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Spanish; Castilian Pages 328 Year 2014
El Caribe en la encrucijada La narración puertorriqueña MARÍA CABALLERO WANGÜEMERT
Iberoamericana / Vervuert - 2014 • Ediciones Callejón
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Monografía LETRAL, nº 4 financiada por el Ministerio de Innovación y Ciencia y por la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía
© Iberoamericana, 2014 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2014 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 ISBN 978-84-8489-793-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-340-1 (Vervuert) eISBN 978-3-95487-291-6 Depósito Legal: M-901-2014 Diseño de cubierta y páginas interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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El Caribe en la encrucijada La narración puertorriqueña
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Índice
Prefacio
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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . A. Viejo y Nuevo Mundo ¿una cultura transatlántica? Viajes, estancias, interacciones... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . B. Una colonia española en el Caribe: literatura/identidad, nación/narración, colonial/postcolonial: un siglo de ficciones y de intercambios transatlánticos . . . . . . . . . . 1. El XIX puertorriqueño en la península: nace una literatura transatlántica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.1. Hostos/Colón y un mediador: la condesa de Merlin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.2. Eugenio María de Hostos, joven periodista en Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El siglo XX y los jugosos intercambios: Collado Martell, Balseiro, Marqués... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1. Collado Martell: un tardío modernismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. Balseiro en Madrid: de joven hacendado puertorriqueño a intelectual cosmopolita . . . . . . . . . . . . . . 2.3. René Marqués y la polémica sobre el occidentalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.4. El 98 en la literatura puertorriqueña del cincuenta y setenta: entreguismo/épica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.5. Identidad/nación/postcolonialidad: el ensayo puertorriqueño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.6. Un testimonio del viraje transatlántico de Rosario Ferré . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. El siglo XXI. Puerto Rico, un país escindido: de la identidad a la ciudad, del enfrentamiento maniqueo a los “pasajes” entre la isla y la diáspora estadounidense . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.1. De fronteras e hibridaciones en la literatura puertorriqueña: las teorías europeas saltan el Atlántico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2. Eduardo Lalo y la nueva crónica, entre París y la isla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.3. Kristeva en Puerto Rico: Vanessa Vilches, maternidad y abyección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.4. De virtualidades y otros juegos en la era cibernética: Voltaire y Galileo en y desde el Caribe . . . . Apéndice
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Bibliografía
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Prefacio
A lo largo de más de treinta años de docencia e investigación en el Departamento de Filologías Integradas (Universidad de Sevilla) he tenido ocasión de participar en congresos, simposios, mesas redondas y, asimismo, publicar sobre Puerto Rico y su problemática. Los acercamientos fueron muy variados, como corresponde a situaciones a veces en las antípodas. Aunque implícito, nunca me propuse elaborar un libro sobre la isla desde la perspectiva transatlántica. Ahora lo abordo, como parte de mi implicación en LETRAL, proyecto transatlántico generado desde la universidad de Granada por Álvaro Salvador, Ángel Esteban y Ana Gallego, en el que fui invitada a participar. Quiero agradecer el enriquecimiento que ello ha supuesto en mi perspectiva profesional, así como la financiación de este libro por parte del proyecto. La literatura puertorriqueña nace a mediados del XIX y transatlántica, por obra y gracia de puertorriqueños que estudiaban o maquinaban sobre la independencia isleña en la metrópoli. Desde entonces los viajes de ida y vuelta, con el subsiguiente enriquecimiento, fueron la tónica de una literatura que tuvo
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siempre en consideración la vieja metrópoli. Ello es evidente hasta la guerra española y tiene sus secuelas en un exilio recibido como propio, como prolongación de unas relaciones fecundas que arrancan del XIX y en el primer tercio del XX cuajaron en fructíferos intercambios entre el Centro de Estudios Históricos madrileño y el Departamento de Estudios Hispánicos puertorriqueño. Muchos investigadores antes que yo certificaron esas relaciones transatlánticas. Aun así, queda mucho por explorar y estas páginas no pretenden sino iluminar puntualmente algunos pasajes, momentos, autores... y sumarse a una tarea abierta al futuro y a investigadores más jóvenes que, como enanos a hombros de gigantes, contribuyan a dibujar el panorama de la cultura literaria en y desde ambas orillas del Atlántico. La estructura del libro es muy abierta, pero tiene su lógica: la introducción, en dos capítulos, aborda las relaciones transatlánticas en general y la problemática específica de la isla, dentro de ese marco, en particular. En cuanto a los tres capítulos que constituyen el estudio, en cada uno de ellos el primer apartado se concibe como una panorámica, que irá seguida por acercamientos puntuales a textos o autores muy distintos pero con un sentido o valor transatlántico. No se ha pretendido elaborar un marco teórico, presuponiendo que la bibliografía de los últimos años lo hacía innecesario. Algunos de estos trabajos tienen como base presentaciones a congresos y estudios particulares que se han reutilizado en el libro que presento ahora. Sea como fuere, quiero dejar constancia de mis débitos, junto al más vivo agradecimiento a quienes me impulsaron en esta tarea de décadas y han permitido la reelaboración de algunos materiales ya publicados, que reseño al final del texto.
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Introducción
A. Viejo y Nuevo Mundo ¿una cultura transatlántica? Viajes, estancias, interacciones...
Españoles y americanos, dos mundos, dos miradas, dos culturas con más de tres siglos de contacto en la etapa colonial pero abocados a irse desencontrando según va in crescendo la decadencia política de la metrópoli y se afianzan las nuevas naciones tras las guerras de independencia. “Todo se conjuró para que españoles e hispanoamericanos se volvieran las espaldas y se miraran con explicable desconfianza y aún ojeriza,” dice Lohmann Villena (1957: 49). El viaje a Europa fue un desideratum de la élite colonial casi en la misma medida en que los metropolitanos se plantearon “hacer las Américas” a partir de la conquista y primera colonización. Desde Lope y Cervantes (Wayne Ashhurst 1980: 225) fueron entrando en contacto los ingenios de ambas orillas en un delicado proceso de reconocimiento del otro; proceso no sin escollos por los resquemores de los criollos y el sempiterno complejo de inferioridad
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de un mundo mestizo que creció en los primeros siglos anhelando ser el otro, emulando a la metrópoli, sin valorar lo propio (el indio, la naturaleza...), que había deslumbrado a Colón y los primeros conquistadores, pero fue inmediatamente “colonizado” por el desembarco de la cultura española y europea en el Nuevo Mundo. Sea como fuere, la mayoría de edad de los países hispanoamericanos no se alcanzó con las guerras independentistas. El proceso fue largo y complejo, teñido de matices y alternativas a lo largo del XIX, un siglo obsesionado por la búsqueda de identidad y a la vez lastrado por la dependencia de nuevos modelos “civilizadores”, especialmente Francia —como dijera Zum Felde—. Algo tan sabido y estudiado que no merece otra nueva “vuelta de tuerca”, como no sea que el viaje alcanza todo su sentido dentro de estos parámetros: se viene a descubrir y ser descubierto. Esteban, en su recopilación Viajeros hispanoamericanos en Madrid sienta una tesis al respecto: Pienso y sostengo que los viajes escritos por los hispanoamericanos mantienen un tono especial, un sentido que nada o muy poco tiene que ver con los ojos y la mirada de los europeos. Pueden encuadrarse dentro de España vista por los propios españoles. A diferencia de los europeos, que viajaban por spleen, estos viajes forman parte de su educación, son una especie de necesidad (Esteban 2004: 16).
En resumen, el viaje a Europa fue hito obligado de la educación sentimental de una oligarquía que hizo la revolución y planteó las nuevas repúblicas de espaldas al indio (Viscardo y Guzmán, Bolívar...) (Díaz Quiñones 2006: 106, 110), por más exotismo indianista que destilaran las páginas de un Tabaré, Cumandá o Guatimozín. Habrá que esperar al fin de siglo con González Prada, Clorinda Matto de Turner, Alcides Arguedas... y el movimiento centrípeto de “retorno a las raíces” propio de las segundas vanguardias del XX desde Mariátegui en adelante, para asistir a la explosión de la novela indigenista (Alegría,
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Icaza, J. M. Arguedas) o pretender la exaltación de lo “maravilloso americano” en esos términos o en los del tópico y manido “realismo mágico” por parte de quienes, paradójicamente, necesitaron el refrendo de la vieja Europa para descubrir/rescatar lo propio (Uslar Pietri, Asturias, Carpentier). El periplo al Viejo Mundo ha sido objeto de los críticos desde la Colonia y no es ahora nuestro objetivo. Si lo fuera, habría que matizar la diversidad de perspectivas entre el viaje de la oligarquía criolla y el de la nueva burguesía que propiciará el modernismo durante el último tercio del XIX y para la que Madrid no es ya una capital cultural, sino la antigua metrópoli sin encanto alguno. En estas circunstancias, “París, como mito transmitido a través de un discurso textual nacido en la cultura occidental juega un papel crucial en el proceso de constitución de la identidad cultural hispanoamericana” (Pera 1997: 189). Pero ese modelo posible evoluciona en la literatura modernista desde la imagen de la cosmópolis, que permite a los escritores apartarse de la realidad de sus países y buscar su origen en la cultura europea hasta convertirse en el paradigma de lo artificial y extraño. La decepción y el desencanto tras confrontar el París ideal, patria de todos los artistas, con el París real servirá así de contrapunto dialéctico a otro mito que empieza a nacer, el de la naturaleza y lo natural como características propias del subcontinente americano (Pera 1997: 15-16).
Lo que permitirá además el reencuentro afectivo con la vieja España. Pero antes de retomar esta idea, quisiera hacer una segunda observación: si nuestro objetivo fuera en sí mismo el viaje al continente europeo, más allá de insistir en un fecundo imaginario cuajado de metáforas y sueños (Núñez, Pera, Esteban... o Farinelli y Musser para los viajeros europeos), habría que marcar la distancia entre el viaje como una experiencia individual del sujeto burgués moderno —desentendido, generalmente, de condiciona-
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mientos políticos y ejercido como un privilegio de clase— y el desplazamiento (migraciones y exilios) como una experiencia colectiva que atañe a grupos o individuos despojados de garantías para su supervivencia en su lugar de origen (Colombí 2004: 14).
Fenómenos migratorios, exilios secuela de dictaduras y abusos por desgracia característicos de la segunda mitad del siglo XX en los que no voy a entrar (Borsò 2012). Los estudios sobre el viaje se contrapesan con libros como los de Fogelquist, Wayne Ashhurst, Zuleta... en cuyos títulos suele primar el término “relaciones”, es decir, son estudios atentos a la doble mirada y a las incipientes, esporádicas y tímidas relaciones que desde ambas orillas se ponen en marcha a fines del XIX. Algo mucho más cercano al propósito de nuestro trabajo, las interacciones transatlánticas. Porque es entonces, y debido a una serie de circunstancias bien conocidas, cuando surgen la desconfianza ante el gigante del Norte por el imparable desarrollo imperialista de los Estados Unidos, por un lado, y la curiosa mirada hacia las antiguas colonias por parte de algunos escritores, críticos literarios y profesores españoles, por otro... es ahora cuando se produce la floración de un hispanismo que dará sus mejores frutos en el primer tercio del siglo XX. Todo ello propiciado por acontecimientos políticos como el 98 con la pérdida de las últimas colonias o, unos años atrás, la celebración del IV Centenario del Descubrimiento americano (1892), pretexto que facilitó el viaje a España de los hispanoamericanos y los contactos culturales entre dos mundos que, a su pesar, contaban con mucho en común. Eso era tan evidente que vino precedido por la Unión Iberoamericana (Madrid, 1885) y una política cultural que en España lideró la Real Academia con el encargo que se le hiciera en su momento al erudito santanderino Menéndez Pelayo de escribir la Antología de la poesía hispanoamericana, refrendo de la mayoría de edad de las antiguas letras coloniales por parte de la otrora metrópoli.
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En consecuencia y respecto al proceso de relación entre ambos mundos y sus respectivas culturas, pueden señalarse al menos tres o cuatro momentos definidos: 1. La celebración del IV Centenario del Descubrimiento americano, en la estela del viaje hispanoamericano a las metrópolis; 2. La creación de la JAE y el CEH en el marco de un pujante hispanismo potenciado, por motivos diversos, también desde la otra orilla: la Hispanic Society of America (1904), bajo el patronazgo de Huntington y el Instituto de las Españas (1920, Columbia University), fueron su estandarte. En el medio, la apuesta americanista de la universidad de Oviedo, que impulsó la actuación cultural y los viajes transatlánticos de Altamira (19091910) y González Posada (1910-1911). De aquí se desgaja una figura central en el proceso transatlántico en general y puertorriqueño en particular, per se y como eje de las relaciones triangulares entre España, Estados Unidos e Hispanoamérica: la de Federico de Onís, educado en la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza, admirador de su maestro Unamuno, profesor, antólogo y editor; 3. La República y la guerra española del 36, con el apoyo de gran parte de la intelectualidad; 4. El exilio subsiguiente y la difusión de la cultura hispánica por el Nuevo Mundo. Celebración del IV Centenario del descubrimiento americano (1892)
No es el momento de reescribir lo que significó el IV Centenario del Descubrimiento Americano, desde la doble mirada española e hispanoamericana. Por lo que se refiere a la península, la figura de Menéndez Pelayo (1856-1912) es central, si bien controvertida... mejor, siempre puesta en la picota a lo largo de las últimas décadas. Su acendrado catolicismo y su imagen de trabajador infatigable le impedían ser un hombre a la moda. No obstante, es un bastión, un punto de partida ineludible para estas cuestiones, como puso de manifiesto
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Lohmann Villena en su monografía Menéndez Pelayo y la hispanidad. Desde muy joven el santanderino parte de la cultura clásica en la que se ha formado en su acercamiento al Nuevo Mundo, tanto desde el punto de vista epistolar (M. A. Caro, Montes de Oca, R. Pombo, B. Mitre, P. P. Soldán y Unanúe, J. L. Mera, M. L. Amunátegui, C. Oyuela...), como de crítica literaria que cuajará en sus obras cumbres, la Antología de la poesía hispanoamericana (1893-1895) y la Historia de la poesía hispanoamericana (1911-1913) Todo ello, sin dejar a un lado su catolicismo al que nunca renunció, “alma de toda nuestra cultura y nuestras grandezas” (Lohmann Villena 1957: 87). Es más, pensaba que la pérdida colonial tuvo mucho que ver con los manejos de las logias masónicas y sociedades afines a ambos lados del Atlántico. Su Antología... presupone un concepto asimilista de lo ultramarino compartido por la mayoría de los críticos españoles hasta el modernismo: “la americana y la española (son) ramas de un mismo tronco y nutridas por idéntica savia extraída de Castilla, la tierra nativa de lo hispánico” (Lohmann Villena 1957: 114-115). Una cultura hispánica que, según él, se enraíza en cuatro puntos cardinales: lo tradicional, lo español, lo religioso y lo caballeresco. En consonancia, su apuesta pasa por el enaltecimiento del sustrato hispánico en América, que por ser herencia irrenunciable, es prenda de la más segura unión entre aquella y la que con título decimonónico se llamó Madre Patria (Lohmann Villena 1957: 199).
Lo extraordinario —y el término corresponde a Federico de Onís, quien valora su Historia como “primer intento de construcción de la literatura y en cierto modo de la cultura de Hispanoamérica” (1955: 575)— es que “esta actitud no le ciegue en sus juicios justos y entusiastas de aquellos mismos autores a quienes condena por sus ideas políticas y religiosas” Onís 1955: 576). Una actitud que históricamente le ha valido
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el reconocimiento de críticos como Arcadio Díaz Quiñones, en las antípodas ideológicas. Y antes el de Henríquez Ureña, quien se atrevió a decir que Menéndez Pelayo “es el único crítico que puede servir de guía para toda la literatura española, y representa el criterio más amplio de nuestro siglo” (Díaz Quiñones 2006: 220). El trabajo del puertorriqueño catedrático en Princeton forma parte como primer capítulo, “Hispanismo y guerra”, de su libro Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición (2006). Y señala hasta qué punto la doctrina menendezpelayista es una construcción, por la homogeneidad de su hispanismo que deja fuera otros Caribes, e incluso los separatismos españoles catalán y vasco. Así, “el estado centralizador y monárquico, que nunca logró la unidad cultural, se regeneraba mediante la construcción historiográfica de lo hispano-americano en torno a los lazos coloniales” (Díaz Quiñones 2006: 73). Ese fue el pensamiento dominante, ya que en la lectura de las obras del santanderino se formaron muchos americanos, en algunos casos sus corresponsales: Henríquez Ureña, A. Reyes, J. de la Riva Agüero, G. Valencia, R. Rojas, M. García Mérou, A. Gómez Restrepo, J. M. Roa Bárcena, J. Zorrilla y San Martín, C. O. Bunge, Amunátegui, Rivas Groot, A. Nervo, Gutiérrez Nájera, F. García Calderón... En el marco transatlántico nunca se subrayará suficiente el encuentro enriquecedor aunque a veces conflictivo de los delegados de distintos países, sus contactos con los escritores españoles o sus esfuerzos por darse a conocer en las tertulias literarias más afamadas. Desde autores consagrados como Ricardo Palma (Madrid: los lunes de la Pardo Bazán (1893) (Esteban 2004: 80-84) o Zorrilla de San Martín, hasta el joven Darío vivieron su aventura y dejaron noticia de ella. Aún más: quienes pudieron se procuraron cargos consulares o diplomáticos de cualquier tipo a fin de alargar la experiencia europea. Si para el argentino Sarmiento el viaje a España (1845) fue un mero alto en el camino, por cierto para denostar Madrid como ciudad sucia y atrasada (Colombí 2004: 105-140); en
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el futuro, incluso el breve paso por la península del escritor Rodó en 1916 se planteará como una ocasión de charlar con sus poetas (J. R. Jiménez) e intelectuales (Altamira, Unamuno y Menéndez Pelayo), sin que le pesen los desplazamientos entre Asturias y Valencia vía Italia. Unamuno será uno de los referentes más modernos y sólidos —según recordó su discípulo Onís— al subrayar que, desde lejos, tenía un certero enfoque de los asuntos americanos: Unamuno era el español que, sin moverse de la vieja ciudad castellana, conocía, entendía y sentía mejor a América. Recibía y leía todos los libros que de ella le llegaban, le visitaban todos los hispanoamericanos [...] (Onís 1955: 587).
Aun los modernistas, fascinados por el mito de París, no desdeñan una breve estancia en Madrid que a veces les sirve para abrir boca: Julián del Casal llega en 1888; Icaza había venido puntualmente en 1886, pero se asentó entre 1913 y 25 en lo que en su origen fue una estancia burocrática y resultó fecunda desde el punto de vista literario. Manuel Ugarte y Rufino Blanco Fombona vivieron largo tiempo en París mientras se acercaban a España, sobre todo el segundo (1896, 1901, 1904...) de quien Fogelquist asegura: “Ninguno de los modernistas americanos fue más acerbo crítico ni más apasionado apologista de España que Blanco Fombona” (1968: 319). Lo hace reseñando el Diario de mi vida (Madrid, 1929), escrito tras más de veinte años de “destierro” en la península. El guatemalteco Gómez Carrillo, frívolo, afrancesado y escandaloso tuvo una trayectoria personal distinta, si bien sus referentes geográficos son los mismos: del París de sus amores en el que se instaló desde 1891 y morirá en el 27, se acercará a la península Ibérica donde este “príncipe de los cronistas” (Sensaciones de París y Madrid, 1899) crea, dirige y deja su huella en la revista Cosmópolis (1919-1922); una huella transatlántica por su propio origen y el esfuerzo en incorporar a corresponsales hispanoamericanos como Borges. Logrará colaboracio-
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nes de los consagrados (Valle-Inclán, Benavente, Palacio Valdés, Unamuno, Blasco Ibáñez...); pero se propuso y consiguió también integrar a los nuevos (Cansinos-Assens, Lasso de la Vega y G. de Torre) y en sus páginas hay tanto artículos de fondo sobre el Creacionismo y el Ultra, como traducciones de los poetas más rompedores. Chocano es la excepción que confirma la regla del extendido galicismo hispanoamericano. Llega a España en misión diplomática en mayo de 1905 y permanecerá hasta el 1908 mientras paulatinamente entronca con su vida cultural (los Machado, la Pardo Bazán, Benavente, Rueda, Marquina, Unamuno quien le escribe el prólogo de Alma América... y también Darío y Nervo... las tertulias, los recitales y veladas en el Ateneo, el Prado). “Lo que encontraron otros modernistas americanos en París lo encontró Chocano en Madrid, donde se sintió fuertemente estimulado por el ambiente literario y, hasta cierto punto, por el arte”, dice Fogelquist (1968: 190). Y es que España en la primera década del siglo XX volvía a fascinar a los hombres del Nuevo Mundo. Es el caso de un apasionado hispanista, el argentino Larreta, embajador de su país en Francia y en la Exposición Iberoamericana de Sevilla (1929). Desde las Galias viajó numerosas veces a una tierra emblematizada por la ciudad de Ávila en su novela La gloria de Don Ramiro (1907). Fue miembro de la Real Academia Española y a su retorno a Buenos Aires edificó en el selecto barrio de Belgrano (Buenos Aires) una casa de estilo renacentista (hoy Museo de Arte Español) donde vivió con sus exquisitas colecciones. Queda fuera de nuestro propósito recordar la aventura de tantos otros: D’Halmar (Pasión y muerte del cura Deusto, 1920), Reyles (El embrujo de Sevilla, 1922), Edwards (El chileno en Madrid, 1928), Gálvez (El solar de la raza, 1913), y muchos más realizan estancias dilatadas y se integran en la cultura española de fin de siglo y primeras décadas del XX. Algunos pertenecen a la oligarquía, por ejemplo el chileno Edwards, niño bien, dandy
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en Europa entre 1904 y 1927 (diplomático en España desde el 25), pero capaz de sumarse al Pombo y al Colonial sorbiendo la cultura literaria de sus gurús, Gómez de la Serna y Cansinos-Assens, o de tirarse a la calle dejándose sorprender por lo popular para verterlo en sus Crónicas sobre España (1924) y Andando por Madrid y otras páginas (1969). Apasionante también la aventura del uruguayo Reyles, hijo de hacendado, enamorado de una tiple hasta el punto de casarse en el 87 y seguirla a España, donde se instala en Sevilla en 1891, fascinado por una ciudad que llevará años después a la novela, no sin haber sucumbido antes al embrujo parisino (1905). Como Güiraldes en su día, alternará Europa y Nuevo Mundo: la Ciudad Luz y el campo sudamericano. De momento, la primera guerra mundial destruye sus mitos y le lleva de nuevo a Sevilla, donde redactará su novela. Una Sevilla en la que alternan los toros, Zuloaga, Castelar y los literatos del momento, entre los que Valera le recrimina su decadentismo. Cierra su estancia como representante de su país en la Exposición del 29 (arte, pintura, música, literatura), haciendo patria. Una patria (Uruguay) que estrecha sus relaciones con la vieja madre Patria. Una red internacional de intelectuales españoles en la década del veinte
La herencia de la Institución Libre de Enseñanza, Giner de los Ríos y el krausismo decimonónico cuaja, de otro modo, en la Junta de Ampliación de Estudios (JAE, 1907), organismo semioficial responsable del renacer cultural español en los primeros treinta años del pasado siglo; y en el Centro de Estudios Históricos (CEH 1910), cuya génesis, secciones y actividades estudia con exhaustividad López Sánchez en su libro Heterodoxos españoles... (2006). “La búsqueda de la nacionalidad y la defensa de la cultura española, común a todo este grupo regeneracionista, se tiene que entender a la luz del proyecto liberal que pretendía articular un nacionalismo español por encima de los regionalismos” (Puig-Samper/
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Naranjo/Luque 2002: 144). Todo ello en un clima de hispanismo en franca correspondencia con los Estados Unidos. Un hispanismo anclado en la cultura (historia, lengua) que “solo podía comprenderse a través de la búsqueda de la continuidad, las rupturas, los encuentros, los desencuentros, las desigualdades y las armonías en la historia [...], que tenía sus orígenes y su esencia en Castilla y en el idioma español” (Puig-Samper/Naranjo/ Luque 2002: 145). El CEH, cuyo primer director fue Menéndez Pidal (1915) y que siempre contó con mentores ilustres (el propio Altamira, Unamuno, Ortega y Gasset...), aglutina un grupo de jóvenes investigadores de brillante porvenir (Onís, A. Castro, Sánchez Albornoz, García Solalinde, T. Navarro Tomás, Gili Gaya. o Lapesa, en segunda generación), mientras recibe estudiantes y profesores en sus cursos de verano para extranjeros. Los frutos de esa política cultural (acogida en España también a hispanoamericanos como Lenz y Alfonso Reyes, que sucedió a Onís en calidad de tercer director en 1916) alcanzaron hasta la posguerra, pero arrancan de atrás: El viaje de Altamira, entre junio de 1909 y marzo de 1910, sirvió de antecedente inmediato a las relaciones que la Junta emprendió con el continente pocos meses después. La iniciativa partió de la universidad y contó con el apoyo de instituciones, la prensa y el gobierno. Mayor trascendencia alcanzó empero el viaje de Adolfo González Posada (19101911), primer representante oficial de la Junta en América. Su misión era tantear el ambiente y entrar en contacto con aquellas instituciones que podían llevar a cabo un intercambio cultural con la Junta (López Sánchez 2006: 126).
Los resultados no se hacen esperar: el 4 de agosto de 1914 nace en Buenos Aires la Institución Cultural Española (ICE), dotada de una cátedra para difundir los avances científicos españoles. En el 19 se crea otra semejante en Montevideo y la JAE gestiona un programa de becas para enviar conferenciantes españoles a universidades americanas. En 1921 Ricardo
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Rojas viaja a la península y, como fruto de su contacto con Menéndez Pidal, impulsará en su país el Instituto de Filología en la Universidad de Buenos Aires (1923), dirigido con brillantes resultados desde el 27 por Amado Alonso. Surgen otros centros como el Instituto Hispano-Cubano de la Habana (1926), que tuvo sus correlatos institucionales en México, Puerto Rico y Santo Domingo. No se trata de agotar la bibliografía, sino más bien de dejar apuntada la génesis de esa red transatlántica de tanta potencia intelectual. La integración de algunos hispanoamericanos como el mexicano Alfonso Reyes en la vida cultural española fue notoria: “En España, donde vivió desde 1914 hasta 1924, fue desde que llegó mirado como español, aunque él se cuidaba a todas horas de hacernos saber que era mexicano, lo cual acababa por convencernos de que había otro modo distinto y mejor de ser español”, dice Federico de Onís al recordar aquella etapa (Onís 1955:663). Asiduo del Ateneo, miembro del CEH, desarrolla una excelente labor periodística en El Sol y publica al menos dos obras que tienen que ver con la tierra de acogida: Tertulia de Madrid y Cartones de Madrid (1917), además de su ensayo Visión de Anahuac (1917), su tragedia Ifigenia cruel (1924), o Simpatías y diferencias (1921-26) y Cuestiones gongorinas (1927). Su categoría intelectual está muy por encima de la media, pero la colaboración con los españoles en estos proyectos de cuño transatlántico y otros anteriores (Ateneo) o posteriores (CSIC) fue habitual entre los hispanoamericanos radicados en Madrid (A. Iduarte, Carlos Pereyra, María Enriqueta Camarillo, Martín Luis Guzmán...). Matilde Albert Robatto, catedrática de la Universidad de Puerto Rico en su recinto de Río Piedras y especialista en exilio español hacia la isla, ha escrito muchas páginas sobre su maestro Onís que clarifican el origen de las relaciones transatlánticas del CEH: Para 1916 el Presidente de la Universidad de Columbia, Nicholas Murray Butler, solicita al ya entonces reconocido
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maestro, Ramón Menéndez Pidal, que le recomiende un profesor para crear nuevos cursos de lengua española y literatura hispánica; esta petición estaba respaldada por el prestigioso humanista Archer M. Huntington. Menéndez Pidal envía a Federico de Onís, quien para esa época ya era Catedrático de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Salamanca y pertenecía a la facultad del Centro de Estudios Históricos de Madrid (Albert Robatto 2003: 8).
Ese fue el punto de partida de la carrera americana de quien siguió en contacto con el CEH, para el que preparó su famosa Antología de poesía española e hispanoamericana (1934) y una serie de conferencias bajo el título Ensayos sobre el sentido de la cultura española (1932). Como delegado de la JAE, y director del Instituto de las Españas desde 1930, auspicia un proyecto hispanoamericanista basado en los valores culturales y espirituales que España llevó y sigue compartiendo con el Nuevo Mundo, frente al agresivo panamericanismo estadounidense. Su labor implica la apertura del espacio docente e investigador americano a los compañeros españoles, sugiriendo conferenciantes para la Hispanic Society (María de Maeztu, Fernando de los Ríos, Blasco Ibáñez, el propio Pidal...), o para los cursos de Columbia: García Solalinde aterriza en 1922 y repite en 1925, 27-28 y 37; Américo Castro hará dos estancias en 1924 y 28; Navarro Tomás llega en el 27; Gili Gaya en 1930-32... Precisamente, a raíz de la invitación a Columbia cursada a María de Maeztu (1919), directora de la Residencia de Señoritas de Madrid, se establece un intercambio con el International Institute for Girls in Spain y se proveen becas para que también las mujeres viajen a América. Otra de las facetas “transatlánticas” de Onís en Estados Unidos fue su papel de representante o intermediario ante las editoriales norteamericanas de escritores como García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Benavente, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán o los Álvarez Quintero, con quienes mantuvo una fluida relación en todo momento.
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La presencia de hispanoamericanos (no el mero viaje de ocasión, sino la convivencia diaria en la metrópoli) es un proceso imparable con alternativas de distinta faz, como han recogido Carmen de Mora y Alfonso García Morales en Viajeros, diplomáticos, exiliados, afortunado título del reciente libro coordinado por ambos (2012). Porque no tienen la misma incidencia los núcleos de mexicanos, argentinos, chilenos en torno a legaciones, consulados o embajadas, que el de intelectuales de países más pequeños, lejanos o sin representación diplomática, como veremos en el caso de Puerto Rico.Y eso, al margen de los privilegiados que por status cultural y económico pudieron permitirse largos desplazamientos a Europa (Huidobro, Borges...). Imposible ejemplificar la apasionante trayectoria vital de tantos y tantos hispanoamericanos que en la primera mitad del XX tonifican la cultura española hasta sentirse como uno más. Pero sí convendría señalar que, históricamente, legaciones, consulados y embajadas enviaron representantes, no solo de primera línea intelectual, sino capaces de integrarse y colaborar en la España de su tiempo. Como muestra un botón, México por ejemplo, un país sin embajada hasta la República y con periodos turbulentos en las relaciones diplomáticas; pero cuyos representantes ocupan un lugar en la cultura española del siglo XX. Entre otros: V. Riva Palacio (1886), Icaza (1886, vive en España hasta su muerte en 1925, excepto 1904-13), Amado Nervo (1905-18), Artemio del Valle Arizpe (1919, 1920-22), A. Reyes (1914-24), C. Pereyra (1916-42), González Martínez (1924-31), M. L. Guzmán (1915-6, 192435), Genaro Estrada (1932-34)... con distintas responsabilidades burocráticas coincidieron o se sucedieron en sus puestos durante los primeros cuarenta años del pasado siglo, desarrollando cada uno a su manera intercambios y actividades intelectuales en estrecho contacto con los escritores españoles. Algunos, como el poeta L. G. Urbina (1916/7, 1920/3; 1930/4) o Estrada se enfocaron hacia el documentalismo, bien para buscar las raíces de la propia cultura en la antigua
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metrópoli, o bien para difundir el arte, la historia y la etnografía mexicanas; una labor cara y cruz de una misma moneda, la búsqueda identitaria. Otros se implicaron a fondo en política: González Martínez y Guzmán fueron íntimos amigos de Azaña; por no hablar de Estrada y su generosa política de asilo en la embajada durante la contienda española. Como muestra un botón, pero México no fue tan excepcional al respecto: Chile es otro país significativamente unido a España en la primera mitad del siglo XX, por nombres de primera magnitud, poetas como Huidobro que viene a nuestra tierra en 1916, 1918, 1919, 1920, 1921, 1930, 1931, 1936, 1937... Sin olvidar la estable y fructuosa relación diplomática que alcanza a personajes de tanta enjundia como Armando Donoso (1925) y María Monvel (1925-1926), Carlos Morla Lynch (1928-1939), Mistral (1933-35) y Neruda (19341936). De todos ellos, puede decirse que fecundaron las relaciones transatlánticas, en un viaje de ida y vuelta. Donoso dio a conocer su país en publicaciones como Los nuevos (la joven literatura chilena), y Nuestros poetas. Antología chilena moderna. Su trabajo de cuño comparatista partió de las literaturas europeas en su afán de construir una literatura nacional, a partir del culto a la patria y la tierra. Apoyado por su mujer, la poeta y fotógrafa María Monvel, realizó un libro de entrevistas a los escritores españoles del momento (Azorín, Valle, Pío Baroja, Díez-Canedo, Ortega y Gasset...). En cuanto a Morla, exquisito y de buena familia, que llega a Madrid como primer secretario de la embajada desde París (1921-1928), supo reunir en sus casas de Velázquez y Alfonso XII a lo más granado de la intelectualidad española y transatlántica del momento. Amigo del poeta granadino sobre quien publicó (En España con Federico García Lorca, 1957), tuvo agallas para permanecer en la contienda fratricida, abriendo las puertas de su embajada a quien lo necesitó. Su texto España sufre (2008) es muy representativo al respecto. Al margen de los organismos oficiales, hubo un intercambio abierto, un cruce transatlántico entre los viajes hacia Amé-
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rica de Ortega y Gasset, Isaac del Vando Villar (1922), G. de Torre (1927-32), Gómez de la Serna (1931)... y los que miraban a España: por ejemplo los argentinos Bernárdez (192024), Girondo (1923) y Marechal (1926), que no puedo tratar aquí, interesantes en sí mismos y por sus repercusiones literarias. En cuanto a los cubanos, Mariano Brull (1891-1956), hijo de militar español y con clara vocación poética, ingresó en la carrera diplomática y a mediados de los años veinte vivió en Madrid donde publicaría Poemas en menguante (1928), codeándose en los cafés con Alberti, García Lorca, Aleixandre o Guillén. Pasó largas temporadas en París, se comprometió en política desde el grupo Minorista y en contra del dictador Batista. En la isla conoció y trató a Juan Ramón Jiménez. Eugenio Florit (1903-2000) nace en Madrid y no se instala en Cuba hasta 1918. La influencia culterana y surrealista en su poesía se hizo sentir en Trópico (1930). Por lo que se refiere a Jorge Mañach (1898-1961), se educa en Madrid, Harvard y París, doctorándose en La Habana en Derecho y Letras, en los años veinte. Hispanista de pro, luchó también contra la dictadura de Batista y salió de Cuba en el 60, tras la revolución. Ballagas (1908-1954) también pasa por Madrid que en estas décadas “habanece”, en la afortunada expresión de Ángel Esteban (2011). Desde París, el guatemalteco Cardoza y Aragón ya se había dejado caer un mes (1922), que le sirvió para conocer a García Lorca y fijar su colaboración con La Gaceta... Estamos ante un periodo espléndido desde el punto de vista cultural y literario, pero sobre todo antropológico; las relaciones humanas enriquecieron a quienes forjaban sus nuevos países desde la búsqueda de identidad, que implicaba rescatar la tierra y la patria propias; pero siempre desde la perspectiva cosmopolita y transatlántica, abierta al mundo. La década del treinta, con el triunfo y posterior derrumbe de la República y el trauma de la guerra española se convierte en escenario de viajes o adhesiones de múltiples intelectuales hispanoamericanos de izquierda. No creo necesario volver a
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insistir en el II Congreso Internacional Antifascista y la presencia puntual en España de Paz, Elena Garro, Mancisidor, Pellicer, Vallejo y un largo etcétera. El apoyo de algunos como Huidobro y Neruda no es sino culminación de su estancia entre los españoles. Innecesario glosar los viajes del primero, desde su desembarco en el Colonial (Cansinos-Assens) y Pombo (Gómez de la Serna) hasta ese momento. Viajes puntuales (julio-noviembre del 18, noviembre del 19, agosto-septiembre del 20, diciembre del 21, febrero-marzo del 30, 1936), estancias breves pero que nunca pasan desapercibidas. Desde el segundo viaje en el que vive en la Plaza de Oriente, recibe a los intelectuales y publica en Madrid impulsando con decisión la vanguardia española. Ególatra sin par, no deja indiferente a nadie: polemizará una y mil veces con quienes fueron sus amigos (Guillermo de Torre, Gerardo Diego, Juan Larrea, Aleixandre, Cernuda...). En cuanto a Neruda, si bien es verdad que llegó como funcionario consular de Chile en 1934, también lo es que buscó ese puesto como medio de compartir vida y literatura con sus corresponsales españoles, a los que conoció en su fugaz viaje del 27. Su personalidad exuberante, los encuentros y desencuentros con la austera Mistral a la que sucede en el cargo, y la acogida en la tertulia de su compatriota Morla (que, más tarde, le recriminará su egoísmo y cobardía durante la guerra) le sitúan en el centro de la vida literaria de aquellos años marcada por las reuniones en “La casa de las flores”, Caballo verde para la poesía y el torrente lírico de Residencia en la tierra, así como por la vida de café (por cierto, toda una institución española y Leitmotiv en las crónicas desde los modernistas en adelante). ¿Podría decirse que cambió el espectro de los viajeros, escorados cada vez más hacia la izquierda? Tal vez sí, con excepciones ilustres como Victoria Ocampo, que entre 1928 y 1934 visitó a Ortega y Gasset y frecuentó los cafés de la alta sociedad; además de impartir sendas conferencias al menos en dos ocasiones invitada por García Morente a la Facultad de Filoso-
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fía y Letras de la Universidad madrileña y María de Maeztu a la Residencia de Señoritas (1935). Una excepción que confirma la regla: los viajeros e invitados suelen ser hombres. Y si son mujeres vienen en calidad de esposas o acompañantes (María Monvel del diplomático chileno Carlos Morla Lynch, Lola Falcón del mexicano José Délano, o María Enriqueta Camarillo, del diplomático también mexicano Carlos Pereyra...), aunque ellas tres desarrollaron una vida intelectual fecunda, con cierta independencia. Mauricio Magdaleno 1932-33 apoyando a Vasconcelos y al Teatro de Ahora... Sea como fuere, esa alta sociedad y toque burgués no aparece en Carpentier o Asturias; mucho menos en Roberto Arlt o Délano. El cubano Carpentier (Baujín/Martínez/Novo) se acerca desde París (1928-1939) en el 33 y al confrontar lo que ve y vive con la literatura del 98, deja sus crónicas, trasunto de la vida cotidiana y el encuentro con los escritores españoles; además de publicar su primera novela Ecué-Yamba-O (1933). Bajo la sombra de la Cibeles y sobre todo La consagración de la primavera (1978) recogerán andando el tiempo “toda una galaxia de escritores españoles, y de modo especial en el escenario de la guerra civil o en los recuerdos de la misma” (Rodríguez Puértolas 2005:483). En cuanto a Miguel Ángel Asturias, también se acerca de modo fugaz desde París en busca de contactos (Unamuno, Gerardo Diego...). Escribe crónicas sobre Blasco Ibáñez y García Lorca y consigue sacar la primera y modesta edición de cien ejemplares de sus Leyendas de Guatemala (1930). El argentino Roberto Arlt puede verse como el necesario contrapunto del grupo Sur y su directora: enviado por El Mundo, de Buenos Aires escribe más de doscientas crónicas, germen de sus Aguafuertes españoles. No le interesa el arte ni la literatura, sino los trabajadores y sus circunstancias socioeconómicas, por lo que recorrerá la España de a pie en el borde de la guerra (1935-1936). Délano aterriza como becario y permanece en la contienda, escribiendo las crónicas que se recogieron bajo el título Cuatro meses de guerra civil en Madrid (1936).
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Sus memorias del 34 al 36 constituyen hoy Sobre todo Madrid. Un Madrid por el que desfilan Alberti y María Teresa León, García Lorca, Teresa de la Parra, Lydia Cabrera, Rómulo Gallegos, Altolaguirre y Concha Méndez, Prados, Serrano Plaja, Aleixandre, Unamuno, Miguel Hernández, León Felipe... muchos de ellos con un pie en el exilio. El exilio español fue una de las mayores desgracias humanas e intelectuales sufridas por la España del siglo XX. Combatientes, congresistas, testigos involuntarios y la lejana retaguardia (Binns) constituyen un totum revolutum desnortado cuya vida sufrió un cambio violento. No obstante, ese brutal desgarramiento, ese desangrarse de un país cuajado de excelentes profesionales y que había sabido crearse una red transatlántica importante más allá de rótulos que todavía no existían, tuvo su recompensa a largo plazo y fecundó, a modo de nueva colonización cultural, muchos países hispanoamericanos (Calvo Salgado/Ziswiler/Albizu Yereguin 2010). Es este el momento culminante de la actuación de un personaje prestigioso y muy asentado como Don Federico. La abundante correspondencia archivada en el Seminario Onís de la Universidad de Puerto Rico y editada por una de sus directoras, Matilde Albert Robatto, permite avizorar el amplio espectro de relaciones y la calidad humana de quien se carteó desde 1918 con Antonio Machado, cuya actividad de cuño transatlántico se incrementó a causa de la guerra, facilitando el exilio a muchos de sus colegas del CEH o, al menos, haciendo más fáciles los primeros momentos, como sucede con la invitación a Menéndez Pidal para impartir conferencias por América del 37 al 40. O la acogida puertorriqueña al amigo Sánchez Albornoz en el 59, quien tras pasar de puntillas por Burdeos, se estableció en la Universidad de Cuyo (Mendoza, Argentina) durante más de cuarenta años. Se ha escrito mucho al respecto, tanto sobre las naciones de acogida (México, Puerto Rico, Argentina...), como sobre las proyectos impulsados a nivel personal y colectivo. Dejando
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a un lado lo consabido (El Colegio de México, etc.), señalo algunas aportaciones recientes con enfoques metodológicos afines a los de mi trabajo, como el libro de F. Larraz, Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950) (2010), exhaustivo y sistematizador repaso a muchas cuestiones conocidas, por ejemplo, la ruptura de una política de publicaciones cada vez más abierta a los hispanoamericanos: El número de autores americanos que vieron aparecer su obra en editoriales españolas creció expresivamente a finales de los años veinte. Entre ellos destacaba el numeroso grupo de escritores que habían cruzado el Atlántico desde principios de siglo, encontrando en España oportunidades de publicación e incluso un cierto éxito de ventas y habían acabado estableciéndose en la península (Larraz 2010: 34).
A continuación reseña un amplísimo catálogo de autores de varias generaciones y diversas texturas literarias como Ghiraldo, Hernández-Catá, Arciniega, Falcón, Reyles, BlancoFombona, Reyes o Neruda. Pero además en los veinte y treinta se editaron obras de muchos hispanoamericanos no residentes en la península: Quiroga, Azuela, Güiraldes, J. E. Rivera, Gallegos, Vallejo, Uslar Pietri, Huidobro, Carpentier... A esta tesitura sucede la ruina o desvío de orientación de las principales editoriales españolas en la guerra y posguerra (EspasaCalpe, Biblioteca Nueva, Aguilar) y el paulatino desarrollo industrial y comercial del libro en países hispanoamericanos como Argentina, Chile y México. En el primero, “tres empresas editoriales fundadas en Buenos Aires durante los años de la guerra española de 1936 sobresalen por la calidad de sus catálogos y la cantidad de libros editados: Losada, Sudamericana y Emecé” (Larraz 2010: 91). Aunque escapa a los límites de este trabajo es obligado subrayar el carácter transatlántico del catálogo de la primera, constituida en el 38 por un español republicano que se nacionalizaría argentino en el cuarenta: sus co-
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lecciones de poetas, prosistas y novelistas de España y América rescataron clásicos y contemporáneos vetados en la península. Otro exiliado, A. López Llausás, fue el protagonista de Sudamericana, fundada en el 38 por un grupo afín a Sur. EspasaCalpe y Losada, con sus colecciones populares Austral y Biblioteca Contemporánea; y Séneca en primera instancia y Era y Joaquín Mortiz ya en los sesenta fueron las editoriales emblemáticas fundadas por republicanos en México; país que contó con gran número de exilados editores (Grijalbo, Giménez Siles, Díez-Canedo, Bergamín, Altolaguirre...). El primer congreso de editores de América Latina, España y Portugal se celebró en Buenos Aires (1947) con un tenso enfrentamiento político entre las delegaciones de Argentina y México, por un lado; y el gobierno español representado por Alfredo Sánchez Bella, futuro director de Cultura Hispánica, por otro. Como telón de fondo, el asunto de la censura. Para acabar de colorear el panorama de aquellos años Larraz recuerda que, en medio de dificultades de todo tipo, Oteyza y Edhasa fueron los primeros grandes importadores del libro hispanoamericano durante los cuarenta. Son unas breves pinceladas de una fecunda historia de intercambios.
B. Una colonia española en el Caribe: literatura/ identidad, nación/narración, colonial/ postcolonial: un siglo de ficciones y de intercambios transatlánticos
Todo lo expuesto en el epígrafe anterior sirve de marco para Puerto Rico. La literatura puertorriqueña nace transatlántica a mediados del siglo XIX por obra de quienes desde la todavía colonia española viajaban a la metrópoli, bien para educarse o, ya adultos, para intervenir en la política. Autonomismo, independentismo y abolicionismo fueron Leitmotiv aglutinantes de hombres como Hostos, Baldorioty de Castro, Brau, J. J.
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Acosta, Tapia y Rivera o Zeno Gandía, por no subrayar sino los más relevantes de toda una pléyade de intelectuales puertorriqueños. La política fue un duro hueso de roer para quienes seguían siendo colonia; una pequeña colonia en realidad, sin relevancia ni historia significativa, prácticamente desconocida para los españoles. Así las cosas, Madrid en vísperas del 98 bullía por obra y gracia de quienes, como Acosta o Tapia, se proponían rescatar esa insignificante memoria histórica, en una tímida búsqueda identitaria de un no-lugar que se precipitaba hacia la guerra y el cambio de dependencia política. El hilo transatlántico que unió Puerto Rico con la antigua metrópoli funcionó sin solución de continuidad durante los primeros cuarenta años del siglo XX, si bien la ruptura traumática del 98 produjo un impasse estudiado por la crítica (Cuadernos Hispanoamericanos 1998). Los “lazos de la cultura” (Naranjo/ Luque/Puig-Samper 2002), aparentemente sutiles, resultaron reforzados en apenas diez años coincidiendo con la creación de la JAE (1907) y el CEH (1910). Hasta el punto de cuajar en una red internacional de intelectuales españoles que, poco a poco, va a ser reciprocada por jóvenes puertorriqueños que se educan en España o realizan allí estancias más o menos largas, integrándose progresivamente en el entramado sociocultural madrileño. Si las estancias de Hostos, J. J. Acosta, Vizcarrondo o Brau en la segunda mitad del XIX tuvieron un Leitmotiv sociopolítico, las de Balseiro, De Diego, Ribera Chevremont y tantos otros supusieron un intercambio intelectual en pie de igualdad con la antigua metrópoli, ahora recuperada para la cultura.Y el sistema de becas generado desde el CEH y Columbia University permitió estudiar en Madrid a quienes serían después los primeros profesores del recién creado DEH (Departamento de Estudios Hispánicos), cronológicamente insertos en la Generación del Treinta: Margot Arce de Vázquez (192930), Rubén del Rosario (1929-31), Antonia Sáez (1930-31), Antonio Pedreira (1931-32), Manrique Cabrera (1932-34) y Jorge Luis Porras Cruz (1934-36).
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Por desgracia, la guerra española interrumpió ese fructífero intercambio. Pero lo que fue una indudable tragedia indirectamente fecundó la cultura isleña, su naciente universidad (Vásquez 2011) al producirse una masiva acogida al exilio republicano por parte del rector Benítez y en general la institución universitaria: Zenobia y Juan Ramón, Salinas, Guillén, Ayala, María Zambrano, Aurora de Albornoz, u otros rescatados de un Santo Domingo en el que la dictadura de Trujillo hacía estragos: Alfredo Matilla Jimeno, Aurelio Matilla, Jorge Enjuto, Luis de Zulueta... Ese “eterno retorno de exiliados republicanos españoles en Puerto Rico” (Naranjo/Luque/Albert Robatto 2011) tan exhaustivamente documentado y que rebasa las páginas de este trabajo, fue posible por una serie de circunstancias bien conocidas (el hispanismo del primer tercio de siglo, el “occidentalismo” de Benítez...). Aún más, no fue sino la prolongación natural de esa “política de intercambios”, visitas e interacciones a ambos lados de la isla propiciada años atrás por el CEH y Columbia. Una política cultural a tres bandas, inmersa en un hispanismo que se enfrentaba con rotundidad al panamericanismo de moda y en la que desempeñó un papel central Federico de Onís, como han estudiado entre otros Naranjo/Luque/Puig-Samper (2002); Rivera/ Gelpí (2002); Díaz Quiñones (2006); López Sánchez (2006), y con especial amor y exhaustividad Albert Robatto (2002, 2003, 2011). ¿Qué sucedió en la posguerra, en la etapa franquista? También, de otro modo, se enarboló la bandera del hispanoamericanismo y fluyó la retórica de la Madre Patria que fuera emblematizada en 1892, en esas arcas de tierra y banderas de los distintos países hispanoamericanos depositadas en la Rábida. Pero exilio y republicanismo fueron heridas abiertas hasta casi anteayer. Y, por lo que interesa a nuestro propósito, se cerró aquella edad dorada de la cultura transatlántica y pasaron décadas mientras cuajaba la política de intercambios culturales y universitarios a través de la AECI.
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Imposible, mejor absurdo reiterar lo que otros ya abordaron en una bibliografía que crece por días. En este libro, trabajaré puntualmente algunos autores menos explorados y en mi opinión representativos a distintos niveles de los fecundos (o frustrados) intercambios transatlánticos. Desde Eugenio María de Hostos (XIX), correlato de Martí, autor de la primera novela puertorriqueña, La peregrinación de Bayoán (1863), por cierto redactada en Madrid y sobre modelos literarios europeos; pasando por Collado Martell (Generación del Treinta), René Marqués y J. L. González (Generación del Cincuenta) y Rosario Ferré (Generación del Setenta); hasta los nuevos, del noventa hacia adelante. Porque incluso en el XXI, en que parece clausurada la vieja búsqueda identitaria que atenazó casi todo el siglo anterior, perviven dependencias y religaciones europeas elaboradas, eso sí, de modo postmoderno. Con distintos enfoques, he abordado algo de todo esto en publicaciones anteriores: un par de monografías: La narrativa de René Marqués (1986), Ficciones isleñas (1999b); un capítulo, “La narrativa del Caribe en el siglo XX. II. Puerto Rico” en el manual Historia de la Literatura Hispanoamericana. Siglo XX, de Cátedra (2008: 265-282), y en dos volúmenes colectivos que me cupo el honor de coordinar: Nuestra América (2010) y Letral (junio 2011, online). Allí se puso de manifiesto cómo todo un siglo de ficciones (dejo a un lado otros géneros) se mueve en los siguientes parámetros: de la identidad en el ensayo (Pedreira, Blanco...), a la identidad en el relato o la crónica de la intrahistoria cotidiana, con toques autobiográficos y tono irónico que desdibuje todo lo que huela a viejo tratado (García Ramis, Rodríguez Juliá, Lalo...). De la pregunta angustiada por el “qué somos” de la modernidad (Índice 1929-31), a la tesitura postmoderna del “qué hacemos” patente en El arte de bregar (2000), de Arcadio Díaz Quiñones. De la Generación canónica del Treinta con Insularismo (1934) de Pedreira como icono, al siglo XXI pasando por El puertorriqueño dócil (1959) marquesiano y El país de los cuatro pisos (1980), de José Luis Gonzá-
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lez. En definitiva, de los esencialismos de la modernidad tan empeñada en descubrir la inapresable identidad, a los hibridismos de la postmodernidad; del trauma de la emigración, al “entre” de las identidades postcoloniales e híbridas. Y es que incluso en el XXI, siglo en el que parecen brillar por su ausencia los intercambios transatlánticos, el viaje/estancia parisina fecunda la escritura de un cronista como Eduardo Lalo quien por cierto, acaba de obtener el premio “Rómulo Gallegos” con su última novela, Simone (2013). Y para establecer un diálogo creativo con el marco teórico de la feminista Kristeva no ha necesitado una larga estancia en la Ciudad de la Luz quien es ya una reconocida cuentista y profesora universitaria como Vanessa Vilches. Por fin, Luis López Nieves, decano por cronología de los que trabajé en este bloque, demuestra su capacidad de renovación al sacar de la tumba a un Voltaire, en el marco de la novela histórica pero también cibernética, en un entretenido juego de emails siempre cuajados de suspense. Por fin, quisiera decir que la trayectoria de un Balseiro (hombre todavía del treinta) adelanta y ejemplifica un proceso cultural de indudable impacto durante el pasado siglo; un proceso que hace tiempo ya describiera con claridad meridiana José Luis Vega, catedrático de la universidad de Puerto Rico en su recinto de Río Piedras, Director de la Academia de la Lengua Puertorriqueña y afamado poeta (1998: 359-372). Un proceso que lleva a los puertorriqueños a poner los ojos en América del Norte como su destino universitario y objetivo primordial. No en vano Balseiro, formado en España, donde publica casi todas sus obras tras una larga estancia, fue catedrático en varias universidades norteamericanas, director del IILI y digno representante de un hispanismo que en ellas ya no es puente (como sucediera con Onís), sino alternativa.Y que la postmodernidad parece ir arrumbando paulatinamente, barrido por los estudios culturales, de género...etc. Porque cambiaron las tornas y los puertorriqueños miraron hacia Norteamérica como su Meca particular. Es verdad
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que todavía en los cincuenta René Marqués viene a estudiar teatro a Madrid donde estrena La carreta (1957). Es cierto también que Díaz Valcárcel, el novelista de la Generación del Cincuenta, se instala en la capital mientras escribe Figuraciones en el mes de marzo, con la que resultó finalista del prestigioso Seix Barral (1972). Incluso un Manuel Abreu Adorno, prematuramente desaparecido a sus veintinueve años, se convierte en un Cortázar sui generis al venir a doctorarse a París. Sus textos, póstumos en su mayor parte, son eminentemente transatlánticos, como recordó Benjamín Torres Caballero (Letral 2011: 12-32). Pero, en los sesenta, la fracasada aventura de las hermanas López-Baralt junto a su amigo Vico Sánchez (Letral 2011: 6-12) en pro de una convalidación que les permitiera doctorarse en la Complutense; aventura imposible incluso bajo el padrinazgo de Dámaso Alonso, hasta el punto de que optaron por doctorarse en la Universidad de Nueva York (Madrid) y posteriormente en Harvard, muestra cómo el mundo había cambiado. Aunque todavía esa generación de puertorriqueños, que se está jubilando ahora, se beneficiara de la política cultural del CEH: en Harvard, Luce fue alumna de Américo Castro y Asín Palacios, quienes le pusieron en la pista de despegue de sus trabajos sobre Juan de la Cruz y la lírica mozárabe. A pesar de los handicaps, en la Universidad Complutense y de modo excepcional se fueron defendiendo tesis doctorales sobre temas puertorriqueños: la de Elías López de Tejada sobre “Las ideas políticas de Eugenio María de Hostos” en los sesenta, o “La angustia existencial en los relatos de René Marqués” de Isabel Vélez Villanueva en los setenta y la de Cristina Bravo sobre “El cuento fantástico” al filo del 2000. Una golondrina no hace verano, sobre todo si se compara con la vigencia de la literatura cubana en los mismos foros o en congresos internacionales. Unos años antes (1994), en los Cursos de Verano de El Escorial se hizo un espacio para Puerto Rico: la concesión del Príncipe de Asturias por su defensa de la lengua congregó a un nutrido grupo de españoles y puertorriqueños: Hernán-
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dez Colón, Castro Pereda... Por fin, la Feria Internacional del Libro de España. LIBER, eligió a este país como invitado en el año 2010: mesas redondas, presentaciones de libros, intercambio con un nutrido grupo de escritores (casi cuarenta) tanto de la isla como de la diáspora fueron algo nuevo, desgraciadamente sin mayor impacto mediático. Es cierto que, a pesar de la ausencia de puertorriqueños en Barcelona durante la etapa del boom, desde la Generación del Setenta en adelante se había luchado por publicar en España, pero la política editorial al respecto no les benefició: Magali García Ramís, Edgardo Rodríguez Juliá, Mayra Montero, Vico Sánchez, Rosario Ferré, Mayra Santos-Febres... consiguieron lo que parece poner una pica en Flandes (Suárez Galbán 2009: 61-86). Dos matizaciones al respecto: La guaracha del Macho Camacho (1976), la novela más emblemática de su generación sin duda, deberá esperar hasta el 2000 para ser publicada en Cátedra y ¡cómo no! de manos de un prestigioso catedrático puertorriqueño que trabaja en Princeton, Arcadio Díaz Quiñones; es decir, impulsada desde los Estados Unidos. En cuanto a Ferré, su opción por publicar en inglés antes y paralelamente que en castellano no deja lugar a dudas de por dónde van los derroteros del mercado. La difusión de la literatura isleña pasa por Estados Unidos y es una realidad, si bien minoritaria, en los departamentos de literatura inglesa de la universidad española (Cottó 2002). ¿Por qué la literatura puertorriqueña es tan desconocida en una España que vio editarse el Álbum y tantos textos “suyos” en el XIX y XX? Se habla de la dictadura de editoriales como Seix, Alfaguara, Planeta, Lengua de Trapo, Tusquets... capaces de “fabricar” o intentarlo sin éxito un nuevo “boom” en los noventa, que debería haber cristalizado a partir de encuentros celebrados en la madrileña Casa de América y Sevilla, y las subsiguientes publicaciones: Desafíos de la ficción (2002) y Palabra de América (2004). Curiosamente no hay ni un puertorriqueño entre ellos... Pero España no es una excepción: en 2004 y des-
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de el Ateneo Puertorriqueño, Arturo Echavarría organizó un simposio para evaluar la mínima recepción europea de una literatura que goza hoy de buena salud. Críticos literarios tan afamados como Jacques Joset desde Bélgica, Carmen Gómez Vásquez desde París o Wolfgang Binder desde Alemania expusieron, a modo de largo folletín, las aventuras y desventuras de quienes se habían atrevido a postular la traducción/publicación de la literatura boricua (Echavarría 2009). Todo ello respecto a la recepción en el Viejo Mundo. Por lo que se refiere a la producción literaria en el Nuevo y en concreto en la isla, retorno al diagnóstico de J. L. Vega, capaz de diseñar con lucidez el proceso a lo largo de casi un siglo. En su artículo “Margot Arce y la crítica literaria en Puerto Rico” y antes de caracterizar el trabajo de tan eminente “fundadora”, despliega “la textura de una tradición crítica en la que podemos distinguir, al menos, tres etapas fundamentales (Vega 1998: 359): la primera que corresponde a la autora es la de la Generación del Treinta, caracterizada como la generación de los “maestros”. La creación del Departamento de Estudios Hispánicos (1927) en el recinto universitario de Río Piedras (Universidad de Puerto Rico) y la publicación de la Historia de la Literatura Puertorriqueña (1963), de Cesáreo Rosa Nieves fijan los límites temporales de quienes se formaron con los ojos puestos en Madrid, en la estela del hispanismo; pero paradójicamente también con un sentido de resistencia cultural que cuajó en la búsqueda de identidad isleña. Así se explica la apertura de una cátedra de Literatura Puertorriqueña en el DEH por Lidio Cruz Monclova (1933) en la que se realizaron numerosas tesis de grado sobre novela, teatro y poesía boricuas (C. Gómez Tejera, A. Sáez y C. Rosa Nieves, respectivamente). Asimismo, el aluvión de publicaciones de historiografía literaria encabezadas por la ingente Bibliografía puertorriqueña (1493-1930), de Pedreira y que culminan el Diccionario de Literatura Puertorriqueña (1955), de Josefina Álvarez; la Historia de la Literatura Puertorriqueña (1956), de Francisco Manri-
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que Cabrera, recientemente reeditada por Vivian Auffant (2012) y la Antología general del cuento puertorriqueño (1959), a cargo de Cesáreo Rosa Nieves y Félix Franco Oppenheimer. Como en su día hiciera Tapia, había que crear el corpus crítico que sustentara esa realidad. Este proceso culmina, por el momento y un siglo después, con el monumental Diccionario de V. F. Torres (2009). La paradoja implícita terminará por enfrentar en las décadas siguientes al DEH con la política “occidental” del rector Benítez. De momento supone la inserción de la cultura puertorriqueña en la esfera de las reacciones latinoamericanista e hispanista provocadas por la política exterior de los Estados Unidos y, por otra parte, la creación de un espacio académico puertorriqueño como alternativa y complemento a los azares y peligros de la lucha política en la calle que por aquellos años libraba el Partido Nacionalista (Vega 1998: 361).
La cuestión es más sutil y el partido de entrada se juega a tres bandas, como adelanté al citar a Onís. Lo veremos más despacio. Porque entre 1960 y 80 se produce la previsible reacción aglutinada por el grupo poético Guajana y un sector universitario caribeñista y marxista. En consecuencia, se abre una segunda etapa antiespañola y antiacadémica. Frente al maestro, el “intelectual comprometido”: A. Díaz Quiñones, Á. Quintero Rivera, J. L. Méndez, J. Flores y tantos otros elevaron sus voces desde la isla y la nueva metrópoli en contra de lo que consideraban patriarcal, hispanista y burgués. Por fin el tercer momento en el que todavía nos hallamos, obviando la pretensión mesiánica de orientar la cultura del país hacia la independencia nacional debido al desplome del rol político de la izquierda tradicional, cuaja en torno a modelos postmodernos. Y mira a Estados Unidos: “el nuevo scholar puertorriqueño tiene como meridiano cultural el circuito académico del Ivy League, del mismo modo que los maestros del treinta tuvieron el de Madrid” —dice Vega (1998: 364)—. Desde la profesiona-
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lización y especialización exageradas, se mueve en un espacio textual, es decir, “tiende a considerar la dimensión social de la realidad solamente como un constructo discursivo organizado en términos narrativos, lingüísticos o libidinales, antes que de poder” (Vega 1998: 365). “Puerto Rico es una nación que es una narración”, y las consecuencias están a la vista: En esta imaginaria república de las letras, así declarada, los afanes de emancipación social y política forjados al calor de los discursos de la ilustración, del nacionalismo y del marxismo -e incluso la convocatoria ética del pensamiento postmoderno- pasan a un segundo plano, y ceden paso a los propósitos de reivindicación, ante todo, de las sexualidades marginales (Vega 1998: 366).
Tres etapas que se suceden como un ovillo que se va devanando. Tres contextos de producción que han de tenerse en cuenta en la lectura... Los maestros, intelectuales comprometidos y nuevos scholars tienen su correlato metodológico: la estilística, los distintos marxismos y estructuralismos, y por fin los modelos postestructuralistas centrados en el cuerpo y la diversidad.Y un cierre del vaivén transatlántico: de la vieja Europa a la nueva metrópoli.
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1. El XIX puertorriqueño en la península: nace una literatura transatlántica
La literatura puertorriqueña nace transatlántica, de la mano del Álbum puertorriqueño (1844) redactado y firmado en Barcelona (2 de septiembre) por un grupo de jóvenes estudiantes isleños que demuestran estar atentos a la novedad editorial del Aguinaldo puertorriqueño (1843), publicado en su tierra, y a los que mueve el recuerdo de la patria: Manuel A. Alonso, Santiago Vidarte, Francisco Vasallo, Juan V. Vidarte y Pablo Sáez inician una literatura que, andando el tiempo, será puertorriqueña. Desde ambos lados del Atlántico se escriben poemas, ensayos, estampas... Pero será Alonso quien en su libro El Gíbaro (1849), subtitulado “cuadro de costumbres de la isla de Puerto Rico” y redactado en la península, mezcle inofensivas prosas costumbristas con otras cuya intencionalidad crítica al sistema educativo es evidente: Asumiendo el rol de mediador entre el centro peninsular y la aislada Antilla, entre los surcos recorridos de la tradición y
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los anhelos de progreso, Alonso crea un modelo de publicación que no desaparecerá de la escena literaria a lo largo del siglo XIX. Los almanaques constituirán una preferencia editorial en la que los letrados puertorriqueños congregan registros y formas textuales disímiles (Álvarez Curbelo 2001: 229).
Los once colaboradores del Aguinaldo (prosa y verso de calidad desigual y tono romántico costumbrista), tuvieron el mérito de “ofrecer al mundo el primer intento de articular la voz y representar el espíritu de una nación” (Aguayo/Alonso 2004: 9). Desde la ciudad Condal, los cinco puertorriqueños que gestan el Álbum les dan la réplica con la nostalgia transatlántica. La pregunta se impone: estos cuarenta y nueve poemas ¿son mera copia de la literatura española, en cuyo seno se gesta el libro? El toque costumbrista y romántico pertenece al momento metropolitano y europeo (Esteban 2003); pero los temas van gestando identidad, aunque sus autores no sean tan conscientes o la vislumbren demasiado lejana: Alonso por ejemplo, escribe un soneto dedicado a describir “El puertorriqueño”, un romance en lengua jíbara sobre “La fiesta del Utuao” y un poema satírico, “¡Un baile de etiqueta!” que, aunque no es de asunto puertorriqueño, implica una mirada crítica boricua a la clase alta barcelonesa. También escribe un poema indianista, “El salvaje”, que por la defensa indígena de la libertad frente al español, le traerá problemas con las autoridades coloniales. Pablo Sáez escribe un soneto titulado “La puertorriqueña” para complementar el de Alonso, así como “¡Un adiós a mi patria!”. Juan Vidarte publica un canto “A Puerto Rico” y su hermano Santiago aporta el nostálgico poema “Un recuerdo de mi patria”. Aún Vasallo, cuyo fuerte es la poesía satírica y festiva, escribe un soneto “A Puerto Rico” en el cual elogia a los jóvenes del Aguinaldo (Acevedo 2007: 128-129).
