Tres versiones rivales de la ética
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  • Etica, tres versiioens, Enciclopedia, Genealogía y Tradición
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A L A SD A IR M ACINTYRE

TRES VERSIONES RIVALES DE LA ÉTICA Enciclopedia, G enealogía y Tradición

Presentación de Alejandro Llano Traducción de Rogelio Rovira

EDICIONES RIALP, S. A.

M A D R ID

Título original: Three Rival Versions o f Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition. University o f N otre Dame Press, 1990 © Scott M eredith Literary Agency, Inc, 845, Third Avenue, Nueva Y ork, N. Y. 10022. © 1992 de la versión española, realizada por R o g e l i o R o v i r a para España e H ispanoam érica, por ED IC IO N ES R I A L P , S. A., Sebastián Elcano, 30. 28012 M adrid.

Diseño de la cubierta: Artigenia, S. L. Fotocomposición: M. T ., S. A. Fotom ecánica: M egacolor, S. A. Imprime: Talleres Gráficos Peñalara, S. A. ISBN: 84-321-2897-X Depósito legal: M. 31162-1992 Im preso en España - Printed in Spain

A LYNNSU M ID A JO Y onna kara saki e kasumu zo shiohigata K O B A Y A SH I ISSA

ÍNDICE

Págs.

Presentación ........................................................................................ Nota del edito r...................................................................................... Prólogo ................................................................................................... Introducción........................................................................................... I. El proyecto de Adam Gifford en su contexto.............. II. Genealogías y subversiones ............................................... III. ¿Demasiados tomismos? ..................................................... IV. La concepción agustiniana de la investigación m oral. V. Aristóteles y (o contra) Agustín: tradiciones rivales de investigación ........................................................................... VI. Tomás de Aquino y la racionalidad de la tradición .... VII. Las fatales consecuencias de la tradición derrotada ... VIII. Tradición contra enciclopedia: la moralidad ilustrada como la superstición de la modernidad.......................... IX. Tradición contra genealogía: ¿Quién habla a quién? .. X. Reconsideración de la Universidad como institución y de la conferencia como género-alfabético ..................... Indice Onomástico ..............................................................................

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PRESENTACIÓN

El lector tiene entre sus manos un libro extraordinariamente lúcido. Se trata de una obra que va al núcleo de la actual encrucijada cultural y social. No se distrae en las divagaciones al uso ni transita por los caminos trillados de las discusiones convencionales. M ás que polémico, es provocativo. Desde las posiciones oficiales, será conside­ rado incluso como subversivo; a pesar de ser sumamente riguroso, o quizás precisamente por ello. Con la sabia ingenuidad del filósofo auténtico, Maclntyre ve que el rey está desnudo. Y se atreve a decirlo de manera clara e impla­ cable. Grita su verdad en el momento y lugar más inoportunos: en un solemne salón de conferencias. Con depurado estilo académico formula su denuncia anti-académica: que hoy ya no es posible pro­ nunciar, sin más, conferencias sobre temas morales o, en general, humanísticos. Porque tal género literario supone que el orador compar­ ta con el «público culto» una base mínima de convicciones fundamen­ tales acerca del sentido de la existencia humana. Y éste ya no es el caso. No se trata sólo de que estemos en desacuerdo. Es que no estamos de acuerdo ni siquiera acerca de la naturaleza de nuestros desacuerdos. En realidad, no sabemos qué significa «saber». Y lo peor es que no nos arriesgamos a aceptarlo. Vivimos en una generalizada ficción intelectual. Procedemos como si hubiera un conjunto de temas y

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métodos sobre los que cabe discutir y llegar a un cierto resultado aceptable por todos. Pero no es así. Nuestros puntos de partida son contrapuestos; nuestros métodos, inconmensurables; nuestros intere­ ses teóricos y prácticos, divergentes; nuestro lenguaje, equívoco. La Babel intelectual que habitamos se enmascara, alternativamente, de academicismo puntilloso o de liberal tolerancia. Mas seguimos igno­ rando cuál es el estatuto personal y social del saber. Puede haber —y hay— avances en cuestiones científicas de detalle. Otra cosa bien distinta es que haya progreso en el conocimiento de las grandes cuestiones antropológicas y éticas: ni siquiera tenemos criterios com­ partidos para decidirlo. La permanencia en la ficción de un mundo intelectual unitario es efecto inercial de la Ilustración, la primera de las posiciones éticas rivales que en este libro se examinan. «La ilustración ha muerto, sólo sus consecuencias perviven», había escrito hace casi treinta años Arnold Gehlen. El cadáver sin enterrar es el de una ideología liberal y progresista que, a mediados del pasado siglo, se soñó a si misma como ciencia unificada. Su versión anglizante es la Enciclopedia Británica, ante la que el «casticismo» escocés de Maclntyre no oculta antipatías. El mito del liberalismo ilustrado no es otro que el de la «objetividad»: una objetividad neutra que está ahí, universalmente disponible, accesible a todas las personas que hayan logrado superar críticamente los prejuicios tradicionales. Basta aplicar el método científico para que todas las parcelas del conocimiento —también la moral y la teología natural— se iluminen ante el espectador maduro. Los misterios ancestrales han desaparecido; sólo quedan problemas que se resolverán, de una vez por todas, a medida que el implacable avance de la razón científica se vaya consumando. E l moderno paradigma de la certeza parecía haber triunfado en toda regla sobre el modelo clásico de la verdad. La ilusión del racionalismo empirista permanecía aún oficialmente viva cuando, a partir de 1873, se publicaba en Edimburgo la IX edición de la Enciclopedia Británica. Pero su suerte estaba ya echada. Sucesivas ediciones de este corpus universal abandonan tácitamente el ideal ilustrado y se limitan a presentar la enciclopedia como una simple obra de referencia. Lo que dura hasta hoy es el fetichismo de «lo dado», que sigue inspirando el residual positivismo dominante. Para comprobarlo, basta con advertir el todavía incuestionado prestigio de los hechos. «Atenerse a los hechos» sigue siendo el primer manda­

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miento de la ética científica. Cuando la verdad es, más bien, que lo que en cada caso tomamos por hechos dista de ser una neutra presencia, pacificamente compartida (hágase, si no, el sencillo expe­ rimento de leer unos cuantos periódicos del mismo día o, mejor, de grabar los telediarios de las diversas cadenas y compararlos). Ni los presuntos hechos son las cosas reales, m la facticidad objetivada es el ser natural. La transposición práctica de la amalgama que resulta de tal confusión se detecta bien al recapacitar en lo que se entiende entre nosotros por «moral civil» o simplemente por «ética». La genealogía de la moral, publicada por Nietzsche en 1887, constituye la segunda obra emblemática elegida por Maclntyre para clarificar nuestra precaria situación intelectual. Nietzsche mismo, su trágica vida, representa el rechazo de la hipocresía académica y del enmascaramiento que está en la base de la ética ilustrada. La neu­ tralidad objetiva d éla erudición germana es una mentira interesada. La moral de la burguesía puritana es repugnante. Su denuncia —basada en el desenmascaramiento genealógico de las pasiones rea­ les que bajo ellas laten— constituye inicial mente una exigencia de verdad y una obligación de autenticidad ética. Pero, lanzado sin retorno a su empresa subversiva, Nietzsche no puede limitarse a la denuncia de las certezas engañosas y de los deberes puramente convencionales. La misma verdad y la ética entera caen a golpes del martillo que empuña una voluntad destructora, situada más allá de toda realidad dada, de todo lenguaje significativo y de toda norma vinculante. ¿Qué queda entonces? Aforismos luminosos o incoheren­ tes, metáforas brillantes o arbitrarias, juegos no resueltos de fuerzas en tensión, la pasión de escribir y no poder publicar, el orgullo y el envilecimiento, la lucidez y la locura. Para convertirse en nietzscheano auténtico, lo único que no cabe es ser discípulo de Nietzsche, porque ello equivaldría a perpetuar los esquemas de estabilidad y dependencia que el implacable profeta destruyó airado. Y tal es la aporía que los actuales genealogistas, deconstructores y genealogistas no pueden superar. Maclntyre, que no es amigo de Nietzsche pero lo es menos de la falsedad, no cae nunca en el simplismo del argumento ad hominem. Pero no deja de denunciar las paradojas insalvables que acompañan la vida de algu­ nos publicistas y profesores, benejiciarios de un mundo académico que denostan y en el cual quizá acaban por ser jiguras tan prestigio­ sas como Foucault, Deleuze o Derrida. En tono menor, la comercia­

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lización del incorformismo radical es un fenómeno tan obvio entre nosotros que no merece la pena pararse a describirlo. Importa más advertir que la frontal contraposición inicial entre Enciclopedia y Genealogía se ha ido despotenciando gradualmente, hasta dejar el poso de esa confusa emulsión entre cientificismo y sofistica, tan característica de la cultura establecida. La subversión domesticada se aviene con el minimalismo pragmático, porque resul­ ta bastante hacedero un reparto del territorio: los sectores «duros», de la economía y la política, del dinero y del poder, caen bajo la influencia de la epistemología ortodoxa; las regiones «blandas», del ocio y la estética, del placer y del juego, se entregan sin recato a la arbitrariedad y al narcisismo. Pero la facilidad de la componenda —cuyos efectos sociales están a la vista— tiene raíces más hondas: la Ilustración y su critica genealógica coinciden en el rechazo del valor positivo de la tradición. Comparece así la tercera y más escandalosa referencia de Mac­ lntyre: la encíclica Aeterni Patris, publicada por León X III en 1879. Un siglo después, ese documento papal —extemporáneo desde el momento de su aparición— muestra la sabiduría de su inspiración profunda. La recomendación de una vuelta al tomismo, en él form u­ lada, no sólo ha sido criticada o simplemente ignorada por sus adversarios, sino que ha resultado frecuentemente malentendida por aquellos mismos que se propusieron aceptarla. Se pasó casi siempre por alto que la propuesta fundam ental de la Aeterni Patris no se dirigía a primar una doctrina filosófica sobre otras: propugnaba una honda transformación en el modo de pensar. Y es en esta profunda mutación donde M aclntyre encuentra la clave para superar el impas­ se intelectual en el que nos encontramos. Para salir del punto muerto al que nos ha conducido la Ilustra­ ción —y su crítica genealógica— es preciso recordar que toda empresa investigadora se desarrolla en el contexto de una tradición. Bien advertido que por «tradición» M aclntyre no entiende nada parecido a las denotaciones y connotaciones que este término tiene en el tradicionalismo. En rigor, el tradicionalismo es una variación de la modernidad, asi como el conservadurismo sólo es otra cara del indi­ vidualismo liberal. No, la tradición es el requisito real del progreso científico; progreso que sólo acontece en una comunidad de aprendi­ zaje. El gran olvido de la epistemología moderna ha sido la realidad de que todo saber tiene mucho de «oficio», en cuyo dominio única­

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mente es posible iniciarse y progresar si se entra y se permanece en una comunidad. Toda comunidad de aprendizaje e investigación está, a su vez, configurada por unas prácticas, por unos modos de conocer y de actuar que recogen los avances logrados hasta el pre­ sente y están abiertos a perfeccionamientos ulteriores. La clave de la postura filosófica de M aclntyre es el rechazo del individualismo epistemológico y la propuesta de renovación de un concepto fuerte de comunidad. Lo cual implica el abandono de la primacía de la razón analítica y el redescubrimiento de la dimensión narrativa de toda tradición investigadora. Quienes se embarcan en una indagación no son nunca individuos aislados, inefablemente exentos de un contexto histórico y social. Son personas que se adhie­ ren a una determinada narrativa, la cual —en diálogo con otras tradiciones— articula el acervo de logros conseguidos en el ejercicio de las correspondientes prácticas y manifiesta el sentido ideológico que inspira la investigación. La razón humana es, radicalmente, razón narrativa. Es una razón inserta en la historia de su interno despliegue, situada en una comunidad de aprendizaje, y orientada hacia una finalidad que proporciona criterios para evaluar tanto los éxitos como los fracasos acontecidos en el proceso de adquisición de esas virtudes intelectuales y morales que resultan imprescindibles para el progreso en el saber teórico y práctico. Maclntyre advierte las coincidencias de su postura epistemológi­ ca con algunas tesis de teóricos actuales de la ciencia como Popper, Kuhn o Polanyi. Pero su inspiración fundam ental es decididamente aristotélica. El redescubrimiento de la filosofía práctica clásica pro­ vocó en su momento un giro espectacular en la trayectoria intelectual de Alasdair Maclntyre, que se había movido hasta entonces en una atmósfera analítica y marxiana. La publicación de Tras la virtud en 1981 marca el punto de inflexión. La brillantez de esa obra, su amplitud de referencias literarias y sociológicas, así como la contun­ dencia de su crítica al individualismo liberal y de su actualización del concepto aristotélico de virtud, hicieron de After Virtue una referen­ cia obligada de los estudios éticos en el ámbito anglosajón. Pero ese ensayo —traducido después a muchas lenguas— era aún teóricamente vacilante y conceptualmente impreciso. El segundo libro de esta nueva navegación, titulado Whose Justice? Which Rationality?, su­ puso un neto avance en la maduración de ideas y en la eliminación de equívocos. Esta obra de 1988 —más técnica y minoritaria— intro-

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duda una fundam ental referencia al agustinismo ético y acercaba el aristotelismo hacia una versión claramente tomista. El presente libro, que cierra por ahora este ciclo, es sin duda el mejor de los tres. Tan sólido como brillante, posee la capacidad de fascinación que sólo alcanza el pensamiento originario. Se trata, sin duda, de una obra de primer nivel cuya interna consistencia permite una lectura com­ pletamente independiente de esos dos antecedentes que pueden ser considerados como acercamientos preparatorios. Ahora el tomismo de M aclntyre se sitúa a la altura de la discu­ sión contemporánea, al tiempo que destaca las insuficiencias de cierta neoescolástica, mimetizada de pensamiento modernizante y desconocedora del valor paradigmático del pensamiento de Tomás de Aquino. Los capítulos centrales, dedicados a la génesis de este pen­ samiento a través de una fusión de dos tradiciones operantes en el siglo X III —la aristotélica y la agustiniana—, reviven una experiencia histórica cuyas virtualidades cobran hoy una nueva vigencia. Mac­ lntyre muestra cómo la propia dinámica interna de la narrativa aristotélica conducía al agustinismo, mientras que las potencialida­ des y deficiencias de la tradición agustiniana estaban clamando por el complemento aristotélico. Santo Tomás fu e capaz de sintetizar ambas tradiciones de investigación moral gracias a la fuerza de su metafísica realista y teleológica, enraizada a su vez en esa narración primordial y canónica que es la Biblia. La estructura narrativa del pro­ pio tomismo se manifiesta modélicamente en la Summa Theologiae, cuyos artículos relatan los antecedentes y las soluciones alternativas de cada cuestión, haciendo asilas propias tesis máximamente vulnerables, justo porque lo que está en juego no es la certeza sino la verdad. Entiende Maclntyre que la vigencia de la Tradición tomista queda actualmente reforzada si se la confronta con la rivalidad mutua entre Enciclopedia y Genealogía. Por un lado, el realismo metafísico no cae bajo las acusaciones que antifundacionalistas y deconstructores lanzan con razón al racionalismo abstracto, ya que la filosofía de inspiración aristotélica no mira hacia atrás, sino hacia adelante: no parte de unos principios inmóviles y rígidos, sino de narrativas dialécticas en las que los principios lógico-ontológicos que se van descubriendo se refieren analógicamente a su posible culmi­ nación como fines. Por otro lado, la tradición puede renovar —sin temor de un inmediato colapso— las aspiraciones ilustradas a un saber unitario, porque ella misma se está siempre sometiendo a

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pruebas de vulnerabilidad más drásticas que todas las sospechas genea­ lógicas. Con todo, está por hacer una lectura tomista de Nietzsche, que, además de formular una estricta denuncia moral de la soberbia volun­ ta ria , sea capaz de desarrollar su propia narración «subversiva» de la historia de la filosofía. Este tomismo nuevo afronta un doble desafío: redescubrirse a si mismo como tradición viva, y adentrarse en la narrativa interna de las versiones rivales para integrar las piezas doc­ trinales susceptibles de ser rescatadas de los sueños de la razón. Aparece con claridad que, en este programa intelectual, la ética no puede seguir siendo una disciplina aislada. No sólo es necesario radicaría en la metafísica teleológica; es preciso también articularla con los demás saberes humanísticos y sociales. La comunidad de investigación y aprendizaje en la que se ha de desplegar esta tarea no es otra que la Universidad. Pero los planteamientos académicos convencionales ni siquiera son capaces de detectar la crisis institucio­ nal de la enseñanza superior. M aclntyre sugiere un inquietante pro­ cedimiento para que las universidades vuelvan a ser el marco de debates teóricos y éticos reales. Cualquier proyecto serio de renova­ ción educativa y científica habrá de tener en cuenta sus propuestas. Una advertencia final. El lector se encontrará en el primer capítulo con una serie de datos sobre la vida intelectual escocesa del siglo pasado cuyo interés no es fácilmente perceptible fuera de Edim­ burgo, donde M aclntyre pronunció las Conferencias Gifford que están en el origen circunstancial de esta obra. Si recorre ese corto tramo con paciencia, el lector volverá a conectar enseguida con el palpitante ritmo de una narración esperanzadora y sorprendente. A lejandro Llano

NOTA DEL EDITOR

El texto de este libro, como el autor indica en su introducción, es la transcripción de una serie de conferencias. Ello provoca que el estilo se cargue con recursos expresivos propios del habla y no de géneros escritos desde el inicio, como el ensayo, la monografía, etc. En la redacción se han eliminado o mitigado redundancias y expresiones que, siendo adecuadas frente a un público al cual deben enfatizársele ciertos puntos, dejan de serlo frente al público lector y no oyente. Eso explica las reiteraciones, por ejemplo, de un mismo término en una frase, o la considerable extensión de ciertas oraciones, llenas de digresiones y elementos explicativos, hecho que el lector ha de tener en cuenta. Estas particularidades del texto original han sido atendidas, y solucionadas hasta donde ha sido posible, en la traducción realiza­ da por Rogelio Rovira y en la revisión final que ha llevado a cabo Lourdes Rensoli.

PRÓLOGO

Nadie im itado a dar una serie de Conferencias Gifford en la Universidad de Edimburgo puede dejar de sentirse intimidado ante las pautas establecidas por sus predecesores. E l gran honor conferido por el Comité Gifford es una carga muy bien acogida, pero, a pesar de todo, una carga. Por esta razón estaba y estoy inmensamente agradecido tanto a los miembros de dicho comité como a muchos otros, por todo lo que hicieron para aligerar dicha carga mediante su gran hospitalidad académica y social. Debo dar las gracias de todo corazón al Reverendo Profesor Duncan B. Forrester por ayudarme de muchas maneras, más de las que puedo mencionar. Mientras daba las conferencias, fu i también miembro del Institute fo r Advan­ ced Study in the Humanities y agradezco profundamente la genero­ sidad del Profesor Peter Jones, director del Instituto, y la del Instituto mismo. Durante las conferencias, en abril y mayo de 1988, tuvo lugar un seminario en New College, y los miembros de este seminario contribuyeron de modo sustancial a las conferencias por la pertinacia de sus preguntas. Con bastante frecuencia abandoné una sesión del seminario con la certeza de que tendría que reescribir algún pasaje de una conferencia todavía por pronunciar o repensar algo que ya había dicho. Doy las gracias a todos los miembros del mencionado

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seminario, y en especial a Barry Barnes por el ejercicio de su excep­ cional habilidad para dar a la discusión critica una dirección cons­ tructiva. Durante 1988-89fu i el profesor invitado «Henry R. Luce Jr.» del Whitney Humanities Center de la Universidad de Yale. Uno de los deberes de un profesor invitado es dirigir un seminario de facultad, y utilicé esta oportunidad para someter el texto de mis Conferencias Gifford a una nueva crítica. Fue un privilegio que se me plantearan preguntas de este modo, y me hago cargo de la insuficiencia de mis respuestas tanto en el seminario como en la versión jina l resultante de las conferencias. Queda mucho por hacer. Estoy particularmente en deuda con Jonathan Lear y con Joseph Raz por la discusión tanto en el seminario como fuera de él. Y estoy encantado de tener esta oportunidad de expresar, aunque no lo suficiente, a Peter Brooks, Jonathan Spence, Jonathan Freedman y Sheila Brewer, mi gratitud por toda la ayuda y el apoyo que hizo que mi tiempo en el Whitney Center fuera tan provechoso y agradable. Finalmente, tengo que agradecer al National Endowment fo r the Humanities, la ayuda financiera, en 1987 y 1988, a la investigación ampliada sobre la historia del lugar de la filosofía en el plan de estudios, investigación que proporcionó las bases de alguna de las argumentaciones de estas conferencias, especialmente en las con­ ferencias lll-V ll. A l a s d a i r M a c In t y r e South Bend, Indiana julio de 1989

INTRODUCCIÓN

Toda serie de conferencias filosóficas, tanto en el momento originario en que se pronuncia como, si luego se publica, cuando se vuelve a dirigir a un auditorio más amplio, y a menudo más variado, expresa un punto de vistadefinido de forma ineludible por el particular compromiso del conferenciante con dos series de cuestiones: las expresamente tratadas en las conferencias y las que surgen de la relación del conferenciante con su primero y segundo (y a veces, más tarde, tercero, cuarto...) auditorios. Ha habido, es cierto, largos períodos en la historia de la conferencia como género académico, durante los cuales no era necesario referirse de manera explícita a este último tipo de cuestiones. La relación entre el conferenciante y el auditorio la daban por supuesta ambas partes en tales períodos, y los presupuestos sociales, morales e intelectua­ les de esta relación no necesitaban articularse, quizás no podrían haberse articulado plenamente. Expresaban acuerdos comunes y fundamentales, tanto sobre los asuntos convencionalmente asigna­ dos a la conferencia en calidad de género como sobre el objeto y la finalidad de dar conferencias en cuanto actividad académica. Ha habido también, sin embargo, períodos en los que tales acuerdos se han recusado o rechazado hasta cierto punto significa­ tivo, en los que han resultado discutibles las definiciones de los

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asuntos tratados aceptadas hasta ese momento; en los que los auditorios se han hecho heterogéneos, se han dividido y fragmen­ tado, y en los que la conferencia, por su transformación en un episodio con una cierta nueva forma —acaso no reconocida o todavía no reconocida del todo— de debate y de conflicto, no puede ya concebirse ni darse de la misma manera. Cuando escribí por primera vez estas Conferencias Gifford, no pude evitar observar, precisamente a causa de las cuestiones que deparó mi tema, que el período en el que lord Gifford prescribió sus deberes a los confe­ renciantes era del primer tipo, mientras que el período en el que yo emprendía la tarea de cumplir estos deberes era del segundo género. Y en varias conferencias aparecen pasajes que se refieren a este contraste. Pero incluso al escribirlas, todavía no había tenido en cuenta lo suficiente el modo, o el grado, en que se me habrían de plantear los problemas y las cuestiones que surgen de ello en virtud de las respuestas, característicamente generosas y a menudo perspicaces, de mis auditorios de Edimburgo y de Yale. En su mayor parte, los asistentes oyen o leen una conferencia como si fuera una contribución a cierta investigación más extensa o a un debate o conflicto continuado de los que, en cierta medida, están al corriente y de los que pueden haberse ocupado ya como participantes, o en los que pueden haberse comprometido como partidarios. Naturalmente, a veces se encontrará a un asistente al que una conferencia particular le ha introducido en alguna forma completamente nueva de investigación o en algún debate que le era desconocido hasta ese momento, de tal modo que la conferencia es un punto de partida, más que un episodio de alguna investigación o de algún debate ya emprendido. Sin embargo, tanto en Edimbur­ go como en Yale, resultó evidente que la gran mayoría de los asistentes oía estas conferencias como continuaciones y no como comienzos. Todavía dentro de cada uno de estos dos auditorios las diferencias y las divisiones fueron tales que grupos diferentes en ambos auditorios entendieron las conferencias como episodios en­ marcados en muy distintos procesos de investigación y de debate, interpretándolas y evaluándolas así desde numerosas perspectivas muy diferentes. Ocurría como si alguien que estuviera en el punto de intersección de tres grupos muy distintos, ocupados en tres conversaciones distintas, hiciera algunas observaciones, y los miembros de cada grupo las entendieran como una contribución y

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una continuación de los temas y los argumentos de su conversa­ ción. Pero aun este símil, aunque recoge las divergentes maneras de comprender y de evaluar estas conferencias, que surgieron tanto en discusiones de seminario como en muchas largas conversacio­ nes privadas, resulta inadecuado en la medida en que no logra expresar el grado en el que cada forma de interpretación y de evaluación estaba reñida de cierto modo clave con otra forma, de manera que las conferencias fueron una serie de intervenciones que se entendieron de modo diferente, no tan sólo en una serie continuada de conversaciones, sino en una disputa continuada. ¿Cuáles fueron estas diferencias? Tuvieron dos dimensiones. En las conferencias trato de tres concepciones de la investigación moral muy diferentes y mutuamente antagónicas; cada una de ellas proviene de un texto primordial de las postrimerías del siglo XIX: la Novena edición de la Encyclopaedia Britannica, Zur Genealogie der Moral, de Nietzsche, y la carta encíclica del papa León XIII, Aeterni Patris. Cuando hablo de investigación moral, me refiero a algo más amplio de lo que se entiende convencionalmente, al menos en las universidades americanas, por filosofía moral, puesto que la investigación moral se extiende a cuestiones históricas, literarias, antropológicas y sociológicas. Y, ciertamente, entre las cuestiones sobre las que difieren los tres tipos de investigación moral de los que me ocupo, se cuenta la de la naturaleza y el alcance de la investigación moral. De esta manera, aquellos que escucharon las conferencias desde una perspectiva valorativa, ya formada por la adhesión a uno de estos tipos de investigación, discreparon de modo predecible de los otros y de mí mismo, tanto sobre el modo en que había que caracterizar cada punto de vista en función de su propia historia —¿Tenía yo razón en tomar a Foucault como un fiel intérprete de Nietzsche? ¿Es Deleuze un intérprete fiel de Foucault o, más bien, de Nietzsche? ¿Tenía yo derecho a desatender el tomismo de Garrigou-Lagrange? ¿O el de Yves Simón?—, como sobre la manera en que había que entender los conflictos entre ellos. Sólo resultaba un poco menos predecible la nueva fila de tradiciones, modos de investigación y debates en función de los cuales otros oyentes entendían y valoraban los razonamientos de estas conferencias. Algunas de estas tradiciones eran filosóficas en sentido más estricto: la hegeliana, la fenomenológica o la analítica.

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Otras, aunque filosóficas en su parte principal, representaban preocupaciones culturales más amplias. En Edimburgo existen to­ davía, por fortuna, quienes se identifican culturalmente con lo que la historia intelectual y social escocesa ha hecho de la vida de su ciudad; de este modo, mis conferencias ocuparon un lugar en un debate que todavía prosigue —y entre cuyos participantes más remotos figuran Dunbar, Hume y Stewart—, uno de cuyos térmi­ nos ha sido redefinido para nuestro tiempo por George Eider Davie en The Democratic Intellect, The Crisis o f the Democratic Intellect y The Scottish Enlightenment, debate en el que hay mucho enjuego respecto de las humanidades en Escocia en general y no sólo respecto de la filosofía. De forma semejante, en Yale no pude evitar que mis conferencias se oyeran como contribuciones a dis­ cusiones, que todavía continúan, sobre cómo hay que proceder en la investigación y en la enseñanza de las humanidades, discusiones en las que sucesivos presidentes del National Endowment for the Humanities han tomado posiciones críticas, tanto de la teoría como de la práctica de algunos de los más distinguidos miembros presentes y recientes de la facultad de Yale, sin estar ellos mismos en absoluto de acuerdo sobre estos asuntos. La extensión y la profundidad de estas disparidades en el acercamiento a mis conferencias y en la reacción ante ellas basta­ ron por sí mismas para plantear agudamente cuestiones tales como: ¿Es que las diferencias y las divisiones que existen en el seno de las comunidades académicas son ahora tan grandes que, aun la noción de dirigirse a la comunidad académica como tal, y, por cierto, a la comunidad como tal más ampliamente ilustrada —no­ ción que no sólo se contiene en la concepción de las Conferencias Gifford que tuvo Adam Gifford, sino que también comparten muchos que han instituido conferencias públicas—, se ha converti­ do en una noción inútil y vacía? ¿No ocurre que el fracaso defacto en la comunicación con los otros, que es ahora evidente a veces —aunque todavía no suele reconocerse demasiado— cuando inter­ vienen diferentes tipos y tradiciones de investigación filosófica, no es sólo un desafortunado y accidental efecto lateral de las especializaciones de la estructura social de la universidad contemporánea, sino que se debe a algo más fundamental? Estas cuestiones, sin embargo, no eran sólo cuestiones que había que plantear cuando ya no había remedio, respecto a la serie

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de diferencias que acabo de describir. Pues en las diversas maneras de articular estas diferencias y de responder a los desacuerdos y a los conflictos que resultaban de tal articulación, ya los que partici­ paron en las discusiones de Edimburgo y de Yale, o bien presupo­ nían respuestas rivales a estas dos cuestiones, o bien argumentaban explícitamente a favor de ellas, y sus diferentes y encontradas respuestas pusieron al descubierto una segunda dimensión de sus desacuerdos. Los conceptos clave que son imprescindibles para caracterizar esta segunda dimensión del desacuerdo son inconmen­ surabilidad e intraducibilidad. En las conferencias mismas he trata­ do un poco —espero que cuanto es necesario para mi argumenta­ ción— del primer concepto y en otro lugar me he ocupado un poco de ambos y de la complejidad de sus relaciones mutuas ( Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, 1988, capítulo XIX). Para mis propósitos inmediatos basta con que esboce en términos amplios dos posiciones opuestas sobre las cuestiones que plantean estos conceptos. Por una parte, existen quienes mantienen que, en ciertos casos en los que se da un radical desacuerdo entre dos sistemas de pensamiento y de práctica a gran escala —como varios ejemplos de ello se han citado los desacuerdos entre la física de Aristóteles y la física de Galileo o de Newton, las discrepancias entre las creencias en la brujería y la práctica de ella en algunos pueblos africanos y la cosmología moderna, y las divergencias entre las concepciones del recto actuar, característica del mundo homérico, y la moralidad del individualismo moderno—, no hay ni puede haber un criterio o medida independiente, al cual pueda recurrirse para juzgar las pretensiones rivales de los sistemas, ya que cada uno tiene dentro de sí mismo su propio criterio fundamental de juicio. Tales siste­ mas son inconmensurables, y los términos en los que se expresa y por medio de los cuales se pronuncia el juicio en cada uno de ellos, son tan específicos e idiosincráticos a cada uno, que no se pueden traducir en los términos del otro sin grandes distorsiones. Este tipo de parecer lo han defendido algunos filósofos e historiadores de la ciencia y algunos antropólogos sociales y culturales. Por otra parte, existen aquellos —filósofos principal, si no exclusivamente— que sostienen que los supuestos hechos de la inconmensurabilidad y de la intraducibilidad son siempre una ilu­ sión. Ser capaz de reconocer que algún sistema ajeno de creencia

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y de práctica está en conflicto con el propio sistema, requiere siempre la capacidad de traducir sus términos y sus modismos en los de uno mismo, así como el reconocimiento de que sus tesis, argumentos y procedimientos son susceptibles de juicio y evalua­ ción según los mismos patrones en que lo son los propios. Los partidarios de cada punto de vista, al reconocer la existencia de puntos de vista rivales, reconocen también —de modo implícito, si no es que explícito—, que estos puntos de vista están formulados dentro de normas comunes de inteligibilidad y de valoración y en función de dichas normas. El haber resumido estas dos posiciones en tan escueto bosque­ jo supone una gran injusticia tanto con la complejidad del detalle con el que se ha desarrollado cada una como con la variedad de actitudes que se han tomado respecto a ellas. Más concretamente, la brevedad de esta exposición podría inducir a algunos lectores a concluir que si dos sistemas opuestos de pensamiento y de práctica hubieran de ser, en cierta medida significativa, auténticamente inconmensurables e intraducibies, el debate racional entre los par­ tidarios de estos dos sistemas habría de resultar imposible en la misma medida. Y, por supuesto, esto es lo que han concluido algunos filósofos. Pero estas conferencias tienen como uno de sus propósitos mostrar que esto no es así, que la admisión de una significativa inconmensurabilidad e intraducibilidad en las relacio­ nes entre dos sistemas opuestos de pensamiento y de práctica puede ser un prólogo, no sólo al debate racional, sino a cierto tipo de debate a partir del cual puede aparecer que una parte es sin duda racionalmente superior (véase Whose Justice? Which Rationality? capítulos XVII, XVIII y XIX), aunque sólo sea porque expo­ nerse a tal debate puede revelar que uno de los puntos de vista contendientes falla en sus propios términos y según sus propios criterios. Mi preocupación en este punto no es, sin embargo, hacer justicia al detalle de las varias posiciones contendientes sobre este asunto, sino, más bien, notar cómo en el debate entre las dos posiciones opuestas principales y la variedad de opciones que se han propuesto frente a ellas, parece que se ha aplazado de forma definitiva la resolución de las diferencias de primer orden sobre las cuestiones sustantivas. Pues los pareceres rivales sobre los proble­ mas de la inconmensurabilidad y de la intraducibilidad proporcio­

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nan interpretaciones rivales de cómo hay que formular estas dife­ rencias de primer orden, consideraciones rivales sobre cómo han de interpretarse los textos claves de las partes que se oponen, y propuestas rivales en torno a cómo debería seguir en adelante el debate. De este modo, los desacuerdos sobre los desacuerdos se multiplican. Un efecto de esto, manifiesto en algunos puntos clave de las discusiones tanto de Edimburgo como de Yale, es que los intentos prematuros de debate entre dos posiciones fundamentalmente opuestas sobre asuntos fundamentales han resultado estériles. Las cuestiones de detalle pueden tratarse a menudo —y se trataron— provechosamente. Pero se hizo notoria una gran incapacidad para utilizar lo que se aprende en tales discusiones de un modo que pudiera reabrir de inmediato discusiones fundamentales, incapaci­ dad que, sin embargo, no deriva sólo de la variedad de posturas sobre los temas de la inconmensurabilidad y la intraducibilidad. Siempre es importante no confundir las consecuencias de las posiciones intelectuales con las de los convenios institucionales. Lo que parece ser un impasse resultante de los compromisos teóricos de quienes están implicados en un debate, puede ser a veces, al menos en parte, un callejón sin salida ocasionado por convenios institucionales y hábitos sociales. Y recordar esto tiene particular importancia cuando los efectos de estos últimos refuerzan actitu­ des que provienen de compromisos teóricos y filosóficos y que quedan definidas por dichos compromisos; tal es lo que ocurre hoy en día en la universidad. Cualquiera que sea su origen, y es de veras complejo, nada es más llamativo en la universidad contemporánea que la extensión de las divisiones y de los conflictos —que continúan, a lo que parece, de manera ineludible— en el seno de toda la investigación humanística, y no sólo en las cuestiones planteadas en mis confe­ rencias y por ellas. En la psicología, los psicoanalistas, los behavioristas skinnerianos y los teóricos cognitivos se hallan tan lejos de resolver sus diferencias como siempre. En la investigación política, los straussianos, los neo-marxistas y los empiristas anti-ideológicos son adversarios al menos de un modo igualmente profundo. En la teoría e historia literaria, los deconstruccionistas, los historicistas, los herederos de I. A. Richards y los lectores y malos lectores de Harold Bloom contienden de modo semejante. Y en mis conferen­

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cias he llamado la atención sobre los correspondientes conflictos de la filosofía contemporánea. Claro está, de vez en cuando se anuncian intentos de síntesis o de reconciliación entre dos o más de estos puntos de vista, pero ocurre que nunca en términos aceptables para todas las partes contendientes y, a veces, en términos que no son aceptables para ninguna. Y, de manera más general, lo que resulta llamativo en todas estas continuas divisiones, es hasta qué punto los partidarios de cada postura, sea al presentar sus propias investigaciones, sea al criticar a sus rivales, tienden a discutir con alguna profundidad sólo con los que ya están fundamentalmente de acuerdo con ellos. Una consecuencia de esto es que dentro de cada bando ha surgido un acuerdo rápido y turbulento en cuanto a qué peso hay que asignar a los diferentes tipos de razón en los diferentes tipos de contexto, pero no hay un consenso académico general sobre ello dentro de las disciplinas generales, por no decir entre las discipli­ nas. Sin embargo, al mismo tiempo hay un consenso académico general igualmente rápido y turbulento, tanto dentro de las disci­ plinas como entre ellas, sobre qué ha de considerarse, al menos, como una cierta especie de razón apropiada para sostener o pro­ poner una conclusión particular. De aquí que surja el debate entre puntos de vista fundamen­ talmente opuestos; pero que sea inevitablemente inconclusivo. Cada posición en lucha aparece de modo característico como irre­ futable ante sus propios partidarios; y, en verdad, en sus propios términos y a tenor de sus propios criterios de argumentación, es en la práctica irrefutable. Pero cada posición en lucha se presenta por igual a sus oponentes como insuficientemente justificada por la argumentación racional. Es irónico que las disciplinas humanís­ ticas por completo seculares de fines del siglo X X , reproduzcan de este modo la misma condición que llevó a sus secularizantes predecesoras del siglo X IX a rechazar la pretensión de la teología de merecer un lugar entre las disciplinas académicas. El resultado puede resumirse como sigue. Hemos producido en conjunto un tipo de universidad en el que la enseñanza y la investigación en las humanidades (y con bastante frecuencia tam­ bién en las ciencias sociales) se caracteriza por cuatjo notas. Hay, primero, un nivel notablemente alto de destreza en el tratamiento estricto de cuestiones de detalle: en la exposición de la serie de

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interpretaciones posibles de este o de aquel breve pasaje, en la valoración de la validez de los supuestos de éste o de aquel argu­ mento particular o en la identificación de tales supuestos, en el resumen de las pruebas históricas pertinentes para datar algún acontecimiento o establecer la procedencia de alguna obra de arte. En segundo lugar, hay la difusión, de una manera que a veces proporciona una orientación y un fundamento a estos ejercicios de destreza profesionalizada, de un número de doctrinas grandes e incompatibles entre sí —a menudo transmitidas de manera indirec­ ta y por implicación—, las cuales definen las principales posiciones contendientes de cada disciplina. En tercer lugar, en la medida en que la guerra entre estas doctrinas entra a formar parte del debate y la discusión públicos, los criterios de argumentación que se comparten son tales que todo debate resulta inconclusivo. Y, no obstante, en cuarto y último lugar, para la mayoría, nos compor­ tamos como si la universidad constituyera aún una comunidad intelectual única y medianamente unificada, lo cual es una forma de comportamiento que testimonia los duraderos efectos de la concepción enciclopedista de la unidad de la investigación. De esta manera, hay todavía una renuencia, evidente en alguna de las discusiones tanto de Edimburgo como de Yale, a admitir que nuestras divisiones son tan profundas que nos enfrentamos con las demandas de concepciones de la racionalidad auténticamente riva­ les. Y, sin embargo, lo que estas mismas discusiones hicieron evidente fue que nuestros conflictos planteaban ahora nada menos que la cuestión de qué es la racionalidad, con respecto a todos los temas de investigación de que se ocupan las humanidades. Lo que traté de conseguir en estas conferencias fue no sólo presentar y argumentar en favor de un particular punto de vista en alguno de estos conflictos, sino también ofrecer, al menos en cierta medida, una visión de conjunto de las partes contendientes y del terreno del conflicto. Lo que no había logrado apreciar de una manera tan plena como debería haberlo hecho cuando escribí por vez primera estas conferencias, y que aprendí a entender mejor a partir de su recepción en Edimburgo y en Yale, es el grado en que —y las razones por las que— ni siquiera esto se puede conseguir de un modo apropiado para alcanzar un asentimiento general. Por lo tanto, la experiencia de participar más de dos veces en la discusión de estas conferencias reforzó finalmente la conclusión

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de que no se pueden presentar ya ni sobre la base de supuestos acuerdos ni con la intención de obtener un consenso general. Lo más que se puede esperar es hacer más constructivos nuestros desacuerdos. Fue con este propósito con el que di estas conferen­ cias; y es con este mismo propósito con el que las publico.

I EL PROYECTO DE ADAM GIFFORD EN SU CONTEXTO

Una cuestión que tiene algún interés para mí, y espero que también para ustedes, es la de si estas conferencias que estoy a punto de dar van a ser o no, de hecho, Conferencias Gifford. La respuesta sólo surgirá mucho más tarde, pero está claro el interés de plantear la cuestión al comienzo. Un conferenciante Gifford es alguien que se compromete a intentar poner por obra el testamento de lord Gifford. Y el testamento de lord Gifford es un documento procedente de un ambiente cultural lo suficientemente ajeno al nuestro como para que la cuestión de qué fidelidad a las intencio­ nes de Adam Gifford se requeriría, pueda ser un tanto más ardua de lo que a veces se ha creído que es. Algunos conferenciantes de los primeros tiempos se interesaron de forma explícita por la naturaleza precisa de estas intenciones: F. Max Muller, J. H. Stirling, Edward Caird y Otto Pfleiderer. Pero para ellos la respuesta no fue difícil. Por dispares que fueran sus puntos de vista, compar­ tieron en buena medida los presupuestos de Adam Gifford, preci­ samente porque fueron partícipes con él de una cultura común. Pero después de estos primeros conferenciantes, con muy pocas honrosas excepciones, la atención prestada a las intenciones de Adam Gifford ha sido por lo común, en el mejor de los casos,

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superficial, acaso porque hacer otra cosa que ignorarlas habría sido embarazoso. «Quiero» —escribió Adam Gifford en su testamento— «que los conf erenciantes traten su tema como una ciencia natural en sentido estricto... Quiero que sea considerado exactamente igual que la astronomía o la química». Tanto F. Max Muller como Edward Caird se ocuparon del asunto, preguntando qué implicaría hacer esto. Ambos supusieron sin ninguna duda que un rasgo de la ciencia natural es que su historia es la historia de un progreso racional en la investigación. Y, de veras, en los cien años que han transcurrido desde la muerte de Adam Gifford, tanto la astrono­ mía como la química han mostrado un progreso continuo, de tal modo que es posible decir de manera relativamente incontrovertida en qué respectos es superior la astronomía y la química de 1988 a las de 1888 y cómo se logró esa superioridad. Pero con el tema prescrito para los conferenciantes Gifford —esto es, entender la teología natural como abarcadora de la investigación sobre los fundamentos de la ética— ha ocurrido, como es claro, otra cosa distinta. No sólo no ha habido progreso alguno respecto a los resultados de tales investigaciones, por lo general concordantes, sino que tampoco hay acuerdo sobre cuál ha de ser el criterio del progreso racional. La prueba de esta afirmación la proporciona la lectura de las Conferencias Gifford de los últimos cien años, las cuales ofrecen colectivamente un magnífico muestrario de desacuerdos funda­ mentales no resueltos, una especio de museo del conflicto intelec­ tual. La mera enumeración de los nombres de algunos de los conferenciantes lo revela: Josiah Royce, William James y John Dewey; W. R. Sorley, A. E. Taylor, W. D. Ross y A. MacBeath; A. C. Fraser, Karl Barth y Rudolf Bultmann; Étienne Gilson y Gabriel Marcel. Proseguir la lista sólo reforzaría la impresión de que no hay una conclusión a la que haya llegado algún conferen­ ciante Gifford sobre casi cualquier asunto fundamental, que no la haya negado algún otro. ¿Cuáles son las fuentes de esta multiplicación de desacuerdos no resueltos y, por lo que parece, insolubles? Son al menos tres. En primer lugar, entre los conferenciantes Gifford no ha habi­ do ni hay un punto de partida de la tarea que sea generalmente aceptado, un conjunto de premisas primeras o principios sobre el

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que haya algún consenso. De aquí que incluso cuando los argumen­ tos proceden —cada uno desde su propio y particular punto de partida— con cierto rigor, sus conclusiones son tales que imponen el asentimiento racional sólo a quienes ya estaban de acuerdo sobre dónde hay que empezar. Esta particular fuente de desacuerdo se halla enraizada en la multiplicidad y en la heterogeneidad de las tradiciones y los antecedentes intelectuales de quienes han sido escogidos como conferenciantes Gifford. En las conferencias han encontrado expresión posiciones filosóficas y teológicas en exceso diferentes y contrarias: idealismo, empirismo, fideísmo, existencialismo, tomismo, calvinismo. D e esta forma, el efecto de conjunto es el de una controversia sin ningún movimiento claro hacia un resultado concluyente. Una segunda fuente de desacuerdo se halla en el modo en que es característico organizar los argumentos en las Conferencias Gifford. Se aduce una serie de consideraciones pertinentes que apuntan, más que conducen, a cierta conclusión que ese conferen­ ciante particular desea establecer. Que estas consideraciones son pertinentes y que, si se les concede un particular tipo de peso, proporcionan realmente un fundamento a la conclusión en cues­ tión, es algo que no se pone por lo general en duda. Pero, por lo común, los conferenciantes han guardado silencio respecto de por qué habría que conceder tal peso o tal importancia a esta particular serie de consideraciones, y no a los miembros de otras series. Y tanto en esto como en la gama de sus desacuerdos, son típicos de su cultura. Hablan como miembros de una cultura en la que se reconoce la pertinencia de una amplia gama de consideraciones dispares, y a menudo mutuamente incompatibles, en torno a las conclusiones referentes a la teología racional y a la fundamentación de la ética, pero en la que no hay ningún acuerdo establecido sobre cómo hay que ordenar estas consideraciones respecto a su importancia o a su peso, pues en la práctica tal ordenación es asunto, en su mayor parte, de preferencias individuales. Y el grado de desacuerdo en tales preferencias se refleja luego en la gama de argumentos con conclusiones incompatibles que se despliegan. Por lo demás, es importante que recordemos que incluso los análisis lógicos más rigurosos imponen en sí y por sí mismos el asentimiento sólo respecto a conclusiones estrictamente limitadas. Pues cuando se ha demostrado que, al afirmar tal cosa y tal otra y

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esto y aquello, uno mismo se ha comprometido a afirmar ésta y aquella otra cosa, siempre queda por responder a la cuestión de si esta consecuencia es o no es de tal clase que proporciona a uno razones suficientes para rechazar las premisas que llevan a ella. AJ descubrir a qué conduce una serie dada de enunciados, podemos descubrir qué coste en compromisos complementarios se añade al afirmar dicha serie de enunciados; lo que no podemos aprender de ello es cómo valorar ese coste o un beneficio correspondiente. Y la lectura de las Conferencias Gifford de los últimos cien años revela que no ha habido entre los conferenciantes ningún criterio de valor compartido por medio del cual pudieran valorarse tales costes y beneficios intelectuales. No obstante, sin duda no es únicamente esta la condición de quienes han dado series de Conferencias Gifford. Es, de manera más general, la condición de la filosofía académica de mediados y de fines del siglo X X . Los recursos de semejante filosofía nos per­ miten dilucidar una variedad de relaciones lógicas y conceptuales, de tal manera que podemos describir la conexión de un conjunto de creencias con otro respecto de la coherencia e incoherencia y, al hacerlo, mostramos, como la herencia compartida de la discipli­ na de la filosofía académica, una mínima concepción de la racio­ nalidad. Pero siempre que, y en la medida en que, como filósofos, llegan a conclusiones de tipo más sustantivo, lo hacen recurriendo a innumerables concepciones más sustanciales de la racionalidad que son rivales y contrarias, concepciones sobre las que han sido tan incapaces de conseguir un acuerdo racional en la profesión filosófica como lo han sido los conferenciantes Gifford al exponer sus afirmaciones rivales y discrepantes sobre la teología natural y la fundamentación de ¡a ética. Esta incapacidad de obtener algo más que un acuerdo mínimo en la filosofía sobre la manera en que es racional proceder respecto de la formación y la crítica de las creencias, se halla enraizada en los tres mismos factores que subyacen en la falta de consenso entre los conferenciantes Gifford: la ausencia de un acuerdo sobre dónde ha de comenzar la justificación de la creencia, los conflictos inevi­ tables de jacto en torno a cómo hay que ordenar en peso y en importancia varios tipos pertinentes de consideraciones que se entienden como razones para mantener series particulares de creencias, y los limitados recursos que proporciona el razonar

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sobre la justificación de las creencias, incluso mediante el análisis más sutil y riguroso de las relaciones de implicación. No se trata, por supuesto, de que los filósofos de cada parti­ cular escuela y partido contendientes no suplan los inadecuados recursos del mínimo de racionalidad compartida mediante combi­ naciones de argumentos que les permitan trascender las limitacio­ nes de dicho mínimo compartido. Los materialistas científicos, los heideggerianos, los teóricos de los mundos posibles, los fenomenólogos, los wittgensteinianos y otros muchísimos más, todos ellos lo hacen. Pero no existe un modo generalmente admitido de resolver las cuestiones que dividen a los protagonistas de estos pareceres alternativos e incompatibles. Considérese tan sólo cuan amplia es la gama de sus desacuerdos, no sólo entre los partidarios de tales puntos de vista rivales, sino también entre los autores de formula­ ciones y argumentos rivales dentro de tales puntos de vista. Los temas de semejantes desacuerdos comprenden: cuestiones sobre los métodos y el estilo apropiados a la investigación filosófica, cuestiones relativas a los conceptos a los que hay que asignar un lugar central y fundamental en la construcción de las teorías filo­ sóficas, explicaciones del significado, de la referencia y del lugar del lenguaje en el mundo natural y social, el modo como hay que entender la relación de la mente con el cuerpo e, inseparablemente de todo esto y de la conexión que tienen estas tesis y estos argu­ mentos sobre cada uno de estos temas con alguno, al menos, de los otros, los criterios por los que hay que juzgar que un modo parti­ cular de proceder y de investigar o una teoría o una explicación particular son superiores racionalmente a otros. El carácter insoluble de facto de estos conflictos y desacuerdos corrobora una conclusión paralela a la que ya han llegado algunos historiadores y filósofos de la ciencia, y ciertos antropólogos res­ pecto de otros temas. Pues, así como algunos historiadores y filó­ sofos de la ciencia han reconocido que, en diferentes períodos de la historia de la física, la elección racional entre teorías rivales se ha guiado por criterios diferentes e incompatibles, y, en verdad, por criterios que difieren sobre qué ha de explicar una teoría inteligible, del mismo modo no existe forma alguna de discernir racionalmente entre aquellas afirmaciones rivales apelando a un nuevo criterio neutral; y, así como algunos antropólogos sociales han reconocido que sistemas morales y religiosos rivales son de

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modo parecido inconmensurables, así también se muestra que, dentro de la filosofía moderna, tiene lugar esa clase de división irreconciliable y de desacuerdo interminable que sólo puede expli­ car la inconmensurabilidad. Tan general es el alcance y tan siste­ mático el carácter de alguno, al menos, de estos desacuerdos, que no es exagerado hablar de concepciones rivales de la racionalidad, tanto teórica como práctica. No es ésta en absoluto una concepción desconocida en recien­ tes trabajos franceses sobre la historia de las ideas. Pero los filóso­ fos de habla inglesa muy raras veces la han aplicado a su propia disciplina. Un resultado de la educación en la formación del pro­ fesional ha sido que, por lo común, los filósofos consideran que todo desacuerdo filosófico es, en último término, racionalmente soluble de un modo u otro, sin preguntarse a qué distancia puede hallarse ese término. En la mayoría de los casos, su atención se ha concentrado —y sus colegas son evaluados por lo general con referencia a ello— sobre el tipo de progreso inmediato que se puede hacer dentro de cierto marco limitado de acuerdo en torno a problemas o temas particulares bien definidos. Respecto de aque­ llos con quienes sus mayores desacuerdos son ineludiblemente obvios, se comportan con demasiada frecuencia o de un modo recusativo («.Eso no es realmente filosofía») o de un modo asimi­ lativo («Una lectura cuidadosa de Heidegger muestra que en rea­ lidad sólo dice lo que ha dicho Wittgenstein»), Y, claro, la incon­ mensurabilidad misma se ha convertido en un tema más de la discusión filosófica corriente, y algunos filósofos han negado su misma existencia. De esta manera, los hechos de los desacuerdos insolubles y sistemáticos son, a la vez, demasiado conocidos y, no obstante, demasiado fácilmente desatendidos en la práctica. Y esta condición de la filosofía contemporánea, en la que el desacuerdo sistemático sobre temas fundamentales se extiende al desacuerdo en torno a cómo hay que formular y caracterizar tales desacuerdos —por no mencionar cómo hay que resolverlos—, es claramente la misma condición que ya comenzó a manifestarse en los campos de la teología natural y de la fundamentación de la ética en todas las series de Conferencias Gifford, excepto en las primeras, y cuya presencia ha llegado a ser cada vez más evidente durante las diez décadas en que se han dado Conferencias Gifford. Entender esto es haber reconocido ya un aspecto principal en

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el que la cultura de los últimos conferenciantes Gifford es tan radicalmente diferente de la del mismo Adam Gifford como para poner en cuestión la posibilidad de que ellos, de que nosotros seamos capaces de dar cumplimiento a las intenciones expresadas en el testamento de Adam Gifford. Para él y para casi todos sus contemporáneos educados en Edimburgo, un supuesto que guiaba el pensamiento era que la racionalidad sustantiva es unitaria, que hay una única concepción, aunque acaso compleja, de lo que son los criterios y los logros de la racionalidad, concepción que toda persona educada puede llegar a estar de acuerdo en admitir sin demasiada dificultad. La aplicación de los métodos y de los objeti­ vos de esta concepción única y unitaria a cualquier cuestión parti­ cular característica, es lo que produce una ciencia. Y Adam Gif­ ford, una vez más como la gran mayoría de sus contemporáneos educados en Edimburgo, no tuvo duda alguna de que la teología natural y el estudio de los fundamentos de la ética constituyen en conjunto, en este sentido, una ciencia, tal como la astronomía y la química. Es importante, en consecuencia, describir con mayor detalle esta concepción de la ciencia y el modo como dominó intelectual­ mente en la sociedad en que vivió Adam Gifford; para hacerlo, necesitamos situar esta concepción en su contexto social e intelec­ tual. Sobre las opiniones y pareceres del propio Adam Gifford tenemos dos fuentes. Una de ellas es una Memoria de su hermano, John Gifford; la otra, una colección de Lectures Delivered on Various Occasions, reunida tras la muerte del autor por su sobrina y su hijo (para la Memoria y extractos de las conferencias, véase Stanley L. Jaki, Lord Gifford and His Lectures, Edimburgo, 1986 ). Si a estos dos libros añadimos el texto del testamento, nos encon­ tramos con un retrato intelectual de Adam Gifford que le revela además, no obstante su propia persona, como una figura represen­ tativa de su tiempo y su lugar culturales. Fue, por ejemplo, muy solicitado —hasta que finalmente una parálisis le postró en 1881 — como conferenciante de temas literarios y filosóficos por una di­ versidad de grupos y sociedades locales, como debían de haberlo sido muchos de sus contemporáneos pertenecientes a los medios legales, académicos y clericales. Pues tales sociedades y sus reunio­ nes tuvieron importancia en una cultura decimonónica informada por una amplia discusión de las ideas generales y por el respeto

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por ellas. La de Escocia no fue la única de tales culturas; también en las ciudades provincianas de Francia se podía encontrar un modo semejante de vida intelectual y social. En Escocia estas sociedades representaron la democratización más extensa de un hábito mental característico, cultivado a través de un tipo de edu­ cación universitaria en el que tuvieron un papel fundamental la discusión y el debate estudiantiles sobre asuntos filosóficos y cul­ turales. Especialmente importantes fueron las sociedades que, de manera particular en Edimburgo, perpetuaron la misma clase de experiencia intelectual en una vida postuniversitaria entre aboga­ dos, catedráticos y otros profesores y el clero. En la madurez de Adam Gifford el ejemplo más importante fue la New Speculative Society, que fue fundada en Edimburgo, pero que, como recordó William Knight, profesor de filosofía en St. Andrews, «después se dividió en tres secciones que se reunían en Edimburgo, Glasgow y St. Andrews». Sus miembros «deseaban que las cuestiones últimas de la existencia humana se discutieran libremente con razones filosóficas...». La fuerza que tiene el «libremente» es clara. John Inglis, Lord Presidente del Court of Session y presidente de la comisión constituida por el Decreto de las Universidades de Esco­ cia de 1858, había reprendido a sus compatriotas en 1868 porque creía falsamente que, antes de la revocación de las pruebas que habían excluido a los disidentes de los puestos de enseñanza uni­ versitarios hasta 1852, la filosofía en Escocia había sido de manera sustancial la víctima de la intolerancia religiosa. Pero, por justifi­ cado que pueda haber sido el recordatorio de Inglis sobre la liber­ tad real del pasado, es claro que muchos de sus contemporáneos creyeron, y quizás con alguna justificación, no sólo que ellos eran los únicos que se habían liberado al fin en su generación del dogma impuesto del pasado, sino que de vez en cuando se requería toda­ vía la reafirmación de esa libertad. Paradójicamente, después de toda la campaña para eliminar las pruebas religiosas, se designó a una nulidad filosófica, Patrick Campbell Macdougall de la Free Church, para ocupar la cátedra de filosofía moral de Edimburgo, y la preferencia del incompetente Macdougall sobre el altamente cualificado Ferrier se debió por entero a la ortodoxia evangélica del primero. En 1881, una inves­ tigación de cinco años sobre las supuestas herejías de William Robertson Smith referentes a la Biblia, terminó con su separación

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de la cátedra de Antiguo Testamento del Colegio de Abeerden de la Free Church. (Véase J. S. Black y G. W. Chrystal, The Life o f William Robertson Smith, Londres, 1912). Y una consecuencia de la primera serie de Conferencias Gifford que F. Max Muller dio en Glasgow fue el intento infructuoso de formular cargos similares ante el presbiterio de Glasgow de la Iglesia de Escocia, procedi­ miento que Muller atribuyó a la propaganda hostil de sacerdotes católicos romanos de la localidad. Es importante reconocer que en todos estos procedimientos, y en la consecuente afirmación de la libertad frente a la imposición de pruebas religiosas, que encontramos ejemplificada en las dispo­ siciones del testamento de Adam Gifford, están enjuego dos tipos distintos de cuestiones. Que las acciones particulares de los que instalaron a Macdougall en su cátedra, echaron de la suya a Ro­ bertson Smith e intentaron ejercer un control eclesiástico de las Conferencias Gifford, fueron de hecho malas acciones, que enca­ denaron y, de este modo, perjudicaron inútilmente la investiga­ ción, es algo con lo que no es difícil estar de acuerdo. Pero al suponer, además, que la imposición de pruebas religiosas como tales, que el requerimiento de cierto tipo de compromiso y de la aceptación de cierto tipo de autoridad como condición previa para emprender una investigación, resultaban ser, por ello, injustifica­ dos, los edimburgueses bien-pensants de la época adoptaron un principio que no sólo puede, sino que requiere ser puesto en cuestión si queremos entender la cultura de Adam Gifford y su círculo. Lo que se objetaba correctamente en la condenación de Ro­ bertson Smith, era la invocación de la ortodoxia con el fin de lograr apartar de la investigación, de modo arbitrario, la consideración de ciertos tipos de datos, datos pertinentes, en su caso, para deter­ minar la cronología y la paternidad literaria cfel Pentateuco. Pero, acompañando esta justificada objeción, estaba la creencia infunda­ da de que en toda investigación, religiosa, moral o de otra índole, la adecuada identificación, caracterización y clasificación de los datos pertinentes no requiere, y aun puede excluir, un compromiso previo con algún parecer particular teórico o doctrinal. Los datos, por así decirlo, se presentan a sí mismos y hablan por sí mismos. De aquí se derivaba, como es claro, el creer un perverso error la imposición de cualquier prueba de compromiso con algún parecer

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teórico o doctrinal, a aquellos que quieren considerar tales datos. Lo que está en cuestión en este caso quizás nos sea ahora más fácil de reconocer de lo que lo fue para Gifford y sus contempo­ ráneos. Ellos, en verdad, habían aprendido, tanto por la influencia filosófica de los sucesores de Reid y de Stewart como por los herederos de Kant, en especial a través de la enseñanza de sir William Hamilton, que lo que se da a la percepción y a la obser­ vación está ya siempre informado por conceptos y juicios. No fueron empiristas ni a la manera de Hume ni a la de Mili, y no creyeron en lo que Sellars ha llamado el mito de «lo dado». Pero, debido a lo que acabo de llamar su concepción unitaria de la racionalidad y de la mente racional, dieron por sentado no sólo que todas las personas racionales conceptuaiizan los datos de una y la misma manera y que, por tanto, todo observador atento y honesto, no cegado ni aturdido por los prejuicios derivados del compromiso previo con una creencia, habría de explicar los mismos datos, los mismos hechos, sino también que son los datos así explicados y caracterizados los que proporcionan a la investigación su asunto. A diferencia de ellos, nosotros hemos aprendido de Gastón Bachelard, Thomas Kuhn y otros que, con relación a cualquier tipo particular de investigación, hay siempre, por lo menos, dos modos de conceptualizar y de caracterizar los datos que constituyen su asunto: un modo preteórico (aunque no, por supuesto, preconceptual) previo a la investigación, y un modo interno a ese tipo particular de investigación que presupone ya una postura particu­ lar o un particular compromiso teórico o doctrinal más bien que otro. Así, por utilizar el ejemplo de Kuhn, donde los inexpertos en la investigación ven y explican que una piedra se balancea desde una cuerda, un aristotélico teóricamente comprometido observará un caso de movimiento natural forzado, y un partidario de Galileo, un péndulo. Los criterios de identificación de los objetos cotidia­ nos y de las personas son, en verdad, preteóricos, de tal manera que podemos afirmar que es una y la misma piedra balanceándose lo que observa tanto el físico aristotélico como el galileano. Pero no hay modo alguno de identificar, caracterizar o clasificar ese dato particular de una manera adecuada a los fines de la investiga­ ción teórica si no es en función de algún compromiso previo de índole teórica o doctrinal (véase Thomas S. Kuhn, The Structure o f Scientific Revolutions, segunda edición, Chicago, 1971, capítulo X).

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Lo que es verdad de la investigación física vale también para la investigación teológica y moral. Lo que se considera como datos pertinentes y el modo como estos datos se identifican, caracterizan y clasifican, dependerá de quién lleva a cabo esta tarea y cuál es su punto de vista y su parecer teológico y moral. De qué maneras y en qué aspectos es esto así cobrará importancia en un punto posterior de la argumentación a especificar con cierto detalle. Lo que ha de notarse de inmediato es que la hostilidad a la imposición de pruebas religiosas, que Adam Gifford compartió con tantos de sus contemporáneos, impidió el reconocimiento siquiera de la po­ sibilidad de que dicho compromiso con un particular parecer teó­ rico o doctrinal pueda ser un prerrequisito —antes que una barre­ ra— para la capacidad de caracterizar los datos de una manera que posibilite desarrollar la investigación. De esta forma, en el testa­ mento de Adam Gifford hay una íntima conexión entre las cláusu­ las que prohíben las pruebas religiosas y su particular concepción de la teología natural y del estudio de la fundamentación de la ética como ciencia natural, concepción que no sólo informa las convic­ ciones privadas de Adam Gifford, sino que estuvo generalmente presupuesta en el medio ambiente constituido por las sociedades y los grupos en cuyas discusiones participó. Que existió la mencionada gran identidad entre los pareceres de Adam Gifford y los que dominaron de forma general en su cultura, resulta evidente si cor-aparamos lo que sabemos del prime­ ro a partir de sus propios escritos y de la Memoria de su hermano con lo que ha llegado a ser la expresión canónica de la cultura del Edimburgo de los días de Ad-:im Gifford, la Novena Edición de la Encyclopaedia Britannica. Fue un miembro destacado de la New Speculative Society, Thomas Spencer Baynes, quien editó la Nove­ na Edición en Edimburgo desde 1873 en adelante, y después de 1880 con nada menos que con William Robertson Smith, cuya inculpación de herejía fue dirigida primero contra los artículos «Ángel» y «Biblia» que hab.a escrito para el segundo y tercer volúmenes. Cuando Baynes murió en 1887, también el año de la muerte de Adam Gifford, Robertson Smith le sucedió como editor. Baynes fue uno de esa larga lista de disidentes ingleses que había venido a Edimburgo para su educación; aquí llegó a ser discípulo favorito y ayudante de Hamilton. Tuvo una visión admi­ rablemente comprensiva de la escena intelectual británica, al enten­

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der probablemente más de las fuerzas y de las debilidades de las universidades escocesas e inglesas que ninguno de sus contempo­ ráneos. Y su propia versatilidad se mostró en su cátedra de lógica, metafísica y literatura inglesa en St. Andrews, en su tratado hamiltoniano sobre The Analytic o f Logical Forms, en el artículo sobre «Shakespeare» que escribió para la Novena Edición, y en su tra­ ducción de la Lógica de Port-Royal. En el prólogo al primer volu­ men de la Novena Edición, Baynes señaló de modo claro que pretendía que sus colaboradores no sólo proporcionaran informa­ ción sobre cada tema principal, sino que lo hicieran en el marco de una característica arquitectónica de las ciencias, que había sur­ gido a finales del siglo X IX . Las subdivisiones de la biología hubie­ ron de organizarse en función de las nuevas concepciones de la transformación de las especies; en este asunto, el asesor de Baynes fue T. H. Huxley, cuyo ayudante botánico W. T. Thiselten-Dyer escribió el artículo «Biología». Las subdivisiones de la física hubie­ ron de organizarse considerando las concepciones igualmente nue­ vas de la energía cinética; en esta cuestión Baynes fue asesorado por J. Clerk Maxwell, quien antes de su muerte en 1879 escribió un artículo para Baynes sobre el orden clasificatorio de las ciencias físicas, que apareció en el volumen 19 bajo la rúbrica de «Ciencias Físicas». Las ciencias que estudian lo que es propiamente humano muestran también lo que Baynes llamó «el progreso de la ciencia», y en este caso los artículos enciclopédicos, según pretende, no proporcionaría mera información, sino que ellos mismos harían avanzar ese progreso: «Los hechos disponibles de la historia hu­ mana, reunidos en las más amplias áreas, están cuidadosamente coordinados y agrupados, con la esperanza de desarrollar en últi­ mo término las leyes del progreso, moral y material, que subyacen en ellos, y que ayudarán a relacionar e interpretar el movimiento total de la raza» (Vol. 1, p. VII). Lo que la Enciclopedia presenta «tiene que hacerlo con conocimiento antes que con opinión» (p. VIII). Y esto quiere decir, aunque Baynes de seguro habría dudado en decirlo, que la Novena Edición orientaba a su lector en dirección a cierta futura edición en la que la Britannica habría desplazado en un importante sentido a la Biblia al ofrecer una visión de conjunto más comprensiva, dentro de la cual los escritos de la Biblia, debidamente escudriñados por los eruditos pertinen­

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tes, se entenderían como fuentes de datos tanto para las ciencias particulares como para la visión de conjunto proporcionada por la ordenación arquitectónica de las ciencias. La Enciclopedia habría desplazado a la Biblia como libro canónico, o conjunto de libros canónicos, de la cultura. No quiero dar la falsa impresión de que todos los colaborado­ res de Baynes estaban completamente de acuerdo entre sí. Los más importantes de ellos fueron hombres y mujeres —las mujeres cola­ boradoras fueron pocas, pero notables, entre ellas la hija de Hamilton, que escribió el artículo sobre su padre— cuyo propio pen­ samiento estaba en movimiento y que en el futuro se movería en direcciones muy diferentes. Con todo, Baynes representa un mo­ mento característico en la historia del pensamiento decimonónico en la que aparecieron muchísimos, si no muy diferentes, pensado­ res que disponían de una síntesis científica global. De esta manera, Baynes articuló, tanto para sus colaboradores como para sus lec­ tores, una convincente visión ideológica de la naturaleza y de los resultados de la investigación. Es una versión dentro de la cual tienen un sitio coordinado ciencias tales como la astronomía y la química, por una parte, y la teología natural y el estudio de la fundamentación de la ética, por otra. Y leer el testamento de Adam Gifford, así como otras expresiones de sus pareceres, al lado de la Novena Edición, supone reconocer una gran coincidencia de vi­ sión en este aspecto. . ¿Qué se consideraba, entonces, que era la ciencia dentro de este particular marco? Por lo general se consideraba que las cien­ cias se individualizan por su objeto de estudio, no por sus métodos. En la Novena Edición hubo únicamente un ejemplo de una ciencia con buena reputación y en buenas condiciones (la única que no estaba en buenas condiciones era la «Economía Política», de la que J. Kells Ingram diagnosticó que estaba en grave crisis tanto respec­ to de los métodos como respecto del objeto), que no se individua­ lizaba así, de la cual trató Robert Adamson en el artículo sobre «Lógica». La razón de ello es que Adamson identifica la provincia de la lógica con la de lo que llama «la teoría crítica del conocimien­ to», ciencia cuyo objeto de estudio consiste en los métodos de las ciencias, incluyendo los suyos propios, de tal manera que se puede definir de forma indistinta por el objeto o por los métodos. En todas las ciencias parece haber cuatro elementos constitutivos:

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primero están los datos, los hechos, y en este punto las ciencias del siglo XIX creyeron haber proporcionado al fin el grado de com­ prensibilidad necesaria para razonar adecuadamente a partir de los hechos. En segundo lugar, están las concepciones sintéticas unifi­ cadas que suministra la reflexión metódica sobre los hechos; si tal reflexión comienza por una comprensión verdadera y suficiente de los hechos y si participa de la adecuada capacidad de inventiva, proporcionará concepciones unificadas que ordenan los hechos haciéndolos inteligibles como leyes ejemplificadas. Y, en tercer lugar, existen los métodos así utilizados, los métodos por medio de los cuales nos movemos desde los hechos a las concepciones unifi­ cadas en el descubrimiento teórico y, desde tales concepciones, de nuevo a los hechos, en el trabajo tanto de explicación como de confirmación de nuestras teorías. En cuarto lugar, como hemos apuntado antes, se consideró que la aplicación fructífera de los métodos y los hechos da como resultado un continuo progreso al proporcionar concepciones unificadas de un modo cada vez más adecuado y que especifican leyes cada vez más fundamentales. Así, es característico de la auténtica ciencia, a dif erencia del pensamien­ to del precientífico y del no científico, el tener un particular tipo de historia, una historia de progreso relativamente continuo. Es importante observar que Baynes y muchos de sus colabora­ dores consideraron que una comprensión de la ciencia así conce­ bida, que una comprensión tanto de los detalles centrales al menos de cada ciencia, como de la importancia del orden arquitectónico de las ciencias, es una parte esencial de la cultura general de una persona cultivada. Para ellos no había, como lo hay para nosotros, un gran abismo entre la ciencia del científico profesional y la ciencia tal como se presenta a los profanos. Para ellos, un informe apropiadamente organizado de la ciencia de los científicos, habla­ ba tanto a los mismos científicos como a los de fuera. Los escritos de T. H. Huxley fueron, de alguna manera, su modelo, pero más cerca, en Edimburgo, estaba Agnes Mary Clerke, autora de A Popular History o f Astronomy during the Nineteenth Century, publi­ cada en 1885, y de las vidas de los astrónomos en la Novena Edición. Clerke corroboró los puntos de vista educativos del barón Friedrich Heinrich Alexander von Humboldt —fue ella quien escri­ bió el artículo sobre él en la Novena Edición, mientras que el hermano de éste, Karl Wilhelm, considerado en aquella época

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como una figura notable menor, fue objeto de un artículo mucho más corto debido a A. H. Sayce— y fue la visión que tuvo Humboldt del orden de las disciplinas académicas como reflejos del orden del cosmos mismo (había publicado los dos volúmenes de Kosmos en 1845 y 1847), orden revelado progresivamente por la historia de la ciencia, la que informó no sólo la obra histórica y científica de la propia Clerke, sino la empresa entera de la Novena Edición. La vida de Clerke tiene que haber parecido a sus contemporá­ neos que mostraba de forma exacta la clase de progreso moral que ellos creían que acompaña al progreso científico. De la protegida vida de una chica de familia protestante de West Cork —dos déca­ das antes y una clase social más baja que Edith Somerville y Martin Ross—, pasó al estudio privado en Italia, que culminó con el envío de un artículo sobre «Copernicus in Italy» a la Edinburgh Review en 1877. Ocupó un lugar entre las principales cabezas de la épo­ ca y, cuando Adam Gifford escribió en su testamento sobre las ciencias de la astronomía y de la química, muy bien puede ser que lo que tuviera en mente fuera el libro de ella que apareció ese mis­ mo año. Lo que las ciencias humanas explicaban era cómo había llega­ do a ser posible alguien como Clerke. A los cuatro elementos de las ciencias de la naturaleza —datos, concepciones unificadas, mé­ todos e historia de progreso continuo— añadieron una quinta ca­ racterística autorreferencial. Las ciencias humanas, como todas las ciencias naturales, muestran un progreso en la investigación, pero su tema central es el progreso de todo tipo, moral, científico, tecnológico, teológico, y entre sus más importantes concepciones unificadas se cuentan las concepciones del progreso y de su carác­ ter inevitable. Así, de las ciencias que versan sobre lo propiamente humano, se pensaba que nos revelan una historia regida por leyes, cuyo apogeo hasta ese momento es la propia aparición de tales ciencias. Donde una vez prevalecieron el salvaje, el primitivo y el supersticioso, están ahora Adam Gifford, Thomas Spencer y Agnes Mary Clerke. En toda historia, pero quizás particularmente en la historia de las creencias y las prácticas morales, el primitivo, el salvaje y el supersticioso se han visto de este m odo como los precursores inferiores de la Ilustración. El artículo de J. G. Frazer sobre

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«Tabú» proporcionó el telón de fondo de la explicación que pro­ puso Henry Sidgwick de la historia del pensamiento moral reflexi­ vo en el artículo «Ética», y Edward Burnett Tylor ofreció, en el artículo «Antropología», una parte fundamental del marco en el que hay que entender a ambos. De una manera similar, el artículo «Biblia» de Robertson Smith, procuró el telón de fondo para el artículo «Teología» de Robert Flint. Robert Flint es el filósofo más injustamente olvidado del siglo XIX. Fue colega de Baynes en St. Andrews en la cátedra de filosofía moral antes de ocupar la cátedra de teología en Edimburgo en 1876. Conocía a la perfección la filosofía francesa e italiana en un tiempo en el que los filósofos escoceses tenían puestas las miras, por lo común, en Alemania. Y escribió el primer libro en inglés, y un libro notablemente bueno, sobre Vico. Es tanto más impresionante encontrar hasta qué pun­ to, a pesar de su carácter atípico, compartió el consenso de la Novena Edición. La cuestión a la que Flint aspiró a dar respuesta en el artículo «Teología» la expresó así: «¿Qué es... en verdad el conocimiento científico en la Teología»? Y en su concepción de la ciencia estaba por completo de acuerdo con sus colegas colabora­ dores, con su editor y con Adam Gifford. De este modo, comienza con los datos, tanto con los datos de la naturaleza, que suministran el punto de partida de la teología natural, como con los datos proporcionados por la Biblia, que suministran el punto de partida de una teología de la revelación. El tema de la teología es la religión, pero esta delimitación no excluye a Dios de este tema. Pues la experiencia religiosa es experiencia de Dios y el carácter ineludible de la objetividad de Dios, mientras que el objeto no sólo de la experiencia religiosa, sino también de la reflexión teológica, se presenta como uno de los descubrimientos de la teología como ciencia. El que los agnósticos y los ateos no logren comprender esto se debe a una unilateralidad distorsionante en su modo de captar ese todo cuyas partes son los datos de la teología. La teología natural, para Flint y para Gifford, era una ciencia todavía en formación. Y en gran medida el proyecto que se propo­ ne en el testamento de Gifford, si se entiende además a la luz de sus propios escritos y de los informes de su hermano sobre sus opiniones, está completamente de acuerdo, como ya he señalado, con las concepciones de la ciencia y del progreso racional de la investigación que compartieron los editores y los colaboradores de

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la Novena Edición. En una de sus Lectures, Adam Gifford habló también del inevitable progreso que se da en «el avance y el perfeccionamiento de la ética» (p. 273). Y puso el mismo énfasis que pusieron los colaboradores de la Novena Edición, en el méto­ do que comienza en el punto adecuado: «Si los primeros principios no se han establecido verdaderamente,... entonces es seguro que más pronto o más tarde tendremos que comenzar de nuevo, pues la naturaleza averiguará nuestro fracaso...» (p. 250) Pero hay un aspecto en el que, al tiempo en que estaba de acuerdo con Robert Flint, tanto uno como otro estaban reñidos con las posiciones centrales de la Novena Edición. Para Baynes, el todo del que las ciencias subordinadas son partes es la enciclopedia misma. La disciplina organizadora que, a partir de las ciencias separadas, produce el todo enciclopédico, es la filosofía. Así, Andrew Seth (más tarde A. A. Pringle-Pattison) escribió en el artículo «Filosofía» que «la Filosofía pretende ser la ciencia del todo... la síntesis de las partes es algo más que ese conocimiento detallado de las partes separadas que obtiene el hombre de ciencia». Para Adam Gifford, como para Robert Flint, esta visión superior no la proporciona la filosofía, sino la teología, y para Adam Gifford, más específicamente la teología natural. Por esto f ue por lo que en su testamento llamó a la teología natural «la mayor de todas las ciencias posibles, y en verdad, en un sentido, la única ciencia...». El lenguaje que utilizó en su testamento recuerda al de Spinoza y esto no fue ninguna casualidad. Aunque su herma­ no deja claro que Adam Gifford no fue seguidor de Spinoza, éste vio en la concepción spinoziana de una ciencia que abarca tanto a Dios como a la naturaleza la precursora del tipo de comprensión totalizadora que es, desde su punto de vista y desde el de los principales colaboradores de la Novena Edición, el objetivo de la investigación. Esta comprensión de la teología natural hizo que resultara apropiado que la realización del testamento de Adam Gifford se confiara a quienes compartían, al menos en buena medida, la concepción de la ciencia y de la ordenación de las ciencias que había dominado la Novena Edición. Así, no resulta sorprendente encontrar entre los primeros conferenciantes Gifford muchos co­ laboradores de la Britannica; F. Max Muller, Edward Caird, Edward Burnett Tylor, R. B. Haldane, Andrew Seth, J. G. Frazer,

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James Ward, A. H. Sayce y Robert Flint, fueron tanto colaborado­ res de la Novena Edición como conferenciantes Gifford. Pero, por supuesto, es justo ese modo de pensar suyo, que hizo que para ellos resultara apropiado cumplir la voluntad de Adam Gifford, lo que indica que, para nosotros, puede ser inapropiado emprender la misma tarea. Las creencias y los conceptos principales que estos autores compartieron, por lo menos en un grado importante, aun­ que variable, con Adam Gifford, son los que nos separan a noso­ tros tanto de éste como de ellos. Lo que separa nuestra cultura de la suya es, como hemos visto, cuando menos trigle. Ellos dieron por sentado el asentimiento de toda persona culta a una única concepción sustantiva de la racio­ nalidad; nosotros vivimos en una cultura en la cual, uno de los rasgos centrales es no sólo la presencia de concepciones opuestas y alternativas de la racionalidad, sino, hasta cierto punto, el debate entre tales concepciones. Ellos pensaron que el resultado de la adhesión a los criterios y a los métodos de semejante racionalidad es la elaboración de una concepción científica del todo, integrada y racionalmente incontestable, en la que la arquitectónica de las ciencias armoniza con la del cosmos. Nosotros nos enfrentamos con tal multiplicidad de clases de investigación y de pretensiones interpretativas en su nombre, que se ha puesto radicalmente en cuestión el concepto mismo de un todo ordenado, de un cosmos. Y, por último, ellos vieron todo su modo de vida, incluyendo sus concepciones de la racionalidad y de la ciencia, como parte de una historia de progreso inevitable, juzgado por un criterio de progreso que había surgido, a su vez, de esa historia. El progreso de la ciencia y de la razón ha sido, a su parecer, desigual, interrumpido por factores externos; pero la ruptura y la discontinuidad fueron siempre el resultado de una intrusión ajena y transitoria en esa historia. Que la misma historia de la racionalidad y de la ciencia pueda ser una historia constituida por la ruptura y la discontinui­ dad era para ellos un pensamiento impensable. De esta manera, al reconocer la existencia y, a la luz de la obra de Bachelard, Polanyi, Kuhn y Foucault, la importancia de la ruptura y de la discontinui­ dad, mostramos una vez más, la conciencia de que el proyecto de Adam Gifford para sus conferenciantes fue ideado sobre la base de suposiciones y dentro del contexto de una cultura que no son ni pueden ser nuestras suposiciones ni nuestra cultura. De este modo.

