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La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos La vida del Buscón, llamado don Pablos Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (versiones Z y B)
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ANEJOS DE LA REVISTA DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA, 99
Directora Pilar García Mouton (CSIC) Secretaria M.ª Jesús Torrens Álvarez Comité Editorial M.ª Teresa Echenique Elizondo (Universidad de Valencia) Ángel Gómez Moreno (Universidad Complutense, Madrid) Leonardo Gómez Torrego (CSIC) Esther Hernández (CSIC) Pablo Jauralde Pou Morales (Asociación de Academias de la Lengua Española) José Antonio Pascual (Real Academia Española) Miguel Ángel Pérez Priego (Universidad Nacional de Educación a Distancia) Consejo Asesor Carlos Alvar (Universidad de Alcalá) Samuel G. Armistead (Universidad de Davis, California) Germán Colón (Universidad de Basilea) Alan Deyermond (Universidad de Londres) José Fradejas Lebrero (Instituto de Estudios Madrileños – UNED) Margit Frenk (Universidad Nacional Autónoma de México) Margherita Morreale (Universidad de Padua) Gregorio Salvador Caja (Real Academia Española) Manuel Seco Reymondo (Real Academia Española)
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FRANCISCO DE QUEVEDO
EL BUSCÓN Edición crítica de las cuatro versiones
La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos La vida del Buscón, llamado don Pablos Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (versiones Z y B)
ALFONSO REY CON LA COLABORACIÓN DE ANA GARCÍA FUENTES, SANTIAGO DÍAZ LAGE, ROSARIO LÓPEZ SUTILO Y JAVIER LÓPEZ QUINTÁNS
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2007
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Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es
© CSIC © Alfonso Rey NIPO: 653-07-056-4 ISBN: 978-84-00-08588-9 Depósito Legal: S. 1.862-2007 Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en Gráficas Varona, S.A. Impreso en España. Printed in Spain
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ÍNDICE
El problema textual del Buscón 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14.
Propósito ........................................................................................................ Estado de la cuestión ..................................................................................... Las variantes redaccionales ........................................................................... Independencia de S, C, Z y B......................................................................... Inexistencia de un arquetipo .......................................................................... Pluralidad de versiones .................................................................................. La versión S ................................................................................................... La versión C................................................................................................... La versión Z ................................................................................................... Intervención de Quevedo en la edición príncipe ........................................... Otras ediciones de 1626 ................................................................................. La edición de Zaragoza 1628......................................................................... La versión B ................................................................................................... La versión B, el Memorial enviado a la Inquisición contra los escritos de Quevedo y El Tribunal de la Justa Venganza................................................ 15. Orden y cronología de las cuatro versiones................................................... 16. La edición crítica del Buscón......................................................................... Bibliografía .............................................................................................................
XI XIII XVI XXIII XXV XXX XXX XXXIII XXXIV XXXVII XLII XLIII XLIV XLVIII LIII LV LVIII
Texto de las cuatro versiones Criterios de la presente edición .............................................................................. La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos ............................................. La vida del Buscón, llamado don Pablos ............................................................... Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (versión Z) ............................................................................. Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (versión B) .............................................................................
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1. Propósito Se conocen cuatro versiones del Buscón, una impresa (en adelante, Z) y tres manuscritas (respectivamente S, C y B). La presente monografía ofrece la edición de cada una de ellas, realizadas de acuerdo con el planteamiento teórico del estudio preliminar. Cuatro ediciones, pues, subordinadas al objetivo de ofrecer una visión unitaria de los problemas textuales que plantea el relato quevediano, uno y vario, probable reflejo de la voluntad de un autor que quiso enriquecer algunos aspectos de su relato a la vez que acusó el impacto de presiones o temores que lo llevaron por un zigzagueante camino de autocensura. El manejo íntegro de los cuatro textos, cada uno con su propio aparato crítico, permitirá abrir nuevos horizontes a los investigadores, pues hay sólidas razones para creer que en el caso de esta obra no existe ni un codex optimus ni un texto ideal, sino un proceso redaccional complejo. Ante tal situación, el primer paso debe consistir en poner al servicio de los investigadores el conjunto de los datos. A ello aspira este libro, con un planteamiento distinto de los habituales aunque no completamente inédito, ya que en 1953 Rodríguez Moñino transcribió a cuatro columnas el capítulo inicial del Buscón para poner de relieve las diferencias existentes entre las respectivas versiones. Aquí nos proponemos, además de reproducirlas íntegramente, pasar de la mera transcripción al ámbito de las ediciones críticas. En la dilatada bibliografía de Quevedo menudean las obras con pluralidad de versiones. Muchos sonetos presentan una tupida red de variantes de autor. La colección de silvas fue objeto de una compleja reelaboración, que afectó tanto a la revisión de los poemas como a la estructuración del conjunto. Algo parecido ocurrió, dentro de la poesía religiosa, con el tránsito desde Heráclito cristiano a Lágrimas de un penitente. De Cuento de cuentos existen dos versiones que modifican sustancialmente los personajes y la peripecia argumental. Los Sueños ofrecen varias etapas redaccionales, de complicada delimitación, plasmadas en títulos diferentes. Existen tres redacciones de Grandes anales de quince días, todas de indiscutible autoría quevediana. Doctrina moral dio paso a La cuna y la sepultura, nuevo título que coincide con otros matices morales, algunos cambios lingüísticos y la adición de un nuevo capítulo que reorienta ideológicamente el material precedente. Discurso de todos los diablos se transformó en El peor escondrijo de la muerte, con dos pasajes presumiblemente modificados por Quevedo en busca de un texto más inocuo, y, posteriormente, en El entremetido, la dueña y el soplón, donde, al lado de multitud de variantes paliativas inducidas por la censura, aparecen nuevos pasajes de cuya autoría quevediana no cabe dudar. Junto a estos
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ejemplos de inequívoca reelaboración a cargo de Quevedo, otras obras suyas presentan una compleja amalgama de variantes de autor, interpolaciones de imprecisa autoría y errores de copia, en las cuales también es necesario discernir las diferentes fases o estratos. El caso de Quevedo es análogo al de escritores como Ariosto, Tasso, Foscolo o Manzoni, varias de cuyas obras constituyen ejemplos paradigmáticos de transmisión con variantes de autor, las cuales demandan una metodología ecdótica peculiar, tal como han puesto de relieve varios representantes de la escuela italiana de filología1. Con tal usus scribendi por parte de Quevedo parece prudente no descartar la hipótesis de que el Buscón hubiera conocido un proceso similar al de cualquiera de las obras suyas anteriormente mencionadas. En consecuencia, conviene divulgar en su integridad las cuatro versiones del célebre relato picaresco, único medio de que los especialistas ahonden en la transmisión textual de este complejo libro, cuyos enigmas no han resuelto plenamente los estudios habidos hasta la fecha. Las abundantes lecturas equipolentes que presentan S, C, Z y B, varias de las cuales encierran una visible elaboración estilística, narrativa o ideológica, obligan a contemplar la hipótesis de que hubo una repetida revisión del Buscón, se debiese o no en su totalidad al autor. El primer paso para situar correctamente los problemas consiste en editar separadamente esos cuatro estratos y poner al descubierto todas las implicaciones que encierran. Cuando Lázaro Carreter presentó su texto crítico del Buscón consideró pertinente acompañarlo, en la parte inferior de la página, de la transcripción del manuscrito B. Lo que en su ánimo era sólo un complemento al trabajo realizado2 acabó, con el paso de los años, por convertirse en su aportación más duradera sobre el Buscón, pues los investigadores que vinieron después han convertido en principal lo previsto como accesorio. Esta llamativa inversión en la escala de preferencias (que ha hecho de B un textus receptus con argumentos no siempre claros) pone de relieve la fecundidad que tiene para los estudios filológicos la completa exposición de los hechos, más decisivos, a la larga, que las interpretaciones que promueven. Lo acaecido con el manuscrito B anima a divulgar los otros testimonios, mucho menos atendidos. Sólo en fecha muy reciente (2005) se ha editado el manuscrito S, y debe hacerse lo propio con el muy desconocido manuscrito C, accesible en la Real Academia de la Lengua pero con muchos folios de difícil lectura a causa del deterioro provocado por la humedad. También ha llegado el momento de reinvindicar la edición príncipe, injustamente olvidada desde hace medio siglo y considerada, contra toda evidencia, como espúrea. Nuevos datos abren nuevas perspectivas, y con unos 1 Dentro de la literatura española del Siglo de Oro Mateo Alemán y Calderón constituyen dos ejemplos de escritores cuyas obras han llegado a nosotros con abundantes variantes de autor, cuya identificacion y valoración plantea problemas interpretativos de diversa índole. 2 Lo justificó en estos términos: “Facilitamos así su lectura de corrido y damos cumplimiento al dictamen del señor Rodríguez Moñino: «A nuestro entender, merece ser impreso en su integridad»” [1965:LXXVIII].
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y otras cabe ofrecer una nueva reflexión. Tal es el objetivo de esta monografía. Los principios teóricos que la inspiran están contenidos en diversos estudios sobre los problemas textuales del Buscón que vengo publicando desde 1993, todos los cuales aparecen recogidos en la correspondiente bibliografía. La edición de los textos la he llevado a cabo en colaboración con Ana García Fuentes (versión S), Santiago Díaz Lage (versión C), Rosario López Sutilo (versión Z y variantes de las ediciones Z2 y Z3 ) y Javier López Quintáns (versión B). 2. Estado de la cuestión Suele afirmarse que el Buscón gozó de una extensa difusión manuscrita, pero, como ésta no dejó trazas, nada es posible decir acerca de la misma. Los tres manuscritos de que disponemos sólo han sido tenidos en cuenta por investigadores de nuestros días, pues no parece que sus lecturas privativas hubiesen pasado a las ediciones impresas en el siglo XVII3. Tampoco hay indicios de que el Buscón hubiese gozado de la menor popularidad antes de ser impreso en 1626, pues las huellas que dejó en otros autores son, como señaló Chevalier [1992], tardías. Las ediciones de los siglos XVII y XVIII se remontan, directa o indirectamente, a la príncipe, impresa en Zaragoza en 1626 (Z)4. Probablemente una filiación detenida de todas las ediciones del Buscón de los siglos XVII y XVIII no arrojará hallazgos sorprendentes, pero aun así este relato merece un estudio bibliográfico y una filiación de impresos como las realizadas en su día con Política de Dios, Virtud militante y El Parnaso Español. El Buscón ha sido impreso en numerosas ocasiones durante los últimos años, en respuesta a una fuerte demanda escolar y comercial. Son relativamente abundantes las ediciones anotadas, algunas de ellas muy valiosas, pero pocas se ocupan de sus problemas textuales, y aún son menos las que ofrecen un aparato crítico, tarea, por otra parte, muy compleja tratándose de un texto cuyos testimonios ofrecen numerosas variantes, algunas de las cuales no son de naturaleza estrictamente lingüística, pues atañen a la estructura externa de la obra. 3 Lázaro Carreter sugirió que algunas lecciones de los manuscritos se transmitieron a la edición de 1628, pero no ofreció ningún ejemplo. Salvo excepciones poco significativas, las variantes que presentan la segunda edición de 1626 (Z2 ) y la de 1628 (Z3) no coinciden con las de S, C o B. Según Roig Miranda [2003:249], la traducción francesa de la Geneste de 1633 (l’Aventurier Buscon, histoire facecieuse) pudo haber tenido en cuenta algunas lecturas de B. 4 Según Robert Selden Rose [1927:29], las ocho ediciones anteriores a 1645 —año de la muerte de Quevedo— se dividen en dos grupos, basados, en todo caso, en Z: “El primer grupo incluye Madrid, 1626; Lisboa, 1632; Barcelona, 1626; Barcelona, 1627; Valencia, 1627; Rouen, 1629 y Pamplona, 1631. El segundo grupo, Zaragoza 1628 y Pamplona, 1631”. También hizo ver Rose que la edición de Zaragoza 1628 presenta “muchas correcciones y enmiendas” [1927:28], las cuales reaparecían en la edición del Buscón impresa dentro de la colección Enseñanza entretenida y donairosa moralidad (1648), que sería el modelo de las posteriores. Más adelante matizaré algunas de las filiaciones establecidas por Rose.
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En 1852 Fernández-Guerra realizó la primera edición filológica del Buscón, reproduciendo el texto de Z e indicando las principales variantes de las ediciones de Rouen 1626, Pamplona 1631, Madrid 1648 y Bruselas 1660, con cuya asistencia introdujo algunas enmiendas. En 1911 Américo Castro llevó a cabo una edición5 de características parecidas, enmendando a Z con la ayuda de Z3, Barcelona 1626 y Lisboa 1632. En 1917 Foulché-Delbosc utilizó como texto base de su edición a Z, enmendada en esta ocasión con variantes procedentes del manuscrito B, que él consideraba —sin conocerlo en su integridad— “le texte inalteré de Quevedo” [1917:IX]. En 1927, Américo Castro, anulando su edición de 1911, ofreció una transcripción del recién descubierto manuscrito S, aunque se apartó del mismo en numerosos puntos para seguir —a menudo sin indicarlo— a Z. También Rose6 adoptó como texto base Z, que prefirió al manuscrito B por parecerle que éste ofrecía una versión primitiva, entendiendo por tal más irreverente, con una exuberancia típicamente juvenil y con algunos pasajes imperfectos [1927:24 y 30]. Ahí nació la hipótesis del carácter temprano de B. No muy diferente fue, en 1932, el criterio editorial de Astrana Marín. Éste aseguró [1932. Prosa:69] “seguir con preferencia” B (que parece haber considerado la versión primitiva), pero en la práctica reprodujo más frecuentemente Z7. En 1958 Felicidad Buendía editó Z, anotando algunas variantes de S. En general, el texto base de esas siete ediciones es Z, si bien Foulché-Delbosc, Castro (en su edición de 1927), Rose y Astrana incluyeron lecturas de otras versiones, no siempre con la necesaria indicación. Lázaro Carreter fue el primer investigador en la historia crítica del Buscón que tuvo en sus manos las cuatro versiones. Aceptó la tesis de Rose acerca de la anterioridad de B8, pero rechazó de plano la eventualidad de que Quevedo hubiese retocado el Buscón más de una vez. Partiendo de tales premisas, publicó en 1965 su reconstrucción del arquetipo X9, del que habrían derivado C, S y Z, testimonios 5
Reimpresa, sin aparato erudito, en 1917. “Faltando el manuscrito original autógrafo de Quevedo, tomamos por base de la edición crítica la primera de Zaragoza, 1626. Como sólo las ediciones de Zaragoza de 1626 y 1628 ofrecen interés, hemos anotado muy pocas variantes de las otras” [1927:29]. 7 Así lo sugiere la preferencia por el destinatario “señor”, “cuya forma definitiva conservamos” [1932 Prosa:69]. Por otra parte, Astrana antepone al título, Historia de la vida del Buscón, dos fechas: “1610” y “1625”. La primera correspondería al manuscrito B; la segunda, a la edición príncipe. 8 Según Rose, muchas de las lecturas singulares de B “adolecen de una exuberancia típica del estilo juvenil de Quevedo, y que un juicio más maduro las halló indignas de ser incluidas en la versión impresa” [1927:24]. Para Lázaro Carreter, “Una simple lectura de B evidencia un ímpetu, una lozanía, un desparpajo juveniles que, en determinados puntos, fueron relativamente frenados después” [1965:XLIX-XL]. En uno y otro crítico resuenan ecos de Alonso Cortés [1918:28], quien, sin referirse a ninguna versión específica, había escrito: “el Buscón es la obra de un mozo inexperto que está haciendo sus pinitos literarios, que ha leído el Lazarillo [...] toma la pluma y se pone a imitarla. Y como, aunque mozo, tiene ingenio y donosura, los desparrama aquí y allá en abundancia”. 9 “Es la primera edición de un clásico castellano hecha por un filólogo español con aplicación exacta del método [neolachmanniano] que acabamos de exponer”, afirmó Oreste Macrí [1969:39], tras lo cual añadió: “No entramos en el mérito de las opciones del editor” [1969:41]. 6
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ya corrompidos10. Como complemento de su texto crítico, transcribió paleográficamente el manuscrito B en aparato a pie de página, el cual, en su opinión, constituía una versión temprana que Quevedo había terminado desechando. La vida del Buscón de Lázaro Carreter —su reconstrucción del arquetipo X— fue el textus receptus durante una veintena de años, reproducido por todas las ediciones escolares y eruditas que vieron la luz en ese tiempo. Desde la perspectiva de hoy, 2007, la aportación más duradera del ilustre filólogo parece haber sido, paradójicamente, lo que él concibió como simple complemento, es decir, su transcripción de B, guía y referencia de las que vinieron después11. En efecto, en los últimos años parece haberse abierto una nueva etapa en la historia del Buscón, caracterizada por un visible olvido de la edición crítica antes mencionada y una generalizada preferencia por el manuscrito B, la nueva vulgata12. Tal predilección ha sido justificada desde variados criterios: para Edmond Cros [1988:72-81] representa la segunda y última redacción, para Pablo Jauralde [1987-1988] y [1991:26-32] la única, para Fernando Cabo [1993:51] es “el más seguro y coherente de los testimonios”, para Ignacio Arellano [1997:46] responde “al más reciente estado de la cuestión”, para Victoriano Roncero [1999:23] es la versión última y para Milagros Rodríguez [2001:60] “responde mejor que ningún otro a la concepción última de la obra por parte del autor”. Este cambio de actitud no siempre ha implicado un examen del problema textual del Buscón, pues apenas se ha revisado el método crítico de Lázaro Carreter, sobre el cual es preciso pronunciarse antes de emprender una investigación que marche por un derrotero diferente. Además, siguen sin tomarse suficientemente en consideración las otras versiones del Buscón, pues es preciso prestar más atención a C (nunca editada), y a Z, infravalorada. En cuanto a S, hay que decir que fue editada muy imperfectamente por Américo Castro en 1627, y sólo en 2005 ha aparecido una edición con más garantías. Como a una edición crítica la caracteriza, además del texto, su justificación y el aparato que lo acompaña, se precisa también un nuevo examen de las variantes y otra filiación de S, C, Z y B. De este modo se soslayaría una limitación habitual en los estudios textuales sobre el Buscón: comparar la versión B con el arquetipo X de Lázaro Carreter y no con las versiones S, C y Z, operación que no ofrece una pintura fiel de la realidad. Si no se considera satisfactorio el método seguido en 1965, y parece haber un acuerdo generalizado en este punto, no queda más remedio que iniciar la tarea desde otras premisas, pues 10 «Del original primitivo, saldrían uno o varios apógrafos; de éstos, innumerables líneas de transmisión, que se cruzarían en abundantes puntos. No resulta difícil imaginar a uno, a varios lectores curiosos, procurándose dos o más copias para recomponer puntos ininteligibles, y obtener una nueva, más “perfecta” en su sentir» [1965:LXXI]; para otros matices, véase [1965: LXXLLL]. 11 Discrepando de Edmond Cros y F. Cabo Aseguinolaza, Lázaro Carreter [2002] ha reiterado que B refleja una redacción temprana, que él entiende como anterior al arquetipo [X], fundamento de su edición crítica. 12 Constituye una excepción la edición de Barry Ife [1977], quien reproduce, enfrentados a dos columnas, los textos de Z y B.
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no es posible rescatar las nociones de codex optimus o bon manuscrit para seguir dejando en la penumbra los demás testimonios13. En mi replanteamiento crítico del Buscón no puedo ocultar mi radical disidencia de algunos trabajos y mi mayor cercanía a otros, pero de todos me siento deudor y a todos expreso mi reconocimiento, pues la experiencia enseña que de un error se puede aprender tanto como de un acierto. En ninguno de los trabajos que he tenido en cuenta falta, como mínimo, una transcripción, un dato, una enmienda, un criterio, una nota o una lectura útiles para el investigador que viene detrás. El presente estudio, animado por el respeto a los precedentes, aspira, sobre todo, a llamar la atención sobre hechos insuficientemente atendidos y a erradicar algunos prejuicios que siguen pesando a la hora de abordar la transmisión de las obras de Quevedo.
3. Las variantes redaccionales Conviene iniciar el estudio textual del Buscón estableciendo una clara distinción entre variantes de copista, variantes redaccionales y variantes de autor14. Considero variantes de copista los errores introducidos involuntariamente en el proceso de copia y los cambios debidos al malogrado propósito de subsanar un error; entiendo por variantes redaccionales las introducidas deliberadamente para modificar el texto, y por variantes de autor las variantes redaccionales debidas al responsable de la obra. Adelantando parte de mis conclusiones, diré que las más numerosas e importantes de las variantes que presentan S, C, Z y B son redaccionales, no de copista. Y la hipótesis que trato de hacer valer es que esas variantes redaccionales son atribuibles a Quevedo. Las cuatro versiones15 ofrecen un número relativamente pequeño de variantes de copista y un número mucho más elevado de variantes redaccionales, es decir, de cambios conscientes y meditados, en la expresión y en el conteni-
13 Tampoco parece posible una edición sinóptica, dado que el elevado número de variantes la haría confusa y de imposible manejo. Tal vez la magnitud de la tarea impidió a Barry Ife seguir un criterio uniforme en su intento, más modesto, de editar a doble columna la príncipe y el manuscrito B, con algunas correcciones de C y S. Desde el comienzo de su monografía, tan interesante en otros aspectos, se percibe la tendencia a la taracea, pues Ife: 1) titula la obra La vida del Buscón llamado don Pablos, rótulo que no figura en ningún testimonio, sino en el texto crítico de Lázaro Carreter; 2) reproduce el prólogo “al lector” de la príncipe, pero no hace lo propio con otros preliminares de la misma, como la décima “De Luciano a Quevedo”; 3) incluye la “Carta dedicatoria”, privativa de S y C. 14 Aunque estas nociones han sido suficientemente desarrolladas por Brambilla Ageno [1975:188-92], no es improcedente recalcar sus diferencias, sobre todo entre la más general de variante redaccional y la más concreta de variante de autor. En otro trabajo, Rey [2000], traté de aplicar estos conceptos a los textos de Quevedo. 15 No considero versiones dos ediciones que, derivando de la príncipe, ofrecen un buen número de variantes con respecto a ésta: la segunda de Zaragoza 1626 (Z2) y la de Zaragoza 1628 (Z3). A ellas me referiré más adelante.
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do. Es difícil creer que éstos procedan de los mismos copistas o cajistas que, por aquí y por allá, iban incurriendo en deslices. Tales cambios, pues, son anteriores al proceso de copia y emanan de otra instancia; es decir, el copista que cometió los errores ya tenía delante de sus ojos esas variantes redaccionales que se limitó a transcribir. Dichas variantes proceden, o de Quevedo, o de alguien que se sintió dueño del texto y con la capacidad de alterarlo. En este segundo caso habría que hablar, por lo tanto, de cuatro manos, una por versión. Estas variantes redaccionales afectan a los más variados aspectos: el título de la obra, los epígrafes de cada capítulo, la división en libros, el índice, el narratario, las descripciones de personajes, episodios menores y numerosos matices estilísticos. Como se puede comprobar en los ejemplos que recojo más adelante, los cuatro testimonios ofrecen un apreciable número de lecturas discrepantes, y ante tales divergencias no es posible hablar de deturpación, ni decidir que sólo una de las lecturas es la correcta. Se distinguen, por su naturaleza y grado de elaboración, de las variantes de copia16, que, en el caso de la obra que nos ocupa, suelen ser sencillos errores, fáciles de explicar y, con la ayuda de los otros testimonios, de subsanar17. En tales variantes redaccionales reside el problema textual del Buscón, pues hay que decidir si se deben o no a Quevedo. Si la respuesta es negativa, se hace necesario explicar cómo y quién o quiénes las introdujeron; si la respuesta es afirmativa, surge de inmediato una segunda pregunta: ¿en qué orden se sucedieron? Ofrezco a continuación una pequeña muestra de tales variantes redaccionales, limitándome, para comodidad del lector, a las que abarcan solamente palabras o frases cortas. Algunas se limitan a pequeños cambios de estilo, mientras que otras afectan a aspectos relacionados con la narración, las descripciones y el diálogo, de manera que presuponen un conocimiento detallado del contexto narrativo. Nada permite suponer que nos encontramos ante una o varias manos que, al capricho, van salpicando el texto quevediano de interpolaciones gratuitas. Obedecen a un designio. Como se puede comprobar, tales variantes aparecen a lo largo de toda la obra:
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Las lecturas divergentes de las cuatro versiones del Buscón son análogas, por su intencionalidad y elaboración literaria, a las variantes de autor del Guzmán, y muy diferentes de las simples variantes de copia que ofrecen las cuatro ediciones del Lazarillo. Para una muestra de esas dos clases de variantes en dichos relatos picarescos véase Francisco Rico [1970:CLXXII-CLXXIX] y [1987:139-46], respectivamente, así como la edición trilinear del Lazarillo a cargo de Ricapito [1987]. 17 La edición crítica de Lázaro Carreter, en su aparato crítico, pone en el mismo nivel cuidadas reelaboraciones y simples errores, atribuyendo unos y otros a los copistas, como si éstos fuesen simultáneamente capaces de inventiva literaria y de torpeza gramatical.
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En el título18: S: La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos C: La vida del Buscón, llamado don Pablos ZB: Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños
En las palabras iniciales de Pablo: S: Yo soy, señor, natural de Segovia. C: Yo, señor, soy natural de Segovia. Z: Yo, señor, soy de Segovia. B: Yo, señora, soy de Segovia.
En la estafa de la venta de Viveros: SZ: Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar sesenta reales (ff. 10v y 17) C: Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar todo sesenta reales (f. 15v) B: Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar, de cena sólo, treinta reales (f. 35)
En los escupitajos de Alcalá: S: ¡Basten gargajos, no le matéis! (f. 12) CZ: ¡Basta, no le matéis! (ff. 17v y 19) B: ¡Baste, no le deis con el palo! (f. 39v)
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No existe la deseable coherencia en la reproducción de los títulos de las diferentes versiones, circunstancia que agrava el empleo de la forma abreviada “Buscón”. Por ejemplo, Américo Castro publicó en 1917 Historia de la vida del Buscón, siguiendo la edición de 1626, cuyo título completo es Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos espejo de vagamundos y espejo de tacaños; en 1927, al seguir el manuscrito S, puso en la portada El Buscón, en las cabeceras de las páginas, Historia de la vida del Buscón, y en la página 17 La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos. Lázaro Carreter titula su versión crítica La vida del Buscón llamado don Pablos, como C.
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En los hurtos de la despensa: S: Yo era el despensero Judas, que desde entonces yo heredé no sé qué amor a la sisa (f. 14v ) C: Y[o] era el despensero Judas, que desde entonces teníamos particular amor en este oficio (f. 22v) Z: Yo era el despensero Judas, que desde entonces heredé no sé qué amor a la sisa en este oficio (f. 23v) B: Yo era el despensero Judas, de botas a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la sisa este oficio (f. 48v)
Camino de Madrid: S: Iba yo pensando en las muchas dificultades que tenía (f. 21) C: Iba yo pensando entre mí las muchas dificultades que tenía (f. 35) Z: Iba yo pensando entre mí en las muchas dificultades que tenía (f. 35v) B: Iba yo entre mí pensando en las muchas dificultades que tenía (f. 72v-73)
Durante la conversación con el maestro de esgrima: S: Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. Compúsole un gran sabio, y aún estoy por decir más. (f. 20) C: Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —Veis, este libro enseña a ser pestes a los hombres o le compuso algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—: es un gran sabio, y aún estoy por decir más. (f. 33) ZB:Y no dudéis que cualquier que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —O ese libro enseña a hacer pestes a los hombres o le compuso —dije yo— algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—: es un gran sabio, y aun estoy por decir más. (ff. 35v y 68-68v).
En la Premática contra los poetas güeros: S: Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado de oro y plata (f. 23) C: Por cuanto el siglo está pobre y necesitado (f. 38v)
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Z: Y porque aquél está pobre y necesitado (f. 39) B: Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado (f. 80)
En el título del capítulo que explica las actividades de don Toribio: S: Capítulo 13. Que prosigue su vida y costumbres (f. 30) C: Capítulo 6º En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbre (f. 53v) Z: Capítulo 13. En que el hidalgo prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres (f. 52) B: Capítulo sesto. En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres (f. 110v-111)
En la estancia en la casa del tío: S: ¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Lobuzno en Murcia, mas iba el borrico de manera que parecía remedaba el paso de la tortuga y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. (f. 27) C: ¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Lobrezno en Murcia, mas que iba el borrico que parecía que remedaba el paso de la tortuga y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. (ff. 46v-47) Z: ¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Lobrezno en Murcia, porque iba el borrico que remedaba el paso de la tortuga y el bellacón me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. (f. 46v) B: ¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico con un paseo de pato y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. (f. 97-97v)
En la vivienda de los hidalgos miserables: S: Dijo que no, y que por falta de harapos se estaba quince días había en la cama don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. (f. 32) C: Dijo que por falta de harapos estaba quince días había en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso (f. 59) Z: Dijo que no, y que por falta de trapos se estaba quince días había en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. (f. 57)
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B: Dijo que no y que por falta de harapos se estaba quince días había en la cama, de mal de zaragüelles, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. (f. 121v)
En la conversación con las tapadas: S: Ellas se regocijaron con esto y aun se cegaron, y con unos cien escudos en oro que yo saqué con los que traía con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió delante de ellas. (f. 35v) CB: Ellas se cegaron con esto y con unos cien escudos de oro que yo saqué de los que yo traía con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió. (ff. 67 y 136v) Z: Ellas juzgaron con esto y con un escudo de oro que yo saqué de los que traía, con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió, que yo era un gran caballero. (f. 63v)
En la cárcel: S: Hedía tanto que pensé morirme. Unos traían cámaras, otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado a decirles que mudasen a otra parte el vidriado. (f. 37v) C: Hedía tanto que a fuerza detenía las narices en la cara. Unos traían cámaras y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado y les dije que mudasen a otra parte el vedriado. (f. 71v) Z: Olían tanto que por fuerza detenía las narices en la cama. Unos traían cámaras y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado a decirles que mudasen a otra parte el vidriado. (f. 68) B: Estaba el servicio a mi cabecera. Vime forzado, a intercesión de mis narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado. (ff. 145v-146)
En la merienda del Prado: S: mucho que merendar, caliente y fiambre, principios y postres. Merendose alegremente. Regalelas yo a todas y ellas a mí. Levantaron los manteles (f. 44) C: mucho que merendar, caliente, fiambre, frutas dulces de principios y postres y frío. Merendose muy alegremente. Regalelas a todas ellas y ellas me regalaron a mí. Levantaron los manteles (f. 86) ZB: mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles (ff. 81 y 173)
Conversando Pablos con Diego Coronel: SCZ: ¿Qué sintiría yo, oyendo decir de mí, en mi cara, tan afrentosas cosas? Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. (ff. 44v, 87 y 82)
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B: Yo decía con unos empujoncillos de risa: “¡Gentil bergantón!, ¡hideputa pícaro!”. Y por de dentro, considere el pío letor lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. (f. 175)
Al disfrazarse Pablos de fraile benito: SC: [con leves diferencias entre sí]: yo estaba con un tocador en la cabeza y mi hábito de fraile benito, unos antojos y mis barbas, que por ser atusadas no desayudaban. (ff. 45 y 88) Z: yo estaba con un tocador en la cabeza, mi hábito de fraile benito (que en cierta ocasión vino a mi poder), unos antojos y una barba que, por ser atusada, no desayudaba. (f.82v) B: yo estaba con un tocador en la cabeza, por disimular la corona y fingir la enfermedad; sahumeme con paja y afeiteme de tercianas, con una color de cera amarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que, por ser atusada, no desayudaba. (f. 177)
Contini [1986:29] explicó que la difracción tiene lugar cuando una lectio difficilior “può essere soggetta a sostituzioni non sempre univoche, bensì multiple”. Tal vez alguna palabra o frase del Buscón propició que dos o tres copistas la sustituyesen por sinónimos o palabras fonéticamente próximas, sin provocar un error visible, pero no se pueden explicar las numerosísimas lecturas adiáforas de las cuatro versiones del Buscón como difracciones sin caer en la total desvalorización de los conceptos. Por otra parte, en la mayoría de las variantes redaccionales que nos salen al paso es difícil decidir qué palabra es facilior y cuál difficilior, dada la igualdad estilística de unas y otras. Tampoco podemos concebir a los copistas y cajistas de S, C, Z y B como artistas que cambian, corrigen e interpretan el modelo de una manera sostenidamente esmerada19. La anterior selección de variantes muestra cómo éstas persiguen matices expresivos que parecen reflejar el mismo afán corrector que se encuentra en otras obras de Quevedo con variantes de autor, y esto es aplicable tanto a las variantes que alteran pormenores narrativos y descriptivos como a las que buscan pequeños matices estilísticos, por ejemplo, un nuevo sinónimo o una leve modificación en el orden de las palabras. Tienen todo el aspecto de ser recreaciones de versiones precedentes, nunca parecen innovaciones ajenas al tono y el espíritu del Buscón, nunca desentonan con re19 Entiendo por copista (cajista o componedor en los textos impresos) quien transcribe, no quien rehace. Si se sospecha que una obra fue deliberadamente manipulada por alguien ajeno al autor parece conveniente ofrecer una semblanza del refundidor o interpolador, así como una explicación de sus intervenciones. De lo contrario, se corre el riesgo de convertir al copista en una entidad proteica o en un cajón de sastre al que va a parar todo aquello para lo que no existe explicación. No me parece aplicable al Buscón la figura, posible en otros casos, del “copista como autor”, tal como lo ha descrito Canfora [2002].
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gistros inesperados o incongruentes. En lo que se refiere a la acumulación de variantes en un pasaje dado, no existe una pauta regular: unas veces discrepan los cuatro testimonios entre sí y otras veces coinciden unos frente a otros. Las discrepancias y coincidencias no se producen siempre del mismo modo, aunque es fácil percibir tres hechos: 1) proximidad de ZB frente a SC; 2) varias coincidencias entre C y B; 3) singularidad de S frente a CZB. Si el concepto de difracción no permite atribuir todas esas variantes a los copistas, posiblemente resulta menos idóneo para dar cuenta de las que afectan a ámbitos más extensos que la palabra o la frase. Un primer y sencillo ejemplo lo proporciona la división en libros y capítulos. El Buscón consta de 23 capítulos: con numeración continua en S, divididos en dos libros en Z (13+10) y en tres libros en C y B (7+6+10)20. Tales cambios discurren paralelos a otras modificaciones en los epígrafes y en las tablas de Z y B (únicos testimonios que la poseen). Es impensable que los mismos copistas que incurrieron en errores elementales al transcribir palabras sueltas hubiesen poseído la capacidad y la voluntad de cuidar la coherencia de esas modificaciones.
4. Independencia de S, C, Z y B La anterior selección de ejemplos pone de relieve un hecho que la recensión de los cuatro testimonios confirma: la abundancia de lecturas privativas, en forma tanto de lecturas equipolentes como de errores singulares. Es imposible encontrar un párrafo de cierta extensión donde los cuatro testimonios coincidan en todos sus rasgos lingüísticos. Estos datos hablan en contra de una dependencia de unos testimonios con respecto a otros, lo que obliga a contemplar la hipótesis de que S, C, Z y B reflejen cuatro redacciones diferentes del Buscón, con variable grado de revisión en cada caso. Cuando se comparan los aparatos críticos de las cuatro ediciones que se ofrecen en este libro se confirman las impresiones anteriores. Los —aproximadamente— cuatrocientos errores que suman las cuatro versiones son, casi en su totalidad, privativos. Es decir, los de S no están en CZB, los de C no están en SZB, los de Z no están SCB y los de B no están en SCZ. Sólo en contadas ocasiones dos testimonios comparten algún error21 y éstos, además de infrecuentes, son poco 20 A partir del capítulo 14, S prescinde gradualmente de los epígrafes: en el 15 y 16 indica escuetamente “En que prosigue”, y en los seis siguientes se limita a señalar el número, excepto en el 23, donde dice “capítulo último”. Algo parecido ocurre con C que, a la misma altura del relato, también suprime los epígrafes para ir indicando “capítulo segundo del libro tercero”, “capítulo tercero del mismo libro”, etc. Debe tenerse en cuenta, además, que en éstos se produjo una modificación de la persona narrativa, pues S, C y Z utilizan la primera persona (“De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió”), y B la tercera (“De cómo fue a la escuela y lo que en ella le sucedió”). 21 Por ejemplo, S y C comparten la incorrecta lectura “de paño librando”, por el correcto “de pane lucrando”.
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significativos. Si tales errores no pasaron de un testimonio a otro ni se encuentran en un antecesor común, habrá que pensar que las cuatro versiones son independientes entre sí y que cada una se remonta, por separado, al autor. Los errores más llamativos son los producidos por omisiones de palabras o frases, que producen sinsentidos o incoherencias que ningún copista o impresor podría haber enmendado. S, C, Z y B nunca coinciden en sus omisiones de palabras o frases, ninguna de las cuales, por otra parte, parece haber provocado una redacción errónea o confusa en el mismo lugar de los otros tres testimonios22. Los errores de los cuatro testimonios son los habituales en el proceso de transmisión: lecturas distraídas, memorizaciones incorrectas, posibles confusiones en el dictado, haplografías, saltos de línea, trivializaciones y otras inadvertencias. Producen la impresión de ser errores de primer grado, es decir, malas reproducciones de lecciones correctas; no son errores de segundo grado, inducidos por otros anteriores, razón por la cual se los enmienda con toda sencillez con la ayuda de los demás testimonios. Seguramente los copistas y cajistas de S, C, Z y B se basaron en originales cuidados o, por lo menos, carentes de lugares oscuros, siendo ellos mismos los causantes de la mayoría de los errores que hoy encontramos. También hay que decir que las versiones S, C y B están representadas por manuscritos de los que no conocemos otras copias, de tal manera que en estos casos la noción de versión coincide con las de soporte material único. Aunque la conservación y pérdida de copias es, en gran medida, fruto del azar, también se puede interpretar como indicio de circulación limitada o de difusión controlada. Contrasta la escasez de manuscritos del Buscón con la relativa abundancia de los mismos que ofrecen otras obras de Quevedo, como La Perinola o los Sueños, o, también, escritos de condición tan poco popular como Carta del rey Fernando el Católico, Grandes anales de quince días o Panegírico a Felipe IV. Cabría esperar que las aventuras de Pablos hubiesen propiciado una transmisión manuscrita más abundante. Probablemente no ocurrió así porque no circuló antes de 1626, y porque, después de esa fecha, la difusión impresa hizo innecesaria la manuscrita. Tal vez los tres manuscritos del Buscón no salieron de un ámbito cercano a Quevedo, de modo análogo a lo que sucedió con muchos de sus poemas. En este punto es conveniente recordar lo acaecido con sus silvas: Quevedo trabajó en ellas durante toda su vida, incrementando paulatinamente su número y puliendo incansablemente su estilo. Apenas circularon en vida, y los manuscritos que han llegado a nosotros contienen un número elevado de variantes de autor y muy reducido de variantes de copia.
22 También hay que dejar constancia de las disparidades en materia de puntuación, ortografía, fonética y morfología que presentan los cuatro testimonios, en tanto que las ediciones surgidas desde Z ofrecen significativas coincidencias en estos aspectos.
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5. Inexistencia de un arquetipo Antes de pasar al análisis de cada una de las versiones conviene considerar la posibilidad de que éstas posean errores comunes, noción fundamental en el método lachmanniano. Lázaro Carreter en su edición crítica postuló la existencia de un arquetipo, copia corrompida de un original perdido23. No será ocioso detenerse a comprobar los contados24 ejemplos que adujo como errores comunes. El primero de ellos tiene lugar en el pasaje donde se menciona la actividad de Aldonza. Dicen así los testimonios: S: y por mal nombre la llamaban alcahueta. Para unos era tercera y prima para todos y flux para los dineros de todos. (f. 1v) C: y, por mal nombre, alcahueta. Para unos era primera, tercera para otros y flux para los dineros de todos. (f. 1v) Z: y por mal nombre alcagüeta, y flux para los dineros de todos. (f. 2) B: y, por mal nombre, alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos. (f. 3v)
Concluyó Lázaro Carreter [1965:LVI] lo siguiente: “Resulta claro que X ofrecía un texto deturpado; E [Z en mis siglas] optó por suprimir lo que no entendía, mientras que C y S se esforzaron en buscar un sentido. B conserva una lectura perfecta: Para vnos era tercera, primera para otros, y flux para los dineros de todos”. En mi opinión, ninguna de estas lecturas parece errónea. B y C sólo se diferencian entre sí por algo tan intrascendente como el orden de dos adjetivos, en tanto que S presenta una leve diferencia léxica y una adición sin incidencia en el significado; Z ofrece un texto más inocuo —sin el juego verbal en torno a primera o prima, ‘prostituta’— que parece, más que una conjetura desde un texto ininteligible, una de sus variantes paliativas (de las cuales hablaré más adelante). Dado que el juego de palabras tercera-primera con sentido erótico era frecuente en la literatura de la época25, no debe presumirse que propiciaría errores de comprensión. El segundo ejemplo aducido procede del episodio de la borrachera en casa del tío de Pablos: 23 “Por entre los cinco millares de variantes independientes que presentan CSZ, es posible rastrear algunas que prueban la existencia de un remoto arquetipo, X, origen de una arborización a la que ellos pertenecen” [1965:LV-LVI], en tanto que “C y S poseen, a su vez, un arquetipo privativo Y ” [1965:LXX]. 24 Sorprende que una obra que, según Lázaro Carreter [1965:LXXI], “sería copiada centenares de veces” haya dejado un número tan reducido de errores comunes. En el Panegírico a Felipe IV y el Breve compendio del duque de Lerma, obras más breves que el Buscón, de composición mucho más tardía y de escasa celebridad, se encuentran más ejemplos y, además, inequívocos. Véase Rey [2005a]. 25 Véase Colón [1966:457].
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S: no sabía de qué. El aposento estaba, ya de las enjaguaduras de las monas, ya de las aguas que habían hecho de noche, hecho una pecina. Al fin, en levantándose mi tío, tratamos... (f. 28v) C: no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjuagaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no haberlas hecho †. Levantose mi tío, tratamos... (f. 49v) Z: no sabía de qué. Echó una pierna, levantose, tratamos... (f. 49) B: no sabía de que. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. Levantose, tratamos... (f. 103)
Según Lázaro Carreter [1965:LVII], “se impone pensar en un antecesor de CSE sumamente estropeado, en que, por lo menos, la palabra taberna, clave para comprenderlo, estaba alterada. E convirtió hecho una taberna en echó una pierna, y suprimió todo lo anterior. Los manuscritos intentaron, cada uno por separado, dotar de algún sentido el párrafo”. Creo, no obstante, que la lectura de S es correcta, porque la comparación del aposento con una “pecina” de vómitos y orines no es menos coherente que la comparación con una “taberna de vinos de retorno”. En cambio, no es fácil explicar cómo surgió “pecina” de un arquetipo que leía “taberna”. ¿Lectio facilior? ¿Palabra fonética o gráficamente próxima? ¿Conjetura de copista? Además, esa variante léxica está unida a otra que afecta a una frase, pues se habría pasado de “parte con [...] parte con” a “ya de [...] ya de”. La hipótesis más defendible sugiere que hubo un cambio redaccional consciente, en el triple ámbito del léxico, la sintaxis y el estilo. Resulta ahora secundario decidir en qué orden se produjo y quién lo llevó a cabo. Otros aspectos de este fragmento parecen responder a lo que James Willis [1972:133-61] llama “complex corruptions”, pues tan plausible como la conjetura de un error común para CZ (una vez descartado S) es la posibilidad de un error poligenético o de una variante redaccional. C ofrece una secuencia inicialmente correcta, que termina siendo absurda al faltar la apódosis del período; podría tratarse, simplemente, de una omisión involuntaria del copista26, porque de haberse encontrado ante una lectura truncada, como la que él transmite, tal vez hubiera reaccionado ensayando alguna enmienda. En cuanto a Z, no se puede rechazar la explicación de Lázaro Carreter cuando sugiere que se pasó del sintagma “hecho una taberna de vinos de retorno” a “echó una pierna,” pero también debe señalarse que la omisión de la referencia a los vómitos se llevó a cabo sin provocar un sinsentido: “Echó una pierna, levantose, tratamos largo en mis cosas”, o, si se desea, “Hecho una taberna, levantose, tratamos largo en mis 26 Una más, porque en los folios 9, 10v, 29, 39v y 47 tuvo que añadir en los márgenes fragmentos inicialmente omitidos.
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cosas”. Este pasaje es similar a otros de Z donde se atenúan descripciones desagradables, procaces o irreverentes sin hacer ininteligible el texto. Ciertamente, resulta problemático proponer un arquetipo donde figuraba, alterada, la palabra taberna. Reseñaré, en tercer lugar, un comentario extraído de las notas de Lázaro Carreter [1965:190] a su texto que, para mayor claridad, irá precedido de mi transcripción de los cuatro testimonios: S: porque él era jugador y lo otro: diestro, que llaman por mal nombre fullero. (f. 36v) C: porque él era jugador y lo otro; otros los llaman fulleros por mal nombre. (f. 69v) Z: porque a más de ser jugador, era cierto (así se llamaba, el que por mal nombre fullero). (f. 66) B: porque él era jugador y lo otro; ciertos los llaman y, por mal nombre, fulleros. (f. 142)
“Por fortuna, B conserva un texto impecable, desde el que pueden justificarse como errores de lectura las demás versiones, que han de remontarse, sin lugar a dudas, al antepasado común”, afirmó el citado crítico. Si el antepasado ofrecía la misma lectura que B, es difícil explicar cómo surgieron desde él las de S, C y Z. La mecánica actividad del amanuense y del cajista genera una precisa gama de errores de copia27 pero no una exploración entre diferentes alternativas léxicas y sintácticas, que es lo ocurrido aquí. Resulta imposible reconstruir el arquetipo porque los testimonios existentes no presentan errores comunes28. No hay ninguno en S y C, y el de Z —tal vez adición incorrecta de que, tal vez omisión de es antes de “fullero”— no es significativo. En cuanto a la lectura más clara de B no sería descabellado interpretarla como revisión final por parte de Quevedo. Tampoco parece imaginable una lectio difficilior que los copistas hubiesen cambiado por un sinónimo más corriente o por una palabra gráfica o fonéticamente similar. Las distintas redacciones dejan entrever un titubeo entre los conceptos generales de jugador y fullero y los más particulares de diestro y cierto. En C se califica como fullero al jugador de cartas; en S se dirige ese calificativo al diestro, categoría más restringida; en Z y B se deslinda entre la condición general de jugador y la específica de cierto, al que se moteja de fullero. En Vida de 27
Como han señalado, entre otros, Louis Havet [1967], Eugène Vinaver [1939] o J. Andrieu
[1950]. 28 La relativa escasez de tales errores en la literatura vulgar ha llevado a Francisco Rico [2001:544] a afirmar que “la mayoría, y aún diré que la inmensa mayoría de los estemas que corren por la filología románica se basan mayormente en errores bajo palabra, errores cuya condición de tales el editor no ha demostrado ni puede demostrar. El más común de los errores es el error común”. En los textos que han transmitido las obras de Quevedo no faltan, ciertamente, los errores comunes, pero me parece que no ocurre así con el Buscón.
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Corte Quevedo describió el modo de proceder de esos y otros tramposos29, buscando en el argot de las cartas definiciones claras, tal vez más precisas que las de otros escritores que describieron el ambiente de los tahúres30. Las versiones Z y B parecen reflejar el criterio finalmente alcanzado. Incluso en algún pasaje donde dos o más testimonios cometen errores no se ve con claridad que éstos sean comunes. Tal ocurre con el fragmento que relata la grotesca borrachera de los convidados por el tío de Pablos, en lo que sigue a “No quiero decir lo que comimos, sólo que eran todas cosas para beber”: S: Sorbiose el corchete tres de puro tinto, brindándome a mí, pero yo agüelo, y hacía más razones que decíamos todos. (f. 27v) C: Sorbiose el corchete tres de vino tinto; brindándome a mí, el porquero me las cogía y hacía más razones que decíamos todos. (f. 47v) Z: Sorbiose el corchete tres de puro tinto. Viéndome a mí, el porquero me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. (f. 47) B: Sorbiose el corchete tres de puro tinto. Brindome a mí el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. (ff. 98v-99)
Es evidente que en S hay errores, y es posible que haya en C alguna omisión, pero también resulta plausible suponer que en este fragmento existan variantes redaccionales. Tal vez estamos ante un pasaje retocado por Quevedo y transmitido con errores de copia. En todo caso resulta sorprendente la afirmación de Lázaro Carreter según el cual “el error estaba en S” [1965:139], porque tan ininteligible lectura, de imposible enmienda para un filólogo de hoy, nunca habría desembocado en unas conjeturas tan felices como las que proporcionan C y Z. También hay que decir que dudas análogas a las planteadas por los ejemplos anteriores suscita el título propuesto por Lázaro Carreter, quien supone que en el arquetipo se leería La vida del Buscón, llamado don Pablos. Parece imposible reconstruir tal lectura a partir de las tres existentes31 porque en ellas no hay ningún error común que permita remontarse a tal antecedente. Tampoco se explica que,
29 Indica cómo los gariteros tienen especial correspondencia con “ciertos y fulleros”, (edición de Antonio Azaustre, p. 237) añadiendo luego que “los gariteros son los encubridores y sabidores de la flor de los ciertos” (p. 239), categoría dentro de la cual distingue tres subapartados: “el cierto”, “el rufián” y “el doble”. Pocas líneas más adelante, Quevedo añade: “Hay muchos géneros de fulleros: unos son diestros por garrote, y otros por una ida y otros muchos géneros semejantes” (p. 240). 30 Compárese con Luque Fajardo [1955:1,175-78; 199-201] y con los repertorios léxicos de José Luis Alonso Hernández y Jean-Pierre Étienvre. 31 Reproducidas anteriormente en el apartado 2, “Las variantes redaccionales”. Señalaré aquí que Fouché-Delbosc le da a su versión el título de La vida del Buscón, pese a que declara seguir a Z.
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a partir de esa lección original los copistas hubiesen derivado por su cuenta en resultados tan diferentes y tan logrados literariamente. Para Lachmann, los textos bíblicos y clásicos objeto de su atención se remontaban a un arquetipo desfigurado por lecciones erróneas, que se interponía entre el original y las copias conservadas; para Paul Maas no había texto clásico de cierta extensión que no derivase necesariamente de un arquetipo32. Tal concepción del proceso de transmisión textual lo aplicaron los seguidores de ambos filólogos a autores y obras de diversas épocas, de modo no siempre pertinente. “Il rischio virtuale sempre immanente nella precedura lachmanniana è nella possibile predicazione di lezioni adiafore como erronee, a fine pragmatico,” escribió Gianfranco Contini [1971:14]. Tal riesgo se acentúa ante lo que llama Giorgio Chiarini “tradizione intrinsecamente innovativa” [1982:47], supuesto en el que se encuentran diversas obras medievales y renacentistas33. En la medida en que Lázaro Carreter apela repetidamente a un arquetipo corrompido por errores y lagunas, puede decirse que su edición está impregnada del espíritu neolachmanniano que floreció en los años sesenta34. La cuestión crucial consiste en saber si tal procedimiento es adecuado al Buscón35 y si ciertas lecturas adiáforas constituyen, verdaderamente, errores. Como he indicado anteriormente, en mi opinión los errores de S, C, Z y B son privativos, y aparecen entremezclados con numerosas variantes redaccionales36. Los cuatro testimonios llegados a nosotros son imperfectos y precisan ser enmendados, pero nunca en los mismos lugares, porque los errores de cada uno no dejaron huella en los tres restantes, indicio de que cada versión se remonta por separado al autor.
32
Véanse Timpanaro [1981:65-78] y Pasquali [1962:15]. Pasquali [1962:16] llamó la atención sobre aquellas tradiciones textuales que “risalgono all’originale dell’autore recta via, non attraverso un’unica copia già macchiata di errori”. En ese supuesto se encuentra, en mi opinión, el Buscón. 34 Véase, Orduna [1991:90]. En el “inciso gratulatorio” Lázaro Carreter agradece la colaboración brindada por Manuel Díaz y Martín Ruiperez: “me hicieron valiosas indicaciones sobre la presentación de mi trabajo, desde su experiencia de filólogos clásicos” [1965:XIII]. 35 En el tipo de transmisión textual a que se refiere Lachmann existen tres momentos, a veces muy alejados cronológicamente: el original perdido, el arquetipo corrompido y las copias ulteriores. Si se aplica tal esquema al Buscón habría que pensar que, en un corto período de tiempo, se perdió el original, se perdió el arquetipo y se sucedieron las copias, una de las cuales llegó a la imprenta de Duport en 1626. Ese proceso tendría que desarrollarse ante un despreocupado Quevedo, indiferente a la suerte de su texto. 36 Virtud militante, obra igualmente impresa por Pedro Vergés a costa de Roberto Duport, es un claro ejemplo de simple corrupción textual. Véase, a este respecto, Rey [1986: 23-57]. Sus variantes con respecto al autógrafo quevediano son de naturaleza muy distinta a las que ofrecen las cuatro versiones del Buscón. Otro ejemplo de relato quevediano con simples errores de transmisión se encuentra en las ediciones de 1628 y 1629 del Discurso de todos los diablos, cuyas variantes, por su número y condición, también ofrecen un acusado contraste con las del Buscón. 33
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6. Pluralidad de versiones Las consideraciones anteriores apuntan a un proceso de revisión del Buscón por parte de Quevedo. Desde que, a principios del siglo XX, empezaron a conocerse las distintas versiones, se abrió paso la creencia de que hubo más de una redacción. Robert Selden Rose [1927:25], sin haber llegado a tener conocimiento del manuscrito C, dedujo que Quevedo había retocado tres veces el Buscón, hipótesis que Lázaro Carreter rechazó de plano, pues sólo admitió la existencia de dos versiones37. De acuerdo con tal premisa, postuló la existencia de un primer original α, del que derivaría B, y de un segundo original β, del que derivaría el arquetipo X, antepasado de las versiones S, C y Z. Influidos por este parecer, los editores del Buscón no suelen contemplar la posibilidad de más de dos versiones38. En mi opinión, la vieja hipótesis de Rose merece ser rescatada y aprovechada, porque poseemos un cuarto testimonio y más datos acerca de los tres restantes. En una rápida inspección de los cuatro testimonios se llega a tres conclusiones: 1) S y C comparten un buen número de lecturas frente a Z y B; 2) C coincide en algunos casos con ZB frente a S, lo que parece probar su carácter intermedio; 3) las dos versiones más alejadas entre sí son S y B. En consecuencia, el orden de redacción del Buscón parece haber consistido, o en el trayecto SCZB o en el inverso, es decir, BZCS.
7. La versión S Está representada por el testimonio que recoge el manuscrito 303 bis (olim Artigas, 101) de la Biblioteca de Menéndez y Pelayo. Dicho manuscrito, presumiblemente del siglo XVII, permaneció ignorado hasta que Miguel Artigas lo dio a conocer en 1926. Al año siguiente Américo Castro lo tuvo en cuenta para su nueva edición del Buscón, en la cual, pese a lo que declaró en el prólogo39, siguió esencialmente el texto de Z40 y sólo ocasionalmente tuvo en cuenta el códice san37
Lázaro Carreter [1965:XXXIII]. Con la excepción de Jauralde [1987-1988, 1991], quien, como ha quedado reseñado, opina que Quevedo nunca revisó el Buscón. 39 “Publico ahora el Buscón según un nuevo manuscrito, que muda y mejora esencialmente el texto tradicionalmentte conocido” [1973: VII]. 40 Se pueden aducir numerosos ejemplos. En el capítulo 17 (f. 38), en S se lee: “Vino la noche. Mataron la luz”; Castro (p. 187) transcribe: “Vino la noche. Fuimos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz”. Es la lectura de Z. Al comienzo del capítulo 18 (f. 39v), en S se lee: “Preciábase de manos y, por enseñarlas, despabilaba las velas y partía la comida en la mesa; señalaba lo que era cada cosa; siempre tenía que prender algún alfiler en el tocado; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y las manos haciendo cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba a sus mismos padres”; Castro [p. 195] transcribe la descripción, más extensa, de Z: “preciábase de manos y, por enseñarlas, despabilaba las velas y partía la comida en la mesa; en la iglesia siempre tenía puestas las manos; por las calles iba enseñando qué 38
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tanderino41. De manera similar a Castro procedió Valbuena Prat en 1943 al editar Historia de la vida del buscón llamado don Pablos dentro de la conocida colección La novela picaresca española42. Durante mucho tiempo las mejores contribuciones a su difusión fueron los aparatos críticos de las ediciones del Buscón que llevaron a cabo R. Selden Rose y, sobre todo, Lázaro Carreter. Valiosas pero, lógicamente, encaminadas a emplear el texto como material subsidiario43, no a darlo a conocer en su integridad. Recientemente, en colaboración con Ana García Fuentes, he editado este texto, acompañado de su reproducción facsímil. Algunas de las peculiaridades más destacadas de la versión S frente a las otras tres son las siguientes: a) Su título —La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos— no denomina buscón al célebre protagonista. b) No divide en libros los 23 capítulos de que consta el relato. c) Sus Premáticas del Desengaño contra los poetas güeros son más extensas porque tienen dos items más y un tercer pasaje algo más largo. En este aspecto coinciden con el texto suelto de las Premáticas, redactadas, presumiblemente, antes que el Buscón44. d) A lo largo del relato S ofrece numerosas lecturas singulares, con variable grado de acercamiento a C frente a ZB. Pueden servir de muestra las seis siguientes: S: ¡Basten gargajos, no le matéis! (f. 12) CZ: ¡Basta, no le matéis! (ff. 17v y 19, respectivamente) B: ¡Baste, no le deis con el palo! (f. 39v) casa era de uno y cuál de otro; en el estrado de contino tenía un alfiler que prender en el tocado; si se jugaba algún juego era siempre al de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres”. Al comienzo del capítulo 20 (f. 44), en S se lee: “y si son feas y discretas es lo mesmo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro”; Castro (pp. 213-14) reproduce el texto, nuevamente más extenso, de Z: “y si son feas y discretas es lo mesmo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas”. Ciero es que también existen otros pasajes, menos frecuentes, en los que Castro sigue a S frente a Z, como se observa en el título. En su día, Lázaro Carreter [1965:XXIX-XXXII] hizo reproches análogos a la edición de Castro de 1927. 41 De cuyo interés textual se hizo eco Dámaso Alonso [1927] al reseñar esa segunda edición de Castro. 42 “El texto que seguimos es el manuscrito de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, que consideramos con más probabilidades de conservar el sabor del original, que en las limadas y cambios [sic] del libro impreso”, declaró Valbuena [1974:8], quien, en realidad, siguió la edición de 1626. 43 Los dos investigadores mencionados coinciden, con variables matices y argumentos, en suponer que S deriva de B, hipótesis que no me es posible suscribir por las razones apuntadas anteriormente. 44 Apoyándose en este dato, Azaustre [1997:80] llegó a la conclusión de que S parece la versión más antigua del Buscón: “los items 5 y 6 ofrecen un supuesto crítico de gran interés [...] Presentes en la versión independiente de las Premáticas, la burla apunta en ellos a lo religioso, y suele afirmarse que se suprimieron al incluir el texto en el Buscón. Pues bien, estos items se suprimieron en todas las fuentes del Buscón, menos, precisamente, en el ms. S, donde sí aparecen”.
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S: que desde entonces yo heredé no sé qué amor a la sisa (f.14v) C: Y[o] era el despensero Judas, que desde entonces teníamos particular amor en este oficio (f. 22v) Z: Yo era el despensero Judas, que desde entonces heredé no sé qué amor a la sisa en este oficio (f. 23v) B: Yo era el despensero Judas, de botas a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la sisa este oficio (f. 48v) S: Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. Compúsole un gran sabio, y aún estoy por decir más. (f. 20) C: Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —Veis, este libro enseña a ser pestes a los hombres o le compuso algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—: es un gran sabio, y aún estoy por decir más. (f. 33) ZB: Y no dudéis que cualquier que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —O ese libro enseña a ser [hacer, Z] pestes a los hombres o le compuso —dije yo— algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—: es un gran sabio, y aun estoy por decir más. (ff. 33v y 68-68v) S: Capítulo 13. Que prosigue su vida y costumbres (f. 30) C: Capítulo 6. En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres (f. 21v) Z: Capítulo 13. En que el hidalgo prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres (f. 52) B: Capítulo sesto. En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres (ff. 110v-111) S: Y se halló que, de todos sus vestidos juntos, no se podían echar unas soletas (f. 38v) CZB: Y se halló que, de todos sus vestidos juntos, no se podía hacer una mecha al [a un ZB] candil. (ff. 74, 70 y 150v)
Según Lázaro Carreter [1965:XLI] este manuscrito presenta abundantes “errores y lecturas arbitrarias”, pero éstos, como se comprueba en la transcripción que ofrecemos más adelante, son de lo más común en la fenomenología de la copia: alteraciones de singular y plural (“había/habían”), de la flexión verbal (“enojose/enojase”), repeticiones de palabras (“sino que/sino que”), adiciones de sílabas (“descalabrararon”), omisiones de sílabas (“llamaba/llaba”), errores u omisiones de letras (“remi-
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to/emito”, “cintas/cintos”), modificaciones en enclíticos (“ofrecerse/ofrecerle”), confusiones fonéticas (“cogido/cosido”, “con calambre/con el hambre”), cambios por palabras caligráficamente próximas (“sombras/hombres”, “suene/ si con”, “a la muñeca/a la mañana”), alguna lectio facilior (“Ercilla/arcilla”), etc. Las ciento setenta enmiendas que figuran en el aparato responden, mayoritariamente, a erratas de esta índole, surgidas de pequeños descuidos en la lectura, en la comprensión caligráfica, en la memorización o en el dictado, que se subsanan sin apenas acudir a las otras versiones. Si el manuscrito santanderino no ofrece un texto verdaderamente deturpado es porque su negligente copista se basó en un original sin errores, o con muy pocos errores, y su desaliño no fue bastante para hacerlo menos inteligible. Hay que añadir, asimismo, que en CZB no reaparecen errores significativos de S, indicio de su mutua independencia. Algunos ejemplos: galgo con el hambre (f. 13), frente al correcto galgo con calambre en CZB Demás amas (f. 32), frente a de mes a mes caminamos a la guerra (f. 47v), frente a caminamos a la güesa buenos sucesos (f. 52v), frente a parabienes
La versión recogida en el manuscrito santanderino tiene todo el aspecto de ser la más alejada de las otras tres. Por lo tanto, o está al principio de la serie de revisiones, o al final. Siendo altamente improbable lo segundo, dado el carácter tardío de Z y B, no queda más remedio que situar a S en el extremo inicial. Parece constituir, pues, la versión más temprana del Buscón.
8. La versión C Está representada por el testimonio contenido en el manuscrito RM 40-6768 de la Biblioteca de la Real Academia Española. Se trata de una versión prácticamente inédita, que sólo se conoce a través del aparato de variantes de la edición crítica de Lázaro Carreter. Sus principales peculiaridades son: a) Tiene como título La vida del buscón llamado don Pablos, si bien el epígrafe correspondiente al último libro dice Libro tercero de la vida del Buscavidas, sobrenombre que no se encuentra ni en Z ni en B. b) Divide el relato en tres libros, coincidiendo en este aspecto con B. c) Se aproxima a S más que a ZB. El manuscrito que contiene esta versión presenta en torno a un centenar de errores, buena parte de los cuales son descuidos en letras o sílabas. Aparentemente, el copista desconocía palabras de uso común, tales como “ingromante” por ‘nigromante’, “gregee” por ‘granjeé’, “obreros” por ‘overos’ y otras similares. En unas ocasiones crea palabras absurdas: “sintreua” (‘si entraba’), “Reissa” (‘reíase’), mientras que en otras confunde las que, siendo gráficamente próximas, poseen un significado muy
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alejado: “paredilla” por ‘pandilla’, “ufanas” por ‘bufonas’. Algunos errores merecen ser señalados porque, como en los casos análogos indicados a propósito de S, hubieran dejado rastro en cualquier copia que se hiciese a partir de aquí. Así ocurre con “a vueltas de” (f. 11v), en vez del correcto “abultase”; con la frase truncada al omitirse “cordeles en los muslos” (f. 21); con la omisión de “y a mí tan travieso” (f. 22v); con “mas a la onda” (f. 35v), en vez del correcto “Majadahonda”; con “depesecadores” (f. 38v), en lugar de “despedazadores”; con “hauia de Paredes” (f. 41v), frente al correcto “García de Paredes”; con “comparado” (f. 53), en vez de “campanudo”. Es relativamente frecuente la omisión de palabras, singularmente monosílabos, cuya ausencia, en varios casos, produce frases ininteligibles o con otro sentido. El copista, pues, parece haber actuado de modo rutinario y negligente, sin voluntad de innovar, por lo que no cabe pensar que hubiese introducido las variantes singulares de C. Presumiblemente se basó en un original esmerado, al que corrompió con su desaliño, cuyas consecuencias no palió una mano correctora —probablemente la del propia copista— que efectuó ocasionales enmiendas o repuso en el margen palabras omitidas.
9. La versión Z Es la única que conoció la difusión impresa en la época de Quevedo, y por ella se citó el Buscón durante siglos. Para empezar, conviene dejar constancia de su título: Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Resulta tentador verlo como una culminación de los títulos de S y C. Su cómica ampulosidad parece una réplica de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades o de Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana. Por su extensión y matices delata el usus scribendi de un autor aficionado a los títulos dilatados y prolijos: Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo, invidia, ingratitud, soberbia y avaricia; Execración por la fe católica contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrílegos y heréticos; La caída para levantarse, el ciego para dar vista, el montante de la Iglesia en la vida de san Pablo apóstol; Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo, etc. También conviene llamar la atención sobre la redundante expresión “Historia de la vida”, que denota un bagaje libresco que sólo cabe atribuir a Quevedo45. 45 Numerosos relatos picarescos, como ocurre con las biografías de Lázaro de Tormes, Marcos de Obregón, Estebanillo González, Gregorio Guadaña y otros, se presentan con el título de Vida de, tal vez parodiando otras trayectorias más santas (Vida de san Alexis, Vida de santa María Egipciaca, Vida de san Eustaquio, Vida de san Amaro y similares). Paralelamente, en el ámbito de la prosa se escribieron diversas historias de personajes de condición regia o noble, auténticos (Historia Roderici, Historia el emperador Carlos V) o fabulosos (Historia de Apolonio, Historia del Abencerraje, Histo-
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Frente a SC, Z ofrece numerosas lecturas diferentes, buena parte de las cuales están, igualmente, en B. También presenta variantes paliativas allí donde SC (y, a veces, B) contienen alusiones susceptibles de ser consideradas irreverentes o inadecuadas. Me detendré en este segundo supuesto mencionando algunos ejemplos. En la descripción de la madre de Pablos faltan los nombres cristianos o las referencias religiosas: SCB: Aldonza de san Pedro, hija de Diego de san Juan y nieta de Andrés de san Cristóbal. Z: Aldonza Saturno de Rebollo, hija de Octavio de Rebollo Codillo y nieta de Lépido Ziuraconte. (f. 1v) SC: Quiso esforzar que era decendiente de la letanía. [B: de la gloria] Z: Esforzaba que descendía de los del triunvirato romano. (f. 1v)
Aldonza explica de manera diferente por qué su cama está hecha de sogas de ahorcados: SC: Éstas tengo por reliquias, porque los más déstos se salvan. (ff. 2 y 2v) Z: Con el recuerdo desto aconsejo a los que bien quiero que para que se libren dellas, vivan con la barba sobre el hombro, de suerte que ni aun con mínimos indicios se les averigue lo que hicieren. (ff. 2-2v)
Cuando Pablos recibe dos noticias o “evangelios”, a saber, que su madre era puta y hechicera, comenta46: SC: ¡Ah madre!, pésame sólo de que ha sido más misa que pendencia la mía. Preguntome que por qué, y díjela que porque había tenido dos evangelios. (ff. 3 y 3v) Z: ¡Ah madre!, pésame sólo de que algunos de los que allí se hallaron me dijeron no tenía que ofenderme por ello, y no les pregunté si era por la poca edad del que lo había dicho. (f. 4) ria del noble Vespasiano, Historia de la linda Melosina, etc. ). En los ámbitos historiográfico y de ficción histórica, pues, menudea la expresión “historia de”, junto a términos equiparables como “crónica” o “libro”. Llamativamente, Quevedo inicia el que parece haber sido el título finalmente querido para su relato con la notable redundancia Historia de la vida. El libro del pícaro Pablos, pues, es historia, como la de personajes heroicos, y vida, como las de los pícaros que hacen un contrafactum pecaminoso de los santos. Una doble emulación paródica, que presupone conocimiento literario y toma de posición ante la tradición. 46 En estos dos últimos casos, B ofrece otro texto que, pese a su interés, no procede comentar aquí.
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La Premática del Desengaño contras los poetas güeros dice que los hombres, al haber contagiado el gusto por la poesía a las mujeres, se han desquitado del mal cometido por Eva en el pecado original: SCB: Declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron en la manzana. (ff. Z: Declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron al principio del mundo (f. 39)
A los poetas de ciego se les vedan estas palabras: SCB: Cristián, amada, humanal y pundonores Z: Humanal [ hermanal] y pundonores (f. 40v)
Don Toribio, el hidalgo miserable, conjetura que Pablos lo tomó por un noble de título: S: Debiole de parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era el duque de Arcos o el conde de Benavente (f. 29v) C: Debiole de parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Arcos (f. 52) ZB :Debiole parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos (ff. 51)
Los pañuelos que poseen los hidalgos chanflones son utilizados para hacer ropa, no para sonarse con ellos, según se explica: SC: Que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, y las más veces sorbimiento, cosa de substancia y ahorro. Quedó esto así. (ff. 32v-33 y 60) B: que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire u de saetilla a coz de dedo. (f. 124v) Z: Que el sonarse está vedado. (f. 58)
Las cartas de baraja, durante una partida desfavorable a Pablos, son en SCB, “como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre” (ff. 43, y 89v, respectivamente) frase que no aparece en Z. Pasaje censurado no quiere decir ajeno a Quevedo, pues algunos de los ejemplos aquí citados llevan su sello estilístico, por lo que cabría pensar que hubo una autocensura. También podría haber sucedido que Quevedo hubiese transigido con lo que el impresor escribió, en una especie de coautoría o aceptación a posteriori.
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Incluso en el caso de que hubiese estado completamente al margen de tales manipulaciones, permanece intacta su paternidad con respecto al resto del Buscón, algo así como el noventa y ocho por cien del libro. En ese enorme resto se encuentran diferencias redaccionales con respecto a otras versiones, singularmente SC, que demandan atención. No se puede tachar de espuria la totalidad de una obra aunque lo sean algunos de sus fragmentos. Cuando Américo Castro [1928:186] llamó a la edición príncipe “falsa y mendaz como pocas” intuyó correctamente que presentaba evidencias de manipulación censora y que contenía una versión menos atrevida que la de S, pero se excedió al extender al conjunto del relato una descalificación que sólo merecen unas pocas frases47.
10. Intervención de Quevedo en la edición príncipe El ardor con que Lázaro Carreter negó la intervención de Quevedo en la edición de 162648 dio paso a una creencia más extendida que verificada. Una vez convertida en aserto, la príncipe cayó en el olvido y quedó desprovista de todo valor, como si fuese un zurcido de errores y toscas manipulaciones. Con el fin de revisar ese estado de opinión y reclamar más atención hacia el texto de 1626 trataré de examinar algunas de sus circunstancias, características o componentes, en torno a los cuales se ha hecho un vacío tan perfecto como el que usan los físicos para sus experimentos. 10.1 Cuando Valerio Vicencio49 escribió una invectiva en liras titulada Al Poema delírico de don Francisco de Quevedo contra el patronato de la gloriosa virgen santa Teresa, donde reprochaba a Quevedo haber escrito obras en estilo bajo, Quevedo le replicó en Su espada por Santiago, fechada en mayo de 1628, en los siguientes términos: Dice que soy cojo y ciego; si lo negase, mentiría de pies a cabeza a pesar de mis ojos y de mi paso. Achácame la albarda y en mi persona gasta gran cantidad de pullas; y en lo demás, toda la obra sabe al natural del autor de la sátira. Viles son las voces, mas verifícalas en que escribí los Sueños y otras burlas. No niego que los escribí: libros son de mi niñez y mocedad, de apariencia distraída, mas de enseñanza y dotrina sabrosa. Así lo dicen las impresiones que se han hecho. Doy que no lo sean. Yo escribí la Vida de santo Tomas de Villanueva y la Política de 47 Reitero parte de los argumentos expuestos en Rey, [1994-1995]. Véase también Raimundo Lida [1981:280-81]. 48 La descalificación de la edición de 1626 por parte de Lázaro Carreter es consecuente con su opinión de que el Buscón es un relato juvenil, escrito por un joven aristócrata que se burla de los estamentos bajos y sólo pretende lucir su ingenio. Esa visión del «espíritu» de la obra entraría en contradición con la eventualidad de que Quevedo, a los 46 años de edad, hubiese retocado su relato para darlo a la estampa. Jauralde comparte dicha tesis. 49 Según Astrana [1932 Verso: 996], bajo este seudónimo se ocultó el fraile carmelita Gaspar León de Tapia.
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Dios, que pudieran desquitar algo. No lo desquiten. Háblese sólo de lo escandaloso, que dicen estos que hacen y publican libelos en defensa de santa Teresa ¿Qué concluyen contra mí? ¿Que he escrito cosas profanas y sátiras? Sea así. Hoy escribo defensas de un apóstol, y ellos maldades y sátiras y blasfemias contra él (edición de Felicidad Buedía, p. 498)50.
Los libros que cita Valerio Vicencio y Quevedo admite como suyos son solamente dos: los Sueños y el Buscón51. Por lo tanto, en este pasaje de Su espada por Santiago Quevedo reconoce implícitamente su participación en el Buscón editado en Zaragoza en 162652. De haber sido impreso sin su consentimiento, en el momento de polemizar con Valerio Vicencio no se habría limitado a disculparse con el borroso argumento de que era un libro de niñez, sino que habría alegado también que no le pertenecía en tales o cuales detalles. Fue así como había procedido dos años atrás en su Respuesta al padre Pineda, donde, a la vez que contrarrestaba los argumentos del jesuita, mencionaba —y, tal vez, exageraba— los errores cometidos por el impresor. 10.2 La edición príncipe contiene, además de otros preliminares legales y literarios, un prólogo dirigido al lector que compra el libro, del que, lógicamente, carecen las versiones manuscritas. Conviene reproducirlo aquí: Qué deseoso te considero, lector o oidor (que los ciegos no pueden leer), de registrar lo gracioso de don Pablos, príncipe de la vida buscona. Aquí hallarás en todo género de picardía, de que pienso que los más gustan, sutilezas, engaños, invenciones y modos nacidos del ocio para vivir a la droga. Y no poco fruto podrás sacar dél si tienes atención al escarmiento; y, cuando no lo hagas, aprovéchate de los sermones, que dudo nadie compre libro de burlas para apartarse de los incentivos de su natural depravado. Sea empero lo que quisieres. Dale aplauso, que bien lo merece, y, cuando te rías de sus chistes, alaba el ingenio de quien sabe conocer que tiene más deleite saber vidas de pícaros, descritas con gallardía, que otras invenciones de mayor ponderación. Su autor, ya le sabes. El precio del libro no le ignoras, pues ya le tienes en tu casa, si no es que en la del librero le hojeas, cosa pesada para él y que se había de quitar con mucho rigor; que hay gorrones de libros como de almuerzos, y hombre que saca cuento leyendo a pedazos y en diversas veces, y luego le zurce. Y es gran lástima que tal 50
Esta transcripión de Felicidad Buendía concuerda plenamente con lo que se lee en el folio 35v del manuscrito de Su espada por Santiago, que se custodia en la Biblioteca de la Academia de la Historia. 51 Las alusiones de Valerio Vicencio no dejan lugar a dudas. Por ejemplo, “y admiro que razones / no halle el gran maestro de Buscones”; “no son los breves Sueños ni Buscones / para engañar el tiempo /con excusado ocioso pasatiempo” (Al poema delírico de don Francisco de Quevedo, edición de Astrana Marín, pp. 996b y 1000b). 52 Aunque la referencia a la “enseñanza y doctrina” de Sueños y Buscón parece una afirmación de circunstancias, destinada a salir al paso de las críticas, no carece de apoyo en el caso de los Sueños, cuya portada y preliminares aluden claramente a lo provechoso del libro. En el caso del Buscón sólo cabría aducir la aprobación donde Esteban de Peralta destaca “la enseñanza de las costumbres”. Tal vez por ese motivo Quevedo no menciona expresamente su relato picaresco.
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se haga, porque éste mormura sin costarle dineros, poltronería bastarda y miseria no hallada del Caballero de la Tenaza. Dios te guarde de mal libro, de alguaciles y de mujer rubia, pedigüeña y carirredonda.
Es necesario pronunciarse sobre la autoría de este prólogo, diseñado expresamente para la edición53. No lleva firma, como solía suceder en la época cuando el autor se dirigía a los lectores del libro54. No presenta ningún rasgo en común con los prólogos y dedicatorias que, firmados por Roberto Duport en obras de Quevedo, han llegado a mi conocimiento: la dedicatoria a Agustín de Funes en el Buscón, el prólogo “El librero al lector” en la edición de Política de Dios y las dos dedicatorias variantes en la edición príncipe de Virtud Militante. En cambio, su ironía, su estilo y su sentido cómico lo emparentan con otros burlescos prólogos al lector de Quevedo: cuatro en los Sueños (1627), uno en Cartas del Caballero de la Tenaza (1627) y otro en Discurso de todos los diablos (1628)55. La despedida, donde se alerta contra tipos tan característicos de las sátiras quevedianas como las pidonas y los alguaciles, apunta en una dirección inequívoca. Aún es más destacable esa ambigua declaración de intenciones, que comienza encareciendo el provecho del libro (“no poco fruto podras sacar dél”) para contradecirla parcialmente cuando se invita al lector para que interprete el libro a su antojo (“Sea empero lo que quisieres”). Cabe recordar ahora el prólogo del Sueño del infierno, donde Quevedo, tras declarar la intención correctiva de la obra, deja al arbitrio del lector su interpretación: Y si algo no te parece bien, o lo disimula piadoso o lo enmienda docto, que errar es de hombres y ser herrado de bestias o esclavos [...] y al fin, si te agradare el 53 Serrano Poncela [1962:99] lo consideró concordante con la actitud de Quevedo en otras obras suyas. Leo Spitzer [1972:4] lo analizó para rastrear la intención de Quevedo al escribir el Buscón, con lo que, implícitamente, lo dio por suyo. Raimundo Lida [1980:183, 243-44] lo consideró ajeno a Quevedo, aunque percibió en el prólogo rasgos quevedianos y una intención que armoniza con el relato. En la edición de Rouen de 1629 se lee al frente de la Advertencia al lector: “El librero, al lector”. Según Lázaro Carreter “no se le ocultó al nuevo editor que Duport, con esa burda y equívoca página, pretendió hacer creer, sin duda, que el autor de la misma era Quevedo, para autorizar su edición” [1965:XV]. Pero este dato no basta para negar la autoría quevediana del prólogo ni para atribuírselo a Roberto Duport, cuyo estilo, por los prólogos que le conocemos (por ejemplo, el que dedica a Roberto Funes), es muy diferente. 54 Habitualmente, en el Siglo de Oro los escritores no firmaban los prólogos “Al que leyere”, “Al lector” y similares, en los cuales ofrecían alguna explicación sobre su obra, mientras que sí lo hacían en los que iban expresamente dirigidos a personajes ilustres. Véanse, entre muchos ejemplos posibles, Floresta española, La Araucana, Introducción al símbolo de la fe, Guzmán de Alfarache, el Quijote, El Criticón, La vida y hechos de Estebanillo González o Idea de un príncipe político cristiano. En el caso de La Dorotea todos los críticos concuerdan en atribuir a Lope de Vega el anónimo prólogo “Al Teatro de don Francisco López de Aguilar”. No hay motivo para pensar que el prólogo al lector del Buscón es ajeno a Quevedo simplemente porque éste, siguiendo una extendida práctica, no puso su firma al final. 55 A esta lista debe agregarse el prólogo, no expresamente dirigido al lector, de Vida de Corte, cuya afinidad con otros prólogos burlescos de Quevedo señaló Meyer [1975:203].
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discurso, tú te holgarás, y si no, poco importa, que a mí de ti ni dél se me da nada (edición de I. Arellano, p. 171).
Todos esos rasgos —la velada declaración de intenciones, el desdén del lector, la posibilidad de que el libro reciba distintas lecturas, las bromas y los juegos de palabras— concurren en los prólogos al lector que Quevedo escribe entre los años de 1626 a 1628, es decir, en esos relatos satíricos mencionados anteriormente. Seguirá manteniendo esa actitud en 1631, en la dedicatoria “A ninguna persona de todas cuantas Dios crio en el mundo”, de Juguetes de la niñez: [...] me he determinado a escribille a trochimoche y a dedicalle a tontas y locas, y suceda lo que sucediere. Que el que le compra y murmura primero hace burla de sí, que gastó mal el dinero, que del autor que se le hizo gastar mal [...] Hagan todas lo que quisieren de mi libro, pues yo he dicho lo que he querido de todos. (f. *4)
También merece atención la referencia al “Caballero de la Tenaza”. No es seguro que éste fuese una figura literaria conocida en 1626 y que su simple mención resultase significativa para muchos lectores. Los datos disponibles invitan a la prudencia. La primera impresión conocida de las famosas Cartas del Caballero de la Tenaza tuvo lugar en Cádiz a finales de 1625, en una edición que sólo recoge siete de las veintitrés epístolas que verían la luz en 162756. Dichas Cartas se editaron —sin ir mencionadas en la portada— conjuntamente con El perro y la calentura, cuyo preliminar, firmado por Pedro de Espinosa, tiene la fecha del 15 de octubre. Teniendo en cuenta que la aprobación del Buscón lleva la fecha de 29 de abril de 1626, probablemente no se conocía aún en Zaragoza el texto salido de las prensas gaditanas. Aunque Fernández-Guerra [1946:453] afirmó que “era ya universal la nombradía de la colección [de las Cartas] a principios de 1626”, las alusiones al Caballero de la Tenaza que se conocen con anterioridad a 1627 parecen restringirse al círculo de allegados de Quevedo. Tal ocurre con los poemas, manuscritos, intercambiados entre el duque de Lerma y el escritor, o con la lacónica alusión que éste hizo en una carta redactada después del 8 de febrero de 1624: Concertose el madrugar, y partimos para mi Torre de Juan Abad, donde para poder Su Majestad dormir, derribó la casa que le repartieron; tal era, que fue de más provecho derribada. Aquí el Caballero de la Tenaza se recató de todos57.
Tenemos constancia, pues, de las alusiones al “Caballero de la Tenaza” por parte de su creador. En cambio, no existe ninguna seguridad de que, antes de la 56
Son muy imprecisas las noticias sobre una posible edición del año 1621, que nadie asegura haber visto. 57 Epistolario completo de Francisco de Quevedo, p. 116.
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edición de 1627, esa figura fuese tan conocida como para que un librero, Roberto Duport en este caso, diese por sentado que bastaría con una mención escueta para hacerse entender por el lector medio. 10.3 Tampoco consta el autor de estos versos: A don Francisco de Quevedo. Luciano, su amigo Don Francisco, en igual peso veras y burlas tratáis: acertado aconsejáis y a don Pablo hacéis travieso. Con la tenaza, confieso que será buscón de traza. El llevarla no embaraza para su conservación, que fuera espurio buscón si anduviera sin tenaza.
Ante la ausencia de otros datos que permitan atribuir o denegar una autoría determinada58, será menester apoyarse en los indicios proporcionados por el contenido literario. Aparte de la nueva alusión al “Caballero de la Tenaza”, hay que reparar en la vinculación de Quevedo con Luciano de Samosata que sugiere esa décima. La afinidad entre ambos escritores resulta evidente para quien conozca Los sueños, Discurso de todos los diablos y La Fortuna con seso, ninguno de cuyos relatos, sin embargo, se había impreso en 1626. Tal vez la décima, más que sintetizar la semblanza que el público tenía de Quevedo, refleja la visión que éste, o un allegado al mismo, poseía de sí y de sus proyectos. En cuanto al lenguaje, la dilogía en torno a la “tenaza” no desentona del estilo jocoso de Quevedo. Si éste no escribió los preliminares literarios, es decir, el “prólogo al lector” y la burlona décima de elogio, entonces no queda más remedio que pensar que lo hizo Roberto Duport, personalmente o encargándoselo a alguien que supiese imitar a Quevedo. Esta segunda eventualidad, después del confuso episodio de la impresión de Política de Dios59, resulta poco probable, y aún lo es menos que la reacción de Quevedo ante las reiteradas manipulaciones de Duport hubiese consistido en concederle autorización para publicar otras seis obras suyas en los años inmediatamente posteriores60. Parece prudente inclinarse por la explicación más sencilla: que el Buscón fue impreso con el consentimiento de Quevedo, tal como indican sus palabras en Su 58 Castellanos [1843:354] sugirió que este décima —omitida en la edición contrahecha de 1626— podría ser obra de Adam de la Parra. 59 Véase al respecto Ettinghausen [1969] para diversos pormenores. 60 Más datos en Rey [1994-1995].
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espada por Santiago, el “Prólogo al lector”, los versos preliminares y la buena relación que parece haber tenido con Roberto Duport. La existencia de pasajes paliativos o censurados parece haber sido fruto de un acuerdo similar al que suscribieron escritor y editor para la impresión de El peor escondrijo de la Muerte, versión censurada de Discurso de todos los diablos61.
11. Otras ediciones de 1626: Barcelona, Zaragoza (Z2) y ¿Madrid? Hubo otras ediciones, de desiguales características, en ese mismo año de 1626 e inmediatamente siguientes, coincidiendo con la repetida impresión, dentro y fuera del reino de Castilla, de tres relatos satíricos: los Sueños (1627), Discurso de todos los diablos (1628) y Cuento de cuentos (1628). Es difícil creer que esa súbita floración de impresiones de obras satíricas se hubiese llevado a cabo al margen de Quevedo. Ciñéndonos a las ediciones del Buscón de 1626 posteriores a la príncipe, la que ofrece menos enigmas y, por lo tanto, menos interés, es la de Barcelona, por Sebastián de Cormellas62. Conserva dos preliminares legales de Z (aprobación de Esteban de Peralta y licencia de Juan de Salinas), prescinde de la tercera aprobación y sustituye la de Juan Fernández de Heredia por una imprecisa licencia del vicario general. Parece una edición contrahecha. Desde el punto de vista textual sigue a la príncipe, con respecto a la cual introduce algunas erratas nuevas, a la vez que corrige otras. No tiene mayor interés para nuestro estudio, y bastará con añadir que de ella deriva otra edición barcelonesa, impresa en 1627 por Lorenzo Deu. Más compleja es la segunda edición de Zaragoza 1626 (Z2). Como su portada no indica el librero a cuya costa se imprimió el libro, y éste tiene los preliminares legales de Barcelona 1626, tal edición tiene todo el aspecto de ser furtiva. Según Jaime Moll [1994:16] se contrahizo en Sevilla en la imprenta de Francisco de Lira. Por otra parte, hay un dato que habla en contra de la intervención quevediana en Z2: sus aprobaciones, licencia y dedicatoria de Roberto Duport presentan variantes similares a las que hay a lo largo del relato. Como es impensable que Quevedo hubiese retocado preliminares legales y literarios debidos a otras manos, se impone la conclusión obvia de que las variantes del relato le son tan ajenas como las de los preliminares. Aunque Z2 deriva de Z, presenta unas setecientas variantes frente a su modelo, ninguna de las cuales, por otra parte, se encuentra en SCB. En su mayor parte son nuevas erratas, rectificaciones fallidas y correcciones de sentido común, pero existen también diversos cambios léxicos y sintácticos que habría que considerar auténticas variantes redaccionales. Aunque éstas no poseen trascendencia estilística, ideológica o narrativa —pues consisten en modificaciones de singulares y 61 62
Sobre los problenas textuales de esta obra véase Rey [2003]. Cito por el ejemplar R/ 11538 de la Biblioteca Nacional.
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plurales, o en adiciones y supresiones de conjunciones, pronombres y artículos—, responden a un designio consciente y, tal como se puede comprobar en el aparato de variantes, se producen todo a lo largo del relato. Es difícil saber si el responsable de Z2 actuó por iniciativa propia o si contó con un manuscrito nuevo que taraceó con la edición príncipe; y, en este segundo caso, se ignora qué autoridad tendría ese hipotético manuscrito. El hecho de que esas variantes redaccionales carezcan del grado de elaboración que tienen las de SCZB no es argumento suficiente para ignorarlas por completo. Por último hay que referirse a una hipotética edición impresa en Madrid que, según Castellanos [1843:343], imprimió la viuda de Alonso Martín, a costa del mercader Alonso Pérez. Herrero García [1945] otorgó credibilidad a la noticia de Castellanos, pero, erróneamente, identificó esa edición con la que yo denomino Z2. Los datos que ofrece Castellanos son tan precisos que obligan a considerar la posibilidad de que tal edición hubiese existido realmente.
12. La edición de Zaragoza 1628 (Z3) Tal vez Z3 no sea una edición contrahecha, como Z2, sino legal, realizada a costa de Roberto Duport en la imprenta de Pedro Vergés, exactamente igual que la príncipe63. Z3 deriva de Z, con quien coincide frente a SCB, pero se aparta de la misma en más de doscientos casos, sin coincidir en este aspecto, o haciéndolo sólo de modo ocasional, con Z2. También en este caso hay que contemplar la eventualidad de una taracea de la edición príncipe con un manuscrito, que, tal vez, podría contener lecturas genuinamente quevedianas64. Tal como ocurre en Z2, los preliminares de Z3, —aprobaciones, licencia y dedicatoria de Roberto Duport— presentan variantes que no cabe atribuir a Quevedo. De Z derivan las ediciones de Rouen 1629 y Pamplona 1631; de Z2, la de Lisboa 163265; de Z3, la de 1648, incluida en el volumen misceláneo Enseñanza entretenida y donairosa moralidad, de la que, a su vez, arrancan las ediciones de los siglos XVIII y XIX. Éste, pues, es el panorama de las ediciones impresas entre 1636 y 1648, tres años después del fallecimiento de Quevedo. Era preciso dar una sucinta noticia de las mismas para dejar en claro que todas ellas, con los matices señalados, son simples derivaciones de Z, por lo cual no 63 Mantiene los preliminares legales de Z, bien que en otro orden. Según Jauralde [2005:39] es una “edición fraudulenta, impresa en Gerona por Gaspar Garrich”. 64 Tal es la posibilidad que contempla López Sutilo [2003] después de haber llevado una ordenada sistematización de las variantes de Z3 con respecto a Z. 65 Cito por el ejemplar R/12039 de la Biblioteca Nacional. Al igual que Z2, la edición lisboeta no tiene más preliminar literario que el prólogo “al lector”; en el epígrafe del capítulo inicial reproduce la errata “en que cuento quién es” (en vez del correcto “cuenta”), y pocas líneas después reproduce la errata “según se vía” en lugar de “según bebía”. Desde el comienzo, pues, se hace visible su dependencia con respecto a Z2.
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volverán a ser tenidas en cuenta en este estudio dedicado a las cuatro versiones del Buscón.
13. La versión B Está representada por el testimonio contenido en el manuscrito 15513 de la Biblioteca Lázaro Galdiano. Ya ha quedado dicho que B es la versión más alejada de S y la más cercana a Z, con la salvedad de esos pasajes paliativos o censurados que la princeps no comparte con ningún otro testimonio66. Lo primero que debe ser señalado es que, frente a SCZ, B presenta diferencias en la descripción de varios personajes, a los que retrata con más detalles. Así ocurre con el ama de Alcalá, el soldado, el tío de Pablos, la vejezuela, el caballero estantigua y la Paloma. El ama de Alcalá SCZ: Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágenes, cruces y cuentas de perdones. En todas decía que rezaba cada noche por sus bienhechores. (ff. 15, 23v y 24v)
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Uno de los rasgos que comparte con Z es el título, dato que merece un comentario. Al describir el manuscrito B, Rodríguez Moñino [1953:663] hizo el siguiente comentario: “Portada copiada (vuelta en blanco), de letra de la primera mitad del siglo XIX, bastante tosca: se conoce que, perdida la hoja original, se hizo la sustitución al encuadernarlo en tafilete de color oliva hacia 1840, añadiéndose entonces, asimismo, una tabla de tres folios”. Corroborando lo anterior, Lázaro Carreter añadió un importante matiz: “El título, que figura sólo en la portada, es copia del de Z” [1965:XL-XLI]. Pero esto último no es probable. En el manuscrito B intervinieron dos copistas: el primero transcribió el relato; el segundo —en época más moderna, con papel y tinta diferentes—, la portada, donde constan el título y el índice de los libros y capítulos. Tal índice no pudo basarse en la tabla de Z, porque las discrepancias son decisivas: 1) B divide el Buscón en tres libros y Z en dos, circunstancia que recogen sus respectivos índice y tabla; 2) el enunciado de los capítulos en el índice de B no concuerda con el enunciado de los capítulos en la tabla de Z. ¿Qué tuvo a la vista el segundo copista de B? En lo que atañe al índice, indudablemente, un texto independiente de Z (y también de C y S); en lo que respecta al título, entra en la categoría de lo posible que se hubiese apartado de su fuente para copiar el título de Z, pero es más probable que su fuente hubiese sido la misma para el título y para el índice. Tal vez se limitó a reproducir los que tenía B, consistiendo su tarea en sustituir hojas iniciales y finales en mal estado. Por lo tanto, parto de la hipótesis de que el título puesto por Quevedo al frente de la versión B fuese, sencillamente, el que posee hoy su manuscrito: Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Refuerzan esta modesta hipótesis dos lecturas singulares de B en las que se denomina a Pablos con los sobrenombres de buscón y tacaño: el epígrafe del capítulo inicial (“Capítulo I,1. En que cuenta quién es el Buscón”) y en una adición del capítulo III, 7, cuando don Diego describe a Pablos (“y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo”, f. 175). En S, C y E sólo en un caso —capítulo III, 6— se emplea el apelativo buscón para designar al protagonista: “lindo va el buscón”, lectura compartida también por B. Es decir, esta versión recalcó, tanto en el título como en el texto, que su protagonista era buscón y tacaño.
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B: Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágines, cruces y cuentas de perdones, que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ollas y, al espumar, hacía cruces con el cucharón; yo pienso que las conjuraba por sacarle los espíritus, ya que no tenían carne. En todas las imágines decía que rezaba cada noche por sus bienhechores. (ff. 50v-51) El soldado SCZ: Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topase [me topé Z] con un soldado. Luego trabamos plática. (ff. 24, 41 y 41) B: Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma: el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldiquera, alpargates y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles. Luego trabamos plática. (f. 84v) El tío de Pablos SCZ: Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, los demás sin orden. (ff. 27, 47v, 47) B: Sentáronse a comer, en cabecera el demandador, diciendo: “¡La Iglesia en mejor lugar! Siéntese, padre”. Echó la bendición mi tío, y como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces; y los demás nos sentamos sin orden. (f. 98v) La vejezuela SCZ: Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habían ido a buscar. (ff. 31v, 58 y 56) B: Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de faciones, cargada de espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y respondió con un chillido crespo que habían ido a buscar. (f. 119v) El caballero estantigua Z: A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que su vergüenza. Habláronse los dos en germanía. (f. 56) B: A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo, que al mismo Portugal empalagara de bayetas. Habláronse los dos en germanía. (ff. 119v-120)
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La Guía (también llamada La Paloma) Z: He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, edad de marzo (cincuenta y cinco), con su rosario grande y su cara hecha en orejón o cáscara de nuez, según estaba arada. Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían. (f. 86v). [Las versiones S y C presentan diferencias menores que no es preciso recoger aquí]. B: He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la güéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma; no le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían. (ff.185-185v)
Otras veces la ampliación por parte de B implica una modificación, como ocurre con esta descripción del padre de Pablos cuando es azotado: Z: Por estas y otras niñerías estuvo preso, aunque, según a mí me han dicho después, salió de la cárcel con tanta honra que le acompañaron docientos cardenales, sino que a ninguno llamaban “señoría”. Las damas diz que salían por verle a las ventanas, que siempre pareció bien mi padre, a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della. (ff. 1v-2) B: Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo, tratáronle aquellos señores regaladamente: iba a la brida, en bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día; mas de medio arriba ... etcétera, que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle docientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció muy bien. Divirtióse algo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado. (ff. 2v-3)
Aunque no es exactamente un personaje, se puede equiparar a ellos el caballo que monta Pablos en la fiesta de Carnestolendas. El animal aparece retratado en B con la adición de nuevos rasgos, aunque con menos palabras: S: Llegó el día, y salí en un caballo hético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola, el pescuezo más largo que de camello. Tuerto de un ojo, ciego del otro. En cuanto a la edad no le faltaba para cerrar sino los ojos. Al fin, él más parecía caballete de tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines. Demostraba abstinencia en su aspecto y se le echaban de ver los ayunos y penitencias. Y sin duda ninguna no había llegado a su noticia la cebada ni la paja, y lo que más le hacía digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a tener una cerradura, pareciera un cofre vivo (f. 3v). [La versión C
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coincide con ésta en lo esencial. Z ofrece aquí una descripción más breve, sin mencionar las calvas ni el pellejo]. B: Llegó el día, y salí en uno como caballo, mejor dijera en un cofre vivo, que no anduvo en peores pasos Roberto del Diablo, según andaba. Él era rucio, y rodado el que iba encima, por lo que caía en todo. La edad no hay que tratar: biznietos tenía en tahonas. De su raza no sé más de que sospecho era de judío, según era medroso y desdichado. (ff. 10-10v)
En la descripción de Aldonza del capítulo inicial, B insiste menos que SCZ en su condición de bruja, pero acentúa otras cualidades, de manera que también aquí se podría hablar de una ampliación de ciertos rasgos del retrato67: Z: Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a todos cuantos la trataban. Sólo diz que le dijo no sé qué de un cabrón, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciese en público. Hubo fama de que reedificaba doncellas. Resucitaba cabellos encubriendo canas. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas y, por mal nombre, alcahueta y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para más atraerles sus voluntades. No me detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía su aposento —donde sola ella entraba, y algunas veces yo, que, como era chico, podía—, todo rodeado de calaveras, que ella decía eran para memorias de la muerte, y otros, por vituperarla, que para voluntades de la vida. Su cama estaba armada sobre sogas de ahorcado, y decíame a mí: “¿qué piensas?”. Con el recuerdo desto aconsejo a los que bien quiero que, para que se libren dellas, vivan con la barba sobre el hombro, de suerte que ni aún con mínimos indicios se les averigüen lo que hicieren (f. 2-2v). [Las descripciones de S y C son algo más breves]. B: Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía, no sin sentimiento: “En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles: unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y puestos”. Hubo fama que reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo canas, empre-
67 Aldonza ostenta en el capítulo inicial de SCZ tres cualidades nigrománticas ausentes en el de B: familiaridad con el diablo, posesión de reliquias mortuorias y deseos de que Pablos llegue a ser brujo, cualidades que explican mejor la afirmación de que Aldonza sacó de la prisión al marido por la chimenea, así como su posterior encarcelamiento y condena. Su omisión en B podría considerarse un empobrecimiento literario (y así lo cree Lázaro Carreter [2002:65-68], pero quizás aquí operó el deseo de Quevedo de mitigar ciertas descripciones que, por la razón que fuere, pudieron parecerle inapropiadas, análogamente a lo que ocurre con otros pasajes donde la autocensura propició alguna incoherencia. Con Aldonza sucede lo contrario que con la La Paloma (La Guía en SCZ), cuyos avatares hechiceriles aparecen realzados en B.
