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Spanish Pages 114 Year 1966
La barra de los tres golpes (Estudiantina)
Alberto Mario Caletti PlanetaLibro.net
Agradecemos a la Familia Caletti y a la editorial MACCHI la autorización para la publicación de este libro digitalmente. 21/9/2001 Lic. Reinaldo Ruiz. Docente de informática de la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini"
INVITACION A LA LECTURA El doctor Alberto Mario Caletti, autor de La barra de los tres golpes, no es un profesional de las letras. Universitario de fino espíritu, de vasta cultura, de claro pensar en el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, ha ejercido altas funciones públicas y privadas con autoridad y, sobre todo, con una proverbial rectitud de conducta que justifica su presidencia del Colegio de Graduados en Ciencias Económicas y su ejercicio al frente de la Dirección General Impositiva de la Nación. No obstante esta especialización y sus múltiples responsabilidades, el doctor Caletti dedica el otium divos al estudio de temas de la vida estudiantil. Y, en una breve tregua, ha reconstruido su "juvenilia" para propia complacencia y para ofrecerle a los jóvenes de hoy un eco de sus días escolares entendiendo que cada hora tiene su quehacer y que las nuevas generaciones necesitan informarse sobre los hechos de sus precedentes para formar conciencia de la continuidad histórica y comprender que las ideas circulan a lo largo del tiempo y no constituyen creación exclusiva de algunos pedantes que pretenden difundir viejos programas como si fueran originales. "Decía Goethe según Ortega- que no podía estimar a un hombre que no llevase un diario de sus jornadas". Quizás hoy esto parezca exagerado. Quizás en el rodar de los años vaya destiñéndose la menudencia de cada día. En cambio, sobrevive lo que hay de humano, o sea, de permanente en el trasfondo de la crónica como lo prueba la perdurabilidad de tantos recuerdos tejidos más para fijar los rasgos de una personalidad o la obra viva de una época, que para instrumentar lo circunstancial. Bien conocido es el interés suscitado por esas memorias que rezuman los verdes años de hombres representativos. Sin olvidar del todo ciertas reminiscencias clásicas a lo Quevedo, a lo Rousseau, a lo Chateaubriand, a lo Dickens, a lo Michelet, a lo Renán, en nuestro tiempo han tenido, o continúan teniendo, atracción las aventuras de infancia y mocedad narradas por France, Gorki, Hughes, Rolland, y muchas otras plumas ilustres, como siguen leyéndose las de autores hispano hablantes: Mesorero, Zorrilla, Unamuno, Ramón y Cajal, Palacio Valdés, Azorín, Sarmiento, y más precisamente, "estudiantinas" tales Los recuerdos del viejo Colegio Nacional de Buenos Aires de Federico Tobal y la inexhausto Juvenilia de Cané, siempre actual, inspiradora de otras evocaciones colegiales dispersas entre las páginas de escritores formados en los mismos claustros: Podestá, Larreta, Pico, Güiraldes, Fernández Moreno, Escardó. Estas remembranzas atraen por su valor autobiográfico, pero resultan más significativas cuando la memoria no se circunscribe al propio autor, sino que abarca un grupo, un equipo, un conjunto de coetáneos puesto al servicio de un mismo ideal o de una tarea común. Este es el interés sustantivo de la obra del doctor Caletti escrita preferentemente en primera persona del plural, puesto que aparte de relatar sucesos compartidos con sus hermanos Oberdan, Líbero y Vitaliano, se mueve en el ámbito de un aula al lado de compañeros de estudios colocados en primer plano como la muchedumbre que en Fuente Ovejuna inicia, conduce y concluye la acción determinándose bien el protagonista cuando todos los habitantes del lugar
preguntados en el tormento por el juez resquisidor: "¿Quién mató al comendador”, responden firmemente: “¡Fuente Ovejuna, señor! ¿Y quién es Fuenteovejuna? ¡Todos a una!" La "estudiantina" del doctor Caletti ofrece así el atractivo de presentar un grupo generacional que estudia en los cursos nocturnos de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini. Casi todos son hijos de hogares modestos; casi todos trabajan duramente muchas horas diarias, casi todos los hacen con sacrificio, conscientes de atender inexcusables deberes ciudadanos. El libro ofrece una doble perspectiva. Por una parte, el movimiento interno del aula, la actividad cotidiana, las incidencias pintorescas, las travesuras estudiantiles, y un enjuiciamiento a veces mordaz, a veces discretamente diluido, de autoridades y profesores que revela hasta donde los alumnos llevan estrecha cuenta de los niveles pedagógicos evaluados con esa justicia espontánea cuyo veredicto prefieren los verdaderos maestros. La otra vertiente presenta al grupo Puertas afuera del recinto escolar, relatándonos su comportamiento en la calle, en los lugares públicos, en las refriegas populares, donde la crónica abunda en sutilezas, en juegos de ingenio, en anécdotas propias de la picardía portería. Esos muchachos bromean, discuten, rondan, cantan, afrontan riesgos, por el simple deporte, como antaño, de burlar a corchetes y soplones. Son repentistas, decidores, rientes, industriosos, pero por bajo la superficie de episodios ya conocidos en el Colegio de San Clemente de Bolonia del siglo XIV, en la Sorbona del siglo XV, en el los cronicones del siglo XVI, salpimentados por sopistas, capigorrones y otros burladores de lejanos siglos, debe desentrañarse el verdadero sentido de, este libro destinado a destacar la actitud cívica de una generación que, allá por el año 30, en presencia de la quiebra de nuestro régimen constitucional, comprendió inmediatamente que al derrumbarse una estructura política elaborada después de largos períodos de anarquía y adversidades, desaparecían también las garantías necesarias para asegurar los más elementales derechos humanos. El doctor Caletti exhibe el duro drama de esa generación apasionada por los principios de la libertad, en franca beligerancia desde los primeros momentos contra las tentativas de transplantar fórmulas absolutistas incompatibles con nuestro ser nacional. A medida que se suceden los males y se precipita la crisis ,todavía latente después de treinta y cinco años, en La barra de tres golpes van resonando voces de advertencia y una incitación a la juventud para que asuma la responsabilidad de afrontar los problemas de1 país con audacia y suficiencia. El autor no concibe al espectador pasivo. Le repugna el "no te metás" denunciado por Keyserling. Considera que el apoliticismo significa eludir responsabilidades, capitular sin lucha, abdicar una función histórica ineludible. Contra la inercia y la apatía opone la necesidad de promover el advenimiento de más justas estructuras sociales. Es, como comprobará el lector, un libro fermental, excitante, sincero, que brota sin afeites de algunas páginas guardadas muchos años a efecto de que las ideas maduren y puedan transmitirse definitivamente decantadas. Un libro sano, limpio, para noticia y ejemplaridad de los jóvenes, digno de meditarse porque aparte del gusto por su gracia retozona, los instalará en el tiempo, les descubrirá amplias perpectivas y los permitirá recoger los frutos de una experiencia que los mismos habrán de enriquecer mañana, cuando las utopías de hoy asciendan a realidades. Buenos Aires, 20 de diciembre de 1965.
FLORENTINO V. SANGUINETTI
CAPÍTULO I PRIMER AÑO I
Anochecía, Apagábanse lentamente las últimas luces de la tarde, cuando comenzaban a reunirse grupos de jóvenes en la esquina de las calles Charcas y Callao, a pocos metros del edificio de la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini". La nitidez de los rasgos se esfumaba y al observarse solamente las siluetas de quienes se concentraban frente a la vieja casa de la calle Charcas al 1851, se tenía la sensación de ver un enjambre de abejas entrando en su colmena. Finalizaba el verano, La alta temperatura y la atmósfera agobiadora, desmentían el nombre de Buenos Aires, que orgullosamente lucía la ciudad. Al calor reinante debía agregarse el entusiasmo que despertaban las luchas políticas; faltaban menos de dos semanas para para elegir presiente de la República y legisladores, y a propaganda llegaba a sus momentos de mayor intesidad. En la calles levantábanse tribunas; oradores de todos los partidos defendían sus programas; unos atacaban a sus adversarios, otros apoyaban al gobierno o criticaban sus desaciertos. La ciudadanía vivía la excitación propia de la campañas electorales, consagrando a esas tareas, dinero, actividad, tiempo y tranquilidad. En ese instante singular de la vida argentina, un conjunto de muchachos desconocidos entre sí, pero a quienes dejaría indeleble recuerdo su paso por las aulas, comenzaba el año inicial de su ciclo secundario, el miércoles 21 de marzo de 1928. A las 18 de ese día se inauguraron oficialmente los cursos de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y de su instituto Anexo, la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini". Asistieron al acto los ministros de justicia e Instrucción Pública y de Hacienda, el rector de la Universidad, Dr. Ricardo Rojas, y un sobresaliente núcleo de profesionales. En los discursos pronunciados por el decano de la Facultad, Dr. Santiago B. Zaccheo, el profesor Dr. Mario Rivarola, el Director del Turno de la Mañana de la Escuela, Dr. Wenceslao Urdapilleta, y el presidente del Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas, Pablo Lejarraga, se analizaron los problemas de la enseñanza, resaltando la importancia de los estudios económicos para el progreso argentino y el anhelo de cooperar a la solución de los problemas nacionales.
II
Entramos a la Escuela pasando a un amplio patio donde varios celadores, con sendas listas, llamaban por apellido haciendo formar filas a los nombrados. Entre los iniciados había un apreciable número de chiquilines que usaban pantalón corto, recién egresados del establecimiento primario. Al encontrarnos perdidos en un mar de caras desconocidas, experimentábamos una sensación indefinible, mezcla de orgullo, de alegría y de timidez. Sobraban los motivos de satisfacción al lograr el ingreso, salvando las muchas dificultades que se oponían a la ansiada inscripción; y nos enorgullecía sabernos situados en el plano de superioridad que implicaba la prosecución de los estudios. Pero al vernos entre tanta gente desconocida, nos sentíamos empequeñecidos ante la expresión audaz y segura de los camaradas, de los años superiores. ¡ Cuántos adolescentes, desorientados y asustados por el cúmulo de hechos nuevos que a cada instante sucedían, hubieran deseado estar cerca de la madre y buscar protección asiéndose a sus faldas! Pero esa sensación no duró mucho. El tiempo necesario para que la timidez desapareciera podía medirse directamente por días u horas. Los de primer año fuimos concentrados en cinco divisiones, con unos 35 integrantes cada una, cuyas edades, salvo pocas excepciones, oscilaban entre los 12 y los 18 años, límite éste superado por muy pocos. Formó la primera división un conjunto de chicos provenientes. de diversas escuelas de la Capital, sin vinculación recíproca y sin orientación alguna respecto a las carreras a seguir. A la mayoría los había decidido la posibilidad de educarse y trabajar al mismo tiempo; a otros los alentaba la esperanza de obtener un buen empleo; y muchos carecían de planes para el porvenir. El programa de estudios se cumplía en cinco años lectivos, otorgándose a su conclusión el título de "perito mercantil". Comprendía en total diecisiete materias, de las cuales contabilidad, matemáticas y literatura (o castellano) se dividían en. cinco partes, correspondiendo una de ellas para cada año; historia, geografía, inglés y francés, en cuatro partes; derecho, tecnología, caligrafía y taquigrafía, en dos partes; y se dedicaba sólo un año a estas asignaturas: economía política y finanzas, química, psicología, ciencias naturales, física y mecanografía. Estaba organizado como curso preparatorio para la Facultad de Ciencias Económicas y, asimismo, para capacitar a los egresados en funciones administrativas de las empresas. Pero sus materias no se limitaban a este último objetivo; tenían mayor amplitud en sus proyecciones, pues impartían una ilustración cultural y humanista. A este fin respondía la inclusión de asignaturas como historia, literatura, instrucción cívica, psicología y otras más. El plan vigente preparaba técnicamente y formaba espiritualmente. Empero, concluido el ciclo, las posibilidades de selección de carreras eran muy restringidas. El "perito mercantil" era admitido únicamente en las facultades de Ciencias Económicas, Agronomía y Veterinaria, Filosofía y Letras y curso de procuración de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. En las restantes, le exigían equiparación con el de "bachiller", previamente al examen de ingreso. ¡Hasta los institutos del profesorado secundario le negaban validez para la inscripción! Por otra parte, ¿qué podía hacerse en la práctica con ese título? ¿Hacia qué rumbos podía orientarse la vida? Pero en ese momento de iniciación de las clases, la incertidumbre cedía ante un hecho cierto: se abría un capítulo nuevo e importante en la vida; un capítulo de plenitud, punto de partida de otro mundo, el de la propia determinación, del conocimiento racional de los hechos, de la formación de la
personalidad. Había, pues, sobrados motivos para señalar a aquél, como instante fundamental, siéndolo mucho más de lo que lo suponían los mismos actores, pues su mente, atenta a tantas novedades, no tenía la tranquilidad necesaria para medir su gravitación. III
Integrábamos la primera división de primer año, los que tiempo después formaríamos la "Barra de los tres golpes". De ese conjunto de muchachos que se vieron por primera vez en marzo de 1928, tan sólo nueve logramos finalizar la carrera cinco años después, cursando las mismas divisiones. Pero, al igual que un río que recorre su trayecto no sólo con las aguas que le dan origen sino también con las que aportan sus afluentes formando un solo caudal, la "Barra" se constituyó con los estudiantes de "primero-primera" y los que, en los sucesivos años, fueron incorporándose. Terminada la lectura de las listas se formaron filas. Cada celador acompañó a su grupo al aula respectiva, para que cada uno ocupara su asiento, si es que tal nombre podía darse a una gruesa y larga tabla de madera en la cual cabían, más o menos incómodamente, cuatro adolescentes. Advertimos con sorpresa que el leño que servía de pupitre se hallaba en estado lamentable: roturas por doquier, inscripciones de subido tono, corazones y nombres tallados con cortaplumas y frases escritas con tinta o lápiz. Como si fuera una invitación al escándalo, repentinamente se apagaron las luces de todo el edificio; sucedió una batahola infernal que sólo concluyó cuando volvieron a encenderse las bombillas eléctricas. Minutos más tarde entró a la sala un señor de baja estatura, ligeramente canoso, que caminaba algo encorvado, como si lo agobiara el peso de los años; amonestó al celador porque no nos levantamos apenas llegó y pronunció unas palabras de bienvenida. "Jóvenes estudiantes -comenzó, y mientras hablaba bajaba la cabeza hacia adelante, alargando la acentuación final de muchas palabras- vosotros habéis tenido la suerte de ingresar a esta casa que es vuestro segundo hogar, obteniendo esa ventaja sobre otros jóvenes que, como vosotros, han tenido voluntad para estudiar, han tenido ese mismo deseo y no han podido, quedando afuera porque no había lugar….". Siguió exhortando al estudio, presentándose luego con frases emocionadas: “Yo soy el director de esta escuela, soy vuestro padre espiritual, soy vuestro amigo, vuestro camarada;” allí está mi despacho para cuando me necesitéis; siempre os atenderé porque vosotros sois ya hombres que se sacrifican para ayudar a sus hogares y concurrís a este colegio con el popósito de superaros y de engrandecer a vuestra patria....” La impresión que este discurso había causado a sus oyentes no podía ser mejor ni más alentadora; pero la sonrisa irónica con que el celador contempló su retirada, sembró la primera semilla de la duda, que pronto produciría generosas cosechas. Comprendíamos bien el gesto quienes por tener contacto con estudiantes de los años superiores, conocíamos algunas anécdotas. Una de ellas, se refería a su actitud durante las huelgas: asomándose a la puerta cancel, sobre la calle Charcas, gritaba a los huelguistas: "Jóvenes estudiantes: si no entran,
renuncio". " ¡Que renuncie!, ¡que renuncie!, ¡que renuncie!" replicaban al unísono y a voz en cuello, los amenazados. Entonces, furioso y mudo, daba media vuelta y volvía a su despacho. IV
Antes de que transcurriese un cuarto de hora, comenzaron efectivamente las clases con la llegada del primer profesor, el doctor Angel Morera, de contabilidad. Delgado, de estatura mediana y cerca de cuarenta años de edad, mirada inteligente y burlona, se ubicó en el fondo de la sala de modo que él podía mirar a todos, pero era necesario volverse para verle. Al preguntar quien tenía conocimiento de contabilidad un solo alumno levantó la mano: julio Luis Vázquez, inquieto muchacho de diecisiete años, modales exuberantes y palabra rápida; contestó sin titubear a todas las preguntas, escribiendo en el pizarrón los primeros asientos. Correspondía la hora siguiente a inglés sin disimular un gesto de despecho: "¿van a seguir el camino de su hermano?". En 1928, cuatro hermanos Caletti concurríamos al turno de la noche de la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini”. El mayor, Vitaliano, estaba en quinto año; Líbero, en tercero; y Oberdan y yo, en primero. Un año antes, Líbero y su condiscípulo José María Ballestín, protestaron por una pena que les fue impuesta en clase. Al ordenarles el Dr. Chedufau que se retiraran del aula, contestaron que con ellos saldría toda la división. Así fue. Como un solo hombre todos se levantaron saliendo al patio. Intervino el director, expulsó a Líbero y a Ballestín y suspendió al resto de la división, medida que provocó una violenta reacción. Se insinuaban huelgas; tornábase delicada la situación, La Facultad de Ciencias Económicas tenía asiento entonces en el mismo edificio de la Escuela, pero con entrada independiente por el número 1835 de la calle Charcas y a su decano correspondía la superintendencia sobre el instituto anexo. Hasta él llegaron los alumnos y no fueron defraudados, pues tomando participación rápida y efectiva, anuló expulsiones y suspensiones volviendo todos a sus asientos con enorme regocijo. La primera lección de inglés nos dejó atónitos. Cuando el Dr. Chedufau terminó de pasar lista y de mira los rostros, pegó con el pie fuertemente en el suelo preguntando: “¿What is this?”. Se contestó él mismo: “This is the Floor”. Luego señalo con la mano la ventada más próxima inquiriendo: “¿What is that?”. Y volvió a contesta: “This is the window”. Con sonrisa forzada señaló a uno cualquiera y le dijo: “Repeat, please”. El aludido, un gordito de 14 años, tímido, llamado Aulés, más que atónito quedó asustado. Enmudeció; no atinó a abrir la boca. Al no tener respuesta el Dr. Chedufau prosiguió con ejemplos parecidos y concluyó la hora sin que sus alumnos pudieran salir de su asombro. Había establecido en sus clases un raro régimen punitivo Nombraba entre los presentes a un secretario, cuya misión consistia en anotar los castigos y vigilar su cumplimiento, dando el parte debido. La conversación en clase o la ausencia se penaban con cincuenta o cien renglones escritos en inglés, que en todos los casos debían presentarse en la clase siguiente. El número mínimo era veinticinco, pero
el máximo se desconocía, pues dependía del momento psicológico, de la cara del castigado y del humor de ese instante. El incumplimiento de los renglones a su debido tiempo, traía como consecuencia que se doblara su número o calificaciones de bajas notas, cuando no una suspensión. Los secretarios duraban muy poco tiempo. Nadie quería asumir el cargo, siendo frecuente que el nombrado se desplazara por falta de fidelidad al mandante, con los consiguientes renglones elevados al máximo o notas muy bajas. Estos métodos pedagógicos eran resistidos fuertemente. También era irregular su sistema de calificaciones. Al fin del bimestre pasaba lista. El nombrado se ponía de pie, siendo objeto de un breve examen fisonómico; luego escribía su nota, No tomaba examen escrito, Se limitaba a preguntar, a leer y traducir, haciendo leer frecuentemente a coro; en esos casos nada se aprendía; muchos, para bromear leían en castellano; otros cambiaban el texto por términos de subido tono, de los cuales pocos se daban cuentas porque con el ruido producido por treinta y cinco voces destempladas y chillonas, nada se entendía. V
Pocos días bastaron para que hubiera amplia camaradería entre los estudiantes. La edad, el destinos común, la igualdad de anhelos propósitos lograron en algunas jornadas lo que en la vida madura exige mese o años. El ambiente general facilitaba la formación de un espíritu especial de efervescencia. Las clases habían principiado en el momento culminante de la lucha electoral para la renovación del Poder Ejecutivo. Los meses de la campaña comicial hasta la asunción de la primera magistratura por el presidente electo, Hipólito Yrigoyen, fueron de entusiasmo popular y de esperanzas infinitas. Alvear concluía su sexenio en una época de bonanza política y económica, con un panorama interno e internacional sereno y tranquilo. Respetábanse las libertades, practicábase la democracia, las pasiones no estaban exacerbadas y no había odios dividiendo al pueblo. Saliendo de la escuela, formábamos largas caravanas que recorrían a pie por Callao, las seis cuadras que mediaban hasta la calle Corrientes, en cuya esquina la mayoría tomaba los medios de transporte para el regreso. Las clases comenzaban a las 19,20 y terminaban a las 23. Una noche de fines de marzo, apenas salidos de la escuela, un grupo numeroso de alumnos atravesó esas seis cuadras gritando y cantando; pero poco antes de llegar a la esquina aludida, varios agentes y oficiales de policía los rodeó y conminó a callarse. Es que en Corrientes y Callao, en el lugar donde estaba instalada una empresa de pompas fúnebres (la entonces "Compañia Nacional de Carruajes") se celebraba un mitin político y hablaba el Dr, Leopoldo Melo, candidato presidencial antí-personalista, La intervención policial obedecío al temor de que si perturbara el acto: al advertir que tal propósito no existía, pues se trataba de un grupo de escolares, cesó prontamente. Si bien el país vivía pendiente del acontecimiento político inminente, éste no tenía suficiente atractivo entonces como para absorber la atención de esos muchachos. El domingo uno de abril hubo comicios en toda la República, inscribiéndose en los padrones 1.873.198 ciudadanos; votaron 1.462.390 inscriptos, con un equivalente del 80,9 % del total. Además, fuera del orden nacional, donde el sufragio se reservaba exclusivamente a varones, en la provincia de San Juan votaron por primera vez las mujeres empadronadas.
Seis fórmulas presidencales se presentaron a la contienda: Radical personalista (Hipólito YrigoyenFrancisco Beiró), Radical antipersonalista (Leopoldo Melo-Vicente C. Gallo), Socialista (Mario BravoNicolás Repetto), Comunista (Rodolfo Ghioldi-Miguel Contreras), Comunista de la República Argentina (José F. Penelón-Florindo A. Moretti) y Partido Comunista Obrero (Pascual Loiácono-Pedro Jordán). Otros partidos intervenían únicamente en la renovación parcial del Parlamento, o en la designación de electores para elegir al gobernador. El lento sistema de escrutinio de entonces mantuvo durante muchas semanas la expectativa pública y a su término, el once de mayo de ese año, se conoció el resultado final: el binomio encabezado por Yrigoyen habla obtenido la extraordinaria cantidad de 839.167 votos; casi el sesenta por ciento del total de sufragios emitidos proclamaba su adhesión al más grande caudillo de la República Argentina en la primera mitad del siglo veinte. VI
La aventura inicial, la que abría las puertas a las del futuro, no se hizo esperar. Éramos unos veinte, aproximadamente los que íbamos caminando por Callao en dirección a Corrientes, cuando poco antes de llegar a Lavalle se le ocurrió a Salgueiro, uno de los de mayor edad, una idea luminosa: en fila de a uno, por él encabezada, debíamos subir por la plataforma trasera de un tranvía Lacroze y bajar por la delantera. Dicho y hecho. En momentos en que uno de esos coches estaba parado en Lavalle y Callao, mientras el conductor hacia el cambio de vías para tomar por aquélla, Salgueiro subió y los demás lo seguimos en perfecta formación; a medida que pasábamos.. el guarda sacaba de la máquina una larga tira, diciendo con voz grave: “boleto, boleto”. Recorrimos el pasillo del tranvía; se abrieron las puertas de la plataforma delantera y con la mayor tranquilidad del mundo uno tras otro bajamos del vehículo, mientras el guarda, atónito, retenía en sus manos la tira de boletos. Sólo el conductor se dio cuenta al rato de la jugarreta y comenzó a agitar el largo hierro del cambio de vías en tono tan amenazador, que, convencidos nosotros de la falta de defensas ante la furia del íbero e irascible motor-man, echamos a correr precipitadamente para ponemos a salvo. La acción inicial felizmente cumplida fue risueñamente comentada la noche siguiente, infundiendo bríos y entusiasmos para nuevas locuras. No debía ser raro, pues, que la plaza Rodríguez Peña, sita a media cuadra de la escuela, se convirtiera en centro de operaciones, sin contar las correrías que se extendían por las calles Paraguay, Córdoba, Viamonte y sus perpendiculares. Pero no estaba solamente en la calle el escenario de la acción. Mas bien ésta era un complemento, porque su marco natural era la misma escuela, provocando sostenidas y frecuentes protestas del celador, Bernardo Brocher, en quien, por ser alumno de quinto año, se producía la colisión entre la disciplina que debía mantener y la participación que lógicamente le correspondía en los actos de sus camaradas de año. La primera división merecía su fama de revoltosa, mas había profesores que la apreciaban por esa espontaneidad y por su aplicación, no obstante la innegable existencia de algunos grupitos siempre
dispuestos para la jarana, pero no para el estudio. Las diferentes edades de sus integrantes no constituían inconveniente alguno pues coincidían en su per7nanente predisposición para burlarse, tirar tizas, clavar flechas en el pizarrón o en las paredes. Llegaban las bromas a su punto culminante en la clase de castellano, a cargo del Dr. Esteban J. Ríos, abogado, de unos cincuenta años de edad, bonachón, muy calmo, de marcada acentuación provinciana; vestía impecable cuello duro alto, con punta redonda; usaba chaleco con filete blanco, siendo cuidadoso con su ropa y su persona; de maneras suaves y paso lento, se ubicaba en el fondo del aula, desde donde podía dominar a los asistentes; pero felizmente para él no tenía oído muy agudo y no escuchaba el torrente de frases y de improperios que sin contemplaciones, se intercalaban con las explicaciones de los que pasaban al frente. El Dr. Ríos solía conversar con los ocupantes de los asientos del fondo y permanecía ajeno a la batalla que se libraba entre el llamado a exponer y los que se sentaban en los primeros bancos: figuraban entre ellos algunos de los más revoltosos: Feuillerat, Campos, Díaz, Ortega. Volaban tizas, papeles tirados con bandas elásticas a guisa de hondas; alfileres doblados por la mitad; e impresionantes series de palabrotas capaces de enriquecer cualquier diccionario de ideas violentas. En ocasiones llegaba a tal extremo el bochinche, que hasta el Dr. Ríos se daba cuenta e intervenía protestando; luego continuaba prestando atención a sus interlocutores. VII
En orden de importancia por lo que atañe a jarana seguía caligrafía, materia confiada al joven y entusiasta Dr. Ángel de Luca, cuyas buenas cualidades las anulaba un defecto: creía que su asignatura constituía todo el programa escolar y olvidaba que los del turno de la noche trabajaban durante el día. Los abrumaba con deberes: páginas y más páginas de ejercicios se sucedían de una clase para otra, sin que hubiese tiempo para prepararlas. Cuando llegaba el momento de la presentación resultaba forzoso quedarse hasta las dos o las tres de la madrugada, llenando las carillas reglamentarias. Lógicamente, no se aprendía caligrafía. Encargó en una ocasión, gráficos demostrativos de la letra redondilla; como Oberdan y yo los sabíamos hacer por haberlos aprendido meses antes, los preparamos para varios compañeros, estableciéndose un trueque intelectual; así, a cambio de caligrafía, Vázquez enseñaba contabilidad. El Dr. de Luca no se limitaba a explicar; acostumbraba a pasar por los diversos bancos sentándose al lado de sus ocupantes; revisaba sus trazos corrigiéndolos en los casos necesarios. Eran esos los momentos en que aumentaba la charla y subía de tono la lucha de tizas y de pelotas de papel, hasta que intervenía el profesor. Los jóvenes revoltosos, verdaderos campeones de bromas pesadas, tenían sobrado ingenio para hallar, en cualquier hecho insignificante, una fuente de alegría. Ortega, muchacho de catorce años, de ojos brillantes e inteligencia despierta, era un verdadero "reo" en la acepción popular del término, siempre dispuesto a la jarana; delgado, de mediana estatura, dejaba ver debajo de sus pantalones cortos dos piernas curvas como paréntesis, que adquirían extravías formas durante las carreras, para las cuales estaba dotado de envidiable velocidad. Muy rebelde, se excitaba si
lo contradecían, respondiendo con gesticulaciones y gritos. No temía arriesgarse ni le asustaban los castigos. Existía entonces en la esquina sudoeste de Corrientes y Callao el bar "Pampa". Allí servía como mozo un hombre de edad madura, cuya cabeza completamente calva, cutis disecado y cara enjuta, recordaban las momias egipcias. Fue bautizado con el apodo de "Ramsés Segundo", resultando cómico el interés con que Ortega seguía sus movimientos a través de las vidrieras. Quince o veinte minutos duraba su contemplación y la consecuente imitación de sus gestos, lo que nos divertía enormemente aunque se tratara de una cuestión tan baladí. Es que estando el espíritu predispuesto a la alegría, cuando se viven esas jornadas juveniles exuberantes de entusiasmo, el hecho más insignificante se revela a través de una faceta humorística; y lo que individualmente carece de sentido es fuente inagotable de alegría para ese grupo de amigos que están juntos en la primavera de su existencia y sienten auténticamente el placer de vivir. Hay bromas que hoy no se repetirían; ni siquiera desearían recordarse para no sentir remordimientos o vergüenza; pero entonces parecían la cosa más natural del mundo. Abundan las acciones que no Pueden detallarse; son muchísimas; pero en los adolescentes que ansían gozar plenamente las delicias de la edad, ningún acto que no lesione derechos de terceros ni afecte la moral y sana convivencia de la gente, debe juzgarse con intolerancia. juventud al fin, no tradarán en llegar las épocas amargas que harán comprender realmente la inmensa dicha que encerraba ese tiempo añorado. VIII
Partían de la mitad del cráneo hacia la nuca, los últimos y dispersos cabellos del Dr. José Casanovich, cuya voz aguda podía oírse por todos los rincones del edificio. Enseñaba historia antigua. Principiaba sus frases con voz grave que tornaba aguda a su final; alargaba las últimas vocales agregándole una rara exclamación en la cual se fundían las vocales “a” y "e", pronunciadas nasalmente. Decía: "¿El Egiptoooooo, ae?". Cuatro frases caracterizaron el proceso de sus conferencias. La primera: el Dr. Casanovich hablaba y la clase escuchaba; la segunda: el Dr. Casanovich hablaba y la clase coreaba el "ae"; la tercera: el Dr. Casanovich hablaba sin emplear "ae", pero la clase seguía coreándolo; la cuarta: el Dr. Casanovich omitía el “ae” y la clase también. Una vez que tiraron rapé, exclamó: "El Egiptoooo.. atchís!", y un estruendoso estornudo cortó su exposición. Se le apreciaba por ser buen profesor aunque su voz chillona invitara a la burla, lo mismo que la calificación craneana que enseñó: "braquicéfalos y dolicocéfalos". No se hizo esperar el bautismo: paso a ser el "braquicéfalo". Una noche, en la mitad de su tranquila disertación, escuchada con gran interés y silencio, se apagaron repentinamente las luces en toda la casa. Sin saberse por qué instantáneamente cada estudiante se transformó en un salvaje; en todas las, divisiones había alaridos ensordecedores. En la de primero primera comenzaron a: volar libros y cuadernos, mientras desde los últimos bancos alguien rugía: " ¡ Que lo maten al ruso! ¡ Que lo maten!"
Apareció muy pronto el celador Brocher con una vela encendida; pero por desgracia un soplo de viento se la apagó en seguída y el escándalo llegó a su máximo límite a pesar de las furiosas amenazas de suspensión individual y colectiva. El Dr. Casanovich aprestóse a retirarse de la tormentosa sala y en un raro instante de calme, exclamó tranquilamente: "Bueno, señores, me parece que no se puede dar clase esta noche". ¡Dar clase! ¡Qué ironía! ¡Aquéllo parecía el campo de Agramante! IX
Al Ing. Aldini se le había confiado matemáticas, materia que los estudiantes suelen ver injertada en los planes como una pesadilla. Pero en este caso no se justificaba tan pésima impresión. Explicaciones pausadas, con el fin de que pudieran seguirse los razonamientos y frecuentes apartamientos del tema para dar lugar a charlas de orden general, facilitaban el aprendizaje y ayudaban a simpatizar con los teoremas. Los lunes, antes de entrar en materia, comentaba el resultado de los partidos de “football” del día anterior; contábase entre los dirigentes del club Excursionistas, y por tal motivo se asoció al mismo, José Wainer, mozo bajito, regordete, de cara redonda y llena y unos 17 años. Oportunista más que inteligente, le gustaba mucho seguir a los docentes, por lo que a su apellido se le agregó el no muy académico, pero sí muy gráfico vocablo de "chupamedias". Wainer no se inmutaba ni se alteraba; para él era un chiste más y si lo consideraba conveniente se haría socio de cualquier otro club. No podía tachársele, sin embargo, de mal compañero o de faltar a la lealtad; ésa era su peculiar manera de ser y de actuar. Así se le conocía y aceptaba, siguiéndolo igual que a los demás, incluso en una ocasión en la que, alegando sus vinculaciones con un negocio al por mayor, ofreció camisas a un precio excepcional; cuando las compramos, comprendimos que ni mercaderías ni precios eran excepcionales como se había dicho. Pero nadie se ofendió ni tuvo mayor motivo de aflicción. Antes bien: se sumaba otro hecho para tomarle el pelo a Wainer y eso resarcía con creces cualquier desventaja de precios. Su asociación a Excursionistas dio margen a alegres alusiones durante ese año y los siguientes, sumándose las del Ing. Aldini, que se adhirió a los burladores con frecuentes comentarios. En estos demostraba una fina sensibilidad para captar con anticipación los hechos. Combatía a quienes, por espíritu de vagancia, tenían interés únicamente en los puestos públicos; exhortaba al trabajo, al esfuerzo y a la superación de las dificultades mediante la acción permanente Al tema político, uno de sus favoritos, dedicaba bastante tiempo que compañía con bien inspirados consejos de moral, en los pocos minutos de charla previa al programa. Después del triunfo electoral de Yrigoyen, predijo una época de malestar general para el país, que concluiría con un movimiento importante. Esta profecía se cumplió dos años después: en setiembre de 1930. X
Por la amenidad de sus exposiciones y la afabilidad de su trato, gozaba de gran aprecio el titular de geografía, Dr. Enrique César Urien. Tal vez mayor de cincuenta años, sus rasgos faciales denotaban pura ascendencia nativa y parecía querer confirmarlo con las frecuentes explicaciones del significado de los nombres del norte argentino, especialmente las palabras quichuas. Permanecía todo el tiempo sentado sentado en su sillón, oyendo las lecciones de los que pasaban, que siempre estaban bien aunque estuvieran mal. Había exceso de notas altas por el sólo hecho de repetir de memoria la lectura, sin aportar siquiera una observación personal. Casi nunca interrumpía con preguntas; y menos aún explicaba. Únicamente hablaba para paser revista a un hecho histórico. En la Facultad tenía a su cargo la cátedra de geografía económíca y el concepto que de él tenían los universitarios, desconcer-patrio. Entonces se entusiamaba: hablaba con sencillez, con verbo encendido y claro; citaba detalles, nombres y fechas y pasaba revista a los sucesos como sí narrara sus propios recuerdos. taba a los secundarios; juzgaban pueriles sus clases, sosteníendo que sus conferencias sobre petróleo principalmente, constituían repetición de las explicaciones de la escuela, sin el aporte de elementos nuevos, fruto de investigación. En aquella época, el petróleo era un tema de candentes polémicas, que agitaba las pasiones y encendía agrias discusiones con la misma facilidad con que se encendían sus derivados. En una, de sus charlas, muy la pasar, Urien había hecho claras alusiones contra las ideas de los diputados socialistas en los debates parlamentarios. Así, pues, desconcertaba a los muchachos la opinión que se tenía de él, aunque advertían que tampoco en la escuela enseñaba y que las clasificaciones prescindían del propio esfuerzo. Pero nunca faltaron en los labios del Dr. Urien las voces de aliento ni los sanos consejos. Aplaudía y reconocía el esfuerzo de esos chiquilines que tan tempranamente iniciaban la lucha por la vida y a pesar de la dureza del cotidiano batallar, se preocupaban constante por su formación cultural y su porvenir. Solía pregunta a cada uno donde trabajaba; luego decía: “Bueno, amigo, Ud. será el director (o al general, o el contador) de esa casa”. Así, por ejemplo, al empleado de Gath y Chaves, no lo llamaba por su nombre. Simplemente decía: “Que pase el director de Gath y Chaves”. Jamás se le oyó un reproche amargo o una expresión desagradable, ofreciendo en este aspecto singular contraste con su colega de inglés, a quien le correspondía la originalidad excesiva de creer que cada alumnos era un “reo”. A ver ese “reíto”, decía señalando con el dedo al aludido. Y cuando se dirigía a un grupo, ahuecaba la voz exclamando despectivamente: “Ese suburbio…”. Por eso, aunque no se aprender mucho con el Dr. Urien, sus frases de aliento constituyan una valiosa ayuda moral para los de primer año. XI
El Centro de Estudiantes Nacionales de Comercio, institución representativa del alumnado, desde su fundación en agosto de 1915, realizaba anualmente elecciones para renovar su comisión directiva. Se formaban listas, distinguidas por colores, con tal o cual plataforma. No había mayoría ni minoría: se ganaba o se perdía la totalidad de los cargos.