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se plantea la cuestión: ¿Son posibles todavía las Conferencias Gif­ ford? Pero la pregunta es ambigua. Si quiere decir: «¿Es todavía posible una investigación sistemática sobre el objeto de la teología natural y de la fundamentación de la ética, del tipo previsto por Adam Gifford?» la evidencia ya aducida obliga a responder: «No». Si, en cambio, quiere decir: «¿Es todavía posible una investigación sistemática y fructífera, continuadora históricamente de las inves­ tigaciones de la teología natural tradicional, incluyendo la fundamentación de la ética, pero de un tipo muy diferente del previsto por Adam Gifford?», entonces nos encontramos con una impresio­ nante posición contemporánea en la que se responde: «No», pero también con una posición contemporánea, aunque necesariamente muy distinta de la de Adam Gifford, en la que se responde: «Sí». Y el asunto central del que me ocuparé en estas conferencias es qué es lo que divide a los protagonistas de estas respuestas rivales. Ambos partidos contemporáneos contrarios están de acuerdo en rechazar los supuestos y las creencias característicos de la Novena Edición de la Encyclopaedia Britannica, pero, mientras que una nos señala la posibilidad de una renovación radical de un proyecto que Adam Gifford, de haber vivido hasta la edad de ciento sesenta y ocho años, podría acaso haber reconocido que se corresponde con el suyo en buena medida, la otra aspira a escribir el epitafio de semejante investigación de una vez por todas. Cada uno de estos dos partidos contrarios tiene su propio documento fundacional. El del último es Zur Genealogie der Moral, publicado por Nietzsche en 1887, el año de la muerte de Adam Gifford. Lo que Zur Genealogie der Moral proporcionó, fue no sólo un argumento a favor, sino un paradigma de la construcción de un tipo de narrativa subversiva encaminada a socavar los su­ puestos centrales de la Enciclopedia, tanto en el contenido como en el género. Allí donde el enciclopedista aspiraba a desplazar a la Biblia como libro canónico, el genealogista pretendía desacreditar la noción íntegra de canon. El documento constituyente del otro partido rival, es la carta encíclica Aeterni Patris, publicada por el papa León XIII en 1879, cuatro años después de que comenzara a publicarse la Novena Edición. La Aeterni Patris emplazó a sus lectores a una renovación de la comprensión de la investigación intelectual concebida como la continuación de un tipo específico de tradición, de la tradición que logró su expresión definitiva en

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los escritos de Tomás de Aquino, cuya apropiación no sólo podría proporcionar los recursos para una crítica radical de la concepción de la racionalidad dominante en la modernidad decimonónica y en la Novena Edición, sino que también podría preservar y justificar el estatuto canónico de la Biblia como distinto de toda investiga­ ción secular, aunque hegemónica sobre ella. Cada uno de estos dos documentos lleva las características de su tiempo y de su lugar de origen tan claramente como las lleva el testamento de Adam Gif­ ford. Por ello será importante preguntar por qué, después de las transformaciones de los cien años interpuestos, estos documentos pueden tener un papel en la determinación de los conflictos del presente de un modo como no lo puede tener el testamento de Adam Gifford. Pero para plantear esta cuestión y responderla de un modo efectivo, es necesario enfocar de nuevo la investigación para delimitarla. Cuando en su testamento Adam Gifford puso en el último lugar de la lista de temas prescritos para sus conferencias «el conocimiento de la naturaleza y la fundamentación de la ética o moral, y de todas las obligaciones y los deberes que surgen de ello», no pretendió especificar un área de investigación distinta o inde­ pendiente de las investigaciones de la teología natural. Pues, en su conferencia sobre «The two Fountains of Jurisprudence», declaró que consideraba que es un asunto de demostración «que hay un sistema y un ordenamiento eternos e inmutables de la moralidad y de la ética, fundados no en la voluntad, ni en las ganas, ni en la ingenuidad del hombre, sino en la naturaleza y esencia del Dios inmutable». Por ello, si en estas conferencias me centro en cues­ tiones que se refieren a la naturaleza y al estatuto de la moralidad, y a la naturaleza de la investigación sobre tales cuestiones, Adam Gifford no habría supuesto que, al hacerlo, me apartaba del terre­ no en el que es soberana la teología natural; y más tarde señalaré que sobre esto Adam Gifford tenía razón y que, aun cuando hayamos rechazado, como no podemos por menos, algunas de las creencias centrales suyas y de sus contemporáneos de Edimburgo, descubriremos que es en parte porque sostuvo que la investigación sobre Dios y la investigación sobre lo bueno no son separables, por lo que todavía podemos identificar un proyecto, que no es el propio de Adam Gifford, pero del que cabría —sólo posiblemente—

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que un Adam Gifford posterior hubiera podido reconocerlo como suyo propio. Comienzo, pues, por preguntar qué era la moralidad para la cultura de Adam Gifford. Tenía cinco características importantes. En primer lugar, era un área distinta y relativamente autónoma de creencias, de actitudes y de una actividad consistente en seguir normas, ordenada según un esquema de rígida compartimentación de la vida. Lo moral se distinguía nítida y claramente de / o estético, lo religioso, lo económico, lo legal y lo científico. En segundo lugar, la moralidad era, ante todo, un asunto consistente en el seguimien­ to de normas y en responder de manera ritual a las infracciones de las normas: a las de los otros, con manifestaciones de condena moral, sobre todo por parte de quienes eran padres o clérigos; a las de uno mismo, con reproches de conciencia. En tercer lugar, las normas, cuyas infracciones daban lugar a tales condenas y reproches, eran prohibiciones negativas. Hubo también, por su­ puesto, mandatos positivos, pero las penas de condena y de exclu­ sión de áreas particulares de la vida social correspondían en espe­ cial a infracciones de normas negativas. En cuarto lugar, era ésta una cultura en la que las violaciones de los límites compartimentados de la vida social se consideraban de modo muy estricto como inconveniencias. Conocer qué conversación, qué costumbres, qué ropa era apropiada y propia de quién, dónde y cuándo, era un conocimiento social y moral indispensable. El eufemismo y el circunloquio salvaguardaban estas conveniencias. Y la inconve­ niencia se concebía por sí misma como una especie de inmorali­ dad. Por último, en quinto lugar, el acuerdo social, sobre todo en la práctica, sobre la importancia y el contenido de la moralidad coexistió con grandes desacuerdos intelectuales en torno a la natu­ raleza de su justificación racional, sostenidos, tanto el acuerdo como el desacuerdo, por la convicción compartida de que la mo­ ralidad, así entendida, tenía que ser tal como es, racionalmente justificable de un modo u otro. Los historiadores sociales han aportado la evidencia que avala esta caracterización de la moralidad como fenómeno de la última burguesía victoriana escocesa, y no sólo escocesa; pero su presen­ cia, tanto en lo que se dijo como en lo que dejó de decirse, es en cualquier caso omnipresente y evidente en muchos artículos de la Novena Edición. Tanto en la caracterización que he hecho como

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en la identificación de su presencia en la Novena Edición, me he guiado por lo que Franz Steiner escribió en sus conferencias, publicadas postumamente, sobre Taboo (Londres, 1956). Fue sig­ nificativo —declaró Steiner— que el descubrimiento por parte de los europeos del siglo XIX de las costumbres «tabú» en Polinesia y el intento de comprenderlas como ejemplos de un tipo de costum­ bre que se encuentra en otras sociedades, que clasificaron como primitivas, los realizaran primero los protestantes y luego los ra­ cionalistas Victorianos, algunos de ellos, como Robertson Smith, protestantes empeñados en transformarse en racionalistas. «El problema del tabú —escribió Steiner— llegó a ser extraordinaria­ mente prominente en la época victoriana por dos razones: la aproximación racionalista a la religión y el lugar del tabú en la misma sociedad victoriana» (p. 50). El tabú fue tanto un problema como una solución para los Victorianos, porque en las costumbres «tabú» de Polinesia, vieron lo que ellos consideraban anticipacio­ nes primitivas de su propio esquema de ética racional, pero bajo una forma desfigurada por concepciones supersticiosas de lo sa­ grado y del poder sagrado, y por no lograr distinguir las normas morales auténticas de las prohibiciones arbitrarias e irracionales. Por ello, cuando leyeron en el Antiguo Testamento —conjunto de textos que creían que representaba ciertos estados anteriores del progreso que va desde el primitivismo que se encuentra todavía en Polinesia hasta la elevada moralidad de los salones de Edimburgo de fines del siglo XIX— normas, actitudes y prácticas ajenas a esa elevada moralidad, siguieron a Robertson Smith en su uso del concepto de supervivencia propuesto por Tylor, para distinguir lo que eran meras y toscas supervivencias del primitivismo de lo que eran anticipaciones genuinas —o algo ya idéntico— de su propia comprensión de lo que creían que eran las verdades eternas de la moralidad. El «tabú» fue, pues, algo de lo cual los Victorianos de la Novena Edición creyeron que ellos mismos se habían separado. Y vieron en las personas menos ilustradas que encontraron en la Free Church y entre los católicos romanos —la clase de personas que habían apoyado los cargos contra Robertson Smith o habían hecho objeciones a las Conferencias Gifford de F. Max Muller— creencias y actitudes que estaban todavía contagiadas de primiti­ vismo y de superstición bajo la forma de «tabú». En esto, como sostiene Steiner y como yo mismo quiero sos­

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tener de una manera que va más lejos de la tesis de Steiner, se engañaron profundamente. Pues sólo habían sido capaces de en­ tender el «tabú» polinesio como una anticipación primitiva y de­ formada de su propia moralidad porque, al caracterizar a los polinesios y a otros, habían proyectado en aspectos fundamentales sobre los polinesios y otros, una variante de su propio esquema moral. Tergiversaron las reglas tabú de los polinesios al concebirlas como prohibiciones esencialmente negativas, y no sólo, en cambio, como el lado negativo de prescripciones permisivas, justo porque sus propias reglas fueron esencialmente negativas; vieron las co­ nexiones entre las reglas y otros elementos de las costumbres «tabú» como una mezcla arbitraria de lo que para las personas racionales habría estado dividido y habrían separado, porque die­ ron por supuesta su propia compartimentación de la vida social. Y fueron ciegos a la naturaleza local y restringida de su propia asimilación de la inconveniencia de la inmoralidad, precisamente porque atribuyeron a rasgos contingentes de su propia moralidad una universalidad que consideraron la característica de la raciona­ lidad. Todas las culturas son, sin duda, etnocéntricas y pocas son auténticamente conscientes del grado de su propio etnocentrismo. En ambos respectos, el ilustrado Edimburgo de la Novena Edición no fue una excepción a la norma humana. Lo que, en consecuencia, quedó oscurecido desde su punto de vista fue la posibilidad de plantear dos cuestiones sobre su propia moralidad. Estas cuestiones se pueden formular en función del artículo de la Britannica sobre «Ética» debido a Henry Sidgwick. Este artículo es casi por completo histórico y la historia se escribe de un modo tal que presupone precisamente ese carácter distintivo de la moralidad como fenómeno peculiar de la época. En ningún sitio repara Sidgwick, por ejemplo, en el hecho de que la palabra «moralidad», tal como fue usada por sus contemporáneos, no tiene una expresión equivalente en el hebreo bíblico ni en el medieval, ni en el griego clásico ni en el de la koiné, ni en el latín clásico ni en el de la Alta Edad Media. Si él, o cualquiera de sus contempo­ ráneos, hubiera reparado en este hecho lingüístico, el único signi­ ficado que probablemente habría tenido para ellos sería que los hablantes de esas lenguas no habían reconocido todavía el carácter distintivo ni la autonomía de la moralidad. La falseada historia de Sidgwick proyectó de esta forma en el pasado la estructura con­

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ceptual de la época en la que escribía su autor y, por ello, en esa historia se señalaba que Platón y Aristóteles, Hobbes, Spinoza y Kant y el mismo Sigwick ofrecían todos ellos teorías, si bien teorías rivales, del estatuto racional de una y la misma eterna cuestión. Y lo que desde esta perspectiva estaba haciendo Adam Gifford era invitar a sus conferenciantes a completar la tarea inacabada hasta ese momento, a pesar de la larga historia de progreso que tenía tras de sí, mostrando cómo las verdades eternas de la moralidad tienen su lugar en ese «todo» del que Gifford creyó que cualquier parte de cualquier cosa es una parte, de eso cue llamó en su testamento «el Infinito, el Todo...» Una cuestión que ni Sidgwick ni Gifford ni la cultura de ambos en general pudieron formular, fue si la tarca de la dilucidación racional del estatuto de las normas morales y la de la justificación racional de la obediencia a ellas, no se habían llevado a cabo completamente en último término, no sólo porque algún filósofo presente o futuro aún había de tener éxito allí donde Platón, Aristóteles, Hobbes, Kant y Sidgwick habían fracasado en cierta medida —y, teniendo éxito en esto, hacer defi­ nitivo el progreso de la ética del mismo modo que Darwin y Clerk Maxwell habían hecho definitivo el progreso de la biología y de la física respectivamente—, sino porque de hecho la moralidad, con­ cebida tal como lo hizo la última cultura victoriana, no es suscep­ tible, en aspectos importantes y centrales, de una justificación racional. Fueron incapaces de prever, dicho de otro modo, la posibilidad de que tanto la moralidad como la racionalidad deban entenderse de un modo que haría que mucho de lo que tuvieron por moralidad, parezca tan irracional y tan arbitrario como a ellos mismos les parecieron las costumbres tabú de los polinesios. Una segunda cuestión no respondida estaba muy estrechamen­ te relacionada con la anterior. Era si la moralidad, entendida tal como la entendieron estos últimos Victorianos, no podría ser, a pesar de todo, lo que Tylor llamó una supervivencia, o un conjunto de supervivencias, esto es, normas, actitudes y respuestas que una vez habían tenido su lugar dentro de cierto contexto más amplio, en función del cual se había explicado su inteligibilidad y se había justificado su racionalidad, pero que habían llegado a separarse de ese contexto. Si esc fuera el caso, su disociación, su separación de otros fenómenos sociales sería un signo, no de que es universal, sino de que es un fragmento, roto y, por tanto, separado de todo

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lo demás, asunto éste al cual los seres humanos se habían hecho ciegos a fines del siglo XIX. Los dos partidos contemporáneos contrarios de los que antes he hablado, consideran que estas dos cuestiones son cruciales y estarían de acuerdo en entender la moralidad de la cultura de Adam Gifford y de la Novena Edición como una supervivencia irracional en aspectos importantes, que han de entenderse en fun­ ción de una narración de la contingencia histórica. En lo que se refiere a estos aspectos, y al carácter de dicha narración estarían, de cierto, en mutuo y radical desacuerdo. Aquellos cuya historia intelectual deriva de la Aeterni Patris, cuentan una historia muy diferente de aquellos que son herederos de Zur Genealogie der Moral. Desde el punto de vista de la Aeterni Patris, la moralidad del siglo XIX Victoriano fue el resultado de una degeneración a partir de una teoría y una práctica de la ley natural y divina cuya comprensión se había elaborado en el seno de esa tradición teoló­ gica de la que Tomás de Aquino fue la expresión definitiva. Desde el punto de vista de Zur Genealogie der Moral, la moralidad del siglo XIX Victoriano fue sólo la última versión de una moralidad reactiva y gregaria en la que las falsas pretensiones de la razón enmascararon una enemistad hacia lo biológicamente vital. Ade­ más, desde la perspectiva proporcionada por Zur Genealogie der Moral, las doctrinas de la Aeterni Patris sólo se distinguen en aspectos menores e insignificantes de las del racionalismo victoriano. El diagnóstico que hizo Nietzsche de la enfermedad que afligía a los pensadores postilustrados de su propia época no fue muy diferente de su diagnóstico de los males del cristianismo católico, aunque, en la perspectiva proporcionada por la Aeterni Patris, las doctrinas de Nietzsche son una variante más de los errores carac­ terísticos de la modernidad decimonónica. Sin embargo, los parti­ darios de cada uno de estos documentos estaban y están de acuer­ do, al menos, en separarse a sí mismos, de una manera decisiva, de la moralidad del ambiente de Adam Gifford. Antes he afirmado que ya no podemos compartir ni la concep­ ción de la ciencia ni la correspondiente concepción de la raciona­ lidad como algo unitario, propuestas en el testamento de Adam Gifford. Ahora añadiré a esto la tesis de que no ocurre tan sólo que nuestras concepciones de la investigación y de la racionalidad pueden oponerse tanto a las de Adam Gifford que no seamos

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capaces de cumplir su intención, sino también que aquello sobre lo que vamos a investigar es, al menos en el caso de la moralidad, algo que no podemos entender del mismo modo como lo entendió Adam Gifford. De ahí que, cuando menos, estamos ineludiblemen­ te comprometidos a llevar a cabo una investigación de un tipo muy diferente de las que Gifford previera sobre un tema que concebi­ mos de una manera muy diferente a como él lo hacía. Y esto pone una vez más en cuestión si Adam Gifford, aun en el caso de que hubiera sobrevivido en el presente, podría haber reconocido nues­ tras investigaciones como una versión, incluso como una remota versión, de lo que él pensaba. Sin embargo, en este punto es importante recordar una cláu­ sula del testamento: «los conferenciantes no tendrán restricción alguna en el tratamiento de su tema». Es la temeraria generosidad de esta cláusula lo que pone de manifiesto que, a pesar de todo, Adam Gifford estaba preparado para reconocer como Conferencia Gifford casi cualquier discurso remotamente pertinente. Y es tan sólo en virtud de esta temeraria generosidad por lo que puedo proseguir las siguientes conferencias para investigar con cierto detalle qué habría de reemplazar al proyecto de Adam Gifford, si hubiéramos de guiarnos por Z u r Genealugie der Moral, y qué lo reemplazaría si en vez de ello, hubiéramos de guiarnos por la Aeterni Patris, y por último cuál es el asunto en litigio entre los dos puntos de vista que se definen a sí mismos en función de estos textos rivales.

II GENEALOGÍAS Y SUBVERSIONES

En la primera de estas conferencias he sostenido que, si toda­ vía somos capaces —y en la medida en que lo seamos— de plantear y responder interrogantes sobre Dios y lo bueno que Adam Gif­ ford hubiera estado dispuesto a reconocer como legítimas sucesoras de las suyas, tiene que ser desde algún punto de vista ajeno al de Gifford y al de sus contemporáneos de Edimburgo, debido precisamente al rechazo de la concepción unitaria de la razón que tuvieron, concepción según la cual la razón proporciona una única visión de un mundo en desarrollo en el que cada parte de la investigación contribuye a un progreso general y cuyo logro supre­ mo es la explicación del progreso de la humanidad; o, por reescribir la observación de Bagehot sobre el parecer de Adam Smith, la explicación de cómo el hombre, habiendo sido en su origen un salvaje biológicamente evolucionado, y siéndolo todavía en remo­ tas partes coloniales del globo, se ha elevado hasta alcanzar la estatura de un profesor escocés de los años de 1880. Los libros canónicos de aquellos que se adhirieron a esta Weltanschauung fueron, como he señalado, los volúmenes de la Novena Edición de la Encyclopaedia Britannica. El artículo de enciclopedia fue el gé­ nero en cuya forma encajó por completo ese contenido particular. Pero no fue el único género de tal índole. Muchos de los escritores

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de la Novena Edición fueron los profesores del estamento univer­ sitario dominante en Escocia, en Alemania y en aquellos otros países de los que se recabaron a los colaboradores de la Novena Edición. Y justamente porque en sus artículos de enciclopedia dieron forma escrita al tipo de conferencia en el que hablaban ex cathedra, sus conferencias universitarias fueron artículos de enci­ clopedia hablados. Este tipo de conferencia fue, de este modo, un género muy diferente tanto del de sus predecesores medievales como de lo que puede ser hoy una conferencia. El conferenciante medieval compartía con su auditorio un trasfondo de creencias relativas a qué textos tienen autoridad. La conferencia, concebida como comentario interpretativo de tales textos, apelaba a una autoridad más allá de sí misma y tenía su continuación en la disputa, en la que las tesis del conferenciante se examinaban dialéctica y demostrativamente. Esto era así justamen­ te porque, tanto el auditorio como los conferenciantes, aceptaban criterios de verdad y de racionalidad independientes de cualquiera que cada uno de ellos pudiera citar al otro para examinar una tesis particular en el foro de la disputa, equivalente intelectual de la prueba mediante el juicio de Dios. En cambio, en la conferencia de finales del siglo XIX, era el propio conferenciante quien tenía la autoridad sobre los criterios al constituirse a sí mismo en la voz de la Weltanschauung; la autoridad residía en el conferenciante mismo y en la conferencia. El auditorio iba a oír y a aprender de declara­ ciones autorizadas y enciclopédicas, no a disputar. La deferencia por parte del auditorio fue uno de los rasgos que definían a la universidad de fines del siglo XIX. Para nosotros, en la universidad contemporánea, la conferen­ cia decimonónica es un género tan imposible como el medieval, pues no compartimos más los acuerdos presupuestos por la defe­ rencia del auditorio decimonónico, que el reconocimiento de textos autorizados propios de los siglos XII o X III. Para nosotros, en nuestra situación de desacuerdos radicales, una conferencia sólo puede ser un episodio de una narración de conflictos; a veces puede ser un momento de tregua o de negociación entre partes contendientes, o incluso un informe desde fuera llevado a cabo por un espectador necesariamente menos que inocente; pero es siem­ pre un momento de compromiso en el conflicto. Y ésta es la razón por la que no sólo es el contenido intelectual del testamento de

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Adam Gifford lo que nos resulta tan ajeno que se ha vuelto pro­ blemático el cumplimiento de sus intenciones, sino que también lo es la misma forma de realización que prescribió para dicho cum­ plimiento, la conferencia. Pues contenido y forma encajaban de forma perfecta. Estas conferencias tenían que ser, según se declara en el testamento, «públicas y populares, abiertas... a la comunidad entera», ya que tenían que transmitir un conocimiento «real» de un tipo que «se halla en la raíz de todo bienestar». La convocatoria a oír una conferencia de esta índole es muy distinta de la convoca­ toria a participar en un conflicto en torno a en qué consiste la realidad del conocimiento, si es que consiste en algo. No es por ello sorprendente que uno de los dos rechazos decimonónicos más notables de la concepción enciclopedista del conocimiento y de la racionalidad, haya estado acompañado, e incluso precedido, por el abandono de la conferencia misma como género. La separación de Nietzsche de la universidad, su abandono tanto de la cátedra como de la postura profesoral, fue parte inte­ grante de su preparación para asumir un nuevo papel, el de genea­ logista. Nadie había sido educado de manera más concienzuda en las ortodoxias de la academia decimonónica que Nietzsche. Fue tanto discípulo como protegido, primero en Bonn y después en Leipzig, de Friedrich Wilhelm Ritschl, que murió en 1876, a tiem­ po para que su obra fuera celebrada en el volumen 20 de la Novena Edición por James S. Reid, el erudito en lenguas clásicas de Cam­ bridge. La gran obra de Ritschl tuvo su papel en el desarrollo de una visión de la Altertumswissenschaft, en la que el estudio filoló­ gico de los textos se unió al estudio de las instituciones antiguas, al arte y a la arqueología, para suministrar un retrato del mundo antiguo utilizable por la cultura del siglo XIX; esta visión la desarro­ lló de la manera más plena el contemporáneo de Nietzsche más joven en Bonn, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, al que en 1877 se le eligió para pronunciar un discurso Sobre el esplendor del imperio ateniense, para celebrar el cumpleaños del emperador ale­ mán. Y cuando a Nietzsche se le nombró en 1869, a los veinticua­ tro años de edad, para la cátedra de filología clásica de Basilea, quienes lo recomendaron y nombraron tenían claramente las mis­ mas expectativas que habían de tener de Wilamowitz. El repudio de Nietzsche de todo el ethos de la Altertumswissenschaft, procedió de su percepción de una relación entre la

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antigüedad clásica y la modernidad decimonónica muy diferente de la que daban por supuesta sus maestros y sus contemporáneos. Si los filólogos clásicos llegaran a entender de hecho las realidades clásicas —quiso hacer notar—, retrocederían horrorizados. Y así habrían hecho en parte, al menos porque habrían tenido que reco­ nocer que sus propios fines académicos los habían alejado de su objeto de estudio y se lo habían ocultado. La ofensa inicial que separó a Nietzsche de la academia fue su descubrimiento en la Grecia arcaica de un criterio por el que juzgar las insuficiencias y las distorsiones del presente, descubrimiento expresado en 1872 en Die Geburt der Tragódie aus dem Geiste der Musik, libro éste cuya falta de respeto para los límites académicos era parte integrante de su juicio sobre la modernidad. El escándalo del estamento erudito y literario fue inequívoco, desde el silencio público de Ritschl —su comentario privado fue «geistreich Schwiemelei» («ingeniosa borrachera»)— y el rechazo de una recensión favorable de Erwin Rohde por parte del Literarisches Zentralblatt, hasta el juicio de Hermann Usener: «cualquiera que haya escrito una cosa como ésta ha muerto como científico», y el violento panfleto Zukunftsphilologie! del Wilamowitz de veintidós años. (Véase más en general Nietzsche and the Classical Tradition, J. C. O’Flaherty, T. F. Sellner y R. M. Helm, eds., Chapel Hill, 1976). Nietzsche no renunció a su cátedra de Basilca hasta 1879. Pero previamente había estado ausente parte del tiempo con permiso de convalecencia y su salida no sólo de la universidad, sino de la sociedad bürgelich, al exilio autoimpuesto de quien no tiene un hogar fijo, expresó en su vida el pensamiento que mucho antes había comunicado en una carta a Erwin Rohde: «Una vida dedica­ da radical y auténticamente a la verdad no es posible en la univer­ sidad» (15 de diciembre de 1839). Sin embargo, no mucho después hubo de poner en cuestión no sólo la universidad, sino la verdad misma. En 1873 preguntaba: «¿Qué es entonces la verdad?» y contes­ taba: «Un ejército en movimiento de metáforas, metonimias, an­ tropomorfismos, una suma, a fin de cuentas, de relaciones huma­ nas que, realzadas retórica y poéticamente, ornamentadas y trans­ formadas, llegan a ser consideradas por un pueblo, tras un prolon­ gado uso, como fijas, vinculantes y canónicas. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas desgasta-

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das ahora impotentes para mover los sentidos, monedas que han perdido su troquelado y son consideradas ahora como metal más que como moneda» (Über Wahrheit und Liige im aussermoralischen Sinn I). En este breve pasaje se pueden ya encontrar cuatro aspectos fundamentales del pensamiento de Nietzsche que se de­ sarrollará más tarde: el psicológico, el epistemológico, el histórico y el literario. Psicológicamente, lo que se tiene por fijo y obligatorio respec­ to de la verdad —y Nietzsche habría dicho desde luego lo mismo respecto del conocimiento, el deber y lo correcto—, es rna no confesada motivación que sirve a un propósito no reconocido. Pensar y hablar de la verdad, el conocimiento, el deber y lo correc­ to a la manera propia de fines del siglo X IX , la manera propia en efecto de la Novena Edición, es dar muestras de ser miembro de una cultura en la que la falta de autoconocimiento se ha institucio­ nalizado de forma sistemática. Ser un miembro —y no rebelarse contra serlo— del profesorado o de sus discípulos, es ser una persona deformada, deformada por un cierto impulso, cuya inhi­ bición y distorsión han llevado a una complicidad no reconocida en un sistema de supresiones y de represiones expresado en una fijación cuyos signos y síntomas son el tratar como fetiches nocio- ( nes morales y epistemológicas sobremanera abstractas. Este impul­ so resulta ser lo que Nietzsche llegó a caracterizar más tarde como la voluntad de poder. Epistemológicamente, lo que sustenta esta falta de autocono­ cimiento y los argumentos que se aducen en su apoyo es una ceguera a la multiplicidad de perspectivas desde las que se puede ver el mundo y a la multiplicidad de lenguajes mediante los que cabe caracterizarlo; o, más bien, una ceguera al hecho de que hay una multiplicidad de perspectivas y lenguajes, pero no un mundo único de los que o sobre los que estas perspectivas y estos lenguajes lo son. Creer en semejante mundo sería la ilusión de suponer que «un mundo todavía permanecería tras serle sustraída la perspecti­ va» (Der Wille zur Machí, 567). Este pasaje pide a gritos un comentario y el grito ha sido más que suficientemente respondido. Con seguridad Nietzsche se de­ clara a favor —se ha dicho, por ejemplo— de la tesis según la cual todas las pretensiones de verdad se hacen y sólo pueden hacerse desde el punto de vista proporcionado por cierta perspectiva par-

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ticular. No hay, pues, algo así como «la verdad como tal», sino sólo «la verdad desde uno u otro punto de vista». Pero esto mismo es —prosiguen los comentadores—, una teoría universal no perspectivista de la verdad. Tales comentadores han pasado luego a debatir si la teoría de la verdad de Nietzsche es o no cierto tipo de teoría pragmática. No es el resultado de estos debates en el nivel de comentario lo que quiero examinar; sino el estatuto de semejante comentario. ¿Es este comentario sólo una explicación de las pro­ pias intenciones y presuposiciones de Nietzsche? Si es así, es pro­ bablemente lo que Nietzsche mismo habría afirmado, con sólo haber hecho del todo explícitas esas intenciones y presuposiciones. Hay pasajes en Nietzsche que quizás prestan apoyo a enten­ derlo de esta manera. En especial perder en sus negaciones más que en sus afirmaciones. Las denegaciones de verdad al judaismo, al cristianismo, a la filosofía de Kant y al utilitarismo, parecen tener la fuerza de denegaciones incondicionadas y universales no perspectivistas. Y, en la medida en que las afirmaciones de Nietzs­ che son la contrapartida de tales denegaciones, puede parecer que también aquellas tienen la misma clase de fuerza. Así, la misma afirmación de que hay una multiplicidad de perspectivas, entendi­ da como contrapartida de la negación de que hay un solo mundo, «el mundo», más allá y sosteniendo a todas las perspectivas, puede parecer acaso que tiene un significado y un estatuto ontológico, no perspectivistas. Si esto es así, Nietzsche, entendido de este modo, habrá sido devuelto a la filosofía académica convencional, y sería manifestamente radical en un nivel, pero no así en absoluto en otro. Sin embargo, si bien este modo de entender a Nietzsche como alguien que habla y escribe en dos niveles distintos, no sólo como el autor, sino también, implícitamente al menos, el primer comen­ tador académico de su propia obra, predecesor de comentadores tales como Danto, Stern y Nehamas, puede encontrar cierto apoyo manifiesto en los textos, está, no obstante, por completo reñido con lo que el mismo Nietzsche dice sobre la relación de todo intérprete con todo texto: «Por último, el individuo... tiene que interpretar de una manera muy individual incluso las palabras que ha heredado. Al menos su interpretación de una fórmula es personal, aun cuan­ do no haya creado la fórmula: como intérprete es todavía creativo» (Der Wille zur Marcht, 767). Y no es sólo que toda interpretación es creativa, sino también que todo comentario es interpretación;

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Nietzsche afirma «Que las cosas poseen una constitución en sí mismas, completamente aparte de las interpretaciones y de la subjetividad, es una hipótesis completamente ociosa...» (560, véase también Die Fróhliche Wissenschaft, 374). De este modo, comentar los textos de Nietzsche no es trasla­ darse a otro nivel de discurso, en el que quepa identificar disimu­ lados compromisos ontológicos convencionales; sino reescribir y trabajar los textos de Nietzsche como los de uno mismo. Esta acción creativa no está exenta de las obligaciones que requiere la precisión al reproducir las palabras de Nietzsche o de cualquier otro. En este punto el filólogo clásico sobrevivió en Nietzsche: «En innumerables casos puede averiguarse lo que es incorrecto [en un texto particular]» (carta a Claus Fuchs, 26 agosto 1888), aunque Nietzsche insiste a continuación en que, incluso en este aspecto, en muchos casos la falta de evidencia asegura la multiplicación de las interpretaciones. Pero, dentro de las obligaciones que impone semejante precisión, cada interpretación conduce a producir sus propias metáforas, que son la moneda de la interpretación al igual que lo son de los textos interpretados. La noción que pode­ mos hacer que escape de la metáfora a otro cierto modo concep­ tual —en especial al lenguaje de la ontología—, es un error, aunque quienes al parecer cometen este error puedan hacerlo usando disi­ muladamente sus propias metáforas en un intento más o menos fructuoso de asegurarse la posibilidad de interpretaciones ri­ vales. Tal es quizás lo que ocurre con la metáfora de los niveles de discurso a la que me he referido antes; ésta y metáforas parecidas pueden leerse como expresiones del intento académico de reducir los pensamientos de Nietzsche a un cierto tipo de orden sistemáti­ co, metáforas que, entendidas de forma correcta, revelan el para­ lelo entre el modo como los filósofos analíticos intentan reducir al orden lo hasta ahora era conceptualmente asistemático y el modo como una potencia extranjera de ocupación puede reducir al orden a los habitantes hostiles de un territorio que ha intentado anexio­ narse. Así, estas metáforas expresan partidismo en una batalla para hacer a Nietzsche territorio seguro para la filosofía analítica. De aquí que encontremos en los textos opuestos sobre la interpre­ tación de los textos de Nietzsche precisamente ese «juego de fuer­ zas» que Gilíes Deleuze nos ha enseñado a buscar en esos mismos

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textos. Y cada lado en este conflicto, en el que intérpretes franceses tales como Deleuze, Jean Granier y Sarah Kofman compiten con los analistas de habla inglesa, pueden pretender con cierta justicia que se aumenta el propio pensamiento de Nietsche. Pero esto nos indica qué hay en parte de ambigüedad y en parte de inestabilidad en ese mismo pensamiento, rasgos que pueden iluminarse median­ te una comparación con el modo enciclopédico de expresarse, tan decisivamente rechazado por Nietzsche. La diferencia entre ese modo de expresarse y el de Nietzsche no depende meramente de la multiplicidad de perspectivas del segundo modo y de la relativización de la verdad respecto de esas perspectivas, como opuesta a la concepción, subyacente al primer modo, de la unidad de la verdad y de la razón y de la amplitud del marco enciclopédico. Ni tampoco depende sólo del acento que pone el segundo modo sobre el conflicto entre las perspectivas y la lucha entre las interpretaciones rivales, como opuesto al énfasis que hace el primer modo sobre la síntesis y el progreso hacia una verdad en la que haya acuerdo. Depende también del contraste entre una expresión destinada a manifestar lo que se considera que es una creencia cuya fijeza está garantizada y una expresión cons­ truida como un momento en el desarrollo de una posición frente a otras, momento que sin duda ha de ser suplantado en el cambian­ te juego de fuerzas y el uso de metáforas. Sin embargo, Nietzsche no se entrega por entero a este modo nuevo o nuevamente revivi­ do. Lo que negó en parte fue el yo como comentador de ambos modos —y, por tanto, externo a ellos—, un yo que proporcionó los fundamentos para encontrar en Nietzsche, como han hecho Danto y otros, anticipaciones de doctrinas que se han propuesto en el seno de la filosofía analítica, pero un yo que, según no han logrado advertir estos comentadores analíticos, comenta y a la vez por abstraerse a sí mismo, escapa a su propio comentario*. Es el movimiento entre este yo abstracto que comenta y el yo cuya única voz y visión es la de alguna perspectiva, lo que constituye la fuente de la inestabilidad de la manera de escribir de Nietzsche; fue su * Se trata de un significado de difícil traducción, cuyos matices son: I) el yo comenta; 2) el yo se abstrae a sí mismo; 3 ) el yo escapa a su propio comentario. Debido al encadenam iento lógico entre los tres aspectos, se cumplen de m anera simultánea. (N. del EJ.

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fracaso en demandar algún límite coherente entre estos dos yoes lo que constituye la fuente de la ambigüedad. Pero «fracaso» puede ser un término erróneo. Queda por preguntar si semejante demarca­ ción es de hecho posible. Esta cuestión, tiene que ser pospuesta hasta un punto posterior del razonamiento en el que pueda hacerse clara su plena importancia. Lo que por el momento interesa es considerar las implicaciones de las posturas de Nietzsche respecto de los géne­ ros mediante los cuales da expresión a estas posturas. Nietzsche entendió el modo académico de expresión como una manifestación de actitudes y sentimientos meramente reactivos, cuyo carácter negativo, reprimido y represivo, se halla disfrazado tras una máscara de fijeza y objetividad. Era, por ello, la forma perfecta de expresión para la moral fetichista de su cultura, mora­ lidad que, en el nivel de la exposición académica, proporcionó la materia para el debate entre kantianos o neo-kantianos y utilitaris­ tas de varias especies. Nietzsche, al dirigir sus aforismos contra ambas partes, no sólo socavó su moral y sus tesis filosóficas, sino que también ridiculizó su estilo y su género. A diferencia de ello, el aforismo nietzscheano es activo, es lugar y juego de fuerzas contrarias, médium a través del cual pasa una corriente de energía. «Un aforismo —ha dicho Deleuze— es una amalgama de fuerzas que siempre se han mantenido aparte de otras» («Pensée Nóma­ de» en: Nietzsche aujourd’hui, París, 1973). Es al pronunciar y al responder a los aforismos cuando nos burlamos del modo reactivo, académico. Y lo que es verdad del aforismo es verdad, de otra manera, del modo poético y profético de Also Sprach Zarathustra. Pero, si esto es así, entonces se hacen problemáticas en razón de su género otras obras del propio Nietzsche y ninguna más que Zur Genealogie der Moral, libro que, como señala Deleuze, no es ni una colección de aforismos ni un poema, sino «una clave para la interpretación de aforismos y la evaluación de poemas» (Nietzsche et la philosophie, París, 1962, 3, 7). Es en efecto, como Nietzsche reconoció (Prólogo VIII), un tratado académico. Y tenía que serlo si es que Nietzsche iba a llevar plenam entejjcabo la tarea que él mismo se había propuesto. ¿Cuál fue esta(tare^? Fue m ostrar la génesis histórica de la deTormación psicológica implicada en la moralidad de fines del siglo XIX y en la filosofía y la teología que la apoyaban, tipo de moralidad, de filosofía y de teología compartido igualmente por los maestros de Nietzsche y

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por Adam Gifford y sus contemporáneos de Edimburgo. Así, la tarea del genealogista fue, de modo más general, escribir la historia de esas formaciones sociales y psicológicas en las que la voluntad de poder está distorsionada y oculta por la voluntad de verdad, y la tarea específica del genealogista de la moralidad fue averiguar tanto social como conceptualmente, cómo el rencor y el resenti­ miento por parte del inferior destruyó la nobleza aristocrática de los héroes arcaicos y la sustituyó por un conjunto sacerdotal de valores en el que la preocupación por la pureza y la impureza proporcionó un disfraz a la malicia y al odio. Se han repetido en el curso de la historia, según refiere Nietzs­ che en Z ur Genealogie der Moral, renovaciones de la idea arcaica: en la Roma clásica, en el Renacimiento, incluso de forma degrada­ da en Napoleón, «esa síntesis del bruto con lo más que humano». Pero en este conflicto entre la polaridad aristocrática de lo bueno contra lo malo y la polaridad gregaria del bien contra el mal, ha sido la última la que ha prevalecido, encarnada de la manera más importante, primero, en el judaismo y, después, en esa «Roma neo-judaica», la Iglesia. Lo que surgió fue la victoria de un ideal ascético negador de la vida que se pone en circulación en esas concepciones del pecado, del deber, de la conciencia y de la rela­ ción de la virtud con la felicidad, que han perpetuado tanto el resentimiento como el rencor y la negación de la vida. El ideal ascético, tal como Nietzsche lo entiende, asume formas muy dife­ rentes, entre ellas las de la erudición académica decimonónica. Esta erudición se enorgullece de su libertad frente a esas ilusiones trascendentales teológicas y de otro tipo, que habían aprisionado a la investigación antes de la Ilustración. Sin embargo, este orgullo era, según Nietzsche, una señal del restablecimiento del ideal ascé­ tico bajo una forma destructora de la vida aún menos reconocida. Lo que el cristianismo había suministrado una vez, había llegado a ser el almacén de comercio del anticristianismo. Entre los así encausados se hallaban los historiadores acadé­ micos. Nietzsche pensaba en particular en los profesores franceses y alemanes. Pero su visión de la historia académica decimonónica es, como cabe reconocer, una visión del mismo terreno que con­ templaron los colaboradores sobre temas históricos de la Novena Edición, aunque desde un ángulo de visión muy diferente. Donde ellos vieron un progreso sólido, que desplazaba la comprensión del

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pasado de dicho progreso en favor de su propia comprensión del pasado como precursor insuficiente de sus propias disposiciones y consideraciones institucionales, legales y morales (véase, por ejem­ plo, «Historia», de J. Cotter Morrison, en el volumen 12), Nietzs­ che censuró con dureza lo que creía que eran las falsas pretensio­ nes de objetividad de quienes habían rechazado la teleología de sus predecesores y se jactaban de su propia neutralidad valorativa. Nietzsche presenta su propia narración en Z ur Genealogie der Moral, como superior a la de los historiadores académicos, porque le permitía identificar las limitaciones y los defectos del modo que tenían de escribir, de los cuales ellos mismos eran incapaces de darse cuenta. Pero esta pretensión de superioridad es fácilmente tergiversada. Pues puede muy bien leerse —y Nietzsche de vez en cuando nos da alguna razón para leerla así— como la franca pre­ tensión de haber derrotado a los historiadores académicos, y, por cierto, también a los filósofos, a la luz de criterios de verdad y de racionalidad que puede que quizás no sean aquellos a los que en realidad se apela dentro de la historia y la filosofía académicas, pero que sólo difieren de ellos en que son su versión corregida y mejorada, criterios que proporcionan un tribunal de apelación neutral para Nietzsche, sus adversarios y sus lectores. Y, cierta­ mente, a Nietzsche le satisfizo la lectura que, según creía, habían hecho de él académicos tan ortodoxos como Burckhardt y Taine (carta a Jacob Burckhardt, 14 de noviembre de 1887), mientras que, al mismo tiempo, expresa una y otra vez en sus cartas la idea de que sus pareceres tendrían que ser intragables para la gran mayoría del público lector. Lo que nunca tuvo suficiente ánimo para decir, y acaso nunca tuvo suficiente ánimo para pensar, fue que, si sus pareceres no fueran de hecho casi universalmente re­ chazados, no podrían ser vindicados; que a tenor de su propia teoría, los que viven en la cultura de su época sólo podrían estar de acuerdo con teorías corrompidas por la distorsión y la ilusión. Lo que Nietzsche podría no tener suficiente ánimo para pen­ sar sobre sus propios pareceres, Adam Gifford y sus contemporá­ neos lo habrían encontrado completamente ininteligible sobre los suyos: que lo que de hecho es la verdad respecto de la naturaleza de Dios y los fundamentos de la moralidad y respecto de las fuerzas que trabajaba en la formación de las creencias sobre estos temas, pudiera ser tal, que fuese presentado en las Conferencias

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Gifford al público académico y lego de fines del siglo XIX, no podría sino parecerles increíble y aun ofensivo. Su incapacidad incluso para concebir este tipo de pensamiento era un signo de la profundidad de su compromiso con la creencia en la unidad de la verdad y de la razón, que excluía toda posibilidad de existencia de criterios radicalmente inconmensurables. Sin embargo, sólo a la luz de semejantes criterios puede entenderse de forma correcta la pretensión nietzscheana de la superioridad de la narración de Zur Genealogie der Moral. Para Nietzsche, toda teorización, toda elaboración de afirma­ ciones, acontece en el contexto de la actividad; y es desde el punto de vista que proporciona —y que surge en y a partir de— diferentes modos de participación en la actividad y de respuesta a la activi­ dad, algunos recreativos y represivos, otros abiertos a la posibili­ dad biológicamente vital de actividad, desde donde pueden llegar a obtenerse diferentes perspectivas sobre la variedad de asuntos definidos dentro de cada perspectiva. Así, no es razonando como, en un nivel fundamental, se mueve uno desde un punto de vista a otro. Creer que razonar puede ser efectivo de este modo es expre­ sar adhesión a esa dialéctica de la que Sócrates fue el iniciador y, al hacerlo, reafirmar la propia incapacidad de escapar de la forma­ ción reactiva inhibidora y represiva a la que obligan a sus partida­ rios los hábitos de actividad represivos y reactivos manifestados en el razonamiento dialéctico. Nietzsche afirmó, por supuesto, que el razonamiento dialéctico más hábil había fracasado de hecho tanto por los propios criterios del razonamiento como por los del mismo Nietzsche, sobre todo en ética, en teología y en antiteología. No tuvo sino desprecio tanto por Kant como por Mili. Pero, al señalar esto, Nietzsche estaba burlándose una vez más de las pretensiones de la dialéctica, no estaba volviéndose contra ella de un modo que hubiera hecho de él sólo un dialéctico más. De esta manera hemos hecho que cada uno de estos pareceres antagónicos compita contra el otro. La concepción del enciclope­ dista tiene una estructura única, dentro de la cual el conocimiento se distingue de la mera creencia, se traza el mapa del progreso hacia el conocimiento y se concibe la verdad como la relación de nuestro conocimiento con el mundo, mediante la aplicación de aquellos métodos cuyas reglas son las reglas de la racionalidad como tal. Nietzsche, como genealogista, considera que hay una

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multiplicidad de perspectivas, dentro de cada una de las cuales se puede afirmar una «verdad desde un punto de vista», pero no una «verdad como tal», noción vacía, sobre el mundo, noción también vacía. N o hay reglas de racionalidad como tal a las que apelar; hay, más bien, estrategias de evidencia y estrategias de subversión. Igualmente, en ética hay, según la visión del enciclopedista, un conjunto de concepciones del deber, de la obligación, de lo correc­ to y de lo bueno que han surgido de sus predecesores primitivos, antiguos y otros preilustrados, y cabe mostrar que son superiores a dichos predecesores —tanto respecto del título de justificación racional como de lo que se considera que es genuinamente la conducta moral— Puede haber todavía problemas, incluso después de Spinoza, Kant y Mili, y el progreso ha de hacerse todavía; esta es una razón por la que es necesario establecer cátedras de confe­ rencias tal como la establecida por lord Gifford. Pero estos proble­ mas se plantean desde dentro de la estructura cerrada de una racionalidad unificada y enciclopédica, y el progreso se espera desde dentro de dicha estructura. A diferencia de ello, la visión genealógica requiere de nosotros penetración suficiente para en­ tender que la adhesión a esa visión que acabamos de citar es siempre un signo de maldad, de rencor y de resentimiento inade­ cuadamente conducido. La conducta de la vida requiere una rup­ tura, un derrumbamiento de semejantes ídolos y una disolución de modelos fijos, de modo que surja algo radicalmente nuevo. Cada una de estas dos visiones rivales, la del enciclopedista y la del genealogista, contiene dentro de sí una representación más o menos detallada de la otra, pues no puede prescindir de seme­ jante representación como contrapartida de la propia representa­ ción de sí misma. Desde el punto de vista del enciclopedista, el genealogista está reproduciendo temas y tesis irracionalistas que son familiares; así, el perspectivismo genealogista se entiende, se­ gún es característico, como sólo una versión más del relativismo, abierto a la refutación mediante los argumentos usados por Sócra­ tes contra Protágoras. Desde el punto de vista del genealogista, el enciclopedista se halla inevitablemente aprisionado dentro de me­ táforas no reconocidas como metáforas. Y desde ambos puntos de vista, cualquier intento, tal como el m ío en esta conferencia, de llevar a cabo una caracterización de este antagonismo desde cierta tercera posición ventajosa exterior está condenado a fracasar; no

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hay ningún idioma neutral entre las afirmaciones y distinciones del enciclopedista y las subversiones del genealogista. Se puede aprender, ciertamente, como he tratado de hacer, el idioma de cada una desde dentro como un nuevo lenguaje, casi al modo como un antropólogo se constituye en principiante lingüís­ tico y cultural en alguna cultura ajena. AJ hacerlo, se puede llegar a reconocer que la única capacidad que los partidarios de cada punto de vista poseen para traducir las expresiones del otro ven­ dría a resultar siempre en lo que algún partidario de ese otro punto de vista que hubiera aprendido la lengua rival habría de caracteri­ zar como mala traducción, como falsa representación. Sin duda, dentro de ambos esquemas conceptuales es posible para cada cual reconocer los conceptos del otro como variantes, en cierta manera, de los suyos propios. Así, aquellos genealogistas que hablan sólo de «verdadero desde un punto de vista», reconocen en expresiones sobre la verdad, o que es «verdadero como tal», una desorientadora extensión reifícada de su propio concepto, mientras que el enciclopedista entiende «verdadero desde un punto de vista», como una reelaboración disminuida, engañosa y autocontradictoria de «verdadero como tal». Y una comprensión parecida se extiende a toda una serie de conceptos, epistemológicos y prácti­ cos, de tal manera que tenemos dos esquemas conceptuales alter­ nativos y rivales radicalmente diferentes, reconocibles como tales sólo por aquellos que han aprendido la lengua de ambos como dos lenguas primeras y que son capaces de hablar cada una como la hablan los que viven en ese esquema, pero por fuerza no recono­ cidos por aquellos que insisten en que para comprender la lengua del otro se tiene que poder traducir a la suya propia. Pero es justo esta insistencia la que requiere la perspectiva del enciclopedista, pues una parte necesaria del punto de vista del enciclopedista es la ceguera a la posibilidad de esquemas conceptuales genuinamente alternativos, mientras que es del mismo modo necesario por parte del genealogista una apertura a esa posibilidad. Así, en este caso los dos están reñidos en más de una manera, ejemplificando la verdad de que, en las controversias filosóficas de alguna profundi­ dad, lo que divide a las partes contendientes es, en parte, según es típico, la forma como hay que caracterizar el desacuerdo. Sin embargo, es precisamente en este punto donde la cuestión del género se hace urgente una vez más para el genealogista. Al

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asumir el papel de genealogista, Nietzsche había tenido que repu­ diar el de profesor y, junto con él, esos modos de expresión pública que presuponían y expresaban la adhesión enciclopédica del esta­ mento académico. La conferencia tal como la entendió dicho esta­ mento, tanto en Alemania como en Escocia, el artículo en la revista erudita y que tiene que ser cada vez más profesionalizada y el tratado magistral, todos ellos proporcionaban formas que no po­ dían contener el contenido de Nietzsche; nada más que el aforismo nietzscheano —y junto con él el parágrafo de comentario—, tan bien adaptado a los propósitos de Nietzsche, podría haber llegado a ser la moneda corriente de la vida académica. Y, no obstante, es muy difícil no leer Zur Genealogie der Moral de otra manera que como un tratado magistral, escrito mejor y con mayor elegancia, es verdad, que los libros de Kant o Hermann Cohén, de Ranke o de Harnack (colaborador de la Novena Edición), pero que organiza los argumentos y cita las fuentes de la misma manera, claramente obligado por los mismos criterios de exactitud objetiva y no más obviamente polémico contra pareceres rivales. ¿Reincidió, pues, Nietzsche simplemente en ser de nuevo un profesor, aunque ahora un profesor sin cátedra? y, en verdad, ¿podría haber hecho otra cosa si pretendía elaborar y defender las posiciones centrales de Z ur Genealogie der Moral? Si es así, entonces la genealogía, en el trance de defenderse a sí misma, ha reincidido y se ha hundido en la enciclopedia. La respuesta del genealogista es que puede parecer, en efecto, que es así, si una obra escrita se considera aislada de lo que la precede y la sigue, si se abstrae de ese movimiento a través del tiempo del cual es una parte y sólo en función del cual puede entenderse de forma correcta. Toda obra escrita, como toda pala­ bra hablada —y en esto al menos el escribir y el hablar tienen más en común que lo que les distingue— es expresión en marcha, en la que el que se expresa está respondiendo activamente a lo que ha pasado antes y está esperando activamente que tanto otros como él reaccionen o actúen en una nueva respuesta, de tal manera que pueda ir más allá de ello a algo más. De este modo, el género genealógico es uno en el que se presentan tesis presentes sobre lo que ha sido en un género abierto a lo que todavía no es. Tales tesis no pueden tener ni el tipo de fijeza ni el tipo de finalidad al que siempre aspira la mente enciclopédica y que a veces cree haber

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obtenido, como aparece con reiteración en los escritos de Adam Gifford y en la Novena Edición. Pero esta respuesta del genealo­ gista suscita una nueva dificultad. Pues el genealogista que ha puesto en cuestión la postura académica al escribir y al publicar su libro, ¿a quién se está diri­ giendo? Cabe suponer que a alguien al cual y con el cual no sólo pone en cuestión los objetos de su crítica, sino al cual abre también la posibilidad de poner en cuestión, a su vez, al genealogista, sea respecto de tesis particulares, sea respecto de su proyecto en con­ junto. Sin embargo, esto no se puede hacer sin adoptar una postura fija, una posición, un compromiso de defenderse y responder y, si es necesario, rendirse. Una obra escrita, siempre que se enfrenta con un lector —o, en verdad, un conjunto de discursos, cuando se vuelve a pronunciar a un nuevo oyente— lo hace en un tiempo que no sólo es «ahora» para ese lector u oyente, sino que se hace el «ahora» coincidente del autor, por mucho tiempo que haya trans­ currido desde que se escribiera o hablara la obra. En ese tiempo compartido, exento en algunos respectos, aunque no en otros, de la separación temporal entre el «ahora» de la expresión y el «aho­ ra» de la lectura o de la audiencia, el carácter atemporal se extien­ de a los criterios por los que se dan, se aceptan o se rechazan las razones, sólo a la luz de los cuales puede el genealogista y su lector hacerse recíprocamente preguntas. Esta apelación a criterios im­ personales y atemporales, que con tanta frecuencia se han dado por supuestos en el mundo postilustrado por aquellos mismos que creían haber rechazado la metafísica, sólo puede entenderse de manera adecuada como un fragmento de metafísica. La posibilidad de semejante apelación es inseparable de la posibilidad de esc «ahora» atemporal en el que el escritor y el lector se encuentran uno con el otro, de ese «ahora» en el que ambos pueden apelar fuera de sí mismos y de la particularidad de sus propias declaraciones sobre qué es considerado atemporal, lógica, ontológica y valorativamente, y sólo por ello y por consi­ guiente no es propiedad ni del escritor ni del lector. Y Nietzs­ che reconoció la fuerza de esta objeción. «Para pensar e inferir es necesario suponer seres: la lógica sólo maneja fórmulas para lo que permanece lo mismo», tuvo que escribir (Der Wille zur Machí, 517), anticipando la necesidad de responder a este punto; y contestó que los seres así supuestos son ficticios, entre ellos el ser

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del yo o de los otros individuos (517-520). Pero, a pesar de ello, el acto de escribir para un lector o lectores particulares supone nece­ sariamente que el yo del escritor y el del lector tienen suficiente fijeza y continuidad para entrar en esas relaciones constitutivas de los actos de «leer como alguien para quien ha sido escrito» y «escribir como alguien que ha de ser leído». La afirmación que estoy haciendo es una afirmación modesta, aunque metafísica, que no ha de confundirse, por ejemplo, con la tesis neo-kantiana de Habermas según la cual la adhesión a un conjunto específico de normas ideales es una condición necesaria para los actos de comunicación. Basta con que el escritor y el lector tengan que presuponer cierto compromiso lógico, ontológico y valorativo— y los compromisos de uno no tienen que ser en todos los aspectos los mismos que los del otro—, para asegurar las conti­ nuidades, las identidades fijas y las diferencias sin las cuales nin­ guno de ellos, sirviéndose de sus propios criterios —aun si todavía no, o no en absoluto, de los del otro— puede declarar a este otro culpable de incoherencia, de falsedad y de hacer referencias in­ correctas. Sin embargo, incluso esto es suficiente para que ambas partes se ocupen de la clase de metafísica que Nietzsche y una diversidad de posnietzscheanos han intentado proscribir. Es un signo del carácter inevitable de esta metafísica del leer que quienes la proscriben a menudo no logran, sin embargo, a los ojos de sus colegas posnietzscheanos, eliminar todos los rastros de ella de su propia obra. Así, Heidegger ha acusado a Nietzsche de retener en su pensamiento un residuo metafísico no reconocido, y así también Derrida ha acusado, a su vez, de modo parecido a Heidegger. No se trata, desde luego, de que algunas formas de escribir y leer no puedan acontecer sin esta dimensión metafísica; pero su ausencia hace del encuentro del escritor y el lector un encuentro en el que cada uno no puede ser nada más que y no otro que el objeto intencional del otro, reparto de cualquier papel que requie­ ra esa particular postura intencional, víctima del escoger víctimas del otro. De este modo, quizás la sospecha vigilante de un antimetafísico nietzscheano completamente coherente, siempre en guar­ dia frente a las expresiones deformadas de la voluntad de poder, encontraría sus justificaciones auto-confirmantes en un tipo de situación que esa misma sospecha ha creado y mantenido. Pero para todo esto hay, claro, una respuesta nietzscheana, respuesta

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que en su versión más fuerte y más plausible reconoce, como hizo el mismo Nietzsche, que en el momento de escribir para un lector y en el momento en que un lector se enfrenta con ese escritor o esa escritora en su escrito, tiene que ocurrir y durar durante un tiempo algo muy parecido a lo que he estado describiendo, un ahora del presente y de la presencia ontológica al menos aparente: pero sólo, según afirma la respuesta, durante un tiempo. Es su temporalidad la que nos libera y la que nos capacita para considerar una vez más como una ficción este descuido metafísico en apariencia momen­ táneo de la temporalidad del flujo y la perspectiva. Así, el género del tratado académico es, puede concederse, el género aparente del modo de escribir de Nietzsche en Zur Genea­ logie der Moral, pero sólo aparente, no real, porque no representa más que una postura temporal, una máscara puesta tan sólo con el fin de dirigirse particularmente a ciertos auditorios particulares. «Las teorías metafísicas son máscaras», dijo Oscar Wilde, y Nietzs­ che habría añadido que nuestras actitudes aparentemente cognos­ citivas hacia ellas no son más que modos de ponerse, exhibir y descartar tales máscaras. El problema, pues, para el genealogista es cómo combinar la fijeza de posturas particulares, manifestadas en el uso de géneros corrientes de hablar y escribir, con la movili­ dad de la transición de postura en postura, cómo asumir los con­ tornos de una máscara dada y luego descartarla por otra, sin asentir nunca a la ficción metafísica de un rostro que tiene su propia representación en último término verdadera e indescartable, tanto si es representada por Rembrandt como si lo es por un espejo. ¿Puede hacerse esto? El programa de investigación de la empresa posnietzscheana, tan pródigamente endosada por Nietzs­ che a sus herederos intelectuales, tiene que revelarse por el esfuer­ zo y o bien el fracaso o bien el éxito en el intento sistemático de llevar a cabo dicho programa. Ningún otro intento, por lo que se refiere a la realización sistemática o a la erudición o a la honesti­ dad, ha de ser más impresionante que aquel al que Michel Foucault dedicó tanto de su vida. Sin embargo, este modo de entender el proyecto de Foucault como una continuación del de Nietzsche —y esa fue durante mucho tiempo la propia comprensión que tuvo Foucault de este proyec­ to—, requiere una respuesta a la objeción de que el pensamiento de Nietzsche no fue, y en verdad no podría haber sido, tan radical­

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mente ajeno a los modos convencionales como creen que lo es Foucault y Deleuze y yo mismo, siguiéndoles. Pues, sin duda, Nietzsche no sólo aspiró a posiciones que tuvieron un lugar en el esquema enciclopedista, sino que a veces se identificó con ellas. Karl Jaspers consideró el compromiso de Nietzsche con tesis de la física y de la biología decimonónicas como su fase positivista. Nietzsche escribió historia de vez en cuando casi como la escribie­ ron algunos otros historiadores del siglo XIX, incluso cuando re­ chazaba su parentesco con ellos. Y reservó algunas de sus observa­ ciones más radicales bien para textos no publicados bien para la caracterización de concepciones tales como la del eterno retorno, que puede haber rechazado más tarde. De este modo, es posible, por supresión y reinterpretación y cambio de énfasis, construir una explicación alternativa del de­ sarrollo de Nietzsche, según la cual Nietzsche intentó realmente romper con los modos convencionales de pensar, pero fracasó al hacerlo. Y, desde esta perspectiva alternativa, no podía haber sido de otra manera. El intento de explicar con todo detalle las conse­ cuencias de la muerte de Dios excediendo las imposiciones de la gramática y de la lógica y de todos los valores establecidos, estaba constreñido a acabar en trágico fracaso. Pues lo que Nietzsche puede haber aspirado a decir lleva más allá del lenguaje inteligible. No puede producirse la inconmensurabilidad con lo que tanto los enciclopedistas como sus herederos académicos han considerado que son los rasgos de todo pensamiento y discurso inteligibles, no puede darse el tipo de inconmensurabilidad con tal pensamiento y discurso que yo y otros hemos atribuido a Nietzsche. Si Nietzsche lo previo como una posibilidad, nosotros —según se indica— lo sabemos mejor. Esta objeción se propone desde el punto de vista de este «nosotros», un «nosotros» que insiste en que la inteligibilidad no es otra cosa que traducibilidad en «nuestra» lengua y en «nuestro» lenguaje conceptual. De esta forma, Nietzsche, habiendo sido tra­ ducido a «nuestros» términos y valorado según «nuestros» crite­ rios, no resulta ser después de todo tan diferente de «nosotros». La objeción falla, desde luego, para todo aquel que no esté dispues­ to a equiparar inteligibilidad con traducibilidad en la propia lengua inicial y en el lenguaje conceptual de uno mismo. Y lo que no puede tener en cuenta el intento de esta objeción de hacer a

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Nietzsche uno de «nosotros», es la subordinación que Nietzsche hace del tratado académico dilucidatorio al poema y al epigrama, subordinación destinada a hacernos capaces en último término de prescindir por completo de los tratados dilucidatorios en favor de un modo de discurso y una manera de vida en los que la parodia, la fiesta y las interrupciones de sentido hacen uso de aseveraciones sólo para más tarde desplazarlas. De ahí que fracase en su propósito el argumento de que Nietzsche pudo no haber propuesto un conjunto de afirmaciones que lo ponen en tan radical desacuerdo con los modos de entender el lugar de la lógica y de la gramática en nuestro discurso, porque todo conjunto de afirmaciones tiene que presuponer en buena me­ dida precisamente esa manera de entender. El punto de vista final de Nietzsche, aquel hacia el cual habla más bien que desde el cual habla, no se puede expresar como un conjunto de afirmaciones. Las afirmaciones se hacen sólo para ser descartadas —y a veces retomadas de nuevo— en ese movimiento de expresión en expre­ sión en el que lo que se comunica es el movimiento. Nietzsche no propuso una nueva teoría frente a viejas teorías; propuso un aban­ dono de la teoría. Nótese que no estoy pretendiendo que soy capaz de refutar este tipo de objeción apelando a los escritos de Nietzsche. Lo que está en cuestión entre los que entienden a Nietzsche de un modo y los que lo entienden del otro modo es, en parte fundamental, cómo hay que interpretar esos escritos y cómo hay que construir el desarrollo de un texto a otro. Los escritos de Nietzsche no nos proporcionan un conjunto de datos neutrales, por cuya apelación se resolverá el desacuerdo. Y esto es precisamente lo que debería­ mos esperar si este desacuerdo es, tal como juzgo que es, un desacuerdo en el que se enfrentan dos puntos de vista inconmen­ surables. Nótese también que no estoy pretendiendo en este punto que el proyecto nietzscheano, tal como lo he entendido, se ha llevado o puede ser llevado a cabo por completo con éxito. Lo único que estoy pretendiendo es que tiene que ser entendido y juzgado ini­ cialmente en sus propios términos y que en estos términos no es de modo evidente e inmediato autodestructivo. Si puede de hecho llevarse a cabo por completo con éxito es una cuestión planteada por la historia del pensamiento de Foucault.

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^_£Iprogreso de Nietzsche fue de profesor a genealogista; el de Foucault, de no ser ninguna de las dos cosas a ser ambas a la vez. Y de aquí que, para él, el problema de la presentación académica como una máscara asumida por el genealogista, ejerciera presiones quizás aún más intensas que las sentidas por Nietzsche. Se enfren­ tó con este problema directamente en su contribución al Festschrift para Jean Hyppolite («Nietzsche, la génealogie, l’histoire» en Hommage á Jean Hyppolite, París, 1971) publicado a menos de un año de su conferencia inaugural en el Collége de France. En este ensayo trata en términos nietzscheanos no tanto la cuestión de qué es y qué consigue la historia —ésta es la cuestión a la que ha de responder todo el programa nietzscheano de investigación—, sino la cuestión de quién es el historiador y cómo el historiador ha de transformarse por el compromiso con la historia, si es que la tarea de la historia ha de estar influida por intuiciones genuinamente nietzscheanas. La historia así entendida resulta tener tres usos, todos los cuales cortan la conexión de la historia con la memoria y con la veneración conmemorativa del pasado mediante la crea­ ción de una contramemoria interruptora. El primero de estos usos es entender la historia académica oficial —la historia presentada por los profesores de historiacomo una especie de parodia del pasado, de tal modo que, en vez de tomar enteramente en serio las identidades de las figuras signi­ ficativas del pasado, las consideramos como máscaras y a nosotros mismos como los productores de una charada, productores cuya propia auto-concepción ilusoria ha sido puesta en duda por esta manera de entender. En segundo lugar, continuamos comprendien­ do a dichas figuras y a nosotros mismos, no como personas, como identidades, sino como modelos complejos de elementos represen­ tativos de sus varias culturas diferentes. De esta manera, se disipa la identidad del historiador, al igual que la de sus objetos de estudio, disipación que hace visibles las discontinuidades encubier­ tas por las continuidades de la historia académica. El tercero de estos usos de la historia es revelar en la conciencia del historiador una rencorosa voluntad de conocer, compartida con otros investi­ gadores modernos, una voluntad que no tiene de hecho como resultado ningún progreso hacia la verdad y la razón, pero que, puesto que no reconoce limitación, demanda sacrificios destructi­ vos y autodestructivos.

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Se da aquí, sin duda, para Foucault, una paradoja que lo pone en peligro a él mismo: las mismas intuiciones que proporciona esta comprensión posnietzscheana de los usos de la historia son las responsables de subvertir el proyecto de comprender el proyecto. Considérese a este propósito Les mots et les choses, publicado cinco años antes. Éste es, en un nivel, un tratado académico convencio­ nal, si bien un tanto radical. Se puede reconocer una extensión del pensamiento de Gastón Bachelard en su énfasis sobre el lugar de las discontinuidades y las inconmensurabilidades en la historia intelectual y podría ser leído —y así lo ha leído, por ejemplo, Ian Hacking— como haciendo para las ciencias inmaduras, y señalada­ mente para las ciencias humanas, algo semejante a lo que Thomas Kuhn logró para nuestra comprensión de las maduras ciencias físicas y químicas. Pero este tipo de lectura de Les mots et les choses, subvalora o ignora dos aspectos claves de este libro. El primero es subrayado por el propio Foucault en su prólogo. Su interés por las ciencias inmaduras, según se ocupa de acla­ rar, no es o no es sólo a causa de ellas mismas; es porque tienden a ejemplificar un área intermedia, siempre en alguna oscuridad y confusión, entre los códigos fijos de una cultura, por una parte, y las empresas bien ordenadas de las ciencias maduras, por otra, un área en la que puede identificarse lo que subyace a esos órdenes determinados, un área en la que podemos liberarnos para obtener una percepción de lo que es anterior a los modos de ser del orden, una intuición de los conjuntos de coherencias, semejanzas y corres­ pondencias, susceptibles de ser organizados en modos de clasifica­ ción y representación alternativos, incompatibles e inconmensu­ rables. Un segundo aspecto relevante de Les mots et les choses, sólo más tarde parece habérsele hecho visible a Foucault. En Les mots et les choses, Foucault distinguió tres estilos sucesivos de pensa­ miento, cada uno con sus propios criterios sobre clasificación y el uso de signos, divididos históricamente por momentos de ruptura, uno en el que el período renacentista es desplazado por el período clásico a comienzos del siglo XVII, y otro en el que el período clásico, a su vez, pierde su puesto a fines del siglo XVIII. Pero este libro sobre esquemas de clasificación y representación ordenados de modo inconmensurable está organizado por su parte como un ordenado esquema de clasificación y representación, esquema que

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no se identifica ni se justifica dentro de sus propias páginas, a no ser por su implicación en las constantes observaciones metodoló­ gicas, que tienen las cualidades superficiales —desde el punto de vista de la genealogía— de todas las observaciones metodológicas. Por ello, a dif erencia de los textos corrientes de historia académica, este texto se pone a sí mismo en cuestión —nótese que es el texto el que hace esto, no el autor—, requiriendo de nosotros que com­ pletemos y quizás que corrijamos, sin poder saber por adelantado cuán radicalmente, nuestra comprensión de primer orden de Les mots et les choses, mediante una comprensión de segundo orden de lo que subyace y ordena la ordenación de Les mots et les choses. La triple acusación nietzscheana de la historia que hace Foucault se ha convertido en autorreferencial. Cuando digo que es el texto el que se pone a sí mismo en cuestión, y no el autor, no quiero decir tan sólo, claro está, que Les mots et les choses no pueda sino leerse como un texto que se subvierte a sí mismo, fueran las que fueran las intenciones reales de Foucault en el momento de escribirlo. Quiero decir también, y quizás de manera más importante, que, como ha sostenido Fou­ cault en «Qu’est-ce un auteur?» (Bulletin de la Société Frangaise de Philosophie 63, julio-septiembre de 1969), «el autor» para él nom­ bra un papel o una función, no una persona, y el uso de un nombre particular de un autor desempeña esta función asignando un cierto estatuto a una pieza de discurso. Por lo tanto, toda posibilidad de llevar más allá y más acá el texto a una intención autorizada está ya excluida por una intención autorizada. «Texto y autor», «texto en cuanto hecho por un autor»: ésta es la unidad de auto-presen­ tación. Fue sin duda en parte porque Foucault convino así en la concepción convencional del autor por lo que, muy a su pesar, fue descrito a veces como estructuralista. Pero si estuvo de acuerdo con algunos de los estructuralistas en lo que él, como genealogista, negó, estuvo fundamentalmente en desacuerdo con ellos sobre lo que afirmaban. Los estructuralismos han sido de especies diferentes e incom­ patibles, disminuyendo en poder intelectual y en interés cuando se alejaron de sus fuentes en la antropología de Georges Dumézil y en las matemáticas de Bourbaki. Pero lo que todos ellos compar­ tieron es la apelación a cierto conjunto de elementos, estructurados de esta o de aquella manera, como algo fundamental para la

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explicación y la comprensión, de tal modo que todo lo demás ha de explicarse en función de dicho conjunto. Que haya tales conjun­ tos o estructuras fundamentales lo negó Foucault con firmeza. Y, así, cuando pasó de Les mots et les choses a L ’archéologie du savoir (1969), no fue para revelar algún nivel simple y fundamental de la ordenación de las ciencias, aun de las ciencias inmaduras, pues éste sería también un orden cuyo principio subyacente requeriría ser identificado y puesto en cuestión, sino que fue un movimiento hacia lo preconceptual, lo presistemático y lo prediscursivo, que por fuerza no cabe comprender sino en términos que son concep­ tuales, sistemáticos y discursivos. Se revelan muy diferentes y heterogéneas regularidades y niveles de discurso, a través de las cuales se genera una variedad de cuerpos de pretensiones incon­ mensurables, destinados en conjunto al estatuto de una ciencia. A] conjunto de relaciones que en un tiempo y lugar dados unifican las prácticas discursivas que subyacen a cualquiera de tales cuerpos de pretensiones, le da Foucault el nombre de «episteme», ridiculizan­ do, al hacerlo, el modo com o Platón y Aristóteles utilizaron esta palabra. Las ciencias, entonces, según son entendidas convencional­ mente en la historia de la ciencia o por los mismos científicos naturales, se han convertido en fenómenos secundarios. Las rup­ turas en esa historia, tal como las identifican Bachelard o Kuhn, los momentos en que se hace una transición desde una compren­ sión estandarizada de lo que ha de ser racional a alguna otra comprensión estandarizada de la racionalidad a veces inconmensu­ rable, son también fenómenos secundarios. Pues esas rupturas, al igual que los órdenes estandarizados que dividen y juntan, son el resultado de reuniones y confluencias en cuya construcción han estado trabajando distribuciones de poder, de tal manera que lo que aparece en el nivel superficial como formas de racionalidad son —y aun resultan de— la realización de una variedad de estrate­ gias agresivas y defensivas, aunque estrategias sin sujetos. Verdad y poder son, pues, inseparables. Y lo que aparece como proyectos que buscan la posesión de la verdad son siempre intencionados en su ejercicio del poder. Al exponerlos así, Foucault ejecuta, pues, la tercera de las tareas propias del genealogista tal como Nietzsche las caracterizó y las volvió a caracterizar el propio Foucault. Pero, ¿qué hay ahora sobre el discurso en el cual y a través del cual lleva

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a cabo sus tareas el genealogista? He descrito el desarrollo de Foucault con mis propios términos; pero ¿qué sería describirlo en los suyos? ¿Podrían ser muy diferentes? La cuestión surge una vez más: ¿en qué medida puede el genealogista, primero al caracterizar y explicar su proyecto, tanto a sí mismo como a los demás, y luego al valorar su éxito o su fracaso en sus propios términos, evitar caer en un modo académico, no genealógico, difícil de distinguir del modo académico enciclopedista o profesoral en cuyo repudio tuvo el proyecto genealógico su génesis y su razón fundamental? Ciertamente, el mismo Foucault llegó a ser profesor de profe­ sores, devolviendo el proyecto de Nietzsche al profesorado del cual Nietzsche lo había rescatado. No quiero decir con esto sólo que, mientras que Nietzsche comenzó como profesor pero se convirtió en viajero sin hogar en los lugares de alojamiento proporcionados por Niza y Marienbad, Stresa y Génova, Foucault comenzó como transeúnte, yendo de Lille a Uppsala y a Varsovia, y más tarde entre Clermont-Ferrad y Brasil y Túnez, pero acabó con cerca de cincuenta años hablando ex cathedra desde el Collége de France; sino también que esta inversión simboliza el movimiento de Fou­ cault y su llegada final al patente estilo académico de la Histoire de la sexualité y a las aún más patentes explicaciones de sus explica­ ciones ofrecidas en esa agotadora multitud de entrevistas, en las que la evidente deferencia académica en las preguntas no es nunca rechazada por Foucault en sus respuestas. Este Foucault final fue, en un aspecto por lo menos, un Hob­ bes del siglo XX, que, cuando Jacques Alain Miller y Alain Grosrichard le pidieron en una discusión en 1977 (Ornicar 10, julio de 1977) que identificara a los sujetos que se oponen entre sí en esos ejercicios de poder que constituyen la vida social, cultural e inte­ lectual, contestó que es «todos contra todos... ¿Quién lucha contra quién? Todos luchamos unos con otros. Y siempre hay algo dentro de cada uno de nosotros que combate todo lo demás». Cuando Miller le preguntó si los componentes de las coaliciones transito­ rias que forman los participantes en esas luchas serían individuos, Foucault respondió: «Sí, individuos, o aun sub-individuos». Hay así una lucha hobbesiana incluso interiorizada ¿n esta guerra de todos contra todos. Y en la descripción de esta lucha están por completo ausentes la distancia irónica, el desenn.ascaramiento, el autodesenmascaramiento y todos los otros rasgos de esas posturas

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esencialmente provisionales que caracterizan a las revelaciones históricas del genealogista. De esta manera Foucault regresó a la academia. Pero ¿tuvo que ocurrir esta regresión de Nietzsche a Hobbes? ¿Podría haber continuado en su integridad la empresa genealógica? Las respuestas a estas cuestiones dependen de las respuestas a otras dos. He hecho notar antes, que la relación que Zur Genealogie der Moral requiere se mantenga entre el lector y el texto, implica un modo de lectura y de debate argumentativo a la luz de ciertos criterios de verdad, de referencia y de racionalidad impersonales y eternos, y que una adhesión permanente a dichos criterios sería incoherente con el proyecto genealógico. A esto, sin embargo, era posible contestar que esta relación sólo precisa ser transitoria y provisional, adhesión que ha de ser mantenida no por el genealo­ gista mismo, sino sólo por una de sus potencialmente muchas personae, máscaras, y de este modo no se compromete al genealo­ gista en cuanto esa esquiva figura va de postura en postura. El que esta respuesta pueda mantenerse depende —según he indicado— del éxito o el fracaso de la genealogía, no como conjunto singular de pretensiones en un texto singular, sino como programa de investigación del tipo que Foucault emprendió, aunque al final casi, si no es que por completo, abandonó. Sin embargo, ahora la cuestión se plantea respecto a si, lo que aun el parcial cumplimiento de Foucault de ese programa no puede haber revelado, es que las sucesivas estrategias del genealo­ gista no pueden, después de todo, sino implicarlo inevitablemente en compromisos con criterios que están en pugna con las tesis centrales de la postura genealógica. Pues, al hacerse inteligible a sí mismo su serie de estrategias de enmascaramiento y desenmasca­ ramiento, el genealogista tiene que atribuir a lo genealógico mismo una continuidad de propósito deliberado y un compromiso con ese propósito, que sólo puede ser atribuido a un yo que no ha de ser disuelto en máscaras y momentos, un yo que no puede sino conce­ birse como más y como otro que sus disfraces y encubrimientos y negociaciones, un yo que justo en la medida en que cabe adoptar perspectivas alternativas, no es él mismo una perspectiva, sino que es persistente y sustancial. Hágase del yo del genealogista nada más que lo que la genealogía hace de él, y ese yo se disuelve hasta

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el punto en que ya no hay un proyecto genealógico continuo. O así lo estoy proponiendo. ¿Es esto realmente así? Si insistimos en esta cuestión, nos encontramos haciendo otra pregunta muy relacionada. Al narrar el desarrollo sistemático y la constante reelaboración de las estra­ tegias de Foucault, no ha ocurrido tan sólo que hemos tenido que atribuir una unidad de proyecto a un yo que delibera y resuelve y que tiene su propia unidad como agente, si es que ese proyecto ha de ser inteligible. Hemos tenido que reconocer también el papel desempeñado por la lógica, por la identificación, por ejemplo, de la contradicción, por las apelaciones a la evidencia, por el razona­ miento práctico que se muestra en las acciones a través de las cuales las investigaciones de Foucault progresaron o dejaron de progresar hacia un telos reformulado de vez en cuando, y por sus reevaluaciones de los éxitos y los fracasos de dichas investigacio­ nes. Los criterios a la luz de los cuales se hacen tales reevaluaciones y se dirige tal razonamiento son independientes de las etapas y los momentos de la estrategia transitoria, a través de la cual el genea­ logista lleva adelante sus proyectos globales, y el reconocimiento concedido a ellos es necesario para que el genealogista encuentre inteligibles sus propias acciones y declaraciones, por no mencionar que sean inteligibles a cualquier otro. Por tanto, una vez más parece que se da el caso de que la inteligibilidad de la genealogía requiere creencias y adhesiones de un tipo excluido por la postura genealógica. La prolongación por parte de Foucault de la empresa de Nietzsche nos ha forzado, pues, a plantear dos cuestiones: ¿Puede la narración genealógica encontrar algún lugar dentro de sí misma para el genealogista? ¿Y puede la genealogía, como proyecto sistemático, hacerse inteligible al genealogista, así como a otros, sin cierto reconocimiento, al menos tácito, que es conce­ dido precisamente a aquellos criterios y lealtades que es su propó­ sito reconocido romper y subvertir? La insuficiencia de las respuestas a estas preguntas hasta este momento, puede indicar que la historia de la genealogía ha sido —y no podría haber sido otra que— una historia de empobrecimien­ to progresivo. No es tanto, por supuesto, que las empresas acadé­ micas del último Foucault sufrieran un empobrecimiento, cuanto que sólo lo evitaron recurriendo cada vez de un modo menos transformador a fuentes y métodos no genealógicos. Sin embargo.