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ñaba piernas con pantorrillas postizas. Y, con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las calvas se la cubría porque hacía cabelleras. Poblaba quijadas con dientes. Al fin, vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona. Cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes, y, por mal nombre, alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos. (f. 3-3v)
Los cambios operados en los retratos de los personajes sugieren la posterioridad de la versión B, porque amplifica o intensifica los de las otras versiones, labor propia de un autor que quiere enriquecer lo escrito anteriormente. Resulta más difícil imaginar que el proceso se hubiese desarrollado en sentido inverso, es decir, buscando la eliminación de notas descriptivas68. En contrapartida, B carece de dos fragmentos: un breve comentario sobre la abundancia de moriscos y judíos (capítulo 1, 5) y la broma gastada por Pablos al ama de Alcalá a propósito de unos pollos (capítulo 1, 6). Ambos datos sugieren que también el temor influyó en la redacción de B, hipótesis que viene corroborada por lo que comento en el apartado siguiente.
14. La versión B, el Memorial enviado a la Inquisición contra los escritos de Quevedo y El Tribunal de la Justa Venganza Otra peculiaridad de B es la ausencia de algunas alusiones susceptibles de ser consideradas irreverentes. Véase el siguiente ejemplo:
14.1 S: Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos metimos en nuestro coche; y apenas habíamos comenzado a caminar cuando unos y otros nos empezaron a dar vaya. (f. 11) C: Los estudiantes y el cura se ensartaron en un brinco, y nosotros nos fuimos en el coche; y no bien comenzamos a caminar cuando unos y otros nos comenzaron a dar vaya. (f. 16) Z: Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos pusimos en el coche; y aún no bien había comenzado a caminar, cuando los unos y los otros nos comenzaron a dar vaya. (f. 17v) 68 Para Selden Rose B representa la primera redacción del Buscón, creencia compartida por Astrana Marín [1932 Verso: XX-XXIII], Lázaro Carreter [1965] y Jauralde [1987-1988; 1991].
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La lectura de B, con apariencia de arreglo precipitado, parece inducida por una censura: o por la de Luis Pacheco de Narváez en el Memorial enviado a la Inquisición contra los escritos de Quevedo, o por la del Licenciado Franco-Furt en El Tribunal de la Justa Venganza69: Memorial: Y no menos desacato contra tan alta dignidad, a quien emperadores y reyes humillan su cabeza, es el que diga que, habiendo cenado los rufianes y las mujercillas pecatrices, que el cura repasaba los huesos cuya carne ellos y ellas habían comido; y que, después, él y otros estudiantes estafadores se espetaron en un asno. (edición de Astrana Marín, p. 1047a) Tribunal: con más infame desacato vuelve a decir en el fol. 16 que habiendo cenado los rufianes y las mujercillas pecatrices, que el cura repasaba los huesos cuyas carnes ellas habían comido; y que, después, él y otros estudiantes estafadores se ensartaron en un asno. (edición de Astrana Marín, p. 1112b)
El Memorial de Pacheco no puede ser anterior a 162970 y el Tribunal de la Justa Venganza lleva la fecha de 1635. Es difícil negar una relación de causa a efecto entre uno de esos dos escritos y la versión B, que, en el más temprano de los supuestos, debe considerarse de redacción posterior a 1629. Varios ejemplos más reafirman tal evidencia:
14.2 S: echábansele de ver los ayunos y penitencias (f. 3v) C: se le echaba de ver la penitencia y ayunos (f. 4v) Z: echábansele de ver las penitencias, ayunos y fullerías del que le tenía a cargo en el ganarle la ración. (f. 5v)
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No es fácil saber cuánta malicia puso Quevedo y cuánta vieron sus lectores en la afirmación de que los estudiantes y el cura “se ensartaron en un asno”. Dos textos literarios pueden proporcionarnos algunas pistas. Alonso de Palencia, en la Crónica de Enrique IV (traducción de Paz y Melia, I, p. 92) cuenta lo siguiente a propósito del prior Juan de Valenzuela, protegido del obispo de Sevilla: “Siguió en lo sucesivo abusando de su carácter militar y no observó en lo más mínimo las constituciones de la Orden [de San Juan]; muy al contrario, en las mascaradas de espectáculos truhanescos este histrión, disfrazado de cortesana y montado en la misma mula entre uno que representaba el rufián y otro que se fingía beodo, iba recibiendo sus burlas y correspondiéndolas con otras chocarrerías”. Por otra parte, la imagen de dos caballeros montando en un corcel aparece asociada al mundo de los templarios y, en algún caso, el caballero de la grupa posterior fue identificado con el diablo en figura humana. Véase al respecto el comentario de Enrique Rubio en su edición de El señor de Bembibre, pp. 93-94, nota 20. 70 Porque comenta Discurso de todos los diablos, obra impresa en Gerona con aprobación del 25 de noviembre de 1628. Astrana [1932Verso: 1044] supuso que el Memorial “debió de escribirse a finales de 1629 o a la entrada de 1630”.
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Memorial: Describiendo un rocín muy flaco, dice que se le echaban de ver las penitencias y ayunos, siendo esto la medicina que tenemos contra el pecado, y de lo que Dios más se agrada, (p. 1046b) Tribunal: Pónesele por cargo que como hombre poco observante de nuestra sagrada religión, describiendo un rocín muy flaco, tanto que se le aparecían los huesos, dice “que se le echaban de ver los ayunos y penitencias”. Escandalizado quedó el religioso de oír esto. (pp. 1110-11) B: Modifica la descripción del caballo, sin mencionar sus penitencias y ayunos (Véase f. 10v)
14.3 S: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir), los ojos avecindados en el cogote. (f. 5v) C: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados con el cogote. (f. 6v) Z: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán que dice “ni gato ni perro de aquella color”), los ojos avecinados en el cogote. (f. 7v) Memorial: Y por el desprecio que por sus palabras muestra tener al sacrosanto sacerdocio, hace discripción de un clérigo, a quien introduce pupilero, con tales modos y tan ofensivo lenguaje que viene a ser de mejor calidad el hombre más vil de la república. (p. 1046b) Tribunal: con el radical odio que muestra tener al sacro sacerdocio, hace descripción de un clérigo presbítero, a quien introduce pupilero, con tales modos y tan infames atributos, que con justa vergüenza y debido respecto los dejo de referir, porque viene a ser de mejor calidad el hombre más vil de la república. (p. 1111a-b) B: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote. (f. 14v)
14.4 SCZ: Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía o [y C] sobre falso; moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy gran [grande Z] cosecha desta gente, y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan [falta C] para
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oler tocino. Digo esto, confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que [cierto add. Z] es mucha. Recibiome, pues, el huésped (ff. 11-11v, 16v y 18) Tribunal: en que da conocimiento de su ánimo malévolo, porque ninguno que tiene por trato el dar posada recibe a los que van a ella con mala cara, ni los quiere escupir; antes, con agrado los atrae, por consistir en ello su gananacia; y también porque no se ha visto mesonero ni ventero morisco, sino que por decir estas blasfemias lo introduce. (p. 1113b) B: Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso; moriscos los llaman en el pueblo. Recibiome, pues, el huésped71 (f. 37v)
14.5 SCZ: y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo. (ff. 33v, 62v y 6060v) Memorial: que encontrando uno destos pícaros con un acreedor suyo, porque no lo conociese, soltó detrás de las orejas el cabello que traía recogido, y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo. (p. 1047b) Tribunal: donde refiere que uno de los pícaros de esta cuadrilla se encontró con un acreedor suyo; y que, porque no lo conociese, soltó tras de las orejas el cabello que traía recogido “y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo”. (p. 1117b) B: y quedó nazareno, entre ermitaño y caballero lanudo. (f. 129)
14.6 SCZ: y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza (y no de la Virgen sin mancilla) so pena de culebrazo fino. (ff. 37v-38, 72-72v y 68v)
71 Este pasaje fue valorado de manera opuesta por Lázaro Carreter y Cros: el primero [1965:LV] lo consideró una adición de CSZ, en posible apoyo del decreto de expulsión de 9 de abril de 1609; el segundo [1988:81-82], una supresión de B, posterior a febrero de 1614, cuando ya habían concluido oficialmente las operaciones de expulsión. El adverbio de tiempo que añade la edición de 1628, “aùn ay” (f. 18), podría contribuir a complicar el debate. Probablemente ambos críticos pasaron por alto un dato más importante: la referencia a los judíos y a la gente principal, que parece el elemento más significativo en este caso. De todas formas, conviene no olvidar que la creencia de que los venteros no eran cristianos, posiblemente, estaba extendida. Recuérdense estas palabras de Juan Palomeque: “que, aunque ventero, todavía soy cristiano” (Quijote I, 32). En mi opinión, el pasaje debe ser reconsiderado antes de extraer conclusiones tan claras como han pretendido los dos críticos citados.
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Memorial: Dice que, habiéndole preso, lo primero que los pícaros y galeotes de la cárcel le notificaron fue dar para la limpieza, y no de la Virgen sin mancilla. La limpieza para lo que él dice que le pedían es quitar la basura y verter las immundicias. Y acomodó lo que tanto se venera en la tierra y en el cielo72. (p. 1047b) Tribunal: Pónesele otro cargo por haber dicho en folio 69 que, habiéndolo preso, lo primero que los pícaros y galeotes de la cárcel le notificaron fue para la limpieza (y no de la Virgen sin mancilla) [...] y aquí sacrílegamente acomodó lo que, fuera de lo que es Dios, más se venera en el cielo y en la tierra. (p. 1119a) B: y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo. (f. 147)
Señaló Domínguez Ortíz [1982:IX] que, en la segunda parte de su reinado, Felipe IV temía que los pecados cometidos en su reino, especialmente por parte de religiosos, hubieran ofendido a Dios, por lo cual pedía, además del castigo de los culpables, rogativas y actos de desagravio. En un clima así, un relato como el Buscón era susceptible de ser leído como escandaloso e irreverente, y esa fue la interpretación deliberadamente buscada por el Memorial y El Tribunal de la Justa Venganza. La versión B refleja un escrúpulo todavía mayor que el de Z, pues se detiene en pasajes muy breves y detalles que podrían pasar desapercibidos para muchos lectores. Las correcciones de B, aparentemente nimias, podrían emanar de ese clima, es decir, el de una época ya avanzada en la vida de Quevedo. Se ha comentado en varias ocasiones que el manuscrito B tiene todo el aspecto de ser un ejemplar de regalo por parte de Quevedo para un personaje ilustre. Tal vez esta circunstancia explica una lectura como la que tiene lugar en el capítulo I, 6, donde se relata la burla del robo de las espadas a la ronda y la consiguiente ira de las autoridades. En Z se lee: “jurando el retor de remitirle si le topasen, y el corregidor de ahorcarle, aunque fuese hijo de un grande”; en B: “jurando el retor de remitirle si le topasen, y el corregidor de ahorcarle, fuese quien fuese”. Tal vez no haya muchos investigadores dispuestos a admitir que Quevedo retocó el Buscón cuando ya había sido impreso más de una vez73, y que lo hizo en torno a unas fechas —1629, 1635— en las que parecía más interesado en 72 Transcribo así el texto de Astrana, cuya última línea me parece poco clara, como si estuviera truncada. En otro orden de cosas, cabe señalar que en Virtud militante, obra escrita hacia 1636, Quevedo se enorgullece de haber escrito en defensa de la Inmaculada Concepción, sumándose así a una extensa producción literaria, anterior y posterior a dicho año. Posiblemente optó por retirar, y no por añadir, ese chiste acerca de la “Virgen sin mancilla”, susceptible de ser considerado inoportuno. 73 Incluso si se les recuerdan las dos redacciones que hizo Alemán después de haberse impreso la primera parte de Guzmán de Alfarache.
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escribir tratados morales que en insistir en obras satíricas que le ocasionaban algunos quebraderos de cabeza74. Pero lo cierto es que los datos aquí ofrecidos no dejan mucho margen para otra explicación. Tal vez Quevedo no buscó una nueva impresión del Buscón, sino, sencillamente, dejar plasmada una nueva versión con algunas mejorías de técnica y estilo, con la restitución de pasajes censurados en Z y con la eliminación de otros que habrían provocado malestar75. Pero aunque no hubiese pretendido sacar a la luz pública su versión B, ésta debe ser valorada como su última voluntad, en el caso, obviamente, de que lleguemos a la conclusión de que es la más tardía de cuantas han llegado a nosotros.
15. Orden y cronología de las cuatro versiones En mi opinión, las cuatro redacciones se sucedieron en el orden que he venido sugiriendo desde el principio de este trabajo: S en primer lugar, C en segundo, Z en tercero y B en cuarto. Es fácil demostrar, con pasajes tomados al azar, que las más alejadas entre sí son B y S, y que ésta, a su vez, es la que posee más lecturas peculiares. Como hay que decidir si contiene la versión primitiva o la final, todo empuja hacia la primera de tales hipótesis. Tomando como punto de referencia el simple título, es fácil suponer que Quevedo evolucionó desde La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos, a Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños; la otra eventualidad tiene muy pocos visos de verosimilitud. En lo que atañe a C hay que señalar que coincide en varios puntos con S frente a ZB, pero en otros, sorprendentemente, concuerda con B frente a los demás testimonios. Rasgo destacado de B es su mayor riqueza en la descripción de varios personajes secundarios, dato que, junto con otros, arguye en favor de su condición de versión final. En todo caso, el paso de una versión a otra nunca debe entenderse como un proceso rectilíneo, pues Quevedo pudo haber recuperado alguna lectura desechada en un momento anterior, lo hiciese o no advertidamente. Hay que tener en cuenta, además, que los retoques motivados por la autocensura provocaron algunos desajustes que dete74
En una carta al Duque de Medinaceli con fecha de 21 de diciembre de 1630, Quevedo, después de haber referido algunas anécdotas jocosas, se despide del siguiente modo: “A mi señora la duquesa beso la mano, y que ya tengo un librillo y otras cosillas que enviar para que su excelencia se ría”. Cfr. Epistolario completo, edición de L. Astrana Marín, p. 248. Sólo se puede decir que hacia 1630 Quevedo no parece estar enfrascado en la redacción de nuevas obras burlescas, tal vez con la excepción de Gracias y desgracias del ojo del culo, tratadillo del que no cabe esperar que fuese dedicado a la respetable duquesa. 75 Según Yeves [2003:80], “Cuando había transcurrido más de un siglo desde la introducción de la prensa en España [...] aún se seguían realizando códices, principalmente libros de creación o documentos. Estos presentaban la versión definitiva de un texto, se proyectaron y confeccionaron con la pretensión de permanencia, como lo demuestran el soporte perdurable [...] o la presentación lujosa, y nunca estuvo prevista su impresión a causa de su carácter único”.
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rioran una versión con respecto a la anterior. Por último, debe tenerse presente que ignoramos si hubo otras redacciones intermedias de las que hoy no tenemos noticia. Además de introducir revisiones estilísticas, narrativas y descriptivas, Quevedo censuró su texto en las dos últimas versiones, es decir, Z y B, tratando de evitar el malestar que podrían haber provocado algunas referencias a la religión o a la sociedad. En cada caso se plegó ante temores de distinta naturaleza, pues los pasajes censurados en Z aparecen restituidos en B, versión que, en contrapartida, altera o suprime elementos hasta entonces intactos. Las prevenciones de Quevedo parecen haber estado condicionadas por coyunturas diferentes: el editor de Zaragoza le impuso algunos cambios que soslayó al redactar la versión B, pero en ese momento le asaltaron nuevos temores. Lo que podríamos llamar el Buscón totalmente exento de presiones y miedo estaría representado por la simbiosis de los pasajes “libres” de Z y B. Respecto a la cronología de estas cuatro versiones, sólo hay dos datos seguros, que también han sido expuestos páginas atrás: Z se imprimió en 1626 y B parece posterior al Memorial de Pacheco de Narváez (1629) o El Tribunal de la Justa Venganza (1635). Todo lo demás es, en el estado actual de nuestros conocimientos, materia de conjetura, de manera que no sabemos cuándo redactó Quevedo la más antigua de sus versiones. No es posible tomar en consideración las opiniones de quienes sostienen que el Buscón es de redacción temprana porque “tiene un aire juvenil”, como tampoco las de quienes tienen una intuición en sentido contrario. Por otra parte, como tantas veces se ha dicho, no encontramos en el interior del relato indicios suficientemente claros. La acción transcurre en los primeros años del siglo XVII (sin que quepa precisar más), pero nada demuestra que Quevedo hubiese escrito simultáneamente a los acontecimientos históricos y sucesos reales que evoca. Una obra centrada en la juventud del protagonista no tiene que haber sido necesariamente escrita en la juventud del autor, y en este sentido conviene no olvidar que el Buscón consiste en la evocación de los años infantiles y juveniles por parte de un Pablos que escribe tiempo después de los sucesos. “A menos que sufriera Quevedo una confusión, los hechos históricos se hallaban en el pasado en el momento de escribir”, advirtió Vaíllo [1987:65]76. Estas y otras dificultades para datar la obra han animado a diversos críticos a buscar límites a quo y post quem en las hipóteticas huellas que el Buscón hubiese podido dejar en otros libros, pero esta vía de investigación tampoco está resultando tan prometedora como se esperaba, porque las semejanzas aducidas no son concluyentes. Resulta poco cauto, además, dar por sentado que el Buscón circuló en numerosas copias manuscritas y que fue leído e imitado antes de su publicación 76 Recuerda el citado crítico el ejemplo de Guzmán de Alfarache: “el chico Guzmán se escapa de casa poco después de la boda de Felipe II en 1560, y la segunda parte apócrifa (1602) concluye cuando Felipe III se casa en 1599”. Años antes Díaz Migoyo [1980] había hecho observaciones similares, reiteradas en [2003].
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en 1626 porque, a día de hoy, nadie ha podido aducir pruebas de tal difusión. Si algunas obras de Quevedo se hicieron célebres gracias a la transmisión manuscrita, otras permanecieron ignoradas hasta que el autor las dio a la estampa. Aún no sabemos en cuál de estos dos grupos entra el Buscón.
16. La edición crítica del Buscón “Creo vago el sentido de ‘edición crítica’, y que se abusa de esta expresión. El fin primordial de una edición crítica es restablecer un texto en su primitiva pureza, reconstituyendo un cierto estado del mismo, idealmente supuesto por nosotros. En el caso del Buscón no se trata de un estado, sino de tres [...] Quevedo dio, pues, tres redacciones a su novela; fundirlas o mezclarlas para construir sobre ellas un texto X carece de sentido”. Así se manifestó Américo Castro [1928:187] cuando, al reseñar la edición de Robert S. Rose (en un momento en el que aún no se conocía el manuscrito C), entrevió certeramente que las distintas fases redaccionales del Buscón no se podían reducir a unidad ni hacer derivar de un arquetipo. Pertenece al terreno de lo humanamente disculpable el que, a la hora de editar el Buscón, Castro no hubiese observado tan acertado criterio. En efecto, en su segunda edición de 1927, lejos de guiarse por ese principio, consideró que la actitud correcta era la edición del manuscrito S (“lo realmente valioso y nuevo en este momento”), que reprodujo del modo que se comentó páginas atrás. También se ha dejado constancia de la lúcida decisión de Rodríguez-Moñino cuando reprodujo a cuatro columnas el primer capítulo del Buscón, poniendo ante los ojos del lector unas evidencias que otros críticos no han sabido aprovechar. Ahora conviene añadir que no basta con la mera edición del Buscón a cuatro columnas, porque, dejando de lado la incomodidad material de un procedimiento que rendiría óptimos frutos con textos de otra dimensión, el objetivo no es transcribir, sino editar. Cada una de las cuatro versiones requiere su específica operación crítica, reconstructiva, consecuencia inevitable de una transmisión imperfecta que exige enmiendas y explicaciones de lo sucedido. Es decir, cada una precisa un aparato. Y, además, ese cuádruple proceso, esas cuatro versiones críticamente editadas no pueden ir meramente yuxtapuestas, sino que tienen que quedar conceptualmente englobadas en una explicación general del proceso redaccional del Buscón 77. Así pues, la intención del presente libro es ofrecer el Buscón en su diacronía, mostrando el orden en que lo fue modificando Quevedo. Quienes pongan en duda su sostenida intervención a lo largo de tan complejo proceso, pueden estimar, 77 No coincido con algunas tendencias ecdóticas que se contentan con una suerte de arquetipo virtual para concentrarse en el aparato de variantes, obligando a trabajar con éste más que con el texto. En mi opinión, el editor debe ofrecer ante todo un texto con entidad material. En el caso del Buscón son cuatro, que no hay modo de mostrar por medio de un aparato de variantes, por completo que sea.
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simplemente, que aquí se ofrece el Buscón en sus distintos estratos. Y quienes sigan considerando demasiado ambicioso tal objetivo deberán admitir, al menos, que este libro muestra el Buscón con toda su complejidad textual a la vista. La escasa atención que se ha concedido a la razonable hipótesis de que Quevedo revisó el Buscón en varias ocasiones se debe, principalmente, al insuficiente conocimiento de los cuatro testimonios. Al manuscrito S no logró rescatarlo del olvido Américo Castro, el manuscrito C no ha sido editado nunca, el B no fue verdaderamente conocido hasta 1965 y la edición príncipe de 1626 ha tenido que sobrellevar el injustificado estigma de ser completamente ajena a Quevedo. La única edición crítica que existe del Buscón responde a un método que se creyó idóneo en el ambiente universitario español de 1965, pero que no nos lo parece hoy, cuando se tiene un mejor conocimiento del usus scribendi de Quevedo y se sabe en qué situaciones no es adecuado el método reconstructivo a la manera de Lachmann. Desde 1988, la primacía concedida al manuscrito B por todos los estudiosos ha hecho caer todavía más en el olvido a los otros tres testimonios. En la negativa a admitir que hubo cuatro redacciones del Buscón también ha influido la latente creencia de que Quevedo era un talento indisciplinado, reacio a la lima e indiferente a la difusión de sus obras, o cuando menos, a las “festivas” o “de juventud”, entre las que estaría el Buscón. Tal prejuicio, que trata de imponer la incredulidad frente a las evidencias, constituye el esqueleto argumental de algunos estudios mencionados en páginas anteriores. En la edición del Buscón es esencial la discriminación entre los distintos tipos de variantes que ofrecen los cuatro testimonios. No se pueden tratar con el mismo criterio, ni entremezclar en el mismo aparato crítico, los descuidos de copia, los defectos de impresión, las variaciones lingüísticas propias de la época, los cambios dictados por la censura y las variantes redaccionales. El deslinde entre estas últimas y todas las demás es de capital importancia. Una edición crítica del Buscón debe ofrecer íntegramente las cuatro versiones, con las enmiendas y aparato crítico que proceda en cada uno de esos casos78. S, C, Z y B presentan un elevado número de lecturas privativas que, examinadas con calma, ponen de relieve que son variantes redaccionales, de muy probable autoría quevediana. Tal circunstancia obliga a editar por separado las cuatro versiones, único medio de que los investigadores ahonden en el problema textual del Buscón y analicen lo que parece haber sido un sostenido proceso de revisiones por parte de Quevedo. Obviamente, la amplitud de las variantes redaccionales que cada una de las versiones presenta frente a las otras tres impide proponer un arquetipo e intentar una edición reconstructiva. Comparando esas cuatro versiones se comprueba que muchos cambios obedecen a razones meramente literarias: perfilar el título, dividir el relato en libros, 78 Esta cuádruple edición guarda alguna semejanza, pese a la diversidad de métodos y fines, con empresas similares llevadas a cabo a propósito del Abencerraje o Lazarillo de Tormes, por citar obras narrativas temporalmente cercanas al Buscón.
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matizar detalles de la narración, enriquecer el retrato de los personajes, variar el léxico y hacer más brillante el estilo. Se las podría denominar modificaciones de detalle en la medida en que dejan intacta la estructura de la obra, su intención satírica, su agudeza jocosa, el orden de los episodios y la sucesión de los personajes. Responden, fundamentalmente, a un afán de mejoría estética, sobre todo en lo que atañe al trazado de los personajes, aunque podría suceder que el lector de hoy apreciase más algunas lecturas descartadas. Todas esas modificaciones, por otra parte, no impidieron la pervivencia de algunos pasajes que hoy podríamos considerar reiterativos, imprecisos, contradictorios o poco satisfactorios79. Quevedo no reescribió el Buscón, sino que lo retocó en numerosos puntos, dejando intactas la estructura narrativa, la condición de los personajes y la sucesión de episodios. Junto a esos cambios simplemente estéticos existen otros de naturaleza ideológica, que parecen inducidos por el temor a reacciones desfavorables, posibilidad entrevista ya en el “Prólogo al lector” de Z. Tales cambios, dictados por la prudencia o la censura, no siguen una trayectoria uniforme, sino que parecen fruto de las circunstancias de cada momento, es decir, de cómo Quevedo trató de atajar las críticas allí donde pensó que podrían producirse. S parece una versión más libre en materia de religión que C y, sobre todo, que Z, que refleja las restricciones que Duport impuso más de una vez a Quevedo. B está libre de las exigencias que sufrió Z, pero, presenta nuevas huellas de autocensura, que parecen consecuencia inmediata de la publicación del Memorial o de El Tribunal de la Justa Venganza. Quevedo no sólo quiso mostrarse precavido en materia de religión sino también en cuestiones de tipo político y social, como demuestran algunos pasajes donde se alude a la Inquisión, los moriscos y los nobles. Un proceso como el aquí descrito, caracterizado por la pluralidad de redacciones, la convivencia de variantes de autor con errores de copia y las cambios impuestos por la censura o inducidos por el temor, no es excepcional ni en el Siglo de Oro español ni en Quevedo, varias de cuyas obras conocieron vicisitudes análogas a las del Buscón. Lo que ocurrió en este caso fue que a la complejidad de la transmisión textual se sumó una metodología crítica inadecuada y el olvido de algunos datos de crucial importancia. Alfonso Rey
79 La revisión acarreó, en algunos casos, pequeñas incongruencias, como la que comentó Díaz Migoyo [2003:33]. “Como se sabe, las tres menciones del nombre ‘Tal de la Guía’ en S, C, E y Z están corregidas en B a ‘la Paloma’ en sólo dos ocasiones, subsistiendo la tercera. Si B fuera la primera redacción no es posible mantener que el mismo personaje recibiera dos nombres distintos a pocas líneas de distancia. Me parece evidente que el nombre original era ‘Tal de la Guía’ y que más tarde fue cambiado a ‘la Paloma’ en dos ocasiones, pero olvidado en la tercera”. Ese y otros casos habían sido comentados por F. Cabo [1993: 47:50] como indicios de la posterioridad de B.
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EL PROBLEMA TEXTUAL DEL BUSCÓN
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Texto de las cuatro versiones
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CRITERIOS DE LA PRESENTE EDICIÓN Tras el examen efectuado en las páginas precedentes parece imponerse, como conclusión más importante, que las cuatro versiones del Buscón que hoy conocemos deben ser leídas por separado. Son cuatro estratos o fases de una obra, y, como tales, merecen ser conocidos en su integridad. Ni hubo un texto ideal del que hubiesen derivado los otros tres, ni uno de éstos es más auténtico que los restantes. En tales circunstancias la única opción posible es la cuádruple edición, y en ese hecho radica la peculiaridad de la presente monografía. Se ofrecen las cuatro versiones en el orden que parece haber sido el de su redacción: S en primer lugar, a continuación C, seguidamente Z y, por último, B. Como ninguna de esas cuatro versiones está exenta de errores, todas deben ser editadas críticamente, enmendándose sus errores con la ayuda de los otros testimonios y, en alguna ocasión, por conjetura. A tal efecto, cada uno de los cuatro textos va acompañado por su correspondiente aparato crítico, donde se indica la lectura errónea y los testimonios con cuya ayuda se enmienda. En el caso de Z se añade, como apéndice final, un segundo aparato que contiene las variantes de Z2 y Z3, pues si bien es cierto que ambas ediciones derivan de la príncipe, contienen variantes de las que es preciso dar noticia. En la transcripción de los cuatro textos se regulariza el uso de mayúsculas, la acentuación y la puntuación, a la vez que se resuelven las abreviaturas (V. M. se transcribe por “vuestra merced”). Se sigue el habitual criterio de modernizar y unificar las grafías sin valor fonético (“braços”, “passar”, “dixo”, “quando”, “inuidia”, etc.), manteniéndose las que lo tienen. Evidentemente, lo así conservado reflejará en más de un caso rasgos fonéticos y morfológicos ajenos a Quevedo. Sólo sus autógrafos constituyen un documento seguro, pero resultaría arduo tratar de acomodar a ellos los cuatro testimonios en busca de una quimérica homogeneidad. Los autógrafos de Quevedo muestran que éste no carecía de fluctuaciones fonéticas y morfológicas, pero muchas de las que se observan en S, C, Z y B son ajenas a él, propias de copistas y componedores. Lo cierto es que resulta difícil decidir ante casos como “zanahoria / zaanoria”, “berenjenas / brenjenas”, “arbitrio / adbitro”, “ceñidor / ciñidor”, “entendí que hablabla / entendí hablaba” lo que no es suyo. Por ello, estas normas generales de transcripción se completan con algunas observaciones particulares sobre los específicos supuestos que plantea cada uno de los testimonios. Nada se sabe de la procedencia geográfica de los copistas, ni de la época en que llevaron a cabo su tarea, ni cuántos testimonios se interponen en cada caso con respecto al original de Quevedo, de ma-
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nera que es difícil decidir que grado de desfiguración de su lengua se produjo en cada versión, incluso si su contenido semántico se mantuvo intacto. Mención aparte debe hacerse respecto de la puntuación. Se ha unificado la de los cuatro textos allí donde éstos coinciden en todos los aspectos sintácticos; cuando no ocurre así, hecho bastante frecuente, se ha procurado mantener la mayor homogeneidad posible. Hemos tenido en cuenta la puntuación de los editores anteriores del Buscón, y, partiendo de sus experiencias, hemos tratado de clarificarla y afinarla al máximo, especialmente en todo lo que atañe a ciertos enlaces oracionales, incisos y oraciones consecutivas, tan desigualmente tratados por quienes nos han precedido en la tarea. Aclarados así los criterios generales de transcripción, cumple añadir los que se han seguido en cada caso concreto: Versión S Se enmiendan, en ocasiones indicándolo en el aparato, usos como “instanti” (ff. 33, 34v), “dumían” (f. 13v), “Theolujia” (f. 20). El cotejo con las demás versiones del Buscón, con otras obras estilísticamente próximas (Sueños y discursos, Discurso de todos los diablos, La Fortuna con seso) y con los autógrafos de Quevedo sugiere que estas formas, vulgarismos algunas de ellas, parecen ajenas a su lengua. Se mantienen “esploradores”, “estremos”, “estremada”, “estrañas” y “güerta”. Ordinariamente, el copista marca la “ñ” con una especie de punto o tilde sobre la grafía “n”, aunque a veces no lo hace: “companeros” (f. 43), “manana” (f. 43v), etc. Se regularizan todas estas situaciones. Se transcriben como “rr” todos aquellos casos en que el copista escribe como “r” simple la que, fonética y fonológicamente es múltiple, como en “jaros” (f. 27v), “aremetio” (f. 32v), “heramienta” (f. 33) y similares. Se regularizan casos como “humillde” (f. 36v) y “mill” (f. 1v), donde la lateral implosiva carece de implicaciones fonéticas. Se transcriben con –ll casos como “galina” (f. 30) y similares. Por último, hay que indicar que se ha respetado el irregular encabezamiento de los capítulos, que, a partir del 17, carecen de epígrafe y sólo hacen constar el número de orden. Versión C Se transcribe “j” la “g” de “monga” (por ejemplo, ff. 26, 100v, 102v, 103 y 106). Se transcriben con doble vibrante casos como “ariua” (ff. 107 y 110), “hererias” (f. 108v), “corillos” (f. 104v) y “puero” (f. 54). Se emplea la grafía “ñ” cuando así así lo exige el sentido, dado que el copista no pone tilde sobre la “n” (así, “rapina”, (f. 70v), “canones” (f. 108v) Se transcribe como “guante” la forma “huante” (ff. 58v y 105). Se regulariza silenciosamente la duplicación de la vocal —e en casos como
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“quee” (ff. 60, 763, 86v, 88 y 99), “callee” (f. 76), “madree” (f. 87), “vureeo” (f. 82v), “reçiuieronmee” (f. 85), “ueer” (f. 89), “heechamos” (f. 91), “aqueel” (f. 102), “nueeuas” (f. 104) y “vureeo” (f. 82v). Se regulariza igualmente la duplicación de —l en casos como “collegiales”, “callidad” (79v) y similares. Se transcribe “sant” como “san” (ff. 75v, 76, 88v y 97v). La obediencia a los criterios generales de transcripción obliga a respetar formas y pronunciaciones de dudosa naturaleza quevediana, como “metad”, “pedricar”, “apunteria”, “conquiridora”, “embension” “arremiti” y “escrebia”. Menos dudas ofrecen “aduitro” y “aduitrio” (‘arbitrio’), voz que aparece en algunos manuscritos de Panegírico a la majestad de Felipe IV. . El manuscrito presenta un buen número de tachaduras y sobreescritos (ff. 3, 8, 10, 11, 12, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 26, 45, 53, 55, 56, 61, 62, 68, 70, 93, 94 o 105), así como varios añadidos al margen (véanse ff. 5, 11, 17, 18, 35, 38, 54, 84 o 87). Se mencionan en el aparato tales correcciones cuando plantean dudas o arrojan información pertinente para el establecimiento del texto. Hemos renunciado a enmendar pasajes que, siendo legibles, presentan una redacción algo confusa. Aunque en tales casos se puede suponer que hubo algún error del copista, no parece aconsejable “mejorar” el texto para aproximarlo a S, Z o B. Es el mismo criterio que se ha seguido en la transcripción de S ante situaciones análogas. Como en el caso de S, se mantienen los irregulares encabezamientos y títulos de los capítulos. Versión Z Frente a las otras tres versiones, manifiesta una clara tendencia a la elisión de preposiciones y conjunciones en casos como “Se corría le llamasen así” (f.1), “que no es mucho tenga mala condición” (f. 18), “pidieron se leyese la premática” (f. 38), “que entendí hablaba conmigo” (f. 38v), “en casa un aguador”(f. 45v), “por parte mi estómago (f. 60v) y similares. Mantenemos este rasgo. Versión B Se precinde de las duplicaciones, irregularmente mantenidas, de —i en casos como “oiia” (f. 3v), “oii” (f. 7v), “reiiase” (ff. 27v), “reiir” (f. 33v), “trayia” (f. 35v), “traiia” (f. 122v), “veiia” (f. 206), “oiia” (3,5) y “caiia” (f. 162). Se resuelven la contracción “porquel”, y se regularizan los usos de “tan bien”frente a “tambien” (ff. 53, 63, 64v, 72v, 147 y 194), “a Dios” y “adiós”, y “hierro” y “yerro”. No se toman en cuenta ciertas pequeñas discrepancias entre los reclamos y la palabra inicial del folio siguiente, ni se da noticia de algunas tachaduras y correcciones, como las que se encuentran en los folios 66v, 123v, 149 y 214. El aparato crítico Complemento necesario de cada una de las cuatro versiones es su aparato crítico, en el cual se informa de las enmiendas introducidas en el texto y, cuando el
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caso lo requiere, se justifican las decisiones adoptadas. El aparato es, predominantemente, positivo, como se observa en los ejemplos que siguen: barbas] SCB // babas Z escarrar] B // descarrar S // escarbar CZ dos] CZ // los S
Indico en primer lugar el testimonio o los testimonios que poseen la lectura adoptada, y, luego, la que ha sido objeto de enmienda. Ordinariamente, los errores son privativos de cada testimonio; los compartidos, habitualmente, son sencillos errores poligenéticos. Cuando la enmienda salva un error obvio no ha parecido necesario indicar la lectura correcta de los otros testimonios. Por último, debo señalar que se ha mantenido la ortografía del original cuando se reproduce un solo testimonio y se ha modernizado en los demás casos, procediendo con un criterio flexible en ciertas situaciones.
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La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos
EDICIÓN DE ALFONSO REY Y ANA GARCÍA FUENTES
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Descripción bibliográfica Ms. M-303 bis (olim 101) de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Portada: La Vida del Busca Vida / Por otro nombre D. Pablos. / Compuesto Por D. franco. de queuedo. [1] f. + 1-56 ff. 305 x 215 mm. Caja de escritura, 260 x 170 mm. El manuscrito ofrece, además de la foliación indicada, otras tres: ff. 32-85 (copiada y tachada dos veces), 162-233 y 180-215. Tal hecho, como señalaron Artigas y Sánchez Reyes [1957:208], indica que el hoy manuscrito M-303 debió de haber formado parte de alguna colección de papeles varios. Caligrafía de trazo rápido. Los estudiosos del manuscrito consideran que su letra es del siglo XVII. La portada y el primer folio presentan un tono de tinta más claro y una letra de menor tamaño; es posible que sean de mano distinta a la que copió el resto del manuscrito. Encuadernación en rústica, de color granate. Se lee en la tapa, con letras doradas: QUEVEDO / EL BUSCÓN. Descripciones bibliográficas: A. Rodríguez-Moñino [1953:664]; M. Artigas y E. Sánchez Reyes [1957:208]; F. Lázaro Carreter [1965:XLI]; Rey [2005b:XII]
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La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos Compuesto por don Francisco de Quevedo
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La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos Compuesta* por don Francisco de Quevedo
Dedicatoria Habiendo sabido el deseo que vuestra merced tiene de saber los varios discursos de mi vida, por no dar lugar a que otro, como en ajenos casos, mienta, he querido enviar esta relación, que no le será de pequeño alivio para los ratos tristes. Y porque pienso ser largo en contar cuán corto he sido de ventura, no lo quiero ser ahora.
* Compuesta] se mantiene el femenino, a diferencia del masculino de la portada.
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Capítulo 1 Cuenta quién es y de dónde
Yo soy, señor, natural de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, Dios le tenga en el cielo. Fue tal como todos dicen. Su oficio fue de barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa y, según él bebió, puédese muy bien creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso probar que era descendiente de la letanía. Tuvo muy buen parecer y fue tan celebrada que, en el tiempo que ella vivió, casi todos los copleros de España hacían cosas sobre ella. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas dábanse en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el dos de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua, levantándoles las caras para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faltriqueras. Murió el angelito de unos azotes que le dieron dentro de la cárcel. Sintiolo mucho mi padre, buen siglo haya, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, aunque, según a mí me han dicho, después salió de la cárcel con tanta honra que le acompañaron 200 cardenales, sino que a ninguno llamaban eminencia. Las damas diz que salían por verle a las ventanas, que siempre pareció mi padre muy bien, a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della. Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que murió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban; sólo diz que se dijo no se qué de un cabrón y volar, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciesen público. Hubo fama de que reedificaba doncellas, resucitaba cabellos y encubría canas. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas y por mal nombre la llamaban alcahueta. Para unos era tercera y prima para todos y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la boca de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios. 11-12
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LA VIDA DEL BUSCAVIDA, POR OTRO NOMBRE DON PABLOS
No me detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía un aposento donde ella sola entraba (y alguna vez yo, que como era chiquito, podía), todo rodeado de calaveras, que ella decía que eran para memorias de la muerte o para voluntades de la vida. Su cama estaba armada sobre sogas de ahorcados. Decíame a mí: “¿Qué piensas? Éstas tengo por reliquias, porque los más destos se salvan”. Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre: —Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal... Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía: —De manos. El que no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan, otras nos cuelgan aunque no haya llegado el día de nuestro santo. No lo puedo decir sin lágrimas —lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las veces que le habían bataneado las espaldas— porque no querrían ellos que adonde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. De todo nos libra la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la santa madre Iglesia. Y así, con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido. —¿Cómo a mí sustentado? —dijo ella con gran cólera, que le pesaba de que yo no me aplicase a brujo—. Yo os he sustentado a vos y sacádoos de las cárceles con industria y sustentádoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. Más dijera, según se había encolerizado, si con los golpes que daba no se le desensartara un rosario de muelas de difuntos que tenía. Metilos yo en paz, diciendo que quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y así que me pusiesen en la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada. Parecioles bien lo que yo decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre tornó a ocuparse en ensartar las muelas, y mi padre se tornó a ir fuera, no sé si a ocuparse en barba o en bolsa. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan hábiles y celosos de mi bien.
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Capítulo 2 De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió
A otro día, ya estaba comprada cartilla y hablado el maestro. Fui a la escuela. Recibiome muy alegre, díjome que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, con esto, por no desmentirle, di muy bien la lección aquella mañana. Sentábame el maestro junto a sí, ganaba la palmatoria los más días y íbame el postrero por hacer algunos recados de señora, que así llamábamos la mujer del maestro. Teníalos a todos con semejantes caricias obligados; favorecíanme demasiado, y con esto creció la envidia en los demás niños. Llegábame a los hijos de los caballeros y personas principales, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba las meriendas. Íbame a su casa a jugar las fiestas y acompañábale cada día. Pero los otros, porque no les hablaba o porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa. Cuál decía, por disculpar la envidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas de noche; otro decía que a mi padre le había llevado para la limpieza de los ratones, por llamarle gato. Unos me decían cuando pasaba “zape”; otros, “miz”; cuál decía: “Yo la tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa”. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Y aunque yo me corría, disimulábalo. Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces “hijo de una puta hechicera”. Lo cual, como me lo dijo tan claro —que aún si lo dijera turbio no me pesara—, agarré una piedra y descalabrele. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese y contele todo el caso, a lo cual sólo me dijo: —Muy bien hiciste, bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvime a ella y dije: —¡Ah, madre!, pésame sólo de que ha sido más misa que pendencia la mía. Preguntome que por qué, y díjela que porque había tenido dos evangelios. Roguela que me declarase si le podía desmentir con verdad: o me declarase si me había concebido a escote entre muchos, o si era hijo de mi padre sólo. Riose y dijo: —¡Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: gracia tienes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. 1
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Yo, con esto, quedé como muerto, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé. Curó mi padre al muchacho, apaciguolo todo, volviome a la escuela, donde el maestro me recibió con ira, hasta que, sabiendo la causa de la pendencia, se le aplacó el enojo, considerando la razón que había tenido. En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, que se llamaba don Diego. Queríame naturalmente, porque trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro y entreteníale siempre. Así que los más días sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen ir con él a comer y a cenar, y aun a dormir los más días. Sucedió, pues, uno de los primeros que hubo escuela por Navidad, que, viniendo por la calle un hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de confeso, don Diaguito me dijo: —Hola, llámale Poncio Pilato y echa a correr. Yo, por darle gusto, llamele Poncio Pilato. Corriose y dio a correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme, de manera que me fue forzoso meterme huyendo en la casa de mi maestro, dando gritos. Entró el hombre tras mí, y el maestro defendiome de que no me matase, asegurándole de castigarme. Aunque señora le rogó por mí, movida de lo que yo la servía, no aprovechó. Mandome desatacar y, azotándome, decía tras cada azote: “¿Diréis más Poncio Pilato?”. Yo respondía: “No, señor”. Respondilo veinte veces a otros tantos azotes. Quedé tan escarmentado de decir “Poncio Pilato” y con tal miedo que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones a los otros muchachos, llegando al Credo —advierta vuestra merced la inocente malicia—, al tiempo del decir “padeció so el poder de Poncio Pilato”, acordándome que no había de decir más Pilato, dije: “So el poder de Poncio de Aguirre”. Diole al maestro tan gran risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que le había tenido, que me abrazó y dio una firma en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces que los mereciese. Con esto fui yo muy contento. Llegó —por no enfadar— el tiempo de las Carnestolendas, y, trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echamos suertes entre doce señalados por él; cúpome a mí; avisé a mis padres que me buscasen galas. Llegó el día, y salí en un caballo hético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el pescuezo, más largo que de camello; tuerto de un ojo, ciego del otro; en cuanto a la edad, no le faltaba para cerrar sino los ojos. Al fin, él más parecía caballe45
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te de tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines. Demostraba abstinencia en su aspecto y echábansele de ver los ayunos y penitencias, y, sin duda ninguna, no había llegado a su noticia la cebada ni la paja. Y lo que más le hacía digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a tener una cerradura, pareciera un cofre vivo. Yendo, pues, dando vuelcos a un lado y a otro como fariseo, iban los demás niños todos muy galanes tras mí, que, con suma majestad, iba a la jineta en el dicho pasadizo con pies. Pasamos por la plaza —aun de contarlo tengo miedo— y, llegando cerca de las mesas de la verdulería (¡Dios nos libre!), agarró un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando le despachó a las tripas, a las cuales, como iba rodando al gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera, que siempre son desvergonzadas, empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, mil pícaros; y alzando zanahorias garrafales y nabos frisones, berenjenas y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron en la cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una —hablando con perdón— privada. Púseme cual vuestra merced imaginará. Ya mis compañeros se habían armado de piedras y daban tras las revendederas. Descalabraron dos. Yo, en todo esto, después que caí en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, comenzó a hacer información, prendió a berceras y a muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunos dagas de las que tenían por gala, y otros, espadas. Llegó a mí y, viendo que no tenía ningunas, porque me las había quitado y metídolas en una casa, todavía me pidió las armas; yo le respondí que, si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. Y de paso quiero confesar a vuestra merced que, cuando me empezaron a tirar las berenjenas y nabos, que, como yo llevaba plumas en el sombrero, entendí que me habían tenido por mi madre y que la tiraban como habían hecho otras veces. Y así, como necio y muchacho, dije: “¡Hermanas!, aunque llevo plumas, no soy Aldonza de san Pedro, mi madre”, como si ellas no lo echaran de ver por el traje y el rostro. El miedo me disculpa la ignorancia, y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero, volviendo al alguacil, quiso llevarme a la cárcel y no me llevó porque no hallaba de dónde asirme: tal me había puesto de lodo. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres el suceso. Corriéronse tanto de verme de la manera que venía que me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa a las dos leguas de rocín esprimido. Procuraba satisfacerlos y, viendo que no bastaba, salime de su casa y fuime a saber de mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y a sus padres resueltos por ello de no 82 92
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le enviar más a la escuela. Y allí tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a tirar dos coces y, de puro flaco, se le desgajaron las ancas y se quedó en el lodo, bien cerca de acabar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado y el caballo muerto, determineme de no volver más a la escuela ni a casa de mis padres, sino de quedarme a servir a don Diego o, por mejor decir, en su compañía, y esto con gran gusto de sus padres, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa que yo no había menester más ir a la escuela porque, aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que primero se requería era escribir mal; y que, así, yo renunciaba la escuela, por no dar gasto, y su casa, por ahorrarles de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen licencia no los vería.
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Capítulo 3 De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel
Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en un pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra que tenía por oficio criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos, el primer domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle; una cabeza pequeña; pelo bermejo —no hay más que decir—; los ojos, avecindados en el cogote, que parece miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tienda de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas bubas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parece que amenaza a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagabundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como de avestruz; una nuez tan salida que parece que forzada de la necesidad se le iba a buscar de comer; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una; mirado de medio abajo parecía tenedor o compás; las piernas, largas y flacas; el andar, muy espacioso: si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de san Lázaro; la habla, hética; la barba, grande, y nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara que antes se dejaría matar que tal permitiese: cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa. La sotana era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión: desde cerca parecía negra y desde lejos entreazul. Traíala sin ciñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo de que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo; dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria. A poder déste, pues, vine y en su poder estuve con don Diego. La noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que aun por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora del comer. Fuimos allá. Comían los amos primero, y servíamos los criados. El refitorio era un aposento como un medio celemín. Sentá31 La noche] la lectura lógica sería “el día”, a juzgar por las referencias temporales que vienen en los párrafos siguientes. Los cuatro testimonios coinciden en este punto.
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banse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré primero por los gatos; como no los vi, pregunté que cómo no los había a otro criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse y dijo: —¿Cómo gatos? ¿Quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. Yo, con esto, comenceme a afligir, y más me afligí cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como lesnas, con unas caras que parecía se afeitaban con diaquilón. Sentose el licenciado Cabra; echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro que en comer en una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté la ansia con que los macilentos dedos se echaron a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: —Cierto que no hay cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Y acabando de decirlo, echose su escudilla a pechos, diciendo: —Todo esto es salud y otro tanto ingenio. “¡Mal ingenio te acabe!”, decía yo entre mí, cuando veo un mozo medio espíritu, tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía le había quitado de sí mismo. Parecía un nabo aventurero a vueltas. Dijo el maestro: —¿Nabos hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer. Repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se les consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía: —Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas. ¡Mire vuestra merced qué aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron todos, y quedaron unos mendrugos en la mesa y, en el plato, dos pellejos y unos huesos; y dijo el pupilero: —Quede esto para los criados, que también han de comer. No lo queramos todo. —¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado —decía yo—, que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición y dijo: —Ea, demos lugar a los criados, y váyanse hasta las dos a hacer un poco de ejercicio, porque no les haga mal lo que han comido. Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojose mucho y díjome que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, y fuese. Sentámonos nosotros; yo, que vi el negocio mal parado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como 37
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arremetieron todos, y emboqueme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gritar, y al ruido entró Cabra, diciendo: —Coman como hermanos, y pues Dios les da con qué, no riñan, que para todos hay. Volviose a gozar del sol y dejonos solos. Certifico a vuestra merced que vi a uno de ellos, al más flaco, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llegó dos veces a los ojos, y entre tres no acertaban a encaminarle las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo hacían, y diéronme un vaso de agua; y no le hube bien llegado a la boca cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me lo quitó el mozo espiritado. Levanteme con gran dolor de mi alma, viendo que estaba en casa donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón. Diome gana de descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un antiguo. Y díjome: —Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis mientras estuviéredes en esta casa, donde quiera basta; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino fue el día que entré, como ahora vos, de lo que en mi casa había cenado la noche antes. ¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena? Que fue tanta que, considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada dél. Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban váguidos por aquella casa como en otras ahítos. Llegó la hora del cenar —pasose la del merendar en blanco—; cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra asada. ¡Mire vuestra merced si inventara el diablo tal cosa! —Es muy saludable cenar poco —decía—, por tener el estómago desocupado. Citando una retahíla de médicos infernales, decía alabanzas de la dieta y que con esto no tendrían sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron, y cenamos todos, y no cenó ninguno. Fuímonos a acostar y en toda la noche no pudimos don Diego ni yo durmir, él trazando de quejarse a su padre y pidiendo le sacase de allí, y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últimamente le dije: —Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron y que somos ánimas que estamos en el purgatorio. Y así, es por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos reza 87
había ] CZB // auian S Como ] CB // que como S 96-97 váguidos] vagios S. Previamente el copista escribió vaydos y posteriormente sustituyó ydos por gios. 105 sino que] sino que sino que S 89
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en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en algún altar previlegiado. Entre estas pláticas y un poco que dormimos, se llegó la hora de levantar. Dieron las seis, y llamó Cabra a lición. Fuimos y oímosla todos. Sacaba los dientes con tobas amarillas, vestidos de desesperación. Mandáronme leer el primer nominativo, y era de manera mi hambre que me desayuné con la mitad de las razones, comiéndomelas. Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que le había visto meter en casa, recién venido, dos frisones, y que a dos días salieron caballos ligeros que volaban por los aires; y que vio meter mastines pesados y, a tres horas, salir galgos corredores; y que una Cuaresma topó muchos hombres —unos metiendo los pies, otros las manos y otros todo el cuerpo— en el portal de su casa, y esto por muy gran rato, y mucha gente que venía a sólo aquello de fuera. Y que, preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se enojó de que se lo preguntase), respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones y que, metiéndolos en aquella casa, morían de hambre, de manera que no comían desde allí adelante. Certificome que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creí. Dígolo porque no parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lición, diola y decorámosla. Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir, que sólo vino a añadir tocino a la olla por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía. Y así, tenía una salvadera de hierro, abríala y metía en ella el tocino y volvíala a cerrar, y metíala en la olla colgando de un cordel para sacarla luego, en dando algún zumo por los agujeros, y quedase el tocino para otro día. Pareciole después que se gastaba mucho y dio en sólo asomar el tocino a la olla. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar. Vímonos don Diego y yo tan perdidos que, ya que para comer no hallábamos remedio, le buscamos para no levantarnos de la cama, diciendo que estábamos malos. No nos atrevíamos a decir nada de calentura porque, no la teniendo, era fácil de conocerlo, y dolor de cabeza o muelas era poco estorbo. Pero dijimos que nos dolían mucho las tripas y que no podíamos hacer de nuestras personas tres días había, fiados de que, a trueque de no gastar dos cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas ordenolo el diablo de otra suerte, porque tenía una jeringa que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal, y tomola y hizo una melecina. Llamó a una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera; dijo que nos echase sendas gaitas. Empezaron por don Diego. Y el desventurado abajose, y la vieja, en vez de echársela dentro, disparósela por la camisa y por el espinazo y dio con ella en el cogote, sirviendo por defuera de guarnición la que dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando gritos. Vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí otra, que luego volverían a echársela a don Diego. Yo resistíame, y al fin no me valió porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual, de retorno, la di con ella en toda la cara. Enojose Cabra conmigo y dijo que él me echaría 152
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de su casa, que bien se echaba de ver que era bellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tanto que me despidiese, mas no lo quiso mi ventura. Quejábamonos al padre de don Diego, y el Cabra le hacía creer que lo hacíamos por no asistir al estudio. Con esto no nos valían plegarias. Metió en casa la vieja por ama para que guisase de comer y sirviese a los pupilos; despidió al criado porque le halló un viernes por la mañana con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasábamos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que era menester desgañitarnos, y casi ciega de todo punto; y tan gran rezadora que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos trajo el caldo más devoto que he comido. Unos decían: “¡Éstos, sin duda, son garbanzos negros de Etiopía!”; otros: “¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?”. Mi amo fue el primero que se encajó una cuenta y, al mascarla, se le quebró un diente. Los viernes solía enviar unos huevos con tantas barbas, a fuerza de pelos y canas suyas, que pudieran pretender corregimiento o abogacía. Pues meter el badil por cucharón y enviar una escudilla de caldo empedrada era muy ordinario. Mil veces topé yo sabandijas y palos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas. Pasamos con este trabajo hasta la Cuaresma, y a la entrada de ella estuvo malo un compañero. Y Cabra, por no gastar, detuvo el llamar médico hasta que ya él pedía confesión. Llamó entonces un platicante, y tomándole el pulso, dijo que la hambre le había ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el Santísimo Sacramento, y el pobre, cuando le vio, que había un día que no hablaba, dijo: —Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el infierno. Imprimiéronseme estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente, por ser forastero, y quedamos asombrados todos. Divulgose por el pueblo el caso atroz, llegó a oídos de don Alonso Coronel y, como no tenía otro hijo, desengañose de los embustes de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos rendidos a tan mísero estado. Vino a sacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio que, sin aguardar más, tratando muy mal de palabra al licenciado Vigilia, nos mandó llevar en dos sillas a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel, viendo venir rescatados por la Trinidad a sus compañeros.
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Capítulo 4 De la convalecencia y la ida a estudiar a Alcalá de Henares
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Entramos en casa de don Alonso, y echáronnos en dos camas con mucho tiento por que no se nos desparramasen los huesos de puro roídos de la hambre. Trajeron esploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo mayor y la hambre imperial, que al fin me trataban como a criado, en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar, a la primera almendrada y a la primera ave, las luminarias que las tripas pusieron de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquiera palabra. Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y cobrar algún aliento, pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban magras y alforzadas; y así, se dio orden que cada día nos las ahormasen con la mano del almirez. Levantámonos a hacer pinicos dentro de cuarenta días y aún parecíamos sombras de otros hombres y, en lo amarillo y flaco, simiente de los padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba la hambre tanto que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo, al sentarse a la mesa, nos decía mil males de la gula, no la habiendo él conocido en su vida. Y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de “No matarás” metía perdices, capones y gallinas y todas las cosas que no quería darnos y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado matarla y aun herirla, según regateaba el comer. Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de enviar a don Diego, su hijo, a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería. Y con esto diole un criado para mayordomo, que le gobernase la casa y tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje: era una media camita, y otra de cordeles para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Tomás de Baranda, cinco colchones, ocho 18-19 33
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sábanas y ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecita, una hora antes de anochecer, y llegamos a la media noche, poco más, a la siempre maldita venta de Viveros. El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz de aquella noche. Hízonos gran fiesta y, como él y los ministros del carretero iban horros (que ya había llegado con el hato media hora antes, porque nosotros veníamos despacio), pegose al coche, diome a mí la mano para salir del estribo, preguntó si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Metiome adentro, y estaban dos rufianes con unas mujercillas y un cura rezando al olor; y un viejo mercader y avariento estaba procurando olvidarse de cenar; y dos estudiantes fregones, de los de mantellina, buscando trazas para engullir. Mi amo, pues, como más nuevo en la venta y muchacho, dijo: —Señor huésped, deme lo que hubiere para mí y mis criados. —Todos lo somos de vuestra merced —dijeron al punto los rufianes— y le hemos de servir. ¡Hola, huésped!, mirad que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes. Vaciad la despensa. Y dicendo esto, llegose el uno y quitole la capa y dijo: —Descanse vuestra merced, mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las ninfas: —¡Qué buen talle de caballero! ¿Va a estudiar? ¿Es vuestra merced su criado? Yo respondí, creyendo que era así, que yo y el otro lo éramos. Preguntome por su nombre, y no se le hube bien dicho cuando uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, le dijo: —¡Oh, mi señor don Diego!, ¿quién me dijera a mí, agora diez años, que había de ver a vuestra merced desta manera? ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá vuestra merced! Él se quedó admirado, y yo también, que juramos entrambos no haberle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego a la cara y dijo a su amigo: —¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido encontrarle según está de grande! ¡Dios le guarde! Y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y, preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles y, oliendo la estafa, dijo: —Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría. Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don Diego, y el otro trajo un plato. Los estudiantes dijeron: 47 72
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—Cene vuestra merced, que, entre tanto que a nosotros nos adrezan lo que hubiere, le serviremos a la mesa. —¡Jesús! —dijo don Diego—, vuestras mercedes se sienten, si son servidos. Y a esto dijeron los rufianes, no hablando con ellos: —Luego, mi señor, que no está todo a punto. Yo, cuando vi a los unos convidados y a los otros que se convidaban, afligime y temí lo que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y, mirando a mi amo, dijeron: —No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas sin comer. Mande vuestra merced que alcancen un bocado. Él, haciendo del galán, convidolas. Sentáronse y, entre los dos estudiantes y ellas, no dejaron sino un cogollo, en cuatro bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel maldito estudiante le dijo: —Un abuelo tuvo vuestra merced, tío de mi padre, que en viendo lechugas se desmayaba; ¡qué hombre era tan cabal! Y diciendo esto, sepultó un panecillo, y el otro, otro. Las putas daban ya cuenta de un pan, y el que más comía era el cura con el mirar sólo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado y dos lonjas de tocino y un par de palomas cocidas, y dijeron: —Pues, padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance, que mi señor don Diego nos hace merced a todos. No bien se lo dijeron, cuando se asentó. Ya, cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzó a afligirse. Repartiéronlo todo y a don Diego dieron no sé qué huesos y alones; lo demás engulleron el cura y los otros. Decían los rufianes: —No cene mucho, señor, no le haga mal. Replicaba el maldito estudiante: —Y más, que es menester hacerse a comer poco para la vida de Alcalá. Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios que le pusiese en corazón dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo, que el cura repasaba los huesos de los otros, volvió el un rufián y dijo: —¡Oh, pecador de mí!, que no hemos dejado nada a los criados. Venga acá vuestra merced, señor huésped, deles todo lo que hubiere. Tan presto saltó el descomulgado pariente de mi amo, digo, el escolar: —Aunque, vuestra merced me perdone, señor hidalgo, debe de saber poco de cortesía. ¿Conoce, por dicha, a mi señor primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros. Y volviéndose a don Diego, que estaba pasmado, dijo: —No se enoje vuestra merced, que no le conocían. Maldiciones le eché, cuando vi tan gran disimulación, que no pensé acabar. Levantaron las mesas, y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena; dijéronle que no lo hiciese, que a la mañana habría lugar. Estuvieron un rato parlando; preguntole su nombre al estudiante, y él dijo que se llamaba Pe-
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dro Coronel. ¡En malos infiernos arda, donde quiera que está! Vio al avariento que dormía y dijo: —¿Vuestra merced quiere reír? Pues hagamos una burla a este mal viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino y es riquísimo. Los rufianes dijeron: —Bien haya el licenciado, que es razón; hágalo. Con esto, se llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas y, desenvolviéndolas, halló una caja y, como si fuera de guerra, hizo gente. Llegáronse todos y abriéronla, la cual estaba llena de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar puso piedras y palos y cuanto halló; luego se proveyó sobre lo dicho y, encima de la suciedad, puso hasta una docena de yesones. Cerró la caja. Dijo: —Pues aún no basta, que bota tiene el viejo. Sacó el vino y, desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco de vino debajo, se la llenó de lana y estopa y la cerró. Con esto se fueron todos a acostar para una hora que quedaba. Púsolo todo en las alforjas y en la capilla del gabán echó una gran piedra. Fuese a dormir. Llegó la hora del caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y, al levantarse, no podía levantar la capilla de la capa. Miró lo que era, y el mesonero, adrede, le riñó y dijo: —¡Ah, cuerpo de Dios!, ¿no halló otra cosa, padre, que llevarse sino esa piedra? ¿Qué les parece a vuestras mercedes, si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados porque es contra el dolor de estómago. Jurábase y perjurábase, diciendo que él no había metido tal piedra en la capilla. Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar sesenta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma, diciendo los estudiantes: —¡Cómo hemos de servir a vuestra merced en Alcalá! Quedamos asustados de ver el gasto. Almorzamos un bocadillo, y el viejo tomó sus alforjas y, porque no viésemos lo que sacaba, por no partir con nosotros, desatolas a escuras debajo de la capa; y agarrando un yesón untado, echósele en la boca, fuele a hincar un diente y media muela que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y a hacer gestos de asco; llegamos todos a él, y el cura el primero, diciéndole que qué tenía. Empezó a ofrecerse a Satanás. Dejó caer las alforjas. Llegose a él el estudiante y dijo: —¡Arriedro vayas, Satán, cata la cruz! El otro abrió un breviario; hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era y pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino que él traía. Dejáronle, y, sacando y abriendo la bota, echó en un vaso un poco de vino. Salió con la lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso que no se podía beber ni colar. Entonces el viejo acabó de perder la paciencia. Co141 151
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menzaron todos a descomponerse de risa. Tuvo por bien de callar y meterse en el carro con los rufianes y las mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos metimos en nuestro coche; y apenas habíamos comenzado a caminar cuando unos y otros nos empezaron a dar vaya, declarando la burla. Y el ventero decía: —Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta, envejecerá. El cura decía: —Sacerdote soy; allá se lo dirán de misas. Y el estudiante maldito, voceando, decía: —Señor primo, otra vez rásquese cuando le coman y no después. Y otro decía: —Sarna de vuestra merced, señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas llegamos a Alcalá a las nueve; y en todo el día acabamos de contar la cena pasada y nunca pudimos sacar en limpio el gasto.
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Capítulo 5 De la entrada en Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo
Antes que anocheciese salimos del mesón a la casa que nos tenían alquilada, que era fuera de la puerta de Santiago, patio de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque ésta teníamos entre tres moradores diferentes. Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso: moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy gran cosecha desta gente, y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino; digo esto confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que es mucha. Recibiome, pues, el huésped, con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. Ni sé si lo hizo porque le comenzásemos a tener respecto o por ser natural suyo, que esta gente no es mucho tenga mala condición, no teniendo buena ley. Pusimos nuestro hatillo, acomodamos las camas y lo demás, y durmimos aquella noche. En amaneciendo, helos aquí en camisa a todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntó que qué querían, y yo, entre tanto, por lo que podía suceder, me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza defuera, que parecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos, y luego comenzaron una grita del diablo, diciendo: —¡Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad! ¡Y goce de las preeminencias de antiguo: pueda tener sarna, ande manchado y padezca la hambre que todos! ¡Mire vuestra merced qué previlegios! Volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros. Tomamos el camino para escuelas. A mi amo apadrináronle unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su general; pero yo, que había de entrar en otro diferente, fui solo; comencé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien el pie cuando me encararon y comenzaron a decir: “¡Nuevo!”. Yo, por disimular, di en reírme como que no hacía caso; mas no bastó porque llegándose a mí ocho o nueve comenzaron a reírse. Púseme colorado; nunca Dios lo permitiera, pues al instante se puso uno que estaba a mi lado las manos en las narices y, apartándose, dijo: —Por resucitar está este Lázaro, según hiede. Y con esto todos se apartaron, tapándose las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y dije: —Vuestras mercedes tienen razón, que huele muy mal. Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzáronse a descarrar y a tocar al arma. Y en las toses y abrir y cerrar de las bocas vi 27 34
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que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado hízome alarde de una onza. Yo entonces, que me vi perdido, dije: —¡Juro a Dios que ma...! Iba a decir “te”, pero fue tal la batería y lluvia de los gargajos que llovía sobre mí que no pude acabar la razón. Eché de ver que unos parecían tripas de los que los tiraban, según eran de largos. Otros, acabándoseles la saliva, pedían prestados a las narices sus tuétanos, y venían con algunas balas de mocos secos, tan recios que hacían batería y señal en la capa. Yo estaba cubierto el rostro con ella, y tan blanco que todos tiraban a mí; era de ver cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellacón, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, vínose para mí diciendo con gran cólera: —¡Bastan gargajos, no le matéis! Yo, según me maltrataban, creí de ellos que lo harían. Destápome por ver lo que era, y, al mesmo punto, el que daba las voces traía empuñado un moco verdinegro y, sacándole de revés, me le clavó en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita sobre mí que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pienso que por ahorrar médicos y boticas, aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones, pero no había dónde sin llevar en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y fuime a casa, que apenas acerté, y tuve ventura en ser de mañana, que topé solos dos o tres muchachos que debían de ser bien inclinados, porque no me tiraron más de cinco o seis estropajos y luego me dejaron. Entré en casa, y el morisco, en viéndome, comenzose a reír y a hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije: —Huésped, mire que no soy eccehomo. Nunca lo dijera, porque me sacudió lindos golpazos en estos hombros con unas pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio derrengado, me subí arriba, y en buscar de dónde asir para quitarme el manteo y la sotana, se pasó gran rato. Al fin me le quité, echeme en la cama, colguelo en una azutea. Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojose y comenzó a darme tantos repelones con tanta priesa que a dos más despertara calvo. Levanteme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —¿Es buen modo de servir éste, Pablos? Ya es otra vida. Yo, cuando oí decir “otra vida”, entendí que ya era muerto y dije: —Bien me anima vuestra merced en mis trabajos. Vea cuál está aquella sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las mayores narices que se han visto jamás en paso, y míreme estas costillas. Y con esto, empecé a llorar. Viendo mi llanto, creyolo y, buscando la sotana y hallándola, se compadeció de mí y dijo: —Pablo, abre el ojo que asan carne. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Contele todo lo que había pasado, y mandome desnudar y llevar a mi aposento, que era donde durmían cuatro criados de los huéspedes de casa. Acosteme
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y dormí; y con esto, a la noche, después de haber comido y cenado bien, me hallé fuerte como si no hubiera pasado nada por mí. Pero cuando comienzan desgracias en uno nunca parece que han de acabar, que andan encadenadas y unas traen a otras. Viniéronse a acostar los otros y, saludándome todos, me preguntaron si estaba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso, y al punto, como si en ellos no hubiera mal ninguno, se comenzaron a santiguar, diciendo: —No se hiciera esto entre luteranos. ¿Hay tal maldad? Otro decía: —El retor tiene la culpa en no poner remedio. ¿Conocerá vuestra merced a los que eran? Yo respondí que no, agradeciéndoles la merced que me mostraban hacer. Con esto, se acabaron de desnudar. Acostáronse, mataron la luz, y dormime yo, que me pareció que estaba como con mi proprio padre y con mis hermanos. Y a cosa de las doce, el uno de ellos me despertó a puros gritos, diciendo: —¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpazos de látigo. Y levanté la cabeza y dije: —¿Qué es eso? Y apenas lo hube dicho cuando con una maroma me asentaron un azote con hijos en todas las espaldas. Comencé a quejarme; quíseme levantar. Comenzó a quejarse el otro también y dábanme a mí sólo. Yo comencé a decir: —¡Justicia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre mí que ya no me quedó, por haberme tirado las frazadas abajo, otro remedio sino meterme debajo de la cama. Hícelo así, y al punto los tres que dormían empezaron a dar gritos también. Y como sonaban los azotes, yo creí que alguno de fuera nos sacudía a todos. Entre tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y se proveyó en ella y puso la ropa. Y en pasándose a la suya cesaron los azotes, y levantáronse con grandes gritos todos cuatro, diciendo: “Es gran bellaquería y no ha de quedar así”. Yo todavía estaba debajo de la cama, quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecía galgo con calambre. Hicieron los otros que cerraban la puerta, y yo luego salí de donde estaba y subime a mi cama, preguntando si acaso les habían hecho mal. Todos se quejaban de muerte. Acosteme y entreme y torné a dormir; y como entre sueños me revolcase, cuando desperté halleme sucio hasta las trencas. Levantáronse todos, y yo tomé por achaque los azotes para no vestirme. No había diablos que me moviesen de un lado. Estaba confuso, considerando si acaso, con el miedo y la turbación, sin sentirlo, había hecho aquella vileza, o si entre sueños. Al fin, yo me hallaba inocente y culpado, y no sabía cómo disculparme. Los compañeros se llegaron a mí, quejándose y 81
viniéronse] y vinieronse S cogido] CZB // cosido S 108 con calambre] CZB //con la hambre S 108
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muy disimulados, a preguntarme cómo estaba. Yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. Preguntábales yo que qué podría haber sido. —A fe que no se escape, que el matemático nos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáis herido, que os quejábades mucho. Y diciendo esto, fueron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró diciendo: —¿Es posible, Pablos, que no he de poder contigo? Son ya las ocho, y estaste en la cama. ¡Levántate, enhoramala! Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y pidiéronle que me dejase dormir. El uno decía: —Si vuestra merced no lo cree, levántate, amigo. Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con los dientes por no mostrar la caca, y cuando ellos vieron que no había remedio por aquel camino, dijo uno: —¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede! Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad, y luego, tras él, comenzaron todos a mirar si había en el aposento algún servicio. Decían que no se podía estar allí. Dijo uno: —¡Pues es muy bueno esto para haber de estudiar! Miraron las camas, quitáronlas para ver debajo. Dijeron: —Sin duda en la de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras y miremos debajo de ella. Yo, que veía poco remedio en el negocio y que me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón. Agarreme a los palos, hice visajes. Ellos, que sabían el misterio, apretaron conmigo, diciendo: “¡Gran lástima!”. Don Diego me tomó el dedo del corazón, y al fin, entre los cinco me levantaron. Y al alzar las sábanas fue tanta la risa de todos, viendo no los palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. —¡Pobre dél! —decían los bellacos (y yo hacía del desmayado)—. Tírele vuestra merced muy recio de ese dedo del corazón. Mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto tiró que me le desconcertó. Los otros trataron de darme un garrote en los muslos, y decían: —El pobrecito agora sin duda se ensució cuando le dio el mal. ¡Quién dirá lo que yo pasaba entre mí, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro de que me diesen garrote! Al fin, de miedo de que me le dieran, que ya me tenían los cordeles en los muslos, hice que había vuelto en mí, y por presto que lo hice, como los bellacos iban con malicia, ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna. Dejáronme diciendo: —¡Jesús, y qué flaco sois! Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede: —Más va, amigo, en vuestra salud, que en haberos ensuciado. Callá. 140 153
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Y con esto me pusieron en la cama, después de haberme lavado, y se fueron. Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era peor lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, lavándola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en llegando, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de casa, y yo, aunque poco y de mala gana. Y después, juntándonos todos a parlar en el corredor, los otros criados, después de darme vaya, declararon la burla. Riéronse todos, doblóseme mi afrenta, y dije entre mí: “Ea, Pablos, alerta”. Propuse de hacer nueva vida; y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas nadie me inquietó más.
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“Haz como vieres” dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme en ser bellaco con los bellacos, y más que todos si más pudiese. Pero yo aseguro a vuestra merced que hice todas mis diligencias posibles. Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y a los pollos del ama que del corral pasasen a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos puercos del mejor garbo que he visto en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados y oílos gruñir y dije al uno: “Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa”. Fue y dijo que dos marranos. Yo, que lo oí, enojeme tanto y salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento el venir a gruñir a casas ajenas. Y diciendo esto, envásole a cada uno, a puerta cerrada, la espada por los pechos, y luego los acogotamos. Y porque no se oyese el ruido que hacían, a la par dábamos grandísimos gritos como que cantábamos, y así espiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres y recogimos la sangre y, a puros jergones, medio los chamuscamos en el corral, de suerte que cuando vinieron los amos ya estaba todo hecho, aunque mal, sino eran los vientres, que aún no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no por falta de priesa, que en verdad que, por no detenernos, las habíamos dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro. Supo, pues, don Diego y el mayordomo el caso y enojáronse conmigo, de manera que obligaron a los huéspedes, que de risa no se podían valer, a volver por mí. Preguntábame don Diego que qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia; a lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y, si no me valiese, diría que, como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, que entendí que eran nuestros. Riéronse todos de la disculpa, y dijo don Diego: “A fe, Pablos, que os hacéis a las armas”. Era de notar mi amo tan quieto y religioso y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio. No cabía el ama de contento conmigo, porque éramos dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, que desde entonces yo heredé no sé qué amor a la sisa en este oficio. La carne no guardaba en manos de la ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos. Y la vez que podía echar cabra o oveja, no echaba carnero, y si había huesos no entraba cosa magra. Hacía unas ollas héticas de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se pudieran hacer sartas de cristal. Las Pascuas, por diferenciar y que 2 Pudiese] CZB añaden a continuación: No sé si salí con ello, frase que justifica mejor la conjunción adversativa que viene después. Es posible que en S haya una omisión. 30 en este] Z // este S
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estuviese gorda la olla, solía echar cabos de velas de sebo. Ella decía, cuando yo estaba delante, a mi amo: —Por cierto, que no hay servicio como el de Pablos, si él no fuese travieso. Consérvele vuestra merced, que bien se le puede sufrir el ser bellaquillo por la fidelidad; lo mejor de la plaza trae. Yo, por el consiguiente, decía de ella lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Comprábanse algunas cosas de por junto, y escondíamos la mitad del carbón y del tocino y, cuando nos parecía, decíamos el ama y yo: —Modérense vuestras mercedes en el gasto, que en verdad que si se dan tanta priesa que no baste la hacienda del Rey. Ya se ha acabado el aceite y el carbón. Pero ¿tal priesa le han dado? Manden vuestras mercedes comprar más, y a fe que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pablos. Dábanmelos, y vendíamosle la mitad sisada y, de lo que comprábamos, sisábamos la otra mitad; y esto era en todo. Y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía: —No me digas tú a mí, Pablicos, que éstos son dos cuartos de ensalada. Yo hacía que lloraba y daba voces. Íbame a quejar a mi señor y apretábale para que enviase al mayordomo a saberlo, para que callase el ama, que adrede porfiaba. Y iba y sabíalo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban agradecidos de mí de las obras, y del ama del celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí: —¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar! Tuvímoslos desta manera, chupándolos como sanguijuelas. Yo apostaré que vuestra merced se espanta de la suma de dinero que montó al cabo de el año. Ello fue mucho, pero no debía de obligar a restitución, porque la ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días, y nunca la vi rastro ni imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una sancta. Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágenes, cruces y cuentas de perdones. En todas decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima de mi amo y rezaba más oraciones que un ciego: entraba por el Justo Juez, y acababa por el Conquibult y la Salve Regina. Decía las oraciones en latín adrede, por fingirse inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía otras habilidades: era adquiridora de voluntades y corcheta de gustos, que es lo mismo que alcahueta; pero disculpábase conmigo diciendo que la venía de casta, como al rey de Francia sanar lamparones. Pensará vuestra merced que siempre estuvimos en paz. Pues, ¿quién ignora que dos amigos, como sean cudiciosos, si están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? Sucedió que el ama tenía gallinas en el corral; yo tenía gana 49
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de comer una. Tenía doce o trece pollos grandecitos y un día, estándolos dando de comer, comenzó a decir “pío, pío”. Yo, que oí el modo de llamar, comencé a dar voces: —¡Oh, cuerpo de Dios, ama! ¡No hubiérades muerto un hombre o hurtado moneda al Rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir! ¡Malaventurado de mí y de vos! Ella, como me vio hacer estremos con tantas veras, turbose algún tanto y dijo: —Pues, Pablos, yo ¿qué he hecho? Si te burlas, no me aflijas más. —¿Cómo burlar, pese a tal! No puedo dejar de dar parte a la Inquisición, porque, si no, estaré descomulgado. —¿Inquisición? —dijo ella; y empezó a temblar—. Pues, ¿yo he dicho algo contra la fe? —Eso es lo peor —decía yo—; no os burléis con los inquisidores, y decid que fuisteis una boba y que os desdecís, y no neguéis la blasfemia y desacato. Ella, con el miedo, dijo: —Pues, Pablos, si me desdigo, ¿castigaranme? Dije: —No, que luego os absolverán. —Pues yo me desdigo —dijo—, pero dime tú de qué, que aún no lo sé yo, ansí tengan buen siglo las ánimas de mis difuntos. —¿Es posible que no advertís en qué? No sé cómo lo diga, que el desacato es tal que me acobarda. ¿No os acordáis que dijistes a los pollos “pío, pío” muchas veces? Y es Pío nombre de papas, vicarios de Dios y vicarios de la Iglesia. Papaos el pecadillo. Ella quedó como muerta y dijo: —Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios si lo dije con malicia. Yo me desdigo. Mirad si hay camino como se pueda escusar el acusarme, que me moriré si me veo en la Inquisición. —Como vos juréis en una ara consagrada que no tuvisteis malicia, podré dejar de acusaros. Pero será necesario que esos dos pollos que comieron llamándolos con el santísimo nombre de los pontífices me los deis, para que yo los lleve a un familiar que los queme, porque están dañados. Y tras esto, habéis de jurar de no reincidir de ningún modo. Ella, muy contenta, dijo: —Pues llévate los pollos ahora, que mañana juraré. Yo, por más asegurarla, dije: —Lo peor es, Cipriana —que así se llamaba—, que voy a riesgo, que me dirá el familiar que si soy yo y, entre tanto, me podrá hacer vejación. Llevadlos vos, que yo, por Dios que temo. —Pablos —decía cuando me oyó esto—, por amor de Dios, que te duelas de mí y los lleves, que a ti no te puede suceder nada. 101
Yo me] CZ. En S es difícil decidir si el copista escribió y o yo.
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Dejela que me lo rogase mucho. Determineme y tomé los pollos. Escondilos en mi aposento, hice que iba fuera. Volví diciendo: —Mejor se ha hecho de lo que pensaba. Quería el familiarito venirse tras mí a ver la mujer, pero lindamente lo he negociado. Diome mil abrazos y otro pollo para mí. Yo, con él, fuime a mi aposento. Hice hacer en casa de un pastelero una cazuela, y comímelos con los compañeros. Supo el ama y mi amo la maraña. Toda la casa lo celebró con estremo, y el ama llegó tan al cabo de pena que por poco se muriera; y después, con el enojo, no estuvo dos dedos —a no tener por qué callar— de decir mis sisas. Yo, que ya estaba mal con el ama y que no la podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme y di en lo que llaman los estudiantes “correr” o “arrebatar”. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque, yendo una noche a las nueve —que anda poca gente— por la Calle Mayor de Alcalá, vi en una confitería un serón de pasas sobre el tablero. Agarrele y di a correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Y como yo iba cargado, consideré que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar; y al volver una esquina, senteme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano, fingiéndome pobre: —¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado! Oyéronme esto, y en llegando, comencé a decir: —Por tan alta Señora... Y lo ordinario de “la hora menguada” y “aire corruto”. Ellos venían desgañifándose y dijéronme: —¿Va por aquí un hombre, hermano? —Ahí va adelante, que aquí me pisó, loado sea el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse. Quedé solo, lleveme el lío a casa, conté la burla y no quisieron creer que había sucedido ansí, aunque lo celebraron mucho. Por lo cual, les convidé para otra noche a verme correr cajas. Vinieron y, advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro de la tienda y que no las podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar el confitero, por lo que sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine, pues, y metiendo, doce pasos atrás de la tienda, mano a la espada, que era un estoque recio, partí corriendo y, en llegando a la tienda, dije: “¡Muera!”, y tiré una estocada por delante del confitero. Y se dejó caer, pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la espada y me fui con ella. Quedáronse espantados de ver la traza y muertos de risa de que el confitero decía que le mirasen, que sin duda estaba herido y que era un hombre con quien él había tenido palabras. Pero, volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir de la caja las que estaban alrededor, echó de ver la burla y empezó a santiguarse que no pensó acabar. Confieso que en mi vida me supo cosa tan bien.
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espada] a causa de un agujero en el papel es preciso conjeturar la primera sílaba.
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Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar en nombre rebozado. Yo, como era muchacho y vía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras, animábame para hacer muchas más. Cada día traía la pretina llena de jarras de monjas, que las pedía para beber y me venía con ellas: intruduje que no diesen nada sin prenda primero. Y ansí, prometí a don Diego y a todos los compañeros una noche de quitar las espadas a la misma ronda. Señalose cuál había de ser; fuimos juntos, yo delante; y, en columbrando la justicia, llegueme yo con otro de los criados de casa, muy alborotado, y dije: —¿Justicia? Respondieron: —Sí es. —¿Es el señor corregidor? Dijéronme que sí. Hinqueme de rodillas y dije: —En manos de vuestra merced está mi remedio, mi venganza y mucho provecho de la república. Mande vuestra merced oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión. Apartose, y ya los corchetes empuñaban sus espadas y sus varitas. Y le dije: —Señor, yo he venido siguiendo desde Sevilla seis hombres los más facinerosos del mundo, todos ladrones y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre y a un hermano mío por saltearlos, y les está probado esto. Y vienen acompañando, según he oído decir, a una espía francesa; y aun sospecho, por lo que les he oído, que es... —y bajando más la voz, dije— Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba y dijo: —¿Dónde están? —Señor, en la casa pública —dije yo—. No se detenga vuestra merced, que las ánimas de mi madre y de mi hermano se lo pagarán en oraciones, y el Rey acá. —¡Jesús! ¡No nos detengamos!, —dijo. ¡Hola, seguidme todos! Dadme una rodela. Yo entonces le dije aparte: —Señor, perderse ha vuestra merced si hace eso; porque antes importa que todos vuestras mercedes entren sin espadas y uno a uno, que ellos están en los aposentos y traen pistolas y, en viendo entrar una espada, como saben que no las pueden traer sino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor, y cogerlos por detrás los brazos, que demasiados vamos. Cuadrole al corregidor la traza, con la cudicia de la prisión. En esto, llegamos cerca, y el corregidor, advertido, mandó que debajo de unas hierbas pusiesen todos las espadas, escondidas en el campo que está enfrente casi de la misma casa; pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro, ellos dejarlas y él tomar175-176 179
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las y irse a casa fue todo uno. Y al entrar todos, yo quedeme atrás el postrero y, en entrando ellos mezclados con otra gente que entraba, di cantonada y emboqueme por una callejuela que va a dar a la Victoria, que no me alcanzara un galgo. Ellos, que entraron y no vieron nada, porque no había sino estudiantes y pícaros, que es todo uno, comenzaron a buscarme y, no me hallando, sospecharon lo que fue, y, yendo a buscar sus espadas, no las hallaron. ¡Quién pudiera contar las diligencias que con el retor hizo el corregidor! Aquella noche anduvieron todos los patios, reconociendo las caras y mirando las armas. Llegaron a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y con una vela en la mano y un Cristo en la otra, y un compañero clérigo ayudándome a morir; los demás, rezando las letanías. Llegó el rector y la justicia y, viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí podía haber habido lugar para cosa. No miraron nada; antes, el retor me dijo un responso. Preguntó si estaba ya sin habla, dijéronle que sí; y con tanto, se fueron desesperados de no hallar rastro, jurando el rector de remitírselo si lo topase, y el corregidor de ahorcarle aunque fuese hijo de un grande. Levanteme de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solemnizar la burla en Alcalá. Por no ser largo, dejo de contar cómo hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores y plateros y mesas de fruteras (que nunca se me olvidará la afrenta de cuando fui rey de gallos) sustentaba la chimenea de casa todo el año. Callo también las pensiones que tenía sobre las viñas y huertas en todo aquello de alrededor. Con estas y otras cosas comencé a cobrar fama de travieso y de agudo entre todos. Favorecíanme los caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre tuve el respecto que era razón, por el mucho amor que me tenía.
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di] ZB // de SC remitírselo si lo] el copista parece haber dudado entre los pronombres le y lo. Al corregir su redacción inicial, cualquiera que ésta fuese, dejó ilegible este lugar. 211
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Capítulo 7 De la ida de don Diego y nueva de la muerte de mis padres, y la resolución que yo tomé
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En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, muy conocido en Segovia por lo allegado que era a la justicia, pues cuantas allí se han hecho de cuarenta años a esta parte han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir verdad, pero una águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Éste, pues, me escribió una carta a Alcalá desde Segovia, en esta forma: “Hijo Pablos —que por el mucho amor que me tenía me trataba así—: Las ocupaciones grandes desta plaza en que me tiene ocupado su Majestad, no me han dado lugar el hacer esto; que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados. »Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que murió hombre en el mundo; dígolo como quien le guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo. Veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él. Y, como él tenía aquella presencia, nadie le veía con los cristos delante que le juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado, mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle. Hízose dos veces los bigotes. Mandaba descansar a los confesores, alabándoles mucho lo que decían. Puso un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volvió a la justicia y dijo que le mandasen adrezar para otro, que no todos tenían sus hígados. No sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentose arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: —Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo. »Hízose así. Encomendome que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos, haciendo mesa franca a los grajos; pero yo entiendo que los pasteleros desta tierra le acomodarán en los de a cuatro, por consuelo de sus deudos. »De vuestra madre, aunque está viva ahora, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Díjose que daba paz cada noche al cabrón en el ojo que no tiene niña. Hallaron en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen 6 9
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que representará un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente que, al fin, soy ministro del Rey y me están muy mal estos parentescos. »Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres, que será hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy y lo que tengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podréis venir por aquí que, con lo que vos sabéis de latín y retóricas, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego y, entre tanto, Dios os guarde como deseo”. No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holgueme en parte: tanto pueden los vicios en los padres que consuelan de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos. Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome cómo se determinaba de ir y todo lo que le mandaba su padre; a él le pesaba de dejarme. Díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo. Yo, riyéndome, le dije: —Señor, ya yo soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener, porque, si hasta ahora tenía, como cada cual, mi piedra en el rollo, ahora tengo mi padre. Declarele cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon y le hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío el verdugo, desto y de la prisioncilla de mama; que a él, como quien sabía quién yo era, me podía descubrir sin vergüenza. Lastimose mucho; preguntome que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones. Y con tanto, él al otro día fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura. Quemé la carta por que, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguno. Yo comencé a disponer mi partida para Segovia con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes, para huir de ellos.
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Capítulo 8 Del camino de Alcalá para Segovia y lo que me sucedió en él hasta Rejas, adonde dormí aquella noche
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Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía para el camino y con ayuda de unos embustes hice hasta seiscientos reales. Alquilé una mula; salime de la posada, adonde ya no tenía más que sacar de mi sombra. ¿A quién contaré las angustias del zapatero por lo que dio fiado, las solicitudes de la ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento? Uno decía: “¡Siempre me lo dio el corazón!”; otro: “¡Bien decía yo que éste era un trapacista!”. Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo que dejé con mi ausencia la mitad dél llorando, y la otra mitad riyéndose de los que lloraban. Yo me iba entreteniendo por el camino considerando en estas cosas cuando, en pasando Torote, encontré con un hombre en un macho de albarda, hablando entre sí con gran priesa y tan embebecido que, aun estando a su lado, no me veía. Saludele y saludome; preguntele dónde iba, y, después que nos pagamos las respuestas, comenzamos a tratar de si bajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno. Proseguimos en la conversación, propria de pícaros; venimos a dar, de una cosa en otra, en Flandes. Aquí comenzó a suspirar y a decir: —Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, porque ha catorce años que ando en un arbitrio que, si como es imposible no lo fuera, estuviera todo sosegado. —¿Qué cosa puede ser —le dije yo— que, conviniendo tanto, sea imposible y no se pueda hacer? —¿Quién le dice a vuestra merced que no se puede hacer? —dijo luego—. Hacerse puede, que es imposible otra cosa. Y si no fuera por dar pesadumbre, le contara a vuestra merced lo que espero; allá se verá, que ahora lo pienso imprimir con otros trabajillos, entre los cuales le doy al Rey modo de ganar a Ostende por dos caminos. Roguele que me los dijese; y al punto, sacando de las faltriqueras un gran papel, mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo: —Bien ve vuestra merced que la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo le doy orden de chuparle todo con esponja y quitarle de allí. Di yo con este desatino una gran risada, y él entonces, mirándome a la cara, dijo: —A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da tan gran contento.
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—Ése tengo yo por cierto —le dije— de oír cosa tan nueva y tan bien fundada. Pero advierta vuestra merced que ya que chupe el agua que hubiere entonces, tornará luego la mar a echar más. —No hará la mar tal cosa, que lo tengo eso muy apurado —me respondió— y no hay que tratar, fuera de que yo tengo pensado una invención para hundir la mar por aquella parte doce estados. No le osé replicar de miedo porque no me dijese que tenía arbitrio para echar el cielo acá abajo. No vi en el mundo mayor orate. Decíame que Juanito no había hecho nada, que él trazaba agora de subir toda el agua de Tajo a Toledo de otra manera más fácil. Y sabido lo que era, dijo que por ensalmo. ¡Mire vuestra merced, quien tal oyó en el mundo! Y al cabo, me dijo: —Yo no lo pienso poner en ejecución si primero no me da el Rey una encomienda, que la puedo tener muy bien, que tengo una ejecutoria muy honrada. Con estas pláticas llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una prima suya. Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los arbitrios en que pasaba el tiempo cuando, Dios y enhorabuena, vi una mula suelta desde lejos y un hombre junto a ella a pie que, mirando a un libro, hacía unas rayas que miraba con un compás. Daba vueltas y saltos a un lado y a otro y, de rato en rato, poniendo un dedo sobre otro, hacía con ellos mil cosas saltando. Yo confieso que entendí por gran rato (que me paré desde lejos a verlo) que era encantador, y así, no me determinaba a pasar. Al fin, llegándome más cerca, sintiome y cerró el libro, y, al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Y al levantarse, dijo: —No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir. Yo no le entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntome si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo; yo, aunque no lo entendía, le dije que circunflejo. Preguntome cúya era la espada que llevaba al lado; respondile que mía. Y mirándola, dijo: —Esos gavilanes habían de ser más largos para reparar los tajos que se forman sobre el centro de las estocadas. Y empezó una parola tan grande que me obligó a preguntarle qué materia profesaba. Díjome que él era diestro verdadero y que lo haría bueno en cualquiera parte. Yo, movido a risa, le dije: —Pues en verdad que, en lo que yo vi hacer a vuestra merced en denantes en el campo, que más le tenía por encantador, viendo los círculos. —Eso —me dijo— era que se me ofreció una treta por el cuarto círculo por el compás mayor, cautivando la espada para matar sin confesión al contrario, porque no diga quién lo hizo, y estaba poniéndolo en términos de matemática. —¿Es posible —dije yo— que hay matemática en eso? —No solamente matemática, mas teología, filosofía, música y medicina. —Esa postrera no lo dudo, pues se trata de matar en esa arte. 77
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—No os burléis —me dijo—, que ahora aprendo yo la limpiadera contra la espada haciendo los tajos mayores, que comprehenden en sí las aspirales de la espada. —No entiendo cosa de las que decís, chica ni grande. —Pues este libro las dice —me respondió—, que se llama Grandezas de la espada y es muy bueno y dice milagros; y para que lo creáis, en Rejas, que durmiremos esta noche, con dos asadores me veréis hacer maravillas. Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. Compúsole un gran sabio, y aún estoy por decir más. En estas pláticas llegamos a Rejas. Apeámonos en una posada, y al apearnos me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas y que, reduciéndolas a líneas paralelas, me pusiese perpendicular en el suelo. El huésped, que me oyó reír y le oyó, preguntome que si era judío aquel caballero que hablaba de aquella suerte. Pensé con esto perder el juicio. Y llegose luego al huésped y díjole: —Señor, deme dos asadores para dos o tres ángulos, que luego se los volveré. —¡Jesús! —dijo el huésped—, deme vuestra merced acá los ángulos, que mi mujer los asará, aunque aves son que no las he oído nombrar. —¡Que no son aves! —dijo, volviéndose a mí—. Mire vuestra merced qué cosa es no saber. Deme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy que cuanto ha ganado en su vida. En resolución, los asadores estaban ocupados, y tomamos dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía: —Con este compás alcanzo más y alcanzo los grados del perfil. Ahora me aproveché del movimiento remiso para matar el natural. Ésta había de ser cuchillada; y ésta, tajo. No llegaba a mí desde una legua y andaba alrededor con el cucharón; y, como yo me estaba quedo, parecían tretas contra olla que se sale. Díjome al fin: —Esto es lo verdadero, y no las bellaquerías que enseñan estos picarones maestros de esgrima, que no saben sino beber. No lo había acabado de decir cuando de un aposento salió un mulatazo mostrando las presas, con un sombrero enjerto en quitasol y un coleto de ante debajo de una ropilla suelta y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la cara con un per signum crucis de inimicis suis, la barba de ganchos con unos bigotes de guardamano, y una daga con más rejas que un locutorio de monjas. Y mirando al suelo, dijo: —Yo soy examinado y traigo la carta y, por el sol que calienta los panes, que haga tajadas a quien dijere mal de tanto buen hijo como profesa la destreza. Yo, que vi la ocasión, metime en medio y dije que no hablaba con él, y que así no tenía por qué picarse. 84
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—Meta mano a la blanca —dijo— si la trae, y apuremos cuál es la verdadera destreza, y déjese de cucharones. El pobre de mi compañero abrió el libro y dijo a altas voces: —Este libro lo dice y está impreso con licencia del Rey; y yo sustentaré que es verdad lo que dice, con el cucharón y sin el cucharón y en otra parte; y si no, midámoslo. Y sacó el compás y empezó a decir: “Este ángulo es obtuso...” Entonces el maestro sacó la daga y dijo: —Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales hombres, pero, con ésta en la mano, le haré yo pedazos. Acometió al pobre diablo y empezole a herir. Y daba saltos por la casa, diciendo: “No me puede dar, que le he ganado los grados del perfil”. Metímoslos en paz el huésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover. Metieron al buen hombre en su aposento, y a mí con él. Cenamos y acostámonos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, levantose en camisa y empezó a andar a escuras por el aposento, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Despertome a mí y, no contento con esto, bajó al huésped diciendo que le diese luz, porque había hallado objeto fijo a la estocada sagita por la venda. El huésped se daba a los diablos de que lo despertase, y tanto le molestó que le llamó loco. Y con esto, se subió a mí y me dijo que, si me quería levantar, vería la treta tan famosa que había hallado contra el turco y sus alfanjes. Y decía que luego se la quería ir a enseñar al Rey, por ser en favor de la fe católica. En esto, amaneció. Vestímonos todos, pagamos la posada, hicímoslos amigos a él y al maestro, el cual se apartó diciendo que el libro que llevaba mi compañero era bueno, pero que había más locos que diestros porque los más no lo entendían.
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dice] ZB // hice S // dije B. decir tales hombres] se mantiene esta lección, que coincide con ZB. 137 a mí] adición singular de S que no parece necesario corregir. 126
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Capítulo 9 De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta
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Yo tomé mi camino para Madrid, y él se despidió de mí por ir diferente jornada. Y ya que estaba apartado, volvió con gran prisa y, llamándome a voces, estando en el campo, donde no nos oía nadie, me dijo al oído: —Suplico a vuestra merced, no diga de todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de destreza y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento. Yo le prometí hacerlo. Tornose a apartar de mí, y yo empeceme a reír del secreto tan gracioso. Con esto, caminé más de una legua que no topé persona. Iba yo pensando en las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres y, luego, tener tanta que me desconociesen por ella. Y pareciéndome a mí tan bien estos pensamientos honrados que yo me los agradecía a mí mismo, decía a solas: “Más se me ha de agradecer a mí, que no he tenido de quién aprender virtud, ni a quién parecer en ella, que al que la heredó de sus abuelos”. En estas razones y discursos iba cuando topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid. Trabamos plática, y luego me preguntó que de dónde venía. Yo le dije que de Alcalá. —Maldiga Dios —dijo él— tan mala gente como hay en ese pueblo, pues falta entre todos un hombre de discurso. Preguntele cómo o por qué se podía decir tal del lugar donde asistían tantos y tan doctos varones, y él, muy enojado, me dijo: —¿Doctos? Yo le diré a vuestra merced qué tan doctos; que habiendo más de catorce años que hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas al Corpus y al Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcitos; y porque vea vuestra merced la sinrazón, se los he de leer, que yo sé que se holgará. Y diciendo y haciendo, desenvainó una retahíla de coplas pestilenciales; y por la primera, que era ésta, se conocerán las demás: Pastores, ¿no es lindo chiste que es hoy el señor San Corpus Criste?