En 1928 regla sus destinos la "Lista Azul", encabezada por Horacio B. Ferro y Saverio Di Blasi. Poco después de la iniciación de clases, se preparó la elección de delegados de división bajo la supervisión de los celadores. En "primero-primera" hubo dos candidatos: Scarpatti y Abal. Ambos, coetáneos, mayores, gozaban de generales simpatías y confianza por su seriedad. Por pocos votos ganó Scarpatti. Aquel año se organizaba una nueva lista: la "Blanca" que encabezaba Aníbal Noguera, director de la Academia de Vacaciones del Centro de Estudiantes al comienzo de ese año y parecía coniar con el apoyo de los núcleos más numerosos. Las elecciones de delegados fueron muy tranquilas, la verdadera agitación política estaba reservada para el segundo semestre. XII
Llegó el mes de julio. En los primero días hubo un acto para celebrar la fecha patria, que, al igual que el realizado en mayo, congregó a todos los alumnos en el Aula Magna, para escuchar la conferencia de un profesor, la del Director del Turno, y las palabras de un estudiante de los años superiores. La escena que se, presenciaba entonces se repetiría con singular precisión durante los año sucesivos y en igual forma se aguzaría el ingenio para eludir el acto y ganar la calle. Con mucho optimismo se recibieron las vacaciones de invierno, muy interesantes para los que no adeudan materias anteriores; porque en estos casos, la concentración para el examen anula las perspectivas de descanso. Malogran también la ilusiones felices, los profesores que abruman con deberes durante esos días y exigen una continua labor. Las vacaciones de invierno distinguen dos períodos de la vida escolar. El primero, desde el comienzo hasta julio, se caracteriza por la abundancia de fiestas, la suavidad de las tareas; el segundo, desde julio hasta noviembre, tiene pocos feriados y la actividad adquiere ritmo febril. Los docentes que en el primer semestre descuidaron sus planes tratan de recuperar el tiempo perdido, exigiendo mayor dedicación; los exámenes bimestrales, los anuales, el esfuerzo realizado para lograr la exención, imponen tanto sacrificio que el regocijo extraordinario con que se recibe el fin del año no se debe sólo a la conclusión de las clases, sino también a la terminación de una acción agobiadora. En esas vacaciones de 1928, una delegación de alumnos de la Escuela, con la presidencia y vicepresidencia de Aníbal Noguera y Vitaliano Caletti, respectivamente, realizó una excursión a Tucumán con el objeto de colocar una placa de bronce en la histórica Casa de la Independencia. La proyectó el arquitecto Ibarra García, debiéndo se su dedicatoria, a la inspiración del profesor de literatura, Dn. Natalio Abel Vadell. La delegación, encabezada por el ing. Ibarra García, catedrático de la escuela y hermano del autor de la placa, tuvo cordial despedida en la estación Retiro, volviendo dos semanas despues con indescriptible alegría por el afectuoso recibimiento y agasajos prodigados por las autoridades provinciales y los estudiantes tucumanos.
Justo es decirlo, este homenaje había sido inspirado, más que por un exceso de celo patriótico, por ese afán de ver, de conocer, de viajar en contingentes de camaradas, tan íntimamente sentido en la juventud. Merece destacarse la función cultural y social de estas excursiones; no es sólo el conocimiento de nuevos ambientes y la adquisición de nuevos amigos lo que le da valor; un nuevo trato se adquiere con el mundo, conócese la vida de otras regiones, otros problemas, un ambiente diferente al cotidiano; y una corriente de amistoso intercambio con otros grupos, constituye la parte fructífera de éstas. XIII
Además de las elecciones, en 1928 la opinión pública fue conmovida profundamente por otro hecho, trasladándose éste al plano internacional pese a su intrascendencia: el campeonato mundial de "football" que se disputaba en Amsterdam. Parece imposible que una contienda de esa naturaleza pueda acaparar el entusiasmo de millones de personas en tal forma que llegan hasta el abandono de sus actividades fundamentales para concentrar su mente en un partido. En este siglo de maravillosos avances del pensamiento, cuesta creer que la consagración de los hombres a la lucha contra los males que afligen a la humanidad, tenga menos trascendencia y pasión popular que un deporte transformado en un espectáculo lucrativo; menos aún puede concebirse que el nombre del dador de un feliz puntapié sea coreado con más fanatismo y amor que el de un sabio cuyas investigaciones permitieron concluir con males que asolaron a la humanidad, o el de un trabajador que consagró su existencia al servicio de sus semejantes. Pero la realidad era más fuerte que la lógica y en todo el mundo seguíase la alternativa de los partidos. A la rueda final, al encuentro que definía el campeonato, habían llegado los dos grandes rivales del río de la Plata: Argentina y Uruguay. Desde temprana hora de la tarde los pueblos de ambas naciones sólo vivían pendientes de las noticias que transmitían las radios. Ganaron los uruguayos en buena ley, pese a que por mal entendido patriotismo, la transmisión se acomodaba a la pasión local. Los locutores radiales gritaban entusiasmados: "avanzan los jugadores argentinos brillantemente colocados, cabecea el centro-delantero, hay gran peligro para la valla uruguaya, avanzan los argentinos, siguen avanzando los argentinos. .. 'gool' uruguayo". Los ríoplatenses tenían el cetro de ese deporte. Cualquiera fuese el triunfador, puede decirse con propiedad que el trofeo estaba en buenos pies. De modo que, aunque sólo fuera por sentimiento de confraternidad, el triunfo debía alegrar a los vecinos de ambas orillas del más ancho río del mundo. Si un acontecimiento de esta naturaleza lograba atraer la atención de la gente más respetable, cómo no habría de repercutir en los integrantes de "primero-primera", cuyo espíritu estaba siempre preparado para volcar íntegramente su entusiasmo por cualquier motivo. Así, pues, sin hacer cuestión acerca de si los campeones eran argentinos o uruguayos, como primera medida se declaró una huelga, cumplida por unanimidad. Luego se organizó una larga columna enarbolando una bandera argentina obtenida en préstamo de una panadería vecina; tapas de tachos de basura utilizáronse a guisa de platillos y coreando diversas
canciones, se recorrieron y alborotaron las calles del centro, llegando la columna hasta la plaza de Mayo, donde se dispersó tranquilamente. ¡Era la primera huelga! XIV
La propaganda política estudiantil se intensificó después de julio. La conquista de la dirección del Centro, enfrentaba a dos agrupaciones de reciente formación: la Lista Blanca y el Partido Reformista. "Primero-primera" era "blanca". El celador, Brocher, también. A veces, conversando con los Caletti, criticaba a Líbero por haber ingresado a dicho partido y señalaba su acuerdo con Vitaliano, que era "blanco" aunque no fanático, pues tenía muchísimos amigos reformistas. Oberdan y yo, militábamos entre los "blancos", como toda la división. Aunque no conocíamos mucho a los candidatos de esa lista, todos creíamos firmemente en sus virtudes. Había circulado la noticia de que por gestiones de Noguera se había logrado la prórroga de los derechos arancelarios, además de otros beneficios. Entonces el costo de la matrícula ascendía a diez pesos por bimestre y su pago fuera de término motivaba recargos. La Lista Blanca tenía como fin exclusivo la acción desde el Centro de Estudiantes. Poseía considerable caudal electoral porque contaba con la afiliación de casi todos los celadores, circunstancia que servía de ataque a los reformistas, acusándolos abiertamente de proselitismo mediante la distribución de cargos. El Partido Reformista se inspiraba y seguía los postulados del movimiento universitario de 1918, teniendo como fin su práctica y aplicación y como medio de lucha y acción, el Centro de Estudiantes. Sólidamente organizado, una o varias derrotas comiciales no significaban su eliminación del campo de lucha. Su obra cultural, educativa y de ambiciosas proyecciones sociales llevaba al estudiantado la divulgación de los principios que inspiraron la rebelión nacida en Córdoba, y el aporte de nuevas ideas, conceptos modernos y otras normas de acción y de conducta, excluyendo las simplemente rutinarias o utilitarias. La Lista Blanca sólo comprendía un aspecto gremial; aportaba un principio de educación política a través de la crítica y la organización partidaria; pero sus alcances eran más limitados, aunque también defendía entusiastamente la Reforma de 1918. No podía negarse la similar composición de ambas agrupaciones en lo relativo a sus adeptos. En cada una sobraba elemento bueno y malo; pero en la Lista Blanca había marcada aceptación del caudillismo. La pasión era factor dominante; las ideas venían después. Ese clima podía percibiese fácilmente en las reuniones. Cuando la Asamblea General Ordinaria establecida por los estatutos del Centro tuvo lugar en el salón de actos de la escuela, cedido por sus autoridades, impresionaba a cualquier espectador el acaloramiento reinante. Los "blancos" no podían admitir que los "reformistas" tuvieran razón ni siquiera en mínima parte; y éstos atacaban vigorosamente sin amilanarse frente a la amplia mayoría adversa.
Aníbal Noguera, conocido por su difundida militancia radical, conducía a sus correligionarios con fogosidad y firmeza. Su palabra enérgica, la vehemencia de sus expresiones y la convicción de sus argumentos sostenidos con decididos gestos, arrancaban gritos y aplausos a sus partidarios, quienes, con fanatismo digno de mejor causa, lo seguían con fidelidad ejemplar. Homero Baptista de Magalhaes, hijo de un diplomático brasileño residente en la República Argentina, con similar edad, decisión y bizarría que su antagonista, sostenía opuestas tesis con igual elocuencia y calor, aunque fuera sensiblemente menor el número de sus adeptos. Los alumnos de primer año asistían un poco asombrados y otro poco aturdidos a ese acalorado duelo oratorio, creyendo, por momentos, que las cosas terminarían con escándalos u homicidios. Empero ese desenlace fatal no llegaba; la votación decidía el resultado y aparte de alguna que otra alusión violenta, todo concluía hasta con cordiales intercambios de opinión entre los ocasionales adversarios de la asamblea. Indudablemente, no por el hecho de tratarse de una contienda escolar, era todo pureza. Los defectos y las virtudes de los grandes son captados y seguidos por los menores, con la ventaja de mayores dosis de ideal y menos decepciones sufridas. Sólo después de mucho tiempo, calmadas las pasiones y reactualizados los acontecimientos con más humana dimensión de los fenómenos sociales, se comprendes los hechos con mayor claridad. Muchas veces, al encontrarse los opositores de aquellas lejanas épocas y evocar esas jornadas inolvidables de tanta ingenuidad y a veces tanta ofuscación, no puede reprimirse una sonrisa afectuosa ni soslayar que esas diferencias ideológicas o partidistas no impidieron mantener un paralelismo de dignidad y de lealtad, a diferencia de muchos que, pretendiendo ser los poseedores de la verdad y del honor, no tuvieron reparos en torcer la rectitud de la vida y ser esclavos de mezquinos intereses o innobles pasiones. Algo muy importante caracterizaba la fogosidad de las asambleas o el fanatismo de las luchas: cada estudiante actuaba al impulso de sus convicciones o de sus sentimientos, con toda espontaneidad y sinceridad, sin dejarse conducir como borrego de un rebaño arrastrado por falsos pastores. La noche de la votación, mientras presidentes de mesa y fiscales seguían el acto, los votantes aguardaban su turno; los demás recorrían el edificio vivando a los candidatos o a las agrupaciones, llevando carteles con sus nombres, o haciendo flamear gallardetes blancos o purpúreos, distintivos de ambos partidos. ¡Tiempos ideales y emotivos! Por primera vez, todos los ingresantes de este año, entraban a un cuarto oscuro para depositar un voto; por primera vez ejercían un derecho ciudadano. Ese acto, esa inicial prueba de capacidad cívica, de voluntad y de poder, puesto que con su papeleta regirían los destinos del Centro mediante las autoridades que votaran, producíales una emoción y un orgullo que no podían disimular. Triunfó la Lista Blanca, cuyos candidaos, Aníbal Noguera y Fidel López, batieron por considerable caudal al binomio reformista Chaves-Mathieu. El resultado, que se conoció apenas terminó el escrutinio a eso de las dos de la madrugada, provocó indescriptible alegría. Organizóse una manifestación que llevando al frente un gran cartel de la lista triunfante, recorrió Charcas, Callao y dio vuelta por la plaza Rodríguez Peña al grito de "Noguera-Fidel López", "NogueraFidel López" ... No hubo clases la noche de la elección. Agrupados en largas filas frente a las mesas electorales, cada uno esperaba su turno llevando su carnet de estudiante; se cotejaba la identidad y si figuraba inscripto en el padrón formado con todos los socios del Centro, entraba al aula que cumplía funciones de cuarto
oscuro y se depositaba el sobre cerrado en una urna situada sobre la mesa. Luego se apartaba para incorporarse a las columnas que desfilban sin cesar. Al día siguiente la Escuela pudo lucir unos vidrios rotos, alguna que otra manija desecha y varias sillas con una pata menos de las correspondientes. La educación, aunque sea política, necesita algunos pequeños desahogos ... La entrega simbólica del Centro motivó un acto sencillo y cordial, celebrado pocos días después con apreciable concurrencia. XV
Si Sarmiento se levantara de la tumba y supiera cómo se conmemora el aniversario de su fallecimiento, es seguro que optaría por volver a morir de pena, o tal vez de alegría, porque el gran sanjuanino reviviría sus recuerdos de provincia en las diabluras de los muchachos del siguiente siglo. No podía concebirse que el once de setiembre fuera un día igual a otros: la asistencia a clase agraviaba al apóstol de la enseñanza, cuya fecha no podía silenciara. Por voluntad unáme se declaró la huelga y un tronco abandonado casualmente al costado de la calle Charcas, fue colocado a través de las vías tranviarias interrumpiendo el tránsito. Claro que no era ésa la forma más propia para honrar a Sarmiento; pero ésos eran los hechos. Asomáronse a la puerta cancel el director, el jefe de celadores, empleados de Secretaría y otros, conminando a entrar a clase, pero el rechazo fue absoluto. "Primero-primera" también se adhirió a la huelga. La noche agradable, casi primaveral, invitaba al paseo y así lo hicieron unos quince o dieciséis adeptos a esa idea, resolviendo tomar uno de los típicos "mateos" que aun circulaban. Detuvieron al primero que pasó; y sin un instante de vacilación, uno tras otro acomodáronse en el interior del destartalado vehículo, amontonándose sobre los asientos, el piso y el pescante. El "mateo", que primero se sustó al ver semejante tropilla, reaccionaba a medida que se llenaba el coche; negóse repetidas veces, pensando que su flaco y hambriento caballo, cuyas costillas podían contarse fácilmente no daría un paso; pero las insistentes súplicas y la promesa de una buena propina, minaban su resistencia. Mas vio como seguía subiendo gente; contó catorce, quince, y cuando el décimosexto salvaje trepaba a los elásticos porque no había lugar ni en los guardabarros ni en los estribos, negóse irrevocablemente a arrancar y esperó a que bajara el último, antes de hacer avanzar a su enjuto jamelgo. Resultaba un contratiempo no pasear en el desvencijado carruaje. Pero una aventura no termina con un contratiempo y si un plan fallaba, cien más había para ensayar. Si un "mateo" no pudo llevarlos, no faltó un taxi grande, cuya capacidad de carga se ampliaba con dos transportines. Todo dependía de lo que se pagaba. Asaltaron el auto acomodándose unos sobre otros y otros más sobre los que se sentaban arriba de los ocupantes de asientos; las sardinas, en sus latas, tenían más espacio vital y más quietud, porque el viaje se matizó con pellizcones, pinchazos y palmadas hasta llegar a la meta: el teatro Nacional, donde concluyó la jornada sarmientina. Otra noche, sin conmemoración de próceres, hubo huelga. Resolvieron ir al cine.
Escondiendo los libros dentro de los pantalones y sujetándolos con los cintos, llegaron al "Cataluña", ubicado al dos mil de la calle Corrientes; en la boletería, al ver tan nutrido contingente de disimulados colegiales, les negaron entrada. Trasladáronse entonces al cine de enfrente, el desaparecido "Standard", donde no sin mucha desconfianza les vendieron las entradas a los veinte interesados. Proyectaban una película de "cow-boys" muy mala, con un equipo más malo todavía y un ambiente que invitaba a la juerga. Ésta no tardó. No pasaba escena más o menos emocionante sin que una intensa gritería recibiera al infame que quería robar a la doncella. En cierto momento pareció que los aullidos no expresaban con suficiente fidelidad el estado de ánimo de los espectadores, por lo que siguió una acción más efectiva: alguien, sin saberse cómo ni dónde, había comprado naranjas; y cuando la conducta del villano del film llegaba a ser más censurable, un bombardeo critícola dominó la escena pretendiendo castigar al malvado. A las naranjas usadas como bala de cañón siguió un tumulto terrible. Las luces se encendieron, la proyección se suspendió y los acomodadores corrieron hacia las filas ocupadas por los revoltosos, echándolos del local. El reclamo de éstos por la devolución de las entradas motivó otra gresca. El boletero amenazó con avisar a la policía y la protesta subió de tono, exigiendo la devolución del pago o el vigilante. Mandaron llamar al agente, que estaba tomando cerveza en el bar "Pilsen", en la esquina de Corrientes y Junín, y a duras penas se tenía en pie, y éste agarró por los brazos a los que más protestaban, Ortega y López, llevándoselos a la comisaría. Pero los detenidos, a quienes seguía el resto en una especie de manifestación, en determinado momento aprovecharon la influencia del alcohol en el guardián del orden y bruscamente, pretextando que venía el ómnibus, se desprendieron de las garras de la autoridad echando a correr velozmente. El vigilante, pensando que no valía el esfuerzo de una carrera una cuestión tan baladí, volvió tranquilamente al bar para rendir tributo de admiración a la espumante cerveza. XVI
Aproximábase el fin del año escolar, alegrando a los muchachos que el celador, Bernardo Brocher, concediera mayor libertad, no pesando continuamente las amenazas de suspensión, ni amonestaciones, ni el rigor disciplinario. Los profesores, en su mayoría, desarrollaban sus programas con regularidad. El Dr. Ángel Morera, sin abandonar la costumbre de permanecer en el fondo del salón, había conquistado la estimación de todos. No dictaba tanto ni tan rápidamente como en los primeros meses, que se hacía odiar y cansaba con el esfuerzo sostenido de una escritura continua y veloz; había pasado a la época de la labor independiente asignando a cada uno un tema de trabajo práctico: la contabilidad completa de una sociedad mercantil, que se preparó con entusiasmo, no por tener una tarea más, sino porque había amplio margen para la libertad creadora y se movían fantásticos negocios con danzas de millones. Lástima que todo no pasaba de fantasía; pero el breve examen de los trabajos hechos permitió comprobar su eficiencia. Morera conocía su materia y sabía explicar. Fue muy exigente, enseñó mucho y bien.
El Dr. Chedufau no había abandonado su sistema de "secretario" y "renglones", aunque el método estuviera en abierta pugna con la pedagogía y los sentimientos de sus discípulos. Las otras asignaturas no registraban mayor novedad. El Dr. Casanovich resultaba muy grato con sus lecciones de historia antigua y todos se habían acostumbrado a las inflexiones de su voz. El ing. Aldini, al término de su programa, llevaba ataques cada vez más vehementes contra los empleados públicos que no querían trabajar. Sus consejos le granjeaban profundo aprecio; en ellos encaraba nuevos aspectos de la vida y una forma de vivir más sana y más optimista. El profesor de caligrafía seguía fiel a su manía de abrumar con planas y más planas de ejercicios. No había tiempo para hacerlos, ni sobraba entusiasmo. Ello causaba, lógicamente, una disminución de la efectividad de la enseñanza y un desmejoramiento de la letra, pues para cumplir con él, había que escribir hasta la madrugaba o anular las pocas horas del domingo que quedaban para descansar. En los últimos meses de 1928 no quedaba un solo alumno sin trabajar. Los que poco antes estaban desocupados, habían conseguido empleo. Los horarios de entonces eran más prolongados que los actuales; no había sábado inglés, ni vacaciones pagas, ni indemnización por despido. Los que vivían lejos de sus ocupaciones madrugaban, aunque se acostaban tarde; los deberes que se daban para la casa, se preparaban luego de llegar al hogar. Saliendo de la escuela a la 23, difícilmente podían prepararse las lecciones antes de medianoche. ¿Cómo era posible, pues, con tan pocas horas para el sueño dedicar tanto tiempo a las planas de caligrafía? XVII
Llegaban los últimos días de clase. Terminaron las pruebas del cuarto bimestre, clausurándose el año escolar con un acto realizado en el gran salón, iniciado con las notas del Himno Nacional, coreado por todos, y el discurso del director, sabido entonces de memoria, por comenzar con las sacramentales palabras: "Jóvenes estudiantes ... yo soy vuestro padre espiritual ... esta escuela es vuestro segundo hogar...". No faltaron, sin embargo, las frases afectuosas de salutación a los flamantes egresados, para quienes expresó venturoso porvenir anhelos de triunfo en su vida profesional. Para los alumnos de quinto año, aunque sabían de memoria el discurso del director, experimentaban auténtica emoción hacia las palabras dichas en esa oportunidad y escuchaban con gratitud al Dr. Cassagne Serres, que sabía ofrecer, en ese conmovedor instante, un mensaje inolvidable y cariñoso. En representación de los flamantes peritos mercantiles contestó Manuel Oreiro, un joven alto, mayor de edad, de cabello crespo y patillas que parecían copiadas de un prócer dibujado en la historia de Grosso. Pronunció un discurso corto, cuyas palabras sencillas y emotivas tradujeron el sentir de los que habían concluído el ciclo secundario y se aprestaban a iniciar otro superior, o directamente, a enfrentar el porvenir. Una poesía compuesta con mucho sentimiento por el titular de literatura Natalio Abel Vadell dio fin a la fiesta.
Salimos muy contentos del aula magna proyectando una excursión; formando un solo grupo fuimos al Balneario. En Callao y Lavalle fue asaltado un tranvía Lacroze, que hacia allá se dirigía, haciéndose un viaje ensordecedor con gran regocijo del guarda, aburrido porque el coche estaba vacío. La amplia avenida costanera fue escenario de carreras y muy de madrugada terminaron las andanzas. Días después llegaron los primeros exámenes; casi nadie había logrado eximirse de todas las materias y se recibió el bautismo de lo que sería, en los años siguientes, una tortura que concluía con incontenidas explosiones de entusiasmo cuando el éxito coronaba la prueba, o con profunda amargura, cuando la nota resultaba adversa. Para muchos, la repetición de los desaprobados en algunas asignaturas causaba tanto desaliento, que abandonaban la carrera. La despedida final de primer año fue un "picnic" a Quilmes, lleno de pintorescas peripecias, que dejó recuerdos no sólo en el orden mental sino también en el físico: espaldas quemadas que no admitían el contacto con la ropa o ampollas dolorosas en la piel, enseñaron en forma práctica e inolvidable que también ara tomar sol se necesita una preparación previa. El pequeño y cordial Mario Barboy fue quien mejor aprendió la lección, porque cuando expuso con toda tranquilidad su blanco torso a los rayos, por primera vez en su vida, creyó que lo bromeaban al decirle: "¡ Cuídate Barboy que te vas a quemar!". Al atardecer, parecía que le hubieran pintado en espalda la divisa punzó.
CAPÍTULO II SEGUNDO AÑO I
La reiniciación de los cursos pareció el despertar de un breve sueño de descanso, para proseguir una fiesta. Ufanos, sonrientes, alegres, volvimos a vernos en el gran patio, de la planta baja de la Escuela, con una enorme reserva de energías e incontenibles bríos, preparados para volcarlos en cualquier momento y por cualquier razón. La diferencia con respecto al mismo momento del año anterior apreciábase fácilmente. Los atemorizados, los que miraban con preocupación y recelo, eran los que iniciaban la carrera. Pero los de segundo año ya se consideraban veteranos. Tenían la experiencia del tiempo transcurrido y la seguridad de la unión del núcleo que integraban. Les sobraba juventud y espíritu suficiente como para pensar que el mundo estaba mal hecho y a ellos les tocaba la misión de derrocarlo para reconstruirlo mejor. Tenían fe en sí mismos y los animaba el propósito de labrarse su porvenir paso a paso, sin desmayos, sin claudicaciones, sin aceptar más ayuda que su propio esfuerzo. Iban a construir su futuro ayudando a sus hogares y aunque pesaba sobre sus espaldas una tarea enorme, vivían con alegría, con optimismo. No tenían tiempo ni vocación para aburrirse, gozando plenamente cada minuto de cada hora, cada segundo de cada minuto, sin complejos ni desesperanzas. Y todo ello con una naturalidad tal que ni siquiera podían detenerse a pensar que en una edad más propia para los juegos inocentes de la impubertad que para responsabilidades, ellos ya habían asumido una posición de lucha por la vida, pues trabajaban todo el día para consolidar la economía familiar, destinando las horas del descanso al intenso esfuerzo de la propia superación. II
Correspondía la primera hora a matemáticas, a cargo del doctor Zoilo Kohan, hombre de baja estatura, obesidad pronunciada y desgarbado gesto, cuya calva cabeza reluciente parecía haber recibido un trabajoso masaje para aparecer tan brillante; su pronunciación excepcional y la ampulosidad de sus expresiones provocaban incontenibles risotadas. Su explicación de la operación aritmética adquirió justificada fama. Decía: "Chinco qui ti suma y chinco qui ti resta, si tacha, nulo, pirqui si distroie". Aquella noche del comienzo de segundo año el Dr. Kohan comenzó dictando su plan, cuya copia cansaba mucho. En una pausa, al advertir que Wainer se reía, volvióse a él diciendo: “mirá che, si ti mi vinís con aire di fistivos, ti echa a la calle pir cinco días". Cuando tuvo que escribir, colocóse un instante frente al pizarrón: hizo describir a su brazo izquierdo una gran curva; luego, apoyándose sobre ese brazo y sobre una importante parte de su obesidad, hizo dar una vuelta similar al otro. Si se equivocaba no usaba el borrador. Adoptaba un sistema más práctico: borraba con la manga de su saco. Estos detalles no anulaban, sin embargo, su entusiasmo por la enseñanza. III
El Dr. Carranza, de apuesta figura, de blancos cabellos y pausada voz, fue el titular de historia. Su clase inicial consistió. en una magnífica conferencia seguida con profunda atención, por todos, trabando un esquema de la edad media. Su conocimiento del tema, su palabra cautivante, fueron motivo de satisfacción para los oyentes, pues tuvieron la seguridad de que aprenderían la materia. Pero la alegría duró poco. El titular de una asignatura, al saber que la nueva división había tenido el año anterior a determinado colega, se negó rotundamente a continuar y pidió el inmediato cambio, que le fue concedido. Así, pues, nos transfirieron a otra división: la cuarta de segundo año. Ocupamos un largo y angosto salón con una puerta de salida a la derecha y con ventanas enrejadas hacia la izquierda, que, lo separaban del depósito de mapas y útiles; más que un aula, parecía una celda carcelaria. IV
Teníamos dos materias nuevas: ciencias naturales y francés. Esta última tuvo curiosas alternativas. La dictaba una persona de avanzada edad, de cabellos blancos, que caminaba con dificultad y muy poco se le entendía por su cerrada pronunciación. Ignorando que al segundo año correspondía el primer curso de ese idioma y convencido de que los primeros elementos de
la lengua se conocían, comenzó a conversar en francés con la mayor soltura y a toda velocidad. Se le aclaró la confusión, excusándose, con toda cortesía. Desde entonces habló principalmente en castellano.
Del libro elegido, Choix de lectures, hiciéronse famosas dos páginas inolvidables: "Promenande dans la forêt" y "La mére". Esta última, especialmente, se leía a coro y en cualquier forma, recitándosela de memoria con agregados fuera de texto y carentes de pureza lingüística. Monsieur Cubaines no enseño mucho tiempo; su muerte truncó el curso en los primeros meses y por varios otros quedó vacante la cátedra hasta la designación del Dr. Casanovich, cuyo reencuentro recordó la famosa frase: "¿El Egipto. . . ae?". Cambió de método, sustituyó el libro en uso por el Massé Dixon y emprendió su tarea con dedicación, mereciendo el aprecio general. Lo caracterizó su singular memoria pues reconoció a todos los que habían estado con él durante el año anterior; y, como entonces repitió sus personales expresiones: "¿Por qué no estudio che, querido?". "¡Ah!, che, querido: si usted no estudia yo no tengo la culpa". En un examen de bimestre dictó como tema una lectura del libro de Mr. Cubaines: “la tabatier d’or” y se ausentó inmediatamente después. Primero hubo nerviosidad general pues nadie recordaba ni una palabra: pero al quedar solos, con grandes suspiros de alivio e inmensa alegría, unánimemente sacamos los libros y copiamos textualmente el relato. Dos minutos antes de que tocara la campana del recreo volvió el Dr. Casanovich; pidió las pruebas y una vez que las tuvo en su poder, exclamó con la mayor naturalidad: "Buenos, señores, todos ustedes han copiado; quiere decir que han aprendido algo". Y dejando a todos atónitos, rompió las hojas en mil pedazos. V
Don Gustavo Dennet, de historia, tuvo una presentación original. Pidió la definición de su materia y cada uno trató de expresarse de la mejor manera posible; pero ninguna conformó. Luego dijo: “Un hombre se tira del balcón, cae y se muere; viene un segundo hombre, se tira del balcón y se muere; viene un tercer hombre y le sucede lo mismo. Entonces el cuarto reflexiona y dice : No, yo no me tiro sino me muero. Eso es historia”. “Un chico ve el fuego; le dicen pupa, quema; el chico no hace caso, pone la mano en el fuego y se quema; después aunque le digan que no quema, el chico no pone más la mano en el fuego, porque sabe lo que le pasa. Eso es historia”. Los oyentes quedaron desconcertados. Sólo Vázquez estuvo contento, porque después de decir algunas palabras difíciles fue invitado a definir la paleontología y al hace satisfactoriamente gozó de óptima reputación durante el resto del año. La presentación del Dr. Chedufau, en cambio, no podía sorprender. Mantuvo su secretariado y su régimen punitivo, adjudicándose el campeonato Spinellí, con tres mil renglones a presentar al día siguiente. Siguió en orden de méritos Jorge Larre, con dos mil, impuestos como premio a una réplica. Como éste no cumplió, fue suspendido. VI
Además del Dr. Chedufau, volvían como titulares de dos asignaturas, los que la dictaran el año anterior: Enrique César Urien y Ángel de Luca. Éste, a manera de saludo, anticipó un plan de trabajo intenso; y recordando la pesada tarea de 1928, sentimos un frío sudor. La sola perspectiva de largas noches de vigilia llenando planas de caligrafía, provocaba un cansancio completo. Menso mal que, en compensación, abundaban las bromas en clases. Eso era un consuelo. Urien, saludó cariñosamente: estaban igual, para él no pasaba el tiempo: su calma, su misma pausas en el lenguaje; su innegable ausencia de la materia. No traía inquietudes en el campo del saber; más que la de enseñar, parecía creer que su misión era la de un consejero, un animador: nunca faltaba en él una frase cordial, una recomendación paternal. Continuaba alejándose de la geografía para incursionar en los temas históricos, especialmente los hechos de armas de las fuerzas argentinas; aunque ya comenzaba a formarse en el espíritu de los colegiales, cierto escepticismo con respecto a los acontecimientos bélicos y al militarismo, se le escuchaba con satisfacción. A principios de junio tuvo la iniciativa de un original sorteo. Preguntó quien estaba sin empleo y seis presentes levantamos la mano. Escribió "sí" en un papel y "no" en otros cinco, extrayéndose todos ellos de un sombrero; y yo, afortunado poseedor del "sí", me presentó al día siguiente a la "Compañía de Transportes Expreso Villalonga", para cuyas oficinas de contaduría habían solicitado un empleado. Me hice cargo del puesto al otro día y desde entonces dejé de tener apellido para ser llamado "el futuro contador de Villalonga", salvo un excepción, cuando en virtud de levantar la mano los dos hermanos para contestar una pregunta que pocos sabían, comentó: "Los Caletti son como los Gracos". VII
Con su cuerpo más bien voluminoso, su cara redonda y llena, tapada en parte por un grueso par de anteojos, y un enorme moño caído, casi colgante, apareció el Dr. J. J. Nágera, de ciencias naturales. Un tanto descuidado en el vestir, parecía despreocuparse de las formas para concentrarse exclusivamente en lo que absorbía su atención. Miraba muy firmemente, clavando los ojos que despedían brillo como si quisiera hipnotizar. Muy bueno, aunque parecía no querer aparentarlo, tenía muchas consideraciones para sus discípulos y se preocupaba por enseñarles bien. Hubo muy pronto una corriente de recíproco afecto. Frecuentemente llevaba colecciones de huesos, que desparramaba sobre el escritorio. Hacía pasar a cualquiera, le ponía las manos atrás y dándole una vértebra u otro elemento, le hacía definirlo con tan sólo tocar los apófisis y los cóndilos; o bien de la colección expuesta, iba preguntando: “¿ Que huevo es éste?”. Si alguien trataba de ayudar, chistaba enojado: " ¡Pssss! ¡Cállese!". Pero al minuto su furia se había transformado en una sonrisa. VIII
Se le parecía en la negligencia en el vestir su colega de matemáticas, Dr. Antonio Morandi, contador público y abogado. Pero había una diferencia: mientras aquél simplemente se despreocupaba, éste daba la impresión de estar formalmente enemistado con todas las formas de elegancia masculina. Un poco bajo y bastante obeso, aunque no tanto como el Dr. Kohan; descuidado en sus modales y en el idioma, singularizóse por sus frases y su pronunciación. Todo teorema concluía, sin posibilidad de excepción, con estas palabras: "¿Entendido bien? !Buá! A ver lo que sigue". Cada vez que se citaban las líneas paralelas, debía añadirse "Y son iguales a los rieles del ferrocarril". Además, luego de enunciada una hipótesis, era indispensable agregar: “Efectivamente”. Pero esto resultaba difícil para el que pasaba, pues no podía contener la risa por el coro que lo acompañaba. Su polo opuesto era el Dr. Márquez, de contabilidad, también de una cincuentena de años e igual contextura física, aunque ligeramente más alto; muy suave en sus maneras, infinitamente bueno, calmo para hablar y delicado en su trato, fumaba sin descanso consumiendo uno tras otro infinidad de cigarrillos, que encendía con la colilla del que terminaba. Conocedor de su materia y bueno pedagogo, lograba que sus clases se siguieran con interés; dedicado a la enseñanza con entusiasmo y capacidad, su compañerismo con los estudiantes le permitió granjearse fácilmente su cariño. IX
El Dr. Udaquiola Vidal daba la impresión, a primera vista, de ser más apto para enseñar lucha grecorromana que castellano. Abogado joven, corpulento, macizo, de cabellos muy negros, ojos grandes, algo inquieto, marchaba erguido como si estuviera en un desfile. A pesar de su porte de luchador, tenía buen carácter. Le gustaba narrar las peripecias de su juventud y se enorgullecía con sus travesuras de muchacho. "Vean -decía-, en diecisiete años que soy profesor, no he oído un chiste bueno; los estudiantes de hoy son unos pavotes; y los profesores más todavía". El relato de sus heroicas aventuras dio origen a que en una ocasión se esperase su llegada con un dibujo en el pizarrón: era un enorme dirigible con la inscripción "Graff Udaquiola". Por supuesto, disimuló el disgusto que le causó la broma, principalmente por lo que había dicho de los estudiantes; supo ser buen perdedor. Eligió como libro de lectura "De tal palo tal astilla", de José M. de Pereda, y la interpretación de esa joya de la literatura castellana fue el principal trabajo del año. Puntualizaba los errores corrientes en las conversaciones, señalando como verdadera vergüenza el desconocimiento del idioma; pero si por casualidad alguien se daba vuelta o no lo atendía le decía con tono amenazador: "Te voy a 'encajar' una 'torta' que vas a ver", y terminaba el incidente con una carcajada. Era compañero del alumno; podía decirse de él que era "gaucho", en la acepción noble del vocablo. A quienquiera necesitara su ayuda estaba dispuesto a prestarla. Si el problema se planteaba contra algún profesor con quien él estuviera disgustado, convertía la causa del estudiante en ofensa propia y personal.
X
Aquel año fue terrible. Con mucha frecuencia el jefe de celadores, Sr. Zanotti, por cuya excesiva severidad se le tenía profunda antipatía, llegaba hasta la cuarta división de segundo año y gritaba a los presentes que más que hombres parecían fieras desatadas. También el celador resultaba antipático. Confiaba compensar la cortedad de su estatura con una energía absurda; reprendía con frases necias, amenazaba a cada momento; quería tener a la división en un puño. Repartíase la jornada en cinco horas escolares, de cuarenta minutos cada una, desde el lunes hasta el jueves; los viernes y sábados sólo había cuatro horas. El horario se modificó posteriormente y pasó a ser de cinco horas, de lunes a sábado, exceptuando los viernes con tres horas; comenzando a las diecinueve y veinte para terminar a las veintitrés. Las cinco horas del sábado constituían un suplicio. ¡Cuántas veces "segundo cuarta" únicamente estaba en la escuela! Los demás declaraban huelga o fugaban. Así, pues, había que buscar una forma válida para anular las clases de los sábados. Felizmente sobraba ingenio. La puerta de la caja de llaves de luz estaba siempre cerrada. Un sábado fueron infructuosas las tentativas para abrirla; cuando hubo certeza absoluta de su solidez, apelóse a un sistema eficaz: Ortega saltó y le dio una violenta patada desencajándola. La puerta voló a través de una ventana y fue a parar a varios metros de distancia. Dióse la vuelta requerida a la llave y luego ésta se perdió. Así como Dios hizo la luz, los muchachos habían hecho la oscuridad. Luego permanecieron en el corredor aguardando los acontecimientos. Era la hora de francés y el Dr. Casanovich parecía no estar con excesivas ganas de dar clase; el comprender la maniobra rió de buenas ganas como los demás. Pero el encanto se deshizo al saberse que la Dirección había dispuesto usar otro salón, perfectamente iluminado y con llave fuera del alcance de los interesados; no quedó más remedio que soportar, entre protestas y bostezos, las clases reglamentarias. Aquel año, los de segundo cuarta conocieron algo insólito: el coro de silbatinas. Tratábase de inscriptos en años superiores, partidarios entusiastas del "boycott" a las lecciones sabatinas; declaraban huelga y con agudos silbidos mostraban su repudio a los "carneros" que entraban. El malestar de dichas clases quedaba compensado con las bromas: la gomita, la tiza, y cuanto proyectil había para tirar, estaban en su apogeo. Generalmente esas bataholas finalizaban con la suspensión de los principales promotores. Una noche fue tan intensa la batalla de tizas, que cuando el Dr. Udaquiola Vidal llegó al aula, contempló, sorprendido, una alfombra blanca que cubrió el piso. No hizo comentario alguno; pero era fácil advertir su alegría. La división contaba, también, con un coro completo. Había toda clase de voces, principalmente chillonas y desafinadas. El repertorio no era muy selecto pero sí efectivo: "Arroz con leche", "Sobre el puente de Avignón", “Yo no soy buena moza”, “Mambrú se fue a la guerra”, "Asómate a la ventana", "A la víbora del amor" etc.
