca de la que su propia época comenzaba a apartarse. Si se quiere hacer justicia a Jurieu hay que esforzarse en captar el punto de vista de un hombre para quien toda evolución significaba una de-

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cadencia, pues a sus ojos la verdad era un bien adquirido que ha­ bía que preservar en su integridad para transmitirlo como preciado depósito a las generaciones futuras, y no un tesoro a cuya búsque­ da había que lanzarse. Este tipo de personajes no dejan de tener su propia grandeza. Profundamente decepcionado por la actitud de Luis XIV, el es­ píritu ágil de Jurieu no tardó en encontrar una vía a la esperanza; fascinado por la Revolución inglesa —en la que creyó columbrar la realización de sus profecías— desempolvó las doctrinas de los monarcómacos del siglo XVI, y, renunciando al absolutismo, se con­ virtió en el heraldo de los derechos de los pueblos. En esta oca­ sión fue profeta sin saberlo, pues algunas de las páginas en las que denuncia el despotismo de Versalles prefiguraron tan perfectamente el porvenir, que habían de ser reeditadas como si de un panfleto contemporáneo se tratara en vísperas de la Revolución francesa. Este cambio de frente transformaba la situación psicológica de los refugiados: en lugar de soportar como víctimas pasivas su suerte, Jurieu les instaba a combatir como oposición, a tomar partido de­ liberadamente contra Versalles, a ayudar de cualquier manera a los adversarios de Luis XIV; en una palabra: a transferir su lealtad monárquica al Rey Guillermo24. La querella personal entre Bayle y Jurieu reflejaba no solamente el conflicto entre republicanos y orangistas sino también la lucha entre dos tradiciones protestantes: el misticismo y la intransigen­ cia de Jurieu quizás estuvieran más cerca del pensamiento del Calvino, que no había dudado en llevar a la muerte a Miguel Servet; aún reconociendo que los súbditos debían obediencia a su sobera­ no, afirmó que a los reyes no les asisten todos los derechos, y que Dios podía invitar a una sublevación armada. Por ello los apolo­ gistas del absolutismo real advirtieron siempre en los reformados una tendencia más o menos clara hacia la democracia. Jurieu se creía en posesión de la verdad absoluta y no sentía más que des­ precio hacia los papistas; esta intolerancia le llevaba a defender el derecho de los pueblos y a reencontrar los argumentos de los* ** Labrousse. E.: ac. pp. 207-208 y también la introducción al tomo II de la reedición de las Oeuvres diverses.

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defensores de la democracia. Bayle, por su parte, no veía escánda­ lo alguno en la existencia de varias confesiones; parecía inclinarse hacia un cierto escepticismo, pero podía verse en su pensamiento un reflejo del «libre cristianismo» que había seducido a algunos hugonotes de su sigla Su fidelidad al absolutismo nada tenía de extraño; los hugonotes franceses nunca olvidaron que el Edicto de Nantes se debía a la autoridad de Enrique IV y habían afirmado durante todo el siglo xvi su sumisión a la autoridad real. Bayle y Jurieu encarnaban dos soluciones contrapuestas a un mismo problema. Aquél esperaba poder persuadir a protestantes y católicos de que un modus vivendi o un compromiso era posible, con la esperanza de que un día el rey permitiría a los hugonotes volver a Francia, seguro de su docilidad; defendía por lo mismo la conveniencia de que evitasen en la medida de lo posible el soli­ darizarse con los enemigos de Luis XIV y se mostrasen lo suficien­ temente dóciles y pacientes para no inquietar al monarca. Jurieu, por el contrario, únicamente soñaba con aplastar al soberano cri­ minal y exterminar a los católicos en una especie de revolución encabezada por los pastores y apoyada en las potencias extranje­ ras. A las soluciones drásticas de Jurieu Bayle oponía un remedio menos llamativo, pero igualmente ambicioso y preñado de futuro: la tolerancia civil. Esta postura era perfectamente realista, pues ya que no la conversión del rey, sí podía al menos esperarse una si­ tuación parecida a la creada por el Edicto de Nantes. Como dice E. Labrousse: «La tolerancia que Bayle preconiza reviste un senti­ do positivo al fundamentarse en el escrupuloso respeto hacia las conciencias individuales, y, por consiguiente, hacia las diferencias espirituales; teniendo bien en cuenta que en ese momento hay que entender esas diferencias únicamente en el orden religioso y que no se trata tanto de reclamar la tolerancia del poder hacia las opi­ niones que no comprometían a las conciencias —como eran las doc­ trinas políticas— como hacia las tesis deducidas de premisas teo­ lógicas, pero cuyo tenor, en el plano temporal, podría poner en cues­ tión el orden social y político vigente» 25. Esta doctrina rechaza to­ do tipo de persecución de la herejía, mientras que Jurieu no con«

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dena un determinado uso de la fuerza, sino únicamente su conjunción con el error; es decir: el papismo. La muerte de van Paets en octubre de 1685 significó un duro golpe para Bayle, que siempre conservó veneración hacia su ami­ go y patrono holandés; éste le había puesto en contacto con im­ portantes personajes, entre ellos Benjamin Furly, en cuya casa tu­ vo ocasión de conocer a Locke, quizás a Burnet, y más tarde, a Shaftesbury, quien guardará el mejor recuerdo de estos encuentros. Una acusación mal fundada por parte de Jurieu —que coloca­ ba a Bayle en el centro de un complot político— le hizo quedar en mal lugar y granjearse un cierto descrédito, por lo que cambió de objetivo y comenzó a dirigir sus baterías contra los Pensamien­ tos diversos. Por lo que respecta a los ataques lanzados contra Bayle por Ju ­ rieu en el seno de la iglesia valona de Rotterdam, el Consistorio mantuvo una actitud de equilibrio y Jurieu no logró la conde­ na del filósofo. Parece evidente que los elementos valones de la congregación de Rotterdam y los sujetos más ilustrados de la mis­ ma fueron, si no abiertamente favorables al profesor, al menos se sintieron escandalizados por la vehemencia del ministro lo sufi­ ciente como para desear que la compañía se colocara por encima de la disputa, difiriendo las tomas de posición que las partes de­ mandaban. Pero el escenario va a cambiar de golpe a favor de Jurieu, al menos en apariencia. En 1693 un pequeño golpe de Estado muni­ cipal barrió al Consejo de la ciudad de Rotterdam, lleno de repu­ blicanos, para sustituirlo por una asamblea orangista. A partir de ahora las denuncias del teólogo encontrarán una acogida favora­ ble. El 30 de octubre de 1693 Bayle fue destituido de su puesto de profesor y desposeído del derecho a la enseñanza privada. Pero Jurieu no logró su objetivo de hacer alejarse a Bayle de la ciudad: su amigo Leers le ofreció una pensión que le liberó de la preocu­ pación por el pan cotidiano y le permitió dedicarse íntegramente a la redacción del Dictionnaire historique et critique, cuyo proyecto le había comunicado el año anterior. Sin duda, la presencia en la ciudad de su enemigo encarnizado, en la que conservaba excelen­ tes amistades, debió suponer para Jurieu una humillación constante.

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Bayle se convertirá de día en día en un enemigo cada vez más te­ mible, que el acribillará con hirientes alusiones en su Dictionnairel deprestigiándole ante toda Europa; todo lo cual, unido a la des­ consideración general que le acompañará en los años siguientes, le sumirá en profundas crisis nerviosas. El riesgo corrido por Bayle a raíz de la acusación de Jurieu no había sido desdeñable. Este le había acusado en su Avis important au pubiic, en respuesta al Avis aux Réfugiés, de ser un instrumento de la política francesa y de desear la pérdida de las Provincias Uni­ das, y le presentaba como un conspirador implicado en una vasta cábala que se extendía por toda Europa e intentaba lograr una paz universal. Bayle respondió en La Cabale Chimérique. Entretanto ha­ bía tenido lugar un suceso inquietante: un burgomaestre de Dordrecht, van Hemelijn, convicto de haber negociado con Francia, fue condenado por alta traición el 31 de julio de 1693. Los orangistas estaban dispuestos a todo con tal de reforzar su partido. Una vez lograda la mayoría en el ayuntamiento de Rotterdam, y des­ pués de la ejecución de van Hemelijn, el Estatúter y sus ministros llegaron a la conclusión de que había que hundir al filósofo. Se buscó como cargo en su contra un extracto tendenciosamente sacado de sus Pensamientos sobre el Cometa, obra de Jurieu, al que Bayle res­ ponderá con toda contundencia y en un estilo impecablemente judiciario —summum jus, summa injuria— en su Añadido a los Pensa­ mientos sobre el Cometa. Pero no pudo evitar su destitución del cargo de profesor y la prohibición del ejercicio de la docencia. En esta obrita Bayle mostraba cómo las tesis incriminadas —la compara­ ción entre la idolatría y el ateísmo, la defensa de una moral atea y la inocencia de la conciencia errónea— eran susceptibles de en­ tenderse en un sentido perfectamente conciliable con la ortodoxia calvinista. Este escrito, de un corte formal, y de una contundencia lógica inusuales en Bayle, ahuyentó la tormenta, pero aún resona­ rán en la lejanía los truenos de un par de violentos panfletos que se intercambiarán uno y otro. La inmediata posteridad concedió cierta importancia a la que­ rella que enfrentó tan violentamente a Bayle y a Jurieu. Voltaire se encargaría de hacer del teólogo el prototipo de fanático odioso y de oponerle la tolerante figura del filósofo Bayle.

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Sin negarle ciertos rasgos neuróticos que le caracterizaban, no hay que achacarle la responsabilidad de todas sus extravagancias; mirando las cosas desde más lejos y con mayor perspectiva —dice E. Labrousse— lo que está detrás de la polémica es el destino trá­ gico del Refugio Hugonote enfrentado a la imposible conciliación de su lealtad nacional y su fidelidad religiosa. La victoria moral de Bayle aparece menos en las minuciosas refutaciones de las acu­ saciones dirigidas contra él que en el poder de análisis y en la ele­ vación espiritual que, evitándole caer en la tentación del fanatis­ mo —tan fácil para un perseguido— le pusieron al servicio de la libertad de conciencia. El Commentaire philosophique ha tenido que soportar ante la posteridad el lastre de la forma un tanto escolásti­ ca que Bayle le dio, tan apropiada para interesar a los teólogos a los que quería atraer a la causa de la tolerancia y que recuerda los fundamentos propiamente religiosos de su doctrina. La Letter Concerning Tbleration de Locke, aparecida en un principio anónimamen­ te, en latín, en Gouda, 1689, aunque compuesta hacía un cierto tiempo, vio la luz del día tres años después del Commentaire, que señala por tanto el comienzo de una campaña que acabaría un si­ glo después, el 27 de noviembre de 1787 con la rúbrica del Edicto de tolerancia que devolvía al protestantismo francés su estatuto le­ gal. La historia había de dar la razón casi simultáneamente a los dos adversarios de otrora: la tolerancia civil y el derecho de los pue­ blos, que para Bayle y Jurieu se presentaron en forma de alterna­ tiva, se convirtieron en exigencias gemelas del liberalismo (E. La­ brousse). La mayoría de las obras de Bayle responden a una incitación, y sus títulos así lo revelan. No podía ser menos en el caso de su magna obra, el Dictionnaire historique et critique que al decir de E. Labrousse podría haberse titulado «Critiques particuliéres du dictionnaire his­ torique de M. Moréri». El abate Moréri había publicado en Lyon en 1674 su gran Dictionnaire historique ou le Mélange curieux de l'histoire sainte et profane, del que se hicieron varias reediciones revi­ sadas por diversos autores, una de ellas en Amsterdam en 1794; la de París de 1699 (4 vols.) recoge «muchas observaciones... ex­ traídas del Dictionnaire de M. Bayle». Otras obras habían sido mo-

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tivadas por desacuerdos doctrinales (como en el caso de La France toute Catholiquef, denuncias (a propósito de la obra de Maimbourg), y en el caso del Diccionario de Moréri, insuficiencias y cierto secta'rismo ingenuo. Aún así, Bayle jamás regateó el mérito al abate. En su Diccionario, Bayle entendía la crítica como una comparación entre testimonios complementarios o paralelos, diligentemente reu­ nidos, que permite discernir y calificar el tenor y la extensión de las informaciones históricas que de hecho suministran; el término conserva por tanto su acepción humanista y no implica ningún jui­ cio estético ni matiz alguno de condena. En cierto modo la empresa de Bayle recuerda el sueño leibniciano de una característica universal capaz de sustituir la discusión por el cálculo, pues para Bayle en la crítica estaría ausente cual­ quier elemento subjetivo y contestable, al suponer una confron­ tación y un análisis de documentos tal que en cualquier etapa de la investigación el lector pueda verificar los argumentos que se le ofrecen y asegurarse de que la conclusión final se deduce tan sólo de las fuentes, según la modalidad que éstas autorizan: probabili­ dad, verosimilitud o certeza moral. Dicho de otra manera: para Bay­ le la crítica es una disciplina propiamente científica, pues el eru­ dito, sea cual fuere la sagacidad individual que despliegue para des­ cubrirlas, se limita a proponer hipótesis cuyo carácter de bien fun­ dadas sólo se deriva de su aptitud para conciliar entre sí los dife­ rentes documentos, que son independientes de la personalidad del investigador26. El Diccionario se había ido gestando de hecho a lo largo de dos décadas de acopio de materiales, ordenados cronológica o alfabé­ ticamente por Bayle, producto de sus inmensas lecturas. En un prin­ cipio se trataba de subsanar los errores u omisiones del Dicciona­ rio de Moréri y de otros repertorios históricos; las discusiones de­ talladas del Diccionario fueron redactadas a lo largo de los años de trabajo abrumador que dedicó a su preparación, ayudado por su prodigiosa memoria y por el afán casi maniático de precisión y profundización que había llamado su atención sobre muchos erro­ res y contradicciones necesitados de aclaraciones. Quería, además. *

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completar a Moréri con una serie de autores, especialmente sabios septentrionales y teólogos protestantes que el Diccionario de aquél y otros repertorios ni nombraban, o, si lo hacían, era acompañán­ dolos de los epítetos menos halagüeños. Un tercer estímulo lo cons­ tituyó la inquina contra Jurieu, que le impulsó a hacer entrar en el Diccionario a muchos que, al igual que el teólogo de Rotterdam, se habían aventurado por la vía de las predicciones y de la supers­ tición, ya fueran astrólogos, adivinos o autores que habían creído encontrar la llave del Apocalipsis. El uso de los distintos tamaños de los caracteres tipográficos tenía como propósito atraer la atención de los lectores, en primer lugar hacia los artículos impresos con tipos mayores. Bayle se sentía un tanto «seguidor de la vieja moda» al introducir tantas citas de autores griegos y latinos. Pero no podía dejar fuera de su gran obra a sus queridos autores de su primera formación, sin disminuir por ello la atención hacia los nuevos valores litera­ rios. Años más tarde, el valor erudito del Dictionnaire constituirá aún lo esencial de su reputación. Las Notas ocupan un espacio diez veces mayor que el texto propiamente dicho y tienen como objeti­ vo aportar innumerables citas y datos de cronología y sazonar unas biografías que de por sí resultarían secas y aburridas con abun­ dantes anécdotas, reflexiones festivas o maliciosas que algunos ta­ charán de obscenas. Un cierto número de artículos de entre los más largos del Dictionnaire, que hicieron de la aparición del mis­ mo un hito en la historia europea de las ideas, o más exactamente, las notas exageradamente largas que los acompañan, abordan pro­ blemas filosóficos, teológicos y morales cuya discusión es lo sufi­ cientemente detallada como para permitir a Bayle reconocer, por implicación, una antropología, si no sistemática, al menos reflexi­ va y coherente y aplicar una tranquila libertad de análisis a asun­ tos tabúes, desacralizándolos mucho más radicalmente de lo que pudiera hacerlo un dogmatismo a ultranza. En muchas ocasiones retoma los temas del Commentaire philosophique y su alegato en favor de la tolerancia o lanza reiterados ataques contra la superstición y la beatería. Si se pregunta por qué Bayle casó de este modo la erudición y lo que es «materia de razonamiento», habría que re­ cordar que había contraído con Leers una deuda de honor, y que,

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como el tiempo habría de probarlo, el Dictionnaire historique el cri­ tique se anunciaba como un negocio excelente para su editor, co­ mo hacían preverlo las constantes ediciones del Moréri. Ningún libro de razonamiento podía pretender una amplitud —y por tan­ to, un precio— ni una venta en toda Europa comparables a las que podría tener una obra de consulta, interesante a la vez para los eru­ ditos y para el gran público. Pero existía una especial razón de tipo psicológico, de la que Bayle era consciente: «Alabo la simplicidad de un plan; admiro su ejecución uniforme y desenvuelta; hago con­ sistir en ello la idea de perfección; pero si quiero pasar de la teoría a la práctica, confieso que experimento dificultad en guiarme se­ gún esa idea de perfección; la mezcla de formas variadas, un cier­ to abigarramiento y no tanta uniformidad es lo mío», dice en el proyecto del Dictionnaire. Alrededor de un texto meramente informativo o de materiales recogidos por Bayle aquí y allá discurre libremente un comenta­ rio del autor generalmente discreto pero que con frecuencia se ex­ tiende en inacabables digresiones. Como dice Labrousse, «las re­ flexiones de Bayle tienen forma de liana: para extenderse necesitan un soporte extraño; surgen de improviso al margen del armazón general ofrecido por la información histórica que constituye la sus­ tancia principal del libro. De manera paradójica, Bayle hace de un Diccionario, de por sí anónimo, una obra que rezuma aquel sabor personal propio de los libros escritos con alegría. Infolios llenos de sabiduría quedaban redactados en el tono familiar del ensayo, y la más meticulosa y "aburrida" erudición quedaba sazonada con el humor contagioso de un escritor entregado a la inspiración del momento» 27. La tarea debió ser abrumadora debido a las innumerables con­ sultas e investigaciones minuciosas a que tuvo que aplicarse; pe­ ro, al mismo tiempo, y dada su inclinación, hubo de resultarle ple­ namente satisfactoria. El primero de los dos volúmenes de la primera edición del Dic­ tionnaire, que llegaba hasta la letra G, se terminó de imprimir en

O .c., p. 243.

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agosto de 1695, pero no fue puesto a la venta, cosa que sucederá, una vez impreso el segundo, junto con un índice, el 24 de octubre de 1696. Bayle iba a cumplir 49 años. Es la única obra de Bayle que lleva su nombre, contra su costumbre, pero no pudo evitarlo debido a la exigencia puesta por los Estados de Holanda al conce­ der el privilegio a Leers. No lleva dedicatoria alguna, aunque no le faltaron candidatos. Apenas aparecida la primera edición, Bayle ya estaba pensan­ do y acopiando materiales para una segunda. El éxito de público estimuló a los libreros parisienses a solicitar privilegio para impri­ mirlo en la capital del reino, para lo cual se solicitó un informe al abate Renaudot. Este fue tan negativo que no solamente se de­ negó el privilegio sino que la obra fue prohibida en Francia. Una indiscreción permitió que algunas copias del informe circularan por París; el abate Dubos, con quien Bayle mantenía correspon­ dencia, logró hacerse con una y enviársela a Bayle; otra le llegó a Jurieu, y como era de esperar, rápidamente redactó un panfleto contra el Dictionnaire y su autor, denunciando nuevamente a Bay­ le ante el Consistorio de Rotterdam. Con su rapidez acostumbra­ da, Bayle replicó, prometiendo algunas reformas. Difícilmente po­ día acusársele de impiedad o heterodoxia, pues en ningún momento se permitió exponer doctrina alguna en tono dogmático, dejando siempre las cuestiones abiertas y arropándose bajo aquel aire pi­ rrónico tan suyo. Como siempre sucede, la prohibición no hizo más que estimu­ lar la curiosidad de los parisienses, y el éxito fue inmenso. A ello contribuyó, sin duda, el cambio de aires en la capital del reino: un cierto relativismo desencantado, anécdotas atrevidas, un estilo des­ lavazado habían suplantado a la pompa y rigidez de los «espíritus fuertes», a su seriedad y su dogmatismo. Algo parecido estaba su­ cediendo en Inglaterra. En 1698 Bayle había conocido a Lord Ashley, futuro Lord Shaftesbury, que residía en Rotterdam, en casa del cuáquero Furly, viejo amigo de su antiguo preceptor Locke, y am­ bos reconocieron tener sorprendentes afinidades intelectuales. Bay­ le llegó a tener con él la suficiente confianza como para recomen­ darle a un joven sin empleo que le había sido enviado con cartas de recomendación por Minutoli, Pierre Desmaizeaux, el futuro bió-

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grafo de Bayle. Shaftesbury, en efecto, será su protector en Lon­ dres. - Una pequeña victoria anotará Jurieu en su cuenta al lograr que el Consistorio de Rotterdam convoque a Bayle para hacerle algu­ nas recomendaciones sobre el Dictionnaire, a las que éste humil­ demente se somete. Curiosamente, si Renaudot reprochaba a Bay­ le el mostrarse demasiado deferente con los reformados, el Con­ sistorio de Rotterdam lamentaba su excesiva inclinación hacia los católicos. Su pirronismo obtenía de este modo una no pequeña vic­ toria. A finales de mayo de 1698 comenzó la impresión de la segunda edición del Dictionnaire que había de pasar de dos a tres volúme­ nes. Se aumentaba el número de artículos, nuevas notas se aña­ dían a las de la primera edición, e incluso ciertos artículos queda­ ban totalmente rehechos, como es el caso del dedicado a Spinoza, y otros, como el dedicado a David —motivo principal de las acusa­ ciones tanto de Renaudot como del Consistorio— quedaban tan re­ ducidos que resultaban prácticamente irreconocibles. Entretanto Leers sacó una tercera edición de los Pensamientos sobre el Cometa totalmente igual a la segunda, pero cuyas pruebas Bayle corrigió con toda meticulosidad. El 27 de diciembre de 1701 apareció la segunda edición —la úl­ tima en vida de Bayle—. Incluía las aclaraciones que previamente Bayle había prometido en un folleto como respuesta a la requisi­ toria del Consistorio. En la primera hacía ver que la piedad bien entendida no debe sentirse herida por el hecho de que investiga­ ciones lealmente llevadas a cabo revelen la existencia virtuosa de algunos ateos. La segunda afirma que misterios como el de la exis­ tencia del mal y el de la predestinación, precisamente por ser reve­ lados, quedan fuera del alcance de las objeciones especiosas que les oponen los maniqueos. A propósito del pirronismo que se acha­ caba al Dictionnaire, la tercera Aclaración retoma la misma tesis: el plano de la fe es distinto del de la razón, por lo que el tribunal de la filosofía es a priori incompetente ante los datos revelados. La cuarta sostiene que una obra histórica debe acumular los más di­ versos testimonios y no se le debe reprochar los pasajes obscenos

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más de lo que se haría con los mismos de encontrarlos en un libro de medicina o de derecha Después de la segunda edición Bayle dedicó todavía algún tiem­ po a correcciones y adiciones de su gran obra. En octubre de 1703 apareció la Réponse aux questions d'un Provincial, conjunto desor­ denado de artículos y de estructura muy particular, pues en él se mezclan las cuestiones históricas con las teológicas y las filosófi­ cas, y que recuerda, según el testimonio del mismo Bayle, aque­ llas composiciones del siglo xvi que se titulaban «Silva de varia lección». En buena medida esta obra constituye la síntesis a que había llegado su pensamiento. Las mismas tesis se encuentran en la Continuation des Pensées diverses, aparecida en agosto de 1704, obra en la que retomaba y profundizaba en las tesis de los Pensées, haciendo un análisis comparativo entre el ateísmo y la idolatría en el que aquél salía triunfante, y criticando minuciosamente la prueba de la existencia de Dios por el consentimiento universal. A partir de 1705 se recrudece su lucha contra los «racionales», como entonces se les llamaba, y que hasta el momento podían ha­ ber sido considerados como aliados suyos por haberse alineado con­ tra Jurieu en favor de la tolerancia. Jacques Bernard, el más mo­ derado de ellos en sus discusiones con Bayle, había colaborado antes en la Bibliotheque Universelle del gran erudito arminiano Jean Le Clerc, y más de un contemporáneo pensó que si la tomaba con el autor del Dictionnaire lo hacía con la esperanza de congraciarse con los ortodoxos, cuya hostilidad le había impedido la adjudicación de la regiduría de una iglesia, por lo que había quedado reducido a una magra pensión, viéndose necesitado a realizar trabajos de periodista o de preceptor privado. A partir de sus ataques a Bayle será nombrado pastor en Leyde en 1705, lo que indica un cambio de actitud por parte de la ortodoxia calvinista. No obstante, los pun­ tos de fricción con el filósofo eran de poca monta. Calvino había ciertamente defendido la validez del argumento del consenso uni­ versal en la demostracción de la existencia de Dios. Pero esta prueba había ido perdiendo fuerza ya antes de Descartes, y se la miraba únicamente como argumento retórico. Por otra parte, la tesis cen­ tral de los Pensamientos sobre el Cometa no atacaba ningún punto de fe: anteponer el ateísmo a la idolatría no suponía una apología

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de aquél sino denuncia de los horrores de ésta, bien entendido que so capa de atacar al paganismo antiguo, en realidad se ataca­ ban las prácticas de la Iglesia Romana de un modo no distinto a como lo habían hecho los autores hugonotes del siglo XVI. La otra paradoja —que una sociedad perfectamente cristiana no podría te­ ner éxito temporal ni perdurar históricamente porque la práctica del Evangelio impediría el uso de una diplomacia fraudulenta y el uso de medios y actitudes violentas que la guerra exige— tampo­ co afecta al dogma, limitándose a deshacer un lugar común, según el cual la religión cristiana se había visto favorecida con los más halagüeños éxitos temporales, y debía, por tanto, verse favorecida por los príncipes preocupados por sus intereses políticos. En la re­ censión hecha de la Continuación de los Pensamientos diversos, Bernard, defensor del sentido común, de los tópicos e ideas recibidas, disentía cortésmente de Bayle, y éste creyó necesario responder en la segunda parte de la Réponse, pero el periodista se molestó con las críticas un tanto desdeñosas de Bayle, y la recensión he­ cha por Bernard de esta última obra fue declaradamente hostil. Bernard, por otra parte, se sentía animado por la convergencia de los ataques que llovían sobre Bayle. Al igual que a Jean Le Clerc y a Jaquelot, la muerte de Bayle no le impondrá silencio y en ocho de los doce fascículos del año 1707, el periódico otrora fundado por Bayle publicó una interminable recensión de la tercera parte de la Réponse, nada favorable a Bayle. Los otros dos adversarios «racionales» de Bayle tenían con Ber­ nard la característica común de ser pastores y no resulta inverosí­ mil pensar que los retratos desdeñosos que Bayle hacía en el Díctionnaire de los teólogos como fautores de la discordia y de la into­ lerancia excitara en ellos el espíritu de casta contra este laico inso­ lente, primer paso en el camino que les llevaría a tacharle de hete­ rodoxo y de descreído. Defensores del acuerdo armonioso entre la razón y la fe, estos tres pastores de la nueva generación debie­ ron ver en un principio en Bayle a uno de los suyos por su libre espíritu crítico, su simpatía por el cartesianismo y su defensa a ul­ tranza de la tolerancia. Pero se sintieron poco menos que traicio­ nados ante los golpes que el racionalismo crítico de Bayle infligía a su racionalismo dogmático.