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Hoy es el día de las danzas, donde el cordero sin mancilla tanto se humilla
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que visita nuestras panzas y, entre estas bienaventuranzas, entra en el humano buche. Suene el lindo sacabuche, pues nuestro bien consiste. Pastores, ¿no es lindo chiste?, etc. —¿Qué pudiera decir más —me dijo— el mismo inventor de los chistes? Mire qué misterios encierra aquella palabra “pastores”: ¡más me costó de un mes de estudio! Yo no pude tener con esto la risa, que a borbotones se me salía por los ojos y narices, y, dando una gran carcajada, dije: —¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en que llama vuestra merced “señor San Corpus Christi”, y Corpus Christi no es santo, sino el día de la institución del Sacramento. —¡Oh, qué lindo es eso! —me respondió, haciendo burla—; yo le daré en el calendario, que está canonizado. Y apostaba a ello la cabeza. No pude porfiar, perdido de risa de ver la suma ignorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y que no había visto cosa tan graciosa en mi vida. Dijo al mismo punto: —Pues oiga vuestra merced un pedacillo de un librito que tengo hecho a las once mil vírgenes, y a cada una tengo hechas cincuenta octavas, cosa rica. Yo, por escusarme de oír tanto millón de octavas, le supliqué que no me dijese cosa a lo divino. Y así, me empezó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén. Decíame: “Hícela en dos días, y éste es el borrador”. Y sería hasta cinco manos de papel. El título era El arca de Noé: hacíase toda entre gallos, ratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes, como fábulas de Isopo. Yo le alabé la traza y la invención, a lo cual me respondió: —Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo; y si no, salgan a representarla: será cosa muy famosa. —¿Cómo se podrá representar —le dije yo— si han de entrar los mismos animales, y ellos no hablan? —Ésa es la dificultad, que a no haber ésa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado de hacerla toda de papagayos y tordos, que hablan, y meter para el entremés monas. —Por cierto, alta cosa es ésa —le dije—. —Otras más altas he hecho yo —dijo— por una mujer a quien amo. Y ve aquí vuestra merced novecientos y un sonetos y doce redondillas —que parecía que contaba escudos por maravedís—, hechos a las piernas de mi dama. Yo le dije que si se las había él visto; y díjome que no había hecho tal por las órdenes que tenía, pero que iban en profecía los sonetos. Yo confieso la verdad: 38 39
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que, aunque me holgaba de oírle, tuve miedo a tantos versos malos y así comencé a echar la plática a otras cosas. Decíale que veía liebres, y él saltaba: “Pues comenzaré por uno en que la comparo a ese animal”; empezaba, y yo, por divertirle, decía: “¿No ve vuestra merced aquellas estrellas que se ven de día?”. Él me dijo: “En acabando éste, le diré el soneto treinta y tres, en que la llamo estrella; que no parece sino que sabe los intentos de ellos”. Afligime tanto de ver que no podía nombrar cosa en que él no hubiese hecho algún disparate, y cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al revés, porque, por mostrar que era poeta, alzó la voz en entrando por la calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que, si los muchachos le olían poeta, no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática que había salido contra ellos de uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidiome que se la leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la posada. Fuimos a una donde él se acostumbraba a apear y hallamos a la puerta más de doce ciegos: unos le conocieron por el olor, y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenido; abrazolos a todos, y luego comenzaron a pedir unos la oración para el Justo Juez en verso grave y sonoro, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las ánimas. Y por aquí discurrió, rescibiendo ocho reales de señal de cada uno. Despidiolos; díjome: —Más me han de valer de trecientos reales los ciegos, y así, con licencia de vuestra merced, me recogeré agora un poco para hacer alguna de ellas, y, en acabando de comer, oiremos la premática. ¡Oh, vida miserable! Que ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
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Capítulo 10 De lo que hice en Madrid y de lo que me sucedió en Cerecedilla, donde dormí aquella noche
Recogiose un rato en estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer. Comimos, y luego pidiome le leyese la premática. Yo, por no haber otra cosa que hacer, la saqué y se la leí, la cual pongo aquí por haberme parecido conveniente a lo que se quiso reprehender en ella, que decía así: Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes. Diole al sacristán la mayor risa del mundo y dijo: —¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes. Cayome a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé por el primer capítulo, que decía: “Atendiendo a que aqueste género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas y dientes, listones, cabellos y zapatillas, y haciendo otros pecados más inormes, mandamos que la Semana Santa recojan a los poetas públicos y cantoneros como a malas mujeres, y que los prediquen, sacando cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casa de arrepentidos. »Ítem, advirtiendo los grandes buchornos que hay en los caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la priesa que las dan. »Ítem, habiendo considerado que esta seta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones, han pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que les han hecho del que nos hicieron en Adán. Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado de oro y plata, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar oro y plata, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco. Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y, levantándose en pie, dijo: —¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase vuestra merced adelante, que sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego lo quiero ir a averiguar ante la justicia.
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En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se hacía tarde, le dije: —Señor, esta premática es hecha por gracia, y no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad. —¡Pecador de mí! —dijo muy alborotado—; avisárame vuestra merced y hubiérame ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe vuestra merced qué es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas y oír eso? Prosiga vuestra merced, y Dios le perdone el susto que me dio. Y proseguí diciendo: »Ítem, advertimos que la mitad de lo que dicen lo deben a la pila del agua bendita, por mentiroso, y que sólo dicen verdad cuando dicen mal unos de otros. »Ítem, habiendo advertido que han remitido todos el juicio al valle de Josafat, mandamos que anden señalados en la república y que a los furiosos los aten, concediéndoles los previlegios de los locos, para que en cualquier travesura, llamándose a poetas, como prueben que lo son, no sólo no los castiguen por lo que hicieren sino les agradezcan el no haber hecho más. »Ítem, advirtiendo que, después que dejaron de ser moros, aunque todavía conservan reliquias de ello, se han metido a pastores —por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas y chamuscados del fuego de sus amores, y tan embebecidos en su música que no pacen—, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad; y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, se acomoden en mozos de mulas. —¡Algún puto, bujarrón, cornudo y judío —dijo en altas voces— ordenó tal cosa! Y si supiera quién era, yo le hiciera una sátira con tales coplas que le pesara a él y a todos. ¡Miren qué bien le estuviera a un hombre lampiño como yo una ermita! ¡O a un hombre vinojeroso y sacristando ser mozo de mulas! ¡Ea, señor, que son grandes pesadumbres ésas! —Ya le he dicho a vuestra merced —repliqué— que son burlas y que las tome como tales. Proseguí diciendo: »Ítem, por evitar los grandes hurtos, mandamos que no se pasen coplas de Italia a España ni de Aragón a Castilla, so pena de andar bien vestido el poeta y, si reincidiere, de andar limpio una hora. Esto le cayó muy en gracia porque traía una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarle, no era menester más que estregárselas encima. Pues el manteo, bien se podían estercolar con él dos heredades. Y así, medio riéndome, le dije que mandaban tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan —y que, como a tales, mandaban que no enterrasen en sagrado— a las mujeres que se enamoran de poeta a secas. 59 vinojeroso] Se mantiene esta lectura, poco clara caligráficamente, que podría ser tanto un intencionado neologismo como una errata de copista. En CZB se lee vinajeroso. 65 so] CZB // om. S 70 que mandaban] CZB // que los mandaban S
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»Ítem, advirtiendo la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles de coplas, se manda que los legajos que por sus deméritos escapasen de las especierías fuesen a las necesarias sin apelación. Y por acabar, llegué al postrer capítulo, que dice así: »Pero advirtiendo, con ojos de piedad, que hay tres géneros de gente en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los poetas, como son ciegos, farsantes y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos deste arte, con tal que tengan carta de examen del cacique de los poetas que fuere en aquella parte, limitando a los poetas de comedias que no acaben los entremeses con palos ni con diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles y bandas. Y a los ciegos, que no sucedan los casos en Tetuán; y que para decir la “presente obra” no digan “zozobra”, desterrándoles estos vocablos: “cristiano”, “amado”, “humanal” y “pundonores”. Y a los sacristanes, que no hagan los villancicos con “Gil” ni “Pascual”, ni jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que, mudándoles el nombre, se vuelven a cada fiesta. »Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los tendrán por abogados a la hora de su muerte”. A todos cuantos oyeron la premática les pareció muy bien, y me pidieron traslado de ella. Sólo el sacristán empezó a jurar, por vida de las vísperas solemnes, Introibo y Kiries, que era sátira contra él por lo que decía de los ciegos, y que él sabía lo que había de hacer mejor que nadie. Y últimamente dijo: “Hombre soy yo que he estado en una posada con Liñán y he comido más de dos veces con Espinel”. Y últimamente me dijo que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visitado a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los greguescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que todavía los traía, aunque malos. Enseñolos, y dioles esto a todos tanta risa que no querían salir de la posada. Al fin, ya eran las dos, y, como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí dél, aunque me pesaba, y comencé a caminar por el puerto. Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Luego trabamos plática. Preguntome si venía de la Corte. Dije que de paso había estado en ella. —No está para más —me dijo luego—, y más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve hasta la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que en la Corte se hacen a un hombre de bien. Díjele que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquiera hombre de bien y de suerte. —¿Qué estiman? —me dijo muy enojado—, si he estado yo ahí seis meses 98
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pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas. Y enseñome en una ingle una cuchillada de a palmo, que así era de incordio como el sol es claro. Luego en los carcañales me enseñó otras dos señales y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones. Quitose el sombrero, enseñome el rostro: calzaba diez y seis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas. —Éstas me dieron —dijo— defendiendo a París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto; y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen en lugar de malas obras. Lea estos papeles —me dijo—, ¡por vida del licenciado!, que no ha salido a campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado. Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo: —¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para una hora en este tiempo. Pregunte vuestra merced en Flandes por las hazañas del Mellado y verá lo que le dicen. —¿Es vuestra merced, acaso? —dije yo. Y él respondió: —¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos desto, que parece mal alabarse el hombre. Yendo en estas conversaciones topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludonos con el Deo gracias acostumbrado y comenzó a alabar los trigos y, en ellos, la misericordia del Señor. Saltó el soldado diciendo: —¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí; y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude, ¡Sí, juro a Dios! El ermitaño le reprehendió que no jurase tanto, a lo cual dijo: —Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues que me reprehende mi proprio oficio. Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. Llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario en una carga de leña; echaba las cuentas de manera que a cada avemaría sonaba un cabe. El sol116 119
una cuchillada] CZ // cuchillada S Quitose] CZB // Quitome S
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dado iba comparando las peñas a los castillos que había visto y mirando cuál lugar era fuerte y adónde se había de plantar la artillería. Yo los iba mirando, que temía tanto el rosario del ermitaño, con las cuentas frisonas, como las mentiras del soldado. —¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte deste puerto —decía— y hiciera buena obra a los caminantes! En estas y otras conversaciones llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido. Mandamos adrezar la cena —era viernes—, y entre tanto, el ermitaño dijo: —Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios: juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el desencuadernado. Diome a mí gran risa el ver aquello, considerando las cuentas. El soldado dijo: —No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad. Yo, cudicioso, dije que jugaría otros tantos; y el ermitaño, por no hacer mal tercio, aceptó y dijo que allí llevaba el aceite de las lámparas, que serían hasta docientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza, pero así le sucedan todos sus intentos al turco. Fue el juego al parar; y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego y hizo que se lo enseñásemos. Dejonos el bienaventurado hacer dos manos y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa: heredonos en vida. Retiraba el ladrón con las ancas de la mano que era lástima; perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce “votos” y otros tantos “peses” aforrados en “por vidas”. Yo me corté las uñas, y el fraile ocupaba las suyas con mi moneda. No dejaba santo que no llamaba, y nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre. Acabó de pelarnos. Quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme a mí ganado seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento y que éramos prójimos y que no había que tratar de otra cosa. —No juren —nos decía—, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien. Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte. —¡Pese a tal! —decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)—, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo. Él se reía; tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedile que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada, porque los dos íbamos in puribus. Prometió hacerlo. Metió setenta huevos; ¡no he visto tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar. Durmímonos todos en una sala con otra gente que 182 186
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estaba allí, y los aposentos tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza; y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles, en las cajas de lata, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos. El padre se persinó; nosotros nos santiguamos. Él durmió; yo estuve desvelado trazando cómo quitar el dinero al padre; el soldado, entre sueños, hablaba de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio. Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy apriesa. Trajéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a gritos, pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó y, como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trajo tres bacines, y dijo: —Ve, hay para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios? —que él entendió que nos había dado cámaras—. Aquí fue ella que se levantó el soldado con la espada contra el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla dél, que se había hallado en la Naval, san Quintín y otras, trayéndole servicios en lugar de los papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle y no podíamos. El huésped decía: —Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llamen así los papeles de las hazañas. Apaciguámoslos y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño, de ver que no habíamos podido quitarle el dinero. Topamos con un ginovés, digo, con uno destos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón y si era bien dar dineros o no a Visanzón; tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose: —Es un pueblo de Italia donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda. De lo cual sacamos que en Visanzón se llevaba el compás a los músicos de uña. Entretúvonos por el camino; contonos que estaba perdido porque había quebrado un cambio que le tenía más de sesenta mil ducados. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo confieso que conciencia en mercader es como virgo en puta, que se vende sin haberle. Casi nadie tiene conciencia de todos los de este trato porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con ombligo en naciendo. 194 y los aposentos tomados] SC // porque los aposentos estaban tomados ZB. Ésta parece mejor lectura. 217 con] debe conjeturarse esta palabra, debido al mal estado del papel en este lugar. 226 uña] CZB // agua S
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CAPÍTULO 10
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En estas pláticas, vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento. Llegué al pueblo y, a la entrada, vi a mi padre en el camino, aguardando a ir en bolsas, hecho cuartos, a Josafat. Enternecime y entré algo desconocido de como solía, con punta de barba, bien vestido. Dejé la compañía y, considerando en quién conocía a mi tío, fuera del rollo, mejor en el pueblo, no hallé a nadie de quien echar mano. Llegueme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me supo dar razón dél, diciendo que no le conocían. Holgueme mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta, y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que, poniendo en mí los ojos, arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penseme morir de vergüenza. No volví a despedirme de aquél con quien estaba. Fuime con él, y díjome: —Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente, que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi a caballo y que en aquellas cosas parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté dél tan avergonzado que, a no perder la cobranza de mi hacienda, no le hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevome a su casa, donde comimos.
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Capítulo 11 Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte
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Tenía mi buen tío el alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome: —No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expidiente a mis negocios. Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, por si se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento bajo, y tan bajo que íbamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas muy bajas. Colgó la penca en un clavo que estaba con otros de que colgaban muchos cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba yo de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos. En esto, entró por la puerta con una ropa hasta los pies, morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con una cajita, dijo: —Tanto me han valido a mí las ánimas como a ti los azotes. ¡Encaja! Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangose el desalmado animero y quedó con unas piernas zambas en greguescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y norabuena, devanado en un trapo y muy sucio, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocile por el, hablando con acatamiento, cuerno que traía en la mano que, para andar al uso, sólo erró en no traerle sobre la cabeza. Saludonos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey y un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la traía toda hilvanada. Entró y sentose y, saludando a los de casa y a mi tío, le dijo: —A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso. Saltó el de las ánimas y dijo: —Cuatro ducados di yo a Flechilla, el verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon. —¡Vive Dios! —dijo el corchete, que se lo pagué yo sobrado a Lobuzno en 6
de la] de la de la S colgaban] colcauan S 26 hilvanada] hiruanada S 31 burro] CB // borrico Z // verdugo S 8
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Murcia, mas iba el borrico de manera que parecía remedaba el paso de la tortuga y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. El porquerizo, concomiéndose, dijo: —Con virgo tengo mis espaldas. —A cada puerco le viene su san Martín —dijo el demandador. Y mi buen tío: —De eso me puedo alabar yo entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla. Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete y dijo: —¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés? Yo dije que no era hombre que padecía. En esto, se levantó mi tío y dijo: —Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto. Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron la mesa; y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subieron la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, los demás sin orden. No quiero decir lo que comimos, sólo que eran todas cosas para beber. Sorbiose el corchete tres de puro tinto; brindándome a mí, el porquero me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había en ellos memoria de agua, ni voluntad de ella. Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro. Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con un requiem eternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío: —Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre. Vínoseme a la memoria. Ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, quedeme con la costumbre y ansí, siempre que como pasteles, rezo una avemaría por el que Dios haya. Dieron fin a dos jarros, que hacían casi cinco azumbres; y así, el corchete y el de las ánimas se pusieron las suyas tales que, trayendo un plato de salchichas que parecían de dedos de negros, dijo uno que para qué traían pebetes guisados. Ya mi tío estaba tal que, alargando la mano y asiendo una, dijo, con la voz medio áspera y ronca y los ojos nadando en mosto: —Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido mejor cosa en mi vida. 53
sin] CZB // su S el porquero me las cogía al vuelo] ZB // pero yo agüelo S. Pasaje truncado e incoherente, que Castro deja sin comentar. Agüelo parece mala lectura de al vuelo, del mismo modo que pero yo podría serlo de el porquero. El testimonio de C es próximo al de ZB. Tales coincidencias avalan la presente enmienda. 56-57 Voluntad] volunta S 55
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Yo, que vi al corchete que, alargando la mano, tomó a su salvo y dijo: “Caliente está este caldo”, y que el porquero se llenó el puño de sal, diciendo: “Es bueno el apetitillo para beber” y se lo chocló en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra. Trajeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: “Dios bendijo la limpieza”. Y alzándola para sorberla, por llevarla a la boca la llevó al carrillo y, volcándola, se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Y él, como se vio así, fuese a levantar y, como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornola toda y manchó a los demás; tras esto, decía que el porquero le había empujado. El porquero, que vio que el otro se le caía encima, levantose y, alzando el instrumento de hueso, le dio con él una trompetada. Y asiéronse a puños y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración el porquerizo vomitó cuanto había comido en las barbas del demandador. Mi tío, que estaba más en juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo, que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era uno de los convidados. Quité el cuerno al porquerizo, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas, que le quería poner con el órgano. Al fin, yo no me aparté de ellos hasta que vi que dormían. Salí de mi casa, entretúveme en ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que ya era muerto de hambre. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas buscando la puerta y diciendo que se les había perdido la casa. Levantele, y los demás durmieron hasta las once de la noche; y desperezándose mi tío, preguntó que qué hora era. Respondió el porquerizo, que aún no la había desollado, que aún duraba la siesta, porque hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla y, tomándola, dijo: “Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento”. Y fuese, pero en lugar de ir a la puerta del aposento se fue a la ventana y, como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado siendo mediodía y que había un gran eclipse. Santiguáronse todos y besaron la tierra. Yo, que vi la bella70
que] CZB // y S este caldo] este el caldo S 74 y alzándola] y alçandola y alçandola S 77 algo] ZB // alço SC 80 una trompetada] una Trompetada una trompetada S 92 Salí de mi casa] Propiamente, Pablos no sale de su casa, sino de la de su tío. C ofrece esta misma lectura, en tanto que en ZB se lee Salime de casa. 97 la] B // lo CZ // om. S 97 que] CZB // y S 71
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CAPÍTULO 11
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quería del demandador, escandaliceme mucho y propuse guardarme de semejantes hombres. Con estas infamias y vilezas que yo veía, crecíame por instantes el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachelos a todos uno a uno lo mejor que pude; pero mi tío, aunque no tenía zorra tenía raposa. Acomodeme lo mejor que pude sobre mis vestidos y sobre algunas ropas de los que Dios tenga en su gloria, que estaban por allí. Pasamos desta manera la noche, y a la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda. Y despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento estaba, ya de las enjaguaduras de las monas, ya de las aguas que habían hecho de noche, hecho una pecina. Al fin, en levantándose mi tío, tratamos largo de mis cosas, y tuve harto trabajo, por ser hombre tan gran borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diese noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así me la dio de unos trecientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños y dejados en confianza de una buena mujer a cuya sombra se visitaba diez leguas a la redonda. En conclusión, cobré mi dinero, el cual mi tío no había bebido, que fue harto, porque pensaba que con ello me graduaría y que, estudiando, podía ser cardenal; que como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía: —Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecerte. Dinero llevas; yo no te he de faltar, que cuanto tengo y cuanto sirvo, para ti lo quiero. Agradecile mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas, y a la tarde pasaron en jugar a la taba mi tío y el porquerizo, y el demandador jugaba las misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaba la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba y metiéndola en la muñeca, se la tornaba a dar. Sacaban de la taba como del naipe, para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio. Vino la noche. Ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció, y, antes que él despertase, me levanté y me fui a una posada sin que me sintiese. Torné a cerrar la puerta por defuera y echele la llave por una gatera, y fuime a un mesón a esconder y a guardar comodidad para ir a la Corte. Dejele en el aposento una carta cerrada que contenía mi ida y las causas, avisándole que no me buscase porque eternamente no me había de ver.
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y echele] CZB // yo echele S
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Capítulo 12 De mi ida y sucesos hasta la Corte
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Partía aquella mañana un arriero del mesón con cargas a la Corte. Llevaba un jumento, alquilómele, y salí a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espeteme en él y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: “Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates”. Consideraba yo que iba a la Corte, donde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allá. Propuse de colgar los hábitos en llegando y de sacar vestidos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho mi tío hacía, ofendido con la carta, que decía así: “Señor Alonso Ramplón: Con haberme Dios hecho tan señaladas mercedes de quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en vuestra merced lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible si no es que vengo a manos de vuestra merced y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre. Sirva a Dios y al Rey”. No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que dijo contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba espetado en el rucio de la Mancha y muy deseoso de no topar a nadie, cuando desde lejos veo venir un hidalgo de portante, y su espada y capa bien puesta, calzas atacadas, sus botas, cuello abierto y bien puesto, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche, y así, en emparejando, le saludé. Mirome y dijo: —Irá vuestra merced, señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato. Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije: —En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque vuestra merced vendrá en el que trae atrás con regalo, aquellos vuelcos que dan inquietan. —¿Qué coche detrás? —dijo él muy alborotado. Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, con verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se le veía sino una ceja y que traía tapado el rostro de medio ojo, le dije: —Por Dios, señor, si vuestra merced no aguarda a sus criados, no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente. —Si hace vuestra merced burla —dijo él, con las cachondas en la mano—, vaya, porque no entiendo eso de los criados. 22 32
que yo] q yo q yo S Por] Z // par SCB. Se deja constancia de este uso excepcional de par dentro de la exclamación.
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CAPÍTULO 12
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Y declaróseme tanto en materia de ser pobre que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños. Yo, movido de compasión, me apeé, y él, como no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantome lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que había visto, como discreto, se previno diciendo: —Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debiole parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era el duque de Arcos o el conde de Benavente. ¡Cómo destas hojaldres cubren en el mundo lo que vuestra merced ha tentado! Yo le dije que le aseguraba que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía. —Pues aún no ha visto nada vuestra merced —replicó—, que hay tanto que ver en mí porque nada cubro. Veme aquí vuestra merced un hidalgo hecho y derecho, de casa y de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan ni carne no se sustenta buena sangre, y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo dalgo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que, hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues ¡decir que no tienen letras de oro! Pero más vale ya el oro en las píldoras que en las letras, que de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura por no tener ni aun en qué caer muerto, que la hacienda de mi padre don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero, que todos estos sobrenombres tenía, se perdió en una fianza. Sólo el “don” me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad dél, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, blandón, bordón y otros así. Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntele cómo se llamaba y adónde iba y a qué; dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en “dan” y empezaba en “don”, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte porque un mayorazgo roído, como él, en un pueblo corto olía mal a dos días y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros. 54
sangre] CZB // carne S colorada] CZB // colocada S 61 Vallejo] CZB // Valejo S. Pero en línea 68 ya se lee Vallejo. 67 Preguntele] la segunda e se lee con gran dificultad. Podría ser o. 55
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—Nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca. Yo vi el cielo abierto y, en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera vivían en la Corte los que no tenían, como él; porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no sólo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicita las ajenas. —Muchos hay de ésos —dijo— y muchos de estotros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de su duda.
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Capítulo 13 Que prosigue su vida y costumbres
“Lo primero, has de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, y el más rico y el más pobre, y los estremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes, como yo, que no se les conoce raíz ni mueble ni otra cepa de la que decienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres: unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, güeros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. »Es nuestra abogada la industria. Pasamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos asistencia de los banquetes, polilla de los bodegones y convidados por fuerza. Sustentámonos casi del aire y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos a nuestras casas y hallará los aposentos llenos de huesos de aves y de carnero, mondaduras de frutas y la puerta embarazada con pluma de gallinas y capones y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de noche por el pueblo por honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: “¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza?” “Perdone vuestra merced, por amor de Dios, que han comido aquí unos amigos, y estos criados son tales, etc.” Quien no nos conoce cree que es ansí, y pasamos por convite. »¿Pues qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa y vámosle a ver cuando es hora de comer y se quiere sentar a la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento, tal nobleza ... Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; y si nos convidan, no aguardamos segundo envite, porque destas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han comenzado decimos que sí, y aunque parta su merced el ave, pan o carne o lo que fuere, por tomar ocasión de engullir un bocadillo, decimos: “Ahora deje vuestra merced, que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo, el duque, marqués o conde de tal parte, que era gran señor mío, gustar más de verme partir que de comer”. Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos: “¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría yo muy grande agravio a la cocinera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!, ¡qué buena sazón le da!”. Y diciendo y haciendo, se va en pruebas el medio plato: el nabo porque es nabo, el tocino porque 3
ella] CZB // ellos S güeros] CZB // huecos S 6 caninos] B // caminos SZ. Más adelante, capítulo 15, se lee canines. 13 gallinas] galinas S 25 aunque parta] CZB // que parte S 6
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es tocino y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazado. No la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad. »Es de ver uno de nosotros en una casa de juego, con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, ayuda a meter naipes y solemniza las cosas del que gana; todo por un triste real de barato. »Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Es de ver a las mañanas que —como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos— nos ponemos, abiertas las piernas, a su rayo, y en la sombra del suelo vemos la que hacen los andrajos y las hilachas de las entrepiernas. Y con unas tijeras hacemos la barba a las calzas; y como siempre gastan tanto las entrepiernas, quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pacífica, por falta de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas. Sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, porque en día claro andamos las piernas muy juntas y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque si abrimos las rodillas se descubre el ventanaje. »Y no hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve vuestra merced —dijo— esta ropilla; pues primero fue greguescos, nieta de una capa y biznieta de un capuz, que fue en su principio, y agora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero han sido pañizuelos, habiendo sido toallas y camisas, hijas de las sábanas; y después de todo, las aprovechamos para papel y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que, de incurables, he visto revivir con semejantes medicamentos. »¿Pues qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los ferreruelos calvos, las ropillas lampiñas? Que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Y por no gastar con barberos, esperamos a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme a lo del Evangelio: “Ayudaos como buenos hermanos”. »Es de ver cómo andan los estómagos en celo. Estamos obligados a andar a caballo una vez al mes, aunque sea en pollino, por las calles públicas; y obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera; pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es al estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías a todos por que nos vean y hablando a los amigos y conocidos, aunque miren a otra parte. »Si nos come delante de algunas damas, tenemos traza para rascarnos sin que se vea, aunque sea en público: si es con el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte y señalamos con las manos donde nos come, rascándonos en vez de señalar; si es en la iglesia y nos come en el pecho,
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dámonos santus, aunque sea al introibo; si en las espaldas, levantámonos a una esquina y en son de empinarnos para ver alguna cosa nos rascamos. »¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes, unos por amigos y otros por deudos, en las conversaciones; y advertimos que los tales señores o estén muertos o muy lejos. »Y lo que más es de notar: que nunca nos enamoramos si no es de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean. Y así, siempre andamos en recuesta: con una bodegonera, por la comida; con la huéspeda, por la posada; con la que abre los cuellos, por los que trae el hombre. Y aunque comiendo tan poco y viviendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas. »Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, y cuello abierto y almidonado es grande ornato de la persona y, después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se cena el hombre el almidón, chupándole con destreza. »Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; y ya se ve en prosperidad y con dineros, y ya en el hospital. Pero, al fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con muy poco que tenga”. Tanto gusté de las estrañas maneras de vivir del hidalgo y tanto me divertí que, embebecido con ellas y con otras, llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos apeamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca, y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque en ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería. Declarele mis deseos antes que nos acostásemos. Abrazome mil veces, diciendo que siempre esperó que habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofreciome favor para introducirme en la Corte con los cofrades de la estafa, y posada en compañía de todos. Acetela, no declarándole los escudos que llevaba sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad. Comprele tres agujetas de cuero, atacose, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.
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pane lucrando] ZB // paño librando CS botas] CZB // cosas S 87 caballeras] CZB // cavalleros S 91 una] ua S 87
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Capítulo 14 De lo que sucedió en la Corte luego que llegamos hasta que amaneció
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Entramos en la Corte a las diez de la mañana. Fuímonos a apear a casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta y llamó. Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habían ido a buscar. Estuvímonos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo. A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que la vergüenza. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales y una carta, con la cual, diciendo que era licenciado para pedir para una pobre, y habiendo vaciado el guante, sacó el otro y doblolos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto, noté que no se desarrebozaba y pregunté, como nuevo, para saber la causa de estar siempre devanado en la capa, a lo cual repondió: —Hijo, tengo en las espaldas una gotera acompañada de un remiendo de panilla y de una mancha de aceite. Este pedazo de rebozo lo cubre, y así se puede andar. Desarrebozose, y hallé que debajo de la sotana hacía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque era a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espulgar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto; porque el tal no traía camisa ni greguescos, que apenas tenía que espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla como la que ponen en las sacristías, que decía: “Espulgador hay”, porque no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánta dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase la riqueza. —Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas y, así, me habré menester recoger a remendar. Pregunté si había algunos retazos, que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar incurables cosas de los caballeros. Dijo que no, y que por falta de harapos se estaba quince días había en la cama don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. En esto estábamos cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero, prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablome con mucho afecto. Quitose la capa y traía —¡mire vuestra merced quién tal pensara!— la ropilla, de paño pardo la delantera y por detrás de lienzo blanco y los fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo:
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—Harase a las armas y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo yo este sombrero con la falda presa arriba. Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista. —Antes por estorbarla —dijo—. Sepa que es porque no tiene toquilla y que así no lo echan de ver. Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquéllas. Traía cada una un real de porte y eran hechas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas y dábalas en aquel viaje cobrando los portes. Esto era de mes a mes, cosa que me encantó de ver la novedad de la vida. Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla negra, larga hasta la mitad del calzón y su capa de lo mesmo, porque no se viese el anjeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no era más de lo que se descubría, y lo demás de bayeta colorada. Éste venía dando voces con el otro, que traía valona y no cuello abierto, y un tahalí con frascos por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos por no tener más de una calza. Hacíase soldado y habíalo sido, pero malo y en partes quietas. Contaba estraños servicios suyos y, a título de soldado, entraba en cualquiera parte. Decía al de la ropilla y casi greguescos: —La mitad me debéis por lo menos, o mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...! —No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo y os daré con esta muleta mil palos. “No daréis, sí daréis”; y en los mentises acostumbrados arremetió el uno al otro y, asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones. Metímoslos en paz y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado: —¿A mí chanza? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber vuestras mercedes que, estando hoy en san Salvador, llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era yo el alférez Juan de Lorenzana, y le dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómela y dijo, nombrándome alférez: “Mire vuestra merced qué le quiere este niño”. Yo, que luego entendí, dije que yo era. Recibí el recado, y con él doce pañizuelos. Respondí a su madre, que era quien los inviaba a alguno de aquel nombre. Pídeme agora la mitad. Yo antes me haré pedazos que tal dé. Todos los han de romper mis narices. Juzgose la causa en su favor. Sólo se le contradijo el sonarse con ellos, mandándose que los entregase a la vieja para honrar la comunidad, haciendo de ellos unos cuellos y remates de mangas que se viesen y representasen camisa; que el 46-47
de mes a mes] C de mas a mas S mil palos] CZB // mas palos S 66 a] ZB // om. SC 66 le] ZB // me S 66 qué] CZB // om. S 59
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sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, y las más veces sorbimiento, cosa de sustancia y ahorro. Quedó esto así. Era de ver, llegada la noche, cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta de estuche. Pasose la cena de claro en claro. No se desnudaron los más, que, con estarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.
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Capítulo 15 En que prosigue
Amaneció el Señor, y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en otros tantos trapos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar asomada donde menos convenía. Otro pedía guía para ponerse el jubón y en media hora no se podía averiguar con él. Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron agujas y hilo para hacer un punteado con estrañas posturas, remendándose por cien mil partes; y la vieja les iba dando los materiales, trapos y arrepiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado. Acabose la hora del remedio —que así la llamaban ellos—, y fuéronse mirando unos a otros por si quedaba algo mal parado. Determinaron de irse fuera. Yo dije que antes trazasen mi vestido, porque yo quería gastar mis cien reales en uno y quitarme la sotana. —Eso no —dijeron ellos—. El dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado. Y señalémosle luego su diócesi en el pueblo, adonde él se lo busque y apolille. Pareciome bien. Deposité el dinero, y en un instante de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño; y acortando el ferreruelo quedó bueno, y lo que sobró trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron, y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más que por delante, porque lados y traseras eran de unas gamuzas. Las medias calzas de seda aún no eran medias, porque con cuatro dedos no llegaban a la rodilla, los cuales cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba abierto todo de puro roto. Pusiéronmele y dijeron: —El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Si mirare uno a vuestra merced, vuélvase con él de rostro, como la flor del sol con el sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente. Y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con su cara descubierta por todo el mundo. Diéronme una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel, agujas, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos y un cuchillo. Pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: 11 18
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—Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierran todos nuestros remedios. Tómela y guárdela. Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis, y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron, para empezar la estafeta —como a misacantano— por padrino al mismo que me trajo y convirtió. Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesías: a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas. A uno decía mi buen ayo: “Mañana me traen dineros”; a otro: “Aguárdeme vuestra merced un día, que me trae en palabras el banco”. Cuál le pedía la capa, cuál la pretina; por donde conocí que era tan amigo de sus amigos que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de deudores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada, otro el de las sábanas y camisas; de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda. Y porque no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo, plantose un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto por estar ocupado hablando a una vieja. Y digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor como perro que se quiere echar; hacíase más cruces que un ensalmador y fuese diciendo: “¡Jesús, Jesús! Quien bueyes ha perdido, cencerros se le antojan”. Yo, muriéndome de risa de ver la figura de mi amigo. Entrose en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo: —Éstos son los adrezos de negar deudas. Aprended, hermano, que veréis mil cosas déstas en el pueblo. Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de letuario y aguardiente de una picarona, que nos las dio de gracia y después de dar a mi adiestrador el bienvenido. Díjome: —Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; y, por lo menos, esto no puede faltar. Afligime yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué por parte de mi estómago. A lo cual respondió: —Poca fe tienes con la religión y orden de los canines. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos ni a malos escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes. —Es verdad —dije—, pero temo mucho tener menos y nada en él. En esto estábamos cuando dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambre como si tal no
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estafeta] se mantiene esta lectura, aunque en CZB se lee estafa. me] CZB // om. S
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hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvime al amigo y dije: —Hermano, éste de la hambre es recio noviciado. Estaba un hombre hecho a comer más que un sabañón, y hanme metido a vigilias. Si vos no lo sentís no es mucho, que, criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentáis. No os veo hacer diligencia vehemente por mascar, y así yo determino de hacer lo que pudiere. —¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan agora las doce, ¿y tanta prisa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta priesa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche; si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras. —¡Adiós! —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sombras de otros. Cada uno eche por su calle. Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies. Sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela y derramóselas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba escarbando a ratos los dientes, limpiándome los bigotes, limpiándome las migajas con la capa, de manera que cuantos me veían me juzgaran por comido, y si fuera de piojos, no erraran. Iba yo fiado en mis escudillos de oro, aunque me remordía la conciencia comer a su costa quien vive de tripas horras. Yo me iba determinado a quebrar el ayuno y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, donde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropezome las narices, y al instante me quedé, del modo que andaba, como el perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un niño aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otras veces a pagarlo. En esto me dio la una. Angustieme de manera que me determiné a meterme en un bodegón de los que están por allí. Yo, que iba haciendo punta en uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos como un chirrión con sotana. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé. Preguntome cómo estaba; dije luego:
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sustentáis] CZB añaden: ya con ella. Posiblemente el copista de S dejó incompleta la frase. mascar] mazcar S 84 sino] se no S 84 comer] ZB // comen S 93 derramóselas] derromoselas S 101 instante] instanti S 80
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—¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo que contalle! Sólo me pesa de que me tengo de ir esta noche y no habrá lugar —De eso me pesa a mí —replicó—, y si no fuera por ser tarde, con priesa por comer, me detuviera más, porque me aguarda una hermana casada y su marido. —¿Que aquí está mi señora doña Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado. Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecele a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía yo dar entrada en su casa. Pegósele al alma luego el envite, que fue industria tratarle de cosas de su gusto. Llegamos, tratando en ello, hasta su casa. Entramos. Y yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose a otra cosa sino a que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si supieran que habían de tener tal huésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convideme, diciendo que yo era de casa y amigo viejo y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento. Sentáronse y senteme. Y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni pasádole por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciéndole algo entre dientes de que me había preguntado por él y otras mentiras; con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no le hiciera una bala en un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia pero con priesa tan fiera que parecía que aun en los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid —que lo deshace en veinte y cuatro horas— que yo despaché el ordinario, pues fue con más priesa que un extraordinario el correo. Ellos bien debieron de notar los fieros tragos de caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego empedré la faltriquera de mendrugos. Levantose la mesa, y levantámonos el licenciado y yo a hablar en la ida a casa de la dicha, y se lo facilité mucho. Y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle y dije: —¿A mí, señora? Ya bajo. Pedí licencia y dije que luego volvía. Quedome aguardando hasta hoy, porque desparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topome otras muchas veces, y disculpeme con él diciéndole mil embustes que no importan para el caso. Fuime por esas calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara y senteme en un banco de los que tienen en sus tiendas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su viejo y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria. Yo empecé luego, por trabar conversación, a jugar del vocablo “tercio pelado”, “pelo”, “apelo” y “pospelo”, y no dejé hueso sano a la razón. Sentí 140
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que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda y yo, como quien no aventuraba a perder nada, ofrecilas lo que quisiesen. Regateaban, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión, diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de aceptar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje; que les dije que era mío por estar enfrente de su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado, aguardándole. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban, sin conocer a ninguno, como si los tratara familiarmente. Ellas se regocijaron con esto y aun se cegaron, y con unos cien escudos en oro que yo saqué con los que traía con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió delante de ellas. Parecioles irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor y como en gracia un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita, en prendas. Dijéronme su casa. Con intento de estafarme en más, se fiaron de mí y preguntáronme mi posada, diciendo que no podía entrar paje en la suya a todas horas por ser gente principal. Yo las llevé por la Calle Mayor y, al entrar por la de Las Carretas, escogí la casa que más grande y mejor me pareció. Tenía un coche sin caballos a la puerta. Díjele que aquella era y que allí estaba el coche y el dueño para servirlas. Llameme don Álvaro de Córdoba y entreme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que, cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes con grande autoridad, con la mano. Hice que les decía que se quedasen todos y me aguardasen allí, que así dije yo que lo había dicho. Y la verdad fue que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero. Llegó la noche obscura, y recogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para acompañar un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Marguso, natural de Olías; había salido capitán en una comedia y combatido con moros en una danza. A los de Flandes decía que había estado en la China, y a los de la China, en Flandes. Trataba de formar un campo y nunca supo sino espulgarse en él. Nombraba castillos y apenas los había visto en los ochavos. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan, y oíle decir muchas veces de Luis Quijada que había sido honrado amigo. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andan desto. Y como él no sabía nada de mar, porque no tenía de naval más que el comer nabos, dijo y contó la batalla que había vencido el señor don Juan en Lepanto, y decía que aquel Lepanto era un moro muy bravo. No sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasábamos con él lindos ratos.
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en prendas] en prendas los cien escudos S y recogímonos] y recogimiento y recogimonos S 183 oíle] CZB // oirle S 177
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Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a la sopa de San Jerónimo y que pidió ración doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dársela, y ellos siguiéronle y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor. Y sobre si era bien engañar por engullir y quitarlo a los otros para sí, se levantaron voces; y tras ellas, palos; y tras los palos, chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de palo que se la dio a oler con más priesa que convenía. Quitáronle la espada, salió a las voces el portero y aún no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre que decía: “¡Yo volveré lo que he comido!”; y aun no bastaba, porque ya no reparaban sino en que pedía para otros y no se preciaba de la sopa. —¡Miren el todo trapos, como muñeca de niñas, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música —decía un estudiante destos de la capacha, gorronazo—; que hay hombre en la sopa del bendito sancto que puede ser obispo, y se afrenta un don Peluche de comer! ¡Graduado estoy de bachiller en arte por Sigüenza! Metiose el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, que era decendiente del Gran Capitán. Aquí lo dejó, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los huesos.
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Capítulo 16 En que prosigue
Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de vidrios y búcaros que, pidiendo en los tornos de monjas de beber, con poco temor de Dios, se había quedado con ellos. Mas sacole de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, que había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se le cubrirá pelo al que la llevó, por ser desbarbada. Usaba este caballero quitarse la capa, como que quería jugar, y ponerla con las otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos. Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme, cercado de muchachos con lamparones, con ser lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaduras que había aprendido y unas oraciones de una vieja. Ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, o no sonaba dinero en la faltriquera, o no piaban algunos pollos o capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con Deo gracias, decía lo del “Espíritu Santo sea con todos”. Traía todo ajuar de hipócrita, un rosario con unas cuentas frisonas, y al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de diciplina salpicada con sangre de narices. Hacía creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y la hambre canina eran ayunos voluntarios. Contaba tentaciones; en nombrando el demonio decía: “Dios nos libre y nos guarde”. Besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas traía el pueblo tal que se encomendaban a él, y era como encomendarse al diablo. Porque él era jugador y lo otro: diestro, que llaman, por mal nombre, fullero. Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía siete hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, los que no quebraba, hendía. Vino Polanco, haciendo gran ruido, pidiendo su saco pardo, cruz grande, la barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche desta suerte, diciendo: “Acordaos de la muerte y haced bien, hermanos, por las ánimas”, etc. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas y, si no había testigos, robaba cuanto había, y, si le topaban, tocaba la campanilla, diciendo: “Acordaos, hermanos”, etc. Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí en ellos, por espacio de un mes. Volvamos agora a que les enseñé mi rosario. Conteles el cuen1-2
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to, celebraron mucho la traza, y recibiole la vieja con su cuenta y razón para venderle; la cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía dél para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su traza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo, y un saco de sayal roto de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría. Quiso, pues, el diablo —que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos— que, yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trajo un alguacil y agarrome la vieja, que se llamaba la madre Lepruscas. Confesó luego todo el caso y dijo de la manera que vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejola el alguacil en la cárcel, vino a nuestra casa, hallonos en ella a todos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio la caballería en gran peligro.
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Capítulo diecisiete
Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo, que me vi ir allá, aprovecheme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, díjele al carcelero: —Señor, óigame vuestra merced en secreto. Y para que lo hiciese, dile escudos como cara. En viéndolos, me apartó. —Suplico a vuestra merced —le dije— que se duela de un hombre de bien. Busquele sus manos, y, como las palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos escudillos, diciendo: —Yo averiguaré la enfermedad, y si no es urgente bajará al calabozo. Respondile humilde. Dejome fuera, y a los amigos descolgáronlos abajo. Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros; porque como nos traían atados y a empellones, y unos con capas y otros con ellas arrastrando, era de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. Y para asir a alguno seguramente, como estaba tan manido el vestido, le agarraba el corchete de las puras carnes y aún no hallaba de qué asir. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y greguescos. Y al quitar la soga en que veníamos ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, diéronme para dormir la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver a algunos dormir envainados, sin quitarse nada; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima; otros jugaban. Y al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Estaba el servicio a mi cabecera, y a la media noche no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo, que oí el ruido, al principio, pensando que eran truenos, comencé a santiguarme y a llamar a santa Bárbara; mas viendo que olían mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Hedía tanto que pensé morirme. Unos traían cámaras, otros aposentos; al fin, yo me vi forzado a decirles que mudasen a otra parte el vidriado. Y sobre si viene muy ancho o no, tuvimos palabras. Usé de oficio de adelantado, que es mejor serlo de un corchete que de Castilla, y metile media pretina en la cara. Él, por levantarse apriesa, derramó el almidón; despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a escuras, y era tanto el mal olor que hubieron de levantarse todos. Alzose el grito. El alcaide, pensando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Abrió la sala, entró luz, informose del caso: condenábanme todos. Yo me disculpaba con decir que en toda la noche no me habían dejado cerrar los ojos a puro abrir los suyos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en el horado le daría otro doblón, asió del caso y mandome bajar allá. Determineme a consentir antes que a pellizcar el talego más
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de lo que estaba. Fui llevado abajo; recibiéronme con arbórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el Señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, y no de la Virgen sin mancilla, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tuvieron qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, bigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía más hierro que Vizcaya: dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospechaba yo si era por alguna fuelle o chirimía o abanico. Y preguntándole yo si era por algo desto, respondía que no, que eran cosas de atrás: yo pensé que eran pecados viejos, y averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas. Había confesado ya éste y era tan maldito que nos obligaba a traer las traseras con carlancas, como mastines, y no había quien se osase ventosear de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas. Éste hacía amistad con uno que llamaban Robledo y, por otro nombre, el Trepado, diciendo que estaba preso por liberalidades, y he entendido que eran de manos en pescar lo que topaba. Éste había sido más azotado que postillón: ni había verdugo que no hubiese probado la mano en él. La cara toda acuchillada, tenía nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía. A éstos se llegaron otros cuatro leones, rapantes como leones de armas, todos agrillados y condenados al hermano de Rómulo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podrá creer la notable alegría con que aguardaban su despacho. Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos culebrazo bravo con una soga dedicada al efecto. Vino la noche. Mataron la luz. Yo metime luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos de ellos, y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas —cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos— que cupieron todos en un resquicio. Estaban como liendres en cabello o chinches en cama. Sonaban los golpes en las tablas; callaban los otros. Los bellacos, que vían que no se quejaban, dejaron de dar azote y empezaron a tirar ladrillo y cascote que tenían recogido. Allí fue ello que uno le halló el cogote a don Toribio y le descalabró. Comenzó a dar voces que le mataban. Y los bellacones, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asía de los otros para meterse debajo, y con la fuerza que hacían, les sonaban los huesos como tablillas de san Lázaro. Acabaron su vida las ropillas: no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes que, dentro de poco tiempo, tenía el pobre de don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta. Vídose tan sin remedio morir
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CAPÍTULO 17
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como san Esteban —pero no tan santo— que dijo llorando le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiósele, a pesar de los otros, que se defendían con él. Descalabrado y como pudo, se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por presto que acometieron a ofrecer lo mesmo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron también sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor estar en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron y a la mañana los pidieron que se desnudasen, y se halló que, de todos sus vestidos juntos, no se podían echar unas soletas. Quedáronse los pobretes envueltos en una manta que llaman la ruana, que es donde se espulgan todos. Comenzaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina; había piojos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser comidos de ellos. Quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas. Yo salime del calabozo, diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Torné a repasarle las manos con tres de a ocho al carcelero y, sabiendo quién era el escribano de la causa, invié a llamarle con un picarillo. Vino, metile en un aposento; después de haber tratado de la causa, como yo tenía no sé qué dinero, supliquele que me lo guardase y que, en lo que hubiese lugar, favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito. —Crea vuestra merced —dijo después de haber pescado la mosca— que en nosotros está todo el juego y que, si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Créase vuestra merced de mí y fíe, que le sacaré a paz y a salvo. Fuese con esto y volvió desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata, y apuntome no sé qué del relator, para ayuda de comerse la cláusula entera. Y dijo: —Un relator, señor, con arquear las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer entender al alcalde divertido, hacer una acción, destruye un cristiano. Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales. Y en pago, me dijo que enderezase el cuello de la capa y diome dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo; y últimamente me dijo, mirándome con grillos: —Ahorre vuestra merced de pesadumbres, que con ocho reales que dé al alcaide le aliviará; que ésta es gente que no hace virtud si no es por interés. Cayome en gracia la advertencia. Al fin, él se fue; yo di al carcelero un escudo: quitome los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas, necias y putas a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero —se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana de Morales— vino a comer muy enojado y bufando, estando yo allí. No quiso comer. Y la mujer, recelando una gran pesadumbre, se llegó a él y le enfadó tanto, que dijo: 93
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—¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos no sois limpia? —¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? —dijo ella—. Por el siglo de mi abuela que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien? Y volviéndose a mí, dijo: —Que no podrá decir que soy judía como él, que, de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís, de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si yo lo oyera, que yo le acordara que tiene las espaldas en el aspa de san Andrés. Entonces, muy afligido, el alcaide respondió: —¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en esa aspa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por no lo comer. —Luego, ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana de Mora, siendo nieta de Esteban Rubio y hija de Juan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo? —¡Cómo! ¿Hija —dije yo— de Juan de Madrid? —De Juan de Madrid. Hija. El de Auñón. —¡Voto a Dios! —dije yo— que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo. Porque Juan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel, yo le haré decir cien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entrambos, con letras de oro. Alegráronse y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria; y ni yo la tenía, ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo. Yo, porque no me cogiese en mentira, hice que me salía de enojado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se trataría más de ello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido, diciendo: “¡Juan de Madrid! ¡Burlandillo es la probanza que yo tengo suya!” Otras veces decía: “¡Juan de Madrid, el mayor! Fue casado con Ana de Acevedo, la gorda”. Callaba otro poco. Y con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el escribano, solicitado de él y cohechado con el dinero, hizo también sacar la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón: “¡A esta mujer, por ladrona!”. Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego siguieron todos mis compañeros a la jineta, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba las suyas de fuera. Desterráronlos por seis años. Salí en fiado, por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque habló mucho, quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.
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Capítulo dieciocho
Salí de la cárcel. Halleme solo y sin los amigos. Aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir. Determiné de irme a mi posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, entremetida y a veces entresacada y salida. Y ceceaba un poco. Tenía miedo a los ratones. Preciábase de manos y, por enseñarlas, despabilaba las velas y partía la comida en la mesa; señalaba lo que era cada cosa; siempre tenía que prender algún alfiler en el tocado; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y las manos haciendo cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba a sus mismos padres. Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla. Había tres moradores: y yo el uno de ellos, y el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida. A mí no me pareció mala la moza para el deleite (y lo otro, la comodidad de hallármelo en casa). Puse en ella los ojos. Contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíales nuevas, aunque nunca las hubiese; servíales en todo de balde; díjeles que sabía encantamientos y que pareciese que se ardía la casa, y otras cosas que ellas, como buenas creedoras, tragaron. Granjeé una voluntad en todos muy agradecida pero no enamorada, que, como no estaba tan bien vestido como era razón —aunque ya me había mejorado por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a pura carne y pan que le comía—, no hacían de mí el caso que era razón. Di, por acreditarme, en enviar a mi casa amigos que me buscasen cuando no estaba en ella. Entró el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre; porque los amigos me habían dicho que no era de costa el mudárselos y que era útil. Al fin, preguntó por don Ramiro, “un hombre de negocios rico, que hizo ahora tres asientos con el Rey”. Desconociéronme en esto los huéspedes y dijeron que allí no vivía sino don Ramiro de Guzmán más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre. —Ése es —replicó— por quien pregunto, y no quisiera más renta a servicio de Dios de la que tiene: más de dos mil ducados. Contoles ciertos embustes, quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio fingida que traía a cobrar de mí, de nueve mil escudos. Dijo que me la diesen para que la aceptase. Creyeron la riqueza la niña y la madre, y acotáronme luego para marido. Vine yo muy disimulado, y, en entrando, me dieron la cédula, diciendo: —Dineros y amores mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda vuestra merced quién es, debiéndonos tanta voluntad? Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi
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aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo, que las vi tan cebadas, declaré mi voluntad a la muchacha, y ella me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas. Apartámonos. Y una noche, para confirmarlas más en mi riqueza, cerreme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con sólo un tabique muy delgado, y sacando cincuenta escudos, estuve contándolos en la mesa tantas veces que oyeron contar hasta seis mil escudos. Viéndome con tanto dinero de contado, dieron en desvelarse para regalarme y servirme. El portugués se llamaba O señor Vasco de Meneses, fidalgo de la orden de Cristus. Traía su capa de bayeta larga, botas y cuello pequeño, y mostachos grandes. Moría por la dona Berenguela de Robledo, que así se llamaba. Enamorábala entrándose a conversación y suspirando más que beata en sermón de Cuaresma. Cantaba mal y siempre andaba apuntado con el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió: comía a tercianas, de tres en tres días, y el pan tan duro que apenas lo pudiera morder un maldiciente; pretendía por lo bravo, y si no era el poner huevos, no le faltaba otra cosa para ser gallina, porque cacareaba notablemente. Como vieron los dos que iba tan adelante, dieron en decir mal de mí: el portugués decía que era un piojoso, pícaro, desarrapado, y el catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo y a veces lo oía, pero no me hallaba con ánimo de responder. Al fin, la moza me hablaba y respondía a mis billetes. Comenzaba por lo ordinario: “Este atrevimiento”, “su mucha hermosura de vuestra merced”; ofrecíame por esclavo, firmaba el corazón de la saeta... Al fin, llegamos a los túes, y yo, para alimentar más el crédito de mi calidad, salime de casa y alquilé una mula y, rebozado y mudando la voz, vine a mi posada y pregunté por mí mismo, diciendo si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor de Valcerrado y Velorete. “Aquí vive —respondió la niña— un caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo”. Y por las señas, dije yo que era él y la supliqué que le dijese que Diego de Solórzano, su mayordomo, que fue de las depositarías, pasaba a la cobranza y le había venido a besar las manos. Con esto me fui y volví a casa de allí a un rato. Recibiéronme con la mayor alegría del mundo, diciendo que para qué les tenía escondido el ser señor de Valcerrado y Velorete. Diéronme el recado. Con esto, la muchacha se remató, cudiciosa de marido tan rico, y trató de que la fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que caía a un tejado, donde estaba la ventana de su aposento. El diablo, que siempre es agudo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor y, por pasar desde él al tejado, vánseme los pies y di en el de un vecino escribano tan desatinado golpe que quebré 60
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todas las tejas. Al ruido, despertó toda la casa y, pensando que eran ladrones —como lo son los de este oficio— subieron al tejado. Yo, como lo vi, quíseme esconder detrás de una chimenea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y un hermano y dos criados me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme diligencia. Mas ella se reía mucho porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamientos, pensó que había caído por gracia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñadas que me daban, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír. Comenzó luego a hacer la causa y, porque me sonaron unas llaves en la faltriquera, dijo y escribió que era ganzúa y, aunque las vio, no hubo remedio de que no lo fuesen. Díjele que era don Ramiro de Guzmán, y riose mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me había de llevar preso sin razón con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame de rodillas, y ni por ésas ni por esotras bastaba con el escribano. Todo esto pasaba en el tejado, que los tales, aun de las tejas arriba levantan testimonios. Dieron orden de bajarme abajo, y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
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No cerré los ojos en toda la noche considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano. Y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa, echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano. Pasé toda la noche en revolver trazas. Unas veces me determinaba rogárselo por Jesucristo y, considerando lo que le pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarme los nudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistiose a hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios. Agarró de la correa y tornome a repasar las costillas, reprehendiome el mal vicio de hurtar como quien tan bien le sabía. En esto estábamos, él dándome, y yo casi determinado de darle a él dineros (que es la sangre del cordero con que se labran semejantes diamantes), cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán; y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar, por cómplices, en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir y tratole algo mal de palabra, diciéndole que él era un caballero fidalgo “de casa du Rey” y que yo era un “home muito fidalgo” y que era bellaquería tenerme atado. Comenzome a desatar, y al punto el escribano clamó: “¡Resistencia!”; y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido, pedían favor al Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo: —¡Voto a Dios! que esto no se puede hacer conmigo y que, a no ser vuestras mercedes quien son, les había de costar muy caro. Manden contentar estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés. Yo vi luego la letra: saqué ocho reales y díselos; y aun estuve por volverle los palos que me había dado, pero, por no confesar que los había recibido, los dejé y me fui con ellos, dándoles gracias de mi libertad y rescate. Y entré en casa con la cara rebozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. Tratábanme de resuelto y sacudido, por los palos, y traíanme afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos, trataban luego de varear; otras veces, de leña y madera. 6
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Yo, que me vi corrido y afrentado y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a trazar de salirme de casa. Y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba muchos reales, y sacar mi hato libre, tracé con un licenciado Brandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos míos, que me viniesen una noche a prender. Llegaron a la señalada y requirieron a la huéspeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía el secreto. Temblaron todas luego y creyeron la prisión por lo que yo me había hecho nigromante con ellas. Al sacarme a mí callaron pero, al ver sacar el hato, pidieron embargo de la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena. Dejáronme salir y quedaban diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquéllos que me venían a buscar; decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era. De ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza, con los que me ayudaron, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuello abierto y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiría de casarme con la ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte; y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y con algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro cudicioso de pescar mujer, determineme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi adrezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espeteme en uno. El primer día no hallé lacayo. Salime a la Calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como quien concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con dos lacayos. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos. Yo solté la prosa y, con mil cortesías, les detuve un rato. Y al fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo un rato, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si llegasen allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea y, metiéndome los dos en medio, caminamos. Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible determinar cúyos fuesen los lacayos ni cuál era el que no los llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelana, encarecíales mucho el roldanejo que esperaba de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayos, hacía parar y preguntaba cúyo era y decía de las señas, etc; y si le querían vender, hacíale dar dos vueltas en la calle y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno. Y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados y, a mi parecer, diciendo: “¿Quién será este tagarote escuderón?”, porque el uno llevaba un hábito 43
nigromante] nigromantico ZB // ingromante C // ignorante S casar] CZB // casa S 61 jaeces] CZB // falso S. Ninguna acepción de falso parece tener sentido aquí. 58
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en los pechos y el otro una rica cadena de diamantes (que era hábito y encomienda todo junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y para otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas. Llegamos al Prado, y, en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por de fuera y empecé a pasear. Llevaba la capa sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos. Cuál decía: “Éste yo le he visto a pie”; otro: “¡Hola!, lindo va el buscón”. Yo hacía como que no oía nada y pasaba. Llegáronse a un coche de damas los dos y pidiéronme que picardease un rato. Dejeles el estribo de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Decíalas mil terneces, y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometilas regalos y preguntelas por el estado de aquellas señoras, y dijeron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viese colocadas como merecían; y agradoles mucho esto de “colocadas”. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. —Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada. Salió tan presto la tía y dijo: —¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con haberla salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre. —Eso creo yo muy bien —dije yo. Con esto, las doncellitas remataron la conversación con pedir de merendar a mis amigos. “Mirábase el uno al otro, y a todos temblaba la barba”. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quién enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo. Yo las supliqué se fuesen el día siguiente a la Casa del Campo, y que las enviaría algo fiambre. Acetaron luego; dijéronme su casa, preguntaron la mía. Y con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse y, por obligarme, me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertado de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador y, desde allí, a mi casa. Hallé a los compañeros jugando quinolicas. Conteles el caso y el concierto hecho, y determinamos enviar la merienda sin falta y gastar docientos reales en ella. 90
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Acostámonos con estas determinaciones. Y yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote; y lo que más me tenía en dudas era hacer dél una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.
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Amaneció, y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respecto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata y la sirvió él y tres criados. Pasose la mañana en adrezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino, a la hora señalada, para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles, como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor, y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Felipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Felipe acá, don Felipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado en un negocio de su Majestad y cuentas de mi mayorazgo que había temido el no poder cumplir y que, así, las apercibía a merienda de repente. En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mesas; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandele que fuese al cenador y adrezase allí, que entre tanto nos íbamos a los estanques. Llegáronseme a mí las viejas a hacerme regalos, y holgueme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto, desde que Dios me crió, tan linda cosa como aquélla a quien yo tenía aceptado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y negros, alta de cuerpo, lindas manos. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura y dábame sospechas de hocicada. Fuimos a los estanques, vímoslo todo, y por el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente: no sabía. Pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mesmo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro. Llegamos cerca del cenador, y, al pasar por una enramada, prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarrose un poco. Llegó la niña y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que enviase el cuello a su casa al otro día, que doña Ana le adrezaría, que así se llamaba la niña. Estaba todo cumplidísimo: mucho que merendar, caliente y fiambre, principios y postres. Merendose alegremente; regalelas yo a todas y ellas a mí. Levantaron los manteles, y, estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la güerta adelante y, cuando no me cato, conocí a mi buen don Diego Coronel. Acercose a mí y, como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratolas de primas; y, a todo esto, no hacía sino mirarme. Yo me estaba con el repostero hablando, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntoles, según se echó después de ver, mi nombre, y ellos dijeron: “Don Felipe Tristán, un caballero muy honrado y rico”. Víale yo santiguarse. Al fin, delante de ellas y de todos, se llegó a mí y dijo:
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—Vuestra merced me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa más parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablos, hijo de un barbero. Riéronse todos mucho, y yo esforceme para que no me desmintiese la color y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo. —¡Jesús! —decía don Diego—, ¿cómo parecido? En el talle, en la habla, en los meneos. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no se ha visto otra cosa tan parecida jamás. Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechasen nada de ellas, dijo la una: —Yo le conozco muy bien al señor don Felipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue grande amigo suyo, en Ocaña. Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería de servirles con mi poca posibilidad en todas partes. El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me hacía en haberme tenido por el hijo del barbero. Y añadía: —No creerá vuestra merced: su madre era hechicera; su padre, ladrón; su tío, verdugo; y él, el más ruin hombre y el más mal inclinado que Dios tiene en el mundo. ¿Qué sintiría yo, oyendo decir de mí, en mi cara, tan afrentosas cosas? Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos, y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntolas que qué había sido la merienda y el estar conmigo; y la madre y tía le dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos mil ducados de renta y que me quería casar con Anica; que se informase y vería si era cosa, no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje. En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Felipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, cudiciosos de pelarme. Yo entendí la flor y senteme. Sacaron naipes; estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo y ganeles cosa de trecientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa. Topé a mis compañeros licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados algunas tretas. En viéndome, lo dejaron, cudiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado: no les dije más de que me había visto en grande aprieto; conteles cómo había topado a don Diego y lo que me había acontecido. Consoláronme, aconsejándome que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún caso. En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar o pintas. Entendíalo yo entonces razonablemente, porque sabía más flores que un mayo y barajas hechas lindas. Determiné de irles a dar un muerto, que así se lla76
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ma el enterrar una bolsa. Envié los amigos delante, entraron en la pieza y dijeron que si gustarían jugar con un fraile benito que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía mucho del real de a ocho y escudos. Crecioles a todos el ojo y clamaron: —¡Venga el fraile en hora buena! —Es hombre grave en la orden —replicó Pero López— y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación. —Venga por lo que fuere. —No han de entrar más de fuera —dijo Brandalagas. —No hay tratar más —dijo el huésped. Con esto, ellos quedaron ciertos del caso, y creída la mentira. Vinieron los acólitos, y ya yo estaba con un tocador en la cabeza y mi hábito de fraile benito, unos antojos y mis barbas, que por ser atusadas no desayudaban. Entré muy humilde, senteme. Empezose el juego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohíno, pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que, en espacio de tres horas, me llevé más de mil y trecientos reales. Di baratos y, con mi “¡Loado sea Nuestro Señor!”, me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, como habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedime. Salímonos fuera. Venimos a la una y media de la noche y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoleme con esto algo de lo sucedido y, a la mañana, me levanté a buscar mi caballo y no hallé por alquiler ninguno, por lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie parecería mal —y más agora—, fuime hacia San Felipe y topé con un lacayo que tenía un caballo de un letrado y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metile cuatro reales en la mano porque, mientras su amo estaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltas con el caballo por la calle del Arenal. Dilas arriba y abajo sin ver nada; y, al dar la tercera vuelta, asomose doña Ana. Yo, que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galanterías: dile dos varazos, tirele de la rienda; empinose y dio luego dos coces y apretó a correr y dio conmigo por las orejas en un charco. Yo, que me vi así, y rodeado de niños que se habían allegado y delante de mi señora, comencé a decir: —¡Oh, hi de puta! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas, y quise porfiar con él. Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir, y, ya al ruido, estaba a la ventana don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo, que le vi, me demudé. Preguntome si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo priesa, porque no saliese su amo y le viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado que, estando en
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el caballo diciéndome que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie. Y lo peor fue que, volviéndose a mí, me dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedeme hablando desde la calle con don Diego y dije: —En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí en San Felipe mi caballo, el overo, y es desbocado y fortado en la carrera. Dije cómo yo le corría y hacía parar. Dijeron que allí estaba otro en que no lo haría, y era deste licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas; y, con mala silla, fue milagro no matarme. —Sí fue —dijo don Diego— y, con todo, parece que se siente vuestra merced de esa pierna. —Sí siento —dije yo— y me querría ir a tomar mi caballo. Y la muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue total causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que, cuando llegué a casa y fui a ver una arca, adonde tenía en una maleta todo el dinero que me había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habían cargado con ello y no parecieron. Quedé como muerto, sin pensar qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: “¡Malhaya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene!¡Triste de mí! ¿Qué haré?”. Ni sabía si irme a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía, porque si los prendían habían de declarar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca; pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente. Comí y, a la tarde, alquilé un caballo y fuime hacia la calle. Y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese; y en entrando, partía detrás dél, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, poníame detrás de la esquina aguardando a que volviese otro que lo pareciese. Al fin, yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo del letrado, o si fue que don Diego se puso a inquirir quién era y de qué vivía, y me espiaba. Al fin, tanto 131
fortado] Palabra no documentada. Tampoco parece existir otra que, fonéticamente próxima (por ejemplo, cortado, forzado, soltado) ofrezca sentido. En ZB se dice, simplemente, que el caballo es desbocado en la carrera y trotón (fortón en C). 147 si] CZB // sin S
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hizo que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba lo del casamiento por papeles bravamente, y él, acosado de ellas, que tenían deseo de acabarle, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros. Y éste, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo cómo había estado con él y cómo había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto y le había contado cómo me casaba riquísimamente. No aguardó más don Diego y, partiendo para su casa, encontró con aquellos dos caballeros amigos míos, el del hábito y el de la cadena, junto a la Puerta del Sol, y cuéntales lo que pasaba y díjoles que se aparejasen y que, a la noche, en viéndome en la calle, que me magullasen los cascos; y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo. Concertáronse y, en entrando en la calle, topáronme y disimularon de tal suerte los tres que jamás pensé que éramos tan amigos como entonces. Estuvímonos en buena conversación, tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces, despidiéronse los dos y echaron hacia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Felipe. Y llegando a la calle de la entrada de la Paz, dijo don Diego: —Por vida de don Felipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan. —Sea en buen hora —dije yo. Y tomé la suya inocentemente y dile la mía. Ofrecile mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba el ir solo, que me fuese yo. Y no me hube bien apartado, cuando ordena el diablo que dos que a él le aguardaban para darle de cintarazos por una mujercilla, entendiendo por la capa que era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de cintarazos sobre mis espaldas y cabeza, que di voces; y en ellas y la cara conocieron que no era yo don Diego. Huyeron, y yo me quedé en la calle y con los palos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no me atreví a entrar en la calle, de miedo. Al fin, a las doce, que era la hora en que solía hablar con mi niña, llegué a la puerta; y, en empezando, cierra uno de los dos que me aguardaban por don Diego con un garrote y dame dos palos en las piernas que me derribó en el suelo, y llega el otro y dame un chirlo de oreja a oreja; y quítanme la capa y déjanme en el suelo, diciendo: “Así pagan los pícaros embusteros mal nacidos”. Comencé a dar grita y a pedir confesión. Y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos ... (al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada que no sabía a quién echársela), pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era, daba voces: “¡A los capeadores!”. Y a ellas vino la justicia; levantáronme y, viendo mi cara con una cuchillada de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curome, preguntáronme dónde vivía y lleváronme allá. Acos-
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táronme, y quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos y tan lisiadas las piernas de los palos que no me podía tener en ellas, robado y de manera que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni ir fuera.
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He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de buena edad —el mazo cincuenta y cinco—, con su rosario grande y su cara hecha en orejón o en cáscara de nuez, según estaba arrugada. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían templar sus gustos. Llamábase María de la Guía. Alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras; en todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse. Lo primero, enseñábala cuáles cosas había de descubrir de su cara: a las de buenos dientes, que se riesen siempre, aunque fuese en los pésames; a las de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a las rubias enseñaba un bamboleo de cabellos y un asomo de guedejas por el manto y por la toca; a las de buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones, mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y las corregía las caras, de manera que, al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían los maridos. Y en lo que ella era más estremada era en hacer doncellas, no lo siendo. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen a las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas, por gracia; las mozas, por deuda, y las viejas, por respecto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y para sortijas. Citaba a la Vidana, su concurrente en Alcalá, y a la Placiosa en Burgos, mujeres de todo embuste. Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo. Y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes: —De do sacan y no pon, hijo don Felipe, presto llegan al hondón. De tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir; mozo eres, y no me espanto que hagas algunas travesuras sin mirar que, durmiendo, caminamos a la güesa; yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, y direte quién eres; cada oveja con su pareja. Sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de
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orejón] CZ // oreja S las] los S 13 corregía] CZB // corregian S 16 enseñaba] ZB // enseñar SC 20 concurrente] ZB // concurriente C // occurrente S 24 pon] ZB // por S 27 güesa] B // huesa CZ // guerra S 11
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esa mercadería, y que me sustento de las posturas. Hijo mío, lo fino y lo verdadero es no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomada, que gaste las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros, y por mí son enterrados y difuntos. Y ansí, yo haya buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te la pidiera ahora a no haberlo menester para unas candelicas y hierba. —Que trataba en botes sin ser boticaria y, si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la ventana del humo. Yo, que vi que acabó la plática y sermón en pedirme —que, con ser su tema, acabó en él y no empezó, como todos hacen—, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, si no fue un día que me vino a dar satisfaciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y se escondió; al fin, me vino a desengañar y a decir que era otra Guía, que no es de espantar que, con tales guías, vamos todos descaminados. Yo la conté su dinero y, estándoselo dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento y, como me vieron en la cama y a ella conmigo, cerraron con ambos y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcahueta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida! A la voz del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero y estaba en un aposento de adentro, dio a correr. Ellos, que lo vieron y supieron por lo que decía otro huésped de casa, arrancaron tras el pícaro y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apuñeteado. Y con todo mi trabajo, me reía de lo que los pícaros decían a la Guía, porque uno la miraba y la decía: “¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio!”; otro: “Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes, para que entréis bizarra”. Al fin, trajeron al picarón y atáronlos a entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía los negocios; y así, no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase yo mi naranjazo. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar y otras cosas que no me sonaron bien. 33
que me] CZB // fue mi S se untaba] ZB // se untaban SC 50 se] CZB // se le S 59 repelado] rupelado S 59 apuñeteado] arrineteado S 40
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Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halleme sin dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura y la comida y la posada; y así, por no hacer más gasto no teniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, y mis polainas y zapatos grandes, con la capilla del gabán en la cabeza; un cristo de bronce traía colgado del cuello. Impúsome en la voz y frasis doloridas de pedir un pobre que entendía de cante mucho; y así, comencé luego a ejecutallo por las calles. Cosime sesenta reales que me sobraron en el jubón; y con esto, me metí a pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y recalamiento de plegarias: “¡Dadle, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!”. Esto decía los días de trabajo, pero los de fiesta comenzaba con diferente voz y decía: “¡Fieles cristianos, devotos del Señor, por tan alta princesa como la reina de los ángeles, Madre de Dios, dadle una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!”. Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: “¡Un aire corruto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea el Señor!”. Venían con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero. Y ganara mucho más si no se me atravesara un mancebón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: “¡Acordaos, siervos de Jesucristo, del castigado del Señor por sus pecados! ¡Dadle al pobre lo que Dios reciba!”. Y añadía: “¡Por el buen Jesús!”, y ganaba que era un juicio. Yo advertí y quité la s y no decía más de “Jesú”, y movía a más compasión. Al fin, yo mudé de frasis y cogía maravillosa mosca. Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo y era como nuestro retor; ganaba más que todos, tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba y parecía que tenía hinchada la mano y manca y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto y con la potra defuera, mayor que la mayor bola de bolos, y aun de puente, y decía: “¡Miren la pobreza y el regalo que hace Dios al cristiano!” Si pasaba mujer, decía: “¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!”, y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas; si pasaba un soldado, decía: “¡Ah, 78
que entendía] CZB // quien tendra S me veo] CZB // no me veo S 90-91 Y ganara mucho más] C // Y ganara más ZB // om. S. La adición parece necesaria para completar la oración condicional. 83
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señor capitán!”, y si otro hombre cualquiera: “¡Señor caballero!”; y si iba alguno en coche, luego le llamaba “señoría”; a otros, “excelencia”; si era clérigo en mula, “señor arcediano”. Al fin, él adulaba terriblemente. Tenía diferente modo para pedir los días de los santos. Y vine a tener tanta amistad con él que me descubrió un secreto con que, en dos días, estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él, y todo lo guardaba; y iba a la parte con dos niños de cajuela en las sangrías que hacían de ellas. Yo tomé el mismo arbitrio, y él me encaminó la gentecita a propósito. Halleme en menos de un mes con más de ducientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento de que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y hicímosla entrambos: y era que hurtábamos niños. Cada día, entre los dos, cuatro o cinco. Pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas y decíamos: “Señor, por cierto, que le topé a tal hora, y que si no llego, que le mata un carro; en casa está”. Dábannos el hallazgo, y venimos a enriquecer de manera que me hallé yo con más de cincuenta escudos. Y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas, determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni yo conocía ni me conocía nadie. Compré un vestidillo pardo y cuello y espada, y despedime de Baltasar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.
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Topé en el paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío en el estudio de Alcalá; había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía en la cuchillada y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, y alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, gran bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en las comedias, me pareció estraña sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar con quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: —Suplico a vuestra merced me diga, ¿a esta mujer, por qué orden la podríamos hablar para gastar con su merced unos veinte o treinta escudos? Que me ha parecido hermosa. Díjome el buen hombre: —No me está a mí bien el decirlo, porque soy su marido, ni tratar de eso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no las tiene el suelo, ni tan juguetoncita. Y en diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar a que la hablase. Cayome en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que éstos son de los que dijera algún bellaco que, torciendo la sentencia a mal fin, cumplen el precepto de san Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen. Yo gocé de la ocasión, hablela, y preguntome que dónde iba y algo de mi vida. En fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamonos holgando por los caminos mucho, y, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de san Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representelo de suerte que les di cudicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a aquel amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome si quería entrar en la danza con ellos. Encareciome tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él, y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo. Diéronme que estudiase tres loas y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave —de lo que son todas— que venía destrozada y sin provisión. Decía lo de “éste es puerto”, llamaba a la gente “senado”, pedía perdón destas faltas y silencio; y entreme. Hubo un víctor de rezado, y al fin, parecí bien en el tablado.
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Representamos una comedia de un representante nuestro, que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba yo que el serlo era de hombres muy doctos y sabios, y no de gente tan sumamente lega. Y está ya de manera esto que no hay autor que no escriba comedias ni representante que no traiga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del famoso Lope de Vega y Ramón, no había otra cosa. Al fin, hízose el primer día la comedia, y no la entendió nadie; el segundo día, empezámosla, y quiso Dios que empezaba por guerra y salía yo armado y con una rodela, que si no, a manos de mal membrillo, troncho y badeas acabo, como los otros. No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la comedia, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos por hacer reír, y al desatar de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido. Tratamos todos muy mal al compañero poeta, y yo principalmente, diciéndole que mirase de la que habíamos escapado y escarmentase. Díjome que juraba a Dios que no era suyo nada de la comedia, sino que, de un paso tomado de uno y otro de otro, había hecho aquella capa de pobre de remiendos y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesome que los farsantes que hacían comedias les obligaban en todo a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, que el interés de sacar trecientos o cuatrocientos reales obligaba a aquellos riesgos. Lo otro que, como andaban por esos lugares, les leen unos y otros comedias. “Tomámoslas para verlas, llevámonoslas y, con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra”. Y declarome cómo no había habido jamás farsante que supiese hacer una copla de otra manera. Y no me pareció mal la traza; yo confieso que me incliné a ella por hallarme con algún natural a la poesía; y más, que tenía yo conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así, determiné de dar en el arte. Y con esto y la farsanta y representar, pasaba la vida. Que pasado un mes que había que estábamos en Toledo haciendo comedias buenas y enmendando el yerro pasado, ya yo tenía nombre, y habían llegado a llamarme Alonsete, que yo había dicho llamarme Alonso, y por otro nombre llamaban el Cruel, por una figura de serlo que había hecho con gran aceptación de los mosqueteros y chusma vulgar. Tenía ya tres pares de vestidos y autores que me pretendían y sonsacaban de la compañía. Hablaba ya de entender la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez, llamaba bonico a Morales, pedíanme el parecer en el adorno de los teatros, trazar las apariencias; si alguien venía a leer comedia, yo era el que la oía. Al fin, animado con este aplauso, me desvirgué de poeta en un romancico y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevime a una comedia y, porque no 46 75
badeas] el papel está agujereado a la altura de la última letra. leer] CZB // ver S
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escapase de ser divina cosa, la hice de nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías y había sus ánimas de purgatorio y sus demonios, que se usaban entonces; caíale muy en gracia al lugar el nombre de Satán en las coplas y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien. No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí enamorados: unos por coplas de cejas, otros de ojos, cuál soneto de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos? Hervían sacristanes y demandaderas de monjas; ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una, y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez, grave y sonora, que provocaba a gesto. Escribí para un ciego, que lo sacó en su nombre, las famosas que empiezan:
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Madre del Verbo humanal, hija del Padre divino, dame gracia virginal, etc. 95
Fui el primero que introdujo acabar las coplas como los sermones, con “aquí gracia y después su gloria”, en esta copla de un cautivo de Tetuán: Pidámosle sin falacia al alto Rey sin escoria, pues ve nuestra pertinacia, que nos quiera dar su gracia y después, allá, su gloria. Amén.
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Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal que casi aspiraba ya a ser autor. Tenía mi casa muy bien adrezada, porque había dado, para tener tapicería barata, en un arbitrio del diablo, y fue de comprar reposteros de tabernas y colgarlos. Costáronme veinte o treinta reales, y eran más para ver que cuantos tiene el Rey, pues por éstos se veía de puros rotos y por esotros no se verá nada. Sucediome un día la mejor cosa del mundo, que, aunque es en mi afrenta, la he de contar. Yo me recogía en mi posada, el día que escribía comedia, al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre escribir representando recio, como si lo hiciera en el tablado. Ordena el diablo que, a la hora y punto que la moza iba subiendo por la 95
introdujo] CZB // metrodujo a S barata] CZB // barato S 112 Yo me recogía] yo me recojia yo me recojia S 113 Subía] CZB // subio S 115 tablado] CZB // poblado S 107
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escalera, que era angosta y obscura, con los platos y olla, yo estaba en un paso de una montería y daba grandes gritos, componiendo mi comedia, y diciendo: ¡Guarda el oso!, ¡guarda el oso!, que me deja hecho pedazos y baja tras ti furioso. Que entendió la moza —que era gallega—, como oyó decir “baja tras ti”, que era verdad y que la avisaba a huir; y, con la turbación, písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra todos los platos y sale dando gritos a la calle, diciendo que mataba un oso a un hombre. Por presto que yo acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso; y contándoles yo cómo había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, no lo querían creer. No comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad. Y destas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en el oficio de poeta y no salí del mal estado. Sucedió, pues, que a mi autor —que siempre paran en esto—, sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron por no sé qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte. Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el dar en ellos era por necesidad, ya que me veía con dineros y bien puesto, no traté más que de holgarme. Despedime de todos. Fuéronse, y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha vuestra merced por enojo, di en amante de red, y por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo, que es lo mesmo que galán de monjas. Tuve ocasión de dar en esto porque una, a cuya petición había hecho yo unos villancicos, se aficionó en un auto del Corpus de mí, viéndome representar un san Juan Evangelista (que lo era ella). Regalábame la mujer con cuidado y habíame dicho que sólo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero y dábala compasión. Al fin, me determiné de escribirla lo siguiente: Carta “Más por agradar a vuestra merced que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía, que para mí cualquiera sin la suya es soledad. Ya seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme vuestra merced cuándo habrá locutorio, y sabré juntamente cuándo tendré gusto”. Llevó el billetico una demandadera. No se podrá creer el contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Y respondiome lo siguiente: 116
angosta] CZB // angosto S que] CZB // om. S 141 petición] CZB // ocassion S 136
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Respuesta “De sus buenos sucesos de vuestra merced, antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara dello a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha vuelto en sí. No resta ahora sino perseveranza que se mida con la que yo tendré. El locutorio dudo por hoy, pero no deje vuestra merced de venirse a vísperas, que allí nos veremos, y luego por las vistas, y quizá podré yo hacer alguna trampilla a la abadesa. Y adiós”. Contentome el papel, que realmente la monja tenía buen entendimiento, que era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias; fuime derecho a la iglesia, recé y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos para ver si parecía, cuando, Dios y enhorabuena —que más era diablo y en hora mala—, voy por la seña antigua: empieza a toser, y yo a toser, y andaba una tosidura del diablo, que parecía habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la reja una vieja tosiendo, y echo de ver mi desventura; que es peligrosísima señal en los conventos, porque como es seña a las mozas es costumbre en la viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor, y le sale después graznido de cuervo. Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas. Oílas todas, que son solemnes enamorados los de las monjas, por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no les llega el día jamás. No se creerá los pares de vísperas que yo oí. Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver, gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recibido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía que almorzaba asadores y que comía virotes. Fuime a las vistas, que allá, con ser una plazuela bien grande, era menester enviar a tomar lugar a las doce, como para comedia nueva. Hervían devotos. Al fin, me puse como pude. Podíase ir a ver las diferentes posturas de los amantes: cuál, sin pestañear, mirando, con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y estendidos los brazos a lo seráfico, recibiendo las llagas; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, le enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, que parecía medirse con la esquina; otro se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una carta en la mano, a uso de cazador con carne, que parecía llamaba al halcón. Los celosos era otra banda: éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirándolas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cual, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano, y cual hablaba con una criada echadiza que le daba un recado.
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Esto era de la parte de abajo; pero de la de arriba, adonde estaban las monjas, era cosa de ver también, porque las vistas era una torrecilla llena toda de redendijas y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera, ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas: allí se veía una pepitoria, una mano o un pie; en otra parte había cosas de sábado, cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una mostraba el rosario, otra el pañizuelo, en otra parte asomaba un guante, por otra un listón verde. Unas hablaban algo recio, otras tosían; cual hacía la seña de los sombrereros, como si sacara arañas, ceceando. En verano, es de ver cómo no sólo se calientan al sol, sino se chamuscan; que es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En invierno acontece, con la humedad, nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo; no hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto. Y todo esto, al cabo, es para ver una mujer por red y vidrieras, como hueso de santo. Es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y, si calla, de un retrato. Los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes: un paloteadico con los dedos. Hincan las cabezas en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras. Aman al escondite. ¡Y verlos hablar quedito y de rezado! ¡Pues sufrir una vieja que gruñe y una portera que manda y una tornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de los de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo. Al fin, yo llamaba ya “señora” a la abadesa, “padre” al vicario y “hermano” al sacristán, cosas todas que, con el tiempo y el curso, alcanza un desesperado. Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideraba cuán caro me costaba el infierno, que a todos se da tan barato y en esta vida por descansados caminos. Veía que me condenaba y que me iba al infierno por sólo el sentido del tacto. Si hablaba, solía —por que no me oyesen los demás que estaban en las rejas— juntar tanto con ellas la cabeza que por dos días siguientes traía los hierros estampados en la frente. Hablaba como sacerdote que dice las palabras de la consagración. No me veía nadie que no me decía: “¡Maldito seas, bellaco monjil!” y otras cosas peores. Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado a dejar la monja, aunque perdiese mi sustento; y determineme el día de san Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son las monjas. No quiera vuestra merced saber más de que las bautistas todas se enronquecieron adrede y sacaron tales voces que, en vez de cantar la misa, la gimieron; no se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de las bautistas, por desautorizar la fiesta, trajeron banquetas a la iglesia, y muchos pícaros del rastro. Cuando yo vi que —las unas por el un santo, y las otras por el otro— trataban indecentemente 197
deshilados] CZB // desilador S esta] CZB // estava S 229 saber] ZB // om. SC 220
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de ellos, cogiéndole a la monja mía, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor y medias de seda y bolsillos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, temiendo que, si más aguardaba, había de ver nacer mandrágulas en los locutorios. Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que la llevaba que por mí, considérelo el pío lector.
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Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque, como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y de menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado (pues, preñada de cuatro, paría tres), llevaba gran provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de morros y ballestilla, y así no se me escapaba dinero. Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá, declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren este mi discurso serán engañados por su culpa. No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán a un despabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y en caballerizas pican con un alfiler y doblan los azares para conocerlos por lo hendido. Y si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado y que, con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que, al fin, da vista y retiene; lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta, el que hace los naipes que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira que no den de arriba las que descarta el que da, y procura que no se pidan cartas, o por los dedos en el naipe o por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; éstas te bastan para saber que has menester vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las malas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propriedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entienden; dobles son los que acarrean sencillos para que los desuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro, al que deja en blanco sus diligencias. Yo, pues, con este lenguaje y estas flores llegué a Sevilla; con el dinero de las camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dineros a los huéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topé un condicípulo mío de Alcalá que se llamaba Mata y ahora se llama, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra de ellas en su cara y, por las que le habían dado, concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía: “No hay tal maestro como el bien acuchillado”, y tenía razón porque la cara era una cuera, y él un cuero. Dí7
antes] ante S que] ZB // que no SC 20 las] CZB // el S 24 revesa] rebossa S 7
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jome que me había de ir a cenar con él y otros camaradas, que ellos me volverían al mesón. Fui. Llegamos a su posada, y dijo: —¡Ea!, quite vucé la capa, parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Sevilla. Y porque no le tengan por maricón, ahaje ese cabello y agobie de espaldas; la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída; ese hocico, de tornillo; gestos a un lado y a otro; y haga vucé, cuando hablare, de la g, h, y de la h, g. Conmigo: “gerido”, “mogino”, “gumo”, “pahería”, “gerida”, “mohar”, “mogina”, “habalí” y “harro de vino”. Tómelo vucé de memoria. Prestome una daga, que en lo ancho era alfanje y en lo largo, de comedimiento suyo, no se llamaba espada, que bien podía. —Bébase —me dijo— esa media azumbre de vino, que si no da harrada no parecerá valiente. Estando en esto —y yo, con la media azumbre, atolondrado—, entraron cuatro de ellos, con cuatro zapatos de gotoso por caras, andando a lo columpio; no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos; los sombreros, empinados sobre la frente; altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de espadas y dagas; las conteras, en conversación con el carcañal derecho; los ojos, derribados; la vista, fuerte; los bigotes, buidos, a lo cuerno; barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron, con voces mohínas, sisando palabras: —Seidor. —So compadre —respondió mi ayo. Sentáronse; y para preguntar quién era yo no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales y, abriendo la boca y empujando hacia mí el labio de abajo, me señaló. Al cual mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo lo mismo a ellos, que fue como si catara cuatro vinos diferentes. Llegó la hora del cenar. Vinieron a servir unos pícaros, que los bravos llaman “cañones”. Sentámonos a la mesa. Apareciose luego el alcaparrón. Empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo, hasta que la vi beber, no creí que tenía tanta. Vino pescado y carne, apetitos de sed. Estaba en el suelo una artesa llena de vino, y allí se echaba de bruces el que quería hacer la razón. Contentome la penadilla, y a dos veces no hubo hombre que conociese al otro. Comenzaron pláticas de guerra. Menudeáronse los juramentos. Murieron, de brindis a brindis, veinte o treinta sin confesión. Recetáronse al asistente mil puñaladas. Tratose de la buena memoria de Domingo Tiznado, derramose vino en cantidad a la ánima de Escamilla; los que las cogieron tristes, lloraron tiernamente el mal logrado Alonso Álvarez. Y a mi compañero, con estas cosas, se le desconcertó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando la luz: 46 harrada] palabra sin documentar, que en la jerga del personaje podría equivaler a ‘jarrada’, ‘olor a jarra de vino’. La misma lección ofrece C, frente a “vaharada” de ZB 66 tanta] CZB // tantas S
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—Por éstas, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto. Levantose entre ellos un alarido disforme, desnudando las dagas, poniendo las manos cada uno en un borde de la artesa y echándose sobre ella de hocicos, dijeron: —Así como bebemos deste vino, hemos de beber la sangre a todo acechador. —¿Quién es este Alonso Álvarez —pregunté— que tanto se ha sentido su muerte? —Un mancebito —dijo—, lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los demonios! Con esto, salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron cuando, sacando las espadas, la embistieron. Yo hice lo mesmo. Limpiaron dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies y apeldó por la calle arriba dando voces. No le pudimos seguir, por haber cargado delantero, y al fin nos acogimos a la iglesia mayor, donde nos reparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y, vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes, y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros. Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron putas, desnudándose para vestirnos. Aficionóseme la Grajales y vistiome de nuevo de sus colores. Súpome bien y mejor que todas esta vida, y así, propuse de navegar en ansias con la Grajal hasta morir. Estudié la jacarandina y en pocos días era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Rondábanos la puerta; con todo, de media noche abajo, salíamos disfrazados. Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado —que no soy tan cuerdo—, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a las Indias con ella, por ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como vuestra merced verá en la segunda parte, pues nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
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lidiador] liriador S mayor] palabra conjeturada, a causa del mal estado del papel en este punto. 95 dos] también aquí es preciso adivinar la palabra, a causa de un agujero en el papel. 100 ansias] ZB // Assias CS 103 salíamos] C // rondabamos ZB // om. S. El copista parece haber omitido un verbo, necesario para la comprensión de la oración. 93
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[TABLA]* Página Capítulo 1. Cuenta quién es y de dónde. Capítulo 2. De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió. Capítulo 3. De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel. Capítulo 4. De la convalecencia y la ida a estudiar a Alcalá de Henares. Capítulo 5. De la entrada en Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo. Capítulo 6. De las crueldades del ama y travesuras que yo hice. Capítulo 7. De la ida de don Diego y nueva de la muerte de mis padres, y la resolución que yo tomé. Capítulo 8. Del camino de Alcalá para Segovia y lo que me sucedió en él hasta Rejas, adonde dormí aquella noche. Capítulo 9. De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta. Capítulo 10. De lo que hice en Madrid y de lo que me sucedió en Cerecedilla, donde dormí aquella noche. Capítulo 11. Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte. Capítulo 12. De mi ida y sucesos hasta la Corte. Capítulo 13. Que prosigue su vida y costumbres. Capítulo 14. De lo que sucedió en la Corte luego que llegamos hasta que amaneció. Capítulo 15. En que prosigue. Capítulo 16. En que prosigue. Capítulo diecisiete. Capítulo dieciocho. Capítulo diez y nueve. Capítulo veinte. Capítulo 21. Capítulo 22. Capítulo último.
11 13 17 22 27 32 38 40 44 47 54 58 61 64 67 73 75 79 82 86 92 96 103
* Tal como se indicó en el estudio preliminar, la versión del manuscrito santanderino carece de índice de capítulos. Aquí se reproducen sus irregulares epígrafes.
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FRANCISCO DE QUEVEDO
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EDICIÓN DE ALFONSO REY Y SANTIAGO DÍAZ LAGE
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Descripción bibliográfica Ms. E-40-6768. Real Academia Española Portada: La Vida de el buscon, lla / mado Don Pablos por don / franco Gomez de quebedo. Bajo el título antes señalado otra mano escribió “Es de don Antonio guttz de torre blanco”. En el vuelto de la primera guarda y el recto de la segunda hay varias anotaciones en tinta negra. En el vuelto de la segunda hoja de guarda se lee, en tinta borrosa: “Diose de orden del Licdo Migl. Martin Murillo Rector de St. andres de Cordua”. Más abajo, a lápiz, hay una anotación “Nº 179”, que parece indicar el número del manuscrito en la biblioteca de la catedral de Córdoba. La portada incluye la “Carta dedicatoria”. 1 hoja + 1-110 ff. 195 x 135 mm. Caja de escritura, 165 x 100 mm. Encuadernación en pergamino. En el lomo se lee: “Vida de Gran Tacaño de Quevedo”. El manuscrito presenta restos de humedad en la parte superior, lo que hace sumamente difícil la lectura de las primeras líneas de varios folios. Descripciones bibliográficas: Astrana Marín [1932:1301a]; Rodríguez-Moñino [1953: 664]; Lázaro Carreter [1965: XLI-XLII]. El manuscrito estuvo custodiado en la Catedral de Córdoba, catalogado con el número 179. Más tarde fue propiedad de Eugenio Asensio y, posteriormente, de Antonio Rodríguez-Moñino y María Brey.
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La vida del Buscón, llamado don Pablos Por don Francisco Gómez de Quevedo Carta dedicatoria Habiendo sabido el deseo que vuestra merced tiene de entender los varios discursos de mi vida, por no dar lugar a que otro, como en ajenos casos, mienta*, he querido enviarle esta relación, que no le será pequeño alivio para los ratos tristes. Y porque pienso ser largo en contar cuán corto he sido de ventura, dejaré de serlo ahora.