El coro no tenía pianos, violines, flautas, clarinetes, ni instrumento alguno susceptible de obtener sonidos siguiendo las notas de la escala musical; pero eso no lograba amilanar a los cultores de Orfeo. Sustituían a los instrumentos de percusión, de cuerda y de viento, el piso, los pupitres, las tablas de los bancos y hasta los libros. Las manos y los pies rivalizaban en entusiasmo para arrancar sonidos y a nadie ofendía el absoluto divorcio, con la armonía, el compás y el ritmo. Por todos los ámbitos de la escuela escuchábase el ruido ensordecedor de los muebles golpeados y de los gritos destemplados de los improvisados cantores. Afortunadamente para el arte no tardaba mucho en llegar el jefe de celadores, quien, con unas cuantas suspensiones y una no menor porción de improperios, ponía punto final al espectáculo. Pero apenas se retiraba, una sucesión de onomatopeyas daba respuesta a sus insulto. XI
Dos accidentes dignos de mención acaecieron al comenzar aquel año. Uno de ellos no tuvo mayores consecuencias; pero el otro, desgraciadamente, fue el fin de una existencia. El primero ocurrió una noche en que, por ausencia de un profesor, anticipóse la salida en una hora. Con la alegría de esa libertad, bajáronse las escaleras a tal velocidad y con tanto impulso que algunos cruzaron la calle sin advertir el tránsito de vehículos. Hubo quien pudo detenerse a tiempo; pero no le ocurrió lo mismo a Oberdan Caletti que, atropellado por un auto, rodó con gran estrépito por el pavimento. Llevado inmediatamente al Hospital de Clínicas, distante a muy pocas cuadras del lugar del hecho, comprobóse, felizmente, que a pesar de la violencia del golpe, no había sufrido heridas de consideración. Luego de practicársele las primeras curas, pudo restituírse a su hogar, donde pasó en cama diez días, reponiéndose totalmente. Su regreso a la escuela fue triunfal. Aprovechóse la circunstancia de ser de público conocimiento su accidente para organizar un escándalo de proporciones, llevándolo en andas por el corredor y el patio, con incesantes vivas a él, al auto y al accidente y fuertes gritos hostiles a la velocidad, a los choferes de autos y, de paso, a odiadas autoridades de la escuela. El otro accidente fue fatal. El celador de primer año, Bernardo Brocher, vivía en un pueblo suburbano. Un domingo por la tarde viajando a la Capital para ir a una fiesta, al llegar a la estación Constitución bajó con tal mala suerte que cayó bajo las ruedas del tren y quedó destrozado, muriendo en el acto. Sepultáronse sus restos en el Cementerio Alemán; en nombre del Centro de Estudiantes de la Escuela y de sus compañeros lo despidieron con emoción Anibal Noguera y Vitaliano Caletti. Meses después, como homenaje cariñoso, depositamos sobre la tierra que cubría sus restos, una palma de flores naturales cruzada con una cinta cuya inscripción: "A su ex celador Bernardo Brocher, los alumnos de segundo cuarta", había motivado una agria polémica entre Oberdan Caletti, Julio Luis Vázquez, Alberto López Mecatti y otros. Oberdan y López leyeron sendos discursos; luego otro integrante de la división, Roberto P. Gerías, de unos dieciséis o diecisiete años, de baja estatura y bastante gordito, improvisó una arenga breve y violenta, más propia para ser dicha en una barricada que en una ceremonia fúnebre. Sus palabras
traducían la rebeldía de la impotencia humana ante las desgracias que no está en manos del hombre reparar; clamaba por la injusticia de una vida truncada en la flor de los años, cerrando para siempre un futuro y quebrando de golpe un sin fin de esperanzas y un mundo de amor. Sencillez, sinceridad, emoción profunda y los llantos de los familiares fueron la esencia de la ceremonia. Hacia medio día de aquel domingo luego de saludar a los deudos del extinto Brocher, se recordó al profesor de francés, Mr. Cubaines. En marcha hacia el nuevo destino renováronse las polémicas respecto a la inscripción de la palma de flores. Los que estaban de acuerdo con la frase "ex celador" disputaban con sus antagonistas, quienes sostenían que "celador" era término de carcelero y no de estudiante. Y la réplica no demoraba, rechazando esa acepción para proclamar la que el uso le había dado. Iba quedando vacío el cementerio alemán. La suave brisa matutina movía débilmente las puntiagudas y verdes copas de los viejos cipreses del camposanto y todo era quietud y paz; paz augusta, solemne, quebrada únicamente por las discusiones acerca de la expresión "celador", defendida con tanto tesón y firmeza como si de la exactitud del término dependiese el futuro, o pudiese volver la vida para quienes la habían dejado definitivamente. Depositóse luego un ramo de flores en el panteón donde reposaban los rertos de Mr. Cubaines, sobre el ataúd del anciano maestro volcábase la lozanía sentimental de sus jóvenes discípulos. Estos actos motivaron una reflexión. En ambos caso una sola y misma idea había unido a los oferentes de los homenajes; pero diferían los lugares. En las dos ocasiones se había rendido un tributo a los ya idos y ambos tenían su puesto en el mundo de los que no son. Pero los dos cementerios visitados estaban separados entre sí por un ancho y alto muro de ladrillos, como si no fueran una sola y misma solemnidad la de las ciudades de los muertos, como si la muerte no igualara, definitiva e irrevocablemente a todos los seres humanos del orbe sin distinción de edades, ni sexos, ni razas, ni credos, ni fortunas, ni rangos. XII
Esperábase con regocijo el 25 de mayo, porque con ese motivo había una semana de descanso. En el Aula Magna celebróse la fecha con un acto igual al de los años precedentes: Himno coreado por los presentes, discurso del director recordando que era el "padre espiritual", concierto de violín por uno o dos alumnos más que con sus arcos serruchaban las cuerdas, y algunos catedráticos que se sentaban en las sillas colocadas sobre el escenario, cuyas caras intentaban vanamente disimular el tedio que los vencía. Como se conocían de memoria los discursos, todos trataban de escapar; pero como también el director conocía de memoria esta íntima inclinación de sus pupilos, adoptaba las normas más convenientes para evitarlo: cerraba las puertas de salida, reforzando las guardias con porteros y celadores, como canes cerberos. Lo que no le impedía, sin embargo, encabezar su atenga con estas frases: “Jóvenes estudiantes: Este acto patriótico al que concurrís con tanto agrado ...”.
Justo es reconocer su sana y loable inspiración. Deseaba que las efemérides se realizaran con la debida solemnidad, haciendo subir al escenario, como abanderado, al mejor estudiante de quinto año, escoltado por dos buenos compañeros de años superiores, haciéndose digna guardia a la hermosa bandera argentina de la escuela. Abrazaba emotivamente a quien recitaba el verso y saludaba con igual espíritu al autor del poema, entre aplausos burlonamente frenéticos de los asistentes, que carecían de toda emoción. La semana de Mayo introdujo una pausa en los estudios, pero no en las aventuras subsiguientes a la salida de clases. Las excursiones por Charcas, Paraguay, Córdoba, Viamonte y las calles transversales desde Callao hasta Boulogne Sur Mer, contaban con la presencia ruidosa y entusiasta de todos. Marchas, carreras, desfiles, sucedían sin cesar. No había propósito de molestar a nadie ni bromear fuera del círculo íntimo; pero había ocurrencias que hacían reír de buenas ganas. En un conventillo de Córdoba, entre Ayacucho y Junín, pegaron un cartelito que decía: "Se alquila un water closset". Y en otra oportunidad, este letrerito: "Se alquila cama con chinches y todo". Una noche, en correcta formación y fila india, un grupo de veinte tomó por Paraguay marcando el paso entre los rieles del tranvía Lacroze. La marcha, dirigida por Vázquez, llegaba a la perfección, y luego de tres pasos suaves se daba el cuarto con el taco, con alma y vida sobre el pavimento. Pronto llegó un tranvía. El conductor, viendo que nadie se apartaba de su camino tal vez más convencido de hallarse en presencia de un conjunto de locos con permiso de salida que un núcleo de gente en su sano juicio, tocaba insistentemente la campanilla. Tuvo como única respuesta la misma marcha marcial, con el cuarto paso marcado cada vez con mayor fuerza; pero al llegar a la esquina, la intervención de un vigilante rompió las filas; se le explicó que la alegría provenía de un difícil examen aprobado y el agente, bondadoso como muchos de sus colegas, aunque sin creer las razones alegadas, un poco tolerando, los dejó pasar. Pero en ocasiones las excusas no surtían efectos; y cuando a un agente se le agregaban otros, entonces, agotada la dialéctica se apelaba al recurso de la estrategia: divididos en grupos de a dos o de a tres, iniciaban la dispersión a toda carrera, en la cual el factor decisivo de la victoria era la desesperación de la huída. XIII
Joaquín R. Abal y yo, en lo atinente a la edad, representábamos los extremos, con 27 y 14 años respectivamente. Y para cumplir con el aforismo de que todos ellos se tocan, ocupábamos bancos contiguos. Para quienes formábamos el grupo de menores, es decir, entre catorce y diecisiete años, Abal actuaba un poco como maestro y otro poco, como hermano mayor. Tenía mucha paciencia, sabía ser delicado y condescendiente en su trato; bromeaba con finura sin caer en groserías y por su carácter contagiosamente alegre, resultaba muy grato estar a su lado. Conocía infinidad de cuentos, anécdotas y chistes de tono subido que contaba con gracia y se escuchaban con interés. Uno de sus méritos fue la invención de la "estufa natural".
En algunas noches invernales, lluviosas, gélidas, la asistencia a clase importaba un verdadero sacrificio. Al salir de la escuela minutos después de las veintitrés, luego de pasar más de tres horas y media en salones sin calefacción, los músculos estaban entumecidos. Somnolientos, con el agotamiento de una jornada iniciada trece o catorce horas antes, al abandonar el edificio buscábamos protección contra la inclemente temperatura levantando las solapas de los sobretodos para cubrir la garganta, poniendo las manos en los bolsillos y contrayendo el cuerpo para concentrar las pocas calorías restantes. Marchábamos deprisa, sin detenernos y sólo después de caminar varias cuadras comenzaba a menguar el frío. Hacía falta encontrar un método que permitiese entrar en calor más rápidamente. Una noche, al pasar frente a la Plaza Rodríguez Peña, Abel se quitó el sobretodo, lo dobló y esgrimiéndolo como un garrote empezó a descargarlo sobre las espaldas más próximas, replicándose de inmediato; en las jornadas de más baja temperatura, celebrábamos en la plaza terribles contiendas de sobretodos que terminaban a la media hora de su iniciación, con la sensación de estar en verano. jadeantes, sudorosos, regresábamos a casa con la seguridad de que también en julio y agosto había. jornadas tropicales. En honor a la verdad, no era ése el único sistema de calefacción: a veces las aventuras terminaban con la corrida de los agentes de policía y entonces sí, subía al máximo la temperatura. XIV
Gadea estaba próximo veinte años; alto, morocho, sólido, con su bigote ancho y espeso, tenía veleidades militares y las ponía en práctica. Por aquel entonces, en la misma puerta de la escuela un hombre vendía unos grandes y magníficos mapas que medían fácilmente un metro y cuarto de ancho por unos sesenta centímetros de alto, impresos sobre papel grueso y fuerte, que se enrollaban bien. Su accesible precio, veinte centavos cada uno, había hecho posible que todos los compraran. Gadea enrollaba el mapa por su lado más largo: lo sostenía por la parte inferior con la mano derecha apoyándolo sobre el hombro, como se fuera un mauser y marchaba a paso marcial las dos cuadras que lo separaban de Córdoba y Callao, donde tomaba el tranvía que lo llevaba a su hogar. Los demás que no tenían tanta virtud militar pero sí mucho deseo de jaranear, lo seguían con entusiasmo. Por esos años, grandes tachos de lata colocados en las calles por orden del intendente municipal, inundaron la ciudad con el sano propósito de hacer echar en ellos los desperdicios y contribuir a la higiene de la metrópoli, inspiración plausible que la práctica frustró. Los recipientes, semicirculares, parados sobre tres patas de medio metro de altura, rematados con una plancha de metal de poco más de un metro de alto por algo menos de ancho, servían, también para adherir y exhibir carteles de propaganda. En su. conjunto, cada tacho constituía un adefesio de latas y caños, muy antiestético, exceptuando una bonita placa ovalada de unos quince. centímetros de alto, con el escudo municipal esmaltado a fuego., Los muchachos le habían declarado la guerra a esos llamados "tachos de Cantilo" y algunos se habían especializado en destrozar sus tapas: a la voz de orden: "una, dos y ... tres", se, levantaban unas cuantas piernas que caían violentamente sobre
la tapa, desquiciándole. Díaz se volvió, apasionado coleccionista de escudos. Cada uno, de sus camaradas se había transformado en detective y apenas divisaba una placa en su sitio, comunicaba la novedad a Díaz, quien, con paciencia notable se trasladaba al lugar señalado y, aumentaba en una unidad, su "stock" de escudos. XV
Ortega y Díaz merecían justificadamente el calificativo de “reos”, en el sentido corriente del vocablo. Verdaderos campeones de aventuras, rivalizaban con Terés, alto, flaco y rubio muchacho de dieciocho años, de modales afeminados, que poseía gran ingenio y la absoluta convicción de que el estudio carecía de valor. Hijo del compositor musical Bernardino Terés, su asiduidad a los teatros de revistas y género frívolo, le inspiraba a, trasladar al aula la representación de los escenarios. Tenía especialidad en el traslado de sillas que los bares instalaban en las aceras; las tomaba disimuladamente, las arrastraba, con cuidado y las depositaba a varias cuadras de su lugar de origen. Cantaba con gracia e imitaba personas y cosas. En la calle, levantaba el brazo derecho con el dedo índice apuntando al cielo y corría entre los rieles imitando el tranvía, haciendo los ruidos característicos del arranque, la frenada y el aumento o disminución de velocidad. Le gustaba alarmar a la gente. Vivíamos, entonces, en un segundo piso, en Corrientes al 2123; la planta baja del edificio la ocupaba una firma textil ' Glikin y Zaretsky. Terés se paraba frente al negocio y gritaba: "Don Zaretsky: se le quema la casa". Formaba dúo inseparable con otro camarada de muy distinto carácter: Alfonso Doce, un morocho de mediana estatura, ingenioso, más contraído al estudio y cuyo nombre y apellido, aunque eran auténticos, nadie los creía. Su manía de escribir en el pizarrón frases chispeantes, versos, parodias o sentencias cómicas, lo convirtió en el anunciador oficial. Glosaba hechos del momento político o escolar o avisos comerciales famosos, entre los cuales ocupaba preferente lugar el de un conocido laxante, cuyo texto había adaptado al ambiente: "Hermanos Caletti: uno refresca, dos purgan, tres indigestan, cuatro ‘revientan’ ”. XVI
Hubo cambio de horarios, disminuyéndose una hora los viernes y aumentándose otro tanto los sábados. Resultó así la salida diaria las veintitrés, excepto viernes, a las 21.45. Esta modificación, aparentemente insignificante, tuvo para la Barra" una influencia que no se imaginó.
Todos los viernes, con ejemplar puntualidad, tomábamos un "taxi" a la salida de la Escuela. Previa seguridad de una propina de diez centavos por cabeza, además del precio del viaje., el conductor nos permitía incrustamos en el interior del coche, sentándonos algunos sobre los asientos, otros sobre las rodillas de los que estaban sentados y así, sucesivamente. Ibamos directamente a la calle Corrientes, entonces angosta, pero muy luminosa y bohemia. Así como Florida simbolizaba un paseo de belleza y elegancia,, Corrientes, más que una calle ' era, una institución: una galería que tenía por techo el cielo y cuyas cercanas paredes parecían querer retener; los ecos del incesante cantar. Se la comparaba con Broadway,, la Gran Vía, o algún "boulevard" parisién; pero Corrientes, única, propia, personal, no admitía parangones. Patria del tango, hacía sentirse portemos a los amantes de esa canción, con prescindencia del lugar del nacimiento o del país de origen; en ella volcaba su alma el habitante de la urbe y la visitaba con curiosidad el turista extranjero, soñando con ella el argentino que vivía en el exterior. Se apreciaba la diferencia entre la noche y el día porque en éste la luz provenía del sol; y en aquélla, casi con igual intensidad, de millares de lamparillas eléctricas. Pero el movimiento de la gente decrecía relativamente poco con el avance de la madrugada y, por momentos, después de media noche, entre los vehículos que circulaban y la gente que salía de teatros, cines y confiterías, había tal aglomeración que el tránsito tornábase imposible. A la calle Corrientes, en las cuadras comprendidas entre Callao y Maipú, nos dirigíamos en el taxi que adquiría rara similitud con una lata de sardinas vista con vidrio de aumento. Cuando el auto se detenía frente a un teatro, el descenso de sus ocupantes constituía todo un espectáculo y en pocos minutos se aglomeraban los transeúntes para contemplar un raro fenómeno de elasticidad: no podían comprender cómo de la caja interior de un coche pudiera salir tanta gente. Contaban: seis, siete, ocho, nueve, diez.... parecía que ya no había más pero seguían saliendo aquellos que recién podían levantarse para bajar; y contaban ... trece, catorce, quince ... por fin, salía el último: ¡ 16 ... ! Comprábamos entradas de "clake" por veinte o treinta centavos y asistíamos a sesiones de sainete o teatro frívolo. Las buenas obras contaban con nuestro apoyo decidido, pero al lugar en que más oportunidad había para concurrir era el "Smart", donde actuaba la compañía de Marcelo Ruggero, una de las más populares de la época, junto a las de César y Pepe Ratti, Olinda Bozán y Paquito Bustos, Elías Alippi, Luis Arata, Evita Franco, Leopoldo y Tomás Simari, Enrique Muiño y muchos otros, sin olvidar, por supuesto, al singular e inigualado Florencio Parravicini, cuyo desenfado en el lenguaje y los gestos le había permitido crear un tipo personal de teatro, qué transformaba en irreprimibles carcajadas las más grandes barbaridades que pudieran decirse en un escenario. Ruggero representaba obras mediocres que se cambiaban todas las semanas y cuyo argumento, como el de la mayoría de los sainetes, se producía en serie: el criollo compadrito y guapo; el gallego, portero o mucamo; el turco, vendedor de peines; y la muchacha, que siempre terminaba enamorada de la guapeza del criollo, tenía en un puño al italiano, al gallego y al turco. De vez en cuando se representaban obras de verdadero valor. Al salir del Smart, Terés, siguiendo los impulsos de su vocación entonada las canciones escuchadas poco antes o bailaba tarantelas en plena calle, al compás de una música tarareada y seguida por los demás con persistente batir de palmas. Habíamos hecho ya característico nuestro aplauso de tres palmadas seguidas, acompañadas sucesivamente por otras tantas luego de una pequeña pausa, convirtiéndose costas, con el tiempo, en símbolo que subrayaba todo acontecimiento notable. Tanto nos familiarizamos con ellas, que ,
transformadas en señal distintiva, dieron su nombre al grupo que con la denominación de “Barra de los tres golpes”, sigue conservando su unión y su espontaneidad a pesar del largo tiempo que nos aleja de aquellos años escolares. XVII
Una misión científica alejó por un tiempo al Dr. Nágera, reemplazándolo una profesora, la única mujer que nos dictó clases . Como se había abierto un concurso de oposición, sus explicaciones formaban parte de éste. Trató el sistema circulatorio completando sus disertaciones teóricas con experiencias prácticas: llevó un corazón de carnero y una rana; ésta, anestesiada, fue colocada sobre una tablilla de madera, con las extremidades sujetas con clavitos. A pesar de la anestesia, el cuerpo del batracio, al sentir el bisturí que con mano firme manejaba la docente cortando la epidermis y los tejidos, comenzó a saltar, hasta que el animal fue descuartizado. Aún así, cuando de su cuerpo no quedaban sino restos, con espasmódícos esfuerzos trataba de desasirse de los clavos; y cuando el corazón, ya separado del cuerpo, fue apoyado sobre la mesa, comenzó a dar saltos como si él mismo fuera otra rana de energía indómita, Concluida la interesante hora, se solicitaron a la profesora los despojos de la rana y del carnero, a lo cual accedió gustosa. Después del recreo, desde los comienzos de la clase siguiente, se oyó un grito: “¡ahí va la flor azteca!”. Simultáneamente, los restos animales cruzaban el espacio con tal velocidad y frecuencia, que cualquiera que contemplara el espectáculo podía pensar en el descubrimiento del movimiento continuo, Cuando los despojos caían sobre alguno, éste, sin inmutarse, los reexpedía con igual rapidez, no alcanzando a percibiese cuando llegaban a detenerse sobre un cuerpo, las destrozadas vísceras. El arribo de un profesor interrumpió el espectáculo y no hubo más noticias de eses restos. Pero se sospechaba que tendrían algún fin raro. Así fue, efectivamente: súpose al día siguiente que los habían colocado en el auto del titular de matemáticas, quien no hizo comentario alguno; pero al verlo por primera vez después de muchos meses con un traje diferente, se imaginó la escena vivida en el interior del coche, al sentir la materia fofa, húmeda, inasible. XVIII
La política escolar tomaba nuevos rumbos. En muchas divisiones estaba destruído el mito de la unanimidad a favor de la Lista Blanca y los reformistas ganaban adeptos. En segundo-cuarta, ambos Caletti, López Mecatti, y otros más un tanto desilusionados por el brillo de la opinión ajena, decidieron personalmente sus orientaciones.
El Partido Reformista realizaba sus sesiones en el sótano de algún café cercano a la Escuela, en algún centro socialista o en la misma Casa del Pueblo. Muchos asistíamos como simples espectadores, pero luego nos volvíamos militantes activos. Las discusiones sobre política subían prestamente de tono. Los blancos tenían ardientes defensores en Aulés, de la Peña, Vázquez y Wainer. Los reformistas agitaban como bandera las ventajas introducidas por su partido: voto libre para todos los alumnos, socios o no; inclusión de la minoría en la junta directiva del Centro; guerra al fraude electoral y a la compra de votos mediante el pago de las cuotas atrasadas. La asamblea general ordinaria de aquel año llegó al límite del escándalo. Se apagaron las luces, tiraron bombitas de mal olor y una gritería intensa y hostil impidió hablar a los oradores de ambas agrupaciones. Milagrosamente pudo ponerse a votación una moción de los reformistas, que ganó por pocos votos; pero se produjo enseguida una batahola tal, que se suspendió la asamblea. Las elecciones posteriores dieron el triunfo por escaso margen a los blancos, cuyos candidatos, Daneri y Arieu, enfrentaban al binomio Mathieu-González. Como ocurría en tales ocasiones, la escuela presentaba un aspecto magnífico: todo era fervor, movimiento, acción. Frecuentes manifestaciones recorrían las calles, mientras en el interior las columnas de votantes se movían en orden. Unos entonaban canciones partidistas; otros vivaban candidatos, o prorrumpían en hurras, vivas o, aunque por excepción, mueras. Entre los cantos de la noche, tuvo unánime acogida el que se dedicó a uno de los propuestos presidentes que lucía una hermosa cabeza calva: "La cabeza de Fulano se parece a una sandía; por afuera está pelada y por adentro está vacía; ¡ay! ¡ay! ¡ay! ¡ por adentro está vacía!" XIX
El partido Reformista publicó su órgano periodístico "El Martillo", bien redactado, prolijamente impreso, distribuido gratuitamente entre todos los estudiantes. Sus adeptos lo recibieron con entusiasmo y lo guardaron cuidadosamente; pero muchos opositores lo rompieron con despecho apenas leyeron el título. Mantenía una posición de lucha elevada, alejándose de las insignificancias a las cuales solía darse atención. Atacaba con agudo sentido crítico las fallas de la organización escolar, especialmente la Secretaría, que atendía deficientemente, y establecía vínculos con otros órganos similares. Sus artículos lograron modificar la conducta del personal de Secretaría y subsanar muchos defectos, consiguiendo más respeto para las demandas de los alumnos. Cumplía, pues, su papel. El periódico, en un establecimiento educacional, no debe ser motivo de desdén. Al igual que un centro de estudiantes o un partido de principios, cuando está bien organizado e
inspirado en sanos propósitos y no es utilizado por mercaderes de la política, equivale a una cátedra de educación cívica. La Agrupación constituye el nucleamiento de individuos que se sienten espiritualmente ligados por un mismo enfoque de los problemas comunes y se organizan para encarar integralmente la solución de aquéllos que afectan a la entidad cuyo progreso anhelan. Los enceguecimientos sectarios, los dogmatismos, rencores y fanatismo, deben aplacarse, tratando de llevar la serenidad a los espíritus ofuscados o la luz a las mentes enceguecidas. Es esencial en una democracia reconocer en los demás las mismas virtudes que uno cree poseer, cuando hay sinceridad y fe en los principios, independencia de criterio y, principalmente, una recta línea de conducta. La política estudiantil puede iniciar la educación ciudadana, porque la juventud vive el clima del ideal, la libertad y la fe en el porvenir. Si algún grupo tuerce ese destino y cae en el vicio del fraude, la traición o la esclavitud mental, todos los demás jóvenes, con esa enorme reserva espiritual, esa inagotable fuente creadora y la innata pasión por el derecho y la justicia, propios de esos años, levantarán la bandera de sus ideales y seguirán avanzando inconteniblemente por el camino del porvenir. XX
Por ausencia de un profesor se unieron dos divisiones de segundo año, para escuchar al Dr. Dennet. Ambas llegaron al salón simultáneamente, irrumpiendo estrepitosamente, como potros desbocados, con ruido infernal. El Dr. Dennet, muy tranquilamente aguardó a que hubiera orden y silencio; y exclamó con ingenio y calma: "Señores: aquí tiene ustedes la invasión de los bárbaros". Sin embargo, no todo era ruido. En algunas excursiones callejeras resultaba divertido detenerse en Corrientes, cerca de cines o teatros, y entre cuatro o cinco, señalar un punto en el cielo discutiendo que era una estrella o un globo. Algunos transeúntes pasaban con cierta indiferencia; pero muchos otros se detenían, miraban al cielo y terciaban en las disputas; a los diez minutos, los iniciadores de la discordia se retiraban a contemplar complacidos como numerosos grupos de personas discutían con cierto encarnizamiento sin saber qué decían ni por qué se había originado el tumulto. Las salidas concluían con la obligada visita a un bar automático, muy abundantes entonces en la ciudad, hasta en los barrios más apartados. En ellos había columnas de bandejitas cubiertas con un vidrio que permitía ver el contenido; se echaba una moneda en una ranura y la columna de bandejitas bajaba un escalón quedando el producto seleccionado al alcance de la mano. Por diez centavos se obtenían emparedados de queso o jamón, con un pan bastante grande; en los bares más lujosos, con veinte centavos se compraba un sabroso y abundante “sandwich” de lomo recién asado. Las diversiones estaban al alcance de los bolsillos: la fiesta de los viernes no costaba más de setenta u ochenta centavos: veinte la entrada al teatro, treinta o cuarenta la cena y diez el viaje en taxi.
Las actividades eran múltiples. Tal vez para confirmar aquello de que las ocupaciones se han hecho únicamente para las personas ocupadas, al empleo, estudio, deberes y jaranas, se agregaba el periodismo y el deporte. La "Barra" necesitaba un órgano publicitario que documentara para el futuro los pormenores de su vida. Y nació, como todos estos modestos periódicos, con la virtud de convertir a su fundador, en director, redactor, compaginador, lector y distribuidor. A comienzos de 1929 debió aparecer esta revista, fundada por mí. Aprovechando que en aquella época trabajaba en una oficina cerca de casa, iba más temprano a la mañana para usar la "Olivetti" que hasta las ocho nadie utilizaba. Desgraciadamente la empresa cesó su giro y perdí la máquina, hasta que meses después López Mecatti logró pasar los artículos que quedaban. Después de tantos esfuerzos, el 14 de septiembre de 1929 vio la luz la revista "Los peritos mercantiles", órgano oficial de la "Barra de los tres golpes", que aparecía cuando podía, y cerco podía. Su personal de redacción se vio reforzado con el concurso de Federico de la Peña, nombrado primer poeta oficial y, por supuesto, cambió su apellido por un seudónimo literario, que también debía ser estrafalario, igual a lo hecho por el director, llamándose, respectivamente, Gilberto Baúl de las Penas y Dr. Pancrasio Makkana. Contenía el primer número el acta constitutiva, uno de cuyos artículos caracterizaba la periodicidad de la publicación: "Revista mensual nocturna que sale cuando le da la gana a su director": y entre, el material, resumen de los hechos y figuras escolares y políticas destacadas, figuraba una crónica y un dibujo del acontecimiento sensacional del año: el accidente de Oberdan. En el deporte, el éxito nos desdeñó. A fin de preparar el equipo que nos representara en el torneo de "football" escolar, nos combinamos para ir un domingo por la tarde a unos terrenos baldíos ubicados detrás del estadio de River Plate, sito entonces en avenida Alvear y Tagle. No superábamos las dos docenas los entusiastas jugadores, provistos de todo lo necesario para pasar una jornada agradable. Pero la realidad fue otra. Se pinchó la cámara de la única pelota que llevábamos y comenzaron las peripecias para su arreglo, las discusiones sobre las medidas más convenientes, hasta que mediante el aporte de unas monedas compramos una cámara nueva e iniciamos el partido, de muy corta duración a pesar de los fantásticos resultados: el equipo menos malo ganó por veintidós tantos contra veinte. No podíamos asombrarnos si nuestra división no intervenía en el torneo. XXI
Acontecimiento grato de los últimos días de clase fue la exención de Aulés. Faltándole sólo un punto para eximirse de inglés, lo esperaba con tantas ansias que contagió su anhelo, principalmente porque se había reforzado con la promesa de invitar a todos sus camaradas con un café con leche, si se salvaba del examen.
Aulés obtuvo la nota ansiada, y fiel a su palabra, nos reunió a todos en una lechería de Callao, entre Tucumán y Viamonte; allí, a medianoche una treintena de muchachos había introducido la novedad del brindis con café con leche en sustitución del burbujeante "champagne", más apto para celebraciones, pero más alejado de las posibilidades del bolsillo del anfitrión. Inolvidables, por los emotivas, fueron las palabras de despedida de Urien. Pocos meses antes, al juntarse dos divisiones por ausencia de un profesor, nos reunieron en el salón de actos para la clase de geografía. Como hacía frecuentemente, desarrolló un tema ajeno a la materia, eligiendo, en esa ocasión, el problema de razas. Disertó extensamente, con entusiasmo y claridad, trazando un ,cuadro del doloroso aspecto que presentaba la vieja Europa, destrozada por enraizados y multiseculares odios raciales, religiosos, de castas y de regiones; y ensalzó el magnífico ejemplo de América, donde confraternidad de pueblos y razas constituyen una fortuna mayor que las propias riquezas naturales. Esa es, en efecto, una de las supremas virtudes de las poblaciones estudiantiles sudamericanas, que permite hallar en cada uno de sus condiscípulos un hermano de aventuras y de vida escolar, cualquiera sea su raza, religión, cuna, color o nacionalidad. La noche de la despedida Urien dijo suavemente, cariñosamente, pocas palabras: fueron consejos paternales sellados con esta frase después de cantar a la amistad de los compañeros de los cursos secundarios: "Los dejo hasta la Facultad". XXII
También la dirección saludó a sus egresados con el acto del Aula Magna. Apenas concluido éste, salimos corriendo y tomamos un Lacroze en Lavalle y Callao. La costanera, completamente sola, se convirtió en pista de carreras, sobresaliendo en la competencia Ortega y Ariza. Siguieron seguidillas de "rango y mida", desfiles en fila india con una mano sobre el hombro, marchas y contramarchas, llegando al borde de la playa donde algo llamó la atención: "Sillas: $ 0.10" indicaba un cartel. Repentinamente un grito rasgó el silencio de la noche' No se supo a quien se le ocurrió la idea ni quien fue su ejecutor; pero simultáneamente con un estentóreo "¡ hombre al agua!", un cuerpo cruzó silbando el espacio con la velocidad del bólido, cayendo estrepitosamente: ¡alguien había tirado una silla al río! A los pocos instantes, atraído por el alarido o por el ruido, un agente de policía avanzaba corriendo hacia el lugar donde estábamos. Subir las escaleras y ponernos a salvo bajo la sombra de los árboles del Balneario, fue obra de escasos minutos. Ya en lugar seguro, a Ortega se le ocurrió hacerse el muerto. Quedó tendido sobre un banco de piedra, inmóvil, con los ojos cerrados y la respiración contenida. Lo rodeamos prodigándole mi! cuidados, acompañándole con sonoras lamentaciones; Súbitamente hubo desbande general. Ortega, a pesar de tener los ojos cerrados, presintió que algo pasaba; entreabriéndolos vio sobre su cabeza la del caballo de un agente del escuadrón de seguridad, cuyo jinete se había aproximado para averiguar qué
ocurría. Rápido come, el rayo resucitó y desapareció en vertiginosa carrera, saltando del banco como disparado por un cañón. Quizás no haya recuerdo en la historia de un velatorio de tan corta duración. XXIII
Ni siquiera en los exámenes faltó la nota de buen humor. Díaz, ferviente cultor de la vagancia, no gozaba del favor del Dr. Morandi, quien lo había calificado mal, pero no justamente para volverlo a ver en diciembre. Siendo recíproca la antipatía, Díaz quiso evitarle el disgusto de exhibir su rostro y estimó oportuno presentarse ante la mesa examinadora con una cara que no fuera tan conocida ni disgustara al profesor. Llevó enormes gafas negras que ocultaban sus ojos, bigotes espesos y patillas largas, cambiando hasta el tono de la voz. Morandi, algo sorprendido, lo miraba desconfiadamente por encima de los anteojos; le hacia preguntas y más preguntas; y como ni la desfiguración de la fisonomía ni las respuestas fueron matemáticamente satisfactorias, Díaz concluyó su examen con un auténtico redondo desaprobado. El año concluyó con un "picnic" a Quilmes bastante concurrido, lleno de peripecias, desencuentros y movimientos. Los excursionistas iban a la estación por la mañana temprano, con su valijita llena de ropa y comida, eufóricos, rebosantes de alegría y dinamismo. Pero cuando emprendían el regreso después de ocultarse el sol, llegaban a la misma estación con el paso lento, las palabras escasas y los movimientos cuidadosamente estudiados y contenidos para evitar que el roce de la ropa con la piel quemada, diera la sensación de una friega de espaldas con papel de lija. Por su andar lento y encorvado, el gesto de cansancio que reflejaban sus semblantes no sólo por la pagina del día, sino porque se pensaba en la cercana y terrible mañana del lunes, y el silencio con que en columna marchaban por el andén, semejaban un pelotón que volvía derrotado de la guerra. XXIV
Para la reiniciación de cursos, faltaba pasar los Carnavales. Los muchachos, en esos dos años de plena convivencia, habían formado una amistad íntima que trascendiendo los límites del aula, llegaba hasta el ámbito familiar. En cada casa conocían las andanzas de todos, siendo frecuentes las visitas recíprocas para estudiar o salir. Pero había quien tenía hermanitas o primas agradables, bonitas, con el encanto quiceaniero; entonces no era sólo el deseo de estudiar o de salir juntos el que impulsaba esas visitas; la asis, tencia asidua no
permitía abrigar dudas: la hermanita o la primita tenían más atractivo que el camarada de clase. Así se formaron núcleos que los domingos por la tarde transformaban los hogares en encantadoras peñas familiares, en las cuales todos participaban: padres, madres, hermanas y amigos. Tomábamos el té, charlábamos, jaraneábamos, recordando las travesuras de la semana; cuando la casa era amplia, bailábamos al compás de un tango, un vals, un pasodoble o un “shimmy”. A veces se interrumpía la danza porque cesaba la música: no habían dado suficiente cuerda a la "victrola" que pasaba los discos! La de López Mecatti, sita en Cachimayo 980, fue una de las casas preferidas para esas pefías. En los carnavales de 1930, aprovechando la celebración del corso de Parque Chacabuco, allí cercano, establecimos nuestro cuartel general en la casa de López para festejar debidamente a Momo. Terminamos las fiestas luego de una noche divertida; apagadas ya las luces del corso y muy cerca de la madrugada, alguien proyectó un paseo en “bañadera”, idea aceptada unánimemente. Mientras el gigantesco vehículo giraba por la ciudad, Gerías se sintió inspirado; y con un extenso, vibrante y disparatado discurso, que duró todo el viaje, mantuvo la animación de amigos y extraños.
CAPÍTULO III TERCER AÑO I
1930 se presentó, desde sus comienzos, saturado de malos presagios. El porvenir era sombrío en lo político y en lo económico; en lo nacional y en lo internacional. La gran crisis que en los Estados Unidos de Norteamérica habla( tenido como instante inicial la caída de los valores en la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929, iba extendiéndose por todo el inundo con velocidad aterradora, destruyendo la economía de todas las naciones. Nuestro país se resentía por su marcha a la deriva, incomprensible en un gobierno que había obtenido en las urnas una consagración excepcional. 1 En diciembre de 1929 había sido asesinado el dirigente provincia Carlos W. Lencinas y pocos días después se había atentado, sin éxito, contra la vida del presidente Yrigoyen. No era lógico esperar, entonces, que el nuevo año transcurriera en calma. II
El celador Silva, joven de veinte años, alto, bien plantado, mandón pero muy bucno, bc preparó a leer la lista de profesores apenas nos sentamos, y hubo de inmediato un silencio total, pues era ' ese uno de los detalles más interesantes. No aumentaba el número de asignaturas y para alegría de todos, caligrafía, odiada materia por el trabajo que representaba, era sustituida por mecanografía, Todos los catedráticos eran nuevos, excepto el Dr. José Casanovích. Dictaba literatura el Dr, Edmundo Ro2ag, hombre de extraordinaria cultura; alto, grueso, mayor de cincuenta años, y como Homero, inspirado y ciego. Tenía un oído finísimo que le permitía percibir fácilmente el más leve murmullo; extraordinariamente irascible, enojábase instantáneamente insultando de la manera más soez, aludiendo a los antecesores por generaciones y generaciones.