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Este francotirador aislado y desconcertante —fideista tradicio­ nal en teología, pero racionalista en moral— era un blanco más vul­ nerable que otros autores menos originales pero bien apoyados por los miembros de su clan o por su condición de eclesiásticos. Isaac Jaquelot era un personaje pretencioso, al que ciertos do­ nes oratorios habían convencido de ser un profundo espíritu filo­ sófico. De sincera piedad, pensaba que Bayle era un sujeto peli­ groso debido al irremediable conflicto que establecía en el Dictionnaire entre los datos de la Revelación y las conclusiones de la ra­ zón. Aquella presenta a Dios como omnisciente, omnipotente y bue­ no, pero era incapaz de conciliar estos atributos entre sí, pues según el dilema formulado por Epicuro, Dios no quiso oponerse al mal que corroe al universo, pudiendo hacerlo, en cuyo caso no es per­ fectamente bueno, o no pudo impedirlo, con lo cual desmiente su omnipotencia. Bayle había desarrollado este argumento diciendo que si Dios no había sido capaz de prever la caída de Adán, por la que penetró el mal en el mundo, no era omnisciente (ni por tan­ to, omnipotente), y que si la previo y permitió, no era absoluta­ mente bueno, o que si habiendo previsto su eventualidad no por ello dejó de correr el riesgo que entrañaba, no era omnisciente. Ja­ quelot se creyó capaz de hacer frente al formidable dilema e in­ tentó demostrar la armonía que existe entre los datos de la fe y los de la razón. No tuvo más remedio que renunciar al dogma de la predestinación, lo que significaba apartarse de uno de los pun­ tos esenciales de la ortodoxia calvinista. De haber permanecido en Holanda, hubiera tenido que desdecirse o pasarse al partido de los arminianos; pero, por suerte para él, fue destinado a Berlín, mu­ riendo prematuramente en octubre de 1708. El tercero y más temible adversario de Bayle fue el gran erudi­ to Le Clerc, que en su juventud había abandonado el calvinismo estricto para abrazar la confesión arminiana. Cercano a Locke en muchos aspectos, del que fue amigo personal, rayaba en el socianianismo, de modo que de haber pertenecido a una generación ul­ terior hubiera abrazado el deísmo. Pero no podía recorrer hasta el final el largo camino espiritual que lleva desde la fe a una religión contenida dentro de los límites de la estricta razón, manteniéndose su programa en un difícil equilibrio entre los dos términos. Fue uno

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de los epígonos de aquel «cristianismo razonable» que no quería que la razón abdicase ante el misterio revelado ni pasar por enci­ ma de los datos de la Escritura en provecho de una religión pura­ mente natural. El comienzo de su disputa con Bayle tuvo lugar a propósito de la interpretación que había que dar a las «naturalezas plásticas» de que hablaba Ralph Cudworth, un neoplatónico de Cambridge. Cuando la polémica se trasladó al problema del mal, acabó aban­ donando el ámbito de las ideas para transformarse en querella per­ sonal. Le Clerc fue el primero en adoptar un tono agrio. En el pla­ no de las ideas retoma ciertas tesis de Orígenes y salvaguardaba la bondad divina renunciando a la duración eterna de los castigos de ultratumba; Bayle respondió que aunque temporales las penas eternas son inconciliables con la absoluta bondad divina, y, sin ir tan lejos, los sufrimientos de la vida terrena, que no perdonan ni a los inocentes bastan para hacer que entren en conflicto los atri­ butos de bondad perfecta y omnipotencia en Dios. Bayle repite los argumentos que siempre había esgrimido; razones a priori demues­ tran que el dualismo en Dios es imposible: omnipotente, pero no absolutamente bueno, o viceversa; pero la abrumadora experien­ cia del mal en el mundo las desmiente, de manera que el dilema formulado por Epicuro sigue en pie. En esta disputa ideológica Le Clerc se muestra baladí. Según él, nada en la Escritura se muestw contrario al atributo de la bon­ dad divina, y, en cualquier caso, si contuviera algún artículo que pareciera repugnar a la bondad divina, «o no habría que tomarlo al pie de la letra, sino explicarlo de modo figurativo, o habría que decir que en absoluto se lo entiende». Pero debió advertir que el origenismo, frágil en sí mismo, le dejaba una limitada libertad de maniobra, por lo que buscó una justificación general de la Provi­ dencia, en la que acumula los principios tradicionales (limitacio­ nes de la criatura, infinidad de mundos, libertad del hombre, la idea de que Dios obedece a leyes que le son propias, y de que los males apenas significan nada respecto a ellas), formando un con­ junto que sólo deja una impresión de debilidad y de eclecticismo. Sólo recobra su vigor para atacar a Bayle en lo que al uso de la razón se refiere y en negar que los argumentos maniqueos resulten

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convincentes, pues ello equivaldría a suponer que dos proposicio­ nes contradictorias puedan ser verdaderas. En una palabra, Le Clerc manifiesta su fortaleza en la defensa del dogma intangible y reco­ nocido por todos de que nada de lo que está por encima de la ra­ zón está en contra de la razón, pero pierde todo su nervio cuando busca en el detalle concreto la conformidad de la fe y de la razón, punto esencial de su convicción racionalista28. Le Clerc sobrevivirá bastantes años a Bayle, a lo largo de los cuales su odio se acrecentará. Reiteradamente intentará justificar este encarnizamiento para con el muerto fundándose en motivos de caridad para con los vivos. Sus ataques denigratorios contra Bayle van a tener una enorme resonancia y contribuirán a formar la ima­ gen que la generación siguiente recibirá del filósofo de Rotterdam, y contra la que combatirán sus apologistas. Al igual que Jaquelot y Bernard, el último ataque consistirá precisamente en presentar a un Bayle ignorante: éste era «un hombre que sólo poseía unos elementales conocimientos de cartesianismo y ninguno de geome­ tría... En cuanto a sus razonamientos, sólo tenía en cuenta la pro­ babilidad, y razonaba continuamente ad hominem, sin ningún otro principio y sin otro designio que el de embrollar a lectores poco instruidos... No había leído ninguno de los libros de filosofía expe­ rimental de los ingleses, muchos de los cuales habían aparecido antes de su muerte... En cuanto a la geometría, había renunciado totalmente a ella, y de teología no sabía más que lo que podía ha­ ber aprendido en los catecismos y en los sermones, o en algunos libros franceses. Nunca había estudiado la antigüedad eclesiásti­ ca, y muy mediocremente la griega y la romana. El derecho y la medicina le eran totalmente desconocidos. Tenía ciertos conoci­ mientos sobre la historia de los últimos siglos, sobre todo de la fran­ cesa, y sobre la vida de ciertos hombres de letras, a menudo oscu­ ros. Se había tomado demasiada molestia en buscar mil fruslerías literarias y mil circunstancias intrascendentes»29. El peso de esta acusación no era desdeñable, dada la cultura enciclopédica de Le Clerc y el conocimiento que tenía de la filoso* 28 Rétat, P.: Le Dictionnaire de Bayle el la lutte philnsophique au xvinr siécle. Audin, Pa­ rís, 1971, p. 25. 29 Cit. por Rétat. P.. ibidem. p. 26.

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fía inglesa, pero los términos exagerados en que estaba expresada, fruto del rencor, así como la evidencia de la obra misma de Bayle, la desacreditaban. A medida que Le Clerc fue envejeciendo se fue acrecentando su odio hacia el pirronismo, identificado con Bayle. Cualquier ocasión le era propicia para atacar al uno y al otro y de­ nunciarlos. E. Labrousse, que tan detenidamente ha estudiado la correspon­ dencia de Bayle, dilucida la querella de los «racionales» en los si­ guientes términos: «Resulta fácil de entender que para los racio­ nales, que se mantenían fieles a la religión de su infancia única­ mente porque no se creían obligados a sacrificar su razón a su fe, la imposibilidad en que Bayle declaraba encontrarse a la hora de conciliarias —su negativa a distinguir entre lo que está por enci­ ma de la razón y lo que es contrario a la razón— equivalía a una confesión de incredulidad. Subjetivamente, los adversarios del filó­ sofo no fueron, por tanto, injustos al tenerle por ateo e impío; que­ da por saber si objetivamente su juicio tenía valor. En efecto, en una óptica fideísta, según la cual los dogmas religiosos son abrazados en virtud de móviles no especulativos, su carácter irracional nada tiene que los invalide. »En el curso de la historia del cristianismo la mayoría de los teólogos han creído en el dogma de la IVinidad sin pretender com­ prenderlo: Bayle generaliza tal actitud y hace profesión de admitir a título de misterio impenetrable la coexistencia de una soberana bondad y de una omnipotencia absoluta en Dios. De creerle, no es el contenido de los dogmas que abraza lo que le distingue de sus adversarios sino únicamente los argumentos racionales con que pretenden fortalecer su fe y que Bayle abandona deliberadamente después de haber mostrado su carácter falaz. Se arroja con los ojos cerrados al misterio y no justifica su actitud, sino que se contenta con describirla como una enigmática imposibilidad, determinada como estaba por pruebas de sentimiento y por el efecto de la edu­ cación, a través de las cuales es lícito esperar que actúe en secreto la influencia de la gracia divina»30. En Bayle la propedéutica de la fe no incluye las diversas etapas 30 Oeuvres diverses, t. III (1966), reprod. fotográfica, Introd. por Mme. Labrousse. p. XIII.

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superpuestas que en otros contemporáneos podían operar: religión natural, religión revelada, versión protestante de la misma; es la denuncia pura y simple de la delibidad y de las ilusiones de la ra­ zón humana. Bayle retoma el lema secular de los fideístas — h u m í­ llate, ra z ó n h u m a n a — y apoyándose en la tradición escéptica de­ nuncia incansablemente las contradicciones en que cae la razón (por ejemplo, las aporías matemáticas sobre la composición del con­ tinuo), que no es sino un poder disolvente y crítico, incapaz de cons­ truir nada que se mantenga en pie. Por lo demás, los fideístas de cualquier época han ensalzado siempre las virtudes del pirronismo para preparar el alma, una vez convencida de la delibidad de la razón, a recibir la verdad revela­ da. No hay, pues, que tomar como hipócritas sus protestas de orto­ doxia calvinista, sobré todo si se tiene en cuenta que dadas sus cir­ cunstancias personales y las de la Holanda de su tiempo, no ha­ bría tenido motivo alguno para ponerse hipócritamente al abrigo de cualquier sanción con ellas. Ciertamente Bayle no fue una persona devota, pero, señala Labrousse, «la actitud fideísta no implica necesariamente una fe tan ardiente como la de un Lutero o la de un Pascal, sino que presu­ me, por definición, que la razón y el orgullo humanos son reacios y difíciles de yugular; es dialéctica y supone un combate incesan­ te entre la cabeza y el corazón, y no es el conflicto en sí mismo el que podría suministrar una prueba de insinceridad, sino más bien su supresión en el reposo de la incredulidad»31. En diciembre de 1702 Bayle cumplía cincuenta y cinco años. Su salud había sido siempre frágil y sentía que la muerte no podía estar lejana. Pero no por ello se inquietó, al contrario, adquirió, si cabe, una suerte de tranquilidad que ya no le abandonará hasta su muerte, como si al fin se sintiera a cubierto de los golpes de la fortuna. Un incidente, repetido por sus biógrafos, así nos lo mues­ tra. Habiendo caído a un canal a la salida de un oficio religioso, no pidió ayuda ni acudió a Dios, como se deduce del relato que él mismo haría posteriormente a un visitante. »' Ib. p. 14.'

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La aceptación tranquila de la muerte era un rasgo que le acom­ pañaba desde su juventud. Esta ataraxia de sus últimos años dejó libre su pluma para permitirse mayores atrevimientos que en tiem­ pos anteriores. Al fin y al cabo, se había convertido en una celebri­ dad que los curiosos de Rotterdam y otras partes no dejaban de visitar. El abate de Polignac escucha de sus labios esta profesión de fe: «Soy buen protestante en el más pleno sentido de la palabra, porque en el fondo de mi alma protesto contra todo lo que se dice y todo lo que se hace». Le visitarán Casimir Freschot, Michel de la Roche, el joven ministro David Durand; un vístante anónimo le oye decir que la religión cristiana es «probablemente probable». Los últimos años estuvieron ocupados por las discusiones que suscitaban sus libros y a las que respondió en los volúmenes pos­ teriores de la Réponse aux questions d'un Provincial, pero dejó sin respuesta al mejor de los panfletos lanzados contra él por Jurieu: La philosophe de Rotterdam, accusé, atteint et convaincu, publicado en 1706. En él Jurieu se alineaba con los «racionales» contra Bayle por motivos meramente personales, pues doctrinalmente no deja­ ban de ser sus enemigos, llegando incluso a alabarles en este es­ crito. Tan sólo en una obra —inacabada y postuma—, Entretiens de Máxime et de Thémiste, Bayle da rienda suelta a la violencia, a la impulsividad y a la cólera retenida durante tanto tiempo contra Le Clerc. Pero esta vehemente querella, lejos de ensombrecer sus últimos días, le servirá de oportuna distracción, como confiesa a Lord Shaftesbury y a Mlle. Baricave, pues la tos y la tuberculosis le habían privado de los placeres de la conversación. En el otoño de 1705 la tos se agravó, pero Bayle no puso ningún remedio a ello. Aunque hay testimonios divergentes sobre el momento y cir­ cunstancias de su muerte, en lo que sí coinciden todos ellos es que Bayle murió solo, prueba elocuente de su pobreza y su estoicismo. Era el 28 de diciembre de 1706. Parece no haber dudas sobre la autenticidad de un billete escrito por Bayle a su amigo Terson, y en el que decía: «...Sé que sólo me quedan algunos momentos de vida; muero como filósofo cristiano, convencido y penetrado de las bondades y de la misericordia de Dios y os deseo una felicidad perfecta». Esta escueta confesión de fe dejó perplejos a los minis-

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Bayle y su época

tros calvinistas: ¿por qué no nombraba expresamente a la Iglesia reformada en la cual había vivido? ¿Acaso se identifica con Jehová este dios que Bayle menciona? ¿Por qué no aparece ni un signo de arrepentimiento?

II

BAYLE Y SU EPOCA

1 Cartesianismo e historia

La mayoría de los trabajos sobre Bayle dejan adivinar en la penum­ bra la gran figura de Voltaire. Nada impide sostener que Bayle fue el antecesor de muchas de las ideas que alimentaron al Siglo de las Luces y que su obra fue el arsenal que suministró hechos y ar­ gumentos de que habría de servirse la generación siguiente. Pero los lectores no son sujetos pasivos, sino que reaccionan ante los textos conforme a sus propios presupuestos, traicionándolos en al­ guna medida. Entre el Bayle que lee el señor de Ferney y el refu­ giado de Rotterdam la distancia es considerable. En la persona de Bayle «se unen protestantismo, cartesianismo y pirronismo libertino»32. «Según las circunstancias, Bayle habla el lenguaje de un teólogo calvinista, de un panfletario hugonote, de un discípulo de Malebranche, o de un hijo espiritual de Erasmo, de Montaigne y de Naudé» 3334. Pero Bayle no elabora con to­ dos estos elementos una doctrina sistemática, sino que los asocia en una unidad menos doctrinal que psicológica. Por otra parte, Bayle se constituye en testigo de excepción del momento de la difusión del cartesianismo en Europa, permitiendo ver a qué amputacio­ nes, transformaciones y traiciones se ve sometido el pensamiento de Descartes y de Malebranche; por otra parte, la época de Bayle y Jurieu representa el momento crítico en que el protestantismo de los reformadores se transforma en protestantismo moderno 32 Pintard. Le Libertinaje érudit. París. Boivin, 1943,_p. 570. 33 Labrousse. E.: o.c. t. II. Hetérodoxie et Rigorisme, p. X. 34 TYoeltsch, E.: El Protestantismo y el mundo moderno. Fondo de Cultura Económica, Mé­ xico, 1967. 71

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además, en ningún sitio como en el Refugio holandés se delinea con tanta espontaneidad lo que P. Hazard ha denominado «la cri­ sis de la conciencia europea». Bayle reproduce todas estas trayec­ torias en un momento en que la afluencia de libros tanto desde Londres como desde Holanda va despertando en Francia el inte­ rés por las ideas subversivas de la edad clásica. Puro raisonneur donde los haya, su sed de verdad le ocupó su vida entera en velar por los derechos de la razón y aplicarla a diversos campos de estu­ dio: verdades de hecho (historia), verdades de razón (filosofía), ver­ dad revelada (teología). A pesar de ello sería inexacto creer que Bayle sólo se ocupó de cuestiones históricas, filosóficas o teológicas. Conoció a Donneau de Visé, mantuvo correspondencia regular con el abate Du Bos, y dio su opinión, siempre con una franqueza un poco ruda, sobre todos los autores importantes de su siglo. Si se burló de la invero­ similitud de la Princesa de Cléves, el joven Fontenelle recibirá del redactor de las Nouvelles de la République des Lettres ánimos y elo­ gios; la Histoire des Oracles y la Pluralité des mondes recibieron pa­ rejas alabanzas. Pero, aunque Bayle se inclinaba visiblemente por los modernos, su gusto es impersonal: al burlarse de las inverosi­ militudes de las novelas galantes de su siglo, al alabar las fábulas de La Fontaine o al reprochar a Moliere el no haber corregido más que los vicios banales de sus obras, Bayle no hace sino retomar las máximas de la estética clásica, al punto de parecer estar oyen­ do a Boileau. Alejado de las renovaciones de la estética que se es­ taba fraguando en París por obra de Fontenelle, de Perrault y sus amigos, su gusto aparece bastante limitado.