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si la genealogía se enfrenta ahora con problemas para los cuales no parece capaz, al menos todavía, de idear soluciones —falta de inventiva que, claro está, puede ser sólo transitoria—, los partida­ rios sobrevivientes del modo enciclopedista de la investigación moral no pueden recibir de ello ningún consuelo por dos razones. En primer lugar, el particular diagnóstico genealógico de las acti­ tudes morales, metafísicas y teológicas tipificadas por la Novena Edición de la Encyclopaedia Britannica, conservan mucha fuerza de convicción independientemente de la suerte del proyecto genealó­ gico en general. Si la genealogía no ha superado, o todavía no ha superado, esas dificultades que tiene que superar, si han de vindi­ carse sus pretensiones de soberanía en la esfera de la investigación moral, al menos ha tenido éxito al impugnar la forma enciclopedis­ ta de la investigación moral. En segundo lugar, los defectos en el desarrollo del tratamiento genealógico de la inconmensurabilidad de puntos de vista morales, científicos, metafísicos y teológicos fundamentalmente rivales, no disminuyen en nada la existencia y la importancia de esa inconmen­ surabilidad y de los desacuerdos y los conflictos, actualmente irre­ solubles, que proceden de ella. La transformación del investigador moral, de partícipe en una empresa enciclopédica compartida por todos los seres humanos suficientemente reflexivos e instruidos, en partidario comprometido de un punto de vista tal que se halla en lucha abierta contra sus rivales, es un hecho consumado, cuyo reconocimiento adecuado termina en la disolución del punto de vista encyclopedista, disolución evidente en la actual Decimoquin­ ta Edición de la Encyclopaedia Britannica. En la Novena Edición, el punto de vista global y el esquema del editor era amplia, si no del todo universalmente, compartido por sus colaboradores, y la estructura de artículos particulares, en especial en los artículos clave, tales como los de «Ética» y «Teología», era consonante con la estructura de la enciclopedia como un todo. Pero en la Decimo­ quinta Edición acontece algo por completo diferente. Contribucio­ nes heterogéneas y divergentes, que reconocen la diversidad y la fragmentación de puntos de vista en áreas centrales, se hallan profundamente reñidas con el esquema global, en la medida en que este esquema presuponga alguna unidad real de la obra, y no se limite a proporcionar cierta organización a una gran obra de refe­ rencia. Mortimer J. Adler, presidente del consejo de editores de

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esta edición (Chicago, 1974), reconoce esto cuando admite al final de su explicación introductoria, que lo que la Enciclopedia expresa no es más que «fe en la unidad del conocimiento» (Propaedia, p. 446). El modo enciclopédico de investigación se ha convertido en un fideísmo más, y un fideísmo que se opone cada vez más abiertamente a las realidades contemporáneas. Dado que los presupuestos del punto de vista y el modo de investigación enciclopedistas son, como he sostenido antes, los mismos presupuestos que subyacen en la fundación de institucio­ nes académicas tan características como las Conferencias Gifford, parecerá acaso que continuar nombrando conferenciantes Gifford no puede ser más que un acto similar de fe injustificada. Si esto es así o no, depende de si hay una tercera alternativa al modo de investigación moral enciclopédico y al modo genealógico. Es pre­ cisamente, por tanto, hacia una investigación de la posibilidad de una tercera alternativa de esta clase, a lo que me encaminaré en las cuatro próximas conferencias.

III ¿DEMASIADOS TOMISMOS?

El punto de vista del enciclopedista, y más especialmente de los editores y colaboradores de la Novena Edición, se halla en radical conflicto con el del genealogista respecto de sus concepcio­ nes rivales de la naturaleza de la investigación moral. No obstante, es lo más sencillo ser ciego al hecho de que ambos comparten también ciertos acuerdos fundamentales y que esos acuerdos han configurado el curso de sus disputas de maneras significativas. ¿Cuáles son? Ambas partes contendientes están de acuerdo, ante todo —en gran medida, si es que no por entero—, en el modo como conciben la historia de la filosofía desde Sócrates hasta el siglo XIX. Para el enciclopedista, esta historia es la del progreso de la razón, en el cual las limitadas concepciones del razonar y de las prácticas de la investigación racional generadas por Sócrates, Platón y Aris­ tóteles, fueron ampliadas por sus sucesores, aunque con nuevas limitaciones, y luego recibieron forma definitiva e indefinidamente mejorable por obra de Descartes. «Descartes» -escribió William Wallace en el volumen 7 de la Novena Edición— «trazó las líneas sobre las cuales habían de construirse la filosofía y la ciencia modernas». Así, desde Sócrates, a través de Descartes, hasta Kant y los poskantianos pasa la línea tanto del progreso moral como de

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la investigación racional y muestra en su resultado la unidad de su historia. Para el genealogista, esta historia tiene un carácter muy dife­ rente. Es una historia en la que la razón, desde la dialéctica de Sócrates hasta los poskantianos, no sólo está al servicio de los intereses de la voluntad de poder a causa de sus pretensiones injustificadas, sino también disfraza dichos intereses. Donde el enciclopedista ve una historia unificada de progreso, el genealogis­ ta ve una historia unificada con una función distorsionante y re­ presiva. Pero ambos concuerdan, al menos, en suponer una histo­ ria unificada. Ambos, por tanto, están reñidos con toda visión que entienda la historia de la filosofía en función de una ruptura fundamental, de tal manera que la filosofía tenga una historia dividida, un antes y un después tales que la caracterización del antes será una tarea muy diferente de la caracterización del des­ pués. Ésta fue la visión de la historia de la filosofía adoptada por Joseph Kleutgen en su obra Die Philosophie der Vorzeit Verteidigt, publicada en cuatro volúmenes en Munich entre 1853 y 1860. Más tarde quiero poner en cuestión alguno de los modos como Kleut­ gen distinguió la filosofía «der Vorzeit» de la filosofía de la moder­ nidad, pero el hecho de la distinción fue mucho más importante que sus modos particulares de caracterizarlo. Lo que Kleutgen distinguió fue esa filosofía que va de Sócrates a la Alta Edad Media, y que tomó su forma definitiva en los escritos de Tomás de Aquino, de esa otra filosofía que reconoció a Descartes como su destacado progenitor. Así, donde tanto los enciclopedistas como los genealogistas habían descrito continuidad, Kleutgen describió ruptura. Kleutgen fue jesuíta; en una etapa de su carrera, profesor del colegio Alemán de Roma, y luego prefecto de estudios de la Uni­ versidad Gregoriana. Y esto quiere decir que enseñó e investigó en una comunidad universitaria gobernada y definida precisamente por esa clase de pruebas de ortodoxia religiosa y moral de las que Adam Gifford y sus contemporáneos de Edimburgo estaban tan orgullosos de haberse emancipado. Y también en este punto Kleut­ gen nos señala un modo importante en el que se hallan de acuerdo el enciclopedista y el genealogista, mientras que el tomista está reñido con ambos por igual.

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Descartes simbolizó para el enciclopedista decimonónico una declaración de independencia, mediante la razón, de los vínculos particulares de toda comunidad moral y religiosa particular. Es donde esta visión de la esencia de la racionalidad, desde la que la objetividad de la razón resulta inseparable de su libertad frente a las parcialidades de todas esas comunidades. Es por la adhesión a la razón como tal, impersonal, imparcial, desinteresada, unitiva y universal, por lo que el enciclopedista convocó a sus lectores y oyentes. Y es, por cierto, esta misma concepción de la razón universal y desinteresada, la que rechaza el genealogista, de tal manera que el genealogista y el enciclopedista concuerdan en arti­ cular lo que consideran que son opciones tanto exclusivas como exhaustivas: o bien la razón es de este modo impersonal, universal y desinteresada, o bien es la representante inconsciente de intereses particulares, que enmascaran su impulso de poder mediante sus falsas pretensiones de neutralidad y desinterés. Lo que esta alternativa oculta a la vista es una tercera posibi­ lidad, la posibilidad de que la razón sólo pueda encaminarse a ser auténticamente universal e impersonal en la medida en que no es ni neutral ni desinteresada; ese ser miembro de un tipo particular de comunidad moral, de una comunidad de donde ha de excluirse un disentimiento fundamental, es una condición para la investiga­ ción auténticamente racional y, de manera más especial, para la investigación moral y teológica. Sin embargo, justamente esta po­ sibilidad fue la que presentó Platón al iniciar la tradición filosófica, de modo particular en el Gorgias y en la República. Lo que resultó de la confrontación de Sócrates con Calícles en el Gorgias fue que una condición previa para que alguien se dedique a la investigación racional mediante el método de la dialéctica, es poseer y reconocer ya ciertas virtudes morales sin las cuales será imposible el progreso cooperativo de la dialéctica, algo que además reconocieron, Platón en la República, al señalar aquellas virtudes cuya práctica tiene que preceder a la iniciación en la comunidad filosófica, y Aristóteles, al dar cuenta de la inseparabilidad de las virtudes morales y las intelectuales tanto en la comunidad política como en la filosófica. Así, pues, desde esta perspectiva socrática, la investigación de la naturaleza de las virtudes y del bien humano en general, si es desinteresada, tiene que resultar estéril. Se requiere un compromi­ so previo y, como es claro, la naturaleza de este compromiso inicial

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ha determinado de manera parcial y crucial las conclusiones que surgen como progresos de la investigación. De aquí, por supuesto, surgió el aviso de Nietzsche de no dejarse atrapar por la dialéctica socrática. Pues se dio cuenta correctamente de que sólo rompiendo con esta dialéctica desde el principio, podría uno tener la esperanza de evitar llegar a las conclusiones platónicas y aristotélicas. De aquí también se derivó la incondicional hostilidad de Nietzsche a Platón y su preferencia por los sofistas. E. R. Dodds sostuvo que en el Calícles del Gorgias encontramos una anticipación de la respuesta de Nietzsche a Pla­ tón. Pero es importante notar también que el Platón del Gorgias y de la República, estaba asimismo en conflicto con uno de los supuestos principales de la postura enciclopédica: la verdad no sólo es lo que es, con independencia de la perspectiva, sino que puede ser descubierta o confirmada por cualquier persona suficien­ temente inteligente, sin importar su punto de vista (véase sobre esta concepción la discusión de David Wiggins de las observacio­ nes de M. H. Abrams en «What Would Be a Substantial Theory of Truth?», en Philosophical Subjects: Essays Presented toP. F. Strawson, ed. Z. van Straaten, Oxford, 1980). Por el contrario, desde el punto de vista del Gorgias y de la República, el investigador ha de aprender cómo convertirse a sí mismo en un tipo particular de persona, si ha de llegar a un conocimiento de la verdad sobre su bien y sobre el bien humano. ¿Qué clase de transformación se requiere? Es aquella que supone el convertirse a sí mismo en un aprendiz de un arte, el arte, en este caso, de la investigación filosófica. Pues parte de aquello que pone a la tradición filosófica que va de Sócrates a Tomás de Aquino en conflicto con el pensamiento filosófico de la modernidad, sea en­ ciclopédico o genealógico, fue tanto su modo de concebir la filoso­ fía como un arte, una techne, como su concepción de lo que tal arte es en buenas condiciones. «Todo bien» —dice Aristóteles— «es el ergon de una techne» (EN VII 1152b 19), y lo que una particular techne produce en aquellos que la practican es cierta capacidad particular (1153a 23), una capacidad de realizarse, como son obte­ nidos los productos finales de cualquier techne, sólo con el razona­ miento verdadero (VI 1160a 20-21), que requiere, a su vez, tanto las virtudes intelectuales como las morales. La investigación de la naturaleza de lo que son lo bueno y lo mejor, tiene que ser una

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ciencia (episteme) que es un arte maestro (1 1094a 27). Y al comien­ zo de la Metafísica es una techne la que nos hace capaces de discernir la unidad en la multiplicidad y es el maestro artesano quien resulta ser el modelo de la persona con sophia. Al defender que comprometerse en llegar a ser un philosophos es embarcarse en una techne, Aristóteles, como es claro, sólo repe­ tía lo que había aprendido de Sócrates y Platón. Y cuando en la Edad Media, para caracterizar la investigación, se usaron las con­ cepciones del arte (la palabra «ars», tal como se utiliza en «ars liberalis», significa precisamente lo que «techne» significa; las artes liberales son las artes o las destrezas de las personas libres), fue en Platón o en Aristóteles en quienes esos autores se apoyaron para comunicar esa concepción de su práctica. Dante, como poeta-filó­ sofo, en virtud de estas específicas habilidades artísticas, fue admi­ tido como miembro de una de las arti de Florencia, la de los boticarios, el gremio para todas las artes adquiridas en los libros. ¿Qué hay entonces en la estructura de un arte y de un gremio artístico que es importante para la filosofía? ¿Qué es lo que la filosofía como arte comparte con otras artes, tales como la fabri­ cación de muebles o la pesca, que puede acaso no compartir con la filosofía entendida de modos rivales, como el de Descartes o el de Nietzsche? Se destacan algunas notables características. Una surge de dos distinciones clave que han de aprender a aplicar los aprendices de cualquier arte; en verdad, sólo en la medida en que aprendan a aplicarlas podrán aprender todo lo demás. La primera es la distinción entre lo que en situaciones particulares es realmente bueno hacer y lo que sólo le parece que es bueno hacer a este aprendiz particular, pero no es así de hecho. Esto es, el aprendiz tiene que aprender, al principio de sus maes­ tros y luego en su continua autoeducación, cómo identificar los errores que él mismo comete al aplicar los criterios admitidos, los criterios que se reconocen como aquellos de los cuales mejor se puede disponer en ese momento de la historia de ese arte particu­ lar. Una segunda distinción clave es la que existe entre lo que es bueno y lo mejor hacer para mí con mi particular nivel de prepa­ ración y aprendizaje en mis particulares circunstancias, y lo que es lo bueno y lo mejor incondicionalmente. Esto es, el aprendiz tiene que aprender a distinguir entre la clase de excelencia que tanto otros como él pueden esperar de él mismo aquí y ahora, y aquella

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excelencia última que proporciona su telos tanto a los aprendices como a los maestros artesanos. Lo que ante todo resulta de la correcta y sistemática aplicación de estas distinciones al aprendiz, tanto por su maestro como por el aprendiz mismo, es la identificación de los defectos y las limita­ ciones de esta persona particular, tal como es aquí y ahora, respec­ to del cumplimiento de dicho telos: defectos y limitaciones en los hábitos de juicio y en los hábitos de valoración, arraigados en corrupciones e insuficiencias de deseo, gusto, hábito y juicio. De este modo, el aprendiz aprende qué ha de ser transformado en su caso, esto es, qué vicios requieren ser erradicados, qué virtudes intelectuales y morales requieren ser cultivadas, Y esta necesidad de identificar tales virtudes y de adquirirlas para aprender todo aquello en lo que, en este arte particular, requiere uno ser instrui­ do, tiene consecuencias particularmente importantes cuando el arte en cuestión es, o incluye, la investigación moral. Las virtudes se precisan, como es claro, para la práctica de cualquier techne, si esta techne ha de dirigirse hacia un bien autén­ tico. Pues, aunque todo bien es el ergon de alguna techne, las habilidades de una techne se pueden ejercitar con el propósito de obtener lo que de hecho no es un bien. Todas las potencias racio­ nales, dijo Aristóteles —y poseer una techne es poseer una potencia racional—, pueden tener efectos contrarios. De este modo, el ejer­ cicio de una techne no determina por sí mismo a qué fin se dirigirá dicho ejercicio. Se necesita algo más —orexis o prohairesis, deseo sólo sentido o deseo guiado por la razón (Metafísica IX 1048a 1-11). Y el juicio de la recta razón que informa semejante deseo se referirá siempre implícita o explícitamente a aquel telos cuya consecución es el bien auténtico que ha de conseguirse para este agente particular en sus circunstancias particulares. El telos de la investigación moral —que es la excelencia en la consecución, no sólo de una comprensión teórica adecuada del bien específicamente humano, sino también de la encarnación práctica de esa comprensión en la vida del investigador particularrequiere sobre todo, por tanto, no sólo un arte, sino un arte guiado por la virtud. La investigación moral, tal como la entendieron Sócrates, Tomás de Aquino y aquellos que tuvieron su sitio en el movimiento que comienza en Sócrates y llega al Aquinate, aspira, pues, a responder tanto teórica como prácticamente a la pregunta:

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«¿Qué es lo bueno y lo mejor, tanto para los seres humanos en general como para esta clase específica de ser humano en estas circunstancias particulares aquí y ahora?». Pero esta pregunta no se puede responder sin aprender a catalogar y a caracterizar las excelencias humanas, las virtudes morales e intelectuales. De este modo, la investigación moral se endereza a obtener conclusiones teóricas y prácticas sobre tales virtudes. Pero, como ya hemos observado, uno no puede aprender cómo encaminarse a tales con­ clusiones sin haber adquirido primero algunas al menos, de estas mismas virtudes que está investigando y, por tanto, sin haber sido capaz primero de identificar qué virtudes son y, al menos en cierta mínima medida, qué hay en ellas que hace que estos hábitos parti­ culares sean virtudes. De este modo, nos amenaza una manifiesta paradoja al entender la investigación moral como un tipo de arte: sólo en la medida en que hayamos llegado ya a ciertas conclusio­ nes, seremos capaces de llegar a ser el tipo de persona capaz de dedicarse a tal investigación de un modo que le permita obtener conclusiones firmes. ¿Cómo ha de escaparse de esta amenaza de paradoja —que cabe reconocer como una versión de la que al comienzo planteó Platón en el Menón sobre el aprender en gene­ ral—, cómo hay que hacerla desaparecer o, si no, cómo hay que enfrentarse con ella? La respuesta es, en parte, la que se propone en el Menón: a menos que tengamos ya dentro de nosotros mismos la potencialidad de buscar y obtener conclusiones teóricas y prác­ ticas pertinentes, seremos incapaces de aprender. Pero necesita­ mos también un maestro que nos ponga en condiciones de actua­ lizar esa potencialidad, y tendremos que aprender de dicho maes­ tro y aceptar al comienzo, sobre la base de su autoridad en el seno de la comunidad de un arte, precisamente qué hábitos intelectuales y morales son lo que tenemos que cultivar y adquirir, si hemos de llegar a ser efectivos participantes autónomos en semejante inves­ tigación. De aquí surge una concepción de la autoridad docente racional que es interna a la práctica del arte de la investigación moral, al igual, en verdad, que esas concepciones que surgen en artes tales como la fabricación de muebles y la pesca, en los que, tal como en la investigación moral, definen de forma parcial la relación del maestro artesano con el aprendiz. Semejantes concepciones están, como es claro, profundamente reñidas con el ethos de la enciclopedia y con el de la genealogía.

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Los enciclopedistas aprendieron de Kant que ser racional es pen­ sar por sí mismo, emanciparse de la tutela de la autoridad. Toda noción que sólo pueda pensar de manera adecuada por mí y para mí mismo en la medida en que lo hago en compañía de otros, a algunos de los cuales se les ha de reconocer autoridad, es comple­ tamente ajena al enciclopedista, como, en verdad, lo es también al genealogista, quien no puede sino ver en tal autoridad el ejercicio de un poder subyugante al que hay que resistir. A mayor abunda­ miento, el ejercicio de la autoridad se relaciona con la temporali­ dad de una manera que está reñida tanto con los modos del enci­ clopedista como con los del genealogista. Los criterios de realización cumplida en el seno de cualquier arte se justifican históricamente. Han surgido a partir de la crítica de sus predecesores y se justifican porque, y en la medida en que, han remediado los defectos y trascendido las limitaciones de esos predecesores como guías de una realización excelente dentro de ese arte particular. Todo arte está conformado por cierta concep­ ción de una obra finalmente perfecta, que sirve para el telos com­ partido de ese arte. Y los juicios o acciones y objetos que efectiva­ mente se producen como los mejores hasta ese momento, se juzgan así porque están en cierta relación determinada con ese telos, que les dota de su causa final. Así ocurre dentro de las formas de la investigación intelectual, sea teórica o práctica, que dan por resul­ tado, en cualquier etapa de su historia, tipos de juicio y de activi­ dad que se justifican racionalmente como los mejores hasta ese momento, a la luz de aquellas formulaciones de los criterios perti­ nentes de realización cumplida que se justifican racionalmente como los mejores hasta ese momento. Y esto no es menos verda­ dero cuando el telos de tal investigación es la concepción de una ciencia perfeccionada o de una jerarquía de tales ciencias, en la cual las verdades teóricas o prácticas se ordenan de forma deduc­ tiva por derivación a partir de primeros principios. Aquellas ver­ siones sucesivamente parciales e imperfectas de esa ciencia o de esas ciencias, que se elaboran en diferentes etapas de la historia del arte, proporcionan marcos dentro de los cuales, quienes pretenden la verdad tienen éxito o fracasan al encontrar o al dejar de encon­ trar un lugar en esos esquemas deductivos. Pero los esquemas globales mismos se justifican por su capacidad para cumplir mejor que cualquier competidor rival hasta ese momento, tanto en la

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organización de la experiencia de quienes hasta ese momento han hecho del arte lo que es, como en el ofrecimiento de corrección y de mejora allí donde se ha localizado alguna necesidad de ellas. La referencia temporal del razonar dentro de un arte difiere, pues, llamativamente, de la del razonar enciclopédico o de la del genealógico. El enciclopedista intenta proveerse, como conclusio­ nes suyas, de verdades eternas, universales y objetivas, pero aspira a hacerlo por medio de un razonamiento que tiene desde el prin­ cipio las mismas propiedades. Desde el principio, todo razona­ miento tiene que ser tal, que sería convincente para cualquier persona completamente racional, sea la que sea. La racionalidad, como la verdad, es independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias históricas. Los editores y colaboradores de la Nove­ na Edición, puede que no hayan sido cartesianos, pero la confesión de su deuda con Descartes otorgó reconocimiento a una importan­ te verdad sobre sí mismos. Y alguno que, como Adam Gifford, se apoyó en Spinoza más que en Descartes para su concepción de la racionalidad, mantuvo precisamente la misma interpretación de la razón. Lo que esa interpretación supone es la exclusión de la tradición como guía de la verdad, y en su conferencia sobre «Law a Schoolmaster» Gifford contrapuso lo que consideraba que eran las verdades de la moralidad a las fuerzas de la costumbre y de la tradición, que son, a su parecer, probablemente ofuscadoras o, más probablemente, más ofuscadoras que iluminadoras, y que, cuando ocurre que transmiten verdades, lo hacen de un modo que requiere todavía el examen de la racionalidad independiente de la tradición para conceder de manera justificada, el estatuto de verdad a lo que se transmite. Por el contrario, precisamente porque en cualquier momento particular la racionalidad de un arte se justifica por su historia que hasta ese momento ha hecho de él lo que es en este tiempo y lugar específicos y en este específico conjunto de circunstancias históri­ cas, semejante racionalidad es inseparable de la tradición a través de la cual se ha logrado. Participar en la racionalidad de un arte requiere participar en las consecuencias de su historia, entender su historia como propia, y encontrar un sitio para uno mismo como personaje de la narración dramática representada que es esa histo­ ria hasta ese momento. El que participa en un arte es racional qua participante, en la medida en que se ajusta a los mejores criterios

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de razón descubiertos hasta ese momento, y la racionalidad en la que de este modo participa se entiende siempre, por lo tanto, a diferencia de la racionalidad del modo enciclopédico, como una racionalidad históricamente situada, aun si aspira a una formula­ ción eterna de sus propios criterios, lo que sería su forma final y perfeccionada, a través de una serie de reformulaciones sucesivas, posteriores y todavía por llegar. La autoridad de un maestro dentro de un arte se refiere a algo más y a algo distinto que la ejemplificación de los mejores criterios hasta ese momento. Se refiere también, y de manera más impor­ tante, a saber cómo avanzar y, en especial, cómo dirigir a otros para avanzar, utilizando lo que puede aprenderse de la tradición proporcionada por el pasado para encaminarse al lelos de la obra completamente perfeccionada. Sabiendo de este modo cómo unir el pasado y el futuro es como los que tienen autoridad son capaces de apoyarse en la tradición, de interpretarla y reinterpretarla, de tal modo que el dirigirse hacia el lelos de ese arte particular se hace manifiesto de maneras nuevas y característicamente inesperadas. Y es por la capacidad de enseñar a otros este tipo de saber, que el poder del maestro dentro de la comunidad de un arte se legitima como autoridad racional. El genealogista no tiene ninguna manera de entender semejan­ te autoridad a no ser como una forma más de dominación imper­ fectamente disfrazada por su máscara de racionalidad, máscara que se lleva necesariamente con una autodeformante carencia de autoconocimiento. Tratar a la tradición como un recurso es, de modo semejante, un modo más de permitir que el pasado subyugue al presente. Y el síntoma central de la enfermedad de este tipo de existencia social, desde el punto de vista genealógico, es que, a pesar de su reconocimiento del hecho de que todo dar y ofrecer razón se halla situado históricamente, concibe como eterna la verdad a la que aspira. De ahí que la racionalidad de una tradición artística sea tan ajena y hostil a la empresa genealógica como lo es la del enciclopedista a cualquiera de las dos. Los conflictos entre estas tres empresas se hacen claramente evidentes en sus opuestas actitudes hacia la teología cristiana. El genealogista nietszscheano y posnietzscheano entiende que el cris­ tianismo tiene un lugar clave en la génesis y en el sostenimiento de las ilusiones que el genealogista tiene como tarea combatir. Con el

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tiempo, ha cambiado el tono de voz del genealogista. La ferocidad nietzscheana —«Basta leer a cualquier agitador cristiano, a San Agustín, por ejemplo, para comprender, para oler qué sucia pan­ dilla se encumbró de ese modo» (Der Antichrist, 59) o su caracteri­ zación de la Edad Media como la mezcla de una «terrible barbarie de costumbres» con «una igualmente terrible exageración de lo que constituye el valor de los hombres» (Der Wille m r Machí, 871)—ha sido desplazada por las mesuradas valoraciones de Foucault en sus últimos escritos y por la muy diferente retórica historizante de Deleuze y Guattari. Pero se mantiene la hostilidad fundamental, y entre aquellos rasgos a los que se apunta está, no sólo la aberración moral, que según la perspectiva genealógica, heredó el cristianismo del judaismo, sino también el realismo metafísico del teísmo judío y cristiano. Pues semejante teísmo tiene como su centro la visión de que el mundo es lo que es con independencia del pensar, del juzgar, del desear y del querer humanos. Hay una única visión verdadera del mundo y de su ordenamiento, y para que los juicios humanos sean verdaderos y para que el desear y el querer humanos tiendan a lo que es auténticamente bueno, tienen que estar en conformidad con el orden creado por la divinidad. De aquí que tanto el perspectivismo del genealogista como el concomitante repudio de la distin­ ción entre lo real y lo aparente, supongan el rechazo de la teología cristiana. Desde este punto de vista, la crítica postilustrada de la ortodoxia cristiana por parte del enciclopedista es, a lo sumo, poco entusiasta y pusilánime, y muestra incluso, como lo más negativo, alguno de los mismos síntomas de enfermedad moral e intelectual que muestra el propio cristianismo. La acusación genealogista no es sólo que el tipo de racionali­ dad que se profesa en la Novena Edición sea todavía demasiado hospitalaria con el cristianismo, como el artículo de Robert Flint sobre teología. Es también, y de manera fundamental, que esa concepción de la racionalidad, y, en verdad, la concepción del lenguaje y su modo de aplicarse al mundo que esta concepción presupone, es ella misma teológica. «Me temo —escribió Nietzsche en Gótzendiimmerung—, que no nos hemos desembarazado de Dios porque todavía creemos en la gramática», esto es, en una concep­ ción del lenguaje que representa un orden de cosas por medio de un esquema conceptual y de una lógica de la identidad y la dife-

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renda. Así, la acusación genealógica no es sólo que el teísmo es en parte falso porque requiere la verdad del realismo, sino que el realismo es intrínsecamente teísta. No es por ello sorprendente que algunos teólogos del si­ glo XIX, cuya lealtad les obligó a no contraer y constreñir las afirmaciones de su credo y su comprensión teológica de estas afirmaciones dentro de los límites impuestos por el marco poskan­ tiano del enciclopedista decimonónico, y a no hacer frente tampo­ co al reto del genealogista por medio de un fideísmo irracional, hayan vuelto la vista atrás, como hizo Kleutgen, a ese tipo diferen­ te de filosofía que se ha elaborado en los términos que son propios de una comprensión —dirigida por la tradición— de la filosofía como techne. Así fue, después de todo, como Tomás de Aquino había entendido la sapientia, la virtud específica de la actividad filosófica según las interpretaciones platónica y aristotélica, en los primeros argumentos de la Summa contra Gentiles (I, 1), donde reiteró la posición de Aristóteles del comienzo de la Metafísica. Lo que la sapientia es se explica allí en función de la jerarquía de las artes. Algunas están subordinadas a otras, como el arte de preparar hierbas medicinales se ordena a los fines del arte de la medicina. Y esas artes maestras que tienen relación con aspectos importantes, pero no universales, de la vida humana, tales como la medicina o la política o la arquitectura, dan derecho a quienes las practican a llamarse sapientes de manera limitada. Pero sapientes como tales son sólo los que se ocupan en su investigación de los primeros principios y de las causas últimas, no de este o de aquel conjunto de verdades, sino de la adquisición de la scientia de esa veritas que es el origo de toda veritas. La filosofía es, pues, el arte maestro de las artes maestras. ¿Qué fue, en la filosofía así concebida, en sus modos platónico y aristotélico, lo que hizo tan congeniales no sólo a esos filósofos del comienzo de la Edad Media y de la Alta Edad Media como Agustín y Tomás de Aquino, sino también a esos teólogos decimo­ nónicos que reaccionaron —y se opusieron— al pensamiento domi­ nante de su propia época? En una parte clave fue, ciertamente, como la argumentación hasta aquí expuesta tiene ya que haber indicado, el carácter de su realismo. Un rasgo central de todas las artes, de la fabricación de muebles, de la pesca y de la agricultura, así como de la filosofía, es que requieren que las mentes de quienes

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se dedican al arte se adapten y se hagan adecuadas a la existencia y a las propiedades de cierto conjunto de objetos que se piensa que existen con independencia de dichas mentes. La mente encarnada, en su actividad y a través de ella, ha de hacerse receptiva a las formas (eide) de aquello que es otro que ella y, al ser constituida por esos objetos formales, se acomoda a ellos de manera apropia­ da. N o son, por tanto, los juicios los que primariamente correspon­ den o se conforman a aquellas realidades sobre las que se pronun­ cian; es la mente encarnada la que se conforma suficiente o insufi­ cientemente a los objetos, a la res, a la cosa de que se trata, y es ella la que evidencia esta suficiencia o insuficiencia de muchas maneras, una de las cuales es la verdad o la falsedad de sus juicios. Es haciéndose adecuada a sus objetos como la mente encarnada actualiza sus potencialidades y se hace lo que sus objetos y su propia capacidad conjuntamente han sido capaces de hacerla. Y, como he hecho notar antes, la persona que logra esta adecuación lo hace sistemáticamente manifestando esos hábitos de juicio y de acción que son las virtudes intelectuales y morales. De este modo, el fracaso en aprender lo que uno debería llegar a saber está siempre arraigado en un defecto respecto de las virtudes. Aquí había, pues, un tipo de realismo en profundo desacuerdo con la filosofía poscartesiana y poskantiana, que, además, invertía la relación de la teología con la filosofía tal como la pensaba la filosofía del enciclopedista de fines del siglo XIX. Pues allí donde esta filosofía sometía a la teología a los mismos criterios racionales que imponía en otras partes, rechazando, modificando y truncando el teísmo hasta que se convirtiera en una doctrina admisible en el marco impuesto por la unitaria y ahistórica concepción de la racio­ nalidad del enciclopedista —«Dios» es para Robert Flint el nombre del último objeto de la investigación racional—, haciendo de esta forma del objeto sólo lo que la mente concebida en términos poskantianos permitía que fuese, la filosofía de la tradición de un arte declaraba a la mente insuficiente hasta que no se hubiera conformado al objeto que la teología presentaba a su atención. Y allí donde la filosofía de la enciclopedia constituyó en primaria la epistemología —Andrew Seth lo hizo así de modo explícito en el artículo «Filosofía»—, para la filosofía de la tradición de un arte, el conocimiento es un fenómeno secundario que ha de entenderse a la luz de los objetos de conocimiento y no viceversa. Todo el giro

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epistemológico de la filosofía es, pues, desde este punto de vista, el resultado de un error: el de suponer que había que enfrentarse con el reto del escéptico mediante cierta vindicación de la raciona­ lidad en general, en la cual, lo que era evidente a cualquier mente, podía proporcionar un criterio adecuado de verdad. Y así, desde el punto de vista de la filosofía de la tradición de un arte, la posterior subversión genealógica de la filosofía poscartesiana y poskantiana no era otra cosa que el descrédito de unas pretensio­ nes, las que no había habido una buena razón para proponer en primer lugar. En lo que este punto de vista se hallaba en profundo desacuerdo con las tesis centrales de la genealogía es, como he observado antes, en la lectura genealógica de la historia de la filosofía, en la que se trata a los filósofos poscartesianos y poskan­ tianos como si fueran los genuinos descendientes de Sócrates, Platón, Aristóteles, Agustín y Tomás de Aquino, y en la que se retrotraen de forma equivocada las preocupaciones epistemológi­ cas de la filosofía poscartesiana al pensamiento antiguo y medieval. Los teólogos de fines del siglo XIX no fueron todavía conscien­ tes, como es obvio, del reto genealógico. Pero no podían por menos de interesarles los constantes intentos, dentro de cada una de las principales confesiones cristianas, de reformar y disminuir la doctrina cristiana central de un modo que la hiciera aceptable a la cultura postilustrada, la cultura de la enciclopedia. Y estos constantes intentos provocaron gran variedad de reformulaciones teológicas, de las cuales la de Kierkegaard y la de Newman estaban entre las más notables. En Italia, una serie de filósofos y teólogos católicos, en el curso de sus respuestas, no sólo a los primeros ataques filosóficos contra el cristianismo, como el de Condillac, sino también a aquellas defensas del cristianismo que, al conceder demasiado terreno del debate a sus oponentes, habían deformado las posiciones cristianas centrales con propósitos apologéticos, se apoyaron de un modo cada vez más sistemático en los recursos que proporcionaba una lectura del Aquinate más minuciosa que la que había procurado la educación teológica del siglo xvm . El más importante de los filósofos católicos contra el que dirigieron esta relectura de Tomás de Aquino fue Antonio Rosmini Serbati (1797-1855). Rosmini se había dedicado a renovar y a defender lo que de veras creía que eran posiciones agustinianas y, a veces, tomistas. Pero, debido a que su empresa central fue vindicar la

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teología contra críticos kantianos, absorbió en su propio sistema mucho de Kant y, por ello, según parece sin darse cuenta, deformó aquellas antiguas posiciones reelaborándolas en términos kantia­ nos. La tesis central de Rosmini fue que nuestro conocimiento consiste en algo más que en un entender los particulares, ya que a la comprensión de esos particulares llevamos la idea a priori y universal del ser. El sujeto humano, al realizar esas operaciones trascendentales que transforman el conocimiento de los particula­ res empíricamente dados en verdades universales, necesarias y objetivas, cuenta de manera inevitable con su posesión de esta idea a priori, pero la misma idea del ser no es ni un producto del sujeto cognoscente, sea empírico o transcendental, ni tampoco primaria­ mente una propiedad de él. Todas las ideas, con excepción de la idea del ser, se forman por abstracción, bien en la reflexión sobre la sensación, bien en la reflexión de segundo orden sobre la re­ flexión de primer orden. Sólo la idea del ser no se forma ni puede formarse de ese modo; es una idea dada, y su estar dada es de tal índole que ha de remitirse a la acción de Dios. Dios como ser se presenta a sí mismo a la mente en esc aspecto de la actividad de la mente que es la presentación de la idea del ser. La intención de Rosmini no era, por cierto, reducir a Dios al estatuto de una idea inmanente dentro de esas estructuras y activi­ dades kantianas que Rosmini atribuyó a la mente. Pero el propio Kant había estado por completo en lo cierto al comprender que no hay lugar alguno para un conocimiento verdadero de Dios en las estructuras cognoscitivas de la mente, si se caracteriza a la mente en función de sus tres Críticas. Y las pretensiones filosóficas de Rosmini dependían para su justificación de su pretensión de tener un auténtico carácter kantiano; sólo razonando de un modo kan­ tiano y elaborando distinciones kantianas clave, se podía llegar de manera justificable a las conclusiones de Rosmini. De aquí que o bien Rosmini fracasó filosóficamente al introducir en sus estructu­ ras kantianas una aprehensión intuitiva del Dios del teísmo, que no podía tener allí un lugar legítimo, o bien fracasó teológicamente al dar el nombre de «Dios» a otro algo distinto de Dios. Fue esta última acusación la que característicamente hicieron a la teoría de Rosmini algunos de sus contemporáneos tomistas, los cuales con­ sideraron que la identificación rosminiana de Dios con el ser universal que la mente aprehende a priori, es una versión del

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panteísmo. Y, de un modo también característico, ciertos recientes teólogos católicos, movidos acaso por su reconocimiento del hecho de que la teología de Karl Rahner se halla precisamente en la misma relación con la filosofía de Heidegger que lo estaba la de Rosmini con la de Kant, han sostenido con energía que se debe interpretar a Rosmini de un modo que lo libere de la imputación de panteísmo. Pero estos recientes simpatizantes de Rosmini han desatendido el punto crucial, que no es tanto que fuera culpable de panteísmo, como que sus tesis centrales sobre la relación de Dios con la mente humana son susceptibles de más de una interpreta­ ción y que, en la medida en que se interpreten de un modo que asegure su ortodoxia teísta, hacen incoherente su posición filosófi­ ca. El intento de Rosmini de hacer aceptable la teología católica al pensamiento moderno fracasa en cualquiera de los dos casos. En la medida en que se hizo aceptable, dejó de ser teología católica, y en la medida en que fue teología católica, dejó de ser filosófica­ mente aceptable según los criterios de la modernidad kantiana o poskantiana. Y, en este aspecto, Rosmini fue el precursor tanto de buena parte del modernismo católico de comienzos del siglo XX como del pensamiento católico más de moda a partir del Vati­ cano II. Fue, sin embargo, el respeto de Rosmini por estos criterios poskantianos lo que le hizo ganar el privilegio de una exposición benévola en la Novena Edición. Los artículos sobre «Tomás de Aquino» y sobre «Escolasticismo» fueron ambos escritos por crí­ ticos hostiles del tomismo, pero el artículo sobre Rosmini, en marcado contraste, lo fue por un sacerdote rosminiano. Se recono­ ció que Rosmini, como tipo particular de kantiano, compartía la visión sinóptica enciclopedista de lo racional y lo real. De esta forma, escapó al cargo que T. M. Lindsay formuló contra Tomás de Aquino, en el volumen 2, de identificar la «razón» con «el sistema de... Aristóteles» y al que Andrew Seth presentó contra la Escolástica, en el volumen 17: «Parece que contemplan el universo de la naturaleza y de los hombres no de primera mano, con sus propios ojos, sino en el espejo de las formulae aristotélicas». Los críticos rosminianos de Kleutgen, y otros críticos y adversarios católicos no habrían estado en desacuerdo. Es importante recordar que, en la primera mitad del siglo XIX, teólogos tales com o Rosmini, Vincenzo Gioberti (1801-1852), y

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Antón Günther (1783-1863), todos los cuales estaban muy en deu­ da con el idealismo poskantiano, fueron enormemente influyentes dentro de las instituciones eclesiásticas y educativas católicas. Fue­ ron los que intentaron una vuelta sistemática a Tomás de Aquino quienes constituían al principio una minoría pequeña y sin influen­ cia, pero que a menudo parecían ejercer una influencia destructiva. Todavía en 1865 podía escribir un provincial jesuíta de dos jesuítas tomistas: «Esos dos miembros de la Sociedad, bien conocidos como tomistas intransigentes, prontamente se levantaron en defen­ sa de esa doctrina comúnmente rechazada... Ahora su modo de sentir y de pensar supone una condena de todo el cuerpo de la Sociedad y, lo que es peor, del Episcopado...» (citado en Paolo Dezza Alie origini del neotomismo, Milán, 1960, p. 96). No obstan­ te, en torno a 1865 ya había ocurrido un notable cambio. Matteo Liberatore (1810-1892), también jesuíta, había publicado los tres volúmenes de sus Institutiünes philosophicae en 1860 y 1861; y, mucho antes, uno de los dos jesuítas condenados por su superior a causa de su tomismo, Serafmo Sordi, había educado en la fideli­ dad al tomismo a Luigi Taparelli d’Azeglio, que había de llegar a ser rector del Colegio Romano y que había hecho también tomistas a sus discípulos Vincenzo Gioacchino Pecci y Giuseppe Pecci, hermano de Gioacchino. Este último llegó a ser arzobispo de Perugia en 1846, mientras el primero fue nombrado profesor del seminario de allí en 1851. Serafino Sordi llegó a ser en 1852 provincial de la provincia romana de la Sociedad de Jesús, y Taparelli se convirtió en uno de los editores del periódico jesuíta Civiltci Cathülica; y la influencia de este tomismo de Perugia y de Roma se reforzó por los desarrollos que tuvo en otras partes. De modo que, cuando Gioacchino Pecci fue elegido papa como León XIII en 1878, el tomismo había estado disfrutando de un resurgimiento durante unos treinta años. La historia de su ascen­ sión, no sólo antes, sino también después de 1878, es, como cual­ quier genealogista esperaría, una historia tanto política como inte­ lectual. Pero la cronología del desarrollo político no es nunca la misma que la del desarrollo intelectual, y el éxito político del tomismo fue, de un modo importante, según sostendré, prematuro. Pues cuando León XIII publicó la encíclica Aeterni Patris en 1879, para llamar la atención de los católicos sobre el reconocimiento de la preeminencia filosófica y teológica de Tomás de Aquino que

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habían hecho nueve de sus predecesores desde el siglo XV y pedir a los fieles que siguieran el ejemplo de aquellos que «al volver sus mentes recientemente a la reforma práctica de la filosofía, intenta­ ron e intentan restaurar la renovada enseñanza de Santo Tomás de Aquino...», su mandato a los estudiosos católicos fue tal —y en 1879 no podía haber sido de otro modo— que su obediencia no podía sino llevar por muchas direcciones alternativas y opuestas. La intención de León XIII fue completar la obra de Liberatore, Sordi, Taparelli, su hermano Guiseppe y muchos otros en el resta­ blecimiento del tomismo. Lo que consiguió generar fue varios tomismos diferentes y rivales. ¿Por qué? La influencia más importante sobre la redacción de la Aeterni Patris fue la de Kleutgen, hecho subrayado a menudo tanto por los amigos como por los enemigos del tomismo moderno. Lo que no se ha notado es en qué medida son evidentes los rasgos distintivos de la interpretación de Tomás de Aquino propuesta por Kleutgen en el modo como se leyó y se llevó a cabo la Aeterni Patris, más bien que en el texto mismo. Kleutgen fue un pensador de excep­ cional capacidad y erudición filosóficas y no resulta sorprendente que él y los tomistas que compartían sus actitudes, hubieran creado un clima de opinión en el que casi se diera por sentada cierta manera de leer la Aeterni Patris. ¿Cuáles fueron, pues, estos rasgos influyentes de la visión de Kleutgen que condicionaron esa lectura? Ante todo, aunque debemos a Kleutgen más que a ningún otro el haber identificado la gran discontinuidad de la historia de la filosofía occidental que separó «der Vorzeit» de la modernidad, Kleutgen localizó equivocadamente la ruptura. En vez de entender, como ahora somos capaces de hacerlo, que dicha ruptura se deriva del fracaso de los sucesores inmediatos de Tomás de Aquino en haber apreciado y en haberse apropiado de lo que en el pensamien­ to del Aquinate ha trascendido las limitaciones del anterior agustinianismo y del anterior aristotelismo, Kleutgen exageró la deuda genuina del escolasticismo posterior para con Tomás de Aquino. De este modo situó la quiebra en la historia de la filosofía dema­ siado tarde y fracasó en distinguir de manera adecuada las posicio­ nes de Tomás de Aquino y de Suárez, haciendo, pues, a ambos una injusticia. Pues Suárez, tanto en sus preocupaciones como en sus métodos, fue ya un pensador señaladamente moderno, el fundador de la filosofía moderna acaso más auténticamente que Descartes.

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Para Suárez, la noción de trabajar dentro de una tradición tiene clara pertinencia en la teología, pero no en lo que considera­ ba que eran los estudios eternos del filósofo. Y a Kleutgen, siguien­ do a Suárez, le faltó una apreciación adecuada tanto de lo que significó para el Aquinate trabajar no sólo en una, sino en dos tradiciones heredadas, como, en general, de lo que es hacer un trabajo filosófico y teológico dentro de una tradición. Kleutgen entendió muy bien cuán importantes e iluminadoras eran para la teología católica las conclusiones a las que llegó Tomás de Aquino y la estructura del razonamiento que avala esas conclusiones. En­ tendió mucho menos la naturaleza del tipo de investigación del que han surgido esas conclusiones y esa estructura, y del que sólo podían haber surgido. Y esto quiere decir que el contexto concep­ tual que proporciona la concepción de la tradición de un arte para llegar a esas conclusiones y a esa estructura, fue casi tan ajeno a su estilo de pensamiento como lo fue a los pensamientos de sus oponentes filosóficos y teológicos. Considérese, por ejemplo, de un modo preliminar, la diferen­ cia entre la teoría de la verdad de Tomás de Aquino que se expone en los sucesivos artículos de la primera cuestión de las Quaestiones Disputatae de Veritate y el tratamiento que hace KJeutgen de esa teoría. El Aquinate se ocupa en ese lugar de describir cómo se dirige la mente a la consecución de esa verdad que completa su acto y cómo, al volver sobre sí misma, reflexiona sobre el principio que informa ese movimiento, y lo entiende. Es un trabajo de clarificación, de análisis y de descripción conceptuales; no es en absoluto un trabajo de justificación epistemológica. Y uno de sus propósitos es utilizar los recursos de los varios argumentos y las varias consideraciones pertinentes propuestos por diversos escrito­ res de la tradición agustiniana y de la aristotélica, y corregirlos y modificarlos para integrarlos a su propia teoría, entendiendo así que dichos argumentos y dichas consideraciones contribuyen a una única empresa de investigación que todavía continúa. Al hacer esto, Tomás de Aquino resume el resultado de dicha investigación hasta ese momento, la hace avanzar un tramo más y deja el camino abierto para que los que propongan todavía nuevas consideracio­ nes continúen más allá de ese punto. Kleutgen, en cambio, trata a Tomás de Aquino como si pre­ sentara un sistema acabado, cuya deuda con escritores anteriores

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no es más que un rasgo accidental suyo. Y, al hacer esto, reproduce a Suárez más que a Tomás de Aquino. Para Suárez, la mente, al aprehender las verdades necesarias sobre las esencias posibles, aprehende lo que puede existir, pero no es necesario que exista. Su aprehensión de los individuos particulares que existen, se halla siempre mediada por esos conceptos universales que la misma mente elabora para captar lo que tales individuos tienen en común con otros individuos de la misma índole. Pero esto deja abierta la cuestión de qué está fuera de la mente, hacia lo cual se dirigen los juicios sobre lo que es. ¿Qué relaciona nuestra aprehensión de la posibilidad y de la universalidad con la existencia real singular? Suárez no admite, en verdad, que el entendimiento aprehenda los existentes individuales sin reflexión, pero la necesidad de hacer una transición desde las aprehensiones de la esencia a los juicios de existencia particular dentro de su sistema es una necesidad que resulta en extremo fácil de interpretar como si requiriera cimientos cartesianos (no fue ninguna casualidad que los profesores de Des­ cartes fueran jesuítas influidos por Suárez). Fue una señal de insólita ingenuidad filosófica por parte de Kleutgen el que, habiendo primero identificado erróneamente las posiciones centrales de Tomás de Aquino con las de Suárez, y fomentado de este modo un tipo de problema epistemológico para el que no hay ningún lugar dentro del propio esquema de pensa­ miento del Aquinate, pasara luego a proporcionar una respuesta epistemológica a éste, leyendo en los textos de De Veritate un argumento epistemológico que de hecho no está allí. Así, mediante esta creativa multiplicación de interpretaciones erróneas, se pre­ sentó a Tomás de Aquino como el autor de un sistema más que se enfrenta con las cuestiones de la epistemología cartesiana y poscartesiana, proponiendo, según sostenía Kleutgen, respuestas más fundadas que las de Descartes o las de Kant. Nada de esto se puede encontrar, de hecho, en la Aeterni Patris misma. Entre los escolásticos posteriores es a Cayetano al que se cita, no a Suárez. Al escolasticismo se le alaba en la medida en que continuó la obra de Tomás de Aquino. Y la realización del Aqui­ nate se entiende como la culminación de una tradición, a la que han contribuido tanto autores precristianos como patrísticos. En ningún sitio se hace referencia a las cuestiones epistemológicas. No obstante, aquellos que respondieron a la Aeterni Patris siguieron

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con demasiada frecuencia a Kleutgen al hacer de los temas episte­ mológicos asuntos centrales de su tomismo. Y, al hacer esto, con­ denaron al tomismo al destino de todas las filosofías que dan prioridad a las cuestiones epistemológicas: la indefinida multipli­ cación del desacuerdo. Hay, en verdad, demasiados caminos alter­ nativos que emprender. Giovanni Cornoldi (1822-1892), todavía otro jesuíta tomista, había ya acusado precisamente de esto a la filosofía moderna en la Introducción a sus Lezioni di filosofía ordinate alio studio di altre scienze (Florencia, 1872), al contrastar la unidad del pensamiento tomista, su capacidad para integrar dentro de sí elementos dispa­ res, con el desmoronamiento en la contienda de estos elementos dispares en la historia de la filosofía desde Descartes en adelante, de tal modo que se multiplicaban continuamente los desacuerdos irresolubles. Cornoldi fue, sin saberlo, profético. El tomismo, al epistemologizarse tras la Aeterni Patris, procedió a reencarnar los desacuerdos de la filosofía poscartesiana. De esta forma, se gene­ raron, a su vez, varios tomismos sistemáticos, cada uno en contien­ da tanto con las particulares tendencias erróneas del moderno pensamiento filosófico secular al que ese particular tomismo inten­ taba hacer frente y superar, como con sus rivales tomistas. Con bastante frecuencia, estos dos tipos de disputa se hallaban estrecha­ mente relacionados. Así, Maréchal, el más distinguido filósofo de la escuela tomista fundada por el cardenal Mercier en Lovaina, hizo de Tomás de Aquino un rival y un corrector de Kant, pues la tarea de interpretación es inseparable de la tarea de apologética filosófica. Así, Rousselot, de una manera muy diferente, respondió a la filosofía académica francesa de su tiempo, produciendo una visión del Aquinate correspondientemente distinta. Y así Maritain, en una fecha posterior, formularía lo que de manera errónea con­ sideró una defensa tomista de la doctrina de los derechos humanos encerrada en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, intento quijotesco de presentar el tomismo como una posición que ofrece una teoría rival y superior del mismo asunto moral que las que ofrecen otras doctrinas modernas no teológicas de los derechos humanos que corresponden, según se dice, a las personas individuales. Lo que Maritain quiso afirmar fue una versión moderna de la tesis de Tomás de Aquino según la cual todo ser humano tiene

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dentro de sí un conocimiento natural de la ley divina y de ahí que ;todo ser humano tenga deberes para con todo otro ser humano. La persona prefilosófica pura es siempre una persona con adecuadas capacidades morales. Pero lo que Maritain no tuvo en cuenta lo suficiente, fue el hecho de que en muchas culturas, y en especial en la de la modernidad, las personas sencillas se llevan a engaño al dar expresión moral a esas capacidades, debido a que dan asenti­ miento a teorías filosóficas falsas. Así ha ocurrido desde el si­ glo xvm con el asentimiento que se ha dado a una concepción de los derechos ajena al pensamiento del Aquinate y ausente de dicho pensamiento. Pues según la concepción tomista, los derechos que son normativos para las relaciones humanas se derivan de la ley divina y sólo por ella quedan garantizados, ley divina que, quienes no tienen los recursos que proporciona la autorrevelación de Dios, aprehenden como la ley natural. La ley es primaria; los derechos son secundarios. Pero, para la modernidad ilustrada y postilustrada, los derechos proporcionan un criterio anterior a toda ley. Fue este un lapso que no es característico de Maritain. A él le debemos en parte, como también a Marechal y destacadamente a Rousselot, el desarrollo de un tipo de comprensión de Tomás de Aquino que por fuerza no pudo estar al alcance de los tomistas de la generación de Kleutgen, y la obra que produjo esta comprensión nunca se hubiera emprendido a no ser por la Aeterni Patris. No obstante, los tomismos que construyeron parecen ser sistemas del mismo orden que los idealismos, los materialismos, los racionalis­ mos, los empirismos y los positivismos, y parecen tener el mismo tipo de pretensiones epistemológicas inadecuadamente sostenidas que todos ellos. Y si esta fuera toda la historia del tomismo, parecería al menos, y acaso lo sería, la historia de una derrota. Pero, por fortuna, la Aeterni Patris generó también una serie de empresas intelectuales muy diferentes, a saber, las que, recobrando tramo a tramo de modo erudito la comprensión histórica de lo que el mismo Tomás de Aquino dijo, escribió e hizo, recuperaron para nosotros la comprensión de lo que es distintivo del modo de inves­ tigación que el Aquinate elaboró en su forma clásica y más adecua­ da. Los más grandes nombres de esta línea de descendencia son los de Grabmann, Mandonnet, Gilson, Van Steenberghen y Weisheipl, lista en la que aquellos que aparecen más tarde han tenido a veces que corregir y completar las investigaciones de sus predecesores.

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propias afirmaciones y sus propios argumentos con las liberacio­ nes de la razón concebida de este modo. Así, la narración del genealogista se propone revelar lo que sus autores consideran que oculta la narración del enciclopedista. La narración del enciclope­ dista tiene dos ramificaciones: una es la historia de lo que el genealogista aspira a socavar mediante semejante revelación; la otra es la historia del propio proyecto del genealogista y de las evasiones y las estratagemas sin las cuales el genealogista habría recaído de modo inevitable precisamente en esos modos que le interesa repudiar y desenmascarar. De este modo, la narración del enciclopedista reduce el pasado a un mero prólogo del presente racional, mientras que el genealo­ gista se esfuerza en la construcción de su narración contra el pasado, incluyendo lo que del pasado se percibe como oculto en la supuesta racionalidad del presente. La narración tomista, a dife­ rencia de estas dos, no trata al pasado ni como mero prólogo ni como algo contra lo que hay que luchar, sino como eso de lo que tenemos que aprender, si es que hemos de identificar y de mover­ nos hacia nuestro telos más adecuadamente, y como eso a lo que tenemos que interrogar, si es que hemos de conocer qué cuestiones tenemos que plantear de inmediato e intentar responder, tanto de manera teórica como práctica. Esta reapropiación del pasado de un modo que dirige el presente hacia un futuro particular —y, sin embargo, eterno— tiene lugar en dos niveles interrelacionados, el de la investigación teórica y el de la encarnación práctica de dicha investigación. La investigación teórica se constituye mediante una sucesión de cuestiones, ordenadas no sólo de UJ modo que las cuestiones se generan con arreglo a la dirección de la investigación, sino también de tal forma que, en cada etapa, se ha proporcionado ya lo que se necesita presuponer —o, si no, aquello a lo que hay que apelar— para responder a las cuestiones de esa etapa. En el planteamiento de cada serie detallada de cuestiones, se exponen y se evalúan las principales respuestas puestas a disposición por las varias y opues­ tas tradiciones que han contribuido a la elaboración de esta inves­ tigación. En cada etapa, lo que aparece es el resultado de cierto debate particular del estudioso con todos esos distintos pasados. Por eso, en la investigación teórica, los lectores de Tomás de Aquino, al igual que sus oyentes originales, representan la narra­

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ción de sus propias investigaciones y hacen que esa narración sea una parte continuada de una narración de investigación más am­ plia, en la cual ellos son tan sólo los últimos actores, que también entienden que las contribuciones que puedan hacer conducirán más allá de ellos. Lo que esta investigación ha revelado es, según el parecer tomista, una serie de respuestas a cuestiones tales como: ¿Cuál es el telos de los seres humanos? ¿Cuál es la acción correcta que se dirige hacia el telos? ¿Cuáles son las virtudes que dan por resultado la acción correcta? ¿Cuáles son las leyes que ordenan las relaciones humanas para que los hombres y las mujeres puedan poseer esas virtudes? Y así sucesivamente. Vivir una vida bien ordenada en el plano práctico, es encarnar en las particularidades de nuestras vidas individuales los conceptos universales que com­ prendemos y justificamos en esas investigaciones. Así, la vida moral es la vida de la investigación moral encarnada y esos indivi­ duos que viven la vida moral como agricultores, pescadores o fabricantes de muebles encarnan más o menos suficientemente en esas vidas, dedicadas en una parte fundamental a sus propias artes, lo que a menudo puede que no se reconozca como una teoría, como el producto del muy diferente arte del teórico, pero que pese a todo lo es. Y las particularidades de tales vidas encarnan y continúan, de varias maneras significativas, las tradiciones —mora­ les, religiosas e intelectuales— de comunidades tales como las de la familia, la ciudad, el clan y la nación. De esta forma, las narracio­ nes políticas del éxito o del fracaso en la construcción y en el mantenimiento de tales comunidades son también, inevitablemen­ te, narraciones de la investigación moral encarnada, que, por su parte, tiene éxito o no lo tiene. Si, desde el punto de vista tomista, Tomás de Aquino fue el filósofo par excellence de la investigación teórica de la vida práctica, Dante fue el filósofo par excellence de la vida práctica misma. Y, por tanto, la investigación moral sólo puede extenderse apoyándose tanto en el Aquinate como en Dante. La filosofía moral moderna ha sido ciega, en general, al carác­ ter complementario de la narración y de la teoría tanto en la investigación moral como en la propia vida moral. En la investiga­ ción moral siempre nos interesa la cuestión: ¿qué tipo de narración representada sería la encarnación, en las acciones y transacciones de la vida social actual, de esta teoría particular? Pues, hasta que no hayamos respondido a esta cuestión sobre una teoría moral, no

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sabemos a qué equivale de hecho esta teoría; no la entendemos todavía de forma adecuada. Y en nuestra vida moral, cada uno de nosotros se dedica a representar su propia narración, revelando así implícita, y a veces también explícitamente, la postura teórica, no siempre coherente, presupuesta por dicha representación. De aquí que las diferencias entre teorías morales rivales son siempre, en una parte fundamental, diferencias en la narración correspon­ diente. Así, el punto de vista enciclopédico, el genealógico y el cons­ tituido por la tradición que es propio del tomismo, se oponen entre sí no sólo como teorías morales rivales, sino también como proyec­ tos de construcción de formas rivales de narración moral. ¿Hay alguna manera de que uno de estos rivales pueda prevalecer sobre los otros? Dante proporcionó una posible respuesta: prevalece sobre sus rivales la narración que es capaz de incluir a sus rivales dentro de ella, no sólo de volver a contar las historias de sus rivales como episodios dentro de su historia, sino de contar la historia del relato de las historias de sus rivales como tales episodios. Sin embargo, no podemos esperar plantear siquiera la cuestión del modo como podría aplicarse con provecho el criterio de Dante, sin elaborar primero una explicación suficientemente completa de la comprensión tomista de la investigación moral. ¿Cuál es, pues, esa clase de investigación constituida por la tradición o constituida por un arte? Toda respuesta digna de con­ sideración ha de empezar haciendo notar que lo que hizo que Tomás de Aquino tuviera la preeminencia en el ejercicio de su destreza artística como filósofo, fue su capacidad para integrar dos tradiciones muy diferentes, no sólo distintas, sino profundamente reñidas en sus primeras confrontaciones, y que sin esta integración no podría haber aparecido ninguno de los rasgos distintivos del punto de vista del Aquinate. La filosofía y la teología de Tomás de Aquino fueron una respuesta al conflicto y es, por tanto, a partir de ese conflicto desde donde ha de comenzar toda discusión tomis­ ta, considerando y evaluando las pretensiones aparentemente an­ tagónicas del agustinianismo. pues el Aquinate fue ciertamente un agustiniano, y del aristotelismo, pues Tomás de Aquino fue, de un modo igualmente cierto, un aristotélico. ¿Cuáles fueron, pues, es­ tas dos formas de investigación moral que encontró Tomás de Aquino durante su propia educación como rivales en lucha?

IV LA CONCEPCIÓN AGUSTINIANA DE LA INVESTIGACIÓN MORAL

En la cultura medieval agustiniana, la relación entre los textos claves de esa cultura y sus lectores era doble. Al lector se le asignaba la tarea de interpretar el texto, pero también tenía que descubrir, en su lectura y mediante su lectura, que esos textos, a su vez, interpretan al lector. Lo que el lector, interpretado de esta forma por los textos, tenía que aprender sobre sí mismo, es que sólo el yo transformado mediante la lectura de los textos, es el que será capaz de leer los textos correctamente. Así, el lector, al igual que todo principiante en la tradición de un arte, tropieza al prin­ cipio con una manifiesta paradoja, con una versión cristiana de la paradoja del Menón de Platón: parece que sólo aprendiendo lo que los textos tienen que enseñar puede el principiante llegar a leer esos textos correctamente, pero también parece que sólo leyéndolo correctamente puede aprender lo que los textos tienen que en­ señar. La persona que se halla en esta situación necesita dos cosas: un maestro y la confianza obediente en que lo que el maestro declara al interpretar el texto, que son buenas razones para trans­ formarse uno mismo en una clase diferente de persona —y de este modo en una clase diferente de lector—, resultarán ser auténtica­ mente buenas razones a la luz proporcionada por la comprensión

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de los textos que sólo puede lograr el yo transformado. El que pretende ser lector tiene que haber inculcado en sí mismo ciertas actitudes y disposiciones, ciertas virtudes, antes de que pueda saber por qué a éstas se les ha de considerar virtudes. De este modo, ha de tener lugar una ordenación prerracional del yo antes de que el lector pueda tener un criterio adecuado por medio del cual juzgar lo que es una buena razón y lo que no lo es. Y esta reordenación requiere una confianza obediente, no sólo en la autoridad de este maestro particular, sino en la de toda la tradición de comentario interpretativo, en la que ese maestro ha tenido que ser iniciado antes que él mediante su reordenación y conversión. Los textos clave fueron, claro está, los de la Sagrada Escritura. La lectura fue lectura en voz alta y la recitación litúrgica de la Escritura fue un acto de lectura en el que el texto oral y el texto escrito fueron uno. El lector representa y vuelve a representar en su propia vida eso que lee en la Escritura; la narración represen­ tada de una vida singular se hace inteligible en el marco de la historia dramática de la que habla la Escritura. Así, la lectura de los textos es parte de la historia de la que hablan esos mismos textos. El lector, de este modo, se descubre a sí mismo dentro de las Escrituras. El documento paradigmático de semejante descubri­ miento fueron las Confesiones de Agustín, y ha sido, por cierto, Agustín quien ha formulado de forma clásica la doctrina de la comprensión que llegó a impregnar la tradición medieval, concep­ ción platónica a la que Agustín dio forma cristiana. El reconoci­ miento del platonismo que de esta manera heredó la tradición, plantea de inmediato la cuestión de si la doctrina agustiniana de la interpretación se extendió a los textos no sagrados. Peter Brown ha subrayado cuán lejos fue Agustín al separar la literatura y la doctrina grecorromanas del paganismo y hacerlas así aprovechables para fines cristianos, bien en formas más generales de beneficio para la humanidad, bien con especial referencia a las necesidades específicamente cristianas, ya que, por ejemplo, el conocimiento de la historia secular ayuda a la comprensión de la historia sagrada (Augustine o f Hippo, Berkeley, 1969, capítulo 23; para la doctrina de Agustín véase De vera religione XXIV, 45, In Ps. CXXXVI, 10-11, De doctrina Christiana). Pero es igualmente importante subrayar que, según la concepción de Agustín, las facultades de discernimiento que se requieren para juzgar corree-

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tamente la literatura secular, pueden llegar a ser expresión de virtudes características cristianas, algo que se ejemplifica en la propia valoración que hace Agustín del testimonio proporcionado por Cicerón, Virgilio y Salustio sobre las virtudes de la Roma republicana. La relación del lector tanto con los textos sagrados como con los seculares se halla, pues, mediada por cierta clase de enseñanza y por cierta clase de iniciación en una tradición de lectura y de interpretación. Pero ningún maestro meramente humano puede tener éxito por sí mismo en las pertinentes clases de enseñanza. Aun cuando la tarea del principiante sea la de introducirse en esa tarea tan cotidiana de los esquemas clasificadores en los que se les ponen nombres comunes a los objetos, hay algo problemático. Pues, si en estas demostraciones ostensivas en las que un niño aprende por primera vez un nombre cuando el maestro señala un objeto, no hubiera nada más que la pronunciación del nombre, el acto de señalar y la presencia del objeto, no podría tener lugar el aprendizaje; este aprendizaje requiere la capacidad de entender tanto la significación del acto de señalar como la del modo como el acto de nombrar un objeto difiere del mero acto de pronunciar alguna expresión en presencia de algún objeto, y estas significacio­ nes están presupuestas en los actos de ostentación demostrativa, y no las proporcionan dichos actos. De este modo, la mente ha de encontrar en sí misma aquello que la dirige hacia una fuente de inteligibilidad más allá de sí misma, fuente que le procurará lo que la ostensión por sí misma no puede; guiada hacia esa fuente, descubre en sí misma la aprehensión de criterios eternos, de for­ mas, aprehensión que sólo es posible a la luz que ofrece una fuente de inteligibilidad más allá de la mente. Así, la epistemología de Agustín era platónica, en una versión que procedía de Plotino, pero con esta diferencia crucial. El entendimiento y los deseos no mueven naturalmente hacia ese bien que es a la vez el fundamento del conocimiento y de aquello de lo que manan bienes inferiores. La voluntad que los dirige es al principio perversa y necesita una especie de nueva dirección que la haga capaz de confiar obedien­ temente en un maestro que guía a la mente hacia el descubrimiento tanto de sus propios recursos como de lo que está más allá de la mente, tanto en la naturaleza como en Dios. De ahí que la fe en la autoridad haya de preceder a la comprensión racional. Y de ahí

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que la adquisición de esa virtud que la voluntad requiere para ser guiada de esa manera, la humildad, sea el primer paso necesario en la educación o en la autoeducación. Al aprender nos movemos, pues, hacia los primeros principios, y no partimos de ellos; y sólo descubrimos la verdad en la medida en que descubrimos la confor­ midad de los particulares con las formas en relación con las cuales se hacen inteligibles estos particulares, relación que sólo aprehende la mente iluminada por Dios. La justificación racional es, pues, esencialmente retrospectiva. En la lectura de los textos hay un movimiento tanto hacia la captación de lo que el texto dice como hacia la captación de aquello sobre lo cual el texto habla. A causa de las oscuridades, las discrepancias y las incoherencias, se hallaron en los textos, y entre los textos, obstáculos para que se establecieran esos movimientos. Así, se hizo necesario el desarrollo de una tradición de comentario y de interpretación, tradición que tomó como modelos los comen­ tarios de la Escritura que hicieron Agustín y Jerónimo. En el seno de esta tradición se obtuvieron grandes acuerdos en la interpreta­ ción, de tal manera que la carga puesta sobre la interpretación que disentía se hizo cada vez más difícil de descargar. Pero, contra este trasfondo de acuerdo, se desarrolló también un conjunto de temas, que se disputaban y debatían de manera más o menos sistemática, en los que los problemas de desacuerdo, quizás aparente, quizás real, sobre los textos comentados se multiplicaron con problemas de desacuerdo real entre comentadores e intérpretes rivales. Así, ciertos temas surgieron como quaestiones, cuya formulación y dis­ cusión se llegó a incorporar con el tiempo a los métodos de la enseñanza formal, complementando la exposición exegética al dar ocasión a lo que llegaron a ser formas de disputa cada vez más estilizadas. Central en esta tarea de comentario interpretativo y en la problemática que motivó fue el reconocimiento de que todo pasaje de un texto podría tener más de un sentido: un sentido puramente histórico, un sentido moral o tropológico, un sentido alegórico o místico y, en algunos escritores, un cuarto sentido, un sentido anagógico o espiritualmente educativo. Diversos escritores articu­ laron de modos distintos esta doctrina de los tres o de los cuatro sentidos. Pero el núcleo de la doctrina impuso un amplio acuerdo. El sentido histórico es el del pasaje tomado como una declaración

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en un contexto particular en el que se representan a una o más personas actuando, expresándose, interactuando, etc.; el pasaje se construye queriendo hacer una representación de lo que se relata. Así, el sentido histórico de la narración de los siete días de la creación del Génesis es el de una representación de siete secuencias de sucesos, cada uno de los cuales de un día. Pero el mismo Agustín había señalado que el verdadero sentido del pasaje, el sentido en el que el pasaje es verdadero, no es éste. Se da en este caso una explicación de los actos de la creación divina que no están ordenados temporalmente de esta manera; subyaciendo en el sen­ tido histórico hay otro sentido. Nótese que, en este ejemplo, como por lo general en esta tradición interpretativa, el que es primario es el sentido histórico; los otros sentidos que se atribuyen depen­ den de cierta relación analógica con el sentido histórico. Cuando un pasaje funciona alegóricamente, lo que se le puede atribuir o lo que se puede describir en los sentidos alegóricos, o, en los sentidos moral o anagógico, se halla constreñido por el sentido y por la referencia del sentido histórico que se ha querido darles. Y decir esto equivale a señalar con claridad que el sentido que tiene «sen­ tido» cuando los escritores medievales hablan de los cuatro senti­ dos, es muy otro que el que tiene el vocablo «sentido» tal como lo usan generalmente los escritores contemporáneos, sean fregeanos o no fregeanos. El sentido, tal como lo usan estos escritores medievales, no pertenece a las expresiones individuales aisladas del contexto, ni a las frases como tales, sino a las unidades de discurso que se pueden caracterizar en función de los géneros literarios: narraciones, pro­ clamaciones, conversaciones, edictos. Se entiende que alguien de­ clara tales unidades a un auditorio que comparte con el que habla un conjunto de creencias fundamentales, un conjunto de significa­ dos lingüísticos, articulados en función de una visión compartida del universo, y un conjunto de nombres propios, aplicados a las mismas personas, lugares y objetos por medio de un acuerdo en el uso de una serie de descripciones definidas. Así, según más de un escritor, por ejemplo, la narración del pueblo de Israel cruzando el Mar Rojo tiene no sólo el sentido histórico de la narración de unos acontecimientos ocurridos en un tiempo y lugar particulares, sino también el sentido alegórico de una representación de la

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liberación de la muerte y de la destrucción que Cristo, por su expiación, ha hecho de su pueblo. Fue en parte fundamental a través de la reflexión sobre la teoría de los sentidos de la Escritura com o llegó a integrarse mejor el saber secular en el esquema agustiniano. Los escritores monás­ ticos han recurrido durante toda la Edad Media a los textos clási­ cos, preservados por sus propios copistas, arguyendo tanto que tales textos tienen su debido sitio, aunque subordinado, en el orden de la creación, como que proporcionan formas literarias para uso cristiano. Así, cuando San Bernardo, por ejemplo, elogió a su hermano Gerardo en el sermón fúnebre, Super Cantica, citó, ade­ más de la Escritura, no sólo a Jerónimo y a Ambrosio, sino tam­ bién a Sócrates, Platón y Cicerón. Y los textos clásicos se leyeron a menudo como poseyendo más de un sentido, a veces como alegorías proféticas de la verdad cristiana. Pero estas apropiacio­ nes de los autores antiguos fueron en su mayor parte, durante largos siglos, asistemáticas. Fue sólo con el desarrollo de la exégesis de la Escritura en el siglo XII, cuando llegó a definirse con más claridad la relación del estudio secular con el sagrado. Hugo de San Víctor, que enseñó en la escuela de la abadía de ese nombre en París desde alrededor de 1125 hasta su muerte en 1141, abogó no sólo por la necesaria primacía del sentido histórico en el estudio de la Escritura, sino por la necesidad del conocimiento de la historia secular y de la geografía, si es que se quiere captar correc­ tamente ese sentido. La correcta aprehensión del sentido alegórico o místico requiere el estudio de la doctrina teológica. Y, para comprender el sentido tropológico, los seres humanos tienen que entender qué trabajo tienen que hacer en el mundo natural, así como la estructura del mundo natural donde han de llevar a cabo ese trabajo. De esta manera, la doctrina de los múltiples sentidos de la Escritura tiene una esencial función integradora en el esque­ ma global de investigación de Hugo de San Víctor. Sin embargo, la doctrina de la multiplicidad de sentidos mul­ tiplicó también las ocasiones para el desacuerdo interpretativo y la controversia, ocasiones evidentes en los escritos de Hugo de San Víctor. Las constricciones impuestas por el acuerdo sobre los dog­ mas centrales del cristianismo católico supusieron, desde luego, una limitación al crecimiento de tales desacuerdos. Pero el desarro­ llo de la investigación doctrinal en el siglo XII en campos tales