Después desafiaba: a "quien bailaba mejor el tango, a quien se vestía más pronto, a quien tomaba más café con leche", Por insensible que se fuera, no podía dejar de doler su desgracia; sí bien en alguna oportunidades había hechos que por lo absurdo provocaban risa, era ésta producto de un movimiento reflejo, incontrolable, que luego dejaba un sentimiento de amargura y de pesar. Porque en lo íntimo de cada uno había un sentido agudo de respetuoso dolor hacia ese hombre que luchaba con la vida, que no perdía el sentido de lo estético, que sabía vibrar con la emoción de la belleza. Su ceguera no podía ser motivo de lástima, porque hombres de ese temple no pueden ser disminuidos por un sentimiento de conmiseración; siéntese hacia ellos el respeto debido al que baja a la arena a luchar sin armas, sin más fuerza que una voluntad de hierro y un anhelo de superación de su propio infortunio. A nadie se le ocurría que fuera un mérito bromear en su clase. No era digno, en ningún momento, ni siquiera como jarana, admitía un pacto innoble. Si había risas en esa hora debíase a que el ambiente mismo del aula tenía en continua tensión a todos los asistentes; pero faltaba lo fundamental: el propósito deliberado, el ánimo de bromear. A veces por un acto cualquiera se soltaba la carcajada y el Dr. Rozas, furioso, se dirigía a la clase insultándola; luego, levantando su mano derecha con el puño crispadas bramaba volviéndose al pizarrón: "¿Creen Uds, que no los veo?"; entonces una sensación amarga ahogaba las risas, mientras un reproche de la conciencia parecía quemar las almas. ¡Terrible desgracia la falta de luz en las pupilasl. Pero no era todo culpa de los muchachos. En ocasiones los hechos tenían su origen en una expresión de respeto. Expresión que luego terminaba en risas, independientemente de la voluntad general. El Dr. Rozas odiaba particular y sostenidamente a Aulés, nuestro compañero en primero y segundo año que compartió en una noche memorable, la alegría de la exención de inglés con un café con leche servido en honor de la división. La doble y desdichada pérdida de padre y madre en pocos meses, habíale imposibilitado seguir sus estudios, pero no cortó su vinculación espiritual con la "Barra", Cuando en clase de Literatura había murmullos, el Dr. Rozas preguntaba airado, "¿Quién está charlando?". Una vez, aunque no fue posible precisar al autor, para dar una satisfacción al profesor alguien exclamó: "¡Aulés!". Rugió el maestro: “¡Aulés!” retírese de la clase!". Levántose entonces uno de los que ocupaban el primer banco; taconeó una pasos, abrió y cerró la puerta con violencia, volviendo silenciosamente a su asiento, mientras todos los muchachos hacían esfuerzos indecisables para no soltar una carcajada. Entonces, Rozas, con aire triunfal e irguiendo su cuerpo, dijo contento: "¿Han visto como lo hice asustar?". La risa que apenas se contenía cortóse de inmediato y los rnuchachos sintieron que un nudo oprimía sus gargantas. Cuando se leían en clase trozos literarios escogidos de autores españoles, dejábase transportar por un júbilo expresivo. Pero a los negros cristales de sus gafas, que cubrían sus ojos sin vida, a través del gesto de su boca, cuyos belfos labios parecían moverse como entonando canciones, advertíase en su sonrisa y en la serenidad de su semblante un estado de bienestar espiritual y de paz interior, como si la literatura fuera una música que lo envolviera con sus armonías sacándolo del mundo terrenal y transportándolo a un edén para hacerle olvidar su desgracia. Lección extraordinaria, lección de la fuerza del espíritu que hace olvidar el sufrimiento de lo corpóreo. E interrumpía diciendo una y mil veces: "¡Maravilloso, véan qué maravilloso! Y repetía la clase: “ ¡ Soberbio, doctor; admirable!”. La alegría le iluminaba el rostro cuando oía compartir su entusiasmo por las letras.
Hablaba frecuentemente de historia argentina y especialmente de la revolución del 90, exaltando la personalidad del gran estadista cuyo nombre lleva la escuela comercial. "El Dr. Carlos Pellegrini -decíadando admirable ejemplo de su entereza política, nombró ministro a su rival, el Dr. Bernardo de Irigoyen". Pero apenas oía un murmullo cortaba su relato y su extrema sen sibilidad se volcaba en incontenibles torrentes de insultos; preguntaba si entre sus oyentes había algún hombre, para invitarlo a pelear en la plaza. Después del levantamiento del 6 de setiembre de 1930, amenazaba continuamente con hacer intervenir la Escuela por el jefe de policía de entonces, contralmirante Hermelo, cuya amistad citaba con frecuencia. Pero no eran las amenazas de él lo que inspiraban miedo: era él mismo que infundía profundo respeto. Lástima que no lo comprendida así porque le hubiera dado gran felicidad saber que el amor de sus discípulos le acompañaba y ese cariño no daba lugar a ninguna expresión que no fuera la de mantenerlo en el alto plano que él merecía; y si a veces intercalaban alguna expresión jocosa entre sus frases de elevado vuelo literario, no era por desprecio hacia él lo que se decía, sino una consecuencia de la permanente predisposición al buen humor, como ocurrió en aquella ocasión en que narrando hechos de su vida, preguntó: “¿Saben Uds. Que fue mi padre?”. Una vocecita muy suave susurró: “Marino”. La risa se contuvo con gran esfuerzo; nadie supo qué inspiró al autor d ela definición, que felizmente no alcanzó a percibir con claridad el Dr. Rozas; pero, con nerviosa curiosidad inquirió: “¿Que?¿Qué han dicho?". Vázquez, con intención de reparar la falta se levantó y exclamó solemnemente elevando las jerarquías: "Doctor, dicen que fue alférez de fragata". Fuera de sí gritó el profesor: “¿Quién les ha dicho eso?", y a continuación insultó a los presentes y a sus antepasados, sin conmiseración alguna. Hablaba con frecuencia de la infalibilidad de sus métodos de examen, tan eficaces que nadie podía copiar. Defendía sus calificaciones con amplias consideraciones: “Vean –decía – lo que es la personañlidad de las notas”. Y súpose tiempo después, que las clasificaciones las decidía un secretario que aún no había llegado a la pubertad. III
Dos horas seguidas de los miércoles y jueves se destinaban a ciencias naturales a cargo del Dr. Tito F. Coletti, alto, robustos, de gesto enérgico, movimientos pausados y firme y más de cuatro décadas de vida. Militar de carrera, bautizado con el apodo de "doble ancho" por sus espaldas amplias, quería mantener en la clase una disciplina de cuartel, que le había hecho granjear sincera antipatía pues nadie podía admitir esa rigidez militar en una escuela civil, forjadora del carácter, educadora del espíritu, formadora de ciudadanos y técnicos, de naturaleza totalmente opuesta a los institutos armados, cuya función específica es una preparación determinada, con su ineludible exigencia de una férrea disciplina sobre la base de obediencia absoluta y severa organización de jerarquías. Pedía el nombre científico de los gérmenes trasmisores de las enfemedades estudiadas: fiebre amarilla, mal del sueño, etc. Al que no lo sabía le ponía un cero. No permitía darse vuelta, ni hablar, ni
moverse; su inflexibilidad había hecho de esas horas, un suplicio. Pero, para formar un juicio completo sobre su personalidad, no puede omitirse un hecho importante y poco conocido, acaecido poco después de setiembre del treinta; lo narró un testigo presencial que le profesaba pública antipatía. Durante una huelga, cerca del edificio de la escuela un vigilante atropello a un estudiante sujetándolo violentamente, abusando de su autoridad. El Dr. Colettí, al presenciar la escena, se adelantó y exhibiendo su credencial, con gesto enérgico obligó a dejar en libertad al muchacho, siendo obedecido inmediatamente por el policía, que, temblando, se cuadró y saludó. Posteriormente a ese hecho hubo un nuevo criterio con respecto al Dr. Colettí, Es indudable que no puede definirse fácilmente a la gente, con el único índice de su trato con sus discípulos. Hay docentes a quienes nada cuesta mantener un gesto agradable, ni practicar actitudes demagógicas; mientras otros, con menos predisposición a cómodas tolerancias, prefieren mantener una conducta recta. IV El profesor N., de contabilidad, de escasa estatura, ya entrado en años, con cara demacrada y nariz pronunciada que parecía avanzar sobre un par de bigotes semejantes a un cepillo, convirtió a su asignatura en una de las más desagradables del año. Trabajábamos intensamente pero nos mezquinaba las notas a tal punto, que en la prueba del primer bimestre hubo sólo seis aprobados, lo que causó indignación y la consiguiente huelga, negándose todos a entrar a la clase subsiguiente, excepto tres alumnos que no pudieron tomar a tiempo sus providencias. Los huelguistas permanecieron en la calle hasta que el tañido de la campana anunció la nueva hora. Para otra prueba bimestral tuvo la infeliz ocurrencia de hacernos trasladar al Aula Magna, que se utilizaba en determinadas ocasiones, pero sólo para escuchar, pues sus bancos de madera cuyo ancho no superaba los cinco centímetros. Sobre ese tirante debimos escribir, adoptando las más variadas e incómodos posturas. Repitiéronse las malas notas, creando más odio hacia él la comparacíón con su colega del año anterior Dr, Márquez, que hacia trabajar más a sus alumnos, pero tenía hacia ellos una consideración y respeto que se retribuyan con creces. V
Enseñaba Matemáticas el Dr. Alberto Guerizoli, con el entusiasmo de sus años mozos, disimulados por una cabeza cuya total calvicie le hacía aparentar más edad. Era muy bueno, pero no corregía un defecto: explicaba con demasiada velocidad y hacía parar siempre al mismo alumnos: de la Peña. Pese a su esmero en el desarrollo del programa, sus clases resultaban por el rápido ritmo que mantenía, lo que dificultaba seguir paso a paso sus teoremas, que se volvían así, inteligibles. Correspondiéndole la primera hora, y habiendo opción para faltar en determinadas circunstancias, muchas resolvieron eludirla, entrando directamente a la segunda.
Tuvo también él su frase peculiar; al finalizar un teorema o al establecer un principio, miraba a sus oyentes exclamando: “¿Noeverdá? ¡Ajá!”. Expresiones diferentes a las del Dr. Pedro J. Baiocco, de geografía, que subrayaba sus palabras con dos gestos, muy repetidos: con el codo derecho casi pegado al cuerpo, bajaba repetida y velozmente sus dedos arqueados, trazando cortos semicírculos; y con la derecha extendida pasaba su pulgar insistentemente por el borde inferior de su nariz. De regular estatura, cabellos canos y edad madura, ojos inquietos tras un par de anteojos de finos aros de oro, caminaba como agobiado y hablaba en voz baja y pausada; parecía un sacerdote dando un sermón. Ortega lo imitaba con maestría: sentado frente a é1 mientras hablaba o preguntaba, repetía sus gestos pasándose el pulgar por la nariz o bajando rápidamente su mano arqueada. Y como nada hay que provoque mas risa que a imposibilidad de reíse más desesperada en nuestra situación ante la seriedad con que Ortega hablaba y el entusiasmo con que reproducía sus movimientos. VI
La entrada al aula que había inspirado al Dr. Dennet la gráfica definición de la invasión de los bárbaros, era apenas un pálido reflejo del ingreso al salón de mecanografía. Aquello era sencillamente un escándalo, Las fundas metálicas de las máquinas de escribir se tiraban al suelo con estrépito y se las acomodaba posteriormente a puntapiés, Se multiplicaban los movimientos y si había alguna forma de evitar el ruido, se buscaban los medios para no usarla y convertir la tapa protectora en un instrumento infernal. Aquello no debía llamarse, en rigor de verdad, sala de mecanografía sino museo de antigüedades. Las pocas y viejas máquinas en existencia sólo por excepción funcionaban, luego de tantos años de golpes sin misericordia. Su escasez imponía la asistencia por turnos, quedando los dos tercios del total en su aula, sin celadores, lo que permitía una diversión completa. La materia carecía de significación, pues todos los del turno noche trabajábamos en oficinas donde su uso era constante y los que no sabían dactilografía, no podían aprender con esos elementos. Pero había una ventaja sensible: no daban deberes para hacer en casa y se podía descansar un poco más o dedicar más tiempo a otras materias como inglés, dictada por el Dr. Venancio Minondo, entusiasta y dinámico, incansable en sus ejemplos; apenas llegó el primer día comenzó a hablar velozmente y sin descanso, en la lengua de Shakespeare y nadie entendió. Interrogó a varios, sin obtener respuesta y cuando le explicamos que no lo comprendíamos, sonrojo de ira, pues no podía concebir que a esa altura del programa, no lo conversáramos y escribiéramos correctamente. Hizo preguntas sobre estudios anteriores y exhortó a todos a trabajar fuertemente con él, para recuperar el tiempo perdido; fue uno de los más activos docentes. Enciclopedia de superlativos, sinónimos, parónimos y accidentes gramaticales, llenaba los cuatro pizarrones con ejemplos y cuando faltaba el espacio, pues no tenía tiempo para borrar, anotaba sobre lo escrito. A los pocos meses no admitió más que conversaciones en inglés, aunque no se entendiesen completamente. Pasar el frente era un suplicio, pues no se había concluido d econtestar una pregunta cuando salía otra, disparada como bala; imposible leer un párrafo entero, pues interrumpía en cualquier parte pidiendo explícaciones y haciendo conjugar los verbos en su pasado, su presente y su futuro. De
tenacidad única, a veces la oreja cerca de la cual él hablaba debía secarse con un pañuelo. Con el teníase la sensación de que podía existir la lluvia horizontal. VII
Hallábase su antítesis perfecta en su colega de historia, doctor G., abogagado, de edad madura, personaje singular y extravagante. Caminaba despacio, encorvado, distraído; lucía siempre entre sus labios un grueso habano y acostumbraba pasear por el corredor, frente al aula, hasta que faltaban cinco minutos para terminar la hora. Entraba entonces, diciendo a los muchachos mientras se acomodaba en su silla: “Saquen los libros y estudien”; y continuaba fumando, mientras seguía con la vista el humo que salía de sus labios. En ocasiones caminaba por el pasillo que había entre las filas de bancos, con las manos cerradas, ambos pulgares descansando en sendos bordes del chaleco y la parte inferior del saco sostenida por el ángulo que formaban sus brazos al doblarse. Solucionó rápidamente el importante problema del desarrollo de su programa. Eligió al azar cuatro o cinco de entre los presentes, exclamando, mientras los señalaba con el índice derecho: "Ud. estudia hasta la página 50; Ud. hasta la 90; usted hasta la 135; Ud. hasta la 180, y Ud. hasta el final". Así distribuyó la historia de Malet, tocándole a Díaz la unidad italiana; pero como éste no iba a clase, escurriéndose con la habilidad de la anguila al primer sonido de la campana, el programa no se pudo seguir. Ante las reiteradas inasistencias, el Dr. G. tomó la importante resolución de disertar y fue esa su única lección, concluyendo el programa en poco tiempo. Varios meses se destinaron a comentar un hecho de la época: la destrucción del dirigible británico R 101, que normalmente permitía a Vázquez repetir las noticias leídas poco antes en los diarios. La lección del profesor podía resumiese en pocas palabras. El Rey de Italia se enamoró de una robusta campesina rebosante de salud y generosamente dotada, esposa de un sargento. Por tal causa, el monarca, elevó a la aldeana rústica al rango de "Condesa de Miraflores". Para los asistentes de ese curso, todo giró en tomo a esos amores morganáticos. La historia se concentra, pues, en una aventura real, como si en Italia no hubiera más motivos de interés; como si la sola mención del Veinte de setiembre no constituyera en sí la evocación de la inmortal epopeya de un pueblo. Se pasaron por alto los sacrificios de millones de hombres y de mujeres que con las figuras próceres de Mazzini y de Garibaldi a su frente, legaron a sus coetáneos y a las generaciones del futuro, ejemplos extraordinarios de pensamiento, de acción y de sacrificios, para conquistar la libertad de su patria y la redención de su pueblo. Tampoco hubo recuerdo para aquellos que llegaron a nuestro suelo no con el propósito de "hacer la América", sino con el de vivir y trabajar en tierras de paz, de justicia y democracia, que soñaron los apóstoles de la grandeza espiritual de Italia. VIII
Al jubilarse el jefe de Celadores, lo sustituyó el Subjefe, don José Medrano, apreciado por sostener su autoridad serenamente y con energía, sin necesidad de continuas amenazas, como su antecesor. En el piso bajo había un encargado y otro en el alto siendo, respectivamente, Garrone y Figueredo, ambos de corta estatura, peculiares caracteres y cercanos al medio siglo de vida. Garrone se mantenía rígido, solemne; le gustaban los títulos universitarios y la conversación protocolar. Si alguien necesitaba un permiso especial para salir lo obtenía fácilmente si después de decirle muchas veces "Doctor", "Arquitecto" o "Ingeniero", le pedía un consejo paternal, rogándole la posibilidad de la salida. O bien le decían: Dr. Garrone: "Ud. que es tan gaucho y nos comprende tanto a los jóvenes, hágame una gauchada: ¡me espera una chica!". En estos casos se cuadraba, señalaba la puerta con el índice y exclamaba con voz grave: "¡Paso a la juventud!". Hubo una huelga bastante revoltosa; y en determinado momento una parte de los promotores quiso entrar. Entonces Garrone se clavó frente a la puerta gritando con energía: "¡Me empujarán, me atropellarán, me desnudarán, pero no entran!". Efectivamente: nadie entró. Semejábasele en su tolerancia y comprensión, el encargado de la planta alta, un poco más grueso, menos nervioso y movedizo en sus gestos, pero también buy bueno. Usaba cuellos altos, almidonados, de punta redondeada y moño negro grande, caído; por su cabellera negra salpicada de canas y sus marcadas ojeras, aparentaba más edad. Le apasionaban las palabras grandilocuentes, los apotegmas, los pensamientos metafísicos y los gestos teatrales y ampulosos. Le llamaban "Juan Cuello", "Sócrato", "Filósofo" y mil apodos más; sabiendo pedir, se obtenía de él todo lo que se deseaba. Bastaba verlo: "Dr. Figueredo, Ud. que es tan bueno, me permite retirarme por compromisos de gran importancia?". "Anda nomás m'hijo, contestaba con aire paternal, tuteando para ser más paternal aún. Amaba la filosofía y los estudiantes pagaban las consecuencias: estaban condenados a escuchar sus sentencias solemnes, cuyo contenido no se hallaba por más empeño que se pusiera en la búsqueda. Su tema favorito era el "yo". Citaba pensamientos que parecían tener la profundidad de un pozo y abrigaba la convicción de ser un gran pensador. Ningún estudiante tenía intención de demostrarle lo contrario; mas bien a veces, cuando no se dormían, lo aplaudían frenéticamente, lo que lo halagaba sobremanera; y respirando a plenos pulmones, quería demostrar que poseía la modestia de los sabios con un gesto espectacular pedía que cesaran los aplausos. Cerró así una larga perorata: "Soy el que ha sido, es y será; ningún mortal ha osado descorrer el velo que me cubre". Acto seguido abandonó pausadamente el aula, entre resonantes demostraciones de jarana de un auditorio totalmente alejado de esos problemas metafísicos. Durante una clase de mecanografía, Ortega había quedado en el aula y para entretenernos, hizo unas demostraciones prácticas de nudismo. Cuando, legado a los paños más menores, para parecerse a Adán necesitaba únicamente la hoja de parra, entró Figueredo y se entretuvo mirando a Ortega que bailaba una danza de bayaderas. A “Juan Cuello” no le entusiasmó ni la exhibición nudista ni el recital coreográfico. Lo hizo vestir rápidamente, lo llamó aparte y sin suspenderlo, le endilgó un sermón tan largo que jamás volvió a cambiar de vestuario. Desgraciadamente fue pasado a otra sección y sustituído por Cano, un poco más bajo, mas joven y más irascible, en cuyas facciones tenía pintado un gesto de dureza que provocaba de inmediato la antipatía de los muchachos. Su nariz puntiaguda y larga inspiró a Francisco Alvarez, que terminó un largo poema con estos versos:
“Se retira muy ufano y aparece una nariz. -Muchachos: ¡ una perdiz! ¡No, es la nariz de Cano!” IX
Cambiaba el matiz de las travesuras, pudiéndose observar el paso de los años a través de la evolución de las misma: había más serenidad, otro sentido de las cosas Las corridas policiales no se originaron más en diabluras; menudearon y fueron más peligrosas a medida que finalizaba el año y tenían otras causas: las políticas. La concurrencia a teatros y cines había disminuido, aumentando el odio a las clases del sábado. Una de las últimas travesuras de tipo primario tuvo por escenario el cine Buckingham, el menos decente de entonces, que los recibió una noche de huelga. Sito en Corrientes entre Callao y Rodríguez Peña vereda de números pares, tenía de cine sólo el nombre y la casualidad de que se pasaba una película mediante un proyector; el filme era el único que tenía y se exhibía continuamente, pues no se iba allí a ver espectáculos: esa sala parecía tener un objetivo fundamente: el escándalo. El precio de las localidades incluía el derecho a ser picado por una variada colección de insectos y a nadie extrañaba que al acupar el asiento, desconocidas manos femeninas acariciaran al espectador mediante un precio. Aquella noche había belicosidad en los ánimos de los escolares que se ubicaron estratégicamente en la sala, formando grupitos de cuatro o cinco, que ocupaban asientos distantes y separados entre sí. Comenzó la proyección de la película muda de “cowboys” y simultáneamente, la sonorización pertinente. Las vacas motivaban prolongados mugidos; a los caballos les imitaban el trote y el relincho y en el mismo momento en que en la pantalla aparecía la imagen de un perro, un ladrido agudo taladraba los tímpanos. Varias veces se encendieron las luces, buscando a los revoltosos. Llegó el momento culminante, junto con la tensión y el suspenso del filme. Cuando el villano quiso ultrajar a la niña sola e indefensa, veinte espectadores saltaron vociferando, amenazando al villano con los puños cerrados y feroces impropios, mientras las palabras eran acompañadas por hechos más contundentes: bombardeos de naranjas. Brillaron las luces de la sala en forma definitiva suspendiéndose la función; pero no pudo hallarse a los culpables, pues todos protestaban contra el cine, contra la empresa, contra la película y contra el villano, sin ahorrar calificativos por violentos que fuesen. Una broma singular mantuvo gracia perdurable a través de los años: la manija. En la puerta del aula había una manija medio deshecha, que se arrancó en una circunstancia cualquiera. Pero Cano tuvo la mala ocurrencia de convertir esa cuestión minúscula en una tragedia. Entró a clase insultando, vociferó como un loco y exigió el pago inmediato de la suma de cuatro pesos para su reposición. Entre todos se juntó ese importe, no sin antes insistir en que era una estafa, pues Montalti, técnico en el oficio, aseguraba que el monto pedido era un abuso.
Pasaban los días y la manija no llegaba; a los días sucedieron las semanas pero de la manija no había noticia. Entonces se planeó una venganza: cada vez que aparecía Cano, una voz queda susurraba "una, dos, tres" y a continuación se oía como un tureno: “¡La manijaaaaaaa!”. Cano entraba al aula hecho una fiera: se desgañitaba, trataba de cobardes individual y colectivamente a todos; pero nadie se tomaba la molestia de contestar ni escuchar al que aullaba hasta enronquecer, esperando que alguien respondiese para descargar sobre él toda su furia. Los presentes lo seguían con majestuosa atención, con la crueldad con que el gato mira al pobre ratón que trata de escapar de sus garras: verlo así enfurecido se comprendía que la venganza es un placer de dioses. Tiempo después alguien tiró un borrador contra el pizarrón con tan mala puntería que el proyectil describió una parábola impresionante hasta que hizo añicos una bombita de luz. Cuando a Cano, de entre los diversos dicterios que fue largando como volcán en erupción, lograron entenderle que quería el instantáneo pago de $ 1.60 para reponerla, le contestaron que al día siguiente se llevaría la bombita. Así se hizo encargándose la compra a Barboy, empleado en una casa del ramo; y como sólo costó sesenta centavos, una nutrida delegación llegó hasta la subregencia para demostrar la enormidad exigida. Como Cano no esperaba semejante reacción, pasado el primer momento de estupor aulló que volvieran al aula si no querían ser suspendidos. Después de esa hazaña y ya puesta la manija, el grito de guerra fue: "Canoooooo", compartido con otro: "Charolyyyyy". Tratábase de un corpulento muchacho de veintidós o veintitrés años, morocho, ingresado a la división en 1930, que, como todo el mundo, recibía y hacía bromas. Por desgracia desapareció el sombrero que justamente esa noche había estrenado de la Peña y por una serie de circunstancias no aclaradas se sospechó sin razón de Charoly, culpándole el hurto. El damnificado se vengó literariamente escribiendo en mi cuaderno de apuntes esta estrofa. "Charoly se hizo ladrón en un cerro santiagueño, pues encontró un sombrero antes de que lo perdiera el dueño". Otra broma muy en boga, especialmente a principios de ese año, era la "tapada". Uno cualquiera se escondía detrás de la puerta con un sobretodo en las manos, fuertemente sujeto por la parte superior; otros, en grupo, esperaban con disimuló en las cercanías, aparentando charlar; y cuando alguien entraba tranquilamente, por sorpresa y con la velocidad del rayo saltaba el del sobretodo, cubría la cabeza del recién llegado y el grupo de distraídos corría a descargar con entusiasmo una completa colección de golpes sobre la cabeza de la víctima. El así homenajeado salía aturdido, no sin antes haber restribuído a diestra y siniestra, golpes y puntapiés; y esperaba la primera ocasión para sumarse al sector de los distraídos que hacían llover golpes sobre los incautos que no guardaban la precaución de verificar a tiempo la presencia de emboscadas. Entre las primeras huelgas del año, a diez días apenas del comienzo, figura la que fue motivada por el partido final del campeonato de natación y "water polo" disputado entre los dos institutos secundarios de la Universidad: El Colegio Nacional de Buenos Aires y la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini". En compactos grupos fuimos hasta la pileta del C.U.B.A. (Club Universitario), sita en Viamonte 1560, recorriendo el trayecto en manifestación con una bandera argentina al frente; el alboroto atrajo la
atención de los vecinos que ignoraban que a esa hora pudiera despertar tanto entusiasmo un torneo acuático. Desbordó el fervor cuando, tras un encuentro emocionante entre ambos equipos, nuestra escuela se adjudicó el campeonato intercolegial por el ajustado resultado de 4 a 3. Organizóse otra manifestación reforzada con el efectivo y vibrante concurso de una clarín, obtenido quien sabe de dónde, que acompañaba al coro que entonaba este estribillo: "Buenos Aires, yo te decía que con nosotros no se podía! Buenos Aires, yo te decía que con nosotros no se odia! X
Entre los sucesos de mayor relieve cabe citar el acto de desagravio al doctor Ricardo Rojas ex Rector de la Universidad de Buenos Aires, que había sido víctima de acusaciones injustas. En el anfiteatro de la Facultad de Medicina, sito entonces en Córdoba 2122 y previa declaración de huelga, concurrimos a la reunión del 21 de junio, que contó con la presencia del Ing. Butty, Rector de la Universidad, los Dres. Palacios, Sánchez Viamonte y un calificado número de catedráticos, consejeros universitarios y de las Facultades, delegados estudiantiles y alumnos. Finalizados los encendidos discursos de adhesión a Rojas, los oradores encabezaron una manifestación hasta su casa, en Charcas al 2800, formándose una larga y compacta columna que avanzaba tranquilamente por las calles; en la noche serena, la figura de Alfredo L. Palacios al frente de la muchedumbre con un sombrero de alas anchas, ladeado, su capa sobre los hombros y un bastón como espada, movía a pensar que D'Artagnan había salido de la novela de Dumas y encarnado en la persona del fogoso universitario, abría la marcha de los ciudadanos que iban a "desfacer entuertos" y a vengar honores mancillados. Frente al hogar del desagraviado suspendióse el tránsito y otros discursos expresaron pleno apoyo a su gestión. Agradeció el homenajeado con elocuentes expresiones impregnadas de auténtica emoción. El hecho nos impresionó vivamente. Entrábamos en problemas domésticos de la Universidad, institución que contemplábamos con, veneración, sin sospechar jamás que los profesores de la más alta casa de estudios no reuniesen, además de profunda capacidad técnica, una extraordinaria personalidad moral y una conducta ejemplar. La reivindicación de un Maestro como Ricardo Rojas significaba sin duda la consumación de un acto de estricta justicia y la demostración evidente de la supervivencia de las fuerzas morales. Pero al mismo tiempo quedaba en nuestras mentes la noción de que el cuerpo de profesores de las Facultades no estaba totalmente integrado por personas espiritual y moralmente ubicadas la altura de su misión. El tiempo dio oportunidad de conocer más a fondo las fallas de este orden y cómo la representación estudiantil ejercía saludable. influencia en el gobierno universitario. Comenzamos a comprender también el gran valor de maestros argentinos como José Ingenieros, Aníbal Ponce, Alejandro Korn, Alfredo L.
Palacios y muchos otros, cuyo espíritu heroicamente civil constituía el ejemplo de una dignidad, una conducta y una rectitud puestas al servicio de una lucha incansable por el ideal. Supimos, también, que la Reforma Universitaria no era sóle, una proclama de palabras bonitas, sino un programa de acción y de conducta, una verdadera realización de la democracia en el campo de la enseñanza y una superación del estudiante en su afán de alcanzar la belleza y la verdad. Muchas cosas comenzamos a entender y más aún el año siguiente, cuando sufrimos en carne propia las consecuencias de una dictadura. Vimos cuántos hacían de la Reforma Universitaria. una bandera de combate y de lucha por el progreso de la cultura y cuántos otros la transformaban en un peldaño que les permitía escalar posiciones y satisfacer innobles ambiciones,, sin preocuparse ante la traición a sus propios ideales. La generación a la cual pertenecían los muchachos de "La Barra" no podían amilanarse ante dificultades ni apostasías. La mayoría de ellos, especialmente los descendientes de familias europeas, habían sido acunados con canciones donde se mezclaban el amor y el dolor y sus oídos se acostumbraron, a edad excesivamente temprana, a escuchar nombres pronunciados con voz entrecortado por los sollozos: Marne, Verdún, Piave, Caporetto y cien más, que expresaban muerte, sangre y destrucción. A la terminación de la primera guerra mundial siguió la revolución rusa, el fascismo, las convulsiones sociales, la miseria y el hambre en el viejo Continente: y en el propio suelo, la agitación estudiantil de 1918 -rayo de esperanza para un futuro mejor- alternaba con huelgas, agitaciones y movimientos que culminaron con la semana trágica de 1919. Sin embargo, esa generación que creció en épocas desdichadas para la humanidad, supo ocupar su puesto: el ejemplo paterno, el afecto hogareño, la lección de sus maestros, los orientar el bien, dedicándose con optimismo a una tarea constructiva que comenzó con el propio perfeccionamiento cultural, la fe en el porvenir y la alegría de vivir. XI
Aguardábanse las vacaciones invernales con ansias, vislumbrando un descanso; pero la ilusión duró poco, pues el Dr. Coletti encargó la preparación de monografías sobre determinados temas: cría de la nutria, arañas, mariposas argentinas, importancia del estudio de las ciencias naturales, estructura de la raíz, etc. Como en agosto vencía el plazo de presentación, todas las noches nos reuníamos en la Biblioteca de Maestros, frente a la Plaza Rodríguez Peña, porque tenía mayor variedad de libros que la nuestra, donde abundaban los volúmenes con capítulos enteros, arrancados o destrozados. En aquélla había, además, mejor luz, más silencio y se estudiaba mejor; pero como a la hora en que llegábamos, apenas salidos de la oficina había alumnas de es cuelas secundarias femeninas, la posibilidad de concentración quedaba anulada. En vano hurgábamos textos, pasábamos las páginas; nuestros ojos se clavaban en los ojos de las bonitas niñas, nuestro pensamiento se alejaba de los autores y toda nuestra mente volaba al lugar donde estaban nuestras hermosas colegas.
¿Qué podía importarnos el esqueleto de los marsupiales, o las: monocotiledóneas o los quelonios si allí cerquita estaban las más hermosas obras de la creación? La vista eludía la letra impresa y se dirigía, anhelante, al lugar donde estaban las muchachas, que experimentaban igual sensación; y cuando las miradas se encontraban bajaban los rostros, un, pálido rubor subía a las mejillas y el corazón latía con más prisa. XII
Se vivían jornadas de gran nerviosidad. El espíritu de la población estaba convulsionado enceguecido por la pasión política en unos casos y preocupado por el porvenir, en otros. A medida que adelantaba agosto, aumentaban la inquietud y el desconcierto sucediendo ininterrumpidamente hechos que agravaban el malestar, sin que el Gobierno tomase medidas para tranquilizar los espíritus. Una pandilla armada provocaba desmanes y actuaba impunemente escudándose en la denominación de "klan radical". El Presidente Yrigoyen parecía ciego, sordo y mudo. Era un gran ausente de los acontecimientos que vivía el país, cuando el país no conocía más que desquicio administrativo, inseguridad y aprovechamiento personal de un grupo de laderos que rodeaban al primer magistrado. El 28 de agosto de 1930 sesionó la Cámara de Diputados para tratar la elección de San Juan. Aún no estaba debidamente constituída, pese a que el 31 de ese mes finalizaba su período ordinario. Dicha reunión fue muy agitada, como las anteriores. Una mayoría numerosa, adicta al Presidente de la República, actuaba como si quisiera desprestigiar al Gobierno de Yrigoyen, al sistema parlamentario y a la forma republicana y federal que sanciona la Constitución. Los diputados, incompetentes, actuaban sin sentido de responsabilidad por el mandato que le habían conferido, ni preocupación por el bien público, como si su única misión fuera apoyar a la "causa" y ésta y el Presidente constituyeran una unidad superior a la Nación. Las fuerzas de la oposición, a su vez, salvo honrosas excepciones, parecían ignorar su función y su deber. Las reuniones parlamentarias, olvidando lo que debían dar al pueblo, se limitaban a estériles discusiones personales o partidistas, degenerando frecuentemente en riñas o procacidades. Pero entre tanta confusión, entre tanto desquicio, se alzó una voz llamando al orden y a la realidad. No era la, palabra de un político, o del representante de un partido. Hablaba un estadista que superando las pasiones del momento, dirigía su mirada al futuro y exhortaba a la reconstrucción y a la paz; un patriota que después de criticar al gobierno con tanta energía como serenidad, invitaba a los legisladores a deponer dignamente los odios y unirse para salvar al país. Era el Dr. Nicolás Repetto que en dicha sesión de agosto calificó duramente a Yrigoyen, responsabilizándolo del fraude electoral de San Juan y atribuyéndole el desquicio en que estaba envuelto el país, reprochándole haber quitado el voto a la mujer en la provincia de Sarmiento. Defendió sincera y emotivamente al gran presidente argentino que tuvo el coraje de romper con los compromisos espúreos y dio a la República su primera gran ley electoral. Instó a todos los argentinos a estrecharse en un esfuerzo común para salvar a la Nación. El ciudadano que sabía elevarse por sobre las pasiones momentáneas tuvo visión de futuro y trazó el cuadro de las sombrías perspectivas que se avecinaban si no sabían sobreponerse a las dificultades del
presente: la dictadura militar, que él rechazaba en la forma más absoluta. El discurso del gran legislador socialista fue, quizás, la última voz responsable y serena, el postrer llamado a la concordia que escuchó entonces el pueblo argentino desde las más altas tribunas de la Nación. No fue necesario mucho tiempo para comprender que más de un discurso político, en el Parlamento se había pronunciado una profecía. Clamó jeremías: " ¡Enmendad vuestros caminos y vuestras obras!, y os dejaré habitar en este lugar"; y pudo reprochar después: "Y yo os he hablado, madrugando y hablando, más no quisisteis escuchar; y os he llamado, más no quisisteis responder". Los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente. El 29 de agosto una manifestación de adictos al gobierno, saliendo de plaza Once llegó al centro y terminó con tiroteo y heridos. El mismo día hubo arresto de jefes y oficiales del ejército, creciendo la inquietud. Dos días después, el domingo 31, debía inaugurarse la Exposición Nacional de Ganadería, fiesta de capital importancia para el país. El Presidente había comprometido su asistencia pero no fue. El discurso inaugural, a cargo del ministro de Agricultura, no pudo pronunciarse porque cuando el secretario de Estado disponíase a hablar, fue recibido con silbatinas, gritos, estridencias; consecuentemente se retiró del local, en compañía del presidente de la Sociedad Rural Argentina, suspendiéndose la inauguración del certamen ganadero. El primero de setiembre se difundió la noticia de la enfermedad del presidente; pero no había comunicación alguna respecto a los graves hechos que acaecían sin solución de continuidad. Acentuóse la desvalorización de la moneda argentina y el dólar, cotizado a $ 2,81 en el cierre anterior, subió a $ 2,87; empero la devaluación monetaria no era lo más dramático de esos momentos. Al día siguiente el teniente general Dellepiane renunció con carácter indeclinable a la cartera de Guerra, fundándose en diferencias de criterio con el primer mandatario, con respecto a medidas disciplinarias y de precaución adoptadas, lamentando la política de dávidas, indisciplina y desorden introducida en el ejército; sin olvidar la parte de culpa que le tocaba por haber tenido excesiva condescendencia con el presidente, a quien hacía culpable por el estado de subversión reinante. No hubo noticias de aceptación o no de tan importante dimisión durante la jornada; sólo a la siguiente se conoció su aceptación y ,el nombramiento interino en su reemplazo del ministro del Interior, Elpidio González. Esta designación desacertado complicó las cosas, pues no era éste el político de suficiente capacidad como para capear ese temporal. Así se había demostrado horas antes: los bomberos de la Capital desacataron una orden de acuartelamiento por considerase cuerpo civil y no militar y González, con superintendencia sobre dicho organismo, dejó sin efecto la orden pero hizo acantonar tropas en los alrededores del cuartel. El día 3 el Gobierno citó al Congreso a sesiones extraordinarias para el once de septiembre y hubo una gran manifestación iniciada por los estudiantes de medicina, que pasaron previamente por derecho; antes de salir de esta facultad pidieron la palabra a su decano, Dr. Alfredo Palacios, y él, con su autoridad de maestro, de hombre de derecho y de ciudadano, les dijo en un discurso: "Hay un gobierno inepto que debe renunciar para bien del país, pero no para ser sustituido por una dictadura militar. La juventud que saliese a la calle para pedir en nombre del ejército, la renuncia del presidente y crear una junta Militar para el gobierno de la Nación no sería digna de llamarse juventud argentina, pues la juventud no debe ser en ningún momento sostén de tiranos ni de dictaduras, bajo cuyo régimen los hombres libres sólo pueden vivir en el extranjero y en la cárcel". Agregó después: "Al primer amago de dictadura yo sería el primero en dictar un decreto repudiándolo". Fue otra profecía. El 9 de setiembre, fiel a su palabra, el doctor Palacios renunció a su cargo de decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Casi tres
meses después, la misma lealtad a sus principios democráticos y reformistas lo llevó a la cárcel, lugar que era, como expresó con precisión, donde vivían los hombres libres en tiempos de dictadura. El cuatro de setiembre, la situación estaba más complicada. Yrigoyen, enfermo, continuaba mudo, inaccesible. Semejaba la revivificación de la esfinge y así aparecía en caricaturas profusamente publicadas, especialmente en "Crítica", que lo atacaba con violencia extrema, y "Caras y Caretas", con fino ingenió y graciosos dibujos. La manifestación del día tres y las palabras de Palacios, despertaron enorme entusiasmo organizándose otra demostración el cuatro. La nutrida columna partió de la Facultad de Medicina iniciando la marcha alrededor de las dieciocho y treinta. Las horas de clase pasaron con excitación, aunque la propuesta de engrosar las columnas no había sido aceptada en la división. Poco antes de las veintitrés Wainer trajo la primera novedad: un tiroteo en Plaza de Mayo, con dieciséis estudiantes muertos y muchos heridos; conociendo la manía de exagerar del informante no se le dio importancia; empero siguió creciendo la ansiedad. Al salir de la escuela pudo saberse algo. La situación no tenía los caracteres trágicos pintados por Wainer, pero estaba muy lejos de ser tranquilizadora. Había corrido sangre de jóvenes: la suerte estaba echada. Yrigoyen no era tirano, ni dictador, ni déspota; gobernaba con sentido paternal, personal; durante su gobierno se gozaba de amplia libertad, que a veces degeneraba en libertinaje. La ciudad estaba llena de carteles y dibujos ofensivos y aun procaces y a ningún funcionario se le ocurría implantar censuras a la palabra, la prensa o la escena teatral, por sus sátiras agudas e hirientes. Era jefe de un gobierno y de un partido, ejerciendo la dirección con la sumisión absoluta de sus adeptos, que le obedecían hasta servilmente. Tanto su palabra como su silencio, se consideraban divinos. Fue el más grande caudillo de la República en la primera mitad del siglo veinte y las masas sentían por él devoción casi religiosa. No necesitó usar la fuerza, ni ser orador, ni hombre de Estado. Las multitudes le seguían con fidelidad incondicional. Breve fue su segunda presidencia. Un Parlamento con quórum y mayoría propia en la Cámara baja, lo apoyaba ciegamente. Pudo aprovecharse tanta fuerza para hacer muchas cosas provechosas, poniendo al servicio del progreso tanta pasión popular. Pero Yrigoyen parecía no vivir el momento ni estar en el país. Nadie conocía sus ideas de Gobierno, ni su plan de acción, ni la orientación a imprimir a la política gubernamental. La crisis económica iniciada en 1929 en Nueva York, corriendo como reguero de pólvora, complicó en forma irreparable la situación. Su avanzada edad y su delicado estado de salud fueron otros factores adversos. Pero no pueden negarse sus virtudes. Tuvo el mérito de ser elegido en comicios desarrollados con una normalidad que honró al país, de no enriquecerse a costa del sudor de sus compatriotas ni beneficiarse con los negociados de sus aprovechados correligionarios. Murió con la pobreza de los que saben y pueden renunciar a los bienes materiales, rodeado en los últimos instantes por quienes estimaron más sus virtudes que sus defectos, venerado por los humildes que en él confiaron. A su muerte se transformó en un símbolo, que unos convirtieron en guía y ejemplo, y otros en un marbete comercial para aprovechar los beneficios electorales y políticos de las masas que siguen a los grandes caudillos. Las noticias del tiroteo del cuatro, exacerbaron las pasiones. El día siguiente la posición del Gobierno era insostenible. Yrigoyen, de quien faltaban noticias durante tantos días, delegó el mando en el vicepresidente, Dr. Enrique Martínez, y éste decretó el estado de sitio por treinta días.