La cita, excesivamente larga pero muy gráfica por lo descriptivo, tiene como destinatario un lector no isleño, no ne-
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cesariamente conocedor de los textos. Quiero recordar que ese nacimiento transatlántico se convierte en viaje de ida y vuelta, porque las publicaciones de quienes todavía jurídicamente son españoles a ambos lados del océano replican la actividad de sus contemporáneos: si el Álbum sucede a El Aguinaldo, El cancionero de Borinquen (Barcelona 1846) es la respuesta al segundo Aguinaldo que con esfuerzo habían editado los isleños en su tierra. ¿A qué se debe la presencia isleña en la metrópoli? Hay dos razones básicas para el tan anhelado viaje: la educación y la política. Desde las primeras décadas del siglo, familias adineradas o no a las que mueve la preocupación educativa envían allí a sus retoños. Puerto Rico adolecía de un retraso cultural notable (tópico obligado en la bibliografía): la imprenta no llega hasta 1804, y uno de los logros del periodo es la creación del seminario Conciliar por el que pasaron los futuros próceres y escritores isleños. Figuras como el padre Rufo son responsables de que Román Baldorioty de Castro o José Julián Acosta estudien carreras científicas en España auspiciados a veces por la Sociedad Económica de Amigos del País (1846). Por cierto que Acosta, tras licenciarse en matemáticas y conocer entre otros a Domingo Del Monte, siguió viajando hacia Europa: en París trabó relación con Betances y en Berlín con Humboldt. Ambos tuvieron decisiva importancia en la gestación de sus ideas sobre la esclavitud. Sea como fuere, están bien documentadas las estancias en España de quienes serán después los primeros intelectuales isleños. Así, por ejemplo, Eugenio María de Hostos (1839-1903), que en el 52 llega al Instituto de Segunda Enseñanza de Bilbao y retornará en el 55 tras alternar sus estudios con otros en el Seminario de San Ildefonso de San Juan. A fines del 58 se matricula en las Facultades de Filosofía y Letras y Derecho en la Universidad Central de Madrid, carreras que no cursará, atento a otras actividades literarias (El Ateneo) y políticas que le retendrán en la capital hasta el 68. Vivirá con estrechez económica, ganándo-
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se la vida con algunas colaboraciones periodísticas y se relacionará con casi todos sus compatriotas. En su caso, el krausismo marca una personalidad atormentada y generosa, con vocación de servicio a la comunidad y contextura ética, que encuentra en La peregrinación de Bayoán (1863) un cauce narrativo. El romanticismo, la novela epistolar y autores como Goethe o Foscolo proporcionan modelos a una tarea novelesca cuyo simbolismo político es evidente. La literatura, considerada un diletantismo imperdonable, dejará sitio más adelante al ensayo sociopolítico, en una cruzada redentora que signará su vida. Esa forja literaria transatlántica afectará sobre todo a los dos grandes escritores puertorriqueños del XIX: Tapia y Rivera y Zeno Gandía. Por lo que se refiere al primero (1826-1882), evoca en Mis memorias el “paso de tortuga” con que se movía el país mientras él anhelaba “la velocidad del rayo”. Hijo de militar español y arecibeña, contable autodidacta obligado desde joven a ganarse la vida, conoció las nuevas ideas gracias al español Salas y Quiroga, arquetipo del romántico liberal exiliado en la isla; y poco a poco forjó dos tópicos centrales en su futura narrativa: mujer y libertad. Ya había escrito un drama histórico, Roberto D’Evreux (1848), inmediatamente censurado, cuando desembarca en Madrid desterrado y se hace cargo de un magno proyecto iniciado por J. J. Acosta: la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854), en la que colaborarán Baldorioty de Castro, Ruiz Belvis e incluso el cubano Del Monte. Reescribir la historia, no solo informar sino bucear en la verdad de los acontecimientos desde el relato de los orígenes, reconociendo el doble fin religioso y político de la conquista; reescribir la historia —decía— y hacer notar la ausencia del indígena serán los hilos conductores de un proyecto que descansa en parte sobre las notas de Acosta a la Historia de Abad y Sierra. Así se entiende que su primer texto literario publicado en 1852, La palma del cacique, considerada la primera novela de asunto puertorriqueño, no solo responda a una moda sino a preocupaciones más profundas. Al regresar a su país publica
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una biografía del gran pintor mulato Campeche (1854). Tras pasar unos años en La Habana (1857-1866), viajará de nuevo a España y en Madrid producirá una obra de teatro, La cuarterona (1867), antiesclavista y antirracista. En Madrid conocerá a su esposa, muy unida a sus ideales y cuya herencia le permitirá, hacia 1870 instalarse en Ponce y fundar una revista, La Azucena (1871), de ideas feministas. Terminará sus días en San Juan (1873...) dedicado a la escritura: Cofresí (1876), novela de aventuras cuyo protagonista, pirata, se convierte en héroe nacional puertorriqueño; o La Sataniada, extenso poema épico-alegórico, son buena muestra de su actividad literaria, siempre a caballo entre dos mundos. Disfruta elaborando dos novelas de corte fantástico y tono satírico incomprendidas en su momento, si bien se recuperan hoy como ejemplo de la modernidad del autor por lo metaliterario de los juegos con el personaje y el toque feminista: Póstumo transmigrado (1872) y Póstumo envirginiado, finalizada un par de días antes de morir. “En Póstumo se impone el deseo de incorporar a la mujer en un proyecto político mayor, de integrarla al proceso de modernización, de aprender de sus experiencias y estrategias de supervivencia” —dice Ángel Rivera en su libro Eugenio María de Hostos y Alejandro Tapia y Rivera. Avatares de una modernidad caribeña (2001: 108-109)—. Ése fue uno de sus proyectos, quizá no el prioritario. Infatigable gestor cultural, ayudó a fundar el Ateneo puertorriqueño, a imagen del que conociera en Madrid. “Alejandro Tapia y Rivera es ejemplo y modelo del intelectual más avanzado que se podía dar en Puerto Rico dentro de los estrechos límites de la colonia” —dice Acevedo—. Y continúa: “Liberal, demócrata, reformista de ideas muy avanzadas, antiesclavista, antirracista y feminista auténtico, muchas veces se vio obligado a disfrazar o disimular su pensamiento en respuesta a la censura oficial y extraoficial que prevalecía en la Isla” (2007: 176). Tiene razón. No hay más que leer Mis memorias o Puerto Rico cómo lo encontré y cómo lo dejo para bucear en la intrahistoria isleña de ese momento.
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En el 66 desembarca en Barcelona con toda la familia un Zeno Gandía (1855-1930) que comienza el bachillerato y pasa después a Madrid del 70 al 75 para cursar Medicina en San Carlos. La estancia en España en momentos de gestación del realismo literario (Pérez Galdós, Pereda, Valera...) marcó al futuro escritor, quien se relacionó además con un grupo de compatriotas (L. Bonafoux, José S. Belaval, José Gómez Brioso, Narciso González Font, José Cuchí y Arnau, Francisco del Valle Atiles, entre otros) con quienes funda la Sociedad Literaria de los Jóvenes (1873) y comparte un incipiente sentimiento liberal y nacionalista antillano. Al finalizar la carrera, completó sus prácticas en Burdeos y París, coincidiendo con la explosión del naturalismo de Emile Zola, que refuerza desde la literatura unas tesis deterministas ya implícitas en su primera publicación todavía de estudiante madrileño: Influencia del clima en las enfermedades del hombre (1873). En el 76 se instala en su tierra donde ejercerá la Medicina. Volverá a Madrid en 1881, con ocasión del Tercer Centenario de la muerte de Calderón, que cubre en sus crónicas periodísticas, y en 1882 regresa definitivamente a Puerto Rico de su tercera visita a Francia. En estos últimos viajes coincidió con la divulgación de los ensayos teóricos zolescos sobre el naturalismo que “fueron esenciales para apuntalar, de forma razonada y programática, los principios de esta polémica escuela literaria, insuflaron nuevo vigor a la novela europea y encauzaron la obra de muchos narradores latinoamericanos que por fin comenzaron a abandonar la estética romántica y desarrollaron, en corto tiempo, un Realismo que pronto se convirtió en Naturalismo” (Ramos Collado en Zeno Gandía 2010a: 219-220). Un naturalismo que el escritor aplicará sistemáticamente en sus Crónicas de un mundo enfermo, comenzando por Garduña, escrita a fines de los ochenta aunque no se publique hasta el 96 y culminando con Redentores (1925), si bien su novela más famosa y difundida fue La charca (1894) (Marxuach 1987). Zeno combinó durante toda su vida investigaciones científicas y
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creaciones literarias —cuento, novelas— además de una abundante producción periodística). Fue un hombre inquieto, atento a la modernidad y el progreso —bicicleta, cine, viajes— (González, en Zeno Gandía 2010b: 563-573), con una mirada cosmopolita, que adeuda mucho a su formación transatlántica. Por lo que a esta se refiere y aunque fue privilegiado por su nivel familiar, su caso no es excepcional: en 1869 llega a Cádiz para estudiar Medicina Francisco del Valle Atiles (1852-1928). Alumno de Rafael Cordero y formado en el Seminario Conciliar que dirigieron los jesuitas desde el 58 y en el que se forjaron Alonso, Vidarte o Tapia y Rivera, permanecerá en la península hasta el 73/75, según los críticos, que no se ponen de acuerdo. Lo que sí está documentado son sus contactos con compatriotas como J. Cuchí Arnau, J. Belaval, N. González Font o quien será en un futuro próximo reconocido periodista: Luis Bonafoux. Ateneísta asiduo y destacado entre el 84 y 1900, entabló amistad con Zeno, con quien le unía la profesión, haber completado sus estudios en la Francia del estallido naturalista (1872) y las inquietudes políticas. De hecho Valle Atiles, tras su vuelta a la isla en el 75 se comprometió con autonomistas y, posteriormente republicanos anexionistas (1899) años después de ser elegido alcalde de San Juan. Todo ello, sin abandonar nunca sus intereses literarios que se plasmaron en el ensayo y la novela: Inocencia (1884) es su contribución más interesante, estudio de un caso de locura caracterizado por la exactitud en la descripción de costumbres y pintura de tipos; más realista a lo Taine que naturalista. Tal vez la novela de quien promovió la modernidad insular dentro de la denominada “generación del trauma” y en concreto, de la segunda generación de científicos literatos en la que “el binomio medicina/literatura adquiere otras dimensiones teóricas y prácticas, como lo demuestra la importancia que le presta a la higiene, verdadero centro de gravedad alrededor del cual gira su obra” (Feliú en Valle Atiles 2010: 162).
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Su publicación en la década del 80 coincide con la puesta en marcha en la isla del Realismo/Naturalismo, por obra y gracia de una serie de escritores “marginales” que hoy rescata la Universidad de Puerto Rico a través de las colecciones “Clásicos no tan clásicos” (dirigida por Feliú y Ramos Collado); y “Puertorriqueña” (en colaboración con el Instituto de Cultura bajo la batuta de Martha Aponte). La citada Inocencia (1884); Estercolero (1900), de José Elías Levis (1871-1942); Garduña (1896) y Redentores (1925), de Zeno Gandía; o Tierra adentro (1911) y La gleba (1912) de Ramón Juliá Marín (1878-1917), corresponden a la primera; mientras que en la segunda destacan La muñeca (1895), prologada por Zeno Gandía y Luz y sombra (1903), olvidadas durante casi un siglo tal vez por la condición femenina de sus autoras, Carmela Eulate Sanjurjo y Ana Roqué. ¿Cuántos débitos transatlánticos bullen por estas líneas? Eulate vivió en el sur de España y allí está ambientada esta su novela de juventud, con muchos retazos del costumbrismo y realismo español, sobre todo Fernán Caballero y Valera, si bien había leído a fondo a los franceses, cuyas traducciones se publicaban en la isla. Por cierto y como curiosidad, una jovencísima Fernán Caballero, recién casada con un militar, vivió en San Juan de Puerto Rico de lo que hay huellas en sus primeros textos. Cruces, influencias... Volviendo a La muñeca, “interesante estudio patológico de un caso desesperado de amor no correspondido” (Eulate 1994: 21), se publica en 1895 en Ponce como libro y, debido a su éxito, se reedita por entregas en El Carnaval de agosto a octubre de 1903. Por lo que se refiere a Matías González García, no necesitó pisar el continente europeo para escribir su novela Cosas (1893), considerada hoy como la primera obra naturalista, en la que imita sin excesivo arte y con toque moralizante al omnipresente Zola. Otro tanto había sucedido con Salvador Brau (1842-1912) cuya novela La pecadora (1890), sin cuajar todavía la nueva escuela, presentaba como protagonistas un médico y un cura ya casi “zoles-
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cos”. Por cierto que Brau, poeta y periodista de hondo calado, Sevilla en el 94, comisionado por la Diputación provincial para bucear en el Archivo de Indias en busca de la génesis isleña, que plasmó en el libro Puerto Rico y su historia (Valencia: 1894). Algunos de sus Ensayos (Disquisiciones sociológicas) fueron recolectados en 1972. No todos tuvieron la suerte de nacer en el seno de familias adineradas, pero incluso un José Elías Levis Bernard (18711942), a quien suele citarse como “el más destacado de los novelistas obreros y el único en aparecer en todas las historias literarias de Puerto Rico” (Centeno Añeses en Levis Bernard 2008: 113) y que, evidentemente nunca recibió una educación y menos transatlántica debido a la pobreza en que vivió, pudo al fin realizar un viaje a España con un sentido de cruzada: “abrir un nuevo sendero en la vía espiritual de nuestras relaciones con la madre histórica”. En efecto, el fundador de la Escuela de Artes y Oficios de Puerto Rico (1920) visitó al Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes y generó lazos con la Asociación de Escultores y Pintores de Madrid. Incluso escribió La Semana Santa en Sevilla (1925), no sin lamentar que Puerto Rico no estuviera representado en la Exposición que allí se preparaba. Evidentemente, sus novelas son anteriores a su intensa actividad anarco-socialista, y se mueven en la estela de un incipiente naturalismo o “realismo genético” interesado en presentar la miseria y el estado en que se encontraban las clases sociales más bajas” (Centeno Añeses en Levis Bernard 2008: 133-134). Lo que no es obstáculo para haber leído a Verlaine, Baudelaire, Balzac y Zola, de quienes aprendió con provecho. En cuanto al periodista autodidacta Ramón Juliá Marín (1878-1917), “lo telúrico y la filiación naturalista se erigen en la carta de presentación de su novelística” —dice Feliú al editar La gleba (2006: 233)—. “Es el más realista de los naturalistas” —había sentenciado Laguerre—. En sus novelas, teñidas de maniqueísmo y siempre situadas en el presente, la so-
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ciedad isleña vive desconcertada el desplome de su mundo agrícola en medio de una nueva situación colonial: el mal en todos sus registros es una enfermedad a extirpar. Porque durante el XIX la política fue la asignatura pendiente de la isla. Por una serie de circunstancias, “a diferencia de la mayoría de las sociedades latinoamericanas, la discursividad moderna en Puerto Rico no se corresponde con la construcción de un estado nacional” —dice Silvia Álvarez Curbelo (2001: 52)—. La abortada conspiración de San Germán (1811), mientras en la península Ramón Power intervenía en la Constitución gaditana; la privación de voz y voto a los antillanos en las Cortes (1837), la persecución desencadenada en la isla por el gobernador Echagüe contra los supuestos liberales (1860), la frustrada sedición militar de 7 de junio del 67 en San Juan y el fracasado Grito de Lares (1868) no impidieron el brote de autonomismos abolicionistas (Caballero Wangüemert 2005: 50-55). Tras la Gloriosa, el Gobierno provisional madrileño restituyó a Puerto Rico el derecho de representación en las Cortes españolas, asignándole siete diputados. Eugenio María de Hostos, Santiago Oppenheimer y Manuel Alonso formaron parte de la comisión de puertorriqueños residentes en Madrid que consiguió elevarlos hasta once. El debate sobre Puerto Rico en pro de una constitución y un nuevo orden se aplazará con la disculpa de la guerra de Cuba, hecho que provoca la peregrinación americana de Hostos, decepcionado con los liberales. Su singladura del autonomismo al independentismo fue seguida por varios intelectuales caribeños, cuya ambigüedad frente a la madre patria es notable en la segunda mitad del siglo. Constitución política y abolicionismo fueron dos huesos que roer en las instituciones de la metrópoli, siempre sobre el tapete. De hecho, los puertorriqueños Luis Padial, Román Baldorioty de Castro y Vizcarrondo, diputados en las Cortes del 70, impulsaron de modo notable la proclama de la ley de Abolición (21 de marzo de 1873, en la Primera República). “En todo el
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siglo no se han dado reformas más enérgicas y sustanciales que las que la Asamblea Nacional y las Cortes Constituyentes de 1873 acordaron para Puerto Rico” —dice Labra (1880: v)—. Y tal vez sea así: Vizcarrondo (1830-1888) funda la Sociedad Abolicionista el 7 de Diciembre del 64, en la que se integran Hostos, José Julián Acosta y Segundo Ruiz Belvis. Publicará una revista, El Abolicionista (15 de julio del 65) que [...] rendiría frutos verdaderamente extraordinarios: serviría de acicate a las iniciativas parlamentarias; conminaría a autoridades civiles y religiosas a plantearse sus inconsistencias ideológicas al apoyar la esclavitud; ampliaría los canales de información; asumiría el debate con los órganos esclavistas bien financiados y protegidos por la ley; constituiría una tribuna para autores españoles, antillanos y europeos sobre temas de abolicionismo y modernidad (Álvarez Curbelo 2001: 111).
El impulso viene de lejos, de un Betances que estudió Medicina en París y dedicó su vida al abolicionismo (Suárez Díaz 1988) y a su patria (Betances 1975). “De Ramón Emeterio Betances y de Eugenio María de Hostos puede decirse que su antillanismo les nació en la cuna y que era inseparable de sus identidades personales” (Gaztambide-Géigel 2006: 59). No solo a ellos: esclavitud y falta de independencia política fueron los núcleos que aglutinaron a liberales como Segundo Ruiz Belvis, abogado y propietario de Mayagüez y comisionado por su distrito a la Junta Informativa de Ultramar en el 66. Una trayectoria semejante, aún más rotunda, lleva a la misma Junta comisionado por San Juan a un José Julián Acosta ya muy marcado por sus ideas antiesclavistas y perseguido desde el 53 por la oligarquía y el gobierno de Echagüe. Junto a Ruiz Belvis y Quiñones y tras una actividad notable en las sesiones de la Junta, elaboraron el célebre Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, responsable en gran medida de que esta se promulgue al fin el 6 de agosto del 73. Encarcelado como ac-
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tivista en la isla, se ganará el exilio español a comienzos del 72, donde el 5 de febrero lo volvemos a encontrar leyendo un potente discurso en la Sociedad Abolicionista (Vásquez 2010: 357-370). Es indudable: su formación transatlántica fue más que responsable de sus ideas como intelectual comprometido con su tiempo y su futura patria, sin por ello infravalorar los alcances de una Europa en la que se sentía a gusto. A la hora de cerrar este primer apunte sobre el nacimiento transatlántico de la literatura puertorriqueña se impone al menos una reflexión: estamos hablando de una colonia, es decir, de un territorio español en el lejano Caribe cuya administración política, militar y religiosa se rige desde y por los parámetros de la metrópoli. Una metrópoli que mira con sorpresa su presente capitidisminuido y se prepara a la pérdida de las últimas colonias. Una metrópoli preocupada por el hispanismo y que dedica las energías de intelectuales como Menéndez Pelayo a indagar en los orígenes codificando sus aportaciones culturales al Nuevo Mundo. Para ellos, de Juan Valera a Unamuno en distintos grados, la letra americana es literatura española escrita en unos países que, para sorpresa de todos y tras su independencia política, reclaman una identidad cultural; identidad que sus intelectuales, de Bello en adelante, se encargarán de fraguar a través de la literatura, la historia, las Academias y Museos... (Caballero Wangüemert 2012: 147-160). En esa tesitura, Arcadio Díaz Quiñones ha recordado en su libro Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición cómo el Puerto Rico de la Historia escrita por Menéndez Pelayo: “carece de acontecimientos y de literatura, y se le asigna más bien un no lugar debido a la ausencia de tradiciones literarias durante tres siglos” (2006: 158). Con todo lo que ello implica: la isla como imagen de finisterre carente de Historia. A esta imagen hispanocéntrica contrapone un texto citado por el santanderino, la primera historia de Puerto Rico escrita in situ aunque publicada en Madrid (1788) por fray Íñigo
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Abbad y Lasierra (1745-1813). Un texto que contradice la oficialidad y es de obligada lectura para, en palabras de Arcadio, confirmar cómo se construía otra sociedad en los bordes del imperio, una sociedad basada en la plantación y la contra-plantación, en la esclavitud y la cimarronería, en la adaptación a nuevos entornos. A los ojos de fray Íñigo, las múltiples y peculiares mezclas son tan centrales como las discontinuidades y hay una voluntad de dignificación de la marginalidad” (Díaz Quiñones 2006: 162).
Más interesante aún es recordar la reescritura que puertorriqueños residentes en España hacen de sus orígenes, en concreto las notas de José Julián Acosta a la Historia que Abbad publica en 1866 forman casi un nuevo libro, siempre centradas en sus temas favoritos: las críticas a la esclavitud y censura. No otro sentido, escribir desde dentro su historia, tiene la Biblioteca histórica de Puerto Rico (1854) para Tapia y Rivera, que en absoluto es un erudito sin más. Tras quejarse de que los conquistadores “habían dejado en la oscuridad los antecedentes del país”, hace explícita su finalidad: “construir una tradición para buscar en el laberinto de los documentos de oficio y en la correspondencia particular de la época el hilo que, cortado a trechos, puede guiarle en su trabajo” (Díaz Quiñones 2006: 159).
1.1. Hostos/Colón y un mediador: la condesa de Merlin
Colón es una figura llevada al texto con cierta asiduidad por los modernistas (el ejemplo tópico es Darío), al hilo de la conmemoración del IV Centenario del descubrimiento americano. Algo trabajado, más allá de mi modesto propósito en estas líneas: “revisitar” a Colón desde los ojos de escritores decimonónicos anteriores a esa época: la cubana condesa de
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Merlin, cuyo Viaje a la Habana (1844, versión española) y Correspondencia edité en Verbum de Madrid (2006) y ArciBel de Sevilla (2011), respectivamente; y el puertorriqueño Hostos, sobre quien publiqué un libro, Memoria, escritura, identidad nacional: Eugenio María de Hostos (2005). Dos personajes en las antípodas; dos seres que nacen en lo que todavía son colonias españolas en América durante el XIX, que viajan y viven en la metrópoli y en Francia, y en un determinado momento se pronuncian sobre Colón y su obra. Tras los adolescentes años madrileños y el matrimonio con un general de Napoleón, la vida de la cubana (1789-1852) se desarrolla en los salones parisinos; mientras que el joven Hostos (1839-1903) es enviado a España (Bilbao, Madrid) para formarse y escribirá una primera novela, La peregrinación de Bayoán, en absoluto anonimato. Su familia no posee la solera de los Santa Cruz y Montalvo, pertenecientes a la sacarocracia cubana y emparentados, no tanto por sangre como por negocios, con la propia corona española. Mayor que el joven Hostos, mucho mejor situada en la Francia adoptiva, al quedarse viuda decide realizar el consabido viaje a la semilla (1840). Fruto de este viaje en barco y de su estancia en Cuba tras haber tocado los Estados Unidos de Norteamérica, será La Havane, fraguado ya en el 42 y que edita en doble versión francesa (1844, 33 cartas), mucho más completa y revolucionaria y española: Viaje a la Habana (1844, 10 cartas), de tono más medido, porque los intereses familiares, léase haciendas, esclavos... no le permitían la crítica a fondo que las feministas hoy le reclaman y adjudican. Aun así, su vida, su actitud, su cuestionamiento (alzar la voz para opinar como un hombre, como uno de los viajeros ilustres de la época) la convierten en una de las escritoras más interesantes de la época. Una época que ve nacer la literatura cubana en torno al grupo de Domingo Del Monte, con el que mantuvo estrechas relaciones... y también tensiones, porque los isleños la consideraron una posible excelente embajadora en círculos europeos, pero no estuvie-
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ron tan dispuestos a admitirla como parte de su incipiente literatura nacional. Y ése era el deseo de la condesa. El hibridismo textual de su Viaje a la Habana personalmente me ha fascinado: cuadros de costumbres, referencias autobiográficas con múltiples puntos de contacto con su obra ya publicada Souvenirs et Mémoires de Madame la Comtesse Merlin: Souvenirs d’un Créole (1836), núcleos narrativos más o menos desarrollados... Aún más, su concepto de autoría tan marcado (para comprobarlo no hay mas que leer la correspondencia con su amante, el bibliotecario Chasles (Caballero 2010), y tan compatible con el concepto moderno de obra abierta, que fluctúa en múltiples variantes según destinatarios y países. Y en relación al tema que nos ocupa, Colón y su pervivencia en la literatura del Nuevo Mundo, la condesa tiene un lugar, pequeñito, pero lo tiene. Desembarca en La Habana en la fragata Cristóbal Colón: ¿mera coincidencia?, ¿manipulación histórica? Pido ayuda a los historiadores, yo dependo de las palabras de madame Merlin, de su testimonio. ¿Qué lectura debemos hacer hoy de ello, sin extrapolar demasiado? ¿Se arroga el papel de nueva descubridora, de redescubridora de su patria, esa patria que abandonó casi adolescente y que redescubren sus ojos fascinados y su cabeza amueblada por las lecturas de Chateaubriand y los románticos? En el subsiguiente proceso de reinvención de América para confirmar las expectativas europeas hay muchos puntos de coincidencia con la actitud colombina. Así abre la carta primera a su hija, nada más desembarcar: ¡Salud, isla encantadora y virginal!¡Salud, hermosa patria mía! En los latidos de mi corazón, en el temblor de mis entrañas, conozco que ni la distancia, ni los años han podido entibiar mi primer amor. Te amo y no podría decirte por qué; te amo sin preguntar la causa [...]. Cuando respiro este soplo perfumado que tu envías y lo siento resbalar dulcemente por mi cabeza, me estremezco hasta la médula de los huesos y creo sentir la tierna impresión del beso maternal (Comtesse Merlin 2006: 60).
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Porque lo cierto es que la afrancesada condesa se convierte en la niña Mercedes nada más pisar tierra, por obra y gracia de la cálida acogida de sus numerosos parientes. También es significativo que, a partir de ese momento dedique sus afanes a contarle a la supercivilizada Europa que La Habana del momento es superior a ella: sus mujeres son más bellas y libres, su ritmo de vida más natural y armónico, superior también su capacidad de disfrutar el presente que inmuniza contra las amarguras de la historia, con y sin mayúsculas. Y por aquí, por el lado de la historia, la condesa llega a Colón. ¿Cómo es la historia cubana? La carta V está cuajada de lamentos por la capacidad de olvido histórico que se palpa en ese pueblo. Ejemplo sangrante: el propio descubridor. En la carta VII y durante la visita a la catedral (entre paréntesis, recuerdo que sus restos hasta donde la polémica permite aventurar, descansaban entonces aquí), Merlin entona una ardiente loa al gran hombre “ilustre y desgraciado”, cuyo carácter “es una hermosa creación de Dios” —dice— y cuyo destino ha sido “correr el mundo” tanto en vida como después de muerto. Cito sus palabras, propias de la retórica de la época: ¡Salud, grande hombre, ilustre y desgraciado! ¡Salud, oh Colón! ¡Tú cuya voluntad fue tan grande como tu fe, gran corazón, alta inteligencia, que supiste ensanchar los límites del mundo, luchando con todos los peligros y todas las injusticias! Modesto en el triunfo, fuerte en la adversidad, blanco siempre de la envidia, Colón tuvo compasión de la debilidad humana, apenas se quejó de ella y no procuró venganza. El carácter de Colón es una hermosa creación de Dios. Pero al dotarle de aquel entendimiento sublime, de aquel rayo divino que debía guiarle en sus peligrosas empresas, quiso Dios someterle a las más dolorosas pruebas para que no olvidase que era hombre (Comtesse Merlin 2006: 118).
Y a continuación esboza una sumaria biografía en la que resalta la modestia del gran hombre y las injusticias del desti-
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no —léase Bobadilla y otros—. La admiración de la condesa por el almirante alcanza su clímax en un episodio que relata brevemente, pero es el centro de su evocación: el momento en que le asalta la tempestad al volver a España a dar cuenta del descubrimiento. Ante la muerte que acecha, Colón —dice la condesa— “escribía con mano segura la narración de su viaje para entregarla a las olas del Atlántico”: la escritura justifica una vida humana y María de las Mercedes se identifica con el almirante sin dudarlo. Aunque, a su vez, reclame del gobierno español un “monumento digno de su vida y de su muerte”. Máxime cuando —opina— “sus cenizas deben permanecer en esta tierra que él descubrió, y a la cual llevó los beneficios de la civilización. “¡Es un acto de necesaria justicia y de solemne poesía!” —concluye (Comtesse Merlin 2006: 119)—. Porque, como el gran Napoleón, el genovés yace en el olvido. ¿Las causas? Pereza y desidia del gobierno; pero también ese sentimiento de “poesía de lo presente” que caracteriza al habanero: Ya lo veis, a Cuba le falta la poesía de los recuerdos; sus ecos sólo repiten la poesía de la esperanza. Sus edificios no tienen historia. El habanero vive en lo presente y en lo porvenir” (Comtesse Merlin 2006: 116).
Es curiosa la fluctuación de la condesa entre su civilizado europeísmo y su fascinación por lo americano. Porque, al hablar del almirante, parece considerar el descubrimiento como deseable acto civilizador; pero inmediatamente inserta una historieta que suponemos mínimo eco de las turbulentas polémicas sobre el Nuevo Mundo que vivió la vieja Europa durante los siglos XVIII y XIX y que tan bien ha estudiado Antonello Gerbi en su libro La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 17501900. La breve historieta de los mosquitos —carta III—, puede leerse como una alegoría de la conquista española, si bien la condesa cuida de hablar de “europeos” y no circunscribir a
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España los mosquitos utilizados para luchar contra los autóctonos. El texto, muy conocido y seguramente nada original, es sabroso: Cuentan en el país una historia muy instructiva a propósito de los mosquitos [...]. Un sabio economista de la época tuvo el pensamiento de traer, según dicen, en una caja unos pocos de mosquitos de otros países, y de probar sus fuerzas contra los insectos indígenas. El ensayo salió bien: los insectos extranjeros pudieron más y devoraron sin piedad a los insectos naturales, tanto que al cabo de algún tiempo no quedaba un sólo mosquito indígena en la isla. Pero en cambio los insectos naturalizados se hicieron más numerosos y temibles, y sus picaduras fueron tan punzantes, que desde entonces se está echando de menos la antigua raza (Comtesse Merlin 2006: 78).
Algo que no conviene olvidar: Merlin diferencia netamente entre Colón y España. Un punto de contacto con el puertorriqueño Hostos que debió leer su texto en España y de quien paso a hablar a continuación. Las referencias a Colón constituyen una microhistoria en la novela diarística La peregrinación de Bayoán. Abarcan las entregas de 17 de octubre al 24 de noviembre y son el pórtico ensayístico a la historia-folletín amoroso entre Bayoán y su amada Marién. En ese sentido y en contra de sus detractores que la consideran novela de principiante no tan bien estructurada, lo cierto es que estamos ante un texto pensado, una de las primeras novelas puertorriqueñas. Narrativa romántica con clave, ya que el autor vierte en ella sus inquietudes políticas y propone soluciones, si bien no definitivas porque todavía es joven y no ha cerrado su trayectoria del autonomismo a la independencia y confederación antillanas. Sea como fuere, está naciendo una literatura en esa tierra que todavía no es nación independiente, cuestiones todas ellas a tener en cuenta. Al hallarse en la misma tesitura años atrás, a fines de la dé-
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cada del 30, el argentino Esteban Echeverría había advertido cómo una cosa eran los propósitos del escritor (en su caso, hacer literatura nacional llevando al texto el espacio geográfico propio, la pampa); y otra muy distinta, la necesidad de entretener a los futuros lectores. El deleitar enseñando le lleva a rellenar los cantos II-IX de su poema narrativo La cautiva (1837) con una historia de amor copiada de modelos franceses, reservando solo el canto I para sus propósitos: ensalzar el desierto, aunque se le cuele de rondón la barbarie y descubra con horror que lo propio en el caso americano está por civilizar. Dejo ahora a un lado las consecuencias, que tienen mucho que ver con la fecundidad literaria de ese famoso binomio civilización/barbarie, y retorno a Hostos. El puertorriqueño abre también el viaje iniciático de su álter-ego Bayoán volviendo los ojos al paisaje caribeño; eso sí, con las consiguientes disquisiciones ensayísticas. No en vano Echeverría y Hostos son románticos y el paisaje, en esa escuela literaria siente con, se funde con los personajes en un vaivén de ida y vuelta. Pero en el caso del isleño, el paisaje está teñido de historia, la del descubrimiento y primera colonización, la aventura de Colón en su segundo viaje (1493), fecha elegida por ser el momento en que el genovés descubre Puerto Rico. A diferencia del argentino, las disquisiciones ensayísticas son explícitas porque se está gestando un pensador al que le duele la todavía inexistente patria puertorriqueña, e incluso la desgastada y corrupta metrópoli española. Para cerrar la comparación con Echeverría, mientras que este entretiene a sus lectores con una historia de amor y cautivos en el marco de la pampa dominada por el indio salvaje, Hostos enmarca su folletín amoroso en un dilema moral, el conflicto amor/deber en que se debate su alter-ego: ceder a la placentera relación femenina o sublimar su amor en servicio a la patria. De modo que toda su novela diarística está cuajada de meditaciones más o menos autobiográficas. Hostos se encuentra forjando su personalidad y utiliza para ello el marco
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novelesco, pionero incluso en la España de los 60, invadida de traducciones francesas y en la que apunta tímidamente el costumbrismo de Fernán Caballero, sin que haya llegado todavía el momento de Galdós, el arranque de la gran novela realista del último tercio del XIX. Dejo estas cuestiones mínimamente esbozadas para enmarcar La peregrinación de Bayoán (1863, primera edición madrileña; 1873, segunda edición chilena de Santiago) e insinuar brevemente las circunstancias de escritura. Un puertorriqueño jovenzuelo y muerto de hambre, que acaba de iniciar la carrera de Derecho, la abandona inmediatamente por falta de ilusión, mucho más interesado en la política española, sobre todo en su vertiente colonial. La forja de su carácter tendrá un indudable sello krausopositivista y su evolución ideológica le llevará del autonomismo al independentismo, tras sufrir un desencanto con los liberales de la metrópoli. A partir de 1868 iniciará una vida itinerante en pro de sus ideales, con el Leitmotiv de servir a la patria. El diario y el abundante epistolario arrojan un saldo amargo, el del luchador que nunca vio recompensados su esfuerzos, el titanismo romántico del genio, del gran hombre incomprendido por todos. Recojo todo esto porque el tratamiento de Colón en su obra viene dado por el paralelismo, si bien algo forzado: la lucha por la patria, su destino heroico, auténtico eje escondido de la novela y muy bien tratado en la entrega diarística del 22 de octubre en que Bayoán abre su corazón, exige un holocausto y en esa empresa tiene un precedente con el que gusta de identificarse: Colón. Su historia es un modelo de injusticia histórica. El “infeliz Colón” es ese “venerable genio”, el hombre de “talento superior”, digno por ello de compasión, y admirable por su tendencia al martirio... y la magnífica sonrisa para con la ingratitud. Son palabras casi literales, entresacadas de esa microhistoria colombina que estalla nada más abrirse la novela. Pero ¿cuál fue su pecado? —se pregunta—. Y responde: el haberse convertido en agente involuntario de la his-
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toria al abrir las puertas del Nuevo Mundo a lo que debería haber sido la civilización, la luz que iluminara las tinieblas. Esta es una idea a la que Hostos volverá en otros dos momentos: su ensayo El descubrimiento y el descubridor y la oda El nacimiento del Nuevo Mundo (López 1995: 269-276). En ellos, el puertorriqueño desarrolla tesis más cercanas a los modernos conceptos de “encuentro” o “encubrimiento”, empeñado en denunciar genocidios al hilo de la leyenda negra lascasiana. Por eso distingue de modo rotundo entre España y el genovés: la vieja metrópoli representa la astucia y la injusticia, sus hombres, la codicia y el valor cruel por lo que en el presente se ve reducida a una condición “pequeñita” y “miserable” —dirá— porque faltó a sus hombres la “fuerza intelectual”.Y ello —en palabras del narrador— no es sino justicia de la Providencia que castiga a los vencedores. Es lógico que se pronuncie así: tanto por su finalidad política como por la específica búsqueda de identidad que lleva aparejada, La peregrinación de Bayoán toma el pulso a la historia en dos vertientes: las consecuencias del descubrimiento y la política contemporánea de la península. Ambos asuntos son vistos con pesimismo por un narrador —Hostos— que no quiere caer en el sectarismo, pero critica con apasionamiento o ironía. España no ha sido la metrópoli ideal: conquistó y devastó los territorios antillanos y ahora los explota sin tener en cuenta los lícitos anhelos de sus habitantes. Carlos Rojas (1995) sintetiza el dilema constatando que la historia es a la vez progreso y conflicto. Una historia en la que el pesimista Bayoán, forjado en la leyenda negra, necesita creer antes de condenar definitivamente a la metrópoli. Por ello fluctúa en su evaluación, incluso en un determinado pasaje -anotación de 17 de octubre- aplica la simbología de la luz al futuro español: Nación generosa al defenderla (la justicia), pequeña al combatir la independencia, purga hoy su pasada pequeñez [...]. Tuvo un momento de gloria, brilló, resplandeció; luego,
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lo mismo que la hacía temible (esta es la gloria miserable de los pueblos) la hizo decaer; como las llamas, antes de apagarse, destelló; volvió luego a brillar con resplandor magnífico: lo que la había hecho pequeña, la hizo grande, la augusta independencia: sofocó la de América y murió: luchando por la suya resucita (Hostos 1988: 106).
Aun así, su destino y porvenir será América y los americanos volverán a ella: profecía visionaria que en 1863 adelanta el fin de siglo, de claro matiz hispánico, y que rechazará con pesimismo en 1873 a la vista de la revolución liberal. Entretanto, el saldo global de sus disquisiciones al publicar la novela es negativo; por ello concluye el 24 de noviembre con una rotunda diatriba contra la civilización, el “sarcástico progreso” y los “irrisorios beneficios de la cultura europea” expandida por el Viejo y Nuevo Mundo para mal, y que no es sino el resultado de una dinámica evidente: “los más fuertes siempre destruyen a los más débiles”. Habrá que reescribir la historia entonces (Rojas 1995: 385-402): [...] empujado por mi amor a la verdad, por la larga indignación que me ha costado el penetrar en las profundidades de la Historia, y sobre todo, de ese periodo prodigioso, feliz y desgraciado a un tiempo, en que la fe del genio arrebató este mundo a las tinieblas, peregrinaré... (Hostos 1988: 109).
Peregrinación que es viaje iniciático, trasunto de ciertos mesianismos colombinos... Viaje que se abre y detiene morosamente en el Caribe y que conlleva un itinerario por la naturaleza y por la historia: Estoy admirando los cayos que Colón llamó Jardines de la Reina [...], un mar de poco fondo, verde-claro; a la izquierda millares de islotes, de bajos que rechazan a las olas; a la derecha, Ornofay, en donde empieza el mar a desplegar sus olas, sin otro valladar que Cuba.
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¡Ornofay!... ¡Los Jardines de la Reina! Vamos a soñar como soñó Colón (Hostos 1988: 122).
Esta última frase da pie al viaje por la historia que, como adelanté, arranca de la naturaleza. En efecto, es la contemplación de las playas y mares caribeños, en la primera parte del texto, lo que propicia el salto atrás a la América del descubrimiento revisitada desde los ojos de Colón. Asimismo, lo que desata el lamento por la destrucción subsiguiente a la conquista y colonización de la isla desde la óptica de la leyenda negra reactivada por ingleses y franceses cuyos nombres conoce bien y cita en el prólogo de la segunda edición: “Raynal, Robertson, de Pradt, Prescott, Irving, Chevalier me presentaron América en el momento de la conquista, y maldije al conquistador” —dirá— (Hostos 1988: 71). En consecuencia, se abren en el texto dos planos históricos, el presente y el inicio del siglo XVI. En realidad se trata de una falacia, ya que el pasado es mera proyección mental de un narrador-protagonista que focaliza la realidad, mediatizándola. La historia (Fernández Méndez 1995a: 35-106 y 1995b: 42) nos dice que Colón descubrió Puerto Rico en su segundo viaje (19 de noviembre de 1493).Y para aprender de la historia, o para seguir con su titanismo romántico que le consagra como genio avant la lettre, el narrador ha hecho el esfuerzo de ver con los ojos colombinos, ateniéndose a las páginas de su Diario. Quiere sufrir algo de lo que sufrió aunque sabe que “sufrirá los contratiempos, pero no gozará de los encantos”. Esta dinámica ha sido subrayada por varios críticos, por ejemplo Cordova Iturregui: Existe en Bayoán una verdadera obsesión con la mirada fresca de Colón al posarse por primera vez sobre América en sus viajes. El diario del antillano queda así emparentado con los diarios del descubridor (Cordova Iturregui 1998: 92).
La mirada del narrador media entre el mundo caribeño y la interioridad del protagonista, entre la naturaleza y el texto co-
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lombino, entre el presente y la historia. No extrañará entonces que la primera referencia al tiempo del descubridor sea el ubi sunt, la queja nostálgica por el deterioro de la tierra y sus habitantes: nada queda de su feracidad y belleza, ni de la inocencia de los moradores. El narrador conoce los primeros textos sobre la isla de Puerto Rico: el libro XVI de la Historia General y Natural de las Indias, donde Gonzalo Fernández de Oviedo relata su descubrimiento y colonización; el libro VI de la Elegías de Varones Ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, primeros versos sobre el mismo asunto; o las escasas páginas que Bartolomé de Las Casas le dedica en su Historia de las Indias... Muy probablemente tiene noticias también de la Relación de Fray Pané acerca de las antigüedades de los indios (1535) y de la Memoria del capitán Joan Melgarejo, Gobernador de Puerto Rico (1582), entre otros textos significativos. Casi todos se refieren a la isla de Puerto Rico contextualizándola entre sus hermanas caribeñas. Y aunque aluden a la feracidad y belleza de la tierra que había sido conquistada y colonizada por Juan Ponce de León en 1508, son testigos de escaramuzas y levantamientos indígenas que certifican que la primera colonización tuvo poco de Arcadia. Pero, de momento, Bayoán prefiere olvidarlo. Fiel al segundo viaje colombino, no se ciñe solo a Puerto Rico sino que abarca otros puntos del archipiélago antillano, superponiendo la nomenclatura indígena a la geografía decimonónica. Como buen romántico se dirige a la naturaleza, pregunta por sus habitantes de antaño, por el cacique Guacanagarí, amigo de Colón y considerado traidor a los suyos, un hombre desgarrado entre dos mundos y dos fidelidades. Por ello símbolo también de Hostos, quien le compadece y tras acusarle de ser mal hijo de su patria, acaba perdonándole. El barco sigue costeando las Antillas y los lugares avizorados remiten a sus habitantes: Cibao y su sitiador Caonabo, el canal de Amona, Punta Gorda y Batabanó. “Guantánamo está ahí: ya no hay chozas en las playas, ni haciendo hogueras, indios. Las Casas ¿dónde están tus protegidos?” (Hostos 1988: 118) —dirá—. En
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este caso, su propósito es más neto: denunciar genocidios, al hilo de la leyenda negra que aún no se cerró. Por eso estalla su indignación tras imaginar el exterminio de los indios: El viento nos acerca a ti, montañosa Higüey: a pesar del nublado, adivino tus bosques y cavernas: figúrome a tus hijos, perseguidos en ellos, reducidos de muchos a muy pocos [...] ¡tú, que al llegar los extranjeros, tenías pobladores que defendían tus playas, tus florestas, tus breñas, tus abismos! Último amparo de la sencillez y la inocencia, dame la cólera que dabas a tus hijos, su noble indignación, su valor santo: lo que ellos con sus armas, haré yo con mi voz (Hostos 1988: 114-115).
Detrás de esta apasionada imprecación no es difícil rastrear al buen salvaje de Rousseau, en un XIX romántico generador de toda una literatura indianista a su vez deudora del exotismo europeo. El narrador recuerda cómo los primeros enclaves desaparecieron de la faz americana a manos de la “justicia providencial que así castiga al que comete un crimen” (Hostos 1988: 115). Sintagma muy fuerte en una novela destinada al público español. ¿Sería demasiada extrapolación considerarlo una advertencia subrepticia a la metrópoli, ante su insensibilidad frente a las legítimas ansias de autonomía de los puertorriqueños en ese momento? Creo que no; por lo que se va intuyendo, el ubi sunt suele desembocar en dos tipos de conclusiones: o la indignación por la masacre física y moral; o la prolepsis que propone una alternativa feliz, la de un futuro que nunca existió ni existirá y en el que vuelven a fundirse las acciones y destinos de Colón y Bayoán. Pero ¿quién es el responsable último de todos los desastres? ¿Quién generó el caos? ¡Colón! Bayoán le increpa, acusándole de haber propiciado una catástrofe al hacer visible el Nuevo Mundo al Viejo: ¿No la cometió, y horrenda, cuando levantó el velo que tan felizmente os ocultaba a ti, a Guanahaní, a Borinquen, a los
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ojos de Europa? ¿No la cometió, y funesta, señalándoos con su índice tenaz al ya ciego viejo mundo? (Hostos 1988: 105).
Sin embargo, dos meses después da una última vuelta de tuerca al asunto, más madura, con un enfoque más sociohistórico, teñido de fatalismo, que incluye al propio Dios cristiano a quien las riendas de la historia se le habrían ido de las manos. Colón no sería sino una víctima. En definitiva, Hostos admira a Colón y lo enaltece, autoenalteciéndose indirectamente al unir sus destinos. Y después extrapola el problema a todo gran hombre que inexorablemente sufre la incomprensión de los suyos. Por ello, el citado 21 de enero, al evaluar la gesta colombina, escribe: ¡Y para eso viene al mundo un hombre que, víctima primero de su fuego interior, lo es después de los hombres, de la burla grosera de los pueblos, de la sonrisa del sabio que no sabe, del desprecio del magnate, de la indiferencia ofensiva de los reyes! ¡Y a eso viene al mundo un hombre que mendiga para dar, que sufre para hacer feliz, que se empeña en ofrecer lo que no quieren, que a pesar del sarcasmo del mundo, le da lo que no tiene! (Hostos 1988: 184-185).
¿Será ése el futuro que le acecha? —se pregunta en el diario una y otra vez, un Bayoán transparente que apenas oculta al joven Hostos—. No en vano, como dice Beauchamp, “Colón es el mediador entre el sujeto que aspira y los valores (sacrificio, sufrimiento, verdad, etc.) a que aspira ese sujeto. Colón es el modelo moral” (Beauchamp 1995: 521-540). ¿Miradas paralelas la de Colón y Bayoán? Cordova Iturregui hace ver con acierto que tienen puntos de arranque distintos: Colón parte de la perspectiva europea y citadina, mientras que Bayoán se mueve entre dos mundos y recela de la metrópoli por considerarla siempre un centro de poder. Por eso sus caminos son opuestos: si a Colón le correspondió condenar al
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Nuevo Mundo al abrir nuevas tierras a la conciencia europea, a Bayoán-Hostos debería corresponder la salvación de la patria. En consecuencia, el final de su viaje debe ser la España europea de quien depende la evolución política de las Antillas. ¿Para qué? Ya sabe que “el árbol de ciencia” que promete ser la vieja Europa no es tal... buscará la gloria que define como “Dios, verdad, justicia y virtud”. Lamentablemente ese viaje se frustrará y Bayoán-Hostos cerrará la novela con una prolepsis: su destino es vagar por América en pro de sus ideales. Prolepsis que resultará profética ya que ése y no otro fue el destino de Hostos.
1.2. Eugenio María de Hostos, joven periodista en Madrid
Hace años tuve el placer de trabajar sobre el autor, en concreto sobre su novela La peregrinación de Bayoán (1863), que leí en clave autobiográfica a partir del diario y la memoria (Caballero 2005). Me interesó el autor, los contextos sociohistóricos, culturales y literarios en que se forjó precisamente en España. Reviví su dura experiencia de estudiante pobre en los pasillos, el Ateneo, los periódicos donde se ganaba la vida y comenzaba a hacerse un nombre. En ese sentido, toqué de refilón su incipiente periodismo por lo que pudiera perfilar una personalidad bastante bien asentada en el diario y cuyo trasunto es el Bayoán de la novela homónima. Ya entonces comprendí la necesidad de reconstruir desde los textos originales el periodismo de juventud de Hostos, en concreto la fase española. ¿Con qué finalidad? Elaborar un volumen para la edición de Obras Completas del Instituto de Estudios Hostosianos, un encargo pendiente. A tal fin, comencé a recabar información, si bien en el ínterin el Instituto sufrió una reestructuración, su directora fue cesada y la edición crítica detenida, esperemos que por poco tiempo.
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Vuelvo entonces al hilo conductor de mi búsqueda de originales, que comenzó por el Ateneo madrileño, de donde Eugenio María fue socio desde el 65. Tanto sus biógrafos como la mayoría de sus críticos traen a colación, venga a cuento o no, su famosa intervención de 1868. En consecuencia, me fui a sus fondos: memorias de actividades, listas de socios etc. Buscaba entre 1863/68, con amplias escapadas hacia atrás... y el resultado: ¡ni rastro de Hostos! le da la razón a Ruano, su biógrafo más duro, cuando dice: “el nombre de Hostos no pasa a los archivos de la institución y ni siquiera a la de sus historiadores” (Ruano 1994: 36). Según él, en esa primera época madrileña el puertorriqueño no es nadie... tan solo un joven transatlántico acuciado por la necesidad, que se mueve en los corrillos y da su opinión respecto de los acontecimientos políticos. No es un catedrático, no es un orador encumbrado, no tiene autoridad, ni años, ni preparación para ello. O, como dice su crítico —en el doble sentido de la palabra—: Hay más Ateneo de Madrid en Hostos que Hostos en ese Ateneo [...]. Fue allí un visitante asiduo sin la menor base para equipararlo a ateneístas como Moret o Labra [...]. Su intervención aislada una noche de 1868 se ha multiplicado fantasmagóricamente (Ruano 1994: 34).
Aun así, Ruano se arriesga a dar dos razones por las que el joven Hostos no habla —y no pasa a los archivos de la institución, en consecuencia—: Una, la expresa él en 1866, y es que se siente intelectualmente pequeño junto a tanto gigante [...]. Pero la razón de que no hable en público, dedicado únicamente a leer y a conversar, es quizá también imitar la actitud similar de dos figuras que él admira muy en particular: Sanz del Río y Giner de los Ríos, maestro krausista el primero y discípulo amado de él el segundo (Ruano 1994: 44).
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Sí aporta y está digitalizado Labra (1840-1918), en concreto su libro sobre el Ateneo de Madrid (1835-1905), publicado en la misma capital durante el año 1906 y del que habían aparecido algunos fragmentos en revistas. Fue presidente del Ateneo desde el 13. Retorno a mi pequeña aventura pidiendo excusas por el autobiografismo: en el ínterin, había contactado por intermedio de Ramón Darío Molinary, director de la Casa de Puerto Rico en España (órgano oficioso, que no oficial) con un bisnieto de Eugenio María de Hostos. Se trata de D. Ramón de Alvear y Hostos, abogado madrileño, nieto de Eugenio Carlos. Muy amablemente me remitió a la páginas de su abuelo, Hostos hispanoamericanista y Hostos, peregrino del ideal, en el que están reseñadas por él las colaboraciones en periódicos madrileños del joven Hostos, su bisabuelo. Muy segura de mí misma, le contesté que conocía el libro y en mis indagaciones había partido de ese dato bibliográfico de su abuelo quien, entre paréntesis, hizo una gran labor investigadora y divulgadora, recabando y ordenando papeles, y donando libros escritos por él o por amigos más o menos coetáneos a múltiples bibliotecas e instituciones públicas de todo el mundo, una vez instalado en España tras la jubilación como general de Eisenhawer. “Yo —añadí— busco originales”... y él me respondió que, desgraciadamente, no tenía ninguno. Señalo todo esto porque, si hemos de concederle crédito, esta vía española se cierra. “La vida te da sorpresas”... esta vía nunca se cerró y ha sido para mí de singular importancia el contacto con la activa, inteligente y encantadora Gloria Alvear de Hostos, hermana del anterior y guardiana del archivo personal, papeles y recuerdos varios de su abuelo, Eugenio Carlos, el hijo mayor de Hostos, quien dedicó su vida a difundir la obra paterna. Ella es la responsable de que esta herencia se halle hoy en la web de la Biblioteca del congreso en Washington: Eugenio Maria and Eugenio Carlos de Hostos Papers. Igualmente, ha sido uno de mis puntales a
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la hora de poner en marcha en el Cervantes virtual el portal Hostos, que desde principios del 2010 constituye tal vez el sitio bibliográfico y referencial más completo sobre el prócer. Una labor que tuve el gusto de coordinar y que, como todo portal abierto, crece y se actualiza según transcurren los años. Sea como fuere y retornando a la investigación originaria, como complemento a la vía familiar exploré las hemerotecas. La de la Biblioteca Nacional de Madrid tiene bastantes fondos digitalizados. Bingo con La Iberia, el periódico a cuyo director escribe Hostos para relatarle con pelos y señales y un bastante de indignación los sucesos de la noche de San Daniel (1865). Tengo el texto que hoy abre el Epistolario (1865-1878) (O. C. 2000: 1-4) y me parece un triunfo: al ser de los más transcritos por la crítica, podemos colegir si hubo o no manipulación, intencionada o coyuntural. Un buen punto de partida para la edición de los textos periodísticos, máxime cuando siempre se dijo que había existido un prurito en los hijos por “arreglar” los textos paternos. No obstante, ni La Nación, ni La Voz del Siglo, ni La Soberanía Nacional —principales órganos en los que escribió— figuran digitalizados. En vista de lo cual me dirigí a la Hemeroteca Nacional (Conde Duque 9-11). Allí conseguí algunos textos, casi ilegibles pero originales, de La Voz del Siglo y El Cascabel, cuya colección se visualiza mejor y está casi entera para estos años de la segunda mitad del XIX. La rastreé sin éxito, a la caza y captura de “El periodismo”, que en Ruano y otros aparece como de 1866, año III... resulta que el 66 es año IV. Lo recoge Eugenio Carlos en España y América (O. C. XXI: 360-366). Volviendo sobre mis pasos, sí tuve suerte con “Monólogo de un sediento” (El Museo Universal ,4 de junio 1865). En cuanto a La Soberanía Nacional o La Gaceta Universal... están en papel, cuyo acceso permanece vedado por obras de renovación en el edificio. No se nos oculta que los problemas para investigar seriamente sobre el periodismo primero del joven Hostos no terminan ahí. Si se ganaba la vida trabajando aquí y allá, la cosa
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se complica con los textos no firmados, o firmados con pseudónimo: algunos se conocen: “El observador”, de El Cascabel, por ejemplo, periódico que en el 66/67 cambia de formato y de “periódico para reír” pasa a “periódico festivo, literario y político”. En definitiva, eso supone un margen más amplio para el joven Hostos. Por cierto, que en sus Diarios hay bastantes referencias al amargo calvario de un joven que busca trabajo —necesita el dinero, es obvio— pero además quiere comunicar sus inquietudes. Ruano es uno de los que más sigue su periodismo político, desde su óptica siempre peyorativa: “Para él sobrevivir quiere decir escribir [...por eso debe] reanudar en la prensa su gesticulación partidista progresista” —concluye (1998: 30)—.Y trata con su habitual incomprensión en su biografía a “ese mayagüezano tan raro, indescifrable en su vida de relación, demasiado ideólogo, teorizante, ensimismado. Revolucionario cuando habla y escribe —dirá— no se le entiende cuando actúa” (Ruano 1998: 24). Lo cierto es que durante un largo año —enero 65/marzo 66— y de la mano de Fernández de los Ríos y Servando Ruiz Gómez, Hostos trabaja en La Soberanía Nacional... “tanto más necesitada de una pluma y de un hombre, cuanto que la lucha entre los radicales y los conservadores del partido progresista se agriaba cada vez más [...]. ¿Recompensa? Ninguna. El periodismo era pobre. ¿Alguna prueba de reconocimiento? Tampoco” (Ruano 1998: 2). “Excluido de todas partes tuve que encerrarme en mí mismo” —concluirá Eugenio María, con su habitual fatalismo, con su toque de titanismo romántico también perceptible en los Diarios y en La peregrinación de Bayoán—. En este mismo año, 65/66, son abundantes y notables sus colaboraciones en La Nación, periódico de Matías Ramos, quien en junio de 1866 le llamará a Barcelona para que trabaje en Las Antillas y El Progreso. Desconozco si se estudiaron a fondo las relaciones con este empresario puertorriqueño establecido en España y con el que nuestro futuro prócer sufrirá una progresiva decepción. “Esta amistad se va” —dice en un determina-
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do momento en los Diarios—. Se siente invitado pero también utilizado, por lo que escapará a París. Pero centremos algo más nuestro asunto: ¿de qué corpus hablamos al tratar el periodismo en Hostos? Él mismo hará una lista en el futuro, durante la famosa noche (28-IV-1875) neoyorquina en la que se cree al borde de la muerte y escribe también su escueta autobiografía. Son colaboraciones en El Museo Universal (1863/65), La América (1864/65), La Soberanía Nacional (1865), La Iberia (1865), El Cascabel (1864/66), La Nación (1866), El Progreso (1867/68), La Voz del Siglo (1868/69) y Las Antillas (1869). Su hijo Eugenio Carlos documenta hasta 68 trabajos (O. C. XXI) de los que tengo reseñados unos 54. Parece que le ofrecieron dirigir La Soberanía Nacional y El Museo Universal, tan mal pagados que no aceptó. Sí dirigió El Progreso. ¿Y cuáles son sus temas? Cabe casi todo, en el marco de la sociopolítica coetánea, pero siempre con un hilo conductor bien señalado por José Luis Méndez (2003): “integrar las Antillas en el republicanismo liberal español”. Desde esa atalaya ética y épica (porque su trabajo es como poner una pica en Flandes) discute las reformas de las denominadas “Provincias de Ultramar” que, según él, deben comenzar por lo político y nunca por asuntos administrativos.Y despliega un amplio abanico de asuntos: las comunicaciones con la metrópoli, la censura en los periódicos, la justicia en Puerto Rico, las harinas y tabacos, el abolicionismo y las reformas en Cuba, las insurrecciones y motines, los senadores y las elecciones... Dice cosas como: “reducir las reformas a la representación en Cortes es concebir mezquinamente las grandes necesidades de Cuba y Puerto Rico”. O... “sin la reforma política, ni la económica, ni la administrativa”. O... “las Antillas tienen profundos filósofos, elegantes publicistas, distinguidos jurisconsultos y están al nivel de la Ilustración europea”. En estos artículos —particularmente los del 65/66— la óptica hostosiana es la de un español: “nuestra nacionalidad” (La Nación, 8-V-66); “nuestras viejas posesiones ultramarinas”
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(La Soberanía Nacional, 28-V-66), “nuestra tradición colonial” (La Soberanía Nacional, 7-X-65), “nuestra patria” (La Soberanía Nacional, 22-XI-65), “la honra de España” (La Soberanía Nacional, 28-V66)..., un español del lado de allá, que se identifica con los sufridos metropolitanos en las carencias y en el brillante destino de una madre patria a la que deben mucho los transatlánticos. Por eso concluye: a no menos atenciones y no menos inexcusables deberes están obligadas las repúblicas americanas hacia la antigua Patria, que tampoco en balde se recibe todo el espíritu de un pueblo [...] ni, en fin, se participa profundamente del carácter, de la inteligencia, de las glorias y desgracias de una Madre Patria, a quien nadie puede negar la grandeza, en medio de los colosales errores”.
Errores como los denunciados en la noche de San Daniel. Pero vuelvo a Ruano, quien se deja llevar por un doble movimiento de péndulo: alaba la magnanimidad y grandeza del mayagüezano (“lástima que sus idólatras reproduzcan páginas suyas posteriores pagadas de resentimiento, olvidando estas tan transidas de reconocimiento” —dirá (1998: 38)—. No sin antes haberse escandalizado por el “españolismo brillante” del isleño: próximo a darle la espalda a la península, Eugenio María escribe altisonante acerca de su patria, España, de nuestra patria España, de la gran nación colonizadora [...]. Su nosotros (los revolucionarios) es irreal, lejos de la política irreal de la Revolución: nuestro poder, nuestra conducta, nosotros imaginario eugeniomariano (Ruano 1998: 37-38).
Es evidente que no tiene razón, como han demostrado Félix Cordova Iturregui (1995) y José Luis Méndez (2003): es bien conocido que la inclinación anticolonial de Hostos entre 1865 y 1867 se enmarca en el autonomismo y reformismo;
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hacia 1868 se transforma al hilo de los acontecimientos de la revolución septembrina, que le desencanta. Habría que añadir otra prueba indirecta y para ello me apoyo en el libro de Richard Rosa, Los fantasmas de la razón. Una lectura material de Hostos (2003). Este crítico plantea en el joven puertorriqueño una “estructura de vacilación” que se plasma ya en su proyecto pionero, La peregrinación de Bayoán; una estructura que abarcaría la problemática de la nación: Hostos propone en esta primera novela un rodeo, una perífrasis que llevaría a la modernidad sin pasar por la ruptura violenta (Rosa 2003: 39).
Es decir, de entrada no quiere sangre. Y añade: “[el proyecto de Bayoán...] representa una alternativa a esa historia; su proyecto intentaría establecer un espacio para la realización nacional de las Antillas dentro de un marco semicolonial [...] producto del avance intelectual común de la metrópoli y sus colonias”. Yo creo que Rosa aprendió mucho de Cordova Iturregui, quien dentro de los dos periodos hostosianos (España 1863-69 y América) señala su novela como texto de transición. Aún diría más: esas vacilaciones, esa obra de transición con sus conocidas tesis basculan al menos sobre los artículos de contenido sociopolítico de 1865 a 1868 que pude rescatar en La Soberanía nacional, La Nación y La Voz del Siglo. Ahí se comprueba “el gran peso que tuvo en su vida la relación con Europa [...]” y cómo, sin embargo “[...] su perspectiva fue siempre antillana” (Cordova Iturregui 1995: 636). Desde esta clave encajan los asuntos tratados en su labor crítica, in crescendo del 65 a la revolución, por ejemplo, los artículos publicados en La Soberanía Nacional en polémica con la reforma sobre “la cuestión de las Antillas” (7, 10, 11 y 23-X65), muy bien glosados por José Luis Méndez (2003). A pesar de su apasionamiento (La Iberia, 13 de abril del 65), trata de adoptar la distancia que le confiere el lenguaje jurídico. Y lo
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hace para hablar de cosas como la apariencia de legalidad en un gobierno de caciques (“Sobre las manifestaciones públicas en los países regidos constitucionalmente”, La Nación 22-IV65). Todas las injusticias le atañen: la falta de libertad del ciudadano en “Doctrina militar y constitucional” (La Soberanía Nacional, 5-VII-67), “El jurado” (La Voz del Siglo, 28-XI y 2-XII-68). Los atropellos en la prensa, tema de “El país de los fenómenos” (La Soberanía Nacional, 22-IX-66). No obstante, detrás de algunos, como “Los fueros de las provincias Vascongadas” (La Voz del Siglo, 27-IX-67) en que se declara a favor, late su eterna preocupación: la isla de Puerto Rico, su condición colonial. Una vez más, me convence la opinión de Cordova Iturregui: Si postulaba la posibilidad de una transformación de las Antillas en un contexto español transformado radicalmente, ello era posible porque pudo articular las necesidades antillanas con las necesidades de otras provincias españolas. (Cordova Iturregui 1995: 643)
Si no fuera así —concluye— “su lucha antillana en el contexto español no hubiera tenido sentido […] Ve el proceso español y continuamente lo mide con sus propias acciones en Cuba y Puerto Rico” (Cordova Iturregui 1995: 639). Bien: debo ir avanzando máxime cuando esto resulta bastante conocido, porque el sentido político de sus artículos ha sido ya estudiado. Según transcurren los años, el núcleo problemático y central de las contribuciones hostosianas es la patria, asunto que glosa al hilo de la revolución del 68 septembrina en La Voz del Siglo. Fue este un periódico antillanista dirigido por Azcárate, cuyo nacimiento anuncia El Cascabel en noviembre del 68 y con cuyo director tendrá desencuentros varios (Ruano 1998: 113-114) tras su intervención en el Ateneo, debido al federalismo republicano del isleño. No hay más que leer la carta al director de 22-XII-68. Tengo reseñadas colaboraciones de Hostos el 16, 24, 28 de septiembre, 26 de oc-
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tubre y 1, 4, 9, 15, 18 y 21 de diciembre. En un periódico de tan corta vida —muere por inanición en el 69— y nacido al calor del antillanismo, la voz del futuro prócer se agiganta, aunque le pese a Ruano quien, siempre tan en desacuerdo con él, se pregunta: “Eugenio María ¿disimula para cobrar una colaboración que tiene que aparecer en esa clave? Ante los acontecimientos que se aproximan en su biografía, tal parece que sí” (Ruano 1998: 35). ¿De qué habla, a qué se refiere este crítico? Como le sucede casi siempre, Ruano no puede comprender las alabanzas a la vieja España de quien está a punto de emprender su itinerante cruzada independentista/antillanista; pero este asunto ya quedó zanjado. No obstante su poderoso idealismo, el puertorriqueño arrastra muchos resquemores contra la metrópoli, fluctúa... lo que Cordova Iturregui denominó “la dialéctica entre la desconfianza y el optimismo” (1995: 644). Desencantado, todavía le echa piropos a la vieja patria, en un intento de conseguir lo imposible. Las candidaturas y el perdón para los sublevados en Lares y Yara, las capitanías generales de Cuba y Puerto Rico, más absolutistas que la propia monarquía española... son los temas que guiarán una pluma apasionada, con evidentes valores literarios.Y quiero llegar ahí, a su visionarismo cuajado de románticas metáforas. El 4 de diciembre escribe: Hemos venido para destruir lo anterior, porque el país quiere vivir con honra y con libertad [...]. España, la tierra de la tradición y el realismo, el pueblo que tanto ha influido en la historia del mundo, conteniendo su precipitada marcha, alzando de pronto la frente, revolviendo los ojos, contemplando el sol que ya irradia sobre su cabeza, sacudiendo sus miembros [...] atendiendo que su misión, su gran misión de compensador, de moderador de la historia, está cumplida para él, llevada hasta el sacrificio, y en un momento de sublime e irresistible inspiración aclamando el símbolo de la civilización moderna. ¡Qué espectáculo! ¡Qué suceso!
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Dejo a un lado los avatares políticos de la revolución septembrina, sin planes radicales para las colonias, pero comulgo con Ruano en el sentido de que: “revolución, sí; pero con y desde España, la convicción de Hostos en 1868 es centrípeta, opuesta a la centrífuga, separatista, de Betances” (Ruano 1998:70). Eso es verdad, pero compatible con su rápida evolución ideológica, fruto del desencanto político, y que cuaja en una carta al director de La Voz del Siglo de 22 de diciembre del 68: “Yo creo que la emancipación de la esclavitud debe ser inmediata y pienso que la única libertad posible en las colonias españolas es la federación [...].Yo me he quejado en nombre de Puerto Rico” (Ruano 1998: 116). En el medio, el discurso antigubernamental del Ateneo, que levantó ampollas: “Imaginé posible la independencia con España/el alzamiento de Cuba [...] me puse firmemente del lado de los independientes contra la metrópoli” (Ruano 1998: 120). Son frases del Diario, y todos, desde Lejeune hasta hoy, sabemos de las estrategias ensalzadoras propias de la distancia geográfico-cronológica: la memoria reelabora los libros y genera un texto justificador. Creo que el periodismo político de Hostos ha sido suficientemente (nunca es suficiente, a nuevos tiempos nuevas luces, nuevos enfoques iluminadores) explorado, si bien no tanto el de la etapa formativa en la metrópoli. Lo cierto es que, por deformación profesional, me interesa su primer periodismo, ese “ensayismo” en el que coincide con Martí y Darío. Sin llegar lamentablemente a su altura estilística, Hostos tenía una veta “literaria” en absoluto desdeñable, que abortó debido a su formación krausista (el deber, la moral... cercenan de raíz toda posible literatura) y a su posterior misión redentora. No hay más que repasar, con mirada inocente, las líneas de su relato en la famosa noche de San Daniel y, en general, sus primeras colaboraciones. Ruano señala con dedo acusador que: “se aligera y frivoliza para llegar al público”. Pienso más bien que tiene una mano libre y joven; no educada —es cierto— pero que prometía:
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Huir de la apariencia filosófica, del razonamiento severo, del análisis seco. Desflorar el asunto, saltar de reflexión en reflexión, imitar a las mariposas, a las mujeres, y también a los hombres de mi tiempo, tomar por sorpresa a la realidad, éste es mi fin” (La América, 12 agosto 1865, citado por Ruano 1998: 2).