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como el de la naturaleza de la expiación o el de la índole de los sacramentos, proporcionaron nuevas ocasiones para la multiplica­ ción de la disensión y la diferencia. En esta multiplicación fueron importantes dos aspectos filosóficos del pensamiento del siglo XII. En el siglo XII, «philosophia» no es el nombre de una discipli­ na particular. «Philosophia» designa todavía la investigación como tal, y las materias y las tesis filosóficas se organizan como partes de tipos diferentes de investigación en diferentes tipos de contexto. Fueron notables el número y la heterogeneidad de los puntos de vista filosóficos, heredados del mundo antiguo, de los que se hizo apelación, de manera implícita o explícita. Considérese, en primer lugar, la variedad de tipos de platonismo del siglo XII, sobre la que llamó la atención M. D. Chenu hace treinta años {La Theologie au douziéme siécle, París, 1957, capítulo 5): el que procede a través de Agustín, el que tuvo su fuente en Boecio, el que se derivó de la lectura del pseudo Dionisio y el neoplatonismo islámico del De Causis, paráfrasis árabe de Proclo, falsamente atribuido a Aristó­ teles. Al lado de estos platonismos, estaba la influencia auténtica, aunque limitada, de Aristóteles a través de las traducciones de Boecio, algunas de las cuales —las Categorías y el De interpretatione— tuvieron una historia más o menos continua, mientras que otras —los Analíticos Primeros, los Tópicos y los Sophistici Elenchi— se habían perdido, pero fueron redescubiertas en torno a 1120. Fue también a la obra de Boecio como traductor a la que la Edad Media debe esa comprensión de las Categorías de Aristóteles que procede de la Isagoge de Porfirio. Junto a estas apropiaciones parciales de Platón y de Aristóte­ les se encontraban versiones del atomismo, como la que proponía Guillermo de Conches, y de las posiciones estoicas, algunas de ellas transmitidas a través de Jerónimo, otras aprendidas de lo que se sabía de Séneca. N o habría sido sorprendente que lo que hubie­ ra surgido fuera cierto eclecticismo sin principio alguno, mero mélange de puntos de vista. Lo que salvó al siglo XII de tal eclecti­ cismo fue la existencia de un marco global de creencias, dentro del cual tuvieron que ser puestos a funcionar los diferentes usos de las diferentes partes de la filosofía antigua y en función del cual esos usos tuvieron al cabo que justificarse. Pero la existencia de un marco semejante no excluyó el desacuerdo radical. Así ocurrió también con el otro aspecto filosófico central de la

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investigación del siglo XII, la aplicación de la dialéctica a las cues­ tiones teológicas. En esta aplicación, se juntaron tres ramas dife­ rentes y originariamente independientes en el desarrollo intelectual de la tradición agustiniana. La primera tenía que ver con el uso de la quaestio. Comenzando por la propia formulación de las quaestiones por parte de Agustín, durante el siglo XI se había desarrolla­ do la costumbre de interpolar quaestiones en el comentario de la Escritura, tanto hablado como escrito, y gradualmente aumentó la proporción del espacio dedicado a tales quaestiones más que al comentario. En la exposición de las soluciones alternativas a la quaestio y de los argumentos pro y contra para cada solución se hizo cada vez más uso de los materiales proporcionados por las artes liberales subordinadas de la gramática y de la dialéctica y, al mismo tiempo, en especial en el siglo XI, se plantearon quaestiones sobre la verdad o la falsedad de ciertas doctrinas teológicas y no sólo sobre la interpretación de los textos. De este modo, surgió una concepción de la investigación consistente en el planteamiento sucesivo de series de quaestiones conexas, a través de las cuales se plantearon, de manera sistemática y sucesiva, los problemas rela­ tivos a algún asunto particular. A este desarrollo en la quaestio corresponde un desarrollo en el uso de la dialéctica. El texto clásico para la dialéctica en la primera Edad Media fue el que proporcionó Boecio en De topicis differentiis, obra que seguía muy fielmente los Tópicos de Aristóte­ les, y que, al igual que la obra de Aristóteles, versa sobre lo que es característico de la dialéctica en contraste con los argumentos demostrativos. Son decisivas ciertas diferencias entre la dialéctica y la demostración. Los argumentos demostrativos exponen y orde­ nan verdades ya conocidas, justificando el estatuto de tales verda­ des como conocimiento cierto, como partes de alguna ciencia. Una ciencia perfeccionada muestra su condición mediante una cadena de tales argumentos, que parten de sus primeros principios nece­ sarios y llegan a sus conclusiones subordinadas. A diferencia de ello, el argumento dialéctico es exploratorio. La dialéctica es el instrumento de la investigación que está todavía in via. Es por medio de la dialéctica como construimos argumentos demostrati­ vos y así, mientras que en el razonamiento demostrativo argumen­ tamos a partir de principios primeros, en la dialéctica argumenta­ mos en dirección a los primeros principios. Puesto que, según la

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concepción agustiniana, el movimiento de la investigación se dirige hacia los primeros principios, la dialéctica es necesariamente su instrumento argumentativo. Pero, puesto que la dialéctica argu­ menta a partir de premisas en las que se está de acuerdo hasta ese momento o, al menos, que no han sido puestas en cuestión, hacia conclusiones que no son verdades necesarias, sino sólo la conclu­ sión más convincente a la que se puede llegar hasta ese momento, la tarea de la dialéctica tiene siempre un carácter esencialmente incompleto y provisional. Una conclusión dialéctica está siempre abierta a una recusación posterior. Una tercera rama del desarrollo fue el sistemático aumento de la fabricación de distinciones según los tipos de sentido, no sólo en la explicación de la Escritura, sino también en la comprensión de los textos seculares, de tal manera que, con el tiempo, surge un nuevo género, una serie de obras característicamente tituladas Distinctiones. La técnica para hacer tales distinciones de sentido se enriqueció con las contribuciones de los gramáticos, así como con las de los comentadores. Y esta técnica pudo convertirse entonces en un instrumento adicional del argumento dialéctico, que, a su vez, pudo servir a los propósitos de la investigación sistemática organizada como una sucesión de quaestiones. De esta forma, lo que habían sido tres ramas de desarrollo relativamente indepen­ dientes se reunieron en las nuevas tareas de comprensión del siglo XII. Cuando se yuxtaponen la heterogeneidad de las fuentes filosó­ ficas heredades del mundo antiguo con la multiplicación de quaes­ tiones y distinctiones, se hacen evidentes las grandes posibilidades de radical disensión intelectual, aun dentro de las constricciones impuestas por el marco agustiniano. Esta posibilidad se hizo ma­ nifiesta a sus contemporáneos en el estilo, en los métodos y en las conclusiones de Abelardo. Las explicaciones modernas de Abelar­ do son generalmente de dos clases, o de lo más aburrido o a todo color. Las explicaciones áridas y secas felicitan a Abelardo por haber anticipado a Frege de varias maneras; las explicaciones a todo color celebran su pasional falta de respeto hacia los límites en la sexualidad y en la dispuesta. Tales explicaciones románticas yerran no tanto por inexactitud cuanto por falta de perspectiva. Abelardo anticipó, sin duda, en muchos aspectos, teorías muy posteriores de la predicación y la cuantificación, pero lo hizo

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mientras intentaba poner al platonismo del siglo XII en su debido sitio dentro de un marco agustiniano, y asegurar así que el plato­ nismo sirviera al agustinianismo más bien que a la inversa. Y es también verdad que Abelardo desafió a la autoridad establecida, pero por su propia aceptación obediente de la respuesta de la autoridad establecida, hizo más que ningún otro para clarificar la relación de la dialéctica con la autoridad. En estos dos importantes aspectos elaboró los principios centrales de la tradición agustinia­ na más allá de sus predecesores. Fue en el curso de la controversia sobre los universales cuando Abelardo hizo sus contribuciones a una mejor comprensión de la predicación. ¿Qué estaba enjuego para el platonismo medieval en esa controversia? San Agustín había transformado los eidé de Pla­ tón en modelos de las cosas creadas en la mente de Dios. Progresar en la comprensión del mundo de la creación tal como verdadera­ mente es, es alejarse de los primeros juicios de la vida cotidiana, que tanto en el pensamiento como en las palabras están enredados en el error, y encaminarse a la formación de una mente cuyos juicios se conformen a lo que las cosas son. Y la verdad de las cosas se halla en su conformidad con los ejemplares, conformidad que no se manifiesta en esas particularidades del mundo natural que se presentan como aquello sobre lo que versan nuestros juicios ini­ ciales. El platonismo, tanto en ésta como en todas sus versiones, es antagónico del lenguaje ordinario; los usos ordinarios del lenguaje siempre se hallan necesitados de corrección. Pero lo que hizo Guillermo de Champeaux fue transformar el platonismo en una teoría del significado del lenguaje ordinario. Los universales, dis­ tintos y aun separados de los particulares, son, según su teoría, aquello a lo que se refieren los nombres del lenguaje ordinario y, en virtud de esta referencia, tienen el significado que tienen. Así, la aprehensión de las formas verdaderas resulta ser algo que se halla implicado en la comprensión de los significados ordinarios, no algo que proporciona un telos a un largo proceso de investiga­ ción. El éxito de Abelardo al mostrar los absurdos que se seguían de la posición de Guillermo tuvo como consecuencia el que se hiciera una distinción clara y viable entre el intellectus universalis, la captación cotidiana por parte de la mente de las propiedades comunes de esos objetos que agrupa un nomen universale, y la

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aprehensión de las naturalezas esenciales de las cosas presentes en la mente de Dios. El perfeccionamiento de la comprensión de la mente consiste en un movimiento hacia la comprensión de lo auténticamente universal, pero no depara de suyo un conocimiento de las esencias verdaderas. El mismo Abelardo reconoció su conformidad con lo que llegó a conocer de Aristóteles, Y Juan de Salisbury, aunque interpretó de manera errónea la posición de Abelardo, atribuyéndole un nominalismo que de hecho no defendió, tuvo razón al entender que las concepciones de Abelardo eran conciliables con una posición aristotélica. Hay en este caso, en verdad, una importante e influ­ yente anticipación de la síntesis tomista de una versión particular del platonismo agustiniano con Aristóteles. Por ello fue importante para la subsiguiente investigación que Abelardo liberara la contro­ versia sobre los universales de los primeros debates estériles entre nominalistas y realistas, de los que habían surgido las tesis de Guillermo de Champeaux. Entender a Abelardo desde esta perspectiva no supone en modo alguno denigrar los logros que obtuvo, en general, en la revisión de lo que hasta ese momento se había entendido sobre las relaciones de la gramática y la lógica, ni desacreditar tampoco los que consiguió, más particularmente, en sus teorías del significado, la denotación y la inferencia; implica tan sólo insistir en que el contexto de estos logros era muy diferente del de esos lógicos que redescubrieron algunas de las tesis de Abelardo a fines del si­ glo XIX y a comienzos del XX, algo que se hace claro cuando recordamos que el propósito de Abelardo fue dilucidar, por medio de sus descubrimientos lógicos, la doctrina de la Santísima Trini­ dad. Fue el hacer esto cuando Bernardo de Claraval pudo acusarle de herejía. No parece que Abelardo haya mantenido de hecho opiniones heréticas. Es tanto más sorprendente que aceptara obediente su condena y estuviera de acuerdo con Bernardo en su comprensión de los límites impuestos a la vida de investigación por la necesidad de tales condenas. En lo que Bernardo y Abelardo estaban de acuerdo, y ningún agustiniano coherente podría haber mantenido otra cosa, fue en que la integridad de la vida de investigación requiere de tales intervenciones por parte de la autoridad. Bernardo, como cisterciense, seguía la Regla de San Benito,

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cuya teología práctica supone lo que San Agustín había afirmado: que la inteligencia sólo puede ser dirigida correctamente mediante la transformación de la voluntad desde un estado de orgullo a un estado de humildad. La voluntad es fundamental con respecto a la inteligencia, y el pensamiento que no está dirigido por una volun­ tad informada por la humildad propenderá siempre a extraviarse. Fue claramente orgullo de la voluntad lo que Bernardo percibió en Abelardo y lo que Abelardo reconoció por su sumisión haber percibido en sí mismo. Así, lo que requiere la condenación de herejía es la epistemología subyacente en la investigación agusti­ niana, ya que la herejía es siempre un indicio de orgullo consistente en elegir elevar el propio juicio sobre la auténtica autoridad. Fue, pues, el ejercicio de la autoridad y el reconocimiento concedido a la autoridad lo que impidió que la argumentación dialéctica se desarrollara del rompimiento de la unidad de la inves­ tigación en una multitud de desacuerdos, aun cuando dicha inves­ tigación recurriera a fuentes filosóficas heterogéneas. Pero es im­ portante notar que la concepción de la autoridad a la que así se apelaba es, a su vez, un rasgo del esquema agustiniano de compren­ sión. La autoridad entra en ese esquema en dos puntos. Al comien­ zo, porque la creencia racionalmente injustificada tiene que prece­ der a la comprensión, la creencia ha de aceptarse sobre la base de la autoridad. Lo que la autoridad proporciona en este punto es el testimonio de la verdad sobre ciertos asuntos. El testimonio ha de recibirse de una manera muy diferente a la de los relatos que suministran una prueba. La prueba ha de valorarse a la luz de lo que se considera que es la probabilidad de la existencia del tipo de suceso relatado. Por el contrario, la creencia en el testimonio es proporcionada al grado de confianza depositado en la persona que da el testimonio y, con frecuencia, no a la rersona como tal, sino a la persona a medida que desempeña algún papel o como posee­ dora de algún oficio. Así, en el esquema agustiniano, cuando primero creo para poder llegar a comprender, no valoro la prueba, sino que pongo mi confianza en ciertas personas que tienen la autoridad de repre­ sentar el testimonio apostólico, algo que puedo llegar a hacer de muchas maneras diferentes, sin que ninguna de las cuales esté dotada, en esta etapa preliminar, de buenas razones, porque toda­ vía no puedo saber cómo valorar en este terreno si las razones son

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buenas o son de otra manera. Mi creencia puede ser, en verdad, la respuesta a algo en apariencia tan accidental como que mis ojos se fijen en un pasaje de Pablo en un libro que he encontrado, sobre la base de oír decir a un niño que juega en las inmediaciones: «Tolle, lege; Tolle, lege». Pero la aparente arbitrariedad de esta aceptación inicial de la autoridad es algo que, por su parte, sólo puede entenderse de forma adecuada más tarde y, en esta com­ prensión posterior, la autoridad se reencuentra de una manera muy distinta. Al aceptar la autoridad, según hemos visto al comienz 5, uno obtiene un maestro que no sólo le introduce en ciertos textos, sino que le educa para llegar a ser el tipo de persona capaz de leer esos textos con entendimiento, textos en los que una persona descubre su propia historia, incluyendo la historia de cómo se ha transfor­ mado en lector de tales textos. Esta historia de uno mismo está inserta en la historia del mundo, narración global en la que toda otra narración tiene su sitio. Esta historia es un movimiento hacia la verdad que se hace manifiesta, un movimiento hacia la inteligi­ bilidad. Pero en el proceso del descubrimiento de la inteligibilidad del orden de las cosas, descubrimos también por qué en diferentes estadios sigue habiendo grados mayores o menores de ininteligibi­ lidad. Y, al aprender esto, aprendemos que nunca se puede pres­ cindir en esta nuestra vida corporal del testimonio autorizado consistente en conducirnos más lejos de donde ahora estamos. Así, la continua autoridad recibe su justificación por ser indispensable para el progreso continuo, cuya narración aprendimos primero de la autoridad a contarla de nuevo y cuya verdad queda confirmada por nuestro propio progreso posterior, incluyendo ese progreso que se hace por medio de la investigación dialéctica. La práctica de la dialéctica específicamente agustiniana y la creencia del dia­ léctico agustiniano de que esta práctica es un movimiento hacia una verdad nunca hasta ahora por completo captada, presuponen así la guía de la autoridad. De aquí que, cuando la misma autoridad pone restricciones a la investigación dialéctica, sería poco razona­ ble no someterse. La sumisión de Abelardo, a diferencia de la de Galileo, era conforme con sus investigaciones. El reconocimiento de la autoridad era ya un elemento esencial de estas investiga­ ciones. Esta concepción del lugar de la autoridad en el seno de la

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investigación, al igual que otras partes fundamentales del esquema agustiniano, presupone una comprensión particular de cómo se relacionan los textos con aquello de lo que hablan y cómo el progreso en la lectura y en la comprensión de los textos cambia la relación del lector con aquello de lo que los textos hablan. O, mejor dicho, puesto que el lector mismo es parte del tema del que hablan los textos, lo que cambia es la relación del lector con los otros elementos de dicho tema. Algunos escritores modernos de textos en general, y de narra­ tiva en particular, han sostenido que la forma y la ordenación de un texto son una imposición literaria que el autor hace sobre un tema, el cual, sin texto ni la forma y el orden de éste, sería informe y desordenado. Todo texto es, de este modo, en cierta medida, una falsificación creativa de aquello de lo que habla. Desde esta pers­ pectiva, toda investigación interesada por la verdad, que examine el tema del que habla cierto texto particular independientemente de ese texto, descubrirá una falta de correspondencia entre el texto y el tema. Así, Tolstoi razonó de una manera y Sartre de otra. Por el contrario, están aquellos otros escritores modernos que han defendido que no tenemos ningún otro acceso al tema peculiar e idiosincrásico de un texto, que no sea el que proporciona el texto mismo. La comprensión de un texto cualquiera sólo puede tener lugar en los términos que proporciona dicho texto, y de aquí que no pueda surgir la cuestión de la verdad o la falsedad respecto a algún asunto auténticamente exterior. Este último tipo de concep­ ción se ha formulado de un modo característico como etapa de un argumento que aspira a llegar a cierta conclusión todavía más radical: acaso que cada texto ha de ser juzgado en sus propios términos, acaso que los textos no son nada más que lo que noso­ tros, los lectores, hacemos de ellos. En lo que concuerdan estos modos diferentes y mutuamente incompatibles de pensar sobre los textos es que no tiene sentido hablar de la naturaleza de una correspondencia sistemática entre, por una parte, un texto con su significado, su ordenación secuencial y sus otras ordenaciones, sus límites y sus referencias y, por otra parte, cierta realidad externa que no es un texto y que, por tanto, no hay que leer ni interpretar, sino más bien aprehender de cierto modo muy distinto. Los argumentos aducidos en apoyo de esta pretensión tienen mucho en común con aquellas objeciones

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que se han propuesto con sólidos argumentos contra toda versión de la teoría de la verdad como correspondencia, según la cual la verdad consiste en cierta relación entre los elementos y la ordena­ ción de algunos factores lingüísticos, a menudo una frase, y cierto factor no lingüístico, quizás un hecho. Al punto de vista agustiniano no se le puede hacer, sin embar­ go, este tipo de objeción. Ciertamente, los textos particulares ca­ racterizan algo, se refieren a algo, están en diferentes tipos de relaciones de correspondencia con algo que está más allá y fuera de ellos, pero ese algo es siempre otro texto. De inmediato se puede objetar: con seguridad, los textos de la Escritura nos infor­ man, o al menos pretenden informarnos, sobre la naturaleza y la historia. Pero la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana y la historia humana, es, a su vez, según esta concepción, un texto: «Pues todo el mundo perceptible —escribió Hugo de San Víctor­ es como si fuera un libro escrito por el dedo de Dios» (De tribus diebus II), siguiendo en esto al propio Agustín (Enarratio in Ps. 45, 7), y Alano de Lila fue más lejos al decir que todo el mundo creado es para nosotros «como si fuera un libro y una pintura y un espejo» (Rythmus alter). Un texto es una serie de signos; aquello de lo que habla es una serie de signos correspondientes. La narra­ ción dramática de la Escritura refleja la narración dramática repre­ sentada de la historia bíblica. Dios, como autor de ambas, nos habla en ambas, y ¡os mismos textos de la Escritura hablan de este hablarnos a nosotros en ambas y de nosotros como personas que escuchamos o que dejamos de escuchar. Dios es, de este modo, el intérprete autorizado de sus significados, y las autoridades que ha nombrado para hablar en su lugar, tanto eclesiásticas como secu­ lares, están, por ello, autorizadas a la interpretación y a la valora­ ción, no sólo de la naturaleza y la historia, y de la Escritura, sino de aquellas conclusiones teológicas de la investigación dialéctica que sacan sus premisas bien de la naturaleza y la historia, bien de la Escritura. La determinación del sentido de los textos requiere y recibe el ejercicio de la autoridad interpretativa, autoridad preci­ samente de la misma clase a la que se sometió Abelardo. ¿En qué consiste, entonces, el progreso en la lectura y la comprensión de los textos, incluyendo el texto de la naturaleza? Consiste, en un nivel, en ciertas actividades que un observador externo puede caracterizar así: establecimiento de discrepancias e

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incoherencias en los textos, formulación de hipótesis para superar­ las y búsqueda de la evidencia para confirmar o desconfirmar tales hipótesis, integración de los textos recientemente descubiertos o redescubiertos en el cuerpo del conocimiento, y creación de modos cada vez más adecuados para clasificar y sistematizar lo que se ha aprendido. En estas actividades, se emplea el argumento dialéctico tanto para investigar la ontología que subyace en el esquema del conocimiento, como para dilucidar los temas problemáticos que surgen en el curso de la investigación. Pero todo e!lo sólo contri­ buye al progreso, y se constituye como tal progreso, en la medida en que la mente del investigador ocupado en dicha actividad se dirige —desde un estado inicial, en el que no conoce de qué manera manifiestan ni ella misma, ni los otros seres finitos, ni Dios, el grado y la clase de perfección que pertenece a cada uno de ellos— hacia tanta comprensión de la perfección de cada uno como sea capaz; y, al obtener este progreso, se perfecciona también a sí misma. Hubo epistemologías agustinianas diferentes y rivales que pro­ porcionaron caracterizaciones un tanto diferentes de los estados inicial y final de la mente y de la transición de uno a otro. Hugo de San Víctor mantuvo un parecer; Alano de Lila, otro. Lo que comparten estas epistemologías rivales es la concepción de que los objetos que han de ser aprehendidos por la mente humana, son inteligibles como tales, antes de que cualquier mente humana los aprehenda. La mente llega a ser informada por esta inteligibilidad, pero sólo a causa de la luz que Dios le procura. Este uso analógico del concepto de luz, con su asimilación de lo inteligible a lo visible, es esencial a la epistemología agustiniana. Así, Dios está presente en toda mente humana, aunque con frecuencia no reconocido, en todo acto de aprehensión y de juicio, y está presente no sólo como creador omnipotente, sino como constituyendo ese acto de apre­ hensión y de juicio. Y en todo acto semejante hay una referencia ineludible a Dios, aunque a menudo involuntaria además de no reconocida, en la medida en que. al decir de algo que es o qué es, hacemos al menos una referencia indirecta a su condición de ser de forma perfecta o imperfecta lo que es. Es, pues, en la aplicación ineludiblemente universal del con­ cepto de perfección, en la que se reconoce a Dios universalmente, reconocimiento que Anselmo transformó en un argumento: el ar­

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gumento según el cual, a partir de la afirmación de la existencia en la mente de aquello mayor de lo cual nada se puede pensar, se sigue que aquello mayor de lo cual nada se puede pensar existe también fuera de la mente. No es en modo alguno casual que los argumentos de Anselmo se expongan bajo la forma de una oración. Para comprender de manera adecuada el concepto requerido, la mente debe estar ya dirigida por la fe hacia su verdadera perfec­ ción. La justificación racional de la creencia en el objeto de la fe, es interna a la vida de la fe. Fue debido a que esta investigación intelectual a la manera agustiniana se concibe como un progreso hacia la perfección, a través de una aprehensión cada vez más adecuada de la perfección, por lo que la investigación teórica y la práctica estaban tan estre­ chamente relacionadas. Las disciplinas de la vida monástica, en especial de esas reformas de la vida monástica en las que se había restablecido la Regla de San Benito, proporcionaron un ideal reli­ gioso con el que el estudioso del siglo XII estaba en deuda y del que, además, tenía bastante tendencia a distinguir su propia voca­ ción. Pero en la vida de los canónigos que siguieron las reglas que Agustín había establecido para el clero secular, ejemplificada en la abadía de San Víctor, se mantuvieron juntos los dos tipos de ideal. Fue, sin embargo, en el curso del siglo XII, cuando comenzó a cobrar nuevas dimensiones la cuestión de qué entrañaba el agustinianismo para la vida práctica, y lo hizo precisamente cuando la tradición agustiniana se vio apremiada a proporcionar la base y el marco intelectuales para un tipo de educación, dirigido tanto a aquellos que no formaban parte del clero como a nuevos tipos de clero. Este apremio se generó desde más de una dirección. Las ad­ ministraciones centrales tanto de las cortes reales como de la corte papal, necesitaban hombres de leyes; las cambiantes pautas de los oficios de la vida ciudadana requerían nuevas formas de alfabeti­ zación; al clero se le hacían nuevos tipos de demandas. Al mismo tiempo, los desarrollos de la lógica, de la gramática, de la relación entre estas dos disciplinas y el progreso de las otras artes liberales, habían planteado de varias maneras cuestiones sobre la estructura global y el propósito del conocimiento puramente secular. En respuesta a esto apareció un género literario que, al proporcionar una visión general más o menos integradora del conocimiento y la

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investigación, se convirtió en el antepasado del género enciclopé­ dico. Notable entre éstos fue el Didascalion: de Studio Legendi de Hugo de San Víctor, del que Beryl Smalley escribió que el propó­ sito del autor «era hacer volver al aprendizaje rebelde al marco bíblico de De Doctrina Christiana» (The Study o f Bible in the Middle Ages, Oxford, 1952, pág. 86), en un intento de hacer, para el París del siglo XII, lo que Agustín había logrado hacer para Hipona a fines del siglo IV. Lo que Hugo quiso conseguir era la subordina­ ción de todo aprendizaje a la lectura de la Escritura, para que el estudio tuviera como resultado el perfeccionamiento de la vida práctica. Al tratar de imponer un orden en los estudios destinados a conseguir este fin, definió una posición clave en lo que había de llegar a ser un debate no sólo sobre la estructura del plan de estudios, sino sobre la manera de edificar las instituciones acadé­ micas y educativas. La importancia del resultado de ese debate en París se entiende de la mejor manera, considerando la significación del contraste entre lo que surgió como universidad en París y lo que surgió en Bolonia. Se ha convertido en un lugar común diferenciar estas dos universidades en función de las estructuras de poder corporativo y de autoridad: París era una universidad de maestros, una universi­ dad controlada por los profesores, mientras que Bolonia era una universidad de estudiantes, en la que los profesores eran elegidos por sus alumnos. Pero, sirviendo de base a esta diferencia, hay otra. La enseñanza en Bolonia tenía como fin servir a los propósi­ tos de los estudiantes, propósitos determinados antes y con inde­ pendencia de cualquier cosa aprendida de dicha enseñanza. La enseñanza en París tenía como fin reeducar a los estudiantes en un conocimiento más adecuado de los fines y los propósitos, de tal manera que podían corregirse los deseos con que 'legaban al estu­ dio. La educación en Bolonia tenía como fin ser útil en función de un criterio de utilidad establecido en la esfera del poder político, tanto secular como eclesiástico. No es sorprendente que se mantu­ viera que el derecho era la materia académica más importante. La educación en París tenía como fin poner en cuestión precisamente tales criterios de utilidad, investigando cómo debe referirse lo útil a la búsqueda de la perfección humana, concebida en términos agustinianos, búsqueda cuya finalidad es por fuerza invisible para aquellos que no están ya dedicados a ella. De aquí que toda la

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educación en París estuviera subordinada al estudio de la teología y dirigida hacia tal estudio. Y, al comprender la vida universitaria de París en estos términos, no estoy adoptando una visión idea­ lizada. Stephen C. Ferruolo ha reexaminado recientemente la cues­ tión de cómo se llegó a fundar la Universidad de París y ha sostenido que, aunque en París fueron ciertamente importantes los intereses corporativos de los maestros por asegurar su autonomía y su seguridad frente a la autoridad externa, como lo fueron en Bolonia, tanto las formas de organización de la Universidad de París como su plan de estudios no se pueden explicar de manera adecuada a no ser como el resultado de un debate sobre los ideales educativos ( The Origins ofth e Universily, Stanford, 1985). La orde­ nación comprensiva y la síntesis del conocimiento antiguo y del nuevo que se necesitaban sólo podían lograrse ahora sobre un nuevo tipo de bases institucionales. París fue, de este modo, en su origen, una universidad agusti­ niana, que expresaba en sus formas de enseñanza las típicas con­ cepciones agustinianas de la investigación moral y de la racionali­ dad. Estas concepciones propenden a desafiar a la característica mente moderna, justo porque hacen que la racionalidad sea interna a un sistema de creencias y de prácticas, de tal manera que, sin la aceptación, en un cierto nivel fundamental, de estas creencias y sin la iniciación en la forma de vida definida por estas prácticas, queda excluido el encuentro racional con el agustinianismo, a no ser en la forma más limitada. Esto no quiere decir que no haya notables puntos de contacto intelectual entre tesis agustinianas particulares y varias posiciones que se.han propuesto en el mundo moderno en contextos muy diferentes y con muy diferentes propósitos. En Descartes encontramos el si fallor, sum agustiniano transformado en el cogito. En Berkeley reaparece la concepción agustiniana de la naturaleza como serie de signos. Wittgenstein, creyendo erró­ neamente haberse separado del parecer agustiniano sobre el apren­ dizaje ostensivo, reprodujo de hecho parte de las tesis centrales del propio Agustín. Y cabe percibir cierta relación con el punto de vista agustiniano aun en alguno de aquellos que lo rechazan de la manera más mordaz. Nietzsche observó, según he hecho notar en una conferencia anterior: «Me temo que no nos hemos desembarazado de Dios

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porque todavía creemos en la gramática». Lo que Nietzsche enten­ día por creencia en la gramática, era la creencia en que la estruc­ tura del lenguaje refleja y presupone de algún modo la creencia en un orden de cosas, en virtud del cual un modo de conceptualizar la realidad puede adecuarse más a la realidad que otro. Desemba­ razarse de semejante creencia sería, en cambio, tratar los significa­ dos puramente lingüísticos como una serie de estructuras sin con­ texto, de las que se puede disponer para expresar un número indefinidamente grande de conceptualizaciones alternativas, nin­ guna más adecuada que otra, porque no hay una realidad subya­ cente en relación con la cual pudiera medirse la adecuación. La intuición de Nietzsche fue que, mientras se presuponga todavía la referencia a tal realidad, la creencia en Dios se halla presente de forma encubierta. Y, al afirmar esto, Nietzsche sólo invirtió el punto de vista agustiniano: sin Dios no hay una auténtica objetivi­ dad de interpretación o conceptualización. Más recientemente, Umberto Eco (Semiotics and the Philosophy o f Language, Londres, 1984, sección 2.2), ha reprendido a Porfirio por la insuficiencia de su semántica. El error de Porfirio, según Eco, es no haber proporcionado una explicación de la pre­ dicación categorial en la que los significados de los predicados fueran de tal manera independientes del contexto, que no presupu­ sieran por su aplicación la creencia en algún esquema conceptual o analógico de carácter particular. Sin embargo, el comentario neoplatónico de Aristóteles que llevó a cabo Porfirio, fue aceptable a los platónicos, a los aristotélicos y a los agustinianos, precisamen­ te porque suponía el rechazo de esa clase de lingüística que Eco considera que es ciencia, lingüística semiformal a priori indepen­ diente de la ontología. No es que Porfirio tratara de ser Eco y fracasara; es que estaba comprometido en una empresa alternativa y rival. Podría suponerse que, puesto que el agustinianismo está sujeto a una variedad de acuerdos y de desacuerdos con los protagonistas de otras posiciones, podríamos encontrar en la materia de estos acuerdos y desacuerdos razones para evaluar el agustinianismo sin tener primero que entrar en la fe y la práctica agustinianas y aceptarlas. ¿El tratamiento agustiniano del cogito es superior o inferior al de Descartes? ¿El tratamiento que hace Berkeley de los sucesos naturales y de los objetos como signos es más convincente

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que las tesis agustinianas? ¿Nos dirige Wittgenstein hacia un trata­ miento de las limitaciones de la definición ostensiva mejor que lo hace Agustín? ¿La inversión nietzscheana de Agustín desacredita a Agustín? ¿Es la semántica de Eco y de J. J. Katz superior a la de Porfirio? Sin embargo, si fuéramos a figurarnos que podríamos buscar las respuestas a estas cuestiones de una en una y por orden, y comprobar así ciertas pretensiones agustinianas, habríamos come­ tido ya, desde el punto de vista agustiniano, una petición de prin­ cipio. Pues cada tesis agustiniana específica se mantiene en pie o se cae, desde el punto de vista agustiniano, como parte del esque­ ma global de creencia. Abstraíganse las partes de ese todo, tráte­ selas como si no fueran partes, y ya no se tendrán tesis agustinia­ nas, sino una versión falsificada de ellas. Pues es el esquema como un todo lo que requiere que se crea antes de que pueda entenderse. De modo que no parece que haya ninguna forma de pronunciar un veredicto sobre el esquema agustiniano de la investigación teórica y práctica desde un punto de vista que no sea el del que participa en esa investigación. Es a este carácter total, a este carácter de «o todo o nada» del esquema agustiniano al que hubo de deber su configuración el plan de estudios universitario de París. Cada parte aporta un elemento necesario al movimiento hacia la comprensión más adecuada de la perfección, tanto de la condición de la humanidad, necesitada de perfección, como de la perfección eterna de Dios, movimiento que, encarnado en una vida humana particular, es la investigación de esa persona particular sobre su propio bien. Los ignorantes se entienden a sí mismos a través de las imágenes de la narración bíblica que los doctos les interpretan. De aquí se deriva un aspecto, al menos, de la crucial importancia de la predicación. Y de aquí se deriva también la importancia que tuvo para la Universidad de París, como universidad agustiniana, que tan temprano en su vida, la orden dominicana, la Orden de Predicadores, hubiera comenza­ do a desempeñar tan importante papel, tanto en la provisión de los profesores de teología como en el envío de estudiantes a París. Sin embargo, señalar esto sólo puede acrecentar el sentido de afrenta que produjo en la modernidad el impacto de los herederos teológicos de Agustín de la Alta Edad Media. La modernidad pide argumentos. Y el agustiniano responde que, en este terreno, no

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puede haber ninguna premisa compartida a menos que —y hasta tanto— no se haya oído como palabra autorizada la palabra del predicador bíblico. No obstante, de ello no se sigue que el sistema agustiniano de creencia es o era invulnerable, aun desde el punto de vista de sus propios partidarios. En realidad, es y era vulnerable de dos modos diferentes. Primero, como todas las tradiciones de investigación intelectual y práctica desarrolladas, tiene su propia problemática interna, esa serie de cuestiones que se plantean den­ tro de la tradición y a la que los partidarios de esa tradición se ven obligados a dar respuestas, o al menos a hacer progresos para dar respuestas. A la tradición agustiniana se le plantean tres tipos de problemas. El primero es uno que se plantea a todo tipo de platonismo. Si entender un particular es entenderlo en su relación con una forma o un universal, sólo a cuya luz puede hacerse inteligible ese particular, ¿cuál es la naturaleza de esa relación? Las propias conclusiones negativas de Platón en el Parménides. por no mencio­ nar las críticas de Aristóteles, parecen excluir ciertos tipos de respuesta. Y el contenido de los argumentos de Guillermo de Champeaux refuerza el parecer de que el platonismo agustiniano se enfrenta con problemas en este terreno, problemas definidos como tales por sus propios criterios, para cuya solución ha sido incapaz hasta ahora de encontrar recursos adecuados. Un segundo conjunto de problemas se refiere al papel que desempeña la iluminación divina en la generación del conocimien­ to en la mente creada. Las dificultades en este punto surgen de la manifiesta incompatibilidad de varias afirmaciones que hizo el propio Agustín. Agustín estaba de acuerdo con Plotino en negar que la mente humana posea en sí misma, como parte de su propia naturaleza, un principio activo que lleva a cabo la comprensión. De aquí que toda comprensión requiera la iluminación divina (De Civitate Dei X, 2), Pero Agustín mantuvo también que, a causa del pecado que se deriva de la caída de Adán, los seres humanos en estado de naturaleza no pueden ver ni sacar provecho de esa luz. Sólo por la gracia que proporciona nuestra redención se restaura la iluminación. De aquí parece seguirse que los seres humanos en el estado de naturaleza tienen que carecer por completo de enten­ dimiento. Y evidentemente no carecen de él, como el mismo Agus­ tín reconoce repetidas veces. De modo que se da una manifiesta

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contradicción en el núcleo de la teoría agustiniana del conoci­ miento. En tercer lugar, tanto Agustín como los agustinianos presentan la separación humana de lo bueno como algo que se debe a la perversidad de la voluntad. Es la voluntad la que dirige al entendi­ miento y la que lo dirige de forma incorrecta. Pero la doctrina agustiniana no logra proporcionar una explicación suficiente de cómo el entendimiento se refiere o se refería a lo bueno antes y con independencia de que la voluntad lo condujera erróneamente. ¿Qué sería para el entendimiento ser ordenado de manera correcta según su propia naturaleza? Estas tres series de problemas están íntimamente relacionadas entre sí de varias maneras. Y. a tenor de los criterios del mismo agustinianismo, el fracaso en hacer avanzar la investigación respec­ to de ellas, no podría sino plantear cuestiones sobre la justificación racional del esquema agustiniano de creencia como base de la investigación intelectual y práctica. Sin embargo, no es éste el único modo como dicho esquema es y era vulnerable a las cuestio­ nes críticas. Pues el agustiniano se declara también a favor de una tesis negativa central sobre toda posición rival actual o potencial: que ninguna racionalidad sustantiva, independiente de la fe, será capaz de proporcionar una justificación suficiente de sus preten­ siones. De esta manera, el agustiniano se declara a favor de sostener que ni la racionalidad cartesiana ni la empirista ni la kantiana ni la hegeliana ni la positivista, podrán justificar sus pretensiones, aun en sus propios términos. Cada una de ellas, según ha de afirmar el agustiniano, mostrará su propio fracaso en su propio desarrollo histórico, bien por caer en incoherencias inextirpables, bien por verse forzada a reconocer asuntos en los que se da un recurso inevitable a actitudes de creencia injustificada e injustificable, o por ambas cosas. Y entre esos proyectos de investigación cuyo fracaso se compromete a predecir el agustiniano están, por supues­ to. tanto el que hubo de exponerse en el testamento de Adam Gifford. como el defendido por Nietzsche. Donde Adam Gifford mantenía que ios métodos de la investi­ gación moral y teológica requerían que su punto de partida estu­ viera en principios primeros, garantizados racionalmente y umver­ salmente asequibles, el agustiniano niega que pueda haber tales

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principios. Donde Adam Gifford mantenía que la investigación moral y teología no requiere un previo compromiso inicial e ini­ ciador con alguna forma particular de creencia religiosa, el agusti­ niano sostiene que la investigación racional sólo puede desarrollar­ se a través del compromiso inicial con un tipo específico de creen­ cia cristiana. Y donde Adam Gifford mantenía que la tradición se nos presenta para ser examinada y evaluada a tenor de nuestros criterios, el agustiniano defiende que hemos de aprender de la tradición autorizada cómo examinarnos y evaluarnos a nosotros mismos. El contraste y el enfrentamiento entre Agustín y Nietzsche es, naturalmente, todavía más agudo si cabe. Lo que Agustín condenó, lo alabó Nietzsche. Donde uno vio un tipo de personalidad que manifestaba la perversidad de la voluntad caída en la arrogancia del vicio del orgullo, el otro vio la «nobleza del instinto» que el cristianismo había aplastado. Y donde Agustín vio la virtud de la humildad, Nietzsche percibió una perversa debilidad y enfermedad (Der Antichrist 59), que se manifestó siglos más tarde en ese ressentiment del agustiniano Lutero, del que había procedido la religión del padre de Nietzsche. De esta manera, el agustinianismo requiere para su plena justificación racional no sólo el progreso en la solución de sus propios problemas, sino una confirmación posterior que venga proporcionada por el modo como esos proyectos rivales de inves­ tigación intelectual y práctica se muestran incoherentes y carentes de recursos. Y, asimismo, el éxito de esos proyectos rivales lo pone a él mismo en cuestión. Tuvo, por ello, una importanci:tprimordial para la historia del agustinianismo que, poco después de habérsele provisto de una nueva y autorizada forma de expresión institucio­ nal, mediante la fundación de la Universidad de París, hiciera frente a un reto de tales dimensiones que puso seriamente en cuestión su capacidad para justificarse a sí mismo. Ese reto lo planteó el redescubrimiento de la filosofía de Aristóteles en toda su integridad, y fue un reto que alcanzó no sólo cuestiones sobre la verdad de doctrinas teológicas fundamentales, sino también cuestiones sobre el plan de estudios agustiniano y la explicación del conocimiento que ese plan de estudios presuponía. En primer lugkr, se trató de la pretensión del esquema agusti­ niano —tal como lo exponían no sólo Hugo de San Víctor, sino

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también otros que escribieron sobre el plan de estudios—, de que en ese esquema podían integrarse todos los tipos de conocimiento secular, nuevos o antiguos. La multiplicación de los textos prove­ nientes del mundo antiguo había planteado ya interrogantes sobre tal pretensión; pero la recuperación de la ciencia aristotélica, tal como la exponían los comentadores islámicos, hizo más que plan­ tear problemas, pues proporcionó, como parte de su corpus, un conjunto de textos científicos naturales que atribuían a las ciencias naturales tanto un contenido como una importancia enteramente ajenas al agustinianismo tal como había sido formulado hasta ese momento. En segundo lugar, Aristóteles proporcionaba explicaciones de lo que es una ciencia, de lo que es la investigación y del telos de toda investigación, que estaban notablemente reñidas con la ver­ sión agustiniana del platonismo, sobre todo por no dejar sitio ni tener necesidad, en su explicación de la génesis del conocimiento, de la iluminación divina. De modo que, en ciertos aspectos, parecía darse el caso de que el esquema agustiniano sólo podía ser verda­ dero si era falso el aristotélico, y viceversa. De ahí que se planteara de inmediato un dilema agustiniano. Admítase el corpus aristotélico en el esquema de estudios, y se confrontará con ello al estudiante no con una, sino con dos preten­ siones sobre la lealtad que ha de guardar, pretensiones que, en puntos clave, resultan mutuamente excluyentes. Exclúyase el corpus aristotélico del esquema de estudios, y se pondrán en cuestión tanto las pretensiones universales e integradoras del agustinianis­ mo como las pretensiones de la universidad, al menos tal como era entendida en París. Fue la capacidad de los protagonistas del agustinianismo para resolver las cuestiones que planteaba este dilema lo que cambió el destino de su doctrina, cosa que se hizo cada vez más evidente en cada década sucesiva del siglo XIII. Pero, antes de que se pueda relatar de forma adecuada la historia de la respuesta agustiniana, es necesario evaluar las dimensiones del reto aristotélico. Nota bibliográfica Sobre los temas centrales a los que se ha hecho referencia en el texto, véase: sobre las epistemologías agustinianas: T. J. Clarke,

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S. J., The Background and Implications o f Duns Scotus' Theory o f Knowing in the Beatific Vision, tesis doctoral presentada en la Universidad de Brandéis, 1970; sobre la quaestio y la distinctio: A. M. Landgraf, Einführung in die Geschichte der theologischen Literatur der Frühscholastik, Ratisbona, 1948, capítulo II, secciones 4 y 7; sobre la exégesis de la Escritura, la sección 3 de la misma obra, y Henri de Lubac, S. J., Exégese Medievale: les Quatre Sens de TEcriture, cuatro vols., París, 1959, y Beryl Smalley, The Study o f the Bible in the M iddle Ages, Oxford, 1952; sobre el plan de estu­ dios y la fundación de la Universidad de París: David L. Wagner, ed., The Seven Liberal Arts in the Middle Ages, Bloomington, 1983, J. W. Baldwin, The Scholastic C ulture o f the M iddle Ages ¡000-1300, Lexington, 1971, y Stephen C. Ferruolo, The Origins o f the University, Stanford, 1985; sobre la cultura monástica: Jean Leclerq, O. S. B., L ’A m our des lettres et le désir de Dieu, París, 1958; y sobre el siglo XII en general: R. L. Benson y G. Constable, eds., Renaissance and Renewal in the Twelfth Century, Cambridge, Mass., 1982, y J. de Ghellinck, Le M ouvement théologique de X lle siécle, segunda edición. Brujas, 1948. El Didascalion de Hugo de San Víctor ha sido traducido al inglés por Jerome Taylor, Nueva York, 1961.

V ARISTÓTELES Y (O CONTRA) AGUSTÍN: TRADICIONES RIVALES DE INVESTIGACIÓN

Los problemas de la relación de las doctrinas de Aristóteles con las de un teísmo cuyas doctrinas entrañaban la creencia en la creación divina del mundo y en la inmortalidad del alma, se habían planteado, por supuesto, en el seno del Islam antes de que los teólogos del cristianismo occidental se enfrentaran con ellos. Y, puesto que aquello con lo que se enfrentaron tales teólogos fue no sólo el cuerpo, aumentado sobremanera de los textos aristotélicos que les fueron hechos asequibles en los siglos XII y XIII, sino también el comentario islámico que los acompañaba, culminando en el de Abu-I-Walid ibn Rushd (ibn Rushd, Averroes, había de ser para Tomás de Aquino simplemente «el comentador», al igual que Aristóteles fue «el filósofo»), el encuentro del Islam con Aristóteles proporcionó el trasfondo decisivo a la historia intelectual europea del siglo XIII. Puesto que los pensadores judíos habían tenido asi­ mismo que definir sus posiciones tanto en relación con Aristóteles como con el Islam, también estos pensadores, y en especial Moses Ben Maimón, Maimónides, habían tratado esos problemas, lo que había conducido a la reformulación de dichos problemas. La difi­ cultad con la que se enfrentaron los receptores latinos de Aristóte­ les, los llamados averroístas latinos, fue que, mientras que sus problemas los heredaron de sus predecesores islámicos y judíos, no

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podían aceptar en ciertos puntos centrales y cruciales las solucio­ nes que proponían tales predecesores. Averroes había comparado su propia situación como filósofo en la Córdoba del siglo XII con la de Platón en la Atenas del siglo IV. Platón había sido capaz de comparar las conclusiones del filósofo con la creencia puramente popular. La verdad pertenece al primero, mientras que la última no puede ser verdadera. Pero el filósofo islámico tenía que compartir las creencias de las masas, afirmando la verdad de esas mismas creencias presentadas bajo la forma de narración profética así como la de sus propias conclusio­ nes. La perfección de la clase de los doctos y el logro por parte de sus miembros de su telos en la plena felicidad, no podía alcanzarse a no ser en la medida en que los doctos se entendieran a sí mismos como parte de un todo, la comunidad total del Islam, masas y doctos por igual. Así, las verdades de la teoría filosófica tenían que ser conciliadas con las de las historias autorizadas y escritas de forma profética; pero la tarea de tal reconciliación corresponde, como es claro, al filósofo. Que el filósofo sigue siendo un creyente en el Islam y en su ley, tienen que determinarlo las autoridades religiosas, pero, para decidirlo, esas autoridades apelan al Corán y a la misma ley, no a una comprensión filosófica de la verdad o de la racionalidad. Para Maimónides, como para Averroes, los problemas de la relación de la filosofía con la Torá son asunto del filósofo, muy distintos de los del comentario talmúdico o postalmúdico. Se da así una fundamental distinción de géneros; la apelación a la autoridad en la Torá Misná proporciona, en forma de un comentario, una pauta con la que no puede permitirse que sea incoherente nada escrito en cualquier otro género, pero el género de la investigación de la Guía de los Perplejos es aquel en el que se discuten cuestiones teóricas. Dentro de la Torá Misná se plantean cuestiones sobre la coherencia interna, y en los cuatro primeros capítulos se tratan tanto las tesis filosóficas que se requieren de todo aquel que acepte la autoridad de la alaká como el lugar de la investigación filosófica, tanto de la metafísica como de la física, en la vida del sabio judío. Pero la investigación filosófica misma y la comprensión de la verdad y la racionalidad entrañada en semejante investigación se reservan al filósofo, y es en la Guia de los Perplejos en la que halló Maimónides un género filosófico característico para la discusión

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de la relación sistemática de la filosofía con la aceptación de la autoridad de la alaká y todo lo que supone dicha aceptación. De esta manera, tanto para Averrores com opara Maimónides, las doctrinas y las prácticas religiosas con las que tienen que ser conciliadas la filosofía aristotélica y, más generalmente, la investi­ gación filosófica, podrían imponer constricciones a las actividades y a las conclusiones del filósofo, pero no estaban, a su vez, infor­ madas por temas, teorías y argumentos filosóficos. Más en parti­ cular, no contenían en sí mismas ninguna comprensión bien arti­ culada de la verdad y de la racionalidad. Para los averroístas latinos, ocurría, como es claro, de manera muy distinta. Se enfren­ taban no sólo con los problemas sobre la coherencia con la narra­ ción profética y con la prescripción legal, que ya habían ocupado a Averroes y a Maimónides, sino también con los que surgen del hecho de que la teología dogmática del cristianismo latino estaba impregnada por todas partes de teorías y conclusiones filosóficas y llevaba en ella su propia comprensión agustiniana de la verdad y la racionalidad, comprensión irreconciliable, al parecer, con la de Aristóteles, tal como la presentaban los mejores comentadores y las mejores interpretaciones hasta ese momento. Una filosofía de una especie se encontró, de esta forma, con otra filosofía de una especie totalmente distinta, cada una con sus propias pautas para evaluar la verdad y la racionalidad de las pretensiones filosóficas y esas dos series de pautas, a lo que parece, inconmensurables así como incompatibles. Las incoherencias radicales entre los dos puntos de vista sur­ gieron en tres niveles diferentes. Lo que más fácil y constantemen­ te llamaba la atención de la autoridad eclesiástica y teológica se refería a doctrinas cristianas centrales. Donde Aristóteles afirmaba la eternidad del mundo, el cristianismo le atribuía un comienzo en el momento de la creación; donde Aristóteles excluía la existencia inmaterial separada del alma individual, y donde la interpretación que hizo Averrores del De Anima, aunque daba cabida a la re­ surrección de los muertos, reforzaba la negación de toda supervi­ vencia del alma aparte del cuerpo, el cristianismo se declaraba a favor de esa supervivencia. Pero, aunque estas antítesis, por las que parecía que se ponía en cuestión la verdad de la religión cristiana, fueron, como es natural, el centro de la atención eclesiás­ tica, pueden muy bien oscurecernos la importancia de otros dos

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niveles de encuentro, tipos de encuentro que no sólo hizo, en parte, posibles, sino que también aplazó, el extraordinario grado de tactc y de prudencia que mostró la autoridad eclesiástica, durante la primera mitad del siglo Xlll, en los varios avisos y prohibiciones que promulgó sobre el tema de la lectura y la enseñanza de Aris­ tóteles. Pues donde acaso podríamos haber esperado condenas generales, en vez de ello encontramos una variedad de restriccio­ nes, prohibiciones parciales y cautelas que llevaban a una lectura selectiva, de tal manera que las obras de Aristóteles no hicieron a comienzo su efecto como un ¡ocio, como un modo sistemático dt pensamiento que desafiaba el agustinianismo dominante, no sólo respecto de este o de aquel particular dogma o tesis filosófica o teológica, sino respecto del estilo de pensamiento, de la estructu­ ración de la investigación y de los criterios fundamentales. En vez de ello, se leyeron diferentes obras con independencia una de otra y se valoraron para diferentes tipos de razón. Así, en una guía anónima sobre la manera en que debía prepa­ rarse un candidato para examinarse en París, escrita entre 1230 y 1240, y descubierta por Grabmann en Barcelona en 1927 (Ripoll, 1.09; véase F. van Steenberghen, Aristolle in the West, Lovaina, 1955, pp. 95-100), encontramos algunas obras de Aristóteles con­ sideradas por extenso (por ejemplo, el De Interpretatione y la Ética), algunas referidas tan brevemente que era claro que no se estudiaban en París (la Metafísica y la Física) y otras por completo desconocidas para el autor (la Política, por ejemplo). Esta última, por cierto, no se había traducido aún, pero la atención que se prestaba a aquellas obras que se habían traducido variaba mucho, evidentemente, de una obra a otra. N o obstante, como señala Van Steenberghen, ya se hizo en esta guía una distinción sobre cómo deben responder los filósofos —a diferencia de los teólogos— a ciertas cuestiones planteadas por Aristóteles, como si la filosofía y la teología pudieran llevar a cabo sus investigaciones en completa independencia recíproca, y las cuestiones específicas se hallan en­ tre aquellas cuyas respuestas fueron en ciertos casos particulares, condenadas más tarde por la autoridad eclesiástica. Así. aun antes de 1240. empezaba a hacerse claro que lo que se ponía en cuestión era la organización y la estructura de la investigación establecidas y. en especial, la relación de la teología con las otras disciplinas dentro de esa organización y esa estructura, y no sólo esta o aquella

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tesis particular. Esto fue, pues, un segundo nivel en el que Aristó­ teles y sus intérpretes llegaron a desafiar al agustinianismo, de modo creciente a partir de 1240. | Una dificultad era ésta. Si se destinaba el corpus aristotélico ^como un todo para la enseñanza y el estudio a la Facultad de Artes, ía la corrección y el complemento de los estudios del trivium y el quadrivium, entonces, o bien esos estudios habrían de incorporarse alas ciencias aristotélicas, o bien habrían de entenderse como tales ciencias, integrados en la estructura jerárquica de estas ciencias; pero, al incorporarlos y entenderlos así, habrían adquirido una independencia mayor de la teología. Habrían funcionado menos como mero prólogo. Por otra parte, cuestiones que dentro del plan de estudios agustiniano habían sido hasta entonces parte de la exclusiva competencia de la teología, habrían estado incluidas en la propia de esas ciencias, en particular una gran serie de cuestio­ nes de ética, política, psicología y metafísica. Semejante violación de la división agustiniana de la labor intelectual en el plan de estudios parecía desafiar no sólo a las disposiciones institucionales del agustinianismo de la Universidad de París, sino a los supuestos intelectuales de esas disposiciones. Y de aquí que surgiera y conti­ nuara el dilema agustiniano: negarse a integrar el corpus aristoté­ lico y su enseñanza en el plan de estudios habría tenido que parecer un abandono de la pretensión de que la teología puede realmente ordenar y dirigir a las otras ciencias y artes seculares; sin embargo, parecía que aceptar el corpus aristotélico en el plan de estudios habría de producir incoherencia en las estructuras de la enseñanza y el conocimiento. Además, estas cuestiones sobre la organización y la estructura del conocimiento de la investigación eran difíciles de llevar a un debate constructivo. Pues cuando aumentó la conciencia de los problemas que ellas creaban, se hizo también claro que los criterios de verdad y de racionalidad a los que había que apelar para debatirlas de manera constructiva, no eran los mismos para los aristotélicos que para los agustinianos. Cada sistema de pensa­ miento tenía su propia serie de criterios internos a él y no había una tercera serie de criterios a los que pudiera apelarse. Para Aristóteles, el intelecto se descubre a sí mismo en la actualización de sus potencialidades, actualización movida por esos objetos del conocimiento —y encaminada hacia ellos— a los

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que el intelecto, al actualizarse, se adecúa. Al comprender las cosas como son, el intelecto capta tanto los primeros principios y los principios derivados —en función de los cuales han de clasificarse, entenderse y explicarse las cosas de las especies particularescomo la ordenación jerárquica de tales principios. El intelecto, por tanto, descubre su telos en una concepción del entendimiento per­ feccionado, articulado en una concepción de las ciencias suficiente a toda investigación y a todo descubrimiento. Los conceptos bási­ cos del esquema aristotélico —forma/materia, potencia/acto, arche/telos—, organizados en la argumentación dialéctica y demostra­ tiva, caracterizan tanto la apropiación por parte de la mente de las realidades que encuentra como la naturaleza de esas realidades. La suficiencia potencial de la mente respecto de todos sus objetos es, pues, un dogma central de esta visión del modo en que la mente y aquello que se apropia son partes del mismo todo. Sin embargo, para la teología agustiniana, al progreso de la mente le son esenciales la insuficiencia de la mente ante lo que encuentra —primariamente Dios, pero también los objetos creados en la medida en que son lo que fueron creados ser— y el descubri­ miento de la mente de sus propias faltas de aptitud y de sus incapacidades. Frente a la paradoja del Menón de cómo llegamos a saber lo que tal o cual cosa es sin tener ya la capacidad de reconocer la respuesta verdadera a esta cuestión, esto es, sin cono­ cer ya de alguna manera lo que tal o cual cosa es, Aristóteles y Agustín habían dado contestaciones muy diferentes. Aristóteles respondió con una concepción del llegar a conocer como la actua­ lización de lo que ya está presente en potencia en el intelecto, y Agustín apeló a esa iluminación divina que ourga la comprensión a una mente de otro modo impotente. Para Aristóteles, una carac­ terización adecuada de la mente es la que describe a la mente obteniendo el conocimiento; para Agustín, es la que describe a la mente como siendo incapaz por sí misma del conocimiento, pero proveyéndose por cierta fuente exten... de lo que la mente no puede proveerse a sí misma. Si se retira la iluminación divina del esquema agustiniano, tenemos a la mente en la situación que tiene que caracterizar ese último y solipsista agustiniano que es Descar­ tes, mientras que, desde el punto de vista aristotélico, las cuestio­ nes de Descartes no se plantean ni pueden plantearse. Un segundo terreno de conflicto, estrechamente relacionado

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con éste, se refiere a la comprensión de la verdad. Para Aristóteles, la verdad ha de definirse y caracterizarse en primer lugar en “Función de la relación de una mente con sus objetos y de la ade­ cuación o no de esa mente a esos objetos. Aquellas proposiciones que manifiestan algo, a través de las cuales una mente particular da expresión a sus pensamientos al atribuir predicados a sujetos, son verdaderas o falsas de una manera secundaria, en virtud de que dan expresión a la adecuación o no de la mente en relación con el objeto y objetos pertinentes. Pero, para Agustín, la verdad no ha de caracterizarse y entenderse en primer término en función de las relaciones de las proposiciones ni de las mentes. «.Veritas», nombre que designa a una sustancia, es una expresión más fundamental que «verum», atributo de las cosas, y la verdad o falsedad de las proposiciones es un asunto terciario. Hablar verdaderamente es hablar de las cosas tal como son real y verdaderamente; y las cosas son real y verdaderamente sólo en virtud de su relación con la veritas. Así, mientras que Aristóteles coloca la verdad en la rela­ ción de la mente con sus objetos, Agustín la coloca en la fuente de la relación de los objetos finitos con esa verdad que es Dios. Un tercer terreno conexo se refiere a la naturaleza del defecto y el error. Para Agustín, la voluntad es la causa de error más importante. Es cierto que la inteligencia humana es limitada y puede errar en sus juicios, pero el intelecto sirve a la voluntad y no puede por sí mismo imponerse a ella. Y la perversidad de la voluntad que no está impregnada por esa Caridad que nace de la Gracia, es siempre responsable de conducir de manera errónea al intelecto, cosa que ocurre en particular en la vida práctica, en la cual la voluntad perversa coloca ante nosotros objetos destinados no sólo a alejarnos de la verdadera perfección que es nuestro telus, sino también a engañarnos sobre aquello en que consiste dicha perfección. Así, el agustiniano, sobre todo en la investigación teo­ lógica y moral, propende siempre a suponer que todo error inte­ lectual se halla enraizado en un defecto moral, como Bernardo hizo con Abelardo. Para Aristóteles, en cambio, el intelecto es plenamente capaz de llegar a la verdad tanto teórica como práctica, y de determinar tanto sus bienes próximos como el bien y lo mejor por medio de las formas apropiadas de la argumentación dialéctica, demostrati­ va y deliberativa. Es verdad que la suficiencia para llevar a cabo

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estas determinaciones requiere el ejercicio de las virtudes intelec­ tuales, la más importante de las cuales es la phrémesis, y que la posesión de la plirónesis requiere la virtud moral. Pero las virtudes mismas son el resultado de la educación práctica y teórica, y ]a persona educada es plenamente capaz no sólo de determinar, en la medida en que pueda determinarse, sino también de perseguir a través de todas las etapas pertinentes, los bienes de la vida práctica y de la vida teórica. Aristóteles, como todo otro autor antiguo precristiano, no tuvo concepto alguno de la voluntad, y no hay ningún espacio conceptual en su esquema para esta noción ajena, en las explicaciones del defecto y el error. De esta manera, el filósofo aristotélico y el teólogo agustiniano apelaban a criterios rivales e incompatibles tanto en la evaluación como en la explicación. Era muy fácil concluir, como hizo, por ejemplo, el autor anónimo de la guía de París para el examen de los candidatos, que la filosofía tiene su concepción específica de la felicidad, la cual constituye la perfección humana, mientras que la teología tiene su propia concepción muy diferente, parecer que estaba entre los que hubo de condenar en 1277 el obispo agustinia­ no de París, Esteban Tempier. A partir de la lista de proposiciones condenadas en 1277, se hace manifiesto, en verdad, que en grandes áreas de la investigación había comenzado a aparecer la opinión de que no se consideraba ya posible el debate racional con aristo­ télicos consecuentes, y esto es apenas sorprendente a la luz del carácter de las diferencias que dividían a los agustinianos y a los aristotélicos. Para cada parte rival no había criterio por el que juzgar las cuestiones sobre aquello en que una difería de la otra, que no estuviera tan en litigio como cualquier otro. Y no había ningún posible criterio neutral, puesto que todos esos tres terrenos claves de desacuerdos forman parte de una conceptualización diferente e incompatible del intelecto humano en su relación con sus objetos, con las pasiones, con la voluntad y con las virtudes. En verdad, la explicación sumamente abreviada de ellos que he dado, podría extenderse hasta incluir la percepción y la imaginación. Supónga­ se, pues, que alguien aspirara a decidir entre las pretensiones agustinianas y las aristotélicas apelando, lejos de sus conceptualizaciones teóricas, a cómo son ele hecho las cosas en la psyché humana. Toda apelación de esta índole tendría que presentar datos

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empíricos. Sin embargo, en el nivel en el que cabe caracterizar “estos datos de una manera que los haga independientes y neutrales frente a esquemas tan ricos conceptualmente y tan organizados como el aristotélico y el agustiniano —los niveles en que las pautas humanas de conducta se describen en función de reflejos y respues­ tas a lo sensorial, a estímulos lingüísticos y otros estímulos—, los datos son demasiado escasos y determinan insuficientemente cual­ quier caracterización en el nivel requerido. N o son más que mate­ ria a la que todavía hay que dar forma mediante una caracteriza­ ción en ese nivel más elevado y más teórico. Y si los datos se presentan caracterizados de una manera más plena y rica, de una manera que los haga pertinentes a las disputas entre agustinianos y aristotélicos, entonces el modo como los datos se han conceptualizado, ha supuesto ya cierta conclusión respecto de dónde está la verdad en esas disputas. De aquí que el conflicto entre los agustinianos establecidos y los nacientes aristotélicos dentro de la Universidad de París no podía sino haber parecido a muchos, acaso a la aplastante mayoría, no sólo sistemático y omnipresente, sino también irresoluble en principio, a no ser por un Jiat teológico. Un filósofo aristotélico que también quisiera ser un cristiano obediente y ortodoxo, tal como Sigerio de Brabante, en particular tras la condenación de 1270, sólo podía defender la autonomía de la filosofía, esto es, del aristotelismo, insistiendo en que las conclusiones de la filosofía, aun cuando son incompatibles con la fe cristiana, tienen que pre­ sentarse precisamente como eso, como las conclusiones de la filo­ sofía, pero no como verdad (De Anima Intel lectiva VII). Y un teólogo agustiniano, tal como Buenaventura, quien condenó el aristotelismo corriente de los maestros de París en sus lecciones durante el tiempo de Pascua de Resurrección de 1273, no sintió la necesidad de ofrecer argumentos en el nivel de la filosofía, aunque las posiciones que criticaban eran posiciones filosóficas, sino sólo argumentos desde su punto de vista teológico agustiniano. Ningún investigador sigue ahora a Mandonnet (Siger de Brabant et l'Averroisme latin a u xilie siécle, 2 volv, Lovaina, 1908 y 1911) en atribuir a los averroístas latinos, y en particular a Siger, la doctrina de las dos verdades, según la cual lo que es verdadero en la filosofía podría ser falso en la teología y viceversa. Ningún aristotélico consecuente podría haber defendido semejante doctri­

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na. El mismo Averroes claramente no lo hizo, y las interpretacio­ nes sobre las que Mandonnet basa su caso han caído por completo en descrédito (véase F. van Steenberghen, Thomas Aquinas and Radical Aristotelianism, Washington, D. C., 1980, pp. 93-95). No obstante, subyaciendo en el error de Mandonnet, había una intui­ ción crucial: si la cuestión entre el agustinianismo y el aristotelismo, tal como por lo común se entendía esta cuestión, se hubiera forzado a su conclusión, entonces quien intentara afirmar ambas doctrinas no podría sino verse forzado a algo muy parecido a la doctrina inventada por Mandonnet. Como es claro, verse obligado a ello habría supuesto haber hecho en su propia persona una reductio ad absurdum. Y el hecho de que las condenas de 1277 se extendieran hasta tesis propuestas por Tomás de Aquino, así como por los averroístas latinos, indica que al Aquinate pudieron haber­ lo entendido algunos de sus contemporáneos agustinianos más hostiles y poderosos como estando al menos en peligro de caer en alguna posición semejante. Para entender por qué, es necesario procurar una explicación más completa del tipo de situación en que se encontraba Tomás de Aquino. En los conflictos intelectuales centrales de la Universidad de París, tenemos un ejemplo clásico de la inconmensurabilidad de dos puntos de vista, de dos esquemas conceptuales alternativos y rivales. ¿Qué condiciones han de satisfacerse para reconocer y caracterizar suficientemente cualquier caso de inconmensurabili­ dad sistemática? Es importante entender, ante todo, que esta in­ conmensurabilidad no pueden reconocerla, por no decir caracteri­ zarla adecuadamente, quienes sólo viven en uno de los dos esque­ mas conceptuales opuestos. Para éstos, el problema de compren­ der la posición del otro aparecerá como un probleua de traduc­ ción: ¿cómo podemos verter sus creencias, argumentos y tesis a nuestros términos? Se juzgará que los proyectos de traducción destinados a res­ ponder a esta cuestión han tenido éxito o han fracasado a tenor de los criterios de aquellos que viven en el esquema particular en el que se han formulado tales proyectos. Mientras se juzgue que son un fracaso, las aseveraciones del esquema rival aparecerán como intraducibies y. por ello, como ininteligibles. Dejarán entonces de constituir una especie de desafío. Pero mientras se piense que la tarea de traducción se ha realizado con éxito, esto sólo puede ser

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a causa de que y mientras que el lenguaje del esquema alternativo se ha reescrito en las locuciones conceptuales nativas del propio esquema del traductor. Esto asegurará en cualquier caso una dis­ torsión y, de modo característico, distorsiones que vierten las tesis y los argumentos opuestos a una forma en la que aparecen bien como compatibles, bien como refutables desde el punto de vista a cuyos términos se han vertido de esta manera distorsionada. Y al ser vertidas así, se habrá hecho, por supuesto, que aparezcan como conmensurables, excepto, quizás, en aspectos marginales. De aquí que no sólo aparecerá que el fenómeno de la inconmensurabilidad ha sido en este caso una ilusión, sino que también podría parecer que queda garantizada la conclusión de que no puede haber algo tal como un par de esquemas conceptuales rivales alternativos y de aquí, quizás, que la misma idea de un esquema conceptual no puede sino carecer de aplicación. (Véase Donald Davidson, «On the Very Idea of a Conceptual Scheme» en Truth and Interpretation, Oxford, 1984). Esta reconfortante conclusión le deja a uno seguro en la convicción de que nada puede caer fuera de la esfera en la que uno es —en principio, según dicen— competente para emitir un juicio. Domestica al intruso intelectualmente ajeno antes de demostrarle a tal intruso la imposibilidad a priori de que una invasión semejante pueda constituir un reto para las propias con­ vicciones fundamentales de uno mismo. Y ésta fue precisamente la conclusión que presupusieron las figuras agustinianas dominantes en los conflictos y las condenas de París en las décadas de 1260 y 1270. Por supuesto, no pretendo decir que esos teólogos agustinianos eran de hecho davidsonianos prematuros. Hay otras razones además de las cronológicas para afirmar la imposibilidad de la filosofía posquineana en el siglo XIII. Pero entender la razón por la que el fenómeno de la inconmensurabilidad aparece como una ilusión —si se considera desde un punto de vista que insiste en que la traducción del lenguaje de un esquema conceptual alternativo y rival en el de otro es una condición previa para que alguien que vive en ese esquema entienda las declaraciones que proponen los partidarios del otro—, nos permite preguntar y responder a la cuestión de qué condiciones han de satisfacerse para reconocer y caracterizar la inconmensurabilidad auténtica. Sólo puede reconocerla y caracterizarla alguien que viva en

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ambos esquemas conceptuales alternativos, que conozca y sea ca­ paz de hablar el lenguaje de cada uno desde dentro, que haya llegado a ser, por decirlo así, un hablante nativo con dos lenguas primeras, cada una de ellas con sus propios modismos conceptua­ les característicos. Esta persona no necesita llevar a cabo las tareas de traducción con el fin de entender. Antes bien, sobre la base de su propia comprensión de ambos lenguajes conceptuales, puede reconocer los puntos en que la intraducibilidad presenta barreras alrededor o por encima de las cuales no se puede descubrir ningún camino. Tales personas son poco numerosas. Son los «habitantes» de situaciones de frontera, que por lo general incurren en la sospe­ cha y en la incomprensión de los miembros de ambos partidos opuestos. Fue justo en esta sospecha y en esta incomprensión en las que incurrió Tornas^ de AqyÜno tanto por parte de algunos agustinianos como por parte de algunos aristotélicos averroístas latinos, e incurrió en ellas precisamente porque era una de esas personas. ¿Como había llegado a ser esto? Entre los estudiosos de la generación inmediatamente anterior a Tomás de Aquino, Alberto Magno había tomado sobre sí la ingente tarea de que la nueva enseñanza aristotélica, incluyendo en ella mucho del comentario islámico y de otro material conexo, fuera asequible, en la medida de lo posible, como un todo en comentario y exposición latinos. Siendo él mismo un teólogo agustiniano, puso un cuidado inusual en separar esta obra de comentario y de exposición de toda decla­ ración de sus propios pareceres. C ; este modo, aunque en su teología Alberto rechazó varias doctrinas aristotélicas, y discutió sobre la base de sus propias investigaciones científicas las observa­ ciones aristotélicas de los fenómenos racionales, no dejó que estas posturas críticas socavaran la presentación de Aristóteles y del aristotelismo en sus propios términos. Esto. pues, hizo posible que sus discípulos comprendieran completamente desde dentro el pun­ to de vista aristotélico, de un modo y en un grado que ningún otro maestro que no fuera averroista hizo posible. No obstante, al mismo tiempo. Alberto, como teólogo, enseñó —y, en verdad, reformó y revivió— lo que era característicamente agustiniano, incluyendo lo que era platónico en Agustín, y asimilando de Aris­ tóteles a esa teología sólo lo que permitía el marco agustiniano. De esta manera, sus discípulos también pudieron llegar a conocer el

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agustinianismo desde dentro. El más notable entre esos discípulos en el studium genemle dominicano de Colonia, desde 1248 a 1252, fue Tomás de Aquino. Otros notables discípulos de Alberto, en la medida en que llegaron a ser filósofos además de teólogos, desarrollaron temas fuera de su teología agustiniana, a menudo temas bastante platóni­ cos. Aprendieron parte de lo que Alberto hubo de enseñar, pero sólo parte. Sólo Tomás de Aquino parece haberse sumergido tanto en el aristotelismo como en el agustinianismo, para hacer de este modo un problema central, no sólo de sus investigaciones intelec­ tuales, sino de su existencia, el problema de cómo lo que conside­ raba que es la verdad en cada uno de ellos —o, al menos, lo que tenía que llegar a considerar en cada uno como verdad— podía reconciliarse con la opinión del otro. De esta forma, Tomás de Aquino cumplió las tareas de aprendizaje y de enseñanza en Colo­ nia y, después de 1252, en París, de un modo que confrontaba sistemáticamente las pretensiones rivales de dos puntos de vista alternativos y, por lo que parecía, inconmensurables. No obstante, no era sólo a dos series rivales de tesis y de argumentos a lo que tenía que hacer frente. Pues la forma en que se presentaba ahora cada una de esas series de tesis y de argumentos era el resultado —y era inseparable— de la historia de un desarrollo tal, que, en cada caso, las últimas etapas no sólo se referían a su desarrollo fuera de las anteriores, sino que también lo justificaban. Con lo que el Aquinate tenía que contar era con dos tradiciones rivales, incom­ patibles y en apariencia inconmensurables, cada una con su propia historia y su propio modo de investigación desarrollado y en de­ sarrollo, y requiriendo cada una su propia encarnación institucio­ nal en ciertas formas sumamente específicas. Toda tradición que encarne una concepción distintiva de la investigación racional, mostrará también, hasta cierto punto signi­ ficativo, simplemente en virtud de ser una tradición, ciertas carac­ terísticas relacionadas con su racionalidad como tradición. Tendrá cierto punto de partida histórico contingente en cierta situación en la que se puso en cuestión cierta serie de creencias establecidas y de prácticas que presuponen creencias —quizás establecidas de un modo relativamente reciente, quizás de largo arraigo—, a veces porque desde cierto punto de vista alternativo se suscitó la duda ante esas creencias, a veces a causa de una incoherencia que se

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detectó en ellas, a veces porque se descubrió una carencia de recursos ante cierto problema teórico o práctico, y a veces por alguna combinación de estos factores. De este modo, las creencias se articularán de nuevo, se enmendarán, se modificarán y se au­ mentarán, a fin de que, bajo una forma más nueva y revisada, puedan proporcionar alguna respuesta a las cuestiones así plantea­ das y trasciendan, bajo esa forma, las limitaciones de su versión anterior. Desde ese momento, una tradición atravesará etapas, en cada una de las cuales cabría proporcionar una justificación del esque­ ma de creencia como un todo en función de su superioridad racio­ nal frente a las formulaciones de la etapa precedente, y esta etapa precedente, a su vez, podría justificarse por medio de una nueva referencia hacia atrás. Pero la disponibilidad de este tipo de refe­ rencia del presente al pasado no es suficiente por sí misma para constituir una tradición de investigación racional. Es también ne­ cesario que surja cierta continuidad en la dirección, de tal manera que se formulen las metas teóricas y prácticas que guían la inves­ tigación y se vuelvan a formular en etapas posteriores. Nótese que, entre las creencias y las prácticas que presuponen creencias sujetas a una reformulación a medida que una tradición racionalmente madura atraviesa sus varias etapas, pueden estar, y es típico que lo estén, tanto las que se refieren a qué hay que evaluar en las creencias y en las prácticas como más o menos racional, qué es la verdad y cómo se relacionan la racionalidad y la verdad, y aquellas que se refieren a las metas teóricas y prácticas hacia las que se dirigen en cada etapa los que toman parte en esa tradición par­ ticular. Sin embargo, como es claro, es precisamente sobre estos asun­ tos sobre los que las diferentes tradiciones han desarrollado de hecho pareceres diferentes, incompatibles y, en algunos casos, inconmensurables. De aquí que la cuestión de qué constituye la racionalidad de una tradición y de que manera han de valorarse las tradiciones particulares como más o menos racionales, aunque se puede responder en parte de un modo relativamente indiscutible, como he tratado de hacer hasta este momento, no se puede res­ ponder de forma adecuada si no es desde cierto punto de vista particular. Así, desde el punto de vista del enciclopedista, ninguna tradición es racional qua tradición; respecto de la racionalidad, una

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tradición no es ni puede ser más que un medio ambiente en el que se formulan métodos y principios, pues sólo a los métodos y a los principios se puede hacer una apelación racional. Así también, desde el punto de vista del genealogista, ninguna tradición puede ser racional, pero en este caso por las razones que socavan igual­ mente toda pretensión de que ciertos métodos o principios parti­ culares son siempre racionales como tales. La racionalidad no es, ni puede ser en el mejor de los casos, nada más que una de las máscaras provisionales que se ponen los que se ocupan de desen­ mascarar las pretensiones de racionalidad de los otros. Y así, desde el punto de vista de la tradición agustiniana en el siglo XIII y también desde el de la tradición aristotélica contemporánea, la concepción de lo que constituía la verdad y la racionalidad práctica y teórica fue, de forma importante, como ya he hecho notar, idiosincrásica a cada tradición. Es en este punto de la argumentación en el que se hace eviden­ te que, al caracterizar la variedad de puntos de vista de que me he ocupado y me ocuparé, yo también debo haber estado y estaré hablando como un partidario. La neutralidad del universitario es una ficción del enciclopedista, y llamándola ficción revelo mi par­ tidismo antienciclopedista. No es que el partidario de un punto de vista particular no pueda entender de vez en cuando cierto punto de vista rival, tanto intelectual como imaginativamente, de un modo y en un grado tales que sea capaz de proporcionar una presentación de dicho parecer de la misma clase que daría uno de sus propios partidarios. Es que, incluso al hacer esto, el modo de presentación estará inevitablemente formulado dentro del propio punto de vista de uno y dirigido por las creencias y los propósitos de este punto de vista. Y, al registrar la historia de un conflicto, en particular, el modo como se narra esa historia, dependerá de lo que desde el punto de vista propio considere uno que ha sido el resul­ tado. Así, al presentar la historia del conflicto en el siglo XIII entre la teología agustiniana y el aristotelismo, concepciones rivales del resultado producirán historias rivales. Una explicación agustinia­ na, como la que podría haber dado un discípulo franciscano de Buenaventura, sería muy diferente de la que ofrecería un averroísta latino persistente y continuo, y ninguna de ellas coincidiría con la historia desde el punto de vista de Tomás de Aquino. Es este último tipo de historia el que intentaré proporcionar.