Va a ser en el campo de la historia donde despliegue lo más ca­ racterístico de su genio; espíritu minucioso hasta el escrúpulo, orientado a la discriminación crítica, a las rigurosas secuencias cro­ nológicas, a la datación exacta, va a dirigir su predilección hacia lo más contingente: el curso pintoresco de una vida individual. En las Nouvelles de la République des Lettres la parte dedicada a las novelas y a las comedias es muy inferior a la dedicada a la historia. Casi todas las obras de Varillas, las de Maimbourg, II Tea-

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tro Britannico, Vienne deux fois assiégée par les Tures merecerán lar­ gos comentarios. No del todo insensible hacia las cualidades pro­ piamente literarias de las obras que leía, sabe apreciar «la lectura divertida» de la Histoire de la Ligue de Maimbourg, y cómo ha sa­ bido «dar a la historia un aire de novela, y a la novela un aire de historia». Con ello no hace más que reflejar lo que sus contempo­ ráneos, entusiasmados con él por la historia, esperaban de ella: co­ nocer el corazón del hombre; por ello se proclama poseído por «la pasión... de conocer hasta en sus mínimas particularidades a los grandes hombres». Pero esos hombres son, ante todo, los grandes autores: no los hombres de Estado ni los estrategas, ni siquiera los libros mismos escritos por los grandes autores, sino los autores mis­ mos. No en vano su juventud se alimentó de las obras de Plutarco y más tarde confesará que prefiere las Cartas de Cicerón a todos sus escritos. Le interesan no tanto las cosas como los hombres. No solamente las matemáticas son disciplinas formativas: tam­ bién lo son la cronología y la crítica, que exigen tanta agudeza y potencia de espíritu como la que se necesita para resolver los pro­ blemas de la geometría. Unas y otras son disciplinas formativas del intelecto. Un utilitarismo estrecho que mirara únicamente a mantenernos dentro de los límites de la necesidad natural, nos lle­ varía a no cultivar más que la geometría y las artes mecánicas; pe­ ro además del bien útil están el bien agradable y el bien honesto, y a ellos tienden el resto de las disciplinas. «En vano buscaríamos utilidades morales en una antología de quintaesencias de álgebra.» Bayle no desconocía las técnicas refinadas de los humanistas para restablecer los textos en su pureza original, pero no era ni un filólogo ni un numismático; tampoco proyectaba sobre los textos literarios una mirada de esteta; éstos tenían para él un interés se­ cundario, casi ornamental. Se interesa por los textos filosóficos por cuanto le exigen el despliege de una potente virtuosidad dialéctica al ser interpretados; pero ante todo, le interesan los documentos históricos. La tradición humanística adjudicaba a los individuos un papel determinante en los acontecimientos políticos. Bayle se iden­ tifica con este punto de vista, y de ahí su pasión por la biografía y la anécdota, en las que la exactitud de los datos asume un papel central. El historiador ha de ser ante todo un moralista y un psicó-

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logo. Bayle hereda estas ideas de los libertinos, especialmente de La Mothe Le Vayer; Saint Réal y Fontenelle las fundieron, amplián­ dolas y dándoles un tinte de originalidad ante el público, entre­ viendo la posibilidad de una historia no meramente psicológica si­ no «sociológica», que no solamente se limitara a describir el cora­ zón humano sino que describiera el carácter y costumbres de las naciones. Bayle no va tan lejos, y con mucha frecuencia se conten­ ta con triviales observaciones sobre el valor moral de los relatos históricos. Hay una cierta afinidad entre el modo como Bayle entiende la historia y el género de las Historias secretas, tan extendido en esta época y que revelaba un gusto bastante vulgar: el lector descubría en ellas que las causas reales de los acontecimientos más ilustres no eran las que aparecían a primera vista; de una manera general, todo se explica por causas psicológicas y por motivos que parecen insignificantes; de este modo la historia se transforma en una es­ pecie de cotilleo sobre los personajes más famosos de la Antigüe­ dad. La reciente historia constituía una excelente materia para los controversistas, y Bayle dedicará una parte considerable de su es­ fuerzo a desmentir la imagen que la historiografía católica daba de las guerras de religión, pudiendo ser considerada su obra entera como una polémica anti-romana, aunque su estilo escasamente po­ lémico y la serena objetividad de que hace gala, hacen poco ade­ cuada la expresión. Esta defensa del calvinismo contra los apologistas católicos per­ mitirán a Bayle superar su estrecha concepción de la historia. En la más pura línea calvinista Bayle rechaza cualquier suerte de prodigios, excepto los que aparecen en la Biblia, negando sin más los que la tradición romana atribuía a la Virgen y a los santos. En general, la tradición calvinista adoptaba frente a los sucesos ex­ traordinarios un racionalismo de tipo averroísta, tratando de ex­ plicarlo todo por medio de causas naturales, como Pomponazzi y los paduanos habían hecho en pleno Renacimiento. En Bayle este principio racionalista sufre una modulación: opone a los prodigios (exceptuados los atestiguados por la Biblia) no el peripatetismo, si­ no la física mecanicista de los modernos. «Vivimos en un siglo de

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filosofía que explica cada cosa por causas naturales en cuanto es posible hacerlo... me gusta este método.» . A lo largo del siglo XVI la superstición había remitido en bue­ na medida, de manera que el miedo a los cometas fue antes un pretexto que un motivo para escribir los Pensamientos diversos so­ bre el Cometa. Bayle atacará con tesón toda suerte de supersticio­ nes, brujerías, adivinaciones, presagios, magias, almanaques, etc. Pero al hacerlo desplazará el acento del testimonio al testigo: en vez de rebatir la explicación sobrenatural que éste da del prodigio, Bayle se centrará sobre la veracidad de su relato, que se explicaría simplemente por la propensión a la mentira del relator y la estúpi­ da credulidad de los que lo aceptan. Thl propensión sería debida, ante todo, a motivos de interés, como una fuente de ingresos en el caso de los milagros que curas y monjes atribuyen a la Santísi­ ma Virgen, o, como quería la tradición averroísta, como fraudes piadosos, útiles a la sociedad y al Estado. La crítica histórica humanista había sentado como principio fun­ damental el de «pesar» el testimonio, poniendo el máximo cuida­ do en su datación, pues la cercanía tanto espacial como temporal del testigo era esencial. La lejanía se constituye en una fuente casi inevitable de errores, tergiversaciones y mentiras. Una larga tra­ dición oral queda así ampliamente desacreditada. Pero no sólo cua­ lifica al testigo la situación respecto a los acontecimientos, sino la inteligencia, la probidad y la cultura del mismo. En el límite, las reacciones personales del testigo constituyen la parte más cla­ ra de su testimonio. Respecto de lo relatado, hay que tener en cuenta que varios re­ latos de un mismo hecho suelen atender a lo fundamental y variar en las circunstancias, adquiriendo por ello un alto grado de proba­ bilidad aquello en que coinciden, probabilidad que sube de grado en el caso de que los testigos sean enemigos uno del otro. Dentro de un mismo testimonio considerado aisladamente, merece mayor confianza aquel que resulta más penoso para el autor; por ello Bayle buscará testimonios sobre la corrupción del clero romano entre los escritores católicos del siglo XVI. La ausencia de muchos de estos elementos de juicio en los relatos de la historia antigua hace que ésta sea una empresa prácticamente imposible: faltan documen-

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tos dignos de confianza sobre cronología y sobre la psicología in­ dividual de los autores principales. Por ello el dominio predilecto de Bayle será la historia reciente, la de los siglos XVI y XVII, y aún en ellos los documentos más inmediatos al acontecimiento serán las gacetas, en la medida de lo posible, no las historias sistemáti­ cas y elaboradas. Pero las mismas gacetas están sujetas a caución: el periodista no podrá evitar interpretar los hechos de acuerdo con sus propias prevenciones. Un cierto pirronismo histórico se deri­ va inevitablemente del hecho de que si el testigo está cercano a los hechos, los deformará, y si está alejado de ellos, probablemen­ te se mantendrá imparcial, pero la lejanía atenuará el valor de su testimonio. Las Nouvelles de la République des Lettres serán, en la medida que podían serlo en el siglo xvn, un modelo de imparcialidad, de leal confrontación de ideas, de minuciosidad informativa, de in­ dependencia frente al carácter moral o las creencias de los perso­ najes. «Un común postulado aúna a los hombres de letras, no sola­ mente en cuanto al fin perseguido —la verdad— sino en cuanto a los medios empleados para alcanzarla, los métodos racionales; únelos en lo esencial y crea entre ellos lazos de solidaridad que recuerdan a la vez a los del cosmopolitismo humanista y a los de la república leibniziana de los espíritus»35. En una palabra, como dice en el prefacio de las Nouvelles, se trata de hacer de la historia una ciencia. La historiografía humanista hacía de la historia un género lite­ rario bien definido. Bayle recogerá esta tradición, así como las fuen­ tes a que ésta se limitaba: testimonios voluntarios constituidos por anales, crónicas, memorias, textos jurídicos como edictos o trata­ dos. Estos testimonios, que acompañan al acontecimiento en su es­ tado naciente, pueden asimilarse a las gacetas. Permanece dentro del ideal de su siglo, que espera del historiador un relato cronoló­ gicamente ordenado de los hechos más bien que una interpreta­ ción explicativa de los acontecimientos. Lógicamente, de su obra estarán ausentes todos aquellos elementos que la historiografía pos­ terior hace intervenir como determinantes, como son el peso de 35 Labrousse, E.: o.c., II. p. 31.

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las masas humanas, la demografía, la economía o la geografía. Se trata de una historia política en la que los agentes principales son los príncipes, los prelados o los hombres de armas. La causalidad histórica se agota en la psicología individual. No es de extrañar por ello que, como dice en los Pensamientos, los grandes acontecimientos dependan a menudo de pequeños resortes ocultos puestos en ac­ ción por la envidia, por el interés, por alguna pasión secreta... La causalidad histórica se resuelve en una polvareda de sucesos con­ tingentes, tras de los cuales es imposible entrever el papel de al­ gún factor constante, como no sea, por ejemplo, el geográfico. Re­ tomando un viejo tema humanista, la historia está regida por la Fortuna, personificando en esta idea la irracionalidad de su desa­ rrollo, aunque el teólogo que hay en Bayle acabe viendo tras la más­ cara de la vieja diosa romana el rostro de la providencia. Todavía en Bayle resuena la concepción clásica de la historia como tribunal ante el que deben comparecer los grandes de la his­ toria, y del historiador como juez, a quien compete no tanto lan­ zar un veredicto como elaborar un informe. El auténtico historia­ dor debe ser un moralista, pero nunca un partisano (E. Labrousse). Por ello, Bayle, más que un historiador fue un crítico de los his­ toriadores; su materia no eran tanto los acontecimientos como los relatos de esos acontecimientos. En la Critique générale de l'Histoire du Calvinisme du P. Maimbourg, su más metódico libro de historia, así como en las recensio­ nes de las Nouvelles y en las Remarques del Dictionnaire denuncia, como erudito meticuloso, las inexactitudes, los errores, los olvidos; pero, especialmente como moralista, pone al descubierto la par­ cialidad tendenciosa que hay en el origen de las más graves falsifi­ caciones. El afán erudito que había presidido la juventud de Bayle había quedado superado por el afán crítico, que, a su vez, y ya en los últimos años de su vida, quedaba enmarcado en la perspectiva más amplia del filósofo que quiere saber no lo que los hombres han hecho o dicho, sino «lo que es preciso saber». En Toulouse, a raíz de la enseñanza de sus profesores jesuítas, disputó vigorosamente contra el cartesianismo en nombre de la es-

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colástica. Pero el contacto que entablará en Ginebra con los textos de los modernos le inclinará cada vez más hacia el cartesianismo, hasta el punto de adquirir posteriormente en Sedan reputación de cartesiano. Pero bien pronto se hace notar su tono escéptico: los grandes maestros —Aristóteles, Epicuro, Descartes— aparecen co­ mo inventores de conjeturas, epígonos de sectas cuya diferencia consiste únicamente en un más o menos de probabilidad. Su car­ tesianismo es muy limitado —le interesa sobre todo la física mecanicista—, y en su aceptación global de los recentiores no tiene escrúpulos en alinear junto a las Meditations, la física corpuscular de Gassendi y la Recherche de la Vérité del P. Malebranche. Su ex­ periencia pasada y su óptica historizante le hacen ser cauto y no ver en el mecanicismo cartesiano más que un hito más en la colec­ ción de sistemas surgidos a lo largo de los siglos del espíritu hu­ mano. En cartas a sus hermanos manifiesta repetidamente su deseo de no ser considerado como cartesiano de estricta obedien­ cia, pues el nuevo comenzaba a rivalizar con el viejo peripatetismo. Bayle fue un excelente representante de aquel eclecticismo que caracterizó al siglo xvn. Guiado por su perspectiva de historiador, conservará un gran aprecio por el peripatetismo, cuya metafísica despreciará al igual que su física, pero por cuya lógica mantendrá una gran estima. Ahora bien, lo que Bayle entiende por lógica, con exclusión de cualquier prolongación gnoseológica o metafísica, es lo que de la aristotélica se conserva en la lógica de Port Royal: el Art de penser es uno de los libros que más frecuentemente cita, y siempre elogiosamente. Esta lógica le merece todo su aprecio úni­ camente por su valor instrumental y técnico, como un excelente medio gimnástico para ejercitar el espíritu en el rigor del pensa­ miento, y nada más. Si Descartes rechazaba la erudición y restrin­ gía el poder inventivo a los procedimientos deductivos matemáti­ cos, Bayle reivindica para la erudición la posibilidad del descubri­ miento, para lo que la lógica tradicional, que se extiende a la tota­ lidad de los discursos y en especial al dominio de lo probable, re­ sultaba ser un excelente instrumento. Bayle llevó el cartesianismo más allá de los límites a los que le circunscribió el mismo Descartes al entrever la importancia uni­ versal de su método y subsanar, en el dominio de la historia, una

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inadvertencia o una injusticia del maestro al restringir la esfera del conocimiento al dominio de lo matemáticamente deducible. El mis­ mo Descartes había distinguido entre la contemplatio veritatis y el usus vitae: en este último dominio —el de la vida cotidiana— adju­ dicaba todos los derechos al sentido común, a la experiencia, a la fe humana; en una palabra, al dominio de lo probable. Y la histo­ ria participaba de ambos dominios: su objetivo es la búsqueda de la verdad, pero de la verdad del usus vitae, inscrita en el dominio de lo probable. En otras palabras: Bayle, siguiendo la tendencia del siglo XVII que no se apercibió de la íntima unión que existe entre método y metafísica en Descartes, separó aquél de ésta e intentó aplicarlo a la historia. A la primera regla del método —la evidencia— corresponde en el ámbito de las verdades de hecho, como son las de la historia, el respeto escrupuloso por el documento, es decir, por la experien­ cia. Si en metafísica Descartes había excluido el inmenso dominio de lo probable, Bayle excluye en la historia la pura especulación, las quimeras, lo «novelesco», las interpretaciones que no se apo­ yan en documentos bien probados. Y, al igual que Descartes, tam­ bién en historia las causas del error residen en la voluntad: iner­ cia, pereza, prejuicios, pasiones... De este mismo principio de raigambre cartesiana procederá su rechazo del valor probativo del argumento del consentimiento uni­ versal en la existencia de Dios: «Si el justo vive en su fe, el filósofo debe vivir de igual modo de la suya; lo que equivale a decir que no debe hacer depender lo que piensa de las cosas de lo que pien­ san los demás hombres. Debe examinar profundamente los obje­ tos, analizar bien sus conceptos y su naturaleza y formar luego su juicio según los motivos que extrae de su esencia y de sus propie­ dades intrínsecas, y no según motivos externos y extraños, como son los pensamientos de los demás hombres. Si alcanza la eviden­ cia a través del examen mismo del objeto, la afirma sin miedo a equivocarse y poco le importa si los demás piensan como él o no»36. En primer lugar, existen una serie de verdades —lógicas, meta36 Continuation des Fensées diverses, en Oeuvres Diverses, t. 111, p. 237a.

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físicas, morales, matemáticas— en las que la evidencia se corres­ ponde con el consentimiento universal. Pero en otras —tal es el caso de la existencia de Dios— se necesita mucha atención, refle­ xión y no pequeñas capacidades para llegar a demostrar su veraci­ dad, con lo que el consentimiento universal no puede tener valor de prueba. Universalmente se han aceptado muchas afirmaciones que posteriormente se han demostrado falsas, como es el caso de muchas proposiciones referentes a la tierra, a los astros, y espe­ cialmente a los augurios y a la adivinación. En segundo lugar, aun suponiendo que el consenso universal sea un criterio válido de verdad, hay que demostrar que la creen­ cia en un Dios es verdaderamente universal: descendemos al pla­ no de las verdades de hecho y aquí el análisis de los documentos muestra a las claras que el presupuesto es falso. Si el consentimiento es históricamente indemostrable, y por lo tanto el argumento que en él se funda es inválido, también lo es aquella forma atenuada del mismo que consiste en apoyarse en el consenso de la mayoría. En efecto, y según la tradición averroísta, la masa suele estar sujeta de por sí a errores, mientras que la verdad está de parte de la minoría que forman los sabios. A estos argumen­ tos se unirán los esgrimidos por la controversia reformada contra la autoridad de la tradición en la Iglesia romana. Por otra parte, la ma­ yoría puede muy bien compartir un mismo error si la fuente a que pueden reducirse los diversos testimonios de un mismo aconteci­ miento está viciada. En una palabra: hay que pesar los sufragios, no sólo contarlos, como dice frecuentemente Bayle, repitiendo un principio ya for­ mulado por Montaigne. La oposición al argumento de autoridad está en la línea de Descartes, pero el modo de desarrollarlo, al traerlo al campo de las verdades de hecho, se alinea más bien con la tradi­ ción escéptica. En la recusación del principio de autoridad está en germen su doctrina de la tolerancia y de la «preocupación» (= prejuicio, rutina). En efecto, ésta es la forma popular que toma la aceptación de las ideas de la mayoría. Bayle conserva el principio fundamental del cartesianismo se­ gún el cual la aquiescencia de la voluntad en el juicio debe estar dictada por la naturaleza del objeto que se considera. Pero además,

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el equivalente en Bayle de la duda metódica cartesiana exige que se examinen no solamente los objetos sino los propios pensa­ mientos, al punto de constituirse uno en juez de sí mismo. En una palabra: en el ámbito de las verdades de hecho la duda metódica adquiere un carácter moral, dado que la introspección choca con el dinamismo de las pasiones y con la depravación del corazón hu­ mano y refleja la distancia irreductible que separa al hombre acti­ vo del contemplativo. El error en la búsqueda de la verdad tiene que ver con el peso que ejerce sobre nosotros el pasado en forma de hábitos contraí­ dos, como son la precipitación, la prevención, la costumbre que tiene nuestra voluntad de determinarse por ciertos móviles y nues­ tro entendimiento de considerar las cosas bajo un cierto ángulo. Siendo la evidencia una cualidad relativa, puede proceder del án­ gulo bajo el que miramos a ciertos objetos, de la proporción que existe entre nuestros órganos y ellos, de la educación, del hábito, etc. Los hombres no se mueven por las opiniones que profesan, sino por motivos pasionales. Esta doctrina será aplicada a la reli­ gión en general y refleja, además del cartesianismo, ciertos rasgos gnoseológicos de la tradición escéptica y de moralistas como Nicole y La Rochefoucauld. De una manera especial, y como tras­ fondo general, está la doctrina calvinista de la corrupción de la na­ turaleza humana que se manifiesta en forma de concupiscencia. El primer elemento que determina la conducta del hombre es el temperamento, es decir, la idiosincrasia psico-fisiológica —el estó­ mago, el bazo, los vasos linfáticos, las fibras del cerebro, etc — Se trata del servum arbitrium luterano descrito en términos de una fi­ siología mecanicista. El temperamento, a su vez, queda modelado por las influencias que sobre él ejerce la educación, tanto la que se recibe en la infan­ cia como la que luego ejerce la sociedad a través de las leyes que rigen la vida colectiva de los adultos. El instrumento de esta edu­ cación es el juego de castigos y recompensas. Si detrás de estos análisis podemos entrever la influencia de Hobbes y Spinoza, no hay que olvidar que la psicología de Bayle se inscribe en el cuadro de una filosofía espiritualista en la que el agustinismo teológico se armoniza con el dualismo cartesiano (E. La-

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brousse). Mantiene rígida la separación del alma y del cuerpo, sin causalidad transitiva entre ellos, acudiendo al ocasionalismo de Malebranche para explicar los reflejos del uno en la otra. Por ello to­ do placer físico es a sus ojos un fenómeno totalmente espiritual, que resulta de una modificación del alma con ocasión de una mo*. dificación del cuerpo. El carácter insaciable de las pasiones es de­ bido a la imaginación, la cual dota de toda su fuerza a una pasión que es el cimiento de la vida en sociedad: el sentimiento del ho­ nor. Una vez que el rey decidió aplicar con todo rigor el Edicto de Nantes y aniquilar a los hugonotes en su Estado, una incesante pro­ paganda se desató en contra de los reformados. Bajo la apariencia de trabajos meramente históricos, las obras de Maimbourg y de Va­ rillas no eran más que panfletos contra Calvino y sus secuaces. A partir de 1682, Bayle, elevándose por encima de observaciones de­ masiado precisas o particulares, pone el acento en el espíritu de par­ tido que deforma fácilmente todas las crónicas y muestra lo fácil que resulta, alterando algunos detalles, cambiar la significación de un acontecimiento. Aunque queramos ver en esta denuncia la traspo­ sición del método cartesiano a la historia —intento con el que ha­ bían soñado Fontenelle, Malebranche y el abate de Saint Pierre— Bayle no se mueve aquí por razones meramente filosóficas sino por exigencias de la polémica contra los papistas. Cuando Varillas escribe la Education des Princes, o narra la Histoire de François I o la Minorité de Saint Louis no recibe sino elogios de parte de Bayle sobre su estilo, perspicacia y exactitud. Pero cuando da a la luz la Histoire des révolutions arrivées dans l'Europe en matiére de Religión el tono cambia: esta obra está llena de errores cronológicos, y, por ello, difícilmente puede merecer el calificativo de histórica. A pro­ pósito de ella y de la Histoire del Calvinisme de Maimbourg, Bayle profundiza y generaliza sus criterios de historiador: estos autores toman los datos históricos como si fueran alimentos crudos y lue­ go los aderezan y componen según sus prejuicios. No era Bayle el primero en quejarse de la parcialidad de los historiadores; antes que él lo habían hecho Bacon, Jean Bodin, y, especialmente, La Mothe Le Vayer, su tantas veces elogiado maestro libertino. Al igual que en otros casos, el problema de la historia le intere-

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sa en un principio como medio de defender la religión reformada contra los apologistas católicos, pero su afán de rigor le hace ir más allá de este propósito particular. ¿Saldrá indemne la religión en este proyecto de examinar los hechos y rechazar las leyendas? Por lo demás, los argumentos que justifican un programa como éste están tomados de los libertinos hasta el punto de que cabe la duda de si intenta atraer a los calvinistas al campo libertino o ser­ virse de los incrédulos para defender la Reforma. De libro en li­ bro, Bayle se aventura cada vez más en sus proyectos: su Dictionnaire será el arsenal de que se valdrán Voltaire y sus amigos para negar la veracidad de la Biblia. A la influencia de La Mothe Le Vayer se añadirá la de Spinoza del Tractatus Theologico-Politicus: los errores y mentiras que revelaba en esta obra incitaban a los lecto­ res a dudar de la Revelación y a apartarse de cualquier tipo de fe. El profesor de Rotterdam, que defendía su comunión contra una secta opuesta, acaba preguntándose por los fundamentos de cual­ quier dogma y sobre la naturaleza misma de la verdad37. Maimbourg era un espíritu inquieto, que había mantenido va­ rias polémicas: contra Arnauld y los jansenistas, contra los ultra­ montanos e incluso contra los padres de la Compañía, Rapin y Bouhours. Excluido de la Compañía por su galicanismo y docilidad a la Corte francesa, acabó sus días en la abadía de San Víctor. La Histoire du Calvinisme fue escrita para complacer al rey, y ya en el pre­ facio declara sus intenciones: el calvinismo es el peor enemigo del reino, el causante de guerras civiles y de desastres; si en otro tiem­ po se le combatió por las armas, sin lograr eliminarlo, hoy lo ve­ mos abatido por haber usado con él el arma de la caridad y de la dulzura. La Corte estaba resuelta a eliminar al protestantismo francés y tenía en perspectiva la revocación del Edicto de Nantes. La obra de Maimbourg tenía un papel que jugar en esta empresa: se trata­ ba de liberar a los católicos de aquel espíritu de tolerancia que se había extendido por Francia desde los tiempos de Enrique IV, y demostrarles que los hugonotes eran los peores enemigos del país

37 Niderst, o.c., pp. 27-28.

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y los fautores de todas las conmociones; había, además, que ala­ bar la eficacia del método empleado por Luis XIV y sus ministros: bastaba utilizar modos suaves para abatir sus templos y multipli­ car las conversiones. No sólo Bayle se había propuesto responder a Maimbourg; otros lo habían hecho, entre ellos Jurieu, pero con su peculiar estilo, violento y lleno de insultos para el autor: «Un comediante y maligno calumniador», autor de una obra que «no es ni siquiera una historia, sino una sátira violenta», «monje de cor­ te». Para responderle bastaba con comparar los crímenes del pa­ pismo con las virtudes de los reformados. Bayle no procederá así, sino que con estilo sereno e imparcial se aplica a mostrar las men­ tiras e inexactitudes de Maimbourg, y, lejos de pintar a los calvi­ nistas con los más bellos colores, se contenta con mostrar que no son republicanos, como pretendían la mayoría de sus enemigos. Dado que esta obra iba a ser leída por los católicos, confiando en la fuerza de la verdad y de la razón, esperaba hacer desistir a los papistas y al rey de su proyecto de revocar el Edicto de Nantes y creía que el mejor modo de lograrlo consistía en tranquilizarlos acer­ ca de la lealtad de los hugonotes. La Critique générale... no llevaba nombre de autor. Sin dejar de reconocer las buenas cualidades de su adversario, intenta rectificar algunas inexactitudes, sin preten­ der refutarle. He aquí algunas. Maimbourg en su obra no demuestra buena fe; a veces se mues­ tra violento y apasionado en exceso. Aprovechándose de la circuns­ tancia se ha comportado como un cortesano: ha vendido su pluma a los ministros de Versalles, y, a fin de agradarles, para justificar por anticipado las persecuciones que preparan, se ha empeñado en denigrar a los protestantes. Tanto Bayle como Jurieu coinciden en constatar el espíritu de partido de Maimbourg, pero aquél ja ­ más se permite injuriar a su adversario, mantiene siempre un to­ no respetuoso y envuelve sus acusaciones en una fingida benevo­ lencia. Lejos de establecer, como Jurieu, un paralelo entre protes­ tantes y católicos, se atiene simplemente a rectificaciones de deta­ lle: Maimbourg ha cometido algunos errores, más o menos volun­ tarios, sobre los Guisa, sobre María Estuardo, sobre los hombres de la Liga; se ha esforzado en hacer recaer la responsabilidad de las guerras civiles sobre los hugonotes, pero es fácil ver que los

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primeros culpables han sido los papistas. ¿Se atreverá Luis XIV, violando la fe dada por su antecesor, a revocar el Edicto de Nantes, incumpliendo los deberes de un príncipe cristiano? Bayle aña­ de a este conjunto de argumentos, que intentan demostrar la ino­ cencia de los calvinistas y ahorrarles las persecuciones futuras, una serie de consideraciones de tipo más general. No se puede arran­ carles a los hugonotes sus hijos para educarles en la religión ro­ mana, pues es una violencia tan horrible como las demás, ya que sus padres están convencidos de que el catolicismo es merecedor del infierno. La única solución es, por tanto, la tolerancia. El ejem­ plo de la república de Holanda muestra que no es necesario para el mantenimiento del orden público que cada Estado tenga una re­ ligión única. Si se afirma que la verdadera iglesia tiene el derecho de perseguir a las demás, segura como está de su propio valor, el filósofo responderá: «Lo que podría justificar a la verdadera igle­ sia de las persecuciones que ejerce contra las demás consistiría en dejar convictas la falsedad a éstas, pero no menos convencidas se hallan éstas de la falsedad de aquélla, por lo que tienen el mismo derecho». Tbda confesión debe liberarse de lo que pudiera llamarse su «ego­ centrismo». En vez de estar ingenuamente convencida de hallarse en posesión de la verdad y de despreciar a las demás sectas, debe darse cuenta de que éstas tienen el mismo derecho a tratarla co­ mo ella las trata; el celo y el fervor no son el único criterio, pues todas las confesiones lo tienen. Las palabras evangélicas obligadles a entrar, mal entendidas, pueden conducir a extrañas consecuen­ cias. Si los católicos se creen autorizados a utilizar la violencia contra los hugonotes, deben pensar que toda persecución se vuelve en con­ tra de quien la promueve. El soberano, que habrá de tolerar a las diversas sectas, debe ser independiente de toda otra jurisdicción que no sea la de Dios; los súbditos deben someterse a las órdenes del príncipe en todo aquello que no sea contrario a la salvación; las decisiones de la Iglesia deben ser desobedecidas cuando son contrarias a la Escritura, etc. El desorden, el estilo huidizo y descosido de la Critique générale reflejan el empirismo de un espíritu nada afanoso de sistema: los hechos menudos y los individuos reemplazan a las síntesis or-

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gullosas, como las de Jurieu. No por eso es menos deletérea. Con Bayle estamos en un nuevo estilo: se anuncian en la lejanía las lu­ ces y el positivismo. La obra tuvo un éxito inmediato; se reimprimió en el mismo año y tuvo el honor de ser quemada públicamente, como les suce­ día a los libros protestantes más destacados. En mayo de 1685 Bayle dio a la luz las Nouvelles Lettres de l'auteur de la Critique générale du Calvinisme; en ella quería replicar a su adversario, pero en vez de ceñirse a las críticas más profundas que se le habían dirigido, y que tenían que ver con sus ideas políticas y teológicas, se limitó a rectificar algunos detalles.