Curiosamente, decide “venderse” y su “krausopositivismo” —como lo denomina Abellán— influye inconscientemente en su decisión. Para Ruano (y me parecen durísimas sus palabras de denuncia) su “ambicioso” ensayo sobre la ambición (La América, 22 de agosto 1865), “ese magnífico ensayo juvenil” es totalmente autobiográfico: le gustaría sentarse en la presidencia de Puerto Rico tras romper con la estructura colonial y, en consecuencia, pasar a la posteridad como “el gran político isleño”. Por cierto, algo que sin el avatar político, consiguió de hecho: es el ensayista isleño más universal. Volvamos a la noche de San Daniel y a La Iberia, órgano oficial del Partido progresista. La transcripción de Ruano, bastante textual, tiene algunos fallos: ha recortado una frase y leído mal otra breve oración. Además ¡siempre igual! lee el texto con lupa y saña, insistiendo en los supuestos límites del joven Hostos. Vamos a verlo: en el 4º párrafo —“Amo demasiado la justicia [...] pero amo también demasiado la verdad para callarla”— se ha omitido esta frase: “y sea cualquiera el peligro que atraiga sobre mí, voy a decirla”. Y continúa: “Es un deber de conciencia […]” Supongo que la omisión es un lapsus y, en consecuencia, Ruano se mofa del “aprensivo ante los riesgos que pudiera correr por firmar”. El otro lapsus parece un error de lectura comprensible en el estado del texto (me desojé incluso con lupa a la hora de transcribirlo): “espera el pueblo un juicio —afirma casi al final de la misiva— lo verá favorable”. Yo más bien leo “le será favorable” que, por otra parte, es más coherente con el joven Hostos, esperanzado y pundonoroso, adalid de la justicia, que denuncia como deber de conciencia para un ciudadano.
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Me llama la atención la fuerza expresiva, la capacidad narrativa y lo gráfico de párrafos tan conocidos como este: el tropel de hombres y caballos, la confusión de unos y de otros, los gritos de espanto, los ayes lastimeros, las voces quejumbrosas, los lamentos de los caídos o los atropellados, nos habían hasta entonces impedido ver lo más horrible […].
Aquí quería desembocar porque colaboraciones como “Una huella de Juan Pablo” (El Museo Universal, 1867), o la crítica literaria sobre La cuarterona, de Tapia, en el mismo rotativo confirman lo que ya ponía de manifiesto “Monólogo de un sediento” (El Museo Universal, 4-VI-65): su capacidad plástica y toque romántico para tratar alegóricamente cualquier tema. El último texto citado se abre así: “vamos en busca de la verdad” y puede ser considerado hoy como una alegoría, un relato de ribetes filosóficos acerca del destino humano. Las dicotomías vida cotidiana/vida permanente, hombre/Dios, finito/ infinito... articulan el texto, al hilo de un oficio litúrgico, la Misa, que el narrador va describiendo con fascinación. Estamos en un templo, lugar en el que se plasma, no sin paradoja, la armonía krausista: ¡Qué tiernas armonías!... Nacen blandamente allá en lo alto; se esparcen por la bóveda y los ángulos del templo, y se pierden, se pierden suspirando aquí en mi corazón, aquí en lo profundo, en lo inmaterial, en lo infinito de mi ser... ¿En lo infinito? ¡Infinito yo!... Si lo soy, si soy una nota de la armonía universal, y lo mismo que las notas de esa armonía humana se confunden en lo remoto, en lo inaccesible de mí mismo, he de ir yo a confundirme en lo remoto, en lo inaccesible de la armonía creadora: tu, objeto sobre el cual brilla la luz, tu, Dios y hombre, infinito y finito, radiante y misterioso, tu eres... Ha terminado la armonía. Se han apagado sus ecos en mi alma.
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Contraposiciones, antítesis, paradojas... para expresar el interior tumultuoso del protagonista, que se resiste a disolver su individualidad panteísticamente en la nada global: ¡Blasfemia!... ¡cómo! yo, yo, producto de mí mismo, resultado de mi propio esfuerzo, naturaleza vagabunda, inteligencia abstraida, corazón esquivo, que huyo, que atento a mí mismo, me olvido de los otros, que vago por el campo de la idealidad, ¿yo he de depender irremediablemente de los otros, y a pesar de mis esfuerzos y de mi repulsión, he de confundirme con los demás, y formo parte, sin saberlo, de la vida espiritual del universo?
El apunte de salvación vendrá envuelto en una intertextualidad de cuño cristiano: Sitio, hermanos míos: tengo sed de la ventura de los hombres; tengo sed de que brille la verdad, tengo sed de que reine la justicia; sed devoradora; sed inapagable de que el bien y la virtud eleven el espíritu humano hasta el divino; sed que no ha calmado esa vida preciosa que se extingue; sed que no engaña la amargura de la hiel y el vinagre... Hermanos míos, recogeos un momento y meditad. La sed del salvador es la suprema aspiracion a Dios...
Adelantando el clima de angustia existencial finisecular que tan bien definió Martí en el prólogo a la Oda al Niágara, de Pérez Bonalde, Hostos busca una vía salvífica; en su caso, no será la literatura, sino su personal cruzada libertadora. Porque el salvador, sin descartar de entrada ese Dios cristiano en cuya fe se educó, será él mismo. Y sería interesante establecer un paralelismo con los recursos textuales y estilísticos utilizados a este propósito en La peregrinación de Bayoán. Con todo ello, no me refiero solo a la vocación política que desarrolló a lo largo de su existencia, sino a la teoría que tiene acerca del periodismo como sacerdocio, más específico y sagrado, si cupiera el término, del encomendado a todo ser hu-
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mano. La libertad y la libertad de prensa son prioritarias para el puertorriqueño, como expone ya en El Cascabel (1866) (O.C. XXI: 360-367) Concluyo: un joven idealista pasea por Madrid, muerto de hambre pero con los poros del alma abiertos al mundo. Es un joven en formación, apasionado pero indolente, ambicioso pero desconocido. España será el taller de laboratorio en que cuajarán sus contradictorias aspiraciones. Eso habrá de verse más tarde en Santo Domingo, Chile, Nueva York... al hilo de sus polémicas actuaciones, siempre comprometidas con la ética y la patria. Queda para otros seguir profundizando en esa tarea.
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2. El siglo XX y los jugosos intercambios: Collado Martell, Balseiro, Marqués...
Tras el 98, las relaciones con la antigua metrópoli cayeron estrepitosamente pero nunca se cortaron de modo radical. Es más, la resistencia a los norteamericanos y su colonización cultural y lingüística propició un sector hispanófilo en la isla, notable, hasta los trágicos momentos de la acogida a los exiliados españoles, que se sintieron aquí como en su patria. No era solo nostalgia propiciada por las reuniones en el Casino Español o el Ateneo, y que se reflejó en un tipo de arquitectura “estilo revival español” entre 1920 y 1935; sino un programa político, conmemoración de efemérides españolas, actuaciones en prensa (Pérez Lozada, Fernández Juncos...) y promoción de obras literarias en español que durante las dos primeras décadas del siglo comenzaron a dibujar los contornos de la Generación del Treinta, empeñada en la búsqueda de identidad. Una generación hispanista e hispanoamericanista, que impulsará con fuerza las relaciones transatlánticas.
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El tema ha sido objeto de múltiples estudios y desborda los límites del presente trabajo. Me limito a citar unas palabras de María de los Ángeles Castro Arroyo, quien ha sintetizado con sencillez y acierto la problemática del momento en su artículo “Política y nación cultural: Puerto Rico 1898-1938” (2002: 17-48). Una problemática compleja, entretejida de paradojas: las de un país de ciudadanos sin soberanía ni derechos, “puertorriqueños americanos” inmersos en una campaña de protestas y atentados nacionalistas (Albizu), para quienes la única salida posible fue plantear: “La nación es la cultura”. Y la cultura hasta ese instante fue siempre española y europea. Había, además, que marcar las distancias, resistir a las nuevas imposiciones: Un sector clave del movimiento hispanófilo fueron los españoles que permanecieron en el país y los que llegaron después. No se trataba de una colonia muy numerosa, pero sí era importante por su poder económico, su influencia política y liderato social. Mediante la de organizaciones propias como la del Casino Español, empresas periodísticas (El Heraldo Español, El Boletín Mercantil, Puerto Rico Ilustrado, El Imparcial) e instituciones cívicas (Sociedad Española de Auxilio Mutuo, Sociedad Cultural española) mantuvieron vivo el recuerdo de España y su labor civilizadora en América (Castro 2002: 40).
Un decisivo sector hispanófilo tuvo su sede en la universidad de Puerto Rico y su apoyo en dos rectores: Thomas E. Benner en los años veinte y Jaime Benítez al final de los treinta y cuarenta. A riesgo de repetir algunas ideas esbozadas en los dos epígrafes de la introducción (Viejo y Nuevo Mundo ¿una cultura transatlántica? y Una colonia española en el Caribe...), retorno a Federico de Onís como eje de las relaciones “a tres bandas” que en el marco del hispanismo fecundaron el primer tercio del siglo XX. Porque hay que contar con un fenómeno paralelo: “la canonización de la literatura española tuvo éxito en los Estados Unidos: el hispanismo del siglo XX
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es inseparable de la producción y las bibliotecas norteamericanas y de los Hispanic Studies o los Spanish departments” (Díaz Quiñones 2006: 150). Me centro en la isla al hilo de un documentado artículo, “Las primeras dos décadas del departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico: ensayo de historia intelectual” (Rivera Díaz/Gelpí 2002: 191-236). Documentado y sutil, porque plantea las fisuras o posibles incongruencias entre dos políticas culturales (panamericanismo e hispanismo) que confluyen en el profesor e investigador español del CEH situado en Columbia. “¿Cómo puede Onís ser parte de una y otra institución y promover dos programas políticoculturales que son aparentemente contradictorios?” —se preguntan Rivera y Gelpí (2002: 206)—. Hace muchos años (1920), en un inteligente discurso pronunciado en la universidad de Salamanca, “El estudio del español en los Estados Unidos”, el interesado atajó las posibles críticas, bordeando con astucia los escollos panamericanistas y concluyendo acerca del pragmatismo de ciertos pueblos: Los pueblos hispanoamericanos son hijos de España: hay pues que ir a la fuente y conocer a España. De todo este rodeo es capaz la mente norteamericana cuando quiere orientarse seriamente para la acción, y ésta es la razón de su éxito y su eficacia. Ahora tenéis explicado por qué desde 1916 el estudio del español creció en proporciones de cantidad y rapidez que no pueden medirse con las medidas a que estamos habituados en Europa (Onís 1955: 690).
Un fenómeno todavía de actualidad (Lacorte/Leeman 2009)... Volviendo a nuestro asunto, ceñirse a la secuencia de los hechos es otro modo de responder a la cuestión: en 1925 Benner, recién nombrado rector de la universidad, envió a Columbia a dos jóvenes puertorriqueños que serán después profesores de la institución: A. Pedreira y C. Meléndez, a los que se sumará más adelante el futuro novelista E. Laguerre. Estu-
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diaron con Onís y, en concreto, Pedreira hizo su maestría en Artes y se quedó enseñando en la universidad (1926-27). El profesor español fue invitado a la escuela de verano en la isla y encajó en ella, si nos atenemos a su temprano artículo del 26 “Los ojos puertorriqueños”, especie de declaración de principios: “Digo que estoy muy bien, que todo me gusta aquí, que me parece estar en mi patria”.Y añade: “Mi convicción de que en el fondo del alma puertorriqueña se conserva intacta el alma española ancestral, es una intuición inmediata y evidente” (Onís 1955: 36). Ahí cuajó el proyecto de crear el Departamento de Estudios Hispánicos (1927), una de cuyas primeras profesoras fue Concha Meléndez (1895-1983) que lo dirigiría del 40 al 59. Primera mujer doctorada por la UNAM en el 32, inicia una línea de investigación enfocada hacia lo hispanoamericano e isleño, llevando a cabo una amplia tarea recogida en sus Obras Completas (15 vols.). Esa primera fase se cierra con el cese de Benner y la renuncia del español en el 29. De modo que don Federico volvió a su universidad americana hasta la jubilación (1934-1954) en que el “occidentalista” rector Benítez lo reclama para dirigir hasta su muerte (1957) lo que hoy es el Seminario que lleva su nombre, dentro del recinto universitario de Río Piedras. Pero, mucho antes, su correspondencia con T. Navarro Tomás y Menéndez Pidal durante los años veinte permite seguir los avatares de un proyecto que se perfila como “una amistad triangular”, muy útil para los propósitos de difusión hispanista del CEH: Siendo Puerto Rico un pais [sic] de tradición [sic] y cultura española, y al mismo tiempo una parte de los Estados Unidos, es el sitio indicado para crear una escuela americana de estudios españoles, que sirva para dar a conocer a los estudiantes portorriqueños su propio espiritu (sic) y personalidad y a los norteamericanos anglo-sajones la lengua y la civilizacion [sic] españolas en circunstancias muy ventajosas sobre las demas [sic] universidades americanas (Rivera Díaz/ Gelpí 2002: 210).
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En los años siguientes (1925-1929), bien invitados a cursos de verano o como profesores universitarios estables, desembarcaron el propio Navarro Tomás (Vaquero 2002: 267306) y otros tantos españoles como A. Alonso, S. Gili Gaya, A. Castro, F. de los Ríos, Á. Valbuena Prat... Las relaciones con la vieja metrópoli fueron in crescendo hasta el punto de que los primeros profesores e intelectuales puertorriqueños de la universidad se formaron en España al calor del Centro de Estudios Históricos. Es el caso de Margot Arce de Vázquez, Pedreira y Blanco. Margot Arce de Vázquez (1904-1989) es considerada hoy una de las fundadoras de la universidad de Puerto Rico. Se doctoró en Madrid con un estudio sobre Garcilaso de la Vega (1930) pero sus trabajos siempre compaginaron la vertiente española e hispanoamericana como dos caras de una misma moneda, apoyando la cultura puertorriqueña cuando aún no estaba de moda. Su currículum incluye prosa y poesía medieval, Barroco, Machado, García Lorca, Palés Matos, L. R. Sánchez, ensayo isleño y literatura femenina en Puerto Rico... Al prologar una sección de sus Obras Completas José Luis Vega, utilizando las propias palabras de Doña Margot al juzgar a un amigo poeta, ha esbozado el perfil de una pionera y excelente investigadora, imbuida de un sentido de misión cultural y política frente al totalitarismo de un estado pragmático que amenaza la esencias espirituales y morales: El gusto por la literatura, la misma fe religiosa, el amor a Puerto Rico y la preocupación por el destino de nuestra lengua y nuestra cultura nacional. Esa sencilla y franca enumeración resume, sin pretensiones retóricas, los principios rectores de su quehacer intelectual y vital (Vega 1998: 368).
Antonio Pedreira (1899-1939) es uno de los intelectuales que marcaron el país en el siglo XX y sobre los que más tinta se vertió para aplaudir y denostar, según la orientación del estu-
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dioso que lo abordara. Sus valores éticos y morales, su hispanismo e incluso su imagen de la patria como isla cercada o barquilla bamboleada por el mar proceloso, fueron estigmatizados como racistas, clasistas y patriarcales por la crítica empapada de los marxismos sesentayocheros. Su temprana muerte abortó la prometedora carrera intelectual de un hombre culto forjado en Columbia y el Centro de Estudios Históricos de Madrid (19291931), donde se doctoró. Fue en la capital española en la colección de “novelistas, poetas y ensayistas de América” de la editorial Aguilar donde apareció su primer libro: Aristas. Ensayos (1930), que refleja la intensa relación que mantuvo con los miembros del Centro: “A todos ellos Pedreira los califica como hombres integrantes de la Nueva España. Este reconocimiento de la historia y la cultura española, de sus aspectos positivos y renovadores está presente en toda la obra del intelectual puertorriqueño” (Naranjo Orovio/Puig-Samper 2002: 185). Pero su ingente Bibliografía Puertorriqueña (1493-1930) (1932), Hostos ciudadano de América (1932) e Insularismo (1934) muestran su preocupación por la identidad isleña, muy acorde a la Generación del Treinta aglutinada en torno a la revista Índice (1929-31) que fundó junto a Collado Martell, V. Géigel Polanco y S. Quiñones. Bien es verdad que, como escribe en cartas de mayo y julio del 32 al decano de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras García Díaz, esas investigaciones y otras publicadas en la Revista de Filología Española se llevaron a cabo en Madrid. En la citada carta despliega ante su jefe (a quien pide aumento de sueldo) su personal “panel” de relaciones transatlánticas: Sus contactos con la intelectualidad española (Menéndez Pidal, Tomás Navarro Tomás, Américo Castro, Antonio Ballesteros, Ángel Balbuena, Samuel Gili Gaya, Homero Seris...) tanto en Madrid, en el centro de Estudios Históricos, Ateneo, Unión Ibero Americana, Academia Española, Academia de la Historia, Biblioteca Nacional y Biblioteca de San Isidro, como en el Institut d’Éstudis de Barcelona, y en el Archivo de Indias de Sevilla (Naranjo Orovio/Puig-Samper 2002: 185).
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Así las cosas, se entiende que sucediera a Onís en la dirección del Departamento de Estudios Hispánicos (1934) hasta su muerte, impartiendo cursos sobre literatura española (Siglos de Oro, Unamuno, Azorín...) e isleña. En las historias de la cultura puertorriqueña Tomás Blanco (1898-1959) hace pareja con Pedreira, como las dos facetas del ensayismo del treinta que fija las claves del país en su proceso identitario. Siendo tan distintos, ambos pasaron por Madrid en su etapa de formación (Blanco entre 1931 y 1936), y publicaron sus ensayos prácticamente al unísono: Prontuario histórico de Puerto Rico es del 35 y apareció en la capital de la antigua metrópoli. Hace unos años Mercedes López-Baralt rescató la edición del Insularismo anotada por su compañero generacional, en un estudio luminoso sobre los intríngulis generacionales. Allí recuerda que los años madrileños “despertaron su conciencia política de liberal y demócrata, que le haría denunciar a su regreso a Puerto Rico la agresión fascista a la República” (López-Baralt 2001: 71). Se implica en política, denuncia la masacre de Ponce (1937). Unos años antes, aún en la península declara en una entrevista del 33: Creo que los portorriqueños somos hoy, por reacción, aunque a veces no nos demos cuenta, más hispánicos que nunca [...]. No en vano fuimos prólogo y epílogo de la historia colonial de España en el Nuevo Mundo (López-Baralt 2001: 73).
Ya Isabel Gutiérrez del Arroyo había puesto el dedo en la llaga al señalar lo que les enfrenta: la historia. Blanco es un historiador neto, convencido de que el problema de su país es el colonialismo. Por ello, en su libro dedica muchas páginas a la Carta Autonómica del 97, “el país que pudo ser”. Aunque reconoce que el libro de Pedreira le sirvió de acicate, le acusa de escamotear la historia tras el 98 y adoptar un claro partidismo racista, blanco, en menosprecio del mestizaje. La polémica estaba servida para sucesivas generaciones...
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Para concluir este apartado en torno al hispanismo en el periodo formativo de la universidad puertorriqueña: la creación de la Facultad de Estudios Generales, muy en la línea de Ortega y su Misión de la universidad, así como toda una generación de maestros que forjaron la universidad y la cultura isleña del siglo XX deben mucho a su formación transatlántica. Diálogo cultural, intercambio rico y complejo con la intelectualidad española, búsqueda de una expresión propia... los intelectuales puertorriqueños del primer tercio del siglo XX se forjaron al calor de la vieja madre patria y, más allá de la hispanofilia/hispanofobia que marcó a muchos de ellos, cubrieron con creces su misión de poner en marcha un país. Cito algunos nombres: Francisco Manrique Cabrera (1908-1978) doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Central de Madrid (1934), poeta y puertorriqueñista, autor de una Historia de la literatura puertorriqueña (1956); Hernández Aquino (1907-1988) doctor en Filosofía y Letras (Madrid), poeta (participó en el Atalayismo y el Integralismo) y autor de Nuestra aventura literaria: los ismos en la poesía puertorriqueña 1913-1948 (1964); Franco Oppenheimer (1912-2004), también poeta (trascendentalismo, 1948) y coautor de libros de crítica literaria puertorriqueñista. Otros como Cesáreo Rosa-Nieves (1901-1974), poeta del noísmo y del ensueñismo, catedrático de literatura española e hispanoamericana en la universidad de Puerto Rico desde el 36 hasta su muerte, no tuvieron esa forja transatlántica (viaje, estancia en la antigua metrópoli) sino de segunda mano. Aventajado alumno de Pedreira, realizó una amplísima labor investigadora en pro de la identidad cultural boricua, generando multitud de catálogos, antologías o su famosa Historia panorámica de la Literatura Puertorriqueña (1589-1959) (1963). Al margen de las relaciones universitarias, puertorriqueños ilustres sintieron la “llamada de España”: De Diego (1867-1918) fue “el más fervoroso paladín de la herencia española y el que mayor influencia ejerció en la juventud culta de la década de 1930” (González 2002: 103). Hijo de in-
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migrantes asturianos, estudió la primaria en Logroño, Leyes en La Habana y sucesivamente Barcelona, donde se doctoró en 1892 y publicó en 1904 sus Pomarrosas. Tuvo también inquietudes universitarias impulsando lo que hoy es la universidad de Puerto Rico en su recinto de Mayagüez. Murió en Nueva York. Poeta, “caballero de la raza”, autonomista y fundador del partido Unión en la isla junto a Muñoz Rivera y Antonio Barceló, se comprometió en política, en la línea de confederación de las Antillas promulgada por Hostos y Martí. Su empeño fue vincular a su país con el mundo cultural iberoamericano, en un enfoque continentalista, frente a la imposición anglosajona: La glorificación de España en la obra de De Diego, como madre de la raza puertorriqueña y fuente de la civilización en América, fue como en el resto de la América Latina un discurso esencialmente intelectual y poético. Su libro de poemas Cantos de rebeldía (1916) reúne su propaganda hispánica en versos. En ellos proyecta su amor a España, su afán en favor de la independencia de Puerto Rico, su patriotismo teológico, su antiimperialismo y su ilusión sobre la unión antillana (González 2002: 105).
Luis Llorens Torres (1876-1944) estudió leyes en Barcelona pero terminó su carrera, junto a Filosofía y Letras en Granada. Del impacto de la ciudad da cuenta en sus versos Al pie de la Alhambra (1899), como ha recordado recientemente Álvaro Salvador (2012). Volvió a Puerto Rico en 1901 donde compatibilizó sus inquietudes poéticas, que le llevaron a crear la Revista de las Antillas (1913), órgano del modernismo puertorriqueño; con las políticas en torno al partido Unión. Pasarán años hasta que un granadino universal como Lorca deje su sello en la poesía puertorriqueña (Rodríguez Pagán 1981). Tal vez una de las estancias más fructíferas para la renovación de la poesía en su país sea la de Evaristo Ribera Chevremont (1890-1976) quien llega a la península el quince de
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junio de 1920 con una beca de la Casa de España auspiciada por el poeta español Villaespesa, de visita en la isla; beca que le permitirá pasar cuatro años decisivos en su formación. Entra por Cádiz, recorre Sevilla, Córdoba, Granada, La Rioja, Ávila, El Escorial... visita la Soria de Machado... y se instala en Madrid. Trabajo como secretario de Ramiro de Maeztu, imparte conferencias en el Ateneo y publica sus versos isleños: El templo de los alabastros (1919), así como lo que va escribiendo, La copa de Hebe (1923) y El hondero lanzó la piedra (1923). En sus memorias escritas años después bajo el título El niño de arcilla (1950) contará Tuve amores, tuve amigos, tuve salud, tuve felicidad. Mis primeras actuaciones en el Ateneo, recitales, conferencias fueron coronadas por el éxito. Logré la estimación de la juventud intelectual y llegué a ser un español entre los españoles sin dejar de ser puertorriqueño. Residí cinco años en España. Después viajé por Europa: Bélgica, Francia, Alemania, Italia, Inglaterra. Pero sólo España labró en mi corazón un surco para la semilla del amor. Del encuentro con la vieja madre, nunca olvidada, surgí ya más rico en el saber y más templado para la lucha (Ribera Chevremont 1950: 138).
Este sumario da las pautas de ese “llegar a ser español sin dejar de ser puertorriqueño”, aplicable también a Balseiro y otros que, durante esta década, experimentan algo semejante. Pero además, al calor del Ultra contactará con Bacarisas, Garfias... y discutirá las aportaciones de Huidobro. Experiencias poéticas que, además de cuajar en obra, le permitirán convertirse en el correo de la modernidad vanguardista, de un modo similar a lo que hiciera Borges en su Argentina natal a partir del retorno en el 21. Aunque y como recuerda Carmen Irene Marxuach (1987: 93), “en cuanto a los ismos y en particular al Atalayismo, Ribera Chevremont mantenía una posición independiente. Sin reprobar ni aplaudir [...]. No simpatizaba con las estridencias ni con el vociferente alarde [...]. Persistía
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tenazmente en su pregón vanguardista de una manera sosegada y consecuente”. Volverá a la península pasados los años en varias ocasiones (1953, 57, 58, 59...) para impartir conferencias, patrocinado por la universidad o en misión cultural. Imposible agotar la cantera, ni siquiera establecer una nómina de intelectuales puertorriqueños en España, con sus repercusiones transatlánticas. Mucho menos caribeños, (Esteban 2011) e incluso hispanoamericanos coincidentes en estas décadas tan ricas en intercambios, encuentros y reencuentros transatlánticos. Muchos nombres se olvidaron hoy, como el de Rafael Hernández Usera (1888-1946) en su momento residente en Madrid (1922-1926), donde publicó una serie de ensayos prologados por el conde de Romanones que exaltaban las virtudes hispánicas: De América y de España. Pero el puente estaba tendido más allá de las magulladuras de los años que lo fueron desgastando. 2.1. Collado Martell: un tardío modernismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo “Pasó, pues, el modernismo sin dejar en Puerto Rico un prosista que lo representase” (Henríquez Ureña 1957: 471).
Es ya un tópico hablar del tardío modernismo puertorriqueño y ceñirlo a la poesía, con especial relevancia en la Revista de las Antillas (1913). Y ello, incluso en quienes han intentado rescatar algunas voces consideradas en su momento marginales, como sucede con José de Jesús Domínguez, estudiado por Ramón Luis Acevedo Marrero en su libro Ecos del siglo o la otra cara del modernismo (2007a). Lo cierto es que la prosa tarda más en cuajar y aparece muy escasamente en las historias de la literatura. Sirva como ejemplo la Breve historia del modernismo (1954) de Max Henríquez Ureña, quien le dedica las páginas 456-471 y de ellas solo tres a la prosa. “Los escritores puerto-
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rriqueños de fines del siglo XIX y principios del XX manejaban el castellano con corrección y soltura, y a veces, como Eugenio María Hostos (1839-1903) de manera genial; pero no intentaron elaborar la que Gómez Carrillo llamó prosa artística” —dice (1954: 469)—. Para citar a continuación una extensa lista de historiadores, periodistas, autores de cuadros de costumbres y ensayistas... entre los que no consta Collado Martell. Si acaso, rescata al Nemesio Canales de Paliques para añadir: “pero la prosa de tipo modernista, elaborada con paciencia de orífice, no se avenía con su temperamento” (1954: 470). Me gustaría hacer un comentario al hilo de los poetas “modernistas” puertorriqueños recogidos en este emblemático manual. La transición a la nueva escuela viene marcada por Muñoz Rivera (1859-1916) y De Diego (1866-1918). Ambos hicieron poesía descriptiva y política, a tono con la situación isleña y su compromiso personal. Corolario obligado de un XIX turbulento, supuesto arranque de una modernidad que no se corresponde con la construcción de un estado nacional, como recuerda Silva Álvarez Curbelo en Un país del porvenir: el afán de modernidad en Puerto Rico (siglo XIX), un ensayo que reevalúa en clave postmoderna los viejos problemas de la política (autonomismos, independentismos...), de la raza (abolicionismos), de la economía... en el marco de las relaciones transatlánticas (por cierto que para nuestro asunto, el capítulo más interesante es el cinco, “Representaciones de la modernidad: los intelectuales” (2001: 213-316). Este sello político se aminorará, pero nunca desaparece de una tierra “colonizada” y, en consecuencia, volcada en esa problemática. Y no se olvida entre los intelectuales, marcados por un sello transatlántico desde su viejo origen español y, en gran medida, educados en la metrópoli. La constitución de la ciudad letrada en Puerto Rico implica criollización y una modernidad romántica de corte político y costumbrista, en la que engarzan Alonso, Tapia y Rivera, Brau... y tantos otros. Un enfoque que parece aplicable todavía a la Generación del
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Treinta iluminada por el Insularismo (1934), de Pedreira, según Bernabé en su ensayo del 2002. Creo que el comentario es pertinente, porque suele justificarse el tardío y escaso modernismo de sello preciosista por la tensa situación política que atravesó la isla durante los primeros treinta años del pasado siglo. Y los sucesivos movimientos literarios no consiguen despegarse de sus secuelas. La otra idea que quisiera dejar esbozada es cómo este manual entrevera bajo el rótulo “modernista” nombres poéticos que después formaron tanto en las filas del modernismo como de la vanguardia: Luis Llorens Torres (1878-1944), fundador y director de la Revista de las Antillas y conocido como padre del pancalismo, pero que previamente y tras su estancia española (Al pie de la Alhambra, 1899) hizo poesía política; Evaristo Ribera Chevremont (1896-1976) que a los veintiún años publicó en España El templo de los alabastros (1919), en la estela de Prosas profanas y a su retorno a la isla se volcó en la vanguardia; José I. De Diego Padró (1896-1974) fundador del diepalismo junto a Luis Palés Matos; mientras su hermano Vicente fundaba el noísmo... Tal vez Henríquez Ureña no sea consciente de estos trasvases que van más allá de la habitual prehistoria modernista de los grandes autores de vanguardia, como Huidobro, Vallejo o Neruda; pero sí lo es del decalage cronológico a la hora de importar la literatura: De Diego Padró pone en evidencia, mejor que ningún otro poeta, el tardío proceso del modernismo en Puerto Rico: a los veinticinco años de la publicación de Prosas profanas es cuando aparece en la poesía puertorriqueña la forma preciosista de esa etapa del modernismo, a pesar de que el propio Darío había adoptado después, a partir de Cantos de vida y esperanza, una forma de expresión menos artificiosa y libresca. Por otra parte, ya cuando se publicó el libro de De Diego Padró el modernismo había cumplido su trayectoria y era sustituido por nuevas tendencias (Henríquez Ureña 1954: 465466).
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Si, a vuela pluma, seguimos buceando en las historias de la literatura o antologías del modernismo hispanoamericano, las elaboradas por José Olivio Jiménez junto a De la Campa o Morales (1976, 1998, respectivamente) son muy útiles para el alumno y el investigador pero tienen en común la ausencia de Puerto Rico. Sucede lo mismo con algunas más recientes, como la de Dolores Philipps-López, Cuentos fantásticos modernistas de Hispanoamérica (2003). O con el magnífico estudio de Aníbal González (por cierto puertorriqueño) sobre La crónica modernista hispanoamericana (1983). La excepción, parcial pero significativa, viene dada por El discurso de la ambigüedad. La narrativa modernista hispanoamericana (2002), del también catedrático puertorriqueño R. L. Acevedo Marrero, un conciso pero completo y actualizado trabajo que entrevera aportaciones de sus compatriotas. Por lo que se refiere a la novela, cita La muñeca (1895), narrativa realista/naturalista con rasgos modernistas escrita por una mujer, Carmela Eulate Sanjurjo; y varios textos de Nemesio Canales (Feliz pareja, 1917; Hacia un lejano sol, 1920; y Mi voluntad se ha muerto, 1921), de estilo muy peculiar. Y al hablar del cuento subraya dos presencias: Collado Martell y María Cadilla, autora de Cuentos a Lilliam (1925), “valiosas actualizaciones de una narrativa modernista ya acriollada del mundo rural y pueblerino” (Acevedo Marrero 2002: 123). La ausencia, con pequeñas excepciones, de referentes puertorriqueños en los manuales sobre modernismo no es obstáculo para que sus presupuestos (profesionalización del escritor junto al auge del periodismo; chatura intelectual de la sociedad paralela al derrumbe de valores morales; belleza y arte como valores supremos...) puedan aplicarse sin excesivo problema a los Cuentos absurdos de Collado Martell (19001930). Igual que el adelgazamiento extremo de la anécdota, mero pretexto narrativo; el ritmo armonioso y musical de la frase; el lenguaje sensorial bien reflejado en cuidadas descripciones...
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¿Crónica? ¿Cuento? ¿Prosa poética? La ruptura de barreras genéricas propia de la modernidad funciona en los textos modernistas, tanto si nos referimos a ese género híbrido que es la crónica volcada en lo cotidiano, como al cuento empeñado en trascender las fronteras de lo rutinario para bucear en lo más enigmático de la condición humana. No obstante, y quisiera subrayar esto porque es el marco textual del puertorriqueño que estudio, las obras modernistas tratan de construir un mundo que represente la realidad contemporánea de los respectivos países de los autores, por más que en muchas ocasiones se recurra a espacios distantes en la geografía o en el tiempo. Todas ellas aparecen centradas en las vicisitudes psicológicas, espirituales y sociales del personaje protagonista (con frecuencia un artista o un héroe dotado de particular sensibilidad), cuya conducta contrasta insatisfactoriamente con su entorno social, de tal manera que esta oposición frontal funciona, en el nivel ideológico, como el motor del mensaje trascendente que se proponen estas novelas (Jiménez/Morales 1998: 232).
Algo muy bien trabajado por Meyer-Minnemann en el capítulo sexto de su libro La novela hispanoamericana de fin de siglo (1997), que lleva como título “La oposición entre ámbito interior y mundo exterior como confrontación entre sensibilidad finisecular y realidad latinoamericana” (1997: 196-238). Especialmente perceptible en De sobremesa (J. A. Silva), toma un sesgo más americanista en el venezolano Díaz Rodríguez o en el uruguayo Carlos Reyles. Aunque el primero privilegia el ámbito interior preciosista frente a la realidad de la época, en Sangre patricia (1902), por ejemplo, los protagonistas se estrellan contra las circunstancias del país en medio de una crítica clara a la presión estadounidense en Latinoamérica. Reyles está más cerca de convenciones realistas y naturalistas e intentó la armonización de la estética modernista con los asuntos
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americanos. No es el único que funciona así: como un bucle que se cierra sobre sí mismo, como un movimiento de péndulo en el reloj de la historia literaria, otros siguieron la misma evolución que cristaliza en la década del treinta hispanoamericano. Por ello, Acevedo Marrero titula el segundo capítulo de su libro “Del exotismo al criollismo”: Gómez Carrillo, Larreta, Díaz Rodríguez y Reyles” (2002: 52), recordando la naturaleza tropical de Lucía Jerez, o la elegía al viejo sistema patriarcal que suponen novelas como Zogoibí o Don Segundo Sombra y deteniéndose especialmente en el comentario de Peregrina o El pozo encantado, escrita en 1924 por un Díaz Rodríguez interesado en lograr una novela poemática de fondo criollista: naturaleza, tipos y costumbres campesinas, sobre un fondo turbulento de guerras y caciquismo, por desgracia tan propios del continente. Incluso Rufino Blanco Fombona “escribió una serie de novelas —El hombre de hierro (1907), El hombre de oro (1915), La mitra en la mano (1927), La bella y la fiera (1931)— en las cuales la prosa modernista se combina con la pintura naturalista del clima envilecedor de la tiranía y la corrupción de la sociedad venezolana” (2002: 95-96). En Colombia, Vargas Vila y Rivas Groot elaboran textos decadentistas y refinados que presentan una sociedad en crisis muy contextualizada. Para cerrar este apartado introductorio, Sebastián Guenard (1924) que De Diego Padró escribió como germen o simiente de su novela En babia (1940, 1961), magníficamente estudiado por Niemeyer (2004) y los Cuentos absurdos (1931), de Collado Martell pueden considerarse hoy lo más representativo de la prosa modernista puertorriqueña. Una prosa modernista abierta a la vanguardia. Collado Martell, un escritor extemporáneo que merece ser rescatado
A todo lo que se viene comentando sobre el modernismo en Puerto Rico, se debe añadir que Collado Martell es un raro,
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un periodista abierto a la multiplicidad genérica y que en su corta vida no publicó prácticamente ningún volumen. La edición de Cuentos absurdos y otros cuentos llevada a cabo por William Rosa (1999), con un excelente trabajo introductorio y los necesarios apéndices bibliográficos, pone de manifiesto sus colaboraciones en Puerto Rico Ilustrado (1924/29/47) e Índice (1929/1930), así como la recuperación ya póstuma de muchos de sus cuentos en Alma Latina (1944/45/46/49/50). Como ya se dijo, pocas referencias bibliográficas iluminan la obra de este escritor muerto en su juventud y bien considerado por sus compañeros de generación. Para comprobarlo, no hay más que leer el prólogo, “Umbral” de Samuel R. Quiñones, fechado en abril del 31 (pp. 1-8). En su tierra, quedó consignado en la antología pionera de Concha Meléndez y ha sido refrendado ya en los 2000 por R. L. Acevedo Marrero. Por lo que se refiere a España, el catedrático Vicente Cervera Salinas recogió su cuento “Los espectros del río Casey” en su antología Cuentos sociales hispanoamericanos de antaño (2012), lo cual es poner una pica en Flandes. En el “Liminar” de esta antología hay alusiones al escritor y su inclusión se justifica desde el punto de vista del aporte legendario, como elemento constitutivo y esencial del acervo sociocultural de Puerto Rico. Para enmarcar el autor y la obra que vamos a estudiar, retornamos a las palabras pioneras de Concha Meléndez: Lo más perdurable de todo lo que escribió son sus cuentos. Recogidos en un libro póstumo —Cuentos absurdos— conservan todavía una definida filiación modernista en temas y estilo siendo Collado Martell el cuentista más importante en Puerto Rico dentro de aquel movimiento literario. Además de cuentos como “El mozambique embalsamado” y “La última aventura del Patito Feo”, rubenianos en atmósfera y estilo, y otros escritos en clima parecido como “Diálogo de arcillas” y “El anillo de Lord Arthur”, Collado Martell escribió cuentos de niños desarrollados poéticamente. En “Su primer ideal” y “La súplica del vendedor de frutas”, los protagonis-
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tas son niños venidos de la montaña a trabajar en la ciudad; uno, como vendedor de periódicos; otro, como peoncito en un ventorrillo de frutos menores. Huyen de la miseria jíbara para caer en la esclavitud de la ciudad (1961: 13-14).
La cita es larga, pero la autoridad y perspicacia de su autora consagran y sitúan también en su papel de bisagra los textos del escritor, modernista tardío (¡y cómo no en la isla!), que “a pesar de ser el autor de un solo libro, cultivó prácticamente toda la variedad del cuento modernista: desde el relato fantástico, de ciencia ficción, la parábola y los basados en el artista y la vida bohemia; hasta el cuento para niños y la narración de ambientación criolla” (Acevedo Marrero 2002: 124). W. Rosa rescata a un Alfredo Collado Martell marginal por sus circunstancias personales y profesionales; y lo sitúa en el segundo momento del modernismo puertorriqueño y en una tesitura de reapropiación de recursos de esa procedencia para ”crear un discurso que se nutre del mismo pero que a la vez muestra unas características propias” (1999: XVII), cuestiones patentes en este su único libro de publicación póstuma. Reconoce el uso de recursos modernistas en un texto que, además marca la evolución hacia el movimiento vanguardista de principios del siglo XX. [... Por lo que] los relatos aquí reunidos deben ser estudiados dentro del contexto del cuento hispanoamericano de principios de siglo XX, pues incorporan lo mejor de la producción decimonónica y añaden, al mismo tiempo, una dimensión distinta, nueva y en muchas ocasiones atrevida (Collado Martell 1999: XXXI).
Vamos a procurar elegir ejemplos representativos de las varias vertientes que el escritor explora. Porque el libro se compone de treinta y seis cuentos, diversos aunque unidos por el hilo conductor de una escritura cuidada pero suelta y sin excesivos toques preciosistas. En este sentido, se nota lo avanza-
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do de la fecha y se evita la posible cursilería de ciertos epígonos modernistas. También la fecha se muestra en la inflexión hacia lo que en su momento Jean Franco denominó “el retorno a las raíces” propio más bien de la segunda vanguardia y de la década de los treinta. En el caso que se estudia, esa contextualización en muchas ocasiones es muy leve, en forma de breves notas de espacio: sirenas en el Caribe (“Acuarela en tono rosa”), las palmeras, propias de una geografía tropical (“La ley inexorable”), de las Antillas y Quisqueya a Canarias (“Una gota de almíbar y un trago de hiel”). A veces el contexto parece acercarse de nuevo a las haciendas y hombres antillanos, en esa vuelta de tuerca que recupera ciertas geografías de la novela realista/naturalista, por la referencia a jíbaros, esclavos... (“El solitario de la calle concurrida”, “La posada del toro negro”, “Guillo el holandés”, “Un corazón de pura sangre”...). Incluso pueden detectarse herencias románticas en la recreación de leyendas como “Los espectros del río Casey” o “Hatuey, el héroe de mi jardín”. Aun en estos relatos, el toque escritural modernista da un sello nuevo y exquisito a lo que pudieran ser temas o ambientes conocidos para el lector. Porque la trágica historia de Lila del Cafetal en “Los espectros del río Casey” no deja de ser una leyenda romántica (presencia femenina en la naturaleza, voces misteriosas que resuenan en la noche, final funesto para una historia de amor que se tuerce inexorablemente). “Diálogo de arcillas” pone en boca del cemí los horrores de la conquista. Y “Hatuey” es casi heredero del mensaje independentista de Hostos, con esa lograda metáfora en que su protagonista lagartijo personifica al cacique indio de Quisqueya durante los primeros años de la Colonia en su resistencia orgullosa contra el conquistador. No obstante, ciertos matices lingüísticos permiten leer entre líneas una crítica directa al Puerto Rico de su época: “A más ciudadanos, menos hombres” (Collado Martell 1999: 23). “Porque no olvides, Hatuey, que los ciudadanos son enemigos de los seres libres y tratarán
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de castigar tu bravura y tu independencia” (Collado Martell 1999: 27). Lo que en el contexto de un Puerto Rico ocupado por los Estados Unidos que ofrecen en contrapartida la ciudadanía, tiene una lectura transparente. El país, el momento... pero además el cambio modernizador provocado por el engrandecimiento de una burguesía en el contexto de la modernidad. La crítica contra la modernidad es un tópico desde Martí y, más o menos veladamente, se pasea por estos relatos, como no podía ser de otro modo. El poeta, el artista bohemio (Gómez Carrillo 1999) es un desclasado, un tipo que no encaja en esa nueva y pujante sociedad burguesa, como estudiaron Rama, Gutiérrez Girardot y tantos otros. Una víctima de la aceleración histórica finisecular. Ello explica que más de la mitad de los cuentos de Collado Martell toquen aunque sea de refilón este asunto. Un asunto que enfrenta el ideal a la burda realidad cotidiana en que se mueven hombres y mujeres (“El suicida” que muere de hambre, en una sutil recreación del “El rey burgués” dariano). Y ellos suelen ser los sufridores, aunque también los haya desdeñosos y soberbios, maltratadores de palabra y hecho. Este último es el caso de los protagonistas de “Acuarela en tono gris”, “El coleccionador de ligas olorosas”, “El anillo de lord Arthur” y algunos otros que no quieren permitirse la debilidad del amor por si resultaran vencidos por la mujer. Una mujer que, como es habitual en el modernismo, es objeto de deseo, frívolo bibelot exquisito y vano que, en ocasiones lleva a la desesperación al enamorado (“Un poeta bohemio que perdió el corazón”, “La razón del cínico”, “La camisa rosa de Don Sebastián Alonso”, “Parábola del jardinero vencido”), una hipócrita (“La ley moral”) y caprichosa dominadora (“El mozambique embalsamado”) o al menos un ideal inalcanzable (“Su primer ideal”).Y, en consecuencia, el hombre puede desembocar en la amargura (“Una gota de almíbar y un trago de hiel” o “La ley inexorable”). Ahora bien: la mujer despliega sus alas y pasa al ataque en alguno de estos relatos, como por ejemplo “La flirt” en que,
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ante el aparente desdén de su posible amado se empeña en la conquista demostrándole no ser un objeto, sino una mujer de carne y hueso... lo que le permite alcanzar su deseo. Sabe vengarse (“El anillo de lord Arthur”, “La venganza”), escandalizar al varón con propuestas de triángulos amorosos más o menos morbosas que en ocasiones se vuelven contra ella (“La de los zarcillos color de aguamarina”), aunque en otras sucumba a la seducción del varón plegándose al amor (“El conquistador que llega”) o desquiciándose cuando es vejada (“Los espectros del río Casey”). Por fin, algunos relatos abordan ese núcleo central del modernismo, la belleza, en la línea de “El velo de la reina Mab”, el emblemático texto de Darío. Pero sutilmente lo desplazan: la belleza perfecta de griegos y parnasianos resulta pobre al artista, vacía en su triunfo y eso lo sabe incluso Buda: “toda belleza es humana” —dirá en “Parábola del error fecundo”—. “Sin la pasión no existe la belleza” (“Parábola de la perfección en el arte”). Concepto aún más sublimado por un Jesús de Nazareth que se pasea por Jerusalén (“Parábola del diálogo errante”) entablando un diálogo fecundo con el escultor que trabaja en pos del ideal: —No lo olvides, (oh artista! Toda obra fecunda está en el corazón. Siéntela primero, vívela después... y ya serás inmortal” (Collado Martell 1999: 87).
Porque solo el amor del corazón divino es capaz de insuflar al artista y su obra una luz imperecedera. Como solo el amor a los demás, sublimación del amor egoísta a uno mismo y del amor sensual a una mujer, es capaz de garantizar la felicidad eterna (“El alma del amor”): “ama a los hombres sobre todas las cosas y con ello amas a Dios” (Collado Martell 1999: 63). Un Dios identificado en estos cuentos con Jesús de Nazareth, mucho más de lo que los textos modernistas suelen hacerlo. En esta época se le presenta como hombre ideal, el mártir, la
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bondad por antonomasia, pero a nivel inmanente (Hinterhaüser 1980). En conclusión
Más allá de los núcleos temáticos señalados en los Cuentos absurdos, de Collado Martell, me gustaría subrayar algunas aportaciones a nivel textual: • La modernidad estructural y la soltura de los diálogos en algunos de sus cuentos (“Un poeta bohemio”, “La de los zarcillos color de aguamarina”), en concreto aquellos que establecen un doble nivel, un relato dentro del relato, e introducen personajes que acotan con sus comentarios la historia del narrador, distanciándose, objetando y también caracterizando indirectamente la época: El poeta bohemio se detuvo y apuró otra copa de ajenjo. —Era un hombre encantador -repuso la chica. —¡Un romántico, un romántico! —intercaló el capitán [...] —Olvida cómo pensaba. Solo nos interesa cómo sabía amar —dijo la dama haciendo un mohín de disgusto. —Sí, amar, amar, cómo sabía amar -afirmó el capitán. El poeta bohemio, ya casi borracho de entusiasmo, exclamó: —¡Amar, amar! ¡Si él era el amor mismo, el último enamorado! —Pues explícanos por qué. Voy a recordar, para contarles, su último episodio [...] (Collado Martell 1999: 11).
• La referencia intertextual a E. Gómez Carrillo (Collado Martel 1999: 13), uno de los escritores míticos y mejor incardinados en la vieja Europa, cultor de un tipo de crónica que nuestro puertorriqueño conoce y tiene en mente, aunque la suya sea menos culturalista. Este guatemalteco, que residió desde joven en París y escribió más de tres mil crónicas, hizo
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de enlace entre la literatura francesa y la hispanoamericana. Recientemente se han vuelto a editar sus crónicas de viaje en la editorial sevillana Renacimiento (2010). • La utilización de cuentos universales y de figuras animales personificadas para plasmar los más profundos sentimientos del ser humano: maldad y arrepentimiento dolorido (“El lobo de Caperucita roja”), amor y celos que llevan a la muerte (“La última aventura del patito Feo”) y una dolorosa y sublime historia de amor por parte de la hembra (mujer) en “El mozambique embalsamado”. A veces son los objetos quienes toman carne, por ejemplo, el bibelot, la Mimí parisina de Montmatre, esa “cocote divina y diabólica” dialoga con el artista (“El bibelot de mi escritorio”, “La conseja de un caracol napolitano”). • En la misma línea, la utilización intertextual de un clásico de la literatura para simbolizar la inadaptación del ser humano que le lleva hasta el suicidio (“El gigante liliputiense”) y elaborar toda una metáfora de la pequeñez moral de los seres humanos, simples enanitos en este registro. • El haber sabido instalarse en la crisis finisecular que conlleva un desbarajuste mental, un desdibujar de fronteras entre el bien y el mal patente en el Cemí y el Buda de “Diálogo de arcillas” o en el tratamiento de cuestiones “modernas” que rozan los límites de la ética (“El buen hombre que fue un hombre malo”). Por contraposición y en sus textos, esto nunca afecta al Jesús cristiano, cuya luminosa doctrina es sólida e imperecedera para el narrador. Y es que muchos de sus finales son positivos o, si la historia resulta dura como en “La tragedia sentimental”, el protagonista se refugia en el recuerdo, “una divina emoción que tiene la virtud de ocultar el presente” (Collado Martell 1999: 155). Por todas estas cuestiones y muchas más imposibles de desarrollar ahora, es muy pertinente rescatar a este escritor olvidado de un tardío y complejo modernismo que recupera actualidad.
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2.2. Balseiro en Madrid: de joven hacendado puertorriqueño a intelectual cosmopolita Servir a una nación es sacarla de sus fronteras (Balseiro 1981: 71)
En el marco de los estudios transatlánticos, quisiera rendir un pequeño homenaje a un gran intelectual injustamente olvidado: José Agustín Balseiro (1900-1991). Un nombre prácticamente desconocido —tempus fugit y el olvido se cierne también sobre los grandes hombres—. Su larga vida permite ejemplificar el cambio de mirada, la evolución de una perspectiva transatlántica a otra norteamericana; comprobar cómo los avatares históricos del 98 con el cambio de soberanía y dependencia colonial volvieron las tornas de los isleños. Y, por otro lado, su iniciación literaria convive con las vanguardias (Fornerín 2010: 93-102), en la isla efímeras a pesar de los explosivos manifiestos de movimientos que se suceden e incluso superponen en una franja cultural relativamente breve a partir de los años veinte (Carrero Peña/Rivera Villegas 2009). El proceso será lento y no acabará de cuajar hasta el medio siglo; más aún hasta la denominada “Generación del Setenta” en narrativa. Por ello no sorprende comprobar que Balseiro fuera en su origen uno más entre los isleños atraídos por la antigua metrópoli a la hora de perfilar su formación intelectual y de plantearse una carrera literaria. Es un heredero neto de los autonomistas e independentistas caribeños (Labra, Hostos, J. J. Acosta, Vizcarrondo...), que inundaron Madrid en la segunda mitad del XIX a medio camino entre la cultura y la política. Para José Agustín la política no es prioritaria. Más bien se sitúa en la línea de trabajo y relaciones transoceánicas abierta por el Centro de Estudios Históricos de Menéndez Pidal (lo considera su maestro) en el que se educaron tantos puertorriqueños (López Sánchez 2006).
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Un nombre a la altura de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, por cronología y actitud intelectual; quizá no tanto por sus realizaciones aunque triunfó como poeta, novelista, articulista, crítico literario y profesor de universidad. Por lo que a nuestro asunto se refiere, los estudios transatlánticos, me parece interesante la declaración años después de un crítico español, Luis de Zulueta, en una reseña recogida por su destinatario: “Balseiro en Madrid era uno de los nuestros”. Allá por los años de mil novecientos veintitantos conocí en Madrid a José Agustín Balseiro. Era un muchacho portorriqueño, observador y efusivo a la vez, que despertaba a su alrededor la simpatía porque él la prodigaba con juvenil vivacidad hacia las personas y las cosas todas. Frecuentaba los círculos intelectuales; fue Secretario de la Sección de Literatura del Ateneo. Publicó en España un libro de versos, La copa de Anacreonte, con un prólogo del inolvidable Eduardo Marquina. Luego la Academia Española le premió un primer volumen de ensayos de crítica literaria titulado El Vigía. Balseiro en Madrid era uno de los nuestros. Era uno de los nuestros pero nos traía algo distinto y distante: una lejana emoción poética, fragante y luminosa como un viento de las Antillas (Balseiro 1981: 245).
Entre “los nuestros” se hallan Alfonso Reyes, González Martínez, Icaza... Porque hablamos de una comunidad internacional de intereses, culta y cosmopolita, en la que en absoluto cuentan barreras o nacionalidades (Mora/García Morales 2012). Como muestra un botón, su artículo “Mis recuerdos de Alfonso Reyes”, recogido en Expresión de Hispanoamérica II (Balseiro 1963: 123-140), donde da buena cuenta del banquete con que la intelectualidad madrileña despidió al mexicano en Lhardy (12 de abril del 24) y al que fue invitado por Gómez de la Serna: “rodeábanle —dice Ortega y Gasset, Azorín, Eugenio D’Ors, Andrenio, Eduardo Marquina, Enrique Díez Canedo, Melchor Fernández Almagro y Ramón entre algunos
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más de España. De América recuerdo allí a dos conterráneos (sic) suyos, Francisco A. de Icaza y Luis G. De Urbina y al cubano José María Chacón y Calvo” (Balseiro 1963: 123). Lo interesante es el clima de cordialidad sin frontera alguna entre las dos orillas del Atlántico; aunque los mediocres siempre sembraron cizaña, cuyas consecuencias sufren algunos, como su amigo cubano Hernández Catá: Alfonso vivió consciente de cómo los españoles de mente maliciosa lo encasillaban cubano, y de cómo los cubanos de mezquinos propósitos lo tachaban de español. Hacíanle casi imposible la liberación de esas ataduras parroquiales. Los grandes de una y otra banda leían su obra y la apreciaban sin tales reparos: Galdós, Emilia Pardo Bazán, Gregorio Marañón —por nombrar a tres buenos de España—; José Enrique Varona, Alfonso Reyes, Eduardo Barrios —para nombrar a tres buenos de América— exaltáronle sin expurgar la fe de bautismo. Pero Catá vivía básicamente de su sueldo de cónsul, primero, y de ministro y embajador, después (Balseiro 1981: 69-70).
Quizá por ello sorprende más aún cómo fue capaz de situarse rápidamente entre la élite intelectual española un joven abogado veinteañero, recién llegado de las colonias. Las palabras de otra ilustre puertorriqueña, Isabel Cuchí Coll, años después, dan pistas en absoluto desdeñables: no es un cualquiera, disfruta de cuantiosas rentas como heredero de hacendados dueños de una central azucarera, pero sobre todo sabe aprovecharlas en pro de la cultura: ¡Lo que vale la perseverancia, esa voluntad del hombre sobre la cual nos ha disertado tan bien Azorín! Balseiro se propuso ser y es... Sus considerables rentas en la capital de España, cuando yo le conocí, no fueron invertidas en las diversiones propias de su juventud; diversiones de otra índole le preocupaban más; más espirituales, más eficaces; sus bienes materiales eran empleados en libros, entidades cultura-
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les, viajes... Cuando estos bienes materiales faltaron, lo adquirido dio provecho, fructificó la semilla. Hoy, por sus propios méritos, ocupa como catedrático una posición considerable en nuestra Universidad, y como escritor, en la literatura española contemporánea (Balseiro 1981: 145).
Me interesa su etapa madrileña no tanto por ser la de su gestación como poeta (La copa de Anacreonte, Madrid 1924; Música cordial, Madrid 1926; La pureza cautiva, 1946; Saudades de Puerto Rico, Vísperas de sombra, México 1959)... O como narrador (La ruta eterna, relato, Madrid 1923; En vela mientras el mundo duerme, novela, Madrid 1953)... Tampoco como dramaturgo (Don Juan Love). Es la crítica literaria fruto del conocimiento y contacto directo con escritores españoles consagrados y en el candelero lo que me gustaría reseñar aquí: libros como Novelistas españoles modernos (New York 1933) y Cuatro individualistas de España (Chapell Hill 1949). Y hacerlo desde la perspectiva memorialista o autobiográfica de sus Recuerdos literarios y reminiscencias personales (1981). Porque es esa perspectiva, la del yo que recuerda y revive sus vivencias, su aventura personal y literaria, la que me interesa (por cierto, publicada en España). Estas páginas incluyen material valioso, cartas, fragmentos de sus ensayos y críticas literarias, poemas, noticias impacto de la recepción... Dejo a un lado, para otra ocasión, el análisis de la crítica literaria en su globalidad; me centro ahora en la perspectiva transatlántica, en lo que supone de mayoría de edad por parte de un puertorriqueño que se atreve a juzgar a los gurús españoles. La autobiografía de un intelectual de ambos mundos
Quisiera partir de un soneto autobiográfico que recoge en sus Recuerdos...: Vivir señero y meditar aislado crisol de soledad, mas no desierto:
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que siempre ondea, de mi vida al lado, un libro en flor para alumbrar mi huerto. El latido del mundo, aprisionado en mi pecho al amor todo despierto, me anima en su aventura preocupado en mi viaje sin fin, de puerto en puerto. Vigía de inquietud y de armonía, del huracán la rabia destructora rompió mi nave de ilusión un día; pero piloto de visión, seguro, volví a buscar, con previsión, la aurora, ¡y navego con Dios hacia el futuro! (Balseiro 1981: 251).
Optimismo vital apoyado en metáforas no por clásicas menos eficaces a la hora de signar las pautas del navegante ilusionado: un hombre solitario capaz de rescatar los valores humanos allí donde se hallen.Y de sondear a quienes va encontrando en su camino, armónico en su inicio, trastabillante por el envite huracanado (San Felipe y la ruina familiar, los desencuentros vitales) que, como a todos zarandea. Porque solitario no es sinónimo de huraño: el vigía —ojo avizor, libro al hombro— sintoniza con el latido del mundo, con los pies bien anclados en la tierra, lo que no contradice su perspectiva transcendente. ¡Ante todo, jerarquía de valores! Y en la sintonía de Pedreira y su Insularismo: no en vano y por cronología es un hombre del treinta. En sus Recuerdos literarios... el autor nos deja, si bien de modo esporádico y algo desordenado (no es una autobiografía al uso o, lo es pero sin cuidar la cronología) retazos de la infancia de un niño de la oligarquía azucarera a la que el huracán San Felipe arruinó. Niño mimado crecido en un ambiente patriarcal, abogado por deseo paterno, se enfrenta a la familia en pro de una vocación literaria que le lleva al Madrid turbulento de los veinte, el de la dictadura de Primo de Rivera.
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Pero volvamos al joven abogado, de parcos recuerdos, mejor de recuerdos parcamente seleccionados en su madurez. “A la orilla del río”, “Estampa de familia”, Temprano desconsuelo”, Misterio”, “Mar, montaña, ciudad” y “En la escuela William Tell” son otros tantos epígrafes del primer capítulo de sus Recuerdos literarios... Demasiado escasos y fragmentarios, tal vez, porque su libro subraya la carrera intelectual. La casa, los antepasados, los padres, la infancia... Leitmotiv obligados de cualquier autobiografía desde Agustín de Hipona aquí, se tocan de refilón: el relato pasa como en volandas subrayando la cariñosa relación con Juana, “la mulata que ayudó a criarnos”. Homenaje implícito o consabido tributo a la autobiografía clásica, estas breves páginas dibujan una infancia feliz en un mundo arcádico y patriarcal al que, no obstante llegará el dolor (la temprana muerte de la maestrita admirada). Tal vez por pudor, el alto nivel económico familiar solo se intuye tras la fascinación del niño ante “el aroma de la melaza caliente (que) embriagaba más y más según nos acercábamos”. Y continúa el relato analéptico en primera persona: Ya adentro, mientras giraban dos enormes ruedas —la Eduardo y la Áurea las llamaban— veía caer las cargas de caña dulce sobre la hamaca que las conducía hacia las trituradoras. Yo siempre me acercaba a las centrífugas. Me fascinaba verlas voltear el azúcar moreno que permanecía girando en su prisión. Apenas caían los dorados granos en el “gusano”, me llevaba un puñado a la boca: deliciosa golosina aún caliente como tarea joven (Balseiro 1981: 19).
La dulzura del azúcar anula otros aspectos no tan dulces del sistema aunque el niño tiene ojos para las necesidades de los de abajo (“¿dónde comerá la maestra?”). Es un mundo señorial, presidido por el piano sobre el que improvisa el pater familias. Y la música marcará, en consecuencia, al jovencito capaz de saborear no solo la clásica, sino también la danza popular puertorriqueña a lo Morel Campos: él será su improvisado
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embajador en Europa cuando lo popular aún no se valoraba como ahora. El otro aspecto que reseña el autor al recordar la niñez pudiera denominarse el visionario, su capacidad de avizorar la muerte y a los muertos a distancia, sea el abuelo o cualquier pariente que se le aparecen flotando en la neblina para anunciar el tránsito al otro mundo. Ficción o realidad, es un hecho reiterado, algo que recordará en su madurez y que le abre al misterio; una puerta que no quiere cerrar el adulto por más racional que sea. Aunque habría que matizar, este enfoque escritural enlaza con los relatos decimonónicos de fantasmas a lo E. A. Poe y avizora el realismo mágico hispanoamericano. El relato no se caracteriza por su concreción, más bien lo contrario. El Santurce de la calle del Parque (al que retornará jubilado a partir de los setenta) y la escuela William Tell centran el cronotopo de una infancia signada por el magisterio intelectual de Fernández Juncos o Zeno Gandía, padrinos del joven poeta. Ya en el epígrafe dedicado a la escuela se inicia una práctica característica de todo el texto: utilizar las reseñas de quienes van celebrando sus primeras “salidas” como aval del futuro escritor y enlazarlo con la tradición isleña. El Imparcial de 16 de marzo del 22 subraya por boca del primero: “Por ahora, tiene lo que necesita para ser el poeta de la juventud: inspiración, entusiasmo generoso, edad florida, ritmo afluente y harmonía musical” (Balseiro 1981: 24). Zeno insiste en la madurez del joven, un “poeta que no tiene edad” por lo cuajado y maduro de sus versos. “No pudieron las cosillas de aprendiz contar con mejores padrinos” —concluirá Balseiro (1981: 25)—. Y al lector profano le choca lo que es mucho más que un lapsus: no tanto citar sus libros, como los elogios que arrancan de solventes intelectuales. Y acaba por descubrir algo obvio: la perspectiva de la recepción es el eje escondido que estructura todo el texto. Lo que no deja de ser una paradoja en quien, desde la primera página y bajo el rótulo “aclaraciones”, le asegura al lector que transcribirá “impresiones
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aisladas de apreciación literaria y de contactos culturales (Balseiro 1981: 15). Y se disculpa por no proveer continua documentación. Acierta en lo de “impresiones” por el desorden cronológico y las más que abundantes elipsis. Pero por lo demás, estas palabras aclaratorias están teñidas de falsa modestia: son mera captatio benevolentiae en quien demuestra haber sido cuidadoso recolector de fichas, cartas y reseñas bibliográficas que le servirán para apuntalar sus tesis. De modo que el libro fluctúa entre dos poéticas: es autobiografía, porque se escribe “a la vuelta del camino” sosegado ya el ritmo vital, tamizando las peripecias por la distancia cronológica y la subsiguiente nostalgia. Y es memoria, porque va siempre entretejida documentalmente y tiene ese afán de “dar cuenta y proveer los datos” para una futura historia intelectual: Pero no escribiré como quien sube una escalera, sino como el que añora almas y caminos de un mundo transitado por muchos años ya (Balseiro 1981: 15).
Uno podría preguntarse cuánto aprendió este profesor del canónico modelo del XIX, los Recuerdos de provincia, del argentino Sarmiento. Como él, cierra su libro con un singular recuento de sus obras, si bien en su caso justificadas por elogiosas críticas en boca de autores consagrados. Un hombre son sus obras (libros, conferencias...). Balseiro va más allá y se honra de ser el maestro de ilustres catedráticos... una larga estela de nombres que coronan sus “reminiscencias personales”. “Mi vida y mi obra se compartieron entre las Américas y Europa. Tal ambivalencia se reflejará aquí” —declarará en las palabras de presentación (Balseiro 1981: 13)—. Es un apunte ajustado: en este libro no hay nada semejante al exilado; el protagonista se siente “español”, mejor cosmopolita, ciudadano universal. Ese joven abogado, con estudios posteriores en Columbia y apadrinado por Villaespesa, quien lo conoció
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en su viaje a la isla (1919), salta a Europa: “En 1920 fui a Cádiz, a Barcelona, a París, a Londres”... (Balseiro 1981: 50). Llega en agosto a un Madrid “bien cuidado” y que le impresiona favorablemente a pesar del calor y de que: las figuras de las Letras y las Artes veraneaban fuera. Yo no perdería mis horas sin embargo. Fui a Toledo, Ávila, Segovia. Me requedé algo en El Escorial. De vuelta en Madrid me hice socio del Ateneo. Anduve la villa y corte reconociendo edificios y lugares mencionados en algunas de las novelas ya leídas [...] (Balseiro 1981: 58).