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Pero, para hacerlo, es importante empezar preguntando, no tanto cómo Tomás de Aquino, al integrar los modos de comprensión agustiniano y aristotélico en una síntesis unificada, aunque com­ pleja, reconcilió de hecho lo que tenía que haber parecido que es, hasta cierto punto, irreconciliable, como les pareció a muchos en el siglo XIII, sino, más bien, cóm o podría ser posible incluso este tipo de reconciliación. Pues a menos que ante todo entendamos esto último, no aparecerá la significación de ciertos rasgos crucia­ les del pensamiento del Aquinate. Lo que se necesita en este punto es considerar primero, de manera más general, el modo en que la inconmensurabilidad implicada en ciertos desacuerdos radicales puede tanto reconocerse como superarse racionalmente en el con­ texto de cierta clase de tradición. Recuérdese, por ejemplo, cómo en la historia de la primitiva ciencia moderna se resolvió en el desarrollo de la tradición científica y a través de éste, lo que escritores tan diferentes como Bachelard, Kuhn y Paul Feyerabend han considerado que eran casos paradigmáticos de inconmensura­ bilidad en el desacuerdo. Desde el punto de vista proporcionado por la física aristotélica modificada de la teoría del ímpetu de fines de la Edad Media, por ejemplo, había parecido que no se podría hacer ningún progreso racional hacia la física de Galileo y de Newton, precisamente porque los lenguajes de observación, los conceptos clave y las estructuras teóricas, sistemáticamente dife­ rentes e incompatibles, estaban formulados en función de criterios rivales e incompatibles y no había ninguna medida común compar­ tida. Y así Feyerabend pudo sostener, al menos con cierta aparien­ cia de plausibilidad, que Galileo obtuvo la victoria sobre sus opo­ nentes aristotélicos, no por encontrar los criterios que requería cierto tipo de argumento racional pertinente, sino por medio de una manipulación retórica engañosa (Against Method, Londres, 1975, caps. 6-9). Y si el razonamiento suficiente que comienza en un punto dentro de un sistema de pensamiento y de práctica y llega a conclusiones dentro de otro, inconmensurable con el primero, no pudiera tener otro recurso que los que se proporcionan en el primero de los sistemas, Feyerabend habría tenido razón al menos en esto: que el razonamiento de Galileo no podría haber sido efectivo ijita razonamiento, sino sólo de algún otro modo retórico no racional. Pero las suposiciones de Feyerabend sobre los recur­

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sos racionales que pueden proporcionarse en tales casos son triple­ mente defectuosas. En primer lugar, aunque es verdad que, como es característico, uno no puede desde dentro de los recursos proporcionados por algún sistema anterior de pensamiento (y sólo mediante ellos), tales como la teoría del ímpetu de fines de la Edad Media, sostener conclusiones dentro de una segunda teoría, no sólo más rica que la primera, sino inconmensurable con ella, tal como la física galileana, es falso que uno no pueda, en algunos tipos de casos al menos, razonar de forma retrospectiva en la otra dirección. El primer tipo de sistema carecerá de los recursos para representar al último de modo adecuado, pero los que viven y, en verdad, han construido el último sistema, quizás, como Galileo, a causa de que han habitado y han actuado una vez en el primer sistema, pueden ser capaces de incluir dentro de ese sistema una representación adecuada de su predecesor. Pueden quizás explicar la cuestión de su cambio de adhesión intelectual mostrando cómo el primero se ha hecho sistemáticamente incapaz de solucionar sus propios pro­ blemas, formulados en sus propios términos, mientras que el últi­ mo abría una nueva problemática en la que ya no aparecían las frustraciones en las que incurría el primero. En segundo lugar, puede también ocurrir —como ocurrió de hecho con Galileo y particularmente con Newton— que la transi­ ción del primer punto de vista al último pueda justificarse de forma retrospectiva, no sólo en razón de que la esterilidad del primer punto de vista respecto del último lo desacredita, sino también porque la esterilidad del primer punto de vista puede ahora expli­ carse y no aparecer ya sólo como un hecho bruto e inexplicable. Así, la física de Newton puede explicar con precisión por qué la teoría del ímpetu tenia que fracasar en sus proyectos justamente en los puntos en los que de hecho falla, cosa que la misma teoría del ímpetu carece de recursos para explicar. Pero este razonamien­ to retrospectivo justifica el razonamiento prospectivo que hizo posible obtener el nuevo punto de vista y no sólo el nuevo punto de vista mismo. El razonamiento prospectivo en este tipo de casos no puede ser sino dialéctico, exploratorio, inventivo y provisional, formulando hipótesis a medida que se encamina hacia una nueva serie de principios primeros y de concepciones fundamentales. Sólo cuando éstos se han alcanzado de manera satisfactoria, puede

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uno descender desde estos primeros principios para justificar lo que hasta ese momento era tentativo, exploratorio e hipotético. Es este un tipo de movimiento del pensar que describió primeramente Platón en el libro VI de la República y que más tarde caracterizó Aristóteles con mayor detalle, pero que Feyerabend desatiende. En tercer lugar, puede parecer que, como la justificación ra­ cional de ese razonamiento prospectivo que puede llevarnos de vez en cuando de un punto de vista fundamental a otro inconmensura­ ble con él es siempre retrospectiva, este razonamiento sólo podría ser asequible a aquellos que se declaran a favor del último punto de vista. Pero esto también es un error. Primeramente, el comienzo de una crisis epistemológica, el fracaso sistemático de la investiga­ ción ante cierta serie de problemas insolubles de un particular esquema de creencia, puede proporcionar, si se reconoce, buenas razones para buscar fuera alguna alternativa racionalmente dife­ rente; y, en segundo término, nunca se puede excluir la posibilidad de aprender a comprender el otro punto de vista inconmensurable desde dentro de manera imaginativa, antes de que se pueda vivir en él intelectualmente. Es por esos usos de la imaginación por los que uno puede proceder como para vivir en una cultura ajena, y, al hacerlo, reconocer cómo podrían descubrirse y caracterizarse, desde el punto de vista de la otra cultura, rasgos importantes de la propia cultura de uno para los que hasta ese momento se había estado ciego, y no se podía sino haber estado ciego. Así, uno puede ser invitado, como el teórico del ímpetu de su tiempo fue invitado por Galileo, a entender su propio sistema de pensamiento desde otro punto de vista, mediante una identificación imaginativa con un proceso de razonamiento prospectivo que ha de justificarse retrospectivamente y llegar a la conclusión de la superior suficien­ cia del nuevo esquema de creencia y de práctica. Una invitación semejante fue precisamente la que cursó To­ más de Aquino tanto a los agustinianos como a los averroístas de su tiempo. Esto es, los invitó a entender el punto de vista que él había construido —punto de vista en el que tanto los logros del agustinianismo como los del aristotelismo habían sido integrados de tal manera, que lo que se reconocía, o debía reconocerse, como los defectos y las limitaciones del agustinianismo, juzgado desde una perspectiva agustiniana, y los defectos y las limitaciones del aristotelismo, juzgado desde una perspectiva aristotélica—, se ha­

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bía caracterizado primero de manera suficiente y luego, además, se había corregido o trascendido. A] hacer esto, el Aquinate consi­ guió lo que ni los agustinianos ni los aristotélicos podían haber logrado cada uno respecto del otro, pues, como ya hemos visto, los tipos específicos de diferencias radicales e inconmensurables que los dividían hizo imposible que cada partido se entendiera a sí mismo desde el punto de vista ajeno y rival. ¿Qué recursos concep­ tuales, en cambio, fue capaz Tomás de Aquino de descubrir, cons­ truir y organizar para conseguir esto? Nótese, ante todo, que todo punto de vista que capacite a uno de esta manera para juzgar entre las pretensiones de tradiciones y perspectivas fundamentalmente diferentes y rivales, antes que para juzgar tan sólo desde dentro de una de esas tradiciones o perspec­ tivas, tendrá que entender la verdad de un modo particular. Ya hemos visto que los hechos de la inconmensurabilidad se harán o seguirán siendo invisibles para aquellos que de hecho sólo juzgan desde dentro de una de esas tradiciones o perspectivas, desde el punto de vista de un particular esquema conceptual, y que tam­ bién, cuando se plantean los problemas de la inconmensurabilidad, insisten en entenderlos como problemas de traducibilidad a su propio lenguaje, a sus propios modismos conceptuales. Habrán llegado a no darse cuenta de las particularidades y parcialidades radicales de su propio punto de vista. A esas personas les parecerá también inevitable que, cuando juzgan verdadera alguna afirma­ ción o alguna teoría o lo que sea, no pueden estar haciendo otra cosa que apelar a los criterios fundamentales mediante los cuales se garantizan las aseveraciones dentro de su propio esquema. No podría haber, al juzgar la verdad, ninguna referencia —así tiene que parecer— a algo más allá o que esté fuera de la esfera de tales criterios, pues sólo pueden ser estos mismos criterios los que determinen aquello a lo que se puede hacer referencia al juzgar la verdad. De aquí que sea inmensamente plausible que, de forma implícita o explícita, se identifique la verdad con la afirmabilidad justificada. Y, desde este punto de vista, no tendrá sentido conje­ turar que el sistema de conceptos y de creencias de uno podría estar equivocado de alguna manera como un todo, tanto porque la misma idea de un esquema conceptual alternativo no tiene sentido, como porque, dado que esos errores sólo se identifican en función

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de ese esquema, nunca podría encontrar aplicación la noción de un esquema que está equivocado, la noción del error global. Sin embargo, si se ve uno obligado a investigar dónde está la verdad entre puntos de vista globales alternativos, rivales e incon­ mensurables, uno no puede sino considerar la posibilidad de que uno de los dos o ambos puntos de vista sean sistemáticamente falsos, falsos como un todo en sus pretensiones globales (esto no quiere decir, por supuesto, que cada juicio particular hecho desde dentro sea por ello falso), precisamente porque, y en la medida en que, uno no puede sino reconocer que todo esquema global seme­ jante de conceptos y de juicios puede caer en un estado de crisis epistemológica. Pues pretender que tal esquema global de concep­ tos y de creencias es verdadero, es pretender que nunca podría revelarse una realidad fundamental sobre la que sea imposible hablar con verdad dentro de ese esquema. Pero el reconocimiento de los rasgos de una crisis epistemológica dentro de un esquema particular, indicará siempre lo que una explicación de esa crisis desde algún otro punto de vista ajeno puede a veces confirmar como la existencia de una realidad, identificable desde dentro de ese particular esquema de conceptos y creencias, sobre la cual, sin embargo, es imposible hablar con coherencia y, por tanto, con verdad, desde dentro de ese mismo esquema. De aquí que, al juzgar la verdad y la falsedad, haya siempre cierta referencia ine­ ludible más allá del esquema dentro del que se hacen esos juicios y más allá de los criterios que proporcionan las garantías de afirmabilidad dentro de ese esquema. La verdad no se puede identifi­ car con la afirmabilidad justificada ni se puede soterrar en ella. Y en correspondencia, se requiere una concepción de lo que es que es más que —y diferente de— una concepción de lo que parece ocurrir a la luz de los criterios más fundamentales que gobiernan la afirmabilidad dentro de un esquema particular, esto es, se necesita una metafísica del ser. del esse, más allá y por encima de todo lo que pueda decirse sobre los entia particulares a la luz de conceptos particulares. No es, pues, casual que, entre las primeras obras en las que Tomás de Aquino comenzó a definir su propio punto de vista distintivo, estuvieran el De Ente et Essentia. escrito aun antes de que llegara a ser maestro de teología en París en 1256, y las primeras Quaestiones De Veritate, discutidas cuando fue primer

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regente en 1256-1257. Sería, en verdad, enormemente anacrónico describir la comprensión que tuvo Tomás de Aquino de su propio primer desarrollo, cuando se enfrentó a dos esquemas de creencia y de investigación rivales e inconmensurables, en los términos que yo he utilizado. El Aquinate no estaba respondiendo a Bachelard, Kuhn, Feyerabend y Davidson. Pero estaba respondiendo a un tipo de problema que nosotros entendemos ahora mucho mejor, gracias a estos y otros escritores afines. ¿Cuál fue, pues, su respues­ ta? Tanto las Quaestiones De Veritate como el De Ente et Essentia, son diccionarios filosóficos en los que, en un caso, se explican los varios usos de «verdadero» y de «verdad» y se relacionan entre sí y con otros términos fundamentales y, en el otro, de modo seme­ jante, los varios usos de «ser» y de «esencia». En ambas obras hay el reconocimiento fundamental no sólo de que cada una de estas series de usos de relacionan analógicamente, sino de que cada una tiene una aplicación primaria, que es a Dios. Es de Dios como verdad, veritas, del que fluyen todas las otras «verdades» y todas las cosas «verdaderas»; es de Dios como ser, esse, del que se deriva todo lo que es, en cuanto es. Pero es de lo derivado de lo que nosotros tenemos que partir. Así, al llegar a entender la ordenación de cada ser y de cada verdad o de cada cosa verdadera y encaminarnos hacia eso que es primero en el ser y primero en la verdad, invertimos y seguimos las huellas del orden por el que esos seres y esas verdades han sido generados. Entender las relaciones analógicas es también —tal será el resultado— com­ prender las relaciones causales en función de las cuales se hacen inteligibles los estados y los cambios presentes de todos los seres finitos, como también las relaciones prácticas a través de las cuales y por medio de las cuales todos los seres finitos se mueven hacia su fin perfeccionado. De este modo, los seres finitos se hacen inteligibles, en cuanto son movidos y en cuanto se mueven, y las estructuras por medio de las cuales se hacen así inteligibles son aquellas que relacionan en varios aspectos a todos los seres con su primera causa en cuanto motor inmóvil, que ya no está determina­ do ni es determinable por ninguna otra cosa. Son estas estructuras las que se analizan y revelan en las Quinqué Viae de la Sum m a Theologiae (I, II, 3), cada una de las cuales se apoya en un principio o en unos principios sin los cuales no pueden hacerse inteligibles los objetos de la investigación, teó­

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rica o práctica. Rechazar las Quinqué Viae sería rechazar la con­ cepción de la investigación que comparten tanto los aristotélicos como los agustinianos. Fue en la estructura común proporcionada por esta concepción —explicada, así, de manera analógica, causal y práctica—, en la que Tomás de Aquino integró ambos esquemas rivales de conceptos y de creencias de un modo tal, que no sólo corregía en cada uno lo que consideraba que, a tenor de sus propios criterios, podría aparecer como defectuoso o infundado, sino también quitaba de cada uno, de una manera justificada por esa corrección, aquello que les impedía la reconciliación. Retros­ pectivamente podemos entender que Tomás de Aquino había sal­ vado ambos puntos de vista de crisis epistemológicas inminentes, aun cuando no reconocidas. Así, la explicación aristotélica de la naturaleza, tanto teórica como práctica, no sólo se había armonizado con la teología sobre­ natural agustiniana, sino que se había mostrado que aquella reque­ ría a ésta para su complemento, si es que el universo ha de ser inteligible de la manera en la que las partes se refieren a los todos. Y la explicación que daba Agustín de la relación del ser humano, como inteligencia y agente natural, con los objetos de la investiga­ ción, tanto teórica como práctica, se había interpretado en función de distinciones desconocidas para la tradición de la interpretación textual agustiniana, de tal manera que la explicación que dio Aris­ tóteles del mundo racional se convirtió, de modo reconocible, en el prólogo que requería una teología agustiniana. Parte de la obra que supuso lograr esta explicación integrada hizo uso de las técni­ cas de interpretación, de la elaboración de distinctiones y del plan­ teamiento de quaestiones, elaboradas en el seno de la tradición agustiniana, mientras que parte de ella supuso esos usos interrelacionados del argumento dialéctico y del demostrativo que empleó y también describió Aristóteles y llevaron más lejos sus comen­ tadores. De esta forma, en las tres áreas principales en que la tradición agustiniana había hecho frente a sus problemas centrales, Tomás de Aquino desarrolló nuevas posiciones, tanto mediante la inter­ pretación como por medios argumentativos. Donde Aristóteles y Agustín habían caracterizado de dos modos no sólo diferentes, sino incompatibles, una y la misma relación de los individuos particulares con esos conceptos universales por los que se identifi­

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can su esencia y su clase, Tomás de Aquino utiliza la explicación platónica propuesta por Agustín para caracterizar una serie de relaciones —las de los particulares con los ejemplares en la mente divina creadora que son sus causas formales— y la explicación de Aristóteles para caracterizar otra serie de relaciones, las que están entrañadas en la aprehensión por parte de la mente de la quidditas rei materialis, que es el objeto inicial de conocimiento e investiga­ ción de la mente. Donde la psicología de Aristóteles excluía la posibilidad de dar cuenta del fenómeno de la voluntad, al tiempo que Agustín carecía de lo que Aristóteles proporcionaba con sus descubrimientos sobre las potencias de la mente y sus encarnacio­ nes teóricas y prácticas en la investigación, el Aquinate pudo mostrar cómo la voluntad, concebida a la manera agustiniana, podía tanto estar al servicio de la mente, como también, no obs­ tante, engañarla, entendida la mente a la manera de Aristóteles. Y todo esto se logró de un modo que no sólo concordaba con los dogmas específicos cristianos, sino que estaba apoyado e ilumina­ do por ellos. Sin embargo, Tomás de Aquino, al apropiarse de ambas tradi­ ciones, integrándolas y pasando a nueva cuenta lo que era especí­ fico de cada una, lo hizo mediante un método que requería que su propia obra quedara esencialmente incompleta. La conjunción de este requisito con las tareas de síntesis y de unificación produjo un nuevo género para el discurso de la investigación, primero de la manera en que el Aquinate articuló series sistemáticas en las Quaestiones Disputatae y, más tarde, de forma más notable, en la Summ a Theologiae. Pues, mientras que las conclusiones de cada cuestión particular se integran en una estructura demostrativa glo­ bal y jerárquica, que representa el punto alcanzado hasta ese mo­ mento en el camino hacia una ciencia finalmente perfeccionada o, más bien, hacia una jerarquía de ciencias finalmente perfecciona­ das, en la que la teología se halla en el ápice, sin embargo, la respuesta que Tomás de Aquino da como conclusión a cada cues­ tión no es más y, dado el método del Aquinate, no puede ser más que la mejor respuesta alcanzada hasta ese momento. Y de aquí se deriva el carácter esencialmente incompleto. Pues lo que Tomás de Aquino hace es resumir sobre cada cuestión los argumentos más fuertes a favor y en contra de cada respuesta particular formulada hasta ese momento, extrayendo todos los textos y todas las ramas

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del argumento en desarrollo que han influido en las tradiciones de las que es heredero: la patrística primitiva, la agustiniana, la plató­ nica, la neoplatónica, la aristotélica, los comentarios de Averroes y de Avicena, las contribuciones de Maimónides y, naturalmente, los textos de la Sagrada Escritura. Pero, cuando Tomás de Aquino ha llegado a una conclusión suya, el método siempre deja abierta la posibilidad de volver sobre esta cuestión con algún nuevo argu­ mento. Salvo el término de la Escritura y de la tradición dogmática, no hay ni puede haber término. La narración de la investigación apunta siempre más allá de sí misma con direcciones sacadas del pasado, que, como enseña ese mismo pasado, estarán abiertas al cambio. Y, por supuesto, la misma narración de la investigación se halla inserta en esa narración más amplia de la que habla la inves­ tigación al establecer la inteligibilidad de los movimientos de las criaturas desde Dios y hacia Dios. Así pues, dentro del esquema de pensamiento del Aquinate, las tesis particulares se justifican dialéctica o demostrativamente o de ambos modos. En nuestras construcciones intelectuales nos move­ mos desde un comienzo en el que nos ocupamos de lo que nos es en primer lugar evidente aquí y ahora hacia un fin proyectado en el que la justificación racional será por demostración a partir de principios primeros que son evidentes per se. Y, dentro de la organizada jerarquía de las ciencias, algunas ciencias, en algún momento particular de su historia, se aproximarán a este ideal con mayor o menos fidelidad que otras. Psro el esquema global mismo, como ya he indicado, no ha de justificarse de este modo, sino por su capacidad de remediar los defectos, trascender las limitaciones y extender el alcance de la tradición de la cual es, hasta ese mo­ mento, el mejor resultado. ¿Qué ocurre, entonces, con los retos futuros, esto es, con los retos futuros respecto de Tomás de Aqui­ no? La concepción de la verdad entrañada en el esquema requiere que las pretensiones de verdad del propio esquema y de los juicios en los que se enuncífa, comprometan a aquellos que las hacen a mantener que, cuando ese esquema se encuentre con puntos de vista alternativos que hagan pretensiones alternativas e incompati­ bles, y aun inconmensurables, la síntesis dialéctica de Tomás de Aquino será capaz de hacer inteligibles esos puntos de vista de un modo que no pueden lograr sus propios partidarios desde su pro­ pio punto de vista, y que dicha síntesis podrá distinguir los defectos

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y las limitaciones de esos pareceres de sus intuiciones y sus méri­ tos, de un modo tal que explique la existencia de lo que estos mismos puntos de vista habrían de considerar que son sus defectos y sus limitaciones en cuestiones en las que sus propias capacidades explicativas carecen de recursos. El tomismo, pues, hace frente tanto a las pretensiones sustan­ tivas de la enciclopedia de fines del siglo XIX, y de sus herederos del siglo XX, como a las pretensiones subversivas de la genealogía con ese compromiso; compromiso que abre a juicios radicales sobre su propio éxito o fracaso; compromiso por el cual muestra los tipos de vulnerabilidad intelectual que son la característica de todo teorizar digno de consideración. Y, como en estas conferen­ cias me ocupo de las pretensiones específicamente morales de la enciclopedia, de la genealogía y de la tradición tomista, lo que ahora se requiere es, primero, especificar con mayor precisión cómo han de entenderse dentro del esquema tomista tanto la investigación moral como la forma de la vida moral y cuál ha resultado ser la relación de esa comprensión con las pretensiones de la enciclopedia y de la genealogía.

VI TOMÁS DE AQUINO Y LA RACIONALIDAD DE LA TRADICIÓN

Hasta ahora se han presentado dos caracterizaciones diferen­ tes de Tomás de Aquino como filósofo: la primera, como alguien que entendía la actividad filosófica como la de un arte y, en verdad, de la principal de las artes; la segunda, como alguien que pasó a cuenta nueva dos tradiciones de pensamiento hasta ese momento independientes, fundiéndolas en una de tal modo, que dio una dirección al desarrollo todavía posterior de una nueva tradición unificada. Pero si queremos entender la pertinencia de estas dos caracterizaciones con la concepción que se formó el Aquinate de la investigación moral, es necesario mostrar primero cómo se relacionan mutuamente. Para ser experto en un arte, según hemos hecho notar antes, tiene uno que aprender el modo de aplicar dos tipos de distincio­ nes: la que hay entre lo que como actividad o producto me parece bueno sólo a mí y lo que es en realidad bueno, distinción que se aplica siempre retrospectivamente como parte del aprendizaje a partir de los propios errores anteriores y de la superación de las anteriores limitaciones de uno; y la que existe entre lo que para mí es bueno y es lo mejor hacer aquí y ahora, dadas las limitaciones de mi actual estado de educación en el arte, y lo que es lo bueno y lo mejor como tales, incondicionalmente. Pero el modo como han

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de aplicarse estas distinciones dentro de cierto arte particular rara vez se halla fijado de una vez por todas. Cada arte tiene una historia y, según es característico, una historia no completada todavía. Y durante esta historia, las diferencias de los materiales a los que ese arte da forma, las diferencias de los medios mediante los que se impone la forma a la materia y las diferencias de las concepciones de las formas que han de lograrse, no sólo requieren nuevos modos de aplicar esas distinciones, sino que ellas mismas son a veces el resultado de los nuevos modos como se aplican estas distinciones. Así, aprender cómo hacer de manera adecuada estas distinciones, supone aprender cómo seguir aprendiendo a aplicar­ las. Uno ha de adquirir cierto tipo de conocimiento del modo que le capacita a uno para moverse, a partir de los logros del pasado, que dependían de la elaboración de estas distinciones de una ma­ nera, a la posibilidad de nuevos logros, que dependerán de hacer estas distinciones de cierta forma que puede ser muy diferente. La posesión y la transmisión de esta especie de capacidad de recono­ cer en el pasado lo que es y lo que no es una guía para el futuro, es lo que se halla en el núcleo de una tradición adecuadamente encarnada. Un arte que esté en buenas condiciones tiene que estar encarnado en una tradición que esté en buenas condiciones. Y estar suficientemente iniciado en un arte es estar suficientemente iniciado en una tradición. En segundo lugar, porque esto es así, alguien que haya sido iniciado en un arte y haya adquirido en alguna medida el tipo de conocimiento mencionado, se habrá convertido en parte de la historia de ese arte, y sus acciones qua artesano serán o no serán inteligibles en función de esa historia. Pero nadie que se dedica a un arte es sólo un artesano; llegamos a la práctica de un arte con una historia qua miembro de una familia, qua miembro de esta o de aquella comunidad local, etc. De esta forma, las acciones de alguien que se dedica a un arte están en el punto de intersección de dos o más historias, de dos o más narraciones dramáticas representadas. La importancia de este último punto se hace eviden­ te cuando consideramos que las vidas que se viven así son ellas mismas el tema del arte de la filosofía moral, esto es, de la inves­ tigación filosófica en cuanto se aplica a las cuestiones morales. El teórico filosófico tiene que preguntar: ¿Cuál es el bien específico de los seres humanos? Cada individuo tiene que pregun­

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tar: ¿Cuál es mi bien como ser humano? Y al tiempo que el teórico filosófico no puede dar una respuesta verdadera que, de una u otra manera, no quepa traducir a respuestas verdaderas que los seres humanos corrientes pueden dar a sus interrogantes prácticas, estas personas no pueden dar ninguna respuesta verdadera a sus pregun­ tas que no presuponga cierto tipo particular de respuesta a la pregunta del filósofo. No hay, pues, ninguna forma de investiga­ ción filosófica—al menos tal como se entiende desde la perspectiva aristotélica, agustiniana o tomista— que no sea práctica en sus implicaciones, al igual que no hay ninguna investigación práctica que no sea filosófica en sus presupuestos. Por supuesto, según Tomás de Aquino, hay una forma de conocimiento moral que no es, a su vez, teórica. La práctica de las virtudes y la experiencia de que las virtudes han dirigido la volun­ tad de uno, genera un conocimiento por la vía de lo que el Aquinate llama «connaturalidad» (5. T. Ila-IIae, 45.2); y muchos agen­ tes corrientes, educados en esa práctica en el seno de sus familias o de sus comunidades locales, aprenden a ser y son virtuosos sin plantear nunca de manera explícita cuestiones filosóficas. Pero, cuando las tradiciones morales establecidas se encuentran con si­ tuaciones de cambio en las que las antiguas virtudes han de encar­ narse de modos nuevos y las reglas han de aplicarse para cubrir nuevas contingencias —y como las dos distinciones fundamentales del arte encuentran nuevas aplicaciones—, la vida moral plantea inevitablemente, de vez en cuando, cuestiones teóricas. Esto es así porque, en tales situaciones, hem j s de volver a hacer una reconsi­ deración de los primeros principios y del modo como se aplican a los particulares: «el intelecto práctico... tiene su principium en una consideración universal, y en este respecto tiene el mismo tema que el intelecto teórico, pero su consideración alcanza su término en la cosa particular que puede hacerse» (Comentario de la Etica VI, lect. 2). De esta manera, la investigación teórica y práctica se hallan entretejidas y las investigaciones del filósofo, dispuestas en concep­ tos universales, están siempre al menos en el fondo —y a veces en primer término—, cuando las personas corrientes plantean pregun­ tas sobre las particularidades de sus vidas y los bienes que han de perseguir en ellas. La historia de la vida moral y la historia de la investigación moral son aspectos de una única historia, aunque

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compleja. E iniciarse en la vida moral es iniciarse en la tradición cuya historia es esa compleja historia. ¿Cómo ha de lograrse esa iniciación? Para la mayoría de las personas, al menos mientras viven en una forma de vida social organizada de un modo bastante acepta­ ble, ocurrirá en el curso de su educación práctica a manos de algún maestro. Pero Tomás de Aquino sostuvo que toda educación es, en un sentido importante, autoeducación: «un maestro lleva a alguien al conocimiento de lo que era desconocido de la misma manera que alguien, en el curso del descubrimiento, se lleva a sí mismo al conocimiento de lo que era desconocido» (Quaestiones Dispútatele De Veritate XI, 1). De aquí se sigue que el orden de la buena enseñanza es idealmente el mismo que el orden del apren­ dizaje efectivo, y un libro que esté muy bien pensado para enseñar, quizás un libro especialmente pensado para enseñar a los maestros, como lo fue la Sum m a Theologiae, seguirá el orden del aprendizaje exploratorio, a través del cual el alumno revive la historia de la investigación hasta el más alto punto de realización que ha alcan­ zado hasta ese momento, reexaminando aquellos argumentos que han sostenido las conclusiones mejor apoyadas hasta ese momento. Por ello, la Sum m a expone en su ordenación de los conceptos universales la estructura adecuada para un tipo de narración de la investigación moral que han de representar los individuos que obran y que mostrarán su racionalidad al participar en las formas de racionalidad establecida por una tradición particular y a través de ella, y, en verdad, en la medida en que la investigación moral es parte integrante de la misma vida moral, expone la estructura apropiada para una serie de narraciones de vidas particulares. El lector al que se dirige la Summa, al igual que aquellos que oyeron originariamente las lecciones y participaron en las disputas que pasaron a su elaboración, se dedica en el curso de su lectura a conceptualizar y volver a conceptualizar sus propias actividades de tal manera que respondan a las preguntas fundamentales de la investigación moral. Pero aquí vuelve a aparecer un tipo de difi­ cultad ya familiar. Para entender por qué se requieren tanto las virtudes como la obediencia a la ley moral, si es que queremos lograr nuestro bien, hemos de aprender lo que la Sum m a tiene que enseñar sobre estos asuntos, sea de la Sum m a misma, sea de otra parte. Pero resulta

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que sólo podemos aprender esto y sólo podemos saber cómo leer la Summa de forma correcta, si poseemos ya, al menos hasta cierto grado y de alguna manera, ciertas virtudes, ciertamente virtudes intelectuales en primer lugar, pero entre esas virtudes intelectuales está la prudentia, phrónesis, esa virtud de la inteligencia y el juicio prácticos que, a su vez, no se puede poseer a menos que se posean las virtudes morales. Así, de nuevo volvemos a estar enredados en una manifiesta circularidad semejante a la del Menón. La clave de la resolución de esta forma de la dificultad está, como en otros casos, en el «hasta cierto grado y de alguna manera». Hemos de comenzar por adquirir en grado suficiente las virtudes para orde­ nar nuestras pasiones de manera correcta, de modo que no nos distraiga ni nos despiste la multiplicidad de bienes que parecen proponérsenos y de modo que adquiramos las experiencias inicia­ les consistentes en seguir reglas y en guiar la acción, a partir de las cuales podemos comenzar a aprender tanto la manera de entender mejor nuestros preceptos y nuestras máximas, como el modo de ampliar la aplicación de esos preceptos y de esas máximas hasta una gama creciente de situaciones particulares. Es al hacer esto cuando adquirimos el tipo de conocimiento de cómo aplicar esas distinciones fundamentales del arte de las que he hablado antes, conocimiento que es tanto un conocimiento del modo como hay que actuar, como un conocimiento del modo como hay que apren­ der a actuar, poniendo a trabajar nuestras virtudes nacientes para adquirir esas mismas virtudes de una forma más satisfactoria. Y es porque hemos de aprender de esta manera, en esta sucesión, por lo que la investigación moral sistemática y formal, incluyendo la lectura de la Sum m a Theologiae, tiene el lugar que tiene en el orden global del desarrollo y la preparación intelectuales. Las materias con las que hay que comenzar son, según el Aquinate, aquellas por medio de las cuales aprendemos la inferen­ cia y la abstracción: la lógica y las matemáticas. Luego hemos de aprender cómo aplicar los principios de la inferencia y de la abs­ tracción a la experiencia. Antes de esto deberíamos haber alcanza­ do la etapa en la que hemos adquirido una experiencia práctica de perseguir y reformular metas, de seguir normas y de disciplinar las pasiones, suficiente para proporcionar la base para emprender una investigación moral sistemática. Y el logro de esto satisfará un requisito previo más, el que se precisa para emprender esos estu­

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dios metafísicos y teológicos que completan toda investigación, en parte por hacer explícito lo que está presupuesto por la inteligibi­ lidad que se descubre en toda investigación (Comentario de la Ética VI, lect. 1). A la Sum m a Theologiae no se le puso un título equivocado; es una obra de instrucción para esta etapa más elevada, que, sin embargo, comprende e integra en sí misma lo que de las otras disciplinas necesita la teología, y que proporciona también la es­ tructura dentro de la cual han de entenderse las otras disciplinas. La autonomía de las disciplinas subordinadas es real, pero limita­ da, y el modo como el Aquinate comprende tanto esa autonomía como esas limitaciones estaba reñido con el plan de estudios agustiniano dominante. Lo que en este punto estaba en tela de juicio se puede entender de la manera más fácil considerando una vez más el dilema en torno al plan de estudios que presentaba a la univer­ sidad del siglo XIII la restauración sustancial del corpus aristotélico, dilema que procedía de algunas de las dificultades no resueltas de la explicación agustiniana del conocimiento. Según la concepción que se había construido a partir del pla­ tonismo de Agustín, toda comprensión suponía la referencia a los modelos universales de la mente divina. De este modo, toda inves­ tigación que aspirara a la comprensión requería una explicación teológica de la relación de Dios con su creación: la dependencia de todas las otras disciplinas respecto de la teología parecía con ello quedar asegurada. Pero precisamente porque seguía sin explicarse y era oscura la naturaleza de la relación entre los particulares estudiados en esas otras disciplinas, los conceptos universales a través de los cuales aprehenden dichos particulares los que se dedican a esas otras disciplinas, y los modelos de la mente divina, que no son, por su parte, directamente accesibles a las mentes finitas, en la práctica, los vínculos entre la teología y las otras disciplinas eran mínimos. Así, en esas disciplinas se dio una cre­ ciente tendencia a proceder con una autonomía de facto respecto de sus relaciones tanto con la teología como con cada una de las otras, de modo que el plan de estudios perdió toda unidad real. En respuesta precisamente a esta tendencia bajo sus primeras formas, ha escrito Hugo de San Víctor el Didascalion, a fin de restablecer la auténtica soberanía de la teología bíblica en el seno de un plan de estudios reunificado. Pero el Didascalion no proporcionó ni

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podía proporcionar un remedio para la situación en la cual la recepción del corpus aristotélico presentaba sus problemas. En el nivel de la organización universitaria, la cuestión era: ¿en qué facultad se deberían estudiar y enseñar las obras- de Aristóte­ les? Si las obras físicas y metafísicas se asignaban a la Facultad de Artes, entonces los profesores de esa facultad tendrían derecho a pronunciarse de manera independiente sobre cuestiones en las que había sido soberana la teología y, cuando se llegó a no hacer caso de la prohibición original sobre la enseñanza de estas obras por parte de la Facultad de Artes a finales de la década de 1240, los primitivos temores agustinianos se vieron confirmados por el cre­ cimiento de la enseñanza averroísta en apoyo de conclusiones heterodoxas sobre la inmortalidad del alma y la eternidad del mundo. Pero si, en vez de ello, las obras físicas y metafísicas de Aristóteles tuvieran que asignarse a la Facultad de Teología, la misma teología tendría que llegar a ser filosófica de un modo nuevo por completo y, según hubo de resultar, generalmente ina­ ceptable. Fue al principio entre los teólogos entre los cuales los nuevos temas, tesis, argumentos y métodos filosóficos habían teni­ do la recepción mejor dispuesta y más constructiva: Guillermo de Auxerre (muerto en 1231) había buscado reconciliar la teoría del conocimiento agustiniana con la aristotélica, y Guillermo de Alvernia (muerto en 1269) había identificado el punto central en litigio entre la teoría platónica del conocimiento y la aristotélica. Sin embargo, fue sólo después de que Alberto Magno hubo establecido nuevos criterios en la presentación de las propias concepciones de Aristóteles, cuando se hizo claro el punto hasta el cual la misma teología tendría que llegar a ser una disciplina filosófica. Y esto habría supuesto una ruptura con el modo convencional agustiniano de entender la teología. Cuando Tomás de Aquino escribió la Summa, se preparó para la tarea de redactar las partes que tenían que ver con la investiga­ ción moral detallada en la Ila-IIae, escribiendo un comentario de la Etica a Nicómaco al mismo tiempo que continuaba su exposición de las epístolas de San Pablo. Fue el carácter sistemático de la insistencia del Aquinate, dentro de las mismas estructuras de argu­ mentación ampliadas, en reconocer las razones tanto de la doctrina paulina como de la teoría aristotélica, lo que dio por resultado que produjera una obra cuyo género se separaba tanto de las orto­

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doxias convencionales del plan de estudios del siglo XIII como del programa averroísta. Así como la metafísica sirve de sostén a las otras disciplinas en el esquema aristotélico, así ha de estar ahora una teología que ha integrado el comentario metafísico en sí mis­ ma, pero esta teología tiene que razonar con las disciplinas subor­ dinadas —y no puede meramente dictar en ellas— bajo la forma de un encuentro dialéctico activo, para el que no encontraron' cabida ni la insistencia averroísta sobre la autonomía de la filosofía, ni la teología agustiniana convencional. La Sum m a constituyó, por tanto, una afrenta a la versión parisina del siglo XIII de esos límites académicos institucionales mediante los que se definen convencionalmente tanto los acuerdos como los conflictos. Y una vez que nos hemos dado cuenta de esto, la cuestión de qué es la Summa, texto escrito en un latín cuya lucidez absolutamente insólita puede ocultar la originalidad de las intenciones del autor, nos retrotrae de manera necesaria a la cues­ tión de qué clase de personas tenemos que ser o llegar a ser, en el siglo XIII o ahora, para leerla de forma correcta. El concepto de tener que ser un cierto tipo de persona, moral o teológicamente, para leer un libro de forma correcta —con la consecuencia de que quizás, si uno no es ese tipo de persona, entonces el libro no debería serle revelado—, es ajena a la presunción de la modernidad liberal según la cual todo adulto racional podría leer con libertad cualquier libro y es capaz de ello. Sin embargo, esta presunción liberal difícilmente concuerda con el lenguaje de la interpretación literaria reciente. Considérese, por ejemplo, el papel que tienen en los escritos de Paul de Man palabras tales como «ceguera», «intui­ ción», «ascetismo», «ironía» y «mala fe», palabras que nos señalan relaciones morales entre el autor y el texto, y entre el texto y el lector que pueden tener el poder de romper y socavar las explications de texte académicas. La Sum m a tiene precisamente este poder. Considérese a este respecto dos maneras muy diferentes de leer las cuestiones 90 a 97 de la Ia-IIae, cuestiones que tratan de la ley divina, la natural y la humana. Una manera es fijarse en dichas cuestiones aislándolas relativamente de otros escritos de Tomás de Aquino, con el míni­ mo necesario de citas de otra parte. El efecto es producir una lectura cuya presunción es que, con una comprensión suficiente, desde el punto de vista erudito, de las palabras particulares de este

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texto particular, podríamos dilucidar la doctrina del Aquinate so­ bre la ley. Sin embargo, aquellos cuya lectura de Tomás de Aquino ha tendido a aproximarse a este fin del espectro de lecturas, se hallan en notable desacuerdo entre sí y lo están, al menos a veces, porque en su interpretación filosófica han empleado principios ajenos al Aquinate. Tomás de Aquino afirma, por ejemplo, que el principium de la ley natural es: «Es necesario hacer el bien y evitar el mal» (94,2), y que todos los otros preceptos de la ley natural se basan en éste. Pero ¿cómo? Eric D ’Arcy explica el principium diciendo que es analítico, que es una tautología, utilizando una concepción poskantiana de lo analítico. Germaine Grisez interpre­ ta el principium a la luz de la distinción poshumeana entre hecho y valor. Ninguno de ellos nos remite al modo como Platón y Aristó­ teles entendieron lo «bueno» y es quizás a causa de esto por lo que Grisez puede decir, al distinguir su explicación de la de Maritain, que «Tomás de Aquino no presenta la ley natural como si fuera un objeto conocido o que haya que conocer; más bien, considera que los mismos preceptos de la razón práctica son la ley natural», la consecuencia, quizás involuntaria, de lo cual, es que los preceptos de la razón práctica no pueden ser, a su vez, objeto de conocimien­ to («The First Principie of Practical Reason» en Aquinas, ed. A. Kenny, Nueva York, 1969, p. 347). Lo que estas disputas ponen de relieve es que las cuestiones 90 a 97 no se explican por sí mismas y que, aun cuando importar conceptos filosóficos ajenos es un error, no obstante, la discusión de Tomás de Aquino ha de entenderse en función de ciertos prin­ cipios o de cierta estructura más allá de lo que se dice en respuesta a estas cuestiones particulares. En lo que insiste una manera alter­ nativa de leer es en que las cuestiones 90 a 97 sólo podían plan­ tearse y responderse del modo como Tomás de Aquino las plantea y las responde una vez que las cuestiones 1 a 89 han sido plantea­ das y respondidas. Lo que al principio había puesto de relieve la discusión de lo bueno en la cuestión 1 fue que, cuando alguien reconoce que un bien es el bien verdadero —esto es, el fin hacia el que se mueve en virtud de su naturaleza esencial—, a no ser que esté impedido o dirigido de algún modo, se mueve hacia él. De este modo, el juicio «esto o aquello es, por naturaleza, el bien de todos los seres humanos», es siempre un juicio de hecho, que, cuando alguien lo reconoce como verdadero, mueve a esa persona hacia

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ese bien. Los juicios de valor son una especie de juicios de hecho sobre las causas finales y formales de la actividad de los miembros de una especie particular. Así, pues, el concepto de lo bueno sólo tiene aplicación a los seres en la medida en que son miembros de cierta especie o clase; Tomás de Aquino, en la cuestión 96, habla de nuestro bien qua ser, compartido con todos los otros seres, de nuestro bien qua ser animal, compartido con todos los otros animales, y de nuestro bien qua ser racional, que es el bien común de los seres racionales. Nuestra comprensión de estos bienes cambia con el tiempo y se halla sujeta a error en el curso del cambio, y en el tránsito de la cuestión 1 a las cuestiones 90 a 97 podemos caracterizar nuestras primeras y más primitivas —aunque auténticas— comprensiones de la ley natural desde el punto de vista de la comprensión madura que hemos adquirido ahora. Y en todo esto se presuponen las conclusiones de la Ia pars. Esta concepción de la lectura de Tomás de Aquino nos encamina a la conclusión de que la Sum m a sólo se puede leer como un todo y sólo como un todo se puede valorar. Cada parte tiene claramente su propio significado, pero tiene su significado en su carácter de parte de ese todo. Según esta concep­ ción, es, por tanto, mucho más difícil de encontrar, por no decir valorar, el pensamiento de Tomás de Aquino de lo que a veces se han figurado los tomistas o sus oponentes. Pues el abstraer tesis particulares y el hacer que compitan contra tesis particulares abs­ traídas de un modo parecido de Kant o de Hume o de quienquiera que sea, deforma la lectura de las tesis de Tomás de Aquino. Sin embargo, semejante deformación es inherente a gran número de nuestros hábitos contemporáneos relativos al plan de estudio y a las publicaciones: las cuestiones 90 a 97, por ejemplo, se publican separadamente muchísimas veces como el Tratado d éla Ley, y con bastante frecuencia se pide a los estudiantes que consideren este ficticio tratado al lado de la Grundlegung o la Rechtsphilosophie, como si cada uno de estos textos ofreciera respuestas rivales a una y la misma serie de cuestiones sobre la naturaleza de la ley, cues­ tiones que pueden formularse, según se pretende, sin que los pre­ supuestos de su formulación le hayan comprometido ya a uno a hablar, bien desde fuera, bien desde dentro de ese universo de discurso que es la Sum m a tomada como un todo. Lo que este tipo de lectura holística de la Summ a pone, pues,

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en cuestión, de un modo que el tomismo del siglo X IX y de princi­ pios del XX no hizo a menudo, es cómo puede uno ser un crítico de la Sum m a sin haber sido primero un genuino participante en su proceso de investigación dialéctica y de descubrimiento, a través del cual fueron y son reformulados y pasados a nueva cuenta los temas de los debates hasta ese momento, y en particular del debate entre agustinianos y averroístas. No obstante, si nuestro plan de estudios dominante y nuestros hábitos interpretativos hacen difícil adaptarse a la Summ a entendida de este modo, lo mismo hicieron a su propia manera, como ya hemos visto, los hábitos del siglo XIII sobre el plan de estudios y la interpretación. Ha resultado muy fácil domesticar académicamente a la Sum m a en términos distintos a los suyos, pero leerla en sus propios términos desde dentro de la tradición que Tomás de Aquino reconstituyó al escribirla, es el único m odo de tenerla en cuenta en un encuentro que no sea fingido y distorsionante. Frente a esto se puede decir, y, en verdad, debería decirse, que Tomás de Aquino, en los pasajes a los que estoy aludiendo, está hablando de un conocimiento de la ley natural que los seres huma­ nos tienen por naturaleza y que, como a fin de cuentas todos somos seres humanos, sin duda todos podemos juzgar por igual sobre lo que dice, lo mismo las personas corrientes que los filósofos o los teólogos. Consideremos, pues, el retrato que hace Tomás de Aqui­ no de la persona corriente en relación con los preceptos de la ley natural. Al principio, la persona corriente, como el niño corriente, manifiesta que conoce el principium de la ley natural, que es el principium del razonamiento práctico, del mismo modo en que manifiesta que conoce el principio de no-contradicción, es decir, no en la capacidad para formular el principio explícitamente, sino mostrando una potencialidad para hacer precisamente eso en el modo en el que la verdad del principio se presupone en una multiplicidad de juicios prácticos particulares. Lo que en este caso se presupondrá será, sin embargo, no sólo el principium de la ley natural entendido como un precepto único, sino ese principium en su aplicación a los varios aspectos de la naturaleza humana en función de los cuales ha de explicarse. Pues el principium ordena la persecución de nuestro bien, y el bien de los seres humanos tiene varios aspectos o partes. Así, en los juicios prácticos particulares

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de la persona corriente, estará implícita una aprehensión de esos bienes y de esos fines. Los desacuerdos en torno a cómo ha de formularse y enten­ derse el principium en el nivel de la investigación filosófica tende­ rán, pues, a darse en la misma medida en que se dan desacuerdos semejantes sobre el principio de no-contradicción. Y precisamente porque tales desacuerdos sólo pueden resolverse, o aun formularse de forma adecuada, en el contexto de la explicación de un complejo de conceptos conexos, asimismo la articulación explícita de los conceptos implicados en el principium tiene también que implicar una red de conceptos, conceptos que sólo pueden explicarse en función del alcance de sus usos y aplicaciones. De modo que, al transitar desde las primeras y más primitivas aprehensiones de nuestro bien a una comprensión madura de él, tenemos que explo­ rar el significado y el uso de conceptos tales como los de fin (telos), felicidad, acción, pasión y virtud. Lo que en este tránsito perma­ nece constante en el núcleo de nuestra aprehensión inicial, según la cual, si hemos de lograr una comprensión del bien en relación con nosotros mismos como seres, como animales y como raciona­ les, tendremos que acoplarnos con otros miembros de la comuni­ dad en la que nuestro aprendizaje ha de continuar de tal manera que seamos aprendices educables. Y de este modo concluimos el primer aprendizaje de nuestro bien, respetando, de la manera más elemental, el bien de aquellos otros con los que, al encontrarnos, hemos de aprender. AJ principio, lo que captamos al entender la fuerza obligatoria de los preceptos de la ley natural son las condi­ ciones para entrar en una comunidad en la que podemos descubrir qué nuevas especificaciones han de darse a nuestro bien. El movimiento hacia esa nueva especificación puede tener lugar en varios niveles muy diferentes, pero es, de manera signifi­ cativa, uno y el mismo movimiento, tanto si está articulado en términos filosóficos y teológicos suficientes, como es el caso de la Summa, como en las aprehensiones relativamente inarticuladas de los que aprenden per inclinationem, a través de la dirección que imprime a sus vidas el vivir las virtudes. ¿Dónde comienza este movimiento? Puede comenzar, bien cuando es enseñado por los padres en el seno de la familia, o bien si ella, por desgracia, falta, en el seno de la comunidad más amplia, aprendiendo de lo que en sus leyes ejemplifica la ley natural. A lo que esta enseñanza apunta

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es al discernimiento de los fines que uno puede perseguir a la luz de ese fin o bien último, que es el bien verdadero de la especie a la que uno pertenece. ¿Cuál es el ese bien? En las cinco primeras cuestiones de la Ia-IIae, Tomás de Aqui­ no recapitula los argumentos del libro I de la Etica a Nicómaco mediante los que Aristóteles había mostrado que ni la riqueza, ni el honor, ni el placer, ni incluso las virtudes, las excelencias pecu­ liares del alma humana, pueden ser ese bien. A esta lista añade, de un modo al que Aristóteles no habría hecho, ciertamente, ninguna objeción, el poder y los bienes del cuerpo. Pero, entonces, de una forma por completo inesperada para cualquier lector fiel de Aris­ tóteles hasta ese punto —un lector que hubiera estado usando, por ejemplo, el propio comentario del Aquinate sobre el libro I—, Tomás de Aquino vuelve contra Aristóteles los criterios acerca de un bien último a los que Aristóteles había apelado y los usa para mostrar, primero, que el bien último depende de la relación del alma con algo fuera de ella y, segundo, que en ningún estado que se pueda conseguir en este mundo creado puede hallarse el tipo de bien en cuestión. En este mundo se puede encontrar, en verdad, una variedad de felicidades imperfectas, pero ni por separado ni en conjunción pueden constituir el fin humano. Así, se invocó a Aristóteles contra Aristóteles en beneficio de la Escritura y de Agustín, no porque Tomás de Aquino estuviera rechazando el aristotelismo, sino porque intentaba ser un aristoté­ lico mejor que Aristóteles. Pero el aristotelismo que resulta tiene algo de carácter trágico para sí mismo. Sin alguna creencia racio­ nalmente justificada en esa bondad perfecta en referencia a la cual —y sólo a ella— encuentra el alma el bien último, o sin algún conocimiento auténtico de dicha bondad, esa bondad divina en referencia a la cual —y sólo a ella—, puede descubrirse, por usar los términos platónicos que emplea Agustín, la unidad que subyace y ordena el alcance de los usos y las aplicaciones del concepto de lo bueno, el alma se encontraría dirigida hacia todos los bienes fini­ tos, sin que esos bienes pudieran satisfacerla y siendo, no obstante, incapaz de encontrar algo más allá de ellos que la satisficiera. Su suerte sería la insatisfacción permanente. ¿En qué se convertiría un alma semejante, un alma que quizás, habiendo abrazado primero una versión materialista del averroísmo, llegara luego a descubrir por los argumentos del Aquinate la imperfección radical de la

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única felicidad que ha de concebirse desde dentro de la filosofía así entendida? Se convertiría de seguro en un alma hobbesiana, al concluir tanto que «no hay tal Finís ultimus (propósito supremo) ni Sum m um bonum (bien supremo), como se dice en los libros de los antiguos filósofos morales», como que ese deseo sólo podría dar por resultado la sucesiva persecución de objetos que nunca satisfacen, «perpetuo y desasosegado deseo de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte». Así, la revisión de Aristóteles llevada a cabo por el Aquinate proyecta una sombra hobbesiana, prefigu­ rad os de muchas otras cosas por venir. He hecho notar antes que, para un aristotélico, tanto si es tomista como si no, lo que es bueno o mejor para alguien o para algo lo es por ser ese alguien o ese algo de una cierta clase, con su propia naturaleza esencial y con aquello que pertenece de modo peculiar al apogeo de los seres de esa clase. Las particularidades de las circunstancias son, como es claro, pertinentes en sumo grado para la determinación de lo que es bueno y mejor para uno aquí y ahora. Pero lo que uno trae a cada situación particular, si ha sido educado de forma adecuada desde el punto de vista práctico, son disposiciones para juzgar sobre esas particularidades a la luz de las verdades relativas al bien de la especie de uno. Y estar educado de forma adecuada desde el punto de vista práctico es haber aprendi­ do a disfrutar haciendo y juzgando correctamente respecto de los bienes y haber aprendido a sufrir por el defecto y el error al respecto. Así, el placer y el dolor que son míos, qua míos, sobre­ vienen sobre ese bien que se hace o es o se logra y que es mío qua animal racional. Si se quita la noción de naturaleza esencial, si se quita la noción correspondiente de lo que es bueno y mejor para los miembros de la clase específica que comparte tal naturaleza, entonces se derrumba necesariamente el esquema aristotélico del yo que ha de conseguir el bien, del bien y del placer. Sólo queda el yo individual con sus placeres y sus dolores. Así, el nominalismo filosófico establece restricciones sobre el modo como puede con­ cebirse la vida moral. Y, recíprocamente, ciertos tipos de concep­ ciones de la vida moral excluyen semejante nominalismo. De este modo inevitable desde el punto de vista aristotélico, en el progreso del yo, incluido el yo de la pe* ~>na corriente, se incluye el comprenderse a uno mismo como tei-endo una natura­ leza esencial y el descubrimiento de lo que en u..o pertenece a esa

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naturaleza y lo que es sólo per accidens, aun cuando esa compren­ sión y ese descubrimiento puedan tener lugar de una manera que, más que formular explícitamente, presupone las tesis filosóficas y los argumentos implicados. ¿Qué es, con mayor precisión, lo que ha de entenderse y lo que ha de descubrirse, y por qué? Lo que ha de descubrirse es cómo ordenar las pasiones de manera que pue­ dan estar al servicio de la razón y no distraerla en su persecución del bien específico, el bien. Lo que ha de entenderse son las diferentes relaciones en que pueden estar las pasiones respecto de la razón y la voluntad, y las diferentes disposiciones para juzgar y actuar que manifiestan una ordenación correcta de las pasiones. Así, las bases para la explicación de estas disposiciones que, si se poseen perfectamente, son las perfecciones distintivas humanas, las virtudes, las proporciona una psicología filosófica antinomi­ nalista. Las virtudes y las normas están interrelacionadas. Poseer la virtud de la justicia, por ejemplo, implica tanto la voluntad de dar a cada persona lo que le es debido como el conocimiento del modo como hay que aplicar las normas que impiden las violaciones de ese orden en el que cada uno recibe lo que le es debido. Entender la aplicación de las normas como parte del ejercicio de las virtudes es entender la cuestión del seguimiento de las normas, precisamen­ te porque no se puede entender el ejercicio de las virtudes a no ser en función del papel que tienen en la constitución del único tipo de vida en el cual ha de lograrse el lelos humano. Así, pues, las normas, que son los preceptos negativos de la ley natural, no hacen más que poner límites a este tipo de vida y, al hacerlo, definen sólo parcialmente el tipo de bondad al que se aspira. Si se las separa del lugar que tienen en la definición y sn la constitución de todo un modo de vida, entonces no serán nada más que un conjunto de prohibiciones arbitrarias, como lo han sido con mucha frecuencia en períodos posteriores. Progresar tanto en la investigación moral como en la vida moral es, pues, progresar en la comprensión de todos los varios aspectos de esa vida: es entender las normas, los preceptos, las virtudes, las pasiones y las acciones como partes de un único todo. Central en ese progreso es el ejercicio de la virtud de la prudentia, virtud consistente en ser capaz de remitirse, en las situaciones particulares, a los universales pertinentes y actuar de modo que el universal se encarne en el particular. Esta virtud se

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adquiere a través de la experiencia, de la experiencia de juzgar respecto de cómo y de qué maneras se ha encarnado o ha de encarnarse el universal en el particular, y de la de aprender el modo de aprender de estas experiencias. Pero se llega a un punto en el que ningún grado de prudencia, ni de las otras virtudes que se requieren para tener y ejercitar la prudencia, aprovechará al progreso de uno hacia su bien último. Lo que uno descubre en sí mismo y en todos los otros seres humanos, es algo que está en el fondo y que resulta inexplicable desde el punto de vista de la comprensión racional de la naturaleza humana: una arraigada tendencia a la desobediencia en la voluntad y a ser distraídos por la pasión, que causa el oscurecimiento de la razón y, a veces, una deformación cultural sistemática. Este tipo de rompimiento de la vida moral es muy diferente del que resulta de la negación hobbesiana de un fin último. Pues en este tipo de caso mencionado, el fin último está ya a la vista, al menos de forma parcial. El descubrimiento del mal deliberado rompe, o rompe en apariencia, el esquema inteligible a través del cual el individuo puede entender, tanto que está dirigido hacia ese fin como que es explicable en función de él. Y así como la negación averroísta de que haya un estado alcanzable más allá de los de la vida presente, conduce a la reducción hobbesiana de lo bueno y de lo malo al placer y al dolor, así también el descubrimiento de la incapacidad y de la falta de recursos humanas para vivir según la ley natural y conseguir las excelencias de las virtudes, el descubrimiento del pecado lleva a un tipo de desesperación existencial que fue por completo desconocido en el mundo antiguo, pero que ha sido una enfermedad constante de la modernidad. N o obstante, por el con­ trario, para Tomás de Aquino, de hecho este descubrimiento del mal deliberado es el que hace posible la consecución del fin huma­ no. ¿Cómo es esto? El reconocimiento que uno mismo hace del defecto radical es una condición necesaria para la recepción por parte de uno de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. Sólo la clase de conocimiento que proporciona la fe, la clase de expectativas que proporciona la esperanza, y la capacidad para la amistad con los otros seres humanos y con Dios que es el resultado de la caridad, pueden proveer a las otras virtudes de lo que necesitan para convertirse en auténticas excelencias, que con­ formen un modo de vida en el cual y a través del cual puedan

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obtenerse lo bueno y lo mejor. La autorrevelación de Dios en los acontecimientos de la historia bíblica y la Gracia gratuita a través de la cual se recibe esa revelación, de modo que un individuo puede llegar a reconocer su lugar dentro de esa misma historia, capacita a tales individuos para reconocer también que la pruden­ cia, la justicia, la templanza y la fortaleza son auténticas virtudes, que la aprehensión de la ley natural no era ilusoria, y que la vida moral vivida hasta este momento requiere ser corregida para ser completada, pero no para ser desplazada. Así, la explicación pau­ lina y agustiniana justifica retrospectivamente que sea Aristóteles quien haya proporcionado una primera comprensión del núcleo de la vida moral. Si se quita o se rechaza el aristotelismo de la explicación tomista, pero se deja la desesperación del logro moral y la gratuidad de la Gracia, a quien se prefigura es a Lutero. Lo que a Tomás de Aquino le ofrece un aristotelismo suficientemente corregido, que está ausente de modo notable en Lutero y en sus herederos ideológicos, es la oportunidad de mostrar de qué modo la com­ prensión de la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza, a la luz suministrada por la caridad, la esperanza y la fe —y más en particular por la caridad, que es la forma de todas las virtudesproporciona una explicación extraordinariamente detallada de la vida moral. Así, en las mejores explicaciones de las virtudes que pueden ofrecerse hasta ese momento, las insuficiencias se reme­ dian utilizando la Biblia y a Agustín para trascender las limitacio­ nes no sólo de Aristóteles, sino también de Platón (pues, en su explicación de las virtudes cardinales, Tomás de Aquino es tan plenamente deudor de Platón como de Aristóteles) y utilizando tanto a Aristóteles como a Agustín para articular alguno de los pormenores de la vida moral de un m ojo que vaya más allá de cualquiera de los proporcionados por Agustín. Dos rasgos de ese tratamiento detallado tienen una importan­ cia crucial. Los católicos modernos que proponen teorías de la ley natural han defendido a veces que podemos entender y obedecer plenamente la ley natural sin un conocimiento de Dios. Pero, según Tomás de Aquino, todos los preceptos morales de la Ley Antigua, la Ley Mosaica recapitulada en los Diez Mandamientos, pertenece a la ley natural, incluyendo los que nos ordenan sobre el modo como hemos de respetar a Dios y de comportarnos en relación con

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Él. El conocimiento de Dios nos es asequible, según la concepción de Tomás de Aquino, desde el comienzo de nuestra investigación moral y desempeña un papel capital en nuestro progreso en esa investigación. Y sería muy sorprendente si así no fuera: la estruc­ tura unificadora dentro de la cual progresa nuestra comprensión de nosotros mismos —nuestra comprensión de cada uno de los demás y del medio ambiente que compartimos— es una estructura en la que esa comprensión, al remontar las series de la causalidad final, formal, eficiente y material, nos retrotrae siempre a una causa primera unificada de la que fluye todo lo bueno y todo lo verdadero en lo que encontramos. De este modo, al articular la misma ley natural, entendemos el carácter peculiar de nuestro propio «estar-dirigidos» y, al entender mejor la ley natural, pasa­ mos, en primer lugar, de lo que es evidente a una aprehensión moral no obnubilada, propia de una persona normal, a lo que sólo es evidente, o es evidente al menos de manera mucho más clara, a los sapientes, a esos que Tomás de Aquino consideró maestros del arte maestro (I-IIae 100,1), y asimismo pasamos a lo que enseña la revelación sobrenatural. Pero, al hacer esto, progresamos o dejamos de progresar, no sólo como miembros de una comunidad que tiene una particular historia sagrada, la historia de Israel y la Iglesia, sino también como miembros de comunidades que tienen historias políticas seculares. Así, un segundo rasgo crucial del tratamiento pormenorizado de la vida moral que hace Tomás de Aquino es su dimensión política. Y en parte porque la historia de las comunidades sagradas y seculares se cruzan en puntos fundamentales, y en parte a causa de las estructuras internas de ambos tipos de comunidad, los con­ flictos de la vida moral se entrelazaron de vez en cuando con los conflictos de las jurisdicciones competentes: así ocurrió en la pro­ pia época del Aquinate tanto dentro de la Universidad de París como entre las autoridades universitarias, la autoridad episcopal y la autoridad real; así ocurrió también entre el poder imperial y el papal, y en el reino de Nápoles. Fue, pues, a través de una variedad de conflictos —y en ella— que las verdades universales, por ejem­ plo, de la explicación propuesta por Tomás de Aquino sobre qué es la justicia en todas sus partes y aspectos, tuvieron que hallar sus encarnaciones en tan alto grado particularizadas. Y fue y es al hacer esto cuando se ejercitaron y se ejercitan las destrezas artísti­

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cas de la filosofía, elaborando las distinciones fundamentales de la vida moral, que es a su vez siempre, en cierto nivel, com o hemos visto, una vida de investigación moral. En todos estos aspectos, la vida moral individual continúa y prolonga esa tradición que con su contexto inicial le dio los medios para que hiciera suyas y prolongara las enseñanzas sacadas de una variedad de pasados. De este modo, las investigaciones de la vida moral individual guardan continuidad con las de la tradición pasa­ da, y la racionalidad de esa vida es la racionalidad no sólo encar­ nada en la tradición, sino también transmitida a través de ella. Lo que la Summa logra es una exposición definitiva, en el nivel de la teoría, del punto alcanzado hasta ese momento por su tradición moral y teológica. Lo que describe su orden de sucesión es un conjunto de posibilidades que esperan una encarnación posterior en personas, circunstancias, tiempos y lugares particulares. ¿Qué significaría, pues, para el orden de sucesión de la Summa —en el que hay una progresión desde lo primero que tiene que presuponerse sobre Dios y la naturaleza humana en la primera parte (pasando por el orden de sucesión de la investigación moral de la primera y segunda partes de la segunda parte) hasta el reconocimiento, en la tercera parte, de las verdades reveladas que definen para nosotros el reino de Dios—, qué significaría para ese orden de sucesión el estar reflejado en las narraciones dramáticas representadas de las vidas humanas particulares? El mismo Tomás de Aquino no da una respuesta a esta cuestión, pero Dante sí. Sin embargo, para entender el sentido de las respuestas de Dante, necesitamos reparar en un nuevo aspecto de la posición del Aqui­ nate. El ser humano individual es una unidad en la que los diferen­ tes aspectos de su existencia espiritual y social han de estar dirigi­ dos según una ordenación jerárquica en un modo de vida unifica­ do. No obstante, cada uno de estos diferentes aspectos tiene su propia importancia: es el individuo qua unidad biológica, el indivi­ duo qua miembro de una familia, el individuo qua ciudadano de esta comuna o súbdito de este monarca, el individuo qua fraile dominicano o monje benedictino el que cumple lo que en justicia y en caridad se le deben a él y a los otros en estos papeles. De aquí surge una variedad de tensiones, y los problemas prácticos de la integridad del yo son la contrapartida de los problemas prácticos de las jurisdicciones competentes. Las virtudes que informan con­

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juntamente las acciones de un yo integrado son también las virtu­ des de la comunidad política bien integrada. El mismo Tomás de Aquino parece haber salvado estos pro­ blemas con una rara resolución, con esa pureza de corazón que, como dijo Kierkegaard, es querer una cosa. De muy joven había sido estudiante en la Universidad de Nápoles, la primera universi­ dad medieval laica, fundada por el emperador apóstata Federi­ co II; fue miembro de una familia profundamente implicada en los conflictos italianos entre el papado y Federico II, y se movió entre la enseñanza tanto en París y Nápoles como en la corte papal en un tiempo en que los intereses de la monarquía francesa en el reino de Nápoles añadían una nueva dimensión a las complejidades políticas en las que podía haber llegado a enredarse. Fue, por ello, notable que rechazara siempre todo papel político, rehusara pri­ mero la abadía de Monte Casino y más tarde el arzobispado de Nápoles. Y esta firme insistencia en el carácter intelectual de su vocación está en la base de la cualidad que Dante más admiró del Aquinate, su discrezione, su capacidad de hacer lo correcto en el plano moral y de proponer distinciones intelectuales. Algunos tomistas del siglo XIX ofrecieron a Dante lo que creían que era el cumplido de leerlo como un tomista. Pero es en parte porque no lo fue, porque construyó poética y filosóficamen­ te, a partir de las tradiciones agustiniana y aristotélica, una síntesis que era auténticamente suya, por lo que resultan tan impresionan­ tes sus concordancias con Tomás de Aquino. Así, en el imaginado universo de la Commedia, los vicios de los que viven en el Inferno, las virtudes de los que están en el Paradiso, y las virtudes y los vicios de los que están ocupados en las transformaciones del Pur­ gatorio particularizan unidos, en verdad, las explicaciones de las virtudes y de los vicios de la la-IIae y la Ila-IIae de la Summa, y requieren ser leídos como su contrapartida parcial. Lo que esta particularización refuerza es tanto la tesis del Aquinate según la cual la maldad y el fracaso de una parte cualquiera de uno mismo supone la maldad del todo, como su tesis de que no hay una maldad de una parte cualquiera que no sea la corrupción o la deformación redimible de algo bueno. El lector moderno de la Commedia propende, sin embargo, a encontrar problemáticos en Dante precisamente estos rasgos que manifiestan su concordancia con Tomás de Aquino.

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¿Cómo puede Dante, por ejemplo, admirar de forma tan evi­ dente a su propio maestro, Brunetto Latini —autor además de una enciclopedia— y, sin embargo, colocarlo en el Infierno? Si Brunetto Latini fue tan admirable en tantos aspectos, como sin duda lo fue, ¿cómo puede sufrir esa ilimitada condenación por el pecado de sodomía que lo coloca en el Inferno? La respuesta la dio claramente Tomás de Aquino: el hacer muchas buenas hazañas es compatible por completo con la elección perversa de algo en uno mismo que es un defecto y un error, y con afirmarlo como algo que uno piensa que es de manera inalterable. Y esta elección es la elección que hace uno mismo de excluirse de la comunidad de los perfectos. Así, el infierno es la persistencia en la defección, tanto de la propia integridad, como de las comunidades donde esta integridad existe. Entre los destinados de esta manera al Inferno, estaba el em­ perador Federico II, al que Nietzsche había de llamar «ese gran espíritu libre» y colocarlo entre «los ejemplos más finos» de los «seres maravillosamente incomprensibles e inexplicables, esos hombres enigmáticos, predestinados para conquistar y salvar a otros» (otros ejemplos fueron Alcibiades, César y Leonardo da Vinci). Nietzsche alabó en cada uno de ellos lo que percibía como la afirmación implacable del yo y sus potencias; lo que Dante vio como la auto-condenación de Federico fue, según parece, esa mis­ ma afirmación. Y, a la inversa, lo que Dante y Tomás de Aquino vieron como cumplimiento de lo bueno, Nietzsche lo vio como mutilación y empobrecimiento. De lo que se trata en este caso es, en parte, de la respuesta a las preguntas: ¿en qué historia o histo­ rias más amplias, si hay alguna, se inserta la historia de cada individuo? Y ¿en qué historia todavía más amplia se inserta, a su vez, esa historia? Y ¿hay entonces una única historia del mundo dentro de la cual encuentran su sitio te ias las otras historias y de la cual procede la importancia de cada historia subordinada? La respuesta afirmativa de Dante expresa un desafío a sus futuros lectores: dime tu historia y te mostraré que sólo se hace inteligible dentro de la estructura que proporciona la Commedia o, más bien, dentro de la estructura que proporciona esa visión bíblica que la Commedia alegoriza. Para Nietzsche, todas estas historias, así en­ tendidas, son malos usos y abusos en la imaginación histórica, son una reificación no comprendida de las máscaras. Sin embargo, Nietzsche admiró sobremanera a Dante, mien­

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tras que miraba con desprecio a los antagonistas eclesiásticos de Federico II. Pues vio en la obra de Dante, como hizo ese nietzscheano extrañamente descuidado, Stefan George, la misma fuerza creativa y enérgica que vio también en Federico II y en Leonardo. De manera que la réplica de un lector nietzscheano a Dante —y de modo indirecto a Tomás de Aquino— sería: admite que, al contar tus historias sobre Federico II y Brunetto Latini, lo que en realidad estabas afirmando era tu yo como expresión de la voluntad del poder, tal y como hicieron Federico II y Brunetto Latini, algo por lo cual los colocaste a ellos en el Infierno. Así, en una lectura nietzscheana, el texto de Dante adquiere una serie diferente y opuesta de significados, serie que está reñida con las intenciones morales confesadas de Dante. Y como ocurre en el caso de Dante, así ocurriría también mutatis mutandis en el caso del Aquinate. Pero, ¿a qué recursos, si a alguno, puede apelar Tomás de Aqui­ no para responder a esta lectura nietzscheana? Para responder a esta cuestión, necesitamos además reconocer que, desde el punto de vista tomista, tal como lo he caracterizado, las cuestiones sobre la justificación racional pueden plantearse en cuatro niveles di­ ferentes. Hay, ante todo, el nivel de la persona corriente que no está auténticamente instruida, que plantea la cuestión «¿Qué es mi bien?» de varias maneras particularizadas, y cuyo maestro ha de ayudarle en la actualización de esas potencialidades que llevarán a estas personas de sus simples aprehensiones morales iniciales, al descubrimiento del lugar de estas aprehensiones en un esquema más amplio. Hay, en segundo lugar, la persona que comparte ese esquema más amplio y es ya capaz de articularlo en los términos aristotélicos que son su expresión más adecuada, de modo que las exigencias de justificación racional se formulan en función de la comprensión compartida de la investigación natural y de la com­ prensión compartida de los primeros principios, aun cuando lo que se discuta alguna vez sea su formulación precisa. Fue desde dentro de este tipo de acuerdo desde el que Tomás de Aquino dirigió su discusión de ciertas posiciones rivales islámicas, judías y del averroísmo latino. Semejante discusión es por fuerza muy diferen­ te de la discusión entre antagonistas cada uno de los cuales rechaza de forma sistemática, en cierta medida significativa, los primeros principios y la concepción de la investigación racional del otro.

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En este tercer tipo de debate, caracterizado por cierto grado importante de inconmensurabilidad, la clase de pretensión que ha de hacerse, y luego establecerse o refutarse, es precisamente la que propuso Tomás de Aquino, respecto de su agustinianismo enmen­ dado y ampliado, a los agustinianos y a los averroístas. Se trata de la pretensión, según vimos antes, de proporcionar un punto de vista que adolezca menos de incoherencia, sea más comprensivo y posea mayores recursos, pero sobre todo, que tenga recursos de un modo particular. Pues, entre esos recursos se cuenta —según se pretendía— la capacidad no sólo para señalar como limitaciones, defectos y errores de la concepción contraria lo que, a la luz de los criterios de esa misma concepción contraria, se considera o debe considerarse que son limitaciones, defectos y errores, sino también para explicar en términos precisos y detallados qué hay en la concepción contraria que engendra precisamente estas limitacio­ nes, estos defectos y estos errores particulares y también qué se da en esa concepción que hace que esté por fuerza privada de los recursos requeridos para entenderlos, superarlos y corregirlos. Y, al mismo tiempo, se pretenderá que lo que resulta convincente, lo que se ha visto bien y es verdadero de la concepción contraria, puede incorporarse a la propia concepción de uno, y proporcionar de vez en cuando las correcciones que necesita esta concepción. Ésta es, pues, la clase de pretensión en función de la cual puede mostrarse de forma retrospectiva la superioridad racional de la síntesis filosófica y teológica de las tradiciones propuesta por el Aquinate, respecto de las versiones anteriores del agustinianis­ mo y del aristotelismo. Y es también la clase de pretensión en función de la cual habría de mostrarse la superioridad del tomismo respecto de los desafíos posteriores, respecto de las críticas carte­ siana, humeana, kantiana o nietzscheana. Un error de muchos tomismos del siglo XIX y de principios del XX fue suponer que la tarea de la justificación racional frente a sus adversarios cartesia­ nos, huméanos o kantianos era del segundo tipo, más bien que de este tercer tipo. Esto es, creyeron que sobre los primeros princi­ pios y sobre la concepción de la investigación racional compartían con sus oponentes filosóficos más de lo que de hecho compartían. Sin embargo, contra los oponentes nietzscheanos no bastaría con reconocer este error. Pues muy bien puede ocurrir —y es en gran parje a Nietzsche mismo a quien debemos la comprensión de ello—

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que una posición filosófica o teológica puede estar organizada, tanto en sus estructuras intelectuales como en sus modos institu­ cionalizados de presentación y de investigación, de forma tal que la conversación con una posición contraria puede revelar que sus partidarios son sistemáticamente incapaces de reconocer en ella aun esos errores, defectos y limitaciones que deben reconocerse como tales a la luz de los criterios de una y otra concepciones. Cuando se tropieza con una situación semejante, bien bajo la forma de una ceguera imputada a los oponentes de uno, bien bajo la forma de una ceguera que le imputan a uno sus oponentes, allí donde se afirme que semejante ceguera proviene sistemáticamente del modo como uno u ambos puntos de vista están organizados intelectual o socialmente, y no sólo de las características psicológi­ cas de los individuos particulares, entonces a la tarea de la justifi­ cación racional se le añade otra tarea de un cuarto ■ ~ tipo. i Lo que i ha de proporcionarse es una explicación teórica convincente de la ceguera ideológica, tipo de teoría al que han hecho notables con­ tribuciones Gramsci respecto de Croce, Mannheim respecto de diferentes tipos de utopismo, y sobre todo Nietzsche. ¿Qué tendría que decir Tomás de Aquino en este cuarto nivel? ¿Puede un tomis­ ta esperar construir una genealogía del modo nietzscheano de hacer genealogía? Hay un libro tomista sobre Nietzsche, Friedrich Nietzsche: Philosopher o f Culture (Londres, 1942) de Frederick Copleston. En 1942 Copleston estaba preocupado comprensiblemente, y con ra­ zón, por la cuestión del modo como la cultura europea había de ser defendida de los nazis, y presentó a Nietzsche como a un filósofo profundamente opuesto a todo lo que representaba ese nacional-socialismo, pero cuyas investigaciones dieron por resulta­ do posiciones que no podían apoyar una alternativa efectiva desde el punto de vista intelectual o moral. Resuena de manera curiosa el veredicto final de Stefan George sobre Nietzsche como un héroe que fracasó. Pero, aunque Copleston nos encamina en dirección a una genealogía de la genealogía, no la proporcionó realmente. ¿Dónde, pues, habría de comenzar semejante genealogía? La res­ puesta es: con lo que Tomás de Aquino dice sobre las raíces de la ceguera intelectual en el error moral, con la dirección errónea del entendimiento por la voluntad y con la corrupción de la voluntad por el pecado del orgullo, tanto de ese orgullo que es un deseo

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desordenado de ser superior, como de ese orgullo que es una inclinación a despreciar a Dios. Donde Nietzsche vio la voluntad individual como una ficción, como parte de una psicología equivo­ cada que oculta a la vista la voluntad impersonal de poder, el tomista puede elaborar, a partir de los materiales que proporciona la Summa, una explicación de la voluntad de poder como una ficción intelectual que disfraza la corrupción de la voluntad. La actividad de desenmascaramiento ha de entenderse, por su parte, desde el punto de vista tomista, como una máscara del orgullo. Lo que he articulado hasta este momento, no es en absoluto la sustancia de los argumentos mediante los cuales Tomás de Aquino o Dante o sus sucesores tomistas, habrían de vindicar las posicio­ nes de la Sum m a y de la Commedia. Lo que quizás he logrado, al menos en el más escueto bosquejo, es una declaración del punto en cuestión y de qué clases de argumentos habrían de desplegarse. Y, al hacer esto, se ha hecho manifiesto que las cuestiones intelec­ tuales que separan la genealogía de Nietzsche de la tradición to­ mista, y a ambas de la postura académica del enciclopedista, no pueden disociarse de las respuestas a las cuestiones sobre los ¡errores morales y las distorsiones ideológicas que entran en la | investigación moral.