2 La piedra de escándalo: un cometa mudo

Los Pensamientos sobre el Cometa son la primera gran obra de Bayle, en la que aparecen claramente definidos los grandes temas de su pensamiento. En diciembre de 1680 apareció un cometa sobre el cielo de Pa­ rís, inspirando a los literatos del momento multitud de artículos, discursos y cartas. Se dice que por esta época el terror que infun­ dían tales fenómenos era escaso. Así parecen atestiguarlo algunas cartas de Mme. de Sévigné y algunas líneas irónicas del Mercure Galant, pero otra serie de testimonios dan a entender que entre el pueblo producían verdadero pánico. En efecto, de no ser así, no se explica que se escribieran tantas obras destinadas a tranquili­ zar al público y a sacarle de la superstición. El joven Fontenelle escribió e hizo representar una comedia titulada precisamente La Comete, en la que, inspirándose en Gassendi y en Bernier, ridicu­ lizaba a la astrología. Ya hemos hablado arriba de los orígenes de los Pensamientos sobre el Cometa. Parece ser que en Sedan la lectura de La Mothe Le Vayer y de Naudé incitó a Bayle a meditar sobre las fuentes de la supersti­ ción y sobre los perjuicios que pueden acarrear las religiones. En el círculo del Mercure Galant el peligro de caer en la superstición o en el ateísmo se hallaba bien lejos; se creía únicamente en un cristianismo racional, cercano al deísmo. Al tiempo que imita el estilo de Donneau de Visé, Bayle desarrolla con su plasticidad ha­ bitual los temas propios de este círculo, aunque a tenor de su ori­ gen y de su propio genio, Bayle les presta un acento particular. Muy 87

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superior a cuantos panfletos aparecieron por el mismo tiempo so­ bre el mismo asunto, comparte con ellos el ámbito de gestación: el de las buenas gentes de la corte y de la ciudad que sólo sienten desprecio por la superstición, nada mojigatas y en cierto modo emancipadas de cualquier creencia. No sabemos a ciencia cierta si la redacción de la obra significó para Bayle un mero entreteni­ miento o, como lo dan a entender sus relaciones con Donneau de Visé, acarició alguna ambición más precisa, o incluso la esperanza de poder volver a Francia. Labrousse cree advertir en la obra una auténtica preocupación teológica bajo un pretexto «físico». Al de­ nunciar los desastres de la superstición no pretendía socavar los fundamentos de la religión, apoyándose simultáneamente en los controversistas protestantes y en los filósofos cartesianos. Siguiendo a Calvino y a Henri Estienne, Bayle mostraría que los únicos mila­ gros auténticos son los de la Biblia y que los llamados prodigios deben tener una explicación. Este intento está perfectamente de acuerdo con el racionalismo cristiano de Malebranche, cuya obra principal pretende legalizar la naturaleza: la uniformidad y sim­ plicidad de las leyes naturales refleja la existencia de Dios; los efec­ tos sorprendentes que creemos ver son el producto de nuestra ig­ norancia o de nuestra imaginación. Los Pensamientos sobre e l Cometa nos muestran cómo la tradi­ ción protestante supo utilizar la apologética cartesiana para com­ batir a la religión romana. Los argumentos que Bayle esgrime contra la autoridad y el respeto por los antiguos son a la vez calvinistas y cartesianos. Es cierto que Malebranche oponía las verdades reli­ giosas avaladas por su antigüedad al progreso de las ciencias, ase­ gurado solamente por medio de innovaciones constantes; los hu­ gonotes, por el contrario, estaban persuadidos de que todo, inclu­ so las enseñanzas de la iglesia, podía ser puesto en cuestión. Tal sería el contexto en que habría que situar el pensamiento de Bay­ le. Esta interpretación explica por qué los calvinistas acogieron sin escándalo la obra. Creyeron, sin duda, que, so capa de querer libe­ rar al pueblo del miedo de los fenómenos extraordinarios, lo que pretendía era desacreditar a las supersticiones papistas, justifi­ car el libre examen y mostrar que la única religión que satisface a la razón es la de la Reforma.

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Pero esta explicación no parece del todo satisfactoria. Bayle uti­ lizará las tesis de Malebranche en otras ocasiones y luego las aban­ donará. Por otra parte, parece difícil atribuir el afán que puso en velar su autoría a mera modestia, y dadas las circunstancias —en especial, el ambiente liberal de Holanda— menos aún al temor a la reacción de las autoridades eclesiásticas de la Iglesia valona. Si se lee con detenimiento los Pensamientos se advierten otras influen­ cias además de las de Malebranche y Calvino, en especial las de Naudé y La Mothe Le Vayer. A. Adam ha subrayado todo lo que Bayle debe a este último38. El insigne hombre de letras, libertino y escéptico, había mostrado cómo el hombre, en su ignorancia, se cree el centro del mundo y se figura que todos los fenómenos na­ turales le están destinados. Estas ideas se encuentran también en Gassendi y en su discípulo Bernier, lo cual indica que se trata de una misma tradición intelectual, la que Pintard ha denominado el libertinaje erudito. Tanto La Mothe Le Vayer como Naudé habían explicado que las supersticiones antiguas era suscitadas y mante­ nidas por los sacerdotes y los príncipes, con los que se aliaban los falsos sabios y los hombres de letras. Los políticos, son, pues, los primeros responsables de las ilusiones y los terrores populares, in­ terpretación que se acerca de manera sorprendente a la manteni­ da por el joven Fontenelle en la comedia La Cométe, y seguidamente en su estudio Sur l'Histoire. Por otra parte, en el Mercure Galant, en abril de 1681 apareció un artículo de M. de la Févrerie titulado De la superstition et des erreurs populaires en el que se invocaba la autoridad de La Mothe Le Vayer y se citaba la máxima de Plutar­ co: «La superstición es más criminal que el ateísmo», y aquella otra de Quinto Curcio: «Nada hay tan poderoso como la religión para mantener el populacho a raya, pero nada, al mismo tiempo, tan adecuado para alentarle y llevarle a la sedición». Muchas de las cuestiones que serán objeto de crítica de los Pensamientos apare­ cen en él. Aunque es imposible que Bayle pudiera haberse inspi­ rado en este artículo —solo media el espacio de un mes entre la entrega de la Lettre por parte de Bayle a Donneau de Visé y la apa­ rición del artículo— la analogía es demasiado soprendente como w Histoire de la littérature française... t. V, p. 232.

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para no indicar al menos la pertenencia a un idéntico ambiente intelectual. Por otra parte, Bayle no estaba tan cerca como quiere hacer ver Labrousse del malebranchismo; en efecto, mientras que el autor de la Recherche de la vérité explicaba el origen de las fábu­ las por medio de un mecanismo psicológico, antes de que lo hicie­ ra Fontenelle, Bayle permanece fiel en el mismo asunto a las in­ terpretaciones tradicionales de los libertinos39. No parece haber sido el desenmascaramiento de las supersticiones el objetivo que . Bayle se propuso, si se tiene en cuenta que por este tiempo y por obra del racionalismo cartesiano o calvinista, las buenas gentes es­ taban libres de estos prejuicios. Bayle va a retomar los argumen­ tos de La Mothe Le Vayer, y éste era ateo. Tengamos en cuenta ade­ más que a partir de 1693, Jurieu, volviendo los ojos hacia un libro aparecido bastantes años antes, acusará a Bayle de ateo. Después de analizar en sentido tradicional el origen de las fábulas, Bayle pasa a interrogarse sobre la eficacia moral de la religión, y una vez que ha probado pormenorizadamente la máxima de Plutarco, va más lejos: la religión nos enseña dogmas, ritos, ceremonias, pero es incapaz de inculcarnos la más mínima virtud; el hombre no ac­ túa según los principios de su razón, sino según su temperamento y su educación; por ello, el ateísmo puede suscitar conductas más morigeradas que los principios evangélicos. La prueba, como siem­ pre, es la historia. Para Labrousse, Bayle, al intentar echar por tie­ rra la idea de un dios-gendarme, tan extendida en el siglo xvu, in­ tentaría, no tanto inducir a las gentes al ateísmo, cuanto expresar 34 Si la Historia de los oráculos de Fontenelle fue una de sus obras mejor conocidas y de las que más influencia habían de tener en el anticlericalismo del siglo xviu. no hay que olvidar que L’origine des (ables es una obrita absolutamente original de Fontenelle, al revés que aquella, que no era sino una traducción y posterior arreglo de otra de van Dale. Por otra parte, es anterior a ella, probablemente de 1680, por lo que hay que abandonar la idea de que sea una simple introducción a LHisloire des Oracles. También, y si esto es asi, Fontenelle, antes que Bayle, que Tburnemine, que Brosse y otros, puede considerarse con pleno derecho el fundador del comparatismo moderno. Según Fontenelle, las fábulas tie­ nen su origen en el intento de los pueblos primitivos de explicar los fenómenos cuyas cau­ sas se desconocen por otras conocidas. En este trayecto, e impulsado por diversos factores —psicológicos, religiosos, sociales— el fabulador inventa sucesos o personajes extraordina­ rios, que luego la investigación religiosa oel placer que en ellas encuentra la imaginación se encargan de consolidar. Por otra parte, Fontelle se aplica a mostrar la «maravillosa con­ formidad* que se da, por ejemplo, entre las fábulas de los griegos y las de los americanos. (Véase Fontenelle: De L'Origine des fables, Edition critique, avez une ¡ntroduction, des no­ tes, el un commentaire par J. R. Carré, París, Alean, 1932.| L'Origine des fables es, por otra parte, una reelaboración tardía de Sur l'Histoire.

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su rigorismo moral. Por lo demás, al insistir sobre la depravación natural de los hombres, no hace sino retomar los grandes temas de los jansenistas y de Pascal. Las elegías en torno a la debilidad de la naturaleza humana y a la incapacidad de actuar conforme a nuestros principios eran co­ rrientes en el siglo XVII. El mismo Nicole titula uno de sus céle­ bres Essais de Morale «Sobre la debilidad humana». Sin duda Bayle debió conocerlo y tomar de él el ejemplo del duelo: todos sabemos que batirse en duelo es propio de locos, pero el «temor al despre­ cio» pasa por encima de los consejos de la razón. Contra el intelectualismo de Descartes y de Malebranche, Nicole, al que más tarde se adherirá Arnauld, romperá claramente con Malebranche. En la France toute catholique Bayle se dedica a demostrar que la visión de Dios y el conocimiento del bien son incapaces de hacernos obrar virtuosamente. La obstinación que pondrá en probar que el hom­ bre no actúa según sus principios se explica por hostilidad al car­ tesianismo. No por ello Bayle adoptará la visión jansenista de Ni­ cole. El joven Fontenelle, cuyos Diálogos de los muertos aparecerán en 1683, expone ideas parecidas, en la mejor tradición libertina. Bayle se movía dentro de esta tradición libertina antiintelectualista y epicúrea, según la cual la razón se muestra impotente frente a la naturaleza triunfante. Nada tiene que ver con el cristianismo la visión del mundo que Bayle nos ofrece en este libro: los hombres se mueven por su tem­ peramento, por la educación que han recibido, por el sentimiento del honor y por el ejemplo de sus contemporáneos; es decir, por el amor propio, que, a su vez se ramifica en otros sentimientos de­ rivados: temor al desprecio ajeno, el deseo de alabanza; la razón aparece como una simple charlatana, cuyas consejas y resolucio­ nes se muestran estériles. Centrándonos en el problema religioso, ¿qué se podría concluir de esta obra? ¿Pretende Bayle inducirnos al ateísmo, como quiere Jurieu? ¿Debemos aceptar una religión ine­ ficaz? La verdadera virtud —el testimonio de la conciencia— pres­ cinde de dogmas. La simple lógica debería conducir a conclusio­ nes semejantes: si el temperamento y la educación están por enci­ ma de la razón y la moral abstracta es incapaz de guiarnos, todas las creencias están sobrando Bayle no extrae semejantes consecuen-

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cías, con lo cual habrá que pensar de él que se trata de un simple dialéctico que, encerrado en el juego de las ideas, olvida las conse­ cuencias que se extraen de sus argumentaciones. Una interpreta­ ción no menos legítima nos llevaría a considerarle como enemigo declarado de cualquier creencia. «¿Acaso no muestra una especie de perversidad cuando prueba que los Essais de Nicole y los Pensées de Pascal se conciban mejor con el fatalismo epicúreo que con el jansenismo que profesan sus autores? Nada podría afirmarse so­ bre el fondo de su corazón; no nos atreveríamos a juzgarle temera­ riamente como un protestante sincero o como un impío hipócrita; se tiene la impresión de que en su obra sólo habla la razón; de he­ cho, jamás se enfrenta con el problema religioso, por lo que no hay que confundir ambos dominios: nos encontramos, por una parte, con la observación del mundo, que llevada a cabo con toda leal­ tad, nos hace constatar la inanidad de los dogmas; por otra, puede existir una fe sincera, pero separada de la razón y de esencia so­ brenatural»40. Bayle nos deja desconcertados y sus verdaderas intenciones per­ manecen ocultas. Objetivamente se nos dice que Dioses inútil, que el temperamento es nuestra única guía junto con la educación, con el amor propio y con el sentimiento del honor; el más equilibrado de los órdenes sociales reposa, no sobre la religión, sino, como pron­ to habrá de decir Mandeville en La fábula de las abejas, sobre los vicios de los particulares; Bayle sustituye la uniformidad del mun­ do cristiano por la infinita variedad, los reflejos y las contradiccio­ nes del individualismo burgués. En esta concepción coincide con Fontenelle, con La Mothe Le Vayer, con los mejores espíritus de su generación. Si no eliminan todavía el cristianismo, le despojan de cualquier papel en este mundo; simple materia de especulación, deja de ser un motivo moral. Quizás Bayle nunca deje de ser un hugonote sincero, como quiere Labrousse en su voluminoso estu­ dio, pero el modo de defender sus creencias debe mucho al epicu­ reismo y a la religión liberal de los modernos, y aquí debe residir la explicación de las precauciones de que rodea la difusión de su obra41. 40 Niderst, o.c., p. 59. 41 Niderst, Ibídem.

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Ciento dos años habían pasado desde la publicación de la Apología de Raimundo Sabunde de Montaigne hasta la aparición de los Pen­ samientos sobre el Cometa. Bayle va a pasar a la posteridad como el máximo exponente del pirronismo junto con el autor de los Essais. Pero, ¿hasta qué punto este calificativo les conviene por igual a ambos? Y, de una manera más general, ¿fue Bayle un escéptico tout court? En los años que transcurren entre una y otra obra las contro­ versias filosóficas y teológicas fijaron con frecuencia su atención en los problemas suscitados por la epoche de Sexto Empírico, reac­ tualizada por Montaigne. El principio fideístico de que la razón no es capaz de suministrar una fundamentación sólida de la verdad fue prontamente adoptado por algunas de las figuras más repre­ sentativas de la Iglesia católica en su campaña antirreformista. Co­ nocida es la íntima amistad que unió a Montaigne con Charron. Este, en sus dos más importante obras, Les TYois Veritez y La Sagesse, arguye en contra del dogmatismo protestante que nada puede ser probado o conocido por la humana razón, sea la naturaleza del Creador, la inmortalidad del alma, las ciencias naturales o cual­ quier cosa que se derive de los sentidos o del entendimiento. El único modo de evitar las opiniones erróneas consiste en no acep­ tar ninguna hasta que la gracia de Dios nos inspire la verdad. De igual modo, en ética, las verdaderas virtudes derivan sólo de la ins­ piración divina, aunque la moralidad natural puede hacer al hom­ bre bueno hasta un cierto grado. El mejor modo de prepararse pa93

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ra la gracia divina consiste en la humillación de la humana pre­ sunción, una de cuyas manifestaciones más viciosas y equivoca­ das es el hábito protestante de someter a la Escritura y al dogma al examen de la conciencia individual. Los escritos de Charron fueron un excelente instrumento de di­ fusión del pensamiento de Montaigne. «A lo largo de los setenta y cinco años siguientes al Concilio de TVento, parece haber existi­ do una alianza entre los hombres de la Contrarreforma y los “nue­ vos pirrónicos", alianza que pretendía aniquilar al calvinismo co­ mo fuerza intelectual en Francia»42. Entre estos apologetas fideístas de la Contrarreforma hay que contar a Maldonado, a François Véron, al Cardenal du Perron, al Cardenal Belarmino y a otros. Aun­ que la mayoría de ellos fueron jesuítas, también el gran teólogo jansenista Saint Cyran escribió en defensa de Charron ante los ata­ ques de Garasse. La figura más llamativa es Véron, quien bajo los auspicios de Su Majestad se convirtió en una especie de portavoz oficial en las controversias y desarrolló una «máquina de guerra» destinada a demoler los fundamentos del principio protestante de la libre interpretación de la Escritura. Comenzó su ataque pregun­ tando cómo los ministros calvinistas sabían que los libros conteni­ dos en la Sagrada Escritura eran la palabra de Dios. Ningún crite­ rio resultaba válido: ni la Escritura, ni la razón ni la visión inte­ rior. Los calvinista respondieron que los argumentos de Véron no dejaban lugar no ya sólo para algún tipo de fe, católica o reforma­ da, sino que la razón humana misma quedaba descalificada para lograr cualquier tipo de conocimiento, cayendo en un pirronismo radical. Los controversistas católicos respondieron que sus argumenta­ ciones tenían que ver solamente con la interpretación de la Escri­ tura. Replicaron a Véron los protestantes Daillé y Ferry. Por su parte los católicos no acusaron en su fe los ataques de la «máquina de guerra» de Véron al refugiarse en la tradición y en el fideísmo con­ servador que Montaigne había formulado. El escepticismo los arro42 Popkin, R. H.: The History ofScepticism from Erasmus to Descartes. Assen, van Gorcum and Co. 1960, p. 67. Los más importantes estudios sobre el período son Busson, H.: La Pensée religieuse française de Charron á Pascal. París, Vrin. 1933: Pintard, René.: Le Líbertinage érudite dans la premiére moitié du xviirme siécle, y Bese Alan, M.: The fortunes o f Mon­ taigne, A ffistory o f the Essais in France 1580-1669, London, Methuen & Co. I,td.. 1935.