Es decir, imbuido de cultura hispánica el joven viene a refrendar sus lecturas, descubre la realidad que le rodea desde ellas. Y por eso al narrador solo le interesan los contactos inmediatos con Mundo Latino y Rufino Blanco-Fombona, editor de sus primeros textos en España. En absoluto hay referencias familiares. ¿Cómo en un tiempo tan corto se situó tan alto este puertorriqueño, culto e hijo de compositor, de la élite pero isleño? En su primera juventud Balseiro siempre estuvo en Madrid como pez en el agua. Por ello, los Recuerdos literarios... están en las antípodas del Diario hostosiano, muy lejos de las dificultades (hambre, incapacidad de conseguir trabajo, falta de prestigio e imposibilidad de acceso al mundillo intelectual). Ambos fueron ateneístas, pero más allá del famoso discurso de Eugenio María (1868) recordado por Galdós, este no ha dejado huella entre sus congéneres metropolitanos que nunca tuvieron ojos para él. No así Balseiro. No obstante, al hacer esta pregunta recuerdo toda una tradición de relaciones transatlánticas, de espléndidos desayunos en el Ritz ofrecidos a la intelectualidad española por parte de quienes miraban de tú a tú a los españoles. Es el caso del poeta cubano G. Sánchez Galarraga. O de la puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió, a quien rescata en una de sus viñetas con una intencionalidad palmaria: darse a sí mismo la alternativa en
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un ambiente cultural exquisito. No en vano, en la citada viñeta (Balseiro 1981: 46) el joven y futuro escritor sucede al piano a Ernesto Lecuona para que la afamada poetisa improvise sus melódicos endecasílabos. No hay duda de que lo consiguió... ¿Cómo, si no, apenas seis años después de su llegada (vivió en Madrid entre el 22 y el 28) consigue reunir tantas firmas ilustres para celebrar el volumen segundo de El Vigía? El 16 de marzo del 28 se ofrece en Bellas Artes un magno banquete de homenaje al ya curtido escritor, convocado por una lista de intelectuales que quita el hipo: Juan Cristóbal (escultor que le hizo dos bustos), Ramón Gómez de la Serna, Gregorio Marañón, M. Fernández Almagro, Eugenio Hermoso, P. del Río Ortega, W. Fernández Flórez, L. Jiménez de Asúa, Victorio Macho (que también lo esculpió), Adolfo Salazar, Luis de Zulueta.... Escultores, literatos, pintores, escritores y críticos literarios afamados. Por no citar a quienes, sin poder estar, se unieron con cartas de fervorosa adhesión (Unamuno). Lo más granado de la España del momento se reúne para agasajar a un isleño que no vino de paso. Volvió puntualmente a la isla para casarse pero se instaló en Madrid durante toda la década, hasta que las circunstancias familiares (la ruina económica) y la invitación de una universidad americana para ejercer la docencia le lleven de vuelta al Nuevo Mundo. Ha escrito cinco libros y a partir de allí abrirá su carrera docente en universidades norteamericanas (Illinois en los 30, Miami a partir del 46...). Una carrera brillante con puestos directivos en congresos internacionales como el de Hispanistas o el del ILLI, recién fundado y que presidió entre 1955 y 1957. El Vigía, en tres series (Madrid 1925, San Juan de Puerto Rico 1928 y Nueva York 1942) y Expresión de Hispanoamérica, en dos (San Juan de Puerto Rico 1960 y 1963), resumen su actividad ensayística y de crítica literaria, muy reconocida en su momento y por desgracia hoy opacada. En este sentido, no deja de ser una curiosa paradoja que vuelva a su tierra en 1933, al recién creado departamento de
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Estudios Hispánicos, como “profesor visitante” recomendado por Menéndez Pidal y al mismo nivel que los españoles Américo Castro, Federico de Onís, Fernando de los Ríos, Amado Alonso, Valbuena Prat, Manuel García Blanco, Ángel del Río, Samuel Gili Gaya, Guillermo Díaz Plaja y Tomás Navarro Tomás. Paradoja que el escritor subraya desde la madurez de su escritura: “Volvía a la Universidad de mi propia tierra enviado por el sabio español” (Balseiro 1981: 82); y lo hace sin inocencia alguna: es un modo de decir que está a la altura de los intelectuales europeos. Imposible olvidar el papel del Centro de Estudios Históricos madrileño en la formación de tantos puertorriqueños, el flujo de ida/vuelta entre Madrid y San Juan durante los primeros cuarenta años del siglo XX (Naranjo/Luque/Puig-Samper 2002). Balseiro ensayista y crítico literario
Literatos, escultores, pintores, músicos e investigadores de todo tipo atraviesan las páginas de sus memorias y su crítica literaria. A la mayoría dedica estampas individualizadas, como hicieron tantos escritores, por ejemplo Cardoza y Aragón en las suyas. ¿Con qué finalidad? Describir al hombre y desde luego lo hace con finura: su carácter, su trabajo, sus inclinaciones políticas... Pero sobre todo recrearlo en un diálogo con el joven y después ya maduro Balseiro. Un diálogo de padrinazgo e iniciación (Villaespesa, Zamacois, Azorín, Marquina, Ortega, González de la Serna...). Incluso maestros como Ramiro de Maeztu le piden consejo ante una decisión delicada con ribetes políticos. Un diálogo que, poco a poco, se irá transformando en un “tú a tú” entre amigos al mismo nivel. No pretende ser imparcial; por el contrario, ante escritores “displicentes y desdeñosos” como Valle y Pío Baroja reacciona con personalidad: poniendo distancia al último, que le cae mal, y simpatizando con un Valle para quien incluso implora una pensión a Fernando de los Ríos. Su in-
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dudable sagacidad para diseccionar un carácter se pone de manifiesto en las líneas del “retrato” valleinclanesco, que sufre varias reescrituras entre el 32 y el 49, fecha de su última redacción e inclusión en Cuatro individualistas de España (Blasco, Unamuno, Valle y Baroja), publicado en the University of North Carolina Press: Enlutado. Delgado como tallo amenazado de quiebra. Alargada y estrecha la cabeza. Gris y luenga, pero ya no copiosa, la barba. Ojillos claros y miopes tras las gafas de carey. Pálida la color -de fea palidez- y la nariz voluntariosa. Figura de aparecido. Todo lleno de carácter. Como retrato que se hubiera quedado en caricatura. Suelta la imaginación y ardida en epigramas la sin hueso [...]. Arbitrario y caprichoso, insolente e inconstante, menospreciaba hoy a quien ayer le servía; y se malquistaba mañana con quien hoy peleó con él [...] (Balseiro 1981: 158-159).
Sabe dar a cada uno lo suyo: a Menéndez Pidal, devoción; a don Américo Castro, modelo de conferenciante y amigo, magnífico conversador... admiración. Pero los amigos íntimos son los amigos: Marañón, Macho, Unamuno... Para ellos hay palabras especiales y una larga dedicación escritural en el caso del salmantino, presente en varios de sus libros. No puedo detenerme como desearía en analizar sus estudios, por ejemplo Novelistas españoles modernos, preparado para la enseñanza de la literatura española contemporánea en las universidades americanas. Una obra didáctica, bien contextualizada, que analiza Valera, Pereda, Alarcón, Galdós, Pardo Bazán, Coloma, Picón, Leopoldo Alas y Palacio Valdés. Un libro pionero en que, invirtiendo la costumbre de siglos, un colonial enjuicia a los literatos de la metrópoli y los reivindica: “Las ficciones aquí reputadas de excelentes, pueden competir con las forasteras más famosas” —afirma (Balseiro 1963: IX) echando un capote a los españoles—. El primer capítulo de Cuatro individualistas de España está dedicado a Blasco
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Ibáñez, con quien se cartea desde su llegada a España y a quien tratará después; lo mismo que a Pérez de Ayala y Azorín (El Vigía II). Pero es don Miguel quien concita sus simpatías más pertinaces: en sus Recuerdos literarios... (1981: 99-113) refiere pormenorizadamente su relación con él, desde que lo conociera en una polémica conferencia de denuncia política que impartió en el Ateneo y que culminó con su arresto. El narrador lo mitifica: “Los políticos profesionales enmudecieron. Y, frente al golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, Miguel de Unamuno, Héroe civil, amplificaba su recia voz de protesta” (Balseiro 1981: 101). Una protesta que le costó el destierro a Fuerteventura, de donde se fugará hasta llegar a Hendaya. A partir de aquí, el texto glosa los trabajos de crítica literaria y las conferencias del puertorriqueño sobre el escritor, hasta culminar muchos años después con la visita al museo salmantino que guarda su recuerdo. La semblanza es cálida, recoge la correspondencia que intercambiaron a partir de sus trabajos (siempre agradecido Unamuno, reconociéndole ser uno de sus “descubridores”) y la misiva, especialmente larga con ocasión del banquete que se le ofreció al isleño. No puede asistir, es obvio, pero envía un efusivo apoyo: Como ese pasaje de Balseiro me llegó (se refiere a unas líneas de su estudio en El Vigía), susurrante voz de aliento, después de leerlo y excitado por él me puse a componer un cancionero espiritual del destierro, del que os mando muestra por si estimáis deber leer alguno en ese homenaje [...]. En tanto, estrechemos la mano generosa de nuestro Balseiro, de un hermano en civilidad hispánica, en hispanidad civil; de un hermano que sabe que la crítica es estudio de amor, y que el estudio de amor es poesía (Balseiro 1981: 107-108).
Si el personaje le impacta, su obra mucho más. Desde la perspectiva del hoy, el narrador es consciente de lo que signi-
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ficó que un puertorriqueño se atreviera a opinar sobre la obra del maestro más respetado: En 1928, en el tomo II de mi obra de ensayos El Vigía, apareció el primer estudio extenso que sobre las ficciones de Unamuno se había hecho hasta entonces. Y lo hacía otro hispanoparlante de la zona del Caribe (Balseiro 1981: 102).
Lo interesante de la relación entre ambos es la seriedad del trabajo crítico que Balseiro realiza sobre los textos narrativos del salmantino. Un maestro consagrado cuyas novelas se atreve a diseccionar. Más aún: se enfrenta con el hombre mismo, va al fondo de su corazón, lo que tiene su sentido porque como hombre de la Generación puertorriqueña del Treinta aprecia los valores. Un ejemplo, al cerrar la evaluación de Abel Sánchez, lo pone de manifiesto: De ahí que, gracias a Monegro y a cómo UNAMUNO [sic] nos presenta, momento a momento, la vida interior, psíquica de aquel, ABEL SÁNCHEZ (sic) resulta la más trágica de todas las nivolas de Unamuno. Trágica de alma, trágica de cuerpo. Muere la materia y se destroza el espíritu. Por eso quedó afirmado al comienzo de este capítulo que ABEL SÁNCHEZ [sic] es una de las obras más importantes de la ficción española de todos los tiempos. Y quizá podría afirmarse que lo es, asimismo, de las letras de la Europa de comienzos del siglo XX (Balseiro 1956: 79).
El escritor se vuelca en sus ficciones, aunque —eso piensa el puertorriqueño y acierta— en ocasiones se avergüence de ello: “estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción, personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir, como en broma, lo que yo siento muy en serio” —dirá Unamuno cuatro años después de la crítica balseiriana en su ensayo El sepulcro de Don Quijote, publicado en La España Moderna, confirmando la
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intuición del puertorriqueño—. Quien, en este sentido, había escrito años atrás: NIEBLA es la ficción de la duda. NIEBLA es, por tanto, una de las obras más de UNAMUNO. De no haber escrito su autor del sentimiento trágico de la vida, nacido muy poco antes que NIEBLA, ésta sería su mejor biografía espiritual. Todas las angustias filosóficas que le asaltaron un día, para agobiarle siempre, son las que asaltaron y agobiaron hasta su último pensamiento a Augusto Pérez (Balseiro 1956: 55).
Hay una indudable afinidad entre el escritor y su improvisado crítico: “el autor de El Vigía siempre ha pensado que la vida supera en inverosimilitud a la más inverosímil de las ficciones, mientras esas ficciones no sean meramente fantásticas, sino que aspiren a trazar la ruta de una existencia de humana posibilidad” (Balseiro 1956: 82). Este es el trasfondo existencial e ideológico de una crítica literaria (el realismo en literatura, la caracterización de los personajes, los límites de la ficción...) que se ejerce a fondo sobre los textos del salmantino. Tiene buena opinión de Nada menos que todo un hombre, Niebla, Abel Sánchez... pero también es capaz de criticar a su autor por su documentalismo, por ser excesivamente tolstoniano y conceptual, por carecer de imágenes literarias... Son palabras en torno a Paz en la guerra, sobre la que concluye: “es novela de ingrata lectura en las más de sus páginas” (Balseiro 1956: 37). No así otras como Niebla, que encuentra modernas, adelantadas a Pirandello, Conrad, o B. Shaw. ¡Y es que crear novelas que son ensayos en forma dialogada tiene sus límites! No cabe duda —concluye el crítico— “quien estudie a Unamuno, en sus ensayos, en sus soliloquios, en sus novelas y hasta en sus poesías, tiene que estar con él y contra él” (Balseiro 1956: 43). Esto le sucede al puertorriqueño, que volverá una y otra vez a estudiar al personaje en artículos y conferencias. Muy brevemente, reseño “Unamuno y América”, escrito
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en ocasión de un número extraordinario de la revista La Torre (creada por Ayala en la universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras) e incorporado después a la segunda serie de Expresión de América. Arranca del recuento de españoles transatlánticos (Cetina, J. de la Cueva, J. de Castellanos, Tirso...) para saltar a la otra orilla ya en el XIX, al “grupo de escritores españoles interesados genuinamente en las Letras de América” (Balseiro 1963: 36) encabezado por Valera, Menéndez Pelayo y el propio Unamuno. Un hombre que quiso hacer las Américas, como su padre; que leyendo en su biblioteca a Clavijero y los poetas románticos mexicanos consideró seriamente aprender azteca. Que en sus Recuerdos de niñez y mocedad (1908) revive el impacto del fusilamiento de Maximiliano.... que parecía predestinado, en fin, a escribir su famoso ensayo Algunas consideraciones sobre la literatura hispanoamericana (1905), uno de los primeros “clásicos” de la crítica literaria transatlántica. Balseiro acierta en su juicio: ese no separar la cultura de la América española y la de España misma podría aparecer, en otra pluma, afán de mantener en estado subalterno a la del mundo nuevo. No así en la de Unamuno que, en tal punto como en muchos más, asumió la posición heterodoxa y liberal (Balseiro 1963: 41).
El Martín Fierro, Sarmiento, Zorrilla San Martín, Amado Nervo, Riva Agüero, Vaz Ferreira, Rodó... son otros tantos focos en los que se centra la crítica literaria del salmantino y comenta con acierto el puertorriqueño. Aunque se estrellara con el modernismo, una vez muerto Rubén, Unamuno le rinde tributo y pide perdón por su ceguera... todo ello glosado con inteligente finura por el isleño capaz de distanciarse y evaluar sin excesiva pasión; proyectando su foco de una orilla a otra, con imparcialidad cosmopolita. Expresión de Hispanoamérica, series I y II, es el título de la recolección de ensayos y crítica literaria que publicará, a modo de
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reconocimiento al intelectual el Instituto de Cultura Puertorriqueña. La primera prologada por Francisco Monterde, quien se complace en “aproximar mi nombre al suyo, tan prestigiado en América —de Norte, centro y Sur pasando por las Antillas— como en Europa” (Balseiro 1960: 7). Siendo misceláneas (quince y ocho trabajos, respectivamente) tienen una peculiaridad: y es que responden a una concepción de la crítica literaria hispánica forjada en los Estados Unidos en que se funden y entreveran lo español (Unamuno), lo puertorriqueño (Hostos, J. A. Dávila, L. Muñoz Rivera) y lo hispanoamericano (Hernández-Catá, Mistral, H. Villa-Lobos, Bolívar, Reyes). Un ideal que refleja su amplia concepción de la cultura y el fenómeno literario, propio de su generación (la del Treinta) y que se extendió en el ámbito anglosajón. En cuanto a su crítica literaria en concreto, pueden aplicársele las palabras de Marañón quien con su perspicacia profesional en el prólogo de la segunda edición de El Vigía (1956), adelantada ya las claves que le acompañaron siempre: Balseiro está en circunstancias excepcionales para esa crítica creadora. Ha conocido a los protagonistas y ha vivido con ellos, su creación. Posee vastísima cultura, no solo de la lengua castellana actual y antigua, sino de la universal. Su gran instinto analítico se ha ido agudizando por la experiencia; y es uno de los más sobrios y claros hablistas del idioma hispánico actual; autor, además, sobre su obra crítica, de otra muy importante de pura ficción. Eso último es esencial. Porque la crítica, si ha de tener eficacia, ha de ser, como antes decía, no gratuita ocupación de aficionado más o menos dotado de ingenio, sino verdadera ciencia (Balseiro 1956: 17).
Un intelectual de la Generación del Treinta
Cargos universitarios y conferencias en todo el mundo refrendan el reconocimiento internacional a un gran ensayista (más
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que narrador y poeta, aunque también lo fuera). Nunca olvidará la metrópoli a la que retorna en varias ocasiones (octubre del 55 por ejemplo) en gira de conferencias, en misión cultural del International Exchange Program del Departamento de Estado norteamericano, e invitado por sus amigos. En ese sentido, el banquete de juventud madrileña (1928) tiene su correlato y culmen en el banquete ofrecido por la universidad de Miami en 1967, con motivo de su renuncia: más de trescientos comensales apoyan el homenaje. Aun así, no me interesan los éxitos de la vida adulta, el periplo americano de conferencias, congresos y honores varios que condensa mediante sumario en dos largas páginas hacia la mitad del libro Recuerdos literarios... (Balseiro 1981: 118-119). No en sí mismos porque su protagonista, que podría parecer pedante, desde su acendrada espiritualidad reconoce el mérito al Espíritu Santo, siempre dispuesto a ayudarle en las encrucijadas de la vida. Sí por lo que suponen, a nivel personal y simbólico: desde 1933 hasta su jubilación en los setenta este puertorriqueño vivió en el entorno universitario y cultural norteamericano. Circunstancia personal y símbolo de tantos isleños, bilingües como José Agustín, que vinieron después y que aún hoy se educan y trabajan en universidades de Estados Unidos. Un país que marca desde hace muchos años las líneas rectoras de la crítica literaria hispánica desde ese Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (que recién creado presidiera dos veces). O desde la alternativa que suponen los congresos de Academias de la Lengua Española que con su voz y voto matizan a la madre peninsular. O desde la asociación Internacional de Hispanistas que también presidió. Para cerrar este apunte fragmentario pero realizado desde una perspectiva global, me gustaría subrayar el paralelismo entre Balseiro y Onís: un puertorriqueño y un español, ambos transatlánticos, que acaban de forjar sus carreras como intelectuales en la otra orilla, pero sin olvidar la propia cultura (si bien Onís nunca retornó físicamente a la península). Hay
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amores y circunstancias vitales que los unieron: Unamuno, la carrera docente e investigadora desarrollada en universidades norteamericanas, la mirada cosmopolita de tu a tu, en paridad, a ambos lados del Atlántico. Si hubiera que elegir un intelectual isleño para contraponer al español, sería Balseiro sin lugar a dudas. Para refrendar mi apuesta cito a Marañón, quien al prologar con justeza la segunda edición de El Vigía (1956), exalta tanto al personaje (“libre de envidias, personalmente bueno, justo y limpio de resentimiento”), como el trabajo llevado a cabo por él. Un trabajo que es auténtica crítica, es decir, “coloca la obra artística en su lugar, en el lugar exacto, como antes decía, que le corresponde en el gran universo de lo creado”: En esta enumeración de los grandes críticos castellanos tiene categoría preferente Balseiro, autor de la serie El Vigía, cuyos tomos, según aparecen, son no solo obras literarias de impecable primor, sino autoridades reconocidas de crítica contemporánea [...]. Los españoles —también es española su alma puertorriqueña— tenemos que agradecerle que se ejercite en nuestros grandes maestros contemporáneos [...] (Balseiro 1956: 15-16, 18).
2.3. René Marqués y la polémica sobre el occidentalismo En la Universidad muchos hablaban con desdén de la cultura y del pasado puertorriqueño. Se pretendía que nos construyéramos un pasado occidentalista, greco-romano de segunda mano (Díaz Quiñones 2003: 63).
Me gustaría retomar a René Marqués, un escritor objeto de mis primeras investigaciones, en concreto la tesis doctoral sobre su narrativa (Caballero 1986).Ya entonces y, a pesar de que mi trabajo se inscribía en el molde estructural, dediqué los ca-
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pítulos iniciales a situar brevemente al hombre en su contexto sociohistórico incidiendo en sus ensayos y declaraciones, que me sirvieron para comprender el trasfondo de la problemática ficcionalizada. De modo voluntario, dejé al margen el estudio de su teatro al considerarlo ya descubierto de alguna manera (Skerret, Pilditch, Dauster, Martin, Martínez Capó, Vázquez Álamo y otros) sobre todo en los Estados Unidos. Incluso la editorial española Aguilar había incluido en antologías algunas de sus obras. Ahora vuelvo los ojos a ese teatro, aunque mi propósito es muy puntual: quisiera releer Juan Bobo y la Dama de Occidente. Pantomima puertorriqueña para un ballet occidental (1956). Y hacerlo en la tesitura de la mirada transatlántica, del simbolismo que, como casi todos sus dramas, desprende esta pequeña pantomima, trasunto a su vez de las vivencias marquesianas; es decir, tan transparente y autobiográfica como casi toda su producción. Europa en la formación del joven Marqués
René nace (1919) en el seno de la aristocracia arecibeña rural que se verá afectada por la Ley de Tierras del 44, y enfoca sus primeros estudios de agronomía en Mayagüez (1942): de ahí surge “el amor entrañable a mi tierra” —así dirá al hablar de su misión como escritor puertorriqueño, recordando tal vez esa idílica infancia que trasmutará años después en su novela La víspera del hombre (1959)—. De ahí también su primer trabajo en el Departamento de Agricultura (1944) que abandonará en el 46 para viajar a España a estudiar dramaturgia.Y lo hizo con esposa e hijos, instalándose en Madrid a lo largo de un año. ¿Por qué Madrid? ¿Por qué el teatro? Es cierto que desde el 41, en que comienza a publicar sus primeros relatos en Alma Latina barrunta su vocación literaria. Es verdad que ese mismo año funda y preside la sociedad dramática arecibeña Areyto; y que ya apareció un primer poemario, Peregrinación (1944). No es un simple empleado agrónomo, sino un intelectual en vías
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de cuajar su vocación. En cuanto al viaje a Europa, es un clásico de la aristocracia y la burguesía desde los primeros instantes de la Colonia. Pero Madrid en el 47 debió ser una desilusión para el isleño, ese Madrid de dura posguerra tuvo que golpearle hondamente: la vieja metrópoli no es sino la patria de sus mayores destrozada por una cruenta y muy cercana guerra civil. Como testimonio personal quedan las Crónicas de España enviadas a El Mundo, en la mejor tradición de lo que hicieran en su momento Domingo Sarmiento, Rubén Darío y tantos otros que vivieron en parte del periodismo y sintieron además la tentación de plasmar sus experiencias hasta donde el doble juego de autenticidad/conveniencia les permitía. En resumen, inicios como periodista en un ensayismo sin complicaciones e inicios también como crítico literario en Asomante donde publica sus primeras reseñas. Atenazado por la censura, en competencia con un cine que nacía con fuerza, espectáculo francamente caro para los bolsillos medios, el teatro español de la posguerra vio desaparecer varias salas en medio de una creciente centralización. No obstante, se abren otras (el Cómico en 1941, el Albéniz en el 47) y actores con escasa formación académica suplen intuitivamente y de modo artesanal lo que no les da el momento. Marqués debió conocer lo poco que venía de la preguerra: Unamuno, intelectual siempre respetado; Luces de bohemia (1920), de ValleInclán como culmen del 98; o su siempre venerado García Lorca, quien fue el más popular y renovador a la vez del 27: La zapatera prodigiosa (1926), Mariana Pineda (1925), Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935) dan fe de ello. Pero lo que se mantenía aún en los escenarios era la alta comedia de Jacinto Benavente, quien había sido “el auténtico rupturista finisecular [...] mucho más en el estilo escénico que en la forma” (Oliva/Torres Monreal 2002: 347). Enormemente versátil en los temas, aunque fiel a modos escénicos similares dirigidos a captar a la burguesía, produjo un teatro casi oral, a espaldas de la renovación europea y cuyo paradig-
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ma es Los intereses creados (1907). Según René —Benavente, el hombre, el mito y la obra—, tuvo su papel en la empobrecida escena española, aunque a la larga resultó funesto para la vieja metrópoli y el mundo hispanoamericano: Benavente cumplió su misión en la escena española. Introdujo el realismo en el teatro hispano. Cumplida su misión, de actualidad efímera, quedó atado al punto de partida [...]. Pero el mito benaventino ha sido funesto para Hispanoamérica. El buen teatro moderno ha librado una lucha tenaz en capitales cosmopolitas de nuestra América contra el benaventismo. Esa lucha aún subsiste en provincias. Lo atildado, lo comedido, lo intrascendente, lo meramente literario, todo eso que trajo Benavente a la escena ha envenenado al público hispanoamericano haciéndole olvidar los verdaderos valores dramáticos (Marqués 1948b: 60, 65).
La contención, el “cuidado de que las pasiones no estropeen la elegancia de su juego escénico” está en las antípodas de la desmesura trágica, tan del gusto del arecibeño (Diéguez Caballero 1985). Aunque improbable, porque surgieron en torno a Granada y realizaron las primeras giras por provincias, René tal vez supo de algunas compañías renovadoras como la Lope de Vega creada con gente joven por José Tamayo en el 42. Más ligado al ámbito capitalino, el Teatro Nacional de la Falange se transformó en dos compañías estables: la del Español, centrada en el teatro clásico y dependiente del ayuntamiento, y la María Guerrero, considerada segundo teatro nacional y más vertida hacia lo contemporáneo, que por los años cuarenta estuvo dirigida por Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa. ¿Pudo Marqués conocerlos, aprender algo de ellos? Francamente lo ignoro. Sea como fuere, los historiadores hablan de “teatro de convalecencia” cuando se refieren a lo que se hacía en España entre 1939 y 49, incluso por autores como Calvo Sotelo o Pemán, afectos al régimen. Se reseñan dos cauces: tradición y
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evasión. Entre los primeros, el teatro simbólico-poético de Agustín de Foxá o José María Pemán, en cierto sentido continuador de Marquina; mientras que la comedia sentimental y lacrimógena de Adolfo Torrado y el folklorismo en diversas vertientes (zarzuela, revista...) entretenían a un público que no pedía más (Pedraza Jiménez/Rodríguez Cáceres 1995). René Marqués, dramaturgo, ensayista y narrador: la División de Educación para la Comunidad Hay que recordar su radical inconformidad y rebeldía ante la desaparición de un mundo y una clase social que fueron barridos como consecuencia del capitalismo dependiente (azucarero primero, predominantemente industrial después) que se fue consolidando después de la invasión norteamericana de 1898 (Díaz Quiñones 1982: 153).
La rápida reestructuración sociopolítica en la isla a partir de los cuarenta fue en su momento un excelente acicate para sus cambios vitales. Desde 1950 y hasta el 67, junto a artistas como Homar y Tufiño, Marqués se sumará a la División de Educación para la Comunidad (Mars Kennerly 2009), proyecto didáctico afín a Luis Muñoz Marín (1948) y el nuevo ELA (1952). Este es el año en que estrena El sol y los Mc Donald, su primera gran obra dramática, vocación que se afianza ahora: fundador (1951) del Teatro Experimental del Ateneo Puertorriqueño y su director hasta el 54, es el dramaturgo mimado por los Festivales del Instituto de Cultura que se había creado en el 55 con el propósito de... “fomentar el conocimiento y fortalecer los cimientos de la cultura puertorriqueña” (Maldonado Denís 1977: 200). Puerto Rico se promociona como vitrina de la democracia en el Caribe, puente entre las dos culturas del hemisferio... palabras de la retórica oficial que también se utilizan para relanzar la universidad de la mano del rector Benítez. Tras la huelga estudiantil del 48, se instauró
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un régimen “autocrático” impulsando la ideología de la “Casa de Estudios”; todo ello con el apoyo de la prensa, siempre según Maldonado Denís (1977: 206 y ss.). ¿Las pretensiones del rector? Pacificación de alumnos y profesores, despolitización como objetivo máximo, academicismo frente a retórica y subversión revolucionarias: El curriculum de la universidad de Puerto Rico —tomemos los cursos de humanidades y de ciencias sociales— refleja en su contenido el enfoque ideológico de la democracia liberal. Dicho enfoque es el producto y la causa de una interpretación particular acerca del desarrollo de las instituciones y de las ideas políticas en el Occidente (Maldonado Denís 1977: 211).
Este es el marco en que desarrollan su actividad la Generación del Cincuenta y René Marqués, intelectuales impotentes y alienados que denuncian a través de la literatura (Pesimismo literario y optimismo político: su coexistencia en el Puerto Rico actual (1958). Pesimismo de tono sartriano en su caso, pero cuya denuncia siempre tiene sentido catártico; o más bien, ético, impelido por la... “esperanza de que el mal denunciado será resuelto; la recóndita esperanza de que al exponerse el mal, se provocará la búsqueda de una solución” (Marqués 1977: 82). En esa coyuntura van apareciendo cuentos, textos dramáticos y didácticos. ¿Por qué Juan Bobo y la Dama de Occidente...? Nos hace saber que lo escribió como ballet de encargo y además encaja muy bien en el didactismo de esta etapa. Se trata de un texto corto, con un personaje burdo y archiconocido a nivel popular, de cuya génesis e intencionalidad ha dado somera cuenta en el prólogo de la obrita y cuyo contexto volvió a glosar años después en su ensayo Pesimismo literario y optimismo político...: como complemento de la instauración del ELA, avanzada la década del cincuenta, el ejecutivo decide fomentar el nacionalismo cultural, es decir, potenciar lo puertorriqueño que adquiere carta de ciudadanía. Pero tropieza con un obstáculo, la política de Benítez:
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Fuese de modo intencional o como no premeditada consecuencia de la doctrina occidentalista, la Universidad tendió, bien en su orientación o en sus programas de estudios, a negar o despreciar los valores autóctonos, incluyendo, claro está, una de sus expresiones más embarazosas: la literatura puertorriqueña. Esta trayectoria aplaudida, o al menos consentida durante largos años por el Ejecutivo, chocaba ahora, súbitamente, con la nueva posición del Gobernante [...] Se inició así una pugna entre Rectoría y Fortaleza que se ha prolongado por años y cuyos aspectos fársicos no podían escapar al observador más ingenuo. Esta sonada, cuanto artificial, polémica de puertorriqueñismo vs. occidentalismo ha sido recogida, con carácter satírico, en tres obras literarias: Juan Bobo y la Dama de Occidente [...] (Marqués 1977: 69-70).
Así nos da su versión, desviada, falaz, del desencuentro, en un párrafo típico de quien fue acusado de utilizar su obra creativa como apoyo ejemplar de sus tesis ensayísticas. Pero vamos a otra cosa: ¿qué se entiende por occidentalismo en la pantomima? Montes Huidobro en su completo análisis lo define —a mi parecer de modo discutible— como “la americanización de lo popular” (1984: 229), aunque lo considera “confuso”.Y a fe que lo es. Personalmente, no creo que vayan por ahí los tiros: la Dama —ella sí— va a ser puente que reafirme en su puertorriqueñidad a Juan Bobo. Porque Marqués siempre reaccionó visceralmente contra la americanización; no hay más que atenerse al prólogo del 56: El conflicto vivo de americanismo vs. puertorriqueñismo es y será siempre irreconciliable. Por mucha que sea nuestra ingenuidad no nos podrán hacer tragar ciertas frases hechas. ¿Puerto Rico puente de dos culturas? ¿Eslabón de las dos Américas? ¿Campo experimental donde se funden armoniosamente dos modos de vida antagónicos? Ingenuos si, ilusos no. Se trata del choque tenaz de dos nacionalismos (Marqués 1989: 16).
Esa “tontería occidentalista” del rector Benítez estuvo siempre “encaminada a despuertorriqueñizar al puertorri-
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queño” —dirá el autor a la hora de hacer recuento sobre su pantomima pasados casi veinte años— (Marqués 1989: 9). Apuesta por la técnica foránea y rechazo del occidentalismo: ¿una disyuntiva paradójica? Descubrió en Arthur Miller, en Pirandello, en Tennesse Williams, en Sartre y Camus (para citar las referencias más frecuentes en sus ensayos) todo el aparato teatral moderno que necesitaba, y un discurso que podía adaptarse a su visión y sus polarizaciones. Podría decirse que “nacionalizó” la “técnica”, la “angustia” existencial, la “náusea”, las reflexiones sobre el Tiempo [...] (Díaz Quiñones 1982: 161).
Innovación, nuevos recursos técnicos... palabras habituales en sus prólogos y ensayos, realidad en sus obras dramáticas desde su estancia en el 49 con la beca Rockefeller en un New York que pronto estará a la cabeza de las vanguardias escénicas. España en ese momento le daba la espalda a una Europa rica en renovación teatral: directores y dramaturgos como Piscator, Brecht, Pirandello, Artaud, Sartre... en absoluto estaban presentes en la cartelera madrileña... tal vez en su Universidad Central, como prueban sus tempranas reseñas sobre el “renovador de las conciencias”, Sartre, “con quien tiene una gran afinidad temática” (Morfi 1993: 462). Los conocerá en 1949, con motivo de sus estudios de dramaturgia en la universidad de Columbia y en el Piscator’s Dramatic Workshop, y de su posterior gira por varias universidades de Estados Unidos. Se interesará también por los norteamericanos: el realismo psicológico apuntalado en el monólogo interior, de O’Neill; o el personaje narrador, en los dramas de Tennessee Williams, serán convenientemente adaptados a sus inquietudes dramáticas. De los europeos, la obra de Luigi Pirandello (1867-1936) —Seis personajes en busca de autor (1921), Enrique IV (1922) y Esta noche se improvisa (1930)— le abre los
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ojos acerca de las posibilidades que le proporciona el teatro como autor, ya que este es considerado como el marco y género más adecuado para una reflexión vital sobre los grandes interrogantes del hombre y de la vida; del hombre enfrentado con los grandes problemas de la existencia (el ser, el parecer, la verdad, el tiempo, la muerte) y del hombre enfrentado a sí mismo (Oliva/ Torres Monreal 2002: 384).
Pirandello le aporta la preocupación por lo psicológico y metafísico, por encima de lo ético que tomará de Brecht... también lo propiamente escénico ya que —siempre en palabras de Oliva/Torres Monreal (2002: 385)—, “la innovación mayor de este autor reside en su intento por profundizar en la ilusión escénica que le llevará a ensayar distintos procedimientos para que el espectador cambie su modo tradicional de enfocar lo que pasa en escena”. Marqués dará vueltas a esta idea una y otra vez. Y la teñirá de angustia existencial —Sartre, Camus— al reescribir la tragedia clásica en moldes políticos contemporáneos. Por fin y con motivo del centenario, escribirá un ensayo (1967) sobre el siciliano, “autor que agonizó en busca de la más trágicamente elusiva de las ilusiones: la realidad humana” (Marqués 1977: 269), estableciendo lazos con Unamuno y considerándole precursor del teatro del absurdo —con matices y diferencias—, y maestro de O’Neill o Usigli: Dentro de la corriente italiana del llamado Teatro del Grotesco, Pirandello llamó a su personal expresión dramática teatro del espejo. Y este concepto lo dramatizó literalmente en escenas de varias de sus obras. El hombre ante el espejo, o más exactamente ante su propio espejo, el que ha de reflejar para él, en relámpago trágico de suprema lucidez, su imagen más positivamente auténtica, haciéndole comprender lo grotesco de su propia existencia y, por ende, de la de los demás (Marqués 1977: 267).
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En resumen, y dado que no pretendo estudiar su ya trabajadísima dramaturgia sino contextualizar Juan Bobo y la Dama de Occidente, la ciudad de Madrid a la que volverá en el 57 y en cuyo teatro María Guerrero estrena entonces La carreta, es el pasado desde el punto de vista de la dramaturgia; mientras que NewYork, a la que también retornará con una beca Guggenheim en el mismo año, había sido su inspiración para escribir en inglés Palm Sunday (1949) y será el lugar de estreno mundial de La carreta (1953). Tal vez esa hibridez y desterritorialización que comienzan a sentir en sus carnes los puertorriqueños explique estas fluctuaciones. Marqués es un dramaturgo entre dos mundos (Europa y América), dos geografías (la isla y Manhattan) y dos lenguas (español e inglés). Apartará rápidamente el posible bilingüismo, si bien se debatirá entre su deseo de innovación y modernidad técnica, por un lado, y el amor a lo suyo, por el otro. Justo en ese quicio y empujado por una serie de circunstancias históricas concretas que insinué más arriba, escribe en 1956 su Juan Bobo... No quiero comentarlo sin recordar antes que en los sesenta retomará esta disyuntiva en el ensayo: Nacionalismo vs. universalismo (1966) publicado en Cuadernos americanos de México. Su planteamiento tiene resabios de grandes escritores como Alfonso Reyes o Borges: El conflicto Nacionalismo vs. Universalismo en la obra de creación literaria y más específicamente en la dramática [...] podría despacharse con una sucinta y rotunda afirmación: obra de teatro nacional que contenga excelencias en los diversos aspectos que exige el género —el más técnico y difícil de todos los géneros literarios, lo comprendemos así— es obra universal (Marqués 1977: 233).
Esta afirmación le permitió en su día a Victoria Espinosa redactar una de las primeras tesis sobre su teatro, convencida de que Marqués...”presintió desde sus comienzos como escritor, que la conciencia profunda de lo propio, lo llevaría ineludiblemente a lo universal” (1982: 20). Pero lo propio debe ser auténtico, no contaminado.
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Juan Bobo y la Dama de Occidente 1. Estructura de la pantomima: happy endings/tragedias ejemplarizantes Casi todas las piezas dramáticas de René Marqués son exaltadas catástrofes ejemplarizantes, con finales apoteósicos, rotundos, purificadores (Díaz Quiñones 1982: 134).
Arcadio tiene razón, es algo en lo que insisten los críticos...”el sentimiento de lo trágico ocupa el punto nodal de sus dramas, pues deviene de esa lucha con sus propias conciencias que les dicta un deber moral supremo” (Cobián Figueroux 2002: 196). Arcadio tiene razón —decía— como también en lo que sigue afirmando después: a René le importaban los efectos teatrales y cuidaba mucho el paratexto dramático, glosando minuciosas instrucciones. En ese sentido, esta pantomima es una excepción, no por su estructura cuidadosamente calculada como puso de manifiesto Montes Huidobro (1984: 229-245), sino por su final feliz. La pantomima, una mezcla explosiva “de considerable riqueza por su planteamiento, su trayectoria y su significado” (Montes Huidobro 1984: 231) y por otro lado evidentes obviedades, plantea desde el título la disyuntiva maniquea que suele presidir sus textos; disyuntiva que en el arranque del ballet funciona así: lo occidental/lo popular-folklórico representado por Juan Bobo que no es el...”de nuestro folklore, pesadote, torpe, de cerebro mínimo, vozarrón balbuceante, enorme cabeza y labios que cuelgan” (Marqués 1989: 15). Ese queda para los ballets de San Juan que montan...”una escenificación literal e infantilmente boba del cuento folklórico” (Marqués 1989: 11). René lo elige como símbolo del boricua para crear su alegoría en torno a un pueblo asediado por una cultura foránea. Boricua caracterizado por la ingenuidad, de ahí que el personaje de la pantomima sea pasivo, y se mueva como pelota de pin-pon o marioneta de turno de mujer a mujer: de la Madre a la Novia,
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de la Novia a la Dama de Occidente, pasando por la momentánea atracción de la Señorita o la Americana; y, por fin, de la Dama a la Novia. Todo ello en el marco de tres cuadros, que muestran la progresión de lo rural a lo urbano, del campo jíbaro a la ciudad de San Juan colonizada y en vías de progreso modernizador, mientras aparca la vieja cultura colonial, que el autor siempre admiró, representada por la casona del Padre y la Señorita. El conflicto no se plantea en términos de raza, como sucede en Vejigantes (1958), de Francisco Arriví, un texto casi coetáneo también de claro protagonismo femenino, en que el acoso sexual del gallego sobre la abuela mulata se transforma en amargura de ocultar la raja en la madre y rebelión contra los prejuicios en la hija, única capaz de aceptar la hibridez caribeña como orgulloso sello de identidad. En Juan Bobo... el jíbaro es “lo originario, lo puro” (¿?) ante quien, propiciado por el ballet, van desfilando una serie de propuestas culturales. La parodia que montan el Profesor —Benítez—, sus esclavos y Caballeros culmina en el “encendido discurso sobre las bondades y excelencias de la Dama de Occidente” (Marqués 1989: 26) y sitúa la denuncia política en el centro de la alegoría. Coincido con Montes Huidobro (1984: 234-235) en que el cuadro segundo borda todos los tópicos y es el más flojo, por obvio, desde el punto de vista argumental. La caracterización de la Americana es tosca, los Infantes de Marina y el Policía son instrumentos de represión sin más sentido que la denuncia política y la mofa de un pueblo, Estados Unidos, tan plano en su funcionamiento sociopolítico con el isleño colonizado. Por fin, la alegoría se intensifica en el cuadro tercero (en ese sentido, podría establecerse una dinámica entre lo concreto y lo abstracto de orden ascendente) cuyo escenario —La Torre— se presta especialmente a ello; y que admite una doble lectura (presente político/atemporalidad alegórica). Crítica acerba contra Benítez y su programa occidentalizador:
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Hoy no ha caído ningún incauto por los alrededores de La Torre. Hoy nadie se ha iniciado en los misterios de La Dama. Hoy ni un solo nativo se ha occidentalizado (Marqués 1989: 36).
Y... final feliz. Descubierto el embrujo del “malvado” Profesor y liberada la Dama de Occidente, puede actuar como mediadora entre Juan Bobo y la Novia jíbara, a la que transmite todas sus bondades. Final equívoco, puesto que la Novia jíbara solo se ennoblece al contacto con la Dama de Occidente; los tres personajes...”bailan allí brevemente con perfección clásica” (Marqués 1989: 47).Y uno se pregunta: ¿dónde está lo popular y originario? Pues está, no obstante, en la irrupción de bomba y plena, de negros y jíbaros que a modo de coro griego rodearon a los protagonistas a lo largo de la pantomima e irrumpen ahora en el escenario. Aun así, la Dama nunca desaparece, pareciera que su presencia sostiene el amor de los jíbaros: “en el centro, primer término, Juan sigue bailando, La Novia a su derecha, La Dama de Occidente a su izquierda” (Marqués 1989: 48). Montes Huidobro glosa y desaprueba a la vez el uso de la intertextualidad literaria en este último cuadro (1984: 236). Es como si, al modo bíblico tan querido por René, Juan Bobo debiera superar sus “tentaciones del desierto”, en forma de una serie de personajes de cartón que le interfieren el camino hacia la Dama, es decir, hacia el occidentalismo. Personajes maquiavélicos (el Príncipe es uno de ellos), malevos, agonistas de la literatura europea clásica (la Electra de Eurípides, Macbeth de Shakespeare, Fausto de Goethe, la Celestina de Rojas), o de la literatura universal contemporánea: Sartre, Williams y Miller, sus autores favoritos, proporcionan otros tantos personajes fracasados del siglo XX. Al final de la secuencia dramática “de detrás del pedestal surge el Profesor. Baja hasta Juan, le entrega el diploma enorme y le felicita calurosamente” (Marqués 1989: 44). El espectador concluye que las obras citadas constituyen el canon que el boricua medio debiera aprobar,
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según el programa de occidentalismo apresurado impuesto por la universidad. La denuncia es explícita, pero el pasaje cruje en la estructura del ballet, es demasiado alegórico, está a años-luz de la frescura popular de otros. 2. Novia jíbara/Dama de Occidente
Personalizada en femenino, reitero la pregunta: ¿quién, qué es la Dama de Occidente? ¿Qué se oculta tras su velo azul? Sea lo que fuere, Marqués hacia 1956 tiene clara su filiación independentista tras la represión del 50 y la subsiguiente Ley de Mordaza. Pero la afirmación nacionalista, la voz alerta frente a la norteamericanización, ¿es ahora como a comienzos de siglo con Zeno Gandía, de Diego y Luis Llorens Torres reclamo de la hispanidad? René está con Albizu y su P. I. P. (1946) a quien inmortalizará en Otro día nuestro (1955) en la recta final de su existencia transcurrida en la cárcel (1950-53 y 195465). Como recuerda Maldonado Denís: propósito de Albizu Campos —logrado sólo en parte debido a su paso efímero por Puerto Rico durante la década del treinta— era el de crear en los puertorriqueños un sentido de pertenencia, un orgullo en el ser puertorriqueño (Maldonado Denís 1977: 137).
Aun más ¿qué es la puertorriqueñidad en un país cuyos hacendados eran inmigrantes de primera o segunda generación (Quintero Rivera 1988) y en el que no se admite la existencia de esos “cuatro pisos” de los que hablará José Luis González en la década de los ochenta? En el prólogo del 56 ya insistía en la falacia de los gobernantes: ¿De qué abismos de confusión han sacado los colonialistas de último cuño el conflicto puertorriqueñismo vs. Occidentalismo? ¿Somos acaso herederos de una cultura oriental? ¿No formamos parte de occidente? ¿Es posible un puertorriqueñismo antioccidental? (Marqués 1989: 17).
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No existe disyuntiva alguna —concluye—, “somos occidentales desde nuestra nacionalidad puertorriqueña. Solo proyectaremos lo nuestro (arte, literatura, pensamiento) a la cultura de Occidente, partiendo de nuestra raíz nacional” (Marqués 1989: 17). Afirmación rotunda, con palabras fuertes —nacionalidad, y raíz nacional— escrita a comienzos de los setenta, cuando el anexionismo está en el poder. Declaraciones que sustentarían el final de la pantomima: es la Dama quien entrega la Novia a Juan Bobo, a pesar de que él, fascinado, no tiene ojos más que para el misterio de la mujer velada: “Juan trata de besar a la Dama. Ella le rechaza suavemente y va hacia la Novia. La trae junto a Juan. Juan se muestra desconcertado”... (Marqués 1989: 46). Que el espectador le ponga la coda. Dejo abierta esta línea de discusión, para dedicar dos palabras a las mujeres, siempre centrales en los textos marquesianos (Palmer 1988). Esta pantomima —lo vamos viendo venir— no es una excepción: Entra La Madre con Juan Bobo. Juan se desconcierta al ver el grupo bullicioso y hasta intenta, disimuladamente, colocar a La Madre de escudo entre él y el bullicio. La Madre lo empuja hacia el centro y le señala el grupo de muchachas. Las chicas ríen y dan bromas a La Novia. Juan Bobo se ruboriza. La Madre le lleva ante las mozas y le urge a que baile. Juan tímidamente invita a la novia. La Madre toma a La Novia de la mano y la hace levantar. Juan Bobo se acerca a ella. La Madre lo empuja en brazos de La Novia... (Marqués 1989: 23).
Así se abre una pantomima en que Juan Bobo parece mero pelele en brazos del destino, con nombre de mujer (¿reminiscencia de García Lorca? (Morfi 1993: 513). De la Novia a la Dama de Occidente que le llevará de vuelta a los brazos de la Novia. En su búsqueda, hilo conductor de la acción dramática, va dejándose prender en el embrujo de toda una galería femenina, especie de mural puertorriqueño: la Señorita que ni se
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entera de su devota adoración, viviendo como vive a espaldas del pueblo (¿un anticipo de Los soles truncos?) y la Americana, que lo torea de modo vulgar (mero instinto provocativo, acción/reacción) en una escena reductora para ambos que no son ya “personas”. ¿Su funcionalidad? Despliegan una especie de “mural puertorriqueño” —dice Montes Huidobro, quien entrevera lo político en lo erótico, que parecía el hilo conductor—: La autenticidad nacional del pasado (Madre) deja su paso a la autenticidad del presente (Novia). La presencia de la Dama crea el conflicto, ya que introduce un elemento foráneo, produce un desequilibrio e interrumpe el proceso de crecimiento erótico al desplazar el interés del personaje (Montes Huidobro 1984: 233).
La connotación positiva del pasado hispánico se contrapone, en su habitual esquema maniqueo, al presente americano, siempre denostado. No hay futuro con ellos. Por lo que se refiere a la Novia, elemento pasivo de entrada, en el último cuadro se transforma en activo desencadenante del final, con toque positivo al desenmascarar a la Dama de Occidente: “Este procedimiento confirma el sistema de supremacía femenina característico del teatro de Marqués [...], la mujer interpreta el papel masculino del Héroe” (Montes Huidobro 1984: 238). 3. El baile y la música: ¿puertorriqueño?, ¿occidental?
La música y el baile acompañan la literatura puertorriqueña desde su nacimiento en El Aguinaldo y El Álbum y no podían estar ausentes de una pantomima concebida como ballet. El cuadro primero, en consonancia con el marco rural jíbaro, se abre con música de seis para, inmediatamente, dar paso a negros y mulatos: la plena Santa María invade el escenario, en lo que no es sino un rito de confraternización, de fusión de razas que contradice el futuro ensayo de José Luis González:
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De pronto una mulata saca a bailar a un jíbaro. Un negro saca a bailar a una jíbara. Un mulato le ofrece un trago a Juan Bobo. Insensiblemente los dos grupos confraternizan [...] (Marqués 1989: 24).
La música se convierte en elemento característico del grupo, pero también tiende puentes. No existe racismo alguno en la pantomima. En el cuadro segundo, la danza puertorriqueña define a la Señorita, quien la toca y baila “en punta de pie” en su retirada casa del viejo San Juan. Curiosamente, y como recordó entre otros Quintero Rivera, para sorpresa de los extranjeros, el himno nacional puertorriqueño es una danza” [..], “expresión musical auténticamente popular que lleva, sin embargo, el sello de la hegemonía hacendada. Una serie de elementos populares del seis campesino y la bomba de plantación, son transformados, con obvias influencias cubanas y españolas, en una refinada música de salón, para que bailaran tiesamente los hacendados en sus exclusivos casinos (Quintero Rivera 1988: 67, 71).
El ritmo se aleja de la percusión típica propia de la bomba y descansa en la polifonía propia del obligato de bombardino de la música campesina, muy bien interpretado entre otros por Morel Campos. René sigue la estela de Brau, según cuyo clásico estudio, La danza puertorriqueña (1895), “en la danza está presente toda la historia del país; sus tres etnias constitutivas y los procesos, en sus contradicciones y dialéctica, a través de los cuales se amalgamaron [...] histórica concordia que fue conformando alrededor de la laboriosidad un pueblo con caracteres propios” (Quintero Rivera 1988: 220-221). Procesos que incluyen la llegada de la “inmigración civilizadora”, que se apropia de lo puertorriqueño previo, de acuerdo a su cosmovisión. No obstante, Brau alerta contra las excesivas concesio-
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nes a lo popular y hubiera mirado con espanto cómo la guaracha se hace con el país en la novela homónima de Vico Sánchez unos ochenta años después, generando todo “un ciclo de intertextos musicales en la nueva narrativa puertorriqueña” (Aparicio 1993: 73-92). Seis, plena, danza... pero también blues para la Americana o bomba para la Negrita Cangrejera... música como elemento identificador, en definitiva. En el gran caldero puertorriqueño caben todos los ritmos. Hay quien subraya la paradoja final, en cuanto que... “la pantomima puertorricense se vuelve así ballet occidental [...]. También puede querer decir, sencillamente, que lo puertorriqueño tiene su logro dentro de formas de la cultura occidental” (Montes Huidobro 1984: 239). Una y otra vez se reincide en la reconciliación de actitudes y filosofías aparentemente dispares, como ya se ha visto en este trabajo. 4. La máscara y los recursos escénicos: ¿Pirandello en la recámara? El uso de máscaras ¿una innovación? Sí, en esos primeros años de la Italia del siglo XX. Pero, ¿no eran las máscaras un convencionalismo del teatro griego? ¿Y no lo fueron después en la Comedia del Arte italiana? [...]. Estamos tratando de decir que estas innovaciones o renovaciones serían superficiales, postizas o periféricas si no hubiesen surgido como necesidades expresivas de su propio concepto del teatro, concepto ontológico dentro de las inquietudes y angustias metafísicas de un italiano apasionado y dionisíaco enfrentado al frío y desconcertante espejo del idealismo filosófico alemán (Marqués 1977: 265-266).
Palabras que, para terminar, pueden aplicarse al propio René, un hombre que... “inicia su creación dramática abordando un problema metafísico de proyecciones filosóficas y religiosas” (Morfi 1993: 467). Un hombre que antepone un lema orte-
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guiano a la pantomima —aunque Ortega no es lo suyo—. Un autor que utiliza el cromatismo simbólico (en Juan Bobo el velo azul de la Dama) desde su primera pieza dramática publicada, El hombre y sus sueños, aunque subraya que los personajes deben tener carne. Un dramaturgo que aprendió los efectos escénicos, las gasas para ocultar el interior de la casa en el segundo cuadro de la pantomima, de los autores americanos. Pero que se aplicó a sí mismo lo que predicaba de Pirandello: todos esos recursos se desgajan de una concepción del teatro y de la vida, de una vocación literaria e intelectual. 2.4. El 98 en la literatura puertorriqueña del cincuenta y setenta: entreguismo/épica
La crítica sobre la literatura hispanoamericana ha venido atravesando distintas fases al hilo de los avatares de la propia creación literaria. Si en los años cincuenta, la novela de la tierra y el indio acaparaban la atención de las páginas dedicadas al Nuevo Mundo, las nuevas técnicas de lo que supuso el tópicamente denominado boom llevaron aparejadas la presencia de una teoría y crítica literarias centradas en el siglo XX. Se sucedieron ininterrumpidamente los estudios sobre la nueva novela hispanoamericana. Los narradores (Vargas Llosa, García Márquez...y tantos otros encabezados por Alejo Carpentier) reconocieron sus deudas con las crónicas de Indias, un género cuyos valores literarios se consideraban hasta entonces casi nulos. A partir de aquí, el binomio historia/ficción marcó la crítica de la literatura hispanoamericana durante la segunda mitad de los setenta y parte de los ochenta y supuso la revalorización de la literatura colonial. Este mínimo excurso viene al caso para recordar que, en el vaivén pendular de modas críticas, hace ya unos años se está investigando el siglo XIX. El siglo cenicienta cuenta en su haber con importantes trabajos (los de Hosbawm, González Stephan, Ramos, Anderson, Bhabha... y otros) destinados a bucear en lo que fuera en su momento imaginar la nación (Guerra/Quijada
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1994), o acotar la fundación y fronteras de la ciudadanía, rótulo bajo el que se publicó el número 178-179 de la Revista Iberoamericana de Pittsburgh (1997). Es evidente que la problemática de las nacionalidades, tema central en la Europa del XIX, irrumpe con fuerza a fines del siglo XX. Para el caso de Puerto Rico, a la polisemia del término nación se añade una consideración básica: en absoluto es obvio que exista un correlato entre la aspiración a la soberanía política y la identidad cultural de la Isla.Y mucho menos lo era en el XIX cuando al estallar los diversos movimientos de independencia se superponían múltiples identidades. La nación tendrá mucho que ver (y en eso consiste la excepción americana, según plantea Guerra en el estudio citado) con un pacto político dependiente de la unión de voluntades y, en menor medida, con la tan traída y llevada identidad cultural. Ante estas cuestiones se impone una pregunta acerca de la circunstancia y literatura puertorriqueñas en los umbrales del 98. De entrada podría decirse que presentan singularidades respecto del continente, si bien a distintos niveles. La literatura sigue su curso tras su tardía aparición en el primer tercio de siglo: cuadros costumbristas, la herencia romántica de Bécquer en el Aguinaldo puertorriqueño (1843) y El Gíbaro, de Manuel Alonso (1849), los tanteos novelísticos de Tapia y Rivera dentro de la escuela realista como mandaban los cánones, por supuesto europeos; porque el canon oficial no se hace eco de la problemática circunstancia política subyacente a la Isla, que no es otra que la dependencia de la vieja metrópoli. Los balbuceos autonomistas, incluso la concesión de un estatuto en esta línea por parte de Cánovas, serán incapaces de frenar los acontecimientos; y la invasión americana del 98 cierra un proceso que tuvo sus apóstoles en Betances (1827-1898) y Hostos (1839-1903). El abolicionismo, la búsqueda insistente de independencia para la patria (y no conviene olvidar que es el término patria, y no el de nación el que se utiliza entonces) y la denominada cuestión antillana, es decir, el anhelo de lograr una confederación...”con caracteres propios, que actúe como nivelador necesario entre la América
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sureña casi subdesarrollada, y el norte representado por el pujante poderío de los Estados Unidos” (Caballero Wangüemert 1992a: 237), son las cuestiones prioritarias. En otro lugar he recordado cómo pertenece a Hostos...”la idea de una confederación antillana, idea lanzada en su Peregrinación de Bayoán (1863) y aceptada e incorporada inmediatamente por Betances y la mayoría de los independentistas cubanos y puertorriqueños” (Caballero Wangüemert 1992a: 237). No hay que olvidar que la gigantesca figura de Martí estuvo íntimamente conectada a los personajes e ideales que traigo a colación. Así las cosas, se produce el impacto del 98, fecha emblemática para Puerto Rico. Los hechos políticos señalan el umbral de una nueva época caracterizada por cambios radicales en varios órdenes. Pero, a corto plazo, la literatura no reacciona. Se ha constatado el retraso en la llegada del modernismo, con todo lo que este movimiento significó de esplendor para la literatura del Nuevo Mundo. En narrativa no se publica demasiado: se dilata el naturalismo y la figura de Zeno Gandía llena todo un cuarto de siglo de creación literaria desde La charca (1894) hasta Redentores (1923). Esa imagen de un mundo enfermo, tan cercana a los determinismos naturalistas de Alcides Arguedas y que debe tanto, no solo a la filosofía al naturalismo, sino también a ensayos y libros de viaje relativos a la Isla, como Histoire philosophique et politique des établissements et du comerce dans les deux Indes, del abate Raynal (1772) y El viaje a la Isla de Puerto Rico, de Ledrú (1810), traducido por Vizcarrondo en el 63, editado por Fernández Méndez en 1957 y recientemente estudiado por Aníbal González; esa imagen de un mundo enfermo —decía— se aplica en el caso del último Zeno Gandía a la órbita urbana y al incipiente problema de la inmigración. Pero hay más: tal vez a causa de su larga existencia, este escritor alcanza a ver cómo surge una nueva inquietud en torno a la identidad de Puerto Rico como pueblo. Inquietud que, en un primer momento, utilizará el ensayo como cauce de expresión adecuado a sus intereses. Y se plasmará en la denominada
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Generación de Índice, que tomó su nombre de la revista editada a partir del 29, como iniciativa paralela a la creación del Departamento de Estudios Hispánicos (1927). Inevitable citar dos ensayos que aglutinan los intereses de la Generación del Treinta: Insularismo (1934), de Antonio Pedreira y Prontuario histórico de Puerto Rico (1935), debido a Tomás Blanco. En resumen: la generación del trauma del 98 no cuaja literariamente en la isla en un grupo compacto en torno a ese motivo. Y ello no se debe a la inexistencia de una generación continental coetánea: existe y es la famosa de 1900. Por supuesto, con los límites que la moderna teoría literaria plantea sobre las generaciones según la propuesta de Petersen, Ortega, Salinas... (Martínez de Codes 1986). Pero por lo que se refiere a la isla habrá que esperar más de veinte años para encontrarse una afirmación tan fuerte como la de Zeno, vertida en una famosa encuesta publicada en Índice el trece de julio de 1929 bajo el título ¿Qué somos? ¿Cómo somos? Allí el escritor, con una cierta parquedad pero rotundamente, define a Puerto Rico como “nación de rehenes”; para, a continuación, concluir: “fuimos mejores que somos. En nuestro país hay depresión”. No se hace eco directo del problema político; más bien sale al paso del tradicional enfoque determinista, al que se adscribiera en su día, según el cual el puertorriqueño es “resignado”. Esa caracterización debería aplicarse a la colectividad...”tímida, perpleja, resignada”, pero no a los individuos concretos a quienes describe como “valientes, con innato sentido del ritmo, fuertes ante la indiferencia y el hambre, idealistas, adaptables a todos los climas, si bien poco dados a la risa fácil”. El escritor termina así su aportación, tan utópica en este momento; podría pensarse que está plasmando más un ideal que la realidad inmediata, con una preocupada referencia a las nuevas generaciones que imagina en brazos del placer muelle, materialista e infecundo. Está clara la apelación al gigante del Norte presente en los textos de la generación de 1900, la generación de Rodó quien
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en su Ariel (1900) condensara un problema detectado años atrás por muchos escritores modernistas, como ha sido bien estudiado, entre otros por el profesor Lago Carballo (1997: 49-58). Dejo al margen el asunto, muy conocido. Me interesa una cuestión mucho menos trabajada en la que centraré mi trabajo: el impacto del 98 en la literatura puertorriqueña del último tercio del siglo XX, concretamente en su narrativa. Es entonces cuando aparecen una serie de textos en que la referencia al 98 y sus secuelas en la isla es importante. Su cauce es el de la novela histórica producida en Hispanoamérica a partir de los setenta y su telón de fondo el revisionismo plasmado en el ensayo durante la primera mitad de siglo. En Puerto Rico remite sin paliativos a la generación de Índice, la Generación del Treinta ya citada; y salta, con escasas muestras en textos aislados pertenecientes a escritores de la Generación del Cincuenta como Marqués, a los autores de la denominada Generación del Setenta. Esta puede considerarse la última generación canónica dentro del rico panorama literario de la pequeña isla; aunque desde el noventa en adelante haya voces consagradas, también deseosas de instalarse en el canon. Sin ánimo de exhaustividad, voy a citar y glosar unos cuantos textos cuyo eje escondido es el impacto del 98, la sustitución de la soberanía española por la norteamericana y las consecuencias del hecho en la sociedad puertorriqueña del siglo XX: La llegada. Crónica con ficción (1980), de José Luis González; Seva. Historia de la primera invasión norteamericana de la Isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898 (1983), de Luis López Nieves; Puertorriqueños. Álbum de la Sagrada Familia Puertorriqueña (1984), de Edgardo Rodríguez Juliá; El cruce de la bahía de Guánica (1989), del mismo Edgardo; y La casa de la laguna (1995), de Rosario Ferré. La Generación del Cincuenta: “La llegada. Crónica con ficción”, de J. L. González
Por lo que se refiere a La llegada, el auge del género “crónica” en su país y la cercanía del 98 han propiciado una segunda
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edición (1997) de un texto pionero con el que José Luis González, conocido escritor de la Generación del Cincuenta exilado en México hasta su muerte acaecida en el 96, se adelantó a los autores del Setenta. Se trata de un relato en trece capítulos o fragmentos numerados linealmente, cuyo sentido es reflejar el impacto de lo que, eufemísticamente, se denomina “la llegada”, es decir, la invasión norteamericana de la isla. El argumento es simple: los españoles se retiran dos semanas después del desembarco en Guánica. En esa retirada pasarán por un pueblo cuyas fuerzas vivas aguardan expectantes, obligadas a tomar posiciones frente a los yanquis invasores, quienes se instalarán allí en el último capítulo. Relato de estructura sencilla, que no descuidada, porque para su autor el texto debe ser testimonial y comprometido, y su mensaje debe quedar muy claro al lector. Desde su militancia marxista González enjuicia la realidad nacional como un todo fragmentado en clases sociales, en grupos que reaccionan de forma previsible. En ese sentido, los personajes de La llegada son tipos, meros portavoces de las propuestas políticas que —según él— se sucedieron en el 98: Benítez es el liberal autonomista, para quien...”entre ser colonia de España y estado de la Unión americana” (González 1997: 22) no existe demasiada diferencia. Simboliza a la élite oportunista que, tras el fracaso de la forzada autonomía propuesta por Cánovas para la Isla, se hizo la ilusión de poder ser un comensal privilegiado en el banquete del nuevo orden que, previsiblemente, instauraría el país más poderoso del mundo. El capítulo segundo recoge un intercambio de opiniones entre Benítez y su mujer que deja muy clara la postura autonomista: —¿Y no tendremos que dejar de hablar español para...? —No veo por qué tendríamos que renunciar a nuestro idioma y a nuestras costumbres. Es lo que estaba diciéndote; cada una de esas repúblicas federadas conserva su personalidad, sus tradiciones, sus [...] Y por otra parte hay que pensar en las ventajas económicas que significará ser parte de la na-
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ción más rica del mundo. Sobre todo si consideramos que, siendo la más rica, no puede producir el azúcar que necesita. Puerto Rico, dentro de ese mercado, estará destinado a convertirse en un verdadero emporio (González 1997: 23-24).
Su postura se contrapone a la del independentista nato, D. Adrián Colomer, que aparece recogida en el capítulo siguiente. Es “un hombre en espera” (González 1997: 32), al que duele la inoperancia de un separatismo isleño que hubiera debido aprovechar las debilidades españolas; debilidad evidente, ya que la invasión norteamericana se estaba convirtiendo en un simple “paseo”. Es el portavoz del separatismo histórico: respeta a Betances y Martí y se siente traicionado por Muñoz Rivera, el líder que está gestionando el futuro de la isla en Washington. La proclama del general Miles, ”sedicente portador de las bendiciones de la libertad y la civilización” (González 1997: 34) —apunta irónicamente el texto, con un guiño al lector que conoce toda la polémica civilización/barbarie subyacente en la literatura hispanoamericana desde el Facundo hasta hoy—, levanta en su ánimo una serie de amargas reflexiones que el estilo indirecto libre se encarga de subrayar: ¡Pueblo inocente!, pensaba D. Adrián. Le hacen cuatro promesas, le cambian un pabellón ajeno por otro más ajeno aún y se siente redimido. ¡Pueblo inocente! (González 1997: 34).
El espectro político básico en el momento de La llegada se completa con la figura del alcalde Camuñas fugazmente entrevisto en los capítulos cinco, siete, ocho y trece. Es el español débil y acomodaticio que lo mismo acoge al compatriota herido que preside resignadamente la entrada americana, con la inevitable ceremonia del cambio de banderas. De hecho, la novela se cierra así: Y se imaginó, con absoluta buena conciencia, preguntándole al capitancito traductor cómo se decía en inglés
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aquello de que “lo cortés no quita lo valiente” (González 1997: 152).
Está claro que no hay resistencia alguna. La vieja épica, el honor hispano del Barroco no aparecen ni por asomo en este relato postmoderno en el que las fuerzas vivas han perdido las ilusiones años atrás, si alguna vez las tuvieron. No son únicamente los políticos quienes danzan según soplen los vientos; sucede lo mismo con el pueblo, desde el cura escéptico y débil, caracterizado a partir del consuetudinario anticlericalismo; hasta el negro Quintín o Nila, su anciana mujer. Se mueven en el ámbito de la pasividad, convencidos de que serán eternos marginados en cualquier situación política, sobre todo si son negros. Y hay que decir que el texto sugiere la presencia de un racismo social como residuo de esa no tan lejana esclavitud en las Antillas... Por último y para cerrar esta desolada y antiheroica galería de personajes-tipo podría citarse al anarquista Catalino Romero, quien no será sino una pobre e inoperante caricatura temblorosa. Y bien ¿qué pasa con los norteamericanos? Ocupan los capítulos diez y doce del relato. Funcionan desde la doble óptica de la superioridad racial y la incomprensión hacia el país que se ven obligados a invadir por haber sido invitados a ello. El coronel es un hombre desencantado, que considera la guerra como un asunto de políticos de salón planteado desde Washington para pescar dólares y votos. El monólogo sirve como cauce adecuado para expresar su malestar por saberse simple instrumento de intereses que le sobrepasan: Y en todo caso ¿qué les habría costado decidir lo de Puerto Rico al mismo tiempo que lo de Cuba? Pero no; tuvieron que esperar el verano, el endemoniado verano tropical, para resolver que a los españoles había que echarlos también de la otra isla. Esta otra isla que ni siquiera sabían bien dónde quedaba, y por eso tuvieron que echar mano de los mapas cuando aquellos puertorriqueños hijos de ingleses o irlandeses mestizados
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(eso tenían que ser el tal Henna y el tal Todd que le habían mencionado en los pasillos del Departamento de la Guerra) corrieron de Nueva York a Washington con el recordatorio de que España tenía otra colonia en el Caribe.Y todavía pretendieron que los incorporaran a la fuerza en representación de quién sabía qué comité de buscabullas revolucionarios (González 1997: 105-106).
El coronel es un conquistador lúcido y amargado, un simple agente de los acontecimientos. Por lo que se refiere a la óptica americana, el narrador se apoya siempre en la ironía desacralizadora que le permite acusar no solo a los norteamericanos, sino también a tantos puertorriqueños que jugaron bazas no muy limpias. Y no hay que ser muy perspicaz para descubrir agazapado detrás de ese transparente narrador a un José Luis González con opiniones muy radicales al respecto. Según él, los puertorriqueños han sido incapaces de detectar y oponerse a la manipulación lingüística que, desde sus raíces históricas, los tiene sojuzgados. El coronel, que en este caso es su portavoz, se lo plantea muy claramente mientras avanza a caballo hacia el pueblecito que debe conquistar: [...] porque era la primera plaza en la que entraba como jefe de los conquistadores. No, no, conquistadores no, enmendó enseguida su pensamiento: libertadores era la palabra apropiada. He ahí, se dijo, en qué consistía el arte de la política: saber expresar algo con una palabra que significa exactamente lo contrario de lo que se tiene en mente (González 1997: 140).