VII LAS FATALES CONSECUENCIAS DE LA TRADICIÓN DERROTADA

Al comienzo de estas conferencias he hecho notar que Adam Gifford, en su testamento, exigió de sus conferenciantes que trata­ ran sus investigaciones teológicas y morales «como una ciencia estrictamente natural», «justamente como lo es la astronomía o la química», y que en otro lugar dio pruebas de estar de acuerdo con el parecer según el cual una de las características de la ciencia es el manifestar un progreso más o menos continuo en las investiga­ ciones. También hice notar que en las Conferencias Gifford de los últimos cien años no se puede percibir semejante progreso. Merece la pena, por ello, preguntar qué diferencia existe entre las investi­ gaciones racionales en las que se hace un progreso global y las investigaciones de las que dicho progreso está ausente. Parte de la respuesta es que la investigación sólo puede ser sistemática en su progreso cuando su meta es contribuir a la construcción de un sistema de pensamiento y de práctica —incluyendo en la noción de construcción actividades tales como las de la modificación más o menos radical, e incluso la demolición parcial con la perspectiva de reconstrucción—, participando en tipos de actividad racional cuyo lelos es lograr para ese sistema una forma perfeccionada a la luz de los mejores criterios para juzgar esa perfección surgidos hasta ese momento. Los problemas particulares se definen, pues,

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de manera parcial pero fundamental, en función de las constriccio­ nes que impone el lugar que ocupa en el seno de la estructura global, y la importancia que tiene resolver este o aquel problema particular deriva de dicho lugar. Una de las características del florecimiento de semejante sistema en desarrollo de pensamiento y de práctica es que, de vez en cuando, se reformula su telos. Y quienes contribuyen al perfeccionamiento de tal sistema, sólo lo pueden hacer desarrollando y desplegando sus propias destrezas al modo característico de un arte, y participando en las actividades en las que estas destrezas se ponen a trabajar al modo característi­ co de una tradición. El concepto de progreso en la investigación sólo tendrá, pues, aplicación en los contextos en los cuales, los que participan en la investigación la entiendan al modo característico de un sistema, de un arte y de una tradición, tanto si esa compren­ sión se hace explícitamente como si no. Así acontece en la historia de las ciencias naturales modernas; y así ocurrió, según quiero defender, en la historia de la investigación filosófica en general, incluyendo la investigación moral y teológica que va de Sócrates a Tomás de Aquino, en cuya obra, como hemos visto, culminan y se funden dos historias, una de las cuales pasa por Platón y Agustín, y la otra por Platón, Aristóteles y los comentadores islámicos. Pero lo que resulta asombroso a primera vista es que con Tomás de Aquino esas historias no sólo se funden, sino que, en un grado notable, también terminan; que la unidad de sistema, arte y tradi­ ción en la filosofía desaparece en gran parte de la vista en su realización suprema. No quiero decir, como es claro, que no hu­ biera en lo sucesivo generaciones tomistas, en especial entre los dominicos, de cuyas filas surgieron comentario tras comentario, algunos de ellos, como los de Cayetano (1468-1534) y Juan de Santo Tomás (1589-1644), de primer rango. Pero el comentario tomístico se convirtió en una acMvidad marginal en una serie de discusiones y de conversaciones que estaba cada vez más fragmen­ tada y era cada vez más ecléctica intelectualmente. La investiga­ ción se movía en varias direcciones diferentes y competidoras, y aunque de vez en cuando, en los siguientes trescientos años, este o aquel individuo sacaba algo a la manera de un sistema, ya no dominó más la concepción de la investigación como una actividad cooperativa a largo plazo encaminada a la construcción de una comprensión global y sistemática de la teoría y la práctica.

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A esto se replicará, y en parte con razón, que, al entender la historia de la filosofía de Sócrates a Tomás de Aquino como la historia de un proyecto unificado y cooperativo, o, más bien, al menos de dos proyectos unificados y cooperativos, estoy imponien­ do retrospectivamente sobre lo que, de hecho, fue una serie de empresas heterogénea, cambiante, interrumpida, y a menudo caó­ tica, un modelo unificado que distorsiona la historia de la investi­ gación wie es eigentlich gewesen. Lo que esta réplica desatiende es, ante todo, que la historia de toda investigación con éxito se escribe —y no puede sino escribirse— retrospectivamente; la historia de la física, por ejemplo, es la historia de lo que ha contribuido a la formación, a fin de cuentas, de la mecánica cuántica, de la teoría de la relatividad y de la astrofísica moderna. Una tradición de investigación lleva consigo de modo característico una historia de sí misma, siempre abierta a la revisión, en la que el pasado se caracteriza y se vuelve a caracterizar en función de las valoraciones (que van desarrollándose) de la relación de las varias partes de ese pasado con los logros del presente. Así, Aristóteles entendió a sus predecesores como si constituyeran el prólogo de sus propias in­ vestigaciones; así, Agustín volvió a evaluar y a caracterizar tesis y argumentos fundamentales de Platón y de Plotino; así, Tomás de Aquino proporcionó los recursos para integrar en una única historia a todos esos predecesores bíblicos, antiguos, patrísticos y medievales a cuya obra recurrió tanto constructiva como crí­ ticamente. Lo que se sigue de esto es que el modo como se escriba la historia de la filosofía dependerá, en una parte fundamental, de lo que se considere que son sus realizaciones y de lo que se considere que son sus frustraciones y fracasos. Y, en tanto que los partidarios de tradiciones diferentes, y, más en general, de puntos de vista diferentes, valoren estos logros, frustraciones y fracasos de mane­ ras no sólo diferentes, sino incompatibles, como así lo hacen, en esa medida serán historias de la filosofía rivales, incompatibles y, a veces, inconmensurables. La noción de una única historia, neu­ tral y no partidista es una ilusión más engendrada por el punto de vista académico del enciclopedista; es la ilusión de que el pasado está esperando a ser descubierto, wie es eigetlich gewesen, indepen­ diente de la caracterización desde cierto punto de vista particular. Así, la discusión se da, en parte, entre historias rivales y el tipo de

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pretensión histórica que he hecho al afirmar que con Tomás de Aquino termina, no por completo, pero sí hasta cierto grado sor­ prendente, una especie particular de progreso en la investigación, sólo puede hacerse desde el punto de vista de una historia parti­ dista semejante. Pero adoptar este punto de vista no es oscurecer el hecho de que mi explicación de la obra del Aquinate como la culminación y la integración de las tradiciones agustiniana y aris­ totélica, no es en absoluto el modo como entendieron a Tomás de Aquino la mayoría de sus contemporáneos y aun sus sucesores inmediatos. Tomás de Aquino fue original con respecto a la corriente principal dominante y ortodoxa de las investigaciones institucionalizadas del siglo XIII, y estaba reñido de muchas mane­ ras con dicha corriente, y todavía más con sus continuadoras en el siglo XIV. Lo notable desde esta perspectiva no es la condena de 1277, ni el rechazo, por parte de lo más característico del Aquinate y de sus tesis centrales, sino más bien el modo como, sin embargo, se revivió y se recurrió repetidamente a Tomás de Aquino tras esa rehabilitación inicial que condujo a su canonización. Lo que derrotó a Tomás de Aquino fue el poder del plan de estudios institucionalizado. Ni la teología ni las artes liberales su­ bordinadas podían dar cabida, a mediados o a fines del siglo XIII, al sistema aristotélico, bajo la forma en que lo habían transmitido los comentadores islámicos, como un todo, ni en la versión averroís­ ta, ni en la del Aquinate. Lo que entonces hizo impacto fueron tesis, fragmentos de teoría, y argumentos aristotélicos separados del todo del que eran partes, y esta recepción sistemáticamente asistemática de esto o de aquello de Aristóteles o Averroes o Avicena —y la respuesta que a ello se daba—, dio por resultado una serie de revisiones igualmente ad hoc de posiciones recibidas en otras disciplinas. El progenitor y más distinguido colaborador de esta línea antitomística de la Baja Edad Media, fue Duns Escoto. Considérense a esta luz las grandes diferencias que separan a Tomás de Aquino y a Escoto respecto de la relación entre el telos de los seres humanos considerado desde el punto de vista de la filosofía, y dicho telos considerado desde el punto de vista de la teología. Uno de los asuntos sobre el que, al menos alguno de los averroístas, había defendido que tenía competencia la filosofía, con independencia de la teología, y que en 1277 se incluyó en las 219 tesis condenadas por Esteban Tempier, obispo de París, fue: que

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la felicidad ha de obtenerse en esta vida y no en otra (Sent. 176). Tomás de Aquino había argumentado contra esta misma proposi­ ción, afirmando que todos los seres racionales buscan la felicidad perfecta y que puede demostrarse racionalmente que la felicidad perfecta no puede obtenerse en esta vida, sino sólo en alguna otra. Escoto, en cambio, sostiene que, por lo que respecta a la razón natural, nada puede saberse de otra vida que no sea ésta, y que las imperfecciones de toda felicidad humana señaladas por Tomás de Aquino, pueden ser imperfecciones desde el punto de vista de una inteligencia que sea pura y desencarnada, pero no para un ser humano racionalmente convencido, como debería estarlo alguien sin fe en la revelación, de su mortalidad. Así, en un asunto al menos en que el aristotélico Tomás de Aquino había cuestionado a los averroístas, el franciscano y agustiniano Escoto está de acuer­ do con ellos. ¿Por qué? El contexto es la discusión de Escoto de si puede conocerse por la razón natural que habrá una resurrección general de la humanidad (Opus Oxoniense IV, 43, II). Escoto tuvo un interés teológico específico en dar por buena una versión enmendada de la interpretación averroísta de la explicación del ser humano que propuso Aristóteles, pues esa explicación parecía mostrar que una mente esencialmente encarnada no podría sino entenderse a sí misma como mortal. Sólo el alma independiente del cuerpo puede pensarse como inmortal, por lo que la doctrina de la resurrección del cuerpo es un añadido puramente contingente e incidental a la inmortalidad del alma. Según el parecer de Escoto, sólo la teología, apelando a los recursos de la revelación, puede hablar de modo adecuado sobre estos temas, y la teología convencionalmente agus­ tiniana de Escoto concibió el alma como relacionada con el cuerpo sólo de un modo incidental. Haber reconocido que esto es lo que está enjuego para Escoto en esta discusión: que a Aristóteles sólo se le ha hecho trabajar de una manera limitada ad hoc que absolverá al agustinianismo de adaptarse a esa comprensión aristotélica mucho más profunda y más sofisticada de la relación del cuerpo y el alma que tuvo el Aquinate, es también ser capaz de reconocer la profundidad del desacuerdo de Escoto con Tomás de Aquino, no sólo en cuestiones particulares, sino sobre todo en la perspectiva global. La relación del alma y el cuerpo, y aun la misma existencia del cuerpo, ha

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causado desconcierto a los agustinianos posteriores, si es que no al propio Agustín. Y en este punto específico, la integración lleva­ da a cabo por el Aquinate de la concepción agustiniana y la aris­ totélica, había parecido ofensiva a los contemporáneos agustinia­ nos franciscanos. Más concretamente, les interesaban las implica­ ciones de las relaciones del alma y el cuerpo para el conocimiento de los singulares. Para Tomás de Aquino, el ser humano no es un alma más un cuerpo, sino un cuerpo que tiene un alma. La expe­ riencia humana es una experiencia corpórea, y el alma conoce y tiene conocimiento de los singulares sólo sobre la base de esa experiencia en cuanto es mediada por la imaginación —que es, a su vez, un fenómeno corpóreo— y estructurada respecto de la forma por el entendimiento. La mente humana no es, pues, autosuficiente, según el parecer del Aquinate; más bien es, para utilizar la reveladora frase de John F. Boler, «radicalmente incompleta» («Intuitive and Abstractive Cognition» en The Cambridge History o f Later Medieval Philosophy, Cambridge, 1982, pág. 475), incom­ pleta sin ese encuentro con los objetos de los sentidos a partir de los cuales llega a la realidad del conocimiento. Esto quiere decir que no podemos caracterizar primero la mente y luego plantear cuestiones epistemológicas sobre lo que puede conocer, pues sólo en la realidad del conocimiento empírico existe la mente en su carácter completo, lo que equivale a sostener que la mente necesita esencial, y no sólo accidentalmente, el cuerpo para sus operaciones. En 1179 el franciscano Guillermo de la Mare denunció 117 tesis de los escritos del Aquinate en su Correctorium fratris Thomae, entre ellas, las que expresan esta concepción de la relación del alma con el cuerpo e impugnan con ello la capacidad del alma para conocer los singulares de manera inmediata e independiente de la experiencia corpórea. En 1282 la orden franciscana prohibió que se copiara la Sum m a a no ser que fuera acompañada del Correctorium, libro al que luego algunos jóvenes dominicos llama­ ron el Corruptorium. Escoto, pues, en su propia afirmación de la capacidad del alma, independiente del cuerpo, adoptó posiciones epistemológicas que protegieron al agustinianismo de toda inter­ penetración sistemática de la teología y la filosofía aristotélica. Y ésta es su actitud consecuente, que se hace también manifesta en su agustiniana explicación de la primacía asignada a la voluntad sobre la inteligencia.

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Según Tomás de Aquino, la voluntad obra independientemen­ te del entendimiento, del razonamiento práctico, sólo cuando —y en la medida en que— alguien no persigue su auténtico bien. Ocurre, en verdad, que, según esta concepción, como según la de Agustín, sólo por medio de la caridad se devuelve la voluntad a su lugar verdadero en el ser humano ordenado, pero lo que se le restituye a la voluntad es un orden donde la primacía pertenece a la inteligencia práctica. La tradición agustiniana, sin embargo, ha asignado una primacía incondicional a la voluntad, y el rechazo por parte de Escoto de la psicología de Aristóteles, le privó de la única manera alternativa asequible de concebir la relación de la voluntad con el entendimiento. Esto tuvo una consecuencia de primera importancia para la historia futura. Según la explicación de Aristóteles, como según la de Platón, el ser humano que ha adquirido la educación necesaria en las virtudes intelectuales y morales, y que por ello aprehende lo que es su bien verdadero, actúa para conseguir ese bien. Para Aristó­ teles y Platón, como para otros escritores antiguos, la razón es una potencia activa para establecer metas y para conseguirlas. Tomás de Aquino sigue a estos autores, integrando en una explicación aristotélica de por qué a veces no se consigue el bien, o incluso no se persigue —a saber, a causa de algún defecto en las virtudes—, una explicación agustiniana del papel que desempeña la voluntad. Para el Aquinate, al igual que para Aristóteles, no puede haber lugar alguno para la cuestión de por qué uno, dado que reconozca que algo es su bien verdadero, debería actuar para conseguirlo. No son necesarios ni posibles una nueva razón ni —para la persona moralmente educada y dirigida por la virtud, cuya voluntad está ordenada de manera correcta por el entendimiento— un nuevo motivo. De aquí que conocer que Dios manda estos preceptos de la ley natural, en obediencia a los cuales ha de realizarse el bien de uno, no da una nueva razón adicional para la obediencia a estos preceptos, excepto en la medida en que nuestro conocimiento de la bondad absoluta y la omnipotencia de Dios nos da razones —como nos las d a - para creer que sus juicios sobre nuestro bien, promulgados en la Ley Antigua y en la Ley Nueva, son superiores a los nuestros. El «debe» del «Se debe obedecer a Dios» es el mismo «debe» que el «debe» de «Hacer esto o aquello es el bien de esta persona; así que esta persona debe hacer esto o aquello»;

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es decir, es el mismo «debe» que el «debe» del razonamiento práctico. Para Escoto, sin embargo, el modo agustiniano de entender la primacía de la voluntad supone que el entendimiento es inerte, la voluntad es libre y que el hecho de que la voluntad sea movida por su bien es algo diferente de que la voluntad sea obediente al mandato de otro. Parte de la libertad de la voluntad para oponerse a Dios quedaría suprimida, según el parecer de Escoto, si la volun­ tad, tan sólo al perseguir su propio bien, fuera obediente a Dios. La voluntad, por tanto, sólo puede mostrar su obediencia a Dios no sólo obedeciendo la ley natural qua directriz de nuestro bien, sino también qua mandamiento divino. De aquí que al lado del «debe» del razonamiento práctico, que en ningún caso qua razo­ namiento puede movernos a la acción (puesto que el entendimien­ to es inerte desde el punto de vista práctico), aparece otro «debe», desconocido para Aristóteles y para el mundo antiguo en general, el «debe» característico de la obligación moral. Pero, al generar este nuevo y característico concepto, Escoto hace posible que sus sucesores generen una nueva serie de problemas, problemas que con el tiempo llegaron a ser centrales en la disciplina académica de la filosofía moral, que estaba a punto de surgir. Pues una vez que se ha reconocido una obligación moral como obligación, no a causa de que impone el hacer o conseguir algo bueno, sino en virtud del mandato de otro, se plantean problemas en cuanto a por qué debemos obedecer este mandato. Y si la respuesta es que el mandato es de Dios y que Dios es totalmente bueno, entonces se plantean las cuestiones relativas a si, de modo contrafáctico, esta­ ríamos todavía moralmente obligados si Dios no nos lo hubiera mandado, y relativas a que, si estamos en condiciones de juzgar que Dios es bueno, si no estamos también, entonces, en condicio­ nes de juzgar —según el mismo criterio por el que juzgamos la bondad de Dios— si tenemos o no tenemos una obligación, aun cuando Dios no hubiera de mandárnosla. Escoto, pues, no sólo hizo posible, sino que provocó buena parte de la filosofía moral posterior, directa e indirectamente, de todo el camino que va de Occam a Kant. De modo paralelo, la doctrina de Escoto sobre el conocimiento intuitivo inmediato de los singulares por parte del alma, de modo que el singular es inteligible —aun cuando sólo en cierta medida—

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independientemente del universal, no sólo transforma la concep­ ción de la inteligibilidad, sino que además impone constricciones al modo como ha de entenderse la relación del particular con el universal, de tal forma que generó una nueva problemática para la disciplina académica de la metafísica o filosofía primera que estaba a punto de surgir. De manera paradójica, Escoto, cuyas investiga­ ciones filosóficas estuvieron controladas en cada punto por sus conclusiones teológicas, y cuyo interés primario fue proteger la autonomía de la teología agustiniana de las incursiones tanto del aristotelismo averroísta com o del tomista, creó en vez de ello el ambiente propicio para la aparición de la filosofía como una dis­ ciplina autónoma, o conjunto de disciplinas autónomas, con su propia problemática definida. Muchas más cosas, por supuesto, tuvieron que ocurrir después, tanto en el plano intelectual como en el plan de estudios. N o obstante, visto desde una perspectiva to­ mista, es en este momento cuando se redefine a la filosofía como una disciplina académica autónoma, cuyos límites son instituciona­ les, y deja de ser una tradición de investigación. Después, sin embargo, acoge ocasionalmente de diversas maneras algunas de las preocupaciones de varias tradiciones opuestas, aun cuando con la estipulación, según es característico, de que estas preocupaciones se presenten sólo en términos aceptables para las convenciones académicas y para los géneros de la disciplina. En la Universidad de París durante el tiempo en que estuvo allí Tomás de Aquino, primero como sententiarius y luego en dos períodos como maestro regente, la enseñanza de la facultad de artes estaba organizada en función de las siete artes liberales, las artes verbales del trivium y las artes matemáticas del quadrivium, y un factor significativo en la disputa en torno a en qué facultades se deberían enseñar las obras de Aristóteles, fue el hecho de que el esquema y la síntesis de la investigación aristotélicos —a cuyo esquema global tanto el mismo Aristóteles como sus comentadores islámicos habían dado el nombre de «filosofía»— simplemente no podían acomodarse en las categorías anteriores del plan de estu­ dios de la facultad de teología ni de la facultad de artes. Tomás de Aquino, en su comentario inacabado al De Trinitate de Boecio, había señalado que «Las siete artes liberales no dividen de modo adecuado la filosofía teórica...» (5, 1, ad. 3) y la propia reelabora­ ción que hizo el Aquinate del esquema aristotélico violó los límites

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académicos del status quo —no sólo en su escala y arquitectura, sino también por el modo como constantemente, desde el comentario de las Sentencias a la Sum m a Theologiae, se hacen inseparables en puntos fundamentales la investigación filosófica y la teológica de forma tan radical como lo hacía la versión averroísta. El resultado tanto en París como en otras partes fue la amplia­ ción del plan de estudios de las Artes. A las siete artes liberales se añadieron las tres filosofías: la filosofía moral, la filosofía natural y la metafísica. Y, de este modo, la filosofía comenzó una carrera mediante la que hubo de convertirse gradualmente en la disciplina académica dominante dentro de la universidad, mientras que la teología como disciplina hubo de preservar su autonomía sólo al precio de su consiguiente aislamiento y carencia de importancia, historia que, a fines del siglo XIX y en el XX, la filosofía académica estaba condenada, a su vez, a volver a representar. Debemos re­ cordar en este punto que Hugo de San Víctor, por cuya clasifica­ ción ordenada de las ciencias muestra Tomás de Aquino cierto respeto en su comentario de Boecio, había escrito el Didascalion en los años de 1120 para combatir lo que ya entonces había visto como la fragmentación del plan de estudios y la creciente indepen­ dencia de las disciplinas. Pero el impacto de Aristóteles en el siglo XIII no sólo tuvo el efecto de restringir la síntesis agustiniana a la teología, que era precisamente lo que Hugo de San Víctor había temido, sino el de impedir que cualquier \isión sintética diera forma al plan de estudios como un todo. Cada una de las artes liberales siguió en gran parte su propio camino y el efecto global f ue el de una heterogeneidad y variedad cada vez mayores. La gramática, bajo la influencia de los modistae, se movió en nuevas áreas; la retórica, habiendo estado subordinada a la dialéctica y en París casi fundida con ella, comenzó a lograr nueva independencia, en especial con el redescubrimiento en el siglo XIV de la retórica clásica; y la dialéctica se transformó en una serie de discusiones heterogéneas de una dispar colección de pro­ blemas lógicos y conceptuales, tratados en gran parte por su pro­ pio interés y no respecto de alguna función de la dialéctica dentro de un sistema global. La aritmética, la música y la geometría vinieron a servir a nuevos propósitos en el mundo de fuera de las universidades. Y en el seno de la astronomía se dieron los primeros movimientos hacia el reconocimiento del conflicto entre lo que se

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había heredado de Ptolomeo y lo que se había aprendido más recientemente de Aristóteles. Es instructivo comparar el modo como funcionó dicho conflic­ to en el seno de la astronomía, y también en el seno de la filosofía natural, para producir en último término una nueva tradición de investigación en las ciencias físicas, y el muy diferente modo como funcionaban el conflicto y el desacuerdo dentro de la metafísica y la filosofía moral. Lo que aparece en el primero, de manera gra­ dual y desigual, pero con el tiempo cada vez más creciente, es una serie de acuerdos: respecto de lo que constituye un problema no resuelto, respecto de los métodos de cálculo y respecto de las relaciones entre los diferentes aspectos de la investigación. Es en razón de esta historia por lo que cuando al comienzo del siglo XVI Copérnico —educado en esta última tradición medieval en Craco­ via—, y al final del siglo XVI Galileo —también educado en ella en Pisa—, tuvieron la mayor parte en la sustitución de esta tradición, la derrumbaron y la completaron de forma simultánea. Pues fue esta última tradición medieval la que presentó, en sus detalladas investigaciones, justamente esa serie de problemas insolubles que sólo podían hacerse tratables refundiéndolos dentro de nuevas estructuras conceptuales globales. De aquí que la física y la astro­ nomía de los siglos XIV y XV se completaran al ser derrotadas. De ellas podemos escribir precisamente ese tipo de historia retrospec­ tiva que revela el continuo estar dirigido que es característico de una auténtica tradición de investigación, en la que un buen número de tesis, argumentos, observaciones y debates resultan haber sido partes de un todo ordenado teleológicamente. Y haber entendido esto es ser capaz de decir cómo, y también por qué, la astronomía y la física medievales llegaron a un punto culminante de logro, aunque al hacerlo llegaran a su propia sustitución. En cambio, ¿qué dio por resultado la filosofía moral y la metafísica medievales de los siglos XIV y XV? La respuesta es: como un todo, nada. La historia es la historia de la disolución de la investigación unificada en la variedad y la heterogeneidad; o, para expresar el mismo asunto de otra manera, la historia es la de la génesis de la institución de la filosofía académica como discipli­ na universitaria organizada y profesionalizada. Es siempre saluda­ ble recordar que la mayor parte de la historia de la filosofía ha ocurrido fuera de la historia de esa particular institución profesio­

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nalizada. Los antiguos filósofos dieron un sentido muy diferente a las palabras que nosotros traducimos por «filosofía». Agustín, Anselmo, Abelardo y Tomás de Aquino, todos ellos definieron sus actividades en función de una concepción muy diferente de la investigación. Y teóricos tales como Bacon, Hobbes, Descartes, Locke, D ’Alembert, Diderot, Rousseau, Bentham, los Mili y Nietzsche, todos ellos trabajaron y contendieron en arenas muy diferentes de las de la universidad. La concepción de la filosofía como restringida casi exclusivamente a unas actividades institucio­ nalizadas dentro de la universidad es, en el mundo moderno, un fenómeno social con raíces en la Escocia, la Alemania y la Francia de los siglos XVIII y XIX, y que ha logrado su encarnación más plena en la cultura contemporánea de los Estados Unidos. Pero tuvo un predecesor distinguido y muy semejante en la filosofía de la Edad Media tardía. Si la palabra no se hubiera empleado ya de un modo que daría lugar a confusión si se aplicara a lo que tienen en común estos dos períodos de historia académica institucionali­ zada, el nombre que indicaría es: «escolasticismo». ¿Cuáles son las características de este tipo dejllosofía? La primara es el logro y el mantenimiento de altos niveles de destreza profesional en la elaboración y el uso de técnicas lógicas y concep­ tuales. Esto se mantiene en parte admitiendo en la discusión sólo a aquellos que han alcanzado cierto nivel, sancionado burocrática­ mente, en el uso de tales técnicas y han obtenido por ello cierta autorización oficial, y en parte mediante acuerdos informales sobre qué tipo de tesis o de argumento ha de ser tenido en cuenta seriamente, y cuál ha de desatenderse o desdeñarse. En segundo lugar, el logro atribuido se realiza a través del ejercicio de estos tipos reconocidos y autorizados de destreza profesional sobre pro­ blemas particulares, tratados individualmente. Estos problemas pueden muy bien plantearse por abstracción a partir de cierto sistema e incluso pueden ser reconocidos como tales, pero las continuidades de la disciplina resider en los tratamientos sucesivos de lo que se reconoce como miembros del mismo conjunto de problemas individuales que se continúan. Los problemas persisten porque nunca o casi nunca se resuelven de forma definitiva, aun­ que lo que de vez en cuando se presenta como soluciones conducen con frecuencia a reformulaciones de los problemas. El problema es la unidad fundamental del discurso.

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En tercer lugar, y de modo correlativo, son constantes e insuprimibles ciertos tipos de desacuerdo básico. El acuerdo sobre el método, la técnica y la valoración de la destreza es a menudo suficiente para asegurar nuevos acuerdos sobre lo que supone la defensa de una solución a cierto problema particular, más bien que las soluciones rivales, en función de lo cual uno se compromete por completo con el supuesto, la implicación o la presuposición, y con respecto a lo cual se tropieza con nuevas dificultades. Pero no hay ningún acuerdo, o ningún acuerdo suficientemente compartido, respecto de cómo hay que valorar estos compromisos y estas consecuencias, sobre cuál es el criterio por el que ha de medirse la ganancia en un respecto frente a la pérdida en otro, y a veces, en verdad, sobre qué constituye una ganancia y qué ha de ser consi­ derado como pérdida. Y sin un criterio compartido semejante se obliga a que una gran cantidad de desacuerdos sea imposible de suprimir. ¿Cuándo surge esta carencia? Procede, en una parte fundamental, de una cuarta caracterís­ tica de este tipo de filosofía. Es característico, aunque no ocurre siempre, que los que se dedican a esta case de filosofía lleguen a ella trayendo consigo compromisos con algún punto de vista extrafilosófico. En la filosofía moderna éstos han sido tan variados como la moralidad tolstoyana, la Weltanschauung estética de Bloomsbury y el materialismo científico. En la Edad Media tardía fueron, de manera característica, teológicos y políticos o de ambos tipos. Estas Weltanschauungen ideológicas no pueden encontrar apoyo en este tipo de filosofía, y sólo se les permite entrar en ella en la medida en que pueda lograrse que tesis sacadas de ellas tengan que ver de una manera individual con los problemas reco­ nocidos de la filosofía. Pero son dichas Weltanschauungen las que proporcionan, a sus partidarios, lo que la filosofía misma no puede proporcionar: un criterio de valoración y de preferencia mediante el cual pueden apreciarse los costes y los beneficios de cada solu­ ción rival particular a cierto problema particular. Y el alcance del consecuente desacuerdo dentro de la filosofía de esta clase será entonces tan grande como el alcance del desacuerdo prefilosófico en el punto de vista ideológico. Consecuentemente, no se da ningún progreso en este tipo de filosofía académica, tanto medieval como moderna, excepto en destreza, método y técnica en la formulación de los problemas.

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Fuera de esto, las posiciones filosóficas tan sólo se reemplazan y se desplazan mutuamente sin que se muestre una dirección global. De aquí que ni aun de forma retrospectiva sea posible ofrecer una explicación teleológica de esta historia, pues no aparece ningún telos. Y así, aunque los asuntos y los detallados hallazgos de esta filosofía son de la mayor importancia para varios tipos de tradición de investigación racional, ella misma no es una tradición de esta índole y, en verdad, se halla institucionalizada de tal manera que excluye de su discurso profesionalizado el tipo de pretensión y de razonamiento característicos de tales tradiciones. N o me interesan directamente en este momento las encarna­ ciones de este tipo de filosofía en el siglo XX, a no ser en dos aspectos. Hice notar en la primera conferencia cómo la incapaci­ dad de los conferenciantes Gifford del siglos XX para hacer un progreso perceptible en las investigaciones que Adam Gifford les confió tenía sus raíces, en parte, en la falta de recursos de este tipo de filosofía académica. Y ahora puede hacerse un poco más claro justamente por qué y cómo es esto así. A mayor abundamiento, que hay un modo importante en el que la filosofía analítica del siglo XX se ha condenado a sí misma a repetir la historia de la filosofía escolástica de la Baja Edad Media, de tal manera que se puede usar una de ellas para esclarecer la otra, obtiene una notable confirmación del modo como se escribe la filosofía medieval, cuan­ do se escribe desde este moderno punto de vista filosófico del siglo XX. Considérese al respecto The Cambridge History o f Later Medieval Philosophy (ed. N. Kretzmann, A. Kenny, J. Pinborg, E. Stump, Cambridge, 1982). El libro consiste en cuarenta y seis ensayos de cuarenta y un autores, una de las últimas imitaciones de la original Cambridge Modern History, tal como fue concebida por ese ejemplar de la mente enciclopédica, lord Acton. Es característico de la enciclope­ dia que el presente someta a juicio al pasado, atribuyéndose a sí mismo una soberanía que le permite aprobar aquello del pasado que puede describirse como un pre ursor de sus propios criterios de juicio. En el caso de Acton, como hizo notar Maitland en su nota necrológica, la obra se hizo «a la mayor gloria de la verdad y de lo justo». Para los editores de la Cambridge History o f Later Medieval Philosophy, la obra se ha hecho a la mayor gloria de la filosofía analítica contemporánea, que se considera equivalente a

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la «filosofía reciente». El editor dice correctamente que «este vo­ lumen se organiza según aquellos temas en los que la filosofía reciente ha hecho el mayor progreso», a fin de «acabar con la era en la que la filosofía medieval se ha estudiado en un gueto filosó­ fico», probablemente ese gueto en el que se seguía haciendo el intento de entender la filosofía medieval a la luz de sus propios criterios y presupuestos, a fin, acaso también, de entender cómo esos criterios y presupuesos —que son muy diferentes en diferentes períodos y en diferentes escritores— no sólo son puestos en duda por los nuestros, sino que ellos mismos ponen en duda a los nuestros. Los editores, previendo la acusación de «desequilibrio en la organización de esta Historia» (p. 4), declaran desde el mismo punto de vista, que «los logros de los lógicos medievales son históricamente más característicos y filosóficamente más valiosos que ninguna otra cosa del pensamiento medieval, con la posible excepción de la teología racional», y han hecho notar precisamente que la historia que ellos ofrecen «deja a la teología fuera de con­ sideración...». La muy alta calidad de varios ensayos individuales acentúa, incluso aunque compense de ello, la diferencia entre la perspectiva editorial y la de muchos pensadores medievales. El pensamiento de ningún autor se trata como un todo y, por ello, nunca aparece la relación de las tesis y de los argumentos individuales como partes de totalidades. Es esto, aun más que el superficial tratamien­ to de la investigación moral, por ejemplo, lo que haría imposible que alguien, contando sólo con esta historia, comenzara a entender la escala, la naturaleza y la estructura de las investigaciones de Tomás de Aquino y emprendiera, por ello, un diálogo con el Aquinate. No obstante, es igualmente sorprendente que un método y una perspectiva que, respecto de los siglos XII y XIII, son, en sentidos importantes, deformantes y oscurantistas, lo sean muchí­ simo menos en el siglo XIV. Las épocas medievales cambiaron gradualmente hasta convertirse en lo que los editores de la Cam­ bridge History deseaban claramente que hubieran sido siempre. Y esto es tanto como decir que la unidad de la investigación, tan crucial no sólo para Tomás de Aquino, sino también para sus contemporáneos tanto franciscanos como averrroístas, llegó a per­ derse gradualmente de vista. Así, Occam rechazó de forma explí­ cita toda noción de una ciencia unificada con una materia especí­

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ficamente unificada como meta de la investigación (Prólogo, Expositio super VIH libros physicorum). La misma investigación se hizo irreductiblemente múltiple y heterogénea de un modo que excluyó toda auténtica arquitectónica de las ciencias. De esta manera, la Cambridge History nos muestra, en cierta medida —y acaso por completo— inadvertidamente, el pensamiento de la Alta Edad Me­ dia desde el punto de vista del pensamiento de la Baja Edad Media y, al hacerlo, proporciona una prueba de la fuerte semejanza, si no plena identidad, del punto de vista de la moderna filosofía analítica y el de la filosofía de la Baja Edad Media. Deberemos esperar, si esto fuera así, que las últimas épocas medievales, en razón de la misma estructuración de sus modos de pensar y de la institucionalización académica de estas estructuras, fueran también incapaces de apropiarse o aun de entrar en diálogo con el pensamiento de Tomás de Aquino como un todo y más particularmente con la Summa como un todo. Y justamente esto fue, en efecto, lo que ocurrió. Considérese de qué modo llegó a tratarse la Sum m a a la luz de las propias intenciones de Tomás de Aquino. Leonard Boyle, O. P., ha sostenido de manera convincen­ te que no es una coincidencia que fuera en el período en el que el Aquinate tuvo por primera vez carta blanca por completo para organizar la forma de la enseñanza a sus estudiantes —a saber, en 1265, cuando estableció un studium dominico en Roma, por man­ dato del Capítulo de la Provincia Romana de la orden dominica­ na—, cuando Tomás de Aquino comenzó a escribir la Summ a Theologiae «para la instrucción de los principiantes» ( The Setting o f the Summa Theologiae o f St. Thomas, Toronto, 1982). Subyaciendo en esto, sostiene Boyle, había un descontento respecto de los manuales dominicos corrientes y respecto de las enseñanzas de las cuestiones morales y un intento de remediar esta situación colocando la investigación moral en su apropiado contexto teoló­ gico sistemático, de tal manera que las partes no tuvieran que estudiarse de forma errónea con abstracción del todo, según había ocurrido con mucha frecuencia con sus predecesores dominicos. Después de la muerte de Tomás de Aquino, la orden domini­ cana reafirmó de forma continua su adhesión a la enseñanza de Tomás aun en ambientes elclesiásticos hostiles, y una tradición de comentario del Aquinate tuvo sus primeras figuras notables antes del fin del siglo XIII, en especial el dominico de Oxford Thomas

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Sutton (véase Frederick J. Roensch, Early Thomistic School, Dubuque, 1964). Pero la subsiguiente historia de tal comentario, por muy eminente que sea, es por completo independiente de la corriente principal de la última filosofía medieval. Incluso en las escuelas dominicas priorales, la Sum m a nunca llegó a formar parte el plan de estudios. Además, como señala Boyle (p. 23), las partes de la Sum m a se copiaban y circulaban por separado, de modo que las concepciones de Tomás de Aquino sobre los temas de la Secun­ da Secundae —que fue copiada con más frecuencia que ninguna otra parte— fueron estudiadas aisladas del contexto en el que colocarlas había sido una de sus intenciones centrales. De este modo la Summ a, desmembrada por los copistas medievales, que respondían a la demanda del consumo en el mercado académico, se adelantó a los editores de la Cambridge History. Tomás de Aquino había sido un pensador excéntrico en el siglo XIII. En la Baja Edad Media se convirtió en un pensador tan excéntrico como marginal, hasta que el tomismo renacentista restableció, en cierta medida, su autoridad filosófica, aun cuando a veces interpretó erróneamente lo que escribió. Es sorprendente, a la luz de todo esto, que durante este período su primacía teológica fuera conti­ nuamente confirmada por la autoridad papal, algo no explicable en absoluto por el Zeitgeist intelectual, sino sólo por lo que es: o pura contingencia histórica o Providencia Divina. Las controversias en las otras partes de la filosofía no tocaron, en ciertos respectos a la filosofía moral académica en la Baja Edad Media. La Etica a Nicómaco era el texto establecido y cuando, por ejemplo, Juan Buridano presentó su comentario, no mostró ningu­ na de las características de la influencia de Occam que aparecen en sus otros escritos. Lo que en realidad ejemplifica su comentario es, sin embargo, un creciente divorcio entre la filosofía referida a la práctica y la filosofía como investigación teórica. Buridano acen­ túa la función práctica inmediata de la filosofía moral y en la Universidad de Viena en el siglo XV —y con frecuencia en otras partes de la Europa central— sólo se leyeron los cinco primeros libros de la Ética a Nicómaco, mientras que los comentadores de allí y de otras partes habían comenzado aún antes a limitarse a estos libros, de modo que desapareció de la vista la conexión aristotélica entre las virtudes intelectuales y las virtudes morales. Al mismo tiempo, se multiplicaron los puntos de vista morales más

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o menos independientes e incluso hostiles al de Aristóteles, por no decir nada del de Tomás de Aquino. Así, al lado de las lecturas, a menudo parciales, de la Etica a Nicómaco, comprendemos la enseñanza de la teoría del fundamen­ to de la obligación en los mandatos divinos propuesta por Occam, con su conclusión de que «El mal no es otra cosa que hacer algo cuando se tiene la obligación de hacer lo opuesto» (Commentary on the Sentences II, qu. 5H); las reapariciones de las objeciones agustinianas a la ética filosófica como tal, y la aparición entre los profesores nominalistas de teorías totalmente nuevas de los dere­ chos naturales, para las que no hay lugar alguno dentro del esque­ ma aristotélico ni del tomista. Tales teorías ejemplifican el modo como la multiplicación y la creciente diversidad de puntos de vista dentro de la filosofía moral hunden parcialmente sus raíces en la cambiante forma de los conflictos del mundo político y social. Tomás de Aquino había sostenido que, en el establecimiento de un orden político, los ciudadanos pueden o bien concederse a sí mismos la autoridad, o bien enajenarla de sí mismos, al otorgar a un gobernante la soberanía y el poder de hacer las leyes positivas. Pero también había defendido que, aun en este caso, en la medida en que un gobernante haga leyes positivas que no estén de acuerdo con la justicia, nadie está obligado a obedecer, y que, cuando las leyes imponen algo que es vicioso, se está realmente obligado a no obedecer. De modo semejante, Dante, al abogar desde una posi­ ción política muy diferente por la supremacía del Sacro Empera­ dor Romano en todos los asuntos seculares, lo había hecho a causa de que sería más probable que un único imperium supremo asegu­ rase la justicia y proporcionarse un tribunal de casación justo contra los príncipes subordinados. Tanto Tomás de Aquino como Dante, al igual que los agustinianos y los aristotélicos, hicieron del grado en que un gobierno afianza la justicia, el criterio de un gobierno bueno y legítimo. No es sorprendente que, como los conflictos entre las jurisdic­ ciones rivales y las formas rivales de regla, dentro de la Iglesia, entre la Iglesia y el Estado, entre las ciudades-estados y el empera­ dor, entre las naciones-estados monárquicas, y entre las órdenes dentro de los estados, no sólo multiplican sino que producen sus propias apologéticas teóricas, esta anterior apelación a la justicia quede desplazada por la primacía dada a las apelaciones a los

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derechos. Desde muy a comienzos del siglo XIV, ius ha llegado a entenderse, al menos por algunos, como una facultas por la que toda criatura tiene derecho a ejercer sus capacidades de ciertas maneras. Es característico que los derechos humanos así entendi­ dos se reclamen contra algún otro. La relación formada entre estos derechos y la concepciones compartidas de un bien común habían llegado a ser lo suficientemente indirectas como para que tales derechos pudieran organizarse sin invocar tales concepciones de un modo sustancialmente teórico más que meramente retórico. Sin embargo, esta clase de uso de «meramente» es quizás inapropiado en un período en el que la filosofía moral adquirió un nuevo rival bajo la forma de la renacida retórica clásica del si­ glo XIV, para la cual, como disciplina, se había reclamado, desde Petrarca en adelante, una pertinencia política ausente en la filoso­ fía. Y entre los retóricos, Cicerón no se subordinó ya a Aristóteles, como habían hecho tanto Tomás de Aquino como Dante, sino que, en vez de ello, proporcionó un modo alternativo de pensar sobre las virtudes y sobre la política de su encarnación en la vida prácti­ ca. Al mismo tiempo, la práctica de la casuística tomó nuevas dimensiones, acaso especialmente en el orden económico, de modo que, por ejemplo, la prohibición de la usura, incondicional en Tomás de Aquino y en Dante, se modificó y erosionó de una manera que finalmente conduciría a que fuera descartada. Lo que desapareció de la vista en su mayor parte durante este período en el que se multiplicaron así las tesis, los modos de argumentar y los problemas de especies dispares, fue la posibilidad de que se reconociera, por no mencionar que obtuviera una amplia adhesión, un modo de pensamiento y de práctica globalmente sintético y sistemático, encarnado dentro de las continuidades de una tradición. Todavía se apelaba a los textos, pero las radicales diferencias de interpretación privaron con frecuencia a tales ape­ laciones de autoridad, excepto en la medida en que ciertos indivi­ duos o grupos particulares elegían concederles autoridad. Por to­ das estas razones, la aceptación del punto de vista de la Summ a Theologiae, habría requerido un rechazo tan radical de los supues­ tos y los términos del debate de fines del siglo XIV y del siglo XV, tanto sobre la filosofía moral com o sobre el tratamiento de cues­ tiones morales concretas, que su falta de influencia en estos deba­ tes parece que ha sido inevitable, mirado de forma retrospectiva.

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Sólo cuando la esterilidad del último pensamiento medieval se hubo llegado a reconocer ampliamente al comienzo del siglo XVI, fue posible que se restablecieran las nuevas formas sistemáticas de investigación filosófica en ese renacimiento del Escolasticismo que va de Vitoria a Suárez, renacimiento que en tan gran medida se inspiró en los materiales proporcionados por Tomás de Aquino y que, sin embargo, hizo un uso tan poco tomista de ellos. Ocurrió, pues, según he sostenido, que la confrontación de la universidad del siglo XIII entre el aristotelismo averroísta y el agustinianismo, tuvo dos resultados distintos y opuestos: el que es propio de Tomás de Aquino, consistente en la corrección construc­ tiva, la reinterpretación y la integración de las tradiciones enfren­ tadas en una nueva síntesis dialéctica que tuvo la capacidad de dirigir la investigación todavía más allá de sí misma, por una parte, y, por otra, el subsiguiente desarrollo tanto del plan de estudios universitario como de las tendencias dominantes en el debate inte­ lectual y moral, desarrollo que, en su mayor parte, excluyó el compromiso con el pensamiento del Aquinate entendido sistemá­ ticamente y no sólo como una serie de tesis sueltas. Pero hubo todavía otra forma en la que se rechazaron las posiciones distinti­ vas de Tomás de Aquino, forma tan preñada de posibilidades futuras como el pluralismo conceptual, teórico y moral de la última filosofía medieval, pero antitética en su modo. Tuvo también orí­ genes dominicos en el pensamiento de otro dominico maestro regente en París al término del siglo XIII, el Maestro Eckhart. Eckhart bien puede haber creído que sólo estaba llevando más lejos ciertas ramas del pensamiento del Aquinate. Cuando se le acusó de herejía en 1325, afirmó que era tomista. Pero es precisa­ mente porque —y en la medida en que— no lo fue, por lo que ha ejercido tal influencia sobre varios pensadores posteriores no-tomistas y anti-tomistas, de la manera más notable en Hegel y en Heidegger. El rechazo de Tomás de Aquino por parte de Heidegger está, desde luego, en el nivel más fundamental. Allí donde el Aquinate considera que la mente se perfecciona ante todo al pasar de la experiencia sensible al juicio verdadero, y que en su uso del «es» que se refiere al ser, muestra su capacidad para encaminarse hacia esa aprehensión de las primeras concepciones y los primeros principios en los que se completa la obra de comprensión del razonamiento discursivo, Heidegger rechaza toda esta postura teó­

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rica como un episodio más en la historia de esa tradición platóni­ co-aristotélica cuya conceptualización del ser, según su parecer, lo excluye de la comprensión de aquello que se escapa a toda concep­ tualización. Tomás de Aquino comprendió muy bien, sin duda, que hay realmente algo que está más allá de los conceptos, más allá del decir; algo hacia lo que, sin embargo, apunta nuestra ordenación analógica de los conceptos en nuestro hablar de Dios como verdad y como bondad; pero que hay también de veras un modo de hablar sobre Dios en el nivel de la filosofía y de la teología —en cuanto contrasta, por ejemplo, con las imágenes proféticas de la Escritu­ ra— que está conceptualmente ordenado por medio de tales predi­ caciones analógicas. Y de este modo Heidegger no interpretó de manera errónea a Tomás de Aquino al rechazarlo. Pero lo que en el pensamiento de Heidegger implicaba ese rechazo era precisa­ mente aquello en lo que Heidegger era más afín a Eckhart, afini­ dad que Heidegger reconoció plena y gustosamente. Las partes pertinentes de los escritos de Eckhart no son sus obras filosóficas, sino sus sermones. (Las obras filosóficas son una mezcla ecléctica de lenguajes y temas en la que tienen un papel fundamental las influencias neoplatónicas). Es en los sermones donde encontramos la anticipación de Eckhart de la tesis de Hei­ degger según la cual no es verdad que usamos el lenguaje al hablar del ser, sino que, en vez de ello, es el ser el que nos habla en el lenguaje, ser que ha de nombrarse —o, más bien, que ha de expre­ sarse— sólo mediante modos de hablar no argumentativos, en los que las categorizaciones, las conceptualizaciones y los géneros de la investigación sistemática, se rechazan como barreras para la apertura al ser. De este modo, el mismo Eckhart lleva el lenguaje hasta un punto en el que se escapa de la conceptualización porque se viola el sentido. Considera, por ejemplo, que la Divinidad es la negación de toda multiplicidad, incluyendo la de la divina Trini­ dad, al tiempo que pretende no negar dicha doctrina. La obedien­ cia a Dios supone, no la conformidad de la voluntad humana con la voluntad divina, sino la pérdida de la voluntad humana por completo; algo que para un tomista supondría, no ese reposo de la voluntad que ha conseguido su bien final, sino su destrucción, y con ella la destrucción del yo íntegro. John D. Caputo ha sostenido que «los sermones de Eckhart no pertenecen al dominio de la teología “objetivista”, de la teología

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como scientia... Pertenecen, en cambio, al orden existencial» {The Mystical Element in Heidegger’s Thought, Nueva York, 1986, p. 125; estoy muy en deuda con la discusión de Caputo). Pero este tipo de defensa de Eckhart sólo podría justificarse proporcionando un tipo de teoría de los géneros del discurso, que liberara lo que Caputo llama el orden existencial de los requisitos, bien de cohe­ rencia con las predicaciones de la scientia, bien de la ordenación analógica respecto de ella; pero hacer esto equivaldría a privar a las declaraciones hechas en ese orden de la posibilidad tanto de la verdad como de la falsedad, no convirtiendo así a Eckhart, al menos en su predicación, en especie alguna de tomista. De manera que este tipo de apología en favor de Eckhart es quizás tan fatal para la propia defensa que hizo Eckhart de su predicación, como lo fue la especie de interpretación literal de sus declaraciones que hicieron sus acusadores del siglo XIV. Pues lo que Eckhart resta­ bleció en su predicación fue un modo de hablar no constreñido por la lógica, por la estructuras de la teoría y de la práctica racionales, ni por la ordenación analógica de sus atribuciones, modo que pensaba que expresa un poder más eminente que los que se mani­ fiestan en la experiencia sensible y en la racionalidad, «un noble poder del alma, que es tan elevado y noble que capta a Dios en su propio ser desnudo» —según lo llama en un lugar— «poder del alma que no toca el espacio ni la carne» (citado por Caputo, pp. 110-111). A la luz que arroja este poder, negó Eckhart que las criaturas tengan ser, sino que son más bien «una pura nada», una de las afirmaciones que el papa Juan XXII condenó con razón en 1329. Lo que en realidad hizo Eckhart fue desintegrar la manera tomista de hablar sobre el ser, a favor de un modo de discurso que pretende fidelidad independientemente de la razón y, si es necesa­ rio, en contra de la razón. Sus sermones representan una radical separación de la predicación no sólo de la filosofía, sino también de la teología racional en la medida en que está informada por la filosofía. Y esta colocación de la predicación liberada de la scientia, tan opuesta no sólo a todo el ideal dominico tal como lo entendie­ ron Alberto Magno y Tomás de A quno, sino también a la tradi­ ción agustiniana, produjo un nuevo fenómeno cultural, una nueva forma de práctica social: la predicación como forma autosuficiente de actividad, en la que la garantía a la que aparentemente se apela

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en la predicación, sea algún texto de la Escritura sea cierta expe­ riencia mística, tiene un papel que está determinado por —y es interno a— una práctica de predicación que no se halla regida por ningún criterio externo. Todo lo que la teología implica pasa a ser nada más que una racionalización de los propósitos del predicador. El desarrollo del predicador popular de este tipo como figura cultural fue tan característico de la Baja Edad Media como lo fue la del filósofo nominalista académico. J. Huizinga en El otoño de la Edad Media (trad. inglesa, Londres, 1924), hace tiempo que ofreció una clásica explicación de las varias formas, disciplinadas e indisciplinadas, de la devotio moderna, y del entusiasmo que proporcionó el clima para tales predicadores. El contraste entre el irracionalismo de este tipo de predicador y el frecuente hiperracionalismo del filósofo académico no debe dejar que se oscurezca el hecho de que estas figuras son contrapartidas culturales, que de­ sempeñan papeles sociales complementarios. ¿Cómo es esto? Un filósofo puede estar en dos tipos muy diferentes de rela­ ción con la sociedad más amplia de la que es parte. En ciertos tipos de situación social puede ser un activo participante en los foros de debate público, y criticar en ocasiones los criterios de racionalidad establecidos y socialmente compartidos, pero apelando incluso en esas ocasiones a los criterios compartidos por un público general­ mente educado, o que, al menos, le son accesibles a dicho público. Y éste puede ser el caso aun cuando el filósofo asuma el papel de crítico radical, como hizo Platón. Pero cuando el profesionalizado filósofo académico hace de la discusión racional de cuestiones de importancia fundamental la prerrogativa de una élite académica con habilidades técnicas certificadas, que usa un vocabulario y escribe en géneros que son inaccesibles a los que están fuera de esa élite, los excluidos son propensos a responder rechazando la racio­ nalidad de los filósofos. En los foros de la vida popular la eficacia retórica en la persuasión y en la manipulación prevalece frente a la argumentación racional. El contenido de las doctrinas propugnadas por aquellos que colocan la eficacia en la persuasión por encima de la racionalidad de la argumentación tiene, desde este punto de vista, menos im­ portancia que su función. Esa función es impedir toda recusación del que lleva a cabo la retórica efectista que pudiera hacerle, o parece hacerle, racionalmente responsable por la apelación a cier­

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tos criterios públicos. Así, es característico que las doctrinas de estas gentes presenten algo que no ha de ser cuestionado, exami­ nado o argumentado acerca de un fetiche o un talismán que los exime de responsabilidad racional. Las modernas doctrinas fundamentalistas evangélicas de la Biblia —precisamente en los modos en que difieren del agustinianismo clásico, sea en su versión cató­ lica o en su versión reformada— proporcionan un ejemplo de tal fetichismo. El misticismo y el pietismo de la Baja Edad Media, con sus fetichistas apelaciones a un tipo particular de experiencia, proporcionan otro. Caputo ha hecho hincapié en la propia defensa de Eckhart de sus declaraciones, al parecer heterodoxas, como lenguaje «enfáti­ co» que pretende causar una impresión sobre sus oyentes; pero es precisamente este aspecto de la defensa de Eckhart el que muestra la eficacia como precicador que es estimado por encima de la racionalidad del discurso. Y este divorcio entre la eficacia retórica y la argumentación racional está profundamente reñido con el ideal dominico del siglo XIII, en especial tal como lo articuló To­ más de Aquino, ideal en el que la homilía tenía que ser el producto final de una educación en filosofía y en teología. Así fue en los propios sermones del Aquinate; así se proyectó que fuera en el discurso de aquellos que la Summ a había educado para el púlpito y el confesionario. De este modo, no fue sólo a causa de su estructura global y de la comprensión de la investigación implícita en esa estructura, por lo que la Summ a Theologiae como un todo fue tan ajena a la corriente principal del desarrollo intelectual. Sus supuestos educativos como manual de instrucción no fueron, por lo común, compartidos ni por la mente académica ni por la po­ pular. Toda cultura se caracteriza en parte por lo que encubre y oscurece a la vista, por lo que sus hábitos mentales le impiden que reconozca y que se apropie. Erramos, pues, al escribir en su mayor parte, y a veces de manera exclusiva, la historia de las ideas, de la ciencia, del arte, de la cultura en general en función de los logros positivos. La cultura se presenta también en el fracaso y, en aspec­ tos cruciales, puede cegar al ilustrado a lo que es necesario que vea. Así ocurrió con el fracaso en comprender la obra de Tomás de Aquino en la Baja Edad Media. Así puede ocurrir acaso con nosotros.

VIII TRADICIÓN CONTRA ENCICLOPEDIA: LA MORALIDAD ILUSTRADA COMO LA SUPERSTICIÓN DE LA MODERNIDAD

Se hizo ineludiblemente claro, cuando al comienzo de estas conferencias se formularon por primera vez los asuntos que divi­ den a los partidarios del modo enciclopédico de investigación moral, de los de la genealogía nietzscheana y la tradición tomista, que sus desacuerdos radicales se extendían —más allá de las cues­ tiones de cómo ha de conducirse la investigación moral y cuáles son sus conclusiones— a la de cómo han de caracterizarse esos mismos desacuerdos. Pues se hizo también claro de inmediato que, en una parte fundamental, de lo que se trata es de si —y en caso afirmativo, en qué medida— deben o pueden concordar los tres puntos de vista antagónicos sobre las pautas y los criterios por los cuales han de valorarse sus respectivas pretensiones. Fue un su­ puesto central de los principales colaboradores de la Novena Edi­ ción, y que a veces se hizo explícito, que sobre las cuestiones de pautas, criterios y método, todas las personas racionales pueden resolver sus desacuerdos. Y es una aseveración igualmente central de los herederos de la genealogía nietzcheana que esto no es así. No obstante, puede preguntarse: ¿por qué continuar tratando en este momento del tiempo el punto de vista de la Novena Edición como un serio contendiente en el debate? Después de todo, como he hecho notar al comienzo, nadie comparte ahora el punto de

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vista de la Novena Edición, de modo que puede parecer absurdo otorgarle la clase de atención crítica que indica que todavía mere­ cen considerarse seriamente sus pretensiones de que le otorguemos adhesión intelectual y moral. Pero hay tres buenas razones para negar que esto sea realmente absurdo. La primera es que aquellos que, en la primera parte de este siglo, abandonaron las creencias, actitudes y presupuestos caracte­ rísticos de la Novena Edición dejaron tras de sí gran cantidad de empresas inacabadas. Precisamente porque no podían ver las di­ mensiones y el alcance de lo que estaban haciendo en la perspecti­ va en que ahora podemos verlo —en su mayor parte, vieron una serie de rechazos, revisiones e innovaciones intelectuales y morales realizados sin sistema fijo, allí donde nosotros podemos reconocer una ruptura general con una Weltanschauung moral—, su obra de crítica fue parcial e incompleta. En segundo lugar, aun ahora las instituciones organizadas del plan de estudios académicos y los modos como se conducen, tanto la investigación como la enseñanza en estas instituciones y a través de ellas, se estructuran, en buena medida, como si todavía creyéra­ mos realmente en mucho de lo que los principales colaboradores de la Novena Edición creían. Así, a menudo nos comportamos todavía como si hubiera cierta coherencia global y cierto acuerdo subyacente sobre el proyecto académico, precisamente de la misma clase en la que creyeron dichos colaboradores. Los fantasmas de la Novena Edición rondan la academia contemporánea. Es nece­ sario que sean exorcizados. En tercer lugar, y más particularmente, la práctica académica general está informada todavía por una creencia enciclopédica clave, aun cuando en una versión modificada y debilitada. Me refiero a la creencia de que todo punto de vista racionalmente defendible puede encajarse en cualqueir otro, la creencia de que, piénsese lo que se quiera sobre la inconmensurabilidad en la teoría, en la práctica académica puede hacerse caso omiso de ella sin peligro. Así, en la construcción y en la realización del plan de estudios en las llamadas sociedades avanzadas, se da por sentado la universal traducibilidad de los textos de cada una de las culturas en el lenguaje del maestro y del estudiante. Y así la universalidad de una capacidad es hacer que lo que estaba estructurado a la luz de los cánones de una cultura sea inteligible a aquellos que viven

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en alguna otra cultura del todo ajena, con la sola condición de que esta última sea la nuestra propia, y otra muy semejante a ella. Hay, sin duda, algunos filósofos contemporáneos que están dispuestos a defender esta creencia sobre la base de los argumentos que se derivan de la obra de Donald Davidson. Hay argumentos importantes que merecen ser considerados con gran seriedad in­ cluso, o quizás sobre todo, por quienes, como yo, rechazan sus conclusiones (he expuesto mis razones para hacer esto en Whose Justice? Which Rationality? Notre Dame, 1988, capítulo XIX; y parte de mi razonamiento de la conferencia V suponía, por cierto, este rechazo). Pero las creencias dominantes en nuestra cultura académica contemporánea sobre la traducibilidad de lenguajes aje­ nos y la inteligibilidad de culturas ajenas no son el resultado de la influencia de los argumentos de Davidson ni de ningunos otros argumentos. Son más bien un residuo, una serie heredada de presuposiciones que son tanto más poderosas cuanto rara vez explicadas, un legado de las sucesivas ilustraciones de los si­ glos XV ll l y XIX y no menos de la cultura de la Novena Edición. Sin embargo, ciertamente, aunque la práctica académica con­ temporánea preserva esta continuidad con sus predecesores, se caracteriza también por una diferencia crucial. Pues, mientras que un dogma de las culturas de la ilustración fue que todo punto de vista, sea cual sea su origen, puede llevarse al debate racional con cualquiera otro, este dogma tuvo como su contrapartida la creen­ cia de que tal debate racional siempre podría tener, si se lleva a cabo de forma adecuada, un resultado concluyente. El objeto y el propósito del debate racional fue establecer verdades y sólo resul­ taron aceptables aquellos métodos que conducían a la refutación concluyente del error y a la vindicación de la verdad. El contraste con la práctica académica contemporánea no podría ser más agu­ do. Pues, con raras excepciones, los resultados del debate racional sobre temas fundamentales son sistemáticamente inconcluyentes, como he observado antes al discutir la filosofía reciente. Los crite­ rios de racionalidad aceptados, en la medida en que son general­ mente compartidos, sólo proporcionan a la práctica académica contemporánea una racionalidad débilmente concebida, racionali­ dad compatible con la coexistencia de puntos de vista ampliamente divergentes, incapaz cada uno de ellos de proporcionar, al menos

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a tenor de esos criterios generalmente aceptados, refutaciones concluyentes a sus rivales. Podemos, pues, contrastar las varias concepciones fuertes ae la racionalidad propias de las ilustraciones con esta concepción contemporánea débil. La razón de esta concepción débil es clara y está claramente ligada a eso que hizo que el punto de vista de la Novena Edición y de sus ilustraciones predecesoras resultara ina­ ceptable a las últimas generaciones académicas. Lo que se reque­ riría, según esta concepción contemporánea, para una terminación concluyente del debate racional sería apelar a un criterio o un conjunto de criterios tal que ninguna persona suficientemente ra­ cional pudiera dejar de reconocer su autoridad. Pero semejante criterio o criterios, puesto que habrían de proporcionar pautas para la aceptabilidad racional o no de cualquier esquema teórico o conceptual, tendrían a su vez que poderse formular y defender con independencia de cualquier esquema. Pero —y en este punto es donde la práctica académica contemporánea rompe de forma ra­ dical con sus predecesores ilustrados— no puede haber semejante criterio; todo criterio suficiente para cumplir tales funciones esta­ rá, por su parte, encajado en cierto conjunto de estructuras teóri­ cas y conceptuales, apoyado por dicho conjunto y articulado en función de él. De este modo, en lo que se refiere a las estructuras teóricas y conceptuales de gran escala, cada perspectiva teórica rival proporciona desde dentro de sí misma y en sus propios términos los criterios por los que —según pretenden sus partida­ rios—, habría de ser evaluada; la rivalidad entre tales perspectivas opuestas incluye la rivalidad sobre los criterios. No hay un funda­ mento teóricamente neutral, preteórico, del que pueda provenir la decisión sobre las pretensiones en competencia. Resulta en extremo fácil concluir además que, por lo tanto, cuando un punto de vista teórico y conceptual de gran escala se halla reñido con otro de forma sistemática, no puede haber un modo racional de resolver las diferencias entre ellos. Y los herede­ ros genealógicos de N ietzsche concluyeron esto por esta razón así como por otras. Pero el tomista sólo tiene que recordar que habría sido perfectamente plausible en el siglo XIII haber concluido que, puesto que el agustinianismo y el aristotelismo de los comentado­ res islámicos estaban sistemáticamente reñidos justo de ese modo, y que cada uno de ellos tenía en su interior sus propios criterios

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de evaluación racional, no podría encontrarse un modo racional de resolver las diferencias entre ellos. Y, puesto que Tomás de Aquino mostró de manera decisiva que esta conclusión es falsa, los que pueden aprender de él tienen todas las razones para resistir esta conclusión en el caso presente. ¿Cómo, pues, debe proceder un tomista? Cada una de las cuestiones y de los problemas que Tomás de Aquino planteó sobre el agustinianismo a los agustinianos y sobre el aristotelismo a los aristotélicos, se halla formulado al comienzo en términos internos al sistema de pensamiento de investigación que se ha puesto en cuestión. La estrategia del Aquinate, si la he entendido de manera correcta, fue poner a los agustinianos en condiciones de entender cómo, por sus propios criterios, se enfren­ taban con problemas para cuyo tratamiento adecuado carecían de los recursos necesarios, mientras permanecieran dentro de los con­ fines de su propio sistema; y, de modo paralelo, proporcionar la misma clase de comprensión a los aristotélicos averroístas. De esta manera necesitamos también proceder planteando cuestiones críti­ cas para los enciclopedistas y los genealogistas, no en nuestros términos, sino en los suyos. Precisamente para el genealogista plantea un problema de esta índole, como señalaré en la novena conferencia, su concepción de la identidad personal. Y en el len­ guaje del enciclopedista ninguna expresión invita a tales cuestiones de un modo más obvio y más insistente que la de «moralidad» misma. El debate moral contemporáneo resulta notoriamente no con­ cluyente en sus resultados, quizás en parte a causa del grado en que hace uso de los conceptos de los enciclopedistas y en la que, sin embargo, ha abstraído esos conceptos de la estructura dentro de la cual y en función de la cual los entendieron los moralistas de las ilustraciones de los siglos x v m y XIX. ¿Qué entendieron, pues, realmente aquellos moralistas por «moralidad»? Ninguna convicción, como he defendido en la primera de estas conferencias, es más central al espíritu enciclopedista que la de que «moralidad» designa un asunto distinto, que ha de estudiarse y comprenderse en sus propios términos además de en sus relaciones con otras áreas de la experiencia humana, tales como el derecho y la religión. Esta convicción había informado ya a la primera gran enciclopedia moderna, L ’Encyclopédie de Diderot y D ’Alembert,

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más de un siglo antes de que ejerciera su influencia sobre la Novena Edición de la Encyclopaedia Britannica. Y en la primera empresa, al igual que en la última, dicha convicción guió el plan global de la enciclopedia, como también la redacción de los artícu­ los individuales. Así, mientras que en el «Discours Preliminaire» de D ’Alembert hay pocas referencias y sólo incidentales a la mo­ ralidad, el artículo «Encyclopédie» de Diderot en el volumen IV, resumió el propósito de los editores en «inspirar el gusto por la ciencia, el horror de la falsedad y el vicio, y el amor a la virtud; porque todo lo que no tiende en último término a la felicidad y a la virtud no es nada». Se pensaba que estos dos propósitos armonizaban. El cultivo de la virtud no sólo produce la felicidad individual —al menos por lo general y a la larga— sino que envuelve al orden social. En esto Louis, caballero de Jaucourt, autor de los artículos sobre «Morale» y «Moralité» en el volumen X, coincidía con Diderot. De Jaucourt fue un médico famoso internacionalmente, educado en Ginebra y Cambridge antes de estudiar medicina en Leiden con Boerhaave, autor de una vida de Leibniz que sirvió de prólogo a una edición de la Teodicea, además de tratados médicos. Reclutado originaria­ mente para colaborar con artículos médicos en la Encyclopédie, De Jaucourt representa las creencias compartidas de los partidarios cultos de la Ilustración, más bien que el teórico de sus más desta­ cados líderes. En los artículos «Moralité» y «Morale» hay cuatro tesis que son dignas de consideración particular. Una acción buena o justa es aquella que «se conforma a una ley que impone una obligación». La moralidad es, pues, en primer lugar una cuestión de normas, y ser una persona buena o justa, tener un carácter virtuoso, es estar dispuesto a hacer lo que requieran las normas. En segundo lugar, sobre el contenido de lo que requiere la mora­ lidad, están de acuerdo los seres humanos corrientes en todos los tiempos y lugares, y comparten «ideas generales de ciertos deberes sin los cuales la sociedad no podría mantenerse». Las dificultades y los desacuerdos surgen no sobre estas ideas generales, sino sólo sobre su aplicación en circunstancias particulares. En tercer lugar, en todas las contribuciones de De Jaucourt, se trata a la moralidad como un fenómeno distinto, pero su indepen­ dencia se hace explícita en el énfasis que hace este autor en su independencia respecto de la fe religiosa. La moralidad no sólo es

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independiente de la fe, sino que la fe, cuando en el mejor de los casos, en los evangelios se defiende la verdadera moralidad, no añade nada a la moralidad. Además, las verdades de la moralidad son más ciertas que las de la fe. Y, finalmente, las personas senci­ llas no necesitan que el teórico moral les diga cuáles son los requerimientos de la moralidad, excepto en la medida en que ciertos intereses religiosos o políticos hayan ofuscado y deformado la verdadera moralidad, a veces con la ayuda de una falsa teoría moral, lo que ha ocurrido con bastante frecuencia. La consecuen­ cia es que la función central de la teoría moral ilustrada es comba­ tir la influencia de la mala teoría moral. Es notable hasta qué punto se hallan de acuerdo con De Jaucourt otros pensadores de la Ilustración del siglo xvm . Tam­ bién Kant en Alemania y en Escocia no sólo Reid y Stewart, sino también antes Hume, sobre la base de una teoría muy diferente, pensaron que las «personas sencillas» saben perfectamente qué requieren de ellas sus deberes y obligaciones. En Inglaterra Butler y Price, estando entre sí en desacuerdo, convinieron en ello. La «persona sencilla», así entendida, aprehende lo que la moralidad requiere de una manera que es compatible con aquellas aprehen­ siones que se han obtenido en el curso de su desarrollo psicológico. Pero lo que se aprehende de esta manera es independiente de las circunstancias sociales, es una serie de premisas antes que una conclusión, y no requiere, por ejemplo, para ser entendido de modo adecuado, el tipo de educación moral o de autoeducación moral que es tan crucial en las teorías de Platón, Aristóteles y Tomás de Aquino. Para ellos, ciertamente, todo agente moral, por «sencilla» que sea la persona, es un teórico incipiente cuando menos, y el conocimiento práctico de la «persona buena y madura» tiene un componente teórico crucial; es por esta razón por la que tanto Aristóteles como Tomás de Aquino, coinciden en que estu­ diamos la ética filosófica, no sólo por motivos teóricos, sino para llegar a ser buenos. Por contraste, para los pensadores de la Ilustración, por lo común, el único papel que se deja libre a la teoría es la justificación y la clarificación de los juicios morales de las personas sencillas no «inficionadas» filosóficamente, a fin de protegerlas contra la falsa teoría. Para Reid, el único teórico falso más peligroso era Hume. Pero muchos pensadores de la Ilustración otorgaron ese puesto a

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la tradición que proviene de Aristóteles. Así Kant condenó de forma explícita doctrinas aristotélicas centrales. Y para De Jaucourt la teoría escolástica era un mélange sacado de varias fuentes, «sin regla ni principio». Cuando tales escritores del siglo XVIII proclamaban la univer­ salidad del acuerdo moral sobre los fundamentos, no ignoraron algunas de las diferencias cruciales que existen entre las culturas de la Europa moderna y las de otros tiempos y lugares. A veces, en verdad, como ocurre con Diderot, percibieron —o de manera medio irónica afirmaron que percibían—, en las culturas no influi­ das por la civilización occidental, la moralidad tal como es real­ mente, no contaminada por la superstición ni por la filosofía. A veces, como es el caso de Dugald Stewart, vieron diferencias cul­ turales en la moralidad que provenían de la aplicación de una y la misma serie de normas morales a circunstancias muy diferentes, tal como había hecho De Jaucourt. Pero, para la mayoría de los teóricos de la Ilustración, al menos por lo que se refiere a los fundamentos morales, la moralidad no tiene historia, precisamente porque obtiene el mismo acuerdo sobre las mismas normas y las mismas concepciones del deber y la obligación en todas las socie­ dades. La moralidad es incapaz de desarrollo. Para los editores y los escritores de la Novena Edición éste es el punto en el que aparece de la forma más sistemática su rechazo parcial de la Ilustración del siglo xvm . La biología y la antropolo­ gía se habían conjugado para suministrarles una estructura de desarrollo en la que organizar lo que tanto la historia como la antropología, habían descubierto sobre las culturas ajenas. Desde la perspectiva así proporcionada, el carácter distintivo de la mora­ lidad aparecía, no como un fenómeno atemporal, sino como un fenómeno emergente. Se consideró que el progreso moral se había producido a través de un proceso en el curso del cual, las normas morales se liberaron de varias confusiones irracionales y supersti­ ciosas que las mezclaban tanto con normas referidas a la contami­ nación y al contagio, como con normas que prescriben observan­ cias rituales; este progreso moral se encaminaba precisamente hacia la aprehensión de las verdades morales tal como las había concebido el siglo xvm , pero que sólo la mente civilizada, más bien que la primitiva o la salvaje, había mostrado con plena cla­ ridad.

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Por otra parte, como se esperaría de tal progreso, el desarrollo había sido desigual y el acuerdo moral, aun entre los civilizados, no fue tan absolutamente pleno, aun sobre los fundamentos, como había supuesto el altamente optimista siglo x v m . La teoría moral no tiene, por ello, tan sólo la tarea de registrar y proteger los juicios de la« «personas sencillas». AJ volver la vista a sus predece­ sores del siglo x v m , los enciclopedistas de fines del siglo XIX pu­ dieron observar cierta importante medida de desacuerdo entre los protectores e intérpretes de la moralidad de las «personas senci­ llas», con respecto a lo que las personas sencillas de veras creían y afirmaban, aun estando libres de los peligros de la superstición y de la mala filosofía. Y las mismas «personas sencillas», protegidas o desprotegidas, seguían estando en desacuerdo. AJ filósofo moral le incumbe, por tanto, una tarea constructiva: la de organizar y armonizar las creencias morales de las «personas sencillas», con el propósito de lograr de la mejor manera el asentimiento racional del mayor número posible de tales personas, con independencia de que tengan puntos de vista opuestos sobre otros asuntos. El propósito del filósofo moral, pues, es o debe ser el de articular un consenso racional más allá de las creencias y los juicios preteóricos de las personas sencillas. Pero no todas estas creencias y estos juicios han de tenerse en cuenta de igual modo. Depende en parte del lugar en el que han de colocarse en el esquema de desarrollo. Así Henry Sidgwick, cuyo libro Outlines o f the History o f Ethics (Londres, 1886) se desarrolló —para el beneficio, en primer término, de los estudiantes de teología de la Iglesia de Escocia— más allá del artículo sobre «Ética», con el que contribuyó a la Novena Edición, hubo de escribir que «la moralidad civilizada corriente de esta época» es «una etapa de un largo proceso de desarrollo» en el que «no encontramos meramente cambio..., ve­ mos progeso» (Lectures on the Ethics o f T. H. Green, H. Spencer and J. Martineau, Londres, 1902, pp. 351-352). El consenso racio­ nal ha de construirse sólo más allá de las creencias y los juicios de lo civilizado. Sidgwick entendió sus propios hallazgos sobre la moralidad como el resultado de una larga historia de investigación en la que, al igual que en la moralidad misma, ha habido progreso. No sólo la moralidad se había convertido en un fenómeno distinto y se había percibido como tal, sino que la filosofía moral se había

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hecho, a su vez, de modo semejante, independiente de vínculos externos cuando, tras la Reforma, «personas reflexivas» fueron «llevadas a buscar un método ético que —fiándose sólo de la razón común y de la experiencia moral común de la humanidad—pudiera pretender una aceptación universal por parte de todas las sectas» (Outlines, p. 157). Sidgwick era dichoso en llamar «ciencia ética» a su propia versión de ese método, aspirando a manifestar al seguirlo «la misma curiosidad desinteresada que prestamos principalmente a los grandes descubrimientos de la física» (The Methods o f Ethics, prólogo a la primera edición). La semejanza de los propósitos de Sidgwick con los de Adam Gifford es inconfundible. ¿Qué reveló, entonces, según Sidgwick, dicho método? Reveló, ante todo, el «deber» moral característico, el «deber» de la obligación, no reducible a conceptos no morales ni para­ fraseare en función de dichos conceptos, pues es una «noción elemental» («The Establishment of Ethical First Principies», M ind IV, n.° 13 [1879], p. 107), y, de esta manera, también desde el comienzo lo característico de la moralidad. Así, pues, el progeso de la filosofía moral y el de la moralidad misma coinciden. Ade­ más, puede haber consenso racional en amplias áreas: aquellas en las que el civilizado está de acuerdo respecto de lo que constituye la justicia, la prudencia y la benevolencia, sobre la base de princi­ pios que ninguna persona racional puede negar, principios que hacen explícitos los requerimientos del «deber» moral. Lo que no se proporciona es razón alguna, sea la que sea, para otorgar a este «deber» característico un lugar central en nuestras vidas prácticas. Que debe concedérsele semejante lugar es algo que Sidgwick, como la inmensa mayoría de sus contemporáneos ilustrados, dio por sentado. Lo presupusieron como un hecho de fondo de su existencia social. Pero las proposiciones en (y a través de) las cuales se presentó este hecho de fondo, se representaron como las tesis de toda mente suficientemente racional y reflexiva, contras­ tando así estas proposiciones con las prácticas y creencias del supuesto primitivo y del pretendido salvaje, tal como los caracte­ rizó Frazer en el artículo sobre «Tabú» en la Novena Edición. La Séptima Edición y la Octava habían tratado el tabú en dos frases; los editores de la Novena concedieron tres páginas y media al primer tratamiento ampliado del tema que nunca se publicó. Y fue central para el punto de vista de los enciclopedistas, y en especial

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para el de los colaboradores de la Novena Edición, la pretensión de que las concepciones de los deberes y las obligaciones propues­ tas a fines del siglo XIX son superiores, tanto moral como racional­ mente, a las concepciones del tabú que impregnan las ajenas cul­ turas «primitivas» y «salvajes». Franz Steiner observó que, aunque Frazer había comenzado por definir el «tabú» como «un sistema de prohibiciones religio­ sas», la noción de sistemas desaparece inmediatamente de la vista (Taboo, Londres, 1956), y, con ella, toda posible comprensión del lugar de las normas tabú en algún sistema global de preceptos, prohibiciones y prácticas. En verdad, las diversas costumbres que Frazer observó bajo la rúbrica «tabú», en su mayor parte, se abstraen y se estudian aisladamente de los sistemas de pensamiento y de práctica en las que estuvieron o están insertas. Margaret Mead hubo de quejarse más tarde, con cierta justicia, de que los antro­ pólogos —y Frazer fue en alto grado responsable de ello— habían permitido que lo que ella llamó las «especiales maneras poline­ sias», distorsionaran sus interpretaciones (Encyclopaedia o f the Social Sciencies, Nueva York, 1937). Pero, aun en los casos poline­ sios de los que Frazer partió, no situó suficientemente las normas tabú en el contexto social. De este modo, la categoría de «tabú» tal como Frazer la utilizó, resulta en alto grado impuesta por el autor a su objeto de estudio. Y merece la pena investigar si el tipo de irracionalidad que Frazer percibió en las prácticas tabú, no proce­ de de hecho del modo como abstrajo el concepto de tabú y sus aplicaciones de los contextos a los que estuvieron y están insepa­ rablemente unidos en la vida social real. Que William Robertson Smith, sucesor de Baynes como editor de la Novena Edición y colaborador en ella con los artículos «Ángel», «Biblia» y «Lengua y Literatura hebreas», no investigara esto apenas resulta sorprendente, pues utilizó más o menos el mismo concepto de tabú que utilizó Frazer —explicado detenida­ mente en un apéndice a su Religión o f the Semites (Edimburgo, 1894)—, para distinguir entre supervivencias primitivas (concepto tomado de Tylor, otro colaborador de la Novena Edición) de la mentalidad tabú —«la forma íntima de la superstición» en la Biblia hebrea— y esos otros elementos de la Biblia hebrea que fueron los precursores de lo que consideraba que eran las actitudes teológicas y morales ilustradas y civilizadas. Así, Robertson Smith entendió

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que la imposición de tabúes, referidos, por ejemplo, a la impureza y a la contaminación, es la respuesta del «salvaje» a «las fuentes de un peligro misterioso», y —prosigue— «cuando las normas de impureza se hacen descansar en la voluntad de los dioses, aparecen a la vez como arbitrarias y carentes de sentido». Dos aspectos de la amplia discusión de Robertson Smith sobre el tabú se destacan. Uno es su insistencia general, no sólo en tratar a los escritores de la Biblia hebrea como cualquier otra fuente de evidencia, sino también en categorizar y conceptualizar el material de estos escritores en función de lo que consideraba que era la modernidad ilustrada, más bien que en sus propios términos, de modo que se juzga a la Biblia según los criterios de esa modernidad de una manera tal, que le impide efectivamente poner en tela de juicio dicha modernidad. El otro aspecto es su ceguera para con las totalidades de las que forman parte las normas tabú, los rituales prescritos, las relaciones sociales entrañadas en esos rituales y los peligros físicos y metafísicos a cuyas amenazas responden tales normas. De hecho, fue a causa de esta ceguera por lo que parecía arbitraria la conexión entre lo divino y las normas sobre la impu­ reza. Pues Robertson Smith no parece haber entendido que esas normas, según las creencias de los escritores hebreos, no podían proteger frente al peligro físico y metafísico sino en la medida en que definían y prescribían el modo de relación con el Dios Único, ni parece haber dado el peso debido al hecho de que, todas las relaciones sistemáticas de lo humano con lo humano o de lo huma­ no con lo divino, se hacen y no pueden sino hacerse rituales y rutinarias por medio de materiales contingentes, cuyo uso es siem­ pre arbitrariamente relativo a la naturaleza de esos mismos mate­ riales. De este modo, al colocar las normas de impureza ritual en una categoría, y las que pertenecen a la auténtica santidad y a la evidencia moral en otra, Robertson Smith reflejó sus propias acti­ tudes morales de fines del siglo XIX, algo proyectado en el objeto de estudio de sus investigaciones y no sacado de él. Una consecuencia ulterior de esto, compartida por Robertson Smith y sus contemporáneos, fue la insuficiente captación de la relación del aspecto negativo de las normas tabú con su aspecto positivo, de lo que se prohíbe con lo que se permite. Esta insufi­ ciencia es característica de ías representaciones europeas y nortea­ mericanas de las culturas ajenas, en particular de aquellas que

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Robertson Smith habría clasificado como «primitivas» o «salva­ jes». Rodney Needham ha defendido de forma convincente («Re­ marles on the Analysis of Kinship and Marriage» en Rem arks and Inventions, Londres, 1974, pp. 61-68), que la asimilación de un gran número de lo que de hecho son normas muy diferentes, en lo que entonces se consideró que es «el tabú incesto» —como si fuera un único fenómeno universal o casi universal, invariante en su mayor parte entre las culturas—, procedió también, al menos par­ cialmente, de una atención demasiado exclusiva a las prescripcio­ nes negativas, separadas de forma distorsionada de lo que, como contrapartida de ellas, estaba permitido. Y así, una vez más, este enfoque de las normas tabú como prohibiciones negativas, debe recordarnos la tesis de Franz Steiner de que en esa categorización y conceptualización de las culturas ajenas como diferentes unas de otras, como la del antiguo Israel y la de la Polinesia de los si­ glos XV ll l y XIX, de las que se ocuparon los colaboradores de la Novena Edición, la observación y la explicación se estructuraron en función de las creencias morales de quienes observaban y ex­ plicaban. Es iluminador comparar la actitud de los colaboradores de la Novena Edición hacia las teorías y prácticas de aquellos que carac­ terizaron como salvajes y primitivos con la muy diferente concep­ ción de la superioridad racional implícita, y a veces explícita, en la tradición aristotélico-tomista. Así como se considera que un esta­ dio posterior dentro de esa tradición es superior a un estado anterior sólo si (y en la medida en que) es capaz de trascender las limitaciones y los fracasos de ese estadio anterior —limitaciones y fracasos según los criterios de racionalidad de ese mismo estadio anterior—, así también se considera que la superioridad racional de esa tradición respecto de tradiciones rivales reside en su capacidad, no sólo para identificar y caracterizar las limitaciones y fracasos de esa tradición rival en cuanto es juzgada por los propios criterios de esa tradición rival, limitaciones y fracasos que esa misma tradi­ ción rival no tiene recursos para explicar o entender, sino también para explicar y comprender esas limitaciones y esos fracasos de algún modo aceptablemente preciso. Además, tiene que ocurrir que a la tradición rival le falte la capacidad de identificar, caracte­ rizar y explicar de modo parejo las limitaciones y los fracasos de la tradición aristotélico-tomista.