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jaba en los brazos de la tradición, por lo que no es de extrañar que la Iglesia católica tolerara algunas de las más radicales críticas a la Biblia en esta centuria, como fue el caso del oratoriano Richard Simón. Los protestantes dirigieron contra la tradición los mismos ar­ gumentos usados en contra de la libre interpretación de la Escri­ tura: las palabras de los padres y de los concilios no estaban a cu­ bierto de los ataques pirrónicos. Esta retorsión no afectaba al sim­ ple fideísta que podía apoyarse en la gracia de Dios para seguir creyendo en los artículos de su fe, pero tuvieron su efecto ante los defensores de la tradición. En la segunda generación de controver­ sistas, a propósito de los debates suscitados por la obra de Pierre Nicole, argumentos pirrónicos fueron utilizados por una y otra parte a favor de los respectivos criterios de fe. La introducción del modo de razonar de Sexto Empírico no afec­ tó solamente a los debates teológicos sino que tuvo enormes re­ percusiones en el mundo filosófico. En la generación siguiente a la de Montaigne un grupo de pensadores conocidos como los «li­ bertinos eruditos» profesaron un tipo de pirronismo que fue a me­ nudo considerado como muy dañino para los intereses de la reli­ gión. Las figuras principales fueron La Mothe Le Vayer, Gassendi, Naudé y Patín. Unidos en la admiración hacia Sexto Empírico, Charron y Montaigne y en su repulsa de Aristóteles, procuraron libe­ rarse de los errores de la superstición popular y del fanatismo. El más destacado fue La Mothe Le Vayer, pirrónico convencido, en cuyas obras se denunciaba la relatividad de las prácticas religio­ sas y morales. Rechazaba igualmente las ciencias físicas conside­ rándolas como una presunción blasfema y desacreditaba a la me­ tafísica y a la teología fundamentando el conocimiento únicamen­ te en la divina revelación. Gassendi, en su primera época de profesor en la Academia de Aix en Provence, desplegó su crítica contra la ciencia aristotélica, exponiendo la akatalépsia (incomprehensibilidad de las cosas) de los académicos griegos como preferible a la arrogancia dogmática y arguyendo que todo conocimiento procede de los datos de los sentidos. Incluso el razonamiento silogístico depende de premisas que, en última instancia, reposan sobre datos sensoriales. Por lo

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demás, como señala Sexto Empírico, la conclusión está compren­ dida en las premisas, con lo que no se adquiere ningún nuevo co­ nocimiento. Por lo tanto, puede fácilmente demostrarse que los sen­ tidos suministran al hombre únicamente apariencias y no dan in­ formación ninguna sobre la esencia de las cosas. Como decía Sán­ chez, nihil scitur. Gassendi ampliará su criticismo al naturalismo renacentista, al idealismo platónico, a la nueva filosofía de Des­ cartes y a cualquier tipo de ciencia que pretendiera ir de las apa­ riencias a la esencia de las cosas. Pero, a su vez, Gassendi intentó en su obra Syntagma dar un tinte ortodoxo al atomismo de Epicuro. El cometido principal de esta obra consistía en encontrar una vía media entre pirronismo y dogma­ tismo a través de la reconstitución del atomismo clásico, la teoría que mejor explica las apariencias. Adoptando una postura en mu­ chos aspectos semejante a la de Locke y el moderno empirismo, Gassendi intentaba mostrar que si el conocimiento se halla nece­ sariamente limitado al mundo de los fenómenos, es, no obstante, posible lograr algún conocimiento genuino en áreas restringidas. Inferencias racionales, especialmente cuando pueden ser confir­ madas por experimentos predictivos, son capaces de llevar a la men­ te a conclusiones relativas a las condiciones de la experiencia, aun cuando estas condiciones no sean evidentes a primera vista. Por lo demás, su pirronismo no iba en contra de ninguna doctrina, fuera ésta tradicional o científica. Las todavía indecisas teorías del conocimiento nacieron pues en las filas del escepticismo. Los múltiples ataques a la razón suscitaron, como era de espe­ rar, violentas reacciones por parte de los defensores de los dere­ chos de la razón, bien utilizando la epistemología aristotélica —el realismo del conocimiento—, bien sirviéndose de la existencia de nociones comunes, verificadas por el consenso universal de la hu­ manidad. Los dos intentos más destacados por restaurar el racio­ nalismo fueron los llevados a cabo por Herbert de Cherbury y Juan de Silhon. El primero insistía en la posibilidad del descubrimiento de la verdad a través de las nociones comunes. El segundo, combi­ nando el cogito cartesiano con la apuesta pascaliana, terminaba acep­ tando que las demostraciones físicas (irrefutables) son pocas, y que

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en muchos casos hay que apoyarse en demostraciones morales que únicamente pueden suministrar un grado limitado de seguridad. La distinción entre diversos tipos de verdad, que ya había hecho Descartes, y que más tarde harían los protestantes, incluidos W. Chillingworth y Bayle, evidenciaban que los escéptivos reducían al hombre a depender de probabilidades más que de certezas. Conocido es el golpe que Descartes quiso asestar al escepticis­ mo a través de un sistema erigido sobre el criterio de evidencia. Las proposiciones dotadas de evidencia matemática son escasas y sólo pueden encontrarse dentro de determinados ámbitos de co­ nocimiento. Intentó probar que se extienden al dominio de la físi­ ca y de la metafísica, pero negó que se pudiera encontrar la mis­ ma evidencia en otros dominios, especialmente en el ámbito de la información de los sentidos y en las cuestiones de fe. En todos los asuntos prácticos, entre ellos la religión, hay que contentarse con una certeza moral. La voluntad, al no hallarse tan restringida como la razón, puede prestar su asentimiento a proposiciones que pertenecen a ámbitos en los que la certeza matemática es imposi­ ble. Reconociendo la infalibilidad de la Iglesia romana, según Des­ cartes, la razón puede ayudar a fundamentar la credibilidad de la Revelación, pero es incapaz de entender o explicar los misterios de la fe por lo que la luz natural de la razón ha de recibir una ayu­ da suplementaria con la luz sobrenatural de la gracia. Descartes mismo solicitó objeciones a su doctrina, y Gassendi, Hobbes, Mersenne, Arnauld y otros presentaron una serie de ellas que fueron incorporadas a las sucesivas ediciones de las Meditaciones metafí­ sicas. A Bayle le gustaba citar el ejemplo del más ilustre sucesor de Descartes, Pascal, como prueba de que los más sublimes esfuer­ zos de la razón acaban en su humillación ante la fe. Ni escéptico ni fideísta, quiso hallar en el orden del corazón lo que la cabeza no alcanzaba. Su postura es un ejemplo de fideísmo, no en tanto que hace humillarse a la razón, sino como una exaltación de la fe y de la visión que ésta procura. Otros dos críticos de la filosofía cartesiana fueron Huet y Foucher, retador este último de un Malebranche perennemente mu­ do, y representante de un escepticismo mitigado.

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Huet quiso preservar los derechos de la erudición y de la expe­ rimentación a través de una forma no dogmática de eclecticismo semi-empírico vagamente fundado en la fe. Foucher intentó sal­ var la filosofía asignándole un programa general de investigación de los fundamentos, pero no fue lo suficientemente preciso en su apelación a los cartesianos a que abandonaran su dogmatismo. To­ do el mundo, en el último tercio del siglo xvn acusará la influen­ cia de Descartes: los jesuitas, Locke, Spinoza, Malebranche. «Pero la más notoria reducción de la filosofía cartesiana al escepticismo había de ser llevada a cabo por un protestante en Holanda, que había sido en su juventud un seguidor del nuevo pensamiento. Pierre Bayle pensaba que el cogito cartesiano podía reducir al silencio a los escépticos; prefería la física dualista del filósofo francés a las teorías empiristas de Gassendi y de Locke; estaba de acuerdo con el criterio de evidencia, por defectuoso que fuera, considerándolo como el único criterio racional de verdad; pero al mismo tiempo dotó al pirronismo de la expresión más fuerte que éste había co­ nocido desde Montaigne»43. En sus años de juventud, las lecturas preferidas de Bayle fue­ ron Montaigne y Plutarco. Es indudable que llegó a conocer per­ fectamente a Montaigne. Ningún escritor francés de su tiempo llegó a tener una familiaridad parecida a la suya con el autor de los Essais. Encontramos no menos de 69 citas de esta obra en la produc­ ción de Bayle comprendida entre 1672 y 1706, el año de su muer­ te. En 24 ocasiones Bayle recurre a ella para corroborar sus ideas. Teniendo en cuenta otras alusiones al ensayista, nos encontramos con 123 referencias en total. En ninguna de ellas le contradice. Otras figuras aparecen con mayor frecuencia en la obra de Bayle —Vari­ llas, Moréri, Jurieu, Virgilio, Boileau, La Mothe Le Vayer—, pero Montaigne es sin duda una de las figuras que de manera más cons­ tante atrajeron a Bayle. El perfecto conocimiento que tenía de los Essais demuestra que, a pesar de su extraordinaria memoria, hubo de leerlos repetidas veces. Curiosamente, el Dictionnaire no dedi-

43 Brush. Craig: Montaigne and Bayle. Variations on the Theme o f Skepticism. Marlinus Nijhoff, La Haya. 1966, p. 178.

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cará ningún artículo expresamente a Montaigne, aunque sí lo tie­ nen otras figuras de menor importancia; pero es indudable que Montaigne estuvo presente en la mente de Bayle al redactarlo, es­ pecialmente en los artículos Sébonde, Dioscorides y Charron. Las numerosas citas que de él hace en el Dictionnaire —no menos de 27— muestran el aprecio que sentía por él: «El incomparable Mon­ taigne», «su espíritu será admirado mientras haya conocedores de su obra». Al revés que algunos de sus contemporáneos, no critica­ rá su estilo, sino que mostrará su agrado «hacia su viejo gaulois». A pesar de ello, no quiso imitarle en su modo de escribir, sujeto como estaba hasta cierto punto a la preceptiva neoclásica. Sí qui­ so, por el contrario, imitarlo en sazonar su Dictionnaire con diver­ tidas anécdotas y comentarios que le valdrán de alguna parte el calificativo de obsceno; él se escudará en el ejemplo de Montaig­ ne. Los Ensayos serán para Bayle una fuente de información histó­ rica y un modelo de apreciación moral. De hecho le cita como mo­ ralista tantas veces como historiador. En unas cuantas ocasiones reproduce sus afirmaciones sobre la humanidad. Prefiere los pa­ sajes más pesimistas de los Essais, y en más de una ocasión mues­ tra su desacuerdo con Montaigne por no calibrar suficientemente la fragilidad de la naturaleza humana, o por esperar poder incul­ car aprecio hacia la virtud en su imaginario alumno. En cierta oca­ sión da la razón a Guicciardini en contra de Montaigne, que pen­ saba que el hombre puede obrar a veces por motivos laudables: el miedo al deshonor y la esperanza de alabanza son para Bayle las fuerzas que se oponen a la corrupción de la naturaleza huma­ na. Entre las citas que hace de Montaigne como moralista o como historiador, pocas hay que lo consideren como pensador o filóso­ fo. En ningún momento califica de peligrosas las ideas contenidas en los Essais. En las notas del artículo dedicado a Charron expresa una de sus paradojas favoritas: que frecuentemente hombres tan audaces como Montaigne llevan una vida totalmente honorable. «Montaigne, que parecía estar por encima de cualquier prejuicio y dotado perfectamente de la pretendida fuerza de la incredulidad, tenía una delicadeza tal de alma que no le permitía ver degollar

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una gallina sin disgusto, ni oír tranquilamente gemir a una liebre en los dientes de sus perros.» En otro pasaje encontramos la mis­ ma actitud: «Montaigne, que no era persona muy devota, protesta que sentía una aversión natural hacia la mentira». Que no fuera muy devoto no significa que fuera irreligioso. Hay que concluir que Bayle consideraba a Montaigne más bien como liberal que como libertino. Escasas son las alusiones en su obra al pirronismo de Montaig­ ne. Cuando quiere referirse a éste, cita a las grandes autoridades, tanto del pasado —Pirrón, Zenón, Carnéades— como de la moder­ nidad —Gassendi, La Mothe Le Vayer o Naudé—. En cuestiones técnicas se refiere a los técnicos, no a un aficionado como Mon­ taigne. El escepticismo de Bayle es muy diferente del de Montaig­ ne: para Bayle no se trata tanto de insistir en la nula fiabilidad de los sentidos como en la variabilidad del juicio humano. El ataque de Bayle a los fundamentos del conocimiento iba dirigido ante to­ do contra la filosofía y teología especulativas y especialmente contra la evidencia cartesiana. En contra del tópico generalmente admitido, no continuó la tra­ dición escéptica de Montaigne. En primer lugar, en ningún punto de su obra hace mención del autorretrato. Para Montaigne, el pri­ mer objeto de estudio era él mismo. Bayle, por su parte, se dedicó al cultivo de los libros, no de sí mismo. Sorprende la impersonali­ dad de sus escritos44. Le encantaban las licencias del ensayista y procuró sazonar los suyos de un modo parecido. Estaba de acuer­ do con él en la descripción de la fragilidad humana. Sentía gran respeto por la prudencia con la que Montaigne había ejercido su juicio. Su actitud escéptica de desconfianza hacia la controversia y la disensión, su actitud tolerante para con las opiniones distintas de las suyas, su humanitario respeto para con los que las profesa­ ban, su insistencia en que las consideraciones morales han de te­ ner preferencia sobre cualesquiera otras eran aspectos sumamen­ te atrayentes para Bayle, hasta el punto de apoyar sus propias ob­ servaciones en la autoridad de Montaigne. En suma, el autor de 44 Cornelia Serrurier hace un penetrante análisis del carácter do Bayle en Pierre Bayle en Hollando, pp. 42-46. Al contrario que Teófilo Gautier, «Bayle era —rasgo esencial de su carácter— un hambre para quien el mundo exterior no existía, un auténtico sabio de gabine­ te».

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los Essais era un clásico, cuyo savoir et bel esprit pertenecía a la re­ pública de las letras45. A través de su epistolario familiar sabemos que su fe calvinis­ ta, tanto antes de su conversión al catolicismo como después de su vuelta al calvinismo, fue sincera, como sincera fue su conver­ sión a éste convencido por la «máquina de guerra» de los apologis­ tas católicos utilizada contra el libre examen de los calvinistas46. No menos poderosas fueron las dos razones básicas que le hicie­ ron retornar al calvinismo, una de índole teológica y racional (la transustanciación es inexplicable), y la otra de índole puramente religiosa (las prácticas idolátricas de la confesión romana). En esta etapa juvenil la filosofía cartesiana le parecía perfectamente com­ patible con la causa protestante a la vista del uso que de ella hacía su profesor TVonchin. Al mismo tiempo, una muestra de su acti­ tud escéptica nos la ofrece su postura ante la controversia entre los defensores de la gracia universal y los de la particular que con­ movió a Ginebra. Es también la época de su impregnación de ideas libertinas: entre 1674 y 1675, en Lambertville, en las afueras de Rouen, leyó los Dialogues d'Orasius TUbero, de La Mothe Le Vayer, y algunas de las obras de Gabriel Naudé. Su reacción ante ellas no pudo ser más sintomática: considerados estos autores como los más peligrosos de la generación siguiente a la de Montaigne, Bay­ le no los condena; únicamente comenta que el libro de Naudé es escasamente cristiano, y el de La Mothe Le Vayer «no refleja un alma piadosa». Cualquiera que fuera la adhesión al pirronismo de este último y su compatibilidad con la religión, lo cierto es que Bayle va tomando una actitud cada vez más escéptica, como manifiesta en mayo de 1681 en carta a su hermano Jacob: «Podéis decir a Mr. Gaillard (que se había ofrecido para encontrarle un puesto de tra­ bajo) que soy un filósofo nada testarudo, y que miro a Aristóteles, a Epicuro y a Descartes como inventores de conjeturas que se adop­ tan o se desechan en la medida en que se quiere buscar tal o cual 45 Brush, líe., p. 193. 46 Barber W. J. concluye que no fue en la fe en loque Bayle comenzó a desconfiar sino en la razón («Pierre Bayle: Faith and Reason», en Moore. William. Rhoda Sutherland. and Enid Starkie, The French Mind, Studies m Honour ofCustav Rudler |Oxford, Oxford University Press. 1952}. Sandberg, Karl C, en Faith and Reason in the Thought o f Pierre Bayle 1670-1697 ofrece un interesante relato de su conversión, aunque el estudio más exhaustivo es el de Labrousse. E., o.c.

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distracción para el espíritu». En la misma carta afirma que tanto las obras de la naturaleza como las de la gracia son misterios im­ penetrables y así han de permanecer. Por estos años asume total­ mente la física cartesiana y la lógica peripatética, dos dominios no comprometidos ideológicamente, como puede verse en el Cours de Philosophie, compuesto en sus años de Sedan. Mantiene como cri­ terio de verdad el de la «evidencia»: la «luz natural» cartesiana sir­ ve para ofrecer al hombre ¡deas claras y distintas sin ayuda de la lógica formal. El pirronismo integral puede ser refutado por el co­ gito, ergo sum. Pero, a pesar de la asunción de los principios carte­ sianos, no deja de poner determinadas restricciones al criterio de evidencia: algunas proposiciones evidentes resultan incomprensi­ bles. Tal es el caso de la proposición que afirma que la materia es infinitamente divisible, proposición evidente y verdadera, pero im­ posible de conciliar con los infinitos absurdos que de ella se deri­ van. El objeto de la filosofía consiste en probar que algo es de de­ terminada manera, no cómo lo es. Por otra parte, debido a la corrupción inherente a la naturaleza humana, los principios fundamentales de la moralidad tienen me­ nos evidencia que los de la metafísica. Algunos de ellos tienen tras sí el respaldo del consentimiento universal, pero otros están suje­ tos a discusión. Por último, la verdad filosófica no es la única ver­ dad, pues la revelación ofrece verdades mucho más ciertas que las proposiciones filosóficas. Razón y revelación constituyen dos fuen­ tes o garantías de verdad. Sólo la lógica ofrece total certeza; la fe, si es meramente humana, puede producir diversos grados de la mis­ ma. La fuente última de la certeza es la revelación, y la evidencia debe ser abandonada cuando la revelación está en contra de ella. La veracidad divina fundamenta la validez de la evidencia. En teo­ logía, los principios cartesianos tienen su utilidad al proporcionar argumentos para demostrar la inmortalidad del alma y la existen­ cia de Dios. En otras escaramuzas filosóficas de este período —como la res­ puesta que dan conjuntamente Bayle y Secretaire a un libro de Poiret, una Dissertation académica en torno a la definición cartesiana de materia —no aportan nada nuevo. El alcance de la razón se man­ tiene en Bayle muy cerca del concepto católico de los praeambula

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ftdei: la razón puede alcanzar la existencia de Dios, asegurar que se ha revelado a sí mismo y que no puede engañarnos. En la medi­ da en que los escritos de Bayle nieguen alguno de ellos, deberá ser clasificado como fideísta. En la medida en que los deje intactos, no podrá tildársele de escéptico consumado. Ciertos pasajes de los Pensamientos sobre el Cometa vuelven so­ bre los preámbulos de la fe: la filosofía, rectamente entendida, con­ duce a la existencia de un ser supremo, infinitamente sabio y po­ deroso y causa que gobierna el mundo. Pero solamente la revela­ ción da a conocer que el verdadero dios es el dios de Israel, el dios de los cristianos. Nos hallamos en pleno deísmo. En el Cours de Philosophie había utilizado para demostrar la existencia de Dios las pruebas tomísticas y el argumento ontológico en su versión malebrancheana. El usado en los Pensamientos es de carácter general: el orden y la «simetría» del mundo revelan la existencia de Dios. Además, «la buena filosofía nos enseña hoy día de una manera muy convincente que nuestra alma es distinta del cuerpo y que, por con­ siguiente, es inmortal. Pero, ¿cuántas personas hay capaces de captar toda la fuerza de esta demostración?». Al ser el alma humana una sustancia no extensa, no es divisible en partes, es decir, es indes­ componible, y, por lo tanto, inmortal. La razón humana, pues, puede alcanzar la verdad, pero, si no lo logra, la culpa no está en ella sino en el hombre. En la última parte de las Nouvelles Lettres de Vauteur de la Critique générale de l'Histoire du Calvinisme afirma, con su pe­ culiar estilo —invocando a un tiempo los testimonios históricos y la experiencia de la vida cotidiana— que «habría motivo para reir­ se de las quejas de aquel filósofo que decía que la razón es un re­ galo incómodo que los dioses nos han enviado para desgracia nues­ tra, pues ello supondría que la razón se mezcla en nuestros asun­ tos, cuando la verdad es que no toma parte alguna en ellos. Obra­ mos únicamente por prejuicios, por instinto, por amor propio y mo­ vidos por el resorte de mil pasiones que dominan y tuercen a nuestra razón, de manera que podría definirse con toda justeza el principio que nos guía y nos domina como un am asijo de prejuicios y de pasiones que saca consecuencias» (Oeuvres diverses, II, 328-1). La irracionalidad del hombre es una prueba de la sabiduría di­ vina, que no descansa en una motivación tan débil como la razón

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sino que lleva a cabo sus planes por medio de las pasiones y los instintos. Si no fuera por los instintos y por las pasiones el hombre no llevaría a cabo determinadas acciones que tienen que ver con el orden familiar, social y político. Por ejemplo: «Nada hay mejor ordenado que el amor instintivo que une a padres y madres con sus hijos» (OD, II, 277, 278). Hay en todo ello un matiz de optimis­ mo al modo de Leibniz, pero nada más alejado del auténtico pen­ samiento de Bayle, que más adelante probará que la razón no pue­ de escapar a la conclusión de que Dios es el autor del mal. Ciertos acuerdos felices, como son los instintos, no menguan el abruma­ dor peso del mal en el mundo. En esta etapa aún cree Bayle que es posible admirar la bondad de Dios. La filosofía que más le atrae es el ocasionalismo de Malebranche, «uno de los más grandes filó­ sofos de este siglo», como le llama en los Pensamientos diversos. Del sistema de la voluntad general de Dios, es decir, del modo como actúa a través de leyes generales escasas y simples, le satisface la facilidad para dar una explicación parcial del mal sin implicar a la bondad divina: «Si nos es permitido juzgar las acciones divinas, podemos decir que no quiere los sucesos particulares por la per­ fección especial que en ellos se encuentra, sino porque van liga­ dos a las leyes generales que ha escogido como regla de sus opera­ ciones». En las Nouvelles Lettres continúa encontrando evidencias de la sabiduría divina en la ordenación del mundo. Si las marcas de la divina sagacidad no son visibles inmediatamente, es función esencial del filósofo el encontrarlas. He aquí una conclusión lapi­ daria en este sentido: «Los hombres aman a sus hijos con un amor que no está fundado en su razón. Por lo tanto, hay un Dios» (OD, II, 274r). Pero a partir de la revocación del Edicto de Nantes va a aban­ donar su alianza con Malebranche. De 1684 a 1686 no menos de nueve obras implicadas en la con­ troversia entre el católico Malebranche y el jansenista Arnauld fue­ ron comentadas en las Nouvelles de la Repúblique des Lettres. El im­ pacto de la revocación y estas lecturas y reflexiones fueron pro­ gresivamente inclinando la balanza a favor de Arnauld en la men­ te de Bayle. Años más tarde, en la Réponse aux questions d'un Pro­ vincial (1705) Bayle le recordaba el rechazo de las tesis centrales

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de Malebranche: «Este pensamiento tiene algo de deslumbrante: el padre Malebranche lo ha expresado de la más bella de las ma­ neras y ha convencido a algunos de sus lectores de que un sistema simple y muy fecundo conviene mejor a la sabiduría de Dios que un sistema complejo y proporcionalmente menos fecundo, pero ca­ paz de evitar las irregularidades. M. Bayle ha sido uno de los que creyeron que el padre Malebranche ofrecía con ello una maravi­ llosa solución, pero resulta imposible aceptarlo después de haber leído los libros de M. Arnauld contra este sistema y después de haber considerado detenidamente el concepto vasto e inmenso del Ser soberanamente perfecto» (OD, III, 825r). Sin entrar en las complejidades de la polémica MalebrancheArnauld, podemos decir que Bayle encontraba en el sistema de las causas ocasionales una limitación a la omnipotencia de Dios al con­ ceder preeminencia a la sabiduría a expensas de su bondad y de su libertad. Malebranche decía que Dios formó al mundo y lo ha­ ce marchar con la mayor economía de medios como corresponde a su infinita sabiduría; y si el resultado ha sido una cosa bien tris­ te, El nada tiene que ver con ello, pues prefiere la economía de su funcionamiento a la alternativa de tener que operar por medio de milagros. Pero, según Bayle preguntará más tarde: si Dios ha creado el mundo por un acto milagroso, ¿por qué no previno la caída del hombre por medio de un milagro más fácil? En el límite, el Dios de las causas ocasionales era indiferente para con el mundo que había creado. Thnto el jansenista Arnauld como el protestante Bayle encontraban más lógico pensar en un predestinador tiránico que en un mecánico indiferente. La controversia, aunque perteneciente al campo de la teología, le confirmó aún más en sus tendencias escépticas en filosofía. Ya hemos visto cómo, ante la filosofía cartesiana había llegado a la paradójica conclusión de que una proposición puede ser evidente y sin embargo incomprensible («no tener idea de ella»). Un paso adelante lo constituye una afirmación que se encuentra en las Nouvelles de la Repúblique des Lettres: una proposición puede ser al mis­ mo tiempo evidente y falsa. El ejemplo que pone es el siguiente: por idénticos razonamientos se llega a la conclusión de que los cuer­ pos no son la causa de sus propios movimientos ni las almas pue-