* mienta] S // mientas C
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LIBRO PRIMERO Capítulo 1º En que cuenta quién es y de dónde
Yo, señor, soy natural de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo. Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altivos sus pensamientos que se corría que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen era de muy buena cepa y, según él bebía, es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso probar que era descendiente de la letanía. Tuvo muy buen parecer y fue tan celebrada que, en el tiempo que ella vivió, casi todos los copleros de España hacían cosas sobre ella. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas decían que mi padre metía el dos de bastos para sacar el tres de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, les dejaba con el agua: levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su gusto los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mi padre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso aunque, según a mí me han dicho, después salió de la cárcel con tanta honra que le acompañaron doscientos cardenales, aunque a ninguno llamaban señoría. Las damas diz que salían por verle a las ventanas, que siempre pareció bien mi padre, a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della. Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que enechizaba a cuantos la trataban; sólo diz que se dijo no sé qué de un cabrón y volar, lo cual la puso cerca de que la diesen plu-
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mas con que lo hiciese en público. Hubo fama que reedificaba doncellas y resucitaba cabellos encubriendo canas. Unos la llamaban zurcidora de gustos, y otros, algebrista de voluntades desconcertadas y, por mal nombre, alcahueta. Para unos era primera, tercera para otros, y flux para los dineros de todos. Ver con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios. No me detendré en decir la penitencia que hacía: tenía un aposento adonde ella entraba (y algunas veces, como yo era chico, podía), todo rodeado de calaveras, que ella decía que era para memoria de la muerte y otros, para vituperalla, que era para voluntades de la vida. Su cama estaba armada sobre sogas de ahorcados, y decíame: “¿Qué piensas? Éstas tengo por reliquias, porque los más de éstos se salvan”. Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué ni a uno ni a otro. Decíame mi padre: —Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánico sino liberal... Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía: —De manos. Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y alcaldes nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan aunque no haya llegado el día de nuestro santo. No lo puedo decir sin lágrimas —lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las veces que le habían bataneado las costillas— porque adonde ellos están no querrían que hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todos nos libró la buena astucia: en mi mocedad siempre anduve por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo manda la santa madre Iglesia. Y así, con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido. —¿Cómo a mí sustentado? —dijo mi madre con grande cólera, que le pesaba que yo no me aplicase a brujo—. Yo os he sustentado a vos y sacado de las cárceles con mi industria y sustentádoos con ella y dinero; y si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, dijera de cuando entré por la chiminea y os saqué por el tejado. Más dijera, según se había metido en cólera, si con los golpes que daba no se le hubiera soltado un rosario de muelas de difuntos que tenía. Metilos en paz diciendo que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que, así, me pusiesen a la escuela, pues que sin saber leer y escrebir no se podía hacer nada. Parecioles bien lo que yo decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre se ocupó otro rato en ensartar las muelas, y mi padre fue a rapar una, que así dijo él, no sé si la barba o la bolsa. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo de padres tan viles y celosos de mi bien. 27
algebrista] SZB // aljebristas C rodeado] SZ // redeado C 47 veces] SZB // om. C 31
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Capítulo 2º De cómo fui al escuela y lo que en ella me sucedió
Al otro día ya estaba comprada la cartilla y hablado el maestro. Fui, señor, a la escuela. Recibiome muy alegre y díjome que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento, y yo, por no desmentirle, di muy bien la leción aquella mañana. Sentábame el maestro junto a sí, ganaba la palmatoria los más días por venir antes y íbame el postrero por decir algunos recaudos de señora, que así llamábamos la mujer del maestro. Teníalos a todos con semejantes caricias obligados; favorecíanme demasiado, y con esto creció la invidia en los demás niños. Desviábame de todos y llegábame a los hijos de caballeros y personas principales, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel y Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Íbame a jugar a su casa los días de fiesta y acompañábale cada día. Los otros, o porque no les hablaba o porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre: unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa, y cuál decía, por disculpar la invidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitos pequeños de noche; otros decían que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones, por llamarle “gato”. Unos me decían “zape, aquí” cuando pasaba, y otros “miz”; cuál decía: “yo le tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa”. Al fin, con cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Y aunque yo me corría, disimulábalo todo cuanto podía hasta que un día un muchacho me llamó a voces “hijo de una puta hechicera”. Lo cual, como él lo dijo tan claro —que aún si lo dijera turbio no me pesara— agarré una piedra y descalabrele. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese y contele el caso todo, a lo cual me dijo: —Muy bien hiciste, muy bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Como yo oí esto y siempre tuve altos pensamientos, volvime a ella y díjele —¡Ah, madre!, pésame que ha sido más misa que pendencia la mía. Preguntome que por qué, y díjele que porque había tenido dos evangelios. Roguele que me declarase si lo podía desmentir con verdad: que me dijese si me había concebido a escote entre muchos o si era yo de mi padre, y dijo: —¡Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. 1
hablado] SZB // hallado C su] ZB // mi C 15 casa] ZB // casse C 16 llamarle] SZB // llamarme C 29 podía] SB // pudiera Z // pidia C 15
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Y con esto quedé muerto, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé. Fue mi padre, curó al muchacho, apaciguolo, volviome a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira hasta que, oyendo la causa de la riña, se aplacó el enojo considerando la razón que había tenido. En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso de Zúñiga, que llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente, que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro, entreteníale siempre. Así que los más días sus padres del caballero, viendo que tanto le regocijaba mi compañía, rogábanle a los míos me dejasen con él a comer y a cenar, y aun a dormir los más días. Subcedió, pues, que uno de los primeros que hubo escuela por Navidad que, viendo por la calle un hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de confeso, que el don Diaguito me dijo: —Hola, amigo, llámale Poncio Pilato. Corriose tanto el hombre que dio a correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme, de suerte que fue forzoso meterme en casa del maestro huyendo y dando gritos. Entró Poncio tras mí y, defendiéndome el maestro de que no me matase, asegurándole de castigarme (y luego, aunque señora le rogó por mí, movida de lo que yo la servía, no aprovechó), mandome desatacar y, azotándome, decía tras cada azote: “¿Diréis más Poncio Pilatos?”. Yo respondía: “No, señor”, y respondilo veinte veces a otros tantos azotes que me dio. Quedé tan escarmentado de decir “Poncio Pilato” y con tal miedo que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones, llegando al Credo —advierta vuestra merced la inocente malicia— al tiempo de decir “padeció sobre el poder de Poncio Pilatos”, acordeme que no había de decir más Pilatos y dije: “padeció sobre el poder de Poncio de Aguirre”. Diole al maestro tanta risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que le tenía, que me abrazó y me dio una firma en que me perdonaba las dos primeras veces que lo mereciese. Con esto fui yo muy contento. Llegó —por no enfadar— el tiempo de las Carnestolendas y, trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese un rey de gallos. Echamos suertes entre doce señalados por él, y cúpome a mí. Avisé a mis padres que me buscasen galas. Y así llegó el día, y salí en un caballo mustio y hético, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el pescuezo, de camello y más largo; tuerto de un ojo y ciego del otro; en cuanto a edad, no le faltaba para cerrar sino los ojos. Al fin, 33
pudiese] SZB // pidiesse C me] SZB // mi C 42 Así] SZB // y assi C 44 a cenar] SB // al cenar C 57 solía] salia C 66 salí] SZB // om. C 38
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él más parecía caballete de tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines. Demostraba abstinencia en su aspecto, se le echaba de ver la penitencia y ayunos: sin duda ninguna, no había llegado a su noticia la cebada ni la paja. Lo que más le hacían digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a tener una cerradura en las ancas, pareciera un cofre vivo. Yendo pues en él, dando vuelcos a un lado y a otro como fariseo en paso, y los demás niños todos aderezados tras mí que, con suma majestad, iba a la jineta sobre el otro pasadizo con pies, pasamos por la plaza —que aun de acordarme tengo miedo— y, llegando cerca de las mesas de las verduleras (¡Dios nos libre!), agarró mi caballo un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando lo despachó a las tripas, a las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera, que siempre son desvergonzadas, empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, pícaros; y alzando cenorias garrafales, nabos frisones, berenjenas y otras legumbres, empiezan a dar sobre el pobre rey, yo, que viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una —hablando con perdón— privada. Púseme cual vuestra merced puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y daban tras las revendedoras, y descalabraron dos. Yo, a todo esto, después que caí en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, comenzó a hacer información, prendió a berceras y a muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunas dagas de las que traían por gala y otras espadas pequeñas. Llegó a mí y, viendo que no tenía ningunas porque me las habían quitado y metídolas en una casa a secar con la capa y sombrero, pidiome, como digo, las armas; al cual respondí, todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. Y de paso quiero confesar a vuestra merced que, cuando me empezaron a tirar las berenjenas, nabos, que yo, como llevaba plumas en el sombrero, entendí que me habían tomado por mi madre y que le tiraban como habían hecho otras veces. Y así, como necio y muchacho, empecé de decir: “¡Hermanas!, aunque llevo plumas, no soy Aldonza de San Pedro, mi madre”, como si ellas no lo echaran de ver por el traje y el rostro. El miedo me disculpa, y la ignorancia y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero, volviendo al alguacil, quísome llevar a la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por dónde asirme: tal me había puesto de lodo. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuan74
ancas] arcas C Yo] SZB // y C 93 algunas] algunos C 93 otras] SZB // otra C. Lectura dudosa en C 99--100 habían hecho otras veces] SZB // om. C. El copista dejó inconclusa la oración comparativa que había iniciado. 90
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tas narices topaba por el camino, y entré en ella; conté a mis padres el subceso, y corriéronse tanto de ver de la manera que venía que me quisieron maltratar. Yo le echaba la culpa a las dos leguas de rocín exprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos y, viendo que no bastaba, salime de su casa y fuime a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y a sus padres resueltos por ello de no le enviar más al escuela. Allí tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a tirar dos coces y, de puro flaco, se le despegaron las dos ancas y se quedó en el lodo bien cerca de acabar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado, el caballo muerto, determiné de no volver más a casa de mis padres ni al escuela, sino quedarme a servir a don Diego o, por mejor decir, en su compañía, y esto con gran gusto de sus padres, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa que yo no había menester más ir al escuela porque, aunque no sabía bien escrebir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escrebir mal; y que, así, desde luego, renunciaba el escuela por no darles gasto en su casa y excusarlos de pesadumbre. Avisé cómo y dónde quedaba, y que hasta que me diesen licencia no los vería.
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Capítulo 3º De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego
Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado que se decía Cabra, que tenía por oficio el criar hijos de caballeros; envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos, primer domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal lacería no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle; una cabeza pequeña; pelo bermejo —no hay más que decir para quien sabe el refrán—; los ojos, avecindados con el cogote, que parecía miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le habían comido de unas bubas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dineros; las barbas, descoloridas de miedo de la boca, la cual de pura hambre parecía que amenazaba comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parece que se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una; mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Tan espacioso que, si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de san Lázaro; la habla, hética; la barba, grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que le daba tanto asco la mano de barbero por su cara que antes se dejaría matar que tal permitiese: cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue de paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de pelo de rana; otros decían que era ilusión: desde cerca parecía negra y desde lejos de entreañil. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. En su aposento, aun arañas no había. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, era archipobre y protomiseria.
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tenía por oficio] SZB. Resultan ilegibles las letras iniciales del folio, anteriores a el criar hijos. Parece leerse toio, o touo. 8 cogote] SZB // cocote C 16 mirado] SZB // mirada C 23 la] SZB // lo C 27 lacayuelo] SZ // lacaiulo C
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A poder de éste, pues, vine y en su poder estuve con don Diego; que la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que aun por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos allá. Comían los amos primero, y servíamos los criados, y el refitorio era como un medio celemín. Sustentábanse en una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos y, como no los vi, pregunté cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse y dijo: —¿Pues quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me susté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parece que se afeitaban con deaquilón. Sentose el señor Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro que al comer en ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: —Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Acabando de decirlo, echose su escudilla a pechos, diciendo: —Todo esto es salud y otro tanto ingenio. “¡Mal ingenio te acabe!”, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que le habían quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo, en viéndolo: —No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer. Repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se le pegó a las uñas y se quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas coparticipantes. Cabra los miraba y decía: —Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas. ¡Mire vuestra merced qué buen aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer, y quedaron unos mendrugos en la mesa y, en el plato, dos pellejos y unos huesos; y dijo el pupilero: —Quede esto para los criados, que también han de comer. No lo queramos todo. —¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado —decía yo—, que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición, y dijo: —Ea, demos lugar a los criados, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido. Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojose mucho y dijo que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, y fuese. Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negocio malparado y que mis tripas pedían justicia,
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como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboqueme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir. Al ruido entró Cabra, diciendo: —Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No riñan, que para todos hay. Volviose al sol y dejonos solos. Certifico a vuestra merced que había uno dellos, el más flaco, que se llamaba Juanes, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a llevar la mano a la boca. Pedí yo de beber, que por estar los otros casi en ayunas no lo pedían, y diéronme un vaso con agua; y no lo hube bien llegado a la boca cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me lo quitó el mozo espiritado que dije. Levanteme con gran dolor de mi ánima, viendo que estaba en casa donde, aunque se brindaba a las tripas, no se hacía la razón. Diome gana de descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un antiguo: —Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveyéredes mientras aquí estuviéredes, dondequiera podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como vos ahora, de lo que cené en mi casa la noche antes. ¿Como encareceré yo mi pena y tristeza? Fue tanta que, considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no quise, aunque tenía gana, echar nada dél. Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban váguidos en aquella casa como en otras ahítos. Llegó la hora del cenar —pasose la merienda en blanco—; cenamos mucho menos, y no carnero, sino una poca del nombre del maestro: cabra asada. ¡Mire vuestra merced si inventara el diablo tal cosa! —Es cosa saludable —decía— cenar poco, para tener el estómago desocupado. Y citaba una retahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta y que se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que comíamos. Cenamos, y cenaron, y no cenó ninguno. Fuímonos acostar y en toda la noche no podimos dormir don Diego y yo, él trazando de quejarse a su padre y pedir que lo sacase de allí, y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últimamente le dije: —Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron y que somos ánimas que estamos en el purgatorio. Y así, es por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos 75
arremetí] SZB // arremiti C Volviose] es difícil decir si en C se lee voluiesse o voluiosse 92 he] SZB // om. C 102 saludable] SZB // saladuble C 80
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reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en altar previlegiado. Entre estas práticas y un poco que dormimos, se llegó la hora del levantar. Dieron las seis, y llamó Cabra a lección. Fuimos y oímosla todos. Ya mis espaldas y ijares nadaban en el jubón y las piernas daban lugar a otras siete calzas; los dientes sacaba, con toba, amarillos, vestidos de desesperación. Mandáronme leer el primer nominativo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné con la mitad de las razones. Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que él había visto meter en casa, recién venido, dos frisones, y que a dos días salieron caballos ligeros que volaban por los aires; y que vio meter mastines pesados y, a tres horas, salir galgos corredores; y que una cuaresma topó muchos hombres —unos metiendo los pies y otros las manos y otros todo el cuerpo— en el portal de su casa, y esto por gran rato, y mucha gente que venía a sólo aquello de fuera; y, preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se enojó de que se lo preguntasen), respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones y que, metiéndolos en aquella casa, morían de hambre, de manera que no comían desde allí adelante. Certificome que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lección, diola y decorámosla. Y prosiguió siempre en el modo de vivir que he contado; sólo añadió, a la comida, tocino a la olla por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una cajeta de hierro toda agujerada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla, para que le diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Pareciole después que en esto se gastaba mucho y dio en solo asomar el tocino a la olla. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar. Don Diego y yo nos vimos tan al cabo que para comer, pasado un mes, no hallábamos remedio; y así, le buscamos para no levantarnos de mañana, trazando decir que teníamos algún mal. No osamos decir que teníamos calentura porque, no la teniendo, era fácil de conocer el enredo. Dolor de cabeza o muelas era poco estorbo. Dijimos, pues, que nos dolían las tripas y que estábamos muy malos de achaque de no haber hecho de nuestras personas en tres días, fiados que, a trueque de no gastar dos cuartos en una medicina, no buscara el remedio. Mas ordenolo el diablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal, y tomola y aderezó una medicina y, haciendo llamar una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera, dijo que nos echasen sendas gaitas. Empezaron por don Diego. El desdichado atajose, y la vieja, en vez de echársela dentro, disparósela por entre la camisa y el espinazo y diole con ella por el cogote, y vino a servir por de fuera de guarnición la que de dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando gritos. Vino Cabra y, viéndola, dijo que me echasen 121 142
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a mí la otra y que luego volvería a don Diego. Yo me resistía, pero no me valió porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual, en retorno, di con toda ella por la cara. Enojose Cabra y dijo que él me echaría de su casa, que bien se echaba de ver que era bellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tanto que me despidiese, pero no lo quiso mi ventura. Quejábamonos nosotros a don Alonso, y Cabra le hacía entender que lo hacíamos por no acudir al estudio. Con esto no nos valían plegarias. Metió en casa la vieja para ama, para que guisase de comer y sirviese a los pupilos, y despidió al criado porque le halló una mañana de viernes con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasamos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada: entendía por señas; ciega y tan gran rezadora que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos lo trujo con el caldo más devoto que he comido. Unos decían: “¡Garbanzos negros! Sin dubda son de Etiopía”; otros decían: “¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?”. Mi amo fue el primero que se le encajó una cuenta y, al mascarla, se le quebró un diente. Los viernes solía enviar unos huevos con tantas barbas, a fuerza de pelos y canas suyas, que pudieran pretender corregimiento o abogacía. Pues meter el badil por el cucharón, enviar una escudilla de caldo empedrada, era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, pelos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase. Pasamos en este trabajo hasta la Cuaresma. Vino y, a la entrada della, estuvo malo un compañero. Cabra, por no gastar, detuvo el médico hasta que ya él pidió confesión más que otra cosa. Llamó entonces un platicante, el cual le tomó el pulso y dijo que la hambre le había ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el Sacramento, y el pobre, cuando le vio, que había un día que no hablaba, dijo: —Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es infierno. Imprimiéronseme estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente, por ser forastero, y quedamos asombrados todos. Divulgose por el pueblo el caso atroz, llegó a los oídos de don Alonso Coronel y, como no tenía otro hijo, desengañose de los embustes de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan miserable estado que vino a sacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio que, sin aguardar a más, trató muy mal de palabra al licenciado Vigilia; nos mandó llevar en dos sillas a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos siguieron con los deseos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel, viendo venir rescatados por la Trinidad sus compañeros.
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Capítulo 4º De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá
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Entramos en casa de don Alonso, y echáronnos en dos camas con mucho tiento porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos de la hambre. Trajeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mayor mi trabajo y la hambre imperial, que al fin me trataban como a criado, en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar, a la primer almendrada y a la primera ave, las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo se les hacía novedad. Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba el eco en ellos de cualquier palabra. Con estas y otras prevenciones empezamos a volver y a cobrar algún aliento, pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban magras y alforzadas; y así, se dio orden que cada día nos las ahormasen con la mano del almirez. Levantámonos a hacer pinicos dentro de cuarenta días y aun parecíamos sombras de otros hombres y, en lo amarillo y flaco, simientes de los padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso, comiendo, alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba la hambre tanto que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo, al sentarse a la mesa, nos decía mal de la gula, no habiéndola él conocido en su vida. Y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de “No matarás” metía perdices y capones y todas las cosas que no quería darnos y, por el consiguiente, la hambre, pues parece que tenía por pecado el matalla y aun herilla, según regateaba el comer. Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de enviar a su hijo a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Díjome a mí si quería ir; yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde no se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí servir a su hijo como vería. Y con esto diole un criado por mayordomo, que gobernase la casa y tuviese cuenta del dinero del gasto que nos daba. Remitiólo en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje: era una media camita y otra de cordeles, y la mía con ruedas para meterla debajo de la otra del mayordomo, que se llamaba Baranda, cinco colchones, ocho sábanas, ocho al3 20
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mohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecica, una hora antes de noche; llegamos a la medianoche, poco más, a la siempre maldita venta de Viveros. El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato con la paz que aquel día. Hízonos gran fiesta y, como él y los ministros del carretero iban horros (que ya había llegado también con el hato antes, que nosotros veníamos despacio), pegose al coche y diome a mí la mano para salir del estribo y díjome si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Metiome adentro, y estaban dos rufianes con unas mujercillas y un cura rezando al olor, un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar, y dos estudiantes fregones, de los de mantellina, buscando trazas para engullir. Mi amo, pues, como más nuevo en la venta y muchacho, dijo: —Señor huésped, deme lo que hubiere para mí y mis criados —Todos lo somos de vuestra merced —dijeron al punto los rufianes— y le hemos de servir. ¡Hola, huésped!, mirá este caballero que os agradecerá lo que hiciérades por él. Vaciad la despensa. Y diciendo esto, llegose el uno y quitole la capa, y dijo: —Descanse vuestra merced, mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las ninfas: —¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es vuestra merced su criado? Yo respondí, creyendo que era ansí como lo decían, que yo y el otro lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije cuando el uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, le dijo: —¡Oh, mi señor don Diego!, ¿quién me dijera a mí, ahora diez años, que había yo de ver a vuestra merced de esta manera? ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá vuestra merced! Él se quedó admirado, y yo también, que juramos entreambos que no le habíamos visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego la cara y dijo a su amigo: —¿Es el señor de cuyo padre me dijisteis vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra conocerle según está de grande! ¡Dios le guarde! Y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y, preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles y, oliendo la estafa, dijo: —Dejen eso, que después de cenar se hablarán, que se enfría. Llegó un rufián y puso asiento para todos y una silla para don Diego, y el otro trajo un plato; y los estudiantes dijeron:
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esto] SZB // y add. C le] la C 73 trajo] S // trujo ZB // taxo C 63
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—Cene vuestra merced entre tanto que a nosotros nos aderezan lo que hubiere; le serviremos a la mesa. —¡Jesús! —dijo don Diego— vuestras mercedes se sienten, si son servidos. Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con ellos: —Luego, mi señor, que aún no está todo a punto. Yo, cuando vi los unos convidados y los otros que se convidaban, afligime y temí lo que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y, mirando a mi amo, dijeron: —No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas dos damas sin comer. Mande vuestra merced que alcancen un bocado. Él, haciendo del galán, convidolas. Sentáronse y, entre los dos estudiantes y ellas, no dejaron sino un cogollo, en cuatro bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel maldito estudiante le dijo: —Un abuelo tuvo vuestra merced, tío de mi padre, que en viendo lechugas se desmayaba; ¡qué hombre era tan cabal! Y diciendo esto, se sepultó un panecillo, y el otro, otro. ¿Pues las ninfas? Ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura, con el mirar solo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado y dos lonjas de tocino y un par de palominos cocidos, y dijeron: —Pues, padre, ¿ahí se está? Llegue, alcanzará, que mi señor don Diego nos hace merced a todos. No bien se lo dijeron, cuando se sentó. Ya, cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzose a afligir. Repartiéronlo todo y a don Diego dieron no sé qué huesos y alones; lo demás se engulleron el cura y los otros. Decían los rufianes: —No cene mucho, señor, que le hará mal. Y replicaba el maldito estudiante: —Y más, que es menester comer poco para hacerse a la vida de Alcalá. Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios que les pusiese en el corazón que dejasen algo, y ya que lo hubieron comido todo y que el cura repasaba los huesos de todos, volvió el un rufián y dijo: —¡Oh, pecador de mí! No hemos dejado nada a los criados. Vengan vuestras mercedes. ¡Ah, señor huésped!, deles todo lo que hubiere; ve aquí un doblón. Tan presto salió el descomulgado pariente de mi amo, y dijo el escolar: —Aunque, vuestra merced perdone, señor hidalgo, debe saber poco de cortesía. ¿Conoce, por dicha, a mi señor y primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros, si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros. Y volviéndose a don Diego, que estaba pasmado, dijo: —No se enoje vuestra merced, que no le conocían. Maldiciones le eché cuando vi tan gran disimulación, que no pensé acabar. Levantaron las mesas, y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena, y replicáronle que no lo hiciese, que a la mañana habría lugar. Estuviéronse un rato parlando y preguntole su nombre al estudiante, y él dijo que se
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llamaba tal Coronel. ¡En malos infiernos arda, dondequiera que esté! Vio al avariento que dormía y dijo: —¿Vuestra merced quiere reír? Pues hagamos alguna burla a ese mal viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino y es riquísimo. Los rufianes dijeron: —¡Bien, bien, vaya el licenciado! Hágalo, que es razón. Con esto llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas y, desenvolviéndolas, halló una caja y, como si fuera de guerra, hizo gente, y llegáronse todos, y, abriéndola, vio ser de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar se proveyó sobre lo dicho y, encima de la suciedad, puso hasta una docena de yesones. Cerró la caja y dijo: —Pues aún no basta, que bota tiene el viejo. Sacole el vino y, desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco de vino debajo, se le llenó de agua y estopa y la cerró. Y con esto se fueron todos acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas y en la capilla del gabán echó una grande piedra y fuese a dormir. Llegó la hora del caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y, al levantarse, no podía levantar la capilla del gabán. Miró lo que era, y el mesonero, adrede, le riñó diciendo: —¡Cuerpo de Dios!, ¿no halló otra cosa que llevarse sino esa piedra? ¿Qué les parece a vuestras mercedes, si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados porque es contra el dolor de estómago. Juraba y perjuraba que no había metido tal en la capilla. Los rufianes hicieron la cuenta y vino a montar todo sesenta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma. Decían los estudiantes: —Como hemos de servir al señor don Diego en Alcalá, quedamos ajustados en el gasto. Almorzamos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas y, porque no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatólas debajo del gabán; y agarrando un yesón untado, echósele a la boca y fuele a hincar el diente y media muela que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y hacer gestos de asco y de dolor. Llegamos todos a él, y el cura el primero, diciéndole que qué tenía. Empezó a ofrecerse a Satanás. Dejó caer las alforjas, llegó a él el estudiante y dijo: —¡Arredo vaya Satán! ¡Cata la cruz! Otro abrió un breviario; hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mesmo dijo lo que era y pidió que lo dejasen enjaguar la boca con un poco de vino que él traía en la bota. Dejáronle y, abriéndola, sacó un vasito y echó en él un poco de vino. Salió con la lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y vello118
malos] parece leerse melos cerró] SZB // azerio C. El copista superpuso imperfectamente zerro sobre abrio, como señaló Lázaro Carreter. 128
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so que no se podía beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero, viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y las mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en un brinco, y nosotros nos fuimos en el coche; y no bien comenzamos a caminar cuando unos y otros nos comenzaron a dar vaya, declarando la burla. El ventero decía: —Señor nuevo, a pocas estrenas como esta envejecerá. El cura decía: —Sacerdote soy; allá se lo dirán de misas. Y el estudiante maldito voceaba: —Señor primo, otra vez rásquese cuando le coman y no después. Y el otro decía: —Servidor de vuestra merced, señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas llegamos a la villa. Apeámonos en un mesón, y en todo el día, que llegamos a las nueve, acabamos de contar la cena pasada y nunca podimos sacar en limpio el gasto.
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Capítulo 5º De la entrada en Alcalá, patente y burla que pasé por nuevo
Antes que anocheciese salimos del mesón a la casa que nos tenían alquilada, que estaba fuera la puerta de Santiago, patio de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque esta teníamos entre tres moradores diferentes no más. Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía y sobre falso: moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy gran cosecha de esta gente y de la que tiene sobradas narices y sólo les falta para oler tocino; digo esto confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que es mucha. Recibiome, pues, el huésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. No sé si lo hizo porque comenzásemos a tenerle respecto o porque es natural suyo dellos, que no es mucho que tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos nuestro hatillo, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquella noche. Amaneció y helos aquí en camisa todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntome qué querían; yo entre tanto, por lo que podía subceder, me acomodé entre dos colchones: sólo tenía la media cabeza fuera, que parecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronseles, y, con tanto, comenzaron una grita del diablo, diciendo: —¡Viva el compañero y viva en nuestra amistad! Goce de las preeminencias de antiguo: puede tener sarna, andar manchado y padecer la hambre que todos. Y con esto, ¡mire vuestra merced qué previlegios!, volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para escuelas. A mi amo apadrináronlo unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su general; pero yo, que había de entrar en otro diferente y fui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien el pie cuando se encararon a mí y empezaron a decirme: “¡Nuevo!”. Yo, por disimular, di en reír como que no hacía caso; mas no me bastó porque llegándose a mí ocho o nueve comenzaron a reírse. Púseme colorado; nunca Dios lo permitiera, pues en el punto se puso uno que estaba a mi lado las manos en las narices y, apartándose, dijo: —Por resucitar está este Lázaro, según hiede. Y con esto todos se apartaron, tapándose las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y dije: —Vuestras mercedes tienen razón, que huele mal. Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarrar y tocar al arma, y en las toses y abrir y cerrar las bocas vi que se me 10
tenga] SZB // tengan C apadrináronlo] apadrinaronle SZB // apadrinaronlos C 31 huele] SZB // huela C 32 ya] SZB // y C 33 escarrar] B // descarrar S // escarbar CZ 21
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aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado hízome alarde de una onza y más, diciendo: —Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, dije: —¡Juro a Dios que...! Más iba a decirle, pero fue tal la batería y lluvia de gargajos que cayó sobre mí que no pude acabar la razón. Era de ver que unos parecían tripas de los que los tiraban, según eran de largos. Otros, acabándoseles la saliva, pedían prestado a las narices, y venían con algunas balas de mocos secos, tan recios que hacían batería y señal en la capa. Yo estaba cubierto el rostro con ella, y tan blanco que todos tiraban a mí; y era de ver sin duda cómo tomaban la apuntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera: —¡Basta, no le matéis! Yo que, según me trataban, creí dellos que lo harían, destapeme por ver todo lo que era, y, al mismo tiempo, el que daba las voces traía empuñado un moco verdinegro y, sacándole de través, me le clavó en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita sobre mí que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que, por ahorrar de médicos y boticas, aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescuezones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho zufaina de viejo a puro salivas. Fuime a casa, que apenas acerté, y fue ventura el ser de mañana, pues sólo topé dos muchachos o tres, que debían de ser bien inclinados porque no me tiraron más de cinco o seis trapajos y luego me dejaron. Entré en casa, y el morisco, que me vio, empezose a reír y hacer como que quería escupirme; y yo, que temí que lo hiciese, dije: —Tened, huésped, que no soy eccehomo. Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de porrazos, dándome sobre los hombros con las fuerzas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio derrengado, subí arriba, y en buscar en qué asir la sotana y el manteo para quitármelos, se pasó mucho rato. Al fin le quité y me eché en la cama y colguélo en una azotea. Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojose y comenzome a dar repelones con tanta priesa que, a dos más, despierto calvo. Levanteme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —¿Es buen modo de servir ese, Pablos? Ya es otra vida. Yo, cuando oí decir “otra vida”, creí que era muerto y dije: —Bien me anima vuestra merced en mis trabajos. Vea vuestra merced aque-
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lla sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las mayores narices que se han visto jamás; pase y mire estas costillas. Y con esto, empecé a llorar. Él, viendo mi llanto, creyolo y, mirando la sotana y viéndola, compadeciose de mí y dijo: —Pablos, abre el ojo que asan carne. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Contele todo lo que había pasado, y mandome desnudar y llevar a mi aposento, que era donde dormían cuatro criados de los huéspedes de la casa. Acosteme y dormí, y con esto a la noche, después de haber comido y cenado bien, me hallé fuerte y ya como si no hubiera pasado nada por mí. Pero cuando comienzan las desgracias por uno parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traen a otras. Viniéronse acostar los otros criados y, saludándome todos, me preguntaron si estaba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso, y al punto, como si en ellos no hubiera mal ninguno, se empezaron a santiguar diciendo: —No se hiciera entre luteranos. ¿Hay tal maldad? —El rector tiene la culpa —decía otro— en no poner remedio. ¿Conocerá los que eran? Yo respondí que no y agradeciles la merced que me mostraban hacer. Con esto, se acabaron de desnudar. Acostáronse, mataron la luz, y dormime yo, que me parecía que estaba con mi padre y hermanas. Debían de ser las doce cuando el uno dellos me despertó a puros gritos: —¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpes de látigo. Yo levanté la cabeza y dije: —¿Qué es eso? Y apenas la descubrí cuando con una maroma me asentaron un azote con hijos en todas las espaldas. Comencé a quejarme y quíseme levantar. Quejábase el otro también y dábanme a mí solo. Yo comencé a decir: —¡Justicia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes que ya no me quedó, por haberme tirado las frazadas abajo, otro remedio sino el meterme debajo de la cama. Hícelo así, y al punto los tres que dormían empezaron a dar gritos. Y como sonaban los azotes, yo creí que alguno nos daba desde afuera. Entre tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y proveyó en ella y cubriola. Y pasándose a la suya cesaron los azotes, y levantáronse con grandes gritos todos cuatro, diciendo: “Es gran bellaquería y no ha quedar así”. Yo todavía me estaba debajo la cama, quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecía galgo con calambre. Hicieron los otros que cerra72
mayores] moiores C mandome] SZB // mandele C 79 era] SZB // eran C 79 Acosteme] SZB // Acostome C 78
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ban la puerta; yo entonces salí de donde estaba y subime a mi cama, preguntando si les habían hecho mal. Todos se quejaban de muerte. Acosteme y cubrime y torné a dormir; y como entre sueños me revolcase, cuando desperté halleme sucio hasta las trencas. Levantáronse todos, y yo tomé por achaque los azotes para no vestirme. No había diablos que me moviesen de un lado. Confieso que estaba considerando si acaso de miedo y turbado habría hecho aquella vileza, o si entre sueños. Al fin, yo me hallaba inocente y culpado, y no sabía cómo disculparme. Los compañeros se allegaron a mí muy disimulados, quejándose, a preguntarme cómo estaba. Yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. —A fe que no se escape, que el matemático nos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáis herido, que os quejábais mucho. Y diciendo esto, llegaron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró diciendo: —¿Es posible, Pablos, que no he de poder contigo? Son las ocho, y estaste en la cama ¡Levántate, noramala! Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y pidiéronle que me dejase dormir. Y decía uno: —Si vuestra merced no lo cree, levantá, amigo. Y agarraba la ropa. Yo la tenía asida con los dientes por no mostrar la caca, y cuando ellos vieron que no había remedio por aquel camino, dijo uno: —¡Cuerpo de Dios, cómo hiede! Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad; luego, tras él, todos comenzaron a mirar si había en el aposento algún servicio, diciendo no se podía estar allí. Dijo uno: —¡Pues es muy bueno esto para haber de estudiar! Miraron las camas y quitáronlas para ver debajo de ella. Yo, que veía poco remedio en el negocio y que me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón. Agarreme a los palos, hice visajes. Ellos, que sabían el misterio, apretaron conmigo, diciendo: “¡Gran lástima!”. Don Diego me tomó el dedo del corazón, y al fin, entre los cinco, me alzaron. Y al levantarme las sábanas fue tanta la risa de todos viendo los recientes, ya no palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. —¡Pobre dél! —decían los bellacos (yo hacía del desmayado)—. Tire vuestra merced de ese dedo del corazón. Y mi amo tanto tiró que me lo desconcertó. Los otros trataban de darme un garrote en los muslos, y decían: —El pobrecito ahora sin duda se ensució cuando le dio el mal. ¡Quién dirá lo que yo pasaba entre mí, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro que me diesen garrote! Al fin, de miedo que me le diesen,
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subime] SZB // palabra casi ilegible, superpuesta a sali de
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que ya me tenían los cordeles en los muslos, hice que ya había vuelto, y por presto que lo hice (los bellacos iban con malicia), ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna. Dejáronme diciendo: —¡Jesús, qué flaco sois! Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede: —Más va en vuestra salud que en haberos ensuciado. Callá. Y con esto me pusieron en la cama después de haberme lavado. Yo no hacía, solo, sino considerar cómo casi era peor lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, lavándola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en llegando, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de casa, y yo, aunque poco y de mala gana. Y después, juntándonos todos a parlar en el corredor, los otros criados, después de haberme dado vaya, declararon la burla. Riéronla todos, doblose mi afrenta, y dije entre mí: “Aviso, Pablos, alerta”. Propuse de hacer nueva vida; y con esto, hechos amigos, vivimos de allí delante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas y patios nadie me inquietó más.
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Capítulo 6º De las crueldades del ama y travesuras que yo hice
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“Haz como vieres” dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a vuestra merced que hice todas las diligencias posibles. Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y a los pollos del ama que del corral pasasen a nuestro aposento. Sucedió que un día se entraron a nuestro aposento dos puercos del mejor garbo que he visto en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados y oílos gruñir y dije al uno: “Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa”. Fue y dijo que dos marranos. Yo, que lo oí, me enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casas ajenas. Y diciendo esto, envasele a cada uno, a puerta cerrada, la espada por los pechos, y luego los acogotamos. Porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par dábamos grandísimos gritos como que cantábamos, y así espiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre y, a puros jergones, les medio chamuscamos en el corral, de suerte que cuando vinieron los amos ya estaba todo hecho, aunque mal, si no eran los vientres, que aún no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no por falta de prisa, que en verdad, por no detenernos, las habíamos dejado con la metad de lo que se tenían. Supo, pues, don Diego y el mayordomo el caso y enojáronse conmigo, de manera que obligaron a los huéspedes, que de risa no se podían tener, a volver por mí. Preguntábame don Diego que qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia; a lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y que, si no me valiese, diría que como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, entendí que eran míos. Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego: “A fe, Pablos, que os hacéis a las armas”. Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso, que el uno exageraba a el otro o la virtud o el vicio. No cabía el ama de contento conmigo, porque éramos dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, que desde en7
garbo] SZB // gargo C lo] SZB // los C. Aunque la enmienda no es imprescindible, proporciona una lectura que cabe considerar mejor. 21-22 si me acusaban y me prendía] SZB // si me prendia y me acusaua y prendia C 22 a] SZB // om. C 26 religioso] SZB añaden un segundo miembro a la intensiva: y a mí tan travieso. Posiblemente en C se produjo su omisión. 28 de contento] SZB // om. C 29 yo] SZB // y C 10
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tonces teníamos particular amor en este oficio. La carne no guardaba en manos de la ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos. Y la vez que podía echar cabra o oveja, no echaba carnero, y si había huesos no entraba cosa magra. Y así hacía unas ollas héticas de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se podían hacer sartas de cristal. Las Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar cabos de velas de sebo. Ella decía, cuando yo estaba delante: —Mi amo, por cierto que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso. Consérvelo vuestra merced, que algo se le puede sufrir de bellacuelo por la fidelidad; lo mejor de la plaza trae. Yo, por el consiguiente, decía della lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite en junto, carbón o tocino, escondíamos la mitad y, cuando nos parecía, decíamos el ama y yo: —Modérense vuestras mercedes en el gasto, que en verdad que si se dan tanta priesa no baste la hacienda del Rey. Ya se acabó el aceite (o el carbón). Pero ¿tal priesa le han dado? Mande vuestra merced comprar más, y a fe que se ha de lograr de otra manera. Den dineros a Pablicos. Dábanmelos, y vendíamosle la mitad sisada y, de lo que comprábamos, sisábamos la otra mitad; y esto era en todo. Y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía: —No me digas a mí, Pablos, que estos son dos cuartos de ensalada. Yo hacía que lloraba, daba voces, íbame a quejar a mi señor y apretábale para que enviase al mayordomo para saberlo por que callase el ama, que adrede porfiaba. Iba y sabíalo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban agradecidas en mí las buenas obras y en el ama el celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí: —¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar toda esta lealtad que me decís vos dél! Tuvímoslos de esta manera, chupándolos como sanguijuelas. Yo apostaré que vuestra merced se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año. Ello mucho debía de ser, pero no debía obligar a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días, y nunca le vi rastro de imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa. Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágines, cruces y cuentas de 32
no echaba] nochaua C puro] puri parece leerse en el manuscrito. 37 amo] parece haber una o que corrige a una previa a 47 dábanmelos] danuamelos C 49 reñíamos] SZB // veniamos C 51 apretábale] apretauele C 54 decíale] SZB // deziame C 55 Diego] SZB // Alonsso C El copista parece haber confundido a don Diego con su padre. 33
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perdones. En todas decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para cuenta de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima del mi amo y rezaba más oraciones que un ciego: entraba por el Justo Juez y acababa en el Conquibules, que ella decía, y en la Salve regina. Decía las oraciones en latín adrede, por fingirse inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía otras habilidades: era conquiridora de voluntades y corchete de gustos, que es lo mismo que alcahueta; pero disculpábase conmigo diciendo que le venía de casta, como al rey de Francia sanar los lamparones. Pensará vuestra merced que siempre estuvimos en paz. Pues, ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? Sucedió que el ama criaba gallinas en el corral; yo tenía gana de comerle una. Tenía doce o trece pollos grandecitos y un día, estándoles dando de comer, comenzó a decir “pío, pío”, y esto muchas veces. Yo, que oí el modo de llamar, comencé a dar voces y dije: —¡Oh, cuerpo de Dios, ama, no hubiérais muerto a un hombre o hurtado moneda al Rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir! ¡Malaventurado de mí y de vos! Ella, como me vio hacer estremos con tantas veras, turbose algún tanto y dijo: —Pues, Pablos, yo ¿qué he hecho? Si te burlas, no me aflijas más. —¿Cómo burlas, pesia tal! Yo no puedo dejar de dar parte a la Inquisición porque, si no, estaré descomulgado. —¿Inquisición? —dijo ella; y empezó a temblar—. Pues, ¿yo he dicho algo contra la fe? —Eso es lo peor —decía yo—; no os burléis con los inquisidores, decid que fuisteis una boba, que os desdecís, y no neguéis la blasfemia y desacato. Ella, con el miedo, dijo: —Pablos, y si me desdigo, ¿castigaranme? Respondile: —No, porque sólo os absolverán. —Pero dime tú de qué, que aún no lo sé yo, ansí tengan buen siglo las ánimas de mis difuntos. —¿Es posible que no advertís en qué? No sé cómo lo diga, que el desacato es tal que me acobarda. ¿No os acordáis que dijisteis a los pollos “pío”? Pío es propio nombre de los papas y vicarios de Dios y jueces de la Iglesia. Papaos el pecadillo. Ella quedó como muerta y dijo: —Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios si lo dije con malicia. Yo me desdigo, y mira si hay camino para que se pueda excusar el acusarme, que me moriré si me veo en la Inquisición. —Como vos juréis en una ara consagrada que no lo dijisteis con malicia, yo, 71 89
corchete] ZB // corcheta S // cohete C decid] SZ // dezi C
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asegurado, podré dejar de acusaros. Pero será necesario que estos dos pollos que comieron llamándolos con el santísimo nombre de los pontífices me los deis para que yo los lleve a un familiar que los quemen, porque están condenados. Y tras esto, habéis de jurar de no reincidir de ningún modo. Ella, muy contenta, dijo: —Pues Pablos, lleva los pollos agora, que mañana juraré. Yo, por más asegurarla, dije: —Lo peor es, Cipriana —que así se llamaba—, que yo vaya a riesgo, que el familiar me dirá si soy yo y, entre tanto, me podrá hacer vejación. Llevadlos vos, que yo, pardiez que temo. —Pablos —decía cuando me oía esto—, por amor de Dios, que te duelas de mí y los lleves, que a ti no te puede suceder nada. Dejela que me lo rogase mucho, y al fin —que era lo que quería— tomé los pollos. Escondilos en mi aposento, hice que iba fuera. Volví diciendo: —Mejor se ha hecho que yo pensaba. Quería el familiarcito venirse tras mí a ver la mujer, pero lindamente lo he engañado y negociado. Diome mil abrazos y otro pollo para mí, y yo, con él, fuime adonde había dejado a sus compañeros y hice hacer en casa de un pastelero una cazuela; comila con los demás criados. Supo el ama y don Diego la maraña, y toda la casa la celebró con estremo, y el ama llegó tan al cabo de pena que por poco se muriera; y después, de enojo, no estuvo dos dedos —a no tener por qué callar— de decir mis sisas. Yo, que me vi ya mal con el ama y que no la podría burlar, busqué trazas de holgarme y di en lo que llaman los estudiantes “correr” o “arrebatar”. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque, yendo una noche a las nueve —que anda poca gente— por la Calle Mayor de Alcalá, vi una confitería y en ella un cofín de pasas sobre el tablero, y, tomando vuelo, vine, agarrele y di a correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar y, al volver de una esquina, senteme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano, fingiéndome pobre: —¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado! Oyeron esto y, en llegando, empecé a decir: —Por tan alta Señora... Y lo ordinario de “la hora menguada” y “aire corruto”. Ellos se venían desgañitando y dijéronme: —¿Va por aquí un hombre, hermano? —Ahí adelante, que aquí me pisó, loado sea el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse. Quedé solo, lleveme el cofín a casa, conté la burla y no quisieron creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho, por lo cual les convidé para otra noche a verme correr cajas. 112
es] SZ // om. C rogase] SZ // ragasse C 144 verme] SZB // verlos C 117
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Vinieron y, advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro de la tienda y que no las podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar el confitero, por lo que sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine, pues, y metiendo, doce pasos atrás de la tienda, mano a la espada, que era un estoque recio, partí corriendo y, en llegando a la tienda, dije: “¡Muera!”, y tiré una estocada por delante del confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja y la pasó; saqué la espada y fuime con ella. Quedáronse espantados mis compañeros de ver la traza y muertos de risa de que el confitero decía que le mirasen, que sin duda le había herido y que era un hombre con quien él había tenido palabras. Mas volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir la caja las que estaban alrededor, hubo de ver la burla y empezó a santiguarse que no pensó acabar. Confieso que nunca me supo cosa tan bien. Decían los compañeros que yo solo bastaba a sustentar la casa con lo que corría, que es lo mesmo que hurtar en nombre revesado. Y como era muchacho y oía que me alababan el ingenio con que salía de estas burlas, animábame para hacer muchas más. Cada día traía la pretina llena de jarros de monjas, que los pedía para beber y me venía con ellos: introduje que no diesen nada sin prenda primero. Y así, prometí una noche a don Diego y a los demás compañeros de quitar las espadas a la misma ronda. Señalose cuál había de ser y fuimos juntos, y yo el primero; y, en columbrando la justicia, llegueme con otro de los criados de casa, muy alborotado, y dije: —¿Justicia? Respondieron: —Sí —¿Es el corregidor? Dijeron que sí. Hinqueme de rodillas y dije: —Señor, en sus manos de vuestra merced está mi remedio y mi venganza, y mucho provecho de la república. Mande vuestra merced oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión. Apartose, y ya los corchetes estaban poniendo mano a las espadas y los alguaciles empuñando sus varitas. Y dije: —Señor, yo he venido desde Sevilla siguiendo seis hombres los más facinerosos del mundo, todos ladrones y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre y a un hermano mío por saltearlos, y les está probado esto. Y vienen acompañando, según he oído decir, a una espía francesa; y aun sospecho, por lo que les he oído, que es... —bajando más la voz, dije— Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba y dijo: —¿Adónde están? 146
podía] SZB // pidia C pasas] SZB // caxas C 182 arriba] SB // riua CZ 147
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—Señor, en la casa pública. No se detenga vuestra merced, que las ánimas de mi madre y hermano se lo pagarán en oraciones, y el Rey acá. —¡Jesús! —dijo— ¡No nos detengamos! ¡Hola, seguidme todos! Dadme una rodela. Yo entonces le dije: —Señor —tornándole a apartar—, perderíase vuestra merced si eso hace, porque antes importa que todos vuestras mercedes entren sin espadas y uno a uno, que ellos están en los aposentos y traen pistoletes, y, en viendo entrar con espadas, como saben que no las pueden traer sino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor, cogerlos por detrás los brazos, que demasiados vamos. Cuadrole al corregidor la traza, con la codicia de la prisión. En esto, llegamos cerca, y el corregidor, advertido, mandó que debajo de unas yerbas pusieran todos las espadas, en un campo que casi está frontero de la casa; pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro, ellos dejarlas y él tomarlas todo fue uno. Hízolo así, y, al entrar todos, quedeme el postrero y, entrando ellos mezclados con otras gentes que entraban, di cantonada y emboqueme por una callejuela que va a dar a la Victoria, que no me alcanzara un galgo. Ellos, que entraron y no vieron nada, que no había sino estudiantes y pícaros, que es todo uno, comenzaron a buscarme y, no me hallando, sospecharon lo que fue y, yendo a buscar sus espadas, no hallaron media. ¡Quién contara las diligencias que hizo con el retor el corregidor! Aquella noche anduvieron todos los patios, reconociendo las caras y mirando las armas. Llegaron a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y una vela en la mano y un cristo en la otra, y un compañero clérigo ayudándome a morir, y los demás rezando las letanías. Llegó el rector y la justicia y, viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para cosa. No mirando antes, el rector me dijo un responso. Preguntó si estaba ya sin habla y dijéronle que sí; y con tanto, se fueron desesperados de hallar rastro, jurando el retor de remitirle si le topase, y el corregidor de ahorcarle aunque fuese hijo de un grande. Levanteme de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solemnizar la burla en Alcalá. Y por no ser largo, dejo de contar cómo hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores, de plateros, de mesas de fruteros (que nunca se me olvidara la afrenta de cuando fui rey de gallos) sustentaba la chiminea de casa todo el año. Callo las provisiones que tenía sobre los habares, viñas y huertas en todo aquello de alrededor. Con estas y otras cosas comencé a echar fama de travieso y agudo entre todos. Favorecíanme los caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre tuve el respecto que era razón, por el mucho amor que me tenía. 190
entren] SZB // esten C otras gentes] SZB // otra gentes C 199 di] ZB // de C. No está claro si en S la lectura es di o de. 219 comencé] SZB // començo C 199
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Capítulo sétimo De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de mi padre y madre, y la resolución que yo tomé en mis cosas para adelante
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En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, y en el pliego vino otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era llegado a la justicia, pues cuantas allí se hacían de cuarenta años a esta parte, todas han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Éste, pues, me escribió una carta a Alcalá desde Segovia, en esta forma: “Hijo Pablos —que por el mucho amor que me tenía me llamaba así—: Las ocupaciones grandes desta plaza en que me tiene ocupado su Majestad no me han dado lugar a hacer esto; que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se quita con esta negra honrilla de ser sus criados. »Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo. Veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él. Y como tenía aquella presencia, nadie le veía con los cristos delante que no dijese que era ahorcado. Iba con gran desenfado, mirando a las ventanas y haciendo cortesía a los que dejaban sus oficios por mirarle. Hízose dos veces los bigotes. Mandaba descansar los confesores y íbales alabando lo que decían bueno. Llegó a la N de palo, puso el pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volviose a la justicia y dijo que mandasen aderezar aquel para otros, que no todos tenían su hígado. No sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentose arriba, tirose las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería pedricar, vuelto a él, le dijo: —Padre yo lo doy por pedricado; vaya un poco de Credo y acabemos presto, que no querría parecer prolijo. Hízose así. Encomendome que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gestos; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícelo cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos, haciendo mesa franca a los grajos; pero yo entiendo que los pasteleros de esta tierra nos consolarán acomodándole en los de a cuatro. 10
han] ZB // a C días] dia C 25 pedricado] mantenemos este vulgarismo, ausente en los otros testimonios. 25 acabemos] SZB Palabra ilegible en C, a causa de lo desvanecido de la tinta. 12
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»De vuestra madre, aunque está viva, casi os puedo decir lo mesmo, porque está presa en la Inquisición de Toledo porque desenterraba los muertos sin ser mormuradora. Dícese que daba paz cada noche a un cabrón en el ojo que no tiene niñeta. Hallaron en su aposento más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente que, al fin, soy ministro del rey y me están mal estos parentescos. »Hijo, aquí ha quedado una poca de hacienda escondida de vuestros padres, que será hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy y lo que tenga ha de ser para vos. Vista ésta, os podréis venir para aquí que, con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Y con esto respondedme luego y, en el entretanto, Dios os guarde etc.” No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holgueme en parte: tanto pueden los vicios de los padres que consuelan de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos. Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que fuese le mandaba y sin mi compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome cómo se determinaba a ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba dejarme (y a mí, más). Díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese, y yo con esto, riéndome, le dije: —Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener, porque si hasta hora tenía, como cada cual, su piedra en el rollo, ahora tengo mi padre. Declarele cómo había muerto como el más estirado, cómo le trincharon e hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío el verdugo, de esto y de la prisioncilla de mama, que a él, como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimose mucho y preguntome que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones, y con tanto, a el otro día él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura. Quemé la carta por que, perdiéndoseme, no la leyese alguien, y comencé a disponer mi partida para Segovia con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes, para huir de ellos.
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a los] SZB // los C más] SZB // mal C 60 lastimose] SZB // lastomosse C 63 alguien] B // alguno SZ // alien C 54
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LIBRO SEGUNDO Capítulo 1º Del camino de Alcalá para Segovia y de lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde me quedé aquella noche
Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía, de secreto, para el camino y con ayuda de unos embustes hice hasta seiscientos reales. Alquilé una mula y salí de la posada, adonde ya no tenía más que salir que mi sombra. ¡Quién contara las angustias del zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento! Uno decía: “¡Siempre me lo dijo el corazón!”; otro: “Bien me decían a mí que era este un trampista!”. Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo que unos lloraban y otros se reían de los que lloraban. Yo me iba entreteniendo por el camino considerando en estas cosas cuando, pasado Torote, encontré con un hombre en un macho de albarda, el cual iba hablando entre sí con muy gran priesa y tan embebido que, aun estando a su lado, no me veía. Saludele y saludome; preguntele dónde iba, y, después que nos pagamos las respuestas, comenzamos luego a tratar de si bajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Casa Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno. Proseguimos en la conversación, propia de pícaros, y venimos a dar, de una cosa en otra, en Flandes. Aquí fue ello que empezó a suspirar y decir: —Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, que ha catorce años que ando con un adbitro que, si como es imposible no lo fuera, ya estuviera todo sosegado. —¿Qué cosa puede ser —le dije yo— que, conviniendo tanto, sea imposible y no se pueda hacer? —¿Quién le dijo a vuestra merced —dijo luego— que no se puede hacer? Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa. Y si no fuera por dar pesadumbre, le contara a vuestra merced lo que es; pero allá se verá, que ahora lo pienso imprimir con otros trabajuelos, entre los cuales le doy al Rey modo de ganar a Ostende por dos caminos. Roguele que me los dijese; y al punto, sacando de las faldriqueras un gran papel, me mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo:
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—Bien ve vuestra merced que la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo doy orden de chuparle todo en esponjas y quitarle de allí. Di yo con este desatino una gran risada, y él entonces, mirándome a la cara, me dijo: —A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento. —Ése tengo yo por cierto —le dije— de oír cosa tan nueva y tan bien fundada. Pero advierta vuestra merced que ya que chupe el agua que hubiere entonces, tornará luego el mar a echar más. —No hará la mar tal cosa, que lo tengo yo eso muy apurado —me respondió— y no hay que tratar, que lo tengo ya eso muy apensado: una invención que hará hundir la mar por aquella parte dos estados. No le osé replicar de miedo que me dijese que tenía adbitro para tirar el cielo hacia bajo. No vi en mi vida tan gran orate. Decíame que Juanelo no había hecho nada, que él trataba ahora de subir toda el agua de Tajo a Toledo más fácil. Y sabiendo lo que era, dijo que por ensalmo. ¡Mire vuestra merced quién tal oyó en el mundo! Y al cabo, me dijo: —Yo no lo pienso poner en ejecución si primero el Rey no me da una encomienda, que la puedo tener muy bien y tengo una ejecutoria muy honrada. Con estas pláticas y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya. Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los adbitros en que ocupaba el tiempo cuando, Dios y enhorabuena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella que, mirando a un libro, hacía unas rayas que medía con un compás. Daba vueltas y saltos de un lado a otro y, de rato en rato, poniendo el un dedo sobre el otro, hacía con ellos mil cosas saltando. Yo confieso que entendí por gran rato (que me paré desde lejos a verlo) que era y me pareció encantador, y casi no me determinaba a pasar. Al fin me determiné, y, llegando cerca, sintiome, cerró el libro y, al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Levantele, y dijo: —No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir. Yo no lo entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntome si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo; yo, aunque no lo entendí, le dije que circunflejo. Preguntome que cúya era la espada que llevaba al lado; dije que mía, y, mirándola, dijo: —Esos gavilanes habían de ser más largos para reparar los tajos que se forman en el centro de las estocadas. Y empezó a meter una parola tan grande que me forzó a preguntalle qué materia profesaba, y díjome que él era diestro verdadero y que lo haría bueno en cualquier parte. Yo, movido a risa, le dije: 40 45
invención] SZB // embenzion C ensalmo] enpsalmo C
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—Pues en verdad que, por lo que yo le vi hacer a vuestra merced denantes, que más le tenía por encantador, viendo los círculos. —Eso —me dijo— era que se me ofrecía una treta por el cuarto círculo con el compás mayor, captivando la espada para matar al contrario sin confesión, porque no diga quién lo hizo, y estaba poniéndolo en términos de matemática. —¿Es posible —le dije yo— que hay matemática en eso? —No solamente matemática —dijo— mas teulugía, filosofía, música y medicina. —Esa postrera no lo dudo, pues se trata de matar en esa arte. —No os burléis —me dijo—, que ahora aprendo yo la limpiadera contra la espada. —No entiendo cosa de cuantas me decís, chica ni grande. —Pues este libro las dice —me respondió—, que se llama Grandezas de la espada y es muy bueno y dice milagros; y para que lo creáis, en Rejas, que dormiremos esta noche, con dos asadores me veréis hacer maravillas. Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —Veis, este libro enseña a ser pestes a los hombres o le compuso algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—, es un gran sabio, y aún estoy por decir más. En estas pláticas llegamos a Rejas. Apeámonos en una posada, y al apearnos me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas y que, reduciéndolas a líneas paralelas, me pusiese perpendicular en el suelo. El huésped, que me vio reír y le vio, preguntome que si era indio aquel caballero que hablaba de aquella suerte. Pensé con esto perder el juicio. Llegose luego al huésped y dijo: —Señor, deme luego dos asadores para dos o tres ángulos, que al momento se los volveré. —¡Jesús! —dijo el huésped—, deme vuestra merced acá los ángulos, que mi mujer los asará, aunque aves son que no las he oído nombrar. —¡Que no son aves! —dijo, volviéndose a mí—. Mire vuestra merced lo que es no saber. Deme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer ahí que todo lo que ha ganado en su vida. En fin, los asadores estaban ocupados; hubimos de tomar dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía: —Con este compás alcanzo un paso más y gano los grados del perfil. Ahora me aprovecho del movimiento remiso para matar el natural. Ésta había de ser cuchillada; y éste, tajo. No llegaba a mí desde una legua y andaba alrededor con el cucharón; y, como yo me estaba quedo, parecían tretas contra la olla que se sale. Díjome al fin: —Esto es lo bueno, y no las borracherías que enseñan estos bellacos maestros de esgrima, que no saben sino beber. No lo había acabado de decir cuando de un aposento salió un mulato mostrando las presas, con un sombrero enjerto en guardasol y un coleto de ante de-
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bajo de una ropilla y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la cara con un per signum crucis de inimicis suis, la barba de ganchos con unos bigotes de guardamano, y una daga con más rejas que un locutorio de monjas. Y mirando al suelo, dijo: —Yo soy examinado y traigo la carta y, por el sol que calienta los panes, que haga pedazos a quien trata mal a tanto buen hijo como profesa la destreza. Yo, que vi la ocasión, metime en medio y dije que no hablaba con él, y que así no tenía de qué picarse. —Meta mano a la blanca, si la tiene, y apuremos cuál es verdadera destreza, y déjese de cucharones. El pobre de mi compañero abrió el libro y dijo en altas voces: —Este libro lo dice y está impreso con licencia del Rey; y yo sustentaré que es verdad lo que dije, con el cucharón y sin el cucharón, aquí y en otra parte; y si no, midámoslo. Y sacó el compás y empezó a decir: “Este ángulo es obtuso...” Y entonces el maestro sacó la daga y dijo: —Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida tales hombres he visto, pero, con esta en la mano, le haré yo pedazos. Acometió al pobre diablo, el cual empezó a huir dando saltos por la casa, diciendo: “No me puede dar, que le he ganado los grados del perfil”. Metímoslos en paz el huésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover. Metieron al buen hombre en su aposento, y a mí con él. Cenamos y acostámonos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, levantose en camisa y empieza a andar a escuras por el aposento, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Dispertome a mí y, no contento con esto, bajó al huésped que le diese luz, diciendo que había hallado objeto fijo a la estocada sagita por la cuerda. El huésped se daba a los diablos de que lo despertase, y tanto le amolestó que le llamó loco. Y con esto, se subió y me dijo que, si me quería levantar, vería la treta tan famosa que había hallado contra el turco y sus alfanjes. Y decía que luego se quería ir a enseñarla al Rey, por ser en favor de los católicos. En esto, amaneció. Vestímonos todos, pagamos la posada, hicímoslos amigos a él y al maestro, el cual se apartó diciendo que el libro que alegaba mi compañero era bueno, pero que hacía más locos que diestros porque los más no lo entendían.
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Capítulo 2º De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta
Yo tomé mi camino para Madrid, y él se despidió de mí por ir diferente jornada. Y ya que estaba apartado, volvió con gran priesa y, llamándome a voces, estando en el campo, donde no nos oía nadie, me dijo al oído: —Por vida de vuestra merced, que no diga nada de todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de destreza y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento. Yo le prometí de hacerlo. Tornose a partir de mí, y yo empecé a reírme del secreto tan gracioso. Y en esto caminé mas de una legua que no topé persona. Iba yo pensando entre mí las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres, luego tener tanto que me desconociesen por ello. Y parecíanme a mí tan bien estos pensamientos honrados que yo me los agradecía a mí mesmo. Decía a solas: “Más se me ha de agradecer a mí, que no tengo de quien aprender virtud, ni a quien parecer en ella, que al que la heredó de sus agüelos”. En estas razones y discursos iba cuando topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid. Trabamos plática, y luego me preguntó que de dónde venía. Yo le dije que de Alcalá. —Maldiga Dios —dijo— tan mala gente como hay en ese pueblo, pues falta entre todos un hombre de discurso. Pregunté cómo o por qué, porque no se podía decir tal de lugar donde asistían tan doctos varones, y él, muy enojado, dijo: —¿Doctos? Yo le diré a vuestra merced qué tan doctos; que habiendo más de catorce años que hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas del Corpus y el Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcitos; y porque vea vuestra merced la sinrazón, se las he de leer, que yo sé que se holgará. Y diciendo y haciendo, desenvainó una retahíla de coplas pestilenciales; y por la primera, que era ésta, se conocerán las demás: Pastores, ¿no es lindo el chiste, que es hoy el señor San Corpus Cristi? Hoy es el día de las danzas, en que el cordero sin mancilla tanto se humilla 23
Majalahonda] SZB // mas a la onda C no me premiaron] se repite la frase en C 25 sinrazón] SZB // misma razon C 24
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que visita nuestras panzas y, entre estas bienaventuranzas, entra en el humano buche. Suene el lindo sacabuche, pues en nuestro bien consiste. Pastores, etc.
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—¿Qué podía decir más —me dijo— el inventor de los chistes? Mire qué misterio se encierra en aquella palabra “pastores”: ¡más de un mes me costó de estudio! Yo no pude con esto detener la risa, que a borbollones se me salía por los ojos y narices, y, dando una gran carcajada, dije: —¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en que llama vuestra merced “señor San Corpus etc.”: no es santo, sino el día de la institución del Sacramento. —¡Qué lindo es eso! —dijo, haciendo burla—; yo le daré en el calendario, y está canonizado, y apostaré a ello la cabeza. No pude porfiar, perdido de risa de la suma ignorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y no había oído cosa más graciosa en mi vida. —¿No? —dijo al mismo punto—, pues oiga vuestra merced un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes, adonde a cada una he hecho cincuenta otavas, cosa rica. Yo, por escusarme de oír tanto millón de octavas, le supliqué no me dijese cosa a lo divino, y así me empezó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén. Dicíame: “Hícela en dos días, y este es el borrador”. Y sacó hasta cinco manos de papel. El título era El arca de Noé: hacíase todo entre gallos y ratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes, como fábula de Isopo. Yo le alabé la traza y la envención, a lo cual me respondió: —Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo; y si yo salgo con hacerla representar, será cosa famosa. —¿Cómo se podrá representar —le dije yo— si han de entrar los mismos animales, y ellos no hablan? —Ésa es la dificultad, y a no haber esa, ¿había cosa mas alta? Pero yo tengo pensado de hacerlo todo de papagayos, tordos, picazas que hablen, y meter para el entremés monas. —Por cierto, alta cosa es esa. —Otra más alta he hecho yo —dijo— por una mujer a quien amo. Y vea qué novecientos y un sonetos y doce redondillas —que parece que contaba escudos por maravedís—, hechos a las piernas de mi dama. 46
llama] SZB // llamar C ello] SZB // ella C 53 he hecho] SZB // echo C. Se enmienda por analogía con las demás versiones, pues la lectura “echar cincuenta octavas” a cada virgen tendría sentido. 65 esa] SZB // essea C 66 meter] SZB // meten C 49
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Yo le dije que si las había visto él; dijo que no había hecho tal por las órdenes que tenía, pero que iban con profecía los sonetos. Y confieso la verdad: que, aunque me holgaba de oírlos, tuve miedo a tantos versos malos y así comencé a echar la plática a otras cosas. Decíale que veía liebres, y él saltaba: “Pues empezaré uno adonde la comparo a ese animal”, y empezaba luego. Yo, por divertirle, decía: “¿No ve vuestra merced aquella estrella que se ve de día?”; a lo cual dijo: “En acabando comenzaré otro, que es el soneto treinta, en que la llamo estrella; que no parece sino que sabe los intentos dellos”. Afligime tanto con ver que no podía nombrar cosa que él no saliese con un disparate que, cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al revés, porque, por mostrar lo que era, alzó la voz entrando por la calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que, si los niños olían poeta, no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática que había salido contra ellos de uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidiome que se la leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la posada. Fuimos a una donde él se acostumbraba apear y hallamos a la puerta más de doce ciegos: unos le conocieron por el olor, y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenidas; abrazolos a todos, y luego comenzaron a pedirle unos oración para el Justo Juez en verso grave y sonoro, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las ánimas. Y por aquí discurrió, recibiendo ocho reales de señal de cada uno. Despidiolos y díjome: —Más me han de valer de trecientos reales, y así, con licencia de vuestra merced, me recogeré ahora un poco para hacer alguna dellas, y, en acabando de comer, oiremos la pregmática ¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
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Capítulo 3º De lo que hice en Madrid, y lo que me sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde dormí
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Recogiose un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, hízose hora de comer. Comimos, y luego pidiome que le leyese la pregmática, y por no haber otra cosa que hacer la saqué y se la leí, la cual pongo aquí por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía en este tenor, verbi gracia: Pregmática de desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes. Diole al sacristán la mayor risa del mundo; dijo: —¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes. Cayome a mí muy en gracia oír esto, como si fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo, que decía así: “Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más inormes, mandamos que la Semana Santa recojan todos los poetas públicos y cantoneros como a malas mujeres, y que les pedriquen, sacando cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos. »Ítem, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la priesa que les dan. »Ítem, habiendo considerado que esta seta infernal de hombres condenados a conceto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones han pegado el dicho achaque de poesía en las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que les han hecho del que nos hicieron en la manzana. Por cuan2
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to el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas como franjas viejas para sacar el oro y plata, pues en los más versos hacen a sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco. Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y, levantándose en pie, dijo: —¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase vuestra merced adelante, porque sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia. En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se hacía tarde, le dije: —Señor, esta pregmática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad. —¡Pecador de mí! —dijo muy alborotado—; no me avisara vuestra merced, y hubiera la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe vuestra merced lo que es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado y oír eso? Prosiga vuestra merced, y Dios le perdone el susto que me dio. Proseguí diciendo: »Ítem, advirtiendo que, después que dejaron de ser moros —ahora, que todavía conservan reliquias dello—, se han metido a pastores, por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas, chamuscados con sus almas encendidas y tan embebecidos en sus músicas, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad; y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden a mozos de mulas. —¡Algun puto, bujarrón, cornudo y judío —dijo en altas voces— ordenó tal cosa! Y si yo supiera quién era, yo le hiciera una sátira con tales coplas que le pesara a él y a todos cuantos la vieran de verlas. ¡Mire qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo una ermita! ¡O a un hombre vinagroso y asacristanado ser mozo de mulas! ¡Ea, señor, que son grandes pesadumbres esas! —Ya le he dicho a vuestra merced —repliqué— que son burlas y que las oiga como tales. Proseguí diciendo que “por estorbar los grandes hurtos, mandamos que no se pasen coplas de Italia a España ni de Aragón a Castilla, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese y, si reincidía, de andar limpio un hora”. Esto le cayó muy en gracia porque traía una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarle, no era menester más que estregárselas encima. Con el manteo se podían estercolar dos heredades. Y así, medio riendo, dije que mandaban también tener entre los desesperados que se ahorcan o despeñan —y 31
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que, como a tales, mandaban que no se enterrasen en sagrado— a las mujeres que se enamoran de poeta a secas; y que, advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles de coplas, mandaban que los legajos que por sus deméritos escapasen de las especieras fuesen a las necesarias sin apelación. Y por acabar llegué al postrer capítulo, que dice así: »Pero advirtiendo, con ojos de piedad, que hay tres géneros de gente en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos de este arte, con tal que tengan carta de examen del cacique de los poetas que fueren de aquellas partes, limitando a los poetas de comedia que no acaben los entremeses en palos ni con diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas. Y a los de los ciegos, a que no sucedan los casos en Tetuán, desterrándoles estos vocablos: “cristiana”, “amada”, “humanal” e “pundonores”; e mándoles que, para decir “la presente obra”, no digan “cobra”. Y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni con Pascual, ni jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que, mudándoles el nombre, se vuelven a cada fiesta. »Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descansen de Júpiter, Venus y Apolo y otros dioses, so pena que los tendrán por abogados a la hora de su muerte.” A todos los que oyeron la pregmática pareció cuanto bien se puede decir, y me pidieron traslado della. Sólo el sacristán empezó a jurar, por vida de las vísperas solemnes, Introibo y Chiries, que era sátira contra él por lo que decía de los ciegos, y que él sabía lo que había de hacer mejor que nadie. Y últimamente dijo: “Hombre soy yo que he estado en una posada con Liñán y he comido más de dos veces con Espinel”. Y últimamente me dijo que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces; que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa y que había comprado los greguescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy en día los traía, aunque malos. Enseñolos, y dioles esto tanta risa a todos que no querían salir de la posada. Al fin, ya eran las dos, y, como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí dél, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que, por que no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Luego trabamos plática. Preguntome si venía de la Corte. Dije que de paso había estado en ella. 64
enterrasen] SZB // enterassen C a las] SZB // y a las C 68 por acabar llegué] SZB // por acauarle que C 83 abogados] SZB // auissados C 86 traslado] SZB // treslado C 87 por lo que] SZB // paloque C 64
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—No está para más —dijo luego—, que es pueblo para ínterin: más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Desto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho cualquier hombre de suerte. —¿Qué estiman? —dijo muy enojado—, si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una ventaja, tras veinte años de servicio del Rey, como lo dicen estas heridas. Y enseñome en una ingle una cuchillada de a palmo, que así era de incordio como el sol es claro. Luego en los calcañares me enseñó otras dos señales y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones. Quitose el sombrero y mostrome el rostro: calzaba diez y seis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas. —Éstas me dieron —dijo— defendiendo a París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto; y no he recibido sino buenas palabras, que ahora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles —me dijo—, ¡por vida del licenciado!, que no ha salido a campaña hombre, ¡voto a Cristo!, tan señalado. Y decía verdad, que lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que Bernardo no había hecho lo que él. Saltó en esto y dijo: —¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios! Ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pesial diablo! Sí, que en otro tiempo no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para un hora en este tiempo. Pregunte vuestra merced en Flandes por la hazaña del Mellado y verá lo que dicen. —¿Es vuestra merced, acaso? —le dije yo. Y él respondió: —¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que parece mal alabarse el hombre. Yendo en esta conversación topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludonos con el Deo gracias acostumbrado y empezó a alabar a los trigos y, en ellos, a la misericordia del Señor. Saltó el soldado: —¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí; y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude, ¡sí, juro a Dios! El ermitaño le respondió que no jurase tanto, a lo cual le respondió: —Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues me reprehende mi propio oficio. 106
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Diome a mí muy grande risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que se era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. Llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario en una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe. El soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto y mirando cuál lugar era más fuerte y adónde se había de plantar la artillería; y yo los iba mirando y tanto temía al rosario del ermitaño, con las cuentas frisonas, como las mentiras del soldado. —¡Oh, cómo volaría yo gran parte de este puerto —decía— y hiciera buena obra a los caminantes! En estas y otras conversaciones llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya nochecido. Mandamos aderezar la cena —era viernes—, y entre tanto, el ermitaño dijo: —Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios: juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí grande risa el ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo: —No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad. Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos; y el ermitaño, por no hacer mal tercio, acetó y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta docientos reales. Y confieso que pensé ser su lechuza y bebérsele, pero así le sucedan todos sus intentos al turco. Fue el juego al parar; y lo bueno es que dijo que no sabía el juego y hizo que se le enseñásemos. Dejonos el bienaventurado hacer dos manos y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa: heredonos en vida. Retiraba el ladrón con las ancas de las manos que era lástima; perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada mano doce “voto a Cristos” y otros tantos “pésetes”, aforrados en “por vidas”. Yo me cené las uñas, y él ocupaba las suyas con mi moneda. No dejaba santo que no llamaba, y nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre. Acabó de pelarnos. Quisimos jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado los cien reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento y que éramos prójimos, que no habían de tratar de otra cosa. —No juren —decía—, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien. Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte. —¡Pesia tal! —decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)—, entre luteranos me he visto yo, pero no he padecido tal despojo. 140
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Él se reía; tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedile que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos in puribus. Prometió de hacerlo. Metiose sesenta huevos; ¡no he visto tal en mi vida! Dijo que se iba acostar. Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí, y los aposentos tomados para otro. Yo me acosté con harta tristeza; y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles en las cajas de latón, que las traía en un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos. El padre se persinó, nosotros nos santiguamos dél. Durmió, y yo estaba desvelado trazando cómo quitar el dinero al padre; el soldado, entre sueños, hablaba de los cien reales como si no estuvieran sin remedio. Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy apriesa. Trujéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a voces, pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó y, como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, y dijo: —He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios? —que él entendió que nos había dado cámaras. Aquí fue ello que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla dél, que se había hallado en la Naval, San Quintín y otras, trayendo los servicios en lugar de los papeles que le habían dado. Todos salimos tras él a tenerle y aun no podíamos. Decía el huésped: —Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman así los papeles de las hazañas. Apaciguámoslo y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no habíamos podido quitarle el dinero. Topamos con un ginovés, digo con uno de estos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón y si era bien dar dineros o no a Visanzón; tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose: —Es un pueblo de Italia donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda. De lo cual sacamos que en Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino diciendo que estaba perdido porque había quebrado un 186
envoltorio] SZB // voltorio C huésped] SZB // huespede C 191 El] SZB // al C 191-192 hundio la casa] frase repetida en C 198 burla] SZB // om. C 191
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cambio que le tenía más de sesenta mil ducados. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo creo que conciencia en mercader es como virgo en puta, que se vende sin haberle. Casi nadie tiene conciencia de todos los de este trato porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo. En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento. Llegué al pueblo y, a la entrada, vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsa, hecho cuartos, a Josafad. Enternecime y entré algo desconocido de como solía, con punta de barba, bien vestido. Dejé la compañía y, considerando en quién conocería a mi tío, fuera del rollo, mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Llegueme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me daba cuenta dél, diciendo que no le conocían. Holgueme mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho —preguntando por él— que era un gran caballero, veo a mi buen tío que, echándome los ojos —por pasar cerca—, arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penseme morir de vergüenza. No volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuime con él. Díjome: —Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente, que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vía caballero y que en aquellas cosas parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así me aparté dél tan avergonzado que, a no depender la cobranza de mi hacienda, no le hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevome a su casa, donde me apeé y comimos.
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muerde] SZB // muerden C Cabra] SZB // de la cobra C 236 preguntando] SZB // preguntandome C 237 a] SZB // om. C 246 apeé] ZB // apie C 224
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Capítulo 4º del libro 2º Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte
Tenía mi tío su alojamiento al matadero, en casas de un aguador. Entramos en ella, y dijo: —No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios. Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, por si se diferenciaba en algo de la de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo que estaba con otro de que colgaba cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos. En esto, entró por la puerta con una ropa hasta los pies, morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajita, dijo: —Tanto me han valido a mí las ánimas hoy como a ti los azotados. ¡Encaja! Hiciéronse la mamona el uno a el otro. Arremangose el desanimado animero el sayazo y quedó con unas piernas zambas en greguescos de lienzo, y empezó de bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y en buena hora, devanado en un trapo y con unos zuecos entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocile por el, hablando con acatamiento, cuerno que traía en la mano, que, para andar al uso, sólo erró en no traerle sobre la cabeza. Saludonos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque por sus chirlos la tenía toda hilvanada. Entró y sentose y saludó a los de casa, y a mi tío le dijo: —A fe, Alonso, que lo ha pagado bien el Romo y el Garroso. Saltó el de las ánimas y dijo: —Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon. —¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Lobrezno en Murcia, mas que iba el borrico que parecía que remedaba el paso de la tortuga, y el bellaco me los sentó de manera que no se levantaron sino ronchas. 4
expediente] ZB // espidiente S // despidientes C uno] SZB // unos C 20 devanado] SZB // devanando C 14
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El porquero, concomiéndose, dijo: —Con virgo tengo mis espaldas. —A cada puerco le viene su san Martín —dijo el demandador. Y mi buen tío dijo: —De eso me puedo alabar yo entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla. Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba a mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete y dijo: —¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés? Yo respondí que no era hombre que padecía. En esto se levantó mi tío y dijo: —Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto. Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron la mesa; y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podría nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, y los demás sin orden. No quiero decir lo que comimos, sólo que eran cosas para beber. Sorbiose el corchete tres de vino tinto; brindándome a mí, el porquero me las cogía y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad della. Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro. Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con requiem eternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío: —Ya os acordáis, sobrino, lo que os escrebí de vuestro padre. Vínoseme a la memoria. Ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedeme con la costumbre y así, siempre que como pasteles, rezo una avemaría por el que Dios haya. Menudeose sobre los jarros; y era de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas que se pusieron las suyas tales que, trayendo un plato de salchichas que parecían dedos de negros, dijo uno que para qué traían pebetes guisados. Ya mi tío estaba tal que, alargando la mano y asiendo una, dijo, con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto: —Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza que no he comido en mi vida mejor carne tinta. 38
eso] esseo C Yo] SZB // e yo C 55 cogía] Posible omisión de alguna palabra. Tras este verbo en ZB se añade al vuelo. 61 pasé] SZB // pusse C 61 solos] SZB // solas C 48
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Yo, que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: “Caliente está este caldo”, y que el porquero se llevó el puño de sal diciendo: “Es bueno el avisillo para beber” y se lo echó todo en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra. Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó con entreambas manos una escudilla, diciendo: “Dios bendijo la limpieza”. Y alzándola para sorberla, por llegarla a la boca se la puso en el carrillo y, volcándola, se echó el caldo. Púsose todo, de arriba abajo, que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar y, como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornola toda y manchó a los demás, y tras esto decía que el porquero le había rempujado. El porquero, que vio que el otro se le caía encima, levantose y, alzando el instrumento de hueso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del demandador. Mi tío, que estaba más en juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo, que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasilos y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno porque no había habido jamás quien supiese tañer con él más tonadas, que quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté dellos hasta que vi que dormían. Salí de mi casa, entretúveme en ver mi tierra toda la tarde; pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de cómo era muerto y no cuidé de preguntar de qué, sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas. Hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta y diciendo que se les había perdido la casa. Levantele y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche, que despertaron; y esperezándose, preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el porquero, que aún no la había desollado, que no era nada sino las siete y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla y, tomándola, que mucho habían holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento; y fuese, en lugar de la puerta, a la ventana. Como vio estrellas comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado y a mediodía, y que había un grande eclipse. Santiguáronse todos y besaron la tierra. Yo, que vi la bellaquería del 73
avisillo] ZB // auesillo C algo] ZB // alço SC 91 más] SZB // mos C 93 Salí de mi casa] Como ya se comentó a propósito de esta misma lectura en la versión S, podría haber aquí un error por Salime de casa, lectura de ZB, más convincente semántica y estilísticamente. 98-99 preguntó] SZB // pregunto a C 99 la] B // lo CZ // om. S 78
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demandador, escandaliceme mucho y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas e infamias que veía, ya me crecía por puntos el deseo de irme entre gente principal y caballeros. Despachelos a todos uno a uno lo mejor que pude; acosté a mi tío y yo acomodeme lo mejor que pude sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga que estaban por allí. Pasamos de esta manera la noche. A la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobrarla de presto. Despertó diciendo que estaba molido y no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjuagaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no haberlas hecho †. Levantose mi tío, tratamos largo de mis cosas, y tuve harto trabajo, por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y él me la dio de unos trecientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños y dejádolos en confianza en una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda. Por no cansar a vuestra merced, vengo a decir que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con esto y que, estudiando, podría ser cardenal; que, como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía: —Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas y no te ha de faltar, que cuanto yo tengo y cuanto sirvo para ti lo quiero. Agradecile mucho la oferta. Gastamos aquel día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. A la tarde pasaron en jugar a la taba mi tío y el porquero, y el demandador jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaba la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba y metiéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe, para la fábrica de la sed, porque había un jarro en medio. Vino la noche. Ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció, y, antes que él despertase, me levanté y me fui a una posada sin que me sintiese. Torné a cerrar la puerta por de fuera y echele la llave por una gatera, y fuime a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejele en el aposento una carta cerrada que contenía mi ida y las causas, avisando de que no me buscase porque eternamente no me había de ver. 110
acosté a mi tío] a continuación, tachado, se lee: que aunque no tenia correa tenia la pose. Probablemente se eliminó la frase por ininteligible. SZB añaden tras tío: aunque no tenía zorra tenía raposa, lo que hace pensar que tal frase estaba en la fuente de C. 113 Despertó] SB // om. C 115 †] pasaje truncado, debido a la omisión de una o más palabras, así como a la posible transcripción incorrecta en haberlas. En B se lee: de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. 123 estaba] SZB // estan C 130 mi tío y el porquero, y el demandador ] S [porquerizo] // mi tío el porquero y demandador C
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Capítulo 5º del libro 2º De mi ida y los subcesos en ella hasta la Corte
Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento, alquilómele, y salime a aguardarle a la puerta de fuera del lugar. Salió, espeteme en el dicho y empecé mi jornada, e iba entre mí diciendo: “Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates”. Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era lo que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando y de sacar vestidos nuevos cortados al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho mi tío hizo, ofendido con la carta, que decía en esta forma: “Señor Alonso Ramplón: Tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en vuestra merced lo que en los otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible si no vengo a sus manos de vuestra merced y trinchándome, como hace a otros. No, no pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al rey, y adiós.” No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba espetado en el rucio de la Mancha y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos veo venir un hidalgo de portante, con su capa puesta y espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto y el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche, y así, en emparejando, le saludé. Mirome y dijo: —Irá vuestra merced, señor licenciado, en ese borrico —mire qué duda— con harto más descanso que yo con todo mi aparato. ¿Y qué entendí? Que lo decía por coche y criados que dejaba atrás: —En verdad, señor, que lo tengo por más apacible que el del coche, porque aunque vuestra merced vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que dan inquietan. —¿Cuál coche detrás? —dijo él muy alborotado. Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se le vía sino una ceja y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije: —Por Dios, señor, si vuestra merced no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente.
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le dije] SZB // om. C Por] Z // par SCB
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—Si hace vuestra merced burla —dijo él, con las cachondas en la mano—, vaya, porque no entiendo eso de los criados. Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato, no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en las manos. Yo, movido de compasión, me apeé y, como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantome lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, lo que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretela de nalga pura. Él, que sintió lo que yo había visto, como discreto, se previno diciendo: —Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debiole de parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Arcos. ¡Cómo de estas hojaldres cubren en el mundo lo que vuestra merced ha tentado! Yo le dije que le aseguraba que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía. —Pues aún no ha visto nada vuestra merced —replicó—, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí vuestra merced un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que, hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; ¡pues decir que no tiene letras de oro! Pero más vale ya el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero, que todos estos sobrenombres tenía, se perdió en una fianza. Sólo el “don” me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallé a nadie con necesidad de él, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así. Las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntele cómo se llamaba y adónde iba y a qué; dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en “dan” y empezaba en “don”, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte porque un mayorazgo roído, como él, en pueblo corto olía mal a dos días y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros. —Nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilio de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca. 63
pendón] B // pondon Z // perdon C campanudo] SZB // comparado C 68 porque] SZB // por C 67
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Yo vi el cielo abierto y, en son de entretenimiento para el camino, le rogué me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tienen, como él; porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no sólo se contenta cada uno con sus cosas, sino que solicitan las ajenas. —Muchos hay de ésos —dijo— y muchos de estotros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se te haga dificultoso lo que digo, oye mis sucesos y mis trazas, y te asegurarás de esa duda.
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“Lo primero, has de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los estremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gente, como yo, que no se les conoce raíces ni mueble ni otra cepa de la que decienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres: unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, güeros, chanflones, chirles, traspillados. »Es nuestra abogada la industria. Pagamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos justa de los banquetes, polilla de los bodegones y convidados por fuerza. Sustentámonos casi del aire y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará vuestra merced a visitarnos en nuestras casas y hallará nuestros aposentos llenos de huesos de aves y carneros, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: “¿Es posible que no he de ser poderoso para que barra esa moza? Perdone vuestra merced, que han comido aquí unos amigos, y estos criados...” etc. Quien no nos conoce cree que es así, y pasa por convite. »¿Pues qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa, vámosle a ver, y siempre a la hora del mascar, que se sepa que esté en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento... Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan, no aguardamos a segundo envite, porque de estas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado decimos que sí, y aunque parta muy bien el ave, pan o carne el que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos: “Ahora deje vuestra merced, que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer”. Diciendo esto tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos: “¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no proballo. ¡Qué buena mano tiene!”. Y diciendo y haciendo, va en pruebas el medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por serlo y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada. No la tomamos en púEpígrafe
vida] SZB // via C traspillados] SZB // traspilados C 17 cree] cre C 18 a uno] SZB // avn no C 22 aguardamos] SZB // aguardauamos C 6
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blico, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad. »Es de ver uno de nosotros en una casa de juego, con el cuidado que sirve y espabila las velas, trae orinales y cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato. »Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Son de ver, a la mañana, las diversidades de cosas que sanamos, que como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntos y trapos, nos ponemos, abiertas las piernas, a la mañana a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos y hilachas de las entrepiernas. Y con unas tijeras las hacemos la barba a las calzas; y como siempre se gastan tanto las entrepiernas, es de ver cómo quitamos las cuchilladas de atrás para poblar la delantera; y solemos traer la trasera tan pacífica, por falta de cuchilladas, que se nos queda en las puras bayetas. Sábelo sólo la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues en día claro andamos las piernas muy juntas y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque si se abren las rodillas se verá el ventanaje. »No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve vuestra merced esta ropilla; pues primero fue greguesco, nieta de una capa y biznieta de un capuz, que fue en su principio, y agora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero han sido pañizuelos, habiendo sido toallas y antes camisas, hijas de las sábanas; y después de todo los aprovechamos para papel y en el papel escrebimos, y después hacemos dél polvo para dar lustre a los zapatos, que, de incurables, he visto hacer revivir con semejantes medicamentos. »¿Pues qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vea los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas? Que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Pero, por no gastar con barberos, prevenimos siempre aguardar a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: “Ayudaos como buenos hermanos”. »Traemos gran cuenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver cómo andan los estómagos en celo. Estamos obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en el arquilla o trasera; pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que 55-56
pañizuelos] SZB // add y C toallas] SZB // toballas C 64 la] SZB // los C 70 que] SZB // qui C 56
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siempre es al estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías por que nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos aunque miren a otra parte. »Si nos come delante algunas damas, tenemos traza para rascarnos en público sin que se vea: si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte, y señalamos con la mano aquella que nos come, rascándonos en vez de enseñarles; si es la iglesia y come en el pecho, nos damos “santos” aunque sea al Introibo, levantámonos y arrimámonos a una esquina: en son de empinarnos para ver algo, nos rascamos. »¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos; y advertimos que los tales señores o estén muertos o muy lejos. »Y lo que más es de notar: que nunca nos enamoramos si no es de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean. Y ansí, siempre andamos en requesta: con una bodegonera por la comida; con la huéspeda por la posada; con la que abre los cuellos por los que trae el hombre. Y aunque comiendo tan poco y viviendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas. »Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin medias ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué no ha de pensar que traigo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado no, porque es gran ornato de la persona y, después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se cena un hombre el almidón, chupándole con destreza. »Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; ya se ve en prosperidad y con dineros, ya en el hospital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con poco que tenga”. Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo y tanto me embebecí que, divertido con ellas y con otras, llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos apeamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca, y yo me hallaba obligado a sus avisos porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a aquel modo de vida. Declarele mis deseos antes que nos acostásemos. Abrazome mil veces, diciendo que siempre esperó que habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofreciome favor para introducirme en la Corte con los demás cofrades del estafón, y posada en
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contamos] SZB // con tomar C pane lucrando] ZB // paño librando CS 88 caballeras] ZB // cavalleros S // cavaleras C 98-99 embebecí] ZB // enveçeçi C 102 a] SZB // om. C 104 sus razones] SZB // sus raçon C 104 ofreciome] SZB // offreçime C 82-83
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compañía de todos. Acetela, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, obligándole a mi amistad. Comprele del huésped tres agujetas, acostose, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.
Fin del libro segundo
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todos] SZB // todas C acetela] SZB // açetola C
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LIBRO TERCERO DE LA VIDA DEL BUSCAVIDAS Capítulo primero De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta la mañana
Entramos en la Corte a las diez de la mañana. Fuímonos apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta y llamó. Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo. A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que su vergüenza. Habláronse los dos en germanía, de lo que resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pedir para un pobre, los había allegado. Vació el guante y sacó otro y doblolos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entreambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto, noté que no se desarrebozaba y pregunté, como nuevo, para saber la causa de estar siempre devanado en la capa, a lo cual me respondió: —Hijo, tengo en las espaldas una gotera acompañada de un remiendo de lanilla de una mancha de aceite. Este pedazo de arrebozado la cubre, y así se puede andar. Desarrebozose. Hallé que debajo de la sotana hacía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque era a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espiojar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto; porque el tal no traía camisa ni greguescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla como las que ponen en las sacristías, que decía: “Espulgador hay”, que no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitó riqueza. 5
él] SZB // om. C apariencia] SB // apariencias Z // om. C 24 que decía] SZB // om. C 21
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—Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas y, así, habré menester recoger a remendar. Preguntele si había algunos retazos. Dijo que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar innumerables cosas de los caballeros. Dijo que por falta de harapos estaba quince días había en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. En esto estábamos cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero, prendidas las faldas por los lados. Supo mi venida de los demás y hablome con mucho afecto. Quitose la capa y traía —¡mire vuestra merced quién tal pensara!— la ropilla de paño pardo la delantera y la trasera de lienzo blanco con sus fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo: —Harase a las armas y no reirá; yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba. Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista. —Antes por estorbarles —dijo—. Sepa que es porque no tiene toquilla y así no lo echan de ver. Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquéllas. Traía cada una un real de porte y eran hechas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escrebía nuevas que inventaba a las personas honradas y dábalas en aquel traje cobrando los portes. Esto hacía de mes a mes, cosa que me encantó ver la novedad de la vida. Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño, larga hasta el medio valón y su capa de lo mismo, levantado el cuello porque no se viese el anjeo, que estaba raso. Los valones eran de chamelote, mas no era más de lo que se descubría, y lo demás de bayeta colorada. Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no traer cuello y unos frascos por no traer capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una media. Hacíase soldado y habíalo sido, pero malo y en partes quietas. Contaba estraños servicios suyos y, a título de soldado, entraba en cualquier parte. Decía el de la ropilla y casi greguescos: —La metad me debéis, y por lo menos mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...! —No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo y os daré con esta muleta mil palos. “Sí daréis, no daréis”; y en los mentises acostumbrados arremetió el uno al otro. Asiéndose, salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones. Metímoslos en paz y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado: —¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber vuestras mercedes que, estando hoy en San Salvador, llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era
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yo alférez Juan de Lorenzana. Dijo que sí, atento a que lo vio no sé qué cosa traía en las manos. Llevómeles; dijo, nombrándome alférez: “Mire vuestra merced qué le quiere este niño”. Yo, que luego entendí, dije que yo era. Recebí el recaudo, y con él doce pañizuelos; respondí a su madre, que los inviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme ahora la mitad. Yo antes me haré pedazos que tal dé. Todos los han de romper mis narices. Juzgose la causa en su favor. Sólo se le contradijo el sonarse en ellos, mandándole que los entregase a la vieja para honrar la comunidad, haciendo dellos unos cuellos y remates de mangas en camisas; que el sonar estaba vedado en la orden, si no era en el aire, y las más veces sorbimiento, cosa de sustancia y ahorro. Quedó esto así. Era de ver, llegada la noche, cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasose la cena de claro en claro. No se desnudaron los más, que, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.
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a] ZB // om. SC me] SZB // om. C 73 Juzgose] SZB // Juzguosse C 74 mandándole] ZB // mandándose S // mandole C 74 comunidad] SZB // camunidad C 76 era] SB // om. C 71
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Amaneció el Señor, y pusímonos todos en armas. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver ponerse uno la camisa de doce veces, dividida en otros tantos pedazos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se reviste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar asomada donde menos convenía, y otro pedía guía para ponerse el jubón y en media hora no se podía averiguar con él. Acabado esto, que no fue poco de ver, todos en compañía empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse debajo del brazo, estirándose se hacía L. Uno, hincando de rodillas, remedando un cinco de guarismo, socorría los calzones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan estrañas pinturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba materiales, trapos y harapos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado. Acabose la hora del remedio —que así llaman ellos—, y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron irse fuera. Yo dije que antes trazasen mi vestido, porque yo quería gastar los cien reales en uno y quitarme la sotana. —Eso no —dijeron ellos—. El dinero se dé al depósito, y vistámoslo de lo reservado. Luego, señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde él solo busque y apolille. Pareciome bien. Deposité el dinero, y en un instante de la sotana me hicieron ropilla de luto de paño; y acortando el ferreruelo quedó bueno, y lo que le sobró trocaron a un sombrero viejo remendado; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. Quitáronme el cuello y los valones y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda aún no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía; y el cuello estaba abierto de puro roto. Pusiéronmele y dijeron: —El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Vuestra merced, si le mirare alguno, ha de ir volviéndose como la flor del sol con el sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero 8
empuñaron] SZB // om. C acabose] SZB // eranose C 19 su diócesi] SZ // diecesi B // suçedio assi C. 19-20 adonde él solo busque y apolille] Aunque esta frase aparece tachada, estimamos que debe restituirse al texto, pues, con leves variantes, aparece en SZB. Debemos pensar que el copista tachó por error. 24 muy bien puestos] como en el caso anterior, estas tres palabras, que parecen indebidamente tachadas, se restituyen, en concordancia con SZB. 24 Tras valones, C repite quitaron. El error guarda relación con la tachadura anterior. 14
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caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente. Y el que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo. Diéronme una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel, aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos y un cuchillo. Pusiéronme una espuela en la petrina, yesca y eslabón en una bolsica de cuero, diciendo: —Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierra todo nuestro remedio. Tómela y guárdela. Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis, y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron para empezar la estafa —como a misacantano— por padrino el mismo que me trujo y convirtió. Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos mi camino para mi barrio señalado. A todos les hacíamos cortesías: a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mesmo con sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas y con las paternidades mucho. A uno decía mi buen ayo: “Mañana me traen dinero”; a otro: “Aguárdeme vuestra merced un día, que me trae en palabras el banco”. Cuál le pedía la capa, quién le daba priesa por la pretina; en lo cual conocía que era tan amigo de sus amigos que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera en otra por no topar con casas de deudores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada, otro el de sus sábanas y camisas; de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero. Y porque no lo conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo; plantose un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi el hombre dar vueltas alrededor como perro que se quiere echar; hacíase más cruces que un ensalmador y fuese diciendo: “Pensé que era él a quien voy a buscar y se ha perdido” etc. Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entrose en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo: —Estos son los aderezos de negar deudas. Aprended, hermano, que veréis mil cosas de éstas en el pueblo. Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín y agua ardiente de una picarona, que nos la dio de gracia y después de dar el bienvenido a mi adestrador. Díjome: 33
cogote] SZB // cocote C y un] SZB // un C 44 convirtió] SZB // conuitio C 58 plantose] SZB // planchose C 64 melena] SZB // en C parece leerse malena 65 hermano] SZB // hermanos C 37
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—Con esto vaya hombre descuidado de comer hoy; por lo menos esto no puede faltar. Afligime yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué por parte de mi estómago. A lo cual respondió —Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos. No falta el Señor a los cuervos y a los grajos, ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes. —Es verdad —dije yo—, pero temo mucho el tener menos y nada. En esto estábamos cuando dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvime pues al amigo y dije: —Hermano, esto de la hambre es recio noviciado. Estaba hombre hecho a comer más que sabañón, y hanme metido a vigilia. Si vos no lo sentís no es mucho, que, criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentáis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mostrar, y así yo determino de hacer lo que pudiere. —¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan ahora las doce, ¿y tanta priesa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de mal prevenidas, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta prisa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche; si vos queréis, seguidme; y si no, cada uno a sus aventuras. —Adiós —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros. Cada uno echó por su calle. Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies. Sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela y derramólas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba tosiendo y escarbando por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado, la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más que diez cuentas. Todos los que me veían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran. Iba yo fiado en mis escudillos, aunque me remordía la conciencia el ser contra orden el comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinando a quebrar con el ayuno y llegué en esto a la esquina de la calle de San Luis, donde vivía un pastelero. Asomábase un pastel de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropeceme en las narices, y al instante me quedé, del 74
caninos] B // canines S // caminos CZ comer] ZB // come C 101 decenario] hombro decenario C 89
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modo que andaba, como perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para burlarle; resolvíame otras veces a pagarlo. En esto me dio la una. Angustieme de manera que me determiné a zamparme en un bodegón de los que están por allí. Yo, que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos que parecía chirreón con sotana. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé. Preguntome cómo estaba; díjele luego: —¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa que me he de ir esta noche y no habrá lugar. —Eso me pesa a mí —replicó—, y si no fuera por ser tarde, con priesa por comer, me detuviera más; porque me aguarda una hermana casada y su marido. —¿Que aquí está mi señora doña Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado. Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecele a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele al alma luego el embuste, que fue industria tratarle de cosas de su gusto. Llegamos, tratando en esto, a su casa. Entramos. Yo me ofrecía mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose a otra cosa sino que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si supieran que habían de tener tan buen convidado que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convideme, diciendo que yo era de casa y amigo viejo y que se me hacía agravio en tratarme con cumplimiento. Sentáronse y senteme. Y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni pasádole por la imaginación, de rato en rato le pagaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras de este modo; con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo que yo hice en el banquete no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia, pero con priesa tan fiera que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es verdad que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid —que le deshace en veinticuatro horas—, que yo despaché el ordinario, que fuese más apriesa que un estraordinario correo. Ellos bien debieron de notar los fieros tragos de caldo y el modo de agotar el escudilla, la persecución de los güesos y 110
secó el] SZB // saco vn C rabos] SZB // barros C 117 chirrión] SCZ // cherreon C 123-124 quiero] SZB // quero C 127 pegósele] SZB // pagose C 138-139 porque tal destrozo] SZB // con el cual estrozo C 116
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el estrago de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego empedré la faldriquera de mendrugos. Levantose la mesa. Apartámonos yo y el licenciado a hablar de la dicha. Yo se lo facilité mucho. Y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle y dije: —¿A mí, señor? Ya bajo. Pedile licencia y dije que luego volvería, quedándome aguardando hasta hoy, porque desparecí por lo del “pan comido, compañía deshecha”. Topome otras muchas veces, y disculpeme con él diciéndole mil embustes que no importan para el caso. Fuime por la calle de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara y senteme en un banco de los que tienen a sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su viejo y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor estraordinaria. Yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo de “tercio pelado”, “pelo”, “apelo” y “pospelo”; no dejé güeso sano a la razón. Sentí que los había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda; yo, como quien no aventuraba a perder nada, ofrecilas lo que quisiesen. Regatearon, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión, diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de acetar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje; que les dije que era mío por estar enfrente de su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado, aguardándole. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban y, sin conocer ninguno, les hacía cortesías como si los tratara fácilmente. Ellas se cegaron con esto y con unos cien escudos de oro que yo saqué de los que yo traía con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió. Parecioles irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí favor y como en gracia un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita dellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta. Regateáronme el darle; yo les ofrecí en prendas los cien escudos. Dijéronme su casa. Con intento de estafarme en más, la fiaron de mí y preguntáronme mi posada, diciendo que no podía entrar paje en la suya a todas horas por ser gente principal. Yo las llevé por la Calle Mayor y, al entrar en la de Las Carretas, escogí la casa que más grande y mejor me pareció. Tenía un coche sin caballos en la puerta. Díjelas que aquella era y que allí estaba ella y el coche y el dueño para servirlas. Nombreme don Álvaro de Córdoba y entreme por la 158
las] SZB // los C a] SZB // om. C 161 pospelo] SB // por peli Z // por pelo C 162 de algo] SZB // algo C 182 nombreme] ZB // nombre C 160
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puerta adelante de sus ojos. Y acuérdome que, cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes con grande autoridad, con la mano. Hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí, que así dije yo que lo había dicho. Y la verdad fue que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero. Llegó la noche escura, y recogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para acompañar un difunto, y se vino con ella. Llamábase este Margaza, natural de Olías; había sido capitán en una comedia y combatido con moros en una danza. A los de Flandes decía que había estado en la China, y a los de la China, en Flandes. Trataba de formar un campo y nunca supo sino espulgarse en él. Nombraba castillos y apenas los había visto. Celebraba mucho en la memoria el señor don Juan, y oíle decir muchas veces de Luis Quijada que había sido buen amigo. Nombraba turcos, halcones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andan de esto. Y como él no sabía nada de mar, porque no tenía nada de naval más del comer nabos, dijo, con todo, la batalla que había vencido el señor don Juan en Lepanto, y decía que aquel Lepanto fue un moro muy bravo. No sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasamos con él lindos ratos. Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a la sopa a San Jerónimo y que pidió ración doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dársela, y ellos, con el enojo, siguiéronle y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor. Y sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otro para sí, se levantaron voces; y tras ellas, palos; y tras los palos, chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla que se la dio a oler con más prisa que convenía. Quitáronle la espada, salió a las voces el portero y aun no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano que decía: “Yo volveré lo que he comido”; y aun no bastaba, que ya no reparaban sino en que pedía para otros y no se preciaba de sopón. —¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música —decía un estudiantón de estos de la capacha, gorronazo—; que hay hombre en la posada del bendito santo que puede ser obispo o otra cualquier dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! ¡Graduado estoy de bachiller en artes por Sigüenza! 185
y] SZB // en C parece leerse e mar] SZB // om. C 210 aun no] SZB // auno C 216 manchas] SZB. En C parece leerse maneras o mandras. Una mancha impide saberlo. 216 puntos] SZB // punitos C 218 afrenta] SZB. Tal vez el manuscrito C dice afronta 199
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Metiose de por medio el portero, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, que era decendiente del Gran Capitán y que tenía deudos. Aquí lo dejó, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los huesos.