En conclusión y dejando al margen los valores del texto que intenté subrayar en otro momento (Caballero Wangüemert 1998: 191-208), González ha querido poner de relieve el entreguismo de los suyos glosando la —según él— pacífica y vergonzosa ocupación americana a fines del XIX. Cabría añadir que La llegada debería leerse junto a su correlato, el popular ensayo El país de cuatro pisos (1980), en el que se rea-
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firma en sus tesis. Asunto interesante sin duda, pero que escapa a estas páginas. Asunto que ha sido planteado con semejantes coordenadas y desde el otro lado transatlántico por Carlos Pabón (s. a.: 189-218). Entreguismo/épica en la Generación del Setenta: Ferré, Rodríguez Juliá y López Nieves
Muchos otros escritores y evidentemente los que ya pertenecen a una generación posterior, la del setenta, como Rodríguez Juliá o Rosario Ferré tocan este asunto en sus textos. Ferré lo hace en La casa de la laguna. Concretamente en el capítulo segundo en que llega a la Isla el español Buenaventura, creador de la futura saga familiar de los Mendizábal. Y llega justo a tiempo de presenciar como turista asombrado la famosa parada del 4 de julio del 17. Ferré utiliza el sumario para poner en antecedentes al lector sobre la historia de Puerto Rico en el siglo XVIII. Su destino fue siempre unido al cubano y por ello...”cuando España perdió a Cuba dejó ir también a Puerto Rico. ¿Será una isla tan pobre que no vale la pena luchar por ella? —se preguntaba Buenaventura— ¿O estaría España tan exhausta al final de la guerra hispanoamericana que no le fue posible seguir luchando?” (Ferré 1995: 26). A través del monólogo interior indirecto y desde el asombro de la otredad, el narrador contrapone la lógica del emigrante extremeño a los hechos que se están produciendo en la isla, en ese momento isla de ciudadanos de ninguna parte, prisioneros de sus doscientos setenta kilómetros cuadrados y a los que la concesión de la ciudadanía norteamericana llevaba a celebraciones como la mítica parada que contempla Buenaventura reflejada con cierta distancia irónica en el texto. Como fenómeno de masas, el espectáculo no tiene desperdicio y funciona con la falta de lógica habitual en estos casos: Una muchedumbre enorme se encontraba reunida sobre la acera para ver la parada. Una señora que llevaba una
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gorra blanca y almidonada sobre la cabeza, con una cruz roja cosida encima, se la acercó y le ofreció un banderín americano. —Agite el banderín cuando pase el gobernador Yager en su Studebaker descapotable y grite Good Bless America! Buenaventura aceptó el banderín, quitándose el sombrero cortésmente (Ferré 1995: 29).
Lo hace así, no sin recapacitar sobre... “la ingenuidad refrescante, una confianza en el futuro y en la bondad del prójimo, que le resultaban asombrosas” (Ferré 1995: 30), acostumbrado como estaba al desengaño hispano. No obstante, al escribir esa misma noche al amigo extremeño, señalará con agudeza: “Aquí hay que estar dando pruebas de lealtad ciudadana a diestra y siniestra” (Ferré 1995: 32). ¿Tal vez esté detrás el resquemor personal de la escritora por el ninguneo sufrido en su tierra nativa? Dejemos por el momento La casa de la laguna para retornar a dos textos de un escritor de la misma generación que Ferré, Edgardo Rodríguez Juliá, que ha tocado el tema que nos ocupa al menos en dos obras: Puertorriqueños. Álbum de la Sagrada Familia Puertorriqueña a partir de 1898 y El cruce de la bahía de Guánica... En otro lugar tuve ocasión de enmarcar ese género “crónica” en que destaca Juliá (Caballero Wangüemert 1992b: 367-378). No obstante, desearía subrayar que la recreación mediante sumario de la famosa parada de 4 de julio del 17 que hiciera Ferré, corresponde a un tratamiento intertextual del capítulo IV de Puertorriqueños... titulado ¡Llegaron los americanos! (Rodríguez Juliá 1992: 19-33). El desarrollo de Juliá es mucho más amplio y teñido por la ironía que caracteriza habitualmente sus textos. El capítulo se abre así: Y mientras tanto ¿qué pasó con Puerto Rico? ¿Cómo cambió el paisito en ese salto de la hacienda Maricao al estilo californiano Miramar? Pues, entre otras cosas, ¡llegaron los americanos! (Rodríguez Juliá 1992: 19).
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El diminutivo apunta a uno de los signos del escritor, la ternura con la que contrarresta su ácida ironía utilizada para diseccionar a sus compatriotas. Aquí desde esa ironía, que se manifiesta en el distanciamiento lingüístico del narrador, contrapone las dos versiones del 98: el trauma/ la “oportunidad de modernizar y democratizar a Porto Rico bajo el protectorado de ese gigante del Norte, modelo de Progreso, Democracia, Sanidad y Orden” (Rodríguez Juliá 1992: 19, subrayado del original). En la ficción, eso se realiza a partir del comentario de un supuesto álbum fotográfico de antepasados y amigos. Ello permite desplegar toda una indagación entre psicológica y sociológica de esos tristes trópicos (Rodríguez Juliá 1992: 21) de los que hablaran tanto LeviStrauss como Clara Lair. Escritura voluntaria y obsesivamente intertextual, que se inserta en la tradición puertorriqueña de este siglo preocupada por encontrar una identidad a la isla. El capítulo está estructurado a base de dualidades: el civismo yanqui/la disposición gregaria del puertorriqueño; el atraso hispano/la sanidad yanqui:... “había que sacar al país de la inmundicie en que nos dejaron los gallegos” (Rodríguez Juliá 1992:19-20) —dirá el texto—, contraponiendo ese patético estado a la obsesión por la higiene propia de los estadounidenses y amparada por la bandera de una cruz roja omnipresente en las emblemáticas fotografías. Narcisismo y presunción del nuevo orden, al que el viejo orden colonial se pliega como las palmas de coco, fascinado por ese mito del progreso al alcance de la mano. El repaso de los personajes de la foto sirve al narrador para ejemplificar quiénes son los entusiastas entreguistas del momento: Policía montado, el poder público, señor de sombrero panamá, quizás el alcalde del pueblo, la pequeña burguesía acomodaticia, entonces, sólo entonces el mulataje, la negrada y los anémicos jipatos de la ruralía que se inician en el civismo yanqui [...] la fotografía permanece como ruina de la personalidad y monumento del nuevo orden” (Rodríguez Juliá 1992: 24, 20).
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Un pueblo cuasi bobalicón y deseoso de cambios se entrega a un invasor, cuyo instrumento de docilización serán las paradas, eternas fiestas con que embriagar a su gente. Las criollitas detrás de sus banderitas (y el diminutivo además de la ternura implica la valoración de la isla y sus habitantes por parte del invasor) solo pueden oponer a los blondos alcoholizados el sudor tropical de un mundo que seduce y traga. En la segunda parte del capítulo, Juliá compara las fotos de los soldados teniendo como referente intertextual la Crónica de la Guerra Hispanoamericana, de Ángel Rivero: el manco negro, orgulloso de la gesta en que perdió el brazo por defender la patria; el español de mirada melancólica, cuyo modo de agarrar el máuser premonitoriamente sugiere una suave decadencia; y el yanqui agresivamente equipado, pero ¡paradojas del destino! “arropados con una lana insoportable en un clima que es mezcla de lluvia, calor y humedad” (Rodríguez Juliá 1992: 29). Toda una sociología de mundos que mostrarán su incomprensión hasta hoy y que habría que estudiar más despacio. De cualquier forma, en esta recta final del siglo, las cosas no son como fueron. Tal vez sea lo que quiere advertir Rodríguez Juliá con ese texto doble que es El cruce de la bahía de Guánica: conmemoración del trauma para unos/fiesta o concurso yanqui en el aniversario y lugar de la invasión para otros. Los independentistas protestan con su pequeña movida y el “carnaval colonial boricua” (Rodríguez Juliá 1992: 14) que arrastra ya sus 86 años sigue impertérrito su destino. El narrador autobiográfico, trasunto del propio Juliá que, como todos los años se ha desplazado allí para realizar la travesía ritual de la bahía, se sitúa en esa “ardiente barriada de techumbres bajas” (Rodríguez Juliá 1992: 11), con una foto del 98 por delante, para comentar con el destinatario lo absurdo y antiheroico del desembarco americano y la circunstancia puertorriqueña. Y lo hace desde la broma, desde la ironía, para desdramatizar el trauma isleño:
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El Gloucester fue el primero en violar la entrada a la bahía. Esperaba algún fuego. Los promontorios cercanos seguramente servirían para ocultar las baterías españolas. Pero sólo encontró un silencio onírico [...]. Desembarcaron los marinos, se desplegaron las tropas para cubrir la playa; ni un sólo proyectil de máuser español perforó la lancha de desembarco, que venía defendida por un cañón Colt automático de seis milímetros. En la casa oficial del cabo de mar fue izada la primera bandera norteamericana. ¡Esto es el colmo, hombre! (Rodríguez Juliá 1992: 12-13).
El narrador, situado en el tiempo presente, se introduce en el texto para opinar, para tratar de comprender lo incomprensible. Es lógico que durante años el puertorriqueño medio haya sentido la necesidad de borrar la mancha, de cambiar radicalmente el rumbo de la historia. Eso es lo que hizo Luis López Nieves con su Seva: historia de la primera invasión norteamericana de la Isla de Puerto Rico ocurrida en Mayo de 1898 (1995), causando una revolución que llegó hasta Washington. Ello se debió a que fue considerado un texto científico y real, que modificaba la historia del desembarco americano en la isla durante el 98. Vale la pena analizarlo un poco más detenidamente. Se trata de un texto híbrido de apenas cuarenta páginas en su edición en libro. Tres niveles, tres tiempos y tres espacios expanden desde dentro una escritura que aprovecha viejos recursos narrativos: el manuscrito encontrado, en este caso, precedido de la carta del autor al director del periódico (15 de octubre de 1983), en que le envía ocho cartas que su colega y amigo Víctor Cabanas le ha escrito a su vez a lo largo de los casi tres años (14 de octubre del 78-14 de agosto del 81) dedicados en Puerto Rico, Washington y España, a buscar la confirmación documental de una sospecha: antes de Guánica (25 de julio del 98) habría existido una primera invasión norteamericana, que fue rechazada con violencia. La fecha: mayo del 98. Su lugar: Seva, pequeña aldea de nueva creación que habría opuesto “una resistencia feroz, organizada y heroica,
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digna de nuestra guerra de independencia contra los británicos y a la altura de un Cid o un Wellington. Ni siquiera en Wounded Knee vi yo tantos actos heroicos como he visto en Seva” (López Nieves 1995: 30-31) —dirá el general americano en cuyo diario se consigna el hecho —. En consecuencia habrá que destruirla. Así se hará, no sin completar la obra con una nueva alevosía: el viejo pueblo será enterrado bajo una base militar norteamericana; y se construirá en los alrededores un nuevo poblado bajo el nombre de Ceiba, el árbol tutelar indígena. La similitud fonética Seva/Ceiba engañará a quienes indaguen en el futuro: nunca existió Seva; siempre fue Ceiba. Es el texto el que crea el referente y no al revés. Idea genial, brindada ¡cómo no! por Luis Muñoz Rivera, padre del anexionismo, colaboracionista que representa a todo un grupo social al que se acusa de forma transparente. Como ya se puede adivinar el tercer nivel, el núcleo de esta caja china de sucesivos relatos dentro del relato, corresponde al diario del invasor, el general Miles (5 de mayo-3 de agosto del 98, en cursivas). Ateniéndonos al mismo, que en la ficción descubre Víctor Cabañas, Seva deberá ser destruido para que no quede ni rastro de la heroica resistencia del pueblo puertorriqueño. Y la eterna docilidad con que es definido no añada una nueva gesta, como las de Lares o el Cerro Maravillas, a la creciente épica que amenaza contradecirla. El supuesto diario de Miles lo deja muy claro: debemos borrar todo rastro de esta oposición [...] al otro día ordené que los fusilaran a todos. Terminamos de quemar y demoler lo poco que quedaba del pueblo [...] y lo borraremos de todos los mapas. Me aseguraré, personalmente, de que este pueblo perezca para siempre y de que no pueda renacer convertido en una especie de Álamo (López Nieves 1995: 33).
López Nieves como narrador en el texto denuncia la previsible desaparición de su amigo en la recta final de sus investigaciones. Estas constituyen el grueso del relato, una auténtica no-
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velita de suspense y aventuras presidida por el fatum funesto en que, como sucedía en el Orbis tertius borgiano, lo increíble se cuela subrepticiamente por los intersticios de la realidad cotidiana. El suspense abre y cierra este nivel “intuyo que algo anda terriblemente mal. En términos generales, creo que sé cuidarme y que nada me ocurrirá” (López Nieves 1995: 14) —dirá Víctor—. Y más adelante, le confiará al amigo: “Ahora comienza la próxima y última etapa de mi investigación. Sospecho que también será la más peligrosa” (López Nieves 1995: 52). En este ejemplo resulta clara la bisemia de “última”: último deber, cronológicamente hablando; y última posibilidad en su lucha contra el Estado. El narrador convertirá en mártir a su amigo y lo hará a través de los medios de comunicación: Víctor, como también podrá ver, ha pagado un precio muy alto para probar que cuando los norteamericanos entraron a Puerto Rico el 25 de julio de 1898, por el pueblo de Guánica, no lo hicieron en la forma en que oficialmente suele describirse. ¡La invasión de Guánica fue la segunda invasión norteamericana! La primera, varios meses antes, fue por la costa este de la Isla y fracasó (López Nieves 1995: 12).
La verosimilitud del texto queda reforzada porque el protagonista de la aventura se presenta como amigo de Luis López Nieves. Pero además contribuye a ella la inclusión de una serie de documentos: cartas, mapas y cintas grabadas con el testimonio del único superviviente de la masacre. Para concluir, quedaría por perfilar un asunto importante: ¿qué sentido tiene Seva? En palabras de su autor “Seva es una celebración, una apoteosis de la puertorriqueñidad viva e indócil [...]. Quise inventar una leyenda, un mito y compartir la emoción de esta con los lectores” (López Nieves 1995: 85). Tal vez haya jugado con la ambigüedad al publicar el texto sin epígrafes que lo encajonen y definan y dar así lugar a la polémica. Pero su actitud y pretensiones están en la mejor línea de la literatura de compromiso:
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Ahora sabemos que no somos dóciles ni impotentes y es obvio, por tanto, que necesitamos una literatura que evidencie esta nueva forma de vernos a nosotros mismos (López Nieves 1995: 95).
Estas palabras deben interpretarse al hilo de las tesis manejadas por Vargas Llosa en La verdad de las mentiras: la ficción compensa y modifica las limitaciones de la realidad. La utopía tiene su lugar porque las fronteras entre ficción y mundo real no son compartimentos estancos: “he leído tanta literatura, tanta historia, que se me han confundido y ya no puedo, ni quiero, diferenciar cuál es el real” (Vargas Llosa 1990: 85). A modo de conclusión
Al cerrar este breve recorrido por la literatura puertorriqueña del siglo XX, me gustaría resaltar algo que parece evidente: me refiero a la distancia que separa el texto de José Luis González (realismo social, denuncia más o menos agresiva), de aquellos otros de la Generación del Setenta presididos por el humor, la óptica irónica, el relativismo de la postmodernidad. El clima de fin de siglo tiñe el mundo isleño y su sociedad; una sociedad muy distinta a la de cincuenta años atrás. Eso conlleva que, incluso un texto como el de López Nieves, que presume de forjar una épica para dar sentido a la colectividad, pueda/ deba también considerarse como mero juego literario. 2.5. Identidad /nación/postcolonialidad: el ensayo puertorriqueño ¿Cómo puede sentirse integrado un hombre que tiene dos patrias, dos banderas, dos constituciones y dos himnos? (Vientós Gastón 1962: 23). La proeza mayor que realiza un puertorriqueño consiste en ser puertorriqueño y quererse y afirmarse como tal (Sánchez 1994: 177).
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En América Latina, gran parte de los intelectuales de la primera mitad del siglo XX se resguardaron en el terreno de la ensayística cultural ante el vértigo y la enorme fluidez de sujetos que generaron tanto la modernización como los procesos de masificación urbana. Allí construyeron una especie de fortaleza, barajando alusiones eruditas en un juego homosocial de remisiones cultas del cual Rodó, Spengler y Ortega y Gasset fueron los principales protagonistas. Este modo de entender y de exponer acerca de la cultura —que pasa por la obra de Antonio S. Pedreira, Samuel Ramos, cierto Octavio Paz, entre muchos otros— entró en franca crisis en la segunda mitad de siglo. Al incorporar la oralidad y el diario vivir [...] (Gelpí 2000: 437-438).
Quiero abrir mi contribución al estudio del ensayo puertorriqueño durante el pasado siglo con estas citas a modo de hilo conductor del asunto que apasionó y entretiene aún de otro modo a los intelectuales: la búsqueda de identidad, la puertorriqueñidad. Imposible abarcar las modalidades de ese rico y versátil cajón de sastre que denominamos “ensayo” practicado por escritores, docentes, sociólogos u hombres públicos, en vertientes creativas que van desde la crítica literaria de un Balseiro (El vigía, 1925, premiado por la RAE, o Expresión de Hispanoamérica, 1960), hasta la mirada atenta a la siempre polémica e irresuelta situación política de la isla. Tengo en cuenta que el aspecto político ya fue trabajado por otros como Maldonado Denís, Seda Bonilla, Varo, Silén o Sánchez Tarniella (Zavala 1973). Y no quiero convertir estas páginas en una aburrida lista de nombres y títulos. Confieso que me tentó resaltar la labor de mujeres pioneras en lides culturales y literarias (Margot Arce de Vázquez, Concha Meléndez, María Teresa Babín, Nilita Vientós... (Suárez-Galbán Guerra 2002). Sin olvidar las contribuciones, por otra parte tan conocidas, de Rosario Ferré (Sitio a Eros (1980), El coloquio de las perras (1990) (Caballero 2003), A la sombra de tu nombre (2001)); o Ana Lydia Vega (Esperando a Loló y otros delirios generacionales (1994), El tramo ancla (1988) y
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Mirada de doble filo (2008), que recogen colaboraciones de años en Diálogo, Claridad o El Nuevo Día. Mi propuesta entonces se mueve entre los siguientes parámetros: de la identidad en el ensayo, a la identidad en la crónica o relato ficcionalizado, a la crónica de la intrahistoria cotidiana, del día a día del Viejo San Juan en La ciudad que me habita (1993), de Magali García Ramis. De la pregunta angustiada por el “qué somos” de la modernidad, a la tesitura postmoderna del “qué hacemos” patente en El arte de bregar (2000) de Arcadio Díaz Quiñones. De la Generación canónica del Treinta con Insularismo (1934) de Pedreira como icono, al siglo XXI, pasando por El puertorriqueño dócil (1959) marquesiano y El país de los cuatro pisos (1980) de José Luis González. En definitiva, de los esencialismos de la modernidad tan empeñada en descubrir la inapresable identidad, a los hibridismos de la postmodernidad tan bien simbolizada en La guagua aérea (1986), de Luis Rafael Sánchez, con su viaje circular (emigración de ida/vuelta) entre dos geografías (isla y continente) que son Puerto Rico. Postmodernidad, entonces, tan bien representada por su estar entre tan postcolonial. Puertorriqueñidad, entonces, anclada en la historia que la literatura ha glosado una y otra vez. No solo el ensayo, también la ficción abordó el 98, el E. L. A. o el mundo contemporáneo, de la mano de escritores que” se convierten en lectores cómplices y, al narrar, en coautores de los historiadores, quienes han puesto a disposición una cantera inagotable de temas, hechos, personajes y desarrollos históricos” —dice Magali en su ensayo “Para narrar el tiempo escondido” (García Ramis 1993: 67)—. En el ínterin los acentos trágicos se hicieron cómicos, humorísticos e irónicos en ese devenir cronológico del siglo veinte, que contempla múltiples reescrituras ficcionales (novela, relato, crónica) del clásico de Pedreira a cargo de los setentistas: Luis Rafael Sánchez y La guaracha del Macho Camacho (1976); Rosario Ferré y su La casa de la laguna (1995); Edgardo Rodríguez Juliá con Puertorriqueños... (1984/89) y El cruce de la bahía de Guánica (1989) y, en un nivel más postmoderno, Elogio
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de la fonda (2001). Porque la identidad se ha desplazado, dejó a un lado esa solemne tesitura; pero el asunto está ahí. Y lo estará hasta los noventa, en que Mayra Santos-Febres o López Bauzá la declararán obsoleta. Lo estará hasta el 2002 en que Rubén Ríos (La raza cómica del sujeto en Puerto Rico) declare de nuevo su defunción, no sin caer —como vio con agudeza Mercedes López-Baralt— en la necesidad de autodefinirse, por la vía culinaria. Una vía en la que marcó época el consabido ensayo de Magali García Ramis, “La manteca que nos une”, de lo más sangrante y genial que escribió su autora y que se abre así: Dejémonos de cuentos; a lo hecho, pecho; a buen entendedor, pocas palabras; agarremos la verdad por el rabo: un tun tún de grasa y fritanguería recorre las venas borincanas, nos une, nos aúna, nos hermana por encima de la política y de los políticos, los cultos y las religiones, la salsa y el rock, el matriarcado y el patriarcado (García Ramis 1993: 83).
Pedreira y sus reescritores Aunque de agua o de sal sean los barrotes, un país con forma de isla es un país con forma de cárcel (Sánchez 1997: 85).
Si bien la puertorriqueñidad, o mejor la indagación de lo que pueda ser, resulta obsesiva desde los albores del treinta, paradójicamente sorprende la escasez de ensayistas puertorriqueños en cualquiera de los manuales de literatura hispanoamericana al uso. Incluso su mínima representación en revistas que abordan tangencialmente este asunto, como el 205 de la Revista Iberoamericana de Pittsburgh, Representaciones de la nación: lengua, género, clase y raza en las sociedades caribeñas (2003). El interés por romper el tabú y superar los problemas de difusión que siempre tuvo esta literatura impulsó hace pocos años (febrero del 2004) a uno de sus intelectuales a organizar un simposio en el Ateneo
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Puertorriqueño, cuyas actas son muy ilustrativas (Echavarría 2009). Algunas tesis (Rodríguez Castro 1988) y el completo artículo de Mercedes López-Baralt (2004) ponen de manifiesto su pertinencia y raigambre isleña. Aunque el 98 marca el punto de partida de futuras indagaciones, será la Generación del Treinta nucleada en torno a Pedreira y la revista Índice (1929-31) la que fijará para la posteridad el famoso dilema bajo términos bien conocidos: “qué somos”, “cómo somos”. Imposible obviar la referencia al ensayo de Pedreira, el único que parece haber traspasado las fronteras nacionales. La edición de Insularismo a cargo de López-Baralt (2001), así como su excelente estudio Sobre ínsulas extrañas: el clásico de Pedreira anotado por Tomás Blanco (2001) permiten un nuevo abordaje a esta generación, coetánea de la búsqueda de identidad en el resto del continente americano y de la que habría que señalar también El despertar de un pueblo (1942), de Vicente Géigel Polanco. La edición del ejemplar de Insularismo anotado por Blanco junto a su Prontuario histórico de Puerto Rico (1935), permite enfrentar como espejos refractados dos personajes, dos visiones (una ensayística, otra histórica) cercanas pero con matices distintos. “Esas diferencias se manifiestan principalmente en la forma en que cada cual jerarquiza los distintos momentos de la cronología histórica, la importancia que le adjudican al elemento hispánico en la constitución de la cultura nacional”. (Álvarez Ramos 2000: 451). Como escribí en otro lugar (Caballero 2002: 681), “dentro de la amplitud del ensayo, podría decirse que este libro tiene una estructura alterna: los capítulos impares recorren diacrónicamente la historia, mientras los pares se detienen en la caracterización del puertorriqueño”, desde el simbolismo geográfico (aislamiento, pequeñez, clima enervante): “El cinturón del mar que nos crea y nos oprime va cerrando cada vez más el espectáculo universal” (Pedreira 2001: 140). Abordaje bajo parámetros deterministas, pero con un tono didáctico heredado de Rodó, Spengler y Ortega —subrayado por Juan Flores y Arcadio Díaz Quiñones— y responsable de que al final brille el faro de
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la esperanza: “Romper las murallas de ese aislamiento, para mirar en torno, es el deber de la juventud puertorriqueña” (Pedreira 2001: 142). Para llegar a ese punto debió antes asumir la historia en un pasaje tan antologado como de inexcusable cita: Yo veo tres momentos supremos en el desarrollo de nuestro pueblo: el primero, de formación y acumulación pasiva, que empieza con el descubrimiento y la conquista y termina en los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX; el segundo, de despertar e iniciación, que empalma con el anterior y cierra con la guerra hispanoamericana y el tercero, de indecisión y transición en el que estamos [...]. Tuvimos nacimiento y crecimiento pero no renacimiento (Pedreira 2001: 41).
“Insularismo es, para empezar, un balance crítico de la modernidad que pone en duda la noción misma de progreso” —dice Bernabé en su libro (2002: 49), una de las últimas y más críticas revisiones de la cultura puertorriqueña del siglo XX—. La isla es una “nave al garete”, en metáfora afortunada si bien no muy original (por la misma época Belaval habla de una “barca de sueños fallidos”). Porque... “la polaridad mar/tierra implícita en la noción del insularismo de Pedreira es una de las alegorías más persistentes de la puertorriqueñidad, como lo ha visto Julio Ramos: si Pedreira afirma que el mar nos aísla, Tomás Blanco, Palés, Ana Lydia Vega y otros escritores lo ven como puente que nos une al Caribe y al resto del mundo” (López-Baralt 2004: 47). Yo añadiría al menos La casa de la laguna, de Ferré, donde la salvación viene por el mar y de la mano de Willie, bastardo y mulato (Caballero 1999a). Es decir, reescritura ficcional muy en la línea de las tesis de Rosarito. Reescritura común a gran parte de los setentistas: del ensayo a la ficción, la preocupación por el destino del país —la casa nacional— se entrevera de ironía y humor, a vueltas con el paternalismo, como ha trabajado con acierto Gelpí en su esclarecedor artículo “Insularismo en las páginas de La guaracha del Macho Camacho” (1993: 17-45), eco y deformación, homenaje y vendetta. La nave
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al garete se transforma en el coche de Benny, asesino inconsciente. Por lo demás, remito de nuevo al estudio de López-Baralt para bucear en algunas lecturas que el paradigmático ensayo de Pedreira —heredero de autonomistas y abolicionistas liberales del XIX y de todo ideal ilustrado por su pretensión de crear una cultura para las élites conductoras del pueblo puertorriqueño— suscitó a lo largo de casi setenta años —estadolibristas, independentistas, marxistas o postmodernos—. Y para cerrar este apartado, estoy de acuerdo con Luis Felipe Díaz cuando dice que la retórica de definición identitaria de los letrados treintistas en lo socio-cultural sería fundamental en cuanto logró proveer los registros ideológicos que, por su fortaleza e interpelación na(rra)cional, para muchos rinden incluso hasta hoy día (Díaz 2008: 17).
Como ejemplo de sus tesis, su propio libro muy en la línea de Nation and Narration, de Bhabha, empeñado en “describir y deconstruir el proceso simbolizador del proyecto na(rra)cional que a lo largo de dos siglos ha creado la alegoría de la gran familia nacional en el espacio del trabajo y de conflictos sociales en Puerto Rico” (Díaz 2008: 19). Y que confirma el desplazamiento y apertura genérica de este asunto del ensayo a la narración, en sus múltiples facetas postmodernas. René Marqués y la polémica sobre docilidad En el caso de la literatura puertorriqueña hay tres ensayos posteriores que repiten, varían y combinan la temática y la retórica de Insularismo: El despertar de un pueblo, de Vicente Géigel Polanco, de 1942, El puertorriqueño dócil de René Marqués, de 1960, y “La generación O sea” de Luis Rafael Sánchez, publicado en 1972 (Gelpí 1993: 19).
Afirmación interesante pero discutible... comparto lo que se refiere a Marqués y, por su incidencia nacional, sustituyo los
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otros dos por El país de los cuatro pisos y La guagua aérea. A las tesis marquesianas les encaja bien el paternalismo autoritario que, según Gelpí, rige gran parte de la literatura puertorriqueña y que convierte a sus hombres en sujetos dóciles. Paternalismo cuestionado hoy por Rubén Ríos y otros. “El pesimismo más acentuado de Marqués (si se le compara con Pedreira) hay que vincularlo al cambio de la situación histórica, tanto en Puerto Rico como en el mundo, entre la década del treinta y las décadas del cincuenta y sesenta del siglo XX” (Bernabé 2002: 114). “Se convirtió en el paradigma del escritor rebelde combatiendo los males del progreso y la vulgaridad de la nueva sociedad urbana, precisamente en los años de apogeo del Partido Popular Democrático” —dice Arcadio (Díaz Quiñones 1982: 158)—. Marqués asocia la salvación isleña al pasado que idealiza, instalándose en la utopía de la tierra y sus tradiciones, su auténtico paraíso perdido (Caballero 1986). Según Bernabé: No hay duda de que al aferrarse a las categorías de Pedreira y al radicalizar su pesimismo ante el avance de la civilización, Marqués acentuó algunas de las dimensiones más conservadoras, más reaccionarias, más elitistas, menos democráticas de la orientación pedreriana (Bernabé 2002: 123).
“En la Universidad muchos hablaban con desdén de la cultura y del pasado puertorriqueño. Se pretendía que nos construyéramos un pasado occidentalista, greco-romano de segunda mano” (Díaz Quiñones 2003: 63). Puerto Rico se promociona como vitrina de la democracia en el Caribe, puente entre las dos culturas del hemisferio: palabras de la retórica oficial que también se utilizan para relanzar la universidad de la mano del rector Benítez. Este es el marco en que desarrollan su actividad la Generación del Cincuenta y René Marqués, intelectuales impotentes y alienados que denuncian a través de la literatura (Pesimismo literario y optimismo político: su coexistencia en el
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Puerto Rico actual (1958). Pesimismo de tono sartriano en su caso, pero cuya denuncia siempre tiene sentido catártico; o más bien, ético, impelido por la “esperanza de que el mal denunciado será resuelto; la recóndita esperanza de que al exponerse el mal, se provocará la búsqueda de una solución” (Marqués 1977: 82). Desde un planteamiento maniqueo (buenos/ malos) el escritor siempre reaccionó visceralmente contra la americanización; no hay más que atenerse al prólogo a su pantomima Juan Bobo y la Dama de Occidente: El conflicto vivo de americanismo vs. puertorriqueñismo es y será siempre irreconciliable. Por mucha que sea nuestra ingenuidad no nos podrán hacer tragar ciertas frases hechas. ¿Puerto Rico puente de dos culturas? ¿Eslabón de las dos Américas? ¿Campo experimental donde se funden armoniosamente dos modos de vida antagónicos? Ingenuos si, ilusos no. Se trata del choque tenaz de dos nacionalismos... (Marqués 1977: 16).
No obstante, en la historia cultural isleña su figura quedará asociada a la tesis de la docilidad, plasmada en su ensayo El puertorriqueño dócil: literatura y realidad psicológica (1962). Inscribiéndose en una tradición que arranca del XIX y hace escala en Brau, Palés y el propio Pedreira, plantea cómo “lo que en la década del veinte era aplatanado y ñangotado se convirtió en 1930 en resignado y fatalista para evolucionar con hipocresía ladina hasta el pacífico y tolerante que hoy hemos puesto en boga” (Marqués 1977: 156). Hay que atreverse a llamar las cosas por su nombre: el puertorriqueño está docilizado —característica adquirida, no congénita— y sus consecuencias están a la vista: la violencia que tiñe la literatura de su generación y el impulso autodestructor subyacente a nacionalismos, anexionismos, estadolibrismos y matriarcado. Para corroborarlo, Marqués cita su propia obra literaria, por lo que será convenientemente criticado. Y la amplía a toda su generación, cuya literatura resulta “válvula de escape psicológica, sublimación de complejo
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de culpa colectivo”, cuando lo cierto es que se convierte en “un instrumento más del mecanismo psicológico de la docilidad” (Marqués 1977: 198-199); lo que explica su éxito. Las tesis marquesianas han sido fuertemente contestadas; para comprobarlo, no hay más que seguir el libro de Natal (1987), El puertorriqueño dócil: historia, pasión y muerte de un mito, escrito con ocasión de las bodas de plata del citado ensayo. José Luis González y los pisos de la identidad puertorriqueña, aún no fraguada
Tesis fuertemente contestadas ante todo por José Luis González, escritor de su generación, ideológicamente en las antípodas y cuya vitalidad literaria llega hasta los ochenta. Si Marqués concebía un Puerto Rico de élite hacendada, eminentemente blanco, El país de los cuatro pisos (1980) funda la nacionalidad en el personaje escamoteado: “los primeros puertorriqueños fueron en realidad los puertorriqueños negros” —dirá José Luis (González 1980: 20)—. Primer piso del país en construcción, al que se superpondrá la oleada inmigratoria del XIX: refugiados de las colonias hispanoamericanas, extranjeros y españoles (mallorquines y catalanes) que “no habían tenido tiempo de fundirse en una verdadera síntesis nacional” (González 1980: 25) cuando se produce la invasión norteamericana del 98, que “empezó a echar un tercer piso sobre el segundo todavía mal amueblado” (González 1980: 27). Desde su militancia marxista y presupuestos de clase, el ensayo puede leerse como una reescritura de las tesis de Pedreira y Marqués a quien, en particular, tiene muy presente cuando dice cosas como esta: Pero también se equivocaban y siguen equivocándose quienes, pasando por alto el carácter clasista de esa cultura, la postula como la única cultura de todos los puertorriqueños e identifican su deterioro bajo el régimen norteamericano con
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un supuesto deterioro de la identidad nacional (González 1980: 29).
Deterioro paralelo a un “jibarismo literario de la élite (que) no ha sido otra cosa, en el fondo, que la expresión de su propio prejuicio social y racial” (González 1980: 39). De nuevo, aquí encajaría perfectamente Marqués, de quien se distancia también en su percepción del independentismo; asunto al que dedica unas páginas del ensayo. Por fin, concluye con una propuesta “caribeña”: Yo no creo en reconstruir hacia atrás, hacia el pasado que nos legaron el colonialismo español y la vieja élite irrevocablemente condenada por la historia. Creo en reconstruir hacia adelante [...], hacia un futuro que, apoyándose en la tradición cultural de las masas populares, redescubra y rescate la caribeñidad esencial de nuestra identidad colectiva [...] (González 1980: 42-43).
Planteamiento que por su maniqueísmo se inserta todavía en la modernidad, pero abre puertas al futuro pluralismo de la globalización. La guagua aérea: del trauma de la emigración al “entre” de las identidades postcoloniales e híbridas
Avanzamos un poco, lo suficiente para saltar de la Generación del Cincuenta a los setentistas. Y viramos también el género: del ensayo sesudo a la crónica periodística, con toques autobiográficos y tono irónico, que desdibuje todo lo que huela a viejo tratado. Puerto Rico “duele”, pero ese dolor se contrarresta, se cubre pudorosamente con el toque humorístico incluso, con la capacidad de reírse de uno mismo habitual en los autores del setenta y tan característica de Luis Rafael Sánchez, quien recogió su producción de años en tres libros bien conocidos. Ahí cabe todo: la mirada sobre el ser nacional, la reseña localista, el relato de las menu-
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das incidencias de la vida cotidiana... Los temas nucleares afectan a la identidad, obsesión asumida conscientemente: “Pocas literaturas reflexionan sobre la nacionalidad, con tanta vehemencia y entrega, como la puertorriqueña” —dirá— (Sánchez 1994: 179). Y continúa: “Esa vuelta a la reflexión ensayística tendrá que ver, a lo mejor, con la permanente obsesión puertorriqueña de explicarse y recortar sus perfiles y manías nacionales” (Sánchez 1994: 180). A mi modo de ver, Luis Rafael está en el quicio entre modernidad y postmodernidad... Un país de estatuto tan peculiar, que encubre tal vez una condición colonial no superada, previsiblemente retornará al debate sobre la nación: Ese reconocimiento de la necesidad de la nación, que las disoluciones posmodernas peyoratizan y las teorías del fin de la historia interpretan como otra babosada telúrica, interesa, particularmente, cuando la declaran quienes se cebaron en desestimarla... (Sánchez 1997: 208).
Pero un país cuya población se bifurca en dos espacios, fruto de la obligada emigración de décadas, ya no es una mera isla. Su atributo es la “errancia”, el “estar entre” y no sentirse de ningún lugar: desgarramiento y liberación, angustia y soltura postcolonial de quienes por su peculiar historia se convierten en símbolo del hibridismo cultural característico de nuestra era globalizada —¿tal vez la guagua aérea no es sino una reescritura de “la nave al garete” de Pedreira?—: ¿De dónde es usted? Unos ojos rientes y una fuga de bonitos sonrojos le administran el rostro cuando me contesta —De Puerto Rico ...—Pero ¿de qué pueblo de Puerto Rico? Con naturalidad que asusta, equivalente la sonrisa a la más triunfal de las marchas, la vecina de asiento me contesta —De Nueva York [...]. Lugar común, traspié geográfico, broma, hábil apropiación, dulce venganza: la respuesta de mi vecina de asiento supone eso y mucho más [...]. Es la reclamación legítima de un espa-
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cio, furiosamente conquistado. ¡El espacio de una nación flotante entre dos puertos de contrabandear esperanzas! (Sánchez 1994: 21).
Una década después y a propósito del debate lingüístico, otra escritora setentista se pronuncia así: Debido a nuestras circunstancias históricas los puertorriqueños hemos contribuido a la creación de una nueva topografía cultural en América Latina. La hibridez cultural, racial y social es lo que nos define como pueblo. En mi opinión, el continente entero asumirá estas mismas características de frontera durante el siglo XXI: América (Norte y Sur) unida en una sola frontera, la del Nuevo Mundo (Ferré 2001: 175)
Son palabras de “Escribir entre dos filos”, texto autobiográfico pro domo sua que se inserta en un libro de ensayos de Rosario Ferré, un audaz testimonio de quien por su trayectoria ha probado los márgenes y el centro, la isla y Norteamérica, lo conservador y lo ¿progresista?, el inglés y el español. Un ejemplo de la desterritorialización y el nomadismo propio de la postcolonialidad, que empieza a perfilarse implícitamente como una salida para la eterna búsqueda identitaria de los puertorriqueños. Reescritura cronística: de la modernidad a la postmodernidad, del “qué somos”, al “qué hacemos”
“El tramo ancla o el evento ensayístico de la década”: así titula Ramón Luis Acevedo su estudio introductorio a la antología que coordinó en 1988 Ana Lydia Vega. En su origen columnas para Claridad, se estructuran como un tramo de relevos en el que alternan y se suceden Kalman Barsy, Magali García Ramis, Carmen Lugo Filippi, Rosa Luisa Márquez, Juan Antonio Ramos, Edgardo Sanabria Santaliz y la propia Ana Lydia. Ingenio y subversión, parodia y ficcionalización caracterizan al relevo, esa criatura híbrida que casi todos colocan junto a Paliques. Se
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trata de abrir espacios para formas diferentes de mirar. La heterogeneidad, la sorpresa, la intrahistoria cotidiana desde los márgenes pretenden “revivir la casi moribunda tradición del auténtico ensayismo puertorriqueño” (Vega 1988: XXVI). Lo que en opinión de Ramón Luis se consigue: [...] sería aleccionador demostrar cómo efectivamente reviven la tradición del ensayo, aligerando la prosa y atreviéndose a opinar con la gracia, la penetración, el sentido del humor, la emotividad, el ingenio, la irreverencia y el desparpajo que casi brillaban por su ausencia desde que Nemesio Canales colgó los tenis; sería académicamente acertado ilustrar con ejemplos cómo se remozan las viejas variantes del ensayo periodístico, porque aquí hay crónicas de viaje, columnas de opinión, reseñas literarias, ensayos narrativos, parodias de discursos, crónicas de espectáculo, fragmentos de memorias, columnas de consejería sentimental, ensayos clásicos, trivia en fin de todo, como en botica (Vega 1988: XXVII).
“Crónicas del ojo errante”: así abre Ana Lydia Vega el prólogo de la recolección Mirada de doble filo, en un “vuelo de reconocimiento” distribuido en seis apartados donde cabe casi todo: comentarios y apuntes personales y literarios, “esguinces guiñolescos de la política criolla y triunfos y tragedias de nuestra historia remota y reciente”. El viaje arranca de la geografía —cómo no—, en un nuevo guiño que subvierte las tesis de Insularismo: Su carácter de isla le confiere una cohesión geográfica que parece sustituir con éxito al evasivo concepto de nación. Si alguno de nosotros quisiera capturar en palabras esa sensación tan visceral que apasiona al puertorriqueño por su lugar en el mundo, tendría que afirmar sin titubeos: Mi país es el mar (Vega 2008: 21).
No obstante, estamos lejos de la pasión idealizante y la prosa sostenida y sensual con que Margot Arce de Vázquez ha-
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blara de “una isla (que) es paisaje puro”, de su mar “maravilloso y viril”, de su tierra “de verdes variados y ondulantes”; del hombre “nervioso y susceptible”, “nostálgico” y “fatalista”, complejo fruto de la tierra: Maduramos pronto como los frutos del trópico y nos apagamos pronto como la orgía de colores de nuestro crepúsculo. En el amor y frente a la muerte seguimos siendo españoles; para el vivir diario tenemos la ternura del negro y la parquedad del castellano (Arce de Vázquez 1984: 220).
El tono, el ritmo sincopado de Ana Lydia es abrupto y directo: “nos están robando a mano armada el mar” —dirá (Vega 2008: 23) entreverando la disquisición más o menos teórica con la mirada crítica al aquí y ahora isleño—. ”Puerto Rico ¿el peor país del mundo”, “el pueblo más afligido”... o, por el contrario, paraíso tropical, “el mejor de los dos mundos, la estrella fulgurante del Caribe?”. En la columna periodística “Mirada de doble filo” que unifica y cierra los textos, tienta un equilibrio inteligente que no niegue los problemas pero deje abierta una puerta a la esperanza: Cosa muy diferente es exhibir sin pudor, a toda hora, la llaga sangrante de un eterno descontento, vivir echando pestes contra los compatriotas, sentenciando al país sin apelación [...]. A la hora de la crisis, la mirada que se tiende sobre el país no debería ser ni exclusivamente eufórica ni estrictamente depresiva. Lo que se me figura más provechoso —o menos inútil— es practicar algo así como una mirada de doble filo [...]. Que un filo sirva para punzar la verdad y el otro para tallar la esperanza (Vega 2008: 332-333). ¡Todavía hoy: identidad y nación!
¡Todavía a vueltas con la identidad!: Identidad y nación en la novela puertorriqueña actual subtitula Van Haesendonck su libro sobre la isla ¿Encanto o espanto? Desde supuestos psicoanalíticos pos-
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tula que “sólo a través de una mirada sesgada se puede desarmar el metarrelato de la nación y aquello que elusivamente se llama lo nacional” (Van Haesendonck 2008: 17). Y lo intenta utilizando el concepto de abyección, que encubre la dualidad e hibridez de los sujetos: “este término es tal vez el más útil para caracterizar a Puerto Rico y al sujeto puertorriqueño de la postmodernidad” (Van Haesendonck 2008: 37). Discutirle nos llevaría demasiado lejos. Por el momento y más centrado en mi asunto, recuerdo que Pabón (2002) se ceba en quienes defiendan la puertorriqueñidad, esa obsesión patológica insuperable. Y que el último libro de Rubén Ríos sobre crítica cultural, La raza cómica, puede leerse tal vez como reescritura del Insularismo, parodia intertextual del célebre libro de Vasconcelos: “el yo quisiera ser cósmico. Al sujeto no le queda más remedio que ser cómico” (Ríos Ávila 2002: 12). Los críticos suelen coincidir con Anderson en que la nación es una comunidad imaginada, pero necesaria. Mucho más lo será en una “colonia postcolonial”, cuyo caso es tan atípico que no suele ser considerado por los teóricos al respecto. Si me he detenido en el apartado de La guagua aérea es porque deviene una metáfora interesante de la desterritorialización y el nomadismo característicos de ese país peculiar, Puerto Rico, escindido entre dos geografías: la isla y la diáspora; diáspora que ya no es tal, como ha trabajado tan a fondo Carmen Dolores Hernández (1997, 2004...). Son estas cuestiones, más relacionadas con la nueva frontera en tiempos globalizadores, las que ocupan artículos, debates y nuevos ensayos como los de Flores (2000) o Duany (2002). Lamentablemente, su estudio quedará para otra ocasión. 2.6. Un testimonio del viraje transatlántico de Rosario Ferré
Rosario Ferré es un nombre que ocupa un lugar en el canon puertorriqueño por derecho propio y pese a quien pese. La
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actitud provocativa y rupturista en los setenta de la joven escritora fue cuajando a lo largo de cuatro décadas en una labor poética, ensayística y narrativa, con ribetes revolucionarios teñidos de feminismo y afectados por el bilingüismo. Su papel es central en una literatura que podríamos denominar glocal, que se mueve entre dos espacios, dos lenguas y dos cosmovisiones, propia del controvertido postcolonialismo puertorriqueño. Mi trabajo analizará los ensayos de su libro A la sombra de tu nombre (2001) como testimonio de ese rico proceso plural. Por lo que se refiere a esta escritora, ya en marzo del 93 presenté en la Sorbonne y en el marco del CRICCAL, liderado todavía por Claude Fell, una comunicación sobre Papeles de Pandora, que se publicó en las actas de ese congreso sobre Formas breves del relato (America, 1997). Posteriormente pasó a integrar un volumen de ensayos sobre la reciente narrativa puertorriqueña bajo el título Ficciones isleñas (Río Piedras, 1999b). Allí aparece además un estudio de La casa de la laguna realizado apenas publicarse. Aun así, en absoluto me considero “especialista en Ferré” y pido disculpas por las omisiones y posibles errores de lo que examino hoy. Comienzo arriesgando: A la sombra de tu nombre (2001) ¿es una nueva miscelánea, coyuntural tal vez, al modo de El árbol y sus sombras (1989) o Las dos Venecias (1992)? ¿O, por el contrario, se trata de un testamento literario, una recolección hecha en el borde de la incipiente enfermedad que hoy la tiene postrada, terminal, a sabiendas de los límites de su escritura en el futuro? Apuesto por lo segundo. Y mi trabajo pretende demostrarlo. Para ello arranco de unas palabras de Rosario en el prólogo del libro: “Toda escritura es una experiencia límite, con cada nuevo libro nos jugamos la reputación y, lo que es más importante, el respeto del prójimo y el respeto a nosotros mismos” (Ferré 2001: 10). Poco que añadir a una declaración tan rotunda, como no sea lo consciente que es la escritora de su quehacer, de su vocación literaria, de los riesgos que implica
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la recepción. Al respecto, es interesante detenerse en la simbología del título, directamente relacionado con la segunda parte de esta miscelánea, Espacios literarios (125-188). Es un claro homenaje a la literatura, esa gran Dama (así, con mayúsculas), a cuya sombra se acoge. Allí Ferré, reiterando declaraciones anteriores, afirma: Estoy convencida de que mi vida no hubiese sido la misma si a los doce años no hubiese leído por primera vez Cumbres borrascosas en las penumbras de la biblioteca de mi casa. Ese día me enamoré de Heathcliff, de Cathy, de Emily Brönte y de la Dama Literatura. Si la he servido bien o mal, sólo el tiempo dirá. Pero no me arrepiento de haber vivido a la sombra de su nombre” (Ferré 2001: 129).
Declaración de intenciones que ilumina el título y nos lanza un reto, como lectores y estudiosos de su obra: somos nosotros quienes debemos decidir si Rosarito cumplió o no con su misión... Es un reto excesivo tal vez, pero múltiples congresos recogen el guante lanzado explícitamente por la escritora y analizan en profundidad su obra. Por lo que a mí respecta, creo que esas palabras remiten a otras de El árbol y sus sombras: una metáfora en la que cada obra es un árbol y, en esta diacronía que constituye la humanidad, recibe las sombras de quienes la precedieron y, a su vez, extiende las suyas sobre los jóvenes del futuro: De igual manera que un árbol en medio del valle va proyectando cientos de sombras a su alrededor, según el sol lo va azotando desde diversos ángulos en el transcurso del día, el árbol-obra no es ya un simple árbol, sino un árbol y sus sombras. Aunque en ambos casos (tanto en el de la obra-árbol ajena como en el de la propia) el misterio permanezca siempre indescifrable, el escritor de ficciones tiene la responsabilidad de conocer el mayor número posible de sus sombras (Ferré 1989b: 14).
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Palabras que invocan lo metaliterario y nos sitúan en el centro del trabajo, en la búsqueda del origen de la obra literaria, de ese “misterioso bullir de visiones que se disponen a volar generosamente hasta su propio árbol” (Ferré 1989b: 13, son palabras de El árbol y sus sombras). El lector percibe cierta herencia romántico-simbolista, en absoluto extraña en quien abrevó en el surrealismo. Ferré asevera en el prólogo de A la sombra...: “Rilke señala la necesidad que tiene el ser humano de vivir en presencia del “ángel” de la inspiración, esa chispa divina que habita en todos nosotros” (Ferré 2001: 11). Una pequeña acotación marginal antes de entrar en faena —el análisis del libro que nos ocupa— y que se refiere al sintagma “a la sombra de”... En sus primeras utilizaciones (El árbol..., Las dos Venecias) esa sombra protectora remitía a la madre (El árbol... le está dedicado explícitamente y dentro de la sección “Melografiadas” (Ferré 1989b: 127-156) de Las dos Venecias existe una prosa, La sombra y su eco (Ferré 1989b: 151-154), de sello autobiográfico que gira en torno a ella). Pareciera que con el paso del tiempo, la distancia cronológica que la distancia de Lorencita Ramírez de Arellano, muerta muchos años atrás, le va acercado al padre, a quien rinde tributo y ensalza en Memorias de Ponce, la autobiografía vicaria narrada por la escritora en el 92. Es solo una sospecha, un leve apunte que dejo al pasar. Vamos a la estructura del libro, muy neta, tripartita: Espacios existenciales, Espacios literarios y Homenajes: catorce, ocho y siete ensayos, respectivamente. ¿Qué tienen en común? Me atrevo a formular una hipótesis, por otra parte bastante obvia: lo autobiográfico es el hilo conductor que adensa y da cohesión desde dentro a lo que, en absoluto es una miscelánea de circunstancias (o si lo fue, quedó más allá de la intencionalidad de sus autores, como un texto bien cohesionado). ¿Qué pasa — podría preguntarse el lector— cuando viejos textos se insertan en uno nuevo? Al modo de las antologías, podría hablarse de una nueva realidad: se resemantizan adquiriendo matices
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distintos (Ruiz Casanova). En el caso de Ferré —ya lo veremos en su momento ejemplificando en alguno de los textos— muchos de ellos han sido retocados (omisiones, desplazamientos, nuevos matices...). Todo un proceso de reescritura que tiene detrás un consciente taller literario de años. Espacios literarios: declaración de intenciones, autobiografismo y “meditaciones sobre la escritura”
Obviando el orden de la puertorriqueña, voy a comenzar mi análisis por los Espacios literarios (125-188), porque ese consciente taller de escritura viene de atrás (La sartén por el mango, El coloquio de las perras o ciertos poemas y relatos breves de “Melografiadas” en Las dos Venecias) y enlaza con lo que ya he recogido del prólogo. El escritor escribe al dictado de la inspiración: por eso al recordar sus inicios en “La cocina de la escritura” (125-138) dice: “encendida la mecha, aquella misma tarde me encerré en mi estudio y no me detuve hasta que aquella chispa que bailaba frente a mis ojos se extinguió” (Ferré 2001: 130). Emplea el mismo término de Rilke, “chispa” para ese impulso visionario que coloca al escritor al límite —como vuelve a recordar en el prólogo de A la sombra...—: Escribir es un oficio que a menudo se ejerce en la frontera de la razón; puede poner en peligro nuestra estabilidad emocional y espiritual. Entramos en un trance durante el cual vivimos rodeados de personajes imaginarios. Escuchamos voces (¿las voces de nuestros antepasados espiritistas?) [...] (Ferré 2001: 10).
En este proceso, “también aprendí que la imaginación era un arma poderosa” —sigue diciendo Rosarito en “Escribir entre dos filos” (Ferré 2001: 176)—. Y que el proceso en sí mismo es gozoso, lo que no impide que a la vez resulte arduo e incluso se plantee como una obligación, un compromiso con la palabra. En esta poética resuenan muchas reminiscencias de Octavio Paz, uno de los ejes escondidos en Papeles de Pan-
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dora. Recojo algunos párrafos que ponen de manifiesto esta contradictio in terminis, esta paradoja tan fecunda en los textos de la puertorriqueña: Escribir es para mí un conocimiento corporal que tiene mucho que ver con la voluntad de gozo [...]. ese gozo encandilado que se establece entre el escritor y la palabra no se logra jamás al primer intento. El deseo está ahí, pero el gozo es esquivo y nos elude, se cierra como el moriviví al primer contacto. Pero si al principio la palabra se muestra fría, indiferente a los requerimientos del escritor, a fuerza de amarla y maltratarla, tajarla y bajarla, va poco a poco cobrando calor y movimiento. La palabra entonces se vuelve tirana, reina en cada pensamiento del escritor [...] (Ferré 2001: 134-135).
El párrafo es largo pero ahorra otros semejantes (porque la idea es reiterativa en los ensayos de Rosarito). La lucha por conseguir amansar la palabra tiene también que ver con la obligación del escritor que es muy vocacional y tiene dos vertientes: conferirle una identidad y hacerle útil a la sociedad. Por ello dirá: “Escribo para edificarme palabra a palabra” —en el sentido de— autorizar (volverme autora de) mi propia vida […], para cumplir con las obligaciones privadas de mi alma […] Ferré 2001: 125, 161). Pero además: “descubrí que la palabra impresa podía ser un instrumento útil, porque señalaba situaciones que debían corregirse y estimulaba a la gente a pensar” (Ferré 2001: 174). A partir de la palabra generada por la imaginación “se podía intentar cambiar el mundo, reconstruirlo según un concepto diferente de justicia” (Ferré 2001: 176). ¡Imaginación y gozo, desde luego; evasionismo sin compromiso, en absoluto! ¿Cómo cuaja en sus textos la teoría? Con un perfil concreto: se trata de un viaje de descubrimiento de una mujer fraguada en los sesenta, puertorriqueña por más señas, es decir, una mujer “entre dos filos” sellada por el bilingüismo. Algo muy conocido y controversial, que generó innumerables de-
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bates en la prensa. Sus posturas son claras (y lanzo un rosario de citas): “Gracias a la literatura, la vida puede ser una aventura apasionada, un perpetuo viaje de descubrimiento” –dice en su ensayo “Entre el ser y el tener” (Ferré 2001: 185)–. En “Las madres kamikaze” (Ferré 2001: 69-74) y con un toque feminista, sitúa la suya como una generación rebelde que cuaja en el 68 las ideas de Beauvoir, invirtiendo los tópicos de naturaleza y cultura. Ante ellos y la sempiterna violencia doméstica lo único que puede hacer la mujer es potenciar “El músculo del cerebro” (Ferré 2001: 115-118) —y estoy citando títulos de sus ensayos—. ¿Ello supone una escritura “distinta”, con sello “femenino/feminista”? Sí y no... Como ya adelanté en trabajos anteriores, “sospecho —dice Rosarito— que no existe una escritura femenina distinta a la de los hombres [... si bien] nuestra literatura se encuentra determinada por la relación íntima con nuestros cuerpos: somos nosotras las que gestamos los hijos [...] Es por eso también que su literatura (la de las mujeres) es más subversiva que la de los hombres. Las mujeres se han atrevido a bucear en zonas prohibidas, vecinas a lo irracional, a la locura, y a la muerte, mucho más que sus compañeros” (Ferré 2001: 136-137). A pesar de todo ello — concluye— “el secreto de la escritura, como el de la buena cocina, no tiene absolutamente nada que ver con el sexo, sino con la sabiduría con la que se combinan los ingredientes” (Ferré 2001: 138). Palabras muy conocidas de los ochenta y en concreto de “La cocina de la escritura”, reiteradas con matices complementarios en “Cómo escribir lo que no se puede decir” (Ferré 2001: 139-144), o en “Cómo poner un huevo” (Ferré 2001: 145-148), que progresivamente se van tiñendo de metaliteratura y autobiografismo en “De la ira a la ironía” (Ferré 2001: 163-168) y “Entre el ser y el tener” (Ferré 2001: 181-188), comentario y reseña de Papeles de Pandora y La casa de la laguna. También conocidas aquellas que salen al paso de su bilingüismo a la hora de publicar: ¿español/inglés? “Ofelia a la deriva en las
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aguas de la memoria” y “Escribir entre dos filos” defienden la hibridez cultural como un sello de futuro: “Aprendí [...] que se puede ser puertorriqueño hablando español e inglés, y escribiendo correctamente ambos [... porque] la hibridez cultural, racial y social es lo que nos define como pueblo” (Ferré 2001: 174). Así de claro y contundente. No hay más que hablar... aunque algunos de sus detractores lamenten el deterioro lingüístico de sus textos. En adelante, y en nombre de una insobornable vocación intelectual, siempre alternarán “Washington a mi derecha y San Juan a mi izquierda [... ya que] me vi obligada a nadar lejos de ambas orillas, dando brazadas tanto en inglés como en español, porque mi destino era vivir por la palabra” (Ferré 2001: 150-151). El viaje y subsiguiente descubrimiento de la literatura tiene un contexto (un momento cronológico, una familia, una ciudad Ponce) y unos temas que repetirá una y otra vez: “El descubrimiento de la literatura fue para mí algo maravilloso. A los siete años descubrí en la biblioteca de mi casa [...]” —son palabras de su ensayo “Entre el ser y el tener” (Ferré 2001: 183)—. ¿No suena muy borgiano? Y continúa más adelante: “en los libros de cuentos y en las novelas que leí de niña muchas veces encontraba respuestas a los misterios del mundo de los adultos, que no entendía cabalmente” (Ferré 2001: 184). Algo que reitera con variantes el prólogo de Sonatinas, donde se confiesa ávida lectora, y aún más lectora adulta de cuentos de hadas, “representaciones antiquísimas de los dramas eternos en los que se ve involucrado el hombre [... y] un intento de entender los problemas irracionales que nos angustian” —asegura la escritora (Ferré 1989: 9, 11)—. En cuanto a los temas, traigo aquí pero no comento por muy conocido ese fragmento de “La cocina de la escritura” en que relata su iniciación literaria, con un propósito definido: Pensé que lo mejor sería escoger una anécdota histórica. Algo relacionado con lo que significó para nuestra burguesía el cambio de una sociedad agraria, basada en el monocultivo
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de la caña, a una sociedad urbana e industrial, así como la pérdida de ciertos valores que conllevó aquel cambio a principios de siglo, el olvido de un código de comportamiento patriarcal (Ferré 20011: 128).
Toda su narrativa, especialmente Maldito amor, La casa de la laguna y Vecindarios excéntricos encaja y encuentra aquí su sentido. En resumen, estos ocho ensayos de Espacios literarios conjugan la declaración de intenciones, la crítica y el comentario metaliterario y son un testimonio autobiográfico de una escritora, ya de ámbito universal pero contextualizada en su origen: mujer puertorriqueña del siglo XX. Espacios existenciales: determinismo geográfico, contexto sociohistórico, autobiografía y literatura
Paso a comentar brevemente los Espacios existenciales, catorce ensayos de distinta extensión y nivel, en definitiva casi la mitad del libro lo que refuerza mi tesis autobiográfica como hilo conductor del volumen. Arranco de un sumario, indudable testamento (Rosarito, mujer sumisa y hogareña/Rosario, mujer rebelde e intelectual) del que me hago eco: [...] me resigné por muchos años a ser Rosarito. Me casé en 1960 y tuve tres hijos. Durante diez años viví encerrada decorosamente en mi casa. Cuando en 1970 me divorcié, sin embargo, tuve que enfrentarme otra vez al “ito” que revoloteaba a mi alrededor. Yo era dos personas entonces. Una iba al periódico, escribía y salía a escondidas a todas partes con mis amigos. La otra se encerraba en su casa, cuidando a sus hijos, limpiando y cocinando. Pasaron los años, me casé tres veces y me volví a divorciar. Cuando mis hijos se graduaron de universidad y se fueron de casa, Rosarito se encontró con el nido vacío. Enfermó, palideció, bostezó. Casi no tenía energía para coger la sartén por el mango, ni para blandir la escoba. Rosario, por el contrario, estaba feliz porque al fin podía escribir, fumar y hacer el amor con quien le diera la gana” (Ferré 2001: 66).
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¡Que el cielo la juzgue! —diríamos remedando el título de la conocida película de Stahl (1945)—. Porque lo que se juzga aquí no es la valoración moral de ciertas opciones vitales, sino los artilugios por los que se transforman en literatura y su categoría artística. La rebeldía como sema, como señal de identidad en una mujer rompedora... El carácter luchador de una mujer como transferencia del medio geográfico en que le tocó nacer y vivir... El ensayo “El paisaje de Ponce” (Ferré 2001: 25-32) se abre así: “El paisaje de la niñez establece hábitos y maneras de mirar el mundo que luego se nos hace difícil cambiar” (Ferré 2001: 25). A ella le cuadra muy bien esta declaración. Como Sarmiento y su estirpe en Recuerdos de provincia, como Facundo, estaca anclada en la pampa que Borges dibuja en su poema “Facundo Quiroga va en coche a la muerte”, ella es una mujer anclada en su tierra, nutrida por los ásperos cerros de Ponce: Completamente sola, subiendo monte arriba por barrancos que le hubiesen dado a mi madre un ataque al corazón de saber por donde andaba, me sentía independiente, capaz de enfrentarme a cualquier peligro. Me salía entonces —y todavía me sale en circunstancias difíciles— lo ponceño: una terquedad espartana [...] (Ferré 2001: 31-32).
Al hilo de la geografía establecerá su tesis: “Caja de muertos”, la montaña cuyo nombre alude a la toponimia, especie de mujer sumisa tradicional que delata el diminutivo (“Los peligros del diminutivo”, Ferré 2001: 61-68), obligada a convertirse en su propio ataúd, y emblematizada en la madre, es el pasado, algo a superar por la nueva mujer caribeña que representa la escritora. Y aunque “al puertorriqueño de hoy no le importa tanto el de dónde venimos como el para dónde vamos” (Ferré 2001: 80) —y de ahí el relativismo aparente con que se enfrentan hechos como la llegada de Colón o el desembarco norteamericano en las crónicas que le dedica—; a Rosarito sí le interesa la historia propia, como a Pedreira, como a Blanco,
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como a tantos más... Es más, igual que en su momento hiciera Borges, se presenta a sí misma como fruto y parte integrante de esa historia contemporánea. Su familia pertenece a la élite, aunque provenga de la emigración cubana del pasado siglo por el lado paterno. Por el materno es patricia y le correspondería en el futuro, ojalá lejano, un sitio en los panteones ilustres del cementerio de San Juan, con cuya visita abre el ensayo “Meditación extramuros” (pp. 15-24) y el libro mismo. La Recoleta, la Chacarita, su vanitas vanitatis, su tempus fugit barroco están detrás como referencia intertextual que se entrevera en la cotidiana convivencia con el arrabal de la Perla, el barrio popular de las prostitutas paradójicamente mimado por los políticos a la hora del voto. Lección metafísica de hondo calado para la historia del patriarcal Puerto Rico, tan cercado por el mar y el pueblo bajo como el propio cementerio. No cabe duda: a Rosarito le interesa la historia de su país. Para confirmarlo no hay más que leer el ensayo “La torre del homenaje” (Ferré 2001: 89-104), que glosa el devenir histórico de La Fortaleza, sede de los gobernadores desde su construcción (1532-40). Historia española y norteamericana, tiene como uno de sus hitos el asalto nacionalista (30-X-1950) en tiempos de Muñoz Marín. El ensayo, que comenzó en el tono impersonal de la crónica histórica, se llena de nostalgia al recordar la etapa paterna en la gobernación (1968-72) porque —dirá— “aunque no habité nunca la Fortaleza, acudí allí con frecuencia y tengo muchos recuerdos que resultan interesantes” (Ferré 2001: 102). Y a modo de enumeración caótica borgiana abre un largo párrafo donde se funden personajes e historias, lo tangible y lo etéreo, lo vivido y lo imaginado: Las cenas iluminadas por velas en el sobrio comedor colonial, que nunca se ha alumbrado con gas ni electricidad; el cuarto donde durmió Lindbergh durante su visita a Puerto Rico, que luego fue el cuarto del presidente Kennedy y don-
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de suelen albergarse todavía los invitados de honor; la puerta trampa del túnel que supuestamente comenzaba debajo de la torre del norte y llegaba hasta el Morro; las puestas de sol en la bahía y la isla de Cabra que se veían desde la terraza del tercer piso” [...] (Ferré 2001: 103).
La inagotable enumeración destaca en determinado momento a sus padres: el cortejo fúnebre de doña Lorencita Ramírez de Arellano de Ferré y su ataúd color plata cubierto de orquídeas blancas bajando por la escalera de la Fortaleza camino del cementerio del viejo San Juan [...]. La enorme banderola de satén blanco con letras rojas que decían PAZ y AMOR, que se colgó de los balcones de la fachada de la Fortaleza durante la Navidad de 1970; son algunos de los recuerdos que guardo de esos años (Ferré 2001: 103).