El sábado seis de setiembre, durante la mañana todo era rumor y angustia. Se hablaba de insurrecciones, de levantamiento de tropas, de revolución. Hacia mediodía conocióse indubitablemente la sublevación de militares y la marcha hacia la capital de los soldados al mando del general José F. Uriburu, conjuntamente con Agustín P. Justo. Durante la tarde, los cadetes del Colegio Militar, avanzando por Callao hacia el Sur, mantuvieron nutrido tiroteo en las inmediaciones del Congreso Nacional y de la confitería del Molino, desde donde habían hecho fuego grupos de civiles. La acción fue intensa. El tableteo de las ametralladoras y el ruido de balas y cañonazos no cesaba; la atmósfera, saturada de olor a pólvora, se hacía irrespirable. Hacia el ocaso, la situación estalla decidida. Exigióse la renuncia del vicepresidente, quien quiso suicidarse, lográndose impedir la consumación del acto desesperado. La caída de Yrigoyen produjo enorme júbilo popular. Hubo exaltados -tal vez los mismos que meses antes se desgañitaban repitiendo su nombre- que tiraron al suelo bustos del ex presidente arrastrándolos como despojos. Las multitudes tienen una psicosis especial y nadie conoce su reacción porque no piensan, no tienen alma ni discernimiento y viven en un estado de locura. Con el mismo fervor con que se arrodillan ante un templo, pueden quemarlo después y asesinar a los hombres ante quienes se hubiesen prosternado servilmente. Así como ahora lo despreciaban, en octubre de 1916, luego de su primera elección, habían desuncido los corceles de su carruaje y lo empujaban por las calles tirando de él en lugar de los caballos. Sólo los exaltados son capaces de actos extremos, pues los hombres que piensan tienen serenidad para criticar y para comprender, sin las excitaciones natural de mentes de tanta ofuscación. La alegría del derrocamiento no duró mucho. Poco meses después tocaba a los estudiantes iniciar otra etapa de lucha, pero esta vez más dura y sangrienta, contra la dictadura, llenando cárceles, sufriendo torturas, sacrificando su vida. También previno los hechos nuevos quien pudo predecir el suceso. Otra vez el Partido Socialista, llamado "el viejo y glorioso Partido Socialista", para diferenciarlo de los socialistas independientes, en un manifiesto del once de setiembre de 1930 atacó la disolución del Parlamento y la asunción del gobierno por los militares. Sin ocultar su decepción por ese hecho de fuerza que había excedido el marco del deber de los militares, que debían limitarse a dejar en el mando a los funcionarios previstos por la ley, reconocía no tener poder para impedir ese hecho, pero confiaba en los propósitos de bienestar general expresados por el jefe del movimiento militar y ofrecía su cooperación para la tarea de volver el país a la normalidad. El doce de setiembre, considerando que las recientes autoridades tenían suficientes medios para el mantenimiento del orden y la seguridad de la población, la Suprema Corte de Justicia Nacional reconoció al Gobierno Provisional y selló la suerte del país al anular la ley de acefalías que muy bien podía aplicarse, porque el Poder judicial, no había sido avasallado por el Ejecutivo ni había estado al servicio personal del presidente de la Nación.
XIII
El Partido Reformista no había descuidado su organización y su correcta y eficiente actuación le reportaron considerable caudal de afiliados, superando a la Lista Blanca. Pero, como sucede en toda organización que cuenta con gran número de inscriptos, comenzaron las divisiones y los subgrupos. El movimiento de setiembre repercutió hondamente en el mundo escolar y sus efectos se agravaron con una disposición adoptada por el Comité Ejecutivo de los reformistas, en virtud de la cual la presidencia del Centro no podía ejercerla un alumno de quinto año, pues al egresar perdía su carácter de estudiante, su vinculación con los problemas y la compenetración directa de los mismos. Teoría plausible, sin duda, y teóricamente correcta; pero en la práctica resultó desastrosa, pues el mejor elemento del partido cursaba el último año. Se advirtió esa realidad un poco tarde, en la misma mañana dominical en que tuvo lugar la asamblea para elegir candidatos, en una sala de la Casa del Pueblo, gentilmente cedida al efecto. La reunión fue acalorada y un pequeño grupo aferrase a cláusulas estatutarias en aspectos banales; el debate adquirió aspereza hasta que el secretario general, Roberto Juan José Aprea, aquietó los ánimos con una oportuna exposición sobre el espíritu y la letra de las leyes, apoyándose en la obra de Montesquieu. La fórmula más votada la integraban Jorge Pochat, de cuarto año del turno noche, y Dardo Cúneo, de tercero de la mañana. Concluyó la reunión con "hurras" a la reforma, al Partido Socialista, y a la agrupación, sin pensarse en los futuros inconvenientes que provocarían las diferencias temperamentales de los electos pues la fogosa juventud del vice, afiliado socialista, no concordaba con la posición del presidente. Llegó la asamblea ordinaria del Centro de Estudiantes; como de costumbre se suspendieron las clases ocupándose el aula magna facilitada por la dirección. Los ánimos estaban exaltados, el ambiente caldeado por cierta agresividad de los bandos opuestos. Los oradores no podían hablar por las frecuentes interrupciones, los silbatos que aturdían y las bombitas de mal olor. Un apagón de luces contribuyó a impedir la lectura de la memoria y un reformista que pidió la palabra fue acallado por la gritería; sus partidarios salieron en su defensa y siguió una batahola impresionante. De ese caos salió un grito prolongado, profundo, vibrante, como la voz de Estentor superando el ruido del campo de batalla. Clamó una vez: "Compañerooooos!", y al instante de sorpresa, sucedió el interés; insistió con otro "Compañeroooos!", y logró sin silencio escolar completo, una paz total; aprovechando la momentánea quietud inició su discurso pidiendo calma, serenidad y responsabilidad, el secretario general del Partido Reformista, Roberto J. J. Aprea; pero apenas citó a su partido se desencadenó la tempestad y en contados segundos la reunión se transformó en infierno, quedando inconclusa la asamblea con el retiro de casi todos los participantes, sin aprobarse la memoria ni el balance. En las elecciones efectuadas noches después, triunfó por primera vez el Partido al obtener 656 votos contra 529 de la Lista Blanca. Transferido el gobierno en un acto cuya cordialidad contrastaba profundamente con el estado de la asamblea, una de las primeras medidas de la flamante comisión directiva consistió en la elevación de una nota al decano de la facultad solicitando la separación de un profesor de idiomas; otra fue la de visitar a los compañeros detenidos en la cárcel de Villa Devoto. Éste fue el punto de partida de una pugna latente
entre grupos integrantes de la mayoría, mientras la minoría, formada por representantes de la Lista Blanca, mantuvo una actitud de prudente expectativa. Los conflictos fueron cada vez más frecuentes llegando a tal extremo que una noche, luego de una acalorada discusión entre el presidente y el vice, renunció Dardo Cúneo y con él, cuatro delegados más. El Centro sufrió un rudo golpe. Cundió la decepción entre los que quedaron y en esa difícil situación llegó hasta el año siguiente en que, a raíz de diversas medidas adoptadas por acontecimientos políticos, quedó prácticamente anulado, hasta que una comisión ajena a las dos agrupaciones tradicionales, tomó a su cargo con valentía y tesón, la tarea de reorganizarlo y darle vida, Quedó malograda una brillante oportunidad para cumplir un excelente plan de acción trazado por el Partido en varios años de meritoria labor y con posibilidades de vastos alcances; quedó demostrado también que a veces una victoria electoral no es sino la pendiente hacia la derrota institucional, cuando se quiebra la unión de los conductores o cuando se permite que las pasiones exaltadas tengan predominio sobre la razón y la prudencia.
XIV
La "Barra" participaba en la actividad política; pero el encono no separaba a sus integrantes por culpa del partido o la lista. Para no embanderarse en ninguna de las dos tendencias, la revista "Los Peritos Mercantiles" fundó su órgano político. Tiempo atrás, la aparición de "El Martillo", de los reformistas, tuvo como réplica un órgano de los blancos: "La Tenaza"; el primero era combativo e idealista; el segundo, en su réplica, descendía lamentablemente en chabacanería y personalismos, que podía evitar fácilmente con un poco de criterio, pues la agrupación contaba con dirigentes muy capaces. El suplemento de la "Barra" de tono eminentemente humorístico, se denominó "El Clavo"; fue su fundador, director, redactor, etc., el mismo de "Los Peritos Mercantiles". Tenía este lema: "La comisión directiva me puso sobre vosotros para resistir los golpes del "martillo" y los tirones de la "tenaza"; presentóse como órgano representativo de una nueva agrupación, nacida en la "Barra": la Lista Negra, con su fórmula singular: Sikeris-Nokeris. Sikeris pertenecía al grupo de los incorporados en ese año; de no más de dieciocho años, tenía una calma sobrenatural y hablaba tan suavemente que debía aguzarse el oído para escucharlo; afable, sereno, reía de buenas ganas cuando cien veces por día le preguntaban: Si-kerís, bien; pero ¿qué pasa si-nokerís? Se creó un nuevo personaje, incorpóreo, inasible, invisible; Nokeris; y ese binomio de uno solo surgió sin saberlo ni presentirlo el titular, presentándose a la contienda con una plataforma violentas Cuya bandera la constituía una calavera con dos huesos cruzados; su programa contenía los siguientes puntos: l) combatir el vicio del estudio; 2) recreos de veinte minutos y clases de diez; 3) clasificación de siete para arriba; 4) reparto gratuito de "sandwiches" y y empanadas; 5) supresión de las materias que no se aprueban; 6) instalación de cine y radio para los que no asisten a clase; 7) transformación del salón de actos de actos en sala de bailes; 8) quemazón de los boletines de ausencia, 9) supresión de las cuotas bimestrales y creación de una cuata mensual obligatoria a favor de los alumnos; 10) traslado de las escuelas normales, comerciales, profesionales y liceos femeninos, al lado de la "Carlos Pellegríní"; 11) creación de clases de billar dados y trucos; 12) supresión del castellano e implantación del lunfardo; 13) Supresión del director, Barboy y todos los petisos y los celadores; 14) reservar a los Alumnos el derecho de hacer renunciar al director y a los profesores en caso de necesidad. 15) creación de la clase, de música, canto y “juí.jitsu”.. Algunas recomendaciones preanotadas habían sido inspiradas por un programa de actos preparados años antes en homenaje al día de los estudiantes, por una "Lista Naranja". “El Clavo” tenía inspiración, lista y orientación propias; pero tal vez algún desliz a favor de los reformistas desagradó a algunos de la división y dos camaradas que se sentaban juntos, apodados "el gordo y el flaco" en homenaje a sus respectivos grosores, rompieron uno de, los cuatro ejemplares trabajosamente dactilografiados. Protesté indignado y sentí hacia ellos un odio terrible. Pero los jóvenes no tienen ni vocación para el odio ni para eternizar el rencor y en tal forma evoluciinaron las relaciones, que Francisco Alvarez, el “flaco” del binomio, un año después tenía el nombramiento de segundo poeta oficial de los “Los Peritos Mercantiles” e integraba, junto conmigo, Pagliano y Ariza, el “cuarteto clásico” que acaparaba la suma de las suspensiones y amonestaciones destinadas a nuestra división.
XV
Transitoriamente fue reemplazado el Dr. Coletti por el doctor González Galé, hijo del eminente catedrático de matemáticas en la Facultad, parecido al padre no sólo físicamente, sino también en la inmensa simpatía que irradiaba y el afecto con que atendía a los alumnos. No fue raro, pues, que éstos le solicitaran una noche que en lugar de dedicar tanto tiempo a la áridas nomenclaturas de los seres inferiores de la escala zoológica, explicara las enfermedades secretas. Accedió gustosamente González Gal, y con sencillez y conciencia enseño un tema tan importante para la juventud y tan incomprensiblemente eludido. Siguióse la lección con profundo interés y muchos recordaron con gratitud aquella conferencia que sirvió para iluminar un oscuro pasaje de la vida, cuyo tránsito es ineludible, pero pocos se atreven a servir de guía a los inciertos que a veces aprenden en carne propia lo que sus mayores, por miedo o por falsas vergüenzas, no supieron enseñarles. También el Dr. Baiocco se alejó temporaríamente, ocupando su lugar el Dr. Pruyansly, algunos años menor, caracterizado no solamente por su acentuada pronunciación y fisonomía semíticas, sino también por una ejemplar dedicación a la enseñanza. Demostrando amplio conocimiento de la materia supo transmitir interés por ella, explicando incansablemente a pesar de los defectos de su pronunciación: la "rr" no existía la en su fonética pues la sustituía la “g”, lo que causaba incontenible risa en las primeras clases, hasta que la costumbre hizo perder la comicidad: la rugosidad de la tierra se había transformado para él en “la gugosidad de la tiega” y el río, era “guío”. Habíamos estudiado el mapa celeste y a salir a la calle, pasadas las veintitrés de una hermosa noche primaveral, en la limpidez de cielo sin nubes advertimos nítidamente la vía láctea. El firmamento, de un azul oscuro que hacía resaltar el brillo de las estrellas, ofrecíase a la vista de todos en el esplendor de su belleza. Mirando los astros lejanos alcanzamos a descubrir las cuatro estrellas de la Cruz del Sur, y , más hacia un costado, lucientes como diamante, Alfa y Beta del Centauro. Millones y millones de ojos las contemplaron extasiados desde los tiempos en que la historia se pierde entre las sombras de lo ignoto; pero aquella vez las habíamos descubierto nosotros, que sentíamos la emoción profunda de este hallazgo. Allí titilaban, quien sabe a cuántos millones de kilómetros de distancia; quien sabe si aún existían o sólo nos llegaba su luz; pero allí, blancas, centelleantes, exhibían su majestuosa belleza. Ante la inconmensurabilidad del universo y de lo incógnito, nos sentimos infinitamente pequeños, minúsculos puntos perdidos en la inmensidad; apreciamos entonces en su imponente grandeza, la armonía de las leyes cósmicas y la magnitud del desconocimiento humano. XVI
El Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas, hermano mayor del de la Escuela comercial, preparaba su acostumbrado festival para celebrar el día del estudiante, con la parodia de una ópera, a representarse exclusivamente por alumnos de la facultad y de la escuela, sin intervención de damas en el reparto, pues los papeles femeninos se asignaban a los muchachos, convenientemente arreglados. No alcanzando el número de universitarios, se invitaba a los escolares, que con gran alegría prestaban su concurso. Los de la "Barra" aceptamos entusiasmados la intervención en coros, comparsas y bailes de la ópera de Verdi "Aída", sustancialmente modificada hasta en su nombre, que había pasado a ser: "L'Aída y vuelta de Radamés". Un simpático profesional del mundo artístico, Castro Madero, con el apodo de "Carcamán" tenía a su cargo la dirección total, comenzando los ensayos en el salón de actos, luego de terminadas las clases, por espacio de una hora casi todos los días. Aumentaron paulatinamente el horario y las jornadas, agregándose los cuerpos de baile, que preparaba un maestro del Teatro Colón. Las primeras pruebas daban la sensación de un paseo por el jardín Zoológico a la hora en que los animales aúllan reclamando su alimento. Después se clasificaron las voces: barítonos, tenores, sopranos, "mezzo-sopranos", etc. Cuando me tocó el turno, el experto calificador, sentado frente al piano, atacó con entusiasmo mientras yo bramaba " ¡ Gloria all'Egitto ad'Isside! ". El maestro de música abandonó el teclado agarrándose desesperadamente la cabeza con ambas manos y sin darse vuelta siquiera para mirar al émulo de Caruso, chilló con voz ronca: "¡ Al cuerpo de baile!". Así fracasó mi primer intento en los dominios del ruiseñor; pero pese a ello seguí en el coro con la condición de cantar tan bajito que nadie me oyera, cuando agitara las palmas en el momento de la llegada triunfal de Radarnés. Mientras tanto, en el "hall" iniciaba sus ejercicios el cuerpo de baile y luego de unas semanas, pasamos al escenario del teatro Onrubia, hasta que, a fines de octubre ocupamos directamente el teatro Cervantes, ensayando hasta las tres o tres y media de la madrugada. Esto nos resultaba muy cansador, porque teníamos que atender nuestro empleo, la escuela y los deberes. La cama era muy tentadora por la mañana y con enorme placer nos hubiéramos quedado Pegados a las sábanas; pero tal posibilidad no existía para nosotros. Era un precio muy caro que pegábamos para tener el placer del festejo, pero asumido un compromiso, no cabía su incumplimiento. Por fin llegó el sábado de la función y el teatro Cervantes, repleto a más no poder, indicaba el interés despertado por la representación. Se había preparado sin programa lujoso, con agudo sentido humorístico y artístico, donde desfilaban profesores y personajes de la época. Todo era gracioso: hasta el precio de las localidades, pues los "colados" no pagaban y tampoco lo hacían los que miraban la vereda de enfrente; pero sí abonaban, aunque con descuento, los que estaban colgados de las arañas, subiendo el precio para quienes se sentaran sobre las faldas de las niñas. La tarifa contemplaba a los que veían el espectáculo a caballo de la baranda lo debajo de los asientos, incluyendo a los que estaban en su casa. Se reservaba el derecho de admisión de enfermos contagiosos y se pedía a los que tenían cálculos al hígado, que dejaran las piedras en el hogar. Había una selecta lista de acomodadores, encabezada por el Decano de la Facultad, Dr. Santiago B. Zaccheo, cuyo nombre estaba ligeramente cambiado: Santiago Besuqueo. El Dr. Jorge Cabral, eminente profesor y musicólogo figuraba entre los acomodadores, junto a Benito Mussolini. Hirpólito Yrgoyen. etc. Mezclaban en el programa las cosas más dispares. Se hacían figurar en escena cientos de miles de personajes, como así también "il pópolo d'Italia" y "L'Italia del Pópolo", reproduciendo comentarios supuestos de los principales diarios de la metrópoli, donde el presunto articulista, luego de calificar de
"vergonzoso y absurdo el espectáculo" preguntaba cómo era posible que las autoridades no tomaran medidas para evitar tales hechos indecorosos. Los maquilladores del Teatro Colón tuvieron la misión de transformar muchachos y hombres bastante feos, en gráciles ninfas, en celestiales criaturas del hermoso sexo. El que representaba a Amneris. un hombre grueso y fornido, con espesos bigotes, fue convertido en una deliciosa princesa, un tanto corpulenta, pero con suficiente donaire como para enamorar al más misógino. Furlani, de diecisiete años escasos, alto de casi dos metros y flaco como un poste, fue metamorfoseado en barbudo y obeso sacerdote; y así sucesivamente. Sólo en un caso no fue factible el embellecimiento completo: se trataba de la primera bailarina, robusto joven que pesaba 128 kilos y usaba como nombre artístico el de "Fina Delgada Delhilo". Llevaba vestidos vaporosos, blancos, etéreos, sobre un vientre de redondez perfecta; por lo menos hasta esa noche no se había logrado el milagro de dar la sensación de esbeltez a un pelota envuelta en gasas! El teatro estaba colmado de espectadores y no quedaba asiento disponible. Los que seguían con más alegría la función, eran los mismos profesores a quienes con tanta irreverencia se citaba en el programa y reían a mandíbula batiente, tratando de no perder sílaba. La obra resultó graciosa; no se había escatimado ingenio en la parodia del libreto; las modernizaciones del texto, la intercalación de canciones, poemas y hechos ajenos al original o violentamente reñidos con la época y el argumento primitivo, provocaban carcajadas frecuentes que impedían escuchar los diálogos. Los acontecimientos nacionales o internacionales injertados suave o forzadamente resultaban de gran efecto. La acción, respetando el auténtico libreto, se ubica en el rnultimilenario Egipto de los Faraones. Aparecieron en la primera escena, conversando, el Gran Sacerdote y Radamés, jefe supremo de las fuerzas armadas. Aquél, con el lábaro que empuñaba, dio tres golpes en el suelo; pero desviando el último, lo hizo caer sobre los pies del guerrero, quien, en un gesto de dolor se sujetó pierna succionándose los dedos. Siguió el diálogo. -“¿Qué me dices, Radarnés, de las últimas noticias que "Crítica" publicó?" Replicó el interpelado, tras unas consideraciones: -“Estáte tranquilote mi querido sacerdote; que lo cazo a ese negrote y le retuerzo el cogote, ote, ote, ote.” En otra escena, cuando el Faraón conversaba con su jefe militar, apareció corriendo un mensaje de la compañía telegráfica “All America Cables” y entregó un telegrama al monarca, mientras cantaba: “Talán, talán, talán, ya estoy de vuelta del Turkestán. Lo vi a Amonasro,
que está furioso, quiere matarlos a todos juntos; y si te "cacha" a vos Rey de Egipto, te deja el "mate" como un sartén. Talán, talán, talán…” El Faraón llamó al jefe de sus fuerzas para anunciarle el mando de la expedición contra los etíopes y lo anunció cantando: "Radameeeeeeees! Siguió un instante de silencio, que quebró el nombrado chillando: "Que queréeeeees!". Continuó el Faraón: "Hablar, el buey Apis se ha dignado y capitán de las fuerzas te ha nombrado….” El dueto entre Amneris y Aída sufrió unas ligeras variantes, pues con música de l”La verbena de la paloma”, ambas discutían: -"Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con vestido "chiné", -Voy a ver, voy a ver si consigo el amor de ese gran Radamés. -¿ Y si no te llevara el apunte? -¡ Entonces lo llamo a Uriburu y le hacemos la revolución!” La recepción a Radamés triunfante, luego de su victoria sobre los negros sublevados, tuvo el esplendor de una apoteosis. El baile de los morenitos constituyó un éxito. El arribo de los personajes de la corte que aguardaban al héroe se producía entre grandes risotadas de los espectadores. El rey, un petizo, llegaba montado en un caballo muy grande y bajaba por una escalera que le arrimaban; Amneris, muy alta, cabalgaba un burrito tan bajo, que arrastraba los pies y se lo sacaban de entre las piernas. El escenario estaba ocupado por la casi totalidad de los actores y la música llenaba el aire con las notas vibrantes de la marcha triunfal. El coro, bien "affiatado", cantaba al compás de la "Gloria all'Egitto ad'lsside, che il sacro suol protegge; al Ré, che il Delta Regge, al Ré, che il Delta reeeeege, ini festosi alziam!” Luego entonaba las loas de la victoria: "Gloria al vencedor que de la Patria has merecido; héroe gentil, las flores danzan tu gloria y honor”.
En ese instante de emoción y solemnidad, mientras las palmas se agitaban en el aire y los músicos irradiaban un himno a la gloria, entró Radamés en un colectivo destartalado y ruinoso que tenía a un costado un gran cartel "Egipto-Plaza Mayo: $ 0,20". Bajó discutiendo con el conductor porque le exigía el pago de diez centavos más por haberse pasado de sección y aquél gritaba que sólo había llegado a la esquina donde terminaba el boleto. Cuando el coche se fue, el conquistador de Etiopía se exhibió con su cargamento: anteojos largavistas, mochila, un montón de cosas inútiles y una raqueta de "tennis". En otra escena, el héroe declara su amor a Aída cantándole: "Celeste Aída ¿dónde estás metida? estás "escuendida", ¡ oh! "me cach'endié" Dulce palomita de los tiempos idos, de aquellos tiempos que no vuelven más”. Tocó el turno a la princesa negra para lucir sus trinos y respondió con la música de “La morocha”: "Yo soy la morocha la más renegrida, la más desgraciada, de esta población. Soy la que canta y camina por el alambre de púa, la que siempre tiene hambre aunque nunca coma". Soy la que canta y camina, por el alambre de púa, y si me pica la cara. . . no me la rasco! En el último acto, cuando el coro de sacerdotes resuelve condenarlos a la pena capital, aparecen los amantes tomando mate en una jaula. El jurado de solemnes barbudos hace comparecer al jefe triunfante ante el Faraón, comisionando a un soldado, que se aproxima a la jaula y chistando a Radamés le grita: "¡Diga, lo llama el patrón!!" Buscan a Amneris para intervenir en la sentencia, pero no la hallan: había fugado con Amonasro. Entonces resuelven perdonar a Radamés y a Aída y todos bailan y cantan al compás de "La viuda alegre". Aplausos atronadores y sostenidos premiaron la representación, XVII
Disposiciones adoptadas por el Gobierno Provisional del general Uriburu contra la Universidad, impulsaron a la Federación Universitaria a declarar huelga por cuarenta y ocho horas, cumplida exitosamente luego de un acto celebrado el quince de octubre. Estos movimientos, dispuestos hacia fines del treinta, no tenían el mismo móvil que los anteriores. Una huelga general universitaria era de difícil y riesgoso cumplimiento y sólo se decretaba cuando mediaban causas graves. Al movimiento adhirió prácticamente la mitad del turno noche de la escuela, cumpliéndose bien el primer día; pero las sanciones y las amenazas quebraron la huelga, que no tuvo tanta aceptación posterior. Los participantes fueron suspendidos por tiempo indeterminado, sanción equivalente a una expulsión con el nombre cambiado. Los tres hermanos Caletti fuimos castigados; pero nos reincorporaron prontamente. XVIII
Año difícil fue aquél, no solamente en lo relativo a cuestiones políticas, sino también en los estudios. Ni uno sólo logró eximirse de todas las materias, siendo de la Peña el único que se salvó de Matemáticas. Aunque con Minondo no hubo exenciones y resultaba ingrata la prueba de idiomas, tuvo tal ovación el último día de clases, que se emocionó: el sacrificio tenía su premio. El Dr. Rozas quiso tomar examen del cuarto bimestre el primer sábado de vacaciones y muy de mala gana asistimos a la prueba; pero en lugar de limitarla a temas del último bimestre, la extendió a todo el programa, provocando unánime reacción y la consiguiente negativa. Fuera de sí y luego de violentos insultos, el profesor se retiró de la sala en momentos en que llegaba Medrano, quien, enterado de lo ocurrido, quiso explicar la situación; pero el Dr. Rozas, perdido todo control, descargó bastonazos en el aire, golpeando, en un mal movimiento, sobre las espaldas de Medrano. El año finalizó sin pena ni gloria, tristemente. La hostilidad creciente de la población escolar hacia las autoridades y el temor de que el orador de la despedida expresara críticas acerbas, impulsó a la Dirección a suspender el acto ritual de despedida. Así, como a hurtadillas, concluyó el curso de 1930. XIX
El fuerte escollo que significaban las mesas examinadoras fue superado airosamente, concluyendo las pruebas a mediados de diciembre, simultáneamente con el comienzo de una época más dura para el mundo estudiantil: la de las persecuciones, tortura y cárcel.
El general Uriburu designó interventor de la Universidad de Buenos Aires a uno de los personajes más combatidos por los, alumnos, en virtud de sus actuaciones anteriores; motivó este nombramiento un acto de protesta coronado por una declaración de huelga general. Una manifestación quiso llegar hasta la casa de Gobierno, vivando entusiastamente a la democracia, gritando contra la dictadura y pidiendo la libertad del Dr. Alfredo L. Palacios, ya encarcelado; pero la detuvo un cordón policial en Avenida de Mayo y Tacuarí. Roto éste por los manifestantes, fueron nuevamente contenidos por los representantes del orden, revólver en mano; y luego de corridas y persecuciones, numerosos estudiantes fueron cargados en camiones rumbo al Departamento de Policía. La reducida columna restante siguió por otras calles centrales, hasta que en Corrientes y Callao fue totalmente disuelta por las cargas del escuadrón de caballería, que reapareció esas noches con un ensañamiento inútil contra los ciudadanos. En diciembre de 1930, catorce meses antes de que los diarios publicasen las primeras noticias sobre torturas, la juventud universitaria las conocía en carne propia. "Acción Reformista", órgano de la Agrupación Estudiantil de igual nombre, de la Facultad de Ciencias Económicas, publicó en su número de agosto y septiembre de 1930, la siguiente declaración renuncia del Decano de la Facultad de Derecho, Dr. Alfredo L. Palacios: "Buenos Aires, septiembre 9 de 1930. Señor Vicedecano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Dr. Raymundo Salvat. Con fecha 7 de setiembre dicté la siguiente resolución que he comunicado al C. S. de la Universidad: Setiembre 7 de 1930. Considerando: Que este Decanato en la resolución del viernes 5 asumió como propio el imperativo anunciado en forma indeclinable por la conciencia juvenil de exigir la renuncia del presidente- de la República y la inmediata restauración de los procedimientos democráticos dentro de las normas constitucionales. Que la juventud universitaria en la asamblea realizada ayer en la Facultad de Medicina, ante la noticia de que las Fuerzas Armadas de la Nación se aprestaban a derrocar el régimen imperante, repudiado por el pueblo de la República, interpretó esa medida de fuerza como medio para lograr los fines del movimiento civil y declaró que las fuerzas armadas deberían reintegrarse al ejercicio de su única misión señalada por la ley, inmediatamente después de entregar las funciones del gobierno a las autoridades constitucionales con el fin de convocar en seguida a comicios libres y restaurar así el funcionamiento normal de las instituciones republicanas. Que en cambio, el gobierno ha sido sustituido por una junta emanada del Ejército, lo que perturba la vida institucional de nuestro país llamado a ser modelo y ejemplo en América, por su índole civil y su inquebrantable fe en la democracia cuyo amplio y libre ejercicio debe contener en sí los resortes necesarios para corregir sus propias imperfecciones. Que en la juventud existe un impulso irreprimible, concretado en el repudio absoluto de la tendencia absorbente y autocrática de todo gobierno y especialmente de cualquier género de dictadura. Por tanto: El decano de la F. de D. y C. S. de la U. de Buenos Aires, cumpliendo su promesa a los alumnos de la casa de estudios que dirige, resuelve: 1° Expresar que sería contrario a la Constitución y al espíritu democrático que la inspira, reconocer una junta de gobierno impuesta por el ejército y cuya misión el pueblo creyó que consistiría sólo en la entrega de las funciones de gobierno a las autoridades constitucionales. 2° Que es un anhelo ferviente y patriótico el retorno a la normalidad institucional que ha de permitir el desenvolvimiento de nuestro país dentro de la democracia, a cuyo efecto debe entregarse el poder al funcionario que constitucionalmente corresponda para que convoque inmediatamente a elecciones. 3° Comuníquese a la Universidad y publíquese.
(Firmado: Alfredo L. Palacios. Secretario ad-hoc, consejero Mariano G. Calvento). Se adhirieron espontáneamente a esta declaración, el Consejero Dr. Jorge de la Torre y los profesores doctores José Peco y Antonio Cammarota. Entiendo que mi situación al frente de la Facultad, después de esta resolución, puede producir perturbaciones que deseo evitar, en homenaje al prestigio de la casa que dirijo y a la unión de la juventud que en ella estudia. Es por eso que presento mi renuncia indeclinable del cargo de decano de la Facultad de Derecho Ciencias Sociales. Saluda al señor vicedecano con su más distinguida consideración. (Firmado : Alfredo L. Palacios)”
CAPÍLULO IV CUARTO AÑO I
Con innovaciones de importancia comenzó 193 1.
El horario de 19,20 a 23 fue sustituido por el de 19,45 a 23,15, suprimiéndose la opción de ingreso a primera hora, como así también el recreo entre cada hora escolar, estableciéndose sólo un descanso de cinco minutos entre la primera y la segunda y la tercera y la cuarta; la pausa total se reducía a diez minutos. Pasábase sin interrupción de una materia a otra y por espacio de ochenta minutos la atención se mantenía tensa, el cansancio crecía, disminuyendo el poder de asimilación. Lo más intolerable era el cuarto de hora final, que nunca pasaba. Nos sorprendía totalmente rendidos y cada minuto parecía durar una hora, especialmente los sábados. Había dos materias más que el año anterior, es decir, once. El arquitecto Becker, titular de Historia, dotado de ironía mordaz, replicaba sin exaltarse; cumplía los reglamentos con rigidez prusiana, siendo metódico en sus explicaciones. Pasaba lista antes de principiar cada clase, exigiendo un lenguaje correcto; cualquier error era inmediatamente corregido. Varone, muchacho de unos dieciocho años, famoso por su habilidad para dormir en el asiento simulando restar atención, dijo al explicar las campañas del Norte: “El ejército de Belgrano se componía "agatas" de... Instantáneamente fue interrumpido: “¿C6m,o es esa palabra nueva que yo no conozco, señor Varone?”. Una noche julio Luis Vázquez estaba de buen humor y lo saludó en francés, pero le replicó de inmediato: “Guarde sus habílidades lingüísticas para otro”. Y a Valente, que en el curso de una exposición se apoyó sobre el escritorio, le preguntó: “¿Está usted muy cansado, señor Valente?”. II
El doctor Ventura Morera, hermano del primer profesor de la "Barra" enseñaba Química. Simpático en su forma de ser, afable en su trato y espontáneo, aunque físicamente no se negaba el aire de familia, no tenía la ironía penetrante ni la nerviosidad de Ángel. Le agradaba la materia y las fórmulas se sucedían velozmente, hasta que llegaba al resultado final sin que le entendieran. Cuando se daba cuenta, en vez de enojarse pedía que pasara alguien al pizarrón para que se le comprendiera mejor. Tenia opiniones especiales con respecto a sus colegas, considerando que si el alumno no aprendía, el profesor no había enseñada como debía. Sabía muy bien que sus discípulos del turno de la noche no podían ser químicos perfectos después de una año de estudios elementales, con simultánea dedicación a otros temas totalmente diversos y la circunstancia agravante de ocupar la mayor parte del día con sus tareas de oficina; manteníase coherente a ese criterio, desgraciadamente no compartido por otros pares, que juzgaban a su asignatura como la única importante y recargaban con tanto trabajo que no se podía cumplir. Aclaraba las exposiciones teóricas con experimentos sumamente interesantes y fácilmente asimilables. Repetía frases para fijar situaciones especiales y hacía comparaciones que nada costaba retener: “Todos los hidratos tienen agua; pero no todo lo que tiene agua es hidrato, así como todos los paraguayos son americanos, pero no todos los americanos son paraguayos”. Preparó en clase una bomba de azúcar, siguiéndose el experimento con singular interés: apagadas las luces, contuvimos la respiración, con las pupilas fijas sobre la mesa del laboratorio aguardamos impacientemente, pero la bomba no explotó.