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Capítulo 3º del mismo libro
Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros y vidros, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había agarrado con poco temor de Dios. Mas sacole de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se la cubrirá pelo al que la llevó, por ser desbarbada. Usaba éste quitarse la capa, como que quería jugar y ponerla con las otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos. Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme, cercado de muchachos con lamparones, cáncer, lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaduras que había aprendido y unas oraciones de una vieja. Ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en las faldriqueras o no piaban algunos capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del niño Jesús, entraba en las casas con Deo gracias, decía lo del “Espíritu Santo sea con todos”. Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas; al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de disciplina salpicado con sangre de narices. Hacía en creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina eran ayunos voluntarios. Contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía: “Dios nos libre y nos guarde”, y besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno. No levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas traía el pueblo tal que se encomendaban a él, y era como encomendarse al diablo. Porque él era jugador y lo otro: otros los llaman fulleros, por mal nombre. Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, lo que no quebraba, hendía. Vino Polanco, haciendo gran ruido, y pidió su saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche de esta suerte, diciendo: “Acordaos de la muerte y haced bien por las ánimas de... etc.”. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que vía abiertas. Si no había testigos ni estorbo, 1
hecha] SZB // acha en C agarrado] ZB // agarrafado C 5 al] SZB // el C 13 las] ZB // la C 14 creer] crer C 15 mentir] SZB // martid C 23 traía] SZB // trai C 29 Polanco] SZB // polanio C 2
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robaba cuanto podía; si le topaban, tocaba la campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: “Acordaos, hermanos, etc.”. Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvámonos ahora a que les enseñé mi rosario. Conteles el cuento, celebráronle mucho, y recibiole la vieja por su cuenta y razón para venderle; la cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía dél para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su traza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía encima de muy buena camisa jubón, ropa y saya y manteo, un saco de sayal roto de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría. Quiso, pues, el diablo —que nunca está ocioso en casos tocantes a sus siervos—, que, yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trujo un alguacil, y agarráronme la vieja, que se llamaba la madre Leprusca. Confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejola el alguacil en la cárcel y vino a casa. Halló en ella a todos mis compañeros, y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.
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Capítulo 4º del libro 3º
Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo; y yo, que me vi ir allá, aprovecheme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, dije al carcelero: —Señor, óigame vuestra merced en secreto. Y para que lo hiciese, dile escudo como cara. En viéndolos, me apartó: —Suplico a vuestra merced, señor, que se duela de un hombre de bien. Busquele las manos, y, como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y seis, diciendo: —Yo averiguaré la enfermedad, y si no es bastante bajará al cepo. Yo conocí la deshecha y respondí humilde. Dejome fuera y a los amigos descolgáronlos abajo. Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros; porque como nos traían atados y a empellones, unos con capas y otros sin ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. A cuál, por asir de cualquier parte por estar todo tan manido, le agarraba el corchete de las puras carnes y aún no hallaba de qué asir, según las tenían roídas de hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y greguescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver algunos dormir envainados, sin quitarse nada de día; otros, desnudarse de un golpe cuanto traían encima; cuáles jugaban. Y al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Estaba el servicio a mi cabecera, y a la media noche no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo, que oí el ruido, al principio, pensando que eran truenos, comecé a santiguarme y a llamar a santa Bárbara; mas viendo que olían mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Hedía tanto que a fuerza detenía las narices en la cara: unos traían cámaras y otros aposentos. Al fin yo me vi forzado, que les dije que mudasen a otra parte el vedriado. Y sobre si viene muy ancho o no, tuvimos palabras. Usé oficio de adelantado, que es mejor serlo de un cachete que de Castilla, y metile media pretina en la cara. Él, por levantarse apriesa, derramó el almidón; despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a escuras, y era tanto el mal olor que hubieron de levantarse todos. Alzose el grito. El alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Abrió la sala, entró luz e informose 13
atados] SZB // a todos C cuál, por] B // qualquier C 22 cerrados] SZB // rrecado C 32 petrinazos] SZB // preteniços C 15
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del caso: condenábanme todos. Yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos abriendo los suyos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en el horado le daría otro doblón, asió del caso y mandome bajar allá. Determineme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que lo estaba. Fui llevado abajo; recibiéronme con albórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, y no de la Virgen sin mancilla, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía mas yerro que Vizcaya: dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle a él el Jayán. Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospechaba yo si era por algunos fuelles, chirimías o abanicos, y decíale si era por algo de esto; respondía que no, que eran cosas de atrás: yo pensé que pecados viejos quería decir, y averigüé que por puto. Cuando el alcalde le reñía por alguna travesura le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas; otras veces le decía y amenazaba: —¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino. Había confesado éste y era tan maldito que traíamos todos con carlancas, como mastines, los traseros, y no había quien se osase ventosear de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas. Éste hacía amistad con otro que llamaban Robledo y, por otro nombre, el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades; y, entendido, era de manos en pescar lo que topaba. Éste había sido más azotado que postillón: no había verdugo que no hubiese probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas que, a descubrirse puntos, no se la ganara un flux. Tenía nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía. A éstos se llegaban otros cuatro hombres, rapantes como leones de armas, todos aguillados y condenados al hermano de Rómulo. Decían ellos que presto podían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podía creer la notable alegría con que aguardaban su despacho. Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos en el brazo bravo con una soga dedicada al efecto. Vino la noche, y fuimos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz. Yo metime luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos dellos, y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas —cenadas, comidas y almorzadas de sar37
El] SZB // al C horado] SZ // hondo B // arado C 39 bajar] SZB // vagar C 41 desabrigado] SZB // desabrido C 38
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na y piojos— que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabello o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los otros. Los bellacos, que vieron que no se quejaban, dejaban de dar azotes y empezaron a tirar ladrillos y piedras y cascote que tenían recogido. Allí fue ello que uno le halló el cocote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que lo mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacía, le sonaban los huesos como tablillas de san Lázaro. Acabaron su vida las ropillas: no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes que, dentro de poco tiempo, tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta. Y no hallando remedio para el granizo, viéndose sin santidad y cerca de morir san Esteban, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo, se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por presto que acordaron a prometer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron para pagar la patente sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor estarse en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron y a la mañana les pidieron que se desnudasen, y se halló que de todos ellos no se podía hacer una mecha al candil. Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, donde se espulgan todos. Comenzaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina y otro que en un brazo de uno dellos quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados dellos. Quitáronse la manta maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas. Yo salime del calabozo, diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba el no hacérsela. Torné a repasarle las manos con tres de a ocho al carcelero y, sabiendo quién era el escribano de la causa, enviele a llamar con un picarillo. Vino, metile en un aposento y empecele a decir, después de haber tratado de la causa, cómo yo tenía no sé qué dinero. Supliquele que me lo guardase y que, en lo que hubiese lugar, favoreciese la causa de un hijo de algo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito. —Crea vuestra merced —dijo después de haber pescado la mosca— que en nosotros está todo el juego y que, si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíe vuestra merced de mí y crea que le sacaré a paz y a salud. 77
que] SZB // add. a C viéndose] ZB // viendosse y uiendose C 94 mecha] ZB // mancha C 99 dellos] ZB // dellas C 86
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Fuese con esto y volvió desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata, y apuntome no sé qué del relator, para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo: —Un relator, señor, con arquear las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido, hacer una acción, destruye un cristiano. Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales. Y en pago, me dijo que enderezase el cuello de la capa, díjome dos remedios para un catarro que tenía de la frialdad del calabozo; y últimamente me dijo, mirándome con grillos: —Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide lo aliviará; que esta no es gente que hace virtud si no es por interés. Cayome en gracia la advertencia, y al fin, él se fue; yo di al carcelero un escudo: quitome los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas, necias y putas a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero —se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez— vino a comer muy enojado y bufando, estando yo allí. No quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo: —¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos no sois limpia? —¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? —dijo ella—. Por el siglo de mi abuela que no sois hombre, pues no le pelasteis las barbas. ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien? Y volviéndose a mí, dijo: —Vale Dios que no podrá decir que soy judía como él, que, de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano y los otros ocho maravedís de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si yo oyera, que yo le acordara que tiene las espaldas en el aspa de san Andrés. Entonces, muy afligido, el alcaide respondió: —¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en esa aspa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no le comer. —Luego, ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moraez, hija de Esteban Rubio y Juan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo? —¡Cómo! ¿Hija —dije yo— de Juan de Madrid? —El de Auñón. 120
cláusula] SZB // clausura C enderezase] SZB // enedreçasse C 132-133 se llamaba] SZB // om. C. Presumible olvido del copista, aunque la frase posee sentido sin tal enmienda. 137 Almendros] SZB // almendras C 151 Ana] SZB // om. C. Parece aconsejable completar el nombre del personaje. 123
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—¡Voto a Dios! —dije yo— que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo. Y volviéndome a ella: —Juan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecir cien veces al bellaco. Y ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entreambos, con letras de oro. Alegráronse con el nuevo pariente y cobraron ánimo con la ejecutoria; y ni yo la tenía ni sabía quién se eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo. Yo, porque no me cogiese en mentira, hice que me salía del enojado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se trataría más dello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido, diciendo: “¡Juan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!”. Otras veces decía: “¡Juan de Madrid, el mayor! Su padre de Juan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda”. Callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el escribano, solicitado dél y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón: ¡“A esta mujer, por ladrona!”. Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba las suyas de fuera. Desterráronlos por seis años. Salí en fiado por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.
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Salí de la cárcel. Halleme solo y sin los amigos. Aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir. Determiné irme a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida. Ceceaba un poco; tenía miedo a los ratones. Preciábase de manos y, por enseñarlas, siempre espabilaba las velas; partía la comida en la mesa; en la iglesia siempre tenía puestas las manos; por las calles iba enseñando siempre cuál cosa era de uno y cuál de otro; en el estrado continuo tenía un alfiler que prenderse en el tocado; si se jugaba algún juego era el de pesperigaña, por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba a sus mismos padres. Hospedáronme muy bien en su casa porque tenía trato de alquilarla con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo y el otro un portugués y un catalán. Hiciéronme buena acogida. A mí no me pareció mal la moza para el deleite (y lo otro, la comodidad de hallármelo en casa). Di en poner en ella los ojos. Contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíales nuevas, aunque nunca las hubiese; servíales en todo lo que era de balde; díjelas que sabía encantamientos y que era nigromante, que hacía que pareciese que se ardía la casa y que se abrasaba, y otras cosas, y ellas, como buenas creedoras, tragaron. Granjeé una voluntad en todas agradecida pero no enamorada, que, como no estaba tan bien vestido como era razón —aunque ya me había mejorado algo de ropa por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a pura carne y pan que le comía—, no hacían de mí el caso que era razón. Di, para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre; que los amigos me habían dicho que no era de costa el mudarse los nombres y que era útil. Al fin, preguntó por don Ramiro, “un hombre de negocios que hizo ahora tres asientos con el rey”. Desconociéronme en esto las huéspedas, que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara. —Es —replicó— el que yo digo, y no quisiera más renta a servicio de Dios que la que tiene: más de dos mil ducados. Contoles otros embustes, quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio fingida que traía a cobrar de mí, de nueve mil ducados. Dijo me la diesen 3-4
entremetida] SZB // entremedita C ceceaba] SZ // zaceaba B // coçeaua C 16 traíales] SZ // traialas B // traieles C 18 nigromante] nigromántico ZB // ignorante S // ingromante C 19 granjeé] SZB // gregee C 24 enviar] SZB // embiarle C 4
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para que la acetase yo; fuese. Creyeron la riqueza la niña y la madre, y acetáronme luego por marido. Vine con gran disimulación, y, entrando, me dieron la cédula, diciendo: —Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda vuestra merced quién es, debiéndonos tanta voluntad? Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dineros, me decían que todo me estaba bien; celebrando mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo, que las vi tan cebadas, declarele mi voluntad a la muchacha, y ella me oía contentísima, diciéndome mil lisonjas. Apartámonos. Y una noche, para confirmarlas más en mi riqueza, encerreme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con solo un tabique muy delgado, y, sacando cincuenta escudos, estuve contándolos en la mesa tantas veces que oyeron contar hasta seis mil ducados. Fue esto de verme con tanto dinero de contado, para ellas, todo lo que yo podía desear, porque dieron en desvelarse para regalarme y servirme. El portugués se llamaba O señor Vasco de Meneses, caballero de la cartilla, digo de Cristo. Traía su capa de luto, botas, cuello pequeño y mostachos grandes. Ardía por la doña Berenguela de Robledo, que así se llamaba. Enamorábala asentándose a conversación de cuaresma. Cantaba mal y siempre andaba apuntado con el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió: comía a tercianas, de tres a tres días, y el pan duro que apenas lo pudiera morder un maldiciente; pretendía por lo bravo, y si no era el poner huevos, no le faltaba otra cosa para ser gallina, porque cacareaba notablemente. Como vieron los dos que yo iba tan adelante, dieron en decir mal de mí: el portugués decía que era un piojoso, pícaro, desarrapado; el catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo, y a veces lo oía, pero no me hallaba con ánimo para responder. Al fin, la moza me hablaba y recebía mis billetes. Comenzaba por lo ordinario: “Este atrevimiento”, “su mucha hermosura de vuestra merced”; decía “ha sido causa de penas”; ofrecíame por esclavo; firmaba el corazón con la saeta... Y al fin, llegamos a los túes, y yo, por alimentar más el crédito de mi calidad, salime de casa y alquilé una mula y, arrebozado y mudando la voz, vine a la posada; pregunté por mí mismo, diciendo si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y Vellorete. “Aquí vive —respondió la niña— ese caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo”. Y por las señas, dije yo que era él, y le supliqué que le dijese que Diego de Solórzano, su mayordomo, que fue de las 35
acetase] SZB // acetassen C y] SZB // yo C 42 no había tal donaire] la frase se repite en C 50 O] SZB // Ui C 64 a los túes] ZB // a los tres S // tres C 65 mula] SZB // muela C. Tal vez ocurre que la u tiene un trazo de más. 69 le dijese que] SZ // dijese B // om. C 69 Solórzano] S // Solorzana ZB // Soborzano C 40
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depositarías, pasaba a las cobranzas y le había venido a besar las manos. Con esto me fui y volví a casa de allí a un rato. Recibiéndome con la mayor alegría del mundo, diciendo que para qué las tenía escondido el ser señor de Valcerrado y Vellorete, diéronme el recaudo. Con esto, la muchacha se remató, cudiciosa de marido tan rico, y trató que le fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que caía a un tejado, donde estaba la ventana de su aposento. El diablo, que es agudo en todo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor y, por pasar desde el tejado que había de ser, vánseme los pies y di en el de un vecino escribano tan desatinado golpe que quebré todas las tejas, que quedaron faz a faz con las costillas. Despertó la media casa y, pensando que eran ladrones —que son antojadizos dellos los de este oficio—, subieron al tejado. Yo, que vi esto, quíseme esconder detrás de una chiminea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto y con los palos y puñadas, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que era artificio y no acababa de reír. Comenzó luego a hacer la causa y, porque me sonaron unas llaves en la faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas y, aunque las vio, no hubo remedio que no lo fuesen. Díjele que era don Ramiro de Guzmán, y riose mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me veía llevar preso sin razón con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame de rodillas, y ni por esas ni por esotras bastaba con el escribano. Todo esto pasaba en el tejado, que los tales aun de las tejas arriba daban tan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
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Capítulo 6 del 3º libro
No cerré los ojos en toda la noche considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano. Y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las sogas que había escrito en la causa, echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano. Pasé la noche en revolver trazas. Unas veces me determinaba rogárselo por Jesucristo y, considerando lo que le pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarnos los nudos, que más velaba él con mi flojería el embuste que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistiose a hora que en toda su casa no había otros levantados si no eran los testimonios. Agarró de la correa y tornome a repasar las costillas, reprehendiéndome el mal vicio del hurtar como quien tan bien lo sabía. En esto estábamos, él dándome, y yo casi determinado de darle a él dineros (que es la sangre del cordero con que se labran semejantes diamantes), cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada que no era encantamiento sino desdicha, entraron el portugués y el catalán; y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar, por cómplices, en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir y tratole algo mal de palabra, diciéndole que él era un “caballero fidalgo de casa de un rey” y que “eu era un home muito fidalgo” y que era bellaquería tenerme atado. Comenzome a desatar, y al punto el escribano clamó “¡Resistencia!”; y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido; pedían favor al Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo: —¡Voto a Dios! que esto no se puede hacer conmigo; que, a no ser vuestras mercedes quien son, les podía costar caro. Manden contentar a estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés. Yo vi luego la letra: saqué ocho reales y díselos; aun estuve por volverle los palos que me había dado, pero, por no confesar que los había recebido, lo dejé y me fui con ellos, dándoles gracias de mi libertad y rescate. Entré en casa con la cara arrebozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. Tratábame de resuelto y sacudido, por los palos, y traíanme afrentado con esto. Si entraba a visitarlos, trataban luego de varear; otras veces, de leña y madera. 12
de darle] SZB // om. C Yo vi] SZB // y volui C 30-31 Reíase] SZB // reissa C 31 a] SZB // om. C 33 esto] siquivocas add C 33 Si entraba] SZB // sintreua C 27
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Yo, que me vi corrido y afrentado y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a trazar de salirme de casa. Y para no pagar comida ni cama ni posada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, tracé con un licenciado Blandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos míos, que me viniesen una noche a buscar y prender. Llegaron la señalada y requirieron a la huéspeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía secreto. Temblaron todas luego y creyeron la prisión, por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí callaron pero, al ver sacar el hato, pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena, y dejáronme salir. Quedaban diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués de aquéllos que me venían a buscar; decían entreambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era. De ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza, con los que me ayudaban, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido a uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguía de casarme con la obstentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte; y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me estuviese bien, y por algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro codicioso de pescar mujer, determineme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espeteme en uno. El primer día no hallé lacayo. Salime a la Calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con sendos lacayos. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos. Yo solté la presa y, con mil cortesías, los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo un rato, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si viniesen allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea, metime en medio de los dos y caminamos. Yo iba considerando que a nadie de los que nos vían era posible determinar cúyos eran los lacayos ni cuál era el que los llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelano, encareciles mucho el roldanejo que esperaba de Córdoba. En topando algún paje a caballo o lacayo, los hacía parar y les preguntaba cúyo era y decía de las señales; y si le querían vender, hacíale dar dos vueltas en la calle y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno y decía qué le había de hacer para remediallo. Y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones para hacer esto. Porque los otros iban embelesados y, a mi parecer, diciendo: “¿Quién será este tagarote escuderón?”, porque el uno llevaba un hábito en los pechos y el otro una cadena de 41 42
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oro de diamantes (que era una encomienda y hábito junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas. Llegamos al Prado, y, en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por de fuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos. Cuál decía: “Éste yo le he visto a pie”; otro: “¡Hola!, lindo va el buscón”. Yo hacía como que no oía nada y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos y pidiéronme que picardease un rato. Dejeles el estribo de las mozas y tomé el estribo de la madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjeles mil ternezas, y oíanme, que no hay mujer que, por vieja que sea, tenga tantos años como presunción. Prometilas regalos y preguntelas por el estado de aquellas señoras, y respondiéronme que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y agradoles mucho la palabra “colocadas”. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. —Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que, por la voluntad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuarenta mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada. Saltó tan presto la tía: —¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar a mi sobrina, con haberle salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene más de seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre. —Eso creo yo muy bien —dije yo. En esto, las doncellitas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos. “Mirábase el uno al otro, y a todos tiembla la barba”. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo. Yo las supliqué que se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre. Acetaron luego; dijéronme su casa y preguntaron por la mía. Y con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse y, por obligarme, me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar a mis criados, jurando de echarlos de casa. Dieron las diez y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al al80
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quilador y, desde allí, a mi casa. Hallé a los compañeros jugando quínolas. Conteles el caso y el concierto hecho, y determinamos enviar la merienda sin falta y gastar docientos reales en ella. Acostámonos con estas determinaciones. Y yo confieso que no dormí en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote; y lo que más me tenía en dudas era el hacer dél una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál era mejor y de más provecho.
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Capítulo séptimo del 3er libro
Amaneció, y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respecto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata y servicio él y tres criados. Pasose la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino, a la hora señalada, para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles y desabotonados seis botones de la ropilla y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las otras y los caballeros y todos. Recibiéronme ellas con mucho amor, y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Filipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Felipe acá, don Felipe acullá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de su Majestad y cuentas de mi mayorazgo que había temido el no poder cumplir y que, así, las apercebía a merienda de repente. En esto llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandele que fuese al cenador y aderezase allí, que entre tanto nos íbamos a los estanques. Llegáronseme a mí las viejas a darme regalos, y holgueme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto, desde que Dios me crió, tan linda cosa como aquella a quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buenas narices, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y cezosita. La otra no era mala, pero tenía mas desenvoltura y daba más sospechas de hocicada. Fuímonos a los estanques, vímoslo todo, y en el discurso vi que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente: no sabía. Pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristótiles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas; que, cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien. Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador, y, al pasar de una enramada, prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y rasgose un poco. Llegó la niña y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que enviase el cuello a su casa a otro día, que allá lo aderezaría la niña, que se llamaba doña Ana. Estaba todo cumplidísimo: mucho que merendar, caliente, fiambre, frutas, dulces de principios y postres y frío. Merendose muy alegremente; regalelas a todas ellas, y ellas me regalaron a mí. Levantaron los manteles, y, estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la huerta adelante y, cuando no me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercose a mí y, como estaba en aquel 24
bufonas] SZB // hufanas C allá] ZB // ella C 36 Acercose] SZB // çercarsse C 30
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hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratolas de primas; y a todo esto, no hacía sino mirarme. Yo me estaba con el repostero hablando, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntoles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron: “Don Felipe Tristán, un caballero muy honrado y rico”. Veíale yo santiguarse. Al fin, delante de ellos y de todos, llegose a mí y dijo: —Vuestra merced perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es. No he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar. Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color y dije que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que era parecidísimo aquel hombre. —¡Jesús! —dijo don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, la habla, los meneos. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no se ha visto cosa tan parecida jamás. Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechase nada, dijo la una: —Yo le conozco muy bien al señor don Felipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue muy gran amigo suyo, en Ocaña. Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería de servirles con mi poca posibilidad en todas partes. El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me hacía en haberme tenido por el hijo del barbero. Y añadía: —No creerá vuestra merced: su madre era hechicera; su padre, ladrón; su tío, verdugo; y él, el más ruin hombre y más mal inclinado que Dios tiene en el mundo. ¿Qué sentiría yo, oyendo decir de mí, en mi cara, tan afrentosas cosas? Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros nos despedimos, y don Diego se metió con ellas en el coche. Preguntólas que qué era la merienda y el estar conmigo; y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica; que se informase y vería que era cosa no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje. En esto pasaron su camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Felipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme, y entendiles la flor y senteme. Sacaron naipes; estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme para abajo y ganeles cosa de trecientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa. Topé a mis compañeros licenciado Blandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome, lo dejaron, 58
posibilidad] SZB // pussiblidad C añadía] añedia C 67 sólo] SZB // sola C 70 naipes] SZB // naispes C 59
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cudiciosos de saber lo que había sucedido. Yo venía cariacontecido y acapotado: no les dije más de que me había visto en un grande aprieto; conteles cómo había topado con don Diego y lo que me había sucedido. Consoláronme con que disimulase y no me desistiese de la pretensión en ningún caso ni manera. En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar. Entendíalo yo razonablemente, porque tenía más flores que un mayo y barajas hechas lindas. Determinámonos de ir a darle un muerto, que así se llama el enterrar una bolsa. Envié los amigos delante; entraron en la pieza y dijeron que si gustarían de jugar con un fraile benito que acababa de llegar a curarse a casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía mucho del real de a ocho y escudo. Crecioles a todos el ojo y clamaron: —¡Venga el fraile en hora buena! —Es hombre grave en la orden —respondió Pedro López— y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación. —Venga, y sea por lo que fuere. —No han de entrar más de fuera, por el recato —dijo Blandalagas. —No hay tratar de más —respondió el huésped. Con esto, ellos quedaron ciertos del caso, y creída la mentira. Vinieron los acólitos, y ya yo estaba con un tocador en la cabeza, mi hábito de fraile benito, unos antojos y mi barba, que por ser desatusada no desayudaba. Entré muy humilde, senteme. Comenzose el juego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohíno, pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, los di tal gatada que, en espacio de tres horas, me llevé más de mil trecientos reales. Di baratos y, con mi “Loado sea nuestro señor”, me despedí encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido todo cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedime, y salimos fuera. Venimos a casa a la una y media de la noche y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoleme con esto algo de lo sucedido y, a la mañana, me levanté a buscar mi caballo y no hallé para alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie pareciera mal —y más ahora—, fuime hacia San Felipe y topé con un lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metile cuatro reales en la mano porque, mientras su amo estaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora: consintió. Subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba, calle abajo sin ver nada, y, al dar la tercera, asomose doña Ana. Yo, que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galanterías: dile dos varazos, tirele de la rienda; empinose y dio dos coces y apretó a correr y dio conmigo por cima de las orejas en un charco. Yo, 87 106
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que me vi así, y rodeado de niños que se habían llegado y delante de mi señora, empecé a decir: —¡Oh, hi de puta! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas, y quise porfiar con él. Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego; y torné a subir, y, ya al ruido, estaba a la ventana don Diego Coronel, que vivía en la mesma casa de sus primas. Yo, que le vi, me demudé. Preguntome si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo priesa, porque no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y fui tan desgraciado que, estándome el lacayo diciendo que nos fuésemos, llegó por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza a darle puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie. Y lo peor fue que, volviéndose a mí, dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo esto pasaba delante de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza un azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedeme hablando desde la calle con don Diego y dije: —En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo en San Felipe, el overo, y es desbocado en la carrera y trotón. Dije cómo yo le corría en la carrera, y dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era este del licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas; y, con mala silla, fue milagro no matarme. —Sí fue —dijo don Diego— y, con todo, parece que se siente vuestra merced de esa pierna. —Sí siento —dije yo—, y me quería ir a tomar mi caballo y a casa. La muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que, cuando llegué a casa y fui a abrir una arca adonde tenía todo el dinero que me había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el bueno del licenciado Blandalagas y Pedro López habían cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto y no sabía qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: “¡Malhaya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?” Ni sabía si ir a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendía habían de declarar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca; pues seguirlos, no sabía por dónde. En fin, por no perder también el casamiento, que ya yo consideraba remediado con el dote, determiné a quedarme y apretarlo sumamente. 116
empecé a decir] ZB // comence a decir S // om. C desgracias] SZB // degraçias C 132 desbocado] SZB // devocado C 132 trotón] ZB // forton C. El hecho de que fortón no esté documentado aconseja enmendar según ZB, donde aparece una palabra fonética y gráficamente próxima. 142 y] SZB // om. C 128
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Comí y, a la tarde, alquilé un caballo y fuime hacia la calle. Y como no llevaba lacayo, por no poder pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese; y en entrando, partía detrás dél, haciéndolo lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás de la esquina hasta que volviese otro que lo pareciese, poníame detrás y daba otra vuelta. Y no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo del letrado, u qué se fue, que don Diego se puso a inquirir quién era y de qué vivía, y me espiaba. Al fin, tanto hizo que por el más estraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento por papeles bravamente, y él, acosado dellas, que tenían deseo de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros. Y éste, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo cómo había estado con él y cómo había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto y le había contado cómo me casaba riquísimamente. No aguardando más don Diego y partiendo para su casa, encuentra con aquellos dos caballeros amigos míos, el del hábito y el de la cadena, junto a la Puerta del Sol y, viendo los tales que pasaban, díceles que se aparejen y, en viéndome a la noche en la calle, me magullasen los cascos; y que me conocerían en la capa que traía, que la llevaría yo. Concertáronse y, en entrando en la calle, topáronme al entrar y disimularon de suerte los tres que jamás entendí que eran tan amigos míos como entonces. Estuvímonos en conversación, tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces, despidiéronse los dos y echaron hacia bajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Felipe. Llegando a la entrada de la calle de la Sal, dijo don Diego: —Por vida de don Felipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí sin que me conozcan. —Sea en buena ora —dije yo. Tomé la suya inocentemente y dile la mía. Ofrecile mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacer las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese. Yo no bien me aparté dél con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron, y yo quedeme en la calle y con los palos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle, de miedo. En fin, a las doce, que era a la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta; y, en emparejando, cierra uno de los dos que me aguardaban por don Diego 158 del letrado] de don del letrado C. El copista parece haberse olvidado de tachar las dos primeras palabras, como si hubiese comenzado a escribir de don Diego. 181 ir] SZB // si C 189 aguardaban] SZB // aguardaua C
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con un garrote conmigo y dame dos palos en las piernas que me derribó en el suelo; llega el otro y dame un tresquilón de oreja a oreja; y quítanme la capa y déjanme en el suelo diciendo: “Así pagan los pícaros embusteros mal nacidos”. Comencé a dar gritos y pedir confesión. Y como no sabía lo que era, aunque sospeché por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido de la casa con la traza de la Inquisición o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos ... (al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada que no sabía a quién echársela), pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era. Daba voces: “¡A los capeadores!”, y a ellas vino la justicia. Y, viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curome, preguntáronme dónde vivía, lleváronme a ella. Acostáronme, y yo quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos y tan lisiadas las piernas de los palos que no me podía tener en ellas ni las sentía, robado y de manera que no podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni huir fuera.
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Capítulo 8º del libro 3º
He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de buena edad —el mazo cincuenta y cinco—, con su rosario grande y su cara hecha en orejón o cáscara de nuez, según estaba arada. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían. Templaba gustos y acarreaba placeres. Llamábase tal de la Guía. Alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras; en todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse. Lo primero, enseñábala cuáles cosas había de descubrir de su cara: a la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgremir; a la rubia enseñaba un bamboleo de cabellos y un asomo de guedejas por el manto y la toca estremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones, mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras, de manera que, al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Y en lo que ella era más estremada era en remedar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen a las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas, por gracia; las mozas, por deuda, y las viejas, por respecto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurriente en Alcalá, y a la Plañosa de Burgos, mujeres de todo embustir. Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo. Y empezó por estas palabras, que siempre hablaba con refranes: —De do sacan y no ponen, hijo don Felipe, presto llegan a hondón. De tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir; mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras sin mirar que, durmiendo, caminamos a la huesa; yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que habéis desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo y que os han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, y direte quién eres; cada oveja con su pareja. Sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietan mujeres, bien sabes tú que yo soy fiel perpetuo en esta tierra de esa mercaduría, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo y que nos damos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una 2
mazo] S // marzo CZ enseñábala] S // ensanauala C 15 era] SZB // om. C 16 enseñaba] ZB // enseñar SC 21 embustir] Z // embuste S // imbustis C 33 mercaduría] B // mercaderia SZ // mencaduria C 7-8
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alcorzada y otra redomada, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si tú te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis enterrados y difuntos, y así yo haga buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te lo pidiera ahora a no haberlo menester para unas candelitas y hierbas. —Que trataba en botes sin ser boticaria y, si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo. Yo, que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme —que, con ser su tema, acabó en él y no comenzó, como todas hacen—, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, si no fue un día que me vino a dar satisfaciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra Guía, que no es de espantar que, con tales guías, vamos todos descaminados. Yo le conté su dinero y, estándoselo dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento y, como me vieron en la cama y a ella conmigo, cerraron con ambos y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcahueta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida! A las voces del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr. Ellos, que lo vieron y supieron por lo que decía otro huésped de casa que yo lo era, arrancaron tras el pícaro y asiéronle; dejáronme a mí repelado a puñadas, y con todo mi trabajo me reía de lo que los picarones decían a la Guía, porque uno la miraba y decía: “¡Qué bien os estaba una mitra, madre, y lo que me holgara de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio”; otro: “Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes para que entreis bizarra”. Al fin, trujeron el picarón y atáronlos a entreambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así, no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase yo mi naranja. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no se qué de volar y otras cosas que no me sonaron bien. Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halleme sin dinero, porque los 40
se untaba] ZB // se untaban SC salía] SZB // salian C 43 acabó] SZB // que acauo C 43 comenzó] ZB // empezo S // acauo C 49 desventura] SZB // desuenturada C 51 sabían] SZB // sauia C 52 cerraron] SZB // çenaron C 40
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ciento se consumieron en la cura, comida y posada; y así, por no hacer más gasto no teniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa y vender mi vestido, cuello y jubón, que era muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatazos grandes, con la capilla del gabán en la cabeza; un cristo de bronce traía colgado al cuello. Impúsome en la voz y frasis doloridas un pobre que entendía del arte mucho; y así, comencé luego de ejecutarlo por las calles. Cosime sesenta reales que me sobraron en el jubón; y con esto, me metí a pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y reclamamiento de plegarias: “¡Dalde, buen cristiano, siervo del señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!”. Esto decía los días de trabajo, pero los días de fiesta comenzaba con diferente voz y decía: “¡Fieles cristianos, devotos del Señor, por tan alta princesa como es la reina de los ángeles, Madre de Dios, dadle una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!” Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: “¡Un aire corruto, en hora menguada, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea el Señor!”. Venían con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero. Y ganara mucho más si no se atravesara un mocetón malencarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las más calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz roma, rematando en el chillido: “¡Acordaos, siervos de Jesucristo, del castigo del Señor por sus pecados! ¡Dalde al pobre lo que Dios reciba!”. Y añadía: “¡Por el buen Jesú!”, y ganaba que era un juicio. Yo advertí y no dije más “Jesús”, sino quitábale las s y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca. Llevaba metidas entreambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo y era como nuestro retor; ganaba más que todos, tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba y parecía que tenía hinchada la mano y manca y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente; decía: “¡Miren la pobreza y regalo que hace Dios al cristiano!”. Si pasaba mujer decía: “¡Ah, señora hermosa!, sea Dios en su ánima”, 77
cuello] SZB // cullo C impúsome] SZB // ympuseme C 81 dolorida] SZB // dolorido C 82 siervo] SZB // siruo C 90 ochavos] add. con esto C 92 carretón] SZB // caneton C 95 Jesú] ZB // jesus SC 104 boca] SZB // vaca C 77
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y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas; si pasaba un soldado: “¡Ah, señor capitán!”, decía, y si otro hombre cualquiera, “señor caballero”; y si iba alguno en coche, luego le llamaba “señoría”, y si clérigo en mula, “arcediano”. Al fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de santos. Y vine a tener tanta amistad con él que me descubrió un secreto que, en dos días, estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él, y todo lo guardaba; y iba a la parte con dos niños de cajuela en las sangrías que hacían dellas. Yo tomé el mismo adbitro, y él me encaminó la gentecica a propósito. Halleme en menos de un mes con más de docientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento de que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hacíamos entreambos: y era que hurtábamos niños. Entre los dos, cuatro o cinco. Pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas y decíamos: “Señor, por cierto, que le topamos a tal hora, y que si no llego, que le mata un carro; en casa está”. Dábannos el hallazgo, y veníamos a enriquecer de manera que me hallé yo con cincuenta escudos. Y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas, determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni yo conocía ni me conocía nadie. Al fin yo me determiné, compré un vestidillo pardo, cuello y espada, y despedime de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.
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Capítulo nueve del libro 3º
Topé en un paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío en el estudio en Alcalá y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía con la cuchillada y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció estremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quién hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: —A esta mujer, ¿por qué orden la podremos hablar para gastar con su merced unos veinte escudos? Que me ha parecido hermosa. —No me está a mí bien decir, que soy su marido —dijo el hombre—, ni tratar deso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncita. Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar a que la hablase. Cayome en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que estos son de los que dijera algún bellaco que, torciendo la sentencia a mal fin, cumplen el precepto de san Pablo, que es tener mujeres como si no las tuviesen. Yo gocé de la ocasión y hablela, y preguntome que adónde iba y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamonos holgando por el camino mucho, y, acaso, comencé a representar un paso de la comedia de san Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representelo de suerte que les dio codicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a aquel amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome si quería entrar en la danza con ellos. Encareciome tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él, y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo. Diéronme que estudiase tres loas o cuatro y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave —de lo que son todas— que venía destrozada y sin provisión. Decía lo de “éste es el puerto”, decía a la gente “senado”, pedía perdón de las faltas y silencio; y entreme. Hubo un víctor de rezado, y al fin, parecí bien en el tablado. Representamos una comedia de un representante nuestro, que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba yo que el serlo era de hombres muy doctos 17 24
respuesta] SZB // repuesta C a] SZB // om. C
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y sabios, y no de gente tan sumamente lega. Y está ya de manera esto que no hay auctor que no escriba comedias ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo que antes, si no eran comedias del buen Lope de Vega y Ramón, no había otra cosa. Al fin, hízose el primer día la comedia, y no la entendió nadie; el segundo, empezámosla, y quiso Dios que empezaba por una guerra y salía yo armado y con una rodela, que si no, a manos del mal membrillo, troncho y badeas acabo, como los otros. No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la compañía, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos por hacer reír, y al cabo de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido. Tratamos todos muy mal a nuestro compañero poeta, y yo principalmente, diciéndole que mirase de lo que habíamos escapado y escarmentase. Díjome que, jurado a Dios, que no era nada suyo de la comedia, sino que, un paso tomado de una y otro de otra, había hecho aquella capa de pobre de remiendos y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesome que los farsantes que hacían las comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de todo cuanto habían representado, y que era muy fácil y que el interés de sacar trecientos o cuatrocientos reales les obligaba a aquellos riesgos. Lo otro que, como andaban por esos lugares, les leen unos y otros comedias: “Tomámoslas para verlas, llevámoslas y, con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra”. Y declarome cómo no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera. No me pareció mala la traza, y yo confieso que me incliné a ella por hallarme con algún natural a la poesía; y más, que tenía yo conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así, determiné de dar en el arte. Y con esto y la farsanta y representar, pasaba la vida. Que pasado un mes que había estábamos en Toledo haciendo comedias buenas y enmendando el yerro pasado, ya yo tenía nombre, y habían ya llegado a llamarme Alonsete, por haber yo dicho que me llamaba Alonso, y por otro nombre me llaman el Cruel, por una figura de serlo que había hecho con grande aceptación de los mosqueteros y chusma vulgar. Tenía yo tres pares de vestidos y auctores que me pretendían sonsacar de la compañía. Hablaba ya del entender la comedia, mormuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez y llamaba bonico a Morales. Pedíanme el parecer en el adorno de los teatros, traza en las apariencias; si alguien venía a leer comedia, yo era el que la oía.
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Normandía] SZB // ormandia C aquellos] SZB // que ellos C 63 arte] SZB // corte C 73 apariencias] SZB // apariençia C 73 alguien] S // alguno ZB // alien C 56
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Al fin, animado con este aplauso me desvirgué de poeta en un romancico y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevime a una comedia y, porque no escapase de ser divina, la hice de Nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías y había sus ánimas de purgatorio, con sus demonios, que se usaban entonces, con su “bu, bu” al salir y “ri, ri” al entrar; caíale muy en gracia al lugar el nombre de Satán en unas coplas y el tratar luego si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien. No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí enamorados: unos por coplas de cejas y otros de ojos, cuál soneto de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos? Hervía en sacristanes y demandaderas de monjas; ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una que les hacía, y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez, grave y sonora, que provocaba a gestos. Escribí para un ciego, que las sacó en su nombre, las famosas que empezaban:
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Madre del Verbo humanado, hija del Padre divino, dame gracia virginal, vg. Fui el primero que introdujo acabar las coplas como en los sermones, con “aquí gracia y después gloria”, en esta copla de un captivo de Tetuán: Pidamosle sin falacia al alto Rey sin escoria, pues ve nuestra pertinacia, que nos quiera dar su gracia y después, allá, su gloria. Amén. Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal que casi aspiraba ya a ser autor. Tenía mi casa muy bien aderezada, porque había dado, para tener tapicería barata, en un adbitrio del diablo, y fue comprar reposteros de tabernas y colgarlos. Costáronme veinte o treinta reales, y eran más para ver que cuantos tiene el Rey, pues por estos se vía de puro rotos y por esotros no se viera nada. Sucediome un día la mejor cosa del mundo, que, aunque es en mi afrenta, la he de contar. Yo me recogía en mi posada, el día que escrebía comedia, al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre de escrebir representando recio, como si lo hiciera en el ta85 88
Hervía] B // hervian S // seruian CZ escribí] SZB // escreuia C
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blado. Ordena el diablo que, a la hora y punto que la moza iba subiendo por la escalera, que era angosta y obscura, con los platos y la olla, yo estaba en un paso de una montaña y daba grandes gritos, componiendo mi comedia, que decía: ¡Guarda el oso!, ¡guarda el oso!, que me deja hecho pedazos y baja tras ti furioso.
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Que entendió la moza —que era gallega—, como yo decía “baja tras ti” y “me deja”, que era verdad y que la avisaba. Da a huir y, con la turbación, písase la saya y rueda toda la escalera (derramó la olla y quebró todos los platos) y sale dando gritos a la calle, diciendo que mataba un oso a un hombre. Por presto que acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso; y contándoles yo cómo había sido y la ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer. No comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en toda la ciudad. Y de estas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en este oficio de poeta y no salí del mal estado. Sucedió, pues, que mi autor —que siempre paran en esto—, sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron no sé por qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte. Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el andar en ellos era por necesidad, ya que me veía con dineros y bien puesto, no traté de más que de holgarme. Despedime de todos; y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha vuestra merced por enojo, di en amante de red como cofia, y por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo, que es lo mismo que galán de monjas. Tuve ocasión para dar en esto porque una, a cuya petición había hecho yo muchos villancicos, se aficionó en un auto del Corpus de mí, viéndome representar un san Juan Evangelista (que lo era ella). Regalábame la mujer con cuidado y habíame dicho que sólo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero y dábale compasión. Al fin, me determiné de escrebirle lo siguiente: Más por agradar a vuestra merced que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía, que para mí cualquiera sin la suya es soledad. Ya 115
Ordena el diablo] SZB // om. C punto] SZB // punta C 123 Tras gallega, bajo una tenue tachadura, se lee: que vaxaua algun osso por la escalera. 124 la] SZB // me C 132 paran] SZB // por radi C 133 ido] i add. C 138 salir] SZB // sali C 141 a] SZB // om. C 115
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seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme cuándo habrá locutorio, y sabré juntamente cuándo tendré gusto.
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Llevó el billetico la andadera. No se podrá creer el contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Respondiome en esta manera: 155
De sus buenos subcesos antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara dellos a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podremos decir que ha vuelto en sí. No resta ahora sino perseverancia que se mida con la que yo tendré. El locutorio dudo por hoy, pero no deje vuestra merced de venirse a vísperas, que allí nos veremos, y luego, por las vistas, quizá podré yo hacer alguna pandilla a la abadesa. Y adiós. Contentome el papel, que realmente que la monja tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias; fuime derecho a la iglesia, recé y luego empecé a repasar los lazos y agujeros de la red con los ojos para ver si parecía, cuando, Dios enhorabuena —que más era diablo y en hora mala—, oigo la seña antigua: empieza a toser, y yo a toser, y andaba una tosidura del diablo. Remedábamos un catarro, y parecía que habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma una vieja a la red tosiendo, y echo de ver mi desventura; que es peligrosísima seña en los conventos, porque como es seña a las mozas es costumbre en las viejas: ya hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor, y le sale graznido de cuervo. Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas. Oílas todas, que por esto llaman a los enamorados de monjas “solenes enamorados”, por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no les llega el día jamás. No se creerá los pares de vísperas que yo oí. Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver, gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recibido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía almorzaba asadores y comía virotes. Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuela bien grande, era menester enviar a tomar lugar a las doce, como para comedias nuevas. Hervía en devotos. Al fin, me pasé donde pude. Podíase ir a ver las diferentes posturas de los amantes: cuál, sin pestañear, mirando, con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra puesta en sepulcro; otro, alzadas las manos, estendiendo los brazos a lo seráfico, recibiendo las llaves; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, enseñaba a su querida las 157
provecho es todo uno] SZB // prouechoso estado C El] SZB // om. C 161 pandilla] ZB // paredilla C 159
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entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si lo hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón. Los celosos era otra banda: éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cuál, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano, y cuál hablaba a una criada echadiza que le daba un recaudo. Esto era de la parte de abajo y nuestra; pero de la de arriba, adonde estaban las monjas, era cosa de ver también, porque las vistas eran una torrecilla llena de redendijas toda y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera, ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas: allí se veía una pepitoria, una mano, acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado, cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál metía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allí salía un listón verde. Unas hablaban algo recio, otras tosían; cuál hacía la seña de los sombrereros, como si sacara arañas, ceceando. En verano, es de ver cómo no sólo se calientan al sol, sino se chamuscan; que es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En ivierno acontece, con la humedad nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo; no hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto. Y todo esto, al cabo, es para ver una mujer por red y vedrieras, como hueso de santo. Es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y, si calla, de un retrato. Los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes: un paloteado con los dedos. Hincan las cabezas en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras: aman al escondite. ¡Y verlos hablar quedito y rezado! ¡Pues sufrir una vieja que riñe y una portera que manda y una tornera que miente! Lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo. Al fin, yo llamaba ya “señora” a la abadesa, “padre” al vicario y “hermano” al sacristán, cosas todas que, con el tiempo y el curso, alcanza un desesperado. Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideraba cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida por tan descansados caminos. Vía que me condenaba a puñados y que 189
ladrillos] SZB // adrillos C paseaba como si lo] SZB // om. C. La haplografía coincide con el paso del recto al vuelto del folio 104. 192 celosos] SZB // çelos C 196 nuestra] ZB // nuestro C 198 redendijas] SZ // rendijas B // redondixas C 201 buhonería] SZB // booneria C 203-204 sombrereros] SZB // sombreros C 206 ellos] SZB // ellas C 217 a la] SZB // al C 190
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me iba al infierno por solo el sentido del tacto. Si hablaba, solía —por que no me oyesen los demás que estaban en las rejas— juntar tanto con ellas la cabeza que por dos días siguientes los hierros estaban estampados en la frente; hablaba como sacerdote que dice las palabras de la consagración. No me veía nadie que no me decía: “¡Maldito seas, bellacón monjil!” y otras cosas peores. Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado de dejar la monja, aunque perdiese mi sustento; y determineme el día de san Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son las monjas. No quiera vuestra merced saber más de que las baptistas todas enronquecieron adrede y sacaron tales voces que, en vez de cantar la misa, la gimieron; no se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de los baptistas, por desautorizar la fiesta, trajeron banquetas a la iglesia, y muchos pícaros del rastro. Cuando yo vi que —las unas por el un santo, y las otras por el otro— trataban indecentemente dellos, cogiéndole a la monja mía, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor y medias de seda, bolsicos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, temiendo que, si más aguardaba, había de ver nacer mandrágulas en los locutorios. Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que le llevaba que por mí, considérelo el pío lector.
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los ] SZB // en los C monjil] SZB // mandil C 229 saber] ZB // om. SC 231 gimieron] el copista parece haber corregido gumieron o grimieron. 232 iglesia] SZB // iglessi C 234 otras] SZB // otros C 234 cogiéndole] S // cogiendola ZB // cogiendolo C 226
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Capítulo X del libro 3º
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Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque, como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y de menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado (pues, preñada de cuatro, paría tres), llevaba gran provisión de cantones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de morros y ballestilla, y así no se me escapaba dinero. Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también porque antes fuera dar que imitar, que no referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá, declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su culpa. No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te le trocarán a un espabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosas con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler y doblan los azares para conocerlos por lo hendido. Y si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado y, con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que al que da vista y retiene lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta, el que hace los naipes no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira que no te den de arriba las que descarta el que da, y procura que no se pidan cartas o por los dedos en el naipe o por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; éstas te bastan para saber que has menester vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las malas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propiedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entiende; dobles son los que acarrean sencillos para que los deshuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro, al que deja en blanco sus diligencias. Yo, pues, con este lenguaje y estas flores llegué a Sevilla; con el dinero de las camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dinero a los huéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topo un condiscípulo mío de Alcalá que se llamaba Mata y ahora se llamaba, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra dellas en su cara y, por las que le habían dado, concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía: “No hay tal maestro como el bien acuchillado”, y tenía razón porque la cara era una cuera, y él un cueEpígrafe 26
Capítulo X] Capitulo XX C revesada] SZB // reuessa C
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ro. Díjome que había de ir a cenar con él y otras camaradas, y que ellos me volverían al mesón. Fui. Llegamos a su posada, y dijo: —¡Ea!, quite la capa vuacé y parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Sevilla. Y porque no le tengan por maricón, aje ese cuello y agobie esas espaldas; la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída; ese hocico de tornillo; gestos a un lado y a otro; y haga vuacé de los jj, hh y de las hh, jj. Diga conmigo: “jerido”, “mojino”, “jumo”, “pahería” y “jerida”, y “mohar” y “mogina” y “lava el harro de vino”. Y tómelo de memoria. Prestome una daga, que en lo ancho era un alfanje, y en lo largo, de comedimiento suyo, no se llamaba espada, que bien podía. —Bébase —me dijo— esta media azumbre de vino puro, que si no da harrada no parecerá valiente. Estando en esto —y yo, con media azumbre, atolondrado—, entraron cuatro dellos, con cuatro zapatos de gotosos por caras, andando a lo columpio; no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos; los sombreros, empinados sobre la frente; altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras con guarniciones de dagas y espadas; las conteras, en conversación con el carcañal derecho; los ojos, derribados, y la vista, fuerte; bigotes unidos, a lo cuerno; barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron, con voces mohínas, sisando palabras: —Seidor. —Seó compadre —respondió mi ayo. Sentáronse; y para preguntar quién era yo, no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales y, abriendo la boca y empujando hacia mí el labio de abajo, me señaló. Al cual mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hacia bajo. Y con esto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si catara cuatro diferentes vinos. Llegó la hora de cenar. Vinieron a servir unos pícaros, que los bravos llaman “cañones”. Sentámonos a la mesa, apareciose luego el alcaparrón. Empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo, hasta que la vi beber, no creí que tenía tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo llena de vino, y allí se echaba de buces el que quería hacer la razón. Contentome la penadilla, y a dos veces no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra. Menudeábanse los juramentos. Murieron, de brindis a brindis, veinte o treinta sin confesión. Recetáronsele al asistente mil puñaladas. Tratose de la buena memoria de don Íñigo Tiznado y Gayón. Derramose vino en cantidad a la ánima de Escamilla; los que la cogieron triste lloraron tiernamente el mal logrado Alonso Álvarez. Y a mi compañero, con estas cosas, se le descon40
¡Ea!, quite] SZB // ea qui C. Podría entenderse e aqui, pero no tendría coherencia sintáctica. “mogina”] S // mophiua C 48 Bébase] SZB // vessase C 57 voces] SZB // voz C 45
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certó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando la luz: —Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella voz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto. Levantose entre ellos alarido disforme, y, desnudando las dagas, la juraron. Poniendo las manos cada uno en un borde de la artesa y echándose sobre ella de hocicos, dijeron: —Así como bebemos de este vino hemos de beber la sangre a todo acechador. —¿Quién es este Alonso Álvarez —pregunté— que tanto se ha sentido su muerte? —Un mancebito —dijo el uno—, lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que retientan los demonios! Con esto, salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí el riesgo en que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron cuando, sacando las espadas, la embistieron. Yo hice lo mismo. Limpiaron dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies y apeló por la calle arriba dando voces. No lo pudimos seguir, por haber cargado delantero, y al fin nos acogimos a la iglesia mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y, vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes, y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros. Pasámoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron putas, desnudándose para vestirnos. Aficionóseme la Grajales y vistiome de nuevo de sus colores. Súpome bien y mejor que todas esta vida, y, así, propuse de navegar en ansias con la Grajal hasta morir. Estudié la jacarandina y en pocos días era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Rondábanos la puerta, pero con todo, de media noche abajo, salíamos disfrazados. Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado —que no soy tan cuerdo—, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fue peor, como vuestra merced en la segunda parte verá, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
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[TABLA]*
LIBRO PRIMERO Capítulo 1º: En que cuenta quién es y de dónde Capítulo 2º: De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió Capítulo 3º: De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Capítulo 4º: De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá Capítulo 5º: De la entrada en Alcalá, patente y burla que pasé por nuevo Capítulo 6º: De las crueldades del ama y travesuras que yo hice Capítulo sétimo: De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de mi padre y madre, y la resolución que yo tomé en mis cosas para adelante
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LIBRO SEGUNDO Capítulo 1º: Del camino de Alcalá para Segovia y de lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde me quedé aquella noche Capítulo 2º: De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta Capítulo 3º: De lo que hice en Madrid, y lo que me sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde dormí Capítulo 4º del libro 2º: Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte Capítulo 5º del libro 2º: De mi ida y los subcesos en ella hasta la Corte Capítulo 6º: En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbre
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LIBRO TERCERO DE LA VIDA DEL BUSCAVIDAS Capítulo primero: De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta la mañana Capítulo 2º del libro 3º Capítulo 3º del mismo libro Capítulo 4º del libro 3º Capítulo 5º del libro 3º Capítulo 6 del 3º libro Capítulo séptimo del 3º libro Capítulo 8º del libro 3º Capítulo nueve del libro 3º Capítulo X del libro 3º
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* Como el manuscrito santanderino, C también carece de índice de capítulos. El que se ofrece aquí reproduce los epígrafes de cada capítulo, con sus peculiaridades, siendo las más llamativas el paso a la tercera persona a partir de 2,6, así como la aparición de epígrafes muy lacónicos desde ese instante.
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Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (Versión Z)
EDICIÓN DE ALFONSO REY Y ROSARIO LÓPEZ SUTILO
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Descripción bibliográfica Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS; EXEMPLO / de Vagamundos, y e pejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cauallero del / Orden de Santiago, y eñor de la Villa / de Iuan Abad. / A Don Fray Iuan Augu tin de Funes, Cauallero de la Sagrada / Religion de San Iuan Bauti ta de Ieru alem, en la / Ca tellania de Ampo ta, del Reyno / de Aragon. / [adorno] / Con licencia y priuilegio: / [filete] / En Çaragoça. Por PEDRO VERGES. / A los Señales. Año 1626. / [filete] / A co ta de Roberto Duport. Venden e en u ca a enla Cuchilleria. Folios preliminares: ¶1: portada; ¶1v: en blanco; ¶2: Aprovacion: En Santa Engracia de Çaragoça, a 29 de Abril, Año de mil sey cientos veynte y eys. / Esteuan de Peralta; ¶2v-¶3: Licencia: Dat. en Çaragoça a dos de Mayo del año mil ey cientos veynte y eys. / El Doctor Don Iuan de Salinas Vicario General. / Por mandado de dicho eñor Vicario Ge / neral. / Antonio Çaporta Notario; ¶3v: Aprovacion: En Zaragoça a treze de Mayo de mil ey cientos veynte y eis. / El doctor Cali to / Remirez; ¶4-¶5: Licencia: Dat. in Ciuitate Calataiu- / bij, die vige imo exto Men is Madij, Anno / Domini no tri Ie u Chri ti mille imo, ex- / cente imo, vige imo exto. / Don Iuan Fernandez de Heredia, / Gouernador de Aragon. / V. Mendoza A e or; ¶5v-¶6: Dedicatoria: A Don Fray Ivan Avgvstin de / Fvnes, Cavallero de la / agrada Religion de San Iuan Bau-ti ta / de Ieru alem, en la Ca tellania de / Ampo ta, del Reyno de / Aragon. / [...] / Humilde criado de v. m. / Roberto Duport; ¶6v-¶7: Al lector; ¶7v: A Don Franci co de / Queuedo. / Luciano u amigo. Cotejo: 8º. ¶8, A8-N8 (pero N6); sin signar: ¶1 (portada); G4. Foliación: 2 hojas + [8] ff. + 1-101 ff. + [1] f. + 2 hojas. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/10747; Biblioteca Universitaria de Zaragoza An 7-6a-6. En el ejemplar de esta biblioteca, el Buscón está encuadernado con Política de Dios, los Sueños, Cuento de cuentos y otras obras. Descripciones bibliográficas: Fernández-Guerra [1852: XCII-XCIII]; Menéndez Pelayo [1897: 410-11, nº 9]; Lázaro Carreter [1965: XIII].
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Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños APROBACIÓN Agradecido al mandamiento del señor don Juan de Salinas, Vicario General de este arzobispado de Zaragoza, que me obligó a ver libro tan sazonado como su autor, juzgo que se le debe la estampa por la propriedad de las cosas, por la elegancia de las palabras, por la enseñanza de las costumbres, sin ofensa alguna de la religión. En Santa Engracia de Zaragoza, a 29 de abril, año de mil seiscientos veinte y seis. Esteban de Peralta
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LICENCIA DEL ORDINARIO El doctor Juan de Salinas, colegial del colegio de san Bartolomé de Salamanca, y en lo espiritual y temporal Vicario General de la ciudad y arzobispado de Zaragoza, por el ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Juan de Peralta, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, arzobispo de dicho arzobispado, del Consejo de su Majestad, etc. Damos licencia a Roberto Duport, librero, para que pueda hacer imprimir un libro intitulado Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, compuesto por don Francisco de Quevedo, por cuanto nos consta no haber en él cosa en que contravenga a nuestra santa fe católica y buenas costumbres; y mandamos se ponga esta nuestra licencia al principio de cada libro. Dat. en Zaragoza a dos de mayo del año mil seiscientos veinte y seis. El doctor don Juan de Salinas, Vicario General. Por mandado de dicho señor Vicario General: Antonio Zaporta, notario
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APROBACIÓN He visto y leído este libro, y me parece se puede dar licencia para imprimirlo. En Zaragoza, a trece de mayo de mil seiscientos veinte y seis. El doctor Calisto Remírez 2
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DON FELIPE, POR LA GRACIA DE DIOS, REY DE CASTILLA, DE ARAGÓN, DE LAS DOS SICILIAS, DE JERUSALÉN, etc. 30
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Don Juan Fernández de Heredia, caballero mesnadero, gentilhombre de la boca de su Majestad, de su Consejo, y regente del oficio de la General Gobernación en este reino de Aragón, y presidente en la Real Audiencia de aquél: Por cuanto por parte de Roberto Duport, librero, domiciliado en la ciudad de Zaragoza, se nos ha suplicado fuésemos servidos dar licencia y facultad para imprimir y vender y hacer imprimir y vender en el presente reino de Aragón un libro intitulado Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños; y porque habemos mandado ver y reconocer primero, se ha hallado que no tiene cosa contra nuestra santa fe católica; el cual es compuesto por don Francisco de Quevedo Villegas, caballero del Orden de Santiago. Por tanto, por tenor de las presentes, de nuestra cierta ciencia y por la real autoridad que usamos en esta parte, damos licencia y facultad al dicho Roberto Duport, o a quien su poder tuviere, para que por tiempo de diez años, contaderos del día de la data de las presentes en adelante, pueda imprimir y vender, y hacer imprimir y vender, el susodicho libro y todos los cuerpos que dél quisiere. Prohibiendo y mandando que ninguna otra persona lo pueda imprimir ni vender ni hacer imprimir ni vender dentro de los dichos diez años, so pena de perdimiento de los libros y moldes, y otras penas a nos arbitrarias. Con esto, que en todos los volúmenes y cuerpos que imprimiere sea tenido poner impresa la presente nuestra licencia, mandando por tenor della a cualesquiere jueces y oficiales, mayores y menores, y otros cualesquiere ministros, vasallos y súbditos de su Majestad en el presente reino de Aragón, que so incurrimiento de su ira e indignación y en pena de mil florines de oro de Aragón, de bienes de los contravinientes exigideros, y a los reales cofres aplicaderos, que la presente licencia y todo lo en ella contenido guarden, tengan y observen, tengan y guardar hagan inviolablemente, ni hacer ni permitir ser hecho lo contrario, si la gracia de su Majestad, les es cara y en la dicha pena desean no incurrir. Dat. in civitate Calatajubii, die vigesimo sexto mensis maii, anno domini nostri Jesu Christi millesimo sexcentesimo vigesimo sexto. Don Juan Fernández de Heredia, Gobernador de Aragón V. Mendoza, Asesor Dominus R. Offi. G. G. Arag. Mandat mihi Gaspari Iacinto de Robres et Losilla, visa per Mendoza assessor. In diversorum VIIII, fol. CLIII.
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A DON FRAY JUAN AGUSTÍN DE FUNES, CABALLERO DE LA SAGRADA RELIGIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA DE JERUSALÉN, EN LA CASTELLANÍA DE AMPOSTA, DEL REINO DE ARAGÓN Hallándome lleno de obligaciones al favor que siempre he recebido de vuestra merced, y siendo mi caudal limitado para pagarlas, me ha parecido, en señal de agradecimiento, dedicarle este libro, émulo de Guzmán de Alfarache —y aun no sé si diga mayor— y tan agudo y gracioso como Don Quijote, aplauso general de todas las naciones. Y aunque vuestra merced merecía mayores asuntos por su generosa sangre, ingenio lucido, pues la Crónica de la Religión de san Juan es hijo suyo —a quien podemos decirle sin miedo: qualis pater talis filius—, porque tal vez suele divertirse el más cuerdo con los descuidos maliciosos de Marcial que con las sentencias de Séneca, le pongo en sus manos para que se recree con sus agudezas. Su autor dél es tan conocido que lleva ganado de antemano deseos de verle; y cuando no lo fuera, con su protección de vuestra merced perdiera los recelos de atreverse en público; y yo quedaré ufano, consiguiendo el general gusto que con él han de tener todos. Humilde criado de vuestra merced. Roberto Duport
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AL LECTOR Qué deseoso te considero, lector o oidor —que los ciegos no pueden leer—, de registrar lo gracioso de don Pablos, príncipe de la vida buscona. Aquí hallarás en todo género de picardía —de que pienso que los más gustan— sutilezas, engaños, invenciones y modos, nacidos del ocio, para vivir a la droga, y no poco fruto podrás sacar dél si tienes atención al escarmiento. Y cuando no lo hagas, aprovéchate de los sermones, que dudo nadie compre libro de burlas para apartarse de los incentivos de su natural depravado. Sea empero lo que quisieres. Dale aplauso, que bien lo merece; y cuando te rías de sus chistes, alaba el ingenio de quien sabe conocer que tiene más deleite saber vidas de pícaros, descritas con gallardía, que otras invenciones de mayor ponderación. Su autor, ya le sabes; el precio del libro, no le ignoras, pues ya le tienes en tu casa, si no es que en la del librero le hojeas, cosa pesada para él, y que se había de quitar con mucho rigor, que hay gorrones de libros como de almuerzos, y hombre que saca cuento leyendo a pedazos y en diversas veces y luego le zurce; y es gran lástima que tal se haga, porque éste mormura sin costarle dineros, poltronería bastarda y miseria no hallada del Caballero de la Tenaza. Dios te guarde de mal libro, de alguaciles y de mujer rubia, pedigüeña y carirredonda.
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A DON FRANCISCO DE QUEVEDO. LUCIANO, SU AMIGO 100
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Don Francisco, en igual peso veras y burlas tratáis: acertado aconsejáis y a don Pablo hacéis travieso. Con la tenaza, confieso que será buscón de traza. El llevarla no embaraza para su conservación, que fuera espurio buscón si anduviera sin tenaza.
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Capítulo 1 En que cuenta quién es y de dónde
Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo. Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa y, según él bebía, es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza Saturno de Rebollo, hija de Octavio de Rebollo Codillo y nieta de Lépido Ziuraconte. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aunque ella, por los nombres de sus pasados, esforzaba que descendía de los del triunvirato romano. Tuvo muy buen parecer y fue tan celebrada que, en el tiempo que ella vivió, todos los copleros de España hacían cosas sobre ella. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos por sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua, levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermano de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiolo mucho mi padre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, aunque, según a mí me han dicho, después salió de la cárcel con tanta honra que le acompañaron docientos cardenales, sino que a ninguno llamaban señoría. Las damas diz que salían, por verle, a las ventanas, que siempre pareció bien mi padre, a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della. Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a todos cuantos la trataban; sólo diz que le dijo no sé qué de un cabrón, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciese en público. Hubo fama de que reedificaba doncellas. Resucitaba cabellos encubriendo canas. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas y, por mal nombre, alcagüeta y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era 3
de que] B // que SC // om. Z bebía] CB // bebió S // se via Z 10 todos] casi todos SC // con todos Z 5
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para más atraerles sus voluntades. No me detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía su aposento —donde sola ella entraba, y algunas veces yo, que, como era chico, podía—, todo rodeado de calaveras, que ella decía eran para memorias de la muerte, y otros, por vituperarla, que para voluntades de la vida. Su cama estaba armada sobre sogas de ahorcado, y decíame a mí: “¿Qué piensas?”. Con el recuerdo desto aconsejo a los que bien quiero que, para que se libren dellas, vivan con la barba sobre el hombro, de suerte que ni aún con mínimos indicios se les averigüe lo que hicieren. Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué ni a uno ni a otro. Decíame mi padre: —Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal. Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía: —De manos. Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y alcaldes nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan aunque nunca haya llegado el día de nuestro santo. No lo puedo decir sin lágrimas —lloraba como un niño el buen viejo, acordándosele de las veces que le habían bataneado las costillas— porque no querrían que adonde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libra la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro cierto buen cristiano. Muchas veces me hubieran llevado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé, sino cuando lo manda la santa madre Iglesia. Y así, con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido. —¿Cómo me habéis sustentado? —dijo ella con gran cólera, que le pesaba que yo no me aplicase a brujo—. Yo he sustentado a vos y sacádoos de las cárceles con industria y mantenido en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. Más dijera, según se había encolerizado, si con los golpes que daba no se le desensartara un rosario de muelas de difuntos que tenía. Metilos en paz, diciendo que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y así que me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada. Parecioles bien lo que yo decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre tornó a ocuparse en ensartar las muelas, y mi padre fue a rapar a uno, así lo dijo él, no sé si la barba o la bolsa. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios que me hizo hijo de padres tan hábiles y celosos de mi bien.
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averigüe] aueriguen Z a] SCB // om. Z 42-43 alguaciles] Aguaziles Z 53 brujo] SC // bruxa Z 59 Metilos] SCB // metidos Z 41
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Capítulo 2 De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió
A otro día ya estaba comprada cartilla y hablado el maestro. Fui, señor, a la escuela. Recibiome muy alegre, diciendo que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, con esto, por no desmentirle, di muy bien la lición aquella mañana. Sentábame el maestro junto a sí, ganaba la palmatoria los más días por venir antes y íbame el postrero por hacer algunos recaudos de señora, que así llamábamos a la mujer del maestro. Teníalos a todos con semejantes caricias obligados. Favoreciéronme demasiado, y con esto creció la invidia entre los demás niños. Llegábame, de todos, a los hijos de caballeros, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Íbame a su casa los días de fiesta y acompañábale cada día. Los otros, o que porque no les hablaba o que porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros me llamaban don Ventosa. Cuál decía, por desculpar la envidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas de noche; otro decía que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones, por llamarle gato. Otros me decían “zape” cuando pasaba, y otros, “miz”; cuál decía: “Yo le tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa”. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Y aunque yo me corría, disimulábalo.Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces “hijo de una puta y hechicera”. Lo cual, como lo dijo tan claro (que aún si lo dijera turbio no me pesara), agarré una piedra y escalabrele. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese y contela el caso todo, a lo cual me dijo: —Muy bien hiciste, bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvime a ella y dije: —¡Ah!, madre, pésame sólo de que algunos de los que allí se hallaron me dijeron no tenía que ofenderme por ello, y no les pregunté si era por la poca edad del que lo había dicho. Roguele que me declarase si pudiera habelle desmentido con verdad: o que me dijese si me había concebido a escote entre muchos, o si era hijo de mi padre. Riose y dijo: —¡Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: gracias tienes. Muy bien 1
el] CB // al SZ Favoreciéronme] favorecioronme Z 17 berenjenas] SCB // brenjenas Z 7
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hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. Yo, con esto, quedé como muerto, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de casa mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé. Fue mi padre, curó al muchacho, apaciguolo y volviome a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira, hasta que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo, considerando la razón que había tenido. En todo esto, siempre me visitaba el hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente. Que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de lo que almorzaba y no le pidía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro y entreteníale siempre. Así que los más días sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer, cenar, y aun dormir los más días. Sucedió, pues, uno de los primeros que hubo escuela por Navidad, que, viniendo por la calle un hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de consejero, que el don Diaguito me dijo: — Hola, llámale Poncio Pilato y echa a correr. Yo, por darle gusto a mi amigo, llamele Poncio Pilatos. Corriose tanto el hombre que dio a correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme, de suerte que fue forzoso meterme huyendo en casa de mi maestro, dando gritos. Entró el hombre tras mí y defendiome el maestro asigurando que no me matase, asegurándole de castigarme. Y así luego —aunque la señora le rogó por mí, movida de lo que la servía, no aprovechó— mandome desatacar, y, azotándome, decía tras cada azote: “¿Diréis más Poncio Pilatos?” Yo respondía: “No, señor”; y respondilo dos veces a otros tantos azotes que me dio. Quedé tan escarmentado de decir “Poncio Pilato” y con tal miedo que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones a los otros, llegando al Credo —advierta vuestra merced la inocente malicia—, al tiempo de decir “padeció so el poder de Poncio Pilato”, acordándome que no había de decir más Pilatos, dije: “Padeció so el poder de Poncio de Aguirre”. Diole al maestro tanta risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que le había tenido que me abrazó y me dio una firma en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces que los mereciese. Con esto fui yo muy contento. Llegó —por no enfadar— el tiempo de las Carnestolendas, y, trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echamos suertes entre doce señalados por él, y cúpome a mí. Avisé a mis padres que me buscasen galas. Llegó el día, y salí en un caballo hético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de 52
echa a] SB // he a Z cuchillo] SCB // guchillo Z 56 defendiome] SCB // defendiendome Z 70 suertes] SCB // suerte Z 54
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mona, muy sin cola; el pescuezo, de camello y más largo; la cara no tenía sino un ojo, aunque overo. Echábansele de ver las penitencias, ayunos y fullerías del que le tenía a cargo, en el ganarle la ración. Yendo, pues, en él, dando vulcos a un lado y otro como fariseo en paso, y los demás niños todos adrezados tras mí. Pasamos por la plaza —aun de acordarme tengo miedo— y, llegando cerca de las mesas de las verdureras (¡Dios nos libre!), agarró mi caballo un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando lo despachó a las tripas, a las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera, que siempre son desvergonzadas, empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, pícaros; y alzando zahanorias garrofales, nabos frisones, berenjenas y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, quise apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo —hablando con perdón— en una privada. Púseme cual vuestra merced puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y daban tras las verdureras, y escalabraron dos. Yo, a todo esto, después que caí en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, prendió a berceras y muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunas dagas de las que traían por gala, y otros, espadas pequeñas. Llegó a mí y, viendo que no tenía ningunas, porque me las habían quitado y metídolas en una casa a secar con la capa y sombrero, pidiome, como digo, las armas; al cual respondí, todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. Y de paso, quiero confesar a vuestra merced que, cuando me empezaron a tirar las berenjenas, nabos, etcétera, que, como llevaba plumas en el sombrero, entendí que me habían tenido por mi madre y que la tiraban como habían hecho otras veces; y así, como necio y muchacho, empecé a decir: “¡Hermanas!, aunque llevo plumas, no soy Aldonza Saturno de Rebollo, mi madre”, como si ellas no le echaran de ver por el talle y rostro. El miedo me disculpa la ignorancia, y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero, volviendo al alguacil, quiso llevarme a la cárcel y no me llevó porque no hallaba por dónde asirme: tal me había puesto del lodo. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres el suceso, y corriéronse tanto de verme de la manera que venía que me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa a las dos leguas de rocín esprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos y, viendo que no bastaba, salime de su casa y fuime a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y a sus padres resueltos por ello de no le inviar más a la escuela. Allí tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en 82-83
berenjenas] SCB // brengenas Z berenjenas] SCB // brengenas Z 99 Saturno] Saturna Z 107 las] SCB // los Z 95
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aprieto, se esforzó a tirar dos coces y, de puro flaco, se desgajaron las ancas y se quedó en el lodo, bien cerca de acabar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado y el caballo muerto, determiné de no volver más a la escuela ni a casa de mis padres, sino de quedarme a servir a don Diego o, por decir mejor, en su compañía, y esto con gran gusto de sus padres, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa que yo no había menester ir más a la escuela porque, aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir mal; y así, desde luego, renunciaba la escuela, por no darles gasto, y su casa, para ahorrarlos de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen licencia no los vería.
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Capítulo 3 De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel
Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra que tenía por oficio criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos, primer domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle; una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán que dice “ni gato ni perro de aquella color”); los ojos, avecinados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aún no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de media abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas; su andar, muy espacioso: si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de san Lázaro; la habla, hética; la barba, grande por nunca se la cortar, por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese: cortábale los cabellos un muchacho de los otros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión: desde cerca parecía negra y desde lejos entreazul. Llevábala sin ciñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, era archipobre y protomiseria.
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criar] S // el criar CB // de criar Z sabe] sebe Z 14 holgazanes] holgaçanos Z 18 espacioso] SCB // espacio Z 19 le] SCB // se Z 8
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A poder, pues, déste vine y en su poder estuve con don Diego; y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora del comer. Fuimos allá. Comían los amos primero, y servíamos los criados. El refitorio era un aposento como un medio celemín. Sustentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos y, como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse y dijo: — ¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me susté cuando advertí que todos los que de antes vivían en el pupilaje estaban como leznas, con unas caras que parecían se afeitaban con diaquilón. Sentose el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro que en comer una dellas peligraba Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo güérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: —Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Acabando de decillo, echose su escudilla a pechos, diciendo: —Todo esto es salud y otro tanto ingenio. “¡Mal ingenio te acabe!”, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro: —¿Nabos hay? No hay para mí perdiz que se le iguale. Coman, que me huelgo de vellos comer. Repartió a cada uno tan poco carnero que, en lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía: “Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas”. ¡Mire vuestra merced qué buen aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la mesa y, en el plato, unos pellejos y unos güesos; y dijo el pupilero: —Quede esto para los criados, que también han de comer. No lo queramos todo. —¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado —decía yo— , que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición y dijo: —Ea, demos lugar a los criados, y vayánse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido. 52
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Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojose mucho y díjome que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, y fuese. Sentámonos nosotros; y yo, que vi el negocio malparado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboqueme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir. Al ruido entró Cabra, diciendo: —Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No riñan, que para todos hay. Volviose al sol y dejonos solos. Certifico a vuestra merced que había uno dellos, que se llamaba Surre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no la acertaba a encaminar de las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi ayunos, no lo hacían, y diéronme un vaso con agua; y no le hube bien llegado a la boca cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me le quitó el mozo espiritado que dije. Levanteme con grande dolor de mi ánima, viendo que estaba en casa donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón. Diome gana de descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un antiguo, y díjome: —No lo sé, en esta casa no las hay. Para una vez que os proveeréis mientras aquí estuviéredes, dondequiera podéis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como vos agora, de lo que cené en mi casa la noche antes. ¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena? Fue tanta que, considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada dél. Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban váguidos en aquella casa, como en otra ahítos. Llegó la hora del cenar —pasose la merienda en blanco—; cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra asada. Mire vuestra merced si inventara el diablo tal cosa. —Es cosa muy saludable y provechosa —decía— cenar poco para tener el estómago desocupado. Y citaba una retahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta y que ahorraba un hombre sueños pesados, sabiendo que, en su casa, no se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron, y cenamos todos, y no cenó ninguno. Fuímonos a acostar, y en toda la noche yo ni don Diego pudimos dormir: él trazando de quejarse a su padre y pedir que le sacase de allí, y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últimamente le dije:
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sano] SCB // cano Z Pedí yo] SCB // y pedi Z 86 espiritado] SCB // esperitado Z 91 dondequiera] SCB // donde quiere Z 103 retahíla] reta, y la Z 83
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—Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron, y que somos ánimas que estamos en el purgatorio. Y así, es por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en altar privilegiado. Entre estas pláticas y un poco que dormimos se llegó la hora del levantar. Dieron las seis, y llamó Cabra a lición. Fuimos y oímosla todos. Ya mis espaldas y ijadas nadaban en el jubón, y las piernas daban lugar a otras siete calzas; los dientes sacaba con tobas, amarillos, vestidos de desesperación. Mandáronme leer el primer nominativo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné con la mitad de las razones, comiéndomelas. Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que él ha visto meter en casa, recién venido, dos frisones y que a dos días salieron caballos ligeros que volaban por los aires; y que vio meter mastines pesados y, a tres horas, salir galgos corredores; y que una Cuaresma topó muchos hombres —unos metiendo los pies, otros las manos y otros todo el cuerpo— en el portal de su casa, esto por muy gran rato, y mucha gente que venía a sólo aquello de fuera. Y, preguntando un día que qué sería (porque Cabra se enojó de que se lo preguntase), respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones y que, en metiéndolos en aquella casa, morían de hambre, de manera que no comían de allí adelante. Certificome que era verdad. Yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lición, diola y decorámosla. Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he contado; sólo añadió, a la comida, tocino en la olla por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una caja de hierro toda agujerada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Pareciole después que en esto se gastaba mucho y dio en sólo asomar el tocino en la olla. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar. Don Diego y yo nos vimos tan al cabo que, ya que para comer no hallábamos remedio, pasado un mes le buscamos para no levantarnos de mañana. Y así, trazábamos de decir que teníamos algún mal, pero no dijimos calentura porque, no la teniendo, era fácil de conocer el enredo; dolor de cabeza o muelas era poco estorbo. Dijimos, al fin, que 115
oímosla] SCB // huymosla Z prosiguió] SCB // prosegui Z 133 caja] salvadera S // cajeta C // ceja ZB, lectura esta última que se encuentra en otras ediciones del XVII, tales como Barcelona 1626 y Madrid 1648. No está documentada una acepción de ceja que ofrezca sentido en este contexto, por lo cual debo aceptar la enmienda a caja que efectuó Fernández-Guerra y siguió Lázaro Carreter. Éste afirmó que ceja constituyó el antecedente de SC, pero no es fácil compartir su parecer. 133 hierro] SCB // verro Z. Esto que parece haber sido en su origen una errata tipográfica se reitera en Z2 y la edición de Barcelona 1626. 131
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nos dolían las tripas y estábamos malos de achaque de no haber hecho de nuestras personas en tres días, fiados en que, a trueque de no gastar dos cuartos, no buscaría remedio. Ordenolo el diablo de otra suerte, porque tenía una receta que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal y aderezó una melecina y, llamando una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera, dijo que nos echase sendas gaitas. Empezaron por don Diego. El desventurado atajose, y la vieja, en vez de echársela dentro, disparósela por entre la camisa y el espinazo y diole con ella en el cogote, y vino a servir por defuera guarnición la que dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando gritos. Vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí la otra, que luego tornarían a don Diego. Yo me resistía, pero me valió poco porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual, de retorno, di con ella en toda la cara. Enojose Cabra conmigo y dijo que él me echaría de su casa, que bien se echaba de ver que era bellaquería todo. Mas no lo quiso mi ventura. Quejámonos nosotros a don Alonso, y el Cabra le hacía creer que lo hacíamos por no asistir al estudio. Con esto no nos valían plegarias. Metió en casa la vieja por ama para que guisase y sirviese a los pupilos, y despidió al criado porque le halló, el viernes a la mañana, con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasamos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada: entendía por señas; ciega y tan gran rezadera que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos la trujo con el caldo más devoto que jamás comí. Unos decían: “¡Garbanzos negros! Sin duda son de Etiopía”; otros decían: “¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?”. Mi amo fue el que se encajó una cuenta y, al mascarla, se quebró un diente. Los viernes nos solía enviar unos güevos a fuerza de pelos y canas suyas, que podían pretender corregimiento o abogacía. Pues meter el badil por el cucharón y inviar una escudilla de caldo empedrada era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, palos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase. Pasamos este trabajo hasta la Cuaresma que vino, y, a la entrada della, estuvo malo un compañero. Cabra, por no gastar, detuvo el llamar médico hasta que ya él pidía confesión más que otra cosa. Llamó entonces un platicante, el cual le tomó el pulso y dijo que la hambre le había ganado por la mano el matar aquel hombre. Diéronle el sacramento, y el pobre, cuando lo vio, que había un día que no hablaba, dijo: —Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el infierno. Imprimiéronsele estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente, por ser forastero, y quedamos todos asombrados. Divulgose por el pueblo el caso atroz, llegó a oídos de don Alonso Coronel y, como no 153 169
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tenía otro hijo, desengañose de las crueldades de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan miserable estado. Vino a sacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio que, sin aguardar a más, trató muy mal de palabra al licenciado Vigilia. Nos mandó llevar en dos sillas a casa. Despidímonos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel, viendo venir rescatados sus compañeros.
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Capítulo 4 De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares
Entramos en casa de don Alonso, y echáronnos en dos camas con mucho tiento porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos del hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo mayor y la hambre imperial (al fin me trataban como a criado), en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar, a la primera almendrada y a la primera ave, las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento porque, como estaban güecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquier palabra. Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y cobrar algún aliento, pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban negras y alforzadas; y así, se dio orden que cada día nos las ahormasen con la mano de un almirez. Levantámonos a hacer pinicos dentro de cuatro días y aún parecíamos sombras de otros hombres y, en lo amarillo y flaco, simiente de los padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso, comiendo, alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba el hambre tanto que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo, al sentarse a la mesa, nos decía males de la gula, no habiéndola él conocido en su vida. Y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de “No matarás” metía perdices y capones y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado no sólo el matarla, sino el criarla, según recataba el comer. Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de inviar a su hijo a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería. Y con esto diole un criado para mayordomo, que le gobernase la casa y le tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje: era una media camita, y otra de cordeles con ruedas para metella debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Aranda, cinco colchones y ocho sábanas, ocho 2 33
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almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecita, antes de anochecer una hora, y llegamos a la media noche, a la siempre maldita venta de Viveros. El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día. Hízonos gran fiesta y, como él y los ministros del carretero iban horros (que ya habían llegado también con el hato antes, que nosotros veníamos de espacio), pegose al coche, diome a mí la mano para salir del estribo y díjome si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Metiome adentro, donde estaban dos rufianes con unas mujercillas, un cura rezando al olor, un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar, y dos estudiantes fregones, de los de mantellina, buscando trazas para engullir. Mi amo, pues, como más nuevo en la venta y muchacho, dijo: —Señor huésped, deme lo que hubiere para mí y dos criados. —Todos lo somos de vuestra merced —dijeron al punto los rufianes— y le hemos de servir. ¡Hola, huésped!, mirá que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes. Vaciad la dispensa. Y diciendo esto, llegose uno y quitole la capa diciendo. —Descanse vuestra merced, mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las ninfas: —¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es vuestra merced su criado? Yo respondí, creyendo que era así como lo decían, que yo y el otro lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije cuando el uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, dijo: —¡Oh, mi señor don Diego, ¿quién me dijera a mí, agora diez años, que había de ver yo a vuestra merced desta manera? ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá vuestra merced! Él se quedó admirado, y yo también, que juramos entrambos no habelle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego a la cara y dijo a su amigo: —¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra encontralle y conocelle según está de grande! ¡Dios le guarde! Y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y, preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles y, oliendo la estafa, dijo: —Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría. Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes dijeron: —Cene vuestra merced, que, entre tanto que a nosotros nos adrezan lo que hubiere, le serviremos a la mesa. —¡Jesús! —dijo don Diego, vuestras mercedes se asienten, si son servidos. Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con ellos:
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—Luego, mi señor, que aún no está todo a punto. Yo, cuando vi a los unos convidados y a los otros que se convidaban, afligime y temí lo que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y, mirando a mi amo, dijeron: —No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas por comer. Mande vuestra merced que alcancen un bocado. Él, haciendo del galán, convidolas. Sentáronse y, entre los dos estudiantes y ellas, no dejaron sino un cogollo en cuatro bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel maldito estudiante le dijo: —Un agüelo tuvo vuestra merced, tío de mi padre, que en viendo lechugas se desmayaba; ¡qué hombre era tan cabal! Y diciendo esto, se puso un panecillo, y el otro, otro. Pues las ninfas ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura con el mirar solo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado, dos lonjas de tocino y un par de palominos cocidos, y dijeron: —Pues, padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance, que mi señor don Diego nos hace merced a todos. No bien se lo dijeron, cuando se sentó. Ya, cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzose a afligir. Repartiéronlo todo y al don Diego dieron no sé qué huesos y alones; lo demás engulleron el cura y los otros. Decían los rufianes: —No cene mucho, señor, que le hará mal. Y replicaba el maldito estudiante: —Y más, que es menester hacerse a comer poco para la vida de Alcalá. Yo y el otro estudiante estábamos rogando a Dios que les pusiese en corazón que dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo, y que el cura repasaba los huesos de los otros, volvió el un rufián y dijo: —¡Oh, pecador de mí! No habemos dejado nada a los criados. Vengan aquí vuestras mercedes ¡Ah, señor huésped!, deles todo lo que hubiere. ¿Ve aquí un doblón? Tan presto saltó el descomulgado pariente de mi amo (digo el escolar) y dijo: —Aunque, vuestra merced me perdone, señor hidalgo, debe saber poco de cortesía. ¿Conoce, por dicha, a mi señor primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros. —No se enoje vuestra merced, que no le conocían. Maldiciones le eché, cuando vi tan grande disimulación, que no pensé acabar. Levantaron las mesas, y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena, y replicáronle que a la mañana habría lugar. Estuviéronse un rato parlando; preguntole su nombre al estudiante, y él dijo que se llamaba don tal Coronel. ¡En malos infiernos arda el embustero en dondequiera que está! Vio el avariento que dormía y dijo: —¿Vuestra merced quiere reír? Pues hagamos alguna burla a este viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino y es riquísimo.
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Los rufianes dijeron: —Bien haya el licenciado; hágalo, que es razón. Con esto se llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas y, desenvolviéndolas, halló una caja y, como si fuera de guerra, hizo gente. Llegáronse todos, y, abriéndola, vio que era de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar puso piedras, palos y lo que halló; luego se proveyó sobre lo dicho y encima de la suciedad puso hasta una docena de yesones. Cerró la caja y dijo: —Pues aún no basta, que bota tiene. Sacola el vino y, desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco vino debajo, se la llenó de lana y estopa, y la cerró. Con esto se fueron todos a acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del gabán echó una gran piedra y fuese a dormir. Llegó la hora del caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y, al levantarse, no podía levantar la capilla del gabán. Miró lo que era, y el mesonero, adrede, le riñó diciendo: —¡Cuerpo de Dios!, ¿no halló otra cosa que llevarse, padre, sino esta piedra? ¿Qué les parece a vuestras mercedes, si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados porque es contra el dolor de estómago. Juraba y perjuraba, diciendo que no había metido él tal en la capilla. Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar sesenta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma. Decían los estudiantes: —Como hemos de servir a vuestra merced en Alcalá, quedamos ajustados en el gasto. Almorzamos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas y, porque no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatolas a escuras debajo el gabán; y, agarrando un yesón untado, echóselo en la boca y fuele a hincar una muela y medio diente que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y hacer gestos de asco y de dolor; llegamos todos a él, y el cura el primero, diciéndole qué tenía. Comenzose a ofrecer a Satanás. Dejó caer las alforjas. Llegose a él el estudiante y dijo: —¡Arriedro vayas, Satán, cata la cruz! Otro abrió un breviario; hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era y pidió le dejasen enjaguar la boca con un poco de vino que él traía en la bota. Dejáronle, y, sacándola, abriola y, abocando en un vasito un poco de vino, salió con lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso que no se podía beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero, viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos pusimos en el coche; y aún no bien había comenzado a caminar cuando los unos y los otros nos comenzaron a dar vaya, declarando la burla. El ventero decía: 128 143
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—Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta, envejecerá. El cura decía: —Sacerdote soy; allá se lo dirán de misas. Y el estudiante maldito voceaba: —Señor primo, otra vez rásquese cuando le coma y no después. El otro decía: —Sarna de vuestra merced, señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas llegamos a la villa. Apeámonos en un mesón, y en todo el día, que llegamos a las nueve, acabamos de contar la cena pasada y nunca podimos sacar en limpio el gasto.
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Capítulo 5 De la entrada de Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo
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Antes que anocheciese salimos del mesón a la casa que nos tenían alquilada, que estaba fuera la puerta de Santiago, patio de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque ésta teníamos entre tres moradores diferentes no más. Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso: moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy grande cosecha desta gente y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino; digo esto confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que cierto es mucha. Recibiome, pues, el huésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. Ni sé si lo hizo porque le comenzásemos a tener respeto o por ser natural suyo dellos, que no es mucho tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos nuestro hato, acomodamos las camas y lo demás y dormimos aquella noche. Amaneció, y helos aquí en camisa todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntome que qué querían, y yo, entre tanto, por lo que podía suceder, me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza fuera, que parecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos, y cantando comenzaron una grita del diablo, diciendo: —¡Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad! Goce de las preeminencias de antiguo: pueda tener sarna, andar manchado y padecer el hambre que todos. Y con esto, ¡mire vuestra merced qué privilegios!, volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para escuelas. A mi amo apadrináronle unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su general; pero yo, que había de entrar en otro diferente y fui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien el pie cuando me encararon y empezaron a decir: “¡Nuevo!” Yo, por disimular, di en reír como que no hacía caso, mas no bastó porque llegándose a mí ocho o nueve comenzaron a reírse. Púseme colorado; nunca Dios lo permitiera, pues al instante se puso uno que estaba a mi lado sus manos en las narices y, apartándose, dijo: —Por resucitar está este Lázaro, según hiede. Y con esto todos se apartaron, tapándose las narices. Yo, que me pensé escapar, también me puse las manos y dije: —Vuestras mercedes tienen razón, que güele muy mal. Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarrar y tocar al arma, y en las toses y abrir y cerrar de las bocas vi que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado me hizo alarde de uno terrible, diciendo: 34
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—Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, dije: —¡Juro a Dios que ma ...! Iba a decir “te”, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco que todos tiraban a mí; y era de ver, sin duda, cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera: —¡Basta, no le matéis! Yo, que según me trataban creí dellos que lo harían, destapé por ver lo que era, y, al mismo tiempo, el que daba las voces me enclavó un gargajo entre los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que, por ahorrar de médicos y boticas, aguardaban nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho ajufaina de viejo a pura saliva. Fuime a casa, que apenas acerté a entrar en ella, y fue ventura el ser de mañana, porque sólo topé dos o tres muchachos, que debían ser bien inclinados porque no me tiraron más de cuatro o seis trapazos y luego se fueron. Entré en casa, y el morisco, que me vio, comenzó a reírse y hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije: —Tened, huésped, que no soy eccehomo. Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de porrazos sobre los hombros con las pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio vengado, subí arriba, y en buscar por dónde asir la sotana y el manteo, se pasó mucho rato. Al fin le quité y me eché en la cama y colguelo en una azotea. Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojose y comenzome a dar repelones con tanta priesa que, a dos más, me despierta calvo. Levanteme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —¿Es buen modo de servir éste, Pablos? Ya es otra vida. Yo, cuando oí decir “otra vida”, entendí que era ya muerto y dije: —Bien me anima vuestra merced en mis trabajos. Vea cuál está aquella sotana y manteo, que ha servido de pañizuelos a las mayores narices que se han visto jamás en paso de Semana Santa. Y con esto, empecé a llorar. Él, viendo mi llanto, creyolo y, buscando la sotana y viéndola, compadeciose de mí y dijo: 39-40
que ma ...! Iba a decir “te”] S // que me la, yua a dezirle Z afeite] SCB // azeyte Z 57 comenzó] començon Z 63 colguelo] SCB // colgue Z 64 aventura] SCB // ventura Z 52
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—Pablo, abre el ojo que asan carne. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Contele todo lo que había pasado, y mandome desnudar y llevar a mi aposento, que era donde dormían cuatro criados de los huéspedes de casa. Acosteme y dormí; y con esto, a la noche, después de haber comido y cenado bien, me hallé fuerte, ya como si no hubiera pasado nada por mí. Pero cuando comienzan desgracias en uno parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traen a otras. Viniéronse a acostar los otros criados y, saludándome todos, me preguntaron si estaba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso, y al punto, como si en ellos no hubiera mal ninguno, se empezaron a santiguar, diciendo: —No se hiciera entre luteranos. ¿Hay tal maldad? Otro decía: —El retor tiene la culpa en no poner remedio. ¿Conocerá los que eran? Yo respondí que no y agradeciles la merced que me mostraban hacer. Con esto, se acabaron de desnudar. Acostáronse, mataron la luz, y dormime yo, que me parecía estaba con mi padre y mis hermanos. Debían ser las doce cuando el uno dellos me despertó a puros gritos, diciendo: —¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama unas voces y golpes de látigo. Yo levanté la cabeza y dije: —¿Qué es eso? Y apenas me descubrí cuando con una maroma me asentaron un azote con hijos en todas las espaldas. Comencé a quejarme, quíseme levantar; quejábase el otro también y dábame a mí sólo. Yo comencé a decir: —¡Justicia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre mí que ya no me quedó, por haberme tirado las frazadas abajo, remedio sino el de meterme debajo de la cama. Hícelo así, y al punto los tres que dormían empezaron a dar gritos también. Y como sonaban los azotes, yo creí que alguno de afuera nos daba a todos. Entre tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y proveyó en ella y cubriola. Y pasándose a la suya, cesaron los azotes, y levantáronse con grandes gritos todos cuatro, diciendo: “Es gran bellaquería y no ha de pasar así”. Yo todavía me estaba debajo de la cama, quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecía un galgo con calambre. Hicieron los otros que cerraban la puerta, y yo entonces salí de donde estaba y subime a mi cama, preguntando si acaso les habían hecho mal. Todos se quejaban de muerte. Acosteme y cubrime y torné a dormir; y como entre sueños me revolcase, cuando desperté halleme sucio hasta las trencas. Levantáronse todos, y yo tomé por achaque los azotes para no vestirme. No había diablos que me moviesen de un lado. Estaba confuso, considerando si acaso, con el miedo y la turbación, sin sentirlo, había hecho aquella vileza, o si entre sueños. Al fin, yo me hallaba ino80
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cente y culpado, y no sabía disculparme. Los compañeros se llegaron a mí, quejándose y muy disimulados, a preguntarme cómo estaba, y yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. Preguntábales yo qué podía haber sido, y ellos decían: —A fe que no se escape, que el matemático nos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáis herido, que os quejábades mucho. Y diciendo esto, fueron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró diciendo: —¿Es posible, Pablos, que no he de poder contigo? Son las ocho, y estaste en la cama. ¡Levántate en noramala! Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y pidiéronle que me dejase dormir. Y decía uno: —Y si vuestra merced no lo cree, levantá, amigo. Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con los dientes por no mostrar la caca, y cuando ellos vieron que no había remedio por aquel camino, dijo uno: —¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede! Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad, y luego, tras él, comenzaron todos a mirar si había en el aposento algún servicio. Decían que no se podía estar allí. Dijo uno: —¡Pues es muy bueno esto para haber de estudiar! Miraron las camas y quitáronlas para ver debajo y dijeron: —Sin duda debajo de la de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras y miremos debajo della. Yo, que veía poco remedio en el negocio y que me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón. Agarreme a los palos, hice visajes. Ellos, que sabían el misterio, apretaron conmigo, diciendo: “¡Gran lástima!”. Don Diego me tomó el dedo del corazón, y al fin, entre los cinco me levantaron. Y al alzar las sábanas fue tanta la risa de todos, viendo los recientes, no ya palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. —¡Pobre dél! —decían los grandísimos bellacos (yo hacía el desmayado)—. Tírele vuestra merced mucho de ese dedo del corazón. Y mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto tiró que me le desconcertó. Los otros también trataron de darme un garrote en los muslos y decían: —El pobrecito agora sin duda se ensució cuando le dio el mal. ¡Quién dirá lo que yo pasaba entre mí, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro de que me diesen garrote! Al fin, de miedo que me le diesen, que ya me tenían los cordeles en los muslos, hice que había vuelto, y por presto que lo hice, como los bellacos iban con malicia, ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna. Dejáronme diciendo: —¡Jesús, y qué flaco sois! Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede: —Más va en vuestra salud que en el haberos ensuciado. Callá. Y con esto me pusieron en la cama, después de haberme lavado, y se fueron.
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Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era más lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, lavándola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en llegando, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de casa, y yo, aunque poco y de mala gana. Y después, juntándonos todos a parlar en el corredor, los otros criados, después de darme vaya, declararon la burla. Riéronla todos, doblóseme mi afrenta, y dije entre mí: “Avisón, Pablos, alerta”. Propuse de hacer nueva vida; y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas y patios nadie me inquietó más.