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Dos rasgos de esta concepción de la superioridad racional la distinguen de manera destacada de la que mostraron de forma característica los colaboradores de la Novena Edición. En primer lugar, tiene aplicación sólo si —y cuando— dos cuerpos rivales de teoría y de práctica se han caracterizado y categorizado en sus propios términos respectivos y se han establecido las limitaciones y los fracasos respectivos a la luz proporcionada por sus propios criterios de racionalidad. A diferencia de ello, Robertson Smith, Frazer y Tylor, y por implicación Sidgwick, afirman la superiori­ dad racional de su postura enciclopedista, su lugar más avanzado en «el largo proceso de desarrollo» de Sidgwick, frente a la postura del «primitivo» y del «salvaje», invocando sus propios criterios y no los criterios del «primitivo» y del «salvaje» y estableciendo los fracasos y limitaciones de estas posturas en sus propios términos enciclopedistas y no en los propios de ellas. En segundo lugar, en la concepción que atribuyo a la tradición aristotélico-tomista, no puede justificarse ninguna pretensión de superioridad racional a no ser sobre la base de un rechazo justifi­ cable racionalmente de la afirmación más fuerte que pueda extraer­ se del punto de vista opuesto, que sea capaz de proporcionar una explicación y una aclaración, al menos tan adecuadas como ese mismo punto de vista pueda proporcionar, o acaso más, de los fracasos y las limitaciones del propio punto de vista de uno. Pues una concepción que ha de salir de su encuentro con otra, justifica­ da en su pretensión de superioridad, tiene primero que hacerse vulnerable en el máximo grado a los más fuertes argumentos que esa otra concepción rival pueda dirigir contra ella. Por esta razón es por lo que Tomás de Aquino, al tratar cualquier tema particular, comienza sistemáticamente explicando los argumentos más fuertes que desde un punto de vista rival se han propuesto hasta ese momento contra sus propias posiciones. A diferencia de ello, a los colaboradores de la Novena Edición nunca se les ocurrió siquiera entrar imaginativamente en el punto de vista de aquellos pueblos supuestamente primitivos y salvajes que estaban estudiando, por no decir nada sobre investigar cómo se les podría entender a ellos mismos y a su teoría y práctica moral y religiosa, desde el punto de vista de aquellas culturas ajenas. Así sus mentes estuvieron cerradas a la posibilidad de que, por ejem­ plo, una visión polinesia de los europeos pudiera ser racionalmente

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superior a una visión europea de los europeos. En este aspecto, sin duda, los colaboradores de la Novena Edición no fueron diferentes de aquellos exploradores, comerciantes y misioneros que habían encontrado por primera vez el lenguaje y la práctica de normas tabú. El capitán James Cook hizo la primera referencia europea a la palabra en sus varias versiones tonga, tahitiana y hawaiana en el diario de su tercer viaje a través del Pacífico en 1778-1779, aunque en su primer viaje ya había observado las prácticas que suponían su uso. De la palabra dejó escrito que es «de significado misterio­ so» y así, en verdad, tuvo que haber sido para alguien incapaz de situar sus usos dentro de las estructuras globales de las creencias y las costumbres polinesias. Debemos nuestra comprensión de ella a la obra de los sucesivos estudiosos del tabú, sobre todo en Hawai, que culminan en las recientes y extraordinarias obras de Marshall Sahlins (Islands ofHistory, Chicago, 1985) y Valerio Valeri (Kingship and Sacrijice, Chicago, 1985). Pero, como observa Valeri en su discusión inicial de las fuentes hawaianas, aun nuestra mejor infor­ mación procede de un período en el que el sistema de prácticas rituales en Hawai ya se había modificado y debilitado (pp. XVIIXVIII) y se aproximaba a su abolición en 1819. Y muy bien puede ser, como he conjeturado en otra parte, que, como el sistema se había debilitado y modificado, quienes vivían en él hubieran encon­ trado cada vez más difícil hacerse inteligible a sí mismos, por no decir a otros, la noción de lo que llamamos tabú (After Virtue, segunda edición, Notre Dame, 1984, pp. 111-112). Pero mi interés actual no es si esto fue así o no, aunque es ciertamente verdadero que la palabra hawaiana para tabú, «kapu», experimentó cambios graduales pero cruciales en el significado y en el uso hasta que alcanzó su nadir en su uso hawaiano cotidiano como significando sólo «fuera de los límites», más o menos como significa o signifi­ caba «tabú» entre las personas ordinarias inglesas de clase alta. Más bien quiero investigar lo que un observador nativo ha­ waiano del siglo XIX, educado en las creencias morales y teológicas de su propia cultura y observador como participante justo en esas décadas de la historia de dicha cultura que proporcionaron el material sobre el que los observadores europeos contemporáneos y posteriores —incluyendo a los colaboradores de la Novena Edi­ ción—, se basaron para formular sus creencias sobre tabú, quiero

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investigar —digo—, lo que semejante observador habría llegado a pensar de las creencias morales de esos mismos europeos. ¿Qué luz puede arrojar sobre la Europa de fines del siglo XIX un punto de vista hawaiano tradicional? ¿Qué pasa si convertimos, por así de­ cir, en antropólogos a nuestros hawaianos y miramos desde el punto de vista de su más temprana civilización la ajena cultura haloe del medio ambiente de la enciclopedia decimonónica? Para responder a estas cuestiones hemos de empezar resumiendo la experiencia social y cultural a través de la cual habría sido educado tal hawaiano. El todo dentro del cual encontraron su función como partes las normas tabú de la antigua cultura hawaiana tradicional, tal como la ha reconstruido Valeri, fue un actuar y un volver a actuar rituales a través de los cuales, en sitios y tiempos sagrados y como resultado del sacrificio, en especial del sacrificio humano, los dio­ ses quedaban restablecidos en sus acciones, transacciones y rela­ ciones con los seres humanos, de manera que se representaba y se volvía a presentar la concepción específicamente hawaiana de la humanidad y se mostraba en su complejidad cíclica el orden huma­ no jerárquico de dignidad real, parentesco y relaciones con la tierra. Lo que dentro de este sistema es kapu, se señala como estando en cierta relación especial con lo que es divino o con lo que se halla estrechamente relacionado con lo divino. Precisamen­ te porque los superiores jerárquicos son más cercanos a la divini­ dad, kapu los señala a sus inferiores, de modo que por ser kapu se atiende a lo que resulta peligroso al relacionarse con ellos y se evita ese peligro. Hacer a algo kapu es atar; liberarlo de ser kapu es desatar. Por supuesto, todo esto es demasiado general: es en con­ textos muy específicos, en los que con frecuencia se hallan enjuego la muerte y la vida, donde tienen su fuerza las normas kapu. La sumisión a las normas y la imposición de los castigos por su violación, sustenta toda una estructura. No ha de pensarse, en términos hawaianos, que las normas sirven a ciertos intereses de­ finibles con independencia de este o de aquel individuo o grupo que desempeña este o aquel papel social; pues lo que es bueno para quién, cuándo, dónde y cómo, sólo recibe su definición en la estructura que sustenta la sumisión a las normas. Y a través de ella. Lo que es el interés de alguien —y el concepto de «interés» habría de remplazarse por los términos hawaianos apropiados—, es decir,

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lo que producirá los bienes posibles para alguien de su función y posición, se deriva de lo que son las normas, no a la inversa. Y lo que las normas son, se define por el papel que desempeñan en la representación total. En la siguiente etapa de la sociedad hawaiana, la de los cua­ renta años después de que los hawaianos descubrieran por primera vez a los europeos, tres desarrollos íntimamente relacionados transformaron el uso y el significado de las normas kapu. En primer lugar, tales normas se fueron separando gradualmente de su antigua y original función dentro de la representación total que había sido la cultura hawaiana. Y al quedar así separadas, el uso de las normas kapu y de similares prohibiciones tabú, empezó a tomar la apariencia de un fenómeno distinto, al cual se podía tener acceso como objeto de estudio independiente. Además, en la me­ dida en que tiene lugar semejante separación, el concepto de kapu tiene que hacerse cada vez menos inteligible por referencia a un esquema más amplio, pues cada vez menos tiene el carácter de parte de un todo. Así, su uso se hace cada vez menos susceptible de explicación, a no ser como un hecho de fondo de la existencia social. «Kapu» comienza a aparecer como una noción elemental, que no puede reducirse a otros términos ni parafrasearse en ellos. Además, Sahlins ha descrito cómo los jerarcas «comenzaron a usar tabúes para la regulación del mercado europeo, extensión de los propósitos rituales a los prácticos» no sin precedente en la historia hawaiana (p. 142; Islands o f History y Historical Metaphors and M ythical Realities, Ann Arbor, 1981), pero en este caso radi­ calmente perjudicial en sus efectos. Pues la invocación de kapu se usó ahora para servir a los intereses seccionales de la aristocracia en la adquisición y el consumo de nuevas clases de bienes, a expensas de los intereses de los plebeyos. Allí donde «kapu» se había usado antes como un signo de lo que estaba atado por razón de su relación con algún bien, se invocó ahora en contextos propios de una clase económica emergente. Así, cabría plantear un tipo de problema sobre la relación de las normas kapu con los intereses, para el que no había espacio conceptual alguno dentro del antiguo esquema hawaiano de creencias y de prácticas. Un tercer desarrollo subsiguiente, pero estrechamente conec­ tado, fue la aparición de usos de «kapu» para reclamar derechos para los individuos considerados aparte de su papel y condición en

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el antiguo esquema hawaiano. «Tabú se convirtió de manera pro­ gresiva —ha observado Sahlins— en el signo de un derecho material y propietario» (p. 142). La llegada a la escena social de concepcio­ nes del derecho concerniente a los individuos y ejercido por ellos, como concepto moral y cuasilegal fundamental, tanto en la Baja Edad Media, com o en el siglo XVII europeos o en la Polinesia decimonónica, es siempre señal de cierta medida de pérdida o de rechazo de cierta solidaridad social previa. Los derechos se recla­ man frente a alguna otra persona o personas; se invocan cuando (y en la medida en que) esas otras personas aparecen como amenazas. Por tanto, también en este tercer aspecto cambia el uso de «kapu» y, desde el punto de vista hawaiano tradicional, se degenera. De este modo, a un hawaiano cultivado socialmente, conscien­ te de su propia historia, podría haberle parecido que la facilidad con la que Kamehameha II terminó por abolir en 1819 las normas y prohibiciones kapu, reflejaba una difundida conciencia, aun cuando en gran parte inarticulada, de la creciente degeneración en la irracionalidad del sistema kapu. Pero si semejante hawaiano hubiera tenido entonces que reflexionar sobre los rasgos corres­ pondientes de la cultura europea moderna que encontró desplazan­ do a los antiguos modos hawaianos, le hubiera resultado sin duda chocante, que en esa cultura parecía haber tenido lugar precisa­ mente una degeneración similar, pero con la sorprendente diferen­ cia de que, lo que él podía percibir como degeneración, era preci­ samente lo que europeos tales como los colaboradores de la N ove­ na Edición consideraban progreso moral. La separación de las normas morales europeas de su lugar dentro de un esquema global teológico y moral, que encarnaba y representaba una concepción sumamente específica de la naturaleza humana, corresponde a la similar separación de las normas tabú. La aparición del concepto de kapu como una «noción elemental», que no puede reducirse a otros términos o parafrasearse en ellos, corre pareja con el estable­ cimiento europeo del «deber» característicamente moral, justo como noción irreductible, de fondo. Y el surgimiento en las socie­ dades europeas de la moralidad como un fenómeno distinto de una clase tal que llegaron a ser centrales las cuestiones de las relaciones del deber y la obligación para con intereses definidos de modo independiente; y esto en un contexto social en el que las concep­ ciones de los derechos adquirireron un nuevo sentido y una nueva

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importancia, refuerza las razones para mantener que las normas morales de la cultura en que vivían y que defendían los colabora­ dores de la Novena Edición, no eran más ni menos que las normas tabú de esa particular cultura. Los tabúes que estigmatizaron los colaboradores de la Novena Edición por pertenecer al primitivo y al salvaje sólo se vieron como ajenos a causa de la incapacidad para el autorreconocimiento y el autoconocimiento culturales, que fue una característica tan señalada de la sociedad en la que vivieron. Ha resultado que los autores de las grandes enciclopedias canóni­ cas, justamente porque se empeñaron en ver y en juzgar todas las cosas desde su propio punto de vista, no han tenido modo alguno de hacerse visibles a sí mismos. Por supuesto, al señalar este paralelismo entre la cultura de fines de la época victoriana y la cultura polinesia, he continuado y prolongado la tesis de Franz Steiner según la cual la preocupación de los pensadores de fines de la edad victoriana con el problema del tabú procedía, en parte, de este paralelismo. Pero he ido más allá de Steiner al indicar que lo que revela este paralelismo en ambas culturas es un elemento de degeneración e irracionalidad. Es esta última afirmación la que deseo confirmar con más detalle considerando varias conclusiones de Sidgwick sobre la moralidad y las tensiones entre ellas. Y, al hacer esto, será importante que recordemos, ante todo, que Sidgwick sostuvo que un propósito central del filósofo moral es establecer un consenso moral racional. Los desacuerdos entre los filósofos morales han de resolverse por una convergencia de pareceres que, aunque la puede estorbar «el peligro de que cada maestro activo querrá escribir su propio libro y hacerlo tan distinto como pueda del de otras personas» (Henry Sidgwick: AM emoir, Londres, 1906, p. 547), afianzarán una con­ vergencia similar de pareceres en la moralidad misma. ¿Cuáles son, pues, según Sidgwick, los rasgos relevantes y claves de la moralidad que surgen de esa historia de progreso «que va de Sócrates hasta mí mismo» (op. cit., p. 334) que Sidgwick ha descrito en la Novena Edición? La fuente para encontar una res­ puesta es The Methods o f Ethics, cuya primera edición publicó en 1876, cuatro años antes de su artículo de la Britannica, y que siguió revisando en las subsiguientes ediciones hasta la sexta, publicada en 1901, el año antes de la muerte de Sidgwick. Para un lector que tenga en mente nuestra imaginaria visión hawaiana de la morali­

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dad europea, se destacan tres aspectos de la moralidad tal como la concibe Sidgwick: uno de ellos plenamente reconocido por el mis­ mo Sidgwick; los otros dos, relacionados con el primero, pero importantes en razón de su ausencia de las páginas de Sidgwick. Sidgwick había sostenido que el único bien último que han de buscar racionalmente los seres humanos consiste en la felicidad, esto es, en los estados agradables de las personas individuales. Cada uno de nosotros se enfrenta, sin embargo, con los requeri­ mientos que imponen dos fines últimos, no uno: el de la Felicidad Universal, por referencia a la cual el utilitarismo nos impone que comprendamos nuestros deberes y obligaciones, y el de la Felici­ dad Egoísta, cuyos imperativos ninguno de nosotros es por com­ pleto capaz de rechazar. Cabe disponer, según el parecer de Sidg­ wick, de una justificación racional convincente para juzgar y actuar a tenor de los requerimientos de ambos. Pero en las ocasiones en que las dos series de requerimientos se hallan en pugna, no hay modo racional alguno de decidir entre ellas. En tales ocasiones nuestra razón práctica está dividida contra sí misma. Una de las intuiciones fundamentales de Kant había sido que la formulación y la determinación rigurosas de las normas morales, contaban con individuos a los que no les estaba permitido hacer excepciones a su propio favor o a favor de aquellos a los que favorecen de modo peculiar, y, cuando era más joven, Sidgwick estuvo de acuerdo con Kant (Memoir, p. 113). Uno de los fallos centrales de Kant —no, por supuesto, según los criterios de su propio sistema— había sido el fracaso en proporcionar una psico­ logía que pudiera explicar cómo era posible este rechazo total de los propios fines e intereses particulares. Sidgwick, rompiendo con la inverosímil psicología de Kant, aunque intentando, según su propósito de consenso, admitir en su propio sistema cuantos pare­ ceres de Kant fuera posible, produjo el mismo resultado que Kant había considerado con razón que era fatal para la moralidad, tanto teórica como prácticamente. Pues, si se sostiene con Sidgwick —y una vez que se han admitido las premisas y los métodos de Sidg­ wick sería racionalmente imposible no sostenerlo— que siempre que los requerimientos de la Felicidad Universal se hallan en pugna con los de la Felicidad Egoísta, la elección sobre qué y cuánto conceder a cada uno de ellos ha de entenderse como una preferencia arbitraria, entonces toda norma, mantenida por cada

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individuo, tiene una indeterminación probable de extensión indefi­ nida, pues cada norma es vulnerable a toda la extensión de excep­ ciones que cada individuo particular pueda hacer a su propio favor. Y no fue una característica inherente a la posición de Sidg­ wick el haber llegado a conclusiones con esta consecuencia poste­ rior. Pues el modelo de argumento por el que apela a lo que el deber (entendido en función de una dedicación impersonal a la felicidad general) requiere, y por el que apela a lo que mi felicidad particular requiere de mí —modelos de argumento reconocidos ambos como legítimos, aunque el peso que hay que otorgar a cada uno es un asunto que se deja a la preferencia individual—, fue seguramente el modelo dominante de toda la cultura enciclopédica de la que Sidgwick aspiró a ser un portavoz racional, como tam­ bién sigue siendo todavía dominante en nuestra propia cultura de fines del siglo XX. Otros dos rasgos de la posición de Sidgwick resultan pertinen­ tes para entender las implicaciones completas de su reconocimien­ to de esta división en el seno de la razón práctica. La primera es la convicción de Sidgwick de que los casos en los que entra en vigor esta división, «casos que presentan un conflicto reconocido entre el interés de uno mismo y el deber» (Methods, séptima edición, p. 508), son relativamente raros. A lo cual se debe responder que cuán raros sean depende del grado en el que el respeto por el deber, entendido tal como Sidgwick lo entendió, sigue siendo am­ pliamente compartido y generalmente inculcado. La valoración que hizo Sidgwick de la relativa insignificancia de la división en el seno de la razón práctica, entendida en sus propios términos, presuponía un grado y una clase de homogeneidad social y moral que rara vez se ha dado, si es que se ha dado alguna vez, en las recientes sociedades modernas. Y en el grado en que Sidgwick sobreestimó esta homogeneidad, subestimó la extensión en la que la indeterminación influiría de forma sistemática sobre las normas morales compartidas de las sociedades modernas. Lo que de hecho ha surgido es un alto grado de indeterminación, de modo que la forma corriente de la norma compartida de la moral pública reza como sigue, en el caso, por ejemplo, de la norma sobre decir la verdad: «Nunca se debe [el «deber» característicamente moral] mentir [esta parte de la norma se pronuncia con una buena dosis de énfasis especialmente a los niños] excepto cuando...» y aquí

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sigue una lista de tipos de excepción que, según es característico, concluyen con un «etc.». El hacer excepciones a favor de alguien, a menudo de uno mismo, parece no tener fin. Así, el comentador hawaiano que hemos imaginado podría observar que el «deber» característicamente moral ha cambiado de uso y asimismo de significado, precisamente a causa de su vulne­ rabilidad a los efectos de la declaración autointeresada, de manera análoga a aquella en la que cambió «kapu». La separación de anteriores contextos de sistemas teológicos y morales de creencia y de práctica, ha llevado en ambos casos a una transformación conceptual y a un debilitamiento de esos vínculos morales que quedan definidos parcialmente por determinadas normas morales. Pero hay un tercer rasgo del pensamiento de Sidgwick, igualmente importante para su valoración, al que sólo puede concedérsele todo su peso en la visión retrospectiva que proporcionan los cien años transcurridos. Sidgwick aspiró a lograr cierto tipo de consen­ so, y, en verdad, a ser él mismo la voz de éste, al igual que aspiraron de manera característica, si es que no universal, los otros colaboradores y editores de la Novena Edición. Sidgwick recono­ ció —¿qué colaborador de una enciclopedia podía dejar de recono­ cerlo?— la autoridad de los expertos. Pero esa autoridad derivaba, según afirmó, del «acuerdo libre» («Authority, Scientific andTheological», Apéndice I, Memoir, p. 609) de los individuos, y conside­ ró que el antagonismo entre la teología y las ciencias naturales hundía sus raíces en lo que creyó que era el hecho de que, mientras que la característica de tales ciencias es el consenso libre, en la teología el acuerdo surge tan sólo en las comunidades sometidas a pruebas religiosas forzosas. Y la mayor parte de los colaboradores de la Novena Edición presupusieron claramente esta creencia de que el consenso sin pruebas formales o informales, constituye siempre una característica de la racionalidad. Sin embargo, si esto es así, el pensamiento de Sidgwick, y con él la postura moral que subyace en la Novena Edición, se hace problemática aún de otra manera. Pues la historia subsiguiente de la filosofía moral ha sido la historia de un desacuerdo que se ha ido ramificando, en la cual todos los intentos de Sidgwick de conciliar los puntos de vista postilustrados en pugna hasta ese momento en una síntesis —que se pretendía que prefigurara una convergencia venidera de ana nueva especie todavía más comple­

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ta—, se han disuelto en nuevos y múltiples conflictos. Los teóricos de la universabilidad, los utilitaristas, los existencialistas, los contractualistas, aquellos que afirman la posibilidad de derivar la moralidad del autointerés racional y aquellos que la niegan, aque­ llos que sostienen el carácter predominante de un punto de vista impersonal y aquellos que insisten en las prerrogativas del yo, todos ellos están en desacuerdo no sólo como grupos, sino los miembros de cada grupo entre sí, y la certeza de aquellos que mantienen cada punto de vista sólo la iguala su incapacidad para producir argumentos racionales capaces de obtener el acuerdo de sus adversarios. De este modo, la filosofía moral posterior a Sidg­ wick, juzgada según los criterios de la Novena Edición y del mismo Sidgwick, ha resultado ser una especie de actividad sospechosa, que se desacredita a sí misma justo de la misma manera que Sidgwick sostuvo que se desacreditaba a sí misma la teología de fines del siglo X IX . He aquí, pues, una nueva confirmación de algo que ya ha aparecido en la crítica del hawaiano que hemos imaginado: que no se puede sostener el contraste fundamental entre el civilizado y el supersticioso, entre la que se consideraba y se considera a sí misma como la modernidad ilustrada y el supuesto salvaje y primitivo, contraste que fue central en la estructura enciclopédica global y en función del cual se definieron los característicos conceptos del progreso humano y del desarrollo moral que figuran en ésta. Juz­ gado según sus propios criterios y en sus propios términos, el proyecto de los principales colaboradores de la Novena Edición fracasó; y en el fracaso de esos colaboradores y sus lectores en salir de su propia retórica académica autoprotectora, de un modo que les hubiera permitido percibir los defectos de su empresa que iban apareciendo, fracasaron dos veces. Para caracterizar estos fracasos de los enciclopedistas de una manera más esencial, necesitamos proporcionar un tipo de carac­ terización que no adolezca de las limitaciones del punto de vista propio de los enciclopedistas, de modo que podamos entender con mayor precisión qué ocurrió y cómo y por qué ocurrió. A estos problemas los partidarios de la tradición aristotélico-tomista, por una parte, y los genealogistas posnietzscheanos, por otra, tendrían que proponer respuestas de índoles muy diferentes e incompa­ tibles.

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La crítica del genealogista se centraría en dos rasgos de la postura del enciclopedista. El primero es la pretensión que supone la elevación inconsciente de lo particular desde el punto de vista moral y cultural, al estatuto de lo que es universal racionalmente. Así, por ejemplo, la naturaleza de ese artefacto cultural de los siglos XVII y xv ill, «el individuo» —cuyas relaciones morales y sociales fueron consideradas como meramente contingentes e inci­ dentales a su ser racional y que tiene dentro de sí mismo, de él o de ella (aunque, por lo común, de él) los recursos para criticar esas relaciones en nombre de la utilidad o de los derechos—, fue con­ fundida de forma sistemática con la naturaleza humana como tal. «El hombre —escribió Nietzsche— no aspira a la felicidad; sólo el inglés hace eso» («Sentencias y flechas», n.° 12, Gótzendámmerung). Pero este tipo de pretensión es, después de todo, según el parecer del genealogista, característico de toda la historia de la moralidad. De aquí que la segunda acusación del genealogista subraye cómo el intento de comparar la moralidad ilustrada y civilizada con sus predecesores no ilustrados e incivilizados, tiene por función encubrir la continuidad de la empresa moral. La falta de legitimi­ dad de la moralidad de los últimos Victorianos no es y no fue ni más ni menos, que la falta de legitimidad de todas esas invocacio­ nes del bien y del mal por medio de las cuales se ha expresado el ressentiment del reprimido y del represor, del falseado y del falsea­ dor. En períodos diferentes la volutad de poder adopta formas diferentes, y hay ocasiones en las que es más difícil, y otras en las que es más fácil, entender las manifestaciones externas de la volun­ tad de poder justamente como tales, como manifestaciones exter­ nas. Así fue como el mismo Nietzsche, al diagnosticar la enferme­ dad de la moralidad alemana contemporánea, equivalente a la moralidad de la última época victoriana, identificó una etapa pe­ culiarmente autorreveladora en la transmisión genealógica de la moralidad. Pero lo que esta etapa comparte con sus predecesoras morales es más importante que lo que las separa. En un aspecto están de acuerdo el enciclopedista y el genealo­ gista, Sidgwick y Nietzsche. En cada una de sus respectivas con­ cepciones hay algo así como la historia de la moralidad y asimismo algo así como la historia de la ética, historia que tiene un núcleo objeto de estudio y una auténtica continuidad. Respecto del carác­

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ter de esa continuidad se da un desacuerdo radical, pero el hecho de que una y la misma historia comienza con Sócrates y llega hasta finales del siglo XIX, no es asunto de contienda. Sin embargo, desde el punto de vista aristotélico y tomista, es justamente esto lo que requiere ser puesto en cuestión. Desde este último punto de vista hay, en verdad, una historia del pensamiento moral en la cual y a través de la cual se articulan las aprehensiones morales y la práctica moral provista de su teoría, historia que inicialmente generó Sócrates. Pero esta historia quedó interrumpida de la for­ ma más radical, y fue en su interrupción y detención a través de ellas, como se generó la moralidad tal como la entendió la moder­ nidad postilustrada. Si por «moralidad» y por «ética» entendemos de manera basta, lo que entendieron Sidgwick y los otros colabo­ radores de la Novena Edición, entonces «moralidad» es, según esta concepción aristotélica y tomista, un fenómeno característicamen­ te moderno. Nótese que no hay ninguna palabra en ninguna lengua antigua o medieval que se pueda traducir de forma correcta como nuestra palabra moderna «moralidad». Y esta falta de la palabra es un síntoma de los diferentes modos como se clasificaron las diferentes formas y aspectos de la vida social en las sociedades en que aque­ llas lenguas se hablaron y escribieron. Considérense hechos afines tales como el de que no hay tampoco ninguna palabra en tales lenguas que se pueda traducir de forma correcta como nuestra palabra «arte» (como haciendo contraste con «habilidad»), y el de que, en tales sociedades, la religión no fue, como es característico, un aspecto de la vida separado y segregable, sino que fue, más bien, el modo como cada aspecto de la vida se ponía en relación con lo divino. Así, cuando Sidgwick o los historiadores modernos de la ética más reciente (incluyéndome a mí mismo) han extraído de los escritos antiguos o medievales aquello que, según la concep­ ción moderna, pertenece a la ética, hemos proyectado con dema­ siada frecuencia sobre el pasado categorías ajenas a ese pasado, lo que ha producido dos resultados sumamente engañosos. El prime­ ro es que separamos con una cierta arbitrariedad partes de esos todos de cuya relación con ellos proceden aspectos importantes del carácter de dichas partes. La ética, tanto en la práctica griega como en el pensamiento aristotélico, fue parte de la política; la compren­ sión de las virtudes morales e intelectuales, tanto en la práctica

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medieval como en el pensamiento tomista, fue parte de la teología. Abstraer la ética de su lugar en cualquiera de esos todos es ya falsearla. Una segunda consecuencia perjudicial es que se oscurece la naturaleza de la ruptura, de ese prolongado momento en el que la moralidad se convierte en una categoría de pensamiento y de práctica distinta y, en gran parte, autónoma. Nótese también, por supuesto, que el modo como describamos este momento depende­ rá de nuestro punto de vista. Sidgwick subrayó que esta ruptura representa un momento en el que la ética se emancipó de enredos ofuscadores. Para un genealogista, los partidarios de la postura enciclopédica, puesto que tienen una visión falsa de la emancipa­ ción, tergiversaron y exageraron la importancia de la ruptura. Para un tomista, la reciente historia de la ética es la empresa esencial­ mente quijotesca de intentar hacer inteligible una parte de la prác­ tica humana y su correspondiente parte de teoría, cuya auténtica inteligibilidad procede —y sólo puede proceder— de la relación de dichas partes con esos todos de los que fueron abstraídas de una manera deformadora en la Baja Edad Media y en siglos sucesivos. De nuevo se hace claro que no hay un modo teóricamente neutral de escribir la historia de la ética, ni un modo teóricamente neutral de caracterizar esos acontecimientos que los tomistas entendieron —o debieron entender— que suponían un momento de fundamental ruptura moral e histórica. La afirmación tomista es, pues, que las concepciones centrales de la moralidad característicamente moderna, la moralidad de Diderot, D ’Alembert y de De Jaucourt, la moralidad de Robertson Smith y de Sidgwick, se entienden de la mejor manera como una serie de supervivencias fragmentarias que plantean problemas, los cuales no pueden resolverse hasta tanto no sean restituidas al lugar que les corresponde, en esas totalidades de las cuales tomaron su carácter como partes. Según esta concepción, la moderna filosofía moral es una forma de investigación cuya derrota ha estado prede­ terminada desde el comienzo por los límites en los que se ha desarrollado la investigación. Consideremos dos ejemplos. Central en gran parte y quizás, de alguna manera, en toda la moderna filosofía moral, es el problema de Sidgwick de cómo reconciliar los requerimientos impersonales de las normas morales con los apegos e intereses del yo. Una cosa parece ser lo que

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demandan las normas; y otra cosa, a menudo incompatible, parece ser lo que el yo quiere y busca. La cooperación con los otros y la consieración para con los otros hay que entenderla, alternativa­ mente, bien como un medio para satisfacer los propios deseos de uno, bien como algo requerido por las normas sin atender a los propios deseos de uno. El problema es, pues, unir cierta concep­ ción del yo y sus intereses, por una parte, y cierta concepción de las normas morales y su obligatoriedad, por otra. Pero la concep­ ción del yo que está en la base de esta formulación es, desde el punto de vista del tomismo, la de un yo abstraído ya de un modo erróneo y deformador —tanto en la teoría filosófica como en la práctica institucional— de su lugar como miembro de una serie de comunidades ordenadas de manera jerárquica, dentro de las cuales los bienes se ordenan y se entienden de tal manera que el yo no puede lograr su propio bien a no ser a través del logro del bien de los otros y viceversa. Dentro de tales comunidades, las normas morales se aprehen­ den o se aprehendieron como las leyes constitutivas de la comuni­ dad como tal, constitutivas y capacitadoras en su función más bien que esos tabúes negativos en que se convirtieron más tarde, cuando se divorciaron de dicha función. Así, desde el punto de vista de tales comunidades, no hemos de encontrar problemático que el yo tenga el tipo de consideración para con los otros que ordena la ley natural; el yo para quien esa consideración es problemática sólo podría ser un yo que se ha llegado a aislar de una comunidad —y ha quedado privado de ella—, dentro de la cual podría investigar de forma sistemática cuál era su bien y conseguir tal bien. Lo que, para el tipo antiguo y medieval de investigación y práctica morales que encarnó el tomismo, era la condición excepcional del individuo privado y aislado, se convirtió para la modernidad en la condición del ser humano como tal. Un segundo ejemplo, íntimamente relacionado con el anterior, tiene que ver con la génesis del «deber» típicamente moral. Las varias palabras que se pueden traducir como «deber» en las len­ guas antiguas y medievales tienen un sentido que nunca les otorga una fuerza obligatoria con independencia de las razones dadas para pronunciar las afirmaciones que se expresan por medio de ellas. Y tales razones siempre nos remiten a algún bien de algún tipo específico. Un «deber» puede tener, pues, en verdad, fuerza

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categórica, pero sólo en virtud de su lugar en una proposición de la forma «Si y puesto que hacer esto y aquello es lo mejor para tal tipo específico de persona en estas particulares circunstancias, y tú eres justamente una persona de esta clase, entonces debes hacer esto y aquello». Los preceptos o las normas morales compartidos que usan este tipo de «deber» dependen, por tanto, para su auto­ ridad, de que haya una serie de creencias compartidas respecto de lo que es lo bueno y lo mejor para los diferentes tipos de seres humanos, precisamente esa clase de creencia compartida que es característica de aquellas comunidades de investigación y práctica morales sólo dentro de las cuales, según la concepción tomista, pueden los bienes humanos identificarse de modo suficiente y perseguirse. Destrúyanse o margínense tales formas de comunidad y rempláceselas con el orden social del individualismo moderno; remplácense las anteriores formas de creencia compartidas con el plura­ lismo indefinido y creciente sobre cuáles son los bienes de los seres humanos y cómo o si han de ordenarse de manera jerárquica, pero reténgase como una posesión compartida la mayoría de los precep­ tos y las normas morales heredados, si no todos. Tales normas serán consecuentes, quedarán privadas de sus «si y puesto que» antecedentes. En su nueva independencia de la circunstancia asu­ mirán la forma impersonal e incondicional «Se debe hacer esto y aquello». Habrá aparecido un nuevo y característico «deber», que no es reducible a otros términos ni parafraseable en ellos. Se habrá generado el «deber» característicamente moral, la noción elemen­ tal de Sidgwick —algo que parece haber ocurrido por vez primera en el siglo XIV—, y al problema de cómo han de referirse las normas morales a los intereses del yo individual, se le habrá proporcionado el lenguaje requerido para que se manifieste. El tomista, por tanto, coincide con el hawaiano que hemos imaginado, en ver las normas morales de la modernidad europea como lo que Tylor llamó —y Robertson Smith enseñó a llamar— «supervivencias», residuos ininteligibles de un pasado perdido. Pero el tomista, a diferencia del hawaiano, percibe también en la continua reapropiación de las normas, y en la repetida resistencia a renunciar a ellas, la evidencia de la labor de la synderesis, de esa captación inicial fundamental de los preceptos primarios de la ley natural, a la que la degeujración cultural puede cegarnos parcial o

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temporalmente, pero que nunca puede ser eliminada. Así el tomis­ ta afirma que es capaz de hacer inteligible la historia tanto de la moralidad moderna como de la moderna filosofía moral, de un m odo que no está al alcance de aquellos que viven en las estructu­ ras conceptuales peculiares de la modernidad. Éstos no pueden esperar entenderse a sí mismos en los únicos términos que tanto ellos como sus instituciones se dejan a sí mismos para comprender. Y, de este modo, sus propias teorías, las teorías de los que están aprisionados dentro de la modernidad, sólo pueden proporcionar racionalizaciones ideológicas, las racionalizaciones de la deontología moderna, del consecuencialismo moderno y del contractualismo moderno. El tomista se compromete, pues, a escribir un tipo de historia que hasta ahora nunca ha sido más que esbozada a grandes rasgos. Incluida en esa historia estaría la afirmación de que, como resul­ tado de la ruptura mediante la cual la moralidad se ha hecho típicamente, y en gran medida, autónoma, la moralidad se hizo vulnerable a la crítica genealógica. Pero, a pesar de ello, lo que dicha crítica genealógica impugna exitosamente pertenece a los mismos modos de pensamiento y de práctica característicamente modernos a que pertenece la genealogía misma. Y el tomista se compromete por ello a oponerse al parecer de que el mismo tipo de crítica genealógica que Nietzsche y sus herederos han desplega­ do exitosamente contra Kant y los utilitaristas, puede aplicarse al pensamiento y a la práctica de Sócrates, Platón, Aristóteles, Agus­ tín y Tomás de Aquino. Tanto el genealogista como el tomista persiguen, por tanto, subvertir y reemplazar la narración del progreso que hace el enci­ clopedista por otro tipo de historia muy diferente. Pero el genea­ logista y el tomista están, como es claro, profundamente reñidos acerca de mediante qué tipo de narración han de revelarse los errores del enciclopedista. ¿Qué es, pues, lo que se halla en litigio en este conflicto entre aquellos que han aprendido de Nietzsche, y aquellos cuyo maestro es Tomás de Aquino?

IX TRADICIÓN CONTRA GENEALOGÍA: ¿QUIÉN HABLA A QUIÉN?

En los debates entre los herederos de la enciclopedia, los partidarios de la genealogía posnietzscheana y los que dan su adhesión a las tradiciones unificadas por Tomás de Aquino, ¿quién habla a quién?, ¿y cómo? Los textos son siempre elementos de las conversaciones y han de interpretarse desde el punto de vista de quienes participan en esas conversaciones, cada uno de los cuales tiende a participar con una historia diferente, y con ésta, una perspectiva diferente en dicha conversación, y algunas veces, como en el presente caso, una comprensión diferente de lo que supone tomar parte en semejante conversación. Y de estos hechos resulta tanto el conflicto como la falta de comprensión. Las conversaciones se extienden en el tiempo. En los momen­ tos posteriores siempre puede alguien retrotraerse a un momento anterior con varios propósitos: valorar lo que ha surgido sólo de una manera acumulativa, examinar la coherencia o la incoherencia de lo que se ha dicho, poner una antigua cuestión bajo una nueva luz o viceversa. Por tanto, a las conversaciones polémicas les resulta crucial la forma en que los participantes, diferentes y dis­ crepantes, entienden la identidad y la continuidad de aquellos con quienes hablan, del modo como cada uno se halla en relación con sus declaraciones pasadas y futuras respecto de lo que ahora dice

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o escribe. En la base de los conflictos de las conversaciones polé­ micas están los supuestos de los participantes rivales sobre la identidad personal, continua a través del tiempo. Para alguien cuyo punto de vista se defina en función de alguna síntesis de las tradiciones aristotélicas y agustiniana, el concepto de identidad personal tiene que tener tres dimensines centrales. A causa de que yo soy —según declara Tomás de Aquino—, y no tengo meramente un cuerpo —aunque un cuerpo infor­ mado por el alma—, parte de ser una y la misma persona a lo largo de esta vida corporal es tener uno y el mismo cuerpo. En segundo lugar, yo, como miembro de más de una comunidad, me ocupo en transacciones con otros, las cuales se prolongan a través del tiem­ po, y puesto que yo, en el seno de mi comunidad, emprendo proyectos que se prolongan en el tiempo, ha de ser posible a lo largo de esta vida corporal atribuir continua responsabilidad al obrar. Así, mi identidad como una y la misma persona requiere a veces de mí que haga inteligible ante mí mismo y ante las otras personas que están dentro de mis comunidades, qué era lo que estaba haciendo al comportarme como lo hice en cierta ocasión particular, y que esté preparado en algún tiempo futuro para volver a valorar mis acciones a la luz de los juicios propuestos por otros. De este modo, parte de ser una y la misma persona a lo largo de esta vida corporal, es estar continuamente sujeto a responder de mis acciones, actitudes y creencias, ante otras personas que están dentro de mis comunidades. En tercer lugar, puesto que mi vida ha de entenderse como una unidad ordenada de manera teleológica, como un todo cuya natu­ raleza y cuyo bien he de aprender a descubrir, mi vida tiene la continuidad y la unidad de una búsqueda; búsqueda cuyo objeto es descubrir esa verdad sobre mi vida como un todo que es una parte indispensable del bien de esa vida. Así, según esta concepción, mi vida tiene la unidad de una historia con un comienzo, un medio y un final, que comienza con el nacimiento y termina, por cuanto se refiere al juicio final que ha de recaer sobre ella —respecto del logro de mi bien—, con la muerte. Y este tercer aspecto de la unidad y la continuidad de una vida humana es inseparable de los otros dos, al igual que estos los son mutuamente y respecto de aquél. Los cuerpos sólo tienen la importancia que tienen, como cuerpos de agentes responsables, capaces de entender sus vidas

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como todos. La responsabilidad por las acciones y los proyectos particulares no puede ser por completo independiente de la res­ ponsabilidad por la vida de uno como un todo, ya que la adecuada caracterización de algunas acciones y algunos proyectos, y no los menos importantes, depende en parte del modo como ha de enten­ derse y caracterizarse la vida entera. Y cada vida particular como un todo existe en sus partes particulares, en esa extensión de acciones, transacciones y proyectos particulares que son la narra­ ción representada de esa vida, y como la vida de ese cuerpo particular. Sobre esta compleja y metafísica explicación de la identidad y la continuidad de los seres humanos es necesario señalar cuatro puntos. En primer lugar, aunque es una explicación tomista, o más bien, quizás, una explicación en función de lo que Dante y Tomás de Aquino comparten, aun cuando la he formulado adrede en términos que se sirven lo menos posible de un lenguaje específica­ mente tomista, no es una explicación que hayan inventado primero los teóricos de la filosofía. Pues así es como se entienden o se entendieron la identidad y la continuidad de las vidas humanas en la mayoría y quizás en todas las sociedades tradicionales, socieda­ des tan variadas como las de muchos pueblos indios americanos, o las de los pueblos antiguos y medievales que hablaban las lenguas célticas, o las de muchas tribus africanas. Y se encuentra más tarde en las sociedades políticas urbanas con una religión compartida, que a veces se origina en sus antiguas predecesoras tradicionales y las remplaza, sociedades tales como la de la polis griega, la de los califatos islámicos y la del imperio maya. Esta concepción de la identidad y la continuidad personales estuvo, pues, encarnada en la práctica mucho antes de que se articulara como teoría. En segundo lugar, aunque atribuye una unidad a cada vida humana y con frecuencia —y quizás de modo característico— con­ cibe dicha unidad como la unidad de una psyche singular, sus atribuciones dependen de la coincidencia contingente de una varie­ dad de rasgos de los seres humanos: la existencia ininterrumpida de los cuerpos humanos desde la concepción hasta la muerte, la relativa —aunque lejos de ser completa— continuidad y fiabilidad de la memoria, la relativa estabilidad de ciertas peculiaridades del carácter, la estabilidad y la resistencia de las capacidades de reco­ nocimiento, y el hecho de una variedad de acuerdos y de creencias

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compartidos en comunidad. Podemos imaginar con facilidad uni­ versos distintos del nuestro en los que uno o más de estos rasgos hayan sido abolidos o nunca hayan existido y en los que, en la medida en que esto sea así, esta explicación de la identidad perso­ nal deja de tener aplicación. Ciertos filósofos recientes han pensa­ do que, al preguntar qué juicios sobre la identidad haríamos en semejante mundo imaginario, arrojaremos luz sobre los criterios de juicio explícitos en los que hacemos en este universo real o presupuestos por ellos. Y sus informes autobiográficos sobre lo que dirían si, por ejemplo, viviéramos en un mundo en el que a veces una persona pudiera despertarse con lo que ahora creemos que son los recuerdos de otra persona, son indicios fehacientes de que tales personas tienen, en verdad, creencias sobre la identidad personal que los hace declararse a favor de la verdad de ciertos datos insólitos que se hallan en pugna con los hechos. Así, cuando W. V. Quine advirtió que «buscar lo que se “requiere lógicamente” para la mismidad de la persona bajo condiciones sin precedentes, equivale a suponer que las palabras tienen cierta fuerza más allá de la que nuestrs necesidades pasadas les han otorgado» (Journal o f Philosophy, 1972), Derek Parfit pudo responder que «estos casos despiertan en la mayoría de nosotros arraigadas creencias. Y se trata de creencias, no sobre nuestras palabras, sino sobre noso­ tros mismos» (Reasons and Persons, Oxford, 1984, p. 200). A esto sólo se puede contestar, a su vez, que la apelación a «la mayoría de nosotros» depende, respecto de su fuerza, de quiénes somos «nosotros». La habilidad para tener creencias filosóficas que se extiendan a los universos de la ciencia-ficción es, según creo firme­ mente, una habilidad propia sólo de los que viven en un tipo particular de cultura o subcultura. Y para aquellos de nosotros con una formación cultural bastante diferente, como, por ejemplo, los que se han educado en comunidades que presuponen la completa visión metafísica que he descrito, la única respuesta verdadera a la cuestión: «¿Qué diría usted sobre la identidad personal, si los hechos contingentes que están en la base de la aplicación del concepto de ella que usted se ha formado hubieran de ser insólita­ mente de otra manera?», es en primer término: «No lo sé; estaría desconcertado», y quizás, si la alteración imaginada fuera bastante extraña: «Usted ha imaginado un universo que excluye la aplica­

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ción del concepto de identidad personal tal como nosotros lo en­ tendemos». En tercer lugar, es importante reparar en que esta compleja concepción metafísica no se propone como una solución a lo que algunos filósofos han concebido como «el problema de la identidad personal», problema al que se han dado respuestas rivales desde Locke y Butler hasta Flew y Parfit. Este problema sólo se produce, y quizás sólo puede producirse, en las consecuencias negativas de alguna tradición, cuando las creencias compartidas que anterior­ mente sostuvieron la compleja concepción metafísica de la identi­ dad y la continuidad personales —tales como la creencia en la responsabilidad a lo largo de toda la vida y la creencia en la ordenación teleológica de cada vida—, no se mantienen ya por lo general, aun cuando todavía permanece, como parte del conjunto de conceptos compartidos, cierta concepción residual de una iden­ tidad personal que es más que la de la continuidad corporal o la de la continuidad psicológica, tal como la de la memoria, y dife­ rente de ellas. El concepto de la misma persona, separado como ha sido del contexto de creencias que le era propio, plantea entonces un problema con soluciones rivales: aquellos que quedan conven­ cidos del fracaso de los intentos de reducir la identidad personal a la continuidad física o psicológica pueden insistir en que tiene que haber lo que Parfit ha llamado cierto Hecho Ulterior (p. 210); aquellos que reconocen que no hay tal Hecho Ulterior pueden concluir, como Parfit, que «la identidad personal no es lo que importa» (p. 217), lo que importa cierta especie de conexión psicológica entre etapas, episodios y sucesos más o menos relacio­ nados de la vida de una persona. Desde el punto de vista tradicio­ nal, esta disolución de un todo en sus partes es precisamente lo que habría de esperarse en una sociedad en la que ya no se comparten las creencias de fondo que hicieron posible establecer y compren­ der ese todo. ¿Qué deben incluir, pues, esas creencias que sostienen toda concepción socialmente compartida de la compleja unidad metafí­ sica del yo? ¿Qué más debe compartirse como forma de creencia, si algunas, tales como la creencia en la responsabilidad a lo largo de toda la vida, y en cada vida como una investigación unitaria que la abarca por completo, han de ser las creencias de una comunidad permanente? Al hacer de la naturaleza de mi propia vida y del bien

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de esa vida los objetos de mi investigación, es claro que presupon­ go que hay una verdad que descubrir sobre esa vida y su bien, que puede, por supuesto, escaparse de ser descubierta; tengo así que preguntar: ¿mediante qué forma de compromiso y de aprendizaje sociales pueden traerse a la luz los errores que pueden obstruir semejante descubrimiento? Las respuestas primeras y básicas a estas cuestiones son las que propuso Sócrates. Sólo en la medida en que alguien satisface las condiciones para hacerse vulnerable a la refutación dialéctica puede esa persona llegar a saber si sabe y qué sabe. Sólo perteneciendo a una comunidad que se dedica de forma sistemática a una empresa dialéctica en la que los criterios son soberanos sobre las partes contendientes, puede uno comenzar a aprender la verdad, y se aprende primero la verdad sobre el propio error, no sobre un error desde este o aquel punto de vista, sino de un error como tal, la sombra que arroja la verdad como tal: la contradicción respecto de las afirmaciones sobre las virtudes. La plena responsabilidad de toda la vida de alguien adquiere muchas formas institucionalizadas posteriores: con Platón en la Academia, en las disciplinas de investigación que se encaminan a la luz que arroja la Forma de lo Bueno; con Agustín, al reordenar su propia presentación como obispo en la Iglesia y dentro de ella, en las disciplinas de las Confessiones y las Retractationes; con Tomás de Aquino, en la vida en la orden dominicana así como en el pensamiento a lo largo de la empresa dialéctica de la Summa. Todas ellas tienen en común al menos cuatro puntos: la concepción de una verdad más allá de todas las verdades particulares y que ordena a éstas; la concepción de una serie de sentidos a la luz de los cuales han de construirse las afirmaciones para juzgarse verda­ deras o falsas y situarse así dentro de dicha ordenación; la concep­ ción de una serie de géneros de expresión, dramática, lírica, histó­ rica, etcétera, por referencia a los cuales puedan clasificarse las afirmaciones, de modo que podamos proceder entonces a estable­ cer su verdadero sentido; y el contraste entre aquellos usos de géneros en los cuales, de un modo u otro, importa la verdad y aquellos otros que, por el contrario, sólo están gobernados por criterios de efectividad retórica. Es tan sólo dentro de una comu­ nidad en la que, en la práctica cotidiana, se presupongan en buena medida las creencias compartidas que encarnan este cuádruple esquema —tanto si se hacen o no explícitas en el nivel de la teoría—,

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donde el concepto de responsabilidad sistemática por las afirma­ ciones y las acciones de uno puede informar también la vida compartida de una comunidad. Consideremos algunos aspectos ulteriores de semejante esquema de creencia compartida. Ser responsable en la investigación y por ella es estar abierto a tener que dar una explicación de lo que uno ha dicho o hecho y, por tanto, a tener que ampliar, explicar, defender y, si es necesario, modificar o abandonar dicha explicación y, en este último caso, comenzar la tarea de proporcionar una nueva. Sócrates, Platón y Aristóteles inventaron y perfeccionaron un modo dialéctico de responsabilidad; la Biblia y Agustín, un modo confesional. Ansel­ mo pasó de la «confesión» a la dialéctica; Tomás de Aquino, tanto de la confesión a la dialéctica como de la dialéctica a la confesión. Dentro de esta tradición, las interrogantes filosóficas y las acusa­ ciones de herejía son llamamientos a la responsabilidad; ambas rechazan separar a la persona de la tesis o argumento o doctrina que ha expresado. Ninguna tesis ni argumento ni doctrina es mejor que las mejores razones que proponen en su favor aquellos que se adhieren a dicha tesis o argumento o doctrina; cada tesis, cada argumento y cada doctrina es la tesis, el argumento o la doctrina de alguien, y desempeña su papel en la creencia o el debate públi­ cos como la expresión del compromiso de una o más personas. Sin embargo, cuando la responsabilidad en la investigación se entiende y se practica correctamente, el cómo le va a la persona es asunto de cómo le vaya a las tesis, los argumentos y las doctrinas y no a la inversa. Prosperamos o dejamos de prosperar, vivimos o mori­ mos, como viven o mueren nuestras tesis, nuestros argumentos y nuestras doctrinas. Y al afirmarlas, afirmamos que son ellas las que son verdaderas o sólidas y así intentamos establecer —y tenemos éxito o fracasamos al hacerlo— la adecuación de nuestras mentes, juzgadas por una medida que no hemos establecido. La verdad como medida de nuestras justificaciones no puede ser diluida en la afirmabilidad justificada. En una comunidad que comparte esta concepción de la res­ ponsabilidad en la investigación, la educación es, ante todo, una iniciación en las prácticas dentro de las cuales se institucionalizan la interrogación y la autointerrogación dialéctica y confesional. Y esta iniciación ha de tomar la forma de una reapropiación por parte de cada individuo r!e la historia de la formación y las trans­

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formaciones de la creencia a través de esas prácticas, de modo que se vuelva a representar la historia del pensamiento y de la práctica, y el principiante aprenda de esa representación, no sólo cuáles han sido las mejores tesis, los mejores argumentos y las mejores doc­ trinas que aparecen hasta ese momento, sino también cómo reexa­ minarlos de modo que se hagan auténticamente suyos y cómo prolongarlos más allá de manera que lo vuelvan a exponer a esas interrogaciones mediante las cuales se reconoce la responsabilidad. Hay, pues, un reconocimiento de la verdad como una medida independiente de la tradición que aspira a medirse a sí misma por la verdad, pero no hay, sin embargo, ninguna tesis, ningún argu­ mento ni ninguna doctrina, que haya de medirse así, que no se presente como la tesis de este conjunto de individuos y de grupos históricamente ordenados, informados y dirigidos por la tradición, en cuyas vidas ha continuado la interrogación dialéctica y confe­ sional. N o es una cuestión trivial que todas las afirmaciones de conocimiento sean las de alguna persona particular, desarrolladas fuera de las afirmaciones de otras personas particulares. El cono­ cimiento sólo se posee en la participación en una historia de encuentros dialécticos. Tales encuentros requieren, según he hecho notar antes, com­ prensiones compartidas de los sentidos y distinciones compartidas de los géneros. ¿Por qué es esto así?, ¿qué supone esto? Si yo afirmo una tesis, un argumento o una doctrina y se me plantean dudas por medio de una interrogación, sea socrática o agustiniana, siempre puedo responder distinguiendo los diferentes sentidos en que puede interpretarse lo que he afirmado, afirmando en un sentido y negando en otro. Las disputas formalizadas del siglo XIII procedían precisamente mediante un proceso sistemático semejan­ te de elaboración de distinciones. Pero la elaboración de tales distinciones en un foro semejante presupone que haya criterios compartidos para distinguir los sentidos, para reconocer nuevos sentidos y para juzgar si en efecto se ha logrado deshacer la ambigüedad. Además, tales distinciones de sentidos sólo se pueden llevar a cabo cuando ya se ha establecido a qué género hay que asignar una particular declaración o una particular serie de declaraciones. De modo que una condición necesaria para la posesión de criterios compartidos para distinguir los sentidos, es la posesión de criterios

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compartidos para identificar y comprender los géneros. Cuando a una cita de un poeta se responde con un argumento dialéctico o cuando a tal argumento se responde, a su vez, con una anécdota, y el todo se reinterpreta entonces en forma de una narración dramática, dentro de la cual se identifican otros varios tipos de drama, que culminan en el relato de un mito —me estoy refiriendo, naturalmente, a la estructura de la República—, captar los sentidos de las afirmaciones es inseparable de una comprensión de los géneros de la épica, del drama, del mito y de la investigación dialéctica. Y puesto que el uso de los géneros no es nunca estático, han de compartirse modos de entender la innovación genérica, la clase de innovación que supone pasar de los distintos géneros de la tragedia y la parodia, por ejemplo, a la redacción de una obra que es tanto paródica como trágica. De aquí que, desde este punto de vista tomista informado por la tradición, toda afirmación ha de entenderse en su contexto como la obra de alguien que se ha hecho responsable por su declaración, en alguna comunidad cuya historia ha producido una muy deter­ minada serie compartida de capacidades para comprender, valorar y responder a dicha declaración. Conocer no sólo lo que se ha dicho, sino quién lo ha dicho y a quién lo ha dicho, en el curso de qué historia de argumentación en desarrollo, institucionalizada dentro de qué comunidad, es una condición previa para una res­ puesta adecuada desde dentro de esta clase de tradición, algo que, según es típico, se presupone más bien que se manifiesta. Considérese cuán diferente es en este aspecto el enciclopedis­ ta. Para la enciclopedia, tanto la verdad como la racionalidad son independientes de nuestras aprehensiones de ellas o de nuestros afanes por ellas. Que tal o cual persona haya descubierto esta verdad o haya argumentado en favor de esta tesis es algo entera­ mente accidental; la verdad y la racionalidad son ambas indepen­ dientes de las peculiaridades de lo personal. Lo crucial es lo que se ha declarado; quién lo ha expresado es siempre un asunto secun­ dario. Así, el propio estilo de la enciclopedia es el de una estudiada impersonalidad. En la Novena Edición, al final de los artículos aparecen iniciales, no nombres, y sólo con la publicación —algún tiempo después de los volúmenes sustantivos— del volumen del índice, se consignó el nombre de los colaboradores. Por supuesto, entre los descubrírmelos reseñados en la enciclopedia está la

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verdad sobre la historia mediante la cual las enciclopedias llegaron a existir, esa historia de desarrollo y de progreso en la que las figuras del pasado se miden por cuán bien o cuán mal contribuye­ ron a hacer del presente lo que es. Así, el emperador Federico II, por ejemplo, condenado por Dante al infierno y alabado por Nietzsche como «un gran espíritu libre», como alguien liberado de la esclavitud de la moralidad, apareció en la Novena Edición como alguien que «trabajó denodadamente... con sabio propósito en beneficio del progreso y la ilustración humanos» (vol. 9, pp. 733). Esto es, también ayudó a hacer posible la Novena Edición. La deconstrucción genealógica de la Novena Edición ya había comenzado de hecho en el momento de su primera publicación, aunque ni los editores ni los colaboradores pudieron haber sabido esto. Pues durante los ocho años que precedieron a su muerte en 1880, Flaubert había estado trabajando en Bouvard et Pécuchet, que describió como «una especie de enciclopedia transformada en una parodia». A Fran?ois Denys Bartholomée Bouvard y a Juste Romain Cyrille Pécuchet no se les ha reconocido nunca su mere­ cido lugar en la historia de la educación superior. Tienen, después de todo, una buena pretensión de ser los inventores del plan de estudios esencial y del programa de los Grandes Libros, de ser los antepasados remotos de las innovaciones en Chicago de Robert Hutchins, del informe de Harvard en 1945 sobre General Education in a Free Society, y del To Reclaim a Legacy de William J. Bennett, aun cuando Bouvard y Pécuchet no tuvieron a nadie a quien educar excepto a sí mismos. Flaubert enfrentó la enciclope­ dia con su propia versión del problema de Platón en el Menón: ¿qué debe ya saber el lector de grandes y no tan grandes libros, si ha de ser capaz de aprender lo que tales libros tienen que enseñar? Ni Bouvard ni Pécuchet tuvieron el menor indicio de la necesidad de responder a esta cuestión, y si hubieran sido capaces de formu­ larla, habrían buscado de inmediato el libro del que pudieran aprender la respuesta. Así ridiculiza Flaubert la presentación que de sí misma hace la enciclopedia como una autoridad impersonal que no requiere de sus lectores sino que hagan una lectura respe­ tuosa, y que ni plantea ni puede plantear a sus lectores la cuestión de la propia capacidad que tienen para aprender de dicha lectura, precisamente porque su supuesto es que el aprendizaje puede tener lugar fuera de un proceso en el que cada participante es capaz de

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preguntar al otro a fin de que tanto él mismo como el otro se hagan vulnerables a la interrogación dialéctica y (o) confesional y respon­ sables ante ella. Abstráigase el libro o la conferencia de ese proceso y lo que queda es el modo impersonal de la enciclopedia. La impersonalidad de la enciclopedia decimonónica marcó una nueva etapa en el desarrollo de una tendencia que Foucault consideraba originada «en el siglo XVII o xvm . Los discursos científicos comenzaron a ser admitidos por sí mismos, en el ano­ nimato de una verdad establecida o siempre redemostrable; su calidad de miembro de un conjunto sistemático, y no la referencia al individuo que los produjo, era lo que se presentaba como la garantía de tales discursos. La función del autor se desvaneció...» (Qu'est-ce q u ’un auteur, París, 1969, traducido al inglés por J. V. Harari en Textual Strategies, Ithaca, 1974). Y Foucault pro­ seguía señalando el contraste con los «discursos literarios», que en el mismo período «sólo llegaron a aceptarse cuando tenían la función del autor». Pero el modo como pone en cuestión la imper­ sonalidad de la enciclopedia, desde el punto de vista genealógico de Foucault, pone también de relieve la profundidad del antago­ nismo entre dicho punto de vista y la tradición aristotélica, agusti­ niana y tomista. Hay, en verdad, cierta coincidencia en el diagnós­ tico que hacen ambas posturas de la falta de sustancia que subyace en las pretensiones del enciclopedista. Pero las diferentes razones por las que hacen tal diagnóstico, comprometen a cada una en un rechazo de la otra, como ya hemos visto. Allí donde el tomista plantea la cuestión de la relación de aquellos que afirman y niegan con la verdad por la cual son medidos y por referencias a la cual han de ser hechos responsables, el genealogista sigue a Nietzsche en el rechazo a toda noción de la verdad e igualmente a toda concepción de lo que es como tal y eternamente a diferencia de lo que parece ser el caso desde una variedad de perspectivas diferentes. De este modo, desaparece de la vista un aspecto de la responsabilidad: el que la pone en relación con la verdad. Allí donde el tomista entiende los textos en función de una serie de sentidos y de géneros relativamente fijos, aun cuando relacionados de manera analógica y en desarrollo histórico, el genealogista posnietzscheano concibe una indefinida multiplici­ dad de posibilidades interpretativas, de manera que el hablante o el escritor no está más obligado por el carácter determinado y dado

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de sus afirmaciones, que por lo que el genealogista toma por una relación ficticia con la verdad. De esta forma se considera que ha quedado desacreditado un segundo aspecto de la responsabilidad. Y allí donde el tomista piensa que la apelación a los criterios implícitos —y parcialmente definitivos— en la actividad dialéctica y confesional proporcionan una posibilidad de liberarnos de esas relaciones de poder, mediante las cuales la voluntad rebelde, o bien domina a otras voluntades o bien es dominada por ellas, el genea­ logista entiende tanto la dialéctica socrática como la confesión agustiniana como expresiones deformadoras y represivas, no de la voluntad —pues la voluntad es tan sólo, según la concepción de Nietzsche, una ficción Metafísica más— sino más bien de la volun­ tad impersonal de poder, cuyos síntomas son los de un ressentiment disfrazado. De manera que lo que parece ser alguien que se hace responsable es, de hecho, algo muy diferente: es un ejercicio no reconocido del poder en la humillación del yo o de los otros. No es a Tomás de Aquino o a Inés o a Domingo a quienes tenemos que escoger como ejemplares, sino a Federico II. Sin embargo, al abandonar así el modo tomista de compresión y de acción, el genealogista plantea un problema para sí mismo. Pues al rechazar todos los rasgos fundamentales de la responsabi­ lidad, entendida bien en función de la dialéctica socrática, bien de la confesión agustiniana, el genealogista ha hecho quizás imposible satisfacer los requisitos para atruibuir, cuando menos, la identidad y la continuidad que implican la responsabilidad. No obstante, el genealogista utiliza el lenguaje, casi invariablemente y quizás de modo inevitable, de una forma tal que presupone las atribuciones tanto de la identidad como de la continuidad a las personas. ¿Qué ha de querer decir, pues, el genealogista con tales atribuciones? Podríamos, en verdad, estar tentados a decir que el genealogista debe una explicación de lo que ha de entenderse, desde su punto de vista, por identidad y por continuidad, y que la debe tanto a nosotros como a sí mismo, si es que ha de hacerse inteligible no sólo a nosotros, sino a sí mismo, y que, además, el genealogista se debe a sí mismo tal explicación para asegurar que, al atribuir la identidad y la continuidad personales, no está suponiendo por su parte el mismo tipo de tesis metafísica que es propósito central de la genealogía desacreditar. Al genealogista, según podría parecer,

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deben resultarle tan sospechosas sus propias atribuciones de mismidad personal como las de cualquier otro. Ha de resistirse, sin embargo, esta tentación, ya que la misma locución «deber» es precisamente una expresión de esa creencia en la responsabilidad que el genealogista, según podríamos estar ten­ tados a decir, tiene que comprometerse a recusar. Sin embargo, el lenguaje del compromiso parece ser también una expresión de la misma creencia rechazada. De modo que en este punto podemos balbucir en nuestra perplejidad respecto de cómo invitar al genea­ logista a que responda. Que no sepamos bien qué decir representa quizás, cuando menos, una victoria transitoria del genealogista —quizás, naturalmente, el genealogista no pueda tener, según sus propios términos, victoria alguna que no sea transitoria—, victoria, ya que un problema central y reconocido para el genealogista es el de cómo negar lo que afirman el teólogo y el metafísico sin caer en el mismo modo de expresión que él mismo se propone desacre­ ditar. Es éste un problema cuyo carácter inevitable se reconoció en la segunda conferencia. Y la parte de la solución genealógica que allí se expuso brevemente fue, como recordamos, que el genealo­ gista, al enfrentarse con el teólogo y el metafísico, esto es, con quienes son incapaces de ir más allá del bien y del mal, adopta una postura transitoria y provisional y, para el propósito de este en­ cuentro, lleva una máscara que puede desecharse. Así la relación del genealogista con cualesquiera tesis, argumentos o doctrinas que pueda proponer es distinta por completo de la del teólogo o metafísico. Sería un error examinar y valorar este uso de la metáfora de la máscara sin considerar primero otros dos aspectos en los cuales la identidad y la continuidad personales resultan asuntos proble­ máticos para el genealogista posnietzscheano: uno de ellos formu­ lado fácilmente en función de la obra de Foucault, y los otros en relación tanto con la de Deleuze, como con la de Foucault. El análisis de los discursos y de los juicios de L ’archéologie du savoir hace del sujeto que expresa los juicios una función de la naturaleza del discurso más bien que a la inversa. Las intenciones de la persona que juzga al hacer algún juicio particular no son ni siquie­ ra en parte una fuente independiente de la constitución del discur­ so en el que el sujeto participa. Así, lo que desde un punto de vista más antiguo podría haberse entendido como la extensión creadora

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del significado en el decir a través de las intenciones, expresadas lingüísticamente, de los que hablan y escriben —tipo de extensión supuesta en la capacidad de los hablantes corrientes de una lengua para innovar y comprender la innovación, así como en los ejem­ plares usos innovadores del poeta— tiene ahora que caracterizarse como un tipo de cambio que ocurre en un discurso, concordante con las leyes subyacentes que gobiernan la relación de los elemen­ tos en ese particular tipo de discurso. Por supuesto, desde dentro de un particular tipo de discurso, la función autoral de ese especí­ fico tipo de discurso determinará cómo han de caracterizarse de hecho tales cambios y a quién pueden atribuirse y de qué manera. Y justamente éste fue el aspecto en que Foucault contrastó la creciente impersonalidad del discurso científico, con la personali­ zación del discurso literario en los siglos X V II y x v m . Pero una pregunta quedó sin contestar: la de la relación del individuo al que de forma contingente le sucede desempeñar la función de autor en este o aquel caso particular, y la de la relación de las intenciones de ese individuo con la función y con el discurso. Paul de Man, que en esto al menos concuerda con Foucault, dijo que «la manera en que puedo tratar de significar depende de las propiedades lingüísticas, que no sólo no he hecho yo, porque dependo del lenguaje tal como existe respecto de los recursos que voy a usar, sino que como tal no lo hemos nosotros como seres históricos...» Que el lenguaje, en parte crucial y más importante, no lo han hecho intencionalmente los seres humanos, no es discutible; pero la afir­ mación incondicional De Man hace problemática por completo la relación de lo intencional con lo no intencional en el uso lingüístico y, más en general, la relación de la persona que juzga y actúa con las convenciones lingüísticas y sociales preexistentes en las cuales juzga y actúa, y a través de ellas. Nótese que la dificultad que hace frente al genealogista se halla no tanto en el problema, como en la manifiesta pobreza de los recursos conceptuales de la genealogía para formularlo, por no decir para ocuparse de él. Esta carencia de recursos conceptuales se relaciona con un segundo rasgo problemático del pensamiento genealógico. En una discusión de dos libros de Gilíes Deleuze (Différence et répetition, París, 1969, y Logique du sens, París, 1969), significativamente titulada «Theatrum Philosophicum» (Critique n.° 282, 1970), Fou­ cault elogia la concepción de Deleuze del yo como múltiple y

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agrietado y, de forma más general, su rechazo a todo pensamiento cátegorial, rechazo destinado a poner al descubierto la multiplici­ dad de diferencias inorganizables en función de las categorías, las especies y la identidad. Como podemos notar, Deleuze, en el trance de escribir una historia alternativa de la filosofía, se repre­ senta a sí mismo como el heredero de Duns Escoto y de todos aquellos otros, incluyendo a Spinoza, que han entendido que el «ser» es unívoco, pero se representa como más radical que ellos, porque ha entendido que ese ser no es nada más, ni puede ser nada más que «la repetición de la diferencia». Así su historia alternativa se convierte de manera inevitable en una historia antitomista, en la que lo que atrae a Deleuze del pensamiento de Bergson es precisamente lo que llevó a Maritain a rechazar a Bergson. Resulta quizás algo sorprendente encontrar en la exposición que hace Foucault de Deleuze que, tras discutir la relación de Deleuze con Duns Escoto y Spinoza, pase de inmediato a conside­ rar la luz que sobre la obra de Deleuze arrojan Bouvard y Pécuchet, sobre quienes Foucault hace notar que sus errores no son fallos ordinarios. Cuando se extravían es a causa de que —en este iluminador proyecto de Deleuze— no traen al mundo nada de la categorización o conceptualización ordinarias. «Bouvard y Pécuchet son seres ajenos a las categorías», dice Foucault. Sin embargo, resulta reveladora lo que llama su «negra estupidez». Nos señalan la dirección de mayores y más radicales posibilidades de pensa­ miento no categorial ese pensamiento que es «irregularidad inten­ siva —desintegración del sujeto—». De los análisis del discurso que hace Foucault ya hemos infe­ rido la dificultad que supone para él dar una explicación de la identidad, la unidad y la continuidad del yo. Pero si pensábamos que, al hacer esto, confrontábamos a Foucault con lo que él mismo podía haber reconocido como un problema, estaríamos, según resulta ahora, muy equivocados. Pues, como indica la frase «desin­ tegración del sujeto», el yo que puede pensar la différence no puede ser unitario: «tenemos que imaginar no el sujeto sintetizado-sintetizador, sino una grieta que no se puede cruzar... la partición del yo». De este modo podríamos concluir que no hay manera alguna de plantear las cuestiones sobre la responsabilidad o, igualmente, sobre la identidad, la unidad y la continuidad del yo, dentro de una estructura genealógica. No es que no haya puntos compartidos de

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referencia, que no haya ningún fundamento común con las posi­ ciones clásicas del metafísico o del teólogo. El yuso que Foucault hace de Flaubert, como también la aproximación de Deleuze a través de la crítica de Duns Escoto y Spinoza, pone de relieve que esto es falso. Pero lo que si falta es una manera suficientemente compartida de caracterizar un fundamento común como el que hay. Y esto no es tanto una conclusión, cuanto parte del punto de partida del genealogista. Pues se trata del proyecto de remplazar desde el principio, e incluso desde antes del principio, ese esquema que proporcionó al pensamiento metafísico y teológico su medida; de aquí que no pueda reconocerse ninguna medida común con ese pensamiento. Sin embargo, si la inconmensurabilidad con el pen­ samiento clásico es, de esta forma, una condición previa para la empresa genealógica, ¿cómo puede haber una conversación con ella sobre un tema tal como el de la identidad personal? Esta cuestión sólo se puede responder pasando a otra cuestión. Según es característico, al escribir la narración reveladora y sub­ versiva destinada a socavar la metafísica del ser y del bien y el mal, el genealogista no sólo investiga las oposiciones y las tensiones no reconocidas dentro de los textos que aspira a desacreditar, sino que continuamente explica, a sí mismo y a los otros, lo que está hacien­ do cuando traza una serie de contrastes entre el modo tan catas­ trófico como piensa Sócrates o Platón o Agustín o quien sea, y el modo com o tan perspicazmente piensa, en cambio, el genealogista. Detrás de la narración genealógica hay siempre en la sombra una narración de felicitación a sí mismo. Esta narración en la sombra es típica de cierto género familiar aunque no reconocido. A veces se puede reconocer como la historia de un caballero errante que resuelve el acertijo o descubre el nombre oculto, salvando así al cautivo encarcelado; a veces es la historia de un anillo mágico que ha de transmitirse sin accidentes para evitar algún destino mons­ truoso; a veces es la historia de un viaje por un laberinto guiado por un hilo. Todas estas son historias de hazañas declaradas, haza­ ñas no de las máscaras, sino de quienes las llevan. Toda esta declaración genealógica contiene una deformación de lo que no es por completo jactancia, porque se apoya en un rechazo de cual­ quier tabla de virtudes en la cual la humildad se considere como una virtud. Pero la hazaña del narrador que está detrás de las máscaras en la continuidad de este rechazo requiere un referente