Otra vez me tocó preparar ácido clorhídrico, con la ayuda de Julio L. Vázquez. Resultó muy cómico porque como éste odiaba de alma las operaciones riesgosas y su felicidad aumentaba en forma directamente proporcional con la seguridad, cuando Morera pidió que abriera la llave de gas, pues yo tenía las manos ocupadas con un matraz, alguien gritó: "¡Cuidado que salta!", y quien saltó, hacia su banco, fue el flamante auxiliar de laboratorio, entre las carcajadas del todos. Vázquez tenía chispa y hacía reír en buena ley. Ignoraba el inglés y con lealtad a sus sentimientos, lo proclamaba. El titular del idioma, doctor Vallejo, joven que aparentaba unos veinticinco o veintiséis años, de pronunciación tan veloz que a menudo no se le escuchaba más que la mitad de las palabras, lo había clasificado con la nota máxima del primer bimestre: un siete, compartido con Souza, el mejor alumno en lenguas. La nota, lejos de disgustar por la evidente injusticia, fue un motivo de satisfacción ara todos, Meses después, ante las pésimas respuestas de Vazquez a las preguntas de Va1lejo, éste lo miraba so rendido re asaba su cuaderno de notas y cuando se cercioró de la absoluta certeza, no pudo aguantar más y le preguntó: “Dígame, ¡yo a usted le puse siete punto?”. Vázquez al frente, en inglés, significada fiesta segura; hasta fue necesaria la intervención del profesor amenazando con echar a los que reirán. Igual ocurría con francés, que dictaba Mr. Jost, uno de los docentes más ancianos, cuyos accesos de tos catarral tan fuertes, hacían temer que saltara su tráquea. Lo mismo que el doctor Pruyansky, pronunciaba la “rr” como “g”. Al pasar lista no leía: Alvarez, Ariza, Barboy… sino: “Alvaguez, Aguiza; Bagboy…” Carmelo G. Valente era el más feliz burlador de los clases de francés; tenía la virtud de añadir a las traducciones, improperios y blasfemias dichos en perfecto napolitano, mirando a Mr. Jost por encima de sus anteojos en perfecta imitación de sus gestos. Tras un fuerte ataque de tos le gritó: " ¡Buen provecho!" Y a un segundo, añadió: "¡Eh, que inunda la clase!" Mr. Jost descargaba su furia contra un grupo de estudiantes inscriptos en años anteriores, cuyos programas exigían un solo idioma, optando por inglés. Se sentaban en el fondo del aula y aunque debían estar presentes, no participaban en la clase, ni podían ser llamados ni calificados. Y acumulaba odio contra aquellos que no eligieron la lengua de Richelieu, aumentando su antipatía por la falta de autoridad que tenía sobre ellos. En la división, cualquier desacierto, cualquier irregularidad se atribuía con matemática precisión a ese núcleo, con gran alegría de ellos por su inmunidad, Mr. Jost, sentado en su sillón al frente de aquella larga aula, no podía advertir los movimientos que se hacían durante las pruebas escritas; y mientras cuidaba con celo ejemplar que los de ese sector no molestarán, los demás copiaban cómodamente y con depurada técnica. Todo estaba en uso: el "rollito'' o "machete" larga tira de papel, de unos cinco o seis centímetros de ancho, que se enrollaba y desenrollaba en la palma de la mano, las tarjetitas, la inscripción en pizarrones y bancos, anotaciones en los puños de las camisas, etc. Un alumno tenía un reloj “Longines” de dos tapas de oro, valioso en su tiempo, pero entonces muy destrozado, sin agujas, ni cuerda, ni pieza alguna que le permitiera funcionar; hizo un librito de forma redonda, igual a la esfera, lo agregó entre ésta y tapa, resumiendo allí al lección. A Mr. Jost le parecía rara tanta pasión cronológica, pero éste era un detalle insignificante frente a la magnitud del odio que tenía por los de inglés. III
Al ingeniero Antonio Lascurain y al doctor Abraham Rosenvasser correspondían, respectivamente, matemática y Derecho Constitucional Ambos, que demostraban haber pasado con creces la cuarentena, lucían una parecida calvicie y coincidían en fallas que, sin embargo, no disminuían el aprecio que sabían conquistar, El ingeniero Lascurain se entusiasmaba con las fórmulas y las exponía con tanta velocidad, que no se le podía seguir; y el doctor Rosenvasser, compenetrado de la aridez de su tema, esforzábase en hacer claros y comprensibles sus conceptos, pero hablaba tan quedamente y con la misma voz que provocaba bostezos. Para mayor desgracia le habían adjudicado las dos últimas horas de los lunes y no era extraño que al tañido de la campana hubiese que sacudir a algún dormido, diciéndole: "Che, despertáte: ¡acabó la hora!"
IV
Para Tecnología Mercantil designaron al ingeniero agrónomo Pedro F. Marotta, que fue decano de la Facultad de Agronomía y Veterinaria, Hombre maduro, su cultura no se circunscribía a su técnica sino también a otros problemas universitarios, haciéndose cargo de la clase sólo hacia fines de año. Su presentación resultó cómica. Apareció vestido con singular elegancia: cuello duro inmaculadamente blanco y muy alto, con puntas redondas, traía un chaleco encima de otro; usaba polainas claras; tenía una frente amplia y despejada y sobre una oreja se había aplicado unos polvos blanco en tal cantidad, que apenas llegó, Valente no pudo contenerse y gritó: “¡Uy!, ése se cayó en un barril de cal”. Desdeñando la silla, se sentó sobre el escritorio cruzando las piernas con velocidad de cuadrumano; a los pocos minutos las volvió a su posición, para cruzarlas de nuevo al iniciar su exposición. Necesitó muy poco tiempo para demostrar su idoneidad técnica y pedagógica y enseñar lo que su suplente no logró en varios meses. Trazó cuadros sinópticos breves y claros y para que se comprendiera mejor la fabricación de la manteca, repitió los movimientos de la centrífuga de una máquina desnatadora. Tomó una hoja de papel con la mano derecha y haciéndola girar repetidamente sobre la yema del dedo medio izquierdo, decía: “Este platillo va dando vueltas . . . va dando vueltas ... va dando vueltas...”. Y seguía hablando y haciendo girar el papel mientras se distraía mirando cómo los de la división de enfrente formaban fila para retirarse. Después de repetir más de una docena de veces las vueltas del platillo recapacitó, recordó que estaba en el aula y señaló la función de la centrífuga. Algo similar ocurría con los términos inusuales. Al tratar la fabricación del vino, luego del cuadro sinóptico hizo referencia a la acción del "micoderma vini"; para grabar la palabra insistía, primero con voz suave, luego más aguda, después más baja: "el micoderma vini ... micoderma vini ... mi-co-der-mavi-ni . . . micoderma vini . . . " Si se presentaba un problema de difícil solución que exigía razonamiento de fondo, se daba una palmada en la frente con los dedos de la mano derecha, exclamando: " ¡Esos cerebros! ¡Esos cerebros! Nadie podía copiar con él pese a que jamás asumía papel de vigilante, tan propio de quien no tiene fe en sí mismo; sabía mantener la calma y la prestancia. Para una prueba, un muchacho 1levó su lección pasada en un rollito que mantenía en su mano izquierda, haciéndolo correr disimuladamente con el pulgar. El ingeniero Marotta, que acostumbraba a pasear tranquilamente por el pasillo que separaba las filas de bancos, con el cuerpo erguido y la mirada al frente simulando no prestar atención, podía advertir lo que ocurría a través del espejo que formaban los cristales de sus anteojos al reflejarse contra el fondo oscuro de los pizarrones. No había mucha nitidez, pero captaba imágenes. Ajeno por completo a esos paseos, el alumno seguía copiando con mucho entusiasmo sin suponer que ya había sido descubierto. En determinado momento el ingeniero Marotta se detuvo a su lado; le levantó la mano izquierda exhibiendo a los demás el rollito y sin mirar al que copiaba, exclamó: "¡Juventud, juventud, divino tesoro!", y le puso un cero en la libreta de clasificaciones. Marcadas diferencias técnicas y temperamentales había con su suplente; era éste bastante joven, alto, flaco, de cara enjuta, pómulos salientes y mirada hosca; nunca reía y hablaba ininterrumpidamente con el mismo tono de voz, aburridor y pesado. Apodado "Buster Keaton" y "Chufa seca", dictaba dos horas por semana, los martes. Como se habían suprimido algunos recreos, muchas veces con tal de salir antes se prescindía del segundo descanso, durando las clases ciento veinte ininterrumpidos minutos. En tales
condiciones el tañido de la campana era el fin cle una tortura; esas dos últimas horas invitaban al sueño, no faltando ocasiones en que el profesor interrumpiera las disertaciones para echar a los que se habían dormido sin el admirable estilo de Varone, alias "El bosque dormido" o "la bella durmiente del bosque", que parecía escuchar atentamente pero en realidad estaba totalmente entregado a Morfeo. El único hecho cómico ocurrido en esas clases tuvo por actor a Horacio Antonio Montalti, de unos dieciocho años, cordial, sencillo, de una bondad rayana en la ingenuidad. Debía contestar preguntas relativas a los filtros para agua y la función que en ellos cumple la vela de porcelana. Montalti permanecía mudo; en vano se le insistía: "¿Para qué sirve la vela?". Seguía el silencio y volvía el requerimiento: "con la vela, ¿qué hace?". Y a falta de respuesta del interrogado, contestó un comedido: “¡Se la mete en la cola!”
V
El doctor Bernardo Poli, titular de Geografía, debía haber pasado fácilmente las cuatro primeras décadas de su vida. Bajo y obeso, de cara redonda y cabello que raleaba, demostraba ser un trabajador incansable, un maestro con vocación por la enseñanza, a la que se dedicaba con responsabilidad y cariño. Explicaba continuamente tratando de llegar a la esencia misma de los hechos, analizando causas y efectos. No pedía que se recordaran de memoria extensiones, poblaciones ni estadísticas absolutas; quería convencer que la riqueza de las naciones se debía a factores determinados, siéndo innegable la incidencia de los fenómenos telúricos sobre la naturaleza y el hombre, aunque sin constituirse en factor exclusivo; que las principales fuentes de recursos eran susceptibles de influir en otros aspectos ajenos a la propia economía y las posibilidades industriales de las naciones estaban en función no sólo de la explotación de sus materias primas, sino de la capacidad de su aprovisionamiento y la voluntad y aptitud de trabajo de sus habitantes. Estudiaba los fenómenos naturales y los humanos, enseñando con profunda dedicación. Al tratar etnología argentina, pasó Montalti. Como de costumbre, mientras el alumno exponía, era interrumpido para aclarar conceptos o ampliar conocimientos. Al tratar inmigración, le preguntó si era hijo de extranjeros, agregando ante la respuesta afirmativa: "¿Y se avergüenza de serio?" "No, señor", replicó Montalti con firmeza. Poli tomó la palabra; dejó por un instante la geografía y habló de los inmigrantes que desde lejanas tierras llegaban a este suelo abierto a la iniciativa y a la acción, para ganar el sustento que su patria no podía darles; exaltó a los hombres que no venían a "hacerse la América" sino a empezar una vida más digna, más libre; recordó a quienes querían labrar su futuro al amparo de tina libertad desconocida en su suelo natal y aquí formaban su hogar criando a sus hijos con amor y sacrificio, cimentando su prosperidad y la de la nación que los acogía, a la que querían como segunda patria y a cuyo progreso contribuían con su esfuerzo cotidiano, su labor constante y su fe en el porvenir. Habló también de su padre, a quien tanto respetaba, que debió “agachar el lomo” para comer cuando las circuntancias lo habían exigido, dedicando sus mejores años a la lucha por la vida, al bienestar de sus semejantes, a la educación de sus hijos. Reflejábase en la voz del orador una emoción auténtica, mantenida en el curso de su exposición que fue un canto al hombre de trabajo, a la humanidad que pugna por abrir la ruta del porvenir. Escucháronse sus palabras con hondo recogimiento y la máxima atención. Poli era un Maestro. Se lo comparaba con aquéllos que no conocían otra forma de hacerse respetar que aplicando suspensiones, malas notas o castigos. Y se pensaba que si los docentes comprendieran que el respeto logrado por la fuerza no es sino temor y precaución que se transforma en desprecio, cambiarían de táctica . VI
Se deseaban profesores dotados no sólo de conocimientos técnicos, sino también de plena integridad moral y gran espíritu de comprensión, y en apreciable número los tuvieron los integrantes de la "Barra" Así era también el de Literatura, Natalio Abel Vadell, de unos. cuarenta y cinco años, obeso, alto, con una expresión tranquila. y bondadosa que ganaba el cariño de sus alumnos. Su legítima vocación por las letras se traducía a través de sus, vastos conocimientos. Viviente enciclopedia poética, exponía mucho, describiendo minuciosamente a cada autor, concluyendo la biografía con varias poesías dichas con gran sentimiento. Delicado en todas sus manifestaciones, las travesuras que se hacían en su clase lo tenían sin cuidado; sabía interpretarlas bondadosamente, como así también las inquietudes espirituales, que, recibían su estímulo. Así como en la infancia todos sintieron admiración por los bomberos o los agentes de policía, en la adolescencia pasaron por el momento feliz del romanticismo, sin poderse sustraer a la tentación de su pequeño pecado: escribir una poesía. Uno de los más románticos de la división, Luis A. Pagliano, inspirado por una composión de versos esdrújulos escuchada poco antes, compuso un poema de igual estilo. De haberlo guardado, todo hubiera pasado desapercibido; pero fue sorprendido y a pesar de su negativa, la obra de Pagliano fue leída en clase por Vadell; quien lo premió con sus felicitaciones. Dividía su tiempo en dos partes: una mitad dedicada a explicaciones, biografías y estudios; el resto a lectura de trozos escogidos de las literaturas española y argentina, de donde se obtuvo un elemento magnífico para bromear. Los nombres más raros sirvieron ara bautismo de director y profesores sustituyéndose sus apellidos auténticos por los Alcalí Baja, Azofaifa, Berenguela; Alí Fafez, etcétera. Súpose una ingrata nueva: la desaparición del doctor Edmundo Rozas, Comentándose las causas de su fallecimiento, díjose que la muerte de su esposa le había provocado tan grande dolor, que ni su recio carácter lo pudo soportar,- y llegó a sus últimos años sin abandonar lo único que le quedaba: la escuela y la literatura. Tal vez en los instantes postreros, en un momento supremo de belleza literaria aplicada a la realidad, habrá repetido por última vez los magníficos versos de Manrique: “ Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…” VII
Diferenciábase nítidamente de todos sus colegas el profesor de Taquigrafía, doctor C. Joven, elegante, de mediana estatura, cabeza grande y mirada huidiza, resultaba, de primera impresión, una fiera, el terror de la escuela; pero el que lo conocía y sabía el remedio, cambiaba una suspensión por una buena nota o un cero por un diez. Gritaba; pero una voz un poco más fuerte que la suya, transformaba el tempestuoso mar en un lago de aguas quietas.
El más ilustre bromista fue Francisco Álvarez. Flaco, alto, de ojos vivarachos, lograba adoptar actitudes de idiota a la perfección; repentinamente atendía con cara de tonto o formulaba las preguntas más necias con los gestos más absurdos. Silbaba delante de él, una, dos, diez veces; y cuando el profesor, harto, gritaba: “¿ Quién silba?”, respondía con el mayor desparpajo: “Son los de la mañana, señor”. ¡Los de la mañana!. Y la luna soberana en el cielo, indicaba que faltaban todavía muchas horas para el amanecer. "¿Quién silba", respondía con el mayor desparpajo"Son los de la ma'nana, se'no?5. ¡Los de la manana! Y la luna, El éxito de ese hallazgo fue enorme; desde la primera vez que tuvo aceptación todos los males y todas las culpas se atribuían a los de la mañana. ¿Había dibujos obscenos en el pizarrón, frases tomando el pelo a los docentes, volaban las tizas, tiraban municiones? Siempre eran los de la mañana. En una temporada se vivió la epidemia de las municiones, especialmente en la hora de taquigrafía. Se apretaba una de ellas entre los dientes y con un palillo se la tiraba con fuerza contra el pizarrón o los vidrios; a cada momento se oía el ruido que causaban chocando contra las maderas o el cristal y cuando variada su destino y se dirigían al que estaba al frente escribiendo en taquigrafía, el agraviado exageraba su furia y con creciente regocijo de los demás, amenazaba, injuriaba, protestaba y hasta tiraba el borrador al suelo simulando terrible enojo. Pasar al frente era uno de los muchos problemas de esas horas, pues todos insistían en ser llamados al mismo tiempo y se levantaban de sus asientos moviéndose muchos más de lo excesivamente necesario: -¡Paso yo, señor!. -No, paso yo. -¡Déjeme pasar a mí, señor!. -¡No señor, hoy me toca a mí!. El profesor gritaba: “¡Voy a llamar por lista!”, y apenas nombraba a alguien, el citado no quería pasar y decía, haciéndose el ofendido: “¿Ahora para qué? ¡Yo quería pasar antes!”. Esta situación de pases simultáneos se solucionaba a veces en la forma menos previsible. Después de levantarse treinta manos, escuchándose de otras tantas bocas el consabido "¡paso yo, señor!", se levantaba uno cualquiera, daba un paso adelante, exclamando con decisión: "¡Dicte nomás, señor!" En ocasión de uno de los tantos tumultos en que todos chillaban, gritó el doctor C.: " ¡Silencio! ¿Quién habla acá? ¿Hablan ustedes o hablo yo?" Una vocecita muy suave y burlona, replicó: “¡Hablo yo, señor!” -¿Cómo dice? -replicó furioso el profesor. -Digo que hablo yo, señor, cuando usted no habla –agregó quedamente Álvarez, con perfecta expresión de idiota pintada en su rostro. Otro día llevó a clase una colección de cencerros, sujetándolos con un piolín en el fondo de la sala; con otro cordón, manejado con el pie mientras escribía, hacía sonar las campanillas con ruido estridente y continuo; y simulando un enorme fastidio, decía: -Señor, ¡aquí no se puede trabajar! -¡Álvarez, siga escribiendo! -Pero señor, yo no puedo trabajar. ¡Cómo molestan los de la mañana! -¡Le he dicho que escriba!. -¡Ufa! ¡cómo me secan los de la mañana! Y seguía haciendo sonar las campanillas cada vez con mayor estrépito, mientras los demás camaradas no adherían a la protesta porque no podían aguantar la risa provocada no sólo por el ruido cansador, sino, principalmente, por esa cara inmutable, seria, ofendida, que podía mirar imperturbablemente al rostro del profesor, mientras le silbaba en sus propias narices!.
Una vez el doctor C. contó un chiste. Nada tenía de extraordinario y, por más que buscaran, tampoco se le halló nada cómico. Pero lo había dicho él y la división entera creyó indispensable celebrarlo. Rió, para hacer más escándalo, a carcajadas con todas las vocales: quien bramaba "ja, ja, ja"; quien "je, je, je" y así, sucesivamente. Por momentos parecía imposible que semejantes ruidos pudieran salir de gargantas humanas. Y lo que al comienzo fue risa simulada se convirtió en auténtica, porque la provocaba la cara del profesor ante la reacción de los muchachos y éstos, al lanzar tantos aullidos también rieron del efecto, de los mismos. Desde aquella ocasión, no contó más chistes. Pasó Álvarez al Pizarrón cuando se estudiaban los "escapes", denominación que en estenografía se da a un guión o continuación de un rasgo usado en determinadas circunstancias. Éste escribió, adrede, sin el guión y cuando C. le indicó: "Escape", dejó la tiza y salió del aula como bala. Una delegación de compañeros fue en su búsqueda, trayéndolo largo rato después. -Dígame, Álvarez, ¿qué le pasó? -Señor – exclamó éste con cara de bobo-, ¿no me dijo que me escape? Otra noche suspendió a Ariza, quien volviéndose a sus camaradas les dijo con la mayor naturalidad: "Bueno, muchachos, vámonos todos". Así se hizo y cuando sumaban ocho los que, adelantándose, llegaban al corredor, pasó Cano que quiso suspenderlos sin más contemplaciones. Pero instantáneamente hubo tantos gritos y amenazas, que Cano se asustó y dejó para ocasión más propicia aplicar las puniciones. No faltó, entre tantas y tantas bromas, alguna de subido matiz, que fue reprimida severamente con la suspensión de la división íntegra, porque unánimemente quedaron cerrados los labios cuando quiso conocerse al autor. Nada lograron amenazas ni insultos del subjefe de celadores. Nadie pronunció una sola palabra. Con la misma naturalidad con que festejaron la burla aceptaron sus consecuencias, sin proferir una sola queja, sin intentar un reproche. El doctor C. tipificaba a ciertos profesores que en mayor o menor grado tiene toda escuela: no les faltaba capacidad para enseñar, pero no tenían firmeza ni carácter y trataban de disimular esa falta, amenazando o atropellando. Una de las material que exigían mayor esfuerzo, era Contabilidad. La dictaba el contador público Luis Juillerat, de carácter un tanto retraído, profesor de economía bancaria en la Facultad de Ciencias Económicas y bastante exigente. El programa comprendía las actividades agrícolas y ganaderas y las sociedades anónimas, con un total de cuatro horas semanales. Aunque familiarizados con los asientos y los balances, el ritmo intenso que le imprimía motivó que un alto porcentaje fuera a los exámenes de diciembre. VIII
Tiempos difíciles vivía la República en 193 1. Los militares habían asumido el gobierno para sostener las instituciones republicanas; pero iniciaban su gestión violando la vieja ley 252, de acefalía,
que reglamentaba la forma en que debía sustituirse al titular del Poder Ejecutivo. El ejército intervino en la lid política olvidando su tradición sanmartiniana y abrió un capítulo nuevo aunque no muy feliz en la historia argentina. Por vez primera desde la organización nacional, las autoridades legítimas eran derrocadas por un acto de fuerza, anulando el período constitucional. En la revolución del noventa, a pesar de las acciones bélicas, el vicepresidente de la República completó el mandato del binomio elegido. En 1930, al desconocerse al Poder judicial, que actuaba con independencia de criterio, sin sometimientos ni adulaciones; al ignorarse un Senado, que no apoyaba al presidente; al desconocer que la Carta Magna no había sido violada ni anulados los derechos de los ciudadanos, que los gozaban en su plenitud, se abrían las puertas para la incertidumbre del futuro y la repetición' de estos hechos destruiría el progreso argentino y la estabilidad de las instituciones. Ninguna fórmula presidencial había sido anulada por la fuerza desde hacía ocho décadas. Y costaba creer que tanto movimiento militar se debiera únicamente al desquicio administrativo que no podía negarse. Los universitarios, en ataques de violencia creciente, hablaban del olor a petróleo en la sublevación de setiembre de 1930. La ilegalidad gubernativa se completó con otro acto arbitrario y abusivo. El llamado a elección de autoridades para la provincia de Buenos Aires pareció un globo de ensayo. Pero en los comicios del 5 de abril de 1931 el pueblo, que había querido la terminación del desorden pero no la implantación de la dictadura, repudió al gobierno provisional proclamando con su voto la rotunda victoria de la fórmula radical Pueyrredón - Guido. Ante el adverso resultado las autoridades de hecho anularon par decreto el veredicto de las urnas y en los primeros días de mayo se publicó la convocatoria a elecciones generales en todo el país, para el 8 de noviembre de 1931. Temeroso el gobierno de un nuevo rechazo popular en cualquier acto normal, vetó el binomio presidencial radical Alvear - Güemes, lo que motivó la abstención de ese partido. La Universidad estaba sometida a una vigilancia excesiva; las Facultades, constantementes rodeadas de agentes policiales uniformados o de particular y tropas de caballería, contenían, en su interior, pesquisas de investigaciones llamados "tiras", con misión de espionaje y delación. Estas medidas revelaban la incapacidad y el miedo de las autoridades, que olvidaban que la juventud estudiosa sabe, como decía Ingenieros, "poner la proa visionaria hacia una estrella y tender el ala hacia tal excelsitud inasible, afanosa de perfección y rebelde a la mediocridad, porque lleva en sí el resorte misterioso del Ideal, ascua sagrada capaz de templarla para las grandes acciones. El 2 de mayo de 1931, ante la rebelión estudiantil por la supresión de los postulados de la Reforma Universitaria, fue asaltada la Facultad de Medicina por tropas de caballería del escuadrón de seguridad. Hubo una nota pequeña que matizó de buen humor ese ambiente dramático. Estábamos en la esquina de Charcas y Callao cuando comenzaron a aproximarse hacia nosotros, autos, motocicletas, bicicletas y otros elementos policiales. Al avanzar el primer coche hacia el grupo que formábamos julio Luis Vázquez, de la Peña, los hermanos Caletti, Ariza, Pagliano y algunos más, vimos que, de repente, por Callao en dirección al norte se- desplazaban vertiginosamente un sombrero y un sobretodo. Unos instantes de atención fueron suficientes para advertir que Vázquez, como medida de seguridad, había resuelto alejarse de la zona peligrosa con la velocidad de una flecha. Los días 4, 5 y 6 de mayo, se extendió la huelga a la Escuela de Comercio, que la habían desanexado de la Facultad, haciéndola depender directamente de las autoridades de la Intervención de la Universidad. La forma como se había adoptado la medida y el nombramiento para ella de rector y vicerector no presagiaba nada bueno, como se confirmó a los pocos días.
El 7 de mayo un grupo numeroso de escolares bajó al patio al sonar el recreo de la segunda hora, pidiendo a gritos la anulación de las medidas y la renuncia de los nuevos funcionarios. En el griterío ensordecedor mezclábanse los vivas a la reforma y a la libertad y las censuras a las autoridades. Aquella noche no estaba el rector en su despacho; únicamente se hallaba presente el nuevo vicerector, que era el director del turno de la noche. Cuando trató de adelantarse y hacerse escuchar, fue recibido a los gritos de: “¡ Que renuncie! ¡Que renuncie!”. Logrado un minuto de silencio, hizo algunas consideraciones y aseguró que no dejaría su puesto porque se lo pidiesen los estudiantes; pero no pudo agregar ni una palabra más, porque atronó los aires un unánime alarido: " ¡ Que renuncieeeeeee! " Ante esa demostración inequívoca, el vicerector abrazó sollozando al alumno que estaba más próximo, conquistando con ese gesto la simpatía de todos. En esos momentos de angustia no se discutía la situación de una persona; se combatían las medidas arbitrarias de un gobierno dictatorial cada y uno le hacía frente en su propio ámbito. Al día siguiente Pagliano y yo recorrimos diversas divisiones, especialmente de primero v segundo años, invitando a bajar al patio al primer toque de campana, para hacer dimitir al rector y anular la desanexión de la escuela. Así se hizo y durante largo rato gritaron hasta enronquecer: "¡Viva la Reforma Universitaria! ¡Viva la Universidad libre de intervenciones! ¡Que reanexen la Escuela a la Facultad!" Desprendióse de entre los amotinados una comisión reducida para entrevistar al rector, que paseaba furioso por el "hall" del edificio; y éste, recibiéndolos con enojo, les respondió airadamente, subrayando su negativa con la exhibición de un gran despliegue de fuerzas policiales. Hubo profesores respetables que esa noche alentaron a los muchachos a no cejar en su movimiento, instándoles a no permitir el avasallamiento de sus derechos. En su exhortación al mantenimiento de una conducta viril que la Nación reclamaba de todos sus hijos, vibraba la defensa de la causa de la libertad y la democracia y el respeto a los maestros de la juventud, que conocieron el sacrificio en aras de su ideal. La fuerza pudo más que la razón y la protesta fue sofocada con la clausura de las clases nocturnas por diez días y la expulsión de doscientos estudiantes, arbitrariedad callada por la generalidad de los órganos periodísticos mereciendo únicamente la atención del diario del partido Socialista "La Vanguardia", que en dos artículos divulgó las drásticas medidas y llamó a la reflexión a las autoridades. En ese estado espiritual se festejó el 25 de Mayo. ¡Triste evocación de la libertad!. IX
Demasiado desatinada había sido la medida adoptada; no podía concebirse que fuera producto de una mente aquilibrada. Así parecieron percibirlo sus propios autores y reconsiderándola, acordaron admitir reinscripciones a partir de junio de 1931. Exigióse como "conditio sine qua non" la presentación de los padres, como niños de grados inferiores, olvidando cuántas veces había dicho el director de la noche: "Ustedes, los futuros padres de la patria, los hombres de estudio y de trabajo en cuyas manos se deposita el porvenir. Ustedes, que tienen la dignidad de ganarse la vida con su propio esfuerzo y se sacrifican estudiando para ser útiles al hogar y a la sociedad, después de tantas horas de trabajo. . . " Pero cuando iban los padres les informaba que los hijos eran chiquilines revoltosos que iban a la escuela únicamente para hacer bochinche; y como lo expresaba con tono solemne transfiriendo a sus
palabras la autoridad que investía, los progenitores salían más decepcionados que convencidos. Sucedió que en una división de quinto año protestando por un movimiento de rebeldía, increpó a sus oyentes: "Manga de chiquilines . . . " No pudo seguir. Súbitamente se levantó uno de los aludidos exclamando en tono autoritario: "Doctor, exijo el respeto que merezco por mis 42 años de edad y por ser padre de dos criaturas". El director, que no esperaba semejante reacción, no sabía dónde ocultarse; cuando logró recuperarse, sin levantar los ojos del suelo dijo: "Tratar así a vuestro padre espiritual, que se desvive por vosotros. . . " Los Caletti fuimos reincorporados; previamente debimos adjuntar al expediente una declaración jurada de este tenor: "Me comprometo en lo futuro a observar buena conducta y contracción al estudio. Mi señor padre garantizará mi comportamiento". Además, un profesor debía responsabilizarse por los reincorporados, teniendo ese noble gesto, cuya valentía resaltaba teniendo en cuenta las circunstancias, los doctores Ventura Morera, por mí, e Imaz, por Oberdan. Casi un bimestre después de la expulsión, ambos quedamos reincorporados definitivamente, logrando rendir algunas pruebas; pero no pudimos evitar que en varias asignaturas, la calificación fuera cero o desaprobado. X
Felizmente, en medio de tan sombrío panorama interno e internacional, una noticia llenó de esperanzas y regocijo: el advenimiento de la república en España. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 constituyeron un clarísimo pronunciamiento popular contra la dinastía borbónica; así lo entendió la Casa Real, que al siguiente día de la proclamación republicana abandonó el suelo español. Fue un acontecimiento de extraordinaria trascendencia, una revolución sin necesidad de armas, ni derramamientos de sangre, ni, odios fraternos. La papeleta del voto depositada en la urna, representando la soberanía de un pueblo, había expresado su voluntad de regirse por el sistema republicano, y había triunfado. En esa ebriedad de ilusiones y alegrías nadie pensó que un quinquenio más tarde sucumbiría ahogada en sangre que regó generosamente el territorio peninsular, luego de ver destrozadas sus tierras por tropas extranjeras que abusaron de su fuerza bruta, porque ignoraban el sentido del valor, la nobleza y la humanidad. XI
Sentíamos, entonces, la plenitud de la vida, con los altibajos de una época excepcionalmente difícil. A la incertidumbre del momento, la ausencia de libertades y el terror reinante, debía sumarse la crisis nacional e internacional. Sin embargo, las decepciones no nos vencían, ni pensábamos dejarnos llevar
por la desesperación. Era la edad encantadora de las quimeras y las alegrías, del optimismo y el desinterés, de la fe en el mañana, en que cada uno sabe que tiene que reconstruir el mundo de manera mejor y ,esa utopía le insume tanto tiempo y tantas energías, que no le quedan horas libres para la reflexión ni el desaliento; edad magnífica de la creación, la solidaridad; el espíritu, no contaminado aún por mezquinas pasiones, vibra al impulso del ideal. Un magnífico grupo de camaradas componía la "Barra de los tres golpes". Luis Antonio Pagliano no había pasado aún sus dos primeros decenios cuando cursaba cuarto año. De mediana estatura, delgado, ojos grandes, salientes y expresivos, tenía una nariz tan respingada que le decían "nariz de enchufe de toma corriente". Noble, muy desinteresado, un tanto débil de carácter, siempre estaba dispuesto a ayudar a todos. En la lucha que para la formación de su personalidad se había trabado entre su "yo materialista" y el espiritualista, había triunfado éste en forma abrumadora. Romántico, bohemio, sentía innata inclinación por lo sentimental y lo bello. Leal como el que más, siempre participaba en cualquier acto tendiente a salvar a un compañero. No fue alumno brillante en aplicación ni destacado conductor en lides políticas; pero tenía esa fibra moral que sabe dar a la amistad el excepcional valor que tiene. Francisco Álvarez se incorporó a la "Barra" en 1930, sentándose al lado de su antítesis: Francisco di Giano, un gordo bajo y tranquilo; en permanente jarana, siempre buscaba motivos para diversiones ingeniosas y de alto vuelo. Narraba graciosamente una anécdota de años anteriores, cuando, en Matemáticas, llamaron a un joven revoltoso. El profesor le pidió que trazara una línea indefinida y aquél, muy contento, comenzó a escribir con la tiza una raya que, partiendo del marco, cruzó todo el pizarrón, siguió por la pared del aula, pasó a las del patio y, viendo por casualidad la puerta de calle abierta, siguió rayando la pared de toda la manzana. Regresó diez minutos después, con la alegría pintada en su rostro exclamando que ya lo había hecho; pero el profesor, desdeñando tanto esfuerzo mental, resolvió suspenderlo por unos días con la confianza, quizás, de darle más tiempo para reflexionar sobre el infinito. Álvarez, campeón de las bromas, copiaba frente a los profesores mientras los contemplaba en actitud desafiante. Podía considerársele justicieramente como el arquetipo del estudiante que hace creer hasta a los menos creyentes, en la existencia de una Divina Providencia que pone en cada escuela un joven determinado, con la sagrada misión de mantener constante bullicio, de armar escándalos, de burlar a todos, eludir las lecciones y alegrar la vida escolar. En efecto: tanta vivacidad no le impedía mantener el más amplio sentimiento de solidaridad y compañerismo Versificador ingenioso, fue el inventor del alarido: ¡Torero!, que se convirtió en el grito de guerra de la ".Barra". Rafael L. Ariza, su colega de "duo", destacábase en los estudios y en la actuación política, aunque no ocupara cargos en el Centro de Estudiantes. Una característica original lo hacía inconfundible: su dentadura postiza, que usaba desde la infancia. En cierta ocasión Ortega lo desafió bromeando: " ¡Te voy a bajar los dientes!" "No hace falta", contestó Ariza; con un simple movimiento bajó su dentadura ante el estupor de los presentes. Excelente estudiante, la circunstancia de que ocupara lugar de primera fila en cuanto a bromas atañe, no le impidió ser una de las más autorizadas veces de la división, a la cual ingresó en 1929. Federico Raúl de la Peña, apenas un par de años mayor, figura entre los fundadores de la "Barra". Contraído al estudio, tenía mucha finura y felices ocurrencias. Igual que Alvarez, Ariza y otros, sabía burlarse sin caer en groserías. Imitaba con gracia a los profesores y a los camaradas, componiendo versos con ingenio. Durante los cinco años tuvo por compañero de banco a su coetáneo julio Luis Vázquez, de menor estatura, inquieto, estudioso, impulsivo, de verbo fácil y respuestas rápidas, famoso
por sus corridas ante la policía y su fonética inglesa, que provocaba risas incluso al profesor. Tenía la costumbre de preguntar cosas raras o imitar la pronunciación de los sajones que hablaban, en su opinión, con una papa caliente en la "bouca". Ernesto H. Furlani sobresalía por su estatura, faltándole pocos centímetros para llegar a los dos metros. En su pescuezo, largo y delgado, se marcaba notablemente la nuez, circunstancia que aprovechaba para poner sobre ella su rnoñito y subirlo y bajarlo a voluntad. Poseía excepcional habilidad para sacar cosas de los bolsillos ajenos, como si fuera cleptómano profesional: detenía a alguien con cualquier excusa y al terminar la conversación le decía: "A propósito, che, te regalo este pañuelo", y le alargaba el que lucía poco antes el obsequiado. Bromeaba por temporadas, pero cuando lo hacía, tenía éxitos sorprendentes. A él llegó a corresponderle el puesto más inmediato al “cuarteto clásico”. Con modalidades opuestas a los anteriores, distinguíanse Oberdan Caletti y Domingo de Souza. Aquél, que en primer año fue revoltoso, cuyo sombrero verde oliva, usado como borrador, lustrazapatos, pelota y pendón, era un símbolo, había cambiado notablemente, calmando primero sus ímpetus, dejando, más tarde, de participar en las algarabías. En tercer año intervenía activamente en política escolar; en cuarto, con más intensidad aún; en quinto, estaba totalmente absorbido por ella. Afiliado al partido Reformista, pasó a ocupar pronto puestos directivos, desplegando intensa actividad y relegando el estudio a plano secundario. Sólo por excepción participaba en las bromas, igualando en ese aspecto al cejijunto e impulsivo Souza, quien, además, rechazaba la política, atacaba al Centro de Estudiantes por inútil y detestaba la algarabía propia de la edad. Personaje singular, huraño, taciturno, de baja estatura, su desgreñado cabello reflejaba su permanente pelea con el peine, en la misma forma en que con su vestuario eludía la elegancia masculina. Excesivamente contraído al estudio, sus horas libres transcurrían en las bibliotecas. Como si eso no fuera suficiente, siempre iba cargado con varios libros, formando un todo inseparable él sus volúmenes. Ese conjunto se llamaba “pibe biblioteca”, o “biblioteca ambulante”, o “el portugués”. Conocedor de una impresionante colección de palabras raras, disponía de una inacabable e imponente serie de imprecaciones que vomitaba con perfecta fluidez y con la furia del volcán en erupción, contra los que chanceaban a su costa; y las pronunciaba en correcto castellano, portugués, inglés y francés, con especial dedicatoria a sus burladores y a un centenar de generaciones predecesoras. Así como Oberdan se apartaba del ambiente escolar desbordante de alegría, absorbido por la exaltación política excluyente, alejábase Souza del risueño medio, como si su pasión desmedida por los libros lo quitara de la realidad. A pesar de todo ello, ninguno de los dos estaba ausente en los momentos en que se requería la solidaridad unánime; más aún: ni uno ni otro dejaban de festejar y aún participar en las jaranas de Taquigrafía. XII
Pocas cosas resultaban tan desagradables como la asistencia de los sábados. Descartada la destrucción de la llave de luz por la habilitación de otras salas, aguzábase el ingenio para hallar nuevas y
eficaces soluciones. Una vez, al finalizar la segunda hora y cuando el hastío había llegado al colmo, alguien tuvo la ocurrencia de formar filas y salir directamente. Así se hizo instantáneamente. La alineación fue perfecta, actuando julio L. Vázquez como celador. El portero, al ver una división tan disciplinada, suponiendo que estaba llevada por sus funcionarios regulares abrió la puerta cancel y los muchachos saludaron hasta el lunes; pero al llegar a la calle se descubrió la maniobra conminándolos a regresar bajo pena de suspensión. La elección no ofrecía dificultades: así, pues, nos alejamos apresuradamente. El lunes, al entrar a clase, nos notificaron la suspensión colectiva por cuatro días, con asistencia. Hubo protestas unánimes, amenazas de cumplimiento de la medida no concurriendo a la escuela; todo fue inútil y el castigo quedó vigente. El mayor peligro residía en que se computaban las inasistencias y al final de cada bimestre, a pesar de que nunca faltábamos, teníamos seis, siete u ocho faltas. La posibilidad de quedar libres a la novena era la espada de Damocles suspendida sobre cada uno de nosotros. La "tapada" de tercer año fue sustituida por otra novedad, el pase". Un libro, o un grueso cuaderno, levantado todo lo que el brazo permita, se descargaba con fuerza sobre la cabeza del ocupante del banco delantero al grito de “¡pase!”. La víctima, sin inmutarse, repetía la operación; y sucesivamente todos recibían el bautismo hasta que alguien, de mal humor, juntaba los libros que recibía y los tiraba con unánime regocijo, excepto el dueño de las cosas tiradas. Hubo un retorno momentáneo a las batallas de tizas, borradores y gomitas; pero esta vez tenían un solo destinatario: Souza. Este enfurecía; gritaba; insultaba; atribuía ascendencia yeguariza o caballar a todos los que veía y soltaba los términos más extravagantes que se le ocurrían, con incontenible júbilo de todos ¡Era un espectáculo grandioso!. Llegó el 9 de Julio, celebrándose la fecha con el consuetudinario acto, que esta vez no contó con la presencia del director; tampoco asistió el rector. Las recientes medidas estaban demasiado frescas en las mentes y el malestar no había pasado. En la mitad de la ceremonia, sin que nada pudieran hacer para impedirlo celadores ni ordenanzas, se tiraron con profusión volantes impresos contra algunas autoridades. Y tras referirse a la expulsión de los doscientos alumnos, concluía con esta reflexión: "... ¡y viene a predicar moral y honradez a nuestra escuela de comercio!" XIII
Los vínculos de amistad entre los camaradas transcendían el ámbito escolar echando hondas raíces en la respectivas familias. Las madres veían en los camaradas de sus hijos a otros familiares, siguiendo las alternativas de sus estudios, sus trabajos y sus hechos, con la misma efectuosa preocupación con que seguían las de sus propios hijos. Había en todos una vocación hogareña admirable y ninguna diferencia de edades podía cortar un sincero compañerismo. En tres casas, principalmente, celebrábanse las tertulias: la de López Mecatti, la de Valente y la nuestra, En ésta las reuniones tenían marcado tinte político, En el inmueble que ocupábamos en Corrientes 2123 habían instalado su sede los periódicos reformistas de la Facultad de Ciencia as
Económicas y de la Escuela de Comercio. Allí se congregaban los dirigentes de ambas agrupaciones: Homero B. de Magalhaes Américo Morera Segundo L. Juárez Roberto Tumini Plinio Paladino Edmundo Rembado Roberto J. J. Aprea, Dardo Cúneo, Juan Carlos Lavado y muchos otros más, coordinando la acción a desarrollar. En lo de López Mecatti las reuniones tenían carácter más amable, no localizándose sólo en el domicilio, sino excediendo ese ámbito. Una noche nos invitaron a la celebración de una boda en la vecina localidad de Florida. Nota característica fue la impresionante escasez de bebidas y comestibles y esa circunstancia fue un motivo más de diversión. Cacareaban los gallos anunciando el día cuando emprendimos el regreso y aunque la búsqueda de un lugar donde desayunar el café con leche que Pagliano reclamaba no tuvo éxito, ocupamos un vagón del tren para el viaje de vuelta. La intimidad, o tal vez el hambre, inspiró a Pagliano que con su hermosa voz de barítono entonó las estrofas de una canción, nueva para todos, pero tuvo la virtud de contar con tanta aceptación que al poco tiempo se convirtió en el Himno Nacional de la “Barra”, entonándose en cuanta oportunidad había. La “canción del carrito”, muy larga, traducida luego al inglés, comenzaba así: “Mi papá tenía un carrito. trulalá; mi papá tenía un carrito, trulalá; con él iba a vendar nabos, trulalá; con él iba a vender nabos, trulalá; todos los días al mercado.” XIV
Apareció el segundo número de "Los Peritos Mercantiles", con buena presentación y abundante material de lectura. Aunque todo se concentraba en una persona, quedaba bien hacer figurar una Comisión Directiva, y ésta se formó de inmediato, con un jefe de Redacción, Pagliáno, que adoptó el nombre de "T. Rible Q. Entero"; el primer poeta oficial, de la Peña, alias Gildeberto Baúl de las Penas, y como segundo poeta, Álvarez, apodado "M. T. Hrio K. Morrero". Este último nombramiento fue el premio a su inspiración lírica, pues compuso una larga y memorable poesía intitulada "Taqui-cachagrafía", dedicada al "distinguido profesor del ganchito y circulito a la derecha", cuya lectura en clase fue un éxito rotundo. Poco después se publicó también el suplemento político "El Clavo", órgano oficial de la Lista Negra. Allí no concluían las actividades literarias. Álvarez aprovechaba las cansadoras clases del suplente de Marotta, para componer los poemas que luego leía ante un público entusiasta. Todo era motivo de versos: hasta mi viejo sombrero recibió homenaje en forma de soneto, que reseñó sus glorias. Pero si se aplicaban proporciones, el de Barboy, el calmo petiso de la división, hubiera merecido entonces toda una epopeya.