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Capítulo 6 De las crueldades del ama y travesuras que yo hice
“Haz como vieres” dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a vuestra merced que hice todas las diligencias posibles. Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y los pollos del ama que del corral pasasen a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos puercos del mejor garbo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados y oílos gruñir y dije a uno: “Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa”. Fue y dijo que dos marranos. Yo, que lo oí, me enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casas ajenas. Y diciendo esto, envasele a cada uno, a puerta cerrada, la espada por los pechos, y luego los acogotamos. Y, porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par dábamos grandísimos gritos como que cantábamos, y así espiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre y, a puros jergones, los medio chamuscamos en el corral, de suerte que cuando vinieron los amos ya estaba hecho, aunque mal, si no eran los vientres, que no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no por falta de prisa que, en verdad, que por no detenernos las habíamos dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro. Supo, pues, don Diego y el mayordomo el caso y enojáronse conmigo de manera que obligaron a los güéspedes, que de risa no se podían valer, a volver por mí. Preguntábame don Diego qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia; a lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y si no me valiese, diría: “Como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, entendí que eran nuestros”. Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego: “A fe, Pablos, que os hacéis a las armas”. Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio. No cabía el ama de contento, porque éramos los dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, que desde entonces heredé no sé qué amor a la sisa en este oficio. La carne no guardada en manos del ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos. Y la vez que podía echar cabra o oveja, no echaba carnero, y si había huesos no entraba cosa magra; y así hacía unas ollas tísicas, de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se podían hacer sartas de cristal. Las Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar unos cabos de velas de sebo. 35
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Ella decía, cuando yo estaba delante, a mi amo: —Por cierto que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso. Consérvele vuestra merced, que bien se le puede sufrir el ser travieso por la fidelidad; lo mejor de la plaza trae. Yo, por el consiguiente, decía della lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite de por junto, carbón o tocino, escondíamos la metad y, cuando nos parecía, decíamos el ama y yo: —Modérense vuestras mercedes en el gasto que, en verdad, si se dan tanta priesa no baste la hacienda del Rey. Ya se ha acabado el aceite (o el carbón). Pero ¿tal priesa se han dado? Mande vuestra merced comprar más, y a fe que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pablicos. Dábanmelos, y vendíamosles la metad sisada y, de lo que comprábamos, sisábamos la otra metad; y esto era en todo. Y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía, como enojada. —No me digáis a mí, Pablicos, que éstos son dos cuartos de ensalada. Yo hacía que lloraba, daba muchas voces y íbame a quejar a mi señor y apretábale para que enviase el mayordomo a saberlo, para que callase el ama, que adrede porfiaba. Iba y sabíalo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban agradecidos: en mí, a las obras, y en el ama, al celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí: —¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar! ¿Toda ésta es la lealtad que me decís vos dél? Tuvímoslos desta manera, chupándolos como sanguijuelas. Yo apostaré que vuestra merced se espanta de la suma del dinero al cabo del año. Ello mucho debió de ser, pero no obligaba a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba de a ocho a ocho días y nunca le vi rastro ni imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa. Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágenes, cruces y cuentas de perdones. En todas decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo y rezaba más oraciones que un ciego: entraba por el “Justo Juez” y acababa con el “Conquibules”, que ella decía, y en la “Salve Rehila”. Decía las oraciones en latín adrede, por fingirse inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía otras habilidades: era conqueridora de voluntades y corchete de gustos, que es lo mismo que alcagüeta; pero disculpábase conmigo diciendo que le venía de casta, como al rey de Francia curar lamparones. 49
sisábamos] SCB // om. Z sanguijuelas ] sanguisuelas Z 70 Rehila] es difícil decidir si hay aquí un error de copia, una parodia o si se dan ambas circunstancias. En SC se lee regina, pero en B rehina. 59
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Pensará vuestra merced que siempre estuvimos en paz. Pues, ¿quién ignora que dos amigos, como sean cudiciosos, si están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? Sucedió que el ama criaba gallinas en el corral; yo tenía gana de comerla una. Tenía doce o trece pollos grandecitos, y un día, estando dándoles de comer, comenzó a decir: “¡Pío, pío!”; y esto muchas veces. Yo que oí el modo de llamar, comencé a dar voces, y dije: —¡Oh, cuerpo de Dios, ama, no hubiérades muerto un hombre o hurtado moneda al Rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir! ¡Malaventurado de mí y de vos! Ella, como me vio hacer extremos con tantas veras, turbose algún tanto y dijo: —Pues, Pablos, ¿yo qué he hecho? Si te burlas no me aflijas más. —¡Cómo burlas, pesia tal! Yo no puedo dejar de dar parte a la Inquisición, porque, si no, estaré descomulgado. —¿Inquisición? —dijo ella y empezó a temblar—. Pues, ¿yo he hecho algo contra la fe? —Eso es lo peor —decía yo—; no os burléis con los inquisidores; decid que fuistes una boba y que os desdecís, y no neguéis la blasfemia y desacato. Ella, con el miedo, dijo: —Pues, Pablos, y si me desdigo, ¿castigaranme? Respondile: —No, porque sólo os absolverán. —Pues yo me desdigo —dijo—, pero dime tú de qué, que no lo sé yo, así tengan buen siglo las ánimas de mis difuntos. —¿Es posible que no advertisteis en qué? No sé cómo lo diga, que el desacato es tal que me acobarda. ¿No os acordáis que dijisteis a los pollos: “pío, pío”? Y es Pío nombre de los papas, vicarios de Dios y cabezas de la iglesia. Papaos el pecadillo. Ella quedó como muerta, y dijo: —Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios si fue con malicia. Yo me desdigo; mira si hay camino para que se pueda escusar el acusarme, que me moriré si me veo en la Inquisición. —Como vos juréis en una ara consagrada que no tuvisteis malicia, yo, asegurado, podré dejar de acusaros. Pero será necesario que esos dos pollos, que comieron llamándoles con el santísimo nombre de los pontífices, me los deis para que yo los lleve a un familiar que los queme, porque están dañados. Y, tras esto, habéis de jurar de no reincidir de ningún modo. Ella, muy contenta, dijo: —Pues llévatelos, Pablos, agora, que mañana juraré. Yo, por más asegurarla, dije: —Lo peor es, Cepriana, —que así se llamaba— que yo voy a riesgo, porque me dirá el familiar si soy yo y, entre tanto, me podrá hacer vejación. Llevadlos vos, que yo, pardiez que temo. —Pablos —decía cuando me oyó esto—, por amor de Dios que te duelas de mí y los lleves, que a ti no te puede suceder nada.
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Dejela que me lo rogase mucho, y al fin —que era lo que quería—, determineme; tomé los pollos, escondilos en mi aposento. Hice que iba fuera y volví diciendo: —Mejor se ha hecho que yo pensaba. Quería el familiarcito venirse tras mí a ver la mujer, pero lindamente te le he engañado y negociado. —Diome mil abrazos y otro pollo para mí, y yo fuime con él adonde había dejado sus compañeros, y hice hacer en casa de un pastelero una cazuela. Y comímelos con los demás criados. Supo el ama y don Diego la maraña, y toda la casa la celebró en extremo; el ama llegó tan al cabo de pena que por poco se muriera; y, de enojo, no estuvo dos dedos —a no tener por qué callar— de decir mis sisas. Yo, que me vi ya mal con el ama y que no le podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme y di en lo que llaman los estudiantes “correr” o “rebatar”. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque, yendo una noche a las nueve —que ya anda poca gente— por la Calle Mayor, vi una confitería y, en ella, un cofín de pasas sobre el tablero y, tomando vuelo, vine, agarrele, di a correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar y, al volver una esquina, senteme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano: —¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado! Oyéronme esto, y en llegando, empecé a decir: —Por tan alta Señora... Y lo ordinario de la hora menguada y aire corruto. Ellos se venían desgañifando, y dijéronme: —¿Va por ahí un hombre, hermano? —Ahí delante, que aquí me pisó, loado sea el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse. Quedé solo. Lleveme el cofín a casa, conté la burla y no quisieron creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho. Por lo cual, los convidé para otra noche a verme correr cajas. Vinieron y, advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro la tienda y que no las podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar el confitero, por lo que le sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine, pues, y metiendo, doce pasos atrás de la tienda, mano a la espada, que era un estoque recio, partí corriendo y, en llegando a la tienda, dije: “¡Muera!”, y tiré una estocada por delante el confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la espada y me fui con ella. Quedáronse espantados de ver la traza y muertos de risa de que el confitero decía que le mirasen, que sin duda le había herido y que era un hombre con quien había tenido palabras. Pero, volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir de la caja las que estaban alderredor, echó de ver la burla y empezó a santiguarse que no pensó acabar. Confieso que nunca me supo cosa tan bien.
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Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar en nombre revesado. Yo, como era muchacho y veía que me alababan el ingenio con que salía destas travesuras, animábame para hacer otras más. Cada día traía la pretina llena de jarras de monjas, que les pidía para beber y me venía con ellas: introduje que no diesen nada sin prenda primero. Y así, prometí a don Diego y a todos los compañeros de quitar una noche las espadas a la misma ronda. Señalose cuál había de ser, y fuimos juntos, yo delante; y, en columbrar la justicia, llegueme con otro de los criados de casa, muy alborotado, y dije: —¿Justicia? Respondieron: —Sí. —¿Es el corregidor? Dijeron que sí. Hinqueme de rodillas y dije: —Señor, en sus manos de vuestra merced está mi remedio y mi venganza, y mucho provecho de la república. Mande vuestra merced oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión. Apartose, y ya los corchetes estaban empuñando las espadas y los alguaciles poniendo mano a las varetas, y díjele: —Señor, yo he venido de Sevilla siguiendo seis hombres los más facinorosos del mundo, todos ladrones y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre y a un hermano mío por saltearlos, y le está probado esto. Y vienen acompañando, según les he oído decir, a una espía francesa; y aun sospecho por lo que les he oído, que es... —y, abajando más la voz, dije— de Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba y dijo: —¿Adónde están? —Señor, en la casa pública. No se detenga vuestra merced, que las ánimas de mi madre y hermanos se lo pagarán en oraciones, y el Rey acá. —¡Jesús, no nos detengamos! ¡Seguidme todos! Dadme una rodela. Yo le dije, tornándole a apartar: —Señor, perderse ha si vuestra merced hace eso; antes importa que todos entren sin espadas y uno a uno, que ellos están en los aposentos y traen pistoletes y, en viendo entrar con espadas, como no la puede traer sino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor, y cogerlos por detrás los brazos, que demasiados vamos. 161
llena] SCB // om. Z saltearlos] SCB // matarlos Z 180 he] SCB // om. Z 181 he] SCB // om. Z 183 arriba] SB // riba CZ 186 mi] SCB // mis Z 186 acá] SCB // Hazia Z 179
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Cuadrole al corregidor la traza, con la codicia de la prisión. En esto, llegamos cerca, y el corregidor, advertido, mandó que debajo de unas yerbas pusiesen todos las espadas, escondidas en un campo que está frente casi de la casa; pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro que ellos dejarlas y él tomarlas y pescarse a casa fuese todo uno, hízolo así. Y al entrar todos, quedeme atrás el postrero y, en entrando ellos mezclados con otra gente que iba, di cantonada y emboqueme por una callejuela que va a dar cerca la Vitoria, que no me alcanzara un galgo. Ellos, que entraron y no vieron nada, porque no había sino estudiantes y pícaros, que es todo uno, comenzaron a buscarme y, no me hallando, sospecharon lo que fue. Yendo a buscar sus espadas, no hallaron media. ¡Quién contara las diligencias que hizo con el rector el corregidor! Aquella noche anduvieron todos los patios, reconociendo las caras. Llegaron a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y con una vela en la mano y un cristo en la otra, y un compañero clérigo ayudándome a morir; los demás rezando las letanías. Llegó el rector y la justicia y, viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para tal cosa. No miraron nada, antes el rector me dijo un responso. Preguntó si estaba ya sin habla, y dijéronle que sí; y con tanto, se fueron desesperados de hallar rastro, jurando el rector de remitirle si le topasen, y el corregidor de ahorcarle aunque fuese hijo de un grande. Levanteme de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solemnizar la burla en Alcalá. Y, por no ser largo, dejo de contar cómo hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores y plateros y mesas de fruteras (que nunca se me olvidará la afrenta de cuando fui rey de gallos) sustentaba la chiminea de casa todo el año. Callo las pensiones que tenía sobre los habares, viñas y huertos en todo aquello del alderredor. Con estas y otras cosas comencé a cobrar fama de travieso y agudo entre todos. Favorecíanme los caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre tuve el respecto que era razón, por el mucho amor que me tenía.
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Capítulo 7 De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de mis padres, y la resolución que tomé en mis cosas para adelante
En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era allegado a la justicia, pues cuantas allí se habían hecho de cuatro años a esta parte han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio; vérsele hacer daba gana de dejarse ahorcar. Éste, pues, me escribió una carta a Alcalá desde Segovia, en esta forma:
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“Hijo Pablos —que por el mucho amor que me tenía me llamaba así—: Las ocupaciones grandes desta plaza en que me tiene ocupado su Majestad no me han dado lugar a hacer esto; que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque le desquita con esta negra honrilla de ser sus criados. »Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien le guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo. Veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él. Y, como tenía aquella presencia, nadie le veía con los cristos delante que no lo juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado, mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle. Hízose dos veces los bigotes. Mandaba descansar a los confesores y íbales alabando lo que decían bueno. Llegó a la de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volviose a la justicia y dijo que mandase adrezar aquél para otro, que no todos tenían su hígado. No sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentose arriba, y tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: —Padre, yo lo doy por predicado, y vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo. »Hízose ansí. Encomendome que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gestos; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos, haciendo mesa franca a los grajos; pero yo entiendo que los pasteleros desta tierra nos consolarán acomodándole en los de a cuatro. 31
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»De vuestra madre, aunque está viva agora, casi os puedo decir lo mismo, que está presa en la Inquisición de Toledo porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Dícese que daba paz cada noche a un cabrón en el ojo que no tiene niña. Halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que a una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representaba en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente que, al fin, soy ministro del Rey y me están mal estos parentescos. »Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, lo que tenga ha de ser para vos. Vista ésta, os podréis venir aquí, que, con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego y, entre tanto, Dios os guarde, etcétera”. No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holgueme en parte: tanto pueden los vicios en los padres que consuelan de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos. Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome cómo se determinaba ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba dejarme (y a mí más). Díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije: —Señor, yo soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener, porque si hasta ahora tenía, como cada cual, mi piedra en el rollo, ahora tengo mi padre. Declarele cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon e hicieron moneda, y cómo me había escrito mi señor tío el verdugo desto y de la prisioncilla de mama; que a él, como quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimose mucho y preguntome qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones. Y, con esto, al otro día él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura. Quemé la carta por que, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguno, y comencé a disponer mi partida para Segovia con intención de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes, para huir dellos.
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Capítulo 8 Del camino de Alcalá para Segovia y lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde dormí aquella noche
Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía, de secreto, para el camino y con ayuda de unos embustes hice hasta seiscientos reales. Alquilé una mula y salime de la posada, adonde no tenía que sacar más de mi sombra. ¡Quién contara las angustias del zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento! Uno decía: “¡Siempre me lo dijo el corazón!”; otro: “¡Bien me decían a mí que éste era un trampista!” Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo que dejé con mi ausencia a la metad dél llorando y a la otra metad riéndose de los que lloraban. Íbame entreteniendo por el camino considerando en estas cosas cuando, pasado Torote, encontré con un hombre en un macho de albarda, el cual iba hablando entre sí con muy gran prisa y tan embebecido que, aun estando a su lado, no me veía. Saludele y saludome; preguntele dónde iba, y, después que nos pagamos las respuestas, comenzamos a tratar de si bajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía ganar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno. Proseguimos en la conversación, propia de pícaros, y venimos a dar, de una cosa en otra, en Flandes. Aquí fue ello que empezó a suspirar y decir: —Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, porque ha catorce años que ando con un arbitrio que, si como es imposible no lo fuera, ya estuviera todo sosegado. —¿Qué cosa puede ser —le dije— que, conviniendo tanto, sea imposible y no se puede hacer? —¿Quién dice a vuestra merced —dijo luego— que no se puede hacer? Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa. Y si no fuera por dar pesadumbre a vuestra merced, le contara lo que es; pero allá se verá, que agora lo pienso imprimir con otros trabajillos, entre los cuales le doy al Rey modo de ganar a Ostende por dos caminos. Roguele que los dijese; y sacándole de las faldriqueras, me mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo: —Bien ve vuestra merced que la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo doy orden de chuparle todo con esponjas y quitarle de allí. Di yo con este desatino una gran risada, y él, mirándome a la cara, me dijo: 6
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—A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento. —Ése tengo yo por cierto —le dije— de oír cosa tan nueva y tan bien fundada. Pero advierta vuestra merced que ya que chupe el agua que hubiere entonces, tornará luego la mar a echar más. —No hará la mar tal cosa, que lo tengo yo eso por muy apurado —me respondió—; fuera de que yo tengo pensada una invención para hundir la mar por aquella parte doce estados. No le osé replicar de miedo que me dijese tenía arbitrio para tirar el cielo acá abajo. No vi en mi vida tan gran orate. Decíame que Juanelo no había hecho nada, que él trazaba agora de subir toda el agua de Tajo a Toledo de otra manera más fácil. Y sabido lo que era, dijo que por ensalmo. ¡Mire vuestra merced quién tal oyó en el mundo! Y al cabo, me dijo: —Y no lo pienso poner en ejecución si primero el Rey no me da una encomienda, que la puedo tener muy bien y tengo una ejecutoria muy honrada. Con estas pláticas y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya. Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los arbitrios en que ocupaba el tiempo cuando, Dios enhorabuena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie que, mirando un libro, hacía unas rayas que medía con un compás. Daba vueltas y saltos a un lado y otro y, de rato en rato, poniendo un dedo encima de otro, hacía mil cosas saltando. Yo confieso que entendí por gran rato (que me paré desde algo lejos a verlo) que era encantador y casi no me determinaba a pasar. Al fin me determiné, y, llegando cerca, sintiome, cerró el libro, y, al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Levantele, y díjome: —No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir. Yo no entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntome si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo; y yo, aunque no le entendí, le dije que circunflejo. Preguntome cúya era la espada que llevaba al lado. Respondile que mía, y, mirándola, dijo: —Esos gavilanes habían de ser más largos para reparar los tajos que se forman sobre el centro de las estocadas. Y empezó a meter una parola tan grande que me forzó a preguntarle qué materia profesaba. Díjome que él era diestro verdadero y que lo haría bueno en cualquiera parte. Yo, movido a risa, le dije. —Pues en verdad que, por lo que yo vi hacer a vuestra merced en el campo, que más le tenía por encantador, viendo los círculos. —Eso —me dijo— era que se me ofreció una treta por el cuarto círculo con el compás mayor, cautivando la espada para matar sin confesión al contrario, porque no diga quién lo hizo, y estaba poniéndolo en términos de matemática. 45 64
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—¿Es posible —le dije yo— que hay matemática en eso? Dijo: —No solamente matemática, mas teología, filosofía, música y medicina. —Esa postrera no lo dudo, pues se trata de matar en esa arte. —No os burléis —me dijo— , que ahora aprendéis la limpiadera contra la espada haciendo los tajos mayores, que comprehendan en sí las espirales de la espada. —No entiendo cosa de cuantas me decís, chica ni grande. —Pues este libro las dice —me respondió—, que se llama Grandezas de la espada y es muy bueno y dice milagros; y para que lo creáis, en Rejas, que dormiremos esta noche, con dos asadores me veréis hacer maravillas. Y no dudéis que cualquier que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —O ese libro enseña a hacer pestes a los hombres o le compuso —dije yo— algún doctor. —¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—, es un gran sabio, y aun estoy por decir más. En estas pláticas llegamos a Rejas. Apeámonos en una posada, y al apearnos, me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas y que, reduciéndolas a líneas paralelas, me pusiese perpendicular en el suelo. El huésped me vio reír y se rió, preguntome si era indio aquel caballero que hablaba de aquella suerte. Pensé con esto perder el juicio. Llegose luego al huésped y díjole: —Señor, deme vuestra merced dos asadores para dos o tres ángulos, que al momento se los volveré. —¡Jesús! —dijo el huésped—, deme acá vuestra merced los ángulos, que mi mujer los asará, aunque aves son que no las he oído nombrar. —¡Que no son aves! —dijo, volviéndose a mí—. Mire vuestra merced lo que es no saber. Deme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy que todo lo que ha ganado en su vida. En fin, los asadores estaban ocupados, y hubimos de tomar dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía: —Con este compás alcanzo más y gano los grados del perfil. Ahora me aprovecho del movimiento remiso para matar el natural. Ésta había de ser cuchillada; y ésta, tajo. No llegaba a mí desde una legua y andaba alderredor con el cucharón; y, como yo no estaba quedo, parecían tretas contra olla que se sale estando al fuego. Díjome al fin: —Esto es lo bueno, y no las borracheras que enseñan estos bellacos maestros de esgrima, que no saben sino beber. No lo había acabado de decir cuando de un aposento salió un mulatazo mostrando las presas, con un sombrero enjerto en guardasol y un coleto de ante bajo de una ropilla suelta y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la 107
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cara con un per signum crucis de inimicis suis, la barba de ganchos con unos bigotes de guardamano, y una daga con más rejas que un locutorio de monjas. Y mirando al suelo, dijo: —Yo soy examinado y traigo la carta y, por el sol que calienta los panes, que haga pedazos a quien tratare mal a tanto buen hijo como profesa la destreza. Yo, que vi la ocasión, metime en medio y dije que no hablaba con él, y que así no tenía de qué picarse. —Meta mano a la blanca, si la trae, y apuremos cuál es verdadera destreza, y déjese de cucharones. El pobre de mi compañero abrió el libro y dijo en altas voces: —Este libro lo dice y está impreso con licencia del Rey; y yo sustentaré que es verdad lo que dice, con el cucharón y sin el cucharón, aquí y en otra parte; y si no, midámoslo. Y sacó el compás y comenzó a decir: “Este ángulo es obtuso...” Y entonces el maestro sacó la daga y dijo: —Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales hombres, pero, con ésta en la mano, le haré pedazos. Acometió al pobre diablo, el cual empezó a huir, dando saltos por la casa, diciendo: “No me puede herir, que le he ganado los grados del perfil”. Metímoslos en paz el huésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover. Metieron al buen hombre en su aposento, y a mí con él. Cenamos y acostámonos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, levántase en camisa y empieza a andar a escuras por el aposento, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Despertome a mí y, no contento con esto, bajó al huésped para que le diese luz, diciendo que había hallado objeto fijo a la estocada sagita por la cuerda. El huésped se daba a los diablos de que lo despertase, y tanto le molestó que le llamó loco. Y con esto, se subió y me dijo que, si me quería levantar, vería la treta tan famosa que había hallado contra el turco y sus alfanjes. Y decía que luego se la quería ir a enseñar al rey, por ser en favor de los católicos. En esto, amaneció. Vestímonos todos, pagamos la posada, hiciéronlos amigos a él y al maestro, el cual se apartó diciendo que lo que alegaba mi compañero era bueno, pero que hacía más locos que diestros, porque los más, por lo menos, no lo entendían.
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Capítulo 9 De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta
Yo tomé mi camino para Madrid, y él se despidió de mí por ir diferente jornada. Ya que estaba apartado, volvió con gran priesa y, llamándome a voces, estando en el campo, donde no nos oía nadie, me dijo al oído: —Por vida de vuestra merced, que no diga nada de todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de destreza y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento. Yo le prometí hacerlo. Tornose a partir de mí, y yo empecé a reírme del secreto tan gracioso. Con esto, caminé más de una legua que no topé persona. Iba yo pensando entre mí en las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres y, luego, tener tanta que me desconociesen por ella. Y parecíanme a mí tan bien estos pensamientos honrados que yo me los agradecía a mí mismo. Decía a solas: “Más se me ha de agradecer a mí, que no he tenido de quien aprender virtud, que al que la hereda de sus agüelos”. En estas razones y discursos iba cuando topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid. Trabamos plática, y luego me preguntó que de adónde venía. Yo le dije que de Alcalá. —Maldiga Dios —dijo él— tan mala gente, pues faltaba entre tantos un hombre de discurso. Preguntele que cómo o por qué se podía decir tal del lugar donde asistían tantos doctos varones, y él, muy enojado, dijo: —¿Doctos? Yo le diré a vuestra merced qué tan doctos; que habiendo catorce años que hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas al Corpus y al Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcitos; que porque vea vuestra merced la sinrazón que me hicieron, se los he de leer. Y comenzó desta manera: Pastores, ¿no es lindo chiste que es hoy el señor San Corpus Criste? Y es el día de las danzas, en que el cordero sin mancilla tanto se humilla que visita nuestras panzas y, entre estas bienaventuranzas, entra en el humano buche. Suene el lindo sacabuche, 11
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pues nuestro bien consiste. Pastores, ¿no es lindo chiste? Etcétera. 40
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—¿Qué pudiera decir más —me dijo— el mesmo inventor de los chistes? Mire qué misterios encierra aquella palabra “pastores”: ¡más me costó de un mes de estudio! Yo no pude con esto tener la risa, que a borbollones se me salía por los ojos y narices, y, dando una gran carcajada, dije: —¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en que llama vuestra merced “señor San Corpus Criste”, y Corpus Christi no es santo, sino el día de la institución del Santísimo Sacramento. —¡Qué lindo es eso! —me respondió, haciendo burla—; yo le daré en el calendario, y está canonizado, y apostaré a ello la cabeza. No pude porfiar, perdido de risa de ver la suma ignorancia; antes le dije que eran dignas de cualquier premio y que no había leído cosa tan graciosa en mi vida. —¿No? —dijo al mismo punto—, pues oiga vuestra merced un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgines, adonde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica. Yo, por escusarme de oír tanto millón de octavas, le supliqué no me dijese cosa a lo divino. Y así, me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén. Decíame: “Hícela en dos días, y éste es el borrador”. Y sería hasta cinco manos de papel. El título era El arca de Noé: hacíase toda entre gallos, ratones, jumentos, raposas y jabalís, como fábulas de Isopo. Yo se la alabé, la traza y la intención, a lo cual me respondió: —Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo; y si yo salgo con hacerla representar, será cosa famosa. —¿Cómo se podrá representar —le dije yo— si han de entrar los mismos animales, y ellos no hablan? —Ésa es la dificultad, que a no haber ésa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado hacerla toda de papagayos, tordos y picazas, que hablan, y meter para el entremés monas. —Por cierto, alta cosa es ésa. —Otras más altas he hecho yo —dijo— por una mujer a quien amo. Y ve aquí novecientos y un soneto y doce redondillas —que parece que contaba escudos por maravedís— hechos a las piernas de mi dama. Yo le dije que si se las había visto él; y respondiome que no había hecho tal por las órdenes que tenía, pero que iban en profecía los conceptos. Yo confieso la verdad: que, aunque me holgaba de oírle, tuve miedo a tantos versos malos y así comencé a echar la plática a otras cosas. Decíale que veía liebres: “Pues empezaré por uno donde las comparo a ese animal”; y empezaba luego. Yo, por divertille, le decía: “¿Ve vuestra merced aquella estrella que se ve de día?”. A lo cual
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dijo: “En acabando éste, le diré el soneto treinta, en que la llamo «estrella»; que no parece sino que sabe los intentos dellos”. Afligime tanto con ver que no se podía nombrar cosa a que él no hubiese hecho algún disparate que, cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al revés, que, por mostrar lo que era, alzó la voz entrando por la calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que, si los niños olían poeta, no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática que había salido contra ellos de uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidiome que la leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la posada. Fuimos a una adonde él se acostumbraba apear y hallamos a la puerta más de doce ciegos: unos le conocieron por el olor, y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenido; abrazolos a todos, y luego comenzaron unos a pedirle oración para el Justo Juez en verso grave y sentencioso, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las ánimas. Y por aquí discurrieron, recibiendo ocho reales de señal de cada uno. Despidiolos y díjome: —Más me han de valer de trescientos reales los ciegos, y así, con licencia de vuestra merced, me recogeré agora un poco para hacer alguna dellas, y, en acabando de comer, oiremos la premática. ¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
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Capítulo 10 De lo que hice en Madrid y lo que me sucedió hasta llegar en Cerecedilla, donde dormí
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Recogiose un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer. Comimos, y luego pidiome se leyese la premática. Yo, por no haber otro quehacer, la saqué y la leí, la cual pongo aquí por haberme parecido aguda y conviniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía deste tenor: Premática contra los poetas güeros, chirles y hebenes. Diole al sacristán la mayor risa del mundo y dijo: —¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes. Cayome a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo, que decía: “Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más inormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros como a las malas mujeres, y que los desengañen del yerro en que andan, y procuren convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos. »Ítem, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la prisa que les dan. »Ítem, habiendo considerado que esta seta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones, ha pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron al principio del mundo. Y porque aquél está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales. Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y, levantándose en pie, dijo: —¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase vuestra merced adelante, que de eso pienso apelar, y no con las mil y quinientas, sino a mi juez, por no causar perjuicio a mi hábito y dignidad; y en prosecución della gastaré lo que tengo. Bueno es que yo, siendo eclesiástico, hubiese de padecer ese agravio. Yo proba-
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ré que las coplas de poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia. En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se me hacía tarde, le dije: —Señor, esta premática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia por estar falta de autoridad. —¡Oh, pecador de mí! —dijo muy alborotado—; avisara vuestra merced que me hubiera ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe vuestra merced qué cosa es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado y oír eso? Prosiga vuestra merced, y Dios se lo perdone el susto que me dio. Proseguí diciendo: »Ítem, advirtiendo que después que dejaron de ser moros, aunque todavía conservan algunas reliquias, se han metido a pastores —por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas y chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música que no pacen—, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad; y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden en mozos de mulas. —¡Algún puto, cornudo, bujarrón, judío ordenó tal cosa! Y si supiera quién era, yo le hiciera una sátira que le pesara a él y a todos cuantos la vieran. ¡Miren qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita! ¡Y un hombre vinajeroso y sacristán ha de ser mozo de mulas! ¡Ea, señor, que son grandes pesadumbres ésas! —Ya le he dicho a vuestra merced —repliqué yo— que son burlas y que las oiga como tales. Proseguí diciendo: »Ítem, por estorbar los grandes hurtos, mandamos que no se pasen coplas de Aragón a Castilla ni de Italia a España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese y, si reincide, de andar limpio una hora. Esto le cayó muy en gracia porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarse, no era menester más de estregársela encima. El manteo, podíanse con él estercolar dos heredades. Y así, medio riéndome, le dije que mandaba también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan —y que, como a tales, no les enterrasen en sagrado— a las mujeres que se enamorasen de poeta a secas; y que, advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido estos años fértiles, mandamos que los legajos que por sus deméritos escapasen de las especerías fuesen a las necesarias sin apelación. Y por acabar, llegué al postrer capítulo, que decía así: »Pero advirtiendo, con ojos de piedad, que hay tres géneros de gentes en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales de esta arte, con tal que tengan carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de farsantes que no acaben los 71
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entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos. Y a los ciegos, que no sucedan los casos en Tetuán, desterrándoles estos vocablos: “hermanal” y “pundonores”; y mandámosles que para decir “la presente obra” no digan “zozobra”. Y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni Pascual, que no jueguen de vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que, mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta. »Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena que los tendrán por abogados en la hora de la muerte”. A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado della. Sólo el sacristanejo comenzó a jurar, por vida de las vísperas solemnes, Introibo y Kiries, que era sátira contra él por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que nadie. Y últimamente dijo: “Hombre soy yo que he estado en una posada con Liñán y he comido más de dos veces con Espinel”. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los greguescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy día los traía, y malos. Enseñolos, y dioles esto a todos tanta risa que no querían salir de la posada. Al fin, ya eran las dos, y, como era forzoso el caminar, salimos de Madrid. Yo me despidí dél, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topé con un soldado. Luego trabamos plática. Preguntome que si venía de la Corte. Dije que de paso había estado en ella. —No está para más —dijo luego—, que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufrir las supercherías que se hacen a un hombre de bien. A esto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte. —¿Qué estiman? —dijo muy enojado—, si he estado yo seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas. Y enseñome una cuchillada de a palmo en las ingles, que así era de incordio como el sol es claro. Luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones. Quitose el sombrero y mostrome el rostro: calzaba diez y seis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas. —Éstas —me dijo— me dieron en París en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto; y no he recibido sino buenas palabras, que agora 90
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tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles, ¡por vida del licenciado!, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado. Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo: —¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, que ni García de Paredes, Julián Romero ni otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sí, que entonces sí que no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para una hora en este tiempo. Pregunte vuestra merced en Flandes por la hazaña del Mellado y verá lo que le dicen. —¿Es vuestra merced, acaso? —le dije yo. Y él me respondió: —¿Pues qué otro? ¿No ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos desto, que parece mal alabarse el hombre. Yendo en estas razones topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludámosle con el Deo gratias acostumbrado y empezó a alabar los trigos y, en ellos, la misericordia del Señor. Saltó el soldado y dijo: —¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí; y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude ¡Sí, juro a Dios! El ermitaño le reprehendía que no jurase tanto. El soldado le respondía: —Bien se echa de ver, padre, que no ha sido soldado, pues me reprehende mi propio oficio. Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver era algún picarón, porque entre ellos no hay costumbre tan aborrecida de los de importancia, cuando no de todos. Llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario en una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe. El soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto y mirando cuál lugar era fuerte y adónde se había de plantar la artillería. Yo los iba mirando, y tanto temía el rosario del ermitaño, con las cuentas frisonas, como las mentiras del soldado. —¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte deste puerto —decía— y hiciera buena obra a los caminantes! En estas y otras conversaciones llegamos a Cerecedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido. Mandamos aderezar la cena —era viernes—, y entre tanto, el ermitaño dijo: —Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo: —No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad. 141
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Yo, cudicioso, dije que jugaría otros tantos; y el ermitaño, por no hacer mal servicio, aceptó y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta docientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérselo, pero así le sucedan todos sus intentos al turco. Fue el juego al parar; y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego e hizo que se le enseñásemos. Dejonos el bienaventurado hacer dos manos y luego nos la dio tal que nos dejó blancos en la mesa: heredonos en vida. Retirola el ladrón con las ancas de la mano que era lástima; perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce “votos” y otros tantos “pesias”, aforrados en “por vidas”. Yo me comí las uñas, mientras el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba. Acabó de pelarnos. Quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento y que éramos prójimos, que no había de tratar de otra cosa. —No juren —decía—, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien. Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte. —¡Pesia tal! —decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)—, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo. Él se reía a todo esto; tornó a sacar el rosario para rezar. Y yo, que no tenía ya blanca, pedile que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos en puribus. Prometió hacerlo. Metiose sesenta güevos; ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar. Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí, porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza; y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles, con las cajas de lata que los traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos. El padre se persinó, y nosotros nos santiguamos dél. Durmió; y yo estuve desvelado trazando cómo quitarle el dinero; el soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio. Hízose hora de levantar. Pedí luz muy aprisa. Trajéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundía la casa a gritos, pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó y, como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trajo tres bacines, diciendo: —He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios? —entendiendo que nos habían dado cámaras. Aquí fue ella que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla dél, que se había hallado en la Naval, San Quintín y otras, trayéndole servicios en lugar de los papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle y aun no podíamos. Decía el huésped: —Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldadesca se llaman así los papeles de las hazañas. 172
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Apaciguámoslos y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero. Topamos con un ginovés, digo, destos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él, y todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón y si era bien dar dineros o no a Visanzón; tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose. —Es un pueblo de Italia donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda. De lo cual sacamos que en Visanzón se llevaba el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio que le tenía más de sesenta mil escudos. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercaderes es como virgo en cotorrera, que se vende sin haberse. Nadie, casi, tiene conciencia, de todos los deste trato porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo. En estas pláticas, vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento. Llegué al pueblo y, a la entrada, vi a mi padre en el camino, aguardando. Enternecíme y entré algo desconocido de cómo salí, con punta de barbas, bien vestido. Dejé la compañía y, considerando en quién conociera a mi tío, fuera del rollo, mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Llegueme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me daba razón dél, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta, y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano, tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba mirando esto con un hombre a quien había dicho —preguntando por él— que era un gran caballero yo, veo a mi buen tío, y echando en mí los ojos, por pasar cerca, arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penseme morir de vergüenza. No volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuime con él, y díjome: —Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente, que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado que, a no depender dél la cobranza de mi hacienda, no le hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevome a su casa, donde me apeé y comimos.
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Capítulo 11 Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte
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Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome: —No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios. Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para ver si se diferenciaba en algo de la de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le respondí que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío. Díjome que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, y tenía convidados unos amigos. En esto, entró por la puerta con una ropa hasta los pies, morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajeta, dijo: —Tanto me han valido a mí las ánimas hoy, como a ti los azotados. ¡Encaja! Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangose el desalmado animero el sayazo y quedó con unas piernas zambas en greguescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y enhorabuena, donde en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocilo por el, hablando con perdón, cuerno que traía en la mano, y, para andar al uso, sólo erró en no traelle encima de la cabeza. Saludonos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada. Entró y sentose, saludando a los de casa, y a mi tío le dijo: —A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso. Saltó el de las ánimas y dijo: —Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el borrico y no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon. —¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Lobrezno en Murcia, porque iba el borrico que remedaba el paso de la tortuga, y el bellacón me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. Y el porquero, concomiéndose, dijo: —Aún están con virgo mis espaldas. —A cada puerco le viene su san Martín —dijo el demandador. 1
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—Alabarme puedo yo —dijo mi buen tío— entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla. Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete: —¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés? Yo dije que no era hombre que padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo: —Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto. Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas; y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subieron la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer, en cabecera el demandador, y los demás sin orden. No quiero decir lo que comimos, sólo que eran todas cosas para beber. Sorbiose el corchete tres de puro tinto. Brindándome a mí, el porquero me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad della. Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro. Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem eternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío: —Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre. Vínoseme a la memoria. Ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos y quedeme con la costumbre y así, siempre que como pasteles rezo una avemaría por el que Dios haya. Menudeose sobre dos jarros; y era de suerte lo que bebieron el corchete y el de las ánimas que se pusieron las suyas tales que, trayendo un plato de salchichas que parecían de dedos de negro, dijo uno que para qué traían pebetes guisados. Ya mi tío estaba tal que, alargando la mano y asiendo una, dijo, con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto: —Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta. Yo — que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: “Caliente está este caldo”, y que el porquero se llenó el puño de sal, diciendo: “Bueno es el avisillo para beber”, y se lo echó todo en la boca—, comencé a reírme por una parte y rabiar por otra. Trajeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: “Dios bendijo la limpieza”; para sorbérsela a la boca se la puso en el carrillo y, volcándola, se asó en el caldo y se puso 50-51 54
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todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar y, como pesaba algo la cabeza, firmó sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornola y manchó a los demás; tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero, que vio que el otro se le caía encima, levantose y, alzando el instrumento de güeso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración el porquerón vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo, que vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos y levanté al corchete del suelo, el cual estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas, y que él quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté dellos hasta que vi que dormían. Salime de casa, entretúveme en ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que era muerto y no cuidé de preguntar de qué, sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta y diciendo que se les había perdido la casa. Levantele y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche, que despertaron; y esperezándose, preguntó uno que qué hora era. Respondió el porquero, que aún no la había desollado, que no era nada sino la siesta y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen la cajilla: “Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento”. Y fuese, en lugar de ir a la puerta, a la ventana y, como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado a mediodía y que había un grande eclipse. Santiguáronse todos y besaron la tierra. Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandaliceme mucho y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas e infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachelos a todos uno por uno lo mejor que pude y acosté a mi tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo acomodeme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga, que estaban por allí. Pasamos desta manera la noche, y a la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobralla de presto, diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. Echó una pierna; levantose, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo, por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, lo reduje a que me diese noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así me la dio de unos tre98
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cientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda. Por no cansar a vuestra merced, digo que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con éste y que, estudiando, podría ser cardenal; que, como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía: —Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas; yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero. Agradecile mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío y el porquero y demandador. Éste jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire el que la echaba y meciéndola con la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe, para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio. Vino la noche. Ellos se fueron. Acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había proveído para mí un colchón. Amaneció, y, antes que él despertase, yo me levanté y me fui a una posada sin que me sintiese. Torné a cerrar la puerta por de fuera y eché la llave por una gatera. Como he dicho, me fui a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejele en el aposento una carta cerrada que contenía mi ida y las causas, avisándole no me buscase porque eternamente no lo había de ver.
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Capítulo 12 De mi huida y los sucesos en ella hasta la Corte
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Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento, alquilómele, y salime a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, y espeteme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: “Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates”. Consideraba yo que iba a la Corte, donde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando y sacar vestidos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho mi tío hacía, ofendido con la carta, que decía en esta forma:
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“Señor Alonso Ramplón: Tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme delante a mi buen padre y tener mi madre en Toledo, donde por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en vuestra merced lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible si no vengo a sus manos y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí, que me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey, y adiós.” No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche, y así, emparejando, le saludé. Mirome y dijo: —Irá vuestra merced, señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato. Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije: —En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque vuestra merced vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vulcos que da inquietan. —¿Cuál coche detrás? —dijo él muy alborotado. Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme tan muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino una ceja y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije: —Por Dios, señor, que si vuestra merced no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrelle, porque vengo también atacado únicamente.
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—Si hace vuestra merced burla —dijo él, con las cachondas en la mano—, vaya, porque no entiendo eso de los criados. Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejalle subir en el borrico un rato no le era posible pasar a la Corte, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños. Y, movido a compasión, me apeé y, como él no podía sacar las calzas, húbele yo de subir. Y espantome lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que había visto, como discreto, se previno diciendo: —Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debiole parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. ¡Cómo destos hojaldres cubren en el mundo lo que vuestra merced ha tentado! Yo le dije que le aseguraba me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía. —Pues aún no ha visto nada vuestra merced —replicó—, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí vuestra merced un hidalgo hecho y derecho, de casa y solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan ni carne no se sustenta buena sangre, y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de ejecutorias, después que, hallándome en ayunas un día, no quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tienen letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero, que todos estos nombres tenía, se perdió en una fianza. Sólo el “don” me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad dél, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, baldón, bordón y otros así. Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me entretuvieron. Preguntele cómo se llamaba y adónde iba y a qué; dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en “dan” y empezaba en “don”, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte porque un mayorazgo raído, como él, en un pueblo corto olía mal a dos días y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros. “Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca”.
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Yo vi el cielo abierto y, en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes viven en la Corte los que no tenían, como él; porque me parecía dificultoso, que no sólo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas. —Muchos hay de esos, hijo, y muchos destotros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no te se haga dificultoso lo que digo, oye mis sucesos y mis trazas, y te asegurarás de esa duda.
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Capítulo 13 En que el hidalgo prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres
“Lo primero, has de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes, como yo, que no se les conoce raíz ni mueble ni otra cosa de la que decienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres: unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, güeros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. »Es nuestra abogada la industria. Pasamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones y convidados por fuerza. Sustentámonos así, del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallará nuestros aposentos llenos de güesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el güésped: “¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone vuestra merced, que han comido aquí unos amigos, y estos criados...”, etcétera. Quien no nos conoce cree que es así, y pasa por convite. »¿Pues qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa y vámosle a ver siempre a hora de mascar, que se sepa que está en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento no le hay en el mundo. Si nos pregunta si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan, no aguardamos al segundo envite, porque destas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado decimos que sí, y aunque parta muy bien el ave, pan o carne o lo que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos: “Ahora deje vuestra merced, que le quiero servir de mastresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer”. Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos: “¡Oh, qué bien güele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!”. Y diciendo y haciendo, va en prueba el medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada. No la to6
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mamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad. »Es de ver uno de nosotros en una casa de juego, con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato. »Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Son de ver las diversidades de cosas que sacamos, que como tenemos por enemigo declarado al sol —por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos—, nos ponemos, abiertas las piernas, a la mañana, a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos y hilarachas de las entrepiernas. Y con unas tijeras las hacemos la barba a las calzas; y como siempre se gastan tanto las entrepiernas, es de ver cómo quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pacífica de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas. Sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues en día claro andamos con las piernas muy juntas y hacemos las reverencias con solos los tubillos, porque si se abren las rodillas se verá el ventanaje. »No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve vuestra merced esta ropilla; pues primero fue greguescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras muchas cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de esto, los aprovechamos para papel y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que, de incurables, los he visto yo hacer revivir con semejantes medicamentos. »¿Pues qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas? Que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Y, por no gastar en barberos, prevenimos siempre de aguardar que otro de los nuestros tenga pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: “Ayudaos como buenos hermanos”. »Y tenemos cuenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver cómo andan los estómagos en celo. Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes, aunque sea en pollino, por las calles públicas; y a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera; pero si alguna vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías por que nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos, aunque miren a otra parte. »Si nos come delante de algunas damas, tenemos traza para rascarnos en pú-
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blico sin que se vea: si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte y señalamos con las manos aquellas que nos comen, rascándonos en vez de enseñarlas; si es en la iglesia y come en el pecho, nos damos santus aunque sea en el introibo, levantámonos y, arrimándonos a una esquina en son de empinarnos para ver algo, nos rascamos. »¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos; y advertimos que los tales señores o estén muertos o muy lejos. »Y lo que más es de notar: que nunca nos enamoramos sino de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean. Y así, siempre andamos en recuesta: con una bodegonera, por la comida; con la güéspeda, por la posada; con la que abre los cuellos, por el que trae el hombre. Y aunque comiendo tan poco y bebiendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas. »Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno, porque así es gran ornato de la persona y, después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se ceba el hombre en el almidón, chupándole con destreza. »Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; ya se ve en prosperidad y con dineros, y ya se ve en el hospital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con poco que tenga”. Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo y tanto me embebecí que, divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca, y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería. Declarele mis deseos antes que nos acostásemos. Abrazome mil veces, diciendo que siempre esperó habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofreciome favor para introducirme en la Corte con los demás cofrades del estafón, y posada en compañía de todos. Aceptela, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad. Comprele del huésped tres agujetas, atacose, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.
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LIBRO SEGUNDO DE LA VIDA DEL BUSCÓN Capítulo 1 De lo que me sucedió en la Corte luego que llegué hasta que anocheció
A las diez de la mañana entramos en la Corte. Fuímonos a apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegamos a la puerta, y llamó. Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo. A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que su vergüenza. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pidir para una pobre, los había allegado. Vació el guante y sacó otro, y doblolos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto, noté que no se desarrebozaba y pregunté, como nuevo, para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa, a lo cual respondió: —Hijo, tengo en las espaldas una gatera acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite. Este pedazo de rebozo la cubre, y así se puede andar. Desarrebozose, y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo dellas, cuando él, para entrarse a espulgar, le arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas a los muslos, de suerte que hacían apariencias debajo del luto; porque el tal no traía camisa ni greguescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla, como las que ponen en las sacristías, que decía “Espulgador hay”, porque no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas. —Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas y, así, me habré de recoger a remendar. Preguntó si había algunos retazos, y la vieja, que recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para curar incurables cosas
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de los caballeros, dijo que no, y que por falta de trapos se estaba quince días había en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. En esto estábamos cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero, prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablome con mucho afecto. Quitose la capa y traía —¡mire vuestra merced quién tal pensara!— la ropilla, de paño pardo la delantera y la trasera de lienzo blanco con sus fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo: —Harase a las armas y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba. Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista. —Antes por estorbarla —dijo—. Sepa que es porque no tiene toquilla y que así no lo echan de ver. Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquéllas. Traía cada una un real de porte y eran echas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas y dábalas en aquel traje cobrando los portes. Y esto hacía cada mes, cosa que me espantó ver la novedad de la vida. Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño, larga hasta medio valón y su capa de lo mismo, levantado el cuello porque no se viese el anjeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no eran más de lo que se descubrían, y lo demás de bayeta colorada. Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no traer cuello y unos frascos por no traer capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una calza. Hacíase soldado y habíalo sido, pero malo y en partes quietas. Contaba extraños servicios suyos y, a título de soldado, entraba en cualquiera parte. Decía el de la ropilla y casi greguescos: —La metad me debéis, o por lo menos mucha parte; si no me la dais, ¡juro a Dios...! —No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo y os daré con esta muleta mil palos. “Sí daréis, no daréis”; y en los mentises acostumbrados arremetió el uno al otro y, asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones. Metímoslos en paz y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado: —¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber vuestras mercedes que, estando yo en San Salvador, llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era el alférez Juan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele y dijo, nombrándome alférez: “Mire vuestra merced qué le quiere este niño”. Y como le entendí, dije que yo era. Recebí el recado, y con él doce pañizuelos, y respondí a su madre, que los enviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme agora la mitad y antes me haré pedazos que tal dé. Todos los han de romper mis narices. 36
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Juzgose la causa en su favor. Sólo se le contradijo el sonar en ellos, mandándole que los entregase a la vieja para honrar la comunidad, haciendo dellos unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas, que el sonarse está vedado. Llegó la noche. Acostámonos tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasose la cena de claro en claro. No se desnudaron los más, que, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.
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Amaneció el Señor, y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta facilidad y aparente dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno, como a sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar a donde menos convenía asomada. Otro pidía guía para ponerse el jubón y en media hora no se podía averiguar con él. Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse debajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno, hincado de rodillas, remedaba un cinco de guarismo, socorría a los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el sábado. Acabose la hora del remiendo —que así la llamaban ellos—, y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que quería trazasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno y quitarme la sotana. —Eso no —dijeron ellos—. El dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado. Luego señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde él solo busque y apolille. Pareciome bien. Deposité el dinero, y en un instante de la sotana me hicieron ropilla de luto de paño; y acortando el herreruelo, quedó bueno. Lo que sobró dél trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron, y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante, que lados y traseras eran unas camuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla; los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto de puro roto. Pusiéronmele y dijeron: —El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Vuestra merced, si le mirare uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente. Y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar la cara descubierta por todo el mundo.
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Diéronme una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos y un cuchillo; pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: —Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierra todo nuestro remedio. Tómela y guárdela. Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis, y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron para empezar la estafa —como a misacantano— por padrino el mismo que me trajo y convirtió. Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesía: a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo a sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas, y las paternidades mucho más. A uno decía mi buen ayo: “Mañana me traen dineros”; a otro: “Aguárdeme vuestra merced un día, que me trae en palabras el banco”. Cuál le pidía la capa, cuál le daba priesa por la pretina; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de deudores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero. Y porque no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre Verónica y caballero lanudo; plantose un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor como perro que se quería echar; hacíase más cruces que un ensalmador y fuese diciendo: “¡Jesús!, pensé que era él. A quien bueyes ha perdido...”, etcétera. Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entrose en un soportal a recoger la melena y el parche, y dijo: —Estos son los aderezos de negar deudas. Aprended, hermano, que veréis mil cosas de éstas en el pueblo. Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de letuario y aguardiente de una picarona, que nos lo dio de gracia después de dar el bienvenido a mi adestrador. Y díjome: —Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; por lo menos, esto no puede faltar. Afligime yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliquele afligido por parte de mi estómago. A lo cual respondió:
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—Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes. —Es verdad —dije—, pero temo mucho tener menos y nada en él. En esto estábamos, y dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el letuario, y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria, volvime al amigo y dije: —Hermano, éste de la hambre es recio noviciado. Estaba hecho el hombre a comer más que un sabañón, y hanme metido a vigilias. Si vos no la tenéis, no es mucho que, criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentáis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar, y así yo determino de hacer la que pudiere. —¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan agora las doce, ¿y tanta priesa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta priesa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche; si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras. —Adiós —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros. Cada uno eche por su calle. Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies. Sacó unas migajas de pan que traía para el efeto siempre en una cajuela y derramóselas por la barba y vestidos, de suerte que parecía haber comido. Yo iba tosiendo y escarbando, por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era por no tener más de diez cuentas. Todos los que me veían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran. Iba yo fiado en mis escudillos, aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a sus costas quien vive de tripas horras en el mundo. Ya iba determinado a quebrar el ayuno. Llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con el resuello del horno tropezome en las narices, y al instante me quedé, del modo que andaba, como perro perdiguero, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado. Allí eran de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dio la una. Angustieme de manera que me determiné de zamparme en un bodegón. Yo, que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con 74
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más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos que parecía un chirrión. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé. Preguntome cómo estaba; díjele luego: —¡Señor licenciado, qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa que me he de ir esta noche. —Eso me pesa a mí, y si no fuera tarde y ir con prisa a comer, me detuviera, porque me aguarda una hermana casada y su marido. —¿Qué aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado. Abrí los ojos en oyendo que no había comido. Fuime con él y empecele a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosas de gusto. Llegamos, tratando en ello, a su casa. Entramos. Yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose otra cosa sino a que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen güésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convideme, diciendo que era de casa y amigo viejo y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento. Sentáronse y senteme. Y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras deste modo; con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia, pero con prisa tan fiera que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid —que le deshace en veinte y cuatro horas— que yo despaché el ordinario, pues fue con más priesa que un extraordinario correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los güesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre vuelta y juego empedré la faldriquera de mendrugos. Levantose la mesa. Apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha, la cual le facilité mucho. Y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle y dije: —¿A mí, señor? Ya bajo. Pidile licencia, diciendo que luego volvería. Quedome aguardando hasta hoy, que desparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topome otras muchas veces, y disculpeme con él contándole mil embustes que no importan para el caso. Fuime por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara y senteme en un banco de los que tienen a sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron 127-128
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a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria. Yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo, del “tercio y pelado” y “pelo” y “apelo” y “pospelo”, y no dejé güeso sano a la razón. Sentí que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda y, como quien aventuraba a no perder nada, ofrecilas lo que quisiesen. Regatearon, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión, diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de aceptar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje; que les dije que era mío por estar enfrente aguardando a su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban y, sin conocer a ninguno, les hacía cortesía como si los tratara familiarmente. Ellas juzgaron con esto y con un escudo de oro que yo saqué de los que traía, con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió, que yo era un gran caballero. Parecioles irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor y como en gracia un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita dellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta. Regatearon dármele. Yo les ofrecí en prenda los cien escudos, y dijéronme su casa y, con intento de estafarme en más, se fiaron de mí y preguntáronme la posada, diciéndome que no podía entrar paje en la suya a todas horas, por ser gente principal. Yo las llevé por la calle Mayor y, al entrar en la de Las Carretas, escogí la casa que mejor y más grande me pareció, que tenía un coche sin caballos a la puerta, y díjeles que aquélla era y que allí estaba ella, el coche y dueño para servirlas. Nombreme don Álvaro de Córdoba y entreme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que, cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes con grande autoridad, con la mano. Hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí; y verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero. Llegó la noche escura, y acogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para que acompañase a un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, que era natural de Olías; había sido capitán en una comedia y se había combatido con moros en una danza. Cuando hablaba con los de Flandes decía que había estado en la China; y a los de la China, en Flandes. Trataba de formar un campo y nunca supo sino espulgarse en él. Nombraba castillos y apenas los había visto en los ochavos. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan, y oíle decir yo muchas veces de Luis Quijada que 157
pospelo] SCB // porpeli Z en prendas / en prenda] mantenemos la doble forma de este pasaje, en el que los otros tres testimonios usan exclusivamente el plural. 172-173
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había sido honra de amigos. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andaban desto. Y como él no sabía nada de mar, porque no tenía nada de naval más de comer nabos, dijo, contando la batalla que había tenido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo, como no sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasábamos con él lindos ratos. Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a la sopa de San Jerónimo y que pidió porción doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, siguiéronle y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor. Sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otros para sí, se levantaron voces; y tras ellas, palos; y tras los palos, chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de madera que se la dio a oler con más priesa que convenía. Quitáronle la espada, a las voces salió el portero y aun no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano que decía: “¡Yo volveré lo que he comido!”; y aún no bastaba, porque ya no reparaban sino en que pidía para otros y no se preciaba de sopón. —¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música —decía un estudiantón destos de la capacha, gorronazo—; que hay hombre en la sopa del bendito santo que puede ser obispo o otra cualquier dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! ¡Graduado soy de bachiller en artes por Sigüenza! Metiose el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, era descendiente del Gran Capitán y que tenía deudos. Aquí lo dejo, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los güesos.
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Capítulo 3 En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel
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Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros y vidrios, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había agarrado con poco temor de Dios. Mas sacole de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se la cubría pelo al que la llevó, por ser desbarbada. Usaba éste quitarse la capa, como que quería jugar, y ponerla con las otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos. Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme, cercado de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaderas y oraciones que había aprendido de una vieja. Ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en la faldriquera o no piaban algunos capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con “Deo gracias”, decía lo del “Espíritu Santo sea con todos”. Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas. Al descuido hacía que se le viese por debajo la capa un trozo de disciplina salpicada con sangre de narices. Hacía creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina era ayuno voluntario. Contaba tentaciones; en nombrando al demonio decía: “Dios nos libre y nos guarde”. Besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas traía el pueblo tal que se encomendaban a él, y era propriamente como encomendarse al diablo, porque a más de ser jugador era cierto (así se llamaba el, por mal nombre, fullero). Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía sus hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, los que no quebraba, hendía. Vino Polanco, haciendo gran ruido, y pidió saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche desta suerte, diciendo: “Acordaos de la muerte y haced bien por las ánimas... etcétera”. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas, y si no había testigos ni estorbo, robaba cuanto topaba; si le hallaban, tocaba la campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: “Acordaos, hermanos..., etcétera”. Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosario y conté el cuento. Celebraron mucho la traza, y recibiole la vieja por su cuenta y razón para ven25
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derle; la cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía dél para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía, encima de muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría. Quiso, pues, el diablo —que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos— que, yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trajo un alguacil, y agarráronme a la vieja, que se llamaba la madre Lebrusca, y confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejola el alguacil en la cárcel y vino a casa y halló en ella a todos mis compañeros, y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.
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Capítulo 4 En que se describe la cárcel y lo que sucedió en ella, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y yo en fiado
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Echáronnos a cada uno, en entrando, dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo, que me vi ir allá, aprovecheme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, dije al carcelero: —Señor, óigame vuestra merced en secreto. Y para que lo hiciese, dile escudo como cara. Y, en viéndolo, me apartó. —Suplícole a vuestra merced —le dije— que se duela de un hombre de bien. Busquele las manos, y, como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y cuatro, diciendo: —Yo averiguaré la enfermedad, y si no es urgente bajará al cepo. Yo conocí la deshecha y respondile humilde. Dejome fuera, y a los amigos descolgáronlos abajo. Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros; porque como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. Aquél, por asirle de alguna parte segura, por estar todo tan manido, le agarraba el corchete de las puras carnes y aún no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y greguescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir en la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traían de día; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima; cuáles jugaban. Y al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Estaba el servicio a mi cabecera, y a la media noche no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo que oí el ruido, al principio, pensando que eran truenos, empecé a santiguarme y llamar a santa Bárbara; mas viendo que olían mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Olían tanto que por fuerza detenía las narices en la cama. Unos traían cámaras, y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado a decirles que mudasen a otra parte el vidriado; y sobre si le viene muy ancho o no, tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor serlo de un cachete que de Castilla, y metile a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse aprisa, derramole, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos allí a pretinazos a escuras, y era tanto el olor que hubieron de levantarse todos. Con esto se alzaron grandes gritos, y el alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Llegó, abrió la 14
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sala, entró luz y informose del caso: condenáronme todos. Yo me desculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos, a puro abrir los suyos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en el horado le daría otro doblón, asió del caso y mandome bajar allá. Determineme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que estaba. Fui llevado abajo, donde me recibieron con arbórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el Señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, y no de la virgen sin mancilla, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía más yerro que Vizcaya: dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospeché yo era por algunas fuelles, chirimías o abanicos, y a los que le preguntaban si era por algo desto respondía que no, sino por pecados de atrás. Y pensé que por cosas viejas quería decir, y al fin, averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas; otras veces le amenazaba diciendo: —¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino. Había confesado éste y era tan maldito que traíamos todos con carlancas las traseras, como mastines, y no había quien osase ventosear de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas. Éste hacía amistad con otro que llamaban Robledo y, por otro nombre, el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades; y, apurado, eran de manos en pescar lo que topaba. Había sido más azotado que postillón, porque todos los verdugos habían probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas que, a descubrirse puntos, no se la ganara un flux. Tenía nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía. A éstos se llegaban otros cuatro hombres, rapantes como leones de armas, todos agrillados y condenados al hermano de Rómulo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podía creer la notable alegría con que aguardaban su despacho. Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darles culebrazo bravo con una soga dedicada al efecto. Vino la noche. Fuimos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz. Yo metime luego debajo la tarima. Empezaron a silbar dos dellos, y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas —cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos— que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabellos o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los dichos. Los bellacos, viendo que no se quejaban, dejaron el dar azotes y empeza73
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ron a tirar ladrillos, piedras y cascote que tenían recogido. Allí fue ella que uno le halló el cogote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que le mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacían, les sonaban los güesos como tablillas de san Lázaro. Acabaron su vida las ropillas: no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes que, dentro de poco tiempo, tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta. Y no hallando ningún remedio contra el granizo que sobre él llovía, viéndose cerca de morir mártir (sin tener cosa de santidad ni aun de bondad), dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y, a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo, se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por presto que acordaron a prometer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron para pagar la patente sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor estarse en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron estar y a la mañana les pidieron que se desnudasen; desnudáronse, y se halló que, de todos sus vestidos juntos, no se podía hacer una mecha a un candil. Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, que es donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir su abrigo, porque había piojo con hambre canina y otro que, en un bocado de uno dellos, quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados dellos. Quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas. Yo me salí del calabozo, diciendo que me perdonasen si no les hacía mucha compañía, porque me importaba el no hacérsela. Torné a repasar las manos al carcelero con tres de a ocho y, sabiendo quién era el escribano de la causa, enviele a llamar con un picarillo. Vino, metile en un aposento y empecele a decir, después de haber tratado de la causa, cómo yo tenía no sé qué dinero. Supliquele que me lo guardase y que, en lo que hubiese lugar, favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito. —Crea vuestra merced —dijo después de haber pescado la mosca— que en nosotros está todo el juego y que, si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí y crea que le sacaré a paz y a salvo. Fuese con esto y volviose desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba el acallarle con mordaza de plata, y apuntome no sé qué del relator, para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo: —Un relator, señor, con arquear las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido (que las más veces lo están), hacer una acción, destruye un cristiano.
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Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales. Y en pago, me dijo que enderezase el cuello de la capa y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad de la cárcel; y últimamente me dijo: —Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide le aliviará; que ésta es gente que no hace virtud si no es por interés. Cayome en gracia la advertencia. Al fin, él se fue, y yo di al carcelero un escudo: quitome los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero, que se llamaba tal Blandones de San Pablo y la mujer doña Ana Moráez, vino a comer estando yo allí, muy enojado y bufando. No quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo: —¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos no sois limpia? —¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? —dijo ella— Por el siglo de mi agüelo que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo a sus criados que me limpien? Y volviéndose a mí, dijo: —Vale Dios que no me podrá decir judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís, de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si le oyera, que yo le acordara que tiene las espaldas en el aspa de san Andrés. Entonces, muy afligido, el alcaide replicó: —¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en ésa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no le comer. —Luego, ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Estefanía Rubio y Juan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo? —¡Cómo! ¿Hija —dije yo— de Juan de Madrid? —De Juan de Madrid —respondió ella—, el de Auñón. —¡Voto a N.! que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo. Y volviéndome a ellas, dije: —Juan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecir cien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entrambos, con letras de oro. Alegráronse mucho todos con el nuevo pariente y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria; y ni yo la tenía, ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo, y porque no me cogiese en mentira, hice que me salía de enfado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se tratase ni pensase más en ello. Yo, de rato en rato, salía muy al
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descuido diciendo: “¡Juan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!” Otras veces decía: “¡Juan de Madrid, el mayor! Su padre de Juan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda”. Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el buen escribano, solicitado dél y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien que sacaron la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón éste: “¡A esta mujer, por ladrona!”. Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recitado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterráronlos por seis años. Yo salí en fiado, por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo, brincó razones y mascó cláusulas enteras.
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Capítulo 5 De cómo tomé posada, y la desgracia que me sucedió en ella
Salí de la cárcel. Halleme solo y sin los amigos. Aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir. Determineme de ir a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida. Ceceaba un poco. Tenía miedo a los ratones. Preciábase de manos y, por enseñarlas, siempre despabilaba las velas; partía la comida en la mesa; en la iglesia siempre tenía puestas las manos; por las calles iba enseñando qué casa era de uno y cuál de otro; en el estrado de contino tenía un alfiler que prender en el tocado; si se jugaba algún juego era siempre al de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres. Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla, con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo, el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida. A mí no me pareció mal la moza para el deleite (y lo otro, la comodidad de hallármela en casa). Di en poner en ella los ojos. Contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíales nuevas, aunque nunca las hubiese; servíales en todo lo que era de balde; díjelas que sabía encantamentos y que era nigromante, y que haría que pareciese que se hundía la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas, como buenas creederas, tragaron. Granjeé una voluntad en todos agradecida pero no enamorada, que, como no estaba tan bien vestido como era razón —aunque ya me había mejorado algo de ropa por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a pura carne y pan que le comía—, no hacían de mí el caso que era justo. Di, para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno, el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre; porque los amigos me habían dicho que no era de costa el mudarse los nombres, antes muy útil. Al fin, preguntó por don Ramiro, “un hombre de negocios rico, que hizo agora dos asientos con el Rey”. Desconociéronme en esto las güéspedas y respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre. —Ése es —replicó—el que yo digo, y no quisiera más renta al servicio de Dios que la que tiene de más de dos mil ducados. Contoles otros embustes, quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio fingida que traía a cobrar en mí, de nueve mil escudos. Díjoles que me la diesen para que la aceptase, y fuese. Creyeron la riqueza la niña y la madre y acotáronme luego para marido. Vine yo con gran disimulación, y en entrando me dieron la cédula, diciendo:
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—Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda vuestra merced quién es, debiéndonos tanta voluntad? Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo, que las vi tan cebadas, declaré mi voluntad a la muchacha, y ella me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas. Apartámonos. Y una noche, para confirmarlas más en mi riqueza, cerreme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con un tabique muy delgado, y sacando cincuenta escudos, los conté tantas veces que oyeron contar seis mil escudos. Fue esto de verme con tanto dinero, para ellas, todo lo que podía desear, porque se desvelaban para regalarme y servirme. El portugués se llamaba O señor Vasco de Meneses, caballero de la cartilla, digo de Cristus. Traía su capa de luto, botas, cuello pequeño y mostachos grandes. Ardía por doña Berenguela de Rebolledo, que así se llamaba. Enamorábala sentándose a conversación y suspirando más que beata en sermón de Cuaresma. Cantaba mal, y siempre andaba apuntado con él el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió: comía a tercianas, de tres a tres días, y el pan tan duro que apenas le podía morder un maldiciente; pretendía por lo bravo, y si no era poner güevos, no le faltaba otra cosa para ser gallina, porque cacareaba notablemente. Como vieron los dos que yo iba tan adelante, dieron en decir mal de mí: el portugués decía que era un piojoso, pícaro, desarropado; el catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo y a veces lo oía, pero no me hallaba con ánimo para responder. Al fin, la moza me hablaba y recibía mis billetes. Comenzaba por lo ordinario: “Este atrevimiento”, “su mucha hermosura de vuestra merced”, decía lo de “me abraso”, trataba de penar, ofrecíame por esclavo, firmaba el corazón con la saeta ... Al fin, llegamos a los túes, y yo, para alimentar más el crédito de mi calidad, salime de casa y alquilé una mula y, arrebozado y mudando la voz, vine a la posada y pregunté por mí mismo, diciendo si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y Vellorete. “Aquí vive —respondió la niña— un caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo”. Y por las señas, dije yo que era él y la supliqué que le dijese que Diego de Solórzana, su mayordomo, que fue de las depositarías, pasaba a las cobranzas y le había venido a besar las manos. Con esto me fui y volví a casa de allí a un rato. Recibiéronme con la mayor alegría del mundo, diciendo que para qué les tenía escondido el ser señor del Valcerrado y Vellorete. Diéronme el recado. Con esto, la muchacha se remató, codiciosa de marido tan rico, y trazó de que la fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que caía a un tejado, donde estaba la ventana de su aposento. El diablo, que es agudo en todo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar de la ocasión, me subí al corredor y, por pasar desde él al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano tan desatinado golpe que quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las costillas. Al ruido, des-
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pertó la media casa y, pensando que eran ladrones —que son antojadizos dellos los de este oficio—, subieron al tejado. Yo, que vi esto, quíseme esconder detrás de una chiminea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír. Comenzó luego a hacer la causa y, porque me sonaron unas llaves en la faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas, aunque las vio, sin haber remedio de que no lo fuesen. Díjele que era don Ramiro de Guzmán, y riose mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me vi llevar preso sin razón y con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame delante del escribano de rodillas y rogábaselo por amor de Dios, y ni por ésas ni por esotras bastaba con el escribano a que me dejase. Todo esto pasaba en el tejado, que los tales aun de las tejas arriba levantan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo, y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
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Capítulo 6 En que prosigue lo mismo, con otros varios sucesos
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No cerré los ojos en toda la noche considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las fieras y crueles manos del escribano. Y cuando me acordaba de lo de las ganzúas que me habían hallado en la faldriquera y las hojas que había escrito en la causa, eché de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano. Pasé la noche en revolver trazas. Unas veces me determinaba rogárselo por Jesucristo y, considerando lo que él pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarme los ñudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistiose a tal hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios. Agarró la correa y volviome a repasar muy bien las costillas, reprehendiome el mal vicio de hurtar como quien tan bien lo sabía. En esto estábamos, él dándome, y yo casi determinado de darle a él dineros (que es la sangre con que se labran semejantes diamantes), cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán, y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar, por cómplices, en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir y tratole algo mal de palabras, diciéndole que él era caballero “fidalgo de casa del Rey” y que yo era un “home muito fidalgo” y que era bellaquería tenerme atado. Comenzome a desatar, y al punto el escribano clamó: “¡Resistencia!”; y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido, y pedían favor al Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo: —¡Voto a N.! que esto no se puede hacer conmigo y que, a no ser vuestras mercedes quien son, les podría costar caro. Manden contentar estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés. Yo vi luego la letra: saqué ocho reales y díselos; y aun estuve por volverle los palos que me había dado, pero, por no confesar que los había recebido, lo dejé y me fui con ellos, dándoles las gracias de mi libertad y rescate. Con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos, reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. Tratábame de resuelto y sacudido, por los palos. Traíame afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos, trataba luego de varear; otras veces, de leña y madera. Yo, que me vi muy corrido y afrentado y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a tratar de salirme de casa. Y para no pagar comida, cama ni po35
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sada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche a prender. Llegaron la señalada y requirieron a la güespeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía secreto. Temblaron todas por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí callaron pero, al ver sacar el hato, pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena. Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar, que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaba del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era. De ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza, con los que me ayudaron, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiría de casarme con la ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte; y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me estuviese bien, y con algún arcaduz por donde se siguiese. Yo, negro cudicioso de pescar mujer, determineme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espeteme en uno el primer día, y no hallé lacayo. Salime a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con su caballo. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos. Yo solté la prosa y, con mil cortesías, los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si venían allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea y metime entre los dos y caminamos. Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar y juzgar cúyos eran los pajes y lacayos ni cuál era el que no le llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelana, encareciles mucho el roldanejo que esperaba que me habían de traer de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo, les hacía parar y les preguntaba cúyo era y también decía de las señales; y si le querían vender, hacíale dar dos vueltas en la calle y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno y decía lo que había de hacer para remediarlo. Y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados y, a mi parecer, diciendo: “¿Quién será este tagarote escuderón?”, porque el uno llevaba un hábito en los pechos y el otro una cadena de diamantes (que era hábito y encomienda 40
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todo junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y a otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas. Llegamos al Prado, y, en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos. Cuál decía: “Éste yo le he visto a pie”; otro: “Lindo va el buscón”. Yo hacía como que no oía nada y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos y pidiéronme que picardease un rato. Dejeles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjelas mil ternezas, y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometilas regalos y preguntelas del estado de aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y agradoles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. —Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuarenta mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada. Saltó tan presto la tía: —¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con salirle ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre. —Eso creo yo muy bien —dije yo. En esto, las doncellitas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos. “Mirábase el uno al otro, y a todos tiembla la barba”. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo, y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre. Aceptaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía. Y con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronseme y, por obligarme, me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertado de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador y, desde allí, a mi casa, donde hallé a los compañeros jugando quinolillas. Conteles el caso y el concierto hecho, y determinamos enviar la merienda sin falta y gastar docientos reales en ella. 89
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Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote; y lo que más me tenía en duda era el hacer dél una casa o darlo a censo, que no sabía yo qué sería mejor y de más provecho para mí.
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Capítulo 7 En que se prosigue el cuento, con otros sucesos y desgracias notables
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Amaneció, y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. Al fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto, pagándosela a un repostero de un señor, me dio plata y la sirvió él y tres criados. Pasose la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado un caballico. Tomé el camino, a la hora señalada, para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles, como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor, y ellos llamándome de vos en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Felipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Felipe acá y don Felipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de su Majestad y cuentas de mi mayorazgo que había temido el no poder cumplir y que, así, las apercibía a merienda de repente. En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandele que fuese al cenador y que aderezase allí, que entre tanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mí las viejas a hacerme regalos, y holgueme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto, desde que Dios me crió, tan linda cosa como aquélla en quien yo tenía asestado mi matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura y dábame sospechas de hocicada. Fuimos a los estanques, vímoslo todo, y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente: no sabía. Pero como yo no quiero a las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas. Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador, y, al pasar de una enramada, prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarróseme un poco. Llegó la niña y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que enviase el cuello a su casa al otro día, que allá le aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña. Estaba todo cumplidísimo: mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles, y estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la huerta adelante y, cuando menos me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercose a mí y, como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratolas de primas y, a todo esto, no hacía sino volver a mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntoles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron: “Don Felipe Tristán, un caballero muy
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honrado y rico”. Víale yo santiguarse. Al fin, delante dellas y de todos, se llegó a mí y dijo: —Vuestra merced me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar. Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo. —¡Jesús! —hacía el don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, la habla, los meneos. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no he visto cosa tan parecida. Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechase nada dellas, dijo la una: —Yo le conozco muy bien al señor don Felipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido en Ocaña. Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería servirlas con mi poca posibilidad en todas partes. El don Diego se me ofreció y pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía: —No lo creerá vuestra merced: su madre era hechicera; su padre, ladrón; y su tío, verdugo; y él, el más ruin hombre y el más mal inclinado que Dios tiene en el mundo. ¿Qué sentiría yo oyendo decir de mí, en mi cara, tan afrentosas cosas? Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despidimos, y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntolas que qué era la merienda y el estar conmigo; y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica; que se informase y vería si era cosa no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje. En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Felipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme. Yo entendiles la flor y senteme. Sacaron naipes; eran hechizos, como pasteles. Perdí una mano. Di en irme por abajo y ganeles cosa de trecientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa. Topé a mis compañeros licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome, lo dejaron por preguntarme lo que me había sucedido; no les dije más de que me había visto en un grande aprieto. Conteles cómo me había topado con don Diego y lo que me había sucedido. Consoláronme, aconsejando que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera. 51
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En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar. Entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenía más flores que un mayo y barajas hechas lindas. Determinámonos de ir a darles un muerto, que así llaman el enterrar una bolsa. Envié los amigos delante, entraron en la pieza y dijeron si gustarían de jugar con un fraile benito que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía mucho del real de a ocho y escudo. Crecioles a todos el ojo y clamaron: —¡Venga el fraile en hora buena! —Es hombre grave en la orden —replicó Pero López— y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación. —Venga, y sea por lo que fuere. —Por el recato —dijo Brandalagas. —No hay tratar de más —respondió el huésped. Con esto, ellos quedaron ciertos del caso, y creída la mentira. Vinieron los acólitos; ya yo estaba con un tocador en la cabeza, mi hábito de fraile benito (que en cierta ocasión vino a mi poder), unos antojos y una barba que, por ser atusada, no desayudaba. Entré muy humilde, senteme. Comenzose el juego. Ellos levantaban bien, y iban tres al mohíno, pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que en espacio de tres horas me llevé más de mil y trecientos reales. Di barato y, con mi “¡loado sea Nuestro Señor!” me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedime, y salímonos fuera. Venimos a casa a la una y media y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoleme con esto algo de lo sucedido y, a la mañana, me levanté a buscar mi caballo y no hallé por alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie parecía mal —y más entonces—, fuime a San Felipe y topeme con un lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le guardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metile cuatro reales en la mano porque, mientras su amo estaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora; consintió. Subí en él y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada, y al dar la tercera, asomose doña Ana. Yo, que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tirele de la rienda; empínase y, tirando dos coces, aprieta a correr y da conmigo por las orejas en un charco. Yo, que me vi así, y rodeado de niños que se habían llegado y delante de mi dama, empecé a decir: —¡Oh, hi de puta! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas, y quise porfiar con él. Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir, y al ruido, se había asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo, que le vi, me demudé. Preguntome si había sido algo; dije que no, aunque te98
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nía estropeada una pierna. Dábame el lacayo priesa, que no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado que, estándome diciendo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie. Y lo peor fue que, volviéndose a mí, me dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo esto pasaba delante de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo, y con mucha razón, de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedé hablando desde la calle con don Diego y dije: —En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo en San Felipe, y es muy desbocado en la carrera y trotón. Dije cómo yo le corría y hacía parar. Dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era deste licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas; y con tan mala silla que fue milagro no matarme. —Sí fue —dijo don Diego—, y con todo, parece que se siente vuestra merced de esa pierna. —Sí siento —dije yo entonces— y me querría ir a tomar mi caballo y a casa. La muchacha quedó, en muy gran manera, satisfecha y con lástima y sentimiento, como se lo eché de ver, de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado y lo que había pasado en la calle, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que, cuando llegué a casa y fui a ver una arca adonde tenía en una maleta todo el dinero que me había quedado de mi herencia y de lo ganado al juego, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habían cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: “¡Mal haya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?” No sabía si ir a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían habían de achacar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca; pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente. Comí y, a la tarde, alquilé mi caballico y fuime hacia la calle. Y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese; y en pasando, partía detrás dél, haciéndolo lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás hasta que volviese otro que lo pareciese y así daba otra vuelta. Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo y lacayo del letrado, o qué se fue, que él se puso a inquirir quién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin, tanto hizo que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento por papeles bravamente, y él, acosado dellas,
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que tenían gana de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros. Y éste, enojado de que yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó a comer y que no había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto y le había contado cómo me casaba riquísimamente. No aguardó más don Diego y, volviéndose a su casa, encontró con los dos caballeros del hábito y la cadena amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y contoles lo que pasaba y díjoles que se aparejasen y, en viéndome a la noche en la calle, que me magullasen los cascos; y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo. Concertáronse y, en entrando en la calle, topáronme y disimularon de suerte los tres que jamás pensé que eran tan amigos míos como entonces. Estuvimos en conversación, tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces despidiéronse los dos; echaron hacia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Felipe. Llegando a la entrada de la calle de la Paz, dijo don Diego: —Por vida de don Felipe, que troquemos las capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan. —Sea en buen hora —dije yo. Tomé la suya inocentemente y dile la mía en mala. Ofrecile mi persona para hacerle espaldas, más él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese. No bien me aparté dél con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron, y quedeme en la calle con los cintarazos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle, de miedo. En fin, a las doce, que era la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta; y, emparejando, cierra uno de los dos que me aguardaban por don Diego con un garrote conmigo y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo, y llega el otro y dame un trasquilón de oreja a oreja; y quítanme la capa y déjanme en el suelo, diciendo: “¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!” Comencé a dar gritos y a pedir confesión. Y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos (y al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada que no sabía a quién echársela), pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era, daba voces: “¡A los capeadores!”. A ellas vino la justicia; levantáronme y, viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curome, preguntáronme dónde vivía y 186
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lleváronme allá. Acosteme y quedé aquella noche confuso y pensativo, viendo mi cara partida en dos pedazos, magullado el cuerpo y tan lisiadas las piernas de los palos que no me podía tener en ellas ni las sentía. Yo quedé herido, robado y de manera que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni ir fuera.
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He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, edad de marzo (cincuenta y cinco), con su rosario grande y su cara hecha en orejón o cáscara de nuez, según estaba arada. Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían. Templaba gustos y careaba placeres. Llamábase tal de la Guía. Alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras; en todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, enseñándola lo primero cuáles cosas había de descubrir de su cara: a la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedejas por el manto y la toca; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y adormidillos, cerrándolos, y a elevaciones, mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras, de manera que, al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Y en lo que ella era más extremada era en remendar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen a las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas, por gracia; las mozas, por deuda, y las viejas, por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y a la Planosa, en Burgos, mujeres de todo embustir. Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo. Y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes: —De do sacan y no pon, hijo don Felipe, presto llegan al hondón. De tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir. Mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras sin mirar que, durmiendo, caminamos a la huesa; yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has despendido mucha hacienda sin saber cómo y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y direte quién eres. Cada oveja con su pareja. Sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de esa mercadería, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo, y quedámonos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomada, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que te hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun los que me debes de la posada no te los pi-
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diera agora, a no haberlos menester para unas candelicas y yerbas. —Que trataba en botes sin ser boticaria y, si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo. Yo, que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme —que, con ser su tema, acabó en él y no comenzó, como todos lo hacen—, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, si no fue un día que me vino a dar satisfacciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle y casa; vínome a desengañar y a decir que era otra Guía, y no es de espantar que con tales guías vamos todos desencaminados. Yo la conté su dinero y, estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la vinieron a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento y, como me vieron en la cama, y ella conmigo, cerraron conmigo y con ella y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcagüeta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida! A las voces que daba el alguacil y mis grandes quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr. Ellos, que lo vieron y supieron por lo que decía otro güésped de casa que yo no lo era, arrancaron tras el pícaro y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apuñeteado. Y con todo mi trabajo, me reía de lo que los picarones decían a la vieja, porque uno la miraba y decía: “¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio!”; otro: “Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes para que entréis bizarra”. Al fin, trujeron al picarón y atáronlos a entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé en algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así no me quedaba otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase mi naranja. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar y otras cosas que no me sonaron bien. Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halleme sin dinero, que los cien reales se consumieron en la cama, comida y posada; y así, por no hacer más gasto no teniendo dinero, determineme de salir con dos muletas de la casa y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatazos grandes, la capilla del gabán en la cabeza; un cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosario. Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía del arte mucho; y así, comencé luego a ejercitarlo por las calles. Cosime sesenta reales 72-73
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que me sobraron en el jubón; y con esto, me metí a pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y reclamamiento de plegarias: “¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!” Esto decía los días de trabajo, pero los de fiesta comenzaba con diferente voz y decía: “¡Fieles cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la reina de los ángeles, Madre de Dios, dadle una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!” Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: “¡Un aire corruto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea Dios!” Venían con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero. Y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: “¡Acordaos, siervo de Jesucristo, del castigo del Señor por mis pecados! ¡Dalde al pobre lo que Dios reciba!” Y añadía: “¡Por el buen Jesú!”, y ganaba que era un juicio. Yo advertí y no dije más “Jesús”, sino quitábale la s y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca. Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo y era como nuestro rector; ganaba más que todos, tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba y parecía que tenía hinchada la mano y manca y con calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decía: “¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano!”; si pasaba mujer, decía: “¡Señora hermosa, sea Dios en su ánima!”, y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas; si pasaba un soldadico: “¡Ah, señor capitán!”, decía, y si otro hombre cualquiera: “¡Ah, señor caballero!”; si iba alguno en coche luego le llamaba “señoría”, y si clérigo en mula, “señor arcediano”. En fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos. Y vine a tener tanta amistad con él que me descubrió un secreto que, en dos días, estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él, y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños de cajeta en las sangrías que hacían de ellas. Yo, con los consejos de tan buen maestro y con las liciones que me daba, tomé el mismo arbitrio, y me encaminó la gentecilla a propósito. Halleme en menos de un mes con más de docientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más 80
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alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos: y era que hurtábamos niños. Cada día, entre los dos, cuatro o cinco. Pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas y decíamos: “Por cierto, señor, que lo topé a tal hora, y que si no llego, que lo mata un carro; en casa ésta”. Dábannos el hallazgo, y venimos a enriquecer de manera que me hallé yo con cincuenta escudos. Y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas, determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin, yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedíme de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.
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Capítulo 9 En que me hago representante, poeta y galán de monjas, cuyas propriedades se descubren lindamente
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En una posada topé una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío del estudio de Alcalá, y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba el ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía con la cuchillada y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció extremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: —Esta mujer, ¿por qué orden la podríamos hablar para gastar con su merced veinte escudos? Que me ha parecido hermosa. —No me está bien a mí el decirlo, que soy su marido —dijo el hombre—, ni tratar de eso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncita. Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar a que la hablase. Cayome en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que por éstos se pudo decir que tienen mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia. Yo gocé de la ocasión, y preguntome que adónde iba y algo de mi hacienda y vida. Al fin, dejamos, tras muchas palabras, para Toledo las obras. Íbamonos holgando por el camino mucho. Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de san Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representelo de suerte que les di codicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos. Encareciéronme tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él, y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo. Diéronme que estudiase tres o cuatro loas y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave —de lo que son todas— que venía destrozada y sin provisión. Decía lo de “éste es el puerto”, llamaba a la gente “senado”, pedía perdón de las faltas y silencio; y entreme. Hubo un vítor de rezado, y al fin, parecí bien en el teatro. Representamos una comedia de un representante nuestro, que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era de hombres muy doctos y sabios, y no de gente tan sumamente lega. Y está ya de manera esto que no hay
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autor que no escriba comedias ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del buen Lope de Vega y Ramón, no había otra cosa. Al fin, la comedia se hizo el primer día, y no la entendió nadie; al segundo, empezámosla, y quiso Dios que empezaba por una guerra y salía yo armado y con rodela, que si no, a manos de mal membrillo, tronchos y badeas acabo. No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la comedia, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos por hacer reír, y al desatar de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido. Tratamos mal al compañero poeta, y yo diciéndole que mirase de la que nos habíamos escapado y escarmentase. Díjome que no era suyo nada de la comedia, sino que, de un paso de uno y otro de otro, había hecho la capa de pobre de remiendo y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesome que los farsantes que hacían comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, y que el interés de sacar trecientos o cuatrocientos reales les ponía a aquellos riesgos. Lo otro que, como andaban por esos lugares y les leen los unos y otros comedias, tomábanlas para verlas y hurtábanselas, y con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decían que era suya. Y declarome cómo no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera. No me pareció mal la traza, y yo confieso que me incliné a ella por hallarme con algún natural a la poesía; y más, que tenía ya conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así, determiné de dar en el arte. Y con esto y la farsanta y representar, pasaba la vida. Que pasado un mes que había que estábamos en Toledo haciendo muchas comedias buenas y también enmendando el yerro pasado, con esto ya yo tenía nombre y había llegado a llamarme Alonsete, porque yo había dicho llamarme Alonso; y por otro nombre me llamaban el Cruel, por serlo una figura que había hecho con gran aceptación de los mosqueteros y chusma vulgar. Tenía ya tres pares de vestidos y autores que me pretendían sonsacar de la compañía. Hablaba ya de entender de la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez, llamaba bonico a Morales, pedíanme el parecer en el adorno de los teatros y trazar las apariencias; si alguno venía a leer comedia, yo era el que la oía. Al fin, animado con este aplauso, me desvirgué de poeta en un romancico y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevíme a una comedia y, porque no escapase de ser divina cosa, la hice de nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías; había sus ánimas de purgatorio y sus demonios, que se usaban en42
empezámosla] ampeçamosla Z farsante] SCB // farsantes Z 64 con esto] que con esto Z 57
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tonces, con su “bu, bu” al salir, y “ri, ri” al entrar; caíale muy en gracia al lugar el nombre de Satán en las coplas y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien. No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí enamorados: unos por coplas de cejas y otros de ojos, cuál de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos? Hervía en sacristanes y demandaderas de monjas; ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una, y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez, grave y sonorosa, que provocaba a gestos. Escribí para un ciego, que las sacó en su nombre, las famosas que empiezan: Madre del Verbo humanal, hija del Padre divino, dame gracia virginal, etcétera.
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Fui el primero que introdujo acabar las coplas como los sermones, con “aquí gracia y después gloria”, en esta copla de un cautivo de Tetuán: Pidámosle sin falacia al alto Rey sin escoria, pues ve nuestra pertinacia, que nos quiera dar su gracia y después, allá, la gloria. Amén.
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Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal que casi aspiraba ya a ser autor. Tenía mi casa muy bien aderezada, porque había dado, para tener tapicería barata, en un arbitrio del diablo, y fue de comprar reposteros de tabernas y colgarlos. Costáronme veinte y cinco o treinta reales, eran más para ver que cuantos tiene el Rey, pues por éstos se veía de puro rotos y por esos otros no se verá nada. Sucediome un día la mejor cosa del mundo, que, aunque es en mi afrenta, la he de contar. Yo me recogía en mi posada, el día que escribía comedia, al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre escribir representando recio, como si lo hiciera en el tablado. Ordena el diablo que a la hora y punto que la moza iba subiendo por la escalera, que era angosta y escura, con los platos y olla, yo estaba en un paso de una montería y daba grandes gritos, componiendo mi comedia, y decía: ¡Guarda el oso!, ¡guarda el oso!, que me deja hecho pedazos y baja tras ti furioso.
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Que entendió la moza —que era gallega—, como oyó decir “baja tras ti” y “me deja”, que era verdad y que la avisaba. Va a huir y, con la turbación, písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra los platos y sale dando gritos a la calle, diciendo que mataba un oso a un hombre. Y por presto que yo acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso; y aun contándoles yo como había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer. No comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad. Y destas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en el oficio de poeta y no salí del mal estado. Sucedió, pues, que mi autor —que siempre paran en esto—, sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron por no sé qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte. Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el andar en ellos era por necesidad, viéndome con dineros y bien puesto, no traté más que de holgarme. Despedime de todos. Fuéronse, y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha vuestra merced por enojo, di en amante de red, como cofia, y por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo, que es lo mismo que galán de monjas. Tuve ocasión para dar en esto, teniendo yo entendido que era la diosa Venus una monja, a cuya petición había hecho muchos villancicos, que se me aficionó en un auto del Corpus viéndome representar un san Juan Evangelista. Regalábame la mujer con cuidado y habíame dicho que sólo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero y dábala compasión. Al fin, me determiné de escribirla el siguiente papel: “Más por agradar a vuestra merced que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía, que para mí cualquiera sin la suya es soledad. Ya seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme cuándo habrá locutorio, y sabré juntamente cuándo tendré gusto, etcétera”.
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Llevó el billete la andadera. No se podrá creer el grandísimo contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Respondiome desta manera: 150
Respuesta “De sus buenos sucesos antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara dello a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha vuelto en sí. No resta agora sino perseverancia que se mida con la que yo tendré. El locutorio dudo por hoy, pero no deje de venirse vuestra merced a vísperas, que allí nos veremos, y luego por las vistas, y quizá podré yo hacer alguna pandilla a la abadesa. Y adiós”. Contentome el papel, que realmente la mujer tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las come-
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dias; fuime luego a la iglesia, recé y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos para ver si parecía, cuando, Dios y enhorabuena —que más era diablo y en hora mala—, oigo la seña antigua: comienzo a toser, y andaba una tosidura de Barrabás. Remedábamos un catarro, y parecía que habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la red una vieja tosiendo, y echo de ver mi desventura; que es peligrosísima seña en los conventos, porque como es seña a las mozas es costumbre en las viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor, y sale una lechuza. Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas. Oílas todas, que por esto llaman a los galanes de monjas “solemnes enamorados”, por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no se les llega el día jamás. No se creerá los pares de vísperas que yo oí. Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver. Fui gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recebido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía que almorzaba asadores y que comía virotes. Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuela bien grande, era menester enviar a tomar lugar a las doce, como para comedia nueva. Hervía en devotos. Al fin, me puse donde pude. Y podíanse ir a ver, por cosas raras, las diferentes posturas de los amantes: cuál, sin pestañear los ojos, mirando; cual, con su mano puesta en la espada y la otra en el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y estendidos los brazos a lo seráfico; cual, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, al uso de cazador con carne, parecía que llamaba al halcón. Los celosos era otra banda: éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cuál, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano, y cuál hablaba con una criada echadiza que le daba un recado. Esto era de la parte de abajo y nuestra; pero de la de arriba, adonde estaban las monjas, era cosa de ver también, porque las vistas era una torrecilla llena de redendijas toda y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera, ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas: allí se veía una pepitoria, una mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado, cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allí salía un listón verde. Unas hablaban algo recio, otras tosían; cuál hacía la señal de los sombreros, como si sacara arañas, ceceando. En verano, es de ver cómo no sólo se calientan al sol, sino se chamuscan; que es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En ivierno acontece, 193
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con la humedad, nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo; no hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto. Y todo esto, al cabo, es para ver a una mujer por red y vidrieras, como güeso de santo. Es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y, si calla, de un retrato. Los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes: un paloteadico con los dedos. Hincan las cabezas en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras. Aman al escondite. ¡Pues verlos hablar quedito y de rezado! ¡Sufrir una vieja que riñe, una portera que manda y una tornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo. Al fin, yo llamaba ya “señora” a la abadesa, “padre” al vicario, y “hermano” al sacristán, cosas todas que, con el tiempo y el curso, alcanza un desesperado. Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideré cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida por tan descaminados caminos. Veía que me condenaba a puñados y que me iba al infierno por sólo el sentido del tacto. Si hablaba, solía —por que no me oyesen los demás que estaban en las rejas— juntar tanto con ellas la cabeza que por dos días siguientes traía los hierros estampados en la frente y hablaba tan bajo que no me podía comprender si no se valía de trompetilla. No me veía nadie que no decía “¡Maldito seas, bellaco monjil!” y otras cosas peores. Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado a dejar la monja, aunque perdiese mi sustento; y determineme el día de san Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son monjas. Y no quiera vuestra merced saber más de que las bautistas todas enronquecieron adrede y sacaron tales voces que, en vez de cantar la misa, la gimieron; no se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de las bautistas, por desautorizar la fiesta, trujeron banquetas en lugar de sillas a la iglesia, y muchos pícaros del rastro. Cuando yo vi que —las unas por el un santo, y las otras por el otro— trataban indecentemente dellos, cogiéndola a la monja mía, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor, medias de seda, bolsillos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, donde como en tierra más ancha quise probar ventura. Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que la llevaba que por mí, considérelo el pío lector.
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Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque, como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado (pues, preñada de cuatro, paría tres), llevaba provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de moros y ballestilla, y así no se me escapaba dinero. Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá, declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su culpa. No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa conque se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler o doblando los azares para conocerlos por lo hendido. Y si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado y que, con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que al que da vista y retiene, lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta, el que hace los naipes que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira no den de arriba las que descarta el que da y procura que no se pidan cartas, o por los dedos en el naipe o por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propriedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entienden; dobles son los que acarrean sencillos para que los desuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro, al que deja en blanco sus diligencias. Yo, pues, con este lenguaje y estas flores llegué a Sevilla; con el dinero de las camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dineros a los huéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topo un condiscípulo mío de Alcalá que se llamaba Mata y agora le decía, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra dellas en su cara y, por las que le habían dado, concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía: “No hay tal maestro como el 2
cargados] SCB // cargos Z es] SCB // el Z 26 rastreros] SCB // raetreros Z 32 Matorral] SCB // Motorral Z 17
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bien acuchillado”, y tenía razón porque la cara era una cuera, y él un cuero. Díjome que me había de ir a cenar con él y otros camaradas, y que ellos me volverían al mesón. Fui. Llegamos a su posada, y dijo: —¡Ea!, quite la capa vucé y parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Sevilla. Y porque no lo tengan por maricón, ahaje ese cuello y agobie despaldas; la capa caída, que siempre andamos nosotros de capa caída, y ese hocico, de tornillo; gestos a un lado y a otro; y haga vucé de la g, h y de la h, g. Diga conmigo: “gerida,” “mogino”, “gumo”, “pahería”, “mohar”, “habalí” y “harro de vino”. Tomelo de memoria. Prestome una daga, que en lo ancho era alfanje y en lo largo no se llamaba espada, que bien podía. —Bébase —me dijo— esta media azumbre de vino puro, que si no da vaharada no parecerá valiente. Estando en esto —y yo, con lo bebido, atolondrado—, entraron cuatro dellos, con cuatro zapatos de gotosos por caras, andando a lo columpio; no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos; los sombreros, empinados sobre las frentes; altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas; las conteras, en conversación con los calcañares derechos; los ojos, derribados; la vista, fuerte; bigotes buidos, a lo cuerno, y barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron, con voces mohínas, sisando palabras: —Seidor. —So compadre —respondió mi ayo. Sentáronse; y para preguntar quién era yo no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales y, abriendo la boca y empujando hacia mí el labio de abajo, me señaló. A lo cual, mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto, con mucha alegría, se levantaron todos y me abrazaron y hicieron muchas fiestas, y yo de la propria manera a ellos, que fue lo mesmo que si catara cuatro diferentes vinos. Llegó la hora de cenar. Vinieron a servir a la mesa unos grandes pícaros, que los bravos llaman “cañones”. Sentámonos todos juntos a la mesa. Apareciose luego el alcaparrón. Y con esto, empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo de ninguna manera, hasta que la vi beber, no entendí que tenía tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo toda llena de vino, y allí se echaba de bruces el que quería hacer la razón. Contentome la penadilla. A dos veces, no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra. Menudeábanse los juramentos. Murieron, de brindis a brindis, veinte o treinta sin confesión; recetáronsele al asistente mil puñaladas. Tratose de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón; derramose vino en cantidad al alma de Escamilla; los que las cogieron tristes, lloraron tiernamente al mal logrado Alonso 52 74
conversación] SCB // guarnicion Z Escamilla ] SCB // Escanilla Z
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Álvarez. Y a mi compañero, con estas cosas, se le desconcertó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz: —Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto. Levantose entre ellos alarido disforme y, sacando las dagas, lo juraron. Poniendo las manos cada uno en un borde de la artesa, y echándose sobre ella de hocicos, dijeron: —Así como bebemos este vino, hemos de beber de la sangre a todo acechador. —¿Quién es este Alonso Álvarez —pregunté— que tanto se ha sentido su muerte? —Mancebo —dijo el uno—, lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los demonios! Con esto, salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron cuando, sacando las espadas, la embistimos. Yo hice lo mismo, y limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies y apeló por la calle arriba dando voces. No lo pudimos seguir, por haber cargado delantero, y al fin nos acogimos a la iglesia mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y, vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes, y huido el alguacil de un racimo de uva, que entonces lo éramos nosotros. Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas, desnudándose por vestirnos. Aficionóseme la Grajales; vistiome de nuevo de sus colores. Súpome bien y mejor que todas esta vida, y así, propuse de navegar en ansias con la Grajales hasta morir. Estudié la jacarandina y a pocos días era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Rondábanos la puerta, pero con todo, de media noche abajo, rondábamos disfrazados. Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado —que no soy tan cuerdo—, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fueme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
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Y] SCB // ya Z alguacil] SCB // Alguazial Z 108 primero] SCB // lo primero Z 93
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TABLA DE LO QUE SE CONTIENE EN ESTE LIBRO Página Capítulo 1. En que cuenta quién es y de dónde. Capítulo 2. De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió. Capítulo 3. De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel. Capítulo 4. De la convalencencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares. Capítulo 5. De la entrada de Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo. Capítulo 6. De las crueldades del ama y travesuras que yo hice. Capítulo 7. De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de mis padres, y la resolución que tomé en mis cosas para adelante. Capítulo 8. Del camino de Alcalá para Segovia y lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde dormí aquella noche. Capítulo 9. De lo que me sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta. Capítulo 10. De lo que hice en Madrid y lo que me sucedió hasta llegar en Cerecedilla, donde dormí. [Capítulo 11. Del hospedaje de mi tío y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta a la Corte. Capítulo 12. De mi huida y los sucesos en ella hasta la Corte. Capítulo 13. En que el hidalgo prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres].