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den darse a sí mismas ideas. Pero esta segunda proposición es fal­ sa, a pesar de ser evidente. En el ámbito de la teología, y especial­ mente en la inacabable controversia entre protestantes y católicos en torno al libre examen y a la autoridad de la Iglesia, Bayle llega a las mismas conclusiones escépticas respecto a la razón: la evi­ dencia pertenece al ámbito de la filosofía; extenderla al ámbito de la religión conduce directamente al pirronismo. Es una práctica pe­ ligrosa, tanto para los protestantes como para los católicos, lo cual no significa que la razón no sea útil para combatir a los «espíritus fuertes» (librepensadores), pero éstos son pocos y la mayoría de la gente se mueve por apelaciones a la conciencia y al sentido. Al igual que en filosofía, en la religión hay proposiciones evi­ dentes pero que resultan incomprensibles. Su argumento en con­ tra de los socinianos, cuyo deísmo reconocía la autoridad de la Bi­ blia, pero rechazaba cualquier dogma incompatible con la razón, era el siguiente: rechazar una demostración simplemente porque conduce a complejidades irresolubles no es razonable. El abandono de las teorías de Malebranche, provocadas, como dijimos, a la vista de las persecuciones desencadenadas por la re­ vocación, aparece claramente en el librito Ce que c'est que la France toute catholique sous le régne de Louis le Grand; con acrimonia e ironía escribe: «Es la mejor lección que el malebranchismo po­ dría ofrecer; pues si es propio de Dios obrar a menudo por medio de voluntades particulares y milagros, ¿habría permitido que una Iglesia tan corrompida como la vuestra, que por la aberración de sus máximas y la bajeza de algunos de sus dogmas ha suscitado el horror y el desprecio de toda la tierra creciera hasta el punto que lo ha hecho y oprimiera con una larga cadena de groseras su­ percherías entremezcladas de dragones y soldados... a un rebaño de inocentes que servía a Dios según la pureza del Evangelio? Di: gamos, pues, con este Padre del Oratorio que Dios, anteponiendo la sabiduría a cualquier otra cosa, prefiere que su conducta exhi­ ba la marca de un agente sabio... a poner remedio... a los males que acontecen en el mundo» (OD, II, 347-1). El Commentaire philosophique sur ces paroles de Jesus-Christ, Contrains-les d'entrer es un poderoso alegato contra las persecucio­ nes religiosas y a favor de la tolerancia religiosa. Haciendo uso de

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principios racionales Bayle espera encontrar argumentos contra los métodos violentos de conversión. Pero la prueba filosófica que uti­ liza es lo suficientemente amplia como para incluir consideracio­ nes que pueden hoy día ser tenidas por teológicas. Su tesis princi­ pal se asienta en el concepto cristiano de la conciencia obediente a Dios, pero entiende este concepto como meramente filosófico. Su primera premisa es que nadie puede violentar su propia con­ ciencia sin pecar contra Dios. La razón puede probar que existe un ser soberanamente perfecto, pero la esencia de la religión con­ siste en la entrega personal a Dios y en el respeto, en el amor y el temor que se siente hacia El. Ahora bien, convertir a un hom­ bre significa cambiar sus sentimientos para con Dios. Esto no puede hacerse por la fuerza. Considérese el caso de un creyente obligado a cambiar de religión; el converso es constreñido a desobedecer a su conciencia y desobedecer a la propia conciencia es un signo de hipocresía. No se le puede negar el derecho a adorar a su dios a un hombre que de buena fe le concibe de determinada manera; si obra de otro modo, se condenará a sí mismo al rechazar los dic­ tados de su conciencia. Por ello, una doctrina falsa, sinceramente profesada, debe tener los mismos derechos que la ortodoxia más estricta; nada legitima el forzar a una conciencia errónea. Hay que notar que Bayle fundamenta su lección de tolerancia en el único motivo posible de carácter religioso: la santidad de la conciencia. El hincapié que hace en la reversibilidad de cualquier teoría de la persecución es un modo práctico de razonar dirigido a los polí­ ticos, y el trasfondo teórico es la afirmación de que las luces natu­ rales son insuficientes en materias dogmáticas47. Bayle había comenzado afirmando en el Commentaire philosophique que la luz natural es e! único criterio seguro. No quiere ser confundido con los socinianos que someten todos los dogmas a la razón: «Se sigue de ello que no podemos estar seguros de que una cosa es verdadera más que cuando está de acuerdo con aquella luz primitiva y universal que Dios difunde en el alma de todos los hom­ bres y que conlleva infalible e invenciblemente a la persuación cuando prestan la debida atención... Quiero decir, que sin excep47 Brush, C.: o.c., p. 243.

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ción ninguna, hay que someter todas las leyes morales a esta idea natural de equidad, que al igual que la luz metafísica, ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (OD, II, 368r). Antes que Rous­ seau y que Kant, Bayle reconoce en nuestro corazón la existencia de un sentido moral infalible. No es difícil mostrar los desastres a que puede conducir la fórmula obligadles a entrar mal entendida: suprime las diferencias que existen entre la injusticia y la justicia, la virtud y el vicio; justifica las persecuciones; conduce a críme­ nes atroces, y, además, fue desconocida de los Padres de la Iglesia. ¿No será preferible reconocer los derechos de la conciencia erró­ nea? Dios no ha querido darnos una verdad evidente: nuestro cuer­ po, nuestras pasiones, los hábitos adquiridos desde la infancia son «obstáculos involuntarios» de una fuerza temible. El error, por lo tanto, resulta excusable. De ello se deduce una regla general: «Cual­ quier acción hecha en contra de las luces de la conciencia es esen­ cialmente mala». Lo mismo que el placer y el dolor nos enseñan de manera segura lo que debemos buscar y aquello de lo que de­ bemos huir, del mismo modo nuestra conciencia nos dicta «la con­ ducta que cada uno debe seguir». Es el único absoluto de que po­ demos fiarnos. Y, al igual que los dolores y los placeres varían de un hombre a otro, varía también el imperativo moral. Las ideas expresadas aquí por Bayle no son del todo originales. El mismo Jurieu las adjudica a Clifford, cuyo lYaitaé de la raison humaine había sido traducido por Poppel. Coincidentes en muchos puntos, Clifford se acerca mucho más al socinianismo: «Todos los que pretenden seguir, sea la autoridad de la Iglesia, sea la revela­ ción particular... lo hacen siempre para obedecer a la razón que en ellas encuentran y no dejarán de abandonarlas si aparece algo en contra». Bayle afirma el absoluto de la conciencia moral, pero se resiste a someter los dogmas a razón. Ahora bien, tanto Jurieu como sus contemporáneos no distinguían suficientemente la acti­ tud de Bayle y le acusaron de arminiano, es decir, heterodoxo. Al igual que Clifford, Basnage de Beauval, el amigo de Bayle, atacaba la intolerancia fundándose en la razón, aunque apoyándo­ se en la concepción de Malebranche: «La voluntad se determina de acuerdo con las ideas de entendimiento». Bayle irá mucho más lejos.

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Por otra parte, el pensador de Rotterdam tendrá que rebatir en la misma obra un opúsculo aparecido en París en el que se achaca­ ba a San Agustín el origen de la intolerancia, demostrando que en las cartas del Obispo de Hipona no se encontraba elogio alguno de la intolerancia. En mayo de 1687 Jurieu replicó a Bayle con un opúsculo titula­ do Des droits des deux souverains, acusándole de sociniano y escép­ tico. Jurieu había visto certeramente que el libro de Bayle era un alegato a favor de la conciencia errónea, lo cual equivalía a una declaración de pirronismo y llevaba inevitablemente a la indife­ rencia religiosa. La Escritura condena esta actitud, y los herejes son culpables: «Los errores son voluntarios y proceden de la con­ cupiscencia». Es la doctrina cartesiana la que permite condenar a los herejes: «Lo que se llama entendimiento es una facultad puramente pasi­ va, como el ojo que recibe las imágenes... Esta facultad no es, por tanto, propiamente libre. Es la voluntad la que da el consentimiento al error o a la verdad... La voluntad no es libre en absoluto, porque la evidencia del nexo que existe necesariamente entre los térmi­ nos arranca necesariamente el consentimiento aun cuando no se quiera dar... Según esto, el consentimiento que se presta a la ver­ dad o a su sombra, es un acto de voluntad, y un acto de voluntad libre; es de todo punto necesario que la verdadera fe y el error que se le opone sean actos voluntarios y libres; si son libres, son bue­ nos o malos...». Desde el momento que la verdad se impone por la evidencia, resulta imperdonable el rehusar prestarle nuestro asen­ timiento. Por otra parte, para Jurieu, el dictamen de la conciencia no es seguro. De ello no se deduce que Jurieu fuera un inquisidor intoleran­ te; la mejor actitud es la equidistante de la intolerancia absoluta y de la tolerancia universal. La verdadera religión tiene sus dere­ chos que han de ser defendidos por el príncipe, y si éstos no inclu­ yen el ser defendidos por la fuerza, resultaría escandaloso que las sectas heréticas se arrogaran el mismo derecho. Bayle responderá reafirmándose en sus ideas anteriores: hugonotes y papistas coin­ ciden en la misma visión de las cosas; lo que intentaba era crear entre ellas una relación de reciprocidad y respeto; había que res-

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petar la fe de los papistas si los calvinistas querían ser respetados. «Después de haber aniquilado con La Mothe Le Vayer y los nue­ vos libertinos los argumentos tradicionales sacados de la autori­ dad o del consentimiento general de los pueblos, después de ha­ ber puesto en duda la veracidad de los historiadores y el valor de las metafísicas, Bayle se veía lógicamente inducido a situar el ab­ soluto en la interioridad, o mejor aún, en la subjetividad de cada cual. Sin decirlo expresamente, Bayle nos incita a pensar que to­ das las creencias son válidas; los dogmas universales han caído he­ chos pedazos; sólo subsisten las creencias individuales que son con­ tradictorias entre sí y a la vez legítimas. Estas ideas eran demasia­ do audaces para ser comprendidas e incluso para ser expresadas en aquel siglo, pero la grandeza de Bayle consiste en haberlas de­ jado entrever. El sentido más profundo del Commentaire puede es­ tar aquí; por encima de los argumentos tácticos que las circuns­ tancias imponen a los hugonotes, más allá de las creencias bíbli­ cas o filosóficas, lo que Bayle nos propone es el individualismo de la burguesía y de la época de las Luces; el desmoronamiento de las síntesis engañosas y de las unidades artificiales; el descubri­ miento de que cada uno debe obrar por sí mismo, del valor que debe atribuir a sus placeres y a su fe, sin culpabilidad, sin sumi­ sión y sin compromiso. Por decirlo de alguna manera, lo que pro­ pone Bayle es la democracia espiritual; cada uno está seguro de sí mismo y es respetuoso para con los demás; la mutua tolerancia es la garantía de la autonomía personal»48. En ningún momento de su obra hace Bayle una exposición por­ menorizada y sistemática de su pirronismo, siendo el Commentai­ re el escrito más representativo al respecto. En el Suplemento al mis­ mo que redactó para responder a Jurieu plantea la cuestión de si las pruebas de una proposición verdadera son más sólidas que las de una falsa. En términos absolutos la respuesta debe ser afirmati­ va, pero dadas las limitaciones de la naturaleza humana, sucede a veces que las pruebas de su falsedad son más convincentes que las de su verdad. Hay dos tipos de verdad, la necesaria y la contin­ gente, y la razón puede encontrar oscuridad en una y otra. Las verdades necesarias son verdades universales, como lo son las 48 Niderst, ac., p. 108.

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de las matemáticas o las de la metafísica. Algunas de éstas —de las que Bayle no da ejemplos— son tan evidentes que resultan in­ negables, y la inteligencia humana las acepta inmediatamente. No obstante, otras verdades necesarias no pueden ser demostradas. Por ejemplo, uno de los dos asertos siguientes debe ser cierto: no existe el espacio como algo distinto de los cuerpos; el espacio es algo distinto de los cuerpos. Cada una cuenta en su favor con de­ mostraciones convincentes, o, más exactamente, cada una de ellas tiene en su contra pruebas convincentes. En términos absolutos, sólo una de ellas es verdadera, pero, al nivel humano, es imposi­ ble determinar cuál de las dos lo es. Lo mismo se aplica a las ver­ dades contingentes, incluidos los hechos históricos y los sucesos dependientes de la libre voluntad divina. Algunas son incontrover­ tibles, otras son oscuras. Nadie puede saber si Dios desea la salva­ ción de todos los hombres y si les provee de los medios suficientes para este fin, o no. Los argumentos basados en la teología, la filo­ sofía y la Escritura se sitúan a uno y otro lado de la cuestión, y no es posible una solución precisa. Ahora bien, toda la Revelación cae dentro de la categoría de las verdades contingentes al depen­ der de la voluntad divina. El formarse una determinada idea de lo que Dios pueda haber hecho con su libre voluntad supone no entender lo que es la Revelación. De lo que se puede concluir que no hay pecado alguno en profesar una teoría falsa acerca de los modos de actuar de Dios (OD, II, 528-i/49. Las fuentes de la falibilidad humana son dos: la primera es la «resistencia» a la evidencia. Un razonamiento cuidadoso puede en­ contrar la verdad, por lo que los herejes deben ser condenados más bien por obstinación que por error. El argumento decisivo que asiste a los derechos de la conciencia errónea es que la verdad no puede ser reconocida con seguridad. Pero Bayle no quiere contentarse con la actitud pirrónica de la suspensión del juicio ante la dificultad que las cosas tienen en sí mismas: piensa que la conciencia huma­ na debe tomar una decisión a despecho de la oscuridad de las co­ sas, y una decisión equivocada es preferible a ninguna decisión. «De suerte que, existiendo tres caminos a seguir por un hombre 49 Brush, o.c„ p. 244.

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firmemente persuadido de una herejía —el de seguir las falsas lu­ ces de su conciencia, el de hacer todo lo contrario, y el de perma­ necer en suspenso— resulta que el primero es el mejor de lodos. Por lo que está obligado a tomarle con preferencia a los otros dos, y está en el legítimo derecho de hacerlo así. Lo mejor sería, en ver­ dad, tomar un cuarto partido, esto es, tener por sospechosa a la propia persuasión, pero no a todo el mundo le es dado ser suspi­ caz en este tipo de materias. Para dudar se necesita un cierto gra­ do de espíritu que no todo el mundo posee; nada hay más difícil que dudar como es debido, pues los que tienen suficiente espíritu como para dudar no siempre lo tienen para hacer una elección ra­ zonable; no dudan más que para afincarse aún más en el error, y otros, una vez puestos a dudar, dudan durante toda su vida» (OI, II, 228-1). La mejor forma de dudar parece ser adoptar una idea o un sis­ tema, a pesar de considerarlo sospechoso. Tal parece haber sido el modo de comportarse de Bayle durante una parte considerable de su vida. El mismo año de la muerte de su padre y de su hermano mayor fue el de la revocación del Edicto de Nantes y del fin de su alianza con Malebranche. Sin duda que su fe sufrió notables transforma­ ciones. Al mismo tiempo sus tendencias escépticas aparecen mu­ cho más marcadas en el Commentaire philosophique que en el resto de las obras escritas hasta 1685. Ambos aspectos tendrán su refle­ jo adecuado en el Dictionnaire. Nunca formuló Bayle una auténti­ ca teoría escéptica. En general, se atuvo bastante rigurosamente a una forma modificada de racionalismo cartesiano. Desde el prin­ cipio no tuvo dificultades en mantener la delicada posición que supone sostener que el hombre puede estar cierto de cosas incom­ prensibles. En realidad, se trata de una tesis no enteramente in­ sostenible —tal es el caso hoy en día de las matemáticas del infini­ to, por citar un ejemplo. Pero se trata de una tesis que puede fácil­ mente llevar a un escepticismo absoluto30. Estaba totalmente convencido de la posibilidad de alcanzar la verdad en la historia; en ésta se puede alcanzar un grado de certe50 Brush. C-: a c . p. 252.

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za mayor que la que se tiene en las verdades geométricas; se trata de un tipo de certeza a posteriori, fundada en los hechos. Las ver­ dades históricas tienen sobre las geométricas la ventaja de que se aplican a un mundo real, al contrario que las verdades matemáti­ cas: «...es metafísicamente más cierto que Cicerón ha existido fuera del entendimiento de cualquier hombre de lo que lo es el que el objeto de las matemáticas exista fuera de nuestro entendimiento» (Dissertation contenant le Projet). Otra cosa es que, de hecho, esa verdad se alcance. El Dictionnaire es un modelo de método crítico usado por el in­ vestigador científico que suspende su juicio hasta que una eviden­ cia factual debidamente testificada dé validez a una conclusión, que sólo dará por segura mientras una nueva evidencia factual no la desmienta. Tal método es el del criticismo histórico, no el del pirronismo histórico51. Sólo una pequeña parte del Dictionnaire está dedicada a la his­ toria de las escuelas escépticas en filosofía. Cinco artículos (Arcésilas, Pyrrhon, Carnéade, Lacyde y Métrodore, ninguno sobre Sexto Empírico) están dedicados a los escépticos clásicos. Con la excep­ ción de las notas B y C de Pyrrhon, estos artículos son principal­ mente de tipo histórico, confeccionados con testimonios de Cice­ rón, Diógenes Laercio, Sexto Empírico y de sus comentadores mo­ dernos, especialmente La Mothe Le Vayer y Foucher. Exonera a estos filósofos de las acusaciones de iniquidad moral, resaltando su conducta virtuosa, como confirmación de su idea de que los hom­ bres no viven de acuerdo con sus principios. Alaba en ellos el es­ fuerzo que supone la suspensión del juicio en las cuestiones oscu­ ras y la ardua empresa de refutar todas las ciencias. Pero por enci­ ma de todo encomia su objetividad: «Los escépticos o académicos describían fielmente y sin ninguna parcialidad la parte fuerte y la débil de sus oponentes», cosa excelente, y que no saben practicar las escuelas de teología: «La religión no tolera el espíritu académi­ co, pues sólo quiere que se niegue o que se afirme». En Pyrrhon B, el artículo en que más atención dedica a desarro-

Brush. G: o.c. p. 256.

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líos teóricos escépticos retoma la idea de que puede haber propo­ siciones evidentes y sin embargo incomprensibles. Hay proposi­ ciones teológicas —tal es el caso del dogma de la TVinidad— que contradicen los principios de la lógica. Aún hay más: la doctrina cristiana contradice los principios evidentes de la moral del mis­ mo modo que contradice los principios de la lógica y de la física. En primer lugar, es evidente que uno debe prevenir un mal si está en su mano; ahora bien: Dios permite la existencia del mal en el mundo sin traicionar sus perfecciones. Ante esta contradicción los teólogos arguyen que nos equivocamos al medir a Dios con patro­ nes humanos; pero decir esto equivale a admitir el presupuesto pi­ rrónico de que no existen patrones de verdad. Los ejemplos que toma para criticar el principio de evidencia en teología —la TVinidad, la Encarnación, la transustanciación, la bondad de Dios— es­ tán todos ellos clasificados como misterios. Los preámbulos de la fe no quedan expuestos a la crítica del criterio de evidencia, con lo que no se puede achacar a Bayle fideísmo alguno. Disintiendo en esto de Descartes, no está de acuerdo en que la luz natural per­ tenezca a la revelación. Acepta el criterio de evidencia en filoso­ fía, así como el principio de que Dios no puede engañar, pero no hace equivalentes ambas proposiciones. La conciliación de la bon­ dad de Dios y de la existencia del mal en el mundo es la piedra de toque de su escepticismo. Como cuestión de hecho, según el pen­ samiento de Bayle, la bondad de Dios puede fundamentarse tanto en la evidencia como en la revelación. Ahora bien, el abrumador testimonio de la experiencia es suficiente para probar que su bon­ dad es incomprensible. No niega que Dios sea bueno sino única­ mente que nosotros podamos comprender su bondad. Tres son los patrones de verdad que Bayle menciona: la revelación, la experien­ cia y la evidencia. Cualquiera de los dos primeros puede anular al tercero. La hipótesis del libre albedrío entraña la misma dificul­ tad: si el hombre tiene voluntad libre, el poder de Dios no es ilimi­ tado. Si el hombre no tiene voluntad libre, Dios es culpable de una conducta moralmente reprensible al castigarle por algo de lo que no es moralmente responsable. Pero ninguna de estas proposicio­ nes, lógicamente consistentes, es sostenible, porque contradice uno de los atributos de la naturaleza divina. No pretende invalidar com-

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pletamente el criterio de evidencia, sino mostrar que su autoridad está sujeta a restricciones. El mayor acumulo de lugares contra el criterio de evidencia lo ofrece el recuento de los fracasos experimentados por la filosofía para dar cuenta de las complejidades de la realidad. Incluso en las matemáticas encuentra dificultades insuperables: «Las matemáti­ cas constituyen el más cierto de los conocimientos humanos, y a pesar de ello han encontrado contradictores». Dada su escasa auto­ ridad en este campo, acude a los testimonios de Pascal y de Huet. Menciona dos dificultades insolubles: la primera, que basándose la geometría en entidades no existentes tales como los puntos no dimensionales, resulta totalmente válida únicamente en el terre­ no de la abstracción; la segunda, que el- estudio del infinito da lu­ gar a paradojas tales como que una cosa infinita pueda ser igual a una finita o que existan sistemas infinitos cerrados. La nota I de Zénon d'Elée encuentra varios motivos para el escepticismo en las pruebas matemáticas que ofrece Newton para demostrar que el vacío debe existir si el movimiento es posible. Por lo que a la biología se refiere, le interesan especialmente dos cuestiones: el alma de los animales y el crecimiento y repro­ ducción de los seres vivientes. En las notas E y F del artículo Rorarius muestra su acuerdo con los cartesianos en que la teoría de los animales-máquinas satisface los intereses de la teología. Pero si la filosofía demuestra que los animales tienen alguna sensación, no se por qué no han de ser capaces de alguna forma de pensamien­ to. Respecto del crecimiento de los animales, piensa que las meras leyes mecánicas son incapaces de dar cuenta de él y que se necesi­ ta la intervención de un ser inteligente. De manera extraña, Bayle, que jamás aventura su opinión sobre un asunto que considera os­ curo, dice que la causa del crecimiento habrá que atribuirla a un autre esprit. En cuanto a la metafísica, el más virulento de sus ataques se dirige contra el monismo de Spinoza, «ateo sistemático», «el pri­ mero que ha reducido a sistema el ateísmo». Cualquier distinción se esfuma en su visión casi mística: la que existe entre la forma y la sustancia, entre la parte y el todo, entre lo uno y lo múltiple. Por otra parte, los spinozistas no tienen derecho a negar ninguno

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de los milagros cristianos, porque la destrucción de toda lógica que ellos suponen se da por igual en el spinozismo. En la descripción del Dios spinozista carga las tintas: es un Dios extenso; su unidad se forma de una composición de partes; su libertad queda anula­ da; su inmutabilidad se transforma en un perpetuo estado de cambio en el universo, etc. Esta visión de Dios no sólo es execrable sino grotesca: «De este modo, en el sistema de Spinoza, los que dicen "los alemanes han matado a diez mil turcos" hablan mal y se equi­ vocan, a menos que entiendan "Dios modificado en alemanes ha matado a Dios modificado en diez mil turcos'!*. Razones parecidas descalifican a los demás sistemas monistas: el de Plotino, el de Bru­ no, etc. La dificultad principal que envuelve tales sistemas es que no pueden explicar el cambio, el movimiento, la variedad. Las teorías atómicas de la materia tienen sobre el spinozismo la ventaja de que pueden explicar la multiplicidad de los fenóme­ nos. Reconoce con Gassendi que los átomos ofrecen la mejor de las teorías para explicar la realidad del mundo corpóreo. Pero las antiguas teorías atomistas se resienten de la dificultad de ser inca­ paces de explicar la sensibilidad: una determinada disposición de átomos no puede dar lugar al pensamiento. Unicamente la hipóte­ sis de que los átomos estén animados sería capaz de soslayarla, pero a su vez esta hipótesis encuentra una dificultad insuperable: el pen­ samiento, como algo indivisible que es, no admite partes. Una vez más, este tipo de asuntos resultan incomprensibles. Por otra par­ te, «merece los epítetos de loco, de soñador, de visionario, todo aquel que pretenda que el encuentro fortuito de una infinidad de cor­ púsculos ha producido el mundo y es la causa continua de las ge­ neraciones». Por lo que «absolutamente hablando, es de todo pun­ to cierto que cualquier filósofo que quiera dar buenas razones del orden que se ve en las partes del universo, necesita suponer una inteligencia que haya producido un orden tan hermoso». Tampoco las teorías ortodoxas resultan más comprensibles. La teoría de la Creación presenta oscuridades no menores que la de la eternidad de la materia. No es comprensible cómo algo pueda ser creado de la nada. Cómo un ser inmortal haya creado la mate­ ria y sea capaz de influir en ella es un verdadero enigma. Las teo­ rías mecanicistas eran incapaces de explicar cómo el pensamiento