Una noche al principiar taquigrafía, el pizarrón, saturado de fórmulas poco antes, apareció repentinamente limpio. A su derecha, colgado de un piolín desde la perilla del marco de madera, vióse el sombrero de Barboy prácticamente indefinible, arrugado, cubierto de tiza y sin ninguno de los elementos que lo hubieran podido caracterizar como prenda de vestir. Cuando su dueño entró al aula vio algo raro, pero no se preocupó; más cuando pudo reconocerlo, una vez repuesto de su sorpresa cerró los ojos, que tenia desmesuradamente abierto, y llevándose una mano a su amplia frente, exclamó con desesperación: “¡mi sombrero!” XV
La lucha cotidiana, el peligro permanente, aceleraron el proceso de madurez política de la juventud. Había avidez creciente por el conocimiento de los problemas, intensificándose los alusivos a la vida estudiantil. Hubo oportunidad de conocer la Reforma Universitaria viviendo un clima de acción heroica, que permitió sentir en carne propia la gesta de la magnífica generación del 18. Como la revolución de un siglo antes, el movimiento, aunque, nacido en la República Argentina, era esencialmente latinoamericano y afirmaba, en nombre de una conciencia democrática y libre, un ideal de redención espiritual, de emancipación política y económica, y la condenación de la mediocridad, magistralmente expresados en el documento que constituye el "Manifiesto Inicial de la Reforma Universitaria", con el siguiente texto: "La juventud de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”: “Hombres de la república libre acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo xx, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástico. Hemos resuelto llamar a todas las cosas con el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Creemos no equivocarnos: las resonancias del corazón nos: lo advierten; estamos pisando sobre una Revolución, estamos viviendo una hora americana. La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta aquí porque los tíranos se habían ensoberbecido y era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarevolucionarios de Mayo. Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura los inválidos y –lo que es peor aún- el lugar en donde todas las formas de tiranizar e insensibizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes, que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus, es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria. Nuestro régimen universitario -aun el más reciente- es anacrónico. Está fundado sobre una especie del derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en
él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar contra ese régimen y entiende que en ello se le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia misma de los estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando. Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y, de consiguiente, infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen cuartelario, pero no una labor de ciencia. Mantener la actual relación de gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la fuerza no se avienen con lo que reclaman el sentimiento y el concepto moderno de las universidades. El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa que cabe en un instituto de ciencia la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla. Por eso queremos arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de autoridad que en estas casas es un baluarte de absurda tiranía y sólo sirve para proteger criminalmente la falsa dignidad y la falsa competencia. Ahora advertimos que la reciente reforma sinceramente liberal, aportada a la Universidad de Córdoba por el doctor José Nicolás Matienzo, sólo ha venido a probar que el mal era más afligente de lo que imaginábamos y que los antiguos privilegios disimulaban un avanzado estado de descomposición. La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria, ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella un inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho sagrado a la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza, es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son -y dolorosas- de todo el continente. ¿Que en nuestro país una ley -se dice- la ley Avellaneda, se opone a nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral lo está exigiendo. La juventud vive siempre en trance de heroísmo. No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante los jóvenes no se hacen méritos adulando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto ha de coronar sus determinaciones. En adelante sólo podrán ser maestros en la futura República Universitaria los verdaderos constructores de, almas, los creadores de Verdad, de Belleza y de Bien.” XVI
El período lectivo concluyó el viernes 6 de noviembre, con el examen de Derecho Constitucional, rendido a la segunda hora.
Dos días después había comicios generales en todo el país para elegir Poderes Ejecutivos y Legislativos nacionales y provinciales. Los estudiantes, partidarios de mente y de corazón de la Alianza Socialista - Demócrata Progresista, aportaban su entusiasta concurso a los actos políticos. El 15 de setiembre de 1931 se había proclamado la fórmula presidencial integrada por Lisandro de la Torre y Nicolás Repetto. Nos declaramos en huelga acudiendo en masa al teatro Coliseo, frente a plaza Libertad, que no pudiendo contener al enorme conjunto de ciudadanos, había obligado a éstos a ocupar un sector muy vasto de la calle y la plaza. Fue un espectáculo maravilloso. La población apoyaba con entusiasmo a esos preclaros estadistas y la palabra esclarecedora de los oradores arrancaba atronadores aplausos. Lisandro de la Torre, uno de los más notables parlamentarios que conoció la República en la primera mitad de este siglo, y Nicolás Repetto, enjundioso político cuya figura trascendía los límites de un partido, y cuya acción le abría las puertas al procerato, transformaron la tribuna en una cátedra de civismo y de economía; y Mario Bravo, orador excepcional y legislador eminente, subrayaba sus profundos pensamientos con la belleza de su inspirado estro. El coro "Juan B. Justo" interpretó magníficamente el Himno Nacional Argentino, la Marsellesa, el Himno de los trabajadores y otras canciones, mientras la gente aplaudía con frenesí. ¡Maravillosa sesión! ¡Fiesta magnífica de la ciudadanía que acudió a rendir culto al pensamiento, a la dignidad, a la voluntad de conducir hacia adelante, con lealtad, honradez y legalidad, la tierra donde se ha nacido, amado y vivido! A la terminación del acto se organizó una manifestación en forma espontánea; pero al minuto un son estridente y metálico rasgó los aires; y al instante, tropas del escuadrón de caballería de seguridad cargaban con los sables desenvainados sobre hombres, mujeres y niños, como si los que montaban los nobles brutos carecieran de sentimientos humanos. Empero nadie tenía derecho de asombrarse. Cuando se vive en una dictadura, para los hombres que necesitan el apoyo de las bayonetas para mandar nada hay más peligroso que la libertad de pensamiento. Después de esa proclamación, la Unión Libre Universitaria realizó otro acto en el teatro Onrubia, ex Victoria, sito entonces en San José y Victoria: acudimos en masa al lugar. El excesivo despliegue de fuerzas policiales y la convicción absoluta de la más completa falta de miramientos no podían arredrar a la juventud, perseguida con sucesivas cargas de caballería de una brutalidad estúpida. Mil veces se deshacían las columnas y mil más se rehacían; otras mil resonaba el clarín y en plena carrera, huyendo de los sablazos, mil veces se gritaba: "¡Viva la democracia! ¡Abajo la dictadura!" Había aparecido una nefasta organización militarizada: la "Legión Cívica Argentina"; nada tenía de cívico y menos aún de argentina, porque, como los exaltados nacionalismos, copiaba servilmente una barbarie foránea: el fascismo. Los choques entre "legionarios" y estudiantes no eran raros y no obstante la impunidad de que aquéllos gozaban, no tardaban en huir cobardemente cuando veían que éstos les hacían frente. A pesar de la policía y los cívico-fascistas, las columnas marchaban alternando las canciones argentinas con las rojas estrofas que cantaban a la redención humana. Salían de labios de trabajadores del músculo y del cerebro, labios de soñadores de un mundo mejor, más fraternal. Las organizaciones obreras eran, entonces, verdaderos centros de lucha y de perfeccionamiento; los trabajadores, embravecidos en la cotidiana fajina, no permitían su explotación por seudo-dirigentes y apóstatas; un sentido de libertad individual y una conciencia social los animaba y
acostumbraban a pensar por sí mismo, sin recibir órdenes, sin admitir incondicionalidades a patronos y menos aún, a negociadores del obrerismo. Por eso tales manifestaciones tenían el valor de la autenticidad. Las columnas continuaban sus marchas, siempre hacia adelante, cantando con devoción su admirable himno: "Su, fratelli! su, compagni! su venite in fitta schiera; sulla libera bandiera ol dell'avvenir!" El 6 de noviembre, simultáneamente a la conclusión de las, clases, llevábase a cabo el acto final de la propaganda política; la Alianza Socialista-Demócrata Progresista lo hacía en la Plaza Lezica. Apenas entregadas las pruebas de derecho salimos volando a la calle y tomamos un ómnibus que nos llevaba allá. Durante el trayecto abundaron los cantos, los vivas a los candidatos y los mueras a la dictadura; llegamos hasta la plaza sorprendiéndonos la escasez de luz; supimos que habían cortado los cables de transmisión por megáfonos y la poca animación y reducida concurrencia, indicaban el temor de ulterioridades, como efectivamente sucedió. Eramos veinticinco aproximadamente, y pasamos corto tiempo recorriendo las calles; ante el triste espectáculo que ofrecían el silencio y la decepción de la gente, decidimos contrarrestar la desanimación reinante y retemplar los espíritus: obtuvimos un éxito increíble. Comenzamos a dar vueltas a la plaza entonando canciones. Furlani sobresalía del grupo con su elevada estatura y sus largos brazos levantados dirigiendo el coro; sobre la marcha se agregaba gente; más tarde aportó su concurso un afiliado socialista llevando un cartel; posteriormente alguien facilitó una bandera roja, que enarboló Furlani y a la media hora de la iniciación la columna ocupaba varias cuadras de largo. Aumentó la animación al organizarse una segunda columna siempre encabezada por Furlani. Luego de un instante de descanso, pues las gargantas estaban destrozadas de tanto gritar, sonaron los primeros balazos, a los que siguieron estridentes toques de clarín, que causaron un desbande general. La caballería cargó con su acostumbrada furia mientras los manifestantes corrían buscando refugio, sin dejar de gritar con odio: " ¡Muera la policía salvaje! o ¡Abajo la dictadura! o ¡Viva la libertad!". En un momento determinado, al tomar por la calle Campichuelo en dirección al norte, divisamos un corralón con la puerta entre abierta: allí nos refugiamos. Los asistentes al acto seguían huyendo a toda velocidad, perseguidos no sólo por la policía, sino también por autos particulares que atropellaban o bien atrapaban a los fugitivos, introduciéndolos violentamente en el coche. Esos conductores eran afiliados de la "Legión Cívica Argentina" y mientras la gente- volaba atemorizada, advertía: "cuidado con los autos de la 'Legión"'. Casi media hora permanecimos resguardados en el corralón conversando con el sereno, que noblemente abrió las puertas apenas oyó el tiroteo. Gracias a esa actitud fuímos muchos los salvados de graves contratiempos. Cada recién llegado aportaba nuevas informaciones sobre el ensañamiento policial y de los "legionarios". Cuando supusimos que había pasado el peligro regresamos a la plaza, ya entonces totalmente ocupada por las fuerzas de seguridad que disolvían en forma instantánea e inútilmente enérgica, a todo grupo que
transitaba por las calles cercanas. Llegamos al centro en lamentable aspecto: sudorosos, jadeantes, cubiertos de polvo. Cuando nos acostamos aún resonaban en nuestros oídos los gritos de entusiasmo, los cánticos, las protestas, sones del clarín. En las elecciones del 8 de noviembre de 1931 triunfó la fórmula Agustín P. Justo-Julio A. Roca, sostenida por partidos de heterogénea concordancia. En la Capital Federal y la Provincia de Santa Fe, ganaron, respectivamente, los candidatos a parlamentarios de la alianza y el candidato a gobernador demócrata r resista, Dr. Luciano Molinas. Ambos triunfos fueron exponente de madurez política de los votantes, pues llevaron a esos rargos a ciudadanos que con su honrosa actuación, contribuyeron al progreso del país. Las denuncias de irregularidades y fraude en las provincias fueron excepcionalmente abundantes y el riesgo que corrieron los fiscales aliancistas quedó registrado para la historia en la ingeniosa poesía de un redactor de "Noticias Gráficas", diario que dedicaba una página a comentarios políticos. Decía así la primera estrofa del poema, para pintar a un fiscal de la “Alianza”: "Venía lentamente, tambaleante, herido, amoratado y sin un diente; y con tantos vendajes en la frente, que parecía un moro con turbante " XVII
Al agitado período de clases sucedió de inmediato el de exámenes; ni un solo alumno logró eximirse en todas las materias y la preocupación por las pruebas nos mantuvo en constante contacto. No tuvimos, pues, vacaciones. Se resolvió celebrar la terminación del curso en forma novedosa: con un banquete. Después de muchos conciliábulos, eligióse un bodegón en la calle Carabelas, frente al Mercado del Plata. Había quien no quería entrar en el lóbrego edificio del "Volta", esa noche de fines de noviembre, pensando en una posible intoxicación. Pero los escrúpulos quedaron de lado al pensar que sólo en un lugar semejante podían reunirse para una diversión sin límites. Se comió poco; mas no por pensar que los alimentos podían ser buenos un año antes, cuando eran frescos, sino, simplemente, por la risa; ni un sólo minuto fue posible estar sin estallar en carcajadas. Todo era motivo de burla, todo era diversión. Si en lugar de comida hubieran servido veneno, también lo habrían aceptado de buen gusto los presentes, porque en ese momento no había lugar más que para la alegría. XVIII
A los pocos días comenzaron los exámenes, con variados resultados. Una materia nos enloquecía: contabilidad de tercer año. Nos reuníamos en casa con Pagliano y Valente, no para repasarla, pues no había punto que ignoráramos, sino para hacer ejercicios de velocidad de cálculos; en la prueba escrita daban al examinado un balance de saldos, le indicaban las existencias de mercaderías y las amortizaciones y sobre esas bases se terminaba el balance general, fijándose el escaso tiempo de una hora, desde que comenzaba el dictado. De modo que el escollo principal radicaba en la exactitud y velocidad de los cálculos, no debiendo aplicarse, pues, casi ningún conocimiento de la materia. Tan absurda prueba deprimía, ocasionando repetable cantidad de deserciones. Concepción poco feliz de un docente que prefería reprobar neciamente en lugar de enseñar con vocación y cariño. Lógica consecuencia era el ingrato recuerdo que se guardaba de él. Las reuniones comenzaban en casa a las veintiuna, aproximadamente, prolongándose hasta la una y media o dos de la madrugada, todas las noches hasta la de la prueba. Aprobado el escrito con la nota mínima, al rendir el oral con igual resultado fue tan grande la alegría por la eliminación de esa pesadilla, que de un salto salimos de la escuela, emprendiendo enloquecida carrera por Callao, en dirección al Sur, sin detenernos en las esquinas para cuidarnos del tránsito; sólo al llegar a Corrientes recapacitamos, festejando en una heladería la conclusión de un tormento que no nos daba paz. Las demás pruebas se superaron fácilmente, logrando la división magníficos resultados en el turno de diciembre. Una asignatura de poca importancia podía dar disgustos: Taquigrafía. Teniendo conciencia plena de lo poco que sabíamos conrrimos a un instituto articular constituido poco antes, que funcionaba en los en los locales de la Asociación Italiana "Mutualitá e Istruzzione": La academia "Palas Atenea", fundada por tres alumnos de la Facultad: Américo Morera, Luis Waisman y Vitaliano Caletti. Líbero enseñaba Taquigrafía. Su clase fue concurrida por Vázquez, Valente, López Mecatti, Pagliano, yo y algunos otros, evocando continuamente los hechos vividos. Concentrado el esfuerzo en el aprendizaje, obtuvimos pleno éxito. La división volvió a lucirse en el turno de marzo, celebrando ruidosamente en los "cafetines" del "bajo", Leandro N. Alem y adyacencias, el éxito logrado. Para el comienzo de las clases correspondientes a último año faltaban muy pocos días.
CAPÍTULO V QUINTO AÑO I
Fue reducido el número de los que lograron llegar a quinto. Quienes tuvimos la dicha de formar su segunda división, sentimos enorme alegría, considerando suficientemente compensados los esfuerzos debidos, con la suerte de seguir permaneciendo en la “Barra” que tanto queríamos. Los profesores, optimistas, pensaban que con tan pequeño núcleo de alumnos, pues no alcanzaban a una veintena, podían obtenerse satisfactorios resultados. Pero a los pocos días la incorporación de un respetable contingente de estudiantes del turno matutino que pasaban al nocturno, transformó en fuerte a la endeble división. Si ello dificultaba la enseñanza, tenía la ventaja, en compensación, de augurar un año bullicioso. Difícil para el país era el año que comenzábamos. La crisis marchaba al galope y la situación económica era mala. Nacían las “villas miserias” en los alrededores de Puerto Nuevo y nuestras excursiones nocturnas a esos apartados lugares de la ciudad nos trasmitían cierto estado de temor. La desocupación se convertía en amenazador fantasma y la búsqueda de empleo constituía una odisea angustiosa. El 20 de febrero había asumido la presidencia de la Nación el general Agustín P. justo y se había vuelto a la normalidad. Pero la cárcel y el exilio ya estaban incorporados al régimen de represión y no faltaban muchos años para que Martín García, Ushuaia y otras prisiones, recibieran como pensionistas a ciudadanos de partidos opositores, especialmente el Radical, que pagaban con ese sacrificio su lealtad a una fe democrática y el valor cívico de la defensa de sus convicciones; y preferían una libertad mental con el cuerpo entre rejas, antes que una libertad física con la mente esclavizada. La juventud universitaria y estudiantil, vivían en permanente agitación. La separación del profesor de Historia de la Escuela comercial, Dr. Julio V. González, había motivado enérgicas protestas. Se entraba a las aulas sin saberse a ciencia cierta si se salía de ellas para regresar al hogar o para entrar a una cárcel. Larga era la lista de detenidos y se formaban comisiones de ayuda para ellos. Las medidas de represión eran brutales y despiadadas; pero no por eso amenguaba el espíritu de lucha. La de 1930, como así también la de 1945, fueron generaciones heroicas que arriesgaron su libertad y su vida, enfrentando persecusiones y ensañamientos, pero sin entregarse. Y tenían la convicción de
cumplir con su mandato histórico heredado de antecesores heroicos como ellos, sin pretender que la historia comenzara II
La lectura de la nómina de profesores, se escuchó con sumo interés. La noticia de que Contabilidad estaba a cargo del Director del turno de la noche, se recibió fríamente. No se negaban sus conocimientos, su capacidad, ni su dedicación; pero la opinión general no estaba a su favor por no creerlo sincero. Hablaba en tono meloso, acompañando sus palabras con frecuentes genuflexiones, forzada sonrisa y guiñaba un ojo; traía a colación hechos insignificantes que nada tenían que ver con el tema tratado. Le exasperaba ver los sombreros colocados sobre los bancos del fondo; así se hacía por la sencilla razón de que no había perchas suficientes y las que estaban en los corredores no ofrecían seguridad, pues constituían tentación irresistible para los que pasaban. Agregaba burlonamente: "Cuando Uds. van de visita a casa de personas conocidas, ¿dejan su sombrero sobre el piano? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué lo dejan sobre los bancos?". Para demostrar sus conociminetos idiomáticos, acotaba cualquier hecho simple con una anécdota referida en francés y luego inquiría: "¿En esta división estudian francés?". Ante la respuesta afirmativa, añadía: "Entonces deben saber lo que dije. ¿Qué dije?". El Dr. Ricardo J. Davel enseñaba Tecnología. Personaje singular, muy delgado, casi cadavérico, vestía ropas oscuras y usaba un moño negro enorme, como si hubiese querido esconderse tras él. Tenía ideas originalísimas respecto al estudiante. Formulaba una pregunta; si el interrogado sabía, lo clasificaba con diez; si no sabía también le anotaba un diez, por haber dicho la verdad. Muy desordenado en sus explicaciones, al terminar la hora el pizarrón quedaba convertido en un jeroglífico. Escribía unas palabras horizontalmente, otras oblicuamente y otras sobre las ya escritas; ora de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, o viceversa; superponía los dibujos y gracias a que los individualizaba podía saberse qué querían representar. Decía: "Este es un vidrio de reloj". Trazaba un semicírculo, luego una flechita y a continuación la palabra "vidrio de reloj". Cuando tomaba prueba escrita bimestral, repartía las hojas y salía del aula; sólo volvía sobre el filo de la hora; previamente golpeaba la puerta y pedía permiso. Agradable escucharle cuando proclamaba su adoración a la naturaleza; explicando análisis de la tierra abandonaba la descripción organoléptica para recitar entusiasmado: "La tierra, madre generosa, madre noble, madre grande, la que da todo al hombre"... y así continuaba largo tiempo. Desgraciadamente estaba muy enfermo, asistiendo a muy pocas clases. Meses después falleció, lamentándose sinceramente su deceso pues en muy poco tiempo conquistó unánime afecto por su bondad. III
Reducíase a diez el número de materias, pues había once en cuarto año. Contábanse entre las nuevas, Física y Psicología. El Ing. Castro Zinny, a cargo de la primera, produjo en el primer momento una inexplicable sensación de antipatía. Pero al transcurrir las semanas, al tener mayor contacto con él, la opinión inicial cambió por completo. Preparaba sus clases a la perfección; explicaba con claridad, acompañando la teoría con pruebas prácticas y mantenía constante el interés por sus lecciones; procedía con una exactitud que asombraba: no obstante carecer de elementos adecuados, sus experimentos salían bien. Siempre frente a la mesa de mármol del gabinete, pausadamente planteaba los problemas v demostraba su solución. Su clase duraba exactamente cuarenta Minutos y cuando se oían sus últimas palabras, comenzaba a sonar la campana del recreo. Era un modelo de precisión cronométrico. El titular de la otra asignatura, Dr. Carlos Bogliolo, que, como su colega tendría cerca de treinta y cinco años, mostraba una expresión bondadosa que captaba la simpatía de todos. Alto, fornido, algo obeso, un defecto disminuía la efectividad de sus explicaciones: hablaba siempre con el mismo tono de voz y esa monotonía invitaba al sueño. Muy compañero de sus alumnos, interpretaba sus inquietudes y sus estados de ánimo atendiendo con sonrisa cordial incluso a los que interrumpían con sus preguntas; solía intercalar finas notas de ironía o frases chispeantes. Las noches de prueba repartía los papeles y abandonaba el aula; regresaba cuando faltaban cinco minutos para que sonara la campana; hacía ruido antes de entrar o tosía, como para advertir su presencia; cuando estimaba que había transcurrido el tiempo suficiente para guardar libros y papeles, entraba preguntando con e inteligente: "¿No copiaron, verdad?". Algo similar ocurría con el titular de Derecho, Dr. Rosenvasser,ser, a quien se conocía del año anterior: imposible olvidar el tono inalterable de su voz, pausado y adormecedor; pero esta vez había una circunstancia agravante: correspondían a su materia las dos últimas horas del último día de la semana: sábado. Al concluir los primeros cuarenta minutos, la división estaba semidormida; los que quedaban despiertos hacían esfuerzos sobrehumanos para no cerrar los ojos. Él lo advertía y se preocupaba para hacer más amena la clase; pero el tema no lo permitía. Con el joven profesor Pitorino, de francés, teníamos el recurso de traducir en broma el "Martín Fierro", hasta que alguna mala nota nos volvía a la realidad. IV
Llegaba con fama de caníbal o poco menos, el profesor de Economía Política y Finanzas, Dr. Emilio B. Bottini, o, simplemente "Emilio B." como se lo llamó más tarde, con la misma naturalidad con que a otros colegas los apodaron "Kid Cloroformo". "Kid Funebrero", etc.; no aparentaba haber cumplido cuarenta años y al hablar, levantaba las cejas con un movimiento nervioso. Vázquez lo interrumpía frecuentemente para disertar sobre teorías de Adam Smith y David Ricardo, por lo cual se le sustituyó el ibérico apellido por “Kid Ricardo”. La fama de Bottini de ser muy afecto a desaprobar despiadadamente, a "reventar" o "sonar", para usar la terminología estudiantil, posibilitó una feliz broma.
El primer día de clase de economía, luego del ingreso de los alumnos del turno matutino, a Van de Velde, que estaba en la "Barra" desde el año anterior, se le ocurrió entrar al aula minutos después de la hora aprovechando la ausencia del ce1ador; ocupó el sillón de los profesores, muy tranquilo, con mucha suficiencia, principiando una explicación de la materia y agregando a continuación: "Yo soy el Dr. Bottini, profesor de Economía Política. Como todos los años los alumnos han tenido una aplicación desastrosa, los he mandado a examen. Este año voy a hacer lo mismo con todos Uds.". Los nuevos incorporados quedaron atónitos, pintándose en sus semblantes una nítida expresión de preocupación. Pero Souza,. que no tenía carácter para seguir las bromas, gritó desde su banco: "Che, sáquenlo a ese embustero". La batahola subsiguiente no permitió continuar. Entre las carcajadas de unos y las protestas de otros, Van de Velde debió apresurarse a dejar su sitial para conservar su integridad física. V
Eran polos opuestos las materias que dictaban los Dres. Agustín de Vedia y José H. Porto, Literatura y Matemáticas, respectivamente, y la forma de ser de ambos se mantenía fiel a esa antítesis. Las conferencias del primero absorbían la atención por su elocuencia, su cultura amplia, su lenguaje sencillo; sentado en un sillón, conversaba con los alumnos y las disertaciones se seguían, con gran interés, desfilando, a través de su palabra fluida, los monumentos literarios de la antigüedad, especialmente Grecia de oro y Roma. El Dr. Porto, muy bueno y noble, carecía de serenidad. Se ofuscaba frecuente y súbitamente y hablaba torciendo la boca hacia un costado. Bastaba una simple indicación o una pregunta para que, contestara sin reflexionar; esos raptos de turbación fueron transformados en momentos de verdadera alegría. Salvador Santa Cruz, uno de los nuevos llegados, de una veintena de años, pronunciaba abusivamente la "z" y ocupaba un banco delantero. Le divertía interrumpirlo con el intempestivo. grito de "¡Está mal!". Protestaba en seguida el profesor: "¿Lo, que 'ta' mal?". Santa Cruz se detenía un rato, simulando concentrar su atención en el teorema desarrollado, y presentaba sus, excusas: " ¡Ah! no; ¡me equivoqué!". También era propio de esa clase hacer enojar al "portugués". Si faltaba tiza alguien gritaba: " ¡Que vaya Souza a buscarla!". De inmediato agregaba el Dr. Porto: " ¡Bueno, sí, que vaya Souza! ". Si nadie quería pasar, no faltaba el intérprete del sentimiento general que clamaba: "¡Que pase Souza!". Instantáneamente llegaba la confirmación: "¡Bueno, sí, que pase Souza!" y éste iba al frente descargando su furia en miradas que relampagueaban, mordiéndose los labios para contener el rosario de imprecaciones que pugnaba por salir de su boca. Cuando nadie llevaba la tabla de logaritmos y el profesor pasaba al lado de los bancos preguntando: "¿Por qué no trajo la tabla?" le respondían al instante: "¡Yo se la presté a Souza!"; "¿y usted?", trataba de averiguar dirigiéndose a otro: "¡Yo también se la presté a Souza!", contestaba el interpelado. Entonces, Porto, volviéndose al acusado, le reprochaba: "¿Poque" no trajo la tabla, 'poque'?". Souza quedaba mudo; pero miraba con tanto odio que si se transformaba esa potencia de ira en unidades de fuerza motriz, hubiera podido mover todas las máquinas del mundo.
En su primera presentación, al indicar los libros más convenientes, el Dr. Porto dejó librado al arbitrio de cada uno el autor que más le agradara, con una sóla excepción: la Trigonometría de Ricaldoni. Aclaró: "no sirve porque tiene la raya al 'costao' ". En la clase siguiente de la Peña levantó la mano y aparentando mucha timidez preguntó: "¿Doctor, yo no tengo trigonometría: puedo comprar la de Ricaldoni?". "No, le gritó en el acto, la de Ricaldoni no sirve, no ve que tiene la raya al 'costao'?". Así, durante varias noches, uno de los presentes interrogaba respecto a la posible adquisición de Ricaldoni; y obtenía siempre la misma respuesta, dicha a gritos. VI
La noche inicial, cuando el celador leía la lista de los profesores, entusiasmó muchísimo saber que volvía el Dr. C. Hubo un desorden que sólo terminó con la enérgica intervención del celador, prometiendo suspender a todos los presentes. Eso calmó los ánimos; ya no interesaba saber quienes dictaban las otras asignaturas. Comenzaron las dudas y los preparativos referentes a la recepción; y mientras surgían las iniciativas, llegó inesperadamente la solución. No había concluido aún el Dr. C. sus palabras de la clase inicial, cuando Furlani levantó la mano y haciendo sonar con fuerza sus dedos, gritó con voz cavernosa: " ¡Señor, señor! ¿Paso yo que hace tres meses que no paso?". Las bromas sucedían sin solución de continuidad. Hasta las presentaciones se cambiaban, en oportunidad de los pases de lista, agregando inusuales delicadezas. Así, llamaba: -Alvarez. -Presente, para servir a Ud. -Ariza. -Presente, para servir a Ud. -Pagliano. -Presente, para purgar a Ud. La lectura de las notas del primer bimestre, provocó fuertes protestas. Yaryura, recién ingresado, de voz gruesa, gesto autoritario y poco dado a la risa tuvo un tres, equivalente a desaprobado; nota justa, pues era pésimo en la materia, pero como se enojó, en el resto del año sus notas figuraron entre las más elevadas aunque seguía siendo de los peores. Factor decisivo de las calificaciones eran los asistentes a clase. Si leían Casas o Fidel, los dos mejores del curso, pues superaban las cien palabras por minuto, eran interrumpidos frecuentemente con aplausos o exclamaciones de admiración, a pesar de las protestas del profesor; pero si lo hacían Vázquez, Van de Velde o Yaryura, se les cortaba la lectura con gritos de desaprobación y silbidos, llegándose al extremo de hacerlos sentar. En cierta ocasión traducía Van de Velde y como no agradara, Álvarez exclamó: "¡Está mal, que se siente y que lea otro!". Y ante el unánime asombro, C. repitió: "¡Bueno, está mal, siéntese; a ver, que lea otro!".
VII
Declinaba el entusiasmo por la Política estudiantil. La crisis del año anterior se acentuó. Nadie quería participar en el Centro ni en los Partidos. El reformista, que había triunfado después de una magnífica actuación durante varios años y trascendía los límites de la escuela creando una conciencia juvenil democrática, estaba en crisis. La política nacional ejercía su nociva influencia, azuzando el antagonismo de las fracciones. En el Centro había desaparecido la tradicional y apacible división de "reformistas" y "blancos", para producirse la enconada separación de otros grupos. Se vivían horas de angustia y de confusión: la expulsión masiva, las torturas y los acontecimientos ocurridos durante el Gobierno Provisional, excedían el marco puramente escolar; no entraba en juego la rivalidad entre reformistas y blancos, ambos democráticos, defensores de la reforma y progresistas, sino el enfrentamiento a un fenómeno social de mayor amplitud. Había dos posiciones: la dictadura y la democracia. En situación de apatía, ausencia de valores y falta de entusiasmo por la entidad representativa y las agrupaciones que aunaban las corrientes de opinión, vivíase en 1932. En abril, estando el Centro virtualmente anulado, se realizaron dos asambleas en el local de Medicina, en cuyo transcurso se atacó duramente a los miembros que aún permanecían en la Comisión Directiva, aprobándose luego la creación de un comité para hacerse cargo de su conducción. Lo integraban cinco representantes de cada agrupación, en calidad de vocales, y un presidente y un vice elegidos entre estudiantes no afiliados, designándose para estos cargos a Manuel Ghioldi y Vicente Victoriano y Ruiz, respectivamente. A poco de asumir las nuevas autoridades arreciaron contra ellas las amenazas del Rector; pero aquéllas, pasando por alto ese desafío, encararon una labor constructiva, comenzando con un ataque al plan de trabajos prácticos obligatorios recientemente implantado, que consistía, en síntesis, en la realización de tareas en los tres turnos, con la particularidad de que éstas debían efectuarse en turno diferente al que se cursaba. La medida, tal vez aceptable en otros aspectos, fue tenzamente resistida por los de la noche pues les significaba la terminación de los estudios, ya que los ponía en la disyuntiva de optar por éstos o por el empleo; y como la ocupación cotidiana que permitía el sustento no podía dejarse, la consecuencia lógica era el abandono de la escuela. Hubo enérgicas y unánimes protestas y para mitigarlas se redujo la práctica a una sola, en lugar de dos materias y dos veces por semana; continuaron las protestas y volvieron a transar las autoridades disminuyendo las exigencias a límites ridículos; pero las tres divisiones de quinto año rechazaron categóricamente la ordenanza de trabajos prácticos obligatorios y éstos no se cumplieron. Un diario apoyó el movimiento valiente de los estudiantes: "La Vanguardia". En un artículo mesurado y sereno volvió a llamar a la reflexión a las autoridades escolares secundarias. Habilitaron grandes vitrinas que ocupaban la pared de un "hall" y nunca se habían utilizado, pues las notas sobre exámenes e inscripciones se comunicaban en papeles pegados a los vidrios de la puerta; estaban divididos en dos partes: la superior, destinada a noticias de interés general; la inferior, subdividida en tres secciones, contenía las novedades inherentes a cada turno. La parte correspondiente a la mañana fue ocupada, bajo el título de "alumnos que honran a la escuela", con la exposición de sus nombres; ello produjo tal indignación a los nocturnos, que cuando pasaban en formación frente a las carteleras, los que estaban del lado de la pared se daban vuelta y escupían los cristales.
Estas distinciones tendían a crear envidias y situaciones de inferioridad inadmisibles. No las necesitaba la juventud, que daba prioridad al compañerismo, podía vivir sacrificándose sin quejas ni claudicaciones y alegrarse con sus aventuras, propios de una mente sana. Los del turno de la noche, que sabían cuánto esfuerzo les había costado llegar al final de su carrera y tenían conciencia de sus sacrificios, veían en esa exhibición una manifestación de mezquina mentalidad, un bajo propósito de crear envidias entre la masa escolar. Pero no había odio ni resentimientos contra los que "honraban a la escuela". Sólo repudiaban a las autoridades y las olvidaban, volviendo con entusiasmo al cotidiano batallar. Maravilloso espíritu el de la juventud, que logra hacer brotar, de su convivencia, infinitos manantiales de alegría!