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LIBRO SEGUNDO Capítulo 1. De lo que me sucedió en la Corte luego que llegué hasta que anocheció. Capítulo 2. En que se prosigue la materia comenzada y otros raros sucesos. Capítulo 3. En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel. Capítulo 4. En que se describe la cárcel y lo que sucedió en ella, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y yo en fiado. Capítulo 5. De cómo tomé posada, y la desgracia que me sucedió en ella. Capítulo 6. En que prosigue lo mismo, con otros varios sucesos. Capítulo 7. En que se prosigue el cuento, con otros sucesos y desgracias notables. Capítulo 8. De mi cura y otros sucesos peregrinos.
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15-19 La tabla de Z omite la mención de los capítulos 11 a 13, que se incluyen aquí siguiendo el enunciado de los epígrafes correspondientes.
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Página Capítulo 9. En que me hago representante, poeta y galán de monjas, cuyas propriedades se descubren lindamente. Capítulo 10. De lo que me sucedió en Sevilla hasta embarcarme a Indias. 40
Fin de la tabla. Con licencia. En Zaragoza, por Pedro Vergés, 1626.
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VARIANTES DE Z2 Y Z3 Se recogen aquí las variantes de Z2 y Z3 con respecto a Z, así como sus errores comunes. Con la ayuda de este apéndice puede el lector decidir si los responsables de Z2 y Z3 tuvieron a la vista, además de la edición príncipe, algún otro manuscrito. Dado que el aparato de variantes es denso, ha parecido conveniente no recargarlo con peculiaridades lingüísticas, atribuibles a copistas o impresores, que nada dicen a la hora de establecer una filiación. Por tal motivo no se recogen las diferencias fonéticas o morfológicas (inviar/enviar, así/ansí, mitad/metad, donde/adonde, trajo/trujo, fuistes/fuisteis, respondedme/respondeme, hacerle/hacelle, recado/recaudo, gamuzas/camuzas), las que atañen a las contracciones (al/a él) y al uso del artículo masculino y femenino (el hambre/la hambre), y otras similares. Tampoco se señalan yerros tipográficos evidentes en el contexto (“lar”, por “largas”, “alboretado”, “el el año”, etc.).
215.2 libro] un libro Z2 215.2 juzgo] supo Z2 215.4 religión] Religion Catholica Z3 215.5 mil seiscientos veinte y seis] mil y seyscientos y veynte y seys Z2 215.15 llamado don Pablos] exemplo de vagamundos, y espejo de tacaños add. Z3 215.16 de Quevedo] Villegas, Cauallero del Orden de Santiago add. Z3 215.16 cosa en que] cosa, que Z3 215.17 y] ni a las Z3 215.18 Dat.] Dada Z3 215.18 a dos] dias del mes add. Z3 215.18 mil seiscientos] mil y seyscientos Z2 Z3 215.19 de dicho] del dicho Z2 215-217 En Z2 faltan la aprobación de Calisto Remírez, la licencia de Juan Fernández de Heredia y la dedicatoria de Roberto Duport. En Z3 esta aprobación va antes de la licencia del ordinario. 215.26 de mil] Año de mil Z3 215.26 seiscientos] y seyscientos Z3 216.32 del oficio de la] el Officio la Z Z3 216.35 dar] mandarle dar Z3 216.35 imprimir] poder imprimir Z3 216.38 reconocer] reconocerle Z3 216.38 se] y se Z3 216.41 que usamos] de que usamos Z3 217.65 Hallándome lleno de obligaciones] Conociendo las muchas obligaciones que deuo Z3 217.66 limitado] tan limitado Z3 217.87-88 nadie compre] compre nadie Z3 217.90 más deleite saber] mas de deleyte, de saber Z2 217.97 de alguaciles] om. Z2 217.97-98 pedigüeña] y pedigueña Z2 218 décima ausente en Z2 219.epígrafe cuenta] cuento Z2
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219.3 de que] om. Z Z2 Z3 219.5 bebía] se via Z Z2 219.7 Ziuraconte] Ciracunte Z2 219.15 angelico] angel Z2 219.26 encubriendo] cubriendo Z2 220.29 sus voluntades] las voluntades Z2 220.29 penitencia] aspera add. Z3 220.31 era chico] chiquito Z3 220.31 memorias] recuerdos, y memorias add. Z3 220.32 otros] otras Z2 220.32 vituperarla] dezian add. Z3 220.36 les averigüe] les aueriguen Z Z3 // le averigue Z2 220.45 buen] om. Z2 220.47 y sus ministros] om. Z2 220.48 mi mocedad] mis mocedades Z3 220.48 de puro cierto] cierto de puro Z3 220.49 llevado] cauallero add. Z3 220.49 si] sino Z2 220.53 brujo] bruxa Z Z2 220.53 he] os he Z2 220.59 Metilos] metidos Z Z2 Z3 220.59-60 diciendo que yo] Yo les dixe, que Z3 221.1 el] al Z Z2 Z3 221.1 Fui] y fuy Z2 221.4 Sentábame] sentome Z2 221.9 Alonso] Diego Z2 221.10-11 o que porque [...] o que porque] o porque [...] o porque Z2 221.13 me llamaban] om. Z2 221.19 Todo lo sufría] y lo sufria todo Z2 // y todo lo sufria Z3 221.22 el caso todo] todo el caso Z3 221.27 dije] le dixe Z2 221.29 que] de que Z2 222.37 como muerto] medio muerto Z2 222.37 coger] recojer Z2 222.38 mi] de mi Z2 222.40 le] om. Z2 222.46 caballerito] Cavallero Z2 222.50 cual] quan Z2 222.52 Pilato] Pilatos Z3 222.52 echa a correr] he a correr Z // dá a correr Z3 222.53 a mi amigo] om. Z2 222.53-54 el hombre] om. Z2 222.55 de mi] del Z3 222.55-56 dando gritos. Entró el hombre] Entrò el hombre dando gritos Z3 222.56 defendiome] defendiendome Z2 Z3 222.56 asegurándole] prometiendo Z2 // prometiendole Z3 222.59 dos] tres Z2 222.64 so] sobre Z2 222.65 de oír mi simplicidad y] om. Z2 222.69 hubiese] fuesse Z2 223.76 vulcos] bueltas Z3 223.76 otro] a otro Z2
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223.78 verdureras] vendederas Z2 223.80 no llegó en mucho] llegò en breue Z3 223.83 tras el] tras del Z2 223.87 y daban tras las verdureras] om. Z2 223.91 otros] otras Z2 223.99 Saturno] Saturna Z2 223.99 le echaran] lo echaran Z2 Z3 223.107 las dos] los dos Z2 224.114 de] om. Z2 224.116 decir mejor] mejor dezir Z2 Z3 224.117 mi casa que] mi que casa Z2 224.117 menester] mester Z2 224.118 de ser] para ser Z2 224.120 gasto] gusto Z2 225.3 oficio criar] oficio de criar Z2 225.4 y sirviese] om. Z2 225.6 porque] que Z2 225.8-9 avecinados] avezindados Z3 225.10 tiendas] tienda Z2 225.11 había] avian Z2 225.11 búas] bubas Z2 225.12 cuestan] cuesta Z2 225.14 holgazanes] holgaçanos Z Z3 225.16 la] om. Z2 225.18 espacioso] espacio Z // despacio Z3 225.19 algo] om. Z3 225.19 le] se Z // om. Z3 225.20 por nunca se la cortar] que nunca se la cortaua Z3 226.35 Estuvimos] y estuvimos Z2 226.43 me susté] om. Z2 // me asustè Z3 226.44 de] om. Z3 226.44-45 parecían] parecia Z2 226.45 y] om. Z2 226.47 en comer una dellas peligraba Narciso] comer en una dellas peregrinava Narciso Z2 226.64 en la mesa] om. Z2 227.72 y] om. Z2 227.75 sano] cano Z Z3 227.77 al ruido entró Cabra] entro Cabra al ruydo Z3 227.82 entre] de Z3 227.96 que qué] que Z2 227.98 del] de Z2 Z3 227.99 del nombre del] de nombre de Z2 227.101 Es cosa muy saludable y provechosa −decía− cenar poco] Dezia, es muy saludable, y prouechoso el cenar poco Z3 227.108 aunque] y Z3 228.114 del] de Z2 228.116 ijadas nadaban en el] om. Z2 228.118 nominativo] nomitavo Z2 228.122 pesados] posados Z2 228.125 que] om. Z3 228.125 un día que] que Z2 // un dia Z3 228.126 porque Cabra] que Cabra Z2
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228.126 respondió] y respondio Z2 228.127 morían] se morian Z2 228.128 no comían] nunca mas add. Z2 228.128 Certificóme que era verdad] y certificòme era verdad todo quanto me tenia dicho, sin que propusiesse encarecimiento Z2 228.131 prosiguió] prosegui Z Z2 Z3 228.131 aquel] el Z2 228.133 caja] ceja Z Z2 Z3 228.133 hierro] verro Z Z2 228.135 la llenase] le llevasse Z2 228.137 sólo] om. Z3 229.153 resistía] vestia Z Z2 Z3 229.153 me valió] valiome Z3 229.156 bellaquería todo] todo bellaqueria Z3 229.158 Quejámonos] Quexavamonos Z2 229.158 nosotros] om. Z3 229.161 a la] de Z3 229.166 una] en una Z2 229.169 y] om. Z Z2 Z3 229.170 yo] om. Z2 230.186 aguardar a más] aguardar mas Z3 230.186 palabra] palabras Z Z2 Z3 230.187 Nos mandó] Mandonos Z2 Z3 230.187 en] con Z2 230.188 nos seguían] vnos se vian Z2 231.2 desparramasen] desparmassen Z Z3 // despalmassen Z2 231.2 del hambre] de hambre Z2 231.11 cualquier palabra] las palabras Z2 231.13-14 ahormasen con la mano de un almirez] formassen con una mano de un almirez Z2 231.15 pinicos] pininos Z2 231.16 yermo] Hermo Z2 231.19 manos crueles] crueles manos Z3 231.21 aquel día] de aquel día Z2 231.25-26 recataba] recateava Z2 231.33 de] y de Z Z2 Z3 232.39 que] y Z3 232.59 el] om. Z2 233.86 sino un cogollo en cuatro bocados] en quatro bocados sino vn cogollo Z3 233.97 a] om. Z3 233.103 estudiante] criado Z3 233.107 señor] seor Z3 233.116 habría] avia Z2 233.117 preguntole] y preguntole Z3 233.118-119 el avariento que dormía] que dormia el auariento Z3 234.128 yesones] hyesosenes Z Z2 234.131 Sacola] sacole Z3 234.132 poco vino] poco de vino Z2 234.133 a] om. Z2 234.133 que quedaba o media] ò media que quedaua Z3 234.137 mesonero] Ventero Z3 234.139 es] om. Z3
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234.141 no había metido él] el no auia metido Z3 234.143 Leganés] Leganos Z Z2 Z3 234.148 fuele a hincar] fue a hincarle Z3 234.153 hiciéronle] y hizieronle Z3 235.164 dirán] dirè Z3 235.168 de vuestra merced] dè a v. m. Z3 235.171 podimos sacar] poniamos Z2 236.epígrafe de] En Z3 236.2 donde] adonde Z2 236.5 hay] aùn ay Z3 236.7 principal] noble y principal Z2 236.8 con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento] con muy mala cara Z2 // con peor cara, que si yo fuera Cura, y le pidiera la cedula de confession Z3 236.11 y lo demás] om. Z2 236.17 en] a Z3 236.23 a temblar. Entré] a temblar, y a temer. Con todo Z2 236.26-27 nunca Dios lo permitiera, pues] om. Z2 236.29 este] om. Z2 236.34 a escarrar y tocar] a escarbar y tocar Z Z3 // a tocar Z2 236.35 manchegazo] manchegato Z2 237.39-40 que ma ...! Iba a decir “te” ] que me la, yua a dezirle Z Z2 Z3 // dizir Z2 237.40 batería] bataria Z2 237.44 con gran cólera] om. Z2 237.47 al mismo tiempo] que lo hize add. Z2 237.47 enclavó] clauò Z3 237.47 un] muy grande add. Z2 237.48 angustias] grandes angustias Z2 237.51 dónde] en donde Z3 237.52 afeite] azeyte Z Z2 Z3 237.54 mañana] maña Z3 237.61 vengado] valdado Z3 237.63 colguelo] colgue Z Z2 Z3 237.64 aventura] ventura Z Z2 237.67 buen] muy buen Z2 237.70 ha] han Z3 238.79 ya] om. Z2 238.80 en uno] en una Z // om. Z2 238.80 nunca] no Z2 238.81 a otras] otras Z2 238.94 eso] esto Z2 238.100 frazadas] frezadas Z2 239.124 noramala] en ora mala Z2 239.128 de] om. Z2 239.130 Dios] tal Z3 239.134 Pues es muy bueno esto para haber de estudiar] es muy bueno esto para estudiar Z2 239.144 dél] om. Z2 239.150 de que] que Z3 239.154 flaco] flojo Z3 239.156 el] om. Z3 239.156 Callá] callad Z3 240.160 lavándola] levantandola Z2
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240.162 parlar] pelear Z2 240.164 Avisón] abisor Z2 240.165 la] om. Z2 Z3 241.7 garbo] grano Z2 241.10 mucha] muy gran Z2 241.12 acogotamos] acocamos Z2 241.18 que por no] por no Z3 241.18 detenernos] deternos Z3 241.18 las] les Z3 241.18 ellas] ellos Z3 241.23 a] om. Z2 Z3 241.24 si no me valiese, diría: “Como se entraron sin llamar] si no, diria, como se entraron a llamar Z2 241.27 la virtud] a la virtud Z2 241.28 el vicio] al vicio Z2 241.35 Las Pascuas] de las dos Pasquas Z Z2 Z 3 242.43 decíamos el ama y yo] les deziamos Z2 242.44 en verdad] om. Z2 242.45 baste] basta Z2 242.45 se ha acabado el aceite (o el carbón)] se acabo el azeyte, o carbon Z2 242.47 Pablicos] Pablos Z2 242.48 y vendíamosles] om. Z2 242.48-49 sisábamos] om. Z Z2 Z3 242.57-58 ¿Toda ésta es la lealtad que me decís vos dél?] om. Z3 242.59 sanguijuelas] sanguisuelas Z Z2 Z3 242.60 se espanta] se espantò Z2 242.61 y comulgaba] om. Z3 242.69 entraba] Empeçava Z2 242.70 Conquibules] quinquibules Z2 242.70 en la Salve Rehila] la Salve regina Z2 242.74 curar] curar de Z3 243.78 comerla] comerle Z3 243.81 Dios] tal Z3 243.86 burlas] burla Z2 243.88 he hecho algo] no he hecho nada Z2 243.92 Ella] Estoy Z2 243.96 no lo sé yo] yo no lo se Z2 243.98 lo] me lo Z3 243.100 de los papas, vicarios de Dios] de Papas vicarios de Christo Z2 243.100 el] esse Z3 243.101 y] om. Z2 243.114 Llevadlos] lleualdos Z3 244.122 te le he] te lo he Z2 // le he Z3 244.123 y yo] yo Z2 244.124 casa] una casa Z2 244.126-127 dos dedos] a dos dedos Z3 244.127 a] om. Z2 244.128 le] la Z3 244.131 anda] andava Z2 244.133 dio tras mí, y otros criados] tras mi, otros criados Z2 244.151 Él se dejó] dexòse Z3 244.152 Quedáronse espantados] Admiraronse Z3
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244.153 y muertos] muriendose Z3 245.161 llena] om. Z Z2 Z3 245.165 llegueme] me llegue Z3 245.179 saltearlos] matarlos Z // robarlos Z2 Z3 245.181 abajando] baxando Z2 245.183 arriba] riba Z Z3 245.186 acá] Hazia Z Z3 // Dezia Z2 245.187 Seguidme todos! Dadme una rodela] seguid todos Z2 246.195 cerca] om. Z2 246.195-196 todos] todas Z2 Z3 246.196 que está frente] enfrente Z2 246.197 él] el otro Z2 246.199 en] om. Z2 246.200 va a dar cerca] sale a Z2 // va a dar a Z3 246.205 caras] camas Z Z2 Z3 246.207 compañero] om. Z2 246.211 de hallar] de no hallar Z2 246.212 topasen] topase Z2 246.219 del alderredor] de al rededor Z2 246.221 el mucho] mucho Z2 247.5 la] om. Z2 247.12 han] à Z2 247.14 le desquita] se desquita Z2 247.21 dos veces] om. Z2 247.26-27 Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo] y viò el Teatino que le queria predicar, buelto a el dixo Z2 247.28 y acabemos] acabemos Z3 247.29 que no querría parecer prolijo] porque no queria ser prolixo Z2 247.30 ansí] assi Z3 247.30 que le] le Z2 247.31 barbas] babas Z Z2 Z3 247.31 Yo lo hice así] assi lo hize Z2 247.31 las] om. Z2 247.32 con una gravedad que no había más que pedir] con mucha gravedad Z2 247.34-35 consolarán] consolaron Z2 248.40 sobrevirgos y contrahacer] sobre, contrahazer Z2 248.41 el] om. Z2 248.45 tenga] tengo Z2 248.48 etcétera] Segovia, &c Z3 248.54 le mandaba] mandava Z2 248.61 trincharon e] om. Z2 248.61 señor] om. Z2 248.66 perdiéndoseme] perdiendose Z2 249.epígrafe Rejas] Roxas Z2 249.4 salime] sali Z2 249.6 del ama] del alma Z2 249.6-7 de la casa por el arrendamiento] por la casa por el arrendamiento Z Z2 // por el arrendamiento de la casa Z3 249.8 éste] om. Z2 249.8 un trampista] gran embustero, y trampista Z3 249.15 comenzamos a tratar de si bajaba el turco] tratamos si baxava ya el Turco Z2 249.17 y cómo se ganaría Argel] om. Z2
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249.18 propia] proprio Z2 249.22 todo] om. Z2 249.25 puede hacer] haga Z2 249.28 pero allá se verá] om. Z2 249.29 le] om. Z2 249.34 con esponjas] om. Z2 249.35 a la cara] om. Z2 250.36 que a todos] porque a todos Z2 250.36-37 gran contento] muy gran contento Z2 250.40 tornará luego] que luego tornarà Z2 250.44 que] que no Z3 250.53 Dios] Dios y Z3 250.54 junto a ella a pie] a pie junto a ella Z3 250.61 no] om. Z2 250.63 le] lo Z2 250.71 por lo que] om. Z2 251.79 lo ] la Z2 251.85 Rejas] Rojas Z2 251.90 Cómo doctor] om. Z2 251.92 Rejas] Rojas Z2 251.96 luego] om. Z2 251.98 se] om. Z2 251.103 ha ganado en su vida] tiene ganado por todo el discurso de su vida Z2 251.108 ésta] este Z2 Z3 251.110 no] me Z2 251.110 olla] la olla Z2 251.110 se] om. Z2 252.121 profesa la] profesaua Z 252.124 si la trae] om. Z2 252.137 al] el Z2 252.138 a] om. Z Z3 252.145 en favor] tan en favor Z2 252.146 pagamos] y pagamos Z3 252.147 maestro] maestro de armas Z3 253.1 ir diferente] ir por diferente Z2 253.2 gran] om. Z2 253.3 oía] via Z2 253.7 prometí] prometi de Z3 253.7 a partir] a apartar Z2 253.11 desconociesen] reconociessen Z2 253.16 camino] caminando Z2 253.21 doctos varones] varones doctos Z3 253.22 le] lo Z2 253.24 cantarcitos] cantarsicos Z2 254.45 y narices] y por las narizes Z2 254.49 haciendo] haziendome Z2 254.51 la suma] su Z2 254.52 cualquier] qualquiera Z3 254.62 se la alabé, la traza y la intención] le alabè la traça, y la invencion Z2 // inuencion, Z3 254.63 Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo] ello es cosa mia, pero no se deve de aver hecho otra tal en todo el mundo Z2
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254.75 pero que iban en profecía los conceptos] om. Z2 254.75 Yo confieso] confiesso Z2 254.76 así] om. Z2 255.82 podía] podria Z2 255.89 que la leyese si la tenía, muy congojado] muy congojado que la leyesse, si la tenia Z3 255.91-92 barahúnda] barbanca Z Z2 Z3 255.93-94 tal que provocase a gestos] que tal que no provocasse a gestos Z2 256.epígrafe en] a Z2 Z3 256.2 pidiome] pidieron Z2 Z3 256.3 quehacer] que lo hiciesse Z2. 256.3 la leí] lei Z2 256.7 que] om. Z Z2 Z3 256.9-10 o moscatel] om. Z2 256.15 procuren] que procuren Z2 256.16 esto] ello Z3 256.17 las caniculares] los caniculares Z2 256.18 poetas de sol] poetas del Sol Z2 256.18-19 de los soles y estrellas] de las estrellas Z2 256.24 poesía] poeta Z2 256.24 nos tenemos] tenemos Z2 256.28 hacen] haze Z2 256.32 prosecución] persecucion Z2 256.33 yo, siendo eclesiástico] siendo yo Ecclesiastico Z3 256.33 ese] este Z3 257.35 a averiguar] averiguar Z2 257.36 que se me hacía tarde] om. Z2 257.38 que] i Z2 257.41 me] om. Z2 257.41 del mundo] de todo el mundo Z2 257.43 y Dios] Dios Z2 257.43 me dio] dio Z2 // ha dado Z3 257.44 Proseguí] y prosegui Z2 257.46 algunas reliquias] alguna reliquia Z2 257.64 tener] poner Z3 257.66 poeta] poetas Z2 257.66 gran cosecha] cosecha Z2 257.68 sus] om. Z2 257.69 llegué] llegueme Z2 257.70-71 la república] las republicas Z2 257.71 pueden] puedan Z Z2 257.73 de esta] deste Z2 Z3 258.79 mudándoles] mudandolas Z2 258.80 vuelvan] bueluen Z3 258.84 cuanto bien] bien quanto Z2 258.89 dos] doze Z2 258.90 Ercilla] Arcilla Z Z2 Z3 258.96 en mal] en el mal Z2 258.98 No está para más –dijo luego] no ay mas, dixo Z2 258.99 voto a Cristo] y echó un boto a Christo Z2 258.99 a la cinta] hasta la cinta Z2 258.101 le dije yo] respondi Z2
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258.101-102 que estimaban] estimavan Z2 258.103 estiman] estimauan Z Z3 258.103 seis meses] seis meses preso Z2 258.107 otras] otros Z Z3 259.116-117 Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles] enseñòme unos papeles Z2 259.117 de ser] ser Z2 259.118 dije] entonces empecè a dezir mil cosas Z2 259.122 una hora] vn hora Z3 259.130 gratias] gracias Z3 259.132 picas] pieças Z2 259.138-139 importancia] importancia, y estima Z3 259.141 manera] madera Z Z2 Z3 259.141 a cada] cada Z2 259.141 El] y el Z3 260.156 que eran] y que eran Z3 260.159 que dijo] om. Z2 260.163 a cada] cada Z2 260.165 Quisímosle jugar] quisimos que jugara Z2 260.168 tratar de] tratar Z2 260.172 creímoslo] creimosle Z2 260.172 jurar] jugar Z Z2 Z3 260.177 en puribus] in puribus Z2 260.178 a acostar] acostar Z2 Z3 260.179 que estaba allí] om. Z2 260.180 harta] grande Z2 260.182 y yo] yo Z2 260.185 Pedí] pidio Z Z2 Z3 260.187 diese] diessen Z3 260.191 ella] ello Z3 260.194 salimos] om. Z2 260.195 su merced pidió servicios] servicios pidio su merced Z2 260.195-196 lengua] om. Z2 261.198 y salimos] salimos Z2 261.199 del término] om. Z2 261.209 en Visanzón] un Visançon Z2 261.213 casi] om. Z3 261.218 aguardando] aguardandome Z2 261.219 bien] y bien Z3 261.221 en el pueblo] en pueblo Z2 261.222 dél] om. Z3 261.223 Holgué] holgueme Z3 261.230 Penseme morir] Pense morirme Z3 261.231 No] y no Z3 261.231 con él] om. Z2 261.232 esta] este Z2 261.234 parecería] parecia Z2 261.235-236 depender] ser Z2 261.237 repasarles] repasarle Z2 261.238 me apeé y comimos] me apee, y en entrando nos sentamos, y comimos Z2 262.epígrafe la] y la Z3 262.1 de] om. Z Z3
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262.4 escalera] escalera muy alta Z2 262.5 para ver] para Z Z3 // por ver Z2 262.5 de la] om. Z2 262.5-6 tan bajo] baxo Z2 262.11 con él] comigo Z2 262.18 decir que] decir Z2 262.19 donde en un trapo y] enbuelto en vn capucho Z3 262.20 Conocilo por el, hablando con perdón, cuerno] conocilo (hablando con perdón) por el cuerno Z2 262.21 y, para andar al uso, sólo erró en no traelle encima de la cabeza] y errò en no traerle encima de la cabeça, para andar al uso Z2 // solo lo Z3 262.23 y más copa] mas copa Z2 262.24 un] y un Z3 262.25 Entró y sentose] y entrò Z2 262.29 palmearon] palmearon el enbès Z3 262.32 asentó] sentò Z2 262.33 concomiéndose] rescandose Z2 262.34 mis espaldas] las espaldas Z2 263.36 Alabarme puedo yo] mas yo me puedo alabar Z2 263.39 hablaba] hablaba con Z3 263.40-41 corchete] corchete y dixo Z3 263.50-51 retacillos] retagillos Z Z3 263.53 Sorbiose] Sorbiò Z2 263.54 a] om. Z3 263.54 Brindándome] Viendome Z Z2 Z3 263.56 Parecieron] Pusieron Z2 263.56 cuatro] quarto Z3 263.58 cuyas eran aquellas carnes] cuyas aquellas carnes eran Z2 263.61 una] la Z2 263.64 de dedos] dedos Z3 263.66 áspera y ronca] ronca, y aspera Z2 263.66 acostado] acosado Z2 Z3 263.71 el puño] om. Z2 263.72 avisillo] vasillo Z2 263.73-74 y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla] y tomò el de las animas con ambas manos una escudilla Z2 263.74 para] por Z3 263.75 a] en Z3 263.75 volcándola] bolcandola de golpe Z2 264.79 el otro] om. Z2 264.79 alzando] el alçando Z2 264.80 Asiéronse] y asieronse Z2 // a puños] a puñadas Z3 264.82 porquerón] porquero Z2 Z3 264.83 en juicio] sin juicio Z2 264.85 desasí] y desasi Z2 264.87 hizo cortesía] hizo la cortesia Z2 264.89 diesen] diesse Z2 264.90 en él] om. Z3 264.92 entretúveme] y entretuveme Z2 264.92 la casa] casa Z2 264.93 y no cuidé de] y yo no pescude en Z2 264.98 qué] om. Z2
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264.100 cajilla] capilla Z Z2 Z3 264.102 diciendo] y diziendo Z2 264.106 vilezas e infamias] infamias, y vilezas Z3 264.106 veía yo] yo veia Z2 264.106 me crecía por puntos] me crecia mas Z2 264.108-109 y yo acomodeme sobre mis vestidos y algunas ropas] yo acomodeme sobre mis vestidos, y las ropas Z2 264.110 por allí] por el suelo echadas Z2 264.110 la noche, y a la mañana] la noche toda, y gran parte de la mañana Z2 264.111 cobralla de presto] cobrallo lo mas presto que pudiesse Z2 265.121-122 Díjome] Dixo Z2 265.124 que] y que Z2 265.129 el] al Z2 Z3 265.132 Acostámonos] acostamosnos Z3 265.133 proveído] proveyda Z2 // preuenido Z3 265.134 me sintiese] lo sintiese Z2 265.136 aguardar] guardar Z2 265.138 lo] le Z3 266.2-3 y espeteme] puseme Z2 266.6 habilidad] industria, y habilidad Z3 266.13 Dios hecho] hecho Dios Z3 266.17 si no vengo a sus manos y trinchándome, como hace a otros] sino vengo a sus manos, trinchandome como a otros Z2 266.18 me importa] importa Z2 266.24-25 atrás su coche] su coche atras Z2 266.31 vulcos] buelcos Z2 Z3 267.39 cachondas] chaondas Z Z2 Z3 267.41 me confesó] confessò Z2 267.42 dejalle] dexale Z2 267.44 Y, movido] yo movido Z2 267.44 calzas] bragas Z2 267.49 de Irlos] Dirlos Z2 267.53 que hay] porque ay Z2 267.56 ya] yo Z2 267.67 pendón] Pondon Z Z2 // Podon Z3 267.69 que] om. Z3 267.73 a dos días] a los dos días Z2 267.74 adonde caben todos y] om. Z2 268.79 quiénes] quien Z2 268.80 con] en Z2 268.81 que aun] aun Z2 268.83 te se] se te Z2 268.84 duda] vida Z2 269.2 más rico] el mas rico Z3 269.6 caninos] caminos Z Z2 Z3 269.9 bodegones] bodegoneros Z2 269.12 mondaduras] y mondaduras Z3 269.19 vámosle a ver] om. Z Z2 Z3 269.19-20 siempre a hora de mascar, que se sepa que está en la mesa] siempre a la hora dispuesta para mascar, que sepamos de cierto que està en la mesa Z2 269.21 si ellos] y ellos Z2 269.29 Oh] om. Z2
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269.29 guisandera] guisadera Z3 269.31 todo] todo lo mas Z2 270.35 uno] a uno Z2 270.37 todo por un triste real de barato] y todo por un triste real Z2 270.38 Tenemos] Y tenemos Z2 270.38 lo que] aquello que Z2 270.39 para oración] para la Oracion Z2 270.46 adelante] delante Z2 270.47 días] dia Z2 270.48 claras] om. Z2 270.52 gratia] gracia Z3 270.56 los] nos Z Z2 Z3 270.62 por no gastar] porque no gastemos Z2 270.62-63 aguardar] guarda Z2 270.64 lo] los Z2 270.65 en] om. Z3 270.66 que] om. Z3 271.78-79 duques y condes] Duques, Condes Z2 271.93 más faltas] mucho mas faltas Z2 271.94 vive] vivi Z2 271.95-96 bandear] vadear Z Z2 Z3 271.98 con ellas] en ellas Z2 271.104 del estafón] de estafon Z2 271.107 a obligarle] obligarle Z2 271.107 Comprele] comprè Z2 271.107-108 dormimos aquella noche] aquella noche dormimos Z2 273.epígrafe anocheció] anochecia Z2 274.32 del Pedroso] de pedroso Z2 274.35 Quitose la capa y traía] om. Z2 274.39 la falda] esta falda Z2 274.41 por estorbarla] om. Z2 274.47 ver] y ver Z2 274.65 estando yo en San Salvador] estando yo en un S. Salvador Z2 // estando en San Saluador Z3 274.65 era] era yo Z3 274.67 las manos] la mano Z2 274.67 y dijo] dixo Z2 274.67 Mire] agora mire Z2 274.69-70 algún hombre] alguno Z3 274.69-70 y respondí a su madre, que los enviaba a algún hombre de aquel nombre] y respondi por el mismo niño a su madre que los devia de embiar a algun cavallero que tuviese aquel nombre Z2 275.74 está] estava Z2 276.3 doce] dos Z2 276.13 los materiales] materiales Z2 276.13 arrapiezos] arrepieços Z2 276.15 llamaban] llaman Z2 276.16 de] om. Z3 276.21 en] om. Z3 276.23 viejo] om. Z3 276.27 los cuales] y estos Z3 277.37 espuela] esquela Z Z3 // escarcela Z2
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277.39 sin] y no Z2 277.40 Tómela] tome Z3 277.42 aunque por ser nuevo] aunque por nuevo Z2 // si bien por ser nueuo Z3 277.43 misacantano] un misacantano Z2 277.43 que me] que a mi me Z2 277.44 los rosarios] y los Rosarios Z2 277.45 hacíamos] yvamos haziendo Z2 277.47 se huelgan con ellas] con ellas se huelgan Z2 277.50 amigos que no] amigos, y que no Z2 277.51 casas de] om. Z2 277.55-56 según dijo] segun me dixo Z2 277.57-58 Verónica] Veronico Z2 Z3 277.61 quería] quiere Z2 277.63 Yo moríame] Moriame Z2 // me moria Z3 277.66 en el pueblo] en este en el Z // en este pueblo Z2 277.68 lo dio] la dio Z2 277.69 y] om. Z3 277.73 de] om. Z Z3 278.76 tienes] teneys Z3 278.77 es verdad] verdad es Z3 278.77 temo mucho tener menos] temo tener menos Z2 // temo tener aun menos Z3 278.78 En esto estábamos, y] Estando en esto Z3 278.81 éste] esto Z2 278.83 desde] de Z2 278.83 ponzoña] parbona Z Z3. 278.83-84 sustentáis] sustenteys Z3 278.85 de] om. Z3 278.85 la] lo Z2 278.87 y ejecutivas] om. Z3 278.88 atrasadas] atravessadas Z2 278.92-93 seguirme] om. Z2 278.93 cada uno a sus aventuras] a sus auenturas cada vno Z3 278.98 Yo] y yo Z2 278.99 sobre] en Z2 278.101 erraran] erravan Z2 278.105 Asomábase] assomase Z2 278.107 él] om. Z2 278.110 me] om. Z3 278.111 topo] topé Z2 279.113 rabos] robos Z2 279.114 que] y Z3 279.125 tratarle] traerle Z2 279.127-128 convidado] con cuydado Z Z2 Z3 279.129 prevenido] proveido Z2 279.141 notar] de notar Z2 279.143 verdad] la verdad Z3 279.143 vuelta] burla Z2 279.153 a sus puertas los mercaderes] los mercaderes a su puerta Z2 280.157 pospelo] porpeli Z Z2 // por peli Z3 280.159 aventuraba] aventura Z2 280.162 les] le Z2 280.166 ninguno] ningunos Z2
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280.173 a otro día] otro dia Z2 280.178 y] om. Z3 280.181 grande] gran Z2 280.192 yo] om. Z3 281.194 leído] visto, y leydo Z2 281.197 como] y como Z2 281.197 Pasábamos] passamos Z2 281.200 Preguntámosle] perguntamos Z2 281.201 porción] racion Z2 281.202 Quitáronselo] quitaronsela Z2 281.202 dárselo] darsela Z2 281.205 otros] los otros Z2 281.212 de niños] om. Z2 281.212 más triste] y mas triste Z2 281.214 que un jaspe] que en un jaspe se hallan Z2 281.215-216 bendito santo que] benditissimo Santo, el qual Z2 282.4 no se la] no la Z2 282.5 desbarbada] desbaratada Z2 282.7-8 Usábalo en los juegos de argolla] y usavalo en los juegos de la argolla Z2 282.13 o no piaban] no piavan Z2 282.18 debajo la capa] debaxo de la capa Z2 282.19 de narices] de las narizes Z2 282.20 era ayuno voluntario] eran ayunos voluntarios Z2 282.24 llamaba] llama Z3 282.26 en lo que toca a mujeres, tenía sus hijos y preñadas dos santeras] en esto que toca a cosas de mugeres tenia a sus hijos, y preñadas mas de dos santeras Z2 282.26-27 Al fin] Y al fin Z2 282.34 de hurtar] para hurtar Z2 282.34-35 por espacio de un mes, en ellos] yo muy presto Z2 283.38 Y ya] ya Z2 283.40 muy buena camisa] la camisa, que era muy buena Z2 283.43-44 cosas tocantes a sus siervos] semejantes casos Z2 283.45-46 que se llamaba la madre Lebrusca, y confesó luego todo el caso] confessò todo Z2 283.46 cómo] de que Z2 284.epígrafe sucedió] sucedia Z2 284.epígrafe los compañeros] y los compañeros Z2 284.1 Echáronnos a cada uno, en entrando] A cada uno en entrando nos echaron Z3 284.4 en] un Z2 284.5 en viéndolo] como le vido Z2 284.7 Busquele] y busquèle Z2 284.8 con] en Z2 284.9 al] el Z2 284.12-13 y por las calles avia con nosotros; porque como nos traían atados y a empellones, unos sin capas] y calles abia con nosotros, que a unos traían sin capas Z2 284.14-15 cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco] cuerpos pios remendados, y otros de tinto, y blanco Z2 284.24 hacían] hazia Z2 284.26 santiguarme y a llamar a santa Bárbara] turbarme Z3 284.27 casta] costa Z2 284.32 derramole] le derramò Z3 284.35 Llegó] om. Z3
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285.36 Yo me desculpaba] y yo me disculpaua Z3 285.41 con arbórbola] arborbola Z2 // con mucha arborbola Z3 285.41 los amigos] los camaradas, y amigos Z3 285.42 Vímonos las caras] om. Z2 285.43 fue notificado] notificaron Z2 285.49 algunas] algunos Z2 285.49 abanicos] abanillos Z3 285.51 quería decir] que dezia Z2 285.54 ha] te ha Z2 285.61 todos] tododos Z2 285.61 Tenía la cara] la cara tenia Z3 285.66 a su] al Z2 285.67 aguardaban] ellos aguardavan Z2 285.71 debajo] debaxo de Z2 285.73 cenadas] cebadas Z Z2 Z3 286.77-78 uno le halló] no se hallò Z2 286.78 le] se Z2 286.83 Acabaron] acabavan Z2 286.85 ningún] om. Z2 286.98 en] con Z3 286.99-100 aquella mañana ser almorzados] aquella noche ser cenados Z2 286.100-101 deshaciéndose] desasiendose Z2 286.101 uñadas] uñaradas Z2 286.103 el no hacérsela] no hazerla Z2 286.103 repasar] repasarle Z3 286.104 sabiendo] como supe Z2 286.105 enviele] le embiè Z2 286.105-106 y empecele] empecé Z2 286.107 Supliquele que] supliquele Z3 286.107 y que] y Z3 286.108 hijodalgo] hidalgo Z2 Z3 286.115 el acallarle] el callarle Z2 // acallarle Z3 286.117 señor] om. Z2 287.125 y yo] yo Z2 287.130 bufando] buscando Z2 287.145 ésa] esso Z2 287.152 y cornudo] om. Z2 287.161 votando] y votando Z2 288.166 comer] comer y beber Z2 288.167 dél] del Alcayde Z2 288.171 Luego seguían] seguian luego Z3 288.174 Desterráronlos] desterrandolos Z2 289.2 Sevilla] la Ciudad de Sevilla Z2 289.6 siempre] om. Z2 289.8 se jugaba] le jugava Z2 289.9 pizpirigaña] pizpizigaña Z2 289.10 casa] om. Z2 289.11 enfadaba ya] enfadava Z2 289.13 fui el uno yo] om. Z2 289.16 Contábales cuentos que yo tenía estudiados] contavale cuentos que tenia yo estudiados Z2 289.16 entretener] entrener Z3
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289.17 díjelas] dixeles Z2 289.18 que pareciese] le pareciesse Z2 289.21 era razón] era de razon Z2 289.21 había mejorado algo] auia algo mejorado Z Z3 // tenia mejorado algo Z2 289.22 visitaba siempre] yo visitava siempre, y a menudo Z2 289.24-25 enviar a mi casa amigos a buscarme] embiar amigos a buscarme a mi casa Z2 289.25 el primero] que fue el primero Z2 289.26 que así dije] porque assi tenia dicho Z2 289.27 era de costa] era costa Z2 289.28-29 dos asientos con el Rey] con el Rey dos asientos Z2 289.30 vivía] avia Z2 289.32 replicó] dixo, y replicò Z2 289.32 el que yo digo, y no quisiera] el que digo; no quisiera Z2 289.33 que tiene] que el tiene Z2 290.39 Dineros y amor] amores, y dineros Z2 290.43 celebraban] y celebravan Z2 290.44 voluntad] pecho Z2 290.46 mi riqueza] mis riquezas Z2 290.52 Ardía] y ardia Z2 290.53 suspirando] suspirava Z2 290.54 él] om. Z2 Z3 290.54 era la criatura] era criatura Z2 290.55 tres a tres] tres en tres Z2 290.56 podía morder un maldiciente] podria un maldiziente morder Z2 290.58 Como] y como Z2 290.60 a veces] muchas vezes Z2 290.60-61 no me hallaba con ánimo para responder] yo no me hallava con animo para poderles responder Z2 290.62 me hablaba y recibía mis billetes] me hablava muchas vezes, y muchas mas recebia mis villetes, adornados con muy dulces palabras Z2 290.64 abraso] abrazò Z2 290.67 diciendo] y diziendo Z2 290.68 Vellorete] Vellerote Z2 290.70 Solórzana] Solarçano Z2 290.73 Recibiéronme] y recebieronme Z2 290.74 el ser señor del Valcerrado y Vellorete. Diéronme] el señor del Valçerado, y Vellorote, y dieronme Z2 290.75 codiciosa de] codiciosa a Z2 290.76 a hablar] hablar Z2 290.76 a un tejado] al patio Z2 290.78 yo] y yo Z3 290.81 las] mis Z3 291.83 este] aqueste Z2 291.86 reía mucho] estava reyendo muy despacio Z2 291.87 encantamentos] encantamento Z2 291.91-92 en la faldriquera] que traia en la faldriquera Z2 291.94 y me vi] y que me vi Z2 291.96 por ésas] por estas Z2 291.98 levantan falsos testimonios] levantavan testimonios Z2 291.98-99 abajo] om. Z2 292.3 lo] los Z2 292.3 que me habían hallado] que avian hallado Z2 // que dezia auerme hallado Z3
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292.6 rogárselo] a rogarselo Z2 292.8 el embuste] un embuste Z2 292.13 labran semejantes diamantes] labra la dureza de semejantes diamantes Z3 292.14 ruegos] amorosos ruegos Z3 292.16 desenvainando] y desembaynando Z2 292.16 espetar] espetar al punto Z3 292.17 algo] om. Z2 292.18 él] om. Z2 292.18 de casa] de la casa Z2 292.20 clamó] clamó con algazara Z3 292.21 deshiciéronse] y deshizieronse Z2 Z3 292.24 N.] tal Z3 292.24 esto] eso Z3 292.25 podría] podia Z2 292.29 gracias] gracias, y agradecimientos Z2 292.29-30 Con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas] y yo estava con la cara encendida, y rozada de porraços y moxicones, y tenia las espaldas Z2 292.32 cornudo] cordo Z3 292.33 resuelto y sacudido] resuelto, sacudido Z2 292.34 madera] maderas Z2 292.35 yo, que me vi muy corrido] yo que muy corrido Z // yo muy corrido Z2 // yo que me vi corrido Z3 293.37 y sacar] sacar Z2 293.37 traté] y tratè Z2 293.40 de parte] de la parte Z2 293.40 todas] todos Z Z2 Z3 293.43 chistó] chito Z Z2 293.50 Animáronme a ello] om. Z2 293.56 y no] no Z3 293.59 con] en Z3 293.60 prosa] presa Z Z2 Z3 293.63 si] se Z2 293.64 y metime] metime Z3 293.64 caminamos] caminaron Z2 293.66 le] om. Z2 // los Z3 293.68 roldanejo] Roldaneso Z // Roldanesco Z3 293.71 freno] frono Z2 293.72 quiso] quisome Z2 294.76 a otro] para otro Z2 294.85 Prometílas] Prometiales Z2 294.88 colocadas] colocada Z2 294.92 Y yo, señoras] yo señores Z2 294.93 por la bondad de] gracias a Z2 294.94 en] con Z2 296.2 ha dado] da Z2 296.6 llena de papeles, como memoriales] llena de papeles diferentes, como memoriales, y otras cosas Z2 296.6 y desabotonados] desabotonados Z2 296.8 amor] gusto y voluntad Z2 296.9 familiaridad] gran familiaridad Z2 296.11 con] en Z2 296.11 cuentas] cuenta Z2
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296.14 y ellas] y ellos Z2 296.15 al cenador] el cenador Z2 296.20 zazosita] ceceosita Z2 296.21 y dábame sospechas] davame sospecha Z2 296.21 hocicada] oxicada Z2 297.46 infinitos] om. Z2 297.51 las viejas] om. Z2 297.51 a] om. Z Z2 Z3 297.52 pareciese] pareciese a Z2 Z3 297.56-57 mi poca posibilidad] mis pocas fuerças Z2 297.65 que qué era] que era Z2 297.67 si] om. Z3 297.67 acertada] acercada Z2. Lectura dudosa, pues podría tratarse de una t imperfecta. 298.82 Determinámonos] determinamos Z2 Z3 298.83 el] al Z3 298.85 primas] parientes Z2 298.85 que venía enfermo] om. Z2 298.88 grave] muy grave Z3 298.94 tocador] tocado Z2 298.95 una] la Z3 298.103 Venimos] y venimos Z2 298.103 haber partido] tener ya partido Z2 298.111 y al dar la tercera] om. Z2 298.113 galantería] galanterias Z3 298.116 valenzuela] de Valençuela Z2 299.123 arremete] arremetio Z2 299.126 muy enojado] y muy enojado Z2 299.128-129 me hube] yo me huve Z2 299.129 por hacer] para hazer Z2 299.130 dije] dixo Z2 299.132 muy] om. Z2 299.133 y era] era Z2 299.134 es] era Z2 299.137 esa pierna] essas piernas Z2 299.149 buscarlos] buscarlas Z2 299.151 en la horca] ahorcado Z2 299.151 seguirlos] conseguirlos Z2 299.152 ya yo] yo ya Z2 299.153 apretarlo sumamente] sumamente apretarlo Z2 299.154 alquilé mi caballico y fuime hacia la calle] alquilè mi cavallo, fuyme a la calle Z2 299.154 calle] de mi dama add. Z3 299.157 hasta] om. Z2 299.160 se] si Z2 299.161 me espiaba. En fin] me piava: y en fin Z2 300.164 andando en] andando el en Z2 300.167-168 me encontró cuando me llevó] me tenia encontrado, quando me avia llevado Z2 300.168 que no] que aun no Z2 300.173 que me magullasen] me magulasen Z3 300.177 despidiéronse] despidiendose Z3 300.184 espaldas] espalda Z2 300.192 la hora que] la hora en que Z2
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300.192 con ella] a mi dama Z3 300.193 emparejando] en emparejando Z3 300.193 cierra] cierra conmigo Z3 300.193-194 con un garrote conmigo y dame] y con un garrote dame Z3 300.194-195 y llega el otro y dame] y el otro dame Z2 300.195 y] om. Z3 300.196 embustidores] embusteros Z2 300.198 las palabras] palabras Z2 300.204 de] om. Z3 301.205 confuso] muy confuso Z2 301.206 magullado] y magullado Z2 // magulado Z Z3 301.208 a los] los Z2 302.5 y era] era Z2 302.9 los] om. Z2 302.12 mirando arriba] tambien enseñava mirando arriba Z2 302.12 tratada] tambien tratava Z2 302.13 de manera] om. Z3 302.14-15 virgos] om. Z2 302.16-17 refranes que dijesen a las mujeres] a las mugeres refranes que dixessen Z3 302.17 habían] avia Z2 302.18-19 para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas] por diverso seco, pediduras por cadenas y sortijas Z2 302.19-20 a la Vidaña, su concurrente en Alcalá] al a Vipaña su compañera, y concurrente Z2 302.20 Planosa] Plasona Z2 302.24 pon] ponen Z2 302.25 no te entiendo] no entiendo Z2 302.27 montón] soy un monton Z2 302.28 has despendido] tienes despendido Z2 302.29 te han visto aquí ya estudiante] te han aqui hecho estudiante Z2 302.29 ya caballero] y ya cavallero Z2 302.30 y direte] direte Z2 302.34 con ellas en casa] en casa con ellas Z2 302.35 gasta las faldas con quien] gusta las faldas con aquel que Z2 303.45 que me] y que me Z2 303.48 desencaminados] descaminados Z2 303.49-50 me olvida] se me olvida Z2 303.54 bruja] braba Z2 303.57 Ellos] y ellos Z2 303.59 pícaro] corriendo Z2 303.63 picarón] picaro Z2 303.66-67 y así no me quedaba otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase] y no me quedava otro cuydado, sino de levantarme a tiempo que le tirasse Z2 303.67 las cosas que] lo que Z2 303.72 comida] om. Z2 303.75-76 mi gabán] y mi gaban Z2 303.78 Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre] impuseme en la voz, y frases doloridas de pedir, de un pobre Z2 303.78 entendía] entendía bien Z3 303.79 mucho] om. Z3 304.83 plegarias] en esta forma add. Z2 304.84 me deseo] deseo Z2
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304.84-85 pero los de fiesta comenzaba con diferente voz] mas por las fiestas era con diferente voz Z2 los días de fiesta Z3 304.85-86 cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la reina de los angeles, Madre de Dios] cristianos, devotos del señor; por la alta Princesa, Maria Reyna de Angeles, y Madre de Dios Z2 304.87 una] om. Z3 304.90 se vean] vean Z2 304.95 siervo] siervos Z2 304.96 reciba] recebia Z2 304.97 sino] y Z3 304.102-103 atábase con un cordel el brazo por arriba, y parecía] atavase un cordel al braço por arriba, parecia Z2 304.110 le llamaba] llamava Z2 304.113 tres] om. Z2 304.114 dábanle] davale Z2 304-305.121-122 me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo] me vino a declarar (con el intento de que ambos nos fuessemos juntos) el mayor secreto del mundo, y la mas alta industria que jamas cupo en mendigo (por industrioso que fuesse) Z2 305.122 Pregonábanlos] y pregonavanlos Z2 306.4 allá] alli Z2 306.5 sino] que Z2 306.11 podríamos hablar] podiamos hablar Z2 306.11 su merced] ella Z3 306.17 la hablase] le hablase Z2 306.19 Yo gocé] Y gozè Z2 306.22 de cuando] cuando Z2 306.25 Encareciéronme] Encareciome Z2 // Encarecierome Z3 306.30 en el] en un el Z2 307.44 merecíalo] merecido Z2 307.45 por] para Z3 307.48 de la que] de que Z2 307.50 otro de otro] un passo de otro Z2 307.54 a] om. Z2 307.57 farsante] farsantes Z Z3 307.58 supiese] supiessen Z3 307.60 y había] y ya avia Z2 307.61 dar en el] me aplicar al Z2 307.63 y también] tambien Z2 307.65 Alonsete, porque yo había dicho llamarme] om. Z2 307.66 por serlo] porque lo era Z2 307.67 los mosqueteros] Mosqueteros Z2 307.67 y autores] y tambien Autores Z2 307.69 famosos] Comicos famosos Z3 307.71 y trazar] y en traçar Z2 307.76 con chirimías; había] por chirimias, y avia Z2 307-76-77 entonces] entonçes mucho Z2 308.77 caíale] Y cayale Z2 308.78 Satán en las coplas y el tratar luego] Satan puesto en las coplas, y luego se tratava Z2 308.79 y pareció] y a todos parecio Z2 308.79 manos] menos Z2 308.80 y otros de ojos] otros por de ojos Z2
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308.83 Hervía] seruia Z Z2 Z3 308.84 y me acuerdo] acuerdome Z2 308.92 los] om. Z2 308.100 Amén] om. Z2 308.112 olla] la olla Z3 308.112 una] om. Z3 308.113 y daba] dava Z2 309.119 a] om. Z2 309.121 Y por presto] por presto Z2 309.132 que] om. Z2 309.134 lo] la Z2 309.135 de] del Z2 309.144-145 Ya seré tanto más suyo] tanto mas suyo serè Z2 309.146 etcétera] om. Z2 309.148 No se podrá creer] creer no se podrà Z2 309.149 buena] om. Z2 309.149 manera] suerte Z2 309.153 dello] om. Z2 309.155 la que] aquella que Z2 309.159 realmente la mujer] la muger realmente Z2 310.161-162 y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros] y empecè a repassar todos los agujeros Z2 310.162 para] por Z2 310.162 y enhorabuena] en ora buena Z2 310.166 red] rexa Z2 310.170 esto] esso Z2 310.171 contento] Convento Z2 310.178 comedia] alguna comedia Z2 310.178-179 Al fin] y al fin Z2 310.180 cuál] y qual Z2 310.183 la de mujer] de muger Z2 310.183 la enseñaba] le enseñava Z2 310.185 hubieran] huviera Z2 310.187 otra] ora Z2 310.189 terrero] errero Z2 310.193 ya pomo] y apomo Z Z3 310.195 una mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado, cabezas] y alli una mano, y acullà un pie, y en otra parte se veyan cosas de Sabado, como son cabeças Z2 310.196-197 a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo] A otra parte se mostrava la buhoneria, una estava enseñando el Rosario, y otra estava meziendo el pañizuelo y Z2 310.198 la señal] señal Z2 311.202 berros] yeros Z2 311.203 Y todo] todo Z2 311.204 a] om. Z2 Z3 311.208 verlos] verlas Z3 311.208 de rezado] dereçado Z Z2 // adereçado Z3 311.209 Y lo mejor] y lo que mejor Z2 Z3 311.215 da] dava Z2 311.233 la monja hizo] hizo la Monja Z3 311.233 Lo que la monja hizo de sentimiento, más por] om. Z2 312.12 raspados] om. Z2
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312.16 viene] tiene Z2 312.17 es] el Z Z3 312.18 el que] al que Z2 312.21 por] poner Z2 312.25 revesada] revessado Z2 312.26 rastreros] raetreros Z Z2 312.26 sano] saco Z2 312.31 le decía] om. Z2 // se dezia Z3 312.32 Matorral] Motorral Z // Matorial Z2 312.32-33 y no le iba mal] om. Z2 313.39 ahaje] abaxe Z2 313.41 vucé] v. m. Z2 313.42-43 y “harro] harro Z2 313.44 en lo ancho] om. Z2 313.50 las capas] capas Z2 313.52 de dagas] de las dagas Z2 313.52 conversación] guarnicion Z Z2 Z3 313.53-54 los ojos, derribados; la vista, fuerte; bigotes buidos, a lo cuerno, y barbas turcas] los ojos mas derribados que graves, la vista fuerte, los vigotes boydos a lo de cuerno, las barbas Turcas Z2 313.54 un gesto con la boca] muchos gestos con las bocas Z2 313.61 con mucha alegría, se levantaron todos] se leuantaron todos con mucha alegria Z3 313.63 vinos] vivos Z2 313.69 echaba] echavan Z2 313.71 a brindis] a brindis, a brindis Z2 314.75 Y] ya Z Z3 314.80 alarido] vn alarido Z3 314.80 juraron] juraron solemnemente Z3 314.86 uno] uno dellos Z3 314.86 mozo] y moço Z2 314.89 advertí] aduertia Z3 314.91 Yo hice] y hize Z2 314.105 rondábamos] rondamos Z3. Z2 repite rondavamos la puerta, pero con todo de media noche abaxo rondavamos 314.105 Yo, que] Porque Z2 314.107-108 consultándolo primero con la Grajal] om. Z2 // Grajales Z3 314.108 ella] alla Z2 314.109 Y fueme] fueme Z2 315.9 en mis cosas] om. Z2 315.11 Rejas] Rojas Z2 315.13 hice en Madrid y lo que me sucedió] me sucediò en Madrid, y lo que hize Z2 315.15-19 La tabla de Z2 omite, como la de Z, la mención de los capítulos 11 a 13
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APÉNDICE: EDICIONES DEL BUSCÓN DESDE 1626 HASTA 1648
¿Zaragoza? 1626 (Z2) Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS; EXEMPLO / de Vagamundos, y espejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cavallero / de la Orden de Santiago, y eñor de / Iuan Abad. // [grabado] / CON LICENCIA. / [filete] / En çoragoça. Por Pedro Verges, a los Seña- / les. Año 1626. Folios preliminares: f. A1: portada; f. A1v: en blanco; f. A2: Aprobación de Esteban de Peralta, en Zaragoza, a 29 de abril de 1626; f. A2v.: Licencia de Juan de Salinas; f. A3-A3v: “Al lector”. Cotejo: 8º. A8.-L8, M2. Foliación: [3] ff. + 1-85 + [1] f. Erratas: 6 (por error “9”), 45 (“44”), 46 (“45”), 46 (“40”), 47-86 (“46-85”). Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/ 11983 Descripciones bibliográficas: Moll [1994].
Barcelona, 1626 Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLA / mado Don Pablos; exemplo de / Vagamundos, y e pejo de / Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cauallero / del Orden de Santiago, y eñor de la Villa / de Iuan Abad. / A Don Fray Iuan Augu tin de Funes, Cauallero / de la Sagrada Religion de San Iuan Bauti ta de / Ieru alen, en la Ca tellania de Ampo ta, / del Reyno de Aragon. / Año [adorno] 1626 / CON LICENCIA. / [filete] / En Barcelona, Por Seba tian de Cormellas, / y venden e en su casa, al Call. Folios preliminares: [A1]: portada; [A1v]: en blanco; A2: Aprobación de Esteban Peralta en Santa Engracia de Zaragoza, a 29 de Abril de 1626; A2v-A3: Licencia en Zaragoza, a 2 de mayo de 1626, por el doctor Juan de Salinas, Vicario General, hecha por Antonio Çaporta, notario; A3v: Aprobación: En Zaragoza a 13 de Mayo de 1626, el doctor Calisto Remirez. Licencia: Lo Sacrista Pera Pla Vicari General y Oficial. A4: a don fray Juan Augustin de Funes, Caballero de la sagrada Religion de San Juan Bautista de Jerusalen, en la Castellania de Amposta, del Reino de Aragón. Humilde criado de v. m. Roberto Duport. A4v-A5: Al lector; A5v: A don Francisco de Quevedo, Luciano, su amigo. Cotejo: 8º. A8-L8. Foliación: [5] ff. + 1-82 ff. + [1f]. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/11538.
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APÉNDICE: DESCRIPCIONES BIBLIOGRÁFICAS
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Descripciones bibliográficas: Astrana [1932 Verso: 1375]; Buendia [1958 Verso: 1276]. Procedencia del texto: Parece una edición contrahecha. Conserva dos preliminares legales de Z (aprobación de Esteban de Peralta y licencia de Juan de Salinas), prescinde de la tercera aprobación y sustituye la de Juan Fernández de Heredia por una imprecisa licencia del vicario general. Coincide siempre con Z, aunque subsana algunas, pocas, de sus lecturas erróneas, y no coincide con Z2 ni Z3. Valencia, 1627 Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS, EXEMPLO / de Vagamundos, y e pejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Ca- / uallero del Orden de Santiago, y eñor de / la Villa / de Iuan Abad. / [adorno] / CON LICENCIA, / [filete] / En Valencia. Por Chrysostomo Garriz, al mo- / lino de Rouella 1627. / A costa de Roque Sonzonio, y Claudio Macè, junto al / Colegio del Señor Patriarcha. Folios preliminares: [*1]: portada; [*1v]: en blanco; *2: Aprobación de Lamberto Novela, en Valencia, a 16 de mayo de 1627; *2v: Licencia de Pedro Garcés, a 17 de mayo de 1627; *3: licencia de Guillén Ramón Mora de Almenar, a 5 de junio de 1627; *3v-4: Al lector; *4v: A don Francisco de Quevedo, Luciano, su amigo. Cotejo: 8º. *4 + A8-N8. Foliación: [4] + 1-103 + [1]. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/39896. Encuadernado con un ejemplar de Sueños y discursos impreso en Valencia 1627. Descripciones bibliográficas: Astrana [1932 Verso: 1376]; Buendia [1958 Verso: 1277]. Procedencia del texto: Z. pues reproduce sus lecturas características, aunque ofrece una “tabla” con todos los capítulos. Zaragoza, 1628 (Z3) Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS; EXEMPLO / de Vagamundos, y e pejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cauallero del / Orden de Santiago, y eñor de la Villa / de Iuan Abad. / A Don Fray Iuan Augu tin de Funes, Cauallero de / la Sagrada Religion de San Iuan Bauti ta de Ge- / ru alem, en la Ca tellania de Ampo ta, del / Reyno de Aragon. / [adorno] / Con licencia, y Priuilegio. / [filete] / En Çaragoça. Por PedroVerges. A los / Señales. Año M. DC. XXVIII. / A co ta de Roberto Duport. Venden e en u ca a en la Cuchilleria.
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Folios preliminares: ¶1: portada; ¶1v: en blanco; ¶2-3: Licencia: En Calatayud, a 26 de mayo de 1626, por Juan Fernández de Heredia; ¶3 Aprobacion, a 29 de Abril, Año de mil sey cientos veynte y eys./ Esteuan de Peralta; ¶4-¶4v: Licencia: en Çaragoça a dos de Mayo del año mil ey cientos veynte y eys. / El Doctor Don Iuan de Salinas Vicario General. / Por mandado de dicho eñor Vicario Ge / neral. / Antonio Çaporta Notario; ¶5-5v: Dedicatoria: A Don Fray Ivan Avgvstin de / Fvnes, Cavallero de la / agrada Religion de San Iuan Bauti ta / de Ieru alem, en la Ca tellania de / Ampo ta, del Reyno de / Aragon. / Humilde criado de v. m. / Roberto Duport; 6v-¶7: Al lector; ¶7v: A Don Franci co de / Queuedo. / Luciano u amigo. Cotejo: 8º. ¶8, A8-N4; Foliación: [8] ff. + 1-100 ff. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/10759. Descripciones bibliográficas: Lázaro Carreter [1965: XIV]. Procedencia del texto: Z y, tal vez, algún otro manuscrito que presenta lecturas divergentes.
Rouen, 1629 Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS, EXEMPLO / de Vagamundos, y e pejo de / Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cauallero del Orden / de Santiago, y eñor de la Villa de Iuan Abad. / Añadieronse en e a vltima Impre ion otros tratados del mi -/ mo Autor, que aunque parecen gracio es tienen muchas / co as vtiles, y prouechosas para la Vida como / se vera en la oja siguiente. / [adorno] / EN RVAN, / A co ta de CARLOS OSMONT, / en calle del Palacio / [filete] / M. DC. XXIX. Ejemplar consultado: Biblioteca Nacional de España, R/ 243. Procedencia del texto: Z. Además de reiterar sus lecturas características, la tabla (pp. 165-66) omite la mención de los tres últimos capítulos del libro I, tal como sucedía en el modelo.
Pamplona, 1631 Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLA- / MADO DON PABLOS; EXEM- / plo de Vagamundos, y e pejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Cauallero / del Orden de Santiago, y eñor de la Villa / de Iuan Abad. / A Don Fray Iuan Augu tin de Funes, Cauallero de / la Sagrada Religion de San Iuan Bauti ta de Ie- / ru alem, en la Ca tellania de Ampo ta, del / Reyno de Aragon. / [adorno] / EN PAMPLONA: / [filete] / Por Carloos de Labayen, Impre or del Reyno de
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APÉNDICE: DESCRIPCIONES BIBLIOGRÁFICAS
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/ Nauarra. Año 1631. Ejemplar consultado: Biblioteca Nacional de España, R/12910. Procedencia del texto: parece otra edición contrahecha, pues repite los preliminares legales de la príncipe. En lo que atañe al texto, sigue el de Z.
Lisboa, 1632 Portada: HISTORIA / DE LA VIDA / DEL BVSCON, LLAMADO / DON PABLOS, EXEMPLO / de Vagamundos, y e pejo / de Tacaños. / Por Don Franci co de Queuedo Villegas, Ca-/ uallero del Orden de Santiago, y e-/ ñor de Iuan Abad. / [adorno] / CON LICENÇA. / [filete] / EM LISBOA Por Mathias Rodrigues. / Anno de 1632. Ejemplar consultado: Biblioteca Nacional de España, R/12039. Procedencia del texto: Z2, pues comparte algunas de sus lecturas privativas: “en que cuento”.
Madrid, 1648 Portada: ENSEÑANZA ENTRETENIDA, / I / DONAIROSA MORALIDAD / Comprehendida / En el Archivo ingenioso de las Obras / escritas en Prosa, / DE DON FRANCISCO DE QVEVEDO VILLEGAS / CABALLERO DE LA ORDEN DE SANTIAGO, / I SEÑOR DE LA VILLA DE LA TORRE DE IVUAN ABAD. / Contienense juntas en este Tomo, las que sparcidas en diffe- / rentes Libros hasta ahora se han / impresso. [grabado] / EN MADRID. / Lo imprimio EN SV OFFICINA DIEGO DIAZ / DE LA CARRERA, / Año M. DC.XLVIII. / A costa de Pedro Coello Mercader / de Libros. Cotejo: 4º. A8-Z8, Aa8.-Cc5 Foliación: [3] ff. + 1-396. Portada del Buscón: OBRAS / DE D. FRANCISCO / DE QVEVEDO. / LIBRO PRIMERO, / DE LA HISTORIA, Y VIDA / DE GRAN TACAÑO. Foliación del Buscón: ff. 1-81. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/7767. Procedencia del texto: Z3 Madrid, 1648 (probablemente, otra emisión) Portada: ENSEÑANÇA / ENTRETENIDA, / Y / DONAIROSA MORALIDAD, / Comprehendida / En el Archivo ingenioso de las Obras / escritas en Prosa, / DE D. FRANCISCO DE QVEVEDO VILLEGAS / CABALLERO DE LA ORDEN DE SANTIAGO, / I SEÑOR DE LA VILLA DE LA TORRE DE JVUAN
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ABAD. / Contienense juntas en este Tomo, las que sparcidas en diffe- / rentes Libros hasta ahora se han / impresso. [grabado] / EN MADRID, / Lo imprimiò EN SV OFFICINA DIEGO DIAZ / DE LA CARRERA, / [filete] / Año M. DC.XLVIII. / A costa de Pedro Coello Mercader / de Libros. Cotejo: 4º. *4, B8-Z8, Aa8.-Cc4. Foliación: [3] ff. + 1-394. Portada del Buscón: OBRAS / DE DON FRANCISCO / DE QVEVEDO. / LIBRO PRIMERO, / DE LA HISTORIA, Y VIDA / DE GRAN TACAÑO. Foliación del Buscón: ff. 1-81. Ejemplares consultados: Biblioteca Nacional de España, R/17321 Procedencia del texto: Z3 La relación de las ediciones anteriormente descritas queda reflejada en el siguiente esquema:
Z
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L1632
B1626
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M1648
V1627
Rouen 1629
Pamplona 1631
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FRANCISCO DE QUEVEDO
Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (Versión B)
EDICIÓN DE ALFONSO REY Y JAVIER LÓPEZ QUINTÁNS
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Descripción bibliográfica Manuscrito 15513 de la Biblioteca Lázaro Galdiano Portada: HISTORIA / DE LA / VIDA DEL BUSCON. / llamado don Pablos / egemplo de vagamundos / y espejo de tacaños / por / Dn. FRANco. DE QUEVEDO. / Y VILLEGAS. 2 hojas de guarda + [1] f. + 1-217 ff. + [3] ff., + 2 hojas de guarda. 98 x 65 mm. Encuadernado en tafilete de color oliva, con hierros dorados, cantos, cortes y cejas dorados, lomo con nervios y hierros dorados. En el tejuelo: “HISTORIA / DEL BUSCON”. Según J. A. Yeves [1998], la encuadernación es de la primera mitad del XIX. Caligrafía clara y esmerada. Iniciales, títulos y rótulos en rojo, excepto la inicial del primer capítulo del libro 1, que ha sido dibujada en la misma tinta violácea que las mayúsculas de la portada y el índice, en el siglo XIX. Esa inicial aparece en un pequeño cuadrado de papel pegado por el reverso del folio 1. Una mancha de humedad, muy visible a partir del folio 54, no impide la lectura del texto. Según Yeves [2002:14-15], “un desgraciado accidente [...] pudo ocasionar la pérdida de la cubierta original, de la portada y, quizá, de algunas hojas que podían contener otros textos preliminares. Con esta mutilación se perdieron datos relevantes, como el nombre del destinatario de la copia, probablemente la fecha de elaboración y si fue el propio autor quien encargó el ejemplar”. El manuscrito tiene un ex libris de Antonio Cánovas del Castillo, uno de sus propietarios. En la parte inferior se lee: “Cat. tomo III-pág. 140”; en la esquina superior izquierda, a lápiz rojo, una antigua signatura “641”. Al final del manuscrito, pegada y plegada, hay una carta de Aureliano Fernández-Guerra, fechada en Madrid a 10 de julio de 1854 y dirigida a Juan José Bueno donde, entre otras cosas, le comunica su impresión de que la letra del manuscrito es del amanuense de Quevedo, y que éste debió hacerlo copiar como obsequio al duque de Medina Sidonia en 1624. A. Rodríguez Moñino y J. A. Yeves han dado noticia de los poseedores de este manuscrito, desde Juan José Bueno hasta José Lázaro Galdiano. Descripciones bibliográficas: Rodríguez-Moñino [1953: 663-64]; Lázaro Carreter [1965: XL-XLI]; Yeves [1998: 320-21, nº 223].
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Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños Por don Francisco de Quevedo y Villegas
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LIBRO PRIMERO Capítulo primero En que cuenta quién es el Buscón
Yo, señora, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo. Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa y, según él bebía, es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja (aun viéndola con canas y rota), aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era decendiente de la gloria. Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos enemigos, porque hasta los tres del alma aun no los tuvo por tales; persona de valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua, levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiolo mucho mi padre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo, tratáronle aquellos señores regaladamente: iba a la brida, en bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día; mas de medio arriba... etcétera, que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle docientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció muy bien. Divirtiose algo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado. Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía, no sin 8
viéndola] no se leen las cuatro primeras letras, por estar agujereado el papel.
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sentimiento: “En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles: unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y puestos”. Hubo fama que reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo canas, empreñaba piernas con pantorrillas postizas. Y, con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las calvas se la cubría porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin, vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes, y, por mal nombre, alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios. Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre: —Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal. Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía: —De manos. Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan. No lo puedo decir sin lágrimas —lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las que le habían batanado las costillas— porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé, sino cuando lo mandaba la santa madre Iglesia. Preso estuve por pedigüeño en caminos, y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar todos mis negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha sacado el punto en boca, el chitón y los nones; y con esto y mi oficio he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido. —¿Cómo a mí sustentado? —dijo ella con grande cólera— Yo os he sustentado a vos y sacádoos de las cárceles con industria y mantenídoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. Metilos en paz, diciendo que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que para esto me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada. Parecioles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre se entró adentro, y mi padre fue a rapar a uno, así lo dijo él, no sé si la barba o la bolsa: lo más ordinario era uno y otro. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien. 51 esteraran] aunque la primera r tiene un trazado algo irregular, parece serlo con más probabilidad que una z. Roncero, con otro criterio, ha transcrito estezaran, ‘pusieran a curtir’, que también resulta coherente con el contexto.
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Capítulo segundo De cómo fue a la escuela y lo que en ella le sucedió
A otro día ya estaba comprada la cartilla y hablado el maestro. Fui, señora, a la escuela. Recibiome muy alegre, diciendo que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, con esto, por no desmentirle, di muy bien la lición aquella mañana. Sentábame el maestro junto a sí, ganaba la palmatoria los más días por venir antes y íbame el postrero por hacer algunos recados a la señora, que así llamábamos la mujer del maestro. Teníalos a todos con semejantes caricias obligados. Favorecíanme demasiado, y con esto creció la envidia en los demás niños. Llegábame, de todos, a los hijos de caballeros y personas principales, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Íbame a su casa a jugar los días de fiesta y acompañábale cada día. Los otros, u que porque no les hablaba u que porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa. Cuál decía, por disculpar la invidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas de noche; otro decía que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones, por llamarle gato. Unos me decían “zape” cuando pasaba, y otros, “miz”; cuál decía: “Yo la tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa”. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Y aunque yo me corría, disimulaba. Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces “hijo de una puta y hechicera”. Lo cual, como me lo dijo tan claro (que aún, si lo dijera turbio, no me diera por entendido), agarré una piedra y descalabrele. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese; contela el caso. Díjome: —Muy bien hiciste, bien muestras quién eres; solo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvime a ella y roguela me declarase si le podía desmentir con verdad: u que me dijese si me había concebido a escote entre muchos, u si era hijo de mi padre. Riose y dijo: —¡Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: gracia tienes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. Yo, con esto, quedé como muerto y dime por novillo de legítimo matrimonio, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de en casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé. Fue mi padre, curó al muchacho, apaciguolo y volviome a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira, hasta que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo, considerando la razón que había tenido. 1
A] SZ // Al C // O B
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En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente. Que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro y entreteníale siempre. Así que los más días sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer y cenar, y aun a dormir los más días. Sucedió, pues, uno de los primeros que hubo escuela por Navidad, que, viniendo por la calle un hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de confeso, que el don Dieguito me dijo: —Hola, llámale Poncio Pilato y echa a correr. Yo, por darle gusto a mi amigo, llamele Poncio Pilato. Corriose tanto el hombre que dio a correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme, de suerte que fue forzoso meterme huyendo en casa de mi maestro, dando gritos. Entró el hombre tras mí y defendiome el maestro de que no me matase, asigurándole de castigarme. Y así luego —aunque señora le rogó por mí, movida de lo que yo la servía, no aprovechó— mandome desatacar, y, azotándome, decía tras cada azote: “¿Diréis más Poncio Pilato?”. Yo respondía: “No, señor”; y respondilo veinte veces a otros tantos azotes que me dio. Quedé tan escarmentado de decir “Poncio Pilato” y con tal miedo que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones a los otros, llegando al Credo —advierta vuestra merced la inocente malicia—, al tiempo de decir “padeció so el poder de Poncio Pilato”, acordándome que no había de decir más Pilatos, dije: “padeció so el poder de Poncio de Aguirre”. Diole al maestro tanta risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que le había tenido que me abrazó y dio una firma en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces que los mereciese. Con esto fui yo muy contento. En estas niñeces pasé algún tiempo aprendiendo a leer y escrebir. Llegó (por no enfadar) el de unas Carnestolendas, y, trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echamos suertes entre doce señalados por él, y cúpome a mí. Avisé a mis padres que me buscasen galas. Llegó el día, y salí en uno como caballo, mejor dijera en un cofre vivo, que no anduvo en peores pasos Roberto del Diablo, según andaba. Él era rucio, y rodado el que iba encima, por lo que caía en todo. La edad no hay que tratar: biznietos tenía en tahonas. De su raza no sé más de que sospecho era de judío, según era medroso y desdichado. Iban tras mí los demás niños todos aderezados. Pasamos por la plaza —aun de acordarme tengo miedo— y, llegando cerca de las mesas de las verduras (¡Dios nos libre!), agarró mi caballo un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando lo despachó a las tripas, a las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera, que siempre son desvergonzadas, empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, pícaros; y alzando zanorias garrofales, nabos frisones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas
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tal golpe me le dieron al caballo en la cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una —hablando con perdón— privada. Púseme cual vuestra merced puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y daban tras las revendederas, y descalabraron dos. Yo, a todo esto, después que caí en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, comenzó a hacer información, prendió a berceras y muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunos dagas de las que traían por gala, y otros, espadas pequeñas. Llegó a mí y, viendo que no tenía ningunas, porque me las habían quitado y metídolas en una casa a secar con la capa y sombrero, pidiome, como digo, las armas; al cual respondí, todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. Quiero confesar a vuestra merced que, cuando me empezaron a tirar los tronchos, nabos, etcétera, que, como yo llevaba plumas en el sombrero, entendiendo que me habían tenido por mi madre y que la tiraban como habían hecho otras veces, como necio y muchacho empecé a decir: “¡Hermanas!, aunque llevo plumas, no soy Aldonza de San Pedro, mi madre”, como si ellas no lo echaran de ver por el talle y rostro. El miedo me disculpó la ignorancia, y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero, volviendo al alguacil, quísome llevar a la cárcel y no me llevó porque no hallaba por donde asirme: tal me había puesto del lodo. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres el suceso, y corriéronse tanto de verme de la manera que venía que me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa a las dos leguas de rocín esprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos y, viendo que no bastaba, salime de su casa y fuime a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y a sus padres resueltos por ello de no inviarle más a la escuela. Allí tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a tirar dos coces y, de puro flaco, se le desgajaron las dos piernas y se quedó sembrado para otro año en el lodo, bien cerca de espirar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado y el caballo muerto, determineme de no volver más a la escuela ni a casa de mis padres, sino de quedarme a servir a don Diego u, por mejor decir, en su compañía, y esto con gran gusto de los suyos, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa que yo no había menester más ir a la escuela porque, aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir mal; y que así, desde luego, renunciaba la escuela, por no darles gasto, y su casa, para ahorrarlos de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen licencia no los vería.
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Capítulo tercero De cómo fue a un pupilaje por criado de don Diego Coronel
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Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra que tenía por oficio el criar hijos de caballeros, y invió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos, primero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo solo en el talle; una cabeza pequeña; los ojos, avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor u compás, con dos piernas largas y flacas; su andar, muy espacioso: si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de san Lázaro; la habla, hética; la barba, grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese: cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión: desde cerca parecía negra y desde lejos entreazul. Llevávala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria. A poder déste, pues, vine y en su poder estuve con don Diego; y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que aun por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos allá. Comían los amos primero, y servíamos los criados. El refitorio era un aposento como medio celemín. Sentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos y, como no
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los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse y dijo: —¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. ¿Qué tiene esto de refitorio de jerónimos para que se críen aquí? Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me susté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con diaquilón. Sentose el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro que en comer una dellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo güérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: —Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Y sacando la lengua la paseaba por los bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo. Acabando de decirlo, echose su escudilla a pechos, diciendo: —Todo esto es salud y otro tanto ingenio. “¡Mal ingenio te acabe!”, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas de la carne, apenas, y dijo el maestro en viéndole: —¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer. Y, tomando el cuchillo por el cuerno, picole con la punta y asomándole a las narices, trayéndole en procesión por la portada de la cara, meciendo la cabeza dos veces, dijo: —Conforta realmente y son cordiales—, que era grande adulador de las legumbres. Repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía: “Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas”. ¡Mire vuestra merced qué aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la mesa y, en el plato, dos pellejos y unos güesos; y dijo el pupilero: —Quede esto para los criados, que también han de comer. No lo queramos todo. —¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado —decía yo—, que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición y dijo: —Ea, demos lugar a la gentecilla que se repapile, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido. Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojose mucho y dí-
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jome que aprendiese modestia, y tres u cuatro sentencias viejas, y fuese. Sentámonos nosotros; y yo, que vi el negocio malparado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboqueme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir. Al ruido entró Cabra, diciendo: —Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No riñan, que para todos hay. Volviose al sol y dejonos solos. Certifico a vuestra merced que vi al uno dellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo hacían, y diéronme un vaso con agua; y no le hube bien llegado a la boca cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me le quitó el mozo espiritado que dije. Levanteme con grande dolor de mi alma, viendo que estaba en casa donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón. Diome gana de descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un antiguo, y díjome: —Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis mientras aquí estuviéredes, dondequiera podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como agora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes. ¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena? Fue tanta que, considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada dél. Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban váguidos en aquella casa, como en otras ahítos. Llegó la hora del cenar. Pasose la merienda en blanco, y la cena, ya que no se pasó en blanco, se pasó en moreno: pasas y almendras y candil y dos bendiciones, porque se dijese que cenábamos con bendición. —Es cosa saludable —decía— cenar poco para tener el estómago desocupado. Y citaba una arretahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta y que se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que, en su casa, no se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron, y cenamos todos, y no cenó ninguno. Fuímonos a acostar, y en toda la noche pudimos yo ni don Diego dormir, él trazando de quejarse a su padre y pedir que le sacase de allí, y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últimamente le dije: —Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron, y que somos ánimas que estamos en el purgatorio. Y así, es por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en altar previlegiado. Entre estas pláticas y un poco que dormimos se llegó la hora de levantar. Dieron las seis, y llamó Cabra a lición. Fuimos y oímosla todos. Mandáronme leer el
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primer nominativo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné con la mitad de las razones, comiéndomelas. Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que una cuaresma topó muchos hombres —unos metiendo los pies, otros las manos y otros todo el cuerpo— en el portal de su casa, y esto por muy gran rato, y mucha gente que venía a solo aquello de fuera. Y, preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se enojó de que se lo preguntase), respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones y que, en metiéndolos en aquella casa, morían de hambre, de manera que no comían desde allí adelante. Certificome que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lición, diola y decorámosla. Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he contado; sólo añadió, a la comida, tocino en la olla por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una caja de hierro toda agujerada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Pareciole después que en esto se gastaba mucho y dio en sólo asomar el tocino a la olla. Dábase la olla por entendida del tocino, y nosotros comíamos algunas sospechas de pernil. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar. Don Diego y yo nos vimos tan al cabo que, ya que para comer, al cabo de un mes, no hallábamos remedio, le buscamos para no levantarnos de mañana. Y así, trazamos de decir que teníamos algún mal. No osamos decir calentura porque, no la teniendo, era fácil de conocer el enredo; dolor de cabeza u muelas era poco estorbo. Dijimos, al fin, que nos dolían las tripas y que estábamos muy malos de achaque de no haber hecho de nuestras personas en tres días, fiados en que, a trueque de no gastar dos cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas ordenolo el diablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal, y tomola y aderezó una melecina y, haciendo llamar una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera, dijo que nos echase sendas gaitas. Empezaron por don Diego. El desventurado atajose, y la vieja, en vez de echársela dentro, disparósela por entre la camisa y el espinazo y diole con ella en el cogote, y vino a servir por defuera de guarnición la que dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando gritos. Vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí la otra, que luego tornarían a don Diego. Yo me resistía pero no me valió porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual, de retorno, di con ella en toda la cara. Enojose Cabra conmigo y dijo que él me echaría de su casa, que bien se echaba de ver que era bellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tanto que me despidiese, mas no lo quiso mi ventura. 137
caja] salvadera S // cajeta C // zeja ZB. Véase la nota correspondiente en la versión Z. Los editores de B mantienen diferentes soluciones: Cros transcribe ceja; Cabo, zeja; Jauralde, reja; Arellano, Roncero y Rodríguez, caja.
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Quejabámonos nosotros a don Alonso, y el Cabra le hacía creer que lo hacíamos por no asistir al estudio. Con esto no nos valían plegarias. Metió en casa la vieja por ama para que guisase de comer y sirviese a los pupilos, y despidió al criado porque le halló un viernes a la mañana con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasamos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada: entendía por señas; ciega y tan gran rezadora que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos la trujo con el caldo más devoto que he comido. Unos decían : “¡Garbanzos negros! Sin duda son de Etiopía”; otro decía: “¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?”. Mi amo fue el primero que se encajó una cuenta y, al mascarla, se quebró un diente. Los viernes solía inviar unos güevos con tantas barbas, a fuerza de pelos y canas suyas, que pudieran pretender corregimiento u abogacía. Pues meter el badil por el cucharón y inviar una escudilla de caldo empedrada era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, palos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase. Pasamos en este trabajo hasta la Cuaresma. Vino, y, a la entrada della, estuvo malo un compañero. Cabra, por no gastar, detuvo el llamar médico hasta que ya él pedía confisión más que otra cosa. Llamó entonces un platicante, el cual le tomó el pulso y dijo que la hambre le había ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el sacramento, y el pobre, cuando le vio, que había un día que no hablaba, dijo: —Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el infierno. Imprimiéronseme estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente, por ser forastero, y quedamos todos asombrados. Divulgose por el pueblo el caso atroz, llegó a oídos de don Alonso Coronel y, como no tenía otro hijo, desengañose de los embustes de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan miserable estado. Vino a sacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio que, sin aguardar a más, tratando muy mal de palabra al licenciado Vigilia, nos mandó llevar en dos sillas a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel, viendo venir rescatados por la Trinidad sus compañeros.
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Capítulo cuarto De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares
Entramos en casa de don Alonso, y echáronnos en dos camas con mucho tiento porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos de la hambre. Trujeron esploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo mayor y la hambre imperial, que al fin me trataban como a criado, en buen rato no me los hallaron. Trujeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar, a la primera almendrada y a la primera ave, las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los dotores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento porque, como estaban güecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquiera palabra. Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y cobrar algún aliento, pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban magras y alforzadas; y así, se dio orden que cada día nos las ahormasen con la mano del almirez. Levantabámonos a hacer pinicos dentro de cuarenta días y aún parecíamos sombras de otros hombres y, en lo amarillo y flaco, simiente de los padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso, comiendo, alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba la hambre tanto que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo, al sentarse en la mesa, nos decía males de la gula, no habiéndola él conocido en su vida. Y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de “No matarás” metía perdices y capones, gallinas y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado el matarla y aun el herirla, según regateaba el comer. Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de inviar a su hijo a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería. Y con esto diole un criado para ayo, que le gobernase la casa y tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje: era una media camita, y otra de cordeles con ruedas para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Baranda, cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecica, una hora antes de anochecer, y llegamos a la media noche, poco más, a la siempre maldita venta de Viveros.
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El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día. Hízonos gran fiesta y, como él y los ministros del carretero iban horros (que ya había llegado también con el hato antes, porque nosotros veníamos de espacio), pegose al coche, diome a mí la mano para salir del estribo y díjome si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Metiome adentro, y estaban dos rufianes con unas mujercillas, un cura rezando al olor. Un viejo mercader y avariento, procurando olvidarse de cenar, andaba esforzando sus ojos que se durmiesen en ayunas; arremedaba los bostezos, diciendo: “Más me engorda un poco de sueño que cuantos faisanes tiene el mundo”. Dos estudiantes fregones, de los de mantellina, panzas al trote, andaban aparecidos por la venta para engullir. Mi amo, pues, como más nuevo en la venta y muchacho, dijo: —Señor güesped, deme lo que hubiere para mí y mis criados. —Todos lo somos de vuestra merced —dijeron al punto los rufianes— y le hemos de servir. ¡Hola, güésped!, mirad que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes. Vaciad la despensa. Y diciendo esto, llegose el uno y quitole la capa y dijo: —Descanse vuestra merced, mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las mujeres: —¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es vuestra merced su criado? Yo respondí, creyendo que era así como lo decían, que yo y el otro lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije cuando el uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, dijo: —¡Oh, mi señor don Diego, ¿quién me dijera a mí, agora diez años, que había de ver yo a vuestra merced desta manera? ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá vuestra merced! Él se quedó admirado, y yo también, que juráramos entrambos no haberle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego a la cara y dijo a su amigo: —¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra conocelle según está de grande! ¡Dios le guarde! Y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y, preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles y, oliendo la estafa, dijo: —Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría. Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes dijeron: —Cene vuestra merced, que, entre tanto que a nosotros nos aderezan lo que hubiere, le serviremos a la mesa. 53 despensa] El copista parece haber corregido la e en i, pero la forma despensa reaparecerá más adelante en dos ocasiones.
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—¡Jesús! —dijo don Diego—, vuestras mercedes se sienten, si son servidos. Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con ellos: —Luego, mi señor, que aún no está todo a punto. Yo, cuando vi a los unos convidados y a los otros que se convidaban, afligime y temí lo que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y, mirando a mi amo, dijeron: —No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas sin comer. Mande vuestra merced que alcancen un bocado. Él, haciendo del galán, convidolas. Sentáronse y, entre los dos estudiantes y ellas, no dejaron sino un cogollo en cuatro bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel maldito estudiante le dijo: —Un agüelo tuvo vuestra merced, tío de mi padre, que jamás comió lechugas; y son malas para la memoria, y más de noche, y éstas no son buenas. Y diciendo esto, sepultó un panecillo, y el otro, otro. Pues las mujeres ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura con el mirar solo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado y dos lonjas de tocino y un par de palomas cocidas, y dijeron: —Pues, padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance, que mi señor don Diego nos hace merced a todos. ¡Pesia diez, la Iglesia ha de ser la primera! No bien se lo dijeron, cuando se sentó. Ya, cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzose a afligir. Repartiéronlo todo y a don Diego dieron no sé qué güesos y alones, diciendo que “del cabrito el güesecito y del ave el aloncito” y que el refrán lo decía. Con lo cual nosotros comimos refranes y ellos aves. Lo demás se engulleron el cura y los otros. Decían los rufianes: —No cene mucho, señor, que le hará mal. Y replicaba el maldito estudiante: —Y más, que es menester hacerse a comer poco para la vida de Alcalá. Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios que les pusiese en corazón que dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo, y que el cura repasaba los güesos de los otros, volvió el un rufián y dijo: —¡Oh, pecador de mí! No habemos dejado nada a los criados. Vengan aquí vuestras mercedes ¡Ah, señor güésped!, deles todo lo que hubiere; vea aquí un doblón. Tan presto saltó el descomulgado pariente de mi amo (digo el estudiantón) y dijo: —Aunque, vuestra merced me perdone, señor hidalgo, debe de saber poco de cortesía. ¿Conoce, por dicha, a mi señor primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros. Y volviéndose a don Diego, que estaba pasmado, dijo: —No se enoje vuestra merced, que no le conocían. Maldiciones le eché, cuando vi tan gran disimulación, que no pensé acabar. Levantaron las mesas, y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena, y replicáronle que no lo hiciese, que a la mañana habría lugar. Estu-
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viéronse un rato parlando; preguntole su nombre al estudiante, y él dijo que se llamaba tal Coronel. ¡En los infiernos descanse, dondequiera que está! Vio al avariento que dormía y dijo: —¿Vuestra merced quiere reír? Pues hagamos alguna burla a este mal viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino y es riquísimo. Los rufianes dijeron: —Bien haya el licenciado; hágalo, que es razón. Con esto se llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas y, desenvolviéndolas, halló una caja y, como si fuera de guerra, hizo gente. Llegáronse todos, y, abriéndola, vio ser de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar puso piedras, palos y lo que halló; y encima, dos o tres yesones y un tarazón de teja. Cerró la caja y púsola donde estaba y dijo: —Pues aún no basta, que bota tiene el viejo. Sacola el vino y, desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco de vino debajo, se la llenó de lana y estopa, y la cerró. Con esto se fueron todos a acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del gabán le echó una gran piedra y fuese a dormir. Llegó la hora de caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y, al levantarse, no podía levantar la capilla del gabán. Miró lo que era, y el mesonero, adrede, le riñó diciendo: —¡Cuerpo de Dios!, ¿no halló otra cosa que llevarse, padre, sino esa piedra? ¿Qué les parece a vuestras mercedes, si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados porque es contra el dolor de estómago. Juraba y perjuraba, diciendo que no había metido él tal en la capilla. Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar, de cena sólo, treinta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma. Decían los estudiantes: —No pide más un ochavo. Y respondió un rufián: —No, si no burlárase con este caballero delante de nosotros; aunque ventero, sabe lo que ha de hacer. Déjese vuestra merced gobernar, que en mano está. Y, tosiendo, cogió el dinero, contolo y, sobrando del que sacó mi amo cuatro reales, los asió, diciendo: —Éstos, le daré de posada, que a estos pícaros con cuatro reales se les tapa la boca. Quedamos sustados con el gasto. Almorzamos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas y, porque no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatolas a escuras debajo del gabán; y, agarrando un yesón, echósele en la boca y fuele a hincar una muela y medio diente que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y hacer gestos de asco y de dolor; llegamos todos a él, y el cura el primero, diciéndole que qué tenía. Empezose a ofrecer a Satanás. Dejó caer las alforjas. Llegose a él el estudiante y dijo: 152
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—¡Arriedro vayas, cata la cruz! Otro abrió un breviario; hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era y pidió que le dejasen enjaguar la boca con un poco de vino que él traía bota. Dejáronle, y, sacándola, abriola y, echando en un vaso un poco de vino, salió con la lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso que no se podía beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero, viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y las mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en dos borricos, y nosotros nos subimos en el coche; y no bien comenzó a caminar cuando unos y otros nos comenzaron a dar vaya, declarando la burla. El ventero decía: —Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta, envejecerá. El cura decía: —Sacerdote soy; allá se lo diré de misas. Y el estudiante maldito voceaba: —Señor primo, otra vez rásquese cuando le coman y no después. El otro decía: —Sarna de vuestra merced, señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas llegamos a la villa. Apeámonos en un mesón, y en todo el día, que llegamos a las nueve, acabamos de contar la cena pasada y nunca pudimos en limpio sacar el gasto.
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Capítulo quinto De la entrada de Alcalá, patente y burlas que le hicieron por nuevo
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Antes que anocheciese salimos del mesón a la casa que nos tenían alquilada, que estaba fuera la puerta de Santiago, patio de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque ésta teníamos entre tres moradores diferentes no más. Era el dueño y güésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso: moriscos los llaman en el pueblo. Recibiome, pues, el güésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. Ni sé si lo hizo porque le comenzásemos a tener respeto u por ser natural suyo dellos, que no es mucho que tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos nuestro hatillo, acomodamos las camas y lo demás y dormimos aquella noche. Amaneció, y helos aquí en camisa a todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntome que qué querían, y yo, entre tanto, por lo que podía suceder, me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza fuera, que parecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos, y con tanto comenzaron una grita del diablo, diciendo: —¡Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad! Goce de las preeminencias de antiguo: pueda tener sarna, andar manchado y padecer la hambre que todos. Y con esto, ¡mire vuestra merced qué previlegios!, volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para escuelas. A mi amo apadrináronle unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su general; pero yo, que había de entrar en otro diferente y fui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien un pie cuando me encararon y empezaron a decir: “¡Nuevo!”. Yo, por disimular, di en reír como que no hacía caso, mas no bastó porque llegándose a mí ocho u nueve comenzaron a reírse. Púseme colorado; nunca Dios lo permitiera, pues al instante se puso uno que estaba a mi lado las manos en las narices y, apartándose, dijo: —Por resucitar está este Lázaro, según olisca. Y con esto todos se apartaron, tapándose las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y dije: —Vuestras mercedes tienen razón, que huele muy mal. Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarrar y tocar al arma, y en las toses y abrir y cerrar de las bocas vi que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado hízome alarde de uno terrible, diciendo: —Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, dije: —¡Juro a Dios que ma...! 36
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Iba a decir “te”, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco que todos tiraban a mí; y era de ver cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera: —¡Baste, no le deis con el palo! —que yo, según me trataban, creí dellos que lo harían. Destapeme por ver lo que era, y, al mismo tiempo, el que daba las voces me enclavó un gargajo en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que, por ahorrar de médicos y boticas, aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho zufaina de viejo a pura saliva. Fuime a casa, que apenas acerté, y fue ventura el ser de mañana, pues sólo topé dos o tres muchachos, que debían de ser bien inclinados porque no me tiraron más de cuatro u seis trapajos y luego me dejaron. Entré en casa, y el morisco, que me vio, comenzose a reír y a hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije: —Tené, güésped, que no soy eccehomo. Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de porrazos, dándome sobre los hombros con las pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio derrengado, subí arriba, y en buscar por dónde asir la sotana y el manteo para quitármelos, se pasó mucho rato. Al fin le quité y me eché en la cama y colguelo en una azutea. Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojose y comenzó a darme repelones con tanta prisa que, a dos más, despierto calvo. Levanteme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya es otra vida. Yo, cuando oí decir “otra vida”, entendí que era ya muerto y dije: —Bien me anima vuestra merced en mis trabajos. Vea cuál está aquella sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las mayores narices que se han visto jamás en paso, y mire estas costillas. Y con esto, empecé a llorar. Él, viendo mi llanto, creyolo y, buscando la sotana y viéndola, compadeciose de mí y dijo: —Pablo, abre el ojo que asan carne. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Contele todo lo que había pasado, y mandome desnudar y llevar a mi aposento, que era donde dormían cuatro criados de los güéspedes de casa. Acosteme y dormí; y con esto, a la noche, después de haber comido y cenado bien, me hallé fuerte y ya como si no hubiera pasado por mí nada. Pero cuando comienzan desgracias en uno parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traían a otras. Viniéronse a acostar los otros criados y, saludándome todos, me preguntaron si estaba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso, y
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al punto, como si en ellos no hubiera mal ninguno, se empezaron a santiguar, diciendo: —No se hiciera entre luteranos. ¿Hay tal maldad? Otro decía: —El retor tiene la culpa en no poner remedio. ¿Conocerá los que eran? Yo respondí que no y agradeciles la merced que me mostraban hacer. Con esto, se acabaron de desnudar. Acostáronse, mataron la luz, y dormime yo, que me parecía que estaba con mi padre y mis hermanos. Debían de ser las doce cuando el uno dellos me despertó a puros gritos, diciendo: —¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpazos de látigo. Yo levanté la cabeza y dije: —¿Qué es eso? Y apenas la descubrí cuando con una maroma me asentaron un azote con hijos en todas las espaldas. Comencé a quejarme, quíseme levantar; quejábase el otro también; dábanme a mí solo. Yo comencé a decir: —¡Justicia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre mí que ya no me quedó, por haberme tirado las frazadas abajo, otro remedio sino el de meterme debajo de la cama. Hícelo así, y al punto los tres que dormían empezaron a dar gritos también. Y como sonaban los azotes, yo creí que alguno de fuera nos daba a todos. Ente tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y proveyó en ella y cubriola, volviéndose a la suya. Cesaron los azotes, y levantáronse con grandes gritos todos cuatro, diciendo: “Es gran bellaquería y no ha de quedar así”. Yo todavía me estaba debajo de la cama, quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecía galgo con calambre. Hicieron los otros que cerraban la puerta, y yo entonces salí de donde estaba y subime a mi cama, preguntando si acaso los habían hecho mal. Todos se quejaban de muerte. Acosteme y cubrime y torné a dormir; y como entre sueños me revolcase, cuando desperté halleme proveído y hecho una necesaria. Levantáronse todos, y yo tomé por achaque los azotes para no vestirme. No había diablos que me moviesen de un lado. Estaba confuso, considerando si acaso, con el miedo y la turbación, sin sentirlo, había hecho aquella vileza, o si entre sueños. Al fin, yo me hallaba inocente y culpado, y no sabía cómo disculparme. Los compañeros se llegaron a mí, quejándose y muy disimulados, a preguntarme cómo estaba. Yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. Preguntábales yo que qué podía haber sido, y ellos decían: —A fe que no se escape, que el matemático nos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáis herido, que os quejábades mucho. Y diciendo esto, fueron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró diciendo: —¿Es posible, Pablos, que no he de poder contigo? Son las ocho, y estaste en la cama ¡Levántate enhoramala!