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pueda darse en seres materiales. Pero los sistemas ortodoxos expe­ rimentan la misma dificultad en explicar cómo un alma inmate­ rial pueda influir en un cuerpo material. La teoría peripatética de las formas sustanciales es una mera fruslería. Los cartesianos son incapaces de explicar cómo el pensamiento puede ser localizado en un cuerpo extenso, y mucho menos, obrar sobre él o sufrir su acción. La voluntad libre tiene a su favor el testimonio de la introspec­ ción, pero un análisis profundo la descubre esclava de las pasio­ nes y de los intereses. La inmortalidad del alma es una doctrina consoladora, capaz de inspirar a los hombres un comportamiento moral, pero, abso­ lutamente hablando, no existe prueba irrefutable de la misma. De entre todos los filósofos, solamente los cartesianos disponen de bue­ nas pruebas, pero Gassendi ha demostrado que para mucha gente tales pruebas no son evidentes. Bayle, por su parte, está completa­ mente persuadido de los argumentos cartesianos: «Pretender que, puesto que el alma del hombre piensa es inmaterial, es, según mi punto de vista, una buena manera de razonar y establece un sóli­ do fundamento para la inmortalidad de nuestra alma, dogma que debe ser considerado como uno de los más importantes artículos de la buena filosofía». Pero hay que admitir que queda un tanto invalidada por otras consideraciones que hacen incomprensible el dualismo cartesiano. «La filosofía puede compararse a unos polvos tan corrosivos que después de haber consumido las carnes babosas de una llaga, roen la carne viva, carian los huesos y perforan hasta las médulas. La filosofía primeramente refuta los errores, pero si no se la detiene ahí, ataca a las verdades; y cuando se la abandona a su fantasía llega tan lejos que no sabe dónde se encuentra, ni halla dónde asen­ tarse.» Ni siquiera la moralidad, cuya validez universal había sido proclamada en el Commentaire philosophique, puede evitar los co­ rrosivos efectos de la razón. Puesto que ésta no puede ofrecer nin­ guna certeza que no pueda verse socavada, habrá que concluir que la teoría de Bayle se identifica con el escepticismo de los académi­ cos hacia la razón. Más exactamente lo que Bayle proclama es la akatalépsia de los académicos, la incomprehensibilidad de las co-

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sas más bien que la epoché de los pirrónicos, o suspensión del ju i­ cio. En cientos de ocasiones achaca a determinada doctrina los de­ sastrosos efectos resultantes del pirronismo. El antidoto lo consti­ tuye precisamente la fe en la revelación, virtud teologal que hay que distinguir de otros actos intelectuales. La conducta de Dios en el paraíso no tiene justificación posible si se la mide según criterios de la moral racional, y ninguna escue­ la filosófica consigue exculparle de la acusación de que El es el autor del mal en el mundo. Así lo prueba en determinadas ocasiones uti­ lizando el ejemplo de la madre que permite que sus hijas acudan al baile a sabiendas de que allí perderán la virginidad: nada ni na­ die podrá dejar de recriminarle esa conducta. En el drama del pe­ cado original no hay modo racional de armonizar los atributos di­ vinos de omnisciencia y bondad. El recorrido por los debates teológicos en torno al criterio de fe le lleva a la conclusión de que es muy difícil alcanzar la ortodo­ xia. La razón no es totalmente de fiar en cuestiones de certeza mo­ ral, pues la pasión o el prejuicio la obcecan. Y la gracia, que es totalmente segura, es muy difícil de identificar. Por otra parte, la razón y la gracia son muy difíciles de encontrar en los hombres. Ante un heterodoxo lo que hay que hacer es rogar por él e intentar persuadirle «a través de una instrucción moderada» de que su opi­ nión es menos probable que la propia. La palabra crucial es la de probabilidad, que se identifica con la de certeza moral en que se basa la divinidad de la Escritura. Los preámbulos de la fe no se presentan con absoluta certeza; lo único que se puede decir de ellos es que cuentan con mejores razones a su favor que las que se es­ grimen en contra. Por ello Bayle no puede ser llamado simplemente fideísta, sino, puestos a adjudicarle un calificativo técnico, habría que considerar su postura como semi-fideísta (Brush). Algunos autores —A. Adam, P. Hazard52— han dudado inclu­ so en adjudicarle la caracterización de escéptico; pero un filósofo que se afana en destruir el principal criterio de verdad debe lla­ marse escéptico. Dos son las cosas que Bayle defendió constantemente: una, que 52 Adam, A.: o.c., v., p. 248. Hazard, P.: La crise de la conscience européenne (1680-17151 p. 115 (hay traducción castellana).

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cada clase de verdad tiene sus propios patrones; confundirlos, pi­ diendo, por ejemplo, a la religión la clase de demostraciones que únicamente pertenece a las matemáticas, constituye un serio error, el más perjudicial, quizás; otra, que no hay que olvidar que el campo del saber está lleno de incertidumbres insolubles. La verdad es al­ go enormemente complejo: hay caminos que llevan a ella, pero no todos la alcanzan, y el proceder más sabio consiste en evitar el dog­ matismo. Los dos elementos más originales del Dictionnaire son el por­ menorizado análisis que hace de la razón cartesiana y del proble­ ma del mal. Respecto de este último, el Dictionnaire aporta un bien documentado dicterio sobre la pequeftez y la irracionalidad huma­ nas, y al mismo tiempo, la invencible convicción de que una in­ vestigación hábil y objetiva puede iluminar algunas áreas de la hu­ mana ignorancia, en parte estipulando determinadas verdades de hecho, en parte demoliendo falsas teorías. Ambas funciones pue­ den contribuir a demostrar la fragilidad humana y la debilidad de la razón, tanto en la práctica como en la teoría. Si en las páginas del Dictionnaire la razón se opone con frecuen­ cia a la fe, ambas se oponen de una manera mucho más constante a la piedra de toque del hecho. El mayor interés del Dictionnaire para el estudioso de la historia de las ideas reside en las observa­ ciones que se refieren a los fallos de los sistemas filosóficos; pero no hay que olvidar que por muy importantes que sean, no consti­ tuyen sino una pequeña parte de la impresionante enciclopedia. El calificativo de «crítico» es la clave para entender la teoría y la práctica de Bayle con respecto a la razón. Esta, que casi siempre se muestra incapaz de asentar una verdad que no pueda ser nega­ da de una u otra manera, tiene gran utilidad como preservativo contra las falsedades propugnadas por determinados filósofos; tal es el caso del sistema monista de Spinoza o el dogma de la transustanciación. En algunos casos, rectamente conducida, puede apo­ yar con una «legítima certidumbre» una idea. Una mente verdade­ ramente razonable sabe que la verdad debe permanecer en gran medida oculta y que los pronunciamientos de la razón deben ser contrastados con otros índices de verdad, especialmente con la ex­ periencia y la revelación (Brush).

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Las obras posteriores al Dictionnaire —la Continuation des Pensées diverses, la Réponse aux questions d'un Provincial y los Entretiens de Máxime et Thémiste— no hacen más que profundizar ideas que ya estaban presentes en los Pensamientos diversos sobre el Cometa. Ya hemos aludido a la controversia mantenida por Bayle con Jurieu, Basnage de Beauval, Jean Le Clerc e Isaac Jaquelot. Leibniz, que no tomó parte en ella en vida de Bayle, publicó en 1710 el Essai de Théodicée, que pretendía ser una refutación de la postu­ ra de Bayle ante el problema del mal, tal como había sido plantea­ do en el Dictionnaire y en la Réponse aux questions d'un Provin­ cial 53. Sólo después de la publicación de la segunda edición del Dic­ tionnaire tuvo Bayle tiempo para estudiar en profundidad un libro del que tenía noticias desde hacía tiempo: el Ensayo sobre el enten­ dimiento humano de Locke. Varios lazos unían a ambos filósofos, que nunca llegaron a cristalizar en una amistad íntima. Bayle ha­ bía tenido ocasión de conocer a Locke en Holanda, en casa del amigo de ambos, Furly, en la que Locke se hospedó en 1687. Más íntima habría de ser la relación que entabló con el discípulo de Locke, Shaftesbury. Posteriormente mantendría correspondencia con el se­ cretario y traductor de Locke, Pierre Coste, quien le animó, quizás a instigación de Locke mismo, a que diera su opinión sobre las obras del filósofo inglés. Es obvio que Bayle sentía gran respeto por la agudeza y la modestia mental de Locke, al tiempo que disentía de él tanto en cuestiones de religión como de filosofía. TVes notas del Dictionnaire aluden a las perplejidades experimentadas por Loc­ ke: en Zénon d'Elée l, donde Locke defiende el vacío, al tiempo que admite que es incomprensible; Dicéarque M, en que toma la mis­ ma postura respecto a la sensibilidad de la materia, y Pierrot N, K, donde confiesa no tener pruebas de la inmortalidad del alma. Bayle manifiesta su desacuerdo con las conclusiones a que llega Locke, pero expresa su aprobación por la franca confesión de que su filosofía no puede ofrecer pruebas demostrativas de esas opiS3 Devolvé (O.C., pp. 324-335) muestra admirablemente hasta qué punto Leihni/. estuvo lejos de lograr su cometido. Véase también Barber, W. H., Leibniz in Frunce from Amauld to Voltaire: A study ofFtench Reaction lo Leibnizianism (1670-1760). Oxford, Clarendon Press. 1955.

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niones. En la Réponse aux questions d'un Provincial hace su única crítica directa a Locke, manifestando que si es correcta su poco precisa definición de sustancia, de manera que tanto la materia co­ mo el pensamiento puedan ser atributos de la misma, todas las confusiones de la metafísica aristotélica eliminadas por Descartes vuelven a inundar de nuevo a la filosofía. Aunque ello pueda ser­ vir a los católicos para la defensa de la transustanciación, presta un mal servicio a la prueba de la inmortalidad del alma. Uno de los puntos en que Locke le resultaba convicente era en su crítica de las ideas innatas. Releyó la sección correspondiente del Ensayo mientras componía la Continuación de los Pensamientos diversos e hizo uso de ella en varias ocasiones, entre ellas en la mis­ ma Continuación. En dos cartas a Pierre Coste discutió la Vindication o f the Reasonableness o f Christianity de Locke, traducido al francés por Coste. Manifestaba en ella su desacuerdo con el reduccionismo de Loc­ ke, según el cual bastaba para salvarse creer que Jesucristo es el Mesías y tener una intención sincera de obeder sus preceptos. Bayle pensaba que un sincero creyente debía admitir también el conjun­ to de dogmas «incomprensibles y que se oponen a la luz natural» de que está cargada la confesión protestante: el pecado original, la TVinidad, etc. Bayle pretendía que la creencia en el misterio de la TVinidad era necesario para la salvación y reprochaba a Locke el haberse refugiado en una formulación ambigua del misterio. Pen­ saba, en general, que las ideas de Locke eran muy perjudiciales para el cristianismo. En sus últimos años trató también de defender la filosofía orto­ doxa frente a ciertos ataques procedentes de las teorías determi­ nistas. En la Continuación de los Pensamientos el representante de esta tendencia es el poco conocido filósofo griego Estratón, en buena medida reactualizado por Cudworth en su The T)ue Intellectual System o f the Universe. Según Bayle, tanto Estratón como los cris­ tianos están de acuerdo en afirmar la existencia de un ser necesa­ rio. Para los cristianos este ser es Dios; para Estratón lo es la natu­ raleza. Según éste, la naturaleza, privada de conciencia, es capaz de seguir ciertas leyes de una manera ciega, pero con tanta efica­ cia, que se transforma en un mundo ordenado. Bayle piensa que

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esto es absurdo. El núcleo de la contraargumentación es que la exis­ tencia de cualquier orden presupone una causa inteligente. Difícil les resulta a los cristianos rebatir el estratonismo si no aceptan el principio cartesiano de que Dios es la única causa inmediata de todo lo que sucede en el universo, posición extrema que difiere del sistema de causas ocasionales que Bayle había más o menos adoptado en sus primeras obras. Pero, tal como las concebían al­ gunos filósofos, las causas ocasionales permiten que la materia tenga algún efecto determinante en la actuación de las leyes generales dictadas por Dios. El ejemplo familiar es el del peral: una ley ge­ neral determina que produzca un fruto, pero el peral dirige el cur­ so de la actuación de la ley general de manera que el fruto produ­ cido sea una pera y no un melocotón. Bayle se enzarza en largas disquisiciones en torno a la teoría de Estratón, pero da la impre­ sión de que él mismo es consciente de no haber logrado el cometi­ do de elaborar una defensa invulnerable, a partir de los principios cartesianos contra Estratón. Le resulta muy difícil elaborar un sis­ tema propio. Mientras trató de buscarlo, tuvo que abandonar las causas segundas y la norma escolástica según la cual es mala filo­ sofía el recurrir directamente a Dios para explicar los acontecimien­ tos. Thnto Estratón como Locke le llevaron a atrincherarse aún más en los principios cartesianos. En su momento hicimos ver que la posición general de Bayle ante los «racionales» era contraria a la pretensión de éstos según la cual ciertos dogmas deben y pueden ser explicados por procedi­ mientos filosóficos. «La filosofía debe plegarse ante la autoridad de Dios y arriar bandera ante la Escritura. La razón misma nos con­ duce a someternos a ella.» Pero este sometimiento a los artículos de la fe no significa que seamos capaces de entenderlos. En conse­ cuencia, «la incomprehensibilidad de un dogma y el carácter inso­ luble de las objeciones que se le oponen no es una razón legítima para rechazarlo». Como dice Brush —a quien hemos seguido en la intrincada ca­ racterización del escepticismo de Bayle— «una ojeada general a las obras publicadas de Bayle muestran una relativa continuidad y unos puntos de vista que se mantienen constantes. Los indicios de es­ cepticismo filosófico que aparecen en sus cartas y en pasajes dis-

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persos de sus obras más tempranas se articulan con claridad cre­ ciente en el Commentaire philosophique y en el Dictionnaire. Con la significativa excepción de los preámbulos de la fe, su crítica pe­ netrante demostró la cualidad autodestructiva de todos los argu­ mentos abstractos. Incluso los preámbulos no son inmunes a ella, pues gozan de una certeza que es sólo altamente probable. Pero Bayle siempre sostuvo que sería inexacto concluir que el juicio hu­ mano debe permanecer en suspenso hasta que pueda quedar con­ vencido con absoluta certeza de la verdad de un asunto. Con muy escasas excepciones, cualquier proposición está sujeta a la duda; la función de la razón, por tanto, consiste en exponer estas dudas de manera sistemática con la mayor claridad posible y optar por la teoría que parezca más adecuada para dar cuenta de los hechos, sean éstos naturales o revelados. Filosóficamente, su posición está en la frontera que delimita el racionalismo y el escepticismo y bien se le puede llamar un escéptico cartesiano o un cartesiano escépti­ co, por paradójicos que suenen estos términos. En mi opinión, su significación en el contexto de su tiempo radica en el hecho de ha­ ber reducido el dogmatismo cartesiano a una absoluta desconfian­ za hacia el razonamiento abstracto y su consecuente hincapié en la solidez de los hechos históricos, entre los que se encuentra la historia revelada»54. La devastadora exposición de la incomprensibilidad de los mis­ terios llevada a cabo por Bayle forma parte del movimiento pro­ testante que condujo a la reafirmación de la primacía de la fe y de la gracia, así como a la doctrina de la total tolerancia religiosa. En el mundo contemporáneo los grandes escépticos religiosos, co­ mo Kierkegaard o Tillich, son protestantes. Una labor parecida fue llevada a cabo en el mundo católico por fóscal y Pierre-Daniel Huet. Pero el poder de los jesuítas y el tomismo excluyeron a los elementos extremos agustinianos del rebaño de la ortodoxia y lograron la anatematización del fideísmo en el Concilio Vaticano I. Los escritos de Bayle parecen totalmente irreligiosos. Pero esto no es así. La obra publicada de Bayle es ortodoxa. Sólo un crítico poco cuidadoso con las sutilezas de su pensamiento puede pretenO .C.,

pp. 319-320.

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der probar que las no confesadas consecuencias de sus argumen­ tos conducen al socavamiento de la religión. No hay que acusar a Bayle de no sacar a la luz las implicaciones de lo que dice. Lo mejor que podemos hacer, si queremos estar de acuerdo con el es­ píritu de Bayle, es abstenernos de juzgar. El monumental estudio dedicado por E. Labrousse al filósofo de Rotterdam termina siempre en una interrogación: «...las afini­ dades de las obras tardías con las primeras parecen jugar en favor de la sinceridad de su fideísmo. Además, es posible que los análi­ sis más atrevidos de Bayle a propósito del problema del mal res­ pondieran exactamente a las mismas intenciones de controversia que le inspiraron los Pensamientos diversos; en efecto, un lugar co­ mún temible y cien veces retomado por los adversarios del calvi­ nismo (fueran estos católicos, anglicanos, luteranos, arminianos o socinianos) consistía en subrayar el carácter abominable del «dios de Calvino», monstruo que había que considerar como la «causa» del primer pecado y que cargaba con la responsabilidad de la des­ gracia de la humanidad caída. Ahora bien, ¿qué es lo que hace Bayle en sus discusiones sobre el problema del mal sino mostrar que to­ das las confesiones cristianas a despecho de sus rodeos y distingos están, en realidad y en último análisis, en la misma situación? Re­ torsión de gran habilidad polémica, que pone a la teología refor­ mada en una posición muy delicada y muestra que su respuesta clásica —la llamada sumisión fideísta ante lo que permanece co­ mo un misterio impenetrable— no le es exclusiva, y que si no ha­ bía que ver en ella más que una derrota sin valor, entonces todas las confesiones cristianas la sufrirían. Ciertamente, este proceder apologético puede parecer dudoso, y por poco que se piense in­ conscientemente en Voltaire, se concluirá que las discusiones de Bayle iban destinadas a asestar un golpe mortal al cristianismo, so color de asumir la defensa de la teología reformada; pero es muy posible que haya que invertir los términos de esta interpretación y decir que con intención de asumir la defensa de su confesión, Bayle, sin saberlo, esgrimió una argumentación que para una futura ge­ neración de lectores, menos rabiosamente cristianos que los hu­ gonotes refugiados de fines del siglo XVII, podía fácilmente pare­ cer que recusaba la teología cristiana en su conjunto. El cambio

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de contexto sociológico habría transformado el arma de controversia forjada por Bayle en un puente de plata... Se podría ir más lejos y preguntarse si la insatisfacción radical experimentada por Bayle frente a los sistemas teológicos de sus contemporáneos, no puede responder a una tendencia a la incre­ dulidad. ¿No sería, por el contrario, concebible que atestiguara el sobresalto auténticamente religioso de un alma penetrada de moralismo vivido y formado en una práctica rigorista? Bajo un cierto ángulo, Bayle tiene más de un punto en común con los pietistas, y a pesar del hiperintelectualismo que comparte con sus adversa­ rios, el combate entablado contra ellos puede estar sordamente guia­ do por la nostalgia de un cristiano que no encuentra a su señor y a su dios en las páginas desoladas de las polémicas teológicas. ¿No habría seguido siendo el filósofo de Rotterdam, más de lo que se cree, el hijo del piadoso ministro de una pequeña aldea de la campiña? (D, II, Introducción, pág. XIV). Veinte años después de la publicación de los Pensamientos so­ bre el Cometa Bayle publicó la Continuación de los Pensamientos. Sus ideas no solamente permanecían idénticas a las de veinte años an­ tes sino que se habían acendrado: no son nuestros principios los que guían nuestras acciones. Si exceptuamos la gracia del Espíritu Santo, no tenemos más que un dueño y un guía: nuestro amor pro­ pio; la religión quizás no sea del todo ineficaz, pero es sólo una «cau­ sa auxiliar»; existe un absoluto moral que se nos impone con tanta evidencia como las verdades matemáticas. En 1683 no concedía a los ateos la posibilidad de conocer el bien honesto. Pero ahora elimina esta limitación: los ateos pueden conocerlo al igual que el bien útil y el bien agradable, y encontrar en la naturaleza, no en las opiniones humanas, el fundamento de los tres. El argumento del consensus universalis invocado por Grotius carece de valor: «... primero se dice que el derecho de gentes, o derecho natural, es el que la tierra entera aprueba; pero luego se le reduce a los pue­ blos civilizados; esto es, al no poder apoyarse en la autoridad de la parte más grande, se contentan con la porción más pequeña de los pueblos». Es cierto que las verdades de la moral se fundan en la naturaleza misma de las cosas y no en las fantasías de los hom­ bres y que las virtudes y los vicios son tan evidentes como las ver-

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dades matemáticas. Pero esta moral absoluta está, en general, ve­ lada a nuestros ojos. A menudo no conocemos más que las hala­ güeñas promesas de nuestro amor propio y las tentaciones de la avaricia. Una sociedad compuesta de fieles practicantes del Evan­ gelio no puede subsistir: pronto quedaría aniquilada. Los soldados, los diplomáticos y los políticos necesitan «virtudes» nada evangé­ licas para cumplir con sus cometidos. «Dada la marcha general del mundo», nada tiene que ver esta moral con ios temas de los predi­ cadores. Si existe alguna finalidad en el mundo, debe seguir mil caminos diferentes: los vicios y defectos humanos la sirven sin sa­ berlo. La felicidad general se logra por la coalescencia de los vi­ cios de los particulares, y en este mundo, como en la colmena de Mandeville, el egoísmo de cada cual es indispensable para la pros­ peridad general. El gusto por la paradoja alcanza en esta obra su cota más alta. El pietismo se alía con el cinismo; la olímpica racio­ nalidad de lo real, con el murmullo de la fábula de las abejas; el imperativo categórico se formula al mismo tiempo que la nietzscheana denuncia de la moral de los esclavos. Las piadosas protes­ tas que suponen un Dios transcendente, dispensador de premios y castigos, se contrapuntean con la visión de una especie de Dios inmanente, confundido con la historia de los hombres y el deve­ nir de las sociedades. La acrimonia contra ese monstruoso subro­ gado de Dios que es la naturaleza de Spinoza o la de Estratón no excluye la visión de una cierta racionalidad de lo real, que supon­ dría en la naturaleza una divinidad inmanente, o, sin más, la iden­ tificaría con Dios. Defensor acérrimo de la intervención directa de Dios en el acontecer del mundo, se entrega a dos series divergen­ tes de argumentaciones, pero que convergen en el aislamiento de la religión del universo concreto; por un lado invoca una especie de idealismo moral que anuncia a Rousseau y a Kant —la pureza y universalidad de los principios morales— constituyéndose en an­ tecesor de todos los defensores de una moral laica; por otro, su­ braya los peligros de la moral evangélica, su inadaptación a la vi­ da concreta, actitud realista que recuerda a Fontenelle, anuncia a Voltaire e incluso a los utilitaristas ingleses; más lejos, Nietzsche podría lanzarle un guiño de complacencia. «En la obra de Bayle aparecen por adelantado todas las grandezas y contradicciones de

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la moral burguesa que quizás repose sobre el imperativo categóri­ co kantiano, al tiempo que todo lo consiente con un cínico opti­ mismo. Los principios del Evangelio no tienen, en cualquier caso, ningún papel que jugar en este mundo: o bien su contenido es evi­ dente para todos y la revelación es inútil, o bien toda moral es va­ na y los vicios más odiosos tienen su valor. Sería empresa estéril querer a cualquier precio unificar el pensamiento de Bayle y ha­ cerlo más sistemático de lo que él mismo quiso. Advertimos que Bayle es ante todo un destructor y que todas las armas le vienen bien» 55. Quizás lo único que pretende es desengañar a la teología de­ masiado fácil y optimista de sus contemporáneos: lecturas de li­ bertinos, experiencia histórica acumulada en sus lecturas, vida de refugiado, todas estas circunstancias contribuyeron sin duda a con­ vencerle de que la humanidad es insensata y perversa y que sería utópico querer modelarla según el espíritu del Evangelio; es pre­ ferible creer que, si existe Dios, los crímenes y los errores tienen su utilidad. Después de insistir en la nulidad del argumento del consenti­ miento universal, en la futilidad de la astrología, en la posibilidad que tiene la sociedad pagana de dictarse leyes justas, en el poli­ teísmo de los paganos, plantea una pregunta inquietante: ¿ha sido hecho el mundo para el hombre? Sin duda, Bayle conocía aquel apéndice de la primera parte de la Etica de Spinoza en que éste niega toda finalidad al mundo, atribuyendo lo contrario a nuestra imaginación. Pues bien, Bayle, que ni en sueños piensa en quitar­ le a Dios un propósito inteligente en la creación del mundo, finge una fábula no menos inquietante: «Un gran monarca responde fa­ vorablemente a la petición de algunos comerciantes extranjeros que desean establecerse en su país. Les hace construir una ciudad ma­ rítima con un buen puerto. Ordena que todos los elementos pro­ pios del comercio, como almacenes, mercados, etc., se incluyan en ella. En una palabra, nada olvida de lo necesario a una ciudad mer­ cantil. Pero a punto de construirla, cambia de perspectiva y quie­ re que sea un monumento digno de su grandeza y de su magnifi55 N id e r s l. o.c„ p. 1 2 5 .