Si me he detenido en subrayarlo es porque su inserción textual en absoluto es inocente, sino que responde a uno de sus objetivos: demostrar que ella y su familia son parte esencial de la historia puertorriqueña del siglo veinte. Quien comenzó por mostrarse anclada en la geografía de Ponce, ahora redondea la jugada. Por ello, es necesario añadirle aspectos más cotidianos: su capacidad de recuperar el pasado como mujer y artista: al descubrir en el sótano el abandono y la desidia, manda restaurar los muebles que dan fe de una historia de siglos en la que se enraíza. Así deja su impronta. Una vez más, el ensayo histórico aparentemente impersonal se muda por arte de la palabra en autobiografía reciente de la escritora. Algo similar sucede con la música, la voz popular abordada como un aspecto característico de la historia del pasado siglo en “Testimonio de la voz puertorriqueña” (109-114). Literatura y música son producto del XIX y la isla fue precoz al importar las primeras máquinas reproductoras de sonido y establecer la primera estación de radio en 1922. La división de
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clases tuvo su correlato en la dicotomía música clásica/música popular muy presente desde entonces. Rosarito señala la creciente importancia de lo segundo (Morel Campos, Rafael Hernández, Cortijo...), hasta el punto de que a partir de los cuarenta “los temas de estas grabaciones capturaron mejor que ningún libro de historia el devenir íntimo de nuestro pueblo” —le recuerda al lector (Ferré 2001: 112)—. En “Una conciencia musical” (39-54) se decanta por lo popular en un gesto de rebeldía frente a su clase (y con el referente de Carpentier en la cita que preside su ensayo). Desde el punto de vista escritural lo más interesante es el quiebro del relato, una vez más, de la historia impersonal narrada como cronista en tercera persona, a lo autobiográfico: todo ello ha sido vivido por una niña/adolescente de la mano de la negra Gilda, quien le abre ese mundo oculto y vedado. Homenajes: de la pintura como documento sociohistórico a la literatura como ejercicio crítico
Tras Espacios existenciales y Espacios literarios llega Homenajes (Ferré 2001: 189-222), un conjunto de siete reseñas o pequeños ensayos sobre pintores y literatos. De nuevo esta conjunción, testimonio de su labor crítica pero también obligada, ya que puede llevarse a cabo un estudio sociológico de Ponce a través de ambos. La pintura hace historia, es junto a la música una de sus señas de identidad: “Estos cuadros son como ventanas por las que nos asomamos” —dirá el narrador—. Para añadir a continuación: “Esa es la función del arte y la de una institución como la del Museo de Arte de Ponce: ofrecerle al pueblo un espejo de lo que es, para que pueda levantar en alto la frente y no olvidar su pasado como base del futuro” —afirma Rosario (Ferré 2001: 196)—. Ríos Rey, Miguel Pou y Elizam Escobar llevan a cabo esa función. La estructura de las reseñas es semejante y su intencionalidad escondida y última también: un arranque autobiográfico (Rosarito y su padre pasean por el Museo) o, en todo caso la
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primera persona de quien ha conocido y tratado al pintor. Los Ferré son los mecenas de Puerto Rico y de un Puerto Rico popular. Cuestión no baladí si se tienen en cuenta las críticas al Museo como colección europeizante; críticas que rebate sutilmente. Dos notas unifican las reseñas literarias: lo autobiográfico y lo caribeño. En “Borges, el héroe ciego” (Ferré 2001: 203206) se recoge el contacto personal (Rosarito lo atiende cuando llega invitado a la isla) que pone de manifiesto las sorprendentes contradicciones de su poética: fachada pública estoica y sosegada frente al dolor, y desconsuelo de un hombre cansado o tal vez cínico, en privado. Me interesa el foco del narrador, femenino singular en primera persona, que plantea una tesis para superar la contradictio in terminis: Para Borges la figura del héroe no era más que una creación literaria, una ficción de la imaginación. Y él quería que lo recordaran, no como un héroe ciego, sino como un hombre que había sido capaz de experimentar el sufrimiento más profundo y la felicidad más intensa (Ferré 2001: 206).
En la misma línea, la breve nota necrológica “Octavio Paz, in memoriam” (Ferré 2001: 207-210) desemboca en lo autobiográfico, lo compartido en el 72 durante la estancia de la narradora en México y sus preguntas acuciantes sobre la sospechosa falta de compromiso político del Nobel: “Mi poesía no intenta ser ni política, ni apolítica, justa ni injusta, falsa ni verdadera. Lo que mi poesía procura es mediante la palabra, hacer sagrado el mundo, consagrar la experiencia de los hombres” (Ferré 2001: 209). Muchos años después, la narradora asiente sin dudarlo. Es la obra lo que perdura. Borges en el Caribe y...Vargas Llosa en el Caribe: “La tiranía de la carne” (Ferré 2001: 215-222) es una reseña con motivo de la publicación de La fiesta del Chivo, pero no olvida la relación profesor/alumna que se estableció entre ambos durante la estan-
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cia del peruano como profesor en la Universidad de Puerto Rico. Tres monstruos de la literatura latinoamericana actual arropan al pretendiente a Nobel puertorriqueño, Don Enrique Laguerre, que “ha dedicado su vida a darnos el revés de la historia de nuestro siglo, y nos lo ha dejado recogido cuidadosamente en sus novelas [...]. Es el cristal por el cual se refleja la calidad transparente de su alma” (Ferré 2001: 214). Rosarito sigue su estela, quiere ser su heredera y tal vez lo haya conseguido. Una coda intertextual: el taller de laboratorio de Rosario Ferré
En el universo narrativo ferreriano no existen barreras entre autobiografía y ficción; por el contrario pueden señalarse múltiples trasvases que rompen las teóricas fronteras entre un género nuevo y anticanónico como el primero y la secular ficción literaria. Merecería la pena indagar a fondo algo tan característico del taller de nuestra autora. Por falta de espacio y tiempo, en esta ocasión quiero limitarme a analizar ciertos fragmentos autobiográficos que pasan de “Correspondencias” (Ferré 1992: 47-54) y del pórtico de “Las dos Venecias” (1992: 7-16) en el libro homónimo, a Vecindarios extrínsecos (1998-99) o A la sombra... ( 2001: 33-38), por un lado; y algunos metaliterarios que se reiteran y escamotean fluctuando entre ambos niveles, por otro. Hablo del ejercicio tan borgiano de la reescritura con variaciones. “Correspondencias” (Ferré 1992: 47-53) en Las dos Venecias es un texto en primera persona presumiblemente autobiográfico si nos atenemos al pacto autobiográfico lejeuniano, aunque la voz que habla sea anónima. Pero el referente, es decir, el contexto puertorriqueño de la narradora (madre joven recien casada procedente de Mayagüez, que se siente sola y nunca se sobrepone del accidente mortal sufrido por su hermano, hasta el punto de competir con la viuda y generar en la narradora niña/adolescente unos terribles celos), impelen al lector a
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una lectura de ese tipo. Lo que no impide que, a lo largo del relato, se cuelen motivos literarios, esa madre que atraviesa el pueblo con su hijo para ponerle flores a la tumba del muerto tan de “La siesta del martes” garciamarquesca en esa Ponce “chata y caliente” como el pueblo del trópico. Como será habitual en su narrativa, el relato contrapone el ámbito burgués de la casa, al popular de la negra Gilda, la cuentacuentos que le ayuda a superar el cerco de tristeza. Y se cierra con una premisa: la literatura es terapia y evasión, ayuda a escapar del doble cerco clasista y anímicamente sombrío. El texto pasa a la miscelánea A la sombra de tu nombre (Ferré 2001: 34-37) aparentemente tal cual, con algunos matices que lo agilizan (“acababa de abandonar el pueblo y el hogar paternos para irse a vivir con mi padre a Ponce” (Ferré 1992: 34) /(“acababa de abandonar el hogar paterno para irse a vivir a Ponce luego de su matrimonio” (Ferré 2001: 33)... “se había ido también a vivir” se transforma en “se había mudado” para evitar la reiteración verbal e incidir en el tono coloquial. “Mujer” se transforma en “esposa”, un término más utilizado en la isla... “los piélagos ultramarinos del Caribe” se contraen en “los piélagos ultramarinos” porque lo explícito sobra. El párrafo siguiente pierde tres líneas a partir de “La isla había desafiado la voluntad divina […]” para centrarse en el aspecto sociodemográfico, igual en ambos textos: “la isla era una peña pobre, un ínfimo peñón perdido en el Caribe”. Imposible el sinsentido de ir cotejando línea a línea los dos textos. Recojo dos fragmentos donde puede verse esa depuración y condensación, en pro de la aparente y díficil sencillez borgiana, si bien se mantienen todavía algunos vocablos (“transportación” que crujen en las orejas castellanas): En todo caso fue por haberse servido de aquella extravagante transportación aérea que la magnanimidad de mi abuelo le había proveído para cometer el pecado de viajar de
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Ponce a la capital en veinte minutos, siendo así uno de los primeros habitantes del pueblo en desafiar aquella topografía mágica de la isla que durante siglos constituyó uno de sus poderosos secretos, que mi tío pereció trágicamente en aquel viaje, al estrellarse aquel día su avioneta plateada contra el costado de una montaña (Ferré 1992: 48). Decían las malas lenguas que fue por atreverse a desafiar la topografía misteriosa de la isla en aquella extravagante transportación aérea, y por cometer el pecado de viajar de Ponce a la capital en veinte minutos en la avioneta que mi abuelo le había regalado, que mi tío pereció trágicamente en aquel viaje (Ferré 2001: 34).
En el párrafo siguiente la depuración es más drástica hasta el punto de desaparecer trece líneas dedicadas a la contraposición Mayagüez/Ponce... Más interesante aún que este proceso de condensación depurativa me parecen algunas adiciones de valor metaliterario perceptibles en otros dos textos que quiero comentar brevemente: Las dos Venecias, especie de pórtico del libro homónimo y “El cruce del río Loco”, primer epígrafe de Vecindarios extrínsecos. Hay toda una reelaboración en que los distintos párrafos se barajan y mezclan con un mensaje equivalente en cuanto a la historia: la madre, en el caso de Vecindarios... Clarissa, una de las protagonistas, sufre de ausencia familiar, echa de menos la casa patriarcal y el complaciente marido le deja en esos casos escaparse con el chófer y los niños. El obstáculo del camino tiene un nombre: Río Loco, que con sus crecidas amenaza la estabilidad del Pontiac. La impaciente y aguerrida Clarissa ordena avanzar y embarranca... los campesinos se ven obligados al rescate mientras los niños se atiborran de dulces. La anécdota se baraja con distintos matices en los dos textos. Sin embargo, hay un sesgo de rumbo que convierte el texto autobiográfico de toque feminista (la defensa y justificación de la madre que se ahoga entre las paredes del matrimonio aparentemente feliz en Ponce mientras añora la casa de sus mayores y el clan
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familiar, mujerío incluido) en otro narrativo del que ha desaparecido por completo la posible reivindicación feminista. ¿A causa del cambio de molde genérico? Tal vez, pero pienso mejor en el paulatino atemperar de una mujer rebelde en su juventud y primera madurez, que encauza después esa vertiente de un modo más pausado. En conclusión: A la sombra de tu nombre, más allá de la intencionalidad con que fuera gestado, en absoluto es una miscelánea deslavazada, sino que se erige ya hoy y de cara a la posteridad en testamento vital y literario de quien es una de las primeras mujeres del canon puertorriqueño. Hace justicia a la frase de la contraportada: “Este libro es el recuento de una vida dedicada —minuto a minuto, paso a paso— a ese acto que nos hace muy humanos: la literatura”. ¿Guiño a escritores como Valèry o Borges, aparentemente en las antípodas? Curiosamente, hay en él más guiños de los previsibles al argentino que según algunos críticos (por ejemplo Juan Gelpí en su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua) llega a la literatura puertorriqueña en la Generación del Noventa de la mano de Cabiya. Pero ¿no están en la misma línea, entre Las 1001 noches e Historia universal de la infamia relatos como “El sueño de Ramaiquía” o “El cuento envenenado” de Las dos Venecias (1992: 77-94 y 135-150)? Una apostilla autobiográfica: Memoria (2012)
Cuando comencé este trabajo no se había publicado aún Memoria (2012), necesario complemento y demostración palpable de la deriva autobiográfica en Rosario Ferré. Aunque su análisis está fuera de mis propósitos, creo necesarias unas palabras para caracterizar un texto publicado por una escritora lamentablemente paralítica y terminal. Cuestión que tal vez aflore entre líneas en la dedicatoria (“Para mi hijo Benigno, compañero de viaje por las tierras de la memoria”). Benigno es el único de los tres hijos dedicado profesionalmente a la literatura como profesor universitario en Estados Unidos. ¿Hasta qué punto esta dedicatoria reconoce al fautor real, el escri-
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bidor de estas memorias, como en su día hiciera Rosarito con su padre en Memorias de Ponce? No obstante, el prólogo es un homenaje a la madre, cuya figura controvertida se agiganta en este libro: de ama de casa y mujer de su tiempo a heredera de Sor Juana por su amor al estudio que le lleva a la capital a los quince años y a graduarse en Columbia. Los pronósticos “será una gloria del magisterio puertorriqueño” (Ferré 2012: 17) quedan arrumbados por el destino político del marido, al que sometió su vida como tantas otras: El matrimonio de papá y mamá añadió lustre, dinero y posición social a la vida de papá, pero ella se encontró atrapada en un medio distinto al que estaba acostumbrada (Ferré 2012: 19).
Vuelta de tuerca a la historia real, con las tesis de Simone de Beauvoir al fondo: a pesar de las amistades universitarias de la madre, los Ramírez de Arellano eran la clásica familia criolla conservadora cuyas mujeres no trabajaron jamás fuera de casa. Vuelta de tuerca que permite tejer una historia de reivindicación femenina por parte de Rosario, quien romperá el “maleficio” invirtiendo la trayectoria materna: de niña de sociedad bien a rebelde intelectual. Una historia tejida para la posteridad que manipula los referentes a su antojo. ¡La autobiografía y sus estrategias retóricas! Por ello también el primer capítulo (“El verbo se hizo carne”) no es solo reescritura paródica en femenino del consabido texto bíblico, sino que además sigue reivindicando los genes maternos: “Supongo que la vena literaria me viene por parte de madre” —dirá (Ferré 2012: 13)—. En el origen, la imaginación literaria desaforada de la abuela (¿guiño a García Márquez?) Y como modelo las ocho tías independientes e intelectuales, si bien coartadas por el matrimonio. De entrada, la narradora marca la distancia: “De niña quería ser como ellas, escribir y recitar bellas
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poesías, pero no permanecer anónima. Quería hacer de la escritura una profesión” (Ferré 2012: 14). ¡Misión cumplida! Ante el lector se despliega una vida hecha literatura, que se desgrana en el segundo capítulo (“Cómo empecé a escribir”). Pero antes, con una doble estructura (palabra y fotografía) bien estudiada por Benjamin y utilizada con acierto por Rodríguez Juliá, se traza la genealogía obligada en todo texto autobiográfico: abuelos por parte de padre, abuelos por parte de madre (que el lector de Ferré reconoce en las historias de Maldito amor y algunos personajes de La casa de la laguna) y la quinta de Sambolín, en la que se incardinan memoria e imaginación de la niña Rosario: Sambolín es, por lo tanto, un lugar complejo para mí, que significa la fusión entre la memoria y la imaginación, la realidad y la ficción. García Márquez creó su Macondo; Ferré tiene su Sambolín, el mar de caña, para nutrir las historias de Papeles de Pandora, Maldito amor o La casa... Pero eso es el pasado, frente al mar del futuro posibilitado por los dólares del cemento. En el medio, la casa de Guanajibo que aglutina el clan patriarcal materno, hacienda de azúcar, paraíso y jardín mítico con su tapia a lo Borges o Finzi Contini (referencia de la propia narradora, quien le dedica varias páginas alrededor de los treinta y cinco años que celebraron la Navidad, por ejemplo, o la figura atlética del abuelo): La vida en Guanajibo era eminentemente privada, y el jardín era la expresión perfecta de la pasión que sus habitantes sentían por la anonimia. La familia se encontraba consciente de que aquel era un jardín mítico. Expresaba mucho más que ningún lugar que he conocido luego el derecho a la felicidad personal y a los sueños, a tener un espacio propio donde uno podía identificarse con la naturaleza y sublimarse gracias a ella [...]. Como los Finzi Continis (sic), la familia rehusó salir de su jardín por muchos años, hasta que la violencia del mundo, las huelgas de la caña, las revueltas de las luchas nacionalistas y, finalmente, la ruina de la industria del azúcar, los obligó a hacerlo (Ferre 2012: 49, 51).
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Sumario muy gráfico del patriarcado europeo trasplantado al Nuevo Mundo y en vías de desaparición. La casa como motivo literario viene de atrás; incluso tiene antecedentes muy conocidos en la narrativa hispanoamericana (Misteriosa Buenos Aires, del argentino Mujica Láinez o Ese mosaico fresco sobre aquel mosaico antiguo, del puertorriqueño René Marqués. La casa identifica al clan. Así lo reconoce la narradora: “Las casas en las que hemos vivido son lugares privilegiados que encierran los recuerdos que quedan después de la desaparición de sus dueños. Estas conforman una geografía misteriosa, que permite la lectura de lo que fuimos, así como de lo que nunca llegamos a ser” (Ferré 2012: 54). La casa de la Alhambra emblematiza a Lorencita Ramírez de Arellano, a la que se dedican muchas páginas y fotografías en pro de “hacer las paces con el fantasma de mi madre” (Ferré 2012: 54). Las fiestas y puestas de largo de la burguesía cañera, que vivían absolutamente de espaldas al país, desfilan por estas páginas que parecen ficcionales, y se contraponen al Puerto Rico del cemento: un futuro de progreso y seguridad frente a los desastres del Trópico y con la mirada puesta en el pragmatismo norteamericano. Hay páginas dedicadas a describir el papel de las sirvientas latinas e indias, como las que se escriben en torno a Gilda, reiteración o copia de otras anteriores (Ferré 2012: 63-68 y 71-88, respectivamente). Reescritura intertextual que vuelve a funcionar en torno al accidente de avión sufrido por su tío y los nefastos efectos en el carácter materno (69-71). Mitemas que constituyen todo un mundo narrativo trasvasado de la realidad a la ficción, sin fronteras entre lo autobiográfico y lo imaginativo. Por ello y una vez más la familia es el eje en su última novela de Alfaguara, Lazos de sangre (2005). Familias que son como “redes en las que quedamos atrapadas y a la vez nos sostienen en el mar proceloso que nos rodea” (Ferré 2012: 150). Me quiero centrar en un apunte verdaderamente autobiográfico por lo que afecta a lo transatlántico, mejor a cómo la burguesía puertorriqueña fue virando sus expectativas desde
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la vieja Europa hacia la Norteamérica de la ciudadanía. El viaje, obligado desde los tiempos de la Colonia, se satisfizo con creces en la familia Ferré: De 1950 a 1960 fuimos a Europa cuatro veces [...]. Para papá y mamá, Europa era la fuente de toda cultura y civilización. “Un viaje a Europa equivale a un año de universidad”, decía mamá (Ferré 2012: 92-93).
El viaje es un paseo cultural por varios países (“oasis en los que bebíamos cada tres o cuatro años”) y tiene como finalidad despertar la sed de conocimiento y confirmar en la fe a quienes han vivido y siguen viviendo de cara al Viejo Mundo. Francia, Suiza, Italia cumplen sobradamente las expectativas. No así la España de la posguerra, cuya desoladora visión afecta tanto a las personas (es la España negra de Solana) como a la comida e infraestructuras en general, hasta el punto de necesitar un coche de alquiler por el desastroso servicio de trenes. El episodio de la compra de Mariquita Pérez provoca rechazo al conductor humillado por “gente que se gastaba el sueldo de un año de un obrero” (Ferré 2012: 100) en un lujo así (el equivalente a doscientos dólares en pesetas). El precio a pagar por vivir con tanto lujo era la libertad —asegura la narradora—... ¿Y cómo no tener esa mirada transatlántica cuando los ancestros a corto plazo son europeos? El sumario con que cierra su vida ponceña lo deja bien claro: como puertorriqueña y caribeña, llevo en mi cuerpo la memoria de un bisabuelo corso, de un tatarabuelo francés que emigró a Cuba y luego a Panamá a construir el canal con Ferdinand de Lesseps, de un bisabuelo que se quedó ciego y sobrevivió vendiendo billetes de lotería, de un tatarabuelo castellano y de uno cordobés que emigraron a la Isla buscando fortuna. Todos ellos amaron y sufrieron en ella, y están enterrados en Puerto Rico (Ferré 2012: 109).
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Esto es el caldero de América, del que habló entre otros tantos Uslar Pietri... la creatividad de un mundo nuevo cuyos avatares políticos lo hicieron virar hacia sí mismo, hacia el norte en el caso puertorriqueño. “De cómo empecé a escribir” se abre con una declaración de intenciones: “en toda mi vida no alcancé otro logro comparable al de mis hijos” (Ferré 2012: 111) para, a continuación reescribir una vez más la historia sanjuanina desde los setenta: estudios universitarios, la aventura de la revista Zona de carga y descarga con Olga Nolla (prima y compañera de aventuras literarias) y los amigos comunes, el sesgo independentista... todo conocido. Lo público se entrevera con lo privado: divorcio, nuevo matrimonio con el mexicano Aguilar Mora con las subsiguientes dificultades y ruptura final, hasta enlazar con Agustín Costa, su último marido. El paso por México, muy fecundo para su carrera literaria y la historia de sus libros se tejen sobre fotografías curiosas por lo que muestran: la apertura internacional a través de las traducciones (Bingen en Alemania desde el 90) y los viejos amigos puertorriqueños desde Nilita Vientós, pionera ella sí de las escritoras isleñas, hasta Enrique Laguerre, el escritor canónico. Son quienes implícitamente dan el espaldarazo a una mujer que desborda la isla y se abre al mundo. En el medio la familia, los hijos crecidos y sus parejas... Los noventa son ya la historia puertorriqueña, la vuelta a la semilla por muchas cuestiones que ahora no puedo desarrollar, pero a la vez la llamada internacional a través del inglés a partir de La casa de la laguna. Obvio y dejo de lado las repeticiones de cosas dejá vu: el lector ya sabe de estos problemas, su génesis y trayectoria, los por qués implícitos y explícitos. Sí resulta sorprendente un giro de tuerca todavía transatlántico y muy en la línea de modernistas y vanguardistas: para triunfar había que publicar en España. ¿Hoy sigue siendo así? Mejor dicho: para un puertorriqueño, un ciudadano americano ¿es así? Sea como fuere y tras recordar su status de escritora en la isla y México, la narradora afirma:
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Pero mi ambición era ser publicada en España, y de ser posible, en Europa. Se me ocurrió que como estrategia sería muchísimo más efectiva publicarla primero en inglés, porque así saldría como un libro original. El sistema de distribución de la industria de libros le daría una exposición mucho mayor en el mercado de los Estados Unidos (Ferré 2012: 143).
Aquí hubo un cambio de estrategia por parte de Rosario quien siempre, polémica tras polémica, mantuvo el derecho a ser puertorriqueña en cualquiera de las dos lenguas, castellano o inglés. Ahora, desde una perspectiva distinta, habla de mercado, pero no de una lengua que vende más (como el inglés), sino de una estrategia transatlántica que al lector le resulta al menos sospechosa. Historia y ficción como dos caras de la misma moneda... “la ficción no tiene nada que ver con la vida, y tiene todo que ver con ella” —dirá (Ferré 2012: 148)—. Para concluir que en su caso, “el trabajo y la pasión han sido siempre una misma cosa: la escritura” (Ferré 2012: 153). Y escribir, siempre en la estela borgiana y de los simbolistas, “es un don profético; es siempre reescribir, descubrir algo que ya estaba escrito. Es como desempolvar un texto muy antiguo, que nos precede en la historia” (Ferré 2012: 153-4). Historia y ficción, escritura y reescritura... Y en el medio esta Memoria que, como no podía ser menos, se ajusta a la estructura de Recuerdos de provincia: el lugar, la genealogía y la obra, culminando con el discurso de recepción al entrar a la Academia de la Lengua: una nueva reescritura, condensada, de esa gesta vital y literaria.
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3. El siglo XXI. Puerto Rico, un país escindido: de la identidad a la ciudad, del enfrentamiento maniqueo a los “pasajes” entre la isla y la diáspora estadounidense
3.1. De fronteras e hibridaciones en la literatura puertorriqueña: las teorías europeas saltan el Atlántico Solo las culturas en intercambio y en interacción dejan rastros y sobreviven. La verdadera historia de la cultura es la historia de una fecundación continua. (Aínsa 2002: 17). La identidad, lo auténtico se negocia hoy en día en la diversidad de las orillas y en los puntos-cruces del encuentro de culturas (y no a través de oposiciones, sino por medio de operadores tales como allí, aquí, en medio, simultáneamente): se vive simultáneamente en diversos mundos, en un intermedio, en un espacio extraterritorial (De Toro 2006: 228).
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La historia tan peculiar de Puerto Rico durante el pasado siglo es la causa de la obsesión identitaria, de la pervivencia, más allá de otros países y modas, de un asunto que explotó con la independencia y la entrada masiva del romanticismo en tierras americanas. No obstante y aunque con matices, hoy el puertorriqueño es parte de ese pluralismo multipolar de nuestro mundo contemporáneo; un ciudadano multicultural, deudor de la crisis del proyecto políticocultural de las naciones modernas, de sus relatos unificadores. En concreto, el sujeto latino es fruto de la desterritorialización y relocalización de comunidades enteras en el seno de los Estados Unidos, un fenómeno de imprevisibles consecuencias en su punto de partida y abordado desde conceptos convergentes como transculturación (Spitta), frontera (Anzaldúa) y transfrontera (José Saldívar), tropicalización (Aparicio) y Borders Studies o Latino Studies. Remito al lector interesado al número monográfico de la Revista Iberoamericana, coordinado por Sandoval-Sánchez y Aparicio (2005), quienes dedican muchas páginas a desbrozar los debates sobre identidad latina, definir los campos de estudio o a matizar cuestiones de raza, género y etnicidad. Incluso a cuestiones más sibilinas, por ejemplo, cuándo un escritor latinoamericano pasa a ser latino, esa nueva cultura colectiva en desarrollo (hispanos, chicanos, nuyorican...). El fenómeno es tan imparable y de dimensiones tan desbordadas que críticos como Mignolo han propuesto repensar el curriculum hispanista desde los lenguaje-frontera, en lugar de los lenguajes nacionales. Lo que no se discute es el valor transnacional y transculturador de la latinidad. Un debate inabarcable: las teorías postcoloniales y su aplicación a Latinoamérica
Frente al desencanto generalizado como sello de identidad postmoderno, muy tempranamente Alfonso de Toro ha planteado que la postmodernidad debe traducirse en una nueva reorganización del pensamiento que, andando el tiempo, le lleva a
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decantarse por un cambio de paradigma. Evidentemente, en el origen de la postmodernidad está la crisis, la incredulidad ante los grandes relatos. Todo ello conlleva la descentralización del gran discurso, de la gran historia, de la verdad... cuestiones ya señaladas por Lyotard, Vattimo, Deleuze, Derrida, Baudrillard y otros. Esa pluricodificación subsiguiente de la postmodernidad tiene una serie de rasgos bien conocidos —deconstrucción, collage, metadiscurso lúdico, diseminación, interculturalidad, intertextualidad...— suficientemente exploradas por la crítica en las últimas décadas. Ahora bien, igualmente la crítica dio vueltas una y otra vez a un dilema: ¿cómo puede hablarse de postmodernidad en Latinoamérica si nunca alcanzó una modernidad, en el sentido occidental, europeo, de la palabra? ¿Será oportuno hablar de modernidad periférica, lo que eufemísticamente recubre la idea de “retraso” para el Nuevo Mundo? Alfonso de Toro entró también al debate reconociendo que la postmodernidad tuvo su origen fuera del continente americano aunque, inmeditamente y como contrapunto señala: “Latinoamérica ha sido siempre transcultural, híbrida [... y] antes de la teoría postmoderna en Latinoamérica (que es de fecha muy reciente) se produjeron manifestaciones culturales postmodernas” (De Toro 1997: 27). En ese sentido, la postcolonialidad como categoría epistemológica tiene su lugar en la cultura postmoderna y se entiende como reescritura del discurso del centro en el que brilla por méritos propios el argentino Borges, uno de sus primeros representantes transatlánticos. Es un proceso, una red de discursos de descentramiento semiótico-epistemológico y de una reapropiación de los discursos del centro y de la periferia y de su implantación recodificada a través de su inclusión en un nuevo contexto y paradigma histórico” (De Toro/De Toro 1999: 34).
Frente a los viejos esencialismos derivados de la búsqueda de identidad —el discurso identitario queda obsoleto—, al
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binarismo manejado en tono maniqueo desde las metrópolis, a la otredad como categoría excluyente... se produce un descentramiento: la hibridez, el nomadismo serán los nuevos parámetros en el enfoque postcolonial, la nueva estrategia discursiva transdisciplinaria. Autores “de entremedio” como Said, Spivak y Bhabha hablan desde el centro sobre la periferia de donde provienen, deconstruyendo ese mismo centro y recodificándolo en un nuevo contexto. Y teóricos de la cultura latinoamericana como Brunner, García Canclini o Martín-Barbero ”escriben el mundo inscribiéndose a través de una escritura de la diferancia, una escritura mímicra o rizomática, de entremedio, en una estrategia metonímica de la presencia (De Toro/De Toro 1999: 44-45), términos que remiten a Lacan, Derrida y Deleuze, en gran medida utilizados por Bhabha. Ahora bien, el problema central parece ser el de los loci de la enunciación, como vieron Mignolo, Martín-Barbero y otros, es decir ¿desde dónde se habla?, punto flaco de toda la teoría postcolonial. Tal vez Castro Gómez (1999: 79-100) sea uno de los más críticos al reseñar la incapacidad de los estudios subalternos para representar su propio lugar de enunciación y reclamar, junto a Mignolo, investigaciones que determinen qué tipo de sensibilidades locales hicieron posible el surgimiento de las teorías postcoloniales en Latinoamérica: porque “fue constituida como objeto del saber desde las mismas sociedades latinoamericanas a partir de metodologías como el enciclopedismo ilustrado, el romanticismo utópico, el positivismo, la hermeneútica, el marxismo, el estructuralismo y los estudios culturales” (Castro Gómez 1999: 96). Frente a las narrativas “esencialistas, sujetas todavía a las epistemologías coloniales que ocultan las hibridaciones culturales, los espacios mixtos y las identidades transversas” —en palabras de Spivak (Castro Gómez 1999: 83)—, habría que apostar por un nuevo latinoamericanismo cercano a Anzaldúa, es decir, asentado en los Borderlands, espacios intermedios, los cruces fronterizos de orden epistémico-cultural que caracterizan el imaginario de los
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inmigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos”. Es la tesis de Moreiras muy útil para el enfoque de la literatura puertorriqueña y corroborada por Castro-Gómez si bien con reticencias (1999: 89). Porque para este crítico, la modernidad no fue un proceso regional sino mundial que se constituye como resultado de la expansión colonialista de Occidente y la configuración de una red global de interacciones [... habría entonces que] entender la modernidad como un proceso des-re-territorializador de la vida social que nos permitiría superar la visión fatalista de la globalización que presentan los estudios subalternos y comprenderla como un fenómeno dialéctico en el que se combinan la homogeneización (desanclaje) y la liberación de las diferencias (reanclaje) (Castro Gómez 1999: 94-95).
Cartografías y estrategias de la postmodernidad y la postcolonialidad en Latinoamérica. Hibridez. Globalización
Bajo este título recoge Alfonso de Toro veinticuatro ponencias, fruto de un proyecto de investigación, que constituyen una reflexión transdisciplinaria sobre Latinoamérica y la diversidad de sus discursos. Muchas de las aportaciones (García Canclini, Martín-Barbero, Mendieta, Sieber y, desde luego, el extenso y pormenorizado trabajo del antólogo y director del proyecto) profundizan líneas anteriores en varios sentidos. Por ejemplo y respecto a modernidad y Latinoamérica habrá que ampliar el término a una dimensión periférica y descentrada, porque ambos procesos están de algún modo entrelazados y no conllevan un antagonismo epistemológico tan grande. García Canclini subraya que los debates de la postcolonialidad se centran en conceptos como nomadismo y desterritorialización, frente a viejos planteamientos de identidad nacional. Y establece una taxonomía, fruto de su empeño en reordenar las relaciones local/global en torno
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a lo glocal. En el marco de la globalización, que implica nuevos modos de estar juntos, rescata este último término que nació en el mundo de los negocios japonés a fines de los ochenta, para definir las estrategias de los nuevos mapas culturales. En palabras de Rincón, tendría mucho que ver con la relocalización de las culturas dentro del proceso de interconexiones globales, sobre la base del carácter compuesto, híbrido, transicional de todas las culturas, dentro del flujo de las corrientes contemporáneas de experiencias históricas (Rincón, en De Toro 2004: 122).
Lo cierto es que la circulación transnacional de la cultura en Latinoamérica implica un proceso transcultural y transdisciplinario. Como recuerda el colombiano asentado en Berlín, gracias a los medios todo llega en el momento de su emergencia, pero su asimilación no es simultánea: tesis de su conocido libro La no simultaneidad de lo simultáneo. Postmodernidad, Globalización y Culturas en América Latina (1995) que revisa ahora, casi diez años después de publicado, en un sustancioso trabajo panorámico (Rincón 2006: 93-126). En su artículo “Mediaciones comunicacionales y discursos culturales”, Martín-Barbero remacha que las identidades nacionales hoy son multilingüísticas y transterritoriales. Algo que tiene mucho que ver con el mercado. Curiosamente, para este colombiano la televisión es el instrumento con que las comunidades construyen su propia imagen, su “territorio del lugar” anclado en la memoria y que interactúa con la dinámica global. Así, el desenraizamiento producto de la hibridación cultural desemboca en una mundialización “desde dentro” y una relocalización política de la diferencia cultural del lugar. Estamos muy lejos del paradigma de lo nacional como instrumento para pensar el mundo. “Hacia una teoría de la cultura de la hibridez como sistema científico transrelacional, transversal y transmedial” muestra ya cuaja-
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da una ambiciosa teoría de la cultura, síntesis de aportaciones anteriores y en línea con Bajtín, Bhabha, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Welsch y otros. El trabajo de Alfonso de Toro supone un paso adelante en relación a lo anterior, muy a tono con el fin de los binarismos, y con la estrategia postmoderna del entre, del tercer espacio. Su premisa: la literatura perdió “gran parte de su fascinación y relevancia sociopolítica [...]”. De allí se desprende la pregunta fundamental: ¿desde qué base epistemológica pensamos/escribimos? “La teoría debería asumir una función de puente, de relacionar, entrelazar la transversalidad de la cultura [...], deberá ser una práctica colectiva transdisciplinaria y transcultural del análisis de un objeto cultural” (De Toro 2006: 200-201). Una última acotación parece pertinente: si el lugar de nacimiento de los Estudios Culturales produce un rechazo (Norteamérica/Latinoamérica) habría que anotar que, al parecer, a los líderes de la discusión de los estudios coloniales y postcoloniales en E.E.U.U. no les produjo ningún problema el partir de postulados filosóficos de Foucault (Said), de Lacan y Derrida (Bhabha) o de Marx y Derrida (Spivak), sino más bien un beneficio para sus propias aproximaciones. Lo mismo podemos decir de muchos y centrales trabajos de García Canclini, Brunner, Monsiváis, Martín-Barbero [...] (De Toro 2006: 207).
A partir de aquí se despliega toda una teoría de la cultura en la que cuenta la perlaboración (Verwindung), la actividad discursiva del reescribir (Lyotard) entendido como empleo consciente de técnicas terapeúticas del psicoanálisis, especialmente la repetición, el recuerdo y la elaboración a fondo de ideas y de discursos previos exclusivos y discriminadores. Teoría transversal planteable al menos a tres niveles: el de principios constituyentes de base; el de objetos textuales/discursivos; y el socio-histórico-topográfico. Teoría cuya fundamentación en el macronivel descansa en dos conceptos (hibridez y transversalidad)
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que, a su vez, se articulan en otros (transmedialidad, cuerpo/sexualidad) en el micronivel correspondiente: Los criterios de hibridez, transversalidad, transmedialidad y cuerpo fomentan un análisis e interpretación transdisciplinaria, transcultural y transtextual, por ejemplo, el diálogo entre diversos códigos culturales y estéticos de la cultura latinoamericana, europea, norteamericana, afro-americana, africana, musulmana o asiática (De Toro 2006: 216).
Planteamiento ambicioso, gran panel que pasa a desglosar en el resto del trabajo, de tono absolutamente postmoderno —cuestionamiento del Logos occidental, de las categorías Origen y Verdad— y que desemboca en un diálogo muy postcolonial alrededor de tres áreas o estrategias: transdisciplinariedad, transculturalidad y transtextualidad. Evidentemente son reformulaciones de conceptos que tienen una historia con la que se dialoga; por ejemplo la transculturalidad, que no implica mestizaje, pérdida o cancelación de lo propio como en Ortiz, sino proceso continuo e híbrido. Ya que el prefijo transincide en ese “diálogo desjerarquizado, abierto y nómada que hace confluir diversas identidades y culturas en una interacción dinámica”, en un proceso disonante, de alta tensión [...] (De Toro 2006: 218-219). Una muy pormenorizada teoría sobre la hibridez y sus estrategias, siempre esbozadas al hilo de la translación, completa el trabajo: la hibridez como categoría epistemológica construida por la diferancia (Derrida) y la altaridad (Taylor), en términos no de exclusión del otro, sino de negociación permanente y abierta. Hibridez como categoría científica y ciencia transversal; como categoría y estrategia cultural; como forma de organización mediática; como categoría urbana, de circulación de mercado; como tecnología y ciencia. Lo importante son los pasajes, esa dinámica abierta y nómada: el rizoma como red, la arruga, el pliegue de Deleuze; le différend, es decir, esa visión del pensamiento como islas o significados a la deriva de Lyotard
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(del que toma también el concepto de perlaboración) como reescritura son los ingredientes —formas vacías en realidad— con que construye su teoría... Puerto Rico, frontera y laboratorio privilegiado de aplicación de teorías postcoloniales En el saber institucionalizado de las universidades de los Estados Unidos, el lugar de Puerto Rico es muy incierto. Como no es ni “latinoamericano” ni “norteamericano”, termina por borrarse. Muchos no ven ahí sujeto histórico ni fines. La historia puertorriqueña es un relato que no se cuenta [...]. No está ni antes ni después, está fuera, sin complejidad, sin heterogeneidades internas, sin tensiones políticas y afectivas. Es el puro no ser (Díaz Quiñones 2003: 79).
¿Qué es una frontera? ¿Es pertinente hablar de fronteras en nuestro mundo globalizado? —se pregunta Fernando Aínsa en su libro Del topos al logos—. Una frontera divide y acerca, y tal vez por ello puede detectarse en el interior de un país y entre los humanos, en su doble “dimensión de límite protector de diferencias como en la de línea que invita al pasaje y a la transgresión” (2006: 217). En definitiva funda nuevos espacios en sus propios límites. Allí se amortiguan las diferencias más flagrantes y surgen nuevas realidades lingüísticas, sociales, étnicas y culturales: las de las llamadas zonas fronterizas (Aínsa 2006: 218). Por sus tan singulares circunstancias sociopolíticas durante el pasado siglo, Puerto Rico se convirtió en nueva frontera y laboratorio privilegiado para aplicar las teorías que he sintetizado en el libro que coordina Alfonso de Toro (2006). En el marco de la postmodernidad se hace aún más evidente el estatuto postcolonial de la literatura puertorriqueña, literatura de un país sin autonomía real como Estado Libre Asociado (ELA) y escindido entre dos espacios, la isla y los Estados Unidos,
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vehiculados por la guagua aérea que con gozosa ironía ha perfilado Luis Rafael Sánchez: una nación flotante entre dos puertos de contrabandear esperanzas. Para recuperar la complejidad de sus voces “hay que leer ese texto junto al de Piri Thomas, A Neorican in Puerto Rico or Coming Home: I am proud to be the mixture that I am, and I am proud to be part of a family” —opina Díaz Quiñones (2003: 164)—.Y creo que tiene razón: la isla y el continente se miran como dos espejos refractados, con pasajes como la música: La música popular ha proporcionado quizás la más clara y continua seña de identidad nacional, y ha sido, a pesar de la comercialización, una zona de resistencia y afirmación: en las letras salseras de Catalino (Tite) Curet Alonso, “Pueblo Latino”, en el guancancó “La Perla” o en “Las caras lindas” cantadas por Ismael Rivera; en las voces de Celia Cruz, Héctor Lavoe, José (Cheo) Feliciano, Ismael Miranda; en los arreglos de Willie Colón y discos como Siembre de Blades con canciones como “Plástico” y “Pedro Navaja”. Esa importantísima y compleja manifestación cultural puertorriqueña y antillana, se revitalizó en la emigración neoyorquina (Díaz Quiñones 2003: 131).
Sea como fuere y debido a su peculiar coyuntura, Puerto Rico vivió desde tiempos atrás experiencias de híbridez y desterritorialización. La Generación del Treinta que pivota en torno al tan iconizado ensayo de Pedreira, Insularismo (1934), explotó la metáfora de la “nave al garete” para esa isla sin rumbo tras el 98. Y sentó las bases de la indagación identitaria sobre tres ejes: la tierra, el jíbaro y el polo europeo del mestizaje. A partir de ese momento, la identidad se alza como bandera, incluso en quienes la consideran superada. Pero ”desde la fundación del Estado Libre Asociado en 1952 esa tradición y sus ambiciosas definiciones de la identidad sufrieron un cambio importante: la nación era la cultura y esa cultura no requería de estado nacional” (Díaz Quiñones 2003: 154). Aun así, las Generaciones del 50 y del 70 (René Marqués, Rosario Ferré, Ana
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Lydia Vega o Rodríguez Juliá) polarizarizaron sus textos en el asunto de la ocupación yanqui y sus consecuencias, en particular la presencia de una lengua extraña en su propio territorio. Y todo ello desde planteamientos crispados, maniqueos, en el molde del viejo realismo social (los del cincuenta), o relajando las tensiones con más eficacia desde la ironía, el humor y el divertimento lingüístico los del setenta... Pero nunca decayó la búsqueda identitaria, el viejo motivo que afloraba intermitentemente en una literatura sensibilizada ante el colonialismo implícito del ELA y que tan bien definiera Rodríguez Juliá: Mientras seamos sociedades colonizadas, es decir, sociedades que hemos adoptado, pero no creado, modos de civilización, esa obsesión con la llamada identidad siempre estará ahí como la loca de la casa (Rodríguez Juliá 1998: 8).
A partir de un momento dado, la metáfora “casa = nación” que tanto juego diera en la literatura isleña de los ochenta (López-Baralt 2004: 31-64) fue siendo abandonada y los escritores se abrieron a nuevos temas y experimentos textuales, en una línea más postmoderna con puntos de contacto con la problemática postcolonial: ruptura de géneros (crónica, periodismo, fotografía, ensayo...) y abandono de binarismos, mientras se exploran los intersticios de ese país nómada, definido por el “entre”, con niveles lingüísticos variados y complejos. Cronológicamente, este fenómeno irrumpirá en los noventa, pero puede avizorarse esporádicamente en la generación anterior. ¿Los del setenta postmodernos?
Lo que se viene comentando conlleva que varios autores de la Generación del Setenta puedan estudiarse, si bien parcialmente, bajo el marbete postcolonial. Algo que no voy a hacer aquí y
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ahora por falta de espacio. Me gustaría solamente dejar apuntadas algunas fracturas en narradores como Luis Rafael Sánchez, Rosario Ferré, Luis López Nieves o Rodríguez Juliá; fracturas que abrieron cauce a la postmodernidad/postcolonialidad de los escritores que publicarán en los 90, por ejemplo la incorporación de los mass-media, la fractura lingüística y la genérica. De Luis Rafael siempre se recordará su novela La guaracha del Macho Camacho (1976), tal vez la más rompedora del siglo, que incorpora el protagonismo de los mass-media hibridada con la cultura popular, a lo García Canclini, y con un curioso impacto de recepción: El caso más singular desde el punto de vista literario fue sin duda La guaracha del Macho Camacho (1976) de Luis Rafael Sánchez. Es significativo que ese texto que privilegia la ruptura y busca la complicidad de un público lector nuevo, haya sido el libro más leído y canonizado en los años sin nombre (Díaz Quiñones 2003: 132).
No merece la pena insistir por muy estudiado en cómo la música —el Leitmotiv de la guaracha— fue la clave de su éxito. Sí quisiera subrayar por su originalidad el trabajo de Fernando Feliú, “Del ritmo en clave de un disco rayado: La guaracha del Macho Camacho en un pentagrama”, que toma el discurso musical como punto de partida del análisis de la novela. La guaracha “adquiere una proyección intertextual que se aprecia tanto en la construcción del enunciado sintagmático como en la misma estructura del texto” (Feliú 2000: 223). En cuanto a los medios, en este caso la radio, producen imaginarios; pero también los juegos lingüísticos, tantos niveles de ¿contaminación/hibridez? absolutamente creativa (Caballero Wangüemert 1997). Si la lengua se realiza en la enunciación —como decía Bajtín—, si la patria del escritor es su lengua —como dijera en su momento el centenario Ayala—... esta novela abre un nuevo canon. Por tantas cosas, no solo la utilización de una lengua como el inglés, la más provocadora y ocasión de continuo cuestiona-
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miento en la academia, Ferré es una mujer de las dos orillas como ha estudiado Behiels (2001). Niña bien puertorriqueña, hija del gobernador, rebelde con causa y adalid de la Generación del Setenta desde su revista Zona de carga y descarga, fue siempre una mujer de dos orillas. Profesora en Estados Unidos, se echó en contra al independentismo y la izquierda de la isla por la decisión posterior de publicar sus novelas en inglés/español. Ella misma se traduce, con los handicaps subsiguientes... para bien y para mal el mercado guió su elección.Y su actitud es militante: Ser de un país y de una cultura implica una manera íntima de ser y de pensar [...]. Aprendí que se puede ser puertorriqueño sin saber hablar español; pero, sobre todo, que se puede ser puertorriqueño hablando español e inglés, y escribiendo correctamente ambos (Ferré 2001: 174).
Esmeralda Santiago y Ávila son mínimo ejemplo de ese bilingüismo que lleva al segundo a escribir sus poemarios en español, por contraposición a sus novelas y cuentos, editados en inglés. Elijo a Esmeralda como portavoz de tantas/os otras/os que viven en los Estados Unidos y se plantean cuestiones semejantes a las que ella plasmó en la introducción de su novela, When Iwas Puerto Rican (1994)/Cuando era puertorriqueña (1994): La vida relatada en este libro fue vivida en español, pero fue inicialmente escrita en inglés. Muchas veces, al escribir, me sorprendí al oírme hablar en español mientras mis dedos tecleaban la misma frase en inglés. Entonces se me trababa la lengua y perdía el sentido de lo que estaba diciendo y escribiendo, como si el observar que estaba traduciendo de un idioma al otro me hiciera perder los dos (Santiago 1994: XV).
En esa introducción, todo es representativo del vivir nómada, entre dos mundos, con resultados creativos que dejan atrás la crítica académica a los anglicismos, porque lo que interesa es ese asumir “entre”:
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Cuando escribo en inglés, tengo que traducir del español que guarda mis memorias. Cuando hablo en español, tengo que traducir del inglés que define mi presente. Y cuando escribo en español, me encuentro en medio de tres idiomas, el español de mi infancia, el inglés de mi adultez y el espanglés que cruza de un mundo al otro tal como cruzamos nosotros de nuestro barrio en Puerto Rico a las barriadas de Brooklyn (Santiago 1994: XVII).
No me detengo en López Nieves, muy trabajado ya y que se hará famoso con ese fenómeno mediático denominado Seva (1984), definitivamente a caballo entre ficción e historia; texto singular y privilegiado para ese enfoque transversal y transtextual que es la única opción para abordar su ambigüedad genérica; y el revuelo mediático subsiguiente a su publicación lo confirma. En cuanto a Martorell, dice Vico Sánchez: No es La piel de la memoria propiamente, el libro de un pintor o un escritor o un histrión aunque el dibujo y la literatura y las formas presentivas del drama como el monólogo o el diálogo lo organicen y realcen [...] ¿Cuál medio de expresión ilustra al otro? Pues, en algunas páginas, el dibujo se continúa en la prosa, se continua en la oración trazada con una pulcritud que parece trabajo de estilete en vez de lápiz. Y en otras las ideas se pictografían, las dictamina la liquidez de las imágenes (Sánchez 1994: 149, 152).
Álbum, testimonio... De nuevo y por su doble escritura los textos de Martorell no pueden evaluarse sino desde planteamientos transversales y transgenéricos como los que elabora Alfonso de Toro. Planteamientos igualmente ineludibles a la hora de abordar las crónicas de Rodríguez Juliá, en especial el Álbum de la sagrada familia puertorriqueña (1994, 1998) con su doble estructura (letra y fotografía) cuya fuente es la memoria colectiva, y su “revisionismo histórico punteado de nostalgia o ironía [...mientras] un narrador, muy ágil, plasma su ácida desilusión en un lenguaje plebeyista, mass-media o lumpen, en-
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treverado de anglicismos, extranjerismos, cultismos o spanglish” (Caballero Wangüemert 2008: 272). En definitiva, la crónica con su toque de proximidad, su fragmentarismo y la incidencia en la intrahistoria es un híbrido genérico, un método de estudio cultural, un género fronterizo entre las memorias y la historia oficial, entre el artículo periodístico y la estampa costumbrista... textos camaleónicos que “exploran la frontera entre la ficción y la no ficción” (Torres Caballero 2007: 42); una variante del ensayo, con fuertes dosis de ironía, incluso sarcasmo —en este escritor—: Me explico: una buena crónica tiene urgencia dramática, sensibilidad dramática y también humor. Se refiere a lo panorámico, lo social y también a lo íntimo. En esa tensión se dan sus mejores frutos [...]. Promiscua por su cohabitación con tantos géneros, dúctil como el paisaje urbano de nuestra sociedad, provisional y al mismo tiempo urgente como el periodismo, la crónica es un antiquísimo y también novedoso ejercicio literario que a veces alcanza calidad artística, siempre se fragua a la usanza de estos tiempos vertiginosos (Rodríguez Juliá 2003: 174, 176).
Lo fronterizo y transgenérico de la nueva crónica está muy en relación con la discontinuidad y las contrariedades de la sociedad puertorriqueña a lo largo del siglo XX; tesis implícita, pero evidente hasta el punto de guiar el estudio de Myrna García Calderón, Lecturas desde el fragmento. Escritura contemporánea e imaginario cultural en Puerto Rico (1998), ejemplo de crítica postmoderna, en absoluto totalizador, sin esencialismos ni certezas que se resquebrajaron a partir de los setenta. La errancia como identidad: el viaje rizomático de La guagua aérea
La historia del Puerto Rico del ELA, con sus secuelas de emigración a Nueva York desde los años cincuenta, puso en mar-
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cha un fenómeno nuevo: un país cimentado sobre dos geografías (isla y continente) en el que iban perfilándose situaciones muy variadas. El que emigra lo hace en busca de un mundo mejor, aunque no siempre lo consigue. Los sociólogos constataron las incidencias y desdoblamientos de ese doble viaje (ida y retorno), con secuelas colaterales (parientes, amigos), mientras las nuevas generaciones nacidas ya en los Estados Unidos sufrían su propia crisis identitaria. Nunca fue un exilio de una sola dirección, sino un fenómeno complejo, abierto, que se renovaba en una huida hacia delante y que Luis Rafael Sánchez supo plasmar de modo muy gráfico en un ensayo que hizo época: La guagua aérea es uno de los primeros textos que hablan de la migración como algo circular, no como un viaje unidireccional o un exilio definitivo, sino como un vaivén, como un viaje que siempre vuelve a empezar [...]. Esta errancia del puertorriqueño hace imposible decir dónde empiezan y dónde terminan las fronteras de la nación, ya que siempre es posible que en cierto momento más de la mitad de los puertorriqueños estén fuera de la isla [...]. El nomadismo puertorriqueño en la modernidad, que se cristaliza en la imagen de la guagua aérea, recuerda que el caribeño no tiene raíces, sino que es lo que Deleuze llama un rizoma (una vegetación sin centro pero que se conecta por debajo de la tierra (Van Haesendonck 2008: 26-27).
En definitiva, la emigración como desaguadero social a partir de los cincuenta generó un país flotante, que se expresa en inglés o spanglish y cuyos Leitmotiv identitarios fueron derivando en la segunda o tercera generación al compás de la ¿integración? en el nuevo suelo. A los puertorriqueños se les podría aplicar aquello que suele decirse de los chicanos: “no dejan de crear nuevas formas de borde(r)s, de manera que se siguen caracterizando por una angustiosa condición heterotópica e híbrida” (De Maeseneer 2001: 19). Lo espinoso, pero
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también lo fecundo literariamente hablando de tal hibridez es indudable, como reconoce por ejemplo Noguerol (2008: 23): “de ahí la enorme pujanza en nuestros días del concepto literatura de frontera. La situación de los cubanos en Florida, los nuyorican en Nueva York o los chicanos en Texas explica el auge de los autores a medio camino entre el mundo hispano y el anglosajón”. Con una especial incidencia en el idioma, siempre caballo de batalla. Creo que la reflexión de Arcadio Díaz Quiñones viene al pelo: Aún más: ¿qué alcance tiene la definición del idioma único ante la hibridez y mezcla del español, del inglés y del spanglish que se oye en Bayamón, Puerto Nuevo o en Union City? Las élites puertorriqueñas defienden con razón su bilingüismo, que les permite leer a Toni Morrison o a Faulkner, y acceder a la alta cultura del Metropolitan Museum o el New York City Ballet, y claro, a Wall Street. La diáspora de emigrantes puertorriqueños ha ido mezclando su lengua, una vez más, en sus continuos viajes de ida y vuelta. Nueva York, es importante recordarlo, es una ciudad caribeña y puertorriqueña desde por lo menos el siglo 19, y allí vivieron, escribieron, cantaron, bailaron y lucharon Hostos, Martí, Bernardo Vega, Ramito, Celia Cruz, Julia de Burgos, Ismael Rivera, René Marqués, José Luis González y Pedro Juan Soto (Díaz Quiñones 2003: 144-145).
Más allá de la clave política en cuya discusión no quiero perderme, basta abrir los ojos para constatar que “Don Quijote cabalga por los Estados Unidos”: los más de “45 millones de hispanos y muchos más que leen en español [...], la enorme cantidad de librerías hispanas, de editoriales hispanas, de los medios hispanos, de las más disímiles formas de mercadeo para llegar al lector hispano” (Canetti 2008: 123); si bien la otra cara de la moneda es el bajo nivel cultural de tantos y el escasísimo interés de las editoriales estadounidenses en el mercado hispano, lo que sigue potenciando la publicación en
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inglés de muchos de ellos (Esmeralda Santiago, Julia Álvarez, Rosario Ferré, Ávila...). Problema de identidad... problema de lengua: “salir contra el afuera de otra lengua. Aquí empieza la verdadera orfandad, el verdadero exilio [...]. Hay que salir contra el afuera de la lengua de los otros, hacer el esfuerzo de habitarla” —se ha dicho— (Aínsa 2002: 26). Además, no se trata de dos países hispanoamericanos, sino de dos cosmovisiones enfrentadas desde Sarmiento, Martí y Darío (pragmatismo/idealismo). No obstante, la postmodernidad globalizadora arrumbó los viejos maniqueísmos; las continuas interferencias de contextos culturales diametralmente opuestos en su origen limaron asperezas; y el vehículo no podía ser otro que la lengua, cuya creatividad se disparó: La oscilación pendular del puertorriqueño entre dos contextos culturales se observa, entre otros, en la constante hibridación del idioma, i.e. la influencia recíproca del inglés en el español y viceversa. Puede decirse que el vaivén espacial convierte también la lengua del puertorriqueño en portátil, rizomática (Van Haesendonck 2008: 28).
La errancia como patria, como identidad, aplicada a cada ser humano; aplicada a todo un pueblo cuyas fronteras son porosas, fluidas. Contradicciones, antítesis, paradojas... que no lo son, porque nunca se resuelven eligiendo entre los dos polos; lo que interesa es el pasaje, el “entre”. No podía ser de otra manera en un país al que caracteriza la “errancia” como destino: “los puertorriqueños tenemos como apeaderos notables de nuestra identidad colectiva, el son, el mestizaje y la errancia” —dice Vico Sánchez (1997: 91-92)—. Así se expresa el autor de La guaracha del Macho Camacho (1976), quien tiene bien presente su “condición de escritor inserto en las dificultades de una cultura fronteriza […]” (Sánchez 1997: 57), un escritor de éxito que, como tantos, ha trabajado y vivido entre Estados Unidos y la isla. Y se explaya aún más, recreándose
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en esa dualidad híbrida, cuyos dos polos hoy por hoy se necesitan: Cimentada en la hibridez antillana, de una amarga visceralidad, hecha de cuanto son perciben el corazón y el oído, he ahí un esbozo inicial de la cultura puertorriqueña. Y dependiente, en la tangencialidad, de los enfoques, los prestigios, los glamures que exporta la cultura norteamericana (Sánchez 1997: 209).
Es cierto que no ha sido cuestionado como otros que han dedicado muchas páginas a teorizar un problema que les atañe vitalmente; por ejemplo Ferré, quien se atrinchera en textos de cuño autobiográfico como Escribir entre dos filos, donde pueden leerse declaraciones así: Y a nosotros en Puerto Rico nos dicen que tenemos que dejar de ser más para ser menos. Que debemos ser puros para evitar las confusiones. Que tenemos, en fin, que escoger entre ser ciudadamos norteamericanos o ciudadanos puertorriqueños. La pureza, sea nacional o racial, me aterra. Me hace pensar en los nazis. Prefiero tener ambas ciudadanías y hablar los dos lenguajes. Soy una ciudadana del Nuevo Mundo —de América del Norte y de América del Sur— y seguiré escribiendo en español y en inglés aunque sobre mi cabeza se crucen las espadas (Ferré 2001: 179).
De nuyorican y otros: la diáspora estadounidense y sus nuevas fronteras
No cabe duda, las cosas han cambiado desde los setenta, especialmente para los puertorriqueños inmersos en una dinámica in crescendo: Con los residuos y los fragmentos, se construye una cultura: ese también es el Caribe. Y eso nos permite universali-
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zarnos en un mundo de desplazados, de diásporas y de continua redefinición de identidades: una dialéctica de preservación y de innovación. Así se reproduce y se inventa hoy, en las calles de Los Ángeles o de Union City, una cultura latinoamericana, en la que conviven cubanos y colombianos, peruanos y puertorriqueños, dominicanos, guatemaltecos, mexicanos, haitianos, argentinos y españoles. Una mirada externa, situada en la pureza, quiere ver en esa nueva realidad el deterioro y el desarraigo, pero es un mundo que tiene su propia coherencia, y se vincula continuamente con las identidades de origen, desde las botánicas hasta la comida (Díaz Quiñones 2003: 162-163).
En la misma línea de Díaz Quiñones y desde hace varios años, Yolanda Martínez-San Miguel ha estudiado el entorno de Nueva York para proclamar una especie de “caribeñidad a la intemperie” donde se prima la invención de lo caribeño: “el origen pasa a ser una categoría aprendida y la noción de la casa se convierte en una metáfora móvil, aunque no necesariamente menos persuasiva” (Martínez-San Miguel 2004: 472). Así sucede con los nuyorican. A la hora de evaluar el fenómeno puede resultar muy fértil la conceptualización de la frontera como “membrana” que perfila Aínsa en su libro Del topos al logos (2006: 217-234). “La frontera difícilmente puede dejar de ser la membrana a través de la cual respiran los espacios interiores que protege, respiración que asegura las influencias e intercambios inherentes a su propia supervivencia, por muy autárquica y cerrada que se pretenda” (Aínsa 2006: 218). “Membrana” es algo poroso, un tejido dúctil y moldeable, sin límites claros y en perpetuo movimiento... al menos eso es lo que sugiere el vocablo. “La frontera como membrana permeable permite la ósmosis de campos culturales diversos” (Aínsa 2006: 229). “En tanto que membrana protectora, la frontera establece una línea de demarcación entre lo que es uno y la otredad del resto del mundo” (Aínsa 2006: 223). También “invita a pasar del otro lado, a su transgresión” (Aínsa 2006: 230).
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Los puertorriqueños en los Estados Unidos se encuentran a caballo de una frontera lingüística y cultural cruzando continuamente de un lado a otro [...]. Se trata efectivamente de una literatura de frontera, aunque no se haga en un espacio demarcado por mares, ríos, montañas o tratados sino definido por las características que distinguen diferentes tradiciones literarias. Lo fronterizo sería, pues, el lugar de los encuentros y de las síntesis, el momento de las transformaciones y de las innovaciones (Hernández 2000: 382, 375).
Muchos de los escritores nuyorican adolecen de la hibridez que causa el no sentirse plenamente aceptados ni en un mundo ni en el otro. Para ellos no existe Nepantla, esa “tierra de en medio” de la que habla Pat Mora para definir a los chicanos. Más bien el desencuentro, la desubicación de quienes no se sienten acogidos por los suyos, los isleños. Miguel Algarín ha dicho en ocasiones cosas como esta: Los puertorriqueños de la isla deberían reconocer que nosotros, los de Nueva York, no somos enemigos, sino que por la naturaleza de nuestra era, estamos en una frontera electrónica y nuestra mentalidad se está desarrollando con una velocidad increible [...] no estamos en el Caribe pero nuestras raíces son caribeñas [...] Soy norteamericano, pero soy caribeño por nacimiento y mentalidad. Llevo conmigo la emoción de un pueblo isleño y la puedo colocar en la vanguardia de la frontera electrónica, de la frontera científica del Norte (Hernández 2004b: 215).
Piri Thomas en “Regreso al hogar: un neoyorican en Puerto Rico” (Rodríguez de Laguna 1985: 181-184) ha contado su experiencia tejida de añoranza isleña y rechazo en su primera visita debido a su mal español. En el lado opuesto, sucesivas generaciones de nuyorican van marcando una distancia despreciativa respecto a sus hermanos isleños, funcionando como “voyeur del otro, de lo que está más allá de lo que se conoce” (Aínsa 2006: 228):
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La llegada de esta nueva ola de emigrantes fue un violento despertar para nosotros. Ellos vinieron usando los colores resplandecientes del trópico y hablando el español de la clase trabajadora, alto y claro. Y esta gente con sus actitudes desenvueltas, eran nuestras hermanas, hermanos, tías, tíos, primos, padres y abuelos. Jíbaros...Tomateros, lobos de mar, murmurábamos y nos burlábamos de su acento. Algunos de nosotros nunca habíamos estado en Puerto Rico, fantaseábamos acerca de la asimilación dentro de la cultura anglosajona, y habíamos desarrollado incluso cierto desdén hacia la pobreza (Mohr 1985: 187).
Podría decirse que en la literatura de esta escritora, Nueva York funciona como “límite extremo respecto a un centro [...]. Sus habitantes tienen siempre el sentimiento de haber nacido en el borde de algo diferente, lejos de la cultura hegemónica del centro al que están referidos” (Aínsa 2006: 228).Y es que: Desde los años setenta, escritores como Piri Thomas, Pedro Pietri, Giannina Braschi, Ángel Lozada, Abraham Rodríguez Jr, Esmeralda Santiago, Manuel Ramos Otero, Judith Ortiz Cofer han ido desplazando las fronteras de la literatura puertorriqueña, que siempre ha sido (y sigue siendo) sinónimo de escritura isleña; esta definición, limitada, de la literatura nacional como lo que se produce en la isla es difícilmente sostenible” (Van Haesendonck 2008: 24).
“Nadando entre dos aguas, atrapados entre dos fuegos, enmarcados dentro de dos horizontes de referencias culturales, la situación de los escritores puertorriqueños en los Estados Unidos resulta particular” (Hernández 2004b: 209). Todo eso —es más que sabido— afecta a una literatura cuyas realizaciones más creativas se producen paradójicamente en suelo continental americano: “Ese maridaje fundamental entre los elementos de una cultura puertorriqueña recibida por medio de una tradición oral [...] y los instrumentos para expresar esa cultura por escrito que le había dado la otra —el inglés litera-
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rio, el acceso a una tradición libresca— es lo que caracteriza, a nuestra manera de ver, la profunda creatividad de esta literatura” (Hernández 2004b: 215). En “Ausencia no debe decir olvido” resume muchas de las tesis de su libro Puerto Rican Voices in English. Interviews With Writers (1997). Tras recordar que “según el censo del 2000, había 3,4 millones de puertorriqueños en los E.E.U.U., una cifra casi igual a la de los habitantes de la isla, que son 3,8 millones” (Hernández 2004a: 294), estudia la novela de Piri Thomas, Down These Mean Streets. (New York: Vintage, 1967). Escrita desde una sensibilidad puertorriqueña, insiste en las nuevas hibridaciones: asimilaciones e incorporaciones de diferentes tradiciones literarias. Para cerrar este apartado, A pesar del abismo entre la vida política de la isla y lo que ocurre en las comunidades diaspóricas, no cabría duda de que hay una creciente influencia mutua entre ambas orillas, de tal modo que para Flores (Ibid. 11) es lícito hablar incluso de the Puerto Rican trans-colony. Otro sociólogo, Jorge Duany, opina del mismo modo que “las líneas divisorias entre la isla y la diáspora se han hecho cada vez menos útiles para imaginar una comunidad nacional y transnacional” (Duany 1998: 238) (Van Haesendonck 2008: 25).
Coda final
A riesgo de ser repetitivos, hemos de concluir que todo lo visto encaja muy bien con ese concepto de “identidad portátil” —así la define Luis Rafael— un tránsito “donde quizá Puerto Rico radique su definitiva permanencia”. Palabras que corresponden a una conferencia en Amberes, hace unos años, cuya anfitriona fue Rita de Maeseneer. Vico seguía diciendo: La frontera entre Libre/Asociado es la frontera más traumática, característica y abismada de Puerto Rico. Es la fronte-
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ra entre lo que se quiere libre y lo que se quiere asociado, entre lo separado y lo unido, lo propio y lo asimilado. Es la situación en la que hay que comportarse como equilibrista, medir, calcular. Es la frontera que mancha el país puertorriqueño, es el Coloniaje light! (De Maeseneer 2001: 12).
3.2. Eduardo Lalo y la nueva crónica, entre París y la isla Puerto Rico es invisible en España. Nuestro gentilicio es la imagen máxima del mínimo espesor, de lo que no despierta interés ni atención (Lalo 2008: 67).
Para contrarrestar el aserto que abre el trabajo, por desgracia muy certero, quiero centrarme en un país —Puerto Rico— y en un autor, Eduardo Lalo, puertorriqueño, de padre asturiano y nacido en Cuba (1960), que cursó estudios en Nueva York y Paris y trabaja actualmente en la isla. Un intelectual polifacético que se mueve entre la crónica, pintura, escultura y el ensayo fotográfico (Dónde, 2006). Profesor universitario, publicó en el 2002 La isla silente, que agrupa en un volumen su obra narrativa de los noventa: En el burguer King de la calle San Francisco (1986), Libro de textos (1992) y Ciudades e islas (1995). Por fin y por el momento, en el 2008 edita un nuevo libro, Los países invisibles, abriendo su perspectiva a la vieja Europa. Un singular ejemplo de escritor transatlántico... por genes familiares y formación personal. Está por ver qué pasa en/con la reciente novela Simone (2013), flamante premio Rómulo Gallegos. Voy a hablar de un puertorriqueño, es decir, de un hombre de condición colonial bajo la ¿falacia? del ELA. “Esa marginalidad —advierte uno de los más conspicuos escritores puertorriqueños, Edgardo Rodríguez Juliá— crea un territorio de ensoñación o conduce al exilio” (2002: 4). Ambas situaciones tanto vitales como textuales le son aplicables a Lalo, que escri-
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be una narrativa de calidad voluntariamente híbrida (ficción, ensayo...) en torno a la ciudad de San Juan, asaltada desde la geografía, la antropología social, la comida, la fotografía... Los textos de Lalo y en concreto Los pies de San Juan (2002), establecen un fecundo diálogo con San Juan ciudad soñada (2005), del citado Juliá, cuyas crónicas —Álbum de la sagrada familia puertorriqueña, El entierro de Cortijo...— marcaron un hito en los ochenta explorando la identidad a diversos niveles (prócer y pueblo, blancos y negros, isleños y americanos...) en un recorrido que describe una parábola de la identidad a la ciudad y de Puerto Rico al Caribe (Rodríguez Juliá 2002). No es el momento, pero habría que estudiar comparativamente a los dos escritores para constatar la evolución de lo moderno a lo postmoderno en tantos temas, incluso la comida tan entrañable e irónicamente glosada por Edgardo en Elogio de la fonda (2001). Evolución que no corresponde sin más a modernidad-Generación del Setenta/postmodernidad-Generación del Noventa, sino que supone una evolución y un diálogo de los mayores con los jóvenes acorde a los nuevos tiempos. Y es que —adelanto ya la pregunta— ¿es caribeña la ciudad de Eduardo Lalo? ¿O mejor, la reconocemos como tal, corresponde a los tópicos que fue generando la literatura? Entre Rodríguez Juliá y Lalo se abre una fisura sin solución de continuidad —esta es mi tesis—. Otra cosa mucho más compleja es qué sea el Caribe y si San Juan es o no parte de él, siempre desde la letra escrita. Ya advertí que iba a obviar teorizaciones sobre el Caribe y centrarme en una isla y un autor. Una isla antillana... y recuerdo que fue un puertorriqueño, Eugenio María de Hostos, quien propuso el ideal de una confederación antillana como puente entre Norte y Sudamérica, médium entre el norte anglo y la vieja latinidad. Ahora bien: ¿es lo mismo antillanía que Caribe? Creo que no: Uno nos congrega con la experiencia histórica y cultural compartida con las Antillas mayores, el otro —The Caribbean—
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nos somete a una categoría suprahistórica, a un invento de la objetividad sociológica, antropológica o etnológica de origen anglófono, objetividad que siempre funciona en contra del colonizado, como señaló Fanon (Rodríguez Juliá 2002: 6).