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estable y continuo para el «yo» —el «yo», por ejemplo, de los títulos de las secciones del Ecce Homo de Nietzsche: «Por qué soy tan sabio. Por qué soy tan inteligente. Por qué escribo tan buenos libros. Por qué soy un destino». Heidegger tuvo que afirmar que la propia biografía de Nietzsche no tiene nada que ver con estas declaraciones, pero, después de todo, fue el mismo Nietzsche el que insistió en no separar sus afirmaciones de su biografía al escribir que «asumiendo que uno es una persona, uno tiene tam­ bién necesariamente la filosofía que pertenece a esa persona» (Die Fróhliche Wissenschaft, prólogo a la segunda edición, 2). Así, tras confrontar la inconmensurabilidad de las tesis genealogistas sobre el yo con las afirmaciones metafísicas y teológicas sobre la responsabilidad, podemos investigar si el genealogista, al contar el relato sobre la manera como llega a proponer esas afir­ maciones, no ha caído a su vez en un modo de discurso en el que el uso de los pronombres personales presupone justamente esa concepción metafísica de la responsabilidad que la genealogía re­ chaza. O para plantear esta cuestión de otra manera: ¿puede el genealogista incluir de forma legítima en su narración genealógica al yo por el que habla cuando se explica? ¿No está el genealogista ocupado de un modo autoindulgente en eximir sus declaraciones del tratamiento al que están sujetas las de cualquier otro? Habiendo planteado estas cuestiones, es importante observar que no incumbe al genealogista proporcionar a alguien como yo respuestas aceptables a tales preguntas. Pues, al hacerlo, el genea­ logista se habría tenido que ocupar de una especie de discurso del que, desde sus supuestos, afirma haberse separado definitivamen­ te. Es, en verdad, en la medida en que el genealogista tiene éxito al explicar y justificar la genealogía a quellos de nosotros que previamente ha designado como sus víctimas, en la que precisa­ mente contesta a esas víctimas. El genealogista qua genealogista ha de seguir siendo inaceptable. Considérese a esta luz el extraño comportamiento de los apologistas de Paul de Man. Los escritos de Paul De Man no pueden asimilarse, ciertamen­ te, con demasiada facilidad a los de Foucault o Deleuze. Pero comparte con ellos una afiliación explícita a Nietzsche y ha escrito en contra de aquello a lo que Foucault y Deleuze también se han opuesto. Detrás de los tres está lo que Nietzsche tuvo que afirmar sobre la memoria, tema que proporciona una parte crucial de las

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razones genealógicas contra la responsabilidad. En Morgenrote, Nietzsche intentó transformar la concepción de sus lectores acerca de qué está y no está en su poder o en el nuestro, de modo que pudiera socavar la moralidad deshaciendo, como dice en el prólo­ go, la obra de Kant. En el caso de la memoria, aunque ciertos actos particulares de recuerdo no se puede considerar que están bajo nuestro control inmediato (II, 126), sin embargo, los poderes de la memoria pueden desarrollarse de maneras diferentes y «quién ocupa una alta posición haría bien en procurarse una memoria cortés: es decir, en reparar en todo lo bueno sobre las otras perso­ nas y después de ello trazar una línea... Un hombre puede tratarse a sí mismo de la misma manera: el tener o no tener una memoria cortés determina al final su propia actitud hacia sí mismo: deter­ mina si considera sus propias inclinaciones e intenciones con una mirada noble, benevolente o recelosa...» (IV, 278). Y antes, en la segunda de las Unzeitgemíisse Betrachtungen, había escrito Nietzs­ che que «el buen humor, la conciencia limpia, la acción despreo­ cupada, la fe en el futuro, todo esto depende... de que uno sea capaz de olvidar en el momento justo, como también de recordar en el momento preciso...» Es decir: la memoria es un instrumento que puede usarse bien o mal, que puede servir a las aristocráticas expresiones autoafirmativas y satisfactorias de la voluntad de poder, o puede estar informada por las deformaciones del rebaño. Lo que sea depende­ rá de aquello de lo que nos enorgullezcamos. Pues el orgullo preside la memoria: «“Yo he hecho eso”, dice mi memoria. ‘Yo no puedo haber hecho eso”, dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final, la memoria cede» (Jenseits von Gut und Bose, 68). Y para el posnietzscheano, las divisiones y multiplicaciones atribuidas al yo hacen aún más problemática la relación con el pasado dentro del yo, sea bajo la forma de la memoria, sea de otro modo. Volva­ mos, con esto en mente, al caso de los apologistas de Paul De Man -n o , me apresuro a añadir, al del mismo De Man, que es un asunto diferente. Quienes habían sido fieles a De Man, no sólo como el más brillante y penetrante de los críticos desconstructivistas, sino tam­ bién como colega y maestro en Yale y en otros sitios, a finales de 1987 se quedaron sorprendidos y dolorosamente conmocionados al descubrir que en 1940 y 1941, De Man había publicado artículos

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en consonancia con la ideología nazi y antisemítica, y en apoyo de ella —especialmente por la alabanza que en ellos había de una muy sospechosa concepción de la comunidad orgánica como la comu­ nidad de la que surge la cultura—, en el periódico belga Le Soir, entonces un diario de colaboracionistas pro-nazis. Quizás no debe­ rían haberse sorprendido tanto como lo hicieron. A fines de los años treinta y comienzos de los cuarenta, muchísimas personas de Europa de derecha o de izquierda, sacados de casi cualquier punto de vista, perdieron temporalmente su orientación moral y política, mientras que otras muchísimas personas, que tenían justo los mis­ mos puntos de vista, mostraron un heroísmo extraordinario. Y justo porque esto fue así, esos comentadores que intentaron utili­ zar este descubrimiento para desacreditar el punto de vista expre­ sado en los posteriores escritos deconstructivos de De Man fueron vergonzosamente estúpidos. Pero la respuesta a estos ataques por parte, al menos, de alguno de los defensores de De Man fue desafortunada. Pues, admitiendo que el cargo contra de De Man es, en una parte fundamental, que en su vida posterior dejó de reconocer su pasado colaboracionista, han indicado que los escri­ tos posteriores de De Man, precisamente porque suponen un re­ chazo de su anterior ideología «organicista», como gustan denomi­ narla, pueden interpretarse como «una forma de crítica ideológica implícita» (Christopher Norris, «Paul De Man’s Past», London Review o f Books 10, 2, 4 de febrero de 1988) de sus propias con­ cepciones anteriores o incluso «un acto de conciencia tardía, pero todavía convincente» (Geoffrey Hartman, «Blindness and Insight», The New Republic, 1 de marzo de 1988). Lo que Norris y Hartman parecen dar a entender es que los escritos posteriores de De Man pueden leerse legítimamente como si dijeran: «Confieso haber actuado mal», o quizás: «Reconozco mis malas acciones pasadas y por medio de esto intento enmendarlas». Sin embargo, las mismas características de la obra deconstructiva de De Man que hacen plausible pretender de ella lo que él mismo pretendió de la ironía —a saber: que efectúa la «pérdida del misterio de un mundo orgánico postulado según un modo simbólico de corres­ pondencias analógicas o según un modo mimético de representa­ ción en el que la ficción y la realidad pueden coincidir»—, y que es quizás plausible entender como una separación de su pensamiento anterior, hace profundamente inverosímil suponer que De Man

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podría haber afirmado desde su punto de vista posterior esta especie de identidad no problemática con su yo anterior. Como para Deleuze, como para Foucault, como para cualquie­ ra que haya tomado a Nietzsche como su maestro sobre la memo­ ria, el tiempo y la historicidad, para De Man la relación del yo presente con el yo pasado tiene que haberse concebido, sin duda, como incapaz de identidad socrática o agustiniana. De Man dijo también de la ironía que «divide el flujo de la experiencia temporal en un pasado que es puro misterio y en un futuro que permanece acosado para siempre por una recaída en lo inauténtico». ¿Cómo pueden referirse entonces las acciones del yo pasado al yo presen­ te? No, ciertamente, por medio de las categorías de la inocencia y la culpa; pues De Man, escribiendo sobre Rousseau, declaró tam­ bién que «siempre es posible disculpar cualquier culpa, ya que la experiencia existe siempre de forma simultánea como discurso de ficción y como suceso empírico, y nunca es posible discernir cuál de las dos posibilidades es la correcta». Y, en el caso de De Man, esta exención del yo de la culpa, quedó reforzada por su acuerdo con Maurice Blanchot en que un autor no puede leer su propia obra y que en esto está ligado con la voluntad de olvidar que es propia del autor, la cual desempeña un papel central, según Blanchot, en el permitir a una obra que exista. Estas tesis nietzscheanas tienen, sin embargo, tanta aplicación a la relación entre el yo y sus acciones pasadas como a la relación entre el yo y sus obras literarias pasadas. Lo que estoy indicando es, pues, que el genealogista se enfren­ ta a graves dificultades al construir una narración de su pasado que permita reconocer algún fracaso en este pasado, por no decir algún fracaso culpable, que sea también el fracaso del mismo yo todavía presente; que dentro del lenguaje que pueden admitir los posnietzscheanos no hay palabras para decir lo que de De Man han inter­ pretado sus apologistas que dice; y que, por ello, el intento de los apologistas de De Man por defender la credibilidad moral del punto de vista posterior de De Man, se ha hecho sobre la base de una concepción de la credibilidad moral y de la misma responsa­ bilidad que está profundamente reñida con lo que considero que es ese punto de vista. Por supuesto, puede ser que sea yo quien haya leído errónea­ mente a De Man, que su posición sea menos radical en lo que implica para la vida y para la literatura que lo que yo he conside­

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rado que es. Pero si es éste el caso, entonces se abriría un cisma entre esa parte de De Man que era posnietzscheana y la que no era auténticamente tal. Hay de cierto indicios de semejante cisma en Foucault, tal como lo muestran las recaídas ocasionales desde el punto de vista genealógico, en especial quizás cuando más tarde en su vida sucumbió en las entrvistas a la tentación de ser profesoral de un modo explicativo demasiado enciclopédico. Pero tales cis­ mas sólo confirman las dificultades que surgen para el punto de vista genealógico al dar entrada en sí mismo a una concepción de la persona que implica la responsabilidad, por no hablar de la correspondiente incapaz d éla tradición tomista para proporcionar una caracterización de esas dificultades a las que el genealogista pueda dar su asentimiento. ¿Por qué, entonces, se dan en este punto dificultades para el genealogista? ¿No es sólo desde el punto de vista de la crítica adversa de la genealogía, desde el que las cuestiones de la identidad y la continuidad del yo parecen plantear dificultades al genealogista? ¿No hay nada en la comprensión que tiene el genealogista de su propia posición que haga que estas cuestiones sean problemas internos a la genealogía? Ciertamente lo hay. Pues al tiempo que la genealogía ha en­ gendrado en sus partidarios la sospecha respecto del concepto de un acto auténticamente originador —sobre la base de que lo que hace de un acto un suceso de origen es lo que sucede más tarde, de modo que a su carácter originador no le pertenece el que ocurriera—, siempre hay en la genealogía referencia a algún acto o a alguna serie de actos, tanto originadores como continuadores, que constituyeron una interrupción de la continuidad de una y la misma vida. ¿Cuáles son estos actos? Son aquellos actos de rechazo en los cuales y a través de los cuales el genealogista comienza y prosigue su separación de aquello contra lo que está contendiendo mediante la investigación genealógica, al revelar lo que ahora considera que son las pretensiones y las falsas representaciones mutiladas de, pongamos por caso, el cristianismo, el judaismo, la dialéctica socrática, la metafísica platónica, la teología de Agustín o de Tomás de Aquino, la ética de Kant o lo que sea. La función de la genealogía como función emancipadora del engaño y del autoengaño requiere, pues, la identidad y la continuidad del yo que estaba engañado, y del yo que es y tiene que ser. Lo que ha resultado llamativo de estas rupturas que aparecen

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en las vidas de los más logrados genealogistas, ha sido el grado en el que han quedado marcados no sólo por el rechazo de alguna doctrina o manera de argumentar, sino también por el repudio de algún estilo académico de pensamiento y de vida convencional hasta ese momento. Así, Nietzsche hizo su salida de la cátedra de Basilea; así, Foucault en Vincennes en 1968 hizo del estudio de la filosofía algo distinto por completo de lo que había sido; así, Deleuze ha presentado una nueva redacción nómada de la historia de la filosofía en la que, por una parte, se invoca a Platón contra Platón y a Kant contra Kant, al tiempo que una cadena de pensa­ dores no relacionados usualmente —Lucrecio, Hume, Spinoza, Nietzsche y Bergson— se elevan a un nuevo anticanon en una serie de escritos que colectivamente comprenden una réplica al Outlines o f tlie History o f Ethics de Sidgwick, que acaso puede titularse Outlines o f the History o f Anti-Ethics. Desde el punto de vista genealógico, lo que plantea problemas no son tanto las discotinuidades dentro de las continuidades, cuan­ to las continuidades dentro de las discontinuidades. Pero, como quiero sostener, siguen siendo problemas y todavía se precisan los recursos para hacerles frente. Pues si el genealogista es, de forma inevitable, alguien que rechaza parte de su propio pasado, enton­ ces la narración del genealogista supone suficiente unidad, conti­ nuidad e identidad como para hacer posible semejante rechazo. Ser incapaz de encontrar las palabras —o, más bien, ser capaz tan sólo de encontrar las palabras incompatibles con el proyecto ge­ nealógico— con las que expresan una relación no irónica con un pasado que uno está empeñado en rechazar, es ser incapaz de encontrar un puesto para uno mismo como genealogista ni den­ tro ni fuera de la narración genealógica y, por ello, es eximirse a sí mismo del examen, hacer de sí mismo la gran excepción, ser autoindulgente, según resulta, para con algo que uno no sabe qué es. Los problemas de la identidad y la continuidad personales y de los reconocimientos que presuponen tal identidad y tal continuidad son problemas, por tanto, que no se plantean sólo desde una postura adversa y externa. Son problemas internos de la genealogía y puede ser que, al ocuparse de ellos, también un segundo conjunto de problemas necesite recibir atención por parte del genealogista. De modo característico, el genealogista ha sido hasta ahora alguien que escribe en contra, alguien que desenmascara, que subvierte,

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que interrumpe y detiene. Pero lo que en consecuencia muy raras veces, si alguna, ha atraído de manera explícita el examen genea­ lógico, es investigar hasta qué punto la postura genealógica depen­ de para sus conceptos y maneras de argumentar, para sus tesis y su estilo, de una serie de contrastes entre ella y lo que aspira a superar —esto es, no ha investigado hasta qué punto se deriva inherente y aun parasitariamente de sus antagonismos y de aque­ llos hacia los que se dirige, sacando su necesario sustento de eso que declara haber desechado. Es posible, por supuesto, que la genealogía pueda descubrir dentro de sí misma, o al menos de fuentes no ajenas a ella, los recursos para proporcionar una solución o una resolución a estos últimos problemas así como a los primeros, solución que sea sufi­ ciente en sus propias condiciones y esto vale tanto como decir —dada la inconmensurabilidad entre la genealogía y sus rivales morales y metafísicos— una solución que no pretenda ser suficiente en otras condiciones que en las propias. Pero si en el momento oportuno hubiera de fracasar al hacer esto —y yo formulo estos problemas en un momento que todavía no es el oportuno—, enton­ ces la postura genealógica habría mostrado que es vulnerable, lo reconozca o no, a que la supere cualquier punto de vista capaz de explicar tanto el hecho como la manera de su fracaso sobre alguno de estos asuntos o ambos. La genealogía habrá fracasado manifies­ tamente según sus propios criterios, los mismos criterios por ape­ lación a los cuales el genealogista desacreditó con éxito la postura del enciclopedista, algo que no reconocen aquellos cuyas actitudes todavía, incluso ahora, mucho tiempo después de que sea el mo­ mento oportuno de reconocer la derrota de los enciclopedistas, presuponen dicha postura. Ocurre, por tanto, que en las hostilidades tripartitas entre los herederos de la enciclopedia, la genealogía posnietzscheana y la tradición tomista, no han terminado todavía ni la argumentación ni el conflicto. Son luchas en vías de realización, que definen en una parte fundamental el medio ambiente cultural contemporáneo por el progreso de sus disensiones. Y hemos tenido que reconocer hasta qué punto lo que está en litigio incluye el desacuerdo sobre el modo como ha de caracterizarse lo que está en litigio y, por ello, sobre el modo como ha de describirse el progreso de estas disen­ siones. Contribuir a escribir la historia de estos debates inacaba­ dos, es también y de forma inevitable participar en ellos.

X RECONSIDERACIÓN DE LA UNIVERSIDAD COMO INSTITUCIÓN Y DE LA CONFERENCIA COMO GÉNERO

Desde la Encyclopédie de Diderot y d’Alembert hasta la Nove­ na Edición de la Encyclopaedia Britannica, las enciclopedias han cumplido dos funciones distintas. Todas ellas han sido obras de referencia cada vez más indispensables para un creciente público lector. Y algunas, pero no todas, han sido también las portadoras de una visión secular y unificada del mundo y del lugar del cono­ cimiento y de la investigación en él. Lo que estas últimas codifica­ ron fue la cultura de una serie de Ilustraciones, y el auditorio al que se dirigían fue un público no sólo ilustrado y dado a la lectura, sino del que se creía que era educable según principios ilustrados. Entre la Novena y la Undécima ediciones de la Britannica —la Décima no fue sino un conjunto de volúmenes suplementarios de la Novena—, desapareció esta última función. La Undécima edi­ ción fue, como declaró su editor, una obra de referencia universal y, ciertamente, no fue más qu 2 eso. Tres cambios conexos est ín en la base de esta transformación. La investigación había acabado por fragmentarse en una serie de actividades independientes, especializadas y profesionales, cuyos resultados, al parecer, no podían encontrar un lugar como partes de algún todo. Las metáforas medievales y renacentistas tales como la del árbol del conocimiento o la de la casa del conocimiento

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habían perdido finalmente su aplicación. Y cuando los hechos se abstrajeron, a su vez, de la investigación especializada para presen­ tarlos al lego no profesional, lo que el lector tenía que entender de ellos se dejó en manos de éste. Las enciclopedias se habían conver­ tido—y habían de seguirlo siendo—en meras colecciones de hechos ordenados pragmáticamente para beneficio de la referencia. En segundo lugar, una enciclopedia no podía ser ya un conjunto de libros canónicos para un público ilustrado, puesto que tales públi­ cos se iban desintegrando de modo creciente. Entiendo por público ilustrado un grupo que no sólo comparte supuestos fundamentales, sobre la base de los cuales puede articular desacuerdos y organizar debates, que lee en buena medida los mismos textos, forma las mismas expresiones figuradas y comparte los criterios de victoria y de derrota en el debate intelectual, sino que hace todo esto con medios y por medios institucionalizados, clubes y sociedades, pu­ blicaciones periódicas e instituciones educativas más formales. Tal fue la cultura de la Ilustración escocesa del siglo XVIII y tal también la cultura de esa segunda Ilustración escocesa que constituyó el medio ambiente de la Novena Edición y del testamento de Adam Gifford. Y la desaparición de los públicos ilustrados fue la contra­ partida, y en parte el resultado, de la fragmentación, la especialización y la profesionalización de las investigaciones. Un tercer cambio que hizo imposible tanto que sobrevivieran, por no decir que prosperaran, los públicos ilustrados, como que las enciclopedias no fueran otra cosa que obras de referencia, fue un cambio dentro de la misma educación, cambio que reflejaba las transformaciones ocurridas en la investigación, pero con un rasgo fundamental adicional. Pues no sólo aconteció que la investigación académica se hizo cada vez más profesionalizada y especializada, sino que, en su mayor parte y de manera creciente, dejó de reco­ nocerse que la verdad moral y la verdad teológica fueran los objetos de la investigación sustantiva y, en vez de ello, se relegaron al ámbito de la creencia privada. De manera que, antes de nuestra propia época, aquello que tanto la Encyclopédie como la Novena Edición proporcionaron con sus estructuras globales, con la uni­ dad de sus respectivas visiones, ha sido expulsado en gran parte, si no por completo, de la arena académica. En esta arena debatimos de forma sistemática, con tanto rigor como podemos, cuestiones de física, de biología, de causalidad histórica, de interpretación

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literaria; reconocemos con sellos de aprobación oficial la pericia en economía y en psiquiatría. Pero las cuestiones que se refieren a la verdad en la moralidad y en la teología —a diferencia del estudio científico psicológico o social de la moral y la religiónhan pasado a ser asunto de adhesiones privadas, a las que no hay que conceder esos distintivos formales del reconocimiento aca­ démico. Así, la Novena Edición es en realidad un monumento a una cultura desvanecida y vencida. No obstante, la ausencia de esa cultura es todavía, como hice notar antes, un hecho de fondo en la cultura dominante de nuestra propia época, una ausencia presente, un esquema de creencia que puede haber sido rechazado, pero que en el modo como ha sido rechazado, da forma todavía a las insti­ tuciones culturales y a las disposiciones intelectuales contemporá­ neas. El ausente genealizador respecto del que muchos de nosotros miden su propia especialización, la ausente unidad por la que juzgan la heterogeneidad y la fragmentación de sus propias inves­ tigaciones, la ausente autoridad cultural con la que contrastan su propia marginación académica, todas éstas son aún ahora, y de manera sorprendente, frecuentes representaciones espectrales de los pensadores y del pensamiento de la Novena Edición. Y ésta es quizás la razón de que nuestros contemporáneos acepten tan a menudo como normales, modos de práctica académica y cultural que son supervivencias de las creencias y los supuestos de la Novena Edición y que no tienen sentido, o lo tienen muy poco, si no es en función de dichas creencias y dichos supuestos, entre ellos, naturalmente, la práctica de seguir dando Conferencias Gifford. Sin embargo, aun este reconocimiento de una relación de continuidad con un esquema de creencias en el que ya no se vive, hace de manera ineludible, darse cuenta cabal de la real enajena­ ción de este esquema de creencia, de la falta de credibilidad que se concede a los credos de Baynes, de Robertson Smith y de Adam Gifford. Las manifestaciones de estos autores pertenecen a una forma de discurso en la que nadie puede participar ahora, y de aquí provienen las dudas que acompañan todo intento que hagamos de poner por obra sus intenciones. No obstante, sería un error inferir del fallecimiento de la enciclopedia como forma de la investigación moral, y del modo como se ha hecho natural para nosotros carac­ terizar este fallecimiento en un lenguaje genealógico posnietzs-

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cheano, que la academia contemporánea se ha hecho auténtica­ mente hospitalaria a las voces genealógicas, que esta cultura con­ temporánea que ahora excluye el modo enciclopédico ha hecho suyo auténticamente ese rechazo mediante el cual Nietzsche rene­ gó de lo que celebraba la Novena Edición. Es, sin duda, verdadero que los genealogistas ocupan ahora cátedras profesorales con una manifiesta facilidad que podría ha­ ber desconcertado a Nietzsche y que incluso cuando elogian al aforismo como el género auténticamente nietzscheano, esta ala­ banza se expresa, como he hecho notar antes, en convencionales y académicos artículos de revista y conferencias. Si al cabo se invita a algún posnietzscheano a dar una serie de Conferencias Gifford, cuando ello ocurre, es razonable que sus anfitriones académicos puedan esperar que la forma convencional de sus manifestaciones neutralice, al menos en parte, su contenido. Son ciertamente infun­ dados los recelos de que, en vez de conferencias, se presenten con una serie de aforismos Gifford o de profecías Gifford. Sin embar­ go, es inquietante que estos recelos se hayan hecho infundados. Pues lo que ello señala es la capacidad de la universidad contemporánea, no sólo de disolver el antagonismo, de mutilar la hostilidad, sino también de hacerse a sí misma insignificante desde el punto de vista cultural al llevar esto a cabo. Considérese a esta luz la conferencia inaugural de Foucault en el Colegio de Francia en 1970. Dentro de esa conferencia se da un doble movimiento. Por una parte, Foucault, en el radical comienzo de la conferencia, cataloga los modos como mecanismos de organización tan diferen­ tes como la convencionalización de las funciones del autor, las tradiciones de comentario de textos establecidos, y los criterios de aceptabilidad de las proposiciones impuestos dentro de las discipli­ nas científicas, han proporcionado protección contra los riesgos y los peligros del discurso. Al catalogarlos y revelar, con ello, lo que son, Foucault neutraliza o parece estar a punto de neutralizar su poder protector, de modo que casi se hacen reales los peligros de las voces del discurso llamando al desorden; aunque no ocurre tal cosa. Pues nos damos cuenta inmediatamente de que esto, a fin de cuentas, es sólo un convencional catálogo académico más, una ordenación, un mecanismo protector, y cuando al comienzo Fou­ cault tenía que resistir la tentación de permitir que fuera el Molloy de Beckett quien desplazara sus propias palabras, al final desea

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que la voz que ha de hablar a través de la suya sea la de un profesor más, Jean Hyppolite, su propio maestro. El radical se ha hecho conservador, si es que no conservadurista. La subversión se ha subvertido mediante el empleo que hace de ese mismo modo aca­ démico que aspiraba a socavar. ¿Debemos echar la culpa de este resultado a Foucault o a la universidad? Merece recordarse que ya hemos tenido que obser­ var, en un ambiente cultural del todo diferente, otro ejemplo acaso todavía más llamativo de las formas organizadas de manifestación universitaria que imponen constricciones sobre lo que puede decir­ se y lo que puede oírse dentro de una comunidad académica: aquellas en virtud de las cuales en el siglo XIV se hizo generalmente inaccesible el pensamiento de Tomás de Aquino como un todo y se convirtió en algo marginal en las menguadas versiones que rempla­ zaron al original. Las formas académicas de organización pueden a veces con eficacia, excluir del debate y de la investigación acadé­ micos puntos de vista insuficientemente asimilables por el status quo académico, y es característico que logren esta exclusión, no proscribiendo o prohibiendo formalmente la doctrina excluida, sino admitiéndola tan sólo en versiones reducidas y deformadas, de manera que se transforma de manera inevitable, en un conten­ diente incapaz de obtener adhesión intelectual y moral. Los pensadores genealógicos se han enfrentado, por consi­ guiente, con un dilema que han sido demasiado reacios a recono­ cer. O bien podrían escribir y hablar desde fuera de la academia —como hizo Foucault durante varios años— presentándose a sí mismos, de un modo más convincente, como pensadores nómadas, pero pagando el precio de semejante autoexclusión; en particular, el del aislamiento de la investigación y el debate sistemáticos; o bien podrían aceptar la absorción en la universidad, llevando más­ caras profesorales, pero diciendo y oyéndoseles decir tan sólo lo que permitieran los formatos establecidos del modo académico usual. Pero, sin duda, éste no es sólo un problema para el genea­ logista. Pues si uno cree que el genealogista ha puesto en cuestión con éxito todo el modo académico convencional, tal como era en la época de la Novena Edición y tal como ha sido desde entonces, y que por ello es crucial tomar parte en un diálogo con el genealo­ gista, de forma que, a su vez, pueda ponerse en cuestión ese mismo poner en cuestión, entonces el problema de dónde y cómo, en qué

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foro y en qué género ha de oírse el caso genealógico se plantea de forma tan aguda para el antigenealogista como para el genealogis­ ta. Y si este poner en cuestión al genealogista ha de hacerse desde el punto de vista del pensamiento influido por la tradición tomista, entonces es también importante que las semejanzas entre los mo­ dos académicos de los siglos XIV y XV y los del presente, sobre todo en filosofía, indiquen —tal como de hecho ocurre— que el tomista se enfrenta en gran parte con el mismo problema que el genealo­ gista. La presentación de ese sistema global de pensamiento y de práctica que es Tomás de Aquino traducido a términos contempo­ ráneos, requiere no sólo una clase diferente de ordenación de las disciplinas en el plan de estudios a partir de esa partición divisiva y fragmentaria que impone la academia contemporánea, sino tam­ bién el desarrollo de modos de investigación dialéctica moralmente comprometidos, a los que la academia contemporánea no deja sitio alguno. Se sigue, entonces, que intentar fomentar una conversación entre los modos de pensar genealógico, tomista y enciclopédico dentro del marco proporcionado por una serie de conferencias públicas es, cuando menos, hermanar mal la forma y el contenido, comunicar lo que uno tiene que decir bajo una forma muy bien concebida para impedir a uno decirlo, o para impedir que a uno se le oiga decirlo. Podemos quizás considerar que este resultado es la venganza de Adam Gifford frente a los conferenciantes recalci­ trantes. Pues, mientras sigue siendo verdadero que ya no podemos compartir los presupuestos de su testamento, el intento de liberar­ nos por fin de estos presupuestos para dedicarnos a la investiga­ ción moral y teológica no condenada a fracasar —y cumplir así indirectamente, después de todo, lo que quería de nosotros—, va siempre a quedar frustrado, en buena dosis, por la forma de la conferencia académica del siglo XIX y XX. La cuestión, pues, se hace inevitable: ¿debemos dejar y desistir de dar conferencias de esta clase? Y de manera más general: ¿podemos llevar ahora a cabo, dentro de las formas que impone la universidad contempo­ ránea, la clase y el grado de diálogo antagónico entre puntos de vista fundamentalmente opuestos e inconmensurables a los que puede verse obligada la investigación moral y teológica desde dentro de uno o más de los puntos de vista rivales? ¿O el debate fundamental sobre cuestiones morales y teológicas sólo puede rea­

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lizarse ahora fuera de las constricciones del sistema académico convencional, en el movimiento de una especie de «guerra de guerrillas» contra ese sistema? Si tuviéramos que contestar «sí» a esta última cuestión, nues­ tra situación sería de veras desesperada. Pues lo que fundamental­ mente forzó a pensadores disidentes, tales como Foucault, al con­ formismo de la universidad fue, en realidad, la ausencia de foros independientes de debate, de instituciones organizadas de investi­ gación, de géneros no académicos de comunicación al exterior. El empobrecimiento de la cultura más amplia se les presentó con una elección más ardua que cualquiera que hubiera tenido que hacer Nietzsche: la elección entre cierta considerable medida de confor­ midad académica y la casi completa ineficacia. Por fortuna, sin embargo, las posibilidades parecen abrirse recientemente dentro del sistema de la universidad, posibilidades que pueden proporcio­ nar nuevos puntos de entrada al diálogo radical y nuevas oportu­ nidades de refundir viejos géneros, de modo que puedan permitir que surjan nuevos antagonismos. Estas posibilidades son un sub­ producto por completo involuntario de la variedad de presiones sociales que han exigido recientemente de las universidades que produzcan justificaciones de su prolongada existencia y de sus prolongados privilegios más convincentes que las que han sido capaces de extraer hasta ahora de los recursos culturales e intelec­ tuales del status quo académico, que se han revelado de forma inesperada como asombrosamente pobres. Pues cuando varias crí­ ticas externas muy diferentes de la universidad —algunas profun­ damente hostiles, otras no hostiles, pero todavía profundamente críticas— han propuesto, desde fuera de las universidades, pautas por las que tendrían que valorarse los éxitos de las universidades contemporáneas, y a tenor de las cuales tendrían que distribuírse­ les de ahora en adelante los recursos y los privilegios, los portavo­ ces oficiales del status quo académico han respondido, con raras excepciones, con tartamudeantes ineptitudes. La universidad postenciclopédica ha sido así confrontada y se ha visto confrontada con cuestiones para cuya respuesta carece de recursos, y las mismas características de su vida que la privan de estos recursos son, según pretendo señalar, las mismas características que han excluido de ella las posibilidades, tanto del desarrollo de la investigación moral y teología o antiteológica sistemática —sea en términos genealógi-

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eos o en términos tomistas— como el desarrollo del conflicto insti­ tucionalizado entre estos y otros puntos de vista opuestos. El comienzo de una respuesta digna de consideración a cues­ tiones, planteadas por algún crítico externo, tales como: «¿Para qué sirven las universidades?» o «¿A qué bienes peculiares sirven las universidades?», debería ser: «¿Son éstas, cuando son fieles a su vocación propia, instituciones dentro de las cuales se formulan y se responden, de la manera mejor justificable racionalmente, cuestiones de la forma “¿para qué sirven tales x l" y “¿a qué bienes peculiares sirven tales /? ”». Es decir, cuando a una comunidad universitaria se le pide que se justifique a sí misma especificando cuál es su función peculiar y esencial, esa función que, en caso de que esa comunidad no existiera, no podría desempeñar ninguna otra institución, la respuesta de dicha comunidad tiene que ser que las universidades son sitios en los que se elaboran concepciones y criterios de la justificación racional, se los hace funcionar en las detalladas prácticas de investigación, y se los evalúa racionalmente, de manera que sólo de la universidad puede aprender la sociedad en general cómo conducir sus propios debates, prácticos o teóri­ cos, de un modo que se pueda justificar racionalmente. Pero esta misma pretensión sólo puede presentarse de una manera plausible y justificable cuando, y en la medida en que, la universidad sea un lugar en el que a los pareceres rivales y opuestos sobre la justifica­ ción racional —tales como los de los genealogistas y los de los tomistas— se les dé la oportunidad no sólo de desarrollar sus propias investigaciones, en la práctica y en la articulación de la teoría de esa práctica, sino también de dirigir su guerra intelectual y moral. Es precisamente porque las universidades no han sido tales sitios y han organizado de hecho la investigación a través de instituciones y géneros muy bien concebidos para prevenirlas y protegerlas de que fueran semejantes sitios, por lo que han sido tan lamentables las respuestas oficiales, tanto de los citados diri­ gientes como de los miembros trabajadores de las comunidades universitarias, a sus recientes críticos externos. ¿Cómo se ha pro­ ducido esto? Los rasgos centrales de la historia se han señalado ya en un punto y otro de estas conferencias, pero puede ser útil resumirlos. Es una historia que tiene tres etapas. La primera es la de la universidad y el college modernos preliberales, de modo más particular en Escocia y en los Estados

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Unidos, en el siglo xvm y a comienzos del X IX. Sus logros fueron de dos clases. Fue la universidad de David Gregory y Colin McLaurin en matemáticas, de William Cullen y Joseph Black en química, de William Robertson en historia, de Hutcheson, Smith, Ferguson, Reid y Stewart en filosofía, de George Campbell en teología filosófica. Pero los logros de la investigación racional que simbolizan estos nombres escoceses, se emparejaron con un logro colectivo consistente en la creación y el mantenimiento de un público ilustrado con criterios compartidos de justificación racio­ nal. En Norteamérica, la parte intelectualmente más significativa de los fundadores de la nueva república derivó su pensamiento de una educación propia del cullege que tenía casi la misma estructura y el mismo contenido que la educación escocesa —recuérdese que Madison fue discípulo de Witherspoon— y fue la misma educación del cullege la que les había proporcionado un público capaz de responder a ese pensamiento. Más tarde, en el Canadá de habla inglesa se incurriría en deudas similares con Escocia. Ambos tipos de logros, los de la investigación y los de la creación de un público ilustrado, requirieron como condición pre­ via un alto grado de homogeneidad en la creencia fundamental, sobre todo en lo que respecta a los criterios de justificación racio­ nal, en el seno de la comunidad en general además de en las universidades y en los culleges. Es característico que el desacuerdo racional creativo tenga lugar contra un telón de fondo de acuerdo, y el acuerdo requerido para constituir una comunidad de investi­ gación tiene siempre dimensiones morales además de intelectuales con bastante frecuencia dimensiones morales a la vez que teológi­ cas tanto en la universidad medieval como en la universidad mo­ derna preliberal. ¿Cómo se llegó a semejante acuerdo? ¿Y cómo se mantuvo? De este proceso son notables tres rasgos. El primero fue el surgimiento del acuerdo sobre criterios de justificación racional a través del mismo trabajo de investigación, no sólo en las discusiones explícitas de los filósofos, sino también a través de la práctica intelectual de los profesores de matemáticas, de historia, de derecho, de teología. Tal acuerdo no fue, como es claro, estático; se dieron cambios de puntos de vista, del modo más notable, primero, en la transición de Hutcheson y Smith a la filosofía del sentido común de Reid y Stewart y, luego, en la

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posterior transición que suponía la adaptación a los logros de Kant. Pero un consenso cambiante era todavía un consenso. En segundo lugar, se dieron las inevitables exclusiones de las universidades y de los colleges de puntos de vista demasiado reñi­ dos con el consenso que sostenía tanto la investigación como la educación. Mucho más fundamentales fueron quizás las exclusio­ nes del primer Renacimiento y del siglo XVII, por las cuales la astrología fue expulsada de la astronomía y los físicos aristotélicos excluidos de las investigaciones de la filosofía natural. Pero el uso de pruebas y prohibiciones religiosas, formales e informales, salva­ guardaron también esos acuerdos sobre el carácter de la formación moral y de la experiencia moral que están en la base de las inves­ tigaciones y la enseñanza de los filósofos morales y los teólogos, al excluir o al expulsar puntos de vista naturalistas y escépticos, como el de Hume, por una parte, y el entusiasmo anti-intelectual de los protestantes evangélicos radicales, como el de los Erskine, por otra. La forzosa exclusión de todo el pensamiento católico, moral, teológico o de otra índole, de tales universidades preliberales refle­ jó, sin duda, las exclusiones por parte de las universidades, colleges y seminarios católicos, exclusiones que proporcionaron algunas de las condiciones previas necesarias para el renacimiento tomista y, con ello, para la reapropiación de la empresa dialéctica del Aqui­ nate. En los Estados Unidos, las presiones formales e informales aseguraron que en los colleges de antes de la guerra no se nombrara nunca a ningún utilitarista no teológico para un puesto docente. En tercer lugar, una contrapartida de estas inevitables exclu­ siones fue la utilización de ascensos y promociones para asegurar que los defensores del consenso —incluyendo a aquellos que exten­ dían, corregían y mejoraban de alguna manera los criterios de justificación racional encarnados en é l- ocuparan las cátedras profesorales importantes. Desde este punto de vista, se prefirió con razón a Cleghorn frente a Hume para la cátedra de filosofía moral de Edimburgo. Sin embargo, es patente que tanto el ascenso de los que están de acuerdo, como la exclusión forzosa de los que disienten de manera demasiado radical, fueron políticas que, como todas las políticas humanas, tenían tendencia al error y al abuso, y a la consecuente injusticia. De vez en cuando se nombraron nulidades y, a veces, a quienes merecían el ascenso se les negó, tipos ambos

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de sucesos, sin embargo, que ocurren con cierta frecuencia en todo tipo de sistema conocido de educación superior. Mucho más seria fue la injusticia sistemática con grupos enteros, a cuyos miembros se excluyó de los colleges y de las universidades, del modo más notable a los judíos. Y es claro que por ello la universidad moderna preliberal se empobreció, además de sentar las bases para su sus­ titución por parte de la universidad moderna liberal, no sólo en Escocia y en los Estados Unidos, sino también en Alemania e Inglaterra, donde la historia de la universidad preliberal, diferente como esa, fue también tal que se encaminó resueltamente hacia su propia abolición. El liberalismo, al encaminarse hacia esa sustitución, apeló a dos series de premisas, la una verdadera y la otra falsa. Las premi­ sas verdaderas se referían a esas injusticias para con los individuos y los grupos de las que la universidad preliberal era ciertamente culpable. Las premisas falsas proponían la tesis de que la raciona­ lidad humana es tal y los métodos y procedimientos que ha ideado y en los que se ha encarnado son tales que, si se liberara de las constricciones externas y sobre todo, en particular, de las constric­ ciones impuestas por las pruebas religiosas y morales, produciría no sólo el progreso de la investigación, sino también el acuerdo entre todas las personas racionales respecto de lo que son las conclusiones justificadas racionalmente de dicha investigación. Desde este punto de vista liberal, fue simplemente un error soste­ ner que una condición preliminar de la investigación es, por fuerza, que haya un acuerdo previo, error resultante de las constricciones arbitrarias sobre la libertad de juicio. La subsiguiente historia de la universidad liberal ha sido la historia de una incensante confusión producida en parte funda­ mental por este error inicial. En las ciencias naturales, las políticas de exclusión forzosa, políticas calladas, informales, típicamente no establecidas, desconocidas e inadvertidas excepto para los sociólo­ gos de las ciencias, han proporcionado la base para que continúe una investigación fructífera. El éxito de las ciencias naturales ha conferido prestigio a la técnica como tal, y fuera de las ciencias naturales se ha dejado que el acuerdo sobre la técnica sustituya al acuerdo sobre los asuntos de fondo. Tanto en las humanidades como en las ciencias sociales, lo que puede reducirse a técnicas y procedimientos y a resultados derivados de la técnica y del proce­

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dimiento, ha gozado de su propia clase de rango, y en aquellas áreas, tales como la filosofía analítica, la lingüística y la economía, en las que se dan indudablemente usos fructíferos de la técnica, tales usos han venido acompañados a menudo de una simulación de la técnica en áreas en las que de hecho no tiene aplicación. Así, se ha concedido un lugar central a los valores, tanto de la genuina habilidad técnica como de sus simulacros. Allí donde la habilidad técnica, con su apariencia a menudo ilusoiia de libre acuerdo racional, es evidente que no tiene lugar, como, por ejemplo, en las cuestiones de interpretación literaria, la libre e ilimitada ausencia de acuerdo ha llegado a estar gradual­ mente a la orden del día. Y, en estas áreas, lo que puede observarse es un cambio de moda más bien que un progreso de la investiga­ ción. Pero la tolerancia institucional de desacuerdo ilimitado en­ cuentra, en las áreas de la moralidad y la teología, puntos de vista que, por su misma naturaleza, no pueden aceptar la indiferencia que presupone dicha tolerancia, puntos de vista que invitan a la desestimación más que a la tolerancia. Y, de este modo, tales puntos de vista tienen que ser desterrados, en el mejor de los casos, a los márgenes de las conversaciones internas de la universidad liberal. Para aquellas que requieren una resolución suficiente de los desacuerdos fundamentales en la moral y la teología, a fin de que pueda proseguir la investigación racional en esas áreas, la univer­ sidad liberal no puede proporcionar remedio alguno. Y al no proporcionar remedio alguno, ha excluido con éxito de su dominio a la investigación sustantiva moral y teológica. Podría pensarse, sin duda, que el reciente auge del interés por la ética aplicada y la provisión a gran escala de fondos para traba­ jar en ella en las universidades y los colleges, en particular en los Estados Unidos, proporciona un importante contraejemplo de los que estoy afirmando. Pues aquí parece haber un ejemplo de autén­ tica investigación moral, que florece en un medio en el que he señalado que eso no puede ocurrir. Pero interpretar así el auge de la ética aplicada sería un error. Nótese, ante todo, que sus campos de aplicación están todos dentro de los modos separados de la vida profesional de figuras tales como el médico, la enfermera, el con­ table, el abogado, el ejecutivo corporativo. Cada una de estas profesiones no puede prescindir de un código que defina el com­ portamiento apropiado tanto entre el profesional y el cliente, como

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entre el profesional y el profesional. La aguda necesidad sentida en los últimos veinte años de refundir estos códigos ha tenido dos fuentes distintas. La una es el grado de cambio de las cuestiones que requieren decisiones profesionales, en la medicina a menudo el resultado de la innovación tecnológica; la otra es la pobreza de la moralidad compartida de las sociedades liberales y pluralistas y su consecuente falta de recursos para proporcionar lo que han necesitado las profesiones. Sin embargo, no es sólo que la moralidad pública compartida de la modernidad ha demostrado carecer así de recursos. La filo­ sofía moral y sus correlatos teológicos, cuando han respondido al llamamiento de proporcionar respuestas a las cuestiones que plan­ tean los profesionales con inquietudes, rara vez han hecho más que reproducir en nuevas versiones, las inestables disputas frente a las cuales se han ido a pique sus propias empresas. Los teóricos de los derechos, los utilitaristas, los teóricos de la universabilidad, los contractualistas, y los múltiples representantes de varias combina­ ciones de estas posiciones, proponen cada uno de ellos sus propias soluciones mutuamente incompatibles a los problemas de cada profesión particular, aunque, en verdad, con un resultado notable­ mente diferente del obtenido en el seno de la misma filosofía moral. Pues en el ámbito de las cuestiones de la práctica profesio­ nal que afectan los problemas de acción inmediata, no puede permitirse caminar de manera inestable. De un modo y otro hay que formular los códigos, hay que tomar las decisiones, hay que resolver los dilemas, con justificación racional o sin ella. De aquí que, en este ámbito, lo que de hecho es un debate intelectual sin concluir, da por resultado, sin embargo, la resolución práctica de problemas, resolución cuya arbitrariedad tiene por función encu­ brir tanto la retórica filosófica como la profesional. El destino de la ética aplicada contemporánea confirma, pues, más que refuta la tesis de que es estéril la investigación moral que no presuponga cierto tipo de acuerdos previos. Y como la diversi­ dad moral de la sociedad contemporánea y los presupuestos de la universidad liberal se combinan para hacer imposibles tales acuer­ dos, no es sorprendente que la filosofía moral haya ido perdiendo su relativa importancia dentro del plan de estudios modernos. En la universidad preliberal escocesa y americana, la filosofía moral fue. de modo característico, la disciplina que proporcionó al plan

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de estudios su piedra angular, al suministrar la razón fundamental del todo, además de completar dicho todo. Así, no son tan sólo las irrupciones de la especialización las que son responsables de la desunión del plan de estudios; el destronamiento de la filosofía moral, al igual que el destronamiento de la teología en una época anterior, habría privado en cualquier caso al plan de estudios de todo principio de ordenación que no fuera pragmático. Pero esta pérdida de orden ha tenido dos consecuencias posteriores impor­ tantes. En la medida en que el plan de estudios, tanto respecto de la investigación como respecto de la enseñanza, no es ya un todo, no puede plantearse la cuestión de proporcionar una justificación racional de la existencia continuada y del florecimiento de ese todo, de la universidad como ese todo que fue una vez, bien bajo la forma de la universidad preliberal moderna, bien bajo la de sus predecesores renacentistas y medievales. Y en la medida en que la universidad como institución sólo podría justificarse por la apela­ ción a cierta comprensión racional específica de cómo han de ordenarse los bienes humanos y del lugar que ocupan en esa ordenación los bienes de la investigación, la ausencia de la univer­ sidad de toda forma de investigación racional que proporcione tal comprensión sistemática de cómo han de ordenarse los bienes, priva inevitablemente a la universidad de toda respuesta adecuada a sus críticos externos. De aquí que el fracaso de las universidades y los colleges en proporcionar tal respuesta no sea un fracaso de los individuos. La vacuidad y trivialidad de mucha de la retórica de la academia oficial es un síntoma de un desorden mucho más profundo. Lo que estaría supuesto en el enfrentamiento con ese desorden puede quizás sacarse a la luz del mejor modo, considerando la insuficiencia de aun el remedio más plausible propuesto hasta el momento, cuando se ha hablado desde una posición de autoridad. Se ha sostenido que lo que necesitamos, por lo menos en lo que se refiere a la enseñanza, es un plan de estudios que satisfaga tres condiciones. Debe proporcionar a los estudiantes no una colección fortuita de temas y materias que estudiar, sino algo estructurado y ordenado de manera inteligente. Debe poner en contacto a los estudiantes con lo mejor de lo que se ha dicho, escrito y hecho en las culturas pasadas de las que somos, por otra parte, los herederos

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desheredados. Y, al hacer esto, debe devolvérseles un sentido de relación con aquellas tradiciones culturales pasadas, de modo que puedan entender lo que ellos mismos dicen, escriben y hacen a la luz proporcionada por esa relación. William J. Bennett, Alan Bloom y otros han propuesto versiones diferentes y rivales del proyecto de reordenación del plan de estudios según estas condi­ ciones, pero como mi disputa se refiere a lo que estas versiones tienen en común, no necesito examinar sus diferencias. Sólo nece­ sito atender a lo que comparten: sobre todo, en particular, a la prescripción de que el núcleo del plan de estudios debería ser el estudio de grandes libros, a tenor de una lista que, según es típico, comienza con Homero, Sófocles, Platón y Euclides, incluye algu­ nos textos bíblicos y a Agustín, y luego quizás, pasando por un poco de Chaucer, dos obras de Shakespeare, el Discourse de Des­ cartes y el Essay de Locke, los Principia de Newton, el Candide de Voltaire, una novela de Jane Austen, las odas de Keats, el On Liberty de Mili y el Huckleberry Finn, y recorre todo el camino hasta cualesquiera textos más recientes que se juzgan dignos de un lugar en esta particular sala de la fama. No se trata, como es claro, de que estos textos no sean lecturas importantes para cualquiera que pretenda ser culto. Se trata, más bien, de que hay modos sistemáticamente diferentes e incompati­ bles de leer y de apropiarse dichos textos y que, hasta que no se hayan resuelto los problemas de cómo han de leerse, tales listas no alcanzan el estatuto de una propuesta concreta. O para decir lo mismo de otro modo: los que proponen este tipo de plan de estudios centrado en los Grandes Libros lo defienden a menudo como un modo de devolvernos a nosotros y a nuestros estudiantes lo que llaman nuestra tradición cultural; pero en realidad somos los herederos, si es esta la palabra adecuada, de varias tradiciones rivales e incompatibles y no hay modo ni de seleccionar una lista de libros que leer, ni de proporner una determinada explicación de cómo hay que leerlos, interpretarlos y dilucidarlos, que no impli­ que una toma de postura partidista en el conflicto de las tradi­ ciones. Se hallan supuestos dos niveles de conflicto. En uno tenemos que dar el reconocimiento debido a los conflictos del pasado den­ tro de las cultural y entre ellas: la homérica contra la platónica, la judaica contra la cristiana, la bíblica contra la clásica, la aristotélica

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contra la agustiniana, la de la Ilustración contra la cristiana, y dentro de cada uno de estos antagonismos han de encontrarse una serie de desacuerdos subordinados. Los textos han de leerse unos contra otros, si es que no queremos leerlos de manera tergiversada, y no hay ningún modo de leerlos en función de los conflictos en los que toman parte independientemente de la participación del lector en esos mismos conflictos o, al menos, en los conflictos análogos del presente. No obstante, no podemos establecer qué conflictos del presen­ te reproducen qué conflictos del pasado y, en verdad, no podemos caracterizar esos mismos conflictos del pasado de un modo que sea adecuado para hacernos capaces de entender lo que estaba en cuestión en ellos, y que a menudo todavía lo está, hasta que no nos hayamos enfrentado con otra serie de conflictos, a saber: los que se dan entre las interpretaciones sistemáticas del pasado y de su relación con el presente, interpretaciones que se encarnan y se justifican en función de las tres versiones de la investigación moral de las que me he ocupado: la que se presenta en las grandes enciclopedias de las Ilustraciones de los siglos x v m y XIX, que culmina en la Novena Edición de la Britannica; esa modalidad genealógica nietzscheana y posnietzscheana que socavó la Weltanschauung moral e intelectual de los enciclopedistas de tal manera que hizo que no fuera ya racionalmente defendible, aunque le dejó su lugar en la comunidad universitaria como conjunto de presu­ puestos de fondo ya no mantenidos por completo y que no hay que articular de forma explícita, conjunto de proposiciones en las que casi se cree, aunque no del todo, y que informan todavía de varias maneras importantes tanto el plan de estudios académicos como los modos de enseñanza y de investigación; y la empresa dialéctica informada por la tradición tomista, que es rechazada tanto por el enciclopedista como por el genealogista, pero de la que surgen argumentos de importancia crucial, ya que los fracasos y las inco­ herencias de la enciclopedia y de la genealogía, tal como resultan al ser juzgados según sus propios criterios, aun cuando no se reconozca, sólo se pueden explicar de forma adecuada desde den­ tro de una estructura tomista. La lectura de los textos sería sistemáticamente diferente desde cada uno de estos puntos de vista opuestos y sería correspondien­ temente distinto el modo de apropiación del pasado en función de

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la selección, la aceptación y el rechazo. No se puede disponer ni nunca se pudo disponer de un único modo neutral para semejante apropiación y creer que lo hubo fue, en verdad, una de las ilusiones del parecer enciclopedista, ilusión señalada por Flaubert en Bou­ vard y Pécuchet. Considérese cuánto aparece en juego en el con­ flicto entre estas concepciones opuestas y rivales: hay, ante todo, una serie de temas que se refieren a la verdad y al ser, en los que una comprensión aristotélica y tomista analógicamente ordenada de ellos se enfrenta con el perspectivismo nietzscheano; hay con­ cepciones diferentes e incompatibles del yo, de su lugar dentro de las comunidades y de su identidad y responsabilidad; hay narracio­ nes rivales sobre el modo en que actúa el yo, sea reconociendo su telos, sea escrutando y desacreditando toda noción de telos; e inseparables de estos tres temas, tan importantes en su propio derecho, hay concepciones rivales de los bienes humanos, de cómo están ordenados y de si lo están. Así, tendremos que leer los textos a los que se ha hecho sitio en nuestro plan de estudios, desde cualquiera de esos puntos de vista que nosotros, como lectores, tomemos en estos conflictos sistemáticos, además de ver cómo contribuyen los textos mismos a esos mismos conflictos. Lo que estoy indicando es, pues, que todo intento de revivir y restablecer un plan de estudios en el que la justificación racional recibiera lo debido, nos volvería a llevar a los conflictos de los que me he ocupado en estas conferencias, conflictos a los que, como he defendido, se les niega una suficiente articulación dentro de las estructuras de la universidad liberal. Sin embargo, si tengo razón, ese elemento de la universidad liberal que impide que ésta reco­ nozca los desafíos sistemáticos a sus creencias y supuestos, que presenta tanto la genealogía nietzscheana como la tradición tomis­ ta, es también el que le impide justificarse frente sus recientes críticos externos. De aquí que la universidad contemporánea sólo pueda quizás defender eso de sí misma que la hace auténticamente una universidad admitiendo que estos conflictos tengan un lugar central tanto en sus investigaciones como en su plan de estudios de enseñanza. ¿Qué clase de cambio supondría esto? La universidad moderna preliberal era una universidad de acuerdos forzosos y obligados. La universidad liberal aspiró a ser una universidad de acuerdos libres y de ahí su abolición de las pruebas y las exclusiones morales y religiosas, y de ahí también,

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como he sostenido, su presente estado de peligro. Los reformado­ res tales como los que proponen alguna versión de un plan de estudios basado en los Grandes Libros, desatienden el carácter fundamental de nuestros desacuerdos y conflictos presentes, supo­ niendo posibilidades de acuerdo de una clase que no existe en este momento. ¿Qué es, pues, posible? La respuesta es: la universidad como un lugar de desacuerdo obligado, de impuesta participación en el conflicto, en el que una responsabilidad central de la educa­ ción superior sería iniciar a los estudiantes en el conflicto. En tal universidad, cada uno de los que se dedican a enseñar y a investi­ gar tendría que desempeñar un doble papel. Pues, por una parte, cada uno de nosotros estaría participando en el conflicto como representante de un punto de vista particular, ocupado por ello en dos tareas distintas, aunque relacionadas. La primera de ellas sería hacer avanzar la investigación desde dentro de ese particular punto de vista, manteniendo y transformando los acuerdos iniciales con aquellos que comparten dicho punto de vista y articulando de este modo, a través de la investigación moral y teológica, una estructura dentro de la cual las partes del plan de estudios pudieran llegar a ser otra vez partes de un todo. La segunda tarea sería entrar en controversia con otros pareceres rivales, haciendo esto tanto para mostrar lo que está equivocado en ese parecer rival, a la luz proporcionada por nuestro propio punto de vista, como para poner a prueba una y otra vez las tesis centrales propuestas desde nuestro propio punto de vista, frente a las más fuertes objeciones posibles contra ellas que se deriven del punto de vista de nuestro oponente. Así, la controversia llevada sistemáticamente contribuiría, a su vez, a la investigación moral y teológica llevada sistemáticamente, y daría forma, además, a esa enseñanza en la cual los estudiantes han sido iniciados tanto en la investigación como en la controversia. Por otra parte, cada uno de nosotros tendría que desempeñar también un segundo papel, no el de partidario, sino el de alguien ocupado en apoyar y ordenar los continuos conflictos, en propor­ cionar y mantener medios institucionalizados para su expresión, en negociar los modos de encuentro entre los adversarios, en asegurar que las voces rivales no sean suprimidas de forma ilegítima, en sostener a la universidad, no como una arena de neutral objetivi­ dad, como en la universidad liberal —ya que cada uno de los puntos de vista opuestos iría a proponer su propia explicación partidista

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de la naturaleza y la función de la objetividad— sino como una arena de conflicto en la que se otorgara reconocimiento al tipo más fundamental de desacuerdo moral y teológico. Una responsabilidad en el cumplimiento de los deberes de este segundo papel sería asegurar que el reconocimiento del conflicto y el desacuerdo no nos hace ciegos a la importancia de aquellas grandes áreas de acuerdo, sin las cuales el mismo conflicto y el mismo desacuerdo serían necesariamente estériles. Así, por ejem­ plo, aunque no cabe leer ningún texto sin que surjan posibilidades rivales de interpretación, ni cabe enseñar ningún texto sin que ciertas posibilidades interpretativas resulten favorecidas frente a otras, no se sigue y no es verdadero que no se pueda enseñar a los estudiantes a leer de forma escrupulosa y cuidadosa, para que tomen posesión de un texto de un modo que les permita llegar a juicios interpretativos diferentes, de tal forma que de vez en cuan­ do puedan protegerse a sí mismos contra una aceptación demasia­ do fácil —o, en verdad, un rechazo demasiado fácil— de las inter­ pretaciones de sus maestros. Y los partidarios de concepciones rivales y opuestas, deben ser capaces de ponerse de acuerdo sobre la importancia de enseñar a los estudiantes a leer de esta manera, aunque sólo sea porque sólo por medio de tal lectura esos intérpre­ tes rivales pueden establecer sobre qué discrepan. Es menester decir mucho más, sin duda, tanto sobre los acuer­ dos como sobre los desacuerdos que serían necesarios en el tipo de universidad que he concebido. Pero incluso un bosquejo tan escue­ to pide una respuesta obvia: usted ha imaginado, en verdad, una opción frente a la universidad liberal, pero esto no es más que una fantasía, un país de los sueños académico, algo incapaz de existen­ cia. A lo cual se debe contestar: lo que he imaginado ha existido ya al menos una vez. Pues lo que he imaginado no es, después de todo, nada más que una versión del siglo XX de la universidad del siglo XIII, especialmente la Universidad de París, la universidad en la que tanto los agustinianos como los aristotélicos llevaron sus propias investigaciones sistemáticas al mismo tiempo que tomaban parte en la controversia sistemática. Lo que semejante controversia requiere ahora no es sólo un restablecimiento del vínculo entre la conferencia y la dispuesta, sino también un reconocimiento de que el conferenciante habla, no con la voz de una única razón con autoridad reconocida, sino con la de alguien comprometido con

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cierto punto de vista partidista particular. La conferencia, tal como la hemos heredado a partir de fines del siglo XIX, es un género en el que es caractrístico que el conferenciante pida el asentimiento de su auditorio a sus proposiciones y argumentos. Pero, en la universidad así reconsiderada, una tarea central del conferencian­ te, cuando se ocupe de alguna manera de temas de justificación racional —de la forma más obvia en la investigación moral y teoló­ gica, pero también en otras partes—, será tanto el obtener el disen­ timiento de gran parte de su auditorio al menos, como el explicar­ les por qué estarán obligados a disentir y qué es lo que en sus circunstancias asegura esta disensión. De este modo, desde un punto de vista genealógico, lo que se necesita es cierta manera de poner en condiciones, a los miembros de un auditorio, de mirarse a sí mismos desde una distancia irónica y, al separarse así de sí mismos, abrir la posibilidad de una toma de conciencia de aquellas fisuras dentro del yo sobre las cuales trata el discurso genealógico y a las cuales se dirige. Pero, al conseguir esto, el genealogista no puede evitar que su auditorio se plantee la cuestión de qué máscara o máscaras lleva puestas, ha llevado o llevará el conferenciante. Así, la conferencia se transfor­ mará quizás en un teatro de la inteligencia —o se abandonará quizás a cambio de un teatro de la inteligencia—, teatro que, a su vez, requiere el comentario crítico tanto por parte de sus partida­ rios como por parte de sus oponentes. Y entre los propósitos a los que han de servir tanto el teatro como el comentario genealógico, estará el socavamiento de todas las formas tradicionales de autori­ dad, incluyendo la autoridad del conferenciante. A diferencia de ello, la contribución tomista a la recreación de la universidad como un lugar de desacuerdo obligado supondría mucho más que un restablecimiento de las formas del siglo XIII, aun cuando con el contenido del siglo XX. Pues, para reencarnar esta particular tradición, es necesario no sólo releer los textos que constituyen esa tradición, sino hacerlo de una manera que asegure que los textos ponen en cuestión al lector tanto como el lector a los textos. A] llegar a entenderse a sí mismo a la luz proporcionada por esos textos, el lector llega también a entender las diferentes clases de autoridad que poseen los diferentes tipos de textos. Y a lograr esto es a lo que están destinadas las conferencias como comentario y la conferencia como prólogo de la disputa.

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Ciertamente, el repertorio de textos no sería el mismo en el siglo XX que en el XIII, aun cuando las Escrituras y Agustín, Platón y Aristóteles desempeñaran todavía el mismo papel esencial. En primer lugar, los autores que leyeron y enseñaron Tomás de Aquino y sus contemporáneos no incluyeron y no podían incluir a Tomás de Aquino y a sus contemporáneos. Y, además, una tradi­ ción se constituye parcialmente no sólo por aquellos textos que ejemplifican, proponen, corrigen y defienden sus doctrinas centra­ les, sino también por aquellos textos que, gracias a su crítica hostil, ponen a los partidarios de dicha tradición en disposición de com­ prender mejor sus propias posiciones, de identificar aquellos pro­ blemas y aquellos temas frente a los cuales han de ponerse ahora a prueba las tesis de su tradición, y de los cuales, dicho con más generalidad, han de aprender ahora esas tesis. Saber cómo leer de modo antagónico sin que ni uno mismo ni su oponente quede frustrado por no aprender del encuentro, es una habilidad sin la cual no puede florecer tradición alguna. No obstante, si dentro de una y la misma arena universitaria hubieran de desarrollarse modos de enseñanza y aprendizaje de la investigación de estas formas tan diferentes, de manera que no sólo compitiera tesis contra tesis y argumento contra argumento, sino género contra género, la subversión de la autoridad contra la recreación de la autoridad, ¿cómo podría conseguir la universidad una conversación auténticamente compartida? De seguro se pro­ duciría una serie de universidades rivales, cada una modelada sobre su mejor predecesora propia, aunque perfeccionándola: la tomista quizás sobre la de París de 1272, la genealogista sobre la de Vincennes de 1968. Y, de este modo, la sociedad más amplia se vería confrontada con las pretensiones de universidades rivales, cada una de ellas proponiendo sus propias investigaciones en sus propios términos, y obteniendo cada una el tipo de acuerdo nece­ sario para asegurar el progreso y el florecimiento de sus investiga­ ciones mediante su propia serie de exclusiones y prohibiciones, formales e informales. Pero entonces se requeriría también que hubiera una serie de foros institucionalizados en los que se diera expresión retórica al debate entre los tipos rivales de investigación. Anteriormente en la argumentación anticipé la acusación de utopismo dirigida contra estas modestas propuestas, y ahora debe de parecer que mi respuesta a esa acusación, al ampliar el conte-

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nido de lo que ha de ser una universidad posliberal de desacuerdos obligados, ha mostrado de manera concluyente que el cargo no se puede rechazar. La distancia entre estas realidades políticas, socia­ les y culturales presentes que han dejado a la universidad liberal tan desamparada frente a sus críticos externos, y lo que habría de ocurrir si la universidad hubierq de plantear la cuestión de su propia justificación a una nueva luz, al proporcionar un lugar de encuentro sistemático de puntos de vista rivales interesados por la justificación moral y teológica, debe de parecer una distancia de­ masiado grande para ser atravesada realmente. El cargo de utopismo, según ha de parecer, no se puede eludir. N o estoy dispuesto a rechazar esto, excepto sólo si se entiende que el cargo de utopismo, al menos a veces, tiene un significado muy diferente del que convencionalmente se le atribuye. Los más propensos a acusar a otros de utopismo son, por lo general, aque­ llos hombres y mujeres de negocios que se enorgullecen de su realismo pragmático, que buscan los resultados inmediatos, que quieren que la relación entre la inversión presente y el rendimiento futuro sea predecible y mensurable, y esto es tanto como decir que sea cuestión de corto esfuerzo, y aun del más corto esfuerzo. Son los enemigos de lo incalculable, los escépoticos sobre todas las expectativas que exceden lo que ellos consideran que es la firme evidencia, los deliberadores miopes que se felicitan por las limita­ ciones de su visión. ¿Quiénes fueron sus predecesores? Se incluyen entre ellos a los magistrados del siglo IV de los tipos de ciudad desordenada que describió Platón en el libro VII! de la República, a los funcionarios que intentaron mantener el Imperio Romano pagano en la época de Agustín, a los protoburócratas del siglo XVI que siguieron cumpliendo obedientemetne el mandato poco escrupuloso de Enrique VIII, mientras que Tomás Moro segúa con firmeza el curso que le condujo al caldaso. Lo que estos ejemplos indican es que el abismo entre la Utopía y la realidad social corriente puede proporcionar a veces una medida, no de la falta de justificación de la Utopía, sino, más bien, del grado en que aquellos que no sólo viven en la realidad social contemporánea, sino que insisten en ver tan sólo lo que ella les permite ver, y en aprender lo que ella les permite aprender, no pueden ni aun reconocer los problemas que se inscribirán en sus epitafios, por no decir enfrentarse con ellos. Puede ser, por ello,

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que el cargo de utopismo se entienda mejor como un síntoma del estado de quienes lo hacen, que como una crítica de los proyectos contra los que se dirige. Si son así las cosas en la universidad contemporánea occiden­ tal, como creo que son, entonces resulta evidente que el encuentro entre esos tipos rivales de investigación de los que me he ocupado en estas conferencias, tiene inevitablemente una dimensión políti­ ca. Pues el grado en que es difícil prever la reestructuración de la universidad para hacer que, el debate sistemático sobre los crite­ rios de justificación racional entre puntos de vista tales como el genealógico y el tomista, sea una preocupación central de nuestra vida cultural y social compartida, es también el grado en que las estructuras de la sociedad presente se han eximido y se han prote­ gido de ser puestas en cuestión por semejante investigación inte­ lectual y moral sistemática. Lo que se acepta como los criterios de jacto de justificación argumentativa en los foros establecidos de la negociación política y burocrática, se han protegido ahora, en un grado notable, contra el desafío subversivo, porque la legitimidad de todo desafío particular se mide por esos mismísimos criterios. Los estudiantes radicales de fines de los años sesenta y de principios de los setenta no lograron entender muchas cosas, y su propia pobreza intelectual reflejó la pobreza intelectual de mucho, si no todo, de aquello contra lo cual se rebelaron. Pero habían entendido esto y quienes los vencieron por el uso del poder político y del académico, en su mayor parte, no logran todavía entenderlo. El rechazo de la universidad liberal que señaló la revuelta de los años sesenta fue una respuesta a la esterilidad de una universidad que se ha privado a sí misma de la investigación moral sustantiva, esterilidad que ya diagnosticaron en el siglo XIX Nietzsche y sus sucesores de una manera, y Joseph Kleutgen y los pensadores del renacimiento tomista de otra. Que tales críticas filosóficas no pue­ den oírse todavía de una manera auténtica y sistemática en los foros centrales de nuestro orden cultural y social es un indicio, no de su insignificancia, sino, más bien, de la importancia de la tarea que ahora se nos impone: la de tratar continuamente de idear nuevos modos que permitan que estas voces se oigan.

ÍNDICE ONOMÁSTICO

A belardo, P„ 123-126, 129, 147, 202. A bram s, M. H., 91. A cton, lord, 204. A dam son, R obert, 45. Adler, M ortim er J., 86. Agustín, 98, 99, 115-139, 141-165, 178, 192193, 202, 243, 249, 250, 259, 287, 288. Alano de Lila, 129-130. A lberto M agno, 152, 172, 212. A m brosio, 120. Anselm o, 130, 202,250. A quino, Tom ás de, 89, 91, 93, 99, 103-114, 150, 152-153, 156, 158165, 1 6 6 -1 9 0 , 1 9 2 -2 0 0 , 2 0 2 , 2 0 5 -2 1 4 , 219, 221, 2 2 8 , 2 4 3 , 244-246, 255, 271-272, 287. A ristóteles, 27, 56, 88, 91-92, 110, 121, 122, 125, 136, 139, 141-165, 178-180, 182, 193, 194, 197-198, 199, 200-201, 208, 221, 243, 250, 287. Averroes, 141-143, 164, 194. Avicena, 164, 194.

Bacon, F., 202. Bachelard, G astón, 4 2,50 , 80, 82, 156, 161. Barth, K arl, 34. Baynes, T hom as Spencer, 43-49, 225, 269. Bennett, W illiam J., 253, 281. Bentham , J., 202. Bergson, H enri, 258, 265. Berkeley, G eorge, 133, 134. B ernardo de Claraval, 120, 125, 147. Black, Joseph, 275. Blanchot, M aurice, 263. Bloom, A lan, 281. Bloom, H arold, 29. Boecio, 121, 122. B oerhaave, Herm ann, 220. Boler, John F., 196. Boyle, Leonard, 207. Brown, Peter, 116. B uenaventura, 149, 155. Bultm ann, R udolph, 34. B urckhardt, Jacob, 69. Buridano, Juan, 207. Butler, Joseph, 221, 248.

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TRES VERSIONES RIVALES DE LA ÉTICA

Caird, Edw ard, 34, 49. Cam pbell, George, 275. C aputo, John D„ 211, 212, 214. C ayetano, 107, 192. Cicerón, 117, 120, 209. C leghorn, W illiam , 276. C lerk M axwell, J., 44, 56. Clerke, Agnes M ary, 46-47. Cohén, H erm ann, 73. Condillac, Étienne Bonnot de, 101. Cook, Jam es, 229. C opérnico, Nicolás, 201. C opleston, Frederick, 189. Cornoldi, G iovanni, 108. Croce, Benedetto, 189. Cullen, W illiam, 275. Chenu, M. D ., 121. D ’A lem bert, Jean le Rond, 202, 220, 240, 267. D 'A rcy, Eric, 174. D ante, 92, 1 13-114, 184-187, 190, 208, 253. D anto, A rthur, 64, 66. D arwin, Charles, 56. Davidson, Donald, 151, 161,217. Davie, G eorge Eider, 26. De Jaucourt, Louis, 220-221, 222, 240. De M an, Paul, 173, 257, 260-264. Deleuze, Gilíes, 25, 65-66, 67, 77, 98, 256-258, 260, 263, 265. D errida, Jacques, 75. D escartes, René, 88-90, 92, 96, 107, 133, 134, 146, 202. D ew ey, John, 34. Dezza, Paolo, 104. D iderot, Denis, 202, 220, 222, 240, 267. D odds, E. R., 91. D om ingo, 255. Dum ézil, G eorges, 81. D unbar, 26. Duns Escoto, 194-199, 258.

Eckhart, M aestro, 210-212, 214. Eco, U m berto, 134. Enrique VIII, 289. Erskine, Ebenezer, 276. E rskine, R alph, 276. Federico II, 185-187,253,255. Ferguson, A dam , 275. Ferruolo, Stephen C., 133. Feyerabend, Paul, 156-158, 161. Flaubert, G utave, 253, 258, 283. Flew, Antony, 248. F lint, R obert, 48-50, 98, 100. Foucault, M ichel, 25, 50, 76, 78-85, 254, 256-260, 263-264, 265, 270273. Fraser, A., 34. Frazer, J. G„ 47, 49, 224-225, 228. Frege, G ottlob, 123. Galileo, 27, 156-158, 201. G arrigou-Lagrange, Reginald, 25. G eorge, Stefan, 189. G ifford, Adam, 24, 26, 33-58, 59-61, 6 8 ,6 9 ,7 1 ,7 4 , 89,96, 137-138, 191, 204, 224, 268, 269, 272. G ifford, John, 39. Gilson, Étienne, 34, 109. G ioberti, Vicenzo, 103. G rabm ann, M artin, 109. G ram sci, A ntonio, 189. G ranier, Jean, 66. G regory, D avid, 275. G risez, G erm aine, 174. G rosrichard, Alain, 83. G uattari, Félix, 98. G uillerm o de Alvernia, 172. G uillerm o de Auxerre, 172. G uillerm o de Conches, 121. G uillerm o de Cham peaux, 124, 136. G uillerm o de la M are, 196. G ünther, Antón, 104.

IN D IC E ON OM ÁSTICO

H aberm as, J., 75. Hacking, Ian, 80. H aldane, R. B., 49. H am ilton, sir W illiam, 42, 43. H arnack, A dolf von, 73. H artm an, G eoffrey, 262. H egel, G eorg Wilhelm Friedrich, 210. H eidegger, M artin, 38, 75, 103, 211, 260. H obbes,T hom as, 56, 202. H ugo de San Víctor, 120, 129-130, 131-132, 138, 171, 200. H uizinga, J., 213. H um boldt, Friedrich von, 46. H um boldt, W ilhelm K arl von, 47. H um e, D avid, 26, 42, 175, 265, 276. H utcheson, Francis, 275. H utchins, R obert, 253. Huxley, T. H „ 44, 46. H yppolite, Jean, 79, 271. Inés, 255. Inglis, John, 40. Ingram , J. Kells, 45. Jaki, Stanley L., 39. Jam es, William, 34. Jaspers, K arl, 77. Jerónim o, 121. Juan de Salisbury, 125. Juan de Santo Tom ás, 192. Ju a n XXII (papa), 212. K am eham eha II, 232. K ant, Im m anuel, 42, 56, 64, 70, 73, 88, 95, 102-103, 107, 175, 198, 221-222, 234, 243, 261, 264, 276. K atz, J. J„ 135. K ierkegaard, Soren, 101, 185. K leutgen, Joseph, 89, 99, 103, 105108, 109, 289. Knight, William, 40. K ofm an, Sarah, 66. K uhn.T hom as, 42, 50, 80, 82, 156, 161.

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Latini, B runetto, 186-187. León XIII (Vicenzo G ioacchino Pecci), 25, 51, 104-105. Liberatore, M atteo, 104-105. L indsay,T . M ., 103. Locke, John, 202, 248. Lucrecio, 265. Lutero, M artín, 138, 182. M acBeath, A., 34. M acdougall, Patrick Cam pbell, 40-41. M adison, Jam es, 275. M aim ónides, M oses, 141-143, 164. M aitland, Frederic W illiam, 204. M andonnet, Pierre, 109, 149. M annheim , K arl, 189. M arcel, G abriel, 34. M aréchal, Joseph, 108. M aritain, Jacques, 108, 174, 258. M cLaurin, C olin, 275. M ead, M argaret, 225. Mili, John S tuart, 42, 70, 202. M iller, Jacques Alain, 83. M oro, T om ás, 288. M uller, F. M ax., 34, 41, 49, 54. N eedm an, Rodney, 227. Neham as, A lexander, 64. Newm an, John Henry, 101. N ewton, Isaac, 27, 156-157. Nietzsche, Friedrich, 25, 51, 57, 6 1-79, 83, 8 5 ,9 1 ,9 2 ,9 7 ,9 8 ,1 3 3 -1 3 4 , 138, 186-187, 189-190, 202, 238, 243, 253, 254, 260-263, 265, 270, 273, 289. N orris, C hristopher, 262. Occam, G uillerm o de, 205, 208. Pablo, 127. Parfit, D erek, 247-248. Pecci, Giuseppe, 104. Pecci, Vicenzo, G ioacchino. vid. León X III

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TRES V ERSION ES RIVALES DE LA ÉTICA

Pfleiderer, Otto, 33. Platón, 56, 88, 90-92, 94, 110, 115-117, 120, 121, 124, 136, 158, 182, 192-193, 197, 213, 221, 243, 249, 250, 259, 264, 287, 288. Plotino, 117, 136, 193. Polanyi, Michael, 50. Porfirio, 134. Price, Richard, 221. Prongle-Pattison, A. S. (Andrew Seth), 49, 100, 103. Protágoras, 71. Ptolom eo, 2 01. Quine, W. V., 247. R ahner, K arl, 103. Ranke, Leopold von, 73. Reid, James S., 61. Reid, Thom as, 42, 221,275. Richards, I. A., 29. Ritschl, Friedrich Wilhelm, 61-62. Robertson Smith, sir William, 40-41, 43, 54, 225-229, 240, 242, 269, 275. Roensch, Frederick J., 207. Rohde, Erwin, 62. Rosm ini Serbati, A ntonio, 101-103. Ross, M artin, 47. Ross, W. D„ 34. Rousseau, Jean-Jacques, 202. Rousselot, Jean-Pierre, 108. Royce, Josiah, 34. Sahlins, M arshall, 229, 231. Salustio, 117. Sartre, Jean-Paul, 128. Sayce, A. H„ 47, 50. Séneca, 121. Seth, Andrew vid. A . S . PringlePattison S idgw ick, H en ry , 4 8 , 55-56, 111, 223-224, 228, 233-240, 242. Sigerio de Brabante, 149. Simón, Yves, 25.

Smalley, Beryl, 132. Sm ith, Adam, 59, 275. Sócrates, 70,71, 88-89, 9 0 ,9 1 ,9 3 ,1 1 0 , 120, 192, 239, 243, 250, 259. Somerville, Edith, 47. Sordi, Serafino, 104-105. Sorley, W. R„ 34. Spinoza, Benedict de, 49, 56, 96, 258, 265. Steiner, Franz, 54-55, 225, 227, 233. Stern, J. P., 64. Stew art, Dugald, 26, 42, 221, 222, 275. Stirling, J. H „ 33. Suárez, Francisco, 105-107, 210. Sutton, Thom as, 206-207. T aine, Hippolyte, 69. T aparelli d’Azeglio, Luigi, 104-105. Taylor, A. E., 34. T em pier, Esteban, 148, 194. Thiselten-Dyer, W. T., 44. Tolstoi, León, 128. Tylor, Edward Burnett, 48, 49, 54, 56, 225, 228, 242. Usener, H erm án, 62. Valeri, Valerio, 229-230. V an Steenberghen, F„ 109, 144. Vinci, Leonardo da, 187-188. Virgilio, 117. V itoria, Francisco de, 210. W allace, William, 88. W ard, Jam es, 50. W eisheipl, Jam es A., 109. W iggins, David, 91. W ilam owitz-M oelliendorf, Ulrich, 62. W ilde, Oscar, 76. W itherspoon, John, 275. W ittgenstein, Ludwig, 38, 135.