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Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y pidiéronle que me dejase dormir. Y decía uno: —Y si vuestra merced no lo cree, levantá, amigo. Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con los dientes por no mostrar la caca, y cuando ellos vieron que no había remedio por aquel camino, dijo uno: —¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede! Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad, y luego, tras él, todos comenzaron a mirar si había en el aposento algún servicio. Decían que no se podía estar allí. Dijo uno: —¡Pues es muy bueno esto para haber de estudiar! Miraron las camas y quitáronlas para ver debajo y dijeron: —Sin duda debajo de la de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras y miremos debajo della. Yo, que veía poco remedio en el negocio y que me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón. Agarreme a los palos, hice visajes. Ellos, que sabían el misterio, apretaron conmigo, diciendo: “¡Gran lástima!”. Don Diego me tomó el dedo del corazón, y al fin, entre los cinco me levantaron. Y al alzar las sábanas fue tanta la risa de todos, viendo los recientes, no ya palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. —¡Pobre dél! —decían los bellacos (yo hacía del desmayado)—. Tírele vuestra merced mucho de ese dedo del corazón. Y mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto tiró que me le desconcertó. Los otros trataron de darme un garrote en los muslos y decían: —El pobrecito agora sin duda se ensució cuando le dio el mal. ¡Quién dirá lo que yo sentía, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro de que me diesen garrote! Al fin, de miedo de que me le diesen, que ya me tenían los cordeles en los muslos, hice que había vuelto, y por presto que lo hice, como los bellacos iban con malicia, ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna. Dejáronme diciendo: —¡Jesús, y qué flaco sois! Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede: —Más va en vuestra salud que en haberos ensuciado. Callá. Y con esto me pusieron en la cama, después de haberme lavado, y se fueron. Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era peor lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, lavándola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en llegando, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de la casa, y yo, aunque poco y de mala gana. Y después, juntándonos todos a parlar en el corredor, los otros criados, después de darme vaya, declararon la burla. Riéronla todos, doblose mi afrenta, y dije entre mí: “Avisón, Pablos, alerta”. Propuse de hacer nueva vida; y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas y patios nadie me inquietó más.
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Capítulo sesto De las crueldades de la ama y travesuras que hizo
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“Haz como vieres” dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a vuestra merced que hice todas las diligencias posibles. Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y a los pollos de la ama que del corral pasasen a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos puercos del mejor garbo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados y oílos gruñir y dije al uno: “Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa”. Fue y dijo que dos marranos. Yo, que lo oí, me enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casa ajena. Y diciendo esto, envásole a cada uno, a puerta cerrada, la espada por los pechos, y luego los acogotamos. Porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par dábamos grandísimos gritos como que cantábamos, y así espiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre y, a puros jergones, los medio chamuscamos en el corral, de suerte que cuando vinieron los amos ya estaba todo hecho, aunque mal, si no eran los vientres, que aún no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no por falta de prisa, en verdad, que por no detenernos las habíamos dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro y nos las comimos las más como se las traía hechas el cochino en la barriga. Supo, pues, don Diego el caso y enojose conmigo de manera que obligó a los huéspedes, que de risa no se podían valer, a volver por mí. Preguntábame don Diego que qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia; a lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y que, si no me valiese, diría que, como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, que entendí que eran nuestros. Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego: “A fe, Pablos, que os hacéis a las armas”. Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso y a mí tan travieso, quel uno exageraba al otro o la virtud o el vicio. No cabía el ama de contento conmigo, porque éramos dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, de botas a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la sisa este oficio. La carne no guardaba en manos de la ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos. No era nada carnal: antes, de puro penitente, estaba en los güesos. Y la vez que podía echar cabra u oveja, no echaba carnero, y si había güesos no entraba cosa magra. Era cercenadora de porciones como de moneda, y así hacía unas ollas héticas de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se pudieran hacer sartas de cristal dellos. Las Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar cabos de vela de sebo; y así decía que estaban sus ollas gordas por el cabo. Y era verdad, según me lo parló un pabilo que yo masqué un día.
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Ella decía, cuando yo estaba delante: —Mi amo, por cierto que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso. Consérvele vuestra merced, que bien se le puede sufrir el ser bellaquillo por la fidelidad; lo mejor de la plaza trai. Yo, por el consiguiente, decía della lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite de por junto, carbón o tocino, escondíamos la mitad y, cuando nos parecía, decíamos el ama y yo: —Modérese vuestra merced en el gasto, que en verdad que si se dan tanta prisa no baste la hacienda del Rey. Ya se ha acabado el aceite (o el carbón). Pero ¿tal prisa le han dado? Mande vuestra merced comprar más, y a fe que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pablicos. Dábanmelos, y vendíamosles la mitad sisada y, de lo que comprábamos, sisábamos la otra mitad; y esto era en todo. Y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía: —No me digas a mí, Pablicos, que éstos son dos cuartos de ensalada. Yo hacía que lloraba, daba voces, íbame a quejar a mi señor y apretábale para que inviase al mayordomo a sabello, para que callase la ama, que adrede porfiaba. Iban y sabíanlo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban agradecidos: en mí, a las obras, y en el ama, al celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí: —¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar! ¿Toda ésta es la lealtad que me decís vos dél? Tuvímoslos desta manera, chupándolos como sanguijuelas. Yo apostaré que vuestra merced se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año. Ello mucho debió de ser, pero no debía obligar a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días y nunca la vi rastro de imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa. Traía un rosario al cuello siempre, tan grande que era más barato llevar un haz de leña a cuestas; dél colgaban muchos manojos de imágines, cruces y cuentas de perdones que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ollas y, al espumar, hacía cruces con el cucharón; yo pienso que las conjuraba por sacarles los espíritus, ya que no tenían carne. En todas las imágines decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo y rezaba más oraciones que un ciego: entraba por el “Justo Juez” y acababa en el “Conquibules”, que ella decía, y en la “Salve Rehína”. Decía las oraciones en latín adrede, por fingirse inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía otras habilidades: era conqueridora de voluntades y corchete de gustos, que es lo mismo que alcagüeta; pero disculpábase conmigo diciendo que le venía de casta, como al rey de Francia sanar lamparones.
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Pensará vuestra merced que siempre estuvimos en paz. Pues, ¿quién ignora que dos amigos, como sean cudiciosos, si están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? “Ésta ha de ser ruin conmigo, pues lo es con su amo”, decía yo entre mí. Ella debía de decir lo mismo, porque chocamos de embuste el uno con el otro y por poco se descubriera la hilaza. Quedamos enemigos como gatos y gatos, que en despensa es peor que gatos y perros. Yo, que me vi ya mal con el ama y que no la podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme y di en lo que llaman los estudiantes “correr” o “arrebatar”. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque, yendo una noche a las nueve —que anda poca gente— por la calle Mayor, vi una confitería y, en ella, un cofín de pasas sobre el tablero y, tomando vuelo, vine a agarrarle y di a correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar y, al volver una esquina, senteme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano, fingiéndome pobre: —¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado! Oyéronme esto, y en llegando, empecé a decir: —Por tan alta Señora... Y lo ordinario de la hora menguada y aire corrupto. Ellos se venían desgañifando, y dijéronme: —¿Va por aquí un hombre, hermano? —Ahí adelante, que aquí me pisó, loado sea el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse. Quedé solo. Lleveme el cofín a casa, conté la burla y no quisieron creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho. Por lo cual, los convidé para otra noche a verme correr cajas. Vinieron y, advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro la tienda y que no las podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar el confitero, por lo que sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine, pues, y metiendo, doce pasos atrás de la tienda, mano a la espada, que era un estoque recio, partí corriendo y, en llegando a la tienda, dije: “¡Muera!”, y tiré una estocada por delante del confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la espada y me fui con ella. Quedáronse espantados de ver la traza y muertos de risa de que el confitero decía que le mirasen, que sin duda le había herido y que era un hombre con quien él había tenido palabras. Pero, volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir de la caja las que estaban alrededor, echó de ver la burla y empezó a santiguarse que no pensó acabar. Confieso que nunca me supo cosa tan bien. Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar en nombre revesado. Yo, como era muchacho y oía que me alababan el ingenio con que salía destas travesuras, animábame para hacer muchas más. Cada día traía la pretina llena de jarras de monjas, que les pedía para beber y me venía con ellas: introduje que no diesen nada sin prenda primero. Y así, prometí a don Diego y a todos los compañeros de quitar una noche las
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espadas a la mesma ronda. Señalose cuál había de ser, y fuimos juntos, yo delante; y, en columbrando la justicia, llegueme con otro de los criados de casa, muy alborotado, y dije: —¿Justicia? Respondieron: —Sí. —¿Es el corregidor? Dijeron que sí. Hinqueme de rodillas y dije: —Señor, en sus manos de vuestra merced está mi remedio y mi venganza, y mucho provecho de la república. Mande vuestra merced oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión. Apartose; ya los corchetes estaban empuñando las espadas y los alguaciles poniendo mano a las varitas. Yo le dije: —Señor, yo he venido desde Sevilla siguiendo seis hombres los más facinorosos del mundo, todos ladrones y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre y a un hermano mío por saltearlos, y le está probado esto. Y vienen acompañando, según los he oído decir, a una espía francesa; y aun sospecho por lo que les he oído, que es... —y, bajando más la voz, dije— Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba y dijo: —¿Y dónde están? —Señor, en la casa pública. No se detenga vuestra merced, que las ánimas de mi madre y hermano se lo pagarán en oraciones, y el Rey acá. —¡Jesús! —dijo—, no nos detengamos. ¡Hola, seguidme todos! Dadme una rodela. Yo entonces le dije, tornándole a apartar: —Señor, perderse ha vuestra merced si hace eso, porque antes importa que todos vuestras mercedes entren sin espadas y uno a uno, que ellos están en los aposentos y traen pistoletes y, en viendo entrar con espadas, como saben que no la puede traer sino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor, y cogerlos por detrás los brazos, que demasiados vamos. Cuadrole al corregidor la traza, con la cudicia de la prisión. En esto, llegamos cerca, y el corregidor, advertido, mandó que debajo de unas yerbas pusiesen todos las espadas, escondidas en un campo que está enfrente casi de la casa; pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro que ellos dejarlas y él tomarlas y pescarse a casa fuese todo uno, hízolo así. Y al entrar todos, quedeme atrás el postrero y, en entrando ellos mezclados con otra gente que entraba, di cantonada y emboqueme por una callejuela que va a dar a la Vitoria, que no me alcanzara un galgo. Ellos, que entraron y no vieron nada, porque no había sino estudiantes y pícaros, que es todo uno, comenzaron a buscarme y, no hallándome, sospecharon lo que fue, y, yendo a buscar sus espadas, no hallaron media. ¡Quién contara las diligencias que hizo con el retor el corregidor! Aquella noche anduvieron todos los patios, reconociendo las caras y mirando las armas. Lle-
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garon a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y con una vela en la mano y un cristo en la otra, y un compañero clérigo ayudándome a morir, y los demás rezando las letanías. Llegó el retor y la justicia y, viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para cosa. No miraron nada, antes el retor me dijo un responso. Preguntó si estaba ya sin habla, y dijéronle que sí; y con tanto, se fueron desesperados de hallar rastro, jurando el retor de remitirle si le topasen, y el corregidor de ahorcarle fuese quien fuese. Levanteme de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solenizar la burla en Alcalá. Y, por no ser largo, dejo de contar cómo hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores y plateros y mesas de fruteras (que nunca se me olvidará la afrenta de cuando fui rey de gallos) sustentaba la chimenea de casa todo el año. Callo las pinsiones que tenía sobre los habares, viñas y güertos en todo aquello de alrededor. Con estas y otras cosas comencé a cobrar fama de travieso y agudo entre todos. Favorecíanme los caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre tuve el respeto que era razón, por el mucho amor que me tenía.
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Capítulo sétimo De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de su padre y madre, y la resolución que tomó en sus cosas para adelante
En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era allegado a la justicia, pues cuantas allí se habían hecho de cuarenta años a esta parte han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir la verdad, pero una águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Éste, pues, me escribió una carta a Alcalá desde Segovia, en esta forma: “Hijo Pablos —que por el mucho amor que me tenía me llamaba así—: Las ocupaciones grandes desta plaza en que me tiene ocupado su Majestad no me han dado lugar a hacer esto; que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados. »Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo. Veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él. Y, como tenía aquella presencia, nadie le veía con los cristos delante que no le juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado, mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle. Hízose dos veces los bigotes. Mandaba descansar a los confesores y íbales alabando lo que decían bueno. Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volviose a la justicia y dijo que mandase aderezar aquél para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentose arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: —Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo. »Hízose así. Encomendome que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepoltura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos, haciendo mesa franca a los grajos; pero yo entiendo que los pasteleros desta tierra nos consolarán acomodándole en los de a cuatro. »De vuestra madre, aunque está viva agora, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo porque desenterraba los muertos sin 16 presencia] El copista parece haberse esforzado por añadir la sílaba za, en el poco espacio existente entre presencia y nadie. Tal vez escribió presenciaza
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ser murmuradora: halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente que, al fin, soy ministro del Rey y me están mal estos parentescos. »Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, y lo que tengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podéis venir aquí, que, con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego y, entre tanto, Dios os guarde”. No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holgueme en parte: tanto pueden los vicios en los padres que consuela de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos. Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome que se determinaba ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba de dejarme (y a mí más). Díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije: —Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener, porque si hasta agora tenía, como cada cual, mi piedra en el rollo, agora tengo mi padre. Declarele cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon y le hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío el verdugo desto y de la prisioncilla de mama; que a él, como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimose mucho y preguntome que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones. Y, con tanto, al otro día él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura. Quemé la carta por que, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguien, y comencé a disponer mi partida para Segovia con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes, para huir dellos.
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LIBRO SEGUNDO Capítulo primero Del camino de Alcalá para Segovia y de lo que le sucedió en él hasta Rejas, donde durmió aquella noche
Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía, de secreto, para el camino y con ayuda de unos embustes hice hasta seiscientos reales. Alquilé una mula y salime de la posada, adonde ya no tenía que sacar más de mi sombra. ¡Quién contara las angustias del zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del güésped de la casa por el arrendamiento! Uno decía: “¡Siempre me lo dijo el corazón!”; otro: “¡Bien me decían a mí que éste era un trampista!”. Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo que dejé con mi ausencia a la mitad dél llorando y a la otra mitad riéndose de los que lloraban. Yo me iba entretiniendo por el camino considerando en estas cosas cuando, pasado Torote, encontré con un hombre en un macho de albarda, el cual iba hablando entre sí con muy gran prisa y tan embebecido que, aun estando a su lado, no me vía. Saludele y saludome; preguntele dónde iba, y, después que nos pagamos las respuestas, comenzamos luego a tratar de si bajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno. Proseguimos en la conversación, propia de pícaros, y venimos a dar, de una cosa en otra, en Flandes. Aquí fue ello que empezó a suspirar y a decir: —Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, porque ha catorce años que ando con un arbitrio que, si como es imposible no lo fuera, ya estuviera todo sosegado. —¿Qué cosa puede ser —le dije yo— que, conviniendo tanto, sea imposible y no se pueda hacer? —¿Quién le dice a vuestra merced —dijo luego— que no se puede hacer? Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa. Y si no fuera por dar pesadumbre, le contara a vuestra merced lo que es; pero allá se verá, que agora lo pienso imprimir con otros trabajillos, entre los cuales le doy al rey modo de ganar a Ostende por dos caminos. Epígrafe: para] pa B
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Roguele que me los dijese; y al punto, sacando de las faldriqueras un gran papel, me mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo: —Bien ve vuestra merced que la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo doy orden de chuparle todo con esponjas y quitarle de allí. Di yo con este desatino una gran risada, y él, entonces, mirándome a la cara, me dijo: —A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento. —Ése tengo yo por cierto —le dije— de oír cosa tan nueva y tan bien fundada. Pero advierta vuestra merced que ya que chupe el agua que hubiere entonces, tornará luego la mar a echar más. —No hará la mar tal cosa, que lo tengo yo eso muy apurado —me respondió— y no hay que tratar; fuera de que yo tengo pensada una invención para hundir la mar por aquella parte doce estados. No le osé replicar de miedo que me dijese que tenía arbitrio para tirar el cielo acá bajo. No vi en mi vida tan gran orate. Decíame que Joanelo no había hecho nada, que él trazaba agora de subir toda el agua de Tajo a Toledo de otra manera más fácil. Y sabido lo que era, dijo que por ensalmo. ¡Mire vuestra merced quién tal oyó en el mundo! Y al cabo, me dijo: —Y no lo pienso poner en ejecución si primero el Rey no me da una encomienda, que la puedo tener muy bien y tengo una ejecutoria muy honrada. Con estas pláticas y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya. Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los arbitrios en que ocupaba el tiempo cuando, Dios y enhorabuena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie que, mirando a un libro, hacía unas rayas que medía con un compás. Daba vueltas y saltos a un lado y a otro y, de rato en rato, poniendo un dedo encima de otro, hacía con ellos mil cosas saltando. Yo confieso que entendí por gran rato (que me paré desde lejos a vello) que era encantador y casi no me determinaba a pasar. Al fin me determiné, y, llegando cerca, sintiome, cerró el libro, y, al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Levantele, y díjome: —No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir. Yo no le entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntome si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo; yo, aunque no lo entendí, le dije que circunflejo. Preguntome cúya era la espada que llevaba al lado. Respondile que mía, y, mirándola, dijo: —Esos gavilanes habían de ser más largos para reparar los tajos que se forman sobre el centro de las estocadas. Y empezó a meter una parola tan grande que me forzó a preguntarle qué materia profesaba. Díjome que él era diestro verdadero y que lo haría bueno en cualquiera parte. Yo, movido a risa, le dije: —Pues en verdad que, por lo que yo vi hacer a vuestra merced en el campo denantes, que más le tenía por encantador, viendo los círculos.
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—Eso —me dijo— era que se me ofreció una treta por el cuarto círculo con el compás mayor, continuando la espada para matar sin confesión al contrario, porque no diga quién lo hizo, y estaba poniéndolo en términos de matemática. —¿Es posible —le dije yo— que hay matemática en eso? —No solamente matemática —dijo—, más teología, filosofía, música y medicina. —Esa postrera no lo dudo, pues se trata de matar en esa arte. —No os burléis —me dijo—, que agora aprendo yo la limpiadera contra la espada haciendo los tajos mayores, que comprehenden en sí las aspirales de la espada. —No entiendo cosa de cuantas me decís, chica ni grande. —Pues este libro las dice —me respondió—, que se llama Grandezas de la espada y es muy bueno y dice milagros; y para que lo creáis, en Rejas, que dormiremos esta noche, con dos asadores me veréis hacer maravillas. Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere. —U ese libro enseña a ser pestes a los hombres u le compuso algún dotor. —¿Cómo dotor? Bien lo entiende —me dijo—, es un gran sabio, y aun estoy por decir más. En estas pláticas llegamos a Rejas. Apeámonos en una posada, y al apearnos me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas y que, reduciéndolas a líneas paralelas, me pusiese perpendicular en el suelo. El güésped, que me vio reír y le vio, preguntome que si era indio aquel caballero que hablaba de aquella suerte. Pensé con esto perder el juicio. Llegose luego al güésped y díjole: —Señor, deme dos asadores para dos o tres ángulos, que al momento se los volveré. —¡Jesús! —dijo el güésped—, deme vuestra merced acá los ángulos, que mi mujer los asará, aunque aves son que no las he oído nombrar. —¡Que no son aves! —dijo, volviéndose a mí—. Mire vuestra merced lo que es no saber. Deme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy que todo lo que ha ganado en su vida. En fin, los asadores estaban ocupados, y hubimos de tomar dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía: —Con este compás alcanzo más y gano los grados del perfil. Ahora me aprovecho del movimiento remiso para matar el natural. Ésta había de ser cuchillada; y éste, tajo. No llegaba a mí desde una legua y andaba alrededor con el cucharón; y, como yo me estaba quedo, parecían tretas contra olla que se sale. Díjome al fin: —Esto es lo bueno, y no las borracherías que enseñan estos bellacos maestros de esgrima, que no saben sino beber. No lo había acabado de decir cuando de un aposento salió un mulatazo mostrando las presas, con un sombrero enjerto en guardasol y un coleto de ante debajo de una ropilla suelta y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la cara con un per signum crucis de inimicis suis, la barba de ganchos con unos
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bigotes de guardamano, y una daga con más rejas que un locutorio de monjas. Y mirando al suelo, dijo: —Yo soy examinado y traigo la carta y, por el sol que calienta los panes, que haga pedazos a quien tratare mal a tanto buen hijo como profesa la destreza. Yo, que vi la ocasión, metime en medio y dije que no hablaba con él, y que así no tenía por qué picarse. —Meta mano a la blanca, si la trai, y apuremos cuál es verdadera destreza, y déjese de cucharones. El pobre de mi compañero abrió el libro y dijo en altas voces: —Este libro lo dice y está impreso con licencia del Rey; y yo sustentaré que es verdad lo que dice, con el cucharón y sin el cucharón, aquí y en otra parte; y si no, midámoslo. Y sacó el compás y empezó a decir: “Este ángulo es obtuso”... Y entonces el maestro sacó la daga y dijo: —Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales hombres, pero, con ésta en la mano, le haré yo pedazos. Acometió al pobre diablo, el cual empezó a huir, dando saltos por la casa, diciendo: “No me puede dar, que le he ganado los grados del perfil”. Metímoslos en paz el güésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover. Metieron al buen hombre en su aposento, y a mí con él. Cenamos y acostámonos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, levántase en camisa y empieza a andar a escuras por el aposento, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Despertome a mí y, no contento con esto, bajó al güésped para que le diese luz, diciendo que había hallado objeto fijo a la estocada sagita por la cuerda. El güésped se daba a los diablos de que lo despertase, y tanto lo molestó que le llamó loco. Y con esto, se subió y me dijo que, si me quería levantar, vería la treta tan famosa que había hallado contra el turco y sus alfanjes. Y decía que luego se la quería ir a enseñar al Rey, por ser en favor de los católicos. En esto, amaneció. Vestímonos todos, pagamos la posada, hicímoslos amigos a él y al maestro, el cual se apartó diciendo que el libro que alegaba mi compañero era bueno, pero que hacía más locos que diestros porque los más no le entendían.
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Capítulo segundo De lo que le sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta
Yo tomé mi camino para Madrid, y él se despidió de mí por ir diferente jornada. Y ya que estaba apartado, volvió con gran prisa y, llamándome a voces, estando en el campo, donde no nos oía nadie, me dijo al oído: —Por vida de vuestra merced, que no diga nada de todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de destreza y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento. Yo le prometí de hacerlo. Tornose a partir de mí, y yo empecé a reírme del secreto tan gracioso. Con esto, caminé más de una legua que no topé persona. Iba yo entre mí pensando en las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres y, luego, tener tanta que me desconociesen por ella. Y parecíanme a mí tan bien estos pensamientos honrados que yo me los agradecía a mí mismo. Decía a solas: “Más se me ha de agradecer a mí, que no he tenido de quien aprender virtud, ni a quien parecer en ella, que al que la hereda de sus agüelos”. En estas razones y discursos iba cuando topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid. Trabamos plática, y luego me preguntó que de dónde venía. Yo le dije que de Alcalá. —Maldiga Dios —dijo él— tan mala gente como hay en ese pueblo, pues falta entre todos un hombre de discurso. Preguntele que cómo o por qué se podía decir tal de lugar donde asistían tantos doctos varones, y él, muy enojado, dijo: —¿Doctos? Yo le diré a vuestra merced qué tan doctos; que habiendo más de catorce años que hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas al Corpus y al Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcicos; y porque vea vuestra merced la sinrazón, se los he de leer, que yo sé que se holgará. Y diciendo y haciendo, desenvainó una retahíla de coplas pestilenciales; y por la primera, que era ésta, se conocerán las demás: Pastores, ¿no es lindo chiste que es hoy el señor San Corpus Criste? Hoy es el día de las danzas, en que el cordero sin mancilla tanto se humilla que visita nuestras panzas 10
tapar] en el manuscrito parece leerse topar.
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y, entre estas bienaventuranzas, entra en el humano buche. Suene el lindo sacabuche, pues nuestro bien consiste. Pastores, ¿no es lindo chiste? —¿Qué pudiera decir más —me dijo— el mismo inventor de los chistes? Mire qué misterios encierra aquella palabra “pastores”: ¡más me costó de un mes de estudio! Yo no pude con esto tener la risa, que a borbollones se me salía por los ojos y narices, y, dando una gran carcajada, dije: —¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en que llama vuestra merced “señor San Corpus Criste”, y Corpus Christi no es santo, sino el día de la institución del Sacramento. —¡Qué lindo es eso! —me respondió, haciendo burla—; yo le daré en el calendario, y está canonizado, y apostaré a ello la cabeza. No pude porfiar, perdido de risa de ver la suma inorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y que no había oído cosa tan graciosa en mi vida. —¿No? —dijo al mismo punto—, pues oya vuestra merced un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgines, adonde a cada una he compuesto cincuenta otavas, cosa rica. Yo, por escusarme de oír tanto millón de otavas, le supliqué que no me dijese cosa a lo divino. Y así, me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén. Decíame: “Hícela en dos días, y éste es el borrador”. Y sería hasta cinco manos de papel. El título era El arca de Noé: hacíase toda entre gallos y ratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes, como fábulas de Isopo. Yo le alabé la traza y la invención, a lo cual me respondió: —Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo; y si yo salgo con hacerla representar, será cosa famosa. —¿Cómo se podrá representar —le dije yo—si han de entrar los mismos animales, y ellos no hablan? —Ésa es la dificultad, que a no haber ésa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado de hacerla toda de papagayos, tordos y picazas, que hablan, y meter para el entremés monas. —Por cierto, alta cosa es ésa. —Otras más altas he hecho yo —dijo— por una mujer a quien amo. Y vea aquí novecientos y un sonetos y doce redondillas —que parecía que contaba escudos por maravedís—hechos a las piernas de mi dama. Yo le dije que si se las había visto él; y díjome que no había hecho tal por las órdenes que tenía, pero que iban en profecía los concetos. Yo confieso la verdad: que, aunque me holgaba de oírle, tuve miedo a tantos versos malos y así comencé a echar la plática a otras cosas. Decíale que veía liebres, y él saltaba: “Pues em-
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pezaré por uno donde la comparo a ese animal”; y empezaba luego. Y yo, por divertirle, decía: “¿No ve vuestra merced aquella estrella que se ve de día?”. A lo cual dijo: “En acabando éste, le diré el soneto treinta, en que la llamo «estrella»; que no parece sino que sabe los intentos dellos”. Afligime tanto con ver que no podía nombrar cosa a quél no hubiese hecho algún disparate que, cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al revés, porque, por mostrar lo que era, alzó la voz en entrando por la calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que, si los niños olían poeta, no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática que había salido contra ellos de uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidiome que se la leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la posada. Fuímonos a una donde él se acostumbraba apear y hallamos a la puerta más de doce ciegos: unos le conocieron por el olor, y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenido; abrazolos a todos, y luego empezaron unos a pedirle oración para el Justo Juez en verso grave y sonoro, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las ánimas. Y por aquí discurrió, recibiendo ocho reales de señal de cada uno. Despidiolos y díjome: —Más me han de valer de trecientos reales los ciegos, y así, con licencia de vuestra merced, me recogeré agora un poco para hacer alguna dellas, y, en acabando de comer, oiremos la premática. ¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
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Capítulo tercero De lo que hizo en Madrid y lo que le sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió
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Recogiose un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer. Comimos, y luego pidiome que le leyese la premática. Yo, por no haber otra cosa que hacer, la saqué y se la leí, la cual pongo aquí por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía en este tenor: Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes. Diole al sacristán la mayor risa del mundo y dijo: —¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes. Cayome a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo, que decía: “Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatilla, haciendo otros pecados más inormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros como a malas mujeres, y que los prediquen, sacando cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos. »Ítem, advirtiendo los grandes buchornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la prisa que las dan. »Ítem, habiendo considerado que esta seta infernal de hombres condenados a perpetuo conceto, despedazadores del vocablo y volteadores de razones, han pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron en la manzana. Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco. Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y, levantándose en pie, dijo: —¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase vuestra merced adelante, que sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia. En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se me hacía tarde, le dije: —Señor, esta premática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia por estar falta de autoridad.
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—¡Pecador de mí! —dijo muy alborotado—; avisara vuestra merced y hubiérame ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe vuestra merced lo que es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado y oír eso? Prosiga vuestra merced, y Dios le perdone el susto que me dio. Proseguí diciendo: »Ítem, advirtiendo que después que dejaron de ser moros, aunque todavía conservan algunas reliquias, se han metido a pastores —por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas, chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música que no pacen—, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad; y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden en mozos de mulas. —¡Algún puto, cornudo, bujarrón y judío —dijo en altas voces— ordenó tal cosa! Y si supiera quién era, yo le hiciera una sátira con tales coplas que le pesara a él y a todos cuantos las vieran de verlas. ¡Miren qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita! ¡O a un hombre vinajeroso y sacristando ser mozo de mulas! ¡Ea, señor, que son grandes pesadumbres ésas! —Ya le he dicho a vuestra merced —repliqué— que son burlas y que las oiga como tales. Proseguí diciendo que, “por estorbar los grandes hurtos, mandábamos que no se pasasen coplas de Aragón a Castilla ni de Italia a España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese y, si reincidiese, de andar limpio un hora”. Esto le cayó muy en gracia porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarle, no era menester más de estregársela encima. El manteo, se podían estercolar con él dos heredades. Y así, medio riendo, le dije que mandaban también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan —y que, como a tales, no las enterrasen en sagrado— a las mujeres que se enamoran de poeta a secas; y que, advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles, mandaban que los legajos que por sus deméritos escapaban de las especerías fuesen a las necesarias sin apelación. Y por acabar, llegué al postrer capítulo, que decía así: »Pero advirtiendo, con ojos de piedad, a que hay tres géneros de gentes en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos desta arte, con tal que puedan tener carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas. Y a los de ciegos, que no sucedan en Tetuán los casos, desterrándoles estos vocablos: “cristián”, “amada”, “humanal” y “pundonores”; y mandándoles que para decir “la presente obra” no digan “zozobra”. Y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni 78
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Pascual, que no jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que, mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta. »Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los tendrán por abogados a la hora de su muerte”. A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezó a jurar, por vida de la vísperas solenes, Introibo y Kiries, que era sátira contra él por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que naide. Y últimamente dijo: “Hombre soy yo que he estado en un aposento con Liñán y he comido más de dos veces con Espinel”. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los greguescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy día los traía, y malos. Enseñolos, y dioles esto a todos tanta risa que no querían salir de la posada. Al fin, ya eran las dos, y, como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí dél, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma: el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargatas y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles. Luego trabamos plática. Preguntome si venía de la Corte. Dije que de paso había estado en ella. —No está para más —dijo luego—, que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Y en llegando a ese lugarcito del diablo, nos remiten a la sopa y al coche de los pobres en San Felipe, donde cada día, en corrillos, se hace consejo de estado y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por los cimenterios; y si pedimos entretenimiento, nos envían a la comedia, y si ventajas, a los jugadores. Y con esto, comidos de piojos y güéspedas, nos volvemos en este pelo a rogar a los moros y herejes con nuestros cuerpos. A esto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte. —¿Qué estiman? —dijo muy enojado—, si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas. Y quiso desatacarse; y dije: —Señor mío, desatacarse más es brindar a puto que enseñar heridas. Creo que pretendía introducir en picazos algunas almorranas. Luego, en los 98 98
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calcañares, me enseñó otras dos señales y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones; y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo guarda y decía que era de un astillazo. Quitose el sombrero y mostrome el rostro: calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas. —Éstas me dieron —dijo— defendiendo a París en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto; y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles —me dijo— ¡Por vida del licenciado!, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado. Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo: —¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para un hora en este tiempo. Pregunte vuestra merced en Flandes por la hazaña del Mellado y verá lo que le dicen. —¿Es vuestra merced, acaso? —le dije yo. Y él respondió: —¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos desto, que parece mal alabarse el hombre. Yendo en estas conversaciones topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludamos con el Deo gracias acostumbrado y empezó a alabar los trigos y, en ellos, la misericordia del Señor. Saltó el soldado y dijo: —¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí; y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude. ¡Sí, juro a Dios! El ermitaño le reprehendió que no jurase tanto, a lo cual dijo: —Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues me reprehende mi propio oficio. Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. El ermitaño le dijo: —Y ¿dónde dejó vuestra merced el saco de Amberes, que ése me parece de las Navas, y que sería de más abrigo el de Amberes? Riose mucho el soldado de la pregunta, y el ermitaño de su desnudez. Y con tanto, llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario en una carga 119 123
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de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe. El soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto y mirando cuál lugar era fuerte y adónde se había de plantar la artillería. Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado. —¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte deste puerto —decía— y hiciera buena obra a los caminantes! —No hay tal como hacer buenas obras —decía el santero, y pujaba un suspiro por remate. Iba entre sí rezando a silbos oraciones de culebra. En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido. Mandamos aderezar la cena —era viernes—, y entre tanto, el ermitaño dijo: —Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa el ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo: —No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad. Yo, cudicioso, dije que jugaría otros tantos; y el ermitaño, por no hacer mal tercio, acetó y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta ducientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérsele, pero ansí le sucedan todos sus intentos al turco. Fue el juego al parar; y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego y hizo que se le enseñásemos. Dejonos el bienaventurado hacer dos manos y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa: heredonos en vida. Retiraba el ladrón con las ancas de la mano, que era lástima; perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce “votos” y otros tantos “peses”, aforrados en “por vidas”. Yo me comí las uñas, y el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba. Nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre. Acabó de pelarnos. Quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento y que éramos prójimos y que no había de tratar de otra cosa. —No juren —decía—, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien. Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte. —¡Pesia tal! —decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)—, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo. Él se reía a todo esto; tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedile que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos in puribus. Prometió hacerlo. Metiose sesenta güevos; ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar. Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí, porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza; y el soldado llamó al güésped y le encomendó sus pa-
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peles, en las cajas de lata que los traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos. El padre se persinó, y nosotros nos santiguamos dél. Durmió; yo estuve desvelado, trazando cómo quitarle el dinero; el soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio. Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy aprisa. Trujéronla, y el güésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a gritos, pidiendo que le diese los servicios. El güésped se turbó y, como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, diciendo: —He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios? —que él entendió que nos habían dado cámaras. Aquí fue ella que se levantó el soldado con la espada tras el güésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla dél, que se había hallado en la Naval, San Quintín y otras, trayendo servicios en lugar de los papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle y aun no podíamos. Decía el güésped: —Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman así los papeles de las hazañas. Apaciguámoslos y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salímonos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero. Topamos con un ginovés, digo con uno destos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él. Todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón y si era bien dar dineros o no a Visanzón; tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose: —Es un pueblo de Italia donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda. De lo cual sacamos que en Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio que le tenía más de sesenta mil escudos. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercader es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle. Nadie, casi, tiene conciencia, de todos los deste trato porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo. En estas pláticas, vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento. Llegué al pueblo y, a la entrada, vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas, hecho cuartos, a Josafad. Enternecime y entré algo desconocido de cómo salí, con punta de barba, bien vestido. Dejé la compañía y, considerando en 222
Se repite, en el paso de 92r a 92v, Topamos con un ginovés digo con.
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quién conocería a mi tío, fuera del rollo, mejor en el pueblo, no hallé nadie de quién echar mano. Llegueme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me daba razón dél, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta, y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano, tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho —preguntando por él— que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que, echando en mí los ojos, por pasar cerca, arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penseme morir de vergüenza. No volví a despedirme de aquél con quien estaba. Fuime con él, y díjome: —Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente, que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado que, a no depender dél la cobranza de mi hacienda, no lo hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevome a su casa, donde me apeé y comimos.
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Capítulo cuarto Del hospedaje de su tío y visitas, la cobranza de su hacienda y vuelta a la Corte
Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome: —No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios. Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para si se diferenciaba en algo de la de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos. En esto, entró por la puerta con una ropa hasta los pies, morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajita, dijo: —Tanto me han valido a mí las ánimas hoy, como a ti los azotados. ¡Encaja! Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangose el desalmado animero el sayazo y quedó con unas piernas zambas en greguescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y enhorabuena, devanado en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocile por el, hablando con perdón, cuerno que traía en la mano. Saludonos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada. Entró y sentose, saludando a los de casa, y a mi tío le dijo: —A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso. Saltó el de las ánimas y dijo: —Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon. —¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico con un paseo de pato, y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas. Y el porquero, concomiéndose, dijo: —Con virgo están mis espaldas. 18
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—A cada puerco le viene su san Martín —dijo el demandador. —De eso me puedo alabar yo —dijo mi buen tío—entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla. Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no puede disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete y dijo: —¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés? Yo respondí que no era hombre que padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo: —Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto. Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas; y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer, en cabecera el demandador, diciendo: “¡La Iglesia en mejor lugar! Siéntese, padre”. Echó la bendición mi tío y, como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces; y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos, sólo que eran todas cosas para beber. Sorbiose el corchete tres de puro tinto. Brindome a mí el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad della. Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro. Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío: —Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre. Vínoseme a la memoria. Ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos y quedeme con la costumbre y así, siempre que como pasteles rezo una avemaría por el que Dios haya. Menudeose sobre dos jarros; y era de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas que se pusieron las suyas tales que, trayendo un plato de salchichas que parecían de dedos de negro, dijo uno: —¡Qué mulata está la olla! Ya mi tío estaba tal que, alargando la mano y asiendo una, dijo, con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto: —Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta. Yo —que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: “Caliente está este caldo”, y que el porquero se llevó el puño de sal, diciendo: “Es bueno el avisillo para beber”, y se lo chocló en la boca—, comencé a reír por una 68
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parte y a rabiar por otra. Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: “Dios bendijo la limpieza”. Y alzándola para sorberla, por llevarla a la boca se la puso en el carrillo y, volcándola, se asó en caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar y, como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era destas movedizas; trastornola y manchó a los demás; y tras esto decía quel porquero le había empujado. El porquero, que vio quel otro se le caía encima, levantose y, alzando el instrumento de güeso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo, que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas, y que le quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté dellos hasta que vi que dormían. Salime de casa, entretúveme en ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que ya era muerto y no cuidé de preguntar de qué, sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta y diciendo que se les había perdido la casa. Levantele y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche, que despertaron; y esperezándose, preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el porquero, que aún no la había desollado, que no era nada sino la siesta y que hacía grandes buchornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla: “Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento”. Y fuese, en lugar de ir a la puerta, a la ventana y, como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo quel cielo estaba estrellado a mediodía y que había un gran eclís. Santiguáronse todos y besaron la tierra. Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandaliceme mucho y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas y infamias que vía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachelos a todos uno por uno lo mejor que pude; acosté a mi tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo acomodeme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga, que estaban por allí. Pasamos desta manera la noche. A la mañana, traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobralla. Despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. Levantose, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo, por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia de parte de mi ha-
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cienda, aunque no de toda, y así me la dio de unos trecientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda. Por no cansar a vuestra merced, vengo a decir que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con éste y que, estudiando, podría ser cardenal; que, como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía: —Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas; yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero. Agradecile mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío, el porquero y demandador. Éste jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba y meciéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe, para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio. Vino la noche. Ellos se fueron. Acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció, y, antes quél despertase, yo me levanté y me fui a una posada sin que me sintiese. Torné a cerrar la puerta por de fuera y echele la llave por una gatera. Como he dicho, me fui a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejele en el aposento una carta cerrada que contenía mi ida y las causas, avisándole que no me buscase porque eternamente no lo había de ver.
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Capítulo quinto De su huida y los sucesos en ella hasta la Corte
Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento, alquilómele, y salime a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espeteme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: “Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates”. Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas quel dicho mi tío hacía, ofendido con la carta, que decía en esta forma: “Señor Alonso Ramplón: Tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en vuestra merced lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible si no vengo a sus manos y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey, y adiós”. No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto, más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche, y ansí, emparejando, le saludé. Mirome y dijo: —Irá vuestra merced, señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato. Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije: —En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar quel del coche, porque aunque vuestra merced vendrá en el que trai detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan. —¿Cuál coche detrás? —dijo él muy alborotado. Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se vía sino una ceja y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije: —Por Dios, señor, si vuestra merced no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente. —Si hace vuestra merced burla —dijo él, con las cachondas en la mano—, vaya, porque no entiendo eso de los criados. Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre que me confesó, a media legua 32
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que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños. Y, movido a compasión, me apeé y, como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantome lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto, se previno diciendo: —Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debiole parecer a vuestra merced, en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. ¡Cómo destas hojaldres cubren en el mundo lo que vuestra merced ha tentado! Yo le dije que le aseguraba de que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que vía. —Pues aún no ha visto nada vuestra merced —replicó—, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí vuestra merced un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que, hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepoltura por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero, que todos estos nombres tenía, se perdió en una fianza. Solo el “don” me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad dél, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así. Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntele cómo se llamaba y adónde iba y a qué; dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en “dan” y empezaba en “don”, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte porque un mayorazgo roído, como él, en un pueblo corto olía mal a dos días y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros. “Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca”. Yo vi el cielo abierto y, en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían, como él; porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no sólo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas. —Muchos hay désos —dijo—y muchos de estotros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de esa duda.
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Capítulo sesto En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres
“Lo primero, ha de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los estremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes, como yo, que no se les conoce raíz ni mueble ni otra cepa de la de que decienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres: unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, güeros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. »Es nuestra abogada la industria. Pagamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Sustentámonos así, del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallarán nuestros aposentos llenos de güesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: “¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone vuestra merced, que han comido aquí unos amigos, y estos criados..., etcétera”. Quien no nos conoce cree que es así, y pasa por convite. »¿Pues qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa, vámosle a ver y siempre a la hora de mascar, que se sepa que está en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento, etcétera. Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan, no aguardamos a segundo envite, porque destas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado decimos que sí, y aunque parta muy bien el ave, pan o carne el que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos: “Ahora deje vuestra merced, que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer”. Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos: “¡Oh, qué bien güele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!”. Y diciendo y haciendo, va en pruebas el medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada. No la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad. »Es de ver uno de nosotros en una casa de juego, con el cuidado que sirve y despabila las velas, trai orinales, cómo mete naipes y soleniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato. »Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para re-
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mendarnos. Son de ver, a las mañanas, las diversidades de cosas que sanamos, que como tenemos por enemigo declarado al sol —por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos—, nos ponemos, abiertas las piernas, a la mañana, a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos y hilachas de las entrepiernas. »Es de ver cómo quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pacífica, por falta de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas. Sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues en día claro andamos las piernas muy juntas y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque si se abren las rodillas se verá el ventanaje. »No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve vuestra merced —dijo— esta ropilla; pues primero fue greguescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que, de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos. »¿Pues qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas? Que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Pero, por no gastar con barberos, prevenimos siempre de aguardar a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: “Ayudaos como buenos hermanos”. »Traemos gran cuenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver cómo andan los estómagos en celo. Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes, aunque sea en pollino, por las calles públicas; y obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera; pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías por que nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos, aunque miren a otra parte. »Si nos come delante de algunas damas, tenemos traza para rascarnos en público sin que se vea: si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte y señalamos con las manos aquellas que nos comen, rascándonos en vez de enseñarlas; si es en la iglesia y come en el pecho, nos damos sanctus aunque sea al introibo, levantámonos y, arrimándonos a una esquina en son de empinarnos para ver algo, nos rascamos.
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»¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos; y advertimos que los tales señores o estén muertos o muy lejos. »Y lo que más es de notar es que nunca nos enamoramos sino de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean. Y así, siempre andamos en recuesta: con una bodegonera, por la comida; con la güéspeda, por la posada; con la que abre los cuellos, por los que trai el hombre. Y aunque comiendo tan poco y bebiendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas. »Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno, porque así es gran ornato de la persona y, después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se cena el hombre en el almidón, con sus fondos en mugre, chupándole con destreza. »Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; y ya se ve en prosperidad y con dineros, y ya en el espital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con poco que tenga”. Tanto gusté de las estrañas maneras de vivir del hidalgo y tanto me embebecí que, divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca, y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería. Declarele mis deseos antes que nos acostásemos. Abrazome mil veces, diciendo que siempre esperó que habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofreciome favor para introducirme en la Corte con los demás cofadres del estafón, y posada en compañía de todos. Acetela, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad. Comprele del huésped tres agujetas, atacose, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.
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LIBRO TERCERO Y ÚLTIMO DE LA PRIMERA PARTE DE LA VIDA DEL BUSCÓN Capítulo primero De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta que amaneció
Entramos en la Corte a las diez de la mañana. Fuímonos a apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta; llamó. Abriole una vejezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de faciones, cargada de espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y respondió con un chillido crespo que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo. A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo, que al mismo Portugal empalagara de bayetas. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pedir para una pobre, lo había allegado. Vació el guante y sacó otro, y doblolos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto, noté que no se desarrebozaba y pregunté, como nuevo, para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa, a lo cual respondió: —Hijo, tengo en las espaldas una gatera acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; que en mi hato, aunque caminéis a cualquiera parte, nunca saldréis de la Mancha, que parece que hago caravanas para lechuza u que retozo con algunos candiles. Este pedazo de arrebozo lo disimula todo. Desarrebozose, y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo dellas, cuando él, para entrarse a espulgar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto; porquel tal no traía camisa ni greguescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla, como las que ponen en las sacristías, que decía “Espulgador hay”, porque no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.
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—Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas y, así, me habré menester recoger a remendar. Preguntó si había algunos retazos; que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar jubones incurables, ropillas tísicas y con dolor de costado de los caballeros. Dijo que no y que por falta de harapos se estaba quince días había en la cama, de mal de zaragüelles, don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. En esto estábamos cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero, prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablome con mucho afecto. Quitose la capa y traía —¡mire vuestra merced quién tal pensara!— la ropilla de paño pardo la delantera y la trasera de lienzo blanco con sus fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo: —Harase a las armas y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba. Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista. —Antes por estorbarla —dijo—. Sepa que es porque no tiene toquilla y que así no lo echan de ver. Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquéllas. Traía cada una un real de porte y eran hechas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas y dábalas en aquel traje cobrando los portes. Y esto hacía cada mes, cosa que me espantó ver la novedad de la vida. Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño, larga hasta el medio valón y su capa de lo mismo, levantado el cuello porque no se viese el anjeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no era más de lo que se descubría, y lo demás de bayeta colorada. Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no tener cuello y unos frascos por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una calza. Hacíase soldado y habíalo sido en los alojamientos y hasta la mar. Contaba estraños servicios suyos y, a título de soldado, entraba en cualquiera parte. Decía el de la ropilla y casi greguescos: —La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...! —No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo y os daré con esta muleta mil palos. “Sí daréis, no daréis”; y en los mentises acostumbrados arremetió el uno al otro y, asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones, y no fue mucho. Metímoslos en paz y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado: —¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber vuestras mercedes que, estando hoy en San Salvador, llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era yo el alférez Joan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele y dijo, nombrándome alférez: “Mire vuestra
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merced qué le quiere este niño”. Yo que luego entendí la flor, aceté. Recibí el recado, y con él doce pañizuelos, y respondí a su madre, que los inviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme agora la mitad. Yo antes me haré pedazos otra vez que tal dé. Todos los han de romper mis narices. Juzgose la causa en su favor. Sólo se le contradijo lo del sonar con ellos, mandándole que los entregase a la vieja para honrar la comunidad, haciendo dellos unos cuellos y unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas; que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire u de saetilla a coz de dedo. Era de ver, llegada la noche, cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasose la cena de en claro en claro. No se desnudaron los más, que, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el preceto de dormir en cueros.
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Capítulo segundo En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos
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Amaneció el Señor, y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar donde menos convenía asomada. Otro pedía guía para ponerse el jubón y en media hora se podía averiguar con él. Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse debajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno, hincado de rodillas, arremedando un cinco de guarismo, socorría a los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan estrañas posturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado. Acabose la hora del remedio —que así la llamaban ellos—, y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que antes trazasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno y quitarme la sotana. —Eso no —dijeron ellos—. El dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado. Luego señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde él solo busque y apolille. Pareciome bien. Deposité el dinero, y en un instante de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño; y acortando el herreruelo quedó bueno. Lo que sobró de paño trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron, y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla; los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto de puro roto. Pusiéronmele y dijeron: —El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Vuestra merced, si le mirare uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol con el sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda 20
diócesi] SZ // diecesi B cuello está trabajoso] SCZ // om. B Cros, Jauralde y Cabo indican la misma enmienda, que otros editores llevan a cabo silenciosamente. 31
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la frente. Y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo. Diéronme una caja con hilo negro y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos y un cuchillo; pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: —Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierra todo nuestro remedio. Tómela y guárdela. Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis, y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron, para empezar la estafa —como a misacantano—, por padrino el mismo que me trujo y convirtió. Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesías: a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas, y con las paternidades mucho. A uno decía mi buen ayo: “Mañana me traen dineros”; a otro: “Aguárdeme vuestra merced un día, que me trai en palabras el banco”. Cuál le pedía la capa, quién le daba prisa por la pretina; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de acreedores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero. Y porque no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre ermitaño y caballero lanudo; plantose un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor como perro que se quiere echar; hacíase más cruces que un ensalmador y fuese diciendo: “¡Jesús!, pensé que era él. A quien bueyes ha perdido...”, etcétera. Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entrose en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo: —Éstos son los aderezos de negar deudas. Aprendé, hermano, que veréis mil cosas déstas en el pueblo. Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín y agua ardiente de una picarona, que nos lo dio de gracia después de dar el bienvenido a mi adestrador. Y díjome: —Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; y, por lo menos, esto no puede faltar. Afligime yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué afligido por parte de mi estómago. A lo cual respondió: —Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes.
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—Es verdad —dije—, pero temo mucho tener menos y nada en él. En esto estábamos, y dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvime al amigo y dije: —Hermano, éste de la hambre es recio noviciado. Estaba hecho el hombre a comer más que un sabañón, y hanme metido a vigilias. Si vos no lo sentís, no es mucho que, criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentéis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar, y así yo determino de hacer la que pudiere. —¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan agora las doce, ¿y tanta prisa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta prisa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche; si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras. —Adiós —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros. Cada uno eche por su calle. Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies. Sacó unas migajas de pan que traía para el efeto siempre en una cajuela y derramóselas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba tosiendo y escarbando, por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más de diez cuentas. Todos los que me vían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran. Iba yo fiado en mis escudillos, aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinando a quebrar el ayuno y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropezome en las narices, y al instante me quedé, del modo que andaba, como el perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dio la una. Angustieme de manera que me determiné a zamparme en un bodegón de los que están por allí. Yo, que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos que parecía chirrión con sotana, pulpo graduado u mercader que cargaba para Italia. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé. Preguntome cómo estaba; díjele luego: 102
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—¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa de que me he de ir esta noche y no habrá lugar. —Eso me pesa a mí —replicó—, y si no fuera por ser tarde y voy con prisa a comer, me detuviera más, porque me aguarda una hermana casada y su marido. —¿Que aquí está mi soña Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado. Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecele a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosa de gusto. Llegamos, tratando en ello, a su casa. Entramos. Yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose a otra cosa sino a que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen güésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convideme, diciendo que yo era de casa y amigo viejo y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento. Sentáronse y senteme. Y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras deste modo; con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia, pero con prisa tan fiera que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid —que le deshace en veinte y cuatro horas— que yo despaché el ordinario, pues fue con más prisa que un extraordinario el correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los güesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego empedré la faltriquera de mendrugos. Levantose la mesa. Apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha. Yo se lo facilité mucho. Y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle y dije: —¿A mí, señor? Ya bajo. Pedile licencia, diciendo que luego volvía. Quedome aguardando hasta hoy, que desparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topome otras muchas veces, y disculpeme con él contándole mil embustes que no importan para el caso. Fuime por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara y senteme en un banco de los que tienen en sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria. 145
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Yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo, de “tercio y pelado” y “pelo” y “apelo” y “pospelo”, y no dejé güeso sano a la razón. Sentí que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda y yo, como quien no aventuraba a perder nada, ofrecilas lo que quisiesen. Regatearon, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión, diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de acetar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje; que les dije que era mío por estar enfrente aguardando a su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban y, sin conocer a ninguno, les hacía cortesías como si los tratara familiarmente. Ellas se cegaron con esto y con unos cien escudos en oro que yo saqué de los que traía con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió. Pareciolas irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor y como en gracia un rosario engazado en oro que llevaba la más bonita dellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta. Regatearon dármele. Yo les ofrecía en prendas los cien escudos, y dijéronme su casa y, con intento de estafarme en más, se fiaron de mí y preguntáronme mi posada, diciendo que no podía entrar paje en la suya a todas horas, por ser gente principal. Yo las llevé por la calle Mayor y, al entrar en la de Las Carretas, escogí la casa que mejor y más grande me pareció. Tenía un coche sin caballos a la puerta. Díjeles que aquélla era y que allí estaba ella y el coche y dueño para servirlas. Nombreme don Álvaro de Córdoba y entreme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que, cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes con gran autoridad, con la mano. Hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí, que así dije yo que lo había dicho. Y la verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero. Llegó la noche escura, y acogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para acompañar un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, natural de Olías; había sido capitán en una comedia y combatido con moros en una danza. A los de Flandes decía que había estado en la China; y a los de la China, en Flandes. Trataba de formar un campo y nunca supo sino espulgarse en él. Nombraba castillos y apenas los había visto en los ochavos. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan, y oíle decir yo muchas veces de Luis Quijada que había sido honra de amigos. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andaban desto. Y como él no sabía nada de mar, porque no tenía de naval más del comer nabos, dijo, contando la batalla que había vencido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo, como no sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasábamos con él lindos ratos. Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a
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la sopa de San Jerónimo y que pidió porción doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, siguiéronle y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor. Y sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otros para sí, se levantaron voces; y tras ellas, palos; y tras los palos, chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de palo que se la dio a oler con más prisa que convenía. Quitáronle la espada, salió a las voces el portero y aún no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano que decía: “¡Yo volveré lo que he comido!”; y aún no bastaba, que ya no reparaban sino en que pedía para otros y no se preciaba de sopón. —¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música —decía un estudiantón destos de la capacha, gorronazo—; que hay hombre en la sopa del bendito santo que puede ser obispo u otra cualquier dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! ¡Graduado estoy de bachiller en artes por Sigüenza! Metiose el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, que era decendiente de los godos y que tenía deudos. Aquí lo dejó, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los güesos.
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Capítulo tercero En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel
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Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros y vidros, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había agarrado con poco temor de Dios. Mas sacole de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se la cubriera pelo al que la llevó, por ser desbarbada. Usaba éste quitarse la capa, como que quería jugar, y ponerla con las otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos. Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme, cercado de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaduras y oraciones que había aprendido de una vieja. Ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en faldriquera o no piaban algunos capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con “Deo gracias”, decía lo del “Espíritu Santo sea con todos”. Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas. Al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de diciplina salpicada con sangre de narices. Hacía creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina eran ayunos voluntarios. Contaba tentaciones; en nombrando al demonio decía: “Dios nos libre y nos guarde”. Besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas traía el pueblo tal que se encomendaban a él, y era como encomendarse al diablo. Porque él era jugador y lo otro: ciertos los llaman y, por mal nombre, fulleros. Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, los que no quebraba, hendía. Vino Polanco, haciendo gran ruido, y pidió su saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche desta suerte, diciendo: “Acordaos de la muerte y haced bien para las ánimas...”, etcétera. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas: si no había testigos ni estorbo, robaba cuanto había; si le topaban, tocaba la campanilla y decía con una voz quél fingía muy penitente: “Acordaos, hermanos..., etcétera”. Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosario y conté el cuento. 19 de narices] tras haber escrito las narizes, el copista tachó el artículo. Cros, Jauralde, Cabo y Roncero lo reponen. En SCZ tampoco hay artículo.
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Celebraron mucho la traza, y recibiole la vieja por su cuenta y razón para venderle; la cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía dél para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía, encima de muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría. Quiso, pues, el diablo —que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos— que, yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trujo un alguacil, y agarráronme la vieja, que se llamaba la madre Labruscas. Confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejola el alguacil en la cárcel y vino a casa y halló en ella a todos mis compañeros, y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.
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Capítulo cuarto En que trata los sucesos de la cárcel hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y él en fiado
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Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo, que me vi ir allá, aprovecheme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, díjele al carcelero: —Señor, óigame vuestra merced en secreto. Y para que lo hiciese, dile escudo como cara. En viéndolos, me apartó. —Suplico a vuestra merced —le dije— que se duela de un hombre de bien. Busquele las manos, y, como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y seis, diciendo: —Yo averiguaré la enfermedad, y si no es urgente bajará al cepo. Yo conocí la deshecha y respondile humilde. Dejome fuera, y a los amigos descolgáronlos abajo. Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros; porque como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. A cuál, por asirle de alguna parte sigura, por estar todo tan manido, le agarraba el corchete de las puras carnes y aún no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y greguescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver algunos dormir envainados, sin quitarse nada; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima, como culebras; cuáles jugaban. Y al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Era de ver a los que no tenían cama llegar y asir de los pies al acostado, y sacarlo arrastrando en medio de la sala y encajarse en la cama, y aquél asir de otro para acomodarse. Estaba el servicio a mi cabecera. Vime forzado, a intercesión de mis narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado; y sobre si le viene muy ancho o no, como si me hubieran tomado la medida con el bacín, tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor a veces serlo de un cachete que de un reino, y metile a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse a prisa, derramole, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a escuras, y era tanto el mal olor que hubieron de levantarse todos.
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Alzose el grito. El alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Abrió la sala, entró luz y informose del caso: condenáronme todos. Yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en lo hondo le daría otro doblón, asió del caso y mandome bajar allá. Determineme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que lo estaba. Fui llevado abajo; recibiéronme con arbórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el Señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía más hierro que Vizcaya: dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospechaba yo si era por algunas fuelles, chirimías o abanicos y decíale si era por algo desto; respondía que no, que eran cosas de atrás. Yo pensé que pecados viejos quería decir, y averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas; otras veces le amenazaba diciendo: —¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino. Había confesado éste y era tan maldito que traíamos todos con carlancas, como mastines, las traseras, y no había quien se osase ventosear de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas. Éste hacía amistad con otro que llamaban Robledo y, por otro nombre, el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades; y, entendido, eran de manos en pescar lo que topaba. Éste había sido más azotado que postillón: no había verdugo que no hubiese probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas que, a descubrirse puntos, no se la ganara un flux. Tenía menos las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía. A éstos se llegaban otros cuatro hombres, rapantes como leones de armas, todos agrillados, gente de azotes y galeras, chilindrón legítimo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podrá creer la notable alegría con que aguardaban su despacho. Todos éstos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos culebra de cáñamo con una soga dedicada al efeto. Vino la noche. Fuímonos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz. Yo metime luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos dellos, y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas —cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos— que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como lien35
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dres en cabellos o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los dichos. Los bellacos, que vieron que no se quejaban, dejaron el dar azotes y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascote que tenían recogido. Allí fue ella que uno le halló el cogote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que le mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacían, les sonaban los güesos. Acabaron su vida las ropillas: no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes que, dentro de poco tiempo, tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta. Y no hallando remedio contra el granizo, viéndose, sin santidad, cerca de morir san Esteban, dijo que le dejasen salir, quél pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y, a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo, se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por presto que acordaron a hacer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron para pagar la patente sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor entrarse en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron y a la mañana les pidieron que se desnudasen, y se halló que, de todos sus vestidos juntos, no se podía hacer una mecha a un candil. Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina y otro que, en un brazo ayuno dellos, quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados dellos. Quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas. Yo salime del calabozo, diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Torné a repasarle las manos al carcelero con tres de a ocho y, sabiendo quién era el escribano de la causa, inviele a llamar con un picarillo. Vino, metile en un aposento y empecele a decir, después de haber tratado de la causa, cómo yo tenía no sé qué dinero. Supliquele que me lo guardase y que, en lo que hubiese lugar, favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito. —Crea vuestra merced —dijo después de haber pescado la mosca— que en nosotros está todo el juego y que, si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí y crea que le sacaré a paz y a salvo. Fuese con esto y volviose desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata, y apuntome no sé qué del relator, para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo: 79 81
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—Un relator, señor, con arcar las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido, hacer una acción, destruye a un cristiano. Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales. Y en pago, me dijo que enderezase el cuello de la capa y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo; y últimamente me dijo, mirándome con grillos: —Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide le aliviará; que ésta es gente que no hace virtud si no es por interés. Cayome en gracia la advertencia. Al fin, él se fue; yo di al carcelero un escudo: quitome los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero —se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez— vino a comer estando yo allí, muy enojado y bufando. No quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo: —¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos no sois limpia? —¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? —dijo ella—. Por el siglo de mi agüelo que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien? Y volviéndose a mí, dijo: —Vale Dios que no me podrá decir que soy judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís, de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si yo lo oyera, que yo le acordara de que tiene las espaldas en el aspa del san Andrés. Entonces, muy afligido, el alcaide respondió: —¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en ésa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no lo comer. —Luego, ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Esteban Rubio y Joan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo? —¡Cómo! ¿Hija —dije yo— de Joan de Madrid? —De Juan de Madrid, el de Auñón. —¡Voto a Dios! —dije yo— que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo. Y volviéndome a ellas: —Joan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecir cien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entrambos, con letras de oro. 139
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Alegráronse con el nuevo pariente y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria; y ni yo la tenía, ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo. Yo, porque no me cogiese en mentira, hice que me salía de enojado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se tratase más dello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido con decir: “¡Joan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!”. Otras veces decía: “¡Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda”. Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el escribano, solicitado dél y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón: “¡A esta mujer, por ladrona!”. Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterráronlos por seis años. Yo salí en fiado, por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.
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Capítulo quinto De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella
Salí de la cárcel. Halleme solo y sin los amigos. Aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir. Determineme de ir a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida. Zaceaba un poco. Tenía miedo a los ratones. Preciábase de manos y, por enseñarlas, siempre despabilaba las velas; partía la comida en la mesa; en la iglesia siempre tenía puestas las manos; por las calles iba enseñando siempre cuál casa era de uno y cuál de otro; en el estrado de contino tenía un alfiler que prender en el tocado; si se jugaba a algún juego era siempre el de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres. Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla, con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo, el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida. A mí no me pareció mal la moza para el deleite (y lo otro, la comodidad de hallármela en casa). Di en poner en ella los ojos. Contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíalas nuevas, aunque nunca las hubiese; servíalas en todo lo que era de balde; díjelas que sabía encantamentos y que era nigromante, que haría que pareciese que se hundía la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas, como buenas creedoras, tragaron. Granjeé una voluntad en todos agradecida pero no enamorada, que, como no estaba tan bien vestido como era razón —aunque ya me había mejorado algo de ropa por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a pura carne y pan que le comía—, no hacían de mí el caso que era razón. Di, para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno, el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre; porque los amigos me habían dicho que no era de costa mudarse los nombres y que era útil. Al fin, preguntó por don Ramiro, “un hombre de negocios rico, que hizo agora tres asientos con el Rey”. Desconociéronme en esto las huéspedas y respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre. —Ése es —replicó— el que yo digo, y no quisiera más renta al servicio de Dios que la que tiene a más de dos mil ducados. Contoles otros embustes, quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio fingida que traía a cobrar en mí, de nueve mil escudos. Díjoles que me la diesen para que la acetase, y fuese. Creyeron la riqueza la niña y la madre, y acotáronme luego para marido. Vine yo con gran disimulación, y, en entrando, me dieron la cédula, diciendo:
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—Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda vuestra merced quién es, debiéndonos tanta voluntad? Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo, que las vi tan cebadas, declarele mi voluntad a la muchacha, y ella me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas. Apartámonos. Y una noche, di para confirmarlas más en mi riqueza: cerreme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con sólo un tabique muy delgado, y sacando cincuenta escudos, estuve contándolos en la mesa tantas veces que oyeron contar seis mil escudos. Fue esto de verme con tanto dinero de contado, para ellas, todo lo que yo podía desear, porque dieron en desvelarse para regalarme y servirme. El portugués se llamaba O siñor Vasco de Meneses, caballero de la cartilla, digo de Cristus. Traía su capa de luto, botas, cuello pequeño y mostachos grandes. Ardía por dona Berenguela de Robledo, que así se llamaba. Enamorábala sentándose a conversación y suspirando más que beata en sermón de Cuaresma. Cantaba mal y siempre andaba apuntado con él el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió: comía a tercianas, de tres a tres días, y el pan tan duro que apenas le pudiera morder un maldiciente; pretendía por lo bravo, y si no era el poner güevos, no le faltaba otra cosa para gallina, porque cacareaba notablemente. Como vieron los dos que yo iba tan adelante, dieron en decir mal de mí: el portugués decía que era un piojoso, pícaro, desarropado; el catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo y a veces lo oía, pero no me hallaba con ánimo para responder. Al fin, la moza me hablaba y recibía mis billetes. Comenzaba por lo ordinario: “Este atrevimiento”, “su mucha hermosura de vuestra merced”, decía lo de “me abraso”, trataba de penar, ofrecíame por esclavo, firmaba el corazón con la saeta... Al fin, llegamos a los túes, y yo, para alimentar más el crédito de mi calidad, salime de casa y alquilé una mula y, arrebozado y mudando la voz, vine a la posada y pregunté por mí mismo, diciendo si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y Vellorete. “Aquí vive —respondió la niña—un caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo”. Y por las señas, dije yo que era él y las supliqué que le dijesen que Diego de Solórzana, su mayordomo, que fue de las depositarías, pasaba a las cobranzas y le había venido a besar las manos. Con esto me fui y volví a casa de allí a un rato. Recibiéronme con la mayor alegría del mundo, diciendo que para qué les tenía escondido el ser señor de Valcerrado y Villorete. Diéronme el recado. Con esto, la muchacha se remató, cudiciosa de marido tan rico, y trazó de que la fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que caía a un tejado, donde estaba la ventana de su aposento. El diablo, que es agudo en todo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor y, por pasar desde él al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano tan desatinado golpe que
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quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las costillas. Al ruido, despertó la media casa y, pensando que eran ladrones —que son antojadizos dellos los deste oficio—, subieron al tejado. Yo, que vi esto, quíseme esconder detrás de una chimenea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír. Comenzó luego a hacer la causa y, porque me sonaron unas llaves en la faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas y, aunque las vio, sin haber remedio de que no lo fuesen. Díjele que era don Ramiro de Guzmán, y riose mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me vi llevar preso sin razón y con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame de rodillas, y ni por ésas ni por esotras bastaba con el escribano. Todo esto pasaba en el tejado, que los tales aun de las tejas arriba levantan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo, y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
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Capítulo sesto Prosigue el cuento, con otros varios sucesos
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No cerré los ojos en toda la noche considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano; y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa .... Pasé la noche en revolver trazas. Unas veces me determinaba a rogárselo por Jesucristo y, considerando lo que le pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarme los nudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistiose a hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios. Agarró la correa y tornome a repasar las costillas, reprehendiéndome el mal vicio de hurtar como quien tan bien le sabía. En esto estábamos, él dándome, y yo casi determinado de darle a él dineros (que es la sangre con que se labran semejantes diamantes), cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán; y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar, por cómplices, en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir y tratole algo mal de palabra, diciendo que él era un caballero “fidalgo de casa du rey” y que yo era un “home muito fidalgo” y que era bellaquería tenerme atado. Comenzome a desatar, y al punto el escribano clamó: “¡Resistencia!”; y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido, y pedían favor al Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo: —¡Voto a Dios! que esto no se puede hacer conmigo y que, a no ser vuestras mercedes quien son, les podría costar caro. Manden contentar estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés. Yo vi luego la letra: saqué ocho reales y díselos; y aun estuve por volverle los palos que me había dado, pero, por no confesar que los había recibido, lo dejé y me fui con ellos, dando las gracias de mi libertad y rescate. Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. 3 en la causa] SCZ añaden echaba [eché, Z] de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano, lectura que adoptan Cros, Jauralde, Cabo, Roncero y Rodríguez. En su transcripción de B Lázaro anota que la oración queda inconclusa. Tal vez unos puntos suspensivos basten para hacerla coherente. 4 unas] SCZ // una B
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Tratábame de resuelto y sacudido, por los palos. Traíame afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos, trataban luego de varear; otras veces, de leña y madera. Yo, que me vi corrido y afrentado y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a trazar de salirme de casa. Y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche a prender. Llegaron la señalada y requirieron a la güéspeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía secreto. Temblaron todas por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí callaron pero, al ver sacar el hato, pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena. Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar; decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era. De ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza, con los que me ayudaron, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me siguiría de casarme con la ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte; y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me estuviese bien, y con algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro cudicioso de pescar mujer, determineme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espeteme en uno el primer día, y no hallé lacayo. Salime a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con su lacayo. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos. Yo solté la prosa y, con mil cortesías, los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo un poco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si viniesen allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea y metime entre los dos y caminamos. Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar cúyos eran los lacayos ni cuál era el que no le llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelana, encarecíales mucho el roldanejo que esperaba de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo, los hacía parar y les preguntaba cúyo era y decía de las señales; y si le querían vender, hacíale dar dos vueltas en la calle y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno y decía lo que había de hacer para remediarlo. Y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados y, a mi parecer, diciendo: “¿Quién será este tagarote escuderón?”, porque el uno llevaba un hábito en los pechos y el otro una cadena de dia-
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mantes (que era hábito y encomienda todo junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y a otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas. Llegamos al Prado, y, en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos. Cuál decía: “Éste yo le he visto a pie”; otro: “¡Hola!, lindo va el buscón”. Yo hacía como que no oía nada y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos y pidiéronme que picardease un rato. Dejeles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjelas mil ternezas, y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometilas regalos y preguntelas del estado de aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y agradoles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. —Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada. Saltó tan presto la tía: —¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con haberle salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre. —Eso creo muy bien —dije yo. En esto, las doncellicas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos. “Mirábase el uno a otro, y a todos tiembla la barba”. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quien inviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo, y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las inviaría algo fiambre. Acetaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía. Y con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse y, por obligarme, me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador y, desde allí, a mi casa. Hallé los compañeros jugando quinolicas. Conteles el caso y el concierto hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta y gastar docientos reales en ella. Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote; y lo que más me tenía en duda era el hacer dél una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.
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Capítulo sétimo En que se prosigue lo mismo, con otros sucesos y desgracias que le sucedieron
Amaneció, y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata y la sirvió él y tres criados. Pasose la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino, a la hora señalada, para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles, como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor, y ellos llamándome de vos en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Filipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Filipe acá y don Filipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de su Majestad y cuentas de mi mayorazgo que había temido el no poder cumplir y que, así, las apercibía a merienda de repente. En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandele que fuese al cenador y aderezase allí, que entre tanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mí las viejas a hacerme regalos, y holgueme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto, desde que Dios me crió, tan linda cosa como aquélla en quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura y dábame sospechas de hocicada. Fuimos a los estanques, vímoslo todo, y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente: no sabía. Pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas; que, cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien. Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador, y, al pasar una enramada, prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarrose un poco. Llegó la niña y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que inviase el cuello a su casa al otro día, que allá lo aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña. Estaba todo cumplidísimo: mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles, y estando en esto, vi venir un caballero con dos criados por la güerta adelante y, cuando no me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercose a mí y, como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratolas de primas y, a todo esto, no hacía sino volver y mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran sus
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amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntoles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron: “Don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico”. Veíale yo santiguarse. Al fin, delante dellas y de todos, se llegó a mí y dijo: —Vuestra merced me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar. Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo. —¡Jesús! —decía el don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en vuestra merced debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no hay cosa tan parecida. —¡Dolo al diablo! —dije yo—; ¿y no ahorcaron ese ganapán? Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y porque no sospechase nada dellas, dijo la una: —Yo le conozco muy bien al señor don Filipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue gran amigo suyo, en Ocaña. Yo entendí la letra y dije que mi voluntad era y sería de servirlas con mi poco posible en todas partes. El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía: —No creerá vuestra merced: su madre era hechicera y un poco puta; y su padre, ladrón; y su tío, verdugo; y él, el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo. Yo decía con unos empujoncillos de risa: “¡Gentil bergantón!, ¡hideputa pícaro!”. Y por de dentro, considere el pío letor lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos, y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntolas que qué era la merienda y el estar conmigo; y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica, que se informase y vería si era cosa no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje. En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal a San Filipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, cudiciosos de pelarme. Yo entendiles la flor y senteme. Sacaron naipes; estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo y ganeles cosa de trecientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa. Topé a mis compañeros licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome, lo dejaron, cudiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y en-
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capotado; no les dije más de que me había visto en un grande aprieto; conteles cómo me había topado con don Diego y lo que me había sucedido. Consoláronme, aconsejando que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera. En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar. Entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenía más flores que un mayo y barajas hechas lindas. Determinámonos de ir a darles un muerto, que así se llama el enterrar una bolsa. Invié los amigos delante, entraron en la pieza y dijeron si gustarían de jugar con un fraile que acababa de llegar a curarse en cas de unas primas suyas, que venía enfermo y traía talegos como el brazo y una calza de doblones. Crecioles a todos el ojo y clamaron: —¡Venga el fraile norabuena! —Es hombre grave en la orden —replicó Pero López— y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación. —Venga, y sea por lo que fuere. —No ha de entrar nadie de fuera, por el recato—dijo Brandalagas. —No hay tratar deso —respondió el güésped—; ni criados. Con esto, ellos quedaron ciertos del caso, y creída la mentira. Vinieron los acólitos, y ya yo estaba con un tocador en la cabeza, por disimular la corona y fingir la enfermedad; sahumeme con paja y afeiteme de tercianas, con una color de cera amarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que, por ser atusada, no desayudaba. Entré muy humilde, senteme. Comenzose el juego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohíno, pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que en espacio de tres horas me llevé más de mil y trecientos reales. Di baratos y, con mi “¡loado sea Nuestro Señor!” me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedime, y salímonos fuera. Venimos a casa a la una y media y acostámonos después de haber partido la ganancia. Consoleme con esto algo de lo sucedido y, a la mañana, me levanté a buscar mi caballo y no hallé por alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie pareciera mal —y más entonces—, fuime a San Filipe y topeme con un lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metile cuatro reales en la mano porque, mientras su amo estaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora; consintió. Subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada, y al dar la tercera, asomose doña Ana. Yo, que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tirele de la rienda; empínase y, tirando dos coces, aprieta a correr y da conmigo por las orejas en un charco. Yo, que me vi así, y rodeado de niños que se habían llegado y delante de mi señora, empecé a decir:
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—¡Oh, hi de puta! ¡No fuérades vos valenzuela! Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas, y quise porfiar con él. Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir, y al ruido, se había asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo, que le vi, me demudé. Preguntome si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo prisa, porque no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado que, estándome diciendo el lacayo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie. Y lo peor fue que, volviéndose a mí, dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedeme hablando desde la calle con don Diego y dije: —En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo en San Filipe, y es desbocado en la carrera y trotón. Dije cómo yo le corría y hacía parar. Dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era éste deste licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas; y con mala silla, fue milagro no matarme. —Sí fue —dijo don Diego—, y con todo, parece que se siente vuestra merced de esa pierna. —Sí siento —dije yo — y me querría ir a tomar mi caballo y a casa. La muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída, mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fue que, cuando llegué a casa y fui a ver una arca adonde tenía en una maleta todo el dinero que me había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé quel buen licenciado Brandalagas y Pedro López habían cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: “¡Mal haya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?”. No sabía si irme a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían habían de aclarar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca; pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente. Comí y, a la tarde, alquilé mi caballico y fuime hacia la calle. Y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algún hombre que lo pareciese; y en pasando, partía detrás dél, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás de la esquina hasta que volviese otro que lo pareciese, metíame detrás y daba otra vuelta. Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, o si fue la sospecha del caballo del letrado, u qué se fue, que
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don Diego se puso a inquerir quién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin, tanto hizo que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento por papeles bravamente, y él, acosado de ellas, que tenían deseo de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros. Y éste, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó a comer y que no había dos días que me había topado a caballo muy bien puesto y le había contado cómo me casaba riquísimamente. No aguardó más don Diego y, volviéndose a su casa, encontró con los dos caballeros del hábito y cadena amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y contoles lo que pasaba y díjoles que se aparejasen y, en viéndome a la noche en la calle, que me magulasen los cascos; y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo. Concertáronse y, en entrando en la calle, topáronme y disimularon de suerte los tres que jamás pensé que eran tan amigos míos como entonces. Estuvímonos en conversación, tratando de lo que sería bien hacer a la noche, hasta el avemaría. Entonces, despidiéndose los dos; echaron hacia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Filipe. Llegando a la entrada de la calle de la Paz, dijo don Diego: —Por vida de don Filipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan. —Sea en buen ora —dije yo. Tomé la suya inocentemente y dile la mía. Ofrecile mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese. No bien me aparté dél con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron, y yo quedeme en la calle con los cintarazos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle, de miedo. En fin, a las doce, que era a la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta; y, emparejando, cierra uno de los que me aguardaban por don Diego con un garrote conmigo y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo, y llega el otro y dame un trasquilón de oreja a oreja; y quítanme la capa y déjanme en el suelo, diciendo: “¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!” Comencé a dar gritos y a pedir confisión. Y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el güésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos (y al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada que no sabía a quién echársela), pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era, daba voces: “¡A los capeadores!” A ellas vino la justicia; levantáronme y, viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para
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llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curome, preguntáronme dónde vivía y lleváronme allá. Acostáronme, y quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos y tan lisiadas las piernas de los palos que no me podía tener en ellas ni las sentía, robado y de manera que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni estar fuera.
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Capítulo otavo De su cura y otros sucesos peregrinos
He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la güéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma. No le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían. Templaba gustos y careaba placeres. Llamábase la Paloma. Alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras; en todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, lo primero enseñándola cuáles cosas había de descubrir de su cara: a la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca estremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones, mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras, de manera que, al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello. Tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas y hacía malparir y mal empreñar. Y en lo que ella era más estremada era en arremedar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas, por gracia; las mozas, por deuda, y las viejas, por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y a la Plañosa, en Burgos, a Muñatones la de Salamanca. Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo. Y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes: —De donde sacan y no pon, hijo don Filipe, presto llegan al hondón. De tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir. Mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras sin mirar que, durmiendo, caminamos a la güesa; yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro y ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y direte quién eres. Cada oveja con su pareja. Sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de esa mercaduría, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo y que nos damos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomadona, que gasta las faldas con quien hace
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sus mangas. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te lo pidiera agora, a no haberlo menester para unas candelicas y hierbas. —Que trataba en botes sin ser boticaria y, si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo. Yo, que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme —que, con ser su tema, acabó en él y no comenzó, como todos hacen—, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su güésped, si no fue un día que me vino a dar satisfaciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra de su nombre. Yo la conté su dinero y, estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento; como me vieron en la cama, y a ella conmigo, cerraron con ella y conmigo y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcagüeta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida! A las voces del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr. Ellos, que lo vieron y supieron por lo que decía otro güésped de casa que yo lo era, arrancaron tras el picaño y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apuñeado. Y con todo mi trabajo, me reía de lo que los picarones decían a la Guía, porque uno la miraba y decía: “¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio!”; otro: “Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes para que entréis bizarra”. Al fin, trujeron el picarón y atáronlos entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena güéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así, no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase mi naranja. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar y otras cosas que no me sonaron bien. Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halleme sin dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura, comida y posada; y así, por no hacer más gasto no tiniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán 42
para unas candelicas y hierbas] SCZ [hierba S; candelitas C] // om. B. Parece necesaria la enmienda, a fin de hacer plenamente inteligible la ulterior referencia a los botes. El mismo criterio han seguido Cros, Jauralde, Cabo, Arellano, Roncero y Rodríguez.
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de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes, la capilla del gabán en la cabeza; un cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosario. Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía de la arte mucho; y así, comencé luego a ejercitallo por las calles. Cosime sesenta reales que me sobraron en el jubón; y con esto, me metí a pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y realzamiento de plegarias: “¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!”. Esto decía los días de trabajo, pero los días de fiesta comenzaba con diferente voz y decía: “¡Fieles cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la reina de los ángeles, Madre de Dios, dalde una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!”. Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: “¡Un aire corruto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea el Señor!”. Venían con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero. Y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: “¡Acordaos, siervos de Jesucristo, del castigado del Señor por sus pecados! ¡Dalde al pobre lo que Dios reciba!”. Y añadía: “¡Por el buen Jesú!”, y ganaba que era un juicio. Yo advertí y no dije más “Jesús”, sino quitábale la s y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca. Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo y era como nuestro retor; ganaba más que todos, tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba y parecía que tenía hinchada la mano y manca y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decía: “¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano!”; si pasaba mujer, decía: “¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!”, y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas; si pasaba un soldadico: “¡Ah, señor capitán!”, decía, y si otro hombre cualquiera: “¡Ah, señor caballero!”; si iba alguno en coche luego le llamaba “señoría”, y si clérigo en mula, “señor arcediano”. En fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos. Y vine a tener tanta amistad con él que me descubrió un secreto con que, en dos días, estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él, y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños de la cajuela en las sangrías que hacían dellas. Y tomé el mismo arbitrio, y él me encaminó la gentecica a propósito. Halleme en menos de un mes con más de docientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más
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alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos: y era que hurtábamos niños. Cada día, entre los dos, cuatro o cinco. Pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas y decíamos: “Por cierto, señor, que le topé a tal hora, y que si no llego, que le mata un carro; en casa está”. Dábannos el hallazgo, y venimos a enriquecer de manera que me hallé yo con cincuenta escudos. Y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas, determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin, yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedime de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.
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Capítulo noveno En que se hace representante, poeta y galán de monja
Topé en un paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío del estudio en Alcalá, y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía con la cuchillada y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció estremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: —A esta mujer, ¿por qué orden la podremos hablar para gastar con su merced unos veinte escudos? Que me ha parecido bien por ser hermosa. —No me lo está a mí el decirlo, que soy su marido —dijo el hombre—, ni tratar deso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncica. Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar que la hablase. Cayome en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que éstos son de los que dijera algún bellaco que cumplen el preceto de san Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia. Yo gocé de la ocasión, hablela, y preguntome que adónde iba y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamonos holgando por el camino mucho. Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de san Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representelo de suerte que les di cudicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos. Encareciéronme tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él, y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo. Diéronme que estudiar tres o cuatro loas y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave —de lo que son todas— que venía destrozada y sin provisión. Decía lo de “éste es el puerto”, llamaba a la gente “senado”, pedía perdón de las faltas y silencio; y entreme. Hubo un víctor de rezado, y al fin, parecí bien en el teatro. Representamos una comedia de un representante nuestro, que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era de hombres muy doctos y 15
juguetoncica] jugatoncica parece leerse en el manuscrito.
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sabios, y no de gente tan sumamente lega. Y está ya de manera esto que no hay autor que no escriba comedias ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del buen Lope de Vega y Ramón, no había otra cosa. Al fin, hízose la comedia el primer día, y no la entendió nadie; al segundo, empezámosla, y quiso Dios que empezaba por una guerra y salía yo armado y con rodela, que si no, a manos de mal membrillo, tronchos y badeas acabo. No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la comedia, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos por hacer reír, y al desatar de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido. Tratamos todos muy mal al compañero poeta, y yo principalmente, diciéndole que mirase de la que nos habíamos escapado y escarmentase. Díjome que, jurado a Dios, que no era suyo nada de la comedia, sino que, de un paso tomado de uno y otro de otro, había hecho aquella capa de pobre de remiendo y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesome que los farsantes que hacían comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, y que el interés de sacar trecientos o cuatrocientos reales les ponía aquellos riesgos. Lo otro que, como andaban por esos lugares, les leían unos y otros comedias: “Tomámoslas para verlas, llevámonoslas y, con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra”. Y declarome cómo no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera. No me pareció mal la traza, y yo confieso que me incliné a ella por hallarme con algún natural a la poesía; y más, que tenía yo conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así, determiné de dar en el arte. Y con esto y la farsanta y representar, pasaba la vida. Que pasado un mes que había que estábamos en Toledo haciendo comedias buenas y enmendando el yerro pasado, ya yo tenía nombre, y habían llegado a llamarme Alonsete, que yo había dicho llamarme Alonso, y por otro nombre me llamaban el Cruel, por serlo una figura que había hecho con gran aceptación de los mosqueteros y chusma vulgar. Tenía ya tres pares de vestidos y autores que me pretendían sonsacar de la compañía. Hablaba de entender de la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez, llamaba bonico a Morales, pedíanme el parecer en el adorno de los teatros y trazar las apariencias; si alguno venía a leer comedia, yo era el que la oía. Al fin, animado con este aplauso, me desvirgué de poeta en un romancico y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevime a una comedia y, porque no escapase de ser divina cosa, la hice de nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías; había sus ánimas de purgatorio y sus demonios, que se usaban entonces, con su “bu, bu” al salir, y “ri, ri” al entrar; caíale muy en gracia al lugar 64 76
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el nombre de Satán en las coplas y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien. No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí enamorados: unos por coplas de cejas y otros de ojos, cuál soneto de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos? Hervía en sacristanes y demandaderas de monjas; ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una, y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez, grave y sonorosa, que provocaba a gestos. Escribí para un ciego, que las sacó en su nombre, las famosas que empiezan:
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Madre del Verbo humanal, hija del Padre divino, dame gracia virginal, etcétera. 90
Fui el primero que introdujo acabar las coplas como los sermones, con “aquí gracia y después gloria”, en esta copla de un cautivo de Tetuán: Pidámosle sin falacia al alto Rey sin escoria, pues ve nuestra pertinacia, que nos quiera dar su gracia y después, allá, la gloria. Amén.
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Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal que casi aspiraba ya a ser autor. Tenía mi casa muy bien aderezada, porque había dado, para tener tapicería barata, en un arbitrio del diablo, y fue de comprar reposteros de tabernas y colgarlos. Costáronme veinte y cinco o treinta reales, y eran más para ver que cuantos tiene el Rey, pues por éstos se veía de puro rotos y por esotros no se verá nada. Sucediome un día la mejor cosa del mundo, que, aunque es en mi afrenta, la he de contar. Yo me recogía en mi posada, el día que escribía comedia, al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre escribir representando recio, como si lo hiciera en el tablado. Ordena el diablo que a la hora y punto que la moza iba subiendo por la escalera, que era angosta y escura, con los platos y olla, yo estaba en un paso de una montería y daba grandes gritos, componiendo mi comedia, y decía: ¡Guarda el oso!, ¡guarda el oso!, que me deja hecho pedazos y baja tras ti furioso. 101-102
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Que entendió la moza —que era gallega—, como oyó decir “baja tras ti” y “me deja”, que era verdad y que la avisaba. Va a huir y, con la turbación, písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra los platos y sale dando gritos a la calle, diciendo que mataba un oso a un hombre. Y por presto que yo acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso; y aun contándoles yo como había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer. No comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad. Y destas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en el oficio de poeta y no salí del mal estado. Sucedió, pues, que a mi autor —que siempre paran en esto—, sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron no sé por qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte. Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el andar en ellos era por necesidad, ya que me vía con dineros y bien puesto, no traté de más que de holgarme. Despedime de todos. Fuéronse, y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha vuestra merced por enojo, di en amante de red, como cofia, y por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo, que es lo mismo que galán de monjas. Tuve ocasión para dar en esto porque una, a cuya petición había yo hecho muchos villancicos, se aficionó en un auto del Corpus de mí, viéndome representar un san Juan Evangelista (que lo era ella). Regalábame la mujer con cuidado y habíame dicho que sólo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero y dábala compasión. Al fin, me determiné de escribirla lo siguiente: Carta Más por agradar a vuestra merced que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía, que para mí cualquiera sin la suya es soledad. Ya seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme cuándo habrá locutorio, y sabré juntamente cuándo tendré gusto, etcétera. Llevó el billetico la andadera. No se podrá creer el contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Respondiome desta manera: Respuesta De sus buenos sucesos antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara dello a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha vuelto en sí. No resta agora sino perseverancia que se mida con la que yo tendré. El locutorio dudo por hoy, pero no deje de venirse vuestra merced a vísperas, que allí nos veremos, y luego por las vistas, y quizá podré yo hacer alguna pandilla a la abadesa. Y adiós, etcétera.
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Contentome el papel, que realmente la monja tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias; fuime derecho a la iglesia, recé y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos para ver si parecía, cuando, Dios y enhorabuena —que más era diablo y en hora mala—, oigo la seña antigua: empieza a toser, y yo a toser; y andaba una tosidura de Barrabás. Arremedábamos un catarro, y parecía que habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la red una vieja tosiendo, y eché de ver mi desventura; que es peligrosísima seña en los conventos, porque como es seña a las mozas es costumbre en las viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor, y le sale después graznido de cuervo. Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas. Oílas todas, que por esto llaman a los enamorados de monjas “solenes enamorados”, por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no se les llega el día jamás. No se creerá los pares de vísperas que yo oí. Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver, gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recibido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía que almorzaba asadores y que comía virotes. Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuela bien grande, era menester inviar a tomar lugar a las doce, como para comedia nueva. Hervía en devotos. Al fin, me puse en donde pude. Y podíanse ir a ver, por cosas raras, las diferentes posturas de los amantes: cuál, sin pestañear, mirando, con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y estendidos los brazos a lo seráfico, recibiendo las llagas; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón. Los celosos era otra banda: éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cuál, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano; y cuál hablaba con una criada echadiza que le daba un recado. Esto era de la parte de abajo y nuestra; pero de la de arriba, adonde estaban las monjas, era cosa de ver también, porque las vistas era una torrecilla llena de rendijas toda y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera y ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas: allí se veía una pepitoria, una mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado, cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allí salía un listón verde. Unas hablaban algo recio, otras tosían; cuál hacía la seña de los sombrereros, como si sacara arañas, ceceando. En verano, es de ver cómo no sólo se calientan al sol, sino se chamuscan; que
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es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En ivierno acontece, con la humidad, nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo; no hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto. Y todo esto, al cabo, es para ver a una mujer por red y vidrieras, como güeso de santo. Es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y, si calla, de un retrato. Los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes: un paloteadico con los dedos. Hincan las cabezas en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras. Aman al escondite. ¡Y verlos hablar quedito y de rezado! ¡Pues sufrir una vieja que riñe, una portera que manda y una tornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo quel verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo. Al fin, yo llamaba ya “señora” a la abadesa, “padre” al vicario, “hermano” al sacristán, cosas todas que, con el tiempo y el curso, alcanza un desesperado. Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideré cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida por tan descansados caminos. Veía que me condenaba a puñados y que me iba al infierno por sólo el sentido del tacto. Si hablaba, solía —por que no me oyesen los demás que estaban en las rejas—juntar tanto con ellas la cabeza que por dos días siguientes traía los hierros estampados en la frente y hablaba como sacerdote que dice las palabras de la consagración. No me veía nadie que no decía “¡Maldito seas, bellaco monjil!” y otras cosas peores. Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado a dejar la monja, aunque perdiese mi sustento; y determineme el día de san Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son las monjas. Y no quiera vuestra merced saber más de que las bautistas todas enronquecieron adrede y sacaron tales voces que, en vez de cantar la misa, la gimieron; no se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de las bautistas, por desautorizar la fiesta, trujeron banquetas en lugar de sillas a la iglesia, y muchos pícaros del rastro. Cuando yo vi que —las unas por el un santo, y las otras por el otro—trataban indecentemente dellos, cogiéndola a mi monja, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor, medias de seda, bolsicos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, temiendo que, si más aguardaba, había de ver nacer mandrágoras en los locutorios. Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que la llevaba que por mí, considérelo el pío letor.
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Capítulo décimo De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse a Indias
Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque, como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva asta de mayor y de menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado (pues, preñada de cuatro, paría tres), llevaba gran provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de morros y ballestilla, y así no se me escapaba dinero. Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres. Más quizá, declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su culpa. No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, letor, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler u doblan los azares para conocerlos por lo hendido. Si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado y que, con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que al que da vista y retén, lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta, el que hace los naipes que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira no den de arriba las que descarta el que da y procura que no se pidan cartas, u por los dedos en el naipe u por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propiedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entiende; dobles son los que acarrean sencillos para que los desuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro, al que deja en blanco sus diligencias. Yo, pues, con este lenguaje y con estas flores llegué a Sevilla; con el dinero de las camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dineros a los güéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topó un condicípulo mío de Alcalá que se llamaba Mata y agora se decía, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra dellas en su cara y, por las que le habían dado, concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía: “No hay tal maestro como el bien acuchillado”, y tenía razón porque la cara era una cuera, y él un cuero. Díjome que me había de ir a cenar con él y otros camaradas, y que ellos me volverían al mesón. Fui. Llegamos a su posada, y dijo:
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—¡Ea!, quite la capa vuacé y parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Jevilla. Y porque no lo tengan por maricón, ahaje ese cuello y agobie de espaldas; la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída; ese hocico, de tornillo; gestos a un lado y a otro; y haga vucé de las j, h y de las h, j. Diga conmigo: “jerida”, “mojino”, “jumo”, “pahería”, “mohar”, “habalí” y “harro de vino”. Tomelo de memoria. Prestome una daga, que en lo ancho era alfanje y en lo largo, de comedimiento suyo, no se llamaba espada, que bien podía. —Bébase —me dijo—esta media azumbre de vino puro, que si no da vaharada no parecerá valiente. Estando en esto —y yo, con lo bebido, atolondrado—, entraron cuatro dellos, con cuatro zapatos de gotoso por caras, andando a lo columpio; no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos; los sombreros, empinados sobre la frente; altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas; las conteras, en conversación con el calcañar derecho; los ojos, derribados; la vista, fuerte; bigotes buidos, a lo cuerno, y barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron, con voces mohínas, sisando palabras: —Seidor. —So compadre —respondió mi ayo. Sentáronse; y para preguntar quién era yo no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales y, abriendo la boca y empujando hacia mí el lado de abajo, me señaló. A lo cual, mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si catara cuatro diferentes vinos. Llegó la hora de cenar. Vinieron a servir unos pícaros, que los bravos llaman “cañones”. Sentámonos a la mesa. Apareciose luego el alcaparrón. Empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo, hasta que la vi beber, no entendí que tenía tanta. Vino pescado y carne, todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo llena de vino, y allí se echaba de buces el que quería hacer la razón. Contentome la penadilla. A dos veces, no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra. Menudeábanse los juramentos. Murieron, de brindis a brindis, veinte o treinta sin confesión; recetáronsele al asistente mil puñaladas. Tratose de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón; derramose vino en cantidad al ánima de Escamilla; los que las cogieron tristes, lloraron tiernamente al mal logrado Alonso Álvarez. Y a mi compañero, con estas cosas, se le desconcertó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz: —Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto. 42
j] i en la grafía del manuscrito.
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CAPÍTULO III, 10
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Levantose entre ellos alarido disforme y, desnudando las dagas, lo juraron. Poniendo las manos cada uno en el borde de la artesa y echándose sobre ella de hocicos, dijeron: —Así como bebemos este vino, hemos de beberle la sangre a todo acechador. —¿Quién es este Alonso Álvarez —pregunté— que tanto se ha sentido su muerte? —Mancebito —dijo el uno—, lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los dimoños! Con esto, salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron cuando, sacando las espadas, la embistieron. Yo hice lo mismo, y limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies y apeló por la calle arriba dando voces. No lo pudimos seguir, por haber cargado delantero, y al fin nos acogimos a la iglesia mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y, vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes, y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros. Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas, desnudándose para vestirnos. Aficionóseme la Grajales; vistiome de nuevo de sus colores. Súpome bien y mejor que todas esta vida, y así, propuse de navegar en ansias con la Grajal hasta morir. Estudié la jacarandina y en pocos días era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Rondábanos la puerta, pero con todo, de media noche abajo, rondábamos disfrazados. Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado —que no soy tan cuerdo—, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como vuestra merced verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
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HISTORIA DE LA VIDA DEL BUSCÓN, VERSIÓN B
ÍNDICE
LIBRO PRIMERO
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Capítulo I: Que cuenta quién es el Buscón. Capítulo II: De cómo fue a la escuela y lo que en ella le sucedió. Capítulo III: De cómo fue a un pupilaje por criado de don Diego Coronel. Capítulo IV: De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares. Capítulo V: De la entrada de Alcalá, patente y burlas que le hicieron por nuevo. Capítulo VI: De las crueldades de la ama y travesuras que hizo. Capítulo VII: De la ida de don Diego y nuevas de la muerte de su padre y madre, y la resolución que tomó en sus cosas para adelante.
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LIBRO SEGUNDO 15
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Capítulo I: Del camino de Alcalá para Segovia y de lo que le sucedió en él hasta Rejas, donde durmió aquella noche. Capítulo II: De lo que le sucedió, hasta llegar a Madrid, con un poeta. Capítulo III: De lo que hizo en Madrid y lo que le sucedió hasta llegar a Cerecedilla, donde durmió. Capítulo IV: Del hospedaje de su tío y visitas, la cobranza de su hacienda y vuelta a la Corte. Capítulo V: De su huida y los sucesos en ella hasta la Corte. Capítulo VI: En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres.
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LIBRO TERCERO Y ÚLTIMO 30
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Capítulo I: De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta que amaneció. Capítulo II: En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos. Capítulo III: En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel.
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Que cuenta] En que cuenta, en el epígrafe del correspondiente capítulo. convalecencia ] convalicencia. 32 materia] marcha. 6
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ÍNDICE
Capítulo IV: En que trata los sucesos de la cárcel hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y él en fiado. Capítulo V: De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella. Capítulo VI: Prosigue el cuento, con otros varios sucesos. Capítulo VII: En que se prosigue lo mismo, con otros sucesos y desgracias que le sucedieron. Capítulo VIII: De su cura y otros sucesos peregrinos. Capítulo IX: En que se hace representante, poeta y galán de monja. Capítulo X: De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse a Indias.
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