“Nuestra marginalidad respecto de las Antillas Mayores nos colocó en el sendero del american way of life” —afirma Rodríguez Juliá (2002: 12)—. Tal vez fuera así. No obstante, la peculiar evolución sociohistórica de Cuba y Puerto Rico, aparentemente en las antípodas desde mediados del siglo XX, no impidió que haya podido teorizarse sobre la existencia de un Caribe horizontal: “la memoria de los espacios, la cultura culinaria y la música, esa cotidianidad horizontal, aún nos unía al resto del Caribe, hace treinta y pico de años, con una fuerza evidente —continúa diciendo Juliá (2002: 10)—. Cosa que no sucede hoy —concluye—: “Puerto Rico se aleja cada vez más de sí mismo” (Rodríguez Juliá 2002: 10). Tal vez haya dejado de ser esa “isla que se repite” —según la genial y primigenia caracterización que Benítez Rojo utilizara para definir al Caribe y que todos conocemos—. Una isla, mejor un meta-archipiélago con imágenes creadas por el tejido socioeconómico, pero también por la imaginación fundadora de sus obras literarias y artísticas. En palabras de Rodríguez Juliá al presentar el libro del cubano, un libro fundamental para sus propias obras: el ritmo como primerísima imagen, como piedra angular, carnal y deseante, de nuestro ser [...] la plantación de azúcar, [...] y la pasión utópica característica de un lugar de tránsito siempre en busca de su identidad, el Caribe como la memoria de una añoranza siempre fallida, esa casi fundación de un espacio de convergencia racial y cultural que no acaba de cuajar en sociedades más justas y armónicas (2002: 61-62).
¿Es posible que cambiaran las tornas en las últimas décadas? Mientras que José Luis González (Generación del Cin-
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cuenta) y Ana Lydia Vega (Generación del Setenta) impulsaban la caribeñización de la isla, aterrados ante el toque alienante que sufre el puertorriqueño respecto de su tierra y costumbres a partir del ELA; Rodríguez Juliá (Generación del Setenta) se debate en un dilema más complejo: “¿Hay que caribeñizar a Puerto Rico o hay que puertorriqueñizar el Caribe?” (2002: 12). La macdonalización del planeta en este mundo globalizado tal vez haya sido la única alternativa para una generación de jóvenes que no tuvieron contacto con la tierra propia y en absoluto se reconocen en las costumbres señoriales del mundo patriarcal de sus abuelos. Algo a tener en cuenta a la hora de trabajar las crónicas de Lalo, ausentes de esa tan pertinaz búsqueda identitaria, ausentes incluso de ese Caribe horizontal, selladas por el halo de la postmodernidad que equipara ciudades e islas “invisibles” a otras lejanas, casi en las antípodas. El subtítulo de mi trabajo podría ser “Una mirada a La isla silente desde Los pies de San Juan”, en absoluto una boutade ni mera glosa de los títulos que utiliza Lalo. Es más bien una declaración de intenciones: me será imposible abordar la riqueza polifacética del autor. Quiero centrar mi trabajo a modo de hilo de Ariadna cuyos nudos serían Ciudad/San Juan y Caribe. A su vez, la ciudad se desdobla en órbitas reiteradas (ciudad/exilio; ciudad isleña/ciudad-megalópolis). Obviamente, sigue siendo un reto demasiado amplio y tomaré como guía las palabras de Yolanda Izquierdo, quien en el prólogo de La isla silente —“toca todos los palos”, diríamos en España—: la diversidad y riqueza formal en torno al hilo conductor de la ciudad; el viaje del Caribe a Europa y su regreso, con los subsiguientes exilios, incluido el interior... Textos sui generis, incómodos e inquietantes para el lector, porque están en su tiempo pero rehuyen las desgastadas viejas fórmulas del 70, populismos incluidos. Palimpsestos intertextuales, historia y ficción, libro de viajes y autobiografía más/menos encubierta, híbridos genéricos
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que constituyen tanto la ciudad en la modernidad como la historia del Caribe, en un constante juego entre la memoria y el olvido, entre las Islas y el Mundo, entre el silencio y la palabra. Lo que separa —y une— a estos Lugares (o no-Lugares) es el espejo del mar: así el isleño, como afirma Lalo: Irá en dirección contraria. Caminará en contra de la historia creada por otros (Izquierdo 2002: XIII).
Es muy transgenérico Lalo —eso lo digo yo, no Izquierdo; y lo digo siguiendo a Alfonso de Toro (2006)—. Y, quizá por ello, muy borgiano en tantos aspectos: por ejemplo, en la incesante reescritura y reordenación de sus libros, en orden inverso a la fecha de publicación, para constituir un texto nuevo, La isla silente, cuya estructura queda así: Ciudades e islas, Libro de textos y En el Burguer King...¿Por qué invertir la cronología? Tengo que preguntárselo, pero mientras llega la respuesta puedo adelantar que el resultado es “otro Puerto Rico”, mucho más globalizado y ¿posmoderno?, viaje a la semilla desde el hoy a un ayer cercano que se aleja vertiginosamente. Es el ayer de En el Burguer King de la calle San Francisco, el libro más contextualizado de los tres, macdonalización de un lugar, San Juan, con una historia concreta, supeditada al folklore que tiñe el inconsciente colectivo. ¿La paradoja? El mundo se empequeñece por la hamburguesa, por la irrupción de los fast food, recintos sin historia, idénticos en cualquier lugar del mundo. Esta crónica en seis puntos muestra todavía puntos de contacto con la escritura de los setenta y, además, enlaza con las preguntas de Rodríguez Juliá, al incidir en la descaribeñización —si se me permite el término— de la capital sanjuanera. Ya El libro de textos, miscelánea cuasiborgiana en la que se funden escritura y vida, reescritura histórica y ficción, autobiografía y libro de viajes... prosa y poesía, había insertado San Juan en el mundo al entreverar historia y crítica literaria según el modelo del argentino. Por fin, Ciudades e islas, de nuevo miscelánea, se abre con una novela en primera persona , “In memoriam”, que aborda el exilio en la Ciudad, el exilio interior del isleño, la nueva comu-
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nidad que se forja en el café, la decepción frente a la gran Ciudad y los problemas del retorno, pero también la reafirmación de lo propio. La cálida comunidad que se reune en el pequeño café “en esa mesa de un oscuro interior de café, comenzó a vivir para mí la Ciudad. Allí dejó de ser un paisaje nuevo y anónimo, un mundo libresco, y se convirtió en una morada” —dirá el protagonista (Lalo 2002: 29)— me recuerda La ciudad que me habita, la novela de Magali García Ramis, tal vez tejida sobre su experiencia de estudiante en Manhattam. Pero en ella se cierra la etapa sin desencanto, queda la nostalgia. Aquí, no: La Ciudad era también una Isla; un fragmento de planeta donde los humanos vivían a su guisa, ignorantes de las consecuencias de sus actos. Aunque distintas, sus motivaciones eran igualmente bajas. Eran también estúpidos, avaros y egocéntricos. La diferencia crucial era, que en la Ciudad, Privat y otros escribían una historia y ésta se confundía con la del mundo (Lalo 2002: 59).
Llegada la revelación, el protagonista puede volver sin complejos, sobreponerse a la obsesión de que “el fracaso era para el isleño el regreso con las manos vacías, con las heridas de la soledad en la frente, a la vista de todos” (Lalo 2002: 58). Aunque tenga que vivir “la peor extranjería, la que se cifra en el propio país” (Lalo 2002: 73). El exilio ya no es un mal, sino camino ineludible hacia la revelación; es imposible huir del destino: La Ciudad había sido la última y más importante etapa del camino de luz. En ella había pretendido hallar mi identidad y mi lugar y me daba cuenta de que había abordado el asunto equivocadamente [...]. El mundo nunca sería ya lo que comenzaba donde la Isla acababa. Sus ciudades y sus gentes estaban en mí (Lalo 2002: 73-74).
¿De nuevo Borges —una ciudad esencializada e interiorizada— y ya en 1992? Dejo el asunto abierto por el momento
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y voy a centrarme en una pregunta: ¿qué es el Caribe para nuestro autor? En su poema homónimo (Libro de textos, 1992) responderá sin vacilar: un país invisible. “Solos con nuestro daño heredado de siglos de daño / quedamos entre nosotros” (Lalo 2002: 164). Son dos versos que resumen el mensaje. Un archipiélago-escaparate, siempre dependiente del primer Mundo: Nueva York París Londres preferirán otros mulatos y nosotros que hemos sido una playa un cañaveral en su historia nos quedaremos solos como realmente siempre hemos estado mirando al mar como un desierto (Lalo 2002: 164).
“Cuando los turistas dejen de visitarnos”... los puertorriqueños no son sino objeto de curiosidad y consumo, mulataje de cañaveral. Es la visión desacralizadora de una burguesía dependiente que siempre quiso olvidar su condición mestiza; la burguesía del “país de los cuatro pisos” —José Luis González dixit— que, empecinada en asimilarse al primer mundo, nunca admitió sino uno, el blanco de su lado europeo. Y tras ese pasado secular ¿cuál es el futuro previsible? La respuesta pudiera ser “El congreso de las islas”, relato simbólico —inevitable mirada a Borges, “El congreso del mundo”— recogido en Ciudades e islas (1995), alucinante representación del archipiélago como una “cadena de suburbios” tejidos por el consumismo y el deseo de progreso —construir, construir.., la metáfora no puede ser más actual en estos tiempos de crisis inmobiliaria—. El relato se abre así: “existían buenas posibilidades de que esta vez se celebrara el Congreso de las Islas” (Lalo 2002: 95). Parece obligado establecer una relación intertextual con Hostos y su reiterada propuesta de confederación antillana. Propuesta vertida en viajes, cartas y reuniones que nunca consiguieron cuajar. Del mismo modo,
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el relato de Lalo cerrará constatando la pérdida de la utopía: “Un día el Congreso dejó de mencionarse. Ni siquiera se juzgó necesario hacer la historia de su ausencia” (Lalo 2002: 98). Parábola cuyo trasfondo histórico no deja de ser transparente para el intelectual isleño: tal vez un siglo atrás esa fuera una propuesta pertinente, pero ¿hoy? Hoy resulta “excesiva” y, en consecuencia, solo cabe “difuminarla” y “olvidarla”. La ironía es la clave de un texto paródico respecto de la política puertorriqueña actual: Motivados por lo que podría responder a un ciclo cósmico o a un impulso milenarista, los políticos de las islas volvían a hablar de un Congreso que visiblemente nunca se realizaría. Reuniones secretas, reuniones oficiales, reuniones de enemigos, actos fallidos hechos a propósito [...]. Brevemente la conservadora razón política de los isleños no pudo reprimir el delirio. Se propusieron alianzas, estados multiinsulares, un relanzamiento órbico de la guaracha [...], un programa espacial, la evaporación del mar y la fundación de un imperio estepario y salino [...]. Dubitativo, en uno de los congresillos que le abrían camino a los pre-congresos, algún ministro habló del exceso [...]. El surgimiento de la palabra produjo un pánico soterrado (Lalo 2002: 97-98).
El tiempo de los ideales decimonónicos quedó atrás, suenan ya a ridículamente retóricos. Por eso, el asunto solo puede abordarse desde el distanciamiento irónico: Era excesivo, no cabía dudas, no digamos ya tomarse en serio, sino meramente tomarse de alguna forma con abundancia de verbos transitivos. Después de todo la región le había entregado al mundo conceptos como correr la máquina, relajo, vacilón, choteo... (Lalo 2002: 98).
Ya años atrás en Libro de textos (1992) podía leerse un poema, “Pueblo compatriotas patria” que arranca con tres versos rotundos:
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Pueblo compatriotas patria son, palabras que uno debería usar consciente de la mentira (Lalo 2002: 165).
para, acto seguido, proceder a desmontar la falacia de un país único, fraguado al calor de los ideales. La prosaica realidad es muy otra: se “vive en uno de los muchos puerto ricos” (Lalo 2002: 165). ¿Y la patria? Una muletilla de amargados políticos... ¿Entonces? El poema se cierra así: Queda lo inmune a la memoria de la ilusión olores mañanas alguna avenida gente palabras actos que cuentan (Lalo 2002: 165).
Final bien postmoderno (fragmentarismo, ausencia de puntuación, predominio de sensaciones) si no fuera por la ambigua bisemia del verbo “cuentan” (¿”computar” o “verborrear”?), que ondula en el filo del precipicio entre modernidad y posmodernidad. Personalmente, me inclino por la primera opción: “son un plus, computan en sentido positivo” encarnados en esa magia cuyo halo circunda un San Juan problemático por su historia, pero... se podría ser el “mensaje” refrendado en varios textos más en prosa y verso, cuyo eje es la capital: “San Juan”, “San Juan by Night”, “San Juan ciudad sin memoria”. Un hablante lírico inmovilizado ante el tiempo y la historia pasea por la ciudad en un mediodía cualquiera. La ciudad vacía, conserva lugares y huellas que, como la magdalena proustiana, desencadenan sus recuerdos; pero ¡cuidado! es un ser anónimo, cuya vida no es sino una huella efímera en una ciudad esencializada: Camino siendo lo que está hasta donde llega la vista y el olvido queda tan cerca palpita con tanta salud que no hay que esperarlo (Lalo 2002: 163).
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¿Intertextos? A corto plazo y sin escapar del marco literario isleño, En una ciudad llamada San Juan, el antologado cuento de René Marqués. En común, el reencuentro con la urbe, patria del emigrante o exilado que aviva sus recuerdos. La “focalización con” permite al lector compartir su flujo de conciencia (no auténtico monólogo interior). En común también, la repentina iluminación: la suya es una ciudad cercada —piensa el protagonista marquesiano—. La suya es una ciudad mágica, más allá de sus límites —se plantea el de Lalo—. Porque el paralelismo con el relato marquesiano se cierra aquí, en el diseño narrativo del cronotopo. El dramatismo, el clímax de tragedia griega propio de un protagonista acogotado por la historia inmediata (la ocupación americana) poco tiene en común con la atmósfera del relato de Lalo. Su personaje, asumiendo la historia y los límites citadinos, es capaz de transcender lo inmediato. En ese sentido, es mucho más borgiano, está muy marcado por un intertexto como Fervor de Buenos Aires: El país abandonado era una parte imborrable de su realidad. El exilio era un destino [...] y ese destino se lo había dado su tierra [...]. Lo supo ahora [...]. Supo que este regreso le concedía la gracia de la iluminación. No se tenía que volver. No se tenía que volver porque había algo, a la vez esencial e indefinible, de lo que nunca se había partido, nunca se partía, no se podía partir. La magia era esta. Este era el poder de sus calles (Lalo 2002: 104-105).
Inevitablemente recordé los versos de Fervor... suscitados por el reencuentro de Borges con su ciudad: “Los años que he vivido en Europa son ilusorios / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires” (Borges: 1989-I, 32). El protagonista se funde con su ciudad aunque su realidad actual no sea sino la herencia de una historia infamante... “una tierra de trabajosa identidad, que rehusaba reconocer su soledad, que prefería una imagen pública mansa y, en la intimidad, compensaba sus frustraciones con la violencia” (Lalo 2002: 103). Referencia
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histórica que enlaza con “Ready Made” (Lalo 2002: 135136), reescritura de las crónicas de Indias desde la distancia crítica y el cuestionamiento de la conquista, si bien en tono sobrio, sin alteraciones violentas. La esencia citadina, inapresable pero real, sobrevive al huracán (“San Juan by Night”) que despoja al urbanita de los signos civilizadores, cual nuevo Adán sensitivo en contacto con lo primigenio. Un Adán culto, no obstante, un intelectual (“ver”, “oír”, “pensar” son los verbos que abren sendas estrofas) capaz de identificarse —“un hombre son todos los hombres”— con la humanidad desde sus orígenes: Conozco así la noche de los hombres la oscuridad que creó la poesía el cuento junto al fuego el gesto del hombre mirando las estrellas el miedo, la inseguridad, la duda y también la sensación de ser nada más que esto y aceptarlo (Lalo 2002: 155).
¿San Juan? ¿Puerto Rico? ¿Caribe? Estamos mucho más allá, en el mundo globalizado de Ciudades invisibles (2008), para llegar al cual es necesario todavía ahondar en los semas de ese San Juan caribeño, ma non troppo; intento que subyace a Los pies de San Juan (2002), precioso álbum performance heredero de la vanguardia y de los caligramas de Apollinaire. Se juega con la hoja en blanco y es la palabra la que dibuja, cubre y goza con el espacio. Como ya hiciera Rodríguez Juliá, el escritor retoma la fotografía para abordar lo propio, no las personas sino los espacios. ¿Modelos? Álvarez Bravo y Jack Delano. El primero se volcó sobre México, el segundo sobre la isla; pero ahora ya no se trata de “la mirada del otro”, es y no es, porque el narrador es puertorriqueño, fue y volvió, asumiendo historia, destino, identidad: Este desconocimiento de que San Juan es un destino es una de las causas de nuestra infelicidad. Vivimos como si nuestra
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identidad pudiera ser otra [...]. Vivimos perennemente maquinando la huída de la Isla del Diablo (Lalo 2002: 065).
En consecuencia, el narrador actante asume su destino desde un cierto estoicismo: no se hace falsas ilusiones, más bien es de un pragmatismo brutal: “nunca desprecies la ciudad que fue / tu vida / porque ella construye tu muerte”, dirá (Lalo 2002: 073) en el poema que cierra el libro, especie de Padre Nuestro laico: Ciudad atiende nuestras súplicas encauza nuestros días haznos descender a nuestras noches sin cal en las uñas [...] Danos la bendición de nuestros lamentos la ternura que hallamos en el fondo del dolor cuando descubrimos que doler es ser eterno como la memoria de las cosas envuélvenos de misericordia Madre Padre que aquí estamos y no podemos irnos solos contigo en este mundo (Lalo 2002: 073).
Ya este Padre Nuestro daría para toda una comunicación. Pero ¿dónde quedaron la música, luz, abigarramiento y burundanga a que nos tenía acostumbrados la literatura puertorriqueña? Ahora, la soledad lo ocupa todo: la Historia con mayúsculas eliminó la voz del individuo, devolviéndonos una ciudad sin amor, replegada hacia los interiores; una ciudad de sol y cemento que preconiza pobreza; una ciudad sin luz, sin sombra y sin agua. ¿Dónde quedó la “mata de plátano”, la naturaleza, en esta “medievalización de sistemas de seguridad, rejas, murallas, controles de acceso, policía privada [...] miedos y prejuicios [...] ghettos”? (Lalo 2002: 064). Hay “una sensación de
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ciudad claustrofóbica que se extiende a toda la ciudad y al país entero” (Lalo 2002: 064) contaminado, además por la violencia, fruto de la “excesiva humanidad”, del hacinamiento. Solos, enclaustrados... “el país de las palabras que no significan nada” —dice la contraportada del libro, en significativo recuadro marrón—, el problema de Puerto Rico como cualquier país del Tercer Mundo, es su invisibilidad: es un país sin palabras propias, con el agravante de que “ciudad y palabra son las herramientas de los imperios” (Lalo 2002: 044): Cabe preguntar por qué los que hemos sido segregados por el silencio, los que hemos tenido pueblones y palabritas, hemos reproducido los usos y costumbres de nuestros ocultadores (Lalo 2002: 044).
¿Cómo luchar contra ello? ¿Qué hacer con ese destino? Las armas de Lalo son fotografía y escritura. La escritura puede ser una buena respuesta porque “nombrar es incluir, contar es privilegiar”. La escritura confiere visibilidad, Leitmotiv que desembocará en Los países invisibles (2008), premio de ensayo Juan GilAlbert Ciutat de Valencia 2006, y su propuesta más redonda en este sentido. Dos citas muy breves subrayarán la continuidad, la pervivencia del mensaje ya conocido del escritor: APuerto Rico: he aquí el reino de lo invisible” (Lalo 2008: 73) y ACaminar una ciudad equivale a descubrir su escritura” (Lalo 2008: 65). Toda una declaración de intenciones, una justificación de la escritura, una apuesta por el país, porque la invisibilidad máxima coresponde a las grandes ciudades que, paradójicamente, engendran pobreza cultural y ceguera frente a los otros. Dietario y libro de viajes (Londres, Venecia, Madrid, Valencia, aeropuerto de Madrid, San Juan y sus problemas), el libro tiene una estructura tripartita: 1. El viaje, (Londres 27 junio 2005 / San Juan 30 Julio). No es un viaje sin más, el epígrafe de Kertész “mi reino es el exilio” sitúa al lector en la cruda
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realidad, un autoexilio más espiritual que económico, lejos ya de las motivaciones sociopolíticas del ELA: Viajo, por primera vez en muchos años, para comprobar que casi todo queda ya en mi ciudad; que casi todo (que cada vez es menos: menos objetos, palabras, conceptos) queda en cualquier sitio. El viaje comienza a ser imposible (Lalo 2008: 13).
Los países invisibles, tradicionalmente “intervenidos por el discurso del otro” (Lalo 2008: 31) han sido alcanzados por el consumismo de la globalización; hora es ya de “negar la mirada; efectuar no una re- sino una contraconquista desde lo que se es” (Lalo 2008: 61). La segunda parte (la carretera núm. 3) reincide en viejos predicados: “el que dibuja o escribe hace visible” (Lalo 2008: 83). La invisibilidad, condicionante de la historia, está en relación directa con la escritura: depende de no ser consumido como relato o teoría. Así llegamos a la tercera parte (El experimento), que no es otra cosa que un tratado de y sobre literatura, urdido a partir de una promesa —crisis por medio—: “no comprar libros y leer lo que tengo”. Reto que genera trazos autobiográficos en el texto: el narrador se pasea por La Tertulia, entra en Borders... ¿Necesidad, ascetismo o autocomplacencia? Da igual: el resultado de esa especie de performance es el libro que el lector tiene entre manos, el libro de un tipo que se imagina a sí mismo... “de pie, con la mochila al hombro, en el estacionamiento de un centro comercial, desierto” (Lalo 2008: 132). La recta final del texto se bifurca en dos vías complementarias: literatura y política: ¿Habrá literatura para esta deriva en este país invisible? Aquí está consignado el paso del escritor por la ciudad de su agonía y aquí queda la emoción de los libros que ha leído, las nubes que se acercan desde el sur trayendo el olor a tierra, el fresco y la sensación de que sobre esta acera se escriben pala-
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bras y que la literatura es este acto único y severo. Y así, en esta acera, compruebo que nada está perdido. Que tras de mi está la obra de los que escribieron en este país. En este lugar sin esperanzas viven los pies de sus manos (Lalo 2008: 141).
Apuesta esperanzada que resulta difícil de sostener por lo que se refiere a la política: “¿Cuál es el proyecto político de la invisibilidad? [...]. ¿Qué pasa cuando en la era de la información somos pre-verbales y pre-fotográficos?” (Lalo 2008: 155). En las páginas siguientes vuelve su mirada a la situación sociopolítica, al modo de la crónica periodística del hodie et nunc, es decir, tocando los problemas del hombre de a pie y no especulando en el vacío. En conclusión y para cerrar contestando la pregunta que lanzaba al comienzo de mi trabajo, “Puerto Rico se parece cada vez más al Caribe del que ese proyecto político del siglo pasado intentó desvincularlo” —concluirá el escritor (Lalo 2008: 159)—. Afirmación discutible que dejo sobre el tapete. Lo cierto es que el otoño del 2010 contribuyó a visibilizarlo en la vieja Europa. Como muestra, al menos dos o tres botones: el LIBER barcelonés de ese año tuvo como país invitado a Puerto Rico (27-30 de septiembre) y la semana paralela de estudios caribeños de Oxford dio cabida a sus escritores. Por fin, la universidad de Sevilla organizó en diciembre un encuentro centrado en la isla. Que sea un punto de partida... 3.3. Kristeva en Puerto Rico: Vanessa Vilches, maternidad y abyección Los conflictos de la maternidad en la autobiografía femenina
La maternidad nunca deja indiferente a una mujer. ¿Afirmación rotunda? Sí, pero además de la esfera personal y centrándome en mi caso, se hace realidad: en los casi veinte trabajos sobre literatura escrita por mujeres que constituyen mi li-
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bro Las trampas de la emancipación. Escritura femenina y mundo hispánico (2012) aparece reiteradamente la maternidad. Es obvio, me dejé fascinar una y otra vez por cuestiones relacionadas con ella, en textos españoles e hispanoamericanos. Podría englobarlos en dos núcleos temáticos. El primero, la maternidad en sí misma, que abordé en tres sentidos: 1. El deseo de la maternidad insatisfecho: Frida Kahlo. 2. El horror a la maternidad: Victoria Ocampo. 3. La espera gozosa de la embarazada: Carme Riera. En sus cuadros e incluso en su diario, Kahlo dejará una huella indeleble de su maternidad frustrada: abortos, desvíos de todo tipo... Siempre incluyó en su bitácora vital ese proyecto que hubiera podido cambiar su vida, determinante casi con seguridad para un mayor equilibrio mental de quien fue una mujer fuera de la norma. Por lo que se refiere a Victoria, el “no” a los hijos es una opción vital gestada muy tempranamente, en su adolescencia, al hilo de la primera menstruación y el horror instintivo a todo lo que conlleva. No obstante, en su autobiografía de madurez reconocerá haber deseado esos hijos, que hasta entonces nunca quiso, al conocer a su amante y verdadero amor de su vida. Y haber comprendido cuán antinatural es castrar el amor sin su lógica descendencia. En cuanto a Tiempo de espera (1998) de Carme Riera, es una muestra de gozosa asunción de la maternidad por parte de una mujer madura y en contra de las expectativas de una sociedad que la considera algo absurdo en una mujer supuestamente “de izquierdas”. Un segundo núcleo temático que me apasiona, poco trabajado tradicionalmente y siempre desde el varón, aunque muy central desde los noventa: la relación madre/hija. Ahora las escritoras han introducido un tema nuevo: la relación entre mujeres —amigas, madres e hijas, hermanas, amantes...
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presentada no como algo periférico, sino central en la vida de una mujer y con entidad suficiente para convertirse en el argumento de la obra (Freixas, en Ramblado Minero 13) .
La famosa antología de Laura Freixas, Madres e hijas (1996) pareció marcar el pistoletazo de salida, no sin reticencias para algunos críticos porque en su mayoría se trata de textos de encargo. Aun así, la propia Laura ha seguido trabajando incansable sobre la mujer: artículos, libros, antologías, prólogos innumerables... Cito su ensayo: La novela femenil y sus lectrices. La desvalozarización de la mujeres y lo femenino en la crítica literaria española actual (2009), XII Premio Leonor de Guzmán donde demuestra que esa moda, la “literatura femenina” no tiene en absoluto el respaldo crítico que merece. Utilizando el diccionario, observa que locuciones correspondientes a la voz hombre [...] se refieren a la sociedad, a la cultura, al mundo del espíritu: hombre de Estado, de negocios, de Iglesia, hombre de bien, hombre público... mientras que las relativas a las mujeres se circunscriben al cuerpo, los sentimientos, lo privado, la familia: ser mujer es menstruar, mujer de gobierno no es la ministra, sino el ama de llaves, y mujer del arte no es la artista, sino que significa... lo mismo que mujer pública (Freixas 2009: 48).
¿Hablar de sentimientos es algo exclusivo de las mujeres y además cursi? —se pregunta para, a continuación, reaccionar violentamente contra supuestos de tal calibre—. Las mujeres son mucho más complejas, como había demostrado al editar Ser mujer (2000), un interesante volumen integrado por diez prestigiosas mujeres de la cultura española: Elvira Lindo, Victoria Prego, Lucía Etxebarría, Esther Tusquets, Carmen RicoGodoy, Espido Freire, Rosa Regás, Empar Pineda, Cristina Alberdi y Nativel Preciado, que hablan de: ser compañera, ser profesional, ser soltera, ser madre, ser amiga, ser guapa, ser mayor, ser lesbiana, ser feminista y ser feliz. Para el asunto que nos reúne, me volqué sobre Tusquets, no solo por su categoría
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como editora y novelista, sino porque tanto a Laura como a mí nos interesa su visión de la maternidad. No es simple coincidencia el que haya seleccionado para Madres e hijas su “Carta a la madre”, impresionante ajuste de cuentas. Aunque la relación madre/hija sufre vaivenes, es siempre problemática —ya lo dijo en su momento Nancy Chodorov—. Y Freixas apostilla: las mujeres en tanto que hijas, sentimos hacia nuestras madres una aguda ambivalencia (amor, gratitud, admiración y deseo de imitarlas)... a la vez que rechazo y desprecio por cuanto encarnan y pretenden transmitirnos la sumisión femenina (Freixas 2006:17).
Desde mi incompetencia, me pregunto: ¿esto es siempre así? Porque coincido más con investigadoras como Concha Alborg quien, ponderadamente, al hablar de las relaciones madre/hijas y la representación literaria de la maternidad coloca las cosas en su sitio, subrayando las variables según el momento en que las obras fueron escritas y la circunstancia sociopolítica del país. Sin olvidar el punto de vista de la voz narrativa que, en tantas ocasiones, transparenta la ideología de la autora. Por no hablar de las variables textuales: diario, autobiografía, novela autobiográfica... y en el centro madres e hijas. Sea como fuere, se trata de una relación problemática y compleja, qué duda cabe. Yo la trabajé en una doble línea: 1. El lamento de la niña por la madre, exquisita y frívola, pero inaprensible, ausente. Un ejemplo: Elena Poniatowska. En su novela autobiográfica La flor de lis (1988), la verdadera protagonista es la madre siempre ausente, ante quien la hija se sabe invisible, lo que la incita a interpelarla una y otra vez —“Aquí estoy, mírame”— sin éxito alguno. Ese trauma de la infancia —la orfandad sentimental— funcionará como dato escondido a lo largo de su trayectoria.
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2. El ajuste de cuentas ante la madre muerta: Esther Tusquets, Soledad Puértolas, Tamaro o Amy Tan son alguno de los ejemplos que podría señalar. En los dos últimos se establece un puente entre la abuela y la nieta, puenteando a una madre que se desentiende de sus hijos. En los dos primeros, que descansan en el tropo o la metáfora necrológica —según Paul de Man— constituyen toda una reconstrucción autobiográfica de quienes en absoluto se sintieron apoyadas por su progenitora. Mujer objeto, fruto del machismo social imperante frente a mujer liberada... maternidad frente a pareja sin hijos, incomprensiones sin fin. Ahora mismo, tengo abierta esta línea de trabajo para un proyecto de investigación sobre violencia en el sentido más amplio del término (las lacras del exilio y, la violencia psíquica del desarraigo); y lo concreto en Irene Nemirowsky, la gran escritora rusa de Suite francesa. Su relato El baile me parece de lo más trágico, al concluir con la venganza de la hija; pero en absoluto es el único texto de una literatura en gran medida autobiográfica. No pretendo resumir mis investigaciones, simplemente decir algo al hilo de una cuestión que tiene mucho que ver con la literatura femenina y la autobiografía; y resaltar, junto a ello, la enorme cantidad de matices de un asunto que interesó a estructuralistas y semióticos: Roland Barthes y Jacques Derrida, entre otros, se han volcado en el análisis de textos propios y ajenos, a la luz de Lacan y el psicoanálisis. Y ambos escribieron sus páginas autobiográficas. Vanessa Vilches se une a la larga lista y lo aplica a mujeres del Tercer Mundo en su libro De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del yo. (A propósito de Jacques Derrida, Jamaica Kincaid, Esmeralda Santiago y Carmen Boullosa) (2003). Utilizo este trabajo como punto de unión o trampolín entre las dos partes de mi artículo. Porque quiero escoger uno de sus relatos como texto base para mi análisis posterior. Y porque sus tesis (matergrafía, escritura femenina como escritura autobiográfica) le cuadran bien a las páginas de Poniatowska, Riera, Puértolas, Ocampo...
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Aquí habría que hacer un paréntesis sobre una cuestión que me interesa mucho pero que nos llevaría muy lejos y tiene que ver con el estatuto de la escritura. Porque estoy manejando textos muy diversos: diario (Kahlo y Rivera), novela autobiográfica/autoficción (Poniatowska, Puértolas,Tusquets...), autobiografía (Ocampo). Es bien sabido que el discurso feminista (Kristeva et al) ha trabajado a fondo la importancia de la madre en las autobiografías. Aun así: ¿hablamos de la autobiografía como bios en el sentido de Gusdorf, es decir, como relato que privilegia la vida, el referente extratextual, dándolo por supuesto desde la noción metafísica del sujeto? O ¿lo hacemos en la línea de J. Olney y otros, considerándolo una autocreación escritural —privilegiando la grafía—, como una metáfora que el sujeto construye de sí mismo en el momento textual? Porque entonces el relato no descansaría en la historia, sino que generaría un sujeto a partir de la grafía. Parece que muchos de los teóricos que trabajaron estas cuestiones —Caballé, Lejeune...— ya no están de acuerdo con el pacto referencial de este último, que postula coincidencia identitaria entre autor, narrador y personaje. Esa primera persona del singular, que acentúa el yo extratextual, no tiene una existencia empírica obligada —según Vanessa Vilches Norat, que sigue a Paul de Mann y Derrida—: el sujeto se construye desde la ausencia. En ese sentido y en la línea de Brodzki, para ella es obvia “la configuración de textos autobiográficos como viajes narrativos en busca de los orígenes maternos y la génesis lingüística” (Vilches Norat 2003:15). “La madre en muchos relatos de construcción del Yo —sigue diciendo— funciona como el otro para quien, por quién y desde quién se estructura el relato” (Vilches Norat 2003:15). Y concluye: Aclaro que hablo de la madre como mater, un imago cultural y discursivo, un signo que cobija una multiplicidad de significaciones contradictorias. Pienso en la mater como matriz generadora de discurso autobiográfico, toda vez que
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funciona como estructura fundante del sujeto en tanto primer objeto de deseo y oído estructurador del sujeto autobiográfico (Vilches Norat 2003: 46). La reescritura del mito clásico
La segunda parte de mi trabajo concreta y añade algo a lo que hemos visto hasta ahora: seguimos con maternidades, igualmente en el ámbito hispánico; pero en un país distinto por muchos conceptos, Puerto Rico. Lo hacemos en un cuento “Monstruosa sororidad”, del libro Crímenes domésticos (2007), ópera prima de Vanessa Vilches Norat, profesora de lengua y literatura hispánica en la universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. La conocí en mi estancia en la isla del 2009 y representa lo mejor de una joven generación de narradores del XXI, francotiradores en el amplio sentido del término, dispuestos a superar los viejos tópicos (nacionalismos maniqueos, feminismos militantes...). Vuelven a la literatura clásica, en gran medida de la mano de Borges (a su influencia en los jóvenes dedicó Juan Gelpí su discurso de recepción en la Academia de la Lengua) y Cortázar, es decir, de la literatura fantástica. Y, aunque no son ni se consideran una generación canónica, coinciden en temas como “lo abyecto” en la literatura (Mayra Santos, Torres Font...). No sé si “abyecto” es el término adecuado aunque la autora lo retoma conscientemente de Kristeva; pero, en cualquier caso, el sintagma crímenes domésticos arrambla con la seguridad del hogar, la familia como el espacio privado y protegido. Y lo hace de forma consciente, si nos atenemos a sus palabras en una conferencia reciente: Lo que me interesa precisamente es ver la familia en su malestar. Me sedujo mirar la familia como el espacio de lo ominoso, aquello familiar que nos causa angustia, terror, lo que se torna siniestro. Quise concentrarme en esas fugas de la ley que hacen de la cotidiana convivencia entre madres, padres, hermanos un horror: la falta de sublimación del amor, la recurrencia del deseo incestuoso y de la violencia y
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el dolor que provoca la vida en familia. Ver la familia desfamiliarizada, cuestionar el mito de la familia, ponerla en el lugar de lo ominoso fue lo que me propuse en ese texto (cortesía de la autora, texto inédito).
En consecuencia, la familia no es el hogar acogedor, más bien todo lo contrario: un campo minado, la otra cara de la moneda que refleja las pequeñas miserias del ser humano que pueden convertir el hogar en una cárcel. No hay seguridad, mucho menos amor... el hogar es una trampa que nos destruye (muy duro ¿no?). Familia como espacio de conflicto, espacio de lo ominoso freudiano en su doble vertiente, porque es bien sabido que en alemán la palabra se ha desarrollado de modo paradójico hasta incorporar el significado opuesto: aquello familiar que nos causa angustia, terror, lo que se torna siniestro. Si bien no creo que estos cuentos lleguen a lo abyecto al menos de forma explícita, la cotidiana convivencia es un horror, como sucede en “Otra cena miserable”, reunión familiar, comida convocada por la madre que encubre odios atávicos prestos a estallar como una bomba de relojería. En el medio —literalmente, porque siempre está mediando para que el delicado equilibrio entre todos sus miembros se mantenga—, la madre. ¿Cuánto hay de autobiográfico en este primer libro de relatos, en el que la madre y la relación madre/hijos adquiere un lugar tan central? ¿Cuánta matergrafía supone —siempre según su despliegue teórico en De(s)madres— por parte del ángel del hogar, que en otros cuentos —Álbum de espejos— no es sino una especie de marujona rutinaria, que arrastra desilusionadamente su existencia? Con el añadido de un mensaje aplastante para las mujeres jóvenes: no hay salida, el relevo generacional aboca a las hijas jóvenes a repetir la historia: trocar sus ideales de independencia —cigarrillo, femme fatale— por la perenne rutina de la mujer gorda y dejada. La distancia entre ese paraíso utópico y la realidad cotidiana del hogar se plasma sobre todo en la relación madres/hi-
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jas: madres compulsivas que adoran pero instintiva y brutalmente maltratan a sus hijas ¡cuatro ataques de ira en un solo día!, como sucede en “De la perfección de sus manos”. Un texto de una verosimilitud aplastante ¿qué madre no ha vivido esas tensiones, ese stress fruto del reto cotidiano de compaginar maternidad y trabajo: La madre se abalanza sobre el cuerpecito. Alza una mano que deja caer, como una piedra, en la niña. Entonces, todo va tan rápido: la mano, el coraje, el grito, y los ojos como lunas asustadas que miran desde abajo, mirando al gorila que se retuerce en su furia. Los ojos de la pequeña detienen los golpes sordos de la mano del gorila. La madre aparece con los ojos también asustados. Cuatro lunas se miran en un espejo. ¡Qué he hecho! Me cegó la ira, piensa la madre. La niña, muda, llora asustada, sobresaltada por no reconocer a su madre. La mujer en sollozos le replica: Ves lo que me hiciste hacer. ¿Qué te cuesta obedecerme? La niña asiente, redescubre a su madre y la ve tan pequeña como ella (Vilches Norat 2007: 74).
Niñas que parecen más maduras que sus madres, capaces de comprender la complejidad de sus sentimientos, aunque el exceso de maternidad asfixia: “La madre sofocadora, asfixiante, es la doble cara de la dadora de vida, como si origen y fin coincidieran en el seno materno” —dice Vilches Norat (2003: 50)—.Y, del otro lado, las niñas aprenden a convivir y compadecer a sus progenitoras: “Me ahogo en llanto. Se me aprieta el pecho. Mami me deja, si yo no la molesto, si trato de calmarla, de no contradecirle, a mí no me molesta que me bañe tanto” —dice la niña de “Del hilo de su voz” (Vilches Norat 2007: 123)—. Los viejos feminismos cayeron: el contexto de este libro de relatos es el del neofeminismo o feminismo de la diferencia. Las madres están marcadas por lo específico de la maternidad, por sensaciones y percepciones... por lo primario, como la lactancia convertida en algo tan absorbente que deja fuera al
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padre, hasta generar celos —“Tortita de manteca”—. “La madre significará el espejo en el cual el niño se busca, y es el cuerpo del cual busca apropiarse” —dirá en De(s)madres... (2007: 65)—. Embarazo asociado a la metáfora del mar... fuente de vida y rechazo, como sucede en Simone de Beauvoir y aquí en “Del dulce olor de sus pechos”: el cambio del aroma corporal en la mujer embarazada desquicia a su hombre, rechazo y dependencia a la vez, asco y fascinación hasta esclavizarlo... Y genera en la protagonista un punto de perversión: “los cuerpos le sacaban lo mejor de sí misma”. Vamos al libro, y quiero tocar ante todo la reescritura de los clásicos, al hilo de Borges como comentaba, porque hay otras reescrituras: no en vano “Otra cena miserable” remite a Vallejo. O, más sutil, “Del hilo de su voz” puede leerse como una reelaboración de la aventura de Teseo con el minotauro. Si en la leyenda vence con la ayuda de Ariadna —ese famoso hilo, con tantas ramificaciones a lo largo de los siglos—, en este texto es vencido por un monstruo femenino y viejo, la abuela que quiere deshacerse de su hija. El hilo es siempre la voz, ya desde el título que da la clave; es la voz de la madre empeñada en mantener una relación con la hija, y de la que sabemos a través del monólogo interior. El hilo de sus pensamientos es su eslabón con la cordura, ante un mundo exterior agresivo empeñado en enviarla al manicomio; sin entender que su obsesión por la limpieza arranca de una posible violación en el entorno familiar de su adolescencia, que la trauma para siempre. Por fin, “Fe de ratas” y “Ojo de luz” se abren a lo fantástico, a la superposición de tiempos, espacios e historias alucinantes a partir de la convivencia de la pareja o de la relación madre/ hija. La locura, una vez más, se abre camino desde lo cotidiano y el hogar, invirtiendo los cánones: el recinto protegido resulta propicio a todo tipo de desequilibrios. En Fe de ratas se rastrean intertextualidades obvias para el lector del siglo XX: la locura de Virginia Woolf, fruto de su perfeccionismo ante la
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hoja en blanco. El mismo asunto en masculino, bordado por un Jack Nicholson que viste a la perfección su papel de enajenado, estalla en una película como El resplandor (1980), de Kubrick. Y como vehículo de esta narrativa, primera y segunda persona, narración omnisciente, relato epistolar y monólogo interior... toda una exploración al servicio de ese pequeño reducto, el hogar, microcosmos social por antonomasia. ¿El mensaje?: ¡¡¡ese es nuestro mundo!!! Aterricemos en “Monstruosa sororidad” y ante todo resumo brevemente el asunto: joven redactora entrevista en la cárcel a una madre acusada de haber asesinado, ahogándolas en la bañera, a sus pequeñas hijas siamesas. El relato se abre así: ¿QUÉ HUBIESE HECHO usted en mi lugar? Nunca pudiste responder a la pregunta que te aguijoneó en medio de la entrevista. Fue aterrador ver aquellos labios agrietados formular la interrogante. Quisiste terminar de una vez con la visita y salir corriendo de la prisión. Intentaste imaginar, ponerte en el lugar de unas siamesas. No pudiste entregar el pedido periodístico a tiempo porque, de alguna manera particular, esta historia te hacía eco: tener una cabeza extra, un pensamiento antecesor, una especie de premonición concienzuda, un mirar la cosa por alguien más que tú (Vilches Norat 2007: 13).
Tremendismo del tema, abordado desde la autojustificación por quien pretende ahorrar a sus niñas el dolor, fruto de una monstruosa constitución que las liga entre sí para siempre. Un hecho, una madre asesina en la cárcel, sola ya que su hombre, un tipo débil, huyó de ella tiempo atrás cuando enloqueció obsesionada con los casos de siamesas. Una hermana que ha seguido de cerca el proceso, intérprete de los hechos y, en consecuencia, narradora intradiegética. Y una periodista, cuyos dramas interiores se activan y afloran al hilo de la investigación, hasta el punto de bloquear su trabajo. Estamos ante una auténtica tragedia griega, con catarsis para la asesina; solo
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esbozada, para la periodista: no otra cosa podría esperarse en la postmodernidad. El relato dilata sus breves trece páginas al incluir (en cursivas, para señalar el tiempo analéptico o del flashback) la entrevista a la hermana de la acusada en un cronotopo indeterminado. El detalle tiene su importancia: establece barreras —palabras, palabras...¿quién puede conocer el corazón de un ser humano?— entre los hechos y su interpretación... el lector nunca accede directamente a los protagonistas de la tragedia (Inés y Manuel). Se trata de la única entrevista transcrita a partir de la grabadora: la primera y fundamental (relato primero del texto) solo se deja entrever a retazos, con la eficacia de la elipsis y siempre en cursivas. Porque, acorde a los teóricos del cuento, el tiempo de lo narrado se dilata mediante el flashback, envuelto en una estructura circular cuyos puntos de anclaje son las tres escasas frases del relato primero en boca de la asesina: qué hubiese hecho usted en mi lugar, reiterada dos veces más como Leitmotiv (Vilches Norat 2007: 14 y 24), ¿Usted conoce el caso de las hermanas Hensel (Vilches Norat 2007: 23) y Lo peor fue oír a Jodie Atard llorar por su hermana (Vilches Norat 2007: 24). Por cierto que esta última frase es, de nuevo, un misterioso punto en común entre ambas mujeres, asesina y periodista: “te volvían las palabras de Inés, sabes bien que pensaste lo mismo cuando viste el documental sobre las siamesas Atard, las de la isla maltesa de Gozo” (Vilches Norat 2007: 24). Porque lo que configura el relato desde el arquetipo del doble es que la periodista se ve implicada psicológicamente en el relato de la asesina y pasa revista a su vida, llena de interrogantes e insatisfacciones que debe afrontar. Establece paralelismos entre sus vidas, aparentemente felices, que la maternidad ha truncado: por el nacimiento de hijas monstruosas o, tal vez peor, por el descubrimiento de la homosexualidad de la pareja, cuando ya el embarazo se ha producido (en el caso de Lorena, la periodista). A partir de ahí se especula con toda una misteriosa red de correspondencias: en las fechas, por
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ejemplo el 15 de mayo del 2001, fecha de la operación que separa a las siamesas madrileñas...”ese mismo día la separación también se dio para ti: Daniel desapareció de tu vida” (Vilches Norat 2007: 18-19) y en los destinos finales de su existencia: ella también, en un momento alucinado, sueña que deja caer del balcón a su bebé. Y es que el horror deviene de saberse tan capaz de asesinar como la mujer (culta, intelectual) que está entre rejas: Acaso será que por una fracción de segundo —dice Vanessa— en algún momento disparatado, hemos pensado en la posibilidad de aniquilar a nuestra progenie, convertirnos en el Saturno de Goya y devorar la cabeza de nuestros hijos. El retorno de un sentimiento antiguo nos angustia: queremos hacer pagar a esa mujer por su crimen y el nuestro (Vilches Norat, texto inédito).
No en vano para Freud lo ominoso unheimlich está muy cerca de lo íntimo heimlich, lo doméstico. ¿Desmadre de la “madrecita querida”? Pues tal vez... Después de todo, qué había de esa mujer, tan remota, tan distante en ti? ¿Qué podías compartir con esa Medea incapaz de valorar la vida de sus hijas? Había que tener madera para eso, tú no podrías abandonar al tuyo, mucho menos hacerlo desaparecer. Eso siempre le dices a todos, eso siempre te haces creer. Esa mujer había quebrado algo en el orden de tus pensamientos. Y su pregunta te seguía dando vueltas. ¿Qué hubiese hecho usted en mi lugar? (Vilches Norat 2007: 14).
Complejidad textual, entonces: son dos historias balanceadas en el número de páginas: seis para la asesina y siete para la periodista. El espejo y el doble, como estructura narrativa desde el surrealismo. Y el doble en la vida misma. Abordar el texto desde la reescritura de los clásicos, más allá de la cultura de cada cual, resulta obligado a partir de la referencia explícita en la segunda página del relato: “¿Qué po-
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días compartir con esa Medea incapaz de valorar la vida de sus hijas?” (Vilches Norat 2007: 14) —se pregunta la periodista encargada de la investigación, toque premonitorio de hasta qué punto pudiera considerarse doble de la asesina—. ¿Incapaz de valorar la vida de sus hijas? —inquiere a su vez el lector—. Es justo la prolepsis narrativa, es decir, el imaginarse un futuro de horror lo que decide su acción, tan discutible; y en este sentido el relato es más que actual, abre de nuevo la discusión acerca de la licitud de la eutanasia. No obstante, revisemos brevemente los puntos de contacto de Inés con la Medea clásica, tal vez la de Eurípides, más iracunda que la de Séneca. La heroína clásica siente frustración como amante y como madre: ha sido engañada, sustituida como mujer —así lo canta el coro—. ¿Es el caso de Inés? Ciertamente Manuel acabará abandonándola, como fruto de su locura, de su obsesión por las siamesas. Pero, aunque egoísta de entrada, no es un hombre calculador, no busca una princesa; simplemente es débil, no aguanta la obsesión, la locura de su mujer. Algo distinto a la tragedia griega en que —recordemos— “así sois las mujeres —dice Jasón—: mientras a salvo vuestro tálamo, creéis poseerlo todo; pero si sufre menosprecio, sentís odio hacia lo mejor y lo más hermoso”. No obstante, las motivaciones del filicidio están en las antípodas y para demostrarlo traigo una cita de Elena Soriano, la autora de Medea 55, en su ensayo Tres ejemplos celotípicos de la literatura: Lo más importante para el tema que aquí se trata —y lo más valioso literariamente— de esta Medea de Eurípides es la increíble agudeza y penetración con que se expresa el proceso celotípico de la protagonista, su patética lucha de sentimientos —amor materno, pasión erótica, odio, ansia vengativa, autocompasión— ante la ingratitud del hombre al que ha sacrificado todo lo que poseía y sabía, incluso su belleza y su primera juventud. Sus monólogos y sus diálogos con Jasón, previos a la decisión final, intentando salvar algo del amor de ambos y de la vida de sus hijos comunes, son mode-
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los insuperables de la dialéctica de los dos sexos, y muestran que la conducta del hombre tiene razones que el corazón de la mujer no entiende (Soriano 1993: 229).
En “Monstruosa sororidad” el filicidio es un acto de lúcida locura, por amor y no por venganza hacia su hombre. Se ha dicho que Eurípides esculpe el mito de Medea desde un punto de vista repulsivo, con cierta misoginia: celos, absolutismo amoroso e intolerancia ante la infidelidad, venganza implacable que llega hasta donde más pueda doler. Nada que ver con nuestra enajenada Inés, para quien Manuel cuenta ya poco cuando llegan los tan deseados hijos. La maternidad acaparó todo. En consecuencia, no es con Medea sino con la Margarita del Fausto de Goethe, con quien creo puede establecerse esa reescritura. La pista me surgió a partir del Stabat Mater, himno litúrgico citado al comienzo de la escena XVIII (Goethe 1973: 1352) de la primera parte. Título además de un famoso trabajo de Julia Kristeva, que analiza el cristianismo como el discurso que mejor trabaja la construcción simbólica de la madre. Y que se estructura visualmente en dos columnas: la discusión sobre el signo de la Virgen María desde una postura teórica y la exploración teórico-poética-autobiográfica de la maternidad de la escritora. Por supuesto que planteo el símbolo madre como un sugerente dispositivo de significaciones múltiples, contradictorias, provocadoras. Todo muy venerado por Vanesa Vilches en un libro, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del Yo, absolutamente fundamental para mi trabajo. Mi propuesta consiste en establecer un paralelismo entre este cuento y las escenas XVIII-XXV de la primera parte del Fausto. Muy brevemente me gustaría subrayar posibles puntos de contacto: en ambos, el referente intertextual, el ahogo de los bebés, está elidido; totalmente en la obra de Goethe. Solo a posteriori y ya en la cárcel al borde del cadalso Margarita exclama: “A mi madre maté y ahogué a mi hijo”. En el cuento, el
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hecho terribilis, el clímax trágico será un relato indirecto a la periodista en boca de la hermana —palabras, palabras... el impacto se atenúa—. No obstante, entre la Margarita del Fausto y la Inés de Monstruosa sororidad hay la distancia de lo moderno a lo postmoderno: arrepentimiento, petición de perdón y apertura a la transcendencia que genera una garantía de salvación por parte de una voz de lo alto; voz que clausura patéticamente la primera parte de la obra. Los cielos perdonan a quien amó mucho; el amor la condujo a la muerte física, pero le aguarda el paraíso prometido porque supo arrepentirse. Por el contrario, en Vilches Norat se produce la inversión del clásico: no hay arrepentimiento en la madre, que aguarda su sentencia humana en la cárcel, mientras —eso sí— ansiosamente busca justificar su acto. De ahí la eficacia del Leitmotiv “¿Qué hubiese hecho usted en mi lugar?”. Paradigma y síntoma de nuestra sociedad postmoderna, en que el ser humano se arrogó prerrogativas divinas no sin secuelas: el amor de una madre ¿justifica el asesinato de sus inocentes criaturas? Ahí queda abierta la inquietante cuestión para el debate moral de nuestro tiempo.
3.4. De virtualidades y otros juegos en la era cibernética: Voltaire y Galileo en y desde el Caribe Puerto Rico, espacio fronterizo y de ruptura de cánones
Tal vez por su especial coyuntura sociohistórica como Estado Libre Asociado (1952) escindido entre dos espacios, la isla y los Estados Unidos, transitados por la “guagua aérea”—Luis Rafael Sánchez dixit—, Puerto Rico vive varias décadas antes de la postmodernidad la experiencia híbrida y postcolonial
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de quienes andan desterritorializados. Esa circulación transnacional de la cultura, de la que habla Alfonso de Toro; esa identidad multilingüística y transterritorial glosada en tantas ocasiones por Martín-Barbero, afecta a un Puerto Rico que todavía no es nación independiente. Serán el comic, la hibridación y las reescrituras virtuales de la era cibernética las que consagren el término de reescritura de la mano de nuevos autores como Cabiya, Lalo, Acevedo o Aponte Alsina, generando una literatura híbrida, que se sitúa en los intersticios genéricos y abre cauces novedosos a la postmodernidad/postcolonialidad de los escritores isleños. De virtualidades y demás cuestiones
Curiosamente, los primeros ejemplos al respecto en la literatura puertorriqueña se deben a intelectuales del setenta, como Eliseo Colón —Archivo Catalina. Memorias online (2000), cuya protagonista es una computadora—; o Luis López Nieves con sus dos últimas novelas, El corazón deVoltaire (2005) y El silencio de Galileo (2009), cuyo molde formal es el email. En breve, irán seguidos por otros tantos (Cancel 2007 y Díaz 2008), lo que define un nuevo fenómeno —aún más híbrido— que desde el papel saltará a la blogosfera, incoando nuevas transmedialidades. El tema es muy amplio y desborda por completo los límites de un trabajo de estas características, por lo que quisiera concentrarme en el comentario de las dos últimas novelas de López Nieves, no sin antes dejar apuntadas algunas peculiaridades de su escritura. Es un tipo versátil muy alejado del intelectual tipo de las Generaciones del treinta, cincuenta o setenta, periodista y activista político, profesor y responsable de la primera Maestría de Creación Literaria en la universidad del Sagrado Corazón (2004), dos veces Premio Nacional de Literatura, traducido al inglés, alemán, francés, islandés y neerlandés. ¿Por qué lo elijo? Entre otras cosas por su representatividad: tal vez sea el escritor puertorriqueño más mediático; no
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hay más que pinchar CiudadSeva (1995), su hogar electrónico que tiene más de veinte millones de visitantes. Y porque sirve para echar por tierra todo intento de encasillamiento generacional: se mueve con soltura en la transgenericidad y es un creador de ucronías, a quien resulta patética la fragilidad de los símbolos nacionales, sean grandes hombres como Voltaire o Galileo; o hechos aparentemente palmarios como el 98. ¿Cuestionamiento postmoderno? Para quienes no hayan tenido el placer de leerlo en su momento, Seva, historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico en mayo de 1898 es un relato híbrido, transgenérico a tope, en el que se integran una serie de cartas, fotos, fragmentos de un diario de campaña, documentos y notas de un investigador, Víctor Cabañas, con los que se va tejiendo el hilo narrativo. Todo al servicio de una historia de la invasión isleña, una historia épica según la cual la invasión se habría producido no por Guánica (25 de julio), sino dos meses antes y por Seva, aldea que lucha con heroismo hasta el exterminio a manos del invasor. El paratexto es imprescindible y en gran medida permitió a su autor jugar con la recepción, escandalosa, tras ser editado en el suplemento dominical de Claridad sin referencia alguna a su estatuto ficcional: hubo manifestaciones, los americanos protestaron airadamente. Hasta el punto de que Claridad se vio obligado a publicar un editorial insistiendo en que “se trata de un cuento y nada más que de un cuento producto de la imaginación y la combinación de recursos literarios de su autor, Luis López Nieves […] Irónicamente ello aumentó las protestas de quienes afirmaban que Seva era la realidad y el Editorial la ficción” (López Nieves 1995: 64). ¿Simple pasatiempo lúdico? “Seva es una celebración, una apoteosis de la puertorriqueñidad viva e indócil —dice...—. Quise inventar una leyenda, un mito y compartir la emoción de esta con los lectores” (López Nieves 1995: 85). Y en un contexto en el que primaba el debate sobre la docilidad, la falta de rumbo y el pesimismo heredados de El puertorriqueño dócil (1962), de
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René Marqués. “El reto que presenta López Nieves a este mito es su cuento Seva, un texto falsamente histórico cuyo propósito no es rescatar una historia perdida sino reescribirla” (García-Calderón 1998: 121).Y a fe que se hace. En su nivel profundo el texto es brutalmente revisionista y paródico, en pro de socavar la justificación del poder propio de todo discurso histórico —Foucault dixit—. “La ficción configura la historia: funda al inventar” —ha escrito Fernando Aínsa (1991)—. En el caso de López Nieves y sin ese radicalismo, la postura revisionista respecto a la historia colonial puertorriqueña presidió su colección de cuentos La verdadera muerte de Juan Ponce de León (2000) y, en distinta medida, los cinco cuentos editados del 2000 al 2004 (Irizarry 2006). En esta trayectoria se abre el referente, que alternando con el San Juan colonial, será la Europa de Voltaire (“La absolución”, 2001) o de la Monna Lisa del Louvre (“Lisa di Noldo”, 2004). Si la historia es un mero artificio literario —como dice Ricouer, quien recoge la idea de White, insistiendo en la idéntica estructura narrativa de ficción e historia— no hay más que discursos que sustentan una ilusión de referencialidad. No quiero seguir por este camino harto conocido, pero me parecían necesarias algunas referencias para entender ese fenómeno mediático denominado Seva, definitivamente a caballo entre ficción e historia; texto singular y privilegiado para el enfoque transversal y transtextual que es la única opción para abordar su ambigüedad genérica. Y cuya estructura se convierte en hipertexto de las dos novelas siguientes: esa es mi tesis, tal vez arriesgada, pero creo que con suficiente base textual. Las tres tienen en común la apelación a la historia desde el propio título, directamente o a través de personajes significativos —“historia de la primera invasión”, “Voltaire”, “Galileo”—. Bien sea la historia puertorriqueña del pasado siglo, o la europea del XVII/XVIII.Y una misma estructura narratológica, la epistolar, en forma de cartas-diario, o de emails, su correlato postmoderno. La carta de López Nieves al director del perió-
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dico Claridad que abre Seva y enlaza con la postdata en una estructura circular, va acompañada de una serie de anejos: cartas-diario de Cabañas; diario del general Miles; un afidavit y una grabación testimonial de un cimarrón, único superviviente de la masacre. Incluso una serie de mapas y una foto en blanco, cuyo valor semiótico es obvio. Es decir, mediante la amplificatio, el viejo manuscrito encontrado tomó proporciones de pequeño dossier, pulverizando las convenciones narrativas, constituyendo un material híbrido, transgenérico. De ahí su modernidad. En las dos novelas posteriores (2005 y 2009) los emails se acompañan de archivos adjuntos, fruto del escaneo de documentos. Porque hay que convencer, hay que compartir la evidencia —el documento— en novelas de estructura policíaca, de aventuras, de suspense... En las tres, el investigador es un profesor universitario, a quien le apasiona su tarea hasta el punto de implicarse vitalmente y desaparecer en el intento —Seva—. Eso, tras haber dejado su trabajo y perdido a su novia en busca de una “verdad” censurada por la historia oficial. Habrá merecido la pena; y la carta al amigo lo certifica: “no intentaré disimular: lo cierto es que estoy loco de alegría. ¡Eureka, coño! ¡Lo encontré al fin! No sé cómo ni por qué llegó a la biblioteca de tan remota ciudad […]” (López Nieves 1995: 41). Se trata de un falso final feliz ya que el dato molesto tan evidente debe desaparecer; y eso incluye al sujeto de la investigación. Llegados a este punto, debería matizar algo: Seva es un texto moderno: paliar las injusticias y arbitrariedades históricas bien merece una vida. Por el contrario, El corazón de Voltaire y El silencio de Galileo son textos postmodernos: no ha lugar ofrendar una vida por la Verdad; incluso y como veremos, sus protagonistas Roland de Luziers,Ysabeau de Vassy... dejan traslucir una cierta laxitud moral, todo es válido para conseguir el codiciado tesoro: idolatran las bibliotecas, matarían por conseguir adueñarse de su legado... Pero su relativismo moral los hace postmodernos. Y ya que hablamos de transtextualidad y trans-
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genericidad, es obvio el interés de estas novelas para el tema: lo suyo es el entre. El diálogo entre modernidad y postmodernidad que las caracteriza se emblematiza también y sobre todo en la difícil convivencia de biblioteca y soporte digital, libro y mensaje electrónico. El corazón de Voltaire (2005)
Como ya se adelantó, en la década del 2000 el referente puertorriqueño se compagina con el europeo, cuya historia se reescribe ¿cómo un derecho? ¿cómo un juego? Sea como fuere, la primera aparición de Voltaire en el universo narrativo del autor de CiudadSeva corresponde a “La absolución”, un relato breve, incisivo, regido por la espera, de pocas pero rotundas palabras, en consonancia con el carácter del protagonista. Su tema, el diálogo entre un obispo y un moribundo; un diálogo teñido de tenso suspense, que...”recrea una clara confrontación de voluntades de dos hombres poderosos, uno por su puesto eclesiástico, el otro por su portentoso intelecto” (Irizarry 2006: 51). Solo al final sabemos que se trata de Voltaire, al que el escritor puertorriqueño accede de la mano del “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo”, cuento del marqués de Sade que previamente traduce para colgarlo en su portal. Como dice Irizarry en su completo trabajo, El cuento de Luis López Nieves rescata a Voltaire de la muerte horrible contada por algunos testigos, y al mismo tiempo de una supuesta conversión in articulo mortis que lo tendría renegando su rebeldía y falta de fe, en fin, la labor de toda su vida (Irizarry 2006: 62).
Si transcribo la cita es porque, implícitamente, quiero mantener una tesis a lo largo de mi trabajo: el paso de lo moderno a lo postmoderno en los textos de López Nieves. Y aunque sea adelantar acontecimientos, el final de Voltaire en el
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cuento es claramente “moderno” en cuanto que respeta la idiosincrasia del personaje; mientras que en la novela, el juego se impone, el narrador manipula la historia subvirtiéndola. No deja de ser una ironía histórica un Voltaire que acaba sus días como monje, encerrado voluntariamente por los siglos de los siglos en el cementerio benedictino de Aurillac. En ese sentido, estoy en total desacuerdo con la tesis de Irizarry, según la cual... “la tergiversación de eventos históricos en López Nieves se convierte paradójicamente en un método de revelar verdades profundas acerca de sus protagonistas” (Irizarry 2006: 18). No; eso funciona en Seva...; además del juego que implica el modo de manejar el paratexto. Pero en las dos novelas que comentaré a continuación, no tiene sentido hablar de “verdades” profundas o superficiales, eso no interesa al escritor, quien busca divertir, poner el dedo en la llaga de la fragilidad del documento/monumento, que el lector se apasione, que el libro le atrape de la primera a la última página. De ahí el diseño estructural del policial: enigma, búsqueda, aparente triunfo pero... nueva pesquisa y vuelta a empezar. Y en torno a grandes hombres europeos porque el escritor del Nuevo Mundo tiene más que derecho a jugar con la “sagrada historia occidental”. Estructuralmente, esta novela no es sino una larga hilera de emails, transcritos en formato libro. ¿Mejor libro del año? ¡Premio Nacional de Literatura! y primer Premio del Instituto de Cultura Puertorriqueña, son más de 150.000 ejemplares vendidos. Novela ingeniosa, redonda, clara, adictiva —eso dicen los lectores en la red— se construye mientras se lee y los emails se ensartan al modo de la vieja novela epistolar, reconocible como hipertexto. Novela histórica por el personaje que le da título, se mueve en dos tiempos: en realidad, el presente propio de la electrónica aplicado a la investigación del pasado. Novela de encargo, tiene como objetivo reescribir “otra vida” de un escritor clásico; un reto excelente para quien siempre creyó que Atoda historia es cuestionable y todo país inventa la
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suya”. En El corazón de Voltaire, Roland de Luziers, catedrático de genética de la Sorbonne parisina, será el encargado de demostrar si el corazón que se conserva en la Biblioteca Nacional francesa es o no el del filósofo. Reescritura de múltiples biografías, hipertexto que genera nuevos textos, esta vez electrónicos —tributo a la postmodernidad—, parte de la “historia oficial”: la muerte del gran hombre en 1778, su entierro en la abadía de Scellières tras múltiples desencuentros con la Iglesia debido al “volterianismo” del personaje; el traspaso de sus restos al Panteón en el 91, no sin antes haber extraído su corazón que reposará en la Biblioteca Nacional de Paris: la violación de su tumba en 1814 por un grupo ultraderechista que tira al basurero su cadáver sin que nadie se entere hasta cincuenta años depués. ¡Patético! Como Volpi, como Padilla, López Nieves se mueve con soltura en el marco de la historia/ficción europea. ¡Fuera la obsesión por la vieja identidad puertorriqueña! Incluso —guiño al neofeminismo— es una mujer, la embajadora francesa en Brasil, quien pone en marcha la trama que se desenvolverá en el marco de la investigación genética: el ADN permitirá reproducir la inteligencia de Voltaire millones de veces, mediante copias integradas en el cerebro de otros —esa es la motivación secreta de Roland de Luziers—. Pero ¡ay! la historia tiene sus malas pasadas, no es oro todo lo que reluce y más allá de lo creible el viejo Voltaire tuvo una doble vida que, paradójicamente, le llevó a morir como monje de un perdido convento. La “ultramodernidad” de la novela en soporte email queda entonces ceñida a sus auténticos términos: una estructura policíaca, una investigación -juego apasionante- que deriva en cuestionamiento de la historia oficial: hay otra versión conocida y transmitida en lo secreto por los abades del convento benedictino. Oculta durante siglos por inconveniente, sale a la luz para volver a ocultarse, porque los poderes públicos implicados —gobierno, intelectuales...— no quieren problemas. El honor nacional francés se derrumbaría, la escritura del gran
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“volteriano” quedaría en entredicho. Ergo, se echa tierra sobre el asunto y aquí no ha pasado nada. Pero vayamos a lo textual: Irizarry ha resumido bastante bien el andamiaje en que se apuntala: Las investigaciones se llevan a cabo durante un periodo de más o menos nueve meses en 2002 y 2003, en la secuencia cronológica de las fechas que encabezan los 187 mensajes electrónicos que componen la novela. La analepsis o retrospección se realiza mediante cartas y anejos comunicados por vía electrónica, recreando el pasado histórico (Irizarry 2006: 106).