VIII
Llegó el 25 de Mayo, último que pasaríamos en la Escuela. Obligados a concurrir al acto por el refuerzo de la vigilancia de las puertas de salida, una excesiva aglomeración en las escalinatas fue propicia para expresar el estado de ánimo. A los vivas a la libertad y a la democracia siguieron los cantos: la Marsellesa, el Himno de los trabajadores y otras canciones. En un momento en que se apagaron las luces hubo una gritería infernal. Vociferaban el nombre del Rector y seguían ruidos de desaprobación. Cuando se abrieron las puertas del aula magna, la entrada semejaba un aluvión. Comenzó el acto con el Himno Nacional coreado entusiastamente por todos, pero llevando el tono a su más alto grado cuando se cantaba el verso "Libertad, Libertad, Libertad". Abrió la serie de discursos el Director, reproduciendo los que pronunciara anteriormente con ejemplar regularidad; le siguió un profesor de Historia y algunos asistentes sostuvieron que había repetido las mismas cartas que leyera en una celebración similar, algunos años antes. El acto careció de brillo y de fervor. Antes de finalizar, el Director pidió que lo acompañaran con un viva la Patria!"; pero corno sólo se oyeron algunas voces esporádicas y apagadas, bajó compungido del escenario. Era claro y terminante: los estudiantes no estaban con él. IX
No había comentarios de temas políticos, salvo en las clases de Derecho y Economía. El Dr. Rosenwasser trataba a veces en tono burlón y sutil ciertos hechos del momento. Con el doctor Bottini había más confianza, desapareciendo la fama de "reventador" que traía de años anteriores. Abandonaba su sital para ocupar un banco, promoviendo debates entre los presentes. No faltaban las tendencias antagónicas: la derecha era defendida por Varone; el centro-izquierda por casi todos los demás. Un pequeño grupo se mantenía sin participación. A Varone le llamaban, además de "Bosque dormido" y "la bella durmiente del bosque", "Monseñor Varone", "Padre Varone" y 'Cura párroco de la 'Barra' ". Fanático católico, la palabra del sacerdote era para él la ley y no admitía que pudiera existir un cura que no fuera el "summum" de la virtud. Regido por el dogma, en las discusiones deshacían fácilmente su argumentación porque no tenía base racional en la formulación de los juicios. Empero esa diversidad de tendencias no impedía que Varone, ya fuera "el cura párroco" o "el bosque dormido", mereciera la solidaridad que sentían en la "Barra" por todos sus integrantes. De modo que, concluída o no la discusión, la paz renacía, la concordia reinaba y todos jaraneaban entusiasmados, coincidiendo en las mismas aventuras. En las controversias en clase el Dr. Bottini mantenía una cómoda imparcialidad y no orientaba los debates con sus conocimientos, como hubiera sido interesante para una mejor comprensión de los
problemas. Solía formular invitaciones a sus alumnos cuando daba conferencias, o les encargaba traducciones a los expertos en idiomas. A Souza lo requería por su dominio de inglés y francés, a Oberdan por el de italiano, etc. Encargó monografías en clase y entre los temas, variados y de gran interés, figuraban: gastos militares, empréstito 1932, crisis y miseria, moneda, cooperativismo, gastos del clero; presupuestos argentinos, monopolios, etc. Fue una nueva tarea agregada a las muchas que teníamos y el esfuerzo realizado no tuvo su compensación en el mayor conocimiento de la materia pues era indispensable saber primero la estructura de la misma antes de profundizar en uno de sus aspectos. X
La Capital Federal rendía homenaje a Bernardino Rivadavia. inaugurando el sepulcro ubicado en plaza Once. El monumento, de líneas grandiosas, sobrias y severas, concordaba con la grandiosidad, sobriedad y severidad del gran prócer argentino. El lugar había sido remodelado perdiendo la belleza de sus líneas y la alegría que transmitían sus hermosos árboles, desgraciadamente talados sin piedad. Hasta la romántica y cariñosa pérgola que adornaba el paseo, desapareció para siempre. La arbolada y colorida plaza, que tantas veces fue punto final de alegres correrías, había sido transformada en una gran superficie lisa, cuya planicie interrumpían débiles y pequeños tallos que necesitaban algunos años para dar sombra. Era sábado; a pesar del acto las clases no se habían suspendido. A su manera, la "Barra" quiso rendir su tributo al gran patriotas sólo necesitaba hallar al orador que con verbo elocuente rememorara la obra del insigne ciudadano. Pero ¿quién podría ser elegido? Repentinamente, para los de la "Barra" desapareció la duda de Hamlet: era, sólo uno era el indicado: "Sócrato", a la sazón subjefe de celadores de la planta alta. No hubo necesidad de más deliberaciones; únicamente debíase encontrar al personaje. Al efecto una comisión integrada por Furlani, Álvarez, Ariza, Pagliano, yo y alguien más, salió del aula en su búsqueda, hallándolo en el momento en que estaba por entrar en otra división de quinto, llamado por sus integrantes. Prodújose en seguida una recia disputa por el conferenciante. -Venga con nosotros, Dr. Figueredo. -No, profesor, con nosotros. -Cállense. Ustedes no saben entenderlo. -A Uds. les falta profundidad filosófica. -Ustedes carecen de la conciencia del yo subjetivo. La discusión terminó con la decidida intervención de Furlani que tomándolo por un brazo lo llevó casi arrastrando al salón de quinto-segunda. "Juan Cuello" no cabía en sí de gozo: Los estudiantes de los años superiores se peleaban por escuchar sus palabras! La disertación no pudo concluir por dos causas: una, los aplausos que interrumpían a cada instante: cada frase hueca, cada expresión sin sentido, cada construcción incoherente, bastaba para el estallido de gritos:
-¡Bien por el Dr. Figueredo! -¡Así se habla! El conferenciante decía, levantando la mano derecha: "Silencio, muchachos"; y se iluminaba su rostro con una expresión de incontenible felicidad. La otra causa fue la llegada del profesor, Dr. Bogliolo, que motivó su retiro. El titular de Psicología, intrigado, preguntó que ocurría; cuando le explicaron sonrió, mantúvose callado un instante, para agregar luego con ironía: "¡Pobre Rivadavia. Como si no hubiese sufrido bastante en vida!".
XI
Entre los incorporados en 1932 a la "Barra", destacáronse, entre otros, Calabrese, Casas, Fidel, Santa Cruz, Guaraldo y Valle. Sus edades oscilaban ente los diecisiete y los veintidós años y la delgadez de todos tenía una excepción en los 113 kilos que pesaba Valle. Eneas T. Calabrese tenía un bigote negro, espeso, abundante; los ojos grandes y oscuros y una mirada que parecía de perpetuo enojo. En los primeros días del año Vázquez inadvertidamente y sin propósitos aviesos tuvo expresiones desconsideradas hacia los recién llegados; Calabrese, con calma pero firmeza, protestó por esa falta de camaradería, rectificada sin esfuerzos. Parecía poco afecto a las bromas; pero a medida que aumentaba la confianza participaba en ellas con el mayor entusiasmo. En una ocasión, durante una clase de taquigrafía a la que no había entrado, cortó la luz del salón. Prodújose instantáneamente un descomunal desorden; Furlani corrió a abrazar al profesor gimiendo: "¡Señor, tengo miedo!". Volaron libros, papeles y cuadernos. Souza debió ser destinatario directo de algún objeto corpóreo, porque pronunció con sonoridad cristalina una sucesión de improperios dedicados a los que tuviesen o no, capacidad legal para tirar objetos contundentes. En otra oportunidad, mientras Figueredo hablaba contra el comunismo y elogiaba un proyecto del senador Matías Sánchez Sorondo, Calabrese, irguiéndose muy serio, interrumpió: "Yo soy comunista". "Juan Cuello" cambió de tono y hasta de color; quiso hablar dulcemente y desviar la conversación; pero aquél, duro como perro de presa a pesar de que apenas lograba aguantar la risa, no lo dejaba escapar por la tangente. Felizmente para Figueredo llegó el profesor y se cortó la polémica; durante varias noches no se acercó al aula. León Fidel y Jorge Luis Casas, los mejores taquígrafos de la clase, diferían notablemente entre sí. Bastante bajo el primero, espontáneo en sus modales, y alto el segundo, excesivamente cuidadoso en su persona y en su forma de ser, no pronunciaba palabra que no fuera estrictamente correcta y cortés; ambos estudiosos, buenos compañeros) expresaban su alegría por el cambio de turno, pues advertían en los alumnos de la noche mayor camaradería y solidaridad. Los habían convertido en árbitros indiscutibles de toda duda taquigráfica, negándose autoridad al titular de la materia para rebatir los conceptos que ellos pudieran emitir. Salvador Santa Cruz debía su fama a la costumbre de interrumpir las explicaciones de Porto, con su extemporáneo “está mal”, aunque lo explicado estuviera bien. Pío Luis Guaraldo destacábase por su modestia y su bondad. Sumamente callado, formaba con Oberdan el dúo de los oyentes, es decir, alumnos que por adeudar materias previas sólo podían asistir a clases para escuchar lecciones, pero no participaban de ellas activamente; debían rendir las asignaturas en condición de "libres" una vez aprobada la previa que los trababa. Guaraldo seguía los cursos puntualmente; no intervenía en ningún escándalo, celebrando los hechos que presenciaba; gran compañero, estaba dispuesto a soportar cualquier medida punitiva, igual que todos los demás, aunque su situación fuera muy diferente. Ejemplo de contracción al estudio, de voluntad, de entusiasmo, rindió con éxito completo la mayor cantidad de exámenes que se pudiesen dar en un solo turno, aprobándolos todos. Jorge Valle, gordo sumamente simpático y chispeante, se había especializado en la aplicación de apodos, siendo de su invención los de "kid funebrero", "kid cloroformo" y otros más, como así también en el recitado de la tragedia "Filoctetes", explicada por el Dr. de Vedia en una clase de literatura griega.
Comenzaba con voz natural, que paulatinamente se hacía quejumbroso y aguda y cuando llegaba al momento culminante del drama, lloraba estrepitosamente. Tal arte tenía que le insistían tenazmente en el bis y él accedía, hasta que la llegada de algún profesor cortaba su emulación de los recitadores famosos. Otra de sus especialidades consistía en la imitación de los catedráticos. Ocupaba el sillón y preguntaba como Rosenwaser: "¿Quién trajo la ley?". O bien, levantando las tejas como Bottini, burlábase de Vázquez: "A ver ese 'David Ricardo' que no sabe nada"; y chillaba antes de que el interpelado abriera la boca: " ¡No señor, no señor, no permito que Ud. me succione la trompa de Eustaquio!". A él dedicó Souza una de sus frases más ingeniosas: " ¡cállate, gordo alopésico!". Consultado el diccionario, todos rieron de buena gana. A Valle se le estaba cayendo el cabello, anticipándosele una hermosa calvicie para los años subsiguientes. Nadie conocía el término exacto para expresar ese estado; pero la "biblioteca ambulante" lo había definido con la palabra precisa. Souza asombraba con su arsenal de términos difíciles, que constituían admiración hasta de los profesores, como ocurrió en Física cuando el Ing. Castro Zinny, explicando la balanza, señaló la parte superior que forma ángulo recto con el fiel y enseñó que su nombre correcto era "brazo de la balanza". Una voz bronca, tajante, lo corrigió: "Eso se llama hipomócleo". Castro Zinny lo miró entre sorprendido e incrédulo; pero Souza no dio tregua: "eso se llama hipomócleo". Aquél, pensando hallarse tal vez en presencia de un desequilibrado mental, exclamó automáticamente aunque sin demostrar convicción: "Sí, puede ser". Desde ese día, todos los apelativos de Souza fueron borrados, quedando vigente un sólo: "hipomócleo". XII
Debía disputarse el torneo atlético intercolegial, coincidiendo con la próxima primavera. Nuestra Escuela siempre había sobresalido por la cantidad y calidad de sus atletas. Pocos institutos de enseñanza secundaria poseían tantos "records" intercolegiales. Pero ese año no estuvo a la altura de sus antecedentes. Seleccionóse la representación atlética, que resultó excesivamente reducida, integrada por algunos alumnos de la mañana, que casi no tuvieron ocasión de intervenir, y además, Valente, en carreras de 3.000 metros, Carbajales y yo, en salto en largo y en alto, y Ariza, en lanzamiento de jabalina. Poco antes del cotejo abandonó la casi totalidad de representantes, no satisfechos con su estado, reduciéndose la delegación a los dos de salto, pues tanto Carbajales, con más de seis metros en largo y yo, con un metro sesenta y cinco en alto, nos manteníamos cerca de los niveles máximos hasta entonces. El torneo no había despertado interés en nuestra Escuela; pero la víspera, un sábado, no podíamos desperdiciar la ocasión de retirarnos horas antes. Aguardóse la conclusión de Taquigrafía, que nadie quería perder y fuimos a solicitar autorización de salida al sub-jefe de la planta alta. "Dr. Figueredo, dijimos en tono solemne, mañana por la mañana tendremos el honor de luchar o morir por nuestra gloriosa enseña azul y oro, la victoriosa bandera deportiva de esta casa que es nuestro segundo hogar".
Figueredo, entusiasmado retribuyó la gentileza con una conferencia de media hora de duración que escuchamos con una sonrisa en los labios y una tormenta en el alma. Pero lo principal, salir antes de hora, lo conseguimos. El domingo, el estadio de la sección Jorge Newbery del Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, estaba engalanado. Ininterrumpidamente se disputaron pruebas, correspondiendo la nota emotiva de la jornada al reñidísimo final de la carrera de postas de cuatro por cuatrocientos, entre el Colegio Nacional Manuel Belgrano, la Escuela de Mecánica de la Armada y otros dos institutos. El Nacional Belgrano tenia el mejor corredor del día: W. Kaltz. Los de la Armada llevaban unos cincuenta metros de ventaja cuando Kaltz tomó la posta en el último tramo. Allí comenzó la emoción. En la curva de los doscientos metros, la ventaja había sido reducida a la mitad; el representante de la Armada, muy bueno, demostraba que no permitiría que le quitaran el triunfo, sin dura lucha. Llegaron a la última vuelta con varios metros de ventaja para éste. El público se agolpaba frente al lugar del arribo. Kaltz dio, un vigoroso impulso a su tren de carrera, pareciendo derrochar todas sus energías en esos pocos metros; y llegó a la línea final abriendo los brazos, rompiendo con el pecho el tenue hilo que señalaba el punto terminal de la pista. Estaba exhausto, no podía respirar; pero por pocos centímetros había dado la victoria a su colegio, mientras los espectadores premiaban con fuertes aplausos la proeza del legítimo campeón. La Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini" tuvo una jornada malísima, no logrando un solo punto. Sus representantes, que habían comenzado sus adiestramientos pocos meses antes y no podían dedicarle más que la hora comprendida entre las seis y media y las siete y media de la mañana, a partir de principios de julio, no estaban en condiciones de enfrentarse con adversarios de mejor preparación y estado físico. Los campeonatos estaban, pues, en buenas manos. XIII
En la evocación de los acontecimientos escolares, taquigrafía se destaca con especiales relieves. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, los apuntes de Ariza? Éste no tenía ganas de escribir aquella noche, aunque justo es reconocerlo siempre le ocurría lo mismo; pero aquella vez, en particular, no quería tomar dictados. Como no era elegante expresarlo así crudamente buscó un motivo: se levantó de su banco, hizo apartar a su compañero, luego a otro, a otro más, registrando los respectivos pupitres para hallar sus apuntes. Los demás, solícitos, atentos, con un comedimiento especial que ningún motivo justificaba si no fuera el de armar escándalo, se preocuparon por saber qué buscaba; y él les aclaró: "Mis apuntes". Tuvo una respuesta unánime: "Yo también te ayudo a buscarlos". Nadie pensó averiguar cómo eran esos apuntes, ni qué materia trataban. ¿Eran hojas sueltas? ¿un cuaderno o un libro, tal vez? Nadie lo sabía. Por otra parte, ¿para qué necesitaban saberlo si ninguno pensaba hallarlos? El que ocupaba el primer asiento de la primera fila empezó a revisar los cajones de útiles de toda la clase, menos el propio; y así, sucesivamente, cada uno de los presentes.
En menos de treinta segundos la división integra, excepto Souza, desoyendo las amenazas y protestas del profesor, hurgaba y revolvía los bancos. Cuando no hallaban apuntes entre el cúmulo de libros, tiraban éstos por inservibles; su dueño, entre renovadas y sinceras protestas e imprecaciones, se dedicaba a la tarea de volverlos a su lugar, aunque por poco tiempo, porque nuevos expedicionarios volvían a revolverlos. Por rara coincidencia todos ansiaban revisar y tirar los cuadernos y papeles del irascible Souza, que no pudiendo contenerse, vomitaba en continua erupción imprecaciones dichas en varios idiomas, que manchaban el honor y la dignidad de los ascendientes de sus camaradas, hasta la generación que se salvó en el arca de Noé. Pasaban los minutos; faltaban pocos para el tañido de la campana que indicaba la terminación de la hora. En medio del campo de Agramante, el causante directo de tanto alboroto se quedó quieto, meditabundo, silencioso; los demás suspendieron la búsqueda, contemplándolo como si fuera un iluminado. Entonces, ante la espectación general, Ariza exclamó: "¡ Muchachos! Ahora me acuerdo que no los traje". ¿Qué pincel podría pintar la escena subsiguiente? Lo cierto es que contrariando las leyes de la física, el aire se había vuelto pesado y peligroso por la cantidad de libros que lo surcaban en todas las direcciones. Buenos Aires recibió, por aquel entonces, la visita de una manga de langostas, fenómeno inusual para la ciudad. En las urbes no podían causar mucho daño, salvo en las plazas y en las plantas de las calles y los hogares; pero en el campo devastaban la riqueza de la Nación y reducían a la nada los esfuerzos de los sacrificados pobladores rurales. La langosta, enemigo público, debía ser condenada a muerte y la división quería hacer algo contra el acridio voraz. Sí; no podía permanecer con los brazos cruzados frente al destructor de los campos argentinos. Y bien: ¿ qué hacer? Sencillamente: matar langostas. Esa fue la voz de orden. Furlani cazó en la calle un ejemplar, ya sin vida y lo llevó consigo con el propósito de darle un destino útil. El día era propicio; sólo hacía falta esperar la llegada de la última hora y la entrada del profesor correspondiente. Quedaron vacíos los tres primeros bancos de la fila central, para que uno lo ocupara Furlani y otro la langosta, colocada piadosamente sobre el pupitre. Cuando entró el Dr. C., Furlani tenía los ojos clavados sobre el insecto; todos los demás clavaban los ojos sobre Furlani. Comenzó el dictado; pero nadie escribía, ni escuchaba, ni atendía; parecía que la clase fuera un mundo de seres inanimados, pétreos. Furlani movía sigilosa y muy lentamente su largo cuerpo, haciéndolo avanzar en forma casi imperceptible, como una víbora. Repentinamente se abalanzó sobre el cadáver del insecto y los compañeros dejaron escapar un suspiro de alivio profundo y prolongadísimo, estallando aplausos a granel: -¡Viva Furlani! -Señor, qué valiente! Agasajado como un héroe nacional, exhibió triunfalmente su trofeo al Dr. C., quien, mientras vociferaba protestando, se cubría la cara por que Furlani, empezado en demostrar que habla terminado
con el acridio, insistía en refregárselo por la nariz. Ésa no fue su única hazaña. También sabía hacer otras cosas. Era el guanaco oficial del grupo. Nadie como él lograba hacer un ruido semejante al arranque de un motor, como preludio del acto de escupir. Cuando pensaba que el ruido había sido suficientemente escuchado, recién se levantaba e iba al frente, simulando completar la acción. Y ¡guay de quien lo reprochara! Le clavaba los ojos con furia y exclamaba: " ¡Pero señor, ni escupir se puede ahora! ¡Qué dictadura!". Anunció una noche el Dr. C., que tomaría prueba para clasificación de bimestre, el próximo sábado. Hubo de inmediato una protesta general. -¡Pero señor, cómo nos va a tomar examen el sábado, si debiera ser inglés! -Bueno, lo tomaré el otro martes. Al llegar el indicado día, se quejaron: -Doctor, ¿va a tomar prueba justamente hoy, que ya tuvimos dos? -Sí, señores, -agregó secamente. -No señor, es imposible; no la, vamos a hacer. -Bueno, la tomaré el sábado. Cuando ese día estaba por repartir las hojas, no faltó quien se levantara ofendido para reclamar: -Pero como ¿hoy también prueba? -¡Pero si no la he tomado! -No importa, doctor; Ud. dijo que la iba a tomar y para nosotros tiene el mismo efecto psicológico que si la hubiésemos, rendido. -Ud. se sienta o va a ser suspendido. Instantáneamente siguió un serio alboroto y la prueba volvió a postergarse para el martes. Llegó a clase convencido de que nada ni nadie podría evitarla. Personalmente entregó las hojas a cada uno de los asistentes. Se preparó, miró el reloj y cuando iba a pronunciar la primera palabra se oyó una voz: "aura". Simultáneamente, todos como un solo hombre, con gesto espontáneo y súbito, partieron las hojas en mil pedazos y después de tirarlos, quedaron mirando al profesor que, atónito, sorprendido por ese espectáculo que jamás pudo imaginar, perdió por algunos minutos la facultad de hablar. Las veleidades artísticas de un grupo numeroso de integrantes de la "Barra", causaron un desorden cuyas consecuencias superaron toda previsión. El duelo entablado entre dos coros, cada uno con una canción favorita y deseoso de lucir sus habilidades canoras, transformó a la clase en un infierno, cuyos ecos llegaron hasta la Dirección, movilizando a una comitiva integrada por el Jefe de celadores y varios empleados, que entraron al aula en el apogeo de la barahunda. Luego de una filípica que parecía interminable, el Director resolvió suspender a la división; pero ésta saltó en pie de guerra, en tono tan amenazador que no admitía réplica, optándose entonces por la postergación de las medidas disciplinarias hasta el día siguiente. Los integrantes del cuarteto fueron llamados a la regencia y Medrano nos comunicó que habíamos sido suspendidos. -¡Otros vez suspendidos! ¡Qué barbaridad!, comentamos y salimos sin firmar el libro de sanciones. Uniéronse dos divisiones de quinto año; cuando después de largas discusiones pudieron ponerse de acuerdo sobre la forma de comunicar al profesor que en esos instantes concluían para siempre sus
enseñanzas para los presentes, el Dr. C. Suspendió su dictado, que nadie seguía, e improvisó unas palabras de despedida. XIV
Concluían las clases y, para nosotros, esta vez en forma definitiva. Noches antes el profesor de historia Dr. Carranza, había distribuido entradas para asistir a un festival a realizarse en el teatro Cervantes cuyo número principal era la representación de "La Estrella de Sevilla". La obra de Lope de Vega, no es cómica; pero el espíritu de los espectadores, que en su casi totalidad estudiantes y docentes de la escuela comercial, la convirtió en una de las más hilarantes comedias. Cada personaje que llegaba al escenario era individualizado con el nombre de un catedrático, el Director, el Rector, o un subjefe de celadores; su aparición provocaba tal gritería que impedía oír el recitado; y la glosa de las acciones o las intenciones que le atribuían, podían escandalizar hasta a los más insensibles. Para colmo de males a Vázquez le escondieron el sombrero que aquella noche lucía por primera vez; una prenda fina, cara, que exhibía con orgullo. Desesperóse en su búsqueda: de repente le indicaban que estaba en un palco y hacia allá iba corriendo, escaleras arriba; en ese lugar le aseguraban haberlo visto en determinado punto de la platea. Volvía Vázquez a trotar como un loco: hacía levantar a todos los espectadores de esa fila, que protestaban, gritaban, armaban un bochinche bárbaro. Y lo consolaban, diciéndole que un rato antes un señor lo había llevado a un palco ubicado en el lado contrario de donde él venía. Vuelta a correr; de nuevo se levantaban los ocupantes del palco; chillaban, reclamaban contra el intruso, pero el sombrero no aparecía. Mientras tanto, los actores, que integraban un conjunto de aficionados, tal vez sorprendidos por el ruido que llegaba desde los asientos, continuaban sus esfuerzos para hacer percibir al público el valor incalculable de la obra del "príncipe de los ingenios". Sólo cuando terminó la representación finalizaron las correrías de Vázquez, pues un compasivo compañero el señaló el banco bajo el cual estaba oculto su sombrero. Tal vez la primavera, con su agradable temperatura matizada con marcas termométricas cercanas a las propias del estío, obraba esos milagros y provocaba esos arranques de entusiasmo capaces de transformar el llanto en risa y la tragedia en comedia. Porque esas mismas escenas del Cervantes, pero con más colorido y gracia, se produjeron al terminar las clases. El último día de escuela adquiría, para los que la abandonaban definitivamente, un sentido especial. Concluía un ciclo de esfuerzos fácilmente superados por el optimismo de la muchachada y el entusiasmo de las aventuras, que hacían olvidar amarguras e injusticias. Coronábase un lustro de sacrificios, de ensueños, de marcha firme hacia el futuro, con la mirada puesta en el horizonte que se abría ante cada uno. La fiesta de clausura acostumbrada a pesar de su carácter rutinario y de conocerse de memoria el discurso del "padre espiritual" representaba el último saludo, la palabra de despedida que recordarían
con cariño en los tiempos de evocación. El de Perito Mercantil era el primer título obtenido y el que guardarían con mas afectos, porque encerraba una vida maravillosa de alegría y esperanzas. Pero ese año no hubo despedida oficial; estuvo ausente la palabra de las autoridades escolares; todo parecía suceder fríamente, sin alma, cual si se lanzara al mercado como producto fabricado en serie, una promoción más. Felizmente una institución formada por estudiantes de cuarto año del turno noche corrigió la injusticia. La Asociación Cooperadora "Carlos Pellegrini", que tenía su propia revista, su comité de apuntes, su bolsa de trabajo y semejaba un centro de estudiantes en miniatura, tomó a su cargo la realización del acto correspondiente, iniciándolo con un afectuoso discurso del presidente de la entidad. Como segundo número habían preparado un recital de monólogos. Subió a escena el actor, disfrazado de verdulero oriundo del sur de Italia, con unos mostachos impresionantes, grandes, tupidos, afilados, con puntas que parecían buscar el cielo; las mejillas pintadas de rojo, como un tomate; y la nariz, tan colorada como un farol indicando peligro; un sombrero grande, bien redondeado en sus bordes, se mantenía sobre un costado de la cabeza, en espléndido alarde de equilibrio; y la ropa holgada, arrugada, con un saco que colgaba y dejaba ver una ancha correa de cuero, completaban su original atuendo. Dijo con énfasis las primeras frases, pero nada más. Porque después el monólogo se transformó en una violenta batalla entre un bando constituido por el recitador y otro formado por un número indeterminado, imprecisable e invisible de fantasmas. Algunos de quinto primera lograron abrir las vitrinas del museo agrícola de la planta alta y apoderándose de choclos, semillas y legumbres, produjeron sobre el escenario una lluvia artificial de granos y hortalizas. El disfrazado quedo atónito al principio; pero al recibir el primer impacto reaccionó con tanta violencia, que las mazorcas depositadas a su lado cruzaban el aire con la velocidad de balas y volvían a sus puntos de origen, a la planta alta. Los de arriba, ubicados más estratégicamente y contando con un número de atacantes muy superior, volvían a mandar los productos al escenario. Ni la furia de los organizadores cuyos ojos parecían salir de las órbitas, ni la buena voluntad de algunos, logró atenuar el violento ataque de risas que dominó el aula magna; resultaba imposible, sin estallar en carcajadas, ver como se aflojaban las prendas del ítálico meridional, ante el vigor de la lucha empeñada contra los atacantes de la planta superior. La calma pudo restablecerse únicamente cuando el Dr. Agustín de Vedía avanzó sobre el escenario. Profesor sumamente respetado, su prestigio, su calma su presencia, lograron aquietar los espíritus turbulentos y aún agitados. Sorteando obstáculos, adelantase el Dr. de Vedia sobre una alfombra de granos y productos vegetales, como tierra de contienda sembrada de granadas y balas; por rara coincidencia saludó a los que egresaban instándoles a que, así como los soldados de Napoleón se honraban citando los campos de batalla en que habían peleado, los alumnos de la Escuela de Comercio "Carlos Pellegrini" se enorgullecieran diciendo que habían pasado por sus aulas. Discurso breve y brillante, su elocuencia y cordialidad fueron rubricados con una sincera y estruendoso ovación. Luego, cuando el profesor de Literatura se retiro, subió al escenario Julio Luis Vázquez y quiso agradecer el gesto de los organizadores y protestar contra los causantes del alboroto. Nadie lo había autorizado a asumir representaciones, pero eso no importaba en esos momentos; más aún, los representados se lo hubieran agradecido de corazón, por su feliz idea. Lo cierto es que antes de que pudiese exponer sus intenciones, una estridente silbatina, generosamente acompañada por significativos
ruidos onomatopéyicos e insultos que hubieran enorgullecido a Souza, lo obligaron a bajar y volver precipitadamente a su asiento, que ocupó protestando mientras los demás seguían riendo a mandíbula batiente. XV
En la postrimerías de quinto año, sentíamos transformar nuestros pensamientos. Las cosas, los hechos, los maestros y los camaradas, se nos presentaban con un sentido diferente. Compredíamos mejor la disciplina y la sentíamos más suave; comprendíamos mejor las fiestas de la escuela, que ya nos tocaban más de cerca; todo adquiría una dimensión diferente, un sabor más dulce. Hasta las bromas, salvo alguna excepción, llevaban el sello de un ingenio más refinado y se realizaban más íntimamente. A medida que el cansancio aumentaba acentuándose el deseo de concluir arraigada cada vez más hondo en nosotros, un presentimiento nostálgico para la post-escolaridad. Entre las paredes del viejo edificio se encerraba un soplo vital y el aire que en él se respiraba parecía impregnado de extraña sensación. Un afecto sincero hacia la institución, sus profesores y nuestros compañeros, adentrábase cada vez más profundamente en nuestros sentimientos. La escuela nos había formado técnica y culturalmente. Concluyeron las clases el viernes 4 de noviembre de 1932. Para lograr que nos despidiera Figueredo se organizó una comisión de honor y, apenas hallado, lo llevaron al aula casi a la rastra. Figueredo estaba orondo, hinchado de gozo. Habló emocionado y abusando de los calificativos más grandilocuentes, despidióse paternalmente de los estudiantes, que lo premiaron con aplausos, abrazos y felicitaciones. Luego la "Barra de los Tres Golpes" inició la retirada definitiva de la Escuela. Formados en fila india encabezada por Furlani, recorrieron vociferando la planta alta; bajaron, siempre gritando, la escalera principal y pasaron de los corredores al patio entre continuos vivas a la institución. En todos las divisiones aún se dictaban clases; sus asistentes acudían a las ventadas, se intercambianban saludos y crecía el entusiasmo y el bochinche. Así llegaron al vestíbulo central. Medrano salió a su encuentro pidiéndoles que se retiraran en silencio, pues el Director estaba muy malhumorado en su despacho; pero el Jefe de celadores no había concluído su petitorio cuando retumbó un potente grito: “Tres hurras por el Carlos Pellegrini”. Y de cuarenta gargantas brotaron al unísono, estruendosos: "Hip… raaaaaaaa! Hip… raaaaaaaa! Hip… raaaaaaaaa! Fijóse como punto de conceraaaaaaaa! aproximadamente, nos incrustamos en un taxímetro y fuimos Siguieron otros gritos: "¡Viva Medrano!" “¡Abajo el Director!” "Viva la Escuela de Comercio". Después salieron disparando, cruzando Charcas y enfilando por Callao hacía el sur, llegando hasta Lavalle, donde se dividieron en sectores para tomar un tranvía Lacroze hasta el Balneario, tradicional excursión de fin de año. En cada esquina subió un grupo de tres o cuatro: en Lavalle y Callao, en Lavalle y Rodríguez Peña, en Lavalle y Montevideo, etc. Cuando llegaba el guarda todos se peleaban por pagar: -¡Pago yo!
-¡No faltaba más! ¡Pago yo! -¡De ningún modo! ¡Hoy me toca pagar a mí! -¡Hombre, el que paga aquí soy yo! En esa amistosa discusión respecto a quien abonaría el boleto, llegaron hasta la próxima esquina. Allí subieron los del otro grupo y comenzaron a saludarse, abrazarse, a preguntar por las familias, como si hubieran transcurrido siglos desde la última visita. El guarda, ajeno a tanto cariño, seguía alargando la tira de boletos; los muchachos reanudaron la discusión relativa a quien tenía el derecho y el honor de pagar; pero cuando aquél se dio cuenta de la broma comenzó a agitar la pesada maquinita y convenció fácilmente a todos respecto a las ventajas físicas que lea reportaba posponer para otro momento y ante otros testigos, las demostraciones de afecto y la primacía del pago. Las peripecias del Balneario fueron múltiples, inenarrables. Hay hechos que no pueden relatarse: sólo se siente el sabor de vivirlos, porque la gracia reside en el clima mismo de su realización, en el momento psicológico reinante y la suma de acontecimientos que configuran su clima. Referidos, aún con las palabras más vivaces, no alcanzan a trasmitir su peculiar vigor. Muchos había avanzado la madrugada cuando decidimos el regreso. Pocas horas faltaban para la otra celebración tradicional: el banquete en el Volta. Fijóse como punto de concentración la Escuela. Unos quince aproximadamente, nos incrustamos en un taxímetro y fuímos al restaurant de la calle Carabelas. En la mitad del camino divisamos a Garrone caminando por la calle. Verlo y gritar: "¡Garrone! ¡Petizo! ¡Viva la patria!" fue instantáneo. El nombrado se dio vuelta como tocado por mil resortes, giró rápidamente sobre sus talones buscando en vano el lugar desde donde partieron los gritos; sólo alcanzó a divisar un auto en cuyo interior mezclábanse aullidos y voces. Por casualidad reuníanse aquella noche en el mismo lugar dos promociones de Peritos Mercantiles. Los flamantes de 1932 y los veteranos de 1930. Los del bienio anterior ocupaban un salón alto; los otros, el piso de abajo. Había preparado un poema de despedida y subí a una silla para leerlo. Aún no concluía con la dedicatoria cuando una lluvia de chorros de sifón y de panes me encegueció. Pero no podía admitirse que en un banquete de la “Barra” el orador callara por tan poco; así que, con voz mas fuerte, sobreponiéndome a los proyectiles que volaban sin descanso, proseguí hasta su terminación la lectura de los versos que aquietaron algo el ánimo de los oyentes. Después del momento lírico-bélico, una comisión quiso saludar a los antecesores colegas del piso alto; Furlani y otros más tuvieron el propósito delicado, pero no pasaron de la entrada del salón, porque apenas los vieron, no sólo los panes y los platos volaban: también las sillas tenían alas, igual que si fueran aviones de combate. XVI
Bajo la dirección entusiasta de Oberdan volvió a funcionar la Academia de Vacaciones del Centro de Estudiantes.
Nuevos principios la orientaban; no limitaban su función al mero repaso para exámenes, por cuando anhelaban transformarla en un instituto de extensión universitaria, abierto a todos aquellos que quisieran iniciarse en el mundo de los conocimientos o tuviesen deseos de aprender. Su funcionamiento fue fruto de una lucha tenaz y permanente. El Rector había negado repetidas veces la utilización de las aulas, tildando a la Academia y a sus organizadores de comunistas y revoltosos. Pero la razón fue más fuerte que los absurdos caprichos, iniciándose las actividades casi subrepticiamente hasta lograr, bastante más tarde, el ansiado permiso para ocupar las salas. Alumnos aventajados de los últimos años enseñaban a sus camaradas de años inferiores, incorporándose también, en calidad de profesores, a personas competentes aunque ajenas a la casa, que veían con simpatía esa actividad y aportaban su ayuda para hacer más exitosa la gestión. Transitoriamente y hasta tanto llegara su titular, me hice cargo de las clases de repaso de inglés de primero y segundo años. Frente a un heterogéneo conjunto de alumnos de los tres turnos, que representaban unas quince o dieciséis divisiones, con libros diferentes y métodos variados, opté por el texto más común; y sin apartarme de los restantes, traté de amenizar y explicar las clases con la mayor claridad posible siguiendo la orientación del doctor Minondo. Allí tuve oportunidad de comprobar prácticamente el valor de la teoría. Meses antes había preparado un extenso artículo titulado “Puntos de vista sobre la organización actual de la enseñanza”; subdividido en capítulos referentes a las notas, la asistencia obligatoria, las lecciones, la disciplina, las suspensiones, etc., y lo publiqué en el ejemplar de junio de 1932 del periódicos escolares, como “Letras Juveniles”, redactado por los jóvenes del Colegio Nacional “Mariano Moreno”. La práctica docente duró pocas semanas; pero el ensayo resultó sumamente útil. Casi todos los alumnos de los años superiores que han tenido vocación por una materia, están capacitados para tener a su cargo un curso de repaso. Es un interesante estudio psicológico, un punto de vista enfocado desde un ángulo diferente, para contemplar la realidad cotidiana. Sentado muchas veces en el sillón de los profesores observaba, a esos alumnos que me trataban respetuosamente, me decían “Señor” y aún fuera de clase, cuando preguntaban algo o simplemente conversaban, mantenían una profunda consideración que a veces no se guardaba ni hacia los auténticos catedráticos. Más de una vez, mientas los veía atentos y callados, pensaba para mis adentros: “¡Oh! ¡Si el Dr. C. os hablara de mí! ¡Si supierais que esos mismos bancos donde estais sentados, hasta hace muy pocas semanas eran teatro de mis aventuras escolares!…”
XVII
Los exámenes de diciembre fueron salvados con felicidad, correspondiendo a Guaraldo la nota destacada. Sobre un total de nueve materias, que en su calidad de oyente debía rendir en forma oral y escrita, definió ocho a su favor. Las pocas asignaturas que quedaron adeudándose rindiéronse con éxito en el turno de marzo de 1933. Con esas pruebas finales, con esos últimos instantes de incertidumbre aguardando la nota, cerróse totalmente el ciclo de vida centralizado en la Escuela Superior de Comercio “Carlos Pellegrini”. Cada miembro de la “Barra de los Tres Golpes” emprendía una nueva senda; quienes habían podido conocer a tiempo su vocación, estaba en condiciones de seguirla; otros, indecisos, o tal vez abrumados por el intento esfuerzo o por problemas económicos, abandonaban para siempre los estudios regulares consagrando sus energías a la conquista de su futuro; el núcleo más numeroso consideraba cerrada una etapa y abierta la próxima: la carrera universitaria, para la cual el curso secundario había sido la jornada previa. Pero todos, sin excepción, al desvincularse quizás para siempre de aquellas aulas, escenario de tantas aventuras, en una mirada retrospectiva evocaron el tiempo pasado: sus amarguras y placeres; sus esperanzas y tristezas; la ilusión truncada y la dificultad vencida. Y grabaron en su corazón, en forma indeleble y con cariño inmenso aquella época que no vuelve, inolvidable expresión de un mundo feliz.
FIN A la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini", en su 75° aniversario