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cencía; que sea una de las maravillas del mundo. Levanta en ella anfiteatros, arcos de triunfo, templos, colegios, acueductos magní­ ficos y muchos y hermosos palacios. Erige estatuas, obeliscos y co­ lumnas festoneadas de emblemas, de lemas y de enigmas. Todo lo que las artes tienen de más exquisito se utiliza en el ornamento de ese lugar. El monarca no hubiera hecho ninguna de estas cosas si los comerciantes extranjeros no le hubieran decidido a la cons­ trucción de la ciudad. Ellos fueron su principal y único motivo en los comienzos, pero luego él se propuso otros designios, de modo que se hallaría pronto una respuesta a la pregunta de por qué tan­ tas cosas no necesarias a una ciudad comercial, tantos enigmas y emblemas misteriosos a los que los mercaderes, demasiado ocu­ pados en sus negocios, no prestarían atención alguna.» Ello equivale a decir que el mundo sólo parcialmente está or­ denado para el hombre; una buena parte de él excede su cometido y por tanto resulta ininteligible: las columnas están festoneadas de enigmas.

4 Bayle y la Ilustración: una influencia ambigua

Decíamos al principio que Bayle ha sufrido el destino de ser un exiliado en el tiempo como lo fue en el espacio: considerado como adelantado o como retrasado respecto de su tiempo, se ha hecho de él un hombre del XVI o un hombre del XVHI. La crítica moder­ na ha tomado como tarea situar a Bayle en su tiempo, y, a la vez, ahondar la fosa que lo separa del Siglo de las Luces. Como ha es­ crito Pierre Dubon: «Mientras vivió, no pudo hacerse un lugar en su siglo. Se le ha acomodado en el siglo siguiente. Singular opera­ ción con este desarraigado a su pesar, la de hacer que su cabeza descanse en la posteridad. Existe un mito de Bayle persistente por cómodo. Consiste en imaginarse a un Bayle escéptico, volteriano, bajo el pretexto de que su Dictionnaire historique et critique sirvió de arsenal a las generaciones siguientes. En lugar de leerle y em­ plazarle en su tiempo, resulta más fácil verle a través de sus suce­ sores 56. Hay que evitar con Bayle, ante todo, lo que Lucien Fevre llama «el pecado que, entre todos, no admite perdón: el anacronis­ mo» 57. Labor complementaria de ésta es la de seguir su influencia, com­ pleja y a veces contradictoria, hasta el punto de que no se puede seguir hablando de ella como de un fenómeno global y uniforme. La primera imagen de Bayle a partir de su muerte es la que ofre­ cen sus contrincantes, especialmente Le Clerc: Bayle es un depra­ vado y un impostor, y, para colmo, un ignorante. Todavía dentro* * Pierre Bayle. le Philosophe de Rotterdam, pp. Vll-VIIl. 37 El problema de la incredulidad en el siglo xvt, Uteha, México, 1959, p. 4. 129

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del refugio hugonote, los ataques a Bayle —La Placette, Philipe Naudé, Benoist— continúan en el mismo tono violento de condena, aun­ que insinuándose ya ciertos rasgos de comprensión hacia su obra. El pensamiento de Barbeyrac, traductor y anotador de Grotius y de Pufendorf, va a tener mucha mayor trascendencia que los ante­ riores. En la medida en que el derecho natural tiene como cometi­ do principal instituir la ciencia de las costumbres a través del ex­ clusivo medio de la razón, el escéptico va a pasar a ser su princi­ pal enemiga Determinar el valor de la razón es tanto más impor­ tante cuanto que los principios de la religión natural sirven de fun­ damento a la moral: sólo la voluntad de un ser superior, más poderoso que nosotros, es el único fundamento real de la obliga­ ción. Estas tesis chocaban frontalmente contra algunas de las de­ fendidas por Bayle, como es fácil comprender. Barbeyrac continua­ ba una línea iniciada ya con los primeros racionalistas, que tendrá su prolongación en el deísmo y se alineará con los sucesivos desa­ rrollos de la teología reformada. Sus correligionarios del Refugio, especialmente Saurin, verán en él a un traidor. Pero entre las múltiples voces en contra, mil veces repetidas y amplificadas, comenzaban a dejarse oir también las de los de­ fensores. Los primeros habían sido los hermanos Basnage —Henri Basnage de Beauval y Jacques Basnage—, amigos personales de Bay­ le. El Eloge de M. Bayle, atribuido primero a Henri, y posteriormente a Jacques (E. Labrousse), abrió el camino, difundiendo el retrato, que la posteridad había de aceptar sin discusión, de un Bayle sa­ bio y honesto. Desmaizeaux, el joven recomendado por Bayle a Lord Shaftesbury, escribió a requerimiento de éste un ensayo, que más tarde se transformaría en la Histoire de M. Bayle et de ses ouvrages, destinada a servir de pórtico a sucesivas ediciones del Dictionnaire. Concebida según el patrón de las biografías clásicas, la figura resultante es poco menos que la de un héroe. Aunque Desmaizeaux utilizó materiales de primera mano, sólo últimamente, y por obra especialmente de E. Labrousse, se han colmado lagunas, corregi­ do inexactitudes y desbrozado de excrecencias retóricas los datos históricos. A estas obras hay que añadir los panfletos anónimos fa­ vorables al filósofo y un cambio generalizado de actitud en torno a 1715 por parte del mundo protestante alejado ya del mundo ce-

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rrado del Refugio, más propicio a la reflexión serena y trabajado en su interior por los fermentos del racionalismo y del libre exa­ men. Al mismo tiempo la república de las letras comenzaba a en­ tusiasmarse por su obra, degustando la vivacidad de su estilo, su talento satírico, con olvido de las querellas religiosas y de las dis­ cusiones filosóficas. En general, la opinión francesa veía en Bayle ante todo al humanista: Saint Evremond, el mismo La Fontaine, La Monnaye, y, sobre todo, Marais, quien en su fervor por Bayle, llegará a multiplicar en torno a la tumba del filósofo ceremonias de adoración y a acumular testimonios de piedad. Esto sucedía en 1720. Por otra parte, los libertinos comenzaban a mostrar una sim­ patía creciente hacia el filósofo y su obra. En el mundo católico un buen número de eclesiásticos compar­ tieron con los eruditos desde el principio su admiración por Bay­ le: miembros activos de la república de las letras que conciliaban en sí mismos bien que mal las exigencias de la religión y una libi­ do sciendi insaciable, grandes enamorados de la antigüedad profa­ na y poco escrupulosos con sus lecturas, no tuvieron inconvenien­ te en asociarse al concierto de alabanzas. Entre ellos hay que des­ tacar a Dom Gaudin, a François Lamy y a la publicación jesuítica Mémoires de Tbévoux, que no escatiman los elogios todavía en vida de Bayle, pero cuyo tono habría de cambiar en torno a 1715. Leibniz había mantenido una correspondencia epistolar breve al tiempo que una polémica cortés con el filósofo de Rotterdam. Sofía Carlota, Electora de Brandeburgo, que había comunicado a Basnage que llevaba siempre consigo el Dictionnaire, mantuvo en su castillo, durante el verano de 1702, conversaciones con Leibniz en torno a las objeciones de Bayle, que fueron sin duda la ocasión para que aquél escribiera la Théodicée. Mal podían avenirse dos pensamientos tan contrapuestos, pero es de notar que Leibniz man­ tuvo siempre el tono elogioso hacia Bayle; consideró simpre el es­ cepticismo de éste como un paso previo y preparatorio para la ver­ dad, englutiéndolo finalmente en el armonioso mundo de los espí­ ritus. También Malebranche había entablado relaciones epistolares con Bayle antes aún que Leibniz, y como éste, no dejó de prodi­ garle al principio los más cálidos elogios. Pero ambos se fueron dis-

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tanciando con el paso del tiempo. Sus posturas eran de hecho in­ conciliables. El ataque personal, correcto y mantenido siempre en el plano de la especulación, se produjo tardíamente, en su obra Réflexions sur la prémonition physique. El reproche fundamental que Malebranche le dirige es el de hacer un uso rastrero de la razón, juzgar a Dios por el «sentimiento interior» y «humanizar a la divi­ nidad»; su filosofía cristiana, aunque de inspiración racionalista, reposa sobre los dogmas revelados: sólo Jesucristo y el misterio de la Encarnación guardan la clave del problema del mal. El éxito del Dictionnaire comenzó a partir de la muerte de Luis XIV y estuvo ligado a las complacencias intelectuales del Regente. Reediciones, catálogos de bibliotecas, testimonios de particulares, reseñas y noticias de las publicaciones periódicas así lo atestiguan. Entre 1715 y 1740 las múltiples reediciones del Dictionnaire cons­ tituyen uno de los mayores éxitos editoriales del siglo XVIII. Al mis­ mo tiempo se reeditan las demás obras de Bayle, y no son sólo és­ tas las que apasionan al público francés sino también su persona y su vida, hasta el punto de formarse una leyenda de Bayle. Dentro del mundo erudito los ataques se suceden entre 1720 y 1750. El abate Le Clerc, prototipo del erudito, que se considera­ ba a sí mismo como mero «crítico» ceñido a los errores de hecho, sin entrar en cuestiones de filosofía o de teología, lanza sobre el Dictionnaire un juicio severísimo: «Está plagado de rasgos que tien­ den a favorecer el ateísmo, de historias obscenas, de parcialidad hacia los hugonotes y el hugonotismo». Una empresa parecida es la que acomete el abate Joly, quien en su obra, de volumen impre­ sionante, Remarques critiques sur le Dictionnaire de Bayle (1748) in­ tenta llevar a cabo una refutación total del mismo desde el punto de vista de la verdad histórica y de la exactitud en cuanto a los hechos. Estos autores representaban la reacción de la ortodoxia ca­ tólica, que encontraba en la erudición un arma polémica. Repre­ sentantes tardíos de una república de las letras a punto de desapa­ recer, apenas se dieron cuenta de que el gusto del público estaba cambiando rápidamente, por lo que su obra cayó en el vacío. No interesaban del Dictionnaire las querellas doctrinales o las minu­ cias históricas. El público encontraba en él una afinidad intelec­ tual y un auténtico placer.

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Los apologistas, continuando la labor de Jean Le Clerc y de Barbeyrac, van a relanzar sus ataques sistemáticos. En el campo pro­ testante el más destacado es Croussaz, quien en su voluminoso Exa­ men du Pyrrhonisme anden et moderne lanza un feroz, aunque caó­ tico, ataque al filósofo de Rotterdam. La misma persona de Bayle queda dibujada con las más negras tintas: obsceno, maestro de co­ rrupción de una sociedad corrompida y otras lindezas. Bayle no solamente es un sofista, sino un viejo pedante, versado en las dis­ putas de la Escuela, enamorado de una jerga metafísica desprecia­ da desde hacía mucho tiempo por los hombres cultos. Warburton, pastor anglicano, cuya obra había sido traducida al francés, se habían fijado como cometido refutar la paradoja de Bayle sobre la virtud de los ateos y la posibilidad de una sociedad sin religión. Obra serena y bien trabada, hace descansar todo su peso argumentativo sobre la idea de que todas las sociedades, excepto el pueblo judío, conocieron el dogma primordial de la teología na­ tural: la providencia de un Dios reparador, necesario para su con­ servación. Warburton se sitúa en la línea de los teólogos y mora­ listas protestantes que habían afirmado el acuerdo entre razón y revelación, la utilidad social de la religión y la continuidad de una teología natural en la historia de la humanidad. Chauffepié publicó un Nouveau Dictionnaire historique el criti­ que, traducción del inglés, al que añadió una serie de artículos de su propia cosecha. Sin ser un catálogo sistemático de los errores de Bayle, la obra se convierte muy a menudo en un instrumento de combate y de apologética, en una sátira violenta y en una refu­ tación de su antecesor. Hay una rehabilitación de Jurieu y un pro­ pósito de descrédito de la imagen de Bayle forjada por Desmaizeaux. David Renaud-Bouiler, Béat-Louis de Muralt y Cuentz continúan los ataques a Bayle desde el campo protestante. Hasta 1730 la apologética católica propiamente tal mantiene su tono mesurado, como aparece en las obras que dedican al filósofo de Rotterdam el abate de Houtteville y el caballero de Ramsay, quie­ nes, por otra parte, no silencian sus inquietudes. Los teólogos je ­ suítas, que hasta 1734 habían mostrado a través de las Mémories de Trévoux una actitud moderada ante la figura de Bayle, se suma-

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rán a la lucha contra él a partir de la ofensiva contra la Théodicée de Leibniz, cuyo optimismo les alarma al tiempo que les recuerda que, tras la impiedad de Leibniz, se esconde otra más grave: la de Bayle. Entre ellos hay que citar al P. Castel, al P. Merrin —vindicador de San Agustín frente a las injurias de Bayle—, y al P. Le Febvre. Al mismo tiempo, la campaña anti-Bayle toma aires mundanos a través de la obra de los oradores y poetas. Tal fue el caso del ex­ celente orador y latinista P. Poiret, de la Compañía. Entre los poe­ tas, Louis Racine escribió un poema contra los «espíritus fuertes», cuyo centro lo ocupaba un Bayle asendereado con los más hermo­ sos epítetos de una retórica guerrera y mitológica. El futuro carde­ nal de Bernis eleva a Bayle a las alturas de las alegorías barrocas para vapulear su pirronismo. El episodio más resonante de esta campaña de los poetas cris­ tianos contra Bayle lo constituirán los ataques que el cómico fran­ cés Destouches despliega en el Mercure de France de 1737 a 1740. Por fin, la campaña anti-Bayle llega a la misma Corte. El 15 de diciembre de 1737, ante la Corte, residente entonces en Fontainebleau, el P. Neuville, jesuita, predicó contra el escándalo. Natural­ mente, el centro del mismo será Bayle, tras de cuya nefasta figura se perfila la del demonio: lile erat unus homo... atque utinam periisset in scelere suo. «Puede decirse que los años 1735-1740 señalan el momento en que, desenmascarado al fin el enemigo, los espíritus despiertan y se logra la unanimidad en su contra»58. Es el momento en que el partido ultramontano adquiere una importancia preponderante e inspira una política de represión y censura. Las tradiciones del librepensamiento inglés se unirán a los mu­ chos fermentos libertinos operantes en el pensamiento francés a principios del siglo; Shaftesbury, Collins, Toland, Mandeville emperazon a penetrar en Francia a partir de 1710; más tarde lo harán Tindall, Pope, y en la segunda mitad del siglo, Hume. Todos ellos, en general, sacaron partido de la obra de Bayle. Collins, en el Discours sur la liberté de penser retoma ciertas tesis esenciales de los Pensamientos diversos y del Commentaire philosophique, aunque sin 58 Rétat,

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llegar a poner en duda los atributos de Dios y la providencia. Del Dictionnaire tomará, especialmente de su artículo Rorarius, la ne­ gación de la libertad de indiferencia sustituida por el sentimiento interior, la equiparación de la conducta de los hombres y los ani­ males, deduciendo de todo ello un fundamento para una moral to­ talmente empirista. Las dificultades suscitadas por Bayle en torno a la libertad y al alma de los animales, vistas a través de una filo­ sofía empirista, tomarán la significación materialista que más tar­ de se les va a dar. Mandeville, en su Fábula de ¡as abejas toma de Bayle la idea de que una sociedad de cristianos perfectos no podría subsistir, uni­ da a la de que los hombres sólo se gobiernan por sus pasiones, pa­ ra perfilar, en contra del pesimismo de Bayle, una visión optimis­ ta de la sociedad, cuya armonía surge precisamente del juego apa­ rentemente anárquico de las pasiones, movida por la utilidad, y llamada a una prosperidad colectiva en la que la nueva concep­ ción de la virtud sería compatible con la felicidad. Thmbién es perceptible la presencia de Bayle en los muchos es­ critos clandestinos que circularon por Francia en la primera mi­ tad del siglo, vehículos enormemente eficaces del pensamiento li­ bertino, entre los que hay que citar al más importante de todos: el Testament del abate Meslier, que refleja muchas de las tesis cen­ trales de Bayle. Al mismo tiempo, nuestro filósofo va a encontrar vulgarizadores de verdadera talla. El más destacado de ellos fue D'Argens. En sus Lettres juives primero, y más tarde en las Lettres chinoises y en las Lettres cabalistiques contribuyó a divulgar su filosofía y a forjar la imagen de un Bayle anticlerical y escéptico, sarcástico e inso­ lente, que el público francés retendrá por tanto tiempo. En sus Cartas filosóficas utiliza ya Voltaire algunos artículos del Dictionnaire para sus propios propósitos. El será quien asocie a Locke y a Bayle en una de ellas. Pero la lectura que realiza va muy de acuerdo con su propio temperamento: si de él dependiera, re­ duciría el Dictionnaire a un solo tomo, podando las controversias y digresiones a que Bayle se entrega con tanto placer; le reprocha la incorrección de su estilo y su excesiva familiaridad a veces. En definitiva, se quedaría con un Bayle esencial, el filósofo pacífico,

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espíritu amplio y penetrante, cuyas obras figurarán para siempre en las bibliotecas de las naciones. Pero, sobre todo, Bayle debe fi­ gurar para siempre entre las víctimas de la intolerancia y de la per­ secución. Su principal verdugo, el «fanático» Jurieu, acompañará siempre a la víctima. Voltaire era, en torno a 1740, defensor acé­ rrimo de Bayle, al tiempo que su heredero espiritual, del que asu­ me ante todo la denuncia de los actos de pérfida sumisión a la re­ velación, la ironía sarcástica que ejerce a expensas de los persona­ jes más respetables de la historia sagrada y la aplicación impeca­ ble de las reglas de la moralidad a las acciones. Pero, al mismo tiem­ po Voltaire contribuyó a difundir la idea de la mala fe de Bayle en sus protestas fideístas. A partir de él ya no se verá a Bayle con los ojos de antes: la transmutación filosófica de Voltaire le ha do­ tado de un sentido moderno, desacreditando los lazos que aún man­ tenían entre sí la fe y la razón. Voltaire prestó a Bayle la máscara de su propia incredulidad59. Pero a partir de 1734 su metafísica se construye no sólo a espaldas de Bayle sino contra él. Su fe newtoniana en un Dios verdad primera, fundamento de la física y de la moral, le lleva a justificarle ante el mal desplegando los argu­ mentos tradicionales que desde todas partes se habían esgrimido y busca por doquier testimonios de la bondad divina. Aparte de ignorar algunas de las principales tesis de Bayle, admite que una razón cultivada puede hacer un buen uso del argumento del con­ sentimiento universal como realidad reconfortante que testimonia la unidad de la naturaleza humana y la universalidad del deísmo. Ya antes de la redacción del Dictionnaire philosophique la religión de Voltaire desconfía de Bayle, y, en cierto modo, vislumbra en él al enemigo. A pesar de todo, a Voltaire se debe el haber hecho de Bayle el símbolo de la libertad de pensamiento. Al contrario que Voltaire, La Mettrie utiliza las paradojas de Bay­ le para su sistema de materialismo ateo, sin dejar de manifestar su malestar ante una filosofía que continúa siendo tan profunda­ mente espiritualista. Mayor acuerdo manifiesta con Bayle al ela­ borar su sistema moral. L'Homme machine retoma las tesis princi­ pales de los Pensamientos sobre el Cometa. Aunque La Mettrie evos» Rótat. O .C.. p. 2 5 9 .

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lucionará más tarde hasta admitir la noción implícita de una ley natural que prepara la reconciliación entre filosofía y moral. Se constata, en general, que el conjunto de la filosofía deísta toma sus distancias ante Bayle y se aparta de un pensamiento que la amenaza; la religión natural, cuyos dogmas centrales continua­ ban exigiendo tanto la razón como el corazón, chocaba con algu­ nas de las tesis fundamentales de Bayle. Por otra parte, la idea de felicidad, además de ser una aspiración social, era un tema cons­ tante de la nueva actitud filosófica. No es, pues, de extrañar, que surgieran intentos de encontrar por otros caminos la satisfacción que la razón no podía ofrecer. Tal es el caso de Levesque de Pouilly y su Théorie des sentiments agréables: la ciencia de los sentimientos es tan cierta como cualquier otra ciencia natural y nos revela la sabiduría y bondad de nuestro Creador. El dolor es el poderoso resorte de que Dios se vale para asegurar nuestra conservación. Las leyes del sentimiento regulan los cambios de los seres vivos, como las del movimiento regulan los cambios de los cuerpos. Se trata de una especie de malebranchismo trasladado al ámbito de los sentimientos: el conjunto de estas leyes y sus efectos forma un todo armónico que nuestra imaginación deforma. Su deísmo, co­ mo el de tantos contemporáneos, está penetrado de espiritualísmo. Montesquieu se constituirá en el paladín de la lucha contra Bay­ le, y no se recatará de hacer de ello un punto de honor. En El espí­ ritu de las leyes se atrevió a atacar directamente las principales pa­ radojas de Bayle, a deshacer el sofisma que le llevaba a preferir el ateísmo a la idolatría y a denunciar el atrevimiento con que sos­ tenía que una sociedad de cristianos no podría subsistir. No obs­ tante, hasta la aparición de las Cartas persas Montesquieu había experimentado el influjo de Bayle, especialmente de la Continua­ ción de los Pensamientos y del Dictionnaire, de los que toma argu­ mentos para fijar los límites de la teología natural y para exculpar al paganismo antiguo. A partir de ese momento intenta poner los fundamentos de un providencialismo gracias al cual la religión sirve de principio a la moral; para ello echa mano del ejemplo de los trogloditas, en los que el sentimiento religioso brota de manera tan espontánea como el sentido de la virtud. Se sitúa en la línea de

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Bayle y su a Filosofía (Premio «Ambito Literario» de Ensayo. 1979). E l Juego dei Mundo (Finalista del Premio «Anagrama» de Ensayo 1986) de sus trabaios de creación literaria cabe resaltar País de entonces (1974). Proslogio (1975) v E l cuerpo y la palabra (1978)