En el medio, se va tejiendo una intriga cuyo planteamiento, nudo y desenlace se bifurcan en miles de intrigas subsidiarias. El cruce de emails que podemos considerar como planteamiento (López Nieves 2005: 9-22) se caracteriza por las dilaciones administrativas que potencian el suspense del policial, tras delimitar los objetivos de la investigación oficial encargada por el gobierno al genetista Roland: encontrar descendientes de Voltaire para analizar su ADN y cruzarlo con el del corazón que se guarda en la Biblioteca Nacional. Se abre el nudo como sucesión de aventuras siempre fracasadas, según el molde de la novela bizantina: búsqueda de Daumart y su hija Gracielita en la Argentina (López Nieves 2005: 22-30); nueva búsqueda de Daumart en San Juan de Puerto Rico para traerle a Paris y analizar ADN (López Nieves 2005: 31-40); exhumación de los cadáveres de sus padres en México (López Nieves 2005: 41-49). El esquema estructural es siempre el mismo: entusiasmo inicial, dilaciones administrativas que en la novela se plasman como interminable cruce de emails, elipsis narrativa del momento álgido, en este caso la prueba, y rápido email-sumario que relata el fracaso. No puedo diseccionar toda la novela, que se ajusta a estos parámetros. Sí me gustaría señalar cómo tras esos callejones sin salida, lo que vuelve a bombear la acción narrativa es la propuesta de un loco: en este caso, Claude Durieu quien mantuvo la tesis del doble de
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Voltaire... lo que le valió el rechazo de la academia. López Nieves es un artífice del taller, tiene a sus espaldas años de fecunda enseñanza; repite ahora un motivo que ya utilizó en Seva —coplillas, romances, rumores...”fue en mayo”, es decir, una pista loca como punto de partida del sabueso protagonista—, y que reiterará en El silencio de Galileo —las tesis que sobre su telescopio mantiene Uwe Söseman, personaje excesivamente paródico en cuya caracterización al autor se le va la mano—. También me resulta paradójica la importancia del manuscrito o la letra impresa en estas novelas “cibernéticas”. Durieu ha muerto, pero deja su libro con las pistas pertinentes sobre Gustave de Tamerville, punto de partida de la investigación según resume Roland en sus emails a Jerôme (López Nieves 2005: 6772). Hitos de la investigación serán igualmente las cartas de Tamerville a Voltaire (López Nieves 2005: 99-108) y las notas del abad sobre el retorno del mismo a Aurillac (López Nieves 2005: 126-136). Constituyen los núcleos narrativos, junto a un par de largos emails que ficcionalizan el texto epistolar: me refiero al que Roland escribe al peluquero respondiendo a su pregunta, excusa para darle al lector las notas mínimas sobre Voltaire (López Nieves 2005: 57-60); y al que envía a sus dos colegas y amigos, Jerôme e Ysabeau, relatando la historia de Tamerville. Por fin, el de Roland a Jerôme (López Nieves 2005: 168-180), que engloba notas del diario en alemán de Voltaire: Estábamos solos: Ysabeau, yo, el cadáver estupendamente conservado y la urna dorada que contiene el corazón de la Biblioteca Nacional. No sé cuánto tiempo transcurrió mientras ambos trabajábamos en silencio; varias horas. De pronto Ysabeau empezó a sollozar [...], me miró con los ojos enrojecidos y leyó en voz alta su traducción del primer párrafo del cuaderno: Hoy, 5 de junio de 1775, a los ochenta años de edad, abandono para siempre mi vida como Voltaire y me convierto en conde de Vire. Mi nueva identidad es un regalo de mi amigo Gustave de Tamerville, a quien dejo en Ferney transformado en Voltaire. Hoy abandono la pluma para siempre. Nací Arouet, fui
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Voltaire, moriré Tamerville. Soy tan feliz que me da vergüenza (López Nieves 2005: 168-169).
Cierre de la investigación con el email burocrático a los superiores (López Nieves 2005: 180); no así final de la novela, cuya tercera parte constituye un rápido desenlace armado como cruce de emails con el rechazo oficial (López Nieves 2005: 182-194) y la indignada resignación de los impotentes profesores que intercambian los corazones en un juego que hace justicia histórica. En todo este proceso, el dúo RoladJerôme deja paso al Rolad-Ysabeau, protagonista de la siguiente novela; dúo en el que la mujer desempeña un papel central: es a ella, como historiadora, a quien se le ocurren las artimañas de encubrimiento —cartas escondidas en tapas de libros, etc—. Y ella, lectora del alemán, quien descifra el cuadernillo de la tumba de Tamerville, es decir, de Voltaire. ¿Simple casualidad? ¿Tributo al feminismo postmoderno? Que el cruce de emails hace justicia al gran escritor de cartas que fue el francés ya se ha dicho. Lo interesante de esta novela es el uso del email como medio de caracterización psicológica. Remitente, destinatario y encuadre siempre formalmente iguales, para emails protocolarios que remedan el lenguaje jurídico o administrativo —eso está bien logrado—; o por el contrario informales, de trazo rápido y tratamiento coloquial, capaces de perfilar el carácter sesudo de Jerôme o el inquieto y brillante de Ysabeau. ¿El reto? Diversificar y romper desde dentro un molde que uniformiza a los seres humanos y corre el riesgo de hacer reiterativo el texto. López Nieves supera la prueba con brillantez... Dejo a un lado los recursos procedentes del humor y la ironía, bien trabajados por Irizarry (2006), así como el contexto histórico. Pero me gustaría subrayar un detalle. La novela, en consonancia con el volterianismo de su protagonista, lanza cargas de profundidad contra la Iglesia; entre otras, burdos comentarios sobre las reliquias. Desde su título, no deja de ser una parodia de la nueva sacralización lai-
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ca —valga el oxímoron— propia del mundo moderno. Un mundo que pierde progresivamente la fe, mientras venera objetos como el corazón que, paradójicamente, ni siquiera es del gran hombre, sino de su doble. Toque postmoderno este de espejos y dobles, guiño al lector borgiano que sabe cuán inapresable es la identidad de cada ser humano... Para concluir, tal vez no sea —como la propaganda editorial subrayó en su lanzamiento— la primera novela escrita totalmente en emails —que no lo es—; pero sí la primera que conjuga modernidad/postmodernidad, en una lúdica mirada sobre un artífice de la cultura del Viejo Mundo tan relevante como Voltaire. El silencio de Galileo (2009)
A punto de cerrar mi trabajo, el escritor puertorriqueño publica una nueva novela, que merece al menos un primer comentario de urgencia. El silencio de Galileo retoma el cruce de emails entre viejos conocidos, la doctora Ysabeau de Vassy, catedrática de Historia de la Sorbonne parisina, y su amigo, el doctor Roland de Luziers, catedrático de genética de la misma universidad, ahora destinatario más que protagonista. ¿Asunto? Atender a la petición de una vieja amiga y compañera de estudios, Monique D´Avignon, cuyo padre desea probar su linaje como descendiente de Galileo. Las cosas se van complicando al hilo de una anécdota tal vez excesivamente folletinesca y que deja para el final el asunto genealógico. Antes resulta prioritario descifrar otro enigma ¿fue o no Galileo el inventor del telescopio? Reto apasionante para nuestra Ysabeau, hasta el punto de posesionarse de la mente —“es el asunto más serio que he enfrentado en mi vida” (López Nieves 2009: 154)— y el destino futuro de quien nunca pensó dedicarle más que unas semanas; el tiempo de hacerle un favor a una amiga. Existe una férrea lógica, un diseño estructural detrás de lo que, a simple vista, pudiera parecer simple acumulación de
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correos electrónicos. No en vano López Nieves es un avezado fautor de talleres narrativos: el texto se moldea como novela bizantina y policial, es decir, las aventuras se suceden y el suspense siempre está servido. También se solapan los falsos finales en una serie de escenarios escalonados: Berlín, donde la protagonista investiga en soledad (López Nieves 2009: 73110) y Amsterdam con un excelente equipo a sus órdenes (López Nieves 2009: 111-214), en la primera parte; y Pisa para la segunda (López Nieves 2009: 215-333). López Nieves parte de la historia y la ficcionaliza a su antojo, generando toda una cascada de microintrigas en cadena: Galileo descubrió el telescopio y lo vendió al Dux —en la novela, Ysabeau encuentra el contrato que lo demuestra (López Nieves 2009: 247)—. Los holandeses se lo roban. ¿Cómo? ¿Por qué? Sendos emails-sumario de Ysabeau (López Nieves 2009: 190-203 y 209-215) sintetizan el éxito de este segundo reto para la sorboniana. El silencio de Galileo hereda algunos motivos estructurales de la novela anterior, por ejemplo: alguien —Nolfo— sintetiza los datos históricos sobre Galileo y su telescopio para el público no iniciado. Además la investigación se mueve aprovechando la pista de un loco, Uwe Sösemann, quien escribió sobre el Sidereus demostrando indirectamente que en 1601 el sabio ya tenía telescopios (López Nieves 2009: 89-95). Entre paréntesis, ese casual desliz numérico entre 1601/1610 (López Nieves 2009: 103-109) que permite a Joanna descubrirlo ¡siempre la mujer hilando fino! es un truco ya utilizado en El corazón de Voltaire. El lector va enhebrando la historia a través del cruce de breves y ágiles emails, si bien —y como sucedía en la novela anterior— se alternan con otros más largos a modo de escenas o sumarios narrativos. Si no fuera así, la narración se quebraría. Suelen estar en boca de Ysabeau (López Nieves 2009: 56-65, 159-162, 247-251...), quien va resumiendo las investigaciones pormenorizadamente y con lenguaje y seriedad profesionales a su colega Roland; a la vez que rinde cuentas a
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su amiga Monique, con la que emplea un tono coloquial y mucho más frívolo. Porque el email vuelve a desplegar un matiz psicosociológico, capaz de hacer patente la frivolidad de Corinne, ridiculizar a un profesor engreído como Nolfo, o plasmar la seriedad científica de investigadores como Joanna. El mimetismo cínico que despliega Ysabeau para ganarse al loco Sösemann o a la fanática Marcenaro es índice de que el recurso se utiliza conscientemente por parte tanto del autor como de algunos personajes. Para cerrar la estructura, sería esclarecedor dibujar un diagrama que muestre cómo la novela gravita hacia el tercer escenario, Pisa y la enigmática madame Galilei, cuya historia se “espolvorea” para abrir el apetito, entreverándola en pequeñas entregas durante la primera parte. El suspense, el juego con el lector que quiere más está bien dosificado: ¿quién es? ¿qué esconde el sótano? La casa donde vivió Galileo es una mina, guarda su taller, archivos, publicaciones, aparatos... Algo que la profesora irá descubriendo poco a poco, tras los reclamos “la signora pregunta […] la signora convoca” (López Nieves 2009: 140, 190) que le obligarán a viajar desde Holanda y establecerse definitivamente en ese microcosmos pisano al convencerse de que todo lo que busca está allí. Cuando se descorran los velos, la vida de Ysabeau se habrá visto implicada hasta tal punto que le escribirá a su amigo Roland: Yo quería una vida tranquila.Yo era feliz con mi siglo XVIII, mis libros, mis amigos, mis estudiantes. Pero hoy todo es diferente y debo tomar decisiones que cambiarán mi vida para siempre. No lo pedí; ni siquiera lo deseé. Pera ya mi vida, no importa la decisión que tome, nunca será la misma. (López Nieves 2009: 247).
La recta final del desenlace está en función del dilema moral que se le plantea: ¿hasta dónde estaría dispuesta a llegar una profesional seria para no perder un legado así? Aún más, ¿hasta dónde estaría dispuesta a llegar una madre por preser-
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var y dar continuidad a un linaje ilustre? No quiero destripar el final, dejo el suspense abierto, no sin una acotación de tipo narrativo: el folletín se dispara en el último tramo, indudablemente el de matiz más postmoderno. ¿Obsesión de mercado?. Bien trabajado el dilema moral de Ysabeau (López Nieves 2009: 296-311) que no le impedirá falsificar los documentos para reescribir la historia a su conveniencia: “me tomé esta pequeña licencia para escribir la historia que me conviene. Todos los historiadores lo han hecho y lo hacen. Cuando la realidad molesta demasiado, simplemente se cambia” (López Nieves 2009: 311). Un toque postmoderno que echa por tierra la credibilidad histórica de toda la cultura occidental. Un toque postmoderno que una investigadora tan seria como ella no debería permitirse. ¡Pero vivimos otros tiempos! La dialéctica modernidad/postmodernidad aflora en la alternancia libro/grabadora. más aún, en la necesidad de escribir largos emails al amigo, que traicionan el espíritu breve y presentista de este medio, convirtiéndose en material histórico encaminado a perdurar como guión de futuros libros y parte de la memoria histórica de la comunidad: “Además de informarte a ti, que me podrás aconsejar cuando sea necesario, estas cartas son cruciales porque también me sirven como notas para luego recordar todo lo que me está pasando. Las veo como una bitácora de viaje o un diario que podré usar cuando empiece a escribir los libros (López Nieves 2009: 243).Tal vez, esos libros se propongan romper “el silencio de Galileo”. Un título bisémico al menos: es el silencio al que se ve obligado el personaje histórico por temor a represalias. También es el silencio de la estirpe, la ausencia de palabra de Leo, el último descendiente que arrastra su larga vida como un vegetal a consecuencia de un terrible accidente. Con diferencias marcadas: el primero es exterior, no incapacita la brillante mente de Galileo; mientras que el segundo responde a un encefalograma casi plano. Podrían/deberían comentarse muchas otras cuestiones, la novela está repleta de guiños al lector. Solamente quisiera de-
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jar constancia de una cuestión lingüística: El corazón de Voltaire depura el texto hasta el punto de que casi el único sintagma que podría identificarlo como puertorriqueño corresponde al peluquero amigo de Durieu, de quien dice “era tremendo intelectual” (López Nievez 2005: 60 y 63). No sucede lo mismo con esta nueva novela cuajada de sintagmas que delatan su origen. Se refieren sobre todo al régimen preposicional: “como si fuera poco” (López Nieves 2009: 21) en vez de “por si fuera poco”; “consistía de” (López Nieves 2009: 35, 268) por “consistía en”; “todos esos privilegios de gratis” (López Nieves 2009: 236), donde sobra el partitivo: “se recostó de la pared” (López Nieves 2009:239), por “se recostó en la pared”. Son restos de usos “distintos” propios de la evolución del español americano. Más significativo me parece el habitual uso del apelativo “nena” (López Nieves 2009: 7, 11, 39, 82, 117, 183, 208, 222 y 256). Casi siempre en boca de Monique, suele abrir sus emails (“nena, estoy viva de milagro” (López Nieves 2009: 39) y definen el texto como puertorriqueño . Algo que constituye un anacronismo (solo Ysabeau figura como hija de puertorriqueña). Lapsus tan fácilmente evitables para un escritor cuidadoso que deben tener una razón para estar ahí, tan evidentes en el texto. En definitiva y para concluir, ¿estamos ante novelas modernas o postmodernas? El hombre del siglo XXI no es más moderno por usar la Red, ni por no usarla. Será moderno por la utilización racional que haga del recurso de Internet o del recurso de mantenerla inoperante (Mora 2006: 214).
Tal vez la respuesta tenga que ver con ese dilema al que los críticos dan vueltas una y otra vez: ¿cómo puede hablarse de postmodernidad en Latinoamérica, si nunca alcanzó una modernidad en el sentido occidental de la palabra? Alfonso de Toro, quien ha trabajado transversalidades, transmedialidades, etc, responde: “Hispanoamérica ha sido siempre transcultu-
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ral, híbrida; antes de la teoría postmoderna en Latinoamérica, de fecha muy reciente, se produjeron manifestaciones culturales postmodernas” (De Toro 1997: 27). O no necesariamente postmodernas —diría yo—; ese desplazamiento de formas, sentidos y valores responsable de tantas hibridaciones genéricas, viene de muy atrás. La variación genérica no es una transgresión, sino una posibilidad de la transgenericidad que forma parte del lenguaje y sus posibilidades. Y no conviene olvidar que la postcolonialidad como categoría epistemológica tiene su lugar en la cultura postmoderna, y se entiende como reescritura del discurso del centro. En estas novelas, un puertorriqueño reescribe la historia europea, reinterpreta a dos de sus grandes intelectuales. Aquí adquiere todo su sentido el medio –el medio hace el mensaje, dijo hace ya tiempo Mc Luhan–: el email se convierte en un símbolo, “la comunicación —como diría Martin Barbero— convertida en el más eficaz motor del desenganche e inserción de las culturas —étnicas, nacionales o locales— en el espacio/tiempo del mercado y las tecnologías globales” (Martín-Barbero 2006: 144). Ese es el futuro, presente ya en la blogosfera puertorriqueña.
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La narración puertorriqueña durante los siglos XX y XXI. (El canon desde las antologías)
Si bien abrir toda una discusión teórica acerca del canon en sus diversas acepciones está fuera de la intencionalidad de este trabajo, me gustaría dialogar brevemente con alguna de las ideas-madre expuestas por quienes llevan años de controversia a partir de la publicación de El canon occidental (1994) con el que Harold Bloom pareció disparar el pistoletazo de salida. De entrada, y como metodología a tener en cuenta, me parece adecuada la división tripartita propuesta por Waldo Pérez Cino (“Canon con mayúsculas, canon crítico y corpus”) en el dossier de la revista Iberoamericana (2006). Y es que el concepto de “autoridad modélica” (textos y autores), de ámbito universal en cuanto que aceptada por todos y apuntalada prioritariamente en factores estéticos —la famosa lista del norteamericano— es algo insostenible en la posmodernidad. El canon con mayúsculas se alimenta de un canon crítico muy contextualizado (instituciones, países, modas críticas e ideo-
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lógicas...) tan fluctuante como cuestionable. Y nunca puede ser algo cerrado, más bien todo lo contrario: el corpus fluye como el río de Heráclito, enriqueciendo con sus ininterrumpidos sedimentos ese supuestamente férreo y compacto canon de la modernidad. En este marco se impone la pregunta ¿son las antologías instrumento adecuado para crear/consagrar un canon? Creo que sí y que lo son de hecho en la narrativa puertorriqueña. “Los primeros conatos de reconstrucción de la historia literaria hispanoamericana son antologías” —dice Efraín Kristal (1994:197)—. Y, con los matices pertinentes, tiene razón. No son solo “reflejo y parte activa en la formulación teórica del momento” —como dictamina con su rotunda precisión Alfonso Reyes (1962: 137-141)—, sino que además suelen ir asociadas a momentos de recambio generacional y fundación de nacionalidades. Algo obvio en el XIX hispanoamericano, con su independentismo enfilado a cuajar nuevas realidades. Marcan un antes y un después, museo y manifiesto al fin —como diría Fraise—. Así las cosas, parece existir un consenso en definir la antología como “forma colectiva intratextual que supone la reescritura o reelaboración, por parte de un lector, de textos ya existentes mediante su inserción en conjuntos nuevos” (Guillén 1985: 413). Ese objeto literario mediador condiciona el punto de vista del lector. Y lo hace desde su calidad de “nuevo objeto”, de “objeto creador”: los textos seleccionados y redistribuidos en una antología son ya algo distinto, producto de “una posición estética y historiográfica que el antólogo pretende mostrar y defender en la unidad del libro” (Ruiz Casanova 2007: 189-190). Este crítico español, muy avezado en antologías, rescata la coherencia y la opción política como principios rectores de toda antología. No me atrevo a tanto. Pero, no cabe duda, la antología es un microcosmos que le debe mucho al gusto literario y sensibilidad de la época. ¿Cuánto, consciente o inconsciente, de lo que comúnmente
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denominamos “estructuras de poder” hay en ellas? Porque a la canonización suele oponerse el ostracismo. Quedarse fuera de una antología —no estar en la “foto” de época— pudiera resultar catastrófico de cara a la posteridad. El canon aborda el hoy pero se fragua para/hacia una posteridad. Y tiene muy en cuenta la recepción. ¿Quién es quién para montar una antología? Creadores, críticos, profesores o profesionales de la literatura, pero también revistas, suplementos literarios, talleres, blogs... Y, por manipulados que estén, los premios literarios. No solo el editor, también los lectores participan en el proceso.Y en ese sentido, se establecen indudables relaciones entre canon e historia cotidiana, tanto si las antologías son consacratorias como si se atreven a avizorar el porvenir; si son panorámicas o programáticas. Calidad estética y utilidad docente se conjugan en artefactos —porque son libros construidos sin inocencia— de indudable contenido ideológico. De ahí, la importancia del paratexto y criterios de organización en un volumen en el que resultan obligados prólogo, notas biográficas de los escritores antologados, reseña crítica de sus obras y una mayor o más escueta bibliografía. Por fin, y como aborda Ruiz Casanova entre otros, existe un pacto implícito entre tiempo de escritura, lectura y relectura de los textos, lo que incide en cómo se leen, es decir, su ¿estabilidad canónica? A la vista de todo lo esbozado se impone la pregunta: ¿es un valor utópico, o es posible el CANON con mayúsculas? El tiempo, la Academia et al decidirán. Antologías y canon narrativo puertorriqueño: los primeros tanteos
Vuelvo ahora a repetir la pregunta: ¿hasta qué punto el canon narrativo puertorriqueño depende de las antologías —50/70/90/2000/2012—? Me arriesgo a proponer que “en gran medida”, aunque ello conlleve una visión distorsiona-
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da de la literatura como algo que avanza a saltos o por medio de sucesivas rupturas (esa “tradición de la ruptura” de la que tanto nos hablara Paz). No es el momento de plantear la prehistoria narrativa de la isla (Caballero 2008: 265-282), hoy todavía una nación postcolonial entre dos geografías y con evidentes fracturas en su canon lingüístico (castellano, spanglish, inglés). Sí de recordar que tras el retrasado modernismo y las variadas y efímeras explosiones de la vanguardia, la denominada Generación del Treinta (también de Insularismo (1934), o Índice (1929-31) se articuló en torno a la búsqueda de identidad radicada en la tierra, el jíbaro y la herencia hispánica. Muchas de las novelas del casi centenario Laguerre (1906-2005) desempeñaron en la historia literaria puertorriqueña un papel semejante al de La vorágine en Colombia, Don Segundo Sombra en Argentina o Doña Bárbara en la Venezuela del primer tercio del pasado siglo. Habrá que esperar a la Generación del Cincuenta para encontrar las primeras antologías con vocación canónica en un doble sentido: consagrar el pasado y asaltar una incipiente tradición para sustituirla. “La tradición no se posee ni se hereda tranquilamente; es necesario ir siempre a su búsqueda” —dice Arcadio Díaz Quiñones en su libro Sobre los principios... (2006: 23)—. Es imprescindible generar el imaginario de los comienzos y ello fue duro en un Puerto Rico marcado por el trauma del 98 que alarga su sombra más allá de un siglo. Cara y cruz de la misma moneda —academia y creación literaria—, El arte del cuento en Puerto Rico (1961, Concha Meléndez) y Cuentos Puertorriqueños de hoy (1959, René Marqués) corresponden al auge del Partido Popular Democrático (PPD) y al triunfo de la nueva fórmula política (Estado Libre Asociado o ELA) en un país que se está rearticulando y en una universidad apuntalada en el exilio español bajo la batuta del rector Benítez y con el escaparate de la Revista de Estudios Hispánicos. Los puertorriqueños parecen “docilizados”, “inmersos en el silencio” y con un “pesimismo político” compatible con el
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“optimismo literario” de una generación rebelde que se alza como alternativa en el marco de un realismo social muy politizado y maniqueo (puertorriqueños/yanquis). Desde los órganos de gobierno (muchos de los escritores trabajan para el sistema en la División de Educación para la Comunidad) se promueve la cultura, a base de premios que dependen de instituciones como el viejo Ateneo o el recién estrenado Instituto de Cultura Puertorriqueña. También revistas como Asomante se permiten números monográficos sobre el cuento (1955), trasunto de un canon crítico que sienta sus bases. Como lo hace Meléndez, cuya antología es panorámica, diacrónica y consacratoria, enhebrando hombres (no hay mujer alguna) de la Generación del Treinta con los jóvenes del Cincuenta. Frente al del académico, el canon de un escritor tiene que ver con lo que escribe y, en consecuencia, su escritura cambia el modo de leer a quienes le precedieron. En el caso de Marqués, estamos ante una antología sincrónica y programática, elaborada por el líder del grupo: son ocho cuentistas con obra publicada, Díaz Alfaro, Ed. Figueroa, J. L. Vivas Maldonado, Salvador M. De Jesús... aunque alguno se atreve además con la novela —Díaz Valcárcel, Soto— y el ensayo —González, Marqués—. El prólogo fundacional marca la renovación, en un sentido rupturista, decidido a inscribirse en el canon como alternativa. Así define las características del grupo: como innovaciones formales, el monólogo interior y el flash-back cinematográfico. ¿Modelos? Faulkner, Hemingway, Dos Passos y Steinbeck. ¿Y temas? El fenómeno nacionalista puertorriqueño, la industrialización y sus consecuencias morales, psicológicas y sociales, la participación del puertorriqueño en la guerra de Corea, el Tiempo como problema filosófico y la soledad existencial del hombre. De modo simultáneo, el escritor se aparta de la vida rural para adentrarse decididamente en los problemas del hombre urbano. Es José Luis González con su colección de cuentos El hombre en la calle quien inicia en 1948 esta trayec-
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toria. Pero hay además un hecho significativo: la irrupción de la mujer como protagonista de la nueva literatura (Marqués 1959: 19).
Su destinatario es isleño, aunque José Luis González pasó la vida exiliado en México, Marqués vino a estudiar y estrenó después su obra dramática La carreta en Madrid, y Figuraciones en el mes de marzo, la primera novela de un Díaz Valcárcel que vivió también un tiempo en la capital española, quedara finalista en el Premio Biblioteca Breve. Y en cuanto a la lengua, algunas leves contaminaciones en inglés/spanglish, siempre en cursivas para subrayar la imposición lingüística del yanqui, no cuestionan en absoluto el español culto del narrador. Salto con rapidez a la Generación del Setenta, codificada en cuanto a canon crítico se refiere, por dos antologías: Apalabramiento (1983), de Barradas y Reunión de espejos (1983), de Vega. La situación política ha cambiado y un nuevo partido anexionista (Partido Nacional Progresista, o PNP) se hace con el poder. Por lo que se refiere a la cultura, la revista Asomante cerró su larga singladura sustituida por Sin Nombre, a cargo de Nilita Vientós. Por cierto, que uno de sus primeros números fue antológico sobre el cuento puertorriqueño: diacrónico y consacratorio, hilaba un canon crítico tendiendo un puente desde los cuentistas ya consagrados del cincuenta, a los jóvenes (Díaz Quiñones 1975). Ligadas a las universidades surgen nuevas revistas rompedoras, muy en la resaca sesentayochera: Zona de carga y descarga (Ferré 1972-75), Cupey (Nolla)... Estamos ante nuevas editoriales muy prolíficas en estos años: Cultural, Huracán... que se mueven en un espectro de izquierda cercano al suplemento de Claridad, En Rojo, con el que colaboran casi todos. Buena muestra de esos años, la antología El tramo ancla. Ensayos puertorriqueños de hoy (1988), a cargo de Ana Lydia Vega. Es importante el locus de enunciación: a diferencia de la generación anterior, estas dos antologías han sido elaboradas por profesores universitarios puertorriqueños (canon críti-
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co), si bien José Luis Vega es además excelente poeta. Aun así y de nuevo, pueden verse como cara y cruz de una misma moneda por el lugar en que se gestan (Estados Unidos/la isla). Curiosamente, los paralelismos son mayores que las discrepancias: ambas tienen excelentes prólogos fundacionales, con una buena introducción que insiste todavía en el referente político puertorriqueño, aunque distorsionado por el humor, y la ironía desacralizadora. La presencia femenina con sesgo feminista —ahora sí— es por fin una realidad. Así como el aprendizaje en los autores del boom. El paralelismo de ambas antologías se pone de manifiesto en los escritores antologados: en el caso de Vega, Luis Rafael Sánchez, que actúa de puente hacia la anterior generación (era su junior), M. Ramos Otero, T. López Ramírez, M. García Ramis, C. Rodríguez Torres, R. Ferré, J. A. Ramos, E. Sanabria, M. Abreu, Á. Encarnación, M. Montero, C. Lugo Filippi, A. L.Vega. En cuanto a Barradas, los escritores son muy semejantes: L.R. Sánchez, López Ramírez, Ramos Otero, Ferré, García Ramis, Ramos, Sanabria, Abreu, Lugo Filippi, Vega. Puede considerarse más aperturista la de J. L. Vega al incluir en el canon puertorriqueño a Mayra Montero, cubana de nacimiento. Se trata de antologías consacratorias, sincrónicas, generacionales y con un toque programático (10/13 autores con varios libros en la calle), con un claro referente isleño, pero que amplió su destinatario a los Estados Unidos; lo que en el peculiar caso de Puerto Rico tal vez no pueda denominarse transnacional. Por fin y a vuela pluma, unos años después aparecerán dos antologías “de la omisión y el olvido” que redondean el perfil de esta generación: la de María Solá, Aquí cuentan las mujeres. Muestra y estudio de cinco narradoras puertorriqueñas (1996) y una segunda de mayor entidad e impacto, Del silencio al estallido: narrativa femenina puertorriqueña (1991), que el profesor y crítico universitario Ramón Luis Acevedo enhebró de modo diacrónico para rescatar desde el cuento esa olvidada voz femenina de cara a un
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destinatario isleño, pero con afán de universalidad. Antologías de género, diacrónica la de Acevedo, y tan excepcionales en el panorama puertorriqueño como la más reciente antología queer, Los otros cuerpos. Antología de temática gay, lésbica y queer desde Puerto Rico y su diáspora, articulada por Moisés Agosto, David Caleb Acevedo y Luis Negrón (2007) a partir de una convocatoria abierta sobre el tema a escritores homo y heterosexuales de los sesenta para aquí. El resultado agrupa a cuarenta y cuatro escritores de distinta edad y calidad narrativa tanto de la isla como de la diáspora, en lo que es la segunda antología latinoamericana de su género en lengua española. Antologías y canon narrativo puertorriqueño: el fin de siglo
Cada época tiene sus referentes e hitos culturales. Los noventa rompen con más nitidez con la división genérica, de forma que los nuevos narradores son en gran medida los denominados “poetas de la Generación del Ochenta” (Mayra SantosFebres, Rafael Acevedo...) que impulsan proyectos nuevos y más inmersos en la sociedad, entre los que destacan las revistas En jaque y Filo de juego. A las que habría que sumar Nómada, Cupey, Postdata... Los suplementos culturales de El Nuevo Día y En Rojo continúan su andadura desde perspectivas bien distintas, mientras Diálogo, el periódico de una universidad cuajada de talleres (por ejemplo, los de Che Melendes) y tertulias entre los jóvenes profesores y alumnos, se convierte en un dinámico referente cultural. A contextos políticos siempre turbulentos y con alternativas responden proyectos editoriales nuevos como Isla Negra, Terranova y Callejón, cuya actividad llega hasta nuestros días. ¿Existe una Generación narrativa del Noventa? Hoy el canon crítico comienza a asumirlo. En ese momento se produjo una ruptura, un cambio de óptica que bascula hacia los inéditos y la marginalidad. Las antologías lo reflejan desde dos
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perspectivas complementarias: la crítica puertorriqueña en los Estados Unidos, y la creación en la isla. La antología de José Ángel Rosado, El rostro y la máscara. Antología alterna de cuentistas puertorriqueños contemporáneos (1995), gestada en Brown University por este puertorriqueño, marca el tono con un prólogo bien meditado en el que subraya el toque aperturista: la narrativa se propone crear un espacio de reflexión y análisis con respecto a la tradición literaria que se reordena, da voz al antologador y posibilita la reunión y difusión de cuentistas. “Muchos de los cuentistas de esta antología intentan evitar, hasta donde sea posible, toda referencia al contexto históricosocial puertorriqueño” —dice (Rosado 1995: XXI)—. De ahí la voluntaria “desubicación temporal, la suspensión de la continuidad y la producción al margen [...]”. Los textos englobados en este volumen “son papeles de las calles, hojas sueltas” (1995: XIX), porque “la escritura solo es capaz de representar una realidad incompleta y fragmentada, papeles rotos, pedazos de cuerpo y palabras, trazos que en conjunto destacan la dispersión, la falta de centro, de definición y dirección letrada, transformando la escritura en espacio constante de regeneración y complejidad” (1995: XXV). Este es un cambio radical, en la línea de las propuestas postmodernas, y que presupone un enfoque teórico distinto: “Al partir de lo inédito reformula el acto comunicante de la literatura. Literatura como ejercicio de construcción de una irrealidad, una mentira, un artificio” (1995: XXI). En consecuencia, estamos ante una antología sincrónica del cuento que da visibilidad a los contemporáneos (en la línea de Marqués y en contra de Barradas/Vega): diez desconocidos, hombres y mujeres por igual: Sara Irizarry, Edgardo Nieves Mieles, Max Resto, Luis Raúl Albadalejo, Georgiana Pietri, Dinorah Cortés Vélez, Maru Antuñano, Ingrid Cruz Bonilla, José Liboy Erba y Diego Deni. “No se anticipa, entonces, el porvenir desde ese pasado fundacional, sino desde el presente, desde ese autor o autora desconocido pero posible” —sigue diciendo el antólogo (1995:
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XVIII-XIX)—. Se presenta como alternativa marginal, de inéditos, propiciado por un nuevo proyecto editorial y promocionado boca a boca. No obstante conviene matizar: en la última página la editorial Isla Negra agradece el apoyo de la universidad de Puerto Rico, coeditora pero también aval a través de sus catedráticos que revisaron el manuscrito. En cuanto al destinatario, viene determinado por el mismo proyecto: academia e isla puertorriqueña, metrópoli americana igualmente. Caribe y diáspora confluyen en el horizonte de expectativas. Desde la isla aunque independientemente, la profesora, poeta y narradora Mayra Santos-Febres lanza en Diálogo (1996), el periódico de la universidad de Puerto Rico, la antología Mal(h)ab(l)ar. Antología de nueva literatura puertorriqueña (1997). ¿Su propósito? Desde la marginalidad editorial (algo en común con Rosado) jugar intertextualmente con las tradiciones y desacralizarlas o erigir el absurdo como centro, siempre tendiendo a un lenguaje más literario, una referencialidad menos “puertorriqueña”: “Es definitivamente en la no representatividad de los personajes narrativos o de las voces poéticas en donde se rompe con la generación anterior” (Santos-Febres 1997: 19). La ciudad es el marco, pero abunda “la descripción de mundos íntimos, oníricos, aislados y absurdos” (1997: 19). En cuanto a su poética, “malabarear” (juego) y “malhablar” son los dos vocablos que cruza para cuajar un título juguetón pero con propuesta teórica incluida, en un prólogo que funciona como manifiesto o declaración de intenciones: huida del referente puertorriqueño, extraterritorialidad, intertextualidad desacralizadora y juego. El acto creativo deja ver las costuras de la creación. La increíble multiplicidad de estilos y temas, el poli-uso de tradiciones literarias isleñas e internacionales es precisamente lo que, en mi opinión, caracteriza a estos autores. Y es precisamente la multiplicidad y ausencia de uniformidad es-
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tilística y agrupación en escuelas literarias lo que más pone en relieve las condiciones de producción literaria en el Puerto Rico de los 90 (1997: 25).
Acorde a su autora (poeta y narradora), se trata de una antología miscelánea: dieciocho poetas y ocho cuentistas (tres provienen de la antología de Rosado: E. Nieves Mieles, Max Resto, J. Liboy; y cinco son nuevos en estas lides: R. Franco, J. C. Quiñones, M. Ferrer, J. López Bauzá y la antóloga). Mayra estaría en el filo de los nuevos: profesora universitaria laureada, estaba ya entronizada al menos en el corpus. Es decir, una vez más se sondea la marginalidad pero desde la academia. Una antología sincrónica, para cartografíar el presente de cara a un destinatario regional (Caribe), nacional (la isla y la metrópoli estadounidense, por primera vez con representantes), pero todavía no transatlántico: los premios y publicaciones en España de la propia Mayra vendrán después. Aunque empieza a tener peso específico el certamen literario anual de Letras de Oro (Miami) cuyos premios obtuvieron algunos. Recogiendo el guante de mi pregunta (¿existe una Generación del Noventa?), “no es posible, en este sentido, encontrar la obra fundadora, el texto límite que, encontrado en el pasado plantea la novedad definidora del porvenir” —dice Rosado (1995: XVIII)—. Santos-Febres le responde así: Es más, casi cada uno de los cuentos de los noventa pueden ocurrir en cualquier parte [...] No se grafía la patria, ni sus espacios urbanos, ni sus (escasos y en peligro de extinción) espacios rurales. Y la identidad es vista como otro simulacro, como un juego de identidades, como un campo definitorio múltiple y cambiante, como un disfraz que se puede cambiar a mansalva, de acuerdo con lo que sea que se quiera tomar como causa o excusa del día (Santos-Febres 2005: 223).
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ños son educados fuera... creadora/crítico literario, aunque Mayra también catedrática en la universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. Año tras año organiza talleres literarios entre sus alumnos: Cuentos de oficio. Antología de cuentistas emergentes en Puerto Rico, publicada por Terranova en el 2005 da fe de ello. Es cierto, “nadie puede enseñar a nadie a tener talento narrativo” —dice la antóloga—; aun así pueden transmitirse los principios del decálogo que E.A. Poe, Horacio Quiroga, Cortázar y otros detallaron. Los resultados están a la vista en estos jóvenes que se apoyan en metaficción e intertextualidad, en una sutil mezcla de caribeñismo y latinoamericanismo, abierta a todos los temas sean puertorriqueños o no, teñidos en ocasiones de mordacidad, ironía y pintoresquismo. El pie forzado nunca destruye la calidad técnica de los ensayos literarios de M. Aragon, L. Othoniel Rosa, J. C. López Pérez, A. Alfaro, J. Vidot, M. Pastor, E. Carrazo, C. Tirado, G.R. Cáez, M. Pintado Burgos, G. Román, A.I. Rodríguez Vázquez, D. Caleb Acevedo, K. Claudio García, Paula C., E. M. Aguilar, M. E. Rivera Rivera y A. J. Padilla García. Esta referencia me permite plantear una cuestión interesante de cara al canon crítico: ¿hasta qué punto son pertinentes para generarlo las antologías de taller, producto de jóvenes estudiantes? En los noventa, lejos del pionero Díaz Valcárcel, creador de dos talleres de narrativa (Instituto de Cultura Puertorriqueña y Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales), se consolida esta práctica. Junto a los impartidos en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras ya citados (Che Melendes y la propia Mayra, entre otros) habría que rescatar por su impacto el de Luis López Nieves en el Sagrado Corazón. Te traigo un cuento. Cuentos puertorriqueños de 1997 reúne textos de ocho escritores recién nacidos: M. S. Belaval, M. Bird Picó, R. Brea, C. Figueroa, H. Latorre, W. Llamas Bonfant, G. Paoli y N. Soto Méndez. Por cierto, que el autor del portal CiudadSeva mantiene una Maestría de Creación Literaria en esa universidad privada, con ecos brillantes, entre otros
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una finalista en el premio Planeta 2009 (Maira Landa, Concierto para Leah). Por no hablar de la paradoja que supone cierto ninguneo isleño, frente al fenómeno de ventas en Europa que supuso su novela El corazón de Voltaire. ¡Nadie es profeta en su tierra! Los 2000: el canon crítico se enriquece
Marilyn Boves, Pedro Antonio Valdez y Carlos R. Gómez Beras editan en el filo del siglo Los nuevos caníbales. Antología de la más reciente cuentística del Caribe hispano (2000). Lo que tímidamente se había apuntado años atrás es ahora un esfuerzo caribeñista evidente por la triada editorial que lo sustenta (Isla Negra, Unión y Búho), con sedes en Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico. Esfuerzo que tiene su correlato en la poesía y el ensayo, a los que se dedica sendos volúmenes. El lector se encuentra con dieciséis cuentistas nacidos casi todos en los sesenta, algunos ya consagrados: Luis López Nieves, Martha Aponte Alsina, Mayra Santos-Febres, José Liboy, Eduardo Lalo, Carlos Roberto Gómez Beras, Georgiana Pietri, Daniel Nina, Max Resto, Daniel Torres, Jorge Luis Castillo, Ángela López Borrero, Pepo Costa, Juan López Bauzá, Giannina Braschi y Pedro Cabiya. ¿Requisitos para ser publicados en su momento? Al menos un libro en la calle. En cuanto a los temas, el espectro se ha ampliado notablemente —el feminismo ya no es la obsesión de las mujeres—; ha habido un giro de 180 grados en la narrativa: la intertextualidad y parodia en el diálogo con la mejor literatura latinoamericana y europea; el replanteamiento de lo antillano; la reflexión sobre una nueva emigración puertorriqueña hacia los Estados Unidos (y al mundo), a través del discurso contaminado y polifónico; el rescate de (y desde) la marginalidad de otros discursos; la existencia de otro canon alternativo; la teoría y la práctica de la metaliteratura; la irreverencia como postura ante los valores tradicionales; y el virtuosismo plástico e iconográfico en el uso persistente ( y resistente) de nuestra lengua (Boves 2000: 194-195).
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Estamos lejos de la Generación del Cincuenta, a la que tan bien caracterizaba la frase de Albizu Campos: “¡o yanquis o puertorriqueños!” Ahora la identidad “se rehace continuamente en resistencia ante otras identidades impuestas por el proceso colonizador” (Duchesne Winter 37); es decir, se constituye como “contraidentidad” en un proceso en el que priman “el simulacro, la parodia, la antítesis, el contraste y la ironía” (2011: 38). ¿Objetivo de los editores? Cartografiar y consagrar, dar el espaldarazo propio del canon crítico a quienes ya tenían una trayectoria marcada. Es levemente diacrónica y la integran poetas y narradores, tanto de la isla como de la metrópoli estadounidense, con una vocación caribeña, transnacional, e internacional. Esta neta ruptura de fronteras geográficas es algo nuevo, da cuenta de un país transnacional y así fue presentado en Barcelona durante el LIBER cuyo invitado era Puerto Rico (septiembre del 2010). Los marginales de los noventa (Rosado, Santos-Febres...) se agrupan ahora como propuesta si no canónica al menos aceptada por las editoriales, con un programa cuajado. Quince años después de Mal hablar... Mayra Santos-Febres repite la aventura de sondear el mercado, por lo que al cuento se refiere y presentarlo en una antología, esta vez de la mano del poeta Ángel Darío Carrero, En el ojo del huracán. Nueva antología de narradores puertorriqueños (2011). ¿Para qué? Cartografiar la realidad: “Los escritores antólogos siempre hemos sido más juguetones con el gesto de antologar. Para muestra un botón, Borges y Bioy con su famosa Antología de literatura fantástica. Allí aparecen hasta fragmentos de obras. Yo apuesto a este gesto más juguetón. Junto a Ángel Darío escogimos los textos de narradores jóvenes, de nuevo cuño, que nos parecían ya maduros, con una obra profunda y resonante” —me escribe en un email respondiendo a mis preguntas—. El propósito de ambos es “leer sin mediación de los antólogos, tan útiles como subjetivos” (Santos-Febres/Carrero
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2011: 9). Ellos también lo son en este prólogo que pretende una rotunda desnudez de hermeneúticas, bien posmoderno. No creen en generaciones, ni en temáticas... algo ambiguo para elaborar un posible canon. Según ellos, cada texto procede de un contexto y es un pretexto. “Una máscara que encubre un rostro abierto a relecturas incesantes: rostro profundo, polisémico, rizomático” (2011: 12). Al hilo de la cronología consagran un canon crítico puertorriqueño que abarca desde El jíbaro (1849), hasta Santos Silva (2000). Incluyen la diáspora: Piri Thomas, Iván Silén, Nicolasa Mohr, Pietri... También los hijos adoptivos (Montero y Kalman Barsy). Porque hay que asumir —aseguran— el desparrame puertorriqueño actual: cuatro millones en los Estados Unidos, treinta mil almas en Hawái, una auténtica neodiáspora dependiente de gustos, suerte... envueltos en la otredad iterativa. Y siempre con la incertidumbre del idioma. Los prologuistas eligen el camino de las contradicciones. Y apuestan por la comunión en la diversidad y el diálogo. Son veinticuatro cuentistas (cinco de Mal hablar repiten: Santos-Febres, Quiñones, Franco, López Bauzá y Nieves-Mieles), Carrero (1965), Moisés Agosto-Rosario (1970), Santana-Ortíz, Willie Perdomo... habría que subrayar lo desigual de sus carreras: Liboy Erba (1964) parece estancado; Yolanda Arroyo (1970) se hizo internacional en las antologías (Bogotá 39, El libro de voyeur España, El futuro no es nuestro Argentina, Solo cuento UNAM), mantiene el blog Boreales y ha sido finalista del Pen Club; Cabiya (1971) también es asiduo en las antologías (La Cervantiada, El cuento latinoamericano, Nuevo Texto Critico, A viva voz...) y saltó al exterior en Norma y Zemi Book; Mayra ha recibido premios (Juan Rulfo, Gallegos) y publica en Mondadori, Espasa, Alfaguara; Quiñones (1972) también está en las antologías de Páginas de Espuma u Ortega; a R. Franco (1969) lo consagra la antología A Whistler in the Nightword, Penguin 2002; J. Becerra (1965) obtuvo dos premios de relato en España y además es poeta y profesora universitaria); Font Acevedo (1970) se proyecta hacia Chicago y
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modera el blog Legión miope; Ana Mª Fuster Lavín, con premios del Instituto de Cultura Puertorriqueña y del Pen Club, es poeta traducida al inglés, portugués, italiano; Tere Dávila juega con la fotografía y está en antologías puertorriqueñas como Voces con vida 2009 y Cuentos de once gavetas 2010; L. Bauzá (1966) ha editado cuentos sueltos en Caracas, Bogotá y es parte de las antologías Convocados, Mal hablar, Nuevos caníbales, López Baralt; Los otros cuerpos; Luis Negrón (1970) crítico de cine, impulsó la antología queer (2007); Cezanne Cardona Morales (1982) se apasiona por el beísbol y Borges y está en Convocados; Quiñonez (1966) publica en inglés y se mueve entre East Harlem y Cornell; Charlie Vazquez pertenece al Bronx y es poeta autodidacta; Damarys Reyes Vicente (1976) es igualmente premio Nuevo Día y parte de Convocados; Vanessa Vilches es profesora de la universidad de Puerto Rico, al igual que Sofía Cardona (1962), quien recibió premios del ICP, Pen Club, El Nuevo Día; Mara Negrón (1960) se dedicaba al ensayo y la literatura comparada. Es decir, una antología sincrónica y con ánimo panorámico (que no programático) de los nacidos entre 65 y 70, con alguna excepción (hay quienes no declaran la edad). Se incrementa la apertura transnacional, como corresponde a la realidad geográfica y demográfica: más de la mitad del país vive hoy fuera de la isla. Una antología planteada desde la academia pero sin afán academicista, más bien con amplitud de miras. Y es que —sigue comentando Mayra en el citado email—, solo puede ser antólogo “quien se atreva a ganarse enemigos y a hacer el trabajo de lectura y selección de colegas, convencido de que es una tarea que debe hacerse. También la persona debe tener una amplia visión del panorama literario bien sea porque es ávido lector, tiene acceso preferencial a estas obras, conoce el medio y las condiciones de los trabajos publicados y/o ha ayudado a formar generaciones enteras de escritores. Sin ánimo de alardear, este es el caso de Ángel Darío y mío”. Poetas y críticos literarios; narradora, agitadora cultural y publicista ella. Ambos con la mirada puesta en la recepción internacional. Desde siem-
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pre y aunque la colonia limita, algunos escritores consiguieron publicar en España (Díaz Valcárcel, Montero, Marqués, Mayra, Magali, Rodriguez Juliá, L. R. Sánchez). Este último, Edgardo R. Juliá y A. L. Vega lo hicieron asimismo en Argentina, Venezuela y Francia. José Luis González y Ferré en México, si bien Rosario apostó desde temprano por Estados Unidos. No se entienden como parte de la literatura hispanoamericana, sino más bien como privilegiados. Ahora, Norma les garantiza el ámbito internacional, es decir, les catapulta fuera de la colonia. Canon crítico: La Academia puertorriqueña (antologías y diccionario)
Los 2000 dieron a luz como encargo editorial una nueva antología que trata de actualizar lo que fuera en el 57 el primer intento de Meléndez, bajo el título Literatura puertorriqueña del siglo XX. Antología (2004). Mercedes López-Baralt enmarca el cuento en una serie de epígrafes temáticos que trazan el panorama narrativo del siglo veinte puertorriqeño: “1. Pensando la nación (historia, sociedad, lengua y literatura): ensayo; 2. La isla irrepetible en torno al fuego: cuento; 3. La nación flotante aquí y allá: testimonio; 4. Para contarnos mejor: fragmentos de novela; 5. Diciéndonos en verso: poesía”. Una vez más y desde que lo iniciara el romanticismo, la literatura se pone al servicio de la identidad de un pueblo. La que lleva la voz cantante es la poesía que cuantitativamente casi cuadriplica en número a otros géneros. El cuento recoge figuras señeras (M. Meléndez Muñoz y E. Belaval (Generación del Treinta), Díaz Alfaro, J. L. González, P. J. Soto. R. Marqués, E. Sanabria Santaliz, E. Figueroa (Generación del Cincuenta), L. R. Sánchez, T. López Ramírez, C. Rodríguez Torres, A. L. Vega, R. Ferré, C. Lugo Filippi (Generación del Setenta), K. Barsy, L. López Nieves, A. López Borrero, E. La Torre Lagares, D. Torres, J. López Bauzá y Cabiya (¿Generación del Noventa?). Con algunas sorpresas: Mayra Santos-Febres, absolutamente mediática, direc-
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tora del Festival de la Palabra, no está más que como ensayista; no como poeta o narradora. Además, al corpus habitual en otras antologías se añaden a modo de francotiradores no tan respaldados por una amplia producción, los catedráticos A. Echavarría Ferrari y R. L. Acevedo. Tal vez tributo a la academia puertorriqueña, tal vez fruto de la mirada científica pero subjetiva de quien es una investigadora más que respetada de las letras boricuas. Una antología diacrónica y panorámica con un perfil en cuanto al destinatario: la universidad. En el año 2009 Víctor Torres publica Diccionario de autores puertorriqueños contemporáneos. Es la segunda salida (la primera se limitó a la Generación del Setenta) de este bibliotecario de la universidad de Puerto Rico en su recinto de Río Piedras. Un proyecto personal, ambicioso, de larga gestación y que se centra en los narradores que publicaron entre 1960 y 2000. Prima a los ligados a instituciones, es decir, tiene un perfil concreto. Diccionario panorámico imprescindible para el investigador, que no pretende ordenar ni pontificar al respecto; sí recoger un amplio corpus de la segunda mitad del pasado siglo en vistas a configurar un canon crítico posible. Canon crítico y antologías de entrevistas
En el 2008, Carmen Dolores Hernández, la afamada crítica literaria de El Nuevo Día, edita en Norma de Colombia, A viva voz. Entrevistas a escritores puertorriqueños. ¿Supone algo nuevo respecto de las antologías anteriores? Ante todo, la oralidad, y el juego de la doble perspectiva de escritor y crítico, que exacerba la hibridez propia de las antologías. El prólogo es una nueva y definitiva canonización de los hombres y mujeres del setenta: once de los diecisiete entrevistados pertenecen a esa franja cronológica representada por L. R. Sánchez, Ferré, García Ramis, Rodríguez Juliá, Mayra Montero y López Nieves; pero también por poetas e intelectuales coetáneos: H. Flax, José Luis Vega, A. Díaz Quiñones, Merce López-Baralt o K. Barsy.
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Es notoria la ausencia de Ana Lydia Vega, con el peligro de ostracismo que conlleva una exclusión así para quien fue una de las mejores escritoras del grupo. A viva voz... global, diacrónica, en diálogo con la tradición, es una antología panorámica: dos autores del cincuenta (Soto y Díaz Válcarcel) enmarcan por arriba lo que tendrá su continuidad en la discutida Generación del Noventa, encarnada en narradores y poetas como Santos-Febres, López Bauzá, Cabiya y Ávila. Su objetivo es desencorsetar generaciones, romper con la idea de que la evolución literaria es producto de saltos o rupturas. ¿Para qué? Para consagrar a una generación ya instalada en el canon crítico puertorriqueño por quien tiene la autoridad que le confiere el ejercicio de la crítica literaria durante décadas. Y en pro de un destinatario internacional: publicar en Norma en esos momentos era algo casi inaccesible para los puertorriqueños. Frente a la diacronía y afán de objetividad de esta antología que tiene en cuenta la tradición y el corpus literario nacional, Palabras encontradas. Antología personal de escritores puertorriqueños de los últimos 20 años (Conversaciones), de Melanie Pérez Ortiz (2008) se plantea desde el título como una opción más impresionista, una serie de “diálogos inquietos”. Además de cuatro poetas, editores y gurús hay ocho narradores con una presencia activa, aunque desigual en la isla: M. Santos Febres, Acevedo, Liboy Erba, E. Lalo, Á. Lozada, Á. Adyanthaya, P. Cabiya y López Bauzá. Es obvio, no tiene sentido tratar de separar poetas, narradores, performance. Lo propio de los nuevos (del noventa en adelante) es la ruptura de géneros, el compaginar varios campos. Como muestra un botón: Cabiya, quien no tiene problemas con el bilingüismo y acepta como propia la literatura puertorriqueña en los Estados Unidos. Profesor universitario en Santo Domingo, su ironía, el carácter lúdico de sus textos y el brillante manejo de la lengua lo inscriben en la estela de la reescritura borgiana y de la literatura fantástica sin ceñirse a los viejos tópicos del referente puertorriqueño. Así confiesa a Melanie “la inclinación que yo siempre tuve por hacer una literatura de la imaginación. Que no tuviera
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nada que ver con la cuestión social ni con la cuestión política ni con la cuestión de la identidad” (Pérez Ortiz 2008: 244). Una profesora con ánimo de cartografiar el presente en una antología de entrevistas sincrónica y panorámica, aunque fragmentaria y personal; destinada a universitarios, isleños pero abierta al mundo. Sería interesante ponerla en conexión con Mal hablar por lo que ambas tienen de chequeo a un corpus vivo y pujante de escritores, aún sin cuajar en el canon. Del corpus al canon: los concursos literarios y su idoneidad para generar un canon crítico
Suplementos y revistas literarias se han mostrado como activos agentes culturales, paso previo a la canonización de algunas de sus propuestas. En el 2009 se presenta Convocados. Nueva narrativa puertorriqueña, coordinada por Carmen Dolores Hernández y producto de los certámenes de El Nuevo Día, de 1997 al 2007, “celebración y documento” en pro de la creatividad. López Bauzá, M0 de Lourdes Seijo, Colón Sepúlveda, Alexandra Pagán, Hugo Ríos-Cordero, Juan Carlos López, Ulrich Fladl, Paúcar, Karen Sevilla, Luis Othoniel y Damarys Reyes Vicente son los afortunados ante los que se abre el futuro de la narrativa. El prólogo, descriptivo y no programático, fija los parámetros de una narrativa que conjuga denuncia social —drogas, suicidio— y final fantástico, seguridad en la tímida e irónica venganza femenina, ritmo lento, escritura cuasisurrealista y final sorprendente en narraciones alucinantes cuyos sujetos deambulan en un no-lugar a veces puertorriqueño, pero en verdad glocal, propio de la postmoderna postcolonialidad.Y permite confirmar que no hay barreras cronológicas entre los del noventa y los novísimos; algo patente en esta antología diacrónica, editada con cierta modestia y que, posiblemente no rebasará en demasía los contornos de la isla. Los premios estuvieron incentivando la narrativa puertorriqueña desde los cincuenta. Entre otras instituciones el Ateneo, como institución independiente, y el Instituto de Cultura
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Puertorriqueña, como órgano del gobierno destinado a fomentar la cultura con una buena red de museos y una gestión bastante diversificada, los fusionaron en los denominados premios del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Otorga varios y sustanciosos premios anuales de novela, cuento, ensayo, periodismo, poesía... a libros de escritores puertorriqueños o extranjeros permanentemente domiciliados en Puerto Rico. En un ejemplo de cómo funciona hoy la cultura en la isla, el premio está presidido por un catedrático de la Universidad boricua, de momento Ramón Luis Acevedo. Los premios del Pen Club de Puerto Rico Internacional son la otra cara de la moneda (por aquello de internacional) de una cultura a la que parece costarle esa proyección. Como dato, el premio Alfaguara de novela del 75 hasta hoy nunca se concedió a un isleño, a pesar de la fuerte representación de autores en esta editorial. ¿Hasta qué punto podría deberse a la política sectorial de mercado que impide la difusión global? A paliar este encierro, esa cárcel de agua que parece cercar la cultura se dedican eventos como el Festival de la Palabra organizado por Mayra Santos-Febres y dirigido por el escritor español José Manuel Fajardo. Un proyecto ambicioso que enlaza Caribe, España, América Latina y Puerto Rico.Ya superada la tercera edición, se perfila como el puente entre isla y Estados Unidos al realizarse en San Juan y Nueva York. Reúne a más de setenta intelectuales en torno a un tema que se explicita en conferencias, debates, presentaciones de libros, talleres, seminarios, performance... en un intento de implicar a todas las instituciones y de tender también redes transatlánticas. Ha creado dos premios. Canon y antologías de narrativa puertorriqueña: la recepción Uno de los lastres de la literatura y el arte puertorriqueños ha sido y continúa siendo la ausencia de un Estado nacional puertorriqueño que promueva y represente la producción del país en el espacio geocul-
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tural que le corresponde. La cultura no se produce para exportación, pero sí se enriquece con los intercambios y proyecciones fuera de su ámbito inmediato [...]. Puede sonar paradójico, pero la cultura puertorriqueña necesita un Estado puertorriqueño, una institucionalidad nacional, para internacionalizarse (Duchesne Winter 2011: 39).
Tal vez esa carencia de siglos explique el por qué de la exigua recepción de una literatura que ya alcanzó su mayoría de edad, al nivel de los países hispanoamericanos. ¿Cuántos autores puertorriqueños se recogen en las más emblemáticas antologías del cuento latinoamericano? Sin afán de exhaustividad, Ferré en Novísimos narradores hispanoamericanos en marcha (19641980), de Ángel Rama (1981), Sanabria Santaliz, López Nieves y J. A. Ramos en El muro y la intemperie (1989), de Julio Ortega, en cuya Cervantiada está al menos Cabiya... Bruno Soreno, Diego Deni y Sanabria Santaliz en la Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI (1997), también debida a Ortega. Lo interesante de estos últimos proyectos es que Puerto Rico ha ido ganando posiciones: ya no es tan notoria la desproporción de escritores en las antologías como lo era en décadas anteriores, en que, a la hora de reseñar y fijar un canon de escritores del área, Cuba era el Caribe por excelencia. Por lo que se refiere a las revistas y como muestra un botón, Nuevo Texto Crítico, que se publica en Stanford, dedica el número 21 (2008) a La narrativa del milenio en América Latina (2008), cuya “sección puertorriqueña” está representada por SantosFebres y Cabiya. Una propuesta más actual que las canónicas historias de la literatura: la de Menton, Caminata por la narrativa latinoamericana (2002) se ciñe a Marqués para la Generación del Cincuenta y A. L. Vega para la del setenta. No va más allá y no arriesga nada. Más grave resulta que en Palabra de América (2004), reflejo editorial de la reunión sevillana de jóvenes narradores del Nuevo Mundo, no haya ningún puertorriqueño. Al menos Yo-
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landa Arroyo fue convocada a ser parte de Bogotá 39, a pesar de que primaron los antiguos parámetros: un puertorriqueño por cuatro cubanos. La proyección hacia Estados Unidos es necesariamente peculiar: hablamos de un Estado Libre Asociado cuyos habitantes gozan de la ciudadanía americana y son, en los estratos más cultos, bilingües. Al respecto, tal vez fuera útil (sirven de punto de referencia y son instrumento de ese canon crítico, en este caso asociado a las revistas) enfrentar los dos números de la Revista Iberoamericana de Pittsburgh, el de 1993 coordinado por Eliseo Colón y el de 2009, por Duchesne Winter. En esos quince años se ha producido la renovación casi total del corpus narrativo y los planteamientos teóricos también se mueven desde la herencia de los viejos marxismos hasta la postmodernidad postcolonial. En cuanto a las antologías, Carmen Dolores Hernández, la crítica literaria de El Nuevo Día por muchos años, editó en1997 Puerto Rican Voices in English. Interviews with writers, serie de entrevistas a los más representativos escritores puertorriqueños de la diáspora. Nada comparable a ciertas antologías (Cuentos hispanos de los Estados Unidos, Olivares 1993) que recogían un par de puertorriqueños quizá no tan consagrados (A. Villanueva Collado y L. Vélez Román). A este esfuerzo pionero y desde dentro se sucedieron múltiples antologías de latinos en Estados Unidos, si bien dispares y en ocasiones nada interesantes a nuestro propósito. Una de las más difundidas es Se habla español.Voces latinas en USA (2000), antologada por Fuguet y Paz Soldán. A Puerto Rico, emblematizado en Giannina Braschi y Mayra Santos-Febres, no le favorecen los criterios utilizados a la hora de seleccionar: autores nacidos entre el 59 y el 71 que defienden la globalización y un toque panlatino. El prólogo es contradictorio y si se trata de reflejar la experiencia de latinos que viven en el monstruo, lo puertorriqueño o chicano (¡solo un escritor!) hubiera debido ser central. Los antólogos han pedido a sus escritores que “imaginaran” la vida en los Estados Unidos.
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De los treinta y seis escritores, solo veinte pasaron algún tiempo allí. Y, se concluye, las voces latinas en ese país no hablan o escriben en español. Imprescindible la reciente Breaking Ground. Anthology of Puerto Rican Women Writers in New York 1980-2012/Abriendo caminos. Antología de escritoras puertorriqueñas en Nueva York 1980-2012 (2013), editada por Myrna Nieves. Se trata de cuarenta y seis puertorriqueñas de distintas edades y molde lingüístico (español e inglés), bien contextualizadas por notas biográficas y exponente de distintos niveles de integración tras el proceso migratorio en muchos de los casos. Parcial y con perspectiva de género, es de consulta ineludible para quienes se interesen por el “lado de allá”. Por lo que se refiere a la recepción europea y española, ya Visiones de Ultramar (2009), actas del simposio auspiciado por el Ateneo en febrero del 2004 sobre “cómo se percibe la literatura puertorriqueña en el extranjero”, hizo manifiesta la escasa y desigual circulación de esta literatura por la vieja Europa. La falta de embajadas y órganos de difusión cultural, la visión distorsionada de un país tan peculiar y tantas otras razones lo justifican a medias. Con la intención de paliar este déficit han surgido números monográficos de revistas como Foro Hispánico (Barradas/De Maeseneer 2006). ¿Qué papel desempeña España a la hora de elaborar antologías sobre la isla boricua? Las clásicas y de divulgación (Literatura del Caribe. Antología siglos XIX y XX. Puerto Rico, Cuba, República Dominicana (Colón 1984) se mueven prudentemente en la Generación del Cincuenta. Esta antología surge como proyecto editorial bajo los auspicios de Pío Serrano, exiliado cubano que en ese momento tenía a su cargo la gestión de Playor. Si en un salto monumental, aterrizamos en Pequeñas resistencias/4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño organizada por el cubano residente en Madrid Ronaldo Menéndez (2005), descubriremos que Puerto Rico está representado por solo tres autores: Pedro Cabiya, Edgardo Nieves Mieles y Elidio La Torre-Lagares. Es cierto
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que los estrechos parámetros de esta antología (autores nacidos a partir de los sesenta, con al menos un libro publicado en castellano) lleva a excluir toda la rama de escritores latinos que escriben en inglés. Por cierto, en una reciente antología poética, Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (Guerrero 2010), aparecen dos poetas de los noventa: Santos-Febres y Noel Luna. Muy poco, un mínimo testimonio de lo que existe. Antologías sincrónicas con fines divulgativos y destinatario europeo, gestadas como proyectos editoriales. Siguiendo con la península y paralelo a un abarcador conjunto de estudios que coordinó la puertorriqueña Iris M. Zavala y publicó La Página de Tenerife (2010), me correspondió organizar dos monográficos sobre Puerto Rico con sendas secciones antológicas que incluían la narrativa. Nuestra América (Caballero 2010) y Letral (Caballero 2011 online), a distintos niveles tratan de ser una muestra sincrónica de la narrativa actual, con todos los límites que este tipo de proyectos conlleva. Se partió de autores con obra publicada, aunque la mayoría de los textos son inéditos. Entraron algunos del setenta y muchos del noventa en adelante, en un intento de cartografiar y difundir la narrativa de hoy con una mínima perspectiva diacrónica. Despliegan un panel de escritores y problemáticas; suponen un repaso a su historia y una rendición de cuentas, a nivel totalizador. Tanto el estudio como estos números monográficos de revista (que conjugan estudio y antología) se realizaron desde la academia y en vistas a un destinatario español y europeo. Su objetivo fue paliar el desconocimiento, abrir la relación transatlántica. Quedan muchas preguntas sin respuesta: ¿cómo y quién determina quién es un escritor latinoamericano? ¿Todavía hoy la política editorial española es un primer y decisivo mecanismo consacratorio? Porque si es así, está por fraguar una antología que haga justicia a la rica producción cuentística del último siglo puertorriqueño. Más ceñida a su referente que la de Granta (The Best of Young Spanish Language Novelists) del 2010, en es-
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pañol e inglés y que rescata a los jóvenes del 75 en adelante sin encontrar ningún puertorriqueño que merezca la pena.
En resumen y como colofón
Las antologías han sido y continúan siendo un instrumento eficaz para generar el canon narrativo puertorriqueño. Desde los cincuenta hasta el 2011 se van sucediendo por generaciones (cincuenta, setenta, noventa...) que codifican la producción. Diacrónicas y consacratorias (Meléndez, Barradas, Vega, López-Baralt), ligadas a la Academia son un instrumento del canon crítico que alterna en un juego de espejos con el asalto al poder desde los márgenes, como Rosado o Santos-Febres (1995, 1997, 2011), representados por los nuevos narradores (Marqués) que aspiran a situarse en el canon con antologías sincrónicas y programáticas, o por los críticos de la Academia. Esta última siempre estuvo presente a través de premios, diccionarios, revistas literarias dedicadas a incentivar nuevos valores que se presentan como alternativa al Canon con mayúsculas. Las antologías de entrevistas desempeñan también un doble papel: consagrar (C.D. Hernández 2008) o lanzar nuevas propuestas (M. Pérez Ortiz 2008). La cultura está, en gran medida, en manos de los órganos públicos y no ha conseguido tender tantos puentes hacia los Estados Unidos, el otro lado del país, a pesar de las teorías globales y postcoloniales en que se sitúa. Sigue siendo deudora de y no muy visible en la antigua metrópoli española.
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